Pensamientos esteriles

Transcripción

Pensamientos esteriles
Pensamientos esteriles
Muerte del poeta joven
por Gabriela Wiener
E sto va de la llavecilla del diario de Luna Miguel que todo el mundo quisiera robar si no
fuera porque ella nos ha hecho, a cada uno, nuestra propia copia. Abres el puño y está ahí.
No te queda más remedio que usarla, introducirla, darle la vuelta y descubrir que abre, sí,
que abre y que hay cosas ahí dentro que no deberías estar viendo. Pero también necesitas
una contraseña. Y es, toma nota, «Bolaño», un verso sobre sus veinte años, esa edad
demencial; como si la poesía fuera no otra cosa que el ejercicio de una inocencia salvaje
muy parecida a la locura. Los tags: juventud, poesía, enfermedad. Y todas sus
combinaciones posibles: La juventud como enfermedad, la poesía como juventud, la
enfermedad como poesía.
1990-2010, la franja de tiempo que recorre Pensamientos estériles, también cubre la
totalidad de una vida. La de la poeta. Es obsceno. Luna lo sabe. La juventud no es un tema,
es EL tema. Ya nos lo dice ella muy pronto y desafiante: nos va a entregar su mejilla rosada
por nada a cambio. Nos va a pedir que miremos porno: su cara triste en el espejo. «Esta es
mi imagen. Miradme. Antes prefería que no lo hicierais. Pero venga, miradme.» La invitación
al regodeo es insoslayable. Nos dice que tiene un pecho más grande que el otro. Se adelanta
a nuestras bajas inclinaciones y nos pide que entremos con brutalidad.
No hace falta andarse con medias tintas, porque ella espera preparada: «Todo rasurado para
sentir mejor el hielo. Todo frío. Todo muy frío y hermoso. Todo vacío, por última vez». Ya
estamos aquí -nuestro reflejo detrás del rostro de ella, en el espejo del baño, es oscuro y
horripilante-, en esa habitación dentro de un edificio igual a todos los edificios de las
afueras de Madrid, donde hay una abuela y muchos ladrillos blancos, de los que la dueña del
diario escapa cada día en la Línea 229 o en tren, y llega puntualmente a «Atocha Muerte».
Nadie, ni siquiera el poeta, es capaz de hablar e invocar a la poesía, con tanto ardor, como
el poeta joven. Solo él, perro romántico al fin, que diría Roberto Bolaño, comete el impudor,
la insensatez de declamar que prefiere la poesía a la vida. Y, lo que es peor y más
escalofriante, aunque también sea un pensamiento estéril más: solo el poeta joven puede
hablar de la muerte tan en serio: «Deseo saltar del vagón. / Deseo fallecer bajo las
piedras-diamante. / [Plástico, cristal, sangre].».
Entre estos apuntes domésticos, mórbidos, húmedos, incandescentes, están también los
nombres y aventuras de sus amigas mayores, figuras tutelares, fantasmas sentadas en una
esquina de su cama de hospital, poetas enfermas, desahuciadas o auténticamente muertas.
Luna a veces muerde como Duhamel, otras es honda y sombría como Varela o, como
Pizarnik, no puede explicar con palabras de este mundo que partió de ella un barco
llevándola. «Imitación punk de una poeta muerta», se dice ella, «la enfermedad que finjo».
A veces, la poesta joven muere de juventud como Casanova o muere de alguna enfermedad
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como el autor de 2666. O muere de poesía. Pero siempre vive rápido, intensa, furiosamente,
nunca deja de tener 20 años. No deja de hacerse autorretratos. No deja de hablar de su
novio. No deja de hablar de su blog, de lo que lee, de su madre, de sus 20 años, de si misma.
No deja de mirarse en el espejo. Está embarazada de si misma. Corre, Luna, corre.
Qué perversa es la juventud, diríamos nosotros: «Y no conozco a ese dios. / Vuelo y casi
ladro. / Creo que soy joven», dirá Luna de esa trampa, y también, justo a tiempo, evitará
caer en ella: «detestaría mi juventud si fuera solo una excusa».
En ese escenario, el cuento de hadas de la juventud solo puede tener un único final feliz:
«Espejito, espejito. / ¿Acaso soy joven? / ¿Acaso huelo a muerte?».
Luna Miguel ha hecho de este puñado de ideas e imágenes aparentemente infecundas, no
una celebración sino el fin de la fiesta, una que festejaba todo lo que mata o lo que no
quiere nacer: «Yo aún no tengo hijos: no quiero tenerlos. / Yo aún no tengo poemas: escribo
mal».
