Olivier Page UN DRAGÓN EN EL CORAZÓN Vietnam por la senda

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Olivier Page UN DRAGÓN EN EL CORAZÓN Vietnam por la senda
Olivier Page
UN DRAGÓN EN EL CORAZÓN
Vietnam por la senda de los mandarines
Traducción de David Fernández
A mis padres, quienes me dieron la fuerza de espíritu.
A Nostalgia (Hoai Huong), Vincent (Cao Minh)
y Joséphine (Anne-Mai).
A mis mariposas, a mis hadas y a mis dragones de corazones.
Project 2103:Maquetación 1 08/05/12 15:32 Página 8
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Sumario
Prólogo
11
Hanói, capital de la longevidad
15
Paisajes del nordeste
87
La Ruta Mandarina y el batir de alas
107
La melancolía del ave fénix
149
Saigón en la boca del dragón vietnamita
189
Agradecimientos
227
Altaïr | 9
Prólogo
«Si escribes un libro sobre Vietnam, tienes que hablar de los sentimientos. Al contrario de lo que muchos piensan, somos un pueblo
sentimental», me dijo un día un amigo vietnamita.
De modo que, si quería seguir su consejo, debía hacer un esfuerzo
para llegar al Vietnam inmaterial, al Vietnam esencial, para ir más allá
de lo que ya se ha visto y contado sobre este país. Emprendí, pues, el
recorrido con este estado de ánimo particular, aunque muy natural,
un poco a la manera de Stendhal y de Balzac, de Stevenson o de Dumas, mis maestros, en busca de figuras emotivas, personajes peculiares o destinos sorprendentes. A lo largo de mis numerosos viajes a
Vietnam, he observado una especie de constante, una señal reconocible, el rasgo dominante: el humanismo de los vietnamitas. Junto con
este, la fortaleza mental y la sensibilidad son las claves de este país y de
este pueblo. Son valores morales que han permitido a Vietnam resistir
largas guerras, vencer los peores obstáculos y superar las injusticias y las
desgracias que la historia le ha deparado. Una historia que el pueblo vietnamita escribía al mismo tiempo que sufría y modelaba con la
vida de su gente, la verdadera esencia de la «Historia» con mayúsculas.
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Un dragón en el corazón
Existen muchos libros sobre Vietnam, especialmente guías y novelas. Para escribir el presente, he viajado con lentitud. He observado.
He conocido. He escuchado. Con el corazón, he escuchado; con la
razón, creo haber comprendido y, al final, he sentido lo que la gente
de allí siente. Este libro es el relato de un viaje sentimental, escrito en
tiempos de paz y de resurgir económico. No puede ser objetivo, y no
tiene más finalidad que la de crear un vínculo entre asiáticos y occidentales, y de plasmar la belleza del alma vietnamita. No es una guía
turística ni una obra erudita, sino una galería de retratos, la crónica
del viaje de un europeo que halló en Asia algo más que exotismo. Lo
que hay en estas páginas es una descripción de lo que tiene de universal el vietnamita más allá de las diferencias de raza y de cultura.
Dragón de corazones se nutre de una serie de encuentros con personas que me cautivaron. Al no estar sometido a ninguna restricción, me dejé llevar únicamente por la curiosidad y por el interés
que despertaban en mí esos individuos. Y entonces recordé que a
Stefan Zweig no le gustaban los libros largos, así que me concentré
en lo esencial, tratando de separar el grano de la paja.
En el libro recojo un conjunto de retratos de vietnamitas contemporáneos, todos escogidos por su singularidad. Pero los retratos,
si bien son el componente esencial del cuadro, también necesitan un
marco. Así pues, el lector verá también un cierto contexto a través
de un arrozal por aquí, un sombrero cónico por allá y bicicletas y cañas de bambú por doquier. En muchos casos he intentado abordar a
las personas de una manera diferente, sincera y directa, y a veces,
con una sonrisa, las he sometido al famoso cuestionario de Proust.
Mientras uno está de viaje, lo imprevisto llega cuando se ha previsto
todo, cuando el viajero se topa con personas asombrosas o se ve envuelto en situaciones curiosas que lo transforman, lo emocionan, lo
cambian para siempre. Es lo que me ocurrió a mí.
