Recientemente, mientras recorría la exposición de Chris Burden en

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Recientemente, mientras recorría la exposición de Chris Burden en
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Nosotros estamos aquí, ellos están allá - Guggenheim Blogs
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April 7, 2015 | LATIN AMERICA @ES | PERSPECTIVES @ES
Nosotros estamos aquí, ellos están allá
INGLÉS | ESPAÑOL
BY CARLA STELLWEG
Portada de Artes Visuales, números 1­29. Publicados por el Museo de Arte Moderno, Instituto Nacional de Bellas Artes &
Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México, 1972. Foto: Cortesía de Carla Stellweg
Recientemente, mientras recorría la exposición de Chris
Burden en el New Museum, pasé más tiempo frente a su
Puente Mexicano (Mexican Bridge, 1998) que frente a
cualquier otro trabajo. La pieza es un enorme modelo a
escala construido con piezas de Meccano y Erector, basado
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en un dibujo, de la década de 1860, de lo que pudo haber
sido, si se hubiera construido, el puente de hierro fundido
más largo del hemisferio occidental (sobre la barranca de
Metlac, cerca de Orizaba). Lo primero que pasó por mi
mente fue: “Niños pequeños, juguetes pequeños; niños
grandes, juguetes grandes”. Pero la primera impresión se
disipó cuando comparé la escultura de Burden con la
pintura de José María Velasco Puente de Metlac (1881). La
representación del paisaje masculino de México en esta
pintura de Velasco se cruzó con el sentimiento masculino
de la obra de Burden, pero sobretodo me hizo reflexionar
por qué y cuándo comencé a observar el arte a través de
una lente mexicana y, más tarde, de una latinoamericana.
¿Acaso el aporte de Velasco ahora se considera
específicamente latinoamericano más que sólo mexicano?
La respuesta puede encontrarse en las denominaciones,
que van de la mano con una especie de historia del arte
basada en el valor de las obras, a su vez asociada con el
nuevo modelo de mercadotecnia de alta tecnología de la
industria del arte.
En 1997, armada con una beca Rockefeller de investigación
en humanidades en la Universidad de Texas en Austin,
escribí Si el dinero habla, ¿a quién le habla la exposición?:
Arte latinoamericano y latino en la década de 1980 (If
Money Talks, Who Does the Exhibition Talking?: 1980s
Latin American and Latino Art). En esos años, el mundo del
arte —a punto de convertirse en un medio exclusivo del
arte­como­negocio—aún era un espacio para cultivar ideas,
libre de la influencia del mercado, y en Si el dinero habla…
fui capaz de romper con la tradicional historia del arte
académica. Por el contrario, hoy en Estados Unidos, los
planes de estudios académicos sobre arte latinoamericano
abordan obligatoriamente la compra, venta y colección de
obra. Más allá de la academia, los proyectos curatoriales
deben tener grandes “protagonistas” e importantes
magnates especulan con sus más preciadas piezas,
aumentando, de un golpe, los precios y sus ganancias por
invertir en el arte. ¿Quién está escribiendo la historia del
arte actualmente? ¿Toda la esfera se encuentra
exclusivamente en manos de coleccionistas privados y
corporativos? ¿Los proyectos organizados por un curador
favorecen más este sistema de valor puramente monetario?
¿Hay alguna diferencia entre el coleccionismo privado y el
institucional? ¿Todavía hay alternativas?
La exposición del Guggenheim Museum Bajo el mismo sol:
arte de América Latina hoy es una iniciativa cohesiva de
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Vista de instalación de la Expo ’67,
Palacio de Bellas Artes, INBA, Ciudad
de México, mostrando pintura de
Arnold Belkin. Foto: Cortesía de Carla
Stellweg
Portada de Contrabienal, catálogo de la
exposición (Nueva York: Museo
Latinoamericano, 1971)
Fernando Gamboa y Carla Stellweg en
la inauguración de Alberto Gironella,
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Televisa, Museo de Arte Moderno
coleccionismo, un grupo de obras seleccionadas por el
(MAM), Ciudad de México, 1976. Foto:
curador Pablo León de la Barra con fondos de UBS. Una de
Cortesía del MAM
las muchas preguntas que el proyecto y su título generan
es si las prácticas de exhibición y colección aún necesitan
de un arte identificado geográficamente, un locus topológico donde la mezcla de
contextos culturales pueden integrar las diferencias y las coincidencias en “la creación de
arte global”.
