el amoroso dios

Transcripción

el amoroso dios
AMANDO
A DIOS
85 AÑOS BAJO EL
VIGILANTE OJO DEL SEÑOR
SRI N. KASTURI
AMANDO
A DIOS
85 AÑOS BAJO EL
VIGILANTE OJO DEL SEÑOR
SAI RAM
Amando a Dios
Traducción: Herta Pfeifer
© EDICIONES SAI RAM
Comité de Publicaciones
Organización Sri Sathya Sai Baba de Latinoamérica
Reservados todos los derechos para la lengua española
Editado y distribuido por Longseller S.A.
Avda. Corrientes 1752 - (C1042AAQ)
Buenos Aires - República Argentina
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ISBN 987-9481-69-0
Queda hecho el depósito que marca la ley 11723
Impreso y hecho en la Argentina
Printed in Argentina
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la tapa,
puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna
ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico,
de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Esta edición se terminó de imprimir en los talleres de Longseller,
en Buenos Aires, República Argentina, en agosto de 2001.
ALGUNAS PALABRAS SOLAMENTE
T
odos y cada uno tenemos que vivir el volumen de biografía que traemos con nosotros cada vez que nacemos, página tras página, capítulo tras capítulo, por
nutrida que sea la puntuación de puntos y rayas, interrogaciones
y exclamaciones, comas y puntos seguidos, hasta que, por último, termine la frase con un punto final. Afortunadamente, sin
embargo, tengo como compañero inseparable y como consultor
a Bhagavan mismo: es Él quien pone los puntos sobre las íes y
tarja las tes, mientras yo vivo las líneas de cada página. Él ha hecho de mi biografía el Libro de la Vida: trascendental y del mayor
significado para mí.
Debo confesar, no obstante, que no merezco este libro sobre
mí escrito por mí. Sé que hay millones que están absorbiendo
mucho más profundamente el Amor del Dios Viviente y Amante
y que, por ende, pueden sobresalir como mensajeros de Su
Amor. Ellos pueden conducir con pasos mucho más firmes a los
que no aman ni son amados hacia la Presencia del Redentor, del
Consolador, del Salvador, del Avatar, de Sai.
Así y todo, al manifestar Bhagavan un interés levemente favorable cuando alguien osó susurrarme en Su Presencia que muchos recibirían con agrado un puñado de reminiscencias mías,
me sentí impulsado por esa sonrisa a embarcarme en esta audaz
aventura. Mi memoria asumió el rol de Editor en Jefe y de ahí
que esta crónica adolezca de una cronología imperfecta. Puesto
que las cuatro partes del Sathyam Shivam Sundaram relatan la
mayor parte de lo que he anhelado comunicar, el presente libro
viene a ser un Testamento Personal, a menudo quizás demasiado
personal como para ser tolerado, de modo que pido perdón por
este acto de indiscreción.
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La adulación es el alimento de los necios, dicen aquellos a
quienes les ha sido negado este sustento. No me atrevo a negar
mi paladar, porque he sido dejado como necio por aduladores
que me han lanzado apelaciones como las de poeta, erudito, lingüista, humorista, filósofo y, ¡hasta el sabio del montículo-hormiguero!
Querido lector, recuerda, por favor, que estoy luchando lo
mejor que puedo para eliminar el veneno del ego, y compadéceme cada vez que veas que este reptil levanta su cabeza entre las
líneas de este libro.
Algunos “antiguos alumnos” de mis clases en la Universidad
—Aradhya, Venkatesaiah, Prabhu Prasad— que probaron las páginas recién sacadas de la máquina de escribir, me pidieron que
no cejara. Mi nieto Rajaram y su mujer Indira se juntaron con
otros de Prashanti Nilayam para descifrar mi manuscrito y pasarlo
a máquina tan pronto como les entregaba una cierta cantidad de
material y con gusto me pedían más. Hermanos del Nilayam que
temían que me estuviese acercando a los bordes de mi existencia,
me pedían que escribiera más rápido. El hermano Achuthanandam de Madras, se encargó de llevar el texto a esa ciudad, donde
unos editores habían adoptado el nombre del pionero impresor
anglosajón Caxton. Otro hermano, el Profesor P. K. Sundaram,
se ofreció para revisar las pruebas de imprenta.
Como resultado, este libro, Amando a Dios, se pone ahora
a los Pies del Señor y en las manos de aquellos que viven en el
Amor del Señor. Jai Sai Ram.
Día de Navidad
1982
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N. Kasturi
Prashanti Nilayam
LA LLUVIA DE PERLAS
E
sta vez inhalé el Aliento de Dios el Día de Navidad de
1897. Baba dice: “Una persona nace para aprender
a no nacer de nuevo”. El secreto acerca de cómo lograr esta meta me estuvo eludiendo durante anteriores apariciones; por ende, hube de entrar nuevamente a la escuela. En
mi largo camino desde la amiba al antropos, poco aprendí del
alfabeto de la liberación, ¡y ni siquiera la A del Atma! Es por
eso que llegué al seno de una familia hindú, en la Nochebuena,
cerca de las costas del Mar de Arabia, vomitando y lloriqueando, con la impotencia habitual, ante la perspectiva de otra estadía en la Tierra.
El día que nací, la mitad del globo estaba iluminada con la
adoración al Hijo de Dios. ¿Sería esto en recompensa por alguna
obra de mérito notable durante mi última paradilla aquí? ¿O era
un augurio de mi propia resurrección? No me atrevo a dudar. El
pasado, inevitablemente, configura el presente, y también el futuro configura el presente con la misma inevitabilidad. Muy a menudo, la tracción del futuro resulta más decisiva que la presión del
pasado. El árbol de mañana está concentrado en la semilla de hoy
tan ciertamente como el que la semilla de hoy resultó del árbol del
ayer. El Gita fue pronunciado para moldear a un Gandhi, siglos
después. El Llegar a Ser patente requiere de un Ser latente.
El nacimiento, el Día de Navidad, presagió una página luminosa en mi libro de vida. Dejé la aldea en que naciera en 1919 y reingresé a ella sólo en 1968, con Baba, al que miles de cristianos de
muchos países adoran este día como Aquel que enviara a Su único
Hijo para salvar al género humano. El propósito de esa visita de Baba fue el de bendecir a un devoto cristiano y el de colocar la primera piedra para un templo que éste le estaba construyendo. Se trata
de una historia que revela la Gloria de Baba y la piedad de Elías.
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Elías fue atraído a una casa distante seis millas de la suya, en
donde la voluntad de Baba hacía brotar la sagrada ceniza curativa
(vibhuti) —que a menudo crea con un movimiento de Su mano—
desde Su retrato (!) y, para asombro de todos, también de uno de
Jesucristo. Elías fue, vio y se conmocionó. Había oído decir que
Baba era un “hindú”. Sabía que estaba a cientos de millas de distancia. Fue testigo del funcionamiento de la Voluntad Divina. Se
dio cuenta de que el Único responde a cualquier nombre pronunciado en cualquier idioma. Decidió construir un templo dedicado
a su “Cristo venido de nuevo”, como el Consolador (Sai) con el
nombre de Verdad (Sathya), vestido con ropajes de color rojo
sangre, como se le revelara a San Juan.
Baba me trajo a mi aldea en el Impala y se alojó en casa del
cristiano. El “Sermón de la Montaña” fue pronunciado desde la terraza de aquel hogar. Mientras subía la escalera, hizo girar Su mano
y, de Su palma, creó una bella cruz para otro cristiano, el Ministro
de Salud del Estado de Kerala. La terraza dominaba la vista sobre el
campo de fútbol de la escuela secundaria, mi querida alma mater.
Esa tarde, el campo se convirtió en un vasto jardín de rostros sonrojados y ojos brillantes. Pude divisar a varios de mis contemporáneos, sentados serenamente en las primeras filas de la audiencia.
El contexto decía nuevamente “enrolla tu ropa de cama y sígueme”. Con Su infinita compasión nos instó a levantarnos del
lecho de la inquietud, en el que jadeábamos y gemíamos, nos retorcíamos y revolvíamos, y a caminar por las huellas del Salvador. Tuve el placer, no frecuente, de traducir Su discurso al malayalam, el idioma de Kerala. No es que requiera de un intérprete:
Él activa todas las lenguas. Fue Su voluntad la de presentarme
como hijo de esa aldea y la de concederme ese placer aquel día.
Eso es todo. Cuando fracasaba en traer a mi memoria con rapidez algún término malayalam, puesto que había estado ausente
por tres décadas de la región, ¡Él me sacaba de apuros! Cuando
me faltaba algún adjetivo o algún conjuro Suyos, ¡Él salía al rescate del auditorio con una palabra que les era conocida!
La aldea de Tripunittura tiene, como corazón, un templo en
el cual, según la tradición, Arjuna había instalado un ídolo de
Vishnu (Narayana) quien, en Su encarnación como Krishna, le ha-
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bía servido de auriga durante los dieciocho días de la batalla en el
campo de Kurukshetra. Puesto que las riendas que sostenía no sólo guiaban a los caballos por las vueltas y giros, los desafíos y batidas, las iras y agonías de la batalla, sino también a Arjuna, este
acto único en su género de benevolente servicio a un suplicante,
llevó a que Krishna fuera aclamado como Parthasarathi: el auriga
de Partha que era otro nombre por el que era conocido Arjuna.
El undécimo día de mi carrera terrenal, mi madre me llevó al
templo, como lo exigía la costumbre, y me colocó sobre la piedra
bajo la gran lámpara que cuelga frente al ídolo de Parthasarathi.
Observó el rostro del ídolo en busca de una señal de bendición.
Las llamas de las lámparas a la izquierda y a la derecha chisporrotearon por unos instantes. Ella atesoró en su corazón la sonrisa que hicieron dibujarse en el rostro del ídolo, y me llevó muy
contenta a casa. De ahí en adelante, me llevó todas las mañanas
al templo, hasta que me fue posible caminar por mí mismo y recitar algunos salmos propiciatorios que atrajeran hacia mí la Gracia del Parthasarathi. Entonces pude recibir del sacerdote una
pizca de pasta de sándalo húmeda para llevarla en mi frente y
una cucharada de agua bendita para limpiar mi interior.
Mi abuelo era el Karyakar o Encargado del Templo. Traía a
casa, cada noche, la parte que le correspondía de las ofrendas de
alimentos que se ponían dos veces al día ante el Señor. Se nos
mantenía despiertos hasta su llegada y a mí se me daba “la parte
del cachorro de león” del dulce arroz para sustento del alma que
Parthasarathi me enviaba.
El templo quedaba opuesto al camino que más tarde debía tomar para llegar al “comedor” gratuito y a mi escuela. De modo
que, cada día, me paraba frente a mi Parthasarathi para contarle,
entre lágrimas y sollozos, suspiros y gestos, de mis temores y sentimientos, mis quejas y logros, hasta que las pestañeantes lámparas
proyectaban lo que parecía una sonrisa de aprobación y de afirmación en la expresión del rostro del ídolo. Le rogaba que hiciera que
mi comida fuera sabrosa y que persuadiera al administrador del
“comedor” para servirme cada día unos bocados de más. Rogaba
por lápices y pastillas de menta. Oraba por llegar a resultados correctos en la solución de mis problemas de aritmética en las muy
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frecuentes pruebas en la escuela. Recé para que pospusiera la visita a nuestra aldea del Vicerregente, hasta que yo no tuviera una
chaqueta nueva para ponerme, porque sin ella no podía formarme
con mis compañeros al borde de la acera y poder tener un buen
puesto de observación de la procesión. Parthasarathi era mi guía,
mi amigo, mi confesor, mi aliado, mi camarada y hasta mi “compañero de cama” cuando estaba en el mundo de los sueños.
Baba se declara la encarnación de Krishna, de Dios, el
Parthasarathi retratado en la antigua épica india. Él anuncia
que es el Sarathi o Auriga, el Guía y el Indicador de la senda
de cada ser viviente, desde que despertara la vida en la materia terrestre, vale decir, desde los días del Sanathana. Dice
que Él es el Sanathana Sarathi, el Auriga Universal Eterno.
Los textos budistas afirman que el Thrsha (la Sed Interior)
tiene una potencia incalculable. “¡Thrsha desea ver y tenemos ojos! ¡Desea escuchar y tenemos oídos! La planta anhela florecer y tenemos flores en todo el derredor.” Yo anhelaba desde niño al Parthasarathi y conseguí al Sanathana
Sarathi a los cincuenta años. Los eventos venideros se pueden conocer con años de anticipación por el ruido que hacen. En 1957, cuando tenía sesenta años de “vejez”, mi
Parthasarathi me designó como Editor del Sanathana Sarathi, para sostener la pluma que traza en las páginas de
esa revista el Gita que Él ha venido a enseñar.
Mi abuela se sintió defraudada cuando, al actuar de partera con
su hija menor, me sostuvo en sus brazos y me miró con el primer
par de ojos que me dio la bienvenida a mi presente trayecto. Era un
niño demasiado frágil como para llenar su corazón con la emoción
de la esperanza. Incluso sin pesarme me encontró esmirriado.
Papá tenía dieciocho años y mamá doce cuando los ritos védicos invocaron al Dios del Fuego para ser testigo de su matrimonio.
Mamá me contó que las compañeras que estaban sentadas a su alrededor aquella soleada mañana, se abstuvieron de congratularla al
ver que papá era tan oscuro como el color de sus pupilas y mamá
tan blanca como el resto de sus ojos (ojos que en ella eran felinos).
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La abuela pasó por alto mi color: eso no le preocupaba, ya que era
varón. Le preocupaba mi falta de peso, porque se inclinaba por las
piernas humanas redondas como calabazos, como las que nos salen al encuentro desde los botes de alimentos infantiles. Intentó diversas drogas, aceites, masajes y mixturas vegetales que me aplicó
por meses, pero yo me negué resueltamente a inflarme.
Presenté también otro problema para poner a prueba la inteligencia y la tolerancia de la abuela. Exhibía, al descender al mundo,
algunos apéndices suplementarios, los que ella cortó con unas tijeras, sin ceremonia alguna ¡y bastante inexpertamente! No. El problema no era el que hubiese llegado con vestigios de cola: ella se
dobló fuera de la vista. Lo que sí lo era, era que traía seis dedos en
cada mano y en cada pie, aunque estos dígitos superfluos no eran
más que incipientes y no funcionales. Tenían uñas en las puntas,
pero éstas colgaban sueltas de los ligamentos. Cuando agitaba los
brazos o pataleaba, acostado de espaldas, mis dedos sin huesos
colgaban sueltos pero no me herían. La que se sentía herida era la
abuela. Cuando, después de su subrepticia cirugía hizo alarde de
su regocijo, mamá se puso a llorar por este acto irreligioso y calamitoso al mismo tiempo. Estos dedos supernumerarios, por elementales que fueran, eran considerados como signos de buena
suerte por los que creían en la astrología y en las tradiciones populares. La abuela nada sabía al respecto, de modo que lloró arrepentida. Fue así que justamente la persona más interesada por mi
futuro fue la que me arrebató la cuchara de plata de la boca.
La intención de la abuela había sido irreprochable, mas no
así las tijeras. De modo que los cortes se infectaron y, a las dos
semanas de mi llegada a la Tierra, tuve que dar algunos pasos
hacia el ámbito de la muerte. Como dicen los antropólogos, en
momentos de crisis el hombre regresa al pasado, a lo primitivo y
hasta a lo prehistórico. La abuela descubrió que nuestros antepasados adoraban al Señor de las Siete Colinas en cuanto Deidad
Guardiana y, encontrando a un peregrino que se dirigía a ese
santuario, envió con él algunas monedas para ofrecer allá un dedo de plata con el objeto de lograr el perdón por su impensado
crimen y para rogar por mi vida. Su plegaria halló respuesta: la
plata cumplió su objetivo.
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Pronto me repuse de la operación a tijeretazos. Y pronto
también mi tamaño satisfizo a la familia. Lo atribuyeron a la Gracia del Dios Venkateshwara de las Siete Colinas.
De hecho, Venkateshwara, adorado a lo largo de los siglos
por millones, es Bhagavan Baba mismo. Años más tarde lo
comprobé con mis propios ojos. Se trata de una larga historia,
pero debo hablar de ello ahora, en esta conexión. Cuando pasé
mi adolescencia, subí por una senda de la acción de gracias a la
colina y me postré ante el santuario. Más adelante, subí, peldaño a peldaño, por las serpenteantes escaleras de piedra, con
mi hijo pequeño a caballo sobre mis hombros. Habíamos hecho la promesa de cortarle el pelo con que naciera en ese lugar
sagrado y de acostarlo en el suelo del templo para que fuera
bendecido por la benévola mirada del compasivo Señor. Diez
años más tarde, subí al santuario para iniciar al hijo en el sagrado Gayatri Mantra en la Divina Presencia. Lo había bautizado
como Venkata Narayana, con el objeto de tener el nombre del
Señor entre nuestros labios y en su memoria. A su hermano
menor lo bauticé como Venkata Adri (la Sagrada Colina de
Venkateshwara), por la misma razón. Doce años más tarde subí
la escarpada pendiente hasta la altura en que se encontraba
Dios, con mi mujer y mi hijo. Tanto Venkateshwara como el
santuario de la colina estaban profundamente grabados en
nuestros corazones. Portando, junto a miles de otros, lámparas
encendidas de Kerala, le glorificamos, leímos historias que evidenciaban Su misericordia y entonamos cánticos invocándole.
Pasaron los años. Cuando fui aceptado en la Presencia de Baba, fue disminuyendo la urgencia por mantener el contacto con
la Sagrada Colina, aunque me golpeaba la conciencia un sentimiento de culpa de que actuaba como un villano, cada vez que
pasaba por la carretera a sus pies y divisaba, a través de las
ventanillas del coche, las guirnaldas de luces pestañeantes que
adornaban las escaleras ascendiendo por los empinados riscos.
Por más de quince años estuve cerrando los ojos, esperando que no se notara. Hasta que, un buen día, le abrí mi corazón a Baba y le pedí bendiciones para una postergada peregri-
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nación. Baba dijo: “Puedes ir, pero ¿a quién verás allá?” “A
Ti”, respondí. Movió la cabeza asintiendo: “Ve y sé feliz”.
Cuando persuadí a mis septuagenarias rodillas para que
me llevaran escalones arriba, muchos de ellos proverbialmente del alto de una pierna, me obedecieron sin murmurar,
puesto que Baba había dicho: “Ve”. En el santuario, todo fue
como lo había anticipado y según Su volición. El imponente
y enjoyado ídolo de Vishnu le cedió el lugar a Baba: Él estaba de pie en Su lugar, sonriéndome, ¡con las cejas levantadas, como sorprendido de verme allí!
La duodécima mañana de mi vida me prendieron una etiqueta, en medio de una gran algarabía religiosa. Mi padre me vio recién entonces, cuando llegó para darme un nombre. El nombre
que se me adhirió desde entonces era muy antiguo y más luminoso, porque lo había llevado una serie de abuelos. La norma era
que el primogénito había de ser bautizado por el padre con el
nombre de su propio padre. De modo que mi padre me puso el
nombre que había llevado el suyo… Mi primer hijo fue bautizado
como Narayana por mí, porque era el nombre de mi padre… Papá me tomó de los brazos de mamá y se sentó en el suelo, frente
al santuario familiar, conmigo en la falda. Le rezó a Dios para que
bendijera el nombre y me ayudara a agregarle mayor fragancia.
Luego me levantó hasta su rostro, cogiéndome por los hombros,
y susurró por tres veces en mi oído derecho una larga sarta de
extraños sonidos por los cuales habría de ser conocido a partir de
entonces. Fue una fanfarronada de nueve sílabas. Había tropezado con la casta Brahmín, de modo que las dos últimas habían de
ser Sharma, para simbolizar ese estatus. El resto del nombre:
Kasturiranganatha, no indicaba ni al Dios idolatrado en mi aldea
ni al Dios instalado en las Siete Colinas. Denotaba a Dios tal como es adorado por millones en Tamilnadu, instalado en una postura reclinada sobre una serpiente de múltiples cabezas y roscas,
a la cual ese nombre describe como “adornada con puntos de almizcle”. Kasturi significa “almizcle”, ranga significa “escenario” y
natha, “director” o “maestro”. El templo de Ranganatha con la
mancha de almizcle está situado en una isla llamada Sri Ranga (El
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Escenario) en el río Kaveri, el que la formara a medio camino entre la meseta de Mysore y la bahía de Bengala.
…La sustancia llamada almizcle se valora como un precioso perfume. Como también es de color oscuro, un punto
de almizcle en el entrecejo sirve para alejar el “mal de ojo”.
Nobles y princesas lo preferían a materiales más baratos. El
entrecejo del ídolo en Srirangam se marcaba con el punto de
Kasturi, porque nada menos podía satisfacer a los devotos
adoradores. El nombre de “Director de Escena”, nos recuerda
que “todo el mundo es un escenario” en el que Dios dirige el
drama cósmico, sin ser afectado. Se reclina, magnífico, sobre
el terror y el veneno, con Su cabeza sobre una almohada de
serenidad. Su volición logra y motiva. La Katha Upanishad
declara: “Sentado, Él viaja; reclinado, está en todas partes”.
Kasturi Ranganatha Sharma era un término demasiado largo
para ser pronunciado completo cada vez que se hablaba de mí o
que se me dirigía la palabra. El símbolo Sharma de casta podía ser
amputado sin dolor. El resto debía ser acortado, pero el problema
residía en el dónde: ¿la cabeza o la cola? Mi abuelo era abordado
o llamado por todos los que tenían que tratar con él, sólo como
Ranganatha y para la nuera, mi madre, ¡era tabú pronunciar el
nombre del suegro! De modo que la segunda parte había de ser
eliminada. El resultado fue que pasé a ser conocido como la fragante sustancia animal empleada para marcar el Entrecejo Divino.
¡Pude pararme, con las manos juntas, en la presencia del
“Kasturi Ranganatha”, sólo a los setenta años de edad! Lo
que se produjo por la Gracia de Baba. Unos amigos me invitaron a una ciudad llamada Tirupur, para que hablara acerca
de Baba el 24 de diciembre. Y Baba me ordenó ir. Yo, sin
embargo, anhelaba pasar la Navidad con Él, puesto que me
recordaba mi entrada al escenario del mundo. Pedí permiso
para ir de Tirupur a Srirangam, para adorarle como Ranganatha, reclinado sobre la serpiente. Dice Baba que la serpiente es símbolo de contaminación, veneno y muerte, y a
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Dios se le representa como sometiendo, calmando y dominando estos malos rasgos. Baba dijo: “Sí, ve a Sri Rangam y
come tu porción de arroz dulce”. Esta referencia al arroz dulce no me sorprendió. Años antes, en el trayecto a Madras,
Baba, según Su costumbre, le pidió a cada persona que iba
en el coche que le cantara una canción. Mis genes no tenían
nada de música entre sus componentes, pero no podía sino
obedecer. La memoria recordó una canción que le había oído
cantar a un payaso durante una representación a la que asistí
en la escuela. Se trataba de una plegaria a Shiva por un poquito de arroz dulce, entonada por un hambriento espectador
de una cena para ricachones. ¡Baba debe haber descubierto
que mi subconsciente había pescado esta tonadilla en particular, porque yo mismo, en mi fuero interno, llevaba un apetito
insatisfecho por este preparado! Él decidió eliminar esas ansias en mi septuagésimo aniversario, en Srirangam.
Me sentí emocionado al pararme frente al santuario y llenar mis ojos y mi corazón con la embelesadora visión del ídolo de seis metros de altura, tendido sobre los anillos de una
serpiente de siete capuchones que exudaba un cautivador encanto iconográfico. Para mis ojos, las plantas de los pies no
eran de piedra verde oscura, como el resto del Divino Cuerpo: eran de alabastro, con una tonalidad azulada. Eran suaves, tiernas, claras, familiares, vivas: ¡eran las de Baba! Me
alejé desganado de los portales del santuario. Según creo, la
ofrenda rutinaria en el Santuario de Ranganatha era el arroz
dulce, mas aquel día se nos dio únicamente laddus y muruks.
Nos quedaba un templo más por visitar en la santa isla:
uno de Shiva con el sagrado árbol del Jambosero. Cuando
salíamos de él, el sacerdote corrió tras de nosotros para
anunciar que era un día especialmente sagrado, “en el que se
le ofrece arroz dulce a la Deidad”. Éstas sí que fueron en verdad buenas noticias… Insistió en que volviésemos al templo.
Nos hizo sentarnos en cuclillas hacia la derecha del santuario, extendió hojas de banano frente a nosotros y nos sirvió
generosas porciones del preparado del que Baba me había
pedido “satisfacerme”.
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Mi padre era el menor de cuatro hijos. Él, con sus padres, vivían en una aislada aldea, treinta millas al Este del lugar en que
creciera mi madre. Sus antepasados habían huido de la caballería
del Sultán Tippu de Mysore, desde el valle que le quitara a la East
India Company, hacia el reino del Maharaja de Travancore que
había detenido a los depredadores.
Cuando mi padre se convirtió en el yerno de la abuela y el
abuelo, los hermanos mayores de mamá —que eran tres— decidieron proveerle de medios de subsistencia más cerca de Tirupunittura. Uno de los tres era el amanuense y la “conciencia” de un
próspero abogado de la Suprema Corte del Maharaja de Cochin,
situada a siete millas de distancia, en una ciudad llamada Ernakulam. En su camino al Cabo Comorin (Kanyakumari), como parte
de su proyecto de sondear en la pobreza, tanto material como
espiritual de sus congéneres, Swami Vivekananda había permanecido por un día en el “bungalow” de este abogado.
Caminando sobre el piso de mosaicos de los corredores llenos
de actividad de la Corte Suprema de Cochin, junto a su cuñado,
mi padre tuvo una idea brillante al observar las filas de los que veneran al papel sellado y de los que redactaban documentos legales
para sus clientes: él sería uno de ellos, haciendo ambas cosas.
Siendo el hijo menor, mi padre era la “rueda de repuesto” no
utilizada en los trabajos agrícolas de la familia: los hermanos mayores eran los que observaban las nubes para prever la lluvia y
los que rasguñaban el terreno para la siembra, todo lo que se requería para el arroz paddy. Él no había hecho sino ansiar la libre
y abierta vida de la costa. Anhelaba poder mirar más allá del alboroto de las olas hacia el cielo del ocaso, allá donde el sol se
lanza a zambullirse en la dorada caldera del atardecer. El tío le insufló fervor a sus ilusiones. El abogado, a quien le servía con una
lealtad rayana en el servilismo, bendijo la empresa. Prometió enviarle a papá sus clientes y conseguirle la licencia necesaria para
desempeñar el oficio.
Mi padre era un calígrafo digno de elogio. La gente se preguntaba si manejaba una pluma o un pincel. Podía escribir páginas y más páginas de la jerga legal en el único idioma que conocía, el malayalam. Vendió su parte del patrimonio por lo que le
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quisieron pagar, en realidad, algunos cientos de rupias, y puso la
suma en manos del mayor de mis tíos para que la cuidara. Nunca
le fue devuelta. La pérdida de esa fortuna persiguió por largos
años a mi madre y a sus padres.
Ernakulam se levantó en la costa oriental de la profunda,
amplia y azul laguna que la separa de la ciudad costera de Cochin, por la cual se conocía al pequeño Estado. La extensión de
las salobres aguas cubre una superficie de aproximadamente cinco millas de ancho por unas doce de largo, y se internan en la isla por largos y angostos canales, uno de los cuales también llegaba hasta mi aldea. Cochin era puerto de arribo desde los días de
Vasco da Gama, para los mercaderes que comerciaban pimienta
y especias como el cardamomo, la canela y el jengibre. Barcazas
con ruedas de paleta movidas a vapor navegaban de ida y vuelta,
llevando pasajeros por las aguas interiores. También había numerosos botes y piraguas nativas que se deslizaban silenciosamente
de un palmar al otro.
Mi padre amaba el penetrante olor de la pura brisa marina.
Aunque se ganaba el cotidiano pan en la costa oriental, en la galería de la Corte Suprema de Justicia, prefería vivir en la costa
occidental, más cerca del mar. Durante las vacaciones y los feriados de la Corte, no cruzaba hacia ese lado. Se deleitaba jugando
con las olas y observando los variantes estados de ánimo del cielo
y del mar. Solía buscar un lugar apropiado para nosotros y me
permitía jugar con las conchas y la arena y observar los cangrejos
que se escurrían hacia sus refugios.
Nuestra casa en Cochin estaba rodeada por un alto muro de
cocoteros que la protegían del sol y la cubrían de la luna. Como vecino más próximo teníamos un templo con una réplica del Lingam,
que se decía que había sido instalado por Rama, junto a esta costa,
antes de tender el puente hacia Lanka, a la cabeza de sus hordas de
primates. El lugar en que Rama instalara a Shiva o Eshwara, en la
costa oriental se llama Rameshwaram; también el templo en el lado
occidental que mi padre amaba, se llama Rameshwaram.
El nombre de mi padre, Narayana, indica al segundo de la
Trinidad o al Trimurthy Vishnu. Éste, sin embargo, era un apelativo heredado. Era el tercero, Shiva, el Destructor de los Malva-
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dos y los Desgastados, el Infinito que termina con todos los finitos, el que monopolizaba su adoración. Cargado con el nombre
de Vishnu, se postró ante la forma de Shiva. De hecho, se dice
en el Ramayana que Rama, Él mismo manifestación del aspecto
Vishnu de la Omnivoluntad, instaló a Shiva en un gesto propiciatorio con el objeto de apartarle de Ravana, gran devoto Suyo.
Diariamente, en las horas de la mañana, mi padre caminaba en
torno al patio interior del templo, recitando en voz alta versos elogiosos para Shiva, conmigo a su lado, sujeto firmemente del dedo
índice de su mano derecha. También repetía esta caminata circular
la mayoría de las tardes. Durante la rutina mañanera, me dejaba correr a casa al final de la tercera, la quinta, la séptima o la novena
vuelta. Él, en cambio, se paraba en el pavimento de piedra, de cara
al oriente, y le ofrecía postraciones al Dios Sol. Cada ejecución
completa, comprendía una serie de dobladuras y estiramientos espasmódicos, agacharse y ponerse de pie y golpes. Papá tenía manchas oscuras y duras en su frente, su pecho, codos y rodillas: insignias dignas de elogio de su incansable devoción por el ritual solar.
El templo me proporcionó inolvidables horas de alegría. Había un estanque como parte del complejo del templo. Estaba cubierto por verdes hojas de loto y un gran racimo de botones y de
flores. Todos los días el sacerdote recogía las flores para el culto a
Shiva. Circulaba en el agua de una flor a la otra, sentado en un recipiente redondo de cobre que se utilizaba para cocer grandes
cantidades de arroz en los días de festival. Yo observaba desconsolado su trayecto, desde los escalones de piedra que llevaban hasta
el borde el agua. El sacerdote se dio cuenta de mi pena y me mostró simpatía, de modo que me gané unos cuantos paseos en ese
improvisado bote de metal: circulé por sobre la verde alfombra,
fascinado por las caritas sonrosadas que salían del agua para
echarme una mirada. Cuando vi que el hombre que iba a mi lado
agarraba una de esas caritas por el cuello y la estrangulaba en su
puño, le di un codazo de desaprobación. Sin embargo, la oportunidad de compartir la gira por el estanque que me daba ese servidor de Shiva, era una experiencia de susto que me gustaba.
Unos meses más tarde, mis padres me llevaron al templo de
Shiva en Vycome, el mismo que saltara a la fama internacional pos-
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teriormente, al convertirse en blanco de una campaña de Sathyagraha encabezada por Gandhiji, ¡para que se le permitiera a los Harijans pasar por un camino frente al santuario! Mi padre recorrió la
distancia de unas veinte millas por etapas, llevándome a menudo
sentado sobre sus hombros, en tanto que mamá trotaba tras de nosotros. Se trataba de cumplir una promesa: la de ofrecerme, el primer hijo varón, como esclavo a la Deidad instalada e invocada en
ese sagrado santuario. Extendieron una larga y ancha hoja de bananero frente a la puerta abierta del santuario y me acostaron desnudo sobre ella. Mi padre y mi madre se postraron, acostados cara al
suelo a mi lado, y luego se levantaron quedamente para caminar
tres veces en torno al santuario, orando ininterrumpidamente. A mí
se me pidió que me quedara allí, quieto. Cuando iban por la mitad
de la tercera vuelta, el sacerdote principal del templo se les acercó
para transmitirles un mensaje de Shiva Mismo: “Tengo un niño en
Mis manos, tómenlo y criénlo por Mí, con cuidado y devoción”. Los
rostros de mis padres brillaban al correr hacia mí. Me levantaron
tiernamente y me obligaron a postrarme ante Shiva. Hace mucho
que esto ha sido un voto hereditario. Años más tarde, cuando mi
propio hijo tuvo cinco años de edad, le llevé hasta el mismo santuario para ofrecérselo al Señor y recibirle de vuelta como el esclavo de
Shiva, al que nos confiaba para que lo educáramos para Su Gloria.
Supongo que tenía unos seis años cuando papá y mamá
conspiraron para ver cómo grababan en mí el que tenía que ir a
la escuela y por qué, al igual que mis compañeros de juegos. Me
dijeron que ya estaba atrasado en doce meses. Los demás niños
habían comenzado hacía tiempo a manejar pizarras y lápices. Me
resigné a lo inevitable, tal como lo había hecho al ser destetado.
El profesor mismo me llevó con él a la escuela y me trajo a casa
una vez terminadas las clases. Esto puso verdes de envidia a los
chicos, porque me consideraban por encima del resto.
No obstante, tuve que descontinuar mis estudios antes de haber pasado una semana. Una noche, mi padre faltó a su visita al
templo. A la mañana siguiente, pasó por alto su inmersión en el estanque. Pasó la mayor parte del día en cama. Noté que mi madre
estaba en cuclillas en la cocina, triste y abatida. Tuve que subirme
en sus espaldas y soplar en su oreja para sacarle una sonrisa forza-
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da. Tiernamente me empujó, apartándome de su lado, y suspiró
profundamente. Se movió hacia la cama en que yacía mi padre. No
se acercó a él y mi padre tampoco me llamó para que me sentara a
su lado, aunque se volvió hacia mí con los ojos abiertos. Oí que mi
madre le decía, con pena pero perentoriamente, a la mujer del sacerdote del templo: “No venga a esta casa por unos días. Amma ha
esparcido perlas sobre el padre de Kasturi”. Después de mi nacimiento, mi madre se refería a mi padre sólo con este circunloquio.
Mi curiosidad fue despertada por la referencia a perlas. Mamá tenía perlas a ambos lados del disco de oro que llevaba en
torno al cuello, en una sarta con hilo de oro. Mas, ¿por qué le
habría tirado alguien perlas a papá? ¿Qué tenía eso que ver con
su tristeza? ¿Quién era esa Amma que daba esas cosas preciosas
con una mano y enfermedad con la otra? ¿Por qué no podía ver
las perlas sobre el cuerpo de papá?
Aunque me estaba vedado, logré acercarme para atisbar a mi
padre que gemía de dolor. Vi sobre su rostro, su pecho y sus brazos
unos glóbulos amarillentos pegados a la piel. ¿Perlas? Mamá me sorprendió en el acto. Sentándome en su regazo, rompió en sollozos.
“Mariamma, la Diosa, ha lanzado esas perlas. Significan la viruela”,
dijo. La única droga que podía curar la viruela era la oración; la única atención que podía esperar el paciente era el aislamiento. Familiares y parientes, vecinos y amigos huían de la persona elegida por
Mariamma, temerosos de convertirse en blancos de su atención. Ésa
era la creencia predominante en Kerala en aquel entonces.
Mamá quería que me fuera al otro lado de la laguna, con su hermano el amanuense. Papá me había llevado a menudo hacia la costa de Ernakulam en la barcaza con las paletas a vapor. Las monstruosas ruedas que batían furiosas la espuma, el motor formidable y
humeante, la sirena aulladora, me fascinaban, incluso infundiéndome miedo. Me dijo: “Preguntas por el ‘bungalow’ del abogado en la
galería de la Corte Suprema. Luego le preguntas a cualquiera de sus
empleados acerca de dónde vive tu tío. Es bastante simple. Mandaré
a Keshav contigo”. Keshav era un pequeño y querido amiguito mío,
hijo del sacerdote del templo, con el cual a menudo había compartido bananas en el santuario interior. Mamá me entregó una carta para dársela al tío, escrita sobre un pedazo de papel mojado.
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Me sentí muy importante. Llegué al lugar sin ninguna ayuda
de Keshav, sólo por mí mismo. El tío se llenó de pánico. Volvió
por el siguiente ferry con nosotros. Quería arrendar uno de los
botes nativos: un tronco ahuecado con ambos extremos en punta,
en el que se podían acomodar cuatro personas, aparte de la tripulación: timonel y remero. Le tomó tiempo conseguir uno, porque
muy pocos accedían a embarcar a un paciente enfermo infectado
de viruela. Se contaminaría el bote; la gente tendría miedo de viajar en él después. Además, la tripulación debía constar de hombres que hubieran sobrevivido a la gracia de Mariamma. Una vez
que uno hubiera pasado la prueba de las “perlas”, se creía que no
volvería a sufrir su embate. El tío sufrió sombrío la prueba. Al
igual que mamá, también él le había escapado a Amma.
Ya había oscurecido. Tres horas después de que el sol se
hundiera en las aguas del Mar de Arabia, el bote, llevando a papá
en su camilla, con mamá en cuclillas a su lado, tocó la costa
oriental. La segunda canoa, con el tío en la proa y yo en sus rodillas, atracó segundos después. Pude ver que la camilla era levantada con un nervioso cuidado y depositada en tierra firme.
Escuché los quejidos de papá y los sollozos de mamá. Pude sentir
el temblor de la mano de mi tío, ya que me aferraba a sus dedos,
cuando se aproximó a la camilla. Era una noche desolada y untuosa la que se cerraba sobre nosotros.
El tío había contratado algunos hombres para que nos esperaran en la plataforma de atraque. Entendí que papá había de ser
llevado con el abuelo y la abuela. Escuché que se discutía sobre la
palabra “Tripunittura”. La camilla fue levantada sobre los hombros de cuatro fornidos gigantes dirigidos por un sirviente del
abogado. Caminaron bastante rápido, perdiéndose en la noche,
y mamá —mi querida mamá, mi propia y única mamá— se apresuró en seguirlos. Mi tío me sujetó con fuerza. Me dejó clavado
en el suelo. Ni siquiera pude llorar. Todo fue tan súbito, estaba
tan oscuro. Cuando estallé en sollozos y grité de todo corazón,
ella ya estaba demasiado lejos como para oírme y responder. Las
estrellas me miraban pestañeando ante mi pena. El aire estaba
quieto. La noche se ablandó un poco como para dejar ver el muro de ladrillos de la Corte Suprema de Justicia.
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Los hijos del tío, que eran tres, me fastidiaban cada vez que
encontraban la oportunidad. Me desafiaron a recitar de la A a la
Z. Yo no conocía sino seis letras. Había tenido que dejar la escuela cuando recién descifraba la F, por lo que no podía repetir
tantas letras. Era incapaz de correr con la rapidez que lo hacían
ellos, con ese nudo en mi garganta y el vacío en mi corazón. Me
sentaba malhumorado al borde del camino que corría de norte a
sur, fuera de la casa. Observaba a los bueyes resoplando mientras
tiraban de pesadas carretas. Les pedía en malayalam (porque el
carretero lo hablaba) que le dijeran a mi madre en Tripunittura
que me viniera a rescatar pronto de esta plaga de tres tipos.
El mensaje llegó hasta la abuela y mamá envió a un hombre
para que me llevara con ellos. El trío de la banda protestó; lloraron diciendo que los días se les harían aburridos y monótonos sin
mí. Mas el tío insistió en que debía irme sin tardanza. Partí con lo
puesto: una angosta faja rosada como entrepiernas. Iba trotando
y galopando tras el hombre de largas piernas que había venido a
buscarme. En ningún momento acortó el paso por mí. Troté las
siete crueles millas que me separaban de papá y de mamá, imaginando cómo papá las había recorrido sobre los hombros de los
gigantes, con mamá apurando el paso a corta distancia. El hombre me dijo que debía llegar a la casa de otro hermano de mi madre, porque ella me estaba esperando allí. Me pregunté por qué
se habría ido de la casa de los abuelos.
Mamá salió a recibirme corriendo y me abrazó con fuerza,
llorando y gimiendo como nunca antes la había oído. “¿Dónde
está papa? ¿Dónde están las perlas?”, pregunté. ¡No debería haberlo hecho! Ella chilló y gritó de angustia. El sirviente que me
había traído desde Ernakulam le gritó: “¡Amma, no llores! Tu hijo
está hambriento y cansado”. Le tomé la mano, sequé sus lágrimas y le di palmaditas en el cuello rogándole, tan tiernamente
como ella solía hacerlo: “No llores”. Por último, alguien me
arrancó de su regazo y me llevó a una habitación interior. Mas yo
me rehusé a comer o a beber, a menos que mamá me alimentase. Corrí hacia ella; le acaricié la barbilla; le pellizqué la nariz húmeda; me reí suavemente para que hiciera otro tanto. No me di
cuenta de que estaba como paralizada por un rayo.
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Al parecer, papá no se había levantado de la camilla fatal. El
abuelo lo había cuidado hasta el final, pero la muerte no había tenido misericordia y papá exhaló su último suspiro. Mamá no tenía
sino veintidós años y el destino la había marcado para la viudez.
El siglo XX y la liberación femenina no hacían sino atisbar
desde la tumba del XIX. El abuelo era el administrador del templo
en el que estaba instalada la deidad familiar de los Señores del Estado. Tenía que respetar las costumbres populares y las prescripciones textuales que controlaban los destinos de los vivos y los no
nacidos, los muertos y los sobrevivientes; de lo contrario, se le
marcaría como un hereje y un paria. Mamá sabía acerca de las
consecuencias del no conformarse a las normas. Fue así que al
undécimo día después de la muerte de papá, las largas, gruesas,
negras, lustrosas y sedosas trenzas, con las que me encantaba jugar y que a menudo peinaba y rehacía, le fueron afeitadas por un
horrible barbero sin corazón. Soportó valientemente la tortura, sin
rencores contra los antiguos legisladores. Se maldijo a sí misma y
a nadie más. ¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla! Le lancé una piedra al demonio que se llevaba los rizos que me eran tan queridos… y erré.
La muerte por la viruela era interpretada como un terrible
castigo divino para la víctima. La persona era condenada incluso después de muerta: al cuerpo se le negaba el privilegio de ser
ofrecido al Fuego, había de ser consignado a los gusanos. También los ritos funerarios habían de ser llevados a cabo en algún
lugar especialmente sagrado, como para que el alma pudiera liberarse de la penumbra de la maldición y seguir sin obstáculos
hacia el destino que se hubiera labrado a lo largo de sus diferentes vidas. La pobreza obligó al abuelo y a los tíos a postergar los
ritos penitenciales purificatorios para mi padre. Yo pude cumplir
con este deber veintitrés años más tarde. Me dirigí a Rameshwaram en donde estaba el templo paternal que papá adoraba,
cerca de Cochin, sobre la costa oriental. Cuando la invocamos a
través de las fórmulas védicas, el alma de mi padre debe haber
venido para ser impulsada por su camino. Llevé a cabo los ritos
en compañía de mi madre y de mi “otra mitad” (mi mujer) y,
como caridad, le di a los sacerdotes granos, oro y una vaca.
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EL MIMADO DEL ABUELO
U
n vil individuo, formado en la escuela local del escándalo, difundió una falsedad acerca del abuelo y el barro
quedó adherido a su reputación. Mi abuelo hubo de renunciar a la administración del templo y perdió su diaria cuota de
las ofrendas al ídolo. Nuestra ingesta de calorías se vio fuertemente
reducida por este cruel recorte.
La segunda tragedia la representó la llegada, en una calurosa
tarde, de tres estómagos hambrientos que reclamaban su parte de la
disminuida provisión de alimentos. Mamá y yo nos habíamos asegurado apenas nuestras posiciones en el orden de los que comían,
cuando su hermana mayor llegó a buscar refugio en la casa paterna, con su hija de doce años y su hijo de siete. Había sido abandonada por su marido en Nagapalam, ¡quedando abandonada a su
suerte y a llegar como pudiera a la casa de sus padres!
Siendo normalmente un hombre de genio vivo, el abuelo golpeó el suelo con la cabeza entre las manos y las rodillas en tierra. Se
puso tenso, quisquilloso, irascible y hasta rabioso cuando la abuelita
trató de calmarlo y le aconsejó enfrentar la crisis con valentía. Con
mis primos nos convertimos en molestias, moviéndonos y haciéndonos ovillos cuando se movían otros. Éramos cargas no deseadas.
Cada vez que el abuelo miraba a sus dos hijas y a su lastimosa progenie, el aturdimiento ensombrecía su expresión.
Las hermanas lloraron primero por las cosas primordiales. Presionaron exigiendo que se nos pusiera a mí y a mi primo en la escuela. Pero el abuelo lo objetaba, porque en esos días el estudio en
una escuela representaba un lujo que sólo podían darse las personas
ricas. Comprendía muchos gastos en libros, pagos de escolaridad,
un abrigo y una gorra (no se insistía en la camisa), los que constituían
una vestimenta obligatoria, más un horario regular de almuerzo, para que los pupilos se encontraran presentes a su hora. Significaba
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una lámpara encendida una hora extra cada noche, para cumplir
con las tareas en casa. Requería de monedas para lapiceras, plumas, lápices y papel. De modo que el abuelo se propuso explotar
nuestro estatus de casta (Brahmin) y lograr los beneficios de los especiales favores que podíamos conseguir por este motivo. Se propuso entregarnos a ambos al Patasala Sánscrito gratuito, para
aprender los Vedas de memoria y llegar a dominar la gramática, la
retórica, la fonética, la lógica, etc., como complementos a los estudios védicos. Esta proposición significaba que ambos habíamos de
permanecer diez años lejos de casa, con la seguridad de dos comidas al día y una estera sobre la cual dormir de noche.
Mamá se opuso valientemente al viejo y a su estratagema de
exiliarme a una Academia de Hojas de Palma. Su hermana, en
cambio, se sometió al abuelo sin un murmullo. No pudo encontrar
argumentos para apoyar su desacuerdo. Mi madre, por su parte, tenía algunas joyas que como viuda no podía usar (la hermana, puesto que su marido no había muerto, debía seguir usando el botón de
oro de la nariz, el disco matrimonial en torno al cuello y los aretes
de oro con piedras preciosas). Mamá ofreció vender sus joyas y salvar así el procedimiento para mandarme a la escuela por tres o cuatro años. Fue así que mi primo encaminó sus pasos por la senda hacia Panini, Badarayana, Gaudapada, Sankara y Vidyaranga, en tanto que yo emprendí el camino hacia Donne y Dryden, Shakespeare
y Scott, Black y Burke, Carlyle, Gibbon y Toynbee. Estaba destinado a procurarme la más prestigiosa moneda del mundo: el idioma
inglés.
Durante las celebraciones de Dasara en Prashanti Nilayam,
hace algunos años atrás, hablando sobre el pensamiento védico, Baba mencionó el idioma sánscrito y el precioso panorama
de valores que uno puede experimentar por su intermedio.
Viéndome sentado frente a Él, dijo: “Este idioma ha sido preservado y fomentado como el arca del tesoro de las victorias espirituales, por los brahmines. Este Kasturi, sin embargo, aunque es un brahmin, tropezó cuando niño con el ABCD, perdiendo con ello una valiosa oportunidad de aprenderlo…”. Y
en otra ocasión, en el sagrado santuario de Badrinath, en me-
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dio de los Himalayas, cuando Baba le pidió a los brahmines que
estaban con Él que le recitaran algunos himnos específicos de
los Vedas, mientras Él se encargaba de incrementar la potencia
del ídolo de ese lugar sagrado, no pude sumarme a los pundits
que respondieron. Baba me vio mohíno en un rincón del recinto lleno de gente y se compadeció de mi situación. Dijo: “¡Pobre hombre! Te caíste al inglés perdiendo el apoyo de los antiguos himnos”. En ese instante resolví aprender los himnos que
mis amigos le estaban recitando. Más tarde, en Puttaparti, Baba me permitió corregir ese lapso de Badrinath. Pude recitar
cada día, por algunos meses, esos cautivadores pasajes celebrados como Namaka y Chamaka, en la Presencia.
Los gobernadores de Cochin habían establecido un internado
para estudiantes de la tradición védica. También tenían varias “casas-comedor” gratuitas, en diferentes lugares de todo el Estado, en
las cuales recibían dos comidas de arroz los miembros indigentes de
la casta brahmin, hombres, mujeres y niños, con excepción de los
días de “ayuno” que caen en la undécima fase de la luna. Durante
los cuatro meses y medio del verano se servía únicamente harina de
arroz y garbanzos cocidos. Caminé las cuatro millas, de ida y vuelta,
dos veces al día durante diez años, para equiparme del magro porcentaje de las calorías que pedía mi cuerpo. Debo estarle agradecido
a la familia real que proveía el sustento, por muy escaso que fuera,
a cerca de diez mil de sus súbditos de la casta superior, diariamente
y en más de cincuenta poblados del Estado de Cochin.
…Los Rajas de Cochin mantenían la mejor de las tradiciones de la cultura india. Los Vedas proclaman: “El Único es descubierto por los sabios en los Muchos”. Los gobernantes le daban la bienvenida a los Muchos en cuanto facetas del Uno. Le
dieron asilo a los cristianos que huían de los emperadores romanos y que llegaron desde Siria, Caldea y Palestina. Recibieron con los brazos abiertos a los judíos de Israel. No rechazaron
a los portugueses que, en su celo católico, persiguieron a los sirios, los caldeos y los cristianos nazarenos con iniquidad inquisitorial. Le dieron la bienvenida a los holandeses protestantes que
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siguieron a los barcos de Su Majestad Católica. Aceptaron los
ruegos de la Britania Anglicana por una porción del comercio
con el Este y, como consecuencia, sufrieron de una anemia
perniciosa en lo político…
…Cuando llegó navegando el primer embarque de judíos
errantes y lamentadores, cuyos barcos seguían las nubes del
monzón, el raja les adjudicó para su sinagoga un terreno adyacente al templo de su Deidad familiar, Bhagavathi, la Madre, lo
Femenino Fundamental. Algunos cortesanos expresaron horror
ante el hecho de tener una sinagoga como vecina del Templo
del Palacio. El Raja los silenció revelando un sueño que se le
había otorgado: “Apareció Bhagavathi y ordenó que les diera
ese pedazo de terreno… ‘¡Alégrate —dijo— cuando Mi Gloria
sea cantada en otro idioma por Mis devotos de allende los mares!…’”.
Los Rajas sentían una profunda reverencia por la casta brahmin, porque desde milenios se había destacado, separadamente,
para cumplir con siete duras tareas para beneficio de todo el género
humano: llevar a cabo rituales para propiciar a la Naturaleza y al
Dios de la Naturaleza; estimular la observación de tales rituales; estudiar las Escrituras; enseñarlas; dar como caridad a los demás todo
lo que les haga felices y llene más el propósito de la vida, y vivir en
base a donaciones entregadas con una motivación pura y procedentes de riquezas logradas por medios puros. Baba le recuerda a menudo a los modernos detractores que los brahmines se imponían
una disciplina y privaciones rigurosas en su diario vivir, en la vida familiar y en los contactos sociales, con el objeto de promover la pureza, la rectitud, la acción correcta y la humildad, tanto en sí mismos como en los demás.
Como muestra de gratitud, los Rajas decidieron que ningún
brahmin había de morir de hambre en el reino. Cuando trasladaron el Palacio de Cochin a Tripunittura, también se estableció allí
una “casa-comedor” y fue así que mamá le pudo decir al abuelo
que era posible que yo pudiera seguir la educación superior,
puesto que ella podía pagar los derechos y el Raja mantendría en
una pieza de mi piel y mis huesos. En los días de ayuno de cada
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mes, mi madre hizo arreglos para mi comida con una familia que
vivía camino de mi escuela.
En 1960, cuando pude poner a los pies de Baba la primera copia del libro Sathyam Shivam Sundaram, mamá estaba sentada entre las damas devotas en la sala de oración de
Prashanti Nilayam. En aquella feliz ocasión describí cuán bendecido me sentía, puesto que mi madre, que había luchado
contra circunstancias difíciles para educarme en una escuela inglesa, estaba viva y presente para ser testigo de que su hijo llegara a tener esta buena suerte única. Su hijo había podido escribir en inglés la biografía de lo Divino venido como humano y
ofrecer esta fragante flor a Sus Pies de Loto en su presencia.
Baba me tomó por los hombros para hacerme levantar cuando
derramaba lágrimas sobre Sus pies y era incapaz de moverme.
Mamá también estaba radiante tras un velo de lágrimas.
Podía conseguir mi alimento en la casa-comedor real y luego
seguir rumbo a la escuela. Después de clases, vagabundeaba un poco hasta lograr allí mi cena y, luego, llegaba de noche a casa. Éramos cerca de doscientos cincuenta: jóvenes, viejos, hombres y mujeres, los que íbamos a ese galpón a comer.
No obstante, ¡qué miserable mezcla de escoria —ociosos, melancólicos eruditos, estudiantes, bohemios y vagos— se juntaba en
el galpón! ¡Yo engullía atemorizado y escapaba llevado por el pánico antes de que entraran las revoltosas bandas! En cuatro auspiciosos días del mes de Escorpión, nosotros, “los tragadores de la casacomedor real”, teníamos la oportunidad de reunirnos en los pasillos
brahmines del Templo de Parthasarathi, para un “festín”. Este festín
también se hacía para los cumpleaños de los Avatares. Los niños
brahmines los esperábamos con ansias, no porque se nos hiciera
agua la boca, sino porque nos picaban los dedos por conseguir lápices de grafito. Cierto es que el templo nos servía en cada plato de
hojas un par de “pappads” fritas (las que podían ser deshechas y saboreadas por la lengua), como también una banana madura. Nosotros, sin embargo, las poníamos ansiosamente de lado y las llevábamos fuera del recinto del templo, en donde bondadosos hermanos
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nos las arrancaban de las manos, dándonos, a cambio, uno o dos
lápices o un pedazo de goma india, artículos que debíamos poseer
para evitar palizas en la escuela. ¡Que Dios bendiga a aquellos entusiastas de la economía del trueque!
Cuando estábamos en el quinto grado de la secundaria, uno de
nosotros de nombre Kumar, propuso que se discutiera una resolución en la Unión de Debates de la Escuela, la que rezaba: “En opinión de esta Casa, deberá abolirse en todas partes la alimentación
sin trabajo”. La resolución se pasó con una confortable mayoría.
Sin embargo, gracias a Dios, la comida gratuita siguió igual: el Raja
no tomó en serio dicha resolución.
La escuela a la que ingresé en 1903 y de la que egresé en
1914, era una de las mejores del Estado. El cuerpo docente era seleccionado de un panel de eficientes profesores, puesto que los
príncipes de la familia real que asistían a ella llegaban en una magnífica carroza tirada por cuatro caballos moteados de gris y con pompones en sus crines.
Eran como quince de ellos. Venían apretados en un carruaje y,
de vez en cuando, también asistía a clases con ellos uno de los tíos
reales. Se sentaban en sillas y tenían mesas al frente, en tanto que
nosotros teníamos bancos y usábamos nuestros muslos para apoyar
los cuadernos. El director, Gopala Krishna Iyer, era el hijo del famoso Narayana Iyer “inglés” que había sido tutor del Raja reinante.
“Lo que él no sabe del idioma inglés, no vale la pena saberlo” es lo
que la gente decía de él. También su hijo era profundamente versado en gramática, sin embargo, tenía un agudo apetito por la buena
poesía y era un decidido admirador de Swami Vivekananda, a quien
había conocido en Madras, en la Casa del Helado, en la playa.
Yo tenía en mi clase a un hijo del mayor de los príncipes de la
familia real, Gopala Marar, un muchacho alto y de estructura débil
que encerraba una pasión por la música, la meditación y los alcances superiores de la mente. El Director era su tutor personal. Gopal
tuvo que irse del palacio al hogar del tutor, con sus libros y textos.
Sin embargo, lo que Gopal ansiaba y recibía de Gopala Krishna
Iyer, eran más dosis de Vivekananda y de Ramakrishna que de
Goldsmith y Steele. Y las recibió en buena medida. En los días de
ayuno, cuando me tocaba almorzar en casa de la dama rica, mi ca-
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mino a la escuela coincidía con el de Gopala Marar. De modo que
me reunía con él en su palacio y caminábamos juntos hasta la casa
del Director. Esperábamos hasta que estaba listo para salir, llevando
el dhoti y el vibhuti, un largo abrigo negro y un blanco turbante musulmán. Cuando se postraba ante su madre y se paraba frente al retrato de Sri Ramakrishna Paramahamsa con las palmas de las manos unidas, sabíamos que saldría. Durante la caminata de media hora escuchábamos profundos epigramas védicos y explicaciones en
inglés acerca de ellos.
En la escuela, cada clase contaba con sólo cerca de trece alumnos. De modo que el profesor podía moldear nuestros talentos y voluntades con amor y cuidado consistente. El Director solía entrar a
la sala sin anunciarse (aunque siempre era bienvenido), cada vez que
el docente encargado de dictarla se encontraba ausente. En su habitación tenía montones de copias a roneo de los poemas que le gustaba enseñar: El Guerrero Feliz, El Ermitaño, La Elegía, escrita
en una Iglesia Rural, La Aldea Desierta, Los Arquitectos del Destino, Intimaciones de la Inmortalidad y otros por el estilo. Solía
distribuir copias y empapar nuestras cabezas con sublime dulzura.
Otros profesores eran invitados a emular al Director, N.R. Subba Iyer, que nos enseñaba Historia Británica (obligación en aquellos
días de dominio inglés). Nos daba una serie de diez lecciones que se
basaban —según creo— en el libro de Anson, publicado en esa
época, sobre La Práctica Parlamentaria, que resultaba de gran interés para nosotros, los de quinto. La lectura nos hacía pensar en
los cotejos y balances, las reglas y las restricciones, los modos y los
estilos que dirigían el proceso legislativo para un imperio de extensión mundial.
En 1921, como Catedrático en Historia en una Escuela
Colegiada en la ciudad de Mysore, establecí un Parlamento de
Estudiantes, con un portavoz, con bancadas ministeriales y de
oposición de censura, primera, segunda y tercera lectura de
proyectos de ley y un impresionante libro de Estatutos encuadernado en papel pergamino, en el cual los proponentes de
leyes aprobadas podían asentar el ingreso de las cláusulas, en
medio del aplauso de toda la Cámara. Funcionó alrededor de
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veinte domingos por año, hasta 1928, año en que dejé esa
escuela.
Subba Iyer adiestró a un grupo de sus alumnos para representar la Acusación a Warren Hastings ante la Cámara de los Lores
por la de los Comunes. Extractamos nuestros discursos en base a
los volúmenes de las intervenciones recopiladas por Edmund Burke
que encontramos en la biblioteca de la escuela.
Otro de los profesores, Padmanabhan Pillai, nos guiaba en elocución y debate en la Asociación de Estudiantes. Recuerdo que, un
buen día, le preguntó a los reunidos: “¿Quién dirigirá el debate la
semana próxima? y, ¿cuál es la proposición que será discutida?”.
Kumaran, mi compañero de banco, se levantó y nos sobresaltó
cuando dijo con voz sonora: “Las clases sometidas y la supresión de
la opresión que se ejerce sobre ellas”. (Recuerdo que corría el año
1913.) Los que lo apoyaron, obtuvieron una victoria resonante.
La biblioteca de la escuela era presidida por otro profesor.
Nos persuadía a leer los libros que elegía para nosotros y trataba
de descubrir qué nos parecían. Recuerdo que, siguiendo sus sugerencias, leí los libros de María Correlli, y me fascinaron. Yo no era
ningún prodigio, pero debo admitir que, sin embargo, me sentía
prodigiosamente hambriento de libros. Teníamos una versión
abreviada de El Talismán, de Walter Scott, como texto de estudio
en general, no en detalle, aunque nuestro Director era alérgico a
las ediciones abreviadas. Quiso que consiguiéramos el texto completo y recorrió toda la novela con nosotros. También leí a Henty,
Meadows Taylor, Rudyard Kipling, Cervantes y Dumas. Durante la
visita, en 1913, de un Inspector de Escuelas, me preguntó en clase: “¿Qué libro estás leyendo ahora?”. Repliqué con orgullo: Los
Miserables. Esto lo decidió a hacerme sentir miserable. Me reconvino y le pidió a mi profesor que me dejara de pie sobre la banca
por el resto del día. Mi crimen había sido no pronunciar correctamente el título en francés, idioma que me parecía aún más absurdo que el inglés.
Mi abuelo era un individuo de esos capaces de hallar un problema acechando detrás de cada solución. No era capaz de navegar con un rumbo fijo, porque para él, cada brisa era una tormen-
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ta. No tenía tierras, no tenía vacas, no tenía ingresos fijos de ningún tipo. Mas, Kerala era bondadosa con los pobres… Y mi abuelo descubrió que era poseedor de un raro talento que podía venderse: contar cuentos. Se convirtió en un vendedor ambulante de
historias. Era capaz de hilar largas fibras multicolores. Los niños le
podían prestar oídos, boquiabiertos, por horas. Los adultos quedaban fascinados con sus narraciones de viajes. Llegaba hasta las casas de los príncipes y sus familiares, hasta donde su fama le había
precedido y, después de una o dos horas, salía más rico en una o
dos rupias, anudadas en una punta del dhoti que vestía. A menudo me hacía acompañarle para que pudiera llevar la atención hacia mí y los requerimientos financieros para mi educación, para
extraer de esta manera algunas monedas extra de sus patronos.
Baba hizo uso de una de las historias de mi abuelo para
atraerme hacia sí desde mi “habitat” nativo o, al menos, para
llevarme hasta medio camino. En una ocasión, en un relato en
el que describía a los hombres y su medio, mi abuelo hizo referencia a los jardines de la ciudad de Mysore. Describió vívidamente, reproduciendo para la visión de todos, la Colina de
Chamundi, el zoológico mantenido por el Maharaja y la Procesión de Dasara.
El héroe de esta historia era un príncipe de Rajput y la
heroína, una princesa musulmana. En el zoológico, el príncipe observaba a los pavos reales paseando altivos en la amplia
jaula, cuando la princesa se acercó a ella por el lado opuesto,
acompañada por sus servidoras, y sus ojos brillaron maravillados. Cuatro ojos cruzaron sus miradas por primera vez y las
aves celebraron el evento con una danza, abriendo el abanico
de mil ojos de sus colas. “El príncipe y la princesa se comprometieron recíprocamente dentro de sus corazones”, dijo mi
abuelo. Cuando recibí mi M.A. (diploma de Master of Arts)
pude haber optado por cualquiera de las muchas Escuelas
Universitarias situadas en Chidambaram o Narasaopet, Gorakhpur o Junagadh; sin embargo, las verdes avenidas, los llamativos frutos, el eco de las vibraciones de los himnos cantados en la Colina, el esplendor aterciopelado de los cuellos del
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pavo real, hicieron inevitable que mi elección recayera en la
ciudad de Mysore.
Mi abuelo recurrió a otro método para mantener la olla llena.
Discurrió peregrinaciones a Kasi o Devaraka, Puri o Rameshwaram
y le extrajo donaciones a ricos mercaderes, terratenientes y abogados que sentían respeto por su edad y su piedad. A su regreso les
traía imágenes de las deidades y otras evidencias de haber cumplido
con sus votos personales y los de ellos. Su talento persuasivo le fue
dando peso a su monedero, en tanto que la mesura en los gastos
garantizaba, después de cada regreso, dinero suficiente como para
uno o dos meses. Además, fuera del dinero, retornaba con sacos de
material para sabrosas historias.
El gobierno de Cochin me otorgó, por ser uno de los cinco que
pasó la prueba estatal con el mejor puntaje, una beca mensual de
cinco rupias, durante tres años, cuando estudiaba los grados cuarto,
quinto y sexto. Cada tres meses, el Director me hacía entrega de un
soberano de oro con la efigie de la Reina Victoria. Era una moneda
legal, cuyo valor era de quince rupias, y el abuelo la descomponía
de inmediato en plata, níquel y cobre.
Había otro abuelo que estaba sumido en un problema más angustioso que el del mío. Llevaba la carga de dos hijas viudas y tres
nietas que dependían de sus magros ingresos, y que clamaban por
alimento, vestimenta y vivienda. Aquéllos eran días en que los brahmines, tanto pobres como ricos, sucumbían a la desesperación
cuando sus hijas se aproximaban a la edad de nueve o diez años, y
ellos no les habían encontrado un novio, para podérselas transferir
por medio de los ritos matrimoniales, al gotra (clan) del marido. Los
dos pájaros del mismo plumaje se pusieron de acuerdo y decidieron
el destino de sus impotentes protegidos: yo, el nieto, y ella, la nieta.
No lejos de nuestra casa había un templo donde estaba instalado el
ídolo de Subrahmanya, el comandante en jefe de Dios en Su eterna
guerra en contra del mal. Cada tarde, cuando la penumbra se condensaba en oscuridad, explotaba una serie de dieciocho detonaciones para anunciar el Arati que se le ofrecía al Señor para cerrar el
día. Cuando los dos ancianos sellaron el destino de ambos nietos e
intercambiaron hojas de betel de un mismo plato, estallaron las die-
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ciocho detonaciones. Este “Big Bang” les proveyó la prueba necesaria de que el Señor Subrahmanya había bendecido su conspiración para juntar a los dos niños.
Se fijó la fecha del matrimonio. Se informó a los parientes. Tíos
y tías se prepararon.Yo tenía catorce años, ella nueve. Cerca de
veinte de nosotros nos dirigimos a la aldea de Thottuvoi, junto al sagrado Kaladi, lugar de nacimiento de Sankaracharya. Me arrodillé
en la ribera izquierda del mismo río Poorna. Las madres estaban indescriptiblemente dichosas. Sentado frente al fuego sagrado, repetí
exactamente los mantras, mientras lo alimentaba con ghee y varitas
consagradas. A los siete años había sido iniciado en el Gayatri y los
rituales védicos, de modo que pasé por las vocalizaciones y los gestos manipulativos de manera plenamente satisfactoria para mis mayores. Sujeté el dedo del pie izquierdo de la novia mientras ella daba
los siete pasos en torno al fuego. Recité la plegaria védica que afortunadamente era ininteligible para ambos, pidiéndole que pariera
diez hijos y que, después, me atendiera a mí como al undécimo.
Ahora, ella tiene ochenta años y desde hace siete está confinada en su lecho, después de sufrir una parálisis que también
le dañó la memoria. Yo tengo ochenta y cinco años, manteniéndome firme con Sai como el invisible marcapasos en mi
pecho. Tuvimos cuatro vástagos, dos de los cuales viven: un hijo y una hija.
Las celebraciones duraron cuatro días completos. Al segundo,
recibí un inolvidable regalo del abuelo. Me encontró nadando en el
río Poorna. Recordó al cocodrilo que había cogido en sus fauces a
Sankaracharya niño, mientras nadaba en el mismo río, doce siglos
antes. Tal vez temió una repetición de la tragedia, de la que Sankaracharya se había salvado únicamente por su promesa de convertirse en un monje. Temió que yo estuviera cortejando a un desastre similar. En mi caso, ¡habría que haber descartado también a la mujer
a la que había desposado sólo catorce horas antes! Por lo tanto, me
llamó tan afectuosamente como lo habría hecho con Sankara y,
cuando salí del agua, empapado y chorreante, me dejó negro y azul
azotándome con un haz de ramas. Me arrastró hasta la sala de bo-
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das, exhausto; el dolor era terrible. Llevando las marcas sangrantes
en mi espalda desnuda, los miré a todos a través de mis ojos hinchados y me fui a sentar junto al fuego sagrado.
No obstante, me refiero a este matrimonio como algo llovido
del cielo, porque el abuelo logró negociar un precio de novio de
seiscientas rupias con su compañero de desgracia. El viejo prometió
pagar la suma firmando con su dedo pulgar, porque nada sabía de
pluma ni de papel y tampoco tenía dinero. Fue así que puso su huella digital en una nota preparada por mi abuelo. Esta suma representaba un precio fantásticamente alto por un tierno adolescente
como yo, que era alimentado por el Raja de Cochin durante veintiocho días cada mes y que luchaba con los gerundios y las hipotenusas en el cuarto grado de la secundaria. Mi abuelo político se comprometía, en esa nota, a enviar por correo tres rupias el primer día
de cada mes, en cuanto intereses devengados por este depósito invisible, a la tasa de seis rupias por cada cien al año.
Mamá no le permitió al abuelo enriquecerse con este trato. Recibía el dinero para sí misma, puesto que le correspondía a su hijo.
Insistió en que se gastaran dos rupias para proveerme diariamente,
al mediodía, de unos montoncitos de arroz bañado en requesón que
vendía una anciana viuda brahmin en su cabaña junto a la escuela.
Debo agradecerle a mi mujer por este maná suplementario que aumentaba el anémico menú de la casa-comedor real. Ello me permitió pararme hombro a hombro con mis pares e incluso ingresar al
equipo de fútbol de la escuela (de los subjuveniles). La tercera rupia
bastaba para pagar el salario mensual de una sirvienta que le ayudaba a mamá a lavar la ropa y barrer las pocas habitaciones de nuestra casa.
El Director despertó nuestro interés por las conferencias de Vivekananda y las parábolas de Ramakrishna. El profesor que nos enseñaba los textos malayalam, despertó en nosotros una verdadera
sed por la poesía, en especial las baladas que describían a héroes y
heroínas e instancias de intervención divina en los conflictos humanos. Los largos thullals, rítmicos y llenos de retintines, de Kunjan (el
satirizador social del siglo XVI) eran mis favoritos. Me sentaba al lado de la lámpara de aceite y gozaba leyéndolos y recitándolos con
los gestos dramáticos y las acrobacias vocales apropiadas, hasta que
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me vencía el sueño. Mamá me escuchaba, aprobando con movimientos de la cabeza; en cambio, el genio de la abuela comenzaba a
hervir, en tanto que el abuelo se movía en el ámbito de los sueños,
acompañado por aterradores ronquidos.
Una noche, mi abuela llegó a tal punto de malhumor que me
ordenó callar, justo cuando estaba en las alturas del fervor. Al no poder obedecerle e impulsado a continuar, ¡arrancó las páginas de mi
mano, las rompió en pedazos y me los metió en la boca! Le pedí
ayuda al abuelo, pero él no osaba oponerse a las iras de la abuela.
Los thullals de Kunjan reverberaban en mi cabeza pese al
relleno de mi boca o tal vez, como consecuencia de ello; años
después, cuando ansiaba comunicarle a los habitantes de Kerala la alegría derivada de la cercanía a Sathya Sai Baba, mi lengua vibraba con esa melodía, el cerebro tejió las líneas en la
métrica thullal y los dedos las escribieron en el estilo de Kunjan.
El Sai Bhagavatham, estoy seguro, le complacería a Kunjan. Si
pudiera escucharme recitándolo solo, estaría contento. Pero
cuando mi hijo lo canta en las ragas que Kunjan amaba, de seguro que se emocionaría; porque están todos los ingredientes
con los que se deleitaba en llenar sus baladas: el amor, la lealtad, la devoción, la dedicación, la divinidad, el heroísmo, el sacrificio y el asombro.
Finalmente llegó el atardecer, cuando habíamos de dejar a
nuestros compañeros de clase, a los instructores e inspiradores. Debíamos presentarnos para el examen del certificado de término de
escolaridad en Ernakulam, a siete millas de distancia. Hicimos el trayecto a pie, con las cabezas pesándonos con Scott, Addison, Kunjan, Tout, Marsden, Nesfield y toda la variedad del restante bagaje
de estudios. El Director se aseguró de que los dieciocho que íbamos
hubiéramos nacido, en verdad, dieciséis años antes, porque ningún
hijo de hombre menor que eso podía someterse a la prueba que le
daba derecho (si salía ileso de ella) a seguir en el servicio público o la
educación superior. Nos recibió en grupo antes de partir y nos bendijo: “Dios estará junto a ustedes como guardián. Inhalen a Dios y
exhalen a Dios. Cuando les entreguen el cuestionario, pónganse de
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pie con él en las manos y oren: ‘Dios ilumina mi cabeza, afirma mi
mano, haz correctas mis respuestas y legible mi escritura’. Crean
que Ramakrishna está con ustedes y Vivekananda en ustedes, animando e iluminándoles”. Yo repetí esta plegaria cada día y con mayor ahínco el día en que hube de vérmelas con preguntas sobre aritmética, álgebra y geometría. Debo confesar que soy un zopenco en
las tres. Nunca fui capaz de rasguñar ni siquiera la mitad del puntaje
necesario para pasar estas materias. Era promovido de clase, únicamente después de recibir severas advertencias de parte del profesor
de la materia. El Director me hablaba acerca de que debía dominar
el arte del dragado craneal matemático.
Ese día respiré larga y profundamente a Dios y fue Él quien hizo las sumas, resolvió las ecuaciones y comprobó los teoremas por
mí. El total de los dieciocho alumnos de nuestra Escuela pasó el
examen, dieciséis de ellos con distinción. Yo encabezaba la lista de
todo el Estado de Cochin en dos temas: Malayalam (el idioma y su
literatura) e historia. Obtuve el quinto lugar y, por ende, me hice
digno de una beca mensual de diez rupias, por dos años (1914-16),
cuando estudié para el examen intermedio en la Escuela Universitaria del Maharaja en Ernakulam.
¡También había una casa-comedor gratuita en Ernakulam! Mas,
sus horarios no le servían a los estudiantes de la escuela. La beca y
los intereses sobre “mi precio” me ayudaron a evitar la anemia. Me
alojaba en una habitación del “bungalow” de un camarada y obtenía
mis calorías de una vieja viuda brahmin que, por un cierto importe,
aceptaba a unos pocos huéspedes juveniles.
Fue en julio de 1914, cuando el Kaiser atusaba sus famosos
mostachos planeando echar por tierra los tronos imperiales de los
Hohenzollern, los Habsburg y los Romanoff, que yo le tendí la
mano a Glyn Barlow, Director de la Escuela Universitaria del Maharaja, mano que él sacudió vigorosa y cálidamente. Pedía de cada alumno que ingresaba a su escuela, que le diera la mano. Quince novatos habían venido de Tripunittura y hacían fila frente a su
puerta esa mañana, vistiendo abrigo y gorra y luciendo una amplia sonrisa. Barlow era el editor del Diario Madras Mail, publicado por la sede central de la Universidad a la que estaba afiliada
nuestra escuela.
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Compré la Historia de Grecia (no abreviada) de J.B. Bury, por
las cinco rupias que recibí como beca por el último mes de la secundaria. Como temas de estudio elegí Historia de Grecia y Roma, Historia de la India, Historia Constitucional de Gran Bretaña y Elementos de Lógica, además de inglés como primer idioma y el malayalam, como segundo.
El Director se fue poco después de llegar nosotros. El siguiente
fue un vivaz irlandés, F.S. Davies. Tenía una ancha aura de amor a
su alrededor. Nos guió a través de las líneas de Julio César, de Shakespeare, tan pedagógicamente, que desarrollamos apasionamiento
por la paráfrasis, la epitomización y los comentarios. Nos ayudó a
representar una gran parte en el escenario de la escuela. Se me dio
el papel de Bruto y logré recitar con éxito mis líneas, después de la
encendida oratoria de Marco Antonio, tan prosaicamente persuasivas como lo quería Shakespeare.
Estando en la secundaria, había subido tres veces al escenario.
Uno de mis tíos era una estrella de moderado talento. Asistí a una
representación de Otelo, por la Asociación de Abogados de Ernakulam. Él había interpretado entonces a Desdémona. Me enseñó a
recitar un poema que le gusta y que comenzaba por: “Recuerdo, recuerdo la casa en que naciera…”. Me ofrecí para recitarlo ante la
reunión de padres. Una ojeada al auditorio me dislocó la memoria.
Tenso, pronuncié el primer verso, modulado como lo indicaba mi
tío. Seguí repitiendo: “Recuerdo… recuerdo…”, con la esperanza
de que el segundo verso emergiera de mi subconsciente, pero no lo
hizo. Afortunadamente, una mano compasiva me sacó del estrado.
La segunda aparición se produjo un año más tarde, como un trovador vagabundo, cantando una balada en malayalam. Esta vez hubo
aplausos de apreciación y no de desaprobación. Antes de dejar la
escuela, se me incluyó en el reparto de algunas escenas de La Tempestad, de Shakespeare, como Próspero.
El curso preuniversitario en la Escuela del Maharaja duró dos
cortos años. Tuvimos que enfrentar un examen diseñado en la distante Madras: a este matadero le sobrevivían solamente alrededor
de quince adolescentes de cada cien. Había que lanzarse a una ruda
esgrima mental en las semanas anteriores y formábamos pequeños
grupos para compartir conocimientos y aparentar confianza. Nos
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poníamos en guardia unos a otros, respecto de quedarnos dormidos
muy pronto, y en las primeras horas de la madrugada nos poníamos a consumir tajadas superlativamente ácidas de mango, para reforzar nuestra determinación de mantenernos despiertos. Pasé los
exámenes, logrando los primeros puntajes de la clase y el segundo
puesto entre los que pasaron de todas las escuelas del Estado de
Cochin. Tenía una disposición para perder el primer puesto, tan adherida a mí como el verticilo de la huella de mi pulgar… ¡La operación digital de la abuela! —murmuró mi madre.
El amigo que logró el primer puesto se inscribió en la Escuela
de la Presidencia en Madras. Podía optar por una beca de la Universidad de Madras y, si lo hubiera hecho, podía haber gozado de la
beca estatal de Cochin, a la que él debía renunciar, ya que ningún
estudiante podía beneficiarse con dos becas. Sin embargo, para
gran pesar mío, se decidió por la beca estatal. “La Universidad otorga diez de estas becas y no tendría el honor de ser sólo uno entre
los becados, en tanto que el Estado de Cochin no entrega sino una
y yo soy el único beneficiario. Por lo tanto, resulta más honrosa la
beca del Estado”, me escribió.
Esta carta me obligó a renunciar a toda esperanza de ingresar a
la Escuela de la Presidencia y adorar a la Musa a la que anhelaba
servir. El Director Davies había instalado a otro profesor en mi corazón. Se trataba de Mark Hunter, profesor de inglés en la Escuela de
la Presidencia. Mientras nos enseñaba Julio César, Davies respetaba y recomendaba leer los comentarios al margen de la edición de
Mark Hunter de la obra, incluso más que las de la Verity. Por ende,
yo anhelaba aprender los tesoros de la literatura inglesa directamente de boca de este crítico y comentarista gargantúico. Mas no había
de ser.
Tuve que volverme a Trivandrum, cerca de la punta sur de Kerala, en donde otra familia real había establecido otra casa-comedor
gratuita para gente como yo, y donde existía otra Escuela del Maharaja administrada por el gobierno. Era la capital del Estado de Travancore y la residencia del Maharaja. N.R. Subba Iyer me estimuló
para que estudiara Historia de la India. El Director me pidió que
mantuviera el contacto con el grupo Ramakrishna-Vivekananda de
Trivandrum e indicó que estaba planeando construir allí un Mandir.
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Un tío, hermano de mi madre, recién había sido contratado como
profesor en la escuela secundaria de allí. Pero, y por sobre todo, el
cuerpo de docentes de la Escuela del Maharaja de Trivandrum tenía
como profesor de Historia de la India a un prodigioso pundit del
sánscrito, un pilar de la cultura Bharathiya, un gurú modelo, erudito
enciclopédico y brahmin ideal, K.V. Rangaswamy Iyengar.
Decidí ingresar a la Escuela de Historia a su cargo. De modo
que mamá tuvo que cortar el cordón umbilical conmigo. Estando
en Ernakulam, podía caminar de ida y regreso a Tripunittura durante los fines de semana. De hecho, mi abuelo me echaba de
menos más que mamá, porque se había convertido en mi admirador. Hablaba con orgullo de mí a sus patronos y príncipes. Yo
sentía que progresaba con rapidez en mis estudios como resultado
de sus oraciones al Señor Manifestado en el Templo de Tripunittura. Los sábados por la tarde, se sentaba sobre el muro bajo del
patio de la casa, para verme cuando doblaba el recodo del camino, por el borde del campo de paddy que separaba el terreno de
la carretera. Tan pronto me divisaba, solía cortar una piña, un
mango o una banana en trozos, para ofrecerme su corazón lleno
de amor, envuelto en el jugoso regalo, cuando me acercaba a tocar sus pies.
En 1916, Trivandrum era un punto lejano en el mapa: a ciento
cincuenta millas y treinta y dos horas de distancia, en tanto que Madras, que quedaba tres veces más lejos, estaba sólo a veintiséis horas de viaje. Teníamos que ser transportados por las grandes extensiones de las aguas interiores, lagunas poco profundas y angostos
canales, en barcazas de ruedas de paleta que debían ser empujadas
y alzadas a veces, al cruzar aguas que no llegaban arriba de la rodilla, o arrastradas a través de túneles excavados en los rojizos farallones de laterita.
Recién se había abierto una asignatura de Honores en Historia,
con una duración de tres años, por la Universidad de Madras en Trivandrum. El Profesor Rangaswamy Iyengar me aceptó en su rebaño, sin siquiera preguntar por qué ni de dónde venía. El Director
anunció que podía optar por la beca de la Fundación Grigg, de un
monto de doce rupias por mes durante tres años, por el hecho de
encabezar la lista de todos los novatos que ingresaban a la escuela.
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¡Nuevamente caía maná del cielo! Otra fuente confiable de sustento
la representaba mi tío y, además, podía extraerle a mi abuelo político algunas gotas de la reserva del precio de marido que tenía con él.
Con eso podía valientemente suplementar el escuálido menú distribuido por el Maharaja en el templo, con algunas onzas de yogurt y
una porción de encurtidos picantes que se le vendían a muchachos
como yo en quioscos cercanos al templo.
Mi profesor tenía en su casa una biblioteca que era una verdadera mina de oro. Me permitía hurgar en las estanterías por todo el
tiempo y la frecuencia que quisiera. Su amigo y vecino era un ingeniero, un Banerji que era una pieza clave y el volante de la Misión
de Ramakrishna en la ciudad. Me entregaba montones de folletos y
algunas libretas con recibos. Mis amigos y yo pasábamos algunas
horas cada semana recolectando sumas de tres cifras como donaciones para el Mandir de Ramakrishna en Aruvikkarai, en las afueras de la ciudad.
Mi profesor enfatizaba el valor y la validez de los ritos y rituales, los códigos de conducta, las leyes y limitaciones, las direcciones y metas establecidas por los sabios y profetas para el individuo, la familia, los grupos profesionales, las clases trabajadoras,
las castas y los círculos interactuantes en cada campo de la vida.
Él regulaba sus movimientos y compromisos de acuerdo a lo que
debía o no debía haberse prescripto por el pasado. Cuando sus
alumnos presentaban sus solicitudes para ingresar a la Universidad
y ser admitidos a los exámenes, él recomendaba la fecha y la hora
en que debían entregarse, después de indagar personalmente en
sus horóscopos. Poseía un vehículo de dos ruedas tirado por dos
musculosos bueyes que le llevaba a la Escuela, al Palacio, al Templo de Padmanabha (Ranganatha, el del Ombligo de Loto) y a la
playa. Me llevaba consigo cuando se dirigía a las arenosas planicies junto al mar, porque deseaba que también yo me beneficiara
espiritualmente con las íntimas conversaciones entre ambos y,
más aún, con la sagrada vista que se tenía desde allí de las águilas
de cuello blanco en vuelo. Según las Escrituras, el Señor Vishnu
tenía una de estas águilas, Garuda, como vehículo. Debo admitir
que lo que ganaba estimulándolo con preguntas acerca de los Vedas, las Upanishads, el Gita y el Dharma de los budistas, los jai-
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nos, los saivitas y los vaishnavitas, era mucho más valioso para mí
que lo que me daban las aves buscando peces. Sus fascinantes exposiciones sobre los antiguos textos me hacían ansiar durante toda la semana este banquete vehicular.
Pronto tuvimos también otro profesor, un hombre joven, recién
egresado de Oxford, el que miraba con desdén a nuestro afectuosamente amado Rangaswamy Iyengar y al irritante símbolo rojo y
blanco de casta que brillaba sobre su entrecejo. Se oponía al homenaje rendido a las remotas tradiciones. Hacía referencia a tales colegas como a “vegetales”. Nos inició inocentemente en los cigarrillos,
aunque él era atacado por una tos asmática cada vez que fumaba.
Tuvimos que ejercitar nuestros talentos en tergiversación y en camuflaje, para poder retener el afecto y la apreciación de ambos profesores.
No puedo dejar de mencionar al Profesor Schloss que nos enseñaba sobre el “Renacimiento” de Walter Pater y al Profesor Sahasranama Iyer, un especialista en las tragicomedias de Shakespeare.
Cincuenta años después de abandonar su sala de clases y
poco antes de fallecer, Iyer me escribió una carta acerca de un
error gramatical que yo cometía al escribir en inglés. Había notado esta tendencia en artículos escritos o editados por mí en el
Sanathana Sarathi. Esto demuestra su constante interés por la
reputación de sus pupilos.
En esa época, mi tío era un maestro mal remunerado. Sin embargo, tanto él como la tiíta me sacaron adelante con vida de un feroz encuentro con la fiebre tifoidea. No podía seguir recorriendo
dos veces al dia el trayecto hasta la casa-comedor junto al templo,
de modo que me convertí en un miembro de su hogar. Durante el
tercer año de estudios, el abuelo enfermó gravemente. Cuando llegué junto a su lecho, respondiendo a sus deseos, el habla se le había
congelado en la lengua. Las lágrimas constituyeron la única indicación que me informó que identificaba al Kasturi al que idolatraba.
Para mamá, su muerte fue como si le quitaran el suelo bajo los pies.
La casa en la que murió hubo de venderse para pagar los costos de su funeral. La abuelita se fue bajo el alero de su hijo mayor,
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que vivía a cuarenta dificultosas millas de distancia. Tuve que traerme a mi madre a Trivandrum, en donde se asiló con su hermano. El
abuelo no dejó sino un montón de deudas: todo lo que había logrado juntar rasguñando, había sido disipado en su ambiciosa aventura
de arquitectura aérea para un templo en el que esperaba poder instalar a su propio Vishnu.
Fue así que a los veintiún años, cuando emergí de la pupa de la
escuela, con un Diploma de Honor en Historia, tenía una mujer y
una madre pesando sobre mis manos. Busqué desesperadamente
un gancho donde colgarlas y, afortunadamente, conseguí trabajo
como profesor en una escuela secundaria, tipo Dotheboys Hall, en
Trivandrum mismo. Instalamos intrépidamente el hogar en 1919.
Sentía una punzante sensación de humillación, porque había ganado laureles como el Segundo Hombre de Honores de toda la Presidencia de Madras; mi profesor de Oxford me había aguijoneado para presentarme a los exámenes del IAS y el IAAS. Pero había tenido que venderme barato: por cuarenta monedas al mes. Para poner
a salvo mi conciencia, me inscribí en la Escuela de Leyes que funcionaba por la mañana y por la noche. Podía decirle al mundo que
había abrazado las penurias de la pedagogía sólo como plato secundario, como sustituto temporal, porque mi amada era la ley.
La suerte llegó muy pronto a acompañarme. Se me entregó
casi un cincuenta por ciento de aumento en mis ingresos mensuales. Un tal Damodaran Potti, algo chiflado, me pidió ser su escritor
anónimo. Se había presentado como editor para una revista mensual en inglés, la People’s Friend (el Amigo del Pueblo) y me ofreció quince rupias por cada ejemplar que llevara su nombre. Tenía
una pequeña pieza como oficina, frente a la calle principal, junto a
la cual crecía un cocotero de edad mediana, del cual me permitía
usar los frutos para mis necesidades culinarias. Potti era un patriota
en tiempos en que el amor al país constituía una aberración criminal
y el Vandemataram (Te saludo, oh Madre) era un paño rojo para
“John Bull” (Gran Bretaña). Tenía que escribir de buen o mal grado
algunas páginas que golpearan en un inglés cáustico, porque Potti
era un patrón astuto. Quería que yo aguijoneara las pomposidades
pretensiosas y el falso parloteo de aquellos a los que elegía como
blancos. Me dediqué a pinchar y punzar tan aguzadamente como él
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lo deseaba, pero debo admitir que me dolía más que las aversiones
favoritas de Potti.
Me infectó también a mí con el virus del Vandemataram y gastó
dinero para llevarme con él las doscientas millas hasta Salem, con el
objeto de estar presente cuando Mahatma Gandhi visitara la ciudad,
apoyando una mano en el hombro de Mohammed Ali y la otra en
el de su aún más fornido hermano, Shankal Ali. Ambos llegamos
unos días antes de su arribo. Nos alojamos en casa del Director de
la Escuela Superior Municipal de Salem. Éste había sido profesor
mío en Trivandrum antes de aceptar esta nueva nominación. Cuando el poderoso trío de Mahatma Gandhi y los dos hermanos musulmanes descendieron del tren en la estación, ambos gritamos “Jais”
a voz en cuello, pero Gandhi no miró hacia arriba del árbol en que
estábamos subidos, al pasar bajo nosotros. Es posible que desaprobara que la gente mirara desde lo alto a los Alis. Fuimos arrastrados
por la muchedumbre, pero debo agregar que llegamos sin un rasguño hasta el estrado desde el que hablarían. Coincidía la visita con la
Exposición de Swadeshi. Sri C. Rajagopalachariar (Rajaji) estaba
presente, supervisando la organización. Le escuchamos dándoles la
bienvenida cuando llegaron y agradeciéndoles la visita cuando se
fueron. Entre ambas intervenciones fue muy poco lo que pudimos
oír, porque la vitoreante y sudorosa multitud que rodeaba el estrado
nos dio empellones, nos empujó y casi nos trituró. Retornamos al
“Amigo del Pueblo” exhaustos, pero entusiasmados.
La diosa de la viruela a la que había sido ofrendado papá, nos
persiguió hasta Trivandrum y exigió a mamá. Pero ella se defendió
valientemente. Tuvimos que emplear a una enfermera para cuidarla
durante los días críticos y ella la sacó adelante. Incluso antes de que
mamá fuera liberada de su gracia, su mortal lluvia de perlas apareció sobre mi mujer, la que también era mi camarada, consejera y
compañera de alegrías y pesares… hasta tal punto había llegado a
convertirse en parte de mí mismo. Salió de la prueba ayudada por
las oraciones y la afectuosa atención de la Nightingale que habíamos contratado y, además, cargada con un presente: Mariamma le
propinó un puntapié de despedida al asma que la había tenido resollando desde el atardecer hasta el alba por siete largos años. Desde
entonces, está sin novedades sobre su respiración.
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Pude cumplir tanto con la secundaria como con la Escuela de
Leyes. De hecho, mi entusiasmo extracurricular me rindió buenos
dividendos bajo la forma de alegría íntima. Pese a que el dueño de
la secundaria pagaba mi salario sólo cuando llegaba a reconocer su
deber (vale decir, por ataque, con atrasos y con un alto grado de resistencia interior), encontré suficiente talento entre los estudiantes
como para representar una obra en tres actos, en inglés, escrita y
dirigida por mí, titulada Shah Jehan, con el objeto de recolectar
fondos para los estudiantes pobres. El material lo extraje del Aurangazeb del profesor Jadrinath Sarkar que se publicara ese mismo
año. Yo interpreté el papel de Aurangazeb, aunque la trama giraba
en torno a Shah Jehan. En la Escuela de Leyes, persuadí a un grupo de amigos para poner en escena, el día de la escuela, la obra Rivals, de Sheridan. Por mi parte, iba ascendiendo en la escala de los
logros históricos, puesto que después de Próspero, Bruto y Aurangazeb, me promoví al sublime rol de la señora Malaprop.
Posteriormente, en Puttaparti, cuando Baba escribía obras
para ser representadas por los alumnos del Patasala Sánscrito,
sobre Radha, Dhruva y Prahlada, Sakku Bai y para los estudiantes de Sus Institutos Superiores, sobre Sankaracharya, los
Pandavas y Jesucristo, pude compartir con Él la placentera tarea de observar y aconsejar a los actores durante las sesiones
de ensayo, las que duraban a menudo algunas semanas.
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BAJO LA TUTELA DE PARAMAHAMSA
E
ntretanto, revisaba las columnas de avisos de los diarios
en que se solicitaran conferencistas en institutos superiores o escuelas universitarias. En ninguna parte podía entrar como profesor, puesto que no tenía licencia para enseñar, ni diploma o bachillerato en educación. En tanto que para un conferencista no se requiere sino disertar. El suegro de mi suegro me advirtió, desde el mismo día en que supo de mi ingreso a la Escuela de
Leyes: “¡No seas un abogado! ¡No engañes! ¡Enseña! Sólo el profesor puede llegar a ser feliz, tanto en este mundo como en el otro”.
Mamá me presionaba para que aceptara cualquier ofrecimiento de
una Escuela Superior que no estuviera ni muy cerca (teníamos demasiados parientes pobres) ni muy distante (decía que nuestros Dioses guardianes estaban en el sur de la India). De modo que tuve que
dejar de lado ofrecimientos de Gorakpur en Utthar Pradesh, Junagadh en Gujarat e incluso de Vishakhpatnam en la Presidencia de
Madras. Un buen día, después de responder un cuestionario para
mi examen de Leyes, caminé hasta la sala de lectura de la escuela
en donde ¡me saltó a la vista un anuncio de una secundaria D.B.C.
de Mysore! Se buscaba (afortunadamente para mí) un “Conferencista en Historia”. Mysore quedaba lo bastante lejos y lo bastante cerca. Solicité el puesto. Antes de diez días recibí la respuesta de que
había sido aceptado. Decidimos cambiarnos a la tierra de las minas
de oro y los bosques de sándalo.
Habiendo estudiado en el Estado de Cochin, siendo titulado en
el Estado de Travancore y también munido de un Diploma de Honor en Historia (y uno en Leyes que no me atrevía a mostrar), tuve
que aparejar mis velas para un viaje más bien temerario hacia una
región de mesetas de la que apenas si sabía algo, fuera de las cuatro guerras de Mysore que libró la East India Company en contra
de sus gobernantes. Sabía que iba a tener que luchar duramente
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para sobrevivir en el clima lingüístico, literario, intelectual y social
que había de enfrentar allá y con los que no estaba familiarizado. El
mismo viaje desde Trivandrum a Mysore representaba una formidable odisea de sesenta y ocho horas de duración, con seis paradillas a lo largo del camino: bajándonos con todo y volviendo a
amontonarlo de vuelta. Mamá, sin embargo, me apoyaba para enfrentarlo con valentía.
Ni yo ni mi mujer teníamos hermanos o hermanas. Teníamos,
en cambio, un gran número de parientes pobres que esperaban,
desde hacía ya tiempo, que alguien llegara a aportar al mes una
suerte de bonanza de tres dígitos. “Ninguno de ellos se aventurará
tan lejos”… me consolaba mi madre. Por otra parte, empero, insistía en que yo debía rescatar a una allegada de la casa de mi mujer:
su madre. También ella observaba mis progresos y oraba por la
oportunidad de poder aliviar a su anciano padre de la carga de
mantener a dos hijas viudas, con sus respectivos hijos, bajo su agujereado techo. Debíamos despedirnos del viejo patriarca, camino a
Mysore, y recoger a la suegra.
En el embarcadero de Trivandrum arrendé una barca de tamaño mediano, en la que podíamos acomodarnos los tres junto a los
enseres de la casa. Fue una odisea que duró tres noches y dos días,
durante los cuales la barca sorteó canales, aguas interiores y extensas lagunas. Los dos tripulantes hundían sus largos palos de bambú
en el fondo y hacían avanzar la embarcación. Al salir hacia superficies de aguas anchas y profundas, desplegaban la vela y usaban un
remo como ayuda suplementaria.
Sentado solo en la pasarela transversal, bajo un cielo que, nada comprensivo, esbozaba un cuadro de mí mismo en Mysore, admirando los prados, dirigiéndome a los alumnos en el salón de la
Escuela, completa o moderadamente aislado de los demás por ser
brahmin (el movimiento en contra de esta casta había ganado ímpetu para entonces en el sur de la India) o tratado con frialdad
cuando fuera incapaz de hablar su idioma. Oraba porque el destino
me protegiera, por poder abrir rectamente mi surco. Le rogué a
las estrellas que me evitaran ser foco de una atención malévola. Miré a las dos mujeres que dormían en la quilla. Sabía que también
ellas debían estar soñando con la Mysore en donde vivirían. Me
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preguntaba: “¿Encontrarán allí luz, risas y dulzura? ¿Podrán ser felices juntas, bajo un mismo techo?”.
Repentinamente, resonó una voz estentórea a través de la densa oscuridad salobre. Provenía de un hombre parado en la ribera de
la laguna por la que navegábamos: un policía de la aduana. Nos encontrábamos justamente en la línea fronteriza, trazada años atrás
sobre el agua, entre el Estado de Travancore que nos había alojado
por tanto tiempo, y el Estado de Cochin, hacia el que nos deslizábamos. El policía podía ordenar que nos detuviéramos, enviar una canoa para revisarnos y constatar si llevábamos contrabando e incluso
confiscar la barca si nos descubría culpables. No me sentía seguro
respecto de si los boteros llevaban algunos paquetes de opio o de
hojas de tabaco entre sus cosas. La voz, sin embargo, no nos ordenó detenernos ni acercarnos al muelle. “¡Eh, ustedes! ¿Hacia dónde
se dirigen?” Nuestro piloto, que era una engreída amalgama de
músculos y jactancia, replicó displicentemente: “¡A Mysore!”.
Esto era, realmente, el colmo de la impertinencia. ¡Cómo podía
un bote llegar a Mysore! Me preparé para la inevitable confrontación con los guardianes de la ley que seguramente provocaría esta
insolente respuesta. Era posible que tuviéramos que esperar en el
muelle de la aduana hasta aclarar las cosas y que la policía perdonara esta reacción pendenciera. No obstante, para mi alivio, la voz
nocturna se suavizó y gritó sarcásticamente: “¿Cómo? ¿No conocen
ningún otro lugar más allá de Mysore?”, terminando la conversación con una carcajada. ¡Esto representó el permiso oficial para que
ingresáramos ilesos al Estado de Cochin!
Veintisiete años más tarde, cuando Baba me dijo en Bangalore, la capital del Estado de Mysore: “Ven a Puttaparti y mira por ti mismo”, se me ocurrió la idea de que ¡el lugar “más
allá de Mysore” al que se refirió la voz aquella noche, era Puttaparti! Supuse que fue Bhagavan mismo quien habló a través del
policía, para informarme que Puttaparti, Prashanti Nilayam, la
Morada de la Paz Suprema, era el puerto destinado a cobijarme. En verdad, Baba confirmó con una encantadora risita que
había sido Él Mismo el que me había bendecido entonces con
un atisbo de mi futura buena suerte.
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Desde Ernakulam, los tres proseguimos por tren y por carreta
hasta la aldea de mi mujer, junto al río Poorna. Lo encontramos en
plena crecida, lleno de salvajes remolinos. Había que cruzarlo. Los
boteros de la zona eran diestros en hacer cruzar a la gente y tuvimos que confiarles obligadamente nuestras vidas: arribamos a salvo
delante de la casa del abuelo. No teníamos sino dos días para las
postraciones, los adioses y los llantos. La suegra se mostró más que
feliz al aceptar la invitación de mamá. Era un hecho que anhelaba.
De modo que, cuando volvimos a cruzar este verdadero Rubicón
para nosotros, éramos cuatro a bordo.
Cuando bajamos del tren en la estación de Mysore, encontré
banderas, banderines, guirnaldas de hojas verdes y sonrisas en todos los puntos hacia los que mirara. Se celebraba el festival del
Cumpleaños del Maharaja de Mysore. Descubrí que el equipaje consignado para acompañarnos en el mismo tren, no había llegado.
Era evidente que no había sido transferido en ninguno de los tres lugares en que cambiamos de línea. El Jefe de Estación estaba demasiado ocupado como para escuchar mis reclamos. Me pidió que lo
contactara después de la semana de festividades, cuando se hubiera
calmado el trajín.
Para mí, esto constituía un desastre mayor. Significaba la
compra inmediata de vestimenta y utensilios de cocina: se traducía en la ruina financiera. La suma que había solicitado en préstamo para mantenerme el primer mes, se había reducido ya casi a
la mitad. Tendría que presentarme ante el Director, para comenzar a trabajar y tal vez enfrentarme a los alumnos, con mi ropa de
algodón sucia después del viaje. En la caja tan cruelmente separada de mí, tenía una chaqueta impresionante, una hermosa corbata, una espléndida camisa, un atractivo par de pantalones y un
lustroso par de zapatos livianos. El impacto que hubiera podido
causar en mi superior, mis colegas y mis alumnos, se desvaneció
en una cómica fantasía.
Por otra parte, ¿en dónde podía alojarme en esta ruidosa y
desbordante metrópolis del Maharaja? Había personas en Ernakulam que me habían dicho que existían muchos hospedajes en Mysore, en los que se podían arrendar habitaciones. Sin embargo, el
conductor del transporte que contraté me dijo que se llenaban muy
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rápidamente. Se ofreció a llevarnos de gira por varios lugares, hasta que encontráramos alguno en donde quedarnos. Le agradecí a
la desesperación que se pintaba en mi rostro el despertar en él el
deseo de mostrarse servicial. En diez minutos, su destartalado vehículo nos llevó a un patio-posada para caravanas: el custodio declaró que no nos podía ayudar. Otro corto paseo. Me bajé y, como
me indicara nuestro conductor, pasé por una reja en arco hacia la
oficina de esta posada. Alguien me gritó desde la ventana de una
habitación en lo alto de la arcada: “¿Quién es usted? ¿De dónde
viene? ¿Trivandrum?”… Era la voz de un ángel. Bajó hasta donde
yo estaba, un pugilista alto y macizo. Dijo que era estudiante en la
Escuela Colegiada a la que yo venía. Sabía que iba a llegar alguien
de Trivandrum para ayudarle a pasar los exámenes. Había fracasado tres veces. Pero era el yerno del propietario del decrépito edificio que veía ante mí. Me dio una pequeña habitación con una minúscula cocina adyacente, de modo que nos tendimos en el polvo,
entre las hormigas, para descansar un poco.
A la mañana siguiente, temprano, puse mi mejor cara. Sacudí
mi dhoti y mi camisa golpeándolos contra la muralla, y me puse mis
seniles sandalias de cuero. Caminé a la D.B.C.H. (Dharmaprakash
Banumiah Collegiate High School) y subí las escalinatas de madera
hasta el despacho del Director, avergonzado por mi proletaria vestimenta, temiendo la fría reacción que debería enfrentar, ensayando
para mis adentros la excusa y el apretón de manos inaugural.
¡Cómo podría describir la sorpresa que me esperaba! El Director se levantó y salió a mi encuentro. Se detuvo con las palmas juntas y dijo: “¡Vaarungo, vaarungo!” (¡Venga, venga!, en tamil). Vestía un dhoti, lucía una sonrisa de swadeshi bajo su blanco
turbante musulmán. En un minuto, nos convertimos en primos
carnales. Cuando mencioné mi dilapidado alojamiento, me felicitó por haber encontrado un techo cuando la ciudad rebosaba de
visitantes. Había un Shakar Rao sentado a mi lado, escuchando
el relato de mis vicisitudes. También él había venido para entrar a
la Escuela como Profesor de Ciencias. Me llamó aparte y me
ofreció un préstamo que bastaría para cubrir el costo del guardarropa de la familia hasta tanto los Ferrocarriles de Mysore me entregaran el equipaje.
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De este modo, las cosas tomaron un cariz relativamente mejor.
Se me asignó la enseñanza de Historia para la clase de ingreso a la
Universidad y la de Economía e Inglés para dos clases de secundaria. Los cursos no eran muy numerosos y ¡los muchachos no eran
de palo! El fundador de la escuela, sin embargo, era astuto. Trataba
con las instituciones como si hubieran sido de su propiedad. Era comerciante de granos, prestamista y miembro del Concejo Municipal
de la ciudad. Nos pagaba personalmente los salarios en su tienda,
verificando cada mes nuestras credenciales con una enervante acuciosidad. Una vez convencido de que debía pagar nuestros emolumentos, nos los entregaba con expresión de dolor.
Todos los que alcanzaban las notas mínimas en el examen de
certificado de egreso de la escuela secundaria, eran declarados oficialmente aptos para el servicio público, en tanto que los que obtenían un mayor puntaje, eran declarados aptos para la admisión
a estudios superiores. Estos últimos debían seguir un año de instrucción en la clase “Colegiada” y pasar un examen de admisión.
Esto representaba un harnero bastante selectivo. Sólo alrededor
de quince candidatos aterrizaban ilesos; el resto era aventado como paja.
Disfrutaba enseñando y amaba a mis alumnos. Las lecciones
aprendidas de Gopalakrishna Iyer y de Subba Iyer configuraron mi
personalidad. Escribía cada día una nueva “Plegaria” para que la leyera entusiastamente uno de mis alumnos frente a la clase, ya sea
que la compusiera yo mismo o la seleccionara entre los escritos de
pensadores de todos los países. Estimulaba la representación y la
actuación de obras en inglés. Hubo una de una obra sobre “Chandrahasa” en la que representé el papel del ministro malvado que trata de usurpar el trono. El Vicecanciller, N.S. Subba Rao que asistió,
dijo en su charla posterior que yo era “perverso” hasta la punta de
mis dedos. Formé un Parlamento Estudiantil y edité una revista de
la escuela. Con mi amigo Shankara Rao, visité los hogares de los
estudiantes y desperté el interés de los padres por las “débiles e irregulares” virtudes de sus hijos. Dirigí una encuesta acerca de los antecedentes económicos de los estudiantes de la ciudad de Mysore que
buscaban ingresar en las Facultades de la Universidad. El informe final fue publicado en el Diario Universitario.
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Mi madre se llevó armoniosamente con sus contrapartes en la
espaciosa casa que ocupé. Tenía una vista panorámica del Chamundi Hill y del templo en su cima. Mi suegra se encerró en sí misma,
dejando confusa a mi madre, porque dejó de lado toda demostración de afecto hacia su única hija, mi mujer. Mas, este gesto generoso aseguró la tranquilidad doméstica. ¡También mi mujer fue lo suficientemente inteligente como para preocuparse más por mi madre
que por la suya! Y, más que nada, se ganó el afecto y hasta la adoración de ambas madres al ser madre ella misma, en 1923. Un nieto llevó el calor del sol a sus envejecidos corazones, un sentido de
plenitud a la vida de sus progenitores y uno de continuidad entre el
pasado y el futuro.
Los modos y hábitos del fundador me causaban una inmensa
preocupación. Insistía en que debíamos conseguirle votos durante
las elecciones municipales y las de la Asamblea de Representantes
del Estado. Hacía uso del amplio vestíbulo de la escuela para almacenar carretadas de granos e incluso cebollas de temporadas
pasadas. Daba órdenes de cerrar la escuela cuando tenía necesidad de utilizar las habitaciones. El salón se lo arrendaba a grupos
teatrales itinerantes.
Debido a todo esto, intentaba desesperadamente escapar en
busca de aire puro. Un colega mío, gandhiano y conferencista en
Lógica, alumno favorito del Dr. S. Radhakrishnan, quien enseñaba
por aquel entonces en el Instituto Superior del Maharaja en Mysore,
¡sugirió que me dedicara a la práctica legal! Había quedado impresionado por mis ruidosas argumentaciones en la Sala Común y me
pintó un panorama color de rosa acerca del servicio público y la
prosperidad personal. Su cuñado era, hereditariamente, el Gurú de
alrededor de cincuenta aldeas en el Estado de Mysore. El anciano
trotaba de poblado en poblado en un pony, marcando sobre la piel
de todos los miembros de su grey los sagrados símbolos que les podían franquear la entrada a su paraíso, cobrando al mismo tiempo
una suma por ello. Mi amigo me aseguró que este Gurú, cuya palabra era ley, podía ordenarle a sus parroquianos, una agresiva turba
dada a las “vendettas”, que me aceptaran como su siempre victorioso abogado ante los tribunales de justicia. Hice el viaje de trescientas
cincuenta millas hasta su aldea: Siddavanahalli, y me sentí alentado
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por las seguridades que me diera. Me acompañó hasta Chitradurga,
la cabecera del distrito, y me prometió permitirme el uso de su oficina en el primer piso, que le pertenecía, sin pagar arriendo hasta
que yo ganara lo suficiente como para poder hacerlo.
Existían, sin embargo, tres puntos en contra mía para lanzarme
al ejercicio de una profesión que, voluntariamente, había evitado
por tanto tiempo. Uno lo constituía un conocimiento a nivel infantil
de los idiomas que hablarían mis clientes: kannada y telugu. ¡Todavía ponía en situación embarazosa a mis alumnos dirigiéndome a
ellos en el plural e insultaba a mis colegas, al Director y al venerable
fundador, al dirigirme a ellos por medio del singular! El segundo embrollo lo representaba el hecho de que mi diploma no constituía una
calificación suficiente como para permitirme la práctica legal. Habría de pasar otro examen sobre los Códigos de Procedimiento Civil
y de Procedimiento Penal. Este último obstáculo lo enfrenté directamente y me hice del diploma. ¡El tercer impedimento lo constituía
mi “ignorancia de la ley”! Sólo la había degustado como un píldora
amarga. Solíamos referirnos a uno de los profesores de la escuela
por el mote de “Necesidad”, porque, como todos saben: “la necesidad nada sabe de leyes”. ¡Tuve que aprender ahora, por la vía más
difícil: a través de mis clientes! Ellos tendrían que enseñarme cómo
abogar por ellos. Solicité a la Corte Suprema de Mysore el ser enrolado como abogado, autorizado para ejercer como tal ante ella y ante sus tribunales menores.
Bhagavan Ramakrishna Paramahamsa, empero, me sujetó al
borde mismo del cambio. Una helada mañana de diciembre, mi
amigo Shankar Rao trajo hasta mi puerta a una persona con la
que había viajado en el mismo tren y en el mismo vagón desde
Bangalore. Se trataba de Gopala Maharaj, bajo cuyo paraguas yo
había caminado muchas mañanas de lluvia torrencial, desde su palacio hasta nuestra secundaria, deteniéndonos en el camino solamente para presentarle nuestros respetos al Director. Él había partido a Madras y continuado sus estudios en el Christian College.
Según había sabido, se había convertido en un monje de la Orden
de Ramakrishna, pero jamás había imaginado verlo en su bata
ocre con una feliz sonrisa enmarcando sus dientes, parado frente a
mí en Mysore, desafiando a mi memoria con la pregunta de: “¿Me
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reconoces?”. Por supuesto que sí, aunque desconocía su nombre
monástico de Siddeshwarananda. Se encontraba en Madras, en el
Ramakrishna Math, dijo, cuando llegaron órdenes de la sede central, el Belur Math, pidiéndole hacerse cargo del nuevo centro
abierto en Mysore. Sentía aprehensiones respecto a su designación
en una ciudad renombrada aunque desconocida para él, al igual
que me sucediera a mí, al levar anclas para iniciar mi viaje. Había
oído decir que su camarada de niñez se había establecido en algún
punto del Estado de Mysore, y tuvo la sensación de que si, de alguna manera, me podía tirar una cuerda, su navegación sería fácil.
En Bangalore, durante una paradilla de siete días en el Ashram de
Ramakrishna, interrogó al vendedor de frutas, al jardinero, al hijo
del vecino, a los más viejos y más jóvenes de los devotos que asistían a las clases del Ashram, acerca de un cierto Kasturi de Kerala.
Pero puesto que me había convertido rápidamente en un mysoriano, nadie pudo decirle dónde se encontraba el Kasturi de Kerala.
Necesitando desesperadamente un hombre en donde apoyarse, le
hizo la misma pregunta a los cerca de treinta pasajeros que iban en
el vagón del tren que lo traía a Mysore. Shankar Rao levantó la
mano derecha, y lo trajo hasta mí. ¿Cómo podía ahora proseguir
con mis planes de “morir” como profesor y ser “sepultado” entre
“vendettas” y legajos legales?
Debido a un golpe de suerte, Swami Srivasananda, el monje
que había propuesto, planificado e inaugurado el Centro de la Misión en Mysore, había elegido un “bungalow” que estaba a diez yardas de mi propia casa. Sólo el ancho del macadam y la casa de un
devoto de Tirupati me separaban de mi amigo monacal. Srivasananda también había persuadido a unos veinte personajes de primera línea de la audiencia que asistió a su conferencia de iniciación de
campaña, en el Ayuntamiento, para acordar una donación de diez
rupias mensuales cada uno, para la mantención del Centro. De modo que Siddeswarananda contó con un Centro totalmente amoblado, con amigos, financiamiento y un Secretario (es decir, yo). A los
pocos meses, la fascinación inicial de los personajes de primera línea se desvaneció, la corriente de donaciones se secó y nosotros,
los de la Misión, nos sentíamos ridículos ante nuestros propios ojos,
deprimidos, pero contentos.
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Muchos de mis alumnos de la secundaria colegiada provenían
de la clase de los comerciantes. Una investigación más acuciosa reveló que sus padres o tíos manejaban tiendas de provisiones. De
modo que acompañados por un grupo de estudiantes, ambos apelamos a ellos en busca de ayuda. En la apretada lista que llevábamos, cada dueño anotaba el artículo (arroz, trigo, legumbres, aceite, combustible, sal) y la cantidad (libras u onzas) que nos podía donar gratuitamente cada mes. La respuesta que logramos fue buena
e incluso entusiasta. Sin embargo, también esta buena voluntad
fue menguando muy rápidamente y muy pronto el Centro se encontró varado en los bajos.
El Ashram me brindó la oportunidad de salir de entre los muros
de la escuela. El primero de los discursos que di en el idioma kannada, lo pronuncié cuando me tocó hablar ante la Conferencia de los
Terratenientes de Cooz, en un pueblo llamado Ammathi. Gopal
Maharaj (Swami Siddeswarananda) habló en inglés y yo le seguí, en
kannada. Leí el discurso, preparado con la ayuda de tijera y pegamento, extractado de libros en kannada sobre Ramakrishna. Me
sentí envalentonado para aceptar otros compromisos, cuando mis
conocimientos del kannada fueron mejorando con el uso.
El problema que teníamos era el de reclutar jóvenes para servir bajo los pendones de Ramakrishna. En aquellos días eran muchos los que poseían la lealtad, mas el obstáculo era su apatía. Sugerí que comenzáramos por clases de instrucción gratuitas, para la
rehabilitación de los que habían salido lesionados o decapitados
de los exámenes para la admisión en la Universidad. Se trataba de
un número considerable: ochenta y cinco u ochenta y seis de cada
cien que le presentaran sus pechos desnudos a la metralla. Yo sabía que Gopal Maharaj se ganaría los corazones de los que llegaran al Ashram para estos cursos, por medio de su innata suavidad, dulzura y su sadhana espiritual. Logramos asegurarnos los
servicios de muchos profesores de la Escuela del Maharaja y de la
Colegiada. Cada año fueron más de ochenta los que se sometieron agradecidos al reacondicionamiento, retornando como bajas
sólo algunos, una que otra vez.
