150802 Avvenire Regeneraciones 2 El alma triste de los incentivos

Transcripción

150802 Avvenire Regeneraciones 2 El alma triste de los incentivos
El alma triste de los incentivos
Regeneraciones/2 – Ninguna empresa puede domesticar la
fuerza moral de las personas
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 02/08/2015
"No obtiene frutos de la virtud el que
quiere exprimirla"
Mahabharata, Libro sagrado hindú
Es un hecho que las organizaciones no
pueden disponer de las virtudes que les
resultan más importantes y necesarias.
Las organizaciones más sabias aceptan el
diferencial que existe entre las virtudes
que les gustaría tener y las que efectivamente logran obtener de sus trabajadores, y
aprenden a convivir con esta inevitable indigencia de cualidades humanas, que son
fundamentales para su funcionamiento y crecimiento, sin intentar sustituirlas por otras
cosas más simples.
La primera sabiduría de toda institución consiste en reconocer que no tiene control
sobre el alma de sus miembros. Y toda virtud es, antes que nada, cuestión de alma.
Cuando esto no se reconoce o se niega, las empresas y organizaciones no se detienen
ante el umbral del misterio del trabajador-persona e intentan hacer todo lo posible para
colmar ese diferencial, y así acaban perdiendo la parte mejor de sus trabajadores. La
impresionante disminución de esta forma de sabiduría institucional es una de las
pobrezas más graves de nuestro tiempo, entre otras cosas porque se presenta como una
forma de riqueza. Por eso, en lugar de combatir contra ella, se la alimenta.
En la vida asociada, el diferencial entre las virtudes que se exigen a sus miembros y las
que éstos disponen, ha sido una constante, sobre todo en Occidente. Todas las
instituciones buenas han mendigado virtudes. Los monasterios, los gobiernos e incluso
los ejércitos tenían una necesidad esencial de las virtudes más altas de las personas,
pero sabían que no podían obtenerlas mediante el mando o la fuerza. Sólo podían
acogerlas como un don libre del alma de los hombres y las mujeres. Hoy la novedad está
en el eclipse total de esta antigua y sabia conciencia, sobre todo en el mundo de las
grandes empresas, cada vez más convencidas de que por fin han inventado instrumentos
y técnicas para obtener de sus trabajadores todas las virtudes que necesitan, toda la
mente, las fuerzas y el corazón, sin necesidad de la fuerza moral y mucho menos del
don. La realidad es que lo que acaban encontrando son pseudo-virtudes.
Esta distribución en masa de las virtudes tiene mucho que ver con la ideología del
incentivo. La cultura que se practica en las grandes empresas, sobre todo por parte de
los directivos, se está convirtiendo en un culto perpetuo al dios incentivo, en una
auténtica fe cuyo dogma principal es la convicción de que es posible obtener la
excelencia de las personas si se las remunera adecuadamente. La meritocracia nace de
una alianza con la ideología del incentivo, porque para reconocer el mérito se construye
todo un sistema, cada vez más sofisticado, de incentivos diseñado a la medida para
obtener lo máximo de cada persona y, si es posible, obtenerlo todo. Se cree que
‘encantando’ a las personas con incentivos, éstas darán libremente lo mejor de sí
mismas (no olvidemos que incentivo, encantamiento y encantador de serpientes tienen
la misma raíz). En realidad, el incentivo no es un instrumento adecuado para crear y
fortalecer las virtudes, sino que por lo general las destruye, puesto que reduce
drásticamente la libertad de las personas. El incentivo, sobre todo el de última
generación, construido en torno a la ‘dirección por objetivos’, se presenta como un
contrato (efectivamente lo es) y, en cuanto tal, como una de las máximas expresiones
de la ‘libertad de la modernidad’. Pero basta mirarle bien a los ojos para darse cuenta
de que libertad de la cultura del incentivo no tiene nada que ver con la libertad
necesaria para el desarrollo y el fortalecimiento de las virtudes verdaderas de la gente.
La libertad del incentivo es una libertad auxiliar, pequeña y funcional a los objetivos
puestos e impuestos por la dirección de la empresa. Es una libertad menor, que se
parece mucho a la de un mirlo dentro de una jaula o a la de los leones en el zoo. A
diferencia de los animales, nosotros creemos que en las jaulas y en los parques
naturales entramos libremente cuando, en realidad, entramos hechizados por la flauta
encantadora (incentivus era la flauta) y ya no salimos.
Pensemos, por ejemplo, en la lealtad. Hay pocas palabras tan citadas en la cultura
empresarial como la lealtad. Es un término clave en las entrevistas de selección de
personal, aparece en todos los compromisos éticos y es parte esencial del repertorio del
empleado ideal que a toda empresa le gustaría tener. La lealtad es la virtud que nos
hace capaces de ser fieles a una persona, a una institución o a un valor en situaciones
en las que nadie nos observa y nos cuesta comportarnos de una determinada manera. La
lealtad no puede ser objeto de contrato. Es una cosa del alma. Pero todos sabemos que
los contratos dan implícitamente por supuesta una lealtad que sin embargo no se puede
comprar. Los contratos no pueden auto-fundamentarse en sí mismos. Necesitan
previamente pactos y, con ellos, lealtad y muchas otras virtudes pre-contractuales.
Cuando los contratos sustituyen a las virtudes acaban minando el terreno que pisan.
El espléndido episodio de José y la mujer de Putifar, el egipcio, contiene una gramática
fundamental de la lealtad. Un día, José estaba en casa de Putifar, cuando “no había