No hace mucho tiempo, a partir de los años sesenta, fui parte de la discusión acerca de
la denominación “latinoamericano” que, desde entonces, se ha convertido en un término
familiar. Esta etiqueta es parte de un paradigma en continuo cambio, cuyo principio ha
sido abordado, sucesivamente, desde varias perspectivas binarias como nacional versus
internacional, periferia versus centro y geografía versus utopía, junto a la noción de local
versus global que ha generado un espacio para el arte glocal.
¿Cómo podríamos percibir en toda su dimensión este dilema? ¿Cómo se reúne y compra
para el Guggenheim, con poco tiempo de anticipación, una colección coherente y, con
suerte, característica del arte actual de América Latina que establezca nuevos
parámetros? Ésta es una tarea intimidante, desafiante, provocadora e, incluso,
abrumadora, que en manos de Pablo León de la Barra —arquitecto, artista y curador que
ha trabajado en algunos de los proyectos curatoriales más destacados de Latinoamérica
en los últimos años— debe trazar un nuevo y sorprendente panorama que nos conduzca
a considerar algunos territorios poco explorados.
Debido al acelerado ritmo del mercado en la actualidad y la legitimidad del arte
latinoamericano en ese contexto, podría parecer que las colecciones del Guggenheim y
otros museos harían mejor en abstenerse del modelo esencialista y, en cambio, ampliar
su rango de significados. Quizá incluso deberían eliminar los aspectos limitantes y
contradictorios de la categoría y comprometerse con la “destitución” del arte global
neoliberal como ya se ha hecho desde varias trincheras de la crítica, especialmente en
vista de los nuevos patrones de homogeneización.
Desde mi punto de vista, el posicionamiento del arte latinoamericano y su consecuente
integración a la academia y al mercado fue el resultado de un proceso orgánico que inició
en Nueva York a finales de los años sesenta y principios de los setenta. En esa época, yo
formaba parte de un grupo de artistas y profesionales del arte, originarios de varias
partes del continente, que vivían y trabajaban en la ciudad con poco o ningún acceso al
gran mundo del arte. Esta condición compartida provocó que, para nosotros, no tuviera
sentido identificarnos como argentinos, bolivianos, costarricenses, hondureños,
mexicanos o uruguayos. Además, tampoco éramos dominicanos, cubanos, mexicano­
americanos o puertorriqueños.
Alrededor de 1969, un grupo sustancial de latinoamericanos en Nueva York unió
esfuerzos para crear un espacio propio, que después de varias reuniones fue llamado El
Museo Latinoamericano (1969­1971). Hacia 1970, un grupo disidente se separó de El
Museo para formar el Movimiento de Independencia Cultural Latinoamericano (MICLA).
Antes de la separación, El Museo organizó muchas actividades de protesta colectiva
anónima, dirigidas principalmente contra el Center for Inter­American Relations (hoy
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Americas Society), pues algunos de sus directores estaban involucrados en las
cuestionables políticas intervencionistas de Estados Unidos en Centro y Sudamérica,
políticas que provocaron las más terribles dictaduras y guerras civiles del continente,
algunas de las cuales duraron hasta 40 años.