Entretanto, me enrolé como experto en un campamento para
Rovers (los jefes de grupo de scouts) y a mi regreso, seleccioné a
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unos veinte entusiastas jóvenes de entre ellos, y los nombré Vivekananda Rovers. Me sentí muy orgulloso cuando recolectaron fondos
para la tropa, emprendiendo la pesada tarea de lavar y pintar “bungalows” y de pegar carteles en cercas y muros. Un soleado lunes, la
fortuna se cruzó inesperadamente en nuestro camino. El grupo venía saliendo de la empresa de hilandería Sri Krishna Rajendra, después de haber pasado por cada una de sus secciones, aprendiendo
acerca de todo lo que sucede cuando las bolas de algodón son transformadas en hilo. Estábamos relajándonos bajo un árbol junto al camino, partiendo maní, cuando la sirena anunció ¡Fuego! Siguieron
tres horas de heroica actuación de los Rovers. Recibimos una carta
de agradecimiento del Director Gerente de la empresa.
Era en esos días que el imbatible genio literario T.P. Kailsam,
actuaba en sus obras teatrales en kannada, divertidas en la superficie, aunque latiera el dolor por debajo, como “Poli Kitti” (el que
nunca prospera), por ejemplo. Mis Rovers presentaron un espectáculo realmente bueno al representar esa obra durante el Rally
Estatal de los Scouts en Mysore, cuando el Príncipe Jayachamaraja Wodeyar era iniciado como novato en el scoutismo. Produjimos
una tan buena impresión que su padre, el Yuvaraja de Mysore,
nos invitó a representar nuevamente la obra en su palacio, para
que el príncipe la pudiera ver de nuevo en compañía de sus padres y hermanas.
Otra obra que nos trajo fama fue La Hija del Director, escrita
por mí, con un reparto enteramente masculino. Cuando el Maharaja de Benares visitó Mysore, el Maharaja de Mysore organizó un
“garden-party” en el hipódromo y honró a la tropa de los Vivekananda Rovers con una invitación para presentar esta obra ante Su
Alteza. Nos disparamos en la estima pública como individuos que
eran capaces de atraer a la realeza para presenciar sus travesuras.
Comenzamos a llevar a las tablas tanto sátiras sociales como obras
moralizadoras basadas en temas mitológicos, y donamos los ingresos que obteníamos al Ashram a los fines de subvencionar la comida para los pobres (en ocasiones como el Cumpleaños de Sri Ramakrishna) en Mysore y en Ponnampet, en Coorg.
Durante uno de estos espectáculos en Mercara, Coorg, tuve
que arrastrar a los actores del escenario a los camarines, porque
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oí a alguien que gritaba: “¡Dispárenle a ese tigre!”. El caballero de
marras estaba ebrio y no quería otra cosa que ir de cacería. El telón ante el cual se desarrollaba la trama, era absolutamente irrelevante para el tema: se actuaba en una riña callejera, pero el telón
de fondo representaba a un tigre de Bengala en medio de altas
hierbas. Puesto que Coorg estaba fuera de la jurisdicción de la Ley
de Armas y que la mayoría de sus habitantes eran ases en puntería, los amigos me congratularon por mi presencia de ánimo. El
ebrio y entusiasta dignatario fue rápidamente sacado de la sala y
se continuó con la representación, aunque el miedo había enfriado la pasión de los actores.
No obstante, todo lo que sube habrá de caer algún día, algún
momento, en alguna parte… Y así sucedió, en Hassan, en donde
nuestras ganancias no alcanzaron sino para costear una fotografía
del grupo, de “nosotros”, los heroicos participantes, ¡todos caracterizados! En esta foto, tenemos frente al grupo a una tímida damisela, sentada en el suelo (uno de los Rovers), junto a una grandísima caja de latón sobre la que habían pintado las letras “M.T.”
para subrayar el triste final de nuestra aventura. ¡Significaban:
“empty” (vacía)!
Los Vivekananda Rovers le dieron un buen uso al garaje desocupado en el Ashram. Cavaron a una cierta profundidad en el suelo
y rellenaron la excavación con tierra roja, para utilizarlo como un
cuadrilátero de lucha. En esos días, la Escuela del Maharaja podía
enorgullecerse de los muchos campeones en ciernes que tenía.
Contamos como visitante regular con un miembro de la familia real,
un patrono de la lucha, para guiar a los muchachos en el aprendizaje del valiente arte.
Gopal Maharaj era el Presidente y yo, el Secretario, pese a
que no tenía secretos que requirieran que yo los protegiera de la
vista del público. Visitábamos los albergues y alojamientos de los
estudiantes que llegaban casualmente al Ashram, que frecuentaban las charlas que dictaba Swami o que estaban inscriptos en los
cursos de instrucción. Deseo hablar de una de estas visitas, porque tuvo repercusiones superlativas en los tres involucrados. Se
nos dijo que un joven estudiante, muy brillante, que solía venir a
intervalos para leernos los poemas que fluían de su pluma, estaba
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enfermo. Su nombre era K.V. Puttappa. Vivía con su primo en la
decrépita parte alta de un almacén de granos situado en el ruidoso
y polvoriento Santhepel o Gran Bazar de la ciudad. Lo encontramos tendido en la cama con fiebre. Sospechamos que tenía tifoidea. Contactamos al médico residente del Hospital Krishna Rajendra y Puttappa fue admitido como paciente interno. Cuando fue
dado de alta, después de permanecer allí una semana (durante la
cual le visitamos a diario), Gopal Maharaj insistió en que debía
convalecer en el Ashram. Habíamos encontrado numerosas colonias de bichos en los pilares y murallas de la malsana buhardilla en
la que vivía. Le rogamos, en el nombre de Ramakrishna, que dejara para siempre ese alojamiento. Cuando algunos iniciados e internos protestaron por la intrusión de un joven no iniciado en el
círculo sagrado, Gopal Maharaj escribió al Belur Math indicando
que Puttappa estaba destinado a convertirse en un firme pilar de
la magnífica mansión de la Cultura Bharathiya. Estaba determinado a apoyarlo por todos los años que el joven poeta quisiera.
Durante sus años en el Ashram, Puttappa floreció como poeta
con sensibilidad de estilo y de pensamiento. Se llenó con la percepción de la Conciencia Cósmica a través del impacto de Ramakrishna y Vivekananda. Siddheswarananda y yo ganamos alegría por
medio de este Sadhana de Seva. También aprendimos de Puttappa
la riqueza de los clásicos kannada, en donde bardos jainos, saivitas y
vaishnavitas ensalzaban las victorias espirituales alcanzadas por ellos
mismos y por los santos de esta tierra. Mientras Puttappa leía con
celo las stanzas, nosotros escuchábamos maravillados a los variantes
estados de ánimo de la Musa, el trueno, el retumbar, la cascada, el
golpeteo de la lluvia, el murmullo y el silencio.
Siddheswarananda impresionaba a la élite de la ciudad de Mysore como un Sanyasi simple y santo. Fue capaz de ganarse el respeto y el afecto de estudiantes y docentes a través de su dulce y directa sinceridad, su amor a la música y su refrescante sentido del
humor.
Ambos nos acercamos al Dr. Brajendranath Seal, el Vicecanciller de la Universidad, y le pedimos que nos diera algunas charlas
sobre el Gita. Accedió y fuimos muy beneficiados, porque era un gigante intelectual, poseedor de un colosal dominio de los sistemas fi-
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losóficos orientales y occidentales. El Swami habló con los Profesores de Psicología y Filosofía de la Universidad, además de los académicos de la Escuela de Sánscrito auspiciada por el Maharaja de Mysore. Muy pronto el Ashram se convirtió en un lugar en el que monjes y novicios de la Orden de Ramakrishna podían residir y equiparse para cumplir con sus deberes como expositores del pensamiento
y la cultura indias. El encargado de inscripciones de la Universidad,
Sri V. Subrahmanya Iyer, era un acreditado profesor de la escuela
monista de pensamiento iniciada por Sankaracharya. Fue aceptado
por Suddeswarananda y los monjes. Como Secretario del Ashram,
tuve el privilegio de sentarme con ellos en las clases, beneficiándome con las charlas sobre Lógica de Oriente y Occidente, las Upanishads, el Gita, las escuelas no dualista y dualista del pensamiento
indio y, también, psicología. Muy pronto, estas exposiciones se convirtieron en un curso de dos años de duración para sucesivos grupos
de monjes. El Maharaja que había honrado a Sri Subrahmanya tomándolo como su instructor, le dio su ayuda financiera al Ashram
para el establecimiento de estos cursos.
En 1937 llegó a Mysore Swami Sivananda, conocido como
Mahapurushji y Tarak Maharaj. El tener la oportunidad de ver a la
persona que, a través de un camarada y compañero en la senda espiritual llegó a ganarse, en Dakshineshwar, el apelativo de “Mahapurush” con que lo distinguiera Swami Vivekananda, constituyó en
verdad, un valioso presente del Paramahamsa para mí. Recordé, al
estar sentado frente a él, lo que había leído acerca suyo en el Sri
Ramakrishna Leela Prasanga. “El Dia de Shivaratri, en 1887, a las
9 de la mañana, cuando Mahendranath Gupta ingresó al Baranagore Math, encontró a Mahapurushji y a Brahmananda danzando juntos, cantándole una canción a Shiva, compuesta por Vivekananda.”
Tarak Maharaj se había sumido en el Sivananda y fue éste el nombre monacal que adoptó. Gopal Maharaj me aconsejó que me dejara iniciar en un mantra por él, para que mis ejercicios espirituales
que eran intermitentes y algo indiferentes, se volvieran más sistemáticos y fructíferos. Algunos días más tarde, cuando el Mahapushji se
encontraba en el Ashram de Sri Ramakrishna en Bangalore, me entregó el mantra de Sri Ramakrishna, dándome sus bendiciones para
mi progreso espiritual.
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Sin embargo, pronto me di cuenta de que la meditación y la
posición de loto no constituían mi fuerte. Pese a mi participación
regular y a una rigurosa postura —observadas más para conseguir
la aprobación de Gopal Maharaj y asegurar así mi estatus como
Secretario del Ashram que para alcanzar una sintonía espiritual—
no sentía llamado interno alguno para descubrir la luz interior a
través de la punta de mi nariz. No podía aislarme de los vínculos
familiares ni sociales. Es así que, poco después me liberé de la rutina, para gran pesar de mi monacal amigo y mentor. El Karma
Yoga, vale decir “adorar a Dios en y a través del Hombre” constituía, en mi opinión, la senda hecha para mí. Gopal Maharaj terminó aceptando mi actitud como algo que me sería genuinamente
beneficioso.
En el encargado de las inscripciones de la Universidad, un incansable maestro del Advaita, encontré a un prestigioso cómplice.
Cuando Paul Brunton llegó a la India para proseguir su investigación de las enseñanzas secretas de Oriente, el Maharaja de Mysore
—él mismo un serio buscador de ellas— envió a este caballero con
una misión al lugar en que se encontraba el maestro (la estación de
Kemmagundi Hill en los Ghats Occidentales). Paul Brunton lo describe como “un caballero brahmin, de anteojos y blanco turbante,
de expresión plácida y de baja estatura”. Cuando entró en la habitación de Brunton, llevaba tres pequeños libros bajo el brazo. Estos libros eran sus compañeros inseparables: el Bhagavad Gita con los
comentarios de Sankaracharya, la Mandukya Upanishad de una
docena de versos con un comentario que se extendía por doscientos versos del Sabio Gaudapada y el Ashtavakra Samhitha. El
Samhitha es un texto esotérico de la escuela de pensamiento Advaita. Se dice que una copia de este texto la guardaba Sri Ramakrishna bajo la almohada de su camastro, en Dakshineswar. Solía
llamar a Vivekananda a su lado y, entregándole el libro, le indicaba
estudiar el contenido. Subrahmanya Iyer le presentó este texto a
Brunton, a quien le reveló nuevos horizontes para la experiencia intuitiva del Sí Mismo Superior. El Samhitha no recomienda a los gurús, los mantras ni el sentarse en dhyana.
Los monjes y novicios del Ashram en Mysore aprendieron del
mismo viejo brahmin con anteojos el Advaita, tal como él lo expo-
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nía, por intermedio de estos tres libros. ¡A muchos no les gustaba
el Ashtavakra Smhita, porque no eran capaces de la temeridad
de participar en la ingesta del menú que el Paramahamsa consideraba adecuado para la potencialidad digestiva de Vivekananda! Lo
que me atraía entonces en el Ashtavakra era su caracterización
del dhyana, en cuanto ritual estéril. Declara que la idea misma de
la meditación es una confesión de la imperfección de uno, como
asimismo un insulto imperdonable al Sí Mismo Perfecto que todos
somos. El cognoscente que medita en lo que se busca conocer a
través del proceso y el conocimiento adquirido por él, representa
una tríada que no existe. “Solamente existe Aquello.” No se requiere nada más que una aprensión de este hecho.
Este consejo me proveyó de un argumento en contra de las
fórmulas de adoración aceptadas. No creía que Dios o la Persona
cuya voluntad encontrara expresión en el mundo, pueda ser abordada o apaciguada a través de la meditación en santos o en gurús.
Mi supuesto era que todos nacemos y nos vemos abofeteados por
fuerzas que nunca llegaremos a entender y que no debemos desestimar. La mejor manera de reaccionar ante estos apaleos, era
el “sonreír y soportar” o el “reírse y dejar de lado”, teniendo como único sadhana el hacer tan felices como podamos a nuestros
prójimos.
Entretanto, la Universidad emprendió su habitual manipulación de cursos y currícula. El 2+2+2 (cursos de pregrado, de grado y de posgrado) había sido desfigurado años antes como
1+3+2 (ingreso a la Universidad, grado y posgrado). Repentinamente se redescubrió la validez del 2+2+2. El curso de pregrado
fue rebautizado como Intermedio y fue dictado en escuelas superiores especiales. Se le agregó un curso de honor de tres años,
con un año adicional de estudios para lograr el grado de Maestría.
De modo que se reformuló como 2+2+2 ó 2+3+1. Yo me había
desempeñado como conferencista para el curso de ingreso a la
Universidad en una Escuela Superior Colegiada y no era sino correcto, justo y decente el que se me transfiriera a las Escuelas Intermedias, todas las cuales dependían de fondos públicos y eran
administradas por la Universidad. Después de prolongadas vacilaciones y negociaciones, en medio de intermitentes asaltos de con-
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ferencistas de otras escuelas, temeroso de ser desmontado o pisoteado por el hecho de haber entrado de contrabando, Dharmaprakasha Banumiah me transfirió a la Universidad de Mysore en
junio de 1928.
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AVENTURAS ACADÉMICAS
L
a Universidad me contrató por el mismo salario que recibía desde 1920, es decir ciento cincuenta rupias al mes.
Me mantuvieron con el mismo ingreso por diez años
más. Pero en la Escuela Intermedia y posteriormente en la de Artes
del Maharaja, adyacente (cursos de grado y de posgrado) a la que
fuera transferido, encontré suficiente compensación en las ilimitadas
facilidades para hurgar en la Biblioteca y para desarrollar un constructivo compañerismo con los estudiantes a través de dramas, debates y campamentos de servicio en áreas rurales.
Durante diecisiete años completos estuve en medio de colegas cuya forma de vida era tan significativa y activa como la mía.
Se dedicaban a diferentes Facultades exponiendo sobre inglés,
kannada, telugu, tamil, hindi, sánscrito y persa, como también
sobre Historia, Filosofía, Economía, Sociología y Psicología. La
“Sala Común” en la Escuela del Maharaja era la arena en que luchaban veinte gladiadores, finteaban pugilistas y luchadores demostraban sus llaves, con los modales más untuosos y el más
gentil de los estilos. Solíamos correr hacia las sillas que nos esperaban, tan pronto como la campana sonaba para liberarnos de
las salas de conferencia, para continuar la refriega desde el punto
en que la habíamos dejado. Con el objeto de ganar la victoria para nuestros prejuicios favoritos o de incapacitar a las predilecciones, mascota de un colega resistente, nos estrujábamos todo el
día el cerebro. Una tradición popular, un giro fonético, un proverbio, una cita, un axioma o un adagio, eran perseguidos por
todo el planeta, para que pudiéramos retrazar sus raíces o encontrar sus emparentamientos.
Mis colegas a menudo me provocaban con bromas por mis belicosas bravuconadas. Un amigo, Narayana Sastry, del Departamento de Psicología, ha inmortalizado este desafortunado rasgo mío en
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su libro en kannada sobre los “Sueños”. Estaba escribiendo sobre el
Censor y cómo, por temor al Censor, los deseos reprimidos surgen
a la superficie con otra vestimenta, a través de las grietas de la tapa
junto a la cual monta guardia. Lo que al parecer deseaba, era amordazarme. El malvado anhelo fue reprimido en el subconsciente, pero había de ser disuelto en el país de los sueños por medio de un
drama actuado por intérpretes disfrazados. En el sueño veía a la
mujer del gran Gandhi, cuyo nombre llevo, yaciendo amordazada
sobre el estrado en el que estaba de pie Sastry, leyéndole un discurso de bienvenida al Mahatma.
A pesar de estas aberraciones, éramos un grupo feliz y divertido, que adoptaba cualquier locura que tuviera sentido, en la vestidura y el lenguaje. Desechamos las corbatas y abotonamos los cuellos
de nuestras chaquetas a partir del 15 de agosto de 1947. Convertimos en un ritual de mediodía el comer naranjas, en tanto que los
pobres sólo podían consumirlas cuando lo recetaba el médico. Nos
multábamos con una tartaleta cada vez que usábamos una palabra
en inglés al hablar kannada. Buscábamos apresurar el progreso del
idioma y de su literatura. Tradujimos La Defensa de la Poesía de
Shelley; el ensayo Sobre la Historia, de Carlyle; El Culto de un
Hombre Libre, de Bertrand Russell y otros documentos que son simiente del pensamiento inglés. Presentábamos nuestras versiones
en kannada después de comer en nuestros espacios para pic-nic.
Formamos una Asociación de Profesores Universitarios. Yo era uno
de los dos Secretarios, junto a un dinámico conferencista en Filosofía de agradables modales, G. Hanumanta Rao. Proyectamos programas para Semanas de Extensión de Lectura y estudiamos las invitaciones de sociedades literarias de ciudades distantes. La idea
prendió y ganamos una vasta experiencia en el “modus operandi”
de comunicarle al hombre común la información con que contábamos y la inspiración que podíamos entregar. Yo estaba enseñando
Antropología Social en la Facultad, de modo que podía hablar sobre
costumbres matrimoniales, las castas, el “mal de ojo”, la creencia en
fantasmas, las costumbres de sepultación, etc. Como conferencista
en Historia India, hablaba sobre Ashoka, Akbar, los peregrinos chinos a la India budista, profesores indios en la China budista y la difusión de la cultura fuera de la India.
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Aquéllos eran días en que la mayor porción de la gente de habla kannada se encontraba inscripta bajo administraciones con
predominio de los idiomas marathi, urdu, telugu y tamil, centradas
en Bombay, Madras y Hyderabad, y bajo más de una docena de
gobernantes llamados Nawabs, Rajas y Sultanes. Estos potentados
contaban también con variados grados de independencia respecto
de la supremacía de la Corona Británica, ejercida por el Virrey en
Delhi. El Nizam de Hyderabad, por ejemplo, fue promovido del
usual “Su Alteza” a “Su Exaltada Alteza” y más tarde, al peldaño
más alto de la escala (apoyada en el muro británico) de “¡El Aliado
de Su Majestad!”. Un gran pedazo de los exhaustos dominios del
Nizam era kannada de todo corazón. La elite intelectual del Estado de Mysore no pudo mantenerse marginada del movimiento
que surgía entre los súbditos de estos regentes en cuanto a unificar al pueblo kannada, al menos en lo concerniente a los niveles
social, artístico y literario. Nosotros, los académicos universitarios,
entramos en este arriesgado campo de la fraternalización. Me
sentía contento de compartir con otros los saludos que recibíamos, como “zapadores y mineros” del ejército kannada, más allá
de los límites del Estado de Mysore, como mensajeros de la reunión, en todos los festivales literarios.
También era invitado por grupos de devotos a muchas ciudades
y aldeas para hablar sobre Ramakrishna y Vivekananda. Tanto los
Rovers de mi tropa como los participantes en las clases de instrucción se mostraban ansiosos por tenerme en sus aldeas por algunos
días. También pude reclutar a unos pocos estudiantes para lo que
llamábamos “Reconstrucción de Aldeas”. Como Secretario del personal docente de la Unión Universitaria (establecida sobre la base de
uniones similares en las Universidades de Oxford y Cambridge, con
un Secretario elegido por los estudiantes y uno, del personal docente, nombrado por el Director), pude tomar un interés más profundo
en este tipo de trabajo. Mi amigo, el conferencista en Matemáticas,
T. Krishnamurthy, era un entusiasta de los programas de alfabetización para adultos y participé activamente en ellos, preparando “Libros de Lectura” de primer grado en kannada, para los recientemente alfabetizados, después de dictar clases en una colonia de artesanos en bambú, en Chamundipura.
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Se descubrió que era imposible que los adultos de las aldeas se
mantuvieran alerta o al menos despiertos, durante nuestras eruditas
disertaciones o que ni siquiera pudieran vadear a través de los intrincados laberintos de deducciones e inducciones que gusta exhibir la
Universidad. De modo que decidí comunicar el mensaje del mejoramiento individual y social a través de un medio que ya les era familiar: la música y el drama.
Con la ayuda de un grupo de talentosos jóvenes estudiantes, incluyendo a mi hijo, realizaba giras durante las semanas de vacaciones, presentando en las aldeas obras teatrales acerca de la eliminación de la intocabilidad (Nanadar y Thiruppanalwar), la erradicación
de supersticiones (Mankasura Vadha), la promoción de la alfabetización (Sambho). Puesto que estas obras se basaban en antecedentes
épicos, puránicos o hagiográficos y se presentaban con cantos y
danzas populares, salpicados con apariciones en caracterizaciones
clásicas, eran recibidas con aclamaciones. En su mayoría se trataba
de obras sin un guión escrito, sino que yo y mi equipo improvisábamos sobre el escenario mismo, tejiendo la trama con hilos multicolores de profundidad y jocosidad, de pavoneo y pusilanimidad, de
repentinas entradas y salidas de Dioses y Santos.
Intenté también el medio del Harikatha, la narración dramatizada de las Vidas y Mensajes de Santos, héros épicos, Avatares,
copiosamente matizadas con cantos y comentarios sociales. ¡Mis
propias cuerdas vocales siempre han sido reticentes para acatar
las exigencias de la música! Por eso había entrenado a algunos estudiantes y a mi hijo para que me ayudaran a interpretar los cantos en los contextos apropiados. Me iba con ellos por las aldeas,
motivado por el deseo de sacudirlas o impactarlas hacia la toma
de conciencia de su inercia y sus insuficiencias. Estas representaciones (Katha) las montábamos sobre Buda, Sri Ramakrishna, el
Gita, Thiruppandalwar, Nandanar, Vivekananda, Meera y Akkamahadevi, en numerosas aldeas. Incluso reuní audiencias en ciudades como Bangalore y Davangere. En donde fuera que lograba
entregar el mensaje, el mayor crédito le correspondía al equipo
musical. Llevando el chal naranja oscuro terciado (tomado en
préstamo de los pundits de palacio), fijando castañuelas de plata
en las palmas de mis manos (que me fueran regaladas durante el
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Día Anual de la Unión Universitaria, nada menos que por el Vicerrector de la mía), pude hacer campaña, sin provocar resentimientos o rechazo, sobre la proliferación de facciones en las aldeas, lo
exorbitante de los gastos en ceremonias, los sacrificios de animales para propiciar a deidades maléficas, el aislamiento y la explotación de las clases inferiores, e incluso la explosión demográfica,
porque descubrí docenas de ganchos en los antiguos mitos y leyendas, como también en las vidas de los santos, de los cuales colgar mis homilías. ¡Era la primera vez que un señor universitario se
había puesto el ropaje del Harikatha y había hecho sonar tamtams de plata! Muchos colegas se espantaron ante esta “devaluación de la Torre de Marfil”. Otros lamentaron que me hubiera
convertido en un “rural maníaco”. Unos pocos se mostraron felices viendo que la profesión de la recitación Harikatha había adquirido un brillante ariete y que podía ser también una cruzada.
Sir Mirza Ismail, el Dewan de Mysore, había invitado a Bangalore a un joven e inteligente egresado de Oxford con la misión
de entusiasmar a los estudiantes en la labor de mejoramiento social a través de centros instalados en las barriadas de pobres. Se
construyó un amplio edificio para que le sirviera de centro de actividades. En Mysore, comprometió a la Unión para arrendar una
casa en medio de Adikarnatakapuram: zona en que se apretujaban más de mil quinientas viviendas de Harijans. Los estudiantes
fraternizarían con ellos a través de clases de alfabetización, de
bhajans, de lectura diaria de noticias para grupos de mayores, juegos de “volley-ball” para los jóvenes y una atención consistente
para los enfermos.
Cuando se iniciaron las operaciones para el censo de 1940,
Krishnamurthi y yo optamos por Adikarnatakapuram como campo para encuesta. Teníamos un grupo de doce encuestadores.
Uno de ellos, un brahmin como yo, se rehusó a entrar en el área,
¡puesto que era tabú para los nacidos con un mantra entre los labios! Logré exorcizar el temor que amenazaba con estrangular a
su buena disposición. Vino conmigo al Templo de Rama de los
Harijans y les escuchó cantar bhajans desde el corazón al Señor
de las Siete Colinas, pese a que en esos días no les era permitido
poner los pies ni en el primer peldaño de los siete de subida. Mi
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amigo encuestador derramó lágrimas al contemplar la fe que mostraban por los mismos textos hindúes que les marginaban. Cuando terminó el trabajo del Censo, organicé una comida para los
que actuaron bajo mi dirección. El brahmin había aprendido hasta
tal punto a admirar y a compadecer a los Harijans, que aceptó
gustoso el sentarse a la misma mesa con sus colegas Harijans.
“Señor —me confesó— usted ha derrotado a este pequeño yo
que había en mí.”
Como organizador del servicio a las aldeas de la Unión, llevé
durante dos años, todos los sábados, a un grupo de estudiantes
para montar un campamento de un día de duración en Coorghalli, una aldea situada a diez millas al oeste de Mysore. Después de
llegar hasta allí en bus, reuníamos a los niños, les enseñábamos
juegos y les contábamos cuentos. De a dos y de a tres, entrábamos en sus hogares y conversábamos en forma casual sobre los
problemas que planteaban o que les interesaban. Llevábamos médicos con nosotros, los que los examinaban y, según el caso, diagnosticaban y recetaban medicamentos. Representábamos obras
teatrales y leíamos libros de índole espiritual sobre las vidas de
grandes hombres y mujeres. Desde Coorghalli llevábamos a pequeños grupos de hombres y mujeres al palacio, a la granja ganadera real, a la estación de radio y al Colegio Quadrangle. Se nos
recibía como a hermanos y hermanas, y pronto nos convertimos
en amigos íntimos y guías de confianza.
A través de los años yo había desarrollado un opresivo sentimiento de asombro, de perplejidad y hasta de indiferencia frente al
alboroto y el esfuerzo a que se sometían los seres humanos en todas
partes, en tanto que yo mismo llevaba un oasis dentro de mí, llamado Dakshineswar. Había llegado a la conclusión de que yo no era sino un balón de fútbol inflado, pateado por jugadores por el campo
de juego de mi destino. Me congratulaba por cada puntapié, porque
me hacía rebotar y darle alegría a la persona que lo propinaba. El
estadio de mi imaginación se ponía de pie y aclamaba mi fortaleza.
Rara vez se agriaba mi sentido del humor, pese a que reconocía la
mezquindad y pusilanimidad, la ampulosidad y la astucia en aquello
que los demás consideraban como grandeza de corazón y coraje,
sinceridad y genuinidad.
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La revista de la Unión Universitaria publicó algunas de mis ironías y sarcasmos, parodias y juegos de palabras escritos en kannada. Un intrépido joven de Mandya arriesgó su dinero y su reputación publicando una recopilación de ellos, en forma de libro, bajo el
título de Yadwathadva (Así como es, es). La ilustración de la cubierta: un tren que, habiendo descarrillado, sigue adelante sin orden ni
concierto, revelando la naturaleza del tren de pensamientos en que
se basa el contenido. Reventar burbujas, tomaduras de pelo, quitar
puntos de apoyo, minimizar montañas mostrándolas como granos
de arena, revelar la imagen verdadera, exponer los pies de barro,
demoler castillos hechos en el aire, hacer roncar a los “perros” dormidos y despertarlos para ladrar… en esto me entretenía preferentemente.
Mis libros en kannada, Allola Kallola, Upayavedanta, Anaku
Minuku, estaban llenos de estos ejercicios. Las novelas Galigopura,
Sanka Vadya, Grihadaranyaka y Ramgamayaki, la narración biográfica de un asalariado: Chengooli Cheluva, una recopilación de
enfoques de un simple oficinista: Chakradrshti, contienen todas
una subterránea corriente de dolor y compasión que, en cada párrafo, se plantea el dilema de “¿Nos reímos o debemos llorar?”, frente
al absurdo, la oscuridad, la incongruencia, el quijotismo, la pomposidad o la obscenidad. El libro Aanarthakosa, una ficción, representó
un experimento en su factura, no sólo en cuanto a darle nuevos significados a palabras antiguas, sino también por el amonedar de nuevos términos para un uso corriente y la reacuñación de viejos proverbios en monedas contemporáneamente válidas. Mantuve mi posición en la Facultad, publicando una monografía en kannada sobre
el gran Emperador Ashoka y un libro sobre Antropología Social en
el mismo idioma, acerca del matrimonio. En inglés publiqué resultados de investigaciones sobre Kerala en Karnataka y Los Últimos
Rajas de Coorg.
Mi hijo mayor, Narayana Murthy, seguía su curso de Geología
en el Central College de Bangalore. Estaba alojado en el albergue
del mismo y el Dr. M. Sivaram, como visitador del albergue, lo conocía. El doctor era un entusiasta estudioso de las Ciencias Mentales, en especial de las exploraciones de la psique realizadas por los
santos y videntes de la India. Se le conocía como maestro de humor
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chispeante y luminosa sabiduría. Era amigo íntimo del ciclónico Kailasam, quien había remontado la fama por su tumultuoso humor,
sus burlas quirúrgicas y su análisis diagnóstico de los episodios puránicos. El Dr. Sivaram lanzó con osadía una publicación humorística
mensual que tituló Koravanji, término kannada para la mujer de
“Punch” (famoso personaje británico de humor político —N. de la
T.), Judy. Koravanji es la adivina gitana de la India rural. Antes de
lanzarse a esta peligrosa aventura, le pidió a mi hijo que me consultara y se asegurara de mi cooperación, porque, como me escribiera
más tarde, “su sentido del humor es el feliz término medio: puede
golpear sin herir”.
¡Me uní con alegría a él! Por más de diez años esparcí, cada
mes, mi efervescencia por la mitad de las páginas de Koravanji. Me
apodaba “Rudramma” cuando la burla se inclinaba hacia la ortodoxia y “Srimathi Kesari” cuando lo hacía en sentido contrario. Me
ponía nombres para los numerosos tipos de humoradas y cocciones
literarias por las que me aventuraba: Patali, Naka, Taraka, etc. El
Dr. Sivaram y yo nos movíamos en un lubricado unísono, como dos
manos derechas de un mismo cuerpo. Tuvimos la suerte de poder
sacar a la luz del día a unos pocos estudiantes, como R.K. Lakshman y Nadig, que estaban dotados de la aviesa tendencia necesaria
como para ser plasmada en deliciosas caricaturas.
Cuando leí en las páginas de The Hindu que Shankar, el Low
indio, un alma afín con la misma chifladura, iba a lanzar un semanario con su nombre y su primer ejemplar iba a ser anunciado con clarines y fanfarrias por Jawarlal Nehru, le escribí una carta preguntándole si pensaba incluir una sección similar a la de “Charivaria” del
“Punch”. ¡Le ofrecí enviarle un paquete de perdigones llenos de pimienta por una columna así, cada semana! Tengo que admitir que
fue una audaz exhibición de engreimiento.
Shankar respondió que la columna de “Charivaria” estaría en
manos de un distinguido panel de editores. Además, indicó que los
matices del idioma inglés estaban más allá de la comprensión de la
mayoría de los lectores de su semanario, por lo que no había pensado al respecto. Le contesté que estas “cerdas punzantes” yo las fabricaba en kannada para mi columna “Urigaalu” del Koravanji y le
adjunté algunos ejemplos. La carta llegó a tiempo para el segundo
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ejemplar y, unos días después, el cartero me trajo el semanario que
incluía la “pushística” progenie de mi zonza materia gris, una bajo la
otra, con el encabezado de “Mera Cháchara”. Después de eso y
por siete largos años, seguí chachareando en la parte inferior de la
página tres, justo por debajo de la caricatura de la semana, de autoría del temible Shankar mismo.
Observándome desde su laboratorio de ratas blancas en el Departamento de Psicología de la Escuela del Maharaja, se encontraba
el Dr. M.V. Gopalaswamy. Había estado presente cuando J.C. Rollo, el Director, me alabó durante su discurso del día de la escuela,
refiriéndose a mí como al “camello” de ella, debido a que llevaba
tantas cargas sin protestar y con evidente agrado, pidiendo otras
más. Decidió poner otro atado sobre mis espaldas. Volviendo de
Holanda, de una conferencia de Psicólogos, había traído consigo a
Mysore un minitransmisor “Phillips”. Estimulado por un pequeño
monto de dinero anual de los fondos de la Corporación Municipal,
deseaba emplearlo para emitir programas educativos para el hombre común, durante una hora al día. Encontró en mí al hombre indicado para la tarea: me encantaba diseñar programas y enrolar a locutores y artistas. Él no podía sino prometerles el precio del transporte en “tonga” y el tradicional “coco y pan”. Después de algunos
años de serio perillear, pudo lograr permiso para hacer uso de
transmisiones en onda corta por períodos más largos y contar con
fondos mayores. Se pudo extender el alcance y la amplitud de onda
de la emisora y se hicieron más variados los programas. Un día, el
Dr. Gopalaswamy se presentó en la Sala Común, el “cónclave” de
la escuela, y nos puso su cefalea sobre la mesa, pidiéndonos descubrir una cura. Deseaba encontrar una palabra india para bautizar a
su emisora. Hizo suya mi elección: Akashvani, y quedó asi para extenderse por todo el aire.
Luego pudo persuadirme para que me uniera a él, como Director Asistente de la estación, con tiempo completo.
Ésos eran años de guerra y el enemigo se había acercado tanto
como para estar en Malasia, desde donde podía escuchar nuestras
transmisiones. Cada palabra había de ser sopesada y revisada, en
especial los boletines noticiosos. ¿Les revelo cómo preparaba los
boletines? Tenía en casa una radio “Zenith” cargada de años. Escu-
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chaba las “Delhi News” con el oído pegado a ella. Seleccionaba lo
que sentía podía interesar a los auditores en kannada, lo traducía y
enviaba el material, escrito a mano, a la estación con el anunciador,
un estudiante llamado H.K. Ranganath, ¡el cual cruzaba volando las
dos millas de distancia en su bicicleta! Cada día era una prueba de
fuego para mí, pero peleábamos por defender la vanguardia. En
una oportunidad descubrimos, demasiado tarde, que no debíamos
haber incluido en el Boletín que el General Wavell visitaba los jardines de Brindavan, ¡bajo la represa de Cauvery! Otro día, se nos
echó la culpa de haberle permitido al locutor decir: Srothrugalu (auditores), sin haberlo escuchado previamente, ya que, por la forma
en que lo pronunciara, ¡algún caballero de largas orejas podía haber
oído Sathrugalu (enemigos)!
El 9 de agosto de 1942 escuché, como de costumbre, el noticiero de la mañana. Lo traduje y lo envíe con mi ciclista. El arresto
del Mahatma y de varios otros fue emitido desde nuestra estación
de radio. Estaba en casa, escuchando a los Murdabads en el camino, las excitadas multitudes dirigidas por M.V. Krishnappa, alumno
mío de la escuela, cuando se apoderó de mí el pánico: ¿Había escuchado bien en mi “Zenith”? Me desplomé, era incapaz de pronunciar palabra ni de ver nada. En ese instante transmitieron noticias
en marathi. Mi hijo menor me sacudió diciendo: “Escucha”. Se confirmaba lo anterior. Me recobré del colapso.
Fuera de estos momentos de terrible tensión que eran exclusivamente míos, éramos un animado grupo que experimentaba permanentemente con nuevos o mejores métodos de comunicación.
El Director, Dr. Gopalaswamy, tomaba un interés personal (demasiado personal a veces) en los programas. Mis sugerencias y correcciones las aceptaba de buen grado. A menudo se preocupaba
cuando “le pisábamos los callos” a personajes encumbrados o de
posición. En una ocasión en que transmitiéramos el cuento de La
Cenicienta, temió que hubiéramos herido los sentimientos de un
hipersensible aristócrata que tenía tres hijas, la menor de las cuales se encontraba más o menos en el mismo predicamento que la
heroína del cuento. En otra ocasión, quiso que cancelara un recital musical muy publicitado y bien ensayado, que se había programado en nueve sesiones durante las nueve mañanas del Festival
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de Dasara. Ya se habían dado cuatro y habíamos sido muy encomiados. El quinto día, los cantos se dirigían a otro de los sagrados
nombres de la Diosa Madre. Imaginó que un cierto personaje muy
importante podía resentirse por el uso de ese nombre, dado que
era el que llevaba su mujer. Quiso suspender las emisiones por todos los días restantes, pero decidí arriesgarme a desobedecerle.
Como consecuencia, el Director pidió que un colega mío de la escuela fuera designado como asistente y yo volví a la Universidad.
Debido a que yo navegaba por entonces en la cresta de una ola de
simpatía entre los auditores, fui “lanzado de un puntapié” a una escuela Intermedia a doscientas millas de distancia, en medio de las
tierras altas de Mysore, infestadas de malaria, en donde los funcionarios recibían cada mes un salario extra, para permitirles adquirir
paquetes de quinina en las oficinas postales. Este tiro futbolístico
me sacó del campo de juego. Aunque no pasó mucho tiempo sin
que retornara al partido.
No podía sino rebotar en Shimoga, la ciudad a la que me enviaran. Durante los dos años que estuve allí, curando la herida que
me había dejado infligir, experimenté tres ideas para acrecentar el
amor de la gente del área por su tierra y su idioma. Los cuerpos
literarios de las tierras bajas de Mysore celebran cada año, con entusiasmo, el Festival de la Primavera. Sentí que había que celebrar
con igual deleite la llegada del monzón y los interminables días de
lluvia, acompañada del tonante aplauso de los cielos y el alborotado clamor de la tierra. Los ríos Cauvery y Tungabhadra se llenan
con las lluvias del monzón y llevan la fertilidad y la festividad a las
tierras bajas, hasta llegar al mar. Las tierras altas se cubren de un
exuberante tapiz verde. Las forestas son reconfortadas por las copiosas y refrescantes lluvias. En cada casa, todos se reúnen felices
en torno al fogón. El joven poeta Parameshwara Bhat y el coordinador del Shimoga Karnataka Sangha, Vishnu Bhat y yo mismo
(apodado como Brahma Bhat), formamos la trinidad para celebrar
el Varshagama Mahotsava, el Festival de Bienvenida a la Lluvia.
La idea prendió y el calendario estatal de festividades agregó otra
fecha en rojo para el Karnataka Sangha en Shimoga. Otra proposición presentada y aceptada fue la del Concurso de Actuación
Improvisada para grupos teatrales “amateur”. Se asignaba una
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obra en kannada, de unos tres cuartos de hora de duración, sobre
uno de cinco o seis temas o situaciones preestablecidas, y se permitían tres horas para su preparación y representación a partir del
momento en que había sido asignada. Debido a que yo ya estaba
familiarizado con este medio como parte del Proyecto de Mejoramiento Rural en que había participado, huelga mencionar que mi
equipo ganó, en más de una oportunidad, el primer premio. Otra
idea que tomó fuerza desde entonces.
Otro experimento lo constituyó el “Día de los Humoristas”,
durante Deepavali. Lo bauticé como “Haasya Chataaki”, en reemplazo de los tradicionales fuegos artificiales, riesgosos y onerosos.
Se persuadió al Sangha para reunir a una variedad de personas
gordas y divertidas: un oficial de policía, un profesor, un médico,
un abogado, un comerciante, un cobrador de impuestos y un agricultor, dándoles diez minutos para hacer gala de todo su humor.
Se logró un Deepavali lleno de carcajadas y muchos volvieron a
casa con los músculos doloridos de tanto reír. Este programa resultó altamente contagioso y se extendió incluso hasta la impertérrita
Academia Literaria Kannada, en la metrópolis de Bangalore.
En 1946 me asignaron al Colegio Intermedio de Bangalore.
También tenía que dictar charlas sobre Historia Constitucional y Social de Gran Bretaña a los estudiantes del Instituto Central que se
preparaban para el Diploma de Honor en Literatura Inglesa. Mi hijo
mayor había completado el curso en el Instituto Indio de Ciencias,
como investigador, en tanto que el menor, Venkatadri, ingresaba a
la Escuela de Ingeniería en Bangalore. Vendí mi casa en Mysore y
estaba buscando una nueva, alejada del bullicio y las diversiones de
la ciudad, aunque lo suficientemente cercana como para cumplir
con mis compromisos académicos, con Koranvanji y con el semanario de Shankar.
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EL DESASTRE Y LA LIBERACIÓN
E
ran agitados días aquéllos, cuando India calentaba sus
músculos para la vuelta final de su lucha por liberarse
del Imperio Británico. Cuando el 15 de agosto a medianoche, la pelea terminó en victoria y fue proclamada la Independencia de la India, mi hijo mayor se encontraba en Glasgow cursando estudios superiores en Geología y el segundo estaba en cama con fiebre tifoidea. Escuchó por la radio la ceremonia de medianoche. Al día siguiente, mientras oía el discurso pronunciado
en Red Fort por Jawaharlal Nehru, hubo de ser llevado en ambulancia a una clínica, por calles que retumbaban con los ¡Jais! y bajo arcos triunfales de oro y verde. Era un alegre muchacho de dieciocho años, prodigioso lector de libros, miembro activo del Cuerpo Nacional de Cadetes, buen tirador, talentoso dibujante y la niña de los ojos de todo el mundo en casa, en el gimnasio, la biblioteca y el taller de su escuela. La clínica, sin embargo, no pudo
ayudarle para detener a las virulentas hordas. Mi más querido amigo, el Dr. Shivaram, con fama de Koravanji, era su médico. La
temblorosa llama se rindió finalmente ante la tormenta circundante. No vivió sino nueve días en la India Libre a la que podía haber
servido por largo tiempo.
Fuimos condenados a continuar nuestras vidas cojeando, con
un vacío abierto por compañía. Mi mujer y mi madre se mostraban inconsolables. Yo me movía apático en medio de la tristeza.
Apenas si me había recuperado de la puñalada que me enviara,
sangrante, a Shimoga, cuando este golpe me rompiera el corazón. ¡Pero, a través de esta rotura, se metió dentro el calor Divino! Swami Sambhavananda, de la Misión de Ramakrishna en
Mysore, me consoló diciendo: “¡Serás salvado por el mismo Dios
que te ha infligido esta herida!”.
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Una semana más tarde, vino a verme Gopi, íntimo compañero
de colegio del hijo que había perdido. Había sabido la noticia por su
hermana. Me contó que había interrumpido su viaje en un lugar llamado Dharmavaram, para pasar a rendirle homenaje a un tal Sathya
Sai Baba a quien veneraba. No osó pasar de largo junto al Divino
Maestro y seguir su camino. Baba le había dado unos paquetitos de
vibhuti para los padres de su amigo fallecido. Me los puso en la mano diciéndome que este Baba nos daría la sabiduría para soportar el
dolor y el coraje para continuar con los deberes y responsabilidades
normales. Este Baba era un joven de veintiún años; hablaba kannada y telugu, su lengua materna. Según Gopi, era la Divinidad.
Reaccioné cortante: “Mi Dios nos ha abandonado, como puedes ver… ¿qué podría hacer tu Dios para salvarnos?”. No me sentía de ánimo como para aplicar la ceniza que me traía en mi frente
o mi lengua. Tampoco tuve la temeridad de tirar los paquetes. Gopi me contó que este Sai Baba era la encarnación del Sai Baba que
había vivido y enseñado en Shirdi, cerca de Nasik en la región de
Maharashtra. ¿Cómo podría la ceniza traerle consuelo a un padre
que le había prendido fuego al cuerpo de su hijo y no tenía lágrimas como para apagar el fuego que ardía dentro de él? (Los paquetitos le fueron enviados a un vecino que tenía al Sai Baba de
Shirdi en su santuario).
Muy pronto, un anciano pariente mío vino para asegurarme
que la ceniza sí podía apagar este fuego, porque era un Presente
de Gracia de Sathya Sai Baba. Era un inspector sanitario retirado,
mas sospeché que se había “abuelado” demasiado. Su alegato sonaba patentemente fanático. Su hijo, un entomólogo, había ganado una beca de la UNESCO para estudiar la invasión de escarabajos que estaba arruinando las palmas cocoteras, y había dejado
Delhi para ir al Lejano Oriente. De modo que el viejo había venido a Bangalore para quedarse con su hija. Su yerno era contador
de la Hindustan Aircraft Ltd. iniciada por Walchand Hirachand.
Había descubierto a Baba estando en Delhi aún. Había conocido
a muchos de sus devotos allá y, más tarde, ¡había viajado más de
una docena de veces a Puttaparti! Baba le conocía tan íntimamente que lo había apodado “Potti”, el enano. Se sentía en verdad orgulloso y feliz de haber sido elevado a la posición de una curiosi-
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dad fisiológica en la Divina Presencia. La mujer de mi hijo era la
hija de su primo. Por lo tanto, tenía libre entrada a mi casa; de
buen o mal grado, nuestros oídos tenían que tragarse sus narraciones y descripciones, aunque ellas no hacían sino despertar en
nosotros la piedad por su enorme credulidad.
Mi Gurú, Mahapurushji, como asimismo todos los monjes de la
orden establecida por Vivekananda, advierten acerca de las personas que realizan “milagros”, además del daño espiritual que estas
engañosas demostraciones le causan, no solamente al individuo
mismo, sino también a otros. Un impertinente giro humorístico me
hizo ver que el nombre mismo asumido por Baba resultaba inapropiado, por decir lo menos. Le dije al anciano que “Sayee” implicaba
una maldición en la región de Kannada: la imprecación de “vete y
muere”. Tenía un amigo abogado, Dikshit, en Mysore, que había
muerto una semana después de regresar del Sayee de Shirdi. De
modo que, aunque el anciano podía seguir como quisiera con sus
cuentos, debía permitirme seguir aferrado a mis prejuicios.
Potti Iyer, sin embargo, tenía un nieto, el único hijo de su hija,
un Bachiller en Ciencias y brillante conversador. En verdad, resultó
ser un abogado mucho más persistente y persuasivo de la Divinidad
de este joven Baba. Aquí había un joven, argüía yo, un graduado
del Colegio de St. Joseph de Bangalore, adorando a una persona
de su misma edad como a un milagro andante. Realizando él mismo un milagro, me convenció de aceptar echarle un vistazo a este
Baba que lo tenía fascinado.
Fue así que yo, mi mujer, mi hija y mi madre, acompañamos al
grupo de Potti Iyer hasta el “bungalow” del anfitrión de Baba, en el
Bull Temple Road. El salón estaba atestado de humanos. A Baba se
le veía sentado en un sofá, en medio de todos, con la cabeza apoyada en las palmas de Sus manos. No se podía ver más que la gran
mata de pelo crespo. Era dudoso que se percatara de nosotros o de
cualquier otro. No me sentí impresionado. Mas, en el camino, le dije a mi mujer: “Estas personas consideran a este silencioso Baba como su Maestro. Si dijera una palabra, accederían a recibir a Padma
en su hogar”.
Padma era mi hija. Le había sugerido más de una vez a Potti
Iyer que debía desposar a su nieto. Mi corazón estaba puesto en
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ello, en especial después de unas pocas lecciones que le había impartido sobre la Constitución Británica, para su examen del ICS.
Mas sus padres no recibieron de buen grado la idea: tenían
otros planes. Temían que mi chequera fuera demasiado delgada
como para proveer la dote a la que su hijo podía aspirar. En verdad, por propia iniciativa, el padre se había mostrado dispuesto ¡a
explorar, amigablemente, las posibilidades de un yerno para mí!…
Tomé esta promesa como un artilugio para calmarme. De modo
que, cuando fui testigo de su asombrosa lealtad por este montón
de pelo crespo, me pasó por la mente el pensamiento de que, si
por algún medio, Él pudiera ser engatusado como para que dijera
una palabra, la boda podría realizarse. No fue más que un débil
chispazo de la psique, un imperceptible susurro flotando en el
viento.
Estaba ansioso por saber más de este Baba, como un evento
interesante en la historia. Había ido donde estaba Ramana Maharshi y permanecí allí tres días completos. Gopal Maharaj me
había dicho que si conseguía a alguien que leyera frente a él sus
propios poemas sobre el Arunachala o el Sí Mismo, me vería recompensado por una visión de su calidad de Paramahamsa, la
serena calma de “la madre pájaro, sola en su nido, quieta sobre
sus huevos”, como lo expresara. Descubrí que mi amigo lo había
predicho acertadamente. Visité el Ashram de Swami Siddharoodha en Hubli y aspiré las vibraciones de Shanti de Shiva. Mas la
inmensa corona de grueso pelo que había visto, la “creación” de
vibhuti, los “pronunciamientos proféticos”, las “menciones del
pasado”, los “sondeos en el futuro”, todo ello despertaba temores y dudas en mí, a pesar de existir una traza de esperanza, de
apreciación, de admiración y de amor. Aunque me alerté a mí
mismo en contra de ser arrastrado por la corriente de exagerada
alabanza que echaban mis parientes sobre este Baba, no me atreví a negar, a desacreditar o a desafiar. Me aferré a mi primer
amor con manos temblorosas y fe debilitada. Gopal Maharaj, que
podía haber sido mi puntal cuando la muerte cobró su presa, estaba lejos, en algún lugar cerca de Tolouse, enseñándole coraje a
la Francia asolada por la guerra, y exponiéndose él mismo a la
venganza de Rommel.
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Pocas semanas después, Parameswara Iyer, padre del novio en
que había puesto mi corazón, dio con un joven del que estuvo seguro que me iba a encantar. Subrayando sus logros y posibilidades,
afirmó que la estrella bajo la que había nacido indicaba una carrera
como ingeniero de calibre excepcional. Llevé a cabo una encuesta
preliminar sobre sus calificaciones y antecedentes familiares. Su padre me recibió y me confesó que se sentiría feliz de tener a mi hija
como nuera. Hicimos una visita formal a su hogar en Bangalore. Mi
mujer revisó la cocina, en donde mi hija estaría ocupada varias horas al día, si se realizaba el matrimonio. La encontró amplia, bien
iluminada y limpia. Yo emprendí un diálogo indagatorio con el novio. Lo encontré alegre, inteligente y lleno de encanto. Supe que
había sido iniciado en una rutina de cultura física por un discípulo de
segunda generación de Eugene Sandow. Pude percibir la sustancialidad de sus biceps y pectorales a través de la delgada camisa que
vestía. Nos despedimos, invitando al novio y a sus padres a nuestra
casa. En casa encontramos a nuestra hija en un mar de lágrimas: le
había hipotecado su corazón al nieto de Potti Iyer…
Parameswara Iyer recomendó el jueves como auspicioso para
el encuentro matrimonial de la pareja; agregó que Baba había declarado, cuando aún era un infante, que Él era especialmente benevolente ese día de la semana. Barrimos el piso, sacudimos los muebles, colgamos cortinas, nos aprovisionamos de dulces y uvas, sacamos la platería y nos aprontamos para recibir al grupo. Para asegurarme que no lo olvidarían, corrí a la casa de Iyer y golpeé a su
puerta a las diez de la mañana, aproximadamente, puesto que había
prometido acompañar a la familia y asegurar su aceptación de la
proposición matrimonial.
Se tomó algún tiempo en abrir la puerta. Su hijo ya había partido al trabajo. Era contador en la Oficina de Agrimensura de la India. Podía oír los irritados y sonoros susurros intercambiados entre
marido y mujer al otro lado de la puerta. Me preguntaba acerca de
qué estarían hablando, cuando la puerta se abrió, después de un imperativo “¡chiiit!” del hombre, dirigido a la mujer.
Al parecer, Parameswara Iyer había tenido un sueño (!!) el miércoles en la noche. Sathya Sai Baba había aparecido en él (…la
mente suele jugar estos trucos mientras la inteligencia del dueño no
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está en casa…). Le pidió al devoto encontrarse con Él a la mañana
siguiente. De hecho, Iyer le estaba informando a su mujer de lo ocurrido durante la entrevista. “‘Quería que vinieras para reconvenirte’,
fue como comenzó Swami, tan pronto le toqué los pies”, dijo Iyer.
Todo resultaba muy confuso para mi lógica. ¡El sueño, la orden, la
confirmación! ¡Un contador de más de cincuenta años respondiendo a una invitación alucinatoria y orgulloso de haber sido reconvenido por un Baba recién salido de la adolescencia! ¡Resultaba patético, por decir lo menos!
“Sí, Baba aparece en sueños de acuerdo a Su Volición. Quien
le conoce, escucha atentamente las palabras que pronuncia en ese
nivel de conciencia, atesora las directivas, los consejos, las advertencias que entrega y actúa conforme a ello al despertar… Le envié
una nota a mi jefe, pidiéndole permiso para ausentarme y me apresuré a ir hasta Su presencia”, dijo. “¿Cuál fue la reprimenda?”, pregunté algo impaciente, porque deseaba volver a casa para poner los
puntos sobre las íes en la agenda de la hospitalidad que se estaba
preparando allá. “Me llamó severamente la atención por haberme
puesto a buscar un yerno para usted”, me espetó. “Lo siento, lo
culpan por ayudarme, cuando no lo hizo sino por compasión”, intervine. “No, no… Escuche todo lo que tengo que decir. Estaba absolutamente enojado conmigo —me dijo—. No debía haber desestimado la proposición de que mi hijo desposara a su hija, ni haberme
puesto a buscar alternativas”. “¿Mencionó mi nombre?”, pregunté.
“¡Sí, el nombre suyo y el de su hija! Me preguntó por qué no había
demostrado entusiasmo cuando usted lo sugiriera, hace algunos meses”, continuó. “¡Pero tenemos a esta otra familia que viene a mi
casa esta noche”…, dije. “¡Me dijo que ésa era justamente la razón
por la que había ideado un sueño y quería verme hoy en la mañana! Quería que le pidiera perdón a usted y que le dijera que su hija
se casará con mi hijo”, concluyó Iyer.
Apenas podía darle crédito a mis oídos. Vale la pena cultivar a
este Baba, pensé. Iyer pensó en la dificultad: cómo salir del embrollo del compromiso con la persona que había descubierto para mí,
en especial porque le había informado de las formalidades esa misma tarde. Le aseguré que podía desviar su odio hacia mi cabeza.
“¡Déjemelo a mí!”, dije. Corrí a casa para darle las buenas noticias a
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mi hija, mi mujer y mi madre. Envié a mi vecino, un ex alumno
mío, con una nota para el padre del novio descartado que decía:
“Recibí una carta de mi hijo en Calcuta que me obliga a posponer la
celebración del matrimonio de mi hija por un año más. Por ello, lamento informarle que la visita propuesta, queda cancelada”. Había
fabricado una buena excusa.
Iyer ofreció llevarme con Baba. Éste estaba en Bangalore, en
el “bungalow” del gerente comercial de los South Indian Railways,
en Richmond Road. Llegamos allá temprano, el viernes. Mi corazón latía con fuerza, porque estaba seguro de que Baba me concedería uno o dos minutos para que pudiera agradecerle que, sin
que se lo pidiera, hubiera intercedido en mi favor. Sin embargo, la
duda creció. Yo deseaba saber si El reconocería al Kasturi a quien
pretendía conocer tan bien. De modo que me senté entre algunos
jóvenes del Instituto Indio de Ciencias, a quince yardas de distancia de donde hice que se sentara Iyer. Baba estaba en la habitación interior, donde se cantaban bhajans. Me había quedado para
alguna sesión de bhajans en el Ashram de Ramakrishna, aunque
no tenía oído para la música, ni gusto por el frenesí. Pueden catalogarme como adicto sólo a la actividad, al servicio. Oímos la
campanilla de Arathi que anunciaba el término de los bhajans. Mis
vecinos me dijeron que Baba pasaría por la fila de devotos sentados, con la llama de alcanfor sobre una bandeja de plata. ¡Cada
uno podría, entonces, “calentarse las manos”! Se detendría frente
a cada persona. Al pasar, podría ser que le dijera: “Ve hacia el
hall” a unos pocos. Me subió la temperatura mientras se iba acercando a mí. ¿Lo hará? ¿No lo hará? ¡Oh, cuán tiernos son esos
pies! ¡Qué brillo hay en esos ojos! Sonrió… ¡la sonrisa del reconocimiento, de la bienvenida! ¡Habló! “Entra”, en tamil.
Éramos como seis personas en el hall. Una a una nos fue llamando a una habitación interior. Yo fui el cuarto. Cerró Él mismo la
puerta y estuvimos juntos. ¡Me dio una afectuosa palmadita, como
si yo hubiera sido un amigo perdido por mucho tiempo! Antes de
que pudiera encontrar las palabras que había planeado pronunciar,
me preguntó: “¿Estás contento de que haya elegido a ese muchacho? Deseabas que intercediera con Potti Iyer e hiciera que estuvieran de acuerdo. Perdiste un hijo, ¡pobrecillo! Este muchacho será
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tanto un yerno como un hijo para ti. No te preocupes. Sé que en la
Universidad no te han dado el estatus que mereces. Muy pronto recibirás eso también. Tu anciana madre estará feliz ahora…”. “¡Te
estoy agradecido, Swami! Se ha rehusado y me han llevado a lugares…”, dije. “Lo sé”, respondió. “¡Swami! Puesto que son tan devotos tuyos, me sentiría feliz si permites que la boda se realice en Tu
presencia, en Puttaparti”, le rogué. “¡Bien! Puedes hacerlo. Sólo
quiero que tú y tu mujer, la que sabe mejor lo que se necesita, vengan a Puttaparti y conozcan el lugar. Es una aldea pequeña. Tus
amigos puede que encuentren que el viaje es duro. Puedes organizar una recepción en esta ciudad, después de la boda”, sugirió.
Apoyó Su mano en mi hombro. Se paró frente a mí. Podía ver
mi imagen en esos ojos. “Haz la boda en Puttaparti. Ven y dime
cualquier cosa que necesites. Y después de retirarte de la Universidad, quédate conmigo. Puedes escribir mi Jiva Charithra (biografía)”, dijo. “¡¿Yo?!”, balbuceé. “Sí. Yo te diré a quién consultar para
los detalles… padres, hermanos, parientes, vecinos, profesores, etc.
Yo ayudaré también.”
¡Era julio de 1948! Enmudecí de estupor. ¿Se trataba de una
amonestación, una observación irónica por denigrarlo, una clarificación, una broma por mi engreimiento como escritor, una advertencia respecto a no solamente parlotear en semanarios, un llamado
para tomar mi destino por las astas?… Me empujó suavemente fuera de la habitación para admitir a la próxima persona. ¿Lo pensaba
realmente? ¡Yo!… ¿escribir un libro sobre Él?
El caso de Arnold Schulman, veinte años después es, en
líneas generales, similar al mío. Estaba contento y hasta orgulloso de poder descartar “a los fanáticos religiosos de Benares
junto con toda la relación maestro-discípulo hindú como en el
mejor de los casos, la dependencia sentimental entre neuróticos y, en el peor de ellos, como la sistemática explotación de
compulsivos psicopáticos”. Había visto a Sathya Sai Baba en
Whitefield.
Así es que fue la voluntad de Bhagavan el que volviera de
nuevo hasta Él, para sacarle los anteojos. En Nueva York,
Schulman desarrolló un deseo compulsivo de escribir un libro
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sobre Sathya Sai Baba, deseo que era incapaz de alejar, de reprimir ni de racionalizar. Su editor aceptó el libro, incluso antes
de haber escrito la primera palabra. Su mujer había sido misteriosamente curada de un nódulo en una mama. Solicitó el permiso de Baba para pasar unos días con Él.
Sin embargo, en la primera entrevista, semanas después de
haber llegado a la India, Baba le dijo: “¿Es que no entiendes?
Te dije ‘Escribe el libro’ sólo porque te quería a ti. ¿Entiendes?
A ti, no al libro. El libro es publicidad. Yo no necesito publicidad. Te quiero a ti. Quiero tu fe. Quiero tu amor. Todos los que
llegan aquí para verme piensan que lo han arreglado así. Mas
soy Yo el que lo arregla. Cuando el momento es el preciso, llamo a todos los que me necesitan, para que vengan a Mí, cuando ellos están listos. De otro modo, nadie puede llegar aquí para verme. Quiero tu alma, porque ahora es el momento en que
dejes de vacilar”.
Yo también había vacilado. Yo también equivoqué la senda. Yo también era un escritor y Él también puso ante mí el
cebo de escribir un libro para atraerme a Su Presencia. Después de unas semanas más, le dijo a Schulman las mismas palabras que podía haberme dirigido a mí durante mi primera
entrevista. “Te preguntas por qué te he llamado hasta aquí,
en lugar de hacerlo con otras muchas personas, porque no te
gusta lo que sientes por mí. ¿No es así? Y eso hace que te
preocupe que te haya llamado.”
Realmente me preocupó cuando me asignó la tarea de escribir Su vida, cuando había miles que habían estado más que
ansiosos por lograr esa maravillosa experiencia.
Y cuando Schulman le pidió permiso para escribir un libro
sobre Él, le respondió: “¿Qué es lo que sabes acerca de Mí?
¿Crees en Mí en la forma en que he dicho que debes creer en
Mí?”. A mí me tomó doce años el aproximarme un poco al tipo de creencia que nos pide tener, doce años de Darsan, Sparsan y Sambhashan. Y, aunque escribí el libro, con Su permiso,
en 1960 (permiso que concedió únicamente por Su compasión
por mí) estoy más consciente ahora, en el año 1982, de cuán
poco sé de Él…
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¡Era demasiado bueno para ser verdad, demasiado dulce para
tragarlo, demasiado repentino para tenerlo en la mente! ¡Oh, los regalos que derramaba! ¡El matrimonio de mi hija, la aceptación de mi
pedido, el benevolente ofrecimiento de mejorar mi posición oficial, la
oportunidad de escribir un libro sobre Su niñez y Su juventud! Sí. No
era un sueño, no era una proyección de mis deseos, no era una alucinación producida por un subconsciente confundido. “Fue un real
consentimiento de Dios”, dijo Iyer.
A unos pocos colegas que no iban a dudar de mi sanidad mental, les conté que Baba, con un giro de Su voluntad ¡había creado
un yerno para mí! Una ganancia incidental aunque muy importante,
fue que los padres del novio, en su leal aceptación del mandato de
Baba, olvidaron exigir dote alguna. Todos los planes que habían hecho para gastar la suma que esperaban extraerle a alguna víctima
boyante en dinero que tuviera una hija adolescente, se hicieron humo en medio de la tormenta que había desatado la amonestación
de Baba.
En agosto de 1948, nos aventuramos, yo y mi mujer, a llegar
hasta Puttaparti: un viaje penosamente lento en tren hasta Penukonda, un pueblo malhumorado y perdido; tres millas en una destartalada jutka tirada por un rocinante, hasta la terminal de buses;
quince millas de bus, en medio del polvo y en un enfermizo vehículo
que apenas avanzaba, movido por gas, y cuatro millas a campo traviesa en una carreta de dos ruedas, sin resortes, arrastrada por un
par de bueyes alimentados a latigazos. Finalmente, descendimos
frente al Mandir en donde residía Baba, para el canto de bhajans.
Un largo galpón, piso de losas, techo de latón corrugado, con
un estrado en el extremo oeste sobre el cual, apoyados contra el
muro, había dos pinturas al óleo representando al Sai Baba de Shirdi y al joven Sai Baba que había venido a rescatarme. También se
podía ver un ídolo de tamaño natural —en papel maché pintado—
de Krishna con la flauta.
Subiendo cuatro peldaños entramos a una galería con una habitación (de 8 x 6 pies) en cada extremo. Se nos dijo que hacía
como seis años que Baba utilizaba la habitación de la derecha como vivienda. Siguiendo adelante, entramos en una sala en que
podían sentarse escasamente unas treinta personas para bhajans,
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frente a un santuario que tenía los bustos de yeso de ambos Babas. Otro paso nos llevó a la galería trasera, con habitaciones a
ambos lados. El suelo era de losas de piedra y el techo de tejas de
greda cocida.
Detrás, quedamos en un pequeño patio cuadrangular de 20
pies de lado, con una hilera de estrechas habitaciones con el techo de media-agua hacia la izquierda, un pozo en la esquina adyacente a la última y una estructura como una terraza ante nosotros.
Susurrando, nos dijeron que Swami estaba allí, en la pequeña habitación a nuestra derecha. ¿Y para qué es la mitad de la izquierda? “Ése es el baño de Swami”, fue la respuesta. En la esquina
opuesta, en el lugar del pozo, se levantaba un feo galpón, en el
que funcionaba un “generador” para iluminar el Mandir los días
de Festival. A lo largo del muro encontramos una serie de improvisadas cocinillas armadas por los visitantes, en que se encendía
fuego con ramas secas recogidas en los campos. Las habitaciones
que vimos a nuestra izquierda, eran las cocinas usadas por los pocos residentes.
Dejamos nuestros paquetes-cama y cajas junto al muro del galpón exterior, en donde se realizaban las sesiones de bhajans. Apenas estiramos nuestras piernas y nos refrescamos con sorbos de
agua, cuando Swami apareció frente a nosotros y ¡se sentó sobre
uno de los paquetes-cama! Ambos nos sentamos frente a Él en el
suelo, a cierta distancia, pero insistió en que nos acercáramos. Unas
ocho mujeres y cuatro hombres se habían sentado silenciosamente
detrás de nosotros y a nuestro lado, para compartir la presencia.
¿Podía ser éste el Mahapurush al que me hubiera traído mi gurú
Mahapurushji? O, como lo jura Potti Iyer, ¿era Él la encarnación, en
la región telugu del Sai Baba de Shirdi? Podía, lanzando suaves rayos de sol con el brillo de Sus ojos, hablar por teléfono desde Madras: “¡Eh tú! Acepta este vibhuti; aplícatelo y estarás curado”. ¿Y
hacer que caiga un puñado de ceniza desde el auricular del receptor,
en Bangalore, a doscientas veintidós millas de distancia? La mujer
del Gerente Comercial le había relatado este episodio a Iyer. Ella fue
testigo de este “milagro” telefónico.
Baba me hizo las preguntas preliminares usuales. Luego habló
en telugu acerca de la importancia de las peregrinaciones hasta los
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lugares sagrados, mas yo estaba demasiado distraído como para absorber el propósito de Sus palabras. El piso común, las murallas polvorientas, los manchones marrones en el estrado, los anacrónicos
ídolos astrológicos —en el rincón suroriental— de las Nueve Deidades Planetarias, los delgados pilares de madera que sostenían el techo de hierro, las losas de piedras que cubrían como puente la canaleta entre el galpón y la casa y, en medio de todo esto, el joven
fenómeno Preceptor-Profeta, sentado sobre mi ropa de cama… Me
sentía aplastado por la incongruencia y el misterio, la potencialidad
y la promesa de este Dios de veintidós años.
No me convencía que hubiese nacido en 1926. Sentía que
debía haber sido más cerca de 1932. El ancho y suave rostro, la
amplia frente, las orejas ocultas en el magnífico halo de oscuro cabello sedoso, la nariz cincelada con perfección iconográfica, los
dibujados labios que revelaban, cuando sonreía provocando a alguien sobre algún absurdo con una broma, los bordes de sus dientes blancos… Veía por largo rato ese rostro, dondequiera que mirara. ¿Y los pies? Asomaban por debajo de su dhoti de seda roja,
asombrosamente tiernos, marfileños, cruzados con trazos y lazos
rojos y azules. ¿Podían ser éstos los imanes que atraían a estos
hombres y mujeres sentados ante Él, desde cientos de millas de
distancia? Todos ellos habían abandonado a los gurús a los que
adoraban, las tumbas de sus santos y los templos de sus dioses,
tan sólo por la dicha de tocar esos pies. Me atreví a tocarle los dedos y, cuando soportó la insolencia en silencio, me aventuré a
presionarlos débil y suavemente. Ni los guijarros y pedruzcos, la
arena, la tierra y las espinas de los cerros y valles alrededor de
Puttaparti habían endurecido esas plantas. La palma de mi mano
me concedía emoción tras emoción.
Cuando las personas en torno a mí emitían risitas ahogadas o
reían abiertamente ante alguna salida ingeniosa de Baba, también
yo sonreía o reía, aunque no podía captar el leve pinchazo de censura, la agudeza o el reproche que Baba entretejía en Su charla. Mi
telugu era demasiado incipiente como para penetrar en las lecciones envueltas en deleite. Todavía estaba en la etapa de no comprender los modismos del idioma, la cual es, evidentemente, la que debe
preceder a la comprensión. Baba se levantó repentinamente, entró
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a la sala de oración y siguió hacia el patio, dobló a la izquierda y entró a una de las cocinas. Había una señora en ella, conocida como
Bhajan Krishnamma de Masulipatam. El hermano de Baba, Seshamaraju, tenía allí a un cuñado (el hermano de su mujer). Era funcionario de una agencia de seguros. La ciudad estaba en la costa de la
Bahía de Bengala a ochocientas millas de Puttaparti. Krishnamma y
sus hijos (un ingeniero, un director de una escuela agrícola y un niño
sordomudo) habían llegado con nosotros, uniéndosenos a medio
trayecto. Ella había sido testigo de muchos incidentes milagrosos:
agua de mar transformada en dulce leche, Baba flotando sobre las
olas y manifestándose como Mahavishnu. Decidió, entonces, pasar
el resto de sus años en Su presencia inmediata y rechazando las objeciones de sus dos hijos mayores, viajó a Puttaparti con el menor
minusválido. También encontré a una madre con su hijo impedido
por la polio y a un padre a quien Baba había salvado cuando estaba
al borde del suicidio. Unas pocas personas habían escuchado el llamado de este nuevo Shirdi: “Vengan a Mí todos ustedes que trabajan y que llevan pesadas cargas, Yo les refrescaré”. También había algunos visitantes casuales atraídos por la curiosidad. Me confiaron que
aún tenían que comprobar lo genuino de las historias que hacían circular los devotos.
Baba pidió un almanaque. Un hombre voluminoso, quien era,
como supe más tarde, el Inspector General de Prisiones de la Presidencia de Madras, desapareció rápidamente, trayendo, minutos
después, el Calendario Astrológico del año lunar telugu actual.
“Voy a elegir un día y una hora auspiciosos”, me dijo Baba. Aprecié Su apego a la tradición pero me pregunté cómo había aprendido a coordenar e integrar los diferentes factores planetarios, positivos y negativos, como para decidir qué día y qué hora eran los
más auspiciosos para una boda. Mientras Él hojeaba el almanaque, me atreví a sugerir que se me diera tiempo como para asegurarme el financiamiento necesario. Me advirtió en contra de las
extravagancias. Me dijo que en Puttaparti no había necesidad de
impresionar a nadie con pomposidades exhibicionistas o consumos conspicuos. “No pidas un préstamo. Deja que el matrimonio
sea tan simple como sea posible. Yo te daré toda la alegría que esperas”, me aseguró.
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Baba me dio dos semanas completas para comprar las joyas y
saris para la novia y los presentes de bodas para familiares y parientes. Anunció que el día ideal sería el décimo del Festival de Dasara.
Esto nos dio una inmensa satisfacción, porque sabíamos que era
una fecha sagrada que celebraba el triunfo del Bien sobre el Mal.
Cualquier hora de ese día sería ciertamente auspiciosa. Durante Dasara es adorada, en todo el país, la Madre: durante tres días como
Protectora, durante otros tres como Proveedora y como Preceptora
durante los tres últimos. También estábamos seguros de que habría
un gran número de devotos el Día de Vijayadasami en el Mandir.
Imaginé, entonces, que la boda sería presenciada por una sala llena
de personas que le desearían todo lo mejor a la pareja.
Baba nos llevó unos pasos fuera del galpón techado, la plataforma con la planta de tulsi y el santuario planetario, hasta un espacio
de terreno abierto. “La boda se realizará en ese galpón; los comestibles se pueden servir allí mismo. Aquí, junto a este muro, estará la
cocina”, dijo. “Haré que se prepare una zanja larga y angosta que
servirá de fogón. Los recipientes se pueden colocar atravesados y la
leña arderá debajo. Habrá sombra, no teman”. Había sabido que
era escaso el combustible para los aldeanos y me aventuré a expresar mis temores. “Le pediré a alguien que se procure una provisión”, dijo. Luego le mandó un recado al padre para que viniera al
lugar en que estábamos.
Se encontraba en las “tiendas” que administraba, en el primer
recinto de bhajans (de 8 x 6 pies), adyacente a la casa ancestral, en
el extremo occidental del camino, al otro lado del Mandir. Los peregrinos y el resto recurrían a estos “almacenes” para el arroz, el ragi,
el azúcar de palma, el kerosene, aceite comestible, cebollas, jabón,
fósforos, etc. Contaba con un pequeño stock de saris y de ropa de
hombre, como también de artículos para niños. A la izquierda de los
“almacenes” se encontraba la cabaña del centenario abuelo, el venerado Kondamaraju.
Mientras observaba las polvorientas calles, las ruinosas techumbres de paja, el flaco ganado y el ruidoso alboroto de las peleas infantiles, me preguntaba cómo esta aldea de Puttaparti podía haber
sido el lugar de nacimiento de Baba, el que se elevaba en estatura
por encima de todos sus habitantes, por encima de sus profesores
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en las escuelas e incluso por encima de monjes y eruditos de renombre atraídos a Su presencia, ya sea por la curiosidad o animados por el estúpido deseo del desafío. Baba se había declarado a Sí
Mismo como el Sai Baba de Shirdi, venido de nuevo para continuar
y terminar Su misión. Me asombraba que un niño criado en este
poblado, rodeado por colinas que lo aíslan del mundo circundante,
pudiera alegar identidad con un Fakir sepultado en su tumba años
antes que este Baba apareciera en la Tierra. En Shirdi hablaba marathi e hindi. Se dejó ver cuando tenía dieciséis años de edad, anunció que vendría ocho años después de dejar ese cuerpo. ¡Y encontré en el Mandir a una familia, devota desde hacía mucho tiempo
del Sai Baba de Shirdi! Me sentía abrumado por el misterio y afligido por la duda, mientras estaba allí, de pie frente a Baba, esperando la llegada de Su “padre”.
El padre llegó prontamente al ser llamado. Noté que no se
sentó en presencia de Baba, aunque al llegar, éste estaba sentado
sobre una cama enrollada, con algunos de nosotros sentados en el
suelo frente a Él. El padre era delgado y de apariencia tal que podía pasar desapercibido, pero su persona irradiaba afabilidad y generosidad. Cuando nos vio a mí y a mi mujer (recién llegados) su
rostro se iluminó en una cálida bienvenida. Llevaba un dhoti en
torno a la cintura que le llegaba a sólo un pie por debajo de la rodilla, además, una ajustada camisa sin mangas. El pelo largo, algo
ralo sobre su frente, lo llevaba atado en un nudo en la nuca. En
los lóbulos de las orejas, llevaba botones de oro con gemas que
brillaban cuando movía la cabeza.
Baba le dijo que yo volvería de Bangalore con un grupo de
unas treinta personas, para celebrar la boda de mi hija el Día de Vijayadasami. “Deberás procurar las provisiones, vegetales y frutas
que él pueda requerir. Provéelo de todo lo que necesite”. Volviéndose hacia mí, dijo: “Otros entregan una lista de lo que quieren y pagan por anticipado para que él pueda traer los artículos desde Dharmavaram o Hindupur. Tú, empero, puedes recurrir a su mercadería
cuando lo necesites y pagar cuando tu grupo se marche”.
El padre contestó “Sí” y se fue. Sentí que estaba en un mundo
patas para arriba. En otros centros espirituales que había visitado,
aunque la administración estaba centrada en un santo individuo, ha-
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bía otros, usualmente el padre o el hermano, tío o sobrino, marido
o madre, que se hacían los importantes y lo manipulaban todo. ¿En
dónde estaban aquí los hermanos y hermanas, la madre y el padre?
No podía ver sino buscadores, suplicantes y sadhakas. Nadie proyectaba una sombra o tiraba de una cuerda en su mano. Baba lo
era todo, todo en todo.
Seshagiri Rao, ex inspector sanitario empleado por el gobierno
de Mysore, era la persona encargada de preparar el galpón y el estrado de Puja para las sesiones de bhajans. Los bhajans de la tarde empezarían a las seis en punto. De modo que vimos un flujo de hombres
y mujeres llegando con guirnaldas de flores y gruesos manojos de tulsi. Baba los tomaba en sus manos y los lanzaba revoloteando para
que fueran a caer alrededor de la cabeza del ídolo de Krishna situado entre los retratos de ambos Babas. Él se sentó en la alfombra,
frente al ídolo. A los pocos minutos llegó apresuradamente Su hermana, Venkamma, y tomó asiento al lado de las mujeres, cerca del
santuario. Baba cantó un bhajan, verso tras verso, con la más dulce
de las voces humanas. Todos repetíamos los versos después de Él.
Eramos como cuarenta personas en total. La hermana cantó el próximo. Su voz también era embelesadora y extraordinariamente genuina al comunicar los anhelos del alma.
Yo estaba sentado allí, preguntándome ¿por qué Baba dirigía el
bhajan, cantando sartas de nombres para que los repitieran los devotos aficionados, sentados detrás Suyo? Mi vecino me susurró que
Baba estaba cantando Sus propias composiciones sobre Sí mismo y
que Venkamma era Su primera y mejor alumna entre los jóvenes de
Kuppam, Karur, Trichinopoly, Madras y Bangalore. Tranquilicé a mi
mente agitada por la duda, afirmando para mí mismo que Baba solamente nos enseñaba a rezar, como una madre le enseña a hablar
a su hijo, canturreando sonidos, inclinando su rostro hacia la criatura en su regazo, para que pueda aprender a repetirlos.
De hecho, Su misión avatárica es la de despertarnos a la
concientización de Él en nosotros y a nuestro alrededor. “Rara
cosa lastimera y fútil”, nos dice, mientras dormimos el sueño de
la inercia. “¡Oh, inocentísimo, cieguísimo, debilísimo! ¡Yo soy
Aquel a quien buscas!” El nos guía con majestuosa insistencia
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hacia la Morada de la Paz Suprema, Prashanti Nilayam. Se empeña en salvar a los que permanecen en la Presencia, los que
se extravían alejándose o los que vienen a quemarse en Su Luz
de Sol. Escribe “Oraciones” para cada individuo distinto, para
sublimar sus ansias y desinfectar sus carencias peculiares. Tengo conmigo algunas de estas “Oraciones”. Me atreveré a revelar el contenido de tres de ellas que me fueran dadas, benevolentemente, el día de Su Cumpleaños, en el año 1959 y, como
parte de las Bendiciones de Año Nuevo, en 1960 y 1962. Son
muy por el estilo de los bhajans, sólo que la agonizante sed del
sí mismo por el Sí Mismo Superior, encerrada en frases como
“Krupa Karo, Bhagavan” (concede misericordia, oh Señor) o
“Darusana dee jo” (bendíceme con la visión de Ti), es elaborada
aquí en un ruego por la Gracia y una afirmación de Fe.
¿Dejarás, mi Señor, de sostenerme?
No lo harás, no lo harás,
no me soltarás
por muy malo que yo sea.
¿Dejarás, mi Señor, de sostenerme?
No lo harás, no lo harás
no dejarás que me destruya,
por muy torpe que yo sea.
¿Dejarás, mi Señor, de sostenerme?
No lo harás, no lo harás,
no me dejarás huir
por muy caprichoso que yo sea.
¿Dejarás, mi Señor, que me escape de Tu mirada?
No lo harás, no lo harás
no me dejarás escapar
por muy desobediente que yo sea.
No puedes sino correr a rescatar lo Tuyo,
No puedes demorarte viendo pros y contras,
No puedes ser indiferente cuando lloramos,
No puedes sino responder a las plegarias de los desdichados.
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A comienzos de 1960, recibí la siguiente oración compuesta
por Él y escrita de Su puño y letra en una tarjeta de saludos. Para
aumentar la alegría de recibir esta joya, Swami mandó la tarjeta con
alguien, para que la pusiera en el correo en Bukkapatnam, a cinco
millas de distancia, aunque el destinatario estaba en Su Presencia,
en el mismo Prashanti Nilayam. Cuando el cartero entregó la Bendición junto con otra correspondencia, la sorpresa, la emoción, la
gratitud y el anhelo de expresárselo directamente a Él, me dejaron
incapaz de hablar o de moverme.
Creo firmemente que no hay nadie más bondadoso que Tú,
para derramar Gracia sobre mí.
Dime, ¿no es ésta la razón por la cual
estoy a Tus Pies de Loto?
Creo firmemente que vas a responder
cuando rezo y suplico.
Dime, ¿no es ésta la razón por la cual
estoy clamando a viva voz por Ti?
Creo firmemente que Tú estás siempre junto a mí
para guiar rectamente mis pasos.
Dime, ¿no es ésta la razon por la cual
soy Tuyo durante el día y la noche?
Creo firmemente que jamás puedes decir “No”,
sin importar lo que te pida.
Dime, ¿no es ésta la razón por la cual
anhelo una mirada Tuya?
¿Cuál es Tu designio para mí, esta vez?
¿Por qué esta terrible demora en entregar Tus dones?
Aunque sea mucho el tiempo que me hagas esperar y llorar,
no me marcharé. Me quedaré tranquilo aquí
hasta que Tus amorosos ojos se vuelvan hacia mí.
P.S: “Kasturi, comienza el Nuevo Año con la anterior oración”. Y
las Bendiciones y Dones se sucedieron en abundancia, porque escribe: “Dotado de larga vida y firme salud, rodeado por hijos, nietos y
amigos, sigue embebiéndote de alegría a través del Bhakti y el Jnana. Te bendigo para que tus días pasen en el servicio de Sarveswa-
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ra, el Señor de todos, para que vivas tu vida en paz y felicidad abundantes. Baba”
Noten la infinita compasión y la exhortación insistente para hacer el bien y para ser bueno.
Permítanme compartir con ustedes otra oración que Baba compusiera para mi uso y que enviara por el correo de Prashanti Nilayam, dirigida a mí en el mismo Prashanti Nilayam, para darme una
agradable sorpresa, el 23 de noviembre de 1962, día de Su Cumpleaños.
En la esperanza de que Tú me has de guiar
en este día o el siguiente,
espero Tu llamado uno y otro día.
En la esperanza de que des darshan,
pero temiendo que no lo hagas,
me mantengo alerta hora tras hora.
En la esperanza de que vengas directamente hacia mí,
en este mismo instante,
estoy observando y rezando en todo momento.
En la esperanza de que me has de sonreír,
aunque sea el último y no el primero,
te miro anhelante, con ojos sedientos.
Firme me mantendré y me quedaré, con gran tristeza,
hasta que sí despunte el día de mi dicha.
¡Soy Tuyo, soy de Ti, aunque esté exiliado,
amado Padre mío! ¡Sana, por favor, a Tu hijo!
Aquellos de nosotros que recibíamos tal sorpresa, muy pronto
corríamos a Su presencia para ponernos a Sus pies. Baba compartía nuestra alegría y, tomando las cartas de nuestras manos, nos enseñaba a recitar la oración y explicaba los sentimientos que pulen
nuestras mentes cuando le dirigimos nuestras plegarias. Nos solía
decir que la oración no necesita ser ni unción ni erudición. No era
sino una conversación con Dios. Ramakrishna le rogaba a Kalimatha: “Rézate a ti misma en mí. Enséñame a buscarte”. Cuando reci-
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tamos estos poemas dados por Él o cantamos los bhajans a coro, Él
pone en nuestra boca a través de nuestro oído: “Él se está rezando
a Sí Mismo en nosotros” o, más bien: “Nos estamos rezando a nosotros mismos, porque Él es el Sí Mismo que somos”.
Después de los bhajans, el Arati, el rotar la fragante llama de alcanfor, hasta que se consume por completo, sin dejar cenizas; Baba
sostenía el plato de plata sobre el que ardía el alcanfor y lo movía en
círculos frente al ídolo de Krishna y los retratos de los Babas, por todos nosotros, en tanto que los devotos entonaban un canto a Él. Como en Bangalore, Baba trajo el plato con la llama por el pasillo
abierto entre hombres y mujeres, para que todos los presentes “se
calentaran las manos”. No pude sino echarle la culpa a Seshagiri
Rao por esta incongruencia. Podía haber persuadido a Baba de permitirle a él traer la llama, en lugar de confiarle esta rutina al Maestro.
Potti Iyer me había contado que Baba, estando aún en la escuela, a los catorce años, había tirado un día todos sus libros y se había
marchado de su casa, para ir a sentarse en un jardín. Se sentó sobre una roca que sobresalía un poco del terreno, rodeado por la
gente que lo había seguido. Les pidió, por medio de un potente
nuevo canto de bhajan, que adoraran Sus pies, los Pies del Gurú (!),
con fe en sus corazones, porque esa adoración podía salvarles de la
rueda de nacimiento-vida-muerte a la que estaban atados.
Y ocho años después, en Bangalore y en Puttaparti, le encontré enseñándole la misma lección a la gente de allí, a través de bhajans. Sin embargo, ¿por qué realizaba la insignificante tarea de hacer girar la llama y de presentársela a los devotos reunidos? Se
anuncia a Sí mismo como el Confortador y el Liberador y, al mismo
tiempo, asume las rutinas del ritualismo. En Puttaparti, este interrogante me salía al paso fuera donde fuere que me volviera.
Entretanto, el venerable abuelo Kondama Raju, llevando muy
erguida la sabiduría acumulada por ciento ocho años, entró al Mandir. Baba no se mostró ni contento ni preocupado. Se me dijo que
era un visitante frecuente. Cuando los devotos emplearon la expresión “para presentar sus respetos”, levanté las cejas indicando duda,
pero me aseguraron que su interpretación era correcta, porque se la
habían escuchado al anciano, que mostraba su dicha, porque una
persona divina había aparecido en su familia de Ratnakaram.
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“Ratnakaram” significa el Océano con Corales y Perlas. “Ahora
ha producido una gema celestial”, decía con los ojos húmedos. Narraba el sueño en el que la Divina Consorte de Sri Krishna, Sathyabhama, se le apareciera, pidiéndole construir un lugar en el que ella
pudiera reposar, y explicaba que Sathya había nacido con Hermosura, Sabiduría y Poder Divinos, debido a las bendiciones logradas al
cumplir con este deseo suyo. También hablaba, con lágrimas de alegría corriéndole por las mejillas, acerca de un santo, un monje que
había cortado toda atadura y que vagaba, libre como el viento, en los
dominios de Dios, un Avadhootha a quien él llamaba Venka, un antepasado no muy lejano. “Este nieto también es un Avadhootha,
mas Él está en el mundo para el mundo”, me dijo. Caí a sus pies y le
supliqué sus bendiciones para mi hija, rogándole que estuviera presente en su boda.
Consumiendo algunas frutas traídas de Bangalore y algunos pedazos de pan, nos quedamos un tiempo en el galpón. Luego vimos
personas que llevaban sus paquetes-cama hacia el patio de atrás.
Hicimos otro tanto. Encontramos un catre de hierro ubicado en el
centro del cuadrángulo, con anchas bandas de algodón atadas como trama y urdimbre. Alguien puso una cama encima. Las mujeres
tenían sus colchones en el suelo, hacia la derecha del catre y los
hombres, hacia la izquierda. Baba salió de Su habitación y se tendió
en este camastro. Seshagiri Rao era el que tenía su cama más cerca
de Baba. Los demás hombres y mujeres estaban a algunas yardas
de distancia. El cielo se había sacudido las nubes, las estrellas tenían
una clara visión de Puttaparti, del Mandir y del Baba en medio de
nosotros. No pudimos dormir… la proximidad de Baba resultaba
desconcertantemente estimulante. Se nos dijo que rara vez duerme,
que visita en sus sueños a personas de lugares muy distantes. Algunos juraron que esa noche tuvieron ese sueño. Nos consideramos
como inferiores, puesto que no habíamos tenido sino unos sueños
cuestionables, aunque estuviéramos tendidos en ese mismo cuadrángulo, a sólo unas cinco yardas de distancia.
Temprano, al día siguiente, fuimos hasta la casa de la hermana
Venkamma, para presentarle nuestros respetos a Eswaramma, la
madre de Baba. Potti Iyer me había pedido que no dejáramos de
verla. Cuando Baba había abandonado el hogar, Eswaramma corrió
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a Uravakonda, pero Él se había referido a ella como Maya (ilusión
engañosa). Pese a ello, Baba había accedido a su deseo de residir en
Puttaparti mismo y de desechar los planes para buscar otros lugares
como centros para Su Misión de Avatar. Puttaparti se había convertido en un lugar santo, gracias a su deseo. Fue por eso que Potti
Iyer insistió en la necesidad de expresarle a ella nuestra gratitud.
En esta historia vi la verificación del versículo del Gita en donde Krishna habla de Maya como de “Mi Maya”. Encontramos en
ella a una mujer curiosa y considerada, simple en sus maneras y
espontánea en su amor. La hice feliz cuando le conté cómo Baba
había determinado la boda y que volveríamos durante Dasara. Al
oír estas novedades, su alegría fue realmente sincera, porque
siempre recibía a los devotos de su hijo con afecto maternal. Por
ella supimos que el hermano mayor de Baba se encontraba en
Dharmavaram, a 25 millas, enseñando telugu en la escuela secundaria y que su hermano menor estaba siguiendo un tratamiento
en Madras por una afección pulmonar.
A la mañana siguiente, cuando mi mujer se acercó a Baba y pidió permiso para irnos, Éste protestó afectuosamente: “Quédense
este día. La hija no debe dejar el hogar de su madre un viernes”, le
dijo. “¿El hogar de su madre? ¿Qué bendición era ésa?”, me dijo mi
mujer. Esa tarde, hacia las cuatro, supimos por qué había pospuesto
nuestra partida. Todo el lugar bullía de excitación. Baba había propuesto que la sesión de bhajans se llevara a cabo en las arenas del
Chitravathi. Nos preparamos para seguir a Baba. Le estaba hablando a dos recién llegados de Madras: una persona que tenía un lucrativo criadero de perros de raza y un exportador de losas para sepulcros, sobre tópicos que no quise escuchar ni casualmente. Por último, Baba les preguntó: “¿Dónde nos sentaremos?”. Uno de ellos
apuntó hacia un sitio en que las arenas brillaban de limpias. Todos
nos sentamos allí, en torno de Él.
Durante los bhajans, observé que el círculo se iba estrechando
cada vez más, porque los devotos, de a poco, se iban acercando a
Baba. Le pregunté acerca del por qué a mi vecino, y su respuesta
me dejó profundamente intrigado. Creían que Baba podría crear algún sagrado regalo para alguien de entre nosotros, sacándolo de la
arena y no querían perder de vista el milagro. El bhajan terminó
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abruptamente cuando Baba hizo girar Su mano. Le hizo señas a
Seshagiri Rao para esperar, cuando estaba a punto de sacar una cerilla para encender la llama de alcanfor.
Entonces se produjo el milagro, justo frente a cincuenta pares
de ojos. Baba le pidió al hombre de Madras que amontonara arena
frente a Él, hasta una altura de un pie. No me era posible adivinar el
propósito. ¿Iba a sentar a uno de los niños sobre él o iba a jugar
con la arena? Baba, sin embargo, alisó la parte superior hasta nivelarla, murmurando de manera audible a todos: “¿Ven? Me gusta la
arena. ¿Quién puede sentarse en la arena sin querer jugar con
ella?” Y entonces, mientras mirábamos casi sin respirar, dibujó un
gran círculo con el dedo, un óvalo aplastado apoyado en él, dos líneas a los lados y otros dos dibujos redondeados debajo de ellas, diciendo, con una risita ahogada: “Me gustaba dibujar en la escuela.
Al profesor le gustaban mis dibujos”. “Si ésta es la muestra de su talento, no puedo felicitar al profesor por su buen juicio”, pensé para
mis adentros. Baba habló: “Ganesha ha venido. ¿Ven? Ésta es la
panza, éstas las patas. Está listo”. Metió ambas manos en el montón de arena ¡y extrajo un Ganesha de plata sólida, brillante y bello,
de diez pulgadas de altura y correcto hasta en el más mínimo detalle
de la ortodoxia iconográfica! Me llevó largo rato recobrarme. Lo llevó en brazos y lo acercó a cada uno de los presentes para que lo
viera, mientras alguien lo iluminaba con una linterna. Luego, retomando Su sitio, tomó un puñado de arena y lo vertió lentamente
sobre una bandeja. Lo que cayó en ella ya no era arena, sino caramelo cristalizado. “Esto es para todos ustedes”, dijo. Creo que el
Ganesha se lo regaló al entusiasta criador de perros. No lo puedo
asegurar, porque los devotos lo rodeaban cuando se puso de pie.
Regresamos al Mandir, mientras un devoto alumbraba la senda con
una lámpara de gas. Durante todo el camino, Baba los hacía reír.
Me sentí pequeño, puesto que al no saber telugu, no podía responder como los demás.
A la mañana siguiente se nos permitió partir, aunque no estábamos de ánimo como para regresar. La carreta de bueyes que contratamos para llevarnos de regreso a Bukkapatnam, le pertenecía a
un joven de la misma edad de Baba, cuya casa era vecina a aquella
en que naciera Bhagavan. Quedaba encerrada entre este sagrado
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hogar y la de varios pisos del Karnam, la que dominaba el chocerío
circundante, al igual que un halcón cerniéndose sobre un nido de
palomas. Kesava, que era su nombre, se entusiasmó al vernos ansiosos por prestarle oídos a sus relatos sobre la infancia y la niñez
de Baba. Los fue deshilvanando hasta que llegamos a Bukkapatnam
y hasta que llegó el bus que nos llevaría a Penokonda. Había sido
uno de los alumnos del Gurú, es decir de Sathyanarayana Raju o,
resumido, Sathya. Eran unos doce que crecieron juntos desde la
edad de tres o cuatro años, cuando ya podían retozar en las calles.
Formó parte del grupo de bhajan de chicuelos, reunido y dirigido
por Sathya, quien le enseñaba cantos para Vittal, la deidad instalada
en Pandharpur, en el Estado de Mararashtra, adorada por los Marathas, los Andhras y Kannadigas. Kesava nos contó que cuando
una mortal epidemia de cólera asoló el distrito, en 1935, Puttaparti
no fue afectada. La gente lo atribuyó a la Gracia del Dios de Pandharpur, Vittal, invocado por los niños que cantaban bhajans por las
calles de la aldea. Kesava nos dijo que Sathya, su líder, era en verdad Tukaram, Namdev, Gorakumbar, Sakku Bai y otros famosos
santos de Pandharpur, todos juntos en uno. Por eso, dijo, Vittal no
permitió que el cólera entrara en la aldea en que el grupo de Sathya
se dedicaba al bhajan.
¡Me sorprendió la coincidencia! Las cosas me parecían cada vez más curiosas en Sai-Baba-landia. Había leído un libro
acerca de Sai Baba de Shirdi en el que Dhabolkar, el autor,
menciona que el primer milagro que le indujo a perpetuar a Baba en la memoria humana a través de su libro Sai Sathcharitha, fue el que “¡Sai Baba mantuviera al cólera fuera de los límites de la aldea de Shirdi!” Un día vio al Shirdi Baba moliendo
trigo para harina. Mientras estaba observando, cuatro osadas
mujeres de entre la multitud ubicada frente a la mezquita de
Dwarkamai, se abrieron paso hasta la piedra del molino manual
y tomando el mango de las manos de Baba, continuaron el trabajo cantando canciones sobre Sus milagros. Cuando terminaron la molienda, dividieron la cantidad de harina en cuatro
montones para llevárselos consigo a casa. Sai Baba se puso furioso. Gritó: “¡No van a robarse esto! ¡No es la propiedad de su
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abuelo! (Una expresión también usada frecuentemente por
Sathya Sai Baba.) Tomen esta harina y vayan derramándola alrededor de todo el límite de esta aldea”. Ellas lo hicieron tal como lo ordenara y el cólera no se atrevió a cruzar la banda protectora de harina que rodeaba las casas de Shirdi. Dhabolkar
(apodado “Hemadpant” por Baba en Shirdi) escribe en el Sai
Satcharitha: “Este incidente es inexplicable. Debería escribir algo al respecto y cantar de todo corazón los lilas de Baba”. Y
fue así que llegó a escribirse Su historia.
Cuando Kesava nos contó cómo se había dejado fuera de Puttaparti el cólera, gracias al grupo de bhajan Pandari, sentí que el
Sathya Sai Satcharitha que él me había asignado estaba siendo
inaugurado por un lila idéntico, debido a que este Baba era aquel
Baba, venido otra vez.
Kesava nos contó que el coro de bhajans de Sathya era invitado a caminar por las calles de muchas aldeas en los alrededores
de Puttaparti, invitaciones a las que Baba accedía con entusiasmo.
Ni siquiera esperaba que llegaran carretas para transportarlos hasta los aterrorizados poblados. Según Kesava, Su política era la de:
“Nos necesitan, vamos”. Aldeas situadas a cuarenta millas de distancia, como Penokonda e Hindupur, también requerían de las curativas vibraciones de la voz de Baba. Kesava confesó que el trayecto hasta Penukonda (dieciséis millas) había sido muy penoso,
pero que, de ahí en adelante, disfrutaron de su primer viaje largo
en bus, que los llevó hasta la ciudad de Hindupur. Cantaban cantos a Vittal como:
Vengan, vamos al Santuario de Pandari
en donde está Vittal parado sobre ásperos ladrillos.
El camino es largo, la meta es Dios:
yendo más rápido, antes llegamos.
Cantando hacemos más corto y fácil el camino.
Kesava dijo que le cantaban también a un “Saideva” que, como
pensaban, era un nombre que su Gurú Sathya, le daba a Panduranga. Sin embargo, personas de Hindupur les habían dicho: “Hemos
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oído de un Sai Deva o Sai Baba que vivió y murió en un lugar de la
región de Pandharpur”. Le rogamos que nos cantara también esa
canción y, afortunadamente, la memoria de Kesava era muy fiel:
¡Sálvanos, oh Sai! No hay Dios más bondadoso que Tú.
Estoy sumido en el error, estoy trabado en el mal;
no encuentro ayuda y busco Tu Gracia.
Húndeme en la leche o húndeme en el agua,
no me alegraré. No me quejaré.
Has venido entre los hombres en la Era de Kali
para liberarlos de las cadenas que se han forjado.
¿Pueden sondear Tu Gloria los débiles individuos?
¡Les parece una rareza y una locura!
Cuando te adoro con firme fe,
como Avatar real de Dios en la Tierra,
estás siempre a mi lado, para sanar y para salvar.
Cuando entré en la Sala Común de la Escuela Central en Bangalore, después de mi peregrinación a Puttaparti, mis colegas, que
de algún modo se habían enterado de esta nueva lealtad mía, me recibieron con miradas de curiosidad, con sonrisas despectivas y suspiros de compasión. Yo también los enfrenté con compasión, porque eran incapaces de desechar sus tejidos mentales favoritos y deshacerse de sus duros quistes intelectuales, santificados por venerables testimonios de oídas. Yo mismo había despertado a medias de
mi sopor dogmático. No había logrado reajustar mis anteojos como
para atisbar por detrás de los prejuicios que por tanto tiempo había
acariciado. Entender a Baba exige de una reevaluación revolucionaria de valores, de nuestros criterios favoritos de relevancia y de los
parámetros de juicio. Yo mismo no me había recuperado del asombroso impacto del fenómeno. Entonces, cómo podía esperar que
me congratularan los que son obstinadamente ciegos al “ultravioleta” y al “infrarrojo” del espectro de la conciencia humana, por mi
estimulante escapada hacia lo esotérico y lo eterno en Puttaparti.
Sólo les hablé acerca de la boda y de la afectuosa consideración que
me había mostrado este “Mesías de Andhra”.
104
CASADO DE POR VIDA
C
uando se acercaba Dasara, Parameswara Iyer me vino a
ver con más frecuencia, porque sentía que era su deber
guiarme. El rol usual de los padres del novio es mucho
más distante y autoritario. Los padres de la novia deben tratarlos como superbendecidos beneficiarios de la Gracia, cuyo incontestable
derecho era ser tratados como dueños enviados desde el cielo de la
progenie masculina. Tanto ellos como sus parientes pueden cancelar la boda y llevarse al novio, sobre la base de cualquier pretexto
antes de que el crucial y final rito védico se haya llevado a cabo hasta su término.
De hecho, mi propio tío se había sentido ofendido cuando el
padre de la novia, obviamente amoscado, le regaló un paraguas
de marca barata a su hijo, el novio, al iniciar su simbólica “caminata hacia Benares”, uno de los ritos preliminares básicos que ejecuta, antes de aceptar a la novia. ¡El tío nos llamó a todos con
gran enojo y también a su hijo, para que nos fuéramos a la estación del ferrocarril! El padre de la novia trajo rápidamente un artefacto antisol y lluvia más costoso, y cayó a los pies de mi tío emitiendo excusas por docenas. Nos quedamos y la boda del hijo del
tío se llevó a cabo.
Por eso, le agradecía a Baba concederme, no sólo un novio deseable, sino también un “contenedor sin deseos”. Parameswara Iyer
me ayudó a empacar, contrató los coches con caballos para que
fuéramos hasta la estación del ferrocarrril, discutió con los porteadores la tarifa y nos mantuvo frescos y cómodos durante el trayecto a
Penukonda. Allí, para gran sorpresa nuestra, encontramos un micro
enviado por Baba para llevarnos a todos a Puttaparti, ahorrándonos
la prueba quebrantahuesos de una dosis de coche tirado por caballos y la dosis de tortura del tiro de bueyes. No teníamos sino que
cruzar el lecho de arena del Chitravathi, desde Karnatanagapalli
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hasta Puttaparti. Nos apuramos para poder tener, lo antes posible,
el darshan de Baba.
Encontramos a Baba esperando en la reja del Mandir, con un
grupo de devotos tras Él. Nos condujo hasta la sala interior y las habitaciones de atrás; supervisó la descarga y el ordenamiento de las
cajas y los paquetes-cama. Éramos como veinte. Mi vecino (un querido estudiante de mis clases de M.A.) había venido conmigo para
prestarme su ayuda. Potti Iyer fue encargado por Baba de los ritos
matrimoniales, como maestro de ceremonias. Sus hombros quedaban libres. Llamó a la pareja y, colocando las manos sobre sus hombros, les dijo: “¡Alegría y Prosperidad!”.
Baba me indicó seguirle. Me llevó a través de una puerta en el
muro oriental del galpón, hacia una marquesina cubierta por material alquitranado, en donde se había abierto recientemente una larga
zanja, profunda, de aproximadamente un pie y medio de ancho.
“Ésta es la cocina donde pueden poner manos a la obra los cocineros que trajiste de Bangalore. Que comiencen por juntar agua del
pozo. Más tarde, puede que sea más complicado. La gente se caracteriza por llegar de golpe. Puedes conseguir algunos utensilios
grandes de cobre y de bronce con Grham Abbayi”, dijo. “Mandaré
por él, puedes conseguir con él toda la variedad de recipientes que
necesiten los cocineros”.
Grham Abbayi llegó y me condujeron hasta él. Imaginen mi
sorpresa al ver ante mí, como Grham Abbayi, ¡nada menos que a
Pedda Venkapa Raju, el padre de Baba, a quien ya había visto más
de una vez! Se me dijo que Baba se refería a él como “Grham”
(casa) “Abbayi” (niño). Hasta antes de la declaración respecto de
que era Sai Baba venido en otra forma humana en Puttaparti, se
dirigía a él como “Padre”. ¡A partir de ese día, sin embargo, fue
“Niño de la Casa” el apelativo con que se refería a Pedda Venkapa
Raju! Me llevó algo de tiempo reponerme, también él debe haberse preguntado qué había sucedido para trastornar mi equilibrio.
Eswaramma, la madre, también sufrió la marea del cambio.
Se hacía referencia a ella por la nueva expresión de “Grham Ammayi”: la Niña de la Casa. Los Avatares Rama y Krishna reconocieron de manera consistente, incluso durante conversaciones casuales, el estatus de las personas a quienes el mundo saludaba co-
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mo a Sus padres. Baba es un caso único al anunciar de esta manera Su posición, pensé. Para mi fuero interno argüía que, después de todo, el Avatar tenía razón, puesto que el Bhagavatha
Purana, al narrar la historia del nacimiento de Krishna, dice que
Dios, con el objeto de ponerse la vestidura de Humanidad, entró
en “la mente” del padre putativo, Vasudeva, y éste transfirió el
Principio Divino así recibido, a su consorte Devaki: “así como un
Gurú le comunica una fórmula mística a un discípulo, para que éste pueda meditar en ella en silencio y realizar la Bienaventuranza
que ella le puede conferir”.
“Entró en la mente, transfirió a la mente”: éstas eran las
expresiones. Yo había leído: “el niño estaba en el útero como la
luna en el cielo”. Vale decir, sin extraer sustento alguno de la
madre. ¿Por ende, por qué imponerle la paternidad y la maternidad a personas que criaban en la mente o que eran solamente testigos del desarrollo? ¿Por qué no declarar que Dios lo quiso y que el Verbo se hizo carne?
Habíamos llegado a Puttaparti el penúltimo día del Festival de
Dasara, el Día Noveno. Se nos dijo que cada noche Baba era llevado en procesión por las calles de la aldea, sentado en un palanquín
o sillón, profusamente decorado por los artistas florales de Bangalore, cuya devoción por el joven Baba era patentemente fantástica.
Remodelaban el sillón o asiento en un Cisne, un Elefante o un Aguila Sagrados, de modo que cuando Baba estaba sentado allí y era levantado y colocado sobre los hombros de los devotos, verle despertaba tanto admiración como adoración. Aquel día, los que observaban el diseño que se iba desplegando al pasar por entre sus diestros
dedos, juraban que esa noche representaría una “cabalgata”. Estábamos encantados. Vi a los niños de la aldea saltando y corriendo
jubilosos. Cuando la procesión salió del Mandir, nos unimos a la
multitud y sumamos nuestras voces al coro de cánticos.
No obstante, descubrí que íbamos en dirección equivocada. Nos
encontrábamos por delante del “caballo” sobre el que iba Baba. Sin
embargo, extrañamente ¡vi que todos los demás caminaban hacia
atrás! “¿Qué tiene esto de divertido?”, pregunté y alguien respondió: “¡Mira el rostro de Baba!”.
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Nos volvimos. A diez yardas de distancia se podía ver el “caballo” que Baba montaba, iluminado por lámparas a gas. “¡Mira!”, me
apremió una voz a mi lado, mientras la persona apuntaba un dedo
al entrecejo de Baba. Sí. El entrecejo mostraba una gran mancha de
polvo rojo. “Kumkum” dijeron y “¡Jai Sai Ram!”, vocearon. Mientras más miraba, más veía. Mientras más veía, más dudaba de mi
sano juicio. Era medianoche cuando llegamos al Mandir. No pude
conciliar el sueño ni por un segundo para calmar la mente: había
visto demasiado.
Vijayadasami llevó al Mandir a algunos funcionarios de Madras,
Anantapur y Bangalore que habían recibido ayuda de Baba. La ceremonia de bodas que se celebró en el galpón, después de la sesión
de bhajans de la mañana, tuvo una numerosa asistencia. Mi hijo había regresado de Inglaterra convertido en todo un doctor en Filosofía con mención en Geología. El y su mujer supervisaban la preparación de la comida de la fiesta. Baba se sentó por más de una hora
observando las ceremonias en el galpón. Bendijo los regalos que le
hicimos al novio y los que recibió la novia. Bendijo el collar de oro
que el novio le puso al cuello a la novia, como símbolo del vínculo
matrimonial. Cuando mi hija fue conducida por su marido para dar
los siete pasos en torno al fuego sagrado, Baba hizo llover sobre las
cabezas de ambos los sagrados granos de arroz amarillo: que caían
desde Su mano vacía. A continuación, entre ambos sostuvieron una
guirnalda de flores, que Baba, benevolentemente, permitió que le
ofrecieran. Cayeron a Sus pies y Él les hizo levantarse, mientras
pronunciaba profusas bendiciones en sánscrito y les dio unas palmaditas en la cabeza.
Con mi mujer habíamos celebrado, algunos años antes, el matrimonio de mi hijo. También en esa oportunidad se llevó a cabo lo
de los siete pasos en torno al fuego sagrado, con gran meticulosidad, recitando los mismos mantras de las Escrituras. Sin embargo,
el amor y la compasión de Baba, la milagrosa lluvia de arroz, la
bondad y generosidad de los devotos que le rodeaban y la atmósfera de fraternidad que respirábamos en Puttaparti, hicieron de la
boda de Vijayadasami una experiencia paradisíaca.
Mi hijo me recordó que la comida estaba lista para ser servida,
por lo que los invitados podían ser llamados a tomar asiento. Potti
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Iyer que era un veterano en materia de organización de almuerzos,
comidas y reuniones, sugirió que debíamos rogarle a Baba que nos
concediera el placer de Su Presencia. Mi mujer logró obtener Su benevolente consentimiento. Decidimos sentar a la pareja de recién
casados en el hall interior, teniendo frente a ellos el platillo de plata
para Baba. Potti Iyer había dado una vuelta en misión de investigación y preparado una lista de los VIP que encontraba en la zona.
Como padre de la novia, era yo quien debía, protocolarmente, invitarlos, en persona, a compartir la comida. Cumplí con esta grata tarea y les pedí que se sentaran próximos a Baba, tan pronto como
éste entró en la sala.
Entretanto, mi hijo y su mujer habían discurrido la estrategia
por la cual, cada uno de los componentes de la larga fila de devotos
podía ser servido de todos los preparados del menú en su plato de
hojas de bananero, en forma rápida y abundante, por parte del
equipo de sirvientes que circulaban con los recipientes de acero que
eran llenados en la cocina, en forma separada para damas y varones. En medio de todo, Baba nos dio la sorpresa de entrar en la sala. Mi hija y mi yerno tocaron Sus Pies y Él les palmoteó las espaldas, diciendo: “¡Bangaaroo!”
Potti Iyer, Parameswara Iyer y yo nos apresuramos también a
entrar. Baba me preguntó: “¿Estos platos? ¿Quiénes son todos los
que vienen?” Los VIP estaban todos de pie tras de Él, gozosos de
la oportunidad de estar a Su lado durante el almuerzo. Uno de
ellos respondió a Su pregunta: “Swami, Kasturi nos invitó para
estar aquí, al lado Tuyo”. Baba replicó con un “No” cortante,
agregando: “Vayan y tomen asiento en el galpón. ¡Kasturi! Llama
acá a las ‘parejas’ que sean de tu grupo y del de Potti Iyer. Este
día es tuyo. Yo estaré entre ustedes. Otros no necesitan entrometerse en tu alegría. Para el almuerzo de bodas, todos nos sentaremos con la novia y el novio. Permite que tu anciana madre sirva.
“Vejez es Oro”. Mamá se sintió encantada: lo tomó como una
bendición extra.
La reacción inicial de mi hijo frente al trastorno de su bien preparado y ensayado plan de circulación del menú entre la cocina y
las filas de personas con sus respectivos “platillos”, fue un “resentimiento” que flotaba como espuma sobre una corriente de “tristeza”.
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Sin embargo, en un instante fue vencido por la alegría y la admiración, porque se dio cuenta de que Baba era absolutamente diferente
de todos los Babaji, Gurúes y Mahants sobre los que hubiera leído o
que había encontrado. Baba no hacía diferencia entre cabras y ovejas: ambas pastaban juntas y con igual deleite bajo Su mirada. “Este
Baba es un demócrata”, me comentó cuando se sentó con su mujer
junto a su hermana, en la sala. Este incidente me dio la seguridad
de que mi hijo aprovecharía, de ahí en adelante, las oportunidades
de sondear en este Fenómeno Sai que ya se había apropiado de un
rincón del corazón de su padre. Nos habíamos juntado allí seis parejas; además de los novios y mi hijo, estábamos Potty Iyer y su mujer,
yo y la mía, Parameswara Iyer y la suya más un primo y la de él. Baba animó de tal manera el almuerzo con Sus ocurrencias y agudezas,
Sus ironías y juegos de palabras, que casi no nos percatamos de lo
que comíamos, ni del tiempo que tardábamos. Los recién casados
fueron los blancos principales de la andanada de diversión.
El Mandir estaba siendo preparado para los bhajans de la tarde,
con que se cerraría el Festival de Dasara. El retrato de Baba y el ídolo de Krishna estaban siendo decorados con guirnaldas multicolores.
Un devoto de Madras había traído consigo a su pequeña hija, la que
había estado asistiendo a la escuela de danza desde hacía un año.
Con su mujer estaban atareados en ataviarla maravillosamente, con
la esperanza de que Baba le permitiera mostrar algunos pasos de
danza ante Él y los peregrinos. Nos sentíamos felices de poder ver
este encantador número como sorpresa de bodas. Cada uno de los
presentes en el atiborrado galpón no perdía de vista la puerta por la
que entraría Baba para sumársenos.
Divisamos la bata naranja y la tupida cabellera, partida a un lado, en una porción más voluminosa y otra más pequeña. Repentinamente, Baba pareció resbalar en el suelo del pórtico y la multitud
exclamó: “¡Trance!”. Ello me produjo un real sobresalto, aunque los
residentes y los devotos reunidos allí no mostraban conmoción ni
impacto alguno. Su hermana Venkamma me confió que este “viaje
extracorporal” constituía un “sine qua non” en el día de Vijayadasami. Ella se mantuvo de pie, separada del grupo de hombres jóvenes
ocupados en masajear los pies, las manos y el pecho de Baba. Los
ojos de Swami estaban abiertos, pero no miraban hacia ninguna di-
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rección en particular. La importuné preguntándole adónde había
viajado Baba. Me respondió: “Va a Shirdi, en donde es adorado hoy
con una ceremonia especial, ya que fue en este día que abandonó
su envoltura física de Shirdi”.
¿Qué podía pensar de un incidente tan fuera de lo ordinario,
que se producía ahí, frente a sus narices, un MA, BL, miembro de
la Facultad de Historia en la Universidad de Mysore? Baba se había
vuelto inconsciente de lo que sucedía a Su alrededor; sin embargo,
en lugar de interpretarlo como una desafortunada crisis física, los
devotos se dejaban llevar por una burda y equivocada interpretación. ¡Cómo iba a ser posible que la conciencia desencarnada de
Baba pudiera ser percibida en Shirdi, a seiscientas millas de distancia! Yo y mi hijo, doctor en Geología, nos atrevimos a acercarnos al
postrado cuerpo de Baba. Éste pestañeó como en un estupor incipiente. Habló. La voz manifestaba una leve irritación y las palabras
sonaban rápidas y fuertes, como si estuviera advirtiéndole a alguien
sobre algunas graves consecuencias. Una pareja de Sholapur, en
Maharashtra, exclamó: “¡Son términos marathis. Le está ordenando a un hombre que le sirva dulces a otro”. Miré la cara de mi hijo y
él me miró a mí. La mirada de Baba se fue aclarando y su marathi
se hacía más entendible.
De pronto se puso de pie y se fue caminando hacia el galpón,
en donde, de inmediato, resonaron los bhajans desde cientos de
gargantas. De modo que mi hipótesis de que sufría de ataques no
concordaba con los hechos. Baba se sentó en la fila con dos cantores de Madras —mellizos— que lideraban los bhajans, armonizando
sus voces con la Suya.
