Antología de Historia de la cultura

Transcripción

Antología de Historia de la cultura
Antología de Historia de la
cultura
Universidad Panamericana
Selección de textos del Dr. Héctor Zagal
Arreguín
Edición del Departamento de Humanidades
© 2014
Universidad Panamericana
Departamento de Humanidades
Augusto Rodin 498
Insurgentes Mixcoac
03920 México, DF
[email protected]
TABLA DE CONTENIDO
TABLA DE CONTENIDO
Contenido
I.
GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD ............................................................................................ 4
EDIPO REY ....................................................................................................................................... 6
II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD .............................................................................................. 37
CRITÓN .......................................................................................................................................... 39
III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO .............................................................................................. 52
HECHOS DE LOS APÓSTOLES.......................................................................................................... 54
San Justino: la compatibilidad entre la fe y la razón ....................................................................... 108
DIÁLOGO CON TRIFÓN............................................................................................................ 110
EPÍSTOLA A DIOGNETO............................................................................................................... 118
IV. LA MADURACIÓN DEL CRISTIANISMO ........................................................................................ 127
CONFESIONES (selección) ............................................................................................................ 129
DE LA CIUDAD DE DIOS (selección) ............................................................................................. 141
V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL: TOMÁS DE AQUINO ..................................................................... 162
TRATADO DEL GOBIERNO DE LOS PRÍNCIPES .............................................................................. 164
VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO: MARTÍN LUTERO .................................................................... 310
LA LIBERTAD CRISTIANA .............................................................................................................. 311
VII. LA CIENCIA Y EL CRISTIANISMO: GALILEO............................................................................... 329
CARTA DEL SEÑOR GALILEO GALILEI, ACADÉMICO LINCEO, ESCRITA A LA SEÑORA CRISTINA DE
LORENA, GRAN DUQUESA DE TOSCANA..................................................................................... 330
VIII. EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA LIBERAL ......................................................................... 358
ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL (selección) .......................................................................... 359
IX. LA MODERNIDAD: KANT ........................................................................................................... 389
RESPUESTA A LA PREGUNTA ¿QUÉ ES SER ILUSTRADO? ............................................................... 390
HACIA LA PAZ PERPETUA AK. VIII, 343...................................................................................... 396
X. EL SOCIALISMO............................................................................................................................ 401
TESIS SOBRE FEUERBACH (1845) .................................................................................................. 402
EL MANIFIESTO COMUNISTA (1848) ............................................................................................. 404
XI. EL LIBERALISMO ........................................................................................................................ 431
EL UTILITARISMO......................................................................................................................... 432
THE SUBJECTION OF WOMEN (1869) ................................................................................... 480
XII. EL CATOLICISMO FRENTE A LA MODERNIDAD ........................................................................ 543
RERUM NOVARUM....................................................................................................................... 544
Carta al Duque de Norfolk (texto introductorio) .......................................................................... 567
O HIS GRACE THE DUKE OF NORFOLK HEREDITARY EARL MARSHAL OF ENGLAND ........... 568
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GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD
I.
GRECIA: COSMOS Y
RACIONALIDAD
Sófocles (texto introductorio)
La obra de Sófocles (496 – 406 a. C.) podría caracterizarse, junto con el Antiguo
Testamento y las épicas de Homero, como los cimientos de la cultura occidental. El
poeta nació dentro de una familia adinerada en la comunidad rural de Colono Hípico.
Esta comunidad, conocida como demo, se localizaba a kilómetro y medio de Atenas.
El demo se convirtió en la locación de varias de sus obras.
Desde muy joven fue ampliamente reconocido por sus talentos. A los dieciséis años
fue elegido para dirigir a un coro de jóvenes en los cantos por la celebración del
ejército griego frente al persa en Salamina (c. 480 a. C.). Escribió cerca de ciento veinte
obras, de las cuales nos han llegado siete: Edipo rey, Áyax, Antígona, Filoctetes,
Electra, Edipo en Colono y Las traquineas.
La Grecia Antigua permitió el florecimiento de las artes, la filosofía y las ciencias.
Esto se debe a la madurez intelectual del pueblo griego y la apertura humanista al
desarrollo. Para sus habitantes, la polis era la condición de su humanidad. En las obras
clásicas se puede entrever una idea fundamental: la ciudad permite el despliegue de la
racionalidad.
Debe resaltarse el contraste de la racionalidad griega en comparación con la
indigencia humana en el Libro de Job. En uno de los pasajes centrales del libro, Job
recibe una reprimenda por cuestionar los planes divinos. Esta reprimenda manifiesta la
impotencia del hombre frente al mundo y la naturaleza. El hombre, bajo esta visión, es
incapaz de comprender los fenómenos naturales como la dirección de los vientos o las
profundidades del mar. Las bestias como el hipopótamo o el cocodrilo aterrorizan a
Job; las fuerzas naturales como los vientos o las tormentas son imposibles de predecir
o dominar.
Por el contrario, el pueblo griego elogia la racionalidad del hombre como el medio
para controlar a la naturaleza. Gracias a la polis, el hombre puede idear las
herramientas que le han permitido dominar el mar y la tierra. No sorprende, entonces,
que en este contexto haya surgido la ciencia, la filosofía y la política.
Aristóteles calificó en su Poética a Edipo rey como el paradigma de la tragedia. En
ella se muestran los caracteres clásicos de la poesía trágica: una serie de peripecias que
culminan en el reconocimiento o anagnórisis. El desenlace de la tragedia se marca
cuando el héroe trágico se da cuenta de su situación y las consecuencias de sus actos.
Uno de los mayores logros de Sófocles en Edipo rey es la reinterpretación de un
mito ya conocido entre los griegos. Esta nueva lectura al mito de Edipo manifiesta las
problemáticas que aquejaban a la sociedad de su tiempo. Entre ellos, se encuentran la
angustia por el destino, las consecuencias de la acción humana y la intervención de lo
divino en la vida cotidiana.
Los acontecimientos en la tragedia Antígona ocurren después de Edipo rey. Si bien
hay una clara continuidad entre las dos obras, el estilo lingüístico de ambas deja claro
que fueron escritas en distintos momentos de la vida del autor. Del mismo modo que
su antecesora, Antígona es la reinterpretación de un mito popular de la Antigua Grecia.
La problemática que presenta Antígona es la contraposición entre dos formas del
deber. Antígona, la protagonista de la tragedia, enfrenta el dilema moral entre cumplir
con el deber religioso y el deber civil. Frente a la democracia griega, en la que se
glorifica a la polis y la ley cívica, Sófocles cuestiona abiertamente los fundamentos de
la justicia civil.
En Antígona se ponen en cuestión los límites de la ley humana y el efecto de las
leyes divinas en los hombres. En la obra se deja entrever una tesis central en el espíritu
griego: la ley es el fundamento de la polis. En este sentido, Sófocles se adelanta a
Platón y Aristóteles. Para los dos pensadores, el hombre sólo puede desplegar su
racionalidad en el contexto de la ciudad.
Sófocles responde a este contexto cultural y representa en sus obras los conflictos
que surgen entre la racionalidad y la religiosidad griegas. La democracia griega generó
leyes que, en algunos casos, contravenían los mandatos divinos. Este es el conflicto
que enfrentan los grandes pensadores griegos, pero la cuestión sigue vigente todavía.
Los grandes teólogos medievales enfrentaron la división entre ley natural, ley divina y
ley humana. La Reforma protestante, por otro lado, se preguntó por la compatibilidad
entre predestinación y la libertad humana.
En cualquier caso, la obra de Sófocles es una clara manifestación de los
fundamentos que dan pie a estas preguntas. Un cuestionamiento tan abierto sólo
podría darse en una sociedad madura como la griega.
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EDIPO REY
PERSONAJES
Edipo.
Sacerdote.
Creonte.
Coro de ancianos tebanos.
Tiresias.
Yocasta.
Mensajero.
Servidor de layo.
Otro mensajero.
(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes están sentados en las gradas del
altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio.
Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)
EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué estáis en actitud
sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez
que de cantos, de súplica y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros
mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh
anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos:
¿cuál es la causa de que estéis así ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría
ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos
sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez,
somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del
pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos
templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno. La ciudad, como tú mismo puedes
ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades
por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de
bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce
la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada
la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni
estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el
primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que,
al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin
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haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se
dice y se cree que enderezaste nuestra vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí
como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o
bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a
cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza
la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el
favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la
prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable
augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión.
Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que
vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privada de hombres que las pueblen.
EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido y no
ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros
que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo y a
ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De
modo que no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estad seguros de
que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis
pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que
he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a
fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy
mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo,
pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si,
cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por
señas que Creonte se acerca.
EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que
viene con rostro radiante!
SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría
así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.
EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche.
¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas?
(Entra Creonte en escena.)
CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a
término, todas pueden resultar bien.
EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni
tampoco preocupado.
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CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si
lo deseas, a ir dentro.
EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi
propia vida.
CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos
ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla
para que llegue a ser irremediable.
EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta
sangre es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta
tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE.- Él murió y ahora nos prescribe claramente que tomemos venganza de los
culpables con violencia.
EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua
culpa, difícil de investigar?
CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se
escapa lo que pasamos por alto.
EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?
CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya
no volvió más a casa.
EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose,
pudiera sacarse alguna ventaja?
CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir
con seguridad de lo que vio.
EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si
consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con
el rigor de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado
desde aquí con dinero?
CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su
vengador en medio de las desgracias.
EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía,
averiguarlo?
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CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos
estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y
tú, de manera digna, pusisteis tal solicitud en favor del muerto; de manera que veréis también
en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no
para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que
fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante.
Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.
Vosotros, hijos, levantaos de las gradas lo más pronto que podáis y recoged estos ramos de
suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo
todo. Y con la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado.
(Entran Edipo y Creonte en el palacio.)
SACERDOTE.- Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos
venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga
fin a la epidemia!
(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos.)
CORO.
ESTROFA 1ª
¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en oro, a la ilustre Tebas? Mi
ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios,
sanador! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o después
del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza, palabra inmortal!
ANTÍSTROFA 1ª
Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis, protectora del país, que se
asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Haceos visibles para
mí, los tres, como preservadores de la muerte. Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la
ciudad, conseguisteis arrojar del lugar el ardor de la plaga, presentaos también ahora.
ESTROFA 2ª
¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con
la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar
quejumbrosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más
fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.
ANTÍSTROFA 2ª
La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte,
sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas
de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mismo
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tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado
rostro.
ESTROFA 3ª.
Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a
grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de
Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente, a
terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus
padre!, destrúyelo bajo tu rayo.
ANTÍSTROFA 3ª.
Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran,
colocadas delante, como protectoras y, también, las antorchas llameantes de Ártemis con las que corre por los
montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el de rojizo color, al del
evohé, compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con refulgente antorcha contra el dios odioso
entre los dioses!
(Sale Edipo y se dirige al Coro.)
EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias,
si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo
diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque
yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora
he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, os diré a todos vosotros, cadmeos, lo siguiente:
aquel de vosotros que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que
me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que
ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor
es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi
gratitud.
Si, por el contrario, calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar
esta orden, lo que haré con ellos debéis escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo
poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y
que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones.
Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba
de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la
divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en
solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera.
E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello,
padezca yo lo que acabo de desear para éstos.
Y a vosotros os encargo que cumpláis todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por
este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la
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acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que
vosotros la dejarais sin expiación, sino que debíais hacer averiguaciones por haber perecido un
hombre excelente y, a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión
del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el
nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado —pero la
adversidad se lanzó contra su cabeza—, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé
y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo
de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y
pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la
tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y
aún peor que ésta. Y a vosotros, los demás Cadmeos, a quienes esto os parezca bien, que la
Justicia como aliada y todos los demás dioses os asistan con buenos consejos.
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni le
maté ni puedo señalar a quien lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado,
de Febo, decir quién lo ha hecho.
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no
quieran.
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo.
EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo,
y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor.
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte,
he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato.
CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados.
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor.
CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes.
EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio.
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones.
EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.
(Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño le acompaña.)
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado
adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto,
los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es
víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor.
Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la
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única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos
muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el
sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y
sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos.
Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las
tareas.
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene!
Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me
haces caso.
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si le
privas de tu augurio.
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí
me pase lo mismo...!
(Hace ademán de retirarse.)
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los
que estamos aquí como suplicantes.
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las
tuyas.
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la
ciudad?
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente?
No te enterarás por mí.
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca!
¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me
censuras.
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando
a nuestra ciudad?
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.
EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado.
Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo
que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto
hubiera sido obra de ti solo.
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TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado
antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú
eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte
escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede.
TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?
EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.
TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?
EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo,
con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?
TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y
de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que
no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz,
podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo,
a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena
de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa de este mando que la
ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde
el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero,
maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque,
¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que
liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no
era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte
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adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno
de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi
habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar,
creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto
tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un
anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas
a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo
resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al
menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti
sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un
partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no
ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida.
¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto
para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te
golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú,
que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus
gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en
el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no
adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a
Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes?
¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho
venir a mi palacio.
TIRESIAS.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era
juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?
TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?
EDIPO.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.
TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.
TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
14
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez
fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu
rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con
amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está aquí. Se dice que es extranjero
establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de
tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra
extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano
y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así
como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo
ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas
manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más
poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el
hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.
ANTÍSTROFA 1ª
No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el
rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro
que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra.
Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.
ESTROFA 2ª
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué
diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca
he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por
haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes
no claras.
ANTÍSTROFA 2ª
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que
un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría
contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los
reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y
amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad.
(Entra Creonte.)
15
CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa con terribles
palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes cree haber sufrido
de mi parte con palabras o con obras algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una
vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin
importancia, sino gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante
ti y ante los amigos.
CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que
intencionadamente.
CREONTE.- Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis consejeros, el
adivino decía palabras falaces.
CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.
CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra mí?
CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder. Pero él, en
persona, sale ya del palacio.
(Entra Edipo en escena.)
EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has
llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un
usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por
haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se
deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura:
buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se obtiene con
la ayuda de aquél y de las riquezas?
CREONTE.- ¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras
semejantes y, después de conocerlas, juzga tú mismo.
EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte, porque he
descubierto que eres hostil y molesto para mí.
CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a contar.
EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un malvado.
CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un bien, no razonas
bien.
EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas
correctamente.
CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero infórmame
qué perjuicio dices que has recibido.
EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar
al venerable adivino?
CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se refiere.
16
EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...
CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.
EDIPO.- ... sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?
CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos años.
EDIPO.- ¿Ejercería entonces su arte ese adivino?
CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por igual.
EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel tiempo?
CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente.
EDIPO.- Pero, ¿no hicisteis investigaciones acerca del muerto?
CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos nada.
EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces estas cosas?
CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio.
EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total conocimiento.
CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.
EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la muerte
de Layo a mis manos.
CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo mismo que
ahora tú lo has hecho de mí.
EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de asesinato.
CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?
EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.
CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que ella?
EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.
CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a vosotros dos?
EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.
CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera primeramente esto: si
crees que alguien preferiría gobernar entre temores a dormir tranquilo, teniendo el mismo
poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera,
ni ninguna otra persona que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor,
pero, si fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad.
¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio
exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que
no sean los honores acompañados de provecho. Actualmente, todos me saludan y me acogen
con cariño. Los que ahora tienen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el
obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente
que razona bien no puede volverse torpe.
17
No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera.
Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del
oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común con el adivino, tras
hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero
no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar,
sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados.
Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre
todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo
muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en un solo día.
CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los que se precipitan
no son seguros para dar una opinión.
EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también
yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los proyectos de éste se
convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.
CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del país?
EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.
CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de aborrecimiento...
EDIPO.- ¿Quieres decir que no me obedecerás ni me darás crédito?
CREONTE.- ...pues veo que tú no razonas con cordura.
EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.
CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo mío.
EDIPO.- Tú eres un malvado.
CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes nada?
EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de ello.
CREONTE.- No al que ejerce mal el poder.
EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!
CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.
CORIFEO.- Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para vosotros, sale de palacio Yocasta,
con la que debéis dirimir la disputa que estáis sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)
YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originasteis esta irreflexiva discusión? ¿No os da
vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está sufriendo la ciudad? ¿No irás tú a
palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que no es nada en algo importante?
CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones terribles
respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la patria o, tras
hacerme prisionero, matarme.
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EDIPO.- Asiento. Pues le he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas
ruines.
CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra ti algo de lo
que me imputas!
YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes respeto ante un
juramento en nombre de los dioses y, después, también por respeto a mí y a los que están ante
ti.
ESTROFA 1ª
CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo suplico.
EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?
CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en virtud del juramento.
EDIPO.- ¿Sabes lo que pides?
CORIFEO.- Lo sé.
EDIPO.- Explícame qué dices.
CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor a un pariente obligado
por su propio juramento.
EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la ruina o mi
destierro de este país.
ESTROFA 2ª
CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor
manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los
males que os atañen a vosotros dos se unen a los que ya había.
EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado
por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no
ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.
CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando termines de
estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más se duelen de soportarse
a sí mismas.
EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?
CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el mismo.
(Se aleja.)
ANTÍSTROFA 1ª
CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio?
YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.
CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me desgarra lo que puede ser injusto.
YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?
CORIFEO.- Sí.
19
YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?
CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que se quede el asunto allí donde
cesó.
EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu intención,
haciendo caso omiso y embotando mi corazón.
ANTÍSTROFA 2ª.
CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de mostrarme insensato, falto de
razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba
sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.
YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has
concebido semejante enojo.
EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la
clase de conspiración que ha tramado contra mí.
YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el motivo de la
querella.
EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?
EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que a él en
persona concierne, está completamente libre.
YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que
nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en
pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus
servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de
él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros le mataron en una
encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del
niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción
de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser
asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo
que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello
en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.
EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué
agitación de mis sentidos!
CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?
EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.
YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.
EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?
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YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de
Delfos y de Daulia.
EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a
la ciudad.
EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?
YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?
EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?
YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era
muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Paréceme que acabo de precipitarme a mí mismo, sin
saberlo, en terribles maldiciones.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.
EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo
demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.
YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.
EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?
YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a
Layo.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces os anunció las nuevas,
mujer?
YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él.
EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio?
YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que
Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que le enviara a los
campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié,
porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor.
EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con rapidez?
YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo deseas?
EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello, quiero
verle.
YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego,
señor.
EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a
quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?
Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo como el más
importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el siguiente suceso, digno de
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admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que en un
banquete, un hombre saturado de bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo
era un falso hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del
día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a mal la
injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no
obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin atenderme en
aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortunado de mí, terribles y
desgraciadas calamidades: que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería
al mundo una descendencia insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del
padre que me había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región corintia por las
estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades de mis funestos
oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti, mujer, te
revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un
hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por potros, me salieron al encuentro.
El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me
había apartado, al conductor del carro, le golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve
desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica
de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón
por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más
infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses, cuando no le
es posible a ningún extranjero ni ciudadano recibirle en su casa ni dirigirle la palabra y hay que
arrojarle de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales
maldiciones. Mancillo el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que le maté.
¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir desterrado, no
me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a no ser que me vea forzado a
unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no
sería cierto el razonamiento de quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad?
¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca
de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de desgracia llega
sobre mí!
CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero mientras no lo
conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten esperanza.
EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al pastor.
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YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que suceda?
EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría ponerme a
salvo de esta calamidad.
YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?
EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones le habían matado. Si aún confirma el
mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice
que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro: el delito me es imputable.
YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de
nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apartara del anterior relato, ni
aun entonces mostrará que la muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias dijo
expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca
le pudo matar, sino que él mismo sucumbió antes.
De modo que en materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.
EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al
labriego y no lo descuides.
(Entran en palacio.)
CORO.
ESTROFA 1ªº
¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes
son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal
de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay y no
envejece.
ANTÍSTROFA 1ªº
La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas cosas que no son oportunas ni
convenientes subiéndose a lo más alto, se precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme.
Pido que la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré de tener
como protector.
ESTROFA 2ªº
Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto ante
las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no
saca con justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son intocables en una insensata
acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si
las acciones de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?
ANTÍSTROFA 2ª
Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas ni a Olimpia, si
estos oráculos no se cumplen como para que sean señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si
con razón eres así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmortal.
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Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo, extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con
honores, y los asuntos divinos se pierden.
(Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras.)
YOCASTA.- Señores de la región, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los templos de
los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Porque Edipo tiene
demasiado en vilo su corazón con aflicciones de todo tipo y no conjetura, cual un hombre
razonable, lo nuevo por lo de antaño, sino que está pendiente del que habla si anuncia motivos
de temor. Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo -pues
eres el más cercano-, cual suplicante, con estos signos de rogativas para que nos proporciones
alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asustado a
aquel que es como el piloto de la nave.
(Entra en escena un mensajero.)
MENSAJERO.- ¿Podríais informarme, oh extranjeros, dónde se halla el palacio del rey
Edipo?
CORIFEO.- Ésta es su morada y él mismo está dentro, extranjero. Esta mujer es la madre
de sus hijos.
MENSAJERO.- ¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de gente dichosa, tú que eres
esposa legítima de aquél!
YOCASTA.- De igual modo lo seas tú, oh extranjero, pues lo mereces por tus favorables
palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres anunciar.
MENSAJERO.- Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.
YOCASTA.- ¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?
MENSAJERO.- De Corinto. Ojalá te complazca -¿cómo no?- la noticia que te daré a
continuación, aunque tal vez te duelas.
YOCASTA.- ¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble efecto?
MENSAJERO.- Los habitantes de la región del Istmo le van a designar rey, según se ha
dicho allí.
YOCASTA.- ¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pólibo en el poder?
MENSAJERO.- No, ya que la muerte lo tiene en su tumba.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo?
MENSAJERO.- Que sea merecedor de muerte, si no digo la verdad.
YOCASTA.- Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decirle esto al amo? ¡Oh oráculos de los
dioses! ¿Dónde estáis? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar a este hombre y, ahora,
él ha muerto por el azar y no a manos de aquél.
(Sale Edipo de palacio.)
EDIPO.- ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí desde
palacio?
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YOCASTA.- Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han quedado los respetables
oráculos del dios.
EDIPO.- ¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?
YOCASTA.- Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que
ha muerto.
EDIPO.- ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.
MENSAJERO.- Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar, entérate bien
de que aquél ha muerto.
EDIPO.- ¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una enfermedad?
MENSAJERO.- Un pequeño quebranto rinde los cuerpos ancianos.
EDIPO.- A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que parece.
MENSAJERO.- Y por haber vivido largos años.
EDIPO.- ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar vaticinador de
Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi
propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberle
tocado con arma alguna, a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera
habría muerto por mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado
consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor.
YOCASTA.- ¿No te lo decía yo desde antes?
EDIPO.- Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.
YOCASTA.- Ahora no tomes en consideración ya ninguno de ellos.
EDIPO.- ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?
YOCASTA.- Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son
los que le pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar,
según cada uno pueda. Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos
son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto
nada supone más fácilmente lleva su vida.
EDIPO.- Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mí madre. Pero como lo
está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.
YOCASTA.- Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.
EDIPO.- Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que vive.
MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que teméis?
EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.
MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que os induzca al temor?
EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.
MENSAJERO.- ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?
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EDIPO.- Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia
madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años
muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.
MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí?
EDIPO.- Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.
MENSAJERO.- ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien
dispuesto llegué?
EDIPO.- En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.
MENSAJERO.- Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio
cuando tú regreses a palacio.
EDIPO.- Pero jamás iré con los que me engendraron.
MENSAJERO.- ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces...
EDIPO.- ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los dioses.
MENSAJERO.- ...si por esta causa rehúyes volver a casa!
EDIPO.- Temeroso de que Febo me resulte veraz.
MENSAJERO.- ¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?
EDIPO.- Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.
MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?
EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?
MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.
EDIPO.- ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?
MENSAJERO.- No más que el hombre aquí presente, sino igual.
EDIPO.- Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?
MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.
EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?
MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo —entérate— de mis manos.
EDIPO.- Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?
MENSAJERO.- La falta hasta entonces de hijos le persuadió del todo.
EDIPO.- Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?
MENSAJERO.- Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.
EDIPO.- ¿Por qué recorrías esos lugares?
MENSAJERO.- Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.
EDIPO.- ¿Eras pastor y nómada a sueldo?
MENSAJERO.- Y así fui tu salvador en aquel momento.
EDIPO.- ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?
MENSAJERO.- Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?
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MENSAJERO.- Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.
EDIPO.- ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
MENSAJERO.- Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.
EDIPO.- ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre la recibí? Dímelo.
MENSAJERO.- No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.
EDIPO.- Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?
MENSAJERO.- No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.
EDIPO.- ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?
MENSAJERO.- Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.
EDIPO.- ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?
MENSAJERO.- Sí, de ese hombre era él pastor.
EDIPO.- ¿Está aún vivo ese tal como para poder verme?
MENSAJERO.- (Dirigiéndose al Coro.) Vosotros, los habitantes de aquí, podríais saberlo
mejor.
EDIPO.- ¿Hay entre vosotros, los que me rodeáis, alguno que conozca al pastor a que se
refiere, por haberle visto, bien en los campos, bien aquí? Indicádmelo, pues es el momento de
descubrirlo de una vez por todas.
CORIFEO.- Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes haciéndole
venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.
EDIPO.- Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se presentara? ¿Es a él a
quien éste se refiere?
YOCASTA.- ¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún caso, no
quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.
EDIPO.- Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi origen.
YOCASTA.- ¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu propia vida, no lo investigues.
Es bastante que yo esté angustiada.
EDIPO.- Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava por tres
generaciones, tú no aparecerás innoble.
YOCASTA.- No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo hagas.
EDIPO.- No podría obedecerte en dejar de averiguarlo con claridad.
YOCASTA.- Sabiendo bien que es lo mejor para ti, hablo.
EDIPO.- Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde hace rato.
YOCASTA.- ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!
EDIPO.- ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejad a ésta que se complazca en su poderoso
linaje.
YOCASTA.- ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya
nunca en adelante!
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(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)
CORIFEO.- ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una
profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.
EDIPO.- Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea
humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene orgullosos pensamientos
como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con
generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis
hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría volverme
luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.
CORO
ESTROFA
Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por el Olimpo!, no quedarás, ¡oh Citerón!, sin saber que
desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré como región de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás
celebrado con coros por nosotros como quien se hace protector de mis reyes. ¡Oh Febo, que esto te sirva de
satisfacción!
ANTÍSTROFA
¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre Pan que vaga por los
montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son queridas todas las agrestes planicies? El soberano de
Cilene o el dios báquico que habita en lo más alto de los montes te recibió como un hallazgo de alguna de las
ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor parte del tiempo.
(Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos.)
EDIPO.- Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, creo estar viendo al pastor que desde hace
rato buscamos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues en su acusada edad coincide por
completo con este hombre y, además, reconozco a los que lo conducen como servidores míos.
Pero tú, tal vez, podrías superarme en conocimientos por haber visto antes al pastor.
CORIFEO.- Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor de Layo, fiel cual ninguno.
EDIPO.- A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es de ése de quien
hablabas?
MENSAJERO.- De éste que contemplas.
EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte.
¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?
SERVIDOR.- Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la casa.
EDIPO.- ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué tipo de vida?
SERVIDOR.- La mayor parte de mi vida conduje rebaños.
EDIPO.- ¿En qué lugares habitabas sobre todo?
SERVIDOR.- Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.
EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?
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SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres?
EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?
SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.
MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del
que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con
doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos enteros de seis meses, desde la
primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los
apriscos de Layo. ¿Cuento lo que ha sucedido o no?
SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.
MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo
criara como un retoño mío?
SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?
MENSAJERO.- Éste es, querido amigo, el que entonces era un niño.
SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No callarás?
EDIPO.- ¡Ah! No le reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las
que requieren un reprensor.
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide información.
SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.
SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?
SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?
EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.
SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.
SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué.
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?
SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.
EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!
EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.
EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.
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EDIPO.- Y yo de escuchar, pero, sin embargo, hay que oírlo.
SERVIDOR.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es la que
mejor podría decir cómo fue.
EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.
EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos.
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR - Se decía que él mataría a sus padres.
EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde
él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete
que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última
vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía
y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!
(Entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vivís una vida igual a nada! Pues, ¿qué hombre, qué
hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para
declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo
por dichoso.
ANTÍSTROFA 1ª
Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una dicha por completo afortunada, ¡oh
Zeus!, después de hacer perecer a la doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte
contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayores honores,
mientras reinabas en la próspera Tebas.
ESTROFA 2ª
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas penas,
quién entre padecimientos con su vida cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto
para arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos tolerarte en silencio,
infortunado, durante tanto tiempo?
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ANTÍSTROFA 2ª
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una antigua boda que no es boda en
donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah, hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo
derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude adormecer
mis ojos.
(Sale un mensajero del palacio.)
MENSAJERO.- ¡Oh vosotros, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué
sucesos vais a escuchar, qué cosas contemplaréis y en cuánto aumentaréis vuestra aflicción, si
es que aún, con fidelidad, os preocupáis de la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el
Fasis podrían lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que,
enseguida, se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son
especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.
CORIFEO.- Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos,
¿qué anuncias?
MENSAJERO.- Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina
Yocasta.
CORIFEO.- ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?
MENSAJERO.- Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible
su contemplación.
Pero en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada.
Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la
cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por
dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su
antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto
medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado
una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos.
Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él,
no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la
mirada hacia él mientras daba vueltas.
En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le proporcionásemos una espada y
que dónde se encontraba la esposa que no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y
para sus hijos.
Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres
que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien le guiara, se lanzó contra
las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita
en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por
retorcidos lazos.
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Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la
sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió:
arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó
con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no le verían a él, ni
los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la
oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba.
Haciendo tales imprecaciones una y otra vez —que no una sola—, se iba golpeando los
ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas
chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.
Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están mezcladas para
el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces una felicidad en el verdadero
sentido; pero ahora, en el momento presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de
todos los pesares que tienen nombre, ninguno falta.
CORIFEO.- ¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal?
MENSAJERO.- Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los
Cadmeos al homicida, al que de su madre.... profiriendo expresiones impías, impronunciables
para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el
palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un
soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar.
Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un
espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que le odiara.
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.)
CORO.
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hambres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he
encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los
más largos, sobre su desgraciado destino? ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que
quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me
inspiras!
EDIPO.- ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando,
en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te has marchado?
CORIFEO.- A un desastre terrible que ni puede escucharse ni contemplarse.
ESTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e
irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y
el recuerdo de mis males!
CORIFEO.- No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes
males dobles.
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ANTÍSTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera.
¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.
CORIFEO.- ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así
tu vista?, ¿qué dios te impulsó?
ESTROFA 2ª
EDIPO.- Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos.
Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque
viera, nada me sería agradable de contemplar?
CORO.- Eso es exactamente como dices.
EDIPO.- ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado,
amigos? Sacadme fuera del país cuanto antes, sacad, oh amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito
sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses.
CORIFEO.- ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo
hubiera deseado no haberte conocido nunca!
ANTÍSTROFA 2ª
EDIPO.- ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de
mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no
habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos.
CORO.- Incluso para mí hubiera sido mejor.
EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la
que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella
de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése le alcanzó a Edipo.
CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería
preferible que ya no existieras a vivir ciego.
EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas
ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al
llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido
acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para
mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por
cierto, al menos con mis ojos.
Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo,
desdichado —que fui quien vivió con más gloria en Tebas—, me privé a mí mismo cuando, en
persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro
y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a
éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la
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fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para
estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato.
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me
recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo
y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criasteis con apariencia de belleza,
pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.
¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebisteis, por
obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Os acordáis aún de mí? ¡Qué clase de
acciones cometí ante vuestra presencia y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh
matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la
misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia,
esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los
hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocultadme sin tardanza, ¡por
los dioses!, en algún lugar fuera del país o matadme o arrojadme al mar, donde nunca más me
podáis ver. Venid, dignaos tocar a este hombre desgraciado. Obedecedme, no tengáis miedo,
ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.
CORIFEO.- A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar iniciativas o
decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en tu lugar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de confianza podrá
aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me descubro culpable.
(Entra Creonte.)
CREONTE.- No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los ultrajes
de antes. (Dirigiéndose al Coro.) Pero si no sentís respeto ya por la descendencia de los mortales,
sentidlo, al menos, por el resplandor del soberano Helios que todo lo nutre y no mostréis así
descubierta una mancilla tal, que ni la tierra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien,
tan pronto como sea posible, metedle en casa; porque lo más piadoso es que las deshonras
familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.
EDIPO.- ¡Por los dioses!, ya que me has liberado de mi presentimiento al haber llegado con
el mejor ánimo junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme, pues a ti te interesa, que no
a mí, lo que voy a decir.
CREONTE.- ¿Y qué necesitas obtener para suplicármelo así?
EDIPO.- Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por ninguno de
los mortales.
CREONTE.- Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no deseara, lo primero de todo, aprender
del dios qué hay que hacer.
EDIPO.- Pero la respuesta de aquél quedó bien evidente: que yo perezca, el parricida, el
impío.
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CREONTE.- De este modo fue dicho; pero, sin embargo, en la necesidad en que nos
encontramos es más conveniente saber qué debemos hacer.
EDIPO.- ¿Es que vais a pedir información sobre un hombre tan miserable?
CREONTE.- Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la divinidad.
EDIPO.- En ti también confío y te hago una petición: dispón tú, personalmente, el
enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud, cumplirás con los tuyos. En
cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté
con vida, antes bien, dejadme morar en los montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que
mi padre y mi madre, en vida, dispusieron que fuera legítima sepultura para mí, para que muera
por obra de aquellos que tenían que haberme matado.
No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfermedad ni ninguna otra causa me
destruirán. Porque no me hubiera salvado entonces de morir, a no ser para esta horrible
desgracia. Pero que mi destino siga su curso, vaya donde vaya. Por mis hijos varones no te
preocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde fuera que estén, no tendrán
nunca falta de recursos. Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue
dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban
siempre, a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y deplorar mis
desgracias.
¡Ea, oh Señor! ¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara con las manos, me parecería tenerlas a
ellas como cuando veía. ¿Qué digo? (Hace ademán de escuchar.) ¿No estoy oyendo llorar a mis dos
queridas hijas? ¿No será que Creonte por compasión ha hecho venir lo que me es más querido,
mis dos hijas? ¿Tengo razón?
(Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo.)
CREONTE.- La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la satisfacción que
ahora sientes, que desde hace rato te obsesionaba.
EDIPO.- ¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te proteja
mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí, acercaos a estas fraternas manos mías
que os han proporcionado ver de esta manera los ojos, antes luminosos, del padre que os
engendró. Este padre, que se mostró como tal para vosotras sin conocer ni saber dónde había
sido engendrado él mismo.
Lloro por vosotras dos -pues no puedo miraros-, cuando pienso qué amarga vida os queda
y cómo será preciso que paséis vuestra vida ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos
llegaréis, a qué fiestas, de donde no volváis a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del
festejo? Y cuando lleguéis a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se
expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para vosotras dos como,
igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente?
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Vuestro padre mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido
engendrado y os tuvo a vosotras de la misma de la que él había nacido. Tales reproches
soportaréis. Según eso, ¿quién querrá desposaros? No habrá nadie, oh hijas, sino que
seguramente será preciso que os consumáis estériles y sin bodas.
¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas -pues nosotros,
que las engendramos, hemos sucumbido los dos-, no dejes que las que son de tu familia vaguen
mendicantes sin esposos, no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas
viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh
noble amigo!, tocándome con tu mano. Y a vosotras, ¡oh hijas!, si ya tuvierais capacidad de
reflexión, os daría muchos consejos. Ahora, suplicad conmigo para que, donde os toque en
suerte vivir, tengáis una vida más feliz quela del padre que os dio el ser.
CREONTE.- Basta ya de gemir. Entra en palacio.
EDIPO.- Te obedeceré, aunque no me es agradable.
CREONTE.- Todo está bien en su momento oportuno.
EDIPO.- ¿Sabes bajo qué condiciones me iré?
CREONTE.- Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.
EDIPO.- Que me envíes desterrado del país.
CREONTE.- Me pides un don que incumbe a la divinidad.
EDIPO.- Pero yo he llegado a ser muy odiado por los dioses.
CREONTE.- Pronto, en tal caso, lo alcanzarás.
EDIPO.- ¿Lo aseguras?
CREONTE.- Lo que no pienso, no suelo decirlo en vano.
EDIPO.- Sácame ahora ya de aquí.
CREONTE.- Márchate y suelta a tus hijas.
EDIPO.- En modo alguno me las arrebates.
CREONTE.- No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te
ha aprovechado en la vida.
(Entran todos en palacio.)
CORIFEO.- ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, mirad: he aquí a Edipo, el que solucionó
los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con
envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que
ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que
llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.
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GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD
II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD
Platón (c. 428/7 – 347) fue un filósofo griego, discípulo de Sócrates y maestro de
Aristóteles. Pocos pensadores han mostrado una preocupación tan profunda y, al
mismo tiempo, extensa por la comprensión de la realidad. Una gran cantidad de los
problemas filosóficos contemporáneos está implícita en los diálogos platónicos.
Las preocupaciones políticas de Platón se relacionan en gran parte con la muerte de
su mentor, Sócrates (470 – 399 a. C.). Su maestro está presente en casi todos los
diálogos, excepto en Las leyes. Discutiblemente, éste fue el último diálogo que
escribió el filósofo. La vida de Sócrates fue representada por varios de sus
contemporáneos como el comediógrafo Aristófanes (448 – 380 a. C.) y su discípulo
Jenofonte (430 – 355 a. C.). Los testimonios platónicos reflejan con mayor profundidad
el pensamiento socrático que las otras representaciones.
Sócrates, que se negaba a escribir, sólo dejó tras de sí los testimonios de sus
discípulos. Por este motivo los diálogos platónicos son cruciales para una
aproximación a su pensamiento.
La vida, juicio y muerte de su maestro marcaron profundamente el pensamiento de
Platón. Esto ocurre a tal grado que, en los primeros diálogos, resulta prácticamente
imposible separar su pensamiento del de Sócrates. El maestro no es sólo un personaje
en los diálogos que el autor utiliza para mostrar sus ideas. En los primeros diálogos se
puede ver una genuina preocupación por mostrar los argumentos de su maestro y las
circunstancias de su muerte.
Por otro lado, los diálogos socráticos no son una transcripción literal de sus
discursos. El pensamiento de ambos filósofos está imbricado. En diálogos como el
Sofista o el Parménides, se ve cómo Platón crítica y se aleja de Sócrates. Al mismo
tiempo, los diálogos platónicos muestran las críticas que el filósofo hace de sus propias
teorías. Este alejamiento progresivo de las ideas y el método socrático permiten
establecer una cronología más o menos confiable de los diálogos.
Además de los diálogos, existe un compendio de cartas supuestamente escritas por
el filósofo. Las cartas son las únicas instancias en las que Platón habla de sus teorías y
se dirige al lector en forma explícita. Sin embargo, la mayoría de los especialistas
coincide en que las cartas son apócrifas.
A la dificultad interpretativa de las ideas platónicas, se suma otra: Platón es proclive
a utilizar mitos para exponer sus teorías centrales. En algunas instancias, el filósofo
reinterpreta mitos tradicionales de la Antigua Grecia. En otras, alguno de los
participantes del diálogo expone un mito completamente nuevo. Tal es el caso del
mito de la Atlántida en el Timeo.
A pesar de una profunda preocupación por los problemas más abstractos de la
filosofía, Platón es también un pensador ético y político. No son pocos los diálogos en
los que el filósofo discute temas como la educación, la organización política y los actos
humanos. En muchas ocasiones, varios temas se entrelazan en un mismo diálogo. Por
este motivo, sería un error clasificar a Platón como un filósofo político o metafísico.
Las preocupaciones del filósofo abarcan una gran cantidad de temas.
Critón
El diálogo Critón ocurre después de los eventos narrados en la Apología de
Sócrates. En ésta, Sócrates se defiende de las acusaciones:
“Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas
subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas
mismas cosas a otros.”1
Después de una elocuente defensa, Sócrates es encontrado culpable y condenado a
muerte por medio de un brebaje tóxico. Si bien Sócrates era un hombre pobre, sus
discípulos —entre ellos, Platón— usualmente eran hijos de familias pudientes. Sin
embargo, el jurado conformado por ciudadanos atenienses no aceptó el pago de una
fianza a cambio de su libertad.
El tema central de Critón es la importancia de las leyes. En Antígona se mostró la
centralidad que éstas tienen para la polis. En este diálogo, en cambio, se analiza la
relación entre el individuo, las leyes y la ciudad. Para Platón —y, en general, para el
mundo griego— las leyes son la condición necesaria para el orden en la ciudad. La
racionalidad griega se manifiesta en este énfasis en la legalidad: las leyes son producto
de la razón; y la razón permite el dominio de la naturaleza. Sin las leyes, el hombre
queda reducido a su mera animalidad.
1
Platón: Apología de Sócrates en Diálogos, tomo I, traducción de Julio Calonge, Madrid: Gredos (1981), 19b-c
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CRITÓN
Sócrates
¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
Critón
Es cierto.
Sócrates
¿Qué hora puede ser?
Critón
Acaba de romper el día.
Sócrates
Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
Critón
Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe
algunas atenciones.
Sócrates
¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
Critón
Ya hace algún tiempo.
Sócrates
¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el
acto que llegaste?
Critón
¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me
despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy
aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte,
con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te
conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia,
que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.
Sócrates
Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.
Critón
¡Ah¡ ¡Cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes
la edad no impide lamentarse de su suerte!
Sócrates
Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?
Critón
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Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la
temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más
aflictiva para mí.
Sócrates
¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de mi
muerte?
Critón
No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio, donde le han
dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates, tendrás que dejar
de existir.
Sócrates
Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin embargo no
creo que llegue hoy el buque.
Critón
¿De dónde sacas esa conjetura?
Sócrates
Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese buque.
Critón
Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.
Sócrates
El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he tenido esta
noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas despertado.
Critón
¿Cuál es ese sueño?
Sócrates
Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco, que
me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres días estarás en la fértil Phtia.
Critón
¡Extraño sueño, Sócrates!
Sócrates
Es muy significativo, Critón.
Critón
Demasiado sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque en
cuanto a mí si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de cuya
pérdida nadie podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a ti
ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. ¿Y
hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos?
40
Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí
cuando yo te he estrechado a hacerlo.
Sócrates
Pero, mi querido Critón, ¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del pueblo? ¿No basta
que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de qué manera
han pasado las cosas?
Critón
Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu ejemplo
nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los más
grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.
Sócrates
Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta manera
sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no
puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o insensatos.
El pueblo juzga y obra a la aventura.
Critón
Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que puedas tener
de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos, acusándonos de
haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar nuestros bienes o
pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates, destiérrale de tu
alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y aún mayores, si es
necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido que te aconsejo.
Sócrates
Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.
Critón
Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de aquí, no es
de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que podrían
acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis bienes, que
son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi ofrecimiento, hay aquí
un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo Sunmias de Tébas
ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo mismo y aún hay muchos
más.
Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo
que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no
hubieras sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier parte del
mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Thesalia, tengo allí amigos que
te obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además,
41
Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y
trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte.
Faltas también a tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas
alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o
no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me
parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando
deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber
seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da
vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha
debido a nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el
tribunal, cuando pudo evitarse; luego por el curso de tu proceso; y en fin, como término de
este lastimoso drama, por haberte abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te
hemos salvado; y se dirá también, que tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando
podías hacerlo con sólo que nosotros te hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo
bien, mi querido Sócrates; con la desgracia que te va a suceder tendrás también una parte en el
baldón que va a caer sobre todos nosotros. Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de
consultas; es preciso tomar un partido, y no hay que escoger; es preciso aprovechar la noche
próxima. Todos mis planes se desgracian, si aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates,
y haz lo que te digo.
Sócrates
Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la justicia; pero por
lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es, se hace más reprensible. Es preciso
examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque no es de
ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas,
después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no puedo
abandonar las máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre las
mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes
persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para
aterrarme como a un niño, me amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean,
cadenas, la miseria, la muerte. Paro ¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente?
Recordando nuestras antiguas conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que
hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se
pudo decir antes de ser yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si
se dijo entonces, fue como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una
necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si
este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o
seguirle.
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Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con
formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta
estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto
bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir
mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien.
¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones
de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo
de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?
Critón
Mucho.
Sócrates
¿En este concepto, no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar las malas?
Critón
Sin duda.
Sócrates
¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?
Critón
No puede ser de otra manera.
Sócrates
Vamos a sentar nuestro principio. ¿Un hombre que se ejercita en la gimnasia podrá ser
alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o maestro de
gimnasia?
Critón
Por este sólo sin duda.
Sócrates
¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo que le digan
los demás?
Critón
Sin duda.
Sócrates
Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este maestro y no dejarse
dirigir por el capricho de todos los demás?
Critón
Eso es incontestable.
43
Sócrates
He aquí sentado el principio. ¿Pero si desobedeciendo a este maestro y despreciando sus
atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo y de los
ignorantes, no le resultará mal?
Critón
¿Cómo no le ha de resultar?
Sócrates
¿Pero este mal de qué naturaleza será? ¿a qué conducirá? ¿y qué parte de este hombre
afectará?
Critón
A su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.
Sócrates
Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas las demás
cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo malo, que
eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a la opinión
del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy hábil, por el
que sólo debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los hombres? ¿Y si
no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que arruinaremos
enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la justicia, y que
no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?
Critón
Soy de tu dictamen, Sócrates.
Sócrates
Estame atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes, destruimos en
nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un mal régimen,
¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora tratamos sólo de
nuestro cuerpo; ¿no es verdad?
Critón
De nuestro cuerpo sin duda.
Sócrates
¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?
Critón
No, seguramente.
Sócrates
¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros mismos, que no tiene
salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O creemos menos noble
que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia y la injusticia?
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Critón
Nada de eso.
Sócrates
¿No es más preciosa?
Critón
Mucho más.
Sócrates
Nosotros, mi querido Critón, no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino sólo de lo
que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad. Ves por esto, que
sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que debíamos hacer caso de la opinión del
pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarias. Quizá me dirás: pero el pueblo
tiene el poder de hacernos morir.
Critón
Seguramente que se dirá.
Sócrates
Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo que acabamos de
decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no debe desear tanto el
vivir como el vivir bien?
Critón
Estoy de acuerdo.
Sócrates
¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo reclaman la
probidad y la justicia?
Critón
Sí.
Sócrates
Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo, si hay justicia o
injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es justo, es preciso
ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto a todas esas
consideraciones, que me has alegado, de dinero, de reputación, de familia ¿qué otra cosa son
que consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin razón, y que sin razón quisiera
después hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros, conforme a nuestro
principio, todo lo que tenemos que considerar es, si haremos una cosa justa dando dinero y
contrayendo obligaciones con los que nos han de sacar de aquí, o bien si ellos y nosotros no
cometeremos en esto injusticia; porque si la cometemos, no hay más que razonar; es preciso
morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar injustamente.
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Critón
Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.
Sócrates
Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando yo hable,
házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de estrecharme a salir
de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de que me
persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la manera con
que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más sinceramente
que te sea posible.
Critón
Lo haré.
Sócrates
¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido cometerlas en unas
ocasiones y en otras no. ¿O bien, es absolutamente cierto que la injusticia jamás es permitida,
como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de convenir? ¿Y todos estos
juicios, con los que estamos de acuerdo, se han desvanecido en tan pocos días? ¿Sería posible,
Critón, que, en nuestros años, las conversaciones más serias se hayan hecho semejantes a las de
los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello? ¿O más bien es preciso atenernos
estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa y funesta al que la
comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea mal el que resulte?
Critón
Estamos conformes.
Sócrates
¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?
Critón
Sí, sin duda.
Sócrates
¿Entonces es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen, aunque el vulgo
crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede tener lugar la
injusticia?
Critón
Así me lo parece.
Sócrates
¡Pero qué! ¿es permitido hacer mal a alguno o no lo es?
Critón
No, sin duda, Sócrates.
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Sócrates
¿Pero es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es injusto?
Critón
Muy injusto.
Sócrates
¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?
Critón
Lo confieso.
Sócrates
Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el mal,
cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que confesando
esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas personas que lo
admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están discordes sobre este
punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de opiniones conduce
necesariamente a un desprecio recíproco. Reflexiona bien, y mira, si realmente estás de acuerdo
conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que en ninguna circunstancia es
permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, mal por mal; o si piensas de otra
manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a mí, pienso hoy como pensaba en
otro tiempo. Si tú has mudado de parecer, dilo, y exponme los motivos; pero si permaneces fiel
a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.
Critón
Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.
Sócrates
Prosigo pues, o más bien te pregunto: ¿un hombre que ha prometido una cosa justa, debe
cumplirla o faltar a ella?
Critón
Debe cumplirla.
Sócrates
Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los atenienses
haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o eludiremos el justo
compromiso que hemos contraído?
Critón
No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.
Sócrates
Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o si te agrada
más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de nosotros y nos
dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas no tiende a trastornar, en cuanto
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de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede subsistir, si los fallos
dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué podríamos
responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos podían dirigir? Porque ¿qué no
diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que los fallos dados
sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos nosotros, que la Republica nos ha hecho
injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que responderíamos?
Critón
Sí, sin duda, se lo diríamos.
Sócrates
«¡Qué! dirá la ley ateniense, Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te someterías al
juicio de la república?» Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este lenguaje, ella nos
diría quizá: «no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes costumbre de
proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú contra la
república y contra mí cuando tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la que
debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz?
¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio?» Yo
la responderé sin dudar: nada. «¿Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a
cuya sombra tú has sido educado, no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu
padre que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del cuerpo?» Exactamente, diría yo.
«Y siendo esto así, puesto que has nacido y has sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te
atreverás a sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo mismo que tus padres? Y sí así es,
¿piensas tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea permitido devolver sufrimientos
por sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? Este derecho, que jamás podrían tener
contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por
golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo
que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que
haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la
patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un
padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera,
tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u
obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea
verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o
muertos, es preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni
echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los
tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o
emplear para con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una
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impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria?». ¿Qué
responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice verdad?
Critón
Así me parece.
Sócrates
«Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas contra mí es
injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he hecho, como a los
demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me canso de decir
públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber examinado las leyes
y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde guste con todos sus
bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos, quiere irse a una colonia
o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a ello y puede libremente
marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen, después de haber
considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué policía hacemos observar
en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les mandemos, y si
desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no obedecen a quien les ha
hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque, estando obligados a
obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme si se les obliga a
alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las cosas sin usar de
violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o convencernos de
injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación de que te harás
acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera otro ciudadano.»
Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome, que yo estoy más que
todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. «Yo tengo, me diría, grandes
pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no hubieras permanecido en
la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido más satisfactoria
que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya obligado a salir de
esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos; jamás has salido que no
sea a expediciones militares; jamás emprendiste viajes, como es costumbre entre los
ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de conocer otras leyes;
tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según nuestras máximas, que
aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en ella. En fin, durante tu
proceso podías condenarte a destierro, si hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento
de la república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú que te alababas de ver venir la
muerte con indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro, ahora, sin miramiento a estas
magníficas palabras, sin respeto a las leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que haría el
más vil esclavo, tratando de salvarte contra las condiciones del tratado que te obliga a vivir
49
según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano; ¿no decimos la verdad,
cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con palabras, sino de hecho y a
todas sus condiciones?». ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido podríamos tomar más que
confesarlo?
Critón
Sería preciso hacerlo, Sócrates.
Sócrates
La ley continuaría diciendo: «¿Y qué adelantarías, Sócrates, con violar este tratado y todas
sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la sorpresa, ni
tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has
podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía no te
parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas leyes han sido
constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a
ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los
ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible
de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra
influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te
rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te
expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te lo suplico. ¿Qué
bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus amigos
quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder sus
bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son
ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que
tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les
confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de
las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante.
¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas sociedades compuestas de hombres
justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a
ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las costumbres deben
estar por cima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los hombres? ¿Y no conoces
que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates. Tendrías necesidad de salir
inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los amigos de Critón, a
Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden, y en donde te oirían sin duda con singular
placer referir el disfraz con que habías salido de la prisión, vestido de harapos o cubierto con
una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer todos los
fugitivos. ¿Pero no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo ya alargar
su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, que no ha dudado, por
50
conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie;
pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y
víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia
entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje.
Pero entonces ¿a dónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre la
virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y educación a tus hijos?
¡Qué! ¿Será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un bien convirtiéndolos en
extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que,
ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado
de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo tomarán igualmente
después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán los mismos
servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue
los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en
ninguna otra cosa, sea la que sea, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás con
qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si faltas
a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa,
sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la injusticia,
no de las leyes, sino de los hombres; en lugar de que si sales de aquí vergonzosamente,
volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una
porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a
tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las
leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que
has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón
y sí los míos.»
Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír
las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a
cualquiera otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto
puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.
Critón
Sócrates, nada tengo que decir.
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LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO
III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO
El culto al hombre y la razón en la Antigua Grecia parecería el terreno menos
propicio para la difusión del cristianismo. Atenas fue una tierra fértil para la filosofía y
las ciencias. Además, la moral griega era bastante liberal, por decir lo menos. Las
prácticas religiosas griegas, incluso, giraban en torno a lo práctico. El pueblo judío
tenía prohibido consumir algo de la carne utilizada en el sacrificio para Yahvé. Por otro
lado, los griegos ofrecían a los dioses los peores pedazos de carne y guardaban para sí
los mejores.
Los seguidores inmediatos de Jesús fueron judíos. El primer núcleo de cristianos
tenía la fe en la Escritura como común denominador con el pueblo hebreo. Por este
motivo, los historiadores romanos caracterizaron al primer cristianismo como una
secta judía. La discusión entre la individualidad cristiana y la legalidad judía,
pensaban, era una discusión entre judíos y nada más.
La expansión del cristianismo y la eventual predicación en el mundo grecorromano
implicó que los cristianos debían utilizar nuevos lenguajes para hacer accesible la fe.
Los primeros predicadores debieron mostrarse particularmente abiertos al diálogo con
el paganismo grecorromano.
El diálogo y la actitud conciliadora de los primeros cristianos dio pie a una
vertiginosa helenización del cristianismo. Esto ocurrió a tal grado, que el Nuevo
Testamento está escrito totalmente en griego. Los fundamentos de la sociedad
occidental son tanto cristianos como grecorromanos. El encuentro entre los dos
mundos es crucial para la formación de la cultura contemporánea.
La predicación de san Pablo en el areópago es la más clara manifestación de la
continuidad entre en mundo cristiano y el grecorromano. Parecería que el
protocristianismo tendría que supeditarse a la estructura imperial romana: el cesaropapismo. El emperador romano ostentaba dos títulos importantísimos: princeps
senatus y pontifex maximus. Es decir, el emperador era, a una: cabeza del Estado y de
la religión oficial.
Inicialmente, el cristianismo prefirió mantenerse al margen de esta estructura. Los
cristianos rechazaron la teocracia, a favor de la doctrina de las dos espadas: “al César
lo que es del César; a Dios lo que es de Dios”. El emperador ostenta, en el plano
temporal, el poder del Papa en el plano espiritual: la autoridad máxima.
Por otro lado, los primeros cristianos también se enfrentaron a la dificultad de dar
forma a la liturgia. El primer mandamiento hebreo prohíbe las representaciones de
Dios y el hombre. No extraña, entonces, la sobriedad y reticencia de las ceremonias
religiosas judías. Con la destrucción del templo en el año 70, las celebraciones judías
tomaron una forma todavía más austera; se limitaron a las ceremonias caseras y
algunas en la sinagoga.
Los nuevos conversos estaban acostumbrados a una iconografía profusa. Las
celebraciones grecorromanas eran constantes y no escatimaban en representaciones.
El antropomorfismo griego permitía que los dioses fueran representados por hombres
en el teatro. Esta representación era sumamente blasfema para el judaísmo. Así, el
cristianismo adoptó la plástica grecorromana para dar forma a la liturgia y los
sacramentos. Además de esto, la preservación de representaciones clásicas sería
imposible sin la intervención de la Iglesia.
El contacto entre el mundo antiguo y el cristianismo, narrado por san Pablo, no
estuvo libre de dificultades. El mundo griego, primordialmente dualista, se mostró
rejego a concebir la resurrección de los cuerpos cristiana. No obstante, la predicación y
la actitud conciliadora de los apóstoles logró ganar varios adeptos. Incluso, en el centro
cultural y filosófico del mundo antiguo, Atenas.
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HECHOS DE LOS APÓSTOLES
CAPÍTULO 1
1 En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el
comienzo,
2 hasta el día en que subió al cielo, después de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus
últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido.
3 Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y
durante cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios.
4 En una ocasión, mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de
Jerusalén y esperaran la promesa del Padre: «La promesa, les dijo, que yo les he anunciado.
5 Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de
pocos días».
6 Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel?».
7 Él les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el
Padre ha establecido con su propia autoridad.
8 Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra».
9 Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos.
10 Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron
dos hombres vestidos de blanco,
11 que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les
ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir».
12 Los Apóstoles regresaron entonces del monte de los Olivos a Jerusalén: la distancia entre
ambos sitios es la que está permitida recorrer en día sábado.
13 Cuando llegaron a la ciudad, subieron a la sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan,
Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote
y Judas, hijo de Santiago.
14 Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos.
15 Uno de esos días, Pedro se puso de pie en medio de los hermanos –los que estaban
reunidos eran alrededor de ciento veinte personas– y dijo:
16 «Hermanos, era necesario que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca
de David, habla de Judas, que fue el jefe de los que apresaron a Jesús.
17 Él era uno de los nuestros y había recibido su parte en nuestro ministerio.
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18 Pero después de haber comprado un campo con el precio de su crimen, cayó de cabeza, y
su cuerpo se abrió, dispersándose sus entrañas.
19 El hecho fue tan conocido por todos los habitantes de Jerusalén, que ese campo fue
llamado en su idioma Hacéldama, que quiere decir: «Campo de sangre».
20 En el libro de los Salmos está escrito: Que su casa quede desierta y nadie la habite. Y más
adelante: Que otro ocupe su cargo.
21 Es necesario que uno de los que han estado en nuestra compañía durante todo el tiempo
que el Señor Jesús permaneció con nosotros,
22 desde el bautismo de Juan hasta el día de la ascensión, sea constituido junto con nosotros
testigo de su resurrección».
23 Se propusieron dos: José, llamado Barsabás, de sobrenombre el Justo, y Matías.
24 Y oraron así: «Señor, tú que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de los dos
elegiste
25 para desempeñar el ministerio del apostolado, dejado por Judas al irse al lugar que le
correspondía».
26 Echaron suertes, y la elección cayó sobre Matías, que fue agregado a los once Apóstoles.
CAPÍTULO 2
1 Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar.
2 De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en
toda la casa donde se encontraban.
3 Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre
cada uno de ellos.
4 Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según
el Espíritu les permitía expresarse.
5 Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo.
6 Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía
hablar en su propia lengua.
7 Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos
galileos?
8 ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?
9 Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en
Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor,
10 en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma,
11 judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las
maravillas de Dios».
12 Unos a otros se decían con asombro: «¿Qué significa esto?».
55
13 Algunos, burlándose, comentaban: «Han tomado demasiado vino».
14 Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: «Hombres de Judea
y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha
sucedido.
15 Estos hombres no están ebrios, como ustedes suponen, ya que no son más que las nueve de
la mañana,
16 sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel:
17 "En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y
profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los ancianos tendrán sueños
proféticos.
18 Más aún, derramaré mi Espíritu sobre mis servidores y servidoras, y ellos profetizarán.
19 Haré prodigios arriba, en el cielo, y signos abajo, en la tierra: verán sangre, fuego y columnas
de humo.
20 El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre, antes que llegue el Día del Señor, día
grande y glorioso.
21 Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará".
22 Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes
realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen,
23 a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo
hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles.
24 Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que
ella tuviera dominio sobre él.
25 En efecto, refiriéndose a él, dijo David: "Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque él
está a mi derecha para que yo no vacile.
26 Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. También mi cuerpo
descansará en la esperanza,
27 porque tú no entregarás mi alma al Abismo, ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción.
28 Tú me has hecho conocer los caminos de la vida y me llenarás de gozo en tu presencia".
29 Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue
sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy.
30 Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se
sentaría en su trono.
31 Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al
Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción.
32 A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos.
33 Exaltado por el poder de Dios, él recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha
comunicado como ustedes ven y oyen.
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34 Porque no es David el que subió a los cielos; al contrario, él mismo afirma: "Dijo el Señor a
mi Señor: Siéntate a mi derecha,
35 hasta que ponga a todos tus enemigos debajo de tus pies".
36 Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron,
Dios lo ha hecho Señor y Mesías».
37 Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros
Apóstoles: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?».
38 Pedro les respondió: «Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que
les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo.
39 Porque la promesa ha sido hecha a ustedes y a sus hijos, y a todos aquellos que están lejos: a
cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar».
40 Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y los exhortaba a que se pusieran a
salvo de esta generación perversa.
41 Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de
tres mil.
42 Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la
vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
43 Un santo temor se apoderó de todos ellos, porque los Apóstoles realizaban muchos
prodigios y signos.
44 Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común:
45 vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las
necesidades de cada uno.
46 Intimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían
juntos con alegría y sencillez de corazón;
47 ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la
comunidad con aquellos que debían salvarse.
CAPÍTULO 3
1 En una ocasión, Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde.
2 Allí encontraron a un paralítico de nacimiento, que ponían diariamente junto a la puerta del
Templo llamada «la Hermosa», para pedir limosna a los que entraban.
3 Cuando él vio a Pedro y a Juan entrar en el Templo, les pidió una limosna.
4 Entonces Pedro, fijando la mirada en él, lo mismo que Juan, le dijo: «Míranos».
5 El hombre los miró fijamente esperando que le dieran algo.
6 Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de
Nazaret, levántate y camina».
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7 Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó; de inmediato, se le fortalecieron los pies y los
tobillos.
8 Dando un salto, se puso de pie y comenzó a caminar; y entró con ellos en el Templo,
caminando, saltando y glorificando a Dios.
9 Toda la gente lo vio caminar y alabar a Dios.
10 Reconocieron que era el mendigo que pedía limosna sentado a la puerta del Templo llamada
«la Hermosa», y quedaron asombrados y llenos de admiración por lo que le había sucedido.
11 Como él no soltaba a Pedro y a Juan, todo el pueblo, lleno de asombro, corrió hacia ellos,
que estaban en el pórtico de Salomón.
12 Al ver esto, Pedro dijo al pueblo: «Israelitas, ¿de qué se asombran? ¿Por qué nos miran así,
como si fuera por nuestro poder o por nuestra santidad, que hemos hecho caminar a este
hombre?
13 El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor
Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de él delante de Pilato, cuando este había resuelto
ponerlo en libertad.
14 Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un
homicida,
15 mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros
somos testigos.
16 Por haber creído en su Nombre, ese mismo Nombre ha devuelto la fuerza al que ustedes
ven y conocen. Esta fe que proviene de él, es la que lo ha curado completamente, como
ustedes pueden comprobar.
17 Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes.
18 Pero así, Dios cumplió lo que había anunciado por medio de todos los profetas: que su
Mesías debía padecer.
19 Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados.
20 Así el Señor les concederá el tiempo del consuelo y enviará a Jesús, el Mesías destinado para
ustedes.
21 Él debe permanecer en el cielo hasta el momento de la restauración universal, que Dios
anunció antiguamente por medio de sus santos profetas.
22 Moisés, en efecto, dijo: "El Señor Dios suscitará para ustedes, de entre sus hermanos, un
profeta semejante a mí, y ustedes obedecerán a todo lo que él les diga.
23 El que no escuche a ese profeta será excluido del pueblo".
24 Y todos los profetas que ha hablado a partir de Samuel, anunciaron también estos días.
25 Ustedes son los herederos de los profetas y de la Alianza que Dios hizo con sus
antepasados, cuando dijo a Abraham: "En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos
de la tierra".
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26 Ante todo para ustedes Dios resucitó a su Servidor, y lo envió para bendecirlos y para que
cada uno se aparte de sus iniquidades».
CAPÍTULO 4
1 Mientras los Apóstoles hablaban al pueblo, se presentaron ante ellos los sacerdotes, el jefe de
los guardias del Templo y los saduceos,
2 irritados de que predicaran y anunciaran al pueblo la resurrección de los muertos cumplida en
la persona de Jesús.
3 Estos detuvieron a los Apóstoles y los encarcelaron hasta el día siguiente, porque ya era
tarde.
4 Muchos de los que habían escuchado la Palabra abrazaron la fe, y así el número de creyentes,
contando sólo los hombres, se elevó a unos cinco mil.
5 Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes de los judíos, los ancianos y los escribas,
6 con Anás, el Sumo Sacerdote, Caifás, Juan, Alejandro y todos los miembros de las familias de
los sumos sacerdotes.
7 Hicieron comparecer a los Apóstoles y los interrogaron: «¿Con qué poder o en nombre de
quién ustedes hicieron eso?».
8 Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: «Jefes del pueblo y ancianos,
9 ya que hoy se nos pide cuenta del bien que hicimos a un enfermo y de cómo fue curado,
10 sepan ustedes y todo el pueblo de Israel: este hombre está aquí sano delante de ustedes por
el nombre de nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que ustedes crucificaron y Dios resucitó
de entre los muertos.
11 Él es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra
angular.
12 Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos
alcanzar la salvación».
13 Los miembros del Sanedrín estaban asombrados de la seguridad con que Pedro y Juan
hablaban, a pesar de ser personas poco instruidas y sin cultura. Reconocieron que eran los que
habían acompañado a Jesús,
14 pero no podrían replicarles nada, porque el hombre que había sido curado estaba de pie, al
lado de ellos.
15 Entonces les ordenaron salir del Sanedrín y comenzaron a deliberar,
16 diciendo: «¿Qué haremos con estos hombres? Porque no podemos negar que han realizado
un signo bien patente, que es notorio para todos los habitantes de Jerusalén.
17 A fin de evitar que la cosa se divulgue más entre el pueblo, debemos amenazarlos, para que
de ahora en adelante no hablen de ese Nombre».
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18 Los llamaron y les prohibieron terminantemente que dijeran una sola palabra o enseñaran
en el nombre de Jesús.
19 Pedro y Juan les respondieron: «Juzguen si está bien a los ojos del Señor que les
obedezcamos a ustedes antes que a Dios.
20 Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído».
21 Después de amenazarlos nuevamente, los dejaron en libertad, ya que no sabían cómo
castigarlos, por temor al pueblo que alababa a Dios al ver lo que había sucedido.
22 El hombre milagrosamente curado tenía más de cuarenta años.
23 Una vez en libertad, los Apóstoles regresaron adonde estaban sus hermanos, y les contaron
todo lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos.
