1 CRÍTICA DE LA INTERACTIVIDAD1 CRITIQUE OF INTERACTIVITY

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1 CRÍTICA DE LA INTERACTIVIDAD1 CRITIQUE OF INTERACTIVITY
 #067 – 2012
DOI: 00000000000000000
ISSN 0000-0000
pp. 00 - 00
CRÍTICA DE LA INTERACTIVIDAD1
CRITIQUE OF INTERACTIVITY
Israel Márquez, Doctor Europeo en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y Docente Investigador en la
Universidad Técnica Particular de Loja - http://isravmarquez.wordpress.com/
Resumen: En este texto abordamos la cuestión de la interactividad desde una perspectiva semiótica y, por tanto, más centrada en los
aspectos cognitivos, sociales, culturales y estéticos derivados de esta experiencia que en cuestiones de índole puramente tecnológica.
No hay duda de que la “interactividad” se ha convertido en la etiqueta de moda de la era digital, una suerte de palabra mágica del
discurso tecnológico que alcanza en nuestros días su más alta manifestación con las nuevas herramientas y aplicaciones de la web 2.0,
donde no hay nada que no sea interactivo. Sin embargo, una disciplina como la semiótica nos permite apreciar el simple hecho de que el
sujeto destinatario cumple siempre un papel (inter)activo en la construcción del significado, proporcionando al texto tanto material como
el que extrae de él. Aspectos como éste ponen de manifiesto que la interactividad no es un concepto tan nuevo como algunos querrían
hacernos creer sino algo que encontramos en toda recepción estética y mediática, y este hecho nos permite ir más allá de la popular
idea de la interactividad asociada a la tecnología digital y los nuevos medios para hablar de una interactividad (semiótica) antes de la
interactividad (electrónica).
Palabras clave: Interactividad, semiótica, hipertexto, cuerpo, videojuegos.
Abstract: The article addresses the concept of interactivity from a semiotic point of view, focusing on the cognitive, social, cultural and
aesthetic aspects derived from this experience, not on purely technological issues. There is no doubt that “interactivity” has become a
very important label of the digital age, a kind of magic word of the technological discourse that has reached its highest expression with the
development of the new Web 2.0 tools. In this paper, however, it is shown that interactivity is not a new idea but something that we find in
all kinds of aesthetic and media reception. It is necessary thus to go beyond the popular idea of interactivity associated with new media
and digital technology and start to think about a social semiotic conception of interactivity.
Keywords: Interactivity, semiotics, hypertext, body, videogames.
1
Una versión anterior de este trabajo se presentó en el III Encuentro Internacional de Investigadores en Información y Comunicación, celebrado
en septiembre de 2010 en la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid.
1 Cuando oigo la palabra “interactivo”,
saco el revólver y disparo.
ANDRÉ SIMON
1. Introducción
Como sabemos, la palabra “interactividad” ha sido ensalzada hasta la saciedad por los teóricos de la cibercultura y los nuevos
medios como una de las ideas más brillantes y novedosas de los últimos tiempos. Su argumento es básicamente el siguiente: a
diferencia de los viejos medios, donde el orden de presentación está prefijado, ahora el usuario puede interactuar directamente
con los objetos mediáticos. En ese proceso de interacción, cada uno es libre de elegir qué elementos se muestran o qué ruta
seguir, generando una obra única en cada momento: su obra.
La interactividad de tipo electrónico se populariza con el moderno hipertexto y se convierte en uno de los conceptos clave de la
naciente era digital.2 Se empiezan a ver muy rápidamente numerosas analogías entre la estética posmoderna y la idea de
interactividad, desarrolladas de manera sistemática por los primeros teóricos del hipertexto (George Landow, Jay David Bolter,
Michael Joyce y Stuart Moulthrop). Como señala Ryan, estos autores decidieron venderle el hipertexto a la comunidad
académica “promocionando el producto de su mente como la realización de las ideas de los teóricos franceses más influyentes
del momento, como Barthes, Derrida, Foucault, Kristeva, Deleuze, Guattari y Bajtin (este último, un ancestro adoptado)” (Ryan,
2004: 23). Los aspectos de la teoría posmoderna que son cubiertos por el hipertexto van desde la idea del texto abierto, el
significado como una red configurable, la intertextualidad, la no-linealidad, la estructura rizomática, el texto como juego, la muerte
del autor, la concesión del poder del lector, etc.