La conversación después de los bhajans, durante la comida y
aún después, giró incesantemente en torno al viaje que Baba emprende cada Vijayadasami hacia Shirdi, Su primera residencia. Extraño, Divino, Increíble: eran los adjetivos con que se entremezclaba
la discusión. Me preguntaba: ¿Por qué este joven no se revela a sí
mismo como Sí Mismo? ¿Por qué un muchacho aldeano de catorce
años declara que era un Fakir de Maharshtra, sepultado, que ha venido de nuevo para continuar la tarea de integrar al hombre con el
Dios que mora dentro de él? Individuos más astutos habrían declarado que sus originales habían sido Muruga de Tamil Nadu, Ayyappa
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de Kerala, Sankar Dev o Chitanya del Nordeste de la India, Ramakrishna o Jnaneswar de Bengala y Maharashtra. Y esto, sólo después de llegar a adultos. “Este jovencito, sin embargo, se atuvo a la
Verdad”, me dije para mis adentros. Decidí investigar y exponer la
identidad de ambos Babas en la Vida que habría de escribir.
Al amanecer el día, Potti Iyer nos recordó que habíamos de
partir temprano en un bus que llevaría a los miembros de la comitiva del matrimonio hasta la estación de ferrocarriles de Penukonda.
El “trance” o el “viaje extracorpóreo” de la tarde anterior había trastornado el Padapuja o “Adoración de los Pies”. La pareja de recién
casados era la más privilegiada, pero todo el que quisiera, de entre
nosotros, podía unirse a la ceremonia. Se nos indicó que Baba tomaría asiento en el sillón ornamentado, ubicado en la cabecera de
la sala. Colocaría Sus pies sobre una bandeja de plata. Entonces podrían ser lavados con agua santificada, como se había hecho en
Shirdi y sobre Ellos se podrían poner puntos de pasta de sándalo y
de kumkum. Todo esto, mientras eran entonados los ciento ocho
Nombres de Sai Baba, para poner luego flores sobre Sus pies. A
continuación, se le podían ofrecer frutas o caramelos, que Él podía
aceptar o probar. Por último, se haría girar ante Él la llama de alcanfor para (básicamente) apartar el “mal de ojo” y (por derivación)
como plegaria, para obtener la sublimación de nuestros impulsos.
Este Padapuja representaba una “obligación” para los peregrinos,
aunque Baba mismo la estimaba como “optativa”. Baba había proclamado en Uravakonda que Sus pies, los Pies del Maestro Universal, podían liberar al género humano de los alternados bombardeos
de Alegría y Pesar o Regeneración y Degeneración.
Aunque yo no me había “tragado” la validez de esta afirmación con tanto entusiasmo como Potti y Parameswara Iyer, esperaba el Padapuja como a un rito curioso o costumbre popular tradicional, estimulados por gurús de todos los credos desde hace siglos en la India. La mayoría de los gurús usan sus pies para recoger dinero y acrecentar sus balances bancarios. Me sentí aliviado
al oír que Baba nunca permitía que una moneda contaminara la
atmósfera de adoración.
No obstante, puesto que Baba había partido a Shirdi y se había demorado como una hora en volver, hubo que renunciar al
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Padapuja. Sólo pudimos tocar Sus pies y poner sobre ellos unas
cuantas hojas de tulsi, antes de hacer girar la llama de alcanfor.
Baba hizo girar Su mano derecha, con la palma hacia abajo unas
dos o tres veces y, rápidamente, recogió un montón de vibhuti
que cayó de ella. Puso una cantidad de ceniza en nuestras manos.
Yo había leído que el Baba de Shirdi mantenía un fuego encendido en el lugar donde permanecía casi todo el tiempo y que la ceniza que se producía se la daba a la gente en el momento en que
se despedían de Él. Pero Baba no tenía un fogón. La ceniza no
era caliente al tacto.
De pronto oí gritar de alegría a uno de los niños. “¡Es dulce!”
Había lamido la ceniza tan pronto Baba la pusiera en sus manos.
Puse una pizca en mi lengua… era salada. Baba había distribuido el
vibhuti del montón original brotado de la misma mano, con los mismos dedos, en un movimiento continuo, entre todos los presentes,
mas al niño le sabía dulce y al adulto, salado. Tuve que descartar
una buena porción de mi arrogancia y echar rápidamente mano a
mi sentido del humor para rellenar el vacío. ¡Mi horizonte estaba
siendo ampliado más allá de lo mensurable! Tuve que renunciar a la
comodidad que me había ganado con la estrechez de miras.
Baba llamó a algunos de los miembros del grupo que habían
venido para la boda para pasar detrás de la gruesa cortina que ocultaba el Santuario del resto del galpón. Se paró sobre el peldaño que
usaba Seshagiri Rao para echarle combustible a las lámparas al costado del estrado. Separó las cortinas, llamó a los recién casados en
primer lugar y los bendijo.
Nosotros, los que estábamos de este lado de la cortina, sólo
podíamos captar una risita o una expresión de asombro ocasionales, un suspiro o un sollozo, todo unido por un suave y continuo
susurrar. Luego le llegó el turno a otros. También mi alumno fue
llamado. Entró por el medio de las partes de azul. Cuando salió,
tropezó y fue sostenido por Parameswara Iyer, quien lo sostuvo
justo antes de tocar el suelo. Según dijo, se sentía abrumado por
la compasión de Baba por las seguridades de empatía que le había dado. Había perdido cinco hijos, uno tras otro, cuando comenzaban a caminar o a hablar. Le quedaban una bebita y un robusto niño de tres años. Baba le había dicho que compadecía la
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situación de la madre. Palmoteó la cabeza a Venkataramiah, diciendo: “Los hijos que tienes ahora estarán a salvo. Vivirán por
largo tiempo y ganarán fama por su bondad”. Venkataramiah me
preguntó: “¿Cómo pudo saber que había perdido cinco hijos y
que me quedaban dos?”. Le pregunté: “¿Cómo pudo saber que
yo tenía una hija?”. Potti Iyer que nos había escuchado, dijo: “Pregúntame después”.
En ese momento vi el rostro de Baba en la cortina entreabierta y me llamó por mi nombre, indicando que me acompañara mi
mujer. Subimos los peldaños y nos quedamos de pie frente a Él.
Debo confesar que no podía comprender aquel “enigma envuelto
en rompecabezas” que nos sonreía tan angelicalmente. Me reveló
que mi problema residía en cómo reconciliar mi devoción por Ramakrishna con mi gratitud hacia Él. “Pobre hombre —le dijo a mi
mujer—, no sabe que fue Ramakrishna quien le trajo a Mí. Ramakrishna le recompensó por su duradera lealtad. Le condujo hasta
Kothacheruvu”. Lo dijo con una risa ahogada. (Kothacheruvu es
una aldea que queda a nueve kilómetros de Puttaparti.) “Él le guió
hasta este lugar y se fue, porque el gurú no tiene nada más que
hacer una vez que el discípulo está cara a cara con Él”. Me preguntaba cómo habría podido enterarse de mi iniciación en el redil
de Ramakrishna. En un instante hizo girar la mano y tomó dos
monedas de plata con unas pequeñas argollas adheridas que se
habían manifestado misteriosamente. Le entregó una a mi mujer
y otra a mí. “Llévala al cuello”, le indicó. Tenía Su retrato en el
anverso y a la Diosa Lakshmi en el reverso, la Diosa de la Fortuna. “Cuélgala en tu ‘hilo de iniciación’”, me dijo. La que yo recibí,
tenía Su imagen en el anverso y la del Baba de Shirdi en el reverso. Ella iluminó una huella que me lanzó a vagar por los ámbitos
de la teología, la mitología y la hagiología. ¿Son uno los dos Babas? ¿Se trataba de otra Resurrección? ¿Había sido genuino ese
viaje a Shirdi? ¿Podría tratarse de una Reencarnación emprendida
voluntariamente por la misma Omnivolición que había decidido la
personificación de Shirdi? La mente me saltaba de pilar a poste,
de un punto de interrogación a otro de exclamación.
El micro especial nos estaba esperando en la ribera oriental del
Chitravathi. Vadeamos por las arenas, dejando una buena parte de
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nuestros corazones con Baba en el Mandir. Él caminó con nosotros
hasta el borde de las arenas y agitó Su pañuelo hasta que el último
de nosotros llegó al otro lado. Potti Iyer y su hijo deleitaron al grupo
cantando bhajans. Mi yerno cantó algunas de las canciones que había compuesto para Baba. Venkataramiah se mantuvo en silencio,
rumiando los dones que había recibido. El lecho seco del embalse
de Bukkapatnam, el camino de Kothacheruvu, los campos de arroz
en torno a Locherla, las colgantes ramas de los margosa, la línea
marcada en negro de las cumbres de los cerros, nos observaron alejarnos rápidamente. Me prometí a mí mismo varios felices regresos
por el mismo camino serpenteante.
Mi madre era el miembro más contento del grupo. Su fanática adhesión al código de lo que se debe y lo que no se debe hacer,
establecido por los legisladores hindúes desde épocas tan remotas
como el año 400 a.C., había sido sistemáticamente demolida por
Gopal Maharaj, quien la había instalado como la madre de la familia de Ramakrishna Paramahamsa en Mysore. Cuando los intocables fueron admitidos en los templos de sus Dioses —Vycome
por ejemplo— gracias a un decreto dictado por el Maharaja de
Travancore, ella celebró el evento permitiéndole a sus nietos entrar a su oasis de ortodoxia: la cocina (que hasta entonces había
protegido de profanaciones), con ropas no recién lavadas y cuerpos no recién bañados. Ahora, en Puttaparti, en compañía de
mujeres de todas las castas, había estado degustando vegetales a
los que había excluido, de acuerdo con Manu, por largo tiempo.
Se había enamorado de Sai Baba y Su hospitalidad de brazos
abiertos que se rehusaba a dejar fuera a cualquier buscador, por rico o pobre, pomposo o proletario, de alcurnia o desconocido,
erudito o subnormal que fuera. Al igual que una fruta que sabe
amarga cuando joven, que desarrolla acidez al llegar a adulta y se
va llenando de dulzura hacia la vejez, ella también se había dulcificado con la edad. Aceptaba lo Universal como Real y descartaba
lo limitado, considerándolo una prisión.
Coloqué un retrato de Baba al lado de uno de Ramakrishna. Mi
corazón se aceleró, pero no recé para ser perdonado. Comenzamos con sesiones de bhajans en casa, cada tarde. Mamá se preocupó de poner una taza de leche frente a Baba cada día, durante los
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bhajans. Cuando descubrimos que un cuarto o un tercio de la cantidad de leche desaparecía, ¡no nos demoramos mucho en llegar a la
conclusión de que Baba, de manera subrepticia y deliberada, estaba
aceptando la ofrenda! ¡Ah! ¡En verdad Potti Iyer estaba en lo cierto!
De modo que lo invitamos a contarnos más y más historias sobre
nuestro hallazgo.
Aproveché cada oportunidad para ir a Puttaparti. En una ocasión, Baba nos planteó un problema sobre el cual reflexionar:
“¿Qué es lo que sabe mejor: la leche caliente que se entibia vertiéndola repetidamente de una taza a la otra o la leche caliente cuya
temperatura se baja a la de la lengua, colocando la taza por un rato
en un recipiente con agua fría?”. No supe qué contestar y Baba
tampoco dijo nada. El problema quedó en suspenso puesto que debía ser resuelto con un experimento de laboratorio y un catador experto. ¿En qué forma podría afectar el procedimiento de enfriamiento al sabor? Pero Baba dijo: “Cuando regreses, hazle la pregunta a tu madre. Dile que lo que ella hace no es lo correcto”.
Así lo hice y descubrí que mamá enfriaba rápidamente la leche, antes de colocarla delante de Su retrato, con ayuda de un recipiente de agua fría, tal como lo había revelado Baba. Baba, por
lo que sabía, jamás había sido un rigorista en cuanto a los alimentos, nunca había mostrado que Su paladar fuera sensible a las variaciones de sabor o exigente en cuanto a manjares especiales. Le
había oído declarar que nuestra felicidad era el alimento por el
que vivía y que le hacía feliz que comiéramos alimentos saludables, inofensivos y sabrosos.
Sorprendente era que, además, ¡no le gustaba ni la leche ni los
productos lácteos! El Día de Vijayadasami, cuando se sirvió requesón
entre los platillos del almuerzo de bodas, hizo un gesto rechazándolo
y dijo bromeando (¿o sería una declaración probatoria?): “¡Oh!
Cuando estuve aquí la vez anterior, como Krishna, consumí leche,
requesón y manteca en cantidades suficientes como para satisfacer a
muchos Avatares”. Por lo tanto, seguro que era Su infinita compasión lo que lo impulsaba a beber la leche de la taza colocada ante Su
retrato, en la casa de la duodécima calle, Wilson Gardens, en Bangalore, en la que vivíamos. A través de esta encuesta acerca de la superioridad de uno de los métodos, el rápido o el lento, para enfriar la
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leche, Baba había ratificado la conclusión a la que habíamos llegado
respecto al destino del líquido que estaba desapareciendo.
Mamá fue bendecida también de otras maneras por Baba.
Mientras todos, incluyendo unos pocos vecinos, tomábamos nuestros puestos para los bhajans muy cerca de la alcoba que era el santuario, mamá se sentaba sola, a algunos pasos de distancia, apoyándose contra el muro. Marcaba el ritmo con las palmas tan vigorosamente como el más fuerte de los devotos asistentes, porque le encantaban los bhajans. Incluso había compuesto uno en tamil e insistía en que se lo cantáramos a diario a Baba. Un día, cuando la sesión estaba por terminar, se quedó con las manos unidas en la pose
de Namaste. Sintió una sustancia entre las manos, algo que giraba
por sí solo entre sus palmas. Imaginó que era una abeja grande y las
separó asustada, para encontrar en su mano dos hojas y un botón
de la sagrada planta de tulsi. ¡Un real Regalo de Gracia! Mamá se
alegró tanto de haber sido elegida para esta bendición que también
nosotros nos aventuramos a emularla. Por turnos, cada uno de nosotros se fue sentando a diario en el mismo lugar que ella, apoyados
contra el muro; también nosotros golpeábamos vigorosamente las
palmas y nos levantábamos uniéndolas, para finalizar. Pero nadie
fue bendecido con una repetición del don. Concluimos en que Baba
tenía Sus propias razones para cada acto Suyo, ya fuera en la Presencia Visible en Puttaparti o en la Presencia Invisible, más allá del
ámbito de la percepción sensorial.
Me escapaba a Puttaparti cada vez que podía, porque Bangalore se había convertido para mí en las Islas Andaman, a las que eran
despachados los reos sentenciados de por vida. Durante una de estas visitas me dio la bienvenida nada menos que el Dr. B. Thirumalachar, Director del Instituto Superior y Profesor de Zoología. Oficialmente era mi jefe, aunque, por otro lado, era un jovial camarada
y un alegre “ramakrishnita”. Parecía como si el grupo de devotos
hubiera estado esperando mi llegada, tal fue la calidez de la recepción que se me brindó. No me había dado cuenta de que el calendario había anunciado luna llena para ese día y que los profetas del
tiempo habían pronosticado un cielo sin nubes. Las noches de luna
llena constituían ocasiones festivas en Puttaparti, porque Baba llevaba a los devotos hacia el lecho de arena del río, ya sea para bhojan
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o para bhajan o para ambos. Bhojan representaba una reunión de
comensales, para la cual cada familia aportaba víveres y todos compartían el total reunido, con Baba uniéndose al grupo como un alegre participante.
Se me dijo que, al parecer, se le habían roto algunos rayos a
la rueda. Baba se mostró silencioso y distante cuando se le mencionó el Chitravathi. Un velo de tristeza descendió sobre el Mandir. El rostro de Baba era el único que se veía radiante. Parecía
disfrutar con el desconcierto reinante. El Director y otros imaginaban que si yo sumaba mis plegarias a las suyas, Baba podría
ceder y acceder a sentarse con nosotros en las arenas para bhajan e, incluso, aceptar el bhojan. Estábamos seguros de que las
arenas animarían la tarde, porque Baba se sentiría, naturalmente,
tentado a jugar con ellas y el juego podía desembocar en la creación de un medallón, un anillo, vibhuti o un ícono para ser adorado por alguien.
Baba se paseaba lentamente de Este a Oeste y de Oeste a Este en el galpón de bhajan, indiferente a la pléyade de devotos que
rogaban en silencio para que se repitiera la dádiva de la luna llena.
Cinco de nosotros, aproximadamente, caminábamos en grupo
tras de Él, a lo largo del galpón, siguiendo Sus pasos, ansiosos
por distraer Sus pensamientos, aunque temerosos del castigo que
podía infligirnos. “¡Swami! Hoy es día de luna llena. Tengamos la
reunión en las arenas del río…” rezábamos, mientras Él continuaba con Su ir y venir. Se detuvo al llegar al extremo Este del galpón
y volviéndose bruscamente hacia nosotros, nos espetó: “¿Piensan
que puedo transformar únicamente las arenas del Chitravathi? ¿Es
que no hay arena en torno al Mandir en construcción?” ¡De modo
que sabía que le estábamos suplicando ir hacia las arenas!
Por cierto que había grandes montones de arena de río en el
lugar donde estaba emergiendo Prashanti Nilayam. Entonces,
mientras Él continuaba Su paseo, le dije: “Swami, iremos al montón de arena y nos sentaremos allí para cantar bhajans”. Se detuvo en el extremo Oeste. No mostraba un ánimo condescendiente. “Sé que no son los bhajans lo que les interesa. Desean que les
entretenga con milagros. Y piensan que para eso debo tener arena”, se rió y giró para seguir caminando de vuelta al otro extre-
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mo. Le seguimos. Alguien dijo: “¡Muy bien, Swami! Sabemos
que puedes crear cosas desde el aire. No necesitamos acercarnos
a la construcción. Reunámonos en el Mandir. Un milagro puede
producirse aquí, ahora, si fueras benevolente”. Le felicitamos por
su agudeza mental y sumamos nuestras voces: “El dónde no importa en absoluto. Deseamos disfrutar felizmente de la luz de la
luna en Tu presencia. Eso es todo”. Baba se detuvo. Nos enfrentó
y dijo: “Milagro, milagro… eso es lo que claman. Pero nada saben de un milagro: ustedes… cada uno de ustedes… vuestra existencia misma es Mi milagro”. Echó por tierra toda esperanza de
diversión de luna llena. No obstante, a través de esa declaración
tan simple en apariencia, ¡reveló que era un fenómeno mucho
mayor de lo que cualquiera de nosotros hubiera sabido estudiando la historia humana!
¿Yo, Su milagro? Me sentí avergonzado por haber sido arrastrado a una trampa y por haber pedido regalitos triviales de este Baba
que afirmaba, como el Señor Krishna, que Él es la simiente que se
desarrolló en todo esto. Reuní a mis compañeros, apartándonos, y
me reí de mí mismo ante ellos por ceder al asalto de la tentación y
de la curiosidad infantil. Les dije que no sólo había que amar a Baba, que adorarlo, que acercarse a Él en busca de Gracia y dones, sino que, más que todo, había que “temerle”. Mientras estaba en
Shirdi, Baba inspiraba temor, porque nunca excusaba la mezquindad o la prevaricación. Este Baba de ahora es más compasivo, pero
ese día le encontramos más profundo que cualquier otro fenómeno
divino del que hubiésemos sabido que existiera en cualquier lugar o
cualquier época. “Ustedes son Mi mayor milagro”… ¿Quién se atrevería a hacer ese anuncio, salvo alguien que fuera Dios venido para
decir la Verdad en el idioma que entendemos? “En qué forma hemos de acercarnos, de aprender, de adorar y de obtener beneficio
de esta persona única en su género… eso es lo que cada uno de nosotros deberá determinar”, les dije. Cuando dijo que todos somos
Sus milagros, me acordé del Salmista que expresara su gratitud a
Dios: “Tú fuiste el que configuró mis partes internas; Tú me armaste en el útero de mi madre. Te alabaré, porque me llenas de asombro: eres maravilloso y maravillosas son Tus obras. Tú me conoces
totalmente; mi cuerpo no es un misterio para ti, tal como fui secre-
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tamente configurado, modelado en las profundidades de la tierra.
Tú viste como se desarrollaban mis miembros en el útero y en Tu libro se encuentra anotado, día tras día; y todos ellos fueron formados y ninguno se atrasó en crecer”.
No pude dormir esa noche; ni dejé que durmieran mis amigos
de Bangalore. Salimos quedamente de nuestras camas y nos sentamos en un apretado grupo sobre la arena, a la luz de la luna. Volvimos a reflexionar sobre la significancia de la declaración que había
escapado de los labios de Baba.
Baba lo había expresado tan espontánea, tan casual y tan enfáticamente que no podíamos descubrir en ello ningún brillo de fanfarria, de fantasía ni de ficción. No se trataba de una pose pedante. El
Dr. Thirumalachar indicó que Sri Ramakrishna había declarado que
Él era el Principio Divino que se había encarnado en forma humana, primero como Rama y más tarde como Krishna. Sin embargo,
le dijimos que esto había sido durante la hora final de su existencia
terrenal y como respuesta a un ruego que había de ser contestado.
Swami Vivekananda anhelaba escuchar de boca del Maestro, antes
que descartara su cuerpo, algo acerca de Su autenticidad. Para sus
adentros, había pensado: “Si solamente lo declarara, al menos ahora”… Y sucedió.
Sri Rathnayya señaló que en el Gita, el Señor Krishna dijo que
el misterio de que Él fuera Dios no había de serle revelado a cualquiera. “Esto no debe serle dicho por ti a nadie que no practique
austeridades o que carezca de devoción, a nadie que no disfrute con
el servicio, ni a los que hablan mal de Mí.” “Baba, sin embargo, declara aquí la ‘Guhyaad guhyataram jnanam’ (la verdad más secreta
que todos los secretos) para ti, para mí y para ellos, mientras camina por un galpón abierto para que todos lo escuchen. Para mí, éste
es el misterio”, dijo.
Intervino otra persona: “Este joven nació en una casa de muros
de adobe y techo de paja, en esta pobrísima aldea y cuidó ganado
en las riberas de este río. Como un diamante enterrado en las profundidades, reluce ahora con su esplendor original. ¿Quién creería
que este villorio se convertiría muy pronto en el Cielo en la Tierra?”.
El conocimiento de que volvíamos sobre nuestros pasos para pasar las horas de la noche, bajo el cielo estrellado, en las cercanías de
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nuestro “Hacedor y Maestro”, nos llenaba de una extraña mezcla de
humildad y de orgullo, de temor y de confianza, de vacío y de riqueza. Baba sabía que habíamos salido y que habíamos vuelto más contentos y más sabios, de modo que se abstuvo de hacer reproches.
Apoyada en la almohada, mi cabeza nadaba en círculos en torno a una estrofa del Gita (II, 29): “Una cierta persona considera Esto como una asombrosa maravilla. Así también, otra persona habla
de Esto como una asombrosa maravilla. Otro escucha acerca de
Ello como una asombrosa maravilla. ¡Sin embargo, pese a escuchar
todo Esto, nadie lo entiende realmente!” Yo he visto a Baba; Él me
ha hablado y yo le he hablado; yo he oído cosas de muchos… ¡No
obstante, Él sigue siendo una asombrosa maravilla, eludiendo la evaluación y saltándose los juicios! ¿Puede ser que esta persona, que
yace acurrucada sobre este camastro de hierro, sea el Principio Absoluto envuelto en vestidura humana? ¿Cómo puede ayudarme mi
fe infiel a serle verdaderamente fiel?
Unos pocos días en la presencia de Baba en el Mandir representaron una experiencia educativa, que nos inculcaba reverencia
por las fuentes básicas de la cultura india y nos enseñaba el proceso
del amor puro. Encontré a los padres de un niño de cinco años, de
un villorio próximo a Trichinapoly, al que había traído para ser iniciado en el alfabeto por Baba. Les dijo que había pasado por alto algunos ritos preliminares que habían de ser observados, de acuerdo
a los antiguos textos. Le cortó algunos rizos de cabello e hizo que le
raparan la cabeza a continuación; supervisó el baño que le dieron
antes de la iniciación. Con un movimiento rotatorio de la mano,
creó dos largos alambres de oro, aguzados como agujas en un extremo. Atravesó con ellos los lóbulos de las orejas del niño, ya que
esta perforación es otro de los ritos obligatorios para los niños hindúes. Luego levantó al niño y lo sentó en Sus rodillas, radiante de
alegría, y sujetando el índice de la mano derecha del chico en Su
mano, lo dirigió para escribir el OM, que encierra todos los sonidos
y palabras. La voz del hombre nace en la laringe y termina en los labios y así también, el OM surge en la garganta, rueda sobre la lengua y termina en los labios.
Baba visitaba con bastante frecuencia a los devotos en Bangalore. Mi mujer y yo nunca perdimos oportunidad de recibir Sus bendi-
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ciones. Mamá también se nos unía de buen grado. Pese a que eran
cientos los que se arremolinaban en torno a Él buscando la oportunidad de tocar Sus pies, Él se las daba con una sonrisa o un gesto
de Su mano, como lo habíamos notado, y permitía que se le acercaran. Solía quedarse con Sri Purnayya, el Superintendente Comercial de los Ferrocarriles del Sur. Su mujer, Nagamani Amma, era
muy gentil con todos los devotos de Baba. Su casa estaba abierta
para todos durante Su estadía. E incluso cuando Él ya había partido
hacia Puttaparti o cualquier otro lugar, solía pasar horas con devotos, narrándoles gustosa los milagros que había tenido el privilegio
de presenciar. Nos sentíamos atraídos hacia su casa, puesto que sus
reminiscencias constituían evidencias genuinas de la Divinidad de
Baba, que nosotros ansiábamos explorar y vivenciar cada vez más
profundamente. Mi alegría aumentaba escuchándola y nunca me
saciaba.
Baba visitaba el hogar de las hermanas de la Rani de Chincholi en Bangalore. Una vez, Baba nos invitó a su salón. La menor, Seethamma, había sido mi alumna mientras preparaba su BA
en la Escuela de la Maharani en Mysore. Baba habló en kannada,
de modo que pudimos disfrutar plenamente Su humor y Sus ocurrencias. Ambas hermanas habían perdido a sus maridos. La mayor, Rajamma, también había perdido una hija, aunque le quedaban un hijo y otra hija. Tenían a su anciana madre viviendo con
ellas. Baba recordó los días que había pasado con la hermana mayor de ambas, la Rani, en Hyderabad, cuando estaba en su momento álgido el frenesí comunal de los Razakars. Relató varios incidentes en los que había intervenido Su voluntad para salvar a la
Rani y a quienes la rodeaban. Habló de la profunda devoción que
el extinto Raja de Chincholi sentía por Él cuando estaba en Shirdi,
y describió la forma en que el Raja demostraba esa devoción a
través de la humildad y de la conmiseración hacia los pobres y los
necesitados. De ahí, Su charla derivó hacia el tópico de la dedicación y la entrega como sadhana: “Resulta fácil hablar de la entrega a Dios, ¡pero no son ‘libres’ para rendirse a El! Los sentidos, a
los que ya se han rendido ¡no les permitirán entregarse a ningún
ideal superior!”, dijo. “No han llegado a dominar sus mentes. Ellas
les arrastran hacia veinte direcciones diferentes. Ravana tenía diez
122
cabezas. Cada cabeza planeaba de manera diferente. ¿Cómo podía, entonces, rendirse a Shiva? ¡No es de extrañar que tramara
destronarlo!” Baba se volvió hacia mí y me preguntó: “¿Cuál es el
mayor error de Ravana?” No pude descubrirlo en el acto, de modo que Baba proveyó la respuesta: “Robó a Prakriti de Su Dueño.
Los científicos están cometiendo el mismo error hoy en día y van
a arrastrar a todos los que los alaban y los siguen hacia la perdición. Sita es la Naturaleza, Prakriti, la hija de la Tierra, encontrada en un surco. Ravana secuestró a Prakriti; la Ciencia está explotando a la Naturaleza, y se siente orgullosa de haberla conquistado. Ravana hizo caso omiso del Señor de la Naturaleza, Rama. La
Ciencia no venera la vida; no teme insultar ni lesionar a Prakriti.
Así, niega a Rama, el Señor de Prakriti”. Descubrí una nueva faceta de la personalidad de Baba: la infrecuente claridad y Su entendimiento de la condición humana contemporánea.
Baba le habló al hijo de la hermana mayor. Había sido seleccionado como funcionario en el Servicio Policial y estaba siguiendo un
entrenamiento especial en Mount Abu. Baba citó abundantemente
el Gita mientras le aconsejaba cumplir con su deber tan concienzudamente como le fuera posible y tan escrupulosamente como lo pide o exige la ley. Cuando el joven rogó que Baba le guiara y protegiera, Baba replicó: “Lo hago por todos los que buscan; es mi deber. He afligido al hombre con el hambre y debo darle alimento; he
plantado los árboles, por lo tanto riego sus raíces”. Me quedé estupefacto ante la revelación de la singularidad de esta Aparición. Había leído en el Sai Sathcharitha de Baba, que declaró en Shirdi que
Sus arcas del tesoro estaban repletas, por lo que podía darle a cualquiera lo que quisiese. Le había comentado en esa época a mis amigos que eso no era sino un alarde; ahora, sin embargo, Baba estaba
probando que el jactancioso era yo.
El anhelo de alojar a Baba en mi casa se agudizaba en cada una
de estas oportunidades de gozar de Su compañía y conversación en
los hogares de otros devotos. Pronto descubrí que esta dádiva constituía un acto de Gracia espontánea. No podía ganarse por ningún
otro medio que no fuera la oración. Un buen día, mamá se animó a
detener a Baba cuando salía de una sesión de bhajan y le planteó su
queja. Recibió la bendición. Él le respondió con un: “¡Voy a venir!”,
123
que repitió tres veces. Mas, ¿cuándo? ¡Cuando Su voluntad lo decida! Esta positiva promesa Suya, sin embargo, fue una fuente de
consuelo.
El Festival del Cumpleaños en 1948 y el Shivaratri de febrero
de 1949 nos llevaron a Puttaparti. Las celebraciones fueron simples, con la asistencia de unos cien devotos cercanos. Baba derramó Gracia sobre todos, incluyendo los hombres y mujeres de la aldea. La deliciosa comida fue la principal de las manifestaciones del
Cumpleaños. Shivaratri representaba la ocasión para la vigilia y el
canto de bhajans toda la noche. Baba se retiró a la habitación donde pasaba el día, en el momento en que el lingam debía emerger de
Él. Sólo unas pocas personas, además de dos acompañantes de Su
misma edad, se encontraban presentes durante la sagrada ocasión,
aunque también otros lograban el privilegio de ver el sagrado símbolo que se había formado dentro Suyo. También llegaban aldeanos
en gran número, con sus carretas cargadas de caña de azúcar, lista
para la molienda. Rogaban por las bendiciones de Baba para que la
caña diera bastante jugo y para obtener un buen precio por la melaza que hacían.
Me había construido una pequeña vivienda para mí en los suburbios de Bangalore. Tenía que caminar más de tres millas, con sol
o con lluvia, para llegar a mi escuela. Un día, ¡llovía tan torrencialmente que parecía que iban a comenzar a caer peces de las nubes!
Busqué refugio en un pórtico que ya estaba repleto de burros, vacas, perros y humanos. Sabía que el Jefe de Registros de la Universidad estaba en la ciudad. Resolví pedirle un cargo para mí como
Conferencista en una escuela universitaria de cualquier lugar, por
distante y ruinoso que estuviera, pero que me permitiera vivir cerca
de mi trabajo.
Me aventuré a salir a la llovizna de esos momentos y me dirigí
apresuradamente a la Universidad. El Jefe de Registros seguramente
estaba en el edificio central, al frente, pero primero tenía que dictar
una materia a una clase que me esperaba y de ahí me dirigiría a verle con mi petición. El Dr. Tirumalachar, el Director, esperaba en la
entrada misma y me recibió con un: “¡Congratulaciones! Baba le ha
bendecido: se irá a la escuela intermedia en Davangere como Director. El oficio universitario acaba de llegar. Mañana es jueves, el día
124
de la semana especialmente bendecido por Baba. Quiero que envíe
un telegrama de inmediato y que alcance a tomar el tren nocturno
que parte a las 21 horas. Lo dejará allá a las 7 de la mañana”.
Ya durante la primera entrevista Baba me había asegurado que
mi salario y mi posición en la Universidad subirían, ambos, muy
pronto de rango. Sus palabras se habían hecho realidad. Su Voluntad había predominado. De modo que, en Su Día, me presenté ante Sri O.K. Nambiar a quien iba a reemplazar, quien se despojó,
con sumo agrado, de la corona de espinas que llevaba en la cabeza,
para que yo me hiciera cargo de ella.
Me enteré que el Campus Universitario representaba la árida
arena para el enfrentamiento de facciones rivales, corrompidas por
cáusticas lealtades de casta; que el Vicecanciller había enviado a
cuatro Directores en cinco años a Davangere con la intención de
poner las cosas sobre rieles; que si no se me permitía funcionar, él
no vacilaría en cerrar definitivamente la escuela. De modo que, inconscientemente, ¡había traído conmigo una espada de Damocles
para colgarla sobre el templo de Saraswathi! No era una perspectiva muy agradable. Puesto que Baba me había mandado para allá,
confié en que las espinas de la corona se convirtieran en suaves nudos.
Instalé un retrato de Baba en mi despacho; rogué por Sus
bendiciones al entrar en él y cada vez que tenía que estampar mi
firma en alguna carta, cheque, documento, notificación u orden.
El mantra del Amor de Sai sanó la alergia crónica frente a cualquier actividad que oliera a educación de la que sufría una porción de los estudiantes. Con ese mantra, planté el arbolito del
servicio en los barrios de los Harijans de Davangere. La ciudad
tenía una fábrica de aceite vegetal, ya que era el centro comercial
del área productora de cacahuete de Mysore del Norte. También
era el centro de una región de tierras oscuras con cultivos de algodón en expansión. Por ende, también había tres fábricas de algodón. Tenía una barriada de choceríos de Harijans, aislada y
abandonada, cuyos residentes se ocupaban principalmente de
mantener limpia la ciudad. Elegimos el Rama Mandiram, una
choza de barro de diez pies de largo por ocho de ancho que los
Harijans habían construido en este barrio, como Centro de Servi-
125
cio de la escuela. Demarcamos una cancha de “volley-ball” y la
equipamos de postes, red y pelotas. Allí, en ese sagrado rectángulo, actuaban hombro contra hombro los estudiantes y los jóvenes Harijans, sirviendo, haciendo pases, saltando y marcando
tantos. ¡Qué diversión y entusiasmo amigable era aquello! Muchos eruditos de la sociedad ortodoxa hicieron oír sus voces de
sospecha y de temor, mas el idealismo de los estudiantes les ganó. Pegamos un boletín semanal en los muros del Mandir, con
imágenes pegadas que explicábamos gustosamente a los viejos.
Cantábamos bhajans, organizábamos discursos, charlas y obras
musicales. Cada vez que cualquier VIP o Ministro visitaba la escuela, lo llevábamos hasta el Mandir y lo persuadíamos con una
explicación. Algunos concejales de la Municipalidad no se sentían
muy felices, lo tildaban de alcahuetería, acusaban de exhibicionismo y nos acusaban de utilizar recortes de revistas a las que estaba suscripta la escuela; los muchachos, sin embargo, gozaban
con este cinismo y los programas se alimentaban de ello. Debido
a que sus propios hijos se encontraban involucrados y a que invitados distinguidos visitaban las barriadas, la Municipalidad se vio
obligada a mejorar los caminos y alcantarillas y a buscar un remedio para los problemas de los residentes. Repetí mis recitales de
Harikatha tanto en el Centro de Davangere como en algunas aldeas vecinas, como Malladihalli. El último día de mi ejercicio como Director, invité a los Harijans a un Harikatha sobre Nandanar, el santo Harijan del siglo XV, que fuera llevado al magnífico
Templo de Shiva de Chidambaram, por los mismos sacerdotes
Brahmines. Aquel día, presidió la reunión en el Rama Mandiram
el Ministro de Educación del Gobierno de Mysore.
Inicié también un novedoso programa rural como parte de las
actividades de la escuela. A cargo de esta rama de servicio, una Exposición Educativa Móvil, quedó la tropa de Rovers. Recolectamos
cerca de cien fotografías y las enmarcamos en tamaños uniformes;
cincuenta de ellas servirían para inspirar a los adultos y las otras
atraerían e instruirían a los niños. Preparamos también un conjunto
de aproximadamente veinte experimentos de laboratorio en física y
en química que despertarían asombro e implantarían la curiosidad.
Seleccionamos conchas poco comunes, ramas de coral, nidos de
126
pájaros, plumas de pavo real y cornamentas de ciervos. Las cajas
que contenían estas colecciones eran transportadas por autobús o
carreta a las aldeas circundantes, hasta treinta millas de distancia.
El montaje de la exposición se hacía en el salón de la escuela del
lugar. Se preparaban los experimentos (que eran demostrados por
los estudiantes), se colgaban los cuadros a las alturas apropiadas.
Fuera del local, la tropa colgaba banderitas y guirnaldas en los caminos. Uno de los scouts se paraba en la puerta del local, golpeando
el gran tambor que llevábamos con nosotros, para atraer a toda la
aldea al salón, hombres, mujeres y niños. Entraban en filas separadas y eran muy bien atendidos.
También los profesores habían de ser apartados de sus tendencias antiescolares y probelicosas. Hice el intento de reuniones sociales quincenales de los miembros del cuerpo académico, asumiendo
la hospitalidad ellos mismos en forma rotativa. Esto ayudó a la confraternización. Muy pronto surgió una jovial atmósfera de competencia en la provisión de los platillos del menú. Ésos eran días en
que Davangere estaba a diez millas de la Presidencia de Bombay y a
escasas treinta de la Presidencia de Madras. Un gran porcentaje de
la población de ambas Presidencias hablaba el idioma kannada y estaba ligado a los habitantes del Estado de Mysore por lazos culturales, de credo, familiares y comerciales. Impulsé a mi equipo de docentes para que fueran conmigo a las aldeas y poblados de los distritos adyacentes, afiliados a Bombay y a Madras y sometidos a las
presiones lingüísticas y culturales marathi, urdu y telugu. Hablábamos, en las reuniones de nuestros congéneres, en kannada, sobre
los santos y estudiosos, el arte y la cultura, los mitos y leyendas, los
héroes y heroínas que hicieran grande y gloriosa a la tierra kannada. Encontré un gran entusiasmo entre los maestros de mi escuela
por ampliar el proyecto. Como grupo de misioneros culturales visitamos todas las ciudades a las que nos llevaba el ferrocarril, desde
Davangere hasta Hubli y a las que nos transportara el autobús desde
Davangere hasta Hospet y Gadag.
No es de extrañar que le pudiera informar a Baba, cuando
me retiré del servicio activo a la edad de cincuenta y seis años
(la norma decía que debía dejar de servir al Gobierno cumpliendo los cincuenta y cinco años), en abril de 1954, dejando la
127
Universidad y Davangere, “Swami, ¡Tus bendiciones me permitieron pasar cinco felices años en ese lugar renombradamente
‘difícil’! Cuando me fui, se juntó una muchedumbre de Harijans
y de estudiantes para despedirme en la estación. Las guirnaldas
de flores casi me sofocan”. Swami dijo de inmediato: “¡Bien!” e
hizo girar Su mano. Creó ahí mismo un rosario de semillas de
tulsi. Cuando lo sostuvo frente a mis ojos, parecía ser como de
cuatro pulgadas, muy corto; pero cuando lo desenrolló y me lo
colocó en torno al cuello, tenía el largo apropiado. Baba nos
ayuda en cada paso y, cuando tocamos la cinta de la meta al final de la carrera, nos mima con regalos por haber ganado, a
través de Su propia y constante Gracia, ¡aunque pretendamos
que lo hemos hecho por nuestro propio esfuerzo!
No obstante, fueron muchas las cosas que sucedieron antes
de dejar mi cargo de Director. Mi hija me indicó que Baba estaría
llegando a Bangalore, para que pudiera presentarme en el lugar
que estuviera e invitarlo a pasar algunos días en mi casa, en la que
ella vivía ahora con sus suegros. (Recuerdo la primera vez que utilicé ese odioso término egocéntrico.) “¡Oh! ¿Es tu casa? ¿Cierto?”, interpuso Baba. “¡Swami! ¡Es Tu casa, toda ella es Tuya!”,
repliqué. Ante esto, espetó: “¿Quién eres tú para invitarme a Mi
casa? Puedo entrar y salir de Mi casa como quiera. A ti no tiene
por qué importarte”.
En una ocasión, era el día en que estábamos celebrando el
Festival de Ganesha. Me encontraba en Bangalore con mi mujer y
mi madre. Había accedido a venir, pero supe de algunos amigos a
los que también les había dado la benevolente seguridad de visitarlos. Cerca de una docena de devotos esperaban el don con las
puertas y los corazones abiertos; hasta las últimas horas de la tarde, y en la noche, Baba nos encontró a todos a Sus pies, con los
ojos rojos de resentimiento y las lenguas paralizadas por la tristeza. Baba parecía disfrutar de la escena. Dijo: “Realmente visité sus
casas. Nunca falto a mi palabra. ¡Díganme! Les dejé una seña a
todos y a cada uno. ¿No se cortó en pedazos la guirnalda de flores que había colgada sobre mi retrato?” ¡Sí, había sucedido en
cada caso! Nuestras caras se iluminaron, le tocamos Sus pies con
gratitud.
128
No hubo Festival de Dasara en Puttaparti en 1950. Se debió
a que el Prashanti Nilayam (la Morada de la Paz Suprema) que
hacía ya más de dos años que estaba en construcción en base a
los planos que Él diseñara, estaría listo para ser inaugurado junto
con el vigésimo quinto Cumpleaños de Baba, el 23 de noviembre, y se estaban haciendo elaborados arreglos para subrayar la
ocasión, que constituiría un paso mayor en la carrera avatárica.
Llegué sólo unos pocos días antes y me uní a hermanos de Hyderabad, Venkatagiri, Madras, Salem y Bangalore, para limpiar
los desagües y calles de la aldea y para levantar arcos de bienvenida a lo largo de la ruta de un cuarto de milla que tomaría la
procesión, desde el Mandir en la aldea hasta el Prashanti Nilayam en la ladera de las colinas hacia el sur. La ruta tomaba por
una angosta franja de terreno entre los verdes campos de arroz y
flanqueda por arbustos espinosos. Un ingeniero de Bangalore
que participó algunos días en la supervisión de la construcción,
me señaló un arbusto desde donde Baba solía tomar naranjas y
manzanas para él y para otros, cuando caminaban desde el Mandir al nuevo edificio para constatar los progresos. “Cómo deseaba que cogiera de ahí una botella de mi marca favorita de
whisky”, se lamentaba desvergonzadamente el hombre. Le tuve
compasión a la víctima.
Había miles en el camino esa mañana. Los devotos floristas
de Bangalore habían preparado un palanquín superlativo para
Bhagavan. Tenía gruesos rollos de rosas y jazmines colgados de
las esquinas del arqueado dosel. Baba se sentó sobre el lecho de
seda, debajo de una gran borla de hilos de oro. Levantado reverencialmente sobre los hombros de relevos de devotos, se movió
majestuosamente hacia el Nilayam. Flautas y tambores y una banda de clarinetes, cornetas, saxofones, gaitas y tamboriles, lo precedían, en tanto que grupos de bhajans cantaban a voz en cuello,
por delante, a los lados y atrás del séquito. Todas las miradas estaban dirigidas hacia el rostro del “Salvador” que le franqueaba la
entrada a una Era de Paz en la Tierra y de Buena Voluntad entre
los hombres. Muchos podían ver cómo el entrecejo de Baba revelaba el punto luminoso en el Centro, donde los sabios describen el
Tercer Ojo de Shiva. Notamos que Baba deshojaba juguetona-
129
mente las flores, juntando los pétalos hasta que Sus manos estaban llenas, para hacerlos llover sobre la multitud que caminaba a
Su lado. Cuando los pétalos llegaban al suelo o tocaban la cabeza
de alguien, ¡ya no seguían siéndolo! ¡Cada uno de ellos se había
convertido en una medalla de plata con la imagen de Baba en una
cara y la del Baba de Shirdi en la otra! Pero esta lluvia no era toda
de plata ni de medallas; caían anillos, monedas, chocolates, pasas,
nueces: cada regalo era una sorpresa para cada persona que lo
recogía. Fue así que una dorada alegría divina fue lloviendo por
todo el camino, de Norte a Sur.
Antes de que el palanquín tocase el suelo, y en medio de las
aclamaciones extáticas de la vasta masa humana, Baba señaló a los
portadores para que se detuvieran, arrancó un gran montón de pétalos que ya no eran ni de rosa ni de jazmín ni de ninguna otra clase
botánica familiar. También cayeron como brillantes monedas de plata, tal vez acuñadas en el cielo, con claras imágenes de Él mismo y
con la consoladora inscripción: “¿Por qué temer si Yo estoy aquí?”,
escrita en varios idiomas indios y en inglés. Supimos que la Era de
Sai estaba alboreando en todos los cielos, cuando esa Magna Carta
nos aseguraba la liberación del temor.
Entre los ingenieros que habían venido especialmente para
presenciar la inauguración, había algunos que vacilaban en recoger
las monedas. No querían ser “víctimas” de la histeria de masas. Preferían preservar intacta su lógica. Les mostré las dos que había conseguido y los persuadí para que comprobaran que eran genuinas.
Sin embargo, recurrieron a frases huecas para apoyar sus hipótesis
con anteojeras. ¡Qué lástima!
Veinticinco años más tarde, decidió encontrar a Baba un
psiquiatra de San Diego, California, el Dr. Samuel Sandweiss,
“para estudiar y para entender… para probar que los milagros
no existen (¡). A mi manera de ver, la fe en los milagros surgía
en base a fenómenos psicológicos tales como la histeria de masas, el delirio de grupo o de la capacidad de alguien para someter a otros a una misteriosa influencia, hasta el punto de alterarles la percepción de la realidad. Sentí que observar a Baba en
persona me permitiría formarme una idea de lo que podía haber sucedido en los tiempos de Cristo, ¡como para que se pro130
pagaran esas historias increíbles!” Estas frases han sido sacadas
de su libro Sai Baba y el Psiquiatra.
Vino y observó a Baba. Y, algunas páginas más adelante
del mismo libro, demostrando inconscientemente la insuficiencia del título que había elegido para él, escribe: “Esas historias bíblicas, evidentemente, no son simbólicas sino verdaderas. Lo divino se manifiesta, en verdad, con el objeto de enseñar. Dios aparece ciertamente en la Tierra. Existen fuerzas
en el Universo, poderes del ser que nunca podremos imaginar” y, en la misma página, exclama: “¡Sorprendente! ¡Increíble! ¡Impensable! La experiencia más extraordinaria e inconcebible: como si las ficciones científicas más inimaginables se
vieran convertirse en realidad”.
Sí. Él ha venido para aguijonear la soberbia de la ciencia y
la tecnología, porque quienes la practican están promoviendo,
a sabiendas o inconscientemente, la violencia, el odio, la codicia
y la tiranía. El nombre que le puso al Centro de Su actividad:
Prashanti Nilayam, simboliza la suma de las cualidades que ha
resuelto implantar en el corazón del género humano: amor, servicio mutuo, renunciación y fraternidad. “Prashanti”, implica el
Shanti o Paz Superior y no el intervalo de calma entre dos tormentas, sino la suprema e inalterable quietud serena de una
mente libre de pasiones, de un intelecto limpio y purificado para reflejar el Amor de Dios. Dice el Gita: “Prashanti es la naturaleza humana, cuando descansan las pasiones (Saaritha rajasam) y la razón es inmaculada (Akalmashram). El estado de
Prashanti no conoce el miedo (Vigatha bhee) porque no está
contaminado por la venganza o la voracidad”. Baba anunció
ese día, en Su vigésimo quinto Cumpleaños, muy tranquilamente, que no estaba inaugurando un edificio llamado Prashanti Nilayam, sino el Mundo como un vasto Prashanti Nilayam. Todo
aquel provisto de oídos podía escuchar el eco de ese anuncio alrededor del globo.
En visitas subsiguientes encontramos nuevos edificios que se
levantaban hacia la derecha de Prashanti Nilayam, destinados a
los devotos que desearan pasar algunos días en la Presencia. Desde los hornos cerca del pozo al lado oriental del camino, acarreá131
bamos cargas de ladrillos hasta el sitio en que los albañiles trabajaban con sus llanas. Baba, sentado en una silla, observaba las dos
largas cadenas de hombres y mujeres, pasando los ladrillos de mano en mano hasta que el montón junto al pozo era trasladado
hasta el montón junto al lugar de construcción. Luego, pasamos
en una sola y larga fila frente a Él, para recibir “el salario” de Su
mano: una moneda de cobre para cada uno, del valor de un cuarto de anna, circular, delgada y con un agujero en el centro, pensado por los gobernantes británicos de la India para economizar metal… ¡Representaba un valioso recuerdo de Su Amor, Su juguetona diversión.
Nos estaba enseñando que no teníamos derecho a explotar
el trabajo de nadie, por rico o pobre que fuera, por cercano o
ajeno. La gratitud es un rasgo noble, el aceptarla no es un signo
de debilidad ni lo es de superioridad el ofrecerla. Pese a que muy
pronto se elevaron cuatro edificios para alojamiento, la mayor
parte de nosotros encontraba lugar sólo en la aldea, en el Mandir
tan lleno de recuerdos felices para nosotros, pero bautizado patéticamente ahora como el “Viejo Mandir”; allí cocinábamos y comíamos, nos bañábamos y dormíamos, descansábamos y nos refrescábamos, nos reuníamos y conversábamos, pero en todo momento, el “nosotros” esencial permanecía en Prashanti Nilayam,
en donde estaba Baba. Asistíamos allá, dos veces al día, para los
bhajans. Preparábamos en nuestros fogones lo que esperábamos
fueran platillos apetitosos y, llevándolos con nosotros con nerviosa precaución, solíamos colocar los recipientes en torno a la mesa en la que Baba se sentaba a la hora de almorzar. Al igual que
en Shirdi, Baba comía aquí únicamente lo que le ofrecían los devotos. En Puttaparti, tenía a su madre y sus hermanas como devotos y también ellas presentaban sus experimentos culinarios
para su aceptación.
Volvíamos nuestros pasos hacia la aldea a mediodía y en la
noche, solamente después de que Baba se hubiera retirado luego
de estos “almuerzos” y “comidas” rituales. Cuando nos eran devueltos nuestros recipientes, nos encontrábamos conque Baba, en
Su infinita compasión, había sacado una cucharada. E incluso podía suceder que le dijera a alguna cabizbaja dama que retornara al
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Viejo Mandir con el platillo devuelto en su mano, observándola
desde la galería del primer piso: “Estaba sabroso tu rasam”, “Tu
arroz agrio sabía muy bien”, nada más que para hacerla sentir dichosa. “Tu bendición me hace feliz”, “Tus palabras son como
néctar para mi corazón”.
En Davangere no estábamos lejos de Baba, aunque el mapa indicara que estaba a doscientas millas de distancia. Tan pronto llegamos, una profesora llamada Padma, Bachiller en Artes y Educación,
pariente de la piadosa Subbamma de la familia del Karnam de Puttaparti, me trajo una carta de Baba en la que Él le daba a entender
que le estaba enviando hacia aquel retirado lugar, a “un padre” y
“una madre”. La adoptamos al instante. Había sido testigo de numerosos lilas infantiles de Baba y pude tomar copiosas notas para
mi libro sobre Él. Había tenido una extraña experiencia en la estación de ferrocarriles de Bangalore, en donde Baba, en Su forma de
Shirdi, la había persuadido para retornar a casa en lugar de aventurarse, como ella lo había decidido, hasta el teatro de operaciones de
un hospital en Mysore.
Baba, con una vigorosa personalidad de púgil, estaba vestido
con una larga túnica abierta en el cuello que le llegaba a los tobillos,
lucía una corta barba y caminaba ágilmente haciendo resonar unos
zuecos de madera. Le dijo que tenía un Ashram cerca del Vidura
Aswatha, un antiguo bananero sagrado plantado por el sabio Vidura, mencionado en la épica del Mahabharatha. (Puttaparti queda a
unas treinta millas de ese sagrado árbol.) También le dijo que, después de algunos años, iría a Shirdi con todos los discípulos que se
encontraban ahora en Su Ashram y se establecería allí. Luego sacó
un puñado de paquetitos de vibhuti de una bolsa que colgaba de Su
hombro y, dividiéndolo en dos mitades, le dio una a ella para su
propio uso y la otra “para la persona que será como un padre para
ti”. Y me escribió que iba a venir pronto con los paquetitos, porque,
a la noche siguiente, en Tumkar, tuvo un sueño en el cual el “mismo viejo” se le apareció y le preguntó: “¿No le has dado el vibhuti a
Kasturi?”
En diciembre de 1951, recibí una carta de Baba con el correo
del día, escrita en kannada, pero con escritura anglosajona. Yo no
leía ni escribía el alfabeto telugu y mi comprensión del lenguaje era
133
vacilante e incipiente. Por eso Baba tuvo que recurrir a este dudoso
método dual de correspondencia para comunicar Sus órdenes. La
carta me enorgulleció y me dejó compungido al mismo tiempo. Era
una orden envuelta en una petición. Debía descubrir el retrato de
Bhagavan durante la función del Día de la Escuela. ¡La función de la
Directiva Distrital de la Escuela Sri Sathya Sai Baba de Bukkapatnam! Como medida de abundancia de precaución, Baba había escrito que esta oportunidad única, representaba una muy preciosa
buena suerte.
Me sentí avergonzado de no saber hablar telugu, porque la gran
mayoría de la gente que se reunía en Bukkapatnam ese día, no tendría idea de inglés y el kannada era como esperanto para ellos. Fue
así que, después de aceptar con la mayor humildad el cometido, viajé a Bangalore, me confabulé con un profesor de telugu y escribí el
guión de la versión en telugu de mi intervención en kannada con escritura malayalam, mientras él me la dictaba palabra por palabra.
Llegué a Puttaparti y puse ante Baba este asunto a medio cocinar.
Él se rió al verme trémulo y desechó el manuscrito. Dijo que el discurso no había de ser artificial: debía ser “cordi-ficial”. Volví aliviado
a Davangere. Y enriquecido con un nuevo término idiomático.
La escuela secundaria de Bukkapatnam constituía un regalo
de Baba a la ciudad, la que debía su existencia y prosperidad a los
ingenieros en irrigación del siglo XIV contratados por el emperador Bukka del Imperio de Vijayanagar. Bukka mismo seleccionó la
orientación de los diques para una canalización a partir del río
Chitravathi. Baba asistía a la “educación media” en este lugar
cuando tuvo edad suficiente como para dejar la “primaria” en Puttaparti. No tenía necesidad de que se le enseñara: usaba al profesor para enseñarle a sus pares y compañeros que los hombres sabios y los mayores habían de ser reverenciados. Utilizaba a sus pares y compañeros para enseñarle a los aldeanos que los niños habían de ser apreciados como potenciales pilares de la sociedad. La
escuela intermedia a la que asistía en Bukkapatnam fue elevada a
la categoría de Instituto Superior con ayuda de una considerable
donación del Raja de Venkatagiri, quien fuera atraído a Puttaparti
por una serie de misteriosos sucesos producidos por la volición de
Baba. Baba tuvo que viajar a Madras para contactar al Jefe del
134
Ministerio y asegurar que se aceptara el Instituto Superior. Para el
“personaje” a cargo de la Presidencia parecía dudoso que un punto tan insignificante en el mapa mereciera una tan prestigiosa institución. Surgió también otra dificultad inesperada que había de
ser solucionada: si la escuela se ubicaría en el extremo oriente o el
poniente de la represa.
La escuela secundaria de Bukkapatnam representó la primera
incursión de Baba en la promoción y el auspicio de instituciones
educacionales para los jóvenes. Tuvo el honor de ser conocida
por Su Nombre. Él era el Presidente del comité escolar. La visitaba a menudo e impartía constructivos consejos al Director y al
cuerpo docente. Como parte de las celebraciones del Cumpleaños, Baba organizaba cada año una fiesta para los estudiantes de
la escuela, en Prashanti Nilayam. Conocía a cada muchacho por
su nombre y también sus antecedentes domésticos. Su simpatía
era profunda y se expresaba magnánimamente en la práctica. Le
regaló a la escuela un conjunto de instrumentos musicales para
que se pudiera formar una banda que actuara en todas las ocasiones festivas. Aprendieron a tocar bhajans para cuando se reunían
en Prashanti Nilayam. Como bendición de Cumpleaños, entregó
uniformes a los niños Harijans. Equipó a la escuela con muebles,
una biblioteca, un sistema de altoparlantes y un radiorreceptor. De
hecho, sustentó a Su escuela desde su nacimiento y continuó siendo su Patrono y Presidente hasta que se convirtiera en una de las
mejores instituciones de su género en el distrito, tanto en lo académico como en otras áreas.
El Día de la Escuela habría de ser presidido por el Honorable
Sri Koti Reddy, Ministro del Erario de Andhra. Baba me había
conferido el mote de Doctor Honoris Causa en Filosofía, que hizo
imprimir en la tarjeta de invitación para la función y elevó al rango de “Superintendente” el de Director. Se me llenaron los ojos
de lágrimas cuando vi impreso mi nombre como: “N. Kasturi,
M.A., B.L., Ph.D., Director, DRM College, Davangere” en los
anuncios.
Tenía en mi haber un número de tesis en estado fetal sobre
temas en que había puesto mi corazón con el objeto de lograr un
doctorado en Filosofía de las Universidades de Madras o de My-
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sore. No había podido seguir más allá de unos pocos capítulos
sobre Leyes fabriles en la India; casi llegué a completar un estudio sobre Los Últimos Rajas de Coorg; había copiado de la Secretaría de Estado de Cochin algunas docenas de expedientes sobre Mercaderes Holandeses en Cochin. Por ende, le tuve que
confesar a Swami, cuando caí a Sus pies en Bukkapatnam, que
no tenía derecho al Ph.D. Baba sonrió y me palmeó la espalda.
“Eres un Ph. D.”. Sri Vitala Rao, viejo amigo mío que había trabajado en el Departamento Forestal de Mysore, preguntó: “¿De
qué Universidad, Swami?”. Swami se volvió hacia él y respondió:
“Universidad de Puttaparti”. Treinta años después, en el Auditorio del Poornachandra, ante una concurrencia de cincuenta mil
devotos, con el Presidente de la Corte Suprema de la India presidiendo y el Gobernador del Estado de Maharashtra como Huésped de Honor, Bhagavan inauguró la Universidad de Puttaparti
—Instituto de Estudios Superiores Sri Sathya Sai— con Él como
Canciller y el Dr. Vinayaka Krishna Gokak, M.A., D. Litt, como
Vicecanciller… No hay ninguna palabra de Baba que pueda ser
casual, estéril o frágil.
Llegué a Bukkapatnam una hora antes de que comenzara la
función y le fui presentado amablemente a la distinguida compañía.
Cuando llegó mi turno, me levanté de mi silla y, afortunadamente
sin cometer torpezas, tiré de la cinta de la que colgaba el velo de seda, dejando expuesto el magnífico retrato del Señor. A continuación, colgué en él una guirnalda de flores.
Me dirigí a la concurrencia en inglés, como lo había permitido
Baba. Dije que las escuelas se honran colocando frente a sucesivas
generaciones de alumnos, los retratos de una u otra personalidad
inspiradora: ex alumnos distinguidos, donantes generosos e ilustres
personajes de nivel mundial. Mencioné que Baba había sido alumno
inscripto en los registros de la escuela cuando no era más que una
intermedia. Esto lo convertía en un “ex alumno” que cualquier escuela se enorgullecería de tener. También había sido personalmente
responsable por su establecimiento, su rango y su progreso. Baba
era un Fenómeno Divino cuyo retrato le daría fama y poder a cualquier institución que promoviera el conocimiento y prescribiera normas de moralidad y espiritualidad en cualquier país. El hecho de que
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Él era el Presidente del Comité de la Escuela era de un valor único,
destaqué; Baba amaba por sobre todo a los niños y los impulsaba
en todo momento a desarrollarse en capaces, eficientes y honestos
ciudadanos del mundo.
Ése fue mi primer discurso sobre Baba. Me regocijé cuando Él
me sonrió al ir a sentarme hecho un atado de nervios, después de
los diez minutos de tensión, en el borde de mi silla. Él me había indicado no usar notas, además de no pasarme del tiempo asignado. Al
Ministro le permitió hablar algunos minutos más. Su mujer, una famosa trabajadora social y oradora por derecho propio, también habló hasta que el público comenzó a impacientarse.
Llegué a Puttaparti, tarde en la noche, después de una comida en la presencia de Baba en la misma escuela. A la mañana siguiente, Baba me llamó a la habitación (popularmente conocida
como la “Korike”, una palabra telugu que significa “deseo”: la
habitación en que se cumplen los deseos, de hecho). Ese día, sin
embargo, ¡resultó ser para mí una “habitación de frustración de
deseos”!
Permítanme explicar. En una ocasión en que me quedara en
Puttaparti, algunos de los príncipes de la familia real de Venkatagiri,
me habían hablado de una travesura peculiar que le gustaba a Baba.
Cuando el momento era propicio, extendía Su mano hacia alguien
que tuviera un anillo con gemas engarzadas en el dedo, diciendo en
tono de crítica: “¡Oh, qué vergüenza! ¿Por qué estás cargando piedras sin que te paguen por ello? ¿Cuánto hace que realizas este despreciable trabajo? ¡Dame ese anillo!” Cuando la persona así interpelada (con una censura técnicamente correcta) se sacaba el anillo y se
lo colocaba en la palma, Baba solía soplarle encima y éste se transformaba en un anillo con un retrato en esmalte de Su Propia Forma. Y me mostraron un anillo que había sufrido el milagroso impacto del Divino Aliento.
Me nació el deseo de ver este milagro único y de llevar un anillo
así metamorfoseado. De modo que me mandé hacer un anillo de
oro con un gran granate engarzado en él. Estaba seguro de que al
verme cargar con una piedra más pesada que las que llevaban
otros, despertaría Su compasión. También esperaba que no dejara
de notarlo y que me lo cambiara por un bello retrato de mayor ta-
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maño. La atracción de la piedra era ineludible. Mas Baba me animó
a sufrir: pasaron dos años completos sin que me pidiera el anillo.
Una mañana entré en la Korike con el brazo derecho apoyado
en mi pecho, como para que el anillo quedara de modo que el brillo
del granate fuera bien patente: ¡Baba extendió Su mano por el anillo! ¡Oh! Lo coloqué sobre la sedosa palma. Mis dedos temblaban de
excitación. Baba continuó hablando: “¡Oh! Deseas tener un gran retrato para poder ufanarte de gran devoto. Así todos te envidiarían,
eso te haría famoso. No. La gente exhibe mi retrato en los dedos,
en relojes, en medallas colgadas al cuello, en los muros de sus casas,
en los altares de sus santuarios. No. Llévame en tu corazón. Ése es
Mi Hogar”. A continuación sopló Su Aliento sobre el anillo que sostenía entre Sus dedos. Ya no estaba allí: mi oro y mi granate se habían disuelto. Me tragué un suspiro, e inmediatamente después, un
sollozo incipiente.
Baba dijo algunas palabras de aprecio acerca de mi discurso del
Día de la Escuela. Preguntó acerca de mi madre y de mis hijos. Luego colocó en mis manos los paquetitos de vibhuti y abrió la puerta
para que yo pudiera salir de la habitación “en que se cumplen los
deseos”. Apenas si alcancé a dar dos pasos, cuando Baba me llamó
nuevamente. “¡Pobrecito!” —dijo con simpatía— “¿Quieres de vuelta tu anillo?” Luego, muy compasivamente, un dulce “¿No?”, y una
encantadora sonrisa iluminó repentinamente Su rostro, hizo girar
Su mano derecha y produjo lo que me impactó como un pedazo de
luz. Era un anillo de oro en el que estaban engarzadas nueve gemas
preciosas, ensalzadas en las leyendas con el poder de lograr al que
las lleve, los dones que los nueve planetas pueden otorgar: perla, rubí, topacio, diamante, esmeralda, lapislázuli, coral, zafiro y circón,
dispuestos de a tres en tres secciones. Lo puso en mi dedo. Calzó
perfectamente.
Dijo: “Ahora no me andarás anunciando como tuyo, incluso
antes de reconocer que eres Mío. Este anillo lo llevan muchos que
creen que los Navagrahas (nueve planetas) deben ser propiciados.
Poco a poco irás descubriendo que Mi Anugraha (Gracia) puede
vencer los siniestros designios de los nueve planetas. Hasta entonces, ten éste”. Salí de la habitación, la segunda vez, con una sonrisa
de oreja a oreja.
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Baba estaba ciertamente conmigo durante los años que trabajé
en Davangere. Hizo fracasar muchas conspiraciones para destronarme, desplazó hacia lugares distantes a muchas figuras claves alineadas en contra de mí. Protegió a los que me eran leales. Durante
los meses de vacaciones viajé a Bangalore y me ocupé desde ahí de
la correspondencia oficial. Una vez, la oficina de Davangere me envió un cheque extendido por la Tesorería local, por una cifra de cinco dígitos, que había que cancelar por concepto de beca a estudiantes de la escuela. También había enviado un sobre oficial franqueado, como para que yo pudiera devolver el cheque firmado, por correo certificado. Tomé un ómnibus y me dirigí al centro comercial
de la ciudad, con el sobre en el bolsillo. Llovía copiosamente. Terminé con unas pocas compras en cinco o seis tiendas y llegué al mesón de la Oficina de Correos, para encontrarme con mi bolsillo mojado y vacío. Mi cabeza daba vueltas por la impotencia.
Corrí desesperadamente, retomando mi recorrido y tratando de
redescubrir los micros que había tomado. Temía que la persona que
hubiera encontrado el sobre cobrara por sí misma el cheque en la
Tesorería. Incluso, si no lo hacía o no podía hacerlo, la situación me
acarrearía irrefutables acusaciones de negligencia, irresponsabilidad
y ausencia no autorizada de la sede, y me involucraría en amenazas
y excusas. ¡Ni siquiera llevaba conmigo el número del cheque! Por
ende, no podía telefonear a la Tesorería o enviar un telegrama informando el extravío. Sumido en el pánico, partí hacia Davangere
en el tren nocturno y llegué a la escuela como a las 8 de la mañana.
Llamé al contador con el objeto de obtener una carta escrita a máquina, informando al Tesorero y dándole instrucciones. El contador
llegó a las 9,30 horas.
Antes de que pudiera dictar la carta, entró el cartero con un
montón de correspondencia, entre la cual descubrí una carta certificada: ¡la que había extraviado en Bangalore! Dentro y a salvo estaba el cheque. Era evidente que se me había caído bajo la lluvia y en
alguna esquina de mucho movimiento. Había sido pisoteada. Un alma caritativa (¿Baba?) la había recogido y echado en un buzón cercano. El jefe postal que la seleccionara, había escrito en el sobre:
“encontrado en un buzón” y, puesto que el franqueo era correcto,
se había tomado el trabajo de registrarla y despacharla a la dirección
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indicada. ¡Así, había viajado conmigo en el nocturno y llegado a mi
despacho junto conmigo! Nunca revelé a mis asistentes lo sucedido
ni porqué les había sorprendido con mi llegada.
Los exámenes de setiembre, conducidos por la Universidad de
Mysore, de la cual mi escuela era miembro, comenzaban. ¡Y era
Dasara en Puttaparti! Como Director, debía dirigir los exámenes,
abrir los paquetes sellados con los cuestionarios y distribuir estos formularios entre los examinandos, organizar a los supervisores, empaquetar los formularios respondidos y hacerlos llegar a los examinadores. Como devoto, anhelaba asistir al Festival de Dasara, por lo
menos durante los últimos tres días, con mi mujer y mi madre. Afortunadamente, esos tres días eran feriados para todas las escuelas,
incluyendo la mía. Por lo tanto, le telegrafié a mi mujer para que estuviera en la estación de Bangalore al día siguiente en la noche y
que esperara allí mi llegada desde Davangere. Desde ahí podíamos
seguir juntos a Puttaparti en tren. El plan era perfecto hasta esa disparatada mañana.
Los examinandos habían tomado sus asientos. Los sobres sellados estaban frente a mí. Tomé los cuestionarios y me dirigí a la primera sala. Los comencé a distribuir entre unos veinticinco estudiantes. Repentinamente hubo un vocerío a gritos. Los veinticinco se levantaron en protesta: ¡los cuestionarios no guardaban relación con
el tema sobre el que debían ser examinados esa mañana! ¡Trataban
sobre historia de Gran Bretaña!
Tenían razón. Yo estaba equivocado. Recogí los papeles de sus
manos. Corrí de regreso a mi despacho; abrí la caja fuerte; extraje
el paquete correcto; con dedos temblorosos abrí los sellos y distribuí
los cuestionarios. Me senté cabizbajo en el sillón de mi despacho,
rumiando el daño. Me levanté, cerré la puerta. Me puse frente al retrato de Baba y lloré.
“¿Qué es esto que me ha pasado? ¿Por qué, oh, por qué había
permitido que me equivocara tanto? ¡El texto sobre la historia de la
India se hacía seis días después! Ahora habría que reunir a la comisión examinadora en Historia para discutir y decidir sobre un nuevo
cuestionario… Éste habría de ser impreso y despachado luego a
cerca de quince Centros en donde había alumnos esperando. Una
tarea prácticamente imposible de cumplir en seis días. Aquellos a
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los que no les era grato, aquellos a quienes había disgustado, los que
no me tenían simpatía, todos ellos se agruparían ahora. A los examinandos, cerca de cuatrocientos, habría que convocarlos a los centros dos semanas más tarde, por lo menos. Esto, ciertamente, levantaría una ola de indignación, puesto que le supondría un gasto
grande a cada estudiante, además de todos los inconvenientes para
todos los implicados”. Eso le dije a Baba, llorando. Le envíe un telegrama a mi mujer, indicando que yo tenía que ir hasta Mysore por
asuntos urgentes, de modo que ella y mamá podían viajar solas desde Bangalore a Puttaparti, tal como se había planeado. Yo no podría sino llegar más tarde.
Tomé el tren nocturno a Mysore y llegué a las 7 horas. Me fui
directamente a lo de mi amigo el Encargado de Registros. Él calmó
en gran medida mis temores. Me dijo que estaban en Mysore dos
miembros más de la comisión examinadora de Historia y que podían
ser contactados. Telefoneó a la imprenta del Gobierno y le indicaron que podían tener lista la impresión de los cuestionarios esa noche, siempre que les fueran entregados hasta las 14 horas a más
tardar. Indagó acerca del servicio de correos y descubrió que el feriado de Dasara comenzaría recién dos días más tarde. Quiso que yo
lo esperara en casa del Vicecanciller, cerca de las 10,30 horas, porque debía asistir a una reunión histórica en el Crawford House, donde el Jefe del Ministerio, Shri Hanumanthaiya, iba a lanzar un revolucionario programa de estudios y un sacudón administrativo sorpresa. Sugirió que yo también podía asistir como Director de mi escuela y recibir después los inevitables “reproches” y “censuras” del
Gran Mogul. Su casa estaba en las cercanías de nuestro destino.
De modo que tomé asiento en el Crawford Hall, justo bajo las
narices destinadas a husmear en mi estupidez, unas horas más tarde. Muchos me felicitaron por mi entusiasmo por estar presente para el lanzamiento de un plan educacional que afectaría a millones…
¡un entusiasmo que me había hecho viajar toda la noche entre Davangere y Mysore! Le respondí a cada uno de ellos con una amplia
sonrisa, aunque absolutamente falsa.
La función comenzó con un estallido. El Jefe Ministerial entró
al hall al son de trompetas y tambores. Cuando se puso de pie para
hablar, toda la sala quedó sumida en un denso silencio. Pronunció
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sus primeras palabras en inglés, ante lo cual los estudiantes, en el
fondo del hall, aglomerados en las puertas y asomados a las ventanas, comenzaron a gritar: “Kannada Zindabad”, “Angreji (inglés)
Murdabad”, “Kannada Matha Ki Jai”. El coro de imprecaciones era
ensordecedor. El Ministro retornó a su asiento. La policía sintió que
su intervención era esperada en la situación. Comenzaron a llover
los golpes sobre los jóvenes tanto dentro como fuera del hall, en especial sobre los que trataban de esquivarlos. El Ministro le lanzó algunos punzantes adjetivos al Vicecanciller, sentado a su lado. Vi que
tenía las orejas gachas. Me di cuenta de que se estaban usando gases lacrimógenos para dispersar a la gente y para que pudiéramos
retirarnos a salvo.
Finalmente, cuando pude pasar por entre las nubes de gas, corrí a la casa del Vicecanciller y tomé posición en la galería, para que
no dejara de verme al llegar. El Encargado de Registros ya estaba
dentro, listo para intervenir si se requería. Se pudo ver al Vicecanciller entrar rengueando, rumiando acerca de los calamitosos incidentes y los selectos vituperios que le llovieran, cuando los estudiantes
de sus escuelas se convirtieron en fanáticos luchadores por la causa
de su silenciada lengua materna. Sus ojos estaban tan enrojecidos
como los míos por los efectos del gas. “¿Qué hay de nuevo?”, me
preguntó, dejándose caer en una silla frente a mí. “Me metí en algunos problemas”, repliqué. “¿Con los estudiantes?”, preguntó, con
voz temblorosa. “No, Señor. Esta vez son sólo míos y causados por
mí”, dije. Eso lo tranquilizó. Se puso de pie y extendió la mano para
un apretón. “Me alegro”, comentó. “Durante todos estos años, usted ha mantenido tranquilos a los estudiantes de Davangere. ¡Mire
la confusión que hay aquí, esta mañana!”, se lamentó encendiendo
un cigarro. Le hablé del error que había cometido y de la urgente
necesidad de arreglar las cosas. Se volvió a levantar. “¡No se preocupe, Kasturi! Errores como ésos se producen hasta en las instituciones más organizadas. Mientras logre mantener a sus estudiantes
bajo control, estoy dispuesto a pasar por alto cualquier error que
pueda cometer”. Luego llamó al Encargado de Registros.
Me retiré a otra habitación para escribir un borrador de cuestionario sobre historia de la India. Antes de una hora llegaron otros
dos miembros de la comisión examinadora y lo firmaron, aprobán-
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dolo. A las 12 en punto fue enviado a la imprenta. Uno de los
miembros de la Comisión había sido alumna mía y se ofreció para
corregir la prueba. La Oficina de Correos confirmó que los paquetes llegarían a tiempo a los Centros.
El Vicecanciller me dio una retumbante palmada en la espalda:
“Siga adelante, señor Kasturi, tan felizmente como hasta ahora. No
pierda su sentido del humor. No se han venido abajo los cielos. Los
estudiantes están tranquilos. Todo está bien. Ahora puede partir hacia su Puttaparti”.
Salí a las 15 horas y llegué a la estación donde mi mujer y mi
madre me esperaban ver bajar del tren de Davangere. No habían
recibido mi telegrama, pese a que lo había enviado “Urgente”, pagando un monto extra. Baba no había alterado nuestro itinerario.
Baba me llamó a Su habitación en el último minuto de mi estadía.
Le rogué: “¡Swami! No quiero continuar como Director de la escuela. Es demasiado…”. Swami me interrumpió con: “¿Qué es lo que
realmente sucedió? Sé que abriste un paquete en lugar de otro. Lloraste ante mí… ¡y, eso, en tu despacho! ¡Bien! Tu jefe te mandó
acá con una palmada en la espalda… ¡No lo sabré yo! Ésta no es la
primera vez que te has equivocado. Yo estoy siempre contigo. ¡Sigue tropezando! Yo seguiré salvándote de lesionarte”.
Me volví, estupefacto ante la ilimitada compasión de Baba.
De Su percepción consciente de cada acto, de comisión u omisión, de aquellos a quienes ama. No me atrevo a agregar “y aquellos que le aman”.
Porque, ¿cómo podría declarar, con la mano en el corazón, “le
amo”? Le temo, me siento fascinado por Él, le adoro, anhelo escucharle hablar consoladoramente conmigo y con otros. Mas, no sé si
le amo así como Él me ama a mí.
La profesora que me fuera dada como “hija” constituía una inspiración en Davangere. Nos contaba muchas historias de la temprana vida de Baba en Puttaparti. Lo había visto crecer como gurú.
Había sido testigo de las asombrosas manifestaciones del Todopoder en la Colina de Kalpataru. Había tenido visiones del Tercer Ojo,
de Él como Krishna en el columpio, de Baba como Varalakshmi y
como el Sai de Shirdi. Recordaba los días pasados y elevaba su corazón en oración a Baba al igual que la tierra sedienta por la lluvia.
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No se había casado. Sin embargo, con ánimo de broma, escuché a
Baba dirigiéndose a ella como “viuda” (un apelativo de mala suerte),
cosa que la hirió. Pero Baba pareció gozar con su reacción. Un día
hablé en favor suyo, mas Baba dijo, como explicación: “¡Sí! Su marido se ahogó en el Yamuna”.
Ella estalló en lágrimas y se le pidió que le preguntara a sus padres acerca de qué persona se trataba y de cómo había sucedido.
Ellos contaron el incidente que había sucedido hacía diecisiete años
en verdad. Todos lo habían borrado de la memoria, salvo Baba. Dijeron: “Hace mucho tiempo, cuando eras una pequeñuela de cinco
años, nuestro vecino en Chamarajapet era un ardiente devoto de
Krishna. Pertenecía a Udipi el sagrado lugar del culto a Krishna. Era
dueño de un hotel en la ciudad y su negocio era floreciente. No tenía hijos; gastaba su dinero y la mayor parte de su tiempo haciendo
puja para un encantador ídolo de mármol que había adquirido en la
misma Mathura. Cada día despertaba a Krishna, lo bañaba, lo vestía, lo alimentaba, lo abanicaba, le daba leche tibia y manteca endulzada y le ponía a descansar y a dormir.
”Un día, decidió celebrar el matrimonio de Krishna con Rukmini. El Pundit, cuyas peticiones no podía desechar, le aconsejó
conseguirse un despierto querubín que hiciera las veces de novia.
De modo que Padma fue llevada por sus padres a la casa vecina e
inducida, por medio de liberales regalos de caramelos, a desempeñar el papel de novia. Se la vistió con ropas nuevas de seda y de
terciopelo, y le pusieron guirnaldas en el nombre de Krishna,
mientras un grupo de brahmines recitaban los mantras apropiados
en voz alta.
”Pasaron algunos años y Padma olvidó por completo aquel
festival y la fiesta que lo siguió. El mandala sutra fue cambiado
por dinero contante al día siguiente mismo, para gastos domésticos urgentes. También el vecino fue perdiendo su fanática veneración por Krishna. Sus negocios decayeron. Sus empleados se
reían de él porque decían que había despilfarrado una fortuna en
corpulentos brahmines, codiciosos pundits y el sordo ídolo de
mármol. Muy poco después enloqueció. No podía soportar la visión del Krishna al que antes amara como a la niña de sus ojos.
Lo metió en un saco, lo llevó en tren hasta Mathura (la ciudad
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natal de Krishna) y en una noche oscura, se adentró caminando
en el río y dejó caer en sus aguas al amado enemigo que lo había
exprimido. Padma, la novia de cinco años quedó inscripta como
‘enviudada’ en el Libro de Dios debido a ese desesperado crimen.” No resulta extraño que Baba le hiciera bromas y se riera
de su novelesco duelo.
Cada vez que Padma iba a Puttaparti (lo hacía a menudo, ya
que la segunda mujer del Karnam era su tía) Baba le hacía contarle
acerca de cómo nos iba. Un día, ella le dijo que mi madre se sentía
apenada de no ser bendecida por Su darshan por largo tiempo, ni
siquiera en sueños. Baba reaccionó comprensivo. “¡Sí! La anciana
señora tomó Mis manos cuando se despidió y rogaba que le diera
darshan en sueños. Satisfaré sus deseos esta misma noche”. Padma
escribió para preguntar acerca de lo sucedido, indicando la fecha de
la promesa de Baba.
¡Maravilla de maravillas! Cuando llegó la carta estábamos aún
dichosos porque Baba había visitado nuestra casa. Esa misma noche, mamá había salido bajo el mosquitero que cubría su cama, se
había parado junto a ella y caminó algunos pasos hacia la puerta
(que estaba “abierta”, como dijo) en cuyo umbral estaba parado Baba, a plena luz del día. Alborozada se tiró a Sus pies, tendida en el
suelo. Cuando levantó la cabeza, no se veía a Baba en la oscuridad.
Me llamó a mí, desperté, encendí la luz y para mi enorme sorpresa,
encontré a mi madre, sonrojada de excitación, tartamudeando acerca de su experiencia.
Padma entró cojeando una noche en nuestra casa en Davangere. Su tobillo derecho había sufrido una seria torcedura al bajar
los escalones de la escuela. Tenía fuertes dolores. Esa noche,
acostada y con la luz encendida, se quejaba a Baba por descuidarla y le rogaba que la librara de la ignominia de andar cojeando
por la calle llena de gente por la que debía pasar para llegar hasta su escuela. Repentinamente Baba la llamó por su nombre y
cuando fue a abrir la puerta para dejarlo entrar, Él le dijo: “No
me eches la culpa a Mí por tu descuido”. Traía con Él una botella
con un espeso líquido amarillo y una esponja. “¿Cuál es el pie
que resbaló en el peldaño?”, preguntó. Le aplicó el remedio y se
fue desvaneciendo. Y Padma se quedó dormida. Ni siquiera cerró
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la puerta. A la mañana siguiente, llegó caminando a saltitos y
ágilmente a nuestra casa. Nos mostró el pie que estaba cubierto
por una gruesa costra amarilla, que no podía lavarse, ¡ni siquiera
con agua caliente y jabón!
La omnivolición puede hacer que suceda cualquier cosa en
cualquier parte. Puede aparecer en la Forma de Sai en un centenar
de lugares y ejecutar cien tareas diferentes; y, sin embargo, puede
ser Él Mismo, inmutable, no afectado. El lo llama Su Sankalpa, la
realización inmediata de Su voluntad, la proyección de Su personalidad hacia cualquier tarea, la concretización de Su pensamiento. Nos
asegura que cada uno de nosotros tiene como núcleo esa misma
omnivolición. Cada vez que lograba tal atisbo del Amor que Él encarna, resolvía y le rogaba a Baba que fortaleciera mi resolución de
amar a Baba, con todo mi corazón, toda mi alma, toda mi mente y
todas mis fuerzas. Porque Baba nos ama sin calcular nuestras calificaciones, sin insistir en devoluciones e incluso ignorando, como meros errores, nuestros pecados y nuestros vicios.
Tuve la buena suerte de ser testigo del efecto de la alquimia del
amor de Baba en Ananthappa, que le hizo amar a Baba tan intensamente como yo deseaba hacerlo. Su fe en Él y en Sus directivas
era más firme y más profunda que la mía. Él era uno de los dieciséis
“peones” que mi escuela tenía en sus listas. Yo lo había heredado de
Nambiar. Los peones tenían trabajos asignados en la oficina, la biblioteca, los laboratorios, el gimnasio, el albergue, etc. En esos días,
el Director podía retener a uno de estos peones para el servicio en
su residencia. Elegí para mí a Ananthappa, porque, según Nambier,
era el más necio de todos y él lo había tenido que soportar por dos
largos años. Si su amo hubiera sido cualquier otro miembro del personal de la escuela, el tontito perdería su trabajo en menos de una
semana, temí. Ananthappa era un alma piadosa. Le encantaba dar
vueltas por la ciudad para comprar las flores, las varitas de incienso,
el alcanfor y frutas para el puja de Baba que mi mujer y mi madre
hacían cada mañana y para los bhajans que teníamos los jueves. No
era ningún rigorista en cuanto a la exactitud matemática. Sumaba,
restaba, multiplicaba y dividía según los dictados de su fantasía. Por
este motivo, debía ser enviado una y otra vez a la misma tienda para devolver el dinero extra que debíamos por las cosas compradas y
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traídas. La mayor parte del tiempo dormitaba en el piso de madera
que se ponía para él, dentro de la casa, junto a la puerta de entrada.
Sin embargo, despertaba de inmediato cuando sonaba la campana
del puja y observaba desde la ventana el rostro de Baba. Tan pronto
se colgaba la nueva guirnalda sobre el retrato, mi mujer ponía en las
manos de Ananthappa la guirnalda descartada. Para él, eso era un
tónico, un talismán, un tesoro.
Una vez que fuimos a Puttaparti, le llevamos con nosotros. Baba me dijo que había sido un Vibhishana en Lanka. Hanuman,
quien saltara por sobre el mar para aterrizar en Lanka, encontró,
mientras buscaba el escondite en donde Ravana había confinado a
Sita, un solo lugar en donde pudo sentir intensas vibraciones de dedicación y devoción hacia Dios en esa ciudad dorada. Era allí donde
vivía Vibhishana, el hermano menor de Ravana (el titánico tirano).
La choza de Ananthappa rebosaba la fragancia de pensamientos
sátvicos. La atmósfera no estaba enrojecida por la ira ni ennegrecida por el rencor. Fue como reconocimiento de su simplicidad y sinceridad que Baba le bautizó según el piadoso hermano de Ravana.
Para mí, significó también una palabra de advertencia en cuanto a
no tratarle como a un mero patán incapaz de cumplir con las diligencias más elementales. También me reveló el valor de una dieta
democrática de Amor, la única que puede sustentar a los peregrinos
que van en camino hacia Dios.
Baba le dio un claro aviso una vez, por medio de un sueño. ¡Su
mujer tuvo, simultáneamente, el mismo sueño! Su mujer estaba en
la lista de empleados de la escuela, como auxiliar en el tocador de
las estudiantes. Su hermana era empleada en una fábrica de hilados. Una noche, su marido, absolutamente ebrio, comenzó una riña
y la golpeó con un bastón hasta dejarla caída en los umbrales de la
muerte. Baba apareció en el sueño de Ananthappa diciendo: “¡Eh,
levántate! ¡Anda a ver lo que le está pasando a tu cuñada!” Su mujer se levantó, advertida por el mismo sueño, al mismo tiempo. La
pareja corrió a la choza, en la misma barriada, y la hermana se salvó de las garras de la muerte.
Baba asumió con gran afecto la función de proteger y de
guiar a Ananthappa. En una oportunidad, cuando yo dejaba la
Presencia para emprender el viaje de regreso a Davangere, Baba
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me sorprendió trayendo un retrato Suyo de gran tamaño y, pasándomelo, dijo: “Lleva esto a Davangere y ponlo en el santuario
de Ananthappa”, con una sonrisa iluminándole el rostro. Ananthappa vivía en una choza de barro, en medio de otras cien similares, a una milla de la escuela. Su hijo e hijas cantaban bhajans en
una pieza de 8 por 6 pies. Su nombre estaba en boca de los profesores y asistentes, no solamente de mi escuela, sino también de
la escuela de Ingeniería. Muchos de ellos transitaban por las embarradas calles de la barriada, para sentarse sobre losas de piedra
fuera de la casa, a escuchar los bhajans y recibir ansiosos la sagrada ceniza después del Arathi.
En ese santuario instalé el retrato donado por Baba. La piedra
rechazada por los constructores había sido aceptada por Baba como piedra angular para Su mansión en Davangere. ¡Qué ocasión
de éxtasis elevador fue aquélla en esa colonia de miseria y descontento! Muy pronto se convirtió en un pequeño Prashanti Nilayam.
Ananthappa solía estar sentado, solitario y por largo rato, perdido en silenciosa meditación o conversando con Baba sobre todo
lo que le preocupaba. Se paraba frente al retrato y protestaba en
contra de Baba, en su propia desmañada manera, por dejar caer
una flor para él desde el retrato de Shirdi Sai colgado por encima
del de Sathya Sai Baba. Hacía pucheros con la boca e insistía:
“¡No! Sólo te veo a Ti, Baba. Soy Tuyo más que Suyo. ¡Tienes que
darme esa flor!” y, oyendo su ruego, Baba aflojaba una flor de la
guirnalda en torno a Su retrato, lanzándola rectamente hacia la mano extendida de Ananthappa. Ciertamente, la luz brilla sobre los justos y la alegría se derrama sobre los buenos.
Conozco sólo unas pocas ocasiones en que Baba le haya dicho
a los parientes de alguna persona enferma que no hay esperanzas
de sobrevivir. Sabe que muchos no entenderán y que, de todos modos, se lamentarán ruidosamente, como si la muerte significara el
fin de la carrera de una persona. Es un desvestirse y un vestirse; el
alma aún no ha llegado a ser lo suficientemente inmaculada como
para pararse desnuda ante Dios. Pero, cuando enfermó seriamente
la hija mayor de Ananthappa, Baba le aconsejó no correr tras los
médicos ni gastar dinero en píldoras y cápsulas, jarabes y mixturas.
“Será liberada de la vida antes de fin de mes”. Ananthappa pasó el
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resto del mes rumiando por sí solo la verdad de que la muerte no es
más que el ocaso del alma, para que le puedan ser revelados los cielos estrellados antes de que vuelva a asomarse a un mundo desgarrado por la lucha. Cuando su mujer fue mordida por un perro al
que todo el vecindario consideraba hidrófobo, ella se rehusó a creer
en Pasteur y se curó sólo a través de Puttaparti. La mayoría de los
“peones” de la ciudad se convirtieron en clientes de Ananthappa,
del vibhuti que había colocado frente al retrato enviado por Baba.
Se quedaban para los bhajans y cantaban con él para poder merecer el regalo.
Una de sus hijas menores estaba casada con un empleado de
los ferrocarriles de Mysore. Vivían en uno de los suburbios menos
equipados de Bangalore. El hombre tenía una naturaleza muy celosa. Cuando su mujer abría una ventana, ¡estaba seguro de que era
para mirar a alguien que iba pasando! La mantenía como prisionera
en la casa oscura. La golpeaba a menudo con el pretexto de su coquetería. Los esfuerzos de Ananthappa y de otros para tranquilizarlo y llevar armonía a la familia fueron inútiles. La pobre mujercita, le
hizo un día una proposición a su marido: “Llévame con Baba y pregúntale a Él: si dice que soy y que seguiré siendo una mujer fiel,
mantenme a tu lado. Si no lo dice, le pondré fin a mi vida. Hay pozos lo suficientemente profundos en Puttaparti”. Ananthappa y su
mujer fueron a Bangalore y acompañaron a la hija y al yerno a Puttaparti.
Baba, durante la entrevista, le dijo al testarudo yerno que ella
era tan pura como Sita, la consorte de Rama, y como Parvati, la
consorte de Shiva. Eso resultó un trago demasiado amargo para el
orgulloso hombre. Perdió la compostura allí mismo y lo contradijo a
gritos. Acusó de infidelidad a la muchacha y exigió una compensación. Baba lo empujó suavemente fuera de la habitación y cerró la
puerta. Le dijo a Ananthappa: “No te preocupes. Puede ser pacificado. Es un buen tipo. Van a vivir felices”.
Llegaron a Penukonda demasiado tarde como para alcanzar
el tren del día. De modo que se quedaron hasta cerca de medianoche en la misma estación, con el yerno manteniéndose algo alejado, rumiando su ira en contra de los gurús y planeando golpe por
golpe. Cuando llegó finalmente el tren, hizo subir a Ananthappa,
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a su hija y a la madre a un compartimiento de tercera clase, en
tanto que él se acercó a uno de los conductores para pedirle permiso para dormir en uno de los de primera, en que los camarotes estaban vacíos, indicándole que ningún pasajero subiría durante las horas de la madrugada. El guarda sabía que era así y se
lo concedió, puesto que, además, era empleado de ferrocarriles
y viajaba gratis.
El resto de la historia lo relató el mismo guarda. Se produjo de
manera inesperada. Yo no tenía idea del sufrimiento de la hija de
Ananthappa. Estaba en Bangalore ese fin de semana. Zapateando
por las calles de la ciudad por toda clase de diligencias, estaba demasiado exhausto para caminar de regreso a casa, de modo que
me paré en la parte ancha del pavimento frente al Vidhana Soudha,
bajo el letrero de PARADA DE AUTOBUSES, esperando el arribo
de uno que me llevara en mi dirección. No pensaba en otro vehículo, porque los conductores son unos pícaros superlativamente temperamentales. Justo en esos momentos apareció un “jukta” con un
pasajero solitario. Al verme congelándome allí, me habló con tono
respetuoso. Dijo: “Los conductores están en huelga hoy. Suba
aquí”. Se trataba de un antiguo alumno mío. Subí. “Señor —me dijo— desearía ir a Puttaparti y tener el darshan de Sathya Sai Baba”.
Me quedé boquiabierto. No podía imaginar que un individuo que
era un fornido zaguero de fútbol, cuyo cráneo era tan grueso que
una vez cabeceó la pelota directamente al arco, para ganar el partido, y que ahora era un guarda de ferrocarriles que agitaba linternas
y banderas, pudiera albergar sed por un refresco espiritual. Le pregunté: “¿Por qué? ¿Qué te ha sucedido?”
“¡Señor! La otra noche estaba de guarda en el tren proveniente de Guntakal. En Penukonda, le permití a un empleado de
ferrocarriles subir a la primera clase, aunque no tenía derecho sino a la segunda; pero todos los camarotes estaban vacíos y era
más de medianoche. Cuando el tren se detuvo, hora y media
más tarde, en Thondebhavi —usted sabe que no para sino diez
minutos— el hombre de marras bajó de un salto, demostrando
gran dolor y lamentándose a gritos. Se masajeaba las mejillas con
ambas manos. Corrí hacia él; los porteros me seguían a mí;
pronto estuvo rodeado por mucha gente. “¿Quién más está en el
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vagón? ¿Quién fue el que le golpeó tan fuerte en la cara? ¿Escapó?”, le preguntamos, porque era evidente que el pobre tipo había sido maltratado por algún intruso. Entre sollozos y quejidos
nos contó la historia, sentado en una silla en la oficina del jefe de
estación y tomando té. “Mientras el tren estaba a unas seis millas
de Thondebhavi, se encendieron repentinamente todas las luces
del vagón; se sentó en la cama. Entonces, el lugar se tiñó de rojo
oscuro y apareció Baba, llenando todo el compartimiento. Le llovieron los golpes por todos lados. Oyó una voz que le advertía:
‘¿No me quieres creer cuando te digo que ella es inocente? Deja
de pegarle, ella es Mi hija. Todos los que sufren son Míos’.
Cuando nos acercamos a la estación, Él desapareció y la luz se
volvió blanca”.
“Ahora, señor, sabe la razón por la que deseo tener el darshan
de Sathya Sai Baba.” ¡Oh, qué milagro era éste! No pudo pronunciar
palabra por unos dos minutos.
Interrogué a Ananthappa, pero estaba profundamente dormido
en su vagón, y siguió así hasta llegar a Bangalore. No supo más que
la secuela: su yerno, después del viaje a Puttaparti, se ha vuelto suave y dulce y su hija escribe que todo está tranquilo en el frente hogareño. Conocí al explosivo yerno. Confesó su infantilismo, se disculpó por sus ofensas y confesó que merecía el castigo. Me confesó
que, cada mes, le pasaba todo su salario a su mujer y que recibía de
ella sólo quince rupias para el bolsillo.
Meses más tarde, durante una conversación con unos pocos
devotos, Baba hizo referencia al Sai Baba de Shirdi y habló de sus
estallidos de ira, durante los cuales golpeaba a la gente con su bastón. Me armé de valor para intervenir con la pregunta: “Y ahora,
en este Avatar, ¿has golpeado a alguno?”. Baba dijo: “Soy todo
amor ahora”. “¿No has golpeado a nadie, aunque no sea directamente como lo solía hacer Shirdi Baba?”, pregunté. “¿Te refieres al
yerno de Ananthappa? También eso fue por amor”, dijo Baba. “El
amor derramado sobre esa pobre hija perseguida”, agregué. Mas
Baba insistió: “También sobre ese loco yerno”. Ese comentario desencadenó una serie de pensamientos dentro de mi mente sobre la
infinita compasión del Señor que se rehúsa a catalogar a nadie como pecador.
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Baba me dijo una vez, en Puttaparti: “Los bhajans del jueves en
tu casa (en Davangere) me dan una hora de dolor de oídos”. Yo sabía que no había sido bendecido con una voz melodiosa, sino con
una que suena algo chillona, como un silbato barato. De modo que
yo cantaba los bhajans en silencio, sólo para mis adentros. Le dije a
Baba que no me unía al grupo. Contestó: “No se trata de ti. ¿Quién
es ese vecino que viene todos los jueves? Pídele que no levante tanto la voz, resulta irritante”. ¡Otro obstáculo en el camino de escribir
el libro! ¿Cómo podría describir con palabras, alguna vez, a un fenómeno del que dicen las Escrituras: “Ante el cual retroceden las
palabras, al cual la mente no puede alcanzar”? Él está presente en
cualquier parte en que yo o ustedes estén.
Otro día en Puttaparti le hizo recordar a mi mujer y la reconvino suavemente: “Llegué hasta tu puerta en Davangere. Dejaste caer
media anna en el pequeño tarrito que llevaba, aunque pasó un chispazo por tu mente de que Yo podía ser de Shirdi. Te pedí más y tú
dijiste: ‘El señor no está en casa’, como si Yo no lo supiera. Entonces fui a la escuela y grité ‘Om’ por la ventana del despacho de tu
marido. ¿No te contó nada? Tal vez él también pensó que no era Yo
sino un mendigo”. Como dicen las Escrituras: “El Señor tiene ojos
por todos lados, rostros en todas partes, brazos por todos lados y
pies en todo lugar; Él lo impulsa todo por medio de Sus infinitos
brazos y Sus infinitos pies”. Cada declaración Suya o cada respuesta que da, separa un poco la cortina de duda con que jugamos para
proteger de daños al ego.
Un antiguo alumno mío de la Escuela del Maharaja en Mysore, Siddhaveerappa, que conocía la chifladura que hacía que me
involucrara con villorios rurales y ghettos de Harijans, tenía su estudio de abogado en Davangere. Era uno de los miembros de la
Asamblea Constituyente que había redactado la laberíntica Constitución de la India. En viaje a Delhi, fue inducido por la Voz Interior a detenerse en Shirdi. Años más tarde, cuando Baba le vio en
medio de un grupo de abogados, le dijo que lo había visto en Shirdi, señalando el año, el mes y el día. Como para entonces yo ya
sabía que el mismo Baba había venido de nuevo, invité a Siddhaveerappa para que narrara sus experiencias y fui ampliamente recompensado.
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Fundó un Centro para la adoración del Sai Baba de Shirdi y
yo me asocié a él como secretario. Muy pronto llegó hasta la familia de Sathya Sai Baba. Baba creó para él un lingam, durante
la visita de algunos legisladores a la represa que provee de agua
potable a Bangalore. Baba complementó esta dádiva con una visita a su hogar cuando el lingam fue ritualmente instalado en él
(pertenecía al credo Lingayat del Hinduismo). En esta oportunidad, Baba le concedió una visión de Sí Mismo como el Baba de
Shirdi. Como resultado de esta extraordinaria revelación, cuando
Suddhaveerappa llegó a ser Ministro del Interior del Estado, entregó un amplio terreno en el centro de la ciudad de Davangere
para la construcción de un Centro de Servicio de Sri Sathya Sai y
para que se instalaran en él tanto el Baba “de entonces” como el
“de ahora”.
Meses antes de retirarme de la profesión docente, comencé
a anhelar el día en que pudiera liberarme de la montura, los estribos, las riendas, para poder mordisquear y pacer a gusto en los
verdes prados de la literatura. Pese a que el 15 de agosto de
1947, cuando India se convirtió en una nación libre, saludaba a
cada árbol que veía y lo exhortaba a crecer más verde y hacer
penetrar sus raíces hasta donde se encontraran las fuentes del
Sanathana, el fratricida frenesí que siguió, me heló el alma. Muy
pronto emergieron las malezas de la codicia para alimentarse de
la cosecha.
También mi escuela tuvo que hacerle frente a los bofetones
de la ferocidad gratuita. Incluso, mientras mantenía capturada la
atención de mis cuarenta y cinco alumnos describiéndoles el
mensaje completo de Asoka, Akbar o Shivaji, sus oídos eran
asaltados desde la calle por ensordecedores “slogans” y saltaban
por las ventanas para seguir al patriótico “Flautista de Hamelín”.
Comencé a contar los meses, y luego los días. Cuando encontraba que la clase se agitaba y se retorcía moviéndose hacia la
salida cuando gritaba algún “patriota”, les decía: “¡Escuchen!
Ojalá que la próxima vez nazcan como profesores de alguna escuela y ojalá puedan observar cómo desertan sus amados y dilectos alumnos, cada vez que un megáfono megalomaníaco los
llama hacia las calles”.
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Dicen que la historia se repite. Pienso que debe de ser así, porque nadie le presta atención a las lecciones que enseña. Encontré
también que el profesor de Historia se ve obligado a repetir, año
tras año, la misma secuencia sórdida de las insensateces y locuras,
visiones y extravagancias humanas. Al cabo de treinta años de trituración, grité “¡Basta!”. Sin embargo, tuve que continuar trabajando
veinticuatro meses más, hasta el momento en que la musa Clío me
liberó y pude ser yo mismo.
Decidí vivir en mi pequeña y acogedora casa de Wilson Garden en Bangalore. La ciudad era considerada entonces, afectuosamente, como el Paraíso de los Jubilados. No era tan húmeda como Bombay, ni tan lluviosa como Cochin, ni tan sudorosa como
Madras, ni tan miscelánea como Hyderabad, ni tan somnolienta
como Mysore, ni tan sin brillo como Mangalore, ni tan explosiva
como Calcuta, ni tan transmundana como Benares o tan estratocrática como Delhi. Tenía amplios y arbolados parques y avenidas
cubiertas de verde, equipadas con suaves bancos de piedra, sentados en los cuales los camaradas de afinidad y de largo aliento podían guillotinar sin peligro a sus sucesores en el cargo. Además yo
tenía mi Koravanji y a su patrono el Dr. Shivaram. Planeé transformar esa “Judy” kannada en un semanario “dorado”, como
Punch. El nacimiento por cesárea de la India Libre le había infligido al cuerpo político del país madre muchas heridas irremediables
que podrían ser aliviadas en algo mediante una dosis semanal de
parloteo agridulce. Me imaginaba a mí mismo como el boticario
del pueblo, especialista en egopuntura.
Después de treinta y dos años en la profesión docente, salí de
la sala de clases para siempre, el Día de Engañabobos de 1954. A
partir de esa auspiciosa fecha, el Gobierno de Mysore dejó de pagar mi salario. Al Departamento correspondiente, le tomó más de
un año aprobar el pago de mi pensión. Tenía que vivir a expensas
de mi propia materia gris. Traduje para el Delhi Sahitya Akadami
dos libros del malayalam. Traduje mi antiguo favorito Les Misérables al kannada para un editor de Bangalore. Cociné una Charivaria Kannada para un diario y las vendía a cinco rupias la docena.
Pero no lograba que los ingresos alcanzaran. Visité al Vicecanciller, mi amigo de largos años, y le expuse mi plan para encontrar
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una salida. “Estoy redactando una inserción para los periódicos;
en ella apelo a mis antiguos alumnos para que me presten la suma que me debe el Gobierno y les prometo pagar la deuda tan
pronto salga aprobada y cobrada mi pensión”. ¡Quedó espantado
ante la publicidad que este proyecto haría estallar! Me rogó renunciar a él. ¡Recibí los retroactivos y la pensión del mes antes de la
semana!
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APETITOSA ADYACENCIA
A
hora ya teníamos un techo de tejas sobre nuestras cabezas en Puttaparti, a sólo veinte yardas hacia la derecha
de Prashanti Nilayam, la Sala de Oraciones como también la residencia de Sai Baba. Se levantaron hacia a ese lado tres
bloques de dos casas cada uno, paralelos hacia la calle principal de
la aldea. Había rezado porque se me adjudicara una y había viajado
más de siete veces con mi billetera, con la vana esperanza de que el
pago de un pie pudiera confirmar la gracia. Baba me presionaba
para que me guardara la suma, diciendo: “Tu necesidad es grande y
lo que Yo necesito es tu felicidad”. Cuando fuimos llevados a la casa
por Baba, me aseguró que Él había “limpiado” el lugar ceremonialmente con mantras védicos e incluso había llevado hasta ella, en un
momento auspicioso, a una vaca con su ternero, para asegurar salud, felicidad y abundancia. Sentado en un banco en la única habitación de la casa (detrás de ella estaba la cocina y delante, la galería
abierta) uno podía ver, a través de la ventana abierta, el darshan de
Baba, cada vez que Él caminaba por la galería o el porche del primer piso del Nilayam.
¡Oh, la emoción que daba! Años más tarde, Swami Amrithananda (que el Ramana Geetha llama “Yathindra” o “Jefe entre los Monjes”) tuvo este darshan, a través de esa ventana, muchas veces al día y durante muchos días, porque Baba no se movía de Puttaparti, por muy sofocante que se pusiera el verano,
cuando el Swami estaba alojado conmigo. Un día, Swami me
llamó cerca y me preguntó: “¿Cuánto vale esta ventana?” Cuando dije: “Algunas rupias solamente, no es de madera de teca”,
me interrumpió con algo de severidad: “No. Vale cien mil, no es
madera, es diamante. ¡Escuche! Aunque le ofrezcan el Palacio
del Maharaja de Mysore a cambio, nunca renuncie a esta casa.
¡Desde aquí recibe el darshan de Dios! Es Kanakana Kindi”.
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Hizo referencia a un milagro del siglo XVI. Kanaka, un
pastor, tenía experiencias y visiones místicas con el Señor. Algo interno lo impulsaba a visitar sagrados santuarios. Llegó
hasta el famoso Templo del Señor Krishna, en donde Madhwacharya instalara el ídolo. Sin embargo, como los pastores
criaban ovejas, cabras y corderos para cortar lana y proveer
carne, no había nadie de esa casta ocupacional que fuera permitido dentro de estos sagrados recintos. Kanaka o Kanaka
“Das” (Servidor del Señor) clamó en agonía: “¡Señor! Dame
Tu darshan”. Repentinamente hubo un terremoto y un rayo.
El ídolo giró 180 grados; el muro de piedra tras El se derrumbó y Kanaka, quien cantaba alabanzas al Señor, abrió los ojos
para ver la grieta (“kindi”) en el muro, a través de la cual podía ver la Forma del Dios que encerraba en su corazón. Amrithananda explicó que el Kindi o ventana a través de la cual
podía ver a Baba, era una dádiva de este Krishna para él y
para nosotros.
Fue por completo la idea de Baba. Ni yo ni mi madre nunca, ni
en nuestros más alocados sueños, lo habíamos pensado. Yo había
pasado una semana en Nueva Delhi, cuando asistí al Congreso de
Historia para toda la India. Desde la Galería de Visitas, pude observar a Babu Rajendra Prasad presidiendo la Asamblea Constituyente
y a Jawaharlal Nehru hablando con viveza sobre una u otra enmienda. Para mí ese Congreso sobre Historia fue un evento histórico.
Después, también me quedé por más de veinte días en Calcuta,
cuando mi hijo estaba en el Lake Hospital con una fiebre que más
tarde fue identificada “como emparentada con Kala Azar” y no una
afección común, como habíamos supuesto.
Cuando viajé a Puttaparti para contarle a Él que había recibido el monto correspondiente a todo un año de pensión (12 x 180
- 14 rupias) en un pago, sugirió (vale decir, ordenó) que fuéramos
en peregrinación a la región del Ganges, a Harwar, Kasi, Prayag,
Gaya, Dakshineswar. Al demorarme algunos segundos en responder, Baba puso Su mano sobre mi hombro, diciendo: “¡Anda! Lleva a tu madre a Kasi, Triveni y Gaya. Ha rezado por años por esta oportunidad. Ella cree que el alma de tu padre logrará la paz
sólo si se hacen ofrendas de honras fúnebres en la Santa Gaya.
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¿Por qué vacilas? Compra tres billetes para el viaje. Nosotros cuatro podemos viajar con ellos”. Ese comentario decidió el programa. ¡De modo que fue una peregrinación desde “Kasi” con el Señor Viswanath, hacia Kasi! En Madras, mamá propuso pasar un
día con el hijo de su hermano, el hermano que se había “tragado”
las últimas cuatrocientas rupias de mi padre, porque Baba había
borrado esa cicatriz de enojo de su mente. Viajamos con el expreso Gran Trunk que se fue cojeando desde Madras a Delhi. Está la
historia del hombre que se acostó sobre los rieles esperando que
el expreso le pasara por encima. El pobre tipo tuvo que morirse
de hambre, porque el expreso llegó muy retrasado al lugar. Nuestro expreso llegó con seis horas de retraso a Nagpur. Nos dio más
oportunidades para admirar el paisaje y observar el trabajo y las
diversiones de los campesinos. En Nagpur estuvimos con una familia tan devota de Baba que, algunos años más tarde, Él salvó
milagrosamente del suicidio al que la mantenía.
En Delhi tuvimos la buena suerte de ser alojados por gente
que había sido recompensada, así como lo había sido yo, por Sri
Ramakrishna Paramahamsa, con el acercamiento a Baba. Swami Ranganathananda, a quien conocía desde el día en que abandonó su casa y se refugió en el regazo de Sri Ramakrishna, se
había convertido en el Presidente de la Misión en Delhi, después
de pasar por la invasión japonesa de Rangoon y el Programa de
Partición en Karachi. Pasamos horas hablando de nuestros años
de sementera en el estudio del Vedanta, a los pies de Gaudapada
y de Ashtavakra, a través de Subrahmanya Iyer y de nuestros denodados esfuerzos por hacer servicio social en Mysore; hablamos de las ideas e idiosincracias de mi amigo y compañero de
clase, su mentor, Gopal Maharaj (Siddheswarananda) y del prolífico poeta silvestre Puttappa. El Swami recordó con gratitud los
platos de Kerala que mi madre solía cocinar para él y para Gopal Maharaj.
Nueva Delhi era el país de las maravillas para mi madre y mi
mujer. Pudimos asistir a las sesiones de Loka Sabha y Rajya Sabha, ya que Sri S.V. Krishnamurthi, un abogado de Shimoga que
había actuado en muchas de mis vivaces interpretaciones improvisadas y en muchas sesiones de “Chataki”, era miembro del Parla-
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mento y Vicepresidente del Rajya Sabha. Deseábamos verle cuando presidía la Cámara. Cuando estábamos observando al Loka
Sabha dormitando sobre pesadas agendas o pasando como niveladora sobre otras, un suntuosamente vestido chaprasi (un mensajero, para ser simple) me trajo una nota invitándonos a acompañarlo hasta la Galería de Visitantes del Rajya Sabha. El Dr. S.
Radhakrishnan se había ausentado y Krishnamurthi presidía.
Cuando ocupamos los asientos de felpa que nos daban una amplia visión del espectáculo, el Vicepresidente se puso de pie y, con
las palmas unidas, se inclinó reverentemente hacia la Galería VIP
en donde estaba mi madre. Era el tributo del límpido corazón de
un simple hijo de la Madre India hacia una venerable abuela que
personificaba la herencia que él adoraba. Muchas cabezas se volvieron hacia arriba para mirar a mamá, la que se levantó de su
asiento y lo bendijo.
Una pregunta que mamá hizo a menudo mientras recorríamos
Nueva Delhi, era: “¿Cómo fue que el ‘hombre blanco’ pudo dejar
todo esto atrás e irse a casa?” Admiró su sabiduría cuando le respondí que él sentía que la carga se estaba haciendo muy pesada. El
sabía que podía retener nuestro amor, pero no nuestra lealtad, yéndose de la India cuando Gandhi le presionó para hacerlo. “Otros
habrían luchado por cada pulgada de terreno”, comentó. “Dices
que esta ciudad fue la Hastinapura o la Indraprastha del Mahabharatha. Y bien, Duryodhana, un hombre de los nuestros, no pudo dejar esta ciudad e irse. Luchó por dieciocho días, destruyó dieciocho
ejércitos y murió junto con sus cien hermanos, en lugar de entregársela a sus primos, ¡los que tenían el derecho de estar aquí! Estos
‘hombres blancos’ son mil veces mejores”. Ése fue su juicio, pronunciado cuando dejamos Nueva Delhi para ir a Hardwar.
La familia que nos alojó en Nueva Delhi había vivido, al igual
que yo, el impacto de Sri Sathya Sai, incluso mientras llevaban a
cabo sesiones de Sadhana en los Ashrams de Ramakrishna, en especial en el de Delhi. Llegaron a conocer a Baba a través de un
violinista empleado por la All India Radio. La señora de la casa
había contratado a este artista para que le diera clases sobre “el
arte de hacer música melodiosa” de (como dijera un bromista malicioso) la cola de un caballo y la tripa de un gato; sin embargo, lo
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que mejor aprendió fue la increíble historia de un fenómeno en
forma humana que podía revelar la música de las esferas resonando desde el núcleo de un miserable guijarro. La curiosidad la llevó
a Puttaparti, la maravilla se transformó en admiración, y la admiración había madurado en adoración.
En Harwar nos alojamos en el Ashram de Ramakrishna mismo,
felices de acurrucarnos en el regazo de Gurú Maharaj. La abundancia, la benevolencia y la belleza del Ganges han sido cantadas en todos los idiomas de la India desde hace siglos, por poetas, pintores,
escultores, dramaturgos y pundits. Llega al plano en Harwar, bajando en tobogán desde los glaciares, después de saltar por sobre muchas vallas y de dar rodeos en torno a muchos picachos en los Himalayas. El espectáculo que atrae a cientos de peregrinos hasta este
sagrado punto, es el ancho, lleno y fresco Ganges, aplacado su tumulto, su rugir calmado, su fluir vuelto lento y maternal. Cada tarde,
al caer el sol, se juntan multitudes en sus riberas, junto al templo de
la Ganga-ma (Madre Ganges), para presenciar el Arati; lámparas piramidales de múltiples mechas, son balanceadas desde los escalones
de la sagrada escalinata junto al río, para expresar la gratitud de los
millones de esta tierra por la fertilidad, la fecundidad, la fortuna y la
plenitud que trae. Mientras dura el Arati, la gente llevada por un
piadoso fervor, adora al Ganges lanzando flores a su regazo. Envían
trémulas luces, flotando sobre la concavidad de pequeños barquitos
de hojas, orando por dádivas. Se bañan en sus aguas hasta que la
santificación vibra en sus venas.
Nos dirigimos hacia la escalinata del Arati la noche de nuestro
primer día en Harwar. Encontramos que el lugar ya estaba lleno
de masas humanas. Pero, vimos frente a él un pequeño islote sobre el que se elevaba la torre de un reloj. Desde ese punto de observación se podía obtener una bella vista de las luces que flotaban
en el río y las que eran agitadas desde los escalones. Además, había un puente peatonal que nos invitaba a cruzar. Lo usamos y
nos unimos a un pequeño grupo de peregrinos que estaba allí parado. Resonaban caracolas, tocaban trompetas, retumbaban tambores, tintineaban campanas, ululaban las voces humanas. Los sacerdotes sostenían en alto las pesadas lámparas de bronce y las
movían en círculo frente a… ¡Oh, frente a Baba! Sí. Él recibía la
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ovación y la adoración. Él estaba allí, a la vista de todos, o para
que lo viéramos nosotros, hasta que terminó el Arati, en medio de
un unísono “Ganga Maa Ki Jai”. Apenas nos podíamos mover,
aunque otros ya habían cruzado de regreso. Reencontramos lentamente el camino, e inclinándonos profundamente, tocamos el peldaño en que Él había estado tanto rato de pie. La imagen de Baba aceptando el Arati se mantuvo vívida y bendiciente hasta que
llegamos a Benares y nos paramos en el santo de los Santos: el
santuario del Viswanath Lingam, donde fuimos bendecidos por un
éxtasis sobrecogedor. Nuestra visita a Rishikesh y el retorno a Delhi, Agra y Brindavan no borró el aura de la imagen de Baba impresa en nuestros corazones.