24 Al oírlos, todos levantaron la voz y oraron a Dios unánimemente: «Señor, tú hiciste el cielo
y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos;
25 tú, por medio del Espíritu Santo, pusiste estas palabras en labios de nuestro padre David, tu
servidor: "¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos?
26 Los reyes de la tierra se rebelaron y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su
Ungido".
27 Porque realmente se aliaron en esta ciudad Herodes y Poncio Pilato con las naciones
paganas y los pueblos de Israel, contra tu santo servidor Jesús, a quien tú has ungido.
28 Así ellos cumplieron todo lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado de antemano.
29 Ahora, Señor, mira sus amenazas, y permite a tus servidores anunciar tu Palabra con toda
libertad:
30 extiende tu mano para que se realicen curaciones, signos y prodigios en el nombre de tu
santo servidor Jesús:.
31 Cuando terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos
del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios.
32 La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus
bienes como propios, sino que todo era común entre ellos.
33 Los Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús y
gozaban de gran estima.
34 Ninguno padecía necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían
35 y ponían el dinero a disposición de los Apóstoles, para que se distribuyera a cada uno según
sus necesidades.
36 Y así José, llamado por los Apóstoles Bernabé –que quiere decir hijo del consuelo– un levita
nacido en Chipre
37 que poseía un campo, lo vendió, y puso el dinero a disposición de los Apóstoles.
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CAPÍTULO 5
1 Un hombre llamado Ananías, junto con su mujer, Safira, vendió una propiedad,
2 y de acuerdo con ella, se guardó parte del dinero y puso el resto a disposición de los
Apóstoles.
3 Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara de ti hasta el punto de
engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del dinero del campo?
4 ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de venderlo, ¿no podías guardarte el
dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No mentiste a los hombres sino a Dios».
5 Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Un gran temor se apoderó de todos los que se
enteraron de lo sucedido.
6 Vinieron unos jóvenes, envolvieron su cuerpo y lo llevaron a enterrar.
7 Unas tres horas más tarde, llegó su mujer, completamente ajena a lo ocurrido.
8 Pedro le preguntó: «¿Es verdad que han vendido el campo en tal suma?». Ella respondió: «Sí,
en esa suma».
9 Pedro le dijo: «¿Por qué se han puesto de acuerdo para tentar así al Espíritu del Señor? Mira
junto a la puerta las pisadas de los que acaban de enterrar a tu marido; ellos también te van a
llevar a ti».
10 En ese mismo momento, ella cayó muerta a sus pies; los jóvenes, al entrar, la encontraron
muerta, la llevaron y la enterraron junto a su marido.
11 Un gran temor se apoderó entonces de toda la Iglesia y de todos los que oyeron contar estas
cosas.
12 Los Apóstoles hacían muchos signos y prodigios en el pueblo. Todos solían congregarse
unidos en un mismo espíritu, bajo el pórtico de Salomón,
13 pero ningún otro se atrevía a unirse al grupo de los Apóstoles, aunque el pueblo hablaba
muy bien de ellos.
14 Aumentaba cada vez más el número de los que creían en el Señor, tanto hombres como
mujeres.
15 Y hasta sacaban a los enfermos a las calles, poniéndolos en catres y camillas, para que
cuando Pedro pasara, por lo menos su sombra cubriera a alguno de ellos.
16 La multitud acudía también de las ciudades vecinas a Jerusalén, trayendo enfermos o
poseídos por espíritus impuros, y todos quedaban curados.
17 Intervino entonces el Sumo Sacerdote con todos sus partidarios, los de la secta de los
saduceos. Llenos de envidia,
18 hicieron arrestar a los Apóstoles y los enviaron a la prisión pública.
19 Pero durante la noche, el Angel del Señor abrió las puertas de la prisión y los hizo salir.
Luego les dijo:
20 «Vayan al Templo y anuncien al pueblo todo lo que se refiere a esta nueva Vida».
61
21 Los Apóstoles, obedecieron la orden, entraron al Templo en las primeras horas del día, y se
pusieron a enseñar. Entre tanto, llegaron el Sumo Sacerdote y sus partidarios, convocaron al
Sanedrín y a todo el Senado del pueblo de Israel, y mandaron a buscarlos a la cárcel.
22 Cuando llegaron los guardias a la prisión, no los encontraron. Entonces volvieron y dijeron:
23 «Encontramos la prisión cuidadosamente cerrada y a los centinelas de guardia junto a las
puertas, pero cuando las abrimos, no había nadie adentro».
24 Al oír esto, el jefe del Templo y los sumos sacerdotes quedaron perplejos y no podían
explicarse qué había sucedido.
25 En ese momento llegó uno, diciendo: «Los hombres que ustedes arrestaron, están en el
Templo y enseñan al pueblo».
26 El jefe de la guardia salió con sus hombres y trajeron a los Apóstoles, pero sin violencia, por
temor a ser apedreados por el pueblo.
27 Los hicieron comparecer ante el Sanedrín, y el Sumo Sacerdote les dijo:
28 «Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y ustedes han
llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese
hombre!».
29 Pedro, junto con los Apóstoles, respondió: «Hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres.
30 El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que ustedes hicieron morir
suspendiéndolo del patíbulo.
31 A él, Dios lo exaltó con su poder, haciéndolo Jefe y Salvador, a fin de conceder a Israel la
conversión y el perdón de los pecados.
32 Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado a
los que le obedecen».
33 Al oír estas palabras, ellos se enfurecieron y querían matarlos.
34 Pero un fariseo, llamado Gamaliel, que era doctor de la Ley, respetado por todo el pueblo,
se levantó en medio del Sanedrín. Después de hacer salir por un momento a los Apóstoles,
35 dijo a los del Sanedrín: «Israelitas, cuídense bien de lo que van a hacer con esos hombres.
36 Hace poco apareció Teudas, que pretendía ser un personaje, y lo siguieron unos
cuatrocientos hombres; sin embargo, lo mataron, sus partidarios se dispersaron, y ya no queda
nada.
37 Después de él, en la época del censo, apareció Judas de Galilea, que también arrastró mucha
gente: igualmente murió, y todos sus partidarios se dispersaron.
38 Por eso, ahora les digo: No se metan con esos hombres y déjenlos en paz, porque si lo que
ellos intentan hacer viene de los hombres, se destruirá por sí mismo,
39 pero si verdaderamente viene de Dios, ustedes no podrán destruirlos y correrán el riesgo de
embarcarse en una lucha contra Dios». Los del Sanedrín siguieron su consejo:
62
40 llamaron a los Apóstoles, y después de hacerlos azotar, les prohibieron hablar en el nombre
de Jesús y los soltaron.
41 Los Apóstoles, por su parte, salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados
dignos de padecer por el nombre de Jesús.
42 Y todos los días, tanto en el Templo como en las casas, no cesaban de enseñar y de
anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús.
CAPÍTULO 6
1 En aquellos días, como el número de discípulos aumentaba, los helenistas comenzaron a
murmurar contra los hebreos porque se desatendían a sus viudas en la distribución diaria de los
alimentos.
2 Entonces los Doce convocaron a todos los discípulos y les dijeron: «No es justo que
descuidemos el ministerio de la Palabra de Dios para ocuparnos de servir las mesas.
3 Es preferible, hermanos, que busquen entre ustedes a siete hombres de buena fama, llenos
del Espíritu Santo y de sabiduría, y nosotros les encargaremos esta tarea.
4 De esa manera, podremos dedicarnos a la oración y al ministerio de la Palabra».
5 La asamblea aprobó esta propuesta y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu
Santo, a Felipe y a Prócoro, a Nicanor y a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de
Antioquía.
6 Los presentaron a los Apóstoles, y estos, después de orar, les impusieron las manos.
7 Así la Palabra de Dios se extendía cada vez más, el número de discípulos aumentaba
considerablemente en Jerusalén y muchos sacerdotes abrazaban la fe.
8 Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo.
9 Algunos miembros de la sinagoga llamada «de los Libertos», como también otros, originarios
de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de la provincia de Asia, se presentaron para discutir con
él.
10 Pero como no encontraban argumentos, frente a la sabiduría y al espíritu que se
manifestaba en su palabra,
11 sobornaron a unos hombres para que dijeran que le habían oído blasfemar contra Moisés y
contra Dios.
12 Así consiguieron excitar al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y llegando de improviso,
lo arrestaron y lo llevaron ante el Sanedrín.
13 Entonces presentaron falsos testigos, que declararon: «Este hombre no hace otra cosa que
hablar contra el Lugar santo y contra la Ley.
14 Nosotros le hemos oído decir que Jesús de Nazaret destruirá este Lugar y cambiará las
costumbres que nos ha transmitido Moisés».
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15 En ese momento, los que estaban sentados en el Sanedrín tenían los ojos clavados en él y
vieron que el rostro de Esteban parecía el de un ángel.
CAPÍTULO 7
1 El Sumo Sacerdote preguntó a Esteban: «¿Es verdad lo que estos dicen?».
2 El respondió: «Hermanos y padres, escuchen: El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre
Abraham, cuando aún estaba en la Mesopotamia, antes de establecerse en Jarán,
3 y le dijo: «Abandona tu tierra natal y la casa de tu padre y ve al país que yo te indicaré».
4 Abraham salió de Caldea para establecerse en Jarán. Después de la muerte de su padre, Dios
le ordenó que se trasladara a este país, donde ustedes ahora están viviendo.
5 El no le dio nada en propiedad, ni siquiera un palmo de tierra, pero prometió darle en
posesión este país, a él, y después de él a sus descendientes, aunque todavía no tenía hijos.
6 Y Dios le anunció que sus descendientes emigrarían a una tierra extranjera, y serían
esclavizados y maltratados durante cuatrocientos años.
7 Pero yo juzgaré al pueblo que los esclavizará –dice el Señor– y después quedarán en libertad
y me tributarán culto en este mismo lugar.
8 Le dio luego la alianza sellada con la circuncisión y así Abraham, cuando nació su hijo Isaac,
lo circuncidó al octavo día; Isaac hizo lo mismo con Jacob, y Jacob con los doce patriarcas.
9 Los patriarcas, movidos por la envidia, vendieron a su hermano José para que fuera llevado a
Egipto. Pero Dios estaba con él
10 y lo salvó en todas sus tribulaciones, le dio sabiduría, y lo hizo grato al Faraón, rey de
Egipto, el cual lo nombró gobernador de su país y lo puso al frente de su casa real.
11 Luego sobrevino una época de hambre y de extrema miseria en toda la tierra de Egipto y de
Canaán, y nuestros padres no tenían qué comer.
12 Jacob, al enterarse de que en Egipto había trigo, decidió enviar allí a nuestros padres. Esta
fue la primera visita.
13 Cuando llegaron por segunda vez, José se dio a conocer a sus hermanos, y el mismo Faraón
se enteró de origen de José.
14 Este mandó llamar a su padre Jacob y a toda su familia, unas setenta y cinco personas.
15 Jacob se radicó entonces en Egipto, y allí murió, lo mismo que nuestros padres.
16 Sus restos fueron trasladados a Siquem y sepultados en la tumba que Abraham Había
comprado por una suma de dinero a los hijos de Emor, que habitaban en Siquem.
17 Al acercarse el tiempo en que debía cumplirse la promesa que Dios había hecho a Abraham,
el pueblo creció y se multiplicó en Egipto,
18 hasta que vino un nuevo rey que no sabía nada acerca de José.
19 Este rey, empleando la astucia contra nuestro pueblo, maltrató a nuestros padres y los
obligó a que abandonaran a sus hijos recién nacidos para que no sobrevivieran.
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20 En ese tiempo nació Moisés, que era muy hermoso delante de Dios. Durante tres meses fue
criado en la casa de su padre,
21 y al ser abandonado, la hija del Faraón lo recogió y lo crió como a su propio hijo.
22 Así Moisés fue iniciado en toda la sabiduría de los egipcios y llegó a ser poderoso en
palabras y obras.
23 Al cumplir cuarenta años, sintió un vivo deseo de visitar a sus hermanos, los israelitas.
24 Y como vio que maltrataban a uno de ellos salió en su defensa, y vengó al oprimido
matando al egipcio.
25 Moisés pensaba que sus hermanos iban a comprender que Dios, por su intermedio, les daría
la salvación. Pero ellos no lo entendieron así.
26 Al día siguiente sorprendió a dos israelitas que se estaban peleando y trató de reconciliarlos,
diciéndoles: «Ustedes son hermanos, ¿por qué se hacen daño?».
27 Pero el que maltrataba a su compañero rechazó a Moisés y le dijo: «¿Quién te ha nombrado
jefe o árbitro nuestro?
28 ¿Acaso piensas matarme como mataste ayer al egipcio?».
29 Al oír esto, Moisés huyó y fue a vivir al país de Madián, donde tuvo dos hijos.
30 Al cabo de cuarenta años se le apareció un ángel en el desierto del monto Sinaí, en la llama
de una zarza ardiente.
31 Moisés quedó maravillado ante tal aparición y, al acercarse para ver mejor, oyó la voy del
Señor que le decía:
32 «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Moisés
atemorizado, no se atrevió a mirar.
33 Entonces el Señor le dijo: «Quítate las sandalias porque estás pisando un lugar sagrado.
34 Yo he visto la opresión de mi Pueblo que está en Egipto, he oído sus gritos de dolor, y por
eso he venido a librarlos. Ahora prepárate, porque he decidido enviarte a Egipto».
35 Y a este Moisés, a quien ellos rechazaron diciendo: ¿Quién te ha nombrado jefe o árbitro
nuestro?, Dios lo envió como jefe y libertador con la ayuda del ángel que se apareció en la
zarza.
36 Él los liberó, obrando milagros y signos en Egipto, en el Mar Rojo y en el desierto, durante
cuarenta años.
37 Y este mismo Moisés dijo a los israelitas: Dios suscitará de entre ustedes un profeta
semejante a mí.
38 Y cuando el pueblo estaba congregado en el desierto, él hizo de intermediario en el monte
Sinaí, entre el ángel que le habló y nuestros padres, y recibió las palabras de vida que luego nos
comunicó.
39 Pero nuestros padres no sólo se negaron a obedecerle, sino que lo rechazaron y, sintiendo
una gran nostalgia por Egipto,
65
40 dijeron a Aarón: «Fabrícanos dioses que vayan al frente de nosotros, porque no sabemos
qué le ha pasado a ese Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto».
41 Entonces, fabricaron un ternero de oro, ofrecieron un sacrificio al ídolo y festejaron la obra
de sus manos.
42 Pero Dios se apartó de ellos y los entregó al culto de los astros, como está escrito en el libro
de los Profetas: "Israelitas, ¿acaso ustedes me ofrecieron víctimas y sacrificios durante los
cuarenta años que estuvieron en el desierto?
43 Por el contrario, llevaron consigo la carpa de Moloc y la estrella del Dios Refán, esos ídolos
que ustedes fabricaron para adorarlos. Por eso yo los deportaré más allá de Babilonia".
44 En el desierto, nuestros padres tenían la Morada del Testimonio. Así lo había dispuesto
Dios, cuando ordenó a Moisés que la hiciera conforme al modelo que había visto.
45 Nuestros padres recibieron como herencia esta Morada y, bajo la guía de Josué, la
introdujeron en el país conquistado a los pueblos que Dios iba expulsando a su paso. Así fue
hasta el tiempo de David.
46 David, que gozó del favor de Dios, le pidió la gracia de construir una Morada para el Dios
de Jacob.
47 Pero fue Salomón el que le edificó una casa,
48 si bien es cierto que el Altísimo no habita en casas hechas por la mano del hombre. Así lo
dice el Profeta:
49 "El cielo es mi trono, y la tierra la tarima de mis pies. ¿Qué casa me edificarán ustedes, dice
el Señor, o donde podrá estar mi lugar de reposo?
50 ¿No fueron acaso mis manos las que hicieron todas las cosas?"
51 ¡Hombres rebeldes, paganos de corazón y cerrados a la verdad! Ustedes siempre resisten al
Espíritu Santo y son iguales a sus padres.
52 ¿Hubo algún profeta a quien ellos no persiguieran? Mataron a los que anunciaban la venida
del Justo, el mismo que acaba de ser traicionado y asesinado por ustedes,
53 los que recibieron la Ley por intermedio de los ángeles y no la cumplieron».
54 Al oír esto, se enfurecieron y rechinaban los dientes contra él.
55 Esteban, lleno del Espíritu Santo y con los ojos fijos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a
Jesús, que estaba de pie a la derecha de Dios.
56 Entonces exclamó: «Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios».
57 Ellos comenzaron a vociferar y, tapándose los oídos, se precipitaron sobre él como un solo
hombre,
58 y arrastrándolo fuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos se quitaron los mantos,
confiándolos a un joven llamado Saulo.
59 Mientras lo apedreaban, Esteban oraba, diciendo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu».
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60 Después, poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: «Señor, no les tengas en cuenta este
pecado». Y al decir esto, expiró.
CAPÍTULO 8
1 Saulo aprobó la muerte de Esteban. Ese mismo día, se desencadenó una violenta persecución
contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de
Judea y Samaría.
2 Unos hombres piadosos enterraron a Esteban y lo lloraron con gran pesar.
3 Saulo, por su parte, perseguía a la Iglesia; iba de casa en casa y arrastraba a hombres y
mujeres, llevándolos a la cárcel.
4 Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Palabra.
5 Felipe descendió a una ciudad de Samaría y allí predicaba a Cristo.
6 Al oírlo y al ver los milagros que hacía, todos recibían unánimemente las palabras de Felipe.
7 Porque los espíritus impuros, dando grandes gritos, salían de muchos que estaban poseídos, y
buen número de paralíticos y lisiados quedaron curados.
8 Y fue grande la alegría de aquella ciudad.
9 Desde hacía un tiempo, vivía en esa ciudad un hombre llamado Simón, el cual con sus artes
mágicas tenía deslumbrados a los samaritanos y pretendía ser un gran personaje.
10 Todos, desde el más pequeño al más grande, lo seguían y decían: «Este hombre es la Fuerza
de Dios, esa que es llamada Grande».
11 Y lo seguían, porque desde hacía tiempo los tenía seducidos con su magia.
12 Pero cuando creyeron a Felipe, que les anunciaba la Buena Noticia del Reino de Dios y el
nombre de Jesucristo, todos, hombres y mujeres, se hicieron bautizar.
13 Simón también creyó y, una vez bautizado, no se separaba de Felipe. Al ver los signos y los
grandes prodigios que se realizaban, él no salía de su asombro.
14 Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que los samaritanos habían recibido
la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.
15 Estos, al llegar, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo.
16 Porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente estaban
bautizados en el nombre del Señor Jesús.
17 Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo.
18 Al ver que por la imposición de las manos de los Apóstoles se confería el Espíritu Santo,
Simón les ofreció dinero,
19 diciéndoles: «Les ruego que me den ese poder a mí también, para que aquel a quien yo
imponga las manos reciba el Espíritu Santo».
20 Pedro le contestó: «Maldito sea tu dinero y tú mismo, Porque has creído que el don de Dios
se compra con dinero.
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21 Tú no tendrás ninguna participación en ese poder, porque tu corazón no es recto a los ojos
de Dios.
22 Arrepiéntete de tu maldad y ora al Señor: quizá él te perdone este mal deseo de tu corazón,
23 porque veo que estás sumido en la amargura de la hiel y envuelto en los lazos de la
iniquidad».
24 Simón respondió: «Rueguen más bien ustedes al Señor, para que no me suceda nada de lo
que acabas de decir».
25 Y los Apóstoles, después de haber dado testimonio y predicado la Palabra del Señor,
mientras regresaban a Jerusalén, anunciaron la Buena Noticia a numerosas aldeas samaritanas.
26 El Ángel del Señor dijo a Felipe: «Levántate y ve hacia el sur, por el camino que baja de
Jerusalén a Gaza: es un camino desierto».
27 Él se levantó y partió. Un eunuco etíope, ministro del tesoro y alto funcionario de Candace,
la reina de Etiopía, había ido en peregrinación a Jerusalén
28 y se volvía, sentado en su carruaje, leyendo al profeta Isaías.
29 El Espíritu Santo dijo a Felipe: «Acércate y camina junto a su carro».
30 Felipe se acercó y, al oír que leía al profeta Isaías, le preguntó: «¿Comprendes lo que estás
leyendo?».
31 El respondió: «¿Cómo lo puedo entender, si nadie me lo explica?». Entonces le pidió a
Felipe que subiera y se sentara junto a él.
32 El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era el siguiente: "Como oveja fue llevado al
matadero; y como cordero que no se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca.
33 En su humillación, le fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que
su vida es arrancada de la tierra?"
34 El etíope preguntó a Felipe: «Dime, por favor, ¿de quién dice esto el Profeta? ¿De sí mismo
o de algún otro?».
35 Entonces Felipe tomó la palabra y, comenzando por este texto de la Escritura, le anunció la
Buena Noticia de Jesús.
36 Siguiendo su camino, llegaron a un lugar donde había agua, y el etíope dijo: «Aquí hay agua,
¿qué me impide ser bautizado?».
37 [Felipe dijo: «Si crees de todo corazón, es posible». «Creo, afirmó, que Jesucristo es el Hijo
de Dios».]
38 Y ordenó que detuvieran el carro; ambos descendieron hasta el agua, y Felipe lo bautizó.
39 Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor, arrebató a Felipe, y el etíope no lo vio más,
pero seguía gozoso su camino.
40 Felipe se encontró en Azoto, y en todas las ciudades por donde pasaba iba anunciando la
Buena Noticia, hasta que llegó a Cesarea.
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CAPÍTULO 9
1 Saulo, que todavía respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó
al Sumo Sacerdote
2 y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de traer encadenados a Jerusalén a los
seguidores del Camino del Señor que encontrara, hombres o mujeres.
3 Y mientras iba caminando, al acercarse a Damasco, una luz que venía del cielo lo envolvió de
improviso con su resplandor.
4 Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
5 El preguntó: «¿Quién eres tú Señor?». «Yo soy Jesús, a quien tú persigues, le respondió la
voz.
6 Ahora levántate, y entra en la ciudad: allí te dirán qué debes hacer».
7 Los que lo acompañaban quedaron sin palabra, porque oían la voz, pero no veían a nadie.
8 Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo tomaron de la
mano y lo llevaron a Damasco.
9 Allí estuvo tres días sin ver, y sin comer ni beber.
10 Vivía entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en una
visión: «¡Ananías!». El respondió: «Aquí estoy, Señor».
11 El Señor le dijo: «Ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a un tal Saulo de
Tarso.
12 Él está orando y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y le
imponía las manos para devolverle la vista».
13 Ananías respondió: «Señor, oí decir a muchos que este hombre hizo un gran daño a tus
santos en Jerusalén.
14 Y ahora está aquí con plenos poderes de los jefes de los sacerdotes para llevar presos a
todos los que invocan tu Nombre».
15 El Señor le respondió: «Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar
mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel.
16 Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre».
17 Ananías fue a la casa, le impuso las manos y le dijo: «Saulo, hermano mío, el Señor Jesús –el
mismo que se te apareció en el camino– me envió a ti para que recobres la vista y quedes lleno
del Espíritu Santo».
18 En ese momento, cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista. Se levantó
y fue bautizado.
19 Después comió algo y recobró sus fuerzas. Saulo permaneció algunos días con los
discípulos que vivían en Damasco,
20 y luego comenzó a predicar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.
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21 Todos los que oían quedaban sorprendidos y decían: «¿No es este aquel mismo que
perseguía en Jerusalén a los que invocan este Nombre, y que vino aquí para llevarlos presos
ante los jefes de los sacerdotes?».
22 Pero Saulo, cada vez con más vigor, confundía a los judíos que vivían en Damasco,
demostrándoles que Jesús es realmente el Mesías.
23 Al cabo de un tiempo, los judíos se pusieron de acuerdo para quitarle la vida,
24 pero Saulo se enteró de lo que tramaban contra él. Y como los judíos vigilaban noche y día
las puertas de la ciudad, para matarlo,
25 sus discípulos lo tomaron durante la noche, y lo descolgaron por el muro, metido en un
canasto.
26 Cuando llegó a Jerusalén, trato de unirse a los discípulos, pero todos le tenían desconfianza
porque no creían que también él fuera un verdadero discípulo.
27 Entonces Bernabé, haciéndose cargo de él, lo llevó hasta donde se encontraban los
Apóstoles, y les contó en qué forma Saulo había visto al Señor en el camino, cómo le había
hablado, y con cuánta valentía había predicado en Damasco en el nombre de Jesús.
28 Desde ese momento, empezó a convivir con los discípulos en Jerusalén y predicaba
decididamente en el nombre del Señor.
29 Hablaba también con los judíos de lengua griega y discutía con ellos, pero estos tramaban su
muerte.
30 Sus hermanos, al enterarse, lo condujeron a Cesarea y de allí lo enviaron a Tarso.
31 La Iglesia, entre tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba consolidando,
vivía en el temor del Señor y crecía en número, asistida por el Espíritu Santo.
32 Pedro, en una gira por todas las ciudades, visitó también a los santos que vivían en Lida.
33 Allí encontró a un paralítico llamado Eneas, que estaba postrado en cama desde hacía ocho
años.
34 Pedro le dijo: «Eneas, Jesucristo te devuelve la salud: levántate, y arregla tú mismo la cama».
Él se levantó en seguida,
35 y al verlo, todos los habitantes de Lida y de la llanura de Sarón se convirtieron al Señor.
36 Entre los discípulos de Jope había una mujer llamada Tabitá, que quiere decir «gacela».
Pasaba su vida haciendo el bien y repartía abundantes limosnas.
37 Pero en esos días se enfermó y murió. Después de haberla lavado, la colocaron en la
habitación de arriba.
38 Como Lida está cerca de Jope, los discípulos, enterados de que Pedro estaba allí, enviaron a
dos hombres para pedirle que acudiera cuanto antes.
39 Pedro salió en seguida con ellos. Apenas llegó, lo llevaron a la habitación de arriba. Todas
las viudas lo rodearon y, llorando, le mostraban las túnicas y los abrigos que les había hecho
Tabitá cuando vivía con ellas.
70
40 Pedro hizo salir a todos afuera, se puso de rodillas y comenzó a orar. Volviéndose luego
hacia el cadáver, dijo: «Tabitá, levántate». Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó.
41 Él la tomó de la mano y la hizo levantar. Llamó entonces a los hermanos y a las viudas, y se
las devolvió con vida.
42 La noticia se extendió por toda la ciudad de Jope, y muchos creyeron en el Señor.
43 Pedro permaneció algún tiempo en Jope, en la casa de un curtidor llamado Simón.
CAPÍTULO 10
1 Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la cohorte itálica.
2 Era un hombre piadoso y temeroso de Dios, lo mismo que toda su familia; hacía abundantes
limosnas al pueblo y oraba a Dios sin cesar.
3 Este hombre tuvo una visión: un día, cerca de las tres de la tarde, vio claramente al Angel de
Dios que entraba en su casa y le decía: «Cornelio».
4 Este lo miró lleno de temor, y le preguntó: «¿Qué quieres de mí, Señor?». El Angel le dijo:
«Tus oraciones y tus limosnas han llegado hasta Dios y él se ha acordado de ti.
5 Envía ahora algunos hombres a Jope en busca de Simón, llamado Pedro,
6 que se hospeda en la casa de un tal Simón, un curtidor que vive a la orilla del mar».
7 En cuanto el Angel se alejó, Cornelio llamó a dos de sus servidores y a un soldado piadoso
de los que estaban a sus órdenes.
8 Después de haberles contado lo sucedido, los envió a Jope.
9 Al día siguiente, mientras estos se acercaban a la ciudad, Pedro, alrededor del mediodía, subió
a la terraza para orar.
10 Como sintió hambre, pidió de comer. Mientras le preparaban la comida, cayó en éxtasis y
tuvo una visión:
11 vio que el cielo se abría y que bajaba a la tierra algo parecido a un gran mantel, sostenido de
sus cuatro puntas.
12 Dentro de él había toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves del cielo.
13 Y oyó una voz que le decía: «Vamos, Pedro, mata y come».
14 Pero Pedro respondió: «De ninguna manera, señor, yo nunca he comido nada manchado ni
impuro».
15 La voz le habló de nuevo, diciendo: «No consideres manchado lo que Dios purificó».
16 Esto se repitió tres veces, y luego, todo fue llevado otra vez al cielo.
17 Mientras Pedro, desconcertado, se preguntaba qué podía significar la visión que acababa de
tener, llegaron los hombres enviados por Cornelio. Estos averiguaron dónde vivía Simón y se
presentaron ante la puerta de la casa.
18 Golpearon y preguntaron si se hospedaba allí Simón, llamado Pedro.
71
19 Como Pedro seguía reflexionando sobre el significado de la visión, el Espíritu Santo le dijo:
«Allí hay tres hombres que te buscan.
20 Baja y no dudes en irte con ellos, porque soy yo quien los he enviado».
21 Pedro bajó y se acercó a ellos, diciendo: «Yo soy el que ustedes buscan. ¿Para qué
vinieron?».
22 Ellos respondieron: «El centurión Cornelio, hombre justo y temeroso de Dios, que goza de
la estima de todos los judíos, recibió de un ángel de Dios la orden de conducirse a su casa para
escuchar tus palabras».
23 Entonces Pedro los hizo pasar y les ofreció hospedaje. Al día siguiente, se puso en camino
con ellos, acompañado por unos hermanos de la ciudad de Jope.
24 Al otro día, llegaron a Cesarea. Cornelio los esperaba, y había reunido a su familia y a sus
amigos íntimos.
25 Cuando Pedro entró, Cornelio fue a su encuentro y se postró a sus pies.
26 Pero Pedro lo hizo levantar, diciéndole: «Levántate, porque yo no soy más que un hombre».
27 Y mientras seguía conversando con él, entró y se encontró con un grupo numeroso de
personas, que estaban reunidas allí.
28 Dirigiéndose a ellas, les dijo: «Ustedes saben que está prohibido a un judío tratar con un
extranjero o visitarlo. Pero Dios acaba de mostrarme que no hay que considerar manchado o
impuro a ningún hombre.
29 Por eso, cuando ustedes me llamaron, vine sin dudar. Y ahora quisiera saber para qué me
llamaron».
30 Cornelio le respondió: «Hace tres días me encontraba orando en mi casa, alrededor de las
tres de la tarde, cuando se me apareció un hombre con vestiduras resplandecientes,
31 y me dijo: «Cornelio, tu oración ha sido escuchada y Dios se ha acordado de tus limosnas.
32 Manda a buscar a Simón, llamado Pedro, que está en Jope, a la orilla del mar, en la casa de
Simón el curtidor».
33 En seguida te mandé a buscar y has hecho bien en venir. Ahora estamos reunidos delante
de Dios, para escuchar lo que el Señor te ha mandado decirnos».
34 Entonces Pedro, tomando la palabra, dijo: «Verdaderamente, comprendo que Dios no hace
acepción de personas,
35 y que en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a él.
36 Él envió su Palabra al pueblo de Israel, anunciándoles la Buena Noticia de la paz por medio
de Jesucristo, que es el Señor de todos.
37 Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del
bautismo que predicaba Juan:
72
38 cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó
haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios
estaba con él.
39 Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos
mataron, suspendiéndolo de un patíbulo.
40 Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara,
41 no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que
comimos y bebimos con él, después de su resurrección.
42 Y nos envió a predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos
y muertos.
43 Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el
perdón de los pecados, en virtud de su Nombre».
44 Mientras Pedro estaba hablando, el Espíritu Santo descendió sobre todos los que
escuchaban la Palabra.
45 Los fieles de origen judío que habían venido con Pedro quedaron maravillados al ver que el
Espíritu Santo era derramado también sobre los paganos.
46 En efecto, los oían hablar diversas lenguas y proclamar la grandeza de Dios. Pedro dijo:
47 «¿Acaso se puede negar el agua del bautismo a los que recibieron el Espíritu Santo como
nosotros?».
48 Y ordenó que fueran bautizados en el nombre del Señor Jesucristo. Entonces le rogaron
que se quedara con ellos algunos días.
CAPÍTULO 11
1 Los Apóstoles y los hermanos de Judea se enteraron de que también los paganos habían
recibido la Palabra de Dios.
2 Y cuando Pedro regresó a Jerusalén, los creyentes de origen judío lo interpelaron,
3 diciéndole: «¿Cómo entraste en la casa de gente no judía y comiste con ellos?».
4 Pedro comenzó a contarles detalladamente lo que había sucedido:
5 «Yo estaba orando en la ciudad de Jope, cuando caí en éxtasis y tuvo una visión. Vi que
bajaba del cielo algo parecido a un gran mantel, sostenido de sus cuatro puntas, que vino hasta
mí.
6 Lo miré atentamente y vi que había en él cuadrúpedos, animales salvajes, reptiles y aves.
7 Y oí una voz que me dijo: «Vamos, Pedro, mata y come».
8 «De ninguna manera, Señor, respondí, yo nunca he comido nada manchado ni impuro».
9 Por segunda voz, oí la voz del cielo que me dijo: «No consideres manchado lo que Dios
purificó».
10 Esto se repitió tres veces, y luego, todo fue llevado otra vez al cielo.
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11 En ese momento, se presentaron en la casa donde estábamos tres hombres que habían sido
enviados desde Cesarea para buscarme.
12 El Espíritu Santo me ordenó: que fuera con ellos sin dudar. Me acompañaron también los
seis hermanos aquí presentes y llegamos a la casa de aquel hombre.
13 Este nos contó en qué forma se le había aparecido un ángel, diciéndole: «Envía a alguien a
Jope, a buscar a Simón, llamado Pedro.
14 El te anunciará un mensaje de salvación para ti y para toda tu familia».
15 Apenas comencé a hablar, el Espíritu Santo descendió sobre ellos, como lo hizo al principio
sobre nosotros.
16 Me acordé entonces de la palabra del Señor: «Juan bautizó con agua, pero ustedes serán
bautizados en el Espíritu Santo».
17 Por lo tanto, si Dios les dio a ellos la misma gracia que a nosotros, por haber creído en el
Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?».
18 Después de escuchar estas palabras se tranquilizaron y alabaron a Dios, diciendo: «También
a los paganos ha concedido Dios el don de la conversión que conduce a la Vida».
19 Mientras tanto, los que se habían dispersado durante la persecución que se desató a causa de
Esteban, llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, y anunciaban la Palabra únicamente a los
judíos.
20 Sin embargo, había entre ellos algunos hombres originarios de Chipre y de Cirene que, al
llegar a Antioquía, también anunciaron a los paganos la Buena Noticia del Señor Jesús.
21 La mano del Señor los acompañaba y muchos creyeron y se convirtieron.
22 Al enterarse de esto, la Iglesia de Jerusalén envió a Bernabé a Antioquía.
23 Cuando llegó y vio la gracia que Dios les había concedido, él se alegró mucho y exhortaba a
todos a permanecer fieles al Señor con un corazón firme.
24 Bernabé era un hombre bondadoso, lleno de Espíritu Santo y de mucha fe. Y una multitud
adhirió al Señor.
25 Entonces partió hacia Tarso en busca de Saulo,
26 y cuando lo encontró, lo llevó a Antioquía. Ambos vivieron todo un año en esa Iglesia y
enseñaron a mucha gente. Y fue en Antioquía, donde por primera vez los discípulos recibieron
el nombre de «cristianos».
27 En esos días, unos profetas llegaron de Jerusalén a Antioquía.
28 Uno de ellos, llamado Agabo, movido por el Espíritu, se levantó y anunció que el hambre
asolaría toda la tierra. Esto ocurrió bajo el reinado de Claudio.
29 Los discípulos se decidieron a enviar una ayuda a los hermanos de Judea, cada uno según
sus posibilidades.
30 Y así lo hicieron, remitiendo las limosnas a los presbíteros por intermedio de Bernabé y de
Saulo.
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CAPÍTULO 12
1 Por aquel entonces, el rey Herodes hizo arrestar a algunos miembros de la Iglesia para
maltratarlos.
2 Mandó ejecutar a Santiago, hermano de Juan,
3 y al ver que esto agradaba a los judíos, también hizo arrestar a Pedro. Eran los días de «los
panes Acimos».
4 Después de arrestarlo, lo hizo encarcelar, poniéndolo bajo la custodia de cuatro relevos de
guardia, de cuatro soldados cada uno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo
después de la Pascua.
5 Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él.
6 La noche anterior al día en que Herodes pensaba hacerlo comparecer, Pedro dormía entre
los soldados, atado con dos cadenas, y los otros centinelas vigilaban la puerta de la prisión.
7 De pronto, apareció el Angel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El Angel
sacudió a Pedro y lo hizo levantar, diciéndole: «¡Levántate rápido!». Entonces las cadenas se le
cayeron de las manos.
8 El Angel le dijo: «Tienes que ponerte el cinturón y las sandalias» y Pedro lo hizo. Después de
dijo: «Cúbrete con el manto y sígueme».
9 Pedro salió y lo seguía; no se daba cuenta de que era cierto lo que estaba sucediendo por
intervención del Angel, sino que creía tener una visión.
10 Pasaron así el primero y el segundo puesto de guardia, y llegaron a la puerta de hierro que
daba a la ciudad. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron y anduvieron hasta el
extremo de una calle, y en seguida el Angel se alejó de él.
11 Pedro, volviendo en sí, dijo: «Ahora sé que realmente el Señor envió a su Angel y me libró
de las manos de Herodes y de todo cuanto esperaba el pueblo judío».
12 Y al advertir lo que le había sucedido, se dirigió a la casa de María, la madre de Juan,
llamado Marcos, donde un grupo numeroso se hallaba reunido en oración.
13 Cuando golpeó a la puerta de calle, acudió una sirvienta llamada Rosa;
14 esta, al reconocer su voz, se alegró tanto, que en lugar de abrir, entró corriendo a anunciar
que Pedro estaba en la puerta.
15 «Estás loca», le respondieron. Pero ella insistía que era verdad. Ellos le dijeron: «Será su
ángel».
16 Mientras tanto, Pedro seguía llamando. Cuando abrieron y vieron que era él, no salían de su
asombro.
17 Pedro le hizo señas con la mano para que se callaran, y les relató cómo el Señor lo había
sacado de la cárcel, añadiendo: «Hagan saber esto a Santiago y a los hermanos». Y saliendo de
allí, se fue a otro lugar.
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18 Cuando amaneció, se produjo un gran alboroto entre los soldados, porque no podían
explicarse qué había pasado con Pedro.
19 Herodes lo hizo buscar, pero como no lo encontraron, después de haber interrogado a los
guardias, dio orden de ejecutarlos. Luego descendió de Judea a Cesarea, y permaneció allí.
20 Herodes estaba en grave conflicto con los habitantes de Tiro y Sidón. Estos se pusieron de
acuerdo para ir a verlo, y después de haberse conquistado a Blasto, el camarero del rey,
solicitaron la reconciliación, ya que importaban sus víveres del territorio del rey.
21 El día fijado, Herodes se sentó en su trono con la vestidura real y les dirigió la palabra.
22 El pueblo comenzó a gritar: «¡Es un dios el que habla, no un hombre!».
23 Pero en ese mismo instante, el Angel del Señor lo hirió, por no haber dado gloria a Dios, y
Herodes murió carcomido por los gusanos.
24 Mientras tanto, la Palabra de Dios se difundía incesantemente.
25 Bernabé y Saulo, una vez cumplida su misión, volvieron de Jerusalén a Antioquía, llevando
consigo a Juan, llamado Marcos.
CAPÍTULO 13
1 En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores, entre los cuales estaban Bernabé y
Simeón, llamado el Negro, Lucio de Cirene, Manahén, amigo de infancia del tetrarca Herodes,
y Saulo.
2 Un día, mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo:
«Resérvenme a Saulo y a Bernabé para la obra a la cual los he llamado».
3 Ellos, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron.
4 Saulo y Bernabé, enviados por el Espíritu Santo, fueron a Seleucia y de allí se embarcaron
para Chipre.
5 Al llegar a Salamina anunciaron la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos, y Juan
colaboraba con ellos.
6 Recorrieron toda la isla y llegaron hasta Pafos, donde encontraron a un mago judío llamado
Barjesús, que se hacía pasar por profeta
7 y estaba vinculado al procónsul Sergio Pablo, hombre de gran prudencia. Este hizo llamar a
Bernabé y a Saulo, porque deseaba escuchar la Palabra de Dios.
8 Pero los discípulos chocaron con la oposición de Barjesús –llamado Elimas, que significa
mago– el cual quería impedir que el procónsul abrazara la fe.
9 Saulo, llamado también Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavó los ojos en él,
10 y le dijo: «Hombre falso y lleno de maldad, hijo del demonio, enemigo de la justicia,
¿cuándo dejarás de torcer los rectos caminos del Señor?
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11 Ahora la mano del Señor va a caer sobre ti: quedarás ciego y privado por un tiempo de la
luz del sol». En ese mismo momento, se vio envuelto en oscuridad y tinieblas, y andaba a
tientas buscando a alguien que le tendiera la mano.
12 Al ver lo que había sucedido, el procónsul, profundamente impresionado por la doctrina del
Señor, abrazó la fe.
13 Desde Pafos, donde se embarcaron, Pablo y sus compañeros llegaron a Perge de Panfilia.
Juan se separó y volvió a Jerusalén,
14 pero ellos continuaron su viaje, y de Perge fueron a Antioquía de Pisidia. El sábado
entraron en la sinagoga y se sentaron.
15 Después de la lectura de la Ley y de los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a
decir: «Hermanos, si tienen que dirigir al pueblo alguna exhortación, pueden hablar».
16 Entonces Pablo se levantó y, pidiendo silencio con un gesto, dijo: «Escúchenme, israelitas y
todos los que temen a Dios.
17 El Dios de Este Pueblo, el Dios de Israel, eligió a nuestros padres y los convirtió en un gran
Pueblo, cuando todavía vivían como extranjeros en Egipto. Luego, con el poder de su brazo,
los hizo salir de allí
18 y los cuidó durante cuarenta años en el desierto.
19 Después, en el país de Canaán, destruyó a siete naciones y les dio en posesión sus tierras,
20 al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. A continuación, les dio Jueces hasta el
profeta Samuel.
21 Pero ellos pidieron un rey y Dios les dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, por
espacio de cuarenta años.
22 Y cuando Dios desechó a Saúl, les suscitó como rey a David, de quien dio este testimonio:
He encontrado en David, el hijo de Jesé, a un hombre conforme a mi corazón que cumplirá
siempre mi voluntad.
23 De la descendencia de David, como lo había prometido, Dios hizo surgir para Israel un
Salvador, que es Jesús.
24 Como preparación a su venida, Juan había predicado un bautismo de penitencia a todo el
pueblo de Israel.
25 Y al final de su carrera, Juan decía: «Yo no soy el que ustedes creen, pero sepan que después
de mí viene aquel a quien yo no soy digno de desatar las sandalias».
26 Hermanos, este mensaje de salvación está dirigido a ustedes: los descendientes de Abraham
y los que temen a Dios.
27 En efecto, la gente de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Jesús, ni entendieron las
palabras de los profetas que se leen cada sábado, pero las cumplieron sin saberlo, condenado a
Jesús.
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28 Aunque no encontraron nada en él que mereciera la muerte, pidieron a Pilato que lo
condenara.
29 Después de cumplir todo lo que estaba escrito de él, lo bajaron del patíbulo y lo pusieron en
el sepulcro.
30 Pero Dios lo resucitó de entre los muertos
31 y durante un tiempo se apareció a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los
mismos que ahora son sus testigos delante del pueblo.
32 Y nosotros les anunciamos a ustedes esta Buena Noticia: la promesa que Dios hizo a
nuestros padres,
33 fue cumplida por él en favor de sus hijos, que somos nosotros, resucitando a Jesús, como
está escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy.
34 Que Dios lo ha resucitado de entre los muertos y que no habrá de someterse a la
corrupción, es lo que el mismo Dios ha declarado diciendo: Cumpliré las santas promesas
hechas a David, aquellas que no pueden fallar.
35 Por eso también dice en otro pasaje: No permitirás que tu Santo sufra la corrupción.
36 Sin embargo David, después de haber cumplido la voluntad de Dios en su tiempo, murió,
fue a reunirse con sus padres y sufrió la corrupción.
37 Pero aquel a quien Dios resucitó no sufrió la corrupción.
38 Ustedes deben saber que la remisión de los pecados les ha sido anunciada por él. Y la
justificación que ustedes no podían alcanzar por la Ley de Moisés, gracias a él,
39 la alcanza todo el que cree.
40 Tengan cuidado de que no les suceda lo que dijeron los profetas:
41 "¡Ustedes, los que desprecian, llénense de estupor y ocúltense! Porque en estos días voy a
realizar algo, que si alguien lo contara no lo podrían creer"».
42 A la salida, les pidieron que retomaran el mismo tema el sábado siguiente.
43 Cuando se disolvió la asamblea, muchos judíos y prosélitos que adoraban a Dios siguieron a
Pablo y a Bernabé. Estos conversaban con ellos, exhortándolos a permanecer fieles a la gracia
de Dios.
44 Casi toda la ciudad se reunió el sábado siguiente para escuchar la Palabra de Dios.
45 Al ver esa multitud, los judíos se llenaron de envidia y con injurias contradecían las palabras
de Pablo.
46 Entonces Pablo y Bernabé, con gran firmeza, dijeron: «A ustedes debíamos anunciar en
primer lugar la Palabra de Dios, pero ya que la rechazan y no se consideran dignos de la Vida
eterna, nos dirigimos ahora a los paganos.
47 Así nos ha ordenado el Señor: "Yo te he establecido para ser la luz de las naciones, para
llevar la salvación hasta los confines de la tierra"».
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48 Al oír esto, los paganos, llenos de alegría, alabaron la Palabra de Dios, y todos los que
estaban destinados a la vida eterna abrazaron la fe.
49 Así la Palabra del Señor se iba extendiendo por toda la región.
50 Pero los judíos instigaron a unas mujeres piadosas que pertenecían a la aristocracia y a los
principales de la ciudad, provocando una persecución contra Pablo y Bernabé, y los echaron de
su territorio.
51 Estos, sacudiendo el polvo de sus pies en señal de protesta contra ellos, se dirigieron a
Iconio.
52 Los discípulos, por su parte, quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo.
CAPÍTULO 14
1 En Iconio, Pablo y Bernabé entraron en la sinagoga de los judíos, como lo hacían
habitualmente, y predicaron de tal manera que un gran número de judíos y paganos abrazaron
la fe.
2 Pero los judíos que no creyeron, incitaron a los paganos y los indispusieron en contra de los
hermanos.
3 A pesar de todo, Pablo y Bernabé prolongaron su estadía y hablaban con toda libertad,
confiados en el Señor que confirmaba el mensaje de su gracia, dándoles el poder de realizar
signos y prodigios.
4 Los habitantes de la ciudad se dividieron en dos bandos, uno en favor de los judíos y otro en
favor de los Apóstoles.
5 Pero como los paganos y los judíos, dirigidos por sus jefes, intentaron maltratar y apedrear a
los Apóstoles,
6 estos, al enterarse, huyeron a Listra y a Derbe, ciudades de Licaonia, y a sus alrededores;
7 y allí anunciaron la Buena Noticia.
8 Había en Listra un hombre que tenía las piernas paralizadas. Como era tullido de nacimiento,
nunca había podido caminar,
9 y sentado, escuchaba hablar a Pablo. Este mirándolo fijamente, vio que tenía la fe necesaria
para ser curado,
10 y le dijo en voz alta: «Levántate, y permanece erguido sobre tus pies». Él se levantó de un
salto y comenzó a caminar.
11 Al ver lo que Pablo acababa de hacer, la multitud comenzó a gritar en dialecto licaonio:
«Los dioses han descendido hasta nosotros en forma humana,
12 y daban a Bernabé el nombre de Júpiter, y a Pablo el de Mercurio porque era el que llevaba
la palabra.
13 El sacerdote del templo de Júpiter que estaba a la entrada de la ciudad, trajo al atrio unos
toros adornados de guirnaldas y, junto con la multitud, se disponía a sacrificarlos.
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14 Cuando Pablo y Bernabé se enteraron de esto, rasgaron sus vestiduras y se precipitaron en
medio de la muchedumbre, gritando:
15 «Amigos, ¿qué están haciendo? Nosotros somos seres humanos como ustedes, y hemos
venido a anunciarles que deben abandonar esos ídolos para convertirse al Dios viviente que
hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos.
16 En los tiempos pasados, él permitió que las naciones siguieran sus propios caminos.
17 Sin embargo, nunca dejó de dar testimonio de sí mismo, prodigando sus beneficios,
enviando desde el cielo lluvias y estaciones fecundas, dando el alimento y llenando de alegría
los corazones».
18 Pero a pesar de todo lo que dijeron, les costó mucho impedir que la multitud les ofreciera
un sacrificio
19 Vinieron de Antioquía y de Iconio algunos judíos que lograron convencer a la multitud.
Entonces apedrearon a Pablo y, creyéndolo muerto, lo arrastraron fuera de la ciudad.
20 Pero él se levantó y, rodeado de sus discípulos, regresó a la ciudad. Al día siguiente, partió
con Bernabé rumbo a Derbe.
21 Después de haber evangelizado esta ciudad y haber hechos numerosos discípulos, volvieron
a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia.
22 Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es
necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.
23 En cada comunidad establecieron presbíteros, y con oración y ayuno, los encomendaron al
Señor en el que habían creído.
24 Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia.
25 Luego anunciaron la Palabra en Perge y descendieron a Atalía.
26 Allí se embarcaron para Antioquía, donde habían sido encomendados a la gracia de Dios
para realizar la misión que acababa de cumplir.
27 A su llegada, convocaron a los miembros de la Iglesia y les contaron todo lo que Dios había
hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos.
28 Después permanecieron largo tiempo con los discípulos.
CAPÍTULO 15
1 Algunas personas venidas de Judea enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar
según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse.
2 A raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente con ellos, y
por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a Jerusalén para tratar esta
cuestión con los Apóstoles y los presbíteros.
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3 Los que habían sido enviados por la Iglesia partieron y atravesaron Fenicia y Samaría,
contando detalladamente la conversión de los paganos. Esto causó una gran alegría a todos los
hermanos.
4 Cuando llegaron a Jerusalén, fueron bien recibidos por la Iglesia, por los Apóstoles y los
presbíteros, y relataron todo lo que Dios había hecho con ellos.
5 Pero se levantaron algunos miembros de la secta de los fariseos que habían abrazado la fe, y
dijeron que era necesario circuncidar a los paganos convertidos y obligarlos a observar la Ley
de Moisés.
6 Los Apóstoles y los presbíteros se reunieron para deliberar sobre este asunto.
7 Al cabo de una prolongada discusión, Pedro se levantó y dijo: «Hermanos, ustedes saben que
Dios, desde los primeros días, me eligió entre todos ustedes para anunciar a los paganos la
Palabra del Evangelio, a fin de que ellos abracen la fe.
8 Y Dios, que conoce los corazones, dio testimonio en favor de ellos, enviándoles el Espíritu
Santo, lo mismo que a nosotros.
9 El no hizo ninguna distinción entre ellos y nosotros, y los purificó por medio de la fe.
10 ¿Por qué ahora ustedes tientan a Dios, pretendiendo imponer a los discípulos un yugo que
ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar?
11 Por el contrario, creemos que tanto ellos como nosotros somos salvados por la gracia del
Señor Jesús».
12 Después, toda la asamblea hizo silencio para oír a Bernabé y a Pablo, que comenzaron a
relatar los signos y prodigios que Dios había realizado entre los paganos por intermedio de
ellos.
13 Cuando dejaron de hablar, Santiago tomó la palabra, diciendo: «Hermano, les ruego que me
escuchen:
14 Simón les ha expuesto cómo Dios dispuso desde el principio elegir entre las naciones
paganas, un Pueblo consagrado a su Nombre.
15 Con esto concuerdan las palabras de los profetas que dicen:
16 "Después de esto, yo volveré y levantaré la choza derruida de David; restauraré sus ruinas y
la reconstruiré,
17 para que el resto de los hombres busque al Señor, lo mismo que todas las naciones que
llevan mi Nombre. Así dice el Señor, que da
18 a conocer estas cosas desde la eternidad".
19 Por eso considero que no se debe inquietar a los paganos que se convierten a Dios,
20 sino que solamente se les debe escribir, pidiéndoles que se abstengan de lo que está
contaminado por los ídolos, de las uniones ilegales, de la carne de animales muertos sin
desangrar y de la sangre.
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21 Desde hace muchísimo tiempo, en efecto, Moisés tiene en cada ciudad sus predicadores que
leen la Ley en la sinagoga todos los sábados».
22 Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de
ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado Barsabás, y a
Silas, hombres eminentes entre los hermanos
23 y les encomendaron llevar la siguiente carta: «Los Apóstoles y los presbíteros saludamos
fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia.
24 Habiéndonos enterado de que algunos de los nuestros, sin mandato de nuestra parte, han
sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto,
25 hemos decidido de común acuerdo elegir a unos delegados y enviárselos junto con nuestros
queridos Bernabé y Pablo,
26 los cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo.
27 Por eso les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo
mensaje.
28 El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más
que las indispensables, a saber:
29 que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales
muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós».
30 Los delegados, después de ser despedidos, descendieron a Antioquía donde convocaron a la
asamblea y le entregaron la carta.
31 Esta fue leída y todos se alegraron por el aliento que les daba.
32 Judas y Silas, que eran profetas, exhortaron a sus hermanos y los confirmaron, hablándoles
largamente.
33 Al cabo de un tiempo, los hermanos los enviaron nuevamente a la comunidad que los había
elegido, despidiéndolos en paz.
34 [Como Silas creyó que debía quedarse, Judas partió solo.]
35 Pablo y Bernabé permanecieron en Antioquía, enseñando y anunciando la Buena Noticia de
la Palabra del Señor, junto con muchos otros.
36 Algún tiempo después, Pablo dijo a Bernabé: «Volvamos a visitar a los hermanos que están
en las ciudades donde ya hemos anunciado la palabra del Señor, para ver cómo se encuentran».
37 Bernabé quería llevar consigo también a Juan, llamado Marcos.
38 Pero Pablo consideraba que no debía llevar a quien los había abandonado cuando estaban
en Panfilia y no había trabajado con ellos.
39 La discusión fue tan viva que terminaron por separarse; Bernabé, llevando consigo a
Marcos, se embarcó rumbo a Chipre.
40 Pablo, por su parte, eligió por compañero a Silas y partió, encomendado por sus hermanos
a la gracia del Señor.
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41 Así atravesó la Siria y la Cilicia, confirmando a las comunidades.
CAPÍTULO 16
1 Pablo llegó luego a Derbe y más tarde a Listra, donde había un discípulo llamado Timoteo,
hijo de una judía convertida a la fe y de padre pagano.
2 Timoteo gozaba de buena fama entre los hermanos de Listra y de Iconio.
3 Pablo quería llevarlo consigo, y por eso lo hizo circuncidar en consideración a los judíos que
había allí, ya que todo el mundo sabía que su padre era pagano.
4 Por las ciudades donde pasaban, transmitían las decisiones tomadas en Jerusalén por los
Apóstoles y los presbíteros, recomendando que las observaran.
5 Así, las Iglesias se consolidaban en la fe, y su número crecía día tras día.
6 Como el Espíritu Santo les había impedido anunciar la Palabra en la provincia de Asia,
atravesaron Frigia y la región de Galacia.
7 Cuando llegaron a los límites de Misia, trataron de entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús
no se lo permitió.
8 Pasaron entonces por Misia y descendieron a Tróade.
9 Durante la noche, Pablo tuvo una visión. Vio a un macedonio de pie, que le rogaba: «Ven
hasta Macedonia y ayúdanos».
10 Apenas tuvo esa visión, tratamos de partir para Macedonia, convencidos de que Dios nos
llamaba para que la evangelizáramos.
11 Nos embarcamos en Tróade y fuimos derecho a Samotracia, y al día siguiente a Neápolis.
12 De allí fuimos a Filipos, ciudad importante de esta región de Macedonia y colonia romana.
Pasamos algunos días en esta ciudad,
13 y el sábado nos dirigimos a las afueras de la misma, a un lugar que estaba a orillas del río,
donde se acostumbraba a hacer oración. Nos sentamos y dirigimos la palabra a las mujeres que
se habían reunido allí.
14 Había entre ellas una, llamada Lidia, negociante en púrpura, de la ciudad de Tiatira, que
adoraba a Dios. El Señor le tocó el corazón para que aceptara las palabras de Pablo.
15 Después de bautizarse, junto con su familia, nos pidió: «Si ustedes consideran que he creído
verdaderamente en el Señor, vengan a alojarse en mi casa»; y nos obligó a hacerlo.
16 Un día, mientras nos dirigíamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una muchacha
poseída de un espíritu de adivinación, que daba mucha ganancia a sus patrones adivinando la
suerte.
17 Ella comenzó a seguirnos, a Pablo y a nosotros, gritando: «Esos hombres son los servidores
del Dios Altísimo, que les anuncian a ustedes el camino de la salvación».
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18 Así lo hizo durante varios días, hasta que al fin Pablo se cansó y, dándose vuelta, dijo al
espíritu: «Yo te ordeno en nombre de Jesucristo que salgas de esta mujer», y en ese mismo
momento el espíritu salió de ella.
19 Pero sus patrones, viendo desvanecerse las esperanzas y de lucro, se apoderaron de Pablo y
de Silas, los arrastraron hasta la plaza pública ante las autoridades,
20 y llevándolos delante de los magistrados, dijeron: «Esta gente está sembrando la confusión
en nuestra ciudad. Son unos judíos
21 que predican ciertas costumbres que nosotros, los romanos, no podemos admitir ni
practicar».
22 La multitud se amotinó en contra de ellos, y los magistrados les hicieron arrancar la ropa y
ordenaron que los azotaran.
23 Después de haberlos golpeado despiadadamente, los encerraron en la prisión, ordenando al
carcelero que los vigilara con mucho cuidado.
24 Habiendo recibido esta orden, el carcelero los encerró en una celda interior y les sujetó los
pies en el cepo.
25 Cerca de la medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban alabanzas de Dios, mientras los
otros prisioneros los escuchaban.
26 De pronto, la tierra comenzó a temblar tan violentamente que se conmovieron los
cimientos de la cárcel, y en un instante, todas las puertas se abrieron y las cadenas de los
prisioneros se soltaron.
27 El carcelero se despertó sobresaltado y, al ver abiertas las puertas de la prisión, desenvainó
su espada con la intención de matarse, creyendo que los prisioneros se habían escapado.
28 Pero Pablo le gritó: «No te hagas ningún mal, estamos todos aquí».
29 El carcelero pidió unas antorchas, entró precipitadamente en la celda y, temblando, se echó
a los pies de Pablo y de Silas.
30 Luego los hizo salir y les preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para alcanzar la salvación?».
31 Ellos le respondieron: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás, tú y toda tu familia».
32 En seguida le anunciaron la Palabra del Señor, a él y a todos los de su casa.
33 A esa misma hora de la noche, el carcelero los atendió y curó sus llagas. Inmediatamente
después, fue bautizado junto con toda su familia.
34 Luego los hizo subir a su casa y preparó la mesa para festejar con los suyos la alegría de
haber creído en Dios.
35 Cuando amaneció, los magistrados enviaron a los inspectores para que dijeran al carcelero:
«Deja en libertad a esos hombres».
36 El carcelero comunicó entonces a Pablo» «Los magistrados me mandan decir que los deje
en libertad; por lo tanto, salgan y vayan en paz».
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37 Pero Pablo respondió a los inspectores: «Ellos nos hicieron azotar públicamente sin juicio
previo, a nosotros que somos ciudadanos romanos, y nos pusieron en la cárcel. ¡Y ahora nos
quieren hacer salir a escondidas! ¡De ninguna manera! Que vengan ellos en persona a dejarnos
en libertad».
38 Los inspectores repitieron estas palabras a los magistrados; estos, al enterarse de que eran
ciudadanos romanos, se asustaron
39 y fueron a tratar amigablemente con ellos. Luego los pusieron en libertad y los invitaron a
alejarse de la ciudad.
40 Cuando salieron de la prisión, Pablo y Silas fueron a la casa de Lidia, donde volvieron a ver
a los hermanos y los exhortaron. Después partieron.
CAPÍTULO 17
1 Atravesaron Anfípolis y Apolonia, y llegaron a Tesalónica, donde los judíos tenían una
sinagoga.
2 Pablo, como de costumbre, se dirigió a ellos y discutió durante tres sábados, basándose en la
Escritura.
3 Explicaba los textos y demostraba que el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos.
«Y el Mesías, afirmaba, es este Jesús que yo les anuncio».
4 Algunos se convencieron y se unieron al grupo de Pablo y de Silas, lo mismo que un gran
número de adoradores de Dios, de paganos y no pocas mujeres influyentes.
5 Llenos de envidia, los judíos reunieron un grupo de gente de la calle y promovieron un
alboroto, sembrando la agitación en la ciudad. Entonces se presentaron delante de la casa de
Jasón en busca de Pablo y de Silas, para conducirlos ante la asamblea del pueblo.
6 Como no los encontraron, arrastraron a Jasón y a algunos hermanos ante los magistrados de
la ciudad, gritando: «Esos que han revolucionado todo el mundo, han venido también aquí
7 y Jasón los ha recibido en su casa. Toda esta gente contraviene los edictos del Emperador,
pretendiendo que hay otro rey, llamado Jesús».
8 Estos gritos impresionaron mucho a la multitud y a los magistrados,
9 y solamente después de haber exigido una fianza de parte de Jasón y de los otros, los
pusieron en libertad.
10 Esa misma noche, los hermanos hicieron partir a Pablo y a Silas hacia Berea. En cuanto
llegaron, se dirigieron a la sinagoga de los judíos.
11 Como estos eran mejores que los de Tesalónica, acogieron la Palabra con sumo interés, y
examinaban todos los días las Escrituras para verificar la exactitud de lo que oían.
12 Muchos de ellos abrazaron la fe, lo mismo que algunos paganos, entre los cuales había
mujeres de la aristocracia y un buen número de hombres.
13 Pero, cuando los judíos de Tesalónica se enteraron de que Pablo había anunciado la Palabra
de Dios también en Berea, fueron allí a perturbar a la multitud sembrando la agitación.
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14 Entonces los hermanos hicieron partir inmediatamente a Pablo en dirección al mar; Silas y
Timoteo, en cambio, permanecieron allí.
15 Los que acompañaban a Pablo lo condujeron hasta Atenas, y luego volvieron con la orden
de que Silas y Timoteo se reunieran con él lo más pronto posible.
16 Mientras los esperaba en Atenas, Pablo sentía que la indignación se apoderaba de él, al
contemplar la ciudad llena de ídolos.
17 Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios, y también lo hacía
diariamente en la plaza pública con los que pasaban por allí.
18 Incluso, algunos filósofos epicúreos y estoicos dialogaban con él. Algunos comentaban:
«¿Qué estará diciendo este charlatán?», y otros: «Parece ser un predicador de divinidades
extranjeras», porque Pablo anunciaba a Jesús y la resurrección.
19 Entonces lo llevaron con ellos al Areópago y le dijeron: «¿Podríamos saber en qué consiste
la nueva doctrina que tú enseñas?
20 Las cosas que nos predicas nos parecen extrañas y quisiéramos saber qué significan».
21 Porque todos los atenienses y los extranjeros que residían allí, no tenían otro pasatiempo
que el de transmitir o escuchar la última novedad.
22 Pablo, de pie, en medio del Aréopago, dijo: Atenienses, veo que ustedes son, desde todo
punto de vista, los más religiosos de todos los hombres.
23 En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen,
encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Ahora, yo
vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer.
24 El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por
manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra.
25 Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que
él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.
26 El hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la
tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras,
27 para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en
realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros.
28 En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos
poetas de ustedes: «Nosotros somos también de su raza».
29 Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al
oro, la plata o la piedra, trabajados por el arte y el genio del hombre.
30 Pero ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia,
manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan.
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31 Porque él ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un
Hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los
muertos».
32 Al oír las palabras «resurrección de los muertos», unos se burlaban y otros decían: «Otro día
te oiremos hablar sobre esto».
33 Así fue cómo Pablo se alejó de ellos.
34 Sin embargo, algunos lo siguieron y abrazaron la fe. Entre ellos, estaban Dionisio el
Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos otros.
CAPÍTULO 18
1 Después de esto, Pablo dejó Atenas y fue a Corinto.
2 Allí encontró a un judío llamado Aquila, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia
con su mujer Priscila, a raíz de un edicto de Claudio que obligaba a todos los judíos a salir de
Roma. Pablo fue a verlos,
3 y como ejercía el mismo oficio, se alojó en su casa y trabajaba con ellos haciendo tiendas de
campaña.
4 Todos los sábados, Pablo discutía en la sinagoga y trataba de persuadir tanto a los judíos
como a los paganos.
5 Cuando Silas y Timoteo llegaron a Macedonia, Pablo se dedicó por entero a la predicación de
la Palabra, dando testimonio a los judíos de que Jesús es el Mesías.
6 Pero como ellos lo contradecían y lo injuriaban, sacudió su manto en señal de protesta,
diciendo: «Que la sangre de ustedes caiga sobre sus cabezas. Yo soy inocente de eso; en
adelante me dedicaré a los paganos».
7 Entonces, alejándose de allí, fue a lo de un tal Ticio Justo, uno de los que adoraban a Dios y
cuya casa lindaba con la sinagoga.
8 Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor, junto con toda su familia. También muchos
habitantes de Corinto, que habían escuchado a Pablo, abrazaron la fe y se hicieron bautizar.
9 Una noche, el Señor dijo a Pablo en una visión: «No temas. Sigue predicando y no te calles.
10 Yo estoy contigo. Nadir pondrá la mano sobre ti para dañarte, porque en esta ciudad hay un
pueblo numeroso que me está reservado».
11 Pablo se radicó allí un año y medio, enseñando la Palabra de Dios.
12 Durante el gobierno del procónsul Galión en Acaya, los judíos se confabularon contra
Pablo y lo condujeron ante el tribunal,
13 diciendo: «Este hombre induce a la gente a que adore a Dios de una manera contraria a la
Ley».
14 Pablo estaba por hablar, cuando Galión dijo a los judíos: «Si se tratara de algún crimen o de
algún delito grave, sería razonable que los atendiera.
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15 Pero tratándose de discusiones sobre palabras y nombres, y sobre la Ley judía, el asunto les
concierne a ustedes; yo no quiero ser juez en estas cosas».
16 Y los hizo salir del tribunal.
17 Entonces todos se apoderaron de Sóstenes, el jefe de la sinagoga, y lo golpearon ante el
tribunal. Pero a Galión todo esto lo tuvo sin cuidado.
18 Pablo permaneció todavía un cierto tiempo en Corinto. Después se despidió de sus
hermanos y se embarcó hacia Siria en compañía de Priscila y de Aquila. En Cencreas, a raíz de
un voto que había hecho, se hizo cortar el cabello.
19 Cuando llegaron a Efeso, Pablo se separó de sus compañeros para ir a la sinagoga y dialogar
con los judíos.
20 Estos le rogaron que se quedara más tiempo, pero Pablo no accedió,
21 sino que se despidió de ellos, diciéndoles: «Volveré otra vez, si Dios quiere». Y partió de
Efeso.