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, al contrario de lo que los
historiadores del arte tradicionales nos han hecho creer, el activismo en Nueva York no
era sólo una “escena” alternativa del centro de la ciudad, sino que proponía una
alternativa metafórica al activismo artístico “radical” como un todo. El MICLA fue uno de
esos espacios alternativos socialmente comprometidos que se distinguió por organizar,
producir y distribuir el libro Contra Bienal en 1971. El proyecto se planeó como una
plataforma para boicotear la dictadura brasileña; artistas y profesionales del arte, tanto
latinoamericanos como de otras nacionalidades, fueron invitados a participar con una
página de texto, una imagen o ambos. La organización Contra Bienal también pidió
ayuda a otras agrupaciones para difundir la iniciativa y solicitó a artistas y grupos que
pronunciaran su rechazo. Por supuesto, esto se logró sin canales de comunicación como
redes sociales o Internet. Para hacer despegar este ambicioso proyecto, el MICLA
organizó una subasta benéfica; las ganancias se utilizaron para comprar un mimeógrafo,
papel y tinta para imprimir el libro en un loft del SoHo. Yo era miembro del MICLA junto a
Luis Camnitzer, Teodoro Maus, Liliana Porter, Luis y Anita Wells y, por un breve periodo,
Vita Giorgi y Leonel Góngora. Nuestro grupo disidente coincidió en el SoHo con otros
grupos de activistas, atraídos por las rentas baratas de edificios destinados a ser
demolidos o parte de proyectos habitacionales. Eventualmente, con ayuda de consejos de
vecinos y otros residentes de lofts, fue instituida la Junta de Lofts de la ciudad de Nueva
York (New York City Loft Board) para legitimar y regular la ocupación de espacios
comerciales abandonados en el centro por artistas.
Mientras se peleaba esta batalla, la exposición Information (1971), curada por Kynaston
McShine para el Museum of Modern Art (MoMA), se convirtió en uno de los objetos de
especulación favoritos al interior del MICLA. Específicamente, nos cuestionábamos sobre
cuáles habían sido los criterios de inclusión o exclusión de numerosos e importantes
artistas latinoamericanos. Pero, sobretodo, estábamos interesados en cómo esta
exposición podría abrir otras puertas para el arte de América Latina. Su catálogo también
inspiró el aspecto de nuestro libro que, producido con pocos recursos, se convirtió en un
proyecto casero de arte povera que siguió su diseño anti­moda, underground y con
tipografía de máquina de escribir.
Mientras colaboraba con Contrabienal, también escribí y publiqué entrevistas y reseñas
sobre temas latinoamericanos en el periódico mexicano Excélsior y en su revista cultural
dominical, Diorama de la cultura. Una de ellas fue una larga conversación con Glauber
Rocha, un extraordinario director brasileño miembro del Cinema Novo, de quien tuve
noticias gracias a Alejandro Jodorovsky. Él me mostró Terra em Transe, su película de
1966, filmada en respuesta a la violencia de la dictadura brasileña; también me presentó
el disco Tropicalia Rock (1968) de Caetano Veloso, inspirado a su vez en la instalación
permeable de Helio Oiticica llamada Tropicalia (1967). En algún punto, un nativo de la
Amazonia vino a tocar instrumentos musicales que jamás había visto en mi vida.
También conocí a los amigos underground de Glauber, entre los que se encontraba el
mismo Helio Oiticica, que rentaba un lugar en el SoHo donde construía y vivía en sus
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Babylonests.
En 1968, Paula Cooper inauguró la primera galería en el SoHo, siguiendo a los artistas
vanguardistas que ya se habían mudado a la zona. En 1971, Gordon Matta­Clark, Carol
Goodden y Tina Girouard fundaron Food en la calle Prince. Los artistas que lo
administraban convirtieron las cenas en eventos tipo performance, tenían una cocina
abierta donde se hacía mucha cocina fusión antes de la aparición de la cocina fusión.
Food constituyó un punto de encuentro que ayudó a consolidar la escena artística del
centro de la ciudad. El MICLA invitó a Matta­Clark, quien no sólo aceptó la invitación para
participar en las acciones de Contrabienal sino que se ofreció a motivar a la clientela de
Food a sumarse a las protestas. Entre otras personas que conocí en Food estaba
Willoughby Sharp, quien, junto a Liza Bear, fundó y editó la trascendental revista
Avalanche (1970­1976). Más tarde, Avalanche sería una de las influencias más poderosas
en la perspectiva editorial de Artes Visuales (1973­1982), la revista bilingüe trimestral
que fundé y edité en el Museo de Arte Moderno (MAM) en la ciudad de México. La
publicación se enfocaba principalmente en América Latina en el contexto de la comunidad
artística internacional.
