ongi etorri pdf
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Ongi Etorri Ángel Gros Copyright © 2011 Ángel González Rodríguez All rights reserved. ISBN: ISBN-13: A los que desesperan PREFACIO Si acaso anhelabas, querido lector, una historia al uso, con un único protagonista que te condujera de la mano por los acontecimientos, te aconsejo desde ya abandonar este escrito. Serán dos los personajes que nos guiarán a través de los hechos. Ambos, por separado, no hubieran sido capaces de resolver el enigma; y los dos, en los inicios de esta historia, aún ignoran que sus caminos confluirán más allá de este libro. Déjame hablarte primero de uno de ellos, del otro ya nos encargaremos más adelante. El autor CAPÍTULO UNO Euri Iluna “Vivimos como soñamos, solos.” Joseph Conrad. Leandro Hill era hombre de pocas palabras. La última vez que se alargó en el uso de ellas, una jueza de Madrid asignó a su mujer casi tres cuartas partes de su sueldo. Aunque de ascendencia inglesa, Leandro podía ser de cualquier parte. Pasaría por francés, español, argentino o incluso alemán. No afloraba en su rostro ninguna pista de su procedencia: una nariz normal tirando a grande, una boca con labios ni finos ni gruesos, y unos ojos de color indefinido que se movían en la gama del marrón oscuro. Solo un detalle podía hacer que su cara quedara grabada para siempre en la mente de alguien poco fisonomista: dos grandes bolsas bajo los ojos que le conferían el aspecto de un hombre agotado. Sin embargo, Leandro no era feo; 3 Angel Gros tenía esas facciones varoniles al estilo de Serge Gainsbourg, el compositor de Je t’aime, y él mismo subrayaba su actitud cansada con un deje lento y pausado en la voz que encandilaba a quien le oía. Leandro no terminó la carrera de Filosofía y Letras, y a su familia le hubiera gustado que se dedicara a la docencia o a la literatura, en lugar de incorporarse a una multinacional de la publicidad en la que trabajó una media de catorce horas diarias hasta entrada la treintena. Un día la abandonó para crear su propia agencia, especializada en publicidad en redes sociales, y la dirigió con altos y bajos durante diez años. Por último, apareció Lehmann Brothers, la burbuja inmobiliaria y un socio inconsciente que decidió aplazar indefinidamente el pago del impuesto de sociedades. Esto generó una considerable deuda que le obligó a cerrar el negocio. El último año, a falta de ingresos, Leandro aceptó un puesto de director creativo en una pequeña agencia de San Sebastián, abandonando Madrid. El hecho de mudarse no le supuso mayor problema. Poco le ataba ya a su antigua ciudad y, en lo económico, su vida estaba como un barco después de ser zarandeado por una galerna. Había perdido todos sus inmuebles, que llegaron a incluir un ático de trescientos metros cuadrados en la calle Velázquez de Madrid (en pleno barrio de Salamanca) y una casa que se había hecho construir en Caños de Meca (Cádiz), una réplica exacta de la famosa Villa Mairea, una de las viviendas que el arquitecto finlandés Alvar Aalto construyó en su país a finales de los años treinta. Leandro adoraba a Alvar Aalto. La obsesión que sentía por su obra era tan enfermiza que, en plena debacle, no se 4 Ongi etorri deshizo de ninguno de los objetos diseñados por el famoso arquitecto. A nadie le hubiera extrañado esta devoción sin límites de haber sido finlandés —para estos, Alvar Aalto es un icono como el reno, el vodka o las tijeras Fiskars de mango naranja; incluso su rostro aparece en los billetes de 50 marcos—, pero en Leandro esta monomanía constituía una afición bastante friki. Volviendo a su situación financiera, lo cierto es que no podía estar peor. Pero a las siete y media de una tarde húmeda y oscura del invierno donostiarra, en la que el sirimiri entraba desde el mar con sus vaporosas gotas flotando en el aire, recibió una llamada que cambiaría su destino. —¿Leandro Hill? —Sí, dígame. —Soy Camila Izaguirre, consejera de Interior del Gobierno Vasco; he intentado contactar con usted en su oficina, pero me han dicho que acababa de marcharse. La recepcionista ha sido muy amable al darme el número de su móvil. Disculpe el atrevimiento, pero le insistí diciendo que era una buena amiga: se resistía a facilitármelo. —¿Qué desea? —Bueno… en realidad no es un tema que podamos tratar por teléfono. Si le parece, podríamos vernos dentro de una hora cerca de su casa: en Viento Sur, frente al Kursaal. Estoy segura de que le va a interesar. —¿Cómo sabe dónde vivo? —Trabajo en el Gobierno y usted ya está empadronado aquí. —Ya… ¿y cómo sabré quién es usted? —No se preocupe. No habrá mucha gente a esa hora. 5 Angel Gros Leandro Hill, al salir de la ducha, observó su cara en el espejo, mientras se secaba el pelo con una toalla. ¿Cómo se viste uno para una cita con una consejera? Lo apropiado —supuso— sería una camisa de color claro y una chaqueta. Después de afeitarse, buscó en un cajón un frasco casi vacío de Azzaro y se perfumó ligeramente: “¡El aroma de los buenos tiempos!”, se dijo con una sonrisa. Aunque el restaurante no distaba mucho de su apartamento, estuvo tentado de coger un taxi. Leandro odiaba caminar, y en general toda actividad deportiva. Lo que menos soportaba de Donostia, su nueva ciudad, eran esas hordas interminables de runners que, a cada minuto, inundaban los paseos de la Zurriola y de la Concha con sus mallas ajustadas de poliester, sus gorritos y guantes con bandas reflectantes, y sus auriculares conectados a extrañas aplicaciones de entrenamiento en sus smartphones. —Son solo tres manzanas —pensó, y caminó bajo una lluvia tan fina que ni siquiera llegaba a ser molesta. A las nueve en punto entraba en Viento Sur, un restaurante de moda en la ciudad que elaboraba una curiosa fusión de platos andaluces y cocina vasca en un ambiente minimalista y elegante. Sacudió el paraguas y lo dejó en el paragüero que, como en casi todos los locales donostiarras, se encontraba a la entrada del local. Al fondo de la barra, una mujer de unos treinta y pocos años hojeaba El País. Vestía una falda gris y una camisa blanca que, entreabierta, dejaba ver una cadenita de oro. Unos zapatos oscuros adornaban el final de unas bonitas piernas cruzadas con elegancia. Sus manos eran blancas y sus dedos largos intentaban contener un mechón rebelde de color castaño que le caía con desenfado al inclinar la 6 Ongi etorri cabeza sobre el periódico. El mechón añadía un poco de simpatía a su semblante serio. Leandro fue a su encuentro y ella, sin mirarlo, cerró el periódico como intuyendo su presencia. —¿Leandro Hill, verdad? —preguntó, alargando la mano. —¿Camila Izaguirre? —Encantada. Si dispone de un rato, podríamos cenar antes de que se llene. Hay mesas libres y no me gusta hacerlo muy tarde. “¡Otra deportista!”, pensó Leandro. —Sí, cenemos, no he tenido tiempo de comer a mediodía —dijo arrepintiéndose de sus palabras mientras imaginaba el total de la factura. Se sentaron y, tras un rápido vistazo a la carta, una chica delgada con acento andaluz les tomó nota. Camila pidió un “Sashimi de atún de almadraba” y Leandro, una “Dorada con tagliatelle de tinta de sepia”. —¿Vino? —ofreció la maître. —No —contestó Leandro. — Itsas Mendi —pidió ella, haciendo caso omiso. Y añadió: “Tienen un Chardonnay navarro delicioso, pero estamos en crisis; un txacoli es más acertado, en momentos de austeridad no podemos cometer excesos y, al mismo tiempo, estamos obligados a promocionar nuestros productos”. En cuanto la maître tomó nota de la comanda, Leandro abrió fuego: —Y… dígame Camila, ¿tan importante soy como para que me reclame el Gobierno Vasco? —Seré igual de directa: queremos que prepare la campaña política del Lendakari para las elecciones 7 Angel Gros autonómicas. Queremos que lo convierta en un político con peso dentro de las redes sociales: un trending topic. ¿Es así como ustedes lo llaman en su argot, verdad? —No —contestó Leandro, mientras cogía una minúscula aceituna arbequina de un platito—. ¿Y por qué no se ponen en contacto con una agencia de publicidad en lugar de con un modesto creativo? Hablen con mi jefe, estará encantado de facturarles un montón de pasta. —La razón es sencilla, en primer lugar usted no debería subestimarse, conocemos su curriculum. En veinticinco años de profesión ha trabajado para proyectos mucho más importantes que el que voy a proponerle. Incluso tiene más experiencia en campañas políticas que ningún otro creativo de por aquí. Si no me equivoco, trabajó en las primeras de Aznar, las de Mayo del 96; e incluso le llamaron para intentar reflotar a Carlos Andrés en Venezuela en el 99; y la malas lenguas dicen que estaba detrás de la famosa convocatoria por sms para manifestarse ante la sede del Partido Popular: la que les hizo perder las elecciones después de los atentados islamistas de la estación de Atocha. Camila calló mientras servían los primeros junto al txacoli, para continuar inmediatamente. —No negamos que su experiencia en redes sociales nos interesa. Para nosotros, expresiones como social media, community manager, SEO o SEM nos son absolutamente ajenas y en la lehendakaritza queremos hacer un esfuerzo por modernizar los canales de contacto con el ciudadano. —Insisto: hable con mi jefe. Él pondrá a toda la agencia, servidor incluido, a su disposición, y a mí me dará una comisión. Ella parecía no querer oír sus comentarios. 8 Ongi etorri —No queremos hacer esto público. Nos jugamos mucho. ETA está a punto de abandonar las armas, los nacionalistas quieren ponerse nuestras medallas, Bildu está comiéndonos el terreno a todos… y nosotros luchamos todos los días para evitar que esto se convierta en otra Serbia. Pasar toda esta información a una agencia de publicidad, con más de veinte personas en plantilla, sería como si Karpov publicara sus movimientos en twitter antes de hacerlos sobre el tablero. Perdone que sea tan franca, pero todos sabemos cómo es una agencia de publicidad. —Un nido de cotillas, sin ninguna duda; pero lo siento, no dispongo de tiempo libre, no puedo embarcarme en un proyecto sin que mi jefe esté al tanto. Precisamente, su trabajo consiste en no quitarme los ojos de la nuca. —Según el convenio de publicidad, tiene usted derecho a treinta días de vacaciones pagadas —sugirió Camila. —No creo que me permitan tomármelas hasta el verano. —Todo dependerá de su capacidad de convicción. —Es que el primero en no estar convencido soy yo. Camila Izaguirre sonrió. —A lo mejor le ayudará saber que desaparecerían muchos de sus problemas. —¿Mis problemas…?¿Qué problemas? —No me negará que Hacienda y la Seguridad Social le están atosigando. —Estoy haciendo frente a los embargos. —Cantidades así no se acaban de pagar nunca con su sueldo. Camila se llevó delicadamente un bocado de sashimi a los labios y, acto seguido, se separó el mechón rebelde de 9 Angel Gros su cara como para vestir de trascendencia sus palabras: —Mira, Leandro, ¿no te importa que te tutee, verdad? Nosotros necesitamos ganar estas elecciones por el bien de los ciudadanos vascos, y tú necesitas respirar un poco: ya no tienes treinta años y supongo que agradecerás un poco de tranquilidad en tu vida. No entiendo cómo puedes vivir con una parte del sueldo embargado por Hacienda y la otra a disposición de una jueza a la que tu exmujer tiene convencida de que eres poco menos que un maltratador. —Veo que sabes mucho de mí. ¿Y tú?, ¿opinas lo mismo que la jueza? Ella no se azoró lo más mínimo y esbozó una sonrisa forzada, que era toda una advertencia para Leandro de que no debía entrar en familiaridades. —Me tiene sin cuidado cómo te relacionas con las mujeres. Pero sí, efectivamente, sabemos mucho de ti. Más de lo que crees. Para bien o para mal, casi toda la información de los ciudadanos está a nuestro alcance. Toda la que nos permite la Agencia de Protección de Datos, por supuesto. —¿Me estás diciendo que alguien va a apretar un botoncito y mis deudas van a a desaparecer de los servidores del fisco? —Nosotros no hacemos las cosas así. Digamos simplemente que será un pronto pago. De momento, te haremos un adelanto que ingresaremos en una nueva cuenta. No serás titular, pero sí estarás autorizado a hacer operaciones. Nos haremos cargo de todas las cuotas de tus aplazamientos con los organismos públicos hasta que la campaña comience a publicarse en todos los medios y, al finalizar la misma, cancelaremos todas tus deudas. En un año estarás limpio con la administración. 10 Ongi etorri —¿No habíamos hablado de treinta días? —Todo depende de lo rápido que seas. Y ahora me tengo que ir. ¿No te importa pagar la cena? Nos revisan los extractos de la tarjetas y no me gustaría tener que dar explicaciones. Por cierto… hablando de tarjetas —Camila abrió un bolso de color crudo con ribetes dorados de Carolina Herrera, sacando a continuación un tarjetero a juego—, creo que la tuya funciona con altibajos; esta es la de tu nueva cuenta, y en este sobre se encuentran las claves para operar. Antonio Aguirre, nuestro director de Campaña, se pondrá en contacto contigo. 11 CAPÍTULO DOS Tokiko taldekatzea “Nada ni nadie inusual a la izquierda; nada ni nadie inusual a la derecha”, se dijo Rosa Gaztelu, abriendo la puerta de la sede de la agrupación local del partido en Tolosa. La misma rutina, a la misma hora, las nueve en punto de la mañana, desde hacía dieciocho años. Aunque la amenaza terrorista había perdido intensidad, ciertos tics se le habían quedado fijados para siempre. Rosa era la secretaria de Antonio Aguirre, el director de campaña. También asumía muchas de las funciones de organización. Tenía tan ganada la confianza de sus compañeros de formación política, y durante tanto tiempo, que se había convertido en una especie de institución dentro del partido. Desde el Lendakari hasta muchos de los afiliados de base, una buena parte de los miembros del Partido Socialista se había acostumbrado a contar con su ayuda. Rosa era una mujer eficiente y discreta que vivía volcada en su trabajo y en su hijo Galder, de siete años, que padecía autismo. Tenía la entereza de muchas madres que abandonaron la juventud 12 Ongi etorri antes de tiempo y practicaba una férrea disciplina personal, que incluía ser absolutamente rigurosa con su tiempo y con el de los demás. De complexión varonil, practicó multitud de deportes en su juventud, desde balonmano a hockey hierba, y poseía una voz grave, casi masculina, que sin embargo emanaba calidez y con la que se ganaba inmediatamente la confianza de todo aquél que conocía. Rosa dejó su bolso y el abrigo en el perchero de la entrada y puso en marcha la máquina del café. Luego se dirigió hacia la sala de reuniones y preparó la mesa. Dos cuadernos, dos lápices, un platito con caramelos mentolados y dos botellas de agua con unas servilletas. La sede de la agrupación local de Tolosa, a pesar de ser importante, tenía un aspecto trasnochado a juzgar por el mobiliario y el equipamiento. Nada de pizarras interactivas ni interruptores automáticos para subir y bajar pantallas como en las multinacionales donde siempre había trabajado Leandro. Constaba de un sencillo hall, con una mesa funcional en la que Rosa hacía las veces de recepcionista y secretaria para todos, y de una pequeña sala de reuniones con un proyector de techo conectado a un antiguo ordenador portátil Airis. Unas mesas cuadradas, cuando se juntaban, conformaban un rectángulo muy útil para los actos con más de diez asistentes. A las nueve y cuarto llegó Antonio Aguirre, un hombre de aspecto gris, de unos cuarenta y muchos años, vestido con un traje azul al estilo “la moda me importa un culo”, acompañado de una corbata en tonos rojizos. —Buenos días, Antonio. ¿Mucho tráfico a la salida de Bilbao? 13 Angel Gros Antonio respondió al saludo de Rosa mientras esta colocaba un proyector en medio de la mesa y graduaba sus patas. —Sí, Rosa, buenos días. Seguro que habrás tenido que madrugar más que yo. ¿Por qué no me llamaste para que te recogiera? Podíamos haber venido juntos. —¿Y haber hecho esperar al señor Hill? —¡Qué exagerada eres! Si ni siquiera ha llegado —dijo, mirando el reloj—. A la vuelta te puedo llevar, hoy saldremos pronto, te lo prometo. —Necesito estar a las cinco y media en Getxo… No sé si te he contado que he cambiado a Galder de colegio, a mí me gusta más, y a él creo que también. En ese momento llamó a la puerta Leandro. Había abandonado la elegancia del día anterior y vestía una sudadera con capucha, vaqueros y deportivas. Antonio Aguirre y él se saludaron con un tibio apretón de manos, bajo la atenta mirada de Rosa Gaztelu. Leandro percibió como, de un solo vistazo a su aspecto desaliñado, Antonio había puesto en duda toda la reputación que le precedía. El visitante no pudo evitar hacer uso de la ironía: —¡Heme aquí! El publicitario que resolverá todos los problemas del partido. Antonio, un poco confundido por el comentario, repuso escéptico: “No sabe cuánto me gustaría que su trabajo nos fuera de alguna ayuda”. Rosa sonrió con complicidad a Leandro en un intento de rebajar la tensión y abrió la puerta de la sala invitándoles a entrar: “¿Quieres que esté en la reunión, Antonio?” —No, muchas gracias Rosa, te lo agradezco — dijo 14 Ongi etorri antes de cerrar la puerta. —Rosa es mi secretaria, bueno…, miento…, de todo el partido. Es una de las personas más eficaces y discretas de la organización. En mi caso, la pongo absolutamente al tanto de todo lo que hago; es una especie de copia de seguridad de mi trabajo. Además, es una mujer increíblemente fuerte, con un hijo con un grave problema médico. La gente no lo sabe, pero un partido sin gente como ella no podría funcionar. En fin, vayamos a lo nuestro. Durante un tedioso monólogo que duró hasta la una y cuarto del mediodia, Antonio Aguirre puso al tanto a Leandro de la situación actual del partido: exhaustivos datos sobre las últimas encuestas de intención de voto, varios históricos de esloganes de campaña de los partidos vascos más significativos en épocas recientes, y una larga enumeración de estrategias que sospechaba que el resto de las formaciones políticas estaban intentando abordar para estas elecciones. Antonio era un hombre metódico y se notaba que traía la presentación muy bien preparada; aunque, a pesar de ser un hombre curtido en el ámbito de la comunicación, dedicaba a su imagen personal el tiempo justo. Leandro no dejaba de escudriñarle con interés y, a veces, desconectaba del discurso mucho más interesado por sus zapatos anticuados, por cómo Antonio limpiaba de vez en cuando sus gafas con un enorme pañuelo blanco o por el impecable trazo de la raya lateral en el pelo. Era evidente que el traje que vestía, con una pequeña insignia del Athletic Club de Bilbao adornando su solapa izquierda, era un viejo inquilino del armario de su casa. En lo que respecta a su camisa, el borde del cuello estaba desgastado y el nudo de la corbata tenía una clarísima 15 Angel Gros tendencia a la escora, sujetándose mediante un anticuado pasador dorado colocado demasiado alto. —Lo más importante para transmitir las virtudes del Lendakari es que te contagies de su espíritu —resumió Antonio Aguirre con mucha seriedad, sin dejar de mirar fijamente a Leandro como sospechando de su atención, mientras a este le venía a la memoria un aburrido profesor de Lengua de 8º de EGB. Antonio Aguirre concluyó: —El Lendakari tiene una personalidad arrolladora, es íntegro, no da pasos en falso y tiene una idea muy clara acerca del futuro que quiere para Euskadi: “Un futuro en el que quepamos todos”. Cómo transmitirlo es cosa tuya, tú eres el publicitario —con esta frase dio por terminada la reunión y comenzó a recoger sus papeles—. Llámame con lo que necesites, este tema es prioritario para nosotros. En pocos días recibirás una invitación para un acto que se celebrará el diez de abril y al que asistirá, entre otras autoridades, el propio Lendakari. Sería bueno que te fueras familiarizando con la gente del partido. Te haremos pasar por un “consultor” de Madrid. No queremos que sepan a qué te dedicas: querrían influirte. En ese papel te defenderás bien, se parece bastante a lo tuyo: nadie sabe en qué consiste el trabajo de un consultor. —Estoy convencido de ello— añadió el publicitario. Leandro salió de la sede de la Agrupación Local de Tolosa y buscó en su iPhone la dirección del restaurante “El Frontón de Tolosa”. En quince minutos se encontró sentado en una de sus mesas encargando unas alubias negras y un chuletón, junto con un botella de Hiru 3 Racimos que dosificó durante la comida, y de la que dio 16 Ongi etorri buena cuenta antes de finalizarla. Ya metidos en faena, y dando gracias a la providencia que había puesto a su alcance un trabajo tan bien remunerado, decidió rubricar el almuerzo con una copa de Boulard y pagando un Sir Winston de H.Upmann que encendió a la salida del local. Una vez fuera, y a pesar de la lluvia, Leandro contempló la vida de otra manera. Ahora podría volver a comer en restaurantes caros, incluso su sueldo le daría para volver a visitar algunas de sus tiendas de diseño favoritas, donde su cara era conocida antes de que el destino decidiera practicar sadomaso con su vida. Era posible, incluso, que los viejos fantasmas que desenterraba todas las noches, los culpables de su insomnio, dejaran de atormentarle. Sacó del bolsillo las llaves de su Volvo embargado, cuando un Peugeot 207 de color gris, que se encontraba en segunda fila buscando aparcamiento, se puso en marcha lentamente dispuesto a sustituirle en el hueco. En el instante en que Leandro iba a introducir la llave en el bombín de la cerradura, una mano le puso una pistola en la cabeza. —¡Obedece hijo de puta o te mato!— un brazo lo zarandeó y empujó hasta el Peugeot, derribándolo sobre el asiento trasero, mientras Sir Winston volaba por los aires. 17 CAPÍTULO TRES Arkatza Cuando se quiso dar cuenta, Leandro ya estaba semitumbado boca abajo en el asiento de atrás del Peugeot con una cazadora de cuero negro sobre la cabeza. La misma persona que lo había abordado, ahora hacía uso de cinta americana para atarle las manos por detrás de la espalda. La postura no podía ser más incómoda y quince minutos después empezó a ser insoportable. Leandro solo había tenido tiempo de advertir que su asaltante tenía un rostro joven, el pelo muy corto en la parte superior de la cabeza y muy largo detrás apoyado sobre los hombros, que tenía perforada la oreja izquierda al menos por tres o cuatro sitios, y que una única ceja le atravesaba de lado a lado la frente. Su apariencia y fisonomía podían ser la de muchos jóvenes vascos de extracción campesina. Al conductor no pudo verlo bien. El coche no llevaba el aire acondicionado puesto y la chaqueta de cuero sobre la cabeza le hacía sudar copiosamente. Para evitar entrar en pánico, su cabeza 18 Ongi etorri bullía intentando averiguar qué dirección estaría siguiendo el coche: “Primera regla del secuestrado: discurrir hacia dónde te conducen tus secuestradores”. Al cabo de un buen rato, comenzó a elaborar hipótesis: “Si han tomado dirección sur, debemos estar cerca de Vitoria; si la dirección ha sido oeste, estamos en los alrededores de Bilbao; y si han optado por el noreste, nos hallamos cerca de la frontera con Francia”. También era posible que el coche estuviera dando vueltas por la misma zona, pero el sonido del asfalto y la sensación de velocidad evidenciaban que la mayor parte del trayecto la habían hecho por una autopista o una autovía. Nadie hablaba dentro del vehículo y solo de vez en cuando oía al conductor expresiones del tipo: “¡Me cago en la hostia, que no levante la cabeza!” o “¡Qué cojones hacen esos que no avanzan!” Casi una hora y pico después, Leandro notó cómo el coche abandonaba la vía rápida para entrar en una carretera llena de curvas. Diez minutos después, el Peugeot aminoró la marcha y paró. Las puertas se abrieron y la misma persona que viajaba a su lado en el asiento trasero le empujó fuera del vehículo. Desde fuera, alguien sujetó con una mano la cazadora sobre su cabeza para impedir que la prenda resbalara y pudiera ver algo más que el suelo y, con la otra, le condujo hasta la puerta de una casa. Leandro pudo oír la lluvia golpeando con fuerza sobre el tejado y sintió los goterones que caían sobre la prenda que lo cubría. Hacían un ruido parecido al poropopó de las palomitas de maíz cuando revientan. —Kaixo —oyó decir al conductor y, combinando el castellano con el euskera, añadió—. Café bat y vuelvo. 19 Angel Gros Lo introdujeron con rudeza en el interior de la vivienda y le obligaron a sentarse en una silla. En ese momento, a través del cristal de la ventana, alguien gritaba unas frases en francés que no entendió. Permaneció en esta postura durante media hora más, percibiendo el ruido de la lluvia sobre el alféizar y el borboteo del agua que probablemente desaguaría por algún canalón cercano al suelo. Después oyó pasos de dos personas aproximándose y una de ellas, desde atrás, le retiró la cazadora de la cabeza. Frente a él, se encontraba un joven de unos treinta y cuatro años, vestido con una camiseta negra y un pantalón de senderismo. Sostenía un lápiz en su mano, de esos característicos amarillos con franjas negras. A Leandro le dio por intentar recordar cuál era la marca de los amarillos con rayas negras: “¿Staedtler…?, ¿Faber-Castell…?, ¿Alpino…?” El joven tenía una mirada limpia y una nariz bien formada, sus ojos eran de color claro, entre grises y verdes, y contrastaban agradablemente con su pelo negro oscuro en el que asomaban ya algunas canas. —Arratsalde on —saludó moviendo el lápiz—. Estás vivo de milagro, ¿lo sabes, verdad? —¿Cómo dices? —Para que me vayas conociendo: ¡lo de la campaña de publicidad se lo tragarán ellos, que nosotros ya nos limpiamos el culo solitos hace tiempo! —No sé ni quiénes sois ni lo que pretendéis, pero pienso llamar a la policía en cuanto salga de aquí. El propio Leandro se sorprendió de lo estúpido de su amenaza. —Cállate. Aún no te he dado permiso para hablar. Llevamos mucho tiempo devanándonos los sesos para 20 Ongi etorri solucionar un problema que parecía imposible… y vas y apareces tú. Nos vas a ayudar mucho más de lo que te imaginas, y además gratis. Vas a hacer más por la causa vasca que veinte cuadrillas quemando cajeros. —No sé de qué me hablas. —Tienes cara de pringado, así que te lo voy a tener que explicar como para txikis. Tus amigos del gobierno vasco quieren liárnosla bien liada y tú vas a impedir que eso suceda —se llevó el lápiz a la cabeza en ademán de rascarse la cabeza, justo antes de continuar—. Por cierto, ¿tienes una hija en Madrid, verdad? —¿A cuento de qué viene eso? El interrogador no dijo nada pero sacó del bolsillo lateral del pantalón un Nokia Lumia, toqueteó unos instantes el teclado, pulsó el icono triangular que apareció en la pantalla, y giró el teléfono para mostrárselo a Leandro: era un video rodado desde un móvil, probablemente desde el mismo que ahora estaba utilizando. Leandro enseguida distinguió a su hija Casilda de once años, saliendo a la calle junto a una amiga. Reconoció la puerta de la casa de su mujer en la calle Huertas de Madrid. Pasaron riendo junto a un joven que leía el Marca, apoyado en una de las jambas del portal. Al ser superado por ellas, este dobló el periódico y las siguió. Luego, después de mirar hacia los lados, apartó el periódico y dejó ver una pistola en su mano derecha que levantó para apuntar a la cabeza de la niña. Ni ella ni su acompañante advirtieron nada. La mantuvo en esa posición durante unos instantes y sonrió al teléfono que le grababa. Después, bajó el arma, volvió a esconderla tras el periódico, y desapareció del encuadre. Leandro sintió en ese momento una fuerte presión en el 21 Angel Gros pecho que le cortó la respiración. —¿Qué coño queréis de mí? ¿Qué mierda es esto? ¡Si lo que buscáis es dinero, vais de culo! Su interlocutor sonrió y volvió a señalarle con el lápiz, esta vez poniéndoselo entre los ojos. —No vales ni la gasolina que nos ha costado traerte hasta aquí. Pero igual nos puedes hacer un freelance de los tuyos. —¿Pagáis bien?— bromeó Leandro, en un esfuerzo por no dejarse intimidar. —Igual un par de hostias como adelanto. Vamos a hablar un poco de ti primero. ¿Así que publicitario, eh? Especialista en conseguir que la gente se sienta insatisfecha con lo que tiene. —Alguien tiene que hacerlo. —Para ser un maketo tienes bastante carácter. Creo que te han ido mal los negocios últimamente, pero tranquilo, que en el paro no te vas a quedar. Aquí, durante un tiempo, te vamos a dar trabajo. Leandro no comentó nada. —Te voy a resumir: tienes una hija y de momento está viva porque nosotros queremos. Es un préstamo que te hacemos, y todos los préstamos tienen comisión. —¡No se os ocurra hacerle ningún daño! —Tranquilo, no nos gusta hacer sufrir a la gente, incluso cuando matamos. —¿Qué coño queréis de mí?— repitió Leandro. —Te lo explicaré. Ya habrás imaginado quiénes somos y de qué vamos. Es fácil: el pendientito en la oreja y la ropa de montaña de Decathlon nos delatan. También sabes que, dados los acontecimientos, últimamente estamos muy tranquilitos y no ponemos petardos a la Benemérita. Pero 22 Ongi etorri estamos en un momento delicado, todos queremos dejar de limpiar pistolas y volver a la normalidad: disolución de la banda, entrega de las armas… ¿estarás al tanto, verdad? La moda de las txapelas con capucha se acaba, amigo — dijo, con un gesto teatral—. Nosotros, por nuestro lado, e s t a m o s d i s p u e s t o s a s a c r i fi c a r h o m e n a j e s y reconocimientos a nuestra lucha y a nuestros muertos. Podemos, incluso, olvidarnos de los nombres en las calles y las estatuas en las plazas. Pero a lo que no estamos dispuestos es a entrar como ganado en el matadero de los procesos judiciales del gobierno español donde, como no estemos un poquito despiertos, chuparán trena hasta nuestros nietos. >>¿Y qué pasa? Atento, que ahora viene lo bueno. Lo que pasa es que el que tiene pasta ablanda jueces, y al que no la tiene le encaloman todo. ¿No sé si me entiendes? Lo de “encalomar” no es muy vasco pero se te pega cuando has estado en Algeciras, en Soto del Real o en Alcalá Meco, que algunos de nosotros nunca hemos pisado el hotel con encanto de Nanclares —aquí su cara adquirió un gesto de cabreo evidente—. Y ocurre que tus nuevos amigos están jugando sucio. Porque resulta que tenemos un dinerito ahorrado de todo lo que algunos empresarios han ido donando generosamente, durante estos treinta últimos años, a la fundación “Bye, Bye, España”. Un dinerito que a lo mejor para el Banco de Santander o para el BBVA es calderilla, pero estamos hablando de dos dígitos en euros. Unos veintiocho millones. No está mal, ¿eh? Y ahora, prepárate; porque, aunque te parezca increíble…, ¡no sabemos dónde está el dinero! Y no te rías que te meto una hostia. Eso no quiere decir que lo hayamos escondido o que nos lo hayamos gastado. El dinero existe y lo 23 Angel Gros tenemos, pero no sabemos ni dónde está ni quién lo tiene. Puede estar en un zulo, en un caserio, en una cuenta en España, en Euskadi, en Francia, en Suiza o en las putas islas Cayman. Cuando la policía francesa empezó a extraditar compañeros a España para sacarse de su territorio la lucha armada, transformamos la organización y la hicimos tan opaca que ya no sabemos ni dónde guardamos las armas que un día tendremos que entregar. Hace ya algunos años que la cúpula ha dejado de existir. Somos unos cincuenta en libertad y tomamos decisiones… digamos que colegiadas… y sin vernos las caras. Ultimamente trabajo con compañeros de la cúpula a los que no veo desde hace más de cuatro años. Y no ha sido mala fórmula. Nos ha venido muy pero que muy bien. Por lo menos hemos evitado que la Ertzaintza y los del tricornio se presenten de visita sin avisar. >>Pero volviendo al dinero… ¡ha volado!, ¡no está! Ni siquiera los que mandamos un poco tenemos idea de dónde se encuentra. Por supuesto, alguien de la cúpula tiene perfecto conocimiento de su paradero. Pues esto no es lo peor: es solo dinero y perderlo no nos preocupa. Lo que ya no nos gusta tanto es el uso que alguien pretende darle: la compra de jueces —hizo una pausa y aprovechó para acercar su silla a la de Leandro, y acariciar su nariz con la punta afilada de la mina del lápiz—. Concluyendo: que aquí nos hemos dejado la vida unos cuantos lanzados, unos cuantos amigos, unos cuantos patriotas… Todos con familias: aitas, amas, aitonas… media de edad: ochenta años. Los habrás visto porque salen todos los jueves del año, con sus pancartas, por las calles de Donosti —llueva o nieve—, aguantando que la gente, como tú, los mire mal. Y yo no voy a consentir, ¡cago en la puta!, sin volar antes 24 Ongi etorri algunas cabezas, que unos cuantos acojonados compren su libertad con este dinero, mientras otros se pudren de por vida en la cárcel. Para colmo, algún listillo o listillos de vuestro gobierno, conchabados con ellos, se quieren llevar un buen pellizco por la cara. Pudiera parecer que, para hablar, el joven levantara la voz, pero mantenía un curioso tono de mesura a pesar de la fuerza de sus mensajes. —Y bueno… ya conoces a los políticos. Si ellos quieren, nadie se tiene por qué enterar de todo esto; y si alguien se entera, ya se encargarán de desviar la atención hacia Valencia, Mallorca o Andalucía… ¡que comprar a la prensa cada vez está mas barato! ¿Me sigues? El “¿me sigues?” fue acompañado por un gesto al compañero que había permanecido de pie tras Leandro durante toda la conversación. “Supongo que esto es una cámara oculta y ahora aparecerá alguien con un ramo de flores”, pensó Leandro. En ese momento sintió un fuerte dolor en una de sus manos atadas a la espalda y notó cómo, desde atrás, le rompían el dedo anular de la mano izquierda. No pudo evitar proferir un grito. Su interlocutor sacudió la cabeza y acercó la cara a escasos centímetros de la de Leandro. —No nos gusta la violencia innecesaria, pero necesitamos que nos tomes en serio. Lo que tienes que hacer requiere muchos huevos y, por lo poco que te conozco, sé que los tienes; pero también me parece que a ti la única forma de motivarte es con estas ayuditas. Lo del dedo siempre funciona, pero no me negarás que impresiona mucho más el miedo a que tu hija caiga al andén del metro de Antón Martín, un día cualquiera, entre semana, en hora punta. Así que combinaremos 25 Angel Gros ambos tratamientos. El joven se puso de pie y Leandro advirtió cómo su expresión decidida emanaba autoridad, aunque no hubiera alzado el tono de voz en ningún momento. —Ya lo siento —continuó—. Nos gustaría ser más elegantes en el trato, pero somos gente de caserío y hay demasiados patriotas jugándosela por un puñado de corruptos de tu lado y del nuestro. Yo me debo a “setecientos tres” de nuestros gudaris, “setecientos tres” de nuestros mejores soldados. “Quinientos cincuenta y nueve”, según datos de la Audiencia Nacional. De ellos, “trescientos setenta y siete” ni siquiera tienen beneficios penitenciarios. Ni con cartas de perdón a los familiares de las víctimas conseguimos que les rebajan las condenas. Leandro volvió a sentir una ligera presión en la parte baja del esternón acompañada de un baile desacompasado de sístoles y diástoles. Por su cabeza, como el trallazo de un látigo, un tormentoso suceso del pasado apareció de nuevo provocándole un dolor insoportable. —¿Qué mierda queréis que haga? —dijo Leandro con una sensación de indefensión que jamás había experimentado. —Vas a seguir trabajando en la dichosa campañita de publicidad —dijo su interlocutor mientras partía en dos el lapicero. Se situó detrás de Leandro y, sin dejar de hablar, le cogió el dedo roto y se lo estiró hasta hacerle gritar de nuevo. Los huesos de la falange volvieron a ocupar su sitio. Acto seguido lo vendó con cinta americana utilizando una de las mitades del lápiz como férula. —Y como convivirás con ellos durante estos meses, vas 26 Ongi etorri a averiguar quién está negociando con los de nuestro lado para comprar indultos. O, si prefieres, quién de los nuestros está metido en esta mierda. Él nos llevará hasta los “veintiocho millones de euros”. Hizo una pausa mientras ayudaba a incorporarse a Leandro. —Ah, se me he olvidado presentarme. Mi nombre es Egoitz y el que te ha roto el dedo es Andoni. Buen chaval… ya le irás conociendo. Ya sabes lo que se dice de los vascos: “Al principio, un poco ariscos; pero cuando dan su amistad, la dan para siempre”. Seguiremos en contacto para que nos vayas informando de tus avances. Agur. Antes de abandonar la habitación, Egoitz se giró hacia él. —Por cierto… no hará falta que te recuerde que no puedes poner a los txacurras al tanto de nuestro encuentro. Recuerda que estamos en todas partes. Ah, otra cosa amigo, no quiero parecer poco hospitalario: ongi etorri, bienvenido a Euskal Herria. En ese momento, Leandro notó cómo le cubrían la cabeza con la cazadora. La vuelta a casa se hizo aún más incómoda que la ida. 27 CAPÍTULO CUATRO Arzak En el despacho de Gustavo Valone en Storytelling, la primera agencia de publicidad del País Vasco, este iba y venía, peinando su escaso y largo pelo hacia atrás, con nerviosismo, bajo la atenta mirada de Leandro. Gustavo Valone, algo más joven que Leandro, no era más que un gángster de tercera disfrazado de neohippy. Con sus empleados y directivos, manejaba a la perfección un estilo sátrapa que haría palidecer de envidia a muchos antiguos golpistas sudamericanos. En la pequeña villa donde tenía la agencia, el miedo a perder el empleo de los que la habitaban convivía con la aceptación de un sinfín de humillaciones. Era un experto en el trato ofensivo y vejatorio. Le bastaba un par de semanas para descubrir los puntos flacos de la vida personal de secretarias, creativos o ejecutivos. Todos le temían cuando ponía en marcha su maquinaria hiriente y denigrante con la que abochornaba en público a sus víctimas. Gustavo Valone disfrutaba propinando un trato degradante e ignominioso a sus trabajadores con el que conseguía olvidar, por unos 28 Ongi etorri instantes, su larga lista de complejos. En cuestión de horas, podía pasar de regalar a alguien unas entradas para el fútbol a hacerle llorar y suplicar para conservar su salario. Por supuesto, con los clientes, era un pelota insufrible. Sin embargo, con Leandro, sus ardides no funcionaban: la discreción y el mutismo de este no le permitían profundizar en sus debilidades y poder pasar a su famosa y temida segunda fase. Así que provisionalmente solía adoptar una actitud semirespetuosa y acechante, cruzando solo con un pie la línea roja de los comentarios jocosos y fuera de tono. —¿Un dedo roto? ¿Eres marica o qué? ¿Para qué tenemos, si no, un estudio con ocho personas? Ni siquiera necesitas hacerles un boceto. Te entienden a la perfección. Pueden prepararte cualquier idea con solo contarles el enfoque. Sabes perfectamente que no te tengo aquí por tu manejo del Keynote ni del Freehand, sino por esos rollos que les cuentas a los clientes acerca del SEO y del SEM. Además, la venda de la mano te hace parecer más creativo, camorrista, ya sabes…No sé, pareces más joven. ¡A los clientes les gustan los creativos jóvenes! —Siento que sea así, Gustavo, pero necesito tomarme ahora las vacaciones por motivos personales; o me permites hacerlo o dejaré de venir igualmente. Y, como supongo que no vas a pagarme si no me dejo ver por la oficina, toma ya la decisión que consideres. Leandro dijo esto, al tiempo que pensaba: “Me estoy contagiando del estilo de mis nuevas amistades”. Gustavo se sentó, volvió a levantarse en silencio, y caminó despacio hacia la ventana. Sin girarse y mirando hacia la lejanía, le dijo a Leandro: —Haz lo que te salga de los huevos, pero te quiero aquí 29 Angel Gros el 1 de Mayo. Tú no te imaginas lo fría que está la calle. No entiendo cómo con tus años… Te quiero aquí el día uno: es el día del Trabajo. Te ayudará a memorizar la fecha de vuelta. —Gracias Gustavo. Te dejo en la ftp todos mis trabajos en curso. Leandro se levantó aliviado, y se encaminaba hacia la puerta del despacho cuando recordó algo: —Un último favor: ¿podrías guardarme en tu casa esta maleta? Tiene algunas cosas de valor que no quiero que se queden en el apartamento mientras estoy fuera. Ultimamente están asaltando viviendas en el barrio. Dentro de la maleta había, entre otras cosas, una caja metálica con tres mil euros que hasta ayer escondía en la campana de la cocina de su apartamento. Era ya el único colchón económico del que disponía: las cuentas del banco embargadas se quedaban prácticamente a cero los primeros días de cada mes. También estaba su colección de relojes, que guardaba en una caja de cuero de color granate. Cinco IWC, dos Patek Philippe, dos Breguet, un Rolex, un Vacheron Constantin y un Cartier. Restaban ya solo doce de una colección de treinta que había tenido que ir malvendiendo para poder saldar las deudas más acuciantes. Desde que volvió a tener empleo, no había necesitado volver a colgar ninguna oferta en eBay. Una vez solucionado el primer obstáculo, Leandro se acercó a un cajero automático de Kutxa, dispuesto a poner a prueba la tarjeta de crédito que le entregó Camila Izaguirre en el restaurante. Tecleó “quinientos euros” en la opción “otras cantidades”, pero el banco se la denegó. Lo intentó de 30 Ongi etorri nuevo seleccionando “trescientos” y, esta vez sí, el cajero inició su característico ronroneo mecánico. “No está mal”, se dijo al meter los billetes en la cartera. Se dirigió hacia una parada de taxis y, una vez dentro, le comunicó al taxista su destino: —Al Alto de Miracruz, al restaurante Arzak. El taxista miró con el rabillo del ojo a través del retrovisor e inició la marcha. Leandro necesitaba relajarse y poner en orden su cabeza tras los últimos acontecimientos. En su trabajo como publicitario estaba acostumbrado a manejar datos de diversas fuentes, auténticos maremágnum informativos, a mezclar datos científicos con intuiciones personales, y a resumir en una sola frase informes de doscientas páginas. Su trabajo, desde hacía más de dos décadas, no se alejaba demasiado de una investigación criminal. Esta vez no tendría que buscar el eslogan perfecto, escogiendo tres o cuatro palabras y juntándolas en todas las permutaciones posibles. Ahora, necesitaba elaborar hipótesis que le permitieran armar un macabro puzzle, en el que una vez ajustadas las piezas, se pondrían en evidencia aquellas que no pertenecían al mismo. Como en publicidad, trabajaría contrarreloj. O averiguaba quién era el etarra misterioso que estaba negociando con algún miembro corrupto de las instituciones o podía despedirse de su hija. Solo imaginarlo le causaba un profundo dolor y, en su memoria, como zombies, se desenterraban los recuerdos de aquellos dramáticos sucesos que no quería volver a recordar. “Curiosa transformación —se dijo—, de 31 Angel Gros publicitario de capa caída a topo de una banda terrorista dentro del gobierno”. Ya no había marcha atrás. El cronómetro se había puesto en marcha… pero, ¿por dónde empezar? De momento —maquinó—, Antonio Aguirre le había rogado que acudiera al acto del Lendakari; la verdad es que no podía haber elegido un momento mejor para conocer a los colaboradores más cercanos al presidente del Gobierno Vasco. Consejeros, secretarios, directores generales, miembros de la Ertzaintza y de consejos de administración de las grandes empresas vascas, portavoces de comisiones ejecutivas, y un sinfín de hombres y mujeres que buscarían, vete tú a saber, qué negocios o favores. Con un poco de suerte y algo de intuición, entre ellos estaría alguna de las piezas defectuosas. Pero antes, decidió darse un homenaje en el restaurante de Juan Mari Arzak con el resultado de su operación con la tarjeta. En cuanto le atendieron, se sorprendió de disponer de una mesa junto a la ventana tratándose de un martes, a pesar de no haber hecho una reserva y ser cerca de las tres de la tarde. ¿La crisis? Leyó la carta con interés, pero se inclinó por el menú degustación que venía en un tríptico aparte. No pudo evitar pensar en toda esa gente que cree que en un restaurante con estrellas Michelin se pasa hambre. Desconocen, por ejemplo, que pueden repetir de cada plato. Eso, sin contar con que un menú degustación puede incluir de quince a veinte de ellos. MENU DEGUSTACIÓN 32 Ongi etorri Pudding de kabrarroka con fideos fritos Empedrado de trigo con remolacha Caldito de alubia negra con queso Raíz de loto con mousse de arraitxiki Fósil de verdel Manzana con aceite de foie Ostras vegetales Bogavante con aceite de oliva "extra blanco" Cigalas sobre liquen de hongos y algas Del huevo a la gallina Pescado del día con semillas de perejil y cártamo Lenguado y alubias de colores Huellas de corzo y ciervo Cordero con bizcocho de algas Foie con "tejote" Sopa y chocolate "entre viñedos" Esmeraldas de chocolate con láminas de rosquillas Dulce lunático Piña salada pomposa Los Frutales Igualado 2005 Después de acomodarse en la mesa dispuesto a esperar la comanda, Leandro se sumió en sus pensamientos. Necesitaba estudiar a la parte contraria: “¿Quién podría ser el topo en las instituciones?”