Sri Baba le pidió una vez a Balaram Mankar que se fuera
de Shirdi y se quedara en Machindragat en el distrito de Satara.
Se fue como le ordenara, pero con el corazón pesado. Al cabo
de unos pocos días, Baba se le apareció allí y dijo: “Pensabas
que estaba tan sólo en Shirdi y no fuera de Shirdi. Pensaste que
era este cuerpo de tres codos y medio de altura. ¿Te das cuenta
ahora que lo que has pensado hasta este momento no es correcto? Ésta fue la razón por la que te envié hasta acá”. Parecía
como si Baba me estuviese también dando la misma lección
acerca de Su Realidad. ¿No ha declarado que se mueve en cada
pulgada de este vasto Mundo (“Inchi Inchi Bhoovalya mye Sancharinchunu”)?
En Brindavan también nos alojamos en el Ashram de Ramakrishna. Nuestra anfitriona en Delhi le envió un telefonograma al
monje encargado, indicándole la fecha y hora de nuestra probable
llegada. Cuando nos bajamos del taxi frente a la entrada, los monjes
se quedaron sorprendidos de ver al Kasturi de la ciudad de Mysore,
el compinche de Gopal Maharaj, parado frente a ellos, con su madre y su mujer, de quienes sabían que trabajaban febrilmente en la
cocina del Ashram de Mysore en los días de festival. Dijeron que estaban esperando a otro grupo de un Sai Baba, el que había enviado
un telegrama desde Delhi. Me lo mostraron y vi que, en lugar de
Kasturi, el nombre del remitente había sido descifrado en la terminal
de Brindavan como “Sai Baba”. ¡Cierto que Baba estaba con noso-
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tros todo el tiempo! Mathura y Brindavan habían cobrado más importancia para mí desde que leyera en el Evangelio de Sri Ramakrishna que Él había recorrido esas arenas en un continuo bhavasamadhi, dominado por la visión del Niño Divino y la melodía de la
Divina Flauta.
Nos alojamos en el Dharmasala Estatal de Mysore, en Benares por toda una semana. Durante nuestra primera visita, tuvimos
el darshan de Baba en el más interno de los santuarios del Templo
de Viswanath, donde estaba parado tal como es, con la corona de
cabellos, la larga bata naranja y una mano levantada para bendecir. No pudimos ver el lingam. Vaciamos los recipientes con agua
del Ganges que habíamos subido por las escaleras para una ablución ceremonial del lingam, sobre los pies de Loto de Baba. No
protestó.
Nos quedamos dos días en Gaya, una ciudad que estaba grabada en mi corazón como un “sancta sanctorum”. Era el lugar que se
recordaba cada vez que se llevan a cabo ritos funerarios por parte
de los hindúes, en cualquier lugar en que se encuentren, para que la
pronunciación de este nombre derramara su santidad única sobre
ese lugar y lo volviera tan meritorio como Gaya misma. Cada año,
por más de cincuenta, cuando ofrecía los alimentos prescriptos para
mis antepasados en el aniversario de la muerte de mi padre, había
rezado: “Que esta ofrenda te resulte tan aceptable, ¡como si te fuera
presentada en Gaya!” Y ahora, ¡tenía la suerte de hacer lo mismo
en Gaya! ¡Qué momento tan satisfactorio! Cuando nos sentamos
en torno a la losa sobre la que colocamos los alimentos, los mantras
llamaron a descender para el festín, no sólo a mi padre y antepasados, sino también a los espíritus de mis parientes fallecidos, de mis
amigos y alumnos, de mis mascotas, de las vacas y terneros que había cuidado y hasta de las hormigas, moscas e insectos que pude
haber muerto por puro capricho o por mera negligencia.
Gaya era el lugar en el que Suddartha llevó a cabo su histórica penitencia que lo transformara en Buda. El “Arbol Bo”, bajo
el cual se sentara resuelto a no levantarse hasta no encontrar el
remedio para liberar al género humano del sufrimiento, sigue
creciendo allí mismo. Hay ramas suyas que han sido trasplantadas desde hace dos mil quinientos años hacia tierras muy distan-
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tes y siguen siendo veneradas en esos lugares por su asociación
con ese voto y esa victoria.
Gaya también cuenta con el sagrado santuario de Gadadhar
(Vishnu con la Maza), el mismo en el que el padre de Ramakrishna
Paramahamsa tuviera una visión y escuchara una voz que le decía
que el Redentor nacería como hijo suyo.
Pronto llegamos a Calcuta. Mi hijo estaba allí, sirviendo como
funcionario en Estudios Geológicos de la India. Para mí, Calcuta era
la ciudad por las calles y pasajes de la cual había caminado Ramakrishna y el grupo de jóvenes que se aferraban a Él, yendo a las casas de devotos, a las Reuniones de Oración de los Brahmos, los lugares predilectos de Girish Babu. Era la ciudad que Guru Maharaj
había visto ardiendo en odio y codicia, desde la cual fluían los visitantes materialistas hacia el Templo de Dakshineswar; la ciudad en
la que esperó la llegada de nuevos aspirantes amantes de la libertad
ansiosos de la Liberación eterna. Aproveché cada oportunidad para
llegar hasta el templo junto al Ganges y sentarme en la serena atmósfera de la habitación en la que había pasado años Gurumaharaj,
iluminando e instruyendo a mi Gurú (Mahapurushji) y a otros discípulos: Vivekananda, Brahmananda, Ramakrishnananda y otros. Me
sentaba en la base de las tres veces bendita Panchavati. Me adentré
en el Ganges que había sido testigo de los esfuerzos y austeridades
de Gurumaharaj. Pasé horas en la Cassipore Garden House, en
donde Ramakrishna había sido afectuosamente cuidado por devotos
apóstoles durante sus últimos días. Visité los demás lugares santificados por la Santa Madre.
Dejé a mi madre con mi hijo y con los bisnietos y me fui con mi
mujer a Kamarpukur y Jayaram-bati, porque no podía dejar de ir
allá. El impulso era demasiado fuerte. Tuvimos suerte en llegar a la
aldea de la Santa Madre y quedarnos en el lugar mismo en el que
había encarnado. El pesado mortero de madera que usaba para
descascarar el paddy y dejarlo como arroz, presionando la palanca
con un pie mientras sostenía la cuerda en la mano, estaba allí, en el
mismo lugar. Debíamos descansar a su lado, mas la imagen de la
Madre de millones, que aceptara este trabajo para alimentar a los
hambrientos, no nos abandonaba. Debo confesar que sollocé hasta
quedarme dormido.
164
Era día de festival en Jayarambati —Akshaya Trithiya— cuando
se realizaba un Puja especial en el templo y se alimentaba a varios
centenares de personas. De ahí seguimos a Kamarpukur, el poblado
que escalara hasta las páginas de la historia mundial. Le rendimos
culto reverencialmente a toda el área, árboles, jóvenes, aves y ganado. Tocamos el amplio árbol de mango que surgiera de la semilla
que trajo Gurú Maharaj desde Brindavan.
Volviendo a Calcuta, nos fuimos de peregrinación a Belurmath y conversamos con los monjes que habían sido discípulos de
Mahapurushiji. Tuvimos la suerte de acompañarlos para el almuerzo, en donde compartimos con ellos el bhog de ofrenda a Sri
Ramakrishna.
Llegando a Bangalore, después de permanecer un día en Madras, le escribí una carta a Bhagavan, quien estaba en Kodaikanal,
un lugar de temporada en la montaña, cerca de Madurai. Describí la
emocionante experiencia, que claramente no era resultado de alucinación o de ideación mental, en Harwar y Benares, y le hice presente mi gratitud por llevarnos dulcemente por la tierra de Ramakrishna. Recibí una respuesta en “lengua kannada” de Baba, escrita
en letra cursiva. Me escribía: “Estoy feliz de que hayas vuelto lleno
de alegría, después de visitar lugares santos con tu ‘matrudevi’ (venerable madre) y tu ‘grhalakshmi’ (bendita diosa de la prosperidad
doméstica). ¿Cómo podrían cruzar tu camino las demoras, las decepciones o los peligros, siendo que Swami está siempre contigo?
Mi Nombre no es distinto de Mi Forma. El Nombre lleva a la Forma
ante el ojo de la mente tan pronto se le pronuncia, se le recuerda o
se le escucha. Cuando la Forma está frente a la vista, el Nombre llega en ese mismo instante a la conciencia. Puesto que el Nombre
danza permanentemente sobre tu lengua, la Forma debe estar siempre frente a ti y junto a ti. ¿Qué necesidad había de que lo mencionaras en tu carta como regalo para Mí? Debo manifestar la Forma
cada vez y dondequiera que Mi Nombre sea recordado con fe o
cantado con devoción.
”Podrías decir que esas Visiones eran dones de Gracia de Swami. No. Siempre digo: ‘Primero el Sadhana, después el Sankalpa’.
Mi Sankalpa (volición) confiere dicha sólo después de evaluar la profundidad del Sadhana (anhelo). El Sadhana es el prerrequisito esen-
165
cial. Fuiste profesor por mucho tiempo. De modo que puedes entender esto fácilmente. Debes haber evaluado las respuestas escritas de
muchos estudiantes. Pones las notas sólo después de un cuidadoso
escrutinio, para descubrir cuán diligentes fueron en sus estudios. Yo
también mido y sopeso la sinceridad y la firmeza del Sadhana que le
hayas impuesto a tus pensamientos, palabras y obras, y conformo
mi Sankalpa de acuerdo a tu progreso. Son muchos los que no se
dan cuenta de que la angustia en la que se encuentran puede anularse por el Sadhana y el Sankalpa que puede ganarse a través de él”.
Esta carta, debo agregar, no revela la asombrosa espontaneidad
de la compasión de Baba. Sankaracharya describe al Divino Supervisor como “Ahethuka daya sindhu”: la encarnación de la Compasión Inagotable que no examina credenciales. Medir y sopesar el
Sadhana con el objeto de adecuar el Sankalpa no es algo operativo
sino después de que Su Gracia haya enderezado los pasos errabundos de vuelta al rebaño. Ya cuando era un joven saliendo de la adolescencia, Baba había anunciado al mundo, a través de una carta escrita a Su hermano mayor, que había decidido “llevar de la mano” y
salvar a los infortunados que habían errado el camino hacia “la liberación del temor” (Abhaya) que en las Upanishads es identificada
con el Moksha mismo.
Le pregunté una vez por qué Él había de llevarnos de la
mano. Todo lo que piden es: “Guía, amorosa Luz”, dije. Baba
dijo: “La Luz puede ayudarle únicamente a los que tienen visión
interna. Los ciegos, los miopes y aquellos cuya imaginación ha
producido los humos del fanatismo o nubes de niebla, han de
ser llevados de la mano. Hay muchos resbalones entre un paso
y el otro. Además, tengo que vacunarles en contra de la cobardía con la vacuna del coraje, debo administrarles inyecciones
para reforzar la fe y la fortaleza. ¿Cómo podría usar la aguja el
médico si no le sujeta la mano al paciente?” Al hablarle a miles
en muchos lugares, ha anunciado a menudo: “Si me necesitan,
me merecen”. Y es Él quien juzga la urgencia y la intensidad de
la necesidad. Puede que uno ni siquiera se dé cuenta de que está
mortalmente enfermo o de que el néctar que puede conferir la
inmortalidad está disponible en la palma de Su mano. Confíen
en el médico y sigan el régimen: el Sadhana. Todo irá bien.
166
Resolvimos pasar el resto de nuestras vidas en el bendito santuario, Prashanti Nilayam. La atmósfera invitaba, vibrante de fraternidad, felicidad, caridad y amor, desplegándose y envolviendo. Nos
sentíamos contentos por haber navegado hacia esta serenidad y
frescura y decidimos echar anclas allí. Eramos únicamente unos cincuenta residentes y se nos unían aproximadamente veinte visitantes
para las sesiones de bhajans por las mañanas y las tardes. En algunos días venían los jefes de las aldeas de los alrededores, con algunos de los campesinos, para exponerle a Baba algunos conflictos locales para su solución o para pedir Su bendición para aventurarse a
cultivar productos comerciales. Traían bueyes recién comprados a
Su presencia para que Sus bendiciones les aseguraran una larga vida y buena salud.
Recuerdo a un anciano, cuya llegada era saludada por Baba
con una exclamación de bienvenida. Había sido testigo de los años
de niñez de Baba en Puttaparti; sin embargo, debido a que sus hijos
habían conseguido trabajo en las oficinas del gobierno en Penukonda, hubo de exiliarse de Baba. Su adoración por Baba era tan profunda, que llegaba hasta la Presencia, al menos una vez por semana. Baba conversaba cariñosamente con él, por horas, acerca del
Sadhana, los Héroes épicos, los Santos y los Lugares Sagrados. Baba mostraba preocupación por su salud y la felicidad de sus hijos y
nietos. Cada vez que se lo veía durante las sesiones de bhajans, Baba solía levantarse de la silla de plata en la que estaba sentado, salir
al prado e ir a sentarse al suelo junto a él para charlar íntimamente,
bajo el árbol frente al Mandir. Recuerdo que Baba me dijo un día:
“Este Thirumalappa es una de las pocas personas en la aldea que
creía en mi singularidad. Le imploraba a mis padres que reconocieran y respetaran Mi Realidad como encarnación de Dios. En esa
época yo era un niño bastante chico”.
Durante esos años, Baba descendía de Su habitación en el primer piso, habitualmente alrededor de las cuatro de la tarde. Se había convertido en un programa casi invariable. Se levantaban ocho
departamentos hacia la derecha del edificio, cinco a la izquierda y
una hilera de piezas solamente en la parte de atrás. Estas últimas estaban tan cercanas al Mandir, que los olores de las cocinas invadían
el hall de bhajans, cada vez que el viento se volvía travieso.
167
Al descender, Baba solía pararse inmóvil por unos momentos,
haciéndonos pensar hacia dónde volvería Sus pasos. Muy pronto
decidía a quien bendecir… primero. ¡Cuán feliz nos hacía! Entraba
en cada vivienda y pasaba algunos vivificantes momentos con sus
ocupantes. Preparábamos la casa todos los mediodías para recibirle.
Barríamos y fregábamos, lavábamos y sacudíamos. Se hacían diseños en el piso, se colgaban verdes hojas por encima de la puerta.
En cada vivienda había una silla para Él, artística y cómoda, ubicada
sobre un tapiz, con el escañuelo en posición. La lámpara metálica
colocada en el altar, ya sea en un nicho en el muro o en un rincón
de la habitación única, se mantenía encendida y ardiendo alegremente. Cada familia tenía una linda cajita para hojas de betel para
el uso de Baba, mientras se sentaba y charlaba. Se conseguían hojas tiernas de betel, supari levemente aromático y lima con sabor a
rosa, para componer esta ofrenda para Él.
Cada cual aguardaba, casi sin pestañear, ver la bata naranja y la
corona de cabellos, aunque rara vez dejaba de lado una casa en Su
misericordiosa gira y aunque uno tenía la certeza de Su visita a su
casa después de abandonar la adyacente. Mi casa quedaba a la derecha del Mandir. Jocosamente, Baba había bautizado esa fila de
departamentos como “Brindavan”, poniendo énfasis en la tercera
sílaba, con lo que le daba el significado de “jungla”. Esto se debía a
que, detrás de nuestras viviendas, crecía un grueso cerco de arbustos espinosos que nos separaban del camino que llevaba a los aldeanos hacia el río, al Este. La hilera de viviendas a la izquierda del
Mandir, las había bautizado como “Gokulam”, “rebaños de ganado”, porque el edificio más prominente de ese lado era un establo
para unas pocas vacas.
A menudo nos gastaba bromas, pretendiendo entrar aunque
seguía adelante, con un divertido mohín, para entrar en la casa
del vecino, dejándonos entre la risa y las lágrimas. Nos poníamos
verdes de envidia cuando pasaba de largo y prefería a la persona
de al lado. A menudo, desde ahí, nos exasperaba haciendo gala
de Su Gracia con cantos y bromas. Oíamos las risitas ahogadas
que provocaban Sus salidas. Nos condenábamos a nosotros mismos por la mala suerte de estar perdiéndonos todo eso. Repentinamente, parecía haber caído una densa niebla de silencio que du-
168
raba algunos torturantes segundos: ¡cinco o hasta diez! ¿Se habría
levantado de Su silla? ¿Estará saliendo? ¿Vendrá a vernos a nosotros? ¿Estará masticando betel? ¿Estará tomando unos sorbos de
jugo de naranja? ¿Estará recorriendo esa habitación, viendo las fotografías en los muros? No, no es eso, porque cuando lo hace,
habitualmente está tarareando alguna melodía para Sí mismo. Sí.
Puede que haya caminado a la cocina… ¡Ah! ¡Ése es el sonido
que hace la puerta que da al patio de atrás! ¿Estará mirando hacia
la acogedora choza de paja donde reside el “padre’ Venkaparaju?
¿Estará por bajar los tres peldaños de losas de piedra y atravesará
el camino de tierra?
No nos atrevemos a atisbar a través de una rajadura en la puerta de nuestra cocina. Sería un sacrilegio. ¿Cómo podría nuestra telaraña de suposiciones desentrañar Su infinita potencialidad? ¡Ah!
Eso fue un golpe en la puerta de nuestra propia cocina… ¡Es Él! Entra en nuestro hogar por esa puerta, entonando una canción destinada a barrer con nuestra depresión, una canción en idioma kannada tan querido a nuestros oídos, compuesta hace cinco siglos por el
Santo Purandara Das. Comenzaba con “No duden del Señor”… La
afirmación era una amonestación.
Otro día, Baba se dirigió al patio trasero de las primeras viviendas de Brindavan y, mientras nosotros oteábamos hacia la distancia
Norte para atisbarle en el momento en que emergiera de la puerta
de esa casa y aprontarnos, se las arregló para salir por la puerta trasera y caminar sin ser visto por el angosto paso entre las número
seis y siete, y escurrirse por detrás de mí, pobre inocente, llegando
desde el Sur. Me tapó los ojos colocando brevemente Sus palmas
sobre ellos para otorgarme la más dulce de las sorpresas. Cuando
me preguntó: “¿Adivina quién es?”, mi respuesta fue una cascada
de lágrimas. ¿Infantil? ¿El juego de la “gallinita ciega” entre uno en
la treintena y otro en los sesenta? Sí, Su Forma estaba en la tarde
de la juventud, pero el contenido era un Niño: el Niño que ha venido a regañar y a cambiar, el Niño que ha venido para dejar al descubierto la hipocresía del “homo sapiens” y hacer que el género humano se haga consciente de la farsa a la que corteja.
La leyenda habla del pomposo orgullo de un emperador,
montado en un corcel enjaezado, precedido y seguido por ca169
balleros y cortesanos, vistiendo ropas que eran demasiado
diáfanas como para existir. En verdad, los astutos tejedores le
habían prometido vestirle con los más delicados atavíos de
oro. Sus súbditos miraban su cuerpo desnudo, que estaba
magníficamente ataviado. Ni uno solo de entre los millones
que observaban la procesión triunfal con el emperador, en ropajes de cumpleaños, osaba hablar de la fea verdad. Un pequeñuelo, sin embargo, gritó: “¡Miren! ¡El emperador no lleva
ropas puestas!”
Baba es el Niño que ha venido para revelar la vacuidad de
la pompa de los doctos y de los millones de bombásticos, y a ridiculizarnos hasta que nos demos cuenta de la realidad. Este Niño Divino aplica con Su palma sedante, el fresco bálsamo de la
bendición sobre nuestros ojos enrojecidos por la envidia y cegados por la ira. Cuando Él tapa estos ojos, el Ojo Interno pierde
sus anteojeras; después, ya no hay división: sólo la visión de Él,
quien le pregunta a cada uno: “¿Adivina quién es?” Este Niño
nos atrae hacia Sí por medio de un amor espontáneo e inmaculado y por Su auténtica y brillante sabiduría.
El niño humano se ve a sí mismo como el centro del Universo y ve al mundo como una extensión de su Ser. Este Niño
Divino sabe que es así. El niño humano llega sin la etiqueta de
un nombre: nosotros le prendemos una en el entrecejo. Baba,
el Niño Divino, ha anunciado: “No tengo nombre; respondo a
todos los nombres”. Baba ha declarado: “No tengo lugar alguno que pueda reclamar como propio; pertenezco a todos
los lugares. Estoy allí, dondequiera que se me quiera”. Los niños se preocupan especialmente del “ahora”. Baba nos recuerda que “el pasado es pasado. No se vuelvan para mirar
con añoranza o con tristeza el camino que ya han recorrido”.
Los niños no ven el mundo fragmentado por muros como el
de Berlín, la Muralla China o los que se levantan sólo para
molestar. Los niños están comprometidos con cada cosa y toda persona. Representan la inocencia, el amor, el perdón y la
fraternidad verdaderas. El niño carece de orgullo o de desprecio. Este Niño Divino afirma: “Entre los hombres soy un
hombre, entre las mujeres soy una mujer, entre los niños soy
170
un niño”. Esta declaración resuena también en las Upanishads, las que describen a Dios: “Tú eres una mujer, tú eres un
hombre, eres una niña y eres un anciano apoyado en un bastón”. Al niño humano le gusta dejar que se escurra la arena
entre sus dedos. A este Niño lo vi recoger un puñado de las
arenas del Chitravathi: se convirtió en un libro: el Bhagavad
Gita. La arena se coaguló en cuentas cuando Baba jugaba regocijado en la blanca playa del Cabo Comorín. Este Divino
Niño se sentó en la playa, cerca de Dwaraka, y hundió ambas
manos en la arena: ¡emergió un ídolo de oro de Krishna! Este
Niño nos inspira para volver a ser niños, para que podamos
estar siempre con Él.
La conciencia de esta Verdad se me hizo cada vez más clara
con el paso de los años y aún persiste hoy día, cuando Él anda en
los cincuenta y yo en los ochenta. La naturaleza juguetona le es inherente a la relación de Dios con el hombre. Baba ha escrito: “Creé
el mundo para Mi diversión”. En otra ocasión, declaró: “Yo estoy dirigiendo este espectáculo para Mi diversión”. En otra ocasión, declaró: “Yo estoy dirigiendo este espectáculo de títeres, y me complace”. El pinchar burbujas, el reventar globos de ego, el demoler castillos en el aire, el jugar a las escondidas: estos son Sus pasatiempos
favoritos. “Amen Mi incertidumbre” es lo que nos aconseja este Divino Fenómeno. Y, ¿quién podría ser más incierto que un niño?
Cuando distribuye dulces laddus e induce a cada devoto a atraparlo,
cuando lo lanza en su dirección, hay veces en que hace el gesto y se
ríe frente a la incomodidad que causa. Al siguiente instante, puede
que nos dé dos y una palmadita en la espalda, para suavizar el impacto de la desilusión.
Recuerdo una tarde, en 1959, cuando envió a alguien para que
me llevara a Su habitación en el Mandir. Baba me dijo que el editor
de un diario publicado en Hyderabad había pedido mi fotografía,
porque la iba a publicar con un artículo, presentándome como editor del Sanathana Sarathi. Baba le había prometido enviársela y
me indicó que me arreglara, porque la iba a tomar Él mismo, con
una cámara nueva que había elegido para este propósito. ¡Mi alegría no tuvo límites! Me llevó hasta el séptimo cielo. Bajé corriendo
los peldaños para ir a casa para un rápido embellecimiento.
171
Volví a la Presencia a los pocos minutos, afeitado y almidonado, con una amplia sonrisa en el frontispicio. Baba
me tomó por los hombros y me colocó a una distancia
apropiada. Miró a través de la lente y me felicitó por mi “cara fotogénica”. Me sentía contento porque mi foto sería vista al menos por treinta mil lectores en todo Andhra Pradesh. ¡Mi sonrisa se extendió luciendo todos los dientes! Baba hizo un gesto e hice desaparecer la sonrisa de un golpe.
Me advirtió con un “quieto” y apretó el disparador… ¡Una
cosa negra y peluda de larga cola salió volando de la cámara
y rebotó en mi cuello! Con un estridente chillido salté hacia
un rincón de la habitación manoteando a la horrenda hirsuta… ¿era una rata? ¿Estaba muerta? No… era un ratón de
algodón… que había sido astutamente metido dentro de la
falsa cámara, para que saltara al presionar el disparador. Baba se rió con ganas ante mi pánico. También yo me reí para
liberar la tensión.
Me retó dulcemente por tragarme la historia que había inventado para desinflar mi ego. Me recordó que el hecho de ser editor
no respondía al tipo de “noticia” en la que estaba interesado el
mundo. Una fama duradera no había de ser buscada por intermedio de los periódicos que se transforman en papel desechado a la
mañana siguiente, sino a través de un servicio dedicado a Dios y a
los piadosos.
Abandoné Su habitación como un hombre más flaco y más sabio. Misericordiosamente, Baba nos ayuda lenta y sutilmente a liberarnos de la carga del ego. Condena a la modestia como mera pose
destinada a atraer hacia uno la atención o la admiración. Aconseja
que seamos nosotros mismos y que no usemos máscaras tras las
cuales ocultarnos. “¿Qué estatus más alto podrías lograr que el de
ensobrar y despachar Mi mensaje a miles de devotos cada mes?”,
me preguntó.
Baba es un sol demasiado resplandeciente para los ojos humanos: podemos tostarnos y bañarnos en la luz del sol, pero no le podemos mirar. El sol debe disminuir su esplendor por sí mismo y
transformarse en un hermoso disco rojo, como lo hace dos veces
por día, para que el hombre pueda embeberse de su dorada grande172
za. Así también, Baba nos entrega frecuentes atisbos de la Gloria
que Él es.
Baba había regresado de Venkatagiri dos días antes. Una anciana señora que residía en el Nilayam, había viajado a su aldea natal
que quedaba en el camino por el que había de pasar Baba, ya sea a
la subida o al descenso de allá. Ella planeaba hacer detener Su coche durante el viaje de regreso y ofrecerle la hospitalidad de su casa.
Al saber que Baba ya había vuelto a Prashanti Nilayam, se apresuró
a regresar también.
Mientras Baba conversaba, desde la galería, con un pequeño
grupo de visitantes (entre los que yo me había filtrado) parado
frente a Él, ella se ubicó a una cierta distancia y se quejó en voz alta: “¡Swami! ¿Cómo es que Tu coche pasó por nuestra aldea sin
ser percibido? Nuestros hombres montaron guardia a ambos lados
del camino de día y de noche. No se vio coche alguno”. Mientras
Baba se reía entre dientes de su lamento, oímos de pronto Su risa
tras de nosotros… ¡y ahí estaba! “¿Ves? He venido de allá hasta
aquí y, si puedo hacer esto, ¿no podría pasar sin ser visto por tu
aldea, con coche y todo?”, dijo. Nos quedamos boquiabiertos ante
esta Revelación. Sentí un tirón en mi corazón. Caí a Sus pies. Su
rostro se veía esplendorosamente divino… Jesús salió del Templo,
“por entre todos ellos y siguió de largo”. ¡Baba había seguido de
largo, con coche y todo!
Meses antes de mi primera visita a Puttaparti, el hermano mayor de Baba, Seshama Raju, le había escrito una carta
expresándole la vergüenza que sentía frente a los sarcasmos
indirectos y las burlas obtusas que los extraños anuncios y las
aún más extrañas acciones de Baba estaban provocando en
la región. Baba le respondió: “Ellos no saben quién soy ni
para qué he venido. Me miran a través de sus miopes ojos y
me ven sólo como quieren verme. De hecho, nadie puede
apreciar mi realidad, por mucho tiempo que lo intente y por
cualquier método o medio que adopte”. Por lo tanto, era un
ejercicio inútil inquirir acerca de cómo dominaba el tiempo y
el espacio. Para nosotros bastaría la emoción que implica.
Decidí, entonces, no medirle, sino atesorarle.
173
Permítanme relatar otra bella experiencia. Un día en
que se movía a lo largo de la hilera del lado Brindavan de las
viviendas, Baba pasó de largo frente a la nuestra con un encantador mohín. Mi madre le tentó a entrar: “Te haré el
Arati con alcanfor. ¡Entra, Swami!” Baba se detuvo y dijo:
“No, eso no es suficiente. Tienes que hacer dos Aratis.
¿Puedes hacerlo?” Mamá respondió: “Sí, con el alcanfor y la
mecha”. Swami entró, se quedó sentado por más tiempo
que el acostumbrado y recibió los giros del Arati extra que
había conseguido. Luego se fue para otorgarle instrucción y
alegría a nuestro vecino.
Con un puñado de bromas, un estallido de risa, una canción o un relato, una parábola o un proverbio, iluminaba cada hogar. Circulando a gusto por las viviendas, notaba cada
utensilio o recipiente recientemente adquirido que hubiera en
las repisas y preguntaba para qué se necesitaban. Levantaba
las tapas de las ollas sobre el fogón para hacer comentarios
acerca del valor en calorías o las consecuencias perjudiciales
del menú en preparación. Sus palabras y actos constituían el
tema de conversación del campus y cada cual sabía lo que todos los demás habían disfrutado recibiendo. De este modo,
todos los residentes habían sido soldados en una feliz familia,
que gozaba de un grato patrón de actividad.
Baba plantó unos pocos brotes de cocoteros frente al Mandir.
Habían de ser regados cada día junto con los macizos de flores
que había en torno a las construcciones. El agua debía ser traída
de un profundo y ancho pozo al otro lado del camino, a unas
cien yardas del Mandir. Se elegía a los devotos varones, que eran
pocos en número, para la parte más pesada del trabajo: el llenar
los recipientes de aluminio en el pozo e irlos subiendo, de mano
en mano, hasta que se hicieran cargo las mujeres que estaban en
la parte alta del terreno y los enviaran por las correas transportadoras de las manos dispuestas hasta llegar a los árboles o las
plantas. Otra fila de mujeres, especialmente las mayores, se encargaba de ir pasando de mano en mano los recipientes vacíos,
hasta entregarlos en el borde del pozo.
174
Algunos días, cuando era lento el proceso, Baba prometía un
premio para la fila, ya fuera la masculina que levantaba verticalmente o la femenina que transportaba horizontalmente, que cumpliera más rápidamente con lo que le correspondía. ¡Si no estaba
en alto el recipiente lleno al ser devuelto el vacío, ganaban las mujeres; si no estaba pronta la mano receptora cuando llegaba arriba
el recipiente lleno, ganaban los hombres! El premio que nos daba
Baba era una medalla con Su retrato o el del Baba de Shirdi o el
Pranava, para cada uno. Con un movimiento de Su palma hacía
tantas brillantes piezas de plata como ganadores hubiera ante Él.
Expresó tanta complacencia por el silencio, la sinceridad y la
constancia de este servicio que, una tarde, hizo los arreglos para
que se tomara una fotografía de ambos grupos, cada uno con uno
de los recipientes y con Swami sentado sobre uno de ellos, boca
abajo, con unos niños de pie a Su lado. Un vivaz pequeño querubín estaba sentado en Su regazo, sosteniendo en su manecita un
“chombu” chico de cobre en el que su abuelo había traído agua
del Ganges desde Kasi. Ese pequeñín trabajaba a diario con los
demás, regando diariamente las plantas con esa vasija. Al ver a
esta “ardilla” cumpliendo su parte del Seva, Baba le había palmoteado la espalda diciendo: “¡Sigue así! ¡Agua de Puttaparti en un
recipiente de Kasi! Bien”.
Como Baba formaba parte del grupo que era fotografiado,
me dio las instrucciones acerca de cómo y cuándo tomar la foto.
A Su voz, disparé, exactamente como me lo había indicado.
Cuando los devotos comenzaron a clamar por copias, Baba, ¡pobre de mí!, me presentó como el culpable. Al parecer, presioné el
botón o la tecla equivocada, ¡y la película quedó en blanco! En todo caso, los ceremoniosos preparativos para una fotografía con
Baba, la proximidad a Él que ofreció, la emoción experimentada
cuando Baba supervisó la formación de las filas y cuando se aseguró de que apareciera claramente cada bendita cara, sin interferencias en la futura fotografía, el nerviosismo de los segundos previos al click, todo ello dejó un deleite duradero. Es posible que eso
fuera lo único que quiso conceder, puesto que “la actividad produce mucho más alegría que lo que resulta de ella”, dice Baba. “El
karma es más gratificante que la consecuencia.”
175
No había un horario específico en que uno pudiera esperar
ser llamado por Baba para una conversación personal. Las personas podían comunicarse con Swami y obtener valor, consuelo,
consejos confortantes y curaciones durante el Padapuja (adoración
ceremonial de los pies del Gurú, una modalidad normal y tradicional de culto) que, en aquellos días, Él le permitía a cada familia peregrina antes de que volviera a casa. Cuando los visitantes traían
consigo a un bebé cuyo pelo de nacimiento había de ser cortado
en un momento auspicioso, mediante ritos apropiados, o a quien
había que asignarle un nombre por el que habría de ser conocido
a lo largo de su vida, o que debía ser alimentado con el primer bocado de arroz, Swami entraba al alojamiento en donde hubieran
sido acomodados, mientras todos los demás estaban dedicados a
cantar bhajans. Solía sentarse entre ellos, cortando unos mechones del pelo del bebé, darle al mismo un nombre según Su voluntad o colocar en su boca con Sus dedos un poco de arroz endulzado. Si lo que se solicitaba era la iniciación al alfabeto, Baba untaba
un anillo o una moneda de oro en miel y con eso escribía OM, la
letra mística, sobre la lengua. O tomaba la pizarra que el niño sostenía y, después de santificar su marco con marcas de rojo y amarillo, escribía en ella las letras OM con tiza, para que el niño siguiera los trazos y aprendiera a gusto. El OM es la fuente, la corriente y la suma de todos los sonidos que pueden emitir las cuerdas vocales humanas. En estas ocasiones, Él crea, invariablemente, una cadenita para medallas que se considera un talismán y que
coloca en el cuello al niño.
Cuando llega una familia con una persona enferma, se hacen
más frecuentes las visitas a su alojamiento. Giran esas manos y de
ellas caen en abundancia cenizas curativas, píldoras, tabletas y cápsulas desconocidas en el inventario farmacéutico. Swami ha dicho:
“Es la mente del hombre la realmente responsable de su enfermedad o su salud. Es así que, cuando se trata de sanar o de curar, ha
de ser creada para este propósito la sufriente fe en su mente. Todo
lo que hago es hacer que invierta la confianza, la fuerza de voluntad
en sanarse. Los resultados deseados son producidos por la abundancia de Mi Amor, en reciprocidad por la intensidad de la fe del
devoto en Mí”.
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No obstante, es tan espontánea la compasión que Él no retarda
la cura hasta que no brote y crezca en intensidad la fe. Da tres pasos hacia la persona que sufre, incluso antes de que ella sepa que
debe dar el primero. Aún no existía hospital alguno en el recinto, de
modo que muchas de las viviendas eran pabellones para enfermos.
Mi madre estaba sentada un día en la galería, cuando un grupo de
gente de Madhya Pradesh le preguntó: “¿Cuánto tiempo ha estado
aquí?” Ella respondió: “Cuatro años”. Quedaron asombrados y exclamaron: “¡Hace cuatro años que está en este lugar y aún no ha
sanado!” Habían traído con ellos a una niña enferma, ¡y la respuesta de mamá les pareció mala noticia! No pude explicarles que todos
nosotros estábamos recibiendo medicación y rehabilitación. Baba
dijo una vez que nos estaba tratando para la anemia de la voluntad,
la miopía del orgullo, la ictericia (envidia) de la visión y la contracción del corazón.
Escribiendo sobre Sus modalidades de tratamiento, recuerdo
un extraño “modus divinitas” del que fui testigo una mañana memorable.
Estaba en el Nilayam un refugiado de la ex Provincia del Sind,
con su hija que presentaba el problema de estar afligida por trastornos mentales. Se reía y lloraba, vagaba apática o se enfurecía sin razón aparente. Murmuraba para sí un mismo conjunto de sílabas todo el tiempo. Baba toleró sus rarezas y explosiones por algunas semanas. Le había asegurado al padre que curaría el mal antes de que
dejaran el lugar. Había llegado la hora y Baba se encontraba en Su
habitación. Le aplicó vibhuti en la frente. La niña se desplomó delante de Su silla. Baba puso Sus palmas a los lados del cráneo y,
mientras iba aumentando poco a poco la presión, pudimos ver cómo brotaban de la raíz de cada cabello unas gotas de un líquido café
oscuro que, escurrido sobre una bandeja, llegó a una cantidad de
unas diez onzas y media. Cuando ya no quedó más material que estrujar, Baba se levantó y se lavó las manos con jabón. El grupo partió hacia Bukkapatnam en una carreta para llegar a la estación de
ferrocarril de Dharmavaram, en un autobús.
Pasaron tres años. Baba estaba en Bombay. Decidió visitar el
Campamento de Refugiados de Sind, en uno de los suburbios, para
bendecir al padre y a su hija. Ella corría por toda la casa para aten-
177
der a los devotos que se habían reunido para el darshan de Baba.
Ella cantaba bhajans con entusiasmo y demostró que había sido “remodelada” en una robusta y feliz beldad.
Con posterioridad fui testigo de dos “estrujamientos de cráneo” más. Mi vecino en Prashanti Nilayam tenía como esposa a
una mujer que sufría de ataques epilépticos intermitentes que la
habían vuelto temerosa, débil e inestable. Baba la volvió a la normalidad con el mismo tratamiento heterodoxo. Exprimir a través
de las raíces del cabello el líquido pútrido sanó a otra dama, hija
de un devoto de Bangalore, que sufría de ataques de histeria recurrentes.
Cada vez que le cuento esta historia a mis amigos, ¡ponen en
duda mi sanidad mental! Sin embargo, se muestran renuentes a decírmelo en mi cara, por temor a que yo dude de la de ellos. Se preguntaban: “¿Cómo fue que este individuo, cuya prodigiosa incredulidad y sentido del humor solía demoler la reputación de impostores
y fakires, embusteros y farsantes, haya podido ser una presa tan fácil para un Baba, a quien le dobla la edad?” Dicen que a un hombre
se lo juzga por la compañía que frecuenta. Pero a mí se me juzgaba
por la compañía una vez que les dejé. Se sentían terriblemente superiores a mí y se aferraban con un loco fanatismo a sus anticuadas
concepciones.
Afortunadamente, mi fe en el Amor, la Sabiduría y el Poder de
Baba, en lo milagroso de Sus acciones, en la eterna intangibilidad
de lo Divino, se iba profundizando proporcionalmente a la compasión y el desprecio que mis anteriores admiradores y amigos sentían
por mí. No podía sino compadecerlos como retribución, porque sus
ojos estaban velados por el prejuicio y encandilados por la autoestima. En lo concerniente a las experiencias que iba ganando en la
presencia de Baba, no podía sino “exclamar”, pero no “explicar”.
Me sentía atraído por Su Esplendor y no ofendido por Él, como le
sucedía a esos otros. Gracias a Dios había logrado salir a gatas del
purgatorio de la duda. Algunos amigos habían venido hasta Puttaparti para confirmar su juicio acerca de mi cociente intelectual. Mas,
como dijera Jesús: “Viendo no podían ver, escuchando no oían,
tampoco comprendían, porque sus corazones se habían endurecido. Y sus oídos se habían ensordecido y sus ojos los habían cerrado,
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no fuera que vieran, oyeran y entendieran, en cualquier momento,
con el corazón, y se convirtieran”.
Las sesiones de bhajans se realizaban en la Sala de Oración,
frente al retrato de Baba y al de la encarnación inmediatamente anterior de la Divinidad, el Sai Baba de Shirdi. En las murallas de la sala colgaban retratos de santos y líderes espirituales pertenecientes a
todas las épocas y tierras. Baba me comisionó para traer desde
Bangalore retratos de gran tamaño de Zoroastro, Buda, Mahavira,
Jesús, Shankara, Ramanuja, Madhwa, Nanak, Meera, Surdas y Basava. Cantamos a coro muchos himnos y plegarias que rogaban por
la paz y la pureza, que Baba había compuesto, y que nos enseñara
cuando nos sentábamos a Su alrededor en las arenas del Chitravathi
o en el prado frente al Mandir.
Muchos de estos cantos nos explicaban los pasos del progreso
espiritual. Unos nos hacían entender la lección de levantar la mansión de la vida sobre los pilares de concreto de la Verdad, el Vivir
Correcto, la Paz Interior y el Amor. Otros nos enseñaban a conocer
a la Divinidad como Verdad, Sabiduría y Eternidad. Los himnos estaban dedicados a la adoración de las variadas Formas de Dios como las visualizaran los santos y místicos de todos los países. Nos hacían recordar aquella Gloria y Majestad que energiza a las criaturas,
tanto a las vivientes como a las que están luchando por entrar en la
corriente de la vida. Cada Nombre que denotaba al Uno evocaba
una emoción, un destello, una fragancia, porque representaba una
épica encerrada en una sílaba o una Escritura resumida en una Palabra. Cuando los mellizos Rama y Lakshmana, que por algunos años
cantaran en la All India Radio de Nueva Delhi, se quedaban en el
Nilayam, Baba les impulsaba a cantar con Él las composiciones en
telugu del místico del siglo XVIII, Thyagaraja.
Ante una reunión en Tirupati, Baba declaró una vez: “¡El
afecto que siento por Thyagaraja data desde hace siglos! Cuando cayera muy bajo el nivel de la conducta moral, recetó la droga del Ramanam en atractivos envases. El raga es apropiada
para el ritmo emocional de la idea que se explica en el canto; la
marca del compás es apropiada para la elaboración del significado; los adjetivos ordenados en aliteraciones dictan los intervalos y acentos. Ellos conducen a la voz por los atractivos arcos
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de la arquitectura de la canción, despertando, a través de sus vibraciones, las energías yóguicas tanto del cantante como del
oyente”.
Después de oír una de las composiciones de Thyagaraja interpretada por Baba, un anciano conocedor de música no pudo contener su emoción. Exclamó: “¡Swami! ¡Siento que fue Thyagaraja
mismo el que acaba de cantar!” Baba se volvió hacia él: “Y, a propósito, ¿quién crees que inspiró a Thyagaraja para cantar así?”
Al Niño Divino le encantaba cantar las composiciones de Thyagaraja, Bhadrachalam Rama Das y Purandara Das, hasta tal punto
que no le gustaba que ninguno de nosotros, por ninguna razón,
perdiera la función. Durante Su ronda de visitas de la tarde, Él mismo difundía las buenas noticias: “Voy a cantar hoy en la hora de
bhajans”. Y, con los mellizos a la zaga, Su voz nos mantenía hechizados por una hora o más. Tenía algunos temas favoritos que interpretaba frecuentemente. El canto “Brochevarevaru” le asegura al
hombre que Dios tiene un Poder infinito que maneja con infinita
Misericordia. La lección entregada por otro de Sus predilectos, “Rama nannu”, es que el Señor activa todo el Cosmos, tanto el macro
como el micro: Brahma y la hormiga; el “Endaro” nos comunicaba
el mensaje que Baba gustaba implantar: “Saluden a todas las grandes almas, que han vivenciado al Señor, que gozan ofreciendo sus
talentos a Dios, que mantienen una permanente solicitud por la humanidad sufriente, que descartan las dudas y las discusiones sobre la
Divinidad, que han captado las enseñanzas esotéricas encerradas en
las Escrituras y que se dedican a alabar la gloria del Señor”.
Otra composición que le he oído cantar con deleite es “Mundu Venaka”. Se trata de una plegaria para la cual, como sabíamos, Baba mismo es la respuesta. Thyagaraja clama a Rama:
“¡Ven, Señor! ¡Sálvame de los peligros, frente y atrás de mí, a la
derecha y también a la izquierda. ¡Ven pronto! ¡Ven con Tu invencible e infaltable Arco!” y Baba declaraba: “Frente a cada llamado
de ustedes, les guardaré como el párpado al ojo; estaré detrás de
ustedes, junto a ustedes, a vuestro lado y alrededor de ustedes”.
Baba nos enseñaba con dádivas el rogarle a Dios. No hacía más
que recordar la afirmación de las Upanishads acerca de Su Omnipresencia, la que el hombre ha empujado perversamente al olvi-
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do: Purastaad Brahma (Brahma frente a ti), Paschad Brahma
(Brahma tras de ti), Dakshinathah (a tu derecha), Uttarena (a tu izquierda), Adhah (por debajo de ti), Oordhwam (por encima de ti),
Brahma eva (Brahma solo), Idam Viswam (este Cosmos). Baba
aplastaba la maleza de la impotencia que duerme en nuestros corazones y la despertaba para que creciera hasta un Arbol del Bodhi. La canción “Ninu Vina” despertaba en nosotros un anhelo de
otra clase. Thyagaraja describe en ella la dicha que lo embargaba
al contemplar la belleza de Rama. Cuando Baba nos llenaba con
la melodía de esa canción, atraía nuestra admiración trascendente
hacia Sí Mismo. Reconocíamos y venerábamos cada una de las facetas que fascinaban a Thyagaraja en Baba mismo: la sonrisa, el
porte, el destello, la finura, la gracia, la delicadeza.
Incidentalmente, los cantores mellizos aprendieron muchas lecciones de música con Baba: ésta era la razón por la que tomaban el
camino a Puttaparti cada vez que tenían la oportunidad. Baba notó
que su idioma tamil hacía que distorsionaran bastante las frases en
telugu de las composiciones de Thyagaraja, produciendo a menudo
perversiones rayanas en el ridículo. Para dar un ejemplo de muchas
de estas instancias, estaban caricaturizando inocentemente una sublime expresión de humildad en una de las canciones de Thyagaraja, ¡dejándola como un desafío irreverente y hasta insolente! Pronunciaban “pogada kunte’”como “pokoda tinte” y masacraban la
canción, porque con ello, profanaban desastrosamente su sentido.
En lugar de “¡Oh, Señor! Tu gloria es alabada por sabios y profetas.
No puede ser menguada por el silencio de este pobre y pequeño individuo”, lo desfiguraban en “¡Oh, Señor! Tu gloria no puede ser
menguada si como un bocado picante frito en aceite”. Baba sacó a
carcajadas estos lapsus de las mellizas lenguas.
Baba era, en verdad, un Canto en movimiento, Música en acción. Cuando era el centro de una pléyade de devotos de habla kannada, canturreaban en voz alta “Thallanisadiru Kandya. Thalu Manave” (No tiemble de temor, oh mente) una canción de Pundara
Das o una Vachana de Basavana: “Kalla Naagara Kandare” (Cuando ven una serpiente de piedra) o un Ragale de Harihara sobre
Kumbaara Gundanna (El santo alfarero Gundanna). Cuando se sentaba a Su alrededor un grupo de devotos de habla tamil, los versos
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eran de Gopalakrishna Bharathi sobre Nandanar o de Arunagirinatha sobre Muruga o de Andal sobre Vishnu. La melodía se hacía cada vez más nueva cuando nuestras mentes se acercaban cada vez
más a Él. ¡Oh! Cada línea y curva eran un pacificador para el corazón, un tónico para los miembros, un bálsamo para el cerebro y un
maná para la mente.
También nosotros, en cada una de las casas a las que entraba,
cantábamos un salmo o dos cuando Él aceptaba quedarse tan largo rato. Mi mujer se atrevió a cantar un día una plegaria en kannada, dirigida a Él, que había estado practicando empeñosamente
por varios días. Comenzaba con “He venido con plena fe en ti,
¡Oh Majestuosa Maravilla! No sueltes mi mano”. Baba, sentado,
nos observaba parados silenciosamente con las palmas unidas.
Cuando ella dejó de cantar, Él comenzó a cantar una tranquilizadora respuesta al ruego. La cantó en el idioma que era la lengua
materna de mi mujer. “¿Por qué temes?”, pareció preguntar. “Sai
Baba te dará dádivas incluso antes de que se las pidas. Él vendrá a
salvarte incluso antes de que clames por Él”.
En ocasiones, Él anticipaba la canción con la que los devotos estaban preparándose para darle la bienvenida a sus hogares, ¡y entraba tarareándola audiblemente! Un día, estando
en Bangalore, Baba prometió venir a mi casa, “Ashoka” en
Wilson Gardens y la anticipación de Su visita nos tenía muy
excitados. Mi mujer estuvo ensayando y tenía una canción
preparada. Mi madre “compuso” una acerca de la singularidad de este Avatar y la tenía lista en la punta de la lengua.
Cuál no será nuestra sorpresa cuando Baba se bajó del coche
cantando en voz alta los primeros versos de la canción que mi
mujer tenía la intención de cantarle tan pronto entrara en el
santuario de nuestra pequeña vivienda: “¡Baba, el de la ilimitada compasión!”, comenzaba. Le pidió a mi mujer que cantara el resto del poema. A mi madre le dio una inmensa alegría al pedirle que repitiera su composición: “Entre todas las
piedras preciosas que he visto y que he querido, ninguna es
tan bella como la gema Sai Ram”. Baba dijo “Bien”, cuando
mamá le tocó Sus pies. Luego me pidió que encendiera la llama de alcanfor. “¡Comienza! Sadaa enna hrdayadalli”, me di182
jo (‘Siempre en Mi Corazón’) para que hiciera girar la llama
del Arati. Y ésa era la canción del Arati que yo compusiera y
que se usaba cada vez que se cantaban bhajans en la casa de
Bangalore. “De modo que Él escucha todos nuestros bhajans”, nos dijimos.
Todos los días había sesiones de bhajans que duraban una hora en el Salón de Oración. La tarea de girar la llama del Arati le
fue asignada a Seshagiri Rao algunos meses después de la inauguración del Prashanti Nilayam. Baba se levantaba de Su silla de plata para recibirlo y a continuación se acercaba a los recipientes que
contenían las ofrendas de comestibles y las consagraba probando
algunos granos. Luego se paraba cerca de la puerta de salida hacia el Norte, para que los hombres pudieran hacer el Padanamascar al ir saliendo y, después que todos se hubieran retirado, atravesaba el hall hacia la puerta Sur para conferirle la misma gracia a
las mujeres.
En aquellos días, Dasara se celebraba en el Nilayam mismo.
Era más evidente la participación femenina y también más entusiasta que la de los hombres, puesto que Dasara se dedica al culto
de la Madre que cría, bendice y educa a sus hijos. Tanto en la mañana como en la tarde de cada día, las mujeres se sentaban en filas dentro de la Sala de Oración, cada una con una foto de Baba
colocada frente a sí y recitaban los mil ocho nombres de la Madre
en sus diferentes encarnaciones. Le ofrecían el Puja con los rojos
polvos de kumkum a Baba, la personificación trina de Durga,
Lakshmi y Saraswathi. Siendo que en ninguna parte de esta Madre Patria se les permitía a las viudas participar en este tipo de
culto, Baba les abría también las puertas. Su compasión se rehusaba a mantener a los infortunados en el ostracismo. Hacia el final del Puja, Baba entraba a la Sala y caminaba por entre las filas
de mujeres, otorgándole a cada una un momento para tocar los
pies de Loto, al detenerse frente a ella. Los montoncitos de kumkum cargados con el contacto santificador del retrato y las vibraciones de la devoción, se recogían y se guardaban hasta el décimo
y último día del Dasara, cuando Baba mismo los vertía sobre el
Idolo de Plata del Sai Baba de Shirdi, el cual, en ese día, oficiaba
como el símbolo silencioso de Swami mismo.
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En las tardes, Baba pasaba en procesión por las calles de Puttaparti, e incluso después de volver a entrar a Prashanti Nilayam, permanecía sentado en un jeep que era decorado de manera diferente
cada día, por las manos de los devotos, ya sea como Hamsa o Garduda, Carro de Combate o Vimana, como también de Palanquín.
Las calles de la aldea eran demasiado angostas como para permitir
el movimiento de las multitudes de devotos, de modo que Baba redujo el evento, más adelante, a un solo día: el décimo. Los bhajans,
los nadaswaram, las gaitas, los tambores y los fuegos artificiales lo
convertían en un fabuloso festival popular. Por supuesto que la mayor fuente de alegría era la emergencia desde el Divino Entrecejo de
vibhuti, kumkum o rayos de Luz. Los aldeanos lo denominaban el
“Vibhuti de Kailas”, puesto que en los antiguos textos, el Dios Shiva
que reside en la cima del Monte Kailas, lleva gruesas líneas de ceniza sobre Su frente y cubre todo Su cuerpo con ella.
Un día, cuando tuve la oportunidad de decirle el nombre
que se utilizaba comúnmente entre nosotros para el vibhuti,
explicó: “Shiva se unta el cuerpo con las cenizas que recoge
de los lugares de cremación donde se ha quemado en la pira,
el cuerpo de una persona buena y piadosa. ¿Quieres que te
dé un poco? Un sadhaka muy piadoso ha muerto y su cuerpo
ha sido entregado al fuego a orillas del Ganges”. Diciendo estas palabras, hizo girar Su mano y aparecieron en Su palma
algunas onzas de cenizas. Cuando las vertió en mi mano, temí
quemarme. Estaban calientes. “Ésta es la ceniza que Shiva
bendice”, dijo.
El Festival de Dasara le confirió a los devotos diez días de un
exquisito éxtasis. No éramos sino unos cuantos cientos, bastante
para llenar la Sala de Oración del Nilayam. Al igual que en el Viejo
Mandir, también aquí se nos daba desayuno, almuerzo y cena todos
los días, de modo que todo el día podía pasarse orando y haciendo
penitencia. Uno de los días se dedicaba a los hijos de los devotos:
cantaban bhajans y actuaban obras basadas en las épicas. Baba mimaba a los participantes y estimulaba a los niños para que recitaran
y comieran golosinas. Otros días, los escolares de la aldea, los de los
grupos de Pandan Bhajan y niños del Instituto Superior Sathya Sai
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Baba en Bukkapatnam, presentaban un programa de ejercicios y
gimnasia. Un día se dedicaba al servicio social: limpiando calles y
pasajes, alimentando a los menesterosos, distribuyendo vestimentas
a los indigentes, además de charlas dictadas por los que tenían experiencia en estas actividades de servicio.
El Día del Niño, que se celebró a partir de 1945, fructificó en
las clases de Bal Vikas en todo el mundo y en la “Educación de los
Niños en Valores Humanos”, cuya adopción ha ido en aumento en
todos los Estados de la India. El Día del Servicio Social también se
ha ido expandiendo hasta la formación del Seva Dal, en el que unos
treinta mil hombres y otras tantas mujeres son instruidos para brindarle, con amor, diferentes servicios al prójimo.
Los pocos pandits que llegaron hasta Puttaparti tuvieron la
oportunidad de explicar pasajes de las Escrituras y fueron bendecidos por Baba con regalos tradicionales. El noveno día de Dasara estaba marcado por el Saraswathi Puja, la adoración de la Diosa del
Saber. Al atardecer de ese día, estudiosos del telugu y el sánscrito,
incluyendo a Vidwan Seshama Raju, el hermano de Baba, leían y
explicaban los poemas que habían escrito acerca de Baba y las bendiciones que esto les significara. También yo me atrevía a leer uno o
dos versos en inglés y en kannada cada año, en la presencia del
“Kaveenaam Kavi”, el Poeta de poetas.
También llegaban músicos para estar en la Santa Presencia y se
les permitía exhibir sus talentos. Baba respondía con alegría cuando
los naturales anhelos por la Visión de Dios se reflejaban en el desarrollo de un raga o la interpretación de una canción. Recuerdo que,
cuando estaba cantando Honnappa Bhagavathar, el famoso vocalista de Bangalore, ¡Baba se levantó de Su silla de plata y se fue a sentar junto a él en el estrado, entre los artistas que tocaban el violín, el
mrudanga, el ghatam y el tambor! Cuando terminó el programa,
Baba creó un collar de oro para él y se lo colgó al cuello con Sus
propias manos. Aunque relaté esa historia en Sathyam Shivam
Sundaram, vale la pena repetirla aquí, porque yo mismo fui testigo
emocionado del desconcierto, la desesperación y la renovación del
músico.
Camino de regreso a Bangalore, Honnappa Bhagavathar y
sus amigos evaluaron el valor en quilates de oro. Se enredaron
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en estimaciones divergentes de su valor monetario. No vacilaron,
tampoco, en cuestionar hasta la genuinidad del milagro. Pronto
se vieron metidos en una parte inundada del camino que le impidió avanzar al coche en el que viajaban, puesto que las aguas pasaban furiosamente sobre él. De modo que se detuvieron para esperar la mañana siguiente, acurrucados dentro del mismo vehículo. Cuando bajaron las aguas y se pudo hacer partir el auto, descubrieron que el collar había desaparecido del cuello de Bhagavathar. No se lo encontró en parte alguna. No podía ser recuperado y el músico decidió retornar a Puttaparti y pedir perdón.
Baba me había hablado de la tragedia que le había sucedido, antes de que llegara. Por ende, me fue difícil controlar mi excitación frente al desenlace de los apuros del famoso músico. Se
mantuvo de pie, deprimido, apoyado en uno de los pilares, reprimiendo los sollozos y las lágrimas, hasta que se rompieron los diques cuando Baba se acercó a él.
Baba lo mimó y lo acarició por largo rato. “No había nada de
malo. No es sino lo que cualquiera habría hecho. Además de que
los otros te incitaron. Así y todo te quiero. Aprecio las dudas, ya
que sólo ellas pueden confirmar la fe. ¡Bien! Aquí lo tienes de nuevo: el mismo. Cualquier cosa que Yo cree es parte de Mí y debe retornar a Mí”. Diciendo esto, hizo girar Su mano y el perdido collar
le fue devuelto al asombrado penitente.
Debo consignar aquí mismo lo que le sucediera veinte años
más tarde a un cierto ingeniero noruego, de apellido Tidemann. Cuando se despidió de Baba para dirigirse a Bangladesh, para hacerse cargo de un proyecto en el Puerto de Chittagong, el que se estaba reconstruyendo en gran parte, Baba le
creó un anillo y se lo puso en el dedo índice de la mano derecha. Seis meses más tarde, apareció repentinamente a las puertas del “bungalow” de Baba en Brindavan, Whitefield. Viendo
que estaban por comenzar los bhajans, se escurrió hacia un rincón y acomodó su humanidad entre el Dr. S. Bhagavantham y
yo. Baba lo miró y preguntó: “¿Dónde está el anillo?” Tidemann respondió avergonzado: “¡Perdido!” “¿Dónde?”, preguntó Baba. “Estando en Chittagong, estaba bajando por una cuerda por el casco de un barco y caí al río”, explicó Tidemann.
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“¿Cuándo?” “El 23 de febrero”. “De eso hace tres meses”, me
dije para mí mismo.
Vi que la palma giraba una, dos veces y luego se cerraba
sobre algo que estaba por caer de ella. Lo levantó entre dos dedos y nos lo mostró para que pudiéramos ver que era el anillo… ¿Pero, era “el anillo”?, fue la pregunta que surgió en la
mente de todos. Estaba a punto de preguntar, cuando se me
anticipó el Dr. Bhagavantham… ¡No pudo controlar su curiosidad científica! Baba se volvió hacia él y dijo: “¿Cómo? ¿Tu fe
no es firme todavía?”
Entretanto, Tidemann se levantó y fue a tocarle Sus pies.
Baba colocó el anillo en su palma extendida, con las siguientes palabras: “Es el mismo. ¡Cayó en Mis manos! Yo estoy en
ese río. Yo estoy en todas partes; Mis ojos, Mis oídos, Mi rostro, están en todo lugar. Yo permanezco envolviéndolo todo”.
Esa tarde volvimos a escuchar, una vez más, la afirmación de
las Upanishads, demostrando que Bhagavan ha venido en la
forma de Sai para eliminar el velo de la duda de nuestras retrógradas retinas.
Gayanapatu Saraswathi Bai llegó durante otro Dasara. La
anciana dama emocionó a cientos de devotos con su recital de
música. Su cuerpo de setenta años respondió a las exigencias de
resistencia y de memoria. Cuando se despidió, Baba le regaló un
sari de Benares. Algo más tarde, el mismo día, le dijo a algunos
de nosotros que tal vez el largo de la seda no iba a ser suficiente
para el estilo en que ella usaba el sari. Algunas señoras confirmaron que Saraswathi Bai usaba saris de dieciocho codos de largo,
y éste medía sólo doce. Baba pretendió sentirse triste. Examinó
otros saris de Benares del mismo lote y descubrió, con aparente
“desconsuelo” que también eran cortos. Unos días después, sin
embargo, recibí una carta de la distinguida cantante en la que
describía su asombro frente al milagro. Supo que el sari que le
habían regalado era demasiado corto, de modo que decidió usarlo sólo en la privacidad de su santuario doméstico. ¡Cuál no sería
su sorpresa cuando descubrió que la voluntad de Baba no sólo lo
había hecho estirarse hasta los dieciocho codos, sino a unas
cuantas pulgadas extra!
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Vidwan R. Chowdiah, el renombrado virtuoso del violín, amenizó otra tarde con su espléndido recital. Al final de la hora de ejecuciones, Baba, que estaba sentado en Su silla de plata rodeado por
algunos de nosotros, hizo girar la mano y creó una medalla de oro
para él. Chowdiah se levantó para recibirla, mas, cuando Baba estaba por ponerle el regalo en la mano, lo retuvo, diciendo: “¡Oh! Tú
ya tienes muchas medallas. Ésta debe tener grabado el nombre”. Y
sopló Su aliento sobre ella, mientras colgaba de Sus dedos y ¡oh
sorpresa!, se encontró que llevaba inscripto “Presentada a T. Chowdiah por Bhagavan Sri Sathya Sai Baba” en el reverso, con una artística caligrafía.
¡Vendaval de milagros! Fueron gloriosos días para nosotros los
de esa época en Prashanti Nilayam. Casi no nos habíamos dado
cuenta de que el Prashanti Nilayam carecía de límites y que los milagros no conocían restricciones geográficas, raciales o religiosas. Cada vez que se nos confirmaban atisbos de la gloria, nos emocionábamos con la toma de conciencia de la magnificencia de Baba.
En esos tiempos, Baba no dictaba discursos durante Dasara. De
hecho, por muchos años, se estaba limitando a discusiones o conversaciones de grupo y a sesiones de preguntas y respuestas cuando
los devotos se sentaban alrededor Suyo y planteaban puntos sobre
Sadhana o Filosofía. Incluso ahora disfruta con estas reuniones de
pariprasna. Durante uno de los días de Vijayadashami, cuando se
mecía en el columpio adornado con flores que se usaba durante el
programa de Dasara fue que bendijo a la concurrencia con Su primera “Charla” o “Discurso”.
El año era el de 1953. Afortunadamente tenía mi pluma en el
bolsillo y alguien me prestó algunas hojas de papel. Pude anotar
Sus palabras y transcribirlas. Comenzó con la Confesión: “Todos
estos años he estado dando consejos y respuestas a preguntas individuales. Ellas eran como paquetes disponibles en tiendas especiales, entregados a quienes las visitan con el deseo de obtener lo
que en ellas se vende. Sin embargo, un discurso como éste, debe
ser como un bazar, una feria, en donde hay una variedad de artículos a disposición de clientes de todo tipo. Pese a que un discurso mío representa para ustedes una experiencia nueva, no es algo
nuevo para Mí. Me he dirigido a grandes asambleas de buscadores
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en el pasado, aunque no personificado así. Cada vez que el Absoluto Sin Forma y Sin Atributos devela el misterio y aparece ante el
género humano como Hombre, debe enseñar e instruir con el objetivo de cumplir con Su tarea.
Permítanme hacer un paréntesis dentro del relato. Estando
en el carro de combate, Sri Krishna le reveló a Arjuna lo que
Baba nos revelara aquel día estando en el “joola”. Dijo: “Le he
dictado discursos, Eras atrás, acerca de esta senda perenne al
Vivaswan. El mismo misterio te lo declaro a ti ahora. Han sido
muchas Mis apariciones en el pasado”. Como lo declarara Baba, Rama dictó frecuentes discursos en el Ramayana para grandes multitudes, desde Su trono.
Continuando Su discurso, Baba dijo: “Los primeros dieciséis
años de esta carrera terrenal han sido dedicados al Lila (juego y jugarretas), los próximos dieciséis se dedicarán al Mahima (manifestación del Poder y la Gloria). Después del trigésimo segundo año,
me verán cada vez más activo en la tarea del Upadesha, la enseñanza a la humanidad equivocada y el dirigir al mundo por la senda del Sathya, el Dharma, el Santhi y el Prema. Lo que no quiere
decir que haya excluido al Lila y al Mahima a partir de ese año.
Sólo quiero decir que el restablecer el Dharma, el corregir la distorsión de la mente humana y el guiar al género humano de vuelta al Sanathana Dharma, será mi principal tarea de ahí en adelante”. ¡Sin embargo, el Señor es compasivo y tiernamente misericordioso! Incluso al anunciar estos límites cronológicos, había
anunciado, misericordiosamente, Su propio programa de Upadesha por cinco años…
Como era usual, cuando terminó la función del Joola de ese
día, las mujeres devotas insistieron en un elaborado Arati, que comprendía no menos de ciento ocho lámparas movidas por otras tantas personas y también, la presentación de una variedad de frutas y
dulces. Todo terminó con el canto por ellas de sones tradicionales.
El Cumpleaños de Bhagavan, celebrado el 23 de noviembre,
era en esos años, una reunión de vuelta a casa, un encantador
festival de familia. En esos días, más que en otros, Baba era la niña de nuestros ojos, el rayo de sol de nuestros corazones, el teso-
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ro a nuestro alcance. Y Él nos permitía mimarlo libremente. Durante algunos años, incluso después de trasladarse al Prashanti Nilayam, Baba visitaba las residencias de las “hermanas” y comía Su
almuerzo con ellas y con los “padres”; tiempo después, le traían
los platillos especiales que ansiaban, hasta el Nilayam mismo. En
las horas de la mañana, Baba se sentaba en el estrado occidental
de la Sala de Oración, aquel en el que estaba instalada la imagen
del Sai de Shirdi. Aquel día tuvo que cederle el lugar al Sucesor.
Los padres, el hermano mayor con su mujer y unos pocos devotos ancianos con sus mujeres subían y ungían a Baba con algunas
gotas de aceite puestas en la corona de cabellos. Esto no era más
que un rito simbólico del “baño de aceite” que la mayoría de las
personas del sur de la India reciben para sus cumpleaños y otras
fiestas sagradas.
Se trataba de una función médico-religiosa que la costumbre le ha impuesto a hombres, mujeres y niños, para ser
celebrada, al menos una vez por mes, si no más frecuentemente. También Baba fue sometido a ella durante su niñez y
como púber. Más tarde, cedió ante las súplicas de los devotos y continuó con los “baños de aceite” hasta cerca de los
años ’60.
Permítanme recordar y relatar, entre paréntesis, las infrecuentes oportunidades en que se le aplicaba aceite a Su cuerpo y se lo lavaba después. Algunos de nosotros tuvimos la envidiada suerte de jugar un papel en esta Ceremonia: saludábamos la ocasión como un Don de Gracia. Se elegía una de las
habitaciones residenciales con más espacio y libre de muebles. Los devotos la limpiaban concienzudamente el día anterior al del “Baño”. Se colgaban festones de hojas verdes y se
hacían auspiciosos dibujos en el piso con harina de arroz. Baba llegaba hasta aquí cerca de las 9 de la mañana. Sólo cuatro
o cinco varones estábamos adentro. El fragante aceite de sésamo con sustancias medicinales se vaciaba en un copón de
plata. Se sacaba para pasarlo a lo largo de las filas de las madres y los padres ancianos que lo tocaban recitando plegarias.
Volviendo adentro, el aceite era vaciado sobre la corona de
cabellos y se hacía presión con los dedos vigorosamente para
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impregnar sus infinitos rizos. La precisión y la fuerza necesarias le pertenecía sólo a uno o dos, los demás aplicaban el
aceite sobre la espalda, los hombros, los brazos y los pies y,
en general, Baba les ayudaba. Entretanto, los devotos llenaban con agua caliente un gigantesco recipiente de cobre. Parecíamos estar desempeñando los papeles de Sus compañeros del Gokulam. Dos de nosotros aplicábamos la pasta de
nuez jabonera para sacar el aceite, en tanto que los demás
iban vaciando vivazmente agua caliente sobre Él. Para quitar
la pasta y los restos del aceite, empleábamos jabón. Baba nos
mantenía risueñamente felices, bromeando y riéndose de
nuestras bufonadas de aficionados, recordando nuestros absurdos y vicios, en otras ocasiones. Entonces llegaban las toallas para el secado final.
Baba estaba rápidamente listo para pasar a la habitación
adyacente, hacia la que nosotros nos habíamos retirado. Entraba irradiando alegría y jovialidad. Se ponía el dothi de seda
y la bata, descansando después un rato, sorbiendo a veces un
par de onzas de jugo de naranjas. Se secaba el pelo en humo
de incienso y lo sojuzgaba a Su forma. Mientras nos encontrábamos sirviendo a Baba dentro de las habitaciones, Brahmasi Kamavadhani, el renombrado recitador de los Vedas
(que lleva el título de Veda Samrat que le confirieran las sociedades dedicadas al saber védico), aprovechaba invariablemente la oportunidad para recitar, del lado de afuera de la puerta,
los mantras Namaka Chamaka que se pronuncian usualmente
cuando se le da el baño sacerdotal al ídolo de Shiva. Para él
era cierto que Baba era Shiva llevando la vestidura de un
cuerpo humano. A continuación, Baba salía para dirigirse a la
Sala de Oración y dar Darshan.
Terminado el paréntesis, prosigo. Yo era uno de los “ancianos” devotos bendecido con la tarea de ungir a Bhagavan en el
primer Cumpleaños en Prashanti Nilayam. Me levanté de mi lugar
en el lado de los varones y mi mujer lo hizo en el suyo, en medio
del grupo en el que estaba sentada. Mientras me levantaba, Belcebú me susurró al oído una venenosa proposición: “Ésta es la
oportunidad, descubre si es una peluca de pelo afro esta corona
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única en su género que tiene”. La voz le pertenecía a mi vecino,
un conocido de años atrás, el gerente de un banco en Bangalore,
en el que depositaba mis reducidos haberes. También yo había peregrinado a través de toda una serie de camerinos en mi tiempo,
en los que uno se ponía y se cambiaba de pelucas. Con ayuda de
ellas me había metamorfoseado en Surpanakha y la Sra. Malaprop, en Bruto y Aurangazeb, en Vidyaranya y Brahma. De modo
que, mientras caminaba hacia el estrado, el péndulo oscilaba entre
la fe y la duda. Decidí seguir el impulso y tirar de la peluca, si ello
era posible. Mojamos la rosa en el aceite fragante y, mientras mi
mujer dejaba caer una gota de él, yo sostuve la cabeza e intenté
dar un tirón sobre un costado de la cabellera. Baba mantenía la
cabeza inclinada hacia adelante para que lo ungiéramos. Cuando
sintió el impacto de mi impertinencia, me susurró: “¡Sí! Trata de
tirar también hacia la derecha”. Sentí un escalofrío de miedo. Me
maldije a mí mismo por resbalar hacia el lodo de la sospecha. Mi
mujer se preguntaba acerca de qué me había pasado. Abatido,
volví a tomar asiento al lado de la serpiente. Hasta ahora Baba relata, de vez en cuando, la mencionada historia de mi audaz experimento para algunos grupos de devotos y desata explosiones de
risas conmiseratorias para incomodidad mía.
Después del rito del ungimiento, cada uno de los presentes
subía al estrado y le colocaba una guirnalda al cuello. Algunos le
entregaban una ofrenda de cumpleaños a su Bala Sai, su Chinni
Sai (tierno pequeño Sai) que, en su mayoría, eran muestras de su
afecto y amor. Había guirnaldas de caramelos, nueces de cajú o
damascos, muñecos y modelos de coches, barcos y carros de
combate, figuritas y juguetes, peinetas y espejos, flautas y cornetas: todos dignos de ser aceptados debido a la sinceridad del dador
y la largueza de corazón del Receptor. Olas de alegría barrían la
Sala de uno a otro extremo cuando se iban abriendo los paquetes
y se revelaba su contenido. Todos se sentían contentos cuando
Baba expresaba sorpresa y satisfacción con el objeto de demostrar Su conocimiento de la devoción que inspirara la ofrenda. No
obstante, cuando Baba descubrió que algunas personas incluían
monederos llenos con tantas rupias como los años que se celebraban, mostró Su desagrado frente a este desprecio del sagrado vín-
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culo y le puso punto final a la ceremonia misma. De ahí en adelante, sólo se permitieron ofrendas florales.
Durante esos años, Baba visitaba el Instituto Superior Sathya
Sai Baba en Bukkapatnam en el Día de Su Cumpleaños, cuando se
dispersaba la concurrencia en el Nilayam. El Instituto llevaba Su
nombre, porque Sus devotos habían rescatado el ruinoso edificio en
donde Baba estudiara con otros niños cuando chico. Reunieron fondos suficientes como para convertir la escuela en un Instituto Superior y para trasladarlo a un nuevo edificio. Aunque era administrado
por la Comisión Distrital de Anantapur, tenía una comisión ejecutiva
de la que Baba era presidente. Este Instituto fue sustentado con
amoroso cuidado por Baba hasta que pudo seguir en forma independiente por sí mismo.
Baba tenía que cruzar caminando el lecho arenoso del Chitravathi y vadear algunas yardas de su cauce para abordar un coche
para llegar hasta Bukkapatnam, a tres millas de distancia. Lo seguían otros vehículos cargados de devotos. En el Instituto, después
de los bhajans cantados por los alumnos, Él le hablaba a los estudiantes (que llegaban a unos trescientos) y ponía en manos del Director Su regalo de cumpleaños para la institución. Recuerdo un
año en que regaló una cantidad de libros como para sofocar las estanterías de la Biblioteca. En otro año obsequió un receptor de radio y en un tercer año, un conjunto de instrumentos musicales para la banda del establecimiento.
Después de Su discurso, Baba generalmente le pedía a los estudiantes que fueran a Puttaparti para la fiesta de Cumpleaños organizada por los devotos. Como era un trayecto de tres millas, Baba le
indicaba a los muchachos y muchachas que esperaran los coches de
los devotos para que les llevaran a la orilla derecha del Chitravathi.
Baba se sentaba sobre el grueso tapiz de verdes hojas de maní, para
que también Su automóvil se uniera al convoy. Nos mantenía ocupados a todos, alimentándonos de maní, hasta que se nos hubiera
unido el último grupo de estudiantes y profesores. Los autos habían
de hacer el recorrido unas seis veces antes de lograr trasladar a toda
la escuela. A continuación, toda la concurrencia, guiada por Baba y
Sus seguidores, caminaba sobre las calientes arenas hasta el Nilayam. Más tarde, cuando se planificó y se construyó un camino para
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la temporada de buen tiempo, como parte de un Programa de
Combate al Hambre, Baba utilizaba un jeep para ir hasta el Instituto
por carretera y se evitaba el tránsito a través de la arena y el agua.
El Cumpleaños del Señor Krishna también es observado en el
Mandir. El centro de atención del santuario en la Sala de Oración
era un ídolo de tamaño natural de Krishna de pie tocando la flauta.
Baba le ponía al ídolo ese día un nuevo dhothi de seda y le prendía
al hombro un paño de gasa bordada en oro, con titilantes bordes de
brocato. Le colocaba cada año una nueva peluca y reemplazaba los
aros, brazaletes del brazo y los de las muñecas, los anillos y el cinturón, todo lo cual refulgía con grandeza. Le colgaba hasta siete u
ocho collares de perlas y de piedras preciosas al cuello, los que formaban un brillante círculo de fulgor irisado sobre el ancho pecho del
Señor. Eran bañadas las vacas del Nilayam y se les ponían capas de
terciopelo sobre los lomos. Sus cuernos se pintaban de rojo, de verde o de amarillo. Sus caras se adornaban con puntos de kumkum y
se aplicaba una gruesa capa de haldi en sus pezuñas. Alrededor del
cuello se les colgaban sartas de campanitas.
En la tarde se sacaba en procesión el ídolo de Krishna, precedido por las vacas que se pavoneaban con sus terneros, y por los devotos cantando bhajans. Baba acompañaba a Krishna cuando salía
el ídolo, levantado sobre hombros piadosos. Se le llevaba frente a
las filas de viviendas al Oeste, Sur y Este del Nilayam. Los residentes
le ofrecían el Arati a ambos Krishnas delante de sus puertas. Cuando sostenían una guirnalda de flores para Baba, Él la tomaba en Su
mano y la lanzaba al aire, en donde flotaba extendida en un círculo,
para caer justamente en torno al cuello del alto ídolo de Krishna.
Baba no sabía rehusarse a los ruegos de los devotos para entrar en
sus casas y bendecirlas.
Ese día se adora a Krishna en cada hogar por todo el país.
Cuando niño le encantaba la leche y la manteca, la crema y el requesón, de modo que eran ésas las ofrendas que se colocaban ante
el santuario. Recuerdo Su visita al alojamiento temporal en el que
yo con mi mujer, mi hija y mi madre esperábamos para recibirle
cuando traía a Krishna consigo. Ya venía de bendecir el lado Gokulam y el lado Brindavan. Nuestra vivienda estaba siendo remozada
por algún motivo que ya no recuerdo y fuimos alojados en el garaje,
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junto al “Plymouth” de Baba. Además, me había apodado “Plymouth” (boca atosigadora… N. de la T.) para recordarme que mi logomanía se estaba haciendo casi insoportable.
Baba entró al garaje. Mi madre sostuvo ante Él una taza de leche endulzada y una pequeña bolita de manteca. A Baba le resultaba muy difícil desilusionar a mamá. A menudo me había dicho:
“Mantenla feliz”. Ahora, mojó un dedo en la taza y, abriendo la
boca, levantó la mano para que una gota de leche le cayera sobre
la lengua. “Paatti”, explicó, “me tomaba pocillos enteros de leche
robada cuando atravesaba Gokulam, no siento inclinación ahora
por tomar leche”. “Paatti” es el equivalente de “abuelita”. Cuando
Baba se dirigía a ella, mamá era dominada por la visión de Krishna, el amoroso niño azul lleno de sonrisas. Antes de que pudiera
recuperarse, Baba se había ido. Tenía la parte Sur pendiente en
Su itinerario.
El Cumpleaños de Rama también era un día especial. Baba visitaba el Mandir de Rama en la aldea de Puttaparti una o dos veces
en ese día y bendecía a los devotos allí reunidos. Usualmente conducía a los devotos hacia las arenas y, mientras se cantaban bhajans,
Él transformaba arena en ídolos de Rama, Sita, Lakshmana y Hanuman. En una de estas ocasiones, colocó los cuatro ídolos sobre
una bandeja y dijo: “¿Cómo podrían permanecer estos cuatro como
entidades separadas? Deben estar juntos”. Volvió a hundir Su mano
en el mismo montón de arena y ¡oh sorpresa!, apareció una bandeja de plata, plana y simple, montada sobre cuatro pequeñas patitas.
“Colocaré a Rama aquí”, dijo. Cuando el ídolo se acercaba al punto
indicado, ¡apareció ante nuestros ojos un perno sobre el que podía
fijarse la imagen! Los tres restantes también fueron fijados sobre
otros tres pernos que se manifestaron misteriosamente. Lo extraordinario fue que Hanuman requería de uno más pequeño, ubicado
verticalmente respecto de la línea horizontal que formaban los de
los otros tres. ¡La voluntad de Baba moldeó la fijación necesaria sobre la bandeja plana! Llevamos los cuatro ídolos firmemente instalados sobre aquella sagrada bandeja hasta el Mandir, en donde estuvimos cantando bhajans por algunas horas más. ¡Qué milagro era
aquel que habíamos presenciado! ¡Los íconos, la bandeja con patitas, las fijaciones: todo creado desde la arena por el toque de aque-
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lla Mano! ¡Magnificencia! ¡Para revelarnos la importancia de Swami, para atraernos hacia Su taller en donde nos deshace para remodelarnos a Su imagen!
Vaikunta Ekadasi, Utharayana, Yugadi, Sivarathri y Deepavali
eran otros de los festivales que se observaban en el Nilayam. Respecto del primero, se declara que las puertas del Cielo (Vaikunta)
son abiertas para todos en aquel undécimo día de la mitad luminosa
de la luna. Baba nos permitía celebrar el evento con bhajans que le
eran ofrecidos en el lecho del río. En ese día, recibíamos de Él Ambrosía Celestial (Amritha), la que goteaba desde Sus dedos en un receptáculo. Mientras se cantaban bhajans y mientras Él marcaba el
compás levantando y bajando Sus manos, Su palma exudaba una
extraña fragancia y parecía estar saturada con una espesa miel. Baba apretaba Sus manos entre sí, manteniendo las puntas de los dedos sobre el recipiente y de ellos fluía el Amritha hasta llenarlo.
Durante una de las noches del Ekadasi se produjo un milagro
aun más extraño. Había cerca de trescientos devotos en las arenas.
Baba dijo: “Están sentados en el suelo en torno a Mí y Yo también
estoy sentado en el suelo. No pueden verme llenar el pocillo con
Amritha. Es una pena”. Yo estaba sentado al alcance del oído, de
modo que me armé de valor para sugerir: “¡Swami! Puedes ponerte
de pie y levantar Tus manos. Haz que un pote de Amritha descienda del cielo hasta Tus palmas. Todos podríamos verlo venir y habrá
suficiente Amritha para cada uno”.
Algunos días antes, en Madras, un bello y artístico vaso de cristal, con loros de cristal posados en sus bordes, había descendido
desde la nada hasta las manos levantadas de Baba, el día del Cumpleaños de Krishna. Ese día se encontraba con Sri Hanumantha
Rao y su familia y, al finalizar los bhajans, dijo: “Les conseguiré Prasad de Mathura” y apareció el vaso lleno con un maravilloso surtido
de confites hechos en Mathura.
Por ende, mi súplica no era algo tan fantasioso como muchos
pensaron. Baba reaccionó a ella con Su tan propia inescrutabilidad. Dijo: “¡No! Voy a crear aquello de lo que se obtuviera el néctar”. Del montón de arena extrajo una gran caracola de un blanco
radiante cuya espira giraba hacia la derecha: un raro espécimen
de la venerable concha y, por ende, más sagrado. Luego se puso
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de pie para que todos pudieran tener el darshan del evento. Desde esa concha vacía salió gorgoteando un chorro de Amritha que
llenó hasta los bordes un recipiente de plata. El fanático dogma
científico y la adoración idólatra de la razón se darían con las
puertas del cielo en las narices. Nosotros, en cambio, fuimos testigos ese día de cómo ellas se nos abrían. Más tarde, en el Mandir,
Baba puso una cucharada del néctar sobre la lengua de los cientos
que estaban presentes.
Vaikunta Ekadasi fue atrayendo cada año a más gente hacia el
Nilayam, puesto que podían observar y maravillarse, con seguridad,
ante el milagro del Amritha y arder en la Presencia de la Fuente de
la Dulzura. Durante otro Ekadasi, estando acurrucados sobre las arenas y Baba no solamente estaba recibiendo nuestras “alabanzas” sino también enseñándonos cómo articular y cantar Sus Nombres y
Glorias, dirigiendo a la congregación en sus cantos. Yo estaba sentado directamente tras Él, perdido en las visiones que Su voz había
tejido para mí. Se detuvo repentinamente. Tomó el vaso de plata
para el agua que estaba junto a Él y pensé que era la sed lo que había interrumpido la melodía. ¡Pero no! Vació el agua en la arena y
afirmó el vaso justo frente a Él. Eso era un gesto extraño. Ni una
sola vez lo había hecho antes. Me quedé observando el despliegue
de Su Voluntad. Muy pronto me di cuenta de que hipaba, suavemente en un comienzo y luego cada vez más fuerte y a intervalos
más cortos. Los bhajans continuaban con fervor inalterable. Con un
rápido movimiento, Baba tomó el vaso vacío y lo sostuvo cerca de
Su boca… y la fragancia invadió el aire. Se escuchó un burbujeo largo y audible. Fluyó el Amritha y llenó el vaso hasta el borde. Baba
me pidió que llevara esa preciosa Medicina que cura la Mortalidad
hasta el Mandir. Cada uno de mis pasos había de representar Su
respuesta a mi oración que suplicaba no derramar la preciosa parte
Suya. Las Escrituras dicen que Garuda, el Aguila Divina, fue comisionada por el Señor para llevarle Amritha a los dioses. El ave pudo
deslizarse suavemente a través del cielo claro y sin nubes. Yo, empero, ¡tuve que salvar un camino pedregoso por entre la agitada multitud de hombres y mujeres impacientes, caminando cuidadosamente! Logré que me rodeara un círculo de fuertes hombros para protegerme de los ataques de la curiosidad y el frenesí.
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Me llevaron a salvo hasta el Mandir en donde Baba esperaba
el Santo Cáliz. Con un giro de Su mano convirtió un soplo de aire
en una cuchara de oro. Los hombres se sentaron en largas filas
que se enfrentaban cara a cara. Esa cuchara no era ni una cucharita de té ni una de mesa, sino de un tamaño intermedio. Debido
a esto, a medio camino, ya no quedaban sino un par de porciones
en el fondo del vaso. Baba golpeó la boca del vaso con Su palma
extendida… y se llenó nuevamente. Mientras teníamos el Amritha
sobre la lengua, Baba nos dio a cada uno un upadesh (consejo espiritual) además: “¡Pon cuidado! Con el Amritha esto ya no se
contaminará”, indicando que ninguna mentira debería corromper
nunca más la lengua sobre la que había caído el tónico de la Verdad con su dulzura… Los milagros, como tales, no importan. Lo
que realmente importa es su Fuente, algo que está fuera de toda
evaluación.
Yugadi era el Día de Año Nuevo para millones de indios que
calculan el año sobre la base de los movimientos de la luna. Un rito interesante y significativo que se observa ese día es que se distribuye, no la dulce Amritha, sino un preparado agridulce, una
mezcla de azúcar con pasta de hojas de margosa disuelta en agua.
Baba dejaba caer al agua un puñado de vibhuti creado en el momento y la bebida así santificada le era dada a todos los presentes.
Uno bebía con la plegaria de ser bendecido a lo largo del año venidero con la fortaleza como para aceptar tanto las penas como
las alegrías, con confianza y valor.
En Uttarayana o Día de Sankranthi, los devotos le dan la bienvenida al sol que, a partir de ese día, “se mueve” diariamente unos
pocos pasos hacia el Norte. Los días se van haciendo más largos y,
en consecuencia, hace más calor en la Tierra. Ese día se celebra
con regalos recíprocos de azúcar y semillas de sésamo. El sésamo
tiene un gran contenido de aceite. Aceite, en sánscrito, es “sneha”,
que significa amistad, camaradería, fraternidad. Por lo cual, tanto
lo que se ofrece como lo que se recibe es “Fraternidad”. Baba
compartía la cálida alegría de la amistad y el amor con los aldeanos
que solían venir en gran número durante ese día de festival.
Sivarathri era el Festival durante el cual más se manifestaba
el Dios que es Baba. El milagro de la formación en Su estómago
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de esferoides de piedra o de metal durante la semana que precedía a la sagrada fecha (la que cambia cada año, puesto que se
calcula sobre la base de las fases de la luna), bastaba para electrificar la atmósfera del Prashanti Nilayam. Con días de anticipación, le envolvía una ancha aura de blanco deslumbrante con un
borde rosado, en dondequiera que se encontrara. Él mismo
anunciaba que estaba creciendo el lingam y, si los dolores de crecimiento eran inusualmente perceptibles, predecía que su número iba a ser más de uno.
Hasta 1956 se pudo llevar a cabo en la Sala de Oración misma la vigilia y los bhajans de toda la noche de Sivarathri. Baba se
sentaba en la silla de plata colocada sobre una piel de tigre extendida sobre una plataforma baja. Cuando la manecilla horaria del
reloj se acercaba a las ocho, el o los lingams indicaban el deseo
de emerger y Baba mostraba signos de lucha física para facilitarles el camino de salida. Año tras año he estado de pie a Su izquierda, sosteniendo un jarro de plata con agua. Seshagiri Rao
estaba a Su derecha, con una bandeja de plata lista para recibir al
lingam cuando cayera afuera. En un momento que se podía determinar, el lingam se presentaba, después de haber pasado por
la garganta, para la vista del público o para uso personal. En un
año emergieron once en hilera, uno después del otro. Otro año,
fueron nueve. De estos nueve, me dio uno. Es adorado con mantras prescriptos en las Escrituras. El milagro del lingam se produce anualmente, en cada Día de Sivarathri… en cualquier lugar en
que se encuentre Baba.
La mayoría de las personas consideran al mundo de la materia como la única realidad y se aferran a sus hipótesis acerca de su
comportamiento como lo supremamente válido; por ende, también afirman a toda voz que los milagros no ocurren ni pueden
ocurrir. Baba sabe que nosotros sabemos que el lingam es el símbolo del Huevo Cósmico, la esfera que infla y desinfla el Aliento
de Dios. Lo que Baba hace es manifestar la volición de que estos
símbolos se formen en Él como para que nosotros podamos visualizar el Poder que proyectó al Universo y, con ello, expandir
nuestra conciencia. Este milagro hace que todas las mentes se
vuelvan una en Sai.
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En años posteriores, al ir llegando los devotos más instruidos, Su voluntad creó lingams que ilustraban con mayor detalle
los procesos de la evolución y la involución, de la energía y la
materia como onda y partícula, como sujeto y objeto (Leeyathe,
gampathe), sumiéndose y emergiendo como lo indica la palabra “lingam”.
Me sentía conmocionado, más allá de todo límite, cada vez
que miraba hacia atrás y veía en perspectiva la huella que me había conducido hasta el Nilayam, la Morada de Prashanti, la Paz
Suprema. Para nosotros, los residentes, cada día era un festival.
Baba soldaba a los distintos y distantes individuos y familias que
Él había reunido en torno a Prashanti Nilayam para conformar
un ramo de flores multicolores. En las noches de luna, proponía
reuniones, con cada familia sentada en un segmento del círculo y
colocando los platillos que tenía para ofrecer frente a ella. A indicación suya, cada “madre” de familia hacía una ronda, sirviéndole a cada uno su contribución. A menudo, Baba levantaba las tapas de las ollas y descubría que la cantidad era demasiado exigua
para la ronda. Entonces decía: “¡Aquí! Pon la olla en Mis manos.
Cuando Yo sirvo, la cantidad aumenta y puedo poner un montón
en cada plato”, y así era. Mi madre sufrió en dos oportunidades
esta humillación (?) e hizo que Baba multiplicara los “vadais” y
“papads” que había traído en pequeñas cantidades para el “fondo” común. San Marcos dice (6;35): “Ellos no apreciaron el milagro, porque sus corazones se habían endurecido”, cuando Jesús
partió cinco hogazas de pan y de ellas comieron cerca de cinco
mil personas y sobró. No se beneficiaron con el impacto del milagro por su dureza de corazón. Para nosotros, sin embargo, en
el año 1956 d.C. en Puttaparti, el mismo milagro revelaba la
Compasión y el Poder del Padre Divino. Esto no implica ni transgresiones ni suspensiones de las leyes naturales, porque las leyes
naturales no son inmutables. Los “vadais” y “papads” no eran
producto de nuestras mentes, eran triturados por nuestros dientes y nos proveían de calorías para nuestro sustento. Cuando todos los platos habían recibido iguales números y cantidades, Baba se servía por Sí Mismo en Su plato y se sentaba en el medio
del círculo de regocijo. Cuando era grande el número de partici200
pantes, Baba proponía el lecho arenoso del Chitravathi como lugar para la reunión o nos sentábamos en filas en la terraza del
mismo Nilayam.
El Hospital Sathya Sai, sobre la colina detrás del Nilayam, estaba en construcción cuando un numeroso grupo de entusiastas devotos del área de Telengana del primitivo Dominio del Nizam, llegó
para una larga estadía en la Divina Presencia. Había cerca de una
docena de hombres jóvenes y apuestos que, ostensiblemente, ansiaban el ejercicio físico. También los mayores, hombres y mujeres,
elegían proyectos en los que pudieran ejercitar su experiencia agrícola. Se dedicaron a limpiar pozos, a sacar arbustos, a atender al
ganado, a podar árboles y cortar el pasto de los prados. En especial, formaron bandas transportadoras humanas que transportaron
cargas de arena, ladrillos y bloques de granito, desde el bajo hasta el
recinto del hospital en la colina. Mientras ellos se dedicaban a esta
tarea de subir materiales, nosotros, los residentes, les proveíamos
agua para beber y algunos bocadillos. Más adelante, los voluntarios
también le ayudaron a los albañiles a colocar mortero y cemento e
ir colocando las hileras de ladrillos.
La mayor parte del tiempo, Baba le confirió Su Presencia a la
fila de voluntarios, ya sea en el suelo o arriba de los andamios. Los
bhajans que proveían de fuerza y flexibilidad a los músculos se volvían más importantes en Su Presencia. Al terminar cada día las sesiones de Seva por la mañana y la noche (cuando la luna iluminaba)
los devotos de Telengana le rogaban a Baba que distribuyera entre
nosotros las grandes cantidades de frutas o confites que se le ofrecían. Ese regalo borró hasta la última traza de cansancio del cuerpo
y aseguró la presencia de todos y cada uno al día siguiente.
El grupo era muy apegado a Baba. Cuando Baba estaba en la
habitación del primer piso, se apretujaban alrededor del sofá. Acariciaban Sus pies y, gradualmente, osaban aplicar más presión sobre ellos pretendiendo hacerle el servicio de un “leve” masaje. Tenía que acurrucarme entre ellos para asegurarme una grieta entre
sus torsos para poder acariciarle los pies de Loto. Un día, mientras Baba creaba oleadas de risa en nosotros con Sus bromas,
Parthasarathi de Madras tuvo una brillante idea. Sacó su cámara
de su bolso y enfocándola, disparó y tomó una foto de todos no-
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sotros alrededor de los pies y de Baba iluminado con sonrisas. Ante esto, Baba se levantó y pidió la cámara; temí que anulara la fotografía y velara el negativo con sólo sostener la cámara en Su
mano. Sin embargo, le dijo a Parthasarathi: “¡Ven! Párate detrás
del sofá. Yo sacaré la próxima”. Los hermanos de Telengana no
estuvieron de acuerdo. Dijeron a gritos que el sofá vacío no merecía una fotografía: aún no habían aprendido que estábamos acostumbrados a las voces bajas y serenas. Intervine: “¿Qué? Cuando
Baba dispare, este sofá no va a estar vacío. ¡Se los aseguro!” Baba respondió con un enfático: “¡Cierto, Kasturi!” Puse mi mano
derecha sobre el escabel mientras Baba miraba por el visor. Mi intención era comprobar si mi mano, en la foto que había de materializarse, estaría bajo o sobre el pie. Pero Baba lo notó y dijo:
“¡No! Sácala…”. Tuve que obedecer.
Cuando le devolvió la cámara a Parthasarathi, dijo: “¡Eh! ¡Sé
cuidadoso, Yo estoy ahí!” Ante eso, le dije a Parthasarathi: “Tienes que darnos una copia a cada uno de nosotros” y, levantando
la vista hacia Baba, imploré: “Swami, debes decirle que nos dé copias, de lo contrario no lo hará”. Para gran alegría nuestra, Baba
le indicó que debía hacerle llegar una copia tamaño postal a cada
uno… la mía me llegó diez días después: Baba estaba sentado en
la silla, Su rostro y Su cabello ligeramente borrosos y mostrando
una expresión de sorpresa por el rol que se había impuesto a Sí
Mismo.
Pese a que admiraba la profunda devoción del grupo de Telengana, era incapaz de apreciar sus flagrantes travesuras, a veces en presencia misma de Bhagavan. Les vi abrir la cajita de
plata con las hojas de betel y tomar algunas para su uso personal. Fui testigo de su comportamiento, parecido al de los boyeros
de Brindavan, llevándose montones de bananas que estaban cerca de la habitación de Baba y yéndose a pelarlas y comerlas, hasta darle fin a todas. “No deberían fanfarronear así”, le dije a mi
vecino Radhakrishnan de Coimbatore. También él sacudió la cabeza con impetuosa desaprobación. Resentíamos su “desprecio”
por la general y grande santidad del lugar. Comentamos, por supuesto que confidencialmente, la fenomenal tolerancia con que
Baba les permitía pavonearse. El colmo lo constituyó para noso-
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tros que Baba aceptara acompañarles a sus aldeas natales cuando se fueran.
Los jeeps que los habían traído semanas atrás y que nos ayudaban a llegar hasta los diferentes lugares de picnic (entre los cerros, al
interior de las florestas y a lo largo del Chitravathi) apuntaron ahora
de vuelta a casa. Les había oído planear visitas con Baba a muchos
sitios hermosos en los campos de Telengana y sus alrededores. Algunos de sus nombres, como Ekasilapuri, la antigua capital del imperio Kakatiya y Ajanta, el depósito de frescos budistas de siglos de
antigüedad, despertaban en mí un gran anhelo por ser de la partida.
Años antes había llevado a mis alumnos en una gira educativa a
esos lugares, mas visitarlos nuevamente con un grupo conducido
por Baba, el Supremo Artista, sentía que me elevaría. Nadie sabía a
quién iba a favorecer Baba con la indicación de alistarse para partir,
de modo que la mayoría de nosotros estaba en ascuas.
Vi que bajaban dos grandes cajas de cuero por la escalera circular desde la habitación de Swami. En ese momento, uno de los de
Telengana bajó corriendo hacia donde yo estaba y dijo muy excitado: “Swami te necesita”. Aunque no terminó la frase, supuse el
mensaje: “Salta a uno de los jeeps”. Cuando subí los peldaños de a
dos en dos, encontré a Baba hablando con Seshagiri Rao, el septuagenario devoto. Baba se volvía hacia mí y dijo: “Kasturi, quédate
aquí. Me llevo a Seshagiri Rao conmigo. A ti no te gustó mucho
que esta gente se tomara libertades conmigo. Era pura envidia lo
que te molestó. ¡A ti y a tu Radhakrishnan! ¿No podías ser feliz
viendo que tantos de Telengana vinieran a Swami y llevaran a cabo
tan espléndido servicio y ganaran tanta Gracia de Mí? Este Seshagiri
Rao se sintió feliz por esa misma razón. Así es que no te llevo conmigo. ¡Seshagiri Rao, ve y toma asiento en el jeep!”
¡Eso fue todo! Bajé los dieciocho peldaños pesadamente cargado con remordimientos y arrepentimiento. Me quedé parado,
atontado, cuando Baba y sus compañeros boyeros partieron por
el desigual camino que los llevaría hasta la carretera asfaltada hacia Hyderabad. Ésa fue la primera vez que me quedé hundido en
una tan lacerante soledad. No podía prestarle atención a cosa alguna que no fuera a la herida que mi “complejo de superioridad”
me había infligido. Diagnostiqué el complejo con la ayuda de mi
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cómplice Radhakrishnan. El bhakthi no siempre requiere venir
empaquetado en camisas almidonadas. Había malinterpretado su
sinceridad tomándola por audacia, su inocencia por grosería. Debía lanzar por la borda las chillonas adquisiciones académicas que
me aplastaban. Para nada me ayudaban a subir en la estimación
de Baba los títulos universitarios, la autoestima pedagógica, el barniz de vacuidad metropolitana. Al igual que Seshagiri Rao, debía
dedicarme de todo corazón a los deberes que se me habían asignado y no enredarme en las piruetas de otros. No juzgues si no
quieres ser juzgado, me advertí a mí mismo. Me empeñé para hacerme digno de estar en la Divina Presencia, absteniéndome de
mi vieja y enraizada tendencia Koravanji de descubrir las carencias
y faltas de otros. Busqué desviar mi sentido del humor hacia el
descubrimiento, por debajo de los estratos de roca, de las preciosas vetas de la bondad y la santidad.
El Nilayam me parecía desnudo y desolado desde el momento
en que Baba me dejara atrás para curar la enfermedad de mi mente. Me dediqué rigurosamente a limpiarme del cinismo, un obstáculo que a menudo Baba ha clasificado como el número uno de los
males. Como alivio para mi pena, pasé más horas dedicado a la
oración y a la meditación. Venkama Raju, el padre, estaba más a mi
alcance puesto que, después de la partida de Swami, los almacenes
que dirigía tenían menos parroquianos. Estuve transcribiendo muchas horas de conversación con él y con la madre acerca de los
años tempranos de Baba.
Sentía una gran reverencia por el padre, en especial después
de que Baba me permitiera leer una carta que le había escrito desde Madanapalli. Pedda Venkapa Raju había ido allá al Sanatorio
para Tuberculosos, para lograr que internaran como paciente a su
hijo menor de dieciocho años. Los médicos le intervinieron el pulmón derecho y el joven salió de esto muy satisfactoriamente. El
padre le escribió al respecto una tarjeta postal a Baba. Yo estaba
parado frente a Él cuando llegó el correo y observé cómo revisaba
una a una las cartas que tenía sobre las rodillas. Leyó rápidamente
la tarjeta y me la lanzó. La recogí. Swami me pidió leerla. Estaba
en lengua y escritura telugu. Terminé con las primeras líneas de
las cortesías habituales con las que estaba familiarizado. “De
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Pedda Venkapa Raju para Bhagavan Sri Sathya Sai Baba, con
postraciones.” Viéndome luchar con la escritura, Baba dijo: “Para. Con eso basta”. Me sentí feliz.
Baba me preguntó: “¿De quién es?” “De un Pedda Venkapa
Raju de Madanapalli”, respondí medio temeroso de haber leído mal.
“Ése es el padre de este cuerpo. Estabas curioso por saber cómo se
dirigiría a Mí, ¿no es cierto?”, preguntó. Y tuve que confesar que así
era. Esa tarjeta me reveló que era un genuino devoto de su hijo y ni
una pizca menos.
Esto me recordó a otro padre que fuera honrado por un
Avatar que llegara como su hijo. Había leído en el Bhagavatha
la forma en que el padre, Kardama, el gran sabio, reconoció
el divino rol de Kapila, su hijo. Lo veneró y se postró ante Él:
“Has venido como hombre y bendecido esta casa. Has venido a enseñarle al hombre que su naturaleza real es Divina.
Eres la encarnación de la Sabiduría y la Bienaventuranza.
Cualquiera sea la forma que asumas, ella no te limita ni te limitas a ella. Por lo tanto, la forma de cuatro brazos que ven
los sabios y la de dos brazos que yo veo eres Tú, no es superior la una ni inferior la otra”, declaró Kardama. Cayó a los
pies del Hijo antes de internarse en la floresta para sus austeridades. El Hijo le permitió partir, diciendo: “Dedícame todas
tus actividades, sentimientos y pensamientos. Yo te revelaré
el esplendor del Atma, que es el núcleo interno de todos los
seres vivientes. Te doy Mi consentimiento para vivir, de ahora en adelante, como monje”.
Venkapa Raju, después de tomar conciencia del Advenimiento del Avatar, también le dedicó su vida al servicio de la gente
que acudía hasta la presencia de Baba desde todas partes. Solía
consultarle a cada uno de los que visitaban el Nilayam o de los
que residían allí acerca de lo que podrían requerir, los lunes desde
el mercado de Bukkapatnam y los jueves, desde las tiendas de
Hindupur, Ananthapur o Kothacheruvu. Él lo conseguía y se lo
entregaba a los que hubieran hecho los encargos. Era una persona simple y serena, que se ganaba los corazones de todo el mundo por su absoluta sinceridad.
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Eswaramma, por su parte, vivía agitada por la preocupación
por sus hijos y nietos, sus hijas y los hijos de éstas e incluso por
Baba, el Guardián de Millones. Baba había ido hasta Telengana
con el grupo de devotos, pero no habíamos recibido cartas Suyas
ni acerca de Él por más de dos semanas. La madre rechazó todas
las recetas usuales para el valor y la calma. Insistió en que yo fuera
hasta Hyderabad, ¡para descubrir dónde estaba Él y para traerle de
regreso! Envió a Krishnappa, sobrino de Venkapa Raju, conmigo
porque, como dijo: “Dos son compañía”. Si yo dejaba de enviarle
una carta, estaba segura de que Krishnappa lo haría.
Llegamos al “bungalow” del anfitrión de Swami a dos horas de
Su retorno allí desde Aurangabad, Ellora y Ajanta. Swami le había
permitido al grupo de Telengana regresar a sus hogares por adelantado, mientras Él retornaba a la capital con Seshagiri Rao. Ese día
se realizaba una huelga de los vendedores de combustible en todo el
Estado, a consecuencia de la cual, según nos contó Baba, había tenido que cubrir la distancia de ciento cincuenta millas sin una gota
de gasolina. “Esta vez —dijo con una sonrisa— no le echamos agua
al tanque, porque no nos encontramos con laguna ni río alguno.
Todo estaba sequísimo por todos lados. Quise que las ruedas se movieran”. ¿Increíble?… Pero cierto.
Cuando íbamos de vuelta a Puttaparti con Swami, llevábamos
con nosotros a Sri T.A. Ramanatha Reddy, un ingeniero de carreteras. Swami le había puesto el apodo de “TAR” (alquitrán o brea en
inglés - N. de la T.), porque su principal tarea era la de “asfaltar” las
carreteras.
Nos detuvimos aproximadamente una hora para desayunar
en la Inspección en Raichur y luego seguimos viaje hacia Hampi.
Después de una hora de viaje, Swami descubrió que el ingeniero
no llevaba anteojos, aunque él mismo ya se había dado cuenta de
que no estaban sobre su nariz. Le confesó a Swami que los había
puesto sobre el alfeizar de una ventana cercana al lavamanos, en
la Inspección, y se había olvidado de ponérselos. Baba dijo: “No
te preocupes. Puedes enviar un telegrama desde Hampi al Recaudador del Distrito de Raichur. Él los recogerá y los remitirá
con el próximo correo”. Mientras le consolaba con estas palabras, Swami hizo girar Su mano y, ¡oh maravilla!, había un par
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de anteojos en Su graciosa palma. “¿Son tuyos éstos?”, preguntó. Ramanatha Reddy estaba silencioso; sus ojos respondieron
“Sí”, bañados por las lágrimas.
“Consiguieron traer de vuelta a Swami”, dijo Eswaramma.
Su afecto maternal, francamente, había exagerado y confundido
nuestros roles. “Ansiaba una carta, pero lo han hecho mucho
mejor”, nos dijo.
207
ADIÓS AL DOLOR
S
in embargo, yo tenía una carta que esperaba respuesta.
La encontré al llegar. Mi primera reacción fue la de ignorar su contenido. El pensarlo dos veces me aconsejó llevar el problema ante Swami, porque, según parecía, Baba había
diseñado un plan para sanar una herida que yo había tratado de
hacerlo por largo tiempo y que, por último, había empujado hacia
los recovecos de mi subconsciente.
La carta en cuestión era una invitación para unirme al personal de una recientemente establecida estación de radio para toda la
India, en Bangalore, como productor de programas en el idioma
regional: kannada. Evidentemente, mi nombre le había sido mencionado a la sede central en Nueva Delhi por el Ministro del Interior del Gobierno de Mysore, Sri H. Siddaveerappa, un ex alumno
mío que había sido testigo de mi entusiasmo por el desarrollo de
las comunidades rurales y por lanzarme hacia nuevos y fructíferos
medios de comunicación masiva. El Ministro de Informaciones y
Radiodifusión del Gabinete Central había puesto en marcha un
nuevo plan para hacer desempeñar a hombres de letras como productores, con el objetivo de que los programas difundidos fueran
atractivos para los oyentes, cálidos y que movieran a pensar. Cada
estación reclutó a figuras literarias populares de la región y se felicitó por haberlos adquirido. La Radioestación Bangalore me desenterró de los archivos y los responsables quedaron asombrados al
descubrir que yo había sido el individuo que había acuñado el nombre con el que fuera bautizada la estación: Akash Vani. Descubrieron también que mi salida y exilio de la A.I.R. había sido causada
por un acto de “indisciplina” justificable e incluso loable. Fue así
que el Ministro que había lamentado tanto como yo que se me hubiera obligado a dejar la Akash Vani en Mysore, recomendó mi
nombre para que se me contratara como productor de programas.
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Recibiría una suma atractiva como honorarios mensuales, y se decía que este ingreso adicional de fondos públicos no afectaría la
pensión de jubilado que percibía.
Cierto es que el ofrecimiento era tentador. Pero no para mí.
No me atrevía a aventurarme al mar abierto después de haber
echado anclas en este puerto celestial. Rogué, supliqué, protesté,
abracé Sus pies y sollocé. Él, sin embargo, me sacó de la obstinación con Sus argumentos. Mi mujer también interpretó el ofrecimiento como un castigo. Porque Baba nos estaba empujando de
vuelta a Bangalore, justo cuando estábamos saboreando la delicia
de la Presencia Divina. Ambos nos arrastramos por el suelo a Sus
pies.
Baba no cedió. Dijo: “Tus talentos y saber no deben permanecer inactivos. Deben ser eficientemente empleados. No tienes una
real oportunidad de manifestarlos aquí. La tarea para la que se te
requiere también es Mía. ¿Piensas que le estarás sirviendo “a algún
otro” si aceptas este trabajo? No existe “algún otro”. Todos los trabajos son para Mí, conmigo. Y, no te estoy mandando lejos de
Prashanti Nilayam, hacia algún lugar extraño o hacia algún destino
desagradable y ajeno. Estarás a tres horas de distancia, en Bangalore, en donde tienes una casa y a tu hija con sus niños. Tu tarea
será la de hacer aquello en lo que estás interesado, aquello a lo que
estuvieras vinculado por muchos felices años. Kasturi es otra denominación para Kannada, ¿lo sabías? (Un proverbio kannada afirma
esta verdad, acerca de que el lenguaje es tan fragante como el almizcle.) Sé que, en lo profundo de tu corazón, se esconde un anhelo por compartir nuevamente el alboroto de la radioemisión y de
llevar por el aire tu voz hacia la gente de Karnataka. Esta invitación
te llegó como una sorpresa: tú no la buscaste. De modo que es un
don de Gracia. ¡Ve! Tú no te estás apartando de Mí. ¿Por qué?
¡Porque no podrías hacerlo ni aunque quisieras!”, me aconsejó.
Persuadió a mi mujer para que me acompañara y se quedara en
Bangalore. Mi madre estaba decidida a no moverse. Baba reconoció y respetó su porfía. Dijo: “¡Paatti! Tú te quedas aquí. Si algo
que requiere atención te sucede, ¿qué es lo que hace Kasturi? ¡Viene corriendo a Mí! Entonces, ¿para qué necesita estar aquí? Yo
mismo iré corriendo a tu lado”. No obstante, nos fuimos con mu-
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cha reticencia, cargados con el más pesado de los equipajes: corazones apesadumbrados.
Akash Vani me recibió como su viejo enamorado. Muchos artistas se habían unido a su personal cuando yo la estaba moldeando años atrás. Los ejecutivos de programas eran aquellos con los
que me había codeado en los estudios de la naciente Estación de
Radio, en Mysore, durante los años cuarenta. Se mostraban más
contentos que yo por mi regreso, porque habían estado más enojados que yo frente al descortés despido como “Director Asistente”
sufrido a manos del Director de entonces.
Se me encargó el Programa para la Población Rural, Niños y
Mujeres: en reconocimiento a mis experimentos en la comunicación con los iletrados sedientos. También tuve mucho que ver con
la preparación y revisión de los guiones para numerosos “Días”,
como el Día de la Marina, el Día del Ejército, el Día de la Artesanía, el Día de Palm Gur, el de Khadi, el de la Bandera, el de los Derechos Humanos, el de las Naciones Unidas, el de los Profesores,
el de los Niños, etc., etc. Había que preparar guiones para cada
una de estas conmemoraciones recurrentes. Teníamos que editar
cualquier manuscrito que llegara a nuestras manos o traducir el material que nos llegaba con la correspondencia de Nueva Delhi. Además de esto, había que honrar con programas especiales los aniversarios de nacimiento y de muerte de más de cinco docenas de
personalidades, hombres y mujeres, que habían dejado sus huellas
sobre las arenas de la historia. Trescientos millones de personas
han vivido por cinco mil años entre las montañas y el mar y la Madre India ha tenido docenas de hijos que se han ganado días especiales para sí mismos en los calendarios hindú, budista, jaino, sikh,
cristiano, musulmán y de otros credos. Debíamos alabar a cada
uno de ellos como único en su género y pasar días en busca de adjetivos de adoración para recordarle a los pocos que nos escuchaban que “nuestro homenaje al alma que ha partido ha de ser la
adopción sincera de su estilo de vida y su pensamiento”. El 2.500º
Aniversario del Advenimiento, la Iluminación y la Muerte del Buda,
nos significó la presentación de cerca de un ciento de ítem de homenaje: narraciones de sus viajes, dramas, crónicas, entrevistas,
charlas, lecturas, recitaciones y exposiciones musicales.
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Desde el momento en que la filosofía básica de nuestra nación es el que cada ser viviente es una proyección de un mismo
Principio Divino, que el Sí Mismo en cada cual es igual al Sí Mismo en todos los demás, la Asamblea Constituyente no pudo dejar de colocarnos en una democracia en la que cada individuo tenía su derecho a voto: rico o pobre, inválido o íntegro, mujer o
varón, letrado o analfabeto. Para ganar poder político uno ha de
recolectar más cabezas que las de su rival. Y, para atraer más cabezas a su molino, tenía que respetar cada deseo y costumbre,
cada chifladura y capricho que se engendrara dentro de ellas. Esta necesidad ha dado por resultado una proliferación de luminarias cuyos aniversarios de plata, oro, diamante y platino hacían
impacto en la programación de las emisoras y en el tiempo y el
humor de los productores. No era de extrañar que nuestro vocabulario y volubilidad se vieran tensados hasta un punto de quiebre. Reducidos muy rápidamente al nivel de caballos y bueyes de
tiro, fruncíamos taciturnos el entrecejo y arreábamos con nuestras plumas de escribir. Por supuesto, desde que Baba me había
aconsejado utilizar mi talento para Su servicio (y el servicio como
productor de programas en la radioemisora era, como Él dijera,
indudablemente Su servicio), hice todo lo que podía para justificar que me hubiera elegido para ese trabajo. Simultáneamente,
rezaba para que me bendijera con otro rol, en el que pudiera
transmitir Su Advenimiento y Su Mensaje.
La única ocasión en que sentí una emoción y le agradecí a
Baba por poner el micrófono del estudio en mi mano, fue el 1 de
noviembre de 1956, cuando se me designó para que transmitiera
un comentario continuado, en kannada, de la inauguración, por el
Presidente de la India Sri Rajendra Prasad, del nuevo Estado de
Mysore (más tarde Karnataka) que abarcaba todas las regiones
Kannada. Por más de ciento cincuenta años un gran número de
personas de habla kannada habían estado respirando atmósferas
tamil, telugu y marathi. Su unificación en un Estado representaba
la consumación para la cual había usado mis talentos literarios,
pedagógicos y de locuacidad, con tanto entusiasmo (si no tan eficientemente) como mis colegas nacidos y criados en la región de
Karnataka.
