ongi etorri pdf

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ongi etorri pdf
Ongi Etorri
Ángel Gros
Copyright © 2011 Ángel González Rodríguez
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A los que desesperan
PREFACIO
Si acaso anhelabas, querido lector, una historia al uso, con
un único protagonista que te condujera de la mano por los
acontecimientos, te aconsejo desde ya abandonar este
escrito. Serán dos los personajes que nos guiarán a través
de los hechos. Ambos, por separado, no hubieran sido
capaces de resolver el enigma; y los dos, en los inicios de
esta historia, aún ignoran que sus caminos confluirán más
allá de este libro. Déjame hablarte primero de uno de
ellos, del otro ya nos encargaremos más adelante.
El autor
CAPÍTULO UNO
Euri Iluna
“Vivimos como soñamos, solos.”
Joseph Conrad.
Leandro Hill era hombre de pocas palabras. La última
vez que se alargó en el uso de ellas, una jueza de Madrid
asignó a su mujer casi tres cuartas partes de su sueldo.
Aunque de ascendencia inglesa, Leandro podía ser de
cualquier parte. Pasaría por francés, español, argentino o
incluso alemán. No afloraba en su rostro ninguna pista de
su procedencia: una nariz normal tirando a grande, una
boca con labios ni finos ni gruesos, y unos ojos de color
indefinido que se movían en la gama del marrón oscuro.
Solo un detalle podía hacer que su cara quedara grabada
para siempre en la mente de alguien poco fisonomista: dos
grandes bolsas bajo los ojos que le conferían el aspecto de
un hombre agotado. Sin embargo, Leandro no era feo;
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Angel Gros
tenía esas facciones varoniles al estilo de Serge
Gainsbourg, el compositor de Je t’aime, y él mismo
subrayaba su actitud cansada con un deje lento y pausado
en la voz que encandilaba a quien le oía.
Leandro no terminó la carrera de Filosofía y Letras, y a
su familia le hubiera gustado que se dedicara a la docencia
o a la literatura, en lugar de incorporarse a una
multinacional de la publicidad en la que trabajó una
media de catorce horas diarias hasta entrada la treintena.
Un día la abandonó para crear su propia agencia,
especializada en publicidad en redes sociales, y la dirigió
con altos y bajos durante diez años. Por último, apareció
Lehmann Brothers, la burbuja inmobiliaria y un socio
inconsciente que decidió aplazar indefinidamente el pago
del impuesto de sociedades. Esto generó una considerable
deuda que le obligó a cerrar el negocio. El último año, a
falta de ingresos, Leandro aceptó un puesto de director
creativo en una pequeña agencia de San Sebastián,
abandonando Madrid.
El hecho de mudarse no le supuso mayor problema.
Poco le ataba ya a su antigua ciudad y, en lo económico,
su vida estaba como un barco después de ser zarandeado
por una galerna. Había perdido todos sus inmuebles, que
llegaron a incluir un ático de trescientos metros cuadrados
en la calle Velázquez de Madrid (en pleno barrio de
Salamanca) y una casa que se había hecho construir en
Caños de Meca (Cádiz), una réplica exacta de la famosa
Villa Mairea, una de las viviendas que el arquitecto
finlandés Alvar Aalto construyó en su país a finales de los
años treinta.
Leandro adoraba a Alvar Aalto. La obsesión que sentía
por su obra era tan enfermiza que, en plena debacle, no se
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Ongi etorri
deshizo de ninguno de los objetos diseñados por el famoso
arquitecto. A nadie le hubiera extrañado esta devoción sin
límites de haber sido finlandés —para estos, Alvar Aalto es
un icono como el reno, el vodka o las tijeras Fiskars de
mango naranja; incluso su rostro aparece en los billetes de
50 marcos—, pero en Leandro esta monomanía constituía
una afición bastante friki.
Volviendo a su situación financiera, lo cierto es que no
podía estar peor. Pero a las siete y media de una tarde
húmeda y oscura del invierno donostiarra, en la que el
sirimiri entraba desde el mar con sus vaporosas gotas
flotando en el aire, recibió una llamada que cambiaría su
destino.
—¿Leandro Hill?
—Sí, dígame.
—Soy Camila Izaguirre, consejera de Interior del
Gobierno Vasco; he intentado contactar con usted en su
oficina, pero me han dicho que acababa de marcharse. La
recepcionista ha sido muy amable al darme el número de
su móvil. Disculpe el atrevimiento, pero le insistí diciendo
que era una buena amiga: se resistía a facilitármelo.
—¿Qué desea?
—Bueno… en realidad no es un tema que podamos
tratar por teléfono. Si le parece, podríamos vernos dentro
de una hora cerca de su casa: en Viento Sur, frente al
Kursaal. Estoy segura de que le va a interesar.
—¿Cómo sabe dónde vivo?
—Trabajo en el Gobierno y usted ya está empadronado
aquí.
—Ya… ¿y cómo sabré quién es usted?
—No se preocupe. No habrá mucha gente a esa hora.
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Angel Gros
Leandro Hill, al salir de la ducha, observó su cara en el
espejo, mientras se secaba el pelo con una toalla. ¿Cómo
se viste uno para una cita con una consejera? Lo
apropiado —supuso— sería una camisa de color claro y
una chaqueta. Después de afeitarse, buscó en un cajón un
frasco casi vacío de Azzaro y se perfumó ligeramente: “¡El
aroma de los buenos tiempos!”, se dijo con una sonrisa.
Aunque el restaurante no distaba mucho de su
apartamento, estuvo tentado de coger un taxi. Leandro
odiaba caminar, y en general toda actividad deportiva. Lo
que menos soportaba de Donostia, su nueva ciudad, eran
esas hordas interminables de runners que, a cada minuto,
inundaban los paseos de la Zurriola y de la Concha con
sus mallas ajustadas de poliester, sus gorritos y guantes con
bandas reflectantes, y sus auriculares conectados a
extrañas aplicaciones de entrenamiento en sus smartphones.
—Son solo tres manzanas —pensó, y caminó bajo una
lluvia tan fina que ni siquiera llegaba a ser molesta. A las
nueve en punto entraba en Viento Sur, un restaurante de
moda en la ciudad que elaboraba una curiosa fusión de
platos andaluces y cocina vasca en un ambiente
minimalista y elegante. Sacudió el paraguas y lo dejó en el
paragüero que, como en casi todos los locales
donostiarras, se encontraba a la entrada del local.
Al fondo de la barra, una mujer de unos treinta y pocos
años hojeaba El País. Vestía una falda gris y una camisa
blanca que, entreabierta, dejaba ver una cadenita de oro.
Unos zapatos oscuros adornaban el final de unas bonitas
piernas cruzadas con elegancia. Sus manos eran blancas y
sus dedos largos intentaban contener un mechón rebelde
de color castaño que le caía con desenfado al inclinar la
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cabeza sobre el periódico. El mechón añadía un poco de
simpatía a su semblante serio.
Leandro fue a su encuentro y ella, sin mirarlo, cerró el
periódico como intuyendo su presencia.
—¿Leandro Hill, verdad? —preguntó, alargando la
mano.
—¿Camila Izaguirre?
—Encantada. Si dispone de un rato, podríamos cenar
antes de que se llene. Hay mesas libres y no me gusta
hacerlo muy tarde.
“¡Otra deportista!”, pensó Leandro.
—Sí, cenemos, no he tenido tiempo de comer a
mediodía —dijo arrepintiéndose de sus palabras mientras
imaginaba el total de la factura.
Se sentaron y, tras un rápido vistazo a la carta, una
chica delgada con acento andaluz les tomó nota. Camila
pidió un “Sashimi de atún de almadraba” y Leandro, una
“Dorada con tagliatelle de tinta de sepia”.
—¿Vino? —ofreció la maître.
—No —contestó Leandro.
— Itsas Mendi —pidió ella, haciendo caso omiso.
Y añadió: “Tienen un Chardonnay navarro delicioso,
pero estamos en crisis; un txacoli es más acertado, en
momentos de austeridad no podemos cometer excesos y,
al mismo tiempo, estamos obligados a promocionar
nuestros productos”.
En cuanto la maître tomó nota de la comanda, Leandro
abrió fuego:
—Y… dígame Camila, ¿tan importante soy como para
que me reclame el Gobierno Vasco?
—Seré igual de directa: queremos que prepare la
campaña política del Lendakari para las elecciones
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autonómicas. Queremos que lo convierta en un político
con peso dentro de las redes sociales: un trending topic. ¿Es
así como ustedes lo llaman en su argot, verdad?
—No —contestó Leandro, mientras cogía una
minúscula aceituna arbequina de un platito—. ¿Y por qué
no se ponen en contacto con una agencia de publicidad en
lugar de con un modesto creativo? Hablen con mi jefe,
estará encantado de facturarles un montón de pasta.
—La razón es sencilla, en primer lugar usted no
debería subestimarse, conocemos su curriculum. En
veinticinco años de profesión ha trabajado para proyectos
mucho más importantes que el que voy a proponerle.
Incluso tiene más experiencia en campañas políticas que
ningún otro creativo de por aquí. Si no me equivoco,
trabajó en las primeras de Aznar, las de Mayo del 96; e
incluso le llamaron para intentar reflotar a Carlos Andrés
en Venezuela en el 99; y la malas lenguas dicen que estaba
detrás de la famosa convocatoria por sms para
manifestarse ante la sede del Partido Popular: la que les
hizo perder las elecciones después de los atentados
islamistas de la estación de Atocha.
Camila calló mientras servían los primeros junto al
txacoli, para continuar inmediatamente.
—No negamos que su experiencia en redes sociales nos
interesa. Para nosotros, expresiones como social media,
community manager, SEO o SEM nos son absolutamente
ajenas y en la lehendakaritza queremos hacer un esfuerzo
por modernizar los canales de contacto con el ciudadano.
—Insisto: hable con mi jefe. Él pondrá a toda la
agencia, servidor incluido, a su disposición, y a mí me
dará una comisión.
Ella parecía no querer oír sus comentarios.
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—No queremos hacer esto público. Nos jugamos
mucho. ETA está a punto de abandonar las armas, los
nacionalistas quieren ponerse nuestras medallas, Bildu
está comiéndonos el terreno a todos… y nosotros
luchamos todos los días para evitar que esto se convierta
en otra Serbia. Pasar toda esta información a una agencia
de publicidad, con más de veinte personas en plantilla,
sería como si Karpov publicara sus movimientos en twitter
antes de hacerlos sobre el tablero. Perdone que sea tan
franca, pero todos sabemos cómo es una agencia de
publicidad.
—Un nido de cotillas, sin ninguna duda; pero lo siento,
no dispongo de tiempo libre, no puedo embarcarme en un
proyecto sin que mi jefe esté al tanto. Precisamente, su
trabajo consiste en no quitarme los ojos de la nuca.
—Según el convenio de publicidad, tiene usted derecho
a treinta días de vacaciones pagadas —sugirió Camila.
—No creo que me permitan tomármelas hasta el
verano.
—Todo dependerá de su capacidad de convicción.
—Es que el primero en no estar convencido soy yo.
Camila Izaguirre sonrió.
—A lo mejor le ayudará saber que desaparecerían
muchos de sus problemas.
—¿Mis problemas…?¿Qué problemas?
—No me negará que Hacienda y la Seguridad Social le
están atosigando.
—Estoy haciendo frente a los embargos.
—Cantidades así no se acaban de pagar nunca con su
sueldo.
Camila se llevó delicadamente un bocado de sashimi a
los labios y, acto seguido, se separó el mechón rebelde de
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su cara como para vestir de trascendencia sus palabras:
—Mira, Leandro, ¿no te importa que te tutee, verdad?
Nosotros necesitamos ganar estas elecciones por el bien de
los ciudadanos vascos, y tú necesitas respirar un poco: ya
no tienes treinta años y supongo que agradecerás un poco
de tranquilidad en tu vida. No entiendo cómo puedes vivir
con una parte del sueldo embargado por Hacienda y la
otra a disposición de una jueza a la que tu exmujer tiene
convencida de que eres poco menos que un maltratador.
—Veo que sabes mucho de mí. ¿Y tú?, ¿opinas lo
mismo que la jueza?
Ella no se azoró lo más mínimo y esbozó una sonrisa
forzada, que era toda una advertencia para Leandro de
que no debía entrar en familiaridades.
—Me tiene sin cuidado cómo te relacionas con las
mujeres. Pero sí, efectivamente, sabemos mucho de ti. Más
de lo que crees. Para bien o para mal, casi toda la
información de los ciudadanos está a nuestro alcance.
Toda la que nos permite la Agencia de Protección de
Datos, por supuesto.
—¿Me estás diciendo que alguien va a apretar un
botoncito y mis deudas van a a desaparecer de los
servidores del fisco?
—Nosotros no hacemos las cosas así. Digamos
simplemente que será un pronto pago. De momento, te
haremos un adelanto que ingresaremos en una nueva
cuenta. No serás titular, pero sí estarás autorizado a hacer
operaciones. Nos haremos cargo de todas las cuotas de tus
aplazamientos con los organismos públicos hasta que la
campaña comience a publicarse en todos los medios y, al
finalizar la misma, cancelaremos todas tus deudas. En un
año estarás limpio con la administración.
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—¿No habíamos hablado de treinta días?
—Todo depende de lo rápido que seas. Y ahora me
tengo que ir. ¿No te importa pagar la cena? Nos revisan
los extractos de la tarjetas y no me gustaría tener que dar
explicaciones. Por cierto… hablando de tarjetas —Camila
abrió un bolso de color crudo con ribetes dorados de
Carolina Herrera, sacando a continuación un tarjetero a
juego—, creo que la tuya funciona con altibajos; esta es la
de tu nueva cuenta, y en este sobre se encuentran las
claves para operar. Antonio Aguirre, nuestro director de
Campaña, se pondrá en contacto contigo.
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CAPÍTULO DOS
Tokiko taldekatzea
“Nada ni nadie inusual a la izquierda; nada ni nadie
inusual a la derecha”, se dijo Rosa Gaztelu, abriendo la
puerta de la sede de la agrupación local del partido en
Tolosa. La misma rutina, a la misma hora, las nueve en
punto de la mañana, desde hacía dieciocho años. Aunque
la amenaza terrorista había perdido intensidad, ciertos tics
se le habían quedado fijados para siempre.
Rosa era la secretaria de Antonio Aguirre, el director de
campaña. También asumía muchas de las funciones de
organización. Tenía tan ganada la confianza de sus
compañeros de formación política, y durante tanto
tiempo, que se había convertido en una especie de
institución dentro del partido. Desde el Lendakari hasta
muchos de los afiliados de base, una buena parte de los
miembros del Partido Socialista se había acostumbrado a
contar con su ayuda. Rosa era una mujer eficiente y
discreta que vivía volcada en su trabajo y en su hijo
Galder, de siete años, que padecía autismo. Tenía la
entereza de muchas madres que abandonaron la juventud
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antes de tiempo y practicaba una férrea disciplina
personal, que incluía ser absolutamente rigurosa con su
tiempo y con el de los demás. De complexión varonil,
practicó multitud de deportes en su juventud, desde
balonmano a hockey hierba, y poseía una voz grave, casi
masculina, que sin embargo emanaba calidez y con la que
se ganaba inmediatamente la confianza de todo aquél que
conocía.
Rosa dejó su bolso y el abrigo en el perchero de la
entrada y puso en marcha la máquina del café. Luego se
dirigió hacia la sala de reuniones y preparó la mesa. Dos
cuadernos, dos lápices, un platito con caramelos
mentolados y dos botellas de agua con unas servilletas.
La sede de la agrupación local de Tolosa, a pesar de ser
importante, tenía un aspecto trasnochado a juzgar por el
mobiliario y el equipamiento. Nada de pizarras
interactivas ni interruptores automáticos para subir y
bajar pantallas como en las multinacionales donde
siempre había trabajado Leandro. Constaba de un sencillo
hall, con una mesa funcional en la que Rosa hacía las
veces de recepcionista y secretaria para todos, y de una
pequeña sala de reuniones con un proyector de techo
conectado a un antiguo ordenador portátil Airis. Unas
mesas cuadradas, cuando se juntaban, conformaban un
rectángulo muy útil para los actos con más de diez
asistentes.
A las nueve y cuarto llegó Antonio Aguirre, un hombre
de aspecto gris, de unos cuarenta y muchos años, vestido
con un traje azul al estilo “la moda me importa un culo”,
acompañado de una corbata en tonos rojizos.
—Buenos días, Antonio. ¿Mucho tráfico a la salida de
Bilbao?
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Antonio respondió al saludo de Rosa mientras esta
colocaba un proyector en medio de la mesa y graduaba
sus patas.
—Sí, Rosa, buenos días. Seguro que habrás tenido que
madrugar más que yo. ¿Por qué no me llamaste para que
te recogiera? Podíamos haber venido juntos.
—¿Y haber hecho esperar al señor Hill?
—¡Qué exagerada eres! Si ni siquiera ha llegado —dijo,
mirando el reloj—. A la vuelta te puedo llevar, hoy
saldremos pronto, te lo prometo.
—Necesito estar a las cinco y media en Getxo… No sé si
te he contado que he cambiado a Galder de colegio, a mí
me gusta más, y a él creo que también.
En ese momento llamó a la puerta Leandro. Había
abandonado la elegancia del día anterior y vestía una
sudadera con capucha, vaqueros y deportivas.
Antonio Aguirre y él se saludaron con un tibio apretón
de manos, bajo la atenta mirada de Rosa Gaztelu.
Leandro percibió como, de un solo vistazo a su aspecto
desaliñado, Antonio había puesto en duda toda la
reputación que le precedía.
El visitante no pudo evitar hacer uso de la ironía:
—¡Heme aquí! El publicitario que resolverá todos los
problemas del partido.
Antonio, un poco confundido por el comentario, repuso
escéptico: “No sabe cuánto me gustaría que su trabajo nos
fuera de alguna ayuda”.
Rosa sonrió con complicidad a Leandro en un intento
de rebajar la tensión y abrió la puerta de la sala
invitándoles a entrar: “¿Quieres que esté en la reunión,
Antonio?”
—No, muchas gracias Rosa, te lo agradezco — dijo
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antes de cerrar la puerta.
—Rosa es mi secretaria, bueno…, miento…, de todo el
partido. Es una de las personas más eficaces y discretas de
la organización. En mi caso, la pongo absolutamente al
tanto de todo lo que hago; es una especie de copia de
seguridad de mi trabajo. Además, es una mujer
increíblemente fuerte, con un hijo con un grave problema
médico. La gente no lo sabe, pero un partido sin gente
como ella no podría funcionar. En fin, vayamos a lo
nuestro.
Durante un tedioso monólogo que duró hasta la una y
cuarto del mediodia, Antonio Aguirre puso al tanto a
Leandro de la situación actual del partido: exhaustivos
datos sobre las últimas encuestas de intención de voto,
varios históricos de esloganes de campaña de los partidos
vascos más significativos en épocas recientes, y una larga
enumeración de estrategias que sospechaba que el resto de
las formaciones políticas estaban intentando abordar para
estas elecciones. Antonio era un hombre metódico y se
notaba que traía la presentación muy bien preparada;
aunque, a pesar de ser un hombre curtido en el ámbito de
la comunicación, dedicaba a su imagen personal el tiempo
justo. Leandro no dejaba de escudriñarle con interés y, a
veces, desconectaba del discurso mucho más interesado
por sus zapatos anticuados, por cómo Antonio limpiaba
de vez en cuando sus gafas con un enorme pañuelo blanco
o por el impecable trazo de la raya lateral en el pelo. Era
evidente que el traje que vestía, con una pequeña insignia
del Athletic Club de Bilbao adornando su solapa
izquierda, era un viejo inquilino del armario de su casa.
En lo que respecta a su camisa, el borde del cuello estaba
desgastado y el nudo de la corbata tenía una clarísima
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tendencia a la escora, sujetándose mediante un anticuado
pasador dorado colocado demasiado alto.
—Lo más importante para transmitir las virtudes del
Lendakari es que te contagies de su espíritu —resumió
Antonio Aguirre con mucha seriedad, sin dejar de mirar
fijamente a Leandro como sospechando de su atención,
mientras a este le venía a la memoria un aburrido profesor
de Lengua de 8º de EGB.
Antonio Aguirre concluyó:
—El Lendakari tiene una personalidad arrolladora, es
íntegro, no da pasos en falso y tiene una idea muy clara
acerca del futuro que quiere para Euskadi: “Un futuro en
el que quepamos todos”. Cómo transmitirlo es cosa tuya,
tú eres el publicitario —con esta frase dio por terminada
la reunión y comenzó a recoger sus papeles—. Llámame
con lo que necesites, este tema es prioritario para nosotros.
En pocos días recibirás una invitación para un acto que se
celebrará el diez de abril y al que asistirá, entre otras
autoridades, el propio Lendakari. Sería bueno que te
fueras familiarizando con la gente del partido. Te haremos
pasar por un “consultor” de Madrid. No queremos que
sepan a qué te dedicas: querrían influirte. En ese papel te
defenderás bien, se parece bastante a lo tuyo: nadie sabe
en qué consiste el trabajo de un consultor.
—Estoy convencido de ello— añadió el publicitario.
Leandro salió de la sede de la Agrupación Local de
Tolosa y buscó en su iPhone la dirección del restaurante
“El Frontón de Tolosa”. En quince minutos se encontró
sentado en una de sus mesas encargando unas alubias
negras y un chuletón, junto con un botella de Hiru 3
Racimos que dosificó durante la comida, y de la que dio
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buena cuenta antes de finalizarla. Ya metidos en faena, y
dando gracias a la providencia que había puesto a su
alcance un trabajo tan bien remunerado, decidió rubricar
el almuerzo con una copa de Boulard y pagando un Sir
Winston de H.Upmann que encendió a la salida del local.
Una vez fuera, y a pesar de la lluvia, Leandro contempló
la vida de otra manera. Ahora podría volver a comer en
restaurantes caros, incluso su sueldo le daría para volver a
visitar algunas de sus tiendas de diseño favoritas, donde su
cara era conocida antes de que el destino decidiera
practicar sadomaso con su vida. Era posible, incluso, que los
viejos fantasmas que desenterraba todas las noches, los
culpables de su insomnio, dejaran de atormentarle.
Sacó del bolsillo las llaves de su Volvo embargado,
cuando un Peugeot 207 de color gris, que se encontraba
en segunda fila buscando aparcamiento, se puso en
marcha lentamente dispuesto a sustituirle en el hueco. En
el instante en que Leandro iba a introducir la llave en el
bombín de la cerradura, una mano le puso una pistola en
la cabeza.
—¡Obedece hijo de puta o te mato!— un brazo lo
zarandeó y empujó hasta el Peugeot, derribándolo sobre
el asiento trasero, mientras Sir Winston volaba por los aires.
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CAPÍTULO TRES
Arkatza
Cuando se quiso dar cuenta, Leandro ya estaba
semitumbado boca abajo en el asiento de atrás del
Peugeot con una cazadora de cuero negro sobre la cabeza.
La misma persona que lo había abordado, ahora hacía
uso de cinta americana para atarle las manos por detrás
de la espalda.
La postura no podía ser más incómoda y quince
minutos después empezó a ser insoportable. Leandro solo
había tenido tiempo de advertir que su asaltante tenía un
rostro joven, el pelo muy corto en la parte superior de la
cabeza y muy largo detrás apoyado sobre los hombros,
que tenía perforada la oreja izquierda al menos por tres o
cuatro sitios, y que una única ceja le atravesaba de lado a
lado la frente. Su apariencia y fisonomía podían ser la de
muchos jóvenes vascos de extracción campesina. Al
conductor no pudo verlo bien.
El coche no llevaba el aire acondicionado puesto y la
chaqueta de cuero sobre la cabeza le hacía sudar
copiosamente. Para evitar entrar en pánico, su cabeza
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Ongi etorri
bullía intentando averiguar qué dirección estaría siguiendo
el coche: “Primera regla del secuestrado: discurrir hacia
dónde te conducen tus secuestradores”. Al cabo de un
buen rato, comenzó a elaborar hipótesis: “Si han tomado
dirección sur, debemos estar cerca de Vitoria; si la
dirección ha sido oeste, estamos en los alrededores de
Bilbao; y si han optado por el noreste, nos hallamos cerca
de la frontera con Francia”. También era posible que el
coche estuviera dando vueltas por la misma zona, pero el
sonido del asfalto y la sensación de velocidad evidenciaban
que la mayor parte del trayecto la habían hecho por una
autopista o una autovía.
Nadie hablaba dentro del vehículo y solo de vez en
cuando oía al conductor expresiones del tipo: “¡Me cago
en la hostia, que no levante la cabeza!” o “¡Qué cojones
hacen esos que no avanzan!”
Casi una hora y pico después, Leandro notó cómo el
coche abandonaba la vía rápida para entrar en una
carretera llena de curvas. Diez minutos después, el
Peugeot aminoró la marcha y paró. Las puertas se
abrieron y la misma persona que viajaba a su lado en el
asiento trasero le empujó fuera del vehículo. Desde fuera,
alguien sujetó con una mano la cazadora sobre su cabeza
para impedir que la prenda resbalara y pudiera ver algo
más que el suelo y, con la otra, le condujo hasta la puerta
de una casa.
Leandro pudo oír la lluvia golpeando con fuerza sobre
el tejado y sintió los goterones que caían sobre la prenda
que lo cubría. Hacían un ruido parecido al poropopó de las
palomitas de maíz cuando revientan.
—Kaixo —oyó decir al conductor y, combinando el
castellano con el euskera, añadió—. Café bat y vuelvo.
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Angel Gros
Lo introdujeron con rudeza en el interior de la vivienda
y le obligaron a sentarse en una silla. En ese momento, a
través del cristal de la ventana, alguien gritaba unas frases
en francés que no entendió.
Permaneció en esta postura durante media hora más,
percibiendo el ruido de la lluvia sobre el alféizar y el
borboteo del agua que probablemente desaguaría por
algún canalón cercano al suelo. Después oyó pasos de dos
personas aproximándose y una de ellas, desde atrás, le
retiró la cazadora de la cabeza. Frente a él, se encontraba
un joven de unos treinta y cuatro años, vestido con una
camiseta negra y un pantalón de senderismo. Sostenía un
lápiz en su mano, de esos característicos amarillos con
franjas negras. A Leandro le dio por intentar recordar
cuál era la marca de los amarillos con rayas negras:
“¿Staedtler…?, ¿Faber-Castell…?, ¿Alpino…?”
El joven tenía una mirada limpia y una nariz bien
formada, sus ojos eran de color claro, entre grises y verdes,
y contrastaban agradablemente con su pelo negro oscuro
en el que asomaban ya algunas canas.
—Arratsalde on —saludó moviendo el lápiz—. Estás vivo
de milagro, ¿lo sabes, verdad?
—¿Cómo dices?
—Para que me vayas conociendo: ¡lo de la campaña de
publicidad se lo tragarán ellos, que nosotros ya nos
limpiamos el culo solitos hace tiempo!
—No sé ni quiénes sois ni lo que pretendéis, pero
pienso llamar a la policía en cuanto salga de aquí.
El propio Leandro se sorprendió de lo estúpido de su
amenaza.
—Cállate. Aún no te he dado permiso para hablar.
Llevamos mucho tiempo devanándonos los sesos para
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solucionar un problema que parecía imposible… y vas y
apareces tú. Nos vas a ayudar mucho más de lo que te
imaginas, y además gratis. Vas a hacer más por la causa
vasca que veinte cuadrillas quemando cajeros.
—No sé de qué me hablas.
—Tienes cara de pringado, así que te lo voy a tener que
explicar como para txikis. Tus amigos del gobierno vasco
quieren liárnosla bien liada y tú vas a impedir que eso
suceda —se llevó el lápiz a la cabeza en ademán de
rascarse la cabeza, justo antes de continuar—. Por cierto,
¿tienes una hija en Madrid, verdad?
—¿A cuento de qué viene eso?
El interrogador no dijo nada pero sacó del bolsillo
lateral del pantalón un Nokia Lumia, toqueteó unos
instantes el teclado, pulsó el icono triangular que apareció
en la pantalla, y giró el teléfono para mostrárselo a
Leandro: era un video rodado desde un móvil,
probablemente desde el mismo que ahora estaba
utilizando. Leandro enseguida distinguió a su hija Casilda
de once años, saliendo a la calle junto a una amiga.
Reconoció la puerta de la casa de su mujer en la calle
Huertas de Madrid. Pasaron riendo junto a un joven que
leía el Marca, apoyado en una de las jambas del portal. Al
ser superado por ellas, este dobló el periódico y las siguió.
Luego, después de mirar hacia los lados, apartó el
periódico y dejó ver una pistola en su mano derecha que
levantó para apuntar a la cabeza de la niña. Ni ella ni su
acompañante advirtieron nada. La mantuvo en esa
posición durante unos instantes y sonrió al teléfono que le
grababa. Después, bajó el arma, volvió a esconderla tras el
periódico, y desapareció del encuadre.
Leandro sintió en ese momento una fuerte presión en el
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pecho que le cortó la respiración.
—¿Qué coño queréis de mí? ¿Qué mierda es esto? ¡Si lo
que buscáis es dinero, vais de culo!
Su interlocutor sonrió y volvió a señalarle con el lápiz,
esta vez poniéndoselo entre los ojos.
—No vales ni la gasolina que nos ha costado traerte
hasta aquí. Pero igual nos puedes hacer un freelance de los
tuyos.
—¿Pagáis bien?— bromeó Leandro, en un esfuerzo por
no dejarse intimidar.
—Igual un par de hostias como adelanto. Vamos a
hablar un poco de ti primero. ¿Así que publicitario, eh?
Especialista en conseguir que la gente se sienta
insatisfecha con lo que tiene.
—Alguien tiene que hacerlo.
—Para ser un maketo tienes bastante carácter. Creo que
te han ido mal los negocios últimamente, pero tranquilo,
que en el paro no te vas a quedar. Aquí, durante un
tiempo, te vamos a dar trabajo.
Leandro no comentó nada.
—Te voy a resumir: tienes una hija y de momento está
viva porque nosotros queremos. Es un préstamo que te
hacemos, y todos los préstamos tienen comisión.
—¡No se os ocurra hacerle ningún daño!
—Tranquilo, no nos gusta hacer sufrir a la gente,
incluso cuando matamos.
—¿Qué coño queréis de mí?— repitió Leandro.
—Te lo explicaré. Ya habrás imaginado quiénes somos
y de qué vamos. Es fácil: el pendientito en la oreja y la ropa
de montaña de Decathlon nos delatan. También sabes que,
dados los acontecimientos, últimamente estamos muy
tranquilitos y no ponemos petardos a la Benemérita. Pero
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estamos en un momento delicado, todos queremos dejar
de limpiar pistolas y volver a la normalidad: disolución de
la banda, entrega de las armas… ¿estarás al tanto, verdad?
La moda de las txapelas con capucha se acaba, amigo —
dijo, con un gesto teatral—. Nosotros, por nuestro lado,
e s t a m o s d i s p u e s t o s a s a c r i fi c a r h o m e n a j e s y
reconocimientos a nuestra lucha y a nuestros muertos.
Podemos, incluso, olvidarnos de los nombres en las calles y
las estatuas en las plazas. Pero a lo que no estamos
dispuestos es a entrar como ganado en el matadero de los
procesos judiciales del gobierno español donde, como no
estemos un poquito despiertos, chuparán trena hasta
nuestros nietos.
>>¿Y qué pasa? Atento, que ahora viene lo bueno. Lo
que pasa es que el que tiene pasta ablanda jueces, y al que
no la tiene le encaloman todo. ¿No sé si me entiendes? Lo de
“encalomar” no es muy vasco pero se te pega cuando has
estado en Algeciras, en Soto del Real o en Alcalá Meco,
que algunos de nosotros nunca hemos pisado el hotel con
encanto de Nanclares —aquí su cara adquirió un gesto de
cabreo evidente—. Y ocurre que tus nuevos amigos están
jugando sucio. Porque resulta que tenemos un dinerito
ahorrado de todo lo que algunos empresarios han ido
donando generosamente, durante estos treinta últimos
años, a la fundación “Bye, Bye, España”. Un dinerito que
a lo mejor para el Banco de Santander o para el BBVA es
calderilla, pero estamos hablando de dos dígitos en euros.
Unos veintiocho millones. No está mal, ¿eh? Y ahora,
prepárate; porque, aunque te parezca increíble…, ¡no
sabemos dónde está el dinero! Y no te rías que te meto
una hostia. Eso no quiere decir que lo hayamos escondido
o que nos lo hayamos gastado. El dinero existe y lo
23
Angel Gros
tenemos, pero no sabemos ni dónde está ni quién lo tiene.
Puede estar en un zulo, en un caserio, en una cuenta en
España, en Euskadi, en Francia, en Suiza o en las putas
islas Cayman. Cuando la policía francesa empezó a
extraditar compañeros a España para sacarse de su
territorio la lucha armada, transformamos la organización
y la hicimos tan opaca que ya no sabemos ni dónde
guardamos las armas que un día tendremos que entregar.
Hace ya algunos años que la cúpula ha dejado de existir.
Somos unos cincuenta en libertad y tomamos decisiones…
digamos que colegiadas… y sin vernos las caras.
Ultimamente trabajo con compañeros de la cúpula a los
que no veo desde hace más de cuatro años. Y no ha sido
mala fórmula. Nos ha venido muy pero que muy bien. Por
lo menos hemos evitado que la Ertzaintza y los del
tricornio se presenten de visita sin avisar.
>>Pero volviendo al dinero… ¡ha volado!, ¡no está! Ni
siquiera los que mandamos un poco tenemos idea de
dónde se encuentra. Por supuesto, alguien de la cúpula
tiene perfecto conocimiento de su paradero. Pues esto no
es lo peor: es solo dinero y perderlo no nos preocupa. Lo
que ya no nos gusta tanto es el uso que alguien pretende
darle: la compra de jueces —hizo una pausa y aprovechó
para acercar su silla a la de Leandro, y acariciar su nariz
con la punta afilada de la mina del lápiz—. Concluyendo:
que aquí nos hemos dejado la vida unos cuantos lanzados,
unos cuantos amigos, unos cuantos patriotas… Todos con
familias: aitas, amas, aitonas… media de edad: ochenta
años. Los habrás visto porque salen todos los jueves del
año, con sus pancartas, por las calles de Donosti —llueva o
nieve—, aguantando que la gente, como tú, los mire mal.
Y yo no voy a consentir, ¡cago en la puta!, sin volar antes
24
Ongi etorri
algunas cabezas, que unos cuantos acojonados compren su
libertad con este dinero, mientras otros se pudren de por
vida en la cárcel. Para colmo, algún listillo o listillos de
vuestro gobierno, conchabados con ellos, se quieren llevar
un buen pellizco por la cara.
Pudiera parecer que, para hablar, el joven levantara la
voz, pero mantenía un curioso tono de mesura a pesar de
la fuerza de sus mensajes.
—Y bueno… ya conoces a los políticos. Si ellos quieren,
nadie se tiene por qué enterar de todo esto; y si alguien se
entera, ya se encargarán de desviar la atención hacia
Valencia, Mallorca o Andalucía… ¡que comprar a la
prensa cada vez está mas barato! ¿Me sigues?
El “¿me sigues?” fue acompañado por un gesto al
compañero que había permanecido de pie tras Leandro
durante toda la conversación. “Supongo que esto es una
cámara oculta y ahora aparecerá alguien con un ramo de
flores”, pensó Leandro.
En ese momento sintió un fuerte dolor en una de sus
manos atadas a la espalda y notó cómo, desde atrás, le
rompían el dedo anular de la mano izquierda. No pudo
evitar proferir un grito. Su interlocutor sacudió la cabeza y
acercó la cara a escasos centímetros de la de Leandro.
—No nos gusta la violencia innecesaria, pero
necesitamos que nos tomes en serio. Lo que tienes que
hacer requiere muchos huevos y, por lo poco que te
conozco, sé que los tienes; pero también me parece que a
ti la única forma de motivarte es con estas ayuditas. Lo del
dedo siempre funciona, pero no me negarás que
impresiona mucho más el miedo a que tu hija caiga al
andén del metro de Antón Martín, un día cualquiera,
entre semana, en hora punta. Así que combinaremos
25
Angel Gros
ambos tratamientos.
El joven se puso de pie y Leandro advirtió cómo su
expresión decidida emanaba autoridad, aunque no
hubiera alzado el tono de voz en ningún momento.
—Ya lo siento —continuó—. Nos gustaría ser más
elegantes en el trato, pero somos gente de caserío y hay
demasiados patriotas jugándosela por un puñado de
corruptos de tu lado y del nuestro. Yo me debo a
“setecientos tres” de nuestros gudaris, “setecientos tres” de
nuestros mejores soldados. “Quinientos cincuenta y
nueve”, según datos de la Audiencia Nacional. De ellos,
“trescientos setenta y siete” ni siquiera tienen beneficios
penitenciarios. Ni con cartas de perdón a los familiares de
las víctimas conseguimos que les rebajan las condenas.
Leandro volvió a sentir una ligera presión en la parte
baja del esternón acompañada de un baile
desacompasado de sístoles y diástoles. Por su cabeza,
como el trallazo de un látigo, un tormentoso suceso del
pasado apareció de nuevo provocándole un dolor
insoportable.
—¿Qué mierda queréis que haga? —dijo Leandro con
una sensación de indefensión que jamás había
experimentado.
—Vas a seguir trabajando en la dichosa campañita de
publicidad —dijo su interlocutor mientras partía en dos el
lapicero.
Se situó detrás de Leandro y, sin dejar de hablar, le
cogió el dedo roto y se lo estiró hasta hacerle gritar de
nuevo. Los huesos de la falange volvieron a ocupar su
sitio. Acto seguido lo vendó con cinta americana
utilizando una de las mitades del lápiz como férula.
—Y como convivirás con ellos durante estos meses, vas
26
Ongi etorri
a averiguar quién está negociando con los de nuestro lado
para comprar indultos. O, si prefieres, quién de los
nuestros está metido en esta mierda. Él nos llevará hasta
los “veintiocho millones de euros”.
Hizo una pausa mientras ayudaba a incorporarse a
Leandro.
—Ah, se me he olvidado presentarme. Mi nombre es
Egoitz y el que te ha roto el dedo es Andoni. Buen
chaval… ya le irás conociendo. Ya sabes lo que se dice de
los vascos: “Al principio, un poco ariscos; pero cuando dan su
amistad, la dan para siempre”. Seguiremos en contacto para
que nos vayas informando de tus avances. Agur.
Antes de abandonar la habitación, Egoitz se giró hacia
él.
—Por cierto… no hará falta que te recuerde que no
puedes poner a los txacurras al tanto de nuestro encuentro.
Recuerda que estamos en todas partes. Ah, otra cosa
amigo, no quiero parecer poco hospitalario: ongi etorri,
bienvenido a Euskal Herria.
En ese momento, Leandro notó cómo le cubrían la
cabeza con la cazadora. La vuelta a casa se hizo aún más
incómoda que la ida.
27
CAPÍTULO CUATRO
Arzak
En el despacho de Gustavo Valone en Storytelling, la
primera agencia de publicidad del País Vasco, este iba y
venía, peinando su escaso y largo pelo hacia atrás, con
nerviosismo, bajo la atenta mirada de Leandro.
Gustavo Valone, algo más joven que Leandro, no era
más que un gángster de tercera disfrazado de neohippy.
Con sus empleados y directivos, manejaba a la perfección
un estilo sátrapa que haría palidecer de envidia a muchos
antiguos golpistas sudamericanos. En la pequeña villa
donde tenía la agencia, el miedo a perder el empleo de los
que la habitaban convivía con la aceptación de un sinfín
de humillaciones. Era un experto en el trato ofensivo y
vejatorio. Le bastaba un par de semanas para descubrir
los puntos flacos de la vida personal de secretarias,
creativos o ejecutivos. Todos le temían cuando ponía en
marcha su maquinaria hiriente y denigrante con la que
abochornaba en público a sus víctimas. Gustavo Valone
disfrutaba propinando un trato degradante e ignominioso
a sus trabajadores con el que conseguía olvidar, por unos
28
Ongi etorri
instantes, su larga lista de complejos. En cuestión de horas,
podía pasar de regalar a alguien unas entradas para el
fútbol a hacerle llorar y suplicar para conservar su salario.
Por supuesto, con los clientes, era un pelota insufrible.
Sin embargo, con Leandro, sus ardides no funcionaban:
la discreción y el mutismo de este no le permitían
profundizar en sus debilidades y poder pasar a su famosa
y temida segunda fase. Así que provisionalmente solía
adoptar una actitud semirespetuosa y acechante, cruzando
solo con un pie la línea roja de los comentarios jocosos y
fuera de tono.
—¿Un dedo roto? ¿Eres marica o qué? ¿Para qué
tenemos, si no, un estudio con ocho personas? Ni siquiera
necesitas hacerles un boceto. Te entienden a la perfección.
Pueden prepararte cualquier idea con solo contarles el
enfoque. Sabes perfectamente que no te tengo aquí por tu
manejo del Keynote ni del Freehand, sino por esos rollos que
les cuentas a los clientes acerca del SEO y del SEM.
Además, la venda de la mano te hace parecer más
creativo, camorrista, ya sabes…No sé, pareces más joven.
¡A los clientes les gustan los creativos jóvenes!
—Siento que sea así, Gustavo, pero necesito tomarme
ahora las vacaciones por motivos personales; o me
permites hacerlo o dejaré de venir igualmente. Y, como
supongo que no vas a pagarme si no me dejo ver por la
oficina, toma ya la decisión que consideres.
Leandro dijo esto, al tiempo que pensaba: “Me estoy
contagiando del estilo de mis nuevas amistades”.
Gustavo se sentó, volvió a levantarse en silencio, y
caminó despacio hacia la ventana. Sin girarse y mirando
hacia la lejanía, le dijo a Leandro:
—Haz lo que te salga de los huevos, pero te quiero aquí
29
Angel Gros
el 1 de Mayo. Tú no te imaginas lo fría que está la calle.
No entiendo cómo con tus años… Te quiero aquí el día
uno: es el día del Trabajo. Te ayudará a memorizar la
fecha de vuelta.
—Gracias Gustavo. Te dejo en la ftp todos mis trabajos
en curso.
Leandro se levantó aliviado, y se encaminaba hacia la
puerta del despacho cuando recordó algo:
—Un último favor: ¿podrías guardarme en tu casa esta
maleta? Tiene algunas cosas de valor que no quiero que se
queden en el apartamento mientras estoy fuera.
Ultimamente están asaltando viviendas en el barrio.
Dentro de la maleta había, entre otras cosas, una caja
metálica con tres mil euros que hasta ayer escondía en la
campana de la cocina de su apartamento. Era ya el único
colchón económico del que disponía: las cuentas del
banco embargadas se quedaban prácticamente a cero los
primeros días de cada mes. También estaba su colección
de relojes, que guardaba en una caja de cuero de color
granate. Cinco IWC, dos Patek Philippe, dos Breguet, un
Rolex, un Vacheron Constantin y un Cartier. Restaban ya
solo doce de una colección de treinta que había tenido
que ir malvendiendo para poder saldar las deudas más
acuciantes. Desde que volvió a tener empleo, no había
necesitado volver a colgar ninguna oferta en eBay.
Una vez solucionado el primer obstáculo, Leandro se
acercó a un cajero automático de Kutxa, dispuesto a
poner a prueba la tarjeta de crédito que le entregó Camila
Izaguirre en el restaurante.
Tecleó “quinientos euros” en la opción “otras
cantidades”, pero el banco se la denegó. Lo intentó de
30
Ongi etorri
nuevo seleccionando “trescientos” y, esta vez sí, el cajero
inició su característico ronroneo mecánico.
“No está mal”, se dijo al meter los billetes en la cartera.
Se dirigió hacia una parada de taxis y, una vez dentro, le
comunicó al taxista su destino:
—Al Alto de Miracruz, al restaurante Arzak.
El taxista miró con el rabillo del ojo a través del
retrovisor e inició la marcha.
Leandro necesitaba relajarse y poner en orden su
cabeza tras los últimos acontecimientos. En su trabajo
como publicitario estaba acostumbrado a manejar datos
de diversas fuentes, auténticos maremágnum informativos, a
mezclar datos científicos con intuiciones personales, y a
resumir en una sola frase informes de doscientas páginas.
Su trabajo, desde hacía más de dos décadas, no se alejaba
demasiado de una investigación criminal. Esta vez no
tendría que buscar el eslogan perfecto, escogiendo tres o
cuatro palabras y juntándolas en todas las permutaciones
posibles. Ahora, necesitaba elaborar hipótesis que le
permitieran armar un macabro puzzle, en el que una vez
ajustadas las piezas, se pondrían en evidencia aquellas que
no pertenecían al mismo.
Como en publicidad, trabajaría contrarreloj. O
averiguaba quién era el etarra misterioso que estaba
negociando con algún miembro corrupto de las
instituciones o podía despedirse de su hija. Solo
imaginarlo le causaba un profundo dolor y, en su
memoria, como zombies, se desenterraban los recuerdos
de aquellos dramáticos sucesos que no quería volver a
recordar. “Curiosa transformación —se dijo—, de
31
Angel Gros
publicitario de capa caída a topo de una banda terrorista
dentro del gobierno”. Ya no había marcha atrás. El
cronómetro se había puesto en marcha… pero, ¿por
dónde empezar?
De momento —maquinó—, Antonio Aguirre le había
rogado que acudiera al acto del Lendakari; la verdad es
que no podía haber elegido un momento mejor para
conocer a los colaboradores más cercanos al presidente
del Gobierno Vasco. Consejeros, secretarios, directores
generales, miembros de la Ertzaintza y de consejos de
administración de las grandes empresas vascas, portavoces
de comisiones ejecutivas, y un sinfín de hombres y mujeres
que buscarían, vete tú a saber, qué negocios o favores. Con
un poco de suerte y algo de intuición, entre ellos estaría
alguna de las piezas defectuosas.