. Del lado de los violentos —por el momento— solo conocía, y en nada agradables circunstancias, a Egoitz y a Andoni. Pero… ¿y los demás? Egoitz comentó que, al menos, habría unos cincuenta. ¿Cómo saber quiénes eran? ¿Qué otros componían la cúpula? ¿Y dónde estaban? Ni siquiera la policía le llevaba ventaja. Sobre la mesa estaba su nuevo teléfono, un Nokia que 33 Angel Gros había canjeado por puntos y que acababa de adquirir en una tienda Euskaltel junto con una tarjeta de prepago; a partir de ahora sería el móvil que utilizaría para todo aquello donde no quisiera dejar rastro. Lo de protegerse ante un posible pinchazo telefónico podía parecer un poco de película, pensó. Pero ¿no era acaso una película todo lo que le estaba sucediendo? Inició una búsqueda en Google y encontró en la página web de la Ertzaintza, y entre las fotos de los terroristas más buscados, al que le había partido el dedo anular: Andoni Urrusolo, miembro liberado de ETA. Tecleó miembro liberado y, en un blog llamado elblocdenotas, leyó lo siguiente: "Un miembro liberado es un miembro a sueldo de la organización, en este caso, de ETA. Es un miembro liberado de otras tareas, de otros trabajos “enojosos” que le impedirían dedicarse en cuerpo y alma a matar o a tener engrasada la máquina de matar, o de secuestrar. Viene de antiguo. Hubo un tiempo en que ETA era una organización de aficionados. Casi de gente que actuaba el fin de semana, porque entre tanto tenía un trabajo, un salario y una familia. Llegó un momento en que no podía ser así. Algunos se profesionalizaron. Fueron “liberados” por la organización de sus obligaciones. Se trataba de que pudieran dedicar tiempo a matar, tirotear, robar, extorsionar, lo que fuera. La terminología está contaminada. Un liberado detenido es una contradicción, pero para los viejos sigue siendo un tipo mimado por la organización. Le han dicho que deje su trabajo, su salario, su cotización a la seguridad social y se dedique a la banda. Se trata de un mercenario, de alguien que cobra por matar." *** 34 Ongi etorri Del otro, del tal Egoitz, no había ni rastro, tampoco en la página de la Guardia Civil. Necesitaba conocer qué otras personas componían actualmente la banda y para ello tendría que hablar con… ¡ya está!, ¿cómo no lo había pensado antes? Urtzi Extebarría era un viejo colega de Madrid con el que trabajó en McCann Erickson a finales de los ochenta. Lo sabía todo sobre ETA. Antes de dedicarse a la publicidad, había sido redactor de informativos para ETB, e incluso había escrito un libro sobre la izquierda abertzale; hasta que una tía abuela vasco francesa le dejó una herencia bastante cuantiosa, porque le bastó para buscarse el retiro en Ahetze, un pequeño pueblo vasco francés donde regentaba una tienda de antigüedades que le dejaba suficiente tiempo libre para escribir. Desde que Leandro llegó a Euskadi, no había podido verse con él, a pesar de que seguían siendo dos buenos amigos que nunca habían perdido la relación. Últimamente, con Facebook, habían recuperado la frecuencia de los contactos y estaban algo más al tanto de lo que acontecía en sus vidas. El embolado en que se había metido era mucho más que una buena excusa para verlo. Marcó su número y enseguida alguien descolgó el teléfono. —¿Aló? —¿Urtzi? Soy Leandro Hill. —Hola Leandro. ¿De verdad eres tú? ¿Al final dejaste Madrid? —Llevo ya unas cuantas semanas instalado en Donostia. Perdona por no llamarte. Estoy en un apuro… No te asustes, no voy a pedirte dinero, tan solo necesito que me pongas al tanto de un asunto que conoces bien. Solo puedo adelantarte que el tema es grave. La vida de 35 Angel Gros mi hija está en juego. —¿Pero qué dices? ¿Tu hija…? —su voz sonó preocupada—. ¿Cuándo quieres venir? ¿O prefieres que te vaya a ver? —No hace falta. Si te parece bien, puedo dejarme caer por Ahetze el domingo a las doce. Me han dicho que es día de mercadillo y mi visita pasará más desapercibida en un pueblo tan pequeño. ¿Podríamos vernos…, digamos que en secreto? ¿Fingir que no nos conocemos? Creo que me vigilan. No quiero meterte en ningún lío. —¡Me estás asustando! Bueno, ya me contarás. Toma nota: Mattin Trekú, 5. No tiene pérdida. Junto a la iglesia. La tienda se llama La Toile d’araignée, la tela de araña. Vendo antiguos carteles publicitarios. Tengo uno de Coca Cola de los cincuenta en la trastienda. Pregúntame por él y te pasaré a la parte de atrás para que podamos hablar con tranquilidad. 36 CAPÍTULO CINCO Ahetze El pasado nunca nos abandona del todo y a veces se obstina en quedarse a vivir junto a nosotros. Desde hacía varias noches, las viejas alucinaciones de Leandro habían vuelto a aparecer durante el sueño: la extraña calle empinada de siempre, la silenciosa procesión dirigiéndose al matadero… Y en medio de ella, cómo no, la siniestra figura de la mujer que siempre se mostraba de espaldas y que guiaba solemne a la multitud, caminando como un pastor entre el rebaño, con pasos lentos y seguros hacia el escenario de la impiedad; desprendiendo un olor nauseabundo que nadie, excepto Leandro, parecía advertir. Los avisos ahogados no acertaban a salir de su boca, y regueros de sangre resbalaban por su camisa provenientes de la garganta rota que se desgañitaba muda por el esfuerzo. Lo único que acertaba a surcar el aire era un agudo silencio que clamaba estéril. Mientras, sus piernas, lastradas con piedras que pesaban toneladas, le impedían avanzar. Leandro, impotente, pretendía avisarles, hacerles cambiar de dirección: “¡Parad, no 37 Angel Gros sigáis!” Pero la multitud solo hacía caso del maloliente espectro, de la funesta silueta femenina que le indicaba el camino, pastoreándola hacia el desastre. El corazón parecía querer explotarle en el pecho: “¡Por ahí no, idiotas! ¡Dad la vuelta! ¡Es que no os dais cuenta!” Cerca de las cinco —dicen que es la hora a la que morimos—, Leandro se había despertado sudoroso y agitado, con el pulso en su frecuencia máxima; y luego ya no había podido dormir. Se levantó, se dio una ducha y salió de casa. No podía permanecer solo entre cuatro paredes. Necesitaba ver a otras personas, aunque solo fuera a los barrenderos que a esas horas limpiaban las calles. No deseaba la compañía de sus fantasmas. De aquellos espectros lacerantes que amenazaban con destruir su juicio durante el sueño. A las 11,30, Leandro se encontraba paseando entre los puestos del mercadillo de la explanada de Ahetze, en plena ruta del camino francés de Santiago de Compostela. Ahetze está situada en el territorio histórico de Labort, en el País Vasco francés. Limita al norte con la comuna de Bidart y al noreste con las de Arbonne y Arcangues. Al oeste, con San Juan de Luz; y al sur, con la comuna de Saint-Pée-sur-Nivelle. Tiene una iglesia consagrada al culto cristiano de San Martín. Una bonita construcción de piedra que alberga una cruz procesal del siglo XVI que fue considerada objeto diabólico por el inquisidor Pierre de Lancre. Sucedió durante los procesos de brujería de 1609, en los que acabaron en la hoguera unas cuantas mujeres de Zugarramurdi. El pueblo está en un lugar muy estratégico que, en el 38 Ongi etorri pasado, tan pronto servía como posada para los peregrinos como de refugio para los habitantes de la costa frente a los ataques de piratas. Leandro llegó con cierta antelación para poder pasear entre los puestos del mercadillo y reconocer el terreno. Fingió estar interesado en los objetos que se exhibían en algunos de ellos e incluso compró algunas baratijas y un par de vinilos en buen estado de Bob Dylan. Uno era The Freewheeling, con la famosa portada en la que el cantante lleva las manos en los bolsillos, los hombros encogidos y, colgada de su brazo, camina sonriente Suze Rotolo, su novia de entonces. La fotografía fue tomada en la esquina de Jones Street con West 4th Street en Greenwich Village, Nueva York, a pocos metros del apartamento donde la pareja residía. Una auténtica joya que incluye las primeras grabaciones de Blowing in the wind y otros auténticos himnos de los sesenta como Girl from the North Country, Masters of War, A Hard Rain's A-Gonna Fall y Don't Think Twice, It's All Right. El otro disco era Pat Garrett & Billy the Kid, la banda sonora que compuso para la película de Sam Peckinpah, protagonizada por James Coburn y Kris Kristofferson, y en la que actuaba el propio Dylan. La verdad es que a pesar de sus conocimientos musicales, Leandro no era muy aficionado al folk-rock de los sesenta, y Dylan le interesaba bien poco. No entendía cómo podía haber personas que disfrutaran con esa voz desagradable y sus letras interminables. Sin embargo, su hija Casilda, a pesar de ser de otra generación, era una de ellas; y pensó que sería una buena idea regalarle un par de vinilos originales. También se entretuvo manoseando algunos relojes, pero no encontró ninguno de su agrado. Durante una parte del 39 Angel Gros recorrido, le pareció notar como un hombre de cierta edad, con una gorra de visera calada hasta las cejas, le observaba. Dos veces en que se giró con disimulo, pudo distinguirlo entre el barullo, casualmente siempre cerca de donde se encontraba. Poco a poco, se fue acercando hasta el número cinco de la calle Mattin Trekú. Al llegar a la puerta de la tienda de su amigo Urtzi se detuvo un instante para hojear unos afiches apoyados en un caballete. Sobre el dintel había un cartel de madera con unas bonitas letras latinas en el que podía leerse: "La Toile d'araignée". Dentro, una pareja de turistas hojeaba unas acuarelas que estaban en el suelo. Leandro, antes de entrar, aguantó durante un par de minutos mirando detenidamente unas antiguos recortes de periódico pegados en cartulinas; pero, viendo que la pareja no se iba, pasó al interior. En un viejo sillón art decó tapizado en gris, y leyendo Le Figaro, estaba esperándole su amigo. En un casting de vascos, Urtzi siempre resultaría elegido. Su fisonomía era la del típico hombre de caserío de un cuadro de Valentín de Zubiaurre. Pelo negro, grandes cejas, nariz poderosa y barbilla proyectada hacia delante. Urtzi, al verlo entrar, levantó la vista por encima de sus gafas y le saludó en francés. Leandro contestó al saludo, también en francés, y continuó en castellano: —Me han dicho que tiene carteles antiguos de refrescos en latón. Urtzi contestó en el mismo idioma: —Alguno tengo: de Schweppes, de Coca Cola… Pase dentro y se los mostraré, pero disculpe que cierre. En Francia almorzamos pronto. La pareja de turistas pareció entender y cruzó la calle para interesarse por un puesto de ropa vintage. 40 Ongi etorri Urtzi cerró la puerta con llave y condujo a Leandro hasta el interior. —¡Cuánto tiempo, Leandro! —Hubiera preferido que fuera en otras circunstancias. De la forma más pormenorizada posible, Leandro puso al tanto a Urtzi de los últimos acontecimientos. Este le dejó hablar sin interrumpir y se mostró especialmente interesado cuando Leandro nombró a Egoitz y a Andoni. Cuando terminó su relato, Urtzi le dijo. —Has estado con la Zuba. Con el comité ejecutivo. La cúpula. Bueno, la cúpula o lo más parecido a ella. En estos tiempos ya no hay jefes. La estructura es plana. Necesitan que sea así para ponerle las cosas más difíciles a la policía. No quiero asustarte, pero estás metido en un buen lío. Y, sinceramente, no sabría decirte quiénes son más peligrosos. Ninguno de los corruptos se andará con titubeos si se enteran de que alguien está sobre su pista. Ni en el gobierno vasco, ni en el gobierno español, ni en la banda terrorista. Pero dime: ¿qué necesitas saber? —Podrías elaborarme un briefing con el escenario en el que estamos y quiénes supones que pueden componer el reparto en esta obra: de uno y otro lado. Solo así podré poner a prueba mis dotes de investigador, si es que las tengo. Los dos hemos trabajado en agencias de publicidad, no quiero paja. Me ahorrarías un montón de trabajo si fueras capaz de resumírmelo en unos pocos folios. Envíamelo a esta cuenta de correo, por favor. Debajo tienes mi número de teléfono, es de una tarjeta prepago y no podrán controlarlo. O, al menos, tardarán en hacerlo. Urtzi cogió cuidadosamente el papel y transfirió los datos a la agenda de su móvil bajo un nombre falso. 41 Angel Gros Después, sacó un mechero de plástico rojo, lo quemó, y lo tiró a una papelera de aluminio. —OK, vete saliendo. Después de lo que me has contado, es muy posible que te estén vigilando. Ya llevamos diez minutos dentro. Dame tu móvil —tecleó un número en él y le asignó como nombre McCann, el de la agencia en la que trabajaron juntos en el pasado—. Usa ese teléfono solo en caso de emergencia. Ah, y llévate el cartel de Coca Cola… Espera, te lo envolveré. Ya me lo devolverás cuando puedas. ¡Mierda, pensaba sacarle 200 euros! A la tarde siguiente Leandro Hill recibió, a través de una nueva cuenta de hotmail, un pdf con cinco páginas. En él se detallaba qué componentes de la banda se encontraban en libertad, quiénes manejaban los hilos desde las distintas cárceles españolas, quiénes eran los personajes claves en el gobierno vasco y, de forma pormenorizada, cómo se tomaban las decisiones que ponían en funcionamiento los mecanismos de investigación y actuación de la Ertzaintza y la Guardia Civil. Asimismo, se hablaba de los altos mandos de la Benemérita en la lucha antiterrorista y de los grupos que operaban en la misma. Leandro dedicó todo el resto de la tarde a memorizar nombres, realizar esquemas y elaborar hipótesis. No tenía la más mínima idea de quién podría estar detrás de esto, pero algo estaba claro: Hay que tener los huevos cuadrados para robar veintiocho millones de euros, pero quitárselos a ETA es lo más parecido a ponerse delante de un camión de seis ejes en una autopista. Leandro había escogido un lugar tranquilo, el Txofre, un 42 Ongi etorri bar restaurante del barrio de Gros en Donosti, que servía codillo con chucrut y salchichas Weisswurst. Había pedido un cañón de cerveza, la versión vasca del doble madrileño. Volvía a coquetear con la bebida. Podía haber pedido una caña o un zurito pero sucumbió a la tentación sin hacer ningún esfuerzo por evitarlo. Cuando terminó de leer el informe se había hecho una idea bastante aproximada de la composición del gobierno vasco. Lakua, la sede del gobierno en la ciudad de Vitoria, comenzaba a resultarle un poco más familiar. Urtzi había detallado incluso algunas de las características del interior del edificio y de sus inquilinos. Lakua era un enorme búnker en el que se daban cita todos los departamentos importantes que tejen la política de Euskadi: Presidencia Interior Educación, Universidades e Investigación Economía y Hacienda Justicia y Administración Pública Vivienda, Obras Públicas y Transportes Industria, Innovación, Comercio y Turismo Empleo y Asuntos Sociales Sanidad y Consumo Medio Ambiente, Planificación Territorial, Agricultura y Pesca Cultura 43 CAPÍTULO SEIS Topaketa A las nueve en punto de la noche, Leandro entraba en el Palacio de Congresos y Exposiciones Europa de VitoriaGasteiz, donde tenía lugar el acto de inauguración de unas jornadas de Turismo Sostenible. Antonio Aguirre le esperaba junto a las azafatas de la mesa de acreditación para los asistentes. Llevaba, si no el mismo, un traje azul muy parecido al de la reunión que mantuvieron en la agrupación local el día en que fue secuestrado, pero había cambiado la corbata roja por otra de color rosa, aún más fea que la anterior. A pesar de que no tenía demasiado gusto para vestir, Antonio Aguirre transmitía la sensación de ser un hombre pulcro y aseado. El nudo, aunque se iba hacia un lado, estaba siempre impecablemente apretado, su afeitado no admitía la más mínima crítica, y olía siempre a jabón de ducha. —Buenas noches Leandro, gracias por venir. El señor Hill —anunció, dirigiéndose a las azafatas para que tacharan su nombre de la lista—, viene conmigo. Acompáñame, por favor. Tengo que presentarte a algunas 44 Ongi etorri personas. El acto no dará comienzo hasta dentro de media hora. Conducido por Antonio, atravesó el amplio hall y giraron a la izquierda hasta acceder a un pequeño cuarto donde se encontraban unas diez personas junto a una mesa alargada en la que había algunas Coca Colas y botellas de agua mineral. Enseguida reconoció a Camila Izaguirre. La encontró aún más atractiva que la primera vez que se vieron en Viento Sur. Era evidente que para ella este era un acto importante. Lucía un traje muy elegante de color salmón, que Leandro supuso habría diseñado el alavés Modesto Lomba, recordando el comentario de Camila acerca de la promoción de los productos vascos. Antonio Aguirre fue presentándole uno por uno a todos los asistentes. En primer lugar al Lendakari: —El señor Hill. Recordarás que te comenté que está realizando un trabajo de consultoría para nosotros sobre nuevas tecnologías. —Claro que sí. Bienvenido señor Hill. Tenemos que abandonar cuanto antes la era fax. Siéntase libre de criticar todo lo que quiera en sus informes. Pero intente no hacerlo hoy, aquí, cerca de los periodistas —dijo con una sonrisa que expresaba agrado e invitaba a Leandro a sentirse cómodo. Antonio Aguirre añadió: —Me pareció conveniente ponerle al tanto de los actos que realizamos y que se vaya haciendo una opinión de cómo abordamos los eventos. Tiene una gran experiencia en actos de mayor envergadura y a nivel nacional. Camila se hizo de nuevas cuando fue presentada como Camila Izaguirre, consejera de Interior. —Encantada. 45 Angel Gros —Yo también —dijo Leandro—. ¿Seguro que no nos conocemos? Su cara me es familiar. A pesar de que todos estaban contemplando la escena, Camila no hizo el menor gesto de contrariedad. Muy al contrario, respondió: —Mi cara es muy común. Pero también es posible que nos hayamos visto antes. Euskadi es muy pequeño y nos conocemos todos. Para bien y para mal. Antonio Aguirre, viendo que se estaba generando cierta tensión, continuó con las presentaciones: —Iñaki Rodríguez, consejero de Industria, Innovación, Comercio y Turismo. —Bienvenido. Como verá soy el más atareado. Pero me pagan igual que a los demás. El dicharachero del grupo —pensó Leandro—, mientras Antonio Aguirre continuaba con las presentaciones. — Javier Eguía, consejero del Grupo Durango. Leandro notó cómo el empresario estrechaba su mano de forma fría y rutinaria. Las presentaciones continuaron con Edur ne Azpilicueta, responsable de HABE (el Instituto Vasco de Alfabetización y Reeuskaldunización de Adultos) y con Ziortza Rodríguez, directora de EMAKUNDE (la versión autonómica del Instituto de la Mujer); ambas con mucho menos encanto que Camila y aún más serias. —¿Re-eus-kal-du-ni-za-ción de adultos? —silabeó, con dificultad, Leandro—. Suena un poco a reeducación política, a estalinismo, perdonen mi ignorancia. —Le aseguro que nada más lejos de lo que usted ha podido percibir —respondió con una falsa sonrisa Edurne Azpilicueta. 46 Ongi etorri Percepción y realidad —pensó Leandro—, ¿qué me vas a contar? Los publicitarios inventamos ese binomio. Tienes suerte, Edurne, de que solo sea un consultor y no podamos profundizar en el tema. Charlaron durante un rato; o, mejor dicho, escucharon todos al Lendakari, que les adelantó los planes que tenía para el próximo viaje a Argentina, donde se entrevistaría con la Presidenta y con un importante grupo de empresarios vascos, todos deseosos de recibir al máximo representante en la tierra de sus antepasados. Un desconocido entró y comentó algo al oído de Antonio Aguirre. No hizo falta que lo hiciera extensivo. El acto iba a dar comienzo. Leandro miró a Antonio y este le hizo un gesto para que lo acompañara. Pasaron al auditorio y se sentaron en la primera fila. El director de las jornadas comenzó mostrando un vídeo sobre los últimos avances y esfuerzos por fomentar un turismo con proyección internacional, acorde con un país que valora la sostenibilidad. Al terminar, dio paso al Lendakari que expuso en un discurso apasionado cómo había crecido el turismo durante la última legislatura, desde el anuncio del abandono de la actividad armada por parte de la banda terrorista. Leandro se sentó a solo dos butacas de Camila Izaguirre y de vez en cuando la observaba de reojo, atraído por sus reacciones. Ella, aunque sin mirarle, percibió su interés con ese inexplicable don que tienen las mujeres. Aquello duró más o menos una hora y acto seguido todos los asistentes pasaron a un salón donde se sirvió un cocktail. Un grupo de música interpretó algunos éxitos de los ochenta y los noventa. Leandro esperaba escuchar 47 Angel Gros txalapartas, ver bailar un aurresku o recitar a bertsolaris, pero por lo visto la parte tradicional de la cultura vasca no era patrimonio de los actuales gobernantes que se manejaban más cómodos en el mundo del pop: el imaginario folclórico solo les estaba reservado a los nacionalistas. Las conversaciones subieron de volumen al cabo de unos minutos y la gente se encontraba más animada y conversadora después de que los camareros sirvieran, una tras otra, bandejas con deliciosos pintxos de la empresa de catering de Martín Berasategui. Leandro estaba tomando su segunda —y decidió que última— cerveza, cuando apareció Camila, que le recriminó: —Haz el favor de controlarte. Intenta hacer tu trabajo y no te tomes demasiadas familiaridades. —Te recuerdo que conseguiste mi número de móvil sin que ni siquiera nos hubieran presentado. —Es mi trabajo. Es por el bien de Euskadi. —¿El bien de Euskadi? ¿Pertenece a tu colección de frases hechas para los mítines? —¿Si crees que soy la típica política trepa y sin ideología, te equivocas? —¿Tienes sentimientos? ¿Por eso te has puesto esta noche así de guapa? ¿Porque sabías que venía? La segunda cerveza había hecho su efecto y Leandro empezaba a notarse faltón. —Te estás equivocando conmigo —dijo ella visiblemente molesta. —Me equivoco muy a menudo, pero tengo la sensación de que en esta ocasión he acertado. O a lo mejor es que te 48 Ongi etorri has pasado con el colorete. —Yo jamás me sonrojo. Y ahora perdóname. Esto no es una fiesta de universitarios y yo no he venido a ligar. Justo cuando Camila estaba a punto de girarse apareció el Lendakari. —Me encanta veros juntos. ¿Está disfrutando, señor Hill? —Llámame Leandro, por favor, y tutéame. —De acuerdo Leandro. Camila puede ponerte al tanto de muchos aspectos importantes para la campaña. Os ruego que os sentéis, os reunáis, charléis…, quiero una campaña a la altura de las expectativas de nuestro votantes. Ahora tendréis que disculparme, mañana salgo para Madrid a primera hora. —Yo también me iba—dijo Leandro, que acababa de ver en uno de los corrillos del abarrotado salón a su jefe, Gustavo Valone, charlando animadamente con Rosa Gaztelu y el consejero del Grupo Durango. —¿Ha venido en coche, Leandro? —preguntó amablemente el político— Puedo llevarle hasta San Sebastián —aseguró. —La verdad es que me quedaré por la zona, he cogido una habitación en el Hotel Marqués de Riscal, nunca he dormido entre viñedos —contestó Leandro. —Le encantará. Camila, tu vas hacia Logroño, ¿podrías dejar a Leandro en su hotel, si no te importa? Así podéis ir comentando un poco lo de esta noche. —Ningún problema —respondió ella, llevándose dos dedos hacia el pendiente de la oreja del lado opuesto; tal y como hacía cada vez que algo le contrariaba. En ese instante, Leandro noto una vibración en su móvil y lo sacó para leer un whatsapp de Gustavo: “Maricón! 49 Angel Gros q haces aquí? -.- ”. Leandro tecleó: “Me invitó Camila, la consejera, nos conocemos de una Feria de Turismo hace años en Madrid ”. De vuelta, leyó: “Calladito te lo tenías! Ni siquiera te has ofrecido para ayudarme, o no sabías que este evento lo organizaba la agencia? ¬¬ ”. Leandro zanjó la conversación: “No sabía. Ya te contaré.” Camila no había venido en coche oficial, sino en el suyo: un Mini Cooper color plata. Condujo a Leandro hasta el pueblo de Elciego, en plena Rioja, durante una hora, por la A-2124; el trayecto no atravesaba prácticamente ninguna población y discurría por una carretera nacional bajo un cielo estrellado en el que destacaban Venus y Júpiter, que en estas fechas se alineaban creando un peculiar espectáculo para cualquier aficionado a la astronomía. Ni Camila ni Leandro abrieron la boca durante todo el camino. Solo, de vez en cuando, Leandro miraba de reojo las piernas de ella cuando, a pesar de los altos tacones, las usaba para cambiar de marcha. Siempre le había excitado esa habilidad de las chicas. Él lo denominaba motofetichismo. Al llegar, Leandro le dio las gracias y cuando abrió la puerta, ella reclamó su atención. —¿Leandro? Él se giró hacia ella. —¿Qué? Entonces Camila lo besó con fuerza. 50 CAPÍTULO SIETE Mahasti arteko hotela Sin dejar de besarse e intentando torpemente hacer resbalar la tarjeta de la habitación por la ranura, Leandro le dijo a Camila: —En esta habitación se alojaron Brad Pitt y Angelina Jolie. —¿Estaremos a la altura? —preguntó ella. —Tú seguro que sí —dijo él. Antes de llegar a la cama, su chaqueta había volado, y el vestido de Camila ya estaba a la altura de la cintura dejando ver sus largas piernas, mientras las manos de Leandro acariciaban sus caderas y subían hacia su espalda. Ambos cayeron en la cama y Leandro acercó su boca a los carnosos labios de Camila mordiéndola con suavidad. Ninguno de los dos advirtió la impresionante noche estrellada que se apreciaba a través del enorme ventanal. Inmersa en una estructura de madera, a modo de moderna veranda, la habitación daba paso a una terraza de teca con unas tumbonas dispuestas para disfrutar de la 51 Angel Gros vista de los viñedos. Una botella de Barón de Chirel de 2005, que siempre esperaba a los inquilinos de esta habitación, sirvió para calmar la sed de una noche en que ambos se entregaron, como si llevaran esperando ese momento toda la vida. En otros tiempos, Leandro se hubiera procurado una segunda botella para después. En uno de los envites, con la luna iluminando a contraluz la silueta de Camila montada sobre Leandro, este tuvo una sensación extraña. Mientras ella se movía dulce y acompasadamente, a él le pareció que estaba con otra mujer bien distinta a la de esta noche, que el pelo estaba cortado de otra manera y era de otro color, y que los labios eran distintos. No podía dejar de mirar esos ojos rasgados y penetrantes que se clavaban en los suyos llenos de codicia, inmovilizándole sobre la cama. Unos ojos agresivos, pero bien distintos a los que llenos de fuego querían fulminarle indignados durante el cocktail de aquella noche. Aquella mirada felina, cautivadora y peligrosa parecía querer extraer de Leandro algo que él desconocía poseer. Durante más de una hora, ambos se entrelazaron con una complicidad que parecía ensayada. Cada gesto de uno era adivinado por el otro, que se adelantaba a responderlo. Después, los dos se durmieron abrazados. A mitad de madrugada, Camila notó que Leandro hacía unos leves pero bruscos movimientos con las piernas. Se incor poró sobre él y notó como balbuceaba ininteligiblemente algunas palabras mientras achinaba los ojos, compungido como un niño triste. Ella, sabiendo lo que le atormentaba, le miró comprensiva y lo abrazó con cariño susurrándole al oído: “Tranquilo, a mí no me 52 Ongi etorri perderás, nunca me iré de tu lado”. El rostro de Leandro se relajó. A la mañana siguiente, sobre las 8:30, la luz despertó a Leandro recordándole que habían olvidado correr las cortinas. Entonces pudo ver claramente los detalles de la habitación que el sol iluminaba radiante. Afuera, el verde de los viñedos vibraba exultante y, más al fondo, en la lejanía, se vislumbraban las dos torres de la Iglesia de San Andrés en el pueblo de Elciego, absolutamente irregulares y desiguales, escoltando al gran arco del pórtico de medio punto, sobre el que se apoyaba una galería con otros siete arcos, protegidos por una balaustrada ciega de piedra. Pero Camila no estaba. No había rastro de ella. Ni una nota. Ni tan siquiera el manido mensaje con pintalabios en el espejo del baño. Por un momento, Leandro se preguntó si lo habría soñado, pero había dos copas de vino tiradas en la tarima de madera del suelo junto a una mancha color cereza oscuro. Una llamada entrando en su móvil, le sacó del estupor. —¿Urtzi? —Sal del hotel ahora mismo. No permanezcas ahí ni un minuto más. Te están buscando y no son precisamente tus amiguitos de las txalapartas. —¿Que salga? No tengo coche. ¿Y tú cómo sabes que estoy aquí? —Lo sabe medio Euskadi. Coge un taxi, y en cuanto puedas cambia de transporte y vente hasta Ahetze. No se te ocurra pasar por tu casa. Afortunadamente Leandro no había desempaquetado su bolsa de viaje. Así que se vistió a toda prisa, mientras pedía un taxi por teléfono. Acto seguido, bajó apresuradamente para pagar la noche de hotel. 53 Angel Gros Quince minutos más tarde, estaba recorriendo el camino inverso de la noche anterior en un Mercedes 300 E, conducido por un taxista que debía rondar los sesenta y pico años. Cuando llevaba recorridos unos seis kilómetros, un Seat León de color rojo apareció en un cambio de rasante y se cruzó con ellos en la angosta carretera comarcal que discurría entre los viñedos. Leandro intuyó el peligro. En su interior dos hombres, con cara de pocos amigos, giraron bruscamente sus cabezas al pasar a su lado. Inmediatamente frenaron y cambiaron el sentido de la marcha. Estaba claro que fueran quienes fueran, iban a por él. Leandro advirtió al conductor: —Perdone amigo, pero los de ese coche que acabamos de cruzarnos me buscan y me temo que no con buenas intenciones. Acelere todo lo que pueda e intente llegar a algún lugar donde haya gente y podamos pedir ayuda. Aún confiado, el conductor preguntó: —¿Qué es esto, una película de gángsters? “¡Bastante parecido!”, pensó Leandro. Solo unos segundos después, en la siguiente curva, el taxista encontró respuesta a su pregunta; sintieron un fuerte golpe en la parte trasera del vehículo que les sacó de su trayectoria cruzándoles violentamente y que a punto estuvo de echarles de la carretera. El taxista logró controlarlo sin llegar a abandonar el asfalto, a pesar de que este no era muy ancho. Ya consciente de que aquello no era ninguna broma, pisó a fondo; pero el Seat León no tardó mucho en darles alcance de nuevo. Se puso a su altura, echándoseles encima y golpeándoles en la aleta delantera. No hizo falta mucho más. El taxi se salió de la carretera, metió las dos 54 Ongi etorri ruedas del lado derecho en el arcén, y a continuación dio varias vueltas de campana hasta descansar en posición invertida sobre unas malezas secas, justo al inicio de un pequeño viñedo. El leve ruido de una de las ruedas, girando suspendida en el aire, era lo único que alteraba el inquietante silencio que se produjo. Leandro sintió un fuerte dolor en el pecho a la altura del esternón que le hizo pensar que se había clavado el reposacabezas derecho. El cuerpo del taxista no se movía lo más mínimo y se interponía entre él y el único hueco que dejaba penetrar algo de luz a través del polvo y el amasijo de hierros. Al haberse vencido el techo, el cuerpo de Leandro se encontraba aprisionado y su capacidad de movimiento era muy limitada. A unos cinco metros de distancia, vio como uno de los hombres del coche perseguidor se dirigía hacia él con una pistola en la mano. Vestía vaqueros y una camiseta blanca ceñida que dejaba ver un cuerpo trabajado en el gimnasio. —El taxista parece muerto —dijo—, el nuestro se mueve. —Dale un tiro ya —oyó decir a su compañero. —No tengo ángulo desde aquí. La chapa le tapa la cabeza. —Dáselo a través de la chapa. —¿Cómo…? —dijo encañonando el techo del coche— ¿Así...? —¡Sí! Pero aparta la cara. En ese momento Leandro oyó el primero de tres estampidos sordos, sintió una presión en la cabeza y todo se volvió de color blanco. 55 CAPÍTULO OCHO La Alhóndiga El doctor Huegun salió de la habitación 201 del Hospital San Pedro de Logroño y se dirigió a los dos policías que llevaban un buen rato sentados en un banco del pasillo. —Ahora que está más consciente, les autorizo a hablar con él durante quince minutos. Ni uno más. El mayor de los dos policías asintió con la cabeza y ambos entraron en la habitación. —Soy el comisario Campos. ¿Cómo se encuentra? Leandro no contestó. —¿Sabe que le han disparado? A Leandro, las facciones de su interrogador le recordaron a las de su tío Williams el sastre, fallecido cuando él solo tenía diez años, por lo que pensó que había abandonado este mundo. Cuando se repuso, se sorprendió no solo de estar vivo, sino de notar únicamente un fuerte dolor en la cabeza y otro a la altura del pecho. El comisario seguía a lo suyo: —Lleva cuatro horas inconsciente; el doctor Huegun dice que le han hecho pruebas y no han detectado daños 56 Ongi etorri importantes. Tuvo mucha suerte, la chapa del taxi impidió la entrada de las balas. Se hizo un silencio que ayudó a Leandro salir de su aturdimiento. —¿Cómo está el taxista?— susurró. —Lo llevaron a otro hospital, pero falleció por el camino. Tenía reventado el hígado. Dígame, ¿por qué han intentado matarle? Usted no tiene pinta de andar envuelto en nada raro. —No tengo ni idea. No siquiera recuerdo muy bien lo sucedido. El ayudante del comisario Campos, un joven con gafas, y lo menos parecido a un policía que uno pueda imaginar, aclaró: —Un milagro. De no ser porque un tractor que llevaba un remolque con trabajadores ecuatorianos acertó a pasar por donde usted tuvo el accidente, le hubieran mandado para el otro barrio. Dos hombres en un Seat león rojo dispararon contra usted y se dieron a la fuga. ¿Va haciendo memoria? ¿Quiénes eran? —Le repito que no lo sé. No los conozco de nada. Me han debido confundir con alguien. El comisario Campos sacudió la cabeza sonriendo. —Una hipótesis bastante improbable. Actuaron de forma muy segura y rápida. Parecían muy profesionales. Ni siquiera salieron corriendo cuando cuatro de los trabajadores se bajaron del remolque y les increparon. No hemos conseguido que los ecuatorianos se pongan de acuerdo en las descripciones. Parece que todo sucedió muy rápido. Ni siquiera tomaron la precaución de anotar la matrícula. —¿Qué dice el médico?— dijo Leandro, después de 57 Angel Gros sentir una fuerte punzada en la sien. —Que si los resultados del escáner no muestran daños cerebrales, podrá abandonar el hospital mañana. Ahora, mi ayudante le tomará declaración. Tendremos que hablar de nuevo. Este es un caso muy feo. No olvide que ha muerto un inocente. —Yo también soy inocente —interrumpió Leandro. —Por supuesto. Pero si nos ocultara algún dato, inmediatamente dejaría de serlo. Por cierto, hemos llamado a su mujer; perdón, a su exmujer. En cuanto supo que su estado de salud no revestía gravedad, nos comentó que, si no era imprescindible, prefería no venir. También dijo que, a ser posible, prefería ahorrarle la noticia a su hija. El comisario Campos se puso el abrigo que llevaba colgado del brazo y se despidió, no sin antes mirar fijamente a Leandro y pedir a su ayudante: —Olmo, por favor, tómale declaración. (Al inicio de este libro, estimado lector, te prometí hablarte de un personaje que compartiría con Leandro un peligroso viaje por los vericuetos de la trama. Ahora ya lo conoces, es el Comisario Campos y muy pronto entenderás porque el uno sin el otro no hubieran podido afrontar la resolución del conflicto.) —Leandro, se limitó a contarle a Olmo que había estado en un acto del Gobierno Vasco. Nada comentó acerca de Camila Izaguirre ni de lo sucedido en el hotel de los viñedos, y mintió al precisar que había llegado en un taxi que cogió en las calles de Vitoria, a la salida del Palacio de Congresos. Ojalá no se les ocurriera contrastar con el hotel si había pasado la noche en compañía. Tendría entonces que inventar alguna historia sobre una 58 Ongi etorri señorita de compañía que conoció en Vitoria. Leandro tuvo que pasar el resto del día y de la noche en el hospital esperando el alta. A las nueve de la mañana del día siguiente, antes de que los médicos pasaran a verle, se vistió y pidió a través del móvil un taxi que le condujera hasta San Sebastián. A las 09:15 abandonaba Logroño. En cuanto llegó a la playa de la Zurriola, y desobedeciendo los consejos de Urtzi, Leandro subió a su apartamento y entró tomando toda clase de precauciones. Nada parecía haber alterado el orden de su vivienda, así que preparó un nuevo equipaje que metió en una mochila espaciosa: ropa, los cargadores de los móviles y su MacBook Air. Después salió a toda prisa. Una vez en la calle, se dirigió a un local de alquiler de motocicletas a dos manzanas de su casa y se hizo con una BMW R80. Hace muchos años, en su primer trabajo en una agencia de publicidad, diseñó anuncios para BMW que se publicaban en revistas como Motociclismo y Solo Moto; pero, por aquel entonces, su sueldo no le daba para alquilar una, y mucho menos para comprarla. Era una buena ocasión para vivir las sensaciones que tantas veces había contado a sus lectores. Eligió una de color negro y sintió un enorme placer al arrancarla y oír el rugido de su motor boxer. La moto había sido trasformada en una café racer: el manillar era ahora mucho más bajo que el de serie y el asiento se encontraba incrustado sobre una ter minación aerodinámica al estilo de las viejas motos de carreras. Partió hacia Bilbao por la AP-8 y se salió de la 59 Angel Gros autopista, a la altura del peaje de Zarautz, para entrar en el pueblo. Atravesó su calle principal buscando una cabina telefónica desde la que llamar. Su móvil ya estaba quemado. Cuatro horas inconsciente habría sido tiempo más que suficiente para que la policía examinara y averiguara que tenía varias llamadas perdidas procedentes del número de teléfono de Urtzi. Marcó ese mismo número y una voz femenina le respondió en francés. —¿Aló? —¿Puedo hablar con Urtzi, por favor? —Lo siento, se ha confundido de persona —dijo en español con mucho acento y colgó. Leandro se quedó perplejo. No había salido aún de su confusión, cuando sonó el teléfono y un número privado salió reflejado. —¿Leandro? ¡Qué alegría! ¿Estas vivo? —De milagro. Necesito verte, quiero saber qué está pasando. Pero antes tengo que solucionar algo en Bilbao. ¿Podríamos vernos en Ahetze? —Cambiaremos el lugar de encuentro: San Juan de Luz. En la Plaza de Louis XIV hay una terraza que se llama "Le Majestic". ¿Te parece bien esta tarde a las seis? Avísame si algo se tuerce. Leandro se puso de nuevo el casco y subió a la moto. Continuó hasta Getaria por el sinuoso trazado de curvas que parte de la ensenada de Zarautz, llena de olas cabalgadas por surfistas. Después atravesó Zumaia para incorporarse de nuevo a la autopista. En cincuenta minutos estaba estacionando su moto junto a la Alhóndiga de Bilbao. Esperó durante una hora frente a la puerta del edificio Plaza Vizcaya donde, si nada fallaba, Camila Izaguirre estaría a punto de concluir una 60 Ongi etorri reunión. Leandro lo sabía porque había memorizado el contenido de un post-it que vio, en el bolso semiabierto de Camila, durante el viaje hasta el hotel de la Rioja. La nota decía: "Reunión en Basquetour. Jueves 24, a las 12:30" A las 14:18, Camila salió sola —desde el comunicado de paz de la banda armada, no siempre la acompañaban sus escoltas— y se dirigió hacia el párking de La Alhóndiga. Cogió el ascensor que había en la planta baja del hermoso edificio remodelado por Philippe Starck y, justo cuando las puertas iban a cerrarse, entró Leandro. A Camila se le dilataron las pupilas al tiempo que se llevaba instintivamente la mano al rostro como protegiéndolo: un gesto reflejo que permanece para siempre en las personas a las que pegaron de niños. Leandro le cogió el brazo y la zarandeó. —¿A quién le dijiste que estaba en el hotel? ¿En qué momento lo hiciste? Ah…ya sé, fue después del segundo polvo. ¿O fue por la mañana, cuando abandonaste la habitación sin despedirte? Jamás pensé que lo nuestro pudiera ser el comienzo de algo importante, pero lo de no despedirte después de retozar en el mismo colchón… Algo huele a podrido en tu gobierno y está claro que tú estás metida hasta las cejas. Por cierto —mintió—, quiero que sepas que follas fatal. Ella seguía mirándole paralizada, aún cuando el ascensor ya había abierto las puertas de la planta −1. De pronto, rompió a llorar, pero Leandro no se arredraba fácilmente. —Si pretendes enternecerme, lo llevas claro. He vivido con una arpía durante quince años. Camila le suplicó con voz entrecortada: —Vamos al coche por favor, no quiero que nadie me 61 Angel Gros vea así. Entraron en su Mini Cooper y ella sacó unos kleenex de la guantera. Al inclinarse hacia el lado derecho para cogerlos, Leandro admiró de nuevo la piel blanca de su pecho y volvió a excitarse recordando la noche en el hotel. —No me vas a creer, pero me fui porque estaba avergonzada de lo sucedido. No tenía que haberte besado en el coche. No tenía que haber subido a tu habitación, ni haberme entregado tan fácilmente. Suelo ser una persona responsable…, en lo profesional y en lo personal. Pero… no sé qué me pasó y…, bueno, a veces no sé cómo comportarme cuando no he obrado… como creo que tiene que obrar una persona adulta, en su sano juicio. Seguramente, cualquier otra mujer hubiera anulado sus citas y se hubiera quedado abrazada esa mañana en la cama junto a ti, pero yo no soy así. Estaba arrepentida, avergonzada —dejó pasar unos segundos, mientras intentaba secar las últimas lágrimas que corrían por su mejilla. —¡Bravo! Me ha gustado mucho tu actuación, pero te olvidas de que fue desaparecer tú y dos tipos se pusieron a jugar a los accidentes de carretera conmigo. Y lo peor de todo: ha muerto un hombre inocente. ¿Quiénes son tus amigos? ¿Están metidos en lo del impuesto revolucionario? —¿Accidente? ¿Un hombre muerto? No sé de qué me hablas. ¿Y tú cómo sabes lo del impuesto? —Vosotros me habéis metido en este lío. Yo no era más que un publicitario arruinado y ahora soy un publicitario arruinado y a punto de ser enterrado. —El impuesto es la mayor preocupación del Lendakari. Los únicos que estamos al tanto del asunto somos él, el 62 Ongi etorri director de la Ertzaintza y yo. Ni siquiera lo sabe la Guardia Civil, aunque no podremos ocultárselo durante mucho más tiempo. Si lo hacemos, y el culpable está en nuestras filas, adiós a las próximas elecciones. Será el mayor escándalo en España desde lo del GAL. Ambos se sobresaltaron cuando alguien golpeó la ventanilla del coche con los nudillos. Era Antonio Aguirre, muy serio a través el cristal. Camila pulso la apertura y, antes de que la ventanilla terminara de bajar, el director de Campaña dijo: —Vaya… ¡qué bueno veros a los dos! Me comentaron que venías a Basquetour, Camila, pero no sabía que tú también estabas por aquí —dijo, mirando con desconfianza a Leandro. —Estaba poniéndole al tanto de algunas inquietudes del Lendakari —intervino con habilidad Camila—, y con la agenda que tenemos últimamente en la consejería, cualquier sitio es bueno para hablar. Antonio parecía no escucharla porque no paraba de mirar a Leandro: —¿Leandro, crees que podríamos vernos la semana que viene para que me comentes tus avances en la campaña? —¿Te parece bien el viernes? —dijo Leandro. —¿A las nueve en Lakua? —Allí estaré. Antonio se alejó caminando hacia el fondo del parking. —Ándate con cuidado —comentó Camila—, Antonio es un hombre taciturno y extraño. Aunque es posible que yo también esté viendo fantasmas en todas partes . —¿Qué sabes de él? —Iba para cura y estuvo muy cerca de ETA. Algunos jóvenes de su entorno, incluido su hermano, militaban en 63 Angel Gros la banda. Cuando dejó el seminario, estuvo un tiempo en el PNV, después cambió de ambiente y de amigos y dejó de verse con la cuadrilla, lo que nos hace sospechar que pudo querer lanzar una cortina de humo sobre sus auténticas actividades. Luego entró en el partido y de ahí hasta ahora ha pasado por todos los puestos posibles. Es un hombre de una entrega y una dedicación envidiable. Él siempre cuenta que en el seminario de Loio te enseñan a ser así: a renunciar a ti mismo y a vivir solo para un objetivo. Lleva los temas de comunicación porque el Lendakari prefiere tenerle alejado de otros asuntos de más calado. Le duele no poder darle mayores responsabilidades dada su entrega, pero el pasado es el pasado. Leandro pensó que Antonio Aguirre sería un buen candidato para su lista de sospechosos; podía haberse hecho —tendría que averiguar cómo— con el dinero del impuesto y utilizarlo para comprar la libertad de algunos de sus examigos, o quizás familiares; tal vez pretendía enriquecerse rápido, como muchos otros políticos; acabar de un plumazo con una vida gris y monótona y disfrutar de una vez por todas de la tranquilidad de un presente y un futuro regalado. Pero… ¿en qué estaba pensando? Camila Izaguirre ya le había traicionado una vez. Ella sí que era una buena candidata. ¡Qué empeño en seguirle el juego! —Camila, te voy a pedir algo, aunque tengo sobrados motivos para no hacerlo: necesito que me digas quiénes de tu entorno pueden tener más relación con jueces o con mandos de la Ertzaintza o la Guardia Civil. Necesito que tengas los ojos y los oídos bien abiertos. Mi vida y la de mi hija están en peligro. En cualquier momento, los dos locos 64 Ongi etorri que quisieron matar me volverán a intentarlo. Demuéstrame que puedo confiar en ti. —Estaré alerta, te lo prometo —dijo ella, con una mirada sumisa. 