22 Desembarcó en Cesarea, subió para saludar la Iglesia y luego descendió a Antioquía.
23 Después de haber permanecido un tiempo allí, partió de nuevo y recorrió sucesivamente la
región de Galacia y la Frigia, animando a todos los discípulos.
24 Un judío llamado Apolo, originario de Alejandría, había llegado a Efeso. Era un hombre
elocuente y versado en las Escrituras.
25 Había sido iniciado en el Camino del Señor y, lleno de fervor, exponía y enseñaba con
precisión lo que se refiere a Jesús, aunque no conocía otro bautismo más que el de Juan.
26 Comenzó a hablar con decisión en la sinagoga. Después de oírlo, Priscila y Aquila lo
llevaron con ellos y le explicaron más exactamente el Camino de Dios.
27 Como él pensaba ir a Acaya, los hermanos lo alentaron, y escribieron a los discípulos para
que lo recibieran de la mejor manera posible. Desde que llegó a Corinto fue de gran ayuda, por
la gracia de Dios, para aquellos que habían abrazado la fe,
28 porque refutaba vigorosamente a los judíos en público, demostrando por medio de las
Escrituras que Jesús es el Mesías.
CAPÍTULO 19
1 Mientras Apolo permanecía en Corinto, Pablo atravesando la región interior, llegó a Éfeso.
Allí encontró a algunos discípulos
2 y les preguntó: «Cuando ustedes abrazaron la fe, ¿recibieron el Espíritu Santo?». Ellos le
dijeron: «Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo».
3 «Entonces, ¿qué bautismo recibieron?», les preguntó Pablo. «El de Juan», respondieron.
4 Pablo les dijo: «Juan bautizaba con el bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyera
en el que vendría después de él, es decir, en Jesús».
5 Al oír estas palabras, ellos se hicieron bautizar en el nombre del Señor Jesús.
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6 Pablo les impuso las manos, y descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Entonces comenzaron
a hablar en distintas lenguas y a profetizar.
7 Eran en total unos doce hombres.
8 Pablo fue luego a la sinagoga y durante tres meses predicó abiertamente, hablando sobre el
Reino de Dios y tratando de persuadir a los oyentes.
9 Pero como algunos se obstinaban y se negaban a creer, denigrando el Camino del Señor
delante de la asamblea, Pablo rompió con ellos. Luego tomó aparte a sus discípulos y dialogaba
diariamente en la escuela de Tirano.
10 Así lo hizo durante dos años, de modo que todos los habitantes de la provincia de Asia,
judíos y paganos, tuvieron ocasión de escuchar la Palabra del Señor.
11 Por intermedio de Pablo, Dios realizaba milagros poco comunes,
12 hasta tal punto que el aplicarse sobre los enfermos pañuelos o lienzos que habían tocado el
cuerpo de Pablo, aquellos se curaban y quedaban libres de los malos espíritus.
13 Algunos exorcistas ambulantes judíos, hicieron la prueba de pronunciar el nombre del
Señor Jesús sobre los poseídos por los malos espíritus, diciendo: «Yo los conjuro por ese Jesús
que anuncia Pablo».
14 Un cierto Sevas, Sumo Sacerdote judío, tenía siete hijos que practicaban estos exorcismos.
15 El espíritu malo les respondió: «Yo conozco a Jesús y sé quién es Pablo, pero ustedes,
¿quiénes son?».
16 Y el hombre poseído por el espíritu malo, abalanzándose sobre los exorcistas, los dominó a
todos y los maltrató de tal manera que debieron escaparse de esa casa desnudos y cubiertos de
heridas.
17 Todos los habitantes de Éfeso, tanto judíos como paganos, se enteraron de este hecho y,
llenos de temor, glorificaban el nombre del Señor Jesús.
18 Muchos de los que habían abrazado la fe vinieron a confesar abiertamente sus prácticas,
19 y un buen número de los que se habían dedicado a la magia traían sus libros y los quemaban
delante de todos. Se estimó que el valor de estos libros alcanzaba a unas cincuenta mil
monedas de plata.
20 Así, por el poder del Señor, la Palabra se difundía y se afianzaba.
21 Después de esto, Pablo se propuso ir a Jerusalén pasando por Macedonia y Acaya. «Primero
iré allí, decía, y luego tendré que ir también a Roma».
22 Envió a Macedonia a dos de sus colaboradores, Timoteo y Erasto, y él permaneció en Asia
un tiempo más.
23 Fue entonces, cuando se produjeron graves desórdenes a causa del Camino del Señor.
24 Un orfebre llamado Demetrio fabricaba reproducciones en plata del templo de Diana,
proporcionando así abundante trabajo a los artesanos.
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25 Demetrio los reunió, junto con los que habían trabajos similares, y les dijo: «Ustedes saben
perfectamente que nuestro bienestar depende de esta industria.
26 Pero ahora ustedes mismos ven y oyen que no solamente en Éfeso, sino también en casi
toda la provincia de Asia, ese Pablo ha conquistado y seducido a mucha gente, pretendiendo
que los dioses fabricados por mano de hombre no son dioses.
27 De esa manera, no solamente nuestra profesión está amenazada de caer en el descrédito,
sino que el templo mismo de la gran diosa Diana corre el riesgo de ser tenido por nada, y
aquella a quien adoran toda el Asia y el mundo entero, terminará por quedar despojada de su
prestigio.».
28 Al oír estas palabras, la multitud se enfureció y comenzó a gritar: «¡Viva la gran Diana de los
efesios!»,
29 y se produjo un gran desorden en la ciudad. Todos irrumpieron en el teatro, arrastrando a
los macedonios Gayo y Aristarco, compañeros de viaje de Pablo.
30 Pablo quería presentarse delante de la asamblea, pero sus discípulos se lo impidieron.
31 Hasta algunos magistrados de la ciudad, que eran amigos suyos, le rogaron que no se
expusiera yendo al teatro.
32 Todo el mundo gritaba al mismo tiempo, ya que la confusión reinaba en la concurrencia, y
la mayor parte ni siquiera sabía por qué se había reunido.
33 Entonces hicieron salir de entre la multitud a Alejandro, a quien los judíos empujaban hacia
adelante. Este, pidiendo silencio con la mano, quería dar una explicación a la asamblea.
34 Pero en cuanto advirtieron que era un judío, todos se pusieron a gritar unánimemente
durante dos horas: «¡Viva la gran Diana de los efesios!».
35 Por fin, el secretario de la ciudad consiguió calmar a la multitud, diciendo: «Efesios, ¿qué
hombre de este mundo ignora que la ciudad de Éfeso es la guardiana del templo de la gran
diosa Diana y de su estatua venida del cielo?
36 Siendo esta una verdad innegable, deben quedarse tranquilos y no actuar apresuradamente.
37 Esos hombres que ustedes trajeron, no han cometido ningún sacrilegio ni han dicho
ninguna blasfemia contra nuestra diosa.
38 Y si Demetrio y sus artesanos tienen una queja contra alguien, para eso están los tribunales
y los procónsules ante quienes se pueden presentar las acusaciones.
39 Si ustedes tienen que debatir algún otro asunto, se decidirá en la asamblea legal.
40 Porque corremos el riesgo de ser acusados de sediciosos, a causa de lo que acaba de
suceder, ya que no tenemos ningún motivo para justificar este tumulto». Y con estas palabras,
disolvió la asamblea.
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CAPÍTULO 20
1 Cuando cesó el tumulto, Pablo llamó a los discípulos y después de haberlos exhortado, se
despidió de ellos y partió hacia Macedonia.
2 Atravesó toda esa región, exhortando vivamente a sus hermanos, y llegó a Grecia,
3 donde permaneció tres meses. Cuando iba a embarcarse para Siria, los judíos tramaron una
conspiración contra él, y por eso, decidió volver por Macedonia.
4 Lo acompañaban Sópatro de Berea, hijo de Pirro; Aristarco y Segundo de Tesalónica; Gayo
de Derbe, Timoteo, y también Tíquico y Trófimo de la provincia de Asia.
5 Estos se adelantaron y nos esperaron en Tróade.
6 Nosotros, partimos de Filipos por mar después de la fiesta de los panes Acimos, y cinco días
más tarde, nos reunimos con ellos en Tróade donde pasamos una semana.
7 El primer día de la semana, cuando nos reunimos para partir el pan, Pablo, que debía salir al
día siguiente, dirigió la palabra a la asamblea y su discurso se prolongó hasta la medianoche.
8 La habitación donde nos habíamos reunido estaba muy iluminada.
9 Un muchacho llamado Eutico, que se había sentado en el borde la ventana, tenía mucho
sueño y se dormía mientras Pablo hablaba, hasta que, vencido por el sueño, se cayó desde un
tercer piso. Cuando lo levantaron, estaba muerto.
10 Pablo bajo, se echó sobre él y, abrazándolo, dijo: «No se alarmen, porque está vivo».
11 Volvió a subir, partió el pan y comió. Luego siguió hablando mucho tiempo hasta el
amanecer; y después salió.
12 En cuanto al muchacho, lo llevaron a su casa con vida, y todos se sintieron muy
reconfortados.
13 Nosotros nos adelantamos en barco, navegando en dirección a Asos, donde debíamos
recoger a Pablo. Él lo había dispuesto así, porque iba a hacer el viaje por tierra.
14 Cuando nos juntamos en Asos, Pablo se embarcó con nosotros y nos dirigimos a Mitilene.
15 Partimos de allí al día siguiente y llegamos frente a Quío. Al otro día, fuimos a Samos y,
después de hacer escala en Trogilio, al día siguiente llegamos a Mileto.
16 Pablo había decidido pasar de largo por Éfeso, para no retrasarse demasiado en Asia. Estaba
apurado porque, de ser posible, quería estar en Jerusalén el día de Pentecostés.
17 Desde Mileto, mandó llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso.
18 Cuando estos llegaron, Pablo les dijo: «Ya saben cómo me he comportado siempre con
ustedes desde el primer día que puse el pie en la provincia de Asia.
19 He servido al Señor con toda humildad y con muchas lágrimas, en medio de las pruebas a
que fui sometido por las insidias de los judíos.
20 Ustedes saben que no he omitido nada que pudiera serles útil; les prediqué y les enseñé
tanto en público como en privado,
21 instando a judíos y a paganos a convertirse a Dios y a creer en nuestro Señor Jesús.
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22 Y ahora, como encadenado por el Espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que me sucederá allí.
23 Sólo sé que, de ciudad en ciudad, el Espíritu Santo me va advirtiendo cuántas cadenas y
tribulaciones me esperan.
24 Pero poco me importa la vida, mientras pueda cumplir mi carrera y la misión que recibí del
Señor Jesús: la de dar testimonio de la Buena Noticia de la gracia de Dios.
25 Y ahora sé que ustedes, entre quienes pasé predicando el Reino, no volverán a verme.
26 Por eso hoy declaro delante de todos que no tengo nada que reprocharme respecto de
ustedes.
27 Porque no hemos omitido nada para anunciarles plenamente los designios de Dios.
28 Velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido
guardianes para apacentar a la Iglesia de Dios, que él adquirió al precio de su propia sangre.
29 Yo sé que después de mi partida se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no
perdonarán al rebaño.
30 Y aun de entre ustedes mismos, surgirán hombres que tratarán de arrastrar a los discípulos
con doctrinas perniciosas.
31 Velen, entonces, y recuerden que durante tres años, de noche y de día, no he cesado de
aconsejar con lágrimas a cada uno de ustedes.
32 Ahora los encomiendo al Señor y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el
edificio y darles la parte de la herencia que les corresponde, con todos los que han sido
santificados.
33 En cuanto a mí, no he deseado ni plata ni oro ni los bienes de nadie.
34 Ustedes saben que con mis propias manos he atendido a mis necesidades y a las de mis
compañeros.
35 De todas las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando duramente, se debe
ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: «La felicidad está
más en dar que en recibir».
36 Después de decirles esto, se arrodilló y oró junto a ellos.
37 Todos se pusieron a llorar, abrazaron a Pablo y lo besaron afectuosamente,
38 apenados sobre todo porque les había dicho que ya no volverían a verlo. Después lo
acompañaron hasta el barco.
CAPÍTULO 21
1 Después de separarnos de ellos, nos embarcamos y fuimos derecho a Cos; al día siguiente,
llegamos a Rodas y de allí pasamos a Pátara.
2 Como encontramos un barco que iba a Fenicia, subimos a bordo y partimos.
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3 Avistamos la isla de Chipre y, dejándola a nuestra izquierda, seguimos navegando en
dirección a Siria, hasta que por fin, atracamos en el puerto de Tiro, donde el barco debía
descargar.
4 Allí encontramos a algunos discípulos y permanecimos una semana con ellos. Estos,
iluminados por el Espíritu, aconsejaban a Pablo que no subiera a Jerusalén,
5 pero llegado el momento de partir, proseguimos nuestro viaje. Todos nos acompañaron
hasta las afueras de la ciudad, incluso las mujeres y los niños. En la playa nos arrodillamos para
orar,
6 y habiéndonos despedido, nosotros subimos al barco y ellos se volvieron a sus casas.
7 De Tiro fuimos a Tolemaida, poniendo así término a la travesía. Allí saludamos a los
hermanos y nos detuvimos un día con ellos.
8 Al día siguiente, volvimos a partir y llegamos a Cesarea, donde fuimos a ver a Felipe, el
predicador del evangelio, unos de los Siete, y nos alojamos en su casa.
9 Él tenía cuatro hijas solteras que profetizaban.
10 Permanecimos allí muchos días, y durante nuestra estadía, bajó de Judea un profeta llamado
Agabo.
11 Este vino a vernos, tomó el cinturón de Pablo, se ató con él los pies y las manos, y dijo: «El
Espíritu Santo dice: Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinturón y lo entregarán
a los paganos».
12 Al oír estas palabras, los hermanos del lugar y nosotros mismos rogamos a Pablo que no
subiera a Jerusalén.
13 Pablo respondió: «¿Por qué lloran así y destrozan mi corazón? Yo estoy dispuesto, no
solamente a dejarme encadenar, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor
Jesús».
14 Y como no conseguíamos persuadirlo, no insistimos más y dijimos: «Que se haga la
voluntad del Señor».
15 Algunos días después, terminados nuestros preparativos, subimos a Jerusalén.
16 Iban con nosotros algunos discípulos de Cesarea, que nos hicieron alojar en casa de un tal
Mnasón de Chipre, un discípulo de la primera hora.
17 Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con alegría.
18 Al día siguiente, Pablo fue con nosotros a casa de Santiago, donde también se reunieron
todos los presbíteros.
19 Después de saludarlos, Pablo expuso detalladamente todo lo que Dios había hecho entre los
paganos a través de su ministerio.
20 Ellos alabaron a Dios por lo que acababan de oír, pero le advirtieron: «Tú sabes, hermano,
que millares de judíos han abrazado la fe, y que todos ellos son celosos cumplidores de la Ley.
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21 Ahora bien, ellos han oído decir que con tus enseñanzas apartas de Moisés a todos los
judíos que viven entre los paganos, diciéndoles que no circunciden a sus hijos y no sigan más
sus costumbres.
22 ¿Qué haremos entonces? Pronto seguramente se van a enterar de tu llegada.
23 Tienes que hacer lo que te vamos a decir: Aquí tenemos a cuatro hombres que están
obligados por un voto:
24 llévalos contigo, purifícate con ellos y paga lo que corresponde para que se hagan cortar el
cabello. Así todo el mundo sabrá que no es verdad lo que han oído acerca de ti, sino que tú
también eres un fiel cumplidor de la Ley.
25 En cuanto a los paganos que abrazaron la fe, les hemos enviado nuestras decisiones, a
saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales
muertos sin desangrar y de las uniones ilegales».
26 Al día siguiente, Pablo tomó consigo a esos hombres, se purificó con ellos y entró en el
Templo. Allí hizo saber cuándo concluiría el plazo fijado para la purificación, es decir, cuándo
debía ofrecerse la oblación por cada uno de ellos.
27 Casi al final de los siete días, cuando los judíos venidos de Asia vieron a Pablo en el
Templo, amotinaron a la multitud y se apoderaron de él,
28 gritando: «¡Socorro, israelitas! Este es el hombre que predica a todos y en todas partes
contra nuestro pueblo, contra la Ley y contra este Templo, y ahora ha llegado a introducir en él
a los paganos, profanando este lugar santo».
29 Decían esto porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo de Efeso, y creían que
Pablo lo había introducido en el Templo.
30 La ciudad entera se alborotó, y de todas partes acudió el pueblo. Se apoderaron de Pablo, lo
sacaron fuer del Templo y cerraron inmediatamente las puertas.
31 Ya iban a matarlo, cuando llegó al tribunal de la cohorte la noticia de que toda Jerusalén
estaba convulsionada.
32 En seguida el tribuno, con unos soldados y centuriones, se precipitó sobre los
manifestantes. Al ver al tribuno y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo.
33 El tribuno se acercó, tomó a Pablo y mandó que lo ataran con dos cadenas; después
preguntó quién era y qué había hecho.
34 Todos gritaban al mismo tiempo, y a causa de la confusión, no pudo sacar nada en limpio.
Por eso hizo conducir a Pablo a la fortaleza.
35 Al llegar a la escalinata, los soldados tuvieron que alzarlo debido a la violencia de la
multitud,
36 porque el pueblo en masa lo seguía, gritando: «¡Que lo maten!».
37 Cuando lo iban a introducir en la fortaleza, Pablo dijo al tribuno: «¿Puedo decirte una
palabra?». «¿Tú sabes griego?», le preguntó el tribuno.
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38 Entonces, ¿no eres el egipcio que hace unos días provocó un motín y llevó al desierto a
cuatro mil terroristas?».
39 «Yo soy judío, dijo Pablo, originario de Tarso, ciudadano de una importante ciudad de
Cilicia. Te ruego que me permitas hablar al pueblo».
40 El trino se lo permitió, y Pablo, de pie sobre la escalinata, hizo una señal al pueblo con la
mano. Se produjo un gran silencio, y Pablo comenzó a hablarles en hebreo.
CAPÍTULO 22
1 «Hermanos y padres, les dijo, escuchen lo que hoy les voy a decir en mi defensa».
2 Al oír que hablaba en hebreo, el silencio se hizo aún más profundo. Pablo prosiguió:
3 «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero me he criado en esta ciudad y he sido iniciado
a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres. Estaba lleno de
celo por Dios, como ustedes lo están ahora.
4 Perseguí a muerte a los que seguían este Camino, llevando encadenados a la prisión a
hombres y mujeres;
5 el Sumo Sacerdote y el Consejo de los ancianos son testigos de esto. Ellos mismos me dieron
cartas para los hermanos de Damasco, y yo me dirigí allá con el propósito de traer
encadenados a Jerusalén a los que encontrara en esa ciudad, para que fueran castigados.
6 En el camino y al acercarme a Damasco, hacia el mediodía, una intensa luz que venía del
cielo brilló de pronto a mi alrededor.
7 Caí en tierra y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
8 Le respondí: «¿Quién eres, Señor?», y la voz me dijo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú
persigues».
9 Los que me acompañaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba.
10 Yo le pregunté: «¿Qué debo hacer, Señor?». El Señor me dijo: «Levántate y ve a Damasco
donde se te dirá lo que debes hacer».
11 Pero como yo no podía ver, a causa del resplandor de esa luz, los que acompañaban me
llevaron de la mano hasta damasco.
12 Un hombre llamado Ananías, fiel cumplidor de la Ley, que gozaba de gran prestigio entre
los judíos del lugar,
13 vino a verme y, acercándose a mí, me dijo: «Hermano Saulo, recobra la vista». Y en ese
mismo instante, pude verlo.
14 El siguió diciendo: «El Dios de nuestros padres te ha destinado para conocer su voluntad,
para ver al Justo y escuchar su Palabra,
15 porque tú darás testimonio ante todos los hombres de lo que has visto y oído.
16 Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el bautismo y purifícate de tus pecados, invocando
su Nombre».
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17 De vuelta a Jerusalén, mientras oraba en el Templo, caí en éxtasis
18 y vi al Señor que me decía: Aléjate rápidamente de Jerusalén, porque ellos no recibirán el
testimonio que tú darás de mí».
19 Entonces respondí: «Ellos saben, Señor, que yo iba de una sinagoga a otra para encarcelar y
azotar a los que creen en ti.
20 Y saben que cuando derramaban la sangre de Esteban, tu testigo, yo también estaba
presente, aprobando su muerte y cuidando la ropa de los verdugos».
21 Pero él me dijo: «Vete, porque quiero enviarte lejos, a las naciones paganas».
22 Hasta aquí los judíos lo escucharon, pero al oír estas palabras comenzaron a gritar diciendo:
«¡Elimina a este hombre. No merece vivir!».
23 Todos vociferaban, agitaban sus manos y tiraban tierra al aire.
24 El tribuno hizo entrar a Pablo en la fortaleza y ordenó que lo azotaran para saber por qué
razón gritaban así contra él.
25 Cuando lo sujetaron con las correas, Pablo dijo al centurión de turno: «¿Les está permitido
azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?».
26 Al oír estas palabras, el centurión fui a informar al tribuno: «¿Qué va a hacer?, le dijo. Este
hombre es ciudadano romano».
27 El tribuno fue a preguntar a Pablo: «¿Tú eres ciudadano romano?». Y él le respondió: «Sí».
28 El tribuno prosiguió: «A mí me costó mucho dinero adquirir esa ciudadanía». «En cambio,
yo la tengo de nacimiento», dijo Pablo.
29 Inmediatamente, se retiraron los que iban a azotarlo, y el tribunal se alarmó al enterarse de
que había hecho encadenar a un ciudadano romano.
30 Al día siguiente, queriendo saber con exactitud de qué lo acusaban los judíos, el tribuno le
hizo sacar las cadenas, y convocando a los sumos sacerdotes y a todo el Sanedrín, hizo
comparecer a Pablo delante de ellos.
CAPÍTULO 23
1 Con los ojos fijos en el Sanedrín, Pablo dijo: «Hermanos, hasta hoy yo he obrado con
rectitud de conciencia delante de Dios».
2 Pero el Sumo Sacerdote Ananías ordenó a sus asistentes que le pegaran en la boca.
3 Entonces Pablo replicó: «A ti te golpeará Dios, hipócrita. ¡Tú te sientas allí para juzgarme
según la Ley y, violando la Ley, me haces golpear!».
4 Los asistentes le advirtieron: «Estás insultando al Sumo Sacerdote de Dios».
5 «Yo no sabía, hermanos, que era el Sumo Sacerdote, respondió Pablo, porque está escrito:
No maldecirás al jefe de tu pueblo».
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6 Pablo, sabiendo que había dos partidos, el de los saduceos y el de los fariseos, exclamó en
medio del Sanedrín: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y ahora me están juzgando a
causa de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos».
7 Apenas pronunció estas palabras, surgió una disputa entre fariseos y saduceos, y la asamblea
se dividió.
8 Porque los saduceos niegan la resurrección y la existencia de los ángeles y de los espíritus; los
fariseos, por el contrario, admiten una y otra cosas.
9 Se produjo un griterío, y algunos escribas del partido de los fariseos se pusieron de pie y
protestaron enérgicamente: «Nosotros no encontramos nada de malo en este hombre. ¿Y si le
hubiera hablado algún espíritu o un ángel...?».
10 Como la disputa se hacía cada vez más violenta, el tribuno, temiendo por la integridad de
Pablo, mandó descender a los soldados para que lo sacaran de allí y lo llevaran de nuevo a la
fortaleza.
11 A la mañana siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: «Animo, así como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, también tendrás que darlo en Roma».
12 Al amanecer, los judíos se confabularon y se comprometieron bajo juramente a no comer ni
beber, hasta no haber matado a Pablo.
13 Los comprometidos en la conjuración eran más de cuarenta.
14 Fueron al encuentro de los sumos sacerdotes y los ancianos, y les dijeron: «Nosotros nos
hemos comprometido bajo juramento a no probar nada antes de haber matado a Pablo.
15 Pónganse de acuerdo con el Sanedrín, y propongan al tribuno que lo haga comparecer
delante de ustedes con el pretexto de examinar más exactamente su causa; nosotros, por
nuestra parte, estaremos preparados para matarlo en el camino».
16 Pero un sobrino de Pablo, al enterarse de la emboscada, se dirigió a la fortaleza y entró para
prevenir a Pablo.
17 Este, llamando a uno de los centuriones, le dijo: «Acompaña a este muchacho hasta donde
está el tribuno, porque tiene algo que comunicarle».
18 El centurión lo llevó y dijo al tribuno: «El prisionero Pablo me pidió que te trajera a este
muchacho, porque tiene algo que decirte».
19 El tribuno, tomándolo de la mano, lo llevó aparte y le preguntó: «¿Qué tienes que
comunicarme?».
20 El muchacho le respondió: «Los judíos, bajo pretexto de examinar más a fondo la causa, se
han puesto de acuerdo para pedirte que mañana presentes a Pablo ante el Sanedrín.
21 No lo creas. Es una emboscada que le preparan más de cuarenta de ellos, comprometidos
bajo juramente a no comer ni beber hasta haberlo matado. Ya están dispuestos y sólo esperan
tu consentimiento».
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22 El tribuno despidió al muchacho, haciéndole esta recomendación: «No digas a nadie que me
has contado esto».
23 Después llamó a dos centuriones y les dijo: «Preparen doscientos soldados, setenta jinetes y
doscientos lanceros, para que salgan en dirección a Cesarea a las nueve de la noche.
24 Preparen también caballos para Pablo, y llévenlo sano y salvo hasta el gobernador Félix».
25 Y escribió una carta que decía:
26 «Claudio Lisias saluda al excelentísimo gobernador Félix.
27 Aquí te envío a un hombre que fue detenido por los judíos, y cuando ya lo iban a matar,
enterándome de que era ciudadano romano, intervine con mis soldados y pude rescatarlo.
28 Queriendo saber exactamente de qué lo acusaban, lo hice comparecer delante del Tribunal
judío,
29 pero comprobé que se lo acusaba por cuestiones relativas a la Ley de los judíos, y que no
había ningún cargo por el que mereciera la muerte o la prisión.
30 Informado de que se tramaba una conspiración contra este hombre, he querido enviarlo allí
en seguida, ordenando también a sus acusadores que te expongan los cargos que tengan contra
él. Adiós».
31 De acuerdo con la orden recibida, los soldados tomaron a Pablo y lo condujeron de noche a
Antipátride.
32 Al día siguiente, dejaron que los jinetes partieran con él, y ellos se volvieron a la fortaleza.
33 Llegados a Cesarea, los jinetes entregaron la carta al gobernador y le presentaron a Pablo.
34 El gobernador leyó la carta y preguntó de qué provincia era. Al saber que era de Cilicia,
35 dijo: «Te oiré cuando lleguen tus acusadores». Y lo hizo poner bajo custodia en el pretorio
de Herodes.
CAPÍTULO 24
1 Cinco días después, el Sumo Sacerdote Ananías bajó con algunos ancianos y un abogado
llamado Tértulo, para presentar delante del gobernador la acusación que tenían contra Pablo.
2 Hicieron comparecer a Pablo, y Tértulo presentó la acusación en estos términos:
«Excelentísimo Félix: La profunda paz de que gozamos gracias a ti y las reformas que nuestra
nación debe a tu gobierno,
3 constituyen para nosotros, siempre y en todas partes, un motivo de inmensa gratitud.
4 Como no queremos importunarte demasiado, te ruego que nos escuches un momento con tu
habitual cordialidad.
5 Hemos comprobado que este hombre es una verdadera peste: él suscita disturbios entre
todos los judíos del mundo y es uno de los dirigentes de la secta de los nazarenos.
6 Ha intentado incluso profanar el Templo, y por eso, nosotros lo detuvimos. Queríamos
juzgarlo de acuerdo con nuestra Ley,
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7 pero intervino el tribuno Lisias, que lo arrancó violentamente de nuestras manos
8 y ordenó a sus acusadores que comparecieran delante de ti. Si lo interrogas, tú mismo
reconocerás que nuestros cargos contra él son bien fundados».
9 Los judíos ratificaron esto, asegurando que era verdad.
10 Cuando el gobernador hizo señas a Pablo de que hablara, este respondió: «Con entera
confianza voy a defender mi causa, por sé que gobiernas esta nación desde hace varios años.
11 Como tú mismo puedes averiguarlo, no hace todavía doce días que subí en peregrinación a
Jerusalén
12 y nunca se me vio ni en el Templo, ni en las sinagogas, ni en la ciudad, discutiendo con
alguien o amotinando a la gente.
13 Ellos tampoco pueden probarte aquello de lo que me acusan ahora.
14 Pero sí te confieso que sirvo al Dios de mis padres, siguiendo el Camino que mis acusadores
consideran una secta. Creo en todo lo que está contenido en la Ley y escrito en los Profetas,
15 y tengo la misma esperanza en Dios que ellos tienen: la esperanza de que habrá una
resurrección de justos y pecadores.
16 Por eso trato de conservar siempre una conciencia irreprochable delante de Dios y de los
hombres.
17 Después de unos cuantos años, vine a traer limosnas a mis compatriotas y a presentar
ofrendas.
18 Así fue cómo algunos judíos de la provincia de Asia me encontraron en el Templo: yo me
había purificado y no estaba provocando ninguna clase de amotinamiento ni de tumulto.
19 Son ellos los que hubieran debido presentarse ante ti para acusarme, si tenían alguna queja
contra mí.
20 Por lo menos, que digan los que están aquí de qué delito me encontraron culpable cuando
comparecí delante del Sanedrín.
21 A no ser que se trate de lo único que dije, puesto de pie en medio de ellos: «Hoy ustedes me
juzgan a causa de la resurrección de los muertos».
22 Félix, que estaba muy bien informado de todo lo concerniente al Camino del Señor,
postergó la causa, diciendo: «Cuando descienda de Jerusalén el tribuno Lisias, me expediré en
este asunto».
23 Después ordenó al centurión que custodiara a Pablo, pero dejándole una cierta libertad y sin
impedir que sus amigos lo atendieran.
24 Algunos días después, se presentó Félix con su mujer Drusila, que era judía. Él mandó
llamar a Pablo y lo oyó hablar acerca de la fe en Jesucristo.
25 Pero cuando Pablo se puso a tratar sobre la justicia, la continencia y el juicio futuro, Félix,
lleno de temor, le respondió: «Por ahora puedes irte; te volveré a llamar en la primera ocasión».
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26 Al mismo tiempo, él esperaba que Pablo le diera dinero, y por eso lo hacía llamar
frecuentemente para conversar con él.
27 Al cabo de dos años, Porcio Festo sucedió a Félix; y como este quería congraciarse con los
judíos, dejó a Pablo en la prisión.
CAPÍTULO 25
1 Tres días después de haberse hecho cargo de su provincia, Festo subió de Cesarea a
Jerusalén.
2 Los sumos sacerdotes y los judíos más importantes acusaron entonces a Pablo en su
presencia,
3 y le pidieron la gracia de que lo hiciera trasladar a Jerusalén. En realidad preparaban una
emboscada para matarlo en el camino.
4 Pero Festo respondió que Pablo debía quedar bajo custodia en Cesarea, y que él mismo iría
allí inmediatamente.
5 «Que los de más autoridad entre ustedes, añadió, vengan conmigo y presenten su acusación,
si tienen algo contra él».
6 Festo permaneció en Jerusalén unos ocho o diez días, y luego bajó a Cesarea. Al día
siguiente, se sentó en el tribunal e hizo comparecer a Pablo.
7 En cuanto llegó, los judíos venidos de Jerusalén lo rodearon, y presentaron contra él
numerosas y graves acusaciones que no podían probar.
8 Pablo se defendía diciendo: «Yo no he cometido ninguna falta contra la Ley de los judíos, ni
contra el Templo, ni contra el Emperador».
9 Festo, queriendo congraciarse con los judíos, se dirigió a Pablo y le dijo: «¿Quieres subir a
Jerusalén para ser juzgado allí en mi presencia?».
10 Pablo respondió: «Estoy delante del tribunal del Emperador, y es aquí donde debo ser
juzgado. Yo no hice ningún mal a los judíos, como tú lo sabes perfectamente.
11 Si soy culpable y he cometido algún delito que merezca la muerte, no me niego a morir,
pero si las acusaciones que hacen los judíos contra mí carecen de fundamento, nadie tiene el
derecho de entregarme a ellos. Apelo al Emperador».
12 Festo, después de haber consultado con su Consejo, respondió: «Ya que apelaste al
Emperador, comparecerás ante él».
13 Algunos días más tarde, el rey Agripa y Berenice llegaron a Cesarea y fueron a saludar a
Festo.
14 Como ellos permanecieron varios días, Festo expuso al rey el caso de Pablo, diciéndole:
«Félix ha dejado a un prisionero,
15 y durante mi estadía en Jerusalén, los sumos sacerdotes y los ancianos de los judíos,
presentaron quejas pidiendo su condena.
100
16 Yo les respondí que los romanos no tienen la costumbre de entregar a un hombre antes de
enfrentarlo con sus acusadores y darle la oportunidad de defenderse.
17 Ellos vinieron aquí, y sin ninguna demora, me senté en el tribunal e hice comparecer a ese
hombre al día siguiente.
18 Pero cuando se presentaron los acusadores, estos no alegaron contra él ninguno de los
cargos que yo sospechaba.
19 Lo que había entre ellos eran no sé qué discusiones sobre su religión, y sobre un tal Jesús
que murió y que Pablo asegura que vive.
20 No sabiendo bien qué partido tomar en un asunto de esta índole le pregunté a Pablo si
quería ir a Jerusalén para ser juzgado allí.
21 Pero como este apeló al juicio de Su Majestad imperial, yo ordené que lo dejaran bajo
custodia hasta que lo enviara al Emperador».
22 Agripa dijo entonces a Festo: «A mí también me gustaría escuchar a ese hombre». «Mañana
lo escucharás», respondió Festo.
23 Al día siguiente, Agripa y Berenice llegaron con gran pompa y entraron en la sala de
audiencias, rodeados de los tribunos y de los hombres más importantes de la ciudad. A una
orden de Festo, trajeron a Pablo.
24 Festo tomó la palabra, diciendo: «Rey Agripa y todos los que están aquí presentes, ustedes
ven a este hombre, por quien toda la comunidad judía ha venido a verme, tanto aquí como en
Jerusalén, insistiendo a gritos que no había que dejarlo vivir más.
25 Yo no he encontrado en él nada que merezca la muerte; pero ya que él mismo ha apelado al
Emperador, he decidido enviárselo.
26 Como no tengo nada preciso que escribir sobre él al Soberano, lo hice comparecer ante
ustedes, especialmente ante ti, rey Agripa; así, después de este interrogatorio, yo tendré algo
para informar.
27 Porque me parece absurdo enviar a un prisionero, sin indicar al mismo tiempo los cargos
que se le imputan».
CAPÍTULO 26
1 Agripa dijo a Pablo: «Estás autorizado a defenderte». Entonces Pablo, extendiendo la mano,
comenzó su defensa, diciendo:
2 «Rey Agripa, me considero dichoso de tener que defenderme hoy, delante de ti, de las
acusaciones que me hacen los judíos,
3 porque tú conoces todas las costumbres y controversias de los judíos. Por eso te ruego que
me escuches con paciencia.
4 Todos los judíos saben cómo he vivido desde los primeros días de mi juventud, en medio de
mi pueblo y en la misma Jerusalén.
101
5 Ellos me conocen desde hace mucho tiempo y si quieren, pueden atestiguar que he vivido
como fariseo, es decir, siguiendo la secta más rígida de nuestra religión.
6 Y si ahora soy sometido a juicio, es por mi esperanza en la promesa hecha por Dios a
nuestros padres,
7 la promesa que nuestras doce tribus esperan ver cumplida, sirviendo a Dios fervientemente
día y noche. Acusa de esta esperanza, rey Agripa, soy acusado por los judíos.
8 ¿Por qué les parece increíble que Dios resucite a los muertos?
9 Yo, por mi parte, consideraba que debía combatir por todos los medios el nombre de Jesús
de Nazaret.
10 Así lo hice en Jerusalén: yo mismo encarcelé a un gran número de santos con la
autorización de los sumos sacerdotes, y cuando se los condenaba a muerte, mi voto era
favorable.
11 Recorría frecuentemente las sinagogas, y los castigaba para obligarlos a renegar de su fe.
Lleno de rabia contra ellos, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras.
12 Una vez, cuando me dirigía a Damasco con plenos poderes y con la orden de los sumos
sacerdotes,
13 en el camino, hacia el mediodía, vi una luz más brillante que el sol, que venía del cielo y me
envolvía a mí y a los que me acompañaban.
14 Todos caímos en tierra, y yo oí una voz que me decía en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Te lastimas al dar coces contra el aguijón».
15 Yo respondí: «¿Quién eres, Señor?». Y me dijo: «Soy Jesús, a quien tú persigues.
16 Levántate y permanece de pie, porque me he aparecido a ti para hacerte ministro y testigo
de las cosas que has visto y de aquellas en que yo me manifestaré a ti.
17 Te libraré de los judíos y de las naciones paganas. A ellas te envío
18 para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al
verdadero Dios, y por la fe en mí, obtengan el perdón de los pecados y su parte en la herencia
de los santos».
19 Desde ese momento, rey Agripa, nunca fui infiel a esa visión celestial.
20 Por el contrario, dirigiéndome primero a los habitantes de Damasco, luego a los de
Jerusalén y de todo el país de Judea, y finalmente a los paganos, les prediqué que era necesario
arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión con obras.
21 Por todo esto, los judíos me detuvieron en el Templo y trataron de matarme.
22 Pero con la protección de Dios, he podido hasta el día de hoy seguir dando testimonio ante
los pequeños y los grandes. Y nunca dije nada fuera de lo que los Profetas y Moisés anunciaron
que iba a suceder,
23 es decir, que el Mesías debía sufrir y que, siendo el primero en resucitar de entre los
muertos, anunciaría la luz a nuestro pueblo y a los paganos». Reacciones del auditorio
102
24 Cuando Pablo llegó a este punto de su defensa, Festo dijo en voz alta: «Estás loco, Pablo; tu
excesivo estudio te ha hecho perder la cabeza».
25 A lo que Pablo respondió: «No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que digo la verdad y
hablo con sensatez.
26 El rey está al corriente de todas estas cosas, por eso me dirijo a él con toda confianza: no
creo que ignore nada de esto, porque no son cosas que sucedieron en un lugar oculto.
27 ¿Crees en los profetas, rey Agripa? Yo sé que crees en ellos».
28 Agripa contestó a Pablo: «¡Un poco más, y me convences que me haga cristiano!».
29 «No importa que se necesite poco o mucho para lograrlo, dijo Pablo. ¡Quiera Dios que no
sólo tú, sino todos los que me escuchan hoy, lleguen a ser como yo..., pero sin estas cadenas!».
30 Entonces el rey se levantó, lo mismo que el gobernador, Berenice y los que estaban con
ellos.
31 Al retirarse, comentaban entre sí: «Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o
la prisión».
32 Y Agripa dijo a Festo: «Podría ser dejado en libertad, si él mismo hubiera apelado al
Emperador».
CAPÍTULO 27
1 Cuando se decidió que debíamos embarcarnos para Italia, confiaron a Pablo y a otros
prisioneros a un centurión de la cohorte imperial, llamado Julio.
2 Subimos a bordo de un barco de Adramicio que se dirigía a las costas de Asia, y zarpamos.
Iba con nosotros Aristarco, un macedonio de Tesalónica.
3 Al día siguiente, llegamos a Sidón. Julio trató a Pablo con mucha consideración y le permitió
ir a ver a sus amigos y ser atendido por ellos.
4 De allí, partimos y navegamos al resguardo de la isla de Chipre, porque soplaban vientos
contrarios;
5 después, atravesando el mar de Cilicia y de Panfilia, llegamos a Mira de Licia.
6 Allí, el centurión encontró un barco alejandrino que iba a zarpar rumbo a Italia, y nos hizo
embarcar en él.
7 Durante varios días, navegamos lentamente y, a duras penas, llegamos a la altura de Cnido.
Como el viento era desfavorable, navegamos al resguardo de la isla de Creta hacia el cabo
Salmoné,
8 y después de haberlo bordeado con gran dificultad, llegamos a un punto llamado Buenos
Puertos, cerca de la ciudad de Lasea.
9 Ya había transcurrido bastante tiempo y la navegación se hacía peligrosa, porque había
pasado la época del Ayuno solemne. Entonces Pablo les advirtió:
103
10 «Amigos, veo que la navegación no podrá continuar sin riesgo y sin graves pérdidas, no sólo
para la carga y el barco, sino también para nuestras propias vidas».
11 Pero el centurión confiaba más en el capital y en el patrón del barbo que en las palabras de
Pablo;
12 y como el puerto no se prestaba para invernar, la mayoría opinó que era mejor partir y llegar
cuanto antes a Fenice, un puerto de Creta que mira hacia el suroeste y el noroeste, para pasar
allí el invierno.
13 En ese preciso momento, se levantó una brisa del sur y creyeron que podrían realizar este
proyecto. Zarparon y comenzaron a bordear la isla de Creta.
14 Pero muy pronto se desencadenó un huracán llamado Euraquilón, que provenía de la isla.
15 Como el barco no podía resistir al viento, fue arrastrado y nos dejamos llevar a la deriva.
16 Navegando a cubierto de una pequeña isla, llamada Cauda, a duras penas conseguimos
recoger el bote salvavidas.
17 Después de subirlo, se utilizaron los cables de refuerzo para asegurar el casco de la nave.
Luego, por temor de encallar en los bancos de Sirtes, se bajó el ancla, dejándola suelta, y así
navegamos a la deriva.
18 Al día siguiente, como la tormenta todavía arreciaba, los marineros comenzaron a arrojar el
cargamento.
19 Al tercer día, echaron al agua con sus propias manos los aparejos del barco.
20 Desde hacía varios días no se veía ni el sol ni las estrellas, y la tormenta seguía con la misma
violencia, de modo que ya habíamos perdido toda esperanza de salvación.
21 Como ya hacía tiempo que no comíamos, Pablo, de pie en medio de todos, les dijo:
«Amigos, debían haberme hecho caso: si no hubiéramos partido de Creta, nos hubiéramos
ahorrado este riesgo y estas graves pérdidas.
22 De todas maneras, les ruego que tengan valor porque ninguno de ustedes perecerá;
solamente se perderá el barco.
23 Esta noche, se me apareció un ángel del Dios al que yo pertenezco y al que sirvo,
24 y me dijo: «No temas, Pablo. Tú debes comparecer ante el Emperador y Dios te concede la
vida de todos los que navegan contigo».
25 Por eso, amigos, tengan valor. Yo confío que Dios cumplirá lo que me ha dicho.
26 Pero tendremos que encallar contra una isla».
27 En la decimocuarta noche, todavía íbamos a la deriva por el Adriático, cuando hacia la
medianoche, los marineros presintieron la cercanía de tierra firme.
28 Echaron la sonda al mar y comprobaron que había una profundidad de alrededor de unos
treinta y seis metros. Un poco más adelante, la echaron de nuevo y vieron que había unos
veintisiete metros.
104
29 Temiendo que fuéramos a chocar contra unos escollos, soltaron cuatro anclas por la popa,
esperando ansiosamente que amaneciera.
30 Los marineros intentaron escaparse del barco, arrojando al mar el bote salvavidas, con el
pretexto de soltar las anclas de proa.
31 Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: «Si esos marineros no permanecen a bordo,
ustedes no podrán salvarse».
32 Entonces los soldados cortaron las amarras del bote y lo dejaron caer.
33 Mientras esperábamos que amaneciera, Pablo recomendó a todos que comieran algo,
diciéndoles: «Hace catorce días que están a la expectativa, sin comer nada.
34 Les aconsejo que coman algo, porque están exponiendo su salud. Nadie perderá un solo
cabello de su cabeza».
35 Después que dijo esto, tomó pan, dio gracias a Dios delante de todos, lo partió y se puso a
comer.
36 Los demás se animaron y también comenzaron a comer.
37 Éramos en total doscientas setenta y seis personas a bordo.
38 Una vez satisfechos, comenzaron a aligerar el barco tirando el trigo al mar.
39 Cuando amaneció, los marineros no reconocieron la costa; sólo distinguían una bahía con
una playa, e hicieron lo posible para llevar la nave en esa dirección.
40 Desataron las anclas y las dejaron caer al mar; al mismo tiempo, aflojaron las amarras de los
timones. Después desplegaron al viento la vela artimón y enfilaron hacia la playa.
41 Pero chocaron contra un banco de arena y quedó inmóvil, mientras que la popa se deshacía
por la violencia de las olas.
42 Entonces los soldados decidieron matar a los prisioneros, por temor de que alguno se
escapara a nado.
43 Pero, el centurión, que quería salvar a Pablo, impidió que lo hicieran, y ordenó que primero
se tiraran al mar los que sabían nadar para llegar a tierra.
44 Los demás, lo harían valiéndose de tablas o de los restos del navío. Así todos llegaron a tierra
sanos y salvos.
CAPÍTULO 28
1 Cuando estuvimos a salvo, nos enteramos de que la misma se llamaba Malta. 2 Sus habitantes
nos demostraron una cordialidad nada común y nos recibieron a todos alrededor de un gran
fuego que habían encendido a causa de la lluvia y del frío.
3 Pablo recogió unas ramas secas y las echó al fuego. El calor hizo salir una serpiente que se
enroscó en su mano.
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4 Cuando los habitantes del lugar vieron el reptil enroscado en su mano, comenzaron a decir
entre sí: «Este hombre es seguramente un asesino: se ha salvado del mar, y ahora la justicia
divina no le permite sobrevivir».
5 Pero él tiró la serpiente al fuego y no sufrió ningún mal.
6 Ellos esperaban que se hinchara o cayera muerto. Después de un largo rato, viendo que no le
pasaba nada, cambiaron de opinión y decían: «Es un dios».
7 Había en los alrededores una propiedad perteneciente al principal de la isla, llamado Publio.
Este nos recibió y nos brindó cordial hospitalidad durante tres días.
8 El padre de Publio estaba en cama con fiebre y disentería. Pablo fue a verlo, oró, le impuso
las manos y lo curó.
9 A raíz de esto, se presentaron los otros enfermos de la isla y fueron curados.
10 Nos colmaron luego de toda clase de atenciones y cuando nos embarcamos, nos
proveyeron de lo necesario.
11 Al cabo de tres meses nos embarcamos en un navío que había permanecido en la isla
durante el invierno; era un barco alejandrino que tenía la insignia de Cástor y Pólux.
12 Hicimos escala en Siracusa, donde permanecimos tres días.
13 De allí, bordeando la costa llegamos a Regio. Al día siguiente, se levantó un viento del sur, y
en dos días llegamos a Pozzuoli,
14 donde encontramos a unos hermanos que nos invitaron a permanecer una semana con
ellos. Luego llegamos a Roma.
15 Los hermanos de esta ciudad, informamos de nuestra llegada, nos salieron al encuentro y
nos alcanzaron a la altura del «Foro de Apio» y en las «Tres Tabernas». Pablo, al verlos, dio
gracias a Dios y se sintió reconfortado.
16 Cuando llegamos a Roma, recibió autorización para alojarse en una casa particular con un
soldado que lo custodiara.
17 Tres días después convocó a los judíos principales, y cuando se reunieron les dijo:
«Hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres de nuestros
padres, fui arrestado en Jerusalén y puesto en manos de los romanos.
18 Después de interrogarme, quisieron dejarme en libertad, porque no encontraban en mí nada
que mereciera la muerte;
19 pero ante la oposición de los judíos, me vi obligado a apelar al Emperador, sin querer por
esto acusar en nada a mi pueblo.
20 Por eso he querido verlos y hablarles, ya que a causa de la esperanza de Israel llevo estas
cadenas».
21 Ellos le respondieron: «Nosotros no hemos recibido de Judea ninguna carta referente a ti, y
ninguno de los hermanos que vinieron nos han contado nada que te sea desfavorable.
106
22 Pero ahora quisiéramos oírte exponer lo que piensas, porque sabemos que esta secta
encuentra oposición en todas partes».
23 Entonces fijaron un día para encontrarse con él, y fueron a verlo en mayor número al lugar
donde se alojaba. Pablo les habló durante todo el día sobre el Reino de Dios, dándoles toda
clase de testimonio y tratando de persuadirlos para que creyeran en Jesucristo, a partir de la Ley
de Moisés y de los Profetas.
24 Unos se convencían con sus palabras, pero otros se resistían a creer,
25 y mientras ellos se retiraban sin haberse puesto de acuerdo, Pablo dijo esta sola frase: «Son
muy ciertas las palabras que el Espíritu Santo dijo a los padres de ustedes, por medio del
profeta Isaías:
26 "Ve a decir a este pueblo: Por más que oigan no comprenderán, por más que vean, no
conocerán,
27 Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, se taparon los oídos y cerraron los ojos,
por temor de que sus ojos vean, que sus oídos oigan, que su corazón comprenda, que se
conviertan, y que yo los cure".
28 Sepan entonces que esa salvación de Dios va a ser anunciada a los paganos. Ellos sí que la
escucharán».
29 [Al oír estas palabras los judíos se retiraron discutiendo acaloradamente.]
30 Pablo vivió dos años enteros por sus propios medios, recibiendo a todos los que querían
verlo,
31 proclamando el Reino de Dios, y enseñando con toda libertad y sin encontrar ningún
obstáculo, lo concerniente al Señor Jesucristo.
107
San Justino: la compatibilidad entre la fe y la razón
Además de la relación entre poder espiritual y temporal, el cristianismo levantó
interrogantes sobre su propia plasticidad y estructura. La interrogante central que
surgió en el contexto inmediato fue la posibilidad de conciliar el conocimiento divino
con el conocimiento humano. A primera vista, parece que ambos reinos están
escindidos. Incluso, pensadores inmediatos al cristianismo como Taciano (120 – 180 d.
C.), o lejanos como Kierkegaard (1813 – 1855 d. C.) se inclinaron por la vía del fideísmo.
El fideísmo, grosso modo, rechaza el acceso racional al conocimiento de lo divino.
Es decir, el único acceso a la divinidad es la fe. La antípoda racionalista del fideísmo
es el gnosticismo. Los pensadores gnósticos pensaban que los contenidos de la fe no
eran sino alegorías filosóficas. La razón podía abarcar —e, incluso, ir más allá— los
contenidos de la fe.
El problema central seguía vigente: ¿qué papel debe guardar la fe frente a la ciencia
y la filosofía? Frente a la oposición entre fideísmo y gnosticismo, varios teólogos
cristianos argumentaron a favor de la armonía entre fe y razón. Entre ellos se
encuentran Clemente de Alejandría, san Justino Mártir y san Agustín de Hipona. El
mundo medieval heredó este espíritu y dio pie al surgimiento de las grandes
universidades.
Además de la función conciliadora entre fe y razón, los primeros intelectuales
cristianos enfrentaron un problema de igual peso. Varias posturas intentaron reducir el
cristianismo a una vertiente del judaísmo o a una doctrina filosófica más. Frente a
estos opositores, surgió un nuevo estilo de hacer filosofía: la apologética. Los grandes
apologistas se enfocaron en marcar las diferencias y similitudes entre los contenidos de
la fe. Por otro lado, retomaron la tarea de mostrar al cristianismo como la religión
verdadera.
El proceso de evangelización no se limitó a la exposición del Evangelio a los
paganos, sino que también implicó el diálogo con las esferas de la alta cultura antigua.
Esto incluyó a gobernantes, científicos y filósofos en la discusión. Además, implicó la
refutación de las herejías tempranas como el arrianismo, donatismo, pelagianismo y
gnosticismo.
Los primeros intelectuales cristianos enfrentaron todas estas dificultades, dedicando
obras extensas a la discusión filosófica de los temas. Si bien había cierta preocupación
por aclarar los contenidos de la fe, el núcleo de las discusiones tenía que ver con la
naturaleza verdadera de la fe y el esfuerzo por darle forma a una iglesia cristiana.
San Justino mártir (c. 100 – 165 d. C.) fue uno de estos intelectuales. Su extensa obra
abarca varios escritos apologéticos, teológicos y algunos diálogos. El Diálogo con
108
Trifón representa una de las exposiciones primitivas del cristianismo más importantes.
El diálogo también presenta la postura conciliadora entre fe y razón que habría de
heredar el cristianismo posterior.
El diálogo plantea las interrogantes por la relación entre filosofía y religión. El gran
mérito de san Justino está en mostrar la compatibilidad entre ambos aspectos y marcar
los límites entre ellos. No se ve en el desarrollo de la obra un rechazo tajante de las
formas de conocimiento distintas al cristianismo; pero tampoco se ve una
subordinación absoluta, como ocurre con algunos autores contemporáneos.
La actitud conciliadora entre fe y razón resultó ser determinante para el cristianismo
posterior y la cultura occidental. La Reforma protestante reaccionó, entre otros
aspectos, en contra de la laxitud cristiana con la que se incorporaban elementos ajenos
a la fe para la interpretación de la Escritura.
109
DIÁLOGO CON TRIFÓN
CHAPTER I.—INTRODUCTION
While I was going about one morning in the walks of the Xystus, a certain man, with others in
his company, having met me, and said, “Hail, O philosopher!” And immediately after saying
this, he turned round and walked along with me; his friends likewise followed him. And I in
turn having addressed him, said, “What is there important?”
And he replied, “I was instructed,” says he “by Corinthus the Socratic in Argos, that I ought
not to despise or treat with indifference those who array themselves in this dress but to show
them all kindness, and to associate with them, as perhaps some advantage would spring from
the intercourse either to some such man or to myself. It is good, moreover, for both, if either
the one or the other be benefited. On this account, therefore, whenever I see any one in such
costume, I gladly approach him, and now, for the same reason, have I willingly accosted you;
and these accompany me, in the expectation of hearing for themselves something profitable
from you.”
“But who are you, most excellent man?” So I replied to him in jest.
Then he told me frankly both his name and his family. “Trypho,” says he, “I am called; and
I am a Hebrew of the circumcision, and having escaped from the war lately carried on there I
am spending my days in Greece, and chiefly at Corinth.”
“And in what,” said I, “would you be profited by philosophy so much as by your own
lawgiver and the prophets?”
“Why not?”, he replied. “Do not the philosophers turn every discourse on God? And do
not questions continually arise to them about His unity and providence? Is not this truly the
duty of philosophy, to investigate the Deity?”
“Assuredly,” said I, “so we too have believed. But the most have not taken thought of this
whether there be one or more gods, and whether they have a regard for each one of us or no,
as if this knowledge contributed nothing to our happiness; nay, they moreover attempt to
persuade us that God takes care of the universe with its genera and species, but not of me and
you, and each individually, since otherwise we would surely not need to pray to Him night and
day. But it is not difficult to understand the upshot of this; for fearlessness and license in
speaking result to such as maintain these opinions, doing and saying whatever they choose,
neither dreading punishment nor hoping for any benefit from God. For how could they? They
affirm that the same things shall always happen; and, further, that I and you shall again live in
like manner, having become neither better men nor worse. But there are some others, who,
having supposed the soul to be immortal and immaterial, believe that though they have
committed evil they will not suffer punishment (for that which is immaterial is insensible), and
that the soul, in consequence of its immortality, needs nothing from God.”
110
And he, smiling gently, said, “Tell us your opinion of these matters, and what idea you
entertain respecting God, and what your philosophy is.”
CHAPTER II.—JUSTIN DESCRIBES HIS STUDIES IN PHILOSOPHY.
“I will tell you,” said I, “what seems to me; for philosophy is, in fact, the greatest possession,
and most honourable before God, to whom it leads us and alone commends us; and these are
truly holy men who have bestowed attention on philosophy. What philosophy is, however, and
the reason why it has been sent down to men, have escaped the observation of most; for there
would be neither Platonists, nor Stoics, nor Peripatetics, nor Theoretics, nor Pythagoreans, this
knowledge being one. I wish to tell you why it has become many-headed. It has happened that
those who first handled it [i.e., philosophy], and who were therefore esteemed illustrious men,
were succeeded by those who made no investigations concerning truth, but only admired the
perseverance and self-discipline of the former, as well as the novelty of the doctrines; and each
thought that to be true which he learned from his teacher: then, moreover, those latter persons
handed down to their successors such things, and others similar to them; and this system was
called by the name of him who was styled the father of the doctrine. Being at first desirous of
personally conversing with one of these men, I surrendered myself to a certain Stoic; and
having spent a considerable time with him, when I had not acquired any further knowledge of
God (for he did not know himself, and said such instruction was unnecessary), I left him and
betook myself to another, who was called a Peripatetic, and as he fancied, shrewd. And this
man, after having entertained me for the first few days, requested me to settle the fee, in order
that our intercourse might not be unprofitable. Him, too, for this reason I abandoned,
believing him to be no philosopher at all. But when my soul was eagerly desirous to hear the
peculiar and choice philosophy, I came to a Pythagorean, very celebrated—a man who thought
much of his own wisdom. And then, when I had an interview with him, willing to become his
hearer and disciple, he said, ‘What then? Are you acquainted with music, astronomy, and
geometry? Do you expect to perceive any of those things which conduce to a happy life, if you
have not been first informed on those points which wean the soul from sensible objects, and
render it fitted for objects which appertain to the mind, so that it can contemplate that which
is honourable in its essence and that which is good in its essence?’
Having commended many of these branches of learning, and telling me that they were
necessary, he dismissed me when I confessed to him my ignorance. Accordingly I took it
rather impatiently, as was to be expected when I failed in my hope, the more so because I
deemed the man had some knowledge; but reflecting again on the space of time during which I
would have to linger over those branches of learning, I was not able to endure longer
procrastination. In my helpless condition it occurred to me to have a meeting with the
Platonists, for their fame was great. I thereupon spent as much of my time as possible with one
who had lately settled in our city,—a sagacious man, holding a high position among the
111
Platonists,—and I progressed, and made the greatest improvements daily. And the perception
of immaterial things quite overpowered me, and the contemplation of ideas furnished my mind
with wings, so that in a little while I supposed that I had become wise; and such was my
stupidity, I expected forthwith to look upon God, for this is the end of Plato’s philosophy.
CHAPTER III.—JUSTIN NARRATES THE MANNER OF HIS CONVERSION.
“And while I was thus disposed, when I wished at one period to be filled with great quietness,
and to shun the path of men, I used to go into a certain field not far from the sea. And when I
was near that spot one day, which having reached I purposed to be by myself, a certain old
man, by no means contemptible in appearance, exhibiting meek and venerable manners,
followed me at a little distance. And when I turned round to him, having halted, I fixed my
eyes rather keenly on him.
“And he said, ‘Do you know me?’
“I replied in the negative.
“ ‘Why, then,’ said he to me, ‘do you so look at me?’
“ ‘I am astonished,’ I said, ‘because you have chanced to be in my company in the same
place; for I had not expected to see any man here.’
“And he says to me, ‘I am concerned about some of my household. These are gone away
from me; and therefore have I come to make personal search for them, if, perhaps, they shall
make their appearance somewhere. But why are you here?’ said he to me.
“ ‘I delight,’ said I, ‘in such walks, where my attention is not distracted, for converse with
myself is uninterrupted; and such places are most fit for philology.’
“ ‘Are you, then, a philologian,’ said he, ‘but no lover of deeds or of truth? And do you not
aim at being a practical man so much as being a sophist?’
“ ‘What greater work,’ said I, ‘could one accomplish than this, to show the reason which
governs all, and having laid hold of it, and being mounted upon it, to look down on the errors
of others, and their pursuits? But without philosophy and right reason, prudence would not be
present to any man. Wherefore it is necessary for every man to philosophize, and to esteem
this the greatest and most honourable work; but other things only of second-rate or third-rate
importance, though, indeed, if they be made to depend on philosophy, they are of moderate
value, and worthy of acceptance; but deprived of it, and not accompanying it, they are vulgar
and coarse to those who pursue them.’
“ ‘Does philosophy, then, make happiness?’ said he, interrupting.
“ ‘Assuredly,’ I said, ‘and it alone.’
“ ‘What, then, is philosophy?’ he says; ‘and what is happiness? Pray tell me, unless
something hinders you from saying.’
“ ‘Philosophy, then,’ said I, ‘is the knowledge of that which really exists, and a clear
perception of the truth; and happiness is the reward of such knowledge and wisdom.’
112
“ ‘But what do you call God?’ said he.
“ ‘That which always maintains the same nature, and in the same manner, and is the cause
of all other things —that, indeed, is God.’ So I answered him; and he listened to me with
pleasure, and thus again interrogated me:—
“ ‘Is not knowledge a term common to different matters? For in arts of all kinds, he who
knows any one of them is called a skilful man in the art of generalship, or of ruling, or of
healing equally. But in divine and human affairs it is not so. Is there a knowledge which affords
understanding of human and divine things, and then a thorough acquaintance with the divinity
and the righteousness of them?’
“ ‘Assuredly,’ I replied.
“ ‘What, then? Is it in the same way we know man and God, as we know music, and
arithmetic, and astronomy, or any other similar branch?’
“ ‘By no means,’ I replied.
“ ‘You have not answered me correctly, then,’ he said; ‘for some [branches of knowledge]
come to us by learning, or by some employment, while of others we have knowledge by sight.
Now, if one were to tell you that there exists in India an animal with a nature unlike all others,
but of such and such a kind, multiform and various, you would not know it before you saw it;
but neither would you be competent to give any account of it, unless you should hear from
one who had seen it.’
“ ‘Certainly not,’ I said.
“ ‘How then,’ he said, ‘should the philosophers judge correctly about God, or speak any
truth, when they have no knowledge of Him, having neither seen Him at any time, nor heard
Him?’
“ ‘But, father,’ said I, ‘the Deity cannot be seen merely by the eyes, as other living beings
can, but is discernible to the mind alone, as Plato says; and I believe him.’
CHAPTER IV.—THE SOUL OF ITSELF CANNOT SEE GOD.
“ ‘Is there then,’ says he, ‘such and so great power in our mind? Or can a man not perceive
by sense sooner? Will the mind of man see God at any time, if it is uninstructed by the Holy
Spirit?’
“ ‘Plato indeed says,’ replied I, ‘that the mind’s eye is of such a nature, and has been given
for this end, that we may see that very Being when the mind is pure itself, who is the cause of
all discerned by the mind, having no colour, no form, no greatness—nothing, indeed, which
the bodily eye looks upon; but It is something of this sort, he goes on to say, that is beyond all
essence, unutterable and inexplicable, but alone honourable and good, coming suddenly into
souls well-dispositioned, on account of their affinity to and desire of seeing Him.’
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“ ‘What affinity, then,’ replied he, ‘is there between us and God? Is the soul also divine and
immortal, and a part of that very regal mind? And even as that sees God, so also is it attainable
by us to conceive of the Deity in our mind, and thence to become happy?’
“ ‘Assuredly,’ I said.
“ ‘And do all the souls of all living beings comprehend Him?’ he asked; ‘or are the souls of
men of one kind and the souls of horses and of asses of another kind?’
“ ‘No; but the souls which are in all are similar,’ I answered.
“ ‘Then,’ says he, ‘shall both horses and asses see, or have they seen at some time or other,
God?’
“ ‘No,’ I said; ‘for the majority of men will not, saving such as shall live justly, purified by
righteousness, and by every other virtue.’
“ ‘It is not, therefore,’ said he, ‘on account of his affinity, that a man sees God, nor because
he has a mind, but because he is temperate and righteous?’
“ ‘Yes,’ said I; ‘and because he has that whereby he perceives God.’
“ ‘What then? Do goats or sheep injure any one?’
“ ‘No one in any respect,’ I said.
“ ‘Therefore these animals will see [God] according to your account,’ says he.
“ ‘No; for their body being of such a nature, is an obstacle to them.’
“He rejoined, ‘If these animals could assume speech, be well assured that they would with
greater reason ridicule our body; but let us now dismiss this subject, and let it be conceded to
you as you say. Tell me, however, this: Does the soul see [God] so long as it is in the body, or
after it has been removed from it?’
“ ‘So long as it is in the form of a man, it is possible for it,’ I continue, ‘to attain to this by
means of the mind; but especially when it has been set free from the body, and being apart by
itself, it gets possession of that which it was wont continually and wholly to love.’
“ ‘Does it remember this, then [the sight of God], when it is again in the man?’
“ ‘It does not appear to me so,’ I said.
“ ‘What, then, is the advantage to those who have seen [God]? Or what has he who has
seen more than he who has not seen, unless he remembers this fact, which he has seen?’
“ ‘I cannot tell,’ I answered.
“ ‘And what do those suffer who are judged to be unworthy of this spectacle?’ said he.
“ ‘They are imprisoned in the bodies of certain wild beasts, and this is their punishment.’
“ ‘Do they know, then, that it is for this reason they are in such forms, and that they have
committed some sin?’
“ ‘I do not think so.’
“ ‘Then these reap no advantage from their punishment, as it seems: moreover, I would say
that they are not punished unless they are conscious of the punishment.’
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“ ‘No indeed.’
“ ‘Therefore souls neither see God nor transmigrate into other bodies; for they would know
that so they are punished, and they would be afraid to commit even the most trivial sin
afterwards. But that they can perceive that God exists, and that righteousness and piety are
honorable, I also quite agree with you,’ said he.
“ ‘You are right,’ I replied.
CHAPTER V.—THE SOUL IS NOT IN ITS OWN NATURE IMMORTAL.
“ ‘These philosophers know nothing, then, about these things; for they cannot tell what a
soul is.’
“ ‘It does not appear so.’
“ ‘Nor ought it to be called immortal; for if it is immortal, it is plainly unbegotten.’
“ ‘It is both unbegotten and immortal, according to some who are styled Platonists.’
“ ‘Do you say that the world is also unbegotten?’
“ ‘Some say so. I do not, however, agree with them.’
“ ‘You are right; for what reason has one for supposing that a body so solid, possessing
resistance, composite, changeable, decaying, and renewed every day, has not arisen from some
cause? But if the world is begotten, souls also are necessarily begotten; and perhaps at one time
they were not in existence, for they were made on account of men and other living creatures, if
you will say that they have been begotten wholly apart, and not along with their respective
bodies.’
“ ‘This seems to be correct.’
“ ‘They are not, then, immortal?’
“ ‘No; since the world has appeared to us to be begotten.’
“ ‘But I do not say, indeed, that all souls die; for that were truly a piece of good fortune to
the evil. What then? The souls of the pious remain in a better place, while those of the unjust
and wicked are in a worse, waiting for the time of judgment. Thus some which have appeared
worthy of God never die; but others are punished so long as God wills them to exist and to be
punished.’
“ ‘Is what you say, then, of a like nature with that which Plato in Timæus hints about the
world, when he says that it is indeed subject to decay, inasmuch as it has been created, but that
it will neither be dissolved nor meet with the fate of death on account of the will of God?