Pero antes, decidió darse un homenaje en el restaurante
de Juan Mari Arzak con el resultado de su operación con
la tarjeta. En cuanto le atendieron, se sorprendió de
disponer de una mesa junto a la ventana tratándose de un
martes, a pesar de no haber hecho una reserva y ser cerca
de las tres de la tarde. ¿La crisis? Leyó la carta con interés,
pero se inclinó por el menú degustación que venía en un
tríptico aparte. No pudo evitar pensar en toda esa gente
que cree que en un restaurante con estrellas Michelin se
pasa hambre. Desconocen, por ejemplo, que pueden
repetir de cada plato. Eso, sin contar con que un menú
degustación puede incluir de quince a veinte de ellos.
MENU DEGUSTACIÓN
32
Ongi etorri
Pudding de kabrarroka con fideos fritos
Empedrado de trigo con remolacha
Caldito de alubia negra con queso
Raíz de loto con mousse de arraitxiki
Fósil de verdel
Manzana con aceite de foie
Ostras vegetales
Bogavante con aceite de oliva "extra blanco"
Cigalas sobre liquen de hongos y algas
Del huevo a la gallina
Pescado del día con semillas de perejil y cártamo
Lenguado y alubias de colores
Huellas de corzo y ciervo
Cordero con bizcocho de algas
Foie con "tejote"
Sopa y chocolate "entre viñedos"
Esmeraldas de chocolate con láminas de rosquillas
Dulce lunático
Piña salada pomposa
Los Frutales Igualado 2005
Después de acomodarse en la mesa dispuesto a
esperar la comanda, Leandro se sumió en sus
pensamientos. Necesitaba estudiar a la parte contraria:
“¿Quién podría ser el topo en las instituciones?”. Del lado
de los violentos —por el momento— solo conocía, y en
nada agradables circunstancias, a Egoitz y a Andoni.
Pero… ¿y los demás? Egoitz comentó que, al menos,
habría unos cincuenta. ¿Cómo saber quiénes eran? ¿Qué
otros componían la cúpula? ¿Y dónde estaban? Ni
siquiera la policía le llevaba ventaja.
Sobre la mesa estaba su nuevo teléfono, un Nokia que
33
Angel Gros
había canjeado por puntos y que acababa de adquirir en
una tienda Euskaltel junto con una tarjeta de prepago; a
partir de ahora sería el móvil que utilizaría para todo
aquello donde no quisiera dejar rastro. Lo de protegerse
ante un posible pinchazo telefónico podía parecer un poco
de película, pensó. Pero ¿no era acaso una película todo lo
que le estaba sucediendo?
Inició una búsqueda en Google y encontró en la página
web de la Ertzaintza, y entre las fotos de los terroristas
más buscados, al que le había partido el dedo anular:
Andoni Urrusolo, miembro liberado de ETA. Tecleó
miembro liberado y, en un blog llamado elblocdenotas,
leyó lo siguiente:
"Un miembro liberado es un miembro a sueldo de la organización,
en este caso, de ETA. Es un miembro liberado de otras tareas, de
otros trabajos “enojosos” que le impedirían dedicarse en cuerpo y
alma a matar o a tener engrasada la máquina de matar, o de
secuestrar.
Viene de antiguo. Hubo un tiempo en que ETA era una
organización de aficionados. Casi de gente que actuaba el fin de
semana, porque entre tanto tenía un trabajo, un salario y una familia.
Llegó un momento en que no podía ser así. Algunos se
profesionalizaron. Fueron “liberados” por la organización de sus
obligaciones. Se trataba de que pudieran dedicar tiempo a matar,
tirotear, robar, extorsionar, lo que fuera. La terminología está
contaminada. Un liberado detenido es una contradicción, pero para
los viejos sigue siendo un tipo mimado por la organización. Le han
dicho que deje su trabajo, su salario, su cotización a la seguridad
social y se dedique a la banda. Se trata de un mercenario, de alguien
que cobra por matar."
***
34
Ongi etorri
Del otro, del tal Egoitz, no había ni rastro, tampoco en
la página de la Guardia Civil. Necesitaba conocer qué
otras personas componían actualmente la banda y para
ello tendría que hablar con… ¡ya está!, ¿cómo no lo había
pensado antes? Urtzi Extebarría era un viejo colega de
Madrid con el que trabajó en McCann Erickson a finales de
los ochenta. Lo sabía todo sobre ETA. Antes de dedicarse
a la publicidad, había sido redactor de informativos para
ETB, e incluso había escrito un libro sobre la izquierda
abertzale; hasta que una tía abuela vasco francesa le dejó
una herencia bastante cuantiosa, porque le bastó para
buscarse el retiro en Ahetze, un pequeño pueblo vasco
francés donde regentaba una tienda de antigüedades que
le dejaba suficiente tiempo libre para escribir.
Desde que Leandro llegó a Euskadi, no había podido
verse con él, a pesar de que seguían siendo dos buenos
amigos que nunca habían perdido la relación.
Últimamente, con Facebook, habían recuperado la
frecuencia de los contactos y estaban algo más al tanto de
lo que acontecía en sus vidas.
El embolado en que se había metido era mucho más
que una buena excusa para verlo. Marcó su número y
enseguida alguien descolgó el teléfono.
—¿Aló?
—¿Urtzi? Soy Leandro Hill.
—Hola Leandro. ¿De verdad eres tú? ¿Al final dejaste
Madrid?
—Llevo ya unas cuantas semanas instalado en
Donostia. Perdona por no llamarte. Estoy en un apuro…
No te asustes, no voy a pedirte dinero, tan solo necesito
que me pongas al tanto de un asunto que conoces bien.
Solo puedo adelantarte que el tema es grave. La vida de
35
Angel Gros
mi hija está en juego.
—¿Pero qué dices? ¿Tu hija…? —su voz sonó
preocupada—. ¿Cuándo quieres venir? ¿O prefieres que
te vaya a ver?
—No hace falta. Si te parece bien, puedo dejarme caer
por Ahetze el domingo a las doce. Me han dicho que es día
de mercadillo y mi visita pasará más desapercibida en un
pueblo tan pequeño. ¿Podríamos vernos…, digamos que
en secreto? ¿Fingir que no nos conocemos? Creo que me
vigilan. No quiero meterte en ningún lío.
—¡Me estás asustando! Bueno, ya me contarás. Toma
nota: Mattin Trekú, 5. No tiene pérdida. Junto a la iglesia.
La tienda se llama La Toile d’araignée, la tela de araña.
Vendo antiguos carteles publicitarios. Tengo uno de Coca
Cola de los cincuenta en la trastienda. Pregúntame por él
y te pasaré a la parte de atrás para que podamos hablar
con tranquilidad.
36
CAPÍTULO CINCO
Ahetze
El pasado nunca nos abandona del todo y a veces se
obstina en quedarse a vivir junto a nosotros. Desde hacía
varias noches, las viejas alucinaciones de Leandro habían
vuelto a aparecer durante el sueño: la extraña calle
empinada de siempre, la silenciosa procesión dirigiéndose
al matadero… Y en medio de ella, cómo no, la siniestra
figura de la mujer que siempre se mostraba de espaldas y
que guiaba solemne a la multitud, caminando como un
pastor entre el rebaño, con pasos lentos y seguros hacia el
escenario de la impiedad; desprendiendo un olor
nauseabundo que nadie, excepto Leandro, parecía
advertir. Los avisos ahogados no acertaban a salir de su
boca, y regueros de sangre resbalaban por su camisa
provenientes de la garganta rota que se desgañitaba muda
por el esfuerzo. Lo único que acertaba a surcar el aire era
un agudo silencio que clamaba estéril. Mientras, sus
piernas, lastradas con piedras que pesaban toneladas, le
impedían avanzar. Leandro, impotente, pretendía
avisarles, hacerles cambiar de dirección: “¡Parad, no
37
Angel Gros
sigáis!” Pero la multitud solo hacía caso del maloliente
espectro, de la funesta silueta femenina que le indicaba el
camino, pastoreándola hacia el desastre. El corazón
parecía querer explotarle en el pecho: “¡Por ahí no,
idiotas! ¡Dad la vuelta! ¡Es que no os dais cuenta!”
Cerca de las cinco —dicen que es la hora a la que
morimos—, Leandro se había despertado sudoroso y
agitado, con el pulso en su frecuencia máxima; y luego ya
no había podido dormir. Se levantó, se dio una ducha y
salió de casa. No podía permanecer solo entre cuatro
paredes. Necesitaba ver a otras personas, aunque solo
fuera a los barrenderos que a esas horas limpiaban las
calles. No deseaba la compañía de sus fantasmas. De
aquellos espectros lacerantes que amenazaban con
destruir su juicio durante el sueño.
A las 11,30, Leandro se encontraba paseando entre los
puestos del mercadillo de la explanada de Ahetze, en
plena ruta del camino francés de Santiago de Compostela.
Ahetze está situada en el territorio histórico de Labort,
en el País Vasco francés. Limita al norte con la comuna de
Bidart y al noreste con las de Arbonne y Arcangues. Al
oeste, con San Juan de Luz; y al sur, con la comuna de
Saint-Pée-sur-Nivelle.
Tiene una iglesia consagrada al culto cristiano de San
Martín. Una bonita construcción de piedra que alberga
una cruz procesal del siglo XVI que fue considerada objeto
diabólico por el inquisidor Pierre de Lancre. Sucedió
durante los procesos de brujería de 1609, en los que
acabaron en la hoguera unas cuantas mujeres de
Zugarramurdi.
El pueblo está en un lugar muy estratégico que, en el
38
Ongi etorri
pasado, tan pronto servía como posada para los
peregrinos como de refugio para los habitantes de la costa
frente a los ataques de piratas.
Leandro llegó con cierta antelación para poder pasear
entre los puestos del mercadillo y reconocer el terreno.
Fingió estar interesado en los objetos que se exhibían en
algunos de ellos e incluso compró algunas baratijas y un
par de vinilos en buen estado de Bob Dylan.
Uno era The Freewheeling, con la famosa portada en la
que el cantante lleva las manos en los bolsillos, los
hombros encogidos y, colgada de su brazo, camina
sonriente Suze Rotolo, su novia de entonces. La fotografía
fue tomada en la esquina de Jones Street con West 4th
Street en Greenwich Village, Nueva York, a pocos metros
del apartamento donde la pareja residía. Una auténtica
joya que incluye las primeras grabaciones de Blowing in the
wind y otros auténticos himnos de los sesenta como Girl
from the North Country, Masters of War, A Hard Rain's A-Gonna
Fall y Don't Think Twice, It's All Right.
El otro disco era Pat Garrett & Billy the Kid, la banda
sonora que compuso para la película de Sam Peckinpah,
protagonizada por James Coburn y Kris Kristofferson, y
en la que actuaba el propio Dylan. La verdad es que a
pesar de sus conocimientos musicales, Leandro no era
muy aficionado al folk-rock de los sesenta, y Dylan le
interesaba bien poco. No entendía cómo podía haber
personas que disfrutaran con esa voz desagradable y sus
letras interminables. Sin embargo, su hija Casilda, a pesar
de ser de otra generación, era una de ellas; y pensó que
sería una buena idea regalarle un par de vinilos originales.
También se entretuvo manoseando algunos relojes, pero
no encontró ninguno de su agrado. Durante una parte del
39
Angel Gros
recorrido, le pareció notar como un hombre de cierta
edad, con una gorra de visera calada hasta las cejas, le
observaba. Dos veces en que se giró con disimulo, pudo
distinguirlo entre el barullo, casualmente siempre cerca de
donde se encontraba.
Poco a poco, se fue acercando hasta el número cinco de
la calle Mattin Trekú. Al llegar a la puerta de la tienda de
su amigo Urtzi se detuvo un instante para hojear unos
afiches apoyados en un caballete. Sobre el dintel había un
cartel de madera con unas bonitas letras latinas en el que
podía leerse: "La Toile d'araignée". Dentro, una pareja de
turistas hojeaba unas acuarelas que estaban en el suelo.
Leandro, antes de entrar, aguantó durante un par de
minutos mirando detenidamente unas antiguos recortes de
periódico pegados en cartulinas; pero, viendo que la
pareja no se iba, pasó al interior. En un viejo sillón art decó
tapizado en gris, y leyendo Le Figaro, estaba esperándole su
amigo. En un casting de vascos, Urtzi siempre resultaría
elegido. Su fisonomía era la del típico hombre de caserío
de un cuadro de Valentín de Zubiaurre. Pelo negro,
grandes cejas, nariz poderosa y barbilla proyectada hacia
delante. Urtzi, al verlo entrar, levantó la vista por encima
de sus gafas y le saludó en francés. Leandro contestó al
saludo, también en francés, y continuó en castellano:
—Me han dicho que tiene carteles antiguos de refrescos
en latón.
Urtzi contestó en el mismo idioma:
—Alguno tengo: de Schweppes, de Coca Cola… Pase
dentro y se los mostraré, pero disculpe que cierre. En
Francia almorzamos pronto.
La pareja de turistas pareció entender y cruzó la calle
para interesarse por un puesto de ropa vintage.
40
Ongi etorri
Urtzi cerró la puerta con llave y condujo a Leandro
hasta el interior.
—¡Cuánto tiempo, Leandro!
—Hubiera preferido que fuera en otras circunstancias.
De la forma más pormenorizada posible, Leandro puso
al tanto a Urtzi de los últimos acontecimientos. Este le
dejó hablar sin interrumpir y se mostró especialmente
interesado cuando Leandro nombró a Egoitz y a Andoni.
Cuando terminó su relato, Urtzi le dijo.
—Has estado con la Zuba. Con el comité ejecutivo. La
cúpula. Bueno, la cúpula o lo más parecido a ella. En estos
tiempos ya no hay jefes. La estructura es plana. Necesitan
que sea así para ponerle las cosas más difíciles a la policía.
No quiero asustarte, pero estás metido en un buen lío. Y,
sinceramente, no sabría decirte quiénes son más
peligrosos. Ninguno de los corruptos se andará con
titubeos si se enteran de que alguien está sobre su pista. Ni
en el gobierno vasco, ni en el gobierno español, ni en la
banda terrorista. Pero dime: ¿qué necesitas saber?
—Podrías elaborarme un briefing con el escenario en el
que estamos y quiénes supones que pueden componer el
reparto en esta obra: de uno y otro lado. Solo así podré
poner a prueba mis dotes de investigador, si es que las
tengo. Los dos hemos trabajado en agencias de
publicidad, no quiero paja. Me ahorrarías un montón de
trabajo si fueras capaz de resumírmelo en unos pocos
folios. Envíamelo a esta cuenta de correo, por favor.
Debajo tienes mi número de teléfono, es de una tarjeta
prepago y no podrán controlarlo. O, al menos, tardarán
en hacerlo.
Urtzi cogió cuidadosamente el papel y transfirió los
datos a la agenda de su móvil bajo un nombre falso.
41
Angel Gros
Después, sacó un mechero de plástico rojo, lo quemó, y lo
tiró a una papelera de aluminio.
—OK, vete saliendo. Después de lo que me has
contado, es muy posible que te estén vigilando. Ya
llevamos diez minutos dentro. Dame tu móvil —tecleó un
número en él y le asignó como nombre McCann, el de la
agencia en la que trabajaron juntos en el pasado—. Usa
ese teléfono solo en caso de emergencia. Ah, y llévate el
cartel de Coca Cola… Espera, te lo envolveré. Ya me lo
devolverás cuando puedas. ¡Mierda, pensaba sacarle 200
euros!
A la tarde siguiente Leandro Hill recibió, a través de
una nueva cuenta de hotmail, un pdf con cinco páginas. En
él se detallaba qué componentes de la banda se
encontraban en libertad, quiénes manejaban los hilos
desde las distintas cárceles españolas, quiénes eran los
personajes claves en el gobierno vasco y, de forma
pormenorizada, cómo se tomaban las decisiones que
ponían en funcionamiento los mecanismos de
investigación y actuación de la Ertzaintza y la Guardia
Civil. Asimismo, se hablaba de los altos mandos de la
Benemérita en la lucha antiterrorista y de los grupos que
operaban en la misma.
Leandro dedicó todo el resto de la tarde a memorizar
nombres, realizar esquemas y elaborar hipótesis. No tenía
la más mínima idea de quién podría estar detrás de esto,
pero algo estaba claro: Hay que tener los huevos
cuadrados para robar veintiocho millones de euros, pero
quitárselos a ETA es lo más parecido a ponerse delante de
un camión de seis ejes en una autopista.
Leandro había escogido un lugar tranquilo, el Txofre, un
42
Ongi etorri
bar restaurante del barrio de Gros en Donosti, que servía
codillo con chucrut y salchichas Weisswurst. Había pedido
un cañón de cerveza, la versión vasca del doble madrileño.
Volvía a coquetear con la bebida. Podía haber pedido una
caña o un zurito pero sucumbió a la tentación sin hacer
ningún esfuerzo por evitarlo.
Cuando terminó de leer el informe se había hecho una
idea bastante aproximada de la composición del gobierno
vasco. Lakua, la sede del gobierno en la ciudad de Vitoria,
comenzaba a resultarle un poco más familiar. Urtzi había
detallado incluso algunas de las características del interior
del edificio y de sus inquilinos. Lakua era un enorme
búnker en el que se daban cita todos los departamentos
importantes que tejen la política de Euskadi:
Presidencia
Interior
Educación, Universidades e Investigación
Economía y Hacienda
Justicia y Administración Pública
Vivienda, Obras Públicas y Transportes
Industria, Innovación, Comercio y Turismo
Empleo y Asuntos Sociales
Sanidad y Consumo
Medio Ambiente, Planificación Territorial, Agricultura
y Pesca
Cultura
43
CAPÍTULO SEIS
Topaketa
A las nueve en punto de la noche, Leandro entraba en el
Palacio de Congresos y Exposiciones Europa de VitoriaGasteiz, donde tenía lugar el acto de inauguración de
unas jornadas de Turismo Sostenible.
Antonio Aguirre le esperaba junto a las azafatas de la
mesa de acreditación para los asistentes. Llevaba, si no el
mismo, un traje azul muy parecido al de la reunión que
mantuvieron en la agrupación local el día en que fue
secuestrado, pero había cambiado la corbata roja por otra
de color rosa, aún más fea que la anterior. A pesar de que
no tenía demasiado gusto para vestir, Antonio Aguirre
transmitía la sensación de ser un hombre pulcro y aseado.
El nudo, aunque se iba hacia un lado, estaba siempre
impecablemente apretado, su afeitado no admitía la más
mínima crítica, y olía siempre a jabón de ducha.
—Buenas noches Leandro, gracias por venir. El señor
Hill —anunció, dirigiéndose a las azafatas para que
tacharan su nombre de la lista—, viene conmigo.
Acompáñame, por favor. Tengo que presentarte a algunas
44
Ongi etorri
personas. El acto no dará comienzo hasta dentro de media
hora.
Conducido por Antonio, atravesó el amplio hall y
giraron a la izquierda hasta acceder a un pequeño cuarto
donde se encontraban unas diez personas junto a una
mesa alargada en la que había algunas Coca Colas y
botellas de agua mineral. Enseguida reconoció a Camila
Izaguirre. La encontró aún más atractiva que la primera
vez que se vieron en Viento Sur. Era evidente que para ella
este era un acto importante. Lucía un traje muy elegante
de color salmón, que Leandro supuso habría diseñado el
alavés Modesto Lomba, recordando el comentario de Camila
acerca de la promoción de los productos vascos.
Antonio Aguirre fue presentándole uno por uno a todos
los asistentes. En primer lugar al Lendakari:
—El señor Hill. Recordarás que te comenté que está
realizando un trabajo de consultoría para nosotros sobre
nuevas tecnologías.
—Claro que sí. Bienvenido señor Hill. Tenemos que
abandonar cuanto antes la era fax. Siéntase libre de
criticar todo lo que quiera en sus informes. Pero intente no
hacerlo hoy, aquí, cerca de los periodistas —dijo con una
sonrisa que expresaba agrado e invitaba a Leandro a
sentirse cómodo.
Antonio Aguirre añadió:
—Me pareció conveniente ponerle al tanto de los actos
que realizamos y que se vaya haciendo una opinión de
cómo abordamos los eventos. Tiene una gran experiencia
en actos de mayor envergadura y a nivel nacional.
Camila se hizo de nuevas cuando fue presentada como
Camila Izaguirre, consejera de Interior.
—Encantada.
45
Angel Gros
—Yo también —dijo Leandro—. ¿Seguro que no nos
conocemos? Su cara me es familiar.
A pesar de que todos estaban contemplando la escena,
Camila no hizo el menor gesto de contrariedad. Muy al
contrario, respondió:
—Mi cara es muy común. Pero también es posible que
nos hayamos visto antes. Euskadi es muy pequeño y nos
conocemos todos. Para bien y para mal.
Antonio Aguirre, viendo que se estaba generando cierta
tensión, continuó con las presentaciones:
—Iñaki Rodríguez, consejero de Industria, Innovación,
Comercio y Turismo.
—Bienvenido. Como verá soy el más atareado. Pero me
pagan igual que a los demás.
El dicharachero del grupo —pensó Leandro—,
mientras Antonio Aguirre continuaba con las
presentaciones.
— Javier Eguía, consejero del Grupo Durango.
Leandro notó cómo el empresario estrechaba su mano
de forma fría y rutinaria.
Las presentaciones continuaron con Edur ne
Azpilicueta, responsable de HABE (el Instituto Vasco de
Alfabetización y Reeuskaldunización de Adultos) y con
Ziortza Rodríguez, directora de EMAKUNDE (la versión
autonómica del Instituto de la Mujer); ambas con mucho
menos encanto que Camila y aún más serias.
—¿Re-eus-kal-du-ni-za-ción de adultos? —silabeó, con
dificultad, Leandro—. Suena un poco a reeducación
política, a estalinismo, perdonen mi ignorancia.
—Le aseguro que nada más lejos de lo que usted ha
podido percibir —respondió con una falsa sonrisa Edurne
Azpilicueta.
46
Ongi etorri
Percepción y realidad —pensó Leandro—, ¿qué me vas
a contar? Los publicitarios inventamos ese binomio.
Tienes suerte, Edurne, de que solo sea un consultor y no
podamos profundizar en el tema.
Charlaron durante un rato; o, mejor dicho, escucharon
todos al Lendakari, que les adelantó los planes que tenía
para el próximo viaje a Argentina, donde se entrevistaría
con la Presidenta y con un importante grupo de
empresarios vascos, todos deseosos de recibir al máximo
representante en la tierra de sus antepasados.
Un desconocido entró y comentó algo al oído de
Antonio Aguirre. No hizo falta que lo hiciera extensivo. El
acto iba a dar comienzo. Leandro miró a Antonio y este le
hizo un gesto para que lo acompañara. Pasaron al
auditorio y se sentaron en la primera fila. El director de las
jornadas comenzó mostrando un vídeo sobre los últimos
avances y esfuerzos por fomentar un turismo con
proyección internacional, acorde con un país que valora la
sostenibilidad. Al terminar, dio paso al Lendakari que
expuso en un discurso apasionado cómo había crecido el
turismo durante la última legislatura, desde el anuncio del
abandono de la actividad armada por parte de la banda
terrorista.
Leandro se sentó a solo dos butacas de Camila
Izaguirre y de vez en cuando la observaba de reojo,
atraído por sus reacciones. Ella, aunque sin mirarle,
percibió su interés con ese inexplicable don que tienen las
mujeres.
Aquello duró más o menos una hora y acto seguido
todos los asistentes pasaron a un salón donde se sirvió un
cocktail. Un grupo de música interpretó algunos éxitos de
los ochenta y los noventa. Leandro esperaba escuchar
47
Angel Gros
txalapartas, ver bailar un aurresku o recitar a bertsolaris, pero
por lo visto la parte tradicional de la cultura vasca no era
patrimonio de los actuales gobernantes que se manejaban
más cómodos en el mundo del pop: el imaginario folclórico
solo les estaba reservado a los nacionalistas. Las
conversaciones subieron de volumen al cabo de unos
minutos y la gente se encontraba más animada y
conversadora después de que los camareros sirvieran, una
tras otra, bandejas con deliciosos pintxos de la empresa de
catering de Martín Berasategui.
Leandro estaba tomando su segunda —y decidió que
última— cerveza, cuando apareció Camila, que le
recriminó:
—Haz el favor de controlarte. Intenta hacer tu trabajo
y no te tomes demasiadas familiaridades.
—Te recuerdo que conseguiste mi número de móvil sin
que ni siquiera nos hubieran presentado.
—Es mi trabajo. Es por el bien de Euskadi.
—¿El bien de Euskadi? ¿Pertenece a tu colección de
frases hechas para los mítines?
—¿Si crees que soy la típica política trepa y sin
ideología, te equivocas?
—¿Tienes sentimientos? ¿Por eso te has puesto esta
noche así de guapa? ¿Porque sabías que venía?
La segunda cerveza había hecho su efecto y Leandro
empezaba a notarse faltón.
—Te estás equivocando conmigo —dijo ella
visiblemente molesta.
—Me equivoco muy a menudo, pero tengo la sensación
de que en esta ocasión he acertado. O a lo mejor es que te
48
Ongi etorri
has pasado con el colorete.
—Yo jamás me sonrojo. Y ahora perdóname. Esto no es
una fiesta de universitarios y yo no he venido a ligar.
Justo cuando Camila estaba a punto de girarse apareció
el Lendakari.
—Me encanta veros juntos. ¿Está disfrutando, señor
Hill?
—Llámame Leandro, por favor, y tutéame.
—De acuerdo Leandro. Camila puede ponerte al tanto
de muchos aspectos importantes para la campaña. Os
ruego que os sentéis, os reunáis, charléis…, quiero una
campaña a la altura de las expectativas de nuestro
votantes. Ahora tendréis que disculparme, mañana salgo
para Madrid a primera hora.
—Yo también me iba—dijo Leandro, que acababa de
ver en uno de los corrillos del abarrotado salón a su jefe,
Gustavo Valone, charlando animadamente con Rosa
Gaztelu y el consejero del Grupo Durango.
—¿Ha venido en coche, Leandro? —preguntó
amablemente el político— Puedo llevarle hasta San
Sebastián —aseguró.
—La verdad es que me quedaré por la zona, he cogido
una habitación en el Hotel Marqués de Riscal, nunca he
dormido entre viñedos —contestó Leandro.
—Le encantará. Camila, tu vas hacia Logroño,
¿podrías dejar a Leandro en su hotel, si no te importa? Así
podéis ir comentando un poco lo de esta noche.
—Ningún problema —respondió ella, llevándose dos
dedos hacia el pendiente de la oreja del lado opuesto; tal y
como hacía cada vez que algo le contrariaba.
En ese instante, Leandro noto una vibración en su
móvil y lo sacó para leer un whatsapp de Gustavo: “Maricón!
49
Angel Gros
q haces aquí? -.- ”. Leandro tecleó: “Me invitó Camila, la
consejera, nos conocemos de una Feria de Turismo hace años en
Madrid ”. De vuelta, leyó: “Calladito te lo tenías! Ni siquiera te
has ofrecido para ayudarme, o no sabías que este evento lo
organizaba la agencia? ¬¬ ”. Leandro zanjó la conversación:
“No sabía. Ya te contaré.”
Camila no había venido en coche oficial, sino en el
suyo: un Mini Cooper color plata. Condujo a Leandro
hasta el pueblo de Elciego, en plena Rioja, durante una
hora, por la A-2124; el trayecto no atravesaba
prácticamente ninguna población y discurría por una
carretera nacional bajo un cielo estrellado en el que
destacaban Venus y Júpiter, que en estas fechas se
alineaban creando un peculiar espectáculo para cualquier
aficionado a la astronomía.
Ni Camila ni Leandro abrieron la boca durante todo el
camino. Solo, de vez en cuando, Leandro miraba de reojo
las piernas de ella cuando, a pesar de los altos tacones, las
usaba para cambiar de marcha. Siempre le había excitado
esa habilidad de las chicas. Él lo denominaba
motofetichismo.
Al llegar, Leandro le dio las gracias y cuando abrió la
puerta, ella reclamó su atención.
—¿Leandro?
Él se giró hacia ella.
—¿Qué?
Entonces Camila lo besó con fuerza.
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CAPÍTULO SIETE
Mahasti arteko hotela
Sin dejar de besarse e intentando torpemente hacer
resbalar la tarjeta de la habitación por la ranura, Leandro
le dijo a Camila:
—En esta habitación se alojaron Brad Pitt y Angelina
Jolie.
—¿Estaremos a la altura? —preguntó ella.
—Tú seguro que sí —dijo él.
Antes de llegar a la cama, su chaqueta había volado, y
el vestido de Camila ya estaba a la altura de la cintura
dejando ver sus largas piernas, mientras las manos de
Leandro acariciaban sus caderas y subían hacia su
espalda. Ambos cayeron en la cama y Leandro acercó su
boca a los carnosos labios de Camila mordiéndola con
suavidad.
Ninguno de los dos advirtió la impresionante noche
estrellada que se apreciaba a través del enorme ventanal.
Inmersa en una estructura de madera, a modo de
moderna veranda, la habitación daba paso a una terraza
de teca con unas tumbonas dispuestas para disfrutar de la
51
Angel Gros
vista de los viñedos.
Una botella de Barón de Chirel de 2005, que siempre
esperaba a los inquilinos de esta habitación, sirvió para
calmar la sed de una noche en que ambos se entregaron,
como si llevaran esperando ese momento toda la vida. En
otros tiempos, Leandro se hubiera procurado una segunda
botella para después.
En uno de los envites, con la luna iluminando a
contraluz la silueta de Camila montada sobre Leandro,
este tuvo una sensación extraña. Mientras ella se movía
dulce y acompasadamente, a él le pareció que estaba con
otra mujer bien distinta a la de esta noche, que el pelo
estaba cortado de otra manera y era de otro color, y que
los labios eran distintos. No podía dejar de mirar esos ojos
rasgados y penetrantes que se clavaban en los suyos llenos
de codicia, inmovilizándole sobre la cama. Unos ojos
agresivos, pero bien distintos a los que llenos de fuego
querían fulminarle indignados durante el cocktail de
aquella noche. Aquella mirada felina, cautivadora y
peligrosa parecía querer extraer de Leandro algo que él
desconocía poseer.
Durante más de una hora, ambos se entrelazaron con
una complicidad que parecía ensayada. Cada gesto de
uno era adivinado por el otro, que se adelantaba a
responderlo. Después, los dos se durmieron abrazados. A
mitad de madrugada, Camila notó que Leandro hacía
unos leves pero bruscos movimientos con las piernas. Se
incor poró sobre él y notó como balbuceaba
ininteligiblemente algunas palabras mientras achinaba los
ojos, compungido como un niño triste. Ella, sabiendo lo
que le atormentaba, le miró comprensiva y lo abrazó con
cariño susurrándole al oído: “Tranquilo, a mí no me
52
Ongi etorri
perderás, nunca me iré de tu lado”. El rostro de Leandro
se relajó.
A la mañana siguiente, sobre las 8:30, la luz despertó a
Leandro recordándole que habían olvidado correr las
cortinas. Entonces pudo ver claramente los detalles de la
habitación que el sol iluminaba radiante. Afuera, el verde
de los viñedos vibraba exultante y, más al fondo, en la
lejanía, se vislumbraban las dos torres de la Iglesia de San
Andrés en el pueblo de Elciego, absolutamente irregulares
y desiguales, escoltando al gran arco del pórtico de medio
punto, sobre el que se apoyaba una galería con otros siete
arcos, protegidos por una balaustrada ciega de piedra.
Pero Camila no estaba. No había rastro de ella. Ni una
nota. Ni tan siquiera el manido mensaje con pintalabios
en el espejo del baño. Por un momento, Leandro se
preguntó si lo habría soñado, pero había dos copas de
vino tiradas en la tarima de madera del suelo junto a una
mancha color cereza oscuro.
Una llamada entrando en su móvil, le sacó del estupor.
—¿Urtzi?
—Sal del hotel ahora mismo. No permanezcas ahí ni
un minuto más. Te están buscando y no son precisamente
tus amiguitos de las txalapartas.
—¿Que salga? No tengo coche. ¿Y tú cómo sabes que
estoy aquí?
—Lo sabe medio Euskadi. Coge un taxi, y en cuanto
puedas cambia de transporte y vente hasta Ahetze. No se
te ocurra pasar por tu casa.
Afortunadamente Leandro no había desempaquetado
su bolsa de viaje. Así que se vistió a toda prisa, mientras
pedía un taxi por teléfono. Acto seguido, bajó
apresuradamente para pagar la noche de hotel.
53
Angel Gros
Quince minutos más tarde, estaba recorriendo el
camino inverso de la noche anterior en un Mercedes 300
E, conducido por un taxista que debía rondar los sesenta y
pico años. Cuando llevaba recorridos unos seis kilómetros,
un Seat León de color rojo apareció en un cambio de
rasante y se cruzó con ellos en la angosta carretera
comarcal que discurría entre los viñedos. Leandro intuyó
el peligro. En su interior dos hombres, con cara de pocos
amigos, giraron bruscamente sus cabezas al pasar a su
lado. Inmediatamente frenaron y cambiaron el sentido de
la marcha.
Estaba claro que fueran quienes fueran, iban a por él.
Leandro advirtió al conductor:
—Perdone amigo, pero los de ese coche que acabamos
de cruzarnos me buscan y me temo que no con buenas
intenciones. Acelere todo lo que pueda e intente llegar a
algún lugar donde haya gente y podamos pedir ayuda.
Aún confiado, el conductor preguntó:
—¿Qué es esto, una película de gángsters?
“¡Bastante parecido!”, pensó Leandro.
Solo unos segundos después, en la siguiente curva, el
taxista encontró respuesta a su pregunta; sintieron un
fuerte golpe en la parte trasera del vehículo que les sacó de
su trayectoria cruzándoles violentamente y que a punto
estuvo de echarles de la carretera. El taxista logró
controlarlo sin llegar a abandonar el asfalto, a pesar de
que este no era muy ancho.
Ya consciente de que aquello no era ninguna broma,
pisó a fondo; pero el Seat León no tardó mucho en darles
alcance de nuevo. Se puso a su altura, echándoseles
encima y golpeándoles en la aleta delantera. No hizo falta
mucho más. El taxi se salió de la carretera, metió las dos
54
Ongi etorri
ruedas del lado derecho en el arcén, y a continuación dio
varias vueltas de campana hasta descansar en posición
invertida sobre unas malezas secas, justo al inicio de un
pequeño viñedo.
El leve ruido de una de las ruedas, girando suspendida
en el aire, era lo único que alteraba el inquietante silencio
que se produjo. Leandro sintió un fuerte dolor en el pecho
a la altura del esternón que le hizo pensar que se había
clavado el reposacabezas derecho. El cuerpo del taxista no
se movía lo más mínimo y se interponía entre él y el único
hueco que dejaba penetrar algo de luz a través del polvo y
el amasijo de hierros. Al haberse vencido el techo, el
cuerpo de Leandro se encontraba aprisionado y su
capacidad de movimiento era muy limitada. A unos cinco
metros de distancia, vio como uno de los hombres del
coche perseguidor se dirigía hacia él con una pistola en la
mano. Vestía vaqueros y una camiseta blanca ceñida que
dejaba ver un cuerpo trabajado en el gimnasio.
—El taxista parece muerto —dijo—, el nuestro se
mueve.
—Dale un tiro ya —oyó decir a su compañero.
—No tengo ángulo desde aquí. La chapa le tapa la
cabeza.
—Dáselo a través de la chapa.
—¿Cómo…? —dijo encañonando el techo del coche—
¿Así...?
—¡Sí! Pero aparta la cara.
En ese momento Leandro oyó el primero de tres
estampidos sordos, sintió una presión en la cabeza y todo
se volvió de color blanco.
55
CAPÍTULO OCHO
La Alhóndiga
El doctor Huegun salió de la habitación 201 del Hospital
San Pedro de Logroño y se dirigió a los dos policías que
llevaban un buen rato sentados en un banco del pasillo.
—Ahora que está más consciente, les autorizo a hablar
con él durante quince minutos. Ni uno más.
El mayor de los dos policías asintió con la cabeza y
ambos entraron en la habitación.
—Soy el comisario Campos. ¿Cómo se encuentra?
Leandro no contestó.
—¿Sabe que le han disparado?
A Leandro, las facciones de su interrogador le
recordaron a las de su tío Williams el sastre, fallecido
cuando él solo tenía diez años, por lo que pensó que había
abandonado este mundo. Cuando se repuso, se sorprendió
no solo de estar vivo, sino de notar únicamente un fuerte
dolor en la cabeza y otro a la altura del pecho. El
comisario seguía a lo suyo:
—Lleva cuatro horas inconsciente; el doctor Huegun
dice que le han hecho pruebas y no han detectado daños
56
Ongi etorri
importantes. Tuvo mucha suerte, la chapa del taxi impidió
la entrada de las balas.
Se hizo un silencio que ayudó a Leandro salir de su
aturdimiento.
—¿Cómo está el taxista?— susurró.
—Lo llevaron a otro hospital, pero falleció por el
camino. Tenía reventado el hígado. Dígame, ¿por qué han
intentado matarle? Usted no tiene pinta de andar envuelto
en nada raro.
—No tengo ni idea. No siquiera recuerdo muy bien lo
sucedido.
El ayudante del comisario Campos, un joven con gafas,
y lo menos parecido a un policía que uno pueda imaginar,
aclaró:
—Un milagro. De no ser porque un tractor que llevaba
un remolque con trabajadores ecuatorianos acertó a pasar
por donde usted tuvo el accidente, le hubieran mandado
para el otro barrio. Dos hombres en un Seat león rojo
dispararon contra usted y se dieron a la fuga. ¿Va
haciendo memoria? ¿Quiénes eran?
—Le repito que no lo sé. No los conozco de nada. Me
han debido confundir con alguien.
El comisario Campos sacudió la cabeza sonriendo.
—Una hipótesis bastante improbable. Actuaron de
forma muy segura y rápida. Parecían muy profesionales.
Ni siquiera salieron corriendo cuando cuatro de los
trabajadores se bajaron del remolque y les increparon. No
hemos conseguido que los ecuatorianos se pongan de
acuerdo en las descripciones. Parece que todo sucedió
muy rápido. Ni siquiera tomaron la precaución de anotar
la matrícula.
—¿Qué dice el médico?— dijo Leandro, después de
57
Angel Gros
sentir una fuerte punzada en la sien.
—Que si los resultados del escáner no muestran daños
cerebrales, podrá abandonar el hospital mañana. Ahora,
mi ayudante le tomará declaración. Tendremos que
hablar de nuevo. Este es un caso muy feo. No olvide que
ha muerto un inocente.
—Yo también soy inocente —interrumpió Leandro.
—Por supuesto. Pero si nos ocultara algún dato,
inmediatamente dejaría de serlo. Por cierto, hemos
llamado a su mujer; perdón, a su exmujer. En cuanto supo
que su estado de salud no revestía gravedad, nos comentó
que, si no era imprescindible, prefería no venir. También
dijo que, a ser posible, prefería ahorrarle la noticia a su
hija.
El comisario Campos se puso el abrigo que llevaba
colgado del brazo y se despidió, no sin antes mirar
fijamente a Leandro y pedir a su ayudante:
—Olmo, por favor, tómale declaración.
(Al inicio de este libro, estimado lector, te prometí
hablarte de un personaje que compartiría con Leandro un
peligroso viaje por los vericuetos de la trama. Ahora ya lo
conoces, es el Comisario Campos y muy pronto
entenderás porque el uno sin el otro no hubieran podido
afrontar la resolución del conflicto.)
—Leandro, se limitó a contarle a Olmo que había
estado en un acto del Gobierno Vasco. Nada comentó
acerca de Camila Izaguirre ni de lo sucedido en el hotel
de los viñedos, y mintió al precisar que había llegado en
un taxi que cogió en las calles de Vitoria, a la salida del
Palacio de Congresos. Ojalá no se les ocurriera contrastar
con el hotel si había pasado la noche en compañía.
Tendría entonces que inventar alguna historia sobre una
58
Ongi etorri
señorita de compañía que conoció en Vitoria.
Leandro tuvo que pasar el resto del día y de la noche en
el hospital esperando el alta. A las nueve de la mañana del
día siguiente, antes de que los médicos pasaran a verle, se
vistió y pidió a través del móvil un taxi que le condujera
hasta San Sebastián. A las 09:15 abandonaba Logroño.
En cuanto llegó a la playa de la Zurriola, y
desobedeciendo los consejos de Urtzi, Leandro subió a su
apartamento y entró tomando toda clase de precauciones.
Nada parecía haber alterado el orden de su vivienda, así
que preparó un nuevo equipaje que metió en una mochila
espaciosa: ropa, los cargadores de los móviles y su
MacBook Air. Después salió a toda prisa.
Una vez en la calle, se dirigió a un local de alquiler de
motocicletas a dos manzanas de su casa y se hizo con una
BMW R80. Hace muchos años, en su primer trabajo en
una agencia de publicidad, diseñó anuncios para BMW
que se publicaban en revistas como Motociclismo y Solo
Moto; pero, por aquel entonces, su sueldo no le daba para
alquilar una, y mucho menos para comprarla. Era una
buena ocasión para vivir las sensaciones que tantas veces
había contado a sus lectores.
Eligió una de color negro y sintió un enorme placer al
arrancarla y oír el rugido de su motor boxer. La moto
había sido trasformada en una café racer: el manillar era
ahora mucho más bajo que el de serie y el asiento se
encontraba incrustado sobre una ter minación
aerodinámica al estilo de las viejas motos de carreras.
Partió hacia Bilbao por la AP-8 y se salió de la
59
Angel Gros
autopista, a la altura del peaje de Zarautz, para entrar en el
pueblo. Atravesó su calle principal buscando una cabina
telefónica desde la que llamar. Su móvil ya estaba
quemado. Cuatro horas inconsciente habría sido tiempo
más que suficiente para que la policía examinara y
averiguara que tenía varias llamadas perdidas procedentes
del número de teléfono de Urtzi. Marcó ese mismo
número y una voz femenina le respondió en francés.
—¿Aló?
—¿Puedo hablar con Urtzi, por favor?
—Lo siento, se ha confundido de persona —dijo en
español con mucho acento y colgó.
Leandro se quedó perplejo. No había salido aún de su
confusión, cuando sonó el teléfono y un número privado salió
reflejado.
—¿Leandro? ¡Qué alegría! ¿Estas vivo?
—De milagro. Necesito verte, quiero saber qué está
pasando. Pero antes tengo que solucionar algo en Bilbao.
¿Podríamos vernos en Ahetze?
—Cambiaremos el lugar de encuentro: San Juan de
Luz. En la Plaza de Louis XIV hay una terraza que se
llama "Le Majestic". ¿Te parece bien esta tarde a las seis?
Avísame si algo se tuerce.
Leandro se puso de nuevo el casco y subió a la moto.
Continuó hasta Getaria por el sinuoso trazado de curvas
que parte de la ensenada de Zarautz, llena de olas
cabalgadas por surfistas. Después atravesó Zumaia para
incorporarse de nuevo a la autopista.
En cincuenta minutos estaba estacionando su moto
junto a la Alhóndiga de Bilbao. Esperó durante una hora
frente a la puerta del edificio Plaza Vizcaya donde, si nada
fallaba, Camila Izaguirre estaría a punto de concluir una
60
Ongi etorri
reunión. Leandro lo sabía porque había memorizado el
contenido de un post-it que vio, en el bolso semiabierto de
Camila, durante el viaje hasta el hotel de la Rioja. La nota
decía: "Reunión en Basquetour. Jueves 24, a las 12:30"
A las 14:18, Camila salió sola —desde el comunicado
de paz de la banda armada, no siempre la acompañaban
sus escoltas— y se dirigió hacia el párking de La Alhóndiga.
Cogió el ascensor que había en la planta baja del hermoso
edificio remodelado por Philippe Starck y, justo cuando las
puertas iban a cerrarse, entró Leandro. A Camila se le
dilataron las pupilas al tiempo que se llevaba
instintivamente la mano al rostro como protegiéndolo: un
gesto reflejo que permanece para siempre en las personas
a las que pegaron de niños.
Leandro le cogió el brazo y la zarandeó.
—¿A quién le dijiste que estaba en el hotel? ¿En qué
momento lo hiciste? Ah…ya sé, fue después del segundo
polvo. ¿O fue por la mañana, cuando abandonaste la
habitación sin despedirte? Jamás pensé que lo nuestro
pudiera ser el comienzo de algo importante, pero lo de no
despedirte después de retozar en el mismo colchón… Algo
huele a podrido en tu gobierno y está claro que tú estás
metida hasta las cejas. Por cierto —mintió—, quiero que
sepas que follas fatal.
Ella seguía mirándole paralizada, aún cuando el
ascensor ya había abierto las puertas de la planta −1. De
pronto, rompió a llorar, pero Leandro no se arredraba
fácilmente.
—Si pretendes enternecerme, lo llevas claro. He vivido
con una arpía durante quince años.
Camila le suplicó con voz entrecortada:
—Vamos al coche por favor, no quiero que nadie me
61
Angel Gros
vea así.
Entraron en su Mini Cooper y ella sacó unos kleenex de
la guantera. Al inclinarse hacia el lado derecho para
cogerlos, Leandro admiró de nuevo la piel blanca de su
pecho y volvió a excitarse recordando la noche en el hotel.
—No me vas a creer, pero me fui porque estaba
avergonzada de lo sucedido. No tenía que haberte besado
en el coche. No tenía que haber subido a tu habitación, ni
haberme entregado tan fácilmente. Suelo ser una persona
responsable…, en lo profesional y en lo personal. Pero…
no sé qué me pasó y…, bueno, a veces no sé cómo
comportarme cuando no he obrado… como creo que
tiene que obrar una persona adulta, en su sano juicio.
Seguramente, cualquier otra mujer hubiera anulado sus
citas y se hubiera quedado abrazada esa mañana en la
cama junto a ti, pero yo no soy así. Estaba arrepentida,
avergonzada —dejó pasar unos segundos, mientras
intentaba secar las últimas lágrimas que corrían por su
mejilla.
—¡Bravo! Me ha gustado mucho tu actuación, pero te
olvidas de que fue desaparecer tú y dos tipos se pusieron a
jugar a los accidentes de carretera conmigo. Y lo peor de
todo: ha muerto un hombre inocente. ¿Quiénes son tus
amigos? ¿Están metidos en lo del impuesto
revolucionario?
—¿Accidente? ¿Un hombre muerto? No sé de qué me
hablas. ¿Y tú cómo sabes lo del impuesto?