Mis recuerdos más antiguos de Vietnam son las imágenes de
guerra que la televisión emitía por la noche en la década de 1960. De
niño pensaba: «¿Cómo puede esa gente sobrevivir a los bombardeos,
cómo es posible que logren resistir, qué hará ese pueblo para evitar
morir y dejar de ser él mismo?».
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Prólogo
Necesité una primera ojeada para ver y comprender, y una segunda para sentir más allá de lo visible. La esencia de este país se
ve en las almas, se instala en los recuerdos y arde en el fondo de los
corazones.
Uno de los tesoros de este pueblo es su memoria colectiva, un
verdadero rompecabezas formado por diez piezas distintas. La cultura vietnamita se nutre, por supuesto, de Confucio y del budismo,
pero ha logrado integrar partes interesantes del cristianismo, del
marxismo y del modernismo en un humanismo en el que lo racional roza a veces el esoterismo. De igual modo que todo hombre busca a su reina de corazones en el gran juego de la vida, del amor y del
azar, yo encontré en Extremo Oriente una carta-talismán, un as en
la manga: la carta del dragón de corazones. Esta será siempre mi carta,
magnífica, soberana y sensible, misteriosa y delicada, resplandeciente
y tierna. Yo seré la sota del dragón de corazones y, juntos, algún día,
formaremos una baza ganadora.
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Hanói, capital de la longevidad
Ver una vez vale más que oír cien.
Proverbio vietnamita
Por fin, Vietnam. Hanói. Vietnam a vista de pájaro, a través de la
ventanilla, después de que el avión saliera de una capa espesa de nubes, un extraño castillo de agua tibia, suspendido sobre la capital como
una gran tapadera. Se veían los rascacielos, verticales en exceso para
la tradición de construcción horizontal en la ciudad. Mil, cien mil
puntos negros se desplazaban, se entrecruzaban y se evitaban en el
laberinto de calles y avenidas. Un hormiguero humano. La metrópoli se nutría de los arrozales que la rodeaban hasta el horizonte.
Como en cada viaje, los espíritus de Conrad y de Stevenson se apoderaban de mí, y el alma se me estremecía. Aparte del amor, no hay
mayor alegría que la que insufla el comienzo de un gran viaje.
El avión aterrizó en la pista de un aeropuerto de Noi Bai que no
reconocí. En el año 2000, los pasajeros todavía desembarcaban en
un vetusto edificio que no había cambiado desde el fin de la guerra
de Vietnam en abril de 1975. En su lugar, se alza ahora una terminal
nueva, de cristales tintados y tuberías metálicas. Me reencuentro
con mi amigo Hoai Anh, a quien no he visto en mucho tiempo. Nos
abrazamos. Su cara, sus ojos y su sonrisa son los mismos que la última
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Un dragón en el corazón
vez que estuvimos juntos, hace años. Eso sí, ha prosperado: ahora
conduce una scooter roja último modelo y, para sus desplazamientos
profesionales, se ha comprado un coche marca Toyota. Hay que
tener en cuenta que poseer un automóvil en Hanói era un lujo a finales de la década de 1990.
Con un índice anual de crecimiento del 6 al 7 por ciento en
2008, el desarrollo económico del país ha hecho posible la aparición
de una nueva clase media que puede permitirse comprarse numerosos bienes de consumo y, en el caso de los más acomodados, adquirir
un coche. Los grandes carteles publicitarios de dimensiones «americanas», plantados en los arrozales a pie de autopista, son más reveladores que todos los análisis económicos. Resulta difícil creer que
aún se clasifique a Vietnam, estadísticamente hablando, entre los
países pobres, ya que más bien parece un pequeño dragón de Asia
deseoso de hacerse un hueco en el orden internacional.
Un dragón pequeño pero viejo en busca del progreso. Desde la
entrada de Vietnam en la omc (Organización Mundial del Comercio) en enero de 2007, aterrizan nuevos inversores extranjeros,
mientras que los que ya llevan tiempo en el país —Europa, China,
Japón, Corea del Sur y Singapur— refuerzan su actividad y presencia. Se levantan grandes edificios que se encaraman hasta el
cielo; lo nunca visto en esta ciudad acostumbrada a siglos de urbanismo horizontal. En el presente, el futuro emerge brutalmente
del pasado. A la izquierda, se ve el barrio residencial de Ciputra
—un promotor malasio—, que ha sustituido un paisaje milenario de estampa campestre. Los antiguos vergeles de Hanói se han
transformado en chalés ostentosos y lujosos para expatriados y
nuevos ricos. Y a la derecha está la nueva zona industrial de Hanói,
verdadero símbolo del cambio económico. Fábricas japonesas,
novísimas, acabadas de inaugurar, albergan cadenas de montaje
de televisores Panasonic o motocicletas Yamaha. Los candidatos
a la vida obrera se arremolinan entre empujones en las oficinas
de selección de personal. Ser obrero en un régimen comunista
que se rige por las reglas del capitalismo —socialismo de mercado— significa mejores sueldos y una oportunidad de subir en el
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Hanói, capital de la longevidad
escalafón social. El hombre del arrozal se convierte en el hombre
de la hormigonera.