Does it seem to you the very same can be said of the soul, and generally of all things? For
those things which exist after[1] God, or shall at any time exist,[2] these have the nature of decay,
and are such as may be blotted out and cease to exist; for God alone is unbegotten and
incorruptible, and therefore He is God, but all other things after Him are created and
corruptible. For this reason souls both die and are punished: since, if they were unbegotten,
they would neither sin, nor be filled with folly, nor be cowardly, and again ferocious; nor
115
would they willingly transform into swine, and serpents, and dogs and it would not indeed be
just to compel them, if they be unbegotten. For that which is unbegotten is similar to, equal to,
and the same with that which is unbegotten; and neither in power nor in honor should the one
be preferred to the other, and hence there are not many things which are unbegotten: for if
there were some difference between them, you would not discover the cause of the difference,
though you searched for it; but after letting the mind ever wander to infinity, you would at
length, wearied out, take your stand on one Unbegotten, and say that this is the Cause of all.
Did such escape the observation of Plato and Pythagoras, those wise men,’
I said, ‘who have been as a wall and fortress of philosophy to us?’
CHAPTER VI.—THESE THINGS WERE UNKNOWN TO PLATO AND OTHER PHILOSOPHERS.
“ ‘It makes no matter to me,’ said he, ‘whether Plato or Pythagoras, or, in short, any other man
held such opinions. For the truth is so; and you would perceive it from this. The soul assuredly
is or has life. If, then, it is life, it would cause something else, and not itself, to live, even as
motion would move something else than itself. Now, that the soul lives, no one would deny.
But if it lives, it lives not as being life, but as the partaker of life; but that which partakes of
anything, is different from that of which it does partake. Now the soul partakes of life, since
God wills it to live. Thus, then, it will not even partake [of life] when God does not will it to
live. For to live is not its attribute, as it is God’s; but as a man does not live always, and the
soul is not for ever conjoined with the body, since, whenever this harmony must be broken up,
the soul leaves the body, and the man exists no longer; even so, whenever the soul must cease
to exist, the spirit of life is removed from it, and there is no more soul, but it goes back to the
place from whence it was taken.’
CHAPTER VII.—THE KNOWLEDGE OF TRUTH TO BE SOUGHT FROM THE PROPHETS ALONE.
“ ‘Should any one, then, employ a teacher?’ I say, ‘or whence may anyone be helped, if not even
in them there is truth?’
“ ‘There existed, long before this time, certain men more ancient than all those who are
esteemed philosophers, both righteous and beloved by God, who spoke by the Divine Spirit,
and foretold events which would take place, and which are now taking place. They are called
prophets. These alone both saw and announced the truth to men, neither reverencing nor
fearing any man, not influenced by a desire for glory, but speaking those things alone which
they saw and which they heard, being filled with the Holy Spirit. Their writings are still extant,
and he who has read them is very much helped in his knowledge of the beginning and end of
things, and of those matters which the philosopher ought to know, provided he has believed
them. For they did not use demonstration in their treatises, seeing that they were witnesses to
the truth above all demonstration, and worthy of belief; and those events which have
happened, and those which are happening, compel you to assent to the utterances made by
116
them, although, indeed, they were entitled to credit on account of the miracles which they
performed, since they both glorified the Creator, the God and Father of all things, and
proclaimed His Son, the Christ [sent] by Him: which, indeed, the false prophets, who are filled
with the lying unclean spirit, neither have done nor do, but venture to work certain wonderful
deeds for the purpose of astonishing men, and glorify the spirits and demons of error. But pray
that, above all things, the gates of light may be opened to you; for these things cannot be
perceived or understood by all, but only by the man to whom God and His Christ have
imparted wisdom.’
CHAPTER VIII.—JUSTIN BY HIS COLLOQUY IS KINDLED WITH LOVE TO CHRIST.
“When he had spoken these and many other things, which there is no time for mentioning at
present, he went away, bidding me attend to them; and I have not seen him since. But
straightway a flame was kindled in my soul; and a love of the prophets, and of those men who
are friends of Christ, possessed me; and whilst revolving his words in my mind, I found this
philosophy alone to be safe and profitable. Thus, and for this reason, I am a philosopher.
Moreover, I would wish that all, making a resolution similar to my own, do not keep
themselves away from the words of the Saviour. For they possess a terrible power in
themselves, and are sufficient to inspire those who turn aside from the path of rectitude with
awe; while the sweetest rest is afforded those who make a diligent practice of them. If, then,
you have any concern for yourself, and if you are eagerly looking for salvation, and if you
believe in God, you may—since you are not indifferent to the matter —become acquainted
with the Christ of God, and, after being initiated, live a happy life.”
When I had said this, my beloved friends those who were with Trypho laughed; but he,
smiling, says, “I approve of your other remarks, and admire the eagerness with which you
study divine things; but it were better for you still to abide in the philosophy of Plato, or of
some other man, cultivating endurance, self-control, and moderation, rather than be deceived
by false words, and follow the opinions of men of no reputation. For if you remain in that
mode of philosophy, and live blamelessly, a hope of a better destiny were left to you; but when
you have forsaken God, and reposed confidence in man, what safety still awaits you? If, then,
you are willing to listen to me (for I have already considered you a friend), first be circumcised,
then observe what ordinances have been enacted with respect to the Sabbath, and the feasts,
and the new moons of God; and, in a word, do all things which have been written in the law:
and then perhaps you shall obtain mercy from God. But Christ —if He has indeed been born,
and exists anywhere—is unknown, and does not even know Himself, and has no power until
Elias come to anoint Him, and make Him manifest to all. And you, having accepted a
groundless report, invent a Christ for yourselves, and for his sake are inconsiderately
perishing.”
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EPÍSTOLA A DIOGNETO
De autor desconocido (la única referencia a su identificación en el epílogo de la
obra indica que el autor es un discípulo de los apóstoles), la Epístola a Diogneto está
enmarcada en la denominada apologética cristiana, género de defensa del Cristianismo
en la etapa de su consolidación doctrinal. La apologética dio pie a una rica divulgación
de los contenidos de la doctrina cristiana; sus interlocutores fueron judíos y paganos.
La Epístola a Diogneto se encuentra precisamente dirigida a un pagano ávido de
comprender el Cristianismo. El discurso del autor se encuentra estructurado en tres
puntos estrechamente vinculados entre sí:
Primero, describe la adoración cristiana mediante el contraste que tiene respecto de
sus correlatos pagano y judío. Después, reconoce el misterio implicado en el
Cristianismo. La razón de tal misterio se halla, reflexiona el autor, en que Dios sembró
en el cristiano una verdad que sobrepasa todo lo mortal. El autor observa la necesidad
que el hombre tiene de Dios y la concepción histórica y planificada del Cristianismo:
nadie pudo conocer a Dios sin que Dios se revelara y tal revelación constituye la
posibilidad de redención de las iniquidades humanas previas a tal revelación.
Finalmente, el autor señala qué debe haber en el pagano, esto es, en Diogneto, si
desea hacerse de la fe cristiana.
Tales puntos, es de resaltar, se encuentran ricamente expresados en el epílogo de la
epístola; el autor observa que ni hay vida sin conocimiento, ni conocimiento sano sin
verdadera vida y llama a que nuestro corazón sea conocimiento y nuestra vida
verdadera razón, verdaderamente comprendida.
EPISTLE OF MATHETES TO DIOGNETUS
CHAPTER I. — OCCASION OF THE EPISTLE.
Since I see thee, most excellent Diognetus, exceedingly desirous to learn the mode of
worshipping God prevalent among the Christians, and inquiring very carefully and earnestly
concerning them, what God they trust in, and what form of religion they observe, so as all to
look down upon the world itself, and despise death, while they neither esteem those to be gods
that are reckoned such by the Greeks, nor hold to the superstition of the Jews; and what is the
affection which they cherish among themselves; and why, in fine, this new kind or practice [of
piety] has only now entered into the world, and not long ago; I cordially welcome this thy
desire, and I implore God, who enables us both to speak and to hear, to grant to me so to
speak, that, above all, I may hear you have been edified, and to you so to hear, that I who
speak may have no cause of regret for having done so.
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CHAPTER II. — THE VANITY OF IDOLS.
Come, then, after you have freed yourself from all prejudices possessing your mind, and laid
aside what you have been accustomed to, as something apt to deceive you, and being made, as
if from the beginning, a new man, inasmuch as, according to your own confession, you are to
be the hearer of a new [system of] doctrine; come and contemplate, not with your eyes only,
but with your understanding, the substance and the form of those whom ye declare and deem
to be gods. Is not one of them a stone similar to that on which we tread? Is not a second brass,
in no way superior to those vessels which are constructed for our ordinary use? Is not a third
wood, and that already rotten? Is not a fourth silver, which needs a man to watch it, lest it be
stolen? Is not a fifth iron, consumed by rust? Is not a sixth earthenware, in no degree more
valuable than that which is formed for the humblest purposes? Are not all these of corruptible
matter? Are they not fabricated by means of iron and fire? Did not the sculptor fashion one of
them, the brazier a second, the silversmith a third, and the potter a fourth? Was not every one
of them, before they were formed by the arts of these [workmen] into the shape of these
[gods], each in its own way subject to change? Would not those things which are now vessels,
formed of the same materials, become like to such, if they met with the same artificers? Might
not these, which are now worshipped by you, again be made by men vessels similar to others?
Are they not all deaf? Are they not blind? Are they not without life? Are they not destitute of
feeling? Are they not incapable of motion? Are they not all liable to rot? Are they not all
corruptible? These things ye call gods; these ye serve; these ye worship; and ye become
altogether like to them. For this reason ye hate the Christians, because they do not deem these
to be gods. But do not ye yourselves, who now think and suppose [such to be gods], much
more cast contempt upon them than they [the Christians do]? Do ye not much more mock
and insult them, when ye worship those that are made of stone and earthenware, without
appointing any persons to guard them; but those made of silver and gold ye shut up by night,
and appoint watchers to look after them by day, lest they be stolen? And by those gifts which
ye mean to present to them, do ye not, if they are possessed of sense, rather punish [than
honour] them? But if, on the other hand, they are destitute of sense, ye convict them of this
fact, while ye worship them with blood and the smoke of sacrifices. Let any one of you suffer
such indignities! Let any one of you endure to have such things done to himself! But not a
single human being will, unless compelled to it, endure such treatment, since he is endowed
with sense and reason. A stone, however, readily bears it, seeing it is insensible. Certainly you
do not show [by your conduct] that he [your God] is possessed of sense. And as to the fact
that Christians are not accustomed to serve such gods, I might easily find many other things to
say; but if even what has been said does not seem to any one sufficient, I deem it idle to say
anything further.
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CHAPTER III. — SUPERSTITIONS OF THE JEWS.
And next, I imagine that you are most desirous of hearing something on this point, that the
Christians do not observe the same forms of divine worship as do the Jews. The Jews, then, if
they abstain from the kind of service above described, and deem it proper to worship one God
as being Lord of all, [are right]; but if they offer Him worship in the way which we have
described, they greatly err. For while the Gentiles, by offering such things to those that are
destitute of sense and hearing, furnish an example of madness; they, on the other hand by
thinking to offer these things to God as if He needed them, might justly reckon it rather an act
of folly than of divine worship. For He that made heaven and earth, and all that is therein, and
gives to us all the things of which we stand in need, certainly requires none of those things
which He Himself bestows on such as think of furnishing them to Him. But those who
imagine that, by means of blood, and the smoke of sacrifices and burnt-offerings, they offer
sacrifices [acceptable] to Him, and that by such honours they show Him respect, —these,
by supposing that they can give anything to Him who stands in need of nothing, appear to me
in no respect to differ from those who studiously confer the same honour on things destitute
of sense, and which therefore are unable to enjoy such honours.
CHAPTER IV. — THE OTHER OBSERVANCES OF THE JEWS.
But as to their scrupulosity concerning meats, and their superstition as respects the Sabbaths,
and their boasting about circumcision, and their fancies about fasting and the new moons,
which are utterly ridiculous and unworthy of notice,—I do not think that you require to learn
anything from me. For, to accept some of those things which have been formed by God for
the use of men as properly formed, and to reject others as useless and redundant,—how can
this be lawful? And to speak falsely of God, as if He forbade us to do what is good on the
Sabbath-days,—how is not this impious? And to glory in the circumcision of the flesh as a
proof of election, and as if, on account of it, they were specially beloved by God,—how is it
not a subject of ridicule? And as to their observing months and days, as if waiting upon the
stars and the moon, and their distributing, according to their own tendencies, the
appointments of God, and the vicissitudes of the seasons, some for festivities, and others for
mourning,—who would deem this a part of divine worship, and not much rather a
manifestation of folly? I suppose, then, you are sufficiently convinced that the Christians
properly abstain from the vanity and error common [to both Jews and Gentiles], and from the
busy-body spirit and vain boasting of the Jews; but you must not hope to learn the mystery of
their peculiar mode of worshipping God from any mortal.
CHAPTER V. — THE MANNERS OF THE CHRISTIANS.
For the Christians are distinguished from other men neither by country, nor language, nor the
customs which they observe. For they neither inhabit cities of their own, nor employ a peculiar
120
form of speech, nor lead a life which is marked out by any singularity. The course of conduct
which they follow has not been devised by any speculation or deliberation of inquisitive men;
nor do they, like some, proclaim themselves the advocates of any merely human doctrines.
But, inhabiting Greek as well as barbarian cities, according as the lot of each of them has
determined, and following the customs of the natives in respect to clothing, food, and the rest
of their ordinary conduct, they display to us their wonderful and confessedly striking method
of life. They dwell in their own countries, but simply as sojourners. As citizens, they share in all
things with others, and yet endure all things as if foreigners. Every foreign land is to them as
their native country, and every land of their birth as a land of strangers. They marry, as do all
[others]; they beget children; but they do not destroy their offspring. They have a common
table, but not a common bed. They are in the flesh, but they do not live after the flesh. They
pass their days on earth, but they are citizens of heaven. They obey the prescribed laws, and at
the same time surpass the laws by their lives. They love all men, and are persecuted by all. They
are unknown and condemned; they are put to death, and restored to life. They are poor, yet
make many rich; they are in lack of all things, and yet abound in all; they are dishonoured, and
yet in their very dishonour are glorified. They are evil spoken of, and yet are justified; they are
reviled, and bless; they are insulted, and repay the insult with honour; they do good, yet are
punished as evil-doers. When punished, they rejoice as if quickened into life; they are assailed
by the Jews as foreigners, and are persecuted by the Greeks; yet those who hate them are
unable to assign any reason for their hatred.
CHAPTER VI. — The relation of Christians to the world.
To sum up all in one word— what the soul is in the body, that are Christians in the world. The
soul is dispersed through all the members of the body, and Christians are scattered through all
the cities of the world. The soul dwells in the body, yet is not of the body; and Christians dwell
in the world, yet are not of the world. The invisible soul is guarded by the visible body, and
Christians are known indeed to be in the world, but their godliness remains invisible. The flesh
hates the soul, and wars against it, though itself suffering no injury, because it is prevented
from enjoying pleasures; the world also hates the Christians, though in nowise injured, because
they abjure pleasures. The soul loves the flesh that hates it, and [loves also] the members;
Christians likewise love those that hate them. The soul is imprisoned in the body, yet
preserves that very body; and Christians are confined in the world as in a prison, and yet they
are the preservers of the world. The immortal soul dwells in a mortal tabernacle; and Christians
dwell as sojourners in corruptible [bodies], looking for an incorruptible dwelling in the
heavens. The soul, when but ill-provided with food and drink, becomes better; in like manner,
the Christians, though subjected day by day to punishment, increase the more in number. God
has assigned them this illustrious position, which it were unlawful for them to forsake.
121
CHAPTER VII. — THE MANIFESTATION OF CHRIST.
For, as I said, this was no mere earthly invention which was delivered to them, nor is it a mere
human system of opinion, which they judge it right to preserve so carefully, nor has a
dispensation of mere human mysteries been committed to them, but truly God Himself, who
is almighty, the Creator of all things, and invisible, has sent from heaven, and placed among
men, [Him who is] the truth, and the holy and incomprehensible Word, and has firmly
established Him in their hearts. He did not, as one might have imagined, send to men any
servant, or angel, or ruler, or any one of those who bear sway over earthly things, or one of
those to whom the government of things in the heavens has been entrusted, but the very
Creator and Fashioner of all things—by whom He made the heavens—by whom he enclosed
the sea within its proper bounds—whose ordinances all the stars faithfully observe—from
whom the sun has received the measure of his daily course to be observed — whom the moon
obeys, being commanded to shine in the night, and whom the stars also obey, following the
moon in her course; by whom all things have been arranged, and placed within their proper
limits, and to whom all are subject—the heavens and the things that are therein, the earth and
the things that are therein, the sea and the things that are therein—fire, air, and the abyss—the
things which are in the heights, the things which are in the depths, and the things which lie
between. This [messenger] He sent to them. Was it then, as one might conceive, for the
purpose of exercising tyranny, or of inspiring fear and terror? By no means, but under the
influence of clemency and meekness. As a king sends his son, who is also a king, so sent He
Him; as God He sent Him; as to men He sent Him; as a Saviour He sent Him, and as seeking
to persuade, not to compel us; for violence has no place in the character of God. As calling us
He sent Him, not as vengefully pursuing us; as loving us He sent Him, not as judging us. For
He will yet send Him to judge us, and who shall endure His appearing? … Do you not see
them exposed to wild beasts, that they may be persuaded to deny the Lord, and yet not
overcome? Do you not see that the more of them are punished, the greater becomes the
number of the rest? This does not seem to be the work of man: this is the power of God; these
are the evidences of His manifestation.
CHAPTER VIII. — THE MISERABLE STATE OF MEN BEFORE THE COMING OF THE WORD.
For, who of men at all understood before His coming what God is? Do you accept of the vain
and silly doctrines of those who are deemed trustworthy philosophers? of whom some said
that fire was God, calling that God to which they themselves were by and by to come; and
some water; and others some other of the elements formed by God. But if any one of these
theories be worthy of approbation, every one of the rest of created things might also be
declared to be God. But such declarations are simply the startling and erroneous utterances of
deceivers; and no man has either seen Him, or made Him known, but He has revealed
122
Himself. And He has manifested Himself through faith, to which alone it is given to behold
God. For God, the Lord and Fashioner of all things, who made all things, and assigned them
their several positions, proved Himself not merely a friend of mankind, but also long-suffering
[in His dealings with them]. Yea, He was always of such a character, and still is, and will ever
be, kind and good, and free from wrath, and true, and the only one who is [absolutely]
good; and He formed in His mind a great and unspeakable conception, which He
communicated to His Son alone. As long, then, as He held and preserved His own wise
counsel in concealment. He appeared to neglect us, and to have no care over us. But after He
revealed and laid open, through His beloved Son, the things which had been prepared from
the beginning, He conferred every blessing all at once upon us, so that we should both share in
His benefits, and see and be active [in His service]. Who of us would ever have expected these
things? He was aware, then, of all things in His own mind, along with His Son, according to
the relation subsisting between them.
CHAPTER IX. — WHY THE SON WAS SENT SO LATE.
As long then as the former time endured, He permitted us to be borne along by unruly
impulses, being drawn away by the desire of pleasure and various lusts. This was not that He at
all delighted in our sins, but that He simply endured them; nor that He approved the time of
working iniquity which then was, but that He sought to form a mind conscious of
righteousness, so that being convinced in that time of our unworthiness of attaining life
through our own works, it should now, through the kindness of God, be vouchsafed to us;
and having made it manifest that in ourselves we were unable to enter into the kingdom of
God, we might through the power of God be made able. But when our wickedness had
reached its height, and it had been clearly shown that its reward, punishment and death, was
impending over us; and when the time had come which God had before appointed for
manifesting His own kindness and power, how the one love of God, through exceeding regard
for men, did not regard us with hatred, nor thrust us away, nor remember our iniquity against
us, but showed great long-suffering, and bore with us, He Himself took on Him the burden of
our iniquities, He gave His own Son as a ransom for us, the holy One for transgressors, the
blameless One for the wicked, the righteous One for the unrighteous, the incorruptible One
for the corruptible, the immortal One for them that are mortal. For what other thing was
capable of covering our sins than His righteousness? By what other one was it possible that
we, the wicked and ungodly, could be justified, than by the only Son of God? O sweet
exchange! O unsearchable operation! O benefits surpassing all expectation! that the wickedness
of many should be hid in a single righteous One, and that the righteousness of One should
justify many transgressors! Having therefore convinced us in the former time that our nature
123
was unable to attain to life, and having now revealed the Saviour who is able to save even
those things which it was [formerly] impossible to save, by both these facts He desired to lead
us to trust in His kindness, to esteem Him our Nourisher, Father, Teacher, Counsellor, Healer,
our Wisdom, Light, Honour, Glory, Power, and Life, so that we should not be
anxious concerning clothing and food.
CHAPTER X. — THE BLESSINGS THAT WILL FLOW FROM FAITH.
If you also desire [to possess] this faith, you likewise shall receive first of all the knowledge of
the Father. For God has loved mankind, on whose account He made the world, to whom He
rendered subject all the things that are in it, to whom He gave reason and understanding, to
whom alone He imparted the privilege of looking upwards to Himself, whom He formed after
His own image, to whom He sent His only-begotten Son, to whom He has promised a
kingdom in heaven, and will give it to those who have loved Him. And when you have attained
this knowledge, with what joy do you think you will be filled? Or, how will you love Him who
has first so loved you? And if you love Him, you will be an imitator of His kindness. And do
not wonder that a man may become an imitator of God. He can, if he is willing. For it is not
by ruling over his neighbours, or by seeking to hold the supremacy over those that are weaker,
or by being rich, and showing violence towards those that are inferior, that happiness is found;
nor can anyone by these things become an imitator of God. But these things do not at all
constitute His majesty. On the contrary he who takes upon himself the burden of his
neighbour; he who, in whatsoever respect he may be superior, is ready to benefit another who
is deficient; he who, whatsoever things he has received from God, by distributing these to the
needy, becomes a god to those who receive [his benefits]: he is an imitator of God. Then thou
shalt see, while still on earth, that God in the heavens rules over [the universe]; then thou shall
begin to speak the mysteries of God; then shalt thou both love and admire those that suffer
punishment because they will not deny God; then shall thou condemn the deceit and error of
the world when thou shall know what it is to live truly in heaven, when thou shalt despise that
which is here esteemed to be death, when thou shalt fear what is truly death, which is reserved
for those who shall be condemned to the eternal fire, which shall afflict those even to the end
that are committed to it. Then shalt thou admire those who for righteousness’ sake endure the
fire that is but for a moment, and shalt count them happy when thou shalt know [the nature
of] that fire.
CHAPTER XI. — THESE THINGS ARE WORTHY TO BE KNOWN AND BELIEVED.
I do not speak of things strange to me, nor do I aim at anything inconsistent with right
reason; but having been a disciple of the Apostles, I am become a teacher of the Gentiles. I
minister the things delivered to me to those that are disciples worthy of the truth. For who that
is rightly taught and begotten by the loving Word, would not seek to learn accurately the things
124
which have been clearly shown by the Word to His disciples, to whom the Word being
manifested has revealed them, speaking plainly [to them], not understood indeed by the
unbelieving, but conversing with the disciples, who, being esteemed faithful by Him, acquired
a knowledge of the mysteries of the Father? For which reason He sent the Word, that He
might be manifested to the world; and He, being despised by the people [of the Jews], was,
when preached by the Apostles, believed on by the Gentiles. This is He who was from the
beginning, who appeared as if new, and was found old, and yet who is ever born afresh in the
hearts of the saints. This is He who, being from everlasting, is to-day called the Son; through
whom the Church is enriched, and grace, widely spread, increases in the saints, furnishing
understanding, revealing mysteries, announcing times, rejoicing over the faithful, giving to
those that seek, by whom the limits of faith are not broken through, nor the boundaries set by
the fathers passed over. Then the fear of the law is chanted, and the grace of the prophets is
known, and the faith of the gospels is established, and the tradition of the Apostles is
preserved, and the grace of the Church exults; which grace if you grieve not, you shall know
those things which the Word teaches, by whom He wills, and when He pleases. For whatever
things we are moved to utter by the will of the Word commanding us, we communicate to you
with pains, and from a love of the things that have been revealed to us.
CHAPTER XII. — THE IMPORTANCE OF KNOWLEDGE TO TRUE SPIRITUAL LIFE.
When you have read and carefully listened to these things, you shall know what God bestows
on such as rightly love Him, being made [as ye are] a paradise of delight, presenting in
yourselves a tree bearing all kinds of produce and flourishing well, being adorned with various
fruits. For in this place the tree of knowledge and the tree of life have been planted; but it is
not the tree of knowledge that destroys— it is disobedience that proves destructive. Nor truly
are those words without significance which are written, how God from the beginning planted
the tree of life in the midst of paradise, revealing through knowledge the way to life, and when
those who were first formed did not use this [knowledge] properly, they were, through the
fraud of the Serpent, stripped naked. For neither can life exist without knowledge, nor is
knowledge secure without life. Wherefore both were planted close together. The Apostle,
perceiving the force [of this conjunction], and blaming that knowledge which, without true
doctrine, is admitted to influence life, declares, “Knowledge puffeth up, but love edifieth.” For
he who thinks he knows anything without true knowledge, and such as is witnessed to by life,
knows nothing, but is deceived by the Serpent, as not loving life. But he who combines
knowledge with fear, and seeks after life, plants in hope, looking for fruit. Let your heart be
your wisdom; and let your life be true knowledge inwardly received. Bearing this tree and
displaying its fruit, thou shalt always gather in those things which are desired by God, which
the Serpent cannot reach, and to which deception does not approach; nor is Eve then
125
corrupted, but is trusted as a virgin; and salvation is manifested, and the Apostles are filled
with understanding, and the Passover of the Lord advances, and the choirs are gathered
together, and are arranged in proper order, and the Word rejoices in teaching the saints,—by
whom the Father is glorified: to whom be glory forever. Amen.
126
LA MADURACIÓN DEL CRISTIANISMO
IV. LA MADURACIÓN DEL CRISTIANISMO
San Agustín
Pocos pensadores teológicos han tenido una influencia tan extensa como Agustín
de Hipona (354 – 430 d. C.). Incluso pensadores no cristianos contemporáneos han
recibido el influjo de la filosofía agustiniana. Para la tradición medieval, la figura de
Agustín se convirtió en una de las autoridades centrales en temas de teología. Sus
obras fueron una referencia inevitable en las discusiones teológicas posteriores a él.
Las confesiones es una de las obras más leídas de la historia; incluso por personas
no cristianas. Esto porque se considera una de las primeras autobiografías disponibles,
además de ser uno de los pocos accesos a la filosofía neoplatónica. Sin embargo, los
especialistas advierten varias precauciones necesarias al aproximarse al pensamiento
agustiniano en las Confesiones.
La primera precaución consiste en saber que las Confesiones no son una narración
exhaustiva de la vida de san Agustín. La finalidad de la narrativa agustiniana no es la
de reflejar al pie de la letra la totalidad de sus vivencias. La obra pretende que el lector
comprenda la narrativa a la luz de su sentido: la búsqueda de Dios.
El lector también debe estar prevenido de la formación retórica de Agustín. El
desarrollo de la obra no sigue una línea del todo lógica. Podrá sorprender, por ejemplo,
la diversidad de temas que se desarrollan en una obra supuestamente autobiográfica.
Ejemplo de ello es la caracterización del tiempo en el libro XI. Por otro lado, también
hay temas que podrían considerarse incompatibles con una obra teológica. Tal es el
caso de la ruptura amorosa narrada en el libro VI.
Estos aparentes desatinos deben interpretarse a la luz de una tesis central y en la
que el santo de Hipona es pionero: la interioridad como el acceso a lo divino. La
narrativa de las Confesiones toma gradualmente una tónica mucho más espiritual. Es
entonces cuando se ve la estrategia argumentativa de Agustín. Lo que busca mostrar
es el deseo del alma por alcanzar la trascendencia y superar los límites materiales.
Este énfasis en la interioridad es una de las interpretaciones más novedosas del
cristianismo y una de las manifestaciones más claras de cómo la filosofía puede
colaborar con la fe. La influencia neoplatónica se ve en la interpretación de la narrativa
interior como la búsqueda de trascendencia.
La filosofía agustiniana resultó determinante para el espíritu medieval. No sólo por
la autoridad intelectual con la que fue investida, sino también por dar forma a la
argumentación teológica y la exégesis bíblica. Esta actitud frente a posturas distintas
al cristianismo no es una de rechazo absoluto, como podría pensarse. Más bien, ésta
consiste esencialmente en el diálogo y el intento de conciliación.
128
CONFESIONES (selección)
I, 7
Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza;
permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, que se ríe de mí, a quien
hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, me refiero a
esta vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas me recibieron los consuelos de tus misericordias
según he oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de
mí nada recuerdo. Me recibieron, digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni mi
madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú quien, por medio de ellas, me
dabas el alimento aquel de la infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos por ti hasta
en el fondo mismo de las cosas.
Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas
quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme aquello
de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el recibir yo aquel bien mío de ellas,
aunque, realmente, no era de ellas sino tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden,
ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y de ti, Dios mío, proviene toda mi salud. Todo esto
lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos bienes que me concedías
interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme con los
halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más.
I, 13
¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido?
No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien claro. En cambio, las latinas me gustaban con
pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados
gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me
fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto
sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve?
Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho
ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más
útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas,
olvidado de mis errores, y a que llorara a Dido muerta, que se suicidó por amores, en
circunstancias que mientras tanto, yo mismo muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos
débiles, toleraba mi extrema miseria.
I, 16
129
Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y
no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aún ahora no he podido acabar de averiguar
el motivo.
Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que
podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman
gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y
contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.
Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida,
por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es como un soplo de
aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era
mejor y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también
ahora, ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero.
Pero en el otro estudio, a que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados
rumbos de no sé qué Eneas olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de
Dido, que por amor de Eneas se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la
muerte que a mí mismo me daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi
vida.
¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no
tenía lástima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su
grande amor a Eneas, no llorando mi propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío,
luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la
capacidad de mi entendimiento?
No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas partes
oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese
apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera
en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.
No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mató a sí
misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos,
y portándome como terreno en tener puesta mi afición en cosas de la tierra. Y estaba tan
aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría
mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes
locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras, y su
estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.
Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad
diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera.
Porque a la verdad yo más quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y
las demás historietas a este modo, que el escribir y leer.
130
Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o
cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fábulas ocultan, cuanto
para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.
No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra
presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las
erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el
camino de vuestras santas leyes y preceptos.
No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y
reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a
Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que
saben algo más, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe
el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y
conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados
por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les
preguntara cuál sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u
olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no
estuviese olvidado enteramente de sí mismo?
Luego aun siendo muchacho hacía yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas
cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba
mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mi repugnancia a los primeros
principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo
mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un
pasaje muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya
y la sombra de Creúsa.
I, 17
Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los
desatinos en que lo ejercitaba.
Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante
desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a
que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues,
por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía
impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno
las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos
en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más
alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos de ira y
sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que
131
había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna
las sentencias.
Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir
lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y
condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor
en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de
que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi
corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a
ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno
solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.
IV, 2
2. Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe
vencer y dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero
bien sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que
comúnmente se llaman buenos los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar
engaños, no para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender
alguna vez al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por
un camino tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que
enseñaba a los que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.
En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio,
sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba
también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor
conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el
cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de
nacido los obliga a que le tengan amor.
IV, 3
3. También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición
pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que
él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí
que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e
inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus
sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que
hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien
conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella
maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros
132
sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no
es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose
de los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios,
siendo así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa
es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y
diversión con nuestros errores?
V, 3
3. Quiero hablar en presencia de mi Dios acerca de aquel año, que fue el veintinueve de mi
edad. Ya había venido a Cartago cierto obispo de los maniqueos, que se llamaba Fausto, gran
lazo del demonio, en que muchos se enredaban y caían engañados con la suavidad de sus
palabras. Yo también alababa su elocuencia, pero distinguía entre el modo de decir y la verdad
de las cosas que se dicen, la cual buscaba yo y deseaba aprender ansiosamente; así más atendía
a ver qué manjar de ciencia me ofrecía para mi sustento aquel Fausto, tan famoso entre ellos,
que no al plato de palabras hermosas en que la proponía. Antes de verle y oírle sabía yo que
tenía fama de hombre muy instruido en todas las ciencias, y docto perfectamente en las artes
liberales. Y como yo había leído muchas obras de filósofos, y las conservaba en la memoria,
comparaba alguna de sus doctrinas y sentencias con las grandes y largas fábulas de los
maniqueos, y me parecían mucho más probables las cosas que enseñaron aquellos filósofos,
cuyo ingenio y estudio bastó para averiguar muchas cosas de este mundo, aunque no llegaron a
conocer al Autor de él, porque siendo Vos tan grande, miráis desde cerca a los humildes y os
alejáis de los espíritus que conocéis excelsos y orgullosos. Así no os acercáis sino a los que
tienen un corazón contrito, ni permitís que os hallen los sabios, aunque haya llegado a tanto su
curiosidad y ciencia, que sepan el número de las estrellas del cielo y de las arenas del mar, o
tengan medidas las regiones celestiales y averiguado el curso de los astros.
4. Con el entendimiento e ingenio que Vos les concedisteis investigaron todas estas cosas y
hallaron la verdad en muchas de ellas; también llegaron a anunciar los eclipses del Sol y de la
Luna muchos años antes que sucediesen, y en qué día y en qué hora habían de suceder, y
cuánta parte de ellos se habían de eclipsar. Y les salió tan verdadero su cómputo, que sucedió
del mismo modo que lo habían pronosticado. Además de esto inventaron y dejaron reglas
seguras que hoy día se leen y sirven, y con ellas se pronostica en qué año, en qué mes del año,
en qué día del mes, en qué hora del día y en cuánta parte de su luz se ha de eclipsar la Luna o el
Sol, y vendría a suceder infaliblemente como lo han pronosticado.
Los hombres que no saben estas reglas se admiran y se pasman; los que las saben se alegran
y se envanecen, y con esta impía soberbia se apartan de Vos y padecen la falta de vuestra luz, y
viendo tanto antes el defecto del Sol, que es futuro, no ven su defecto, que está presente,
porque no indagan piadosa y cristianamente el origen de donde les ha venido aquel ingenio
133
capaz de hacer estas investigaciones. Dado caso que descubran y hallen que Vos sois quien les
ha hecho y creado, no se entregan a Vos para que conservéis lo mismo que habéis hecho, ni
sacrifican en honra vuestra lo que ellos han hecho en sí mismos, degollando en lugar de aves
sus altanerías, que los elevan hasta las nubes; matando sus vanas curiosidades, que como los
peces penetran los senos más ocultos del abismo; y haciendo morir a sus sensualidades y
lujurias en lugar de las fieras y animales del campo, para que Vos, Dios mío, que sois un fuego
consumidor, abraséis todos estos afectos y cuidados mortíferos, dándoles un nuevo ser y vida
inmortal.
5. Pero ellos no dieron con el camino que lleva a este conocimiento, pues no conocieron a
vuestro Verbo eterno, por el cual hicisteis las estrellas y demás criaturas que ellos cuentan y
numeran, y a los mismos que las cuentan, y a los sentidos con que miran las mismas cosas que
cuentan, y al entendimiento con que ajustan esta cuenta, porque no hay cuenta ni número de
vuestra infinita sabiduría. Pero ese vuestro Unigénito se hizo Él mismo nuestra sabiduría,
nuestra justicia, nuestra santificación y quiso ser contado y entrar en el número de los hombres,
y como tal pagó tributo al César.
No atinaron aquellos filósofos con este camino, por el cual bajasen desde sí mismos hasta
llegar a Él, y por Él mismo humanado, subiesen a conocerle creador de todo. No conocieron
este camino: por eso piensan que son tan sublimes y resplandecientes como las estrellas, y esto
los hizo caer precipitadamente en tierra, y su necio corazón se oscureció y quedó sin luz
alguna. Ellos dicen de las criaturas muchas cosas verdaderas; pero como no buscan con
veneración piadosa la verdad, que es el artífice de las criaturas, por eso no la hallan,
conociendo que es el verdadero Dios, no le honran y glorifican como a Dios, ni le dan gracias
por sus obras; antes se desvanecen en sus pensamientos y dicen que son sabios. Se atribuyen a
sí mismos los que son dones vuestros, al mismo tiempo que con ceguedad perversa os quieren
atribuir las que son obras suyas, esto es, apropiando a vuestra naturaleza mentiras y falsedades,
siendo Vos la verdad por esencia, y trasladando la gloria y honra debida a un Dios
incorruptible a la semejanza e imagen de los hombres corruptibles, y de las aves, de los
cuadrúpedos y de las serpientes, de modo que toda vuestra verdad la truecan en mentira,
dando a las criaturas la adoración y el culto en lugar de tributárselo al Creador.
6. No obstante, yo conservaba en mi memoria muchas cosas verdaderas que ellos dijeron de
las criaturas y la cuenta y razón que ellos enseñaron por los números y orden de los tiempos
me salía puntual y conforme a los visibles testimonios de los astros; pero comparando esto con
la doctrina de Maniqueo, que sobre éstas escribió muchísimos delirios y extravagancias, no
hallaba de ningún modo cómputo ni razón de los solsticios, ni de los equinoccios, ni de los
eclipses de Sol y Luna, ni de otras cosas semejantes que yo había aprendido en los libros de la
sabiduría de este universo. A pesar de eso se me mandaba que creyese todo aquello, lo cual no
134
venía bien con las otras reglas y razones que tenía yo muy averiguadas por los cálculos y
números, y por lo que veía con mis ojos; antes era muy diferente uno de otro.
VI, 6
9. Ardía mi alma en deseos de honores, de riquezas y de matrimonio, y Vos, Señor, os
burlabais de mis ansias y proyectos. Padecía en semejantes deseos amarguísimos trabajos,
siéndome Vos en esto tanto más propicio y favorable, cuanto menos permitíais que hallase
dulzura en todo lo que no erais Vos. Ved cómo os manifiesto todo mi corazón, pues habéis
querido, Señor, que me acuerde de todos estos beneficios y os rinda gracias por ellos. Haced
que de aquí en adelante esté mi alma unida a Vos, que la desembarazasteis de aquella tan tenaz
y pegajosa liga de la muerte.
¡Qué infeliz era aquel estado de mi alma, cuando Vos teníais que punzarla en lo más
delicado y sensible de sus llagas, para que dejadas todas las cosas se convirtiese a Vos, que sois
sobre todas ellas, y convirtiéndose a Vos lograse su sanidad! ¡Qué miserable era yo entonces y
de qué modo hicisteis que conociese mi miseria! Llegó el día en que habiéndome preparado
para decir en alabanza y presencia del emperador un panegírico, en el cual había de mezclar
mentiras y lisonjas con que merecer el aplauso y favor de los mismos que sabían la falsedad de
mis elogios, en aquel día, pues, en que mi corazón no respiraba sino estos cuidados, abrasado
en los ardores de varios pensamientos que le angustiaban, pasando por una calle de Milán, eché
de ver a un pobre mendigo, que después de bien harto, según creo, estaba retozando y
alegrándose. Esta ocasión me hizo suspirar y decir a los amigos que me acompañaban muchos
sentimientos y quejas de nuestras locuras, pues con todos nuestros estudios y conatos, cuáles
eran los que entonces me afligían, estimulándome con los acicates de mis codicias y ambiciones
a traer sobre mí la pesada carga de mi infelicidad, y haciéndola más pesada sólo con traerla, no
pretendía otra cosa ni aspiraba a otro fin que llegar a conseguir una alegre tranquilidad, adonde
había llegado antes que nosotros aquel pobre mendigo, y acaso no llegaríamos jamás a
conseguirla. Porque la alegría de una felicidad temporal, que aquel pobre había alcanzado ya
con unos pocos dineros que le habían dado de limosna, esa misma era la que yo anhelaba y la
que buscaba por tan penosos caminos y trabajosos rodeos. Es cierto que la alegría que aquel
pobre gozaba no es la verdadera alegría, pero mucho más falsa era la que yo buscaba por los
medios que me sugería mi ambición, y a lo menos aquel pobre estaba alegre y yo angustiado, él
estaba seguro y yo temeroso.
Ahora bien, si alguno me pregunta qué querría más, estar con alegría o estar con temor,
respondería sin duda que más querría estar alegre. Y si me volviera a preguntar si quería más
ser tal como era aquél o ser tal como me hallaba entonces, escogiera primero ser lo que yo era,
aunque tan lleno de cuidados y temores; pero esta elección la haría mi perversidad, no la recta
razón fundada en la verdad. Porque el ser yo más sabio que él no era la razón que me debía
135
mover para anteponer mi estado al suyo, supuesto que de mi ciencia no sacaba yo gozo ni
alegría, sino que me valía de ella para agradar a los hombres, no con el fin de instruirlos, sino
solamente con el designio de agradarles. Por eso Vos, Dios mío, con el báculo de vuestra
corrección y enseñanza quebrantabais los huesos de mi dureza.
10. Nadie diga, pues, que hay mucha diferencia en los motivos y causas que tiene un
hombre para su alegría, pues que si aquel mendigo se alegraba con su embriaguez, yo deseaba
alegrarme con aplauso y gloria. Porque ¿con qué gloria, Señor, había de alegrarme, siendo una
gloria que no estaba en Vos? Que si la alegría de aquel pobre no era verdadera, tampoco era
verdadera gloria la que yo buscaba y que entorpecía y trastornaba mi razón, más que al otro su
embriaguez. Además en aquella misma noche había de digerir aquel mendigo el vino con que
se había embriagado, pero yo había ya muchos días que dormía y me levantaba con mi
embriaguez, y había de proseguir durmiendo y volviéndome a levantar muchos días sin
desecharla.
Es verdad que debe considerarse la diferencia que hay entre los motivos y causas de la
alegría; bien lo conozco, y lo sé, que la alegría que nace de la esperanza cristiana es mayor
incomparablemente que la que provenía de aquella vanagloria. Aun bajo este concepto, entre
mí y el pobre había una distancia y diferencia muy grande, conviene a saber, que él era
actualmente más feliz que yo, no sólo porque estaba rebosando alegría, al mismo tiempo que
yo estaba lleno de cuidados que me arrancaban las entrañas, sino también porque él con
buenas palabras había adquirido el vino y yo con mentiras buscaba mi vanagloria.
Estas y otras muchas cosas semejantes dije entonces a mis amigos, y en tales reflexiones que
hacía con frecuencia consideraba cuál era mi estado y cuán mal me hallaba; y en medio del
sentimiento y tristeza que me causaba esto, duplicaba mi mal de tal modo, que si me sucedía
alguna cosa favorable, tenía repugnancia a aprovecharme de ella, porque, casi antes de asirla, se
me iba de las manos y volaba.
VI, 7
11. Sentíamos y llorábamos estas cosas todos los que vivíamos junta y amigablemente, pero
en especial, y con grandísima familiaridad y confianza, las trataba con Alipio y Nebridio, el
primero de los cuales era como yo, natural de Tagaste, de las más nobles y primeras familias de
aquel pueblo, si bien era más joven, pues había sido mi discípulo cuando comencé a enseñar en
dicha ciudad, y luego después en Cartago. Éste me amaba mucho, porque me tenía por
hombre de bien y docto; e igualmente amábale yo por su bella índole y gran muestra que daba
de virtud, que aun en sus pocos años se descubría. Pero la impetuosa corriente de las
costumbres de los cartagineses, aficionadísimos a vanos espectáculos, le había sumergido y
llevado a la locura de los juegos circenses. Al mismo tiempo que él andaba miserablemente
envuelto y agitado de estas olas, enseñaba yo la retórica en las escuelas públicas de la ciudad,
136
pero él todavía no estudiaba conmigo entonces, ni me tenía por maestro, a causa de cierto
disgusto que entre su padre y yo se había suscitado.
La noticia que yo tenía de su funesta pasión por aquellos juegos me afligía gravemente, por
parecerme que estaban para perderse o ya podían darse por perdidas las grandes esperanzas
que de él se tenían. Mas no tenía yo proporción alguna para amonestarle con la satisfacción de
amigo, ni para apartarle de aquellos juegos con alguna reprensión, usando con él de la
autoridad de maestro, porque yo juzgaba que en orden a mí estaría en la misma disposición que
su padre, y a la verdad no era así. En efecto, posponiendo él la voluntad de su padre, en cuanto
al resentimiento que había entre los dos, me había comenzado a saludar y a venir a mi aula,
donde estaba un rato oyendo lo que yo explicaba y luego se iba.
12. Se me había olvidado en todas estas ocasiones el tratar con él lo que tenía pensado, para
que su pasión ciega y violenta por aquellos vanos e inútiles juegos no apagase las luces de tan
buen ingenio. Pero Vos, Señor, que con altísima providencia gobernáis todas las cosas que
habéis creado, no os olvidasteis de Alipio, a quien habíais destinado para que fuese pastor de
vuestros hijos y ministro que les dispensase vuestros Sacramentos; y para que su corrección se
atribuyese a Vos solamente, la obrasteis por medio de mí, pero sin saberlo ni advertirlo yo.
Porque un día, estando yo en mi escuela, sentado en el lugar que acostumbraba y delante de
mis discípulos, vino Alipio, me saludó, tomó asiento y se puso a atender a las cosas que yo
estaba tratando. Por casualidad tenía cierta lección entre manos que, para declararla de modo
que su explicación se hiciese más perceptible y gustosa, me pareció que era oportuno traer la
similitud y ejemplo de lo que sucedía en los juegos del circo, haciendo burla y como satirizando
a los que se dejaban cautivar de semejante locura. Bien sabéis Vos, Dios y Señor Nuestro, que
por entonces no pensaba yo en sanar a Alipio de aquella contagiosa enfermedad, mas él tomó
para sí lo que yo dije y creyó que solamente lo había dicho por él. Y lo que hubiera sido para
otro causa de enojarse conmigo, aquel prudente mancebo lo tomó por motivo para enojarse
contra sí y para encenderse en amor vivo, verificándose lo que mucho tiempo antes habíais
dicho e insertado en vuestras Sagradas Escrituras: Reprende al sabio y él te amará. Y
ciertamente que no era yo quien le había reprendido, sino que Vos, Dios mío, que usáis de
todos los hombres como de instrumentos, ya con advertencia suya, ya sin ella, con aquel justo
orden que Vos sólo conocéis, formasteis de mi corazón y lengua carbones encendidos con que
cauterizar la podrida llaga que aquel joven de tan buenas esperanzas tenía en el ánimo para
sanarle con aquel cauterio.
Solamente podrá callar vuestras alabanzas quien no considere vuestras misericordias; las
cuales me obligan a que yo os confiese y alabe con lo más íntimo de mi corazón, acordándome
de que al instante que él acabó de oír aquellas palabras, salió de aquella hoya profunda en que
voluntariamente se había hundido y en que perseveraba ciego con aquel miserable deleite; y
sacudiendo su ánimo con una fuerte templanza, saltaron fuera de él todas las manchas y lodos
137
de aquellos juegos del circo, y no volvió jamás ni se acercó a ellos. Además de esto, venció la
repugnancia que había en su padre para que yo fuese su maestro; y al fin, el padre cedió y se lo
concedió. Volviendo a ser mi discípulo segunda vez, se hizo también compañero y participante
de mi superstición, amando él en los maniqueos aquella continencia que aparentaban y que
creía legítima y verdadera. Pero ella era fingida y engañosa, acomodada sólo a cautivar almas
sencillas y preciosas, que no sabiendo todavía llegar a lo profundo e interior de la virtud
verdadera, son fáciles de engañar con el buen exterior de la virtud fingida y aparente.
VI, 8
13. Continuando Alipio la carrera regular de los estudios, que sus padres le habían
encargado mucho que siguiese, antes que yo se fue a Roma, para aprender allí el derecho,
donde se dejó arrebatar increíblemente de una extraordinaria afición y ansia de asistir al
espectáculo de los gladiadores.
Porque siendo así que él aborrecía tales espectáculos y le horrorizaban, encontrándose un
día de los que estaban dedicados a tan crueles como funestos juegos con unos amigos y
condiscípulos suyos, que venían de comer, con una amigable y familiar violencia le llevaron al
anfiteatro, no obstante que él lo rehusó y resistió fuertemente, y que les iba diciendo: Aunque a
mi cuerpo le llevéis por fuerza a ese lugar y le coloquéis en él, ¿por ventura podréis obligar a
mis ojos ni a mi alma a que atienda y mire tan bárbaros espectáculos? Por lo cual yo estaré allí
como si no estuviera, y de este modo triunfaré de vosotros y de tales espectáculos. Mas ellos,
aunque oyeron esto, no desistieron de su empresa y le llevaron consigo, acaso deseando
experimentar si podía cumplir lo que había dicho.
Habiendo llegado allá y tomado los asientos que pudieron, en todo aquel gran concurso no
se veía otra cosa que deleites crudelísimos. Cerrando Alipio las puertas de sus ojos, estorbó que
su alma saliese a ver tantos males, ¡y ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos!
Porque en un lance de aquella lucha fue tan grande el clamor de todo el pueblo, que movido
fuertemente de aquellas voces y vencido de la curiosidad (pareciéndole que estaba prevenido
interiormente para despreciarlo, fuese ello lo que fuese, y quedar victorioso), abrió los ojos y
recibió mayor herida en su alma que el otro a quien deseaba ver había recibido en el cuerpo.
Así cayó él más lastimosa y miserablemente que el otro a quien quiso ver, cuya caída ocasionó
aquella gritería, que entrándole por los oídos, le hizo abrir los ojos, para que su ánimo, que
entonces era aún más presuntuoso que fuerte, fuese herido y derribado, y conociese que tanto
era más flaco, cuanto más había presumido de sí mismo, debiendo solamente confiar en Vos.
Porque luego que vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la crueldad, pues no los
apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo
se iba deleitando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan sangriento deleite.
138
Ya no era verdaderamente el mismo que había venido, sino uno de los muchos que allí
estaban y con quienes se había mezclado, y verdadero compañero de aquéllos que por fuerza le
habían atraído. Pero ¿qué hay que decir más? Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó consigo la
loca afición que le estimulase a volver, no sólo igualando en esta afición a los otros que le
habían llevado a él, sino aventajándose a ellos y llevando también a otros.
Pero Vos, Señor, con vuestra mano omnipotente y misericordiosa le sacasteis también de
aquel abismo y le enseñasteis a que no presumiese ni confiase de sí mismo, sino de Vos
solamente, aunque esto fue mucho después.
VI, 9
14. Todo este suceso se conservó en su memoria para que más adelante le sirviese de
medicina, como también el otro lance, que siendo estudiante todavía y discípulo mío, le
sucedió en Cartago, pues estando él al mediodía en la plaza repasando la lección que había de
dar después, como se acostumbra para ejercitar a los estudiantes, Vos, Señor, permitisteis que
los guardas de dicha plaza lo prendiesen como ladrón. Lo cual, Dios y Señor nuestro, no me
persuado que lo permitisteis por otra causa o motivo sino a fin de que aquél que había de ser
tan grande hombre comenzase a aprender desde entonces cuán necesaria es una madura
consideración en el conocimiento de las causas y delitos de los hombres, y no determinarse a
condenar un hombre a otro ligeramente, llevado de una temeraria credulidad.
Fue el caso que Alipio se paseaba sólo delante de la casa del consistorio con sus tablas y
punzón de hierro, con que entonces se escribía, cuando hete aquí que un mozuelo del número
también de los estudiantes, pero verdadero ladrón, llevando escondida un hacha, se entró sin
verle Alipio hasta los enrejados de plomo que vienen a dar a la platería y sobre las tiendas de
los plateros y comenzó a cortar el plomo de aquellas rejas. Al ruido del hacha dieron voces los
plateros que estaban debajo y enviaron a algunos que fuesen allá arriba y prendiesen a
cualquiera que por casualidad hallasen. El muchacho, habiendo oído las voces de aquéllos, se
escapó dejándose allí el hacha, temiendo ser cogido con ella en las manos. Alipio, que no le
había visto entrar, le sintió salir y le vio escapar corriendo. Deseando saber la causa por qué
huía, se entró hasta aquel paraje y, hallando el hacha, se puso a mirarla y se estaba allí parado
admirándose del hecho. Los que habían sido enviados a prender al ladrón encontraron sólo a
Alipio, que tenía en la mano el hacha, a cuyos golpes habían acudido ellos. Echan mano de él,
le llevan por fuerza y, juntándose todos los inquilinos de dicha casa, se gloriaban de haberle
cogido como a manifiesto ladrón, y desde allí le llevaban a presentarle al juez.
15. Hasta aquí no más llegó la enseñanza que había menester, porque al instante, Señor,
acudisteis a socorrer su inocencia, de la cual sólo Vos erais testigo. Pues cuando le llevaban a la
cárcel o al castigo, les salió al encuentro un arquitecto, cuyo empleo principal era el cuidado de
los edificios públicos. Los que le llevaban se alegraron de haberse encontrado
139
determinadamente con aquél, que sospechaba de los inquilinos de las Casas consistoriales
siempre que faltaba alguna cosa de ellas, para que conociese quién era el que hurtaba aquellas
cosas.
Este arquitecto había visto muchas veces a Alipio en casa de un senador, a quien él solía
visitar a menudo; así que le conoció, cogiéndole de la mano le apartó de aquel tropel, y
preguntándole la causa de tan grave mal, le informó Alipio de la verdad del hecho. Entonces
vuelto el artífice a toda aquella gente alborotada que se hallaba presente y se explicaba con
furiosas amenazas, mandó a todos que le siguiesen, y todos juntos fueron a la casa del
mancebo autor del delito. Delante de la puerta había un muchachuelo de la misma casa, de tan
poca edad, que fácilmente pudo declarar todo el suceso sin recelar que a su amo se le siguiese
daño alguno, pues era paje de aquel mismo mancebo a quien había seguido y acompañado
cuando iba a cometer su atentado. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo también al
arquitecto. Éste enseñó el hacha al muchacho, preguntándole de quién era. Sin detenerse,
respondió el chico: Es nuestra; y consecutivamente fue descubierto todo lo demás, según se le
fue preguntando.
Así, recayendo el delito sobre los de aquella casa, y quedando corrida toda aquella multitud
de gente que había comenzado ya a triunfar de Alipio, éste, que había de llegar a ser en vuestra
Iglesia predicador de vuestra divina palabra, y juez que había de fallar en su diócesis muchas
causas eclesiásticas, se retiró de allí mucho más instruido a costa de su experiencia propia.
140
DE LA CIUDAD DE DIOS (selección)
LIBRO II
CAPÍTULO VII. Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina,
pues a uno que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los
hombres averiguaron.
Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y
disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su origen en
Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos, porque. Grecia ha
venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y documentos de
los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes, poseyendo natural-mente sutilísimos
ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en
los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o
huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente las
reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no
concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio
divino, cosas grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de
conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y
caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el
campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo
cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de nuestro gran
Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir para vivir bien
y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado las
honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de
Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran los
hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los demás
actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente torpes, que suelen celebrarse
en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para
instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de
los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los
que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de
un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o
en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que,
mirando un cuadro colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de
que en cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta
alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un
dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando
141
desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he
ejecutado y de muy buena gana.
CAPÍTULO XVII. Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en
los tiempos que tenían por buenos.
Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo
romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto por
las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de
las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las hijas de sus vecinos,
bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas por mujeres con voluntad de sus
padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas
los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera
la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de
habérselas pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por habérselas robado.
Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte pudiera
favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacía en negarles sus hijas
por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con el derecho de la
guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le habían negado; lo que
sucedió muy al contrario -ya que sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido
concedida-, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se agraviaron de un
crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por
suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño
permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica
ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en haber canonizado por
su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre
autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad resultó que, después de
desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul
Junio Bruto hizo por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su
compañero en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que
tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción
fea efectuó con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el
consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón
singular de aquel tiempo, que al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas
veces había tenido tan funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma
Roma, venció con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo
romano, ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta
en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la
142
insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que,
estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de
estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de volver a
librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir
relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos
procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos
partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y
justicia.
LIBRO IV
CAPÍTULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su
imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de
por sí, el amparo de una sola cosa.
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos
cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en
empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la
diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina,
denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las
criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo
lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados
volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se
contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que
encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a
la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una
vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban
debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido
de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las
trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la
Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y,
con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos
abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan
y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos
y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga
la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia,
cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los
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arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se
avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se
atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano;
pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en
general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo
tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su
poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había
de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga,
sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es
hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea,
para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese
cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?
CAPÍTULO XLII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un
solo Dios.
Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales,
como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es
Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal,
esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que
azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios
lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del todo
estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes
son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares
vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben
adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo
pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les
fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál
será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás
en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede
ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?
LIBRO V
CAPÍTULO XII
Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero
Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio.
Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes
quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su
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Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de
averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito,
manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los
dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí
hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya
persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que
tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa
voluntad del sumo y verdadero Dios.
Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque
como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y
sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran
aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria
inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir.
Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de
gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar,
glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese
señora absoluta.
De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, «establecieron su gobierno
anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o
señores de reinar o dominar» con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se
dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos,
como queda dicho, de regir, paro el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de
persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y
mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda.
Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el
mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad -cosa increible-,
habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo
de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas
maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres.
Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César,
diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su
valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones,
aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el
mérito de César, pone que deseaba para sí el generalato (mejor dijera toda la autoridad
republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra,
donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los
hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la
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guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese
ocasión para poder ellos manifestar su valor.
La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que
aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por
codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo
otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en
su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a
las armas con extraordinario denuedo y fiereza.»
Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos
soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en
el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio
y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice:
«También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire,
mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el
mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando
años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se
enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a
Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como
presente.
He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida la
libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores
elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y
artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de
reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las
imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al
vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los
movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de
regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la
paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y
profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y
a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y
acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus infelices
ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían pasado y
sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos
cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio
de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al principio más
ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este
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vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los
desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el
otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.» Los medios
limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al
mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las
procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como
al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas particularidades las
tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los
templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron
contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones peculiares que con acede
Dios gratuitamente a los mortales.
De donde puede colegirse el fin que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde la
referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la
virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto
es, con cautelas y engaños.
Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria
tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y
opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que
no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo
que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro
lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se
podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro».
Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos
apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben
seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el
sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad
estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos
personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se
aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué
tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros
antepasados acrecentaron la República con las armas. Si así fuera, tuviéramosla mucho más
hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y
caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos
nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento
de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de
pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No
hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están
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en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en
privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y
del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin
defensa».
Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de
los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les
prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité
en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la
escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el
principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de
Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación.
Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a usanza
de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con los demás.
El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían ser señores y
otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los
ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero
unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados y
atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de esos pocos buenos,
como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo él las muchas y preclaras hazañas
realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar, por el pueblo romano, se interesó por
averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los
romanos habían peleado con un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos;
conocía las guerras libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de
mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado
todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la
poquedad a la multitud. «Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la
república con su grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados».
Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando
por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria
doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas
fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario:
públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia.
CAPÍTULO XV
Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos.
Aquellos a quienes no habla de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en
su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el
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culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les
concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara
sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de
aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres,
dice también el Señor: «De verdad os dije que ya recibieron su recompensa. Pues bien, éstos
despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su
tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su
patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas
estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y
así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes,
y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la redondez
del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero
Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.
LIBRO XII
CAPÍTULO XXI. De la impiedad de los que dicen que las almas que gozan de la suma y
verdadera bienaventuranza han de tornar a volver una y otra vez por los circuitos de los
tiempos a las mismas miserias y aflicciones pasadas.
¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida
con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón
puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos
libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por
medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos
bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella
inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea
preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad,
verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y
abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por
medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya
de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han
sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda tener noticia exacta de sus obras en ciertos y
limitados circuitos que van y vuelven constantemente por nuestras falsas felicidades y
verdaderas miserias que aunque alternas con la revolución incesable, son sempiternas; porque
no puede cesar de hacer, ni con su ciencia comprender las cosas que son infinitas. ¿Quién
puede escuchar esta doctrina? ¿Quién darla crédito? ¿Quién puede sufrirla? Que si fuese
verdad, no sólo con más cordura se pasara en silencio, sino también (por decir según mi
posibilidad lo que siento) fuera prueba de más sabiduría el no saberlo. Pues si en la eternidad
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no hemos de tener memoria de estas cosas, y por eso hemos de ser bienaventurados, ¿por qué
razón aquí, con la noticia que tenemos de ellas, se nos agrava más esta nueva miseria? Y si en la
vida futura necesariamente las hemos de saber, a lo menos no las sepamos en la presente, para
que así sea más dichosa la esperanza, que allá el gozo y posesión del sumo bien; puesto que
aquí esperamos conseguir la vida eterna, y allá sabemos que hemos al fin alguna vez de perder
la vida bienaventurada, aunque no eterna.
Y si dijesen que ninguno puede llegar a aquella bienaventuranza, si en la escuela de esta vida
no hubiere conocido estos circuitos y revoluciones, donde alternativamente suceden la
bienaventuranza y la miseria, ¿cómo enseñan que cuanto uno más amare a Dios, tanto más
fácilmente llegarán a la bienaventuranza los que enseñan doctrina con que se entibie y enfríe
este amor? Porque ¿quién habrá que no ame más remisa y tibiamente a quien sabe que
necesariamente ha de venir a dejar y contra cuya verdad y sabiduría ha de sentir; y esto cuando
con la perfección de la bienaventuranza hubiere llegado, según su capacidad, a tener plena y
cumplida noticia de su verdad y sabiduría? Pues ni a un hombre amigo puede uno amar
fielmente si sabe que ha de venir a ser su enemigo. Pero Dios nos libre de creer que sea verdad
esto, que nos promete y amenaza una verdadera miseria que nunca ha de acabarse, sino que
con la interposición de la falsa bienaventuranza muchas meces y sin fin se ha de ir
interrumpiendo. Porque ¿qué cosa puede haber más falsa y engañosa que aquella
bienaventuranza donde estando en la misma luz de la verdad, no sepamos que hemos de ser
miserables, o estando en la cumbre de la suma felicidad, temamos que lo habremos de ser?
Porqué si allá hemos de ignorar la calamidad que nos ha de sobrevenir, más sabía es acá
nuestra miseria, donde tenemos noticia de la bienaventuranza que hemos de gozar; y si allá no
se nos ha de esconder la miseria que esperamos, con más felicidad pasa su tiempo el alma
miserable; pues pasado el suyo ha de volver al estado de miseria. Y así la esperanza que hay en
nuestra desdicha será dichosa, y desdichada la que hay en nuestra felicidad. Por lo cual se
deduce que puesto que aquí pasemos los males presentes y allá tenemos los que nos amenazan
y aguardan, con más verdad seremos siempre miserables que alguna vez bienaventurados.
Mas porque esta doctrina es falsa y manifiestamente contraria a la religión y a la verdad
(pues; efectivamente, nos promete Dios aquella verdadera felicidad, de cuya seguridad
estaremos siempre ciertos, sin que la interrumpa ninguna desdicha), sigamos el camino recto
que para nosotros es Jesucristo, y auxiliados de este ínclito caudillo y salvador, enderecemos las
sendas de nuestra fe y desviémonos de este vano y absurdo círculo de los impíos. Porque si el
platónico Porfirio no quiso seguir la opinión de los suyos acerca de estas revoluciones, idas y
venidas alternativas de las almas sin cesar un momento, ya fuese movido por su propia
vanidad, ya lo fuese por tener algún respeto a los tiempos cristianos, y quiso mejor decir (según
insinúo en el libro X) que el alma fue entregada mundo para que conociese los males, y librada
y purificada de ellos, cuando volviese al Padre, no padeciese ya semejantes mutaciones en su
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estado, ¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de ésta falsedad contraria a la fe
cristiana? Descubiertos, pues, ya, y deshechos estos círculos. Pero Dios nos libre de creer que
no habrá necesidad de decir sea verdad esto, que nos promete que el género humano no tuvo
amenaza una verdadera miseria que de tiempo, en que empezara a nunca ha de acabarse, sino
que con la existir; pues por no sé qué circuitos interposición de la falsa bienaventuranza y
revoluciones no hay cosa nueva en el mundo que no haya sido antes por ciertos intervalos
tiempos, y después no haya de volver a ser. Porque si se liberta el alma para no volver más a las
miserias, de manera que nunca antes se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto
que jamás se hizo antes, y ésta es, en efecto, cosa muy grande, pues es la eterna felicidad que
nunca ha de acabarse. Y si en la naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que
haya sucedido jamás ni haya de volver a suceder con ningún circuito o revolución, ¿por qué
porfían que no la puede haber en las cosas mortales? Y si dijeron que no alcanza el alma
ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar vuelta a aquella en que siempre estuvo, por
lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en que nunca estuvo cuando se libra el
infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca hubo. Y si esta novedad no es de las
cosas ordinarias que se gobiernan por la divina Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde
están aquellos circuitos en quienes no sucede cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas
cosas que antes fueron? Y si a esta novedad tampoco la eximen del gobierno de la divina
Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya sea que cayó en él) pueden hacerse cosas
nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin embargo, ajenas y extrañas del orden
natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma por su imprudencia una nueva
miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de manera que ésta la incluyese en el
orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma Providencia la libertase, ¿con qué
temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar que pueda Dios hacer, no para sí,
sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho ni jamás las haya tenido
imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren libertado no han de caer en la
miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el mundo, porque siempre se
han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto a lo menos conceden si es
así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y nueva libertad. Porque si
dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales diariamente se hacen nuevos
hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente, salen libres, de manera que nunca
más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que estas almas son infinitas. Pues por
grande que se suponga que haya sido el número de las almas, no pudiera ser suficiente para los
infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen haciendo siempre los hombres, cuyas almas
se libraron siempre de esta mortalidad para no volver después más a ella. No nos podrán
explicar de modo alguno cómo en las cosas de este mundo, que suponen no las comprende
Dios porque son infinitas, haya un número infinito de almas. Por lo cual, quedando ya
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excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía que el alma necesariamente había
de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta que más convenga a la piedad y
religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar cosas nuevas que jamás haya
hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable? Pero si el número de las almas
que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria se puede siempre acrecentar,
examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la infinidad de las cosas; porque
nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas partes. Pues si se puede, ¿qué
razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue criado, si el número que nunca
antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez, sino que jamás se dejará y
acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado de almas libertadas que no
vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más, también éste, cualquiera que
hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al término de su cantidad sin
algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese este principio fue criado el
hombre, antes del cual no hubo hombre alguno.
LIBRO XIII
CAPÍTULO I. De la caída del primer hombre, por quien heredamos el ser mortales.
Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo
y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa
acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen
y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma
condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición
que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar sin intervención de la
muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada; y siendo desobedientes
incurriesen en pena de muerte, por medio de una justísima, condenación, como lo insinuamos
ya en el libro anterior.
LIBRO XIV
CAPÍTULO XXVIII. De la calidad de las dos ciudades, terrena y celestial.
Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta
llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí
propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el
honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su
conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos
sois mi gloria y el que ensalzáis mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a
quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores,
aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; ésta
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dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza»; y por eso, en
aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su
alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le dieron la gloria como a Dios,
ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y
quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes,
que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la
semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y
de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la
enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron
antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos». Pero en esta
ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se
adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de
los hombres, sino también de los ángeles, «que sea Dios todo en todos».