nadie en casa”. La mujer “puso sus ojos” en él y le dijo: “Acuéstate conmigo” (Génesis
39). José respondió: “Mi señor no me ha prohibido nada más que a ti misma… ¿Cómo
voy a hacerle este mal tan grande?”. Tomó una decisión leal que le costó la cárcel,
cuando la mujer, al verse rechazada, le acusó de haber abusado de ella.
Para que haya lealtad, hacen falta tres elementos: una relación de arriesgada
confianza; un coste concreto que la persona debe asumir, haciendo o no haciendo algo
que le evitaría ese coste; y, tercer elemento crucial, la acción leal no debe ser
observable. El valor de la lealtad se mide por lo que uno podría haber hecho y en
cambio, por ser leal, no ha hecho.
La lealtad es el espíritu de los pactos y de las promesas, que viven de decisiones y actos
visibles que se sustentan en actos y decisiones invisibles. Hay palabras no dichas,
acciones no realizadas y secretos mantenidos en privado por amor a alguien durante
toda una vida, que generan, regeneran y evitan la muerte de nuestros pactos, incluidos
los que fundamentan la vida de las empresas e instituciones. Palabras no pronunciadas y
actos no realizados que nadie agradecerá nunca, pero que dan espesor moral y dignidad
a nuestras relaciones y a toda nuestra existencia.
Así comprendemos mejor por qué la virtud de la lealtad no puede fortalecerse, y mucho
menos crearse, con los incentivos. Más aún, la lógica de los incentivos debilita la lealtad
precisamente porque alienta y refuerza los comportamientos visibles, controlables,
contractuales.
Aquí se abre un nuevo escenario. Nuestra capacidad de lealtad no es un stock
constante, sino que varía con el tiempo en base a la calidad de nuestra vida interior y a
las señales relacionales que provienen de las comunidades en las que vivimos. Mi
decisión de ser leal aquí y ahora dependerá de mis recompensas morales intrínsecas,
pero también de la percepción de que ‘merece la pena’ asumir los costes de la lealtad,
que a veces pueden ser muy altos, por una empresa o comunidad determinada. La
empresa no puede crear lealtad, porque ésta solo puede ser un don libre de la persona,
pero puede tratar de poner a las personas que ya son leales en condiciones de ejercitar
también allí esta virtud.
Precisamente aquí se desvela el mecanismo de autodestrucción de la lealtad y de las
restantes virtudes como producto de la lógica de los incentivos. Los bancos y las grandes
empresas tienen una necesidad cada vez mayor de controlar las acciones de sus
miembros, de preverlas y orientarlas hacia sus objetivos. Lo que más temen son las
áreas de acción que quedan fuera del control de la dirección, las zonas limítrofes y
promiscuas. No les gustan las casas “donde no hay nadie” que controle, gestione y
evalúe. La razón de este temor y esta desconfianza es la antropología pesimista que,
más allá de las palabras, se encuentra en la base de las grandes instituciones
capitalistas. Los directivos y, antes que ellos, los propietarios (e incluso a veces los
sindicatos) piensan, más o menos conscientemente, que el trabajador es por lo general
un oportunista al que necesariamente hay que controlar. En las fábricas de ayer este
control era muy tosco y evidente. Con los incentivos ha cambiado la forma, que se ha
disfrazado de libertad, pero en lo fundamental la cultura del control total se ha
exacerbado, llegando hasta el alma. Por eso las grandes organizaciones capitalistas
reducen sistemáticamente los espacios no observables de acción y de libertad. Y con
ello reducen también las precondiciones para poder ejercitar la lealtad y otras muchas
virtudes que, para no morir, necesitan de una verdadera libertad y una arriesgada
confianza. Se genera así una radical y progresiva serie de ‘lealtades’ contractuales que,
por ser observables y controlables, están privadas de la parte más valiosa de la virtud
de la verdadera lealtad. Nos encontramos ante instituciones pobladas de virtudesbonsái, todas ellas controladas e inscribibles. Pero los bonsáis no dan fruto y si lo dan es
minúsculo y no comestible.
Todo esto produce un fenómeno de gran relevancia. Estas pequeñas y manejables
‘virtudes’ funcionan bastante bien en las situaciones ordinarias de la vida de las
empresas, pero generan organizaciones altamente vulnerables en tiempos de grandes
crisis, cuando más falta hace la lealtad y el alma de los trabajadores, que han sido
sustituidas por los incentivos. La ideología de los incentivos, eliminando los espacios
incontrolables de libertad y confianza, reduce las pequeñas vulnerabilidades pero
aumenta enormemente las grandes vulnerabilidades de las empresas, que se ven
privadas de los anticuerpos éticos esenciales para sobrevivir en las enfermedades
importantes.
Los seres humanos somos mucho más complicados, complejos, ricos y misteriosos de
cuanto piensan las instituciones y las empresas. A veces somos peores, otras muchas
veces somos mejores y siempre somos distintos. Tenemos sentimientos y emociones que
no nos permiten ser tan eficientes como deberíamos. Desperdiciamos recursos infinitos
pidiendo reconocimiento y aprecio, a sabiendas de que la respuesta que obtendremos
nunca será totalmente satisfactoria.
Pasamos por pruebas físicas y espirituales. Vivimos shocks emocionales, afectivos y
relacionales. También somos capaces de acciones mucho más dignas y altas que las que
nos exigen los contratos y las reglas. Vivimos y somos creativos mientras los lugares del
vivir no nos apaguen la luz del corazón y nos reduzcan a su imagen y semejanza,
borrando el excedente de alma donde habita nuestra salvación y la de nuestras
empresas.

Documentos relacionados