Para llegar al centro de la ciudad, pasamos por el norte de la ciudad. Los arrozales ceden paso en beneficio de nuevas construcciones
y barrios. En 2008, Hanói cambió su estatus de ciudad-capital por el
de ciudad-provincia, de forma similar a la ciudad china de Chongking. Al absorber los distritos cercanos de Ha Tay, Me Linh, Vinh
Phuc y cuatro municipios enormes de la provincia de Hoa Binh, la
población de Hanói se duplicó de la noche a la mañana, y ahora exhibe orgullosa una cifra oficial de más de seis millones de habitantes.
Para atender las necesidades del crecimiento demográfico, la ciudad
devora el campo que la rodea, se nutre de él. El paisaje es irreconocible para el viajero que regresa al cabo de un tiempo. Los viejos y sinuosos caminos de tierra de los barrios rurales han desaparecido para
dejar paso a avenidas anchas, rectilíneas y asfaltadas, iluminadas por
cientos de farolas. La geometría de la línea recta ha sustituido a la
geometría de la curva. Bloques de pisos de hormigón y cristal como
los del barrio de Trung Hoa (Nhan Chinh) se han levantado en
cuestión de meses. Donde en 2001 no había más que arrozales, vergeles, plantaciones agrícolas, chabolas y chozas de madera y bambú
con techos de hojas de palma, hoy solo se ven edificios modernos de
hormigón, acero y cristal, y centros comerciales como en Europa.
Una torre ultramoderna domina la antigua cárcel. El rascacielos
está en medio del patio. La inscripción «Maison Centrale» (‘Casa
Central’), que data de la época colonial francesa, se ha conservado
en el porche de entrada del monumento. Conocida por entonces
como «La Fournaise» (‘El Horno’), esta prisión albergó los espantosos calabozos donde tanto sufrieron los patriotas vietnamitas enfrentados a las fuerzas coloniales francesas, primero, y después los
pilotos estadounidenses capturados durante la guerra de Vietnam.
También la llamaban, con evidente ironía, el «Hanói Hilton». El
primer piloto norteamericano abatido por las defensas antiaéreas
norvietnamitas, Everett Alvarez, se pasó años encerrado aquí. El antiguo embajador de Estados Unidos Douglas Peterson también estuvo recluido aquí desde abril de 1966 hasta marzo de 1973. Tras su
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liberación, hizo carrera en su país, entró en política, fue nombrado en
1996 primer embajador en Vietnam por el presidente Clinton —dos
años después del levantamiento del embargo— y llegó a ser condecorado por los vietnamitas. Las vueltas que da la vida. Peterson se reencontró con su joven esposa vietnamita y, de visita a los pueblos que
en su día bombardearon los B-52, declaró: «No sé cómo nosotros,
los Estados Unidos, pudimos bombardear un país y un pueblo tan
cordial y acogedor…». Aun así, el recluso más famoso del «Hanói
Hilton» sigue siendo el viejo John McCain, excandidato republicano
a la presidencia de Estados Unidos en noviembre de 2008 y rival de
Barack Obama. McCain también se pasó años encerrado en la cárcel, donde, según afirma, sufrió torturas. Sus antiguos carceleros lo
niegan, aseguran que se le trató bien. Pero ¿de qué lo trataron? Su
uniforme de piloto estadounidense se ha conservado y todavía hoy
está expuesto en una vitrina.
El «Hanói Hilton» acoge hoy un apacible museo, vestigio de los
años de fuego y sangre, a la sombra de una torre alta y moderna
—Hanoi Towers— que, para su construcción, se apropió de una
parte de los terrenos de la prisión, que quedó reducida a la mitad.
Lástima que no se haga lo mismo en más países. El símbolo es obvio.