De esta forma, los “padres fundadores” del hipertexto ensalzaron la interactividad como la panacea de todos los males, como el
instrumento de liberación de algunas de las ideas que tradicionalmente se asocian a los textos impresos: organización lineal,
autoridad del autor, estructura centralizada, diseño jerarquizado, secuencialidad, solidez, etc. Estos autores hicieron de la
interactividad un sinónimo de libertad al vincularla a la idea barthesiana de “la muerte del autor”, cuya consecuencia es el
nacimiento del lector como “productor” y no ya como “consumidor” del texto. Así, como señala Bolter (2006), la interactividad
permite al lector gozar de una nueva experiencia literaria en la cual puede compartir el control del texto con el autor, de forma
que ya no hay un autor del texto sino dos, puesto que el lector se une al autor en la producción del texto. Este culto a la
interactividad se sustenta en que el lector puede “participar activamente en la construcción del texto por medio de la selección de
un orden particular de episodios en el momento de la lectura y además mediante su intervención en el texto” (Bolter, 2006: 245).
Es gracias a esas intervenciones por parte del lector que los hipertextos “se leen cuando se escriben y se escriben a medida que
se lee”, como diría Michael Joyce. Los lectores de hipertextos son “autores” porque tienen la habilidad de influir en lo que ocurre
y la posesión de cierto control sobre el desarrollo de los acontecimientos: cada elección del lector define un nuevo curso de la
historia, lo que nos pone ante una nueva forma de lecto-escritura que juega en contra de la autoridad del autor -autoridad que
cancela la polisemia del texto y deja poco espacio a la ambigüedad- y convierte al lector en
intérprete promiscuo y creador de un texto abierto, de un organismo intertextual conectado hasta el infinito con otros
mensajes y glosas en evolución constante, un texto de textos (literarios, pero también fotográficos, fílmicos, pictóricos
o musicales), quizás el Libro de los Libros con el que soñó Mallarmé (Vilariño Picos y Abuín Gonzalez, 2006:19).
2
Sin embargo, como señalan autores como Abruzzese y Miconi (2002) o Lévy (2007) existe toda una historia social que ya había evocado y
preparado su presencia, visible en tecnologías como el teléfono, la televisión, el vídeo o -añadimos nosotros- las cadenas musicales, dispositivos
todos ellos que nos habrían acostumbrado a pensar en términos de interactividad antes de la popularización del fenómeno a raíz de las nuevas
tecnologías digitales.
2 No ha sido hasta tiempos más recientes que algunos autores se han empezado a preguntar cuál es el verdadero sentido de la
palabra interactividad y si ésta es realmente un concepto nuevo o un pronunciamiento entusiasta más de la industria informática,
motivada por fuertes intereses comerciales. En este sentido, autores como Lucien Sfez o Marie Marchand han criticado el uso de
la palabra “interactividad” como argumento de venta tanto en el mercado teórico como en el más terrenal de la economía (Sfez,
2007). La “interactividad” se ha convertido en la etiqueta de moda de la era de la información, una suerte de palabra mágica del
discurso tecnológico que alcanza en nuestros días su más alta manifestación con las nuevas aplicaciones y herramientas de la
web 2.0, donde no hay nada que no sea interactivo. Sin embargo, más allá de este optimismo y exaltación puramente
tecnológicos, muy en la línea de lo que Steve Woolgar (2005) denomina “cibérbole”, esto es, la representación exagerada hipérbole- de las capacidades de las ciber-tecnologías, conviene recordar lecciones tan clarificadoras como las de la teoría
semiótica, las cuales nos permiten apreciar el simple hecho de que el sujeto destinatario cumple siempre un papel activo en la
construcción del significado, proporcionando al texto tanto material como el que extrae de él.
Aspectos como éste, recuerda Andrew Darley, ponen de manifiesto que la interactividad no es un concepto tan nuevo como
algunos querrían hacernos creer puesto que en realidad se da “en toda recepción estética, sea ésta perceptiva, cognitiva,
psíquica o interpretativa” (Darley, 2002: 302). Es lo que sugiere también Pierre Lévy al señalar que cualquier receptor de
información, a menos que esté muerto, nunca es pasivo: “Incluso sentado delante de un televisor sin mando, el destinatario
decodifica, interpreta, participa, moviliza su sistema nervioso de cien modos, y siempre de manera diferente que su vecino”
(Lévy, 2007: 65). En una línea similar, Manetti señala cómo los textos mediáticos y el público “se integran en un proceso
interaccional, en el que uno y otro contribuyen a definir la situación”, generando, por tanto, un sujeto receptor que “se construye
en cuanto tal sólo en el momento en que, frente al texto, le atribuye sentido, transformándolo y, en cierto modo, produciéndolo de
nuevo” (Manetti, 1995: 74; la cursiva es nuestra). Y desde un punto de vista más radical, Thayer llega a afirmar que la presencia
de un emisor no es una exigencia fundamental de la comunicación, como sí lo es la de un receptor, pues es éste el que debe
escuchar, ver, percibir e interpretar, siendo el “creador de facto de todo mensaje” (citado en Sfez, 2007: 91). Lo que sigue es un
intento de entender la interactividad más allá de su sentido eminentemente tecnológico, esto es, encontrar algunas de las
herramientas teóricas y conceptuales necesarias que nos permitan hablar de una interactividad (semiótica) antes de la
interactividad (electrónica).