Pocos años después, el SoHo se había convertido en el distrito de Nueva York más
reconocido por su vanguardia artística. Además de galerías reubicadas, los espacios
alternativos florecían por doquier y ofrecían una amplia gama de foros vanguardistas con
objetivos políticos. Los latinos de Nueva York estaban a la cabeza de esta iniciativa, en
reacción a la renuencia del gran mundo del arte (en particular, museos y galerías) para
abrir sus puertas al arte experimental y socialmente comprometido. Al igual que el
MICLA, la escena alternativa del centro giraba en torno al artista y no alrededor del
objeto o el mercado. Conforme crecía el número de artistas excluidos de los pequeños y
elitistas sistemas establecidos de Nueva York, cada vez era más tangible la necesidad de
espacios alternativos. Entre los lugares preeminentemente latinos se encontraban: el
Alternative Museum, Cayman Galleries (más tarde Museum of Contemporary Hispanic Art
o MOCHA), Cuando el Sol, En Foco, Heresies, La Mama Theater y el Nuyorican Poetry
Café, así como plataformas de cine­y­video y de acceso público como Artists Television
Network, Cable SoHo de Jaime Davidovich, Live Show y Millenium.
En 1972, después de la publicación del libro Contrabienal, el curador y constructor de
museos Fernando Gamboa, con quien había trabajado desde 1965, fue nombrado
director del MAM y director técnico del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Gamboa
me invitó a regresar a México y me propuso un proyecto: el primer museo en América
Latina con una colección de arte latinoamericano. Ésta era la continuación lógica de la
experiencia del MICLA y no sólo era sumamente necesaria, sino oportuna, innovadora y
emocionante. Sin embargo, después de varias reuniones, quedó claro que no era un
proyecto viable, debido al restringido presupuesto institucional. En su lugar, decidí iniciar
una revista que cubriera esta laguna reuniendo y perfilando el arte y los artistas
latinoamericanos. La fase de planeación duró casi todo el año de 1972 y, finalmente, en
1973, salió a la luz el primer número de la primera revista bilingüe sobre artes visuales
contemporáneas y de vanguardia, Artes Visuales, que se mantuvo hasta 1982. Esta
publicación fue una consecuencia directa del aislamiento endémico del continente durante
la década de 1960, que había creado la necesidad urgente de un foro para el intercambio
crítico entre artistas y profesionales del arte en América Latina. En un principio, el MAM y
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el INBA subsidiaron la revista, pero a partir del octavo número empezamos a vender
publicidad para asegurar nuestra independencia de las políticas gubernamentales y
culturales. Sin embargo, en 1982, con un cambio de gobierno y un giro editorial —de las
políticas culturales internacionales a las nacionales— la revista fue censurada y sus
oficinas, abruptamente clausuradas.
Buena parte de la gente del mundo del arte que conocí cuando trabajaba en las
exposiciones itinerantes de Fernando Gamboa fueron invitadas a colaborar en Artes
Visuales y, junto con el grupo Contra Bienal, la convirtieron en un foro verdaderamente
internacional sobre arte latinoamericano. Una de las características más destacables de la
revista fue la elaboración de unos cuestionarios que se enviaban a todos los rincones del
mundo. Los asuntos que abordaban eran, por ejemplo, si el arte “latinoamericano” existía
en realidad y, en ese caso, qué características debía tener. En uno de los números
discutimos la existencia de una teoría del arte latinoamericana; nos cuestionamos si la
crítica producida por latinoamericanos debía considerarse latinoamericana y si era
realmente necesaria. Implícito en estas discusiones estaba el asunto de la posición de los
coleccionistas y las colecciones de arte latinoamericano. Estos cuestionarios generaron
una red de voces que pusieron en primer plano información valiosa. Una vez más, estos
logros se alcanzaron sin herramientas de comunicación electrónica como las de hoy en
día. En su lugar, nos hacíamos amigos de los mensajeros, usábamos el servicio postal,
enviábamos telegramas y llamábamos a la gente por ¡teléfonos “fijos”! Así, se reunió un
heterogéneo grupo de curadores, artistas, profesionales del arte y de los museos,
primero en América Latina y luego en Estados Unidos y Europa.
Como ya mencioné, fueron varios los elementos que influyeron en Artes Visuales.