Son los nuevos tiempos: tras el levantamiento del embargo estadounidense en 1994 por parte de Clinton, el enemigo norteamericano
de ayer se ha convertido en el respetable socio comercial y financiero
de hoy. A eso se le llama pasar página. El lujoso edificio de cristal y
acero, digno de Singapur, alberga en sus doce pisos los despachos de
numerosas empresas internacionales. Sus nombres están inscritos a
pie de calle en placas resplandecientes: Sumitomo, un gran banco
japonés; Exxon, multinacional norteamericana del petróleo; bp,
otra petrolera; Petronas, más oro negro, pero esta vez malasio; Glaxo
Smith Klyne, número uno mundial de la industria farmacéutica; o
Calyon, filial del banco Crédit Agricole. Resulta imposible colarse
en estas oficinas cuyos ventanales dominan el barrio viejo de la ciudad. El visitante debe contentarse con pasear frente a las tiendas de
la galería comercial que certifican el ingreso de Vietnam en la aldea
global del consumo: Leonidas, la gran marca de chocolate belga, ha
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Hanói, capital de la longevidad
abierto una tienda como la que se puede encontrar en el bulevar
Saint-Germain de París. Ah, el chocolate. Ese producto de lujo, sabroso y untuoso con el que soñaba toda una generación en guerra
que tuvo que contentarse durante años con cartillas de racionamiento y platos de mandioca con arroz frío.
Ante este auge económico, al acceder de pleno derecho a la esfera del capitalismo mundial, mientras trata de mantenerse fiel a su
doctrina ideológica oficial, la ciudad de Hanói rebasa, aunque no
quiera, sus límites ancestrales, explota hacia el exterior y conquista
tierras hacia el oeste, en el sentido físico y geográfico, pero también
mental y cultural, de la palabra.
Un nuevo rostro urbano ve la luz del día, se dibuja en el fondo del
socialismo de mercado y rodea con un cinturón moderno una ciudad
antigua cuyo corazón parece, por suerte, inmutable. Un tráfico increíble de dos ruedas motorizadas cruza el centro histórico de Hanói: de
la Vespa —los italianos sí que saben— a los velomotores japoneses,
pasando por un sinfín de motocicletas de todas las marcas. El estruendo de la circulación se apodera de las callejuelas y avenidas de Hanói
de seis de la mañana a once de la noche. Qué lejos quedan los tiempos
en que Hanói, sumida por entonces en el letargo y el desuso colectivista, era una ciudad tranquila, una capital casi ecológica, repleta de
vietnamitas en bicicleta, como una suerte de Holanda que hubiera
cambiado el tulipán por el bambú. Ahora, los nuevos emprendedores,
deseosos de mostrar que han triunfado, viven a todo tren. Allí se ve a
uno que se ha enriquecido, con el comercio probablemente. El hombre no se priva de nada: su vehículo, aparcado junto a la acera, es una limusina negra, norteamericana, como las que se ven en los aparcamientos de Las Vegas. Es tan ancha como la tienda de ropa Milano del mismo
propietario, situada en el local de un edificio cualquiera. No importa
que el coche no pase por las callejuelas estrechas del centro. El feliz
dueño no está dispuesto a hacer el ridículo en un viejo Lada tronado…
EL MILENIO DE HANÓI: LA HORA DEL RECONOCIMIENTO
En 2010, Hanói, la capital de Vietnam, celebró sus mil años de historia. Fue la ocasión ideal para rememorar el destino de esta capital
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fascinante y apabullante, un destino discreto y tenaz, mezcla de sabidurías confuciana y budista, de lejanas influencias chinas y francesas; fruto también de combates feroces, de padecimientos horribles
y de renacimientos inesperados. Hanói ha permanecido genuinamente vietnamita a pesar de que una parte de su historia le haya sido
impuesta desde el exterior, a través de la seducción, el ardid, a menudo la fuerza. La influencia y la dominación chinas duraron más
de mil años: desde el 111 a.C hasta el 938 d.C. De 1010 a 1225, la dinastía de los Ly gobernó el país. El emperador Ly Thai To declaró:
«Queremos transferir la capital a Dai-La, entre el Cielo y la Tierra,
donde el Dragón se enrosca y el Tigre se sienta, donde se cruzan el
norte, el sur, el este y el oeste». Es decir, la ciudad debía estar en armonía con el orden del universo. Para conseguirlo, el emperador
acudió a los geománticos, los sabios que conocían las orientaciones
cosmológicas y astrológicas de las ciudades y de las casas. Los geománticos buscaron una montaña sagrada apta para proteger la ciudad de los espíritus del norte, tal y como se hacía en las ciudades
chinas. Así me lo cuenta Philippe Papin, uno de los mayores expertos franceses en Vietnam, donde ha vivido catorce años y cuyo idioma habla con fluidez: «La presencia de montes era indispensable
porque permitían establecer una armonía perfecta con los lagos y los
ríos». El río ya existía: el río Rojo. Y los lagos se habían excavado, como
habían hecho los chinos en Hangzhou, la capital de los Song del sur.
