Llamada a la acción. Iñigo Romón
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Llamada a la acción. Iñigo Romón
Íñigo Romón Alonso Amnistía Internacional Cantabria Cuando usted lea esto, muchas personas habrán muerto en el mar o en los caminos huyendo de la guerra de Siria, Irak o Afganistán, de la opresión en Eritrea, de simplemente de la miseria. Ha sido precisa la tragedia del exilio sirio, personalizada en un niño ahogado frente a las costas de Turquía, para que la comunidad internacional se decida a “hacer algo” frente a la crisis de los refugiados sirios. Es escandaloso que cuando la riqueza mundial está en su apogeo, cuando nos planteamos visitar Marte, seamos incapaces de atajar desgracias que llevan años fraguándose. Es hipócrita que Canadá conceda refugio al padre del niño cuya familia se ha ahogado, tras habérselo negado previamente. Es vergonzoso que un gobierno, miembro de la Unión Europea, plante alambradas contra gente pacífica que sólo busca sobrevivir. En contra de lo que gobiernos como el húngaro, el español o el británico quieren hacer creer, los refugiados no son gente que viene a vivir de gorra. Simplemente, ejercen sus derechos humanos, el derecho a vivir, a hacer su vida sin amenazas. El derecho de asilo está protegido por la legislación internacional. Resulta lamentable que España se plantee negar ese derecho a esta población amenazada, incluso si la cuota que se le exige es minúscula. En Siria hay millones de desplazados internos, de refugiados, hay millares de heridos, niños soldado,… Es una nueva sucursal del infierno. Y como dice un niño refugiado: “No queremos ir a Europa. Por favor, pongan fin a la guerra en Siria”. Aquí los ciudadanos vemos asombrados cómo esta crisis, que se fraguaba desde la invasión de Irak, ha estallado sin que a Occidente se le ocurra nada mejor que bombardear a los rebeldes del Estado Islámico con drones, armar a fuerzas locales y aplicar vagas sanciones económicas al régimen. Y los sesudos analistas internacionales, que justificaron y animaron a la intervención militar en el Oriente Próximo, no han sido capaces de prever que años de violencia, olvido, corrupción, pobreza y falta de futuro alimentan, y lo seguirán haciendo, crisis cada vez más dañinas. Sabemos que para evitar las migraciones es preciso ayudar en los países de origen, pero a la vez reducimos la ayuda al desarrollo, gastamos millones en alambradas y escondemos en paraísos fiscales el dinero de los corruptos o los “señores de la guerra”. ¿Qué podemos hacer gente como usted o yo? En primer lugar, no dar asilo al xenófobo que llevamos dentro. Todos somos humanos, más allá de los miedos que nos quieran contagiar: a la avalancha islámica, a la pérdida del empleo, a la falta de recursos para atender a los refugiados. Todos nos podemos ahogar, como ese niño, si no nos ayudan desde la orilla. No está tan lejos el caso del Tarajal, en Ceuta. En segundo lugar, presionemos a nuestros gobernantes, que claramente no están a la altura de las circunstancias, tanto a la hora de prever el problema como de tratarlo. No nos engañemos: si los gobiernos europeos han reaccionado y aceptado cuotas de refugiados, no se debe a un ataque de generosidad, sino a la presión popular. Los ayuntamientos de Alemania o España han tenido el coraje moral para enfrentar la situación, y no los gobiernos o la Comisión Europea Y en tercer lugar, ofrezcámonos a dar refugio a personas, como ya han hecho numerosos particulares en Alemania o España o apoyemos con dinero, o aportando nuestro trabajo voluntario, a las organizaciones no gubernamentales que están trabajando sobre el terreno allí o aquí, tales como ACNUR, Amnistía Internacional, UNICEF, Cáritas, Red Acoge, o las esforzadas organizaciones de personal sanitario voluntario. Y no sólo eso: planteemos que estas personas tienen que tener futuro: no vale aceptarlos para luego dejarlos sin educación, sin trabajo, viviendo de la ayuda internacional, en un limbo indigno y a la larga dañino. Pensemos que sólo los sirios, y en particular la juventud (y la irakí, y afgana…), con educación, tendrán la llave para el futuro de su país en libertad y prosperidad, de las que carecen desde hace setenta años. Finalmente, no dejemos que el olvido mate por segunda vez a las víctimas. Nada de esta crisis es nuevo. Todo es resultado de problemas podridos que ahora se extienden a todo el continente. Seamos activistas, militantes en favor de los derechos de las personas. Dirijámonos continua y explícitamente a los gobiernos, exijamos su responsabilidad, que para eso les hemos elegido. Hoy día, gracias a la informática y las redes sociales, podemos hacerlo con mucha más facilidad. Exijamos que defiendan el mínimo acuerdo de convivencia que es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, más allá de los intereses geopolíticos, de la tentación de mirar a otro lado cuando se trata de comprar petróleo barato o de vender trenes caros y armas. Esta crisis, al igual que la Segunda Guerra Mundial debe servir para sentar las bases de una paz duradera y democrática en la región, algo que no se hizo tras la primera guerra del Golfo. Porque si no, a la larga, el precio serán más niños ahogados en una playa, cada vez más cercana a nuestra casa. En 1948, tras huir de su país, Eslovenia, llegaba a España Ciril Rozman, un muchacho que había estudiado el bachillerato en un campo de refugiados en Italia. El joven estudió medicina y fue de los catedráticos más jóvenes que ha tenido Salamanca. Trasladado a Barcelona, formó una familia y como hematólogo, colocó al Hospital Clínico en un puesto de prestigio mundial. Esperemos que esta historia, llena de esperanza, pueda llegar a repetirse.