La Nouvelle Revue, 1 de junio de 1893 GUY DE MAUPASSANT

Transcripción

La Nouvelle Revue, 1 de junio de 1893 GUY DE MAUPASSANT
La Nouvelle Revue, 1 de junio de 1893
GUY DE MAUPASSANT
Desde el alcoholizado Edgar Allan Poe con sus colosales alucinaciones, hasta este
claro y vigoroso espíritu que se llamaba Maupassant, cuántas inteligencias brillantes
podría citar al azar: Deschamps, Lenau, Charles Bataille y tantos otros; ¡cuántos de ellos
en nuestro siglo se vieron apagados por el azote de la locura! Común destino, idénticas
causas. Mismas neurosis, repentinas e igualmente destructivas, seguidas de la
irreparable grieta por donde se cuelan la razón y la inteligencia. Caer así, en plena luz,
en las tinieblas absolutas; ¡haberse desperdigado con una profusión inaudita por todas
las formas del sentimiento y del pensamiento mediante oleadas de palabras para no ser
de repente más que una animalidad subsistente, un organismo impulsivo y
lamentablemente desarreglado, vagando sin comprender nada, sin sentir nada hasta la
hora de la suprema y liberadora convulsión! Nunca se hubiese presentido hace algunos
años, antes de la sorpresa del Horla, esta obra delirante donde ya se anunciaban los
prolegómenos de la desorganización completa, moral y física. Maupassant parecía feliz,
favorecido entre todos los escritores de su generación. No había conocido la usura de las
privaciones y de las vigilias, ni los amargos deberes de los días aciagos; no había
recibido el impacto de ninguna ambición frustrada. Caminaba a través de los hombres o
navegaba sobre las olas del Océano escoltado de gloriosos honores, adinerado, pudiendo
dar a su curiosidad la voluptuosidad de los decorados nuevos siempre que le apetecía.
¡Y qué protegido parecía de las cuestiones extrañas, con esa robustez adquirida a base
de ejercicio corporal, al abrigo de las depravaciones fantásticas y a los caprichos
mórbidos de la neurosis! Sin embargo fue víctima de ellos. Fatalidad hereditaria,
hundimiento físico e intelectual, excesiva e incoherente medicación, abuso de una
progresiva intoxicación; factores que unidos habrían de destruir ese bello equilibrio que
se admiraba y consideraba inquebrantable. ¡No pudo escapar al mal terrible que lo
acechaba! La muerte de Guy de Maupassant todavía irá a engrosar en la historia de las
letras, la abundante serie de episodios trágicos. «Al margen de su gloria como escritor,
decía ayer Zola, permanecerá en la memoria de todos como uno de los hombres que han
sido los más dichosos y los más desgraciados de la tierra, aquel en el que mejor
sentimos esperar y romperse nuestra humanidad, el hermano adorado, mimado, luego
desaparecido entre lágrimas.»
Guy de Maupassant nació cerca de Fécamp, el 5 de agosto de 1850 en el castillo de
Miromesnil. No lejos de la playa, era uno de esos castillos golpeados por las brisas del
mar abierto, cuyo viento de equinoccio transporta a los lejos las tejas mezcladas con las
hojas de las hayas. Y toda su infancia transcurrió entre la vecindad del mar y las
estancias en Rouen. Terminados sus estudios en el colegio de la vieja capital Normanda,
emprendió el difícil aprendizaje literario. Quién lo inició fue Louis Bouilhet, el poeta de
un gusta tan puro, el hábil lógico en compatibilizar el sentido de las ideas con el
entrelazamiento musical de las palabras. A continuación Flaubert se hizo su afectuoso
maestro, estimulándole mediante su propio ejemplo de minucioso artista, infundiendo
en su inteligencia la impronta de dos o tres principios esenciales de observación y estilo,
auténtica síntesis de poder, de originalidad. Le enseñó el arte de elegir y plantear un
carácter. Le enseñó a elegir en plena vida el detalle típico, particular, único, cuya
expresión precisa es el brillo de un cuadro de costumbres. Tal es así, que un día, sin
tantear ni esperar, después de haber hecho prevalecer su prosa al ejercicio de versificar,
Maupassant se reveló dueño de sí mismo. Abordó claramente la realidad: la representó
tal como esta se ofrecía a sus lúcida comprensión, particularizando con una pasión
sorprendente las cosas y a las gentes, procediendo desde ese momento con una energía
tranquila, con una perfecta naturalidad, hay que decirlo también, con esa absoluta
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despreocupación moral, con esa enorme indiferencia de la que nunca se desprendería.
Colaboraba en varios periódicos. Se aceptaba todo de él. No cesaba de producir. Los
cuentos y relatos alegres o tristes manaban infinitamente variados como de una fuente.