65 CAPÍTULO NUEVE Nestor eta Arnaldo Mientras introducía unas monedas en la máquina de café, Arnaldo Iglesias hizo un gesto con la cabeza a Néstor Martín. Este cerró la tapa de su portátil y salió de la comisaría. Arnaldo la abandonó un poco después y ambos se encontraron, como era habitual cuando querían hablar en privado, en una cafetería junto a la Plaza de la Virgen Blanca de Vitoria. Se sentaron en una mesa junto a una de las ventanas, afuera llovía y las nubes negras parecían haberle robado el color a los objetos. El cristal se iba llenando de gotas y en la calle, como en una película en blanco y negro, una incesante ida y venida de peatones huía con paso acelerado de la lluvia. Arnaldo pasó a relatarle a su compañero Néstor las últimas novedades: —La Rubia me ha llamado. No le ha hecho ni puta gracia que no hayamos podido acabar con el Anuncios y le preocupa que hayamos podido dejar alguna huella en el coche del viñedo. 66 Ongi etorri —No disparé con munición reglamentaria. Así que no pueden sospechar nada. —¿A quién se le ocurre disparar con un 38? A esa distancia no atraviesa ni el papel. El 38 necesita distancia para coger velocidad. —Pues al que se cargó a Lennon le bastó. —Sí, a un metro de distancia y contra el cuerpo. ¡Qué cagada! Los techos de los Mercedes de los noventa son como los de los tanques. No ves que tenían ese grosor de chapa para joder a Volvo —dijo paternalmente sin dejar de mirar a una camarera que no quitaba ojo de sus poderosos brazos—. Según parece, el Anuncios no ha aprendido la lección y está hablando con demasiada gente. Como comprenderás, la Rubia está que trina. No te puedes hacer una idea del tonito que ha usado la hija de puta conmigo. No la he mandado a tomar por culo por la pasta que hay en juego. Me dijo que todo está listo para poder pagar a los jueces, pero antes tienen que asegurarse de que el Anuncios no airea nada de esto. Nadie creerá la versión de un etarra, pero sí la de un tipo que se ha pasado la vida haciendo frasecitas graciosas para spots de la tele. Tenemos una semana para llevarlo a cabo. Dice que si no somos capaces, tendrá que encargarse ella misma y dejaremos de ser socios. —¡Hija de puta! Pues mejor en Francia que en España. No quiero investigaciones a este lado de la frontera. El matarile tiene que ser allí y hay que vestirlo. Si alguien lo relaciona con lo de los presos, acabaría con la negociación del gobierno y con el plan de reinserción. Adiós a todo. Adiós a la pasta. Arnaldo movió con enfado la cabeza, llamó a la camarera y pidió para ambos. Arnaldo Iglesias y Néstor 67 Angel Gros Martín eran viejos colegas de la policía. Habían trabajado anteriormente juntos. Se conocían de la época del GAL, en que hacían de cobertura para el mediático comisario José Amedo y sus secuaces en la guerra sucia contra ETA. A Néstor se le había ocurrido la idea para el logotipo del GAL: la serpiente de ETA decapitada. Amedo le había felicitado por ello. Intervinieron, aunque nunca se supo, en el secuestro de Lasa y Zabala: dos refugiados vascos en Francia que fueron asesinados. Una auténtica salvajada en la que los miembros del GAL, tras secuestrar a estos presuntos etarras en Bayona, los ocultaron e interrogaron en en el Palacio de La Cumbre, situado en pleno centro de San Sebastián. Cualquiera puede encontrar los detalles de este truculento suceso en las hemerotecas o en internet. Según consta y a partir de distintos testimonios de guardias civiles que por aquel entonces estaban destinados en el cuartel de Intxaurrondo, escondieron a Lasa y Zabala en el sótano del edificio. Fue aquí, según los testimonios de varios guardias, donde se les retuvo para su interrogatorio y tortura. Una de las entradas daba directamente a las cocinas, con lo que los agentes disponían de un acceso discreto para entrar y salir. Durante días, los agentes de información intentaron sonsacarles el paradero de los miembros de ETA refugiados en Francia. Entre los casi veinte agentes que intervinieron en la operación desarrollada en el Palacio de La Cumbre se encontraban Néstor Martín y Arnaldo iglesias. El motivo de la detención no era que Lasa y Zabala fueran etarras exactamente, pero tenían conocimiento del paradero del etarra Mikel Goikoetxea; la policía sabía que le habían ayudado en la mudanza a su nuevo domicilio en 68 Ongi etorri Bayona. Eran amigos de la cuadrilla. Después de los interrogatorios, un dispositivo los traslado a Alicante. Lasa y Zabala salieron del Palacio de La Cumbre vivos, aunque en un estado lamentable. Un comandante, un capitán y un teniente fueron los encargados de su ejecución y enterramiento entre cal viva. Este asesinato fue la respuesta del GAL al secuestro y asesinato del capitán de Farmacia, Alberto Martín Barrios, por ETA. Unos meses después, una llamada a una emisora de Alicante reivindicó el asesinato de Lasa y Zabala en nombre de los GAL. Al día siguiente, la Guardia Civil llevó a cabo una redada en la localidad de Tolosa (Guipúzcoa), pueblo del que provenían los dos presuntos etarras, que culminó con catorce detenciones. Cuando encontraron los cadáveres, el 20 de enero de 1985, semicomidos por la cal, junto a una bala y un casquillo y en una fosa de la localidad de Busot (Alicante), la opinión pública se conmocionó. Algún tiempo más tarde se encontró el segundo casquillo. La policía siempre defendió que Lasa y Zabala formaban parte del denominado comando Gorky de ETA. Pero en realidad, en las fichas policiales solo constaba que Lasa había participado, presuntamente, en un robo con fuerza y en un incendio con estragos en su pueblo; y que Zabala tenía una acusación por robo, también en Tolosa. La izquierda independentista instrumentalizó el macabro hallazgo y atizó el fuego de la crispación en todo el país. Durante aquellas semanas se registraron disturbios callejeros, detenciones e incidentes de todo tipo. En el Parlamento de Vitoria, el diputado de la coalición 69 Angel Gros abertzale Mikel Zubimendi arrojó cal viva sobre el escaño del secretario general de los socialistas vascos, Ramón Jáuregui, acusándoles, de esta manera simbólica, de los asesinatos. Fue un escándalo a nivel internacional que condujo al desastre del GAL. Nadie sabe cómo los policías Néstor y Arnaldo salieron limpios del proceso. Probablemente les favoreció estar en la segunda línea y el hecho de que fueran muy jóvenes; además, por encima de ellos, estaban Dorado y Bayo. Se suma también que Amedo era demasiado machote como para dar nombres; y que ellos, en el juicio, reconocieron únicamente haber colaborado en temas administrativos, facilitando toda clase de papeleo a Bayo. El juez Gómez de Liaño los absolvió porque bastante tenía con lo del Coronel Galindo, el cabeza real de todos estos desmanes. Al juez, con lo del Coronel Galindo se le planteó el mayor problema ético de su vida: mandar a la cárcel a un militar con una hoja de servicios impecable (que había actuado con toda la contundencia posible en una lucha armada y bajo órdenes políticas) o liberar al cabeza de una banda de sicarios. Pero de todo esto ya habían pasado unos cuantos años y todo el mundo se había olvidado del tema. Incluso en el ambiente policial. Arnaldo Iglesias estaba pidiendo otro café y otro carajillo, cuando un mensaje entró en su móvil. —¡Joder, qué prisa se ha dado! Dice la Rubia que el Anuncios está en San Juan de Luz. Voy preparando un coche y te recojo en la salida de El Corte Inglés. Pasa por comisaría y cuéntale al comisario Campos que nos reclaman los de San Sebastián. Menudo mosqueo se va a pillar: no saber "en qué andamos" le saca de sus casillas. 70 Ongi etorri *** Veinte minutos después, ya estaban en la AP-1 en dirección a Francia. Por el camino, dos mensajes más confirmaron que Leandro continuaba junto a un desconocido, en la terraza de Le Majestic, un café de la Plaza de Louis XIV . Al pasar el peaje de Zarautz, tres cuartos de hora después, aceleraron previendo que el pájaro abandonara el nido. 71 CAPÍTULO DIEZ Donibane Lohizune Sentados frente a unas cervezas, en una de las veinte mesas que "Le Majestic" tenía en la plaza, Leandro puso a Urtzi al tanto de todo lo sucedido. A punto de pedir otra ronda —en otros tiempos ya se habría pasado al gin tonic —, Leandro se contuvo con esfuerzo y pidió un café. Urtzi, a su vez, facilitó a Leandro los datos para una cita secreta en Londres con alguien cercano al círculo de los mediadores internacionales del conflicto. Al parecer, estaban dispuestos a aclararle bastante el asunto con una información muy jugosa. Leandro se maravilló de los contactos de su amigo. A pesar de no ejercer el periodismo desde hacía tiempo, era evidente que su agenda no había perdido vigencia. En la plaza los niños correteaban, concurrida como siempre de familias de turistas franceses y españoles. Era un lugar apacible, sin coches, con un kiosco de música ocupando el centro y rodeado de pintores que vendían sus cuadros a los visitantes. Un viejo artista bohemio, que 72 Ongi etorri parecía teletransportado desde la nouvelle vague, cargaba una pipa con tedio, mientras unos turistas contemplaban sus excelentes marinas. A solo unos metros, una chica teñida de rubio y con rasgos asiáticos pintaba escenas costumbristas navarras, con encierros de toros y mozos vestidos de blanco con pañuelos rojos al cuello. Nadie se paraba ante sus lienzos, a pesar de que estos tenían cierta calidad, pero ella parecía acostumbrada a convivir con la indiferencia de los turistas. Tenía la piel luminosa, sin una sola arruga, los ojos rasgados de un negro intenso, y un cuerpo felino y atlético que movía con elegancia. Terminó de limpiar cuidadosamente el pincel que había estado usando, apartó una gabardina que mantenía cuidadosamente doblada sobre una silla plegable y cogió un subfusil Star Z-70b. Se puso en pie con el arma en bandolera y cruzó decidida la plaza en dirección a Leandro y Urtzi. Este fue el primero en verla venir y tiró del brazo de Leandro hacia abajo, al tiempo que las balas comenzaron a silbar a su alrededor e impactaron sobre la fachada y las mesas circundantes. Los dos veladores contiguos no estaban ocupados, pero Leandro pudo oír el estropicio causado por la caída de un camarero, con una bandeja llena de pintas de cerveza, sobre uno de ellos. Leandro era incapaz de identificar de dónde provenían los disparos hasta que sus ojos se cruzaron con los de la rubia asiática, que no estaría a más de veinte pasos. Con una mirada fría e inexpresiva, no dejaba de apretar el gatillo, al tiempo que saltaba sobre un paseante que se había arrojado al suelo. Por un momento, el arma dejó de escupir fuego, encasquillándose. Urtzi había tirado la mesa hacia delante para protegerse y tanto él como Leandro se encontraban arropados por el minúsculo círculo metálico. Urtzi, semiagachado, intentó 73 Angel Gros escabullirse tirando de la manga de la cazadora negra de Leandro e indicándole una vía de salida hacia el lado de la plaza que llevaba al puerto. A Leandro le espantó la mirada de odio que la chica le regaló mientras luchaba contra el mecanismo averiado del arma. En su huida, se chocaron con algunos paseantes y ambos giraron por una de las calles estrechas que conducen a la playa. De pronto, Urtzi aminoró la marcha y Leandro lo interpretó como un intento de pasar desapercibido; pero de golpe se desplomó, con la mano aferrada a su brazo. Leandro se agachó y vio cómo el rostro se volvía del color de la ceniza y los ojos le miraban suplicantes, con enorme fijeza, mientras repetía un nombre que Leandro no acertaba a entender: -Dom..mn..ique. Al cabo de unos segundos, los párpados se le cerraron y comenzó a hablar en euskera, sin que Leandro pudiera entender el significado de sus palabras. Oyó sirenas de policía, al tiempo que sintió cómo el peso de la cabeza de Urtzi aumentaba sobre su mano hasta quedar completamente abatida. Se puso en pié desconcertado, apoyó con delicadeza la cabeza de su amigo sobre el asfalto y, ante la mirada atónita de los paseantes, salió corriendo por entre los abundantes veladores en la estrecha calle plagada de restaurantes. De uno de ellos, salió un camarero interrumpiéndole el paso. —¡Sígame, deprisa! Lo primero que Leandro pensó es que podía tratarse de un policía o, peor, de un cómplice de la mujer que les había atacado; pero bastó su mirada franca y el tono de su voz para que Leandro tomara la decisión de confiar en él. 74 Ongi etorri Entraron precipitadamente en un restaurante argelino, mientras un coche de la gendarmería se encaminaba hacia la plaza. A Leandro le aterrorizaba pensar que la asesina aún estuviera tras su pasos. Atravesaron el salón, con todas las mesas llenas, y llegaron hasta la pequeña cocina, donde un joven de aspecto árabe, con delantal de cocinero y una cuchara de madera en la mano, les indicó la salida a la calle de atrás. En el exterior, encontraron la puerta abierta de una furgoneta de reparto Peugeot Expert de color blanco, con el motor arrancado. Sobraron las palabras: Leandro se encaramó de un salto y el camarero cerró la puerta. El vehículo arrancó, consiguiendo salir del puerto de San Juan de Luz justo cuando los gendarmes parecían querer cortar la calle principal. Atravesaron una glorieta en la que se cruzaron con una ambulancia y enfilaron la carretera hacia Hendaia. A menos de cien metros, nada más cruzar el puente sobre el rio Nivelle, la furgoneta se paró y alguien entró en ella, sentándose al lado del publicitario. Leandro enseguida reconoció a Egoitz, su secuestrador, al que increpó nada más entrar: —¿Qué coño habéis hecho? —Quitarte de en medio en el momento preciso. —Pero esa joven asiática... la rubia, Dominique. —¿Dominique qué más? —preguntó sorprendido Egoitz. —¡Y yo que sé! Fueron las últimas palabras de Urtzi ; es él quien conoce todas vuestras andanzas. —¿Asiática?¿Con una peluca rubia? No puede ser… Egoitz hablaba solo. — Esa mujer daba escalofríos. —Dominique Thomas es una vietnamita, nacida en Saigón… A esa loca, la ultraderecha se le queda a la 75 Angel Gros izquierda. Cinturón negro de kárate, buena tiradora y el resto de las cualidades que adornan a un asesino a sueldo. La furgoneta giró bruscamente y Leandro, aferrado a cualquier saliente, notó que entraban en un camino bacheado. Egoitz cambió el apoyo de uno de sus pies para mantener el equilibrio: ni siquiera utilizaba los brazos para sujetarse. Y continuó: —Los españoles la bautizaron como la Dama Negra, nosotros la llamabamos la Rubia, y la policía francesa la Tueuse Blonde. Sus primeras víctimas fueron Gotzon Zabaleta y Iosu Amantes, dos refugiados vascos que tomaban un vino en el bar Lagunekin. Entró en el local y les disparó con una Winchester. Nadie sospechó de ella hasta que se puso el pasamontañas. Afortunadamente solo los hirió de gravedad. Unos meses después, comenzó a usar su famosa peluca rubia y mató por primera vez. Con la ayuda de dos cómplices, atacó el bar Txiki, un conocido lugar de reunión de refugiados vascos. Iba provista de un arma automática y ametralló a todo bicho viviente. Murieron dos clientes que nada tenían que ver con la gresca. Dos semanas más tarde, el 26 de junio, a las once de la noche, otro refugiado vasco: Santos Blanco Gonzales, cayó en pleno centro de Baiona. Los policías encontraron en las proximidades el revólver y los casquillos y, más lejos, una granada y algunos efectos de la Rubia: un chándal, una peluca y un par de bailarinas del treinta y siete. Repitió la función dos veces más: en julio, de nuevo en el bar Bittor; y en agosto, en un inmueble de San Juan de Luz. Volvió a dejar la peluca, el arma y la ropa abandonados no lejos de allí. El personaje de la Rubia nos atormentaba, era un fantasma que ensombrecía el ambiente de la hora del aperitivo en los bares de la Petit- 76 Ongi etorri Bayonne, nuestro barrio. No hemos vuelto a saber de ella. La muy puta se benefició de un sobreseimiento parcial, unos meses después de ser acusada, y desapareció del mapa. —Pues esa chica hoy ha matado a mi amigo y casi me mata a mí. —No ha podido ser ella. —¿Cómo que no ha sido ella? Lo he visto con mis propios ojos. —Quien quiera que sea se ha hecho pasar por ella para intentar asustarnos. Todo lo que te he contado sucedió en 1988. Dominique Thomas, entonces, tenía treinta y seis años. Hoy, tendría sesenta. Un nuevo zarandeo casi tira a los dos de las bancadas laterales de la furgoneta, que se perdió sendero arriba, hacia lo más profundo de un bosque de robles. Andoni, el que partió el dedo a Leandro, era quien la conducía; y, mirando por el retrovisor, anunció: “Los tenemos detrás. Pararé el coche junto a aquella huerta y os esconderéis en la borda de Sare. Yo tiraré camino arriba para que me sigan. No os preocupéis por mí, más arriba ellos no podrán subir si no es a pie”. 77 CAPÍTULO ONCE Sare Leandro y Egoitz, después de casi una hora de silencio, y con la respiración contenida, tenían los huesos empapados y las articulaciones agarrotadas por la falta de movimiento. Permanecían ocultos en el agujero practicado bajo el suelo del establo que guardaba el heno seco de la borda. Como todas estas edificaciones del pirineo, constaba de planta y primer piso. Era la típica casa de campo, en la que los pastores de Aquitania, Navarra y Euskadi guardan el ganado y almacenan el estiércol. Una vez cerciorados de que los que habían caminado sobre sus cabezas ya no se movían por los alrededores, ambos iniciaron una conversación susurrada. —No eran del GAR —aseguró Egoitz. —¿El GAR?—susurró Leandro. —El Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil. Antes se llamaban el Grupo de Acción Rural. —¿Cómo sabes que no eran ellos? —Por su forma de caminar descuidada. Los del GAR se mueven de otra manera: pasos breves y rápidos, y 78 Ongi etorri después paran para preparar los siguientes. Además, solo eran dos. Los del GAR entrarían en la casa, al menos, en grupos de tres. —¿Y por qué iban a ser ellos? Estamos en Francia. —Estamos entre Sare y Zugarramurdi. Aquí la frontera es imprecisa. Muchos baserritarras tiene la casa en un país y la huerta en otro. Alguno ha debido vernos bajar del coche y ha dado la voz de alarma. Los del GAR tienen sus informadores. Afortunadamente, hay diez o doce bordas, como esta, en el valle. Egoitz miró hacia arriba y chasqueó la lengua. —Odio el GAR. Están entrenados exclusivamente para darnos caza. Hasta febrero del ochenta, a la Guardia Civil era fácil hacerles pupa. Ese invierno fue grande para nosotros, dos de nuestros comandos les hicieron una buena escabechina. Pero, a partir de entonces, los de verde decidieron tomárselo en serio y crearon el GAR: son ironman. Primero pasan tres meses en el Centro de Adiestramientos Especiales de Logroño, donde los forman para todo tipo de operativos, incluyendo cursos de paracaidismo, montaña y endurecimientos variados; después se integran en el Grupo, propiamente dicho, durante cuatro años. Una vez transcurridos, pueden pedir otro destino y volverse a Extremadura, Andalucía —o de donde coño provengan—, o continuar en el Grupo. Los que deciden seguir, combinan operaciones con nuevos entrenamientos y cursos. Cualquiera de ellos, con más de seis años de adiestramiento, es una máquina. Disciplinado, atlético, jamás duda, puede estar sin comer ni beber durante días, y por el monte es tan sigiloso como el mejor de los nuestros. Ya podrás imaginar que nosotros no tenemos ni instalaciones ni preparadores tan 79 Angel Gros competentes para formar a nuestra gente. En otros tiempos sí, pero ahora todo se hace a golpe de corazón. —¿Como cuando matáis niños? A Egoitz le cansaban este tipo de preguntas, pero respondió con paciencia: —Aunque no lo creas, no nos gusta hacerlo. —Pues en las herriko tabernas se les ve brindar cuando mueren niños españoles. —Nosotros no somos gente de bar. No tenemos nada que ver con los militantes de pintxopote. Aunque no lo percibas, aquí la mayoría somos bastante idealistas; cuando éramos más jóvenes teníamos grandes anhelos y, a lo mejor, muchos pájaros en la cabeza. Crecimos leyendo novelas de hombres y mujeres que realizaron grandes hazañas, misioneros que perdían la vida en la selva; y viendo películas de héroes que salvaban a los pueblos de invasores deshumanizados. —Suena muy bien, pero el atentado de Hipercor en Barcelona no dejaría dormir ni a Jack el Destripador. —Pudo haber sido distinto. Nosotros siempre hemos avisado con antelación si el objetivo era civil, y en aquella ocasión lo hicimos treinta y cinco minutos antes. El propio Estado español, por sentencia judicial, reconoció después su responsabilidad por la tardanza en evacuar el lugar, al considerarlo una falsa alarma. “Un maestro en escurrir el bulto” —pensó Leandro. —Pero no dejáis por ello de ser unos asesinos — mientras pronunciaba estas palabras, Leandro recordó la frase de Alvar Aalto: “El hombre no puede crear sin destruir simultáneamente”. Egoitz le contestó: —Como Viriato en Portugal, como José Martí en 80 Ongi etorri Sudamérica, como Maceo en Cuba, como el maquis en España, al que ahora le dedicáis tantas películas los demócratas. Los asesinos dejarán de serlo, para pasar a ser héroes, en cuanto ganen sus guerras. Contempláis en la televisión, junto a vuestros hijos, películas como Brave Heart y aplaudís, desde vuestros cómodos sillones, las matanzas de ingleses por parte de los guerrilleros de Willliam Wallace; pero luego os lleváis las manos a la cabeza cuando, en las noticias que siguen a la película, oís que ETA ha matado a un guardia civil: que alguien me explique dónde está la diferencia. —El sufrimiento de los familiares de los muertos está por encima de libros y películas. —Sabemos como sufren. Conocemos ese padecimiento. Pero su asociación ha dejado de merecernos respeto desde que llevan la bandera de un partido político. Nuestros enemigos son todos aquellos que no quieren una Euskal Herria libre, el Partido Popular no puede quedarse con la exclusiva. —Pero ahora, en el proceso de paz, los muertos serán vuestro mayor enemigo; porque los familiares, conscientes de que se está intentando avanzar una negociación soterrada entre el gobierno y vosotros, no permitirán que el proceso avance. —Pediremos perdón. –¿Y lo sentiréis cuando lo hagáis? —¡Eso qué importa! En cierto sentido sí, pero nos guardaremos para nosotros la convicción de que para llegar a este punto ha hecho falta que mueran inocentes. —¿Y cómo admitiréis ante todos vuestros seguidores que habéis perdido la batalla? —No habrá nada que admitir. Nosotros no hemos 81 Angel Gros perdido ninguna batalla. De hecho la estamos ganando. Y la victoria llegará con la entrega de las armas. —No te entiendo. —ETA nació para esto. El objetivo, desde un principio, era llegar hasta donde nos encontramos ahora mismo. ETA y la lucha abertzale están a punto de legitimarse. Porque ETA y los que nos han apoyado están en condiciones de obtener un magnifico resultado en las elecciones generales y podrían superar incluso al PNV, lo que nos permitirá acceder a la jefatura del gobierno en el País Vasco. Una vez allí, lanzaremos nuestro último desafío a España. Te repito que ETA nació para eso. ETA no es solo un grupo terrorista. Los vascos somos brutos, pero no tanto como para pensar que nuestro ejército puede vencer al español. ETA es la expresión de ruptura del proyecto de España. Finalmente, venceremos por cauces democráticos. Cuando os queráis dar cuenta, el pueblo vasco nos habrá sacado de las cárceles y estaremos dirigiendo políticamente Euskal Herria. —¿Pero qué país y qué futuro se puede esperar de unos políticos que han asesinado para alcanzar el poder? —No sería ni el primero ni el último donde sus políticos además de promulgar leyes, entienden de explosivos. Esto no nos restará capacidad ni credibilidad para dirigir los designios de nuestros compatriotas: Israel, Cuba, Palestina o Rusia ya lo han hecho antes.¿Cuántos ejemplos más quieres? —Veo que tienes tu discurso muy estudiado. Pero… ¿dónde dejas la ética? O mejor dicho, la moral. ¿Qué fue del rollo seminarista de los fundadores? ¿Del quinto mandamiento? —La religión casa mal con el socialismo. El único 82 Ongi etorri mandamiento que tenemos es impedir, como decía Borisov, la explotación del hombre por el hombre, la apropiación gratuita, por parte de quienes poseen los medios de producción, del fruto del trabajo. Tenemos que frenar la explotación que surgió como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, de la división social del trabajo, de la propiedad privada y de la escisión de la sociedad en clases antagónicas: dueños de esclavos y esclavos. En Euskal Herria estamos decididos a terminar con la propiedad del señor feudal sobre la tierra y el siervo. El capitalismo es la última forma de explotación del hombre por el hombre. Leandro dio rienda suelta a su pesimismo y explotó verbalmente: —¿Quieres que filosofemos sobre política? ¡Está bién! Déjame decirte que, desde mi punto de vista, el socialismo está muerto. ¿No entendéis que no podemos ser iguales? Porque aquí —se señaló la cabeza—, en la psiquis de todos, en la tuya y en la mía, se oculta la codicia, que es el deseo de tener más que los demás; el orgullo, que no es sino las ganas de ser mejor que los demás; la envidia, que es el ansia de ser el primero siempre; la pereza, que son las ganas de que otro realice nuestro trabajo; la ira, que son las ganas de exigir respeto total; el odio, que es el deseo de poder seleccionar quién es amigo y quién enemigo... Egoitz le interrumpió: —Tú eres un nihilista y para nosotros esa filosofía es aún más despreciable que el capitalismo. Con ellos, al fin y al cabo, podemos negociar. Los nihilistas lo negáis todo. Ellos solo nos acusan de retrógrados, de txalaparteros. Vosotros negáis nuestro pensamiento. Ellos, al menos, tienen su razón contraria a la nuestra. No pueden 83 Angel Gros entender que no queramos integrarnos en un mundo globalizado, que no queramos formar parte de esta civilización occidental y occidentalista que se cree el colmo de la perfección. Nos tachan de salvajes porque no apostamos por el progreso, el mismo progreso que está aniquilando el planeta, que está acabando con el hombre, que nos está robotizando. Supongo que habrás visto por todas partes pintadas en contra del tren de alta velocidad. Déjame recitarte unas palabras de Ernesto Sábato:“Los manchesterianos llegaron a todas partes y ya no tienen cabida los pueblos que sienten distinto, que piensan distinto, que sueñan distinto. El progreso mata el corazón y sirviendo como sirve para algunas cosas, no soluciona ninguno de los grandes problemas del hombre. No le ayuda a enfrentarse a la muerte, a superar un abandono. La ciencia sirve para lo que sirve, pero no nos enseña a vivir ni a morir.” Convendrás que tiene razón, pero a los vascos se nos acusa de primitivos y atrasados porque no queremos el tren de alta velocidad, porque no queremos un macropuerto al pie de los acantilados del monte Jaizkibel, porque no queremos más autovías. A nosotros, a los vascos, se nos tacha de inhumanos porque matamos para defender un modelo de vida más humano. Leandro alzó la voz: —Decís “nosotros, los vascos”, como si tuvierais la exclusiva de este pensamiento, como si pertenecierais a otra especie. No estoy de acuerdo con que los vascos seáis distintos. El racismo y la esclavitud se abolieron en el siglo XIX. El mismo dolor siente la madre de un etarra muerto que la de un guardia civil muerto, y ambas muertes son igual de inútiles. —La vida está llena de muertes inútiles que cambian el rumbo de la historia. 84 Ongi etorri —No entiendo cómo podéis hablar de ... —Baja la voz, parece que vuelven. Egoitz sacó su 9 mm del bolsillo y quitó el seguro. Se oyó una voz arriba, al tiempo que se oía el arrastre de las pacas de heno que cubrían el falso suelo. —Lasai, ni naiz. La trampilla se abrió y Leandro y Egoitz salieron ayudados por Andoni, que preguntó a Leandro: —¿Cómo va ese dedo? Leandro ni siquiera le miró. Unos minutos después le dejaron junto al cementerio de Sare; milagrosamente, su BMW se encontraba en la puerta. De vuelta a Donostia, y a pesar de que el aire fresco llenaba sus pulmones, Leandro estaba afectado por la conversación con Egoitz; y comenzó a sentir un calor agobiante. La cazadora de cuero le oprimía el pecho, como si fuera de otra talla, impidiéndole respirar. Las sombras, protagonistas de sus sueños, habían aparecido de nuevo y ahora flotaban, persistentes, dentro del casco, adueñándose de su cabeza. Allí estaba de nuevo la mujer pérfida, cada vez más cerca del altar de la inmolación conduciendo a los inocentes. Y Leandro, de nuevo, quiso gritar y advertirles: “¡Volved, estúpidos! ¡No os acerquéis allí! ¡No la sigáis! ¿Pero, por qué la seguís?” Leandro no aguantó más, vio un bistrot abierto al borde la carretera y paró. Un grupo de peregrinos con sus mochilas reponía fuerzas. Se quitó el casco, entró decidido y pidió un cognac; se lo bebió de un trago, y luego pidió otro, y luego otro más. Al día siguiente, cuando se levantó, no recordaba cómo había llegado hasta su casa. Tenía ocho llamadas perdidas de Gustavo Valone que no 85 Angel Gros pensaba contestar. 86 CAPÍTULO DOCE Covent Garden Los largas galerías abovedadas de Covent Garden, el antiguo mayor mercado de frutas y verduras de Londres, albergan hoy numerosas tiendas de ropa junto a pequeños establecimientos donde ponen a la venta una curiosa miscelánea de productos que atraen por igual a londinenses y forasteros, llenándolos de vida y trasiego. En una de estas tiendas, que mostraba en su escaparate algunos objetos vintage y antigüedades, Leandro se paró a observar un precioso jarrón Savoy de su querido y admirado Alvar Aalto, probablemente el diseño más conocido del arquitecto finlandés. Era un delicado vaso que fue fabricado en varios colores y que también era conocido como El Lago o como Pantalones de cuero para mujeres esquimales. A menudo, Leandro pensaba en este objeto como en una metáfora de los últimos sucesos: distintos nombres para un mismo objeto, distintas lecturas para una misma realidad. Meditaba sobre el insistente empeño que tenemos en buscar la verdad de las cosas en el fondo de nuestras almas, en lugar de en las propias 87 Angel Gros cosas. Desde el día en que fue creado, el jarrón Savoy se prestó a múltiples interpretaciones: algunos lo identificaron con un lago finlandés, con sus curvas sinuosas y cristalinas; otros, más imaginativos o rebuscados —entre ellos el propio Alvar Aalto—, asociaba sus formas a las de unos rígidos pantalones esquimales de piel de foca. Pero el jarrón Savoy no dejaba de ser sino aquello para lo que fue creado, un bello jarrón cuyo fin era decorar las mesas de un restaurante: el Savoy. Aunque la realidad sea siempre la misma, nos empeñamos en extraer de ella visiones dispares, negando las realidades de los demás. Nuestros ojos parecen tener tendencia a cegarse ante la sencillez. Con estos pensamientos, Leandro no pretendía negarle un espacio a la poesía, pero se preguntaba si no sería todo mucho mas sencillo si viéramos las cosas tal y como son. Así cavilaba cuando se sentó en uno de los veladores que había junto a la famosa tienda de galletas calientes Ben´s Cookies. Aunque las mesas y sillas pertenecían al local vecino —y este punto estaba sobradamente explicado en cada mesa mediante pequeños carteles—, los turistas las ocupaban voraces para degustar las galletas recién horneadas, pero sobre todo para descansar sus doloridos pies. Tal era el agotamiento, que ya podía venir la Royal Army a desalojarles que estarían dispuestos a defender aquellas sillas con sus vidas. Leandro había pedido una taza de Earl Grey y una Doble Chocolate Chunk. Le gustaba el toque especial que el aceite de bergamota daba a ese té y la combinación de sabores que se producía con las galletas. No había dado el segundo mordisco, cuando un hombre de unos cincuenta años, con el pelo blanco, cortado militarmente, se sentó a su lado sosteniendo un 88 Ongi etorri vaso de cartón de Starbucks. —Señor Hill, no dispongo de mucho tiempo. Elegí este lugar porque le pondrá las cosas más difíciles a cualquier paparazzi. Dio un sorbo a su café mientras escrutaba la lejanía por encima del borde del vaso, y continuó: —Supongo que está al tanto de la situación: no podemos avanzar en el proceso mientras exista la más mínima sospecha de que una pequeña parte de los presos vaya a obtener mayores beneficios penitenciarios —o incluso la libertad— mediante la compra de jueces. Necesitamos, cuanto antes, descubrir quién está complicando las cosas desde el lado del gobierno español, y quién desde el ejército de liberación vasco. A estos últimos creemos conocerlos bien, y ningún dato, hasta ahora, nos aproxima hacia al culpable. De lo que sí estamos seguros es de que no se trata de un preso, porque para llevar a cabo su misión necesita cierta libertad de movimientos. Del otro lado, y esa es la razón por la que le hemos hecho venir hasta aquí, tenemos una pista muy valiosa: hace unos meses, en una impresora que prácticamente nadie usa en Lakua (como llaman ustedes a la sede del Gobierno Vasco), alguien no llegó a tiempo de retirar tres hojas de papel que había mandado imprimir. Acababan de salir de la máquina, cuando uno de los vigilantes del edificio las vio y, tratándose de las ocho de la tarde, supuso que serían copias abandonadas o inservibles. Las cogió y las llevó hasta un despacho contiguo donde se dejaban para ser recicladas. Probablemente el que las imprimió tardó algo más de la cuenta en recogerlas y cuando llegó a la fotocopiadora los papeles no estaban. Por seguir haciendo conjeturas, debió pensar que la 89 Angel Gros impresión no debía haberse llevado a término, así que repitió el proceso y esta vez sí que se llevó sus hojas. En el disco duro de la impresora quedó reflejado: dos documentos iguales, compuestos de tres hojas cada uno, enviados con una diferencia de siete minutos. Un funcionario, que solía aprovechar los folios usados, sospechó de su contenido. Nada más hojearlos, llamó su atención una lista con trescientos cincuenta nombres, casi todos de origen vasco. De los cuáles, doce estaban marcados a su izquierda con el signo "+". Los papeles acabaron en manos de la policía, que enseguida reparó en que se trataba de un listado de presos. El porqué algunos de los nombres estaban marcados con un signo “+” y otros no, los mantuvo ocupados durante semanas, sin hallarle la más mínima lógica. La impresora indicaba la procedencia del archivo, pero correspondía a uno de los ordenadores de uso común de la biblioteca. Durante casi un mes, estas tres hojas dieron vueltas de departamento en departamento; y, justo cuando estaban a punto de darse por vencidos, un suceso evitó que se archivaran: un juez de la Audiencia Nacional de Madrid acababa de avisar a la policía de que estaban intentando sobornarle. De pronto, ambos incidentes tenían relación. >>El juez, un hombre de edad indefinida, contó que alguien, haciéndose pasar por redactor del diario El País, se puso en contacto con él y concertó una cita en una librería/cafetería madrileña del barrio de Malasaña. Lo describió como un tipo extraño. Entre cuarenta y cincuenta años; con sombrero, y respondiendo a una tipología inquietante, que el juez defi nió como hermafrodita. Llegaron a mantener dos reuniones secretas y el juez simuló estar interesado desde un principio en el 90 Ongi etorri soborno, intentado así recabar el máximo de información para la policía. La oferta consistía en un millón de euros a cambio de ser favorable en las revisiones de condena de cuatro presos vascos pertenecientes a antiguos comandos de ETA. >>En una segunda entrevista, el misterioso hombre del sombrero facilitó los nombres de los cuatro presos, añadiendo que aún había otros ocho, pero que no era necesario conocer sus nombres porque sus causas serían revisadas en otras salas. Cuando estaba finalizando la segunda reunión, el juez insistió en conocer más datos, lo que levantó —creemos— sospechas, ya que el individuó se despidió precipitadamente, sin haber terminado su café. El juez esperó en vano durante las semanas siguientes a que se produjera un tercer encuentro, pero sin ningún resultado. A día de hoy no ha vuelto a tener noticias de él. Este asunto llegó a oídos de un tal comisario Campos, que dirigía la investigación en el tema de la lista de presos. Este quiso saber cuáles eran los nombres de los presos de los que se habló en el intento de soborno. Comprobó inmediatamente que los cuatro nombres formaban parte de la lista hallada en la impresora, y que los cuatro nombres correspondían a algunos de los marcados con el signo "+". Supuso que no había mucho margen de error para pensar que los otros ocho, los que el “hermafrodita del sombrero” no quiso nombrar, corresponderían a los restantes marcados en la lista. Pero ha surgido un problema: casualmente se han producido cambios en la Audiencia Nacional, y ahora las sentencias de los cuatro presos en cuestión van a ser revisadas en las salas donde se iban a juzgar a los ocho restantes. Sospechamos que los jueces de estas otras salas no han sido tan escrupulosos en 91 Angel Gros sus funciones como el primero. >>Mientras este tema no se aclare, el ejército vasco nos ha comunicado que no piensa dar ninguna señal de avance en el proceso de paz. Los intentos del gobierno de negociar individualmente con los presos en lugar de tomar una decisión colectiva agravan aún más el problema. El motivo de esta reunión es que usted conozca esta pista — dio un último sorbo al café y se levantó de la silla—. Ahora ya lo sabe, la persona implicada tiene acceso al área restringida de Lakua y hace uso de la biblioteca. Ambos se despidieron y Leandro se encaminó a su hotel en el East End, cerca de la estación de WhiteChapel. Subió a la habitación para dejar un par de bolsas con algunas compras que había hecho en Covent Garden y comprobó que, esta vez, en su móvil, aparecían varios whatsapp de Gustavo Valone ofreciéndole tres fechas durante la semana para quedar para comer. Leandro se relamió pensando en cómo se le habrían puesto los dientes de largos a su jefe cuando le sorprendió charlando con el Lendakari y la consejera durante el evento de Turismo. Ahora mismo estaría maquinando cómo adjudicarse algunos concursos de la administración, y frotándose las manos pensando en los beneficios que podría obtener de tan jugosos contactos: “¿Gustavo Valone invitándole a comer a él? ¡Cuánta generosidad!” Se dio una ducha y cenó en un recoleto restaurante hindú. Leandro siempre se alojaba en el East End, incluso cuando el barrio ni siquiera estaba de moda. A finales de los noventa, un puñado de snobs como él lo habían adoptado como uno de los lugares donde encontrarse. En aquellos años, no hará más de diez o quince, era aún una zona marginal, el barrio humilde de los cockneys y también 92 Ongi etorri de los bengalíes. De ahí la fama de sus buenos, no muy bonitos, pero baratos restaurantes hindúes. Pero además, en el pasado, fue el territorio de caza de Jack el Destripador: cinco prostitutas acabaron sus días en estos callejones. Por aquí, también, ensayaban en sus inicios los Iron Maiden; y era un lugar de culto para los amantes del heavy metal que pululaban por sus calles. Después de una cena copiosa, especiada con jhalfrezis y prawn malai, sus currys favoritos, volvió a su habitación. Aquella noche, durante el sueño, las siniestras figuras volvieron a aparecer. De nuevo vislumbró la procesión callada perdiéndose en la lejanía y aquella macabra mujer dirigiendo la comitiva. Divisó entre ellos a una inocente madre que llevaba un niño en brazos y a otro de la mano. Esta se giró en cámara lenta y le miró implorante, como suplicando ser liberada del consciente final al que estaban abocados. Pero Leandro no podía hacer nada por acercarse, hubiera deseado llegar hasta ella, agarrarla de un brazo y sacar a los tres de la muchedumbre; después, escupir a la diabólica culpable. Se despertó a las cinco menos cuarto; como siempre con una fuerte arritmia. Se dirigió al minibar y molestó al servicio de habitaciones para pedir unas limas. Se preparó un gintonic al estilo Dickens (una coctelería del bulevar de Donosti, que se enorgullece de preparar los mejores del mundo; aunque lo único seguro, en todo esto, es que son los más caros). Acto seguido, encendió la televisión. En el pasado, había aprendido a ahuyentar estas visiones quiméricas a base de lingotazos, adormeciendo la conciencia hasta volverla inofensiva. Durante años, durante más de una década, cada vez que afloraban estos pensamientos —no siempre eran sueños— se bajaba al 93 Angel Gros bar más cercano a su casa, o a otros que rondaban la ofi cina, donde ya era bien conocido. Allí, sus atormentadoras visiones se esfumaban al instante. Con el tiempo, acabó refinando esta sistema de autodefensa. Al salir del trabajo, que al menos le mantenía apartado de sus siniestros pensamientos durante horas, cogía el coche y se dirigía a un elegante bar, a mitad de camino entre el despacho y su casa, que se llamaba Square. Un lugar donde nadie le conocía y donde podía beber tranquilamente y a destajo. Coincidía con que el camarero surtía de papelas de cocaína a unos cuantos clientes fijos y Leandro pasó a ser uno de ellos. No tomaba mucha, pero la justa para mantenerse despierto hasta superar las horas más difíciles de la noche, aquellas en que las desagradables visitas llamaban a la puerta de sus sueños. Luego, cuando llegaba a casa, a altas horas, caía rendido y aturdido por la mezcla con el alcohol. El bar tenía una sofisticada clientela y allí hizo nuevas amistades, gente trendy y altos ejecutivos de empresas con dependencias parecidas a las suyas. Con ellos compartió negocios y, sobre todo, juergas. Frecuentaba los mejores restaurantes de Madrid a mediodía y, a última hora de la tarde, se dejaba ver por el Square para aprovisionarse de coca. Luego, tan pronto aparecía en algún exclusivo showroom de alguna importante marca de ropa, como asistía a la zona vip de un concierto, o a una exposición de algún artista de vanguardia. Muchas veces acompañado de bellas chicas, pero rara vez con la misma. Jamás, una relación duradera. Ellas lo tachaban de misógino. Ellos sospechaban de su sexualidad. Leandro empezó a coleccionar objetos muy caros para decorar su espectacular ático en el barrio de Salamanca. 