—Vosotros me habéis metido en este lío. Yo no era más
que un publicitario arruinado y ahora soy un publicitario
arruinado y a punto de ser enterrado.
—El impuesto es la mayor preocupación del Lendakari.
Los únicos que estamos al tanto del asunto somos él, el
62
Ongi etorri
director de la Ertzaintza y yo. Ni siquiera lo sabe la
Guardia Civil, aunque no podremos ocultárselo durante
mucho más tiempo. Si lo hacemos, y el culpable está en
nuestras filas, adiós a las próximas elecciones. Será el
mayor escándalo en España desde lo del GAL.
Ambos se sobresaltaron cuando alguien golpeó la
ventanilla del coche con los nudillos.
Era Antonio Aguirre, muy serio a través el cristal.
Camila pulso la apertura y, antes de que la ventanilla
terminara de bajar, el director de Campaña dijo:
—Vaya… ¡qué bueno veros a los dos! Me comentaron
que venías a Basquetour, Camila, pero no sabía que tú
también estabas por aquí —dijo, mirando con
desconfianza a Leandro.
—Estaba poniéndole al tanto de algunas inquietudes
del Lendakari —intervino con habilidad Camila—, y con
la agenda que tenemos últimamente en la consejería,
cualquier sitio es bueno para hablar.
Antonio parecía no escucharla porque no paraba de
mirar a Leandro:
—¿Leandro, crees que podríamos vernos la semana que
viene para que me comentes tus avances en la campaña?
—¿Te parece bien el viernes? —dijo Leandro.
—¿A las nueve en Lakua?
—Allí estaré.
Antonio se alejó caminando hacia el fondo del parking.
—Ándate con cuidado —comentó Camila—, Antonio
es un hombre taciturno y extraño. Aunque es posible que
yo también esté viendo fantasmas en todas partes .
—¿Qué sabes de él?
—Iba para cura y estuvo muy cerca de ETA. Algunos
jóvenes de su entorno, incluido su hermano, militaban en
63
Angel Gros
la banda. Cuando dejó el seminario, estuvo un tiempo en
el PNV, después cambió de ambiente y de amigos y dejó
de verse con la cuadrilla, lo que nos hace sospechar que
pudo querer lanzar una cortina de humo sobre sus
auténticas actividades. Luego entró en el partido y de ahí
hasta ahora ha pasado por todos los puestos posibles. Es
un hombre de una entrega y una dedicación envidiable. Él
siempre cuenta que en el seminario de Loio te enseñan a
ser así: a renunciar a ti mismo y a vivir solo para un
objetivo. Lleva los temas de comunicación porque el
Lendakari prefiere tenerle alejado de otros asuntos de más
calado. Le duele no poder darle mayores
responsabilidades dada su entrega, pero el pasado es el
pasado.
Leandro pensó que Antonio Aguirre sería un buen
candidato para su lista de sospechosos; podía haberse
hecho —tendría que averiguar cómo— con el dinero del
impuesto y utilizarlo para comprar la libertad de algunos
de sus examigos, o quizás familiares; tal vez pretendía
enriquecerse rápido, como muchos otros políticos; acabar
de un plumazo con una vida gris y monótona y disfrutar
de una vez por todas de la tranquilidad de un presente y
un futuro regalado. Pero… ¿en qué estaba pensando?
Camila Izaguirre ya le había traicionado una vez. Ella sí
que era una buena candidata. ¡Qué empeño en seguirle el
juego!
—Camila, te voy a pedir algo, aunque tengo sobrados
motivos para no hacerlo: necesito que me digas quiénes de
tu entorno pueden tener más relación con jueces o con
mandos de la Ertzaintza o la Guardia Civil. Necesito que
tengas los ojos y los oídos bien abiertos. Mi vida y la de mi
hija están en peligro. En cualquier momento, los dos locos
64
Ongi etorri
que quisieron matar me volverán a intentarlo.
Demuéstrame que puedo confiar en ti.
—Estaré alerta, te lo prometo —dijo ella, con una
mirada sumisa.
65
CAPÍTULO NUEVE
Nestor eta Arnaldo
Mientras introducía unas monedas en la máquina de café,
Arnaldo Iglesias hizo un gesto con la cabeza a Néstor
Martín. Este cerró la tapa de su portátil y salió de la
comisaría. Arnaldo la abandonó un poco después y ambos
se encontraron, como era habitual cuando querían hablar
en privado, en una cafetería junto a la Plaza de la Virgen
Blanca de Vitoria.
Se sentaron en una mesa junto a una de las ventanas,
afuera llovía y las nubes negras parecían haberle robado el
color a los objetos. El cristal se iba llenando de gotas y en
la calle, como en una película en blanco y negro, una
incesante ida y venida de peatones huía con paso
acelerado de la lluvia.
Arnaldo pasó a relatarle a su compañero Néstor las
últimas novedades:
—La Rubia me ha llamado. No le ha hecho ni puta
gracia que no hayamos podido acabar con el Anuncios y le
preocupa que hayamos podido dejar alguna huella en el
coche del viñedo.
66
Ongi etorri
—No disparé con munición reglamentaria. Así que no
pueden sospechar nada.
—¿A quién se le ocurre disparar con un 38? A esa
distancia no atraviesa ni el papel. El 38 necesita distancia
para coger velocidad.
—Pues al que se cargó a Lennon le bastó.
—Sí, a un metro de distancia y contra el cuerpo. ¡Qué
cagada! Los techos de los Mercedes de los noventa son
como los de los tanques. No ves que tenían ese grosor de
chapa para joder a Volvo —dijo paternalmente sin dejar
de mirar a una camarera que no quitaba ojo de sus
poderosos brazos—. Según parece, el Anuncios no ha
aprendido la lección y está hablando con demasiada
gente. Como comprenderás, la Rubia está que trina. No te
puedes hacer una idea del tonito que ha usado la hija de
puta conmigo. No la he mandado a tomar por culo por la
pasta que hay en juego. Me dijo que todo está listo para
poder pagar a los jueces, pero antes tienen que asegurarse
de que el Anuncios no airea nada de esto. Nadie creerá la
versión de un etarra, pero sí la de un tipo que se ha
pasado la vida haciendo frasecitas graciosas para spots de la
tele. Tenemos una semana para llevarlo a cabo. Dice que
si no somos capaces, tendrá que encargarse ella misma y
dejaremos de ser socios.
—¡Hija de puta! Pues mejor en Francia que en España.
No quiero investigaciones a este lado de la frontera. El
matarile tiene que ser allí y hay que vestirlo. Si alguien lo
relaciona con lo de los presos, acabaría con la negociación
del gobierno y con el plan de reinserción. Adiós a todo.
Adiós a la pasta.
Arnaldo movió con enfado la cabeza, llamó a la
camarera y pidió para ambos. Arnaldo Iglesias y Néstor
67
Angel Gros
Martín eran viejos colegas de la policía. Habían trabajado
anteriormente juntos. Se conocían de la época del GAL,
en que hacían de cobertura para el mediático comisario
José Amedo y sus secuaces en la guerra sucia contra ETA.
A Néstor se le había ocurrido la idea para el logotipo del
GAL: la serpiente de ETA decapitada. Amedo le había
felicitado por ello. Intervinieron, aunque nunca se supo,
en el secuestro de Lasa y Zabala: dos refugiados vascos en
Francia que fueron asesinados. Una auténtica salvajada en
la que los miembros del GAL, tras secuestrar a estos
presuntos etarras en Bayona, los ocultaron e interrogaron
en en el Palacio de La Cumbre, situado en pleno centro de
San Sebastián. Cualquiera puede encontrar los detalles de
este truculento suceso en las hemerotecas o en internet.
Según consta y a partir de distintos testimonios de
guardias civiles que por aquel entonces estaban destinados
en el cuartel de Intxaurrondo, escondieron a Lasa y
Zabala en el sótano del edificio. Fue aquí, según los
testimonios de varios guardias, donde se les retuvo para su
interrogatorio y tortura. Una de las entradas daba
directamente a las cocinas, con lo que los agentes
disponían de un acceso discreto para entrar y salir.
Durante días, los agentes de información intentaron
sonsacarles el paradero de los miembros de ETA
refugiados en Francia. Entre los casi veinte agentes que
intervinieron en la operación desarrollada en el Palacio de
La Cumbre se encontraban Néstor Martín y Arnaldo
iglesias.
El motivo de la detención no era que Lasa y Zabala
fueran etarras exactamente, pero tenían conocimiento del
paradero del etarra Mikel Goikoetxea; la policía sabía que
le habían ayudado en la mudanza a su nuevo domicilio en
68
Ongi etorri
Bayona. Eran amigos de la cuadrilla.
Después de los interrogatorios, un dispositivo los
traslado a Alicante. Lasa y Zabala salieron del Palacio de
La Cumbre vivos, aunque en un estado lamentable. Un
comandante, un capitán y un teniente fueron los
encargados de su ejecución y enterramiento entre cal viva.
Este asesinato fue la respuesta del GAL al secuestro y
asesinato del capitán de Farmacia, Alberto Martín
Barrios, por ETA. Unos meses después, una llamada a
una emisora de Alicante reivindicó el asesinato de Lasa y
Zabala en nombre de los GAL.
Al día siguiente, la Guardia Civil llevó a cabo una
redada en la localidad de Tolosa (Guipúzcoa), pueblo del
que provenían los dos presuntos etarras, que culminó con
catorce detenciones.
Cuando encontraron los cadáveres, el 20 de enero de
1985, semicomidos por la cal, junto a una bala y un
casquillo y en una fosa de la localidad de Busot (Alicante),
la opinión pública se conmocionó. Algún tiempo más
tarde se encontró el segundo casquillo.
La policía siempre defendió que Lasa y Zabala
formaban parte del denominado comando Gorky de
ETA. Pero en realidad, en las fichas policiales solo
constaba que Lasa había participado, presuntamente, en
un robo con fuerza y en un incendio con estragos en su
pueblo; y que Zabala tenía una acusación por robo,
también en Tolosa.
La izquierda independentista instrumentalizó el
macabro hallazgo y atizó el fuego de la crispación en todo
el país. Durante aquellas semanas se registraron disturbios
callejeros, detenciones e incidentes de todo tipo. En el
Parlamento de Vitoria, el diputado de la coalición
69
Angel Gros
abertzale Mikel Zubimendi arrojó cal viva sobre el escaño
del secretario general de los socialistas vascos, Ramón
Jáuregui, acusándoles, de esta manera simbólica, de los
asesinatos.
Fue un escándalo a nivel internacional que condujo al
desastre del GAL. Nadie sabe cómo los policías Néstor y
Arnaldo salieron limpios del proceso. Probablemente les
favoreció estar en la segunda línea y el hecho de que
fueran muy jóvenes; además, por encima de ellos, estaban
Dorado y Bayo. Se suma también que Amedo era
demasiado machote como para dar nombres; y que ellos,
en el juicio, reconocieron únicamente haber colaborado
en temas administrativos, facilitando toda clase de papeleo
a Bayo.
El juez Gómez de Liaño los absolvió porque bastante
tenía con lo del Coronel Galindo, el cabeza real de todos
estos desmanes. Al juez, con lo del Coronel Galindo se le
planteó el mayor problema ético de su vida: mandar a la
cárcel a un militar con una hoja de servicios impecable
(que había actuado con toda la contundencia posible en
una lucha armada y bajo órdenes políticas) o liberar al
cabeza de una banda de sicarios. Pero de todo esto ya
habían pasado unos cuantos años y todo el mundo se
había olvidado del tema. Incluso en el ambiente policial.
Arnaldo Iglesias estaba pidiendo otro café y otro
carajillo, cuando un mensaje entró en su móvil.
—¡Joder, qué prisa se ha dado! Dice la Rubia que el
Anuncios está en San Juan de Luz. Voy preparando un
coche y te recojo en la salida de El Corte Inglés. Pasa por
comisaría y cuéntale al comisario Campos que nos
reclaman los de San Sebastián. Menudo mosqueo se va a
pillar: no saber "en qué andamos" le saca de sus casillas.
70
Ongi etorri
***
Veinte minutos después, ya estaban en la AP-1 en
dirección a Francia. Por el camino, dos mensajes más
confirmaron que Leandro continuaba junto a un
desconocido, en la terraza de Le Majestic, un café de la
Plaza de Louis XIV .
Al pasar el peaje de Zarautz, tres cuartos de hora
después, aceleraron previendo que el pájaro abandonara
el nido.
71
CAPÍTULO DIEZ
Donibane Lohizune
Sentados frente a unas cervezas, en una de las veinte
mesas que "Le Majestic" tenía en la plaza, Leandro puso a
Urtzi al tanto de todo lo sucedido. A punto de pedir otra
ronda —en otros tiempos ya se habría pasado al gin tonic
—, Leandro se contuvo con esfuerzo y pidió un café.
Urtzi, a su vez, facilitó a Leandro los datos para una
cita secreta en Londres con alguien cercano al círculo de
los mediadores internacionales del conflicto. Al parecer,
estaban dispuestos a aclararle bastante el asunto con una
información muy jugosa. Leandro se maravilló de los
contactos de su amigo. A pesar de no ejercer el periodismo
desde hacía tiempo, era evidente que su agenda no había
perdido vigencia.
En la plaza los niños correteaban, concurrida como
siempre de familias de turistas franceses y españoles. Era
un lugar apacible, sin coches, con un kiosco de música
ocupando el centro y rodeado de pintores que vendían sus
cuadros a los visitantes. Un viejo artista bohemio, que
72
Ongi etorri
parecía teletransportado desde la nouvelle vague, cargaba una
pipa con tedio, mientras unos turistas contemplaban sus
excelentes marinas. A solo unos metros, una chica teñida de
rubio y con rasgos asiáticos pintaba escenas costumbristas
navarras, con encierros de toros y mozos vestidos de
blanco con pañuelos rojos al cuello. Nadie se paraba ante
sus lienzos, a pesar de que estos tenían cierta calidad, pero
ella parecía acostumbrada a convivir con la indiferencia
de los turistas. Tenía la piel luminosa, sin una sola arruga,
los ojos rasgados de un negro intenso, y un cuerpo felino y
atlético que movía con elegancia. Terminó de limpiar
cuidadosamente el pincel que había estado usando, apartó
una gabardina que mantenía cuidadosamente doblada
sobre una silla plegable y cogió un subfusil Star Z-70b. Se
puso en pie con el arma en bandolera y cruzó decidida la
plaza en dirección a Leandro y Urtzi. Este fue el primero
en verla venir y tiró del brazo de Leandro hacia abajo, al
tiempo que las balas comenzaron a silbar a su alrededor e
impactaron sobre la fachada y las mesas circundantes. Los
dos veladores contiguos no estaban ocupados, pero
Leandro pudo oír el estropicio causado por la caída de un
camarero, con una bandeja llena de pintas de cerveza,
sobre uno de ellos. Leandro era incapaz de identificar de
dónde provenían los disparos hasta que sus ojos se
cruzaron con los de la rubia asiática, que no estaría a más
de veinte pasos. Con una mirada fría e inexpresiva, no
dejaba de apretar el gatillo, al tiempo que saltaba sobre un
paseante que se había arrojado al suelo. Por un momento,
el arma dejó de escupir fuego, encasquillándose. Urtzi
había tirado la mesa hacia delante para protegerse y tanto
él como Leandro se encontraban arropados por el
minúsculo círculo metálico. Urtzi, semiagachado, intentó
73
Angel Gros
escabullirse tirando de la manga de la cazadora negra de
Leandro e indicándole una vía de salida hacia el lado de la
plaza que llevaba al puerto. A Leandro le espantó la
mirada de odio que la chica le regaló mientras luchaba
contra el mecanismo averiado del arma. En su huida, se
chocaron con algunos paseantes y ambos giraron por una
de las calles estrechas que conducen a la playa. De pronto,
Urtzi aminoró la marcha y Leandro lo interpretó como un
intento de pasar desapercibido; pero de golpe se
desplomó, con la mano aferrada a su brazo. Leandro se
agachó y vio cómo el rostro se volvía del color de la ceniza
y los ojos le miraban suplicantes, con enorme fijeza,
mientras repetía un nombre que Leandro no acertaba a
entender:
-Dom..mn..ique.
Al cabo de unos segundos, los párpados se le cerraron y
comenzó a hablar en euskera, sin que Leandro pudiera
entender el significado de sus palabras. Oyó sirenas de
policía, al tiempo que sintió cómo el peso de la cabeza de
Urtzi aumentaba sobre su mano hasta quedar
completamente abatida.
Se puso en pié desconcertado, apoyó con delicadeza la
cabeza de su amigo sobre el asfalto y, ante la mirada
atónita de los paseantes, salió corriendo por entre los
abundantes veladores en la estrecha calle plagada de
restaurantes. De uno de ellos, salió un camarero
interrumpiéndole el paso.
—¡Sígame, deprisa!
Lo primero que Leandro pensó es que podía tratarse de
un policía o, peor, de un cómplice de la mujer que les
había atacado; pero bastó su mirada franca y el tono de su
voz para que Leandro tomara la decisión de confiar en él.
74
Ongi etorri
Entraron precipitadamente en un restaurante argelino,
mientras un coche de la gendarmería se encaminaba
hacia la plaza. A Leandro le aterrorizaba pensar que la
asesina aún estuviera tras su pasos. Atravesaron el salón,
con todas las mesas llenas, y llegaron hasta la pequeña
cocina, donde un joven de aspecto árabe, con delantal de
cocinero y una cuchara de madera en la mano, les indicó
la salida a la calle de atrás. En el exterior, encontraron la
puerta abierta de una furgoneta de reparto Peugeot Expert
de color blanco, con el motor arrancado. Sobraron las
palabras: Leandro se encaramó de un salto y el camarero
cerró la puerta. El vehículo arrancó, consiguiendo salir del
puerto de San Juan de Luz justo cuando los gendarmes
parecían querer cortar la calle principal. Atravesaron una
glorieta en la que se cruzaron con una ambulancia y
enfilaron la carretera hacia Hendaia. A menos de cien
metros, nada más cruzar el puente sobre el rio Nivelle, la
furgoneta se paró y alguien entró en ella, sentándose al
lado del publicitario. Leandro enseguida reconoció a
Egoitz, su secuestrador, al que increpó nada más entrar:
—¿Qué coño habéis hecho?
—Quitarte de en medio en el momento preciso.
—Pero esa joven asiática... la rubia, Dominique.
—¿Dominique qué más? —preguntó sorprendido
Egoitz.
—¡Y yo que sé! Fueron las últimas palabras de Urtzi ; es
él quien conoce todas vuestras andanzas.
—¿Asiática?¿Con una peluca rubia? No puede ser…
Egoitz hablaba solo.
— Esa mujer daba escalofríos.
—Dominique Thomas es una vietnamita, nacida en
Saigón… A esa loca, la ultraderecha se le queda a la
75
Angel Gros
izquierda. Cinturón negro de kárate, buena tiradora y el
resto de las cualidades que adornan a un asesino a sueldo.
La furgoneta giró bruscamente y Leandro, aferrado a
cualquier saliente, notó que entraban en un camino
bacheado. Egoitz cambió el apoyo de uno de sus pies para
mantener el equilibrio: ni siquiera utilizaba los brazos
para sujetarse. Y continuó:
—Los españoles la bautizaron como la Dama Negra,
nosotros la llamabamos la Rubia, y la policía francesa la
Tueuse Blonde. Sus primeras víctimas fueron Gotzon
Zabaleta y Iosu Amantes, dos refugiados vascos que
tomaban un vino en el bar Lagunekin. Entró en el local y
les disparó con una Winchester. Nadie sospechó de ella
hasta que se puso el pasamontañas. Afortunadamente solo
los hirió de gravedad. Unos meses después, comenzó a
usar su famosa peluca rubia y mató por primera vez. Con
la ayuda de dos cómplices, atacó el bar Txiki, un conocido
lugar de reunión de refugiados vascos. Iba provista de un
arma automática y ametralló a todo bicho viviente.
Murieron dos clientes que nada tenían que ver con la
gresca. Dos semanas más tarde, el 26 de junio, a las once
de la noche, otro refugiado vasco: Santos Blanco
Gonzales, cayó en pleno centro de Baiona. Los policías
encontraron en las proximidades el revólver y los
casquillos y, más lejos, una granada y algunos efectos de la
Rubia: un chándal, una peluca y un par de bailarinas del
treinta y siete. Repitió la función dos veces más: en julio,
de nuevo en el bar Bittor; y en agosto, en un inmueble de
San Juan de Luz. Volvió a dejar la peluca, el arma y la
ropa abandonados no lejos de allí. El personaje de la Rubia
nos atormentaba, era un fantasma que ensombrecía el
ambiente de la hora del aperitivo en los bares de la Petit-
76
Ongi etorri
Bayonne, nuestro barrio. No hemos vuelto a saber de ella.
La muy puta se benefició de un sobreseimiento parcial,
unos meses después de ser acusada, y desapareció del
mapa.
—Pues esa chica hoy ha matado a mi amigo y casi me
mata a mí.
—No ha podido ser ella.
—¿Cómo que no ha sido ella? Lo he visto con mis
propios ojos.
—Quien quiera que sea se ha hecho pasar por ella para
intentar asustarnos. Todo lo que te he contado sucedió en
1988. Dominique Thomas, entonces, tenía treinta y seis
años. Hoy, tendría sesenta.
Un nuevo zarandeo casi tira a los dos de las bancadas
laterales de la furgoneta, que se perdió sendero arriba,
hacia lo más profundo de un bosque de robles.
Andoni, el que partió el dedo a Leandro, era quien la
conducía; y, mirando por el retrovisor, anunció: “Los
tenemos detrás. Pararé el coche junto a aquella huerta y
os esconderéis en la borda de Sare. Yo tiraré camino arriba
para que me sigan. No os preocupéis por mí, más arriba
ellos no podrán subir si no es a pie”.
77
CAPÍTULO ONCE
Sare
Leandro y Egoitz, después de casi una hora de silencio, y
con la respiración contenida, tenían los huesos empapados
y las articulaciones agarrotadas por la falta de
movimiento. Permanecían ocultos en el agujero
practicado bajo el suelo del establo que guardaba el heno
seco de la borda. Como todas estas edificaciones del
pirineo, constaba de planta y primer piso. Era la típica
casa de campo, en la que los pastores de Aquitania,
Navarra y Euskadi guardan el ganado y almacenan el
estiércol. Una vez cerciorados de que los que habían
caminado sobre sus cabezas ya no se movían por los
alrededores, ambos iniciaron una conversación susurrada.
—No eran del GAR —aseguró Egoitz.
—¿El GAR?—susurró Leandro.
—El Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil.
Antes se llamaban el Grupo de Acción Rural.
—¿Cómo sabes que no eran ellos?
—Por su forma de caminar descuidada. Los del GAR
se mueven de otra manera: pasos breves y rápidos, y
78
Ongi etorri
después paran para preparar los siguientes. Además, solo
eran dos. Los del GAR entrarían en la casa, al menos, en
grupos de tres.
—¿Y por qué iban a ser ellos? Estamos en Francia.
—Estamos entre Sare y Zugarramurdi. Aquí la frontera
es imprecisa. Muchos baserritarras tiene la casa en un país y
la huerta en otro. Alguno ha debido vernos bajar del
coche y ha dado la voz de alarma. Los del GAR tienen sus
informadores. Afortunadamente, hay diez o doce bordas,
como esta, en el valle.
Egoitz miró hacia arriba y chasqueó la lengua.
—Odio el GAR. Están entrenados exclusivamente para
darnos caza. Hasta febrero del ochenta, a la Guardia Civil
era fácil hacerles pupa. Ese invierno fue grande para
nosotros, dos de nuestros comandos les hicieron una
buena escabechina. Pero, a partir de entonces, los de verde
decidieron tomárselo en serio y crearon el GAR: son
ironman. Primero pasan tres meses en el Centro de
Adiestramientos Especiales de Logroño, donde los forman
para todo tipo de operativos, incluyendo cursos de
paracaidismo, montaña y endurecimientos variados;
después se integran en el Grupo, propiamente dicho,
durante cuatro años. Una vez transcurridos, pueden pedir
otro destino y volverse a Extremadura, Andalucía —o de
donde coño provengan—, o continuar en el Grupo. Los
que deciden seguir, combinan operaciones con nuevos
entrenamientos y cursos. Cualquiera de ellos, con más de
seis años de adiestramiento, es una máquina.
Disciplinado, atlético, jamás duda, puede estar sin comer
ni beber durante días, y por el monte es tan sigiloso como
el mejor de los nuestros. Ya podrás imaginar que nosotros
no tenemos ni instalaciones ni preparadores tan
79
Angel Gros
competentes para formar a nuestra gente. En otros
tiempos sí, pero ahora todo se hace a golpe de corazón.
—¿Como cuando matáis niños?
A Egoitz le cansaban este tipo de preguntas, pero
respondió con paciencia:
—Aunque no lo creas, no nos gusta hacerlo.
—Pues en las herriko tabernas se les ve brindar cuando
mueren niños españoles.
—Nosotros no somos gente de bar. No tenemos nada
que ver con los militantes de pintxopote. Aunque no lo
percibas, aquí la mayoría somos bastante idealistas;
cuando éramos más jóvenes teníamos grandes anhelos y, a
lo mejor, muchos pájaros en la cabeza. Crecimos leyendo
novelas de hombres y mujeres que realizaron grandes
hazañas, misioneros que perdían la vida en la selva; y
viendo películas de héroes que salvaban a los pueblos de
invasores deshumanizados.
—Suena muy bien, pero el atentado de Hipercor en
Barcelona no dejaría dormir ni a Jack el Destripador.
—Pudo haber sido distinto. Nosotros siempre hemos
avisado con antelación si el objetivo era civil, y en aquella
ocasión lo hicimos treinta y cinco minutos antes. El propio
Estado español, por sentencia judicial, reconoció después
su responsabilidad por la tardanza en evacuar el lugar, al
considerarlo una falsa alarma.
“Un maestro en escurrir el bulto” —pensó Leandro.
—Pero no dejáis por ello de ser unos asesinos —
mientras pronunciaba estas palabras, Leandro recordó la
frase de Alvar Aalto: “El hombre no puede crear sin
destruir simultáneamente”.
Egoitz le contestó:
—Como Viriato en Portugal, como José Martí en
80
Ongi etorri
Sudamérica, como Maceo en Cuba, como el maquis en
España, al que ahora le dedicáis tantas películas los
demócratas. Los asesinos dejarán de serlo, para pasar a ser
héroes, en cuanto ganen sus guerras. Contempláis en la
televisión, junto a vuestros hijos, películas como Brave
Heart y aplaudís, desde vuestros cómodos sillones, las
matanzas de ingleses por parte de los guerrilleros de
Willliam Wallace; pero luego os lleváis las manos a la
cabeza cuando, en las noticias que siguen a la película, oís
que ETA ha matado a un guardia civil: que alguien me
explique dónde está la diferencia.
—El sufrimiento de los familiares de los muertos está
por encima de libros y películas.
—Sabemos como sufren. Conocemos ese padecimiento.
Pero su asociación ha dejado de merecernos respeto desde
que llevan la bandera de un partido político. Nuestros
enemigos son todos aquellos que no quieren una Euskal
Herria libre, el Partido Popular no puede quedarse con la
exclusiva.
—Pero ahora, en el proceso de paz, los muertos serán
vuestro mayor enemigo; porque los familiares, conscientes
de que se está intentando avanzar una negociación
soterrada entre el gobierno y vosotros, no permitirán que
el proceso avance.
—Pediremos perdón.
–¿Y lo sentiréis cuando lo hagáis?
—¡Eso qué importa! En cierto sentido sí, pero nos
guardaremos para nosotros la convicción de que para
llegar a este punto ha hecho falta que mueran inocentes.
—¿Y cómo admitiréis ante todos vuestros seguidores
que habéis perdido la batalla?
—No habrá nada que admitir. Nosotros no hemos
81
Angel Gros
perdido ninguna batalla. De hecho la estamos ganando. Y
la victoria llegará con la entrega de las armas.
—No te entiendo.
—ETA nació para esto. El objetivo, desde un principio,
era llegar hasta donde nos encontramos ahora mismo.
ETA y la lucha abertzale están a punto de legitimarse.
Porque ETA y los que nos han apoyado están en
condiciones de obtener un magnifico resultado en las
elecciones generales y podrían superar incluso al PNV, lo
que nos permitirá acceder a la jefatura del gobierno en el
País Vasco. Una vez allí, lanzaremos nuestro último
desafío a España. Te repito que ETA nació para eso. ETA
no es solo un grupo terrorista. Los vascos somos brutos,
pero no tanto como para pensar que nuestro ejército
puede vencer al español. ETA es la expresión de ruptura
del proyecto de España. Finalmente, venceremos por
cauces democráticos. Cuando os queráis dar cuenta, el
pueblo vasco nos habrá sacado de las cárceles y estaremos
dirigiendo políticamente Euskal Herria.
—¿Pero qué país y qué futuro se puede esperar de unos
políticos que han asesinado para alcanzar el poder?
—No sería ni el primero ni el último donde sus políticos
además de promulgar leyes, entienden de explosivos. Esto
no nos restará capacidad ni credibilidad para dirigir los
designios de nuestros compatriotas: Israel, Cuba, Palestina
o Rusia ya lo han hecho antes.¿Cuántos ejemplos más
quieres?
—Veo que tienes tu discurso muy estudiado. Pero…
¿dónde dejas la ética? O mejor dicho, la moral. ¿Qué fue
del rollo seminarista de los fundadores? ¿Del quinto
mandamiento?
—La religión casa mal con el socialismo. El único
82
Ongi etorri
mandamiento que tenemos es impedir, como decía
Borisov, la explotación del hombre por el hombre, la
apropiación gratuita, por parte de quienes poseen los
medios de producción, del fruto del trabajo. Tenemos que
frenar la explotación que surgió como resultado del
desarrollo de las fuerzas productivas, de la división social
del trabajo, de la propiedad privada y de la escisión de la
sociedad en clases antagónicas: dueños de esclavos y
esclavos. En Euskal Herria estamos decididos a terminar
con la propiedad del señor feudal sobre la tierra y el
siervo. El capitalismo es la última forma de explotación
del hombre por el hombre.
Leandro dio rienda suelta a su pesimismo y explotó
verbalmente:
—¿Quieres que filosofemos sobre política? ¡Está bién!
Déjame decirte que, desde mi punto de vista, el socialismo
está muerto. ¿No entendéis que no podemos ser iguales?
Porque aquí —se señaló la cabeza—, en la psiquis de
todos, en la tuya y en la mía, se oculta la codicia, que es el
deseo de tener más que los demás; el orgullo, que no es
sino las ganas de ser mejor que los demás; la envidia, que
es el ansia de ser el primero siempre; la pereza, que son las
ganas de que otro realice nuestro trabajo; la ira, que son
las ganas de exigir respeto total; el odio, que es el deseo de
poder seleccionar quién es amigo y quién enemigo...
Egoitz le interrumpió:
—Tú eres un nihilista y para nosotros esa filosofía es
aún más despreciable que el capitalismo. Con ellos, al fin y
al cabo, podemos negociar. Los nihilistas lo negáis todo.
Ellos solo nos acusan de retrógrados, de txalaparteros.
Vosotros negáis nuestro pensamiento. Ellos, al menos,
tienen su razón contraria a la nuestra. No pueden
83
Angel Gros
entender que no queramos integrarnos en un mundo
globalizado, que no queramos formar parte de esta
civilización occidental y occidentalista que se cree el
colmo de la perfección. Nos tachan de salvajes porque no
apostamos por el progreso, el mismo progreso que está
aniquilando el planeta, que está acabando con el hombre,
que nos está robotizando. Supongo que habrás visto por
todas partes pintadas en contra del tren de alta velocidad.
Déjame recitarte unas palabras de Ernesto Sábato:“Los
manchesterianos llegaron a todas partes y ya no tienen cabida los
pueblos que sienten distinto, que piensan distinto, que sueñan distinto.
El progreso mata el corazón y sirviendo como sirve para algunas
cosas, no soluciona ninguno de los grandes problemas del hombre. No
le ayuda a enfrentarse a la muerte, a superar un abandono. La ciencia
sirve para lo que sirve, pero no nos enseña a vivir ni a morir.”
Convendrás que tiene razón, pero a los vascos se nos
acusa de primitivos y atrasados porque no queremos el
tren de alta velocidad, porque no queremos un
macropuerto al pie de los acantilados del monte Jaizkibel,
porque no queremos más autovías. A nosotros, a los
vascos, se nos tacha de inhumanos porque matamos para
defender un modelo de vida más humano.
Leandro alzó la voz:
—Decís “nosotros, los vascos”, como si tuvierais la
exclusiva de este pensamiento, como si pertenecierais a
otra especie. No estoy de acuerdo con que los vascos seáis
distintos. El racismo y la esclavitud se abolieron en el siglo
XIX. El mismo dolor siente la madre de un etarra muerto
que la de un guardia civil muerto, y ambas muertes son
igual de inútiles.
—La vida está llena de muertes inútiles que cambian el
rumbo de la historia.
84
Ongi etorri
—No entiendo cómo podéis hablar de ...
—Baja la voz, parece que vuelven.
Egoitz sacó su 9 mm del bolsillo y quitó el seguro. Se
oyó una voz arriba, al tiempo que se oía el arrastre de las
pacas de heno que cubrían el falso suelo.
—Lasai, ni naiz.
La trampilla se abrió y Leandro y Egoitz salieron
ayudados por Andoni, que preguntó a Leandro:
—¿Cómo va ese dedo?
Leandro ni siquiera le miró.
Unos minutos después le dejaron junto al cementerio de
Sare; milagrosamente, su BMW se encontraba en la
puerta.
De vuelta a Donostia, y a pesar de que el aire fresco
llenaba sus pulmones, Leandro estaba afectado por la
conversación con Egoitz; y comenzó a sentir un calor
agobiante. La cazadora de cuero le oprimía el pecho,
como si fuera de otra talla, impidiéndole respirar. Las
sombras, protagonistas de sus sueños, habían aparecido de
nuevo y ahora flotaban, persistentes, dentro del casco,
adueñándose de su cabeza. Allí estaba de nuevo la mujer
pérfida, cada vez más cerca del altar de la inmolación
conduciendo a los inocentes. Y Leandro, de nuevo, quiso
gritar y advertirles: “¡Volved, estúpidos! ¡No os acerquéis
allí! ¡No la sigáis! ¿Pero, por qué la seguís?”
Leandro no aguantó más, vio un bistrot abierto al borde
la carretera y paró. Un grupo de peregrinos con sus
mochilas reponía fuerzas. Se quitó el casco, entró decidido
y pidió un cognac; se lo bebió de un trago, y luego pidió
otro, y luego otro más. Al día siguiente, cuando se levantó,
no recordaba cómo había llegado hasta su casa. Tenía
ocho llamadas perdidas de Gustavo Valone que no
85
Angel Gros
pensaba contestar.
86
CAPÍTULO DOCE
Covent Garden
Los largas galerías abovedadas de Covent Garden, el
antiguo mayor mercado de frutas y verduras de Londres,
albergan hoy numerosas tiendas de ropa junto a pequeños
establecimientos donde ponen a la venta una curiosa
miscelánea de productos que atraen por igual a
londinenses y forasteros, llenándolos de vida y trasiego.
En una de estas tiendas, que mostraba en su escaparate
algunos objetos vintage y antigüedades, Leandro se paró a
observar un precioso jarrón Savoy de su querido y
admirado Alvar Aalto, probablemente el diseño más
conocido del arquitecto finlandés. Era un delicado vaso
que fue fabricado en varios colores y que también era
conocido como El Lago o como Pantalones de cuero para
mujeres esquimales. A menudo, Leandro pensaba en este
objeto como en una metáfora de los últimos sucesos:
distintos nombres para un mismo objeto, distintas lecturas
para una misma realidad. Meditaba sobre el insistente
empeño que tenemos en buscar la verdad de las cosas en
el fondo de nuestras almas, en lugar de en las propias
87
Angel Gros
cosas.
Desde el día en que fue creado, el jarrón Savoy se prestó
a múltiples interpretaciones: algunos lo identificaron con
un lago finlandés, con sus curvas sinuosas y cristalinas;
otros, más imaginativos o rebuscados —entre ellos el
propio Alvar Aalto—, asociaba sus formas a las de unos
rígidos pantalones esquimales de piel de foca. Pero el
jarrón Savoy no dejaba de ser sino aquello para lo que fue
creado, un bello jarrón cuyo fin era decorar las mesas de
un restaurante: el Savoy. Aunque la realidad sea siempre
la misma, nos empeñamos en extraer de ella visiones
dispares, negando las realidades de los demás. Nuestros
ojos parecen tener tendencia a cegarse ante la sencillez.
Con estos pensamientos, Leandro no pretendía negarle un
espacio a la poesía, pero se preguntaba si no sería todo
mucho mas sencillo si viéramos las cosas tal y como son.
Así cavilaba cuando se sentó en uno de los veladores
que había junto a la famosa tienda de galletas calientes
Ben´s Cookies. Aunque las mesas y sillas pertenecían al local
vecino —y este punto estaba sobradamente explicado en
cada mesa mediante pequeños carteles—, los turistas las
ocupaban voraces para degustar las galletas recién
horneadas, pero sobre todo para descansar sus doloridos
pies. Tal era el agotamiento, que ya podía venir la Royal
Army a desalojarles que estarían dispuestos a defender
aquellas sillas con sus vidas. Leandro había pedido una
taza de Earl Grey y una Doble Chocolate Chunk. Le gustaba el
toque especial que el aceite de bergamota daba a ese té y
la combinación de sabores que se producía con las
galletas. No había dado el segundo mordisco, cuando un
hombre de unos cincuenta años, con el pelo blanco,
cortado militarmente, se sentó a su lado sosteniendo un
88
Ongi etorri
vaso de cartón de Starbucks.
—Señor Hill, no dispongo de mucho tiempo. Elegí este
lugar porque le pondrá las cosas más difíciles a cualquier
paparazzi.
Dio un sorbo a su café mientras escrutaba la lejanía por
encima del borde del vaso, y continuó:
—Supongo que está al tanto de la situación: no
podemos avanzar en el proceso mientras exista la más
mínima sospecha de que una pequeña parte de los presos
vaya a obtener mayores beneficios penitenciarios —o
incluso la libertad— mediante la compra de jueces.
Necesitamos, cuanto antes, descubrir quién está
complicando las cosas desde el lado del gobierno español,
y quién desde el ejército de liberación vasco. A estos
últimos creemos conocerlos bien, y ningún dato, hasta
ahora, nos aproxima hacia al culpable. De lo que sí
estamos seguros es de que no se trata de un preso, porque
para llevar a cabo su misión necesita cierta libertad de
movimientos. Del otro lado, y esa es la razón por la que le
hemos hecho venir hasta aquí, tenemos una pista muy
valiosa: hace unos meses, en una impresora que
prácticamente nadie usa en Lakua (como llaman ustedes a
la sede del Gobierno Vasco), alguien no llegó a tiempo de
retirar tres hojas de papel que había mandado imprimir.
Acababan de salir de la máquina, cuando uno de los
vigilantes del edificio las vio y, tratándose de las ocho de la
tarde, supuso que serían copias abandonadas o inservibles.
Las cogió y las llevó hasta un despacho contiguo donde se
dejaban para ser recicladas. Probablemente el que las
imprimió tardó algo más de la cuenta en recogerlas y
cuando llegó a la fotocopiadora los papeles no estaban.
Por seguir haciendo conjeturas, debió pensar que la
89
Angel Gros
impresión no debía haberse llevado a término, así que
repitió el proceso y esta vez sí que se llevó sus hojas. En el
disco duro de la impresora quedó reflejado: dos
documentos iguales, compuestos de tres hojas cada uno,
enviados con una diferencia de siete minutos. Un
funcionario, que solía aprovechar los folios usados,
sospechó de su contenido. Nada más hojearlos, llamó su
atención una lista con trescientos cincuenta nombres, casi
todos de origen vasco. De los cuáles, doce estaban
marcados a su izquierda con el signo "+". Los papeles
acabaron en manos de la policía, que enseguida reparó en
que se trataba de un listado de presos. El porqué algunos
de los nombres estaban marcados con un signo “+” y
otros no, los mantuvo ocupados durante semanas, sin
hallarle la más mínima lógica. La impresora indicaba la
procedencia del archivo, pero correspondía a uno de los
ordenadores de uso común de la biblioteca. Durante casi
un mes, estas tres hojas dieron vueltas de departamento en
departamento; y, justo cuando estaban a punto de darse
por vencidos, un suceso evitó que se archivaran: un juez
de la Audiencia Nacional de Madrid acababa de avisar a
la policía de que estaban intentando sobornarle. De
pronto, ambos incidentes tenían relación.
>>El juez, un hombre de edad indefinida, contó que
alguien, haciéndose pasar por redactor del diario El País,
se puso en contacto con él y concertó una cita en una
librería/cafetería madrileña del barrio de Malasaña. Lo
describió como un tipo extraño. Entre cuarenta y
cincuenta años; con sombrero, y respondiendo a una
tipología inquietante, que el juez defi nió como
hermafrodita. Llegaron a mantener dos reuniones secretas
y el juez simuló estar interesado desde un principio en el
90
Ongi etorri
soborno, intentado así recabar el máximo de información
para la policía. La oferta consistía en un millón de euros a
cambio de ser favorable en las revisiones de condena de
cuatro presos vascos pertenecientes a antiguos comandos
de ETA.
>>En una segunda entrevista, el misterioso hombre del
sombrero facilitó los nombres de los cuatro presos,
añadiendo que aún había otros ocho, pero que no era
necesario conocer sus nombres porque sus causas serían
revisadas en otras salas. Cuando estaba finalizando la
segunda reunión, el juez insistió en conocer más datos, lo
que levantó —creemos— sospechas, ya que el individuó se
despidió precipitadamente, sin haber terminado su café.
El juez esperó en vano durante las semanas siguientes a
que se produjera un tercer encuentro, pero sin ningún
resultado. A día de hoy no ha vuelto a tener noticias de él.
Este asunto llegó a oídos de un tal comisario Campos, que
dirigía la investigación en el tema de la lista de presos. Este
quiso saber cuáles eran los nombres de los presos de los
que se habló en el intento de soborno. Comprobó
inmediatamente que los cuatro nombres formaban parte
de la lista hallada en la impresora, y que los cuatro
nombres correspondían a algunos de los marcados con el
signo "+". Supuso que no había mucho margen de error
para pensar que los otros ocho, los que el “hermafrodita
del sombrero” no quiso nombrar, corresponderían a los
restantes marcados en la lista. Pero ha surgido un
problema: casualmente se han producido cambios en la
Audiencia Nacional, y ahora las sentencias de los cuatro
presos en cuestión van a ser revisadas en las salas donde se
iban a juzgar a los ocho restantes. Sospechamos que los
jueces de estas otras salas no han sido tan escrupulosos en
91
Angel Gros
sus funciones como el primero.
>>Mientras este tema no se aclare, el ejército vasco nos
ha comunicado que no piensa dar ninguna señal de
avance en el proceso de paz. Los intentos del gobierno de
negociar individualmente con los presos en lugar de tomar
una decisión colectiva agravan aún más el problema. El
motivo de esta reunión es que usted conozca esta pista —
dio un último sorbo al café y se levantó de la silla—.
Ahora ya lo sabe, la persona implicada tiene acceso al
área restringida de Lakua y hace uso de la biblioteca.
Ambos se despidieron y Leandro se encaminó a su hotel
en el East End, cerca de la estación de WhiteChapel. Subió a
la habitación para dejar un par de bolsas con algunas
compras que había hecho en Covent Garden y comprobó
que, esta vez, en su móvil, aparecían varios whatsapp de
Gustavo Valone ofreciéndole tres fechas durante la
semana para quedar para comer. Leandro se relamió
pensando en cómo se le habrían puesto los dientes de
largos a su jefe cuando le sorprendió charlando con el
Lendakari y la consejera durante el evento de Turismo.
Ahora mismo estaría maquinando cómo adjudicarse
algunos concursos de la administración, y frotándose las
manos pensando en los beneficios que podría obtener de
tan jugosos contactos: “¿Gustavo Valone invitándole a
comer a él? ¡Cuánta generosidad!”
Se dio una ducha y cenó en un recoleto restaurante
hindú. Leandro siempre se alojaba en el East End, incluso
cuando el barrio ni siquiera estaba de moda. A finales de
los noventa, un puñado de snobs como él lo habían
adoptado como uno de los lugares donde encontrarse. En
aquellos años, no hará más de diez o quince, era aún una
zona marginal, el barrio humilde de los cockneys y también
92
Ongi etorri
de los bengalíes. De ahí la fama de sus buenos, no muy
bonitos, pero baratos restaurantes hindúes. Pero además,
en el pasado, fue el territorio de caza de Jack el
Destripador: cinco prostitutas acabaron sus días en estos
callejones. Por aquí, también, ensayaban en sus inicios los
Iron Maiden; y era un lugar de culto para los amantes del
heavy metal que pululaban por sus calles.
Después de una cena copiosa, especiada con jhalfrezis y
prawn malai, sus currys favoritos, volvió a su habitación.
Aquella noche, durante el sueño, las siniestras figuras
volvieron a aparecer. De nuevo vislumbró la procesión
callada perdiéndose en la lejanía y aquella macabra mujer
dirigiendo la comitiva. Divisó entre ellos a una inocente
madre que llevaba un niño en brazos y a otro de la mano.
Esta se giró en cámara lenta y le miró implorante, como
suplicando ser liberada del consciente final al que estaban
abocados. Pero Leandro no podía hacer nada por
acercarse, hubiera deseado llegar hasta ella, agarrarla de
un brazo y sacar a los tres de la muchedumbre; después,
escupir a la diabólica culpable.
Se despertó a las cinco menos cuarto; como siempre
con una fuerte arritmia. Se dirigió al minibar y molestó al
servicio de habitaciones para pedir unas limas. Se preparó
un gintonic al estilo Dickens (una coctelería del bulevar de
Donosti, que se enorgullece de preparar los mejores del
mundo; aunque lo único seguro, en todo esto, es que son
los más caros). Acto seguido, encendió la televisión. En el
pasado, había aprendido a ahuyentar estas visiones
quiméricas a base de lingotazos, adormeciendo la
conciencia hasta volverla inofensiva. Durante años,
durante más de una década, cada vez que afloraban estos
pensamientos —no siempre eran sueños— se bajaba al
93
Angel Gros
bar más cercano a su casa, o a otros que rondaban la
ofi cina, donde ya era bien conocido. Allí, sus
atormentadoras visiones se esfumaban al instante.