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La posición de productor me ayudó también para asistir al
Sahithya Samarah en Nueva Delhi y hablar por diez minutos acerca de las tendencias en la literatura kannada, cuando el Pandit Jawaharlal Nehru presidía el Vigyana Bhavan. Las luminarias literarias de la mayor parte de las regiones lingüísticas de la India habían
sido tentadas por la radioemisión y estaban allí. Asistimos a una recepción ofrecida por el Presidente de la República en el Rashtrapathi Bhavan. La incongruencia de la gorra de Gandhi en medio
de tanta pompa nos resultaba realmente doloroso a nosotros, el
sensible rebaño de los literatos. Regresé de Delhi por Dakota. Éste
fue mi primer vuelo. Como había pedido el permiso de Baba para
volar de vuelta desde Delhi, deseché mis temores ante un posible
estrellamiento y sus consecuencias sobre mi carrera terrenal, y aterricé a salvo en Bangalore. Fue una experiencia educativa mirar al
país y a la gente desde arriba, ya que no hizo sino agudizar el apetito por más de estas vistas a vuelo de pájaro.
Mientras volaba tranquilamente desde el Yamuna al Cauvery,
me dolía la cabeza con una chifladura que Baba me había introducido en la materia gris. Él le había confiado a mi madre algo sobre
mí ¡que no le hacía feliz! “Muchos devotos de los que he bendecido
llegan a Puttaparti en automóvil, puesto que el camino les lleva directamente hasta el mismo Mandir. Le he dado un ingreso extra,
ciertamente, me haría feliz que el coche de tu hijo se estacionara
junto a los demás”. Eso fue lo que le dijo a mamá, tal vez con una
leve torsión del labio. Dado que mi saldo bancario estaba peligrosamente cercano al punto de congelación, no pude conseguir más
que un senil Morris 8 de una persona que estaba más que ansiosa
por descartar el vehículo.
Mamá apreció la adquisición y le habló elogiosamente de ella
a Baba. Él se paró algún tiempo a su lado y me susurró: “Era un
hambre que has tenido desde hace años. Ahora, date un hartazgo de altibajos”. Para mí fueron más bajos que altos. El Morris
era un inválido crónico: pasaba la mayor parte de los días en
hospitales. Sin embargo, tragaba muy poco de la preciosa gasolina, ya que no requería más que buenos empujones o largas tiradas. En una ocasión, camino a Puttaparti, pude sorprender a
multitudes de aldeanos en Palasamudram, Somandapalli, etc.,
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con un automóvil que se las daba orgullosamente de bueyomóvil.
Yo iba majestuosamente sentado en el asiento trasero, el conductor Chinnadorai iba sentado al volante, en tanto que el Morris 8,
con un eje roto, era arrastrado por el camino a Penukonda por
un par de flacos bueyes.
Cierto que había rumiado el proyecto de tener un automóvil
cuando era Director Asistente de la Estación de Radio de Mysore.
Con el objeto de mantenerme felizmente ignorante de sus maquinaciones para enviarme de vuelta a la escuela, el Director me había puesto ante los ojos la posibilidad de hacer uso del automóvil
de la emisora. Me instó a construir un garaje junto a mi casa, llamada “Kalpataru” en Krishnamurthypuram, Ciudad de Mysore.
Mas, cuando el garaje estuvo listo para recibir el coche, la flecha de
su pluma me dio en la espalda y aleteé hasta la Sala de Historia de
la Escuela del Maharaja.
De modo que viajar en el Morris 8, por destartalado y recalcitrante que fuera, era un bálsamo para la quemadura. Baba nos
aconseja no caminar hacia adelante con los ojos vueltos hacia
atrás. “El pasado es pasado. ¿Para qué inspeccionar el camino que
ya han cubierto? No suspiren por los errores pasados ni midan la
profundidad de los hoyos en que hayan caído antes. Siéntanse felices con sus potencialidades actuales y marchen hacia adelante”, dice. El Morris 8 y las tácticas que me forzaron a separarme de la
Akash Vani en 1947 —porque los pensamientos también son objetos— son cosas que estorban y te hacen aflojar el paso, hasta
que no las expulses de tu mente, quería decir.
Durante los quince meses que serví como productor, tuve que
ausentarme dos veces por un tiempo prolongado. Una de ellas fue
para acompañar a Baba a Delhi, Rishikesh, Brindavan y Cachemira. Baba me incluyó benevolentemente en Su comitiva. Creo que
fui incluido porque Él había notado mi entusiasmo por escribir Su
biografía y había escuchado mi plegaria de que no debía dejar de
estar con Él durante Su primera visita al Norte de la India. Baba
había sido invitado por dos resueltos Sanyasins de la Sociedad de
la Vida Divina de Rishikesh: Swami Satchidananda y Swami Sadananda, quienes esperaban que pudiera sanar a su internacionalmente famoso Swami Shivananda. Ambos Swamis habían conoci-
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do a Baba en Venkatagiri, cuando Baba habló ante la Conferencia
Nacional de la Sociedad. Fue una gran ocasión aquélla, porque Baba, a quien habían invitado a inaugurar la Conferencia el Raja de
Venkatagiri y la Rama Local de la Sociedad, era para ellos tan sólo
un protegido del Raja y nada más. Con el objeto de complacer al
Raja, que era el anfitrión de la Conferencia, se vieron obligados a
aceptar a Sri Sathya Sai Baba, aunque, hasta donde sabían, no tenía distinciones académicas ni estatus de Acharya. Mas el amor
que Baba dispensaba, la sabiduría que se traslucía en Sus discursos
y conversaciones, la tolerancia que había manifestado frente a las
dudas e incredulidad, hizo confesar a muchos participantes: “Ansiábamos desafiarle, pero, en cambio, hemos sido deificados por
Él”, porque Baba les aseguró que cada ser viviente era Dios y debía
alcanzar la vida Divina.
Swami Satchidananda fue llamado por Baba para una conversación personal después de la conferencia. Baba le habló de una
visión que había tenido el monje de un luminoso océano azul, calmo y fresco, bajo la brillante luz de la luna llena, y de la suprema
dicha que había experimentado, por semanas, al recordar aquella
visión. Baba le reconvino por haberse desviado de la senda cuando
la meta estaba tan cercana. Le aseguró Su constante Presencia
con él para guiarle hacia adelante. Baba movió la mano en círculos
para regalarle algún recuerdo de Su Gracia, pero el Swami le tomó
la mano, diciendo: “No. Te quiero a Ti conmigo, no una pizca de
ceniza, un retrato de Tu Forma o un pedazo de oro o de plata. De
las cosas preciosas que puedes dar, Tú eres la más preciosa, Tú
nos revelas Tu Divinidad y también la nuestra”.
Mientras los automóviles eran preparados en Puttaparti para el
viaje a Madras, desde donde volaríamos a Delhi, Eswaramma, la
madre, vino hasta mí con una solicitud, lo que me hizo recordar la
historia del Bhagavatha acerca de Krishna y de su madre Yasoda.
Aunque había sido testigo de muchos milagros de Krishna cuando
niño y aunque podía ver que la adoración y el homenaje que recibía
de miles eran genuinos y justificados, Yasoda se aferraba a la fantasía de que Krishna era su amado hijo, al que debía proteger y guiar.
Eswaramma había prestado oídos a locas historias acerca de la animosidad de monjes de alto rango, de rivalidades entre las órdenes
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monásticas y de la eficacia en el uso de la magia negra para detener
el surgimiento de rivales. Y, cuando Baba se aprestaba para aventurarse a una ermita en los Himalayas, impulsado por dos discípulos
de un Maestro Monje, en su temerosa mente la madre conjuró las
diferentes prácticas que podrían ser empleadas para apagar el misterio de Su hijo. Según las abuelas de la aldea, se podían producir
enfermedades de todo tipo sólo con el mal de ojo. Le resultaba difícil descartar las creencias populares con las que había crecido. De
modo que me pidió que me mantuviera vigilante y alerta. Yo sabía
que Baba estaba más allá del alcance de cualquier conjuro por muy
himalayo que fuera, pero para consolar a la nerviosa madre ¡le prometí proteger a Baba con el poderoso Mantra Gayatri! Después de
todo, mi propósito era tranquilizarla y lo logré.
Camino a Madras, Baba se detuvo en una aldea a más de ciento veinte millas de Puttaparti, en donde instaló un ídolo de Sai Baba de Shirdi en un Ashram dirigido por una dama devota. ¡Era una
asceta que practicaba el Sadhana de la inanición! Baba jamás estimula la autoinmolación, por lento que sea el proceso. Exhorta a la
gente a mantener el cuerpo libre de enfermedades y fiel a su misión, vale decir, a permitirle al dueño llegar a la meta de la Bienaventurada Experiencia con el Uno. De modo que Su visita, aunque
aparentemente estaba destinada a instalar el ídolo de Baba, lo era
primariamente para romper el falso ídolo de un cuerpo hambreado
que la piadosa dama estaba adorando. Los aldeanos la adoraban,
porque ella aceptaba privaciones que estaban más allá del alcance
de ellos. Baba les dijo que la santidad se gana por medio de disciplinas más rigurosas que el matar de hambre al pobre estómago.
Los bhajans atraían a gente de todas las edades, clases y castas
dondequiera que Baba permanecía. Para permitir que la fe en un
nombre y forma en particular de Dios echara raíces y creciera hasta ser un árbol confiable, los fundadores de credos y cultos erigían
cercas en torno a la mente de los hombres. Los niños no pueden
arrastrarse sobre sus vientres ni gatear en las calles transitadas;
cuando se han desarrollado en vigorosos niños y niñas pueden dedicarse a jugar al aire libre y correr a lo largo y a través de los caminos. Las advertencias como “Una sola vía”, “Cruce con precaución”, “Sólo para peatones”, también han de ser instaladas en el
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campo espiritual. El peligro, no obstante, reside en que estas advertencias se transforman en grilletes. Muy pronto el “Éste es el
Camino” degenera en “Éste es el único Camino” y, más adelante,
en “Otros Caminos llevan al Infierno” y “Te rescataremos del Infierno, quieras o no”.
Baba insiste en bhajans que glorifiquen todos los nombres y
formas de Dios. Es frecuente que las personas descubran al término de las sesiones que han estado cantando bhajans para formas
de Dios que habían estado pasando por alto por generaciones. Y
se sienten contentas de hacerlo. Baba quería que no existieran
comparaciones ni críticas hacia la variedad de conceptos que Dios
ha provocado en la imaginación humana. Todos son igualmente
válidos y valiosos.
Después de unos pocos días en Madras, volamos a Delhi y seguimos en automóviles hacia Rishikesh, en donde el Ashram de Shivananda esperaba el arribo de Baba. También en este Ashram los
bhajans formaban parte del programa regular de actividades. La burbujeante corriente de dicha que fluía del Gurú hacía que el homenaje
fuera una hora de regocijo. Fuimos sorprendidos por un estribillo
tras otro. Cuando dirigía el bhajan, Shivananda Maharaj mostraba
un modo infantil e inocente de absorber a cada participante en el
canto, cosa que nos llenó de alegría y expectación. Con un estilo íntimo propio, enseñaba profundas lecciones acerca de verdades espirituales. “¡Rama! ¡Krishna! ¡Govinda!”, el primer verso, podía convertirse en “Collar Diamantes Govinda”, en el segundo y en “A-B-CD Govinda”, en el tercero. El punto que buscaba enfatizar era El Absoluto Universal inherente a todos los aspectos y conceptos.
Durante mi primera noche en Rishikesh, el sagrado punto junto al Ganges, logré una victoria que había estado persiguiendo por
más de nueve agonizantes años. Debo admitir que me había convertido en una víctima del rapé durante mis años de estadía en la
Real Ciudad de Mysore. La preparación de una variedad oscura de
cápsulas que, al ser apretadas entre el pulgar y el índice, se volvían
un aromático rapé para ser inhalado y disfrutado, constituía un arte
que le era conocido sólo a unas pocas familias de allá. Era una adquisición aromática de la aristocracia. Mi amigo, el Swami Siddeswarananda, el poeta Puttappa y muchos otros de esa generación
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eran devotos de este excitante artilugio para despertar la mente.
Ese vicio me llevó de la nariz durante tres décadas. Cuando cedí ante el impacto de Baba, decidí, como en el caso de Simbad, echar
por tierra al viejo que iba montado sobre mí. Sin embargo, se aferró con firmeza. A menudo, cuando estaba al alcance de mis oídos,
Baba hablaba severamente en contra del hábito, aunque, felizmente, sólo en términos generales. Hablaba en tono de menosprecio
sobre algunas personas a las que yo conocía y condenaba la flaqueza que les impedía zafarse del sucio y polvoriento hábito del rapé.
Me alegraba de que no me hubiera puesto en la lista negra, nombrándome. Cuando me sumé a la partida de Riskiquesh, me aparecí con una libra de peso del precioso material, comprado en Madras, como para poder olfatear a gusto en la región sin rapé.
Esa noche, Baba vino desde la cabaña en el complejo del Ashram que se le había asignado, hasta el dormitorio en donde yo,
con otros cinco, nos estábamos preparando para descansar. Yo había hecho mi cama y disfrutaba estirando mis miembros, cuando
apareció Baba seguido de Satchidananda y Sadananda. Se acercó
a mi catre y movió la almohada para dejar al descubierto la caja de
rapé que descansaba cómodamente allí. Me estremecí de remordimiento. Recordé el ritual de siglos de antigüedad que observaban
los hindúes al llegar a puntos de peregrinación: renuncian a uno de
los hábitos que les son más queridos. Baba me miró severamente.
Pronunció una sola palabra: “Sucio”. Tomé la cajita y la lancé lejos
en la densa noche. Apreté los dientes para sujetar mis sollozos. Hice un voto vehemente, tocando los pies de Baba: “¡No más, Swami! ¡Lo dejo de lado desde este momento!”.
Baba me dio una suave palmadita en el hombro, me agaché y
saqué de debajo del catre mi maleta de cuero, tomé la lata con la libra del desagradable material y estaba por lanzarla hacia los arbustos de afuera, cuando dos renunciantes vestidos con túnicas ocres
me la arrancaron de las manos. Dijeron (evidentemente no formaban parte del Ashram de Sivananda) que tenían que conseguir su
provisión del “Jnana Choornam” (el Polvo que fomenta el Intelecto)
desde Nueva Delhi, lo que quedaba muy lejos. Escuchando el ruido,
Baba se volvió y se echó a reír. Satchidananda y Sadananda también se rieron. Desde entonces no he vuelto a inhalar ese veneno
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rajásico. ¡Era realmente lamentable que aquello que yo, un hombre
de hogar, había lanzado al viento, hubiera sido recogido y capturado
por esos sanyasins!
Antes de ingresar al monasterio, Swami Sadananda había sido
Profesor de Historia en el Instituto Superior de la Presidencia en
Madras. Había llegado hasta Puttaparti poco antes, para el Año
Nuevo tamil. Baba nos había llevado a ambos hasta un manantial
que sale a borbotones entre las rocas de un valle ubicado hacia el
oeste del Mandir. Su tema favorito de estudio era el Saivismo, una
escuela filosófica y de culto que subraya el aspecto de Shiva de la
Divinidad. Baba lo llevó a hablar de la significancia del lingam. Baba explicó que representaba el Emerger del Cosmos desde lo sin
forma como también la Inmersión del Cosmos en lo sin forma. “El
sol aparece como un enorme disco rojo tanto cuando se levanta
como cuando se pone”, dijo Swami.
“Ésta es una revelación en el Día de Año Nuevo para mí”, dijo
el sanyasin. “Han pasado ya muchos años desde que celebraras el
Año Nuevo. Entonces estabas rodeado de tu familia. Ahora estás
en la Familia Sai. Mira, toma esto”, dijo Baba mientras giraba la
mano. Sobre Su palma reposaba un “obbattu”, un preparado dulce
que se sirve tradicionalmente para el Año Nuevo en los hogares tamil: ¡caliente, fragante, cubierto de ghee, grueso, circular y espolvoreado con azúcar! Se me hizo agua la boca. El asceta estiró la
mano. En vista de mi situación, Baba volvió a girar la mano y proyectó un segundo “obbattu” para mí. Como en lo básico soy un tamil, nacido en la región del Malayalam y que viviera por treinta y
dos años en el área Kannada antes de navegar hacia el puerto de
Sai (telugu), podía considerar míos muchos días de Año Nuevo.
Como dos receptores de los “obbattus de Año Nuevo de Baba y
dos profesores de Historia, Sadananda y yo nos juntamos en Rishikesh como gemelos idénticos. Swami Sivananda era la encarnación misma de la ecuanimidad. Sus discípulos lo empujaban en una
silla de ruedas por todas partes, en medio de vociferantes ruegos y
protestas de visitantes e internos.
Durante el regreso de un largo día de permanencia en el Palacio de Garhwal, en la ribera derecha del Ganges, unas millas río
arriba, Baba entró, sin que nadie se lo pidiera, a la Vasishta Guha (la
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caverna bautizada según el Gurú de Rama, Vasishta) para bendecir
al ermitaño que la había convertido en su oratorio y laboratorio.
Cuando supo que yo venía de Kerala, que podía hablar Malayalam
y que había recibido la iniciación en la Orden de Ramakrishna Paramahamsa de su propio Gurú, Tarak Maharaj (conocido como Mahapurushji) me recibió muy cordialmente. Las cuerdas de mi corazón se tensaron cuando me engañé a mí mismo enumerándole estos tres puntos de mis datos biográficos. Era un monje que había renunciado a nombre y hogar, que había hecho el voto de adorar a
todo como igualmente divino. “¿Qué derecho tenía yo para revivir
su memoria relatándole eventos e ideas que había desechado trabajosamente?”, me pregunté a mí mismo. Recordé que Bodhidharma,
el fundador del credo Zen, era conocido como el santo que mantenía silencio en siete idiomas. Mi Malayalam podía haber desencadenado una corriente de recuerdos en ese Swami acerca de su Kerala
nativa, de Trivandrum y del templo real de Anantha Padmanabha.
Mientras Purushothamananda se emocionaba en esa caverna,
en ese punto tan al Norte, con el recuerdo de este santuario cercano al punto más sureño de la India, Baba nos pidió salir y que cerráramos las puertas de la caverna. Él mismo se sentó en las rodillas del septuagenario santo. El cuerpo de Baba estaba bañado por
un resplandor divino y parecía demasiado grande como para caber
sobre las rodillas del anciano o hasta en la caverna. Irradiaba rayos
de un esplendor increíble en todas direcciones, desde Su rostro y
cuerpo. Purushothamananda estaba perdido en un trance extático.
Sus dos discípulos estaban demasiado sorprendidos como para entender, se sentían abrumados por el misterio. Supuse que Baba estaba confiriendo una Visión única. Más tarde Baba explicó que le
había otorgado el darshan de Padmanabha, tal como lo llevaba instalado desde su niñez en el corazón. “Fue el Jyothispadmanabha”,
dijo. Jyothi significa Luz.
Después de uno o dos minutos, Baba se puso de pie y, sentándose junto al septuagenario, le llamó por su nombre y, lentamente,
lo trajo de vuelta a la conciencia del tiempo y el espacio. Baba entonó una canción sobre Rama compuesta por Tyagaraja y, al terminarla, hizo girar la mano y materializó un rosario de brillantes
cuentas de espato para Purushothamananda.
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Treinta y ocho años antes, Purushothamananda le había
escrito a su Gurú (y el mío): “Todo es falso. No quedaré satisfecho hasta que no me enfrente cara a cara con la Verdad”. Creo
que esa noche vio la Verdad. Cinco años más tarde, cuando el
Swami dejara atrás su cuerpo y se fundiera con esa Verdad, Baba me anunció su fallecimiento en Puttaparti. Esto fue unos pocos minutos antes de la emergencia del lingam desde el estómago de Baba, en donde estaba creciendo por días. Era Mahasivarathri, Baba me dijo que el cuerpo del Swami sería sepultado
con el rosario de espato sobre el pecho. (¡Así fue!)
Los incidentes en la Caverna de Vasistha eran literalmente
asombrosos. Cuando se nos permitió entrar, nos mantuvimos pendientes de cada palabra que Baba pronunciaba y prestamos atención a cada señal de adoración que manifestaba el anciano monje:
las cejas que se alzaban, el brillo de los ojos, la exclamación reprimida, la sonrisa que asomaba por encima de la barba. Baba le habló
de las primeras pruebas que pasara en esa caverna, de sus esfuerzos
por encender fuego y de su sorpresa al encontrar una caja de cerillas escondida en un rincón, una mañana. Baba le confirmó “Yo la
dejé ahí para ti”. El monje se irguió ante esta sorprendente revelación. Los monjes que estaban allí explicaron que por muchos años
habían estado usando pedernal para encender fuego, golpeándolo
hasta que las chispas prendieran una llamita. También ellos quedaron estupefactos al descubrir que Baba sabía de su Gurú, de sus dificultades y sus necesidades. “Él lo sabe todo, Él lo es todo”, exclamaron. El hombre no cuenta con medios para identificar aquello que
no puede describirse, explicarse ni medirse: sólo puede quedarse
sentado en silencio, atónito y profundamente consternado.
No podía creer en la Presencia de Baba en el mismo jeep. El
efecto del aura era casi insoportable. Baba debe haber notado nuestro predicamento, porque llenó el jeep de risas con una continua lluvia de gratas parábolas, en su mayoría acerca de la cavidad en el corazón en la que gusta morar el Señor. Nos hizo bajar a la polvorienta tierra en donde habló de los “chinches” que forzaban a los Dioses
a refugiarse en ¡las nieves de los Himalayas, en las azules olas del
océano o en las flores de loto!
221
Antes de dejar Rishikesh, Sadananda le solicitó a Baba que le
diera consejos a los internos del Ashram acerca del Sadhana y la vida espiritual. Baba les dijo que la indiferencia era algo que surgía en
forma natural allí donde la vida estaba demasiado reglamentada y
era demasiado segura. Quería que los monjes se sintieran frescos y
libres en todo momento, aceptando al “hoy” como recompensa por
ayer y como ensayo para mañana. La mañana del día de nuestra
partida, Swami Sivananda insistió en acompañar a Baba para dar
una vuelta por el área. Baba le había devuelto la salud con dosis diarias de agua del Ganges. Cuando Baba se paraba en el escalón de
piedra más cercano al nivel del río y se agachaba para llenar el jarro
en él, por Su Voluntad, el Ganges se transformaba en el dulce, fragante y nectarino remedio que el monje bebía de Su mano. Era deliciosamente gratificado. De este modo, la estadía de Baba en Rishikesh fue marcada por sucesos silenciosos aunque supremos que revelaron Su soberanía.
Al volver a Delhi nos aguardaba otro precioso regalo: una estadía de una semana con Baba en el encantador valle de Cachemira. El lago había invernado en los picachos circundantes. Las
praderas vestían saris de verde jaspeado. Jhelum portaba casas
enteras sobre su pecho. Fragantes plantas de azafrán crecían sobre balsas de madera que flotaban sobre el agua. Fuentes, pinos,
sicomoros, ciervos y loros por decenas y veintenas; hacia donde
se volviera la mirada había rosas deleitando la vista. Ríos de peregrinos desfilaron por la barca en la que Baba les dio darshan. Muchos de ellos, como la hermana del temible Subash Chandra Bose, fueron llamados a Su Presencia por Baba, lo mismo por medio de sus sueños.
No ascendimos el Monte Shankaracharya, porque teníamos
entre nosotros a Shankara mismo. Los seguidores del Acharya
habían inventado un dudoso milagro en los relatos exagerados sobre su vida, el que podía ser desestimado como algo cómico y vulgar a la vez. La historia, desprovista de los adornos legendarios,
reza como sigue: El Acharya derrotó a un contendiente en un
duelo filosófico, pero la esposa, que no quiso aceptar la decepción
de su marido, declaró que ella era la otra mitad y que la victoria
plena se ganaría únicamente si ella también era derrotada. Y, en
222
un ataque de audacia nada india ni femenina, desafió al ascético
Acharya para que respondiera preguntas acerca de complicaciones de la vida sexual. Según esta absurda historia, ¡el Acharya pidió tiempo para responder! Descubrió el cadáver de un Maharaja
colocado sobre la pira funeraria y, de inmediato, por su voluntad
hizo que su propio principio vital entrara en el muerto y lo reviviera, en tanto que sus leales discípulos cuidaban de su envoltura física. El Maharaja liberado así del funeral o, más bien el Archaya enfundado en el Cuerpo Real, pasó meses de juerga en el harem regio; pero tuvo que volver apresuradamente a su propio cuerpo
cuando las reinas comenzaron a dudar de la genuinidad del “Maharaja” misteriosamente resucitado. Entonces, el Archaya venció
a la dama en la batalla de inteligencia y salió triunfante, incluso,
de tan vulgar certamen. Baba explica que tales cuentos resultan
demasiado increíbles y triviales y no son necesarios para lanzar
más luz sobre el esplendor solar de Sankaracharya: no sirven sino
para velar y apagar su gloria.
Baba decidió llevarnos hasta la altura en que comenzaba la nieve. El agente de turismo que estaba organizando la visita, ya había
descartado el rol de hombre de negocios y se volvió humilde como
uno de nosotros. Le rogó a Baba que fuera a visitar a sus ancianos
padres en Srinagar, que bendijera a su mujer e hijos y también a la
familia de su hermano. Muy contento, alquiló un autobús hasta Gulmarg y “ponies” desde allí a Kilanamarg, en donde una gruesa capa
de nieve cubría las laderas de los Montes Himalaya.
La Dra. Lakshmi me retuvo en la casa-barca en cama; el termómetro marcaba una temperatura bastante alta bajo mi lengua.
Sin embargo, pude escapar a sus ojos de lince y correr hacia el vehículo que ya estaba calentando el motor para partir. Pese a la gorra que cubría mi cabeza y al chal de lana que envolvía mi cuello y
hombros, Baba, que estaba parado al lado de su limosina, me reconoció. Dijo: “¡Kasturi! ¿Por qué tan atrasado? ¡Sube rápido!” Me
icé para entrar al autobús, dejando atrás el malestar y la fiebre.
Tuve que enfrentarme a un difícil e insoluble asunto en Gulmarg: montar o no montar el pony que había sido alquilado para
mí. Tenía un lindo nombre: “Black Beauty”. Era esbelto y tranquilo
y dio un relincho de vacilante bienvenida. No había montado jamás
223
a caballo, ¡no había aprendido siquiera cómo subirme a un secarropa de travesaños! El animal me miraba con evidente desconfianza:
me dio la impresión de que prefería a cualquiera que no fuera un
profesor jubilado. Tampoco yo me sentía muy complacido con el
proyecto de equilibrarme sobre esa inquietud en cuatro patas. Escuché, entonces, la palabra de Baba dirigida a mis vacilaciones:
“¡Monta! Ése es tu caballo”. Le pedí al mozo que llevara a “Black
Beauty” hacia un pedazo de muro a cierta distancia. Cuando estuvo
junto a él, me las arreglé para subir al muro y deslizarme sobre la
montura, mientras el mozo me ayudaba a poner los pies en los estribos. Mi trasero se acomodó en una montura que no parecía muy
segura sobre el lomo del animal. Cuando el caballo reaccionó ante
el chasquido de la fusta, casi me voy de cabeza, pero el mozo me
empujó rudamente a la posición correcta.
Éramos como quince a caballo en total. Mi montura parecía ser
afligida por un alto grado de preferencias, de perjuicios y de travesuras. El mozo seguía atrás y dio con la fusta en el anca. Esto hizo que
la parte trasera del cuadrúpedo se levantara, aunque la mitad delantera rehusó moverse. Muy a menudo tuvo que caminar junto a la
“Beauty”, tirando firmemente de las crines sobre su frente, mientras
pronunciaba toda clase de expresiones abominables sobre sus ancestros. El pobre infortunado de mí, entretanto, le suplicaba a Baba
que pusiera la línea de la nieve cada vez más cerca. Iba sentado en
la dura montura, mientras mis piernas apretaban la tibia piel del animal. De modo que, al poco rato, comenzó a arderme la piel y pronto amenazó con llegar el punto de ebullición. Algunos de los demás
caballos también comenzaron a ponerse histéricos y a mostrar arrebatos y desfallecimientos. Cuando la huella se empinaba, se nos
aconsejaba doblarnos hacia adelante y cuando bajaba abruptamente, inclinarnos hacia atrás. Resultaba difícil decidir cuándo hacer
qué. Finalmente, terminó la odisea. Cuando desembarqué, noté que
no había sufrido demasiado daño. Pude subir hasta donde estaba
Baba y tocar Sus pies.
Muy poco después nos convertimos en una banda de chiquillos
revoltosos rodeando a Krishna. Baba nos lanzaba bolas de nieve y
disfrutó de un tobogán con el que nos deslizamos por la blanda ladera. Subimos la ladera y la bajamos sentados sobre tablas, usando
224
unas ramas cortas como frenos, las que enterrábamos en la nieve si
aumentaba mucho la velocidad. A Baba no le afectó el extremado
frío. No llevaba nada de lana: vestía la usual bata de seda. Nos hacía
pensar en Shiva danzando sobre la alfombra de nieve de Kailas.
Cuando quedamos demasiado exhaustos como para seguir haciéndonos bromas y jugando con esa extraña sustancia, la nieve,
Baba llamó a detener el juego. Bebimos café caliente servido por
madre Sai desde los termos y posamos para fotografías con Baba
montado en Raja, su caballo. Cada caballo, con su jinete a cuestas,
tuvo la oportunidad de ser bendecido de este modo. Después volvimos a Gulmarg y desde allí en autobús a Srinagar. Toda la historia
de Cachemira, tal como se la describe en la crónica en sánscrito
“Rajatarangini”, escrita hace varios siglos, se fue desenrollando ante mis ojos, página tras página, mientras pasaba junto a las gargantas, las planicies y los pasos de aquel valle: La Joya de la Corona de
la Madre India.
Los devotos de Delhi decidieron pasar un día con Baba en Mathura y Brindavan, llenas de los ecos de vibraciones épicas de la
Flauta de Krishna y las campanitas tintineantes en los tobillos de las
Gopis danzantes. Baba y nuestros anfitriones llegaron mucho antes
a Mathura que nosotros, porque nuestro autobús se quedó en la mitad del recorrido y tuvimos que esperar que otro vehículo, desde
Delhi, llegara a rescatarnos. Baba no hizo nada hasta que no le alcanzamos: se resistió a ruegos, persuasiones y presiones. Se rehusó
a entrar a la ciudad o los templos en las riberas del Yamuna antes
de que todo el grupo pudiera hacerlo.
Siendo aún un muchacho que cuidaba el ganado y dirigía
los Coros de Bhajans Pandari, Baba había anunciado que Él era
el mismo Principio Divino que había venido como Krishna en la
región de Mathura Brindavan de la India. Le había otorgado visiones de Sí Mismo como Krishna a aquellos que adoraban a
Dios en esa Forma. Me di cuenta de que una de esas personas,
oriunda de las cercanías de Chebrole en el Distrito del Godavari
Oeste, ni después de siete años se había podido recobrar del
éxtasis. Una dama repetía continuamente “¡Krishna! ¡Krishna!
¡Krishna!” con cada respiración, en donde fuera que estuviese.
225
Ese medio día fue, en verdad, una peregrinación inolvidable al
Yamuna, con el Krishna contemporáneo. Me sorprendí de encontrar las zonas de balneario repletas de inmensas tortugas: símbolo
desde hace siglos, tanto en la escultura como en la pintura, de ese
Sagrado río. También encontré bandadas de pavos reales
pavoneándose orgullosamente y exhibiendo su sagrada historia que
data desde el Bhagavatha. Parecían saber que, en Su infancia,
Krishna llevaba una pluma de pavo real insertada entre los pliegues
de Su rústico cintillo.
Baba nos llevó hasta el templo de Krishna en el que Meera Bai,
la Reina Rajput, había vaciado su alma en una corriente de melodías.
Cuando propusimos recitar sólo algunos de los Bhajans de Meera
frente al santuario, Baba hizo girar Su palma en círculo en la puerta
y descubrimos en Su mano un ídolo que era la réplica exacta de
aquel que cautivara el corazón de Meera. Dijo: “Volvamos al ‘bungalow’ de Dak y pueden cantar bhajans a gusto frente a este Krishna”.
¡Quién podía haber imaginado que Su voluntad moldearía en “plata” un Krishna en miniatura, de siete pulgadas y media de alto, que
duplicaba en cada detalle cada curva y contorno, cada rasgo y pliegue, cada sombra y línea lo que hacía tan vital y vibrante al Krishna
de Meera! Mi ansiedad por entender a Baba aumentaba de manera
insoportablemente insistente. Mas sólo podía orar porque ese estado de la mente durara para siempre. Sólo anhelaba la humildad como para hacerle frente al estremecimiento y el temblor de la emoción y no ceder a la jactancia de encerrarlo en una fórmula, de explorarlo por medio de un silogismo o diagnosticarlo con ayuda de
un dogma. Ahí, en mi mano estaba el ícono sólido, porque lo había
puesto bajo mi custodia. Más tarde cantamos bhajans delante de él
por una hora, después lo llevamos a Delhi, en donde se encuentra
ahora alojado en el altar del hogar de nuestro anfitrión.
Me hacía más viejo cada día, aunque rara vez me daba cuenta
de ello. Baba nos mantenía perpetuamente en tal estado de maravilla que no me sentía inclinado ni dispuesto a contar las arrugas de
mi frente. No obstante, me acercaba a mi sexagésimo cumpleaños:
una línea divisoria de la vida que está marcada por rituales védicos
para apaciguar a los Dioses y para iniciar las penitencias que son
preliminares para actividades espirituales más intensas. Baba acon-
226
seja que el haber completado seis décadas de vida se debe celebrar
con un ultimátum a los seis enemigos del hombre: lujuria, ira, codicia, apego, orgullo y odio. Yo vacilaba planear la ejecución de los ritos, ya que mi hijo se encontraba lejos en Canadá, trabajando en el
Estudio Geológico del país. Su mujer estaba con él. Sus dos hijos,
ambos varones, estudiaban en Madras bajo la tutoría del Director de
la Escuela, un leal teósofo. Cuando los padres se despidieran de
ellos antes de partir hacia Toronto, Baba le aseguró a los niños:
“Cuando sientan el anhelo de ver a su madre, piensen en Mí”. Según los dictámenes sociales, estaba por debajo de la dignidad de un
padre anunciar y organizar la celebración de su propio cumpleaños:
este privilegio era monopolio del hijo. De modo que guardé silencio.
Pero Baba dijo: “Debo tener la alegría de ser testigo de la alegría de tu madre”, de modo que tuve que saltar por sobre las normas del protocolo y preparar Yo mismo las ceremonias religiosas…
Se encontró a un sacerdote en Bukkapatnam y fue invitado a oficiar. Llegaron algunos de mis amigos de la All India Radio desde
Bangalore. El artista Nadaswaram al que había integrado a la emisora en Mysore en 1943, llegó a Prashanti Nilayam y ofreció sus servicios. Baba estaba tan ansioso por promover algo deleitable que vino hasta mi residencia cuando se estaba llevando a cabo el ritual inicial para santificar el aceite para nuestro baño ritual. Animó el evento con bromas y risas, en su mayoría a expensas mías y de mi mujer. Entró en la carpa montada junto a mi vivienda y bendijo a los
cocineros que trabajaban allí.
Hacia las diez de la mañana el sacerdote se hizo cargo del programa. Vestíamos las ropas que Baba nos había regalado antes y
entramos a la Sala de Oración. Postrándonos juntos ante el santuario, fuimos luego a tomar asiento frente al fuego ya encendido sobre
la plataforma de piedra del extremo oriental de la Sala. Habíamos
colocado la silla de plata en la parte sureste de la plataforma. Para
suerte nuestra, un devoto había traído ese mismo día un escabel de
plata, esculpido en forma de una flor de loto abierta. Con la aprobación de Baba pudimos emplearlo para Su uso, mientras estaba en la
silla, observando el procedimiento. El sacerdote había recibido instrucciones de Baba en cuanto a seguir los pasos que Él consideraba
esenciales: el culto a Ganesha, el propiciar a las nueve Deidades
227
planetarias y el rito penitencial para atraer hacia nosotros las bendiciones del Señor. Baba estaba en la silla cuando se llevó a cabo el
último de estos ritos. Al finalizar, nos permitió adorarle a Él, con
ofrenda de flores a Sus pies que descansaban sobre el loto de plata.
La Sala estaba repleta de devotos.
El sacerdote leyó, uno por uno, en un estilo claro y convincente, los mil ocho Nombres compuestos para Baba mucho tiempo
antes por los pundits de los alrededores de Shirdi. Yo estaba sentado a la derecha y mi mujer a la izquierda del loto y los dos montones de flores de diferentes tonalidades y fragancias parecían crecer
a cada segundo sobre los pies. Baba estaba sentado allí, sonriente
y sereno, recompensándonos con una no merecida buena suerte.
Corrigió mi pronunciación de los Nombres sánscritos y, a menudo,
se adelantaba al sacerdote en la recitación de Sus Nombres. No
pude retener las lágrimas cuando los nombres que yo enunciaba
llevaban significados que me tocaban el corazón y evocaban recuerdos del poder, la majestad y el misterio de Baba, el que había
venido a enseñarme a aceptar los golpes y los ramos de flores con
ecuanimidad.
Con cada paso que doy hacia Él, se expande el horizonte del
cielo; con cada paso que Él da dentro de mi conciencia, se encoge
el horizonte de mi soberbia. Mi mujer estaba abrumada por lo inenarrable del fenómeno que había permitido tal proximidad. Cuando
terminó el Puja, Baba se puso de pie y vino hacia nosotros. Estábamos parados con mi madre entre nosotros. La madre que me había
puesto a los pies de Shiva, cuando niño, en Vaikam en Kerala, estaba viendo ahora a Shiva en forma humana y a ese hijo parado, con
las manos unidas, frente al mismo Shiva.
Baba hizo girar Su mano y transformó el cielo que cogió en un
Mangala Sutra para ella y un medallón para mí, ambos hechos en
lo que debe llamarse Oro de Sai. Mientras yo le ataba a ella el Sutra
al cuello, Baba sacudió Su palma sobre Su cabeza y de ella ¡llovieron granos de arroz coloreados, y polvo de kumkum y haldi! Éstos
son artículos tradicionalmente auspiciosos con los que los mayores
bendicen a los recién casados. Estábamos siendo desposados de
nuevo con votos celestiales. Baba puso, lento, en los brazos de ella
un sari de seda, y un dhoti de seda en los míos. Esto sí que era la
228
compasión con una dulzura superlativa. Mi mujer estaba abrumada.
No estaba parada en el suelo, sino en algún lugar del espacio. Hubo
de ser ayudada para que no cayera y ser conducida cuidadosamente
hasta nuestro sitio con una expresión atónita y maravillada, con la
cara manchada de rojo y amarillo y los cabellos cubiertos de granos
de arroz hasta entre los enmarañados rizos. La ceremonia que marcara el sexagésimo cumpleaños estuvo, en verdad, tan iluminada
por la Gracia Divina que quedó más allá de mi entendimiento. El recordarla me resulta inmensamente gratificante… aún ahora.
Nos volvimos a exiliar en Bangalore. El encanto de transmitir
paquetes de cultura, atrayentes al oído, a los millones de Karnataka
que, como sabíamos, carecían de radiorreceptores en sus hogares o
en las salas comunales, se disolvió muy rápidamente. La fotografía
de los pies sobre el loto de plata, con un montón de rosas sobre
ellos, atraía mi mente hacia Puttaparti a toda hora del día.
Tampoco mi madre era feliz con nuestra lejanía física de la
fuente de alegría eterna. Nos escribió cartas cada vez más frecuentes urgiéndonos a hacernos de alas para volar fuera de la jaula de la
AIR. “Baba entró a la cocina hoy y me encontró culpable de lo que
llamó ‘una alimentación escasa’.” “Baba me llevó hoy de la mano
hacia la sala de entrevistas y me indicó que comiera más vegetales y
frutas. Le he dado a Kasturi más dinero del que necesita, voy a preocuparme del aprovisionamiento diario de buenas frutas”, dijo.
“Hoy, Baba se quedó en casa por un largo rato. Me dijo que no te
sentías feliz con tu trabajo. Dijo que podías tener ahora un trabajo
que hacer aquí mismo”. Estas cartas nos impulsaron a empaquetar
nuestras cosas y mantener los dedos cruzados.
229
LA PENITENCIA ES REEMPLAZADA
POR LA PLUMA
R
ecibí muy rápidamente las buenas noticias: Baba había
venido a Bangalore y se alojaba en la casa de Seri Vittal
Rao en el Road Cross 9, Wilson Gradens, a sólo cinco
minutos de la mía, “Ashoka”, en el 12° Cross. Sabiendo que había
una posibilidad de que viniera, le di una propina al lavandero que se
estaba ocupando del lavado de las cortinas de la residencia, para
que me informara tan pronto entregara el pedido. Me había dado
cuenta de que Vittal Rao hacía lavar y planchar las cortinas de ventanas y puertas como parte del aseo general de la casa previo a la
visita de Baba. Cuando, finalmente, se filtraron las noticias, ubiqué a
la hijita de mi doméstica sobre una banca de piedra frente a la casa,
con instrucciones de estar atenta a la llegada de un automóvil grande y de una bata naranja. Fue así que, a los diez minutos de entrar
Baba a la casa, ¡Vittal Rao se sorprendió de encontrarme en su galería de entrada! “¡Espera, espera!”, me rogó. Pero Baba me divisó
y se dirigió a mí con Su palma lista para caer sobre mi hombro.
“Ahora tienes trabajo en Puttaparti”, dijo. “Pronto se comenzará
con una revista mensual. ¡Adivina! ¿Cómo se llamará?”, preguntó.
Confesé que no podía sondear en Su voluntad. Sin embargo, arrancó algunos nombres de mi reticencia. “El Camino hacia Dios”,
“Karma Dharma…”, “Premayoga”. Desechó los títulos que estaba
sugiriendo y anunció que había decidido designarla como Sanathana Sarathi.
Este nombre es una clarinada. Es la caracola de Vishnu despertando a los durmientes. Es el tamboril de Shiva desafiando a los descarriados a dejar de lado su desobediencia. “Sarathi” significa
“Aquel que sostiene las riendas”, “Sanathana” significa “Eterno”.
Así, ese título le anunciaría al mundo que Baba es la Omnivoluntad
231
que ha estado moldeando y manipulando, desde el Principio de los
Tiempos, las voluntades de los seres vivientes, desde la ameba al astronauta. “Reconozcan a Dios como el Sarathi, cedan de corazón a
Sus directrices, lleguen en buenas condiciones a su destino”, era el
mensaje que Baba nos transmitía con ese Nombre. Me sentía contento, elevado.
“Éste es el trigésimo segundo año de la carrera avatárica y ya
es tiempo de que Él se presente como el Maestro del mundo”, me
dije a mí mismo recordando Su primer discurso durante Dasara en
1953. Fue mientras el Señor actuaba como el Sarathi (Auriga) de
Arjuna que le fuera conferido, a través suyo, el Bhagavad Gita al
género humano. Por eso, el Señor es conocido como Partha (Arjuna) Sarathi. Baba representa ahora al Sanathana Sarathi: el Auriga
para cada cual y en cualquier lugar.
Algunos días antes del lanzamiento del primer ejemplar de la
revista, Baba declaró frente a los reunidos en las arenas del Chitravathi: “El Bhagavad Gita es un libro guía, un mapa, para el aspirante a la paz y la liberación. El Señor se ha instalado Él Mismo en cada corazón como el Auriga. Pídanle las directivas correctas y Él responderá y guiará. Podrán escuchar un Gita destinado especialmente a cada uno si invocan al Señor”. Por lo tanto el Sanathana Sarathi estaba pensado como un “Bhagawan Uvacha” (así dijo el Señor) para un mundo que se ha descarrillado y que se encuentra en
peligro fatal.
Informé al Akash Vani que me iba. La injuria que había sufrido
en manos del Profesor que fuera su pionero en Mysore, se había
curado durante mi segunda estadía en la emisora. Ello facilitó el procedimiento para alejarme. El Director trató de retenerme, sosteniendo una zanahoria ante mis narices, pero, afortunadamente, me
fui. Una semana después, llegaron órdenes desde Nueva Delhi para
recuperar de los productores (literatos contratados, como yo) los honorarios extra que se les pagaban por las arcas fiscales. Algunos sabuesos de la Secretaría habían descubierto la reglamentación de que
ninguna persona que se retirara del servicio gubernamental podía
percibir, ya sea del gobierno o de los gobiernos locales autónomos,
más dinero que el de la suma que recibía el día de su retiro. Yo me
retiré ganando trescientas cincuenta rupias como salario; mi pen-
232
sión más los honorarios de Akasha llegaban a la suma de seiscientas
rupias. De modo que, si me hubiera quedado, habría tenido que devolver doscientas cincuenta rupias por cada mes de mi asociación
con la Emisora. Otros pagaron, yo me libré de la sangría.
El Sanathana Sarathi me llevó de regreso a la morada de la
Luz y el Amor desde las regiones de las iras y las tormentas. Baba
había exhortado a los monjes de la Sociedad de la Vida Divina, en
Rishikesh: “¡Inhalen únicamente el aliento de Dios! Ésa es la real Vida Divina. Carezcan de ego, sean huecos como la flauta, de esta
manera Krishna, el Señor, soplará a través de ustedes y llenará el
vacío que hayan logrado. Él creará cautivadoras melodías que encantarán a toda la Creación”. El Señor había resuelto exhalar melodías a través del Sanathana Sarathi para cautivar a la Creación.
El primer número ya se había lanzado para Mahasivarathri en
febrero de 1958. Sri B.V. Reddy se había declarado como editor.
Se había impreso en una Editora de Dharmavaram y los pocos
cientos de copias se distribuyeron entre devotos. Cuando Baba visitó Bangalore, visitó la Editora Vichara Darpana en la Avenue
Road (una larga carretera sin árboles) acompañado por mí y Raja
Reddy, y compró una pequeña máquina operada con pedales,
con una plancha de catorce pulgadas de diámetro, un rodillo hecho en alguna matriz desconocida, dos cajas de tipos, una de inglés y otra de telugu.
En el Mensaje que escribiera para los lectores del número inaugural del Sanathana Sarathi, Baba explicó por qué había bautizado
así la revista. “A partir de este día —anunció— el Sanathana Sarathi dirigirá al ejército (textos y escrituras espirituales) en contra de las
malvadas fuerzas de la injusticia, el desorden, la falsedad y la maldad, encabezadas por el demonio Ego. Este Sarathi luchará por el
firme establecimiento de la paz en el mundo; proclamará su victoria
con vibrantes golpes de tambor. Por medio de su triunfo, le asegurará el Ananda a todo el género humano”. Como Auriga, Baba estaba determinado a timonear al mundo a salvo de enfermedades, desastres y desesperación.
En lo que respecta al Ananda, Baba ya afirmó en 1947, que el
propósito con el que se le diera la vestidura humana, era “el de rescatar al género humano del peligro inminente y el de conferirle
233
Ananda a todos los hombres, de todas partes”. El Sarathi no era sino uno de los instrumentos diseñados por Su voluntad. Y, a través
de Su Gracia, yo me convertí en la mosca sentada en el eje del carro, ¡con derecho a imaginar, regocijada, que sus ruedas se movían,
por estar ella allí!
Dorothy Sayers escribió en 1954: “Futilidad; falta de una fe viva; la deriva hacia una moralidad suelta; el consumo codicioso; la
irresponsabilidad financiera y el mal genio incontrolado; un individualismo opinante y obstinado; la violencia, la esterilidad; la falta de
reverencia por la vida y la propiedad incluyendo las propias; la explotación del sexo; el deterioro del lenguaje por medio de los avisos
y la publicidad; la comercialización de la religión; la complacencia
con la superstición y el condicionamiento de la mente de la gente
por medio de la histeria colectiva y las fascinaciones de todo tipo; la
vanalidad y el manejo de influencias en los asuntos públicos; la deshonestidad en las cosas materiales; la deshonestidad intelectual; el
fomento de la discordia (clase contra clase, nación contra nación)
por el lucro que se logre; la falsificación y la destrucción de los medios de comunicación; la explotación de las más bajas y estúpidas
emociones colectivas; la traición hasta en lo fundamental del parentesco, el país, el amigo elegido y la fidelidad jurada: todo ello representa las muy conocidas etapas que llevan a la muerte fatal de la sociedad y, la extinción de todas las relaciones civilizadas”.
Y, en 1958, Baba nos aseguró que “la muerte fatal” iba a ser
revocada y exorcizado el temor a la extinción. Baba ha diagnosticado que esa enfermedad mortal cuyos síntomas enunciara Dorothy
Sayers, era causada por el cruel virus del Ego Egregius. El Ego había
de ser remojado en Ananda para que su poder tóxico sea transformado en potencia tónica. Este Ananda no es una emoción: no es
algo que surja y desaparezca. Es una experiencia positiva autosatisfactoria. El Ananda nos libera del temor y de la inconstancia, de la
envidia y la enemistad, del orgullo y la mezquindad. En el Ananda
estamos solos con el Solo.
Baba le recordó a los lectores del Sanathana Sarathi que las letras iniciales de Su Nombre: S.S.S.B., comunicaban el alcance y la
naturaleza de los campos del pensar y la acción en los que está íntimamente comprometido. “S” representaba a Sangha (sociedad).
234
Buscaba, dijo, la integración y la iluminación de la sociedad como
un instrumento para la elevación del individuo que es moldeado y
modelado por ella y a través de ella. La segunda “S” representaba a
Samskrithi (cultura). Buscaba, dijo, labrar los instintos, impulsos, pasiones y emociones del hombre, con el objeto de promover la paz y
la armonía en la sociedad y la dulzura y la serenidad en el individuo.
La tercera “S”, dijo Baba, representaba al Sanathana (los valores
eternos). Buscaba, dijo, la conservación y la consumación de los valores humanos, tal como fueran descubiertos y delineados por los
profetas, sabios y santos de todos los países y todos los tiempos. La
letra “B”, anunció Baba, significaba “Bloque”. ¡Vale decir, en tanto
que las tres “S” indican Su estrategia para la elevación humana, todo lo que no tenga relación con eso queda “bloqueado”, porque Él
no lo considera digno de atención. Estos tres horizontes eran los
que el Sanathana Sarathi tenía destacados para su servicio: todo lo
demás quedaba “fuera de los límites” de la revista.
Incluso, quince años más tarde, Baba le recordaba a quienes
estaban a cargo de la edición y la publicación de la revista, que
había que propagar con asiduidad, sin considerar despliegues ornamentales ni cálculos de ganancias/pérdidas, la integración de la
raza humana.
También nos asignó otro deber. “Puede que el hombre llegue
a dominar al Universo, sin embargo, ¿qué puede afirmar haber
conocido si no se ha dominado a sí mismo? Si no tiene conciencia de sí mismo, no tendrá conocimiento del conocedor. El Sanathana Sarathi tiene como misión afirmar esta Verdad, instalar esta
Verdad en el corazón del hombre e insistir en que cada uno practique esta Verdad.”
“Sathya y Dharma: esto es lo que uno debiera tratar de conocer y no el mundo de la Naturaleza, el cuerpo o la mente, que no
son tan vitales, aunque el conocimiento acerca de ellos tal vez sea
necesario y hasta inevitable como equipamiento.” El conocimiento
de cualquier tipo tiene como base al Atma. En cada objeto el Atma
se manifiesta como forma y como función. Como ideal, el Sanathana Sarathi conlleva la comunicación de esta experiencia. Está dedicando todos sus esfuerzos a atraer a los buscadores hacia una nueva
aventura: regular las actividades de la vida individual y disciplinar la
235
vida social. Baba bendijo para que el Sanathana Sarathi pueda
“fluir como el Santhosha Dai” (Otorgador de Alegría Satisfactoria).
“Que pueda aumentar su caudal y fluir como Prema Saayi” (el
Amor que es Sai). Que el Sanathana Sarathi pueda alcanzar su floración suprema como Sarva-Jiya-Samai-Kya-Vaaridhi (Océano de
Unión Integral de Todos los Seres), la meta de “la Conciencia del
Unico sin un segundo”. En 1978, Baba escribió nuevamente: “El
Sanathana Sarathi es el puente que les conduce a ustedes hacia Mí
y que me lleva hacia ustedes”.
¡Qué gran penitencia fue la de llevar el disfraz de “El editor del
Sanathana Sarathi”! La revista era recibida como Prasad por los
devotos; el cartero que la distribuía era bienvenido con gratitud y se
le agradecía profusamente; la revista era colocada sobre el altar, delante de la foto de Bhagavan y leída con reverencia. No pasó mucho tiempo sin que las manos que se extendían para solicitar copias
aumentaran en tal número que hubo que pensar en una suscripción
anual de tres rupias para enfrentar los gastos de correo y otros. Baba no estaba a favor de hacer campañas para lograr más suscriptores, donantes, patrocinadores, etc., como tampoco de aceptar suscripciones por más de un año. Quería que los lectores decidieran
por sí mismos si deseaban seguir con la dieta que se les ofrecía. Se
negó también a una proposición de enviarles cartas a los suscriptores, para advertirles que si no pagaban otro año, el Sarathi no se
continuaría remitiendo. “Déjenlo a su arbitrio. El hambre que acucia
es advertencia suficiente”, dijo. “El Sarathi debe ser esperado,
aceptado, atesorado y estudiado con avidez. Perderlo debe producir
tanta tristeza como el perder a un compañero en un viaje a través
de un país desconocido”, indicó.
También debíamos abstenernos de conseguir avisadores. En
el primer ejemplar se anunció: “La revista no cuenta con espacio
para avisos comerciales”. Baba dijo: “Los avisos estimulan deseos
debilitadores, se nutren de la exageración y el esnobismo”. “Yo
soy Sathyasya Sathyam, la Verdad de Verdades. ¿Para qué ha venido la Verdad a la Tierra en forma humana? La respuesta es: para plantar en el corazón del hombre el anhelo de la Verdad, para
poner al hombre en el camino hacia la Verdad, para ayudarle al
hombre a alcanzar la Verdad por medio de una instrucción con
236
amor y por el don último de la Iluminación.” “El Sanathana Sarathi es el resultado de Mi Sankalpa (Voluntad), Mi Utsaha (Afán)
y Mi Ananda (Deleite). Nada puede interponerse en el camino una
vez que he decidido cualquier paso en Mi Misión”, dijo en 1962,
al celebrarse el aniversario del Sanathana Sarathi en Prashanti
Nilayam. “Los lectores deben valorar la revista por la instrucción y
la inspiración que imparte.”
La nota siguiente se incluyó ya en el ejemplar inaugural: “Serán aceptados los artículos de contribución de los lectores, sólo
cuando traten del tema religioso-filosófico. Deberán provenir de
aquellos que estén dedicados a poner en práctica aquello de lo
que hablan. No deberán enviarse para su publicación noticias públicas o comentarios sobre noticias públicas”. Muchos amigos
doctos, que se han ganado para sí mismos un nicho en la galería
de la fama, se quejaron a mí señalando que la indicación de “estén dedicados a poner en práctica aquello de lo que hablan” les
había hecho abstenerse de contribuir con la revista. Puesto que
Bhagavan ha hecho benevolentemente uso del Sarathi como vehículo principal para Sus mensajes y escritos y puesto que Sus discursos ocupan el mayor espacio en la revista, uno puede fácilmente ponerse selectivo en cuanto a las contribuciones. Un hermano
que había enviado algunos artículos largos, no reaccionó con generosidad cuando le recorté los textos. Su resentimiento hizo explosión en una diatriba tan pestilente, que tuve que devolverle la
carta a vuelta de correo, después de haberla sumergido en desinfectante. Afortunadamente se trató de un flechazo aislado. Debo
reconocer, con gratitud, la conmiseración y la tolerancia con la
que me han abrumado los lectores. Nunca he esperado elogios o
congratulaciones, porque estaba consciente de mis deficiencias
más que ningún otro. Debo luchar contra ellas en cada momento
de mi vida. Bhagavan me ha estado impulsando a hacer correcciones de los lapsus y a arrepentirme de la ineptitud.
Por muchos meses, el Sarathi se publicó mitad en telugu y
mitad en inglés. Más tarde, las partes fueron enviadas por separado. Los logros que había alcanzado en el kannada y que me ganaron un cierto renombre como figura literaria, se convirtieron en
un obstáculo al volverme hacia el telugu. Los giros, frases, prover-
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bios y fonemas del kannada se infiltraban como polizones en mis
oraciones en telugu. Traté de barrer con ellos, pero debo confesar
que no lo logré tan completamente como lo deseaban mis lectores. Cada vez que Baba estaba ausente de Puttaparti, pasaba horas con el Director de la escuela media de la aldea, aprendiendo
las primeras dos “R” en el tedioso libro de texto “Pedda Bala
Siksha”, un compendio de conocimiento útil destinado a la población rural. Pero el Director no me pudo llevar muy lejos. Baba insistió bondadosamente en que le hablara a Él únicamente en telugu. Por algunos años esto me forzó a una deplorable estupidez.
Cuando hacía acopio de valor, la lengua caía en torpezas y pesadeces, incongruencias y desaciertos, cada uno de los cuales me recompensaba con una lección por parte de Baba sobre la conjugación y la declinación, la sintaxis y el estilo en telugu.
Baba exponía cada tiro en falso mío al ridículo público, como
para que nada más jugara con ellos. Un día, estaba luchando con
una palabra extraña que había encontrado en uno de los artículos
de Baba que estaba traduciendo al inglés. Leí: “Santhapakoadeelu”.
Sabía que “lu” era la terminación del plural en telugu. Las palabras
terminadas en “a” son “alu” en plural y las terminadas en “ee” (pronunciado “i”) hacen el plural “eelu”. Eso era lo que había aprendido
del Director, de modo que separé la palabra en Santhapa y Koadeelu, porque sabía que Koadi significaba un ave doméstica; por ende,
era seguro que “koadeelu” significaba “aves domésticas”. Mas, ¿qué
o quién era este Santhapa? No había trazas de la palabra en el
diccionario, ni nadie en Puttaparti me pudo ayudar. Así fue que
tuve que acercarme a Baba mismo con esta nuez dura de roer sobre la lengua. “¿Quién es Santhapa y qué tiene que ver con aves
domésticas?”, Baba sonrió y preguntó: “Qué te ha pasado?”
“Tengo que traducir Santhapa al inglés”, contesté. ¡Pobrecito yo!
Lo había confundido todo: Santhapa era un fantasma que yo mismo había creado. La palabra hexasilábica había de ser separada en
dos y cuatro, y no en tres y tres como lo había hecho. Era: “Santha” (indicando el mercado) y “pakoadeelu” (que significaba “pakoada” en plural). Mi creencia que “pakoada” debía ser “pakoadalu” en
plural, me había hecho caer en la “bandada de aves domésticas”
perteneciente a una persona llamada Santhapa. Lo que Baba había
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escrito, en cambio, trataba de “pakoadas”: “sabrosas bolas de harina fritas en aceite” que se venden en canastos abiertos el día de
mercado y que constituyen un peligro para la salud de quienes se
dejan tentar por su aroma. Baba ha citado este error de silabeo mío
durante discursos dirigidos a muchas asambleas de maestros de Bal
Vikas y de profesores de escuela, con el objeto de enfatizar la importancia del silabeo correcto.
Corregir pruebas no es más que otro nombre para un duelo
con el diablo del impresor. Esta persona me significó, mes a mes,
una frustración y me atribuía frases que me quitaban el sueño. ¡Cierto era que mis textos a menudo eran borrosos y vacilantes! Mi escritura en telugu resultaba confusa y se inclinaba al kannada. Si se suma a esto que había anotaciones sobre y bajo la línea y que el tipógrafo no tenía mucho talento lingüístico, la tarea resultaba en verdad hercúlea. Usualmente devolvía las hojas de galera cubiertas con
jeroglíficos y llenas de correcciones. Por todo ello debía congratularme de que el duende que se metía en la imprenta no se atreviera a
hacer más travesuras que las de las que podía disculparme.
El alfabeto en que se escribe el inglés es unilinear y, por ende,
el duende no podía meter contrabando ni en el desván ni en el sótano. Las letras del telugu, sin embargo, le dejaban espacio suficiente para sus diabluras, porque son trilineares. Thattwa, en inglés se escribe en una línea; en telugu, “tha” va sobre la línea y
“ttwa” debe configurar una “tt” sobre la línea y una “w” por debajo de la “tt”, o sea tres líneas en total. La palabra “may” en inglés
es suficientemente simple, pero en telugu sería “ma” con un “ay”
sobre la línea, pero al pronunciarla, el sonido de la vocal se acortaría. Para indicar el sonido correcto, hay que agregar otro “ay”
sobre la segunda línea. Por lo tanto, cualquier diablillo ávido por
desprestigiar el nombre del corrector de pruebas tiene amplias
oportunidades en el telugu.
Una de entre las muchas jugarretas que me hizo el duende se hizo histórica, ya que Baba la ha relatado a menudo en Sus discursos.
La letra “R” en telugu, como Rishi (ermitaño), es la letra kannada
“bu”, con la U agregada. El diablillo rompió el tipo U durante el proceso de la impresión, dejando la “bu” trunca. Así quedó para ser leído como “bushi” y, con la palabra siguiente “koti”, el texto se con-
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virtió en “bushikoti” y dio la impresión de que Baba había escrito
que los ermitaños de los ahsrams en la floresta, ¡llevaban chaquetas
cazadoras mientras le rendían homenaje a Rama! Cada vez que este
incidente era descripto por Baba como enseñanza para la gente, yo
deseaba escabullirme de las burlas y risas que seguían. ¡Y recuerden
que yo era Profesor de Historia Antigua de la India! Mas, por suerte,
todos sabían que no todo era por la diversión: yo salía purificado y
contento cada vez que me veía sometido a esta risueña situación.
Ciertamente, no podía continuar por mucho tiempo con estos
errores, ¡proveyendo modelos de deslices que habían de evitarse!
Baba me ha ayudado a sobrevivir a diabluras mucho más numerosas. En una oportunidad, cuando una de estas travesuras precipitó
un justificado alboroto, el compositor telugu amateur disponible en
la región kannada, tuvo que cargar con la culpa, y la impresión de la
revista en telugu fue transferida a Hyderabad, la ciudad capital del
Estado de Andhra Pradesh, de habla telugu. Cuando se descubrió
que los errores de imprenta eran inevitables, fuera quien fuere el
compositor y en dondequiera se encontrara la imprenta, se renunció
al experimento. El hecho de que mi nominación siga siendo la de
Editor del Sanathana Sarathi telugu, es otro milagro de Bhagavan.
Durante casi un año, Narasimachari, el único ayudante en la
operación a pedales, era el que ordenaba los tipos, preparaba las
páginas y pedaleaba para sacar dos de ellas a la vez de la impresora. Me ofrecí para ayudarle en la composición y el pedaleo cuando
lo encontraba demorado o somnoliento. ¡Quedé abismado al ver
que aceptaba el ofrecimiento cada vez que lo hacía! El trabajo era
realmente duro, aunque él lo aliviaba y alegraba cantando bhajans
para sí mismo.
Me mantenía ocupado la mayor parte del día e incluso algunas horas de la noche, puesto que aumentaba rápidamente el número de suscriptores. El dinero se enviaba por correo o se pagaba
directamente por parte de devotos y peregrinos que se daban
cuenta de que el Sarathi constituía el nexo entre el Carro y el Auriga. El registro se fue haciendo más voluminoso con cada festival
en Prashanti Nilayam: los miles que venían a la Santa Presencia
deseaban asegurarse de que la voz del Señor pasara por sus puertas, al menos una vez al mes.
240
Narasimhachan y yo cargamos con el yugo por más de dos
años. Estábamos ansiosos por franquear los ejemplares en la recientemente abierta oficina de correos de Prashanti Nilayam, los días 16
de cada mes, tal como se anunciara en el primero de ellos. Sabíamos que los devotos los recibirían con mayor reverencia aun, cuando descubrieran en el ángulo, a mano derecha, el timbre circular llevando el regocijante nombre de “Prashanti Nilayam”. Lo que se adquirió, mucho tiempo después, fue una guillotina para recortar las
páginas, mucho después de haberse instalado una prensa de rodillos
para cumplir con los tres mil ejemplares que debíamos imprimir. El
recorte debía hacerse en Bangalore a cien millas de distancia.
Para eso, cada mes, después de haber terminado la impresión,
embalaba la cantidad de ejemplares en inglés y telugu en dos gigantescas cajas, las llevaba hasta Bukkapatnam en una carreta de bueyes, las hacía subir al techo del autobús que iba a Penukonda y le
ordenaba al mismo detenerse cerca del cruce a nivel a trescientas
yardas de la estación de ferrocarril. Las cajas eran bajadas y Narasappa, un cargador de Tansania, las llevaba sobre su cabeza hasta la
plataforma. Allí yo esperaba el tren de pasajeros con destino a Bangalore, a ochenta y cinco millas de distancia, para que las recibiera
como carga. Llegando a Bangalore, se cargaban en carretones tirados por caballos con los que las llevaban hasta una imprenta que tenía una guillotina. A continuación, las cajas con las revistas recortadas, eran llevadas a casa de un devoto en el centro de la ciudad. Yo
pasaba la noche ahí con una docena, aproximadamente, de jóvenes
voluntarios que me ayudaban a ponerles las coberturas con las direcciones impresas que yo había traído desde el Nilayam. Con ello,
los ejemplares quedaban listos para ser remitidos y podíamos dormir durante las horas de la madrugada. Al día siguiente repetía el itinerario a la inversa: vehículos con caballos, cargadores, viaje en
tren, estación de Penukonda, Narasappa, cruce a nivel, autobús
hasta Bukkapatnam, carreta de bueyes y, finalmente, la Oficina de
Correos de Prashanti Nilayam, para que se les estampara el Santo
Nombre ¡y que el precioso Prasadam viajara hasta más de tres mil
hogares!
Permítanme agregar ¡que yo también era aquel que, en la Oficina de Correos, ofició como Jefe de Correos por más de ocho me-
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ses! El Director General de Correos de Andhra Pradesh insistió en
que se le presentara a un pensionado de un gobierno estatal como
presunto Jefe de Correos antes de que pudiera aprobar una oficina
para Prashanti Nilayam. Levanté la mano y atraje su atención. Fui
instalado oficialmente y obligado a cobrar honorarios mensualmente. ¡Qué agotadora aventura fue ésa, aunque satisfactoria a la vez!
Ni un solo susurro, ni siquiera un lamento interior para que las cosas fueran de otro modo, llegó a perturbar el deleite de mis días.
La revista estaba dedicada al evangelio del Avatar, su enunciación, su desarrollo y su explicación. El Avatar se produce, no solamente cuando el género humano niega a Dios o lo desafía, sino
también cuando los hombres ignoran que Dios es su Motivador Interno, su Mentor y Su Maestro, su Aliento mismo. Por eso, cuando
los hombres se muestran ansiosos por compartir sus experiencias
del Amor, la Sabiduría y el Poder del Avatar, se publican en sus páginas los relatos genuinos. Cuando me tentaban tales instancias de
la intervención del Avatar en el compromiso conocido de las leyes
naturales, me resultaba muy difícil esperar Su consentimiento. Él argüía invariablemente que no eran demostraciones para ser publicadas, sino únicamente expresiones espontáneas de Amor. Él no “realiza” milagros, ni siquiera los “hace”; ellos simplemente se producen
porque Su Amor no conoce las fronteras del tiempo ni del espacio,
ni las limitaciones de la posibilidad. Él está más allá del cojeante alcance de la lógica. “¿Cómo podría un pez entender el cielo?”, le
preguntó Baba a Arnold Schulman, cuando éste quería que le revelara Su Verdad.
No me atreví a sugerir que se aceptara ninguna información
personal para el Sanathana Sarathi sin confirmar su autenticidad.
Así y todo, Baba solía bloquear la idea, porque significaría “propaganda”, la “promoción de un culto” y el fomento del ego de la persona que presentáramos como receptora de la Gracia. Cuando recibí de Manjeri, en Kerala, el relato de una visita física de Baba al hogar de Ramananda Rao, un devoto, y de pasar horas allí escuchando bhajans e incluso cantando Él algunos y concediendo algunas entrevistas, tuve que rogarle infinitas veces que me permitiera publicarlo en el Sarathi. El día de Su estadía en Manjeri, Baba se encontraba en el Palacio de Venkatagiri, a seiscientas millas de distancia y
242
esa misma tarde le habló a una numerosa concurrencia en Kalahasti, distante unas treinta millas. De hecho, Ramananda Rao recibió
de boca de Baba, al levantarse éste de Su silla para irse, que se iba a
un compromiso en Kalahasti. Ramananda Rao pensó que se trataba de algún lugar cercano a Manjeri, pensó en el nombre de la residencia de algún devoto. Baba no le permitió seguirle hasta la calle.
Cuando mi deleite, al asegurarme de tales evidencias indiscutibles, se volvía incontrolable, Baba me aconsejaba reunir cada detalle por parte de las personas que habían compartido la experiencia, antes de publicar la nota. El Dr. Karlis Osis, Director de Investigaciones de la Sociedad Americana para Investigación Psíquica,
leyó el artículo, vino a la India y se puso en contacto conmigo.
Después de recibir cartas de presentación mías, se fue en auto a
Manjeri y a Venkatagiri y contactó a las personas que fueron participantes en esta aventura de bilocación del Avatar. Me escribió
que se sentía ampliamente recompensado por los resultados de su
investigación y que había incluido este incidente, junto con algunos otros, en su recopilación de lo que yo llamaba “experiencias
extracorporales” relacionadas con Baba. También Howard Murphet se preocupó de citar en su libro Sai Baba, el Hombre Milagroso, historias del Sanathana Sarathi, para verificar su genuinidad personalmente. Por ejemplo, en el capítulo “Curaciones Milagrosas”, escribe: “Decidí inquirir” y, luego, “Recibí una carta del
Profesor en la que confirma la descripción original del caso, tal
como se publicara en la revista”.
Hacia 1967, comenzaron a llover relatos de todo el país acerca
de diversos sucesos extraños, a través de los cuales el Avatar estaba
anunciando Su Advenimiento al mundo. Baba se refiere a los regalos que crea para uso personal, como vibhuti, anillos, medallones,
relojes, talismanes, etc., como “Mis tarjetas de presentación”. El
Avatar los distribuye profusamente y el Sanathana Sarathi no puede mantener la avalancha de éxtasis rigurosamente confinada a los
receptores. Baba controla mi entusiasmo y me tiene las riendas cortas, porque estos regalos son demasiado personales, demasiado íntimos y frecuentemente demasiado esotéricos como para que se
anuncien editados. Además de estas “tarjetas de presentación”, la
voluntad de Baba crea “grandes afiches” para hacer conscientes del
243
Advenimiento a los hombres. Uno de los afiches inconfundibles es
el continuo fluir de vibhuti o de un néctar dulce y fragante, de retratos que son adorados, ya sea en altares domésticos o públicos. Durante años y años, noche y día, el néctar fluye de las fotografías y
puede ser recolectado y compartido. Cuando se le dio publicidad a
unos pocos de tales actos de Gracia, los devotos no bendecidos por
esta evidencia de lealtad a Baba se sintieron humillados y buscaron
ganarse la estimación de otros recurriendo a falsas afirmaciones.
Debido a ello, el Sarathi tuvo que incluir, una y otra vez, advertencias en contra de los falsarios y deshonestos que engañan a los incautos afirmando ¡que se producen milagros en sus hogares, por
Gracia de Baba!
También hay que llamar la atención hacia variadas personas
histéricas y débiles, megalomaníacos que se imaginan ser “poseídos” por Bhagavan, a los que se acercan los crédulos en busca de
guía y dones. Bhagavan está en contra de los pedidos de donaciones en Su nombre para cualquier proyecto o para promover los objetivos de la Organización de Servicio. No obstante, como esta actitud es ajena en todas partes a la práctica común, aparecen personas deshonestas en los países donde Bhagavan es adorado como
Divino y pueden llegar a acumular una buena suma antes de ser
descubiertos y rechazados. El Sarathi sigue adelante aconsejando a
los lectores, en todas sus ediciones —que ya se publican en doce
idiomas— desistir de entregar dinero como donación a cualquiera
que se acerque a ellos en el nombre de Baba.
Durante cerca de veinticinco años, el Sanathana Sarathi ha
buscado difundir las enseñanzas de Bhagavan. Bhagavan le ha conferido al Sarathi el don de llevar cada mes Su Mensaje hasta las
puertas de los buscadores. Es publicado ahora en hindi, sindhi, marathi, nepali, oriya, assamés, tamil, kannada y malayalam, además
del telugu y el inglés. Muy recientemente se ha unido a la familia el
Sanathana Sarathi en japonés.
Bhagavan ha prescripto que, después de las sesiones de bhajans y otras reuniones, sólo se le ofrezca vibhuti o ceniza sagrada a
los devotos. El Sarathi también representa una ofrenda, sin pretensiones, pero igualmente potente. Nunca más de treinta y dos páginas de papel tamaño “crown” de 1/8 ó 30 del tamaño “crown” do-
244
ble. Durante cerca de diez años llevó en la cubierta unos simples dibujos de significado espiritual. Durante el Festival de Sivarathri de
1970, Baba dibujó con una pluma en el reverso de un sobre usado,
una figura con los símbolos sagrados de las cinco mayores religiones
de mundo, con el Pilar del Loto en el centro, indicando al aspirante
que pone su empeño en cualquiera de esas cinco sendas que puede
lograr el éxito. Ese dibujo se reprodujo en un cuño y, desde entonces, se ha aceptado como ilustración de la universalidad del Mensaje
de Sai. El mundo que ha sufrido terribles agonías a causa del odio
entre grupos que afirman adherir a un credo en particular, e incluso
a sectas o cultos, encuentra solaz, hoy en día, en ese símbolo y en
el mensaje: “No hay sino una Religión, la Religión del Amor” que
representa.
Bhagavan ha sido el contribuyente más regular para la revista.
Cada mes, ella es bendecida al presentar cuatro páginas, por lo
menos, de Sus preciosos escritos, que encierran Sus enseñanzas
sobre el Prema, el Dharma, el Prashanti y el Jñana, sobre el Gita,
las Upanishads, el Bhagavatha y el Ramayana, como asimismo
los fundamentos del Vidya (Saber Superior) y la realidad del Atma.
Dirigiéndome a Su Presencia cada mes, para ofrecerle las ediciones en telugu e inglés del Sanathana Sarathi, subo vacilante los
peldaños, pero los bajo con deleite en el corazón y una exclamación en la cabeza cuando me entrega Su contribución en telugu
para la próxima edición. Mes tras mes, la longitud de este artículo
es siempre la misma. La exposición —dulce y satisfactoria, simple
y nutriente— jamás cae en la pedantería o la verbosidad. Su caligrafía encanta la vista. La más complicada de las dificultades metafísicas es resuelta por medio de una parábola o un ejemplo. Él
ilumina las profundidades de la sabiduría védica, de la teología
cristiana o del misticismo musulmán y las refleja de manera indeleble en frases y metáforas.
Aunque Baba nos impulsa a clarificar y cultivar nuestro intelecto
y a sublimar nuestras emociones como para que nuestras actividades
se hagan más fructíferas, sabe que nuestra natural morosidad puede
hacernos cometer errores mientras nos dedicamos a las tareas que
Él nos ha asignado. De modo que siempre está pronto con las soluciones y los métodos para rescatarnos cada vez que nos metemos
245
en problemas. Recuerdo una ocasión en que se me había olvidado
anunciar en la revista un Festival que se celebra anualmente en
Prashanti Nilayam. La cuestión con la que me enfrentó fue: “Esto
demuestra que has sido flojo con el japa del Gayatri”. Era un recordatorio acerca de la validez de la antigua sabiduría y una reprimenda por elegir el camino fácil de abreviar las tareas cotidianas
obligatorias.
Baba piensa, planifica y decide por nosotros, anticipando posibles torpezas y vacilaciones, y advirtiéndonos a tiempo sobre la
amenaza de indiscreciones. Su infalible Presencia, hombro con
hombro, aliento con aliento en cualquier parte en que me encuentre
o en cualquier cosa de la que me esté ocupando, es la Luz que me
ha guiado a través de este cuarto de siglo de periodismo espiritual
en dos idiomas, sobre ninguno de los cuales puedo afirmar que tenga mucho dominio.
Una tarde en que estaba parado en la galería de la Prensa, no
solo sino enfrascado en una activa conversación conmigo mismo,
un señor que pasaba se detuvo para preguntarme: “¿Hay libros sobre Swami disponibles aquí?” Le respondí: “No, sólo editamos una
revista mensual”. Se mostró más bien desilusionado y siguió caminando. La galería era visible desde el primer piso del Mandir. Baba
se había percatado del diálogo. Mandó por mí y me apresuré a ir a
la Presencia. “¿Qué te preguntó esa persona?” “Preguntó si había
libros sobre Swami”, respondí. “¿Y qué fue lo que le dijiste?”, fue la
siguiente pregunta. “Le respondí que no había libros”, dije. “Ésa no
es la respuesta correcta; debiste haberle dicho que a este Swami no
se le puede entender a través de libros”, dijo y me permitió marcharme. Bajé los peldaños más sabio como resultado del atisbo que
me diera de Su inescrutabilidad y más triste ante la posibilidad de
que no se fueran a publicar libros sobre Swami, ni siquiera el escrito
por mí. Baba miraba hacia mí cuando me dirigí lentamente de regreso a la Prensa. Cuando me encontraba a medio camino, miré
hacia arriba a través de la cortina de lágrimas. Supe entonces que
me había leído la mente, porque agitó la palma tranquilizadora para
calmar la oleada de tristeza.
Muy pronto me confirió consuelo. Baba fue a ver a los devotos
de Madras y Venkatagiri por algunos días. En Puttaparti esperába-
246
mos que estuviera de regreso para el fin de semana; sin embargo
Su coche recorrió un camino recientemente asfaltado y, sorpresivamente, llegó el jueves mismo. Me mandó llamar. Mi corazón se puso a latir locamente. ¿Qué me esperaría? ¿Habría hecho algo reprobable? ¿Habría hablado mal de otro o tal vez, pensado mal? Mi madre, que se dio cuenta de que había sido llamado a la Presencia, comenzó a rezar para que se me perdonara cualquier equivocación
con la que hubiera tropezado. Me presenté ante Él. Sonrió ante las
condiciones en que llegaba, me miró de pies a cabeza y dijo: “En
Madras y Venkatagiri la gente quiere ‘alguna literatura sobre Swami’, y tú sentado tan tranquilo aqui”.
Once años después de ese primer encuentro en Bangalore, Baba había decidido que había llegado el momento; el mundo había
desarrollado apetito y se le podía servir un libro a los hambrientos.
Estando casi listo el texto escrito a máquina, luché por largo tiempo
para encontrar un título digno del Avatar. Baba había hecho poner
SSS en el parapeto del primer piso del Nilayam. A menudo se refería a Sí mismo como SSS en declaraciones como “A menos que Yo
diga SSS, ¿cómo podría llegar a cumplirse?” o “Sai ki Sarvamoo si
si si” (Para Sai siempre es SSS). Por eso decidí que la “Vida” debía
tener un título de tres palabras, cada una de las cuales comenzara
con S. También debía estar perfumado con vibraciones divinas y comunicar la Gloria de Dios, cuya lila presumía narrar el libro. Vagué
por los pastizales védicos, upanishádicos y épicos, pero no encontré
ninguna frase mejor que “Sathyam Jnanam Anantham” para expresar a Dios o a Brahman. Las SSS se encontraban en Sri Sathya Sai;
Sathyam debía estar en el título, mas, ¿cuáles habrían de ser las
otras dos S? ¿Subham, Santham, Sundaram, Sivam, Santhosham,
Sukham? Le expuse a muchos mi problema. Finalmente, una noche mientras esperaba un tren en la plataforma en el lejano Davangere, decidí que Sathyam Shivam Sundaram, sonaba apropiado y
auténtico.
Baba lo bendijo en el mismo instante en que le consulté en el
Nandanavanam en Whitefield. Se dirigió a la habitación de atrás y
volvió con un álbum de fotografías. Me mostró tres fotos Suyas
mientras estaba sentado en una misma silla en el Nandanavanam,
una después de la otra, tomadas por Matthews (Saidas, ahora), di-
247
ciendo: “Puedes poner las tres juntas en la cubierta, una al lado de
la otra. ¡Mira! Ésta es un Sathyam algo serio. Aquí me encuentras
con un esbozo de sonrisa como Shivam. Y ésta es una franca sonrisa, Sundaram. Sathyam, Shivam, Sundaram, está bien”, me dijo
con una palmadita en el hombro.
“Sathyam Shivam Sundaram posee un toque claramente upanishádico, aunque su fuente no resulta fácilmente rastreable”, dijo
K. Guru Dutt, cuando supo del título. Las palabras significan “Verdad, Bondad y Belleza” y, puesto que Baba es la síntesis más armoniosa de las tres, ha logrado que tanto lectores como devotos reconozcan felices lo apropiado del título. Dos años después de ser publicada la biografía, el día de Mahasivarathri, Baba nos bendijo a mí
y a Brahmasri Doopaati Thirumalachar (cuya traducción del libro al
telugu le fue presentada a Baba ese día). Nos colocó sobre los hombros chales con bordes de brocato. Le dijo a la inmensa asamblea
de devotos, ese día: “¡Algunos de ustedes deben haberse preguntado por qué me gustó la publicación de este libro sobre mi Vida!
¡Bien! Respondí a los ruegos de los devotos y les permití escribirlo.
“Ramayathi ithi Rama” (Aquel que complace es Rama). La alegría
del devoto le da alegría al Señor, la alegría del Señor es la recompensa para el devoto”.
“El título que se le diera al libro está lleno de significados”, dijo
Baba. “¡Habla de Mí como inmanente en cada uno de ustedes! Recuerden que Sathyam es la realidad básica de cada uno. Ésa es la razón por la que se resienten al ser llamados ‘mentirosos’. El ‘yo’ real
de ustedes es inocente de falsedad. El ‘yo’ real no aceptará la imputación. El ‘yo’ real de ustedes es Bondad, Alegría, Felicidad, Auspiciosidad: Shivam. No es Savam (una cosa muerta despreciable). Es
Subham, Nithyam, Anandam. ¿Cómo pueden tolerar que se les tilde de ‘malos’ en lugar de ser aclamados como ‘buenos’? El ‘yo’ real
de ustedes es Sundaram, Belleza. Se resienten cuando se les trata
de feos. Ustedes, cada uno, son el Atma y se resienten cuando las
deformidades y defectos del vehículo físico les son atribuidas.”
De modo que había sido Baba el que me había llevado a la
decisión que me había atrevido a afirmar como mía. El Dr. S.
Bhagavantham llamó mi atención hace algunos años, hacia un libro en telugu de traducciones de las charlas sobre Bhakti Yoga de
248
Swami Vivekananda, dictadas en América. Busqué la charla original en inglés y, ¡sorpresa!, Vivekananda estaba hablando sobre el
arribo del Avatar del “Señor de la Verdad” (Sathya Sai). El Swami
había anunciado que “Él” revelaría las cosas más maravillosas concernientes a la Verdad, la Bondad y la Belleza… De modo que
sentí que el título me había sido transmitido por Gurú Maharaj a
través de Vivekananda.
Hace unos pocos meses, otro hecho me llamó la atención, el
que desinfló mis últimos vestigios de ego y me aseguró más allá de
cualquier duda que, cuando decidí la combinación de SSS, había sido Él quien me revelara el título de la biografía. Cuando mi mirada
cayera, recientemente, sobre el comienzo del Rama-Charitha Manasa de Goswami Tulsi Das (Githa Press, Gorakhpur), ¡vi las mismas
tres palabras encabezando la página siguiente: ¡Sathyam Shivam
Sundaram! El “Nivedam” dejaba muy en claro por qué se encontraban allí esas palabras. Al parecer, surgió una controversia entre los
pandits de Benares acerca de la reverencia que se le debía a una
versión del sagrado Ramayana en el habla local. Decidieron, por último, colocar el manuscrito en el santuario interior del famoso Templo de Shiva, frente al Visweswara Lingam, con la plegaria de que
Él, el primer devoto del “Principio de Rama”, en Su infinita Sabiduría, evaluara la obra y escribiera sobre ella Su veredicto de aceptabilidad. La puerta del santuario fue cerrada con llave y los pandits se
retiraron, esperando que el escrito fuera condenado como el espurio y sacrílego trabajo de un plebeyo. Cuando despuntó la mañana,
fue sacado del altar el atado de hojas de palma y, para asombro de
todos, encontraron las palabras Sathyam Shivam Sundaram escritas por Su mano (apne Haath se, como dice el Nivedam), con un
Lingam dibujado bajo ellas, como Firma Divina. ¡Qué milagrosa
coincidencia ésta! El que mi búsqueda de tres palabras que comenzaran con S, me hubiera conducido hasta el laudatorio título con
que el Señor Shiva había aceptado la inmortal biografía de otro
Avatar de Dios, me deja estupefacto ante la magnitud de la Bendición Divina.
El título del libro fue aceptado por Baba como un Nombre con
el que también Él puede ser reconocido. Cuando se levantó para
hablarle a una vasta multitud parada bajo la lluvia, bajo una tienda
249
de paraguas, en la cumbre y laderas de un cerro llamado Sri Sailam
(por Rabindranath Tagore, durante su estadía allí), en Kerala, después de colocar la primera piedra para un Sathya Sai Vidyapeeth
que se levantaría en esa eminencia, Baba quiso revelarle el misterio
a los miles que anhelaban un atisbo. Por ello, emergió un verso en
sánscrito, como un destello de luz ahorquillado:
Sarva naama dharam, Saantham
Sarva roopa dharam, Shivam
Satchidaananda roopam advaitam
Sathyam Shivam Sundaram.
Yo asumo todos los Nombres, la Paz
Yo asumo todas las Formas, el Bien
Yo, Ser, Conciencia, Bienaventuranza, el Único;
Verdad, Bondad, Belleza.
En el libro expliqué las “tres palabras”, sondeando en sus implicancias, con la ayuda de ocasionales atisbos proporcionados por
Baba. Él como el Sustrato, la Sustancia, lo Separado y la Suma, el
Sath, el Ser, el Sathyam. Él es la Concientización, la Actividad, la
Conciencia, el Sentimiento, la Volición y el Hacer: el Chith, el Shivam. Él es la Luz, el Esplendor, la Armonía, la Dicha, la Melodía: el
Ananda, el Sundaram.
El libro llegó a las manos de los devotos como también a las de
aquellos cuya curiosidad y asombro habían sido despertados por lo
que habían oído decir y, por otra parte ¡también de los que temían
que estuviera apareciendo un nuevo culto! Admití que “los devotos
de Baba podían desechar este infundio como superfluo”, puesto
que Baba (que para entonces tenía treinta y cuatro años) ya había
atraído a miles hasta Sus pies. “Podían culparme por una narrativa
más bien fría, lo que es algo inevitable cuando se describe a Baba
por escrito”. Escribí: “Los que no tienen conciencia del poder de
Baba, por su parte, me descartan como a un chiflado o algo peor.
Siento una muy gran simpatía por ellos, porque yo también puse
reparos, dudé y no creí, con todo el sarcasmo y la sátira que puede
encontrarse en las novelas, historias humorísticas, dramas y ensayos
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(en inglés y kannada) que había escrito y publicado entre 1923 y
1948. También yo, con mi estúpido orgullo, no había hecho esfuerzo alguno por encontrarle”. Y rogué: “Invito, ahora, a cada uno a
venir a compartir conmigo Su Gracia y Misericordia, y a ser testigo,
como yo, del Poder Divino que Él personifica”.
A pesar del hecho de que el Amoroso Dios es dueño de una
Gracia infinita, muchos grupos posesivos asumen una sola manifestación de ese Poder inagotable como lo conclusivo y principal y cierran los ojos a la misma Luz que entra por otro ventanal. Fueron
tantos los anteriores compañeros peregrinos de la Hermandad Ramakrishna que me vieron como un desertor, aunque había sido la
Hermandad misma la que me había entregado al dulce cuidado de
la Madre Sai. Uno de los más famosos monjes de la Orden, a quien
yo había amado y admirado desde el día en que se había iniciado,
se encontraba en la ciudad de Salem cuando yo había viajado allá
para asistir a una reunión de devotos de Sai. Aproveché la oportunidad y le fui a visitar al Ashram, pero me mandó decir que no podía
verme, porque estaba ocupado. Me fui, sintiendo el peso de la tristeza, porque estaba seguro de que Gurú Maharaj habría viajado hasta Calcuta si hubiera sabido que el Sai Baba de Shirdi o Sathya Sai
Baba estaban en la ciudad. Él visitaba a Trilinga Swamy, Iswar
Chandra Vidyasagar, Keshab Chander Sen y a líderes de muchos
grupos espirituales. Me sentía apenado al descubrir que algunos de
los hijos de Sri Ramakrishna se habían debilitado tanto en su fe que
se asustaban cuando el Maestro vestía otro ropaje.
El Sr. John Moffit Jr., quien colaboraba con Swami Nikhilananda en Nueva York, mientras preparaba la traducción al inglés del
Evangelio de Sri Ramakrishna, me escribió después de una larga
entrevista con Baba, que había vivenciado una hora con Sri Ramakrishna mismo: “la misma profundidad y naturaleza juguetona, el
mismo amor y risa, la misma dulzura y serenidad”. Debo consignar
que mi querido amigo Swami Siddheswarananda me felicitó por haber logrado a Baba como Maestro. Una dama argentina, Mamita,
permaneció por muchos años en Bangalore, como vecina y “madre” de los monjes de la Orden de Ramakrishna. Recibió la Gracia
de Baba, porque ella también estaba pronta a servir a los perdidos y
a los luchadores. Mamita, aunque ya había pasado los sesenta y cin-
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co años, nunca perdía una oportunidad de visitar Puttaparti y pasaba días allí, contemplando las enunciaciones upanishádicas de Baba
y sumándose a los devotos para servir y limpiar. Le encantaba lavar,
secar y planchar ropa. Cuando regresó a su hogar en la Argentina,
se llevó con ella al joven hijo de su anfitrión en Bangalore. Pasó por
París y se alojó en el Centro Ramakrishna, con Gopal Maharaj.
Describió a Baba como la Esperanza de la Era. Confirmó la veracidad de mis cartas a Maharaj. Yo le había dicho que Baba era un Fenómeno Divino que nunca puede ser explicado, pero que puede ser
experimentado siempre. Mamita escribió desde su hogar allende los
mares, que Baba le había conferido la Visión de su muy amado Sri
Krishna y que estaba muy feliz y tranquila. Años más tarde, cuando
mi hijo visitó a Gopal Maharaj en París, camino al Canadá, escuchó, en la sala de estar de Swamiji, una grabadora tocando los bhajans cantados en Prashanti Nilayam. Por ende, ambos estábamos
nuevamente bajo el mismo paraguas.
Mi corazón estaba lleno de alabanzas hacia Sri Ramakrishna
Paramahamsa, por haberme conducido hacia Sathya Sai. Mientras
más tiempo pasaba observando a Baba y escuchándole, mientras
más me movía en la alegre compañía de Sus devotos, más feliz me
sentía. Mis antiguos colegas y amigos deploraban que hubiese desertado del idioma que había adorado, que estuviera yermo el campo del humor que yo había cultivado por años. Mas, carecían del
conocimiento acerca del lenguaje en que se solaza el corazón, y de
la paz y la tolerancia que uno puede desarrollar a través del entendimiento compasivo de las aspiraciones y agonías de la raza humana.
Después de ocho años más en la presencia de Baba, cuando se
había escrito y publicado la segunda parte de Sathyam Shivam
Sundaram, les invité del modo siguiente: “Vengan, denme su mano. Caminaremos página tras página, compartiendo la maravilla y
la sabiduría, el asombro y el misterio, la verdad y el testimonio, la
gloria, la grandeza y la abundancia de la Paz”. Cuando llegué a mi
septuagésimo quinto año, terminé la tercera parte de la biografía.
En la introducción cité una declaración hecha por Baba: “No soy ni
hombre ni Dios, ni ángel, ni espíritu. No he de ser designado como
perteneciente a ninguna de las cuatro castas ni como transitando
por ninguna de las cuatro etapas de la vida. Conózcanme como el
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Maestro de la Verdad, como Sathyam, Shivam, Sundaram”. También traté de expresar con palabras aquello que se me iba haciendo
más claro con el paso de los años: que estas tres cosas no eran sino
facetas del Amor que Él es, “el Amor como pensamiento es Verdad, Sathyam; el Amor como acción es Bondad, Shivam; el Amor
como sentimiento es Belleza, Sundaram”.
La cuarta parte del libro fue escrita y publicada diez años más
tarde. Tuve que confesar en las páginas introductorias que “Ha sido
casi imposible seguir con igual paso a la multiplicidad siempre en
expansión de la manifestación de Divinidad que es Sai. El Amor Todopoderoso nos abruma y nos deja en un bienaventurado silencio;
el Omnipresente Poder nos vuelve conscientes de nuestras insuficiencias. Sin embargo, lo Divino en nosotros, nos atrae hacia Él, así
como Él nos busca, tanto a los descarriados como a los constantes,
para incluirnos bajo Su amable custodia”.
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EL AMOR EN MARCHA
U
n profesor de la Universidad de Arizona caracterizó a
Baba como “Amor caminando sobre dos piernas”.
Caminando o sentado, hablando o en silencio, Baba
es Amor todo el tiempo para todos, en todo lugar. Su Amor es
tan penetrante que observa y corrige el más leve lapso gramatical
en nuestro lenguaje, la recurrencia de algún ínfimo manierismo en
nuestros gestos o la más tenue intervención de orgullo en nuestra
conducta. Una hora en Su presencia vale por muchas lecciones
de buenas maneras, trato social y disciplina espiritual. Mi telugu
continúa el proceso de pulimiento en Su mano. Y también mi inglés está sometido a Su vigilante enmienda y examen. Él ha notado que, a menudo, no respondo de inmediato con un gesto similar cuando alguien me saluda con un “namasthe” y las palmas unidas. Me advierte en contra de la tendencia a desarrollar monólogos cada vez que encuentro a una persona dispuesta a escuchar.
Me aconseja sentarme derecho, sin encorvarme ni repantigarme.
Observa las ropas e insiste en que, tanto el dhoti como la camisa,
deben estar igual y uniformemente inmaculados. Todavía (1985)
no ha expresado satisfacción por mi estilo de llevar el dhoti, porque incluso el que Él me regala, el dhoti de Calcuta de diez codos
de largo y cincuenta y cuatro pulgadas de ancho, está más allá de
mi talento vestimentario. Baba cita textos de las Escrituras para
instruirme sobre el ritual del vestir un dhoti. Los textos dicen que
los brahmines (y sucede que yo lo soy) debieran usar el dhoti de
manera que no queden a la vista los músculos de las pantorrillas.
Mis pantorrillas tienen músculos irracionalmente marcados y salientes. En mi desesperación, a menudo he albergado planes para
esconderlos en un par de pantalones, mas los sastres no han sancionado una tal impertinencia de sastrería. Y Baba no alienta a
cambiar de vestimenta cuando se está en el medio de la corriente.
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“Cuando un hombre ha proyectado una imagen de sí mismo como una expresión genuina de la cultura que ama y en la que vive,
no debiera mancharla ni teñirla cuando un capricho pasajero
atrae su imaginación.” Éste es Su consejo.
Hablando de hábitos, debo confesar que había desarrollado
un patético apego a la imprecación de “idiota” desde mis días de
escuela, cuando N.R. Subba Iyer, el profesor a quien adoraba, se
solazaba usándolo en contra de cualquier Ram, Rahim o Richard.
Busqué imitarlo a él y la palabra se convirtió en una expresión
inevitable para expresar todos los niveles de desagrado. Muchos lo
tomaron equivocadamente por un signo de complejo de superioridad y se sentían heridos, naturalmente, cuando me refería así a
sus amigos, aunque no era en absoluto un insulto cuando mi lengua lo dejaba escapar. Baba exorcizó este mal de mi vocabulario
al castigarme un día con bastante dureza. “No hieras la autoestima de nadie, ya sea intencionalmente o sin intención”, advirtió.
Por Su Gracia, esta palabra desapareció de mi vocabulario. Baba
no sólo ama, se preocupa.
Según Baba, el Sadhana (disciplina espiritual) es un proceso
de todo el día y de toda la vida. Es así que el ritmo de uno no ha
de ser ni muy rápido ni muy lento; la respiración ha de ser llevada
rigurosamente por el ritmo del Soham; la atención ha de estar
completamente centrada en la tarea del momento, sin remordimientos por el pasado ni ansiedad por el futuro. Hay que poner
cuidado en que nadie resulte herido, insultado o denigrado por
nuestras expresiones. El contento y la alegría deben saturar cada
pensamiento, palabra y obra.
Una vez, estando en una ciudad provinciana con Swami, un
joven le pidió al anfitrión un vaso de yogurt una hora antes del almuerzo. Le fue traído, aunque quince minutos después. Hacía
mucho calor, pero la sed fue calmada. Baba entró casualmente.
Encontró el vaso vacío en el alfeizar de la ventana. Descubriendo
que uno de nosotros lo había solicitado e incomodado al anfitrión
para que se lo procurara, Baba se puso “bastante furioso”. Quería
que nos sintiéramos satisfechos con lo que hubiera, que mantuviéramos bajo control nuestras necesidades, que fuéramos deferentes
con las dificultades que les imponemos a otros y que practicára-
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mos, a toda costa, el dominio sobre nosotros mismos. Habló también sobre los modales en la mesa y la necesidad de resistirse a
pedir una segunda ración. El incidente puede parecer como demasiado trivial, pero Baba hizo uso de él para inculcarnos la disciplina de domar nuestros sentidos.
Cuando Baba nos otorga la gracia de unirnos al grupo que va
con Él cuando visita algún lugar o se aloja con un anfitrión, nos está
dando una lección de práctica espiritual, porque hemos de ser humildes, silenciosos, satisfechos y rectos. Teníamos que estar todo el
tiempo en alerta. Baba solía decidir, a último momento, visitar una
escuela, encontrar a un grupo de devotos o dar darshan durante la
sesión de bhajans en la arena, en el lecho de un río o en una playa
junto al mar. Teníamos que seguirle por el paso que le abría la multitud y encontrar asiento para nosotros en el estrado, ya sea a los lados o detrás de la silla que se colocaba para Él. Debíamos estar
atentos a cualquier signo que diera desde el ángulo del ojo, en especial durante los bhajans que entona para coronar Su discurso, ordenándonos retirarnos con tiempo y tomar posiciones en los vehículos, para que, tan pronto como Él entre en el Suyo, se pueda partir
de inmediato antes de que las muchedumbres lo rodeen. Frecuentemente le resulta muy difícil escurrirse graciosamente entre los ríos
de devotos. Es por ello que cuando una asamblea masiva está al
borde del descontrol, Baba ya ha arreglado para que un proletario
automóvil lo espere junto a una puerta lateral, en tanto que el coche
vistoso que lo trajera al lugar, permanece estacionado en la entrada.
Las mismas tácticas han de ser adoptadas cuando Baba viaja
a la cabeza de una larga fila de coches por las carreteras del país.
Baba se sienta en el primero de los coches, el que es generalmente ignorado. Cuando Baba debe llegar a un lugar, nunca deja esperar por horas a los miles que se han reunido allí. Por ello sigue
adelante con rapidez entre las multitudes que han venido a recibir
el darshan y, si la suerte las favorece, sparsan y hasta sambhashan. En segundo lugar va el automóvil que usa generalmente y cuya placa de registro es vastamente conocida. Los devotos miran
dentro del auto cuyo número conocen y se vuelven, culpándose
por no haber llegado más temprano a la aldea, al comienzo del
discurso. Cuando Baba percibe que los grupos en la carretera son
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disciplinados, además de ser devotos, hace que se reduzca la velocidad e incluso se detiene para satisfacer el anhelo de los que
aguardan Su paso. A menudo se para en la pisadera para bendecir con Su darshan a los grupos más numerosos; en raras ocasiones, si tiene tiempo suficiente, camina entre las filas de fervientes
hombres y mujeres y derrama Su refrescante sonrisa sobre la multitud. Ésta es la historia de las giras del Avatar, ya sea que el camino vaya de Kanyakumari a Madurai, de Chandigarh a Simla, de
Jammu a Srinagar, de Vijayawada a Rajahmundry o de Coimbatore a Trivandrum, hombres, mujeres y niños, de todos los credos y
castas, son atraídos por este Imán Cósmico desde chozas y palacios, campos y fábricas, escuelas y oficinas, por cientos y por miles, para lograr un atisbo de aquel rostro que les libera de los grilletes que se han forjado por temor a la libertad que constituye su
derecho.
El estar en el mismo coche con Bhagavan cuando sale de viaje, por largo o corto que sea, representa ser bendecido con una
continua cascada de contento. A Baba no le agrada viajar solo o
únicamente con uno o dos acompañantes. Cuando sube al auto en
Prashanti Nilayam, agitando las manos hacia los devotos que luchan por tragarse los sollozos, habrá solamente una o dos personas
con Él en el vehículo. Los devotos extremadamente sensibles, aunque limitadamente entendedores, se entristecerían si vieran el coche
lleno hasta los bordes y Baba apretado en el medio. De modo que
está sentado solo en el asiento trasero cuando el coche sale del Nilayam y los pasajeros a los que Baba ha elegido como el grupo de
hombres que lo acompañen, habrán salido antes y lo esperarán en
el camino para subir al automóvil y ocupar los asientos vacíos. Las
mismas tácticas se utilizan para los regresos al Nilayam: la multitud
que se agolpa frente a él para recibir a Baba, sólo ven a Él bajar del
coche, los otros se habrán bajado ya en el camino, tan pronto esté
visible el Mandir.
Baba no permite que la oportunidad de la cercanía con Él en el
coche sea utilizada para obtener respuestas a problemas personales.
Estimula a cada cual para que pregunte acerca de la disciplina espiritual y que exponga ante el grupo los impedimentos que se encuentran para ella. En una ocasión se analizó, bajo Su supervisión, la
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doctrina del karma, ¡mientras se recorría una distancia de más de
veinte millas! “No se trata de una ley férrea”, dijo, “porque si lo fuera, ¿por qué habría de intervenir la Gracia? La Gracia puede suavizar su rigor y enriquecer su cosecha de alegría. A menudo el Jñana
puede debilitar el golpe. Aunque uno no puede retornar la bala al
revólver, puede renunciar a disparar y escaparle al desastre”, dijo,
“y arrepentirse para que la mente quede limpia de odio”, agregó.
Otro día, le pidió a todos que hablaran sobre el Bhakti y lo que Él
significaba con ello. Cuando todos habíamos hablado, Él aclaró el
tema. “Cuando se han liberado del Vibhakthi, se manifiesta el Bhakti.” “Vibhakthi significa separación, división, partición, diversidad.
Bhakti significa el amor a Dios. No pueden amar a Dios sin amar
tanto a lo viviente como a lo no viviente”, explicó Baba. Algunos de
nosotros inquirimos: “¡Swami! En el Gita se dice que si una persona
no tiene otro pensamiento que el pensamiento de Dios, Él la alimentará y la guiará para siempre. ¿Significa esto que el hombre ha
de pensar únicamente en Dios y en nada más?”. Baba explicó:
“Krishna no insistió en que el hombre pensara en Él y en nadie
más. Lo que quiso decir fue que ‘deben renunciar a pensar en «los
otros»’; no hay Anya, no hay otro, nadie diferente. Todos son uno.
Cuando han descartado todo pensamiento de ‘los otros’, el Dios
amante los ama como Suyos”, dijo.
O, cuando percibe que la profundidad de la confrontación de
cada cual con su espacio interno es muy superficial para la exploración, Baba puede que pida que se canten bhajans por turnos. Nadie
puede escabullirse de la tarea. Si una persona es demasiado nerviosa como para aventurarse a cantar, puede reemplazarlo por la recitación de un himno védico en el estilo del siglo XV a.C. El Coronel
Joga Rao y Gogineni Venkateswara Rao elegían versos del famoso
clásico en telugu: el Bhagavatha de Pothana. Es raro que Baba se
excuse Él mismo cuando todos los demás han respondido. De hecho, nos sumamos entusiastamente a Su proposición, puesto que
sabemos que nos va a recompensar con un banquete de dicha, el
que puede durar hasta que nos aproximemos a las afueras de nuestro destino.
Me asustaba la idea de tener que escuchar mis graznidos. Pero
Baba estaba dispuesto a sufrirlos. No estaba de ánimo para aceptar
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excepciones. La primera ocasión en que tuve que enfrentar la prueba, llené con valentía mis pulmones, aclaré la garganta de las telas
de araña que guardaba y canturreé la copla semisagrada que le había oído cantar a un payaso, en un auto moral, cuando era un chico
de diez años. Aunque fue recibida con risas reprimidas por mis
compañeros en el auto y una palmadita de aprobación en mi hombro por parte del Maestro, resolví en ese mismo instante equiparme
con algún canto de bhajan de cuatro versos sobre Rama, para las
próximas oportunidades en que se me presionara para cantar. No
obstante, pese a contar con estas inocentes municiones, tuve que
repetir muchas veces la coplita del payaso, porque a Baba le encantaba su extravagancia y patetismo.
Durante las horas en que estábamos de viaje, Baba llamaba
invariablemente nuestra atención hacia los montes que iban
cambiando de color, desde el azul al marrón y del marrón al negro profundo, las nubes con guardas plateadas o doradas, la luna
como eje de una rueda de aura argentada, las estrellas brillando
bajo una cúpula aterciopelada, las ovejas que huían asustadas
por el sonido de las bocinas, los niños que corrían felices de la
escuela a sus hogares. Nos advierte en cuanto a imaginarnos
siempre al pintor, cuando observamos la hermosa galería de arte
de la Naturaleza. Con suerte, puede que recuerde Sus días de niñez y nos relate —a la banda juvenil que somos— historias de Su
tropa de chicuelos, conspirando para enseñarle a los mayores de
la aldea los ideales de la vida simple, del servicio a los enfermos,
de la solidaridad, de los salarios justos, etc., a través de los versos y melodías que Él componía con ese propósito, o del grupo
de bhajan que lideraba y que alejara al cólera de muchas aldeas
sumidas en el pánico, o de la tropa de scouts de la que Él era el
jefe, que recolectaba “favores” por docenas durante cada hora
en los Festivales y las Ferias alrededor de Uravakonda. Cada vez
solía emerger un nuevo conjunto de historias para mantenernos
cautivados.
También, Baba podía bendecirnos con una lección de sereno
silencio. Esto sucede más frecuentemente cuando estamos en un
avión. Cuando Él está callado, nuestras mentes detienen su galopar.
El corazón se calienta con un Amor apacible y gratuito. Los senti-
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dos son cautivados por la melodía, el encanto, el sabor y la fragancia, la suavidad y la dulzura que lo inundan todo, por doquier. La
respiración regula por sí sola su ritmo. Los pensamientos se enlazan
en figuras de paz. El marco físico se estremece de manera inexplicable. El vehículo ronronea alegremente. Cuando Baba decide reanudar el contacto, nos vemos automáticamente despertados hacia los
ámbitos de la filosofía.
Baba obtiene el sustento que requiere Su físico al calmar nuestro hambre y nuestra sed. Cuando quiere un viaje por carretera, carga el coche con cestas cargadas con desayuno, almuerzo o cena,
además de una gran cantidad de bocadillos y frutas. Examina el paisaje en busca de un claro protegido y rodeado por flores, lo que encuentra muy pronto. Se extienden cobertores en el suelo; se traen
jarros con agua; se abren las cestas; se vacían los canastos; se distribuyen platos y vasos. La Madre Sai se sienta en el medio. Con exclamaciones de satisfacción, va colocando porciones de cada preparado sobre los platos que sostenemos ante Él, nosotros, los hijos.
Los devotos no se atreven a decir “bastante” o “no” de acuerdo a
su eficiencia digestiva, sus alarmas alérgicas, sus prejuicios dietéticos, etc. Es así que Baba decide la medida y el menú para cada uno.
Él es quien prohíbe, persuade y recomienda. “Tú tienes una traza
de diabetes”, “Tú has pasado los ochenta”, “Este encurtido es popular en tu Estado”, va comentando mientras llena los platos.
Un día, viendo que había tres idlis en mi plato, sacó uno diciendo que hasta dos era mucho para mí. Yo tenía un apetito absurdamente exagerado por los “idli”, mas Su advertencia me atemorizó hacia una obediencia instantánea. Baba me explicó más
tarde que el componente de leguminosas del idli puede fomentar
la aparición de artritis en los cuerpos de edad. Me ayudó a entender que, puesto que cada ser viviente desempeña un papel en Su
Drama Cósmico, Él quiere verlos tan aptos y fuertes como este rol
lo exija. Bhagavan también comparte el desayuno o el almuerzo
con nosotros: le gusta observarnos disfrutando de la comida que
Él da. Incluso dentro del automóvil, va sacando una por una apetitosas manzanas de una bolsa que mantiene cerca Suyo y, partiéndolas con cuidado, nos tienta a comer cuanto queramos. En una
oportunidad, yendo en coche de Bombay a Bangalore, escuchó
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algunos cantos entonados por Dikshit y, al terminar, distribuyó tajadas de manzana entre nosotros. Yo no podía masticar y tragar la
piel, porque mi dentadura artificial no es para tareas pesadas. No
me atrevía a escupir los restos por la ventanilla, por temor a que
mi dentadura los siguiera. Swami percibió mi embarazo; ¡la próxima tajada que me pasó estaba pelada!
Baba recompensa la disciplina con el darshan. Pero, hay que
admitir que cuando Dios llama, es prácticamente imposible para un
corazón sediento esperar en largas filas o sentarse pacientemente
en la arena, esperando lo mejor. He admirado a los agentes de policía de servicio en Kakinada, manteniendo a la multitud bajo control,
aunque se derrumban para poner sus cabezas sobre los pies de Loto, tan pronto como Él pasa. Hasta el más recio policía comienza a
cantar bhajans cuando es enviado a dirigir el tránsito frente a un
bhajan Mandir en donde se espera que Bhagavan esté presente.
Cuando Baba visita un lugar, puede que no le dé a Sus anfitriones más que un mínimo de adelanto en Su aviso, puesto que,
de lo contrario, la buena nueva atraería a parientes y amigos hacia
cada casa para quedarse por un tiempo indefinido; los hoteles se
llenarían y en las ciudades pequeñas el alimento, e incluso el agua,
escasearían. Baba tampoco se puede quedar por un tiempo muy
largo en un lugar. Las multitudes van aumentando día a día, porque los que llegan no se van hasta que no lo haga Él. Por este motivo sale todos los días de Su “centro de operaciones”, en diferentes direcciones, dando darshan en aldeas y poblados por el camino y
regresando a la base de noche. De este modo se le va inculcando a
la población el quedarse allí donde vive y no salir a inundar el punto
sagrado en el que se aloja: el Árbol que cumple los Deseos se mueve
a todas partes para derramar Su Gracia sobre todos. “Esta montaña
de azúcar no viajará para ir a alimentar a las hormigas; las hormigas
mismas pueden venir aquí”, dijo Baba hace algunos años, cuando
los devotos competían entre sí, rogando que Él fuera a visitar sus
ciudades. Sin embargo, la compasión por las minúsculas hormigas
disolvió esa resolución, si es que fue alguna vez tomada en serio.
De vez en cuando, al viajar en automóvil, pone a una persona
en contra de la otra y disfruta de la argumentación y contraargumentación, de la tesis y la antítesis, de la agudeza y la réplica, con
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las que cada cual busca dar por tierra con la otra. Suele observar la
contienda con un regocijo apenas contenido. Mas, cuando la esgrima verbal se acerca a un conflicto real, Baba diluye la crisis con una
resonante síntesis. Baba solía exacerbar a los contendientes dando
Su apoyo al uno o al otro, para emitir, finalmente, un juicio con el
que los exoneraba a ambos.
Recuerdo un viaje a los Nilgiris desde Bangalore. Había un especialista en silvicultura con Baba, en el coche. Fui astutamente
llevado a entablar una discusión con él y toqué el tema de los árboles de sándalo. Cuando era productor de programas de radio,
tuve que corregir un guión sobre esos árboles. El autor, un experto en la materia, había declarado que el árbol había de ser propagado como un parásito. Puesto que era yo quien tenía que lanzar
el guante, expuse la idea de que “El sándalo comienza su vida como parásito” y le desafié a refutarla. Este hecho, por supuesto,
constituía para él una novedad y comenzó a argüir alta y sonoramente, tratando de vencerme. Sugerí que el asunto fuera referido
a un tribunal independiente, el Profesor de Botánica de la Universidad de Madras, que se había especializado en la enfermedad de
espigas que afecta a este árbol. “¿Cuánto apuesta?”, me preguntó. Mencioné la suma de cien rupias.
Baba nos miraba entrar en áreas prohibidas. Cuando el funcionario forestal respondió: “Tendrá que pagarlas de una sola vez”, intervino en favor de los buenos modales y la gentileza y llamó nuestra
atención hacia el cielo del poniente que se había puesto rojo. Frecuentemente el tema del debate podía ser alguna historia mitológica,
una parábola de las Upanishads o algún aforismo de los textos vedanta. Todo dependía de los actores que estuvieran en el automóvil.
Lo que se deseaba era un agradable duelo que terminara en la expresión de una apreciación cordial y un “Bangaroo” de Bhagavan.
En una oportunidad, Baba observó a una madre que caminaba
con su bebé apoyado en la cadera y un pesado canasto sobre su cabeza. El día siguiente era Deepavali, el Festival de las Luces, cuando
se impone la ropa nueva. Baba hizo detener el coche. En respuesta
a nuestras preguntas, la mujer nos dijo que había oído hablar de Sai
Baba, que algunas de las personas que conocía habían ido en peregrinación a Puttaparti y que también había hecho el voto de hacer
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el viaje y tener el darshan de Baba. Baba bendijo a la madre y al hijo y le dio dinero para ropas nuevas, diciendo: “Tu voto ha sido
cumplido, Yo soy Sai Baba”. Ella cayó a los pies de Baba, inclinándose una y otra vez, y luego se quedó mirando el coche que se alejaba, preguntándose si no habría sido todo un sueño.
Con kilómetros de anticipación, Baba sabe si hay una persona
ciega o un mendigo impedido pidiendo limosna a los autos que pasan. Minutos antes saca billetes de cinco o diez rupias y pide que el
coche se detenga justo ante la mano extendida. Sabiendo que un
ciego no puede conocer el valor del pedazo de papel que se le ha
puesto en la mano, Él pone cuidado en decirle: “¡Toma! Es un billete de cinco rupias. Sujétalo”. Cada gesto Suyo es una lección para
los que le observan o son testigos de él.
Cuando se presenta el ánimo y el Amor rebalsa, puede que Baba “cree” caramelos o galletas para los acompañantes en el auto.
Una vez que Baba volvía a Puttaparti desde Hyderabad, encontró
que su anfitrión sólo había provisto cajas de cosas saladas para que
Él las distribuyera durante el largo trayecto. Hizo detener el coche
junto a un montón de grava para carreteras. Me pidió que recogiera
una roca y se la trajera. Elegí un trozo grande, ¡pero Él lo lanzó lejos! Quería uno mayor y plano. Se le puso uno así en Sus manos.
Me lo devolvió al momento. Pero se había convertido en una barra
de caramelo del mismo tamaño, forma y peso. “El otro habría sido
demasiado duro para ser partido en pedacitos”, dijo, mientras me
ordenaba darle un trozo a cada uno.