94 Ongi etorri Fue entonces cuando nació su afición por Alvar Aalto y sus diseños. Consumismo y superficialidad se convirtieron en los crápulas compañeros que alejaban su mente de los tormentosos recuerdos. Ocupar su cabeza en banalidades pasó a ser otra de sus dependencias. Las rayas, entretanto, iban y venían, pero siempre a mitad de velocidad que las copas. Leandro solía ralentizar el consumo, según avanzaba la noche, para no acostarse demasiado espídico; pero sí lo suficientemente aturdido como para caer desplomado en la cama. Afortunadamente, este estilo de vida pertenecía al pasado: en los dos últimos años, había comenzado a controlar sus adicciones y no había vuelto a probar la coca. La ruina económica en que se encontraba era su mejor aliado. Pero sobre todo, las siniestras pesadillas que le atormentaban eran ahora mucho menos frecuentes, y no necesitaba autorecetarse. Para su desgracia, tras los recientes sucesos, la presión estaba pudiendo con él; y se le estaba haciendo muy difícil no volver a las andadas. 95 CAPÍTULO TRECE Lakua El enorme edifi cio del gobierno vasco llamado familiarmente Lakua, por encontrarse en este barrio de Vitoria, alberga numerosas consejerías y departamentos. A las 9:45 había que hacer cola para conseguir que las secretarias, tras el mostrador de la planta baja, tomaran nota de los datos personales de todos los visitantes. Entre sus funciones, estaba la de certificar el nombre de la persona visitada y el lugar donde tendría lugar la reunión. Los vigilantes, por su lado, se hacían cargo del registro de sus pertenencias. La sensibilidad del arco de seguridad estaba a un nivel alto, como de costumbre, y el escáner de última generación era capaz de detectar cualquier elemento extraño que alguien intentara introducir en su maletín, bolso o ropa de abrigo. Leandro atravesó el arco sin problemas, después de vaciar sus bolsillos en una bandeja, y se dirigió a la tercera planta donde había acordado una reunión con Antonio Aguirre para ponerle al tanto de sus avances. A la salida del ascensor, este le esperaba con su distante cordialidad, 96 Ongi etorri que comenzaba a desvanecerse desde que los encuentros entre ambos eran más frecuentes. Se sentaron en una pequeña sala de reuniones, con una mesa redonda para cuatro o cinco personas, donde Leandro improvisó con notable oratoria dos posibles estrategias que podrían perpetuar al Lendakari en la Lehendakaritza durante otros cuatro años. Al finalizar la exposición, que apenas duró veinte minutos, Antonio se mostró sorprendentemente satisfecho y Leandro aprovechó para hacerle algunas preguntas: —¿Tienes aquí tu despacho? —En realidad, no; yo siempre trabajo en la sede del partido o en la agrupación local. Pero hago bastante uso de estas salas, porque paso mucho tiempo con los consejeros. —¿Camila Izaguirre está aquí? —¡Sí, claro! Su despacho está en la segunda planta; si bajas, es fácil que te cruces con ella. Pasa mucho tiempo en Lakua. Además, como está preparando un curso sobre acuerdos y normativas de colaboración en materia antiterrorista, por las tardes se queda estudiando en la biblioteca hasta tarde. “¿Biblioteca…?” Esa palabra resonó en la cabeza de Leandro como el tañido de una campana. —¿Hace mucho que está estudiando para ese curso? —Un par de semanas; pero cuando no es un curso, es un master. Camila y los libros se llevan bien. Se le nota la preparación en todo lo que toca. Siempre aborda los temas con visión y profundidad. —¿Y dices que hace mucho uso de la biblioteca? —Eso es. Pero…¿por qué te interesa tanto? ¡Ah…, ya sé! No tienes por qué ocultarlo… ¡Aquí nos gusta a todos! 97 Angel Gros Es innegable que irradia atractivo. Te has puesto rojo… o blanco… No sé, pero te ha cambiado la cara —dijo en tono burlón. —No es eso,… no se trata de …. —balbuceó Leandro, conmocionado aún con el comentario—. Bueno, te tengo que dejar. Se me hace tarde y tengo que darle forma a las ideas que hemos comentado. Leandro abandonó la sala y, acompañado de Antonio Aguirre, se dirigió hasta el ascensor, donde se despidieron con un apretón de manos. Seleccionó el botón de la planta baja… pero, nada más cerrarse las puertas, pulsó el botón de la segunda planta. Leandro salió con precaución a un pasillo vacío, con despachos deshabitados a los lados, y caminó hasta ver a un joven que portaba unos pequeños altavoces encima de un ordenador portátil que usaba a modo de bandeja. Estaba entrando en una sala donde, a través del cristal, se advertía la presencia de varias personas reunidas en torno a una larga mesa. Esta era grande y parte de ella quedaba oculta, sin dejar ver a los asistentes que ocupaban las sillas del lado menos visible de la misma. Asomarse descaradamente resultaría chocante para los que allí estaban reunidos, pero Leandro vio una máquina de café cerca y se dirigió hacia ella. Introdujo unas monedas y sacó un cortado. Cuando cogió el vaso, adoptó la postura del que piensa tomárselo allí mismo, disimulando sus verdaderas intenciones. Agitó el café con una cucharilla de plástico blanco, al tiempo que dejaba caer el peso de su cuerpo en el pie contrario, con lo que mejoró su visión de la sala. Ahora sí, ante sus ojos estaban todos los asistentes, excepto la persona que ocupaba la cabecera. Aunque, por sus manos y por las joyas que las adornaban, se adivinaba 98 Ongi etorri que se trataba de una mujer. En ese momento alguien tocó su espalda y se giró sobresaltado. Era Camila Izaguirre. —¿Leandro? no sabía que estabas aquí. —Hola Camila. Te buscaba. He tenido una reunión con Antonio Aguirre y me ha dicho que trabajas en esta planta. —Es una casualidad que me pilles en ella. Tengo aquí mi despacho, pero estas semanas casi no lo he pisado. —¿Vas más a la biblioteca? —preguntó Leandro. —¿Cómo lo sabes? —Antonio Aguirre me comentó que eres una persona muy aplicada. —Ah, el curso, claro. La biblioteca es mi refugio. No hay teléfonos fijos y te obligan a desactivar los móviles. La jefa de servicio es un encanto y hace una excepción conmigo permitiendo que me quede después de las 6:15, que es cuando acaba el servicio de préstamos y consultas. Cambiando de tema, te pensaba llamar. Le comenté al Lendakari tu conocimiento del —miró hacía los lados— impuesto y me ha pedido que valores el siguiente dato: Rosa Gaztelu, la secretaria de Antonio Aguirre, le ha puesto al tanto de los últimos viajes de Antonio. En estos tres meses, alegando temas personales, ha estado dos veces en Madrid y cuatro en el sur de Francia: dos en Toulousse y una en Bidart. Estos viajes, en principio, no tienen por qué significar nada. Antonio tiene familia en Francia: algunos antiguos refugiados que él nunca ha ocultado que frecuenta. Pero es mejor ser precavidos. El Lendakari sabe que tienes tanto contacto con él como nosotros, y prefiere que seas tú quien observe sus movimientos. Si notas algo raro, por favor, ponnos al tanto. Despertarás menos 99 Angel Gros sospechas, en caso de que pretenda ocultar algo. —Vuestro encargo consistía en diseñar una campaña de publicidad, no en hacer de detective privado. —Lo siento, Leandro, pero puedes hacer un gran servicio a este país. —¿A qué país? ¿A España? ¿A Euskadi? Me paso vuestros países, vuestras banderas y vuestra política por el forro. Lo único que sé es que gracias a tu inocente ofrecimiento de hacer una campaña de publicidad, la vida de mi hija está en peligro; y a mí ya me han intentado liquidar dos veces. —Lo siento. Tienes toda la razón… Déjame confesarte algo —aquí Camila se colocó su gracioso mechón rebelde detrás de la oreja—, no sé cómo decírtelo pero… no dejo de pensar en la noche que pasamos en la Rioja. No puedo quitármelo de la cabeza. Leandro no daba crédito. ¿Cómo podía aquella mujer, en un instante, cambiar de asunto y enredarle como a un quinceañero, apartando la atención hacia otro tema y restándole importancia a todo lo sucedido? —Yo tampoco puedo quitarme de la cabeza el dolor en la sien que tengo desde que un loco me disparara tres tiros en la cabeza. —Tenemos que hablar, Leandro, pero fuera de aquí. Hay cosas que no te he contado. Dos horas más tarde, Camila llamó a la puerta de la habitación 412 del Hotel Boulevard de Vitoria. Leandro abrió después de preguntar dos veces quién era y no oír ninguna contestación al otro lado. Camila entró visiblemente nerviosa, preocupada porque alguien en el pasillo hubiera podido verla. Nada más cerrar la puerta, 100 Ongi etorri comenzó a hablarle en voz baja. —He tenido que contarle al Lendakari que tenía que visitar a un familiar al Hospital Universitario. Definitivamente: no sé mentir. Leandro lo dudó, mientras ella le dejaba caer una gabardina azul, casi sin mirarle, y se sentaba en el borde la cama cruzando las piernas. Leandro se apoyó en la mesa frente a ella y cruzó los brazos dispuesto a escucharla, pero inmediatamente Camila se levantó, se lanzó hacia él, y lo abrazó, besándole en el cuello. Leandro nunca fue una persona con la cabeza fría y decidió que este no era el mejor momento para dejar de serlo. No tardaron en desnudarse el uno al otro; él la derribó en la cama y sin prolegómenos la poseyó con el mismo ímpetu que la noche de la Rioja. Camila, que aún mantenía su peinado recogido, se pasó la mano para soltarlo, esparciendo su preciosa melena sobre la espalda. Aprovechó para girarse y ponerse sobre Leandro, que de nuevo vio una cara distinta en un cuerpo distinto, con una cadera prodigiosa y unas piernas que lo abrazaban con fuerza, mientras una mirada profunda y entregada parecía suplicar que aquello nunca acabara. Leandro empezó a perder el sentido de la realidad y advirtió como el techo de la habitación se alejaba hasta perderse y la silueta de Camila cambiaba de forma y se convertía en una especie de sombra en la que solo se distinguían unos ojos; que ya no eran oscuros, como cuando él los contemplaba en el pasillo de Lakua, sino dos destellos brillantes que eclipsaban todo lo demás. Sus músculos se contraían obedeciendo a estímulos que provenían de algún lugar secreto y la excitación crecía en Leandro al ver como ella gozaba balanceando su cadera 101 Angel Gros adelante y atrás, con sus largos y elegantes brazos apoyados en su pecho. En cuestión de segundos, sus jadeos se convirtieron en gritos apagados; y los gritos apagados en gritos de placer. Leandro no podía apartar su mirada de la de ella, que lo tenía sometido, y creyó intuir en su boca una sonrisa ganadora, dominante, consciente de ser dueña del momento. En ese instante, a las puertas del orgasmo, Leandro comenzó a perder el control sobre sí mismo y empujó como si quisiera levantarla en el aire. Cuando estaba alcanzando el éxtasis, recibió una inesperada bofetada en la cara. Camila, al contemplar su gesto de asombro, se paró de golpe, y cogió con sus manos las mejillas de Leandro. —Perdona… ¿te he hecho daño? Este, trastornado, no estaba en condiciones de contestar. La cara le palpitaba. —¡Lo siento… lo siento… lo siento!— repitió ella, mientras le besuqueaba la frente, la cara, la barbilla… Se separó de él avergonzada, y se sentó al borde de la cama con la respiración agitada. De pronto, miró a Leandro. —Tengo que irme. Leandro observó, perplejo, la capacidad de Camila de ponerse desde el sujetador hasta la camisa en solo unos segundos; y casi no se había incorporado de la cama cuando ella ya tenía el bolso en la mano y salía de la habitación arreglándose el pelo. Aún tuvo tiempo de reprocharle: —Tú tienes la culpa de todo. Leandro, confuso, no era capaz de entender nada. No es que no le hubiera gustado ese momento, digamos que sádico, de Camila, era sólo que no se lo esperaba. Pero la 102 Ongi etorri reacción de ella era totalmente desmedida, como si le culpará a él de sus arranques de pasión incontrolada. —¡Camila —acertó a gritar Leandro—, no quiero volver a verte! Pero ella ya estaba demasiado lejos. 103 CAPÍTULO CATORCE Konsultategia Leandro abandonó el hotel media hora después y pagó la habitación dando unas explicaciones al recepcionista absolutamente innecesarias. Nada más salir a la calle, una pelota de tenis cayó a sus pies, y Leandro la lanzó de vuelta, con esa teatralidad que utilizan los adultos para ganarse a los niños. El pequeño iba con su madre y Leandro reconoció a Rosa Gaztelu: la secretaria de Antonio Aguirre. —¿Rosa, verdad? —¿Leandro Hill? Su voz grave y sus ademanes poco femeninos eran inconfundibles. — ¿Te alojas en este hotel? —preguntó ella. —Sí… bueno, no… he tenido una reunión con un cliente. —¡Qué casualidad encontrarnos en Vitoria! Te presento a Galder, mi hijo; venimos, una vez por semana, a un logopeda en esta misma calle. 104 Ongi etorri —¡Hola Galder! Este le miró pero no contestó el saludo. —Ya me contó Antonio, eres una mujer admirable. —Para nada. Todas las madres se crecen ante los problemas de sus hijos. Es algo genético. Te aseguro que no tiene ningún mérito. Leandro sentía una especial admiración por la gente que lucha infatigablemente contra un destino adverso, así que se interesó por la vida de Rosa y dio pie a una conversación a la que ella también parecía estar dispuesta. Tenía la intuición de que Rosa podría contarle muchas cosas que los demás no estaban dispuestos a mencionar. —¿Debe ser difícil conciliar tu trabajo y la educación de Galder? —No es fácil. —Rosa, ¿podríamos quedar para hablar algún día fuera del trabajo? Necesito tu ayuda. —Ahora si quieres. Bueno, si dispones de tiempo y no te importa acompañarme al logopeda. La clase de Galder dura una hora y, en ese rato, no tengo otra cosa que hacer. Leandro sintió una ola de simpatía hacia esta mujer con la que le resultaba tan fácil sentirse cómodo. Así que caminaron juntos hasta llegar a un portal amplio, de “casa bien”, con una ristra de placas metálicas adornando la entrada. Algunas, de despachos de abogados; otras, de notarios; y, entre ellas, la de la Clínica Asperger. Una vez arriba, una recepcionista saludó con familiaridad a Rosa y a su hijo. Les hizo pasar a una elegante habitación con dos sofás; sobre una mesita baja de madera descansaban los periódicos del día y algunas revistas del corazón. Rosa puso al día a Leandro de los pormenores del 105 Angel Gros autismo y de los avances que la medicina estaba realizando sobre ese tema. En general, muy poco esperanzadores: —Para los niños con autismo, el mundo es un lugar amenazador. Pasan miedo todos los días y a todas horas. No se conoce el motivo ni cómo tratarlo. No se sabe si es hereditario, si lo causa alguna toxina en el medio ambiente o en el útero materno, si lo dispara alguna vacuna infantil o si la culpa es de algún desorden inmunológico. Es bastante descorazonador. Viven en un mundo en el que son perfectos extraños; amenazados por la luz, el sonido y el tacto. Se defienden mediante un complicado ritual de repeticiones de gestos. >>Comencé a preocuparme por Galder, cuando tenía veinte meses, porque no hablaba nunca. Al principio, no quise darle demasiada importancia, varios miembros de mi familia habían aprendido a hablar muy tarde. Pero empezó a alarmarme el hecho de que no notara si yo iba o venía por la casa. Tampoco extendía sus brazos para que le sacara de la cuna. No le sorprendía verme, ni el hecho de que le dejara solo. Un día dejé caer al suelo un xilofón detrás de él, mientras miraba la tele, y ni siquiera parpadeó. Otra noche, en plena madrugada, me desperté y se me congeló la sangre: le oí reír solo. Fue estremecedor. Visitamos al médico de cabecera y a este le bastó con escuchar lo sucedido para entender que estaba frente a un caso de autismo. Fue un mazazo para André y para mí. En ese preciso instante, descubrimos que nos esperaba un futuro aterrador. En menos de un año la convivencia con mi marido se hizo imposible y nos separamos. Yo creo que para él fue un alivio. Durante un tiempo nos pasó dinero que me ayudó a pagar 106 Ongi etorri especialistas y tratamientos; pero luego lo echaron del trabajo, y lleva ya en el paro más de cinco años. En ese momento, Rosa agarró a Galder de un brazo cuando intentaba desbaratar un montón de revistas que había sobre la mesa. —¡Deja eso, Galder! —dijo Rosa, y luego girándose hacia Leandro— Todavía le regaño a sabiendas de que un niño con este grado de autismo no entiende las instrucciones ni las preguntas. Da igual lo que le diga: ¡Ponte el abrigo! ¿Más puré? A él, estas frases no le dicen nada. Ni contesta, ni se inmuta. A veces, mientras estoy echando gasolina en el coche, golpeo el cristal para llamar su atención. Un niño normal gesticularía o sonreiría. Galder ni siquiera me mira. Me parte el corazón. Perdona que te cuente todo esto, no quiero amargarte la tarde con mis miserias —en ese momento cogió sin mirar una revista de la mesa y la volvió a dejar como arrepintiéndose —. La verdad es que no cuento con demasiados amigos con los que desahogarme. —Eres una mujer valiente. —Muchas veces me pregunto de dónde saco las fuerzas. Nunca me he planteado rendirme. Estoy segura de que algún médico o algún tratamiento harán más fácil el futuro de Galder. Estoy dispuesta a ahorrar el dinero que haga falta, trabajar las horas que sean necesarias para seguir intentándolo. He probado de todo. Tiene un terapeuta particular que lo trata a diario, menos los jueves: “terapia del habla”, una hora al día; y “terapia ocupacional”, el fin de semana. También estoy viendo la posibilidad de un tratamiento experimental en Estados Unidos en una clínica privada de California. Consiste en la inyección de un medicamento, llamado Enbrel, que 107 Angel Gros normalmente se utiliza para la artritis, y que parece que también está dando resultados contra el Alzheimer. Estoy esperando una ayuda para los gastos del Gobierno; pero, con los recortes en sanidad, no creo que llegue nunca. Ya ves, para que luego digan que los políticos nos aprovechamos de nuestra situación de privilegio en las instituciones. Una chica jovencita salió de un aula pequeña dejando la puerta entreabierta. Al fondo, una madre ayudaba a su hija a colocarse el abrigo. Se dirigió hacia el hijo de Rosa y le cogió de la mano. —Vamos dentro Galder. ¿Te acuerdas de Mowgli? El último día te gustó mucho el Libro de la selva. —Pásalo bien Galder —le deseó su madre, aunque este ni siquiera volvió la cabeza. La logopeda guiñó un ojo a Rosa y cerró la puerta. —La clase durará una hora. ¿Dime qué quieres saber? —¿Quién es Antonio Aguirre? —¿Por qué me preguntas eso? —dijo Rosa mientras buscaba un paquete de tabaco en el bolso. —El Lendakari me ha pedido que intente averiguar más cosas de su vida. Creo que tú ya le diste algunas pistas de sus últimos movimientos. —Te invito a un cigarrillo abajo, no debemos hablar aquí. En la puerta del número 20 de la calle Postas, Rosa prendió un Marlboro tras encender el de Leandro. —Antonio es un hombre intachable. Ha sido mi jefe durante mas de veinte años y además hemos sido compañeros de partido durante veinticinco. Antes de entrar en el Partido Socialista de Euskadi, militó en el Partido Nacionalista Vasco, y antes de todo estuvo en el 108 Ongi etorri seminario, con los jesuitas, aunque no llegó a ordenarse. Formaba parte de la rama más radical del PNV, muy talibanes… ¿Sabías que ETA la montaron unos jóvenes del PNV? Antonio debía tener por aquel entonces unos diecisiete años y su hermano Gorka era uno de los fundadores de la organización. Murió pocos años después. En aquella época, hablamos de los setenta, Antonio hizo muchos trabajitos para la banda armada, pero sobre todo actuaba como mugalari, como pasador de frontera. >>En Errenteria, su pueblo, todo el mundo sabía que estaba en la segunda línea. Pero, de un día para otro, desapareció. Lo dejó todo y se fue a vivir a León. Estuvo trabajando como profesor en la universidad durante dos años y desde allí se afilió al Partido Socialista de Euskadi. Cuando se enteraron en Errenteria, no se hablaba de otra cosa: “Se había vuelto español”. Eligió un mal momento para volver al pueblo. Consiguió un trabajo de profesor en la Universidad de Deusto de Donostia y, a la semana de comenzar las clases, se iniciaron los acosos. Le pincharon las ruedas del coche en el parking, le dejaron cartas amenazantes en el buzón y, por último, le dibujaron el punto de mira de un arma en la fachada de su casa. Se mudó a Bilbao y pidió plaza en la Universidad de allí. Los ataques directos cesaron, aunque tuvo que aguantar algún que otro abucheo en el campus. Cada vez dedicaba más tiempo al partido. Comía en la sede y después del trabajo diseñaba estrategias para la selección de candidatos. Los fines de semana los pasaba escribiendo discursos o preparando asambleas. Su labor se enfocaba cada vez más hacia los temas de comunicación y las elecciones. >>Entre tanto tuvo dos hijos, pero la vida en pareja se hizo insoportable. Para Antonio, solo parecía existir el 109 Angel Gros partido. Emilia, su mujer y novia de juventud, abertzale de pro como Antonio en sus años mozos, se hartó de él y de las continuas humillaciones que recibían ella y su familia en Errenteria, donde pasaron a tratarla como una maketa más. A sus padres no les atendían en la panadería del barrio, ni en la carnicería, ni en la pescadería, y tenían que comprar al otro lado del pueblo. Aún no habían llegado los Carrefour ni los Eroski. En el colegio, a una de sus sobrinas, de trece años, sus compañeras de clase le rompieron un brazo en el recreo. >>Cuando se separaron, Antonio se volcó aún más en la política. El actual Lendakari, que entonces empezaba a destacar en el partido, se fijó en él; e influyó para que le incluyeran en todas las comisiones importantes. Ahí nos conocimos, aunque yo en realidad solo ponía cafés. Pero tuve la suerte de estar al lado de los mejores y, como aún no había nacido Galder, me quedaba hasta las mil con ellos. A veces los acompañaba en los viajes haciendo un poco de todo: organización, reservas de billetes, hoteles... etc. Éramos jóvenes y creíamos firmemente en un modelo de Euskadi en el que cupieran todos; el socialismo tiene eso, que no hace distinciones. —Los abertzales también se dicen socialistas. —Si, pero pesa más el racismo. Enseguida empiezan con el rollo ese de los romanos. Han leído demasiados "Astérix". Hablan sin fundamento, algunas calzadas romanas pasan delante de sus casas. —Por lo que cuentas, Antonio parece el hijo pródigo, la oveja descarriada que ha vuelto al redil. —Ahí está el problema. Su vida es sospechosamente ejemplar. La de un joven radical, violento, imbuido de ideas utópicas que equivoca sus pasos y de pronto 110 Ongi etorri recapacita, reinsertándose en la sociedad. —¿Dónde está el problema? —La pregunta no es dónde, sino qué ¿Qué le hizo cambiar de la noche a la mañana? ¿Qué le hizo pasar de proyecto de terrorista a ciudadano democrático? Durante algún tiempo en el partido estuvo bajo observación. Con razón o sin ella, desde la revolución rusa, los socialistas hemos vivido obsesionados con las limpias en los partidos y con el espionaje político. El carnet no se lo podemos negar a nadie, pero las responsabilidades solo las adquieren los que están libres de sospecha, y eran muchos los que no confiaban en él. En aquel momento se decía que la banda terrorista tenía un topo en el partido. Un infiltrado que facilitaba los movimientos de los afiliados: dónde vivían, qué rutinas seguían… En aquella época asesinaron a muchos de los nuestros; y tu vecino de puerta, con el que te saludabas en el ascensor, podía ser quien facilitara esas rutinas a los terroristas. Pero además, para ellos, el hecho de tener infiltrado a alguien en el PSE era garantía de estar mucho más cerca de las decisiones del gobierno central y de poder facilitar mucha información policial y política a la organización. Algunos estaban convencidos de que Antonio podía ser el topo, de que había sido preparado en secreto para actuar como infiltrado en los partidos “españolistas”, como ellos nos llaman. Decían que el devenir de Antonio durante aquellos años estaba cuidadosamente diseñado: un tiempo fuera de la circulación (alejado de Euskadi para que pareciera que había recibido un nuevo adoctrinamiento político), una vuelta a su lugar de origen para asegurarse el rechazo de sus excorreligionarios; y, por último, un cambio de residencia a Bilbao, huyendo de su gente y 111 Angel Gros cerca de nosotros para poder estar en el centro operativo del PSE, cerca de donde se cuecen las cosas. ¿No me negarás que la hipótesis era bastante plausible? Leandro asintió comprensivo, aunque no pudo evitar pensar que el planteamiento era un poco rebuscado. —Antonio nunca negó su pasado, ni dejó de ocultar sus relaciones con amigos y familiares del entorno abertzale. Esto, al contrario de lo que puedas suponer, generaba confianza en nosotros. Podías encontrártelo en un bar con gente de Batasuna, con los de perfil pacífico y dialogante, no con esos que invitan a vinos cada vez que mueren guardia civiles. Con ellos sucedía lo mismo que con Antonio: estaban cuestionados en sus propios círculos por tener amigos “españolistas”. Ese andarse sin tapujos, liberaba a Antonio de muchas sospechas. >>Además, viajaba mucho a San Juan de Luz para ver a su hermana Ziortza, a la que estaba muy unido desde la muerte de su hermano Gorka manipulando explosivos. Ziortza, la pobre, esa sí que sufrió lo suyo, vivía allí desde que se refugió en el noventa y cuatro, cinco años después de que la guardia civil de entonces le empezara a hacer la vida imposible. Cuando vivía en Hernani, la llevaban al cuartel de Intxaurrondo un día sí y otro también, y la interrogaban e insultaban durante un buen rato. A veces, le ponían una bolsa de plástico en la cabeza; y otras, le sobeteaban las tetas. Luego, la dejaban en la puerta, hundida, con la rabia y las lágrimas recorriéndole el rostro, en las noches frías y húmedas de Donosti. Y, a esas horas, se volvía caminando sola más de un kilómetro hasta la parada del autobús, con las medias y las bragas empapadas en orina. A menudo, llegaba a Hernani después de la hora de cenar. Sus hijos, desde muy 112 Ongi etorri pequeños, aprendieron a hacerse una tortilla de bacalao y una ensalada de tomates con piparras. "Amatxo está en Intxaurrondo”, decían cuando los vecinos les preguntaban preocupados por su madre. >>A Ziortza no le costó demasiado encontrar un empleo de asistenta por horas en Francia, concretamente en Capbreton. Pero se le hizo duro, porque ni ella ni los niños hablaban francés y sus compañeros se reían de ellos en el Colegio Jean Rostand, donde nadie utilizaba el euskera. Antonio les mandó dinero durante un tiempo porque, con lo que Ziortza ganaba, no les daba para pagar el piso de una habitación en el que vivían. Luego, Ziortza se fue haciendo al idioma y otros refugiados cercanos a la banda terrorista le consiguieron algún trabajo, siempre con mucha cautela porque sabían que la Guardia Civil la tenía controlada. Allí crecieron su hija Amaia, que debe tener ya sus dieciocho o diecinueve años, y su hijo Aritz, que debe rondar los catorce. Probablemente ya son más franceses que españoles. Ziortza no era de las de educar políticamente a los hijos. Más bien, todo esto de la política le parecía un absurdo que no había traído más que desgracias a la familia. Dependiendo del día, culpaba a unos o a otros. A veces, a la policía; otras, a su hermano etarra; y siempre, a sí misma por no haberse sabido alejar del círculo de amigos y conocidos de Gorka. >>Todo esto lo sé porque mi exmarido André es de Burdeos y, cuando viajábamos en coche para ver a mis suegros, pasábamos por su casa para dejarle paquetes de su hermano, de Antonio Aguirre. Una máquina de coser, un carrito de niños, bolsas de ropa, y cosas así. Ella sí que era una madre coraje, con unos bonitos ojos azules 113 Angel Gros apagados en un rostro marcado por las arrugas y los desengaños. >>Un día le pregunté: Ziortza, ¿no te has planteado pedir ayuda al gobierno francés para poder conciliar un poco tu vida familiar y tu trabajo? Ella me respondió: “Mi madre cuidó de tres hijos con lo que mi padre ganaba como arrantzale y jamás pidió ayuda a nadie. Yo no voy a ser menos que ella." Este pensamiento es muy vasco: este desencanto de las instituciones. Nos gustaría cambiarlo, sobre todo en la gente del mar, del campo, en los arrantzales, en los baserritarras… Históricamente, la única institución que han reconocido es la asamblea de caseríos, un concepto medieval; o, aún más antiguo, de la edad de bronce. Yo soy una enamorada de la historia y, antes de la romanización, toda la península funcionaba de forma similar, hasta el idioma era parecido. Fíjate que en la lengua tartesa, en el habla del sur peninsular, la palabra monte se decía ulía; en Andalucía aún hay topónimos que la llevan. En Donosti, el monte que protege la ciudad por el este se llama Ulía. ¿Los andaluces hablaban vasco? ¿Los vascos eran tartésicos o prefenicios? Es apasionante. Ahora, de ahí a coser banderas hay un mundo. Y, a estas alturas, un atraso. >>Bueno, no quiero perderme: como ya te he contado, no hay motivo para pensar que Antonio sea una persona de la que se deba desconfiar; pero cuando empezó esto de la tregua, el comunicado de ETA, y los visos de que los presos pudieran salir de la cárcel, hubo un suceso que nos puso en alerta. Una mañana, en medio de un mitin nuestro en Baracaldo, y a pesar de que el mundo abertzale había dado indicaciones claras a los suyos de no hacerse notar, entraron unos jóvenes a provocar. Daban gritos a 114 Ongi etorri favor del acercamiento de presos y tachaban el mitin de españolista. Uno de ellos era Txomin, todos le conocíamos, uno de los capitanes de la kale borroka. Portaban una enorme pancarta con el lema de la petición de libertad para los presos, el tan repetido presoak kalera. Intentaban colocarla en medio del escenario y algunos compañeros del partido intentaron arrancársela de las manos. Pero Txomin no se arredró, forcejeó… era un tipo fuerte que no se amilanaba en absoluto; pero, al cruzar la mirada con Antonio Aguirre, que estaba a mi lado y en primera fila frente a la tarima, cambió repentinamente de actitud; pareció que hubiera visto al diablo, se azoró y todo su envalentonamiento se desvaneció en un instante. Con un gesto dio orden a todos sus seguidores para que abandonaran el acto. Un toque de retirada con corneta del Séptimo de Caballería no hubiera sido más eficaz. En medio del tumulto, los asistentes pensaron que deponía su actitud por que no paraba de subir gente de los nuestros a la grada, pero hubo dos personas que lo entendimos a la primera. El Lendakari y yo. No hizo falta más. Los dos miramos a Antonio, pero este no se inmutó; aunque había percibido la sorpresa del Lendakari. Txomin y sus amigos se fueron tan rápido como habían llegado. —¿Tú sabes algo del tema del impuesto?—se atrevió a preguntar Leandro. —Oficialmente no. Extraoficialmente sí. Pongo muchos cafés. —¿Crees que Antonio puede ser el contacto con los jueces para comprar la libertad de los presos? —¿Te gustaría conocer mi opinión o mis certidumbres? —Quiero que me ayudes, si queréis que yo os ayude a vosotros. 115 Angel Gros —Quedan cinco minutos para que Galder salga de clase, solo puedo decirte algo. No sé qué tienes con Camila, pero ándate con cuidado. —¿Pero qué relación puede tener Camila con Antonio? —Cuanto más lejos parece que están relacionados, más se preocupan de que así parezca. No nos conoces a los políticos. Y no quiero o no puedo contarte más. Esta última frase la pronunció con un tono aún mas grave del acostumbrado y con un brillo de odio en los ojos. A Leandro le pareció más masculina que nunca. Rosa apagó en el cenicero de la puerta del edificio un último cigarrillo y se despidió de Leandro con dos besos. —¿En Madrid siempre os despedís así, no? A las mujeres vascas nos cuesta tener familiaridades con los hombres. 116 CAPÍTULO QUINCE Xia Zhun La Rubia colgó el móvil con visible enfado. No salía de su apartamento de Biarritz con vistas al Hotel du Palais desde el incidente en la plaza de San Juan de Luz. Hablar con los dos policías españoles le sacaba de quicio. Eran torpes, irresponsables y lo peor de todo, no podía soportar que su chulería machista se desvaneciera en cuanto ella alzaba la voz. Trabajar con hombres poco valientes le ponía muy nerviosa. Sabía que en cualquier momento podían jugársela. Y nadie jugaba con Xia Zhun. A pesar de su juventud, había hecho ya tres guerras, incluida la de la selva colombiana con la guerrilla de las FARC. Allí participó en el turbio secuestro del exdiputado colombiano Sigifredo López, el único de los doce diputados secuestrados por las FARC que no fue asesinado por sus captores y al que acusaron de ser la persona que filtró datos a los guerrilleros de las FARC para que asesinaran a los otros once. El secuestro era uno de sus fuertes. Su frialdad y su falta 117 Angel Gros de escrúpulos le impermeabilizaban emocionalmente frente a los secuestrados, lo que evitaba cualquier distracción durante la vigilancia, o indecisiones en los momentos en que había que actuar con contundencia, tanto en la ejecución del reo como en la persecución del mismo durante las fugas. Xia fue niña soldado desde los doce años. Sus padres abandonaron China en el ochenta y ocho y se trasladaron a Birmania, donde su progenitor fue instructor militar para el gobierno socialista. Llegaron en septiembre, poco antes de la finalización de la cuaresma budista y justo después de la dimisión de Ne Win de la presidencia del partido. Ella misma fue secuestrada por la guerrilla de la etnia Karen en un viaje con su madre, a la que mataron por morder al comandante que pretendía violarla. Este crimen era algo habitual en ambos bandos, los del gobierno lo practicaban también y tenían un batallón dedicado exclusivamente a ello: “el batallón de los violadores”. Su padre intentó pagar el rescate de su hija con el dinero que reunió en China con la ayuda de familiares y conocidos, pero el General Saw Hamhun no estaba de acuerdo en acceder al chantaje y ante la tenaz insistencia del padre de Xia, este fue acusado de sedición y ejecutado. En solo dos años, y después de numerosos abusos sexuales por parte de soldados y comandantes, Xia había borrado los pocos lazos familiares que tenía. Sirvió de combatiente, cocinera, limpiadora, infor mante, guardaespaldas y esclava sexual. No era la única niña soldado. Había cientos. Las que rechazaban mantener relaciones sexuales con los mandos eran asesinadas. A los 16 años sabía más de la guerra que muchos 118 Ongi etorri coroneles europeos. Su especialidad era la toma de aldeas. Y dominaba el cruel arte de sembrar el pánico mediante ejemplarificadoras ejecuciones de mujeres y niños, que forzaban a los padres, maridos y hermanos a entregarse, abandonando la espesura de la selva. En una batida del ejército del gobierno, fue capturada y no tuvo ningún inconveniente en seducir a su captor y colaborar con el enemigo, indicando la ubicación de los campamentos Karen. Condujo a una columna, con más de setecientos hombres fuertemente armados, por los fantasmagóricos caminos de la selva y entraron a sangre y fuego en los miméticos campamentos Karen, desbaratando en pocos meses prácticamente a toda la insurgencia. Los Karen habían puesto precio a su cabeza e intentaron envenenarla numerosas veces. Con solo diecisiete años, se había convertido en una leyenda en el ejército. A pesar de que su padre había sido ejecutado por ellos, los generales del gobierno se mostraban comprensivos con su hija; y pensaban que había cometido todas aquellas brutalidades contra ellos obligada por los Karen. Desconocían que Xia disfrutaba matando y torturando. Al año siguiente tuvo que huir, después de rebanarle el cuello al General San en su palacio de Yangon y matar a dos de sus escoltas. Nunca se aclaró aquel asunto. Se decía que el General San era un depravado practicante de sadomasoquismo. Xia escapó en un barco y en menos de dos meses llegó hasta Chad, después de breves estancias en India y Libia. Fue el propio Gadafi quien la envió al Chad después de que una de sus novias-escoltas, celosa de Xia, intentara envenenar a un hijo de Gadafi para vengarse del affaire del general libio con la asiática. 119 Angel Gros En Chad lo aprendió todo sobre la compra de armas, y adquiría desde fusiles de asalto americanos M16 a helicópteros rusos Mi-24. Chad acababa de encontrar petróleo y se había convertido, de la noche a la mañana, en una poderosa nación africana que triplicó sus ingresos en menos de tres años, hasta superar el billón de francos anuales, a pesar de que la mitad de su población seguía viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Ese año se produjo una rebelión que hizo peligrar al gobierno aunque este consiguió mantenerse en el poder gracias al apoyo exterior, en especial de París. Xia Zhun compró personalmente los veinte tanques T-55 que defendieron el Palacio Presidencial de Yamena, la capital y que rechazaron al ejército de rebeldes. Xia fue también uno de los oficiales que persiguió a los rebeldes con la intención de aniquilarlos. El 18 de junio, cerca de Am Zoer, les dió alcance y les causó hasta cuatrocientas bajas. Xia persiguió sin piedad a los comandantes hasta dar muerte a la mayoría de ellos. El 10 de febrero de 2010 suscribieron en Qatar acuerdos de paz y llamaron a la desmovilización y participación de los grupos opositores en futuras elecciones. En estos acuerdos fue donde Xia conoció al Francés. Fue durante una cena en un acto organizado por el presidente Idriss Déby. Inmediatamente se entendieron y dio comienzo un apasionado romance. Vivieron un idilio intenso, durante el cual se les podía ver paseando de la mano, y con pistola al cinto, entre los puestos del mercadillo del Grand Marché. Asesorados por el presidente, pasaron dos semanas juntos en el desierto, viviendo su luna de miel en un coqueto campamento 120 Ongi etorri compuesto por dos jaimas: una, para ellos; y otra, para un pelotón de escoltas, siempre alertas a causa de los rebeldes. Allí disfrutaron, con la pasión de los primeros días de los amantes, de los románticos atardeceres del desierto. El Francés era un reconocido consejero del gobierno chadiano, con un pasaporte galo a nombre de Gerard Duran. Su labor era instruir ideológicamente a los generales y altos cargos de los recién creados ministerios, así como ponerles al tanto de la política internacional. Más de la mitad de los personajes relevantes del país apenas sabían escribir, y su cultura internacional se limitaba al conocimiento de la procedencia de las armas que compraban. El Francés había formado parte del apoyo logístico de comandos de ETA desde el ochenta y dos y había tomado parte activa en alguno de los más sangrientos atentados en España. Sin embargo, ni la policía española ni la francesa tenían conocimiento de su existencia. Nunca había sido procesado ni se le había requerido para ninguna investigación. Estaba limpio. No existía. Era un fantasma. En sus orígenes, había militado en el Partido Comunista de Francia, y era un experto en marxismo leninismo que había recorrido más de dieciocho países ayudando a muchos cabecillas de ejércitos de liberación en la instrucción ideológica de sus tropas. Siempre, durante cortos periodos de tiempo y como actividad vacacional de cara a su país de origen, donde desarrollaba diversos trabajos civiles. El Francés y Xia (o la Rubia), una vez que comenzó a reinar cierta calma en Chad, viajaron a Francia y se instalaron en el apartamento de este en Biarritz. Ambos 121 Angel Gros tenían el futuro más que resuelto, Xia había ganado una fortuna como mediadora en las compras de armas y el Francés había acumulado enormes asignaciones por parte de los gobiernos y guerrillas con los que había colaborado. Ambos, por motivos distintos, tenían el dinero a buen recaudo en países refugio. La mayor parte en Islas Cayman, donde el entramado de más de 470 bancos y fideicomisos, 720 aseguradoras y más de 7.000 fondos de inversión facilitaba la pérdida del rastro de las cuentas, en su mayor parte europeas, asiáticas y americanas. Además, se libraban de los impuestos. Todo un chollo. Por aquel entonces eran ya unos expertos en evasión de impuestos. Para alguien poco familiarizado con las finanzas puede parecer un tema complicado, pero la teoría es bastante sencilla. Pongamos un ejemplo clarificador: en Estados Unidos de América, si tienes un millón de dólares en el banco, te dan un interés de 50.000 dólares al año (5%) y el Gobierno cobrará impuestos sobre los intereses por valor de aproximadamente un 15%. Resultado, el fisco se queda con 7.500 dólares. En las Islas Caimán hay “impuestos cero”: 7.500 dólares que te ahorras. Por supuesto, antes de llegar a las Cayman, el dinero debe viajar por otros países para conseguir la máxima opacidad y no revelar su procedencia. En el caso de Xia, uno de los generales chadianos ilustró a la birmana sobre los pasos a dar y las personas a las que confiar las inversiones para que el dinero acabara disfrutando de las ventajas de los paraísos fiscales. En el caso de el Francés, este había manejado las finanzas de ETA desde el año ochenta y cinco, y era la única persona que quedaba con firma en la cuenta nº 6578ABSD456 del Butterfield Bank Ltd. Una cuenta a nombre de una 122 Ongi etorri sociedad "sin actividad" de Bermudas llamada Export International, con un saldo exacto de 28.540.000 USD, provenientes del impuesto revolucionario de ETA. La otra persona con firma era Thierry Garcia, que murió de cáncer de páncreas en el 2006 en un hospital de Burdeos. El Francés, en menos de un año, convirtió a Xia en algo más que una asesina despiadada. Ahora era una ideóloga convencida de la liberación de todos los pueblos oprimidos: el vasco era uno de ellos. Entre los dos orquestaron y pusieron en marcha una vieja idea que rondaba la cabeza de el Francés desde la última tregua de ETA. Recuperar al sector más duro de la organización, cuya mayor parte se encontraba diseminado por cárceles españolas, para reconstruir ETA auténtica, y replicar los sucesos del año 99 en Irlanda, mediante un gran atentado que pusiese fin al proceso de paz. El Francés y Xia disponían del dinero del impuesto revolucionario al que el resto de la banda no tenía acceso, y cuyo paradero todos, o “casi todos”, desconocían. Y si este montante no era suficiente, otras cuentas de Xia o de el Francés respaldarían la operación. Lo más laborioso, que no complicado, había sido llegar hasta los jueces españoles y corromperlos. Aunque ambos tenían sobrado conocimiento de las debilidades humanas y sabían comprar voluntades. Unos cientos de miles de euros solían ser más que suficientes para los administradores de justicia de cualquier país europeo. La jugada que planeaban no era nueva, el IRA vivió un proceso parecido que culminó con el atentado de Omagh, que casi consigue dar al traste con el proceso de paz, de no ser porque el atentado se les fue de las manos y murieron demasiados inocentes, entre ellos dos chicos 123 Angel Gros españoles. Prácticamente todos los independentistas irlandeses condenaron la masacre de tal manera que el proceso de paz no solo no se invirtió, sino que se aceleró. El Francés, esta vez, no iba a permitir que esto sucediera; él y Xia lo habían estudiado y repasado al detalle durante meses: el objetivo sería militar y no uno solo, sino tres. Uno en Madrid, otro en París y el tercero en Vitoria, la ciudad sede del Gobierno Vasco. Para ello necesitarían de tres taldes (comandos) al menos, y de un soporte operativo pequeño y discreto, pero suficiente para los traslados de material y el resto de la logística. Todos los componentes de este operativo tendrían que ser activistas muy experimentados. Muchos de los terroristas que cumplían mayor condena en las cárceles españolas se ajustaban a este perfil. Pero esta condición no era suficiente, no podían ser etarras arrepentidos, sino soldados convencidos de la necesidad de resucitar la organización. Guerreros implacables deseosos de efectuar un ataque inmisericorde contra los gobiernos español y francés y que convirtiera a Euskal Herria en una república marxista leninista, que albergara a los siete territorios vascos de ambos lados de los Pirineos. Una guerra abierta y decidida. Ya habían elegido a los integrantes de estos comandos y a los que habrían de formar el apoyo logístico. Todo estaba decidido. Serían doce. Conducir a estos doce presos hasta el tercer grado no era tarea fácil desde el punto de vista judicial, y solo podría hacerse mediante el apoyo de algunos jueces. Alguno salió rana, pero otros accedieron enseguida y el proceso continuó avanzando. Los políticos ayudaban, sin saberlo, relajando la presión administrativa y poniendo facilidades a los jueces para conmutar penas. Por su parte, 124 Ongi etorri los doce presos elegidos ya habían dado los pasos necesarios, habían solicitado el perdón por escrito a las víctimas y a sus familiares, y la asunción de las indemnizaciones por responsabilidad civil por su pasada actividad terrorista. Una vez conseguido el tercer grado, los doce presos harían coincidir una de sus semanas libre al mes para ejecutar los atentados, en cuanto la logística estuviera preparada por los operativos de apoyo. Para solicitar la semana libre, era obligatorio informar del lugar y dirección donde iban a residir. Hacerlo en su ciudad y en su domicilio habitual, no supondría mayor problema, pero muchos de ellos necesitarían desplazarse fuera de sus lugares de residencia, por lo que habrían de comunicarlo y necesitarían de un permiso especial. Aquí de nuevo intervendrían los jueces, firmando autorizaciones. 