Con el tiempo, acabó refinando esta sistema de
autodefensa. Al salir del trabajo, que al menos le mantenía
apartado de sus siniestros pensamientos durante horas,
cogía el coche y se dirigía a un elegante bar, a mitad de
camino entre el despacho y su casa, que se llamaba Square.
Un lugar donde nadie le conocía y donde podía beber
tranquilamente y a destajo. Coincidía con que el camarero
surtía de papelas de cocaína a unos cuantos clientes fijos y
Leandro pasó a ser uno de ellos. No tomaba mucha, pero
la justa para mantenerse despierto hasta superar las horas
más difíciles de la noche, aquellas en que las desagradables
visitas llamaban a la puerta de sus sueños. Luego, cuando
llegaba a casa, a altas horas, caía rendido y aturdido por la
mezcla con el alcohol.
El bar tenía una sofisticada clientela y allí hizo nuevas
amistades, gente trendy y altos ejecutivos de empresas con
dependencias parecidas a las suyas. Con ellos compartió
negocios y, sobre todo, juergas. Frecuentaba los mejores
restaurantes de Madrid a mediodía y, a última hora de la
tarde, se dejaba ver por el Square para aprovisionarse de
coca. Luego, tan pronto aparecía en algún exclusivo
showroom de alguna importante marca de ropa, como
asistía a la zona vip de un concierto, o a una exposición de
algún artista de vanguardia. Muchas veces acompañado
de bellas chicas, pero rara vez con la misma. Jamás, una
relación duradera. Ellas lo tachaban de misógino. Ellos
sospechaban de su sexualidad.
Leandro empezó a coleccionar objetos muy caros para
decorar su espectacular ático en el barrio de Salamanca.
94
Ongi etorri
Fue entonces cuando nació su afición por Alvar Aalto y
sus diseños. Consumismo y superficialidad se convirtieron
en los crápulas compañeros que alejaban su mente de los
tormentosos recuerdos. Ocupar su cabeza en banalidades
pasó a ser otra de sus dependencias. Las rayas, entretanto,
iban y venían, pero siempre a mitad de velocidad que las
copas. Leandro solía ralentizar el consumo, según
avanzaba la noche, para no acostarse demasiado espídico;
pero sí lo suficientemente aturdido como para caer
desplomado en la cama.
Afortunadamente, este estilo de vida pertenecía al
pasado: en los dos últimos años, había comenzado a
controlar sus adicciones y no había vuelto a probar la
coca. La ruina económica en que se encontraba era su
mejor aliado. Pero sobre todo, las siniestras pesadillas que
le atormentaban eran ahora mucho menos frecuentes, y
no necesitaba autorecetarse. Para su desgracia, tras los
recientes sucesos, la presión estaba pudiendo con él; y se le
estaba haciendo muy difícil no volver a las andadas.
95
CAPÍTULO TRECE
Lakua
El enorme edifi cio del gobierno vasco llamado
familiarmente Lakua, por encontrarse en este barrio de
Vitoria, alberga numerosas consejerías y departamentos.
A las 9:45 había que hacer cola para conseguir que las
secretarias, tras el mostrador de la planta baja, tomaran
nota de los datos personales de todos los visitantes. Entre
sus funciones, estaba la de certificar el nombre de la
persona visitada y el lugar donde tendría lugar la reunión.
Los vigilantes, por su lado, se hacían cargo del registro de
sus pertenencias. La sensibilidad del arco de seguridad
estaba a un nivel alto, como de costumbre, y el escáner de
última generación era capaz de detectar cualquier
elemento extraño que alguien intentara introducir en su
maletín, bolso o ropa de abrigo.
Leandro atravesó el arco sin problemas, después de
vaciar sus bolsillos en una bandeja, y se dirigió a la tercera
planta donde había acordado una reunión con Antonio
Aguirre para ponerle al tanto de sus avances. A la salida
del ascensor, este le esperaba con su distante cordialidad,
96
Ongi etorri
que comenzaba a desvanecerse desde que los encuentros
entre ambos eran más frecuentes.
Se sentaron en una pequeña sala de reuniones, con una
mesa redonda para cuatro o cinco personas, donde
Leandro improvisó con notable oratoria dos posibles
estrategias que podrían perpetuar al Lendakari en la
Lehendakaritza durante otros cuatro años. Al finalizar la
exposición, que apenas duró veinte minutos, Antonio se
mostró sorprendentemente satisfecho y Leandro
aprovechó para hacerle algunas preguntas:
—¿Tienes aquí tu despacho?
—En realidad, no; yo siempre trabajo en la sede del
partido o en la agrupación local. Pero hago bastante uso
de estas salas, porque paso mucho tiempo con los
consejeros.
—¿Camila Izaguirre está aquí?
—¡Sí, claro! Su despacho está en la segunda planta; si
bajas, es fácil que te cruces con ella. Pasa mucho tiempo
en Lakua. Además, como está preparando un curso sobre
acuerdos y normativas de colaboración en materia
antiterrorista, por las tardes se queda estudiando en la
biblioteca hasta tarde. “¿Biblioteca…?” Esa palabra
resonó en la cabeza de Leandro como el tañido de una
campana.
—¿Hace mucho que está estudiando para ese curso?
—Un par de semanas; pero cuando no es un curso, es
un master. Camila y los libros se llevan bien. Se le nota la
preparación en todo lo que toca. Siempre aborda los
temas con visión y profundidad.
—¿Y dices que hace mucho uso de la biblioteca?
—Eso es. Pero…¿por qué te interesa tanto? ¡Ah…, ya
sé! No tienes por qué ocultarlo… ¡Aquí nos gusta a todos!
97
Angel Gros
Es innegable que irradia atractivo. Te has puesto rojo… o
blanco… No sé, pero te ha cambiado la cara —dijo en
tono burlón.
—No es eso,… no se trata de …. —balbuceó Leandro,
conmocionado aún con el comentario—. Bueno, te tengo
que dejar. Se me hace tarde y tengo que darle forma a las
ideas que hemos comentado.
Leandro abandonó la sala y, acompañado de Antonio
Aguirre, se dirigió hasta el ascensor, donde se despidieron
con un apretón de manos. Seleccionó el botón de la planta
baja… pero, nada más cerrarse las puertas, pulsó el botón
de la segunda planta.
Leandro salió con precaución a un pasillo vacío, con
despachos deshabitados a los lados, y caminó hasta ver a
un joven que portaba unos pequeños altavoces encima de
un ordenador portátil que usaba a modo de bandeja.
Estaba entrando en una sala donde, a través del cristal, se
advertía la presencia de varias personas reunidas en torno
a una larga mesa. Esta era grande y parte de ella quedaba
oculta, sin dejar ver a los asistentes que ocupaban las sillas
del lado menos visible de la misma. Asomarse
descaradamente resultaría chocante para los que allí
estaban reunidos, pero Leandro vio una máquina de café
cerca y se dirigió hacia ella. Introdujo unas monedas y
sacó un cortado. Cuando cogió el vaso, adoptó la postura
del que piensa tomárselo allí mismo, disimulando sus
verdaderas intenciones. Agitó el café con una cucharilla de
plástico blanco, al tiempo que dejaba caer el peso de su
cuerpo en el pie contrario, con lo que mejoró su visión de
la sala. Ahora sí, ante sus ojos estaban todos los asistentes,
excepto la persona que ocupaba la cabecera. Aunque, por
sus manos y por las joyas que las adornaban, se adivinaba
98
Ongi etorri
que se trataba de una mujer.
En ese momento alguien tocó su espalda y se giró
sobresaltado. Era Camila Izaguirre.
—¿Leandro? no sabía que estabas aquí.
—Hola Camila. Te buscaba. He tenido una reunión
con Antonio Aguirre y me ha dicho que trabajas en esta
planta.
—Es una casualidad que me pilles en ella. Tengo aquí
mi despacho, pero estas semanas casi no lo he pisado.
—¿Vas más a la biblioteca? —preguntó Leandro.
—¿Cómo lo sabes?
—Antonio Aguirre me comentó que eres una persona
muy aplicada.
—Ah, el curso, claro. La biblioteca es mi refugio. No hay
teléfonos fijos y te obligan a desactivar los móviles. La jefa
de servicio es un encanto y hace una excepción conmigo
permitiendo que me quede después de las 6:15, que es
cuando acaba el servicio de préstamos y consultas.
Cambiando de tema, te pensaba llamar. Le comenté al
Lendakari tu conocimiento del —miró hacía los lados—
impuesto y me ha pedido que valores el siguiente dato: Rosa
Gaztelu, la secretaria de Antonio Aguirre, le ha puesto al
tanto de los últimos viajes de Antonio. En estos tres meses,
alegando temas personales, ha estado dos veces en Madrid
y cuatro en el sur de Francia: dos en Toulousse y una en
Bidart. Estos viajes, en principio, no tienen por qué
significar nada. Antonio tiene familia en Francia: algunos
antiguos refugiados que él nunca ha ocultado que
frecuenta. Pero es mejor ser precavidos. El Lendakari sabe
que tienes tanto contacto con él como nosotros, y prefiere
que seas tú quien observe sus movimientos. Si notas algo
raro, por favor, ponnos al tanto. Despertarás menos
99
Angel Gros
sospechas, en caso de que pretenda ocultar algo.
—Vuestro encargo consistía en diseñar una campaña de
publicidad, no en hacer de detective privado.
—Lo siento, Leandro, pero puedes hacer un gran
servicio a este país.
—¿A qué país? ¿A España? ¿A Euskadi? Me paso
vuestros países, vuestras banderas y vuestra política por el
forro. Lo único que sé es que gracias a tu inocente
ofrecimiento de hacer una campaña de publicidad, la vida
de mi hija está en peligro; y a mí ya me han intentado
liquidar dos veces.
—Lo siento. Tienes toda la razón… Déjame confesarte
algo —aquí Camila se colocó su gracioso mechón rebelde
detrás de la oreja—, no sé cómo decírtelo pero… no dejo
de pensar en la noche que pasamos en la Rioja. No puedo
quitármelo de la cabeza.
Leandro no daba crédito. ¿Cómo podía aquella mujer,
en un instante, cambiar de asunto y enredarle como a un
quinceañero, apartando la atención hacia otro tema y
restándole importancia a todo lo sucedido?
—Yo tampoco puedo quitarme de la cabeza el dolor en
la sien que tengo desde que un loco me disparara tres tiros
en la cabeza.
—Tenemos que hablar, Leandro, pero fuera de aquí.
Hay cosas que no te he contado.
Dos horas más tarde, Camila llamó a la puerta de la
habitación 412 del Hotel Boulevard de Vitoria. Leandro
abrió después de preguntar dos veces quién era y no oír
ninguna contestación al otro lado. Camila entró
visiblemente nerviosa, preocupada porque alguien en el
pasillo hubiera podido verla. Nada más cerrar la puerta,
100
Ongi etorri
comenzó a hablarle en voz baja.
—He tenido que contarle al Lendakari que tenía que
visitar a un familiar al Hospital Universitario.
Definitivamente: no sé mentir.
Leandro lo dudó, mientras ella le dejaba caer una
gabardina azul, casi sin mirarle, y se sentaba en el borde la
cama cruzando las piernas.
Leandro se apoyó en la mesa frente a ella y cruzó los
brazos dispuesto a escucharla, pero inmediatamente
Camila se levantó, se lanzó hacia él, y lo abrazó,
besándole en el cuello. Leandro nunca fue una persona
con la cabeza fría y decidió que este no era el mejor
momento para dejar de serlo. No tardaron en desnudarse
el uno al otro; él la derribó en la cama y sin prolegómenos
la poseyó con el mismo ímpetu que la noche de la Rioja.
Camila, que aún mantenía su peinado recogido, se pasó la
mano para soltarlo, esparciendo su preciosa melena sobre
la espalda. Aprovechó para girarse y ponerse sobre
Leandro, que de nuevo vio una cara distinta en un cuerpo
distinto, con una cadera prodigiosa y unas piernas que lo
abrazaban con fuerza, mientras una mirada profunda y
entregada parecía suplicar que aquello nunca acabara.
Leandro empezó a perder el sentido de la realidad y
advirtió como el techo de la habitación se alejaba hasta
perderse y la silueta de Camila cambiaba de forma y se
convertía en una especie de sombra en la que solo se
distinguían unos ojos; que ya no eran oscuros, como
cuando él los contemplaba en el pasillo de Lakua, sino dos
destellos brillantes que eclipsaban todo lo demás. Sus
músculos se contraían obedeciendo a estímulos que
provenían de algún lugar secreto y la excitación crecía en
Leandro al ver como ella gozaba balanceando su cadera
101
Angel Gros
adelante y atrás, con sus largos y elegantes brazos
apoyados en su pecho. En cuestión de segundos, sus jadeos
se convirtieron en gritos apagados; y los gritos apagados
en gritos de placer. Leandro no podía apartar su mirada
de la de ella, que lo tenía sometido, y creyó intuir en su
boca una sonrisa ganadora, dominante, consciente de ser
dueña del momento. En ese instante, a las puertas del
orgasmo, Leandro comenzó a perder el control sobre sí
mismo y empujó como si quisiera levantarla en el aire.
Cuando estaba alcanzando el éxtasis, recibió una
inesperada bofetada en la cara.
Camila, al contemplar su gesto de asombro, se paró de
golpe, y cogió con sus manos las mejillas de Leandro.
—Perdona… ¿te he hecho daño?
Este, trastornado, no estaba en condiciones de
contestar. La cara le palpitaba.
—¡Lo siento… lo siento… lo siento!— repitió ella,
mientras le besuqueaba la frente, la cara, la barbilla…
Se separó de él avergonzada, y se sentó al borde de la
cama con la respiración agitada. De pronto, miró a
Leandro.
—Tengo que irme.
Leandro observó, perplejo, la capacidad de Camila de
ponerse desde el sujetador hasta la camisa en solo unos
segundos; y casi no se había incorporado de la cama
cuando ella ya tenía el bolso en la mano y salía de la
habitación arreglándose el pelo. Aún tuvo tiempo de
reprocharle:
—Tú tienes la culpa de todo.
Leandro, confuso, no era capaz de entender nada. No
es que no le hubiera gustado ese momento, digamos que
sádico, de Camila, era sólo que no se lo esperaba. Pero la
102
Ongi etorri
reacción de ella era totalmente desmedida, como si le
culpará a él de sus arranques de pasión incontrolada.
—¡Camila —acertó a gritar Leandro—, no quiero
volver a verte!
Pero ella ya estaba demasiado lejos.
103
CAPÍTULO CATORCE
Konsultategia
Leandro abandonó el hotel media hora después y pagó la
habitación dando unas explicaciones al recepcionista
absolutamente innecesarias. Nada más salir a la calle, una
pelota de tenis cayó a sus pies, y Leandro la lanzó de
vuelta, con esa teatralidad que utilizan los adultos para
ganarse a los niños. El pequeño iba con su madre y
Leandro reconoció a Rosa Gaztelu: la secretaria de
Antonio Aguirre.
—¿Rosa, verdad?
—¿Leandro Hill?
Su voz grave y sus ademanes poco femeninos eran
inconfundibles.
— ¿Te alojas en este hotel? —preguntó ella.
—Sí… bueno, no… he tenido una reunión con un
cliente.
—¡Qué casualidad encontrarnos en Vitoria! Te
presento a Galder, mi hijo; venimos, una vez por semana,
a un logopeda en esta misma calle.
104
Ongi etorri
—¡Hola Galder!
Este le miró pero no contestó el saludo.
—Ya me contó Antonio, eres una mujer admirable.
—Para nada. Todas las madres se crecen ante los
problemas de sus hijos. Es algo genético. Te aseguro que
no tiene ningún mérito.
Leandro sentía una especial admiración por la gente
que lucha infatigablemente contra un destino adverso, así
que se interesó por la vida de Rosa y dio pie a una
conversación a la que ella también parecía estar dispuesta.
Tenía la intuición de que Rosa podría contarle muchas
cosas que los demás no estaban dispuestos a mencionar.
—¿Debe ser difícil conciliar tu trabajo y la educación
de Galder?
—No es fácil.
—Rosa, ¿podríamos quedar para hablar algún día fuera
del trabajo? Necesito tu ayuda.
—Ahora si quieres. Bueno, si dispones de tiempo y no
te importa acompañarme al logopeda. La clase de Galder
dura una hora y, en ese rato, no tengo otra cosa que hacer.
Leandro sintió una ola de simpatía hacia esta mujer con
la que le resultaba tan fácil sentirse cómodo. Así que
caminaron juntos hasta llegar a un portal amplio, de “casa
bien”, con una ristra de placas metálicas adornando la
entrada. Algunas, de despachos de abogados; otras, de
notarios; y, entre ellas, la de la Clínica Asperger.
Una vez arriba, una recepcionista saludó con
familiaridad a Rosa y a su hijo. Les hizo pasar a una
elegante habitación con dos sofás; sobre una mesita baja
de madera descansaban los periódicos del día y algunas
revistas del corazón.
Rosa puso al día a Leandro de los pormenores del
105
Angel Gros
autismo y de los avances que la medicina estaba
realizando sobre ese tema. En general, muy poco
esperanzadores:
—Para los niños con autismo, el mundo es un lugar
amenazador. Pasan miedo todos los días y a todas horas.
No se conoce el motivo ni cómo tratarlo. No se sabe si es
hereditario, si lo causa alguna toxina en el medio
ambiente o en el útero materno, si lo dispara alguna
vacuna infantil o si la culpa es de algún desorden
inmunológico. Es bastante descorazonador. Viven en un
mundo en el que son perfectos extraños; amenazados por
la luz, el sonido y el tacto. Se defienden mediante un
complicado ritual de repeticiones de gestos.
>>Comencé a preocuparme por Galder, cuando tenía
veinte meses, porque no hablaba nunca. Al principio, no
quise darle demasiada importancia, varios miembros de
mi familia habían aprendido a hablar muy tarde. Pero
empezó a alarmarme el hecho de que no notara si yo iba
o venía por la casa. Tampoco extendía sus brazos para
que le sacara de la cuna. No le sorprendía verme, ni el
hecho de que le dejara solo. Un día dejé caer al suelo un
xilofón detrás de él, mientras miraba la tele, y ni siquiera
parpadeó. Otra noche, en plena madrugada, me desperté
y se me congeló la sangre: le oí reír solo. Fue
estremecedor. Visitamos al médico de cabecera y a este le
bastó con escuchar lo sucedido para entender que estaba
frente a un caso de autismo. Fue un mazazo para André y
para mí. En ese preciso instante, descubrimos que nos
esperaba un futuro aterrador. En menos de un año la
convivencia con mi marido se hizo imposible y nos
separamos. Yo creo que para él fue un alivio. Durante un
tiempo nos pasó dinero que me ayudó a pagar
106
Ongi etorri
especialistas y tratamientos; pero luego lo echaron del
trabajo, y lleva ya en el paro más de cinco años.
En ese momento, Rosa agarró a Galder de un brazo
cuando intentaba desbaratar un montón de revistas que
había sobre la mesa.
—¡Deja eso, Galder! —dijo Rosa, y luego girándose
hacia Leandro— Todavía le regaño a sabiendas de que un
niño con este grado de autismo no entiende las
instrucciones ni las preguntas. Da igual lo que le diga:
¡Ponte el abrigo! ¿Más puré? A él, estas frases no le dicen
nada. Ni contesta, ni se inmuta. A veces, mientras estoy
echando gasolina en el coche, golpeo el cristal para llamar
su atención. Un niño normal gesticularía o sonreiría.
Galder ni siquiera me mira. Me parte el corazón. Perdona
que te cuente todo esto, no quiero amargarte la tarde con
mis miserias —en ese momento cogió sin mirar una
revista de la mesa y la volvió a dejar como arrepintiéndose
—. La verdad es que no cuento con demasiados amigos
con los que desahogarme.
—Eres una mujer valiente.
—Muchas veces me pregunto de dónde saco las fuerzas.
Nunca me he planteado rendirme. Estoy segura de que
algún médico o algún tratamiento harán más fácil el
futuro de Galder. Estoy dispuesta a ahorrar el dinero que
haga falta, trabajar las horas que sean necesarias para
seguir intentándolo. He probado de todo. Tiene un
terapeuta particular que lo trata a diario, menos los
jueves: “terapia del habla”, una hora al día; y “terapia
ocupacional”, el fin de semana. También estoy viendo la
posibilidad de un tratamiento experimental en Estados
Unidos en una clínica privada de California. Consiste en
la inyección de un medicamento, llamado Enbrel, que
107
Angel Gros
normalmente se utiliza para la artritis, y que parece que
también está dando resultados contra el Alzheimer. Estoy
esperando una ayuda para los gastos del Gobierno; pero,
con los recortes en sanidad, no creo que llegue nunca. Ya
ves, para que luego digan que los políticos nos
aprovechamos de nuestra situación de privilegio en las
instituciones.
Una chica jovencita salió de un aula pequeña dejando
la puerta entreabierta. Al fondo, una madre ayudaba a su
hija a colocarse el abrigo. Se dirigió hacia el hijo de Rosa
y le cogió de la mano.
—Vamos dentro Galder. ¿Te acuerdas de Mowgli? El
último día te gustó mucho el Libro de la selva.
—Pásalo bien Galder —le deseó su madre, aunque este
ni siquiera volvió la cabeza.
La logopeda guiñó un ojo a Rosa y cerró la puerta.
—La clase durará una hora. ¿Dime qué quieres saber?
—¿Quién es Antonio Aguirre?
—¿Por qué me preguntas eso? —dijo Rosa mientras
buscaba un paquete de tabaco en el bolso.
—El Lendakari me ha pedido que intente averiguar
más cosas de su vida. Creo que tú ya le diste algunas pistas
de sus últimos movimientos.
—Te invito a un cigarrillo abajo, no debemos hablar
aquí.
En la puerta del número 20 de la calle Postas, Rosa
prendió un Marlboro tras encender el de Leandro.
—Antonio es un hombre intachable. Ha sido mi jefe
durante mas de veinte años y además hemos sido
compañeros de partido durante veinticinco. Antes de
entrar en el Partido Socialista de Euskadi, militó en el
Partido Nacionalista Vasco, y antes de todo estuvo en el
108
Ongi etorri
seminario, con los jesuitas, aunque no llegó a ordenarse.
Formaba parte de la rama más radical del PNV, muy
talibanes… ¿Sabías que ETA la montaron unos jóvenes
del PNV? Antonio debía tener por aquel entonces unos
diecisiete años y su hermano Gorka era uno de los
fundadores de la organización. Murió pocos años después.
En aquella época, hablamos de los setenta, Antonio hizo
muchos trabajitos para la banda armada, pero sobre todo
actuaba como mugalari, como pasador de frontera.
>>En Errenteria, su pueblo, todo el mundo sabía que
estaba en la segunda línea. Pero, de un día para otro,
desapareció. Lo dejó todo y se fue a vivir a León. Estuvo
trabajando como profesor en la universidad durante dos
años y desde allí se afilió al Partido Socialista de Euskadi.
Cuando se enteraron en Errenteria, no se hablaba de otra
cosa: “Se había vuelto español”. Eligió un mal momento
para volver al pueblo. Consiguió un trabajo de profesor en
la Universidad de Deusto de Donostia y, a la semana de
comenzar las clases, se iniciaron los acosos. Le pincharon
las ruedas del coche en el parking, le dejaron cartas
amenazantes en el buzón y, por último, le dibujaron el
punto de mira de un arma en la fachada de su casa. Se
mudó a Bilbao y pidió plaza en la Universidad de allí. Los
ataques directos cesaron, aunque tuvo que aguantar algún
que otro abucheo en el campus. Cada vez dedicaba más
tiempo al partido. Comía en la sede y después del trabajo
diseñaba estrategias para la selección de candidatos. Los
fines de semana los pasaba escribiendo discursos o
preparando asambleas. Su labor se enfocaba cada vez más
hacia los temas de comunicación y las elecciones.
>>Entre tanto tuvo dos hijos, pero la vida en pareja se
hizo insoportable. Para Antonio, solo parecía existir el
109
Angel Gros
partido. Emilia, su mujer y novia de juventud, abertzale de
pro como Antonio en sus años mozos, se hartó de él y de
las continuas humillaciones que recibían ella y su familia
en Errenteria, donde pasaron a tratarla como una maketa
más. A sus padres no les atendían en la panadería del
barrio, ni en la carnicería, ni en la pescadería, y tenían
que comprar al otro lado del pueblo. Aún no habían
llegado los Carrefour ni los Eroski. En el colegio, a una de
sus sobrinas, de trece años, sus compañeras de clase le
rompieron un brazo en el recreo.
>>Cuando se separaron, Antonio se volcó aún más en
la política. El actual Lendakari, que entonces empezaba a
destacar en el partido, se fijó en él; e influyó para que le
incluyeran en todas las comisiones importantes. Ahí nos
conocimos, aunque yo en realidad solo ponía cafés. Pero
tuve la suerte de estar al lado de los mejores y, como aún
no había nacido Galder, me quedaba hasta las mil con
ellos. A veces los acompañaba en los viajes haciendo un
poco de todo: organización, reservas de billetes, hoteles...
etc. Éramos jóvenes y creíamos firmemente en un modelo
de Euskadi en el que cupieran todos; el socialismo tiene
eso, que no hace distinciones.
—Los abertzales también se dicen socialistas.
—Si, pero pesa más el racismo. Enseguida empiezan
con el rollo ese de los romanos. Han leído demasiados
"Astérix". Hablan sin fundamento, algunas calzadas
romanas pasan delante de sus casas.
—Por lo que cuentas, Antonio parece el hijo pródigo, la
oveja descarriada que ha vuelto al redil.
—Ahí está el problema. Su vida es sospechosamente
ejemplar. La de un joven radical, violento, imbuido de
ideas utópicas que equivoca sus pasos y de pronto
110
Ongi etorri
recapacita, reinsertándose en la sociedad.
—¿Dónde está el problema?
—La pregunta no es dónde, sino qué ¿Qué le hizo
cambiar de la noche a la mañana? ¿Qué le hizo pasar de
proyecto de terrorista a ciudadano democrático? Durante
algún tiempo en el partido estuvo bajo observación. Con
razón o sin ella, desde la revolución rusa, los socialistas
hemos vivido obsesionados con las limpias en los partidos
y con el espionaje político. El carnet no se lo podemos
negar a nadie, pero las responsabilidades solo las
adquieren los que están libres de sospecha, y eran muchos
los que no confiaban en él. En aquel momento se decía
que la banda terrorista tenía un topo en el partido. Un
infiltrado que facilitaba los movimientos de los afiliados:
dónde vivían, qué rutinas seguían… En aquella época
asesinaron a muchos de los nuestros; y tu vecino de
puerta, con el que te saludabas en el ascensor, podía ser
quien facilitara esas rutinas a los terroristas. Pero además,
para ellos, el hecho de tener infiltrado a alguien en el PSE
era garantía de estar mucho más cerca de las decisiones
del gobierno central y de poder facilitar mucha
información policial y política a la organización. Algunos
estaban convencidos de que Antonio podía ser el topo, de
que había sido preparado en secreto para actuar como
infiltrado en los partidos “españolistas”, como ellos nos
llaman. Decían que el devenir de Antonio durante
aquellos años estaba cuidadosamente diseñado: un tiempo
fuera de la circulación (alejado de Euskadi para que
pareciera que había recibido un nuevo adoctrinamiento
político), una vuelta a su lugar de origen para asegurarse
el rechazo de sus excorreligionarios; y, por último, un
cambio de residencia a Bilbao, huyendo de su gente y
111
Angel Gros
cerca de nosotros para poder estar en el centro operativo
del PSE, cerca de donde se cuecen las cosas. ¿No me
negarás que la hipótesis era bastante plausible?
Leandro asintió comprensivo, aunque no pudo evitar
pensar que el planteamiento era un poco rebuscado.
—Antonio nunca negó su pasado, ni dejó de ocultar sus
relaciones con amigos y familiares del entorno abertzale.
Esto, al contrario de lo que puedas suponer, generaba
confianza en nosotros. Podías encontrártelo en un bar con
gente de Batasuna, con los de perfil pacífico y dialogante,
no con esos que invitan a vinos cada vez que mueren
guardia civiles. Con ellos sucedía lo mismo que con
Antonio: estaban cuestionados en sus propios círculos por
tener amigos “españolistas”. Ese andarse sin tapujos,
liberaba a Antonio de muchas sospechas.
>>Además, viajaba mucho a San Juan de Luz para ver
a su hermana Ziortza, a la que estaba muy unido desde la
muerte de su hermano Gorka manipulando explosivos.
Ziortza, la pobre, esa sí que sufrió lo suyo, vivía allí desde
que se refugió en el noventa y cuatro, cinco años después
de que la guardia civil de entonces le empezara a hacer la
vida imposible. Cuando vivía en Hernani, la llevaban al
cuartel de Intxaurrondo un día sí y otro también, y la
interrogaban e insultaban durante un buen rato. A veces,
le ponían una bolsa de plástico en la cabeza; y otras, le
sobeteaban las tetas. Luego, la dejaban en la puerta,
hundida, con la rabia y las lágrimas recorriéndole el
rostro, en las noches frías y húmedas de Donosti. Y, a esas
horas, se volvía caminando sola más de un kilómetro hasta
la parada del autobús, con las medias y las bragas
empapadas en orina. A menudo, llegaba a Hernani
después de la hora de cenar. Sus hijos, desde muy
112
Ongi etorri
pequeños, aprendieron a hacerse una tortilla de bacalao y
una ensalada de tomates con piparras. "Amatxo está en
Intxaurrondo”, decían cuando los vecinos les preguntaban
preocupados por su madre.
>>A Ziortza no le costó demasiado encontrar un
empleo de asistenta por horas en Francia, concretamente
en Capbreton. Pero se le hizo duro, porque ni ella ni los
niños hablaban francés y sus compañeros se reían de ellos
en el Colegio Jean Rostand, donde nadie utilizaba el
euskera. Antonio les mandó dinero durante un tiempo
porque, con lo que Ziortza ganaba, no les daba para
pagar el piso de una habitación en el que vivían. Luego,
Ziortza se fue haciendo al idioma y otros refugiados
cercanos a la banda terrorista le consiguieron algún
trabajo, siempre con mucha cautela porque sabían que la
Guardia Civil la tenía controlada. Allí crecieron su hija
Amaia, que debe tener ya sus dieciocho o diecinueve años,
y su hijo Aritz, que debe rondar los catorce.
Probablemente ya son más franceses que españoles.
Ziortza no era de las de educar políticamente a los hijos.
Más bien, todo esto de la política le parecía un absurdo
que no había traído más que desgracias a la familia.
Dependiendo del día, culpaba a unos o a otros. A veces, a
la policía; otras, a su hermano etarra; y siempre, a sí
misma por no haberse sabido alejar del círculo de amigos
y conocidos de Gorka.
>>Todo esto lo sé porque mi exmarido André es de
Burdeos y, cuando viajábamos en coche para ver a mis
suegros, pasábamos por su casa para dejarle paquetes de
su hermano, de Antonio Aguirre. Una máquina de coser,
un carrito de niños, bolsas de ropa, y cosas así. Ella sí que
era una madre coraje, con unos bonitos ojos azules
113
Angel Gros
apagados en un rostro marcado por las arrugas y los
desengaños.
>>Un día le pregunté: Ziortza, ¿no te has planteado
pedir ayuda al gobierno francés para poder conciliar un
poco tu vida familiar y tu trabajo? Ella me respondió: “Mi
madre cuidó de tres hijos con lo que mi padre ganaba
como arrantzale y jamás pidió ayuda a nadie. Yo no voy a
ser menos que ella." Este pensamiento es muy vasco: este
desencanto de las instituciones. Nos gustaría cambiarlo,
sobre todo en la gente del mar, del campo, en los
arrantzales, en los baserritarras… Históricamente, la única
institución que han reconocido es la asamblea de caseríos,
un concepto medieval; o, aún más antiguo, de la edad de
bronce. Yo soy una enamorada de la historia y, antes de la
romanización, toda la península funcionaba de forma
similar, hasta el idioma era parecido. Fíjate que en la
lengua tartesa, en el habla del sur peninsular, la palabra
monte se decía ulía; en Andalucía aún hay topónimos que
la llevan. En Donosti, el monte que protege la ciudad por el
este se llama Ulía. ¿Los andaluces hablaban vasco? ¿Los
vascos eran tartésicos o prefenicios? Es apasionante.
Ahora, de ahí a coser banderas hay un mundo. Y, a estas
alturas, un atraso.
>>Bueno, no quiero perderme: como ya te he contado,
no hay motivo para pensar que Antonio sea una persona
de la que se deba desconfiar; pero cuando empezó esto de
la tregua, el comunicado de ETA, y los visos de que los
presos pudieran salir de la cárcel, hubo un suceso que nos
puso en alerta. Una mañana, en medio de un mitin
nuestro en Baracaldo, y a pesar de que el mundo abertzale
había dado indicaciones claras a los suyos de no hacerse
notar, entraron unos jóvenes a provocar. Daban gritos a
114
Ongi etorri
favor del acercamiento de presos y tachaban el mitin de
españolista. Uno de ellos era Txomin, todos le
conocíamos, uno de los capitanes de la kale borroka.
Portaban una enorme pancarta con el lema de la petición
de libertad para los presos, el tan repetido presoak kalera.
Intentaban colocarla en medio del escenario y algunos
compañeros del partido intentaron arrancársela de las
manos. Pero Txomin no se arredró, forcejeó… era un tipo
fuerte que no se amilanaba en absoluto; pero, al cruzar la
mirada con Antonio Aguirre, que estaba a mi lado y en
primera fila frente a la tarima, cambió repentinamente de
actitud; pareció que hubiera visto al diablo, se azoró y
todo su envalentonamiento se desvaneció en un instante.
Con un gesto dio orden a todos sus seguidores para que
abandonaran el acto. Un toque de retirada con corneta
del Séptimo de Caballería no hubiera sido más eficaz. En
medio del tumulto, los asistentes pensaron que deponía su
actitud por que no paraba de subir gente de los nuestros a
la grada, pero hubo dos personas que lo entendimos a la
primera. El Lendakari y yo. No hizo falta más. Los dos
miramos a Antonio, pero este no se inmutó; aunque había
percibido la sorpresa del Lendakari. Txomin y sus amigos
se fueron tan rápido como habían llegado.
—¿Tú sabes algo del tema del impuesto?—se atrevió a
preguntar Leandro.
—Oficialmente no. Extraoficialmente sí. Pongo muchos
cafés.
—¿Crees que Antonio puede ser el contacto con los
jueces para comprar la libertad de los presos?
—¿Te gustaría conocer mi opinión o mis certidumbres?
—Quiero que me ayudes, si queréis que yo os ayude a
vosotros.
115
Angel Gros
—Quedan cinco minutos para que Galder salga de
clase, solo puedo decirte algo. No sé qué tienes con
Camila, pero ándate con cuidado.
—¿Pero qué relación puede tener Camila con Antonio?
—Cuanto más lejos parece que están relacionados, más
se preocupan de que así parezca. No nos conoces a los
políticos. Y no quiero o no puedo contarte más.
Esta última frase la pronunció con un tono aún mas
grave del acostumbrado y con un brillo de odio en los
ojos. A Leandro le pareció más masculina que nunca.
Rosa apagó en el cenicero de la puerta del edificio un
último cigarrillo y se despidió de Leandro con dos besos.
—¿En Madrid siempre os despedís así, no? A las
mujeres vascas nos cuesta tener familiaridades con los
hombres.
116
CAPÍTULO QUINCE
Xia Zhun
La Rubia colgó el móvil con visible enfado. No salía de su
apartamento de Biarritz con vistas al Hotel du Palais
desde el incidente en la plaza de San Juan de Luz.
Hablar con los dos policías españoles le sacaba de
quicio. Eran torpes, irresponsables y lo peor de todo, no
podía soportar que su chulería machista se desvaneciera
en cuanto ella alzaba la voz. Trabajar con hombres poco
valientes le ponía muy nerviosa. Sabía que en cualquier
momento podían jugársela.
Y nadie jugaba con Xia Zhun. A pesar de su juventud,
había hecho ya tres guerras, incluida la de la selva
colombiana con la guerrilla de las FARC. Allí participó en
el turbio secuestro del exdiputado colombiano Sigifredo
López, el único de los doce diputados secuestrados por las
FARC que no fue asesinado por sus captores y al que
acusaron de ser la persona que filtró datos a los
guerrilleros de las FARC para que asesinaran a los otros
once.
El secuestro era uno de sus fuertes. Su frialdad y su falta
117
Angel Gros
de escrúpulos le impermeabilizaban emocionalmente
frente a los secuestrados, lo que evitaba cualquier
distracción durante la vigilancia, o indecisiones en los
momentos en que había que actuar con contundencia,
tanto en la ejecución del reo como en la persecución del
mismo durante las fugas.
Xia fue niña soldado desde los doce años. Sus padres
abandonaron China en el ochenta y ocho y se trasladaron
a Birmania, donde su progenitor fue instructor militar
para el gobierno socialista. Llegaron en septiembre, poco
antes de la finalización de la cuaresma budista y justo
después de la dimisión de Ne Win de la presidencia del
partido.
Ella misma fue secuestrada por la guerrilla de la etnia
Karen en un viaje con su madre, a la que mataron por
morder al comandante que pretendía violarla. Este crimen
era algo habitual en ambos bandos, los del gobierno lo
practicaban también y tenían un batallón dedicado
exclusivamente a ello: “el batallón de los violadores”. Su
padre intentó pagar el rescate de su hija con el dinero que
reunió en China con la ayuda de familiares y conocidos,
pero el General Saw Hamhun no estaba de acuerdo en
acceder al chantaje y ante la tenaz insistencia del padre de
Xia, este fue acusado de sedición y ejecutado.
En solo dos años, y después de numerosos abusos
sexuales por parte de soldados y comandantes, Xia había
borrado los pocos lazos familiares que tenía. Sirvió de
combatiente, cocinera, limpiadora, infor mante,
guardaespaldas y esclava sexual. No era la única niña
soldado. Había cientos. Las que rechazaban mantener
relaciones sexuales con los mandos eran asesinadas.
A los 16 años sabía más de la guerra que muchos
118
Ongi etorri
coroneles europeos. Su especialidad era la toma de aldeas.
Y dominaba el cruel arte de sembrar el pánico mediante
ejemplarificadoras ejecuciones de mujeres y niños, que
forzaban a los padres, maridos y hermanos a entregarse,
abandonando la espesura de la selva. En una batida del
ejército del gobierno, fue capturada y no tuvo ningún
inconveniente en seducir a su captor y colaborar con el
enemigo, indicando la ubicación de los campamentos
Karen. Condujo a una columna, con más de setecientos
hombres fuertemente armados, por los fantasmagóricos
caminos de la selva y entraron a sangre y fuego en los
miméticos campamentos Karen, desbaratando en pocos
meses prácticamente a toda la insurgencia. Los Karen
habían puesto precio a su cabeza e intentaron envenenarla
numerosas veces. Con solo diecisiete años, se había
convertido en una leyenda en el ejército. A pesar de que su
padre había sido ejecutado por ellos, los generales del
gobierno se mostraban comprensivos con su hija; y
pensaban que había cometido todas aquellas brutalidades
contra ellos obligada por los Karen. Desconocían que Xia
disfrutaba matando y torturando.
Al año siguiente tuvo que huir, después de rebanarle el
cuello al General San en su palacio de Yangon y matar a
dos de sus escoltas. Nunca se aclaró aquel asunto. Se decía
que el General San era un depravado practicante de
sadomasoquismo.
Xia escapó en un barco y en menos de dos meses llegó
hasta Chad, después de breves estancias en India y Libia.
Fue el propio Gadafi quien la envió al Chad después de
que una de sus novias-escoltas, celosa de Xia, intentara
envenenar a un hijo de Gadafi para vengarse del affaire del
general libio con la asiática.
119
Angel Gros
En Chad lo aprendió todo sobre la compra de armas, y
adquiría desde fusiles de asalto americanos M16 a
helicópteros rusos Mi-24.
Chad acababa de encontrar petróleo y se había
convertido, de la noche a la mañana, en una poderosa
nación africana que triplicó sus ingresos en menos de tres
años, hasta superar el billón de francos anuales, a pesar de
que la mitad de su población seguía viviendo por debajo
del umbral de la pobreza. Ese año se produjo una rebelión
que hizo peligrar al gobierno aunque este consiguió
mantenerse en el poder gracias al apoyo exterior, en
especial de París. Xia Zhun compró personalmente los
veinte tanques T-55 que defendieron el Palacio
Presidencial de Yamena, la capital y que rechazaron al
ejército de rebeldes. Xia fue también uno de los oficiales
que persiguió a los rebeldes con la intención de
aniquilarlos. El 18 de junio, cerca de Am Zoer, les dió
alcance y les causó hasta cuatrocientas bajas. Xia
persiguió sin piedad a los comandantes hasta dar muerte a
la mayoría de ellos. El 10 de febrero de 2010 suscribieron
en Qatar acuerdos de paz y llamaron a la desmovilización
y participación de los grupos opositores en futuras
elecciones.
En estos acuerdos fue donde Xia conoció al Francés. Fue
durante una cena en un acto organizado por el presidente
Idriss Déby. Inmediatamente se entendieron y dio
comienzo un apasionado romance. Vivieron un idilio
intenso, durante el cual se les podía ver paseando de la
mano, y con pistola al cinto, entre los puestos del
mercadillo del Grand Marché. Asesorados por el
presidente, pasaron dos semanas juntos en el desierto,
viviendo su luna de miel en un coqueto campamento
120
Ongi etorri
compuesto por dos jaimas: una, para ellos; y otra, para un
pelotón de escoltas, siempre alertas a causa de los
rebeldes. Allí disfrutaron, con la pasión de los primeros
días de los amantes, de los románticos atardeceres del
desierto.
El Francés era un reconocido consejero del gobierno
chadiano, con un pasaporte galo a nombre de Gerard
Duran. Su labor era instruir ideológicamente a los
generales y altos cargos de los recién creados ministerios,
así como ponerles al tanto de la política internacional.
Más de la mitad de los personajes relevantes del país
apenas sabían escribir, y su cultura internacional se
limitaba al conocimiento de la procedencia de las armas
que compraban. El Francés había formado parte del apoyo
logístico de comandos de ETA desde el ochenta y dos y
había tomado parte activa en alguno de los más
sangrientos atentados en España. Sin embargo, ni la
policía española ni la francesa tenían conocimiento de su
existencia. Nunca había sido procesado ni se le había
requerido para ninguna investigación. Estaba limpio. No
existía. Era un fantasma.
En sus orígenes, había militado en el Partido Comunista
de Francia, y era un experto en marxismo leninismo que
había recorrido más de dieciocho países ayudando a
muchos cabecillas de ejércitos de liberación en la
instrucción ideológica de sus tropas. Siempre, durante
cortos periodos de tiempo y como actividad vacacional de
cara a su país de origen, donde desarrollaba diversos
trabajos civiles.
El Francés y Xia (o la Rubia), una vez que comenzó a
reinar cierta calma en Chad, viajaron a Francia y se
instalaron en el apartamento de este en Biarritz. Ambos
121
Angel Gros
tenían el futuro más que resuelto, Xia había ganado una
fortuna como mediadora en las compras de armas y el
Francés había acumulado enormes asignaciones por parte
de los gobiernos y guerrillas con los que había colaborado.
Ambos, por motivos distintos, tenían el dinero a buen
recaudo en países refugio. La mayor parte en Islas
Cayman, donde el entramado de más de 470 bancos y
fideicomisos, 720 aseguradoras y más de 7.000 fondos de
inversión facilitaba la pérdida del rastro de las cuentas, en
su mayor parte europeas, asiáticas y americanas. Además,
se libraban de los impuestos. Todo un chollo.
Por aquel entonces eran ya unos expertos en evasión de
impuestos. Para alguien poco familiarizado con las
finanzas puede parecer un tema complicado, pero la
teoría es bastante sencilla. Pongamos un ejemplo
clarificador: en Estados Unidos de América, si tienes un
millón de dólares en el banco, te dan un interés de 50.000
dólares al año (5%) y el Gobierno cobrará impuestos
sobre los intereses por valor de aproximadamente un
15%. Resultado, el fisco se queda con 7.500 dólares. En
las Islas Caimán hay “impuestos cero”: 7.500 dólares que
te ahorras. Por supuesto, antes de llegar a las Cayman, el
dinero debe viajar por otros países para conseguir la
máxima opacidad y no revelar su procedencia.
En el caso de Xia, uno de los generales chadianos
ilustró a la birmana sobre los pasos a dar y las personas a
las que confiar las inversiones para que el dinero acabara
disfrutando de las ventajas de los paraísos fiscales. En el
caso de el Francés, este había manejado las finanzas de
ETA desde el año ochenta y cinco, y era la única persona
que quedaba con firma en la cuenta nº 6578ABSD456 del
Butterfield Bank Ltd. Una cuenta a nombre de una
122
Ongi etorri
sociedad "sin actividad" de Bermudas llamada Export
International, con un saldo exacto de 28.540.000 USD,
provenientes del impuesto revolucionario de ETA. La otra
persona con firma era Thierry Garcia, que murió de
cáncer de páncreas en el 2006 en un hospital de Burdeos.
El Francés, en menos de un año, convirtió a Xia en algo
más que una asesina despiadada. Ahora era una ideóloga
convencida de la liberación de todos los pueblos
oprimidos: el vasco era uno de ellos.
Entre los dos orquestaron y pusieron en marcha una
vieja idea que rondaba la cabeza de el Francés desde la
última tregua de ETA. Recuperar al sector más duro de la
organización, cuya mayor parte se encontraba diseminado
por cárceles españolas, para reconstruir ETA auténtica, y
replicar los sucesos del año 99 en Irlanda, mediante un
gran atentado que pusiese fin al proceso de paz.
