Miedo innecesario

Transcripción

Miedo innecesario
Autor: Federico Gabriel Rudolph, 2012.
Copyright © Federico G. Rudolph, 2012. Todos los
derechos reservados. Registro de la Propiedad
Intelectual en Safe Creative.
ISBN: 9781476069326.
Título de la obra: Miedo innecesario.
Publisher: Smashwords, Inc.
Blog del autor: http://federicorudolph.wordpress.com
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Miedo innecesario
Es increíble. Las cosas más inverosímiles se les
ocurren a ciertas y determinadas personas cuando
dejan vagar su imaginación. Juan era una de esas
personas.
Todo sucedió mientras volvía del departamento de su
novia, un domingo a las 3 de la mañana. Aprovechando
que el lunes era feriado, había decidido quedarse hasta
tarde.
Muchas veces, Juan, salía antes del taller y dejaba
algún trabajo sin completar con tal de pasar más horas
al lado de Juana. Cualquier excusa le era válida.
Caminaba despreocupado por el costado de la ruta
marchando a paso lento desde “el centro”, donde vivía
Juana —su enamorada—, hasta la residencia de sus
padres, ubicada en el pueblo vecino, a unos 4
kilómetros de distancia (un poco más de media hora
de caminata).
Era verano. La noche cerrada. Había realizado ese
recorrido innumerable cantidad de veces. Por algún
motivo, observó que el último tramo de la ruta —el
kilómetro que le faltaba recorrer para llegar hasta su
casa—, se encontraba sin luces.
Mientras caminaba, el calor y la humedad de aquellos
labios —los de Juana— comenzaba a desvanecerse.
Otras sensaciones lo embargaron y embriagaron,
transportándolo de un sueño de amor, a otro muy
distinto; siniestro y espeluznante. Dejó volar su
imaginación. Un viento suave, apenas frío, se levantó
desde el sur y se escurrió por su cuello —iba de
remera de mangas cortas, vaqueros y zapatillas de
lona—. Apuró el paso para no resfriarse.
Miró la hora en su celular y vio que faltaba poco para
llegar hasta su casa; diez minutos o menos, quizás.
El tiempo pasó, y los minutos le parecieron horas.
“¿Qué está pasando?”, se preguntó.
Acostumbrado a ese trayecto, calculó que ya debería
haber llegado a su casa. Algo raro estaba sucediendo.
A esa hora, sólo él transitaba por la ruta. Ni autos, ni
nada.
“No entiendo”, se dijo a sí mismo, mientras seguía
caminando.
En su cabeza, comenzaron a elucubrarse fantásticos
motivos que explicaban su tardanza: ¿Se trataría de un
extraño fenómeno de dilatación del tiempo? ¿Tétricas
formas lo estarían conduciendo por un camino errado,
con el deseo de perderlo en la locura? ¿Se habría
dormido mientras caminaba? Tal, era la forma en que
pensaba.
Fue entonces cuando sintió nuevamente el viento —
ahora, helado— golpeando sobre su nuca. En medio de
los soplidos, que empezaron a mecer las ramas de los
árboles al costado de la ruta, creyó escuchar un ruido
de pasos como acercándose hacia él a medida que
avanzaba. De pronto, se detuvo. Giró, en seco sobre sus
talones, y nada. Siguió su rumbo, determinado a no
parar hasta llegar a su destino. Sin embargo, tres o
cuatro veces tuvo que voltearse de nuevo; los pasos se
escuchaban cada vez más cerca; se daba vuelta, nadie,
nada.
Al pasar debajo de un sauce, sintió que una mano —de
finos y largos dedos— lo tomaba del cuello,
tironeándolo fuertemente hacia atrás. Quiso zafarse,
no pudo. El temor, un temor espantoso, trepó hasta su
mente. Un grito estremecedor salió de su garganta.
Paralizado, no pudo huir ni atacar. Su corazón se
detuvo. Un ardor insoportable le quemó por dentro. El
pavor que sentía era tremendo, terrible, inhumano.
Como último acto, se tomó del pecho y cayó fulminado.
Desde hacia varias semanas que su mente jugueteaba
en su contra cada vez que volvía de lo Juana. Sentía
que alguien —o algo— le perseguía. Imaginaba que
algún día —esa cosa— terminaría por acercársele lo
suficiente como para quitarle el aliento. La sombra de
un ahorcado se le había aparecido la otra noche. Yendo
para el trabajo, ya con la luz del día, constató que sólo
se trataba de una rama de sauce rota, fruto de la
última tormenta. El viernes, por ejemplo, creyó
escuchar una voz profunda y áspera llamándolo por su
nombre. Lo cierto es que nadie más caminaba a esas
horas por la ruta. Al llegar a su casa, se reía de las
cosas que pensaba.
El domingo, su imaginación —exacerbada como
nunca—, le jugó la peor de las pasadas. Un soplo
cardíaco sin tratar contribuyó al tremendo desenlace
por venir —ocurrido hacía unos instantes.
El lunes nadie podría descubrir qué le había
provocado aquel infarto. Juana, lloraba desconsolada.
Si Juan hubiera contado lo que le pasó, el pueblo
entero se hubiera burlado de él. Convencido de sí,
hubiera asegurado que un monstruo, salido del más
horrible de los infiernos, le había perseguido,
alcanzado, y arrastrado hacia el fuego eterno. Hubiera
dicho que hizo todo lo posible para evitarlo, para no
separarse de su amada. Hubiera contado que luchó
hasta el último momento, pero que aquél demonio
logro vencerlo… Pero claro, él estaba muerto, y era por
demás obvio que aquello era imposible. Su miedo
había sido infundado. Innecesario.
De habérselo preguntado a sus padres, a Juana, o a
cualquier otro lugareño de por allí, su imaginación y su
corazón nunca le hubieran traicionado. Juan, aún
estaría vivo. Él no lo sabía; pero, en aquel pueblo, en
aquella ciudad, los monstruos no tenían permitido
deambular por el costado de la ruta…
© Federico G. Rudolph, 2012
Blog del autor: http://federicorudolph.wordpress.com

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