El viaje en auto desde Trichinopoly a Palamaner me dio una
memorable oportunidad para darme cuenta de otra faceta de Su
Amor. Debíamos llegar a Bangalore, pero en lugar de tomar el camino más corto y mejor, vía Salem, Baba decidió que se tomara
vía Palamaner. El propósito era el de evitar cerca de una docena
de “recepciones” en la ruta, que habían organizado individuos demasiado fanáticos y sin permiso. A medio camino, tuvimos que
parar cerca de una hora, ¡debido a una rueda que se había salido
misteriosamente! El Forest Rest House, en Palamaner, fue tomado por sorpresa cuando el coche de Baba llegó como a las diez de
la noche. Baba mandó a uno de nosotros a conseguir la comida
en un hotel y, afortunadamente, volvio con bastante, pese a que
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hacía mucho que había pasado la hora del cierre. En el parador
no había nada de camas, catres, frazadas, etc., para que pudiéramos descansar y el aire nocturno era heladísimo. Baba compartió
con nosotros lo no obtenible. Pudimos persuadirle para que se pusiera un chal que un ingeniero devoto había traído desde Trichinopoly. En medio del silencio, el sueño nos venció. Cuando desperté
de madrugada, tendido sobre mi estera, me encontré con que el
chal me mantenía abrigado de pies a cabeza. Baba, la Madre, había llegado en puntillas mientras dormía, y lo había extendido suavemente sobre mí. Baba me encontró bañado en lágrimas. ¡De
qué otra manera podía expresar mi suerte y mi gratitud por la lección que nos había enseñado!
Baba le permite a cada miembro del grupo que Él elige para
acompañarlo, el beneficiarse con este proceso educativo. Cuando el
viaje es largo, va enviando, con intervalos de cuarenta o cincuenta
minutos, a una o dos personas de Su coche a otro, invitando al Suyo a las personas así desplazadas para que no se sientan marginadas. Es compasivo hasta con la última persona de sus acompañantes. Anteriormente a uno de los muchos viajes que hacía Baba entre
Puttaparti y Brindavan (cerca de Whitefield), le dijo a Samuel Sandweiss: “Tengo la intención de que viajes en mi coche, conmigo, parte del trayecto”. Sandweiss escribió después: “¡Qué emoción es la
de experimentar tan de cerca, durante el viaje, la personalidad de
Baba! Me volví para mirarle y de pronto me sentí invadido por la dicha, envuelto de tal manera en Su amor que se fundió toda la conciencia de mí mismo”.
Es posible que una de las razones por las que Baba lleva tantos pasajeros como quepan en el vehículo sea para evitar accidentes de tránsito. Si Él fuera el único ocupante, todo automóvil que
pasara notaría fácilmente Su presencia. La bata naranja y la corona de cabello proclaman a gritos que Baba está en el coche. Muy
a menudo, el coche que pasa lleva a un devoto que hace tiempo
está deseoso de tener, al menos, un darshan a la distancia. De
modo que se da vuelta, acelera desesperadamente, cruza hacia la
izquierda de la calle, salta de su vehículo y se para con las manos
juntas para atraer la Gracia de Baba. En un camino concurrido,
esta persecución sin tomar precauciones y el desatinado compor-
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tamiento, podrían derivar en calamitosos choques entre vehículos.
Por ello, Baba llena Su coche para minimizar las posibilidades de
ser reconocido. Cuando percibe que viene un autobús hacia el coche, le pide a las personas que van en el asiento delantero que se
junten más, para que se dificulte el que descubran Su presencia.
Sandweiss escribe acerca de una estratagema similar. “Baba le ordenó detenerse al conductor y nos invitó (a él y a su hermano Donald) a bajarnos para dar una vuelta caminando. A los pocos minutos andábamos como viejos amigos… Lejos, detrás de nosotros, vimos que se acercaban los focos de un automóvil. ‘Rodéenme’, dijo Baba. ‘Vamos a caminar así, para que nadie me pueda
ver, porque si es un autobús y me ven, se detendrá y se acabará
nuestro ‘paseo’”. Comenta Sandweiss: “Casi me había olvidado
de Su inmensa estatura y popularidad. Luego me recordé a mí
mismo que, después de todo, me encontraba aquí con un Avatar… Él no hacía sino decir lo que era cierto”.
En la India, en casi todas partes, la devoción se ha domesticado
por medio de la disciplina, el “sine qua non” del discípulo. Cuando
Baba encuentra a la vera del camino grupos humanos sentados en
apretadas filas, hombres y mujeres por separado, dedicados a cantar bhajans, hace detener el automóvil, camina solo por los pasillos
que han dejado entre ellos y los bendice. A veces, incluso, puede
que les enseñe uno o dos bhajans. No obstante, Baba es un rigorista
en cuanto a la puntualidad. Jamás tolera interrupciones que interfieran con los horarios establecidos. De modo que, cuando percibe la
posibilidad de un tumulto o de un asalto fanático por parte de adoradores indisciplinados, toma un desvío, sorprendiendo a la gente
sobre la nueva ruta con el inesperado darshan que confiere. Una
vez, estando de gira, Baba decidió repentinamente viajar en automóvil en lugar del avión, porque previó que los devotos habían organizado una ostentosa recepción en el aeropuerto.
Cada vez que logro la oportunidad de viajar en el coche que va
inmediatamente detrás del Suyo, me regocijo. Cuando hay muchos
vehículos en la “caravana”, Bhagavan establece el orden en el que
deben seguirle e incluso la posición dentro del vehículo de cada uno
de los miembros de la partida. Desde el punto de observación en el
auto que sigue al de Bhagavan, puedo ver el ramillete de rostros que
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se iluminan de deleite y se transforman en ramos de flores en el instante en que ven la Divina Forma. Baba casi siempre agita la mano
hacia la gente que se alinea junto al pavimento, esperando el momento de gloria que van a atesorar por años. He visto, en los serpenteantes caminos que suben dificultosamente por los contrafuertes de los Himalayas, por las alturas de las Montañas Azules, por el
complejo de Anamalai y los cerros de Kodaikanal, a simples campesinos y a rudos tribeños, reunidos por “quién sabe quién”, caer postrados en el camino que sea, para que sus frentes puedan tomar
contacto con el suelo que han hecho sagrado las ruedas del coche
que lleva al Avatar.
Baba ha anunciado que esta vez, el Avatar ha asumido el rol
de Maestro de la Verdad (Sathya bidhaka). Aunque el Avatar como Rama se produjo principalmente para liberar al mundo de las
hordas demoníacas, Baba ha revelado en Su “Rama Katha Rasa
Vahini”, que Rama se dedicaba regularmente a dictar discursos
sobre moralidad y espiritualidad para reuniones de ciudadanos. La
historia de Krishna, tal como se relata en el Bhagavatha Purana,
contiene dos instancias en que se muestra Su papel como Maestro: una con Arjuna como Su interrogador y, más tarde, con Uddhava. En tanto, Baba fue señalado como Gurú desde que estaba
aprendiendo a caminar y a hablar. Él ha declarado que ha venido
en forma humana ahora, con el objeto de salvar a las hordas demoníacas (que le rogaran por ser redimidas a Rama) que se encuentran encarnadas y habitan la Tierra en la actualidad. El “modus operandi” para rescatarlas de la perdición es, como Él lo ha
dicho: “darshan, sparsan y sambhashan” —la percepción consciente de Su Presencia, el recibir el impacto de Su Divinidad y el
asimilar y practicar Sus Enseñanzas—. Es por eso que Baba está
siempre en movimiento, en todos los países y en todos los sectores del género humano. Ha venido, porque el mundo de hoy requiere de un Maestro armado de Amor y Poder Divinos, para salvarlo de los horrendos desastres que están siendo forjados, debido
a la limitación del amor y al poder homicida.
En Trivandrum se alojó en una ocasión en casa de un Director
retirado, suegro de un devoto. Cuando el Dr. B. Ramakrishna Rao,
Gobernador del Estado de Kerala, supo de la gira de Baba, rogó
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que en Su próxima visita Baba se alojara en el Raj Bhavan mismo.
El Gobernador afirmaba que su éxito como abogado, su supervivencia durante la revuelta contra la autocracia del Nizam de Hyderabad,
su elección como Primer Ministro del Hyderabad liberado y su designación como Gobernador de Kerala, se debía todo a la consistente rica Gracia de Bhagavan.
Baba retornó pronto a Kerala y se alojó entonces en el palacio
del Gobernador. A Raja Reddy y a mí se nos permitió permanecer
con Él, aunque los demás del grupo fueron huéspedes del Director.
Había sido éste el que le había comunicado la noticia de la anterior
visita de Baba al Jefe de Estado. El Director fue invitado por el Dr.
Ramakrishna Rao para que supervisara los estudios de sus hijos y,
por supuesto, no pudo guardarse para sí mismo los eventos que habían transformado su hogar en cielo…
En una ocasión, Baba había aceptado hablar ante una reunión pública que sería presidida por el Gobernador. Yo me convertí en el centro, no solamente de la atención, sino de una real
angustia en el Raj Bhavan desde el momento en que bajé del coche, porque de algún modo, había perdido la voz en algún punto
del trayecto desde Palghat. No podía sino hacer muecas grotescas al tratar de comunicar mi impotencia a los simpatizantes y a
los médicos que atraje hacia mí. Puesto que me encontraba en
peligro de perder la oportunidad de traducir el Divino Mensaje la
noche siguiente, acaté “concienzudamente” cada prescripción,
con la esperanza de que mi voz pudiera ser recuperada por cualquiera de los diferentes remedios o por el ataque combinado de
todos. Usar la escobilla, hacer gárgaras, enjuagar la garganta,
tragar, susurrar, hacer tocaciones, toser, gritar… exploré todos
los caminos. Sin embargo, todo lo que pudieron producir las
cuerdas vocales después de esta persuasión superlativa, no fue
más que un gemido deshidratado. Baba entró a mi habitación
cuando Raja Reddy me estaba consolando y secándome las lágrimas que los gemidos hacían brotar. Baba dijo: “Deja esta tontería. Vete a la cama”. La mañana siguiente me encontró en la
misma patética condición. El Gobernador no quería actuar por su
cuenta para encontrar a un sustituto o un asistente. Yo gesticulaba desesperadamente cada vez que me cruzaba con el Dr. Rao y
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me aseguraba a mí mismo, cada vez que Baba pasaba flotando,
que todo iría bien.
La noche llegó con demasiada rapidez. Llegó la limosina gubernamental. Se me ordenó subir. La sala estaba repleta de rostros ansiosos. Baba se sentó en el sillón ubicado al centro del decorado estrado. Lo siguió el Gobernador. Le rindió homenaje a Baba y pronunció algunas frases bien elegidas. Desde el momento en que yo
representaba una baja, mis amigos pensaban que Baba podría hablarles en malayalam. Baba se levantó y me indicó que me parara
frente al otro micrófono. Tan pronto se terminaron de pronunciar
las primeras frases en telugu, escuché mi voz repitiendo el mensaje
en tono fuerte y claro, en un malayalam más genuino y apropiado
de lo que jamás habría yo podido idear. También mi voz me sonaba
extraña a los oídos: llena de una nueva emoción que vibraba por toda la sala.
Cuando Baba viajó al Cabo, vi el diamante que los piratas habían sacado del adorno de la nariz del ídolo de Kanyakumari, que
fuera traído ante nosotros por un giro de Su Mano, por unos momentos, desde el lugar en donde se lo guarda hoy en día. Recogí de
la arena de la playa las cuentas de cuarzo que saltaban de Sus pies y
ayudé a contarlas y a hilarlas en un rosario. Estaba a Su lado y fui
blanco de Sus bromas cuando las olas me sorprendieron y me mojaron la camisa. Observé la ola a la que Baba le dio la bienvenida:
“¡Mira! ¡Ansía lavar Mis pies!”. La ola dejó sobre los pies de Loto —
no, no sobre ellos, sino en torno a los pies de Loto— una guirnalda
de ciento ocho perlas… ¡un tesoro que sólo el mar puede ofrecer!
Otra experiencia que permanece conmigo es la del discurso de
Bhagavan en el Municipio de Ernakulam, al finalizar Su gira. Baba
concluyó anunciando Su aprecio por la sed espiritual de la gente.
Dijo que vendría muy pronto de nuevo y que pasaría algunos días
en cada ciudad, desde la parte más al norte del Estado hasta la punta de la península en donde está Kanyakumari. Cuando traduje esta
promesa a su idioma, los vítores de gratitud casi echan abajo el techo. Murali, el Director de la Estación de Radio Calicut, quien seguía a Swami con su transporte de grabación, preparó un programa para ser transmitido, uniendo pasajes de los discursos de Baba.
El anuncio que hiciera durante los últimos minutos fue, según Mura-
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li, un “botín” precioso. Cuando se esparció la noticia de que Baba
visitaría Kerala muy pronto de nuevo, algunos amigos llamaron a
Murali para que lo confirmara. Murali insistió en que la noticia era
auténtica. “Si Baba no viene para fines del próximo mes, he decidido ir hasta Puttaparti con la grabación y hacérsela escuchar durante
la entrevista. ¡Lo confrontaré con Sus propias palabras!”, dijo.
Sus amigos quedaron altamente admirados por la posición que
tomara Murali. Le pidieron que les mostrara la cinta; querían oír la
voz de Baba concediendo esta dádiva que tanto anhelaban. La dejaron correr. Se llegó a las últimas yardas… pero, ¿en dónde estaba la
esperada promesa? No estaba grabada. Cuando Murali dijo “Lo
confrontaré”, llevado por su orgullo… ¡se borraron esas frases cruciales! Tanto el telugu de Baba como mi malayalam habían desaparecido, sin dejar ninguna brecha que los delatara en la cinta. Cuando, más tarde, Murali me relató su exasperante experiencia, me di
cuenta de cómo Baba había percibido el matiz de fondo de una casual conversación y había llevado a cabo un acto tecnológicamente
imposible en una cinta grabada, guardada bajo siete llaves, en una
oficina a miles de millas de distancia de Su presencia física, con el
objeto de administrar un “tratamiento de choque” a unos pocos individuos curiosos y a una engreída persona con la mente puesta en
la publicidad, cuya cabeza se había hinchado en demasía.
El sagrado Día de Vaikunta Ekadasi, según la mitología hindú,
las Puertas del Cielo se mantienen abiertas para todos, las veinticuatro horas. Baba se encontraba en Alleppey, un pueblo costero
de Kerala. Todos esperábamos y orábamos para que, como era
usual, creara Amritha para nosotros ese día. Pero Baba no se
mantiene ligado a precedentes ni intenciones determinadas, lo
cual constituye el real secreto de la fascinación con las que Él nos
liga. En lugar del néctar, creó un ídolo de Krishna e invitó a sus
anfitriones a inaugurar la adoración Suya en esa Forma. Me aseguró otra prueba de Su Amor al mandarme donde estaba el Secretario del Maharaja de Travancore, con un mensaje. El Secretario había traído un ruego de su señor, quien pedía que Bhagavan
santificara el palacio y bendijera al Maharaja. Yo debía decirle que
Baba no dejaría el edificio en que se encontraba ni desilusionaría a
los cientos de personas que afluían allá, con el objeto de respon-
270
der al clamor de un individuo. ¡El Maharaja podía venir hasta donde Él se encontraba! Tan pronto como supo del permiso de Baba,
el Maharaja vino y fue recompensado. Baba no trata de manera
diferente a ricos y pobres. Trata a los más pobres con el mismo
amor con que otros tratan a los más ricos. Lo que reconoce y valora es la riqueza del espíritu.
Tuve el privilegio de estar con Baba en Sus viajes y estadías en
Bombay, en más de una docena de ocasiones. El largo viaje en coche desde Bangalore, vía Dhanwad, Belgaum, Satara y Poona, nos
brindaba una maravillosa oportunidad para bañarnos en el aura de
Su Presencia y para ser mejorados por Su consejo. El coche en el
que yo iba sufrió de una serie de ominosas caídas, explosiones, resoplidos y bruscos virajes, en el trayecto a Bombay. Baba me aseguró entonces, en las cercanías de Hubli, que no habría más rumores
de desastre. Llegué al Palacio Gwalior en Bombay, al que Baba ya
había arribado. ¡El coche no pudo moverse ni una sola pulgada
más! Había estado incapacitado debido a lesiones internas, más allá
de toda esperanza de una pronta recuperación, ¡mas Su voz lo había “traído” a salvo por más de seiscientas millas! Los devotos que
se aglomeraban en torno de Baba aumentaban por miles en cada
visita. Las fervientes multitudes pasaban horas viajando desde distantes suburbios hasta Malabar Hill, Carmichael Road, el Palacio
Gwalior en Worli, Andhreri Mansions, etc., para lograr Su darshan
y escuchar Su voz.
Me encontraba entre aquellos que estaban con Baba cuando salió de los límites de la ciudad, para elegir un terreno sobre el que se
erigiría el Dharmakshetra de la Era y estuve presente en el lugar
cuando fue elegida la colina sobre la que se levantaría. Tuve la suerte de estar en la auspiciosa ocasión del Bhoomi Puja y la santificación por Baba de las “piedras angulares” de la planta baja circular,
el día en que fue descubierta la placa de la Fundación y el de la
Inauguración del Dharmakshetra.
Durante Dasara de 1958, en la noche establecida para que
poetas recitaran sus propias composiciones en la Divina Presencia,
me atreví a leer uno sobre la potencia alquímica de los discursos de
Bhagavan. ¡Cómo era que alguien podía traducirlos sin quedar empapado de temor y de fortuna!
271
La Voz es miel sagrada
fabricada por abejas celestiales con flores Parijatha,
el llamado es una clara clarinada.
¡Oh, este emocionante, gratificante arrebato del alma!
Fluyendo como el Ganges, sin limitaciones,
brindando ricas cosechas con sólo cavar y sembrar.
Creciendo y girando como las riadas del Jog,
brindando energía sin fin con sólo ruedas y alambres.
Un torrente el lenguaje, tan lúcido, tan límpido,
enseñando, nunca predicando, deshaciendo intrincados nudos,
tranquilizando todo interrogante que nace del pesar;
definiendo, refinando, consolando a aquel que sufre,
ordenando, sí, exigiendo el orgullo doblegar;
increpando, regañando tanto a fanatismo como a necedad;
bromeando y guiando, punzando con risa a los fraudes.
Poesía radiante, avalancha de ambrosía,
belleza de imágenes, atisbos de Trascendente Verdad,
parábola, proverbio, verso, leyenda y cuento,
destellante, tintineante, argentina lengua telugu;
cada palabra un Mantra, cada frase un Sutra,
un Gayatri cada oración y una Upanishad el discurso:
cada hora es un minuto, cada minuto tan sólo un segundo.
La presencia de Baba, Su voz, Sus palabras, Su actitud, Su
mensaje, sumen en el arrobamiento a las mentes de millones. Recuerdo Su visita, hace veinticinco años atrás, al Instituto Superior
Kannan en Chittoor. Mientras Él le hablaba a la masiva concurrencia, apretujadamente arrodillada en la cancha de fútbol, se produjo
un evento sorprendente. Arrebatadas por la frecuencia y potencia
de las vibraciones e incapaces de absorber el impacto de la misteriosa magnificencia, algunas personas cayeron en un frenesí de éxtasis, una tras otra, hasta que trece de ellas fueron sacadas de entre la
asistencia en camillas. Baba ha dicho, que incluso un parcial levantamiento del velo que el Avatar se ha impuesto a Sí mismo, revelaría una gloria que la mente humana no puede soportar. Por eso,
creo que Su voluntad debe haber hecho que los auditorios se fortalezcan suficientemente como para resistir el embate de emociones
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elevadoras, puesto que este fenómeno no se ha vuelto a producir,
desde entonces, durante ningún otro discurso o reunión.
Una vez, en Kakinada, la multitudinaria reunión llenó tres calles
(una frente al estrado y dos más a la derecha y a la izquierda), abarrotadas de gente, además de los techos de las casas, cubiertos de
personas. Baba se puso de pie para hablarle a esta asamblea
“monstruo”. Sin embargo, antes de comenzar Su discurso, miró deliberadamente hacia cada sector, tanto hacia los que estaban en el
suelo como arriba de los techos, hacia los tres lados, demorándose
más de cinco minutos en total. Baba hizo referencia a este episodio
inédito al conversar con nosotros después de terminado el discurso.
“¿Les cuento por qué lo hice? Estaba reforzando los techos de esas
casas. Cuando fueron construidos, nadie imaginó que algún día habría cientos de personas subidas sobre ellos. ¿Y vieron los grupos de
hombres subidos a las ramas de los árboles?”
Con razón, Baba previno anticipadamente la caída de los ansiosos oyentes, pasando Su protectora mirada por sobre ellos. En Chittoor y más tarde en muchas aldeas en torno de Nellore y en Nellore
mismo, Bhagavan le habló a miles. En julio de 1958, describió Su
misión de misericordia como el Kalinga Mardana del Bhagavata. De
hecho, Su tarea, siempre y en todas partes, es la de neutralizar y disolver el veneno que brota de Kalinga, la serpiente que vive enroscada en el corazón del hombre. En Su tierna infancia, Krishna danzó
sobre las múltiples cabezas de Kalinga y, cada vez que una cabeza
era suave y silenciosamente presionada por los pies de Loto, se vaciaban por sí mismas las glándulas de veneno y se caían los colmillos.
Para mí, fue en verdad una experiencia electrizante ver a toda la región con una expresión de nuevo esplendor. Baba exhortó a la gente
para que lo reconocieran como Premaswarupa, la Encarnación del
Amor. Les advirtió que no se dejaran llevar por caminos equivocados, por hombres codiciosos y egoístas. Les aconsejó: “Observen,
estudien y sopesen en la balanza de su propia experiencia interna”.
En Rajahmundry, dos de los presentes, un padre y su hijo adolescente, su único vástago, estaban parados muy lejos del estrado.
Podían escuchar claramente el discurso de Baba, pero Él no era sino una mancha naranja. El hijo absorbió el llamado del Avatar en
cuanto a emprender la heroica aventura de escalar hacia las alturas
273
de la Autorrealización. Regresó al hogar con su padre, pero anhelaba retornar al Hogar real, al Regazo del Todopoderoso. Logró su
anhelo una semana más tarde. El padre le escribió a Baba: “Te doy
las gracias a Ti por haberme dado un hijo tan puro y tan perseverante. Sé que se ha fusionado contigo. Llevé a cabo hoy día, contento, los ritos de las honras fúnebres”. Son numerosísimas las
transformaciones, lentas o repentinas, superficiales o sustanciales,
que produce el Sravanam, el prestar oídos a Sus palabras. Por eso
escribí estas líneas como parte de un poema:
He ahí: Su palabra, una tormenta eléctrica,
una gota de rocío; un rayo de luz; una brisa de aire;
una simiente fecunda que cae en tu corazón de piedra.
Y, milagro de milagros, germina
en la grieta, la hendidura; da vida a la roca.
Las semiciegas y sedosas raicillas
ruegan por sustento, gimen por humedad,
pinchan y horadan, buscan el alimento;
por último, lo logran: se afirman y engordan.
Tronco, ramas, manojos de hojas, racimos de estrellas,
en cada gancho va creciendo la gloria…
Y, quebrada la roca, se moldea como greda.
A la región se le advierte en contra del odio fratricida y son muchos los rescatados de sus consecuencias. Aquellos a quienes bendice se convierten en ardientes mensajeros de Su Amor. Los pocos
que se perdieron en la espesura de la que fueran salvados, son localizados con afecto, son bañados y desinfectados, y luego, son aceptados. Baba dice que resulta imposible que alguien se aparte de Él,
por licencioso, pródigo, perverso o pretencioso que sea. La Madre
siempre está dispuesta a mimar y a rescatar al hijo. Recuerdo a una
persona que publicó un artículo difamatorio, años atrás, en un diario de provincia, artículo que firmó. Baba comentó que el pecado le
produciría tal agonía que, por la penitencia, quedaría más limpio y
más iluminado. Pasado un año, Baba incluyó la casa de este individuo entre los hogares de devotos que visitaría cuando estuviera en
esta ciudad. Ha dicho que el apartarse de Él es como la separación
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del agua de un lago cuando cae en él una pesada roca. Las partes
se juntan con la misma rapidez con que son apartadas.
Cada uno de aquellos a quienes llama es llenado con la sed por
volver otra vez. De hecho, todos los caminos llevan a Prashanti Nilayam, vale decir, Su Presencia. Cuando hayan alcanzado el final del
camino, le encontrarán a Él, con los brazos abiertos para recibirles:
“¡Oh, queridísimo, cieguísimo, debilísimo: Yo soy Aquel a quien buscabas!”. Como escribiera el autor alemán Reiner Seemann, cuyos
estudios se especializaron en los Avatares: “Uno se ve muy rápidamente obligado a reconocer que Baba ha ingresado a la arena como
Avatar, no para hacerse visible Él Mismo, sino para encontrarse con
nuestra Divinidad”. Es Dios atrayéndose hacia Sí Mismo.
El amor es el diluyente más eficaz del odio y la ira. ¡Baba! Nadie puede resistir el magnetismo de este Fenómeno. Permítanme
consignar un incidente que ejemplifica la vastedad del Amor. En Kodavalur, una aldea situada a unas diez millas de Nellore, la residencia
del anfitrión, como asimismo todos los caminos y espacios abiertos
alrededor, estaban atestados de gente ansiosa de darshan. Baba accedió a permitirle a su anfitrión que llevara a cabo el rito del Padapuja, puesto que le adoraba como el Maestro Divino. No obstante,
la casa estaba tan llena de aldeanos que nadie podía dar un paso
adelante o uno atrás. El Amor de Baba descubrió una salida para el
“impasse”: no quería herir el corazón del devoto. Le pidió que siguiera Su automóvil hacia campo abierto. Le dijo que eligiría algún
lugar cubierto a lo largo de algunas de las huellas de carreta que había, y que allí podría satisfacer su corazón de Ananda. Fui testigo del
Padapuja bajo un árbol al costado del camino, en presencia de un
rebaño de bien tenidas y silenciosas vacas. En esos momentos, me
encontraba en Brindavan.
Baba dice: “Dios busca al hombre con mayor angustia que la
que impulsa al hombre a buscar a Dios, porque el hombre no es sino Dios interpretando un papel, aunque demasiado aturdido por la
admiración que despierta en él el disfraz que lleva”. Los discursos de
Swami penetran en los corazones y abren las fuentes de alegría que
han estado atoradas por años. Los humildes y los pobres responden
tan efusivamente como los de alcurnia y riqueza. Incluso, cuando el
néctar telugu de Swami es diluido y deformado por la traducción al
275
inglés, el llamado no pierde ni su urgencia ni su intimidad. Las ovejas hambrientas miran, pero no sucede como lo cuenta Milton: éstas
son alimentadas. Los más vigilantes, entre los oyentes, respiran la
inmortalizadora “Atmasfera” que Él exuda. Aun mientras escuchan
son suavizados por la calidez. Absorben el tono tónico; son exaltados por la emoción del thath-thwam; sus corazones campanillean
con el temblor trascendente de la Voz. La fe nutre las raíces; las dudas caen como las hojas secas. Italianos y españoles, árabes y japoneses, se mantienen sentados, supremamente satisfechos, a lo largo
de todos los discursos, sin mostrar ni un incipiente bostezo o una
furtiva mirada al reloj, porque reciben el solaz y la fuerza que necesitan, mirando y escuchando solamente.
El otro día, cuando alguien sugirió que Baba podría incluir en
Su itinerario una estadía por un día, en un balneario de montaña,
puesto que había muchas “bellezas naturales” en los alrededores,
Baba dijo: “¿Belleza? Yo soy la Belleza. Ellos no son sino mis imágenes; las imaginerías de ustedes. El darshan en cualquier lugar:
en el estrado, junto o delante de ustedes, cerca o lejos… compartido por la visión interior es una dádiva de Belleza que el ojo transfiere al yo”.
Bhagavan tiene Sus maneras de otorgar el darshan en los lugares en que lo necesitan. La promesa de quedarse por más tiempo en algunos lugares de Kerala ha sido cumplida, como consta del
testimonio de miles. El vibhuti que anhelan los devotos, cae de Sus
retratos en cientos de altares domésticos. Se me dijo de una anciana dama de Palghat, que era el centro de un grupo de bhajan que
se reunía en su pequeña casa. La guirnalda de flores colocada sobre el retrato de Baba, se balanceaba de derecha a izquierda marcando el compás del canto. Cuando se aceleraba el compás, se balanceaba con mayor rapidez, cuando el compás era lento, también
lo era su balanceo. Otras guirnaldas que colgaban sobre otras imágenes, estaban quietas, no se movían. Fui al lugar para ver la maravilla, pero, aunque los bhajans fueron tan animados como de
costumbre, la guirnalda se rehusó a responder. La dama lloraba
desconsolada y yo me regañé a mí mismo por haberles negado el
Divino Lila ese día. La dama no quería creer que mi presencia había inmovilizado las flores. Le suplicaba a Baba con patética peni-
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tencia: “¡Baba! ¿Por qué estás tan callado hoy? Kasturi ha venido
desde Puttaparti. Va a tener la impresión de que la historia de Tu
Lila no es más que un invento mío y de estas otras personas. Sálvame, Baba, de esta acusación”. Su voz se fue convirtiendo en un
gemido. Baba respondió antes de que se convirtiera en un quejido
de desesperación. La guirnalda se balanceó vigorosamente, infundiéndonos vigor a nosotros. Revivió mi corazón y retomó sus latidos normales. El Bhagavad Gita recoge la declaración del Señor:
“Mis ojos y oídos están por doquier”. Baba ha venido entre nosotros para demostrar la verdad de Su declaración.
Cuando era estudiante en el Colegio de Maharaja, en Trivandrum, tenía un amigo en la misma clase, llamado Subrahmanya
Iyer. Al igual que yo, entró después a la Escuela de Leyes. Estableció
en el mismo Trivandrum su práctica legal, puesto que allí estaba la
sede de la Corte Suprema de Justicia del Estado de Travancore.
Perdí el contacto con él y con su carrera hasta que chocó conmigo
en Puttaparti, cuarenta años después de haberme despedido de él
en Trivandrum. Como fue remodelado por Baba en defensor de la
Divina Misericordia y Gracia, Baba se instaló en su santuario, como
testigo de su conducta familiar. Yo le había conocido como alguien
de un genio muy vivo. A medida que se iba haciendo viejo, su genio, según me confesó en Puttaparti, había empeorado y se había
hecho más hiriente. Cada vez que le gritaba furioso a alguien en su
hogar, Baba dejaba caer una tarjeta desde Su retrato, para informarle que había tomado nota de la recaída en el “durguna” (naturaleza malvada). Los regaños aparecían escritos con letra y palabras
en tamil —su lengua materna— y firmados “tu Baba”. Cuando me
puso en las manos una gruesa pila de estas punitivas tarjetas, le dije
en broma: “Parece que te enojabas tan a menudo más para ser recompensado con estas tarjetas que debido a un defecto de raíces
profundas”.
“¡No! ¡No me lo podía quitar de encima! Estoy pagando cara
esta debilidad mía. Ya he venido tres veces a Puttaparti, aunque
te encuentro a ti por primera vez hoy. Déjame contarte mi pena.
Como sabes, Baba está bendiciendo a los receptores de cuarenta
departamentos en Prashanti Nilayam, llevándolos dentro de ellos
Él mismo, junto con Su bendición. Yo soy uno de los afortuna-
277
dos y tendré ese regalo de Gracia mañana. Llegué aquí ayer en
la tarde con mi mujer y nos estamos alojando transitoriamente
fuera del recinto. Estuve en la Sala de Oración durante los bhajans de la tarde. Cuando Baba entró hacia el final del canto y dio
darshan desde el sillón de plata, le hablé calladamente desde
donde me encontraba. ‘Por favor, Swami, permítenos a ambos
quedarnos en el departamento que nos has asignado como residencia, por el resto de nuestras vidas. Nuestros dos hijos están
bien colocados en trabajos que les gustan. Déjalos que vivan felices en el «bungalow» de Trivandrum. Nosotros estaremos felices
en Puttaparti’. Baba no hizo gesto de asentimiento ni de negativa. Decidi rogarle por el cumplimiento del deseo cuando nos
permitiera tocar Sus pies, sentado en la silla del departamento.
Terminado el bhajan, nos fuimos a la habitación que habíamos
arrendado y sacamos la cartera con el dinero que teníamos.
Cuando la abrí en el mesón, para la compra de los cupones para
la cantina, descubrí un pedazo de papel con instrucciones de Baba, escritas en la familiar escritura y lenguaje tamil, con el cordial
‘tu Baba’ al final.”
Diciendo esto, mi amigo me puso el papel en la mano. Leí:
“No deseo que se queden aquí, dejando a los hijos en su casa. Vivan allá mismo, cantando bhajans como les es habitual y tú, dale
alegría a la familia desechando tu durguna”. Cuando le devolví la
nota a Subrahmanya Iyer, estaba llorando, porque esa misma naturaleza le había negado el cielo con el que había soñado por
años. Existe una Autoridad dentro de cada ser humano que le
prohíbe comportarse como un mero animal salvaje. Sai es el Autor de tal Autoridad.
Es en verdad extraño que la sed dormida por Dios se haga más
aguda después del darshan del Avatar y que no se apague ni siquiera después del continuo impacto de los signos y maravillas que Él
condesciende a dar. Estuve con Baba en las aldeas y pueblos de Nellore, Guntur, Krishna, los distritos de Godavari Oeste y Este de
Andhra Pradesh, cuando visitó esa región, en cinco diferentes ocasiones. Baba nos dijo a menudo que éramos invitados a acompañarle, para que pudiéramos captar las implicaciones del Purusha Sukta
en el Rig Veda, en donde es descripta la Persona Cósmica (Dios) co-
278
mo teniendo incontables cabezas: Sahasra Sirsha. “Esto es la proliferación del Purusha. ¡Vean cómo corren de la circunferencia hacia
el Centro, la Fuente!” Aunque miles han tenido un darshan de una
hora durante el discurso, cuando Baba aparece, unos momentos
más tarde, en la terraza del edificio en que ha entrado, los miles corren de nuevo para alcanzar a llenarse otra vez los ojos con deleite.
Baba mismo ha comparado a los cientos de miles que corren
a Su Presencia con las hormigas que son atraídas a la montaña de
azúcar. Cada persona le comunica la noticia del Advenimiento a
cien otras, no solamente a través de las palabras, sino en forma
más clara por su afecto más cálido, su mayor compromiso, sus
más frecuentes viajes hacia su interior y su respuesta más rápida
al llamado por amor. He sido testigo de la tremenda marejada de
devoción que causa la visita de Baba, en Repalle, Rajahmundry,
Ernakulam, Bombay, Navsari y otros lugares. Sé que más de tres
y cinco veces ese número de personas se reunieron en Nueva Delhi e incluso en una ciudad menor como Ullasnagar, entre Bombay
y Poona. En el Kurukshetra, Richard Bach me dijo: “Hubo más
seres humanos llenos de entusiasmo por escuchar el Bhagavad
Gita de Baba que el número de soldados formados en el campo
de batalla del Mahabharatha, hace cincuenta y cinco siglos atrás”.
El Gita de Sri Krishna fue oído por sólo cuatro personas: Arjuna,
a quien estaba dirigido; Hanuman, quien estaba en el estandarte
que flameaba sobre el carro de guerra; Sanjaya, que lo escuchó
como gracia especial que se le otorgara por informar al ciego rey
de los kurus acerca de los sucesos en el campo de batalla, y el rey
mismo (aunque el Gita no produjo impacto alguno en él). El Sai
Gita, sin embargo, entregado en el mismo punto sagrado, fue escuchado por más de quinientos mil corazones sedientos y anhelantes. “Enthousiasmos”, la palabra griega que es la antecesora
etimológica de entusiasmo, significa, literalmente, “lleno de theos”
o Dios. El Gita, tanto el de entonces como el de ahora, llena de
Dios al oyente. Declara la Chandogya Upanishad: “Si alguien le
impartiera esto incluso a un tronco seco, ciertamente que le crecerían ramas y le brotarían hojas”.
En Nueva Delhi, las ansiosas multitudes en torno a la Golf
Links Residence en la que se alojaba Baba, eran tan densas por mi-
279
llas a la redonda, que persistieron por días embotellamientos de tráfico nunca vistos antes. En Navsari, Gujarat, Baba atrajo a Su presencia dos veces el número de habitantes de la ciudad. No había toldo que pudiera cobijar a tanta gente. Cuando Baba caminaba por el
pasillo entre los hombres y mujeres, todos se quedaban como clavados en el suelo, pero cuando caminaba de vuelta al estrado, se levantaban y le seguían, sin darse cuenta de que cada paso suyo no
hacía sino amontonar cada vez más estrechamente a la masa humana. Baba estaba sentado en el estrado observando la avalancha. Nosotros, que estábamos sentados detrás del sillón colocado para Él, le
vimos saltar abajo. Eso fue todo. Nadie se dio cuenta de nada, salvo
Su ausencia. A nosotros nos tomó como veinte minutos poder llegar a la calle por la reja exterior. Algunos conductores informaron
que una “linda” persona vestida con un Kafni rojo, había subido a
un taxi y se había ido rápidamente. Supusimos que tenía que ser
Baba y como el próximo lugar en que se le esperaba era Baroda,
condujimos rápidamente por la carretera. Después de alrededor de
treinta minutos, escuchamos los fuertes bocinazos de un coche que
nos perseguía: era el taxi con Baba. Baba nos dijo que había llegado
a la calle sin atravesar la distancia por la que nos tuvimos que abrir
camino. Sentado con nosotros, Swami habló de disciplina, y dijo:
“Navsari está apenada ahora por haber perdido el control sobre sí”.
“Cada uno de los de ahí recibió darshan. Fui de un extremo al otro.
Estuve sobre el estrado. Eso les ha dado bastante”.
En otra ocasión, Baba se movió sin pasar por la compacta falange de devotos que hacía imposible atravesarla. Esto se produjo
en Repalle, cerca de Guntur. Repalle es la palabra en telugu para
Gokulam, la aldea en donde Krishna llevó a cabo Sus travesuras de
niñez y la gente venera el lugar como si se tratara del original. Un
cierto devoto, cuya dedicación santificó la atmósfera en un radio de
millas, transformó la aldea en otro Shirdi. Había reconocido en
Sathya Sai Baba al Sai Baba que adoraba como su Madre y su Padre, su Gurú y su Dios. Le rogó a Baba que instalara un ídolo de
mármol del Sai Baba de Shirdi en el Mandir de Repalle. Baba accedió y llegó al lugar como a las diez de la mañana del día fijado para
la ceremonia. En verdad, “llegó” no es la palabra correcta, porque
los caminos fueron cubiertos por una impenetrable masa humana
280
ya desde el alba. Nosotros sobrevivimos a la apretadura y nos las
arreglamos para subir la escalera de madera para estar con Baba.
Hasta donde podía verse, el espacio era un compacto mar humano.
Baba hizo traer el ídolo y colocarlo sobre una mesa para que, al
menos, unos pocos miles pudieran ver el rito de su santificación con
las aguas de ríos sagrados y vibhuti de la propia Mano del Señor. El
Mandir esperaba la instalación, pero los alrededores estaban obstruidos por miles de asistentes y nadie podía entrar o salir de él. De
modo que Baba demoró el traslado hasta las once de la noche,
cuando la mayoría de los peregrinos se habían estirado en el suelo,
vencidos por el sueño. Nos fuimos juntos hasta el borde de los que
dormían: estábamos diseñando una estrategia para pasar por sobre
la larga línea de cuerpos, haciendo uso de los pequeños huecos que
quedaban entre ellos. Pero Baba ya no estaba con nosotros. Estaba
dentro del Mandir en el mismo momento en que nosotros llegábamos a él. “No necesito dar un paso después de otro, puedo ‘teletransportarme’.” Baba no “lleva a cabo”, no “hace” y ni siquiera
“quiere” milagros. Éstos simplemente se producen, porque Él es el
Milagroso. Inmediatamente después de instalar el ídolo, Baba dejó
Repalle en un jeep, porque sabía que al amanecer el nuevo día, miles más llegarían al pequeño lugar y tendrían que sufrir la falta de alimento, de bebida y de cobijo.
Aunque son miles los que llegan únicamente para el dharsan, al
igual que limaduras de hierro atraídas por un imán, Baba está empeñado en sembrar en sus corazones que han sido ablandados por
el canto, las semillas del Amor que han de emerger como empatía y
entusiasmo de ese terreno purificado. Baba le habla a las asambleas
en telugu, claramente el más melodioso de los lenguajes de la India.
Cuando le habla a individuos aislados o a grupos, emplea el idioma
que pueden entender mejor, aunque no es popularidad lo que busca, dirigiéndose a Sus audiencias en el idioma que prefieren. Por
eso, cuando visita regiones en donde no se habla telugu, Su discurso es traducido simultáneamente al inglés.
281
MIS TRADUCCIONES
N
o recuerdo en qué momento se me encargó la casi imposible tarea de traducir al inglés Sus discursos. Creo que
fue en el Templo de Lakshmi Narayana, cerca del Monte
Malabar, en Bombay, en 1958. A partir de entonces, a través de los
años, se me ofreció la poco envidiable oportunidad, hasta que fracasé estrepitosamente en interpretar Sus palabras frente a una asamblea de veinte mil personas en Madras. De eso hablaré más adelante.
Bhagavan no requiere de un traductor, porque Él sabe cómo dirigir Su mensaje en inglés o en cualquier otro idioma. Así tampoco
los miles que escuchan Su voz (salvo una pequeña fracción) desean
oír que se les traduzca el mensaje. Porque, aunque la voz hable en
telugu, el mensaje es Divino y el intérprete es el Corazón. Cuando
Baba habla el telugu, el idioma posee la dicción que puede divinizar
directamente a los oyentes. Los pocos de entre la audiencia que no
están sintonizados con Sai ni vibran con el telugu, se sentirán aliviados si el lenguaje anglosajón no interfiere con el parejo fluir de la
música de la Flauta de Krishna. El más profundo éxtasis lo experimentan absorbiendo el rostro, inhalando el aura y vibrando con el
sonido de los tambores.
Durante Dasara de 1970, se hizo el intento de entregar la versión en inglés de los discursos de Baba como un programa complementario. El discurso que pronunciara al izarse la Bandera de
Prashanti para inaugurar los diez días de Festival, fue leído por mí
ante los miles de asistentes, en las horas del atardecer. Fue así que
los allí reunidos podían oír la traduccion de cada uno de los divinos
discursos algunas horas después de haber sido pronunciados. Aunque los numerosos asistentes se quedaban sentados mientras duraba la sesión de lectura, y la porción que comprendía el inglés y no
hablaba telugu reconocía el esfuerzo que me imponía, yo podía
283
percibir que lo irreal y lo superfluo se reflejaban en los rostros frente a mí. Ni siquiera la presencia de Baba en el estrado o entre los
oyentes mientras yo leía el discurso traducido, llegaba a disipar esta niebla. De hecho, Su Presencia hacía que mi ejercicio se convirtiera en una parodia, ya que los ojos de los presentes se imponían
a sus oídos. Hubo que renunciar al experimento.
La traducción simultánea no puede conseguirse sin un paralelo
intento de interpretación. La interpretación comprende un entendimiento total de la personalidad y las perspectivas del orador y del patrón de lo que está comunicando. Uno tiene que estar muy familiarizado con el paisaje del mensaje de Baba. Lo que uno debe hacer es
la conversión de los “símbolos sónicos” decididos por el medio cultural indio en “símbolos sónicos” configurados, en gran medida, por
tenderos y subalternos. Tolstoi caracterizaba la traducción como “el
otro lado de la alfombra”. Los italianos tienen un dicho: Traduttori
traditore = los traductores son traidores. Cuando no se adentra audazmente en la elaboración y la paráfrasis, la traducción es una aproximación, en el mejor de los casos y, en el peor, un asesinato. Y, como solía decir mi Profesor, un asesino es un asno por partida doble.
Cuando es “la voluntad” de Baba, no hay vacilación que pueda
enfrentarla. El inglés resulta un instrumento demasiado romo y demasiado ruidoso como para descifrar los sutiles tesoros de la sabiduría avatárica. Por eso es que el traductor es la más desgraciada de las
personas en el lugar en que Bhagavan diserta. El Ganges telugu de
Baba no tolera detenciones ni vacilaciones. Salta por sobre el inglés,
incluso antes de terminar la frase, como para que los oyentes que entienden el idioma compadezcan a los otros por haberse perdido la
sustancia del mensaje y no haber sino obtenido la cáscara. La estructura sintáctica de la frase en inglés es tan diferente del telugu, que el
traductor debe empezar su versión desde las pocas palabras finales y
rehacer el camino hacia donde se expresa generalmente la sustancia.
Cada discurso de Baba es un torrente de sabiduría saturado de Amor.
Baba nunca se refiere a él como a una “alocución”. Ha dicho que
tampoco es, en absoluto, una “conferencia”. Es, dice, una “mixtura”,
preparada y recetada por el médico para limpiarnos, curarnos y sanarnos totalmente. Los llama Sambhashan, Diálogo, Conversación.
284
Él no vacila, no titubea.
Él no calcula, no examina ni medita,
Él no espera,no duda ni delira
juntando, eligiendo pensamientos y palabras.
No requiere de notas ni de citas,
no se demora adornando el lenguaje
con guardas floridas, vistiendo una frase prestada
con brillante oropel. No es un orador
que cultive cultos, clame por aplausos
o busque publicidad. Él no declama,
no usa circunloquios, ni siquiera habla.
Él departe contigo y contigo y contigo,
con cada uno de los tú allí sentados:
los Arjuna dispuestos a llegar, pero temerosos de marchar.
Les habla de la tarea que hay por delante
y de la Verdad que en el adentro está.
Baba es siempre nuevo y fresco. No hay dos charlas que sean
iguales y ni siquiera similares en cuanto a contenido o estilo. Cuando recita un verso por segunda vez, sus líneas sufren enmiendas
sorprendentes. Hablando acerca de la trivialidad de los artilugios del
lujo material, Baba cantó una vez una estrofa en que comparaba al
mundo objetivo con “un fruto bel tragado por un elefante”, una
comparación sancionada por la tradición. Una semana más tarde,
tratando un tema emparentado, el verso se remontó al sánscrito
para reasumir más tarde su garbo telugu. Lo que había sido “Kari”
en la primera versión, se convirtió en “dwipa” después; “bhuktha”
reemplazó a “mingina” y “Kapittha phala” fue el sustituto sánscrito
para el “veluga pandu” en telugu. Si el traductor llegara a anticipar
lo familiar, lo rutinario y lo usual… ¡Pobre de él! No. En realidad, la
exclamación está mal empleada, porque Baba saldrá a rescatarlo
de su incómoda situación.
La parábola relatada una vez, aparecerá con nuevo ropaje
cuando se le presenta a una asamblea diferente. La estructura de la
lección, el desenlace al que llega el argumento, el énfasis puesto en
distintas facetas… todo varía para adaptarse a la inteligencia, la sed
y los ideales de los oyentes. Para el traductor puede llegar a ser des-
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concertante la serie de sorpresas. Términos sánscritos que hasta
ahora han conllevado algunas conocidas implicancias, producen
nuevos destellos de significado cuando son analizados e iluminados
por Baba.
Madhusudana significa, según los comentarista, el Señor Krishna que mata (sudana) al demonio Madhu. Baba ha revelado que
madhu (miel) indica los placeres sensoriales que tientan y atrapan, y
que Krishna, cuando el hombre se entrega a Él, destruye el encantamiento que ejercen los sentidos sobre la mente. Kuru-nandana es
uno de los nombres con el que Krishna se dirige a Arjuna en el
Gita. Durante los milenios transcurridos desde entonces, el nombre
se explicaba como “descendiente del clan Kuru”, pero Baba le dio
una nueva luz durante un discurso. Dijo que “Kuru” significa “haz”,
“realiza una obra” y Nandana, como complemento de “descendiente”, significa “aquel que encuentra alegría”. El resultado fue que Arjuna le fue presentado a los oyentes del discurso como una persona
a la que Krishna había transformado de un cobarde que huía del
compromiso en el campo de batalla en un héroe pronto a lanzarse
a lidiar. Cientos de palabras, del sánscrito, del telugu, del hindi, del
inglés, han sacado a relucir su esplendor latente al hacerlo patente
Baba. ¿Quién podría haber descubierto la afirmación teísta de que
“Dios está aquí ahora” en la expresión atea del astronauta: “Dios
no está en parte alguna” (cambiando el sentido de las expresiones
en inglés: God is now here y God is nowhere - N. de la T.), hasta
que Baba no lo revelara? O el que las propiedades no son ataduras
apropiadas (“properties” y “proper ties”, en inglés - N. de la T.) para amarrar al hombre.
A veces, el poema que surge de Él cuando se pone de pie para
hablarle a los presentes, puede comenzar o terminar con una fascinante palabra extranjera, dejando atontado al traductor enfrentado a
esta maravilla. Sucedió así en Madras, cuando yo estaba listo frente
al micrófono para traducir Su discurso para inaugurar la Conferencia
de la India de los encargados de las miles de unidades de la Organización de Servicio Sri Sathya Sai. El poema comenzaba: Luz Automática ukku adhipudevadu y continuó después en telugu puro. La
expresión me pareció que significaba: “¿Quién creen que es el Maestro de la Luz Automática?”. Y me dejó tan atónito que me quedé
286
en silencio. Me acerqué a Baba y le confesé que me encontraba demasiado confundido como para iniciar mi tarea. Volvió a repetirse el
verso; le volví a pedir perdón. Las líneas siguientes del poema eran
más fáciles de entender, ¡pero aunque me hubiera ido en ello la vida,
no podía descubrir la forma de coordinar su sentido con “luz automática”! Baba me indicó que el poema encerraba un mensaje de relevancia inmediata y me pidió que volviera a tomar asiento entre la
audiencia. El Dr. S. Bhagavantham, a quien se le pidió que tomara
mi lugar, no tuvo mayor éxito en descifrar lo de la “luz automática”.
Desde aquel día, fue él quien tradujo los discursos en telugu de Bhagavan, al inglés, en muchos lugares de toda la India.
Quedo en deuda con el lector. Baba nos describió más tarde,
cuando nos acercamos suplicantes a Él, el simbolismo inherente a
Su referencia a la “luz automática”. Están los semáforos como luces
de señales que dirigen el tránsito en las intersecciones y que, a intervalos fijos, cambian de rojo a amarillo y de amarillo a verde. Los códigos de la conducta moral y el comportamiento social, en una
palabra del Dharma, también son señales de tránsito fijadas por el
Maestro para salvar a los humanos del conflicto y el choque, de la
violencia y la guerra. Baba también habló del reglamento de tránsito establecido por la Providencia para evitar que galaxias y planetas, cometas y constelaciones, se comporten caóticamente en sus
recorridos cósmicos.
Al escribir sobre la crisis de la “luz automática”, debo consignar
mi gratitud hacia Bhagavan por ayudarme a menudo con la palabra
inglesa apropiada a tiempo y por recordarme, en ese instante, los
puntos que había pasado por alto mientras traducía. Baba observa
la traducción y, tan pronto como me encuentra buscando desesperadamente una palabra inglesa tolerable, Él provee la palabra que sé
que es la más apropiada. Imaginen mi lucha desesperada por garrapatear en las páginas de mi cuaderno las series de cláusulas adjetivas o adverbiales que brotan rápidas de Sus labios y los sustantivos y
verbos cargados de ideas, personalidades y principios. Tan pronto
como se detiene, comienzo con el inglés. Mientras estoy en ello,
Baba observa y hace el escrutinio. No deja de escudriñar palabra,
giro idiomático o frase. Cuando una sugerencia acerca de Sadhana,
que Él ha enfatizado, es entregada en forma académica por mí,
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quiere que la repita con mayor fuerza. Él ayuda a la memoria cuando me salteo una o dos de las cinco o seis categorías o conceptos
que ha mencionado. Cuando alguna palabra se atora en mi garganta, Él la libera. Cuando la palabra correcta está jugando a las escondidas, Él la rescata. Él es la enciclopedia lista con el equivalente
exacto. Regüello, calabacín, antídoto para mordidas de serpiente, tiburón, estética, sanguijuela y galaxia, son palabras que Él ha entregado tan pronto como se ha dado cuenta de que estoy a ciegas y al
borde del colapso.
En una ocasión, el traductor se vio enfrentado a dos palabras
en telugu usadas por Baba: Hamsa y Baath. Repitió Hamsa, una
palabra sánscrita familiar para muchos y se salvó. Pero, ¿y baath?
Sabía que era un ave domesticada y, en verdad, había visto a muchas en su propia aldea. Pero veinticinco mil oyentes y Baba le observaron enviar partidas de búsqueda dentro de su memoria para
encontrar una palabra en inglés. Desesperado se refugió en circunlocuciones. Dijo: “Es mejor pasar diez minutos en la tierra como un
hamsa que pasar diez años como un ave de la misma especie, pero
perteneciente, lamentablemente, a una clase inferior”. Baba cubrió
el micrófono que tenía al frente con Su mano. Agitó la mano para
llamar la atención del traductor y, con una sonrisa: “¡Di pato!”.
He sido muy beneficiado con estas ayudas de emergencia
mientras traducía Sus discursos al malayalam en mi aldea natal, al
kannada en Madikeri, en Coorg y al tamil en Trichinopoly. En Jamnagar, en Gujarat, anglicanicé el telugu e inmediatamente después,
el Dr. Chudasama “gujeratizó” mi inglés. De modo que Baba tuvo
que supervisar ambas traducciones y rescatarnos a ambos cuando
nos metíamos en callejones sin salida.
El Avatar tiene que aparecer con limitaciones autoimpuestas para poder cumplir la tarea que se ha asignado. Cuando Baba elige a
personas para “entrevistas”, habla el idioma que les brinde más beneficios, ya sea swahili, nepali, francés, adi, marathi o bantu. Sin embargo, cuando se dirige a grandes multitudes, generalmente emplea
el idioma de la región que eligiera para Su Natividad. Además del telugu, en la región se habla algo de kannada (en el límite del Estado
de Karnataka, que está a unas pocas millas de distancia) y algunas
trazas de tamil (hasta hace tres décadas, el área formaba parte de la
288
Presidencia de Madras). Al inaugurar la Conferencia del Estado de
Karnataka de los miembros de la Organización, realizada en Dharwad, Baba anunció: “Kasturi no está aquí, de modo que les hablaré
en kannada. Ésta es la primera vez que trato de decir un discurso en
este idioma”. No necesito decir que capturó los corazones de miles
de personas. Después, empleó el mismo medio con gran efectividad
en Bangalore, Belgaum, Gadag, Sirsi y otras ciudades, aunque juguetonamente, pretendía estar nervioso por la reacción de los oyentes.
Cuando visitó el complejo educacional en Alike del Sathya Sai
Loka Seva, en los Ghats Occidentales, me telegrafió para que estuviera presente ¡y descubrí que había de traducir Su telugu al kannada! Le rogué, a plena vista de la numerosa concurrencia, que les hablara en Su dulce kannada. Me comisionó para que le preguntara a
la audiencia, porque Su dicción y expresión, dijo, podía no ser del
gusto de la gente de una localidad en que se empleaban dos lenguas: un dialecto, el tulu, con el que habían nacido y un idioma, el
kannada, que habían aprendido en el colegio y con libros. Le dije a
los presentes que el kannada poseía una buena mezcla de marathi,
en Karnataka Norte, de telugu, en Karnataka Este, de tamil en Karnataka Sur y de kondani, en Karnataka Oeste. Pero, si deseaban escuchar kannada con una buena porción de prema, debían rogarle a
Swami que hablara en ese idioma. Se lo suplicaron y Él respondió
muy benevolentemente.
En una ocasión dejé de responder cuando Baba me llamó para
traducir Su discurso. Eso fue en Nairobi, Kenya. Tan pronto como
el “Boeing” de la Air India tocó la pista, había cientos de personas
que le dieron la bienvenida a Baba, al pie mismo de la escalinata y
se lo llevaron rápidamente hacia la planicie abierta, detrás del aeropuerto, donde cincuenta mil personas estaban esperando por horas
para tener el darshan del Avatar de la Era. Los seis que le acompañábamos, tuvimos que pasar por las barreras y esperar junto a la
cinta transportadora para retirar el equipaje y cargarlo en los vehículos que estaban listos para seguir viaje a Kampala. Entretanto, Baba había hecho anunciar mi nombre por los parlantes, para poderle
comunicar Sus Bendiciones en palabras comprensibles a la multitud.
Sentado en el automóvil, pude escuchar el llamado, pero había
cientos de coches a todo nuestro alrededor y nadie me podía con-
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ducir a través del atestado espacio que me separaba de Él. Un indio
que hablaba tamil, le ofreció sus servicios a Baba y Él habló en ese
idioma por él y para los demás. Más tarde, pude traducir los discursos de Baba en Kampala y en Nairobi.
La gira por África Oriental me permitió alcanzar dos inapreciables dádivas de Gracia. La primera fue un accidente de automóvil en
el que recibí algunas lesiones, lo que me trajo siete días completos
de una lluvia del tierno afecto de Sai, la Madre. El continente africano me otorgó ese regalo. El segundo regalo que gané, fue en suelo
indio, en Bombay.
Mas, permítanme mencionar aquí la historia de una sesión de
traducción en el Dharmakshetra, algunas semanas antes de nuestra
partida al África. La Primera Conferencia Mundial de los devotos de
Sathya Sai se realizó en mayo de 1968, durante la semana en que
se inauguraba el mismo Dharmakshetra. Más de sesenta mil personas se congregaron en el Campus de Bharatiya Vidya Bhavan, en
una atmósfera de adoración y dedicación. Cuando Baba se puso de
pie para comenzar Su alocución y yo tomé mi posición, con mi
cuaderno y lápiz frente al micrófono, quedé atontado de partida con
la primera frase. Estaba en sánscrito clásico, el lenguaje inmaculado
de la Isopanishad y el Bhagavad Gita. Me encontraba a diez pies
de Él, pero a siglos de distancia, retorciendo mis manos y suplicándole que también hablara en inglés a través mío. Pasaron lentos diez
minutos. Oí a Baba mencionar mi nombre y anunciar que había
descuidado estudiar la lengua de Bharath. Eso lo dijo en telugu y tuve que publicitar mi impedimento antes de continuar con mi deber,
porque Baba habló en telugu de ahí en adelante.
El segundo día de la Conferencia, durante el desarrollo de la sesión de la noche, Baba le habló a la gigantesca asamblea. Es posible
que las delegaciones de todos los continentes anhelaran una declaración del Avatar acerca de la Autenticidad y la Autoridad. Es posible que fuera Su voluntad el revelarlas, llevado por la compasión hacia la raza humana. Lo que realmente sucedió es que, después de
hablar de la misteriosa eficacia del Nombre de Dios y de los diferentes niveles emocionales de aquellos que adoran a Dios, Baba elevó
repentinamente el tono de Su Voz, acrecentó la rapidez de Sus frases y declaró con un énfasis apremiante: “Puesto que se han reuni-
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do en este lugar aquellos que tienen devoción y ha venido gente de
todas las naciones, no puedo sino hablarles de un hecho”.
Cada rostro resplandecía de excitación. Todos los oídos estaban
alertas. Yo rogaba por poder pasar la prueba inminente. Y Baba se
reveló a Sí Mismo, a través del rápido fluir de verdades sublimes.
“No pueden entender la naturaleza de Mi Realidad, ni ahora ni después de miles de años, aunque los pasen en austeridad o en ardiente indagación, ni aun cuando el género humano en conjunto se una
en el esfuerzo. Puesto que me muevo entre ustedes, que como igual
que ustedes y hablo con ustedes, se engañan a sí mismos pensando
que esto no es sino una instancia de humanidad corriente. Ésta es la
Forma Humana en la que cada Entidad Divina, cada faceta del Principio Divino, es decir, todos los Nombres y Formas que el hombre
le adscribe a Dios, están manifestadas.” Fue así que el Ganges arrolló con toda su corriente. Aún me asombro cuando recuerdo la escena y me pongo a rumiar sobre la declaración. Soy incapaz de explicar cómo pude dominar mi éxtasis, retener en la memoria las palabras cargadas con Energía Divina y comunicarle la bendición a los
buscadores y sadhakas sentados allí.
Permítanme volver al regalo que Baba me otorgara en el Dharmakshetra, al regresar a la India. Era el sagrado Gurú Pournima.
Baba se encontraba en Kampala y Nairobi, bendiciendo a los devotos en ese día en que los discípulos de todas partes le rinden homenaje a su preceptor. Llegó a Bombay a tiempo para bendecir a los
devotos ese mismo sagrado día. Bombay organizó una colorida recepción para Baba, porque creían que la visita al África era Su primer viaje allende los mares. Más de treinta mil personas se congregaron para saludarle. El Dr. K.M. Munshi estaba en el estrado con
Bhagavan. Se dijeron discursos en alabanza a la visita de Baba a un
continente del otro lado del mar.
Baba inició Su discurso con un leve reproche. “¿Por qué tanto
alboroto sobre Mi ida al África y regreso a Bombay?”, preguntó;
“Yo estoy en todos los lugares. Todos los lugares son Míos. Prapanchame naaillu”. Traduje la frase en telugu de la manera siguiente:
“El Mundo es Mi mansión”, y esperé el gesto de apreciación que
merecía por la elección de “mansión” para denotar el “illu”: un proletario lugar común que, en el mejor de los casos, significaba sólo
291
una “casa”. ¡Mas lo que recibí fue un sonoro “No” y de Baba mismo! Había cubierto el micrófono con la mano y se había vuelto directamente hacia mí. Sacudió el dedo ante mí, amonestándome por
el error. Repitió “No” dos veces y… ¡Sai Ram!… dio unos pasos
hacia mí. Temí que mi error estuviera más allá de la redención.
¿Qué era exactamente lo que había dicho? ¿No había escuchado
bien? ¡Seguro que había susurrado algo sacrílego en inglés! Estaba
al borde de las lágrimas… Temblaba de la cabeza a los pies… ¡Ese
dedo! ¡Ese ceño fruncido! ¡Los No, No, No! Me acerqué algunos
pasos a Él para aceptar lo que fuera que viniera a darme.
Nos reunimos en el estrado frente a Munshiji… Baba mantenía
el dedo levantado, lo sacudió frente a mí y dijo: “¡No! ¡No el Mundo! ¡El Universo es Mi mansión!”. ¡Ah! ¡Tenía el darshan de Aquel
cuyo “illu” es el Universo! Escuché la palabra, ¡el Señor Mismo proclamando Su Verdad! Caí a los pies para la dicha del Sparsan. Me
levantó por los hombros con un suave “¡Lay!” (levántate) y cuando
logré estar de pie, dijo, señalando hacia el micrófono: “po” (anda).
Dio algunos pasos y continuó, pero no antes de que yo lograra pronunciar: “El Universo es Mi mansión”. La palabra “mundo” me había otorgado un regalo más precioso que cualquier otro que jamás
podría ofrecer. Sí. Debería haber sido más circunspecto. Me había
enamorado demasiado del término “mansión” como para prestarle
atención a la otra palabra, “prapancha”. Baba me había instruido
hacía mucho acerca de esta palabra. Significaba “el cosmos” o, más
bien, puesto que “pancha” significa cinco, indicaba tierra, agua, fuego, aire y espacio, como asimismo todo lugar en que cualquiera de
ellos o los cinco se encontraran. Mi “mundo” era en verdad demasiado diminuto para la majestad de Su Realidad.
El 24 de noviembre de 1926, veinticuatro horas después
de que naciera Sathya Sai, los sadhakas del Ashram en Pondicherry, fueron llamados a la sala por la Madre, y Aurobindo
Ghose les bendijo a cada uno antes de retirarse de la vista del
público. La atmósfera estaba cargada con tintes de vibrante espiritualidad y uno de los sadhakas exclamó: “Lo Divino ha descendido a la Tierra”. Tres meses antes de esa fecha, el día de su
cumpleaños número cincuenta y cuatro, Sri Aurobindo había
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declarado que “el objeto de nuestro yoga hará descender esta
Conciencia Superior directamente al ser vital y al ser físico, como para que el bálsamo supremo y la universalidad puedan estar allí, en toda su plenitud, de la cabeza a los pies”. Baba es
esa Conciencia Universal y el Universo es Su mansión, el “prapancha” que creara como Su morada.
No es de extrañar que se le haya aclamado como un “Poder Cósmico”, hasta por aquellos que anuncian la segunda venida del Cristo, el poder planetario, como inminente. Tampoco
es de extrañar que Baba haya revelado que Él es el Padre cuya
venida profetiza la Biblia.
Permítanme relatar otro incidente. Mucho antes de la Conferencia Estatal en Dharwad, en donde Baba bendijo a la gente por primera vez en su propia lengua, el kannada, fui comisionado por Él
para traducir el telugu a ese idioma cada vez que dictara un discurso
en la región. Debo confesar que la tensión que acompaña a esta tarea de tanta responsabilidad, socava la atención que es esencial para
escuchar, entender, interpretar y articular el telugu del Señor. Busco
atraer la simpatía de ustedes por un error que cometí, que aumentó
la tensión y me tuvo preocupado por más de una hora y media.
Se trató de una reunión al aire libre, en el espacioso cuadrilátero
de un “bungalow” en Madikeri, en el Distrito de Coorg. Había más
de tres mil hombres y mujeres ansiosos de dharsan y deseosos de escuchar el Mensaje de Bhagavan y los bhajans que invariablemente
canta para beneficio de todos. Baba me pidió que hablara por algunos minutos, presumiblemente a guisa de levantar el telón. Cuando
me encontré frente al micrófono, mis ojos descubrieron en el horizonte de montañas, una ominosa falange de oscuras nubes de monzón, que emitían amenazadoras muecas y gruñidos, presagiando un
ataque. Los montes se estaban ya cubriendo por temor a la posibilidad de una terrible andanada acuosa. Pude ver que muchos de los
presentes empalidecían con la idea de empaparse bajo la descarga
de lluvia. Resolví narrar una historia que pudiera calmar su ansiedad.
Fue acerca de un incidente que se produjo en Puttaparti.
Baba era un muchacho de trece años. Indra, el Dios de los Cie-
293
los, deseaba lanzar toneladas de lluvia sobre la aldea en donde
Baba, el Sai Krishna, cuidaba vacas y terneros. La gente corría
precipitadamente buscando protegerse del inminente desastre.
Venkamma, la hermana mayor, estaba paralizada por el pánico. Había planeado construir una casa y los ladrillos, aunque estaban apilados en el horno, estaban mojados todavía y esperaban ser cocidos. Era seguro que la lluvia arruinaría el horno y
reduciría los ladrillos a una informe masa de greda. Alguien le
aconsejó que cubriera los ladrillos con atados de caña de azúcar
que podría conseguir en Karnatanagapalli, el poblado frente a
Puttaparti, en la ribera derecha del Chitravathi. Como quince
hombres se ofrecieron para ayudar y siguieron a Venkamma
cuando corría sobre las arenas del lecho del río, hacia el grupo
de casas. Baba también corrió tras ellos. Mas, se detuvo repentinamente, después de haber recorrido la mitad de la distancia.
Gritó: “¡Venkamma! ¡Vaanaraadu!”. Vaana (la lluvia) raadu (no
vendrá). No podía venir. Su voluntad había alejado las nubes.
Observé cómo los rostros irradiaban fe y coraje y me senté,
complacido conmigo mismo, sólo para levantarme muy pronto de
nuevo. Baba comenzó Su discurso.
Mientras hablaba por el micrófono, me sentí atemorizado al ver
que las nubes descendían sobre la cadena de montañas, las que
temblaban bajo el impacto de la tormenta. La tempestad, en un
arrebato de desenfrenada travesura, empujó a la lluvia hacia el bajo
de las laderas. Mi mente aleteaba de confusión. Una parte mía proseguía con la traducción, en tanto que el resto de mí me echaba la
culpa por el descaro de haber elegido esa historia del Vaana raadu.
La “vaana” avanzaba rápidamente, envolviendo el valle, azotando
las junglas que se escondían allí. Empapó las colinas y bombardeó
las alturas sobre las que se levantaba Madikeri. Sobrepasó el bazar y
la estación de autobuses, a medio kilómetro de distancia.
Baba seguía hablando, tan dulce y serenamente como de costumbre. Concluyendo Su discurso con una lluvia de Bendiciones,
cantó tres bhajans y le indicó a Ravindra Punja, quien se adelantaba
con la bandeja del Arati, que esperara y no encendiera aún la llama
de alcanfor. Comenzó a hablar sobre el duelo que yo sostenía con
294
un dilema. Tuve que traducir también esas frases lentas y deliberadas al kannada, para beneficio de la numerosa audiencia.
“Antes de que Yo comenzara a hablar, Kasturi les aseguró que
la lluvia sería ahuyentada por mí. Él no tenía una fe firme en ello,
aunque trató de inspirar fe en ustedes. ¡Pobre hombre! Todo el
tiempo estuvo temiendo, preocupándose, rezando, suplicándome.
La lluvia cae ahora torrencialmente en Mahadevpet. Llegará hasta
este lugar sólo en veinte minutos.” Por ende, tuve que hacer que
esos devotos se dieran cuenta de que yo era como la mayoría de
los demás que habían conocido: un péndulo que oscila entre la
aceptación y la aprensión. Como Baba lo ha estado reiterando,
sondear Su Gloria, es algo que está realmente más allá de nosotros.
Murphet ha escrito que Baba contiene en Sí Mismo y tiene bajo Su
control todos los Poderes de Dios, al igual que una botella de tinta
en la que se haya comprimido un océano. Las Upanishads declaran que Aquello es pleno y Esto es pleno. Baba ha anunciado también que Él es todo lo que es Dios y que es Su Amor lo que le impulsó a venir en esta forma humana. Felizmente, podemos medir
Su Amor, mas no así Su Sabiduría y Su Poder.
Bhagavan ha declarado que en este Avatar Él ha asumido el papel de Maestro, de Maestro de la Verdad. Por ende, Él es tanto Rama como Krishna. Su historia se encuentra tanto en el Ramayana
como en el Mahabharatha. Cuando Baba nos dice que Su Vida es
Su Mensaje, es Rama. Cuando nos dice: “Hagan como hiciera Rama, pero no hagan como hiciera Krishna”, ¡nos está advirtiendo
acerca de tratar de usar montañas como paraguas! Nos aconseja
“actuar como lo enseñara Krishna”. “Yo puedo —declara— levantar toda una cadena de montañas con Mi dedo meñique. Para ustedes es suficiente aventura el practicar una sola línea del Gita.”
Baba le enseña un Gita especial a cada buscador y a cada casta,
clase, grupo de edad, profesión o comunidad. He escuchado Sus discursos dirigidos a los niños, a las mujeres y a los ancianos, a los ciegos, a los impedidos, a estudiantes del Veda Patasala, de Institutos
Superiores, Escuelas Universitarias, Institutos Tecnológicos, Institutos
de Ciencias, Colegios para Mujeres, Universidades Agrícolas, Colegios Médicos; reclusos de Hogares Temporales, Orfanatos, Escuelas
Correccionales, Reformatorios y Cárceles; a docentes de Jardín de
295
Infantes, de Primaria y Secundaria; a Directores, Profesores, Psiquiatras, Médicos; a los Leones y Rotarios; a hombres de negocios, ejecutivos, jefes de Órdenes Religiosas, obreros de fábrica, obreros de la
construcción de represas, mineros y campesinos; enfermeras y personal del servicio social; técnicos, investigadores en energía nuclear,
soldados zapadores y mineros; escolares; oficiales de ejército; personal de la Fuerza Aérea; poetas, pundits, literatos; granjeros, pescadores; policías, peregrinos y monjes; periodistas y tribeños; estudiantes
universitarios, hombres y mujeres. He versificado las impresiones
que he ido reuniendo mientras observaba los rostros de estos grupos,
durante cientos de discursos de Baba en aldeas, pueblos y ciudades.
El impacto de los discursos de Baba sobre los oyentes es profundamente positivo.
Su charla, encuentran, es refrescante, no paralizante,
entibiante, no quemante; es llovizna y no tormenta;
sanadora para los dolientes, hace gemir los corazones;
serenadora sin estigmatizar; es tónico total;
fragante y calmante; mejoradora sin violentar.
Impulsa a indagar, obliga a asentir,
disipando depresiones, rechazando vacilaciones,
infundiendo fe, soldando fisuras, disolviendo venganzas,
sin imponer doctrinas, aplacando rencores entre los dogmas.
Informando, con gracia y sin herir, cautivando,
eligiendo al que responde, alentando al deprimido.
Ondas de sonido esparciendo Amor, más veloces que la Luz.
Al oír Sus palabras, decides, en silencio,
dar un paso adelante en la ruta del peregrino…
Despliega tus alas, explora el cielo
y busca regiones más allá de tu alcance.
Él le da la bienvenida a los que tienen hambre y sed,
los que cojean y se lamentan, los que trepan y resbalan,
¡enderezando a los que se doblan, animando a los extenuados!
Él abre los ojos y fortalece los miembros,
despertando a los dormidos, poniendo de pie a los sentados,
haciendo caminar a los que están de pie y marchar al que camina,
haciendo llegar a los que marchan y fundirse en Él a los que llegan.
296
SU HISTORIA - LA HISTORIA
D
urante treinta y dos años, desde 1921 hasta 1954, había sido preceptor para clases preuniversitarias y para
estudiantes que se preparaban para los exámenes de
graduación y de postgrado. Por término medio, debo haber dictado
diez charlas semanales por treinta y seis semanas cada año. Alternadamente, entusiasmaba y moderaba a los jóvenes cambiando de
humor, según reza el dicho, porque la Historia es la narración del
auge y la caída del Hombre, cernida con antagonismos y antipatías,
crucifixiones y cruzadas, Tamerlanes y Juanas de Arco, Nerones y
Asokas, Legrees y Lincolns, Marco Polos y Hiuen Tsangs que encierran la sangrienta aunque colorida historia del “homo sapiens”. Como acto de penitencia por las absurdas bufonadas que realizaba en
la sala de clases como miembro de la honorable Facultad de Historia, me involucraba de buen grado en tareas que comportaran charlas extramuros para analfabetos, comerciantes, campesinos, prisioneros, etc., acerca de las aventuras, los logros y las experiencias de
los santos y sabios de la India, culminando en la gloriosa sinfonía de
Sri Ramakrishna Paramahamsa. Años antes de ser liberado del yugo de la Facultad, había hecho la promesa de que no me involucraría en vender al menudeo las estupideces del hombre bajo el pretexto de que merecen ser inmortalizadas como Historia.
Afortunadamente para mí, cuando quedé libre de los anillos
de la historia de la miseria, me encontré a mí mismo en el regazo
de la historia de la alegría. “Conviértanse en parte de Mi historia”,
fue la exhortación que Baba le dirigió a los miles que se habían
congregado en Prashanti Nilayam durante el Dasara de 1960. En
qué otra forma podía yo escribir Su historia, me preguntaba a mí
mismo mientras traducía para la reunión de devotos Su telugu:
Naa charithralo meeru cheripovaalee. Descubrí que la única gloria es Su historia. Ésta era la historia en la que ansiaba emplear
297
mis facultades y no la antigua, la medieval, la moderna, la oriental
u occidental o india, sino ésta, positiva y constructiva, concerniente a todo el género humano.
Se me hizo difícil resistir la tentación de aceptar invitaciones
de cualquier sector para hablar acerca del fenómeno Baba. Debo
confesar que cuando llegaba a saber de algún signo sorprendente,
de un paralelo épico o una declaración dinámica que pudiera iluminar una fracción del misterio de Baba, pensaba en mis antiguos
alumnos y colegas en la ciudad de Mysore. Aterricé en medio de
ellos y compartí con ellos mi Ananda. Recibí una carta de Swami
Abhedananda, residente en Rameswaram de Tiruvannamalai. Incluso antes de llegar a sus manos mi respuesta sobre que “Baba se
encuentra en Puttaparti”, Baba le había dado darshan en el Ashram, materializándose en su habitación a las cuatro de la mañana.
Baba le pegó en la cabeza, golpe que el anciano monje (setenta
años) describe como “fuerte, aunque soportable”. Luego, cuando
se incorporó en su lecho y encendió las luces, Baba no se desvaneció. Habló en telugu, por más de cinco minutos, sobre el proceso de la meditación que correspondía a las aspiraciones y logros
del monje, y desapareció, diciendo: “El golpe te orientará para
pensar en la dirección correcta”.
¡Cómo podía leer esta carta y reprimir el deseo de subirme a lo
alto de la casa para hablarle a gritos sobre ella a todos los que pasaran por allí! La historia no guarda ningún registro auténtico de tales
incidentes en los anales de ningún país. Cuando oigo hablar de historias similares de Baba o de las profundas interpretaciones de los
antiguos textos que Él haya dado durante alguna conversación casual, mi corazón se acelera. Corro hacia algún grupo de almas fuertes y me deleito compartiéndolo generosamente con otros. “A lo
largo de todo el día, Tu justicia, Tus actos de redención, estarán entre mis labios”… Éste es mi mensaje para mí mismo.
Durante el Curso de Verano sobre la Cultura y la Espiritualidad
Indias, el primero de todos los que se realizaron en Brindavan, Whitefield, se me permitió hablarle acerca de Bhagavan a los participantes. Bhagavan se encontraba presente entre los estudiantes.
Cuando terminó la charla previa a la mía y me aprestaba a subir los
peldaños hacia el estrado, Él se levantó y se adelantó. Se encargó Él
298
mismo de la tarea de presentarme a mí y al tema sobre el que hablaría. Lo hizo en una frase: “Ahora, nuestro Kasturi danzará”.
¿Qué otra cosa podríamos hacer cuando compartimos el Amor
y la Alegría que Él derrama sobre nosotros? El Infinito ha entrado
en la forma humana para satisfacer “el hambre de su alma” y para
hacer infinito al Sí Mismo, para que pueda satisfacer su hambre de
Dios. Por eso, es imposible que el frágil cuerpo contenga el éxtasis,
el que rebasa en deleite y danza. Baba se ha anunciado a Sí Mismo
como “Yo soy el Maestro de Danza, Yo soy Nataraja, el Primero entre los Danzantes”. Danza en cada célula de este cuerpo; danza en
cada átomo. Y también nosotros somos inducidos a danzar. De hecho, Baba ha confesado: “Sólo Yo sé de la agonía de enseñarles cada paso en la Danza”. Cuando danzamos, nos sentimos abrumados; nos perdemos en la melodía, la armonía, la serenidad. Mi venerado Gurú Mahapurushji escribe: “Perdíamos hasta las sensaciones de hambre y de sed. El conserje en la planta baja llegaba a temer que se derrumbara la casa”. Nos quedamos absortos en la contemplación de nuestra propia inmensidad e inmunidad. En el Rig
Veda, el más temprano testamento de la raza humana, el sabio ha
revelado la meta de todas las rotaciones del hombre en la Tierra:
“Agaama (hemos venido) Nrtaye (para danzar), Hassaya (para reír)
draagheeya aayuh (durante una larga vida)”.
La India nororiental fue quizás el primer salón de baile en el que
pude iluminar rostros con el anuncio de que el Infinito ha venido a
realizarse a Sí Mismo dentro de los límites del hombre, en el que su
Yo brilla con silencioso esplendor. Mi hijo era Director de Reconocimiento Geológico de la India, teniendo como cuartel general a Shillong y a toda la región nororiental como campo de estudio. La región comprendía los Estados de Meghalaya, Assam, Tripura, Mizoram, Nagaland y Arunachala Pradesh. Algunos miembros del personal del ejército y la marina, como una docena de ingenieros y médicos y un puñado de sadhakas de esta región, habían descubierto al
Avatar y anhelaban darle la bienvenida en sus corazones. Mi hijo
compartió su experiencia y entusiasmo con ellos. Intentaba, durante
sus viajes, comunicarle el Mensaje a la gente común, que ya estaba
madura por la adoración del Bhagavan que les implantara el gran
santo Sankardev. Los tribeños que habitaban la frontera montañosa
299
del subcontinente, habían tomado contacto con Puttaparti y con
Baba al ser llevados en gira por el país, en grupos guiados organizados como Bharath Darshan por el Gobierno de la India.
Mientras viajaba hasta Shillong, los devotos prepararon una
“danza” en la espaciosa sala de la Biblioteca. Le hablé a un grupo
de Jawans en Shillon Bajo y a hombres de la Fuerza Aérea en
Shillon Alto. El Gobernador Sri B.K. Nehru (al que se le decía
afectuosamente “el Viejo”) supo que me encontraba de gira y buscó saber acerca del mensaje para la humanidad de Baba y de Sus
planes y proyectos. Me contó que algunos parientes cercanos, residentes en Bombay, estaban vinculados a Baba y le habían relatado sus experiencias con los milagros de Baba. “Sin embargo —me
confió— la forma en que su Baba puso en vereda y suavizó a ese
jefe tribeño B.Y., es, a mi juicio, un milagro real. Me gustaría que
pudiera visitar Along, que queda cerca de la frontera y conocer a
la gente de allá. Haré todos los arreglos para su visita. Tiene que
aceptar. Ésta es una misión que vale la pena”. Conocía a la persona que mencionara: había estado en Puttaparti con un grupo del
Bharath Darshan dirigido por un Subsecretario del Gobierno, Sri
Patir y un arquitecto del Departamento de Obras Públicas, Sri
Sarma. Sarma había sido comisionado para diseñar un templo
para los dioses tribeños Donyi y Polo, que el Gobierno construiría
en Along.
B.Y. sufría de un extraño dolor intestinal que le había convertido en un inválido crónico. Médicos y cirujanos, tanto de
Shillong como de Gauhati, habían sido incapaces de curar el dolor o de regularizar las deposiciones. Se le había pegado como
una abrazadera. Salió de numerosos hospitales con el interrogante intestinal intacto. El coronel K.A. Raja persuadió a B.Y.
para unirse al grupo de tribeños que viajarían por la India. El coronel, Consejero del Gobernador en los asuntos de las tribus,
era devoto de Baba y estaba seguro de que cuando el grupo llegara a Puttaparti el dolor desaparecería. “Vas a ser llevado a la
Presencia del Dios Viviente. Él exhorcizará al demonio que ha
hecho de tu abdomen su residencia”, le aseguró Raja a B.Y. Se
comprobó que sus palabras fueron verdaderas.
300
Baba mostró que sabía de la agonía. Dijo que toda la tribu
observaba ansiosa su tragedia. Creó una pequeña cantidad de
ceniza curativa desde el aire que les rodeaba. El funcionario informó en Shillong que B.Y. había sido sanado tan dramática y
efectivamente que, a partir de ese día, consumió alimentos por
valor de treinta rupias diarias y en nada le afectó su glotonería.
Las buenas noticias se esparcieron entre los tribeños. Le dieron
una alegre bienvenida al estómago. Baba se convirtió en Dios,
venido como médico, con la ceniza como panacea.
Llegué a Along después de más de ciento cincuenta millas en
“jeep” por un camino fronterizo, quebrantador de huesos (desde
Lakhimpur Norte en donde me dejó el avión). “Dancé” frente a una
numerosa concurrencia de tribeños y mujeres. Les hablé del Dios Viviente que había bendecido a su jefe con una pizca de ceniza. Me
mostraron el sitio en que había de levantarse el Templo de DonyiPolo. Me contaron que Baba le había dado al arquitecto un diseño
para su estructura.
B.Y. y el grupo de Bharath Darshan habían salido para
Bangalore en el autobús que partía antes del amanecer. De modo que, aunque Patir me había contado al oído las buenas noticias de que Bhagavan lo había bendecido con un plato y un plano, no había tenido ocasión de echarles una mirada. En Along,
estando en el sitio del templo, le pedí al oficial, que era mi acompañante, que me los trajera. Fueron rápidamente hasta la tesorería del Comisionado y regresaron con dos cajuelas de madera
que abrieron con reverencia, una después de la otra. La primera
contenía el plato de Panchaloha con los símbolos de Donyi (Sol)
y Polo (Luna) grabados dentro del OM, la sílaba mística de los
Vedas. La segunda contenía un sobre vacío y una hoja de periódico. También ellos eran regalos de la Mano Divina, declararon.
Con un esfuerzo de voluntad deseché la sonrisa que amenazaba
con asomar en mi cara, porque noté la profunda lealtad que
mostraban por todo lo que Baba tocaba o transfería.
Sobre la cara en blanco de un sobre usado que contuviera
una carta dirigida a Él, Baba había dibujado el plano para el
301
templo. Había un círculo justo delante del santuario rectangular.
Les había explicado: “Ésta es una plataforma para sus danzas
propiciatorias”. Dibujó una figura circular alejada de la entrada
principal y dijo: “Aquí es donde sacrificarán animales, si fuera
necesario”. Pero les aconsejó: “No maten animales para contentar a Donyi y a Polo. Los animales también son criaturas Suyas. Díganle a su gente que los Dioses estarán más complacidos
si se aman los unos a los otros. ¡Recuerden! No maten animales
los domingos (Día de Donyi) ni los de Luna Llena (Día de Polo).
Y déjenme decirles hoy mismo que cuando Yo visite su Along,
no deben matar animales en ningún lugar ni por razón alguna”.
Concluí en base a lo que me informaron, que Baba había plantado las semillas de la duda y el desagrado sobre el valor y la validez de la tradicional ofrenda de un ternero engordado, semilla
que crecería rápidamente para convertirse en un sano escepticismo. ¡Cómo podría sentirse complacido Dios cuando Sus hijos dejan frente a Él los cadáveres de sus hermanos, asesinados
por ellos en Su nombre!
Mis dos charlas a los tribeños fueron traducidas al adi por el oficial designado con este propósito. (Según informó Patir, en Puttaparti Baba le había hablado a B.Y. y a otros en el dialecto adi, que era el
suyo.) En Along pasé un día en el Instituto Superior de la Misión Ramakrishna. Swami Bhavyananda, el Director, era un monje de Karnataka, a quien conocía desde hace años y conversamos nostálgicamente de los viejos tiempos y de recuerdos que parecían no desvanecerse nunca. Le hablé del Avatar de Sai a los monjes y a devotos seglares, como también a los alumnos del Instituto. B.Y. había
hecho arreglos para un Satsang en su residencia, el último día de
mi permanencia. Swami Bhavyananda y yo nos quedamos a comer con él una vez que el Satsang se dispersó. La devoción de los
simples tribeños hacia el Dios Viviente fue una lección para mí,
que me enseñó a aplastar los depósitos de dialéctica escolástica
que se habían acumulado en cantidad sobre mi buddhi, en capas
tan gruesas, que no llegaba a iluminarlo el esplendor del Atma.
Volví a la región del Noreste cinco años después, cuando me invitó el presidente de la Organización de Seva Sri Sathya Sai del Es-
302
tado para presidir la Conferencia de Encargados de las Unidades, las
que se habían multiplicado rápidamente entre la población y las tribus. La atmósfera estaba fragante con incienso; en las cumbres retumbaba el eco de los bhajans; en los valles resonaba el OM; los
namghars despertaban antes que los pájaros, y el Sai Ram se había
convertido en el “Ábrete Sésamo” para los corazones de los pobladores. Hasta los niños que jugaban a las canicas junto a los caminos,
invocaban al Sai Ram antes de lanzarlas.
La Conferencia en Shillong reunió a devotos provenientes de lejanos poblados y aldeas. El coronel K.A. Raja, para entonces Vicegobernador de Arunachal Pradesh, me persuadió para que visitara
Tezpur, la capital, hasta que se completó la construcción de la nueva
metrópolis. Le hablé a los funcionarios, tanto civiles como militares,
a los que el coronel había invitado al Raj Bhavan. Cuando me senté,
se levantó para anunciar que él también era devoto de Bhagavan,
habiendo encontrado en Él la misma Forma Divina que adoraba
desde hacía años. Les relató a todos un incidente ocurrido en el Raj
Bhavan mismo. Un gigantesco soto de bambú dentro del recinto del
Bhavan, en torno al cual se levantaban las tiendas de los obreros de
Nepal, se incendió, relató. Las llamas se elevaban a gran altura y
cuando las gruesas cañas huecas estallaban con el calor, retumbaban
como artillería. “Yo no estaba allí. Mi mujer corrió hacia el pórtico
de la casa y vio el incendio. Temió que los hogares de los nepaleses
fueran reducidos a cenizas. Gritó: ‘¡Sai Baba! ¡Sai Baba!’.”
El coronel Raja hizo una pausa. Nos preguntábamos qué seguiría. Continuó: “El fuego se apagó en cinco segundos… Ni una docena de bombas de incendio podrían haber hecho eso”. Con estas palabras, invitó a los presentes a salir con él y observar el soto de bambúes. El llamado había hecho llegar la respuesta. El milagro estaba
allí, para que todos lo vieran y se rindieran. A unos dieciocho pies
de altura, cada macizo de bambú mostraba una punta ennegrecida
que demostraba, más allá de toda posibilidad de duda, que el fuego
había debido obedecer instantáneamente y sin vacilaciones a la Voluntad de Sai que respondía al ruego.
En Tezpur pude visitar el Centro de Entrenamiento de las Fuerzas de Seguridad Fronteriza y estar presente mientras se dedicaban
al bhajan. Les hablé sobre el Advenimiento del Avatar y Su Mensaje
303
de Salvación a través del Amor. Los jawans de Kerala descubrieron
que yo había nacido y había sido criado en su país de montaña y
mar (las dos voces de libertad que animaran a Sankaracharya a emprender la aventura liberadora del Advaita), se reunieron en torno a
mí y les recité un largo poema en malayalam que había compuesto
sobre Bhagavan. Muy, muy lejos de los bosques de palmas y mangos de la tierra natal, se emocionaron con el poema y se empaparon en la majestad que exhalaba.
Desde Tezpur seguí a Nowgong, cruzando el río Brahmaputra
que extiende sobre cuatro millas su airada obstinación. En Nowgong,
Dibrugarh y Tinsukia, hubo cientos de devotos sometidos a la terapia
Sai para eliminar los impulsos egoístas y el espiritualismo exhibicionista, que prestaron oídos a mis charlas. Baba me había adelantado,
al despedirme de Él en Puttaparti: “Cuando anuncien una charla dictada por ti, asistirán treinta personas. Cuando anuncien una charla
tuya sobre Mí, asistirán trescientas”.
En Su propio estilo inescrutable, Baba se había instalado en miles de corazones y hogares, y muy pronto descubrí que había sido
enviado para aprender más que para comunicar lo que había aprendido. Los relatos que escuché, los devotos que encontré, los signos
de Su presencia y de Su afán por revitalizar y remodelar que observé
en aldeas y plantaciones, en campos y poblados a los que me llevaban mis anfitriones, me hacían vacilar en exhibir credenciales. Me di
cuenta de la validez de la declaración que a menudo había hecho sobre Baba: “¿Qué es lo que saben del Prashanti Nilayam los que sólo
conocen Prashanti Nilayam?”.
Al hablarle a mis alumnos en los años veinte de este siglo
acerca de la Historia Británica, me sentía inclinado a explayarme sobre el alarde anglosajón de “¿Qué es lo que saben de Inglaterra los que sólo conocen Inglaterra?”, pese a que le agregaba un anexo: “Los británicos gobiernan un imperio en el que el
sol no se pone nunca, porque Dios no puede confiar en ellos en
la oscuridad”. Aquí sin embargo, hay un imperio ganado por
Baba, un imperio en donde el Amor brilla para siempre, ganado
por medio de la compasión, una “mancomunidad” de devoción,
dedicación y disciplina.
304
En Tinsukia, la Ciudad del Petróleo, le hablé a un grupo de niños acerca de la Palma levantada de Baba, el Abhaya Hastha, que
mostraba el retrato que tenían al frente y prometí premios para
composiciones acerca de lo que les había dicho. En Dibrugarh, relaté la historia de las Upanishads de un resplandeciente Pilar de Luz
que apareció ante los Dioses mientras festejaban orgullosamente su
victoria sobre los demonios. Les colocó al frente una brizna de pasto. El Dios del Viento no la pudo estremecer, pese a desencadenar
su más furiosa tormenta. El Dios del Fuego no pudo dañarla, pese a
que creó el más colosal de los incendios. El Señor de los Dioses fue
humillado. La Luz era UMA o AUM, la Omnivoluntad, Brahman
mismo. Los devotos saben que Baba es la refulgente encarnación, la
Omnivoluntad frente a la cual la Ciencia, la Psiquiatría y la calidad de
Pundit se retiran más tristes y más sensatos, al igual que les sucediera a estos dioses.
Seguí viaje a Gauhati, pasando por una plantación de té, en
donde los colectores caminan entre los alojamientos cada jueves y
domingo, cantando bhajans desde tempranas horas, terminando el
coro postrados ante Él. Baba se había establecido en docenas de hogares en la ciudad y sus alrededores. Pude ver Sus pisadas en la ceniza que derramó para anunciar Su Presencia. Les relaté historias
acerca de la niñez de Baba a los niños, que llenaban un gran recinto.
Todos eran pupilos de las clases de Bal Vikas. “Dancé” en el Centro
de Servicio del Samithi y en la Sala de la Biblioteca. Mas debo confesar que me embargaba un deleite aún mayor cuando dancé, sosteniendo una gata sobre mi pecho, en el suelo del salón de la residencia de la enfermera jefe del Hospital Gubernamental en Gauhati.
Mientras agasajaba a los aldeanos en Karnataka con recitales de Harikatha, me había explayado sobre el episodio en que
Vishnu salva a un elefante que pugnaba por arrancar su pata de
las fauces de un cocodrilo, con el golpe de Su irresistible arma
Sudarsana. Representa una ilustración épica de la compasión
Divina. Yo solía omitir ciertas ornamentaciones con las que los
poetas habían aderezado lo sublime de esa compasión: que el
elefante no era en absoluto un elefante, sino un Raja que había
sido convertido en uno de éstos por una maldición, al que se le
305
había prometido la liberación de ella cuando Vishnu se presentara ante él como su Salvador; que el elefante había sostenido
por mil años una guerra con el cocodrilo antes de acordarse de
Dios e invocarle, etc., etc.
La gata, Minkie, que yo acariciaba, había sido salvada de la
muerte por Baba, en una ocasión en que era golpeada por la niña
que era su dueña, en un ataque de mal genio. En la casa había dieciséis retratos de Baba a través de los cuales Él fue testigo de la tortura. Todos fueron cayendo de las murallas, poniendo sobre aviso a la
enfermera, cuyo estallido de enojo era el causante de la tragedia.
Esta señal para indicar Su Presencia es un fenómeno común experimentado por los grupos Sai. El Dr. Samuel Sandweiss, el psiquiatra de California, escribe en su libro: “Una noche, Sharon y los niños estaban hablando sobre Sai Baba en
nuestra sala de estar. Querían saber si en verdad era real. ‘Pienso que es real’, contestó con ciertas vacilaciones uno de los niños. En ese mismo momento una gran fotografía de Baba cayó
repentinamente al suelo desde una mesa cercana, asombrando
a todos. Con maravillados susurros todos comenzaron a afirmar
‘debe ser real’”.
Alarmada, la enfermera le suplicó a su hermana que dejara de
golpear a Minkie y cuando la temblorosa gata fue puesta sobre la mesa, se sacudió para aliviar el dolor. Al hacerlo, la cubierta de la mesa
recibió una lluvia de vibhuti, fino, fragante, auténtico de Puttaparti.
“Si me necesitan, me merecen —dice Baba— llámenme por cualquier nombre y responderé de inmediato.” ¡Qué historia para iluminar las páginas del Bhagavatham que se está desarrollando frente a
nuestros ojos ahora! La historia tiene un asombroso complemento.
La hermana de la enfermera viajó a Prashanti Nilayam meses más
tarde y Baba le puso en las manos —las mismas manos que le habían
causado tanto dolor a la gata mascota— de manera inesperada, un
puñado de paquetes de vibhuti, con la orden: “¡Esto es para la gata!”.
¡No es raro que haya danzado con la gata sobre mi pecho! Mientras
escribo, tengo ante mí una fotografía de la gata, sentada sobre la me-
306
sa sobre la que cayera copiosamente el vibhuti que Baba derramara
sobre ella. Ella me mantiene alerta en contra de cualquier pensamiento, palabra o acto que induzca o sugiera daño, insulto o negligencia
hacia algún ser viviente: porque todos viven en Él y a través Suyo.
Desde Gauhati volé a Calculta, a través de una gruesa cortina de
oscuras nubes iluminadas por las ocasionales sonrisas de los rayos.
Me quedé en Calcuta por seis días. El presidente estatal de la Organización Sai de Bengala Oeste había preparado para mí un nutrido
programa de visitas y charlas en casi todas las áreas en donde había
devotos anhelantes de oír de Sus Lilas y Mahimas. Fue en verdad
tan recargado que, cuando tomé el tren a Puttaparti, mi anfitrión me
dijo: “¡Tío! La única ocasión en que pude darte algo de comer y de
beber fue cuando te di dos tabletas de aspirina y un sorbo de agua
para tragarlas…”. Era recogido en un camino y trasladado a otro,
tantas veces cada día, que perdí todo amarraje. Se me daba la bienvenida con gratitud, porque a todos les llevaba un soplo del ozono
de Puttaparti que ansiaban.
Viajé a Dakshineswar para rendirle homenaje a la Madre y al
Hijo de la Madre, el Paramahamsa que me condujo hasta Baba. Tuve una reconfortante y grata sorpresa cuando fui recibido por los residentes de Dakshineswar y supe que habían formado un Sathya Sai
Bhajan Mandali. Ellos me acompañaron durante mi adoración en el
santuario, y cuando meditaba en la habitación que Sri Ramakrishna
santificara por años. Nos sentamos en silencio en el terreno sagrado
cerca del bosquecillo de Panchavati, de cara al Ganges, renuentes a
perturbar la paz en nuestros corazones. Finalmente, me pidieron
que les hablara de Baba. Las palabras parecieron flotar hacia mi
conciencia y sentí que eran inspiradas por el Gurú Maharaj Mismo.
La hora que pasé compartiendo mi alegría con ellos se encuentra
aún grabada en oro aromático sobre las páginas de mi memoria.
Siento la necesidad de mencionar al menos unas pocas experiencias sobresalientes que viví durante mi estadía en Calcuta, porque
ofrecen atisbos de algunas facetas del esplendor avatárico de Baba.
La hermana Madhuri, mujer de un conductor de camiones, contribuía
con algunas monedas al fondo familiar, haciendo trabajos ocasionales
en los “bungalows” del vecindario. La familia se albergaba en un ruinoso “conventillo” ubicado en un sinuoso pasaje lleno de fango. Sin
307
embargo, cuando entramos al espacio que los dos pequeños de la pareja llamaban “hogar”, nos asombró la limpieza y la santidad que imperaban. Nos preguntamos cómo habían hecho para acomodar un
altar sobre el que había cuatro selectos retratos de Baba y de unas pocas deidades adoradas especialmente en Kerala. Fuimos recibidos con
bhajans y se nos ofrecieron pequeñas esteras para sentarnos mirando
hacia los retratos. Las fotos de Baba estaban cubiertas por gruesas capas de vibhuti y el sagrado polvo se escurría hacia platos colocados
bajo ellas. El vibhuti emanaba de las fotos en torno al rostro de Baba,
el que mostraba una benigna sonrisa desde cada una de ellas. Estas
formaciones las he visto en Nellore, Mangalore y Ernakulam.
Vi un pequeño ícono de Krishna, representado como bebé y gateando, que la hermana había descubierto entre las flores del altar
en Janmashtami, el sagrado Día en que se celebra el Nacimiento de
Krishna. Se encontraba en un recipiente que estaba casi lleno con el
Amritha que brotaba de la imagen del Señor. Pude certificar como
auténticos de Puttaparti su consistencia, su sabor y su fragancia,
puesto que he sido testigo de su fluir, lo he recibido en la palma de la
mano y sobre la lengua y he gozado del aroma y sabor del Amritha
creado por Baba directamente, en Puttaparti, Kovalam, Venkatagiri
y Banashankari. Lo había visto fluir de retratos e íconos en Tamil
Nadu, Kerala, Karnataka, Maharashtra y la India Noreste. No era de
extrañar que la fangosa callejuela se hubiera convertido en una ruta
de peregrinaje. Supe que estas ocurrencias no pueden ser suprimidas y ocultadas, ni podía desearse que desaparecieran. La gente venía, veía y se maravillaba; examinaba, experimentaba y quedaba
abrumada. Los que venían para burlarse, se quedaban para orar…
Baba se convirtió en el Dios del hogar para miles en todos los rincones de esta ciudad tan desigual.
Sudha Mazumdar me relató la historia. Era presidente adjunta
de la Asociación de Mujeres de la India; es una autora de reputación
y una incansable trabajadora social. Se había sentido atraída hacia
Baba desde que viera Sus milagros en aquella humilde choza proletaria. Con Baba siempre se da el amor a primera vista y, posteriormente, el deleite a través de la intuición. Luego tuvo una serie de visiones significativas y escuchó voces, lo que le fue confirmado posteriormente por Baba en Puttaparti.
308
Cuando visité Calcuta, unos pocos años después, ella me llevó a
la sección de mujeres de la Cárcel de Alipore, acompañándola durante una de sus visitas regulares para enseñarle la historia del Ramayana a las internas. Aproveché la oportunidad para relatarle a las desafortunadas reclusas algunas historias del Sai Ramayana. De la cortesía, la calma y la concentración con que las setenta mujeres presentes escucharon los dos Ramayanas, pude inferir que la simpatía y
la comprensión afectuosas pueden producir la mantequilla que le
gusta a Krishna, hasta de los corazones perversos y contaminados.
Sri S.P. Ghosh, Superintendente en Jefe de la Cárcel de Alipore, también se había enrolado, después de haberse graduado a través de Ramakrishna y el Tantrismo, en la Facultad de Postgrado de
Sai. Entré con él y nos quedamos meditando en silencio dentro de la
celda en donde Sri Aurobindo había tenido la visión de Vaasudevassarvamidam en el año 1908, durante su “Asrama Vas”. En 1909,
Sri Aurobindo salió de Alipore como una persona totalmente transformada: había descubierto que era un instrumento de Dios.
Permítanme una pequeña digresión para compartir con ustedes los pensamientos que fluyeron por mi memoria mientras estaba en esa celda. Aurobindo llegó a Pondicherry en 1910 y se
refugió en esa colonia francesa. Siguieron dieciséis años de Yoga
Sadhana. El 15 de agosto de 1926, mientras sus seguidores celebraban sus cincuenta y cuatro años (exactamente cien días antes
del nacimiento en Puttaparti de Sathya Sai Baba), Aurobindo declaró en su discurso: “El objetivo de nuestro Yoga es hacer descender a una Conciencia, un Poder y una Luz de Verdad, una
Realidad Divina diferente de la conciencia que satisface a un ser
común sobre la Tierra. Una Conciencia, un Poder, una Luz de
Verdad, una Realidad Divina que esté destinada a elevar la conciencia terrenal y a transformarlo todo acá…”. Me sentí supremamente feliz de estar en el lugar en el que Aurobindo había sido
bendecido con la primera visión que llevó más tarde a la segunda.
Durante otra visita, entré a la Cárcel de Dum Dum en Calcuta,
en un Día Sagrado en el que se les sirve a los prisioneros una comida de festival. Les hablé del Sai que comprende en Su Amor a los
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criminales, como a hijos descarriados Suyos, al igual que al resto de
nosotros que estamos fuera de los muros. Su Amor le lleva a pasar
por alambradas y piedras, por rejas y cerrojos hasta quienes ansían
limpiar sus mentes con el detergente de la devoción. Se mostraron
como entusiastas oyentes de las historias acerca de Su omnipresencia y Su compasión que les relaté. Me permito mencionar que tuve
oportunidades similares para llevar buenas nuevas hasta los ocupantes de las cárceles de Gulbarga y Mysore, en el Estado de Karnataka
y de Salem y Coimbatore, en Tamil Nadu. Los que me llevaron hasta estos hermanos baldados y enrejados fueron los devotos de Baba
dedicados a visitar las cárceles y abrir ventanas que le revelen a los
corazones oscurecidos el vasto espacio azul del Amor de Sai. Me he
encontrado con algunos de ellos que han venido a Puttaparti desde
Hazaribagh y Warangal, después de haber cumplido sus sentencias.
El arrepentimiento les ha fortalecido y la fe les ha reforzado la voluntad de evitar más caídas y emprender el camino hacia la meta.
Me encantaba ver la aparición de vibhuti y amrita en los retratos
de Bhagavan: una estrategia que convierte, al convencer hasta al
más perverso racionalista. Nunca me olvido del tiempo que pasé en
el departamento de un seguidor de Das Gupta. Describió cómo aparecía misteriosamente kumkum sobre el entrecejo de Baba y de
Anandamayi y cómo, el Día de Shivaratri había recibido del retrato
de Baba un lingam y, en los días posteriores, un damaruka (el tamborcillo de Shiva), un trisula (el tridente), una bilva de plata (la hoja trifoliada sagrada) y amrita en gotas. Había cantidades de vibhuti que
emanaba de fotos de Baba y, el más sorprendente de todos los fenómenos… del retrato del venerado Gurú de Das Gupta, Mohanananda. Él mismo había sido testigo del asombroso espectáculo que indicaba que Baba había señalado que estaba usando a ese Gurú como
Su instrumento para Su Tarea.
Había un Ravi Kumar Basu viviendo en la planta baja, cuyo hijo, un chico de tres años, no podía caminar erecto. Aunque la gente
sugiriera a los padres que recurrieran al vibhuti que se encontraba
tan abundantemente a disposición en el mismo edificio, su “supervisión científica” les aconsejó en contra. Sin embargo, una mañana
Baba impulsó al niño a subir por sí mismo los diecinueve escalones
hasta entrar en el departamento y al santuario de Das Gupta, a sen-
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tarse frente al retrato de Baba y a raspar la ceniza curativa con sus
dedos. Lo descubrieron cuando se la estaba aplicando en sus piernas. Cuando quise verlo, lo llamaron para que subiera y pude ver
que era un niño retozón y normal.
El Presidente del Estado de Bihar, Dr. Murthy, Químico Jefe de la
empresa Tata, me persuadió para que visitara Jamshedpur y Ranchi.
Me sorprendí al ver a una multitud de punjabis viniendo hacia nosotros cuando desembarcamos en la estación de ferrocarril. El reverendo Sri S.D. Khera, Presidente estatal de Bengala Oeste de la Organización de Seva de Sai, quien estaba con nosotros, no había revelado
que era el Gurú hereditario de una secta que comprendía a varios
cientos de familias. Como se anunció que él iba a presidir la reunión
para mi charla de la tarde, asistió un numeroso contingente de sus discípulos y fueron expuestos al Sai universal y unificador. En otro lugar,
el Madras Hall, se reunieron empleados de Tamil Nadu una hora antes de la indicada para la llegada del público, para escucharme leer y
explicar con ilustraciones el Sai Bhagavatham en su propio idioma.
El Dr. Murthy me obligó a interrumpir mi viaje y a bajarme en
una perdida estación, la de Chakradharpur, que contaba con un espacioso galpón como Centro de Bhajans y de Servicio, construido
por los miembros del Sathya Sai Seva Samithi local. Allí se me unió
un miembro de la Asamblea Legislativa de Bihar y también del Samithi. En la Asamblea representaba a las tribus aborígenes del área,
los Adivasis. Describió la sobrenatural sensibilidad de la gente en su
distrito: “Escuchan el silencio y ven el vacío; observan a Dios en la
temblorosa brizna de pasto y al demonio en un pájaro chillón”, dijo.
Explicó que no percibían disgusto, desprecio ni temor en los devotos
de Sai, de modo que confiaban en ellos como si fueran de los suyos.
Sin embargo, se mostraban suspicaces, con respecto a los proveedores de cuello y corbata y los investigadores intrusos en busca de
bocados antropológicos para sus tesis doctorales: no aprecian la caridad exhibicionista ni los programas que buscan fotografiar. Era bastante fogoso en su condena de tales tácticas y yo deseaba que el camino hubiera sido más largo, pero Ranchi se nos acercó con rapidez
y fue llevado a la sala de conferencias.
En el camino de regreso a Calcuta, fui cumpliendo compromisos en Kharagpur, Howrah y Burdwan. La colonia del ferrocarril en
311
Kharagpur era en verdad un poblado de devotos de Sai: habían conseguido un terreno y construido un centro para sus actividades de
sadhana y de servicio. En Howrah quedé sorprendido al encontrar el
ayuntamiento atestado de gente, sobrepasando su capacidad máxima, lo que evidenciaba los genuinos esfuerzos del Seva Samithi de
allí para llevar la lámpara del Amor de Sai a los hogares de los débiles y los vacilantes. En Burdwan también tenían un espacioso salón
en el ayuntamiento, en el que resonaba el eco de los bhajans cantados desde cientos de corazones. Me pude comunicar perfectamente
con la audiencia, ya que estábamos en la misma longitud de onda.
Ansiaba llegar también hasta Darjeeling, porque habían llegado
grupos de devotos de las regiones del Himalaya como el valle de Kulu, Simla, Sikkim Bhutan y Nepal hasta Prashanti Nilayam, en busca
de diagnóstico y medicación para sus males y habían retornado a casa curados, reconstruidos y aliviados. Aquellos que los encuentran
después se sorprenden frente a la transformación que han sufrido: la
confianza que exhiben, la cortesía que comunican y la calidad de la
amistad que manifiestan. Volé desde Calcuta hasta un lugar con un
nombre difícil, pero un aeropuerto tranquilo desde donde los hermanos de las montañas me llevaron en su automóvil, no a Darjeeling, sino a un pueblo equilibrado sobre un abismo.
Fue una conspiración inocente por parte de secuestradores
amistosos. Se me dijo que debía descansar y beber a sorbitos una taza de té caliente. Entretanto, rodaba la noticia de que Puttaparti había llegado, resonando abajo y arriba, en las casas aferradas a grietas
y hendiduras, sobre pequeñas cumbres, planicies y promontorios, de
modo que tres cuartas partes del pueblo, hombres, mujeres y niños,
me atisbaban a través de las ventanas, como si yo fuera un hombre
de la luna. Alguien los arrió como rebaño hasta una sala y luego me
llevaron allá. Se pusieron a cantar bhajans y la atmósfera se tranquilizó. Me alegré realmente cuando pude observar el brillo en sus ojos
mientras prestaban oídos a las historias sobre Sai Baba y la conquista del globo que Él ha logrado a través del Amor.
Después de esto fue liberado el automóvil y continuamos viaje a
Darjeeling en donde me aguardaba un movido programa como también una profusa provisión de guantes de lana, chales, chalecos y
calcetines tejidos y gruesas gorras.
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Le hablé a diferentes grupos durante mi estadía de dos días, pero son dos las ocasiones que se ganaron un espacio en mi memoria.
La primera fue mi charla al personal y a los alumnos de una escuela
que había establecido la mujer y madre de un hombre y su hijo que
habían muerto en un accidente en motocicleta, en memoria de ambos. Él había sido un ferviente devoto de Baba y la escuela funcionaba hacía sólo dos años. Mis anfitriones consideraron que para llegar
a tiempo a la escuela, debíamos pasar por el paseo que se abría entre dos filas de tiendas y negocios, en el que no se permitía el paso
de vehículos, salvo ambulancias. Sugirieron que debía enfermar,
puesto que la necesidad tiene cara de hereje. No era una idea que
me atrajera, pero me suplicaron que la aceptara. No tenía más que
recostarme sobre la banqueta acolchada y tres de ellos me acompañarían con expresiones compungidas. Tuve una visión de Baba riéndose de mi problema, mas asintió con la cabeza cuando le rogué que
dijera sí o no. De modo que llegó la ambulancia en respuesta a un llamado telefónico, subí y me tendí en ella. Los demás tomaron sus
puestos con sus máscaras de duelo y nos fuimos a toda velocidad por
“la tierra de ningún auto”. Al término de la función repetimos el truco.
Estando en Darjeeling podía ver la cumbre del Kanchenjunga
límpida y brillante. El deseo de poder ver cómo los primeros rayos
del sol despertaban al Monte Everest y lo transformaban en una resplandeciente visión, era irresistible, en especial porque su satisfacción
no dependía sino de un viaje en “jeep”, en las primeras horas de la
mañana, hasta Tiger Hill, en medio del frío cortante y el cielo claro
por sobre el monte. Mis anfitriones condescendieron, me transportaron allá y me colocaron en la primera línea de espectadores que esperaban de puntillas que se encendieran las luces del escenario de la
maravilla sublime. Las nubes, sin embargo, no condescendieron. Regresé con el corazón pesado y sintiéndome ofendido. Algunos peregrinos no pudieron asimilar la desilusión: “maldijeron” a las nubes.
Otros declararon que habían visto lo que no se les mostrara.
Yo, no obstante, obtuve un gran consuelo esa misma mañana.
El Monte Everest jugó a las escondidas conmigo y tal vez disfrutó de
su juego más bien “malvado”. Resulta que horas después me encontraba al lado de un hombre a quien la más alta cumbre del mundo
no osaba despreciar: él buscó y, pese a todo intento de ocultarse,
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ganó. Su nombre es Tenzing Norkay y, cuando fui al Instituto de
Montañismo de Darjeeling, me ofreció su mano en un largo y cálido
apretón.
En el Instituto me esperaba una sorpresa. Cuando subíamos
hacia el edificio por un sendero gravillado, encontramos a un hombre que barría la gruesa masa de hojas secas que habían caído desde los árboles que lo franqueaban. Repetía “¡Sai Ram! ¡Sai Ram!”
para sí mismo… ¡El ábrete sésamo hacia la paz y la alegría! ¡Aquí
estaba el Kohinoor (el más grande diamante encontrado hasta ahora, perteneciente a la Corona Británica - N. de la T.) envuelto en
barro!, me dije para mis adentros. Se le dijo quién era yo y de dónde venía, de modo que dejó de lado su larga escoba y corrió hacia
las chozas en donde vivían sus similares. Seguimos nuestro camino
y volvimos después de una hora al terminar nuestra ronda, para
ser invitados por él a una sesión de bhajans en el genuino estilo de
Puttaparti, desde Sri Ganesha a Jai Jadadeesha Hare y Sathya Sai
Babaji más el platillo con vibhuti. A millas de distancia de cualquier
parte y a plena vista de las cumbres de los Himalayas, un humilde
servidor de Sai cumple con Su directiva: “Maam Anusmara
yuddhya cha” (Manteniéndome siempre en su memoria, dedíquense al juego de vivir).
He tenido la buena suerte de pasar algunos días en el Estado de
Orissa que yo llamo Orissai, porque numerosos grupos de hombres
y mujeres voluntarios llegan hasta Puttaparti desde este Estado y se
distinguen por su entusiasmo en servir a los devotos. “Barremos los
anchos caminos y limpiamos el área para el Ratha de Jagannath
(Krishna o Vishnu - N. de la T.) en Puri, la Ciudad Sagrada. Por favor, asígnennos el mismo sagrado servicio de mantener el área de
Prashanti Nilayam reluciente, ordenada y limpia”, es lo que piden.
Esta gente ha sido conformada en sinceros y simples servidores de
Dios por los poetas, los pundits, Pandas (sacerdotes) y sabios del pasado. Jagannath, el Supremo Soberano del Cosmos en la forma de
Krishna, preside sobre esa tierra con Su hermano Balarama y su
hermana Subhadra. Para indicar que éstos no son sino Nombres y
Formas, receptáculos temporales de la Omnivoluntad, proceden a
renovar ceremonialmente, cada tantos años, los íconos de madera.
Al Señor Jagannath se le ofrece arroz cocido en ollas de greda, por-
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que ése es el alimento y el platillo en base al cual subsisten los millones de Jagannaths en esta sagrada tierra. Me sentí feliz de ser uno
de ellos ese día.