2. El mito de la interactividad
Lev Manovich, en su acertada crítica al “mito de la interactividad”, señala que hablar de interactividad en relación con los medios
que se basan en el ordenador es una tautología:
La moderna interfaz de usuario es interactiva por definición pues, a diferencia de las primeras interfaces, como el
proceso por lotes, nos permite controlar el ordenador en tiempo real, manipulando la información que se muestra en la
pantalla. Por tanto, denominar “interactivos” a los medios informáticos carece de sentido; no hace sino afirmar el
hecho más básico de los ordenadores (Manovich, 2005: 103).
Para Manovich, cuando hablamos de “medios interactivos” exclusivamente en lo tocante a los medios que se basan en el
ordenador, corremos el riesgo de interpretar la “interacción” de manera literal, equiparándola a la interacción física que se da
entre un usuario y un objeto, ya sea pulsar un botón, escoger un enlace, abrir un hipervínculo, etc. Este es el uso corriente de la
palabra interactividad, donde designa la participación activa del usuario a la hora de elegir entre diversas opciones, otorgándole
una sensación de libertad y albedrío que no se daba en los viejos medios. Sin embargo, esta interpretación literal de la
interactividad, que es también sobre la que más se ha discutido en los círculos académicos, ha eclipsado las implicaciones
cognitivas, sociales y culturales derivadas de dicha experiencia, es decir, lo que podríamos designar como una interactividad
semiótica. En efecto, los procesos semióticos de interpretar lo que falta, de formación de hipótesis, de asociación, de imaginación
3 y de identificación que realizamos en nuestras interacciones con cualquier tipo de texto cultural, han sido completamente
olvidados en beneficio de una interpretación literal de la interactividad, según la cual lo importante no son los prácticas y
representaciones interiores y privadas, sino los procesos observables, externos y públicos.
Manovich ve en esta interpretación literal de la interactividad el último ejemplo de una tendencia moderna más amplia a
“exteriorizar la vida mental”, en el sentido de que las tecnologías mediáticas exteriorizan y objetivan las operaciones de la mente,
la vida mental:
Lo que antes había sido un proceso mental, un estado exclusivamente individual, se volvió entonces parte de la
esfera pública. Los procesos y representaciones interiores e inobservables fueron extraídos de las cabezas de los
individuos y colocados en el exterior, en forma de dibujos, fotografía u otras formas visuales (Manovich, 2005: 108).3
Los medios informáticos interactivos encajan a la perfección con esta tendencia a exteriorizar las operaciones de la mente. Así,
por ejemplo, el principio de hipervínculo, que es el punto de partida de todos los medios interactivos que conocemos hoy en día,
objetiva y exterioriza el proceso de asociación, que suele tenerse por central en el pensamiento humano. Esta exteriorización de
nuestra vida mental genera un nuevo tipo de identificación en el que se nos pide que nos identifiquemos con la estructural mental
de otra persona, que, en el caso de los medios informáticos interactivos, es el propio diseñador del programa:
Antes, podíamos mirar una imagen y seguir mentalmente nuestras propias asociaciones privadas con otras imágenes.
Ahora, en cambio, los medios informáticos interactivos nos piden que hagamos clic en una frase subrayada para ir a
otra frase. En resumen, se nos pide que sigamos unas asociaciones programadas de antemano y de existencia
objetiva […] al usuario de ordenador se le pide que siga la trayectoria mental del diseñador de los nuevos medios
(Manovich, 2005: 109).
Este aspecto revela el carácter no tan activo de la interactividad electrónica, pues “el elemento de control y de elección que
parece ofrecer se descubre como ilusorio, y aparece tan predeterminado como la narración más formularia” (Darley, 2002: 247).
En este sentido, Bauman señala que “la tan elogiada ‘interactividad’ de los nuevos medios es una exageración grosera” y sería
más correcto hablar de un “medio interactivo unidireccional” ya que los usuarios que obtiene acceso a estos medios -Bauman se
encarga de recordarnos que Internet y la Red no son para todos, y difícilmente serán algún día de uso universal- deben “realizar
su elección dentro del marco fijado por los proveedores, que los invitan a ‘gastar y dinero en la elección entre los muchos
paquetes que ofrecen’” (Bauman, 2001: 71-72). Es decir, a uno se le ofrece una apariencia de control y una relativa “libertad” de
elegir opciones, pero en ningún caso se trata de una libertad y un control absolutos, como defienden algunos autores, ya que
muchas veces las normas y limitaciones del programa resultan demasiado evidentes, lo que revela su carácter preprogramado,
esto es, el reconocimiento de “la presencia de una voluntad que ha diseñado una estructura en nodos y ha determinado de qué
manera es posible interrelacionarlos” (Vouillamoz, 2000: 185).