Solo faltaban los montes, escasos en esta zona de arrozales. ¿Qué podían hacer? Los geománticos buscaron una elevación del terreno de
cierta altura en la llanura y dieron con el monte Tan Vien (hoy monte Ba Vi), una montaña de 1.287 metros situada a unos cincuenta kilómetros al oeste de la capital, por el lado de Son Tay.
No obstante, como era inconcebible adosar una ciudad a una
montaña sagrada y protectora tan alejada, los geománticos propusieron al emperador construir unas colinas artificiales de varias decenas de metros de altura, unos cerros que albergarían a los espíritus
de la montaña que velaban por la paz. La geomancia, pues, está en el
origen de Hanói, como ocurre con Beijing y Kioto. La primera población se llamó Thang Long, «la ciudad del dragón que se eleva»,
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Hanói, capital de la longevidad
un nombre que mantuvo durante ochocientos años. En 1831 adoptó
su denominación actual de Hanói, que ha resistido los envites de la
historia. La palabra viene de noi (‘dentro’) y ha (‘río’), es decir, la
ciudad dentro del río, que conocemos como río Rojo (Song Hong).
El siglo xv fue una época dorada para Thang Long. El país, gobernado por los vietnamitas, era soberano, aunque debía abonar un
tributo anual al emperador de China. Philippe Papin prosigue su relato: «A partir del siglo xvi es cuando se puede hablar de ciudad prohibida, ciudad imperial y ciudad civil: tres ámbitos separados que,
en el mundo sinizado, conformaban la capital ideal». Del siglo xi a
finales del siglo xviii, la capital se llamaba oficialmente Thang Long,
pero en los mapas y en las crónicas de los viajeros, como Samuel Baron
o William Dampier, aparecía con el nombre de Dong Kinh, que significa «capital del este». De Dong Kinh a Tonkín, no hay más que una
simple alteración; de ahí que los viajeros, los misioneros, los colonos
y colonizadores franceses del siglo xix acabaran llamando Tonkín a
la zona norte del Vietnam actual.
El año 1805 permanecerá en los anales de la historia como un
año nefasto. El emperador Gia Long ordenó transferir la capital a
Hue, en el centro del reino. Fue un golpe duro para Hanói, que entró
en un período de decadencia. Irónicamente, le cambiaron el nombre para llamarla «la ciudad de la prosperidad creciente», aunque la
noble urbe del norte estuviera en plena recesión. Entonces llegaron
los colonizadores de Francia: en 1873, un tal Francis Garnier conquistó Hanói por la fuerza, y en 1882 Henri Rivière volvió a tomar
la ciudad. Dos años más tarde, Tonkín, en manos de los franceses,
se convirtió en un protectorado, mientras la Cochinchina, el sur del
país, pasó a ser colonia francesa desde su conquista en 1866. En Hanói, la Francia conquistadora levantó un gran edificio moderno de
correos sobre las ruinas de la pagoda de Bao An (‘pagoda de los Suplicios’), una de las más bellas de la ciudad. Las autoridades arrasaron el antiguo monasterio de Bao Thien para construir la catedral,
un edificio de 1887 sin gracia, de hormigón gris, que todavía está en
pie. Es poco probable que pudiera inspirar a Johann Sebastian
Bach; a un rapero de barrio, quizá.