Desde Kudra, donde nos bajamos del tren de Calcuta a Madras,
seguí hacia Berhampore, Konarak y Puri. Debo decir que era arrastrado por la ola de afecto despertada por el recuerdo de miles de
devotos de los dichosos días que pasaran en Puttaparti y que ponía
en movimiento la mención de mi nombre y presencia. En Puri me
quedé petrificado frente a la magnífica expresión de la devoción de
un famoso pandit sánscrito por Sathya Sai. Era un carro de guerra
con cuatro briosos corceles prontos a saltar adelante. Se trataba de
la obra de escultores y pintores guiados por la mente de un poeta
místico que había concebido la escena clásica en el campo de batalla del Kurukshetra. El carro, de unos veinticinco pies de alto, desde
las ruedas a la bandera, y unos quince de ancho, era un verdadero
sueño hecho realidad, una visión que se había hecho tangible. Ahí
se encontraba Arjuna, desanimado y engañado, aunque se podía
entrever al discípulo y su dedicación. El Señor, la Verdad que defiende, la Bondad que sostiene y la Belleza que endulza el Cosmos, está
a su lado, sosteniendo el látigo para activarlo y las riendas para contener su indocilidad. ¡Y Krishna ha puesto ante Arjuna el Gita Vahini pronunciado por Sai Krishna! El carro simbolizando al Nara-Narayana, al diálogo ola-océano (en que el guión representa una hipótesis basada en la autohipnosis y no en la Verdad) se alza majestuoso, proclamando que Baba, pronunciando el Gita Vahini, es el Sanathana Sarathi.
He descubierto que todos los que han llegado a la presencia de
Sai, ya sea durante las visitas a los lugares en que es posible Su darshan o a través de las visitas Suyas en sueños o visiones, en películas
o retratos o en las páginas de los libros o apariciones reales y signos
y señales concretas, se sienten atraídos de alguna manera a congéneres devotos y se sienten impulsados a compartir su entusiasmo
con aquellos que son tan entusiastas como ellos mismos. ¡Cada cual
tiene un ramillete de dones, fresco y fragante en el altar interior! Durante mis estadías en diferentes lugares he tenido fe en la Divinidad
de Baba, una fe apuntalada más allá de roturas o daños: era el impacto de estas revelaciones íntimas de Su Gloria.
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Un funcionario del Departamento de la Renta confió que usaba
su “jeep oficial” para una peregrinación hasta un aislado santuario
de Shiva en la floresta, alcanzable tan sólo a través de una larga huella utilizable durante la estación seca. En el vehículo llevaba a las mujeres y los niños de dos prolíficas familias: la propia y la de su vecino. El santuario estaba dentro de una cueva en el acantilado de una
colina rocosa; su fama residía en su inaccesibilidad y en un incesante
goteo de agua desde el techo de la cueva sobre el Shiva Lingam. Supuse que su relato terminaría en que se quedarían atascados de noche en medio de la jungla. Así fue. El “jeep” se hundió en terreno
fangoso y sus pasajeros eran muy pocos y débiles como para sacarlo
hacia terreno firme. De modo que el devoto, el único hombre disponible en la crisis, corrió hacia la caverna con la esperanza de encontrar allí el refuerzo muscular necesario para recuperar el “jeep”.
Ahora no tenía interés en el Lingam ni en el goteo. Contó a
los hombres arrodillados o reclinados a la luz de la única lámpara
de aceite. Había siete mendicantes vestidos con túnicas color
ocre, pero no pudieron ser persuadidos para emprender una difícil caminata a través de, como dijeron, una jungla “infestada de
animales salvajes”. Esta observación le prestó alas para correr rápidamente de vuelta hacia el grupo de mujeres y niños abandonados. Cuando llegó a unas cien yardas del vehículo, encontró a un
pequeño grupo de hombres y jóvenes que le dijeron que habían
empujado el “jeep” hacia terreno firme. Ahí estaba, listo para ser
conducido de vuelta a casa. Desde la jungla en la que desaparecieron, les oyó gritar: “¡Somos Sevas de Sai!”. Por eso y por la consecuencia acumulativa de milagros de este tipo, Orissa ha llegado
a ser Orissai.
El ya fallecido Rao Saheb Lal fue Presidente de los Estados de
Delhi, Punjab e Himachal Pradesh. Estaba ansioso porque yo compartiera su alegría frente a la increíble velocidad con la que se difundía el Mensaje de Verdad, Moralidad, Paz y Amor de Sai en estos
Estados. Cada vez que visitaba la metrópolis, Baba atraía a cientos
de miles de personas diariamente hasta Delhi. Se le rendía homenaje bajo la forma de proyectos de servicio en las barriadas pobres y
los hospitales, en activos Centros de Bhajans, con donaciones de
sangre, con la organización de estudio de las Escrituras y de leccio-
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nes de espiritualidad para niños. De alguna manera, no había tenido
la oportunidad de estar en Delhi cuando había estado Baba (la más
reciente, en mayo de 1982). Sohan Lal, empero, me llevó a los
Centros de Sai Seva que habían brotado y florecido en todas partes
en que los pies de Loto del Señor habían tocado corazones humanos y grabado en ellos el Mensaje de: “Comiencen el día con Amor;
vivan el día con Amor; terminen el día con Amor: éste es el camino
hacia Dios”.
Sai me daba el valor para atreverme con el telugu cuando anhelaba ganarme la gratitud de los Andhras que vivían y trabajaban lejos
del punto sagrado santificado por el Avatar Sai. Hablé ante la Asociación Telugu del Colegio de Venkasteshwara en Delhi y le hablé a
devotos en telugu y tamil en la espaciosa sala de la residencia de Sohan Lal en el Golf Links Road. Sohan Lal me dio oportunidades para encontrarme con estudiantes, mujeres, niños y personal del Seva
Dal. Me llevó hasta Kurukshetra, en donde una asamblea de más de
quinientas mil personas había escuchado con silencioso arrobamiento la clarinada, lanzada por Sai Krishna, llamando a la pureza, el entendimiento y la simpatía, tanto individual como social. Me quedé
como transfigurado en ese sagrado campo, empapado en sangre en
muchas batallas fratricidas, pero que es, no obstante, un monumento al Auriga que le asegura la Victoria a la Verdad. Situados en la
brecha que corre entre las montañas y el desierto, a través del cual
pueden marchar los ejércitos desde el Valle del Indus al del Ganges y
viceversa, encontramos una serie de campos en donde los hombres
masacraron a otros hombres hermanos.
En Chandigarh hablé sobre el carácter único y universal del
Mensaje de Baba y sobre Su receta para refinar y divinizar nuestras
emociones y pasiones. Seguimos la huella dejada por Él, deteniéndonos en todos los puntos en que Él se detuvo y sentimos el eco de
Su voz en la conducta y la conversación de las personas que encontramos. Respiramos a Baba en Ambala y en Kalka y recorrimos por
completo un camino que los residentes de un poblado habían convertido en una ruta llena de colores y de cantos para la procesión
que acompañó al coche de Baba. Llegamos a Simla para alojarnos
en el mismo palacio en que Él parara. Frente a éste, se encontraba
el santo jardín donde se habían sentado los hijos de Himachal para
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ser mimados y alimentados por la Madre Sai. Sohan Lal me cuidaba
como una madre, alimentando la chimenea de la habitación en la
que iba a dormir y envolviéndome en suaves lanas. En base al número y la variedad de la gente que llegaba al palacio, pude medir el
impacto que Baba había causado en los simples montañeses, porque estaba seguro de que venían a oírme porque yo era una voz del
Puttaparti de Bhagavan.
La fragante madrugada se arrastró entre los cedros y los pinos y
encendió las margaritas y dalias en el pórtico. También hay un paseo flanqueado por tiendas en Simla, pero evité esta vez un segundo
encuentro con una pseudo fiebre y caminé por la calle hasta la Sala
de Conferencias, porque Sohan Lal me había contado de los miles
que llenaban hasta la última pulgada del paseo, escuchando con embelesada atención Su discurso y cantando entusiastamente, después
de Él, los bhajans en que Él los iniciara. Baba había caminado descalzo por el paseo, de un extremo al otro, además de pasar entre las
filas de hombres y mujeres, sonriendo, hablando, reconviniendo,
aceptando peticiones y ruegos, confiriendo dádivas y Gracia.
Muchos charlistas que saltan de estrado en estrado se quejan
de que, fuera de convertirse ellos mismos en aburrimiento insoportable para las audiencias que esperan que resulten edificantes,
ellos mismos se ven afligidos en corto tiempo por un aburrimiento
que les produce náuseas. Sin embargo, el mismo grupo de personas acepta de buen grado hasta la repetición de una misma charla
si ésta gira en torno de Baba, porque estará llena de gratas posibilidades. Puede evocar asombro, admiración, adoración, sumisión,
entusiasmo, gratitud, euforia, júbilo y cualquier otra o más reacciones similares. Este charlista jamás puede repetir una intervención, porque la imagen de Baba que está instalando en los corazones de los oyentes tiene un millón de facetas hacia las que puede
dirigirse la atención. El tiempo no deja sus marcas en Su Gloria: el
Baba siempre presente es eternamente dicha. El Samithi había organizado también, el mismo día, una función de anticipo de algunas danzas folklóricas del Himachal interpretadas por los estudiantes del Bal Vikas y que Simla iba a presentar en Puttaparti como
parte del Festival Nacional de Danzas Folklóricas durante la Celebración del Jubileo de Oro del Advenimiento del Avatar.
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Baba había viajado en auto por un camino cubierto de nieve
hasta un punto a unas quince millas de Simla, desde donde uno
podía ver los océanos que hibernaban sobre la cadena de los Himalayas, como gruesas capas blancas de nieve. También yo hice
el trayecto y me paré en el punto que me indicó Sohan Lal. Me
emocioné ante la escena soberbia y sublime que se extendía de un
extremo al otro del horizonte: picachos agudos y otros romos,
cumbres suavemente redondeadas y otras dentadas, con altas cadenas intermedias que resplandecían brillantes con pesadas coronas de plata, me dieron un Divino darshan. Era un cuadro espléndido que se conectaba con el cielo, un incalculable recuerdo en el
cofre de mi Ser.
Sohan Lal y yo también fuimos en coche a Jullunder. Bhagavan
había visitado Mogha cerca de la frontera con el Paquistán, para
inaugurar allí un prestigioso hospital. Eso fue un acto de Gracia.
Cientos de miles tuvieron darshan y pudieron escuchar Su encantadora voz y mensaje. Ese contacto se transformó muy pronto en
convicción en el heroico corazón de Punjab. Fueron derramados
signos y maravillas en abundancia. Los Sikhs de las Fuerzas Armadas buscaban la Presencia. En Jullunder, los devotos se reunieron en
una espaciosa sala y pude hablarles del Amor, la Sabiduría y el Poder de Baba.
Bhagavan me permitió presidir la Conferencia Estatal de las
Unidades de la Organización de Servicio de Madhya Pradesh en dos
oportunidades, una cuando se llevó a cabo en Indore, en el Oeste y
otra en Raipur, en el Este. Vi a Baba en los ojos de cada uno de los
delegados, ojos que brillaban al oír de un incidente que ilustraba Su
siempre presente compasión o ante cualquier poema que emergiera
de Él como canción. La melodía era la ola que llevaba Su Upadesh.
Hablé sobre la tarea que el Avatar había tomado sobre Sí Mismo y
cómo debemos nosotros, que hemos recibido la dádiva de la contemporaneidad, cumplir con la obligación que esta Gracia encierra.
En Indore aprendí mucho acerca de la Revolución Espiritual
de Sai. Los devotos del lugar tenían un estilo único de “alimentar
a los pobres” que está prescripto como disciplina espiritual. Cada
casa mantenía un paquete de alimento para adultos que comprendía los preparados que conforman el almuerzo de una familia. De
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hecho, el receptor desconocido de este paquete pasaba a formar
parte de los comensales de la misma mesa. A mediodía llegaban
los voluntarios en bicicleta para recoger, diariamente, las ofrendas
sacramentales de aproximadamente una docena de casas cada
uno y las entregaban reverentemente en las manos de quienes vivían de esta caridad. Llevé a cabo una corta encuesta entre los
miembros del Seva Dal y encontré que tenían muy poco del conocimiento que se puede derivar del Sathyam Shivam Sundaram.
Por eso, el Presidente del Estado hizo circular una directiva que indicaba que los que desempeñaban cargos y los voluntarios del Seva debían esforzarse por entender y asimilar el contenido de libros
sobre la vida de Bhagavan. Vi a un número de niños que eran alimentados y educados en un orfanato. Era tanto lo que se habían
transformado por el método de educación infantil del Bal Vikas de
Baba que incluso cuando propuse poner dulces en sus manos, no
se produjo ninguna estampida ni nadie estiró la mano antes de su
turno. ¡Y eso no es todo! Unos pocos niños en la Posición de Loto, con las manos sobre las rodillas y los dedos haciendo el Mudra, se habían sumido profundamente en la meditación, hasta que
los hice volver y los reuní con la clase antes de irme. No pude resistir la tentación de visitar Ujjain, en donde un activo Samithi exhortaba a los devotos a practicar la disciplina espiritual del Amor y
el Servicio. Mi charla fue traducida por un Profesor de la Universidad local, procedente de Tamil Nadu.
Al escuchar su meliflua dicción del hindi y recordando la encantadora cascada de hindi que caracterizaba el lenguaje de un inspector de impuestos de Indore que procedía de mi Kerala natal, sentí
un tanto de vergüenza por aferrarme patéticamente a un lenguaje
desconocido para la mayoría mientras comunicaba la Gloria de Su
Historia. Para vencer esta desventaja, me hice amigo de un colega
de Cachemira, doctor en Filosofía en hindi, y le persuadí para que
tradujera para mí, a un hindi simple y familiar, una larga y divagadora charla en inglés acerca de Baba que grabé en una cinta. Me dio
un legajo de veinticinco páginas de la versión en hindi. Mi lengua y
mi oído, acostumbrados por años a vivir y a arrellanarse en la familia de los idiomas dravidas (malayalam, tamil y telugu), no osaba internarse en un idioma indoeuropeo como el hindi. Pero me forcé a
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pasar la prueba: ensayé la charla ante algunos amigos y elegí nuevas víctimas cada semana. En lugares que me parecían apropiados,
insertaba tosesillas, hums, pausas, énfasis y apartes (los que también
había subrayado en el guión). Cuando estuve convencido de que podía hacerle frente a una audiencia en las regiones de habla hindi con
aquella charla escrita, leída como si hubiera sido mi lengua materna,
invité a algunos devotos hindi para asistir al último ensayo. Incluso,
antes de que pudiera terminar de leer diez páginas, me aconsejaron
abandonar la idea, aunque me congratularon por mi “valentía”.
Camino de Ujjan a Bhopal permanecí por un día en Sohore,
en donde le hablé en inglés a los estudiantes de la Escuela Agrícola, a millas de distancia de la ciudad. Como en su mayoría desconocían la magnificencia del Avatar, pude ayudar a dejar la impronta de Sai en sus corazones o, por lo menos, a despertar curiosidad
y un sentimiento de asombro. Los miembros del Samithi de Servicio Sai de la ciudad iban ese día hasta el Hogar de Leprosos y
acepté gustoso su ofrecimiento de llevarme con ellos. Los residentes, unos cuarenta, se sentaron en dos filas, sosteniendo sus platos
ante ellos, tan pronto como escucharon los bocinazos de nuestro
transporte, porque anticipaban un festín de chapattis, curry, dhal y
papad, además de un platillo dulce especial: srikhand. Sabían que
era eso lo que les tocaba esa semana, porque lo habían solicitado
y se les había prometido.
Me sentí feliz de descubrir una nueva forma que había tomado
el Amor de Sai en Sohore. Todos los domingos, cuando llegaba el
momento en que se retiraba la camioneta con los voluntarios del
Seva Dal, el jefe preguntaba qué platillo dulce querían los hermanos y hermanas leprosos que se les trajera en la próxima oportunidad. Generalmente lo indicaban de inmediato, porque expresan
sus ideas y, después de algo de discusión, llegan a un consenso.
Una anciana reclusa (había sido mendiga en Shirdi por muchas
décadas) era la que había recogido los votos para el srikhand, tenido en alta estima por los epicúreos de Maharashtra, y lo habían
pedido unánimente pese a que solamente ella sabía lo delicioso
que era. Los miembros del Seva Dal tampoco conocían el platillo,
de modo que le preguntaron a ella acerca de los ingredientes, las
medidas y el proceso de preparación. El producto de su experi-
321
mento viajó conmigo en el transporte y cuando fue servido, la señora de Shirdi lo declaró “excelente”. Los demás la secundaron y
pidieron más. Sí. Una cuchara sobre la lengua me dijo que era
ciento por ciento material de Pune. Esa señora debe haber sido
una extraordinaria cocinera antes de contraer la enfermedad y
convertirse en mendiga.
En Bhopal, la capital de Madhya Pradesh, me alegré muchísimo de hablarle a las alumnas del Colegio de Mujeres Sathya Sai y
de conocer a la Directora y al cuerpo docente. El presidente del
Samithi estatal había aceptado otros dos compromisos de charlas
en mi nombre, una en el salón de la Escuela de Medicina (en donde hablé acerca de las “curaciones” llevadas a cabo por Baba, de
todo tipo de “males”, ya sea en persona o de diferentes maneras)
y la otra en la Bharat Heavy Electricals Ltd., una empresa gubernamental. El auditorio de la empresa se llenó de científicos, ingenieros y técnicos. El Director Gerente presidia. Aproveché la
oportunidad para hablarles de las limitaciones de la ciencia y de
cómo Baba trascendía sus leyes. Los devotos se reunieron otra
noche y me oyeron hablar acerca de la Organización, sus ideales
y programas, como asimismo sobre las reglas de disciplina que
deben observar sus miembros.
Permítanme decirles que dondequiera que fui encontré bien
articulados grupos de hombres, mujeres y niños que representan
la Nueva Sociedad de la Era de Sai de la historia humana. El progreso humano en cualquier campo o en cualquier dirección no
puede llevarse a cabo por fases o por etapas. Como lo observara
Bergson: “En realidad, es un salto adelante”, y este salto según él,
solamente se logra cuando el género humano es sobresaltado o
sacudido por algún evento o persona sorprendente. Baba es esa
persona y los grupos con los que me mezclé en cada uno de los
lugares que visité, son los pioneros, los puntales, los propagadores
y los participantes. Las semillas plantadas son separadas, cualquiera sea el terreno. Cada unidad es una semilla que crece a su propio ritmo, enfrentando los obstáculos locales y asimilando los beneficios locales. Todas, sin embargo, son del mismo tipo, son alimentadas por el mismo sol y no entregan sino una cosecha: la
Cosecha del Amor.
322
Bombay ha sido definido por Baba como el estómago de la India y siendo que la cápsula que se traga fomenta la fortaleza de todo
el cuerpo, Bombay es tratado por medio de visitas anuales de Sai.
He tenido la oportunidad de encontrarme con devotos en Sion,
Chembur, Fort, Andheri, Sivaji Park, Worli y en muchas áreas suburbanas como Thana y Ullasnagar por más de una vez y he podido notar el fenomenal desarrollo en número, disciplina y fe. En esta
cosmópolis pude tocar los corazones de muchos hablando telugu en
Worli, tamil en Matunga y kannada en Sion.
Hace algunos años, el Presidente estatal de Maharashtra, Sri
M.M. Pinge, me invitó a compartir una gira en redondo, de Bombay a Bombay, por diez días, que realizaríamos en un furgón recientemente adquirido por la Organización. Éramos cinco hombres en
total. Mucho antes de retornar a Bombay, nos habíamos convertido
en una feliz y fuerte banda de héroes. Llevábamos películas de Baba
que se pasaban al terminar mi charla. La idea de ver una película
con Baba atraía a grandes multitudes, incluso en pequeños poblados a lo largo del camino, y el miembro del Seva Dal a cargo del
proyector elegía ubicaciones increíbles en su entusiasmo por exhibirlas, a la hora que fuera. El transporte se comportó consistentemente educado, evidentemente consciente de la misión que había
sido puesta en su camino. Los Seva Samithis de Sai habían publicitado nuestros programas con bastante anticipación, de modo que
éramos recibidos por la élite de cada pueblo, incluyendo estudiantes
y profesores, trabajadores sociales y aspirantes espirituales.
Aquellos eran días en que un Vicecanciller que había inhalado la
atmósfera de Dakshineswar tanto como lo había hecho yo, descargaba ira sobre el Sol al que no podía mirar, en contra de la “Verdad-Belleza-Bondad” que Vivekananda mismo había anunciado que vendría
a la Tierra en forma humana. Gente aferrada al racionalismo enterrado hace mucho por Eddington, Jeans y Cía., se pavoneaban por todas partes anunciando que, gracias a sus conjuros, habían exorcizado
a la tierra de Dios y los hombres de Dios. El resentimiento que dejaban con su cacofonía y la admiración despertada por la indiferencia
olímpica que les mostraban hasta los más sensibles de los devotos de
Baba, hizo que, en todas partes, llegaran miles para escuchar, para
ver y para retornar con una fe en Dios despertada o profundizada.
323
Yéndonos de Bombay por el camino costero, llegamos a Ratnagiri a tiempo para el compromiso de la charla y la proyección de la
película. Un gran número de devotos de esa ciudad ha estado esperando por años la prometida visita de Bhagavan, y muchos sintieron
ahora que Baba estaba realmente presente y sentado en el sillón colocado para Él en la cabecera de la sala. Nuestra siguiente parada fue
Goa, marcada en oro en el Mapa de Sai, debido al milagro de la
apendicitis en el Raj Bhavan. Desde Goa seguimos a Sangli y a Miraj
y luego a Satara y a Poona. Me alegré de poder hablarle a dos asambleas en dos lugares diferentes, tanto en Goa como en Poona. En
Sangli, cuando cité la exhortación que me había dirigido Baba en
cuanto a “danzar”, el Director de Sai comentó que esa orden tenía la
autoridad del Rig Veda mismo (X - 18:3) y, por ende, no debía ser
considerada como que hubiera sido pronunciada superficialmente.
Esta información me confirmó mi experiencia de Baba como el Vedapurusha, la Fuente de los Vedas. Yo me encontraba
presente cuando, al terminar el día del primer Vedapurusha Yajna en el Nilayam, Baba recompensó a los estudiosos, sacerdotes y novicios que participaron en el ritual de siete días, ascendiendo al Altar y proclamándose a Sí Mismo como el Verbo hecho Carne. Más tarde, durante el curso de un mes sobre Cultura y Espiritualidad Indias, habló cada tarde durante dos semanas, acerca del concepto de Bharath tal como está delineado
en la literatura védica, las más antiguas y profundas expresiones
de lo Divino en el hombre. Las advertencias que dirigiera a los
pedantes, escolásticos y bibliólatras que andan exhibiendo su
erudición, y Sus compasivos consejos que les ofreciera para que
desecharan la arrogancia y cultivaran la humildad, fueron todas
expresadas en frases de gran fuerza.
En Poona, además de las charlas anunciadas por el Samithi, tenía también un compromiso con el Instituto Khadakvasala de Entrenamiento del Ejército. Mi anfitrión, y también el presidente de la reunión, fue el coronel S. Bhonsle. Cuando tomé asiento después de mi
intervención, el coronel se levantó para relatar una experiencia suya
que le había revelado la Divinidad que es Baba. Cuando había estado
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a cargo de un acantonamiento en el valle de Kulu, anidado en el regazo de los Himalayas, descubrió un día que una profesora de la escuela primaria establecida por el ejército, había estado ausente de su
trabajo e incluso del área por tres días completos. Al cuarto día apareció y él la llamó pidiéndole explicaciones. Era una patética historia.
Habían ido hasta Chandigarh para consultar a un especialista médico,
el que le dijo que tenía un cáncer que requería de cirugía inmediata.
Sucedió que Bhonsle había leído recién el libro Sai Baba, el
Hombre Milagroso, de Howard Murphet. El libro relataba milagrosas curas de cáncer y parecía ser un cuento de hadas escrito por un
muy ingenioso indófilo. Bhonsle decidió que pondría a prueba la autenticidad de las curas y la integridad y confiabilidad del australiano.
Fue así que le aconsejó a la maestra ir a Puttaparti, donde vivía este
Sai Baba, “el Hombre de los Milagros”, “el Cristo de la Era”.
Ella viajó a Bombay donde residía su hermana y tiempo después llegaron ambas a este poblado casi inaccesible. Pero Baba no
se encontraba en Prashanti Nilayam. Su desesperación se agudizó.
Se le dijo que Baba se encontraba en Madras. Las hermanas se armaron de valor para emprender el viaje y llegaron a Madras. Por
suerte había conductores de taxi en la estación que sabían del área,
el nombre de la calle y hasta conocían el “bungalow” en el que Sai
Baba residía y daba entrevistas. Así fue que llegaron hasta el punto
sagrado, pero, nuevamente Baba estaba ausente: se encontraba en
el Sindhi Hall. Era posible que, a lo sumo, pudieran lograr un darshan a distancia, porque como les dijo un visitante Parsi de Hyderabad que se encontraba en el mismo predicamento, el lugar debía estar cubierto por un mar humano desde horas antes de que Baba llegara allá. Tomaron un taxi para llegar, pero tuvieron que pagarle al
conductor y caminar más de medio kilómetro: el lugar era un atolladero de vehículos de dos, tres y cuatro ruedas y un pandemonium
de bocinazos y gritos. Lograron encontrar un lugar en donde quedarse de pie, en la periferia de la apretada muchedumbre y alcanzaron a ver la mancha naranja y el llamado de la voz de Dios.
La profesora nunca había pensado que Baba era tan precioso y
que millones estiraban las manos hacia Él. El coronel Bhonsle le había dado a entender que sería algo tan fácil como tocarlo y partir:
“Toca Sus pies y el cáncer desaparecerá”. Había traído su dolor con-
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sigo por más de dos mil millas para ponerlo a Sus pies, los pies del
“Hombre de los Milagros”, ¡y todo lo que recibía de Él era Su voz
aumentada por un chillón altoparlante! Su sufrimiento se transformó
en enojo para con Bhonsle, Murphet y hasta Baba mismo. “¿No sabes que estoy sufriendo? ¿No me has hecho venir a Puttaparti y a
Madras? Aquí estás, el ‘omnisciente’, el ‘todopoderoso’ Sai, discurseando tranquilamente sobre el Dharma y el Prema, mientras la persona que necesita más de Tu Gracia está llorando”, sollozó. Su hermana no pudo consolarla, ella también estaba bañada en lágrimas.
Bhonsle dijo: “Justo en ese momento una figura oscura y delicada se abrió paso a través de la multitud, repitiendo en voz alta:
‘Chandigarh’. Segundos después reconoció a las hermanas y se acercó preguntando: ‘¿Supongo que ustedes son las hermanas del Hospital de Chandigarh?’. Ellas no podían sino sollozar un ‘sí’. El hombre
les dijo: ‘Sai Baba me dio estos paquetes de vibhuti para dárselos a la
hermana de la maestra. Dijo que podía volver a su trabajo. Use este
vibhuti como lo indique Shivaji. Y ha entregado otro montón de paquetes para serle entregados a Shivaji. No se olviden. Pueden irse
ahora’”. Bhonsle continuó: “Se detuvieron en Chandigarh en el viaje
de regreso y los médicos declararon ¡que ya no había necesidad de
operar!”. Ellas le relataron el asombroso milagro al coronel, pero le
dijeron que no les había sido posible encontrar al mencionado Shivaji.
El coronel les dijo: “Yo soy Shivaji. Eso es lo que representa la inicial
‘S’ en mi nombre, aunque muy poca gente de por aquí lo sabe”. El
escuchar esta historia fue como un tónico para los reclutas y oficiales.
Tenía la certeza de que sería repetida cien veces por cada uno de los
que la habían escuchado. Yo mismo he iluminado a muchos grupos
de sadhakas, de devotos y personas que se han mantenido al margen, narrando esta inexplicable prueba de la Gracia de Baba.
Retornando a Bombay en el Rover, me sentí feliz al describirle
a la reunión de devotos los puntos sobresalientes de nuestra gira y la
fertilizante ola de la Presencia de Sai que estaba acercando a los
hombres a sus prójimos y a Dios.
Cuando el secretario del Samithi de Bombay, quien me había presentado a la audiencia allá, vino a Prashanti Nilayam algunos meses después, Baba lo regañó por un crimen de omi-
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sión. No me había presentado en términos que le hubieran hecho entender a la audiencia que yo estaba calificado para hablarle acerca de Prashanti Nilayam y de la Presencia. Yo no me
había dado cuenta de esto en ese momento. Ni me había perturbado la omisión. Pero Baba indicó: “Eludiste tu obligación.
La única referencia que hiciste fue cuando señalaste: ‘Kasturi
no necesita de presentaciones’”. Me di cuenta de que Baba estaba observando mi reacción cuando el secretario ofrecía sus
excusas y Él no las aceptaba. Yo sé que la escena fue concebida
por Su voluntad para ponernos en alerta frente a la conciencia
de Su constante Presencia, para recordarnos que la familiaridad
no puede pasar por alto los usos tradicionales y para darme
otra lección acerca de la eliminación del ego.
Desde Bombay tomé un tren hacia Madras y llegué hasta Renigunta para alcanzar a Nellore. Los devotos de Nellore me alentaron
para hablar en telugu, aunque los responsables de organizar una reunión pública preferían el inglés. Debo reconocer que los devotos me
contaron más tarde, ¡que su preferencia no implicaba reflexión alguna sobre mi inglés! Baba me ha dado largas clases de telugu todos
los meses por muchos años, con Sus cuotas mensuales de la serie de
los Vahinis para el Sanathana Sarathi. Antes de entregarme las páginas, lee lo escrito y me explica las ideas que no entiendo. Cuando
reacciono blandamente frente a algún giro, frase o proverbio, Él se
da por enterado y me lo explica en un telugu fácil. Desde el día que
ocupé la casa que se me asignó en Prashanti Nilayam, Baba insistió
en que yo no había de usar sino el telugu en Su presencia. Como resultado, he desarrollado un valor suficiente como para vadear por los
clásicos del idioma: el Bhagavatham de Pothana, el Bharatham de
Nannayya Bhatta y los Kirtans de Thyagaraja. Los leía sentado junto
a un devoto del distrito de Godavari oriental, el cual emigró más tarde desde Puttaparti al Ashram de Ramana Maharshi. Pude aprender
muy poco leyendo estas antiguas versiones de estas épicas aunque,
a no dudar, era precioso lo poco que aprendí. Podía manejar con algo más de confianza el Sanathana Sarathi en telugu. Podía trabajar
todo un año como convocador del Comité de la Fundación de Libros y Publicaciones de Sathya Sai en telugu. Podía hablar acerca de
327
Baba, sin trepidar, en reuniones de devotos en Bangalore y los distintos adyacentes e incluso en Hyderabad, la ciudad capital del Estado telugu de Andhra Pradesh. No obstante, todavía tengo que hacer
acopio de valor para hablar en telugu, la lengua materna del Avatar,
en Su presencia, y ante una audiencia.
Debo confiarle a mis lectores que la ocasión más satisfactoria
en que usé mi vocabulario telugu de principiante, fue cuando hablé
sobre la Infinita Gracia de Bhagavan ante miles de terriblemente
desconsoladas víctimas de la furia del océano. Un espantoso ciclón
levantó una marejada que causó estragos en la costa de Andhra
Pradesh, el delta del río Krishna, cuando descendió, la noche del 19
de noviembre de 1977. Veinte mil seres humanos que se sofocaban
y morían y cientos de miles de animales domésticos fueron arrastrados por esta horrenda pareja conformada por el agua y el viento,
hasta que se desvaneció su furia a cincuenta millas de distancia. Arboles muy viejos fueron arrancados de raíz, levantados y lanzados
lejos; cientos de miles de palmas cocoteras sobrevivieron sólo como
muñones desnudos. Todo lo que asomaba la cabeza: chozas, cabañas, casas, edificios, fue arrasado hasta el nivel del suelo. La región
que hasta el momento vivía en paz y alegría, fue asolada por la
muerte y la desesperación.
Muchos devotos que ya habían viajado a Puttaparti para las Celebraciones del Cumpleaños y la Conferencia de toda la India de las
Organizaciones, los días 20 al 22 de noviembre, estaban ansiosos
ahora por volver rápidamente a sus aldeas y prestar servicio a los
sobrevivientes. Bhagavan indicó que los miembros del Seva Dal partieran sin demora hacia las áreas afectadas. Dentro de la semana,
doscientos avezados voluntarios del Seva Dal, veinte o más médicos
y otro personal médico con sus maletas cargadas de medicamentos,
llegaron al terriblemente maltratado lugar que había quedado huérfano en una noche y que ahora gemía sobre montones de cadáveres en descomposición, atascados en el fango.
Los devotos que organizaban la Operación de Ayuda llevaban
camionadas de ropa para hombres, mujeres y niños. Se establecieron Centros de Ayuda en Kotta Manjeru (en donde se alojaba y alimentaba a cuatro mil quinientas personas diariamente), Barrankual
(mil quinientas personas), Adavula Deevi (cinco mil personas) y Ga-
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napavaram (dos mil personas). Los devotos de las aldeas y ciudades
de regiones adyacentes ofrecieron arroz y provisiones para las necesidades culinarias, y grupos de voluntarios, hombres y mujeres, se
iban reemplazando cuando el trabajo los extenuaba. Entretanto, venían camiones desde Puttaparti con cientos de trajes para niños
preparados por las alumnas del Colegio de Sai en Anantapur, como
también miles de saris y dhotis para los adultos.
Baba me permitió vivir por algunos días en los Centros de Ayuda y beneficiarme con las lecciones que iba aprendiendo el Seva Dal
en el proceso de aplacar el dolor y de inyectar valor. Los sobrevivientes no tenían hogares, no tenían granos, ni sal, ni aceite, ni
utensilios, ni platos. Caminaban hasta las cocinas de ayuda para dos
comidas al día. La comida de la noche se servía antes de la puesta
del sol, para que pudieran llegar hasta el pedacito de terreno que
aún llamaban propio antes de que oscureciera. En todas partes se
colocó un gran retrato de Baba a la cabecera de la fila de huéspedes. Mientras era servida la comida, se recitaban versos del Gita y
con un coro de Jai Sai Ram, comenzaba la comida. Cuando aparecí
en escena, los devotos a cargo de cada centro ganaron mi voluntad
para aceptar su pedido de hablarles acerca de Bhagavan. Pedían información acerca de la Providencia cuyo Poder y Compasión reconocían en la generosidad del Campamento de Ayuda y en la humildad, sinceridad y simplicidad de cada uno de los devotos. Mis charlas debían durar al menos quince minutos, y quince minutos entre
menú y comida podían volverse terriblemente largos. Sin embargo,
como también tenían hambre de este alimento, no observé ningún
arrebato de genio en las líneas que se extendían ante mí.
En uno de los centros en donde los afectados tenían una caminata de dos mil millas para volver, me pidieron que dilatara algo
la charla, porque podían esperar a oírme después de la comida.
Se sentaron bajo un frondoso árbol y yo me paré junto a una
zumbante lámpara a kerosene que colgaba de una de sus ramas.
Pasando de una descripción general de Prashanti Nilayam a una
de la Sala de Oraciones, fui interrumpido por fuertes gritos del
grupo a mi izquierda. “¡Serpiente, serpiente!”, gritaban y cundió
el pánico. Me oí a mí mismo hablar con una extraña y estentórea
voz: “¡No! Es Baba. ¡No teman! Siéntense y digan ‘¡Sai Ram!’”.
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Comenzaron a gritar “¡Sai Ram!” e instantáneamente todos se
sentaron. Se preguntaban de dónde habría venido la serpiente y a
dónde se habría ido. Les hablé del Templo de Naga Sai en Coimbatore, de las dos cobras que habían tomado posiciones a ambos
lados del retrato de Sai en el “bungalow” de Ursu en Mysore, y pidieron oír más historias de Baba.
También le hablé a los voluntarios, hombres y mujeres, los que
cocinaban y servían los alimentos, construían chozas para los sobrevivientes y distribuían los conjuntos de utensilios entre las familias
resucitadas. En otro Centro de Ayuda, los sobrevivientes se habían
reunido en el único edificio que había resistido a los elementos enfurecidos, aunque una porción de la construcción también hubo de
ser dada de baja. En todo el derredor se amontonaban las hojas de
las palmas cocoteras, que habían sido descabezadas por el ventarrón, e inmensos árboles que estaban caídos por todos lados. El día
que llegué allá, se había dado la orden de parar la alimentación a
gran escala que habían organizado los devotos desde hacía ya más
de veinticinco días, porque el Gobierno había notado que los refugiados no tenían intención alguna de retornar a sus aldeas renovadas ni comenzar nuevamente su vida con las barcas y redes de pescar, el ganado y los arados que se les ofrecían. Me encontré con
una fiesta de despedida que se les servía a los miles que ya conocían
por sus nombres a los voluntarios y que se mostraban renuentes a
marcharse. No pude resistir el deseo de servirle porridge de leche
dulce a los niños que se sentaban separadamente. Engulleron la comida con la gratitud marcada en sus caritas y los ojos brillantes de
contento.
Se refería, por supuesto, al lenguaje, y exaltaba su penetrante
perfume (como recordará, Kasturi significa almizcle). Descubrí la fragancia y me fascinó. Por treinta y tres años le rendí homenaje al
idioma y a la gente que lo promueve. Recibí una cordial bienvenida
por parte de grupos literarios y culturales en todo Karnataka. Mis
escritos en el idioma recibieron una tan generosa estima, que llegué
a ser honrado con una distinción que me otorgó el Karnataka
Sahithya Akadami.
Cuando dejé el Estado de Karnataka y me cambié a Andhra
Pradesh, ello fue descripto como el cambio de un lago hacia el
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océano por G.P. Rajarathnam, el revolucionario poeta y escritor
que había sido alumno mío. Afortundamente pude escribir Sathyam
Shivam Sundaram en kannada. Pagué la deuda que tenía con la
tierra de los tamils, desde donde mis antepasados habían emigrado
a Kerala y al lenguaje que hablaba mi madre, al escribir el mismo libro en tamil. Durante los últimos veinticinco años he expresado mi
aún nebulosa conciencia de la majestad, la gloria y el amor de Bhagavan, ante reuniones en cientos de aldeas y ciudades de todos los
rincones de la India peninsular. Uno recibe miles de atisbos de Divinos Milagros en la Presencia de Baba, de modo que los oyentes
pueden compartir facetas cada vez más nuevas e iluminadoras del
Avatar, en cada ocasión. Visitaba los diferentes lugares ostensiblemente para inspirar e informar, pero me di cuenta de que la intención de Baba era la de profundizar mi fe y demoler mi ego.
Encuentro a devotos que viven y trabajan en lugares distantes y
que están conscientes de la constante Presencia de Bhagavan.
Cuando hablo de instancias que ilustran la Omnisciencia y Omnipresencia de Baba, puedo ver la alegría de la comprobación brillando en sus rostros. Cuando leo un poema que ha emergido de Baba
cuando se pone de pie para dar un discurso, me emociono frente al
eco que las palabras en telugu despierta en sus corazones. Se contentan solamente con esto; una explicación del significado en el
idioma que hablan, siempre me parece superflua. En las antiguas
ciudades-templo de Tirupati, Tanjore, Madurai y Udipi, los devotos
adoran a Baba como la Deidad de cada uno de sus templos, la que
ha venido entre nosotros para salvar y alentar.
Durante los años previos al establecimiento de una estructura
administrativa, consultora y supervisora para la Organización de
Servicio Sri Sathya Sai, Baba me indicó que pusiera a los devotos
sobre aviso respecto a impostores y charlatanes que afirman ser
agentes, discípulos, representantes o intermediarios del Avatar y
que les aconsejara evitar a los fanáticos que le proyectan histéricamente como fundador de un nuevo culto. Este tipo de propagandistas son admirados y hasta adorados por gente que no sabe que Baba ha venido para nutrir y fertilizar la fe en Dios bajo cualquier nombre que use el hombre para invocarle o cualquiera sea la forma que
su fe le evoque, cuando se lo imagina. También fui comisionado pa-
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ra desenmascarar a los psicópatas que afirman el absurdo de que
Baba les haya otorgado dones, poderes y autoridad especial. Este tipo de tareas me han llevado más de una vez hasta a algunos distritos en Tamil Nadu, Kerala y Karnataka y, a lo largo de tres años como Presidente de las Unidades de la Organización en Karnataka,
fue especialmente mía la responsabilidad de limpiar la atmósfera de
este tipo de contaminación y de fortalecer la fe y el conocimiento
de los devotos como para que pudieran resistir su expansión.
Tuve que educar a un presidente distrital de la Organización,
sacándolo de su colosal ignorancia acerca de Baba. Pensaba que
Baba era un monje ordenado y se ofreció para organizar una estadía de cuatro meses para Él en un lugar sagrado de su distrito:
voto que los monjes hindúes deben cumplir según las normas monásticas ortodoxas. A otro de estos dignatarios tuve que amonestarlo; después de haber conseguido un ornamentado sillón, me pidió que le solicitara a Bhagavan que visitara el pueblo, ¡ahora que
contaban con un fino sillón para recibirle! En una oportunidad tuve que poner a los líderes de dos facciones contrarias de un mismo pueblo en un pequeño vehículo de tres ruedas y forzarlos a
dar un alegre paseo de una hora de duración. Volvieron como
amigos íntimos. En un pueblo cercano al Cabo Comorin, el presidente de un Samithi rival me esperó en la puerta de la sala donde
le hablaría al Samithi legítimo. Tenía a su grey de más de cien almas cantando bhajans en alguna otra parte e insistió en que me
reuniera con ellos. Accedí. Tuve que hablarles acerca de su presidente y la rivalidad, y sobre no dejarse engañar complaciendo los
mezquinos egos de hombres malamente dispuestos a aprender ni
siquiera la primera lección de espiritualidad.
En una ocasión, el Samithi local había invitado al Yogui Suddhananda Bharathi, un poeta octogenario de Tamil Nadu, para que
presidiera durante dos noches consecutivas una reunión en la que
yo hablaría en Salem. El segundo día, después de un tortuoso discurso sobre Baba, terminó con un estentóreo vítor, destinado a coronar su perorata: “¡Jai Meher Baba ki jai!”.
Quiero también compartir con ustedes un par de experiencias
alucinantes. El convocador del Samithi de Dharapuram miró mis
pies cuando entré en su casa y, cuando me senté en la silla que
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me ofreció, me preguntó sobre la descoloración de la piel. Años
atrás yo había sufrido de una eczema húmeda que fuera causada
por unas sandalias cuyo cuero estaba infectado, y los médicos me
aconsejaron tratarme con, según creo, rayos “ultravioleta”. No estoy seguro a qué raza pertenecían los rayos. Fue curada mi eczema, pero durante el proceso la piel quedó con manchitas despigmentadas. Cuando le conté la historia con estas mismas palabras,
sacudió la cabeza incrédulo. “¡No, señor! No me puede engañar…
esto es lepra”, dijo sonriente. Respaldó su diagnóstico con un extraño argumento. “Señor, Sri Sathya Sai Baba es Shirdi Sai Baba
venido de nuevo, ¿está de acuerdo?”, preguntó. “¡Ciertamente! Él
mismo lo ha declarado así”, repliqué. “Señor, cuando Shirdi Sai
Baba iba cada tarde en procesión hacia Lendi, se sostenía una
sombrilla sobre Su cabeza y cuando Sathya Sai Baba va en procesión al Auditorio de Poornachandra, también se sostiene una
sombrilla sobre Su cabeza, ¿de acuerdo?”. Me preguntaba a qué
querría llegar, pero le respondí “Sí”. “Es usted el que lleva la sombrilla, ¿no es cierto?”, dijo apuntándome con el dedo. Antes de
que pudiera decir “Siempre y cuando Baba me conceda esa gracia”, él me dijo: “No puede negarlo, tengo una fotografía conmigo”. A continuación se dirigió a la habitación de atrás y volvió con
un libro. “Señor, escuche. Éste es el Sri Sai Satcharita, la historia
de nuestro Baba mientras estaba en Shirdi. Escuche. Un devoto
leproso, Bhagoji Sindhya sostenía una sombrilla sobre Él cuando
Baba partía hacia Lendi y le acompañaba hasta allá. Cada mañana, cuando Baba se sentaba junto al poste cerca del Dhuni, Bhagoji se presentaba y comenzaba su servicio.” Cerró el libro y
anunció: “De modo que usted es Bhagoji Sindhya ¡y lo que tiene
es claramente lepra!”. “Si este diagnóstico le confirma a usted la
fe de que nuestro Baba es el Baba de Shirdi, no tengo objeciones,
aunque no lo acepto”, dije.
Unos ocho años atrás, cuatro inteligentes jóvenes habían venido a Prashanti Nilayam y se quedaron por más de una semana.
Eran activos miembros del Samithi en Chidambaram, el famoso
centro del culto a Shiva con su magnífico Templo a Shiva como
Nataraja. Me visitaban frecuentemente e insistían en que los
acompañara hasta su ciudad. De hecho, seguían quedándose y es-
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taban determinados a quedarse en el Nilayam hasta que me pareciera factible realizar el viaje. A toda hora del día, por separado o
todos juntos me molestaban con su única pregunta: “Señor,
¿cuándo partimos?”. Una mañana me encontraba tan alterado
que les grité en la cara: “¡Qué les pasa! ¿Es que planean llevarme
atado de pies y manos?”. Esto no sirvió para que dejaran de molestarme. De hecho, la presión que ejercían se hizo más exasperante. Hasta que sucumbí y decidí acompañar al alegre cuarteto.
Cuando nos íbamos acercando a Chidambaram decidieron
confiar en mí. Me pidieron perdón por la reacción que tuvieron
cuando yo me enojaba y me relataron, con muchas risitas intermedias, los antecedentes de su invitación. Uno de los cuatro, el
mayor y aparentemente el más serio de los devotos, tuvo un sueño en Chidambaram (era un soñador prolífico), un día jueves, en
las primeras horas de la madrugada del viernes. En él los cuatro
estaban arrodillados en el pórtico de Prashanti Nilayam. El sol calentaba la tierra, la brisa era fresca y fragante. Estaban solos en el
Nilayam y se encontraban frente a la puerta de la habitación en la
que Baba daba entrevistas. Repentinamente la puerta se abrió y
fueron llamados a entrar por Bhagavan. Me encontraron tirado en
el suelo y Baba les dijo: “Está muerto. Saquen el cuerpo… los
cuatro”. Baba se mantuvo en silencio mientras manipulaban el cadáver, observando como se lo llevaban. Entonces cerró la puerta y
el soñador abrió los ojos. Cuando le contó este sueño a sus amigos, decidieron partir ese mismo día a Prashanti Nilayam para ver
si había otros cuatro a los que se les hubiera dado la oportunidad
o si el evento esperaba que llegaran ellos. Se quedaron una semana: yo seguía firme. Desearon llevarme con ellos a Chidambaram
cuando se fueran. Sentían que había un rol que debían desempeñar. Y, entonces, dijo el soñador: “¡Señor! ¿Recuerda las palabras
que nos dijo cuando se enojó? Ellas indican que también usted endosa el papel que Baba nos asignó en el sueño”. Su camarada citó lo que yo había dicho: “Usted dijo: ‘¡Qué les pasa! ¿Es que planean llevarme atado de pies y manos?’”. Le escuché con una risa
que brotaba dentro de mí y una dichosa anticipación en cuanto a
que podría ser finalmente derribado en la forma en que lo soñara
el hermano de Chidambaram. Y considerando la extraordinaria
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responsabilidad que sentían por su tarea, uno no podía sino admirarlos por su tenacidad y sentido del deber.
Noté un gran entusiasmo por los bhajans al recorrer los Estados
del Sur de la India. Los bhajans eran el sustento de los aldeanos, la
única disciplina espiritual que puede atraer a los desbaratadores de
madera y a los portadores de agua y mantenerles unidos en feliz armonía. Bhagavan ha enfatizado el valor de los bhajans para despertar la conciencia y hacerla progresar hacia niveles superiores. Cuando la gente se dio cuenta o se lo dijo alguien a quien respetaban o
quienes habían tenido la experiencia, de que el Absoluto, Omnipresente, Omnisciente y Omnipotente había encarnado como Sai Baba, Sus retratos fueron instalados en santuarios y fueron adorados
por ceremonias tradicionalmente aprobadas. Los devotos prepararon espontáneamente compendios de los ciento ocho Nombres y,
al pronunciar cada uno, se colocaba una ofrenda floral frente al retrato. Baba ha revelado que Dios no acepta la repetición mecánica
de Nombres: observa si quien los recita siente la emoción de pronunciarlos. Esta emoción sólo puede sentirse cuando se visualiza el
significado, la atmósfera sutil y las raíces del Nombre al articularlo.
Como el idioma kannada me resulta tan manejable como el malayalam con el que naciera, compuse una lista de ciento ocho Nombres
para el uso de los devotos al adorar en meditación los pies de Loto
de Bhagavan. Su invitación inaugural para el género humano, cuando apenas se empinaba por los catorce años, llamaba a que se salvara de ser lanzado impotentemente de un lado al otro sobre las
olas del océano de la vida, aferrándose a los pies del Gurú en la
mente. Por eso es que los suaves, dulces e inmaculados pies de Baba fueron adorados en todo el país.
Los ciento ocho Nombres para los Charana (pies) fueron
recitados y explicados por mí con ocasión de la instalación de
los pies de Loto en la ribera izquierda del sagrado Kaveri en Srirangapattana, cerca de Mysore. (En realidad era una laja de dolerita sobre la que se había esculpido el par de pies de Loto. Baba se había parado encima y los había bendecido.) Los lectores
podrán percibir el misterio y la historia que corre a través de los
Nombres a medida que cito algunos de ellos:
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Nithya yavvana charana
Datta devana charana
Matte shirdee charana
Baba nos ha asegurado que la vejez no le afectará, de modo que los pies serán siempre jóvenes. Ha revelado que Su Realidad es Datta Deva o Dattatreya o la Trinidad en Uno como
se la concibe en la mitología hindú. Una vez que las cámaras lo
fotografiaban desde distintos ángulos, le dijo a uno de los fotógrafos: “¡Aquí! ¡Dispara ahora! ¡Te daré Mi Forma real…”. Y la
fotografía fue la de la Trinidad. Por ende, los pies son los de
Datta Deva. “Matte” en kannada significa “otra vez”. Un devoto de Madras deseaba una impresión de los pies de Baba sobre
un corte de seda. Se aplicó pasta de sándalo a Sus plantas. Debido a que el local era un Templo a Shirdi Sai Baba y estaban
ubicados frente al santuario, Baba dijo: “Te daré los pies de
Shirdi” y la impresión de Sus pies fue la de “Aquellos pies otra
vez”. Es así que cada línea de las ciento ocho evoca un incidente, una experiencia, una huella de un Lila Divino.
Koogi Karedavara bali
Dhaavisuva daye charana
“Los pies que, por compasión, se apresuran a ir hasta aquellos
que claman en agonía”; esta línea seguramente deleitará a miles,
puesto que surgen a la memoria las instancias de Su Presencia: “Si
me necesitan, me merecen”.
Paade paramaadaradi
Peetha sarisida charana
“Los pies que empujaron la banqueta bajo el sillón cuando los
cantos se cantaron con devoción”; esta línea se basa en un incidente milagroso que se produjo hacia el final de una sesión de
bhajans en Royapettah. El sillón de plata no estaba ocupado, hasta donde podían verlo los ojos humanos y Baba no se levantó visiblemente para indicar que había de encenderse el Arati. Mas el es-
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cabel fue empujado por los pies bajo el sillón… ¡para que Él se
pudiera poner de pie!
He usado estos ciento ocho Nombres para comunicar las
diversas facetas de la Divinidad de Baba, encargándose a algún
devoto músico la tarea de cantarlos. Yo solía intervenir con citas
apropiadas de los discursos de Baba, explicaciones simples de
Sus directivas o ejemplos genuinos de Su milagrosidad innata
que cada línea debía traer a la memoria. La linea “Sankalpa
tharu charana” me hacía lanzarme, cuando era cantada, en una
larga historia explicando el porqué de la familiar palabra Kalpa
Tharu, el Árbol del Paraíso, que deja caer cualquier cosa que se
pida en oración; ha sido transformado en el Sankalpa Tharu.
Clarifico que, al árbol del cielo, hay que acercarse allí en donde
está y que Él entrega únicamente la dádiva que se ha solicitado,
en tanto que los pies de Baba están en todas partes y nos dan
las dádivas que Él estima mejor para nosotros, aunque seamos
demasiado estúpidos o demasiado orgullosos para pedir e incluso aunque no sepamos que podemos hacerlo desde cualquier
lugar en que estemos y por cualquier Nombre que sepamos.
Los ciento ocho Nombres prendieron. Ello me estimuló —o,
para ser más exacto, Baba en cuanto Motivador Interior de este
complejo de Cuerpo-Sentidos-Mente-Buddhi, me instrumentalizó—
para escribir otro largo poema de más de trescientos versos en kannada sobre Su Vida y Su Mensaje; cada verso no terminaba aquí en
“charana” sino en una palabra que rimara con la última sílaba de Jai
Sathya Sanathana Sarathi. Esta composición fue recitada por devotos con talento musical y fue complementada por comentarios
abiertamente inadecuados por mí. Este novel medio de comunicación encontró una acogida favorable en todas partes en que hubiera
reuniones mixtas de personas: algunos devotos, algunos sedientos
por saber, algunos curiosos respecto del Fenómeno y algunos sólo
levemente interesados.
El sagrado Purana poético famoso como el Bhagavatham es
una monumental narración de las carreras de los Avatares de Dios,
una inspiradora guía para los peregrinos hacia los pies de Loto. Baba
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ha dicho que el Bhagavatham constituye una obligación para los aspirantes que tienen el propósito del Bhaagavuthaam (término telugu
para “éxito en la bondad y la santidad”). Ya en 1956 yo había “balbuceado” un poema en inglés titulado “Las Reservas de Sai” para
los poetas que se reunían durante el Festival de Dasara. Describe la
compasión de Baba para aceptar nuestras faltas, nuestras flaquezas
y carencias, nuestros males, preocupaciones y temores, impulsándonos siempre a ofrendarlos a Sus pies y asegurándonos que, a
cambio, Él llenará nuestros corazones de confianza, coraje, beatitud
y dicha. Naturalmente, el poema del Bhagavatha en kannada seguía estos mismos conceptos. Sentí que tenía el deber de componer
un Bhagavatha en el idioma de Kerala. Muy pronto descubrí que la
Gracia de Bhagavan podía fluir a través de la pluma mientras me
aventuraba en la poesía tamil y producía una versión del Bhagavatham en este idioma. Cada uno de estos idiomas tiene un carácter
marcado, en especial en el campo de los himnos y salmos devocionales, de modo que cuando modelaba mis poemas sobre la base de
las efusiones de los místicos de Karnataka, Kerala y Tamil Nadu, la
estructura, el estilo y la expresión, difería en cada uno del resto.
No pude envalentonarme para dulcificar la recitación con mi
música. Baba me había advertido una vez en contra de tal temeridad. Una noche, mientras bajaba los escalones con Sus Bendiciones
por una serie de “danzas” en Assam, me llamó de vuelta y en un susurro semiserio me prohibió entrometerme en el territorio del canto: “¡Danza, pero no cantes! Los que vengan a escuchar, huirán”,
fue lo que dijo.
Mi hijo, sin embargo, podía cantar varios Ragas y tenía una voz
agradable. Durante los agitados días de la lucha por la independencia, él estaba en el Colegio en Bangalore. Los alumnos del Colegio
se lanzaron a actividades antibritánicas, de modo que la Universidad
los cerró a todos. Mi hijo volvió a casa y decidió hacerse más útil
para sus congéneres. Aprendió de mi amigo y colega Krishnagiri
Krishna Rao, el arte del Recital Gamaka, vale decir, el arte de leer
poesía épica en Ragas que pueden iluminar la emoción o el ánimo,
el pathos o la pasión, la calma o el conflicto que el poeta haya encerrado en cada stanza. Por medio de una inteligente distribución del
énfasis, la repetición de palabras o frases que requieran de una
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atención y apreciación más intensas y por una apropiada modificación del tono y timbre de la voz, se interpreta de manera clara y
convincente, incluso para el hombre común, la sublimidad del tema,
la visión del poeta y la magnificencia de los héroes y heroínas épicos. Cuando había llegado a planear así el dedicarle sus días al Gamaka, los británicos decidieron irse y la India se hizo “libre”. Mi hijo
fue enviado por la India independiente a Glasgow para seguir estudios superiores en geología. Sin embargo, la vena Gamaka no se
petrificó por estar inmerso en la geología. Con gran alegría recitaba
el Sai Bhagavatham (las versiones en kannada y tamil, que eran los
idiomas que le eran familiares) en el estilo Gamaka. Encontramos
que este estilo podía reforzar en gran medida el impacto del Bhagavatham.
La aventura paterno-filial recibió las Bendiciones de Bhagavan
de manera bastante casual. Baba estaba ocupado con la correspondencia. Recogió un anuncio impreso de una conferencia de dos días
en Dharmapuri, en Tamil Nadu y Sus ojos cayeron sobre mi nombre y el de mi hijo. “¿Qué están haciendo allá?”, preguntó. “Hablando sobre proyectos de Servicio”, respondí. “¿Y Murthy?”, inquirió. “Él va a hablar sobre otro tema relacionado con el Seva”, dije.
“¿Por qué dos charlas? Presenten tu Bhagavatham allá. ¿No lo tienes en tamil?”. Esto le puso el sello. Mi hijo cantó las stanzas y yo
narré el “lila”, el “mahima” y expliqué el “upadesh”. Hablándole a
una asamblea durante el Dasara de 1974, Baba habló de devotos
que evitan reconocer que adoran a la Forma de Sai y que frecuentan Prashanti Nilayam: “Sigan al Maestro, enfrenten al demonio, luchen hasta el final y finalicen el juego”, aconsejó. Dijo: “Sean firmes, sean valientes. Si alguien pregunta ‘¿Existe Dios?’, digan ‘Sí’.
Si pregunta ‘¿Dónde?’, no traten de escaparle al asunto y deslindar
responsabilidades citando las Escrituras que declaran que Él está en
todas partes. Respondan: ‘Dios está en Puttaparti’”.
Como le escribiera San Pablo a los romanos a quienes
Dios ama: “Hemos de usar los diferentes dones que se nos han
dado según la Gracia de Dios. Si uno tiene el don de entregar
el mensaje de Dios, debe darlo de acuerdo a la fe que sustenta.
Si es el del servicio, úselo sirviendo; si es el de enseñar, aplíque-
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se a enseñar; si es el de exhortar a otros, exhorte. El que distribuye ha de hacerlo generosamente; todo el que tiene autoridad
debe trabajar con celo; el que hace obras de misericordia, hágalas con alegría”. Mi Gurudev, Sri Ramakrishna Paramahamsa,
relató una parábola que también sirvió para impulsarme a iniciar el programa de recitales del Sai Bhagavatham. “Cuatro
amigos trataron de descubrir qué había tras del muro. Tres de
ellos, uno después del otro, subieron al muro, vieron el campo,
rieron extáticamente y saltaron del otro lado. El cuarto volvió
atrás y le contó a la gente acerca de lo sucedido.” Baba tiene
un millón de “cuartos hombres” y esta pareja de padre-hijo no
es más que una de ese millón.
Puedo citar nuevamente a San Pablo como participante en este papel, porque él exhortó a otros, en similares circunstancias, de
la manera siguiente: “Como dice la Escritura, ‘todo el que pronuncia el Nombre del Señor será salvado’. ¿Mas, cómo podrían llamarme si no creyeran? ¿Y cómo podrían creer si no han oído el mensaje? ¿Y cómo podría proclamarse el mensaje si no son enviados
mensajeros?”. San Pablo escribió “Si no son enviados mensajeros”, pero Bhagavan no quiere publicidad ni la necesita. El sol no
requiere de fanfarrias. Mas, ¿cómo se podrían mantener en silencio los pájaros? Son ellos los que despiertan a los durmientes con
sus trinos y gorjeos. Nosotros ansiamos compartir, anhelamos expandirnos, queremos que el “yo” se desarrolle en el nosotros, no
saltaremos al otro lado del muro sino que trataremos de ayudarle a
todos a tener una Visión de “la Verdad, la Bondad y la Belleza”
que resplandece en el campo.
El Sai Bhagavatham en tamil ha llegado hasta muchos rincones, porque mi hijo, como Director de Geología en el Tamil Nadu,
ha tenido que viajar por todo el Estado y yo estudiaba su programa
de viajes para ver dónde y cuándo podía reunirme con él para el
recital. Cuando Murthy fue promovido a Director General Asistente de investigaciones geológicas a cargo de la Región Sur, comprendiendo los Estados de Andhra Pradesh, Tamil Nadu, Kerala y
Karnataka, además de los territorios de Goa y Pondicherry, se volvió útil el telugu (yo había compuesto el Sai Bhagavatham en este
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idioma también) para comunicarlo en más de cincuenta pueblos y
aldeas de la región.
Me impresionó tanto lo deleitada que se mostraba la gente con
el recital, que me valía de cada ocasión para podérselo brindar.
Cuando supe que Murphy había fijado una fecha para una visita a
un pueblo famoso por su templo en Karnataka, a trescientas sesenta millas de Bangalore, le escribí al Samithi para avisarles que también yo estaría esa noche en Gadag. Viajé trescientas millas por ferrocarril, me bajé en Haveri y desde ahí seguí en autobús para cumplir con el compromiso que yo mismo me había programado. Yo
respetaba el recital y la recapitulación de Su Gloria como una ofrenda a los pies de Loto. Esta misma historia de aventuras se repitió en
Cannanore y Trivandrum en Kerala, Madras, Pondicherry y Coimbatore en Tamil Nadu y Hyderabad y Tirupathi en Andhra Pradesh.
Cuando mi hijo descubrió una vez que me encontraba en Delhi, viajó hasta allá desde Jaipur, ya que estaba a cargo para entonces de
las investigaciones geológicas de la Región Oeste. Sohanlaji difundió
la noticia entre los devotos de habla tamil y Bhagavan nos bendijo
con el Seva de conducirles a través del canto y la historia, la poesía
y la filosofía, hacia un atisbo de la Gloria que es Él mismo.
Unos pocos devotos de ultramar que se encontraban casualmente entre los oyentes, presenciaron el Sai Bhagavatham preguntándose qué era lo que nos sucedía a nosotros en el estrado y
a los otros en el suelo. Se acercaron a Murthy con la solicitud de
que cantara el poema en inglés. Permítanme satisfacer la curiosidad que puedan sentir. A continuación va el poema en inglés, el
que emergió después de ruegos por la guía de Bhagavan. En
verdad, la primera versión del Sai Bhagavatham en kannada se
modificó considerablemente al vestirla con el lenguaje de Kerala;
fue embellecida y enjoyada al ser presentada en tamil, y se ha
vuelto serena y sublime cuando se moldeó para adecuarla al idioma que es la lengua de Swami, el telugu. Permítanme enfatizar
otro punto. Cuando el Sai Cósmico, llevando la vestidura de un
hombre, está empeñado en este Ekapaatra Abhinaya (actuación
en una obra de múltiples roles), un comentario consecutivo por
parte de un testigo no podrá ser sino inadecuado y fragmentario.
El testigo estará ya sea demasiado aturdido o demasiado fascina-
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do como para describir con palabras el radiante arrobamiento
que lo domina.
El poema se inicia con el arrobamiento de un testigo, tal como
lo describe el Rig Veda (aproximadamente 4000 a.C.).
“¡Escúchenme, oh hijos de Dios!”
Dijo el Sabio Védico siglos atrás.
“Ansío hablarles de una Visión que tuve,
como de mil Soles (¡un débil destello!)
era el RESPLANDOR que vi.”
El himno del Rig Veda continúa describiendo la Visión señalando que es la de la Persona Cósmica y que ha llegado a lograrse por medio del Dhyana, para inspirar a todos a que la alcancen
por este mismo proceso, porque “no hay otra senda conocida
que ésta”. Mi poema anuncia que ahora que Baba está aquí, la
podemos alcanzar.
Escuchen unos momentos: traigo buenas noticias:
Dios ha venido de nuevo, el Sath-Chith-Ananda Supremo.
Baba ha indicado que Su nombre BABA implica el SerSath, la Concienciación-Chith, la Dicha-Ananda y el Atma-Omnivoluntad.
Verdad es Su Nombre; Amor, Su aliento;
Dharma, Su Voz; Su Presencia, Paz.
Ha venido para ti y para mí y para todo lo que vive,
ave y bestia (nuestros parientes y hermanos):
cada cual desempeñando un rol en Su Drama Eterno.
Aquí intervengo con historias elegidas entre mis experiencias
sobre Su compasión con gatos, perros, búfalos y aves domésticas. Cito versos de los improvisados poemas que canta y en los
que nos caracteriza como marionetas o actores. El poema se refiere luego a la buena suerte única de compartir la alegría que
sentimos con otros.
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Nadie ha escuchado una historia tan verídica:
como el Sathyam, Shivam, Sundaram.
Nadie ha cantado una canción tan dulce:
como este Gita, Ganges, Gayatri.
La historia se despliega ante un millón de ojos e ilumina un millón de corazones en todo el planeta con el florecimiento de la Verdad, Bondad, Belleza, y endulza el Corazón (Bhakti-Gita), las Manos (Karma-Ganges) y la Cabeza (Jñana-Gayatri). Sai es Omnipresente. Él es el Auriga detrás de todo movimiento y actividad. De
modo que:
Él me empuja suavemente a cantar de Él,
¡Pero es Él el que canta a través de mí!
Él les impulsa a ustedes a escucharme,
pero es Él quien me escucha.
El descenso como Avatar le ha sido prometido al género humano por Dios. En Su Infinita Misericordia, Dios ha enviado a Sus Mensajeros, Mesías e Hijo para salvar al género humano del desastre.
¡Ha venido como Hombre a varios climas
y en distintos tiempos, para liberar al hombre!
Cuando el género humano gemía: “¡Guía, bondadosa Luz!”
Él ha vuelto de nuevo con la Lámpara del Amor.
Baba reveló que ha venido para aceptar la rendición de la maldad, el vicio y la codicia y para otorgar en su lugar el Ananda a todo
el género humano, para guiar a todos los que se desvían de la senda
hacia la rectitud y la bondad, para proteger a los pobres y los débiles. A todos les invita para que vengan, vean, examinen, experimenten y sean salvados.
Vengan todos los que ansíen el descanso.
Vengan todos los que suspiran por el Paraíso en la Tierra,
los que buscan alivio del pesar. Pídanle que aleje el dolor,
suelte la cadena, aniquile los parásitos que les beben la vida.
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Traigan desastre, enfermedad, penas y derrotas
y pónganlos todos a Sus Pies…
y, entonces, con paso liviano y corazón contento
avancen por la Senda del Peregrino,
felices, danzantes, libres.
Aquí detengo el recital musical para explicar que Prashanti Nilayam, la Morada de la Paz Suprema, es el paraíso, el Reino de Dios.
Baba ha dicho que es Su misión el hacer de cada corazón, en cada
país, en todo el planeta, un Prashanti Nilayam, porque Él reside en
el interior de todos. Luego, el poema evoca una imagen de Prashanti Nilayam.
Un anillo de montañas, tan ocres y azules,
la santa corriente del Chithravati,
es este sagrado Puttaparti,
morada del Sanathana Sarathi,
Prashanti Nilayam - Jerusalem
(ambas palabras significan lo mismo
para toda alma sedienta).
Las líneas siguientes ponen frente a los ojos del oyente el esplendor y la sublimidad de Prashanti Nilayam.
Ángeles se ciernen sobre la Puerta de Plata,
los devas se agolpan en torno a las Cúpulas Doradas.
El Gopuram: él guía sus miradas
arriba, arriba y más arriba
hasta el omnipotente OM.
OM, el Sonido Primordial, produjo la vibración que es la energía en la onda y la partícula, el átomo y la célula, la fuente omnidevoradora, omnincluyente, omnisustentadora. La torre de la entrada
está adornada de OM de distintas maneras, desde la parte baja hasta los remates… la máxima lección espiritual, dirigida a todos los
que por su puerta pasan.
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El oyente es conducido hacia el Auditorio con esculturas de
Formas Divinas en cada una de sus colosales columnas, y hacia el
Pilar del Loto de cincuenta pies de altura que señorea en el rectángulo sur.
La Sala de la Luna Llena, ¡en donde
todos los dioses que alguna vez adoraba el hombre,
se congregan para observarle a Él!
El Pilar proclama lo que ha venido a enseñar:
“Todos los Credos son facetas de la Verdad”.
Pueden arrodillarse o hacer girar la rueda,
imaginarle: con forma o sin ella,
verle, servirle a Él en el hombre, bestia y planta.
Sai es el Final del Viaje, por cualquier camino que tomen.
Él es el Guía, la Meta, el Dios.
Estas líneas ofrecen una amplia excusa para explicar la religión
de Sai, la cual según Swami, es la religión que insiste en la observancia sincera de todas las religiones. Se puede explicar como los
musulmanes (“Ahora estamos entendiendo mejor el Sagrado Corán”), los cristianos (“El Consolador, el Padre que le fuera revelado a
San Juan, está aquí”), los judíos (“Profeta Isaías 56-7”), los budistas,
los parsis, sikhs, jainos, todos encuentran el solaz y la paz en Él. Como Baba le declarara a los delegados asistentes a la Primera Conferencia Mundial de Devotos de Sai en Bombay: “Esta Forma es una
en la que están manifestadas cada Entidad Divina, cada Principio
Divino, vale decir, todos los Nombres y Formas que el hombre le
atribuye a Dios”. Luego el canto subraya el impacto del Nilayam sobre quienes buscan la Presencia.
Este Nilayam ¡es el laboratorio en que el Alquimista
transforma corazones de plomo en bagaroo!
Éste es un Ashram en donde el Sadgurú
vuelve a la vida a los extenuados y a los muertos.
Éste es un Taller en donde Él recompone
el corazón roto y remienda la mente dañada.
Ésta es una escuela en donde aprendemos algunas “D”
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y algunas “C” extras en el Alfabeto Átmico,
en donde la Aritmética está al revés:
¡tres menos uno es… uno!
Y yo más yo más yo más yo
suman un Yo único, y no cuatro.
Al explicar estas líneas, podía decirle a la gente que Baba pronuncia la bendición “Bangaroo” (Oro) cuando derrama Su tierno
Amor. Esta palabra tiene la potencia como para transustanciar el
plomo en el corazón y el hierro en el alma. Podría relatar incidentes
en que Bhagavan volvía a la vida a los físicamente muertos, a los
mentalmente extenuados. De Baba aprendemos que la “D” representa Disciplina, Devoción y Deber, y la “C”, a las cuatro etapas para terminar el juego de la Vida. Cuando es negada la Naturaleza en
cuanto una proyección irreal de la mente, el sí mismo se funde en el
Sí Mismo y el individuo en el Universo. Ésta es la Verdad básica que
Baba ha venido a enseñarnos una vez que hayamos adquirido la pureza de la mente y la claridad del intelecto a través de la disciplina
de la práctica espiritual.
El poema indica a continuación qué es lo que debe hacer el aspirante que ha llegado a Prashanti Nilayam, como disciplina espiritual preliminar.
Tomen asiento en la línea del darshan
y unan sus palmas y replieguen la mente,
despidan al odio y al orgullo,
díganle adiós a la envidia y la codicia.
Piensen en Su Bella Forma y rueguen
por darshan, sparsan y sambhashan:
las tres dádivas que ha prometido dar.
Comento entonces que darshan no significa la visión de la forma y el encanto físicos, sino el deleite de la visión interna adquirida
por la meditación, de la Belleza Divina. Sparsan no significa el tocar
Sus pies, sino el instalar los pies de Loto y todo lo que el loto implica, en el propio corazón de uno. Sambhashan significa el orar directamente ante Él y escuchar directamente Su respuesta. También
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esto no implica un diálogo cara a cara, sino una conversación con
Él en el Altar Interno, por todo lo que dure la vida.
El canto continúa desde donde había quedado: la línea de darshan en la que esperan los peregrinos.
¡Miren! ¡Él es: la Bata Naranja,
el Destello, la Llama, la Brisa Fragante,
el Halo de Cabellos iluminado por el sol!
Cumplimiento de todos los improbables sueños.
Todos los Dioses en la Forma de Sai,
Gracia, Majestad, Poder y Alegría.
Hombres y mujeres de todas las naciones, de cada uno de los
credos y de todas las latitudes están aquí, traídos desde muy lejos por
sueños de curaciones y otras dádivas que Baba otorgue por Su Voluntad, ya sea en persona o de algun otro modo. Mientras camina
por entre las apretadas filas de gente, muchos encuentran en Él la
Forma y la Figura del Dios que adoran. Me siento llevado a citar las
exclamaciones de aquellos que han experimentado estas visiones.
Este es Shiva, Shakti, Krishna, Rama,
Jehová, Buda, Jesucristo…
Toquen esos Pies de Loto. Guarden la suavidad del Tacto
que les hará suaves a ustedes para siempre.
¡Nadie podrá volver a ser el mismo después! Un poderoso manantial de amor borbotea en el corazón. La transformación se refuerza más cuando el aspirante es elegido para la merced de una
entrevista personal.
¡Mira! ¡Su dedo te pide que despiertes!
¡Has sido elegido, querido hijo! Síguelo.
Bendito es el día, la hora. Nacerás de nuevo.
Baba dice que debemos ser deshechos y rehechos. Este proceso remodela nuestra personalidad en su totalidad durante las entrevistas que concede, ya sea en forma directa, en persona, o des-
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de el corazón como nuestro Auriga, en dondequiera que nos encontremos.
Limpia por completo la basura que obstruye el cerebro
y deja en la clara luz lo que eres y el porqué.
Pone Su vibhuti en el punto del Ajna.
Unge la visión afligida por el temor al color.
Se ríe al ver que eres sordo,
aunque esté sano y cercano el oído,
al mantram en la nariz: la Respiración
“Soham”, “Soham”: yo soy Él, Él es yo.
Ve tu lengua, tan cubierta de despecho,
y prescribe una dosis constante de Dhyana y Japa.
Aclara tu garganta con el “toque” de Achyut
y sella los labios con un “no tanto”.
Saca la carga de tus hombros,
dice: “¡Yo estoy aquí para llevarla, tú sigue adelante!”.
Entrega una armadura para el pecho cobarde
y, con un guiño de Sus ojos,
hace que se vayan tus caprichosas quimeras.
Después de las explicaciones interpretativas, habrán de cantarse nuevamente estas líneas, porque representan, por así decirlo, el
total reacondicionamiento de la persona, de la cabeza a los pies. El
vibhuti creado por Baba es Su vibhuti (significando “gloria única”,
además de su otro sentido de “ceniza sagrada”). El punto en nuestro
entrecejo en donde Baba lo aplica, es denominado el Ajna Chakra
en el Raja Yoga, el asiento de la Autoridad Dominante. Los conflictos raciales se basan en el prejuicio del color, de modo que aplica el
ungüento para curar los defectos ópticos. Baba nos aconseja escuchar el mantram de la respiración: Soham, para que el sí mismo
pueda fundirse con el Sí Mismo Superior, del cual es una ola. La
garganta ha de ser aclarada con el jarabe Divino (Achyut) para que
nuestra voz pueda calmar y suavizar en vez de oponer y provocar.
A Baba le pueden encontrar en cualquier parte y en todo momento todos aquellos que viajan a través del tormentoso mar de la
vida. De modo que el poema continúa:
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Él contesta a todo llamado angustiado,
al SOS de los viajeros que han naufragado.
Cualquiera sea la hora, por débil que sea la voz
Sai no necesita viajar muy lejos: siempre está a tu puerta,
a tu lado, junto a ti, frente a ti.
Duda, Él responde; cierra, Él entrará;
Censura, Él sonríe; niégalo, Él se quedará.
Él sabe todo lo que hemos sido y somos
y lo que aún deberemos ser.
Cientos de incidentes auténticos se agolpan en la mente clamando por ser elegidos para ilustrar el Amor y la Compasión omnipresentes de Bhagavan. Los oyentes también claman por más y
más instancias de la todo-incluyente Caridad del Avatar.
El poema se aventura a describir la más alta Verdad (la Inmanencia de Dios en el Cosmos que Él ha proyectado con un pensamiento) que Baba está revelando ahora milagrosamente a través
de Sus palabras y obras. Sopló sobre una pequeña piedra y ésta
se transformó en un ícono de Krishna tocando la Música de las
Esferas en Su Flauta. Sopló sobre una brizna de pasto cruzada sobre otra y ellas se convirtieron en un crucifijo con el sufriente Hijo
de Dios sobre él.
Con infinita Gracia Él nos hace conscientes
de la melodía que vibra en la piedra,
de la Cruz que sangra en cada brizna.
Él derrama Su Sagrada Ceniza, Sus signos y maravillas,
en Sus millones de hogares: Sus “tarjetas de visita”.
“Soy de ustedes”, dice, “Soy de ustedes”.
Sus Manos y Sus Pies, Sus Ojos y Su Voz,
ellos circundan la Esfera Cósmica.
A esta altura también podía referirme a las revelaciones concedidas por Baba a Y.J. Rao, el geólogo y a J. Hislop, el cristiano, y a miles que le han visto, le han oído y han sido rescatados
por Él en países que van de Nueva Zelanda a Islandia, de Perú a
Corea.
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El Sai Bhagavatham termina con una promesa, una súplica y
una oración.
Y entonces, ¿por qué habíamos de correr y precipitarnos
de Este a Oeste y de Oeste a Este,
por sobre montes y valles y mares y arenas
en busca de los Pies de Loto?
Están aquí, al alcance
de cada mano “anhelante”.
¿Olvidan que fue lo primero que Él cantó
“Maanasa bhajare guru charanam”?
(“Adora en tu mente los Pies del Gurú”)
Instalémoslos en ese íntimo santuario
y oremos: “¡Sai, mi Señor!
Concédeme la Visión
de Tu Reino dentro de mí.
Asígname la tarea que es adoración para Ti.
Condúceme hacia los que obedecen Tu palabra
y suspiran por Ti.
Revela Tu encanto en cada cosa que mire
y, Swami, cumple un último deseo mío:
permíteme, a este pequeño yo Tuyo, fundirme en Ti”.
El canto de la Anunciación lo hemos presentado en Shivam,
Hyderabad y en algunos lugares de Karnataka. Bhagavan nos comisionó benevolentemente, a mí y a mi hijo Murthy, al profesor Sachdev y a Sri Hejinadi, para dictar charlas, por turnos, acerca del Avatar, de Sus Enseñanzas y de las Disciplinas que ha establecido para
el progreso espiritual, para los devotos de ultramar. Cada vez que
uno de estos grupos parte de regreso a su hogar, Baba accede benevolentemente a nuestra solicitud de entregarle a los participantes
una copia del poema, una vez terminado el recital y las explicaciones ilustrativas.
Cientos de personas en todo el mundo, están esparciendo hoy
en día la buena nueva de que es asequible en la Tierra, en forma
humana, el Principio Divino. La alegría de ellos despierta alegría; su
bondad, sinceridad, afecto, simplicidad y amor inspiran estas virtu-
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des en otros. Los perdidos y los abandonados, los desesperanzados
y los enfermos que han sido guiados por ellos hacia la Paz y el Poder que es Sai, deberán estar eternamente agradecidos hacia quienes les hayan conducido hasta Él. Yo también deseo invitar a cada
uno de los que han sido conmocionados por el Impacto Sai, a asumir con entusiasmo el rol del “cuarto hombre“ de la parábola de
Ramakrishna. Con este propósito, permítanme citar partes de una
carta de agradecimiento que recibiera hace once años de una persona que se identificó como “John, de California”:
“Señor N. Kasturi, no tiene importancia quién soy ni qué
soy, lo que sí la tiene, es que a través de la puerta que usted
abriera para mí, he entrado en el templo de Baba para inclinarme ante Sus pies y conocer del Ananda de Su Existencia, en el
intermedio de mi llegada y mi salida de esta encarnación. Rezo
porque mis ojos lo vean, mis oídos lo escuchen y que pueda estar en Su Presencia, al igual que usted. Le dirijo a Él mis oraciones, le escribo y Él responde en el corazón que le he abierto,
porque usted me ayudó a entenderle. No es que pretenda entenderle en plenitud, pero a través de sus esfuerzos, Sus palabras han llegado hasta mí para que pueda comprenderlas hasta
el grado que me sea posible.
¡Gracias, hermano mío, gracias!”.
351
REACTIVANDO
LA LUZ EN TEMPLOS
E
l Avatar está dedicado a refundir la mente humana a través de múltiples métodos. Baba expuso estos métodos
en un poema que cantara en Prashanti Nilayam: “Restablecer la fe en la senda de la devoción y la dedicación como medio
para la liberación de las cadenas del mundo dual. Promover el
Amor entre los individuos, los grupos, las comunidades, las naciones y las razas como medio para la paz. Confortar y consolar a los
buenos y a los piadosos como medio para promover los ideales que
profesan. Reinterpretar las Escrituras de todos los pueblos como
medio para cultivar las virtudes que propagan”.
Baba no ha reinterpretado solamente los antiguos textos: ha rededicado antiguos lugares de culto transformándolos en fuentes más
nuevas y eficaces de bendición. Los ídolos de Vishnu y de Shiva, como asimismo otras formas santificadas por la tradición, se habían
visto desvalorizados como consecuencia de las ofensas lanzadas en
su contra por el prejuicio y la perversidad. Los mismos sacerdotes
han perdido la fe en los rituales y el culto. Los peregrinos han degenerado en turistas y los templos mismos han llegado a ser mesones
de exhibición de mercaderías. Los templos fueron destinados otrora
como depósitos de la sabiduría religiosa y minas de virtudes sociales:
cosas que se extraían de Dios, simbolizado en el santuario central.
De modo que Baba ha dicho que “el recargar las baterías espirituales agotadas de los templos” constituye una parte de Su misión como Avatar.
En cumplimiento de este programa, Baba ha revitalizado seis
templos, tres de Vishnu y tres de Shiva, uno de cada uno en las regiones Norte, Centro y Sur de la India. Todos ellos son adorados
por la generalidad de los indios, incluso los que viven fuera de los
353
Estados en los que se ubican. Ellos son, en el Norte, el Templo Viswanath en Varanasu o el Ganges y el Templo de Narayana en Badrinath en medio de los Himalayas; en el Centro, el Templo de
Somnath en Gujarat y el Templo de Krishna en Dwaraka, en el mismo Estado, y en el Sur, el Templo de Mallikarjuna en Sri Sailam, Estado de Andhra, y el Templo de Vittala en Pandharpur en Maharashtra. Con excepción del último, fui bendecido con la suerte de
ser testigo de la revivificación de los otros cinco.
Puesto que la peregrinación a Badrinath comprendía un viaje
de una semana en ferrocarril y en autobús y una extenuante ascensión de unas veinte millas, Baba llevó consigo sólo una mínima
fracción de los cientos de devotos que suplicaban por la oportunidad de unirse al grupo. Eramos más de setenta y cinco. El doctor
Rama Krishna Rao, Gobernador de Uttar Pradesh, Estado en el
que se sitúa Badrinath, se nos unió con sus acompañantes en
Hardwar. El 11 de junio de 1961, toda la partida fue testigo del
Ganga Puja y el Arati que se llevaron a cabo ese día en la presencia de Baba. Mi mujer y yo observamos la ceremonia desde la isla
que queda enfrente y vimos a Baba parado en el mismo peldaño
desde el cual nos diera darshan años atrás, cuando habíamos venido en peregrinación, a instancias Suyas, con mi madre. Al igual
que los demás en el grupo, Baba también lanzó lámparas a flotar
en el río, con las lucecitas que parpadeaban hasta perderse de vista. Salpicó con el agua sagrada a los sacerdotes que se arremolinaban en torno de Él y a los devotos que rogaban por la bendición.
Más tarde nos reunimos en torno a Sus pies, en el rectángulo de Su residencia. Las estrellas titilaban gozosas, porque podían
llenarse los ojos de darshan. El rostro de la luna estaba sonrojado
de excitación esa noche, mientras observaba tímidamente como
Baba nos bendecía. Baba describió los diferentes puntos y confluencias sagrados que estaríamos viendo en las ciento ochenta y
dos millas que nos separaban de Badrinath: lugares en donde
Karva tenía su ermita y Arjuna hizo penitencia, el sitio del sacrificio de Daksha y de la academia de Vyasa. Quedamos sorprendidos ante la amplitud de Su narración y la profundidad de Su conocimiento del territorio y los templos. Nos habló del Templo en
Badrinath y fue señalando (perdónenme, pero tuve que anotar
354
los hechos que Él nos entregaba, para poderlos verificar más
adelante) al ídolo principal y los secundarios, en el principal de
los santuarios, como asimismo los que se encontraban en los corredores y salas exteriores. Relató la historia de Ghantakarna y
prometió indicarnos su imagen en piedra. Asombró a las mujeres
con Su declaración respecto de que, en Badrinath, Lakshmi sería
vista como una mujer de Uttar Pradesh, con parte del sari cubriéndole la cabeza. Concluyó con el comentario: “Hay otros que
van a Badri para ver allí a Narayana; ustedes van con Narayana
para ver los ídolos que hay allí”. Confesó que había dejado de lado a Shirdi, porque (como le comentara a Das Ganu) allí predominaba la motivación comercial. En Badrinath también estaba
contaminada la atmósfera por el mismo tipo de codicia, y era Su
intención purificar el lugar sagrado, para evitar la erosión de la fe
y revelarle a los encargados de los rituales del templo, la gloria y
la grandiosidad, la potencia y la preeminencia del Narayana por
el que vivían. Dijo que iba a convencerles de que Badri y Kailas
eran dos ojos en un mismo rostro.
Y en Badri, el 16 de junio, mientras el sacerdote en jefe, el Mahant como se le llama (oriundo, como lo exigía la tradición, del extremo Sur de la Península India), llevaba a cabo el sagrado rito del
Abhisheka, Baba inauguró la tarea avatárica de vitalizar al ídolo en
bien del género humano. Hizo girar la mano en un círculo y creó un
loto de oro que tenía “mil pétalos”. Hizo girar la Mano nuevamente,
pero esta vez no se produjo un milagro de creación. El Netra Linga,
que Sankaracharya colocara hace mil doscientos años (como lo declarara Baba esa noche, ante la reunión de devotos y residentes de
Badrinath) en una cavidad en la roca sobre la que se puso el ídolo
de Narayana, apareció en Su palma. Lo puso sobre el loto y vimos
que ambos parecían haber sido hechos el uno para el otro. Había
numerosos grupos de peregrinos empeñados en entrar a la pequeña sala delante del santuario. Para que pudieran tener acceso, Bhagavan sugirió “cargar la batería” en el Gujerat Dharmasala, en donde se alojaba la partida.
Sankaracharya, el santo filósofo, vivió en el siglo VIII d.C. Interpretó las Upanishads, el Brahma Sutra de Badarayana y el Bhagavad Gita, empleando los cánones de una lógica inexpugnable, y de-
355
mostró que por cada máxima y doctrina suyas fluía una sola Verdad,
que Brahman es la única Realidad y que todo lo demás es temporal,
transitorio, apariencias que la ignorancia le superpone. Sin embargo, difundió el valor y la validez de la emoción y la intuición para lograr la conquista de la ignorancia y el desvanecimiento de la falsa
identificación del sí mismo con el complejo cuerpo-mente. Caminó
a lo largo y lo ancho del subcontinente de la India, esclareciendo a
los estudiosos y dialécticos e impulsando a la gente común a sublimar sus prácticas religiosas. Baba reveló esa noche en Badrinath
que el Dios Sankara le había confiado cinco lingams a Sankaracharya y le ordenó instalarlos en diferentes centros entre los Himalayas
y Rameswaram. El lingam que Baba había hecho salir del nicho en
el santuario central, era uno de esos cinco. Cuando se pone a funcionar un dínamo espiritual en un punto sagrado, la fuente de energía soberana (un chakra místico, un dibujo divino, un lingam sagrado) será implantada profundamente, fuera de la vista del hombre.
Ésa era la batería que Baba sabía que se había descargado.
Sankaracharya es aclamado por los hindúes como creado
por voluntad de Sankara mismo e inspirado por Él. ¿Y Baba?
Es el Sankara, ni un ápice menos. Cuando Baba era adolescente, Seshagiri Rao y unos pocos otros devotos compusieron una
sarta de ciento ocho Nombres que habían de ser repetidos
mientras Él era adorado. Pronto se agotó la edición del librito y,
como encargado de la pequeña imprenta, se me insistió para
que emprendiera la piadosa tarea de reimprimirlo. Consulté a
Baba, porque algunos Nombres parecían inapropiados. Baba
descubrió algunos y me indicó cambiarlos por otros. Créanme,
uno de los Nombres omitidos fue el de Sankara Amsa (una parte, un miembro de Sankara) y el sustituto que me señaló, ¡fue
Sankara!
De modo que fue Sankara quien recargó la batería que Sankara
diera y que Sankaracharya instalara. El proceso de recargarla, que
fue observado por más de doscientas personas, fue muy estimulante: Baba se movió entre nosotros con el lingam sobre el loto de oro.
Llamó la atención sobre el ojo que se podía ver claramente en su in-
356
terior, la retina negro brillante sobre el fondo blanco y los extremos
aguzados, con los párpados superior e inferior. Cuando Baba volvía
el lingam hacia la derecha o la izquierda, el ojo parecía moverse en
la misma dirección. “¿Lo han visto todos? —preguntó Baba—. Los
que no lo hayan visto, vengan acá —les invitó— porque tiene que
volver al lugar en que lo colocara Sankaracharya”, anunció.
Y entonces, mientras el eco de nuestros bhajans resonaba en
Badrinath, Baba se puso de pie con un pocillo de plata en Su mano: un pocillo que había aparecido en Su palma por Su voluntad.
Se acercó a la mesa en donde todos podían ver el lingam sobre el
loto, ambos sobre una bandeja de plata. Indicó que el pocillo contenía agua sagrada de Gangotri, el manantial donde nace el Ganges. Retiró uno de Sus dedos del fondo y ¡oh maravilla!, se formó
allí un agujero que permitió que el agua cayera sobre el lingam como “Abhisheka”. Los pundits y los sacerdotes recitaron los himnos védicos prescriptos para el rito. A continuación, Baba sacudió
Su palma sobre el lingam y de ella cayeron montoncitos de flores
de oro y de plata lloviendo sobre el lingam y acrecentando su potencia. Con otro movimiento de la palma, maravilla de maravillas,
cayó un gran montón de flores de “thumme” frescas, salpicadas
con gotas de rocío, flores con que los devotos de Puttaparti adoran a Baba y que no se encuentran sino en las áridas colinas y
planicies del Sur de la India. Los residentes de Badri se preguntaban qué eran estas pequeñas, vellosas y blancas gotitas de Gracia
Divina. Baba declaró entonces: “¡Ahora regresará el lingam!” y
éste desapareció de nuestra vista.
El Dr. Ramakrishna Rao, el Gobernador, tuvo la suerte de estar
nuevamente presente cuando Baba estuvo en el interior del santuario principal de Kasi, en donde por milenios Shiva ha sido adorado
como la Suprema Esencia Cósmica, Viswanatha, en la Forma del
lingam. Cerca de veinte de nosotros estábamos con Baba durante el
viaje de Lucknow a Ayodhya y de Prayag a Kasi. El sacerdote en jefe recitaba stotras de antiguos textos glorificando al Señor, mientras
Baba observaba a los devotos que vaciaban reverentemente agua
del Ganges sobre el lingam. Los padres estaban sujetando en conjunto el recipiente que contenía el agua sagrada. Mientras bañaban
a Viswanatha, Baba me pidió que yo también lo sostuviera junto
357
con ellos y compartiera la emoción que ellos sentían. Cada hindú,
por muy pobre, analfabeto o degradado que sea, anhela, en cualquier lugar en que se encuentre, beber una gota de agua del Ganges
y, aún más patéticamente, la oportunidad de bañar el Lingam del
Señor, santificando sus manos por medio del rito del Abhisheka.
El Templo de Shiva en Somnath, Gujarat, de dilatada fama, fue
blanco de una serie de ataques de rapiña por parte de las hordas
musulmanas de Ghazni en Afganistán; el oro, la plata, las piedras
preciosas y hasta el lingam de piedra fueron llevados por los saqueadores en su fanática furia en contra de la idolatría. Cuando la India
logró su independencia del dominio extranjero en 1947, el ruinoso
templo fue reconstruido y restablecida su gloria con un nuevo lingam que se instaló en el mismo lugar sagrado. Aunque la renovación y la reiniciación de los rituales diarios y estacionales de adoración a Shiva se llevaban a cabo con los ritos ceremoniales apropiados, Bhagavan sentía que había que garantizarle al mundo que la
era de turbulencia había terminado y que Shiva permanecería para
siempre. Él sabía que el Jyothirlinga (el luminoso símbolo esferoide
de la emergencia y la fusión de la Energía Primordial) que había sido
colocado en su nicho de piedra, sobre el cual se habían instalado
nuevos lingams después de la retirada de cada ejército invasor, seguía allí intacto, listo para irradiar vibraciones espirituales, una vez
que recibiera el toque de la mano de Shiva. Ésa era la batería que se
había agotado.
Baba visitó Somnath con un pequeño grupo de devotos, incluyendo a la Rajamatha de Nawanagar, quien rogó para que Él
inaugurara la Entrada Digvijayasingh Gopuram erigida para conmemorar al Jam Saheb, quien fuera uno de los más dedicados patronos del Proyecto de Reconstrucción del Somnath. Después de
la inauguración, Baba ingresó al espacioso santuario central y observó por algunos minutos los rituales védicos con los que era
adorado el ídolo de Somnath por los sacerdotes. Creó un puñado
de hojas de bilva de oro y las dejó caer sobre el lingam de cuatro
pies de alto. Luego hizo girar nuevamente Su mano de manera
semijuguetona, semicasual: antes de que pudiera completar el primer giro, un destello como un relámpago cegó a los sacerdotes y
a nosotros, los de Prashanti Nilayam, sentados en el umbral del
358
santuario, como también a la Rajamatha que estaba de pie con las
manos unidas. Cuando el destello se redujo a un aura luminosa en
torno a la Mano de Baba, sostuvo frente a nosotros una forma
oval de gran tamaño que irradiaba una luz divina, plantada allí por
un sabio desconocido miles de años atrás. Bhagavan se acercó a
nosotros con el Jyothirlinga y reveló su significación tanto épica
como trascendental. Cuando fuera diseñado el santuario de Somnath por la Voluntad Divina, ese lingam fue dotado de una energía espiritual que podía perdurar por siglos y fue mantenido fuera
de la vista de la codicia atea. Al igual que en Badrinath, Baba lo
había sacado del sitio en el que anidara por tanto tiempo, sin embargo en Somnath, Bhagavan no restituyó el lingam recargado y
reactivado a su posición original. Sai le da vigor a los fatigados y
fuerza a los exhaustos. “Ya no hay peligro desde ningún lugar para este templo. Por lo que he decidido que adoren al lingam directamente, a plena vista de los devotos.” Diciendo esto, hizo girar
Su mano y, de inmediato, apareció un pedestal de plata sobre el
que se podía afianzar la maravilla de alabastro. Baba fijó el lingam
sobre él. El sacerdote en jefe lo recibió reverentemente de Sus
manos. El lingam milagrosamente recobrado, la Fuente de Compasión Divina, está dando darshan ahora en el santuario en que
se produjo este Lila. Baba lo convirtio en una Luz para todas las
naciones, sin límites.
El rejuvenecimiento del ídolo de Dwarakanth se llevó a cabo durante la misma visita a Gujerat, aunque Baba no entró en el santuario, ni derramó flores sobre él, ni lo tocó con Su palma transformadora. El templo estaba tan densamente lleno de peregrinos que no
encontramos hendidura alguna por donde escurrirnos. Hasta en las
puertas exteriores se apretaba una masa de hombres y mujeres.
Ciertamente, Baba pudo haberse concretado a Sí Mismo en el santuario interior, junto al ídolo, tal como lo había hecho en Repalle,
donde también había miles de seres arrodillados en el espacio intermedio. Pero Él pensó en nosotros. Le dio darshan a los miles que
estaban fuera del templo. Muchos se dieron cuenta de que Baba podía no abrirse paso por los corredores y las salas con pilares en dirección al santuario. Por lo tanto, retrocedieron y lograron asegurarse el darshan.
359
Entretanto, Bhagavan ordenó que los automóviles le siguieran y
aceleró por el camino a Jamnagar. Percibiendo el mar al otro lado
de una pequeña elevación hacia la derecha, se detuvo y nos condujo más allá de ella hacia las arenas bañadas por las olas. Allí nos hizo levantar un montículo bastante alto de arena seca. Hundiendo Su
mano en él, extrajo un ídolo de Krishna hecho de oro, resplandeciente a la vista. Cuando Dikshit de Bombay trajo a la presencia de
Baba a su cuñada que esperaba la extirpación de una mama con un
tumor canceroso, Baba creó vibhuti y masajeó vigorosamente la ceniza sobre el pecho de Dikshit ¡y la intervención quirúrgica fue declarada innecesaria cuando la señora fue a ver a los médicos! Cuando Baba rescató al Krishna glorioso y dorado de las arenas secas de
las dudas, la dialéctica y la negación, también el Templo de Dwaraka fue cargado de vibraciones vitales. Baba anunció que éste era el
propósito del milagro del que habíamos sido testigos. El ídolo había
perdido su esterilidad y se había llenado de festiva fecundidad.
Srisailam es un famoso templo Saivita de Andhra Pradesh, situado en las riberas del río Krishna. Shiva es adorado como Mallikarjuna (Jazmín Blanco) y Su consorte, como Bhramara (Abeja).
Muchos místicos de Maharashtra y Karnataka han llegado a experimentar la Conciencia Cósmica meditando en la Deidad adorada
aquí. Sankaracharya exaltó la santidad del santuario. Baba entró en
el santuario y derramó hojas de oro de bilva que cayeron de Su mano, cuando fue Su voluntad, sobre el Mallikarjuna lingam.
Pandharpur, en donde el Señor Krishna es adorado como
Panduranga Vittal, era el santuario sobre el que Baba le enseñara
a cantar a sus compañeros de la niñez. En ese entonces, los chicos hubieron de contentarse con esa buena suerte. Había otros
con Él cuando, más tarde, camino entre Bombay y Hyderabad,
fue a Pandharpur. El aspecto femenino de Dios representa Su
compasión, Su disposición a perdonar, Su habilidad para curar y
para corregir errores, Su ternura y Su dulzura. En Pandharpur,
Baba le concedió más atención a Rukma Devi (Rukmini) que al aspecto masculino de la Majestad, el Poder y la Sabiduría de Dios.
Entrando al santuario de ella, creó un collar de oro con piedras
preciosas engarzadas y lo colocó en torno del cuello del ídolo. Muchos obstinados en su ateísmo y otros que no son sino marginal-
360
mente creyentes, puede que desechen como ridícula la posibilidad
de que se cargue a los ídolos con Divinidad y que una voluntad,
palabra u obra Divinas los reactive cuando se haya agotado su
carga Divina. Es cierto, sin embargo, que la fe puede volver santas las montañas y sagrados los manantiales. Puede escuchar sermones en la corriente de los riachuelos y leer el Libro del Génesis
en un pedazo de piedra. Baba es la Voluntad Divina.
Desde aquel día en que, siendo un muchacho de catorce
años, dejara la escuela y lanzara lejos su bolsón de cuadernos,
anunciando: “Mis devotos me están llamando. Tengo una misión que cumplir”, nunca ha hablado de Dios como algo diferente de Él mismo. A través de las Eras los sabios y los profetas
han consolado a otros con afirmaciones como “Dios te bendiga”, “Es la Voluntad de Dios”, “Dirígele tus oraciones a Dios y
Él te curará”. A lo largo de treinta y un años de estrecha proximidad, nunca he oído a Baba consolar o confortar a alguien
mencionando a un Consolador, un Protector o un Salvador distinto a Él mismo. Jamás se ha deslizado una segunda o tercera
persona de Su lengua al hablar de Dios. Lo ha establecido únicamente en la primera persona singular. Le pido perdón por
revelar una experiencia personal. Le había planteado a Él el interrogante del aspecto de Padre-Madre, el Aayi-Baba, el ShivaShakti, el Equilibrio Único de Justicia-Gracia, cuando me reveló
una clara y concreta Visión: la Forma de Shiva-Shakti, años antes de que revelara esta Realidad, aquel famoso día de Gurú
Purnima. Sé también que otros han tenido otras visiones.
Baba estimula los rituales, la adoración, los bhajans y los festivales en los templos, en su mayor parte, como medios para calmar y
purificar los sentidos y el mundo interior del hombre. Aprueba los
tabúes tradicionales y los consejos sobre la disciplina espiritual, porque es cierto que puede hacer progresar a los hombres desde cualquier punto en que se encuentren, siempre que se persuadan a sí
mismos para dar un paso más hacia el próximo hito. Ganesha es el
guardián del Primer Paso. Por ende, Baba le ha dado a Ganesha la
más alta prioridad en los bhajans y en los planos arquitectónicos de
361
los campus estudiantiles. No obstante, sabe que la Forma de Ganesha de Dios constituye a lo sumo una herramienta apropiada en el
Divino Taller en donde son reparados, recargados y reacondicionados los humanos, de acuerdo a los designios y dibujos.
A pesar de los ruegos para que el Avatar ejercite visiblemente
Su voluntad y multiplique la eficacia de otros santuarios populares
como Tirumala, Madurai, Ananthasayanam y Rameswaram, Bhagavan no le ha dado la oportunidad a los devotos para ser testigos
de la Ceremonia Divina. Mas Baba está siempre demostrando que
sabe conscientemente del valioso papel que deben desempeñar los
templos en la promoción de la elevación individual y la integración
social. En las aldeas que circundan Brindavan, Whitefield y Prashanti Nilayam, Baba ha impulsado la construcción de templos, mezquitas y la renovación de viejos centros de culto. Desde cada uno de
ellos uno puede escuchar Su llamado: “Les conduciré hasta Mí Mismo, desde lo Irreal a lo Real, de la Oscuridad a la Luz, desde la
Muerte a la Vida Eterna. ¡No tropezarán ni se debilitarán!”.
Baba alaba la creencia tradicional de que uno no ha de pasar
una noche en una aldea que no tenga una Casa de Dios. Examina
las condiciones en que se encuentra el templo de la aldea y de ahí
decide acerca de la naturaleza de la atmósfera moral del lugar. Si el
recinto se usa para jugar o para el chismorreo, para conspirar o hacer política, Él condena y castiga a la congregación. También el
cuerpo humano es una Casa de Dios. En lo profundo de su santuario íntimo, tiene al Nethra lingam de Badrinath, el Eterno Ojo Universal Unico, o al Jyothirlinga de Somnath, la Eterna Llama Universal del Amor.
Las leyendas de todos los países describen un Kalpataru, un
Árbol que cumple los deseos, Él, sin embargo, crece en el Cielo, en
donde es superfluo y aquellos que necesitan Su ayuda, han de trepar por los empinados riscos. Baba es el Kalpataru venido a la Tierra; no necesitamos de ímprobos esfuerzos. El Árbol cubre todos los
cielos. En dondequiera que estemos, estamos a Su sombra. Nos
acercamos al Árbol para satisfacer nuestro deseo, pero rara vez nos
damos cuenta de lo que el Árbol nos hace a nosotros: nos induce a
aferrarnos a Él para siempre. Durante un discurso en Prashanti Nilayam, Él anunció: “Sé que muchos se sienten perplejos frente a Mi
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práctica de escuchar cada día, de mañana y de tarde, sus ruegos,
sus largas listas de necesidades y de deseos: haciéndoles entrar y pasando horas para consolarles y otorgarles las dádivas terrenales que
ansían. Dicen que ningún Avatar ha hecho esto antes, que este Avatar complace principalmente a los hombres materialistas. La gente
viene a Mí con deseos ridículos y, así y todo, les doy la bienvenida
con simpatía y con amor. Solamente Yo conozco su sed básica, su
descontento fundamental. Me alegro de que vengan a Mí en lugar
de postrarse ante hombres que son, ellos mismos, sólo instrumentos
impotentes. Silenciosa y firmemente, les voy volviendo hacia la senda del Sadhana y de la peregrinación espiritual. ¡Cómo podría observar, tan sólo, cuando se extravían y sufren!”.
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EL NIÑO CINCELADO
S
ri Ramakrishna Paramahamsa, mi madre adoptiva, me
había descubierto, un huérfano de padre, tratando de
mantenerme vivo gracias a los alimentos dados en caridad a ociosos de alta cuna que gustaban de las apuestas y de una
conducta impía. Él me salvó de la degradación, de ese caldero del
vicio y el descarrío. Su devoto, el Director de mi escuela, instaló
como mentor y monitor en mi corazón a Gurú Maharaj. Él nos
narró historias del Paramahamsa y sus Apóstoles, de manera tan
pintoresca, que siempre pedíamos más. Él nos persuadió para
que nos aprendiéramos de memoria aquella parte de uno de los
electrizantes discursos de Vivekananda, que culmina con la oración: “¡Dios! ¡Haz de mí un Hombre!”. Gurudev fue mi puntal y
mi providencia hasta los cincuenta años de mi vida. Entonces,
me puso en el regazo de Sai quien nos enseña a orar: “¡Dios!
Hazme tomar conciencia de que Tú estás en mí y yo en Ti y que
somos Uno”. Al traspasarme, Gurú Maharaj debe de haber abogado en mi favor: “Vierte Tu amor sin límites sobre este niño
mío. Permítele que aprenda a estar consciente de Ti como su
Realidad”. El Mantra de Ramakrishna plantado en mi corazón
por Mahapurushji, había echado milagrosamente brotes, pese a
mi lentitud y simulada enfermedad, los que buscaban una mano
que aferrar. Y la mano de Baba respondió: “¿Por qué temer? Yo
estoy aquí”.
Fue entonces que caí en la cuenta de cuán indigno era de la Divina compasión. Había tejido a mi alrededor, como mi propia maraña, una red de nociones negativas y de preferencias y prejuicios positivamente dañinos que, normalmente, me habrían excluido de la
Gracia. El sentido del humor que me había ganado un minipedestal
en la galería de la fama de Delhi y de Bangalore, había trasgredido
fácilmente los límites hacia el campo de la ridiculización y el pas-
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quín. Como resultado de los alocados caprichos de este sentido, había herido la sensibilidad de muchos, aun sin intención. Con el objeto de mantener mi reputación como un Leakock y un Wodehouse,
tenía que dirigir la mirada hacia los pies de barro, las presunciones,
las miradas envidiosas y las manos dispuestas a aceptar sobornos de
la gente a mi alrededor, e incluso inventarlas si no las encontraba.
Esta tendencia había desviado mi atención de lo normal, lo básico,
lo simétrico y lo simple.
Mi compromiso a lo largo de treinta y cuatro años de carrera
en la enseñanza me había contagiado y había fomentado en mí
las enfermedades profesionales del dogmatismo, el autoritarismo,
la altanería morbosa y, para acuñar una palabra, la filolisonjería.
Sufría, como todos los docentes, la enfermedad de “ratón de biblioteca” y también de un inevitable desaliño y distracción. El conocer, moverme y arrear a renovados rebaños de jóvenes adolescentes (entre los años veinte a los cincuenta de este siglo) que esperan recibir instrucción y guía y que las aceptan agradecidos
cuando las reciben, hizo que mi mente se asentara en el inflexible
molde de una suprema autoestima. Debo confesar que mis actitudes y enfoques de problemas y proyectos sólo podía ser tildada de
“adolescente”, aunque la edad me hubiera obligado a renunciar a
la asociación con la juventud. Woodrow Wilson, quien enseñaba
Ciencia Política en la Universidad de Princeton, era un hombre
con un fino sentido del humor. Podía recitar quintillas jocosas en
contra de su propia fachada y unirse a quienes se reían con ellas.
Sin embargo, como Presidente, enfrentado al problema de la Europa de posguerra, se comportó como un estudiante no graduado
ante Lloyd George y Clemenceau.
Las buenas gentes de Karnataka también contribuyeron en
parte a dañar mis proporciones. Descubriendo que había ascendido hasta la meseta de Mysore desde la costa de Kerala, sin trazas
de su idioma kannada sobre mi lengua, se entusiasmaron cuando
me vieron hablarlo y escribirlo como si hubiera sido mi lengua materna. Los decanos de la literatura kannada me mimaban como si
el destino me hubiera devuelto a Karnataka después de haber sido
secuestrado hacia Kerala. A pesar de mis protestas, me exhibían
como a un animal de circo. De hecho, llegué a describir a una tal
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víctima de la adulación masiva en mi novela Gaali Gopuram (El
Castillo en el Aire). Pese a todos los profilácticos a los que echaba mano mi sentido del humor, los vapores del incienso se habían
logrado introducir en mi cabeza y la hicieron infatuarse en gran
medida.
El multicolor panorama de la historia humana me fascinó ya
desde mis años de secundaria. N.R. Subba Iyer se convirtió en mi
héroe: anhelaba aprender tanto como él y enseñar tan bien como él
lo hacía. Pero como miembro de la Facultad de Historia en la Universidad de Mysore me encontré encerrado en un callejón sin salida
en lo que concernía a aumentos de salario y prospectos de promoción. Se podían lograr tan sólo si renunciaba alguno de los aproximadamente doce miembros de rango superior, y no había ninguno
que tuviera esa intención. Pertenecíamos todos a un mismo grupo
de edad y la gente del seguro nos consideraba dignos de confianza.
Obligado a enfrentar crecientes exigencias, en cuanto a ingresos,
con un salario mensual estacionario por décadas, andaba amargado
y me volví ligeramente misántropo.
Mi amor por Clío, la Musa de la Historia, no pudo sobrevivir
a los reveses de la fortuna. El desastre tuvo también una causa
profunda. La inmersión de mi mente en el lodo de la historia humana terminó afectando mi visión de los hombres y sus bufonadas. Aunque la historia se repite cada treinta años, el género humano se rehúsa a aprender sus lecciones. El hombre ha caminado
sobre la luna, pero el lunático odio fraternal se ha hecho más profundo. No necesitan raspar a una persona para descubrir al salvaje bajo el barniz. Me fui convenciendo cada vez más de la futilidad
de enseñarle historia a los jóvenes. Es bien recibida únicamente
cuando atiza los fuegos de los odios raciales, religiosos, nacionales, lingüísticos o de casta. Los estudiantes que optaban por los
cursos universitarios fueron declinando en número como también
en seriedad. Y los profesores de historia eran descuidados y ridiculizados. Tuve que procurarme los granos de respeto de la comunidad estudiantil a través de las actividades extramuros hacia las
que les atraía. No obstante, la amargura de la desilusión torcía mi
afecto por mi profesión, transformándola en la crónica de la ingratitud del hombre para con el hombre.
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Por eso, cuando caí a los pies de Swami, debido a que me pesaba mi orgullo, sentí que mi corazón estaba amargo. Mis hábitos
eran descuidados. Mi sonrisa era una máscara. Mis miradas estaban
cargadas de malicia y misoginia. Mis pasos eran inseguros y mi meta era caleidoscópica y borrosa. La única disciplina espiritual que conocía era el Servicio, pero acaso lo adoptara porque inflaba mi ego.
Me reía de las idiosincrasias y pomposidades de los demás, sin darme cuenta que las descubría porque las llevaba en mí.
Y el nuevo Gurudev me aceptó tal como era. “El hombre ha de
ser deshecho y rehecho”, ha dicho. Fui en verdad afortunado de
merecer Su atención y pasar por tres décadas y media en recomposición. El proceso sigue aún y es posible que tenga que continuar,
hasta donde creo saber, por una o dos vidas más. Si Baba me hace
llamar por intermedio de alguien para que vaya a Su Presencia, mi
primera reacción es la de examinarme para descubrir en qué me he
equivocado o he resbalado, qué límite habré transgredido o a quién
habré herido o menospreciado, porque Su llamado es casi siempre
para cincelar.
El Señor ha declarado en el Bhagavad Gita que Él es el Dios, el
Soporte, el Soberano, el Testigo Ocular, la Morada, el Refugio, el
Compañero, el Origen, la Providencia, la Premisa, la Promesa y el
Poder Inagotable. Baba ha sido todo esto para mí y para millones
de otros como yo, porque Él se hizo cargo de nosotros y nos llevó
de la mano a través del proceso de transmutación en el crisol de Su
Amor.
Cada vez que tengo la ocasión de hablarle, incluso cuando no
hay nadie cerca, Él observa cada frase e, invariablemente, descubre una insuficiencia o exceso de énfasis, alguna desviación de la
gramática o del uso de alguna palabra que no aclara suficientemente el punto como lo haría otra. Nunca deja de señalar estas
evidencias de descuido en el lenguaje. Cada vez que esto sucede,
mi ego académico sufre un pinchazo deflacionario. Su incansable
ridiculización exorciza el desaliño, los amaneramientos y los hábitos que me han poseído, como las gesticulaciones, el encogimiento de hombros y movimientos de la cabeza, el uso repetitivo de
imprecaciones, como “idiota” y el de estimulantes como el rapé.
Fui disciplinado para mantenerme erguido y libre de estas irrele-
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vancias. Cuando el cuerpo está calmo y sereno, se puede inhalar
más profundamente la Presencia.
El día que me instalé en el alojamiento que me fuera asignado, Baba propuso una tarea que no fue bien recibida por mi ego.
Debía mantener un registro de los obreros que construían el hospital sobre la colina detrás del Mandir, ser un supervisor del grupo
y calcular y pagar sus salarios cada lunes. ¡Esto después de treinta
y dos años de prestigiosa pedagogía, de los cuales había sido Director por cinco! No obstante, el trabajo es adoración, en especial
cuando se ofrece en Prashanti Nilayam, siempre que lo hiciera tan
perfectamente como me lo permitieran mis talentos. Afortunadamente para mí, a los pocos días hubo un devoto que pudo hacerse cargo de mis deberes con la facilidad de un pez en el agua y
me relevó del aburrimiento. En todo caso, aprendí la lección de
que un sadhaka ha de aceptar alegremente cualquier trabajo, por
raro o cansador que sea, como una oportunidad para expandir su
amor. Más adelante, se me envió con misiones para asuntos con
los que no estaba familiarizado, a Bangalore, como adquirir y
transportar baldosas y maderas para la escuela de Sai Baba en
Bukkapatnam. También fui comisionado para buscar retratos de
gran tamaño de los profetas, santos y videntes de todos los países
y hacerlos enmarcar con cubiertas de vidrio, para la Sala de Oración de Prashanti Nilayam.
Durante muchos años, el Día de Vijayadasami, Baba nos llamaba a mí y a un Superintendente de Telégrafos de Trichinopoly para
que acarreáramos potes de agua desde el pozo cerca de la puerta
Este hasta la cocina en el extremo Oeste. Eran tan pocos los hombres adultos en esa época que teníamos que hacer cualquier trabajo
que nos cayera en manos. Cuando el Jefe General de Correos en
Hyderabad ofreció instalar una oficina en el complejo de Prashanti
Nilayam en el caso de que se encontrara a algún pensionado dependiente de cualquier gobierno estatal o autoridad local y que supiera leer y escribir, me di cuenta de que era el único candidato calificado. Me tragué mi ego (un buen pedazo de lo que de él quedaba)
y acepté el yugo. Baba le tendió una trampa a mi sumisión: “¡No
me gusta que un Director y Doctor en Filosofía sea tratado como
Administrador de Correos!”. Yo sabía que Él observaba para ver si
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Su declaración despreciando el estatus que yo había asumido recibiría alguna aprobación de mi parte. Solamente respondí: “Cualquiera se sentiría orgulloso, Swami, si se dirigen a él como Administrador de Correos en Prashanti Nilayam”.