Esta voluntad de la que habla Vouillamoz es el diseñador del programa, esto es, el creador de su software, el cual ha previsto los
usos y representaciones de los destinatarios y sobre ello ha fundado su estrategia y configurado un tipo particular de usuario: un
usuario modelo, parafraseando a Umberto Eco. La importancia del software como factor de análisis ha sido reivindicada, entre
3
En realidad, esta idea de “exteriorizar la vida mental” la encontramos ya en los orígenes de la civilización occidental con la invención del
alfabeto fonético, considerado como la primera tecnología de comunicación utilizada por el hombre y el origen de los procesos de mediatización
de la realidad. Como señala McLuhan, “La escritura lineal y alfabética hizo posible para los griegos la invención de ‘gramáticas’ de pensamiento y
de ciencia. Gramáticas, es decir, explicitaciones de procesos individuales y sociales, que consistían en visualizar funciones y relaciones no
visuales. Las funciones y los procesos analizados no eran nuevos, pero el instrumento del análisis visual detenido, vale decir, el alfabeto fonético,
representó para los griegos una novedad semejante a la de la cámara fotográfica de nuestro siglo” (Abruzzese y Miconi, 2002: 91-99; la cursiva
es nuestra).
4 otros, por el propio Manovich, quien en su libro “Software Takes Command” (2008), hablaba de una especie de “softwarización”
de la cultura y la sociedad contemporáneas al ser el software el principal motor de creación, distribución y acceso al mundo
digital: “Vivimos en una cultura del software, esto es, en una cultura donde la producción, distribución y recepción de la mayoría
de contenidos- y cada vez más, de experiencias- está mediado por software” (Manovich, 2008: 18). Científicos sociales, filósofos,
críticos culturales, artistas y periodistas han ido cubriendo prácticamente todos y cada uno de los aspectos de la revolución digital
creando un número de disciplinas (estudios de Internet, teoría de los nuevos medios, cultura digital, net art, etc.) y etiquetas
(“sociedad de la información”, “sociedad del conocimiento”, “sociedad red”) para describir y explicar este fenómeno. Lo
sorprendente, sin embargo, es el escaso o ningún interés que se ha prestado a la más fundamental de las cualidades de los
medios digitales, que carece de precedente histórico: la programabilidad. Según Manovich, si seguimos limitando la discusión
crítica a nociones y retóricas como las de lo “ciber”, lo “digital”, la “red”, la “inmersión”, la “interactividad”, etc., no seremos
capaces de llegar a lo que está detrás de estos nuevos medios de representación y comunicación y a entender lo que realmente
son y lo que realmente hacen: “Si no nos ocupamos del software en sí mismo, corremos el peligro de tratar siempre con sus
efectos y no con las causas: el resultado que aparece en la pantalla del ordenador en lugar de los programas y culturas sociales
que producen estos resultados” (Manovich, 2008: 4-5).
Esta falta de interés por el estudio del software y de cómo nuestros usos y prácticas son inscritos y configurados en su interior
por los propios diseñadores del programa ha llevado a proclamaciones tan exageradas o “ciberbólicas” (Woolgar) como esa que
ve al usuario de los nuevos medios como el verdadero autor de todo texto digital. Frente a los entusiastas que insisten en que el
usuario de una historia digital, ya sea el usuario de un mundo virtual, el jugador de un videojuego o el lector de un hipertexto, es
el autor de la historia, Janet Murray (1999) ha acuñado la noción de “autoría procedimental”. Para Murray, los usuarios pueden
ciertamente interactuar dentro de estos formatos digitales, pero sólo pueden hacerlo dentro de las posibilidades que ya están
programadas, es decir, inscritas en su software. La autoría de los medios electrónicos se basa en una sucesión de
procedimientos. El autor de la historia ya no escribe argumentos detallados, sino que provee un conjunto básico de reglas que
sirve de base al compromiso activo de quien interactúa. Estas reglas determinan el grado y el tipo de participación del usuario, es
decir, las condiciones bajo las cuales ocurrirán cosas en respuesta a sus acciones. En definitiva, todas las actuaciones posibles
del usuario han sido previstas y estratégicamente calculadas por el autor del entorno virtual, de forma que, como dice Manovich,
el usuario no sigue exactamente su propia trayectoria mental, sino la del diseñador del programa.