El Francés y Xia disponían del dinero del impuesto
revolucionario al que el resto de la banda no tenía acceso,
y cuyo paradero todos, o “casi todos”, desconocían. Y si
este montante no era suficiente, otras cuentas de Xia o de
el Francés respaldarían la operación. Lo más laborioso, que
no complicado, había sido llegar hasta los jueces españoles
y corromperlos. Aunque ambos tenían sobrado
conocimiento de las debilidades humanas y sabían
comprar voluntades. Unos cientos de miles de euros solían
ser más que suficientes para los administradores de justicia
de cualquier país europeo.
La jugada que planeaban no era nueva, el IRA vivió un
proceso parecido que culminó con el atentado de Omagh,
que casi consigue dar al traste con el proceso de paz, de
no ser porque el atentado se les fue de las manos y
murieron demasiados inocentes, entre ellos dos chicos
123
Angel Gros
españoles. Prácticamente todos los independentistas
irlandeses condenaron la masacre de tal manera que el
proceso de paz no solo no se invirtió, sino que se aceleró.
El Francés, esta vez, no iba a permitir que esto sucediera;
él y Xia lo habían estudiado y repasado al detalle durante
meses: el objetivo sería militar y no uno solo, sino tres.
Uno en Madrid, otro en París y el tercero en Vitoria, la
ciudad sede del Gobierno Vasco. Para ello necesitarían de
tres taldes (comandos) al menos, y de un soporte operativo
pequeño y discreto, pero suficiente para los traslados de
material y el resto de la logística. Todos los componentes
de este operativo tendrían que ser activistas muy
experimentados. Muchos de los terroristas que cumplían
mayor condena en las cárceles españolas se ajustaban a
este perfil. Pero esta condición no era suficiente, no podían
ser etarras arrepentidos, sino soldados convencidos de la
necesidad de resucitar la organización. Guerreros
implacables deseosos de efectuar un ataque inmisericorde
contra los gobiernos español y francés y que convirtiera a
Euskal Herria en una república marxista leninista, que
albergara a los siete territorios vascos de ambos lados de
los Pirineos. Una guerra abierta y decidida. Ya habían
elegido a los integrantes de estos comandos y a los que
habrían de formar el apoyo logístico. Todo estaba
decidido. Serían doce.
Conducir a estos doce presos hasta el tercer grado no
era tarea fácil desde el punto de vista judicial, y solo
podría hacerse mediante el apoyo de algunos jueces.
Alguno salió rana, pero otros accedieron enseguida y el
proceso continuó avanzando. Los políticos ayudaban, sin
saberlo, relajando la presión administrativa y poniendo
facilidades a los jueces para conmutar penas. Por su parte,
124
Ongi etorri
los doce presos elegidos ya habían dado los pasos
necesarios, habían solicitado el perdón por escrito a las
víctimas y a sus familiares, y la asunción de las
indemnizaciones por responsabilidad civil por su pasada
actividad terrorista.
Una vez conseguido el tercer grado, los doce presos
harían coincidir una de sus semanas libre al mes para
ejecutar los atentados, en cuanto la logística estuviera
preparada por los operativos de apoyo. Para solicitar la
semana libre, era obligatorio informar del lugar y
dirección donde iban a residir. Hacerlo en su ciudad y en
su domicilio habitual, no supondría mayor problema, pero
muchos de ellos necesitarían desplazarse fuera de sus
lugares de residencia, por lo que habrían de comunicarlo
y necesitarían de un permiso especial. Aquí de nuevo
intervendrían los jueces, firmando autorizaciones.
125
CAPÍTULO DIECISÉIS
Donner Kebab
Leandro había conseguido, a través de Camila Izaguirre,
una txartela que le permitía moverse con libertad en
Lakua. Camila se la había proporcionado a través del
correo ordinario de la consejería.
Ella se encontraba de nuevo en su extraña actitud de
querer marcar distancias. A pesar de la atracción que
sentía por él, no quería avanzar en la relación. En parte,
porque no quería mezclar sus objetivos políticos con sus
deseos como mujer; y en parte, porque Leandro era una
persona frágil e imprevisible. Quizás, si Camila no
estuviera al tanto de su pasado, las cosas pudieran resultar
distintas; pero aún antes de conocerse, en ella ya habían
aflorado demasiados sentimientos: compasión…, afán de
protección…; y, en su corazón, estos afectos se
confundían. Camila no era muy hábil diseccionando sus
emociones y era incapaz de identificar si lo que sentía por
Leandro era amor de verdad, una pasión desbocada o un
deseo maternal de consolar a un niño desvalido y
asustado. Si nadie la hubiera puesto en antecedentes del
126
Ongi etorri
desastroso acontecimiento que abrió una brecha en la vida
de Leandro, todo resultaría más fácil. Hubiera preferido
conocerle en otras circunstancias: en una fiesta…
presentado por una amiga… todo hubiera transcurrido de
otra manera, y no sentiría como ahora la culpabilidad de
haberle conducido hacia unos acontecimientos que no
desearía ni a su peor enemigo.
Cuando Leandro le sugirió la posibilidad de tener una
autorización que le permitiera moverse a su antojo por las
enormes instalaciones del edificio del Gobierno Vasco, ella
intentó quitárselo de la cabeza advirtiéndole de que
llamaría demasiado la atención, incluso en un edificio con
más de seiscientas personas trabajando de forma interina
y más de dos mil visitantes diarios.
Acordaron que, aunque podría entrar y salir a
voluntad, lo mejor sería montar el operativo de vigilancia
desde fuera. Leandro eligió para ello un Dönner Kebab
cercano, desde el que se aseguraba una inmejorable vista
de la salida principal y del parking. El local casi nunca tenía
clientes. Dos turcos con mal aspecto intimidaban a la
tranquila gente de Vitoria, que solía escoger la acera
contraria para pasear. El sitio no podía ser un observatorio
más adecuado: escondido tras una hilera de mesas, y junto
a una caseta de obra que daba servicio a los trabajos de
restauración de la fachada del edificio. El lugar
proporcionaba una panorámica perfecta de los aledaños, y
sobre todo de las idas y venidas de los inquilinos del
edificio del gobierno.
Al tercer día, Leandro ya había establecido relación con
Ahmed y Kurdan, los dos empleados del Dönner Kebab.
Estos iban conociendo sus gustos y le servían generosas
pintas de cerveza. Desde hacía días no pagaba nada con
127
Angel Gros
tarjeta, prefería sacar dinero en metálico de cajeros
alejados de los lugares que frecuentaba, hasta el punto de
viajar hasta Burgos para sacar quinientos euros en más de
una ocasión.
Nadie en principio podría seguirle el rastro. Por
ridículo que pareciera se suscribió a Youzee y a Wuaki (dos
webs al estilo de Spotify, pero que alquilaban películas) para
poder ver cintas del género policiaco, a la búsqueda de
ideas que le ayudaran a desentrañar el caso. Desde
Odessa hasta El Topo, desde Los Soprano hasta The
Wire, se convirtió en un experto en los thriller de la
pantalla grande y la televisión. Descubrió que la ficción no
se encuentra tan alejada de la realidad como parece.
Leandro comenzó a incluir en su mochila negra,
además de su MacBook Air, unas gafas de sol, un gorro de
lana negro, un jersey, una cazadora impermeable negra y
una beige, ambas iguales y compradas en Decathlon, que
le permitían alterar su aspecto en cuestión de segundos.
También adquirió las inveteradas costumbres de los viejos
héroes de novela policíaca, apareciendo y yéndose a horas
desiguales, y por supuesto utilizando itinerarios diferentes
para llegar cada día hasta el Dönner Kebab.
Un día, Ahmed, el gerente, le presentó a su hermana
Alía, una bellísima turca de 1,70 de estatura con el pelo
negro suelto y una cara preciosa que se sonrojaba cada
vez que su hermano hacía comentarios acerca de la buena
pareja que harían. Leandro fue galante con ella y aclaró a
Ahmed que, en España, no estamos muy acostumbrados a
que nuestros amigos nos emparenten con sus hermanas,
pero que agradecía la deferencia, sobre todo tratándose de
una chica tan guapa.
Ahmed se mostró desairado durante unas días, pero
128
Ongi etorri
enseguida volvió a mostrar su lado afable; y una tarde,
inesperadamente, decidió invitar a Leandro a un cubalibre
de una botella de Captain Morgan que guardaba bajo la
barra para ocasiones especiales.
A la semana, una tarde lluviosa y monótona, Ahmed se
sentó junto a Leandro y le habló confidencialmente:
—Leandro, llevo tres años en España y más de quince
fuera de mi país. Sé, con solo mirar a los ojos a una
persona, si esta tiene problemas. Y tú no vienes aquí
porque te guste nuestro kebab. Es bastante grasiento y la
carne es congelada. Tú tienes otras razones y a mí me
gustaría ayudarte. En confianza, con esta crisis cada vez
tenemos menos clientes y el día que dejes de beberte
nuestra cerveza, igual tengo que cerrar el negocio. El
dueño del local me tiene estrangulado con el alquiler. Solo
quiero que sepas que si necesitas algo de alguien que ha
vivido cosas que no imaginarías, no dudes en pedírmelo.
—Gracias Ahmed. Desde la muerte de un buen amigo,
es la primera vez que alguien me ofrece su ayuda sincera.
Igual en algún momento necesito que me eches una
mano. De verdad, muchas gracias. Shukran.
—’alá rrahbi wa ssa'ah.
A la semana y media, Leandro ya había probado todos
los menús que ofrecía el establecimiento: el “Dúrum,
refresco y patatas fritas por 6.00 euros", el “Dönner
Kebab, bebida y patatas fritas por 5.50 euros" y "la pizza
turca, bebida y patatas fritas por 6.80 euros". Después de
dos semanas, Ahmed y él habían hablado de fútbol, de
viajes, de mujeres y de los parecidos y diferencias del
problema kurdo y el independentismo vasco. Durante
todo este tiempo, Leandro seguía sin detectar
129
Angel Gros
movimientos extraños en las entradas y salidas de Lakua.
Pero un jueves por la tarde, nada más ocupar su mesa
habitual, Leandro advirtió que la persona que le servía su
pinta de cerveza no era Ahmed, ni tampoco Kurdan, sino
otro joven también de aspecto árabe al que nunca había
visto. Leandro dio un tímido sorbo al vaso y dejó un
billete de cinco euros sobre la mesa. Paró un taxi que
pasaba junto a la puerta, al tiempo que sintió una leve
naúsea. Fue sentarse en el taxi y sentir unas irresistibles
ganas de vomitar, al tiempo que un escalofrío le recorría
todo el cuerpo; entonces confirmó que la cerveza llevaba
algo más que lúpulo. Sacó su móvil, marcó a duras penas
un número, al tiempo que se le nublaba la vista, y se lo
ofreció al taxista.
—Por favor, hable con esa persona —acertó a decir—,
es cuestión de vida o muerte.
En ese momento, apareció otro coche con dos hombres
que se identificaron como policías; mostraron su placa al
conductor, sacaron a Leandro del taxi, arrebataron el
teléfono al taxista, y lo introdujeron en el otro vehículo.
A Leandro, mientras se desvanecía entre las sombras, le
pareció ver al devastador monstruo de sus pesadillas, esta
vez mirándole de frente. Y su cara le recordó la de un
animal salvaje.
130
CAPÍTULO DIECISIETE
Campos Komisarioa
Esa mañana el comisario Campos tenía buenos motivos
para sonreír al entrar en su despacho. Los miembros de su
departamento le miraron extrañados, mientras colgaba su
abrigo en el perchero y se sentaba en la mesa con una
sonrisa beatífica. Acto seguido, descolgó el teléfono.
—Isabel, pásame con el coronel Arrieta —solo tuvo que
esperar unos segundos—. A sus órdenes, mi coronel.
Tengo serios motivos para sospechar que se están
produciendo irregularidades dentro del aparato judicial en
la reinserción de presos. Como comprenderá no es para
hablarlo por teléfono. Si dispone de tiempo, podríamos
vernos en el Patxicu Enea, en Lezo, junto al Alto de
Gaintxurizketa, a las dos y cuarto. Ya he reservado mesa.
Campos dedicó el resto de la mañana a hacer unas
cuantas llamadas y a leer la prensa, también bajó a los
archivos del sótano de la comisaría, donde estuvo
consultando expedientes a puerta cerrada durante unos
tres cuartos de hora. Néstor Martín y Arnaldo Iglesias se
cruzaban miradas inquietas desde sus mesas oliéndose
131
Angel Gros
algo. En realidad, no les faltaba razón, el comisario estaba
escudriñando minuciosamente todas las fichas de su gente.
Uno por uno, revisó afanosamente todos los historiales del
departamento.
A las dos y cuarto, con la puntualidad aprendida en la
Academia, el comisario Campos estaba sentado tomando
una cerveza sin alcohol en la mesa del fondo del comedor
del “Patxicu Enea”, un famoso merendero de montaña al
pie del monte Jaizkibel.
El coronel Arrieta apareció a los pocos minutos. Una de
las ventajas del proceso de paz es que ahora podían
permitirse algo impensable diez años atrás: comer en un
local público sin miedo a que un chivatazo les hiciera
volar por los aires al salir y arrancar el vehículo.
Las mesas del comedor estaban ocupadas por
empresarios y profesionales adinerados de la zona,
especialmente de Donosti, que hablaban de sus negocios;
las mesas estaban dispuestas con la intimidad suficiente
como para no ser escuchados por el resto de comensales.
—Mi coronel —dijo Campos—, estamos ante un tema
muy delicado. Tengo motivos fundados para asegurar que
se está corrompiendo a jueces con dinero de ETA. Y lo
que es más grave, los nuestros andan de por medio: gente
del gobierno vasco y de la policía autonómica.
—¡Campos, no me venga con gilipolleces, que bastante
guerra me dan ya los politicastros como para ponerme a
investigarlos o acusarlos de algo! ¿Tiene alguna prueba?
—Ninguna que tenga validez ante un tribunal.
—¿Pues para que me hace perder el tiempo?
—O actuamos ya, o muy pronto la bestia se habrá
despertado y nada podrá detenerla.
—No me hable en metafórico. ¿A qué bestia se refiere?
132
Ongi etorri
—Me refiero a que algunos violentos pueden dar
marcha atrás, olvidar el proceso de paz y convertir la
organización en algo mucho más terrible de que lo que
nunca ha sido. Con el soborno de jueces, están
preparando la fuga de sus individuos más peligrosos y con
menos intención de abandonar la lucha armada. Delante
de nuestras narices, y bajo el disfraz de la reinserción, muy
pronto tendremos listos para actuar a la élite del hacha y la
serpiente. La creme de la creme. Y esta vez el hacha está mucho
más afilada, y la serpiente es mucho más venenosa.
—Vaya al grano.
—Necesito ya una asignación y personal que me
permita interceptar el pago de dinero y dar con los
eslabones de esta cadena.
El coronel cogió una tostadita de anchoa y la masticó
lentamente sin decir palabra. Súbitamente se limpió la
boca con la servilleta y se levantó de la mesa llamando la
atención del camarero.
—Cuente con ello, Campos. Quédese a comer si
quiere. Tengo que hacer algunas llamadas. Espero que no
me decepcione.
—Sí, pero antes de nada, permítame suspender y poner
bajo vigilancia a dos de mis hombres, tengo sobradas
sospechas de que están en el ajo.
—Haga lo que crea conveniente. Pero que nada de esto
se sepa, fuera de usted y yo, hasta que estemos plenamente
convencidos de que hemos dado con los culpables. ¿Puedo
preguntarle quiénes son esos hombres que quiere
suspender y por qué sospecha de ellos?
—Son Néstor Martín y Arnaldo Iglesias. Los recordará.
Eran hombres de Amedo en la época del GAL. Un
confidente turco que tiene un restaurante en Vitoria me
133
Angel Gros
llamó ayer noche. En la mañana, Néstor y Armando le
pidieron que no acudiera al trabajo y diera el día libre a su
camarero para dejar actuar a una tercera persona en su
establecimiento frente a Lakua. Con lo que no contaban
mis hombres es con que mi confidente vive en un segundo
piso, justo enfrente del local y me narró lo sucedido: A las
cinco de la tarde, acudió un cliente habitual que suele
reservar una mesita en el exterior y que, suele pasar dos o
tres horas leyendo prensa y tomando notas. Es un buen
cliente del turco desde hace tiempo y hemos averiguado
que es un publicitario al que el Lendakari ha contratado
para hacer una campaña y al que intentaron asesinar en
un hotel de la Rioja. Sospecho que mis hombres tuvieron
que ver con ese suceso. Pero, por lo visto, el publicitario no
solo hace campañas, también está investigando este
asunto, y por cuenta del Lendakari. Últimamente vigilaba
el edificio del gobierno vasco buscando no sabemos qué.
También hemos detectado reuniones suyas en Francia con
refugiados vascos y la Interpol nos confirmó que tuvo un
encuentro en Londres recientemente con Mathew
Gallagher, mediador del conflicto y uno de los más
interesados en que el proceso avance con limpieza.
Campos pagó la cuenta de los aperitivos y salió del
restaurante, también sin haber comido. En menos de una
hora se plantó de nuevo en Lakua donde preguntó por
Camila Izaguirre.
Ella le recibió con amabilidad en su despacho.
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—Consejera, necesito saber dónde está Leandro Hill y
en qué anda metido.
—¿Leandro Hill?
—¿No me diga que no lo conoce?
134
Ongi etorri
—Por supuesto que lo conozco, pero ¿por qué habría
de conocer su paradero?
—Porque ayer un taxista le llamó de su parte.
—Lo único que sé, por lo que me contó el hombre del
taxi, es que Leandro se encontraba mal y parecía necesitar
ayuda, pero, según hablábamos, dos policías le
arrebataron el teléfono. Les oí identificarse como tales.
Siendo policías, usted es quien debería darme
explicaciones a mí acerca de su paradero.
—Las cosas no funcionan así —dijo Campos, mientras
sonaba su móvil—. Perdone un momento.
El comisario Campos frunció el ceño y no dejó de mirar
a Camila, mientras una voz le hablaba al otro lado.
Cuando colgó el móvil, miró preocupado a Camila.
—Han encontrado dos cuerpos en una ladera del
Txindoki, cerca de Ordizia. Arma de fuego. Uno de ellos
se corresponde con la descripción de Leandro Hill. El otro
podría ser uno de los policías de los que estábamos
hablando. Haga el favor de acompañarme.
Camila Izaguirre y el comisario Campos viajaron en
silencio en el Audi A8 destartalado del comisario. De
camino hacia el lugar de los hechos, y algunos kilómetros
antes de llegar, se perfiló imponente en la lejanía la silueta
azulada del Txindoki. El automóvil abandonó la autovía
para iniciar el ascenso hacia Amezketa desde Ordizia.
Una vez pasado el pueblo siguieron hacia arriba guiados
por otro coche que les estaba esperando, hasta un collado
llamado Basaetxerreka. Tuvieron que dejar el auto mucho
antes y continuar a pie hasta llegar a una pequeña
arboleda, donde se divisaba a un grupo de personas, casi
todos guardia civiles. Un Nissan Patrol y un Uro
135
Angel Gros
VAMTAC (el Hummer del ejército español) estaban
estacionados en la ladera. Junto a ellos, dos hombres y una
mujer vestidos de civiles.
Cuando llegó el comisario, uno de los guardia civiles se
identificó.
—¿Comisario Campos? Soy el teniente Varela. Venga
con nosotros. Llevan muertos al menos cuatro o cinco
horas. El primer cadáver que encontraron fue este. Un
senderista que utilizaba un atajo para subir a la cumbre lo
vio y pensó que se trataba de otro excursionista
descansando.
El comisario se acercó hasta el tronco del árbol por el
que asomaba, de espaldas, el hombro de un cuerpo
apoyado en él. No tuvo dudas, era Néstor Martín, con dos
impactos de bala en la cara. Uno en la mejilla y otro justo
debajo de la ceja que le había causado una gran
hemorragia y le empapaba la camiseta.
Camila Izaguirre se acercó dos pasos por detrás de él y
en cuanto advirtió que no era Leandro respiró aliviada.
El mismo guardia civil intervino:
—El otro está un poco más arriba… Señorita —dijo
mirando a Camila —, con esos zapatos no va a poder
acompañarnos. El suelo está encharcado en buena parte
del camino; mi compañera le dejará unas botas. Ya hemos
tomado fotografías y recabado todas las pruebas posibles;
pero, por favor, caminen con cuidado, intentado no tocar
nada, aún no ha llegado el juez.
En dos minutos se encontraron frente a un arroyo. Un
cuerpo se mostraba semisumergido y llevaba la misma
parca que Leandro solía usar a menudo. Camila se
derrumbó y se sentó sobre el suelo húmedo. El comisario
Campos se acercó hasta el cuerpo y dijo:
136
Ongi etorri
—Es Arnaldo Iglesias, también policía.
Camila rompió a llorar. El comisario la ayudó a
levantarse y juntos emprendieron la bajada.
Una vez en el coche, el comisario Campos llevó a
Camila Izaguirre hasta el pueblo de Ordizia donde
aparcaron para comer algo. No es que tuvieran
demasiado apetito, pero ambos necesitaban hablar.
—Está claro —dijo el comisario—. A Néstor lo
mataron a bocajarro y Arnaldo consiguió huir unos
metros, antes de que lo abatieron por la espalda. Me han
dicho que van a rastrear la zona. El hecho de que no
hayan encontrado a Leandro Hill no quiere decir que no
esté muerto o herido en cualquiera apartado rincón de la
montaña. A no ser que haya sido él quien haya matado a
nuestros hombres. Fue la última persona con quien fueron
vistos.
—Leandro es incapaz de matar a nadie.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Son cosas que una mujer no necesita comprobar.
Simplemente se notan. Odia la violencia.
—Cuénteme: ¿por qué trabaja para ustedes?, ¿qué
investiga? Si necesitaban averiguar algo, ¿por qué no
hablaron con la policía ?
—A los hechos me remito. Dos de los suyos se dedican
al secuestro de ciudadanos. A partir de ahí, cuénteme
cómo podemos confiar en ustedes.
—Usted sabe que son casos aislados y que lo que han
hecho les puede causar problemas mucho mayores que los
que pretendían evitar.
—Simplemente le pedimos a un colaborador que
tuviera los ojos bien abiertos.
137
Angel Gros
—¿Cómo pudieron meter a un civil en este tema? ¿Por
qué no nos lo pidieron a nosotros?
—Después de lo que voy a contarle, creo que
políticamente estaré muerta, pero aprecio a Leandro y
quizás pueda salvarle la vida, ya ha estado a punto de
perderla dos veces por mi culpa. No es casual que
eligiéramos a Leandro Hill para hacer la campaña del
Lendakari. En primer lugar necesitábamos a alguien que
estuviera fuera de las instituciones, que pudiera actuar con
cierta independencia, lejos de la esfera de control de las
fuerzas armadas, la policía o la prensa. Después,
necesitábamos a alguien sin vida familiar, con libertad
absoluta de movimientos… sin tener que dar
explicaciones a nadie. Alguien con un trabajo que le
permitiera entrar y salir, estar en reuniones y despachos de
las consejerías sin levantar sospechas. Por último, alguien
con cierto desprecio hacia el peligro, a quien la vida
hubiera golpeado lo suficiente como para superar el
miedo y no temer a la muerte.
—¿Cumple esto último Leandro Hill?
—Mucho mejor que usted y yo. Leandro fue una de las
víctimas del atentado de Omagh en Irlanda del Norte en
el año 98. En la deflagración de la bomba murieron su
mujer y sus dos hijos, y él mismo fue uno de los heridos.
—¡Pero yo hablé con su mujer! Se llama Patricia Galán.
—Esa es su segunda mujer. Con ella también tiene una
hija, pero prácticamente no se relacionan. Leandro se casó
con Patricia porque pensó que podría ayudarle a superar
la pérdida. El matrimonio fue bien al principio, pero
Leandro no conseguía superar el trauma del atentado y
pronto descubrió que lo que veía en Patricia no era más
que un pálido reflejo de las virtudes de su primera pareja.
138
Ongi etorri
Patricia, como cualquier mujer, se dio cuenta y no soportó
el hecho de no ser la dueña del corazón de Leandro. A los
dos años, y después de tener una niña, Patricia cambió de
comportamiento; comenzó a salir por su cuenta, tuvo
algunos amantes y ningún reparo en que Leandro lo
supiera. Utilizaba a su hija para chantajearle
emocionalmente de todas las maneras posibles. En muy
poco tiempo la relación se convirtió en una pesadilla.
Aguantaron juntos casi diez años, pero el final llegó, tal y
como era de esperar. En las últimas discusiones no
faltaron las alusiones a los fallecidos e incluso la violencia
física. Un juez puso a cada uno en su sitio. En aquellos
años, Leandro podía hacerle la competencia a Keith
Richards en el consumo de cocaína y alcohol. Su negocio
y su matrimonio se fueron al garete juntos.
>>Se sentía responsable por lo sucedido en el atentado.
Fue un 15 de Agosto de 1998. Vivía con su familia en
Londres y habían ido de vacaciones a Irlanda del Norte
con los niños. Estaban de compras en la zona más
transitada de Omagh. La pequeña Clairence lloraba en la
sillita, probablemente porque necesitaba un cambio de
pañal o tenía hambre. Donovan, con cuatro años,
aburrido, se escabullía cada dos por tres… pero Sinead, la
primera mujer de Leandro, no quería perder la
oportunidad de comprarle unos pantalones rebajados y
necesitaba probárselos. Había cola en el probador. Cada
dos por tres, Donovan se zafaba de los brazos de sus
madre y Leandro tenía que perseguirlo por la tienda.
Nerviosos, después de pagar, Leandro y Sinead
discutieron. Leandro se olvidó de que habían salido para
disfrutar de una mañana de compras, que estaban de
vacaciones, y perdió los estribos. Enfadado, le pidió a
139
Angel Gros
Sinead que le esperara en la puerta junto a los pequeños y
la sillita, mientras él subía a buscar el coche; la calle era
muy empinada y estaba aparcado en la parte más alta…,
sería mucho más rápido de esta manera. El IRA había
avisado hacía escasos minutos de la colocación de la
bomba. Cuando Leandro volvió con el coche, un grupo de
policías acababa de bloquear la calle con una tanqueta, y
le impidieron el paso. A unos cincuenta metros, pudo ver
como una mujer policía, daba órdenes a los transeúntes y
los conducía calle abajo. Estaba evacuándolos en
dirección equivocada, en realidad hacia el fatídico lugar
donde estaba colocada la bomba. Leandro salió del coche
y pudo ver a los suyos, mezclados entre la multitud. Su
mujer llevaba a Donovan en brazos y empujaba la sillita
de Clairence. Caminaban junto a la mujer policía y
obedecían confiados sus órdenes. Sinead giró la cabeza
buscando a Leandro y sonrió cuando sus miradas se
cruzaron. Fue un instante. La bomba les alcanzó de lleno.
>>Tenemos las notas de los psicólogos que intentaron
ayudarle a sobrellevar la tragedia. Leandro no paró de
autoinculparse: “Le dije a Sinead que nos estábamos
retrasando… me enfadé con ella… ¿qué haces mirando
esas naderías? los niños tienen hambre y el coche está
lejos… ¡Mierda…! ¿A qué tanta prisa? Estábamos de
vacaciones y ella tenía derecho a comprar aquellos
pantaloncitos rebajados, pero yo… yo ya estaba cansado
de caminar, solo quería llegar al lugar donde habíamos
reservado para comer. ¡Quedaos aquí!… ¡Ahora os vengo
a buscar!…¡Donovan, obedece a tu madre de una maldita
vez!… Cuando me cortaron el paso intuí que algo estaba
a punto de suceder, pero me colapsé… me paralicé…
como si ya nada pudiera impedir el desastre —aquí
140
Ongi etorri
Camila hablaba como si fuera él, con la mirada perdida,
como transportada al lugar de los hechos. Como si
estuviera siendo testigo del fatídico momento.”
Calló durante un instante, y de pronto se rehizo como
una médium que volviera del más allá.
—Nosotros ya sabíamos lo de los jueces, alguno de los
presos contactados se había ido de la lengua. Pero
confiábamos en que Leandro pudiera infiltrarse hasta
donde la policía no suele llegar y nos consiguiera algunos
nombres más: ¿Con qué jueces se había establecido
contacto? Y lo más preocupante: ¿qué persona de Lakua
había dejado olvidada la lista de los comandos en la
impresora? ¿Quién era el topo?
—Todo esto me parece muy peligroso —respondió el
comisario—. Detrás del modo de actuar de Leandro
puede existir una motivación morbosa que no podemos
controlar. Desde el deseo de venganza hasta el instinto de
autodestrucción. No soy psiquiatra, pero no me parece la
persona más adecuada para llevar a cabo una
investigación.
—Estamos seguros de que es el hombre perfecto. Ha
llegado a tal grado de descreimiento que es capaz de
escuchar al peor asesino sin interrumpirle ni censurarle.
Tiene la increíble capacidad de entender por qué un
asesino hace lo que hace, siendo él una persona pacífica;
es capaz de entender por qué una persona cree en Dios,
siendo él ateo; es capaz de entender que alguien tenga una
enorme ilusión por algo, habiendo agotado toda
capacidad de entusiasmo. Y todo su discurso gira en torno
a su pensamiento nihilista, que niega la esperanza y
desconfía de las instituciones. Para unos como para otros
no presenta ningún peligro. Los extremistas desprecian a
141
Angel Gros
los excépticos. Los gobernantes, también. A Leandro no le
cuesta nada ganarse la confianza de personas que no
abrirían su corazón a los demás. No olvide que todo el
problema del terrorismo es un problema emocional. De
banderas, de sentimientos, de apego a la tierra y a los
antepasados, de canciones que arrancan lágrimas de los
ojos.
142
CAPÍTULO DIECIOCHO
Deusto
Cuando el comisario Campos se plantó frente a la fachada
de la universidad de Deusto, clásica y desprovista de
ornamentos, no pudo por menos que sentir admiración
por el magnífico edificio.
Hace ya más de un siglo que algunas grandes fortunas
de Bilbao, al mando de Casilda Iturizar, la construyeron
dejando a toda la ciudad sobrecogida. Era el mayor
edificio de toda Vizcaya.
El marido de Doña Casilda, Tomás de Epalza, había
fundado la primera instalación siderúrgica moderna en el
País Vasco. Fue en junio de 1841. Don Tomás compró
unos terrenos en el municipio de Begoña, donde solo
habían molinos y ferrerías tradicionales, y construyó la
fábrica de Santa Ana de Bolueta. Siete años más tarde,
siguiendo su modelo, se instalaron los primeros altos
hornos del País Vasco. Eran los segundos del país, tras los
de Marbella, en Málaga.
Asimismo, en 1856, un grupo de comerciantes e
industriales de Bilbao, entre los que se hallaba también
143
Angel Gros
Tomás de Epalza, decidieron fundar un banco con capital
únicamente local, para poder hacer frente a la presencia
del Credit Mobilier francés. Sus promotores se acogían a
la reciente ley de bancos de emisión de 28 de enero de
1856, que eliminaba el monopolio del Banco de San
Fernando (después llamado Banco de España).
Estos grandes y multimillonarios emprendedores ya
tenían su propio banco. Ahora, solo les faltaba una
universidad a la altura de las empresas que se estaban
creando; y donde sus hijos pudieran formarse con el mejor
profesorado religioso de la época: los jesuitas.
Así nació Deusto. La fortuna que costaba internar a un
joven en ella solo estaba al alcance de estas grandes
familias. Al principio, la ciudad llegó a odiar todo lo que
significaba la universidad, símbolo de la diferencia de
clases. La enorme separación física y social estaba
marcada por la ría y por los altos muros del edificio, frente
a las modestas huertas y herrerías de la ribera del
Nervión, donde ahora se yerguen la torre Iberdrola y el
Museo Guggenheim.
El comisario Campos había leído algo de la historia de
la universidad en un libro conmemorativo titulado
Empresas de Euskadi, que el Lendakari en persona le
regaló hacía quince años, cuando le hizo entrega de la
medalla al mérito policial por el rescate de unos niños
secuestrados en Gernika. Campos siempre fue un hombre
preocupado por la cultura que, a pesar de su escasa
formación académica, había tratado de cultivarse todo lo
posible. Nunca compartió con sus compañeros su secreta
afición a la arqueología que le llevó a inventariar y
fotografiar todos los cromlechs y dólmenes de Álava (obra
que publicó la consejería de turismo en un pequeño libro
144
Ongi etorri
en blanco y negro). Aunque su nombre apareció en el
mismo y estaba expuesto en los escaparates de algunas
librerías del centro de Vitoria, ninguno de sus compañeros
lo asoció con el discreto comisario. Por supuesto, Campos
jamás hizo partícipe a nadie de sus lecturas filosóficas, ni
de su pasión por John Milton, que le llevó a aprender
inglés y más tarde inglés antiguo, para poder leer su
poema épico “El Paraíso Perdido" en su edición original.
Muy al contrario, el comisario guardaba como un
preciado tesoro sus aficiones culturales y no solía
comentar nada que tuviera que ver con estos asuntos, por
mucho que la conversación tomara ese derrotero.
Campos, casado, no hacía mucha vida con sus
compañeros. Muchos de ellos, aún después de haber
trabajado a su lado durante décadas, ni siquiera conocían
a su mujer; a la que burlonamente llamaban la mujer de
Colombo, en referencia al detective de la televisión
norteamericana cuya esposa, a la que nombraba a
menudo, jamás aparecía en pantalla.
Pero volvamos a los hechos. El comisario Campos no
había escogido la universidad de Deusto por casualidad.
La elección del marco para la entrevista había sido
cuidadosamente meditada. Antonio Aguirre le estaba
esperando en la cafetería del antiguo edificio de la
Comercial. La universidad de Deusto está compuesta de dos
grandes edificios históricos: el primero de ellos y más
antiguo es la Literaria, donde se estudia Derecho; el
segundo, levantado algunos años después, es la Comercial,
donde se estudia Económicas y Empresariales.
Antonio Aguirre y el comisario Campos enseguida
pidieron un café y dio comienzo una conversación
esclarecedora.
145
Angel Gros
—Supongo que usted, por doble motivo, estará
sobradamente al tanto de los últimos acontecimientos en
el seno de la organización terrorista y de cómo el gobierno
y los partidos abertzales intentan avanzar en el proceso.
—Por supuesto. Además, mis alumnos no hablan de
otra cosa y constantemente me hacen preguntas.
—¿Por qué a usted?
—Bueno, Euskadi es muy pequeño, muchos saben que
en el pasado yo simpatizaba con la izquierda más radical.
—¿Era usted terrorista?
—Jamás se me procesó como tal. Ni tampoco se me
aplicó la ley antiterrorista por colaborar con la banda.
Digamos que, como muchos otros en aquella época,
miraba hacia otro lado. Y sí, es cierto, hacíamos algunos
trabajos domésticos que facilitaban los movimientos de los
más radicales. No estoy orgulloso de ello.
—Hay gente que piensa que usted ha sido un tapado de
la organización terrorista dentro del Partido Socialista.
—La gente tiene mucho tiempo libre. Yo solo soy un
modesto profesor que tiene la suerte de trabajar en la
mejor escuela de negocios y de militar en un partido
comprometido socialmente.
—¿Suerte? ¿Cómo entró a trabajar en la Universidad
de Deusto?
—Unas oposiciones me dieron la cátedra.
—¿Cuantas personas se presentaron?
—Más de doscientos profesores.
—He estado revisando su currículum académico y
nunca fue un estudiante brillante. Digamos más bien que
era del montón.
—Cuando uno es joven, estudiar no suele ser lo
prioritario.
146
Ongi etorri
—Sin embargo, algunos atestiguan que hizo un examen
brillante.
—Así fue. Sobresaliente cum laude.
—También he estado revisando su árbol familiar y
parece que usted tiene una estrecha relación con esta
Universidad.
—¿A qué se refiere?
—¿Le dice algo el escudo de la fachada central de este
edificio? Es el escudo de la fundación que lo levantó.
—No soy un experto en heráldica.
—Yo tampoco, pero me ha bastado entrar en Google
para descubrir que ese escudo en realidad son cinco
escudos juntos. Es el resultado de la fusión de los escudos
de Vizcaya y de Deusto, de la Compañía de Jesús, de la
familia Aguirre y del pueblo de Berango, lugar de
nacimiento de los Aguirre, que fueron los que pusieron el
dinero para levantar el edificio.
—Somos muchos los vascos con el apellido Aguirre,
pero no le engañaré: los fundadores eran primos de uno
de mis tatarabuelos. No me sirvió de mucho para el
examen.
—Hábleme de ellos.
—Pedro y Domingo de Aguirre nacieron en Berango,
Vizcaya, pero emigraron en el siglo XIX a América.
Enseguida notaron que, entre los vascos más
emprendedores que allí desarrollaban sus negocios, había
un déficit de formación en materia de economía y
empresa. De vuelta a Bilbao, dedicaron su fortuna a la
creación de algo inaudito en la universidad española, pero
que ya existía en Inglaterra o en Estados Unidos, un
centro dedicado a impartir estudios de economía. A la
muerte de estos, su sobrino, Pedro de Icaza y Aguirre,
147
Angel Gros
recogió su herencia y su legado. Y, por fin, apoyado por la
clase empresarial vasca, se creó la Comercial: la segunda
f a c u l t a d d e l a U n i ve r s i d a d d e D e u s t o ; q u e
complementaría a la Literaria, la facultad de derecho.
Pedro Icaza y Aguirre se encargó de la compra de los
terrenos, de los costes de construcción del edificio y de
mantener, durante décadas, económicamente el nuevo
centro de estudios. Por supuesto, la dirección corrió a
cargo de la Compañía de Jesús. El objetivo fundacional de
la Comercial fue leído en el discurso de apertura por el
padre Chalbaud: “Formar los jefes de empresa, los
hombres de negocios, los gerentes; en una palabra: los
directores".
—¿Eran masones? En América, en el siglo XIX gran
parte de la burguesía lo era.
—No tengo ni idea. Pero la masonería y la Compañía
de Jesús nunca se llevaron bien.
—Me llamó mucho la atención el escudo de la familia
"Aguirre". Es el más llamativo de los cinco. Dos lobas bajo
un árbol, una carrasca, una especie de encina. Así que,
comido por la curiosidad, me fui a ver a un amigo que
vende escudos heráldicos y árboles genealógicos en una
tienda del centro de Vitoria. Y no se lo va a creer, pero
resultó interesantísimo todo lo que me contó. La heráldica
es realmente un mundo apasionante, lleno de
simbolismos. En el caso del escudo de los Aguirre lo que
más llama la atención lógicamente son las dos lobas. En
sus versiones más antiguas cada loba aparece
amamantando a dos lobeznos. ¿No le parece curioso? Así
que le pregunté a mi amigo qué significado podían tener.
El lobo, por lo visto, es la encarnación de lo violento,
independiente, atrevido, solitario y rebelde, frente al León
148
Ongi etorri
y al Águila, que son animales cortesanos que simbolizan lo
establecido, el orden y en concreto a la monarquía.
Déjeme que le lea —el comisario sacó una libretita en la
que llevaba apuntadas unas notas—, “el lobo cuando se
muestra activo, suele representar al guerrero esforzado,
cruel con sus enemigos, a los que nunca da cuartel, y
siempre listo para la acción. Su fuerza y ardor en el
combate hacen del lobo una alegoría guerrera para
numerosos pueblos. Para los romanos era su tótem.”
—Eso en cuanto a los lobos, ¿pero no me ha dicho que
son dos lobas?
—Exacto, y amamantando dos lobeznos cada una.
¡Qué extraña representación! ¿No le parece?
—No creo mucho en estas cosas.
—No pude irme de la tienda de mi amigo sin averiguar
qué podría significar; este me mostró algunos libros e hizo
algunas llamadas para contrastar sus conjeturas y las
hipótesis encontradas en distintos volúmenes. Enseguida
dio con ello. Por lo visto, en heráldica, una loba
amamantando a su cría es una alegoría de la continuidad;
la saga, el cuidado de la prole que continuará el mandato,
la transmisión de un legado, de una misión. Esto me llamó
la atención. Una misión que hay que transmitir… ¿De
qué misión puede tratarse?
—¿Por qué me cuenta todo esto? Me dijeron que quería
verme por si podía echar una mano en una investigación
de corrupción relacionada con el proceso de paz.
—Perdone. Soy una persona sin demasiada formación y
tengo pocas oportunidades de hablar con gente dedicada
al estudio. Todo lo que me contó mi amigo me impresionó
vivamente. Cuando llegué a mi casa no pude por menos
que consultar durante un rato la Wikipedia; sí, ya sé que a
149
Angel Gros
veces no es muy de fiar, pero uno puede bucear en muchos
temas sin necesidad de visitar archivos medievales o
bibliotecas en las que solo dejan entrar a licenciados. ¿Y
sabe que encontré?
—No tengo ni idea.
—A lo que se dedicaban sus antepasados, los Aguirre,
cuando forjaron su escudo.
—¿Y a qué se dedicaban?
—A la guerra.
—Parece que era lo natural en aquella época.
—Era un familia de militares. Digamos que
capitaneaban el ejército de choque del primer señor de
Vizcaya, un tal Iñigo López Ezquerra. Estamos hablando
del año 1000, el siglo en que Vizcaya se convirtió por
primer vez en un territorio con organización política
propia, y que duró ocho siglos más, hasta 1876, en que
fueron abolidas las Juntas Generales de Vizcaya y el
régimen foral vizcaíno. Vizcaya llegó a tener bandera
naval propia, casa de contratación y consulado en Brujas.
Incluso tuvo dos aduanas, en Valmaseda y en Orduña. Se
puede concluir que los Aguirre forman parte del germen
del nacionalismo vasco y, fíjese qué curioso, el escudo del
señorío de Vizcaya tiene también una carrasca y dos lobos
con un cordero blanco cada uno de ellos en la boca.
—¿A dónde quiere llegar con todo esto?
—Tendrá que perdonarme, tengo una imaginación que
a veces me cuesta controlar y he llegado a fantasear con
que los Aguirre son los encargados de mantener viva la
llama del nacionalismo, la misión que indica su escudo a
través del símbolo de las lobas que amamantan a sus
pequeños para transmitir el germen de la lucha por los
privilegios, los fueros, la independencia… A lo mejor ellos
150
Ongi etorri
son “el guerrero esforzado, cruel con sus enemigos, a los
que nunca da cuartel, y siempre listo para la acción”.
—¿Está jugando al "Código Da Vinci"?
—Si todas estas conjeturas tuvieran alguna base sólida,
usted o alguien apellidado Aguirre podría ser uno de esos
gudaris esforzados.
—Tenga mucho cuidado con lo que insinúa.
—No insinúo nada. Simplemente especulo. Pero antes
de irme, me gustaría que me dijera algo. ¿Por qué un
joven de la kale borroka guipuzcoana, como usted, cuando
llega a León cambia tan radicalmente.
—Todos maduramos en algún momento.
—Usted me parece un hombre sorprendente… aunque
no me extrañaría que me reserve alguna sorpresa más.
Nada más despedirse del comisario Campos, Antonio
Aguirre cogió su móvil y marcó un número.
—Señor, necesito verle. ¿En la rectoría? De acuerdo,
voy para arriba.
151
CAPÍTULO DIECINUEVE
Baserria
Leandro tenía la mano izquierda completamente dormida
y las puntas de los dedos de la derecha amoratadas.
Ambas estaban sujetas con una brida de plástico de color
negro a uno de los travesaños del respaldo de la silla. Le
habían retirado la cinta americana de la boca
probablemente porque, donde estaba escondido, sus gritos
ya no serían escuchados. Sin embargo le habían dejado
puesta la capucha y la cabeza le picaba
insoportablemente.
Cuando despertó, si se puede llamar dormir a dar
cabezadas sentado y atado a una silla, ya se encontraba de
esta guisa, y había sufrido en esa posición durante muchas
horas del día y de la noche. Oyó ruido en la habitación
contigua y sintió una mezcla de temor y júbilo al sentir
aproximarse unos pasos. “Después de tantas horas solo y
encapuchado uno se alegraría de que viniera a buscarle el
diablo”, se dijo.
Entraron dos personas en la habitación y una de ellas
arrastró una silla acercándola hacia él, al tiempo que oyó
152
Ongi etorri
un carraspeo femenino.
En cuanto habló, reconoció a la mujer que había
matado a los dos policías.
—¿Queremos saber quién te ha contratado y qué has
averiguado hasta ahora?
—Buenas tardes, lo primero. ¿Dónde está la proverbial
cortesía asiática?
—Puedes elegir entre hablar conmigo con todos tus
dientes o con la mitad de ellos—, dijo ella sin perder la
calma.
—Ayer, cuando mataste a aquellos dos hombres en mi
presencia, no me diste la oportunidad de preguntarte algo.
Claro que con dos vueltas de cinta americana alrededor
de la boca poco podía preguntar. ¿Fuiste tú quien me
disparó en la terraza de San Juan de Luz? ¿Fuiste tú quien
mató a Urtzi? Sin la peluca rubia, tengo mi dudas …
—Se estaba metiendo donde no le llamaban.
—Y tu amigo… No dice nada… ¿Estaba también en
San Juan de Luz? ¿Te ayudó en la huida? O tal vez es el
pintor que te dejó los caballetes para hacerte pasar por
artista… Es muy tímido… ¿no piensa hablar?
A Leandro le resultaba insoportablemente inquietante
sentir cerca a esa tercera persona y no poder oír su voz.
No sabía si era hombre o mujer, pero intuía que era un
varón. Una banda de asesinas era demasiado novelesco.
Oyó perfectamente como la persona misteriosa escribía
algo. El roce apresurado de la punta de un lápiz sobre un
papel.
—OK —le respondió ella, y se dirigió a Leandro—,
hasta ayer pensábamos matarte pero hoy te necesitamos
como rehén, esta es la única razón de que estés vivo.
Deberías darle las gracias a mi compañero. Por mi parte,
153
Angel Gros
estarías ya bajo tierra.
—¿Y para qué necesitáis un rehén?
—Parece que nuestros planes se están desbaratando y
que algunos de los nuestros se están pasando a vuestro
lado.
—¿De qué lado me hablas? ¿Sois los que compráis
jueces, verdad?