LIBRO XV
CAPÍTULO V. El primer autor y fundador de la ciudad terrena fue fratricida, cuya impiedad
imitó con la muerte de su hermano el fundador de Roma.
Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia
mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra. Por lo cual nadie
debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había d llegar
a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de
tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los riegos dice
archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dio un poeta refiriendo la
misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se
construyeron en aquella ciudad pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su
hermano Remo, según refiere la historia romana.
Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación
de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno
solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si,
viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder
tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y
empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los
hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni
tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues
ambos reinaran y fueran señores.
Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la
diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque
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son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad porque con
su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser
tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.
En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto
más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así
que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí
misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay
entre las mismas dos ciudad terrena entre sí los buenos y los malos; le pero los buenos con los
buenos, si son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que van
aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, e como un hombre
puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la carne desea
contra el espíritu y el espíritu contra la carne».
Así que la concupiscencia espiritual puede pelear contra la carnal como pelean entre sí los
buenos y los malos, o a lo menos las concupiscencias carnales de dos buenos que no son aun o
perfectos como pelean entre sí los malos con los malos hasta que llegue la salud de los que se
van curando a conseguir la última victoria.
LIBRO XVIII
CAPÍTULO XLII. Que por dispensación de la Providencia divina se tradujo la sagrada
Escritura del Viejo Testamento del hebreo a griego para que viniese a noticia de todas las
gentes.
Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de
Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de
Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el
terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe,
consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea;
luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino
para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con
guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago,
condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo,
quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un
presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice,
le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran
divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa.
Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también
intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en
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ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de
los setenta.
Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina
concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte
(porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon
uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de
las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos
interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos.
Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y
recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual
efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que
habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.
LIBRO XIX
CAPÍTULO V. Cómo a la vida social y política, aunque es la que particularmente del desearse,
de ordinario la trastorna muchos trabajos, encuentros e inconvenientes.
Lo que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también no otros lo aprobamos y
confirmamos ce más solidez que ellos. Porque ¿con esta Ciudad de Dios (sobre la cual
tenemos ya entre manos el libro decimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo
caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fin si no fuese social la vida de los santos?
Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males e cierra en sí la sociedad y
política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿Quién podrá ponderarlos?
Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de
todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron
hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los
inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha
enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas
desventuras y suceden y se hallan ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos?
¿Por ventura no está llena ellas del todo y por todo la vida humana, en la cual experimentamos
agravios, sospechas, enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como
bien incierto y dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar
los corazones de aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los
pudiésemos conocer, sin duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser
más amigos que los que viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está
seguro de ello, habiendo sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y
calamidades, tanto más amargas cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera
cuando astuta y dolosamente se fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones
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de todos, que hace llorar por fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta
que la que se encubrió bajo el velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque
fácilmente te podrás precaver y guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto,
intestino y doméstico, no sólo existe, sino que también le mortifica antes que pueda
descubrirle.» Por eso también viene esta sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son
sus domésticos y familiares», sentencia que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues
aunque haya alguno tan fuerte que lo sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con
prudencia de lo que maquina contra él el amigo disimulado y fingido, sin embargo, es
inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a
conocer por experiencia que son tan malos, ya hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos,
ya se hayan transformado de buenos en malos, cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es
en los males de esta vida el común refugio y sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será
la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más llena está de pleitos y cuestiones cuando no de
discordias, que suelen llegar a turbulencias muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las
cuales en ocasiones están libres las ciudades, pero de los peligros nunca?
CAPÍTULO XVII. Por qué la Ciudad celestial viene a estar en paz con la Ciudad terrena y por
qué en discordia.
La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y
comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los
bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como
peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la
verdadera senda que dirige hacia Dios. Sino para que la sustenten con los alimentos necesarios,
para pasar más fácilmente vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, «que
agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común
a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto.
También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el
mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y
conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial, o,
por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe,
también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la
vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como
prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan
las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como
es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia
entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes
reprueba la doctrina del ciclo los cuales, o porque lo pensaron así o porque los engañaron los
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demonios creyeron que era menester conciliar muchos dioses a las cosas humanas a cuyos
diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro,
el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno
el suyo. Asimismo en el alma, a uno el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la
concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a
otro el vino, a otro el aceite a otro las selvas y florestas. a otro el dinero, a otro la navegación, a
otro las guerras, a otro las victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y
así a los demás todos los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un
solo Dios que debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a él solo se debe
servir con aquella servidumbre que los griegos llaman la tría, que no debe prestarse sino a Dios
sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por
ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban lo
contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara vez
cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre, y
siempre el favor y ayuda de Dios.
Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y
convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo
recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e
institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa
alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y
distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y
es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios.
Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en
cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las
voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres,
refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es
verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien
ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios.
Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada
y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y
oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz,
entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando
refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir
aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política.
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LIBRO XXII
CAPÍTULO XXX. De la eterna felicidad y bienaventuranza de la Ciudad de Dios, y del
sábado y descanso perpetuo.
¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien
alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacío de todas las
cosas en todos? Porque no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por
vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto misma me lo insinúa también
aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa.
Para siempre te estarán alabando.»
Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas
para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena,
cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque
todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están
encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por
dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la
suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande
artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a definirlo,
por no poder imaginario. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura,
será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda
que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo, y no querrá el espíritu cosa que no
pueda ser decente al espíritu y al cuerpo.
Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le alabare.
Habrá verdadera honra que a ningún digno se negará, ni a ninguno se le dará; pero ninguno
que sea indigno la pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no
sea digno. Allí habrá verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de
mano de otro. El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que
la tuvieren les prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque
¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo
seré su satisfacción, yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear, vida y
salud, sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera se
entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». El será el
fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le elogiaremos sin
cansancio. Este oficio, este afecto, este acto, será, sin duda, como la misma vida eterna, común
a todos.
Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los
méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los ha
de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún
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inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación de
los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a quien
se lo dieron con un vínculo apacible de concordia; como en el cuerpo no querría ser ojo el
miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución de todo
el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no desear ni
querer más.
No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan deleitarse con los pecados. Pues más
libre estará de la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a conseguir el
deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al hombre cuando
al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas este último será tanto
más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será igualmente por beneficio de
Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser uno Dios, otra participar
de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el que participa de Dios, de Dios le
viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se observasen estos grados en la divina
gracia, dándonos el primer libre albedrío con que pudiese no pecar el hombre, y el último con
que no pudiese pecar, a fin de que el primero fuese para adquirir mérito y el segundo para
recibir el premio. Mas porque pecó esta naturaleza cuando pudo pecar, con más abundante
gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a aquella libertad en que no puede pecar. Porque así
como la primera inmortalidad que perdió Adán pecando fue el no poder morir, y la última será
no poder morir, así el primer albedrío fue el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así
será inadmisible y eterno el amor y voluntad de la piedad y equidad, como lo será el de la
felicidad. Pues, en efecto, pecando no pudimos conservar la piedad ni la felicidad; pero la
voluntad y amor de la felicidad, ni aun perdida la misma felicidad la perdimos. Por cuanto el
mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar que tenga libre albedrío?
Tendrá aquella ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya
de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos,
olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser
ingrata a su libertador.
En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en
cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su
facultad sabe y conoce casi todas las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se
tiene noticia de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas
que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las
potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque, en efecto, de
una manera se saben y se tiene noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de
otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque
de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el
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primero olvidándose de la pericia y ciencia, y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de
olvido que puse en último lugar, no se acordarán los santos de los males pasados, porque
carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos.
Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les
encubrieran sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque, de
otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo, conforme a la expresión del real
Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella ciudad,
en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de
la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»?
Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí
verdaderamente un grande descanso y un sábado que jamás tenga noche. Este nos lo significó
el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «Descansó Dios
al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque
en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer.» También nosotros mismos
vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación.
Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos que Él es Dios, que es lo que
quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al
engañador que nos dijo: «seréis como dioses”, y apartándonos del verdadero Dios, por cuya
voluntad y gracia fuéramos dioses por participación, y no por rebelión. Porque ¿qué hicimos
sin Él, sino deshacemos, enojándole? Por Él, creados y restaurados con mayor gracia,
permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo Él es Dios, de quien estaremos
llenos cuando Él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son
antes suyas que nuestras, entonces se nos imputarán para que podamos conseguir este sábado y
descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que dice Dios del
sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice también por el Profeta
Ezequiel: «Les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Señor
que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando estemos descansando y
perfectamente veamos que Él es Dios.
El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar conforme
a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la Sagrada
Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se halla el
séptimo, de manera que la primera edad, casi al tenor del primer día, venga a ser, desde Adán
hasta el Diluvio, la segunda desde éste hasta Abraham, no por la igualdad del tiempo, sino por
el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez. De aquí, como lo
expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Jesucristo, las cuales
cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta David, otra desde éste hasta
la cautividad de Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el nacimiento de Cristo en carne. Son,
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pues, en todas cinco, número determinado de generaciones, por lo que dice la Escritura: «que
no nos toca saber los tiempos que el Padre puso en su potestad». Después de ésta, Cómo en
séptimo día, descansará Dios, cuando al mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará
Dios descansar en sí mismo. Si quisiéramos discutir ahora particularmente de cada una de estas
edades, sería asunto largo. Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no
será la noche, sino el día del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a
la resurrección de Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma, sino también
del cuerpo. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved
aquí lo que haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino
que no tiene fin?
Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande obra; a
los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen, y a los que
pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias. Amén.
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EL CRISTIANISMO MEDIEVAL: TOMÁS DE AQUINO
V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL: TOMÁS
DE AQUINO
En plena Edad Media, los problemas filosóficos y teológicos aumentaron
considerablemente. La invasión de los moros a Hispania en el siglo VIII y la recepción
de las obras faltantes de Aristóteles marcaron un cambio radical en la ciencia y la
filosofía occidental. Las obras aristotélicas fueron custodiadas por el mundo árabe a lo
largo de varios siglos, y no hicieron su entrada a las universidades medievales hasta el
siglo XII.
Alberto Magno (1200 – 1280), incluso con las Condenaciones promulgadas en contra
del aristotelismo, fue uno de los primeros pensadores en poner en estudiar el
cristianismo a la luz de las obras recién descubiertas. Antes de su reintroducción, los
estudiosos occidentales sólo conocían las obras de Aristóteles indirectamente, a través
de comentarios y resúmenes.
El entorno medieval exigía el diálogo con el Islam, el judaísmo, las nuevas obras
aristotélicas y el cristianismo. En este florecimiento de las ciencias y las artes, Tomás
de Aquino (1225 – 1274) trató de dar respuesta a las interrogantes teológicas y
filosóficas más importantes. Su monumental obra incluye varios tratados teológicos,
comentarios a casi todo el Corpus Aristotelicum disponible en su época y discusiones
con todo tipo de doctrinas filosóficas y teológicas.
Las recién descubiertas aristotélicas fueron interpretadas inmediatamente como un
peligro para la fe por su contenido, en apariencia, ajeno al cristianismo. Sin embargo,
las universidades medievales mostraron, no sin resistencia por parte de la Santa Sede,
la compatibilidad de algunos postulados de Aristóteles con el cristianismo. Por otro
lado, la aceptación del Filósofo no podría tomar la totalidad del corpus sin más.
La interpretación tomista del aristotelismo no está libre de críticas y no es una
simple repetición de ideas. Si bien la filosofía del Aquinate puede considerarse como
aristotélica, esto se debe más al método que a la reinterpretación. Los comentarios a la
obra aristotélica, ciertamente, tratan de mantener cierta asepsia intelectual. No se ve,
por ejemplo, que los comentarios a la Política “contaminen” la obra original con
alguna especie de visión ajena. Del mismo modo, Aquino trata de conciliar a
Aristóteles con el Cristianismo hasta los límites que ambos permiten.
Se ve claramente que este espíritu fue heredado de los primeros filósofos cristianos
como san Justino o san Agustín. No se trata de una completa sumisión de la ciencia a
la teología, como pretendería el fideísmo. Pero tampoco se trata de un intento por
abarcar los contenidos de la fe por medio de la razón, al modo gnóstico. El mérito del
espíritu conciliatorio entre la fe y razón consiste en la demarcación de los límites de
ambos sin escindirlos por completo.
Bajo este enfoque, Tomás de Aquino enfrenta los problemas fundamentales de la
filosofía. Desde las más grandes abstracciones teóricas, hasta problemas políticos y
prácticos. Resalta, por ejemplo, la condena explícita del préstamo con usura en Summa
Theologiae II-II, q. 78. Esta postura resultó determinante para los siguientes siglos de
pensamiento político y social.
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TRATADO DEL GOBIERNO DE LOS PRÍNCIPES
AL REY DE CHIPRE
Pensando yo que cosa podría ofrecer a la Alteza Real, que fuese digna de ella y conveniente
a mi profesión y oficio, principalmente me ocurrió escribir al Rey un libro de lo que es el
Reino, en el cual tratase diligentemente, según las fuerzas de mi ingenio, el origen del reinar, y
las cosas que pertenecen al oficio del Rey, conforme a la autoridad de la divina Escritura,
preceptos de filósofos y ejemplos de loables Príncipes, esperando el principio, progreso y fin
de la obra del auxilio de aquél que es Rey de los Reyes y Señor de los Señores, por quien los
Reyes reinan Dios, grande Señor y Rey grande sobre todos los dioses.
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I
Que es necesario que los hombres que viven juntos sean gobernados por alguno
El principio de nuestra intención se ha de entender que es declarar lo que significa el
nombre de Rey.
En todas las cosas que se enderezan a algún fin y en que se suele obrar por diferentes
modos, es necesario alguno que guíe a aquello que se pretende; porque la nave que según el
impulso de diferentes vientos suele ser llevada a diversas partes, no llegaría al puerto deseado,
sí la industria del piloto no la encaminase a él.
Los hombres tienen fin a que toda su vida y sus acciones se encaminan, porque son agentes
por entendimiento, a quien es propio manifiestamente obrar con algún intento. Y acontece,
que diversa-mente caminan al fin propuesto, como lo muestra la diferencia misma de los
humanos estudios y acciones, y así tienen necesidad de quien los guíe. Está en ellos,
naturalmente, ínsita la lumbre de la razón con que en sus obras se enderecen al fin que
Procuran; Y si pudieran vivir a solas, corno muchos animales, no necesitarán de otra ninguna
guía, si no que cada uno fuera Rey de sí mismo debajo de Dios, sumo Rey, en cuanto por la
lumbre de la razón, que de su divina mano les fue dada, se guiaran a sí mismos en sus acciones.
Pero es propio al hombre el ser animal social y político, que vive entre la muchedumbre,
más que todos los otros animales; lo cual declaran las necesidades que naturalmente tiene.
Porque a ellos la naturaleza le preparó el mantenimiento, el vestido de sus pelos, la defensa de
los dientes, cuernos y uñas, o a lo menos la velocidad para huir, y el hombre, empero, no
recibió de la naturaleza ninguna de estas cosas, mas en su lugar le fue dada la razón, para que
mediante ella, con el trabajo de sus manos, lo pudiese buscar todo; a lo cual un hombre solo no
basta, porque de por sí no puede pasar la vida suficientemente; y así, decimos le es natural vivir
en compañía de muchos.
164
Además de esto, los otros animales tienen natural industria para todas las cosas que les son
útiles o nocivas, como la oveja conoce al lobo naturalmente por enemigo; y otros animales, por
natural industria, conocen algunas hierbas medicinales y otras cosas necesarias a su vida; mas el
hombre, de las que lo son para el vivir, sólo tiene conocimiento en común, como quien por la
razón puede de los principios universales venir en conocimiento de las cosas que son
necesarias para la vida humana. No es pues posible, que un hombre solo alcance por su razón
todas las cosas de esta manera; y así es necesario el vivir entre otros muchos, para que unos a
otros se ayuden y se ocupen unos en inventar unas cosas y otros en otras.
Esto también se prueba evidentísimamente, por serles propio a los hombres el hablar, con
lo cual pueden explicar sus conceptos totalmente y otros animales declaran sus pasiones sólo
en común, como el perro, en ladrar, la ira, y otros por diversos modos. Así que un hombre es
más comunicativo para otro, que los animales que andan y viven juntos, como las grullas, las
hormigas, las abejas; y considerándolo Salomón, dice en Eclesiástico: “Mejores estar dos que
uno, por que gozan del socorro de la correspondiente compañía”.
Pues siendo natural al hombre el vivir en compañía de muchos, necesario es que haya entre
los quien rija esta muchedumbre; porque donde hubiese muchos, sí cada uno procurase para sí
solo lo que le estuviese bien, la muchedumbre se desuniría en diferentes partes, sí no hubiese
alguno que tratase de lo que pertenece al bien común; así como el cuerpo del hombre y de
cualquier animal vendría a des-hacerse sí no hubiese en él alguna virtud regitiva, que acudiese al
bien común de todos los miembros; y así dijo Salomón: “Donde no hay Gobernador, el pueblo
se disipará”.
Esto es conforme a la razón, porque no es todo uno lo que es propio y lo que es común:
según lo que es común se unen y de cosas diversas son diferentes las causas; y así conviene que
además de lo que mueve al bien particular de cada uno, haya algo que mueva al bien común de
muchos; por lo cual, en todas las cosas que a alguna determinadamente se enderezan, se halla
siempre una que rija las de-más. Entre la muchedumbre de los cuerpos, por el primero, que es
el celestial, se rigen los otros con cierto orden de la divina providencia, y todos los cuerpos por
criatura racional; y en un hombre también el alma rige al cuerpo, y aún entre las partes del alma
la irascible y concupiscible son regidas por la razón, y también entre los miembros del cuerpo,
uno es principal, que mueve los demás, ya sea el corazón o la cabeza; así que en cualquiera
muchedumbre conviene que haya quien gobierne.
Sucede en las cosas que se ordenan a algún fin, proceder recta y no rectamente, y por esto
en el gobernar a muchos se halla lo recto, y lo que no lo es. Rectamente se gobierna una cosa,
cuando al fin conveniente se encamina; y al revés cuando a fin no conveniente. Diferente es el
fin que conviene a una multitud de hombres libres, que no a una de siervos, porque libre es el
que es para sí mismo, y siervo el que es de otro. Pues si la muchedumbre de los libres se
ordenare al bien de ellos mismos por el que los gobierna, será el gobierno justo y recto; mas si
165
no se ordenare al bien común de la muchedumbre, sino al particular del que gobierna, será el
gobierno injusto y perverso. Por lo cual el Señor amenaza los tales gobernadores por Ezequiel,
diciendo: “¡Ay de los pastores que se apacentaban a sí mismos, bus-cando su propia
comodidad! ¿Por ventura los rebaños no son apacentados por pastores?” Pues sí los pastores
deben procurar el bien del rebaño, también todos los que gobiernan el bien del rebaño,
también el bien de la multitud que les está sujeta.
Si el gobierno, pues, injusto fuere de uno solo, que en él procura sus propias comodidades y
no el bien de la multitud que estuviere a su cargo, este Gobernador se llama tirano, nombre
derivado de la fortaleza, porque oprime con potencia y no gobierna con justicia; de donde es,
que entre los antiguos, cualesquiera poderoso se llamaba tirano. Mas sí el gobierno injusto
fuere de más que uno, como no sean muchos, se llama oligarquía, que quiere decir gobierno de
pocos, y esto cuando algunos pocos por su poder oprimen al pueblo, difiriendo del tirano sólo
en que son más. Y si el mal gobierno se ejercitase por muchos se llama “democracia”, que
quiere decir potentado del pueblo, que es cuando la junta de los plebeyos por su muchedumbre
oprime a los más ricos, y entonces todo el pueblo será como un solo tirano.
De la misma manera se debe también dividir el gobierno justo; porque sí se administra por
muchos, con nombre común se llama “policía”, como cuando una muchedumbre de soldados
manda en una provincia o ciudad; y sí se administra por pocos y virtuosos, se llama
aristocracia, esto es óptimo potentado, o de los óptimos, que por esto se llaman optimates; y si
el gobierno justo tocare a uno solo, éste se llama Rey propiamente. Por esto dice el Señor por
Ezequiel: “Mi siervo David será Rey sobre todos, y todos ellos tendrán un pastor; en lo cual
manifiestamente se muestra que le es propio al Rey, ser uno que presida, y ser pastor que
procure el bien de la muchedumbre, y no sus provechos particulares. Así que, pues, el hombre
ha de vivir en compañía de otros, porque no se podrá proveer de las cosas necesarias para la
vida si estuviese a solas: se conoce que tanto será más perfecta la compañía de muchos, cuanto
fuere por sí suficiente para las cosas necesarias. Hállense en una familia algunas cosas útiles a la
vida, como en cuanto a las acciones naturales de la crianza y procreación de los hijos, y otras a
este modo; y aun en un hombre solo también, en cuanto a las cosas que pertenecen a un arte;
pero en una ciudad, que es comunidad perfecta, hállese todo lo que es necesario para la vida
humana, y más en una provincia por las necesidades de la guerra y en ayudarse contra los
enemigos; y así el que rige una comunidad perfecta como provincia o ciudad, se llama Rey por
antonomasia, y el que rige una casa, no se llama Rey, sino Padre de familia; pero tiene alguna
semejanza de Rey, por lo cual algunas veces los Reyes se llaman padres de los pueblos. Y de lo
dicho se conoce, que el Rey es el que rige la muchedumbre de una ciudad o provincia, por el
bien común, Por lo cual Salomón en el Eclesiástico dice: “El Rey manda a toda la tierra que le
sirva”.
166
CAPÍTULO II
Que es más útil a los hombres que viven juntos, ser gobernados por uno que por muchos.
Esto aparte, conviene que procuremos saber cuál le esté mejor a una provincia o ciudad: el
ser gobernada por uno o muchos; y puede considerarse según el mismo fin del gobierno,
porque a lo que se debe enderezar la intención del que gobierna es a procurar el bien de los
que tiene a su cargo, Pues es propio del piloto, reservando la nave de los inconvenientes del
mar, guiarla sin daño al puerto. El bien, pues, y la salud de una multitud que vive junta, es
conservarse conforme y unida, que es lo que llamamos paz, y sí ésta falta se pierde la utilidad
de vivir en compañía; y antes los muchos, siendo desconformes, serían dañosos a sí mismos. Y
ésta ha de ser la principal intención del que gobierna: procurar la unión que nace de la paz. No
se trata de si han de procurar esta paz los que gobiernan, como no se pregunta si el médico ha
de sanar al enfermo que cura, porque nadie ha de disputar del fin a que se endereza, sino de las
cosas que aprovechan para conseguirlo; por lo cual el Apóstol, encomendando la unión de los
fíeles, dice: “Sed solícitos en guardar la concordia del espíritu en el vínculo de la paz”, y así
cuanto el gobierno fuere más eficaz para conseguir esta unión, tanto más será útil.
Aquello, pues, llamamos más útil, que es más importante para alcanzar el fin que se
pretende; y es cierto que esta unión la puede fundar mejor lo que es de suyo uno, que muchos;
así como es eficacísima causa de calentar lo que por sí es cálido, luego más útil es el gobierno
de uno que de muchos. Y además de esto es claro que los muchos no pueden conservar la
multitud que gobiernan, si son desconformes. Y así se requiere entre ellos una cierta unión
para que puedan gobernar, porque no llevarían muchos una nave a esta o aquella parte, si no
fuesen en alguna manera aunados; y dícese que se unen muchas cosas, cuando se aproximan a
una. Así que mejor gobierna uno que muchos, por lo que se acerca más a esta unidad, y más,
que las cosas naturales son hechas perfectamente, y en cada una obra la naturaleza lo que es
mejor, y así todo gobierno natural es de uno. En la muchedumbre de los miembros uno, que es
el corazón, los mueve todos; y en las partes del ánima una fuerza principalmente preside,
conviene a saber, la razón. Tienen las abejas un Rey, y en todo el universo un Dios es hacedor
y gobernador de todo. Esto es conforme a la razón; y así cualquiera muchedumbre se deriva de
uno, y si las cosas que son del arte imitan a las que son por naturaleza y tanto más perfecta es la
obra del arte, cuanto más imita la natural, necesario es que en la muchedumbre de los hombres
sea lo mejor el ser gobernados por uno.
Y esto también lo muestra la experiencia, porque las provincias o ciudades que no son
gobernadas por uno están llenas de disensiones y faltas de paz, padecen grandes trabajos;
porque se vea que se cumple aquello de que el Señor se queja por el profeta, diciendo: “Los
muchos pastores han destruido mi viña”. Y al contrario, las provincias y ciudades que son
regidas por un Rey, gozan de paz y floreciendo en justicia viven alegres con abundancia de
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todas las cosas; y así el Señor de los profetas promete a su pueblo, como grande cosa, el darle
una cabeza, y que será uno el Príncipe entre ellos.
CAPÍTULO III
Que así como el gobierno de uno es el mejor, siendo justo, no siéndolo es el peor, y
pruébese con muchas razones. Así como el gobierno del Rey es el mejor, así es el peor el del
tirano. Opónese la democracia a la policía, porque entrambos gobiernos (como se ha dicho), se
ejercitan por muchos: a la aristocracia la oligarquía, que entrambos son gobiernos de pocos, y
el reino a la tiranía, aunque entrambos son de uno. El ser el gobierno del Rey mejor, ya queda
mostrado, pues, sí lo opuesto a lo mejor, es lo peor, necesario es que lo peor sea la tiranía; y
más, que la fuerza unida es más eficaz para cualquier efecto que la dividida, porque muchos
juntos suelen llevar alguna cosa que, si se dividiese una parte a cada uno, no podrían llevarla.
Pues así como es más útil que la fuerza que obra bien sea una, para ser más poderosa, así es
más nocivo sí el poder que obra mal fuere uno, que no si fuese dividido. El poder del que
gobierna injustamente obra por mal del pueblo, cuando convierte el bien común en suyo
propio; y así como el gobierno justo, cuando los que gobiernan son menos, es mejor, como el
del Rey excede a la aristocracia, y la aristocracia a la policía, será al contrario en el gobierno
injusto, que cuanto los que gobiernen fuere menos, tanto más dañoso será el gobierno; y así es
peor la tiranía que la oligarquía, y la oligarquía que la democracia. Además de esto el gobierno
se hace injusto en cuanto se aparta del bien común de muchos y se busca el particular de quien
gobierna; y así cuanto se apartare más del bien común, tanto será más injusto; y en la oligarquía
apártese más del bien común, porque algunos pocos procuran su provecho, y en la democracia
menos, porque son más los que gobiernan procurando su bien propio; y más que en todos se
aparta del bien común en la tiranía, donde se procura el bien de uno solo, porque a cualquiera
generalidad son más propincuos los muchos que los pocos, y los pocos que uno solo, y así el
gobierno del tirano es injustísimo.
Y también esto lo conocerá claramente quien considerare el orden de la divina providencia,
que óptimamente dispone todas las cosas, porque el bien de ellas nace de una causa perfecta,
como si se juntasen todas las que importan para causar este bien, y el mal nace de los defectos
singulares, porque no será hermoso un cuerpo si no fuesen todos sus miembros
convenientemente dispuestos; y la fealdad se causa de la disformidad de cualquier miembro, y
así la fealdad proviene generalmente de diversas cosas, y la hermosura sólo por una causa
perfecta; y así es en todos los bienes y males, queriéndolo Dios, para que el bien, naciendo de
una causa, sea más poderoso, y el mal nacido de muchas, sea más débil. Por esto conviene que
el gobierno sea de uno, para que sea más poderoso; pero sí se inclinare a la injusticia conviene
que sea de muchos, para que sea más débil y que unos y otros se impidan; de donde nace que
de los gobiernos injustos el más, tolerante es la democracia, y el peor la tiranía.
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Esto también se echa de ver con toda claridad si se consideran los males que causan los
tíranos; porque cuando el que gobierna, olvidado del bien común, busca el suyo particular,
consecuentemente agravia a los súbditos en diversas cosas, según que por sus pasiones es
inclinado a procurar su bien en diferentes cosas; porque al que le lleva la codicia roba los
bienes de los súbditos, de donde dijo Salomón: “El Rey justo ensalza la tierra y el injusto la
destruye”. Y si es inclinado a la ira con poca razón se moverá a derramar sangre; por lo cual en
el vigésimo capítulo de Ezequiel se dice: “Sus Príncipes serán entre ellos como lobos que
arrebatan la presa para derramar la sangre”. De este modo de gobierno nos amonesta el sabio
que debemos huir, diciendo: “Apártate del hombre que tiene potestad para matar”, porque no
da la muerte según la justicia, sino con abuso del poder y por la pasión de su voluntad.
Así que en tal estado no puede haber ninguna seguridad y todo es incierto. Cuando el
gobierno se desvía de lo justo, no puede haber firmeza en nada que esté puesto en la voluntad
de otro, por no decir en el capricho. Ni sólo dañan a los súbditos en los bienes corporales, sino
que los impiden para los del ánimo, por lo que apetecen más el mandar que: el aprovechar,
estorbando el aumento de los súbditos, temiendo que cualquiera excelencia de ellos sea dañosa
a su inicuo señorío; porque los tiranos más se temen de los buenos que de los malos, y siempre
la ajena virtud les es espantosa, y así se es-fuerzan para procurar que sus súbditos no sean gente
de virtud ni tengan pensamientos magnánimos, para que no dejen de sufrir su mal gobierno, y
que entre ellos no haya conciertos, ni amistades, ni gocen de la correspondencia de la paz,
porque así no fiándose unos de otros, no pueden intentar nada contra ellos; por lo cual
siembran entre sus súbditos discordias, y fomentan las que están comenzadas, y prohíben todo
lo que entre los hombres es causa de amistad, como matrimonios, banquetes y otras cosas
semejantes, que en los ciudadanos suelen causar familiaridad y confianza. Procuran también
que no se hagan ricos ni poderosos, porque, teniendo por su malicia sospecha de la voluntad
de los súbditos, así como ellos con su poder y riqueza les dañan, temen que el poder y riqueza
de los vasallos no les sea a ellos dañosa; y así en el decimoquinto de Job, se dice: “El sonido de
terror esta siempre en sus orejas, y habiendo paz”, esto es, no intentando nadie hacerle mal, “él
siempre es sospechoso de traición”.
Y así por esto acontece que como a los que gobiernan como malos les pesa de la virtud de
sus súbditos, y la impiden con todas sus fuerzas, debiendo inducirlos a ella, donde gobiernan
tiranos siempre hay pocos hombres de valor, porque conforme a la sentencia del filósofo: “Allí
se hallan hombres fuertes, donde son honrados. los que son excelentes en fortaleza”, y como
dice Tulio: “Siempre están caídas, y prosperan poco las cosas que son de muchos reprobadas”,
y así es cosa natural que los hombres criados en servidumbre se hagan de ánimo servil y
pusilánimes para cualquiera obra varonil y grande, como lo muestra la experiencia en las
provincias que han sido mucho tiempo gobernadas por tiranos; de donde el Apóstol,
169
escribiendo a los colosenses, dice: “No queráis provocar vuestros hijos a indignación, porque
no se hagan pusilánimes”.
Y considerando estos daños de los tiranos, Salomón dice: “Reinando los malos, son las
ruinas de los hombres”, porque por la maldad de los tiranos se apartan los súbditos de la
perfección de la virtud. Y otra vez dice: “Cuando los malos tomaren el principado gemirá
pueblo como llevado en servidumbre”. Y otra vez: “Cuando se levantaren los malos,
escóndanse los hombres”, para escapar de la maldad de los tiranos; ni es maravilla, porque el
hombre que gobierna sin razón, según el apetito de su alma, no difiere en nada de las bestias. Y
así dice Salomón: “El Príncipe impío es un león enojado y un oso hambriento sobre su
pueblo”; y por tanto los hombres se esconden de los tiranos como de bestias crueles, y parece
que todo es uno, el sujetarse a un tirano o ponerse debajo de las garras de una bestia fiera.
CAPÍTULO IV
Cómo se mudó el gobierno entre los romanos, y que entre ellos fue más aumentado el
Estado por el gobierno de muchos.
Como lo peor y lo mejor del gobierno consiste en la monarquía, que es el principado de
uno, a muchos, por la malicia de los tiranos, se les hace odiosa la dignidad real; pero algunos,
faltándoles el gobierno del Rey, caen en las crueldades de los tiranos, y los muchos
gobernadores entonces ejercitan la tiranía con cubierta de dignidad real. El ejemplo de esto se
muestra claro en la Republica Romana, porque siendo los reyes echados de aquel pueblo, no
pudiendo sufrir la soberbia de estos reyes, o por mejor decir tiranos, instituyeron sus Cónsules
y otros Magistrados, por los cuales comenzaron a gobernarse, queriendo mudar el gobierno
real en aristocracia. Y como refiere Salustio, es cosa increíble cuánto en breve tiempo credo la
ciudad de los romanos después de alcanzada la libertad; porque por la mayor parte sucede que
los hombres que viven debajo del gobierno de algún Rey, procuren más floja-mente el bien
común, teniendo por cierto que lo que hacen por esto no lo hacen para sí sino para otro, en
cuyo poder ven estar todas las cosas de la Republica; y los que no ven estar el bien común en
poder de uno solo, no atienden a ello coma cosa que es de otro, sino que cada uno lo trata
coma suyo propio. Por lo cual muestra la experiencia que una ciudad gobernada por
gobernadores de cada año, algunas veces puede más que un Rey que tuviese tres o cuatro
ciudades; y muy pequeños servicios que pidan los reyes, se llevan peor que grandes cargas
impuestas por la comunidad, lo cual se vio en la mudanza de la Romana Republica, porque el
pueblo era recontado para la guerra, y pagaban el sueldo para los soldados, y cuando el común
erario no bastaba, vendían las riquezas particulares para las cosas comunes; de tal suerte que
alguna vez de más de los anillos y joyeles que eran insignias de dignidad, el mismo Senado vino
a quedarse sin ninguna cosa de oro.
170
Pero como fuese fatigada con disensiones continuas, estas vinieron a crecer hasta que les
quito de las manos la libertad de que tanto habían cuidado, y empezaron a vivir debajo de la
potestad de los Emperadores, los cuales al principio no se quisieron llamar Reyes, por ser este
nombre odioso a los romanos, pero algunos de ellos como Reyes fielmente procuraron el bien
común, y con sus obras la Republica Romana fue aumentada y conservada; mas muchos de
ellos, siendo tiranos para los suyos, y para con los enemigos perezosos y flojos, volvieron la
Republica Romana en nada.
Semejantes fueron los sucesos del pueblo hebreo, que al principio, cuando era gobernado
por jueces, de todas partes eran maltratados de los enemigos, porque cada uno obraba
conforme le parecía. Y después, siéndoles dados por Dios a su instancia los Reyes, por la
malicia de ellos se apartaron del culto del verdadero Dios, y finalmente fueron llevados en
cautiverio; así que en todo hay peligro, si temiendo la tiranía se evita el buen gobierno del Rey,
o si procurando este, la potestad real se convierte en tiranía.
CAPÍTULO V
Que en el gobierno de machos suele suceder más veces la tiranía, por lo cual es mejor el
gobierno de uno. Cuando es forzoso escoger entre dos cosas, que en cada una de ellas hay
peligro, aquella se de-be elegir de que menos mal se sigue. De la Monarquía, pues, aunque se
convierta en tiranía, se siguen menos males que del gobierno de muchos principales, si se
corrompe; porque la disensión, que muy de ordinario sucede en el gobierno de muchos, es
contraria al bien de la paz, que es el principal en los pueblos, y esta paz no la deshace la tiranía,
sino que daña e impide algunos bienes de los hombres en particular, si no es que esta tiranía
sea excesiva, que es cuando se convierte en crueldad contra todo el pueblo y así es mas de
desear el gobierno de uno que el de muchos, aunque de entrambos se sigan peligros.
También se debe huir más de aquello de que más veces pueden suceder grandes peligros, y
los daños del gobierno de muchos son más ordinarios que los que suceden del de uno. Porque
por la mayor parte acontece que entre muchos alguno se aparte de la intención del bien
común, que cuando es uno solo; y cualquiera de ellos que huya de este bien común, luego hay
peligro de disensión entre los súbditos; porque habiendo disconformidad entre los Príncipes,
consecuentemente la ha de haber entre la muchedumbre del pueblo; pero si es uno el que
preside, por la mayor parte atiende al bien común; y cuando aparte de esto la intención, no
luego se sigue que trate de deshacer y suprimir los súbditos, que es el exceso de la tiranía y el
más alto grado de la malicia del gobierno, como lo hemos mostrado; y así más se deben huir
los peligros que nacen del gobierno de muchos que los que nacen del de uno; porque además
de esto no acontece menos veces convertirse en tiranía el gobierno de muchos que el de pocos,
sino antes por ventura más ordinariamente, porque en habiendo disensión por el gobierno de
171
muchos, sucede muchas veces que uno sobrepuja a los demás y usurpa para si el señorío del
pueblo.
Lo cual se puede ver claramente en las cosas que por tiempos han sucedido, porque casi
siempre el gobierno de muchos ha venido a parar en tiranía, como parece manifiestamente en
la Republica Ro-mana, que habiendo sido mucho tiempo gobernada por Magistrados,
levantándose en ella competencias, disensiones v guerras civiles, vino a caer en manos de
crudelísimos tiranos; y universalmente hallara cualquiera que considerare con diligencia los
tiempos pasados, v aun los de ahora, que son más los que han usado de tiranía en las tierras
que se han gobernado por muchos, que en las que se han gobernado por uno solo. Pues si el
gobierno que es el mejor se ha de huir por evitar la tiranía, y la tiranía no acontece menos veces
sino más en el gobierno de muchos que en e1 de uno, llanamente se concluye que importa más
vivir debajo del gobierno de un Rey, que no donde muchos gobiernan.
CAPÍTULO VI
Concluyese que el gobierno de uno es mejor; y muestra cómo se deben haber con el los
súbditos; porque no se le debe dar ocasión de tiranizar, y que aun esto se debe tolerar, por
evitar mayores males
Pues que el gobierno de uno debe ser elegido por ser el mejor, y suele convertirse en tiranía,
que es el peor, como se echa de ver de lo dicho, se ha de procurar con toda diligencia, que al
pueblo se le dé tal Rey, que no venga a dar en tirano. Lo primero más necesario que aquellos a
cuyo oficio toca elijan por Rey hombre de tal condición que no sea probable que se incline a la
tiranía; y así Samuel, encareciendo la providencia de Dios acerca de la institución de Rey, dice
en el Primero de los Reyes, cap. 13: “Busco Dios para sí un varón conforme a su corazón”.
Después se debe disponer el gobierno de la Republica de manera que al Rey que hubiesen
instituido se 1e quite ocasión de tiranizar, y juntamente moderar su potestad, para que no
pueda fácilmente inclinar a la tiranía; y para que esto sea, se considerara lo que adelante iremos
diciendo.
Finalmente se debe cuidar de lo que se haría si el Rey se convirtiese en tirano, como puede
suceder, y sin duda que si la tiranía no es excesiva, que es más útil tolerarla remisa por algún
tiempo que levantándose contra el tirano meterse en varios peligros que son más graves que la
misma tiranía. Porque puede acontecer que los que esto hacen no puedan prevalecer, y que así
provocado el tirano se haga más cruel, y cuando alguno pudiese prevalecer contra él,
muchísimas veces es causa de gravísimas disensiones en el pueblo, o cuando se trata de
descomponer el tirano, o después de derribado, sobre el ordenar el modo del gobierno el
pueblo se divide en diversas partes y opiniones; y también acontece que cuando el pueblo con
ayuda de alguno deshace al tirano, aquél con la nueva potestad se adjudica y usa de la tiranía, y
temiendo que otro haga con él lo que él hizo con el pasado oprime con mayor servidumbre los
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súbditos, y así en las tiranías suele suceder que la que se sigue es más grave que la de antes;
porque el que entra no quita las cargas viejas y por su malicia traza otras nuevas; y aun
antiguamente deseando todos los de Siracusa la muerte de Dionisio, cierta vieja continuamente
rogaba a los dioses por su salud, y que le guardasen y defendiesen; lo cual como fuese sabido
del tirano, le preguntó porque causa lo hacía, y ella le respondió de esta manera: “Siendo yo
moza, teníamos un tirano muy molesto y yo deseábale mucho la muerte, y después de haber
sido muerto, sucedió otro que era más duro y también yo deseaba mucho que se acabase su
dominio; después te hemos conocido a ti, el tercero y peor que ellos, y así entiendo que si te
quitasen el gobierno, sucedería en tu lugar otro que fuese peor”.
Mas si fuese intolerable el exceso de la tiranía, a algunos les pareció que tocaba al poder de
los varones fuertes el dar la muerte al tirano y ofrecerse por la libertad del pueblo al peligro de
la muerte; de lo cual aún se halla ejemplo en el viejo Testamento, porque Aioth con una daga
que le clavó en un muslo, mato a Eglon, Rey de Moab, que oprimía el pueblo de Dios con
grave servidumbre, y fue hecho juez del pueblo. Pero esto no conviene con la doctrina
apostólica, porque S. Pedro nos enseña que hemos de ser sujetos no solo a los buenos y
modestos señores, sino a los que no fueron tales, diciendo en el segundo capítulo de su
segunda carta: “Estas son muestras de la gracia, si alguno por Dios su-friere las injurias que
injustamente padece”. De donde es que, como muchos emperadores persiguiesen a la fe de
Cristo tiránicamente, aunque estaba convertida una grande multitud así de nobles como de
populares, se alaban los que sin resistir, pacientemente y estando armados, sufrieron la muerte
por Cristo, como parece claro en la sagrada legión de los Tebeos; y más se ha de juzgar que
Aioth mató a ene-migo que no a Gobernador de su pueblo, aunque tirano; y así se lee en las
sagradas letras, que fueron muertos los que mataron a Joás Rey de Judá, aunque se había
apartado del culto del verdadero Dios, y los hijos de aquellos fueron reservados, conforme al
precepto de la ley; además de que aun al mismo pueblo le sería dañoso que cada uno por su
parecer particular pudiese procurar la muerte de los que gobiernan, aunque fuesen tiranos;
porque por la mayor parte más se exponen a estos peligros los malos que no los buenos,
porque como a los malos les suele ser pesado tanto el dominio de los reyes como el de los
tiranos, porque según la sentencia de Salomón, “el Rey sabio disipa los malos”, así más se le
seguiría de esto al pueblo peligro de perder los reyes, que remedio para librarse de los tiranos.
Por lo cual parece que más se debe proceder contra la crueldad de ellos por autoridad
pública, que por presunción particular. Lo primero, si de derecho pertenece al pueblo el elegir
Rey, puede justamente deponer el que habrá instituido y refrenar su potestad, si usa mal y
tiránicamente del poderío Real. Ni se puede decir que el tal pueblo procede contra la fidelidad
debida deponiendo al tirano, aun-que se le hubiera sujetado para siempre, porque él lo mereció
en el gobierno del pueblo, no procediendo fielmente como el oficio de Rey lo pide, para que
los súbditos cumplan lo que prometieron. De esta manera los romanos echaron del reino a
173
Tarquino el Soberbio, a quien habían recibido por Rey, por la tiranía suya y de sus hijos,
poniendo en su lugar otra menor dignidad, que fue la Consular; y de esta manera también a
Domiciano, que sucedió a su padre Vespasiano y a su hermano Tito, modestísimos
emperadores, porque usaba de tiranía le hizo matar el Senado; y todos sus estatutos justamente
y en provecho del pueblo fueron revocados, de lo cual sucedió que el bienaventurado San Juan
Evangelista, discípulo amado del Señor, a quien el mismo Domiciano había desterrado en la
isla de Pathmos, fuese por decreto del Senado vuelto a Éfeso.
Mas, si perteneciese al derecho de algún superior el proveer de Rey a algún pueblo, se ha de
esperar de él el remedio contra la maldad de los tiranos, y así a Arquelao, que en Judea había
empezado a reinar en lugar de su padre Herodes e imitaba la paternal malicia, dando los judíos
quejas de él a Au-gusto Cesar, al principio le fue disminuida la potestad, quitado el nombre de
Rey y la mitad del reino dividida entre otros dos hermanos; y después, no queriendo
enmendarse de sus tiranías, fue desterrado por Tiberio Cesar a Lyon de Francia. Pero, cuando
totalmente no se pudiera hallar socorro humano contra el tirano, debemos acudir a Dios, que
es Rey de todos y es el que ayuda a tiempo oportuno en la tribulación, y en su poder está el
convertir el corazón del tirano a mansedumbre, según la sentencia de Salomón en el capítulo
decimosegundo de los Proverbios: “El corazón del Rey está en la mano de Dios, y le inclinará
a la parte que quisiere”, porque Él convirtió a mansedumbre el corazón del Rey Asuero, que
trazaba la muerte a los judíos, y Él es el que también convirtió a Nabucodonosor, Rey cruel, y
le hizo predicador de la potencia divina, pues dijo, como se lee en el cap. 4 de Daniel: “Yo,
Nabucodonosor, alabo, engrandezco y glorifico al Rey del Cielo, porque sus obras son
verdaderas y sus caminos justos juicios, y puede humillar a los soberbios”. Y a los tiranos que
tiene por indignos de conversión los puede quitar de entre los hombres o reducirlos a ínfimo
estado, según aquello del Sabio en el décimo del Eclesiastés: “La silla de los capitanes
soberbios destruyo Dios e hizo sentar en su lugar a los mansos”. Él es el que viendo la
aflicción de su pueblo en Egipto y oyendo sus clamores, anego en el mar al tirano Faraón y a
su ejército. Él es el que al ya dicho Nabucodonosor, estando antes ensoberbecido, no solo le
derribó de su trono, sino que le quitó de la compañía de 1os hombres y le volvió en semejanza
de bestia. Ni se ha acortado su mano, para que no pueda librar a su pueblo de tiranos, porque
Él le promete por Isaías que le dará el descanso del trabajo, golpes y dura servidumbre en que
antes había servido. Y en el trigésimo cuarto de Ezequiel, dice: “Libraré mi rebaño de sus
bocas”, conviene a saber, de los pastores que se apacentaban a sí mismos. Mas para que el
pueblo alcance este beneficio de Dios, debe cesar en sus pecados, porque en venganza de ellos
por permisión divina tienen los malos el Principado, como lo dice Dios en el decimotercio de
Oséas: “Yo te daré Rey en mi furor”; y en el trigésimo cuarto de Job se dice, que “hace reinar
al hombre hipócrita por los pecados del pueblo”; así que se ha de evitar la culpa para que cese
Dios en la plaga de los tiranos.
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CAPÍTULO VII
Pregunta el Santo Doctor qué es lo que principalmente debe mover al Rey a gobernar bien:
si es el honor y gloria del mundo, y pone cerca de esto algunas opiniones, y lo que se ha de
tener. Y porque, según se ha dicho, es propio del Rey procurar el bien de muchos, demasiado
pesado sería este oficio si de esto no se le siguiese a él algún bien. Y habremos de considerar
que bien es el premio que corresponde al Rey.
A algunos les ha parecido que no es otra cosa sino el honor y gloria del mundo, por lo cual
Tulio, en el libro de Republica, concluye que el Príncipe de la ciudad se ha de mantener con
esta gloria, de lo cual da la razón Aristóteles en sus Éticas, diciendo que al Príncipe que no le
basta el honor y la gloria por premio, consecuentemente se hace tirano; porque en los ánimos
de los hombres está asentado el procurar cada uno su bien propio; y si el Príncipe no se
satisficiere de honra y gloria, buscara deleites y riquezas, y se convertirá a robos e injurias de los
súbditos. Pero si recibimos esta opinión, se seguirán de ella muchos inconvenientes, porque lo
primero sería desigual premio para los Reyes, si padeciesen tantos trabajos y cuidados por tan
quebradiza paga; pues ninguna cosa hay entre las humanas más frágil que el honor y gloria, que
depende de la gracia de los hombres, pues depende de la opinión de ellos, que es la cosa más
mudable que hay en esta vida. Y de aquí es que el Profeta Isaías llama a esta gloria flor de heno.
Lo otro, el deseo de esta gloria aniquila la grandeza del ánimo, porque el que procura el favor
de los hombres, necesario es que todo lo que hace y dice lo acomode a voluntad de ellos; y así,
queriendo agradar a todos, se hace esclavo de cada uno. Por lo cual el mismo Tulio, en el
segundo de los Oficios, dice que se debe huir “el apetito de esta gloria, porque roba la libertad
del ánimo, por la cual deben trabajar todos los hombres magnánimos”, y porque ninguna cosa
conviene más al Príncipe, que determine proceder bien, que esta grandeza de ánimo; por lo
cual no es premio competente para los Reyes la gloria del mundo.
Y también seria dañoso a los súbditos si los Reyes tuviesen esto por propio fin, porque el
que es bueno debe menospreciar la gloria del mundo, como los otros bienes temporales, pues
es propio del varón virtuoso y de ánimo fuerte menospreciar por la justicia así esta gloria como
la vida; de donde sucede una cosa admirable, y es que como esta gloria se sigue a los actos
virtuosos, siendo virtuosa-mente menospreciada, de este menosprecio de ella viene a adquirirla
el hombre mayor, según la sentencia de Fabio, que dijo: “El que desprecia la gloria, la alcanzara
verdadera”. Y de Catón dijo Salustio, que “cuanto menos procuraba gloria, tanto más la
alcanzaba”. Y los mismos ministros de Cristo se mostraron ser ministros de Dios en las
ocasiones de gloria y en las de bajeza, en la infamia y buena fama; y así no será conveniente
premio del bueno esta gloria, que desprecian los que lo son; porque, si solo este bien fuese
premio de los Príncipes, seguiríase que no le serían los buenos, o que si lo fuesen, quedarían
sin premio. Además de esto, del apetito de gloria provienen muy peligrosos males, porque
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muchos, procurando la gloria inmoderadamente en las cosas de la guerra, se perdieron a sí y a
sus ejércitos, viniendo la libertad de la patria a poder de su enemigo; por lo cual Torcuato,
Príncipe Romano, para ejemplo de evitar este peligro, hizo matar a su hijo, que contra su
mandato peleo con el enemigo, aunque fue provocado de él, y le venció, para que no fuese de
más daño el ejemplo de su presunción que la gloria de haber muerto a su enemigo. Tiene
también la ambición de gloria otro vicio muy familiar, que es el fingimiento, porque es cosa
dificultosa, y que a pocos acontece, el poseer las verdaderas virtudes, solas a las cuales es
debido el honor, y muchos con la ambición de gloria fingen estas virtudes: por lo cual dice
Salustio: “la ambición ha forzado a muchos mortales a hacerse falsos y otros de lo que son, y a
que teniendo una cosa en el corazón tengan prontamente lo contrario en la lengua, y mues-tren
mejor cara que lo es la intención”. Pero nuestro Salvador a los que hacen buenas obras para
que el mundo las vea los llama hipócritas, que quiere decir fingidores; así como es peligroso al
pueblo que el Príncipe se incline a las riquezas y a los deleites, porque se hace robador y
contumelioso, así también es peligroso que se mueva por ambición de gloria; para que no se
haga presuntuoso y fingido.
Pero por lo que se echa de ver del sentido de los dichos de los sabios, no dieron por premio
al Príncipe el honor y la gloria porque a ello se debe enderezar su intención principalmente,
sino porque es más tolerable que procure esto, que no los deleites o riquezas; porque este vicio
es más cercano a la virtud, siendo así que esta gloria que los hombres desean no es otra cosa,
según dice San Agustín, sino un buen juicio y opinión que los otros tienen de ellos. La
ambición de gloria algún rastro tiene de virtud, pues por lo menos procura la aprobación de los
buenos y huye de desagradarlos; y pues es así que pocos llegan a alcanzar las verdaderas
virtudes, parece más tolerable que sea preferido en el gobierno el que a lo menos, temiendo el
juicio de los hombres, se aparta de los males manifiestos. Porque el que desea gloria y fama,
procura la aprobación de los hombres por el verdadero camino y por obras de virtud, o a lo
menos con dolo y con engaño; pero si el que desea ser señor carece de este deseo y no teme
parecer mal a los que juzgan bien, procura las más de las veces alcanzar lo que ama con muy
descubiertas maldades. De donde nace que sobrepuja a las bestias en los vicios de crueldad o
de lujuria, como se vio en el Cesar Nerón, cuya lujuria dice S. Agustín que fue tal que ningún
exceso de ella le avergonzaba; y que fue tanta su crueldad que en ninguna cosa del mundo
usaba de blandura; y esto lo significa bien lo que dice Aristóteles en sus Éticas del varón
magnánimo, diciendo que el tal no procura el honor y la gloria como cosa tan grande que sea
suficiente premio de la virtud, sino que no pretende otra cosa de los hombres, porque entre las
cosas de la tierra la de más estima es tener un hombre entre los demás opinión de virtuoso.
176
CAPÍTULO VIII
Aquí declara el Santo Doctor cuál es el verdadero fin del Rey, que le debe mover a gobernar
bien. Y pues el honor y la gloria del mundo no es suficiente premio de la solicitud Real,
quédanos por saber lo que lo es. Es pues conveniente, que el Rey espere el premio de la mano
de Dios, porque el ministro espera de su Señor el premio de su oficio, y el Rey, gobernando el
pueblo, es ministro de Dios, pues dice el Apóstol a los romanos que toda potestad viene del
Señor Dios, y que “es ministro que castiga airado al que hace mal”; y en el libro de la Sabiduría
se ponen los reyes por ministros de Dios; y así de su mano deben los reyes esperar el premio
por el buen gobierno.
Remunera Dios a veces los servicios de los reyes con bienes temporales, premios que son
comunes a los buenos y a los malos; y así en el vigésimo noveno de Ezequiel, dice Dios:
“Nabucodonosor, Rey de Babilonia, hizo servir su ejército con grande trabajo contra Tiro, y no
se le ha dado la paga de Tiro a él ni a su ejército por el grande servicio que me hizo contra
aquella ciudad”, conviene a saber, el servicio con que dice el Apóstol que el que tiene potestad
“es ministro de Dios, castiga con ira al que hace mal”; y más abajo hablándole del premio: “Por
tanto esto dice el Señor Dios: Advertid que yo meteré a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, en
la tierra de Egipto, y destruirá sus despojos y esto será paga para su ejército”. Pues si a los
Reyes malos que pelearon contra los enemigos de Dios, aunque no fuese con intención de
servirle sino de satisfacer sus odios y conseguir sus deseos, Dios los remunera con tan grande
paga, como darles victoria de sus enemigos, sujetarles reinos, y ofrecerles los despojos de ellos,
¿qué hará con los buenos príncipes, que con buena intención gobiernan el pueblo de Dios, y
pelean contra sus enemigos? ¡No es terrena, sino eterna la paga que les promete, y no en obras
cosas sino en sí mismo!, que así lo dice San Pedro a los pastores del pueblo de Dios:
“Apacentad el rebano de Dios que está a vuestro cargo…, y cuando venga el Príncipe de los
pastores”, esto es, Cristo Rey de los reyes, “recibiréis la corona de gloria, que no se puede
marchitar”: de la cual dice Isaías en el vigésimo -octavo: “Será el Señor corona de alegría y
diadema de gloria para su pueblo”. Y esto es así puesto en razón, porque todos los que tienen
use de ella saben que el premio de la virtud es la bienaventuranza.
La virtud de cualquiera cosa se describe, diciendo, que es la que “hace bueno al que la tiene,
y es causa de que haga buenas obras”: y cualquiera obrando bien, procura llegar a lo que tiene
más asentado en su deseo, lo cual es ser feliz, cosa que nadie puede dejar de apetecer; y así
convenientemente se espera por premio de la virtud lo que hace al hombre bienaventurado.
Pues, si el obrar bien es obra de virtud, y las buenas obras del Rey son gobernar bien sus
súbditos, también será el premio del Rey lo que le hiciere bienaventurado. Pues lo que esto sea,
hemos de considerar aquí.
Llamamos bienaventuranza al último fin de los deseos, y el ímpetu de ellos no puede
proceder en infinito: porque sería entonces vano el natural deseo, supuesto que no se pueden
177
alcanzar las cosas infinitas: mas como el deseo de la naturaleza intelectual sea lo bueno en
universal, este solo bien la puede hacer verdaderamente bienaventurada, alcanzando el cual,
ningún otro bien queda que pueda ser apetecido. Por lo cual la bienaventuranza se llama bien
perfecto, como el que comprende en si todos las cosas que se pueden desear; y tal como este
no lo es ningún bien de la tierra, porque el que tiene riqueza desea tener muchas más, y lo
mismo en las demás cosas, y cuando no procuran más de lo que tienen a lo menos desean que
aquello permanezca, o que otros bienes vayan sucediendo en lugar de aquellos. Pero como
ninguna cosa hay en la tierra permanente, síguese que no hay en ella nada que pueda quitar el
deseo, y así ninguna cosa terrena puede hacer a uno bienaventurado, para que sea premio del
Rey. Y más, que la perfección final y el bien perfecto de cualquiera cosa dependen de algún
superior, ya que aún en las cosas corporales acaece que unos cuerpos se hacen mejores en
juntándoseles otros más preciosos, y a la inversa empeóranse si se les juntan otros de inferior
calidad: como acontece con la plata, que si se le añade oro tornase más preciosa; si empero,
plomo, vuélvese impura. Mas como quiera que todo lo terreno está por debajo de la mente
humana, y la felicidad es la perfección final del hombre y el bien completo al que todos
deseamos llegar, ninguna cosa terrena puede hacer feliz al hombre. Por tan-to nada terreno es
premio suficiente para el Rey. Porque, como dice S. Agustín, no llamamos felices a los
Príncipes Cristianos porque reinaron mucho tiempo, o porque, muriendo en paz, dejaron
hechos Reyes a sus hijos, o porque disminuyeron los enemigos de la Republica, o porque
pudieron oprimir y guardarse de los vasallos que se levantaron contra ellos, sino que los
llamamos felices si gobernaron justamente, si desearon más sujetar sus apetitos que cualquiera
naciones, y si todo lo que hacen es no por el ardor de la gloria falsa, sino por el amor de la
felicidad eterna. Los tales Emperadores Cristianos llamamos felices acá en la esperanza, y lo
serán con la posesión, cuando después venga el bien que esperamos. Ni hay otra cosa criada
que haga al hombre bienaventurado, ni que se le pueda al Rey seña-lar por premio, porque
cualquiera cosa camina al principio de quien su principio ha tenido ser, y la causa del alma
racional no es otra cosa sino Dios que la hizo a su semejanza. Luego solo Dios es el que puede
aquietar el deseo del hombre, y hacerle bienaventurado, y ser conveniente premio del Rey.
Además de esto el alma racional es capaz de conocer el bien universal por el entendimiento,
y desearle por la voluntad; y el bien universal no se halla sino en Dios. Luego ninguna cosa
puede hacer al hombre bienaventurado, hinchiendo sus deseos, sino Dios: de quien se dice en
el Salmo 102: “El que hinche tus deseos en las cosas buenas”. Y aquí debe poner el Rey su
premio. Y así, considerando esto el Rey David, decía: “¿Qué tengo en el Cielo, y qué quise de
Ti en la tierra?” A la cual pregunta respondiendo el mismo, añade: “Lo que me importa es
llegarme a Dios, y poner mi esperanza en el Señor Dios, porque él es el que da la salud a los
Reyes”, no solo la corporal, que es común con las bestias, sino también aquella de que dice en
el decimoquinto de Isaías: “Mi salud durara para siempre”: con la cual salva los hombres,
178
haciéndolos iguales con los Ángeles: y así se puede verificar que el premio del Rey no es el
honor y la gloria del mundo; porque, ¿qué honor mundano y caduco puede ser semejante a
este honor, que el hombre sea ciudadano de la casa de Dios y computado entre sus hijos, y que
consiga con Cristo la herencia del Rey de los Cielos? Este es el honor de que decía el Rey
David: “En gran manera son honrados tus amigos, Dios”. ¿Qué alabanza humana se puede
comparar a ésta, que no la da la lengua mentirosa de los aduladores ni nace de la errada
opinión de los hombres, sino que nace del testimonio de la interior conciencia, y con el del
mismo Dios es confirmada? El cual, a los que le confesaren, promete en cambio que los
confesara en la gloria del Padre en presencia de los Ángeles de Dios: y los que buscan esta
gloria alcánzala, y alcanzan también la del mundo que no buscan, según el ejemplo de Salomón
que no solo recibió de Dios la sabiduría que procuro, sino que le dio más gloria en el mundo
que a los demás Reyes.
CAPÍTULO IX
Aquí declara el Santo Doctor que el premio de los Reyes y Príncipes tiene el supremo grado
en la bienaventuranza celestial: q se prueba con muchas razones y ejemplos.
Quédanos, pues, de considerar además de esto, que los que usan el oficio Real digna y
loable-mente tienen eminente grado en la bienaventuranza celestial, porque si la
bienaventuranza es premio de la virtud, consecuentemente ha de tener mayor premio la virtud
que fuere mayor: y es muy grande aquella con que un hombre no solo se gobierna a sí mismo,
sino que juntamente puede gobernar a otros, y tanto más cuanto fueren más los que gobierna;
porque así como en la fuerza corporal tanto es uno tenido por mas fuerte cuantos más puede
vencer, o cuanto mayores pesos puede levantar, así también se requiere mayor virtud para regir
una familia que para regirse cada uno a sí mismo, y mucho mayor para regir una Ciudad o un
Reino: y así se muestra que es virtud excelente ejercer bien el oficio Real, y que se le debe
excelente premio.
Y más, que en todas las artes y gobiernos son más de alabar los que gobiernan bien a otros,
que los que con preceptos ajenos se gobiernan bien a sí mismos. En las cosas especulativas
más es enseñando mostrar a otros la verdad, que el poder aprender lo que se enseña, y en las
cosas artificiales de más estimación es y por mayor precio se paga el arquitecto que dispone el
edificio, que los otros artífices que según aquella disposición lo hacen por sus manos. Y en las
cosas de la guerra mayor gloria alcanza de la victoria la prudencia del general que la fortaleza
del soldado: así pues, procede el gobernador de un pueblo en las cosas que cada uno debe
hacer conforme a virtud, como el maestro en las ciencias, y el arquitecto en los edificios y
como el general en las guerras: por lo cual el Rey es digno de mayor premio, si gobierna bien
sus súbditos, que ninguno de los que debajo de su gobierno proceden bien.
179
Además de esto, si es propio de la virtud hacer que las obras del hombre sean buenas, bien
se muestra que es mayor virtud aquella por la cual se hacen mayores buenas obras. Mayor cosa
es, pues, y más divina, el bien común que el bien particular, por lo cual algunas veces se lleva el
mal de uno si se convierte en bien común, como se da la muerte a un ladrón, para que deje en
paz al pueblo: y el mismo Dios no dejara que hubiera males en el mundo, si no sacara bienes
de ellos para la utilidad y hermosura del universo. Y así, pues pertenece al oficio del Rey
procurar con cuidado el bien de muchos, mayor premio se le debe por la buena administración
del pueblo, que al súbdito por la buena obra. Y esto se manifiesta más si se considera más
menudamente. Es alabada cualquier persona particular, y se sabe que recibirá premio de Dios,
si socorre al necesitado, si hace paces entre los que están discordes, o si libra a alguno de los
agravios de otro más poderoso: y finalmente si diere a otro cualquier ayuda o consejo que sea
de provecho. ¿Pues cuánto más será digno de la alabanza de los hombres y de que le premie
Dios, el que hace que toda una provincia tenga paz?; ¿el que deshace las violencias?, ¿el que
guarda justicia, y con sus leyes y preceptos dispone lo que deben hacer los hombres? Y
también se muestra la grandeza de la virtud de los Reyes, en que tienen una grande semejanza
de Dios, pues obra en su Reino lo que Dios en el mundo. Por lo cual en el capítulo 22 del
Éxodo, los Jueces de la multitud son llamados Dioses: y también entre los romanos llamaron
Dioses a los Emperadores; porque tanto es un hombre más acepto a Dios, cuanto más se llega
a serle semejante: por lo cual el Apóstol dice a los de Éfeso: “Sed imitadores de Dios, como
hijos carísimos”. Y si, según la sentencia del Sabio: “Todo animal ama su semejante, por
cuanto lo causado tiene alguna manera semejanza de la causa”: consecuente cosa es que los
Reyes buenos sean muy aceptos a Dios, y grandemente premiados de su mano.
Y pasando más adelante, y usando de las palabras de San Gregorio: “¿Qué es la tempestad
de la mar, sino tempestad de la mente?” Estando quieta la mar, gobierna la nave cualquiera,
aunque no sepa; pero, turbada la mar en las ondas de la tormenta, aun el más diestro marinero
se confunde: y así por la mayor parte en los peligros de gobierno se pierde el uso de bien obrar
que había en la tranquilidad; porque, como dice San Agustín, entre las lenguas que los ensalzan
y honran, y entre las sumisiones de los que con demasiada humildad les hablan, muy
dificultoso es que no se ensoberbezcan, sino que se acuerden de que son hombres. Y, en el
capítulo 31 del Eclesiastés, se llama bienaventurado el varón que no se dejó ir tras el oro ni
puso sus esperanzas en los tesoros de dinero: el que, sin que le castigasen, pudo ser trasgresor
de las leyes y no lo fue, y que pudiendo hacer mal no lo hizo, por lo cual, como aprobado en
las obras de virtud, es tenido por fiel. De donde, según el proverbio de Biante, el Principado
muestra quien es el hombre, porque muchos que eran tenidos por virtuosos estando en
humilde estado, en habiendo llegado a la alteza del Principado se apartan de la virtud: y así las
grandes dificultades que se ofrecen a los Príncipes para gobernar bien, los hacen dignos de
mayor premio. Y si alguna vez por su flaqueza pecaren, son más dignos de excusa para con los
180
hombres, y alcanzaran más fácil-mente el perdón de Dios si, como dice S. Agustín:
“Humillados por sus pecados, no menospreciaren el hacer sacrificio de oración y de
misericordia a su verdadero Dios”: para ejemplo de lo cual, de Acab, Rey de Israel que había
pecado mucho, dijo Dios a Elías: “Porque se ha humillado por mi causa, no enviare este mal
en su tiempo”. Y no solo se puede mostrar con razones que a los Reyes se les debe un premio
aventajado, sino que también se confirma con autoridad divina, porque en el capítulo 12 de
Zacarías se dice: Que en aquel día de bienaventuranza, en que el Señor será protector de los
moradores de Jerusalén, esto es en la visión de la eterna paz, las casas de otros serán como las
casas de David, con-viene a saber, porque todos los Reyes reinaran con Cristo, como los
miembros con su cabeza; pero la casa de David será como la casa de Dios, porque así como
gobernando hizo en su pueblo fielmente el oficio de Dios, así en premio estará propincuo y se
acercara más a Él. Y también parece que los Gentiles en alguna manera se dieron a entender
esto, cuando pensaban que los fundadores y conservadores de sus ciudades eran
transformados en Dioses.
CAPÍTULO X
Que los Reyes y Príncipes deben tratar del bien común por el bien suyo propio que de él se
les sigue, y que lo contrario se sigue al que gobierna tiránicamente.