Desde esta perspectiva, resultaría que la interactividad semiótica, donde “podíamos mirar una imagen y seguir mentalmente
nuestras propias asociaciones privadas con otras imágenes” sería más activa que la interactividad electrónica, ya que en la
primera los límites son los propios de nuestra mente, pero en la segunda los límites están prefijados por una mente externa, la
del diseñador del programa, lo cual limita nuestra libertad de actuar por nosotros mismos, aun cuando siempre sean posibles
usos personales y creativos de interacción con la tecnología, dando lugar a situaciones y prácticas no del todo codificadas. En
este sentido, autores como Bettetini (Bettetini y Colombo, 1995:35), aun reconociendo que en la interacción con las nuevas
tecnologías digitales prevalecen “las estrategias potenciales previstas como opciones posibles por el software de la máquina y
que son actualizadas a través de las elecciones de intervención realizadas por el usuario”, consideran que a pesar de ello los
resultados no son del todo previsibles y que los usos activos y creativos de los usuarios siempre pueden generar algo “nuevo”,
“algo más”. Sin embargo, esto no es específico de la tecnología y la interactividad digitales sino algo que encontramos en otros
dispositivos tecnológicos como consecuencia de los efectos imprevistos derivados de los usos personales de la tecnología. Así,
como señala Raymond Williams en relación con la televisión, precisamente cuando ésta parecía ser “una forma cultural
determinada o una tecnología determinada, aparecen estas manifestaciones y prácticas radicalmente alternativas que intentan
abrirse camino […] pruebas y propuestas de creación y comunicación electrónica tan distintas a la televisión ortodoxa que
parecen una forma tecnológica y cultural completamente nueva” (citado en Abruzzese y Miconi, 2002: 293; cursivas en el
original).
5 3. La interactividad semiótica
Si para Manovich hablar de interactividad en relación con los nuevos medios es una tautología, lo mismo podríamos decir con
respecto a los viejos medios. Los medios y el arte clásicos son “interactivos” de varias maneras. Las elipsis de la narración
literaria o los detalles ausentes en múltiples obras de arte requieren del usuario que complete la información que falta. El teatro y
la pintura se basan en técnicas escénicas y compositivas que requieren del espectador que se centre en diferentes partes de lo
que se muestra (“son los que miran los que hacen los cuadros”, como decía Marcel Duchamp). El cine, y el surgimiento de
nuevas técnicas narrativas como el montaje, forzaron al público a llenar con rapidez los vacíos mentales entre imágenes
inconexas. En definitiva, el lector-espectador de los viejos medios es de todo menos pasivo, pues cumple siempre un papel
activo en la construcción del significado. Se trata de un tipo de interactividad cuyos procesos, representaciones e interpretaciones
ocurren principalmente dentro de la mente del sujeto, en un plano privado e individual, de acuerdo con su competencia textual e
intertextual.
Gracias a las aportaciones de la semiótica y de los críticos de la teoría de la recepción, hemos ido siendo cada vez más
conscientes del papel activo del lector en la construcción del mensaje. Para autores como Eco o Iser, leer y ver no son
experiencias pasivas en absoluto, sino que requieren que construyamos la historia de un modo activo. Como recuerda García
Canclini:
La cultura como un proceso de interacción fue, en primer lugar, algo evidente para científicos sociales (los
interaccionistas simbólicos, entre otros), y en las artes y la literatura para quienes vieron la relación literaria como un
diálogo (Bajtin), el texto incompleto como “un mecanismo perezoso” (Eco), que necesita ser actualizado por el lector y
espera su cooperación. Los textos y las imágenes van existiendo a medida que el lector o el espectador los usan y
reinterpretan (García Canclini, 2007: 73).
Así, mientras leemos una novela somos capaces de construir narraciones alternativas según avanzamos, imaginarnos
situaciones y personas relacionadas con lo que la novela nos cuenta, insertar la historia en el esquema cognitivo formado por
nuestros conocimientos y creencias, etc. Asimismo, cuando vemos una película podemos imaginar las acciones que faltan,
suspirar, reír o llorar identificándonos con lo que nos cuenta, encajar la historia dentro de esquemas existentes, relacionarla con
una situación personal, con otra película, etc. Es decir, incorporamos nuestros patrones cognitivos, culturales y socioafectivos a
cada historia y la vamos construyendo en nuestra propia mente, de forma que cada sujeto es capaz de generar una obra única
en cada momento: su obra; sólo que esta obra no la vemos reflejada en la pantalla de nuestro ordenador, sino en la pantalla de
nuestra mente.
¿No es éste el verdadero sentido de la idea barthesiana del lector como productor del texto, y no el que se ha venido asociando
con la interactividad de tipo electrónico? En efecto, el hecho de seguir un camino a través del laberinto de un texto interactivo no
puede equipararse al proceso de escribir o producir un texto, pues los movimientos del lector están limitados a los caminos
diseñados por el autor, de forma que no sigue su propia mente, sino la mente del autor de ese programa. No es un escritor, sino
un “optador”, ya que opta entre las diferentes propuestas que se le ofrecen (Gubern, 1996: 170). Sin embargo, si pensamos la
idea del lector como escritor en un sentido psicológico, tal y como lo hace Jerome Bruner (1996), veremos que el lector sí es
capaz de producir, de “escribir”, un texto único, propio:
Sin duda, los relatos literarios se refieren a sucesos de un mundo “real”, pero representan a ese mundo con un
aspecto extrañamente nuevo, lo rescatan de la obviedad, lo llenan de intersticios que incitan al lector, en el sentido de
Barthes, a convertirse en escritor, en el compositor de un texto virtual en respuesta al texto real. Al final, es el lector
quien debe escribir para sí mismo lo que él se propone hacer con el texto real […] El discurso, si Iser tiene razón en lo
que afirma sobre los actos de habla de la narrativa, debe depender de las formas de discurso que reavivan la
6 imaginación del lector, que lo comprometen en la “producción del significado bajo la guía del texto”. Debe permitirle al
lector “escribir” su propio texto virtual (Bruner, 1996: 37).