— Si no es por nosotros, toda esta larga batalla durante
años no habrá servido para nada. No nos mueve el dinero.
Nos mueve un ideal que tú no entenderías.
—La verdad es que entiendo poco de ideales. Lo único
que sé es que cada vez que alguien habla de ellos, mueren
niños.
—¿Dinos quién está detrás de la investigación? Aparte
de ti ¿Es el comisario Campos?
—No sé quién es ese comisario. Bueno… espera…
cuando tus difuntos amigos intentaron matarme en la
Rioja, vino un policía a tomarme declaración en el
hospital. Sí, es posible que se llamara Campos. Nunca más
le he visto. Y hablando de tus amigos, ¿me puedes decir
por qué los ejecutaste?
—Ya la habían cagado dos veces, pero tenía un motivo
mejor: se estaban acojonando. Yo tenía intervenidos sus
móviles, se los di para que los usaran únicamente
conmigo. Pero eran tan estúpidos que los utilizaban para
hablar entre ellos. Comentaban a menudo que el
comisario Campos sospechaba de ellos; y los muy
cobardes se estaban planteando delatarnos y quedar como
unos héroes: los protagonistas de una suicida operación de
infiltración. Los muy hijos de puta, además, pensaban
quedarse con la pasta del último envío. Para que estés al
tanto, los hemos estado utilizando para hacer llegar el
154
Ongi etorri
dinero hasta la persona que corrompe a los jueces. Pero
dejémonos de rodeos, dinos qué sabe ese comisario y qué
pasos está dando.
—Ya podéis sacar las tenazas, porque no voy a poder
ayudaros.
—Está bien. Hoy seguirás sin comer ni beber, y
mañana hablaremos de nuevo. Lo de las heces podría ser
un problema, pero como vas a hacer régimen, no te
molestarán demasiado.
Camila Izaguirre entró en la cafetería del hotel "La
Galería”, en la Playa de Ondarreta de San Sebastián. El
edificio del hotel era un pequeño y coqueto palacete
decorado con antigüedades. Antonio Aguirre la estaba
esperando dentro. Camila no esperó a sentarse para
entrar en materia:
—Leandro está en peligro. Y esta vez no tiene
escapatoria. Los que lo tienen en su poder no se andan
con tonterías. Acaban de matar a dos policías. Habrás
oído hablar del caso. De cara a la prensa, la policía lo está
disfrazando de un asunto de mafias del este. Si se
conociera la verdad, todos sabemos que no sería bueno
para el proceso… Antonio, no te pediría esto si no supiera
que tú tienes amigos que pueden conocer su paradero,
gente de la izquierda abertzale que pueden darte pistas
más concretas y rápidas de las que la policía es capaz.
—No eres la primera en pedirme ayuda. Un tal
comisario Campos acaba de hacerlo. No me gusta ese
tipo, consigue hacerme sentir como si fuera culpable de
algo. Camila…, la gente que yo conozco no está metida
en estos líos.
155
Angel Gros
—Sé que tienes contactos, siempre los has tenido, y en
este momento no estoy en condiciones de juzgarte por
ello, ni tan siquiera quiero discutir sobre si es ético o no tu
comportamiento, formando parte de nuestro partido. En
estos momentos te habla una mujer desesperada.
Camila dudó al decir estas últimas palabras
—¿Desesperada…?—dudó Antonio Aguirre.
—No lo niego. Siento algo… especial… por Leandro y
sé que si no nos damos prisa, nunca más volveré a verle.
—De acuerdo. Haré algunas llamadas e intentaré
averiguar lo que pueda.
Camila se levantó y dio un beso en la mejilla a Antonio.
—No lo olvidaré nunca.
En cuanto se marchó, Antonio hizo uso de su móvil.
—Rosa, estaré fuera un par de días. Dile a los de la
Secretaría que no podré acudir a la reunión de mañana.
Es un tema personal, en Francia… sí, con mi hermana. Ya
te contaré. No… no es nada grave. No te puedo contar
más por el momento.
Nada más terminar la llamada, hizo otra, esta vez en
euskera:
—Baratzatik patata berria eraman behar dizkizut.
Biltegian utziko ditut ordu eta laurden barru, hamabietan.
Atoi batekin itxaron iezadazu bertan. (Tengo que llevarte
patatas nuevas de la huerta. Te las dejo en el almacén en una hora y
cuarto, a las 12 en punto. Espérame con el remolque.)
Colgó el teléfono, salió del hotel y se dirigió en coche
hacia Francia.
A las 12 menos diez estaba cerca de La BastideClairence, un curioso pueblo francés que perteneció a
Navarra y que tiene un cementerio judío en el que se
enterraban las numerosas familias sefarditas que se
156
Ongi etorri
refugiaron huyendo de la Inquisición española y
portuguesa. Las bastidas son pueblos construidos para
asentar colonos y ésta, en concreto, la fundó el rey Luis I
de Navarra, que luego se convertiría en rey de Francia y
reinaría bajo el nombre de Luis X “el Obstinado”. A unos
pocos kilómetros del pueblo se encontraba un karting
perdido entre las colinas, con un aparcamiento de tierra a
la sombra de unos álamos. Antonio Aguirre estacionó el
coche en batería y esperó unos minutos. Una furgoneta
blanca aparcó a su lado impidiendo la visión de su coche
desde la carretera. Antonio salió y se metió en ella por el
lado del copiloto.
Al volante estaba Egoitz, el hombre que interrogó a
Leandro la primera vez que fue secuestrado.
—Arratsalde on. ¿Así que tú eres el célebre Antonio
Aguirre?
—¿Y tú el famoso Egoitz…? ¿Vienes solo?
—Yo nunca estoy solo.
—Yo tampoco.
—¿Qué quieres de nosotros?
—Qué ayudéis al pueblo vasco.
—¿Al pueblo o al gobierno?
—Esta vez tenemos intereses comunes. Vosotros queréis
evitar la compra de jueces y nosotros también. El enemigo
es común y se está poniendo nervioso. Han matado a los
dos policías que les hacían el trabajo sucio desde España.
Es señal de que están alterando los planes. La policía
española también está contribuyendo al acoso. Ha entrado
en escena un tal comisario Campos. Vosotros queréis
saber quién de los vuestros está detrás de esto, y yo puedo
ayudaros. Son un hombre y una mujer. A ella la llaman la
Rubia, aunque su verdadero nombre es Xia Zhun; y él es
157
Angel Gros
conocido fuera de España como el Francés, y es un
profesional de las revoluciones, que milita en el Partido
Marxista Leninista de Francia y conoce bien la causa
independentista de izquierdas de Euskal Herria.
¿Necesitas que te cuente algo más?
—¿Estás seguro de lo que dices?— dijo Egoitz
—Absolutamente.
—¿Qué quieres a cambio?
—Tienen secuestrado a Leandro Hill.
—¿El publicitario? Parece que se ha tomado en serio el
encargo. No parece un mal tipo.
—Él nos llevará hasta ellos. Lleva un iPhone, quizás
podamos geolocalizarle. Si no se lo han quitado sus
raptores, nos dirá su paradero.
—No hará falta, el Francés, como tú le llamas, tiene una
madriguera que cree secreta, pero se olvida de que
nosotros tenemos ojos en todas partes. Vuelve a La
Bastide, busca el hotel Maison Marchand y reserva una
habitación. Te pasaremos a buscar en pocas horas, en
cuanto reúna a mi gente.
A las 9 de la noche, cuando apenas quedaba un poco de
luz de la tarde, recibió una llamada en la habitación.
—Monsieur Aguirre, preguntan por usted en el hall.
Antonio bajó apresuradamente. La ropa que trajo
desde España no era muy apropiada para salir de noche a
Dios sabe dónde, así que se había comprado unas
zapatillas de trekking y una chaqueta de montañero de
color gris en una tienda de la plaza de La Bastide, antes de
ir al hotel. Abajo, en el jardín del hotel, estaban Egoitz y,
su inseparable compañero, Andoni, el joven al que los
158
Ongi etorri
traumatólogos erigirían un monumento.
—Tú irás con Goratze— le dijo Egoitz a Antonio. Este
entró sin rechistar en un Nissan conducido por una chica
con semblante decidido, que apartó del asiento del
copiloto una cazadora que envolvía algo pesado y con
forma alargada.
—Veo que vamos preparados —dijo Antonio.
—¡Apa! —se limitó a saludar ella.
Cuando arrancaron, Antonio vio por el retrovisor como
un tercer vehículo, la misma furgoneta blanca de siempre,
esta vez con dos jóvenes que no conocía, les seguía
cerrando el convoy. Uno de ellos era pelirrojo con barba, y
el otro enjuto y con las cejas grandes.
Condujeron por carreteras comarcales que Antonio no
identificaba, aunque las continuas subidas le hicieron
sospechar que no se dirigían hacia la costa sino hacia el
interior. La conductora no era de gran ayuda. En un par
de intentos por entablar conversación, solo le contestó con
monosílabos en euskera.
Cuando la noche cayó plenamente, aún condujeron
media hora más hasta llegar a una carretera sumergida en
un bosque de robles. El coche de delante, con Egoitz y
Andoni, dio un solo aviso con el intermitente y todos
giraron por un angosto camino vecinal. El camino se
cortaba al llegar a las proximidades de una borda y todos
apagaron las luces. Después pararon los motores.
—Espera — dijo la chica—, coge esto. ¿Sabes usarla?
—Vaya… una Glock… diecisiete disparos. Antes de
que tú nacieras, yo llevaba muchas de estas en sacos de
patatas de caserío en caserío.
Para sorpresa de ella, Antonio extrajo con soltura el
cargador de la pistola para comprobar si estaba toda la
159
Angel Gros
munición, luego deslizó la corredera hacia atrás y volvió a
meter el cargador. Fuera de los coches los demás también
estaban a lo suyo. Antonio vio de todo: subfusiles MP-5,
algún Z-70 español de los que usaba antiguamente la
guardia civil y los modernos H&K G36CV, al que los
alemanes llaman "legos" por ser de plástico.
Egoitz se fijo en la cara nerviosa de Antonio y le dijo:
“Ponte esto”, al tiempo que le pasaba un chaleco
antibalas. “Si todo va bien, es posible que sea la última vez
que los usemos.”
Con un gesto de la mano reunió al grupo y les dijo:
—A partir de ahora no hablaremos, todos conocéis los
gestos. El invitado irá en la cola. Goratze, tú te encargas de
él.
La joven, que al principio interpretó que le tocaba
hacer de niñera, asintió complacida cuando oyó el final de
la frase:
—Te confío su vida. Es el único que no puede perderla.
Egoitz hizo un gesto con el brazo y conformaron una
columna con Goratze y Antonio cerrando el grupo. Por
sus movimientos se notaba que todos habían recibido
instrucción militar, manteniendo constante atención hacia
el frente, la retaguardia y los flancos. Delante de Leandro
y Goratze, atentos a los lados del camino, iban los dos
jóvenes de la furgoneta blanca. Uno, era grandullón y
tenía una tupida barba pelirroja; el otro, era moreno,
bajito, flaco, y con una cejas enormes. Abriendo el grupo,
y vigilando ambos lados del frente, iban Egoitz, con unas
gafas de visión nocturna, y su inseparable escolta, Andoni,
con un H&K en una mano y una Glock asomándole por
detrás del pantalón. Además llevaba cargado sobre el
hombro, como si nada, un cilindro metálico con asas.
160
Ongi etorri
Comenzó a llover y esta lluvia dio paso a otra más
constante que, en pocos minutos, se convirtió en un
aguacero. Caminaron unos minutos entre robles, mientras
las nubes, sin parar de descargar, impedían a la luna
creciente alumbrar el suelo; así que a veces pisaban en
falso. Pero todos, incluido Antonio, tenían experiencia en
el monte. En su época de mugalari, los movimientos de
taldes y mercancías siempre se hacían en estas condiciones,
para evitar las patrullas.
A lo lejos y entre los árboles, tras la cortina de agua,
enseguida divisaron una luz de un caserío. Provenía de
una lámpara que alumbraba la entrada. Según se
acercaban, Antonio incluso pudo distinguir la flor de
cardo en la puerta, el eguzkilore que se coloca en las casas
de campo vascas para alejar a brujos, lamias, y genios de
la enfermedad.
Ante la casa, se abría una explanada de unos treinta
metros, y en las ventanas del caserío no se distinguía
ninguna actividad. A estas horas, y bajo la lluvia, se
mostraba como una mole enorme que tenía dos módulos
anexos al edificio principal.
Egoitz levantó un brazo y describió un círculo con la
mano que todos entendieron. Luego señaló la casa.
De uno en uno corrieron todos hacia el muro, excepto
Goratze y Antonio. Egoitz les habló:
—Vosotros dos permaneced aquí. Vamos a intentar
eliminar a los de la casa. Cubrid todo el exterior. Si
alguien sale y no somos nosotros, disparadle. En caso de
que no salgamos en quince minutos, Goratze te llevará
hasta el coche y te dejará junto al karting de La Bastide.
Dicho esto, Egoitz puso una mano sobre el hombro de
Goratze y la mantuvo así unos instantes sin dejar de
161
Angel Gros
mirarla a los ojos. Ella apoyó la mejilla sobre su mano.
Inmediatamente, Egoitz se colocó las gafas de visión
nocturna y corrió hacia el muro del caserío donde se
hallaban apostados los otros tres componentes del grupo.
La tormenta estaba cobrando forma y los rayos
iluminaban intermitentemente la fachada del edificio.
Cuando estos faltaban, las siluetas se confundían entre las
sombras del caserío. Andoni cedió el cilindro metálico al
barbudo pelirrojo, que lo agarró por un lado, y al bajito
de las cejas grandes, que lo sujetó por el otro. Ambos lo
balancearon en el aire un par de veces y golpearon con él
la puerta de roble que se abrió al primer impacto. Se
oyeron gritos en francés de una mujer en el piso superior.
Egoitz señaló con el dedo la puerta y todos entraron
con las armas apuntando al frente.
Desde fuera, Antonio y Goratze los perdieron de vista.
Pero al cabo de unos veinte segundos se oyó la primera
ráfaga y enseguida otra de respuesta. Antonio Aguirre y
Goratze veían desde fuera el resplandor de los disparos
que se producían en el interior de la casa.
Egoitz y los suyos habían entrado y tomado el control
del salón principal en la planta baja. Este permanecía a
oscuras. En la planta de arriba se oían de vez en cuando
los pasos apresurados de, al menos, dos personas. El jefe
del comando mostró dos dedos a sus compañeros, y el
pequeño de las cejas grandes junto al grandullón pelirrojo
subieron las escaleras sin dejar de apuntar al frente con sus
armas. Desde arriba un hombre cruzó, a la vista de todos,
el zaguán, lanzando una ráfaga que tumbó hacia atrás al
de las cejas grandes, el grandullón pelirrojo esquivó la
caída de su compañero, pero tuvo tiempo de disparar a su
vez una ráfaga hacia su atacante. Este desapareció por la
162
Ongi etorri
derecha y el pelirrojo hizo una señal a los de abajo para
que subieran tras él.
Andoni agarró por el cuello de la zamarra al
compañero de las cejas grandes y lo arrastró hacia abajo
hasta apoyarlo en la pared junto a la puerta de salida del
caserío. Luego, volvió corriendo escaleras arriba.
—Aritz está muerto— le dijo a Egoitz.
Egoitz frunció el ceño y examinó el zaguán. Este daba
acceso a las diversas dependencias: cocina a la izquierda,
gran comedor en el centro, y una habitación a la derecha
que ocupaba lo que debió ser el antiguo pajar. Conocía
bien los viejos caseríos, y este, en concreto, no había
sufrido demasiadas rehabilitaciones, y Egoitz sabía que de
esta habitación se accedería a otro espacio, que
probablemente ahora sería el dormitorio principal y
conservaría la chimenea de la vieja estancia de los caseros.
El de la barba pelirroja repasó visualmente con su arma
la cocina y el comedor que tenían frente a sí e hizo un
gesto que indicaba que el habitáculo estaba limpio. Egoitz
le indicó, con la palma de la mano paralela al suelo, que
permaneciera en el zaguán vigilando la posible aparición
de alguien desde la segunda planta, mientras él y Andoni
entraban en la primera habitación.
A sus espaldas se oyó una ráfaga y vieron desplomarse
el enorme cuerpo del pelirrojo, al tiempo que una figura
femenina saltaba por encima de su cuerpo y se introducía
en la cocina. Ahora estaban entre dos fuegos. Xia Zhun,
por un lado, cerrándoles la salida de la casa, y el
desconocido que inició los disparos, por el otro, en la
ultima estancia. Egoitz cerró la puerta que les comunicaba
con el zaguán para evitar ser atacados por detrás y se
dispuso a entrar en la habitación del fondo. De repente,
163
Angel Gros
en el balcón, la figura de una mujer apareció al tiempo
que un relámpago la iluminaba y disparó a través de los
cristales impactando de lleno en el cuerpo de Andoni e
hiriendo a Egoitz, que cayó al suelo lejos de su arma.
El jefe del comando estaba completamente desarmado
y Xia le apuntó desde el balcón. El disparo no se hizo
esperar. Pero no provenía de su arma. Es más, cuando
sonó el disparo, fue ella quien cayó hacia adelante sobre
los cristales rotos.
Goratze había sido la autora del disparo. Desde fuera
del caserío, vio cómo una figura se deslizaba a través del
largo balcón central adosado al muro y se acercaba
sigilosa hacia la otra puerta del mismo, la que comunicaba
con la estancia donde se encontraban Andoni y Egoitz.
Goratze, antes de que Antonio Aguirre se le adelantara,
tuvo el tiempo justo de apuntar y realizar un disparo con
éxito.
Egoitz, se levantó herido, cogió su arma, y giró el pomo
de la habitación cerrada. En el preciso momento en que
iba a entrar, le dispararon por la espalda. Xia desde el
suelo aún tuvo fuerzas para cometer su último asesinato.
Goratze y Antonio, nerviosos, vieron salir de la casa a
alguien que no era de los suyos y dispararon contra él sin
demasiada fortuna. La sombra desapareció por uno de los
lados del caserío y se esfumó entre la lluvia oscura.
Ambos, sin pensarlo, entraron en el caserío. Lo hicieron
ansiosos por conocer lo sucedido, pero enseguida se
percataron de la matanza que se había producido, y el
desastre en que se había convertido la operación.
Al primero que vieron fue a Aritz, el pequeño de la
cejas grandes, apoyado junto a la pared de la entrada con
los ojos en blanco. En el pasillo, arriba, el grandullón
164
Ongi etorri
pelirrojo parecía aún más grande desangrándose en el
suelo boca abajo. Una de las balas le había destrozado la
mandíbula, y tras palparle el cuello y no encontrarle pulso
continuaron hacia la derecha. Desde donde se
encontraban, pudieron ver cómo se dibujaban sobre el
suelo tres cuerpos. Goratze corrió y saltó sobre los
cadáveres de Andoni y Xia para arrodillarse junto a
Egoitz. Trató de incorporarlo pero lo más que consiguió
fue apoyar la cabeza en su regazo. Antonio Aguirre miró
con desconfianza el cuerpo yacente de la birmana y
levantó con delicadeza a Goratze del suelo, que se sorbió
las lágrimas al tiempo que dijo:
—Bukatu dezagun lana. (Terminemos el trabajo)
Subieron hasta el segundo piso y tampoco encontraron
a Leandro. Arriba del todo, en el desván, no había rastro
del secuestrado.
Salieron del edificio y se acercaron a uno de los
módulos anexos. En el interior de uno de ellos oyeron un
ruido, un golpeteo de madera contra el suelo de piedra.
Goratze volvió para coger el cilindro metálico que
reposaba junto a la entrada del caserío; y con la ayuda de
Antonio, forzaron la puerta y entraron en un almacén de
maquinaria y aperos para el campo. Al fondo, había otra
puerta. La abrieron y vieron, en el centro de la estancia, a
un hombre maniatado y encapuchado sentado en una
silla. Goratze rompió las bridas con una navaja y entre los
dos le ayudaron a incorporarse. Prácticamente no podía
andar, después de haber permanecido casi cuarenta y
ocho horas sentado. Las piernas de Leandro Hill estaban
completamente dormidas.
Entre los dos consiguieron sacarlo fuera y arrastrarlo
hasta el coche.
165
Angel Gros
—No sé cómo se las arreglarán los gendarmes franceses
para explicar lo sucedido a la prensa, pero no hablarán de
terrorismo —dijo Antonio Aguirre.
—El que ha huido es el Francés, lo mataré con mis
propias manos, aunque sea lo último que haga— dijo
Goratze.
—Cojámoslo de una vez por todas —dijo Leandro—.
No puede ser tan escurridizo. Pero antes, Antonio…, ¿me
puedes explicar qué haces aquí y quién es ella?
—Antes tengo que llevarte con Camila Izaguirre. Se lo
he prometido.
Leandro le miró sorprendido.
—¿Está al tanto de esto la policía española?
—Era más eficaz solucionarlo así —dijo mirando a
Goratze.
Esta les dejó en el aparcamiento del karting de La
Bastide. Antes le reclamó el arma a Antonio Aguirre, que
aún la llevaba aferrada a la mano.
—Ahora que Egoitz ya no está —dijo ella—, yo seré el
contacto. Pregunta por mí en el bar Trainera de Hendaya,
di que llamas por lo de la lotería… Espero que estas
muertes hayan servido para algo.
—Antonio y Leandro se miraron y asintieron con la
cabeza.
Por increíble que parezca, ambos sintieron lástima por
ella y por los que habían perdido la vida en el rescate.
En cuanto llegaron a España, Antonio puso en marcha
su móvil mientras conducía y llamó a Camila.
—Soy yo. Solo puedo decirte que Leandro está
conmigo y se encuentra bien… ¿vernos?, ¿dónde?
Colgó el teléfono. Inmediatamente detectó que tenía
tres llamadas perdidas del comisario Campos.
166
Ongi etorri
—Tengo que llamarle. No me queda otra. Seguro que
sospecha de mi desaparición —haciendo uso de una sola
mano activó la llamada de respuesta y esperó unos
segundos.
—¿Comisario Campos? Sí, dígame. Sí… no he
podido… he estado fuera... No, claro, en casa de mi
hermana no me habrá encontrado, ella no sabía que venía
a Francia... un viejo amigo… se casa y quería hacer una
despedida con toda la cuadrilla. Sí, mas joven que yo....
¿Cómo? Sí… la semana que viene podríamos vernos…
¿Tan urgente? Está bien. Mañana en San Sebastián.
Espéreme en la cafetería del hotel Londres. A las ocho de
la tarde. Antes no puedo; por la mañana, y al menos hasta
las seis, tengo que estar con la ejecutiva del partido en
Bilbao. ¡Hasta mañana, pues!
Antonio Aguirre miró a Leandro.
—Tendremos que andarnos con ojo. No se le escapa
una. ¿Cómo sabía que estaba en Francia?
—¿Tienes activada la geolocalización en tu móvil? —
preguntó Leandro—. Suerte has tenido de que no se haya
apuntado a la fiesta.
—Leandro, voy a dejarte en Zarautz, Camila tiene un
apartamento junto a la playa y podrás descansar y
desaparecer unos días. Si no te llevo, Camila me mataría.
Cuídala, es una buena chica.
—¿Y tú, vas a explicarme qué pintas en todo esto? —
dijo Leandro.
—Yo solo pasaba por aquí.
Debían ser las cuatro de la mañana cuando llegó al
apartamento de Camila, apestando como un zorro, lo que
167
Angel Gros
no evitó que Camila se tirara a sus brazos. Después de
besarla, Leandro la apartó con suavidad y le pidió unas
toallas para darse una ducha.
—¿No prefieres un baño?
Camila estaba feliz, iba de un lado para otro
preparando todo para que Leandro se sintiera cómodo.
Tenía un bonito apartamento que dejaba ver a través de
un gran ventanal el imponente mar de fondo que se forma
después de las tormentas. La luna presidía el cielo después
de que las nubes se hubieran retirado. Había preparado
unos apetitosos sandwiches de salmón, y tenía una botella
de chardonnay en una hielera.
Leandro agradeció aquella ducha después de todo lo
sucedido. Por el momento, los músculos de su cuerpo no
le respondían como debieran; pero bastó con abrir la
ducha, sentir el calor del agua y el vapor en su cuerpo
para recuperar el tono muscular y entrar en un agradable
estado de somnolencia. Camila entró en el cuarto de baño
y le acercó unas toallas. Él las recogió y ella no pudo evitar
besarlo y mojarse al abrazar su cuerpo; después, entró en
la ducha y se desnudó, pegada a sus labios, bajo el chorro
caliente.
Un rato después, ambos estaban tumbados, con dos
albornoces, sobre la confortable cama que presidía el
cuarto de Camila. Comieron los sándwiches y bebieron
hasta acabar la botella. Allí, Leandro pasó a contarle todo
lo sucedido; ella le miraba absorta y callada, como con
miedo a interrumpirle y perderse algo.
Le relató cómo después de ser secuestrado por los dos
polis y por la Rubia fue conducido hasta los aledaños del
Txindoki. Y cómo, al llegar allí, le sacaron a empujones y
lo arrodillaron contra un árbol, al borde de un arroyo y
168
Ongi etorri
con las manos atadas. La Rubia y uno de los polis iban
armados. El otro había dejado el arma en el coche y
observaba la escena preocupado porque alguien pudiera
verles.
La rubia le ordenó al que iba armado que disparara
contra Leandro, pero el policia no parecía estar por la
labor y le dijo que por qué no lo hacía ella misma; que no
era por falta de arrestos, pero que a él le pagaban por
entregar el dinero no por echarse un muerto a las
espaldas. Sobre todo desde que el comisario Campos
estaba con la mosca tras la oreja con el incidente del
taxista en los viñedos.
Ella no dudó un instante, le apuntó a la cabeza
mientras él la miraba entre desafiante y sorprendido.
—¿Qué piensas hacer? ¿Matarme? —dijo él, chulesco,
apoyando la planta de uno de los pies en el árbol.
—No servís para nada, tenía que haberlo hecho mucho
antes.
Le disparó en la cabeza dos veces. El otro policía hizo
ademán de correr hacia el coche en busca de su arma,
pero la Rubia le interceptaba el paso. Era un tipo ágil e
hizo un rápido cambio de dirección que le permitió
esquivar un primer disparo y correr en dirección
contraria, hacia arriba. Se notaba que era un deportista
pero, en décimas de segundo, el proyectil de un segundo
disparo le alcanzó en el muslo. Él siguió subiendo la
montaña arrastrando su pierna herida. Ella, con una
tranquilidad pasmosa, le dio alcance y le pegó dos tiros
más. Cayó al arroyo y pude ver como su sangre se
mezclaba con el agua y descendía por el curso abierto en
la ladera.
Cuando ella se dio la vuelta y me miró, pensé que todo
169
Angel Gros
se había acabado. Yo seguía paralizado en el suelo con las
manos atadas a la espalda. Sabía que un pequeño
movimiento hubiera supuesto encajar un disparo de ella.
Cuando estuvo a mi lado me dijo: “Levántate y camina
delante de mí”. Al llegar al coche abrió el maletero y me
hizo tumbarme dentro. Me metió un trapo sucio en la
boca y me rodeó la cara con cinta americana, después me
colocó una capucha y cerró el portón. Me retuvieron en
un caserío, me interrogaron varias veces, y lo siguiente que
vi, cuando me quitaron la capucha, fue a Antonio Aguirre
y a una desconocida en una habitación sórdida del
almacén de un caserío, después de haber escuchado un
largo tiroteo en mitad de una tormenta.
Mientras hablaba, Camila le acariciaba el pelo y de vez
en cuando le rozaba la cara con el dorso de su mano y
hacía algún tímido comentario:
—No te imaginas lo que me arrepiento de haberte
metido en todo este embrollo. Si llego a perderte, no me lo
hubiera perdonado jamás.
—Ahora ya es tarde. Lo que hemos empezado hay que
acabarlo. El francés huyó y tiene perfectamente claro
quiénes son sus enemigos. Quizá al único que no conoce
es a Antonio Aguirre, porque no pudo llegar a verlo. Y
cuenta con una gran ventaja, nosotros no sabemos quién
es él. Podría ser el barrendero que regaba la calle hace un
rato.
—Camila se levantó y fue hacia el baño. Cuando
volvió, no llevaba puesto el albornoz.
170
CAPÍTULO VEINTE
Londres Hotela
A las ocho y dos minutos de la tarde del día siguiente,
Antonio Aguirre entró en la cafetería del Hotel Londres
de San Sebastián y se sentó en una mesa junto al ventanal
que da a la Playa de la Concha. La silueta de la Isla de
Santa Clara se destacaba en el centro del cerrado arco
que describe la bahía. El atardecer estaba ya dando paso a
la noche y las gotas intermitentes mojaban la barandilla
centenaria del paseo más transitado de la ciudad. La lluvia
oscura parecía añadir mayor trascendencia a los últimos
sucesos.
Después de que le trajeran un café, apareció el
comisario. Antonio se extrañó de su saludo. Al estrecharle
la mano, le acarició con el pulgar el dorso de la suya.
—Los masones no nos reconocemos por esos gestos —
dijo Antonio Aguirre.
—Veo que ya se imagina el tema que pienso poner
encima de la mesa.
—La masonería es legal en España.
—Por supuesto. Dígame, ¿es cierto que Obama es
171
Angel Gros
masón?
—No lo sé. Que lo sea o no es una decisión personal y
tiene derecho a no hacerlo público. Nosotros no tenemos
relación con las logias de Washington.
—Bueno… pero si acaso necesitaran recabar su ayuda,
enseguida se pondrían a su disposición ¿no es así?
—En caso de extrema necesidad, seguramente.
—Hábleme de sus dos años en León.
—¿Qué quiere que le cuente?
—¿Cómo conoció a Iñaki Zuluaga?
—Bueno, digamos que congeniamos, los dos vascos…
—Pero él y usted ya se conocían anteriormente.
—De oídas. Había sido profesor en Deusto.
—¿No es cierto que el excelentísimo señor D. Severiano
Zuluaga, tatarabuelo de su amigo, fue uno de los primeros
rectores de la Universidad de Deusto?
—Sí, es cierto.
—¡Masón!
—¿Lo era?
—Lo sabe tan bien como yo. Después de nuestra
entrevista en Deusto hice algunas averiguaciones. Me
ayudaron mucho en la Logia de Bilbao. Me sorprendió
descubrir que la masonería de hoy es muy trasparente. No
tuvieron ningún inconveniente en desempolvar viejas
actas y dejarme echar un vistazo. Me quedé impresionado
con la cantidad de gente ilustre de Bilbao y San Sebastián
que acudía a los actos de la logia. Había también muchos
ingleses. Y eso que dicen que la masonería entró en
Euskadi por Francia.
—Sí, creo que sí. No soy historiador.
—En medio de todos estos papeles encontré un acta de
fundación de la “Confraternidad de la Carrasca”. El
172
Ongi etorri
máximo grado de los firmantes era Zuluaga. Así que
intenté averiguar si tenía descendientes y quiénes eran.
Pregunté en la Logia y la persona con la que hablé no
tuvo inconveniente en contarme que su bisnieto, Iñaki
Zuluaga, acudía todos los lunes.
Así que me planté allí el lunes y conversé con él. Solo
acude a Bilbao ese día. Vive en León y fue profesor
cuando usted estuvo allí. Usted lo sabe muy bien. Se alojó
en su casa los primeros meses.
—Los vascos nos echamos una mano.
—Y los masones aún más. Yo creo que él le captó y
durante este tiempo le aleccionó sobre algo muy especial.
Le inició en algo más que en la masonería.
—¿Qué puede haber más secreto que eso?
—Mantener viva la llama de la lucha vasca. Usted es
un Aguirre. Son la familia encargada de velar por el
cumplimiento de los fueros.
—¿Quiere decir que los Aguirre somos una
organización terrorista?
—Nada más lejos de mi intención. Las organizaciones
terroristas son para hijos de caseros y trabajadores maketos.
Ustedes luchan desde hace mucho más tiempo y desde
donde no se les ve. Desde el auténtico poder. El poder
económico, la política con mayúsculas, las familias
poderosas de siempre dueñas de las grandes instituciones
docentes privadas. Ustedes saben que por la izquierda no
se llega a ninguna parte, ustedes luchan desde la derecha,
desde las clases dominantes tradicionales. La alta
burguesía y la nobleza. Las que consiguieron los fueros a
base de negociaciones con reyes y reinas. Grandes duques,
condes y banqueros medievales consiguiendo prebendas y
ventajas a cambio de vender sus apoyos a las grandes
173
Angel Gros
coronas: a Castilla, a Navarra, a León… Manipular una
banda terrorista para ustedes es pan comido. Han
manejado ejércitos mucho más poderosos. Ustedes viven
en la discreción y ellos en la pasión. Ellos salen en los
medios y ustedes conspiran en la sombra.
—¿Se olvida de que milito en un partido de izquierdas?
—El lobo, a veces, se disfraza de perro y así puede
pasearse por el poblado. Su causa está por encima de
partidos, su fuerza es su invisibilidad. Todos juntos en un
único partido los convertiría en vulnerables. Ustedes están
repartidos en todos los estamentos y facciones políticas.
Como verá, estoy aprendiendo mucho de masonería.
—¿A dónde pretende llegar con esto?
—Mis prioridades no son desarticular una conjura
secular, sino acabar con los criminales que quieren
corromper los estamentos de justicia de mi país y en esto
sé que usted y los suyos no dudarán en echarme una
mano. La policía francesa ya nos ha informado de lo
sucedido ayer en un caserío de Oloron-Sainte-Marie:
¡menuda masacre! El asunto se está tapando como
siempre, disfrazándolo de ajuste de cuentas mafioso; pero
tienen un serio problema, entre los muertos están tres de
los terroristas más buscados por la policía. Sabemos,
Antonio, cada paso que usted da y curiosamente sus pasos
ayer estaban por allí.
—Habían secuestrado a un inocente.
—A Leandro Hill, lo sé, entre las tenencias de los
habitantes de la casa los gendarmes encontraron su móvil.
Sumemos al caso dos policías asesinados a sangre fría.
Corruptos, ¡sí!, pero no por ello dejan de ser víctimas de
asesinato. Necesito que me cuente exactamente qué pasó y
que aunemos esfuerzos. Quiero que hable con quien
174
Ongi etorri
proceda en su logia y remuevan Roma con Santiago para
encontrar a los corruptos. Ustedes pueden llegar a todas
partes. Supongo que no será difícil dar con alguien que
haya oído o visto algo. Cada vez estamos más cerca de
encontrar el encaje de este rompecabezas. Ya sabemos que
una de las personas implicadas trabaja en Lakua. De la
otra, en el caserío, tenemos muchas huellas. El barro de la
tormenta las ha dejado por todas partes. Un desconocido,
en principio varón, que huyó por la parte trasera del
edificio. El fantasma que buscamos.
—El Francés.
—¿El Francés? ¿Qué sabe de él?
—Prácticamente nada, pero puedo conseguir algo más
de información. Ahora, no me pregunte cómo pienso
hacerlo.
—Considérese una fuente. Cómo lleva a cabo sus
averiguaciones es cosa suya.
El comisario Campos se levantó de la silla y dejó veinte
céntimos de euro sobre el plato.
—Así que lo del pulgar al dar la mano ya no se lleva,
¿eh?
—Hubiera sido más adecuado un abrazo fraternal.
—Ya lo sé para otra vez.
175
CAPÍTULO VEINTIUNO
Ama
A la mañana siguiente, en comisaría, Campos reconoció
al instante la voz de Antonio Aguirre cuando contestó una
llamada procedente de un número oculto.
—Tengo un dato para usted, el jueves por la tarde una
de las personas que busca asistirá a una reunión donde se
trataran los últimos acontecimientos.
El comisario Campos se levantó de la silla y estiró el
brazo para coger un bolígrafo de la mesa de al lado.
—¿Dónde se llevará a cabo?
—A pesar de ser un lugar público, le estará vetada la
entrada. Si quiere estar allí tendrá que justificar el motivo
de su asistencia.
—Déjese de misterios, ¿de qué lugar me está hablando?
—De Lakua.
—¿Y quién es esa persona?
—No puedo darle ese dato. Ni siquiera me lo han
facilitado. Pero estará presente en la reunión que ha
convocado el Lendakari, a las ocho de la tarde, en la sala
del Consejo. En la planta tercera.
176
Ongi etorri
—Muchas gracias Antonio, veo que su red de
informantes supera a la nuestra. Pero es una reunión
privada. Me va a resultar complicado averiguar quiénes
serán los asistentes.
— Entre los convocados hay algunos conocidos suyos.
—¿Quiénes?
—Camila Izaguirre y yo mismo. Al principio dudaron a
la hora de incluirme en la convocatoria, pero mi contacto
presionó para que estuviera presente.
—¿Camila está al tanto?
—Que yo sepa, no.
—¿Y cuál es el motivo de la reunión?
—Tratar la postura del gobierno ante la próxima
amnistía de los presos.
—Bien, le diré lo que tiene que hacer: simplemente
acuda a la reunión y no se le ocurra mandarme ningún
sms con los nombres de los asistentes, ni excusarse durante
la reunión para salir y hacer una llamada. Simplemente
espere a que finalice y luego acuda al Café Aramán, en el
centro de Vitoria. Le estaré esperando.
A las pocas horas, Camila recibió una llamada de Rosa
Gaztelu, que le transmitió, con su voz grave, los deseos del
Lendakari de reunirse con ella unos minutos antes de
comenzar una importante reunión que pretendía llevar a
cabo el jueves de esta semana. Camila confirmó a Rosa su
asistencia, después de migrar una cita de su agenda: el
jueves tenía prevista una visita a la jefatura de la
Ertzaintza de Vizcaya.
—El jefe manda, Rosa. Dile que estaré sin falta a las
7.30 en Lakua. ¿Quiénes acudirán?
—El Lendakari no me ha autorizado para decíroslo,
177
Angel Gros
aunque supongo que a ti te lo comentará un ratito antes
—dijo Rosa.
Camila se olió algo extraño en esta convocatoria, y
cuando lo comentó en la comida con Leandro este le pidió
que le consiguiera un pase para poder estar en el edificio
durante el transcurso de la misma. Acordaron usar como
excusa, de cara a los informes de entrada y salida del
edificio, una reunión con el equipo de comunicación.
Leandro estaba alojado en el hotel de Vitoria, para
poder estar junto a Camila, durante la semana, mientras
ella trabajaba. Decidieron compartir habitación y dar pie
a las habladurías que fueran precisas. Vivían en esa fase
del enamoramiento en que la única prioridad es estar el
uno junto al otro. Por la noche, ambos estuvieron
haciendo cábalas acerca de quiénes serían los asistentes, y
estuvieron tentados de llamar al comisario Campos para
informarle del asunto. Desconocían que él ya estaba al
tanto. Finalmente decidieron no contarle nada, porque
seguramente hubiera desaconsejado la presencia de
Leandro en el edificio.
A las 18:50 Leandro observó, desde el despacho de
Camila, como ella y el Lendakari se dirigían por el pasillo
hacia la Sala del Consejo, después de haber mantenido
una corta reunión minutos antes. Desde su posición
privilegiada, Leandro tendría una excelente perspectiva de
los asistentes a la reunión. Por el momento, solo Rosa
Gaztelu entraba y salía de la sala con cuadernos y unas
botellas de agua. Diez minutos antes, junto a un bedel,
sacó de la misma un abarrotado carro con cafés de alguna
reunión anterior.
Al tiempo que Camila Izaguirre y el Lendakari se
178
Ongi etorri
dirigían hacia la sala, se abrieron las puertas del ascensor y
las personas que salieron de él saludaron con cordialidad a
estos dos. Leandro tuvo tiempo de reconocer a Antonio
Aguirre, y solo tardó algunos segundos más en ponerle
nombre a los demás; una era Edurne Azpilicueta,
responsable de HABE, el Instituto Vasco de
Alfabetización y Reeuskaldunización de Adultos—; y el
otro, Javier Eguía, consejero del Grupo Durango. Todos
entraron en la sala y Rosa Gaztelu cerró la puerta. Por lo
visto, no había más asistentes. El Lendakari abrió la
reunión:
—Ante todo muchas gracias a todos por vuestra
asistencia. Sé que a algunos os he fastidiado la agenda,
pero necesitamos urgentemente tomar una
determinación. Y voy a ser muy breve, porque el tema no
admite demoras. Tengo que decidir cuanto antes si
oficialmente apoyaremos o no una política de amnistía
con algunos de los presos con más delitos de sangre de la
banda armada. El proceso de paz está estancado. No
habrá entrega de armas mientras no se den pasos y este
avance es delicado. La asociación de víctimas no estará de
acuerdo, el PP y otros muchos partidos tampoco. Pero me
preocupa más cómo reaccionará la ciudadanía vasca ante
este problema. Y en concreto nuestro electorado.
No he querido invitar a este reunión a las personas que
el conducto reglamentario aconsejaría convocar. Por lo
tanto, esta reunión nunca ha tenido lugar, la decisión final
será una decisión personal del Lendakari. En caso de
equivocarme, solo yo asumiré el error y el partido no
tendrá que sufrir las consecuencias. Si acierto, prometo
compartir el mérito. Pero necesito, antes de tomar mi
resolución, escuchar vuestras opiniones. Camila, como
179
Angel Gros
consejera de Interior —explicó a todos—, no hace falta
decir por qué se encuentra aquí; Antonio Aguirre lo está
también porque puede medir mejor que nadie el impacto
sobre el electorado de mi decisión; Edurne, por su
conocimiento del tejido euskaldun, y tal vez os
sorprenderá que haya invitado a Javier Eguía, pero para
mí es fundamental saber cómo esta decisión puede afectar
a los empresarios y emprendedores de Euskadi. También,
como es habitual, está Rosa Gaztelu, que ha tenido la
amabilidad de organizar la reunión y que, si quiere, puede
acompañarnos.
Antonio Aguirre no esperó a nadie para opinar:
—Las leyes españolas no permitirán que terroristas con
delitos como los que tú comentas salgan a la calle; y de
Vitoria para abajo no te quiero ni contar la que se va a
montar.
—Te sorprendería saber cómo están reaccionando los
jueces últimamente —le corrigió el Lendakari—, pero
entiendo tu preocupación.
Edurne enseguida se alineó con el presidente.
—El mundo euskaldun lo recibirá con agrado, les
parecerá un gesto comprometido del gobierno para
conseguir la entrega de armas.
Javier Eguía la interrumpió:
—No creo que este sea el único camino para llegar a la
entrega de armas. Es más, me parece peligroso avanzar de
forma tan rápida. No se hará esperar un efecto rebote
contra la sociedad vasca y nuestras empresas por parte de
España y de Francia. No queremos un veto a nuestros
productos por parte de los mercados más afines. Un
empobrecimiento de nuestra sociedad es justo lo que
busca la izquierda abertzale para imponer sus criterios.
180
Ongi etorri
La reunión continuó así durante más de una hora; el
edificio, que a partir de las 20.00 horas casi no albergaba
a nadie, ahora ya se encontraba prácticamente vacío.
Leandro, aburrido en el despacho de Camila, permanecía
atento a cualquier movimiento extraño que pudiera
producirse en esta planta del edificio.
Por el momento, nada parecía moverse en sus pasillos y
despachos. Leandro cogió una revista de turismo Conde
Nast y la hojeó. No había pasado de las primeras páginas
cuando le pareció escuchar una voz hablando al fondo del
pasillo y cerró la revista con cautela. Era tal el silencio que
hasta el pasar de las páginas era atronador. Se encaminó
con cautela hacia el lugar de donde provenía, intentando
no delatarse. No era un diálogo, era solo una voz, parecía
de hombre y hablaba en voz baja, al parecer por teléfono,
ya que se producían silencios y nadie contestaba a sus
preguntas.
—No hay forma de convencer a Antonio Aguirre y a
Javier Eguía de que apoyen al Lendakari. De todas
formas, yo lo doy por hecho, el Lendakari ya lo tiene
decidido. Y los jueces, ahora que han cobrado una parte,
no se podrán echar atrás.
Leandro se encontraba ya a pocos metros de una
pequeña habitación de la que parecía provenir el sonido y
que se usaba como almacén de productos de papelería.
Según se aproximaba, notó que la voz le resultaba
familiar, pero no acertó a ponerle cara a ese sonido grave
hasta que alcanzó el marco de entrada. Era Rosa Gaztelu.
Estaba de espaldas y hablaba por el móvil:
—Ayer hice el último pago. Sí…, quedamos para
comer en el Landa, en Burgos… de todas formas, dile al
Francés que se encargue cuanto antes del publicitario. Está
181
Angel Gros
haciendo demasiadas preguntas, y ahora vive con la
consejera. Se está convirtiendo en un elemento
peligroso…, de acuerdo, te llamaré al salir. Y dile también
que quiero mi dinero esta semana. Cuanto antes acabe
esto, mejor. Es la última conversación que tenemos por el
móvil.
Rosa pulsó la tecla de colgar y se dio la vuelta. Se
encontró cara a cara con Leandro y entendió al instante
que llevaba un buen rato escuchándolo todo.
—Vaya, Rosa. Eres la última persona de la que hubiera
sospechado.
Rosa, que se había quedado paralizada, intentó zafarse:
—Sospechar… ¿qué? Perdóname pero tengo una
reunión —respondió, cogiendo unas carpetas e intentando
abrirse paso entre el cuerpo de Leandro y el marco de la
puerta.
Leandro cargó el peso de su cuerpo sobre ese lado y ello
bastó para impedir la salida de Rosa, que retrocedió dos
pasos. Ella dejó con calma las carpetas en la estantería y,
en un segundo, sacó de su bolso una pistola.
—¿No creerías que me iba a meter en todo este lío sin
saber manejar un arma, verdad?—dijo abandonando el
estado de ansiedad en que se hallaba sumida al ser
descubierta.
—¿Cómo has podido jugártela de esta manera con un
hijo en su situación? —dijo Leandro.
—Precisamente por eso —dijo mirándole con odio.
—No te entiendo.
—Una madre es capaz de cualquier cosa por un hijo.
¿No te paraste a pensarlo?
—¿Capaz de comprar jueces? ¿De ser cómplice de
varios asesinatos? ¿De codearse con la peor ralea?