125 CAPÍTULO DIECISÉIS Donner Kebab Leandro había conseguido, a través de Camila Izaguirre, una txartela que le permitía moverse con libertad en Lakua. Camila se la había proporcionado a través del correo ordinario de la consejería. Ella se encontraba de nuevo en su extraña actitud de querer marcar distancias. A pesar de la atracción que sentía por él, no quería avanzar en la relación. En parte, porque no quería mezclar sus objetivos políticos con sus deseos como mujer; y en parte, porque Leandro era una persona frágil e imprevisible. Quizás, si Camila no estuviera al tanto de su pasado, las cosas pudieran resultar distintas; pero aún antes de conocerse, en ella ya habían aflorado demasiados sentimientos: compasión…, afán de protección…; y, en su corazón, estos afectos se confundían. Camila no era muy hábil diseccionando sus emociones y era incapaz de identificar si lo que sentía por Leandro era amor de verdad, una pasión desbocada o un deseo maternal de consolar a un niño desvalido y asustado. Si nadie la hubiera puesto en antecedentes del 126 Ongi etorri desastroso acontecimiento que abrió una brecha en la vida de Leandro, todo resultaría más fácil. Hubiera preferido conocerle en otras circunstancias: en una fiesta… presentado por una amiga… todo hubiera transcurrido de otra manera, y no sentiría como ahora la culpabilidad de haberle conducido hacia unos acontecimientos que no desearía ni a su peor enemigo. Cuando Leandro le sugirió la posibilidad de tener una autorización que le permitiera moverse a su antojo por las enormes instalaciones del edificio del Gobierno Vasco, ella intentó quitárselo de la cabeza advirtiéndole de que llamaría demasiado la atención, incluso en un edificio con más de seiscientas personas trabajando de forma interina y más de dos mil visitantes diarios. Acordaron que, aunque podría entrar y salir a voluntad, lo mejor sería montar el operativo de vigilancia desde fuera. Leandro eligió para ello un Dönner Kebab cercano, desde el que se aseguraba una inmejorable vista de la salida principal y del parking. El local casi nunca tenía clientes. Dos turcos con mal aspecto intimidaban a la tranquila gente de Vitoria, que solía escoger la acera contraria para pasear. El sitio no podía ser un observatorio más adecuado: escondido tras una hilera de mesas, y junto a una caseta de obra que daba servicio a los trabajos de restauración de la fachada del edificio. El lugar proporcionaba una panorámica perfecta de los aledaños, y sobre todo de las idas y venidas de los inquilinos del edificio del gobierno. Al tercer día, Leandro ya había establecido relación con Ahmed y Kurdan, los dos empleados del Dönner Kebab. Estos iban conociendo sus gustos y le servían generosas pintas de cerveza. Desde hacía días no pagaba nada con 127 Angel Gros tarjeta, prefería sacar dinero en metálico de cajeros alejados de los lugares que frecuentaba, hasta el punto de viajar hasta Burgos para sacar quinientos euros en más de una ocasión. Nadie en principio podría seguirle el rastro. Por ridículo que pareciera se suscribió a Youzee y a Wuaki (dos webs al estilo de Spotify, pero que alquilaban películas) para poder ver cintas del género policiaco, a la búsqueda de ideas que le ayudaran a desentrañar el caso. Desde Odessa hasta El Topo, desde Los Soprano hasta The Wire, se convirtió en un experto en los thriller de la pantalla grande y la televisión. Descubrió que la ficción no se encuentra tan alejada de la realidad como parece. Leandro comenzó a incluir en su mochila negra, además de su MacBook Air, unas gafas de sol, un gorro de lana negro, un jersey, una cazadora impermeable negra y una beige, ambas iguales y compradas en Decathlon, que le permitían alterar su aspecto en cuestión de segundos. También adquirió las inveteradas costumbres de los viejos héroes de novela policíaca, apareciendo y yéndose a horas desiguales, y por supuesto utilizando itinerarios diferentes para llegar cada día hasta el Dönner Kebab. Un día, Ahmed, el gerente, le presentó a su hermana Alía, una bellísima turca de 1,70 de estatura con el pelo negro suelto y una cara preciosa que se sonrojaba cada vez que su hermano hacía comentarios acerca de la buena pareja que harían. Leandro fue galante con ella y aclaró a Ahmed que, en España, no estamos muy acostumbrados a que nuestros amigos nos emparenten con sus hermanas, pero que agradecía la deferencia, sobre todo tratándose de una chica tan guapa. Ahmed se mostró desairado durante unas días, pero 128 Ongi etorri enseguida volvió a mostrar su lado afable; y una tarde, inesperadamente, decidió invitar a Leandro a un cubalibre de una botella de Captain Morgan que guardaba bajo la barra para ocasiones especiales. A la semana, una tarde lluviosa y monótona, Ahmed se sentó junto a Leandro y le habló confidencialmente: —Leandro, llevo tres años en España y más de quince fuera de mi país. Sé, con solo mirar a los ojos a una persona, si esta tiene problemas. Y tú no vienes aquí porque te guste nuestro kebab. Es bastante grasiento y la carne es congelada. Tú tienes otras razones y a mí me gustaría ayudarte. En confianza, con esta crisis cada vez tenemos menos clientes y el día que dejes de beberte nuestra cerveza, igual tengo que cerrar el negocio. El dueño del local me tiene estrangulado con el alquiler. Solo quiero que sepas que si necesitas algo de alguien que ha vivido cosas que no imaginarías, no dudes en pedírmelo. —Gracias Ahmed. Desde la muerte de un buen amigo, es la primera vez que alguien me ofrece su ayuda sincera. Igual en algún momento necesito que me eches una mano. De verdad, muchas gracias. Shukran. —’alá rrahbi wa ssa'ah. A la semana y media, Leandro ya había probado todos los menús que ofrecía el establecimiento: el “Dúrum, refresco y patatas fritas por 6.00 euros", el “Dönner Kebab, bebida y patatas fritas por 5.50 euros" y "la pizza turca, bebida y patatas fritas por 6.80 euros". Después de dos semanas, Ahmed y él habían hablado de fútbol, de viajes, de mujeres y de los parecidos y diferencias del problema kurdo y el independentismo vasco. Durante todo este tiempo, Leandro seguía sin detectar 129 Angel Gros movimientos extraños en las entradas y salidas de Lakua. Pero un jueves por la tarde, nada más ocupar su mesa habitual, Leandro advirtió que la persona que le servía su pinta de cerveza no era Ahmed, ni tampoco Kurdan, sino otro joven también de aspecto árabe al que nunca había visto. Leandro dio un tímido sorbo al vaso y dejó un billete de cinco euros sobre la mesa. Paró un taxi que pasaba junto a la puerta, al tiempo que sintió una leve naúsea. Fue sentarse en el taxi y sentir unas irresistibles ganas de vomitar, al tiempo que un escalofrío le recorría todo el cuerpo; entonces confirmó que la cerveza llevaba algo más que lúpulo. Sacó su móvil, marcó a duras penas un número, al tiempo que se le nublaba la vista, y se lo ofreció al taxista. —Por favor, hable con esa persona —acertó a decir—, es cuestión de vida o muerte. En ese momento, apareció otro coche con dos hombres que se identificaron como policías; mostraron su placa al conductor, sacaron a Leandro del taxi, arrebataron el teléfono al taxista, y lo introdujeron en el otro vehículo. A Leandro, mientras se desvanecía entre las sombras, le pareció ver al devastador monstruo de sus pesadillas, esta vez mirándole de frente. Y su cara le recordó la de un animal salvaje. 130 CAPÍTULO DIECISIETE Campos Komisarioa Esa mañana el comisario Campos tenía buenos motivos para sonreír al entrar en su despacho. Los miembros de su departamento le miraron extrañados, mientras colgaba su abrigo en el perchero y se sentaba en la mesa con una sonrisa beatífica. Acto seguido, descolgó el teléfono. —Isabel, pásame con el coronel Arrieta —solo tuvo que esperar unos segundos—. A sus órdenes, mi coronel. Tengo serios motivos para sospechar que se están produciendo irregularidades dentro del aparato judicial en la reinserción de presos. Como comprenderá no es para hablarlo por teléfono. Si dispone de tiempo, podríamos vernos en el Patxicu Enea, en Lezo, junto al Alto de Gaintxurizketa, a las dos y cuarto. Ya he reservado mesa. Campos dedicó el resto de la mañana a hacer unas cuantas llamadas y a leer la prensa, también bajó a los archivos del sótano de la comisaría, donde estuvo consultando expedientes a puerta cerrada durante unos tres cuartos de hora. Néstor Martín y Arnaldo Iglesias se cruzaban miradas inquietas desde sus mesas oliéndose 131 Angel Gros algo. En realidad, no les faltaba razón, el comisario estaba escudriñando minuciosamente todas las fichas de su gente. Uno por uno, revisó afanosamente todos los historiales del departamento. A las dos y cuarto, con la puntualidad aprendida en la Academia, el comisario Campos estaba sentado tomando una cerveza sin alcohol en la mesa del fondo del comedor del “Patxicu Enea”, un famoso merendero de montaña al pie del monte Jaizkibel. El coronel Arrieta apareció a los pocos minutos. Una de las ventajas del proceso de paz es que ahora podían permitirse algo impensable diez años atrás: comer en un local público sin miedo a que un chivatazo les hiciera volar por los aires al salir y arrancar el vehículo. Las mesas del comedor estaban ocupadas por empresarios y profesionales adinerados de la zona, especialmente de Donosti, que hablaban de sus negocios; las mesas estaban dispuestas con la intimidad suficiente como para no ser escuchados por el resto de comensales. —Mi coronel —dijo Campos—, estamos ante un tema muy delicado. Tengo motivos fundados para asegurar que se está corrompiendo a jueces con dinero de ETA. Y lo que es más grave, los nuestros andan de por medio: gente del gobierno vasco y de la policía autonómica. —¡Campos, no me venga con gilipolleces, que bastante guerra me dan ya los politicastros como para ponerme a investigarlos o acusarlos de algo! ¿Tiene alguna prueba? —Ninguna que tenga validez ante un tribunal. —¿Pues para que me hace perder el tiempo? —O actuamos ya, o muy pronto la bestia se habrá despertado y nada podrá detenerla. —No me hable en metafórico. ¿A qué bestia se refiere? 132 Ongi etorri —Me refiero a que algunos violentos pueden dar marcha atrás, olvidar el proceso de paz y convertir la organización en algo mucho más terrible de que lo que nunca ha sido. Con el soborno de jueces, están preparando la fuga de sus individuos más peligrosos y con menos intención de abandonar la lucha armada. Delante de nuestras narices, y bajo el disfraz de la reinserción, muy pronto tendremos listos para actuar a la élite del hacha y la serpiente. La creme de la creme. Y esta vez el hacha está mucho más afilada, y la serpiente es mucho más venenosa. —Vaya al grano. —Necesito ya una asignación y personal que me permita interceptar el pago de dinero y dar con los eslabones de esta cadena. El coronel cogió una tostadita de anchoa y la masticó lentamente sin decir palabra. Súbitamente se limpió la boca con la servilleta y se levantó de la mesa llamando la atención del camarero. —Cuente con ello, Campos. Quédese a comer si quiere. Tengo que hacer algunas llamadas. Espero que no me decepcione. —Sí, pero antes de nada, permítame suspender y poner bajo vigilancia a dos de mis hombres, tengo sobradas sospechas de que están en el ajo. —Haga lo que crea conveniente. Pero que nada de esto se sepa, fuera de usted y yo, hasta que estemos plenamente convencidos de que hemos dado con los culpables. ¿Puedo preguntarle quiénes son esos hombres que quiere suspender y por qué sospecha de ellos? —Son Néstor Martín y Arnaldo Iglesias. Los recordará. Eran hombres de Amedo en la época del GAL. Un confidente turco que tiene un restaurante en Vitoria me 133 Angel Gros llamó ayer noche. En la mañana, Néstor y Armando le pidieron que no acudiera al trabajo y diera el día libre a su camarero para dejar actuar a una tercera persona en su establecimiento frente a Lakua. Con lo que no contaban mis hombres es con que mi confidente vive en un segundo piso, justo enfrente del local y me narró lo sucedido: A las cinco de la tarde, acudió un cliente habitual que suele reservar una mesita en el exterior y que, suele pasar dos o tres horas leyendo prensa y tomando notas. Es un buen cliente del turco desde hace tiempo y hemos averiguado que es un publicitario al que el Lendakari ha contratado para hacer una campaña y al que intentaron asesinar en un hotel de la Rioja. Sospecho que mis hombres tuvieron que ver con ese suceso. Pero, por lo visto, el publicitario no solo hace campañas, también está investigando este asunto, y por cuenta del Lendakari. Últimamente vigilaba el edificio del gobierno vasco buscando no sabemos qué. También hemos detectado reuniones suyas en Francia con refugiados vascos y la Interpol nos confirmó que tuvo un encuentro en Londres recientemente con Mathew Gallagher, mediador del conflicto y uno de los más interesados en que el proceso avance con limpieza. Campos pagó la cuenta de los aperitivos y salió del restaurante, también sin haber comido. En menos de una hora se plantó de nuevo en Lakua donde preguntó por Camila Izaguirre. Ella le recibió con amabilidad en su despacho. —Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? —Consejera, necesito saber dónde está Leandro Hill y en qué anda metido. —¿Leandro Hill? —¿No me diga que no lo conoce? 134 Ongi etorri —Por supuesto que lo conozco, pero ¿por qué habría de conocer su paradero? —Porque ayer un taxista le llamó de su parte. —Lo único que sé, por lo que me contó el hombre del taxi, es que Leandro se encontraba mal y parecía necesitar ayuda, pero, según hablábamos, dos policías le arrebataron el teléfono. Les oí identificarse como tales. Siendo policías, usted es quien debería darme explicaciones a mí acerca de su paradero. —Las cosas no funcionan así —dijo Campos, mientras sonaba su móvil—. Perdone un momento. El comisario Campos frunció el ceño y no dejó de mirar a Camila, mientras una voz le hablaba al otro lado. Cuando colgó el móvil, miró preocupado a Camila. —Han encontrado dos cuerpos en una ladera del Txindoki, cerca de Ordizia. Arma de fuego. Uno de ellos se corresponde con la descripción de Leandro Hill. El otro podría ser uno de los policías de los que estábamos hablando. Haga el favor de acompañarme. Camila Izaguirre y el comisario Campos viajaron en silencio en el Audi A8 destartalado del comisario. De camino hacia el lugar de los hechos, y algunos kilómetros antes de llegar, se perfiló imponente en la lejanía la silueta azulada del Txindoki. El automóvil abandonó la autovía para iniciar el ascenso hacia Amezketa desde Ordizia. Una vez pasado el pueblo siguieron hacia arriba guiados por otro coche que les estaba esperando, hasta un collado llamado Basaetxerreka. Tuvieron que dejar el auto mucho antes y continuar a pie hasta llegar a una pequeña arboleda, donde se divisaba a un grupo de personas, casi todos guardia civiles. Un Nissan Patrol y un Uro 135 Angel Gros VAMTAC (el Hummer del ejército español) estaban estacionados en la ladera. Junto a ellos, dos hombres y una mujer vestidos de civiles. Cuando llegó el comisario, uno de los guardia civiles se identificó. —¿Comisario Campos? Soy el teniente Varela. Venga con nosotros. Llevan muertos al menos cuatro o cinco horas. El primer cadáver que encontraron fue este. Un senderista que utilizaba un atajo para subir a la cumbre lo vio y pensó que se trataba de otro excursionista descansando. El comisario se acercó hasta el tronco del árbol por el que asomaba, de espaldas, el hombro de un cuerpo apoyado en él. No tuvo dudas, era Néstor Martín, con dos impactos de bala en la cara. Uno en la mejilla y otro justo debajo de la ceja que le había causado una gran hemorragia y le empapaba la camiseta. Camila Izaguirre se acercó dos pasos por detrás de él y en cuanto advirtió que no era Leandro respiró aliviada. El mismo guardia civil intervino: —El otro está un poco más arriba… Señorita —dijo mirando a Camila —, con esos zapatos no va a poder acompañarnos. El suelo está encharcado en buena parte del camino; mi compañera le dejará unas botas. Ya hemos tomado fotografías y recabado todas las pruebas posibles; pero, por favor, caminen con cuidado, intentado no tocar nada, aún no ha llegado el juez. En dos minutos se encontraron frente a un arroyo. Un cuerpo se mostraba semisumergido y llevaba la misma parca que Leandro solía usar a menudo. Camila se derrumbó y se sentó sobre el suelo húmedo. El comisario Campos se acercó hasta el cuerpo y dijo: 136 Ongi etorri —Es Arnaldo Iglesias, también policía. Camila rompió a llorar. El comisario la ayudó a levantarse y juntos emprendieron la bajada. Una vez en el coche, el comisario Campos llevó a Camila Izaguirre hasta el pueblo de Ordizia donde aparcaron para comer algo. No es que tuvieran demasiado apetito, pero ambos necesitaban hablar. —Está claro —dijo el comisario—. A Néstor lo mataron a bocajarro y Arnaldo consiguió huir unos metros, antes de que lo abatieron por la espalda. Me han dicho que van a rastrear la zona. El hecho de que no hayan encontrado a Leandro Hill no quiere decir que no esté muerto o herido en cualquiera apartado rincón de la montaña. A no ser que haya sido él quien haya matado a nuestros hombres. Fue la última persona con quien fueron vistos. —Leandro es incapaz de matar a nadie. —¿Y usted cómo lo sabe? —Son cosas que una mujer no necesita comprobar. Simplemente se notan. Odia la violencia. —Cuénteme: ¿por qué trabaja para ustedes?, ¿qué investiga? Si necesitaban averiguar algo, ¿por qué no hablaron con la policía ? —A los hechos me remito. Dos de los suyos se dedican al secuestro de ciudadanos. A partir de ahí, cuénteme cómo podemos confiar en ustedes. —Usted sabe que son casos aislados y que lo que han hecho les puede causar problemas mucho mayores que los que pretendían evitar. —Simplemente le pedimos a un colaborador que tuviera los ojos bien abiertos. 137 Angel Gros —¿Cómo pudieron meter a un civil en este tema? ¿Por qué no nos lo pidieron a nosotros? —Después de lo que voy a contarle, creo que políticamente estaré muerta, pero aprecio a Leandro y quizás pueda salvarle la vida, ya ha estado a punto de perderla dos veces por mi culpa. No es casual que eligiéramos a Leandro Hill para hacer la campaña del Lendakari. En primer lugar necesitábamos a alguien que estuviera fuera de las instituciones, que pudiera actuar con cierta independencia, lejos de la esfera de control de las fuerzas armadas, la policía o la prensa. Después, necesitábamos a alguien sin vida familiar, con libertad absoluta de movimientos… sin tener que dar explicaciones a nadie. Alguien con un trabajo que le permitiera entrar y salir, estar en reuniones y despachos de las consejerías sin levantar sospechas. Por último, alguien con cierto desprecio hacia el peligro, a quien la vida hubiera golpeado lo suficiente como para superar el miedo y no temer a la muerte. —¿Cumple esto último Leandro Hill? —Mucho mejor que usted y yo. Leandro fue una de las víctimas del atentado de Omagh en Irlanda del Norte en el año 98. En la deflagración de la bomba murieron su mujer y sus dos hijos, y él mismo fue uno de los heridos. —¡Pero yo hablé con su mujer! Se llama Patricia Galán. —Esa es su segunda mujer. Con ella también tiene una hija, pero prácticamente no se relacionan. Leandro se casó con Patricia porque pensó que podría ayudarle a superar la pérdida. El matrimonio fue bien al principio, pero Leandro no conseguía superar el trauma del atentado y pronto descubrió que lo que veía en Patricia no era más que un pálido reflejo de las virtudes de su primera pareja. 138 Ongi etorri Patricia, como cualquier mujer, se dio cuenta y no soportó el hecho de no ser la dueña del corazón de Leandro. A los dos años, y después de tener una niña, Patricia cambió de comportamiento; comenzó a salir por su cuenta, tuvo algunos amantes y ningún reparo en que Leandro lo supiera. Utilizaba a su hija para chantajearle emocionalmente de todas las maneras posibles. En muy poco tiempo la relación se convirtió en una pesadilla. Aguantaron juntos casi diez años, pero el final llegó, tal y como era de esperar. En las últimas discusiones no faltaron las alusiones a los fallecidos e incluso la violencia física. Un juez puso a cada uno en su sitio. En aquellos años, Leandro podía hacerle la competencia a Keith Richards en el consumo de cocaína y alcohol. Su negocio y su matrimonio se fueron al garete juntos. >>Se sentía responsable por lo sucedido en el atentado. Fue un 15 de Agosto de 1998. Vivía con su familia en Londres y habían ido de vacaciones a Irlanda del Norte con los niños. Estaban de compras en la zona más transitada de Omagh. La pequeña Clairence lloraba en la sillita, probablemente porque necesitaba un cambio de pañal o tenía hambre. Donovan, con cuatro años, aburrido, se escabullía cada dos por tres… pero Sinead, la primera mujer de Leandro, no quería perder la oportunidad de comprarle unos pantalones rebajados y necesitaba probárselos. Había cola en el probador. Cada dos por tres, Donovan se zafaba de los brazos de sus madre y Leandro tenía que perseguirlo por la tienda. Nerviosos, después de pagar, Leandro y Sinead discutieron. Leandro se olvidó de que habían salido para disfrutar de una mañana de compras, que estaban de vacaciones, y perdió los estribos. Enfadado, le pidió a 139 Angel Gros Sinead que le esperara en la puerta junto a los pequeños y la sillita, mientras él subía a buscar el coche; la calle era muy empinada y estaba aparcado en la parte más alta…, sería mucho más rápido de esta manera. El IRA había avisado hacía escasos minutos de la colocación de la bomba. Cuando Leandro volvió con el coche, un grupo de policías acababa de bloquear la calle con una tanqueta, y le impidieron el paso. A unos cincuenta metros, pudo ver como una mujer policía, daba órdenes a los transeúntes y los conducía calle abajo. Estaba evacuándolos en dirección equivocada, en realidad hacia el fatídico lugar donde estaba colocada la bomba. Leandro salió del coche y pudo ver a los suyos, mezclados entre la multitud. Su mujer llevaba a Donovan en brazos y empujaba la sillita de Clairence. Caminaban junto a la mujer policía y obedecían confiados sus órdenes. Sinead giró la cabeza buscando a Leandro y sonrió cuando sus miradas se cruzaron. Fue un instante. La bomba les alcanzó de lleno. >>Tenemos las notas de los psicólogos que intentaron ayudarle a sobrellevar la tragedia. Leandro no paró de autoinculparse: “Le dije a Sinead que nos estábamos retrasando… me enfadé con ella… ¿qué haces mirando esas naderías? los niños tienen hambre y el coche está lejos… ¡Mierda…! ¿A qué tanta prisa? Estábamos de vacaciones y ella tenía derecho a comprar aquellos pantaloncitos rebajados, pero yo… yo ya estaba cansado de caminar, solo quería llegar al lugar donde habíamos reservado para comer. ¡Quedaos aquí!… ¡Ahora os vengo a buscar!…¡Donovan, obedece a tu madre de una maldita vez!… Cuando me cortaron el paso intuí que algo estaba a punto de suceder, pero me colapsé… me paralicé… como si ya nada pudiera impedir el desastre —aquí 140 Ongi etorri Camila hablaba como si fuera él, con la mirada perdida, como transportada al lugar de los hechos. Como si estuviera siendo testigo del fatídico momento.” Calló durante un instante, y de pronto se rehizo como una médium que volviera del más allá. —Nosotros ya sabíamos lo de los jueces, alguno de los presos contactados se había ido de la lengua. Pero confiábamos en que Leandro pudiera infiltrarse hasta donde la policía no suele llegar y nos consiguiera algunos nombres más: ¿Con qué jueces se había establecido contacto? Y lo más preocupante: ¿qué persona de Lakua había dejado olvidada la lista de los comandos en la impresora? ¿Quién era el topo? —Todo esto me parece muy peligroso —respondió el comisario—. Detrás del modo de actuar de Leandro puede existir una motivación morbosa que no podemos controlar. Desde el deseo de venganza hasta el instinto de autodestrucción. No soy psiquiatra, pero no me parece la persona más adecuada para llevar a cabo una investigación. —Estamos seguros de que es el hombre perfecto. Ha llegado a tal grado de descreimiento que es capaz de escuchar al peor asesino sin interrumpirle ni censurarle. Tiene la increíble capacidad de entender por qué un asesino hace lo que hace, siendo él una persona pacífica; es capaz de entender por qué una persona cree en Dios, siendo él ateo; es capaz de entender que alguien tenga una enorme ilusión por algo, habiendo agotado toda capacidad de entusiasmo. Y todo su discurso gira en torno a su pensamiento nihilista, que niega la esperanza y desconfía de las instituciones. Para unos como para otros no presenta ningún peligro. Los extremistas desprecian a 141 Angel Gros los excépticos. Los gobernantes, también. A Leandro no le cuesta nada ganarse la confianza de personas que no abrirían su corazón a los demás. No olvide que todo el problema del terrorismo es un problema emocional. De banderas, de sentimientos, de apego a la tierra y a los antepasados, de canciones que arrancan lágrimas de los ojos. 142 CAPÍTULO DIECIOCHO Deusto Cuando el comisario Campos se plantó frente a la fachada de la universidad de Deusto, clásica y desprovista de ornamentos, no pudo por menos que sentir admiración por el magnífico edificio. Hace ya más de un siglo que algunas grandes fortunas de Bilbao, al mando de Casilda Iturizar, la construyeron dejando a toda la ciudad sobrecogida. Era el mayor edificio de toda Vizcaya. El marido de Doña Casilda, Tomás de Epalza, había fundado la primera instalación siderúrgica moderna en el País Vasco. Fue en junio de 1841. Don Tomás compró unos terrenos en el municipio de Begoña, donde solo habían molinos y ferrerías tradicionales, y construyó la fábrica de Santa Ana de Bolueta. Siete años más tarde, siguiendo su modelo, se instalaron los primeros altos hornos del País Vasco. Eran los segundos del país, tras los de Marbella, en Málaga. Asimismo, en 1856, un grupo de comerciantes e industriales de Bilbao, entre los que se hallaba también 143 Angel Gros Tomás de Epalza, decidieron fundar un banco con capital únicamente local, para poder hacer frente a la presencia del Credit Mobilier francés. Sus promotores se acogían a la reciente ley de bancos de emisión de 28 de enero de 1856, que eliminaba el monopolio del Banco de San Fernando (después llamado Banco de España). Estos grandes y multimillonarios emprendedores ya tenían su propio banco. Ahora, solo les faltaba una universidad a la altura de las empresas que se estaban creando; y donde sus hijos pudieran formarse con el mejor profesorado religioso de la época: los jesuitas. Así nació Deusto. La fortuna que costaba internar a un joven en ella solo estaba al alcance de estas grandes familias. Al principio, la ciudad llegó a odiar todo lo que significaba la universidad, símbolo de la diferencia de clases. La enorme separación física y social estaba marcada por la ría y por los altos muros del edificio, frente a las modestas huertas y herrerías de la ribera del Nervión, donde ahora se yerguen la torre Iberdrola y el Museo Guggenheim. El comisario Campos había leído algo de la historia de la universidad en un libro conmemorativo titulado Empresas de Euskadi, que el Lendakari en persona le regaló hacía quince años, cuando le hizo entrega de la medalla al mérito policial por el rescate de unos niños secuestrados en Gernika. Campos siempre fue un hombre preocupado por la cultura que, a pesar de su escasa formación académica, había tratado de cultivarse todo lo posible. Nunca compartió con sus compañeros su secreta afición a la arqueología que le llevó a inventariar y fotografiar todos los cromlechs y dólmenes de Álava (obra que publicó la consejería de turismo en un pequeño libro 144 Ongi etorri en blanco y negro). Aunque su nombre apareció en el mismo y estaba expuesto en los escaparates de algunas librerías del centro de Vitoria, ninguno de sus compañeros lo asoció con el discreto comisario. Por supuesto, Campos jamás hizo partícipe a nadie de sus lecturas filosóficas, ni de su pasión por John Milton, que le llevó a aprender inglés y más tarde inglés antiguo, para poder leer su poema épico “El Paraíso Perdido" en su edición original. Muy al contrario, el comisario guardaba como un preciado tesoro sus aficiones culturales y no solía comentar nada que tuviera que ver con estos asuntos, por mucho que la conversación tomara ese derrotero. Campos, casado, no hacía mucha vida con sus compañeros. Muchos de ellos, aún después de haber trabajado a su lado durante décadas, ni siquiera conocían a su mujer; a la que burlonamente llamaban la mujer de Colombo, en referencia al detective de la televisión norteamericana cuya esposa, a la que nombraba a menudo, jamás aparecía en pantalla. Pero volvamos a los hechos. El comisario Campos no había escogido la universidad de Deusto por casualidad. La elección del marco para la entrevista había sido cuidadosamente meditada. Antonio Aguirre le estaba esperando en la cafetería del antiguo edificio de la Comercial. La universidad de Deusto está compuesta de dos grandes edificios históricos: el primero de ellos y más antiguo es la Literaria, donde se estudia Derecho; el segundo, levantado algunos años después, es la Comercial, donde se estudia Económicas y Empresariales. Antonio Aguirre y el comisario Campos enseguida pidieron un café y dio comienzo una conversación esclarecedora. 145 Angel Gros —Supongo que usted, por doble motivo, estará sobradamente al tanto de los últimos acontecimientos en el seno de la organización terrorista y de cómo el gobierno y los partidos abertzales intentan avanzar en el proceso. —Por supuesto. Además, mis alumnos no hablan de otra cosa y constantemente me hacen preguntas. —¿Por qué a usted? —Bueno, Euskadi es muy pequeño, muchos saben que en el pasado yo simpatizaba con la izquierda más radical. —¿Era usted terrorista? —Jamás se me procesó como tal. Ni tampoco se me aplicó la ley antiterrorista por colaborar con la banda. Digamos que, como muchos otros en aquella época, miraba hacia otro lado. Y sí, es cierto, hacíamos algunos trabajos domésticos que facilitaban los movimientos de los más radicales. No estoy orgulloso de ello. —Hay gente que piensa que usted ha sido un tapado de la organización terrorista dentro del Partido Socialista. —La gente tiene mucho tiempo libre. Yo solo soy un modesto profesor que tiene la suerte de trabajar en la mejor escuela de negocios y de militar en un partido comprometido socialmente. —¿Suerte? ¿Cómo entró a trabajar en la Universidad de Deusto? —Unas oposiciones me dieron la cátedra. —¿Cuantas personas se presentaron? —Más de doscientos profesores. —He estado revisando su currículum académico y nunca fue un estudiante brillante. Digamos más bien que era del montón. —Cuando uno es joven, estudiar no suele ser lo prioritario. 146 Ongi etorri —Sin embargo, algunos atestiguan que hizo un examen brillante. —Así fue. Sobresaliente cum laude. —También he estado revisando su árbol familiar y parece que usted tiene una estrecha relación con esta Universidad. —¿A qué se refiere? —¿Le dice algo el escudo de la fachada central de este edificio? Es el escudo de la fundación que lo levantó. —No soy un experto en heráldica. —Yo tampoco, pero me ha bastado entrar en Google para descubrir que ese escudo en realidad son cinco escudos juntos. Es el resultado de la fusión de los escudos de Vizcaya y de Deusto, de la Compañía de Jesús, de la familia Aguirre y del pueblo de Berango, lugar de nacimiento de los Aguirre, que fueron los que pusieron el dinero para levantar el edificio. —Somos muchos los vascos con el apellido Aguirre, pero no le engañaré: los fundadores eran primos de uno de mis tatarabuelos. No me sirvió de mucho para el examen. —Hábleme de ellos. —Pedro y Domingo de Aguirre nacieron en Berango, Vizcaya, pero emigraron en el siglo XIX a América. Enseguida notaron que, entre los vascos más emprendedores que allí desarrollaban sus negocios, había un déficit de formación en materia de economía y empresa. De vuelta a Bilbao, dedicaron su fortuna a la creación de algo inaudito en la universidad española, pero que ya existía en Inglaterra o en Estados Unidos, un centro dedicado a impartir estudios de economía. A la muerte de estos, su sobrino, Pedro de Icaza y Aguirre, 147 Angel Gros recogió su herencia y su legado. Y, por fin, apoyado por la clase empresarial vasca, se creó la Comercial: la segunda f a c u l t a d d e l a U n i ve r s i d a d d e D e u s t o ; q u e complementaría a la Literaria, la facultad de derecho. Pedro Icaza y Aguirre se encargó de la compra de los terrenos, de los costes de construcción del edificio y de mantener, durante décadas, económicamente el nuevo centro de estudios. Por supuesto, la dirección corrió a cargo de la Compañía de Jesús. El objetivo fundacional de la Comercial fue leído en el discurso de apertura por el padre Chalbaud: “Formar los jefes de empresa, los hombres de negocios, los gerentes; en una palabra: los directores". —¿Eran masones? En América, en el siglo XIX gran parte de la burguesía lo era. —No tengo ni idea. Pero la masonería y la Compañía de Jesús nunca se llevaron bien. —Me llamó mucho la atención el escudo de la familia "Aguirre". Es el más llamativo de los cinco. Dos lobas bajo un árbol, una carrasca, una especie de encina. Así que, comido por la curiosidad, me fui a ver a un amigo que vende escudos heráldicos y árboles genealógicos en una tienda del centro de Vitoria. Y no se lo va a creer, pero resultó interesantísimo todo lo que me contó. La heráldica es realmente un mundo apasionante, lleno de simbolismos. En el caso del escudo de los Aguirre lo que más llama la atención lógicamente son las dos lobas. En sus versiones más antiguas cada loba aparece amamantando a dos lobeznos. ¿No le parece curioso? Así que le pregunté a mi amigo qué significado podían tener. El lobo, por lo visto, es la encarnación de lo violento, independiente, atrevido, solitario y rebelde, frente al León 148 Ongi etorri y al Águila, que son animales cortesanos que simbolizan lo establecido, el orden y en concreto a la monarquía. Déjeme que le lea —el comisario sacó una libretita en la que llevaba apuntadas unas notas—, “el lobo cuando se muestra activo, suele representar al guerrero esforzado, cruel con sus enemigos, a los que nunca da cuartel, y siempre listo para la acción. Su fuerza y ardor en el combate hacen del lobo una alegoría guerrera para numerosos pueblos. Para los romanos era su tótem.” —Eso en cuanto a los lobos, ¿pero no me ha dicho que son dos lobas? —Exacto, y amamantando dos lobeznos cada una. ¡Qué extraña representación! ¿No le parece? —No creo mucho en estas cosas. —No pude irme de la tienda de mi amigo sin averiguar qué podría significar; este me mostró algunos libros e hizo algunas llamadas para contrastar sus conjeturas y las hipótesis encontradas en distintos volúmenes. Enseguida dio con ello. Por lo visto, en heráldica, una loba amamantando a su cría es una alegoría de la continuidad; la saga, el cuidado de la prole que continuará el mandato, la transmisión de un legado, de una misión. Esto me llamó la atención. Una misión que hay que transmitir… ¿De qué misión puede tratarse? —¿Por qué me cuenta todo esto? Me dijeron que quería verme por si podía echar una mano en una investigación de corrupción relacionada con el proceso de paz. —Perdone. Soy una persona sin demasiada formación y tengo pocas oportunidades de hablar con gente dedicada al estudio. Todo lo que me contó mi amigo me impresionó vivamente. Cuando llegué a mi casa no pude por menos que consultar durante un rato la Wikipedia; sí, ya sé que a 149 Angel Gros veces no es muy de fiar, pero uno puede bucear en muchos temas sin necesidad de visitar archivos medievales o bibliotecas en las que solo dejan entrar a licenciados. ¿Y sabe que encontré? —No tengo ni idea. —A lo que se dedicaban sus antepasados, los Aguirre, cuando forjaron su escudo. —¿Y a qué se dedicaban? —A la guerra. —Parece que era lo natural en aquella época. —Era un familia de militares. Digamos que capitaneaban el ejército de choque del primer señor de Vizcaya, un tal Iñigo López Ezquerra. Estamos hablando del año 1000, el siglo en que Vizcaya se convirtió por primer vez en un territorio con organización política propia, y que duró ocho siglos más, hasta 1876, en que fueron abolidas las Juntas Generales de Vizcaya y el régimen foral vizcaíno. Vizcaya llegó a tener bandera naval propia, casa de contratación y consulado en Brujas. Incluso tuvo dos aduanas, en Valmaseda y en Orduña. Se puede concluir que los Aguirre forman parte del germen del nacionalismo vasco y, fíjese qué curioso, el escudo del señorío de Vizcaya tiene también una carrasca y dos lobos con un cordero blanco cada uno de ellos en la boca. —¿A dónde quiere llegar con todo esto? —Tendrá que perdonarme, tengo una imaginación que a veces me cuesta controlar y he llegado a fantasear con que los Aguirre son los encargados de mantener viva la llama del nacionalismo, la misión que indica su escudo a través del símbolo de las lobas que amamantan a sus pequeños para transmitir el germen de la lucha por los privilegios, los fueros, la independencia… A lo mejor ellos 150 Ongi etorri son “el guerrero esforzado, cruel con sus enemigos, a los que nunca da cuartel, y siempre listo para la acción”. —¿Está jugando al "Código Da Vinci"? —Si todas estas conjeturas tuvieran alguna base sólida, usted o alguien apellidado Aguirre podría ser uno de esos gudaris esforzados. —Tenga mucho cuidado con lo que insinúa. —No insinúo nada. Simplemente especulo. Pero antes de irme, me gustaría que me dijera algo. ¿Por qué un joven de la kale borroka guipuzcoana, como usted, cuando llega a León cambia tan radicalmente. —Todos maduramos en algún momento. —Usted me parece un hombre sorprendente… aunque no me extrañaría que me reserve alguna sorpresa más. Nada más despedirse del comisario Campos, Antonio Aguirre cogió su móvil y marcó un número. —Señor, necesito verle. ¿En la rectoría? De acuerdo, voy para arriba. 151 CAPÍTULO DIECINUEVE Baserria Leandro tenía la mano izquierda completamente dormida y las puntas de los dedos de la derecha amoratadas. Ambas estaban sujetas con una brida de plástico de color negro a uno de los travesaños del respaldo de la silla. Le habían retirado la cinta americana de la boca probablemente porque, donde estaba escondido, sus gritos ya no serían escuchados. Sin embargo le habían dejado puesta la capucha y la cabeza le picaba insoportablemente. Cuando despertó, si se puede llamar dormir a dar cabezadas sentado y atado a una silla, ya se encontraba de esta guisa, y había sufrido en esa posición durante muchas horas del día y de la noche. Oyó ruido en la habitación contigua y sintió una mezcla de temor y júbilo al sentir aproximarse unos pasos. “Después de tantas horas solo y encapuchado uno se alegraría de que viniera a buscarle el diablo”, se dijo. Entraron dos personas en la habitación y una de ellas arrastró una silla acercándola hacia él, al tiempo que oyó 152 Ongi etorri un carraspeo femenino. En cuanto habló, reconoció a la mujer que había matado a los dos policías. —¿Queremos saber quién te ha contratado y qué has averiguado hasta ahora? —Buenas tardes, lo primero. ¿Dónde está la proverbial cortesía asiática? —Puedes elegir entre hablar conmigo con todos tus dientes o con la mitad de ellos—, dijo ella sin perder la calma. —Ayer, cuando mataste a aquellos dos hombres en mi presencia, no me diste la oportunidad de preguntarte algo. Claro que con dos vueltas de cinta americana alrededor de la boca poco podía preguntar. ¿Fuiste tú quien me disparó en la terraza de San Juan de Luz? ¿Fuiste tú quien mató a Urtzi? Sin la peluca rubia, tengo mi dudas … —Se estaba metiendo donde no le llamaban. —Y tu amigo… No dice nada… ¿Estaba también en San Juan de Luz? ¿Te ayudó en la huida? O tal vez es el pintor que te dejó los caballetes para hacerte pasar por artista… Es muy tímido… ¿no piensa hablar? A Leandro le resultaba insoportablemente inquietante sentir cerca a esa tercera persona y no poder oír su voz. No sabía si era hombre o mujer, pero intuía que era un varón. Una banda de asesinas era demasiado novelesco. Oyó perfectamente como la persona misteriosa escribía algo. El roce apresurado de la punta de un lápiz sobre un papel. —OK —le respondió ella, y se dirigió a Leandro—, hasta ayer pensábamos matarte pero hoy te necesitamos como rehén, esta es la única razón de que estés vivo. Deberías darle las gracias a mi compañero. Por mi parte, 153 Angel Gros estarías ya bajo tierra. —¿Y para qué necesitáis un rehén? —Parece que nuestros planes se están desbaratando y que algunos de los nuestros se están pasando a vuestro lado. —¿De qué lado me hablas? ¿Sois los que compráis jueces, verdad? — Si no es por nosotros, toda esta larga batalla durante años no habrá servido para nada. No nos mueve el dinero. Nos mueve un ideal que tú no entenderías. —La verdad es que entiendo poco de ideales. Lo único que sé es que cada vez que alguien habla de ellos, mueren niños. —¿Dinos quién está detrás de la investigación? Aparte de ti ¿Es el comisario Campos? —No sé quién es ese comisario. Bueno… espera… cuando tus difuntos amigos intentaron matarme en la Rioja, vino un policía a tomarme declaración en el hospital. Sí, es posible que se llamara Campos. Nunca más le he visto. Y hablando de tus amigos, ¿me puedes decir por qué los ejecutaste? —Ya la habían cagado dos veces, pero tenía un motivo mejor: se estaban acojonando. Yo tenía intervenidos sus móviles, se los di para que los usaran únicamente conmigo. Pero eran tan estúpidos que los utilizaban para hablar entre ellos. Comentaban a menudo que el comisario Campos sospechaba de ellos; y los muy cobardes se estaban planteando delatarnos y quedar como unos héroes: los protagonistas de una suicida operación de infiltración. Los muy hijos de puta, además, pensaban quedarse con la pasta del último envío. Para que estés al tanto, los hemos estado utilizando para hacer llegar el 154 Ongi etorri dinero hasta la persona que corrompe a los jueces. Pero dejémonos de rodeos, dinos qué sabe ese comisario y qué pasos está dando. —Ya podéis sacar las tenazas, porque no voy a poder ayudaros. —Está bien. Hoy seguirás sin comer ni beber, y mañana hablaremos de nuevo. Lo de las heces podría ser un problema, pero como vas a hacer régimen, no te molestarán demasiado. Camila Izaguirre entró en la cafetería del hotel "La Galería”, en la Playa de Ondarreta de San Sebastián. El edificio del hotel era un pequeño y coqueto palacete decorado con antigüedades. Antonio Aguirre la estaba esperando dentro. Camila no esperó a sentarse para entrar en materia: —Leandro está en peligro. Y esta vez no tiene escapatoria. Los que lo tienen en su poder no se andan con tonterías. Acaban de matar a dos policías. Habrás oído hablar del caso. De cara a la prensa, la policía lo está disfrazando de un asunto de mafias del este. Si se conociera la verdad, todos sabemos que no sería bueno para el proceso… Antonio, no te pediría esto si no supiera que tú tienes amigos que pueden conocer su paradero, gente de la izquierda abertzale que pueden darte pistas más concretas y rápidas de las que la policía es capaz. —No eres la primera en pedirme ayuda. Un tal comisario Campos acaba de hacerlo. No me gusta ese tipo, consigue hacerme sentir como si fuera culpable de algo. Camila…, la gente que yo conozco no está metida en estos líos. 155 Angel Gros —Sé que tienes contactos, siempre los has tenido, y en este momento no estoy en condiciones de juzgarte por ello, ni tan siquiera quiero discutir sobre si es ético o no tu comportamiento, formando parte de nuestro partido. En estos momentos te habla una mujer desesperada. Camila dudó al decir estas últimas palabras —¿Desesperada…?