Primero, la experiencia alrededor de la publicación de Contrabienal en Nueva York;
después, los diferentes modelos de espacios alternativos, seguidos por el catálogo de la
muestra Information en el MoMA y la revista Avalanche, de Willoughby Sharp y Liza Bear.
En 1973, año en que apareció Artes Visuales, Liliana Porter se convirtió en la primera
artista conceptual en tener una exposición individual en el espacio de proyectos del
MoMA. Todos fuimos lo suficientemente ingenuos para pensar que, finalmente, las
puertas se habían abierto, pero el arte latinoamericano era una idea con la que pocos se
comprometían y no estaría bajo los reflectores sino varias décadas después de iniciados
los esfuerzos. Una de las piedras angulares de este proceso fue la primera subasta de
arte mexicano en Sotheby’s, organizada por Mary­Anne Martin. Posteriormente, a finales
de los años ochenta y durante los noventa, las directoras del New Museum y de Art in
General, Marcia Tucker y Holly Block, respectivamente, incluyeron artistas y exposiciones
latinoamericanos en sus programas. En 1987, el Bronx Museum albergó la muestra El
espíritu latinoamericano: arte y artistas en Estados Unidos, 1920­1970 (The Latin
American Spirit: Art & Artists in the United States 1920–1970), de la que fui co­curadora.
En 2001, Mari Carmen Ramírez comenzó a desempeñar su puesto como curadora de arte
latinoamericano en el Museum of Fine Arts Houston, donde montó varias exposiciones
pioneras que promovieron la colección de obras latinoamericanas; también creó
Documentos del arte latinoamericano y latino del siglo XX (Documents of 20th Century
Latin American and Latino Art), un archivo en línea y de acceso libre que pretendía ser un
catalizador en un campo de estudio con pocos recursos documentales disponibles. Y, en
el MoMA en 2007, después del ejercicio de Paolo Herkenhoff e Inés Katzenstein como
curadores adjuntos en el Departamento de Pintura y Escultura, Luis Pérez­Oramás fue
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nombrado el primer curador de arte latinoamericano, puesto creado por la curadora
independiente, filántropa y coleccionista, Estrellita Brodsky.
Independientemente del redescubrimiento periódico del arte latinoamericano —más o
menos cada diez años—, su paulatino conocimiento por parte de los museos y
organizaciones sin fines de lucro de Nueva York le ha permitido, finalmente, entrar por la
puerta principal. En 1966, Thomas Messer, después de largos viajes por México y
América Latina, presentó en el Guggenheim la muestra La década emergente: pintores y
pintura latinoamericanos en la década de 1960 (The Emergent Decade: Latin American
Painters and Painting in the 1960’s). De México incluyó obra de Pedro Coronel, Rafael
Coronel, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Ricardo Martínez y Rufino Tamayo.
En 1965, un año antes de la exposición en el Guggenheim, trabajé como curadora
asistente de Fernando Gamboa organizando de la participación mexicana en la Expo67,
que se llevaría a cabo en Montreal. Antes de partir, la presentamos en el Palacio de
Bellas Artes en una muestra llamada Expo67. En ella se exhibieron las obras de una
generación joven de artistas abstractos, junto a los trabajos neofigurativos o
“neohumanistas” de Nueva Presencia. A pesar de la diversidad de la perspectiva del
señor Messer y dejando de lado la inclusión de la obra de José Luis Cuevas, artista de
Nueva Presencia, parecía que el curador no estaba al tanto de la nueva generación de
artistas mexicanos, que en 1952 había roto con la nacionalista Escuela Mexicana y con el
realismo social. Las políticas identitarias que llegamos a conocer en las décadas de 1980
y 1990 aún no eran el paradigma; tampoco lo era el binomio periferia vs. centro que
dominaría los años setenta y ochenta, y mucho menos el “conceptualismo global” de hoy.
A finales de la década de 1960, el pensamiento crítico sobre la inclusión y la exclusión
era más directo y menos matizado por dichas ideas: el asunto era cómo superar la
incapacidad de comunicarse más allá de fronteras auto­construidas e imaginadas.