Pues a los Reyes se les propone un premio tan grande en la bienaventuranza, deben
procurar con diligente cuidado no inclinarse a la tiranía, porque ninguna cosa les debe ser más
acepta que de la honra Real con que son sublimados en la tierra y ser transferidos a la gloria del
Reino Celestial: y yerran los Tiranos que por algunas comodidades de la tierra se privan de tan
grande premio, el cual pudieran alcanzar gobernando justamente, porque cuan necia cosa sea
por cosas tan pequeñas y por bienes temporales perder los que son mayores y sempiternos, no
hay quien no lo conozca, si no es tonto o in-fiel.
Y más que estos mismos bienes temporales, por los cuales los Tiranos se apartan de la
justicia, con mayor ganancia los alcanzan los Reyes que conforme a ella gobiernan. Lo primero,
porque entre las cosas del mundo ninguna hay que dignamente se pueda preferir a la amistad,
porque ella es la que junta y aúna los virtuosos y conserva y levanta la virtud, y es de quien
todos tienen necesidad en cual-quiera negocio que hayan de tratar, y la que oportunamente
entra en las cosas prosperas y en las adversas no desampara a los hombres. Ella es la que es
causa de los mayores contentos, de tal suerte que cualquiera cosa, por delectable que sea, sin
amigos se convierte en cansancio y enfado, y las que son ásperas el amor las hace fáciles y de
ninguna pesadumbre: ni ha habido tan gran crueldad de Tirano que no se deleitase can la
amistad. Porque como Dionisio, Tirano de Siracusa, quisiese matar a uno de dos amigos que se
llamaban Damon y Phitias, y el que había de ser muerto alcanzase del Tirano tiempo para ir a
su tierra y componer sus cosas, quedando el otro en su poder por fiador de la vuelta de su
181
amigo, y llegándose el día del plazo, visto que el ausente no venía, todos confirmaban por
necio al fiador; pero él decía que no temía falta de la constancia de su amigo, el cual volvió a la
misma hora que había de ser muerto. Y entonces admirado el Tirano del ánimo de entrambos,
les perdono el castigo movido de ver su fe y grande amistad, y les rogó que le admitiesen a ser
tercero en ella. Pero este bien de la amistad no le pueden alcanzar los Tiranos, aunque le
deseen; porque vemos que los que se tratan, se juntan en amistad o por parentesco o por
semejanza de costumbres o por otro modo de comunicación o compañía. Poca pues puede ser
la amistad entre el Tirano y los súbditos: porque, como se sienten oprimir por la tiránica
injusticia, y echan de ver que no los aman, de ninguna manera pueden ellos amar, ni tienen los
Tiranos porque quejarse de sus vasallos si no los aman, pues no son tales para ellos que
merezcan ser amados. Mas los buenos Reyes, cuando tratan con cuidado del provecho común,
y que los súbditos conocen que por su causa se les siguen bienes y comodidades, son amados
de todos, porque muestran que los aman, porque en una multitud de gente no cae tan gran
malicia que tengan odio a sus amigos, y que a sus bienhechores les den mal por bien. Y así de
este amor nace que el Reino de los buenos Reyes es estable y permanente, cuando por sus
súbditos no rehúsan de ponerse a cualesquiera peligros. De lo cual tenemos ejemplo en Julio
Cesar, de quien refiere Suetonio que de tal manera amaba a sus soldados, que sabiendo la
muerte de algunos no se quitó el cabello ni la barba hasta vengarlos, con lo cual hacia tan
aficionados sus soldados que siendo algunos de ellos presos por sus enemigos, dándoseles
libertad con condición que militasen contra Cesar, no la quisieron aceptar. Y también
Octaviano Augusto, que usó del Imperio modestísimamente, de tal manera era amado de sus
vasallos, que muchos al tiempo de la muerte mandaban cumplir los votos que habían hecho
porque los Dioses le diesen más vida que a ellos mismos, viendo que se les cumplía su deseo.
No es pues fácil que se perturbe el dominio del Príncipe, a quien el pueblo ama con tan
común voluntad: por lo cual Salomón dice en el vigésimo noveno de los Proverbios: “El Rey
que juzga a los pobres conforme a la justicia, será confirmado en su trono para siempre”, pero
el dominio del Tirano no puede durar mucho, porque es odioso a todos y no puede
conservarse largo tiempo lo que repugna al deseo de muchos, porque apenas hay en el mundo
ninguno que pase su vida sin tener algunas adversidades, y así no puede faltar ocasión de
levantarse contra el Tirano en algún tiempo de adversidad; y en habiéndola, no falta de muchos
alguno que use de la ocasión, y al que se levantare le seguirá el pueblo de su voluntad, y no
podrá fácilmente quedar sin efecto, lo que se intenta con la ayuda de muchos, y así apenas
puede suceder que el dominio del Tirano dure por largo tiempo. Y esto se verá
manifiestamente, si cada uno considera con lo que se conserva el dominio de los Tiranos,
porque no se conserva con amor: pues, como queda dicho, entre el Tirano y los súbditos poca
o ninguna amistad puede haber, y de la fe de los vasallos no se pueden confiar los Tiranos,
porque no se halla tanta virtud en algunos que por razón de la fidelidad se detengan de no
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sacudir de si, si pueden, el yugo de una no debida servidumbre; y por ventura, conforme a la
opinión de muchos, no será contra fidelidad librarse por cualquiera camino de la tiránica
malicia: y así es llano que solo con el temor se sustenta el gobierno del Tirano, y por esto
procuran con todas veras ser temidos de los súbditos.
El temor, pues, es débil fundamento, porque los que están sujetos por temor, si viene la
ocasión de poderse levantar contra los que mandan, lo harán con tanto mayores veras cuanto
más contra su voluntad y por solo temor eran oprimidos, como el agua que está encerrada por
violencia cuando halla la salida rompe con mayor ímpetu: y aun este mismo terror de los
súbditos es peligroso para el Tirano, siendo así que muchos por demasiado temor han dado en
desesperación, y la desesperación de remedio precipita a intentar cualquier cosa atrevidamente:
y así no puede el dominio del Tirano ser durable. Y esto no se prueba menos con ejemplos,
porque cualquiera que mirare los hechos de los antiguos, y los sucesos de los modernos,
apenas hallará que gobierno de Tirano haya sido muy largo. Y así Aristóteles en su política,
habiendo contado muchos Tiranos, muestra que el dominio de todos se acabó dentro de poco
tiempo, de los cuales con todo eso algunos gobernaron más años que otros, porque no eran en
la tiranía tan excesivos, y en muchas cosas imitaban la modestia Real.
Y esto aún se hace más claro con la consideración del divino juicio; porque como se dice en
el trigésimo cuarto de Job, hace reinar al hombre hipócrita por los pecados del pueblo, y
ninguno se puede llamar con más verdad hipócrita que el que teniendo oficio de Rey procede
como Tirano; porque hipócrita se dice el que representa la persona de otro, como se suele
hacer en los teatros. Así pues Dios permite que haya Tiranos para castigo de los pecados de los
súbditos, y el tal caso se llama ira de Dios, y así dice el Señor: “Yo os daré Rey en mi furor”.
Infeliz pues es el Rey que es dado al pueblo en el furor de Dios, pues no puede ser estable su
dominio, porque Dios no se olvidara de tener misericordia, ni detendrá en su ira sus
misericordias, antes en el segundo de Joel, se dice: Que sufre y tiene mucha misericordia, y que
es poderoso sobre la malicia, y así Dios no permite que los tiranos reinen mucho tiempo, sino
que habiendo dado tempestad al pueblo con dárselos, después con quitárselos les vuelve a dar
tranquilidad. Por lo cual dice el Sabio: “Destruyo Dios las sillas de los capitanes soberbios e
hizo sentar en su lugar a los mansos”.
Y también parece por la experiencia, que los Reyes alcanzan más riquezas con la justicia,
que los tiranos con los robos, porque como el dominio de los tiranos es a disgusto de todos,
tienen ellos necesidad de tener muchos soldados armados con que estén seguros de los
súbditos, y con esto han de gastar más de lo que a ellos les roban. Pero en el señorío de los
Reyes, como es a gusto de sus súbditos, todos son soldados para guarda suya, con que no
tienen necesidad de gastar, y antes en las ocasiones de necesidad algunas veces dan más a los
Reyes de su voluntad que lo que suelen robar los tiranos; y así se cumple lo que dice Salomón
en el decimoprimero de los Proverbios: Unos, conviene saber a los Re-yes, dividen su hacienda
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propia, hacienda bien a sus súbditos, y se vienen a hacer más ricos; y otros, conviene saber a
los tiranos, roban lo que no es suyo, y siempre están con necesidad; y de la misma manera, por
justo juicio de Dios, acontece que los que juntan riquezas injustamente, inútilmente las
desperdician, o que justamente se las quitan, porque como dice Salomón en el quinto del
Eclesiástico: “El avariento no se hinchara de dinero, ni el que ama el dinero alcanzara fruto de
el”; antes, como dice en el decimoquinto de los Proverbios: “Conturba su casa el que sigue la
avaricia”. Pero a los Reyes que procuran la justicia, Dios les añade riquezas, como a Salomón,
que cuando procuro sabiduría para juzgar, le fue prometida abundancia de riquezas.
De la buena fama parece superfluo hablar, porque ¿quién dudara que los buenos Reyes no
solo en la vida pero aún después de la muerte, viven en cierto modo en las alabanzas de los
hombres, y que siempre dura el deseo de ellos? Pero el nombre de los malos o se acaba luego,
o si fueron excelentes en malicia, detestándolos nos acordamos de ellos; de donde Salomón
dice en el décimo de los Proverbios: “La memoria del justo con alabanzas; pero la del malo se
pudrirá, porque se acaba o dura con hediondez”.
CAPÍTULO XI
Que los bienes del mundo, como son riquezas, poder, honor y fama, mejor los alcanzan los
Reyes que los tiranos; y de los males en que los tiranos caen aun en esta vida.
Por lo dicho parece que la estabilidad del poder, las riquezas, el honor y la fama mejor y más
conforme a su voluntad lo alcanzan los Reyes que los tiranos, aunque por haberlas
injustamente el Príncipe se inclina a la tiranía; porque nadie se aparta de lo justo, uno llevado
del deseo de alguna comodidad, y además de esto se priva el tirano de la excelentísima
bienaventuranza que se debe por premio a los Reyes, y lo que es más grave de todo, que
adquiere el mayor grado de tormento en las penas. Porque si el que roba a un hombre solo, o
le obliga a servidumbre injusta o le da la muerte, merece grave pena, como en el juicio humano
la muerte, y en el de Dios la condenación eterna, ¿cuánto más debemos entender que merecerá
más graves castigos el tirano, que por todas partes roba a todos y a todos procura quitar la
libertad, y da la muerte a cualquiera que se le antoja? Los tales raras veces hacen penitencia,
hinchados con el viento de la soberbia, desamparados de Dios por sus pecados, y halagados
con las adulaciones de los hombres, muy raras veces pueden satisfacer como deben; porque
cuando restituyan todo lo que han llevado fuera, de lo que según justicia se les debe, lo cual
nadie duda que están obligados a restituirlo, ¿cuándo harán recompensa a los que injustamente
oprimieron e hicieron daños de cualquier manera que fuese? Y añádaseles, para no hacer
penitencia, pensar que les fue licito todo lo que pudieron hacer sin resistencia, y sin que
pudiesen ser castigados; de donde es, que no solamente no procuran enmendar lo que hicieron
mal, sino que haciendo ley de su mala costumbre, pasan a sus descendientes el atrevimiento de
pecar; y así los tales no solo tienen a su cargo para con Dios sus mismos pecados, sino también
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los de aquellos a quien dejaron ocasión de pecar, y también agrava su pecado la dignidad del
oficio que tienen; porque así como un Rey de la tierra castiga más gravemente a sus ministros,
si los halla que le son contrarios, así Dios dará mayor castigo a los que hace ministros y
ejecutores de su justicia, si procedieron mal, convirtiendo la justicia de Dios en amargura. De
donde es que en el libro de la Sabiduría se dice a los malos Reyes: “Porque cuando érais
ministros de aquel reino no juzgasteis rectamente, ni guardasteis la ley de mi justicia, ni
anduvisteis según la voluntad de Dios, horrendamente y presto se os mostrara; porque se hará
durísima justicia en los que presiden, porque al pequeño concédesele misericordia; más los
poderosos potentemente padecerán los tormentos”. Y a Nabucodonosor se le dice en el
decimocuarto de Isaías: “Serás llevado al infierno, a lo profundo del lago, los que te vieren se
inclinaran hacia a ti y te miraran como metido en lo más profundo de las penas”. Pues si a los
Reyes les vienen los bienes temporales abundantemente, y se les prepara por Dios tan alto
grado en la bienaventuranza, y los tiranos por la mayor parte se quedan sin los bienes
temporales que desean, y de más de esto están sujetos a muchos peligros, y lo que es más que
todo, son privados de los bienes eternos y guardados para gravísimas penas; con vehemente
cuidado deben procurar los que toman el gobierno ser para sus súbditos Reyes y no tiranos.
Todo esto hemos dicho para mostrar lo que es ser Rey, y que le conviene a una Republica
tenerle, y también que al que preside le con-viene mostrarse Rey y no tirano, para con sus
súbditos.
CAPÍTULO XII
Procede mostrando lo que es el oficio del Rey, adonde conforme a las cosas naturales
muestra que el Rey con el Reino es como el alma en el cuerpo y a la manera que Dios en el
mundo.
Consecuente es a lo dicho el considerar lo que es el oficio de Rey, y que tal conviene que él
sea, y porque las cosas del arte imitan las naturales, de quien se aprendieron para proceder
conforme a la razón, parece se debe medir el gobierno Real por la forma del gobierno natural.
Hállase pues en las cosas naturales gobierno universal y particular. El universal, según que
todas las cosas se contienen debajo del gobierno de Dios; porque todas con su providencia las
gobierna. Y el particular, que se halla en el hombre también, es muy semejante al gobierno
divino, por lo cual el hombre es llamado mundo menor, porque en él se halla la forma del
gobierno universal; porque así como todas las criaturas corporales y todas las virtudes
espirituales están debajo del gobierno divino, así los miembros del cuerpo y las demás
potencias del alma son regidas por la razón; y así en esta manera se halla la razón en el hombre
como Dios en el mundo.
Mas, porque según ya dijimos el hombre es animal naturalmente sociable que vive entre
otros muchos, se halla en él una semejanza de gobierno divino, no solo en cuanto cada uno
por la razón se gobierna a sí mismo, sino también porque por la razón de un hombre solo se
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gobiernan otros muchos; lo cual principalmente conviene al oficio del Rey, pues aun en
algunos animales que viven en compañía se halla una semejanza de este gobierno, como las
abejas que se dice que tienen su Rey entre sí, no porque en ellas haya gobierno por razón, sino
por instinto natural que les dio el sumo gobernador, que es hacedor de la naturaleza.
Conozca pues el Rey que el oficio que tiene es ser en su Reino como el alma en el cuerpo y
como Dios en todo el mundo; que si considera esto, por una parte se le encenderá el celo de la
justicia, mirando que esta puesto en lugar de Dios para juzgar a su Reino, y por otra parte se
hará manso y clemente, teniendo a cada uno de los que están debajo de su gobierno por
propios miembros suyos.
CAPÍTULO XIII
De esta semejanza saca el modo del gobierno, porque así como Dios distingue todas las
cosas con un cierto orden y propia operación y lugar, así lo ha de hacer el Rey en su Reino, y lo
mismo dice del alma.
Conviene pues considerar lo que Dios obra en el mundo, y así se verá manifiestamente lo
que el Rey tiene obligación de hacer en el Reino.
Y se han de considerar universalmente dos obras de Dios en el mundo. La una el haberle
forma-do, y la otra cómo después de formado le gobierna; y también tiene estos dos oficios el
alma en el cuerpo; porque lo primero por virtud del alma time forma el cuerpo, y después por
ella es regido y gobernado. El segundo de los cuales es el que más propiamente toca al oficio
del Rey, por lo cual a todos los Reyes les pertenece el gobierno, y de la administración de él
toman este nombre. Pero el primer oficio no toca a los Reyes, porque no todos fundan el
Reino o la ciudad en que reinan, sino que toman el cargo de gobernar el Reino o ciudad que ya
está fundada; y es de notar que si no hubiera precedido quien fundara el Reino o ciudad, no
tuviera lugar la gobernación de ellos.
Y también debajo del oficio del Rey se comprende la fundación del Reino o ciudad, porque
algunos fundaron las ciudades en que reinaron, como Nino a Ninive, y Rómulo a Roma; y de
la misma manera pertenece al oficio del que gobierna considerar las cosas que estén bien
gobernadas, y usar de ellas para el fin a que fueron instituidas, porque no se puede conocer
cumplidamente el oficio del gobierno si se ignoran las razones del fundamento del Reino o de
la ciudad.
Y la razón de la fundación de un Reino se debe tomar de la institución y fundamento del
Mundo, en el cual lo primero se considera la producción de las mismas cosas, y después la
ordenada distinción de las partes del mundo; y además de esto a cada parte de él le fueron
distribuidas diversas especies de cosas, como las estrellas al cielo, las aves al aire, los peces al
agua y los animales a la tierra; y después a cada cosa la proveyó Dios abundantemente de lo
que tenía necesidad. Esta razón de la institución del mundo expreso Moisés sutil y
186
diligentemente; porque lo primero propone la producción de las cosas, diciendo: “En el
principio crió Dios el Cielo y la tierra”, y después muestra que todas las cosas según
conveniente orden fueron por Dios producidas unas de otras; conviene a saber, el día de la
noche, las cosas superiores de las inferiores, y la mar de la tierra; y después cuenta como fue el
Cielo adornado con lumbreras, el aire con aves, la mar con peces y la tierra con animales; y lo
último, como fue señalado a los hombres el dominio de la tierra y de los animales; y el uso de
las plantas dice que es igual a los hombres y a los demás animales, por la divina providencia;
mas el que funda una ciudad no puede producir hombres ni los lugares para habitar, ni las
demás cosas necesarias para la vida, sino que es necesario usar de los que hay en el mundo.
También como a las demás artes les da materia la naturaleza para sus obras, y el herrero
toma el hierro, y el que edifica la madera y las piedras para el uso de su arte, así es necesario al
fundador de una ciudad o de un Reino, lo primero elegir sitio a propósito que siendo saludable
conserve los habitantes, y que por la fertilidad les produzca suficientes mantenimientos, y que
deleite con su amenidad, y con las defensas haga los moradores seguros de sus enemigos, y
cuando faltare alguna de estas comodidades, tanto será el sitio mejor cuanto tuviere más de
ellas o de las más necesarias. Y después conviene que el fundador del Reino o ciudad divida el
lugar que ha elegido, según lo piden las cosas que se requieren para la perfección del Reino o
de la ciudad; como si se hubiese de fundar un Reino, conviene advertir qué sitio es bueno para
fundar las ciudades, cual para las aldeas, y cual para las fortalezas y castillos; adonde se deba
instituir el estudio de las Tetras, adonde los ejercicios de los soldados, y las juntas de los
mercaderes y negociantes, y así las demás cosas que requiere la perfección de un Reino; y si se
fundare alguna ciudad, conviene señalar en qué lugares hayan de estar los templos, en cual el
tribunal de la justicia, y cual se deba disputar a cada género de artífices, y además de esto
conviene juntar los hombres y dividirlos en lugares convenientes a sus oficios; y finalmente se
ha de tratar de que todos tengan lo necesario, según el ser y el estado de cada uno, porque de
otra manera de ninguna suerte podría permanecer el Reino ni la ciudad. Esto es para decir en
suma, lo que pertenece al oficio del Rey en la fundación de un Reino o ciudad, tomada la
semejanza de la institución del mundo.
CAPÍTULO XIV
Qué modo de gobernar le compete al Rey según el modo del gobierno divino, el cual modo
de gobierno se compara al de la nave, y se pone una comparación del gobierno Real y del
Sacerdotal.
Así, pues, como la fundación de la ciudad o Reino se toma convenientemente de la forma
de la institución del mundo, así del orden con que él es gobernado se debe tomar el modo de
gobernar; y base de considerar que el gobernar no es más que encaminar una cosa el que la
gobierna a su conveniente fin, como se dice que una nave es gobernada cuando la industria del
187
piloto por derecho camino y sin daño la guía al puerto; así que cuando alguna cosa se ordena a
algún fin que no tiene en si, como la nave a puerto, entonces pertenecerá al oficio del que la
gobierna no solo en conservarla sin daño, sino hacerla navegar y acercarse al fin que pretende.
Y si hubiese alguna cosa que no tuviese por fin otra, sino lo que tuviese en sí misma, solo se
enderezaría la intención del que la gobierna a conservarla sin que recibiese daño.
Y aunque no se halla cosa de esta manera fuera de Dios, que es fin de todas las cosas, con
todo eso acerca de lo que se ordena al fin extrínseco se pone cuidado de muchas maneras por
diferentes personas; porque podrá ser uno el que tenga cuidado de que una cosa se conserve en
su ser, y otro el que trate de que pase adelante en la perfección, como claramente parece en 1a
nave, de donde tomamos la semejanza del gobierno; porque hay artífices que tienen cuidado de
aderezar si algo se descompone en ella, y el piloto tiene cuidado de que navegue adelante; así
también acontece al hombre, porque el médico trata de conservarle en salud, y el padre de
familia de que tenga las cosas necesarias para la vida, el maestro, de que conozca la verdad, y el
ayo de las costumbres, para que viva conforme a razón.
Y si el hombre no se encaminase a algún bien que no tiene de sí, bien le bastará este
cuidado; pero hay un bien fuera del hombre, mientras vive, que es la bienaventuranza ultima,
que después de la muerte esperamos alcanzar en la fruición de Dios. Porque, como el Apóstol
dice en la segunda carta cap. 5, a los de Corinto: “Mientras estamos en este cuerpo vamos
peregrinos y ausentes del Señor”; por lo cual el hombre cristiano, para quien Cristo por su
sangre adquirió aquella bienaventuranza, y que para conseguirla tiene prendas del Espíritu
Santo, tiene necesidad del otro cuidado espiritual, con que sea guiado al puerto de la salud
eterna. Este cuidado tienen entre los fieles los ministros de la Iglesia de Cristo.
Y lo mismo debemos juzgar del fin de toda una muchedumbre que del de uno solo, porque
si el fin que el hombre procura fuera algún bien que tuviera en sí mismo, también el fin de
gobernar a muchos fuera de la misma manera, para que lo adquirieran y permanecieran en él. Y
si este último fin de uno o de muchos fuera la salud y vida corporal, fuera oficio del médico del
cuerpo, y si fuera la abundancia de las riquezas, el padre de familia fuera un cierto Rey del
pueblo; y si e1 bien del conocimiento de las ciencias fuera cosa a que todo el pueblo pudiera
llegar, el Rey tuviera oficio de maestro. Pero es cierto que el fin que un pueblo junto tiene es
vivir conforme a la virtud, porque para lo que se congregan los hombres es para vivir bien
juntamente, lo cual no podrá alcanzar cada uno viviendo de por sí solo. Así que la virtuosa vida
es el fin que tienen las congregaciones humanas, y es señal de esto que solos aquellos son
partes de una muchedumbre congregada que se ayudan a otros para vivir bien. Por-que si por
solo vivir los hombres se juntaran, los animales y los esclavos fueran parte de la congregación
civil, y si por adquirir riquezas, todos los hombres de negocios hubieran de ser ciudadanos de
una ciudad, así como vemos ser computados por de una comunidad los que debajo de unas
mismas leyes y debajo de un mismo gobierno son encaminados al bien vivir; mas porque el
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hombre viviendo conforme a la virtud se encamina a otro fin más adelante, que consiste en la
fruición divina (como arriba dijimos), uno mismo debe ser el fin de muchos que el de uno solo.
No es pues el último fin de una muchedumbre de hombres congregada el vivir conforme a
virtud, sino alcanzar la fruición divina por medio de la vida virtuosa; y si a este fin se pudiese
llegar por medio de la naturaleza humana, necesario seria que al oficio del Rey perteneciese el
encaminar los hombres a este fin. Y suponemos que se llama Rey aquel que tiene el supremo
gobierno de las cosas temporales, y tanto es el gobierno más sublime cuanto más se endereza al
último fin: porque siempre aquel a quien pertenece éste manda hacer a los que obran lo que
más se encamina a él, porque el que tiene a su cargo el gobierno de una navegación manda al
que tiene por oficio el aprestar la nave para ella: y el ciudadano que trata las armas, manda al
artífice come las ha de hacer. Mas porque el fin de la fruición divina no alcanza el hombre por
virtud humana, sino por virtud divina, conforme aquello del Apóstol cap. 6, a los Romanos:
“La gracia de Dios es la vida eterna”, el guiar a este fin no será del gobierno humano sino del
divino. Por tanto compete a aquel Rey que no solamente es hombre sino Dios y hombre, esto
es a nuestro Señor Jesucristo, que haciendo los hombres hijos de Dios los introdujo en la gloria
celestial. Este es el gobierno que le fue dado, el cual no se acabara; y así en la sagrada Escritura
no solo es llamado Sacerdote, sino Rey; diciendo Jeremías en el capítulo vigésimo tercero:
“Reinará el Rey y será sabio”; por lo cual de él se deriva el Real Sacerdocio, y lo que es más,
que todos los fieles de Cristo, en cuanto son miembros suyos, se llaman Reyes y Sacerdotes. El
ministerio de este Reino, para que las cosas terrenas fuesen distintas de las espirituales, se
cometió no a los Reyes de la tierra sino a los Sacerdotes, y principalmente al Sumo Sacerdote,
sucesor de S. Pedro, Vicario de Cristo, que es el Pontífice Romano, al cual todos los Reyes
Cristianos deben estar sujetos como al mismo Señor Jesucristo; porque así deben serlo los que
tienen a su cargo el cuidado de los fines medios al que lo tiene del fin último, y guiarse por su
gobierno. Y porque el Sacerdote de los Gentiles y todo el culto de los Dioses era para adquirir
los bienes temporales, que todos se ordenan al bien común del pueblo, de lo cual toca el
cuidado al Rey, por eso convenientemente sus Sacerdotes eran sujetos a los Reyes; y también
porque en la ley vieja eran prometidos los bienes terrenos al pueblo religioso, no por el
demonio sino por el Dios verdadero, por esto también se lee que en ella los Sacerdotes eran
sujetos a los Re-yes. Pero en la ley nueva es más alto el Sacerdocio por el cual los hombres
llegan a alcanzar los bienes celestiales; de donde es que en la ley de Cristo los Reyes deben estar
sujetos a los Sacerdotes. Y así maravillosamente quiso Dios hacer que en la ciudad de Roma, la
cual había ordenado que fuese principal asiento del pueblo cristiano, poco a poco se
introdujese que los que gobernaban la ciudad, fuesen sujetos a los Sacerdotes, como lo refiere
Valerio Máximo, diciendo: “Nuestra ciudad trató siempre de posponer todas las cosas a la
Religión, aún en las que quiso que se mirase al decoro de la suprema Majestad; por lo cual los
que mandaban no dudaron de servir a las cosas sagradas, entendiendo que así alcanzarían el
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gobierno de las humanas, si bien y constantemente se juntasen a las divinas”. Y también,
porque en la Galia había de crecer mucho la religión del cristiano Sacerdocio, permitió Dios
que entre los galos los Sacerdotes, que llamaban Druidas, fueran los que administraban justicia
en toda la provincia, como refiere Julio Cesar en el libro que escribió de las guerras de Francia.
CAPÍTULO XV
Que así como para alcanzar el último fin importa que el Rey disponga los súbditos al bien
vivir, así también conviene que lo haga para los fines medios; y se señalan las cosas que
aprovechan para bien vivir, y las que lo piden, y que remedio debe poner el Rey contra los tales
impedimentos.
Así como el vivir bien en este mundo se endereza como a su fin a la vida bienaventurada,
que esperamos en el Cielo, así al bien común del pueblo se ordenan como a su fin cualesquiera
bienes particulares que los hombres procuran, ahora sean riquezas, ahora ganancias, salud,
facundia o erudición. Pues si, como queda dicho, el que tiene cuidado del último fin debe ser
superior a los que gobiernan las cosas que a él se encaminan, y guiarlas con imperio,
manifiestamente se sigue de las cosas dichas que, como el Rey no debe ser sujeto al dominio y
gobierno que se administra por el oficio del Sacerdocio, debe también presidir a todos los
humanos oficios, y ordenarlos con el imperio de su gobierno.
Cualquiera, pues, a quien le toca hacer cosa que se ordena a otra como a fin, debe procurar
hacerla tal, que sea a propósito para este fin; así como el que hace una espada la procura hacer
tal que sea de provecho para la pelea; y el arquitecto debe disponer la fábrica de una casa de
modo que sea a propósito para vivirse; y porque la buena vida, que en este siglo hacemos, tiene
por su fin la bienaventuranza celestial, le toca al oficio del Rey procurar la buena vida de sus
súbditos por los medios que más convengan, para que alcancen la celestial bienaventuranza;
como es, mandándoles las cosas que a ella encaminan y estorbándoles, en cuanto fuere posible,
lo que es contrario a esto. Cual sea pues el camino para la bienaventuranza y cuáles son los
impedimentos de él, por la ley divina se conoce, cuya doctrina pertenece al oficio del
Sacerdote, conforme a aquello de Malaquías en el capítulo segundo: “Los labios de los
Sacerdotes guardan la ciencia, y de su boca procura tomar la ley”. Y por tanto dice Dios en el
décimo séptimo del Deuteronomio: “Después que el Rey se asentare en el trono de su Reino,
hará que le escriban el Deuteronomio, recibiendo en un volumen el ejemplo de esta ley de
mano de Sacerdotes de la Tribu de Leví y lo tendrá consigo, y lo leerá todos los días de su vida,
para que aprenda a temer al Señor Dios suyo, y a guardar sus palabras y ceremonias, que en la
ley están mandadas guardar”.
Y siendo enseñado por la ley divina, su principal cuidado ha de ser cómo hará que viva bien
el pueblo que le está sujeto; el cual cuidado se divide en tres cosas. Lo primero, cómo ha de
fundar en el pueblo este modo de bien vivir. Lo segundo, cómo lo ha de conservar después de
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comenzado. Y lo tercero, cómo podrá hacer que cada día vaya en aumento. Para vivir bien un
hombre, se requieren dos cosas: la principal de ellas es obrar conforme a virtud, porque la
virtud es por la que se vive bien; y otra secundaria, que es como instrumental, conviene a saber
tener suficientemente los bienes temporales, cuyo uso es necesario para las obras de virtud. La
unión en un hombre la misma naturaleza la causa; pero la unión de muchos, que se llama paz,
se ha de procurar con industria; así pues, para instituir que el pueblo viva bien, se requieren tres
cosas. Lo primero, que los de él se junten y constituyan en conformidad de paz. Lo segundo,
que unidos con este vínculo sean encaminados al bien obrar; porque así como el hombre
ninguna cosa puede hacer bien, si no es presupuesta la unión y conformidad de sus partes, así
una muchedumbre de hombres, si carece de esta unión de la paz, contradiciéndose a sí misma
se impide en el bien obrar. Y lo tercero, se requiere que por industria del gobierno haya
suficiente copia de las cosas que son necesarias para el bien vivir.
Así pues instituido en el pueblo el modo de vivir bien por el cuidado del Rey, consecuente
cosa es que trate de conservarlo. Tres cosas hay que no dejan permanecer el bien público, una
de las cuales proviene de la naturaleza; porque el bien de un pueblo no se debe instituir para
tiempo limitado, sino para que sea en cierto modo perpetuo; pero los hombres, como son
mortales, no pueden durar para siempre, ni mientras viven están en un mismo vigor, porque la
vida humana está sujeta a muchas variedades; y así no son los hombres bastantes para unos
mismos oficios igualmente toda la vida. Otro impedimento para conservar el bien público,
nacido de lo interior, consiste en la malicia de las voluntades, cuando algunos son perezosos
para hacer lo que conviene a la Republica, o cuando otros son dañosos a la paz del pueblo, y
haciendo cosas injustas perturban la quietud ajena. El tercer inconveniente, pues, para
conservar la Republica, le viene de fuera, cuando por acometimiento de enemigos se disuelve la
paz, y algunas veces el Reino o la ciudad es totalmente destruido.
Contra estos tres impedimentos debe el Rey tener cuidado de tres cosas. Lo primero, de la
sucesión de los hombres y de la sustentación de los que presiden en diferentes oficios; para
que, así como en las cosas corruptibles, porque no pueden durar siempre, por el divino
gobierno fue ordenado que por la generación unas sucedan a otras, para que así se conserve la
entereza del universo, así por el cuidado del Rey se conserve el bien del pueblo que le está
sujeto, procurando diligentemente de qué manera unos han de suceder en lugar de otros que se
acaban. Lo segundo, que con sus leyes y preceptos, penas y premios aparte de la maldad a sus
súbditos y los mueva a las obras virtuosas, tomando ejemplo de Dios que dio ley a los
hombres, y da permiso a los que la guardan, y castigo a los transgresores. Lo tercero, debe el
Rey tener cuidado de que sus súbditos estén seguros de sus enemigos, porque de nada
aprovecha evitar los peligros interiores, si no se puede defender de los exteriores.
También resta lo tercero, que toca al oficio del Rey, y que conviene a la buena institución
del pueblo, y es el tener solicitud y cuidado de mejorar siempre las cosas, lo cual se consigue si
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en lo que se ha hecho hay algo desordenado y se corrige; si faltando algo, se suple, y si algo
pudiendo hacerse mejor, lo procura perfeccionar; por lo cual el Apóstol amonesta a los fieles,
que deseen y procuren aumentarse en los dones del Espíritu Santo.
Estas cosas son las que pertenecen al oficio del Rey. De cada una de las cuales conviene
tratar más particularmente.
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I
Como los Reyes Han de fundar ciudades, para alcanzar Fama, y que se debe elegir para ello
sitio templado, y las comodidades que de esto se siguen, y las incomodidades de lo contrario.
Lo primero, pues, hemos de tratar principalmente del oficio del Rey en la fundación de una
ciudad o Reino; porque, como dice Vegecio: “Potentísimas naciones y Príncipes señalados,
ninguna gloria mayor pudieron alcanzar que fundar nuevas ciudades o ampliando las ya
fundadas, hacerlas de su propio nombre”, lo cual también concuerda con los documentos de la
Sagrada Escritura, pues dice el Sabio en el cap. 40 del Eclesiástico que “el edificar una ciudad
confirma el nombre”; porque el de Rómulo estuviera olvidado, si no hubiera fundado a Roma.
En la fundación, pues, de una ciudad o Reino, si hay ocasión para ello, lo primero que el Rey
debe hacer es elegir región que sea templada, porque de estos se siguen muchos provechos a
los habitadores. Lo primero, porque por la templanza de la tierra alcanzan los hombres la salud
del cuerpo y largueza de vida; porque como la salud consiste en cierta templanza de humores,
se conserva más en las regiones templadas, porque las cosas se conservan con sus semejantes; y
habiendo exceso de calor o de frío, es necesario que según la calidad del aire se mude la calidad
de los cuerpos, de donde nace que algunos animales por natural industria en el tiempo de frío
se mudan a lugares calientes y después en el caliente vuelven a buscar los lugares fríos, para
gozar de la templanza del tiempo, con la contraria disposición de las tierras. Y finalmente,
como los animales vi-ven por lo cálido y húmedo, si el calor fuese intenso brevemente se
deseca el humor y se acaba la vida, como la lámpara se muere presto, si el aceite que se le echa
lo gasta la grandeza de la lumbre y así se dice que en algunas regiones calidísimas de Etiopía no
pasa la vida de los hombres de treinta años; y también en las regiones demasiado frías el
húmero radical se congela fácilmente, y el natural calor se extingue; y además de esto importa
mucho la templanza de la tierra para las ocasiones de la guerra, con que se asegura la paz de los
hombres. Porque, como refiere Vegecio, todas las naciones cercanas al Sol, desecadas con el
mucho calor, se dice que tienen más de ingenio que de sangre; y por tanto no tienen constancia
y confianza para pelear de cerca, porque los que tienen poca sangre temen más las heridas; y
por el contrario los pueblos septentrionales apartados de los ardores del Sol son de menos
consejo, pero siendo muy abundantes de sangre son potentísimos para la guerra; más los que
habitan en las tierras más templadas, tienen bastante copia de sangre que les hace menospreciar
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las heridas y la muerte, y no les falta prudencia para no ser desordenados en los ejércitos; y no
aprovechan poco los buenos consejos en las batallas.
Y finalmente, el ser la región templada, importa mucho para la vida política, porque como
Aristóteles dice: “Las gentes que habitan en lugares fríos son de grande ánimo, pero tienen
menos entendimiento y arte, por lo cual perseveran más viviendo sin sujeción, ni viven
políticamente, ni pueden tener imperio sobre sus vecinos por la prudencia; y los que viven en
las tierras calientes son de más entendimiento y artificios, pero de poco ánimo; por lo cual son
sujetos a otros y perseveran en la sujeción; pero los que habitan en las tierras que tienen en
esto medianía, participan de lo uno y de lo otro, por lo cual perseveran siendo libres, y pueden
vivir políticamente y saber gobernar a otros. Así que se ha de elegir región templada para la
fundación de una ciudad o Reino.
CAPÍTULO II
Como deben elegir los Reyes y Príncipes las regiones para fundar ciudades o castillos, y que
debe ser de aire saludable, y muestra en que se conoce el serlo.
Después de haber elegido la Provincia, conviene elegir lugar a propósito para fundar la
ciudad; en lo cual lo primero que se ha de mirar es a que el aire sea saludable, porque primero
es la vida natural que la junta de ciudadanos, la cual se conserva sin daño por la sanidad del
aire. El lugar saludable, según Vegecio, será levantado, sin nieblas, ni muchas lluvias, y que
tenga el cielo ni muy caluroso ni muy frío, y que no tenga junto a si lagunas ni pantanos. La
eminencia del lugar suele ser causa de que el aire sea sano; porque el lugar alto esta descubierto
a los vientos, con que el aire queda más puro; y también los vapores que se resuelven con la
fuerza de los rayos del Sol, la misma tierra v las aguas los multiplican más en los valles y lugares
bajos que en los altos, y así en los lugares altos es el aire más sutil. Esta sutileza del aire, que
importa mucho para la libre y descansada respiración, se impide con las nieblas y lluvias, de
que suelen ser muy abundantes los lugares húmedos. Por lo cual se halla que los tales son
contrarios a la salud. Y porque los lugares pantanosos y en que hay lagunas son demasiados
húmedos, conviene que el que se escogiere para fundar la ciudad sea apartado de pantanos y
lagunas; porque cuando al salir del Sol los vientos de la mañana llegan al tal lugar,
juntándoseles las nieblas que salen de las lagunas, y mezclándoseles el aliento venenoso de las
animales de ellas, hacen el lugar sujeto a pestilencia; con todo eso, si las murallas estuvieren en
lagunas o pantanos o cerca de ellos, que estén junto a la mar y hacia el septentrión, y estas
lagunas o pantanos fueren más altos que las orillas del mar, entonces parece que serán bien
edificadas; porque haciéndose fosos tiene el agua salida para la mar, y cuando ella crece hincha
las lagunas y pantanos de agua y estorba que se críen animales ponzoñosos; y si vienen de otra
parte mueren, por no ser criados en el agua salada. Y también conviene trazar el lugar donde se
ha de edificar la ciudad de manera que participe moderadamente del calor y del frío, y que mire
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a la parte del cielo que más convenga para esto, porque si mirase al Mediodía, mayormente si
esta junto a la mar, no será saludable; porque en los tales lugares son las mañanas muy frías,
porque no les da el Sol, y al Mediodía serán ardientes, porque entonces les está muy vecino.
Los que miran al Occidente cuando sale el Sol se comienzan a enfriar, son calientes al
Mediodía, y a la tarde hierven; pero los que miran al Oriente, por la mañana por la derecha
oposición del Sol son calientes templadamente, y al Mediodía no crece mucho el calor, porque
no da el sol derechamente; más a la tarde, porque del todo se les aparta, son fríos. El mismo
temple o muy semejante tendrán los que miraren al Aquilón, y al revés de lo que se ha dicho es
en lo que mira al Mediodía; y podemos conocer por experiencia que cualquiera que se muda
donde hace más calor, se halla con menos salud; porque los cuerpos que se mudan de lugares
fríos a los calientes, no pueden conservarse, sino acabarse; porque el calor, resol-viendo lo
húmedo, deshace la virtud natural, y así también en los lugares más saludables se hallan los
cuerpos más enfermos en el estío.
Y porque para la salud del cuerpo importa el use de mantenimientos sanos, se debe advertir
en esto para lo que es la sanidad del lugar que se eligiere para fundar la ciudad, porque se
conocerá en la calidad de los mantenimientos que produce la tierra; lo cual solían procurar
saber los antiguos por los animales que allí se criaban. Porque, como sea común a los hombres
y a los otros animales usar para su sustento de las cosas que la tierra lleva, es cosa consecuente,
si lo interior de los animales que se matan se halla sano, que también los hombres que se
criaren en aquella parte vivan con más salud; pero si en los animales se echare de ver que están
malsanos, con razón se puede juzgar que la habitación de aquel lugar no será sana para los
hombres.
Y de la misma suerte que el aire se debe buscar el agua saludable, porque la salud de los
hombres depende por la mayor parte de lo que usan más ordinariamente en las comidas y en
las demás cosas, y del aire es claro que cada hora con la respiración le metemos dentro de
nosotros hasta las mismas entrañas; por lo cual el ser el aire sano es lo que principalmente
importa a la sanidad de los cuerpo, y lo mismo el agua; porque entre las cosas de que nos
sustentamos usamos de ella muchísimas veces, así en la bebida como en los manjares; y así
después de la pureza del aire no hay cosa que más importe a 1a salud de un lugar que ser
saludables las aguas. Hay también otra señal para conocer la sanidad de un lugar, que es ver si
los hombres que habitan en e1 son de buen color, de robustos cuerpos, y de miembros bien
formados; si hay muchos muchachos y agudos, y si también hay muchos hombres viejos; y por
el contrario si los hombres son de ruines caras, los cuerpos disminuidos o enfermos, si hubiese
pocos muchachos y tibios, y menos viejos, no se puede dudar de que el lugar es pestilente.
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CAPÍTULO III
Que es necesario que la ciudad que un Rey hubiere de fundar tenga abundancia de
mantenimientos, porque sin ellos no puede ser perfecta; y dice que hay dos medios para
alcanzarla, y aprueba más el primero.
Conviene, pues, que el lugar donde se hubiere de fundar una ciudad, no solo sea tal que
conserve sus habitadores en salud, lino que con su fertilidad sea suficiente para sustentarlos;
porque no es posible que habite una muchedumbre de hombres, donde no hay abundancia de
mantenimientos. Y así como dice el filósofo, mostrando Xenocrates, arquitecto peritísimo, a
Alejandro Macedonio, como en cierto monte se podía fundar una ciudad de admirable forma,
pregunto Alejandro si había allí campos que pudiesen proveer a la ciudad de mantenimientos; y
que hallándose que no, dijo que se debería vituperar el que en tal lugar la fundase. Porque
como el niño recién nacido no puede criarse ni crecer sin la leche del ama, así una ciudad sin
abundancia de mantenimientos no puede tener muchedumbre de gen-te. Dos son, pues, los
modos con que se le puede a una ciudad granjear la abundancia de todas cosas: uno es el ya
dicho de la fertilidad de la tierra, que produce todo lo que es necesario para la vida de los
hombres, y otro el use de la mercancía, con el cual se traen de todas partes las cosas que son
menester; mas el primer modo se conoce manifiestamente ser más conveniente; porque tanto
es una cosa mejor cuanto por sí es más suficiente; porque lo que tiene necesidad de otra cosa
bien se muestra que es falto-so. Más cumplidamente, pues, tiene lo que ha menester una ciudad
que la tierra circunvecina le da todo lo necesario para vivir, que la que tiene necesidad de
recibirlo de otras partes por la mercancía. Y así será mejor la ciudad si de su propio territorio
tiene abundancia de todo, que si fuese por medio de mercaderes. Y esto es cosa más segura;
porque con los sucesos de la guerra, o con los diversos peligros de los caminos, fácilmente
puede ser impedido que se le traigan mantenimientos, y entonces por defecto de ellos se
hallaría la ciudad oprimida: y también es de más utilidad para los ciudadanos, porque la ciudad
que para su sustento ha menester tener muchedumbre de mercaderes, necesario es que
continuamente haya de tratar con gente extranjera, cuya conversación corrompe mucho las
costumbres de los ciudadanos, según la doctrina de Aristóteles en su Política, porque es
forzoso que los hombres de otras naciones, criados en diferentes leyes y costumbres, procedan
en muchas cosas diferentemente de lo que son las costumbres de aquella ciudad: y así como los
de ella con su ejemplo se mueven a hacer lo que ellos, se van perturbando las propias
costumbres.
Además de esto, si los ciudadanos tratan mucho con los mercaderes, se abre la puerta a
muchos vicios, porque como el cuidado de los hombres de negocios se endereza todo a la
ganancia, con el uso de ellos arraiga la codicia en los corazones de los ciudadanos, de lo cual
nace que en la ciudad todas las cosas se hagan vendibles, y apartada la buena fe, se da lugar a
muchos fraudes, y olvidado el Bien común cada uno trata de su provecho en particular, y
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mengua el cuidado de la virtud, viendo que el honor, que es premio suyo, se da a todos, y así
necesariamente en la tal ciudad se pervertirán las costumbres de los ciudadanos. Es también el
uso de la negociación muy contrario a los ejercicios militares, porque los hombres de negocios
estándose a la sombra no tratan de trabajar, y gozando de los regalos y deleites se hacen de
poco animo; y los cuerpos débiles y sin provecho para los trabajos de la guerra; por lo cual por
Derecho civil la mercancía es prohibida a los soldados. Y finalmente una ciudad suele ser más
pacífica, cuanto el pueblo se junta menos veces, y cuanto menos asiste dentro de las murallas,
porque del frecuente concurso de los hombres nacen ocasiones de disensiones, y se da materia
a sediciones: y así, según la doctrina de Aristóteles, más útil es que la gente se ocupe y ejercite
fuera de su ciudad, que asistir mucho dentro de ella. Y si en la ciudad se trata mucho de la
mercancía, es forzoso que los ciudadanos asistan dentro de ella, y que en ella ejerciten sus
tratos. Así que mejor es que la ciudad tenga de la cosecha de sus propios campos abundancia
de mantenimientos, que no que totalmente se dé a la mercancía. Ni tampoco los mercaderes
han de ser del todo excluidos de la ciudad, porque no se puede hallar fácilmente lugar que sea
tan abundante de todo lo necesario para vivir que no haya menester que se le traigan algunas
cosas de fuera, y seria dañoso a muchos el tener exceso de las que allí hubiese en abundancia, si
por la diligencia de los mercaderes no se pudiesen llevar a otras partes; por lo cual con-viene
que la perfecta ciudad use de los mercaderes moderadamente.
CAPÍTULO IV
Que la región que el Rey elige para fundar ciudades o castillos ha de tener lugares amenos y
deleitosos, y que los ciudadanos se han de obligar a que usen de ellos con moderación, porque
muchas veces son causa de disolución, por donde los Reinos se pierden.
También se ha de elegir tal lugar para edificar una ciudad, que con su amenidad deleite los
ciudadanos, porque dificultosamente se apartan los hombres de los lugares amenos, y no
concurre fácil-mente abundancia de habitadores a los que no lo son: porque sin esta amenidad
no puede durar mucho la vida de los hombres. Hacen los lugares amenos la llanura de los
campos, la muchedumbre de árboles, la vecindad de los montes, el tener agradables bosques y
ser abundantes de agua. Mas porque la mucha amenidad del lugar mueve los hombres a
demasiadas delicias, cosa que es muy dañosa a una ciudad, por tanto conviene usar de esto
moderadamente. Lo primero, porque a los hombres que solo tratan de deleites se les entorpece
el ingenio, porque la suavidad de ello sujeta el alma a los sentidos, de manera que no pueden
tener libre juicio en las cosas deleitables, y así, según la sentencia de Aristóteles, el deleite
corrompe la prudencia del juicio. Lo segundo, los deleites superfluos hacen apartar de lo
honesto de la virtud, porque ninguna cosa más que el deleite es causa de demasías, con que se
pasa el medio en las cosas: que es en lo que consiste la virtud, porque la naturaleza es codiciosa
del deleite, y así a veces recibiéndole en alguna cosa, aunque sea moderado, se precipita al
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deseo de otras torpes delectaciones, o también porque el deleite no harta el apetito, sino que
gustándole pone más sed de sí; por lo cual a las cosas de virtud importa que los hombres se
aparten de los deleites superfluos, porque así quitada la demasía, se viene más fácilmente a la
medianía de la virtud; y también es cosa consecuente, que se entregan a demasiados deleites los
que se hagan flojos y pusilánimes para intentar cualquier cosa ardua y para sufrir trabajos y no
temer los peligros. Por lo cual también dañan mucho las delicias para las cosas de la guerra,
porque como dice Vegecio en el libro de las cosas militares: “Menos teme la muerte el que ha
tenido menos deleites en la vida”. Y finalmente, haciéndose con ellos los hombres delicados,
dan en perezosos, y dejan de tener cuidado con las cosas necesarias y con los negocios que
deben, y solo tratan de sus deleites, en que gastan largamente lo que otros antes habían
granjeado: de donde es que vienen a empobrecerse, y no pudiendo carecer de los
acostumbrados deleites, dan en hurtos y en robos, con que poder hartar sus apetitos. Y así es
dañoso a las ciudades abundar de superfluos deleites por la disposición de su sitio o por otra
cualquiera causa; pero es conveniente que 1os haya en la comunidad de los hombres, como por
salsa con que los ánimos se recreen; porque, como dice Séneca escribiendo a Sereno, de la
tranquilidad del ánimo: “Se ha de dar algún descanso a los ánimos”. Porque, después de
haberle tomado, se levantan mejores y para más, aprovechándoles el usar de las cosas
delectables moderadamente, como la sal al cocer los manjares, que si es demasiada los estraga.
Y más, que si se buscan como fin las cosas que a lo que es nuestro fin nos encaminan, se
deshace y muda el orden de naturaleza, como si el herrero buscase el martillo, sin quererlo para
hacer otra cosa con él, o el carpintero la sierra, o el médico la medicina, siendo cosas que cada
una sirve para su debido fin. Lo que el Rey debe procurar para su ciudad es que se viva
conforme a virtud, y debe usar de las además cosas como de lo que a esto se ordena, y cuanto
sea necesario para conseguirlo; y este desorden sucede en los que tratan de sus deleites
superfluamente, porque no los encaminan al fin dicho, sino que antes procuran como su fin
solo, de la manera que lo querían usar aquellos impíos, que con malos pensamientos, como
testifica la Escritura, decían: “Venid, gocemos de los bienes presentes (lo cual pertenece al fin)
y aprovechémonos de la criatura prestamente, como en la juventud”, y lo que más allí se sigue;
donde se muestra que el uso inmoderado de los deleites es cosa de la edad juvenil, y es
justamente reprendido de la Escritura. De aquí es que Aristóteles compara en sus Éticas las
cosas que deleitan al cuerpo al uso de los manjares, que tomados en grado excesivo, o muy
pocos, corrompen la salud, y si se toman con buena medida la conservan y aumentan; y así
acontece en las cosas de virtud, por los sitios amenos y por las otras delicias de los hombres.
CAPÍTULO V
Que es necesario que el Rey y cualquiera Señor tenga abundancia de riquezas temporales,
que se llaman naturales: y dase la razón de ello.
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Habiendo dicho estas cosas, que se requieren al ser sustancial de una ciudad, policía y
gobierno Real, en la institución y providencia de los cuales el Rey debe entender
principalmente, trataremos de algunas otras, que le pertenecen en orden a sus súbditos para
que su gobierno sea más quieto: y aunque ya en alguna manera lo hemos tocado generalmente,
ahora se tratara más en particular, para mayor declaración de lo que debe hacer el Príncipe. Lo
primero es, que en todas partes de su gobierno tenga abundancia de riquezas naturales, las
cuales llama así Aristóteles en su Política, o porque son naturales, o porque el hombre
naturalmente tiene necesidad de ellas, como son viñedos, bosques, selvas y diversos géneros de
animales y aves; de todo lo cual Paladio, exhortando a esto mismo a Valentiniano Emperador,
da los documentos muy largamente y con bonísimo estilo, y también Salomón, queriendo de
aquí mostrar la magnificencia de su gobierno, dice: “Edifique casas para mí; plante viñas, hice
huertos y huertas, los henchí de todo género de árboles, e hice estanques para regar la selva de
los árboles, que comenzaban a brotar”. Y para esto que decimos, hay tres razones: la una es,
considerándolo en cuanto al uso de las mismas cosas, porque es más deleitable aprovecharse
de ellas siendo propias que siendo ajenas, porque están más unidas a su dueño, y la unión es
propiedad del amor, como dice Dionisio, y al amor síguese el deleite, porque cuando la cosa
que se ama están presente, trae delectación consigo misma.
Y también la diligencia y cuidado que se propone en estas cosas, porque de aquellas gustar
los hombres, que les son más dificultosas; que más amamos las cosas que se gozan cuando no
son fáciles, como dice el Filósofo; por la cual razón se aman los hijos y cualquiera otra obra de
naturaleza a la medida del trabajo que cuesta, así que, poniendo solicitud en estas riquezas
naturales propias, se hacen más agradables que las ajenas y siendo más agradables diremos que
también son más deleitables. La segunda razón es por los oficiales del Rey, porque habiendo de
acudir a los que venden por las cosas necesarias para la vivienda de su señor, algunas veces es
causa de escándalo entre los súbditos, o por el comercio de las cosas en que daña la avaricia del
que compra o del que vende, o por lo que se siente el engaño. Y así en el vigésimo de los
Proverbios se dice: “Malo es el que compra, y apartándose se gloría” como que haya engañado
al vendedor. Y en el Eclesiástico se nos amonesta que nos guardemos de la malicia de las
compras y de los negociadores, como que esto les sea propio en el comprar. De más de esto
por el comercio se contrae familiaridad con las mujeres, con lo cual por una palabra o mirar
des-cuidado se suelen causar sospechas entre los ciudadanos, y se provocan contra el gobierno.
Pero la ter-cera razón, que es de parte de las mismas cosas, confirma también lo que decimos:
porque por la mayor parte los mantenimientos que se venden no carecen de alguna mácula, y
así no son de tanta eficacia para su sustento como los propios; y así dice Salomón en los
Proverbios: “Bebe el agua de tu cisterna”: comprendiendo en esto cualquiera mantenimiento,
en particular la bebida, porque más fácilmente puede macularse, y porque en cualquiera cosa
que este mudada de su natural y pureza, luego muestra la malicia. Y finalmente los
198
mantenimientos propios son más seguros para comer, porque más fácilmente se pueden
envenenar o hacer nocivos por el extraño, que no los que se tienen en las despensas de las
propias casas. Y así el Profeta Isaías en el segundo capítulo dice: “En la exaltación de la
retribución del varón justo se le ha dado pan, y sus aguas son más fieles”: como las comidas y
bebidas propias sean más seguras para el sustento.
CAPÍTULO VI
Que importa al Rey tener otras riquezas naturales, como son rebaños de ganado mayor y
menor, sin las cuales no puede regir bien la tierra.
No solamente pertenecen las cosas dichas a las riquezas naturales, sino otros diversos
géneros de animales por las mismas causas y razones que se han referido, sobre los cuales al
primer padre, como a predominante de toda la humana naturaleza, le fue dado privilegio de
regir y gobernar, como se escribe en el Génesis: “Creced, dice el Señor, y multiplicad, y
henchid la tierra y señoread los peces de la mar y las aves del cielo, y a todos los animales que
se mueven sobre la tierra. Y así pertenece a la Majestad Real usar de todo esto, y tenerlo en
abundancia, y cuanto más en ello extendiere su dominio tanto más semejante será su
principado al del primer hombre, por ser todas las cosas disputadas para el servicio suyo en el
principio de la creación. De donde dice el Filósofo en el primero de su Política, que la caza de
los animales silvestres naturalmente es justa, porque por ella toma el hombre para sí lo que es
suyo, y de la pesca y volatería se puede decir lo mismo; y así la naturaleza proveyó de aves de
rapiña y de perros, para ejercitar este oficio, y porque no se puede usar de este ministerio con
los peces, por el lugar en que están, en vez de aves y de perros hallaron los hombres las redes.
Para las necesidades, pues, y para el decoro de su Reino tiene el Rey necesidad de las cosas
sobredichas; de algunas para comer, como las aves y los peces, los rebaños de vacas y de
ovejas, de que tuvo mucha abundancia Salomón, como en el Eclesiástico se escribe, y en el 3er.
libro de los Reyes, para mostrar su magnificencia. Y de otros animales tiene el Rey necesidad
para servirse de ellos, como son caballos, mulos, asnos y camellos disputados para diversos
oficios, según las varias costumbres de las provincias; de modo que de estas cosas debe el Rey
tenor la mayor abundancia que le fuere posible, así de los anima-les que se comen como de los
de servicio, por las causal que han dicho de las otras riquezas naturales; porque, como hemos
mostrado, las cosas propias son más deleitables, y tanto más cuanto participan de vida, por
donde se acercan más a la similación divina.
Y hay otras razones por las cuales el Rey debe tener abundancia de estas riquezas, y que
sean propias. Lo primero mueve a esto la naturaleza, que se goza de lo que ha trabajado
considerando en estas cosas siempre algún nuevo modo de sucesos en el vivir, en el engendrar
y en los partos, de donde nace admiración en los dueños, y de la admiración el deleite. Y que el
criar una cosa sea causa de amor, y por consiguiente de deleite, se muestra en el Éxodo en la
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hija de Faraón, que hizo criar a Moisés, y adelante se dice, que después de haberte criado, le
toma por hijo adoptivo; por lo cual dice el Señor por Oseas: “Yo, como si hubiera criado a
Efraín”, etc., mostrando en esto su afecto amoroso para con su pueblo.
Además de que la caza de los animales silvestres o de otros, en que los Príncipes y Reyes se
ex-ponen, y someten sus hijos a trabajos y ejercicios corporales, vale mucho para hacerse
robustos, y para conservar la salud y dar vigor a la virtud del corazón, si se usa
moderadamente, como dice el Filósofo en sus Éticas; y esto cuando descansan de la guerra con
sus enemigos, como los reyes de Francia e Inglaterra lo suelen hacer, según escribe Amonio en
los hechos de los alemanes y franceses.
Y finalmente mueve a lo que vamos diciendo, la caballería que los reyes deben tener para
decoro del Reino, para defenderle de sus enemigos, para lo cual están más dispuestos y se hace
más fácilmente si tienen rebaños de yeguas y casta de caballos propios, como lo tienen por
costumbre los reyes y Príncipes de Oriente, y de la manera que se escribe de Salomón en el 3
capítulo del libro 4 de los Reyes, que floreciendo en su prosperidad tenía cuarenta mil caballos
para los carros, y once mil para los hombres de armas, de los cuales tenían cuidado los
caballerizos del dicho Rey. Y además de esto si tratamos de los animales que se comen aún
conviene más tenerlos propios, sean de los cuadrúpedos, sean peces, porque de todos usa el
hombre con más deleite, porque son más nutritivos y mejores para comerse, y porque
recibimos más contento usando de las cosas conocidas, y porque se comen con más seguridad
y largueza, que es cosa muy conforme a nuestro natural, y así se recibe en ello más gusto, y
también la causa general ya dicha de evitar el comercio con los ciudadanos hace a este
propósito, por-que puede ser ocasión de escándalo, lo cual han de procurar evitar los oficiales
del Rey.
Y finalmente pide esto la magnificencia de un Rey, para que a los que pasaren por su casa se
les den los mantenimientos con más abundancia y más largamente, lo cual se hace mejor si el
Rey tiene abundantemente rebaños de todos ganados. De donde se concluye, según las cosas
dichas, que las riquezas naturales son necesarias al Rey, y que las tenga propias en cada
provincia para la seguridad de su Reino y gobierno.
CAPÍTULO VII
Que conviene que el Rey tenga abundancia de riquezas artificiales, como son oro y plata, y
de moneda hecha de estos metales.
También el Rey tiene necesidad para la seguridad de su gobierno de riquezas artificiales,
como es el oro y la plata y otros metales, y de la moneda que se hace de ellos. Y supuesto que
es necesario, según naturaleza, que los hombres vivan juntos para fundar un gobierno y policía,
y por consiguiente un Rey o cualquier señor que los gobierne, conviene que adelante tratemos
de lo que juntamente ha de tener para esto, como son las riquezas de oro y plata y moneda que
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de ellos se hace, sin lo cual el rey no puede ejercer su gobierno con justicia y oportunamente; y
esto se puede mostrar con muchas razones. La primera se considera de parte del Rey, porque
los hombres en los trueques de las cosas usan del oro o plata y moneda, como de instrumento,
por lo cual dice el Filósofo en el 5 de las Éticas, que la moneda es como un fiador o prenda
para las necesidades que pueden venir, porque contiene en sí cual-quiera cosa que se haya de
hacer, como precio de todas; pues si cualquiera tiene necesidad de moneda, mucho más que el
Rey: porque, si es necesaria ordinariamente para las cosas ordinarias, también lo será más para
las mayores. Además de esto las fuerzas se proporcionan con la naturaleza de las cosas, y el
trabajo con las fuerzas, y la naturaleza del estado Real tiene una cierta universalidad, por cuanto
ha de ser para todos los del pueblo que le está sujeto; luego también la han de tener las fuerzas,
y de la misma manera el trabajo; pues si el estado de los señores, según su naturaleza, es
comunicativo, también lo deben ser las fuerzas y las obras, y esto no puede hacerse sin la
moneda, como el herrero y el carpintero no podrían hacer sus obras sin sus propios
instrumentos; y más, que según el Filósofo en el cuarto de las Éticas, la virtud de la
magnificencia se endereza a grandes gastos, y estos pertenecen al Magistrado, que es el Rey,
como lo toca el mismo Filósofo en la misma parte. Y así se escribe en el libro de Ester, de
Asuero, que en Oriente señoreaba ciento veintisiete provincias, que en el convite que hizo a los
Príncipes de su Reino, eran servidos en los manjares y en la bebida como lo pedía la
magnificencia del Rey, y esto no se puede hacer sin el instrumento de la vida, que es la moneda
de oro y plata, de donde se echa de ver lo que al principio hemos dicho, y se concluye en
cuanto al rey el serle necesarios los tesoros que contienen en si las riquezas artificiales.
La segunda razón se considera en orden al pueblo, o en general o en particular: porque para
lo que el Rey ha de tener abundancia de dinero, es para que pueda proveer su casa de las cosas
necesarias, y socorrer a los súbditos en sus necesidades; porque, como enseña el Filósofo en el
octavo de las Éticas: “El Rey debe hacerse para con su pueblo, como el pastor con las ovejas, y
el padre con sus hijos”. Así se hubo Faraón con toda la tierra de Egipto, como se escribe en el
Génesis: porque del tesoro público compró trigo, que distribuyó, según la providencia de José
cuando vino el hambre, para que el pueblo no pereciese; y también Salustio en el Catilinario
cuenta lo que Catón dijo de lo mucho que había crecido la República de los Romanos, porque
había durado en su ciudad el erario público, y que, faltando éste, se había vuelto en nada, lo
cual dice haber acontecido en los tiempos del mismo Catón. Además de esto cualquier reino o
ciudad o castillo, o cualquier junta de hombres, se compara al cuerpo humano, como dice el
mismo Filósofo, lo cual también se escribe en el Polícrato, y se compara allí el erario común
del Rey al estómago: porque, así como los manjares se reciben en esta parte, y de allí se
comunican a todos los miembros, así el erario del Rey se hincha de tesoro de dineros, y de allí
se comunica y esparce por las necesidades de los súbditos del Reino; y también lo que vamos
diciendo se ve en particular, porque torpe cosa es, y que deshace mucho la reverencia Real, el
201
tomar prestado de sus vasallos para sus gastos y los del Reino, y dejándose obligar de estos
empréstitos consienten los seño-res que algunos súbditos suyos u otros carguen el Reino de
exacciones indebidas, con lo cual se enflaquece el estado del Reino. Y también hace a este
propósito que de los empréstitos muchas veces nacen escándalos, porque de su naturaleza el
pagar es dificultoso a quien toma prestado, y así se dice haber dicho Biante, uno de los siete
Sabios: “Cuando tu amigo recibiere de ti prestado, perderás el amigo y el dinero”. Así que es
necesario que el Rey junte estas riquezas artificiales en orden al pueblo en común y en
particular.
La tercera razón con que esto también se prueba, es considerando las cosas y personas que
no están debajo del dominio del Rey, las cuales son de dos maneras. Lo uno, los enemigos,
contra quienes conviene que el erario público del Rey esté lleno: lo primero para los gastos de
su familia, lo segundo para lo estipendios de los soldados que se conducen cuando se hace
ejército contra enemigos, y lo ter-cero para rehacer los presidios, o fundarlos de nuevo, para
que los enemigos no acometan los términos del Reino. Lo otro, para procurar aumentar sus
estados, cosa para que también el Rey tiene necesidad de estas riquezas; porque sucede a veces
que las provincial se ven necesitadas también, o por carestía, o por deudas, o por causa de
enemigos, y acuden entonces al socorro del reino, las cuales socorriéndolas con el instrumento
de la vida, que es el oro y plata, u otra cualquiera moneda, se sujetan al Rey, y de esta manera se
aumenta su Reino; y así parece por lo dicho, que el Rey tiene necesidad de riquezas artificiales
por las tres causas referidas. Por lo cual también en el libro de Judith se .escribe que
Holofernes, capitán de Nabucodonosor, cuando acometió las regiones de Siria y Cilicia con un
grande ejército, trajo prevenida de la casa de su Rey grandísima cantidad de oro y plata,
conviene a saber, para la expedición contra sus enemigos; y lo mismo se escribe de Salomón en
el libro que alegamos arriba, entre las cosas de Real magnificencia: “Junté, dice, para mí oro y
plata, y la substancia”, de los tesoros de dineros por los tributos que él y su padre habían
puesto, como parece en el segundo y tercero libro de los Reyes; y esto porque, como ya
dijimos, según el Filósofo en las Éticas, estas riquezas son instrumento de la vida. Ni esto
contradice al divino precepto, que dio el Señor en el Deuteronomio, por Moisés, en cuanto a
los Reyes y Príncipes del pueblo, donde está escrita una ley para que el Rey no tenga inmensa
suma de oro y plata; lo cual se ha de entender, que no sea para ostentación y fausto Real, como
las historias cuentan de Creso, Rey de los Lidos, a quien de esta causa le nació su ruina, y
habiéndole preso Ciro, Rey de los Persas, desnudo le ahorcó en un alto monte; pero para
socorrer las cosas del Reino, sin duda son necesarias las riquezas por las causal dichas.