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Un dragón en el corazón
Al sur del barrio viejo, los franceses concibieron una nueva ciudad, dividida por avenidas amplias y flanqueadas de árboles. Se
construyeron casas de estilo francés. Cada colono en el poder adoptó el estilo de su provincia: casas-balneario señoriales y acogedoras
como en Arcachon o en Aix-les-Bains, Deauville o Barbotan-lesThermes, con tejados de pizarra o de teja, pilastras, columnas, persianas, postigos y lucernas, entramados de madera vista y veranda, salones inmensos con chimenea, escaleras de madera y elegantes puertas
artesonadas. A las habitaciones y estancias de estilo francés, se les
añadía siempre que se podía un balcón con vistas a coquetos jardines
tropicales. Apareció, pues, una nueva arquitectura, junto al estilo milenario del barrio viejo donde vivían los artesanos y los comerciantes.
Hanói creció y se transformó para convertirse, en 1902, en la capital de la Indochina francesa. Para cruzar el río Rojo, se construyó
el puente Paul-Doumer con la ayuda de una empresa subcontratista
del estudio Gustave Eiffel. En 1906, las chozas de madera y bambú
quedaron definitivamente prohibidas en Hanói. Como en todas las
ciudades de Francia, Hanói tendría una ópera a partir de 1911, al
sudeste del lago Hoan Kiem. A pesar de los agravios de la historia,
hoy sigue siendo uno de los emblemas de esa época y continúa recibiendo a la gente del teatro y del espectáculo.
Entre 1947 y 1954, los combatientes del Viet Minh, dirigidos por
Ho Chi Minh, lucharon contra la presencia colonial francesa. La
guerra de guerrillas se multiplicó en las montañas y los valles del
norte del Vietnam hasta que se estrechó el cerco en la famosa depresión de Dien Bien Phu, donde en mayo de 1954 tuvo lugar la batalla
más sangrienta entre los dos bandos. El Ejército Popular Vietnamita,
comandado por el general Giap, salió victorioso, y los franceses se
vieron obligados a conceder a Ho Chi Minh, por los acuerdos de
Ginebra de 1954, la independencia de una parte del país: Hanói pasó
a ser la capital de un país socialista alineado con China primero,
hasta 1964, y con la Unión Soviética después, y separado de otro Estado situado al sur del paralelo 17: la República de Vietnam del Sur,
con Saigón —la actual Ciudad Ho Chi Minh— como capital. Estos
dos Estados, gobernados por regímenes contrarios, se reunificarían
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Hanói, capital de la longevidad
en abril de 1975 al término de una larga y cruel guerra a la que ya se
han consagrado decenas de libros y películas.
Permítaseme un comentario para decir que Dien Bien Phu merece un lugar destacado en los libros de historia. La derrota de Dien
Bien Phu marcó, a ojos de todas las potencias mundiales, el fin de
cualquier tipo de colonialismo aceptable. La caída de Dien Bien Phu
fue tan importante para la humanidad como la toma de la Bastilla.
¿Y qué ha sido de Hanói al cabo de esta tormenta de medio siglo?
A pesar de todo, estas dos culturas tan alejadas, la asiática —influida
por China— y la europea —influida por Francia—, han contribuido a modelar la fisonomía y el carácter de la ciudad para darle un aspecto y una personalidad únicos. Podemos aceptarlo o rechazarlo,
pero no podemos fingir que no ha existido. Hay, pues, que transigir
y aceptar esta memoria y este legado. Lo contrario sería negar la historia. Y aquí es precisamente donde reside el extraño encanto y el
misterio de Hanói. Por eso he querido regresar, para ver y comprender la mutación sin precedentes de una ciudad que para mí continúa
siendo un enigma. Como las personas, las ciudades deben ser fieles a
sí mismas. Pero ¿cómo ha podido Hanói seguir siendo ella misma,
permanecer inalterable, íntegra, a pesar del sufrimiento, las vicisitudes y las adversidades que ha padecido? Tal vez aquí, en Vietnam, a
diferencia de otros antiguos Estados colonizados, la tradición ha digerido la modernidad, mientras que en otros lugares ha sido la modernidad la que ha engullido la tradición.
EL BARRIO DE LAS TREINTA Y SEIS CALLES Y GREMIOS
Al contrario que Ciudad Ho Chi Minh —antigua Saigón—, Hanói, la vieja capital de la Indochina francesa, conserva un formidable patrimonio de la época colonial. Es curioso que este tesoro no
haya sido destruido por las guerras, los avatares de la historia y las ignominias del ser humano. Incluso durante los bombardeos estadounidenses de la Navidad de 1972 (quince mil toneladas de bombas en doce días de ataque), los monumentos históricos se salvaron
de la destrucción, ya que los aviones de Nixon se centraron en objetivos militares y estratégicos.
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