Los diarios de las niñas son rosas por fuera y huelen a muñeca nueva, a jabón, a esencias
florales de flores simples, aunque dentro estén llenos de cuchillos y sangre. Este diario no es
de color rosa, no tiene ni una bella rima, que los lectores de lirismo pedófilo desearían
encontrar, pero sí que huele a lo que huelen todas las niñas solitarias. ¿A qué huelen? «El
bosque huele a mar», escribe Miguel y mata, por esta vez, al poeta joven.
*** Fin del extracto
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Cumplir veinte años
1990-2010
E n aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Roberto Bolaño
El espejo del cuarto de baño me hace triste. No gorda, ni fea, ni sucia:
solo triste.
Esta es mi imagen. Miradme. Antes prefería que no lo hicierais. Pero venga, miradme. Os
estoy regalando mi mejilla rosa.
Como vino espumoso, me dicen. Como Heidi colorada.
Tengo la mejilla puesta para vosotros. Me gusta que me peguéis. Me gusta que me
maltratéis.
Vosotros, días anodinos. Vosotros, poemas viejos, poemas-odio, poemas que aún recuerdo y
cuesta detener.
Mirad mi mandíbula. Cómo cruje cuando ladro. Cómo suena. Igual que una perra canija y
enamorada.
No me preocupa la vida tanto como la poesía. En la vida la gente especula. La gente cree lo
que insinúas. La poesía es vida insinuada. Escena.
La poesía es un picotazo.
Aquí hay muchos mosquitos.
Hay mosquitos porque el río pasa cerca. Hay demasiados mosquitos y demasiada humedad.
Mi abuela me ha pedido que cierre la ventana. Cierra, niña, si no quieres que los bichos te
muerdan.
Vivo en un edificio de las afueras de un barrio de las afueras de una ciudad de las afueras
de Madrid. Los ladrillos son blancos.
Mi casa parece una torre de un castillo. Una torre sombria de princesita durmiente. Una
torre ficticia. Pues vivo en el segundo piso y apenas toco el cielo. Mi habitación huele a
hierba de río. A sangre digerida por mosquito. A baba de perro.
Para salir de esta prisión tomo el autobús 229. Sale cada media hora desde la rotonda.
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Tarda 38 minutos. Es de color verde, suena oxidado sin embargo.
Me suelo sentar en la primera fila. No me pongo cinturón. A veces pienso en mi muerte.
Pienso en un accidente de tráfico a la altura del aeropuerto.
Me imagino el frenazo. Me imagino saliendo disparada hacia el cristal.
Romperlo con la cabeza.
Caer a la carretera.
Imagino la última escena. Un avión de Easy Jet saludándome desde el aire.
El avión es el transporte más seguro.
Dicen.
Pero yo me imagino muerta.
No triste, ni gorda, ni fea.
Me imagino muerta.
Todos los días.
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[...] notas y esbozos de poemas
P oemas. Objetos de la muerte. Eterna muerte.
Eterna inmortalidad de la muerte.
Algo así como un goteo nocturno y afiebrado.
Poesía. Orina. Sangre.
Blanca Varela
La no poesía del sí-lugar.
Proponerse entonces
componer
un poema largo.
Un poema que no entienda
de capítulos
marcas
señas
tiempos de espera.
La mañana es imperfecta.
Veo amanecer desde
el último vagón
algo falla en el paisaje
algo: quizá esta vida torpe
irregular
e irreverente.
Tengo un pecho más grande que otro.
Por eso los hombres me acarician
el más
abultado.
Son listos.
Pienso.
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Es el instinto animal.
Mi pecho
mi seno
mi teta morada de mordiscos
de frío
de imperfección.
Solo tú eres perfecto
solo él
os digo
corazón grasiento,
él prefiere el olor a mierda
que el olor a
lejía
él y el perfecto defecto
de su barbilla cálida
de su caricia cálida
de su estéril te quiero.
[Porque el amor es estéril,
existe el sexo.]
También tengo orejas de mosca.
Aunque no sé cómo son las orejas de mosca.
Ni siquiera sé si las moscas tienen orejas.
Y el zumbido.
El temblor impaciente de mis manos
antes de encontrarte.
Porque escucho con oídos de abeja,
de insecto,
de bicho loco:
bichito aplastado.
Mi pecho es el de un animal inmenso.
Rujo de mentira.
No conozco a ese dios.
Vuelo y casi ladro.
Creo que soy joven.
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*** Fin del extracto
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