Durante los años cincuenta, cuando la llegada diaria de peregrinos era de unos veinte a treinta, la mayor parte de ellos se me acercaban con el pedido de presentar sus quejas ante Baba. Creían que
Swami no era más que otro Baba que atraería y retendría discípulos
otorgando fórmulas para la prosperidad, para sanaciones mentales
o físicas y para destruir a los enemigos de uno. Cuando Baba estaba
fuera, se quedaban hasta que regresaba. Y descubriendo que yo era
un oyente paciente y hasta simpatizante, muchos de ellos vaciaban
sus problemas en mi oído. Debo de haber creado la impresión de
que podía comunicar sus cuentos a Bhagavan y de que lo haría,
porque, cuando más tarde llamaba a uno o dos de ellos para una
entrevista, les advertía en contra de revelar sus reveses domésticos o
sus agonías personales a quienes no pudieran sino exhibir una simpatía de la boca para afuera. “Los que prestan oídos a sus historias
pueden compadecerlos o llorar con ustedes, pero no pueden influir
sobre las circunstancias que les han llevado al pesar, ni pueden corregirlas. ¿Por qué habrían de rebajarse ante meros hombres que no
pueden sino mostrarles simpatía mientras dure la narración?” Y les
mencionaba específicamente que yo no necesitaba saber por qué
habían venido a Puttaparti. “Yo les traigo aquí para poderles escuchar y liberar.” Cuando estas personas venían a mí y se excusaban
por haberme involucrado en un diálogo no deseado, yo sabía que
esto también representaba una lección para mí. Yo no tenía derecho a engañar a la gente, en cuanto a ser una persona diferente del
resto; debía moverme en Prashanti Nilayam ocupado únicamente
de mí mismo, de mi propio trayecto.
Me tomó un largo tiempo y muchas reprimendas aprender que
Baba mismo había llamado a cada uno de los visitantes y que Él trataría con cada persona en cualquier forma que decidiera y cada vez
que Él sintiera que era el momento adecuado. Cuando le prestaba
oídos a las historias del visitante, me convertía en víctima de la simpatía y el ego me impulsaba a asumir el papel del Buen Samaritano
y de hablarle del problema de esa persona a Swami. Durante los
370
primeros años, la persona era a veces un paciente de habla kannada o, más a menudo, provenía de Kerala. Esto revelaba una censurable predilección por los idiomas que me gustaban. Baba desalentaba todos los intentos que yo hacía por llevar Su atención hacia las
aflicciones de las que Él ya estaba consciente y decidido a aliviar. Se
reía de mi impaciencia y desechaba mis ruegos con estocadas como: “¿Cuánta comisión recibes por este acto de recomendación?”
o “¿Qué hay de especial con la persona de la que hablas? ¿Tiene
antenas en la cabeza?” o “¿Quién te asignó este deber? ¿Por qué
estás cultivando contactos aquí?”, etc. Arnold Schulman consignó
en su libro sobre Baba que Baba le dijo: “Nadie puede venir a Puttaparti a menos que Yo lo llame. Yo llamo a los que están listos para
verme. Por cierto que hay diferentes niveles de preparación”.
Así aprendí que no había necesidad de “informar” al Todo Sapiente Baba, de “interceder” ante el Todo Compasivo y de “interesarle” en el proyecto mismo que le indujera a encarnar. De este modo Baba suprimió una siniestra actividad a la que me empujaba mi
ego. Sin embargo, la gente me encontraba buscando entre la multitud a algunos individuos y conduciéndoles hacia el lugar en que se
reunían aquellos “elegidos” para una entrevista. Por ende, suponían
que privilegiaba a estos individuos en forma especial, ¡porque Baba
me había facultado para conceder este favor a los de mi preferencia! No podían inferir que yo no era sino un chaprasi obedeciendo
órdenes, cumpliendo mandados y entregando citaciones. En casi todo centro espiritual donde la figura central es un santo, un monje,
un gurú o una figura monástica, se produce el inevitable fenómeno
de un discípulo, hombre o mujer, que lleva la voz cantante, que selecciona y elige, que sabe el juego y que puede manipular al Maestro. ¿Por qué? Tomando a Prashanti Nilayam por cualquier otro
Ashram, Gurukul o Ermita y tomándome a mí por una fémina (Kasturi es un nombre que indica el otro sexo), un editor de Kerala
anunció con suprema ignorancia, que también aquí uno había de
tomar contacto con una dama, cuando la verdad era que un caballero llamado Kasturi era uno de los leales chaprasis ostensiblemente
ocupados en una miscelánea de tareas…
¡Tareas! Durante esos primeros años las había en cantidad,
porque los residentes eran unos pocos. Tuve suerte de convertir-
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me en el blanco de atención de los golpes de martillo que pulverizaron mi recalcitrante ego. Los devotos que deseaban venir frecuentemente a la Presencia, instalaron una cantina que sería atendida por ellos sobre una base de voluntariado y sin fines de lucro.
Un hermano devoto supervisaba la cocina y el comedor. Baba nos
dio instrucciones para extender nuestra afectuosa hospitalidad a
los devotos. Había algunos de los que Él sabía que su devoción era
tan profunda que adoraban hasta los alimentos de la cantina como maná. Cuando llegaba una persona así, Baba consideraba que
la cantina no había de degradar el “Prasad” igualando su valor sacerdotal con el valor monetario. En una oportunidad llamó a mi
amigo y le indicó que a una cierta persona no habría de cobrársele por el almuerzo que se le sirviera en la cantina. No teníamos
idea de qué otro mérito tenía el hombre, fuera de ser un alto oficial que tenía el derecho de girar de los fondos públicos, para sus
gastos de viaje y viáticos, más dinero del que gastaba realmente.
Fue así que la próxima vez que vino, le proporcioné una habitación para que se alojara, pero no me molesté en mandarle el almuerzo desde la cantina. Cuando Baba le llamó, casi al anochecer, descubrió que el hombre había estado ayunando desde la mañana porque no le habían dado Prasad. El hombre lo había atribuido a la voluntad de Dios y no a mi voluntariedad. Baba decidió
corregirme. Yo carecía de amor, de lealtad y de buenas maneras.
Había tenido la temeridad de interponer mi mezquindad entre Su
compasión y Su manifestación.
Dejó de hablarme e incluso de advertir mi presencia. Mi pobre ego estaba en el crisol. Privado de todos los signos de Su
Amor, decaí muy pronto. Me interrogaba a mí mismo para descubrir qué impedimento había bloqueado el flujo de la misericordia de Dios. Pero, ¿cómo podría un ego que es culpable ser testigo en contra de sí mismo? Su naturaleza le lleva a echarle la culpa a otro. No me atrevía a mirar al espejo por temor a tener que
encarar al criminal que aparecía. Por nueve largos días y noches
aún más largas soporté la agonía de la separación de mi Señor,
una agonía aún más dolorosa porque Él estaba tan cerca y, no
obstante, tan lejos, porque escuchaba mis lamentos, pero sólo
me devolvía su eco. Sus ojos me veían, pero sólo como veía la
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pared contra la cual me apoyaba. ¡Oh, las lágrimas no permitían
que el sueño me aliviara! La lengua no me transmitía el sabor de
las cosas. Mi madre se angustió observándome cuando gemía solitario. Enfrentó a Baba cuando éste se encontraba cerca del
plantío de jazmines y le preguntó: “Swami, ¿qué le ha pasado a
Kasturi?”. Swami le dijo (aunque ella me lo reveló sólo semanas
más tarde): “Pronto estará normal. No te preocupes. ¡Pero no le
digas que me has preguntado por él!”. Ella logró la tranquilidad
que necesitaba y, a pesar de terribles impulsos, mantuvo sus labios sellados.
El calor del caldero se volvió insoportable. Me paraba frente a
Él por horas interminables, pero no podía descubrir en ese rostro
encantador rayo alguno de esperanza en cuanto a reingresar en el
círculo en permanente expansión de Su Amor. Al octavo día mi corazón estalló en sollozos y me abracé a esos pies de Loto. Baba me
levantó por los hombros y dijo: “Estás llorando ahora, pero ¿sabes
cómo lloró ese devoto aquel día cuando le negaste el Prasad que estaba anhelando? Querías que pagara por él, ¿no es cierto?”. (Se me
vino como un rayo a la mente: la discusión con el hermano encargado de la cantina acerca de los funcionarios y los fondos públicos.)… “No repitas este error. Y no hagas tanto escándalo exhibiendo tu estado de ánimo. Ahora, vete.” “No me di cuenta, debí haber
recordado que él ha sido bendecido por Ti.” “Todos y cada uno está
bendecido por Mí. Vete ahora.”
Me pareció percibir un trazo de enojo en ese “Vete”, aunque
había oído decir a Baba: “No tengo enojo en Mí. Parezco estar
enojado sólo cuando expreso Mi desilusión cuando no se comportan como debieran”. El bálsamo no me curó por completo. Descendí los peldaños. Se cantaban bhajans en la Sala de Oración.
Caminé silenciosamente hacia la puerta Norte, me senté sobre el
muro bajo y me dejé llevar por un ataque de arrepentimiento.
Cuando terminó el Arati y Baba subió a Su habitación, me levanté
y subí también, parándome frente a Él. Viendo que mi expresión
no había cambiado incluso después de Sus mitigadoras palabras,
me lanzó una mirada de sorpresa y apoyó esas suaves palmas en
mis hombros, diciendo: “¿Por qué otra vez? ¿Qué pasa ahora?”.
Logré mantenerme firme sobre mis piernas. Dije: “Swami, cuan-
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do me dijiste ‘vete’, pude ver que aún estabas descontento conmigo. Pon Tu mano en mi cabeza, Swami, y dime Bangaroo”, gemí.
El Todo Misericordioso Baba respondió alegremente: “Bien. Aquí
va el golpecito en la cabeza, Bangaroo… ¡Ahora anda y dile a tu
madre que estás feliz!”.
En esta tierra terminó el dominio colonial. El hombre blanco
dejó caer su carga y, más tarde, triste y más sabio, volvió sobre
sus pasos hacia su hogar isleño. Se volvió también odioso el dominio feudal. Los seiscientos cincuenta Estados feudales con sus
Maharajaadhirajahs, Maharajahs y Rajahs, Sultanes y Nawabs,
dieron tumbos en la riada de la democracia, el socialismo y el secularismo. Los dadivosos repartimientos de Delhi, en base a los
cuales habían construido sus palacios los gobernantes, fueron
progresivamente reducidos por los nuevos amos de la India Libre
y, finalmente, denegados. El país estaba lleno de enfadados Maharajahs y Rajkumars, de tronos en desuso y de estandartes plegados.
Un buen día, una carreta tirada por bueyes, procedente de Bukkapatnam, depositó en Prashanti Nilayam a un Rajkumar, a su princesa y a sus dos hijos, un niño de doce años y una niña de siete. El
príncipe había sido dejado sin recursos cuando la oleada de “slogans” gandhianos pasó por sobre su Sala Durbar. La historia de esta dinastía serpentea sobre algunas páginas de la historia de la India
medieval. Me era bien conocida. Por horas cada día, le presté oídos
a la narración del patético relato de este descuido histórico. Había
perdido la pequeña fortuna que había logrado salvar. Había emigrado hacia Assam. Allá pagó el noviciado con su plantación de té,
quedando en la ruina. Tomé tan a pecho su situación, que le hablé a
Bhagavan sobre él. “¡Swami! ¡El pobre hombre vive con un puñado
de maní! Habría que hacer algo para salvarle.”
Baba no respondió. No habló. Su expresión se volvió levemente ceñuda. Pude ver que no apreciaba el que yo intercediera por el
príncipe mendigo. “¿Me había metido en terreno prohibido? ¿Había
exagerado la representación?”, me pregunté a mí mismo, porque
mi voz tenía un tono de dolor personal. Cuando había pronunciado
“maní”, mi mente se había representado los banquetes, shikars y
partidos de polo que había disfrutado el pobre hombre hasta el albo-
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rear de la libertad para la India a medianoche ( 15 de agosto de
1947). El príncipe no sabía, ni necesitaba saber, cuán estúpidamente me había portado rogándole a Dios por él y cuánto me había herido el rechazo. El rostro de cada una de las personas que veía, estaba iluminado por los rayos del Amor de Baba; pero yo había perdido la consoladora sonrisa, las argentinas palabras de solaz. “¿Por
cuánto tiempo, Señor? ¿Por cuánto tiempo?”, me decia con el
aliento entrecortado.
Cuando se fríe una semilla, ya no podrá brotar y criar ramas.
Cuando el ego se fríe en el fuego del remordimiento, no puede reproducirse ni extender sus tentáculos y vástagos. Me fue concedida
finalmente la suspensión, cuando sollocé a Sus pies. “¡Pobre hombre, pobre hombre! Me dijiste que el príncipe era un ‘pobre hombre’. Ningún hombre de corazón duro puede llamar pobre hombre
a otro. Es solamente un espectáculo. ¡Como si tú fueras rico y él
pobre! ¿Le ayudaste? ¿Por qué no lo hiciste? Podías haber hecho algo, por lo menos alimentando a los niños.”
De modo que ésa era la lección. Chppinattu Cheyyaali: actúa
según lo que hablas. Las palabras de simpatía no sirven para llenar
estómagos. La hipocresía es el peor de los pecados. Ésta es la lección que Baba le ha empezado a enseñar al mundo desde que tenía
catorce años. Cuando era un alumno de secundaria de doce años
en Uravakonda, fue éste el tema de una obra que escribió y que dirigió, mientras interpretaba el papel principal: el de un niñito que ponía al descubierto la hipocresía de la madre, el padre y el profesor.
El hombre no puede vivir sólo de palabras: quiere pan y, si Dios es
misericordioso, también manteca.
El más largo de los períodos que pasé en el crisol se dio después de una feliz gira por el Noreste de la India, Bengala occidental,
Orissa y los Circars. Baba me ordenó ir en avión a Bombay desde
Hyderabad y esperar por Él en el Dharmakshetra. Había logrado
pasar por un apretado programa de charlas, organizado para mí en
cada uno de los Estados y me sentía muy contento cuando llegué al
Dharmakshetra. Anhelaba poderle expresar mi alegría a Bhagavan
por los cientos que se habían reunido para escuchar Su historia, Su
liberalidad evidenciada por los milagros producidos por Su voluntad
y que me dejaban sin palabras en todos los lugares por los que ha-
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bía pasado, el entusiasmo de los miembros del Seva Dal que servían
a los marginados y a los condenados.
Durante todo el día mantuve el oído atento al sonido de Su automóvil al subir por el camino de grava. Finalmente llegó. Me paré
en los peldaños que conducen a la puerta de la sala desde donde los
dieciocho peldaños llevan al primer piso, donde usualmente se aloja. Me miró. Me preguntó: “¿Cuándo llegaste acá?”. Respondí:
“Hace dos días”. Subió rápidamente los peldaños de mármol seguido por los tres devotos que habían viajado con Él en el auto. Los seguí y me quedé de pie frente a la puerta familiar. Estaba cerrada. Él
estaba adentro. Yo, ¡ay de mí!, estaba afuera, con una carga de alegría que comenzó a derretirse en lágrimas, mientras la voz de Baba
resonaba provocadoramente a través de la puerta.
Después de una hora, aproximadamente, me resigné a bajar
los escalones y me fui a refugiar en la habitación que me habían
dado. A la hora de comida, me senté con otros en el suelo, frente
a la mesa de Baba. Él estaba chispeante de comicidad, incluso
cuando exponía profundas verdades. Mas, ni una sola vez se dirigió a mí, no me preguntó acerca de la gira a la que me había enviado con Sus bendiciones, no me incitó a comer más de algunos
platillos ni me advirtió en contra de otros, como era Su costumbre. Perdí todo gusto por la comida. Desertó de mí el sueño y llegó a instalarse la inquietud. No podía ir a Su habitación y quedarme como una lámpara de pie en un rincón, temía no ser llamado
para traducir Su discurso en telugu: la tarea para la que había venido. Me senté en el suelo en primera fila cuando comenzó la reunión, tenía preparados el lápiz y el papel, pero había perdido la
esperanza. Miré a mi alrededor para comprobar si había algún
sustituto a la vista, pero no pude encontrar a nadie. Aunque Swami podía hablar en inglés, hindi o marathi y hundir mi equivocación más profundamente en mí. ¡Ahí, Su dedo me llama! Salto sobre el estrado, me paro radiante frente a mi micrófono y enjugo
mis lágrimas con el pañuelo.
Esperando que la oportunidad otorgada de traducir Su discurso
comprobara que mi delito (no me atrevía a investigar cuál había sido; decidí no inquirir; no podía descubrirlo por mí mismo), había sido perdonado. Seguí a Baba y Su grupo (los que habían venido con
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Él desde Bangalore) directamente hacia la Habitación Sagrada del
primer piso. Estaba de pie y miraba. No recibí una sola palabra.
Temblaba y sudaba de miedo. Bajé a tropezones la escalera y llegué
a mi cama. Le escribí una carta a Baba, pero no terminó siendo sino una mancha azul-negro sobre el papel. “Él lo sabe, Él lo sabe,
¿para qué escribirle? Él es el Sanathana Sarathi”, me decía a mí
mismo.
Después de una hora de dar vueltas, dormí, hasta que Indulal
Shah me sacudió diciendo: “¡Comida! Swami viene”. Llevé a cabo el
ritual. Como cuervo herido, gritaba lastimeramente: “¡Kaov, kaov!
¡Sálvame, sálvame!”. Vi a Indulal Shah bajando de la habitación de
Swami con una amplia sonrisa. Rogué porque se debiera a mí. Así
era. Me dijo: “Baba parte hacia Ahmedabad temprano en la mañana. Vuelo de las 5. Prepárate. Volvemos al día siguiente”. Cerré la
puerta, apagué la luz y… di unos doce saltos en el aire de pura felicidad. A través de los barrotes de mi ventana podía ver la luminosa
ventana de Bhagavan. Hice frenéticos gestos de agradecimiento. Me
postré en el suelo de mi habitación, dedicando el namaskar a mi
muy compasivo Bhagavan.
Estuve listo a las 3 de la mañana. Me senté callado, tenso. ¿Me
hablará o no como antes? ¿Se agrandará la brecha? ¿Será tibio Su
contacto, vibrará de amor Su voz? Indulal Shah entró sin golpear.
Yo había dejado abierta la puerta para poder correr hacia el automóvil y la paz celestial. “Estoy listo, hermano”, dije. Él anunció:
“No estás incluido. Vamos nosotros”.
Cuando regresaron, se me ordenó volver en tren a Puttaparti.
Baba y el grupo que le acompañaba volaría a Hyderabad y luego
a Bangalore. Ansiaba poderme esconder en algún lado, pero no
podía: el Sanathana Sarathi había de ser llevado a la prensa y
despachado por correo. Esconder el pesar dentro de mí y llevar
una máscara de sonrisas constituyó un dolorosísimo ejercicio en
histrionismo. Cuando Baba retornó a Prashanti Nilayam, ello se
convirtió en una tortura. Subía hasta Su habitación y me quedaba
parado, apoyado contra el muro. ¡Oh! Era mortificante escuchar
las alegres risas de todos los que estaban allí, con las bromas, parábolas y poemas de mi bienamado Señor, mas la voz interior me
advertía para que no fuera a contaminar Su alegría con mi desdi-
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cha. Pasaron días y noches, y las noches pasaron en una tristeza
aún más negra.
La Conferencia de la India de los encargados de las Unidades
de la Organización de Seva Sathya Sai debía llevarse a cabo en Madras, por tres días. “Pregúntale a Swami”, me susurraba la voz. “Te
viniste adelantado de Bombay, porque Él dijo ‘Anda, el trabajo del
Sanathana Sarathi está esperando’. Pídele permiso ahora para ir a
Madras. Tu Sanathana Sarathi te quiere allá.” Me armé de valor
para tocar Sus pies y rogar, en tanto que me esforzaba por ponerme de pie. “Swami, ¿la Conferencia de Madras?” “¿Qué es lo que
dices?”, preguntó. “La Conferencia en Madras. Sanathana
Sarathi…” tartamudeé. “Narayana irá esta vez”, fue la respuesta.
El cincel le hizo salir sangre al mármol. Dolía. Realmente dolía.
El ego gemía: “Estoy perdido”. Me rehusaba a aceptar la desesperación. En medio de la conmoción de la multitud que corría hacia el
rectángulo del Mandir para lograr el darshan de Baba que subía a
Su automóvil para dirigirse a Madras y a la Conferencia, yo también
corrí y me aseguré un espacio justo fuera de la puerta a través de la
cual saldría hacia el coche que esperaba. La voz insistía: “¡Pregunta!
Recibirás una respuesta”. Baba salió. Pregunté, sí, oí mi voz preguntando: “¡Swami! ¿Madras?”. Un brillo repentino y le oí decir:
“¡Sí! ¡Ven!”.
Fue como escuchar la flauta. Llegué a Madras la noche antes
de que se iniciara la Conferencia. Se me dijo que llegara al Abbotsbury Hall en donde se realizaría, a cualquier hora antes de las ocho.
Estuve allí a las siete. “Lo lamento”, fue la dura arma con que fui
golpeado. “¿Por qué?” “Se acabó la entrega de las insignias para
entrar.” No podría ingresar por medios legítimos. ¿Cómo podría escurrirme adentro?
Abbotsbury tiene forma de L. Ambos brazos son salas. La de la
derecha era el comedor. La otra, más larga y mejor amoblada, era
la de Conferencias. Para entrar al comedor, había que hacerlo por
esta última. Estaba cerrada por una reja de hierro plegadiza a través
de cuyas aberturas se podía ver el estrado y escuchar lo que se decía. Conseguí entrar al comedor, gracias a la cortesía de alguien que
no temía afrontar los riesgos que le hiciera correr su bondad, y me
senté en el suelo, atisbando por los intersticios de esa reja de prisión
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de hierro. Cuando Baba subió al decorado estrado, encendió la lámpara y procedió a inaugurar la Conferencia con Su Mensaje de
Amor, removedor de conciencias, la reja plegable dejó de representar un obstáculo. Me sentí libre como un pájaro con sus alas, como
una brizna de pasto en su vaina, como un bebé junto al seno materno. Pero muchos de los que me descubrieron acurrucado tras de la
grilla de hierro se sintieron muy perturbados. Se procuraron una insignia de ingreso y pude unirme al contingente de Puttaparti, aunque aún me sentía como un polizón que podía ser lanzado por la
borda en cualquier momento.
Sobreviví la Conferencia y pasé algunos días deprimentes en
Bangalore con mi hija y sus hijos. Ella debe de haber pensado que
estaba gozando de largas horas de profundo yoga, cuando me encontraba callado y denso. Cuando oí decir que Baba había llegado a
Brindavan, tomé un autobús que me dejó allá. Lenta y nerviosamente me dirigí a la habitación de Baba. Me lanzó una sonrisa. Envalentonado, abrí la boca y, como si nada hubiera pasado como para nublar mi mente, dije: “¡Swami! Mi nieto Prasad consiguió entrar
al Instituto de Tecnología”.
“Deja eso de lado”, dijo, levantándose del sofá. “¿Qué te ha pasado a ti? Tu soberbia es insoportable. Tu cabeza llena de humos va
a estallar algún día. ¿Qué hiciste en Orissa? Deberías recibir una paliza inmisericorde”, reprendió. “No sé lo que pasó en Orissa”, gemí.
“¡Ah! ¿No lo sabes?”, caricaturizó mi gemido. Fue a la habitación
contigua, abrió un maletín de mano y trajo una página impresa que
contenía mi programa en ese Estado, como lo habían fijado los organizadores. Puso un dedo sobre una de las líneas y, sosteniéndola
frente a mis ojos, me ordenó leerla.
Leí: “10 a 11 de la mañana. Entrevistas con personalidades
prominentes”. Me tomó algún tiempo recuperarme. “¡Sí, Swami!
En el trayecto hacia Calcuta en el Howarah Express, se reunió conmigo el Secretario de la Estación de Khurda Road. Me consultó
acerca del programa. Dijo: ‘¿Puede encontrarse con algunos profesores y otros que querrían saber más sobre Baba?’. Le dije que por
supuesto.” “Cuando viste este anuncio, ¿les dijiste que estaba equivocado?” “No, Swami.” “Ahí está tu orgullo. Tu abultado ego”, dijo.
Yo estaba bañado en lágrimas. Caí a Sus pies. Me sentía contento
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de que me regañara, que arrancara el ego por sus raíces. “Levántate. Envía un telegrama a esa gente y diles que si vuelven a repetir tal
tontería, no volverás a entrar en Orissa.” “¡Lo haré, Swami!” Cuando leí esas palabras, me di cuenta de que era demasiado tarde para
protestar. “Por qué apenarlos —pensé— y hacer una escena.” Baba
me golpeó el hombro y susurró suavemente: “Anda y envía ese telegrama”. Había sido limpiado una vez más. Mas, ¡por qué difícil túnel
me había tenido que arrastrar para emerger hacia la Luz del Amor!
Al alimentarme en gran medida de libros y siendo afecto a los
ratones de biblioteca, había escapado a mi cognición la necesidad
de mirar bajo cada piedra para descubrir lo que había debajo. Si lo
hubiera hecho, habría notado la contaminación del “egotismo” que
supuraba bajo palabras como “entrevistas” y “personalidades prominentes”. Pero bien. Nunca más, juré para mí mismo.
Debo confesar que la debacle de Orissa se produjo, porque las
palabras “personalidades prominentes” me halagaron tanto como la
palabra “entrevistas” (¡con los VIP de la Familia Sai!). Por supuesto
que había racionalizado la situación y justificado mi asentimiento tácito como muestra de buena educación o hasta de desdén. Pero Baba
sabía que mi ego se sentía alborozado cuando se hacía entrar a las
“personalidades” para la entrevista. Ello revelaba una profunda falla
espiritual y Baba, benevolentemente, se tomó el trabajo de corregirla.
Cuando Baba dejó a la vista lo hueco y futil de mi simpatía
por el príncipe empobrecido, busqué a un antiguo alumno mío
que tenía una prestigiosa tienda de bicicletas en Bangalore y le
persuadí para que le diera al pobre hombre un trabajo como
contador. Afortunadamente para mí, el príncipe dejó el trabajo
y emigró a Mysore, en donde un punjabi que adoraba a la dinastía se apiadó de él y le nombró cajero en su negocio de confituras. Fue Baba quien me dijo que había fugado del negocio
de su huésped pujabi, llevándose los ingresos del día: ocho mil
rupias. “La policía anda tras de tu amigo”, se burló de mí. “Habría hecho lo mismo en Bangalore y te habría involucrado. Pero me preocupé de que dejara a tu alumno a tiempo.” Baba conoce los actos pasados, las circunstancias presentes y los destinos futuros de cada uno y de todos.
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Me llevó muchas otras lecciones aprender que todo lo que brilla
o halaga no es genuino. Permítanme relatarles una de las lecciones
que el Maestro Todo Misericordioso me enseñó. Un joven de California había brillado a la luz del sol, mañana y tarde, en Prashanti
Nilayam, sentándose en las filas del darshan durante aproximadamente doce meses. Tenía —según supe— un problema desesperado en cuanto a la extensión de su visa. Baba le había indicado que
volviera a casa, pero no le era posible alejarse mucho. Tal vez podía
lograr un permiso para quedarse algunos meses, si podía conseguir
una carta de Prashanti Nilayam declarando que estaba dedicado al
sadhana y al estudio bajo sus auspicios. Él sabía que Baba me había
pedido dar tales cartas a unos pocos americanos en años anteriores.
De modo que me “persiguió” para que “persuadiera” a Baba (!) para darle una carta similar. Me escabullí de sus garras cada vez que
sacaba el tema. Cuando Baba partió a Whitefield, él también se fue
allá y me libré del aburrimiento de la repetición hasta la saciedad de
que yo era un instrumento imperfecto.
Una mañana, repentinamente, su sombra cayó sobre mí. “Mi
visa expirará en dos días.” En la línea de darshan, esta mañana, le
pregunté a Baba. Me dijo: “Ve y consigue la carta”. “Por favor, señor Kasturi, usted sabe de mi problema. Por favor. Usted que es tan
bondadoso, tan sabio…” Sonó tan convincente que sucumbí. Escribí la carta que quería. Mas la voz me susurró: “¡No se la des a él.
Envíala a Bhagavan con él”. De modo que la puse en un sobre junto con una carta para Bhagavan, lo cerré bien y se lo pasé al joven.
Corrió a la terminal de autobuses y partió hacia Bangalore.
Esa tarde, Baba visitaba una factoría en Whitefield y se habían
reunido miles para Su discurso. Mi enviado estaba sentado en primera fila. Cuando Baba caminó por los pasillos abiertos entre hombres y mujeres, sostuvo en alto el sobre y, con evidente regocijo, gritó: “¡Swami! Kasturi me dio la carta. ¡Swami! ¡Kasturi! ¡Carta!”. Baba pasó de largo en silencio: mi audiencia debe de haberle parecido
inaudita. La tarde siguiente, Baba salió de Brindavan rumbo a Puttaparti. Un minuto antes de partir, le encargó a quien manejaba la casa que me telefoneara y me indicara que debía dejar Prashanti Nilayam inmediatamente después de esta llamada. “No deberá encontrarse allí para cuando Yo llegue al lugar”, le ordenó Baba. Yo nada
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sabía de la flecha que me había disparado Sri Rama. Cuando Baba
llegó a Prashanti Nilayam caí a Sus pies y respondí algunas preguntas que me hizo acerca de personas y cosas. A la mañana siguiente,
vino a verme el californiano y me devolvió la carta que, según él,
Baba no había aceptado. Estaba dirigida a Bhagavan mismo y yo
había escrito en ella que, si era Su voluntad, se la podía entregar a
este joven.
Pero Baba no se compadeció de mí. Me reprendió severamente por transgredir mis límites y por complacer estúpidamente
a cada Pedro, Juan y Diego, por alentar a los “hippies”, los ociosos y los tramposos. Lo atribuyó todo a mi cercana senilidad y a
las ansias de ser adulado. Tomó el sobre, extrajo la carta que yo
había escrito y me dijo que el hombre había sacado cuatro copias
fotostáticas de ella, incluso antes de tratar de entregársela a Él.
“¡Anda! Consigue esas cuatro copias de él y destrúyelas junto con
ésta”, ordenó. “Yo no te pedí entregar esta carta, ¿no es cierto?
¡Mira qué clase de hombre es! Lo supe desde siempre.” Pude recuperar las cuatro copias: el californiano quedó tremendamente
sorprendido de que Baba hubiera sabido lo que había hecho a escondidas… y esto, después de haber estado por tan largo tiempo
en Su Presencia.
Más tarde, una semana después, el encargado de la casa en
Brindavan me confió que, tan pronto como Baba abandonó el lugar, había pedido la llamada al operador, pero que, pese a sus desesperados y persistentes intentos, no pudo pasar la llamada a
Prashanti Nilayam. La línea estaba muerta. Fue así… que sobreviví. Esa fue otra lección: nunca actuar en base a la súplica de alguien que Baba le ha permitido hacer algo a través mío. Si ha de
hacerse, Él mismo va a insistir. Él sabe quién es quién, como ese
quién llegó a ser quien es y el cuando ese quién llegará a ser qué.
El cincelado continúa. Después de eso he tropezado muchas
veces. Una comunicación casual sobre la reacción de Bhagavan
frente a la charla o artículo, poema o libro de alguien, ha sido exhibido por esa persona como instrumento para publicitarse. Algunos
incluso han citado palabras mías como provenientes de Baba mismo. Cuando se la ve a través de las ramas de un árbol, la luna parece estar asombrosamente cerca de las hojas y los ganchos. Supone-
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mos que la hoja le puede susurrar algo a la luna y escuchar lo que
ella musita. Las personas caen en el mismo absurdo error. Suponen
que las ramitas humanas que presumen estar cerca de Bhagavan,
pueden interceder en favor de ellas y ayudarles a recibir Su Gracia
más rápida y plenamente. Por eso tengo que pasar algún tiempo
con tales personas para estampar en ellas lo único en su género del
Sai Avatar. Sai las ha llamado, Sai las conoce por completo y Sai se
ocupará de ellas cuando y como sea Su voluntad. Le he escrito cartas personales a muchos presidentes distritales de la Organización
de Servicio en las que les explico esto, cuando me han enviado a
personas premunidas de notas en las que se me pide que arregle
entrevistas con Baba. A la gente le resulta difícil darse cuenta de que
hay una persona en el mundo de hoy que no puede ser influenciada, persuadida o aconsejada por nadie, pero que sí influencia, persuade, aconseja a todos, desde el más humilde al más encumbrado.
Su voluntad es soberana.
Los discípulos han de ser disciplinados. Swami no descansará
hasta que no lleguen a ser ciento por ciento firmes y rectos. No dejará pasar ni el más leve desliz. Su enojo es inevitable cuando el sadhaka yerra. Mi entusiasmo por compartir con otros el deleite que
derivó de las palabras y actos de Baba, tiende muy a menudo hacia
la volubilidad y termina en el menosprecio de aquellos cuyos ojos
son muy débiles como para soportar el resplandor.
Baba se dio cuenta de que cuando visitó lugares en donde se
reúnen devotos, algunos de ellos tocan mis pies como gesto de reverencia usual hacia los mayores. Esta conducta ha sido obligatoria
entre los Coorgs por siglos y persiste aún en la mayoría de las familias. Es un gesto automático de los jóvenes hacia los ancianos,
como muestra de respeto, en todos los Estados del Noreste y en
Bengala. De modo que no podía protestar o rechazarlo sin herir a
la persona y sin que fuera interpretado como una duda frente a la
pureza de la persona más joven. Muchos gurús no le permiten a
los discípulos que les toquen los pies, por miedo a una contaminación por contacto que puede llegar hasta desarrollar enfermedades
como el cáncer, cuando la polución transmitida se ha acumulado
hasta un grado patológico. Durante mis treinta y tres años como
profesor, había reunido a miles de alumnos que ahora se encuen-
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tran diseminados por todo el país. Cada vez que saben que estoy
de viaje me buscan, se anuncian y muestran su respeto tocando los
pies. Éstos son procedimientos que la sociedad ha establecido y los
mayores tienen el deber de bendecir a los jóvenes. Mas, cuando
nosotros mismos somos mendicantes que buscan bendiciones, ¿cómo podríamos osar atribuirnos el poder para bendecir? Baba me
advierte en contra de la inflación del ego. “Te están poniendo presuntuoso”, me critica. “No, Swami.” “Y bien, no protestas cuando
la gente te toca los pies. ¡Lo aceptas sin objeciones, como si lo merecieras!” Cuán considerado de Su parte el caricaturizarnos ofreciendo nuestros pies para ser tocados reverentemente por nuestros
congéneres. “¡Renuncia a eso!”, nos exhorta.
Otra de Sus advertencias se dirige en contra de lo que disfruto
con comidas de grupos y festividades de convivencia en compañía
de devotos. Cada vez que obtengo Su permiso para hacer una gira
por los Samithis, suele amenazarme con que me va a cerrar la puerta en las narices si vuelvo con más peso del que tengo al irme. Incluso me ha ordenado exiliar algunos platillos que me gustan en demasía y reducir el número de los platos, hasta de los idlis que consumo,
al mínimo. “El alimento ha de ser tratado como un medicamento
para la enfermedad del hambre”, aconseja. “Podrás afirmar que tienes un sentido muy poco común, pero Yo encuentro que careces
de sentido común”, me dijo en una oportunidad.
Debo mencionar otro agudo pinchazo que recibiera mi desnutrido ego de parte del Sanador. Debíamos instruir a las inmensas
congregaciones de gente en Prashanti Nilayam en cuanto a respetar
la disciplina del lugar e incluso, anunciar algunos de los lineamientos
más importantes. Por los micrófonos, yo podía leer la lista de reglas
en inglés, telugu, hindi, tamil, kannada y malayalam. Naturalmente
que recibía elogios. Como preliminares para un Festival de Dasara,
¡no me encontraba, lamentablemente, cerca del micrófono cuando
llegó el momento para los anuncios! Baba sabía —no así yo— que
se trataba del malicioso juego del ego para demostrar su importancia. Tuve que ser llamado, pero no se hizo. Estuve fuera del cuadro
durante los once días del Festival.
Sufro de una picazón crónica en la lengua que ansía la conversación. El apodo de “Ply-mouth” (literalmente: boca que trabaja con
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ahínco - N. de la T.) que Baba me ha dado, no me ha curado por
completo. Hace unos pocos meses, Baba me encontró relatándole
excitadamente a un médico de Gujarat, con lujo de detalles, acerca
de la Gracia de Baba que me había sacado con vida de un hospital.
Me encontraba en una silla en una de las habitaciones interiores del
“bungalow” de Brindavan. Había como veinte alumnos del colegio
de Bhagavan esperando la oportunidad de tocar los pies de Loto. El
médico me había visto desde lejos y no pudo resistir la tentación de
saludarme, porque había estado por mucho tiempo alejado, en su
propio Estado. Me encontraba profundamente sumido en mi historia cuando entró Baba. “¡Rompiendo tan flagrantemente el sadhana
del silencio! ¿Cómo podrían ustedes los viejos imponerles reglas a
los jóvenes, cuando las infringen justo delante de ellos?” Le ordenó
salir al médico. Yo estaba convalesciente por lo que fui perdonado.
Ridiculizó a mi amigo como un necio y a mí como un asno. Bajamos las cabezas avergonzados. Nos prometimos que no habría repeticiones de esta mala conducta. Después estuvimos en silencio
por horas. Y Baba nos exhibió a ambos frente a los jóvenes que estaban en la habitación, como ejemplos de lo que no debe hacerse.
Swami, como Gurú, es tan vigilante, considerado y compasivo
que corrige al instante e incluso se digna hacerlo en público para refregarlo e instruir a los demás en contra de los errores que nota en
nosotros. Ha encarnado justamente con este propósito. “Llevaré
por la mano a aquellos que se desvían de la senda recta y les serviré”, le escribió a Su hermano mayor, cuando recién salía de la adolescencia. Cuán bendecidos somos de que el buen Dios haya venido
entre nosotros para cincelar y castigar.
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EL AMOROSO DIOS
E
stos treinta y cuatro años en que me he dedicado a alimentar a Sai en mi corazón, han representado para mí
una aún muy corta estación de Primavera. Los devotos
que fueran mis compañeros a Sus pies en esas primeras décadas,
fueron aquellos que habían sido discípulos de Ramana Maharishi
en Tiruvannamalai, de Ramdas en Kanhangad, de Nithyananda
en Vajreswari, de Malayalaswami en Yerpedu y de Shivananda en
Rishikesh. Y yo sabía que Prashanti Nilayam era realmente la consumación y la coronación de la aspiración humana por la Paz Suprema.
Mi adoración por el Bhagavad Gita se fue profundizando
mientras observaba a Baba y le escuchaba. Las palabras “Bhagavan vvacha” con las que el sabio Vyasa presenta las enseñanzas
de Krishna, resuenan cada vez más verdaderas a mis oídos, porque Bhagavan Baba aconseja y hace afirmaciones en términos
idénticos. Krishna indicaba que Él estaba en todas partes. Eso fue
exactamente lo que Baba le dijo a Tidemann Johanssen en Oslo,
Noruega, cuando le devolvió un anillo que Johanssen había dejado caer descuidadamente en el río Chittagong, en Bangladesh, un
mes antes. Baba dijo: “Cayó en Mis manos, porque Yo estoy en
ese río, en todos los ríos, en todas partes”. El Bhagavan del Gita
nos está dando a cada uno de nosotros, ahora, como nuestro auriga, un Gita.
Durante un Festival de Dasara hace varios años atrás, Bhagavan me pidió una tarde que le hablara a los allí reunidos. Relaté
unos pocos incidentes para grabar en la mente de los oyentes que
ese verso en particular del Gita que mencionara antes, lo ha confirmado como verdadero, en abundancia, el Sai Krishna en cuya Presencia nos encontrábamos. Pero Baba sabía que mi fe en Su omnipresencia era débil e intermitente. Haciendo referencia a mí en el
387
discurso que siguió, dijo: “Este Kasturi les contó todas esas historias
acerca de Mi omnipresencia. Pero, ¿les digo lo que él hace? Cuando
estoy fuera de Puttaparti por unos pocos días, me envía cartas lamentándose de que no puede soportar la separación. Quiere tocar Mis
pies. Dice que Mis pies están en todas partes, ¡pero se queja de que
ha perdido el contacto con ellos!”.
Un doctor pundit védico me mostró una vez una carta que
Bhagavan había escrito para advertirle y despertarle. Baba le
escuchó castigar a su mujer en su hogar, cuando ella sugirió que
se le informara a Swami de la difícil situación en que se encontraban. El pundit aprovechaba cada oportunidad para hablarle a
las asambleas en el distrito de Godavari (tanto Este como Oeste)
acerca de la omnipresencia, la omnipotencia y la omnisciencia
de Baba, pero su fe, al igual que la mía, no llegaba más allá de
la lengua. Entonces, ese mismo día, Baba le escribió una carta
amonestándole: “¿Por qué impediste que se escribiera esa carta? ¿Crees que no sé las cosas, aunque no esté informado?”.
Baba representa un desafío para aquellos que niegan o que
vacilan en aceptar que el Universo es un pensamiento de Dios,
que Dios es tanto inmanente como trascendente en relación al
Universo y que la omnipresencia de Dios es razón suficiente para
explicar el advenimiento periódico del Avatar. Cuando Ravana adquirió armas con las que podía sojuzgar a millones, apareció el
Avatar como Rama, la encarnación de la Verdad y la Rectitud.
Baba ha escrito la historia de ese Avatar. En cada página podemos percibir la delineación de Su propio rol en este mundo cargado de armas. Él nos revela que es otra aparición de la Conciencia
Cósmica en forma humana.
También las Upanishads se convierten en textos contemporáneos cuando Baba les ilumina con la luz de Su vida. La Isopanishad
anuncia la Verdad de Verdades: “Eesaavasyam idam sarvam: Dios
comprende todo lo que fue, lo que es y lo que ha de ser”. Esto
constituyó la experiencia intuitiva de un anciano sabio que viviera siglos atrás. Baba declaró, en una carta a un erudito especializado en
estudios de las Upanishads, que Él es aquel que todo lo comprende.
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Lo hizo de manera casual y confiada, como hecho claro y transparente que no requiere de énfasis. “Yo comprendo la Tierra, cada
pulgada de ella”, dice. He conocido a una persona que fue sacada
de un pozo de ochocientos pies de profundidad en los Jog Falls en
Karnataka, y a otra que fue guiada hasta tocar tierra desde veinte
mil pies de altura en el aire, cuando su avión era trágicamente azotado por una tormenta. Su Presencia ha sorprendido y satisfecho a
devotos en Hawaii, Roma, Malasia y Fiji, para mencionar a unos
pocos lugares del planeta.
Los Vedas, las más antiguas Escrituras del género humano,
proclaman la Verdad de la Creación como la Proyección de lo Divino, por Su propia volición, cuando fue perturbada por el deseo de
separarse a Sí Mismo de Sí Mismo: “Ekoham bahusyam: Yo soy
Uno; me convertiré en Muchos”. La voluntad del “Ser” fue el “Llegar a Ser”, dicen los Vedas. Baba dice que nosotros somos los muchos en los que Él se convirtió. Por eso, tan ciertamente como Él es
Dios, también nosotros somos Dioses. Él dice: “Yo estoy en ustedes, ustedes están en Mí. No podemos ser separados”. Esta máxima védica circula como moneda corriente en el imperio espiritual
de Baba. Representa la corriente interna del Ganges que es Su
Mensaje. Parado en la línea del darshan con un libro en Su palma
izquierda, escribe en la contratapa un mensaje para el dueño y sus
amigos. Es el pronunciamiento védico: “No había nadie que me entendiera hasta que no creé, para Mi complacencia y con una Palabra, los mundos”. Todas las Escrituras anticipan Su llegada y atesoran Su Majestad: en el principio fue el Verbo.
Escribe una carta para ser leída a los muchachos por el Director del Albergue de Su Colegio en Brindavan. Su misterio le ruega
mantener una comunicación abierta con aquellos a quienes ama. Es
así que la pluma anuncia: “Cuando me amo a Mí Mismo, les amo a
ustedes. Cuando ustedes se aman, me aman a Mí. Nosotros somos
UNO. Me separé de Mí Mismo únicamente para poderme amar a
Mí Mismo”. Esto es exactamente lo que Baba le revelara al antiguo
sabio que buscaba conocer el misterio de los Muchos y el Uno.
Los Vedas declararon hace siglos que Dios está más allá del alcance de las palabras, más allá del alcance de la mente, que aquel
que dice que le ha conocido, no le conoce. Podemos escuchar aho-
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ra la misma declaración del Avatar que ha venido a poner en descubierto el absurdo de los eruditos que proclaman que lo que no pueden entender no vale la pena ser entendido: “Aunque todo el género humano se dedicara por miles de años a desentrañar Mi misterio,
no podrá lograrlo”, afirmó Baba ante cincuenta mil aspirantes que
se habían reunido en Bombay para la Primera de las Conferencias
de devotos de Sai.
Como seis meses después del fallecimiento de mi madre,
tuve un sueño en el que ella aparecía ante mí como una Yoguini
vestida de ocre y con un halo en torno a su rostro. Caí a sus
pies y me levanté con las manos juntas. Me dijo: “Kasturi, de
ahora en adelante, lee el Bhagavatham cada mañana. Cuando
el país estaba desgarrado por la anarquía, yo solía leerlo regularmente”. Accedí y puso su mano sobre mi cabeza. Sollocé fuerte
y el sonido me despertó. Continué sollozando hasta que pude
reponerme del feliz impacto de recibir una orden de mi querida,
querida madre. Sus palabras, su luminosa expresión, el tierno
contacto, la voz familiar, el dulce, suave “Kasturi” que pronunció, el propósito… ¡Oh, sí, era mi madre, mamá, ciertamente!
Pronto entendí el porqué del Bhagavatham. ¿No es Baba
el Divino Flautista de Brindavan, arrobando a hombre y bestia,
a río y roca? ¿No ha sido instalado Baba en millones de corazones que se encantaban ante Sus bromas infantiles y se maravillaban ante Sus milagros y Mahimas de adolescente? ¿No es Él
el Krishna que ha asumido el papel de Auriga y se ha anunciado como el Maestro de la Verdad para todos los hombres en todas partes? Del Bhagavatha aprendí el lenguaje que habla el
Avatar, sus matices y su fragancia nativa. “Yo elegí a Mis padres”, dice Baba. Encontré en el Bhagavatha que Krishna había hecho lo mismo. “Yo no les pertenezco”, dice Baba. En el
Mahabharatha leí que el “padre” de Krishna, Vasudeva, le revelo al rey de Virata: “¿Mi hijo ha dicho? Cómo puedo considerar a Krishna como mi hijo. Él dice ‘no tengo padre ni madre ni
familia ni parientes. Estoy ligado únicamente a Mis devotos’.
Krishna afirma: ‘Sufro cuando sufren Mis devotos. Estoy feliz
cuando ellos están felices’. ¡Oh Rey! Permítame confesarle. Él
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no es del tipo común. Él es único. Su corazón se derrite cuando
la gente sufre. Y, ¿no es extraño? ¡Se ofrece a Sí Mismo a
aquellos que son enemigos para Él! Dice que está para todo el
género humano”.
Mamá me puso en el camino correcto para entender. Saqué
mayor fuerza del décimo verso skandha que describe la buena suerte de la gente de edad que está en Brindavan, Mathura y Dwaraka.
Dice: “Allí, hasta los que habían avanzado lejos en la edad, se destacaban en fuerza física y brillo mental, porque podían beber a través
de sus ojos, una y otra vez, cada día, el néctar del Rostro de Loto de
Krishna”. El darshan o la vista representa el nectarino tónico que
me ha hecho capaz, hasta este día, de un lenguaje coherente y una
escritura legible.
Exploré las acciones y las reacciones, las revelaciones y las respuestas de las Encarnaciones de Dios que Vyasa consignó en el
Bhagavatham, para descubrir las excelencias comunes (o más bien
las no comunes) de los Avatares y descubrí que son exactamente las
que Baba ha estado reconociendo como las propias. Baba ha dicho
a menudo que el Avatar comparte ostensiblemente con los humanos los cinco sentidos de la percepción, los cinco sentidos de la activación y los cuatro instrumentos internos de la mente, el intelecto,
la conciencia y el sentido del ego (por supuesto que todos con horizontes mucho más afinados y mucho más amplios). Con los más
elevados sabios, dotados de facultades divinas, comparte los poderes de la Integración (Srishi), la Preservación (Sthithi) y la Desintegración (Laya). Posee la Suprema Compasión de la Divinidad para
derramar Gracia no sólo sobre los buenos y los piadosos, sino también, como dádiva especial, sobre aquellos que es Su voluntad redimir. Estas dos facetas de misericordia soberana pueden ser percibidas en las vidas de los Hombres de Dios. Mas el Avatar pleno (Dios
no es disminuido cuando Él proyecta una Habitación Humana para
Sí Mismo), posee dos características que anuncian que Él es Uno sin
un Segundo. La primera es que: Él está presente dondequiera que
se encuentre Su Forma (retrato o imagen). La segunda: está inseparablemente unido a Su Nombre (¡y todos los Nombres por los cuales
la raza humana conoce a Dios, son Suyos!).
391
Nosotros, los que caminamos por los gravillados caminos de
Puttaparti, punteados por vacas rumiantes, podemos imaginarnos
aún más claramente las travesuras de Krishna en Gokulam y Brindavan. ¿Por qué? Baba tiene Gokulams y Brindavans siempre en Su
Presencia. Al igual que Sri Krishna, Baba ha atraído a niños de todas las edades y a mujeres de ambos sexos (Baba dice que en cada
cual hay una madre que ansía darle su cariño a un vástago propio)
por medio de Sus milagrosas y misteriosas jugarretas. Una vez,
cuando niño, le asignó a sus compañeros de juego la muy amena tarea de recolectar sapos para llenar un canasto. Cubrió el canasto
con un pedazo de tela y luego quitó la cobertura: los sapos volaron
como gorriones por sobre sus cabezas, gorjeando alegremente. Él le
relató este incidente a un octogenario monje del Ashram de Ramana Maharishi. En una ocasión, Baba salvó a la aldea de ser devastada por una lluvia torrencial. Levantó la palma de Su mano horizontalmente hacia el cielo, como me contara Su hermana, y las nubes
se deslizaron lentamente hasta más allá del horizonte. Baba ha dicho
que los primeros dieciséis años de su carrera avatárica pasarán en
gran parte dedicados a este tipo de juegos; los próximos dieciséis
años estarán en su mayor parte dedicados a anunciar el Advenimiento por medio de declaraciones y acciones prodigiosas y, después de los treinta y dos años, estaría transformando al género humano principalmente por medio del Upadesh, enseñando e iluminando la mente. Descubrí que también Krishna manifestó tres etapas similares en Su carrera. Ahora que Él ha aparecido nuevamente
como Baba, la transformación está siendo efectuada en todo el
mundo a través de la incluyente, penetrante y rezumante dulzura de
Su Amor. Como lo confesara Krishna, Baba también ha revelado
que Él nos induce al engaño de creer que es tan humano como cualquiera de nosotros, quizás con algunas capacidades extra. “Comiendo como ustedes, hablando los idiomas que ustedes hablan, cantando cantos que les son gratos al oído, estoy, sin embargo, actuando
siempre un drama dentro del drama mayor. Pero déjenme que les
advierta. Estén siempre conscientes de que se trata únicamente de
un papel asumido para atraerles hacia vuestra propia Verdad, que es
‘Yo’.” Perderemos una oportunidad única si, estando cerca de Su
disfraz físico, ignoramos o perdemos de vista la Realidad que Él es.
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Aquellos que estamos directamente cercanos al Rol tenemos
una doble buena suerte. Podemos admirar y adorar los influjos y
rendimientos por medio de los cuales el Avatar nos engaña, adoptar
y asimilar las lecciones que Él enseña por medio de discursos, diálogos y cantos, poemas y actitudes, entradas y salidas, pasos y posiciones morales, aproximaciones y retiradas, sonrisas y silencios, los
que constituyen el repertorio lleno de tesoros de este Actor Divino.
En segundo término, podemos ceder sin resistencia todo lo que somos a la atracción del Sí Mismo Superior de sus afines; la fuente
misma hacia la que el río, arrastrándose abajo y lejos rumbo al mar
salado, mira cada vez más anhelante cada pulgada del trayecto que
va quedando atrás y que lo separa de la Madre de la que fuéramos
alejados.
Podemos sentir el tironcito en el corazón todo el tiempo que
estamos cerca de Él. Los versos finales del Bhagavad Gita nos entregan un vistazo del manantial de alegría que este “tirón” puede liberar. Sanjaya, quien fuera testigo directo de la visión de Krishna
como el Vishwa Viraat Swaroopa, el Uno que aparece como Tiempo, Espacio, Energía y Voluntad, exclamó hablándole a Dhritarashtra, el rey ciego condenado a sufrir la derrota: “Cuando recuerdo y
vuelvo a recordar esa tan maravillosa Forma que Krishna es realmente, me regocijo igualmente cada vez”. Cuando recuerdo y me
imagino el Vishwa Viraat Swaroopa de Baba: Su Presencia cubriendo los continentes, a los océanos entre ellos y al cielo que lo domina
todo, me regocijo una y otra vez. He escuchado y almacenado en el
pequeño cofrecito de mi corazón esa visión que Baba me ha concedido desde que me llamara en 1948.
“Si no hubiera nacimiento y no hubiera muerto, ¿cómo pasaría
mi tiempo?… Yo soy el auriga que guía a cada ser hacia la meta…
Yo soy Shiva-Shakti… Yo soy el Sanathana Sarathi… Yo cantaré
un Bhagavad Gita destinado a cada uno de ustedes… Yo soy la encarnación de todas las Formas que los hombres le han impuesto a
la Divinidad para poder acariciarla en sus corazones… Yo no tengo
Nombre; todos los Nombres son Míos… Responderé a cualquier
Nombre por el que me conozcan… No tengo lugar alguno que puedan identificar como Mío; todos los lugares son Míos… Yo soy el
impulsor en cada corazón… Mi Palabra ha de prevalecer… Todo es
393
Mi Lila; cada Lila Mío tiene importancia… Yo soy el testigo del
Tiempo y el Espacio. Cuando se aman a sí mismos me están amando a Mí… No pueden alejarse de Mí negando o despreciándome…
He venido a batir la mente del hombre y a limpiarla… Yo soy Dios;
ustedes también son Dios…”.
Examinen las páginas de la historia. ¿Podemos encontrar a una
persona que haya afirmado que es todo esto, que haya proclamado
que “Mi Vida es Mi Mensaje”, desafiando todo el tiempo el deslumbramiento de la publicidad? Cuando la gente nos congratula por
nuestra buena suerte, tenemos el derecho de aceptarlo sin vacilaciones. El cuerpo físico de Swami es claramente la manifestación de la
Mente Universal (Brahman); Su Conciencia abarca al Universo que,
como lo proclama el himno del Rig Veda “Purusha suktha”, es Su
Cuerpo; Su lenguaje es una expresión de la verdad eterna y del poder cósmico.
Para revelar en pocas palabras lo que he ganado durante estos
años, puedo decir con la mano sobre mi corazón, que he aprendido
a aceptar como posible hasta lo más improbable; a descartar como
perjudiciales la mayor parte de las cosas que consideraba indispensables; a sufrir sin queja e incluso con presteza todo lo que desde
mucho tiempo temía que fuera intolerable, y permitir que cada momento se deslizara por mi lado sin dejar cicatriz alguna, tanto que
pocas veces me doy cuenta de que he saltado la barricada de cuatro
veces veinte años más cinco. La confianza en Su amor refuerza mi
sentido del humor y tranquiliza mi mente. En ocasiones de problemas domésticos, enfermedades físicas y calamidades profesionales,
este amor ha actuado como amortiguador de todo tipo de choques.
Muerte, enfermedad, deserción, divorcio, desprecio… gracias a
Swami, ninguno de ellos pudo desviar ni distorsionar mi fe. Durante
estos años he observado cómo muchos compañeros de peregrinación se han quedado atrás o han sucumbido, por incapacidad de hacerle frente a esas ráfagas que han exagerado como formidables.
Cuando padecí largos ataques de estornudos debidos a una
alergia crónica, Él creó como cura final para el explosivo mal, un
delicioso preparado emparentado a lo que en la Tierra se llama “bahadar shah”. Cuando me enviaron a la cama en preparación para
una intervención quirúrgica en los intestinos para extirpar una dolo-
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rosa úlcera, Baba me dijo: “El médico usó el término ‘denso alquitrán negro’ cuando describió tu enfermedad. Como medicina, te
voy a dar grueso blanco…”, girando la mano, dos veces, “Rasagolas”, dijo, completando la frase. Bolas de esponja crema bañadas en
almíbar. Cuatro de ellas se inflaban rápidamente mientras tomaban
forma siguiendo Su mandato y las ponía en mi palma. “Come”, me
ordenó, ¡como si yo fuera a vacilar! Me levanté de la cama reacondicionado, lleno de júbilo, para reasumir mis obligaciones y listo para
cumplir mandados. Volaba de un lado a otro dentro de un automóvil
que caía por una empinada ladera y fui lanzado fuera a través de
una puerta atascada, en un camino de Kampala. Ello me hizo ganar
una quincena de dicha, con la tibia palma de la Madre Sai apoyada
sobre mi frente vendada. Estaba confinado en una cama de hospital,
exhausto como resultado de los diarios asaltos que mantenía desde
las tres de la tarde hasta las diez de la noche con un boxeador de
Fiebrelandia. Tomó tres semanas que el diagnóstico identificara al
pernicioso visitante. Lo apresaron finalmente: tuberculosis abdominal avanzada. Me pesaron y me encontraron bajo peso. Saqué mis
propias conclusiones y le pedí a Baba que le confiara a otro el Sanathana Sarathi que me había asignado a mí, porque yo iba a todo
vapor hacia la terminal. Baba me mandó decir que mi designación
se extendía indefinidamente. No morí. El boxeador fue noqueado.
Me levanté, anduve cojeando unos pocos días y caminé con pasos
firmes unos pocos días después, cuando me llamó a Su presencia.
Concedió que me había regalado una bonificación de algunos años
más con Él. De hecho, me acusó del crimen de engañar al fuego
hambriento y robarle la presa a la que le iba pisando los talones.
El Señor anunció en el Bhagavad Gita (IX,8) los papeles
que interpretaría cada vez que venga como hombre entre los
hombres. Y Baba cumple con ese diagrama. “Yo soy la Meta,
Yo soy el Soporte y el Proveedor, Yo soy el Señor y Amo, Yo
soy el Testigo con Mi mirada sobre todos, en todas partes, Yo
soy la Morada para ustedes, Yo soy el Refugio cuando el temor,
el desasosiego o el hambre les venza. Yo soy vuestro Amigo fiel
e inseparable.” ¡Qué más, quién más puede igualar a Baba que
es todo esto para nosotros, ahora!
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Este avasallador amor fluye abundantemente hacia todos. Swami se rehúsa a condenar a nadie como pecador, ni siquiera a la pareja original. No hay “cerdos” a los que deban negárseles las perlas.
Todos y cada uno merecen las perlas y pueden beneficiarse con
ellas, dice. Hasta el hombre de corazón más duro ama alguna cosa.
Ese amor lo caracteriza como una persona potencialmente buena y
piadosa. El hombre anda encorvado y se arrastra. Se revuelca en el
fango, sólo porque no ha visto caminar erectos a otros o porque no
ha sido estimulado para pararse con sus propias piernas. Como dijera el poeta: “Nunca sabemos cuán altos somos, hasta que no se
nos dice que nos levantemos y entonces, si respondemos a lo que
somos, nuestra estatura toca los cielos”. Baba no solamente nos llama a levantarnos: Él nos levanta hasta que nuestras cabezas están
en los cielos, nuestros pies firmes en el suelo y nuestras manos
siempre activas en un servicio empapado de amor.
En verdad, la suerte no me ha dejado en la estacada. Manu,
quien estableciera las Leyes del Sanathana, aconseja que, cuando
un hombre llega a la edad de cincuenta años, lo mejor es que deje
caer la carga que ha llevado, que abandone el campo de batalla y
dedique sus años al silencio y a la serenidad. Porque no puede caminar al mismo paso que el presente cargado con los trastos del pasado y preocupado por la cosecha que ha de venir. “Accionado por el
sí mismo interno, debería hacer los preparativos para el viaje hacia
el estuario de todos los tiempos, en el cual el tiempo permanece inmóvil”. A los cincuenta, coloqué mi carga a los pies de Baba y respiré la atmósfera de Prashanti, del silencio, de la serenidad. Comencé mi carrera de maestro en Mysore, con un salario de cien rupias
mensuales en 1921 y, treinta y dos años más tarde, me retiré a
Prashanti Nilayam, con una pensión mensual de ciento ochenta rupias y catorce annas, lo que, en valores reales, equivalía a unas setenta rupias. Baba dice que uno no ha de tener un par de botas demasiado grandes ni unas demasiado chicas. He encontrado que la
pensión, con el “viático de afecto”, que me ha estado dando el Gobierno de Mysore y luego el de Karnataka, ayuda a caminar con comodidad.
Sudama, un camarada de niñez de Krishna, fue apodado, al llegar a la edad madura y convertirse en cabeza de una numerosa fa-
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milia, de “harapiento”. Decidió recurrir a Krishna. Cuando Krishna
le vio, le dio una cordial bienvenida y le sentó en un trono en la sala
de audiencias. Recordó los días que Él y Sudama habían pasado como estudiantes en la ermita de Sandeepani y le trató con espléndida
hospitalidad. Comió con manifiesto deleite el puñado de “arroz reseco” que Sudama le había traído y le permitió a Sudama volver a
su hogar. Sudama salió por la ornamentada reja del palacio y se volvió para dar otra mirada al Sagrado Lugar, diciéndose a sí mismo:
“¡Ah, cómo podría medir la compasión del Señor que se ha impuesto por sobre Su antigua amistad conmigo! Me envía de regreso
tan pobre como cuando llegué. Sabe que me lanzaría a la vacía rutina del placer sensorial y del orgullo y que me hundiría en el lodo, si
fuera recompensado con riquezas”.
El amor de Bhagavan me ha sustentado, no solamente desde
1948 cuando llegué a Su Presencia, sino, a lo menos, desde mi
nacimiento en 1897 cuando veló por mí en la cuna. Bhagavan
me dijo una vez que Él me conocía incluso desde antes de mi último nacimiento en Kerala. A Arnold Schulman, el guionista de cine y autor teatral de Nueva York, le dijo: “Algunas personas piensan que es muy lindo para el Señor el estar en la Tierra en una
forma humana, mas si estuvieras en Mi lugar, no lo sentirías como
algo tan lindo. Sé todo lo que le sucedió a cada uno en el pasado,
lo que le sucede en el presente y lo que le sucederá en el futuro…
Sé por qué una persona ha de sufrir en esta vida y lo que le va a
pasar la próxima vez que nazca, debido al sufrimiento de esta
vez”. Estoy seguro de que Él estaba conmigo en el comedor gratuito y en la escuela. Él llevó a encontrarse a los dos abuelos para
que el nieto pudiera casarse con la nieta. Su amor me dejó entrever que, así como mi barca flotaba sobre las aguas con la proa
apuntando hacia la Estrella Polar, mi destinación eran Sus brazos
abiertos. Él fue el bálsamo para aliviar el dolor cuando la fiebre tifoidea cobró la vida de mi hijo de dieciséis años. Él se instaló como guía y guardián en ocasión del matrimonio de mi única hija.
Cuando el hijo que me quedaba estaba en Canadá al servicio de la
Investigación Geológica de ese país, me escribió que le gustaría
quedarse en ese lejano lugar y continuar sus estudios e investigaciones con un grupo de científicos con los que congeniaba, Baba
397
no solamente le escribió por Su cuenta, sino que también le hizo
renunciar a su casi definitiva resolución de permanecer en esas
tierras.
Supe más tarde, por mi hijo, que Baba le había prometido
que obtendría en la India misma la fama y la fortuna que esperaba alcanzar en Canadá. Baba también le había recordado su
Dharma para con sus padres y su patria. Las personas nacen
en la India o en cualquier otro país, no por accidente, sino con
un propósito. La persona habrá de pagar esta deuda, maximizando sus talentos y dedicándolos al servicio de sus semejantes,
le aconsejó Baba. Cuando mi hija, y más tarde mi hijo, pasaron
por pruebas de fuego que hubieran hecho trizas su fe y su valor,
Baba fue el pilar al que se aferraron. Él salvó a mi hijo de un
oso que lo enfrentó en el bosque, cerca de su tienda, cuando
buscaba especímenes geológicos en las montañas. Envió un camión para transportarle a cuarenta millas de distancia, mientras
estaba incapacitado y confinado al lecho después de un accidente entre las rocas. “Recibí tu llamado telefónico”, le dijo meses después, cuando vino a Prashanti Nilayam. “Yo te mandé
un camión.”
Baba le dijo a Sri Krishnappa, quien se ocupa del Puja en el
Mandir: “¡Escucha! Tengo miles de hijas y miles de yernos. Conozco sus maneras de ser, sus ansiedades y sus problemas”. Baba ha
derramado Su Gracia sobre mi hija y sus hijos. Como jefe de la familia, Él inició a los niños en el Gayatri y el hijo mayor de mi hijo
recibió la misma dádiva el día en que mi madre le expresó su gratitud a Baba, por darle la posibilidad de vivir lo suficiente como para
ser testigo de la Iniciación por Baba ¡del hijo de su hijo! Baba bendijo al hijo de mi nieto haciéndole escribir y pronunciar el Pranava
Primordial, OM, el epítome de todos los Vedas y Sastras, el símbolo mismo del Principio Cósmico.
Todo lo que tenía que hacer después de mis cincuenta años,
era tratar de descubrir, en cualquier situación, qué era lo que más le
complacería o pensar qué me ordenaría, y luego actuar. Ello cuando
Baba no estaba presente como para poner el problema a Sus pies.
398
Su compromiso con los altibajos de Sus devotos (una vez que lo hayan aceptado como guía, guardián y Dios, ya no hay altibajos, porque Él los hace equilibrados de mente y sensatos en el pensamiento), es algo profundo y emocionante. Vasanth, el hijo menor de
Murthy, mi hijo, optó por Biología Marina como tema de especialización para su grado de Master en Ciencias, en la Universidad
Gauhati, Assam. Estaba en cama en su habitación en el albergue de
la Universidad, cuando Baba despertó su mente adormilada. Le preguntó: “¿Cuál es el tema que has elegido?” y cuando recibió la respuesta, le dijo con una voz clara: “No. Ese tema no te va a convenir. ¡Elige Entomología!”. Vasanth estaba en apuros. Todos sabemos que cuando Swami aparece, no puede tratarse de un sueño: es
una visita auténtica para conferir Gracia. Mas él me escribió para
que consultara con Baba y confirmara si había de renunciar definitivamente a la biología marina. Hablé con Baba sobre la carta. Baba
dijo: “Él no se acuerda, pero Yo sí. Escríbele que Entomología es
preferible” y me dictó algunas razones convincentes.
Cuando el hermano mayor de Vasanth, Sudhakar, decidió volver a la India con su mujer y dos hijos, después de ocho años en
San Francisco, y dedicar sus talentos y experiencia para el desarrollo de una aldea en el Estado de Karnataka, en la que había resuelto
vivir, Baba se mostró contento de que el consejo que Él le diera al
padre, fuera seguido también por el hijo.
Con Sus bendiciones, Ramesh, el hijo mayor de mi hija, estudió
los Vedas y se ganó Su afectuoso aprecio cuando pudo, aún siendo
un niño, recitar el Yajur Veda de principio a fin, al unísono con ancianos pundits, para dos Dasaras consecutivos, para el rito de siete
días del Vedapurusha Yajna. Mientras aprendía los Vedas en el Patasala de Prashanti Nilayam, la voluntad de Baba hizo que una incipiente falla en su visión que predecía una incapacitación permanente del ojo, fuera corregida. Todas estas son evidencias de Su abundante Amor. No pueden considerarse como presentes que yo o
ellos mereciéramos por mansedumbre o pureza moral o mental.
Baba no examina credenciales: el aire caliente sobre la tierra reseca se eleva y el vacío que se crea atrae al viento y a las
nubes para dejar caer la lluvia. Como editor del Sanathana Sa-
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rathi, recibo cartas vibrantes de amor, de maravilla y de agradecimiento que narran experiencias personales de la Gracia de
Bhagavan. Provienen de toda una variedad de tipos humanos:
embajadores de Estados africanos, pescadores de las costas de
California, profesores de Islandia, acróbatas de América, arquitectos de Hawaii, anestesistas de Vancouver, geofísicos de Toronto, administradores, profesores y doctores de las Naciones
Unidas, la UNESCO y WHO, ingenieros marinos y comerciantes de diamantes de Escandinavia, periodistas de Tasmania, libreros de Nueva Zelanda, granjeros de Fiji, oficiales navales de
Tailandia, asistentes hospitalarios de Medina, etc. etc. Vienen
como respuesta a los llamados de bienvenida de Baba, desde
los desiertos de la desesperanza, los espinosos matorrales del
descreimiento cínico, las verdes planicies de la esperanza, las
encumbradas mesetas de la erudición, las islas volcánicas del fanatismo, los promontorios de la aspiración y las cumbres de la
fusión mística. El amor de Baba consuela y purifica; cumple y
hace humilde, cura, satisface y acepta.
Mis padres no me impusieron la carga de un hermano o hermana. Fui lo que los textos de psicología llaman un hijo único, un
niño solitario. Pero Baba me ha bendecido con hermanos y hermanas en todo el mundo. De hecho, Baba hace juegos de palabras
con mi nombre, que llevan mujeres en la mayor parte de la India.
Interroga a muchos devotos: “¿Han visto a su hermana?” y cuando
lo miran confundidos, les dice: “Me refiero a Kasturi” y estalla la risa
para aliviar la tensión. Para los ojos de W.B. Yeats, me he convertido en “una cosa despreciable, un abrigo andrajoso sobre un palo”.
Mas Yeats dice que uno le puede escapar a la imputación de despreciabilidad, si “el alma palmotea y canta, y canta más fuerte por cada
hilacha de su vestidura mortal”. Sai me ha bendecido con ambos:
los andrajos y el canto. Por eso es que Baba enfrenta a menudo a
los devotos occidentales recién llegados con una pregunta acerca de
sus “suegras”, que es tal vez el más temido de los fenómenos con
los que uno se involucra en la vida. Y cuando se quedan mirándolo
impotentes, sorprendidos, Él les indica que soy yo la persona sobre
la que quiere llamar su atención.
400
Baba desecha como “fantasía poética” muchas de mis exclamaciones acerca de Su misterio que deja su prodigiosa impronta sobre
la mente y la materia. Aquello que adoramos como un milagro, Él
lo descarta como trivial, minimiza los milagros como “mosquitos sobre un elefante”, tan microscópicos son. “Estos poetas los exageran
hasta tal punto que llegan a ignorar el milagro Mío. No le prestan
atención a la fuente de la que proviene la corriente”, dice. La profundidad de nuestra ignorancia queda al descubierto cuando hablamos de Baba como ¡“realizando” milagros! Éstos resultan inexplicables, porque Él es inexplicable. Durante Dasara de 1960, el Vijayadasami, el décimo y último día, como había sólo unos pocos “poetas” presentes durante el Festival, Baba no nos había permitido
anunciar la usual Reunión de Poetas esa noche. Yo estaba demasiado ocupado tratando de hilar una sola o dos estrofas, ya fuera en
kannada o en inglés, para serle ofrecida al Poeta de Poetas (Kavim
Kaveenaam). Rogaba porque, en el caso de que se materializara el
programa, no se me eligiera para participar. Había siete poetas que
tenían sus poemas ya preparados para presentarlos. Cuando se me
preguntó, tuve que confesar que no tenía ninguno. Baba me preguntó qué idioma podía manejar más fácilmente: kannada o inglés.
Repliqué vacilante y nervioso: “kannada”. Oyéndome, me ordenó
tener un poema listo para la noche en inglés. Me estremecí ante la
tarea, sin considerar al Poeta que estaba frente a mí. Dijo: “Debería
serte bastante fácil. Comienza por ‘Twinkle, twinkle, little star’ y los
versos seguirán al igual que las ovejas al pastor”. El poema que leí
ante veinticinco mil devotos, como uno del grupo de “distinguidos
poetas”, en Su Presencia, fue:
¡Titila, titila, pequeña estrellita!
¿Te has preguntado qué eres,
has pensado en algún momento dónde estás?
¿Quieres que te diga por qué estás
muy arriba en el azul, tan alta
como un diamante en el cielo?
Tienes que titilar, estrellita,
eres una chispa, un aleteo de la voluntad de Baba,
401
tu titilar es sólo un eco, lo Real está aquí.
No eres más que un destello de la mirada de Baba.
Cuando desaparece el punto de la estrella, también su titilar
se funde en Él, cumplido ya su deber.
Por temor a Él, el fuego quema;
cuando Él susurra “No”, baja la cabeza;
cuando la ardiente llama recibe Su Orden,
cierra sus fauces, libera a la víctima.
Cada día, el sol comienza su ronda esparciendo
Su Luz, Su Amor, desde el Este al Oeste.
Triste está la luna, porque su sombrío fulgor
no es tan fresco como la Gracia de Baba.
Cuando el cielo se sostiene en Su amorosa palma,
este cielo sin forma y sin contornos,
se endurece, se endulza, se configura o brilla
en una variedad de cosas para nosotros.
Un montón de arena, una roca, un guijarro
—esta materia al parecer inerte y tonta—
tiene el sentido para percibir Su voluntad
y, calladamente, se transmuta en lo que Él regala.
La corriente que ruge, se convierte en silente arroyo
abriéndole camino a Su transporte.
Por temor a Él, la lluvia cae torrencial,
cuando se despliega Su bandera, las gotas se detienen.
Durante todo el día, los árboles están llenos de cantos
desde miles de diminutas gargantas,
de las que cada nota proclama Su Amor,
Su Gloria y Su Gracia.
Cada naciente botón anhela al instante florecer
y esparcir su aroma sobre Sus delicados Pies.
Brilla la gota de rocío, al igual que ustedes,
bajo Sus Pies, como gruesa alfombra verde.
402
Las nubes con maravillosos ladrillos de luz
bien cocidos en el horno del sol,
conforman para Él un arco triunfal
lleno de esplendores bellos de mirar.
El firmamento, Su tienda, está tachonado
por incontables estrellas parpadeantes.
El tiempo es un guiño y el espacio sólo un paso
en Su eterna obra teatral.
La Vía Láctea sobre la que Él se desplaza,
con globos de oro pavimentada está.
La música de las esferas es un himno para Él,
las nebulosas balbucean alabanza para Él.
Las silenciosas montañas, en todo el derredor,
envueltas en Samadhi por eras sin fin,
esperan el momento feliz, la oportunidad,
de poder alcanzar una visión de Él.
El viento se siente tres veces bendecido,
porque Él le ha asignado la tarea
de llevar sobre sus alas extendidas
Su voz, la que consuela y que viene a sanar.
Toda lengua anhela Su dulzura,
Todas las manos se unen y esperan por Él,
Todos los pies toman el camino hacia Él,
Todas las almas, un día, se fundirán en Él.
¡Titila, titila pequeña estrellita!
¡Pequeña estrellita, debes titilar!
Eres una chispa y chispa soy yo
¡del pensamiento de Baba! ¡Oh Hermana Estrellita!
Aquellos que escucharon estos versos en 1960, estaban tan
asombrados como yo mismo por la audacia cósmica con la que el
poema describía al Prodigio de bata roja que nos miraba sonriente
desde el estrado. En años posteriores, Baba mismo, que entonces
guiara mi pluma mientras yo escribía estas líneas laudatorias dema-
403
siado profundas para ser falsas, hechizó a una audiencia mucho
más vasta cuando anunció que Él, como el Uno Primordial, deseó y
diseñó al Cosmos, lo está dirigiendo y disolverá toda Su diversidad,
una vez más, en el Uno. “El sol está fijo, la Tierra rota, el río corre,
el viento sopla, porque yo lo he decidido así. Los humanos tienen
múltiples motivaciones y múltiples fortunas, son multicolores, porque representan roles en la obra teatral que quiero desarrollar. Las
señales automáticas de tráfico para el movimiento de los cuerpos
celestes han sido establecidas por Mí.” Estas declaraciones parecen
un eco de este poema derivado del “Titilar de la Estrellita” como impulso inicial. En 1970 le entregó un revelador Mensaje al mundo a
través de un grupo de devotos, el que deja reducida la alabanza citada a un titilar menor. Bhagavan escribió:
No había nadie para saber quien Soy
hasta que creara el Mundo
a Mi agrado, ¡con una Palabra!
De inmediato surgieron las montañas,
océanos, mares, tierras y vertientes,
el sol, la luna y las arenas de los desiertos
surgieron de la nada
para probar Mi existencia.
Aparecieron toda forma de seres,
hombres, bestias y aves:
volando, hablando, escuchando.
Bajo Mis órdenes,
se les dotó de todos los poderes.
El primer lugar se le otorgó
al género humano
y Mi conocimiento fue colocado
en la mente del hombre.
Reflexiona, amigo, sobre esta Afirmación Todopoderosa. ¿Cómo pueden los meros hombres osar hablar de cercanía, adhesión o
simple relación con este Soberano Supremo? Sin embargo, ¡Él es,
404
de hecho, el puntal y la esperanza, el hogar y el refugio para cada
uno de nosotros!
No es de extrañar que el siguiente poema que le ofreciera como una flor a Sus pies el día en que el mundo celebró el Aniversario
de Oro de Su Advenimiento, fuera recibido como un Testamento de
Verdad.
¡Oh naciente agonía! ¡Oh emergente deleite!
¡Oh el movimiento fetal en la Matriz Cósmica
cuando, por vez primera, fuiste consciente de Ti!
¿Cuál fue, Baba, la palabra que surgió burbujeante?
“¡Llega a ser!” “¡Comienza!” “¡Bahusyaam!”
del Todo de Ti como OM?
Pienso que la palabra fue Ekoham,
Aham, Yo, la división que multiplica,
porque sólo el Yo puede mantenerte a Ti apartado
del “nosotros” que Tú llegas a ser.
Conozco muy bien mi Verdad ahora,
porque Tú has revelado la Tuya.
La angustia que altera mi soledad,
la nostalgia del Amado perdido hace mucho,
¡es la progenie de Tu suspiro pretemporal!
La emoción que me embarga cuando te acercas
es el eco de Tu éxtasis
al salir al escenario como Yo.
Complacido has de estar con el mundo que eres,
porque entre el ruido del abatimiento y la ruina global,
es Tu risa argentina la que estremece
el tímpano de mi oído.
El ES sin ondas que Baba fue y es, sentía, de acuerdo a Su propia confesión, un misterioso impulso por tener una historia, un encuentro con el tiempo y el espacio, un juego de escondidas consigo
mismo como el buscador y el buscado. “Yo me separé a Mí Mismo
405
de Mí Mismo para poder amarme a Mí Mismo”, declara. De modo
que este Kasturi no es sino El Mismo configurado y etiquetado como para parecer diferente. Baba le ha asegurado a los estudiantes
de Su Colegio (y yo también me considero un “estudiante” de Su
“colegio”) que, “cuando se aman a sí mismos me aman a Mí; cuando Yo me amo a Mí Mismo, les estoy amando a ustedes”. Este
amor es tan recíproco como el del árbol por la flor, el de la ola por
el océano, el de la imagen por su realidad.
En una ocasión, cuando Johanssen Tidemann, de Oslo, voló
desde Bombay a Bangalore, siguió en automóvil a Puttaparti y subió
las escaleras hasta la habitación de Swami, Baba miró este físico
nórdico de la cabeza a los pies y dijo: “Te ves muy bien y fresco” y
luego le preguntó: “¿Cómo me veo Yo?”. Tideman quedó alelado.
Tartamudeó: “¡Swami! Te ves muy bien y fresco”. No tuvo tiempo
para descubrir otros adjetivos y simplemente repitió lo que Swami
había dicho respecto de él. Swami le sorprendió nuevamente preguntándole, ¿cómo se veía Kasturi? Yo me intranquilicé y traté de
verme correcto. Tidemann siguió la misma pauta. Me miró de arriba a abajo y dijo: “Se ve muy bien y fresco”. Entonces, Swami dijo:
“¿Y sabes por qué? Todos ustedes son Mi Imagen”.
Muchos aspirantes me preguntan cuál senda es la que Baba me
ha prescripto: Karma, Bhakti, Dhyana o Jñana, para vencer la debilidad de la fe y el alboroto del pensamiento. Se muestran curiosos
por saber qué día de la semana ayuno y de cuáles alimentos me
abstengo. Me alegro de haberlos despedido tan curiosos como llegaran y un poco enojados por mi respuesta de que cada cual recibe
una prescripción especial de Baba. No necesitarían consultar a los
pacientes, siendo que el Médico Mismo está disponible.
El Mantram de Ramakrishna que Mahapurushji me había
dado como muleta, me sirvió hasta llegar a Puttaparti. De ahí en
adelante me sirvió más de compañía que de soporte. Cuando mi
nieto fue iniciado en el Gayatri, junto a treinta otros novicios del
Veda Patasala de Prashanti Nilayam, Swami me ordenó aprender el Gayatri de mi nieto, porque había permitido que se me
atrofiara en la lengua. Se me aconsejó que lo repitiera mentalmente, fuera lo que fuere en lo que tuviera ocupadas las manos.
406
Con esta receta, Baba debe haber planeado eliminar tanto la espuma como la escoria de mi “maanasa sarovar”: la espuma de
la bufonería leve y la escoria de la glotonería. Y de vez en cuando Baba me pregunta si permito que el Gayatri se filtre hacia mi
quietud, en especial cuando mi buddhi se toma un día libre.
Permítanme que les confíe que lo mío es una Historia de Amor.
El Amor es mi sadhana, mi senda, mi mantra, mi ayuno y festín, mi
silencio y mi lenguaje. Cuando Baba me permitió ser uno de entre
los pocos que le acompañaron de Lucknow a Ayodhya y Benares,
mi mente jugueteó con el plan de recibir un mantra de Bhagavan,
mientras estuviera en esa ciudad tres veces sagrada. Mientras Sri
Ramakrishna estuvo en Kasi, supe que había estado constantemente en un estado de samadhi de conciencia. Vio la ciudad sumida en
el esplendor de la Gloria Divina. Tuvo visiones de Shiva susurrando
mantras en el oído de personas que estaban por abandonar su envoltura terrenal. Por eso me acerqué a Baba cuando se encontraba
solo y le presenté mi petición. Baba accedió prontamente. A la mañana siguiente no me bañé en la casa de huéspedes en que nos alojábamos en Sarnath, sino en el mismo Ganges. Recordé que cuando Mahapurushji estaba por iniciarme en la grey y Ramakrishna, alguien del Ashram de Bangalore, me indicó que debía estar en ayunas. Por lo tanto, también este día no tomé desayuno. Baba parecía
especialmente ocupado esa mañana. Fuimos a los templos y a la
Universidad y, cuando regresamos, nos esperaban platos y tazas
con el almuerzo. Baba nos condujo al comedor. Observando que yo
estaba reticente en cuanto a tocar la comida, dijo: “Thinnu” (come)… y yo me tragué algunos sollozos.
Dos semanas más tarde, en Puttaparti, adonde habíamos vuelto
la noche anterior, Baba me pidió que reuniera los residentes en el
Mandir y que relatara la historia de nuestra peregrinación. Les hablé
de los nombres de los lugares y la duración de nuestra estadía en cada pueblo, con algunas referencias rápidas a los templos. Todos estábamos ansiosos por escuchar a Bhagavan mismo. Durante Su discurso, Baba dijo: “Este Kasturi omitió un incidente. Sucedió en Benares. Tal vez no habló de eso, porque le concierne únicamente a
él. Bien. Rogó por un mantra. Se dijo que Kasi era el sitio más indi-
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cado para este don. Se rehusó a comer. Estuvo llorando. Yo, empero, me estuve riendo todo el tiempo de su disparatada solicitud.
¡Imaginen! ¡Pedir un mantra después de haber conseguido a Aquel
a quien todos los mantras les prometen alcanzar!”.
Baba dice que es Dios y que también nosotros somos dioses,
sólo que brillamos con luz tenue y vacilante por estar obstaculizados
por la ignorancia y sofocados por el ego. Encuentro que, esencialmente, soy mucho más de lo que puedo expresar por medio de mis
palabras, actos y conducta. Mi esencia encuentra su más plena expresión en Swami. Es por ello que mi corazón ansía morar en Él, el
Bienamado. Cuando Charles Penn pensó en escribir un libro acerca
de Baba, yo le sugerí como título Mi Bienamado: Baba es el Bienamado de todos. Él es la expresión más verdadera de lo que yo soy
realmente: Sathyam, Shivam, Sundaram. ¡Sé que yo llegué a ser
Kasturi, porque Él vino! Me siento maravillosamente elevado y expandido en Su Presencia. Veo Su rostro tras las máscaras que lleva
la gente mientras actúan sus roles en la Obra que Él dirige y disfruta.
Escucho Su voz como la “onda portadora” que trae hasta mi oído lo
que la gente a mi alrededor trata de comunicar. He repudiado contento a mi astucia y poseo ahora esta perplejidad como una posesión maravillosa. Mi Bienamado Sai deja estupefacto al mundo debido a que es novedoso e inexplicable y único en su género. Espero,
con la atención en puntillas, la dulce sorpresa con la que me bendice a cada momento. Desde el momento en que saboreé el hechizo
de Su Presencia, perdí el apetito por los incidentes que se producen
como anticipados, como prometidos, he aprendido a saltar de alegría ante Sus afables incertidumbres. Su consistente inconsistencia,
Su guiño que acecha al tiempo, Su inclinación de cabeza que niega
al espacio, Su mirada que endereza al arco iris, Su movimiento de
mano que solidifica el cielo. El Dr. Baranowski dijo que Baba era el
Amor caminando: yo le adoro por ser, además, un rompecabezas
peripatético.
Me aferro a mi Bienamado y espero que el Bienamado me
acepte. Amo a Sai no por la razón de la retribución de ese amor, sino porque sé que Él es la Persona más adorable que haya sobre la
Tierra. El sadhana que más me gusta es el de presentarle a mi Bienamado a todos aquellos a los que Él ama, de regocijarme cuando
408
mi Bienamado es adulado y adorado, de escuchar a aquellos que le
aman contar historias acerca de Su ilimitada Misericordia, Su Majestad y Su Magnificencia.
Baba me ha estado cincelando a lo largo de todos estos años
para hacerme merecedor de Su amor. “Tu ego se está inflando”, recuerda. No debo aceptar que me transporten gratuitamente cuando
voy a Bangalore y regreso a Puttaparti, porque eso llegaría a crear
un sentido de obligación que obstaculizaría mi libertad de acción.
¡Viajo únicamente en autobús de transporte pagando por mis recorridos! Tampoco puedo aceptar regalos por el mismo motivo y por
el daño que le hacen al sadhaka empeñado en reducir sus necesidades. Uno de mis “admiradores” kannada me vio sobre un artefacto
cilíndrico de caña de Bengala, en el que leía y escribía a mano y a
máquina. En su próxima visita me sorprendió trayéndome un sillón
extensible sobre el que me invitó a reclinarme. Baba notó el sillón y
me recordó que reclinarme en él ¡no era un tipo recomendable de
sadhana! Y que cualquier regalo de un visitante, admirador o amigo
era un anatema. Baba ha notado que no respondo con rapidez
cuando la gente, al verme, me saluda juntando las palmas. No son
suficientes una sonrisa de reconocimiento o una inclinación vigorosa de la cabeza, me ha enseñado. Ésos son sólo gestos de arrogancia. Mi respuesta ha de ser un gesto tan obvio como el de ellos.
También debo boicotear la adulación, la admiración e incluso la
apreciación.
A la gente le resulta difícil creer que Bhagavan es el Avatar.
Han conocido a monjes y pundits, a jefes de órdenes e instituciones monásticas, han encontrado a adoradores de ídolos que confieren el poder de bendecir, a buscadores que han logrado lo que
perseguían, a místicos que luchan por comunicar el deleite que
derivan de sus visiones, a gurús que suministran lineamientos para
la divinidad, intermediarios que son canales a través de los cuales
fluye la Sabiduría Divina, a mensajeros, filósofos, apoyos y propagandistas, mas no al Avatar, a lo Divino en vestidura humana, al
Todosapiente, Todopoderoso, al Eternamente Despierto, al Presente en Todas Partes. De modo que intentan modos cómicamente frívolos para ganarse la atención y la Gracia a la que tienen derecho. Tratan de descubrir a las personas que suponen están más
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cerca de Él como para que ellas influyan en Baba para que les
otorgue aquello por lo que suplican.
Yo soy uno de los más antiguos habitantes de este lugar y, dado
que los editores han estampado mi nombre en las páginas de los libros, creen que soy alguien que vale la pena cultivar. Me echan encima coloridos epítetos: biógrafo oficial, secretario privado, primer
discípulo, primerísimo devoto, Vyasa, Valmiki, etc., etc. Todos ellos
no hacen más que desfigurarme y ponerme en ridículo, aunque su
motivo sea despertar mi ego y lograr sus propios fines. Cuando le
vuelvo las espaldas a la adulación, la gente me adula diciendo que
pertenezco a esa rara clase de personas que no pueden ser aduladas. Debido a esto, la mitad de mi tiempo está dedicado a la muy
gratificante ocupación de explicarle a esta gente que este Baba es
diferente a todos los otros Babas que han conocido, que, de hecho,
Él no puede ser conocido. Les digo que han venido hasta Él sólo en
respuesta a Su llamado. Cuando estén preparadas para recibir Su
Gracia, Él ciertamente les otorgará el don. No se requiere de ninguna tercera persona que negocie en su favor. Me preguntan cuándo
va a regresar, cuando encuentran que ha salido y cuando va a viajar,
cuando le encuentran en donde esperan que esté. Incluso a riesgo
de perder mi reputación de persona aún libre de senilidad, tengo
que responder que adoramos a Baba porque Él no está limitado ni
por el Tiempo ni el Espacio.
Por suerte para mí, me encuentro en la Presencia de Uno que
no hará concesiones con ningún Principio, que no condonará, consentirá ni perseguirá, perdonará o castigará. Con muchas palmaditas y susurros, con muchas agudezas y bromas, Él va reduciendo
nuestra angulosidad. No nos deja partir con títulos como Nhakthasiromani, Adhyatmaratna, Gurusevapraveena, Lokasevaniratha o Poojya colgados del cuello. El amoroso Dios jamás habría permitido
que se me hospitalizara, si no hubiera sido ése el mejor lugar para
mí en ese momento. Porque, a menudo ha detenido la ambulancia
a medio camino y me ha sanado mientras me bajo de ella. ¿Por
qué? Me vigila con tanto amor que me advierte a tiempo y me incapacita para cometer errores que, seguramente, impedirían que Su
amor llegara hasta mí. “Pronto será el Festival de Dasara. Sé especialmente cuidadoso. No te olvides de estar presente dondequiera
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que te llame el deber. Un pequeño resbalón te podría arruinar los
diez días”, me decía llevado por Su conmiseración. Me protege y
me guía como para que mi sentido de gratitud pueda nutrir y fertilizar mi amor.
Debo confesar que estoy afligido por una disposición crónica
para aceptar compromisos para dictar charlas. “Conferencista” fue
mi designación oficial, por veintisiete años, en la Universidad de
Mysore. Dicté conferencias sobre Sri Ramakrishna y Vivekananda
ante cientos de asambleas y otro tanto como miembro activo de la
Asociación de Profesores Universitarios. El renacimiento literario y
cultural kannada tuvo en mí un ferviente abogado y propagandista.
Bhagavan me dice ahora, sin embargo, que elija los lugares y los
programas, que considere los problemas de mi salud y de las finanzas de mis anfitriones, cuando se me invita a regiones alejadas a las
que se llega sólo en tren o avión. Me salva de más de una situación
comprometedora. Escucha mis disertaciones en cualquier lugar que
las dé y no recibo de Él ramos de flores, sino reprimendas por exageraciones de la verdad.
Muchos amigos lamentan el perjuicio que le he causado a la literatura humorística al renunciar a “Koravanji” y a “Shanker’s Weekly” y al retirarme de componer ensayos, novelas, parodias y refranes picarescos en kannada. Suponen que me he convertido en
un “recluso” enfrascado en “tediosas polémicas”. ¡Qué es lo que saben del deleite que puede conferir lo Divino, la tibia luz de sol que
juega en torno a Sus pies de Loto! Éste no es un Dios solemne y
soporífero. A cada paso esparce un aromático humor. Deja romo el
borde aguzado de la desesperanza prescribiendo remedios imposibles: “Córtate la pierna”, “Cásate con el habitante más anciano”,
“Anda y actúa en una película”, lo que hace reír y alivia tensiones.
Si la levedad es el alma del ingenio, Baba es la reserva inagotable.
Se ríe como nadie más puede hacerlo, porque ve a través de los ardides de nuestra actuación, las trabas que llevamos puestas, las estratagemas que planeamos, las mentiras que llamamos verdad, la
patética fuerza con la que nos asimos, las vanidades que perpetramos. Mas, Su risa es la entrecortada risita del médico frente a la estupidez de los enfermos. Es una reacción previa a la dádiva del
amor, una amalgama de piedad y de afecto. El humor constituye la
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reacción natural cuando las cosas no son lo que pretenden ser y los
hombres practican la hipocresía como modo de vida. El humor se
despierta cuando un hombre, como dice Baba, se mete dentro de la
botella a la que es adicto cuando es poseído por sus posesiones,
cuando es mantenido cautivo por un estilo de lenguaje, de gestos,
por un prejuicio, una pasión, un “ismo” o un ídolo. Al reírse de estas perversiones, al ridiculizarlas, al exponerlas a la influencia desinfectante del humor, Él está promoviendo tanto el progreso del individuo como el de la sociedad.
Los apodos que usa Baba cuando tiene al frente a devotos que
están en diferentes niveles de preparación o estados de progreso espiritual, que tienen diferentes figuras y tamaños, provocan estallidos
de risa que le revelan a la persona a quien conciernen un panorama
de años de reforma. Puede que sea “bangaroo” o “dunna poathu”
(oro a búfalo acuático), “camorrero” o “apisonadora”, “pakoda”
(una bola de harina de maíz salada frita en aceite) o “palmera”. He
sido saludado como “búfalo” al llegar a Su Presencia. Cuando me
atrevo a narrar algún incidente sobre Su compasión u omnipresencia en términos más bien floridos, interrumpe mi entusiasmo con el
nombre de “Kapi” y desinfla prontamente mi ego. “Kapi” es un
mono y Baba lo usa para significar a un versificador artificioso, en
tanto que “Kavi”, que significa poeta, es una palabra védica que se
refiere al místico que descifra el misterio de Dios, el Hombre y la
Naturaleza. También me apoda por muchos tipos de “Bhatta”, porque nací brahmín. En una ocasión memorable, Baba combinó el
Bhatta con el nombre del primer poeta épico telugu, Nannayya, y
me estuvo llamando Nannayya Bhatta, produciendo una situación
humorística al definir lo ridículo como lo sublime. Generalmente,
son “la vieja”, “Dokku”, “el modelo 1897”, “el coche destartalado”.
Recibo una pizca extra de alegría cuando se me llama “la vieja casta”, pero he tenido que enfrentar hasta la imputación de “incontinente” en unas pocas ocasiones. Cuando Baba dispensa estos epítetos, salen tan empapados en el jarabe del amor que los blancos
son transportados a la “región de la dicha” y piden más.
Bhagavan nos pide vivir plenamente en el presente, porque “El
pasado es pasado; no miren para atrás hacia el camino ya recorrido”. Esto es un consejo válido para aquellos que han pasado lu-
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chando y tropezando a lo largo de los años y que desperdician sus
vidas alimentando rencores y desilusiones. Yo reviso mi “pasado”
como el hombre junto a la bandera en un desfile que mira la procesión de brillantes experiencias.
Llamo una y otra vez de regreso a la memoria las palabras y
obras de Bhagavan, porque refrescan mis días y configuran mis sueños. Recuerdo Su bondad en años ya pasados… ¡Qué lástima!
¡Cuán rápido se han ido! Medito sobre Sus palabras y me abstraigo
con todo lo que me ha agraciado. Exclamo, como lo hiciera el Salmista: “¿Qué Dios es tan grande como nuestro Dios? Tú eres el
Dios que haces milagros; Tú les has mostrado Tu Poder a las naciones”.
Sai me ha prodigado Gracia, aunque a menudo actué impertinentemente, sin creer. Él calmó los espasmos de la duda y las tormentas de iracunda negación, cuando hasta mi razón conspiraba
para ponerme anteojeras. Él siempre me ha devuelto a mí mismo
cuando gente ladina me había secuestrado la fe. Mi hijo y mi hija,
mi nuera y mi yerno, los cuatro fueron lanzados a los torbellinos de
la crisis, conmigo sentado en primera fila, retorciendo mis manos
en patéticas plegarias. Él tomó a mis hijos de la mano y les condujo
amorosamente hasta Su Refugio de Paz. Debo admitir que yo he sido un alumno problema. Solamente Su compasión ha hecho que se
mantenga mi nombre por tanto tiempo en el registro de la escuela.
El curriculum que prescribió para que se me aceptara como candidato para la plenitud comprende, además de la tarea de traducción,
un programa que me pueda traducir a mí: Japam, Dhyanam, el Gayatri y la Meditación en el Jyothi interno. Tengo conciencia de que
me quedan aún muchas millas por delante antes de cortar la cinta y
reclamar lo que Él esté dispuesto a dar… ¿o debiera decir “vidas por
delante”?
Durante la presente estadía en la Tierra, he caminado ochenta
y cinco veces en torno al Dios del Gayatri. Puede que Sai me conceda algunas rondas más o puede que no. Las Upanishads declaran que el Dios de la Muerte hace mandados para Él. Se adelanta
para liberar de la prisión a aquellos cuya sentencia se ha cumplido.
Corre de regreso cuando Sai da contraorden y anuncia que la persona tiene Su trabajo que cumplir. Sé que Sai ha enviado de regreso
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al emisario de la Muerte desde el borde de mi lecho, hace tres años,
cuando me estaba apurando un equipo de médicos. ¿Quién sabe
cuántas veces ha intervenido en contra de los ejecutores de los Juicios Kármicos con el objeto de mantenerme vivo? Él no habla de tales dones de Gracia: gotean secreta y suavemente como el rocío
mañanero sobre las hojas y las flores sedientas. Cuando tomó sobre
Sí Mismo los efectos de los pecados de otros: ataques de parálisis,
ataques cardíacos, apendicitis, etc., aquellos que habrían sido desfigurados, baldados o heridos mortalmente por ellos casi no tuvieron
conciencia de la tragedia que les tenía como blancos.
No tengo anotaciones escritas acerca de mis actividades, sentimientos y experiencias de mis treinta y cuatro años en Puttaparti y
Prashanti Nilayam. Esto representó mi decisión de Año Nuevo por
muchos años, pero como lo saben todos, ¡el porcentaje de mortalidad infantil en Diariolandia es de casi un ciento por ciento! Debo
confiar en mi memoria solamente, una memoria que ilumina sólo
algunas pulgadas en el corredor de mi vida, nichos en que se encuentra instalado y atesorado el deleite. Muchos aún resplandecen
brillantes, aunque hayan rodado décadas sobre ellos. Mas, si los revelara ahora, harían que cayera sobre mí la imputación de un “egotismo” imperdonable, aunque ejemplifiquen el amor transparente y
la repentina llamarada de dádivas que únicamente Dios puede concretar y conferir.
Años atrás, cuando éramos dos los que estábamos con Swami
en una habitación en el primer piso del Nilayam, sin razón aparente
y de manera sorpresiva, Baba le preguntó a mi amigo si podía apoyar Su cabeza en sus piernas Se tendía en el piso. Mi amigo enmudeció de asombro. Esta pregunta fue seguida por una serie de peticiones imposibles por parte de Baba: si saltaríamos por la ventana si
se nos pidiera, si podríamos mantener un cerro levantado en la palma de la mano si Él lo colocara allí. Supusimos que estos desafíos
no eran sino sondeos anticipando un gran milagro en perspectiva.
Mas lo que salió finalmente fue este ofrecimiento increíble. Mi amigo se levantó apresuradamente y se sentó apoyado en la muralla.
Swami se volvió hacia mí y dijo: “Con mucho gusto”. Descubrí que
el pedido no se había hecho en broma. Había una razón tras de él.
La alegría era genuinamente Upanishádica. En el fragante silencio,
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uno podía sentir la rítmica respiración del Niño Cósmico. Abdiqué
de mi personalidad y me convertí en la Madre. Las manos acariciaron la espalda, los dedos jugaron con los rizos. Se oía el tic-tac del
reloj, pero el tiempo se había detenido. Cuando Baba quiso “despertar”, caí a Sus pies y supliqué que me perdonara. Se rehusó a
hacerlo. “¿Cuál fue tu falta?”, preguntó…
Estábamos en Chebole esa noche. Durante la comida, Baba
anunció que teníamos que partir hacia Madras. Su rostro estaba
sonrojado y mostraba evidente apuro. Supuse que había atenuado
la fiebre de alguien y que había decidido asumir alguna enfermedad
grave que había caído sobre él. Prefirió el hogar de devotos en Madras, ya que están más acostumbrados a los papeles que interpreta
como parte de la misión avatárica. Baba estaba en el asiento trasero. Sucedió que yo era el único ocupante del automóvil, además del
hombre al volante. Y me encontraba en el asiento de atrás. Algunas
millas más adelante, Baba trataba de estirarse en el espacio más
bien incómodo que quedaba libre. Le pedí al conductor que me ayudara a pasar hasta el asiento vacío que había a su lado. Baba dijo
“No”. Me di cuenta de que no llevábamos ningún cojín, de modo
que siguió siendo válida mi anterior afirmación en cuanto a conseguir un apoyo. Estuve sentado acariciando el cabello y pasando los
dedos sobre el entrecejo hasta que amaneció en los suburbios de
Madras. Baba había pedido que el coche pasara rápido por Nellore
después de medianoche, para que los tempraneros no clamorearan
rogando que descendiera del coche y se quedara.
Mi suposición se comprobó. Baba me despachó por tren, insistiendo en que viajara en primera clase, ya que había estado inmóvil
toda la noche, a Bangalore y Puttaparti, porque era inminente el
Festival de Vaikunta Ekadasi y miles y miles confluirían en Prashanti
Nilayam para ser bendecidos con el regalo de amritha. Me dio instrucciones para mantener calmados a los devotos y tranquilizarlos
con explicaciones consoladoras y convincentes respecto de la ausencia de Bhagavan ese día crucial.
La tensión de una semana que todos sufrimos junto al lecho de
Baba que pasa por cuenta de otro por un ataque de parálisis y una
serie de infartos, justo antes de Gurú Purnima, en Prashanti Nilayam, se ha grabado profundamente en las tablillas de mi memoria.
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La lengua no le obedecía; la mano estaba paralizada; el andar, parapléjico; el rostro se había torcido; el pulso era irregular. Pero Baba
nos ordenó llevarlo abajo por los dieciocho peldaños de la escalera
caracol, para que los cuatro mil devotos pudieran tener el darshan
(de la cara distorsionada y los impedimentos) ese sagrado día. El gemido que surgió de los corazones heridos, llenó el aire de agonía.
He usado la expresión “grabado profundamente”. No. Las tablillas de mi memoria no retuvieron la inscripción. Ella fue borrada
por Swami en un abrir y cerrar de ojos. Baba roció fuera de Sí los
síntomas y quedó como la esplendorosa encarnación de Majestad,
Sabiduría y Amor Divinos que es. Me tiré a los pies de Loto, con
absoluta desconsideración hacia la multitud que escuchaba el discurso. Besé el Pie que había sufrido ante nuestros ojos y lo lavé con lágrimas. Esos momentos fueron suficiente compensación por los siete días de tortura por los que pasamos sumidos en el enmudecimiento de la desesperación.
El episodio de Goa representó para mí otra aventura en el
misterio de Swami. Es raro que una persona pueda lograr la oportunidad de ser testigo y de observar al Redentor en la cruz y de sumirse luego en el júbilo cuando la cruz se desintegra y deja resurgir
al Señor sobre el Trono Celestial. El apéndice se había hinchado y
estaba lleno de materia purulenta. Baba se sentía feliz de haber podido salvar al devoto de los horrendos dolores. Cuando le supliqué
que me permitiera sufrir para ayudar a esa afortunada persona,
Baba me dijo: “¡No sabes lo que te espera! No podrías soportar el
dolor. En tu desesperación, incluso, puede que te lances al mar”. El
equipo de los médicos, De Souza, Varina y los demás, pintaban
negras imágenes de las consecuencias de la demora, con el objeto
de persuadir a Sri Nakul Sen, el Gobernador de Goa, para que les
permitiera intervenir quirúrgicamente de urgencia. Para que fuera
aún más terrible la inminente tragedia, el Gobernador, cumpliendo
los deseos de Baba, había invitado a cientos al Raj Bhavan, para
una reunión a las 18 horas, en donde Baba les bendeciría con un
discurso, pese a que era un lóbrego día en Goa, con el cielo cubierto por oscuros nubarrones.
El primer día de Su estadía en Goa, Baba había “aceptado” el
apéndice inflamado. Y ese mismo día, los devotos de Goa se habían
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reunido por miles para darle la bienvenida y para escuchar Su discurso. Esa noche, Baba me llamó a Su lado y me ordenó hablarle a
la multitud. Quiso que me refiriera a los sucesos de Gurú Purnima y
de la compasión del Avatar que no tolera postergación ni retraso.
Sri Krishna había asegurado que, como Avatar, Él “vahaami” (“llevaría la carga”) de las miserias físicas o mentales de los devotos que
le adoren. Y Krishna debe regirse incluso ahora por esa promesa.
Baba reveló que yo había sido incluido en el último minuto en el
grupo, cuando ya los coches estaban saliendo de Brindavan, debido
a que había vivenciado la Gloria del Gurú Purnima y, por ende, podía transmitirle coraje al Gobernador y a otros y convencerles que
Bhagavan puede deshacerse en un tris de la enfermedad que haya
asumido.
El milagro se produjo nuevamente. Baba se deslizó como de
costumbre entre las líneas de devotos y Su voz hechizó a la asombrada asamblea por más de una hora. Yo traduje al inglés el histórico pronunciamiento, sobreponiéndome a las oleadas de júbilo que
surgían dentro de mi frente a la revelación de la Realidad de Bhagavan. Al día siguiente mismo, Bhagavan me mandó a Prashanti Nilayam para comunicarle la delicia de la manifestación de Divinidad a
los devotos y a la Madre Eswaramma, quien estaba afligida por los
exagerados informes en la prensa sobre la “crítica enfermedad”.
Baba me persuadió para dejar Su Presencia con el argumento:
“Cuando estés entre ellos y les cuentes personalmente, Eswaramma
no dudará en creer que estoy bien. Ella sabe que tú no te irías de Mi
lado si no estuviera curado”.
He tenido oportunidad, bastante a menudo, de ser enviado
para tales comisiones. Cuando un voluble impostor comenzó a
andar por todas partes con historias inventadas por él y absurdamente exageradas, para impresionar a los crédulos con su
devoción y erudición, fui enviado a Tamil Nadu para frustrar sus
planes de hacer dinero con esto. Lo anterior pasó hace unos
diez años. Cuando la voluntad de Baba quiso que emanaran cenizas sagradas y miel divina de Sus retratos, muchos devotos temieron que las cenizas presagiaban calamidades y que las gotas
de líquido indicaban que Baba estaba sudando bajo una altísima
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temperatura. Escribí y hablé explicando que se trataba de signos de Su Presencia y Su Gracia. Más tarde, cuando algunos
psicópatas enfermizos e individuos histéricos, víctimas de la
adulación, reunieron a devotos que les creían que eran canales
a través de los cuales hablaba Baba, había que advertir a la gente en contra de pillos y embaucadores de diferentes tipos. Me
dirigí a las regiones en que abundaban estos manipuladores, para vacunar a los devotos en contra de poner su confianza en
autodesignados agentes y portavoces de lo Divino.
Me siento feliz de haber pasado treinta y cuatro años de mi vida
en el hechizo de Su amorosa Presencia. Prashanti Nilayam está allí
donde está Él. Es un oasis pródigo en flores y frutas, en medio de
un mundo que está siendo rápidamente despojado de Verdad y de
Amor. El erial que describiera Eliot, se ha convertido en un desierto
mortal. Pero el oasis se está extendiendo constantemente e invadiendo de verde al desierto.
Paz en la Tierra y entre los hombres de buena voluntad, son
dones que cada nación recibirá muy pronto de la Nueva Jerusalem.
Prashanti Nilayam es el único lugar en la Tierra en que nadie es medido en términos de raza, religión, casta, credo, color, lenguaje, erudición o riqueza. El hombre aquí no es un arma ni un vehículo, un
instrumento ni un rezago, no es ni un ángel caído ni un mono evolucionado. Al hombre se le valora y se le honra aquí como un Hijo
de Dios y se le acepta como Sai Mismo. Porque Swami nos enseña:
“Yo me separé a Mí Mismo de Mí Mismo para que pudiera amarme
a Mí Mismo. Yo estoy en ustedes; ustedes están en Mí. No podemos ser separados”.
Todos somos Él Mismo. Él nos ama como a Sí Mismo. Podemos negarle o desafiarle, podemos no haberle visto, ni oído hablar
de Él. Mas Él nos conoce y se preocupa por nosotros. Somos Suyos, aunque huyamos de Él, ya sea por obtusos o audaces. De hecho, son muchos los que son incapaces de soportar la disciplina que
Él impone. Encuentran incómodo el que tenga Sus ojos puestos en
ellos en todo momento y en todo lugar. No están dispuestos a soportar el diagnóstico en profundidad que Baba lleva a cabo antes de
otorgar la paz que buscan. Baba no entra en compromisos, no
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conspira, no perdona ni encubre como lo hacen la mayoría de los
gurús o jefes monásticos. No permite que se hagan concesiones para la adolescencia, la senescencia, para un ignorante o un intelectual, un mendigo o un millonario. Todos deben ver el bien, ser buenos y hacer el bien. Todos han de vivir en el Amor.
Sé de muchos que han abandonado la Presencia cuando descubren que Él lo sabe todo acerca de ellos, en todo momento. Resulta
difícil ser uno mismo bajo el fulgor de esa gloria. Otros se han marchado, porque están tan acostumbrados a sentir pena por sí mismos que no gozan de la felicidad que ofrece Prashanti Nilayam. Prefieren sentirse apesadumbrados con sus hijos que ser felices con el
Avatar. Algunos encuentran que el Amor que fluye de Baba es tan
Divinamente puro que, quiéranlo o no, tendrán que sucumbir a Él.
Ruegan porque Baba les libere de su atracción. Arnold Schulman
escribe: “El escritor se quedó de pie al lado del sofá y esperó. No
había nada que pudiera decir. Un tipo de calidez y de cercanía que
no había conocido antes se iba extendiendo por su conciencia y lo
atemorizaba. Se sintió en peligro de ser sofocado por eso, mas no
era únicamente la intensidad del sentimiento lo que lo perturbaba.
Fue la súbita realización de que este sentimiento de Amor —pensó
que era amor— era diferente de cualquier otro tipo de amor que
hubiera sentido antes o sobre el que hubiera oído o leído. Puede
que haya sido esta incapacidad de definir lo que sentía lo que le hizo
sentir súbitamente pánico. En menos de un minuto, se había convertido en una persona expatriada”. No es de extrañar que algunos
amigos me digan: “Si venimos una vez, puede que no seamos capaces de quedarnos lejos”. Prashanti Nilayam representa el núcleo de
cada uno de nosotros y el llamado de Prashanti es irresistible.
Me considero singularmente afortunado por haber podido pasar al menos la segunda mitad de mi vida en Él. Mis compañeros y
colegas de la Universidad de Mysore, mis alumnos y aquellos que
aprecian mis escritos en kannada, mis amigos entre los poetas, dramaturgos, pundits y filósofos, no se han preocupado por inquirir
por qué son tantos los de su propia fraternidad los que son uno
conmigo en adorar a Baba y en observar los lineamientos que Él diseña para la peregrinación hacia nuestra propia perfección. ¡Ay! Se
dedican a interpretar y ensalzar fenómenos mitológicos y legenda-
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rios increíblemente misteriosos; erigen Sus reputaciones sobre
adaptaciones y elaboraciones de los clásicos populares. Mas, ¡para
ellos no ha amanecido en absoluto la Era de Aascharya, el asombro
y la maravilla frente a lo inexplicable y lo indeterminable del Universo! Se encuentran demasiado apegados a los anacronismos que no
pueden desechar y a las gafas que han adquirido mientras les fascinaban las bagatelas. Puedo simpatizar con tales personas por su
presunción y su pereza y su indolencia. Algunas de entre ellas son
“tomases” crónicos, cuyos egos, lanzados muy arriba por un toque
de sánscrito y un encuentro con la filosofía, les inclinan a una incredulidad enciclopédica ante todo lo que no sea su propia infalibilidad.
Dice Sri M.K. Rasagotra: “Otros se vuelven agrios debido a que envidian o resienten a aquellos que, a su juicio, gozan inmerecidamente del favor de Sai”. Muchos de éstos se mantienen alejados, aunque no pueden resistir el llamado a criticar. Se sienten heridos cuando es traspasada la barricada de despecho que han levantado en
torno a Sathyam Shivam Sundaram por los miles que provienen de
todos los rincones del subcontinente indio y desde todos los demás
puntos del globo, desde Argentina, Zambia, Islandia, Irán, Indonesia, Arabia Saudita, Sri Lanka, Escandinavia, Ghana y Guatemala.
Baba bendice a quienes le adoran tanto como a quienes le eluden, a
los que se acercan a Él tanto como a los que le reprochan. ¿Cómo
podrían las enredaderas que requieren de prejuicios a los que aferrarse, elevarse rectas hacia la Luz de la Verdad?
Y bien, decidí hace mucho tiempo no perder ni un pestañeo de
sueño ni un latido del pulso cuando tales personas acarician sus fantasías. Yo estoy preocupado por éxtasis que experimento cuando
veo a Sai sonriendo desde todo lo que miro. Extraigo valor del don
que me otorgara con Sathyam Shivam Sundaram, cuando puse la
versión en kannada de ese libro a Sus pies.
Sree Puttaparti nilayudu
Kaapaadunu ninnunepudu;
Karunaakarudu;
Cheypatti broacheneppudunu;
Echatanu; maravakundu;
Yerugumu, Bhakthaa!
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El Residente del Sagrado Puttaparti,
El Compasivo,
Te protegerá siempre
y siempre te tendrá de la mano,
para salvarte siempre, en cualquier lugar.
¡Sabe esto, oh devoto!
Y no lo olvides.
Nada sé de los años en que estuve sobre la Tierra la última vez.
Pero debo congratularme por haber tenido, esta vez, una buena enseñanza. Ahora estoy esperando recibir mi Certificado de Estudios
Final, vale decir, la señal para saltar al tibio regazo de Sai, para el
descanso final en Él.
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ÍNDICE
Algunas palabras solamente .............................................
7
La lluvia de perlas............................................................
9
El mimado del abuelo ...................................................... 27
Bajo la tutela de Paramahamsa......................................... 49
Aventuras académicas...................................................... 67
El desastre y la liberación ................................................. 79
Casado de por vida.......................................................... 105
Apetitosa adyacencia ....................................................... 157
Adiós al dolor ................................................................. 209
La penitencia es reemplazada por la pluma ....................... 231
El Amor en marcha ......................................................... 255
Mis traducciones ............................................................. 283
Su historia - La historia .................................................... 297
Reactivando la luz en templos........................................... 353
El niño cincelado............................................................. 365
El amoroso Dios............................................................. 387
423

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