Los volúmenes se sucedían precipitadamente y sin embargo también espléndidos de
forma siendo cada uno de ellos la creación paciente de un largo trabajo. Célebre de un
día a otro, acogido por los hombres de letras y el gran público casi sin discusión, su
naciente gloria no tenía tiempo de palidecer y rodearse de sombras: los elogios de todo
el mundo hacían crecer en él el tedio. Podía a su guisa variar sus horizontes: la vida le
sonreía en todo lugar. Y sin embargo, esta vida, analizándola demasiado de cerca o en
las profanidades de su ser, no la había juzgado ni bella ni buena. Bajo su saludable
aspecto que hacía proclamar a algunos el temperamento mejor ponderado de nuestra
literatura, no encontraba en los goces más frecuentados más que un engaño de la
imaginación y los sentidos. «El genio es una horrible enfermedad, escribía Balzac. Todo
escritor lleva en su corazón un monstruo que, semejante a la tenia en el estómago,
devora los sentimientos a medida que estos surgen.» Él también había abusado
demasiado de esa facultad de esa segunda vista que es al mismo tiempo la fuerza y la
miseria de nuestros intelectuales. La visión se hace borrosa y la razón se desmorona en
tanta intensidad de inquieto análisis. Descendía la pendiente de los diferentes periodos
de la afección cerebral que va de la tristeza a la melancolía, de esta al sumun de la
desesperación, luego al delirio alucinatorio y finalmente a la completa atrofia. En torno
a él flotaba la amenaza de un peligro. Tenía la aprensión de que sobre él pendía alguna
desgracia; y este presentimiento, del que tenía una confusa noción pero cierta, no era ni
más ni menos que el alcance de un mal desconocido que germinaba en su sangre y en su
carne. Paseaba en vano su desánimo en todas los puertos del Mediterráneo. Su carácter
se ensombrecía; y unas impresiones extrañas exacerbaban su sensibilidad. Se sabe lo
demás: el impacto fulgurante de la demencia, la tentativa de evitarla mediante el
suicidio, la implacable invasión de la parálisis general, y la muerte golpeándole a los
cuarenta y tres años, precisamente a la edad en la que su amigo Albert Delpit acababa
de partir en análogas y trágicas circunstancias. ¡Qué asombrosos contrastes en esta
penosa aventura! ¡Cuántas contradicciones también en un mismo hombre y en una
misma existencia! Cerebro lúcido, razón fría y temperamento pletórico; talento a la vez
positivo y fantástico, hecho de escepticismo glacial y de impulsos reprimidos; excelente
corazón en las relaciones ordinarias de la vida, despiadado y terrible escritor a solas con
el pensamiento; y el espíritu más claro, el más diáfano, el mejor equilibrado teniendo
este fin, ¡desapareciendo en este abismo!
Observador sagaz, estilista vigoroso y sobrio, incluso natural cuando frecuenta lo
inverosímil, Guy de Maupassant ocupará una gran plaza entre los novelistas modernos.
Muy intuitivo, ha elegido unos rasgos de la humanidad bien definidos que ha
transportado y desarrollado en clases diversas, describiéndolos con un montón de
detalles precisos, acentuándolos y generalizándolos hasta el extremo. Armado de un ojo
que registraba las imágenes, las actitudes y los gestos con una seguridad de aparato
fotográfico, era la completa personificación de un personaje de una de sus novelas tal
como lo describió bajo el pseudónimo de Gasthon de Lamarthe. Tenía esa visión clara
de las formas que da a sus libros el aire de fragmentos de existencia humana arrancados
a la realidad, y les transmitía el color, el tono, el aspecto, el movimiento, en definitiva la
vida, – digo la vida considerada preferentemente bajo su aspecto menos halagador. El
mundo de Maupassant no es alegre ni tierno, en efecto. Realmente fue el novelista de
los que no creen en nada, que aparte de la satisfacción de los sentidos, tienen razón, no
creyendo más, al no esperar más, al no amar más. Tiene algunos impulsos de pasión,
algunas momentos febriles que se toman por exaltaciones morales, pero también son tan
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efímeros en él como las causas accidentales de los que éstos han sido repercusión. En su
plena juventud, no tenía reparos en manifestar que el placer físico es el único que no es
una convención. Muy amplia es la parte que ha dado a la descripción del hechicero
cuerpo de la mujer, como a la descripción del deseo en todas sus fases. Muy poco lo que
reservó a los móviles del alma. En sus libro plasmó un pesimismo desolador y afligido,
no por sacrificarse a la moda, sino porque realmente llevaba en él la idea de lasitud y de
escepticismo universal. Era la conciencia menos religiosa que pueda haber. La
esperanza de un más allá mejor que el presente estado de vida, esta esperanza que
sostiene tantos corazones apagados, tantos corajes abatidos, en el seno de la lucha y del
dolor, no solamente le era ajeno sino que lo consideraba como una debilidad indigna de
un hombre en posesión de una sana razón y que se siente capaz de usarla. La naturaleza,
que como poeta ha exaltado cuando diversificaba en ella los accidentes y los colores, no
era para él más que una potencia ciega en su unidad misteriosa, injusta y pérfida.