—dudó Antonio Aguirre. —No lo niego. Siento algo… especial… por Leandro y sé que si no nos damos prisa, nunca más volveré a verle. —De acuerdo. Haré algunas llamadas e intentaré averiguar lo que pueda. Camila se levantó y dio un beso en la mejilla a Antonio. —No lo olvidaré nunca. En cuanto se marchó, Antonio hizo uso de su móvil. —Rosa, estaré fuera un par de días. Dile a los de la Secretaría que no podré acudir a la reunión de mañana. Es un tema personal, en Francia… sí, con mi hermana. Ya te contaré. No… no es nada grave. No te puedo contar más por el momento. Nada más terminar la llamada, hizo otra, esta vez en euskera: —Baratzatik patata berria eraman behar dizkizut. Biltegian utziko ditut ordu eta laurden barru, hamabietan. Atoi batekin itxaron iezadazu bertan. (Tengo que llevarte patatas nuevas de la huerta. Te las dejo en el almacén en una hora y cuarto, a las 12 en punto. Espérame con el remolque.) Colgó el teléfono, salió del hotel y se dirigió en coche hacia Francia. A las 12 menos diez estaba cerca de La BastideClairence, un curioso pueblo francés que perteneció a Navarra y que tiene un cementerio judío en el que se enterraban las numerosas familias sefarditas que se 156 Ongi etorri refugiaron huyendo de la Inquisición española y portuguesa. Las bastidas son pueblos construidos para asentar colonos y ésta, en concreto, la fundó el rey Luis I de Navarra, que luego se convertiría en rey de Francia y reinaría bajo el nombre de Luis X “el Obstinado”. A unos pocos kilómetros del pueblo se encontraba un karting perdido entre las colinas, con un aparcamiento de tierra a la sombra de unos álamos. Antonio Aguirre estacionó el coche en batería y esperó unos minutos. Una furgoneta blanca aparcó a su lado impidiendo la visión de su coche desde la carretera. Antonio salió y se metió en ella por el lado del copiloto. Al volante estaba Egoitz, el hombre que interrogó a Leandro la primera vez que fue secuestrado. —Arratsalde on. ¿Así que tú eres el célebre Antonio Aguirre? —¿Y tú el famoso Egoitz…? ¿Vienes solo? —Yo nunca estoy solo. —Yo tampoco. —¿Qué quieres de nosotros? —Qué ayudéis al pueblo vasco. —¿Al pueblo o al gobierno? —Esta vez tenemos intereses comunes. Vosotros queréis evitar la compra de jueces y nosotros también. El enemigo es común y se está poniendo nervioso. Han matado a los dos policías que les hacían el trabajo sucio desde España. Es señal de que están alterando los planes. La policía española también está contribuyendo al acoso. Ha entrado en escena un tal comisario Campos. Vosotros queréis saber quién de los vuestros está detrás de esto, y yo puedo ayudaros. Son un hombre y una mujer. A ella la llaman la Rubia, aunque su verdadero nombre es Xia Zhun; y él es 157 Angel Gros conocido fuera de España como el Francés, y es un profesional de las revoluciones, que milita en el Partido Marxista Leninista de Francia y conoce bien la causa independentista de izquierdas de Euskal Herria. ¿Necesitas que te cuente algo más? —¿Estás seguro de lo que dices?— dijo Egoitz —Absolutamente. —¿Qué quieres a cambio? —Tienen secuestrado a Leandro Hill. —¿El publicitario? Parece que se ha tomado en serio el encargo. No parece un mal tipo. —Él nos llevará hasta ellos. Lleva un iPhone, quizás podamos geolocalizarle. Si no se lo han quitado sus raptores, nos dirá su paradero. —No hará falta, el Francés, como tú le llamas, tiene una madriguera que cree secreta, pero se olvida de que nosotros tenemos ojos en todas partes. Vuelve a La Bastide, busca el hotel Maison Marchand y reserva una habitación. Te pasaremos a buscar en pocas horas, en cuanto reúna a mi gente. A las 9 de la noche, cuando apenas quedaba un poco de luz de la tarde, recibió una llamada en la habitación. —Monsieur Aguirre, preguntan por usted en el hall. Antonio bajó apresuradamente. La ropa que trajo desde España no era muy apropiada para salir de noche a Dios sabe dónde, así que se había comprado unas zapatillas de trekking y una chaqueta de montañero de color gris en una tienda de la plaza de La Bastide, antes de ir al hotel. Abajo, en el jardín del hotel, estaban Egoitz y, su inseparable compañero, Andoni, el joven al que los 158 Ongi etorri traumatólogos erigirían un monumento. —Tú irás con Goratze— le dijo Egoitz a Antonio. Este entró sin rechistar en un Nissan conducido por una chica con semblante decidido, que apartó del asiento del copiloto una cazadora que envolvía algo pesado y con forma alargada. —Veo que vamos preparados —dijo Antonio. —¡Apa! —se limitó a saludar ella. Cuando arrancaron, Antonio vio por el retrovisor como un tercer vehículo, la misma furgoneta blanca de siempre, esta vez con dos jóvenes que no conocía, les seguía cerrando el convoy. Uno de ellos era pelirrojo con barba, y el otro enjuto y con las cejas grandes. Condujeron por carreteras comarcales que Antonio no identificaba, aunque las continuas subidas le hicieron sospechar que no se dirigían hacia la costa sino hacia el interior. La conductora no era de gran ayuda. En un par de intentos por entablar conversación, solo le contestó con monosílabos en euskera. Cuando la noche cayó plenamente, aún condujeron media hora más hasta llegar a una carretera sumergida en un bosque de robles. El coche de delante, con Egoitz y Andoni, dio un solo aviso con el intermitente y todos giraron por un angosto camino vecinal. El camino se cortaba al llegar a las proximidades de una borda y todos apagaron las luces. Después pararon los motores. —Espera — dijo la chica—, coge esto. ¿Sabes usarla? —Vaya… una Glock… diecisiete disparos. Antes de que tú nacieras, yo llevaba muchas de estas en sacos de patatas de caserío en caserío. Para sorpresa de ella, Antonio extrajo con soltura el cargador de la pistola para comprobar si estaba toda la 159 Angel Gros munición, luego deslizó la corredera hacia atrás y volvió a meter el cargador. Fuera de los coches los demás también estaban a lo suyo. Antonio vio de todo: subfusiles MP-5, algún Z-70 español de los que usaba antiguamente la guardia civil y los modernos H&K G36CV, al que los alemanes llaman "legos" por ser de plástico. Egoitz se fijo en la cara nerviosa de Antonio y le dijo: “Ponte esto”, al tiempo que le pasaba un chaleco antibalas. “Si todo va bien, es posible que sea la última vez que los usemos.” Con un gesto de la mano reunió al grupo y les dijo: —A partir de ahora no hablaremos, todos conocéis los gestos. El invitado irá en la cola. Goratze, tú te encargas de él. La joven, que al principio interpretó que le tocaba hacer de niñera, asintió complacida cuando oyó el final de la frase: —Te confío su vida. Es el único que no puede perderla. Egoitz hizo un gesto con el brazo y conformaron una columna con Goratze y Antonio cerrando el grupo. Por sus movimientos se notaba que todos habían recibido instrucción militar, manteniendo constante atención hacia el frente, la retaguardia y los flancos. Delante de Leandro y Goratze, atentos a los lados del camino, iban los dos jóvenes de la furgoneta blanca. Uno, era grandullón y tenía una tupida barba pelirroja; el otro, era moreno, bajito, flaco, y con una cejas enormes. Abriendo el grupo, y vigilando ambos lados del frente, iban Egoitz, con unas gafas de visión nocturna, y su inseparable escolta, Andoni, con un H&K en una mano y una Glock asomándole por detrás del pantalón. Además llevaba cargado sobre el hombro, como si nada, un cilindro metálico con asas. 160 Ongi etorri Comenzó a llover y esta lluvia dio paso a otra más constante que, en pocos minutos, se convirtió en un aguacero. Caminaron unos minutos entre robles, mientras las nubes, sin parar de descargar, impedían a la luna creciente alumbrar el suelo; así que a veces pisaban en falso. Pero todos, incluido Antonio, tenían experiencia en el monte. En su época de mugalari, los movimientos de taldes y mercancías siempre se hacían en estas condiciones, para evitar las patrullas. A lo lejos y entre los árboles, tras la cortina de agua, enseguida divisaron una luz de un caserío. Provenía de una lámpara que alumbraba la entrada. Según se acercaban, Antonio incluso pudo distinguir la flor de cardo en la puerta, el eguzkilore que se coloca en las casas de campo vascas para alejar a brujos, lamias, y genios de la enfermedad. Ante la casa, se abría una explanada de unos treinta metros, y en las ventanas del caserío no se distinguía ninguna actividad. A estas horas, y bajo la lluvia, se mostraba como una mole enorme que tenía dos módulos anexos al edificio principal. Egoitz levantó un brazo y describió un círculo con la mano que todos entendieron. Luego señaló la casa. De uno en uno corrieron todos hacia el muro, excepto Goratze y Antonio. Egoitz les habló: —Vosotros dos permaneced aquí. Vamos a intentar eliminar a los de la casa. Cubrid todo el exterior. Si alguien sale y no somos nosotros, disparadle. En caso de que no salgamos en quince minutos, Goratze te llevará hasta el coche y te dejará junto al karting de La Bastide. Dicho esto, Egoitz puso una mano sobre el hombro de Goratze y la mantuvo así unos instantes sin dejar de 161 Angel Gros mirarla a los ojos. Ella apoyó la mejilla sobre su mano. Inmediatamente, Egoitz se colocó las gafas de visión nocturna y corrió hacia el muro del caserío donde se hallaban apostados los otros tres componentes del grupo. La tormenta estaba cobrando forma y los rayos iluminaban intermitentemente la fachada del edificio. Cuando estos faltaban, las siluetas se confundían entre las sombras del caserío. Andoni cedió el cilindro metálico al barbudo pelirrojo, que lo agarró por un lado, y al bajito de las cejas grandes, que lo sujetó por el otro. Ambos lo balancearon en el aire un par de veces y golpearon con él la puerta de roble que se abrió al primer impacto. Se oyeron gritos en francés de una mujer en el piso superior. Egoitz señaló con el dedo la puerta y todos entraron con las armas apuntando al frente. Desde fuera, Antonio y Goratze los perdieron de vista. Pero al cabo de unos veinte segundos se oyó la primera ráfaga y enseguida otra de respuesta. Antonio Aguirre y Goratze veían desde fuera el resplandor de los disparos que se producían en el interior de la casa. Egoitz y los suyos habían entrado y tomado el control del salón principal en la planta baja. Este permanecía a oscuras. En la planta de arriba se oían de vez en cuando los pasos apresurados de, al menos, dos personas. El jefe del comando mostró dos dedos a sus compañeros, y el pequeño de las cejas grandes junto al grandullón pelirrojo subieron las escaleras sin dejar de apuntar al frente con sus armas. Desde arriba un hombre cruzó, a la vista de todos, el zaguán, lanzando una ráfaga que tumbó hacia atrás al de las cejas grandes, el grandullón pelirrojo esquivó la caída de su compañero, pero tuvo tiempo de disparar a su vez una ráfaga hacia su atacante. Este desapareció por la 162 Ongi etorri derecha y el pelirrojo hizo una señal a los de abajo para que subieran tras él. Andoni agarró por el cuello de la zamarra al compañero de las cejas grandes y lo arrastró hacia abajo hasta apoyarlo en la pared junto a la puerta de salida del caserío. Luego, volvió corriendo escaleras arriba. —Aritz está muerto— le dijo a Egoitz. Egoitz frunció el ceño y examinó el zaguán. Este daba acceso a las diversas dependencias: cocina a la izquierda, gran comedor en el centro, y una habitación a la derecha que ocupaba lo que debió ser el antiguo pajar. Conocía bien los viejos caseríos, y este, en concreto, no había sufrido demasiadas rehabilitaciones, y Egoitz sabía que de esta habitación se accedería a otro espacio, que probablemente ahora sería el dormitorio principal y conservaría la chimenea de la vieja estancia de los caseros. El de la barba pelirroja repasó visualmente con su arma la cocina y el comedor que tenían frente a sí e hizo un gesto que indicaba que el habitáculo estaba limpio. Egoitz le indicó, con la palma de la mano paralela al suelo, que permaneciera en el zaguán vigilando la posible aparición de alguien desde la segunda planta, mientras él y Andoni entraban en la primera habitación. A sus espaldas se oyó una ráfaga y vieron desplomarse el enorme cuerpo del pelirrojo, al tiempo que una figura femenina saltaba por encima de su cuerpo y se introducía en la cocina. Ahora estaban entre dos fuegos. Xia Zhun, por un lado, cerrándoles la salida de la casa, y el desconocido que inició los disparos, por el otro, en la ultima estancia. Egoitz cerró la puerta que les comunicaba con el zaguán para evitar ser atacados por detrás y se dispuso a entrar en la habitación del fondo. De repente, 163 Angel Gros en el balcón, la figura de una mujer apareció al tiempo que un relámpago la iluminaba y disparó a través de los cristales impactando de lleno en el cuerpo de Andoni e hiriendo a Egoitz, que cayó al suelo lejos de su arma. El jefe del comando estaba completamente desarmado y Xia le apuntó desde el balcón. El disparo no se hizo esperar. Pero no provenía de su arma. Es más, cuando sonó el disparo, fue ella quien cayó hacia adelante sobre los cristales rotos. Goratze había sido la autora del disparo. Desde fuera del caserío, vio cómo una figura se deslizaba a través del largo balcón central adosado al muro y se acercaba sigilosa hacia la otra puerta del mismo, la que comunicaba con la estancia donde se encontraban Andoni y Egoitz. Goratze, antes de que Antonio Aguirre se le adelantara, tuvo el tiempo justo de apuntar y realizar un disparo con éxito. Egoitz, se levantó herido, cogió su arma, y giró el pomo de la habitación cerrada. En el preciso momento en que iba a entrar, le dispararon por la espalda. Xia desde el suelo aún tuvo fuerzas para cometer su último asesinato. Goratze y Antonio, nerviosos, vieron salir de la casa a alguien que no era de los suyos y dispararon contra él sin demasiada fortuna. La sombra desapareció por uno de los lados del caserío y se esfumó entre la lluvia oscura. Ambos, sin pensarlo, entraron en el caserío. Lo hicieron ansiosos por conocer lo sucedido, pero enseguida se percataron de la matanza que se había producido, y el desastre en que se había convertido la operación. Al primero que vieron fue a Aritz, el pequeño de la cejas grandes, apoyado junto a la pared de la entrada con los ojos en blanco. En el pasillo, arriba, el grandullón 164 Ongi etorri pelirrojo parecía aún más grande desangrándose en el suelo boca abajo. Una de las balas le había destrozado la mandíbula, y tras palparle el cuello y no encontrarle pulso continuaron hacia la derecha. Desde donde se encontraban, pudieron ver cómo se dibujaban sobre el suelo tres cuerpos. Goratze corrió y saltó sobre los cadáveres de Andoni y Xia para arrodillarse junto a Egoitz. Trató de incorporarlo pero lo más que consiguió fue apoyar la cabeza en su regazo. Antonio Aguirre miró con desconfianza el cuerpo yacente de la birmana y levantó con delicadeza a Goratze del suelo, que se sorbió las lágrimas al tiempo que dijo: —Bukatu dezagun lana. (Terminemos el trabajo) Subieron hasta el segundo piso y tampoco encontraron a Leandro. Arriba del todo, en el desván, no había rastro del secuestrado. Salieron del edificio y se acercaron a uno de los módulos anexos. En el interior de uno de ellos oyeron un ruido, un golpeteo de madera contra el suelo de piedra. Goratze volvió para coger el cilindro metálico que reposaba junto a la entrada del caserío; y con la ayuda de Antonio, forzaron la puerta y entraron en un almacén de maquinaria y aperos para el campo. Al fondo, había otra puerta. La abrieron y vieron, en el centro de la estancia, a un hombre maniatado y encapuchado sentado en una silla. Goratze rompió las bridas con una navaja y entre los dos le ayudaron a incorporarse. Prácticamente no podía andar, después de haber permanecido casi cuarenta y ocho horas sentado. Las piernas de Leandro Hill estaban completamente dormidas. Entre los dos consiguieron sacarlo fuera y arrastrarlo hasta el coche. 165 Angel Gros —No sé cómo se las arreglarán los gendarmes franceses para explicar lo sucedido a la prensa, pero no hablarán de terrorismo —dijo Antonio Aguirre. —El que ha huido es el Francés, lo mataré con mis propias manos, aunque sea lo último que haga— dijo Goratze. —Cojámoslo de una vez por todas —dijo Leandro—. No puede ser tan escurridizo. Pero antes, Antonio…, ¿me puedes explicar qué haces aquí y quién es ella? —Antes tengo que llevarte con Camila Izaguirre. Se lo he prometido. Leandro le miró sorprendido. —¿Está al tanto de esto la policía española? —Era más eficaz solucionarlo así —dijo mirando a Goratze. Esta les dejó en el aparcamiento del karting de La Bastide. Antes le reclamó el arma a Antonio Aguirre, que aún la llevaba aferrada a la mano. —Ahora que Egoitz ya no está —dijo ella—, yo seré el contacto. Pregunta por mí en el bar Trainera de Hendaya, di que llamas por lo de la lotería… Espero que estas muertes hayan servido para algo. —Antonio y Leandro se miraron y asintieron con la cabeza. Por increíble que parezca, ambos sintieron lástima por ella y por los que habían perdido la vida en el rescate. En cuanto llegaron a España, Antonio puso en marcha su móvil mientras conducía y llamó a Camila. —Soy yo. Solo puedo decirte que Leandro está conmigo y se encuentra bien… ¿vernos?, ¿dónde? Colgó el teléfono. Inmediatamente detectó que tenía tres llamadas perdidas del comisario Campos. 166 Ongi etorri —Tengo que llamarle. No me queda otra. Seguro que sospecha de mi desaparición —haciendo uso de una sola mano activó la llamada de respuesta y esperó unos segundos. —¿Comisario Campos? Sí, dígame. Sí… no he podido… he estado fuera... No, claro, en casa de mi hermana no me habrá encontrado, ella no sabía que venía a Francia... un viejo amigo… se casa y quería hacer una despedida con toda la cuadrilla. Sí, mas joven que yo.... ¿Cómo? Sí… la semana que viene podríamos vernos… ¿Tan urgente? Está bien. Mañana en San Sebastián. Espéreme en la cafetería del hotel Londres. A las ocho de la tarde. Antes no puedo; por la mañana, y al menos hasta las seis, tengo que estar con la ejecutiva del partido en Bilbao. ¡Hasta mañana, pues! Antonio Aguirre miró a Leandro. —Tendremos que andarnos con ojo. No se le escapa una. ¿Cómo sabía que estaba en Francia? —¿Tienes activada la geolocalización en tu móvil? — preguntó Leandro—. Suerte has tenido de que no se haya apuntado a la fiesta. —Leandro, voy a dejarte en Zarautz, Camila tiene un apartamento junto a la playa y podrás descansar y desaparecer unos días. Si no te llevo, Camila me mataría. Cuídala, es una buena chica. —¿Y tú, vas a explicarme qué pintas en todo esto? — dijo Leandro. —Yo solo pasaba por aquí. Debían ser las cuatro de la mañana cuando llegó al apartamento de Camila, apestando como un zorro, lo que 167 Angel Gros no evitó que Camila se tirara a sus brazos. Después de besarla, Leandro la apartó con suavidad y le pidió unas toallas para darse una ducha. —¿No prefieres un baño? Camila estaba feliz, iba de un lado para otro preparando todo para que Leandro se sintiera cómodo. Tenía un bonito apartamento que dejaba ver a través de un gran ventanal el imponente mar de fondo que se forma después de las tormentas. La luna presidía el cielo después de que las nubes se hubieran retirado. Había preparado unos apetitosos sandwiches de salmón, y tenía una botella de chardonnay en una hielera. Leandro agradeció aquella ducha después de todo lo sucedido. Por el momento, los músculos de su cuerpo no le respondían como debieran; pero bastó con abrir la ducha, sentir el calor del agua y el vapor en su cuerpo para recuperar el tono muscular y entrar en un agradable estado de somnolencia. Camila entró en el cuarto de baño y le acercó unas toallas. Él las recogió y ella no pudo evitar besarlo y mojarse al abrazar su cuerpo; después, entró en la ducha y se desnudó, pegada a sus labios, bajo el chorro caliente. Un rato después, ambos estaban tumbados, con dos albornoces, sobre la confortable cama que presidía el cuarto de Camila. Comieron los sándwiches y bebieron hasta acabar la botella. Allí, Leandro pasó a contarle todo lo sucedido; ella le miraba absorta y callada, como con miedo a interrumpirle y perderse algo. Le relató cómo después de ser secuestrado por los dos polis y por la Rubia fue conducido hasta los aledaños del Txindoki. Y cómo, al llegar allí, le sacaron a empujones y lo arrodillaron contra un árbol, al borde de un arroyo y 168 Ongi etorri con las manos atadas. La Rubia y uno de los polis iban armados. El otro había dejado el arma en el coche y observaba la escena preocupado porque alguien pudiera verles. La rubia le ordenó al que iba armado que disparara contra Leandro, pero el policia no parecía estar por la labor y le dijo que por qué no lo hacía ella misma; que no era por falta de arrestos, pero que a él le pagaban por entregar el dinero no por echarse un muerto a las espaldas. Sobre todo desde que el comisario Campos estaba con la mosca tras la oreja con el incidente del taxista en los viñedos. Ella no dudó un instante, le apuntó a la cabeza mientras él la miraba entre desafiante y sorprendido. —¿Qué piensas hacer? ¿Matarme? —dijo él, chulesco, apoyando la planta de uno de los pies en el árbol. —No servís para nada, tenía que haberlo hecho mucho antes. Le disparó en la cabeza dos veces. El otro policía hizo ademán de correr hacia el coche en busca de su arma, pero la Rubia le interceptaba el paso. Era un tipo ágil e hizo un rápido cambio de dirección que le permitió esquivar un primer disparo y correr en dirección contraria, hacia arriba. Se notaba que era un deportista pero, en décimas de segundo, el proyectil de un segundo disparo le alcanzó en el muslo. Él siguió subiendo la montaña arrastrando su pierna herida. Ella, con una tranquilidad pasmosa, le dio alcance y le pegó dos tiros más. Cayó al arroyo y pude ver como su sangre se mezclaba con el agua y descendía por el curso abierto en la ladera. Cuando ella se dio la vuelta y me miró, pensé que todo 169 Angel Gros se había acabado. Yo seguía paralizado en el suelo con las manos atadas a la espalda. Sabía que un pequeño movimiento hubiera supuesto encajar un disparo de ella. Cuando estuvo a mi lado me dijo: “Levántate y camina delante de mí”. Al llegar al coche abrió el maletero y me hizo tumbarme dentro. Me metió un trapo sucio en la boca y me rodeó la cara con cinta americana, después me colocó una capucha y cerró el portón. Me retuvieron en un caserío, me interrogaron varias veces, y lo siguiente que vi, cuando me quitaron la capucha, fue a Antonio Aguirre y a una desconocida en una habitación sórdida del almacén de un caserío, después de haber escuchado un largo tiroteo en mitad de una tormenta. Mientras hablaba, Camila le acariciaba el pelo y de vez en cuando le rozaba la cara con el dorso de su mano y hacía algún tímido comentario: —No te imaginas lo que me arrepiento de haberte metido en todo este embrollo. Si llego a perderte, no me lo hubiera perdonado jamás. —Ahora ya es tarde. Lo que hemos empezado hay que acabarlo. El francés huyó y tiene perfectamente claro quiénes son sus enemigos. Quizá al único que no conoce es a Antonio Aguirre, porque no pudo llegar a verlo. Y cuenta con una gran ventaja, nosotros no sabemos quién es él. Podría ser el barrendero que regaba la calle hace un rato. —Camila se levantó y fue hacia el baño. Cuando volvió, no llevaba puesto el albornoz. 170 CAPÍTULO VEINTE Londres Hotela A las ocho y dos minutos de la tarde del día siguiente, Antonio Aguirre entró en la cafetería del Hotel Londres de San Sebastián y se sentó en una mesa junto al ventanal que da a la Playa de la Concha. La silueta de la Isla de Santa Clara se destacaba en el centro del cerrado arco que describe la bahía. El atardecer estaba ya dando paso a la noche y las gotas intermitentes mojaban la barandilla centenaria del paseo más transitado de la ciudad. La lluvia oscura parecía añadir mayor trascendencia a los últimos sucesos. Después de que le trajeran un café, apareció el comisario. Antonio se extrañó de su saludo. Al estrecharle la mano, le acarició con el pulgar el dorso de la suya. —Los masones no nos reconocemos por esos gestos — dijo Antonio Aguirre. —Veo que ya se imagina el tema que pienso poner encima de la mesa. —La masonería es legal en España. —Por supuesto. Dígame, ¿es cierto que Obama es 171 Angel Gros masón? —No lo sé. Que lo sea o no es una decisión personal y tiene derecho a no hacerlo público. Nosotros no tenemos relación con las logias de Washington. —Bueno… pero si acaso necesitaran recabar su ayuda, enseguida se pondrían a su disposición ¿no es así? —En caso de extrema necesidad, seguramente. —Hábleme de sus dos años en León. —¿Qué quiere que le cuente? —¿Cómo conoció a Iñaki Zuluaga? —Bueno, digamos que congeniamos, los dos vascos… —Pero él y usted ya se conocían anteriormente. —De oídas. Había sido profesor en Deusto. —¿No es cierto que el excelentísimo señor D. Severiano Zuluaga, tatarabuelo de su amigo, fue uno de los primeros rectores de la Universidad de Deusto? —Sí, es cierto. —¡Masón! —¿Lo era? —Lo sabe tan bien como yo. Después de nuestra entrevista en Deusto hice algunas averiguaciones. Me ayudaron mucho en la Logia de Bilbao. Me sorprendió descubrir que la masonería de hoy es muy trasparente. No tuvieron ningún inconveniente en desempolvar viejas actas y dejarme echar un vistazo. Me quedé impresionado con la cantidad de gente ilustre de Bilbao y San Sebastián que acudía a los actos de la logia. Había también muchos ingleses. Y eso que dicen que la masonería entró en Euskadi por Francia. —Sí, creo que sí. No soy historiador. —En medio de todos estos papeles encontré un acta de fundación de la “Confraternidad de la Carrasca”. El 172 Ongi etorri máximo grado de los firmantes era Zuluaga. Así que intenté averiguar si tenía descendientes y quiénes eran. Pregunté en la Logia y la persona con la que hablé no tuvo inconveniente en contarme que su bisnieto, Iñaki Zuluaga, acudía todos los lunes. Así que me planté allí el lunes y conversé con él. Solo acude a Bilbao ese día. Vive en León y fue profesor cuando usted estuvo allí. Usted lo sabe muy bien. Se alojó en su casa los primeros meses. —Los vascos nos echamos una mano. —Y los masones aún más. Yo creo que él le captó y durante este tiempo le aleccionó sobre algo muy especial. Le inició en algo más que en la masonería. —¿Qué puede haber más secreto que eso? —Mantener viva la llama de la lucha vasca. Usted es un Aguirre. Son la familia encargada de velar por el cumplimiento de los fueros. —¿Quiere decir que los Aguirre somos una organización terrorista? —Nada más lejos de mi intención. Las organizaciones terroristas son para hijos de caseros y trabajadores maketos. Ustedes luchan desde hace mucho más tiempo y desde donde no se les ve. Desde el auténtico poder. El poder económico, la política con mayúsculas, las familias poderosas de siempre dueñas de las grandes instituciones docentes privadas. Ustedes saben que por la izquierda no se llega a ninguna parte, ustedes luchan desde la derecha, desde las clases dominantes tradicionales. La alta burguesía y la nobleza. Las que consiguieron los fueros a base de negociaciones con reyes y reinas. Grandes duques, condes y banqueros medievales consiguiendo prebendas y ventajas a cambio de vender sus apoyos a las grandes 173 Angel Gros coronas: a Castilla, a Navarra, a León… Manipular una banda terrorista para ustedes es pan comido. Han manejado ejércitos mucho más poderosos. Ustedes viven en la discreción y ellos en la pasión. Ellos salen en los medios y ustedes conspiran en la sombra. —¿Se olvida de que milito en un partido de izquierdas? —El lobo, a veces, se disfraza de perro y así puede pasearse por el poblado. Su causa está por encima de partidos, su fuerza es su invisibilidad. Todos juntos en un único partido los convertiría en vulnerables. Ustedes están repartidos en todos los estamentos y facciones políticas. Como verá, estoy aprendiendo mucho de masonería. —¿A dónde pretende llegar con esto? —Mis prioridades no son desarticular una conjura secular, sino acabar con los criminales que quieren corromper los estamentos de justicia de mi país y en esto sé que usted y los suyos no dudarán en echarme una mano. La policía francesa ya nos ha informado de lo sucedido ayer en un caserío de Oloron-Sainte-Marie: ¡menuda masacre! El asunto se está tapando como siempre, disfrazándolo de ajuste de cuentas mafioso; pero tienen un serio problema, entre los muertos están tres de los terroristas más buscados por la policía. Sabemos, Antonio, cada paso que usted da y curiosamente sus pasos ayer estaban por allí. —Habían secuestrado a un inocente. —A Leandro Hill, lo sé, entre las tenencias de los habitantes de la casa los gendarmes encontraron su móvil. Sumemos al caso dos policías asesinados a sangre fría. Corruptos, ¡sí!, pero no por ello dejan de ser víctimas de asesinato. Necesito que me cuente exactamente qué pasó y que aunemos esfuerzos. Quiero que hable con quien 174 Ongi etorri proceda en su logia y remuevan Roma con Santiago para encontrar a los corruptos. Ustedes pueden llegar a todas partes. Supongo que no será difícil dar con alguien que haya oído o visto algo. Cada vez estamos más cerca de encontrar el encaje de este rompecabezas. Ya sabemos que una de las personas implicadas trabaja en Lakua. De la otra, en el caserío, tenemos muchas huellas. El barro de la tormenta las ha dejado por todas partes. Un desconocido, en principio varón, que huyó por la parte trasera del edificio. El fantasma que buscamos. —El Francés. —¿El Francés? ¿Qué sabe de él? —Prácticamente nada, pero puedo conseguir algo más de información. Ahora, no me pregunte cómo pienso hacerlo. —Considérese una fuente. Cómo lleva a cabo sus averiguaciones es cosa suya. El comisario Campos se levantó de la silla y dejó veinte céntimos de euro sobre el plato. —Así que lo del pulgar al dar la mano ya no se lleva, ¿eh? —Hubiera sido más adecuado un abrazo fraternal. —Ya lo sé para otra vez. 175 CAPÍTULO VEINTIUNO Ama A la mañana siguiente, en comisaría, Campos reconoció al instante la voz de Antonio Aguirre cuando contestó una llamada procedente de un número oculto. —Tengo un dato para usted, el jueves por la tarde una de las personas que busca asistirá a una reunión donde se trataran los últimos acontecimientos. El comisario Campos se levantó de la silla y estiró el brazo para coger un bolígrafo de la mesa de al lado. —¿Dónde se llevará a cabo? —A pesar de ser un lugar público, le estará vetada la entrada. Si quiere estar allí tendrá que justificar el motivo de su asistencia. —Déjese de misterios, ¿de qué lugar me está hablando? —De Lakua. —¿Y quién es esa persona? —No puedo darle ese dato. Ni siquiera me lo han facilitado. Pero estará presente en la reunión que ha convocado el Lendakari, a las ocho de la tarde, en la sala del Consejo. En la planta tercera. 176 Ongi etorri —Muchas gracias Antonio, veo que su red de informantes supera a la nuestra. Pero es una reunión privada. Me va a resultar complicado averiguar quiénes serán los asistentes. — Entre los convocados hay algunos conocidos suyos. —¿Quiénes? —Camila Izaguirre y yo mismo. Al principio dudaron a la hora de incluirme en la convocatoria, pero mi contacto presionó para que estuviera presente. —¿Camila está al tanto? —Que yo sepa, no. —¿Y cuál es el motivo de la reunión? —Tratar la postura del gobierno ante la próxima amnistía de los presos. —Bien, le diré lo que tiene que hacer: simplemente acuda a la reunión y no se le ocurra mandarme ningún sms con los nombres de los asistentes, ni excusarse durante la reunión para salir y hacer una llamada. Simplemente espere a que finalice y luego acuda al Café Aramán, en el centro de Vitoria. Le estaré esperando. A las pocas horas, Camila recibió una llamada de Rosa Gaztelu, que le transmitió, con su voz grave, los deseos del Lendakari de reunirse con ella unos minutos antes de comenzar una importante reunión que pretendía llevar a cabo el jueves de esta semana. Camila confirmó a Rosa su asistencia, después de migrar una cita de su agenda: el jueves tenía prevista una visita a la jefatura de la Ertzaintza de Vizcaya. —El jefe manda, Rosa. Dile que estaré sin falta a las 7.30 en Lakua. ¿Quiénes acudirán? —El Lendakari no me ha autorizado para decíroslo, 177 Angel Gros aunque supongo que a ti te lo comentará un ratito antes —dijo Rosa. Camila se olió algo extraño en esta convocatoria, y cuando lo comentó en la comida con Leandro este le pidió que le consiguiera un pase para poder estar en el edificio durante el transcurso de la misma. Acordaron usar como excusa, de cara a los informes de entrada y salida del edificio, una reunión con el equipo de comunicación. Leandro estaba alojado en el hotel de Vitoria, para poder estar junto a Camila, durante la semana, mientras ella trabajaba. Decidieron compartir habitación y dar pie a las habladurías que fueran precisas. Vivían en esa fase del enamoramiento en que la única prioridad es estar el uno junto al otro. Por la noche, ambos estuvieron haciendo cábalas acerca de quiénes serían los asistentes, y estuvieron tentados de llamar al comisario Campos para informarle del asunto. Desconocían que él ya estaba al tanto. Finalmente decidieron no contarle nada, porque seguramente hubiera desaconsejado la presencia de Leandro en el edificio. A las 18:50 Leandro observó, desde el despacho de Camila, como ella y el Lendakari se dirigían por el pasillo hacia la Sala del Consejo, después de haber mantenido una corta reunión minutos antes. Desde su posición privilegiada, Leandro tendría una excelente perspectiva de los asistentes a la reunión. Por el momento, solo Rosa Gaztelu entraba y salía de la sala con cuadernos y unas botellas de agua. Diez minutos antes, junto a un bedel, sacó de la misma un abarrotado carro con cafés de alguna reunión anterior. Al tiempo que Camila Izaguirre y el Lendakari se 178 Ongi etorri dirigían hacia la sala, se abrieron las puertas del ascensor y las personas que salieron de él saludaron con cordialidad a estos dos. Leandro tuvo tiempo de reconocer a Antonio Aguirre, y solo tardó algunos segundos más en ponerle nombre a los demás; una era Edurne Azpilicueta, responsable de HABE, el Instituto Vasco de Alfabetización y Reeuskaldunización de Adultos—; y el otro, Javier Eguía, consejero del Grupo Durango. Todos entraron en la sala y Rosa Gaztelu cerró la puerta. Por lo visto, no había más asistentes. El Lendakari abrió la reunión: —Ante todo muchas gracias a todos por vuestra asistencia. Sé que a algunos os he fastidiado la agenda, pero necesitamos urgentemente tomar una determinación. Y voy a ser muy breve, porque el tema no admite demoras. Tengo que decidir cuanto antes si oficialmente apoyaremos o no una política de amnistía con algunos de los presos con más delitos de sangre de la banda armada. El proceso de paz está estancado. No habrá entrega de armas mientras no se den pasos y este avance es delicado. La asociación de víctimas no estará de acuerdo, el PP y otros muchos partidos tampoco. Pero me preocupa más cómo reaccionará la ciudadanía vasca ante este problema. Y en concreto nuestro electorado. No he querido invitar a este reunión a las personas que el conducto reglamentario aconsejaría convocar. Por lo tanto, esta reunión nunca ha tenido lugar, la decisión final será una decisión personal del Lendakari. En caso de equivocarme, solo yo asumiré el error y el partido no tendrá que sufrir las consecuencias. Si acierto, prometo compartir el mérito. Pero necesito, antes de tomar mi resolución, escuchar vuestras opiniones. Camila, como 179 Angel Gros consejera de Interior —explicó a todos—, no hace falta decir por qué se encuentra aquí; Antonio Aguirre lo está también porque puede medir mejor que nadie el impacto sobre el electorado de mi decisión; Edurne, por su conocimiento del tejido euskaldun, y tal vez os sorprenderá que haya invitado a Javier Eguía, pero para mí es fundamental saber cómo esta decisión puede afectar a los empresarios y emprendedores de Euskadi. También, como es habitual, está Rosa Gaztelu, que ha tenido la amabilidad de organizar la reunión y que, si quiere, puede acompañarnos. Antonio Aguirre no esperó a nadie para opinar: —Las leyes españolas no permitirán que terroristas con delitos como los que tú comentas salgan a la calle; y de Vitoria para abajo no te quiero ni contar la que se va a montar. —Te sorprendería saber cómo están reaccionando los jueces últimamente —le corrigió el Lendakari—, pero entiendo tu preocupación. Edurne enseguida se alineó con el presidente. —El mundo euskaldun lo recibirá con agrado, les parecerá un gesto comprometido del gobierno para conseguir la entrega de armas. Javier Eguía la interrumpió: —No creo que este sea el único camino para llegar a la entrega de armas. Es más, me parece peligroso avanzar de forma tan rápida. No se hará esperar un efecto rebote contra la sociedad vasca y nuestras empresas por parte de España y de Francia. No queremos un veto a nuestros productos por parte de los mercados más afines. Un empobrecimiento de nuestra sociedad es justo lo que busca la izquierda abertzale para imponer sus criterios. 180 Ongi etorri La reunión continuó así durante más de una hora; el edificio, que a partir de las 20.00 horas casi no albergaba a nadie, ahora ya se encontraba prácticamente vacío. Leandro, aburrido en el despacho de Camila, permanecía atento a cualquier movimiento extraño que pudiera producirse en esta planta del edificio. Por el momento, nada parecía moverse en sus pasillos y despachos. Leandro cogió una revista de turismo Conde Nast y la hojeó. No había pasado de las primeras páginas cuando le pareció escuchar una voz hablando al fondo del pasillo y cerró la revista con cautela. Era tal el silencio que hasta el pasar de las páginas era atronador. Se encaminó con cautela hacia el lugar de donde provenía, intentando no delatarse. No era un diálogo, era solo una voz, parecía de hombre y hablaba en voz baja, al parecer por teléfono, ya que se producían silencios y nadie contestaba a sus preguntas. —No hay forma de convencer a Antonio Aguirre y a Javier Eguía de que apoyen al Lendakari. De todas formas, yo lo doy por hecho, el Lendakari ya lo tiene decidido. Y los jueces, ahora que han cobrado una parte, no se podrán echar atrás. Leandro se encontraba ya a pocos metros de una pequeña habitación de la que parecía provenir el sonido y que se usaba como almacén de productos de papelería. Según se aproximaba, notó que la voz le resultaba familiar, pero no acertó a ponerle cara a ese sonido grave hasta que alcanzó el marco de entrada. Era Rosa Gaztelu. Estaba de espaldas y hablaba por el móvil: —Ayer hice el último pago. Sí…, quedamos para comer en el Landa, en Burgos… de todas formas, dile al Francés que se encargue cuanto antes del publicitario. Está 181 Angel Gros haciendo demasiadas preguntas, y ahora vive con la consejera. Se está convirtiendo en un elemento peligroso…, de acuerdo, te llamaré al salir. Y dile también que quiero mi dinero esta semana. Cuanto antes acabe esto, mejor. Es la última conversación que tenemos por el móvil. Rosa pulsó la tecla de colgar y se dio la vuelta. Se encontró cara a cara con Leandro y entendió al instante que llevaba un buen rato escuchándolo todo. —Vaya, Rosa. Eres la última persona de la que hubiera sospechado. Rosa, que se había quedado paralizada, intentó zafarse: —Sospechar… ¿qué? Perdóname pero tengo una reunión —respondió, cogiendo unas carpetas e intentando abrirse paso entre el cuerpo de Leandro y el marco de la puerta. Leandro cargó el peso de su cuerpo sobre ese lado y ello bastó para impedir la salida de Rosa, que retrocedió dos pasos. Ella dejó con calma las carpetas en la estantería y, en un segundo, sacó de su bolso una pistola. —¿No creerías que me iba a meter en todo este lío sin saber manejar un arma, verdad?—dijo abandonando el estado de ansiedad en que se hallaba sumida al ser descubierta. —¿Cómo has podido jugártela de esta manera con un hijo en su situación? —dijo Leandro. —Precisamente por eso —dijo mirándole con odio. —No te entiendo. —Una madre es capaz de cualquier cosa por un hijo. ¿No te paraste a pensarlo? —¿Capaz de comprar jueces? ¿De ser cómplice de varios asesinatos? ¿De codearse con la peor ralea? 182 Ongi etorri —De eso y de mucho más. Tú no sabes lo que es oír, una y otra vez, a los médicos de este país, que no hay solución, que no se producen avances. Que tendré que conformarme con tener un hijo que no me habla, que no me besa, que no me cuenta lo que pasa por su cabeza. Otras madres, en otras partes del mundo, ven esperanzadas como sus hijos reciben tratamientos caros que los harán progresar y que a lo mejor consiguen incluso curarles. Durante un instante pareció tranquilizarse y sorbió unas lágrimas que amenazaban con brotar. Comenzó un monólogo extraviando la mirada como si quisiera traspasar el muro con ella. Parecía que estuviera hablando consigo misma y recordándose las tareas pendientes. —Tengo que llevar a Galder al Instituto Mind en Sacramento para que le diagnostiquen qué rama específica de autismo padece. Les toman fotos 3D del rostro y cabeza para ver si revelan alguna anomalía. Luego, durante semanas, le colocarán un casco que medirá sus ondas cerebrales frente a todo tipo de estímulos. Así sabrán si su cerebro distingue entre sonidos bajos, medios y de alta intensidad —esto último lo dijo señalándose la cabeza con la pistola—. Después tendrá que someterse a terapias de comportamiento dirigidas a su dolencia particular. Son carísimas. Si todo esto no produce avances, pagaremos para formar parte del programa de transplantes de células madres. Si tampoco da resultado, existe el tratamiento por aluminio, que tiene ciertos riesgos, pero ha dado resultados alucinantes en algunos pacientes —poco a poco Rosa iba alterando el rostro y hablaba como para una audiencia, con los ojos desorbitados y muy excitada—. Existe también una 183 Angel Gros operación del lóbulo frontal del cerebro no demasiado invasiva que se realiza en Venezuela y que ha conseguido curar totalmente a algunos niños —en este momento Rosa pareció volver a la realidad y miró con odio a Leandro—. Haré cualquier cosa para que Galder pueda llevar una vida normal. —Sabes que es imposible. —Lo que es imposible es vivir en la conformidad, saber que nada va a cambiar. —¿No podías haber ahorrado el dinero?