202
CAPÍTULO VIII
Como para gobierno del Reino y de cualquiera señorío son necesarios ministros, y se hace
una definición de los dos modos de gobierno, Político y Despótico; y muestra con mucha
razones que el Político conviene que sea suave.
No solamente conviene al Rey estar preparado de riquezas, sino también de ministros, por
lo cual aquel grande Rey Salomón en el libro ya alegado, dice de sí mismo: “Poseí siervos y
siervas, y mucha familia en gran manera”. Lo que se posee, pues, en el dominio está del
poseedor, y por tanto hemos de hacer una distinción acerca del gobierno incidentemente.
Porque el Principado dice Aristóteles que es de dos maneras: Político y Despótico (aunque
pone otras en el 5 libro, como ya se dijo y abajo se declara más), y cada uno de estos dos
gobiernos tiene sus diferentes ministros. El Político es cuando una provincia, o ciudad o
castillo es gobernado por uno o por más, conforme a sus propios esta-tutos, como ha sucedido
en las provincias de Italia, principalmente en Roma, que por la mayor parte desde su fundación
fue gobernada por Senadores y Cónsules. El gobierno de éstos conviene más regirse con una
cierta blandura, porque en él hay una continua mudanza de ciudadanos o de extraños, como de
los romanos se escribe en el libro I de los Macabeos cap. 8, donde se dice que cada año daban
a un hombre el Magistrado para que mandase en toda la tierra que era suya. De donde se saca
que hay dos razones para que en este modo de gobierno no se puedan castigar los súbditos con
tanto rigor, como en el dominio Real; la una es de parte del que gobierna, porque su gobierno
es de poco tiempo, por lo cual tiene menos cuidado de las cosas de sus súbditos, considerando
que su dominio se ha de acabar en tan breve tiempo: y así los jueces del Pueblo de Israel, que
juzgaban políticamente, fueron más moderados en el juzgar que los Reyes siguientes; por lo
cual Samuel, que había juzgado el dicho pueblo cierto tiempo, queriendo mostrar que su
gobierno era Político, no Real, como ellos le habían elegido, en el I de los Reyes en el cap. 17,
dice: “Hablad de mí delante de Dios y de su Cristo, si he calumniado a alguno, si oprimí a
alguno, si tomé dadiva de mano de alguno”; lo cual no hacen los que tienen el gobierno Real,
como abajo se dirá, y el mismo Profeta muestra en el primero de los Reyes. Y de más de esto el
modo de gobierno en las partes dichas, donde el dominio es Político, es como alquilado,
porque hacen su oficio los señores por paga, y adonde ésta se señala por fin, no se trata tanto
del gobierno de los súbditos, y así por consiguiente se templa el rigor de la corrección, por lo
cual el Señor en el capítu-lo10 de San Juan dice de los tales: “El alquilado y que no es pastor”,
que no tiene cuidado de las ovejas porque no las tiene para siempre, “ve el lobo, y huye; el
alquilado huye, porque es alquilado”, como quien tiene por fin del gobierno la paga, y hace más
por sí que por sus súbditos; por lo cual los antiguos capitanes romanos, según escribe Valerio
Máximo, cuidaban de la Republica a su propia costa, como Marco Curio y Fabricio y otros
muchos; y de esto hacia que tenían más atrevimiento y cuidado en el gobierno de su República,
como aquellos que enderezaban a él toda su intención y mayor afecto. Y en los tales se verifica
203
la sentencia de Catón, que refiere Salustio en su Catilinario, que “aquella República de pequeña
se hizo grande, porque ellos tuvieron industria en sus casas y justo gobierno fuera, animo libre
en los consejos y no dados a delitos ni lujurias”. La segunda razón, por donde el gobierno
Político conviene ser más moderado y ejercitado con moderación, se considera de parte de los
súbditos, porque según su naturaleza tienen disposición proporcionada al tal gobierno; porque
prueba Tolomeo en el Cuadripartito que las regiones de los hombres son diferentes según las
diversas constelaciones, en cuanto a las costumbres y gobierno, señalando siempre según el
imperio de la voluntad sobre el dominio de las estrellas; y pone las regiones de los romanos
debajo de Marte, y que por esto son menos sujetos; y así por la misma causa esta gente con sus
términos se dice que no es acostumbrada a sufrir, ni sabe sujetarse, sino cuando ya no puede
resistir, y porque no puede sufrir el señorío ajeno es envidiosa de los que son superiores. Entre
los que presidían entre los romanos, como se escribe en I libro de los Macabeos en el cap. 8,
ninguno traía diadema, ni se vestía de púrpura; y más adelante en el mismo libro se pone el
efecto de esta humildad, porque ninguno entre ellos tenía envidia uno de otro, y así con cierta
apacibilidad de ánimo y con un modo humilde, coma requiere la naturaleza de los súbditos de
aquella provincia, gobernaban la República, porque, coma dice Tulio en la Filipicas, no hay
mayor presidio de gente armada que el amor y benevolencia de los ciudadanos, con la cual
conviene al Príncipe estar defendido antes que con armas; y Salustio refiere la misma sentencia
de la fortaleza de los antiguos Padres Romanos. Y finalmente, la confianza que tienen los
súbditos de que al que gobierna se le ha de acabar el dominio, y de que a ellos también a su
tiempo les ha de tocar el mandar, les da más atrevimiento para tener libertad y no sujetar el
cuello a los que gobiernan, y así por esto el gobierno Político debe ser suave. Además de esto
tienen modo cierto en su gobierno, porque es según la forma de las le-yes, o comunes o
particulares, a las cuales esta asido el que gobierna.
Por lo cual, no siendo libre, no tiene lugar la prudencia del Príncipe e irrita menos la divina;
y aunque las leyes tengan origen del derecho natural, como Tulio prueba en el tratado de las
leyes, y el derecho natural del derecho divino, como testifica el Profeta David, diciendo:
“Impresa está en nosotros la lumbre de tus ojos”, con todo eso no comprenden todos los
actos particulares, porque de todos no puede tener providencia el legislador, por no saber todo
lo que había de suceder a sus súbditos; y de aquí se sigue ser de menor potencia el gobierno
Político, porque el que gobierna juzga el pueblo sola-mente por las leyes, lo cual se suple con el
señorío Real, pues no estando obligado a ellas juzga según su parecer y prudencia; y así se
acerca más a la providencia divina que tiene cuidado de todas las cosas, como se dice en el
libro de la Sabiduría. Mostrado se ha, pues, cuál es el Principado político, y así ahora veremos
cuál es el Despótico.
204
CAPÍTULO IX
Del Principado Despótico, cuál es y cómo se reduce al Real; donde incidentemente
compara el Político con el Despótico, según diversas razones y tiempos.
Aquí se ha de advertir que el Principado Despótico se llama aquel que tiene el señor para
con su siervo; y este es nombre griego, de donde procede que algunos señores de aquellas
provincias aún hoy se llaman déspotas; el cual Principado podemos reducir al Real, como
parece en la Sagrada Escritura; pero se ofrece una duda, y es que el Filósofo en el libro primero
de su Política distingue el Principado Real del Despótico. Esta declararemos en el siguiente
libro, porque allí se ofrece ocasión de definir esta materia, y ahora baste probar lo dicho con la
Sagrada Escritura: porque Samuel Profeta declara al pueblo Israelítico las leyes de los Reyes, las
cuales traen consigo la servidumbre; porque como pidiesen Rey a Samuel por su mucha edad, y
que sus hijos no gobernaban justamente según el modo político, como lo habían hecho los
otros Jueces del pueblo, habiendo consultado al Señor, les responde en el primer Reyes de los
Reyes en el cap. 8: “Oye, dice, la voz del pueblo en las cosas que hablan; pero anúnciales y diles
el derecho del Rey: Os tomará vuestros hijos, y se servirá de ellos en sus carros para sí, y
hombres de armas, y hombres que corran delante de sus carros de cuatro caballos; señalará
quien are sus campos, y segadores para sus mieses, y artífices para que le hagan armas y a
vuestras hijas las hará cocineras, ungüentarias y panaderas”; y así de otras condiciones tocantes
a servidumbre, que se ponen en el primero de los Reyes, queriendo dar a entender por esto que
el gobierno político de los jueces, y que él había tenido, era más provechoso para el pueblo; lo
contrario de lo cual, con todo, hemos probado al principio; y para declaración de esto se ha de
saber, que según dos consideraciones se dice aventajarse el gobierno Político al Real. Lo
primero, si volvemos el gobierno al estado primero de la naturaleza, que se llama estado de la
inocencia, en el cual no hubo gobierno Real sino político, porque entonces no había dominio
que causase servidumbre, sino una preeminencia y sujeción en el disponer y gobernar los
súbditos según los méritos de cada uno, porque en el ordenar y cumplir lo que se ordenaba
cada uno estaba dispuesto conforme a lo que le tocaba, por lo cual entre los hombres sabios y
virtuosos, como fueron los romanos, por imitación de la misma naturaleza el gobierno político
fue mejor. Mas, porque los perversos se corrigen difícilmente, y es infinito el número de los
necios, como se dice en el Eclesiastés, por esto en la naturaleza ya corrompida el gobierno Real
es más provechoso, porque la naturaleza humana constituida en este estado conviene refrenarla
dentro de su corriente, poniéndole límites y términos. Esto lo hace la alteza Real, por lo cual
está escrito en el cap. vigésimo de los Proverbios: “El Rey que se asienta en trono de justicia,
disipa todo lo malo solo con mirar”. La vara del castigo, a quien temen todos, y el rigor de la
justicia son necesarios para la gobernación del mundo; porque con esto el pueblo y la multitud
indocta es mejor gobernado; y así el Apóstol a los ro-manos en I cap. 13 dice, hablando de los
gobernadores del mundo, que “no sin causa traen el cuchillo que castiga al malhechor en la ira
205
de Dios”. Aristóteles dice en las Éticas: “Que las penas instituidas en las leyes son como una
cierta medicina”. Y en cuanto a esto más excelente es el dominio Real. Además de lo cual es de
considerar que el sitio de la tierra dispone las cosas de ella conforme al aspecto de las estrellas
(como arriba se ha dicho) por lo cual vemos algunas Provincias dispuestas a la servidumbre, y
otras para la virtud; y así Julio Cesar y Amonio, que escriben los hechos de los Franceses y
Alemanes, les atribuyen las mismas costumbres y obras en que hoy perseveran. Los ciudadanos
Romanos algún tiempo vivieron debajo del gobierno de los Reyes, desde Rómulo hasta
Tarquino el soberbio, que fue-ron doscientos sesenta y cuatro años, como lo dicen las
historias, y también los Atenienses después de la muerte del Rey Codro se gobernaron por
Magistrados; porque están debajo del mismo clima de los Romanos, los cuales, considerando
que su Reino por las causas dichas era más a propósito para el gobierno político, lo gobernaron
con él hasta el tiempo de Julio Cesar debajo de la potestad de los Cónsules, Dictadores y
Tribunos, por tiempo de cuatrocientos y cuarenta y cuatro años, en los cuales con este modo
de gobierno, como arriba dijimos, tuvo grandes aumentos la República. Y con esto habremos
mostrado en qué razón el gobierno político se debe preferir al Real, y el Real al despótico.
CAPÍTULO X
Después de haber hecho distinción de los modos de señoríos, se hace ahora de los
Ministros, según la diferencia de los Señores, y después prueba ser natural la servidumbre en
algunos.
Después de lo dicho se ha de tratar de los Ministros, que son para el cumplimiento del
gobierno; porque ningún señorío puede pasar sin ellos, para que por medio suyo, según los
grados de las personas, se ejerzan los oficios, se distribuyan los trabajos, se administren las
cosas necesarias, y sea en un Reino y en otra cualquier República, conforme a los méritos de
los que en ella se contienen. De donde es que Moisés, primer Capitán del pueblo de Israel, fue
con razón reprendido por Jetro, su suegro, por-que él solo sin Ministros administraba justicia al
pueblo, como se ve en el Éxodo en el décimo octavo capítulo, donde se dice: “En necio
trabajo te consumes tú y este pueblo que está contigo, y es fuera de todas tus fuerzas, y que no
lo has de poder llevar; provee varones poderosos y que teman a Dios, hombres de verdad que
aborrezcan la avaricia, y de ellos constituye Tribunos, Centuriones, Quincuagenarios y
Decenarios, qua juzguen al pueblo”. Y lo mismo se halló entre los Romanos, porque como en
su ciudad cesase el gobierno de los Reyes hicieron Cónsul a Bruto, pero gobernó poco tiempo
solo, por-que moviendo guerra los Sabinos, el Senado creó Dictador, que era preeminente en
la dignidad a los Cónsules; y el primero llamó Lamios, y en este mismo tiempo también
crearon Maestro de Caballeros, que obedecía al Dictador, y el primero fue Espurio Casio; y
después cerca del mismo tiempo se instituyeron los Tribunos en favor del pueblo; lo cual
hemos dicho para mostrar que en el gobierno de cualquier junta de gente, sea Provincia,
Ciudad o Castillo, no puede ser bien regida sin el ministerio de diversos oficiales. Pero en esto
206
ha de haber distinción, según la diferencia de gobierno; porque conviene que los Ministros
sean conformes a los Señores, como los miembros con la cabeza; por lo cual el gobierno no
político requiere Ministros según la calidad de él: y así hoy en Italia todos son mercenarios,
como los Señores, y así proceden como quien hace sus oficios por paga, poniendo en esto su
fin y atendiendo a la ganancia, y no a la utilidad de los súbditos; mas cuando se administra de
gracia, como los antiguos Romanos, entonces se enderezaba su solicitud a las cosas de la
República, como a fin su-yo, como Valerio Máximo cuenta de Camilo, que rogó a los Dioses
que si alguno de ellos le parecía demasiada la felicidad de los Romanos, satisficiese su envidia
haciéndole mal a él sólo, y no a la República. Pero en el gobierno de los Reyes hay otros
Ministros diputados para oficios perpetuos, para servir al Rey en cosas de su provecho, como
son los Conde y Barones, los soldados ordinarios y los feudatarios que por feudo están
obligados a las cosas del gobierno del Reino perpetuamente. Por donde se muestra que en
cualquiera señorío son necesarios Ministros, y que conforme a él se debe elegir. Y así se dice en
el Eclesiastés: “Según es el juez del pueblo, así son sus Ministros; y como es el gobernador de
la ciudad, tales son los que habitan en ella”. El filósofo hace distinción en su política de otros
cuatro géneros de Ministros, que son más conjuntos a los que gobiernan, porque hay algunos
de que el gobierno tiene necesidad para los oficios viles de los Señores, de los cuales provee la
naturaleza, para que haya grados entre los hombres como en las demás cosas, como vemos que
en los elementos hay ínfimo y supremo; y en las cosas mixtas siempre algún elemento es
superior. Entre las plantas hay también unas diputadas para la comodidad de los hombres y
otras para hacer estiércol, y del mismo modo entre los animales, y en el hombre entre los
miembros del cuerpo es lo mismo. Y lo consideramos también en la relación del cuerpo al
alma, y aún en las mismas potencias de ella, comparando unas a otras; porque algunas son
ordenadas a mandar y a mover, como el entendimiento y la voluntad; y otras para servir a éstas,
según el grado de cada una; y así es entre los hombres. De donde prueba que hay algunos que
totalmente son siervos, según naturaleza.
Y además de esto sucede que algunos son faltos de razón por defecto de naturaleza, los
cuales conviene que sean inducidos al trabajo por modo servil, porque no pueden usar de
razón, y esto se llama justo natural. Todo lo cual toca el filósofo en el primero de sus Políticos.
Hay también otros ministros diputados para los mismos oficios por otra razón, como son los
que han sido presos en la guerra; lo cual la ley humana con razón instituyó para esforzar los
soldados a pelear fuertemente por la República, para que por cierto derecho los vencidos
fuesen sujetos a los vencedores; lo cual el filósofo en el lugar dicho llama justo legal; por lo
cual estos, aunque usan de razón, son reducidos al estado de los esclavos con cierta ley militar,
para poner más cuidado en los corazones de los que andan en la guerra. Y este modo tuvieron
también los de Roma; y así cuentan las historias que Tito Livio, varón de tanta elocuencia, fue
preso y puesto en servidumbre por los Romanos; pero Livio, nobilísimo varón, cuyo esclavo
207
era, por su bondad le hizo libre; y tomando el nombre de su amo se llama, Tito Livio; y le dio
libertad para que enseñase a sus hijos las artes liberales, porque sin ellas no le fuera licito, según
los estatutos de los Romanos; y esto manda también la ley divina, como consta en el
Deuteronomio.
Hay también otros dos géneros de Ministros que asisten entre la familia, unos que asisten
por paga, y otros que sirven por cierta benevolencia y amor, para aumentarse en las cosas de su
honra, o en las cosas de virtud; como son los que sirven al Príncipe en su casa, o en cosas de la
guerra, o de su volatería o montería, o de otras cosas de su familia y casa, de que ahora no
hablamos singularmente; por los cuales medios cada uno procura la amistad o gracia de los
Señores, o alcanza paga, o adquiere alabanza de su virtud; por lo cual se dice en los Proverbios,
que “el ministro inteligente es acepto al Rey”. Y en el Eclesiástico: “Si tuvieres un siervo fiel,
sea para ti como tu alma”. Y así se debe concluir que para la perfección de un Reino y para el
cumplimiento del gobierno, el Rey debe estar prevenido de riquezas y de Ministros, conforme
a lo que hemos dicho; por lo cual e1 filósofo en el octavo de sus Éticas dice que no es Rey el
que por sí no es suficiente y sobrado de todos bienes; de los cuales abunda sobre manera el
Rey Salomón, como aparece en el 3 libro de los Reyes, y principalmente en el ornato y orden
de los Ministros, de que admirada la Reina Saba, dijo: “Mayor es tu sabiduría que la fama que
yo oí de ella. Bienaventurados tus varones y tus siervos, estos que están siempre delante de ti, y
oyen tu sabiduría”.
CAPÍTULO XI
Que es necesario al Rey y a cualquier otro Señor tener en su tierra fortísimas fortalezas; se
ponen muchas razones para esto.
Después de lo dicho, para fortalecer el dominio, sea Real o político, son necesarias
fortalezas adonde esté el Rey y los de su casa, de lo cual nos dio el documento el Rey David,
que después que tomó a Jerusalén eligió el monte Sión para su defensa y seguridad, y allí
edificó un alcázar; en el cual se trataba de todo género de instrumentos místicos, y a este
alcázar llamó ciudad suya; y esto observan los Reyes en todas partes, teniendo en cualquier
ciudad o Castillo especial presidio o alcázar donde este con su familia y oficiales, para lo cual
hay muchas causas; la una se considera de parte de los mismos Príncipes, a quien importa estar
en lugar defendido para estar más seguros en el regir, corregir y gobernar, y para tener más
atrevimiento en la ejecución de la justicia; por lo cual los Cónsules y Senadores Romanos
eligieron el lugar más seguro, que era el Capitolio, del cual cuentan las historias que siendo
ocupada toda la ciudad de Roma por los enemigos, Allí se defendieron y quedaron sin daño:
además de que esto lo impide la mayor gravedad del Rey y de su familia, para que no se
desestime la majestad suya en los ojos del pueblo por el comercio con los súbditos, o por un
mirar incauto, en que se requiere gran compostura; como los viejos del pueblo Troyano se
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habían con Elena, según el Filósofo dice en sus Éticas, para que ni el pueblo incurra en
indignación del Rey, ni el Rey ni los suyos tengan ocasión de descomponerse entre los
súbditos; en el cual caso cayo el Rey David con la mujer de Urías soldado, que traía el escudo a
Joab: a la cual vio lavándose desde un corredor de su Palacio, como se escribe en el Segundo
libro de los Reyes. Y la segunda razón se considera de parte del pueblo, el cual se mueve más
por las cosas aparentes que por la razón, y viendo los magníficos gastos de los Reyes en hacer
fortalezas, más fácilmente por la admiración se inclinan a la obediencia y a acudir a sus
mandatos, como dice el Filósofo en el sexto de sus Políticos; y además de esto tienen menos
ocasión de rebelarse o de sujetarse a los enemigos, cuando se ven muy apretados de ellos,
porque teniendo los Ministros del Rey presentes en sus fortalezas, los solicitan a defenderse
más animosamente. Así lo hizo Judas Macabeo en el alcázar de Sión, que después de tornado le
cerco de muros fortísimos y de torres altas, para defensa de su patria contra los enemigos,
como se escriben en el primero de los Macabeos. Y de la misma manera en Bethsura edificó
fortísimas fortalezas contra la frontera de Idumea.
Y finalmente, los Príncipes tienen necesidad de fortalezas para guardar las riquezas de que
deben tener abundancia, como dijimos arriba, y para poder ellos y su familia usar de ellas con
más libertad; y para que con esto los Ministros hagan más prontos para preparar las cosas
necesarias, que es cosa muy delectable y honorífica n la propia casa; porque es natural en las
cosas humanas que en estando dispuestas con orden causen belleza y hermosura, como cosa
medida y proporcionada en sus partes, de donde conseguimos una alegría espiritual que por sí
misma causa como un éxtasis; lo cual parece que paso por la Reina Saba, mirando el orden de
los Ministros de la Corte del Rey Salomón, como arriba dijimos.
CAPÍTULO XII
Que conviene al buen gobierno de un Reino, o de otro cualquiera Señorío, tener los
caminos seguros y libres en su provincia.
Otra cosa es también necesaria a los Reyes para el buen gobierno del Reino, a la cual se
ordenan las mismas fortalezas, conviene a saber, para que los caminos estén seguros y
acomodados para caminar, así para los forasteros como para los naturales de su Reino, porque
los caminos son comunes a todos por un cierto derecho natural, y por las Leyes de las gentes;
por lo cual es prohibido que nadie los ocupe, ni por ninguna prescripción ni curso de tiempo
se puede adquirir derecho de ellos; de donde es que en el libro de los Números el camino
público se llama camino real, para significar que era común a todos. De donde San Agustín en
la Glosa expone esta palabra, diciendo que se llama así porque debe ser libre a cualquier
pasajero por razón de la comunicación de los hombres. Y así en el mismo lugar se escribe, que
mandó Dios destruir los Amorreos porque contradecían al pueblo de Israel que pasase por sus
tierras, queriendo ir sólo por el camino real, sin hacer daño a la Provincia. Y para que los
caminos comúnmente fuesen libres y seguros para los pasajeros, permiten los derechos a los
209
Príncipes los portazgos; y guardando ellos a los caminantes lo que les toca, sus oficiales lo
pueden cobrar justamente, y los pasajeros están obligados a pagarlos.
Y además de esto la seguridad de los caminos para el gobierno del Reino es muy
provechosa a los Reyes, porque por esto acuden más los mercaderes con sus mercancías, con
lo cual vienen a aumentarse las riquezas del Reino; y esto fue también causa de aumentarse la
República Romana, porque pro-curaban tener los caminos bien compuestos, los cuales
llamaban Estradas Romanas, para que los hombres con mayor seguridad pudieran traer sus
mercaderías; y con sagaz engaño se disfrazaban y mudaban los nombres, para que engañados
los ladrones no supiesen el tiempo que se hacían las ferias en la ciudad. Algunas instituyeron
los Príncipes Romanos en otras partes, y les dieron sus propios nombres para que tuviesen más
firmeza y los lugares donde se hacían fuesen más seguros para los que a ellos viniesen, como
forum Julii, nombre que significa plaza de Julio y que aún dura en los confines de mu-chas
Provincias y en diversas regiones; y además de esto algunos Cónsules y Senadores Romanos
hicieron Estradas que guían hasta otras Provincias, y con sus nombres las autorizaban, para
que fuesen más libres para caminar a la ciudad, o para que su memoria de ellos fuese clara,
como la vía Aurelia, de Aurelio Príncipe; la vía Apia, de Apia Senador. La primera de las cuales
guía a la ciudad de Reate, donde las historias ponen la provincia Aurelia, y la otra a Campaña; y
así otras tomaban el nombre de diferentes Cónsules y Senadores, como Flaminio o Emilio.
Y finalmente con esto se aumenta el culto divino, porque los hombres se hallan más
prontos para reverenciar las cosas sagradas cuando tienen libre el paso para ir en romería a
ganar Indulgencias o Jubileos; por lo cual la razón principal del cuidado que tuvieron los
Romanos en tener los caminos seguros fue el culto de sus Dioses, del cual tenía gran celo la
República, como escribe Valerio Máximo en el principio de su libro; y la Sagrada Escritura
también refiere en el libro de Esdras que la reverencia del templo se había impedido porque
tenían alrededor de sí a sus enemigos, y que por esto se había detenido la reedificación del
templo; conforme a lo cual dijeron al Señor, como dice San Juan: “En cuarenta y seis años se
edificó este templo, y tú lo reedificas en tres días”.
CAPÍTULO XIII
Cómo en un Reino o cualquiera Señorío es necesario tener moneda propia, y las
comodidades que de esto se siguen, y las incomodidades de lo contrario.
Después de lo dicho nos toca hablar de la moneda, por use de la cual se regula la vida de los
hombres, y así mismo por consiguiente cualquiera Señorío, particularmente el Real, por los
muchos provechos que de ella se siguen. De donde es que el Señor preguntando a los Fariseos,
que debajo de fingimiento le tentaban, dice: “¿de quién es esta imagen e inscripción?”. Y como
respondiesen que de César, dio contra ellos la sentencia de lo que le habían preguntado: “Dad,
pues, lo que es de César a César, y lo que es de Dios a Dios”. Como que la misma moneda sea
210
mucha causa de pagarse los tributos. De la materia de que se hace la moneda, y como es
necesario al Rey tenerla en abundancia, ya hemos tratado; pero ahora hablemos de ella en
cuanto es medida por la cual las sobras y las faltas se reducen a un medio, como el Filósofo
dice en el cuarto de las Éticas, porque para lo que se inventó la moneda fue para deshacer las
diferencias en los comercios, y que sea una medida en las cosas que se truecan; y aunque hay
muchos modos de trueques, como escribe el Filósofo en el primero de sus Políticos, este es el
más fácil de todos; por la cual causa se dice haberse inventado la moneda; de donde es que el
Filósofo en su Política reprende el gobierno de Licurgo, primer legislador de los Partos y
Lidos, porque les prohibía el uso de la moneda, permitiéndoles sólo el trocar unas cosas por
otras, según pare-ce de lo dicho. Y así concluye en el libro alegado de las Éticas que la moneda
se hizo por la necesidad de trocar unas cosas por otras, porque con ella se hace más fácil
cualquier comercio, y se quita la ocasión de diferencias sobre los trueques. Y esto viene desde
Abraham, que fue mucho tiempo antes de Licurgo y de todos los filósofos. De donde es que
en el Génesis se escribe de él que compró un campo para sepultura de los suyos por precio de
cuatrocientos siclos de moneda pública y aprobada. Y aunque el tener moneda propia es
necesario de cualquier gobierno, principalmente lo es en el del Rey, para lo cual hay dos
razones. La primera, que se considera de parte del Rey; y otra, de parte del pueblo sujeto. En
punto a lo primero la moneda propia es ornamento del Rey y de su Reino, y de cualquiera otro
gobierno, porque en ella se esculpe la imagen del Rey, como del Cesar se ha dicho; por lo cual
por ninguna cosa que toque al Rey, o a cualquiera Señor, puede ser tan clara su memoria;
siendo así que ninguna cosa traen los hombres más ordinariamente entre las manos. Y más,
que por ser la moneda regla y medida de las cosas que se venden, se muestra en ella su
excelencia, como que su imagen sea en el dinero regla de los hombres en sus comercios; de
donde es que se llama moneda, porque amonesta la mente para que no haya fraudes entre los
hombres, pues aquella es medida cierta, para que la imagen de César sea en el hombre como la
imagen divina, como expone S. Agustín tratando esta materia; y se llama la moneda Numisma,
porque se señalaba con los nombres y figuras de los Señores, como dice S. Isidoro. De donde
parece manifiestamente, que con la moneda resplandece la majestad de los Señores; y por tanto
las Ciudades, Príncipes o Prelados para gloria suya alcanzan singularmente de los Emperadores
el tener moneda propia y particular. Y finalmente, el tener moneda propia redunda en
provecho del Príncipe, como dijimos, porque es medida en los tributos que se ponen en el
pueblo, como se mandaba en la Ley divina cerca de las ofrendas, y en cualesquiera cosas que se
volvían a comprar, y se habían ofrecido en lugar de sacrificio. Además de que el batir moneda
por autoridad del Príncipe le es también de provecho, porque a ningún otro se permite hacerla
con la misma imagen e inscripción, como lo ordena el derecho de las gentes; en lo cual el
Príncipe o Rey, aunque puede llevar su aprovechamiento en el batir moneda, debe con todo
eso ser moderado, no mudando el metal ni disminuyendo el peso, porque esto es en daño del
211
pueblo, por ser la moneda medida de las cosas, como queda dicho; por lo cual mu-dar la
moneda es tanto como mudar cualesquiera pesos y medidas; y cuánto esto desagrada a Dios se
escribe en los Proverbios, en el cap. 20, donde dice; “Peso y peso, balanza y balanza, uno y
otro abominable para con Dios", y así fue re-prendido gravemente del Papa Inocencio el Rey
Aragón, porque había mudado la moneda, disminuyéndola en detrimento del pueblo, y
absolvió a su hijo del juramento con que se había obligado a usar de la dicha moneda,
mandándole se la restituyese al antiguo estado; y los derechos favorecen en lo que es la moneda
en los empréstitos y conciertos, porque mandan pagar lo prestado y guardar los conciertos por
la moneda de aquel tiempo en toda medida de calidad y cantidad. Y así concluimos, que a
cualquier Rey le es necesario el tener moneda propia; y también lo es al pueblo que el Rey la
tenga, como parece de lo que hemos dicho. Lo primero, porque es medida en los trueques de
las cosas, y porque es más cierta entre los populares, porque muchos que no conocen las
monedas extranjeras, y así fácilmente pueden ser engañados los que no tienen tanta malicia, lo
cual es contra el gobierno Real. A esto proveyeron los Príncipes Romanos, porque dicen las
historian que en el tiempo de nuestro Señor Jesucristo en señal de sujeción solo se usaba en
todo el mundo de una moneda, que era la de los Romanos, y en ella estaba esculpida la imagen
de César, la cual conocieron luego los Fariseos, cuando nuestro Señor Jesucristo les hizo
aquella pregunta para descubrir la falsedad de sus corazones; y esta moneda valía diez dineros
de los ordinarios, una de las cuales pagaba cada uno a los cobradores de los dichos Príncipes, o
a los que tenían sus veces en las Provincias o Ciudades y Castillos.
Y finalmente la moneda propia es de más provecho, porque cuando las monedas extranjeras
se comunican en los comercios, necesario es valerse del arte Campsoria cuando las tales
monedas no valen tanto en las regiones extrañas como en las propias, lo cual no se puede
hacer sin daño; y esto sucede principalmente en las partes de Alemania y en las regiones
circundantes, por lo cual se ven obligados cuando van de una parte a otra a llevar un pedazo de
oro o plata, y van vendiendo de ella según las cosas que tienen necesidad los Políticos,
distinguiendo las diferencias de pecunias, o del arte pecuniaria, la Numismática, la Campsoria,
Obolástica y Cathos, la primera sola dice que es natural, porque se ordena a los trueques de las
cosas naturales, lo cual se hace con la moneda propia, y no con otra, como parece de lo que
está dicho; por lo cual ésta sola alaba, menospreciando las demás, de las cuales diremos
adelante. Así que se ha de entender que en cualquier gobierno, principalmente en el Real, para
conservación del Señorío es necesario el tener moneda propia, así para el pueblo como para el
Rey o cualquier gobierno.
CAPÍTULO XIV
Pruébese con ejemplos y razones como para el buen gobierno del Reino u otro cualquier
Señorío o policía son necesarios los pesos y medidas.
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Después de esto habremos de tratar de los pesos y medidas, que son necesarios para que se
conserve el gobierno de cualquier Señorío, así como lo es la moneda, porque por ellos se pagan
los tributos y se quitan diferencias, y se guarda fidelidad en las compras y ventas; y porque,
aunque la moneda es instrumento de la vida humana, todavía imitan más que ella las cosas
naturales: porque escrito está en el libro de la Sabiduría en el cap. 2, que Dios dispuso todas las
cosas con número, peso y medida; pues si todas las criaturas se determinan dentro de estos tres
limites, más parece que tiene origen de la naturaleza el peso y medida que la moneda, y por
tanto son cosas más necesarias en una República o Reino; y el peso y la medida en cuanto tales
siempre se ordenan a las cosas que se han de medir y pesar, y de otra manera no son nada por
sí misma; pero la moneda, aunque es medida e instrumento en los comercios, con todo eso
puede ser por sí misma alguna otra cosa, como si se derritiese quedaría oro o plata; y así no
siempre se ordena a los trueques de las cosas. Y esto aún más se prueba en todas las suertes de
pecunias, como en la Campsoria, que no se ordena propiamente a ser medida de las cosas que
se ven-den sino que se ordena más el trueque de las otros monedas; y en la Obolástica; que en
los trueques es para las demasías del peso, que cuando se hallan se quitan, y se resuelven en
metal. Y también en la que se llama Cathos, que significa el oficio de los que trabajan en las
forjas, la cual se endereza más a las mismas monedas, como a su fin, dejados los otros trueques
de las cuales diferencias trata el Filósofo en el cuanto libro de sus Políticos y arriba lo tocamos,
y se dirá también adelante.
Y finalmente aquellas acciones son más necesarias en una República y en un Reino, que
proceden del derecho natural, porque las Leyes que instituyeron los Príncipes tuvieron el
mismo principio, y si no, no fueran justas. El peso y medida son de derecho natural, porque
ajustan la natural justicia y así son necesarias a todo Reino y sociedad las medidas y los pesos; y
de aquí es, que el primer Capitán del pueblo Hebreo, Moisés, como escribe S. Isidoro, dando
las Leyes divinas, que fueron las primeras, juntamente con ellas constituyo pesos y medidas
para las comidas y bebidas, como Efi y Gomor, y el Mo-dio y Sextario; y para las tierras y
patios, que se miden por codos; y para el oro, plata y monedas, que son las balanzas y otros
pesos; y así como el dicho Moisés en el Levítico exhortase al pueblo a vivir justamente, luego
les pone las Leyes de la justicia natural, como Orígenes expone en el mismo Lugar: "No harás,
dice, ninguna maldad en el peso y la medida; sean las balanzas justas, e iguales los pesos; justo
el modio, e igual el sextario", Refiere también S. Isidoro que Sidón Argivo dio medidas a los
Griegos, adonde cerca de los tiempos del mismo Moisés florecía el Reino de los Argivos; y las
historias cuentan que Ceres dio en Sición a los Griegos medidas para las cosas de la Agricultura
y del trigo; de donde fue Ramada Diosa frumentaria y Demetra; así que por lo dicho parece
que naturalmente conviene al Rey y a cualquier otro Señor, para su buen gobierno, dar al
pueblo que le está sujeto pesos y medidas por las causas dichas, y por los ejemplos de los
Príncipes, que aquí hemos tocado.
213
CAPÍTULO XV
Aquí declara el Santo Doctor que a un Rey o a otro cualquier Señor para la conservación de
su estado le conviene tener cuidado de que del erario público sean proveídos los pobres en sus
necesidades; y se prueba con razones y ejemplos.
Hay otras cosas que también pertenecen al buen gobierno de un Reino, Provincia o Ciudad,
o de otro cualquier Principado, y es que el Príncipe que preside provea del erario común a los
pobres, huérfanos y viudas en sus necesidades, y tenga cuidado de los peregrinos y forasteros;
porque si la naturaleza no falta a nadie en las cosas necesarias, como dice el Filósofo en el libro
de Coelo y mundo, mucho menos debe faltar el arte, que imita la naturaleza; y entre todas las
artes, la de vivir y gobernar es la superior y más grande, como muestra Tulio en sus Cuestiones
Tusculanas; luego los Reyes y Príncipes no deben faltar a los necesitados en las cosas
necesarias, sino antes socorrerlos, porque para eso tienen las veces de Dios en la tierra los
Reyes y Príncipes, por quien el gobierna el mundo como por causas segundas; de adonde es,
que como Samuel, Profeta, viéndose menospreciado en su dominio, se quejase a Dios, le fue
respondido que no a él había menospreciado el pueblo de Israel, sino a Dios cuyas veces él
hacía; y en los Proverbios se dice: "Por mí reinan los Reyes, y los Legisladores hacen decretos
justos". Y Dios tiene especial cuidado de los pobres, para suplirles sus efectos, habiéndose la
divina pro-videncia con los necesitados de la manera que un padre si tiene algún hijo impedido,
que tiene de él mayor cuidado, por ser mayor su necesidad; por lo cual el mismo Señor tiene
que se hace con él espiritualmente lo que se hace con un pobre, como él lo testifica diciendo:
"Lo que hicisteis por uno de estos mis pequeñuelos, por mí lo hicisteis". Luego obligados están
los Príncipes y Prelados, como quien tiene las veces de Dios en la tierra, a suplir estas faltas de
los pobres, y ayudarlos como padres, a quien obliga su oficio, que, como dice el Filósofo en el
octavo de sus Éticas, deben tener especial cuidado de hacerles bien con efecto. Esta solicitud
tuvo Filipo, Rey de Macedonia, para con Fisias, al cual, según escribe como padre a quien
obliga su oficio, que como antes no le fuese amigo, sabiendo que tenía tres hijas, y que aunque
era noble pasaba con ellas extrema necesidad, preguntando a los que se lo dijeron si sería mejor
cortar una parte del cuerpo que estuviese enferma o curarla, mando llamar en particular y le
dio, dineros y cosas de su casa, y le amonesto; y de allí en adelante le fue más fiel, Fuera de
esto, como los Reyes y Príncipes han de tener obras para todos y universalmente diligencia en
las cosas de sus súbditos, no siendo bastante un hombre aún a sus cosas propias solamente,
forzoso es que en muchas falte, porque las tales acciones de gobernar un pueblo y juzgarle, y
dar a cada uno de sus súbditos lo que merece, exceden la virtud natural; por lo cual se dice que
el arte de las artes es el de gobernar almas; y cosa muy ardua es, que el que no puede moderar
su vida propia, sea juez de la ajena; por la cual causa, siendo Saúl levantado por Rey y ungido
por Samuel, se le mandó que subiese a la alteza de los Profetas, para que allí por elevación de la
mente, profetizando con ellos, tuviese noticia de las cosas que había de hacer; y esto lo hizo así,
214
como parece en el primero de los Reyes. De donde se conoce que es imposible que los Reyes
no yerren por la causa dicha, si no se vuelven a aquél que gobierna todas las cosas y es hacedor
de todos; y por esta causa se dice en el Eclesiástico, de los Reyes del Pueblo de Israel, que fuera
de David, Exequias y Josías, que fueron varones espirituales y alumbrados por Dios, todos
pecaron contra el Señor. A este defecto se socorre con la buena obra de la limosna, porque con
él los pobres se sustenten, como se le dijo a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, que era general
Monarca en todo el Oriente, por boca del profeta Daniel: "Redime tus pecados con limosnas y
convierte tus maldades en misericordias de los pobres". Son, pues, las limosnas que los
Príncipes dan a los necesitados, como un fiador suyo delante de Dios, para pagar las deudas de
sus pecados, como el Filósofo dice que es la moneda respecto de las cosas vendibles. Y así
como la moneda es medida en las cosas que se truecan en la villa corporal, así lo es la limosna
en la espiritual; por lo cual en el Eclesiástico dice: "La limosna del varón sea como un saquillo
que ande con él, y conservará la gracia de los hombres, como las niñas de los ojos"; así que por
lo dicho se muestra bastantemente como es cosa importante a los Reyes y a cualquier Señor
proveer a los pobres del común tesoro de la República o del suyo propio; y de aquí es que en
todas las Provincias, Ciudades y Castillos hay hospitales para ejercer este ministerio fundados
por los Reyes, Príncipes o Ciudadanos para socorrer las necesidades de los pobres, no solo
entre los Cristianos, sino también entre los infieles; porque hacían casas de hospedaje para
socorro de los necesitados, a las cuales llamaban Hospitales de Júpiter, (como aparece en el
Segundo libro de los Macabeos), por el efecto de benevolencia y piedad que se atribuye a este
planeta según los Astrólogos; y de Aristóteles también cuentan las historias que envió cartas a
Alejandro, exhortándole a que se acordase de las necesidades de los pobres, para que la
prosperidad de su gobierno se aumentase.
CAPÍTULO XVI
Aquí declara el Santo Doctor como conviene que el Rey u otro cualquiera que es Señor
tenga cuidado del culto divino, y el fruto que de esto se sigue.
Después de lo dicho hemos de tratar del culto divino, al cual deben atender los Reyes y
Príncipes con todas sus fuerzas y solicitud, como a su debido fin, por lo cual se pone en este
final capítulo. De este fin escribe el magnífico Rey Salomón en el decimosegundo del
Eclesiástico: "Oigamos todos juntos el fin de nuestras palabras; teme a Dios y guarda sus
pensamientos, porque esto es todo hombre". Y aunque este fin es necesario a todos, conviene
a saber, el culto y reverencia de Dios por la observancia de sus mandamientos, como se ha
dicho, con todo eso compete más al Rey y es de esto más deudor por tres cosas, que en él se
hallan: porque es hombre, porque el hombre fue criado por Dios singular-mente, porque las
demás criaturas las crió con decirlo, pero al hombre, cuando le hubo de criar, dijo: "Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza"; de donde San Pablo, en los Actos de los Apóstoles,
215
en el capítulo diez y siete, refiere las palabras de Arato, Poeta, que dice: "Nosotros somos de
casta de Dios". Por esta parte todos en general debemos a Dios la divina reverencia; lo cual es
primer precepto de la primera tabla: por lo cual Moisés dice en el Deuteronomio al Pueblo de
Israel, y lo mismo a nosotros: "El Dios tuyo es un Dios", para decir que era sólo a quien se
debía honor y reverencia; por cuanto por él solo fuimos creados, y con una cierta singular
prerrogativa producidos; y así, teniendo consideración a tan grande beneficio, prosigue Moisés
luego en el mismo Lugar diciendo: "Amaras al Señor Dios tuyo de todo corazón, y con toda tu
alma y con toda tu fortaleza"; queriendo mostrar en esto que todo lo que somos lo debemos a
Dios; en reconocimiento de lo cual fue instituido el precepto de los diezmos, el cual todos
están obligados a pagar, no solo en la cantidad del número de las cosas, sino de cada una de
ellas, por la ya dicha causa; y aunque cada uno tenga esta obligación, con todo eso es mayor en
el Príncipe, aún como una persona sola, en cuanto participa más de la nobleza de la naturaleza
humana, por razón de su Sangre, de donde le procede esta calidad, como el Filósofo prueba en
su Retórica; de la cual razón movido César Augusto, que también se llamó Octaviano, como
cuentan las historian, no agradándose de los divinos honores que el Pueblo Romano le hacía
por la hermosura de su cuerpo y por la bondad de su ánimo, procuro saber de la Sibila
Tiburcia quien era su criador y hacedor; el cual halló, y adoró, y prohibió por edicto público
que de allí en adelante nadie del dicho Pueblo le adorase, ni le llamase Dios ni Señor. Tiene
además de esto el Príncipe esta obligación en cuanto Señor; porque ninguna potestad hay que
no venga de Dios, como el Apóstol dice en el decimotercero capítulo a los Romanos; de donde
es que tiene las veces de Dios en la tierra, como dijimos arriba; por lo cual toda potencia de su
dominio depende de Dios, como en ministro suyo; y así, donde hay reverencia al superior,
porque él por sí nada vale, como lo vemos en los mismos ministros de las Cortes de los Re-yes;
por lo cual en el Apocalipsis de San Juan, todas las veces que se trata del ministerio de los
espíritus celestiales, que son significados en su oficio por los viejos, como más maduros en sus
acciones, y por animales, que antes que mover ellos, por la vehemente irradiación divina;
siempre se dice de ellos, que cayeron y adoraron al Señor, los cuales actos son de latría y culto
divino; por lo cual aquel Nabucodonosor, Monarca del Oriente, como se escribe en el libro de
Daniel, porque no reconoció que su señorío venia de la mano de Dios fue convertido en
bestia, según su imaginación, y se le dijo: "Siete tiempos se mudarán sobre ti, hasta que
entiendas que domina el excelso en el Reino de los hombres, y que le darán al que quisiere". Y
también amonestado acerca de esto Alejandro, como dicen las historias, yendo con propósito
de destruir la provincia de Judea, coma acercándose a Jerusalén le saliesen al camino el Sumo
Pontífice vestido de blanco, con los Ministros del Templo, aunque iba airado se volvió manso,
y bajándose del caballo él mismo le reverencia en lugar de Dios; y entrando en el Templo dejó
en el grandes dones, y a toda la gente dio libertad por la reverencia divina. No solamente, pues,
como hombre y como señor está obligado al culto divino el Rey, sino también como Rey,
216
porque son ungidos con óleo sagrado, como aparece en los Reyes del Pueblo de Israel, que
eran ungidos con óleo santo por mano de Profetas; por lo cual se llamaban Cristos del Señor,
por la excelencia de virtud y gracia en el ser conjuntos a Dios, de las cuales cosas deben ser
dotados; y por razón de esta unión conseguían cierta reverencia y honor, por donde aún el Rey
David, habiendo cortado las vestiduras al Rey Saúl, hirió su pecho en señal de arrepentimiento,
como se escribe en el primer libro de los Reyes; y también el mismo Rey David, llorando
lamentablemente la muerte del Rey Saúl y Jonatás, se queja de la irreverencia de los Allofilos,
diciendo que así habían muerto al Rey Saúl como si no fuera ungido con óleo, como se escribe
al fin del segundo libro de los Reyes; de la cual santidad sacamos también argumento de los
hechos de los Franceses, de San Remigio con Clodoveo, el primero que fue Cristiano entre los
Reyes de Francia, y del haber la paloma traído de lo alto el óleo con el cual fue ungido el dicho
Rey y lo son sus sucesores con señales y portentos, haciendo varias curas en virtud de esta
unción. Además de esto, en el ser ungidos los Reyes, como dice San Agustín en el libro de la
Ciudad de Dios, se figuraba el ver-dadero Rey y Sacerdote, conforme aquello del Profeta
Daniel en el capítulo noveno, donde dice: "Vuestra unción cesará cuando viniere el Santo de
los Santos"; así por cuanto en esta unción son figura de aquel que es Rey de Reyes y Señor de
Señores, como dice en el decimonono capítulo del Apocalipsis, el cual es Cristo Dios nuestro,
obligados están los Reyes a imitarle, para que tenga debida proporción la figura con lo
figurado, y la sombra con el cuerpo, en lo cual se incluye el verdadero y perfecto culto divino.
Parece pues, cuan necesario es a cualquier Señor, y principalmente al Rey, para la conservación
de su gobierno, el ser devoto y tenor reverencia a Dios; de lo cual tenemos también ejemplo en
Rómulo, primer Rey de la Ciudad de Roma, como enseñan las historias; porque en el principio
de su gobierno fabricó en ellas un asilo, que llamo el Templo de la Paz, y le dio muchas
exenciones y gracias; por cuya divinidad y reverencia cualquier malhechor que a él se acogiese,
quedaba libre. Y Vale-rio Máximo escribe en el principio de su libro el fin que tuvieron los
sucesores que fueron negligentes en el culto divino, y el que tuvieron los que fueron
cuidadosos en él. ¿Qué diré, pues, de los Reyes de-votos, así del Viejo como del Nuevo
Testamento?, porque todos los que fueron solícitos en las cosas de la reverencia de Dios,
acabaron felizmente su curso, pero los que lo hicieron al contrario tuvieron infelices fines. Y
también enseñan las historias, que en cualquier Monarquía, desde el principio del mundo, han
andado juntas por Orden tres cosas: el culto divino, la sabiduría escolástica, y la potencia del
siglo, las cuales consecuentemente se siguen unas a otras; y en el Rey Salomón se conservaron
por sus merecimientos, porque por la divina reverencia, cuando bajo a Ebrón, lugar de oración,
siendo levantado por Rey consiguió la sabiduría, y adelante por entrambas cosas el ser
excelente en las virtudes de Rey sobre todos los Reyes de su tiempo; mas como se apartase del
verdadero culto de Dios tuvo fin infeliz, como aparece en el tercer libro de los Reyes. Esto sea
217
dicho por ahora en este libro de las cosas que pertenecen al gobierno de cualquier Señorío,
principalmente del Real.
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO I
En este primer capítulo se considera y se prueba que cualquier Señorío viene de mano de
Dios, considerada la naturaleza del ser.
Porque el corazón del Rey está en las manos de Dios, le inclinará a la parte que quiere; y en
el capítulo veintiuno de los Proverbios se escribe lo que aquel gran Monarca del Oriente, Ciro,
Rey de los Persas, confeso con público edicto, porque después de la victoria que alcanzo en
Babilonia, la cual destruyó hasta el suelo habiendo muerto en ella al Rey Baltasar, según las
historian escriben, hablo así, como en el primer libro de Esdras aparece: "Esto dice Ciro, Rey
de los Persas: Todos los Reinos del mundo me dio el Señor Dios del Cielo"; de donde se sigue
manifiestamente que cualquier dominio viene de la mano de Dios, como primer Señor.
Lo cual se puede mostrar por tres caminos, como lo toca el Filósofo. Lo primero en razón
de que tiene ser; lo segundo, porque él es el que mueve todas las cosas; y lo tercero, porque es
fin de ellas. En razón de que tiene ser, porque es forzoso que cualquiera cosa que le tiene se
reduzca al primer ser, como a principio de todas las cosas que le tienen; como todo lo que es
cálido se reduce a lo cálido del fuego, como muestra el Filósofo en el capítulo 22 de su
Metafísica. Y por la razón que todas las cosas que tienen ser dependen del primer ser, por la
misma dependen de él los señoríos, porque se fundan sobre cosa que tiene ser, y sobre un ser
tanto más noble cuanto es preferido a otros hombres, sus iguales en naturaleza, para
mandarlos; de lo cual debe tomar ocasión para no ensoberbecerse, sino para gobernar su
pueblo con humanidad, como dice Séneca en la Epístola a Lucilo. Por lo cual se dice en el cap.
32 del Eclesiástico: "Gobernador lo hicieron, no quieras ensalzarte, sino ser entre ellos como
uno de los demás". Porque como todo lo que tiene ser depende del primer ser, que es la causa
primera, de la misma manera cualquier señorío de la criatura depende de Dios, como de primer
Señor y primer Ser.
Además de esto, cualquier multitud depende de uno, y por uno es mensurada, como
muestra el Filósofo en el décimo de la primera Filosofía; luego de la misma manera la multitud
de Señores de un solo Se- tiene origen, que es Dios; como lo vemos en las Cortes de los Reyes,
que habiendo muchos que presiden en diversas cosas, todos dependen de uno que es el Rey;
por lo cual el Filósofo en el capítulo 12 de la primera filosofía dice que Dios, que es la primera
causa, se ha para con todo el universo como un Capitán General en el ejército, del cual
depende toda la multitud de gente de su campo. Y así el mismo Moisés en el Éxodo en el cap.
15 llama a Dios Capitán General de su pueblo: "Capitán General", dice, "fuiste por la
misericordia para el pueblo que redimiste"; así que todos los señoríos tienen principio de Dios.
218
Y finalmente, a este propósito decimos que la potencia es proporcionada al ser cuya es, y se
adecua a él, porque la potencia nace de la esencia de las cosas, como enseña el Filósofo en el
primero y segundo libro del Cielo; y así pues, como las cosas que tienen ser criado se han para
con quien le tiene increado, que es Dios, así cualquier cosa que tiene ser creado, que es Dios: se
ha para con la potencia increada, que también es el mismo Dios; porque todo lo que hay en
Dios es Dios; por lo cual, así como todas las cosas que tienen ser creado tienen principio de ser
increado, así también le tiene la potencia creada de la increada; y esto se presupone en el
dominio, porque no hay dominio donde no hay potencia; luego todos los dominios vienen de
la potencia increada, y esta es Dios, como hemos dicho, y así se sigue bien lo que vamos
probando; de donde el Apóstol dice a los Hebreos que Dios sustenta todas las cosas con la
palabra de su potencia: y en el Eclesiástico, en el cap. I, también se escribe que "es uno el
Altísimo Criador de todo, omnipotente, Rey poderoso, a quien se ha de temer mucho, que se
asienta sobre trono, Dios que domina", en las cuales palabras bastantemente se muestra de
quien todas las criaturas tienen el ser, la potencia y la operación, y por consiguiente el Señorío;
y mucho más el Rey, como arriba se ha mostrado.
CAPÍTULO II
Pruébese lo mismo por la consideración del movimiento de cualquier naturaleza.
No solamente por razón del ser, sino también por razón del movimiento se prueba que
cualquier señorío viene de Dios; y lo primero comenzaremos por la razón del Filósofo, en el
octavo de los Físicos, porque cualquier cosa que se mueve es movida de otra, y entre las cosas
que mueven y son movidas no se ha de proceder en infinito; así que es forzoso confesar que
hay un primer motor inmóvil, que es Dios, y primera causa; y entre todos los hombres, los que
más tienen de movimiento son los Reyes y Príncipes, y todos los que presiden en gobernar, en
juzgar y en defender, y en los demás actos que pertenecen al cuidado del gobierno; por lo cual
Séneca consolando a Polibio de la muerte de su hermano, y exhortándole al menosprecio del
mundo, habla así de César: "Cuando te quisieres olvidar de todas las cosas del mundo,
considera a César, y veras cuán poco caso se debe hacer de la prosperidad de esta vida y la
diligencia que en ella debes tenor, entendiendo que no te es más lícito a ti el descansar, que a él.
En él se ve lo que las fábulas dicen del que tenía el mundo sobre sus hombros. El mismo
César, por la misma razón que lo puede todo, hay muchas cosas que no las puede. Su vigilancia
defiende las casas de todos; su trabajo el descanso de todos; su industria los deleites de todos; y
su ocupación la ociosidad de todos. Desde el punto que César se dedicó al gobierno del
mundo se quitó a sí mismo, y a manera de las estrellas y planetas, que sin quietud continúan
siempre su curso, nunca se le permite descansar, ni ocuparse en negocio que sea suyo". Luego,
si a los jueces les toca tanto de movimiento, no le pueden perfeccionar sin influencia del
primer motor, que es Dios, como ya probamos; de donde es que en el libro de la Sabiduría,
219
donde se cuentan los efectos de la potencia divina, queriendo el autor mostrar cómo todas las
cosas participan de la influencia del divino movimiento, dice luego: "La sabiduría es más
movible que todas las cosas movibles, todas partes alcanza por su limpieza"; llamando absoluta
la potencia divina que todas las cosas abraza y a todas las cosas esta mezclada para moverlas, a
semejanza de la luz corporal, la cual en esto imita la naturaleza divina.
Y además de esto cualquier causa primaria influye más en lo que ella ha causado, que no las
causas segundas; y la primera causa es Dios; luego si por la virtud de la primera causa se
mueven todas las cosas, y todas reciben la influencia del primer movimiento, el movimiento de
los Señores será por la virtud de Dios y moviéndolos él; y también que como hay orden en los
movimientos corporales, mucho mayor la ha de haber en los espirituales; y vemos que en los
cuerpos los inferiores son movidos por lo superiores, y que todos se reducen al movimiento
del supremo, que es el noveno cielo, según Ptolomeo, en la primera Distinción del Almegisto,
aunque según Aristóteles, en el 2 libro del Cielo, es el octavo. Pues si todos los movimientos
corporales se regulan por el primero, y de él reciben la influencia, mucho más las substancias
espirituales por estar más juntas unas con otras: por lo que son más aptas para poder recibir la
influencia del primer motor, que es Dios, del cual movimiento trata el bienaventurado San
Dionisio en el libro de los Nombres Divinos, distinguiéndole en las cosas espirituales como en
las corporales, en circular, recto y oblicuo. Y estos movimientos son ciertas iluminaciones para
obrar, que se reciben de las cosas superiores, como expone el mismo Doctor; y para recibirlas
es necesaria disposición de la mente en que se hace esta influencia de movimiento la cual
disposición deben tener más que todos los otros hombres los reyes y Príncipes, y los demás
que son señores del mundo; lo uno por el oficio que ejercitan; lo otro por las universales
acciones del gobierno con que el entendimiento se levanta más a las cosas divinas, y lo otro
porque les importa el disponerse para que el cuidado que se les ha encargado de gobernar el
Reino, a que no es bastante un Rey, y otras cosas que son necesarias en las acciones del
gobierno, que sobrepujan la naturaleza particular, por este tal movimiento de la divina
influencia sean más suficientemente encaminadas. De esta manera se dispuso David, y a esta
causa por el movimiento de la influencia dicha mereció en sus Salmos espíritu de profecía e
inteligencia sobre todos los Reyes y Profetas, como lo dicen los Doctores de la sagrada
Escritura, y por haber hecho lo contrario los Príncipes gentiles Nabucodonosor y Baltasar,
padre e hijo merecieron ser cegados en sus entendimientos por lo cual la influencia de la divina
iluminación les movió la fantasía con visiones imaginativas, como aparece en Daniel, para que
supiesen lo que debían hacer en el gobierno Real, más porque su entendimiento no estaba
dispuesto, sino cubierto con nieblas de pecados, no pudieron llegar a esta noticia; por lo cual se
dijo a Daniel, que tenía lumbre de profecía: "A ti te fue dado espíritu de inteligencia para
interpretar estas cosas", para que se verificase lo que dice el Señor por Salomón en los
Proverbios: "Mío es el consejo y la equidad; mía es la providencia, y mía la fortaleza; por mí
220
reinan los Reyes, y los Legisladores hacen decretos justos; por mi mandan los Príncipes, y los
Poderosos hacen justicia", y así es manifiesto cómo todos los señoríos vienen de Dios en
consideración del movimiento.
CAPÍTULO III
Aquí prueba lo mismo el santo Doctor por la consideración del fin.
Y también se prueba lo mismo que hemos dicho respecto del fin; porque si es propio del
hombre hacer sus obras con algún intento por razón de su entendimiento, que en cualquier
acción suya se señala fin a que enderezarla, cualquier naturaleza cuanto es más intelectiva tanto
más procede con algún fin. Pues, como Dios sea suma inteligencia y puro acto de entender, sus
acciones encierran en si algún fin, y así se ha de decir que en cualquier fin de las cosas criadas
es necesaria acción del entendimiento divino, a que nosotros llamamos prudencia divina, por la
cual el Señor dispone todas las cosas y las encamina a debido fin; y así la llama Boecio en el
libro de la Consolación de la Filosofía, y conforme a esta razón se dice en el libro de la
Sabiduría que "alcanza desde el fin hasta el fin fuertemente, y dispone suavemente todas las
cosas"; y así por esto se concluye que todas las cosas, cuanto más se encaminan a más
excelente fin, tanto participan más de la acción divina; y tal es el gobierno de cualquiera
comunidad o junta política, o real, o de otra cualquiera condición, porque como se endereza a
un fin nobilísimo (como dice el Filósofo en sus Éticas, y en el primero de sus Políticos) en él se
presume acción divina, y a su potencia está sujeto el gobierno de los Señores; y de aquí por
ventura tiene origen de verdad el llamar el Filósofo en su Éticas potencia al bien común. De
más de esto el Legislador en su gobierno siempre debe procurar que los Ciudadanos sean
encaminados a vivir conforme a virtud, por-que este sólo es el fin del Legislador, como dice el
Apóstol a Timoteo que el fin del precepto es la cari-dad, al cual no podemos llegar sin divino
movimiento, como el calor no puede calentar sin la virtud del calor del fuego, ni resplandecer
lo resplandeciente “en la virtud de la luz; y tanto más alta y excelentemente es causa de esto el
movimiento del primer motor, cuanto la potencia es superior y se aventaja a la potencia criada
y a todos los géneros de obras suyas; tanto más fuertemente que viene a decir el Profeta Isaías:
"Todas nuestras obras obró el Señor en nosotros", y la voz Evangélica: "Sin mí ninguna cosa
podéis hacer" también hace a este propósito, que el fin mueve la causa eficiente, y tanto más
eficazmente cuanto el fin se tiene por más noble y mejor, como el bien de una nación respecto
del de una Ciudad o familia, como dice el Filósofo en el primer libro de los Políticos. Y el fin a
que debe atender el Rey principalmente, por sí y por sus súbditos, es la eterna bienaventuranza,
que consiste en la visión de Dios. Y porque esta visión es perfectísimo bien de esta manera
regia y gobernaba los suyos aquel Rey y Sacerdote Jesucristo, que dice por San Juan en el c. 10:
"Yo les doy la vida eterna: yo vine para que tengan vida, y para que la tengan más
abundantemente". Esto hacen los Reyes cuando como bue-nos pastores velan sobre su
221
ganado, porque entonces alumbra la divina luz para que gobiernen bien, como a los pastores
en el nacimiento de nuestro Rey y Salvador.
Y el Príncipe y los súbditos recibimos el movimiento de la irradiación ya dicha, circular,
recto, y oblicuo de los cuales dijimos arriba, y habla el bienaventurado S. Dionisio en el libro
de los Divinos Nombres. Este movimiento se dice recto porque se hace por la divina
iluminación sobre el Príncipe, para que gobierne bien, y sobre el pueblo por los merecimientos
del Príncipe. Y se llama oblicuo cuan-do el que gobierna por la divina iluminación rige sus
súbditos de tal manera que vivan virtuosamente y traten de las alabanzas de Dios y de darle
gracias, para que sea como una figura de un arco hecho de la cuerda derecha y el arco oblicuo.
Y se llama circular el movimiento de los divinos rayos cuando la di-vina iluminación alumbra al
Príncipe, o al súbdito, y con esta iluminación se elevan a contemplar y amar a Dios, el cual
movimiento se llama circular porque naciendo de Dios vuelve a él mismo, y a aquel punto
donde se comenzó, lo cual es propio del movimiento circular; el cual movimiento pone
también el Filósofo en el decimosegundo de su Metafísica, adonde dice que el primer motor o
causa primera, que es Dios, mueve las otras cosas según lo deseado. Esto es en razón del fin,
que es el mismo de quien el Profeta David habla en un Salmo, aunque los Doctores sagrados
lo acomodan a Cristo nuestro Rey: "Da, Dios", dice, "tu juicio al Rey, y tu justicia al hijo del
Rey, que juzguen tu pueblo en justicia, y tus pobres en buen juicio; reciban los montes la paz
para el pueblo, y los collados la justicia", que todos son ruegos que dice a Dios un Rey, u otro
cualquiera Señor para el buen gobierno de un pueblo, en lo cual, como está dicho, deben
principalmente emplear sus fuerzas, y porque tienen dispuesto así el entendimiento para recibir
la divina influencia para la salud de los súbditos. Dice luego el Profeta: "Descenderá como
lluvia sobre el vellocino, y como las gotas que destilan sobre la tierra comenzara en sus días la
justicia y la abundancia de paz", por todo lo cual es bien manifiesto que el dominio viene de
Dios por relación al fin, ya sea remoto, que es el mismo Dios, o próximo, que es el obrar
justamente.
CAPÍTULO IV
Aquí declara el Santo Doctor de la manera que Dios quiso dar el dominio a los Romanos
por el amor de la patria
Y porque entre todos los Reyes y Príncipes del mundo los Romanos fueron los que más
cuidado tuvieron de las cosas que hemos dicho, les inspiró Dios para que gobernasen bien; por
lo cual merecieron el Imperio dignamente, como prueba S. Agustín en el libro de la Ciudad de
Dios dando diversas causas y razones, que restringiéndolas a las principales las podemos
reducir a tres, dejando las demás por tratarlo más compendiosamente. La primera razón fue el
amor de la patria, la segunda el celo de la justicia y la tercera la civil benevolencia. La primera
de las dichas virtudes era bastantemente digna del dominio, por la cual participaban de una
222
cierta naturaleza divina, porque sus efectos son para todos y se emplea en acciones útiles al
pueblo, como Dios, que es causa útil de las cosas; por lo cual el Filósofo en el I de las Éticas
dice: "Que el bien común de la sangre es bien divino"; y porque el gobierno Real, y cualquiera
otro señorío le causa la unión de muchos, el que ama la comunidad merece alcanzar esta unión
en su señorío, para que así se le siga el premio conforme a la calidad de su virtud. Porque la
condición de la divina justicia requiere que a cada uno se le dé la paga a medida de las obras de
virtud, para que se cumplan en ellos las palabras que están escritas en el Apocalipsis: "Sus
obras lo siguen". Y también San Mateo en el c. 25, dice que el Señor dio a cada uno según la
propia virtud; además de que el amor de la patria se funda en la raíz de la caridad, que
antepone las cosas comunes a las propias y no las propias a las comunes, como siente el
bienaventurado S. Agustín, exponiendo las palabras que el Apóstol dice de la caridad; y esta
virtud en merecimiento se aventaja a todas las otras virtudes, porque el merecimiento de cada
una de ellas depende de esta virtud. Luego el amor de la patria merece el grado de honor sobre
las otras virtudes, el cual es el señorío y así de este amor de la patria dice Tulio en el libro de los
Oficios que "ninguna junta ni compañía es más grata ni más amable, que la que persevera en
provecho de la República. A cada uno de nosotros son caros los hijos, son caros los deudos y
familiares; pero todas las obligaciones de todos los abraza la patria con la suya. Por la cual,
¿quién siendo bueno rehusará la muerte, si sabe que con recibirla le ha de ser de algún
provecho?" Mas cuán grande fuese este amor de la patria en los antiguos romanos, Salustio lo
refiere en su Catilinario, de sentencia de Catón, contando algunas virtudes de ellos, en que se
incluye este amor. "No penséis", dice, "que nuestros antepasados hicieron de pequeña grande
la República con sólo las armas, pues nosotros tenemos más copia de ellas que ellos tuvieron,
sino porque tenían industria en sus casas, y fuera justo imperio, ánimo libre en los consejos, y
apartados de delitos y lujurias; y en lugar de esto nosotros tenemos la lujuria y la avaricia,
necesidad en las cosas públicas y opulencia en las particulares; alabamos las riquezas y
seguimos la pereza, no se hace diferencia de los buenos a los malos, y todos los premios de la
virtud los posee la ambición". Y finalmente el amor de la patria contiene el primero y principal
precepto , de que en el Evangelio de San Lucas se hace mención, porque teniendo el que
gobierna cuidado de las cosas de todos se asimila a la naturaleza divina, cuando en lugar de
Dios tiene diligente cuidado de sus súbditos y cumple con el amor del prójimo, teniendo con
paterno afecto este cuidado de todo es pueblo que le está encargado, cumpliendo de esta
manera el dicho precepto: del cual se habla en el Deuteronomio en el capítulo sexto, diciendo:
“Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón con toda tu alma y en toda tu fortaleza, y a tu
prójimo como a ti mismo”. Y porque este precepto no admite dispensación, por tanto Tulio en
el libro de República dice que ninguna causa puede haber porque se niegue la propia patria. De
este amor de ella, pues, tenemos ejemplo, como cuentan las historias y el bien-aventurado San
Agustín en el libro quinto de la Ciudad de Dios, en Marco Curcio, noble soldado, que armado
223
y a caballo se arrojó dentro de una grande abertura de la tierra , para que la pestilencia cesase
en Roma; y en Marco Regulo, que prefirió el bien de su patria a su propia vida, porque como
fuese medianero de paz entre los africanos y los suyos, siendo consultado de ellos si la paz
convenía, fue de parecer que no, y volvió a África con la respuesta, como había quedado,
donde los cartagineses le quita-ron la vida; y en Marco Curio se mostró cuán impías tuvieron
las manos los Príncipes de los romanos en no recibir dádivas por conservar su República; del
cual escribe Valerio Máximo de la manera que menosprecio las riquezas de los Samnites,
porque como después de la victoria que de ellos tuvo le enviasen Embajadores, y teniendo
entrada le hallasen sentado comiendo en platos de palo, le ofrecieron grande cantidad de oro,
rogándole que lo aceptase, y el riéndose les respondió: "Esto es en balde; contad a los Samnites
como Marco Curio quiere más mandar a los que son tan ricos, que serlo él, y acordaos de que
en la batalla no me pudisteis vencer, ni ahora corromperme con dineros". Y el mismo autor en
el mismo libro refiere de Fabricio otro caso semejante, que como en la honra y autoridad fuese
el mayor de los suyos, pero en la renta tan pobre como el que más, procurando los Samnites,
los cuales tenia debajo de su patrocinio y amparo en su República, que lo recibiese de ellos, le
enviaron mucha suma de dineros y esclavos, y él los menosprecio y los envió frustrados de su
intención, siendo por su continencia y por el celo de su patria riquísimo sin hacienda y sin
criados, acompañado de muchos, porque le hacía rico no lo mucho que poseía, sino lo poco
que deseaba. De los tales, pues, concluye el ya dicho Doctor que no se les da la potestad del
señorío sino por providencia del sumo Dios, cuando juzga las cosas humanas dignas de tanto
bien; y en el libro alegado dice muchas cosas por donde define que el dominio de los romanos
fue legítimo, y que les fue dado por Dios. También Matías y sus hijos, aunque fueron del linaje
de los Sacerdotes, por el celo de la ley y de la patria merecieron el dominio del pueblo de Israel,
como aparece en el primero y Segundo libro de los Macabeos; porque estando el dicho Matías
cercano a la muerte, habló a sus hijos de esta manera: "Competid", dice, “sobre guardar la ley,
y dad vuestras ánimas por el testamento de vuestras padres", que se toma por República en el
dicho libro. Y después añade: "Y alcanzaréis gloria grande y nombre eterno”. Lo cual
entendemos por el Principado de sus hijos, que sucedieron los unos a los otros, conviene a
saber, Judas, Jonatás y Simeón, que cada uno de ellos floreció siendo Capitán y Sacerdote del
pueblo de Israel.