182
Ongi etorri
—De eso y de mucho más. Tú no sabes lo que es oír,
una y otra vez, a los médicos de este país, que no hay
solución, que no se producen avances. Que tendré que
conformarme con tener un hijo que no me habla, que no
me besa, que no me cuenta lo que pasa por su cabeza.
Otras madres, en otras partes del mundo, ven
esperanzadas como sus hijos reciben tratamientos caros
que los harán progresar y que a lo mejor consiguen
incluso curarles.
Durante un instante pareció tranquilizarse y sorbió
unas lágrimas que amenazaban con brotar. Comenzó un
monólogo extraviando la mirada como si quisiera
traspasar el muro con ella. Parecía que estuviera hablando
consigo misma y recordándose las tareas pendientes.
—Tengo que llevar a Galder al Instituto Mind en
Sacramento para que le diagnostiquen qué rama
específica de autismo padece. Les toman fotos 3D del
rostro y cabeza para ver si revelan alguna anomalía.
Luego, durante semanas, le colocarán un casco que
medirá sus ondas cerebrales frente a todo tipo de
estímulos. Así sabrán si su cerebro distingue entre sonidos
bajos, medios y de alta intensidad —esto último lo dijo
señalándose la cabeza con la pistola—. Después tendrá
que someterse a terapias de comportamiento dirigidas a su
dolencia particular. Son carísimas. Si todo esto no produce
avances, pagaremos para formar parte del programa de
transplantes de células madres. Si tampoco da resultado,
existe el tratamiento por aluminio, que tiene ciertos
riesgos, pero ha dado resultados alucinantes en algunos
pacientes —poco a poco Rosa iba alterando el rostro y
hablaba como para una audiencia, con los ojos
desorbitados y muy excitada—. Existe también una
183
Angel Gros
operación del lóbulo frontal del cerebro no demasiado
invasiva que se realiza en Venezuela y que ha conseguido
curar totalmente a algunos niños —en este momento Rosa
pareció volver a la realidad y miró con odio a Leandro—.
Haré cualquier cosa para que Galder pueda llevar una
vida normal.
—Sabes que es imposible.
—Lo que es imposible es vivir en la conformidad, saber
que nada va a cambiar.
—¿No podías haber ahorrado el dinero?¿Pedirlo
prestado?
—La cifra de la que hablo no se la prestan a una
funcionaria en un banco .
—¿Quién te metió en esto?
—Lo vas a conocer enseguida. O mejor dicho, ya lo
conoces.
Cogió su móvil y llamó.
—Soy yo otra vez. El publicitario sabe en lo que
estamos. Estoy con él. Tranquilo, la situación está
controlada, llevo la pistola. Iremos a la nave. Espéranos
allí.
Colgó y se dirigió a Leandro:
—Iremos hablando por el camino. Ahora saldremos
por el parking del edificio en mi coche. No se te ocurra
hacer tonterías.
—Los de seguridad notarán algo raro.
—En este edificio mando yo. Los de seguridad
mantienen su puesto mientras a mí me lo parezca. Los
someto a una evaluación mensual. Les va el puesto en ello.
No necesitarás ni sacar tu txartela.
—Mañana todos sabrán que salimos juntos del parking.
Las cámaras de video recogerán nuestro paseo. Además te
184
Ongi etorri
echarán de menos al acabar la reunión.
—Espero estar de vuelta antes de una hora, aún tienen
para rato. Conociendo al Lendakari, no creo que
concluyan hasta dentro de un par de horas. Cambiaré tu
txartela y borraré este video. Soy la única persona con
acceso a todo el material de seguridad, aparte de la
policía. Cuando encuentren tu cadáver nadie recordará
que estuviste aquí.
—Camila Izaguirre sabe que estoy aquí.
—Nos ocuparemos también de ella.
Rosa hizo que Leandro se metiera en el maletero de su
coche y salieron por la rampa del parking frente a las
cámaras de seguridad. Tres de las cámaras de la planta,
donde Rosa tenía su coche, habrían recogido la llegada en
ascensor, así como el momento en que Leandro se
introdujo en el maletero.
Ya lo arreglare más tarde, pensó Rosa, con toda
seguridad no habrá nadie mirándolas en este momento. A
las 20:30 los dos guardias hacen una ronda por el edificio
y el que se queda en el mostrador es Marcelo, un
ecuatoriano al que le gustan los sudokus. Es muy probable
que no esté prestando la más mínima atención a las
pantallas.
Rosa condujo el vehículo hasta el polígono industrial
Jundiz, a las afueras de Vitoria, y aparcó el coche frente a
una nave de ladrillo con techo de uralita, con un cartel
que decía “Impresiones Fotomecánicas”.
Por un lateral de la nave surgió un hombre que abrió la
puerta principal para dejar entrar el coche en el recinto.
Una vez en el interior, Rosa paró el coche y abrió el
seguro del maletero.
Leandro se incorporó con dificultad y a pesar de estar
185
Angel Gros
las luces apagadas dentro de la nave, descubrió una silueta
familiar, la de su exjefe, Gustavo Valone.
—Hola, Leandro, ¿qué tal va tu campaña para el
Gobierno? En la agencia está todo manga por hombro
desde que te fuiste.
Leandro tardó en recuperarse de la sorpresa antes de
contestar.
—Había oído cosas de ti: que comprabas a los clientes,
que dabas maletines a los políticos para que te
adjudicaran concursos, que tu famosa agenda de
contactos era una agenda de extorsiones… ¿pero esto?
—No te voy a negar que soy un tipo ambicioso, hay que
serlo para triunfar en los negocios. Como tenemos tiempo
—dijo mirando el reloj—, porque es posible que aún
quede gente en el polígono y no quiero que oigan los
disparos, te contaré cosas de mi vida para hacerte más
amena la espera. Con tanto trabajo en la oficina, nunca
hemos podido relajarnos y conocernos más a fondo. Me
iré muy atrás para no saltarme nada. Comenzaré
hablándote de mi tatarabuelo, D. Máximo Valone, un
ingeniero italiano que vino para trabajar en la
construcción del puente de Portugalete y que se casó con
una acomodada señorita vasca que le permitió entrar en
los círculos adecuados. ¿Te aburro?
—Continúa, no tengo nada mejor que hacer… y a lo
mejor así entiendo porque eres tan miserable.
— Como te decía, mi antepasado conoció a lo más
granado de la sociedad industrial de aquella época e
inevitablemente adoptó sus costumbres, como la de acudir
las tardes de los jueves a la logia de Bilbao. Eran buenos
tiempos para la masonería y la logia se convirtió en un
punto de encuentro tan concurrido como el Casino. Mi
186
Ongi etorri
abuelo era ingeniero, y a los ingenieros no se les hacía raro
formar parte de un club que tenía una escuadra y un
compás como logotipo. Además era una persona viajada,
hablaba idiomas, más partidario de la ciencia que del
antiguo testamento. Todo eso de la costilla de Adán y de
que el mundo se creó en siete días no iba mucho con él y,
al igual que sus amigos, aborrecía las ideas conservadoras
y provincianas. Ellos simbolizaban el progreso, con sus
grandes puentes y ferrocarriles. Me hubiera gustado
conocerle. Y a ti también. Debió ser un tipo listo, porque
en pocos años escaló casi todos los grados de la masonería:
de Aprendiz a Preboste, de Caballero de Oriente a Gran
Pontífice y de Principe del Tabernáculo a Caballero
Comandante del Templo. Pero, para no enrollarme, voy a
hablarte directamente del otro personaje de esta historia:
Doña Casilda de Iturizar, la gran fortuna de Bilbao, y una
mujer decidida a terminar con las ideas afrancesadas y
librepensadoras, y por supuesto con los masones. Mujer
piadosa, y artífice de la construcción de la Universidad de
Deusto, se sentía profundamente española, así que,
respaldada por las simpatías de monárquicos y carlistas, y
aconsejada por sus confesores, decidió frenar los ímpetus
republicanos, independentistas y mercantilistas de los
amigos de mi tatarabuelo. Cada vez que algún miembro
del lobby de los jueves pretendía llevar a cabo una gran obra
civil en la ciudad, aparecían las trabas administrativas o se
denegaban las líneas de crédito, por no presentar las
suficientes garantías… Así es que dentro de la logia hubo
una especie de gabinete de crisis, largos debates que
dieron lugar a dos bandos. Una de las facciones comenzó
a reunirse fuera del templo, en casa de mi tatarabuelo; y
planearon el asesinato de Casilda Iturizar. Por lo visto,
187
Angel Gros
tenían ya acordado el importe para pagar al sicario que
dispararía contra ella en una de sus visitas de caridad a la
Santa Casa de Misericordia. Pero, desafortunadamente,
estos planes llegaron a oídos de Zuluaga, responsable
máximo de la logia y Caballero Kadosh (grado 30 del
Rito Escocés Antiguo y Aceptado). No tardó en enterarse
también de que mi tatarabuelo, Máximo Valone, estaba al
frente de esta conspiración. Como Zuluaga no solo era
contrario al enfrentamiento con Casilda Iturizar y los
jesuítas de Deusto, sino que trabajaba por buscar un
acercamiento de posturas, citó a mi tatarabuelo en el
Templo. Delante de los demás miembros de la logia, le
preguntó directamente por sus planes, pero D. Máximo
Valone negó de plano las acusaciones. No contaba con
que el resto de conspiradores no quisieron faltar a la
verdad a sus hermanos masones y reconocieron, no solo el
plan urdido, sino que mi tatarabuelo era quién lo había
inspirado, y que las reuniones tenían lugar en su propia
casa. Para Zuluaga, la gravedad del caso no pasaba tanto
por la maquinación para el asesinato sino por algo mucho
más grave: mi tatarabuelo había mentido a sus hermanos y,
todavía peor, había traicionado los principios que rigen el
grado 27 que ostentaba, en el que debía no solo velar por
el cumplimiento de estos principios sino ser ejemplo de
ellos. Un grado 27 o Caballero Comandante del Templo
tiene un mandato muy concreto: Revivificar el viejo
espíritu caballeresco de la hidalguía, el respeto a las
virtudes, la defensa firme del deber y la adoración de la
verdad. Un grado 27, para que te hagas una idea, moriría
antes que pronunciar una falsedad o profesar una opinión
sólo por conveniencia, ganancia, o miedo de la
desaprobación mundana. Máximo Valone, fue expulsado
188
Ongi etorri
de la logia y denunciado ante las autoridades. A los que
admitieron sus intenciones y actuaron con sinceridad ante
sus hermanos en el Templo, les rebajaron de grado, y se
cubrieron sus fechorías con un velo de silencio. Mi
tatarabuelo murió meses después en la cárcel, en
circunstancias digamos que no muy normales. Gracias a
lo sucedido, Zuluaga se ganó la confianza de los
seguidores de Doña Casilda y en los años siguientes,
miembros destacados de la logia empezaron a formar
parte de la Sociedad que regía la Universidad de Deusto y
de otras importantes sociedades donde la Iglesia tenía
participación accionarial. Así se alcanzó la tan ansiada
integración y consolidación de todos los grupos de poder
vascos, unidos bajo la bandera del nacionalismo. Los
seguidores de Zuluaga, con tu amiguito Antonio Aguirre
al frente, son los que hoy lideran la logia, y trabajan sobre
la misma vieja misión de consolidación y unión. Mientras
tanto, mi familia ha sido una apestada durante décadas.
Mi infancia, el colegio, las celebraciones con compañeros,
no han sido muy agradables, sabiéndome señalado por el
dedo acusador de lo más granado de la sociedad vasca.
Estamos en provincias, amigo, y estas cosas necesitan del
paso de muchas generaciones para que sean olvidadas.
>>Pero ahí no acaba la cosa, cuando mi padre estaba a
punto de vender la casa familiar, encontré unos antiguos
archivadores en la biblioteca. Uno de ellos contenía
levantamientos de actas de todas las reuniones del grupo
conspirador, incluyendo cartas a otras logias de Burdeos
que apoyaron su iniciativa. En ellos, aparecían los
nombres y apellidos de muchos de los prebostes que
acudieron a estas reuniones para intrigar junto a mi
tatarabuelo. Se me ocurrió comentarlo con el biznieto de
189
Angel Gros
uno de ellos, e indignado me dijo que no intentara sacar
nada de esto a la luz, porque podía hacer mucho daño a
muchas familias, al tejido empresarial e incluso a la causa
nacionalista.
Por supuesto no le hice ni caso y me dediqué a visitar
uno por uno a todos a los que se nombraba en aquellos
papeles, para darles a conocer en primicia tan
sorprendente hallazgo arqueológico. Ya sabes que aquí,
con lo del mayorazgo, esto es como la monarquía. Los
dueños actuales de las empresas se llaman como sus
antepasados. No hizo falta hacerles chantaje. De la noche
a la mañana, los directores de marketing de algunas de las
mejores empresas vascas querían trabajar conmigo, ¡el
teléfono sonaba!, y empecé a ganar todas las cuentas
importantes de Euskadi. ¡Coño!, De golpe me había
convertido en el publicitario de moda. El hombre con
mejores contactos a kilómetros vista. Gané mucha pero
que mucha pasta. Pero lo bueno no dura para siempre…
poco a poco Antonio Aguirre ha estado socavando mis
intereses y convenciendo a mucha gente de que no se
dejen intimidar… Mi cuenta de resultados ha ido
disminuyendo de año en año… Así que no pude decir que
no a un ofrecimiento euromillonario, el que me hizo el
Francés, de quién ya has oído hablar ¿Qué te parece la
historia? No quiero que te marches para el otro barrio sin
estar bien informado de todo: Mis directivos nunca
podrán decir que su jefe no les puso al tanto de todo lo
que pasaba en la empresa.
—¿Cómo has podido meter en un lío así a esta pobre
mujer?
—¿A Rosa? —parecía haberse olvidado de ella— Te
equivocas. Se metió ella solita. Una tarde, después de una
190
Ongi etorri
presentación en Lakua a uno de los consejeros, Rosa me
pidió hablar a solas. ¡Ja, ja, ja…! ¡Llegué a pensar que
buscaba rollo! Me ofreció colaboración a cambio de
dinero. Colaboración en lo que fuese. Estaba dispuesta a
lo que hiciera falta a cambio de pasta: a darme papeles del
Lendakari, a grabarme conversaciones en los despachos…
La vi tan agobiada que lo primero que pensé es que no
sería de utilidad en mis asuntillos: demasiado desesperada,
podría complicarlo todo. Pero el Francés y yo llevábamos
tiempo intentando dar con una persona que pudiera
hacernos de enlace con los jueces. Tras un buen rato de
charla me comentó que en el Ministerio de Justicia en
Madrid había algunos amigos suyos. El poder acceder
hasta los jueces no parecía revestir demasiada dificultad.
Además, necesitábamos a una persona que estuviera tan
desesperada como para jugársela intentando
corromperlos. Un profesional no hubiera servido, podría
habernos chantajeado de por vida. En mi cabeza
comenzó a cobrar fuerza la idea de que Rosa pudiera
acudir a una cita en un café de Madrid y sentarse frente a
un señor juez sin sentirse intimidada. Estaba
acostumbrada a hablar con altos funcionarios de la
política. Y seguro que podría conducir la conversación
con habilidad. Tenía suficiente resolución y frialdad para
acometer el asunto. Una difícil misión que le sería
altamente remunerada. Rosa era la persona ideal.
>>Bastó su aspecto varonil, un traje y un sombrero
para hacerla pasar por un hombre de mediana edad. Su
voz haría el resto. Perdona Rosa que hable de ti en estos
términos, pero a estas alturas no deberíamos andarnos
con delicadezas. Y por cierto, se nos está haciendo tarde
—dijo mirando el reloj y sacando una pistola de una caja
191
Angel Gros
que tenía al alcance de la mano en una de las estanterías
—, sintiéndolo mucho, querido Leandro, voy a tener que
despedirte.
A Rosa no parecieron importarle las palabras de
Gustavo Valone. Salió de su ensimismamiento para mirar
también el reloj y dijo:
—No me necesitas, verdad, la reunión debe estar a
punto de acabar. Necesito llegar antes de que me echen de
menos, y tengo que borrar las cintas de las cámaras de
vigilancia.
Rosa guardó su pistola en el bolso y se volvió de
espaldas hacia su coche.
—No, claro que no, Rosa. Ya no te necesito—dijo
Gustavo y disparó sobre ella, que cayó resbalando con los
ojos abiertos, intentando sujetarse al portón trasero.
Leandro hizo un gesto para intentar desarmar a
Gustavo pero este dio un paso atrás y le puso la pistola a la
altura de la cabeza.
—Es lo bueno de esta época de crisis y de paro. A esta
hora no habrá ya un alma en todo el polígono.
De pronto se oyó un estruendo y un grito al otro lado
de la nave.
—¡Tire el arma! —se oyó, al tiempo que se abrían dos
de las puertas de la planta baja.
Un grupo de hombres armados irrumpió en la nave
apuntando con sus armas hacia Gustavo y Leandro.
Gustavo disparó contra ellos y Leandro aprovechó para
echársele encima tirándolo al suelo. En unos segundos, el
comisario Campos y dos de sus hombres, le ayudaron a
inmovilizarlo.
192
Ongi etorri
Una semana después, el comisario llamó a Leandro y
acordaron verse en el restaurante “Patxicu Enea”, al pie
del monte Jaizkibel, cerca de Donosti. El restaurante
favorito de Campos.
Pidieron la “terrina de foie gras casero” que elaboran
siguiendo la receta del gran Christian Parra: un reputado
maestro en el manejo del hígado de pato. Después cada
uno de ellos pidió un chuletón. Campos procedió a
contarle a Leandro los hechos.
—Ha tenido mucha suerte, señor Hill. La tarde de la
reunión en Lakua tenía algunos aliados en la sala. Además
de la señorita Izaguirre, lógicamente. Le contaré mi
versión de la misma: A los veinte minutos de comenzar,
Rosa Gaztelu se excusó diciendo que estaba un poco
adormilada, que no había pegado ojo esa noche a causa
del niño y que iría a buscar un café a la máquina.
Preguntó si se les ofrecía algo y algunos pidieron más
botellas de agua. El aire acondicionado del edificio se
apaga a las 20.00 horas en punto y en el mes de Junio
hace un calor insoportable dentro del edificio. Nadie se
extrañó de las idas y venidas de Rosa Gaztelu, ni de que
tardara más de la cuenta en volver con las bebidas. El
tema que se trataba allí tenía a todos muy pendientes del
Lendakari. Fue Antonio Aguirre, al ver que Rosa no
regresaba, el que comenzó a sospechar. No recordaba
haber visto jamás a Rosa tomar un café, ni siquiera té.
Recordó que ella, que tuvo que trasnochar tantas veces a
causa de su hijo, le había contado varias veces que los
estimulantes, cuando superaban la fase en que el cuerpo se
despierta y gana en atención, producen un efecto rebote
dejando el cuerpo sumido en un cansancio mayor que el
inicial. Tanto le extrañó que, a pesar de mis indicaciones,
193
Angel Gros
me envió un sms advirtiéndome de que Rosa había
abandonado la reunión. Le contesté pidiéndole una
descripción física y de vestuario y después me dirigí
rápidamente hacia Lakua. Al aproximarme al edificio, vi
un coche que abandonaba el parking con una mujer
dentro. Pedí refuerzos y el resto puede imaginárselo. Unos
segundos antes y hubiéramos evitado la muerte de Rosa
—durante unos instantes pareció sentirse responsable de
ello—. Esta semana hemos intentado sonsacar a Gustavo
Valone todo lo que nos han permitido sus abogados. El
tipo está bastante protegido aunque no creo que pueda
librarse de unas décadas en la cárcel. La acusación
incluirá homicidio, conspiración, colaboración con banda
armada y extorsión. Necesitará algo más que un buen
bufete para poder seguir haciendo de las suyas.
El interrogatorio lo hemos basado en intentar averiguar
la identidad de el Francés. Ha sido completamente estéril,
ahora niega conocer a ninguna persona con ese apodo y
ante nuestra insistencia sus abogados le han blindado, así
que nos hemos centrado en la investigación de sus cuentas
bancarias. Tiene participaciones en más de veinticinco
sociedades, aparte de su actividad publicitaria; casi todas,
sociedades que no tienen empleados, pero cuyas
facturaciones son muy altas; claramente se trata de
sociedades fantasmas cuya única utilidad es distraer los
movimientos de dinero, pero por suerte tenemos en el
departamento a un crack en temas mercantiles y
financieros que ha detectado unos curiosos movimientos
de dos bancos de Cayman hacia una de estas sociedades.
Son cantidades importantes. Cuando le preguntamos por
estas transacciones, puedo asegurarle que le vi inquietarse;
se lo dice alguien que lleva más de treinta años haciendo
194
Ongi etorri
preguntas a sospechosos. Hemos intentado averiguar
quién o quiénes son los titulares de estas cuentas, pero no
hemos averiguado nada. Estos caribeños son peores que
los suizos cuando se trata de secreto bancario.
>>Por otro lado, hemos encontrado, en la vivienda de
Rosa Gaztelu, ropa masculina, la que usaba para
entrevistarse con los jueces y, en el historial de Google
Chrome de su PC, visitas a páginas donde aparecen
noticias y fotografías de dos jueces de la audiencia
nacional. A estos no ha hecho falta investigarles muy a
fondo, enseguida han aparecido sociedades en las que
participaban sin ser administradores y que supuestamente
usaban para facturar otras actividades como conferencias,
publicaciones de libros…etc. Y lo más importante es que
en ellas hemos hallado movimientos provenientes de
cuentas de sociedades francesas que a su vez reflejaban
movimientos con bancos de Belice y de Islas Cayman:
¡Bingo!
195
CAPÍTULO VEINTIDÓS
Cayman Uharteak
Cuando la azafata plegó la bandeja del comisario
Campos, siguiendo el procedimiento de aterrizaje, este se
hallaba absorto mirando por la ventana: "Si Amaia viera
esto..."
Hasta el momento nunca se había podido permitir un
gran viaje con su mujer. Es cierto que en su viaje de novios
pasaron unos días inolvidables en un modesto hotel de
Roma y que veinticinco años más tarde hicieron un viaje a
Portugal, al Algarve, donde, durante dos semanas,
celebraron al tiempo sus bodas de plata y las vacaciones
de verano, llegando a olvidarse de la lluvia oscura y
persistente del Cantábrico.
Era la primera vez que el comisario Campos realizaba
un viaje en avión de quince horas, incluida la escala en
Miami y las horas de vuelo desde Bilbao a Madrid. A
través de la ventanilla del avión, la maniobra de
aproximación al aeropuerto “Owen Roberts” de la Gran
Isla del archipiélago de Cayman era todo un espectáculo.
Al inclinarse el Airbus A340 de American Airlines daba
196
Ongi etorri
la sensación de que, alargando el brazo, podían tocarse las
aguas turquesas que acariciaban la larga lengua de arena
blanca. En la playa se levantaban unas villas blancas de
inspiración colonial inglesa que se extendían como una
línea fronteriza que anunciara el comienzo de la selva.
Campos siempre se sentía culpable cuando disfrutaba de
algún momento especial sin su mujer. La vida le
presentaba oportunidades de disfrutar experiencias únicas
y no poder compartirlo con quien más había sufrido los
inconvenientes de una profesión como la suya le parecía
injusto.
Desde el ministerio habían asignado nuevos recursos a
la operación y su asiento en primera rondaba los tres mil
euros, mucho más que su sueldo de un mes. El
alojamiento en el hotel Ritz-Carlton ascendía a setecientos
euros por noche y le habían concedido carta blanca para
administrar las dietas, mientras las justificara con facturas;
junto a una cantidad de cuatro mil euros que no precisaba
de justificación alguna, y de la que podría hacer uso en
caso de emergencia. Todo este dispendio era necesario
para hacerle pasar por un empresario español con grandes
recursos.
Tomaron tierra con bastante pericia y nada más salir
del avión notó un calor húmedo en la piel, al tiempo que
el resplandor del sol en el cenit le hizo fruncir el ceño para
proteger sus ojos fotofóbicos de un tsunami de luz
desbordante.
En el aeropuerto, los trámites fueron rápidos. Un
funcionario del consulado español, pero de origen chileno,
llamado Osvaldo Peña le acompañó y se saltaron
prácticamente todos los procedimientos.
De camino al hotel en una furgoneta, y mientras
197
Angel Gros
contemplaba desde la ventanilla las calles de Georgetown
abarrotadas de turistas y locales, se dijo: “Para un vasco
como yo, vivir aquí sería como vivir en otro planeta” El
cielo azul, las aguas calmas y templadas, las mujeres
voluptuosas y ligeras de ropa, los gritos de los
comerciantes ofreciendo sus productos, y sobre todo, ante
todo, esa luz que extraía avariciosamente de los objetos
sus llamativos colores.
En la calle, una pareja de mulatos jóvenes discutían por
un asunto de celos y una vieja levantaba en volandas a un
bebé ante la alegre mirada de su hija, el pequeño sonreía
entre asustado y divertido. Los coches conducían por la
izquierda como en Inglaterra y la acera estaba abarrotada
de los característicos establecimientos de la isla: joyerías
especializadas en diamantes, bancos, duty frees dedicados
casi exclusivamente a la venta de licores, restaurantes que
servían el delicioso pescado de sus rocas y, como en todas
partes, un Hard Rock Café. Todos estaban situados en los
bajos de las elegantes construcciones coloniales, protegidos
del sol por una galería sujeta con columnas que
proporcionaba sombra fresca a los transeúntes. Al otro
lado de la calle, en el mar, donde todavía alcanzaba la
vista, se veían fondeados decenas de cruceros con los
llamativos logotipos vinilados de las grandes compañías
que operan en el caribe. Embarcaciones gigantescas de
más de quince pisos que vomitan, a diario, miles de
turistas con sus gorras de visera, sus bermudas, camisetas
y sus, cada vez menos, cámaras de vídeo, desde que los
móviles hacen su función.
El comisario, que había estado repasando estos últimos
días la historia del archipiélago, descubrió que las Islas
Cayman no siempre se llamaron así. El nombre original
198
Ongi etorri
que Cristóbal Colón les dio el 10 de mayo de 1503,
durante su cuarto viaje a América, era mucho más
sugerente: Las Tortugas. A Campos, ese nombre le bastaba
para que acudieran a su mente historias de piratas, de
corsarios, de bucaneros y filibusteros, de ataques a
galeones y secuestros de hijas de gobernadores.
En 1586, el pirata Francis Drake tomó el archipiélago, y
se convirtió en el primer inglés de cuya visita queda
constancia; inmediatamente las rebautizó como Islas
Caimán. Las islas, junto con la cercana Jamaica, fueron
ocupadas por Inglaterra durante la guerra anglo-española
de 1655-1660. España reconoció oficialmente la soberanía
inglesa sobre ellas y recibieron el nombre de Islas Cayman
en el tratado de Madrid de 1670.
Lo que más llamó la atención del comisario fue
averiguar el origen de la costumbre de no pagar
impuestos. Por lo visto, en 1788, diez barcos que
regresaban a Gran Bretaña procedentes de Jamaica
naufragaron en las costas de la isla mayor, y sus tripulantes
fueron acogidos y cuidados por los nativos. Por esta
acción, el rey Jorge III del Reino Unido eximió a la
colonia del pago de tributos, deferencia que se mantiene
hasta la fecha.
Al llegar al hotel Ritz-Carlton, un lujoso resort frente al
mar caribe en la Playa de las Siete Millas, Campos quiso
invitar a un refresco a Osvaldo Peña, pero este se disculpó
alegando un compromiso familiar. Aún así, le comunicó
que con mucho gusto podría contar con él a partir del día
siguiente.
A pesar de que el hotel era un gigantesco edificio con
cientos de habitaciones, con una enorme piscina común y
todo tipo de atracciones en su interior que disuadían al
199
Angel Gros
turista de gastar su dinero en otra parte, al comisario le
pareció un lugar de ensueño. Las palmeras decoraban el
voluptuoso jardín que rodeaba la piscina y por todas
partes se veía a turistas americanos con llamativos
pantalones y billetes largos en las carteras.
Campos deshizo su equipaje, sacó su trasnochado
ordenador portátil con procesador Pentium 4, de esos
cuya sola mención le hubiera provocado urticaria a
Leandro Hill, y lo enchufó con el adaptador 120, 60 Hz
A/B, que esperaba que no diera problemas, porque lo
había comprado en un chino en la misma manzana de su
casa. Necesitaba el cable, su batería hacía tiempo que no
funcionaba.
El ordenador se inició sin problemas y sus ventiladores
comenzaron a emitir el molesto ruido de los portátiles con
mas de diez años. Para estos asuntos el comisario no tenía
demasiados remilgos, de hecho ni siquiera parecía
molestarle el tremendo calor que despedía el pesado
maquinón, cuando lo apoyaba sobre sus piernas en la
cama para consultar los informes antes de dormir. En la
comisaría todos los que estaban por debajo y por encima
de él disfrutaban de mejores equipos, pero él nunca se
mostró interesado por los planes de renovación y mejoras
del departamento. Solo cuando algo se rompía y, a la vieja
usanza, llamaba a la puerta del despacho de su jefe y le
comunicaba el contratiempo. Incluso para esto se sentía
incómodo, no quería parecer el típico empleado que
abusa de las facilidades que las empresas ofrecen para
realizar el trabajo. Su actitud honesta siempre le ocasionó
molestas pérdidas de tiempo porque, como tampoco
insistía en las peticiones, a veces directamente eran
olvidadas.
200
Ongi etorri
Esa tarde, después de deshacer el equipaje, llamó a su
mujer y la puso al tanto de todo lo que había visto hasta el
momento. Se dio una ducha, se tumbó en la cama y
descolgó de nuevo el teléfono para pedir un "sandwich
club" con una cerveza para cenar.
Al día siguiente acudió a la cita que tenía concertada
con el director del Investment Offshore Bank. A las ocho y
media de la mañana la temperatura era agradable y, desde
la puerta del moderno edificio construido en mármol,
podía oír el sonido de las olas, el murmullo de las
conversaciones en las calles y el olor a croissants recién
hechos que provenía de alguna cafetería cercana.
Richard Burston, un caymanés descendiente de
ingleses, le estaba esperando y enseguida le hizo sentar en
su despacho:
—Espero que su llegada haya sido agradable y se
encuentre cómodo en nuestra isla.
—Estoy impresionado —dijo Campos con absoluta
sinceridad.
—Me advirtió por teléfono que estaba interesado en
conocer cuáles son las ventajas a la hora de hacer
transacciones internacionales en nuestro banco.
—Así es. Como le comenté estoy a punto de realizar
unas importaciones de máquina-herramienta china a
precios muy competitivos y no quiero perder mi margen
con impuestos que no sean los estrictamente necesarios.
Tengo bastante prisa en este tema. En China, no van a
poder mantenerme ese precio por mucho más tiempo. Me
cuestan cinco veces mas baratas que en República Checa.
—Casi todos nuestros clientes acuden a nuestro banco
con problemas similares. En primer lugar le sugeriría que
201
Angel Gros
creara una sociedad radicada aquí. Es rápido y fácil. Se
crean más de 70.000 al año.
—Estoy al tanto y por lo que he oído solo hay 50.000
habitantes en la isla.
—Así es. Somos una isla dedicada a los negocios. Yo
mismo puedo recomendarle un agente de confianza para
crear su sociedad. Habitualmente se hace por internet
pero si prefiere un contacto mas personal le facilitaré su
teléfono.
—¿Qué papeles necesito?
—Bastará con una fotocopia de su pasaporte y
cualquier tarjeta de crédito para pagar los 1500 euros que
cuesta constituirla.
—Si no lo entiendo mal, esta sociedad me permitirá
comprar las herramientas en China y revenderlas en mi
país, sin pagar los impuestos que tendría que pagar en
España si lo hiciera directamente.
—Exactamente.
—Entendido, y luego tengo otro tema mas delicado...
—Dígame, con confianza
—Dispongo de veinte millones de euros en metálico
que necesito sacar de mi país para efectuar unos pagos de
los que no quiero dejar evidencias.
—Ya. Continúe. Seguro que tenemos una solución.
—Bueno, eso es todo. Le estoy dando vueltas y quería
conocer su opinión.
—Bueno, lo habitual en estos casos es crear una serie de
s o c i e d a d e s a p a r t e d e l a q u e h e m o s h a bl a d o
anteriormente. La primera debería estar radicada en su
país, la composición accionarial se la diseñará cualquiera
de las oficinas de abogados de la isla; a partir de esa
sociedad, crearíamos una sociedad gemela en otro centro
202
Ongi etorri
financiero parecido al nuestro, como Jersey por ejemplo;
esta nueva sociedad que es un clon de la anterior podría
operar con otra sociedad distinta que crearíamos en
otro ...
—¿Paraíso fiscal?
—No nos gusta ese término, nosotros preferimos
llamarlos centros financieros.
—¡Ah, disculpe!
—En realidad podríamos crear una cadena de
sociedades, con eslabones que conectarían un centro
financiero con otro; todo lo larga que usted desee,
dependiendo de la opacidad que busque para sus
transacciones.
—Entendido. Pero me da miedo. Esto es ilegal.
—No es ilegal. No estamos incumpliendo la ley de
ningún país. Un banco tiene derecho a mover su capital
desde sus sedes a sus oficinas offshore. El origen del dinero
no es de nuestra incumbencia. Nosotros confiamos en la
moralidad de nuestros clientes.
—Entonces ¿esto es habitual?
—Mucho más de lo que cree.
—Yo es que soy vasco y en el país vasco somos como...,
como muy rectos.
—Se sorprendería de la cantidad de clientes vascos que
tiene el banco.
—¿En serio? ¿No podría presentarme a alguno? Me
daría mucha tranquilidad escuchar un consejo de vasco a
vasco.
—No puedo. Ya sabe que el secreto bancario es la
máxima de nuestra isla. Somos la suiza del caribe.
—Ya... Pero es que ... Bueno, no sé.. Déjeme meditarlo.
El comisario Campos, en su falso papel de gran
203
Angel Gros
empresario, se levantó del sofá. El director del banco, un
poco sorprendido por su cambio de opinión, añadió:
—Espere, como comprenderá tenemos que ser muy
discretos, pero no quisiéramos parecer poco hospitalarios.
Cerca de aquí hay un bar español: "La Fiesta". Muy cerca
de su hotel. Los jueves se reúnen abogados y contables
españoles especializados en constitución de empresas.
Ellos llevan muchos clientes de su país. Quizá alguna de
estas personas pueda darle más datos. Y presentarle a
algún compatriota. Mañana es jueves.
—Muchas gracias. Estaré toda la semana en la isla. Del
primer tema que hemos tratado estoy ya convencido. El
segundo... tendré que pensarlo más detenidamente.
El comisario Campos acudió el jueves por la tarde al
bar "La Fiesta", situado también en la playa de las siete
millas. Era un típico cobertizo caribeño con techo vegetal
y un porche de madera flanqueando su entrada. Sobre la
puerta un tablón llevaba serigrafiado el nombre, con una
fea tipografía Comic Sans, y la imagen de un colorido torero
con las banderillas en alto citando a un toro.
El lugar estaba bastante animado. Sobre todo de
turistas americanos gritándole olés a una chica asiática,
probablemente japonesa, vestida de faralaes, que bailaba y
tocaba las castañuelas entre las mesas. En un pequeño
escenario, un tipo de edad indefinida cantaba y se
acompañaba con un brioso rasgueo de guitarra, en una
extraña interpretación por bulerías del famoso
"bamboleo".
La audiencia parecía estar encantada, jaleaban a la
bailaora y más de uno se levantaba de la silla para
acompañarla con unos espasmódicos movimientos
acompañados de zapateado.
204
Ongi etorri
Campos se dirigió hasta la barra y pidió una cerveza en
inglés. Adrián, el camarero, le sirvió una Caybrew y el
comisario contempló curioso la leyenda de su etiqueta:
"the premium beer of the cayman islands". No estaba
mal, bien fría además, justo lo que le apetecía en ese
momento.
Al cabo de un rato, Campos había oído hablar español
ya a varias personas en el local. Pidió en la barra una
segunda cerveza en español y Adrián le hizo algunas
preguntas sin dejar de tirar unas enorme jarras tamaño
pinta con el grifo.
—¿De negocios?
—Bueno sí... de vacaciones también... —repuso el
comisario fingiendo sentirse incómodo por la pregunta.
—No se preocupe. Aquí todo el mundo está a lo de
usted. Buscando un agente, un abogado... El trato directo,
ya me entiende.
—Pues no, no le entiendo.
El camarero se inclinó sobre la barra para hacerle una
confidencia:
—Se consiguen mejores condiciones con el banco si
viene aquí a tratar el tema personalmente, que si lo hace a
través de internet.
—Ya supongo.
—Fíjese, ve aquel joven, el que se ha quedado hablando
con la japonesa. Si supiera los nombres de las empresas
españolas a las que representa, se sorprendería. El muy
cabrón con veintiocho años ya tiene una isla. En Bali.
Junto con otros socios, también de su edad. Acaban de
comprarla para montar el mejor Resort-Island de Asia.
Muchos de los inversores en el proyecto son las mismas
empresas españolas que asesora y a las que ayuda a
205
Angel Gros
diversificar sus inversiones. Si quiere, se lo presento. Nadie
mejor que él para mover el dinero desde España.
—No sé.... quizás me vendría bien, pero no lo conozco
de nada. En confianza, no quiero hablar de mis negocios
con el primero de cambio.
—Déjese de rollos, si ha elegido Cayman en lugar de
Cuba, no será por sus playas o por sus mujeres. Aquí no
nos rasgamos las vestiduras. Puede hablar con claridad,
Hacienda no llega hasta aquí.
—Quizás tenga razón. Déme otra... ¿Caybrew?
—La mejor cerveza del mundo después de la Mahou —
bromeó el camarero.
Al cabo de un rato la temperatura del local había
subido. Prácticamente no cabía un alma y el escenario
ahora lo ocupaba un grupo de salsa que interpretaba
canciones en español e inglés, y que había levantado a casi
todo el mundo de sus asientos.
Campos se salió a la puerta, donde algunos otros
clientes huían también del bullicio, y no pasó ni un minuto
cuando el joven, del que le había hablado el camarero, se
autopresentó.
—Hola, me llamo Javier Alcover. Adrián, el barman,
me ha comentado que está aquí por negocios.
—Así es.
En ese momento, una furgoneta hizo un ruido seco al
hacerse a un lado para dejar pasar un autobús de turistas
y metió la rueda en un profundo socavón. Paró unos
metros más adelante y el conductor se bajó para observar
la rueda deshinchada.
—Extraña tierra esta —murmuró reflexivo el joven
abogado—. Las mayores fortunas del mundo, pero ese
socavón lleva así más de diez años.
206
Ongi etorri
—Tener aquí radicadas tantas sociedades tiene que
generar bastante riqueza para los habitantes de la isla.
—No se crea. Algo de empleo, quizás. El 60% de la
población somos abogados, banqueros o contables, casi
todos foráneos. Por cierto, ¿ha encontrado ya a quien le
lleve sus asuntos?
–Estoy en ello.
Campos le miró. Javier Alcover no aparentaba más de
treinta años y transmitía una increíble sensación de
seguridad. Su vestimenta contrastaba con el atuendo de
los turistas. A pesar del calor, llevaba una elegante
chaqueta hecha a medida y unos mocasines de color beige
impecables. Campos lanzó el anzuelo.
—Mire, le voy a ser sincero. Soy un empresario que
siempre ha hecho las cosas a derechas. He pagado
rigurosamente a mis proveedores y a mis empleados.
Nunca he faltado a un pago del Impuesto de Sociedades,
ni he falseado el IVA, tampoco he escondido el más
mínimo euro a la Seguridad Social. Pero los tiempos que
corren me asustan. Tengo ya mis años y llevo toda una
vida trabajando. Desde los catorce. ¿Y ahora qué? ¿Qué
les voy a dejar a mis hijos? ¿Cuatro empresas en las que
tendrán que dejarse la piel para evitar el cierre tal y como
está la economía? Ellos son de otra época, no están
acostumbrados a hacer sacrificios. A mí me cuesta mucho
ganar dinero y mis márgenes se han reducido
notablemente. Así que tengo la tentación de hacer mis
próximas operaciones de manera... digamos que más
ventajosa para mí y para los míos.
—Es muy comprensible.
—Pero necesito oír la opinión de alguien en mi misma
situación. Soy vasco, sabe usted. Los vascos somos
207
Angel Gros
desconfiados. Entre vascos nos entendemos mejor.
—Tengo muchos clientes vascos.
—Me podría presentar alguno. Hablar con él igual me
daría más tranquilidad antes de dar ningún paso.
—No suelen venir por la isla. No lo necesitan. Todo se
puede hacer a través de internet. Aunque...
—¿Sí?
—Déme un teléfono o dígame donde se aloja. Haré
unas gestiones y quizás pueda ayudarle. Tengo un
compañero abogado francés que me comentó que estos
días está manteniendo reuniones con un cliente que se
encuentra pasando unas semanas en Cayman Brac y creo
recordar que me dijo que era vasco. Cayman Brac es la
más pequeña de las tres islas. Tal vez pueda prepararle
una entrevista.
Tomaron otra cerveza juntos y tras intercambiar los
números de teléfono, el comisario se retiró al hotel. Dos
horas más tarde, al borde de la media noche, recibió una
llamada en la habitación.
—Buenas noches. Soy Javier Alcover. Disculpe la hora,
pero pensé que lo que le voy a contar igual le dejaba
dormir más tranquilo. He contactado con el compañero
abogado del que le hablé: no tiene inconveniente en
ayudarle, pero no puede comentarle a su cliente que usted
quiere verle. Entiéndanos, vivimos del secreto bancario.
Sería como decirle: "Me dedico a contar por ahí que tiene
mucho dinero y hay un desconocido al que le interesaría
saber cómo hace para evadir impuestos."
—¿Entonces?
—Lo haremos de otra forma: yo le daré su dirección y
usted lo buscará. Ni yo ni mi compañero se lo
presentaremos. Tendrá que ser usted quien lo aborde y
208
Ongi etorri
dependerá de su diplomacia el ganárselo. Tome nota, por
favor. Se aloja en "Mango Paradise". Son un grupito de
tres villas, muy conocidas, en Cayman Brac. Su nombre es
Bidart. Es vasco, pero no sabemos si francés o español,
habla a la perfección ambos idiomas, y supongo que
euskera.
Campos no conseguía conciliar el sueño. A pesar de
que no estaba muy seguro de encontrarse tras una buena
pista, algo le decía que no podía dejar de seguirla. La
posibilidad de que el tal Bidart fuera el francés le quitaba el
sueño. ¿Quién se escondería en realidad detrás de ese
apodo? Quizás solo se tratara de un loco idealista que solo
quería un mundo más justo, una noble aspiración que,
para algunos, justifica los medios, sacrificio de vidas
humanas incluido. O a lo mejor era solo un materialista,
dispuesto a sacar tajada de una lucha política que
arrastraba decenas de muertos y causaba dolor a cientos
de personas. También podía ser ambas cosas. No todo es
blanco o negro. La naturaleza humana se compone de
matices. Desde luego, lo que estaba claro es que, para
llevar adelante sus macabros planes, el dinero era tan
necesario como la obcecación; y habiendo una buena
suma de por medio, el Francés no podía andar muy lejos de
donde vivían los billetes.
Campos había conocido muchos delincuentes en toda
su vida. Desde inofensivos rateros y descuidaderos hasta
asesinos en serie. Locos y cuerdos. Hombres y mujeres con
el destino escrito antes de nacer y otros que lo redactaron
ellos mismos. La necesidad, la ambición, la venganza, los
celos... eran pasiones desatadas que podían, en ciertos
casos, merecer su comprensión. ¿Qué nos da derecho a
criticarlas si la vida nunca nos arrastró hacia esas
209
Angel Gros
encrucijadas? Pero la crueldad, la humillación, el daño
por el simple disfrute de cometerlo, o la imposición de la
voluntad propia por encima de la de los demás, usando la
fuerza bruta como arma y argumento, le producían
repulsión. Por eso, después de muchos años buscando
tarados mentales que asesinaban ancianas, y desquiciados
atracadores que robaban en domicilios y torturaban a sus
ocupantes, había pedido un traslado a la lucha
antiterrorista. En el fondo, una extraña curiosidad le
condujo a intentar averiguar por qué una persona en su
sano juicio, buen padre, buen marido y amigo generoso, es
capaz de colocar una bomba que matará a decenas de
inocentes. ¿Era solo una causa, una idea, lo que les
conducía hasta ese extremo? Muchos etarras confesaron
que fueron las circunstancias las que los llevaron a
cometer el asesinato de inocentes. Muchos de ellos lo
relataban más o menos así: "Todo da comienzo, un día
cualquiera, luchando en la calle contra las fuerzas del
orden (cuando aún estaba en el instituto—se dijo Campos
—, él mismo atravesaba bancos y contenedores en medio
de la calle). Un día empiezas a notar que tu entorno jalea
tus actos, que te felicitan porque la suerte acertó a guiar tu
bola de acero lanzada con un tirachinas hasta el casco de
un ertzaina en una mañana de kale boroka. Y esa tarde en
que las noticias hablan de heridos graves en la policía, el
camarero de la herriko taberna te dice que tus txacolis están
pagados. Y todo evoluciona más rápido de lo imaginas y
la realidad comienza su alucinante proceso de
malformación. Poco a poco te vas convirtiendo en una
especie de guerrero de videojuego que mata y destruye; y
los demás son los jugadores que pulsan los botones del
mando, al tiempo que aplauden tu pericia. El juego va
210
Ongi etorri
pasando pantallas, cada vez más complicadas y difíciles; y
asumes que vivir escondido, que no poder ver a tus hijos,
que aguantar horas y horas inmóvil en un coche, es parte
de la vida monacal del guerrero: el honor lleva aparejado
el sacrificio. Hasta que un día despiertas, normalmente
después de llevar unos cuantos años en prisión, y te das
cuenta de lo que has hecho con tu vida. Descubres que
durante ella, tus hijos echaron en falta al Aita, a pesar de
que todos sus compañeros de la ikastola querían compartir
recreo con ellos. Que tu mujer o tu novia, después de
meses o años sin tener un hombre a su lado, hubiera
deseado engañarte con el primero que se cruzara en su
camino, y que no lo hizo porque si alguien descubriera
que la mujer de un sagrado gudari, como tú, era infiel,
dejaría de pertenecer al pueblo elegido y se convertiría en
una perra, en una txacurra."