¿Pedirlo prestado? —La cifra de la que hablo no se la prestan a una funcionaria en un banco . —¿Quién te metió en esto? —Lo vas a conocer enseguida. O mejor dicho, ya lo conoces. Cogió su móvil y llamó. —Soy yo otra vez. El publicitario sabe en lo que estamos. Estoy con él. Tranquilo, la situación está controlada, llevo la pistola. Iremos a la nave. Espéranos allí. Colgó y se dirigió a Leandro: —Iremos hablando por el camino. Ahora saldremos por el parking del edificio en mi coche. No se te ocurra hacer tonterías. —Los de seguridad notarán algo raro. —En este edificio mando yo. Los de seguridad mantienen su puesto mientras a mí me lo parezca. Los someto a una evaluación mensual. Les va el puesto en ello. No necesitarás ni sacar tu txartela. —Mañana todos sabrán que salimos juntos del parking. Las cámaras de video recogerán nuestro paseo. Además te 184 Ongi etorri echarán de menos al acabar la reunión. —Espero estar de vuelta antes de una hora, aún tienen para rato. Conociendo al Lendakari, no creo que concluyan hasta dentro de un par de horas. Cambiaré tu txartela y borraré este video. Soy la única persona con acceso a todo el material de seguridad, aparte de la policía. Cuando encuentren tu cadáver nadie recordará que estuviste aquí. —Camila Izaguirre sabe que estoy aquí. —Nos ocuparemos también de ella. Rosa hizo que Leandro se metiera en el maletero de su coche y salieron por la rampa del parking frente a las cámaras de seguridad. Tres de las cámaras de la planta, donde Rosa tenía su coche, habrían recogido la llegada en ascensor, así como el momento en que Leandro se introdujo en el maletero. Ya lo arreglare más tarde, pensó Rosa, con toda seguridad no habrá nadie mirándolas en este momento. A las 20:30 los dos guardias hacen una ronda por el edificio y el que se queda en el mostrador es Marcelo, un ecuatoriano al que le gustan los sudokus. Es muy probable que no esté prestando la más mínima atención a las pantallas. Rosa condujo el vehículo hasta el polígono industrial Jundiz, a las afueras de Vitoria, y aparcó el coche frente a una nave de ladrillo con techo de uralita, con un cartel que decía “Impresiones Fotomecánicas”. Por un lateral de la nave surgió un hombre que abrió la puerta principal para dejar entrar el coche en el recinto. Una vez en el interior, Rosa paró el coche y abrió el seguro del maletero. Leandro se incorporó con dificultad y a pesar de estar 185 Angel Gros las luces apagadas dentro de la nave, descubrió una silueta familiar, la de su exjefe, Gustavo Valone. —Hola, Leandro, ¿qué tal va tu campaña para el Gobierno? En la agencia está todo manga por hombro desde que te fuiste. Leandro tardó en recuperarse de la sorpresa antes de contestar. —Había oído cosas de ti: que comprabas a los clientes, que dabas maletines a los políticos para que te adjudicaran concursos, que tu famosa agenda de contactos era una agenda de extorsiones… ¿pero esto? —No te voy a negar que soy un tipo ambicioso, hay que serlo para triunfar en los negocios. Como tenemos tiempo —dijo mirando el reloj—, porque es posible que aún quede gente en el polígono y no quiero que oigan los disparos, te contaré cosas de mi vida para hacerte más amena la espera. Con tanto trabajo en la oficina, nunca hemos podido relajarnos y conocernos más a fondo. Me iré muy atrás para no saltarme nada. Comenzaré hablándote de mi tatarabuelo, D. Máximo Valone, un ingeniero italiano que vino para trabajar en la construcción del puente de Portugalete y que se casó con una acomodada señorita vasca que le permitió entrar en los círculos adecuados. ¿Te aburro? —Continúa, no tengo nada mejor que hacer… y a lo mejor así entiendo porque eres tan miserable. — Como te decía, mi antepasado conoció a lo más granado de la sociedad industrial de aquella época e inevitablemente adoptó sus costumbres, como la de acudir las tardes de los jueves a la logia de Bilbao. Eran buenos tiempos para la masonería y la logia se convirtió en un punto de encuentro tan concurrido como el Casino. Mi 186 Ongi etorri abuelo era ingeniero, y a los ingenieros no se les hacía raro formar parte de un club que tenía una escuadra y un compás como logotipo. Además era una persona viajada, hablaba idiomas, más partidario de la ciencia que del antiguo testamento. Todo eso de la costilla de Adán y de que el mundo se creó en siete días no iba mucho con él y, al igual que sus amigos, aborrecía las ideas conservadoras y provincianas. Ellos simbolizaban el progreso, con sus grandes puentes y ferrocarriles. Me hubiera gustado conocerle. Y a ti también. Debió ser un tipo listo, porque en pocos años escaló casi todos los grados de la masonería: de Aprendiz a Preboste, de Caballero de Oriente a Gran Pontífice y de Principe del Tabernáculo a Caballero Comandante del Templo. Pero, para no enrollarme, voy a hablarte directamente del otro personaje de esta historia: Doña Casilda de Iturizar, la gran fortuna de Bilbao, y una mujer decidida a terminar con las ideas afrancesadas y librepensadoras, y por supuesto con los masones. Mujer piadosa, y artífice de la construcción de la Universidad de Deusto, se sentía profundamente española, así que, respaldada por las simpatías de monárquicos y carlistas, y aconsejada por sus confesores, decidió frenar los ímpetus republicanos, independentistas y mercantilistas de los amigos de mi tatarabuelo. Cada vez que algún miembro del lobby de los jueves pretendía llevar a cabo una gran obra civil en la ciudad, aparecían las trabas administrativas o se denegaban las líneas de crédito, por no presentar las suficientes garantías… Así es que dentro de la logia hubo una especie de gabinete de crisis, largos debates que dieron lugar a dos bandos. Una de las facciones comenzó a reunirse fuera del templo, en casa de mi tatarabuelo; y planearon el asesinato de Casilda Iturizar. Por lo visto, 187 Angel Gros tenían ya acordado el importe para pagar al sicario que dispararía contra ella en una de sus visitas de caridad a la Santa Casa de Misericordia. Pero, desafortunadamente, estos planes llegaron a oídos de Zuluaga, responsable máximo de la logia y Caballero Kadosh (grado 30 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado). No tardó en enterarse también de que mi tatarabuelo, Máximo Valone, estaba al frente de esta conspiración. Como Zuluaga no solo era contrario al enfrentamiento con Casilda Iturizar y los jesuítas de Deusto, sino que trabajaba por buscar un acercamiento de posturas, citó a mi tatarabuelo en el Templo. Delante de los demás miembros de la logia, le preguntó directamente por sus planes, pero D. Máximo Valone negó de plano las acusaciones. No contaba con que el resto de conspiradores no quisieron faltar a la verdad a sus hermanos masones y reconocieron, no solo el plan urdido, sino que mi tatarabuelo era quién lo había inspirado, y que las reuniones tenían lugar en su propia casa. Para Zuluaga, la gravedad del caso no pasaba tanto por la maquinación para el asesinato sino por algo mucho más grave: mi tatarabuelo había mentido a sus hermanos y, todavía peor, había traicionado los principios que rigen el grado 27 que ostentaba, en el que debía no solo velar por el cumplimiento de estos principios sino ser ejemplo de ellos. Un grado 27 o Caballero Comandante del Templo tiene un mandato muy concreto: Revivificar el viejo espíritu caballeresco de la hidalguía, el respeto a las virtudes, la defensa firme del deber y la adoración de la verdad. Un grado 27, para que te hagas una idea, moriría antes que pronunciar una falsedad o profesar una opinión sólo por conveniencia, ganancia, o miedo de la desaprobación mundana. Máximo Valone, fue expulsado 188 Ongi etorri de la logia y denunciado ante las autoridades. A los que admitieron sus intenciones y actuaron con sinceridad ante sus hermanos en el Templo, les rebajaron de grado, y se cubrieron sus fechorías con un velo de silencio. Mi tatarabuelo murió meses después en la cárcel, en circunstancias digamos que no muy normales. Gracias a lo sucedido, Zuluaga se ganó la confianza de los seguidores de Doña Casilda y en los años siguientes, miembros destacados de la logia empezaron a formar parte de la Sociedad que regía la Universidad de Deusto y de otras importantes sociedades donde la Iglesia tenía participación accionarial. Así se alcanzó la tan ansiada integración y consolidación de todos los grupos de poder vascos, unidos bajo la bandera del nacionalismo. Los seguidores de Zuluaga, con tu amiguito Antonio Aguirre al frente, son los que hoy lideran la logia, y trabajan sobre la misma vieja misión de consolidación y unión. Mientras tanto, mi familia ha sido una apestada durante décadas. Mi infancia, el colegio, las celebraciones con compañeros, no han sido muy agradables, sabiéndome señalado por el dedo acusador de lo más granado de la sociedad vasca. Estamos en provincias, amigo, y estas cosas necesitan del paso de muchas generaciones para que sean olvidadas. >>Pero ahí no acaba la cosa, cuando mi padre estaba a punto de vender la casa familiar, encontré unos antiguos archivadores en la biblioteca. Uno de ellos contenía levantamientos de actas de todas las reuniones del grupo conspirador, incluyendo cartas a otras logias de Burdeos que apoyaron su iniciativa. En ellos, aparecían los nombres y apellidos de muchos de los prebostes que acudieron a estas reuniones para intrigar junto a mi tatarabuelo. Se me ocurrió comentarlo con el biznieto de 189 Angel Gros uno de ellos, e indignado me dijo que no intentara sacar nada de esto a la luz, porque podía hacer mucho daño a muchas familias, al tejido empresarial e incluso a la causa nacionalista. Por supuesto no le hice ni caso y me dediqué a visitar uno por uno a todos a los que se nombraba en aquellos papeles, para darles a conocer en primicia tan sorprendente hallazgo arqueológico. Ya sabes que aquí, con lo del mayorazgo, esto es como la monarquía. Los dueños actuales de las empresas se llaman como sus antepasados. No hizo falta hacerles chantaje. De la noche a la mañana, los directores de marketing de algunas de las mejores empresas vascas querían trabajar conmigo, ¡el teléfono sonaba!, y empecé a ganar todas las cuentas importantes de Euskadi. ¡Coño!, De golpe me había convertido en el publicitario de moda. El hombre con mejores contactos a kilómetros vista. Gané mucha pero que mucha pasta. Pero lo bueno no dura para siempre… poco a poco Antonio Aguirre ha estado socavando mis intereses y convenciendo a mucha gente de que no se dejen intimidar… Mi cuenta de resultados ha ido disminuyendo de año en año… Así que no pude decir que no a un ofrecimiento euromillonario, el que me hizo el Francés, de quién ya has oído hablar ¿Qué te parece la historia? No quiero que te marches para el otro barrio sin estar bien informado de todo: Mis directivos nunca podrán decir que su jefe no les puso al tanto de todo lo que pasaba en la empresa. —¿Cómo has podido meter en un lío así a esta pobre mujer? —¿A Rosa? —parecía haberse olvidado de ella— Te equivocas. Se metió ella solita. Una tarde, después de una 190 Ongi etorri presentación en Lakua a uno de los consejeros, Rosa me pidió hablar a solas. ¡Ja, ja, ja…! ¡Llegué a pensar que buscaba rollo! Me ofreció colaboración a cambio de dinero. Colaboración en lo que fuese. Estaba dispuesta a lo que hiciera falta a cambio de pasta: a darme papeles del Lendakari, a grabarme conversaciones en los despachos… La vi tan agobiada que lo primero que pensé es que no sería de utilidad en mis asuntillos: demasiado desesperada, podría complicarlo todo. Pero el Francés y yo llevábamos tiempo intentando dar con una persona que pudiera hacernos de enlace con los jueces. Tras un buen rato de charla me comentó que en el Ministerio de Justicia en Madrid había algunos amigos suyos. El poder acceder hasta los jueces no parecía revestir demasiada dificultad. Además, necesitábamos a una persona que estuviera tan desesperada como para jugársela intentando corromperlos. Un profesional no hubiera servido, podría habernos chantajeado de por vida. En mi cabeza comenzó a cobrar fuerza la idea de que Rosa pudiera acudir a una cita en un café de Madrid y sentarse frente a un señor juez sin sentirse intimidada. Estaba acostumbrada a hablar con altos funcionarios de la política. Y seguro que podría conducir la conversación con habilidad. Tenía suficiente resolución y frialdad para acometer el asunto. Una difícil misión que le sería altamente remunerada. Rosa era la persona ideal. >>Bastó su aspecto varonil, un traje y un sombrero para hacerla pasar por un hombre de mediana edad. Su voz haría el resto. Perdona Rosa que hable de ti en estos términos, pero a estas alturas no deberíamos andarnos con delicadezas. Y por cierto, se nos está haciendo tarde —dijo mirando el reloj y sacando una pistola de una caja 191 Angel Gros que tenía al alcance de la mano en una de las estanterías —, sintiéndolo mucho, querido Leandro, voy a tener que despedirte. A Rosa no parecieron importarle las palabras de Gustavo Valone. Salió de su ensimismamiento para mirar también el reloj y dijo: —No me necesitas, verdad, la reunión debe estar a punto de acabar. Necesito llegar antes de que me echen de menos, y tengo que borrar las cintas de las cámaras de vigilancia. Rosa guardó su pistola en el bolso y se volvió de espaldas hacia su coche. —No, claro que no, Rosa. Ya no te necesito—dijo Gustavo y disparó sobre ella, que cayó resbalando con los ojos abiertos, intentando sujetarse al portón trasero. Leandro hizo un gesto para intentar desarmar a Gustavo pero este dio un paso atrás y le puso la pistola a la altura de la cabeza. —Es lo bueno de esta época de crisis y de paro. A esta hora no habrá ya un alma en todo el polígono. De pronto se oyó un estruendo y un grito al otro lado de la nave. —¡Tire el arma! —se oyó, al tiempo que se abrían dos de las puertas de la planta baja. Un grupo de hombres armados irrumpió en la nave apuntando con sus armas hacia Gustavo y Leandro. Gustavo disparó contra ellos y Leandro aprovechó para echársele encima tirándolo al suelo. En unos segundos, el comisario Campos y dos de sus hombres, le ayudaron a inmovilizarlo. 192 Ongi etorri Una semana después, el comisario llamó a Leandro y acordaron verse en el restaurante “Patxicu Enea”, al pie del monte Jaizkibel, cerca de Donosti. El restaurante favorito de Campos. Pidieron la “terrina de foie gras casero” que elaboran siguiendo la receta del gran Christian Parra: un reputado maestro en el manejo del hígado de pato. Después cada uno de ellos pidió un chuletón. Campos procedió a contarle a Leandro los hechos. —Ha tenido mucha suerte, señor Hill. La tarde de la reunión en Lakua tenía algunos aliados en la sala. Además de la señorita Izaguirre, lógicamente. Le contaré mi versión de la misma: A los veinte minutos de comenzar, Rosa Gaztelu se excusó diciendo que estaba un poco adormilada, que no había pegado ojo esa noche a causa del niño y que iría a buscar un café a la máquina. Preguntó si se les ofrecía algo y algunos pidieron más botellas de agua. El aire acondicionado del edificio se apaga a las 20.00 horas en punto y en el mes de Junio hace un calor insoportable dentro del edificio. Nadie se extrañó de las idas y venidas de Rosa Gaztelu, ni de que tardara más de la cuenta en volver con las bebidas. El tema que se trataba allí tenía a todos muy pendientes del Lendakari. Fue Antonio Aguirre, al ver que Rosa no regresaba, el que comenzó a sospechar. No recordaba haber visto jamás a Rosa tomar un café, ni siquiera té. Recordó que ella, que tuvo que trasnochar tantas veces a causa de su hijo, le había contado varias veces que los estimulantes, cuando superaban la fase en que el cuerpo se despierta y gana en atención, producen un efecto rebote dejando el cuerpo sumido en un cansancio mayor que el inicial. Tanto le extrañó que, a pesar de mis indicaciones, 193 Angel Gros me envió un sms advirtiéndome de que Rosa había abandonado la reunión. Le contesté pidiéndole una descripción física y de vestuario y después me dirigí rápidamente hacia Lakua. Al aproximarme al edificio, vi un coche que abandonaba el parking con una mujer dentro. Pedí refuerzos y el resto puede imaginárselo. Unos segundos antes y hubiéramos evitado la muerte de Rosa —durante unos instantes pareció sentirse responsable de ello—. Esta semana hemos intentado sonsacar a Gustavo Valone todo lo que nos han permitido sus abogados. El tipo está bastante protegido aunque no creo que pueda librarse de unas décadas en la cárcel. La acusación incluirá homicidio, conspiración, colaboración con banda armada y extorsión. Necesitará algo más que un buen bufete para poder seguir haciendo de las suyas. El interrogatorio lo hemos basado en intentar averiguar la identidad de el Francés. Ha sido completamente estéril, ahora niega conocer a ninguna persona con ese apodo y ante nuestra insistencia sus abogados le han blindado, así que nos hemos centrado en la investigación de sus cuentas bancarias. Tiene participaciones en más de veinticinco sociedades, aparte de su actividad publicitaria; casi todas, sociedades que no tienen empleados, pero cuyas facturaciones son muy altas; claramente se trata de sociedades fantasmas cuya única utilidad es distraer los movimientos de dinero, pero por suerte tenemos en el departamento a un crack en temas mercantiles y financieros que ha detectado unos curiosos movimientos de dos bancos de Cayman hacia una de estas sociedades. Son cantidades importantes. Cuando le preguntamos por estas transacciones, puedo asegurarle que le vi inquietarse; se lo dice alguien que lleva más de treinta años haciendo 194 Ongi etorri preguntas a sospechosos. Hemos intentado averiguar quién o quiénes son los titulares de estas cuentas, pero no hemos averiguado nada. Estos caribeños son peores que los suizos cuando se trata de secreto bancario. >>Por otro lado, hemos encontrado, en la vivienda de Rosa Gaztelu, ropa masculina, la que usaba para entrevistarse con los jueces y, en el historial de Google Chrome de su PC, visitas a páginas donde aparecen noticias y fotografías de dos jueces de la audiencia nacional. A estos no ha hecho falta investigarles muy a fondo, enseguida han aparecido sociedades en las que participaban sin ser administradores y que supuestamente usaban para facturar otras actividades como conferencias, publicaciones de libros…etc. Y lo más importante es que en ellas hemos hallado movimientos provenientes de cuentas de sociedades francesas que a su vez reflejaban movimientos con bancos de Belice y de Islas Cayman: ¡Bingo! 195 CAPÍTULO VEINTIDÓS Cayman Uharteak Cuando la azafata plegó la bandeja del comisario Campos, siguiendo el procedimiento de aterrizaje, este se hallaba absorto mirando por la ventana: "Si Amaia viera esto..." Hasta el momento nunca se había podido permitir un gran viaje con su mujer. Es cierto que en su viaje de novios pasaron unos días inolvidables en un modesto hotel de Roma y que veinticinco años más tarde hicieron un viaje a Portugal, al Algarve, donde, durante dos semanas, celebraron al tiempo sus bodas de plata y las vacaciones de verano, llegando a olvidarse de la lluvia oscura y persistente del Cantábrico. Era la primera vez que el comisario Campos realizaba un viaje en avión de quince horas, incluida la escala en Miami y las horas de vuelo desde Bilbao a Madrid. A través de la ventanilla del avión, la maniobra de aproximación al aeropuerto “Owen Roberts” de la Gran Isla del archipiélago de Cayman era todo un espectáculo. Al inclinarse el Airbus A340 de American Airlines daba 196 Ongi etorri la sensación de que, alargando el brazo, podían tocarse las aguas turquesas que acariciaban la larga lengua de arena blanca. En la playa se levantaban unas villas blancas de inspiración colonial inglesa que se extendían como una línea fronteriza que anunciara el comienzo de la selva. Campos siempre se sentía culpable cuando disfrutaba de algún momento especial sin su mujer. La vida le presentaba oportunidades de disfrutar experiencias únicas y no poder compartirlo con quien más había sufrido los inconvenientes de una profesión como la suya le parecía injusto. Desde el ministerio habían asignado nuevos recursos a la operación y su asiento en primera rondaba los tres mil euros, mucho más que su sueldo de un mes. El alojamiento en el hotel Ritz-Carlton ascendía a setecientos euros por noche y le habían concedido carta blanca para administrar las dietas, mientras las justificara con facturas; junto a una cantidad de cuatro mil euros que no precisaba de justificación alguna, y de la que podría hacer uso en caso de emergencia. Todo este dispendio era necesario para hacerle pasar por un empresario español con grandes recursos. Tomaron tierra con bastante pericia y nada más salir del avión notó un calor húmedo en la piel, al tiempo que el resplandor del sol en el cenit le hizo fruncir el ceño para proteger sus ojos fotofóbicos de un tsunami de luz desbordante. En el aeropuerto, los trámites fueron rápidos. Un funcionario del consulado español, pero de origen chileno, llamado Osvaldo Peña le acompañó y se saltaron prácticamente todos los procedimientos. De camino al hotel en una furgoneta, y mientras 197 Angel Gros contemplaba desde la ventanilla las calles de Georgetown abarrotadas de turistas y locales, se dijo: “Para un vasco como yo, vivir aquí sería como vivir en otro planeta” El cielo azul, las aguas calmas y templadas, las mujeres voluptuosas y ligeras de ropa, los gritos de los comerciantes ofreciendo sus productos, y sobre todo, ante todo, esa luz que extraía avariciosamente de los objetos sus llamativos colores. En la calle, una pareja de mulatos jóvenes discutían por un asunto de celos y una vieja levantaba en volandas a un bebé ante la alegre mirada de su hija, el pequeño sonreía entre asustado y divertido. Los coches conducían por la izquierda como en Inglaterra y la acera estaba abarrotada de los característicos establecimientos de la isla: joyerías especializadas en diamantes, bancos, duty frees dedicados casi exclusivamente a la venta de licores, restaurantes que servían el delicioso pescado de sus rocas y, como en todas partes, un Hard Rock Café. Todos estaban situados en los bajos de las elegantes construcciones coloniales, protegidos del sol por una galería sujeta con columnas que proporcionaba sombra fresca a los transeúntes. Al otro lado de la calle, en el mar, donde todavía alcanzaba la vista, se veían fondeados decenas de cruceros con los llamativos logotipos vinilados de las grandes compañías que operan en el caribe. Embarcaciones gigantescas de más de quince pisos que vomitan, a diario, miles de turistas con sus gorras de visera, sus bermudas, camisetas y sus, cada vez menos, cámaras de vídeo, desde que los móviles hacen su función. El comisario, que había estado repasando estos últimos días la historia del archipiélago, descubrió que las Islas Cayman no siempre se llamaron así. El nombre original 198 Ongi etorri que Cristóbal Colón les dio el 10 de mayo de 1503, durante su cuarto viaje a América, era mucho más sugerente: Las Tortugas. A Campos, ese nombre le bastaba para que acudieran a su mente historias de piratas, de corsarios, de bucaneros y filibusteros, de ataques a galeones y secuestros de hijas de gobernadores. En 1586, el pirata Francis Drake tomó el archipiélago, y se convirtió en el primer inglés de cuya visita queda constancia; inmediatamente las rebautizó como Islas Caimán. Las islas, junto con la cercana Jamaica, fueron ocupadas por Inglaterra durante la guerra anglo-española de 1655-1660. España reconoció oficialmente la soberanía inglesa sobre ellas y recibieron el nombre de Islas Cayman en el tratado de Madrid de 1670. Lo que más llamó la atención del comisario fue averiguar el origen de la costumbre de no pagar impuestos. Por lo visto, en 1788, diez barcos que regresaban a Gran Bretaña procedentes de Jamaica naufragaron en las costas de la isla mayor, y sus tripulantes fueron acogidos y cuidados por los nativos. Por esta acción, el rey Jorge III del Reino Unido eximió a la colonia del pago de tributos, deferencia que se mantiene hasta la fecha. Al llegar al hotel Ritz-Carlton, un lujoso resort frente al mar caribe en la Playa de las Siete Millas, Campos quiso invitar a un refresco a Osvaldo Peña, pero este se disculpó alegando un compromiso familiar. Aún así, le comunicó que con mucho gusto podría contar con él a partir del día siguiente. A pesar de que el hotel era un gigantesco edificio con cientos de habitaciones, con una enorme piscina común y todo tipo de atracciones en su interior que disuadían al 199 Angel Gros turista de gastar su dinero en otra parte, al comisario le pareció un lugar de ensueño. Las palmeras decoraban el voluptuoso jardín que rodeaba la piscina y por todas partes se veía a turistas americanos con llamativos pantalones y billetes largos en las carteras. Campos deshizo su equipaje, sacó su trasnochado ordenador portátil con procesador Pentium 4, de esos cuya sola mención le hubiera provocado urticaria a Leandro Hill, y lo enchufó con el adaptador 120, 60 Hz A/B, que esperaba que no diera problemas, porque lo había comprado en un chino en la misma manzana de su casa. Necesitaba el cable, su batería hacía tiempo que no funcionaba. El ordenador se inició sin problemas y sus ventiladores comenzaron a emitir el molesto ruido de los portátiles con mas de diez años. Para estos asuntos el comisario no tenía demasiados remilgos, de hecho ni siquiera parecía molestarle el tremendo calor que despedía el pesado maquinón, cuando lo apoyaba sobre sus piernas en la cama para consultar los informes antes de dormir. En la comisaría todos los que estaban por debajo y por encima de él disfrutaban de mejores equipos, pero él nunca se mostró interesado por los planes de renovación y mejoras del departamento. Solo cuando algo se rompía y, a la vieja usanza, llamaba a la puerta del despacho de su jefe y le comunicaba el contratiempo. Incluso para esto se sentía incómodo, no quería parecer el típico empleado que abusa de las facilidades que las empresas ofrecen para realizar el trabajo. Su actitud honesta siempre le ocasionó molestas pérdidas de tiempo porque, como tampoco insistía en las peticiones, a veces directamente eran olvidadas. 200 Ongi etorri Esa tarde, después de deshacer el equipaje, llamó a su mujer y la puso al tanto de todo lo que había visto hasta el momento. Se dio una ducha, se tumbó en la cama y descolgó de nuevo el teléfono para pedir un "sandwich club" con una cerveza para cenar. Al día siguiente acudió a la cita que tenía concertada con el director del Investment Offshore Bank. A las ocho y media de la mañana la temperatura era agradable y, desde la puerta del moderno edificio construido en mármol, podía oír el sonido de las olas, el murmullo de las conversaciones en las calles y el olor a croissants recién hechos que provenía de alguna cafetería cercana. Richard Burston, un caymanés descendiente de ingleses, le estaba esperando y enseguida le hizo sentar en su despacho: —Espero que su llegada haya sido agradable y se encuentre cómodo en nuestra isla. —Estoy impresionado —dijo Campos con absoluta sinceridad. —Me advirtió por teléfono que estaba interesado en conocer cuáles son las ventajas a la hora de hacer transacciones internacionales en nuestro banco. —Así es. Como le comenté estoy a punto de realizar unas importaciones de máquina-herramienta china a precios muy competitivos y no quiero perder mi margen con impuestos que no sean los estrictamente necesarios. Tengo bastante prisa en este tema. En China, no van a poder mantenerme ese precio por mucho más tiempo. Me cuestan cinco veces mas baratas que en República Checa. —Casi todos nuestros clientes acuden a nuestro banco con problemas similares. En primer lugar le sugeriría que 201 Angel Gros creara una sociedad radicada aquí. Es rápido y fácil. Se crean más de 70.000 al año. —Estoy al tanto y por lo que he oído solo hay 50.000 habitantes en la isla. —Así es. Somos una isla dedicada a los negocios. Yo mismo puedo recomendarle un agente de confianza para crear su sociedad. Habitualmente se hace por internet pero si prefiere un contacto mas personal le facilitaré su teléfono. —¿Qué papeles necesito? —Bastará con una fotocopia de su pasaporte y cualquier tarjeta de crédito para pagar los 1500 euros que cuesta constituirla. —Si no lo entiendo mal, esta sociedad me permitirá comprar las herramientas en China y revenderlas en mi país, sin pagar los impuestos que tendría que pagar en España si lo hiciera directamente. —Exactamente. —Entendido, y luego tengo otro tema mas delicado... —Dígame, con confianza —Dispongo de veinte millones de euros en metálico que necesito sacar de mi país para efectuar unos pagos de los que no quiero dejar evidencias. —Ya. Continúe. Seguro que tenemos una solución. —Bueno, eso es todo. Le estoy dando vueltas y quería conocer su opinión. —Bueno, lo habitual en estos casos es crear una serie de s o c i e d a d e s a p a r t e d e l a q u e h e m o s h a bl a d o anteriormente. La primera debería estar radicada en su país, la composición accionarial se la diseñará cualquiera de las oficinas de abogados de la isla; a partir de esa sociedad, crearíamos una sociedad gemela en otro centro 202 Ongi etorri financiero parecido al nuestro, como Jersey por ejemplo; esta nueva sociedad que es un clon de la anterior podría operar con otra sociedad distinta que crearíamos en otro ... —¿Paraíso fiscal? —No nos gusta ese término, nosotros preferimos llamarlos centros financieros. —¡Ah, disculpe! —En realidad podríamos crear una cadena de sociedades, con eslabones que conectarían un centro financiero con otro; todo lo larga que usted desee, dependiendo de la opacidad que busque para sus transacciones. —Entendido. Pero me da miedo. Esto es ilegal. —No es ilegal. No estamos incumpliendo la ley de ningún país. Un banco tiene derecho a mover su capital desde sus sedes a sus oficinas offshore. El origen del dinero no es de nuestra incumbencia. Nosotros confiamos en la moralidad de nuestros clientes. —Entonces ¿esto es habitual? —Mucho más de lo que cree. —Yo es que soy vasco y en el país vasco somos como..., como muy rectos. —Se sorprendería de la cantidad de clientes vascos que tiene el banco. —¿En serio? ¿No podría presentarme a alguno? Me daría mucha tranquilidad escuchar un consejo de vasco a vasco. —No puedo. Ya sabe que el secreto bancario es la máxima de nuestra isla. Somos la suiza del caribe. —Ya... Pero es que ... Bueno, no sé.. Déjeme meditarlo. El comisario Campos, en su falso papel de gran 203 Angel Gros empresario, se levantó del sofá. El director del banco, un poco sorprendido por su cambio de opinión, añadió: —Espere, como comprenderá tenemos que ser muy discretos, pero no quisiéramos parecer poco hospitalarios. Cerca de aquí hay un bar español: "La Fiesta". Muy cerca de su hotel. Los jueves se reúnen abogados y contables españoles especializados en constitución de empresas. Ellos llevan muchos clientes de su país. Quizá alguna de estas personas pueda darle más datos. Y presentarle a algún compatriota. Mañana es jueves. —Muchas gracias. Estaré toda la semana en la isla. Del primer tema que hemos tratado estoy ya convencido. El segundo... tendré que pensarlo más detenidamente. El comisario Campos acudió el jueves por la tarde al bar "La Fiesta", situado también en la playa de las siete millas. Era un típico cobertizo caribeño con techo vegetal y un porche de madera flanqueando su entrada. Sobre la puerta un tablón llevaba serigrafiado el nombre, con una fea tipografía Comic Sans, y la imagen de un colorido torero con las banderillas en alto citando a un toro. El lugar estaba bastante animado. Sobre todo de turistas americanos gritándole olés a una chica asiática, probablemente japonesa, vestida de faralaes, que bailaba y tocaba las castañuelas entre las mesas. En un pequeño escenario, un tipo de edad indefinida cantaba y se acompañaba con un brioso rasgueo de guitarra, en una extraña interpretación por bulerías del famoso "bamboleo". La audiencia parecía estar encantada, jaleaban a la bailaora y más de uno se levantaba de la silla para acompañarla con unos espasmódicos movimientos acompañados de zapateado. 204 Ongi etorri Campos se dirigió hasta la barra y pidió una cerveza en inglés. Adrián, el camarero, le sirvió una Caybrew y el comisario contempló curioso la leyenda de su etiqueta: "the premium beer of the cayman islands". No estaba mal, bien fría además, justo lo que le apetecía en ese momento. Al cabo de un rato, Campos había oído hablar español ya a varias personas en el local. Pidió en la barra una segunda cerveza en español y Adrián le hizo algunas preguntas sin dejar de tirar unas enorme jarras tamaño pinta con el grifo. —¿De negocios? —Bueno sí... de vacaciones también... —repuso el comisario fingiendo sentirse incómodo por la pregunta. —No se preocupe. Aquí todo el mundo está a lo de usted. Buscando un agente, un abogado... El trato directo, ya me entiende. —Pues no, no le entiendo. El camarero se inclinó sobre la barra para hacerle una confidencia: —Se consiguen mejores condiciones con el banco si viene aquí a tratar el tema personalmente, que si lo hace a través de internet. —Ya supongo. —Fíjese, ve aquel joven, el que se ha quedado hablando con la japonesa. Si supiera los nombres de las empresas españolas a las que representa, se sorprendería. El muy cabrón con veintiocho años ya tiene una isla. En Bali. Junto con otros socios, también de su edad. Acaban de comprarla para montar el mejor Resort-Island de Asia. Muchos de los inversores en el proyecto son las mismas empresas españolas que asesora y a las que ayuda a 205 Angel Gros diversificar sus inversiones. Si quiere, se lo presento. Nadie mejor que él para mover el dinero desde España. —No sé.... quizás me vendría bien, pero no lo conozco de nada. En confianza, no quiero hablar de mis negocios con el primero de cambio. —Déjese de rollos, si ha elegido Cayman en lugar de Cuba, no será por sus playas o por sus mujeres. Aquí no nos rasgamos las vestiduras. Puede hablar con claridad, Hacienda no llega hasta aquí. —Quizás tenga razón. Déme otra... ¿Caybrew? —La mejor cerveza del mundo después de la Mahou — bromeó el camarero. Al cabo de un rato la temperatura del local había subido. Prácticamente no cabía un alma y el escenario ahora lo ocupaba un grupo de salsa que interpretaba canciones en español e inglés, y que había levantado a casi todo el mundo de sus asientos. Campos se salió a la puerta, donde algunos otros clientes huían también del bullicio, y no pasó ni un minuto cuando el joven, del que le había hablado el camarero, se autopresentó. —Hola, me llamo Javier Alcover. Adrián, el barman, me ha comentado que está aquí por negocios. —Así es. En ese momento, una furgoneta hizo un ruido seco al hacerse a un lado para dejar pasar un autobús de turistas y metió la rueda en un profundo socavón. Paró unos metros más adelante y el conductor se bajó para observar la rueda deshinchada. —Extraña tierra esta —murmuró reflexivo el joven abogado—. Las mayores fortunas del mundo, pero ese socavón lleva así más de diez años. 206 Ongi etorri —Tener aquí radicadas tantas sociedades tiene que generar bastante riqueza para los habitantes de la isla. —No se crea. Algo de empleo, quizás. El 60% de la población somos abogados, banqueros o contables, casi todos foráneos. Por cierto, ¿ha encontrado ya a quien le lleve sus asuntos? –Estoy en ello. Campos le miró. Javier Alcover no aparentaba más de treinta años y transmitía una increíble sensación de seguridad. Su vestimenta contrastaba con el atuendo de los turistas. A pesar del calor, llevaba una elegante chaqueta hecha a medida y unos mocasines de color beige impecables. Campos lanzó el anzuelo. —Mire, le voy a ser sincero. Soy un empresario que siempre ha hecho las cosas a derechas. He pagado rigurosamente a mis proveedores y a mis empleados. Nunca he faltado a un pago del Impuesto de Sociedades, ni he falseado el IVA, tampoco he escondido el más mínimo euro a la Seguridad Social. Pero los tiempos que corren me asustan. Tengo ya mis años y llevo toda una vida trabajando. Desde los catorce. ¿Y ahora qué? ¿Qué les voy a dejar a mis hijos? ¿Cuatro empresas en las que tendrán que dejarse la piel para evitar el cierre tal y como está la economía? Ellos son de otra época, no están acostumbrados a hacer sacrificios. A mí me cuesta mucho ganar dinero y mis márgenes se han reducido notablemente. Así que tengo la tentación de hacer mis próximas operaciones de manera... digamos que más ventajosa para mí y para los míos. —Es muy comprensible. —Pero necesito oír la opinión de alguien en mi misma situación. Soy vasco, sabe usted. Los vascos somos 207 Angel Gros desconfiados. Entre vascos nos entendemos mejor. —Tengo muchos clientes vascos. —Me podría presentar alguno. Hablar con él igual me daría más tranquilidad antes de dar ningún paso. —No suelen venir por la isla. No lo necesitan. Todo se puede hacer a través de internet. Aunque... —¿Sí? —Déme un teléfono o dígame donde se aloja. Haré unas gestiones y quizás pueda ayudarle. Tengo un compañero abogado francés que me comentó que estos días está manteniendo reuniones con un cliente que se encuentra pasando unas semanas en Cayman Brac y creo recordar que me dijo que era vasco. Cayman Brac es la más pequeña de las tres islas. Tal vez pueda prepararle una entrevista. Tomaron otra cerveza juntos y tras intercambiar los números de teléfono, el comisario se retiró al hotel. Dos horas más tarde, al borde de la media noche, recibió una llamada en la habitación. —Buenas noches. Soy Javier Alcover. Disculpe la hora, pero pensé que lo que le voy a contar igual le dejaba dormir más tranquilo. He contactado con el compañero abogado del que le hablé: no tiene inconveniente en ayudarle, pero no puede comentarle a su cliente que usted quiere verle. Entiéndanos, vivimos del secreto bancario. Sería como decirle: "Me dedico a contar por ahí que tiene mucho dinero y hay un desconocido al que le interesaría saber cómo hace para evadir impuestos." —¿Entonces? —Lo haremos de otra forma: yo le daré su dirección y usted lo buscará. Ni yo ni mi compañero se lo presentaremos. Tendrá que ser usted quien lo aborde y 208 Ongi etorri dependerá de su diplomacia el ganárselo. Tome nota, por favor. Se aloja en "Mango Paradise". Son un grupito de tres villas, muy conocidas, en Cayman Brac. Su nombre es Bidart. Es vasco, pero no sabemos si francés o español, habla a la perfección ambos idiomas, y supongo que euskera. Campos no conseguía conciliar el sueño. A pesar de que no estaba muy seguro de encontrarse tras una buena pista, algo le decía que no podía dejar de seguirla. La posibilidad de que el tal Bidart fuera el francés le quitaba el sueño. ¿Quién se escondería en realidad detrás de ese apodo? Quizás solo se tratara de un loco idealista que solo quería un mundo más justo, una noble aspiración que, para algunos, justifica los medios, sacrificio de vidas humanas incluido. O a lo mejor era solo un materialista, dispuesto a sacar tajada de una lucha política que arrastraba decenas de muertos y causaba dolor a cientos de personas. También podía ser ambas cosas. No todo es blanco o negro. La naturaleza humana se compone de matices. Desde luego, lo que estaba claro es que, para llevar adelante sus macabros planes, el dinero era tan necesario como la obcecación; y habiendo una buena suma de por medio, el Francés no podía andar muy lejos de donde vivían los billetes. Campos había conocido muchos delincuentes en toda su vida. Desde inofensivos rateros y descuidaderos hasta asesinos en serie. Locos y cuerdos. Hombres y mujeres con el destino escrito antes de nacer y otros que lo redactaron ellos mismos. La necesidad, la ambición, la venganza, los celos... eran pasiones desatadas que podían, en ciertos casos, merecer su comprensión. ¿Qué nos da derecho a criticarlas si la vida nunca nos arrastró hacia esas 209 Angel Gros encrucijadas? Pero la crueldad, la humillación, el daño por el simple disfrute de cometerlo, o la imposición de la voluntad propia por encima de la de los demás, usando la fuerza bruta como arma y argumento, le producían repulsión. Por eso, después de muchos años buscando tarados mentales que asesinaban ancianas, y desquiciados atracadores que robaban en domicilios y torturaban a sus ocupantes, había pedido un traslado a la lucha antiterrorista. En el fondo, una extraña curiosidad le condujo a intentar averiguar por qué una persona en su sano juicio, buen padre, buen marido y amigo generoso, es capaz de colocar una bomba que matará a decenas de inocentes. ¿Era solo una causa, una idea, lo que les conducía hasta ese extremo? Muchos etarras confesaron que fueron las circunstancias las que los llevaron a cometer el asesinato de inocentes. Muchos de ellos lo relataban más o menos así: "Todo da comienzo, un día cualquiera, luchando en la calle contra las fuerzas del orden (cuando aún estaba en el instituto—se dijo Campos —, él mismo atravesaba bancos y contenedores en medio de la calle). Un día empiezas a notar que tu entorno jalea tus actos, que te felicitan porque la suerte acertó a guiar tu bola de acero lanzada con un tirachinas hasta el casco de un ertzaina en una mañana de kale boroka. Y esa tarde en que las noticias hablan de heridos graves en la policía, el camarero de la herriko taberna te dice que tus txacolis están pagados. Y todo evoluciona más rápido de lo imaginas y la realidad comienza su alucinante proceso de malformación. Poco a poco te vas convirtiendo en una especie de guerrero de videojuego que mata y destruye; y los demás son los jugadores que pulsan los botones del mando, al tiempo que aplauden tu pericia. El juego va 210 Ongi etorri pasando pantallas, cada vez más complicadas y difíciles; y asumes que vivir escondido, que no poder ver a tus hijos, que aguantar horas y horas inmóvil en un coche, es parte de la vida monacal del guerrero: el honor lleva aparejado el sacrificio. Hasta que un día despiertas, normalmente después de llevar unos cuantos años en prisión, y te das cuenta de lo que has hecho con tu vida. Descubres que durante ella, tus hijos echaron en falta al Aita, a pesar de que todos sus compañeros de la ikastola querían compartir recreo con ellos. Que tu mujer o tu novia, después de meses o años sin tener un hombre a su lado, hubiera deseado engañarte con el primero que se cruzara en su camino, y que no lo hizo porque si alguien descubriera que la mujer de un sagrado gudari, como tú, era infiel, dejaría de pertenecer al pueblo elegido y se convertiría en una perra, en una txacurra." El comisario bien sabía que estos en el fondo son los más afortunados. Que al menos pueden arrepentirse de su pasado. Porque hay otros cuyos túneles mentales están excavados hacia abajo. Profundas galerías que se angostan y sumergen hacia el fondo de su cerebro, cada vez más estrechas y oscuras. Con el odio acumulado en sus corazones, sus destinos van dibujando finales siniestros. Porque la historia de estos otros comenzó de forma distinta, teñida de sangre y drama desde el inicio. Aquel día en la calle, en que a un hermano una pelota de goma le reventó la cabeza, o a su padre, un guardia civil —en otra época, sí—, lo abofeteó en pleno mercado por hablar euskera, mientras sus ojos de niño lo contemplaban todo, gigantes y aterrorizados. Y llega el día en que les detienen por primera vez y ven el rostro embrutecido de sus interrogadores que les piden, mientras les ponen una bolsa 211 Angel Gros de plástico en la cabeza, que delaten a un amigo de cuadrilla, a un familiar, a un tío que además es padrino de nacimiento, a un hermano que se pasó al otro lado de la frontera. Y más adelante, vienen los largos periodos de inactividad, en los que permanecen escondidos y asustados con otros como ellos, de los que ya desconfían, porque se rumorea que existe un topo; y mantienen una relación áspera y callada en la que no existen amigos, conviviendo con otros seres con los que comparten agua, comida, cama y a veces sexo, pero a los que no les cuentan lo que de verdad piensan, por miedo a que las palabras se malinterpreten, a que se produzcan represalias contra los suyos, contra ellos mismos. Y de repente ya no tienen a nadie, solo a sus pistolas. ¿Sería el Francés uno de ellos? Bien sabía el comisario Campos que un hombre o una mujer así sería incapaz de tramar algo tan ambicioso como lo que se estaba perpetrando. Las cárceles, los zulos, los pisos francos, no son buenas escuelas; en estos lugares no te enseñan a manejarte en la vida, no se tejen redes de contactos profesionales; se vive aislado, no se hacen amigos, no se sale de la madriguera. El Francés tenía que estar hecho de otra madera. Probablemente sería un hombre con cierta formación, educado, sin aprietos económicos, capaz de asistir a una fiesta de alto copete y polemizar por naderías en inglés, francés o español con sus anfitriones. La intuición, al comisario Campos, le decía que el Francés era un soberbio. Por un lado, con grandes capacidades para luchar por sus ideales en defensa de la clase trabajadora vasca; pero por otro, un ególatra que utilizaría los fondos que los demás habían puesto a su disposición para esta lucha, como si le pertenecieran solo 212 Ongi etorri a él, como si únicamente él tuviera derecho a decidir cómo gastarlos. El comisario no tenía nada contra la gente criada en hogares más favorecidos que el suyo, pero no podía evitar sentir auténtico asco por aquellos que hacen de su poder y de su fortuna un instrumento de explotación de los demás. El comisario había dedicado muchas horas a la investigación en esos últimos días, y había realizado alguna llamada a compañeros y periodistas especializados en la lucha armada, y sabía que el dinero del terrorismo esquivaba los impuestos del mismo modo que los ricos evitaban contribuir con el suyo al bienestar social. Para el comisario, todos formaban parte de la misma mafia. Los gángsters de alto standing y los mafiosos callejeros. La ONU había calculado que con 40.000 millones de dólares podría solucionarse el hambre en el mundo. 