Si bien mientras trabajaba con Gamboa veía el arte en términos de la historia del arte
mexicana, en los años setenta, en Artes Visuales, pude abogar por un internacionalismo
a través de una lente latinoamericana. La etiqueta sirvió para establecer relaciones entre
muchas formas de arte visual, artistas y profesionales del arte a lo largo de todo el
continente; todos ellos habían sido confrontados por el énfasis exclusivo en Europa y
Norteamérica que afectó los sistemas sociales, políticos, ideológicos y económicos bajo
los que vivíamos. En Artes Visuales, se invitaba a los lectores a identificar y seguir una
constelación de vínculos alrededor de esos temas, un cúmulo de espacios creativos y
discusiones que brotaron de un heterogéneo grupo de voces, entre las que estaban las
de Jorge Romero Brest, Ferreira Gullar, Jorge Alberto Manrique, Carlos Monsiváis,
Octavio Paz, Mario Pedrosa, Emilio Garcia Riera y Marta Traba. También, invitamos
artistas de todas partes del mundo para publicar imágenes, de una página o media. Vito
Acconci, Luis Camnitzer, Douglas Davis, Guillermo Deisler, Juan Downey, Hans Magnus
Enzensberger, Dan Graham, Les Levine, Nam June Paik, Martha Rosler, Wolf Vostell y
Horacio Zabala estuvieron entre los colaboradores.
La revista mantuvo su postura crítica: desde el primer día, no sólo cubrió proyectos
externos sino también expresó un criterio editorial interno. La publicación fue concebida
como plural, inclusiva y abierta a posturas discordantes; fue favorable a la multiplicidad
de opiniones y construyó fuentes de análisis y deconstrucción. Frecuentemente,
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publicamos conversaciones desafiantes, como la que tuvo lugar entre el crítico y teórico
peruano Juan Acha, desde México, y Guy Brett en Londres. Para el número 9, la revista
se había convertido en un importante espacio de diálogo y de convergencia de las
escenas, nacional e internacional, del arte contemporáneo.
En 1978, Messer una vez más dirigió su mirada a México y me invito a co­organizar una
gran retrospectiva de Rufino Tamayo en el Guggenheim, que planeaba inaugurarse en
1979. Para ese entonces, había encontrado un loft en el Lower East Side y viajaba con
frecuencia entre Nueva York, Europa y América Latina. Si bien financiar proyectos
artísticos con fondos tanto públicos como privados no era una práctica consolidada en
México, fui lo suficientemente afortunada para asegurar los fondos mexicanos que
necesitaba Messer y la completa colaboración de Rufino y Olga Tamayo. Gamboa se hizo
cargo del texto curatorial y siguió su exitosa fórmula de mezclar arte mexicano con
importantes piezas de arte precolombino y popular, creando una atmósfera que el título
de la muestra describió a la perfección: Mito y magia: la obra de Rufino Tamayo (Myth
and Magic: The Work of Rufino Tamayo). Invité a algunos artistas contemporáneos de
Nueva York a la inauguración y todos estuvieron de acuerdo en que, más allá de su
famoso color rosa, las sandías blancas de Tamayo no le debían nada a Robert Ryman.
Las líneas estaban trazadas: nosotros estamos aquí y ellos están allá.
Muchos años después, Bajo el mismo sol: arte de América Latina hoy, si bien una
iniciativa impresionante y laudable, parece advertirnos que si no mantenemos este
esfuerzo mediante un compromiso constante y a largo plazo con la curaduría y el
coleccionismo, se corre el riesgo de que el arte latinoamericano vuelva a convertirse en el
apéndice de todas las colecciones de museos. O peor aún, que al trazar de nuevo la línea
esta vez diga “nosotros estamos allá y ellos están aquí”.
activism community global installation Pablo León de la Barra
DISCOVER A WORLD OF ART. Get the Guggenheim Blogs weekly digest.
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Notas desde un barrio llamado Cuba
Contrabienal: Arte, política e identidad
Latinoamericana en la Nueva York de los
años setenta
¿Cómo podrían los curadores, críticos, artistas y
públicos evitar los dos polos que Stellweg
caracteriza como «nosotros estamos aquí y
ellos están allá» y «nosotros estamos allá y ellos
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están aquí»?
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