El comisario bien sabía que estos en el fondo son los
más afortunados. Que al menos pueden arrepentirse de su
pasado. Porque hay otros cuyos túneles mentales están
excavados hacia abajo. Profundas galerías que se angostan
y sumergen hacia el fondo de su cerebro, cada vez más
estrechas y oscuras. Con el odio acumulado en sus
corazones, sus destinos van dibujando finales siniestros.
Porque la historia de estos otros comenzó de forma
distinta, teñida de sangre y drama desde el inicio. Aquel
día en la calle, en que a un hermano una pelota de goma
le reventó la cabeza, o a su padre, un guardia civil —en
otra época, sí—, lo abofeteó en pleno mercado por hablar
euskera, mientras sus ojos de niño lo contemplaban todo,
gigantes y aterrorizados. Y llega el día en que les detienen
por primera vez y ven el rostro embrutecido de sus
interrogadores que les piden, mientras les ponen una bolsa
211
Angel Gros
de plástico en la cabeza, que delaten a un amigo de
cuadrilla, a un familiar, a un tío que además es padrino de
nacimiento, a un hermano que se pasó al otro lado de la
frontera. Y más adelante, vienen los largos periodos de
inactividad, en los que permanecen escondidos y
asustados con otros como ellos, de los que ya desconfían,
porque se rumorea que existe un topo; y mantienen una
relación áspera y callada en la que no existen amigos,
conviviendo con otros seres con los que comparten agua,
comida, cama y a veces sexo, pero a los que no les cuentan
lo que de verdad piensan, por miedo a que las palabras se
malinterpreten, a que se produzcan represalias contra los
suyos, contra ellos mismos. Y de repente ya no tienen a
nadie, solo a sus pistolas.
¿Sería el Francés uno de ellos? Bien sabía el comisario
Campos que un hombre o una mujer así sería incapaz de
tramar algo tan ambicioso como lo que se estaba
perpetrando. Las cárceles, los zulos, los pisos francos, no
son buenas escuelas; en estos lugares no te enseñan a
manejarte en la vida, no se tejen redes de contactos
profesionales; se vive aislado, no se hacen amigos, no se
sale de la madriguera. El Francés tenía que estar hecho de
otra madera. Probablemente sería un hombre con cierta
formación, educado, sin aprietos económicos, capaz de
asistir a una fiesta de alto copete y polemizar por naderías
en inglés, francés o español con sus anfitriones.
La intuición, al comisario Campos, le decía que el
Francés era un soberbio. Por un lado, con grandes
capacidades para luchar por sus ideales en defensa de la
clase trabajadora vasca; pero por otro, un ególatra que
utilizaría los fondos que los demás habían puesto a su
disposición para esta lucha, como si le pertenecieran solo
212
Ongi etorri
a él, como si únicamente él tuviera derecho a decidir
cómo gastarlos.
El comisario no tenía nada contra la gente criada en
hogares más favorecidos que el suyo, pero no podía evitar
sentir auténtico asco por aquellos que hacen de su poder y
de su fortuna un instrumento de explotación de los demás.
El comisario había dedicado muchas horas a la
investigación en esos últimos días, y había realizado
alguna llamada a compañeros y periodistas especializados
en la lucha armada, y sabía que el dinero del terrorismo
esquivaba los impuestos del mismo modo que los ricos
evitaban contribuir con el suyo al bienestar social. Para el
comisario, todos formaban parte de la misma mafia. Los
gángsters de alto standing y los mafiosos callejeros. La
ONU había calculado que con 40.000 millones de dólares
podría solucionarse el hambre en el mundo. 40.000
millones de dólares son solo el 0,5 por ciento del dinero
ingresado en paraísos fiscales. Solo en Jersey, uno de los
muchos que tiene Reino Unido, se gestionan 800.000
millones de euros, que eluden los impuestos, disimulados
por sociedades pantalla dirigidas por testaferros y hombres
de paja, y que constituyen el doble del presupuesto anual
de Francia.
Paradojas de la vida: en estos mismos lugares si un
banquero revelara secretos sobre las cuentas de
extranjeros a la policía estaría cometiendo un delito. El
sistema del secreto bancario lo inventaron los suizos, pero
fueron los ingleses quienes lo perfeccionaron en lugares
como Bermudas, Bahamas...etc. Todo comenzó a finales
de los cuarenta, en los sesenta ya existían cinco o seis
paraísos fiscales en todo el mundo, y hoy ya hay más de
setenta y dos. Además, hace muy poco, Ghana ha votado
213
Angel Gros
una ley para convertirse en el primer paraíso fiscal
africano y Barclays ya ha abierto allí sus primeras oficinas.
Hay billones y billones de euros escondidos que
constituyen una parte colosal de la riqueza mundial y que
en su mayor parte elude los impuestos. Descomunales
cifras de dinero que por un lado destruyen el capitalismo y
por otro propinan un golpe fatal al desarrollo de los países
pobres.
En estas cábalas estaba el comisario Campos, cuando se
levantó de la cama, abrió el armario y comenzó a
preparar un pequeño equipaje para volar a la vecina isla
de Cayman Brac.
214
CAPÍTULO VEINTITRÉS
Frantziarra
"El honor está en el empeño"
D. Quijote.
El vuelo entre las dos islas no duró mucho. Cayman
Brac está a tan solo ciento cuarenta y nueve kilómetros de
Gran Cayman. Campos y su mochila llegaron también
rápido en el taxi que los condujo hasta el complejo de
Mango Paradise. Era la hora del desayuno aún y la
simpática anfitriona Lynn tenía preparada fruta fresca,
zumo y café. También había mango, jarabe de arce,
panqueques, tostadas francesas y una avena riquísima, que
el comisario no había probado nunca. George y Lynn
Walton le hicieron sentir en familia enseguida. Las
habitaciones estaban decoradas con buen gusto y en la
casa común, donde se ubicaba el restaurante y el buffet,
había una amplia y cómoda sala de estar, con porche y
cocina para uso de los huéspedes. A corta distancia, a
través del exuberante jardín trasero, se llegaba hasta el
océano. Enseguida Campos pudo ver a otros clientes y
215
Angel Gros
entre ellos a uno que sin duda era español, francés o
italiano. Lynn, percatándose de su curiosidad, le cotilleó
que era un cliente habitual, francés, llamado Paul. Era el
único habitante del complejo no americano y un viejo
cliente, explicó Lynn, con su habitual simpatía, invitando
a su nuevo huésped a hacer amigos cuanto antes.
—Una carta para jugar, ¿será esta la que necesito para
ganar la partida?— pensó Campos.
Al mediodía, Campos lo vio venir de vuelta de la playa
y le saludó en español. Paul le contestó en el mismo
idioma con un ligerísimo acento francés.
—¿Español?
—Si, vasco para más señas.
—Mi nombre es Paul Bidart o Pablo Bidart, como
prefieras. Soy vasco también, nacido al otro lado, mi
padre era de la Aquitania y mi madre guipuzcoana.
—Me llamo Antonio Zunzunegui —mintió el comisario
—, de Bilbao.
Paul le estrechó con afecto la mano. Parecía realmente
contento de encontrar a un europeo por allí, así que
añadió animado:
—Tengo que recoger mi equipo de buceo y luego
comeré en el complejo. Tendría mucho gusto en invitarte
a un café — dijo tuteándole.
—Te lo acepto—repuso Campos— ¿A que hora coméis
aquí?
—A las dos estará bien. Un poco tarde para los
lugareños, pero Lynn está acostumbrada a mis horarios.
Paso casi todas las mañanas buceando.
A la hora del almuerzo, Paul llegó puntual hasta la
mesa del comisario. Campos le observó con detenimiento.
Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, unos diez
216
Ongi etorri
más joven que el comisario. De aspecto bronceado,
parecía un tipo relajado y sin problemas. Llevaba algunos
tatuajes en el cuerpo, algunos realmente bonitos. Campos
siempre asoció tatuajes a delincuencia pero tuvo que
reconocer que favorecían a este hombre musculoso que, a
pesar de su edad, peinaba pocas canas. Se le veía
sonriente y muy atento, y acribilló al comisario con
preguntas acerca de la actualidad española y francesa. Era
como si llevara años sin salir de la isla, así que esto le dio
pie a Campos para inquirir:
—¿Hace mucho que no visitas Europa?
Paul no pareció encajar mal la pregunta.
—Bueno, no tanto, estuve allí en Navidad.
—Aquello le imposibilitaba para haber estado metido
en el fregado— pensó Campos—Tendría que contrastarlo
con Lynn y George. Pero de ser cierto, no era el Francés,
era solo un francés.
Durante la comida el comisario siguió jugando su papel
de empresario decidido a hacer uso de los beneficios
fiscales de las islas, y Paul no tuvo inconveniente en tratar
el tema, aunque no mostró demasiado interés. Le aclaró
que tenía un negocio de hoteles en Brasil y Asia y que sus
largas estancias en esta isla, además de por negocios, eran
porque tenía auténtica dependencia del buceo. Había
instalado su cuartel general allí y, en lo posible, todas las
gestiones las hacía desde la habitación del resort donde
tenía una pequeña oficina. El buceo era su tema favorito,
y tenía una gran habilidad para desviar la conversación
hacia este asunto del que hablaba con auténtica pasión.
—Si Gran Cayman es un paraíso fiscal, esta otra
pequeña isla es el paraíso del buceo. Tiene las aguas
clarísimas y una gigantesca pared de roca que, vista desde
217
Angel Gros
debajo de la superficie, impresiona por su tamaño, además
hay cuevas y pecios increíbles. Figúrese que el gobierno de
Cayman hundió aquí en el verano de 1996 una fragata
soviética, la número 356, rebautizada como M.V. Captain
Keith Tibbetts, y que fue comprada por el gobierno de
Cayman para sumergirla aquí y convertirla en un
atractivo para los buceadores que visitan la isla. Es
impresionante, tiene noventa y cinco metros de eslora,
reposa sobre un lecho de arena blanca, a veintisiete metros
de la superficie, aunque algunas partes de su castillo
central quedan a tan solo seis metros de profundidad. Se
ve desde la superficie. Es una inmersión sencilla, ya que el
barco fue preparado antes de su hundimiento,
clausurando las partes más problemáticas, para que nadie
buceara en su interior. Todas las precauciones son pocas
—ya conoces la frase: "Si esperas que el mar te salve la
vida, estás muerto"—. Aunque no somos pocos los que
sabemos como penetrar en su interior. Los puntos más
populares son la proa y la popa, que es en donde se
encuentran los cañones principales. El puente es
igualmente interesante, aunque se siente cierta
desorientación, porque se encuentra de lado, ya que una
tormenta partió el tercio delantero del casco, haciéndolo
caer sobre el costado de babor. La poca fauna se ve
compensada con lo espectacular del barco sumergido. ¿No
te estaré aburriendo? Me pongo a hablar de buceo y no
paro. ¿Tú no buceas?
—La verdad es que hice un curso en España. He
bajado unas seis o siete veces. Siempre por encima de los
treinta metros. No soy ningún experto.
—Tienes suerte, el barco está a solo veintisiete metros.
Si quieres, podemos hacer juntos algún día la inmersión.
218
Ongi etorri
—No te hagas muchas ilusiones, solo voy a estar aquí
cuatro o cinco días, después tengo que volver a Gran
Cayman para decidir qué hago con mis empresas.
Después del café, Paul se retiró discretamente a su
habitación. Campos decidió hacer lo mismo; pero antes
hablaría con los dueños de las instalaciones.
George y Lynn se encontraban en la cocina junto a dos
de sus cocineros. El matrimonio se bastaba para servir las
cuatro mesas del pequeño resort y Campos aprovechó para
contrastar la coartada de Paul Bidart.
—George ¿hasta cuando puedo conservar la
habitación? Si, ya sé que dije que solo vendría por un par
de días pero el lugar me parece excepcional y pensaba
quedarme aquí mientras espero noticias de uno de mis
negocios; se están demorando en la llamada. Igual preciso
tener mas días la habitación.
—La verdad es que tenemos pendiente la confirmación
de la llegada de un cliente a partir del miércoles, también
francés como el señor Bidart; en caso de confirmación,
necesitaríamos que abandonara la habitación para dentro
de cuatro días.
La noticia puso sobre aviso a Campos. Demasiados
franceses en una isla tan pequeña. Las posibilidades de
que el nuevo visitante fuera el auténtico "francés" eran tan
remotas o tan cercanas como las de que lo fuera su nuevo
amigo Paul. Algo en su interior le decía a Campos que no
se moviera de allí, que estaba sobre la pista, que de allí
saldría con el caso resuelto.
—Bueno, ustedes me dirán si puedo disponer de ella.
Por mí, me quedaría aquí toda la vida como el señor
Bidart.
El matrimonio rió y Lynn comentó.
219
Angel Gros
—La verdad es que Paul parece más de aquí que
nosotros. No sale de las islas desde las pasadas navidades,
en que se escapó para esquiar en los Alpes, de esto hace ya
seis meses.
—¿Seis meses? Mierda, no era él.
Campos llegó hasta su habitación y se tumbó un rato en
la cama. El lugar era fantástico y de nuevo recordó a su
esposa. La imaginó junto a él, ilusionada, estrenando
bañador, con un pareo recién comprado en los
mercadillos de Gran Cayman y tomando juntos un
combinado de mango en una tumbona de la playa.
Campos se dijo que era una pena que solo pudiera
disfrutar de lugares así cuando estaba trabajando. El resto
de turistas de la isla sí que eran afortunados. Parejas de
enamorados recién casados en viaje de novios, grupos de
buceadores y algún lobo solitario como el amigable Paul.
Pero para eso se necesita algo más que el sueldo de un
policía español: "¡Qué demonios! Estoy en el caribe, sé
bucear y puedo permitírmelo, le diré al coronel que los
gastos del alquiler del equipo me los descuente del sueldo;
total, gaste lo que gaste, algún cabrón del departamento
me difamará diciendo que hice mal uso de las dietas."
Llamó a Paul por el teléfono interior del hotel y le
preguntó si mañana le parecía un buen día para ir a
bucear.
—Por supuesto, las predicciones son magníficas, mar en
calma, y te va a encantar la fragata hundida.
Cuando Campos colgó, se fue a dar una vuelta por la
isla para preguntar por el alquiler de equipos. Dedicó toda
la tarde a hablar con instructores y dueños de escuelas de
buceo. Pasó un buen rato charlando con los simpáticos
220
Ongi etorri
propietarios de Cayman Diving, que le pusieron al tanto de
todos los buenos lugares para sumergirse en la isla.
Cuando volvió, casi a la hora de la cena, Paul le estaba
esperando con una cómica cara de enfadado.
—Te han visto por la isla intentando alquilar equipo.
¿Quieres contraer el tétanos? Tengo de sobra y no se
parece en nada a esos cacharrería oxidada que alquilan a
los turistas; además tengo mi propia embarcación y, por
último, la idea fue mía. Así que si lo que quieres es
malgastar tu dinero, invítame a langosta cuando
acabemos; pero te prohibo que te gastes un solo euro en
alquiler. Y tranquilo con lo de la langosta, que no es
ninguna encerrona, pedir marisco aquí es como pedir
boquerones en Málaga; aunque siendo francés no pienso
escatimar en el vino.
—No se hable más —acató sonriendo el comisario.
A Campos no le pareció un mal trato. No le agradaba
que le invitaran ni que le hicieran favores, así que con la
comida todo quedaría saldado.
La verdad es que este tipo derrochaba simpatía. Si no
fuera porque tenía una coartada perfecta, hubiera sido un
buen candidato para el Francés. Campos desconfiaba
siempre de los individuos con don de gentes, aquellos que
enseguida caen bien y que rápidamente se ganan el afecto
de los demás. Muchos de los peores criminales con los que
se había enfrentado en su vida eran increíblemente
sociables, muy cuidadosos en su vestir y en sus maneras,
pagados de si mismos y seductores tanto con hombres
como con mujeres.
Paul no cumplía algunas de estas características, era
una persona fuerte, con un buen físico, pero su actitud era
simplona, además no hacía demasiadas preguntas, los
221
Angel Gros
buenos delincuentes como los buenos policías tienen una
habilidad especial para sacar de sus interlocutores una
increíble cantidad de información. También suelen ser
metódicos y con una prodigiosa memoria en la que
almacenan datos que contrastan y analizan en décimas de
segundo, y que utilizan después para acosar a sus
interlocutores invadiendo de forma grosera su intimidad.
El criminal perfecto es aún mejor que el policía perfecto.
El policía perfecto adolece de dos cosas, de maneras y de
empatía, el criminal perfecto tiene en cambio en estas
cualidades sus mejores armas."¡Joder, hasta ayer era un
buen candidato!"—se lamentó.
Paciencia, ahora la fortuna le enviaba otra carta para
iniciar una nueva partida. La llegada de otro francés. Por
el momento, esta nueva carta estaba en la parte superior
del mazo esperando girarse hacia la luz. Muy pronto, el
destino la voltearía y Campos sabría a qué enfrentarse.
Estaba convencido de que los acontecimientos estaban a
punto de alcanzar su momento crítico.
A las siete de la mañana del día siguiente, el comisario
se levantó y bajó a tomar el desayuno. Paul ya se
encontraba en el jardín revisando el equipo. Le saludó con
simpático entusiasmo.
— ¡Hey, Antonio! Un gran día nos espera. Este
gabacho le va a enseñar a un español cómo divertirse.
–¿No has desayunado aún?
— Hace ya un buen rato. Pero Lynn tiene ya preparado
el tuyo. No te atiborres.
Nada más terminar de desayunar, el comisario se
acercó hasta Paul, que tenía extendida sobre el césped del
jardín toda la equipación de ambos: gafas, snorquels,
neoprenos, escarpines, aletas, cinturones de lastre, botellas,
222
Ongi etorri
chalecos hidrostáticos, reguladores, profundímetros,
manómetros y ordenadores de buceo. Era evidente que
era un buceador experimentado, porque tanto el
neopreno como los escarpines eran de la medida del
comisario. Incluso el cinturón de lastre que le tenía
preparado contenía los plomos equivalentes a sus setenta y
cinco kilos de peso. Todo el equipo era de última
generación, muy moderno y prácticamente nuevo.
Campos hizo algunas preguntas acerca de los reguladores
y manómetros, ya que no estaba familiarizado con
equipos tan recientes. Cuando él hizo el curso, hace ya
más de diez años, lo que usaba la policía no era
precisamente vanguardia tecnológica.
En unos minutos, entre los dos, embarcaron todo en
una zodiac varada en la playa, y dos empleados del resort les
ayudaron a ponerla de nuevo sobre el agua. Navegaron
apenas diez minutos y cuando llegaron al fondeo,
marcado por una boya, justo encima del pecio, amarraron
la fueraborda y terminaron de equiparse.
—No olvides las señales —dijo Paul—, no te despegues
de mí, no muy lejos el uno del otro. Ya conoces la frase —
repitió—: "Si esperas que el mar te salve la vida, estás
muerto". Llevas otro regulador por si el primero te diera
algún problema. Tenemos oxígeno de sobra si vamos
tranquilos y no lo consumimos a lo loco. No hay prisa y lo
vas a disfrutar muchísimo. Primero daremos un paseo
sobre el casco para que te vayas familiarizando con el
buque. No sé si has estado en un barco hundido antes,
pero este te va a parecer enorme. Después de un
reconocimiento exterior y, si todo marcha bien, te veo
tranquilo, con ganas, y no has llegado a consumir un
tercio de la botella, nos introduciremos en el barco por
223
Angel Gros
una entrada que no se aprecia desde el exterior. Pero solo
si te apetece y estás calmado. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Campos.
El comisario se puso la máscara y se lanzó al agua,
esperando a su compañero agarrado a la boya. Una vez juntos, iniciaron la inmersión. Nada más dirigir la mirada
hacia abajo, Campos se quedó fascinado. Aquello
constituía un espectáculo realmente admirable. En su
nuevo lugar de descanso, el barco parecía simplemente
enorme, perfectamente encajado en una tolva de arena
que se apoyaba sobre la pared que se eleva para
conformar la cara norte de la isla. El buque aparecía
magnífico, con sus casi cien metros de eslora reposando en
la arena. Claramente se trataba de un barco de guerra,
equipado con torretas con cañones en proa y popa, tubos
de lanzamiento de misiles, pescantes y torres de radar. Un
poco retrasado, hacia la mitad de la cubierta, se
encontraba el castillo central con toda su dotación de
radares.
Según se acercaban al naufragio podían apreciar cómo
los años de tormenta y la degradación electrolítica habían
hecho mella en la proa. En la popa, esponjas e
incrustaciones de coral habían cubierto toda la estructura
metálica. Campos estaba entusiasmado y hacía
constantemente la señal de OK a su compañero cuando
este le lanzaba una mirada vigilante. Paul siempre le
esperaba con paciencia después de cada maniobra y le iba
indicando con la mano aquellos detalles que merecía la
pena destacar de la superestructura.
La visibilidad era magnífica, aunque la aparición
progresiva de algunas nubes oscurecía a ratos la cubierta
del casco. Campos vivía esos momentos eufóricos del
224
Ongi etorri
buceador en que uno no quiere salir a superficie, en que
siente que allí dentro, oyendo tan solo el sonido de su
respiración en el regulador, existe la ansiada paz que todos
buscamos, el estado amniótico del feto.
Cuando se encontraban en el costado de estribor del
barco, el comisario pudo apreciar cómo el mar había
partido en dos la estructura y se formaba una grieta,
compuesta de montañas de hierros de todos los tamaños,
junto con cables y varillas de acero, que dejaba al
descubierto las costillas del casco. Justo ahí fue donde Paul
le hizo de nuevo una señal para preguntar si todo
marchaba bien, antes de indicarle una hendidura con
forma de abolladura que había perforado el casco y que
estaba semienterrada sobre el lecho de arena. A simple
vista no parecía que el cuerpo de un buceador con su
equipo pudiera atravesar el agujero en la plancha metálica
que constituía la parte exterior del casco y el refuerzo
interno, que probablemente conformaba el doble casco.
La abertura exterior era ovalada y vertical y la interior
rectangular y horizontal. Campos se preguntó cómo haría
para pasar su cuerpo junto con las botellas por ese hueco
sin dañar el equipo; pero le tranquilizó pensar que Paul lo
haría primero. Antes, miró su manómetro para ver el
consumo y vio que la botella estaba prácticamente llena,
al noventa por cien. Se enorgulleció de haber gastado tan
poco oxígeno, tal y como lo haría un profesional.
Verdaderamente, no había perdido la sangre fría en
ningún momento y todos sus movimientos habían sido
lentos y pausados, sin demanda de oxígeno, como hacen
los grandes buceadores. Así que volvió a hacer el signo de
OK a Paul, quien dio unos suaves aletazos y metió la
cabeza dentro de la rendija para girarse acto seguido, al
225
Angel Gros
tiempo que introducía el resto del cuerpo por la segunda
plancha, con lo que consiguió amoldarse perfectamente al
paso hacia el interior. Una vez vista la maniobra, Campos
no tuvo ningún problema en atravesar el angosto
conducto imitando sus movimientos. Pensó que así debía
ser como los fetos atraviesan el canal de parto, girándose
sobre ellos mismos para aprovechar el sinuoso camino que
les conduce hacia la vida.
Una vez dentro, cuando Campos vio a Paul encender
una potente linterna, se arrepintió de no haberle pedido
en tierra que le hubiera prestado otra. La luz, a pesar de
que penetraba por numerosas rendijas, había bajado
notablemente su intensidad. Ahora empezaba la aventura,
debían encontrarse en uno de los pasillos laterales de
servicio de la parte más profunda del casco, ya casi cerca
de la sentina. Paul señaló un orificio circular justo encima
de ellos; era una escotilla cuyo sistema de cierre reposaba
abierto en la cubierta superior. Subieron hasta atravesarla
y entraron en una enorme estancia que debía
corresponder a la sala de máquinas. Cuando la iluminó
con la linterna, Campos se quedó alucinado. Parecía una
escena sacada de Alien. La atmósfera reinante, con
partículas orgánicas flotando en suspensión, transmitía la
misma sensación asfixiante que debía sentir el personaje
interpretado por Sigourney Weaver cuando buscaba al
monstruo por la nave. La luz de la linterna, ahora ya
imprescindible, alumbraba a su paso todo tipo de ruedas y
manómetros herrumbrosos, palancas y paneles oxidados
de Dios sabe qué complicados sistemas de control de los
motores de la nave. Su compañero tuvo que deslumbrarle
un par de veces porque Campos se paraba a observar
cada recoveco como si buscara algo; y así fueron
226
Ongi etorri
recorriendo la estancia lentamente hasta llegar a una
nueva puerta que daba paso a una enorme bodega.
Cansado de los retrasos de Campos, Paul le indicó que
fuera delante de él.
Fue nada más atravesar esta puerta cuando Campos
notó algo raro en su regulador, como si le costara tomar
aire. Intentó una aspiración más fuerte pero fue inútil. El
aire no quería pasar a través del regulador. Miró su
manómetro, pero la aguja permanecía en el mismo sitio
que la última vez, indicando que no se había realizado
apenas consumo. Cogió el otro regulador e intentó aspirar
pero el resultado fue el mismo. En ese momento su
corazón se aceleró y la demanda de oxígeno creció
reclamando el alimento de los pulmones.
Campos miró a Paul e hizo la señal de pasar su mano
por debajo del cuello indicándole que no tenía oxígeno, el
protocolo del buceo en pareja prevé estas situaciones, y el
otro buzo solo tiene que prestar su segundo regulador
para que ambos puedan volver haciendo uso de su botella.
Pero a Campos le bastó con advertir el gesto inexpresivo
de Paul para entender que su botella nunca había estado
llena y que el manómetro había sido manipulado antes de
la inmersión. Algo relativamente fácil para un buzo
experimentado como Paul. A pesar del momento que
estaba viviendo, Campos no pudo evitar cavilar sobre
cómo se altera un regulador. A través de la máscara
Campos pudo ver cómo el homicida encogía los hombros
y con la mano le hacía un gesto de despedida. Para colmo
apagó la linterna e inició el camino de vuelta dejando a
Campos completamente a oscuras y sin aire para respirar.
Paul solo tuvo que desandar un camino que ya había
hecho en numerosas inmersiones: pasó por la sala de
227
Angel Gros
máquinas, llegó hasta un mamparo que cortaba el paso,
descendió por la escotilla circular y atravesó el pasillo
hasta llegar a la hendidura en el casco, por la que salió
como una anguila iniciando la subida a la superficie. Se
entretuvo unos minutos para hacer la acostumbrada
parada a cinco metros de profundidad y después se
encaramó a la Zodiac, encendió el motor y navegó con
tranquilidad hacia la costa. El tiempo en la superficie
había cambiado radicalmente: las nubes habían cubierto
el cielo, el agua tenía ahora un color gris plomizo y el
viento levantaba espuma de las crestas de las olas que
comenzaban a adquirir un preocupante tamaño. En vez
de enfilar directamente hacia la playa situada a menos de
una milla del fondeo, Paul puso rumbo hacia el extremo
de la isla cercano al aeropuerto. Quería llegar adonde se
encontraban las autoridades de la isla y dar parte cuanto
antes del desgraciado accidente. Durante el trayecto vació el
resto del aire que quedaba en las botellas.
Cuando llegó a la costa, amarró con fingida
precipitación la Zodiac al embarcadero y se dirigió
corriendo hasta el puesto de policía para dar parte del
suceso. No consiguió llegar hasta él. En el mismo
embarcadero, dos policías de paisano se interpusieron en
su camino y uno de ellos le dijo en correctísimo francés:
—Esta usted detenido por intento de asesinato —lo
esposaron antes de que pudiera reaccionar de ninguna
manera.
Media hora antes, el comisario había visto apagarse la
linterna de su compañero de inmersión en la bodega
contigua a la sala de máquinas de la fragata hundida, y se
228
Ongi etorri
quedó a ciegas durante unos instantes. Recordó algunos
consejos acerca de la apnea en sus cursos de buceo:
Mantener la calma, no subir las pulsaciones a pesar del
pánico y moverse lentamente —es fácil dar consejos en
seco, pensó—. Intentó una última bocanada de su
regulador y se produjo el milagro: consiguió hinchar a
medias sus pulmones con una dosis entrecortada de aire.
Duró apenas un segundo y el regulador de nuevo dejó de
surtir el valioso gas.
Tanteando la pared buscó volver sobre sus pasos hacia
la salida. La visión era nula pero de momento parecía
haber escogido el camino adecuado porque enseguida se
encontró en la sala de máquinas. Lo notó, aún estando a
oscuras, porque la mano reconocía, al tacto, la presencia
de tubos, llaves y cables. Aunque no podría decir en qué
lugar de la enorme sala de máquinas se encontraba y qué
parte de la complicada maquinaria estaba palpando. De
repente, reconoció un patrón repetido de protuberancias
con forma alargada que correspondían a la parte superior
de uno de los dos gigantescos motores diesel del barco. Su
cuerpo siguió a su mano hasta el final del motor y braceó
en el vacío de la zona lateral buscando algo, pero no
encontró nada. Se giró, calculando no superar los 180
grados, y palpó lo que debía ser el otro motor justo
enfrente. Repitió la operación y, al llegar de nuevo al
lateral del motor, introdujo la mano en el hueco que había
entre este y un aparatoso soporte metálico y sintió un
enorme alivio al reconocer una forma cilíndrica. Allí se
encontraba su salvación. Una botella lista para ser usada
que habían dejado, según lo convenido, los instructores de
la escuela de buceo "Cayman Diving". Antes de cambiar
una botella por otra, Campos estuvo tomando aire
229
Angel Gros
durante casi cuarenta segundos, hasta recuperar las
pulsaciones y poder asegurarse de no cometer ningún
error.
230
CAPÍTULO VEINTICUATRO
Aurrez aurre
Una hora antes de su paseo de la tarde anterior, en busca
de establecimientos donde poder alquilar un equipo de
buceo, el comisario había recibido una llamada de
Leandro Hill:
—Comisario, prepárese para lo que voy a contarle.
Creo que nadie le ha puesto al tanto del suceso que viví en
San Juan de Luz hace dos semanas. El ataque que
sufrimos mi amigo Urtzi Etxeberría y yo en la terraza del
café "Le Majestic" por parte de "Xia Zhun". Ella disparó
contra nosotros y yo conseguí escapar. Pero mi amigo
Urtzi, no. Le vi morir. Se derrumbó y perdió la
consciencia a causa del impacto de una bala. Expiró
delante de mis ojos. Supuse que la policía francesa le
habría contado lo sucedido, pero algo inesperado ha
pasado esta mañana. Los últimos acontecimientos no me
habían permitido honrar la memoria de mi amigo Urtzi y
lo primero que hice hoy al levantarme fue intentar
ponerme en contacto con su familia. Llamé a alguno de
231
Angel Gros
los teléfonos que él me había dado y nadie contestó, así
que me dirigí a Ahetze, el pueblo francés donde Urtzi
tenía su tienda de antigüedades. Me extrañó encontrarla
abierta. Dentro había una mujer de unos sesenta y cinco
años que dijo no haber oído jamás el nombre de la
persona por la que yo estaba preguntando, ni tampoco el
de sus familiares. Le pregunté si acababan de traspasarle
la tienda y me dijo que pertenecía a su familia desde hacía
más de cuarenta años, y que ella la regentaba desde hacia
veinticinco con la ayuda de algunos hermanos y amigos
que la suplían los martes y jueves. Dedicaba estos días a
atender un criadero de perros Pinscher, en la carretera
hacia Biarritz.
Confundido, salí de la tienda y vi un cibercafé en esa
misma calle, pedí un ordenador con una buena RAM y
anduve escudriñando los periódicos digitales de la
Aquitania durante un buen rato. Busqué y rebusqué
intentando encontrar la noticia de aquel suceso en el que
una loca intentó asesinarme y en el que murieron mi
amigo Urtzi y uno de los camareros del local. No había el
menor rastro. Ni una crónica. Ninguna reseña.
Salí del cibercafé y en pocos minutos llegué hasta "Le
Majestic" en San Juan de luz. Ni el dueño del local ni
ninguno de los camareros recordaba nada de lo sucedido.
Aquel suceso no había tenido lugar. Cuando empecé a
notar que me trataban de loco, me dirigí hacia el parking
que hay junto al mercado y donde había estacionado mi
coche. Un hombre mayor, un pintor que acarreaba un
caballete y unas maletas llamó mi atención con disimulo.
Me acerqué solícito y me empujó con el codo hacia una
esquina del viejo mercado. Allí, con nerviosismo, me dijo
que él había estado presente en el tiroteo. Trabajaba en
232
Ongi etorri
sus lienzos en el mismo instante en que se produjo el
ataque de Xia, vio claramente cómo ella disparaba contra
nuestra mesa, y cómo uno de los camareros de Le
Majestic, al que nunca había visto antes, caía bajo los
impactos de las balas. También contempló, en asiento de
palco, cómo Urtzi y yo nos refugiamos tras la mesa y
huimos precipitadamente aprovechando el
encasquillamiento del arma de la Rubia, y cómo
desaparecimos callejón arriba entre la multitud. Por lo
visto, nada más perdernos de vista, el camarero tiroteado
se levantó del suelo como si nada, se acercó a la rubia y
pidió una gran ovación para ella. Saludaron ambos ante
los tímidos primeros aplausos de los atónitos espectadores
del suceso. Algunos de los ocupantes de las mesas
contiguas y un grupo de transeúntes se unieron a los
saludos de agradecimiento, dejando claro que también
formaban parte del elenco de la representación. El público
aplaudió esta vez con más ganas, incluso hubo algunos
vítores, convencidos de que acababan de presenciar algún
tipo de representación o flash mob. Después de los saludos,
los actores repartieron unos flyers anunciando una
representación en un teatro de Biarritz. El pintor sacó un
papel arrugado del bolsillo y me enseñó un ejemplar.
El comisario Campos le interrumpió:
—¿Pretende decirme que su amigo Urtzi Extebarria
está vivo?
—A mí me sorprende más que a usted.
—Es el fantasma que buscamos.
—Urtzi no puede ser un asesino. Él mismo me avisó
para que huyera del hotel de La Rioja antes de que los dos
policías, a las ordenes de la Rubia, intentaran asesinarme.
—Mírelo de esta otra forma: quizás quiso que se alejara
233
Angel Gros
de un lugar tan concurrido como el hotel para que
pudieran ejecutarle en un lugar más adecuado, en pleno
campo, sin testigos oculares.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono, que rompió
el comisario pidiéndole a Leandro una breve descripción
física de Urtzi Extebarría. Inmediatamente, el comisario
Campos se puso en marcha hasta la zona de la isla donde
se ubicaban algunos establecimientos dedicados al alquiler
de equipos de buceo y acordó, con una buena propina por
medio, que un buceador del "Cayman Diving" llevaría esa
misma tarde hasta el interior del barco sumergido unas
botellas de oxígeno y las depositaría en un lugar
convenido, que fuera de paso obligado para los que
conocen y visitan el interior del barco.
Algo, sin embargo, no acababa de casar; Lynn y
George le habían asegurado que Paul no se había movido
de la isla desde la navidad pasada. El Francés no podía ser
Paul y Urtzi al mismo tiempo. La frase de Lynn aún
resonaba en sus oídos : "Paul no sale de la isla desde el
pasado invierno en que quiso ir a esquiar a los Alpes, de
esto hace ya seis meses". Pero la memoria del comisario, a
pesar de ser muy precisa, no podía asegurar con exactitud
si lo que Paul dijo fue "de la isla" o "de las islas". En el
caso de haber utilizado el plural, es posible que Paul
hubiera viajado hasta Europa, con la excusa de hacer
alguna gestión en Gran Cayman, y el matrimonio dueño
del resort lo vieran salir con poco equipaje. ¿Cómo podían
saber si estaba en el archipiélago o había aprovechado
para saltar desde la isla grande al otro lado del océano?
De ser cierta esta suposición, todo encajaría; por lo que
el comisario tomó sus precauciones. Y fue la mejor
decisión de su vida. Alertó también a la policía local
234
Ongi etorri
porque, de suceder lo que se temía, el suceso pondría en
bandeja la detención de el Francés. Desde España, mientras
tanto, prepararían la documentación para el resto de los
cargos. Detener en otro país a alguien por pertenencia a
banda armada no era algo que pudiera hacerse de la
noche a la mañana. Pero sí, por intento de asesinato.
Bastaba con poner en alerta a las autoridades locales. Así
que asumió el mayor riesgo que había tomado nunca. Él
mismo haría de cebo. De cebo humano.
Una hora después, el comisario Campos,
impecablemente vestido, como a él le gustaba aparecer
cuando entendía que el deber había sido cumplido, entró
en la modesta sala de detenidos de la policía local de
Cayman Brac y contempló a un abatido y asombrado
Paul sentado en un banco de madera en una habitación
sin ventanas. De las esposas, que sujetaban sus muñecas,
partía una cadena que llegaba hasta una argolla anclada
al suelo de hormigón. Paul miró a Campos creyendo ver
un fantasma.
—¿Vivo? ¿Cómo conseguiste salir del barco sin
oxígeno?
— Si esperas que el mar te salve la vida, estás muerto—
respondió el comisario.— Pero cambiemos de tema, Urtzi
o Paul ... No sé cómo tengo que llamarte. Probablemente
ni tú mismo sepas ya quién eres.
—Sé perfectamente quién soy, pero y tú...¿cómo lo
sabías?
—Tuve mis dudas hasta el último momento, a pesar de
que un pajarito me había contado tu memorable
interpretación de "Murieron con las botas puestas" en San
Juan de Luz, pero terminé de comprobarlo cuando
estábamos en la zodiac. Al enfundarte el neopreno, me
235
Angel Gros
quedé contemplando uno de tus tatuajes, en la espalda,
junto al omóplato izquierdo. Dos lobas bajo una carrasca
amamantando a dos lobeznos cada una. El escudo de los
Aguirre: dos hembras salvajes transmitiendo, a través de
su leche, un legado de violencia y rebeldía. Te crees el
portador de una sagrada herencia. El guerrero esforzado.
El héroe mesiánico que traerá la libertad al pueblo vasco.
Con el dinero del impuesto, pretendías revivir a un ejército
de zombies y provocar una catástrofe. Te resistías a rendir
las armas, a que la contienda concluyera. Con este dinero,
comprando jueces y liberando a tus soldados más
despiadados, a lo más granado de tus huestes, podías
añadir más presión a las negociaciones; devolver a
Euskadi su capacidad para arrinconar al estado español y
lograr nuevas concesiones, más letra pequeña que añadir
a los fueros medievales.
—Tú nunca podrás entenderlo porque no eres vasco.
—Soy tan vasco como tú.
—Tu no te llamas Aguirre.
236
CAPÍTULO VEINTICINCO
Mugaritz
En el comedor de Mugaritz nuestros amigos ocupaban
una mesa redonda. En el sentido de las agujas del reloj,
estaban sentados el Lendakari, Camila Izaguirre, Leandro
Hill, Antonio Aguirre, el comisario Campos y su esposa
Amaia. Tras el amplio ventanal, la lluvia se derramaba en
la frontera de los montes entre Errenteria y Astigarraga.
Junto a la casa, impasible, se erguía el roble con trescientos
años que da nombre al restaurante: Mugaritz (el roble de
la frontera). Desde la mesa se vislumbraba un fragmento
de la excelente, ordenada y científica huerta de Andoni
Luis Aduriz.
El Lendakari enumeró sin titubear todos los cocineros
con los que el joven Aduriz había trabajado: Ramón
Roteta, Hilario Arbelaitz, Jean Louis Neichel, Juan Mari
Arzak, Fermín Arrambide, Pedro Subijana, Martín
Berasategui y por supuesto con Ferrán Adriá.
La esposa del comisario seguía con enorme atención los
comentarios del presidente vasco y las recomendaciones
que el jefe de sala les hizo, acto seguido, acerca del menú.
237
Angel Gros
Amaia disfrutó enormemente con la "Anchoa del
Cantábrico reposada sobre Marshmallows y Junco
bastardo marino" y también con el "Mero con virutas de
Cebolla confitada en dulce y Vinagre artesano",
comentando que nunca imaginó que comer en un
restaurante con estrellas Michelin fuera una experiencia
tan divertida, donde la llegada de cada plato despierta
auténtica expectación.
El comisario Campos disfrutaba viendo como Amaia
gozaba con el almuerzo, más que con el propio menú. Ella
se encontraba radiante y entre todos la habían hecho
sentirse cómoda, atendiéndola desde el inicio de la
comida, que comenzó con un aperitivo en la cabaña que
hay junto al caserío. Campos, al fin y al cabo, a lo largo de
toda una vida, y muchas veces justificado por su trabajo o
invitado por autoridades, había comido en algunos de los
mejores restaurantes vascos y seguía en secreto la
actualidad gastronómica, leyendo todos los artículos que
caían en su mano sobre los grandes chefs.
Más relajados, tras los primeros cinco platos, el
Lendakari quiso agradecer a los presentes la resolución del
caso y les relató las últimas novedades. La asociación de
víctimas había hecho público en un periódico nacional la
satisfacción por cómo el gobierno había sabido resolver la
crisis, un pequeño sector de la izquierda abertzale había
reaccionado contra esta carta pidiendo explicaciones
acerca de los métodos usados por la policía; aunque la
gran mayoría de la izquierda independentista no había
respaldado esta misiva y manifestaba su apoyo a la
resolución de todo conflicto que pudiera conducir a la
finalización del proceso. Por otro lado, estaban las
paradojas de que dos jueces ya se encontraban a
238
Ongi etorri
disposición judicial, y que la policía había designado un
equipo para investigar el pasado de todos aquellos policías
cuyos casos habían quedado sobreseídos tras los sucesos
del GAL.
El Lendakari adelantó que, aunque este éxito no había
encontrado un gran reflejo en las últimas encuestas de
satisfacción de los ciudadanos vascos, todos debían
felicitarse por ello; y por último, como gran noticia, la
detención en Francia de la etarra Goratze Muguruza, con
más de quince asesinatos a sus espaldas. Descompuesta la
cúpula militar, después de la masacre del caserío cercano a
Oloron-Sainte-Marie, Goratze tuvo que asumir el
liderazgo de la banda y, sabiéndose acorralada por la
policía, huyó a la población pirenaica de Laruns, donde
permaneció una semana escondida, muerta de frío y sin
alimentos, en una cueva junto al Puerto de Sobe. Una
patrulla rural de montaña del GAR dio finalmente con
ella. Aunque llevaba su pistola, no pudo llegar a usarla.
—Por lo visto, Goratze entró en la organización tras la
detención de su hermano hace tan solo ocho años, era la
novia oficial de Egoitz Olaizola, al que ya conocéis; y fue a
su lado donde comenzó su trágica carrera de asesinatos.
Su padre, un hombre de caserío, un trabajador del campo,
únicamente supo explicar a la guardia civil que siempre
fue una chica buena, que era la primera en levantarse
para el ordeño y la última en acostarse ayudando a su
madre a recoger la cocina. Una imagen muy alejada de la
mantis religiosa que reflejaba su expediente.
Antonio miró a Leandro y este último no pudo evitar
decir:
—No sé cuantas vidas habrá segado, pero salvó la mía.
Antonio Aguirre también intervino.
239
Angel Gros
—Espero que pueda reinsertarse.
El comisario Campos y su esposa no habían venido en
coche. Volvieron en un autocar de Lurraldebus que
cogieron junto al hotel Amara de Donostia. Así lo habían
planeado para poder disfrutar a conciencia de los vinos
del mejor almuerzo de su vida. Durante todo el camino,
no paró de caer una lluvia oscura.
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NOTAS TOMADAS POR EL COMISARIO
CAMPOS SOBRE EL MENÚ DE
MUGARITZ.
NOTAS TOMADAS POR EL COMISARIO CAMPOS
DURANTE EL ALMUERZO EN MUGARITZ
Uvas de melón con Mojama. “Un curioso plato
trampantojo”
Láminas de Fuagrás curado en arcilla y pimientas de
Sechuan, bañadas con un extracto de manzana. “Destaca
por su textura”
Tallos de acelga y hebras de raya con mole de pipas de
calabaza y girasol. “Con influencias sudamericanas”
Ravioli de vegetales aromáticos. “Puro e intenso”
Caldo del día de gallina, puerros y zanahoria. “Ecléctico
y natural”
Potaje de avellanas con Nácar. “Insuperable estética”
Carpaccio de Bacalao con salsa de pimiento verde.
“Gran presentación”
Fideos de leche apenas embebidos, Lámina de Tocino
con jugo meloso de tomate y calabaza. “Impresionante juego
de texturas”
241
Angel Gros
Anchoa del Cantábrico reposada sobre Marshmallows
y Junco bastardo marino. “Deliciosa combinación”
Mero con virutas de Cebolla confitada en dulce y
Vinagre artesano. “Ejemplo de cocción perfecta del pescado”
Pintada asada con una Crema de su jugo y bogavante.
“Simplicidad y sabor inigualable”
Carrillera tostada con Lágrimas de verdura asada.
“Final perfecto”
Entrecot de Chuleta madurada 90 días. “Un bis que nos
hizo prorrumpir en aplausos”
Barquillo de leche tostada con Helado de Limón.
“Simple y perfecto”
Mantecado helado de Almendras. “Otro trampantojo”
Golosinas de incienso perfumadas con Eucalipto. “Gran
presentación”
Vinos:
Gran Reserva de la Finca 07 (Raventos i Blanc)
Les Elements 09 (Domaine Bott Geyl)
El Transistor 09 (Telmo Rodriguez)
Bual 10 años (Henriques & Henriques)
Arranomendiko Lamina (Etxeko Bob’s Beer)
Sake Kozaemon (Mizunamai)
Chateau Haut Lagrange 06
Pegaso Barrancos de Pizarra 07 (Viñas Viejas de
Cebreros)
Harmonie Blanc Doux 09 (René Rieux).
“Mis favoritos: Bual, el generoso de Madeira y el avileño Pegaso
de viñas en suelo de pizarra”
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Ongi etorri
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Documentos relacionados