40.000 millones de dólares son solo el 0,5 por ciento del dinero ingresado en paraísos fiscales. Solo en Jersey, uno de los muchos que tiene Reino Unido, se gestionan 800.000 millones de euros, que eluden los impuestos, disimulados por sociedades pantalla dirigidas por testaferros y hombres de paja, y que constituyen el doble del presupuesto anual de Francia. Paradojas de la vida: en estos mismos lugares si un banquero revelara secretos sobre las cuentas de extranjeros a la policía estaría cometiendo un delito. El sistema del secreto bancario lo inventaron los suizos, pero fueron los ingleses quienes lo perfeccionaron en lugares como Bermudas, Bahamas...etc. Todo comenzó a finales de los cuarenta, en los sesenta ya existían cinco o seis paraísos fiscales en todo el mundo, y hoy ya hay más de setenta y dos. Además, hace muy poco, Ghana ha votado 213 Angel Gros una ley para convertirse en el primer paraíso fiscal africano y Barclays ya ha abierto allí sus primeras oficinas. Hay billones y billones de euros escondidos que constituyen una parte colosal de la riqueza mundial y que en su mayor parte elude los impuestos. Descomunales cifras de dinero que por un lado destruyen el capitalismo y por otro propinan un golpe fatal al desarrollo de los países pobres. En estas cábalas estaba el comisario Campos, cuando se levantó de la cama, abrió el armario y comenzó a preparar un pequeño equipaje para volar a la vecina isla de Cayman Brac. 214 CAPÍTULO VEINTITRÉS Frantziarra "El honor está en el empeño" D. Quijote. El vuelo entre las dos islas no duró mucho. Cayman Brac está a tan solo ciento cuarenta y nueve kilómetros de Gran Cayman. Campos y su mochila llegaron también rápido en el taxi que los condujo hasta el complejo de Mango Paradise. Era la hora del desayuno aún y la simpática anfitriona Lynn tenía preparada fruta fresca, zumo y café. También había mango, jarabe de arce, panqueques, tostadas francesas y una avena riquísima, que el comisario no había probado nunca. George y Lynn Walton le hicieron sentir en familia enseguida. Las habitaciones estaban decoradas con buen gusto y en la casa común, donde se ubicaba el restaurante y el buffet, había una amplia y cómoda sala de estar, con porche y cocina para uso de los huéspedes. A corta distancia, a través del exuberante jardín trasero, se llegaba hasta el océano. Enseguida Campos pudo ver a otros clientes y 215 Angel Gros entre ellos a uno que sin duda era español, francés o italiano. Lynn, percatándose de su curiosidad, le cotilleó que era un cliente habitual, francés, llamado Paul. Era el único habitante del complejo no americano y un viejo cliente, explicó Lynn, con su habitual simpatía, invitando a su nuevo huésped a hacer amigos cuanto antes. —Una carta para jugar, ¿será esta la que necesito para ganar la partida?— pensó Campos. Al mediodía, Campos lo vio venir de vuelta de la playa y le saludó en español. Paul le contestó en el mismo idioma con un ligerísimo acento francés. —¿Español? —Si, vasco para más señas. —Mi nombre es Paul Bidart o Pablo Bidart, como prefieras. Soy vasco también, nacido al otro lado, mi padre era de la Aquitania y mi madre guipuzcoana. —Me llamo Antonio Zunzunegui —mintió el comisario —, de Bilbao. Paul le estrechó con afecto la mano. Parecía realmente contento de encontrar a un europeo por allí, así que añadió animado: —Tengo que recoger mi equipo de buceo y luego comeré en el complejo. Tendría mucho gusto en invitarte a un café — dijo tuteándole. —Te lo acepto—repuso Campos— ¿A que hora coméis aquí? —A las dos estará bien. Un poco tarde para los lugareños, pero Lynn está acostumbrada a mis horarios. Paso casi todas las mañanas buceando. A la hora del almuerzo, Paul llegó puntual hasta la mesa del comisario. Campos le observó con detenimiento. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, unos diez 216 Ongi etorri más joven que el comisario. De aspecto bronceado, parecía un tipo relajado y sin problemas. Llevaba algunos tatuajes en el cuerpo, algunos realmente bonitos. Campos siempre asoció tatuajes a delincuencia pero tuvo que reconocer que favorecían a este hombre musculoso que, a pesar de su edad, peinaba pocas canas. Se le veía sonriente y muy atento, y acribilló al comisario con preguntas acerca de la actualidad española y francesa. Era como si llevara años sin salir de la isla, así que esto le dio pie a Campos para inquirir: —¿Hace mucho que no visitas Europa? Paul no pareció encajar mal la pregunta. —Bueno, no tanto, estuve allí en Navidad. —Aquello le imposibilitaba para haber estado metido en el fregado— pensó Campos—Tendría que contrastarlo con Lynn y George. Pero de ser cierto, no era el Francés, era solo un francés. Durante la comida el comisario siguió jugando su papel de empresario decidido a hacer uso de los beneficios fiscales de las islas, y Paul no tuvo inconveniente en tratar el tema, aunque no mostró demasiado interés. Le aclaró que tenía un negocio de hoteles en Brasil y Asia y que sus largas estancias en esta isla, además de por negocios, eran porque tenía auténtica dependencia del buceo. Había instalado su cuartel general allí y, en lo posible, todas las gestiones las hacía desde la habitación del resort donde tenía una pequeña oficina. El buceo era su tema favorito, y tenía una gran habilidad para desviar la conversación hacia este asunto del que hablaba con auténtica pasión. —Si Gran Cayman es un paraíso fiscal, esta otra pequeña isla es el paraíso del buceo. Tiene las aguas clarísimas y una gigantesca pared de roca que, vista desde 217 Angel Gros debajo de la superficie, impresiona por su tamaño, además hay cuevas y pecios increíbles. Figúrese que el gobierno de Cayman hundió aquí en el verano de 1996 una fragata soviética, la número 356, rebautizada como M.V. Captain Keith Tibbetts, y que fue comprada por el gobierno de Cayman para sumergirla aquí y convertirla en un atractivo para los buceadores que visitan la isla. Es impresionante, tiene noventa y cinco metros de eslora, reposa sobre un lecho de arena blanca, a veintisiete metros de la superficie, aunque algunas partes de su castillo central quedan a tan solo seis metros de profundidad. Se ve desde la superficie. Es una inmersión sencilla, ya que el barco fue preparado antes de su hundimiento, clausurando las partes más problemáticas, para que nadie buceara en su interior. Todas las precauciones son pocas —ya conoces la frase: "Si esperas que el mar te salve la vida, estás muerto"—. Aunque no somos pocos los que sabemos como penetrar en su interior. Los puntos más populares son la proa y la popa, que es en donde se encuentran los cañones principales. El puente es igualmente interesante, aunque se siente cierta desorientación, porque se encuentra de lado, ya que una tormenta partió el tercio delantero del casco, haciéndolo caer sobre el costado de babor. La poca fauna se ve compensada con lo espectacular del barco sumergido. ¿No te estaré aburriendo? Me pongo a hablar de buceo y no paro. ¿Tú no buceas? —La verdad es que hice un curso en España. He bajado unas seis o siete veces. Siempre por encima de los treinta metros. No soy ningún experto. —Tienes suerte, el barco está a solo veintisiete metros. Si quieres, podemos hacer juntos algún día la inmersión. 218 Ongi etorri —No te hagas muchas ilusiones, solo voy a estar aquí cuatro o cinco días, después tengo que volver a Gran Cayman para decidir qué hago con mis empresas. Después del café, Paul se retiró discretamente a su habitación. Campos decidió hacer lo mismo; pero antes hablaría con los dueños de las instalaciones. George y Lynn se encontraban en la cocina junto a dos de sus cocineros. El matrimonio se bastaba para servir las cuatro mesas del pequeño resort y Campos aprovechó para contrastar la coartada de Paul Bidart. —George ¿hasta cuando puedo conservar la habitación? Si, ya sé que dije que solo vendría por un par de días pero el lugar me parece excepcional y pensaba quedarme aquí mientras espero noticias de uno de mis negocios; se están demorando en la llamada. Igual preciso tener mas días la habitación. —La verdad es que tenemos pendiente la confirmación de la llegada de un cliente a partir del miércoles, también francés como el señor Bidart; en caso de confirmación, necesitaríamos que abandonara la habitación para dentro de cuatro días. La noticia puso sobre aviso a Campos. Demasiados franceses en una isla tan pequeña. Las posibilidades de que el nuevo visitante fuera el auténtico "francés" eran tan remotas o tan cercanas como las de que lo fuera su nuevo amigo Paul. Algo en su interior le decía a Campos que no se moviera de allí, que estaba sobre la pista, que de allí saldría con el caso resuelto. —Bueno, ustedes me dirán si puedo disponer de ella. Por mí, me quedaría aquí toda la vida como el señor Bidart. El matrimonio rió y Lynn comentó. 219 Angel Gros —La verdad es que Paul parece más de aquí que nosotros. No sale de las islas desde las pasadas navidades, en que se escapó para esquiar en los Alpes, de esto hace ya seis meses. —¿Seis meses? Mierda, no era él. Campos llegó hasta su habitación y se tumbó un rato en la cama. El lugar era fantástico y de nuevo recordó a su esposa. La imaginó junto a él, ilusionada, estrenando bañador, con un pareo recién comprado en los mercadillos de Gran Cayman y tomando juntos un combinado de mango en una tumbona de la playa. Campos se dijo que era una pena que solo pudiera disfrutar de lugares así cuando estaba trabajando. El resto de turistas de la isla sí que eran afortunados. Parejas de enamorados recién casados en viaje de novios, grupos de buceadores y algún lobo solitario como el amigable Paul. Pero para eso se necesita algo más que el sueldo de un policía español: "¡Qué demonios! Estoy en el caribe, sé bucear y puedo permitírmelo, le diré al coronel que los gastos del alquiler del equipo me los descuente del sueldo; total, gaste lo que gaste, algún cabrón del departamento me difamará diciendo que hice mal uso de las dietas." Llamó a Paul por el teléfono interior del hotel y le preguntó si mañana le parecía un buen día para ir a bucear. —Por supuesto, las predicciones son magníficas, mar en calma, y te va a encantar la fragata hundida. Cuando Campos colgó, se fue a dar una vuelta por la isla para preguntar por el alquiler de equipos. Dedicó toda la tarde a hablar con instructores y dueños de escuelas de buceo. Pasó un buen rato charlando con los simpáticos 220 Ongi etorri propietarios de Cayman Diving, que le pusieron al tanto de todos los buenos lugares para sumergirse en la isla. Cuando volvió, casi a la hora de la cena, Paul le estaba esperando con una cómica cara de enfadado. —Te han visto por la isla intentando alquilar equipo. ¿Quieres contraer el tétanos? Tengo de sobra y no se parece en nada a esos cacharrería oxidada que alquilan a los turistas; además tengo mi propia embarcación y, por último, la idea fue mía. Así que si lo que quieres es malgastar tu dinero, invítame a langosta cuando acabemos; pero te prohibo que te gastes un solo euro en alquiler. Y tranquilo con lo de la langosta, que no es ninguna encerrona, pedir marisco aquí es como pedir boquerones en Málaga; aunque siendo francés no pienso escatimar en el vino. —No se hable más —acató sonriendo el comisario. A Campos no le pareció un mal trato. No le agradaba que le invitaran ni que le hicieran favores, así que con la comida todo quedaría saldado. La verdad es que este tipo derrochaba simpatía. Si no fuera porque tenía una coartada perfecta, hubiera sido un buen candidato para el Francés. Campos desconfiaba siempre de los individuos con don de gentes, aquellos que enseguida caen bien y que rápidamente se ganan el afecto de los demás. Muchos de los peores criminales con los que se había enfrentado en su vida eran increíblemente sociables, muy cuidadosos en su vestir y en sus maneras, pagados de si mismos y seductores tanto con hombres como con mujeres. Paul no cumplía algunas de estas características, era una persona fuerte, con un buen físico, pero su actitud era simplona, además no hacía demasiadas preguntas, los 221 Angel Gros buenos delincuentes como los buenos policías tienen una habilidad especial para sacar de sus interlocutores una increíble cantidad de información. También suelen ser metódicos y con una prodigiosa memoria en la que almacenan datos que contrastan y analizan en décimas de segundo, y que utilizan después para acosar a sus interlocutores invadiendo de forma grosera su intimidad. El criminal perfecto es aún mejor que el policía perfecto. El policía perfecto adolece de dos cosas, de maneras y de empatía, el criminal perfecto tiene en cambio en estas cualidades sus mejores armas."¡Joder, hasta ayer era un buen candidato!"—se lamentó. Paciencia, ahora la fortuna le enviaba otra carta para iniciar una nueva partida. La llegada de otro francés. Por el momento, esta nueva carta estaba en la parte superior del mazo esperando girarse hacia la luz. Muy pronto, el destino la voltearía y Campos sabría a qué enfrentarse. Estaba convencido de que los acontecimientos estaban a punto de alcanzar su momento crítico. A las siete de la mañana del día siguiente, el comisario se levantó y bajó a tomar el desayuno. Paul ya se encontraba en el jardín revisando el equipo. Le saludó con simpático entusiasmo. — ¡Hey, Antonio! Un gran día nos espera. Este gabacho le va a enseñar a un español cómo divertirse. –¿No has desayunado aún? — Hace ya un buen rato. Pero Lynn tiene ya preparado el tuyo. No te atiborres. Nada más terminar de desayunar, el comisario se acercó hasta Paul, que tenía extendida sobre el césped del jardín toda la equipación de ambos: gafas, snorquels, neoprenos, escarpines, aletas, cinturones de lastre, botellas, 222 Ongi etorri chalecos hidrostáticos, reguladores, profundímetros, manómetros y ordenadores de buceo. Era evidente que era un buceador experimentado, porque tanto el neopreno como los escarpines eran de la medida del comisario. Incluso el cinturón de lastre que le tenía preparado contenía los plomos equivalentes a sus setenta y cinco kilos de peso. Todo el equipo era de última generación, muy moderno y prácticamente nuevo. Campos hizo algunas preguntas acerca de los reguladores y manómetros, ya que no estaba familiarizado con equipos tan recientes. Cuando él hizo el curso, hace ya más de diez años, lo que usaba la policía no era precisamente vanguardia tecnológica. En unos minutos, entre los dos, embarcaron todo en una zodiac varada en la playa, y dos empleados del resort les ayudaron a ponerla de nuevo sobre el agua. Navegaron apenas diez minutos y cuando llegaron al fondeo, marcado por una boya, justo encima del pecio, amarraron la fueraborda y terminaron de equiparse. —No olvides las señales —dijo Paul—, no te despegues de mí, no muy lejos el uno del otro. Ya conoces la frase — repitió—: "Si esperas que el mar te salve la vida, estás muerto". Llevas otro regulador por si el primero te diera algún problema. Tenemos oxígeno de sobra si vamos tranquilos y no lo consumimos a lo loco. No hay prisa y lo vas a disfrutar muchísimo. Primero daremos un paseo sobre el casco para que te vayas familiarizando con el buque. No sé si has estado en un barco hundido antes, pero este te va a parecer enorme. Después de un reconocimiento exterior y, si todo marcha bien, te veo tranquilo, con ganas, y no has llegado a consumir un tercio de la botella, nos introduciremos en el barco por 223 Angel Gros una entrada que no se aprecia desde el exterior. Pero solo si te apetece y estás calmado. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dijo Campos. El comisario se puso la máscara y se lanzó al agua, esperando a su compañero agarrado a la boya. Una vez juntos, iniciaron la inmersión. Nada más dirigir la mirada hacia abajo, Campos se quedó fascinado. Aquello constituía un espectáculo realmente admirable. En su nuevo lugar de descanso, el barco parecía simplemente enorme, perfectamente encajado en una tolva de arena que se apoyaba sobre la pared que se eleva para conformar la cara norte de la isla. El buque aparecía magnífico, con sus casi cien metros de eslora reposando en la arena. Claramente se trataba de un barco de guerra, equipado con torretas con cañones en proa y popa, tubos de lanzamiento de misiles, pescantes y torres de radar. Un poco retrasado, hacia la mitad de la cubierta, se encontraba el castillo central con toda su dotación de radares. Según se acercaban al naufragio podían apreciar cómo los años de tormenta y la degradación electrolítica habían hecho mella en la proa. En la popa, esponjas e incrustaciones de coral habían cubierto toda la estructura metálica. Campos estaba entusiasmado y hacía constantemente la señal de OK a su compañero cuando este le lanzaba una mirada vigilante. Paul siempre le esperaba con paciencia después de cada maniobra y le iba indicando con la mano aquellos detalles que merecía la pena destacar de la superestructura. La visibilidad era magnífica, aunque la aparición progresiva de algunas nubes oscurecía a ratos la cubierta del casco. Campos vivía esos momentos eufóricos del 224 Ongi etorri buceador en que uno no quiere salir a superficie, en que siente que allí dentro, oyendo tan solo el sonido de su respiración en el regulador, existe la ansiada paz que todos buscamos, el estado amniótico del feto. Cuando se encontraban en el costado de estribor del barco, el comisario pudo apreciar cómo el mar había partido en dos la estructura y se formaba una grieta, compuesta de montañas de hierros de todos los tamaños, junto con cables y varillas de acero, que dejaba al descubierto las costillas del casco. Justo ahí fue donde Paul le hizo de nuevo una señal para preguntar si todo marchaba bien, antes de indicarle una hendidura con forma de abolladura que había perforado el casco y que estaba semienterrada sobre el lecho de arena. A simple vista no parecía que el cuerpo de un buceador con su equipo pudiera atravesar el agujero en la plancha metálica que constituía la parte exterior del casco y el refuerzo interno, que probablemente conformaba el doble casco. La abertura exterior era ovalada y vertical y la interior rectangular y horizontal. Campos se preguntó cómo haría para pasar su cuerpo junto con las botellas por ese hueco sin dañar el equipo; pero le tranquilizó pensar que Paul lo haría primero. Antes, miró su manómetro para ver el consumo y vio que la botella estaba prácticamente llena, al noventa por cien. Se enorgulleció de haber gastado tan poco oxígeno, tal y como lo haría un profesional. Verdaderamente, no había perdido la sangre fría en ningún momento y todos sus movimientos habían sido lentos y pausados, sin demanda de oxígeno, como hacen los grandes buceadores. Así que volvió a hacer el signo de OK a Paul, quien dio unos suaves aletazos y metió la cabeza dentro de la rendija para girarse acto seguido, al 225 Angel Gros tiempo que introducía el resto del cuerpo por la segunda plancha, con lo que consiguió amoldarse perfectamente al paso hacia el interior. Una vez vista la maniobra, Campos no tuvo ningún problema en atravesar el angosto conducto imitando sus movimientos. Pensó que así debía ser como los fetos atraviesan el canal de parto, girándose sobre ellos mismos para aprovechar el sinuoso camino que les conduce hacia la vida. Una vez dentro, cuando Campos vio a Paul encender una potente linterna, se arrepintió de no haberle pedido en tierra que le hubiera prestado otra. La luz, a pesar de que penetraba por numerosas rendijas, había bajado notablemente su intensidad. Ahora empezaba la aventura, debían encontrarse en uno de los pasillos laterales de servicio de la parte más profunda del casco, ya casi cerca de la sentina. Paul señaló un orificio circular justo encima de ellos; era una escotilla cuyo sistema de cierre reposaba abierto en la cubierta superior. Subieron hasta atravesarla y entraron en una enorme estancia que debía corresponder a la sala de máquinas. Cuando la iluminó con la linterna, Campos se quedó alucinado. Parecía una escena sacada de Alien. La atmósfera reinante, con partículas orgánicas flotando en suspensión, transmitía la misma sensación asfixiante que debía sentir el personaje interpretado por Sigourney Weaver cuando buscaba al monstruo por la nave. La luz de la linterna, ahora ya imprescindible, alumbraba a su paso todo tipo de ruedas y manómetros herrumbrosos, palancas y paneles oxidados de Dios sabe qué complicados sistemas de control de los motores de la nave. Su compañero tuvo que deslumbrarle un par de veces porque Campos se paraba a observar cada recoveco como si buscara algo; y así fueron 226 Ongi etorri recorriendo la estancia lentamente hasta llegar a una nueva puerta que daba paso a una enorme bodega. Cansado de los retrasos de Campos, Paul le indicó que fuera delante de él. Fue nada más atravesar esta puerta cuando Campos notó algo raro en su regulador, como si le costara tomar aire. Intentó una aspiración más fuerte pero fue inútil. El aire no quería pasar a través del regulador. Miró su manómetro, pero la aguja permanecía en el mismo sitio que la última vez, indicando que no se había realizado apenas consumo. Cogió el otro regulador e intentó aspirar pero el resultado fue el mismo. En ese momento su corazón se aceleró y la demanda de oxígeno creció reclamando el alimento de los pulmones. Campos miró a Paul e hizo la señal de pasar su mano por debajo del cuello indicándole que no tenía oxígeno, el protocolo del buceo en pareja prevé estas situaciones, y el otro buzo solo tiene que prestar su segundo regulador para que ambos puedan volver haciendo uso de su botella. Pero a Campos le bastó con advertir el gesto inexpresivo de Paul para entender que su botella nunca había estado llena y que el manómetro había sido manipulado antes de la inmersión. Algo relativamente fácil para un buzo experimentado como Paul. A pesar del momento que estaba viviendo, Campos no pudo evitar cavilar sobre cómo se altera un regulador. A través de la máscara Campos pudo ver cómo el homicida encogía los hombros y con la mano le hacía un gesto de despedida. Para colmo apagó la linterna e inició el camino de vuelta dejando a Campos completamente a oscuras y sin aire para respirar. Paul solo tuvo que desandar un camino que ya había hecho en numerosas inmersiones: pasó por la sala de 227 Angel Gros máquinas, llegó hasta un mamparo que cortaba el paso, descendió por la escotilla circular y atravesó el pasillo hasta llegar a la hendidura en el casco, por la que salió como una anguila iniciando la subida a la superficie. Se entretuvo unos minutos para hacer la acostumbrada parada a cinco metros de profundidad y después se encaramó a la Zodiac, encendió el motor y navegó con tranquilidad hacia la costa. El tiempo en la superficie había cambiado radicalmente: las nubes habían cubierto el cielo, el agua tenía ahora un color gris plomizo y el viento levantaba espuma de las crestas de las olas que comenzaban a adquirir un preocupante tamaño. En vez de enfilar directamente hacia la playa situada a menos de una milla del fondeo, Paul puso rumbo hacia el extremo de la isla cercano al aeropuerto. Quería llegar adonde se encontraban las autoridades de la isla y dar parte cuanto antes del desgraciado accidente. Durante el trayecto vació el resto del aire que quedaba en las botellas. Cuando llegó a la costa, amarró con fingida precipitación la Zodiac al embarcadero y se dirigió corriendo hasta el puesto de policía para dar parte del suceso. No consiguió llegar hasta él. En el mismo embarcadero, dos policías de paisano se interpusieron en su camino y uno de ellos le dijo en correctísimo francés: —Esta usted detenido por intento de asesinato —lo esposaron antes de que pudiera reaccionar de ninguna manera. Media hora antes, el comisario había visto apagarse la linterna de su compañero de inmersión en la bodega contigua a la sala de máquinas de la fragata hundida, y se 228 Ongi etorri quedó a ciegas durante unos instantes. Recordó algunos consejos acerca de la apnea en sus cursos de buceo: Mantener la calma, no subir las pulsaciones a pesar del pánico y moverse lentamente —es fácil dar consejos en seco, pensó—. Intentó una última bocanada de su regulador y se produjo el milagro: consiguió hinchar a medias sus pulmones con una dosis entrecortada de aire. Duró apenas un segundo y el regulador de nuevo dejó de surtir el valioso gas. Tanteando la pared buscó volver sobre sus pasos hacia la salida. La visión era nula pero de momento parecía haber escogido el camino adecuado porque enseguida se encontró en la sala de máquinas. Lo notó, aún estando a oscuras, porque la mano reconocía, al tacto, la presencia de tubos, llaves y cables. Aunque no podría decir en qué lugar de la enorme sala de máquinas se encontraba y qué parte de la complicada maquinaria estaba palpando. De repente, reconoció un patrón repetido de protuberancias con forma alargada que correspondían a la parte superior de uno de los dos gigantescos motores diesel del barco. Su cuerpo siguió a su mano hasta el final del motor y braceó en el vacío de la zona lateral buscando algo, pero no encontró nada. Se giró, calculando no superar los 180 grados, y palpó lo que debía ser el otro motor justo enfrente. Repitió la operación y, al llegar de nuevo al lateral del motor, introdujo la mano en el hueco que había entre este y un aparatoso soporte metálico y sintió un enorme alivio al reconocer una forma cilíndrica. Allí se encontraba su salvación. Una botella lista para ser usada que habían dejado, según lo convenido, los instructores de la escuela de buceo "Cayman Diving". Antes de cambiar una botella por otra, Campos estuvo tomando aire 229 Angel Gros durante casi cuarenta segundos, hasta recuperar las pulsaciones y poder asegurarse de no cometer ningún error. 230 CAPÍTULO VEINTICUATRO Aurrez aurre Una hora antes de su paseo de la tarde anterior, en busca de establecimientos donde poder alquilar un equipo de buceo, el comisario había recibido una llamada de Leandro Hill: —Comisario, prepárese para lo que voy a contarle. Creo que nadie le ha puesto al tanto del suceso que viví en San Juan de Luz hace dos semanas. El ataque que sufrimos mi amigo Urtzi Etxeberría y yo en la terraza del café "Le Majestic" por parte de "Xia Zhun". Ella disparó contra nosotros y yo conseguí escapar. Pero mi amigo Urtzi, no. Le vi morir. Se derrumbó y perdió la consciencia a causa del impacto de una bala. Expiró delante de mis ojos. Supuse que la policía francesa le habría contado lo sucedido, pero algo inesperado ha pasado esta mañana. Los últimos acontecimientos no me habían permitido honrar la memoria de mi amigo Urtzi y lo primero que hice hoy al levantarme fue intentar ponerme en contacto con su familia. Llamé a alguno de 231 Angel Gros los teléfonos que él me había dado y nadie contestó, así que me dirigí a Ahetze, el pueblo francés donde Urtzi tenía su tienda de antigüedades. Me extrañó encontrarla abierta. Dentro había una mujer de unos sesenta y cinco años que dijo no haber oído jamás el nombre de la persona por la que yo estaba preguntando, ni tampoco el de sus familiares. Le pregunté si acababan de traspasarle la tienda y me dijo que pertenecía a su familia desde hacía más de cuarenta años, y que ella la regentaba desde hacia veinticinco con la ayuda de algunos hermanos y amigos que la suplían los martes y jueves. Dedicaba estos días a atender un criadero de perros Pinscher, en la carretera hacia Biarritz. Confundido, salí de la tienda y vi un cibercafé en esa misma calle, pedí un ordenador con una buena RAM y anduve escudriñando los periódicos digitales de la Aquitania durante un buen rato. Busqué y rebusqué intentando encontrar la noticia de aquel suceso en el que una loca intentó asesinarme y en el que murieron mi amigo Urtzi y uno de los camareros del local. No había el menor rastro. Ni una crónica. Ninguna reseña. Salí del cibercafé y en pocos minutos llegué hasta "Le Majestic" en San Juan de luz. Ni el dueño del local ni ninguno de los camareros recordaba nada de lo sucedido. Aquel suceso no había tenido lugar. Cuando empecé a notar que me trataban de loco, me dirigí hacia el parking que hay junto al mercado y donde había estacionado mi coche. Un hombre mayor, un pintor que acarreaba un caballete y unas maletas llamó mi atención con disimulo. Me acerqué solícito y me empujó con el codo hacia una esquina del viejo mercado. Allí, con nerviosismo, me dijo que él había estado presente en el tiroteo. Trabajaba en 232 Ongi etorri sus lienzos en el mismo instante en que se produjo el ataque de Xia, vio claramente cómo ella disparaba contra nuestra mesa, y cómo uno de los camareros de Le Majestic, al que nunca había visto antes, caía bajo los impactos de las balas. También contempló, en asiento de palco, cómo Urtzi y yo nos refugiamos tras la mesa y huimos precipitadamente aprovechando el encasquillamiento del arma de la Rubia, y cómo desaparecimos callejón arriba entre la multitud. Por lo visto, nada más perdernos de vista, el camarero tiroteado se levantó del suelo como si nada, se acercó a la rubia y pidió una gran ovación para ella. Saludaron ambos ante los tímidos primeros aplausos de los atónitos espectadores del suceso. Algunos de los ocupantes de las mesas contiguas y un grupo de transeúntes se unieron a los saludos de agradecimiento, dejando claro que también formaban parte del elenco de la representación. El público aplaudió esta vez con más ganas, incluso hubo algunos vítores, convencidos de que acababan de presenciar algún tipo de representación o flash mob. Después de los saludos, los actores repartieron unos flyers anunciando una representación en un teatro de Biarritz. El pintor sacó un papel arrugado del bolsillo y me enseñó un ejemplar. El comisario Campos le interrumpió: —¿Pretende decirme que su amigo Urtzi Extebarria está vivo? —A mí me sorprende más que a usted. —Es el fantasma que buscamos. —Urtzi no puede ser un asesino. Él mismo me avisó para que huyera del hotel de La Rioja antes de que los dos policías, a las ordenes de la Rubia, intentaran asesinarme. —Mírelo de esta otra forma: quizás quiso que se alejara 233 Angel Gros de un lugar tan concurrido como el hotel para que pudieran ejecutarle en un lugar más adecuado, en pleno campo, sin testigos oculares. Hubo un silencio al otro lado del teléfono, que rompió el comisario pidiéndole a Leandro una breve descripción física de Urtzi Extebarría. Inmediatamente, el comisario Campos se puso en marcha hasta la zona de la isla donde se ubicaban algunos establecimientos dedicados al alquiler de equipos de buceo y acordó, con una buena propina por medio, que un buceador del "Cayman Diving" llevaría esa misma tarde hasta el interior del barco sumergido unas botellas de oxígeno y las depositaría en un lugar convenido, que fuera de paso obligado para los que conocen y visitan el interior del barco. Algo, sin embargo, no acababa de casar; Lynn y George le habían asegurado que Paul no se había movido de la isla desde la navidad pasada. El Francés no podía ser Paul y Urtzi al mismo tiempo. La frase de Lynn aún resonaba en sus oídos : "Paul no sale de la isla desde el pasado invierno en que quiso ir a esquiar a los Alpes, de esto hace ya seis meses". Pero la memoria del comisario, a pesar de ser muy precisa, no podía asegurar con exactitud si lo que Paul dijo fue "de la isla" o "de las islas". En el caso de haber utilizado el plural, es posible que Paul hubiera viajado hasta Europa, con la excusa de hacer alguna gestión en Gran Cayman, y el matrimonio dueño del resort lo vieran salir con poco equipaje. ¿Cómo podían saber si estaba en el archipiélago o había aprovechado para saltar desde la isla grande al otro lado del océano? De ser cierta esta suposición, todo encajaría; por lo que el comisario tomó sus precauciones. Y fue la mejor decisión de su vida. Alertó también a la policía local 234 Ongi etorri porque, de suceder lo que se temía, el suceso pondría en bandeja la detención de el Francés. Desde España, mientras tanto, prepararían la documentación para el resto de los cargos. Detener en otro país a alguien por pertenencia a banda armada no era algo que pudiera hacerse de la noche a la mañana. Pero sí, por intento de asesinato. Bastaba con poner en alerta a las autoridades locales. Así que asumió el mayor riesgo que había tomado nunca. Él mismo haría de cebo. De cebo humano. Una hora después, el comisario Campos, impecablemente vestido, como a él le gustaba aparecer cuando entendía que el deber había sido cumplido, entró en la modesta sala de detenidos de la policía local de Cayman Brac y contempló a un abatido y asombrado Paul sentado en un banco de madera en una habitación sin ventanas. De las esposas, que sujetaban sus muñecas, partía una cadena que llegaba hasta una argolla anclada al suelo de hormigón. Paul miró a Campos creyendo ver un fantasma. —¿Vivo? ¿Cómo conseguiste salir del barco sin oxígeno? — Si esperas que el mar te salve la vida, estás muerto— respondió el comisario.— Pero cambiemos de tema, Urtzi o Paul ... No sé cómo tengo que llamarte. Probablemente ni tú mismo sepas ya quién eres. —Sé perfectamente quién soy, pero y tú...¿cómo lo sabías? —Tuve mis dudas hasta el último momento, a pesar de que un pajarito me había contado tu memorable interpretación de "Murieron con las botas puestas" en San Juan de Luz, pero terminé de comprobarlo cuando estábamos en la zodiac. Al enfundarte el neopreno, me 235 Angel Gros quedé contemplando uno de tus tatuajes, en la espalda, junto al omóplato izquierdo. Dos lobas bajo una carrasca amamantando a dos lobeznos cada una. El escudo de los Aguirre: dos hembras salvajes transmitiendo, a través de su leche, un legado de violencia y rebeldía. Te crees el portador de una sagrada herencia. El guerrero esforzado. El héroe mesiánico que traerá la libertad al pueblo vasco. Con el dinero del impuesto, pretendías revivir a un ejército de zombies y provocar una catástrofe. Te resistías a rendir las armas, a que la contienda concluyera. Con este dinero, comprando jueces y liberando a tus soldados más despiadados, a lo más granado de tus huestes, podías añadir más presión a las negociaciones; devolver a Euskadi su capacidad para arrinconar al estado español y lograr nuevas concesiones, más letra pequeña que añadir a los fueros medievales. —Tú nunca podrás entenderlo porque no eres vasco. —Soy tan vasco como tú. —Tu no te llamas Aguirre. 236 CAPÍTULO VEINTICINCO Mugaritz En el comedor de Mugaritz nuestros amigos ocupaban una mesa redonda. En el sentido de las agujas del reloj, estaban sentados el Lendakari, Camila Izaguirre, Leandro Hill, Antonio Aguirre, el comisario Campos y su esposa Amaia. Tras el amplio ventanal, la lluvia se derramaba en la frontera de los montes entre Errenteria y Astigarraga. Junto a la casa, impasible, se erguía el roble con trescientos años que da nombre al restaurante: Mugaritz (el roble de la frontera). Desde la mesa se vislumbraba un fragmento de la excelente, ordenada y científica huerta de Andoni Luis Aduriz. El Lendakari enumeró sin titubear todos los cocineros con los que el joven Aduriz había trabajado: Ramón Roteta, Hilario Arbelaitz, Jean Louis Neichel, Juan Mari Arzak, Fermín Arrambide, Pedro Subijana, Martín Berasategui y por supuesto con Ferrán Adriá. La esposa del comisario seguía con enorme atención los comentarios del presidente vasco y las recomendaciones que el jefe de sala les hizo, acto seguido, acerca del menú. 237 Angel Gros Amaia disfrutó enormemente con la "Anchoa del Cantábrico reposada sobre Marshmallows y Junco bastardo marino" y también con el "Mero con virutas de Cebolla confitada en dulce y Vinagre artesano", comentando que nunca imaginó que comer en un restaurante con estrellas Michelin fuera una experiencia tan divertida, donde la llegada de cada plato despierta auténtica expectación. El comisario Campos disfrutaba viendo como Amaia gozaba con el almuerzo, más que con el propio menú. Ella se encontraba radiante y entre todos la habían hecho sentirse cómoda, atendiéndola desde el inicio de la comida, que comenzó con un aperitivo en la cabaña que hay junto al caserío. Campos, al fin y al cabo, a lo largo de toda una vida, y muchas veces justificado por su trabajo o invitado por autoridades, había comido en algunos de los mejores restaurantes vascos y seguía en secreto la actualidad gastronómica, leyendo todos los artículos que caían en su mano sobre los grandes chefs. Más relajados, tras los primeros cinco platos, el Lendakari quiso agradecer a los presentes la resolución del caso y les relató las últimas novedades. La asociación de víctimas había hecho público en un periódico nacional la satisfacción por cómo el gobierno había sabido resolver la crisis, un pequeño sector de la izquierda abertzale había reaccionado contra esta carta pidiendo explicaciones acerca de los métodos usados por la policía; aunque la gran mayoría de la izquierda independentista no había respaldado esta misiva y manifestaba su apoyo a la resolución de todo conflicto que pudiera conducir a la finalización del proceso. Por otro lado, estaban las paradojas de que dos jueces ya se encontraban a 238 Ongi etorri disposición judicial, y que la policía había designado un equipo para investigar el pasado de todos aquellos policías cuyos casos habían quedado sobreseídos tras los sucesos del GAL. El Lendakari adelantó que, aunque este éxito no había encontrado un gran reflejo en las últimas encuestas de satisfacción de los ciudadanos vascos, todos debían felicitarse por ello; y por último, como gran noticia, la detención en Francia de la etarra Goratze Muguruza, con más de quince asesinatos a sus espaldas. Descompuesta la cúpula militar, después de la masacre del caserío cercano a Oloron-Sainte-Marie, Goratze tuvo que asumir el liderazgo de la banda y, sabiéndose acorralada por la policía, huyó a la población pirenaica de Laruns, donde permaneció una semana escondida, muerta de frío y sin alimentos, en una cueva junto al Puerto de Sobe. Una patrulla rural de montaña del GAR dio finalmente con ella. Aunque llevaba su pistola, no pudo llegar a usarla. —Por lo visto, Goratze entró en la organización tras la detención de su hermano hace tan solo ocho años, era la novia oficial de Egoitz Olaizola, al que ya conocéis; y fue a su lado donde comenzó su trágica carrera de asesinatos. Su padre, un hombre de caserío, un trabajador del campo, únicamente supo explicar a la guardia civil que siempre fue una chica buena, que era la primera en levantarse para el ordeño y la última en acostarse ayudando a su madre a recoger la cocina. Una imagen muy alejada de la mantis religiosa que reflejaba su expediente. Antonio miró a Leandro y este último no pudo evitar decir: —No sé cuantas vidas habrá segado, pero salvó la mía. Antonio Aguirre también intervino. 239 Angel Gros —Espero que pueda reinsertarse. El comisario Campos y su esposa no habían venido en coche. Volvieron en un autocar de Lurraldebus que cogieron junto al hotel Amara de Donostia. Así lo habían planeado para poder disfrutar a conciencia de los vinos del mejor almuerzo de su vida. Durante todo el camino, no paró de caer una lluvia oscura. 240 NOTAS TOMADAS POR EL COMISARIO CAMPOS SOBRE EL MENÚ DE MUGARITZ. NOTAS TOMADAS POR EL COMISARIO CAMPOS DURANTE EL ALMUERZO EN MUGARITZ Uvas de melón con Mojama. “Un curioso plato trampantojo” Láminas de Fuagrás curado en arcilla y pimientas de Sechuan, bañadas con un extracto de manzana. “Destaca por su textura” Tallos de acelga y hebras de raya con mole de pipas de calabaza y girasol. “Con influencias sudamericanas” Ravioli de vegetales aromáticos. “Puro e intenso” Caldo del día de gallina, puerros y zanahoria. “Ecléctico y natural” Potaje de avellanas con Nácar. “Insuperable estética” Carpaccio de Bacalao con salsa de pimiento verde. “Gran presentación” Fideos de leche apenas embebidos, Lámina de Tocino con jugo meloso de tomate y calabaza. “Impresionante juego de texturas” 241 Angel Gros Anchoa del Cantábrico reposada sobre Marshmallows y Junco bastardo marino. “Deliciosa combinación” Mero con virutas de Cebolla confitada en dulce y Vinagre artesano. “Ejemplo de cocción perfecta del pescado” Pintada asada con una Crema de su jugo y bogavante. “Simplicidad y sabor inigualable” Carrillera tostada con Lágrimas de verdura asada. “Final perfecto” Entrecot de Chuleta madurada 90 días. “Un bis que nos hizo prorrumpir en aplausos” Barquillo de leche tostada con Helado de Limón. “Simple y perfecto” Mantecado helado de Almendras. “Otro trampantojo” Golosinas de incienso perfumadas con Eucalipto. “Gran presentación” Vinos: Gran Reserva de la Finca 07 (Raventos i Blanc) Les Elements 09 (Domaine Bott Geyl) El Transistor 09 (Telmo Rodriguez) Bual 10 años (Henriques & Henriques) Arranomendiko Lamina (Etxeko Bob’s Beer) Sake Kozaemon (Mizunamai) Chateau Haut Lagrange 06 Pegaso Barrancos de Pizarra 07 (Viñas Viejas de Cebreros) Harmonie Blanc Doux 09 (René Rieux). “Mis favoritos: Bual, el generoso de Madeira y el avileño Pegaso de viñas en suelo de pizarra” 242 Ongi etorri 243