Bruner se refiere únicamente a los relatos literarios, pero sus observaciones valen para cualquier tipo de texto, porque lo
realmente importante es que la mente del lector sea capaz de “escribir” un texto virtual propio en su interacción con el texto real.
Éste permanece igual, pero el texto virtual varía casi permanentemente en el acto de la lectura. Bruner devuelve la idea de
Barthes a su sentido original de proceso semiótico en el que la imaginación del lector le permite “escribir” su propio texto virtual a
partir de un texto real, una idea que había sido desvirtuada por los teóricos del hipertexto y su ideal de interactividad electrónica.
Así, como señala Bruner (1996: 47), “Como Barthes, creo que el mayor regalo que puede hacerle un escritor a un lector es
ayudarlo a llegar a ser un escritor”, es decir, ayudarle a escribir mentalmente su propio texto virtual.
La idea de la interacción semiótica nos permite entender que la interactividad no es una idea nueva. Si el concepto ha tenido
tanto éxito ha sido por su interpretación literal, en el sentido de que la interacción física (pulsar un botón, escoger un enlace,
activar un objeto, etc.) permite al usuario influir en lo que ocurre en el espacio diegético del medio electrónico, otorgándole cierta
sensación de control y albedrío. Aunque, como hemos señalado, el usuario no actúa en absoluto con total libertad (con
frecuencia el carácter preprogramado del medio es demasiado evidente), “el tipo de interactividad que ejerce constituye no
obstante un adelanto fascinante y potencialmente importante” (Darley, 2002: 302). Pero esta “fascinación por lo nuevo”, propio
del discurso tecnológico y su lógica ciberbólica, no puede hacernos olvidar que, desde un punto de vista semiótico, la
interactividad siempre ha existido, y que la idea de actividad no puede vincularse únicamente a lo observable y externo, pues los
procesos mentales internos y privados, lejos de la pasividad con la que tradicionalmente se les ha asociado, son actividades
cognitivas complejas tan activas como las actividades físicas.
4. La interactividad y el cuerpo
La interpretación literal de la interactividad con respecto a los nuevos medios ha hecho que en éstos lo que más se valore sea la
implicación física del usuario en el entorno virtual, esto es, su sensación de dominio y control sobre el mundo, lo cual revela una
situación en la que “el placer de la actuación en entornos electrónicos se confunde a menudo con la posibilidad de mover un
joystick o activar un ratón” (Murray, 1999: 141). En el caso de los videojuegos -otro de los paradigmas de la nueva interactividad
digital-, el jugador o jugadora debe aprender qué teclas y botones pulsar para lograr una sensación de albedrío dentro del juego.
Para muchos jugadores, la adquisición de respuestas casi automáticas para jugar con éxito a cierto tipo de juegos es lo que
proporciona la mayor parte del placer, porque una vez que el juego se pone en marcha, el jugador se ve obligado a responder
rápidamente. Esto hace que el tiempo dejado para la reflexión y resolución de problemas sea mínimo. El nivel de dificultad puede
variar de un juego a otro y de un sistema otro, pero la adquisición de la familiaridad con los controles constituye un factor
primordial que todos los juegos requieren y que podríamos caracterizar como competencia videolúdica.4 El control manual del
juego es necesario para su disfrute. Esta habilidad permite al jugador llevar a cabo varias acciones cinestésicas (aunque vicarias)
como correr, saltar, volar o disparar en el interior del juego.
Para autores como Darley y Stallabrass, este tipo de experiencia resulta análoga a otra modalidad de interactividad corriente,
como es la de conducir un coche. Cuando uno se encuentra conduciendo un coche, está involucrado en una actividad física que
implica una familiaridad similar con una serie de controles, que producen asimismo ciertas respuestas cinestésicas. Aunque en
4
El término “videolúdico” ha sido popularizado por Matteo Bittanti a partir de la serie de libros “Videoludica. Game Culture”
(http://www.videoludica.com/) y es particularmente utilizado por la escuela italiana de estudios sobre videojuegos (Bittanti, Quaranta, etc.).
7 un caso se trate de un espacio y tiempo reales y en otro simulados, la sensación de control que se experimenta en cada actividad
no es muy distinta (Darley, 2002: 246).