Pensaba que todo el esfuerzo de una completa ambición debía limitarse a convertirse en
un ser ligero y fuerte mediante el entrenamiento de ejercicios plásticos, ser considerado
entre los pensadores, tener reputación e independencia: Todavía se atrevía a desdeñar la
literatura, viviendo al margen del mundo de las letras, trabajando por necesidad y no por
alcanzar una meta gloriosa, no estimando su oficio más que porque podía ser un buen
medio de liberación. La libertad y el movimiento quizá fueron sus únicas alegrías
absolutas. En sus horas adoraba a la mujer; y trabajaba en sus libros con una
predilección bastante notoria en desmoralizarla suavemente. No creía en ella por eso;
no creía en la sinceridad de una pasión mas que en la duración de un placer pasajero que
aporta a nuestra sensibilidad un capricho del aire, una disposición fortuita del
temperamento de las influencias ambientales. Tal era su filosofía; tal era la de este
nihilista del Eclesiastes que, tras haber pisado todos los caminos de la vida, poseído
todos los tesoros, usado todos los placeres, simplemente constataba la vanidad de todos
esos tesoros, de todos esos bienes, de todos esos placeres.
Con su tranquila energía, Maupassant ha hecho saltar cruelmente todas los lados
menos favorables de una civilización artificial, no teniendo más términos que el mar, el
sufrimiento y la muerte. Exagerando esta disposición de su mirada e intelecto para ver
lo feo: el orgullo henchido de los medradores, la avaricia sórdida del campesino, el
anquilosamiento de la burguesía, todas las pequeñeces que satisfacen a los cerebros
estrechos y todas las villanías que fermentan en el corazón de la multitud. Poseyó una
comicidad triste y amarga. Inconscientemente, de algun modo, llevaba su pluma hacia
unas verdaderas tragedias, hacia las miserias del alma y hacia los ridículos que engendra
la otra miseria, tales como las fealdades de un cuerpo destrozado por la enfermedad o de
una fisonomía atravesada por los sufrimientos. Maupassant tenía algunas cualidades
magistrales que hacen sus obras apasionantes y llenas de vida. No era necesario pedirle
ternura profunda ni encanto. Nos domina por su talento robusto y lleno de franqueza;
muy raramente se deja cautivar por el corazón. A veces se le sigue a contracorriente,
pero rompe las resistencias; la fuerza es su carácter; plantea y establece con una
autoridad que hay que asumir. Cuando, tras haber triunfado con una embriaguez casi
salvaje en su indiferencia por la estupidez del hombre y de la brutalidad de sus instintos,
cuando deja únicamente caer algún rayo de piedad sobre sus pinturas, se descubren
algunos rasgos de sensibilidad, de emoción o simpatía, la sorpresa es tan grande que
uno se da cuenta con toda evidencia y es cuando se olvida de su escepticismo habitual,
nihilista, sensual y disolvente; es cuando surgen el espíritu y el alma.
Ninguno de los realistas de nuestro siglgo ha mostrado de un modo más
sobrecogedor la desgracia cotidiana e incesante, la vulgaridad general y la inutilidad de
vivir para los tres cuartos de la humanidad. Nunca es banal sobre este tema donde la
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imaginación del narrador roza de tan cerca la insignificancia; siempre un pensamiento
sale de sus menores episodios, sea cual sea la mediocridad del cuadro donde los haya
encerrado. Ese era el secreto de su talento; y será sin duda la razón de la duración de su
nombre.
Maupassant fue realmente un escritor de buena escuela. Sus meritos de narrador, la
forma clara y rápida de su narración, su estilo exento de afección pero sólido,
musculado, satisfactorio para todos los refinamientos del pensamiento, sin cesar de ser
correcto, son de ello el testimonio evidente. Enemigo de las supercherías, de un estilo
ficticio, que, bajo el disimulo y la pretensión, esconde a menudo la ignorancia de la
única expresión justa, supo expresar hasta los giros más huidizos de la idea, hasta los
matices más sutiles del análisis y de la descripción, sin tener necesidad de torturar el
vocabulario ni llamar en su ayuda a los arcaísmos condenados a no revivir nunca, los
epítetos extraordinarios o las perífrasis complicadas. Había mojado su pluma en la
corriente de esa ola límpida, la pura lengua francesa, a la que los autores amanerados no
podrán nunca turbar ni corromper. Claro, lógico, nervioso, su frase es la de los
maestros. Se puede no amar al hombre en el novelista, juzgar rigurosamente su
filosofía, repudiar su estética tan exclusiva y condenar su fría misantropía y su
desesperante pesimismo. El prosista está al margen del ataque de sus cualidades
esenciales. Pues esas cualidades se nombran: fuerza, sobriedad, grandeza natural,
facilidad para la imagen y precisión celosa de los términos; y ahí están los únicos
factores que provocan en un escritor la rara fortuna de sobrevivir en la memoria de los
hombres.
Frédéric LOLIÉE
Publicado en La Nouvelle Revue, 1 de junio 1893.
Traducción de José Manuel Ramos González
Para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant