Fachadas de Hamburgo - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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Fachadas de Hamburgo - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de
FACHADAS DE HAMBURGO
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
Perderse por las calles de Hamburgo es sentir el mar. Es navegar por ese aire
de familia común en las ciudades que, como Cádiz, Marsella, Génova, Venecia o
Estambul entre otras muchas, muchas, el mar forma parte de la historia y las calles
parte de la historia del mar.
Es verdad que mientras se contempla en ellas el poder del comercio uno se
siente sobresaltado por recuerdos que, como notas de una música ambigua,
traspasan al principio la piel de su emoción.
No a la Europa de los mercaderes: es la consigna tantas veces repetida por
la extrema derecha y la extrema izquierda europeas la que ahora resuena en mis
oídos: la de quienes tan buen oficio y beneficio sacan de las ventajas de su
existencia en tanto que da sentido a la suya, pues adónde irían no ya si no hubiese
enemigo, sino si el enemigo careciese de perfiles definidos: he ahí uno de esos
modos elegantes de lucrarse del mal. Son esos bushianos invertidos, que hacen
necesario al de verdad, y que al hablar de los comerciantes parecen haber detenido
su conocimiento en el adagio de Quevedo de que conciencia en mercader es como
virgo en cantonera, que se vende sin haberle.
Naturalmente, hay una buena dosis de certeza en esa máxima y en esa
creencia, el clavo ardiendo al que se fija el fideísmo maximalista, y que un Hobbes
pusiera abruptamente sobre el tapete cuando, luego de haber afirmado la libertad
de compraventa del individuo, niega la validez de dicho principio para el comercio
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exterior convencido como estaba de que con tal de obtener beneficios personales el
comerciante vendería incluso a su país. Y no andaba falto de razón este perseguido
del miedo, cuando se constata quién le vendía armas al difunto hijo del mal, Sadam
Hussein, o por qué se acaba de multar a una empresa alemana que proporcionaba a
Irán ciertos materiales con los que daba gusto a su actual jefe del gobierno,
mientras su gobierno forma parte de la troika europea que aspira a meterle en
cintura.
Empero, quizá el comercio haya sido algo más que la conciencia de
determinada categoría social a la deriva (moral) en cuanto únicamente incentivada
por la búsqueda de beneficios. Aunque sólo fuera porque el ser humano es
constitutivamente un aprendiz de brujo, esa sola acción produciría más efectos que
el de aumentar o disminuir el patrimonio de sus voraces hienas; y aunque sólo
fuera porque las flores del mal se cultivan también en el jardín del bien, y al revés,
tales efectos se harían aún más variopintos. Pero es que, históricamente, los
mercaderes, en asuntos de conciencia, además de vender la suya, se han dedicado
también a socavar la dominante en ciertas comunidades, introduciendo nuevos
gustos, opiniones, valores y fines que trastocaban el orden social antiguo, al que
también alteraron introduciendo nuevos individuos, agrupados o no en diversas
categorías, y con ellos nuevos sujetos en las esferas del poder. Las democracias, en
términos generales, y sobre todo en el mundo antiguo, les deben mucho más que
las tiranías, si bien su contribución a éstas, especialmente en tiempos recentísimos
-y englobados ya en una categoría social aún más amplia, la burguesía-, crea una
obligación más de controlar el quehacer de sus miembros y hace saltar las alarmas
ante el uso que hace del término libertad.
En las calles de Hamburgo, lo que el comercio ha cincelado en sus fachadas
es desde luego es este otro mundo, más colorista e integrador, más revolucionario y
sensual, que también conforma su patrimonio. El mundo que a través de sus
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productos ha puesto en contacto culturas, pueblos a través de sus individuos. El
que impidió la formación de Estados comerciales cerrados, como en su ciega
comezón nacionalista pretendía Fichte, el que hizo que gran parte del mundo lo
disfrutara cotidianamente el ateniense, al decir de Pericles: el mismo que empezó
relacionando a gentes a través de sus productos y ahora relaciona a esas mismas
gentes, aquí y por doquier en occidente, desplazadas a la primera ciudad portuaria
alemana por necesidad o conveniencia, y que, no sin tribulaciones o incluso
enfrentamientos brutales, empiezan a gestar sociedades cosmopolitas que, en cierto
sentido, difuminan las condiciones que la geografía, la tradición y la variedad
cultural ponen a la constitución de las diversas sociedades.
Es ese heterogéneo fresco histórico y social el que percibimos en el
abigarrado tapiz de las fachadas de Hamburgo al pasear por sus calles. Muchas de
ellas son una inacabada sinfonía de fachadas coloristas y polimórficas, en las que
la riqueza plasma sus imaginaciones y fija sus estratos, eligiendo el tejido urbano
como escaparate de su magnitud sociológica. Algunas, particularmente
magnificentes, son el vehículo por el que un linaje llena de belleza un ángulo de la
ciudad al tiempo que difunde su orgullo por toda ella; otras, con menos reclamo
ornamental, compiten estéticamente con ellas aunque no en oropeles, demostrando
que el barroco no tiene por qué ser el estilo de la vanidad.
Ni siquiera la imaginación es capaz de contar la morfología de las fachadas.
Hay algunas que se retranquean, y ciertas de ellas con un arco gótico enfatizando la
entrada, a veces con arcos del mismo color como grandes cejas sobre las ventanas,
que parpadean de luz cuando el sol recorre su piel y de agua cuando caracolea
entre los recovecos de sus ornamentos. Hay fachadas divididas por grandes
ventanales que aspiran a ser balcones, y que dan al edificio el aire de reproducir el
antiguo régimen en una casa burguesa, al igual que, ocasionalmente, elementos
decorativos de raíz religiosa han trasladado sin más su residencia a las fachadas de
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edificios civiles o privados. Hay fachadas que han transferido al ámbito privado
muchos de los elementos antaño constitutivos de los órdenes arquitectónicos
clásicos: frontones, ovas, frisos, pequeños entablamentos, etc. Es el gusto privado
que, una vez más, como en Praga, ha liberado a los elementos singulares de su
adscripción a un único estilo; a los diversos estilos de su vinculación a un único
ámbito, civil o religioso, o a una determinada época: es el gusto privado que, al
alba de la segunda modernidad, ha jugado con la historia (y, al jugar, ha vuelto a
crear artísticamente a Europa antes de rehacerla políticamente).
Pero también el gusto público ha operado ocasionalmente de forma similar.
Y no podía ser menos, dado que eran esos mismos individuos los que gobernaban
la ciudad, sea desde el Concejo o desde los diversos “colegios burgueses” no
raramente adversos a él por sus intereses, aunque no necesariamente por sus
métodos, por cuanto, a partir del siglo XVIII especialmente, al hallarse uno y otros
casi copados por juristas, éstos distribuyeron sobre la política de la ciudad aquel
espíritu ordenado y racional que Tocqueville encontrará en América, con el que los
comerciantes-políticos plasmaran en la política la forma mentis con la que
intentaron ordenar y racionalizar el mundo del comercio, de la empresa y de la
economía en general a fin de introducir unas garantías mínimas de certeza en
medio de las diversas zozobras, desde la estrictamente física de la navegación
marítima a la social de los conflictos de intereses.
El Rathaus o ayuntamiento quizá constituya la representación urbanística de
lo antedicho, es decir, del gobierno de comerciantes propio de la ciudad hanseática
tanto como del predominio de lo civil sobre lo religioso característico de la
desacralización pública y privada de elementos decorativos antaño genuinamente
religiosos. Una superioridad que acaba traduciéndose, me atrevo a pensar, en una
especie de auto-culto que los gobernantes/comerciantes se rinden a sí mismos por
medio del citado edificio. Y de dos maneras, además.
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La primera proviene del barroquismo decorativo –extensivo en el exterior a
algunas iglesias, lo que lo hace aún más significativo, pues se trata de un elemento
católico incluido en una cultura protestante, de un elemento en el que lo estético
atrae más la atención que lo religioso en una cultura en la que lo religioso ha hecho
caso omiso, por principio, del soporte estético-, que lo convierte en el edificio más
poderoso de la ciudad, por delante de la propia catedral: en el más atractivo, en el
dotado con más puntos de interés, de centros secundarios, que ningún otro. Pero la
expresividad arquitectónica del culto con el que el poder civil se considera
supremo frente al poder religioso se acentúa porque la torre del ayuntamiento es la
de las catedrales –y otras iglesias-, sus paños se coronan como ellas con frontones
triangulares, y hasta la aguja central, aquí toda una estructura decorativa, es
también la que unifica con un tejado único las caras de las diversas torres.
La segunda la debe a su dimensión urbana, que remacha la arquitectónica
anterior. En la ciudad mexicana de Guadalajara, un único y mismo edificio
conforma, en cada una de sus caras, el lateral de una plaza, constituyendo por tanto
el costado de cuatro plazas; por ello mismo, tomado en su integridad, es el centro
de una única plaza de la que cada una de las plazas anteriores supone un cuarto de
la plaza general. Ese edificio es la catedral, y esa posición central permite calibrar
su simbolismo en el conjunto de la ciudad. Pues bien, algo muy similar acaece en
Hamburgo –y en Bremen-, sólo que, aquí, el edificio en cuestión es el mentado
Rathaus, y su significado simbólico resalta con la misma claridad de allí.
Es esa doble faceta, estética y humanista, la que de manera constante se
vuelve presente al recorrer el mar de fachadas con las que los diversos mares,
desde el Báltico al Mediterráneo, pasando por el océano Atlántico, han hecho de
Hamburgo una de las ciudades predilectas de su biografía, uno de los puertos en
los que su geografía se ha vuelto historia.
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