Esta dimensión de implicación física directa o de sensación de control que los videojuegos otorgan al jugador constituye quizás la
característica fundamental de este medio. Lo más importante es la propia experiencia de cinestesia vicaria que vive el jugador, la
impresión de controlar acontecimientos que están sucediendo en el presente. Por eso se dice que los videojuegos son parecidos
a las máquinas: requieren una intensa concentración por parte del jugador que está enfrascado en sus mecanismos, tratando de
comprender y dominar su funcionamiento: “Al dejar poco lugar para cualquier otra clase de reflexión que desborde los límites de
un pensamiento instrumental más o menos consustancial a su propio funcionamiento, ofrecen un margen muy pequeño para la
iniciativa independiente o la desviación” (Darley, 2002: 257).
Para Darley, la sensación de libertad y de control propia de este tipo de juegos no supone necesariamente una mayor
profundidad estética o semiótica. De hecho, son muchos los jugadores que admiten que no esperan que los juegos les cuenten
historias profundas o que les desafíen intelectualmente, sino que simplemente sean “jugables”, es decir, que el conjunto de
reglas y mecánicas que implican vayan parejas al tema, estén bien diseñadas y sean divertidas. En este sentido, la imagen les
afecta no tanto de forma afectiva, simbólica o significativa, sino más directamente, en un plano corpóreo. Así, aunque
frecuentemente se considere a los jugadores de este tipo de juegos más activos que los lectores y espectadores tradicionales,
esto sólo es cierto en un sentido “físico”, porque esta participación activa, corpórea, no debe confundirse con una mayor
involucración semántica. El ejemplo de los juegos de lucha es bastante significativo a este respecto: El aspecto más atrayente
del juego de lucha, señala Murray (1999: 158), es la unión visceral que se produce entre el controlador de juego y la acción de la
pantalla: “Un clik en el ratón o un movimiento del joystick causan una explosión. Requiere muy poco esfuerzo imaginativo entrar
en un mundo así, porque la sensación de actuación es increíblemente directa”.
Para muchos jugadores, jugar a este tipo de juegos constituye una especie de proceso agónico que implica una destreza
instrumental con los mandos cuyo objetivo es abrirse paso rápidamente entre sus adversarios y conseguir alcanzar la meta. Los
tipos de procesos mentales que en ellos tienen lugar son en gran medida de naturaleza técnica y reactiva, destinados a la
superación de los niveles y a la satisfacción de la terminación, que tiene más un carácter de dominio o de logro técnico que de
conocimiento o profundidad semiótica. Así, según J. P. Balpe, los reflejos solicitados por estos dispositivos interactivos en tiempo
real como son los videojuegos no ponen en juego más que el “cerebro reptiliano”: “El cerebro superior, en cambio, se toma su
tiempo” (citado en Jullier, 2004: 119).
El caso de los videojuegos es un ejemplo donde la interacción física o corporal es más acusada que la semiótica.5 Lo cual no
quiere decir que ésta desaparezca. Así, de la misma forma que cuando conducimos un coche, por continuar con el ejemplo
anterior, nuestra mente no deja por ello de funcionar y es capaz de imaginar, recordar y relacionar mientras interactúa con los
controles, cuando jugamos con un videojuego puede suceder lo mismo, pues aunque estemos implicados en los mandos nuestra
mente es libre para fluir, asociar, relacionar, recordar, etc. Sólo que en un caso corremos el riesgo de tener un accidente real, y
en el otro de ser eliminados del juego.
“¿La mayor actividad, en el sentido físico, sería la de quienes usan videojuegos o hablan por el móvil mientras caminan?”, se
pregunta con razón García Canclini (2007: 63). Según la interpretación literal de la interactividad, sí; según la interpretación
semiótica de la misma que aquí defendemos, no. Este autor habla de un cuerpo del lector y otro del espectador, que se
relacionan con ciertos estereotipos y convenciones entre las cuales se encuentran aquellas que “atribuyen al lector más actividad
5
Nos estamos refiriendo aquí, claro está, a un tipo particular de videojuegos que implican una mayor destreza instrumental y rapidez de
movimientos (básicamente los pertenecientes al género de los shoot em up y ciertos videojuegos deportivos) a diferencia de aquellos basados en
acciones narrativas y exploratorias como Myst, The Sims o mundos virtuales tipo Second Life, en los cuales la interacción semiótica sí es mucho
mayor.
8 pero intelectual, y al espectador pasividad y dependencia del espectáculo” (Ibid.). Como hemos visto, esto es completamente
falso, y el propio García Canclini (2007: 74) se encarga de recordárnoslo: “En los estudios sobre recepción de cine, telenovelas y
espectáculos de música popular comprobamos que los espectadores y las audiencias son tan creativos e imprevisibles como los
lectores”. Estos estudios demuestran que incluso el consumo mediático en apariencia más inactivo (como el espectador de cine
inmóvil en su butaca o el telespectador tumbado en el sofá de su casa) implica apropiación y reelaboración de lo que se ve, una
lectura activa y compleja, capaz de llevar los textos y las imágenes a varios niveles de lectura entre comillas, irónicas, creativas e
innovadoras.
En relación con la supuesta pasividad corporal del espectador, Manovich habla de una tendencia general del aparato figurativo
occidental, basado en la pantalla, a fijar el cuerpo en el espacio si el espectador quiere ver algún tipo de imagen: “Desde la
perspectiva monocular renacentista al cine moderno, de la cámara oscura de Kepler a la cámara lúcida del siglo XIX, el cuerpo
tiene que quedarse quieto” (Manovich, 2005: 157). Manovich equipara la llegada de las salas de cine con la construcción de
grandes prisiones que albergaban a cientos de presos, los espectadores, instaurando una verdadera política de la inmovilidad y
la reclusión similar a la institución disciplinaria. Así, los presos-espectadores “no podían hablarse entre ellos ni moverse de un
asiento a otro. Mientras eran llevados a viajes virtuales, sus cuerpos permanecían fijos en la oscuridad de una cámara oscura
colectiva” (Manovich, 2007: 160). En efecto, si bien las salas de cine conducen a una nueva e institucionalizada inmovilidad del
espectador (cuyo precedente estaría en las salas de conciertos de música clásica y su caracterización por compositores como
Richard Wagner), la mente no sufre esta aparente pasividad corporal y es libre para emprender un viaje y una movilidad virtuales,
que no es otra cosa que una interactividad semiótica para con la película. El cuerpo físico del espectador sigue en su asiento
pero su cuerpo virtual, a través del trabajo de su mente, interacciona con el texto de la película aportándole tanto material como
el que extrae de él.
Por otro lado, más allá de este dualismo cartesiano que insiste en separar cuerpo y mente hay que recordar, como hace Antonio
Damasio, que esta separación es un completo error –“el error de Descartes”, como él lo denomina- pues “el cerebro humano y el
resto del cuerpo constituyen un organismo indisociable, integrado mediante circuitos reguladores bioquímicos y neurales
mutuamente interactivos”, de tal forma que el organismo interactúa con el ambiente como un conjunto y “la interacción no es
nunca del cuerpo por sí solo ni del cerebro por sí solo”, sino algo que se deriva de la complejidad del conjunto (Damasio, 2008:
15; cursivas en el original). Así, percibir el ambiente no es sólo recibir en el cerebro señales directas procedentes de un
determinado estímulo, sino una actividad en la que el resto del cuerpo participa en el proceso. El organismo se modifica y
participa activamente en la experiencia, por lo que el cuerpo propiamente dicho no es pasivo, al haber en juego tantas reacciones
bioquímicas como neuronales. Como recuerda Damasio, si bien es cierto que la atención que se dedica al propio procesamiento
visual (como el que tiene lugar durante el visionado de una película, por seguir con el ejemplo anterior) tiende precisamente a
hacer que en parte no nos percatemos del cuerpo, sin embargo, “si llega el dolor, el malestar o la emoción, al instante, la
atención puede dirigirse a las representaciones corporales y la sensación corporal pasa de segundo término a primer plano”
(Damasio, 2008: 268). Esto explicaría las reacciones corporales relacionadas con los valores emocionales de la película y de
todo texto cultural, lo que revela la importancia del sistema somatosensorial y la casi inevitabilidad el procesamiento corporal,
independientemente de lo que estemos haciendo o pensando. De ahí que la interactividad semiótica sea tanto físico-corporal
como mental-simbólica, lo que pone en duda esa visión frankfurtiana de los lectores y espectadores de los viejos medios como
seres pasivos, sumisos,
acríticos y sin imaginación, ese “nuevo tipo antropológico”, como irónicamente lo caracterizan
Abruzzese y Miconi (2002: 127): “Ignorante, poco reflexivo e inculto”.
5. Conclusión
En definitiva, el concepto de interactividad semiótica que hemos presentado y defendido en este trabajo nos permite entender
que la interactividad es algo presente en todas las culturas y sociedades y no un producto exclusivo de las nuevas tecnologías de
9 la información. La actividad interpretativa, asociativa y transformadora de los sujetos supone un verdadero proceso semiótico en
el que estos receptores-interpretes dialogan, traducen, adaptan y transforman “las comunicaciones, los textos culturales, desde
sus intereses y culturas para incorporarlos a su vida cognitiva, imaginativa y práctica, en un proceso en el que también se
transforman a sí mismos” (Peñamarín, 2009: 68-69). Los textos semiótico-culturales y sus lectores, intérpretes y usuarios no se
excluyen mutuamente sino que se integran en un proceso interactivo en el que unos y otros contribuyen a definir la situación y a
negociar la significación, “por lo que el sentido no se puede considerar como algo que está determinado” (Manetti, 1995: 74) sino
que responde a una interacción continua entre texto y sujeto. La interactividad, en este sentido, sería algo no ya originariamente
tecnológico o digital, sino una facultad humana, demasiado humana…
6. Referencias bibliográficas
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