CAPÍTULO V
Como los romanos merecieron el Señorío por las Leyes santísimas que establecieron.
También hay otra razón por donde los romanos dignamente alcanzaron el dominio, que fue
la justicia, cosa con que consiguieron el Principado por un cierto derecho de naturaleza, de la
cual tiene principio cualquier justo Señor. Lo primero porque, como escribe el sobredicho
Doctor, miraban por su patria con consejo Libre, desterrando la avaricia y ganancia torpe en su
gobierno; ni eran dados a maldades y lujurias, por donde aún los Señoríos fundados se suelen
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destruir; y así atraían los hombres a amarlos, de manera que por las santísimas Leyes que
instituyeron se les sujetaban de su propia voluntad; por lo cual el mismo Apóstol San Pablo,
como se viese molestado de los judíos con grandes injurias, apelo al César delante de Festo,
que era Príncipe en las partes de Cesárea de Palestina, y se sujetó a las Leyes Romanas, como
se dice en los Actos de los Apóstoles; y cuáles y cuán santas fuesen se es-cribe en el dicho libro
de los Actos de los Apóstoles, hablando del mismo Festo; porque estando en Jerusalén
acudieron a él los Príncipes de los Sacerdotes, pidiéndole que condenase a muerte a San Pablo,
a los cuales respondió Festo, como quien estaba sujeto a las Leyes de los Romanas, que entre
ellos no era costumbre condenar a nadie muerte, ni entregarle, si no era estando presente los
acusadores y dándosele lugar para defenderse y descargarse de lo que se le imputaba. Por lo
cual el mismo Doctor San Agustín, en el libro de la Ciudad de Dios, dice que Dios quiso
conquistar el mundo por los roma-nos para que juntos en una República, y debajo de unas
mismas leyes viviesen todos en paz. Y también es este propósito que por derecho natural
cualquiera que tiene cuidado de otros es justo que alcance premio, porque, como se escribe en
los Proverbios, a todos les encomendó Dios las cosas de sus prójimos; por la cual razón
permite el Derecho que cualquiera pueda cuidar de los bienes ajenos y granjear-los, y que se le
paguen los gastos y el precio que su trabajo merece, cuando los tales bienes son maltratados de
ladrones o de otros cualesquiera robadores; y así, supuesto esto parece puesto en razón que el
dominio se permita para conservar la paz y la justicia, para deshacer las discordias y diferencias,
y también parece que fue instituido para que los malos sean castigados y premiados los buenos;
y éste es el oficio de los Señores, haciendo en ello también oficio de prójimos, para alcanzar su
paga; porque por eso se le dan rentas y tributos, por lo cual, como el Apóstol escribiendo a los
romanos mostrase que cualquiera señorío viene de la mano de Dios, dice: “no hay potestad, si
no es de Dios”, y lo además que allí se dice perteneciente al dominio, y después concluye
diciendo: "Por tanto les dais los tributos, por-que son ministros de Dios, que le sirven en esto".
En cuanto, pues, como hombres virtuosos, mayores por su bondad, encaminan el pueblo
con sus leyes, y toman cuidado de gobernar la multitud, que necesariamente ha menester quien
la rija y no tiene quien lo haga, no solo parece que son movidos por Dios, sino que hacen su
oficio en la tierra, porque conservan la multitud de los hombres en la compañía civil, la cual el
hombre ha menester necesaria-mente, por ser de su natural animal social, como el Filósofo
dice en el primero de sus Políticos; y así en este caso el Señorío parece que es cosa legítima; lo
cual prueba San Agustín en el cuarto libro de la Ciudad de Dios, porque dice así: "¿Qué son los
Reinos, si se quita la justicia, sino unos latrocinios?"; luego, adonde la hay, el Reino y cualquiera
Señorío es permitido justamente. E introduce, para probar su intento, un ejemplo de cierto
pirata, que se llamaba Dionides, que siendo preso por Alejandro y preguntado porque infestaba
la mar, le respondió con libre contumacia: "¿Y que más tienes tú para hacer lo mismo en todo
el Orbe de la tierra? Mas porque yo lo hago con un pequeño navío me llaman Pirata, y a ti,
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porque lo haces con una grande armada, te llaman Emperador". Así que por esta razón fue el
dominio dado por Dios a los romanos, por lo cual dice de ellos San Agustín en el quinto libro,
del que arriba hemos alegado, que con sus santísimas Leyes procuraron como por derecha vía
las honras, Imperio y gloria; y que no pueden quejarse de la justicia del verdadero Dios, porque
alcanzaron su paga, conviene a saber, señoreando justamente y legítimamente gobernando.
Cuán grande fuese el celo de la justicia entre los antiguos Cónsules romanos contra los
malos, de muchos se sabe, porque San Agustín en el quinto libro, del que ya muchas veces
hemos alegado, escribe que Bruto mató a sus hijos porque levantaban guerras en el pueblo;
cosa que por rigor de justicia merecían la muerte: porque como dice el Poeta: “venció en él el
amor de la patria, y la inmensa codicia de alabanza”: y también cuenta del Torcuato que hizo lo
mismo con su hijo, porque contra su mandato acometió a los enemigos, provocado del ardor
juvenil: y aunque salió vencedero, porque puso a peligro la gente de su ejército, le condenó a
muerte, conforme a las Leyes militares; donde el mismo Doctor enseña la causa de este hecho,
diciendo que para que no fuese de más daño el ejemplo del mandamiento no obedecido que el
bien de la gloria de haber muerto al enemigo. Y Valerio Máximo dice del mismo que quiso más
carecer de su propio hijo, que perdonar las transgresiones en la disciplina militar. Así que
parece cómo por el celo de la justicia de las leyes, los romanos merecieron el Señorío.
CAPÍTULO VI
Como Dios les concedió el dominio por la civil benevolencia.
La tercera virtud con que los romanos sujetaron el mundo, y merecieron el Señorío de él,
fue la singular piedad y civil benevolencia; porque, como dice Valerio Máximo en el libro
quinto, la dulzura de la humanidad penetra los ingenios de los bárbaros, cosa que vemos por
experiencia; de donde es que en el sexto capítulo del Eclesiástico se dice: "Que las palabras
dulces aumentan los amigos, y mitigan los enemigos”. Y en el mismo libro: "La respuesta
blanda quebranta la ira, y las palabras duras incitan el furor"; la razón de lo cual está en la
generosidad del ánimo, que, como dice Séneca, más quiere ser llevado con blandura que
forzado; porque el ánimo del hombre tiene una cierta sublimidad y ser, que no sufre superior,
pero sujetase con gusto a la reverencia y blandura de otro, entendiendo que se hará lo mismo
con él, y que no pierde de lo que es suyo; por lo cual dice el Filósofo en el octavo de las Éticas
que "la benevolencia es principio de la amistad". Cuanto, pues, los antiguos romanos fuesen
excelentes en esta virtud, por cuyo medio obligaron a su amor a las naciones extranjeras, y a
que se les sujetasen de su propia voluntad, sus ejemplos nos lo muestran claro. El primero sea
de Escipión, de quien refiere Valerio Máximo en el libro quinto que siendo en España de edad
de veinticuatro años Capitán del ejército Romano contra la gente de Aníbal, habiendo
conquistado Cartagena, la que habían edificado los africanos, y hallando en ella una doncella de
grande hermosura, sabiendo que era desposada con cierto varón noble, la volvió a sus padres
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inviolada, y el oro que le daban por rescate se lo dio para que fuese dote suyo; con lo cual
atrajo los enemigos al amor de los romanos, admirados de la casta moderación de este
Príncipe; porque, como el mismo autor refiere, aunque en la edad juvenil Escipión fue de más
suelta vida, viéndose con tanta libertad de poder fue tan Señor de sí que se conservó libre de
todos vicios. Y Tito Livio en la guerra de África cuenta que Escipión habló al esposo de
aquella doncella, y que en la plática mostró su pudicicia digna de ser imitada de los Príncipes, y
merecedora del dominio. Y también cuenta este tutor otro ejemplo de benevolencia del mismo
en esta victoria, para inclinar a si los enemigos; y fue que como enviase algunos presos a Roma,
les exhorto a que todos tuviesen buen ánimo, pues habían venido a poder de los romanos, que
pretendían más obligar a los hombres por buenas obras que por miedo, y tener las demás
naciones juntas consigo en amistad y compañía, más que sujetas con triste servidumbre. Y
cerca de esto dice también San Agustín, en el primer libro de la Ciudad de Dios, que fue
propio en ellos e1 perdonar a los sujetas y deshacer a los soberbios, y que querían más
perdonar las injurias que vengarlas. El mismo Doctor en el mismo libro refiere de Marco
Marcelo que habiendo tomado la ciudad de Siracusa, y habiendo de arrasarla, derramó antes
sobre ella muchas lágrimas, y que fue tan continente y benigno de ánimo, que primero que
mandase acometer el lugar, mandó con público edicto que ninguno tocase a persona que fuese
Libre. Más ¿para qué buscamos más ejemplos?, pues aún los Macabeos Judas, Jonatás y Simón
siendo judíos, a los males era propio el desechar la compañía de otras naciones, lo uno porque
son Saturninos, como escribe Macrobio en el Sueño de Escipión, y lo otro porque sus leyes se
lo prohibían, considerada la benevolencia de los romanos, asentaron con ellos amistad, como
se escribe en el libro I de los Macabeos; donde entre otras cosas suyas dignas de alabanza, con
que atraían a los pueblos v diversas naciones a su amor y sujeción política o despótica, se dice
sumariamente que, de los que presidían entre los romanos, ninguno traía diadema, ni se vestía
de púrpura para engrandecerse con ella, y que hicieron una casa de consejo, y que cada día
daban su parecer trescientos y veinte hombres, tratando siempre del bien de toda la gente de su
Re-pública, para que se pusiesen por obra las cosas que convenían; y que cometían el
Magistrado a uno cada año, para que mandase en toda su tierra, y que todos le obedecían; y
que entre ellos no había emulación ni envidias, donde debemos notar cuán ordenado estaba en
aquel tiempo en Roma el gobierno político, pues era el principal motivo para que cualquiera
nación y provincia apeteciese su dominio, y les sujetase el cuello. Y tenían otra cosa que
provocaba a desear serles justos, y era que por la misma codicia de señorear no se llamaban
señores, sino compañeros y amigos. Y así escribe Suetonio de Julio César que a sus soldados
no los llamaba súbditos, sino amigos y compañeros en la guerra; y así lo hicieron también los
antiguos Cónsules con los judíos, que aunque tenían pequeño Imperio en Oriente se
confederaron con pactos de amistad; porque, aunque los romanos tenían muy amplia
Monarquía en Oriente y en Occidente y en otras partes del mundo, como se ve en el dicho
227
libro de los Macabeos, tu-vieron por Bien hacer amistad con los judíos, y con público edicto
concertaron haberse de tratar con igualdad los unos a los otros. Parece, pues, por las razones
dichas, que el mérito de la virtud en los antiguos romanos fue digno del Señorío que
alcanzaron, y que por él las otras naciones se les sujetaron. Lo primero por el amor de la patria,
por el cual menospreciaban todas las otras cosas. Lo segundo por el vigor de la justicia, pues
por él se oponían contra cualquiera malhechor y perturbador de la paz. Y lo tercero por la civil
benevolencia con que atraían a su amor a todas las naciones, a cuya afición movían por los
medios dichos. Por todo lo cual por el mérito de sus virtudes parece que les correspondió la
divina bondad en su Principado, por las causas y razones que hemos referido; porque de esta
manera merecen los hombres el Señorío, como enseña el Filósofo en el quinto de sus Éticas,
donde dice que no hacemos Príncipe al hombre, en cuanto solamente es naturaleza humana,
sino a aquel que es perfecto según la razón.
CAPÍTULO VII
Aquí declara el Santo Doctor de la manera que permite algunos Señoríos para punición de
los malos, y que los tales Señoríos son como un instrumento de la divina justicia contra los
pecadores.
Hubo también otra cosa por donde Dios permitió que hubiese dominio y Señores, la cual
nos la muestra la sagrada Escritura, y no es contraria a la sentencia de los Filósofos y Sabios de
este siglo, conviene a saber, por los méritos de los Pueblos; la cual razón señala el
bienaventurado S. Agustín en el libro diez y nueve de la Ciudad de Dios, porque prueba allí
que la servidumbre entro por el pecado; de donde es que la sagrada Escritura en el capítulo
treinta y cinco de Job dice que hace reinar al hombre hipócrita por los pecados del Pueblo; lo
cual se ve claramente, porque los que primero tuvieron dominio en el mundo fueron hombres
inicuos, según enseñan las historias: como Caín, Nemroth, Belo, Nino y Semiramis, su mujer,
que señorearon en la primera y segunda edad del mundo; y la causa por que tu-vieron este
dominio se puede sacar o de parte de los súbditos, o de parte de los Señores, porque los
Tiranos son instrumento de la divina justicia para castigar los delitos de los hombres, como el
Rey de los Asirios sobre el Pueblo de Israel, y el Rey de los Godos azote de Dios sobre Italia,
como cuentan las historian; v Dionisio en Sicilia, debajo cuyo dominio el Pueblo estuvo en
cautiverio, y después final-mente le puso en libertad, como cuenta Valerio Máximo en el libro
cuarto. Mas el Rey de los Asirios, muestra el Profeta Isaías como fue destinado para castigar
los delitos de su Pueblo, diciendo así: "Asur, vara de mi furor", (que también es lo mismo que
llamarle palo) "en su mano mi indignación, le enviaré contra la gente engañosa, y le mandare ir
contra el Pueblo de mi furor, para que lleve los despojos, y divida la presa, y le acocee, y pise
como el lodo de las plazas"; todo lo cual se verificó en Jerusalén, que fue sitiada por
Nabucodonosor, Rey de los Asirios, y la tomó y abrasó, cautivando los Príncipes de ella con su
Rey Sedecías, al cual sacó los ojos y le mató) los hijos, como se ve en el fin del cuarto libro de
228
los Reyes, en las cuales palabras se muestra bastantemente de la manera que Dios castiga al
pecador por mano de los Tiranos; de donde se concluye que son instrumento de Dios, como
los demonios, cuya potestad dicen los Doctores sagrados que es justa, pero la intención
siempre inicua, como nos lo muestra el mismo gobierno tiránico, que no se endereza sino a
cargar y molestar los súbditos, porque es pro-piedad de los Tiranos buscar sólo su propia
utilidad y comodidad, como queda dicho; y el Filósofo es-cribe en el octavo de las Éticas,
donde dice: Que el Tirano procede con sus súbditos como el Señor con los esclavos y el
artífice con el instrumento, lo cual es negocio penal para los súbditos, y contra la naturaleza del
señorío, como queda probado. Más si lo consideramos de parte de los mismos Señores,
también parece que permite Dios el tal dominio. Lo primero en el caso que acabamos de decir,
o cuando Dios dispone para los súbditos lo que conviene para mejor fin, conviene a saber,
cuando algún Príncipe hace lo que es la voluntad de Dios, aunque sea pecador, coma escribe
Isaías de Ciro, Rey de los Persas, diciendo: "Esto dice el Señor a mi Cristo Ciro, a quien tomé
por la mano derecha para sujetar las gentes ante su rostro, y hacer volver las espaldas a sus
Reyes: abriré las puertas ante su rostro, y las puertas no se cerraran"; lo cual se cumplió, como
cuentan las historias, cuando habiéndose secado súbitamente las corrientes de los ríos Éufrates
y Tigris, que pasaban por medio de Babilonia, entró en la Ciudad y la destruyó, y mató a
Baltasar, Rey de ella, con su gente, transfiriendo la Monarquía a los Medos, donde reinaba
entonces Darío, que era Príncipe de Ciro, como escribe Josefo; y esto lo dispuso Dios así, porque se mostró humano con sus fieles los Judíos, que estaban cautivos en Asiria; los cuales
después envió libres a Judea con los vasos del Templo, el cual mandó reedificar. Por estos
bienes y obras virtuosas que hizo acerca del culto divino y para con el pueblo de Dios, alcanzó
la Monarquía de todo el Oriente, como se ha dicho; y el Rey Baltasar fue muerto, como parece
por las razones de Daniel, por haber sido ingrato a Dios, y porque en un convite profano y use
mal de los vasos del templo, por lo cual le dijo Daniel: "porque no humillaste tu corazón, sino
que le levantaste contra el que señorea el cielo, y trajiste delante de ti los vasos de su casa, y tú
y tus Príncipes y vuestras mujeres bebísteis vino en ellos; y finalmente no glorificaste al Dios
del cielo, que tiene en sus manos tu aliento y todas tus fuerzas; por tanto envió los dedos de
una mano contra ti". Lo cual se tuvo por sentencia divina contra él, como después lo mostró el
suceso de las cosas, porque cuenta la historia de Daniel que procediendo el Rey Baltasar en el
menosprecio de Dios, como parece de lo dicho, enfrente de la mesa de su convite vio unos
dedos de una mano que escribían en la pared, del cual escrito se atemorizó, como que fuese
anuncio de su muerte, porque refiere la Escritura de Daniel que de mirar al que escribía, cuya
imagen no veía, sino solos los dedos de la mano, se le mudó el rostro, y sus propios
pensamientos le perturbaban; y que se disolvían las junturas de sus renes, y las rodillas daban
una con otra; todas las cuales cosas eran señales de inmenso temor y del futuro juicio que
sobre él había de venir; pero no entendiendo el lo que estaba escrito, llamado Daniel, e
229
interpretando por tres nombres, que lo estaban, le anuncio que había de morir; y estos
nombres fueron "Mane, Thecel, Phares", lo cual expuso la Escritura así: "Mane: Dios numeró
tu Reino, y le cumplió", que quiere decir le dio fin, como a una cuenta de dinero u otra cosa,
que acabada se pone aparte de lo aaAademás. "Thecel: fuiste puesto en la balanza, y se halló
que pesabas me-nos", por lo cual eres digno de muerte. "Phares: se dividió tu Reino, y se dio a
los Medos y a los Persas", como arriba lo hemos mostrado. En todo lo dicho se manifiesta
bastantemente que aquellas cláusulas no son significativas según algún género de lenguaje, sino
según la disposición divina, como un hecho en que el Profeta comprendiese la voluntad de
Dios para con nosotros; sea pues la conclusión que en aquel escrito mostró su sentencia contra
el Príncipe de Babilonia, porque por sus pecados era digno de muerte y de ser privado del
Principado Real, conforme a aquello del libro de los Reyes: "El Reino se transfiere de gente en
gente, por las injusticias y diversos dolos".
CAPÍTULO VIII
Aquí declara el Santo Doctor que el tal dominio algunas veces se convierte en mal de los
que dominan, porque ensoberbeciéndose, por su ingratitud son grandemente castigados.
Pero aún hemos de reparar más en la divina providencia acerca de los señoríos; porque
acontece algunas veces que algunos, cuando alcanzan los Principados, son hombres virtuosos,
y en esto perseveran por algún tiempo, pero yendo adelante con el favor humano y la
prosperidad de las cosas reales se elevan en soberbia, y se hacen ingratos a Dios de los
beneficios que han recibido; de donde dice el Filósofo en el quinto de las Éticas que el
Principado descubre quien es el varón que le tiene; como su-cedió en Saúl, del cual se escribe
en el primer libro de los Reyes que en toda la Tribu de Benjamín no bahía hombre que fuese
mejor que él. Pero después que reino dos años, se hizo inobediente a Dios, por lo cual se dijo
de él al Profeta Samuel: "¿Hasta cuándo has de llorar por Saúl?, pues yo le he desechado, para
que no reine en Israel", como que fuese repelido por irrefragable sentencia divina; y así
últimamente el dicho Príncipe fue muerto con todos sus hijos, y a toda su descendencia se le
quitó el dominio; de donde en el Paralipómenos se concluye de él diciendo que Saúl fue
muerto por sus maldades. Esto también sucedió en Salomón, que fue engrandecido más que
todos los Reyes que habían sido antes de él, como se escribe en el Eclesiastés, y toda la tierra
deseaba oír su sabiduría. Pero como dice San Agustín en el libro diecisiete de la Ciudad de
Dios, las cosas felices fueron dañosas al dicho Rey, porque dando en lujurioso vino a caer en la
idolatría; por lo cual se hizo abominable a su pueblo, de tal manera que sus siervos se rebelaron
contra él, robando los despojos de su provincia y destruyendo la tierra sin resistencia alguna;
siendo así que antes le obedecían a un volver de ojos, como lo dijo la Reina Saba, y aparece en
el tercer libro de los Reyes. Así que levantado a tanta grandeza en el principio de su gobierno
por la reverencia divina en que se empleaba, después cayó en cosas viles por los delitos que
230
había cometido: "porque el pecado hace miserables los pueblos". Dicen con todo los Hebreos,
como San Jerónimo refiere en el Comento sobre el Eclesiastés, que al fin de su vida, siendo
molestado de muchos, conoció su error y se dispuso a penitencia de lo que había cometido, y
que compuso el dicho libro, en el cual, como experimentado, define que todas las cosas son
vanidad, y se sujeta al temor divino y a la observancia de sus mandamientos; de donde es que
en el fin del dicho libro concluye diciendo: "Oigamos juntos el fin de estas razones; teme a
Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es todo hombre". Pero además de los Reyes que
eran del gremio de Dios, ¿qué diré de los Príncipes Gentiles, que mientras fueron agradecidos a
Dios y procedieron virtuosamente, florecieron en su dominio, más cuando ensoberbeciéndose
con su señorío se dieron a lo contrario acabaron la vida con mala muerte, como aconteció a
Ciro, Monarca de los Persas? Porque cuentan de él las historias que habiendo sujetado el Asia
ay los Partos, y habiendo domado la Escitia por armas, finalmente haciendo larga guerra a los
Escitas, cuya Reina era entonces Tomiris, que se llamaba Masagia, peleando con un hijo suyo
mancebo, le venció y mató a él y grande multitud de gente suya, sin perdonar a ninguna edad, y
así porque usó de crueldad en Babilonia y en el Reino de Lidia, acabando los Reyes y Príncipes
con mala muerte en entrambas partes, haciendo o mismo en el Reino de los Masagetas, por
tanto le castigo Dios con el mismo castigo; porque dicen las historian que la dicha Reina
Tomiris juntó contra él grande ejercito de Escitas, Masagetas y Partos, y poniéndole celada en
ciertos montes le acometió en su real, y con grande ímpetu le desbarató y mató doscientos mil
hombres, y a él le prendió, y cortándole la cabeza la hizo meter en un cuero lleno de sangre, y
mofando de él le decía a voces: "Tuviste sed de sangre, pues bebe sangre"; siendo la
ignominiosa muerte que padeció argumento de su atrocidad. Y todos los Monarcas fueron por
este camino, como el Magno Alejandro en Grecia, que mientras trato con reverencia a sus
Macedones, llamando a los soldados padres, como más antiguos, procedió bien en la
Monarquía; pero siendo desagradecido con su hermana, ella misma le dio veneno; y
principalmente porque habiendo tomado por mujer una hija de Darío, comenzó a dejar las
cosas de la guerra y darse al ocio y regalo, vino a olvidarse de sí y acabar la vida con dolorosa
muerte; y así se pueden traer ejemplos de otros muchos Príncipes Gentiles, como de Julio
César y Aníbal, que por usar mal del señorío fueron muertos con cruel fin, para que les
cuadrase lo que se escribe en el Eclesiastés: "Algunas veces señorea el hombre al hombre por
su mal"; y también aquel lugar de Isaías Profeta se puede decir de todos los Tiranos, pues
habiendo mostrado que son ejecutores de la divina justicia contra los pecadores, como los
verdugos lo son de los señores, según se ha mostrado cuando dijo: "Asur vara de mi furor",
etc., luego añade: "Y él no lo pensara así, ni su corazón entenderá" que lo hace así como
instrumento de Dios, mas "será su corazón para destruir y para la muerte de mucha gente,
porque dijo: ¿Por ventura nuestros Príncipes no son todos Reyes?", atribuyéndolo a su
potencia, y no a la de Dios, que le movía para que castigase a los transgresores de los divinos
231
mandamientos. Esta ingratitud, pues, y presunción de los Tiranos, rebate en el acto allí el Señor
y pesadamente castiga, como se deja ver claro en los dichos príncipes. Por lo cual el Profeta en
el mismo lugar dice: "¿se gloriará por ventura la segur contra el que la hizo? Como si se
levantara la vara contra el que la levanta, y se ensalzara un bastón, que al fin es madera".
Adonde se debe considerar la comparación, que es muy conveniente, porque el poder de los
señores es para con Dios como el de un palo para el que castiga con él, y como el poder de una
sierra para con el artífice, porque es claro que la segur o la sierra no tienen poder ninguno en lo
que con ella se hace, si no es moviéndola y encaminándola el artífice; y así es el poder de los
señores, que no es nada si Dios no los mueve y los gobierna; luego necia y presuntuosa cosa es
el gloriarse ellos de su poder. Razón es ésta bien clara, y que se puede sacar de la sentencia del
Filósofo que arriba dijimos, que es potencia de cualquiera cosa movible depende de la del
primer motor, y es su instrumento. Y de aquí es que esta gloria es desagradable a Dios, porque
los tales no atribuyen a la potencia divina lo que es suyo. Y así se escribe en el libro de Judith
que humilla Dios a los que se glorían de su poder; y por tanto prosigue el dicho Profeta Isaías,
diciendo: "Por esto el Señor que señorea los ejércitos enflaquecerá sus cosas, y derribada su
gloria arderá como si fuera abrasada en fuego; en lo cual significa la pena sensible que se da a
los tales tiranos, y la declinación de su Principado, como se manifiesta por las cosas que hemos
dicho. Así que sacamos por conclusión que cualquiera dominio, legítimo o tiránico, procede de
la mano de Dios, según las diversas consideraciones de su ininvestigable providencia.
CAPÍTULO IX
Aquí declara el Santo Doctor que el hombre naturalmente domina los animales silvestres y
las demás cosas irracionales; y como esto sea; y se prueba con muchas razones.
Ahora pasaremos a tratar de diversas especies de dominios, según los diversos grados y
modos que de ellos y de Principados tienen los hombres, y el primero es general a todos, que le
toca al hombre por naturaleza, como dice San Agustín en el decimoctavo libro de la Ciudad de
Dios, con quien con-cuerda también el Filósofo en el primero de los Políticos, y lo confirma la
sagrada Escritura, cuando en la creación del hombre dijo, como que fuese propio a su
naturaleza: "Señoread los peces de la mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven
sobre la tierra". En lo cual se muestra que Dios dio esta tal potestad a la naturaleza humana
que había criado, porque el que dijo: "Produzca la tierra hierba verde", dando por esta palabra
potestad a los árboles para producir, nos dijo a nosotros de la misma manera: "Señoread los
peces de la mar", etc. Y así por lo dicho parece que el dominio del hombre sobre las demás
cosas es natural, de donde por la misma razón el Filósofo prueba que la montería y volatería
son naturales; y San Agustín prueba esto en el dicho libro con el dominio que los antiguos
padres solían tener en ser pastores de ganados, que hemos llamado riquezas naturales; y
aunque este tal dominio se ha menoscabado por el pecado, de manera que aún animales viles
tienen señoría sobre nosotros, y nos son nocivos, cosa que no sucediera a los hombres sino
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por la causa dicha, con todo eso participamos más de este dominio cuanto más nos llegamos al
estado de la inocencia, lo cual nos promete también su voz Evangélica, si fuéremos imitadores
en la justicia y santidad, porque como el Señor exhortase a sus discípulos a procurar la salud de
las almas, predicando la palabra de Dios, les declara el poder que tenían, diciendo: "En mi
nombre echaran los demonios, hablaran en varias lenguas, apartaran las serpientes, y si
bebieren alguna cosa mortífera, no les dañara"; lo cual sabemos por experiencia de los varones
perfectísimos y virtuosos, como se escribe de los Santos Padres y de San Pablo se dice en los
hechos de los Apóstoles, que no le daño la víbora, ni a San Juan Evangelista el veneno; y así de
otros muchos Santísimos Padres, que vadeaban el Nilo sobre atrocísimos cocodrilos y otras
serpientes venenosas, para que se cumpliese en ellos lo que dice el Señor por San Lucas a sus
discípulos: "Mirad que os di potestad de andar sobre las serpientes y escorpiones, y sobre
cualquiera potencia del enemigo".
Y la razón de congruencia de este dominio que dio Dios al hombre en su principio se puede
sacar por tres caminos: lo primero, por el mismo proceder de la naturaleza; porque, así como
en la gene-ración de las cosas naturales hay este orden, que se procede de lo imperfecto a lo
perfecto, porque la materia es por causa de la forma, y la forma imperfecta se ordena a la
perfección, así es en el uso de las mismas cosas naturales, porque las menos perfectas sirven
para el uso de las más perfectas. Y así las plantas se aprovechan de la tierra para su nutrimento,
y los animales se aprovechan de las plantas, y los hombres de las plantas y de los animales. De
donde se concluye que el hombre naturalmente domina los animales; por lo cual, como ya
hemos dicho, el Filósofo prueba en el primero de los Políticos que la caza de los animales
silvestres es justa naturalmente, porque por ella toma para sí el hombre lo que es suyo. Lo
segundo parece esto por el orden de la divina providencia, que siempre gobierna las cosas
inferiores por las superiores. Y así, siendo el hombre el superior de todos los animales, como
quien fue hecho a la imagen de Dios, convenientemente son sujetos a su gobernación los
demás animales. Lo tercero, se muestra lo mismo por la propiedad del hombre y de los otros
animales, porque en los animales se halla, según la estimación natural, una cierta participación
de prudencia para algunos actos particulares. Pero en el hombre se halla una prudencia
universal, que es una razón de lo que se ha de hacer en las cosas naturales; y todas las cosas que
son por participación se sujetan universalmente a las que son por esencial, de donde parece
claro que la sujeción de los demás animales al hombre es natural.
Pero si el dominio del hombre sobre el hombre es natural, o permitido, o dado por Dios, de
las cosas que ya hemos dicho se puede sacar la verdad. Porque si hablamos del dominio por
modo de sujeción servil, introducido fue por el pecado, como dijimos arriba; pero si hablamos
de él en cuanto es de su oficio el mirar por los súbditos y encaminarlos bien, en este modo se
puede llamar casi natural, por-que aún en el estado de la inocencia le hubo; y ésta es la
sentencia de San Agustín en el libro diez y nueve de la Ciudad de Dios. Por lo cual este
233
dominio le competía, en cuanto el hombre es social y político, como arriba dijimos, y este vivir
en compañía ha de ordenarse de unos a otros; y en todas las cosas que se ordenan unas a otras
ha de haber siempre alguna que sea principal y primera guía, como dice el Filósofo en el
primero de los Políticos: y esto nos enseña también la misma razón o naturaleza de orden;
porque como escribe San Agustín en el ya dicho libro: "Orden es una disposición de cosas desiguales, que da a cada uno lo que es suyo". De donde es manifiesto que este nombre orden
significa desigualdad, y esto es propio del dominio: y así, según esta consideración, el dominio
del hombre sobre el hombre es natural; y le hay también entre los Ángeles, y le hubo en el
primero estado, y le hay ahora; del cual diremos por su orden, según su dignidad y grados.
CAPITULO X
Aquí trata el Santo Doctor del dominio del hombre, según su dignidad y grados; y lo
primero del dominio del Papa, que como es preferido a cualquiera otro dominio.
Divídase pues el dominio en cuatro diferencias, por la causa y razón dicha: porque uno es
sacer-dotal y real juntamente, y otro es real, en el cual se incluye el imperial y los demás, como
abajo trata-remos; el tercero es el Político y el cuarto es Económico.
El primero es preferido a los demás por muchas razones, pero la principal se toma de la
institución divina, que fue la de Cristo; porque siéndole dada toda potestad, según su
humanidad, como pare-ce en San Mateo, cap. 16, la comunicó a su Vicario, cuando dijo: "Yo
te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y todo lo que atares en la
tierra será atado en el cielo". Adonde se ponen cuatro cláusulas que significan el dominio de
San Pedro y sus sucesores sobre todos los fieles, y que por ellas el Sumo Pontífice Romano
puede ser llamado Cristo, Rey y Sacerdote. Porque si Cristo Nuestro Señor se llama así, como
prueba San Agustín en el libro diez y siete de la Ciudad de Dios, no es fuera de razón que se
den los mismos nombres a su sucesor, suponiendo las razones que de esto se podrían dar
como en cosa que es muy clara.
Pero volviendo a las cláusulas, de las cuales la primera depende de la grandeza del nombre
que le fue puesto, la segunda de la fortaleza del dominio, la tercera de la amplitud de él, y la
cuarta de la plenitud, la primera de las partes dichas se nos muestra cuando dice: "Yo te digo
que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificare mi Iglesia", porque en este nombre, según
exponen los Doctores sagrados, como San Hilario y San Agustín, señala el Señor la potencia de
San Pedro, porque por la piedra que es Cristo, como dice el Apóstol, al cual San Pedro había
confesado, fue llamado Pedro, para que según cierta participación adquiriese el nombre y la
potestad, y mereciese oír: "Y sobre esta piedra edificare mi Iglesia", como que todo el dominio
de los fieles dependa de San Pedro y de sus sucesores.
La segunda cláusula trae consigo la fortaleza del dominio, lo cual significan las palabras que
allí se siguen: "Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Estas son las cortes de
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los tiranos y perseguidores de la Iglesia, como los Sagrados Doctores dicen sobre el mismo
lugar; que son llamados así porque son causa de todos los pecados dentro de la Iglesia
militante, porque a los tales Príncipes acuden todos los hombres malvados, como en la Corte
de Federico, Conradino y Manfredo. Pero los tales no prevalecieron contra la Iglesia Romana,
antes todos fueron acabados con mala muerte. Porque como se dice en el libro de la Sabiduría
en el tercer cap.: "Las naciones inicuas son dignas de ser acabadas".
Y la amplitud del dominio se muestra cuando el Señor prosigue diciendo: '`Y te daré las
llaves del cielo", porque en esto se nos muestra la potencia de San Pedro y sus sucesores, que
se extiende a toda la Iglesia, conviene a saber: la Militante y la Triunfante, que se significan por
el Reino de los Cielos, y se cierran con las naves de San Pedro. Pero la plenitud del dominio se
muestra cuando última-mente dice: "Y todo lo que atares en la tierra, será atado en el cielo; y
cualquiera que soltares en la tierra, será suelto en el cielo"; porque como el Sumo Pontífice sea
cabeza en el cuerpo místico de todos los fieles de Cristo, y todo el movimiento y sentido en un
cuerpo verdadero proceda de la cabeza, así debe ser en la materia en que hablamos, por lo cual
es necesario decir que en el Sumo Pontífice está la plenitud de todas las gracias, porque él solo
da indulgencia plenaria de todos los pecados, para que le competa lo que decimos del primer
Príncipe y Señor, que es que de su plenitud recibimos todo. Lo cual, si se dijere que se ha de
referir a sola la espiritual potestad, es cosa que no puede ser, porque la corporal y temporal
dependen de la espiritual, como las operaciones del cuerpo de la potencia del alma. Así pues
como el cuerpo por el alma tiene ser, potencia y operación, como aparece por las palabras del
Filósofo y de San Agustín en lo de la inmortalidad del alma, así tiene principio la jurisdicción
temporal de la espiritual de San Pedro y sus sucesores.
Y se puede hacer para esto argumento de lo que hayamos escrito en las historias de los
Sumos Pontífices, de los Emperadores que se les allanaron en la jurisdicción temporal. Lo
primero de Constan-tino, que se allanó a San Silvestre Papa en el Imperio, y de Carlo Magno, a
quien el Papa Adriano hizo Emperador, y lo mismo de Otón primero, que fue creado y hecho
Emperador por León, como escriben las historias. Y por la deposición de algunos Príncipes,
hecha por autoridad Apostólica, se conoce bastantemente su potestad. Porque lo primero
hallamos que Zacarías usó de ella contra el Rey de Francia, porque le depuso del Reino y
absolvió a todos los varones del juramento de fidelidad que habían hecho. E Inocencio III
quito el Imperio a Otón IV. Y a Federico II le sucedió lo mismo con Honorio, inmediato
sucesor de Inocencio; aunque los Sumos Pontífices no metieron la mano en estos casos sino
por razón de delito, porque a lo que se endereza su potestad, y la de cualquier Señor, es a
aprovechar a su rebaño, de donde es que con razón se llaman pastores a quien toca el
desvelarse por el provecho de sus súbditos; porque de otra manera no son legítimos Señores,
sino Tiranos, como prueba el Filósofo y lo hemos ya tratado.
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Por lo cual el Señor en el Evangelio de San Juan en el cap. 21, usa de una importuna
interrogación, preguntando tres veces a su sucesor el bienaventurado San Pedro que, si he
amaba, apacentase su rebano. "Pedro, dice, ¿me amas?, apacienta mis ovejas", como que todo
el cuidado pastoral consista en el provecho del rebano. Y así supuesto que se gobierne para
utilidad del pueblo, como Cristo procura, el del Papa se aventaja a otro cualquiera dominio,
como se muestra en las cosas que hemos dicho. Lo cual se manifestó bastantemente en la
primera visión de Nabucodonosor; el cual vio una estatua que tenía la cabeza de oro, el pecho
y los brazos de plata, y el vientre y los muslos de metal, 1as piernas de hierro, y los pies parte
de hierro y parte de barro; y estando mirando esta estatua, se derribó una piedra del monte, sin
que manos de hombre la tocasen, y derribó toda la estatua, y esta piedra se hizo un monte
grande que tomaba toda la tierra. La cual visión, como exponen San Jerónimo y San Agustín, el
Pro-feta Daniel la acomoda a cuatro Monarquías, conviene a saber: a la de los Asirios por la
cabeza de oro, a la de los Medos y Persas por los brazos y pechos de plata, y a la de los Griegos
por el vientre y los muslos de metal, y lo último a la de los Ro-manos por las piernas de hierro
y los pies parte de hierro y parte de barro. Pero después de éstas dice el Profeta: "Levantara
Dios del Cielo un Reino que eternamente no será disipado, y su Reino no será dado a otro
pueblo; deshará todos los Reinos, y él durará eternamente". Lo cual todo referimos a Cristo, y
en su lugar a la Iglesia Romana, que trata de apacentar su rebano. Es también de advertir que el
modo de la institución divina no se puede mudar; porque Cristo tomó sus Vicarios solo para
ministros y repartidores, como el Apóstol escribe en la primera Carta a los Corintios:
"Ténganos el hombre, dice, por ministros de Cristo, y repartidores de los misterios divinos",
porque solo Cristo fundó la Iglesia cuyo ministerio cometió a San Pedro y a los demás
pastores, y no puede poner nadie otro fundamento, sino el que está puesto, que es Cristo Jesús.
De donde los sacros Doctores atribuyen a Cristo esta potestad, que no la tuvo San Pedro ni
sus sucesores, a la cual potestad llaman excelente. Y así la de San Pedro y sus sucesores no se
iguala a la de Cristo, sino que del todo es superior; porque pudo Cristo salvar el mundo sin el
Bautismo, porque, como dice San Jerónimo sobre San Mateo: "A nadie sanó el cuerpo que no
le sanase el alma". Y esto fue sin Bautismo, lo cual no pudiera hacer San Pedro; y por esto,
como se lee en los hechos de los Apóstoles, bautizó a Cornelio Centurión con toda su familia,
aunque ya había ve-nido el Espíritu Santo. Pudo también Cristo mudar la forma y la materia de
los sacramentos, lo cual no pudo S. Pedro, ni sus sucesores. Esto baste haber dicho al presente,
dejando a los Sabios las cosas que se podrían decir más sutiles y más altas; siendo la conclusión
de este capítulo que los Vicarios de Cristo, pastores de la Iglesia, deben ser preferidos a todos
por las causas dichas.
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CAPÍTULO XI
Aquí declara el Santo Doctor en que consiste el dominio Real, y en qué se diferencia del
Político, y como se distingue de diversas maneras, según diversas razones.
Ahora se ha de tratar del dominio real, en que hemos de ir con distinción conforme a
diversas regiones, y según les fue variamente dado por diferentes hombres.
Y lo primero en la sagrada Escritura las leyes del dominio real se ponen de una manera en el
Deuteronomio por Moisés, y de otra por Samuel Profeta, en el primer libro de los Reyes, pero
el uno y el otro por diferente camino en persona de Dios ordenan el Rey a la utilidad de sus
súbditos, lo cual es propio de los Reyes, como muestra el Filósofo en el octavo de las Éticas.
Dice pues Moisés: “Cuando el Rey fuere levantado, no añadirá caballos, ni volverá el pueblo a
Egipto ensoberbecido con el número de su caballería; no tendrá muchas mujeres que atraigan a
sí su alma, ni inmenso peso de oro y plata”, lo cual como se haya de entender, lo hemos
declarado en este libro. “Hará, dice, escribir para sí el Deuteronomio de la ley, y le tendrá
consigo, y le leerá todos los días de su vida, para que aprenda a temer al Señor Dios suyo, y a
guardar sus palabras y ceremonias”, y también para que pueda encaminar su pueblo, conforme
a la ley divina. Por lo cual el Rey Salomón en el principio de su reinado pidió a Dios esta
sabiduría, para encaminar su gobierno en utilidad de sus súbditos, como se escribe en el 3 libro
de los Reyes. Añade también Moisés en el mismo libro: “Ni se levante su corazón
demasiadamente sobre sus hermanos, ni decline a la siniestra, ni a la diestra parte, para que
reine largo tiempo él y sus hijos en Israel”. Pero en el primero de los Reyes se ponen las leyes
del reinar más para utilidad del Rey, como arriba dijimos en el segundo libro de este tratado,
adonde se ponen palabras que en todo pertenecen al estado servil; y con todo eso Samuel,
siendo las leyes que refiere totalmente despóticas, dice que son Reales. El Filósofo en el octavo
de las Éticas concuerda más con las primeras leyes, porque en este libro señala tres cosas en el
Rey, conviene a saber, que es legítimo aquello que atiende principalmente al bien de sus
vasallos, que hallamos que es suficiente por sí, y que es más rico que todos, para que no agrave
los súbditos. Ítem, aquel es Rey que tiene cuidado de sus vasallos para que procedan bien,
como el pastor le tiene de las ovejas. De todo lo cual se conoce que, según este modo de
gobierno, el despótico es muy diferente del real, según parece que lo siente el mismo Filósofo
en el primero de los Políticos. Además de que el Reino no se hizo por causa del Rey, sino el
Rey por causa del Reino, porque Dios quiso que hubiese Reyes que gobernasen y rigiesen los
Reinos, y conservasen a cada uno su derecho, y éste es el fin del gobierno; porque si se
enderezan a otra cosa, convirtiendo el provecho en sí mismos, no son Reyes, sino Tiranos,
contra los cuales dice el Señor por Ezequiel: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a
sí mismos! Por ventura los pastores no apacientan los rebaños? Os bebíais la leche, y os vestíais
de la lana, y el animal que estaba grueso matábasle, y no apacentábais mi rebaño; el que estaba
flaco no le reforzásteis; el enfermo no le curásteis; el que tenía algún miembro quebrado, no le
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consolidásteis; el que andaba apartado, no le redujísteis; y el que se perdía, no le buscábais, sino
que con austeridad y con potencia los mandábais”. En las cuales palabras se nos muestra
bastantemente la forma del gobierno, reprendiendo lo contrario.
Además de esto el Reino se compone de hombres, como una casa de las paredes, y un
cuerpo humano de miembros, como el Filósofo dice en el tercer libro de los Políticos. Y así el
fin a que ha de atender el Rey, es a que por Él se conserven los hombres, para que el gobierno
tenga prosperidad: y de aquí es, que el bien común de cualquiera señorío tiene participación de
la bondad divina, por lo cual el bien común dice el Filósofo en el primero de las Éticas que es
lo que todas las cosas apetecen, y que es bien divino, para que así como Dios, que es Rey de
Reyes y Señor de Señores, en cuya virtud los Príncipes mandan, como ya hemos dicho, nos
rige y gobierna, no por su provecho sino por nuestra salud, también lo hagan de esta manera
los Reyes y los demás que son Señores en el mundo. Mas porque ninguno jamás sirvió a su
propia costa, y por cierto derecho de naturaleza cada uno debe tener paga de su trabajo, como
prueba el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios, de aquí viene que a los Príncipes les
paguen sus súbditos tributos y rentas de cada año. Por lo cual, como el Apóstol escribiendo a
los Romanos probase que todos los dominios eran dados por la mano de Dios, últimamente
persuade que se les ha de dar retribución por su trabajo: “por tanto, dice, les pagáis tributos,
porque son ministros de Dios, que le sirven en esto”. Y San Agustín en el tratado de las
palabras del Señor, sobre este lugar de San Pablo prueba lo mismo. Y así se debe concluir que
el Rey legítimo, según la forma dada en el Deuteronomio, debe regir y gobernar de la manera
que se ha dicho. Lo cual también nos amonestan los ejemplos, porque a todos los que hicieron
lo contrario les sucedió mal. Lo primero a los Reyes Roma-nos, que por su soberbia y por las
violencias que hicieron fueron echados del Reino, como Tarquino el Soberbio con su hijo; y
también Acab y Jezabel su mujer perecieron malamente por la violencia de Naboth sobre su
viña, como se escribe en el quinto libro de los Reyes, adonde se dice que los perros en la dicha
viña lamieron la sangre de sus cuerpos muertos. Pero no lo hizo así el Rey David, según se
escribe en el segundo libro de los Reyes, porque, como quisiese levantar altar a Dios, que
estaba muy ofendido por la fastuosa numeración del pueblo, compró un pedazo de tierra a
Hareuma Jebuseo, y aunque él se la daba de gracia no la quiso aceptar, y le dio por ella, como
se escribe en el Paralipómenos, seiscientos siclos de oro de justísimo peso. En lo cual se nos
enseña que los Príncipes se deben contentar con sus rentas, y que no pueden agraviar a sus
súbditos en sus bienes y haciendas, si no es en dos casos: conviene a saber, por razón de delito
y por razón del bien común de su Reino.
En el primer caso puede privar a los suyos de sus gajes por la ingratitud, y a los otros de sus
haciendas, a título de hacer justicia, por lo cual fueron constituidos los dominios, como dijimos
arriba. Y en los Proverbios se dice que con la justicia se hace firme el trono del Rey. De
adonde es que la ley divina manda apedrear los transgresores de los divinos preceptos, y
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atormentarlos con diversas penas. Lo cual parece que es cosa conveniente, si atendemos a
cualquier cosa criada, y principalmente al cuerpo humano, pues por conservar la parte más
noble nos quitamos la que lo es menos; porque cortamos una mano por conservar el corazón o
el cerebro, en que consiste principalmente la vida del hombre. Lo cual aprueba también la ley
Evangélica: “Si un ojo tuyo, dice, o una mano, o un pie lo escandaliza (lo cual entiende San
Agustín de los grados de los hombres) quítalo, y apártalo de ti; porque mejor es débil o cojo
entrar en la vida eterna, que teniendo dos ojos o dos manos, ser arrojado en el fuego”.
Y también podrá pedir el Rey estos tributos por el bien de la República, como sería la
defensa del Reino, o por otra cualquiera causa perteneciente con razón al bien común de su
dominio. Y la causa es clara, porque supuesto que vivir los hombres en compañía es natural,
como se ha probado, todo lo que fuere necesario a la común conservación de esta vivienda
será de derecho natural, cual es en este caso. Y así supuesto el legítimo dominio Real, puede el
Rey pedir a sus súbditos lo que se requiere para su bien de ellos. Además de esto, el arte imita
la naturaleza en cuanto puede, como enseña el Filósofo en el segundo de los Físicos; y la
naturaleza no falta en las cosas necesarias, luego tampoco el arte a de faltar; y entre todas las
artes la de bien vivir es la mejor y más grande, como ya dijimos, y prueba Tulio en las
cuestiones Tusculanas, por cuanto las demás artes se enderezan a ésta. Y así en las necesidades
del Reino que pertenecen a la conservación de esta común vivienda de los hombres, el Rey,
que es el artífice y arquitecto de ella, no debe faltar sino suplir todos sus defectos, juntamente
con la misma comunidad. Y así se debe concluir que en este caso se deben imponer
legítimamente exacciones, tallas, rentas o tributos, de tal manera que no sean mayores de lo
que fuere la necesidad. De donde San Agustín en el tratado de las palabras del Señor,
exponiendo aquello de San Mateo: “Dad lo que es de César a César”, dice luego: “El precepto
de César se ha de cumplir, y lo que él manda se ha de tolerar”. Y después, exponiendo las
palabras de San Juan Bautista, que dijo a los soldados: “No tratéis mal a nadie, ni calumniéis,
sino contentaos con vuestros estipendios”, dice: “Esto se puede entender de los soldados, de
todos los Pretores, y de todos los que gobiernan, porque cualquiera que lleva gajes públicos, si
pide más de lo que le toca, por la sentencia de San Juan es condenado como calumniador y
hombre que trata mal a los súbditos”. Por estos dos caminos, pues, se puede reducir el
principado despótico al real, pero principalmente cuando es por razón de delito, porque por él
fue introducida la servidumbre, como dice San Agustín en el libro dieciocho de la Ciudad de
Dios; porque aunque en el primer estado hubiese dominio, no fue con todo eso sino por oficio
de mirar por los súbditos y encaminarlos, y no por deseo de señorear, ni con intención de
sujetarlos a servidumbre, como hemos dicho; y las leyes del dominio real que dio Samuel
Profeta al pueblo de Israel fueron dadas en esta consideración, que el dicho pueblo por su
ingratitud, porque era de dura cerviz, las merecía oír tales. Porque algunas veces, cuando el
pueblo no conoce el beneficio del buen gobierno, conviene que experimente tiranías; porque
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estas también son instrumento de la divina justicia. Por lo cual algunas islas, como cuentan las
historias, siempre con gobernadas por Tiranos, por la malicia del pueblo, que no puede ser
regido de otra manera sino con vara de hierro. En estas tales regiones, pues, es necesario a los
Reyes el principado despótico, no con-forme a la naturaleza del gobierno real, sino por los
merecimientos y pertinacia de los súbditos. Y esta es la razón que da San Agustín en el ya
dicho libro, y también el Filósofo en el tercero de los Políticos, donde distingue las diferencias
del reinar, y muestra que entre algunas naciones bárbaras el gobierno real es totalmente
despótico porque de otra manera no podrían ser gobernadas; el cual modo de gobierno
principalmente dura en Grecia y entre los Persas, a lo menos en cuanto al gobierno popular.
Esto, pues, sea dicho por ahora del dominio real, y porque camino se reduce a él el dominio y
principado despótico, y por qué razón se divide del Político, lo cual se mostrara aún más claro
en el capítulo del dominio imperial.
CAPÍTULO XII
Aquí trata el Santo Doctor del dominio imperial, y de dónde tuvo este nombre; y de otros
que usan los Emperadores, donde de camino se habla de las Monarquías, y del tiempo que
duraron.
Después de los dichos modos de dominio, parece que viene bien hablar del imperial,
porque tiene un medio entre el político y el real, aunque universalmente. Y así en cuanto a esto
se debería ante-poner al real, aunque hay otra causa por donde se le pospone, de la cual aquí
ahora no tratamos; acerca de lo cual se han de decir tres cosas.
La una el nombre, el cual trae origen del supremo dominio fastuoso y soberbiamente, como
que este sea el Señor de todos; de donde aquel soberbio Nicanor, siendo rogado de los judíos
para que les diese el día de la santificación, que es el sábado, preguntándoles con arrogancia si
era poderoso en el Cielo el que había mandado que se guardase aquel día, respondiendo ellos
que era Señor poderoso en el Cielo, dijo él: “Y yo que tome las armas con imperio, soy
poderoso en la tierra”. Por lo cual después por orden divina fue torpemente preso en la batalla
por Judas Macabeo, como se escribe en el libro de los Macabeos, y cortándole la cabeza y la
mano derecha, que había levantado contra el Templo, acabo la vida con mala muerte. Otros
ciertos nombres que tiene este señorío se tomaron de algunos excelentes varones que hubo en
él, por alguna prerrogativas que en ellos se halló, como César de Julio César, según dicen las
historias, el cual se llamó así, conforme escribe San Isidoro en el libro noveno de las
Etimologías, porque fue sacado del vientre de su madre rompiéndosele después de ella muerta,
o porque nació con mucho cabello; y por él los Emperadores siguientes se llamaron así: y
Octaviano se llamó el primero Augusto, por haber aumentado la República.
Lo segundo de que aquí tratamos es de la sucesión en este modo de dominio, porque arriba
dijimos de las cuatro Monarquías, y podemos añadir la quinta, de que diremos luego. La
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primera fue de los Asirios, cuya cabeza fue Nino, en tiempo del Patriarca Abraham, la cual
duró mil doscientos y cuarenta años, como escribe San Agustín en el libro cuarto de la Ciudad
de Dios, hasta Sardanápalo, que por sus obras mujeriles perdió el Principado; y Arbaces le pasó
a los Medos y Persas, en el tiempo que gobernaba Procax, Capitán de los Romanos, como
escribe el mismo Doctor en el libro dieciocho del ya alegado de la Ciudad de Dios. Esta
segunda Monarquía de los Medos duró doscientos treinta y tres años, hasta el tiempo de
Alejandro, cuando Darío fue vencido por él, como escribe el mismo Doctor en el duodécimo
libro de la Ciudad de Dios. Pero la Monarquía de los Griegos comenzó en Alejandro, y en él se
acabó; del cual se dice en el libro de los Macabeos que reino Alejandro doce años, y que murió;
pero, aunque los Griegos no tenían el dominio universal, había durado entre ellos el reino de
los Mace-dones hasta la muerte de Alejandro, de quien en el dicho libro se hace mención por
espacio de cuatro-cientos ochenta y cinco años, como San Agustín escribe en el mismo libro
duodécimo de la Ciudad de Dios; y en este Reino Alejandro comenzó su dominio, sucediendo
a su padre, como lo dicen las historias.
Después de esto comenzó a crecer la Monarquía del Principado Romano; porque en tiempo
de Judas Macabeo, que casi inmediatamente floreció después de la muerte de Alejandro, los
cuales concurrieron con Tolomeo Lago, en el libro de los Macabeos se escriben muchas cosas
de los Romanos, de que consta que su potencia estaba extendida por todas las partes del
mundo, siendo gobernados por Cónsules; porque en el tiempo que tenían Reyes las provincias
vecinas los ponían en cuidado, y aun entonces tenían poca potencia; y duro el Consulado, o
por mejor decir la Monarquía, hasta el tiempo de Julio César, que usurpó el primero el
Imperio; pero vivió después poco, porque fue muerto por los Senadores, por haber usado mal
del dominio. Después de él sucedió Octaviano, hijo de su hermana, que habiendo tomado
venganza de los que mataron a Julio César, y muerto a Antonio, que tenía el señorío de
Oriente, vino él a tener sólo la Monarquía de los Romanos, y por su modestia tuvo largo
tiempo el Principado, y en el año cuarenta y dos de su gobierno, cumplidas las setenta y seis
semanas, según Da-vid, y acabándose el dominio del Reino v Sacerdocio en Judea, nació
Cristo, que fue verdadero Rey y Sacerdote, y verdadero Monarca; por lo cual después de su
resurrección, apareciendo a sus Discípulos, les dijo: “Se me ha dada toda potestad en el cielo
en la tierra”; lo cual se ha de referir a la humanidad, según San Agustín y San Jerónimo, porque
en cuanto a la divinidad no hay duda de que siempre hubiese tenido esta potestad.
CAPÍTULO XIII
Aquí trata el Santo Doctor de la Monarquía de Cristo, como es mayor que las otras por tres
cosas; y de Octaviano Augusto, como estuvo en lugar de Cristo.
Y esta quinta Monarquía, que sucedió a la Romana, en realidad de verdad es excelente sobre
todas, por tres cosas: lo primero por la cantidad de los años, pues ha durado más, y dura y
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durará hasta la renovación del mundo, como parece en la visión de Daniel, según ya queda
dicho, y ahora se declarara más; lo segundo, se muestra su excelencia en la utilidad del
dominio, porque “en toda la tierra se oyó su sonido y sus palabras en los fines del orbe de la
tierra”; porque no hay parte ni rincón en el mundo donde no se adore el nombre de Cristo,
porque todas las cosas le sujeto el Padre debajo de sus pies, como dijo el Apóstol en el fin de la
primera carta a los Corintios; y en el principio del libro del Profeta Malaquías se habla de este
dominio: “Desde donde sale el Sol, dice, hasta el Ocaso, es grande mi nombre entre las gentes,
y en todo lugar se sacrifica y ofrece a mi nombre ofrenda limpia, porque mi nombre es grande
entre las gentes, dice el Señor de los ejércitos”. En las cuales palabras se muestra basta-mente
cómo el dominio de Cristo se ordena a la salud del alma y a los bienes espirituales, como ya
mostramos, aunque no excluye los temporales, con que se enderecen a los espirituales. De
donde es, que aunque Cristo fue adorado de los Magos, y le cantaron gloria los Ángeles, con
todo eso quiso estar en lugar humilde, y envuelto en pobres paños, por el cual camino los
hombres se atraen mejor a las obras de virtud que con la fuerza de las armas, y esto era lo que
procuraba siempre. Y aunque muchas veces usase de su potencia, como verdadero Señor,
humildemente vivió.
Y finalmente hizo su sustituto a Augusto César para que en su nacimiento se describiese
todo el orbe, como San Lucas escribe, y en esta descripción se pagaba un censo o tributo,
como cuentan las historias, en reconocimiento de debida servidumbre, no sin misterio, pues
era nacido aquél que era verdadero Señor y Monarca del mundo, cuyas veces tenía Augusto,
aunque él no lo entendía, sino por orden de Dios, de la manera que Isaías profetizo. Y así con
este instinto, entonces mandó que ninguno del pueblo le llamase Señor. Y el tener Augusto las
veces de la Monarquía de Cristo fue por espacio de catorce años, teniendo sujeto todo el orbe
de la tierra; porque, como se escribe en los hechos de los Príncipes de los Romanos, tuvo el
Principado César Augusto cincuenta y seis años y seis meses; y también Tiberio, que le sucedió,
quiso poner a Cristo como a Señor verdadero entre los Dioses, aunque se lo impidió el
soberbio y fastuoso senado, que no podía sufrir ningún señorío.
Lo tercero, también se muestra la excelencia de la Monarquía de Cristo sobre las otras
cuatro que fueron antes, por la dignidad del que domina, pues es Dios y hombre; según la cual
consideración la humana naturaleza en Cristo participa de infinita virtud, y por ella es de mayor
fortaleza y virtud sobre la fortaleza y virtud humana; la cual describe Isaías, cuanto al poder
temporal de Cristo: “Un pequeñuelo, dice, nos ha nacido, y un hijo nos ha sido dado, y ha sido
puesto el Principado sobre sus hombros, y se llamará admirable, consejero, Dios fuerte, padre
del siglo venidero, Príncipe de la paz; se multiplicará su imperio, y la paz no tendrá fin”. En las
cuales palabras se tocan todas las cosas que se requieren para un verdadero Príncipe, y aun
antes pasa las rayas de todos los Señores, como declararemos en el siguiente capítulo, y verá
quien reparare en ello. Este Principado o Señorío, pues, es mayor que todos, los aniquila y
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deshace, porque todos los Reinos le están sujetos; lo cual dijo también el mismo Profeta: “Vivo
yo, dice el Señor, porque ante mí se doblarán todas las rodillas”. Y el Apóstol Santiago a los
Filipenses: “Por el nombre de Jesús se doblan todas las rodillas de los celestiales, terrenos e
infernales”.
Y de esta Monarquía concluye Daniel, habiendo expuesto a Nabucodonosor la visión de su
sueño, diciendo: “En aquellos días”, esto es, después de las cuatro Monarquías de los Asirios,
de los Persas y Medos, de los Griegos y de los Romanos. “levantara el Señor del Cielo un
Reino que no será disipado eternamente, y éste no se dará a otro pueblo y deshará todos estos
Reinos, y el durará eternamente. De la cual eternidad es clara la razón, porque este Principado
se junta con el eterno, por ser el Señor del Dios y hombre.
Y así está cumplido el punto de donde se comenzó, hasta volver a él, porque ya hemos
probado que todos los dominios tienen origen de Dios; y habiendo pasado el Principado por
las mudanzas de los hombres se termina en éste, como en cosa inmóvil, que no hay adelante
más movimiento; y así se ha de concluir por lo dicho, que este dominio no se ha de acabar.
CAPÍTULO XIV
Muévase una cuestión de la Monarquía de Cristo, del tiempo en que comenzó, y cómo y
por qué estuvo oculta; de lo cual se dan dos causas, y en este capítulo se pone la una
Pero ofrécese una cuestión de este Principado del Señor, y es de cuándo comenzó, porque
consta que hubo muchos Emperadores después, y él eligió una vida pobre y desechada, por lo
cual se dice en el Evangelio de San Mateo: “Las raposas tienen cuevas, y las aves del Cielo
nidos, y el hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza”. Y San Juan escribe que
habiendo dado de comer a una multitud de gente se escondió porque los pueblos le querían
arrebatar y hacerle Rey; y por el mismo S. Juan dice de él: “Mi Reino no es de este mundo”.
Pero a esta cuestión se responde que el Principado de Cristo comenzó en su nacimiento
temporal, de lo cual fue argumento el anunciarle y servirle los Ángeles aquel día; por lo cual
escribe San Lucas, que el Ángel dijo a los pastores: “Anuncioos un grande regocijo, que hoy os
ha nacido el Salvador del mundo”. Y también la adoración de los Magos, de la cual dice San
Lucas: “Como naciese Jesús en Belén en el tiempo del Rey Herodes, notad que vinieron unos
Magos de Oriente a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el que ha nacido Rey de los Judíos,
porque vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle?”. En las cuales cosas bastamente se
conoce este Principado, y el tiempo en que comenzó, profetizado y anunciado por Isaías en las
palabras de que arriba hicimos mención. Y se ha de advertir que en su infancia apareció aquella
virtud y potencia suya, en que se mostraba la excelencia de su do-minio más que en la edad
crecida, para mostrar que su pobreza y humildad era voluntaria, y no forzosa, la cual él mismo
quiso elegir, no usando de su potencia sino en algunos casos, por dos causas que bastan a este
propósito. La una es para enseñar a los Príncipes la humildad, por la cual se hace cualquiera
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más agradable en el gobierno; porque la humildad granjea gracia, conforme aquella sentencia:
“La gloria acogerá el espíritu humilde”; y también: “Perfecciona tus obras con mansedumbre, y
serás amado sobre la gloria de los hombres”; y en su Canónica dice el bienaventurado Santiago:
“Dios resiste a los soberbios; pero a los humildes dales gracia”; y es tanto más necesaria en un
Príncipe, cuanto por la eminencia de su estado es mordido de los dientes de la envidia, que no
sufre superior. Y considerando esto el Rey David, a Michol, soberbia hija del Rey, que le
reprendía diciendo que delante de sus siervos se había descubierto para alabar a Dios y en
reverencia de su Arca, que entonces era tenida por una cosa divina, le respondió, como aparece
en el segundo libro de los Reyes: “Yo danzaré delante del Señor, que me eligió a mí, y no a tu
padre, ni a toda tu casa, y me mandó que fuese guía del pueblo del Señor en Israel: danzaré y
me haré más vil de lo que me hice, y seré humilde a mis ojos”. La cual regla quiso Cristo
guardar en sí mismo, conforme a la voluntad de su Padre anunciada por el Profeta Zacarías, la
cual fue cumplida en Cristo, como escribe el Evangelista San Mateo: “Mira, dice, como tu Rey
viene a ti manso, sentado sobre un asna, y el pollino no domado ; por lo cual, si los Príncipes
del mundo son alabados por la humildad y pobreza con que se han hecho agradables a sus
súbditos y prosperando sus Señoríos, ¿por qué no alabaremos más la perfecta humildad de
Cristo? Porque escribe Vale-rio Máximo en el libro segundo, y San Agustín en el de la Ciudad
de Dios, de Codro, Rey de Atenas, que como los del Peloponeso tuviesen guerra con los
Atenienses, habiendo consultado el Oráculo de Apolo, les fue dicho por cierto, que aquel
ejército vencería, cuyo Rey fuese ofrecido a la muerte; y así el Rey Codro por la salud de su
gente se metió en hábito de pobre entre sus enemigos para que le matasen; y siendo él muerto
fueron puestos en huida sus enemigos; por lo cual los Atenienses afirmaban que Codro había
sido trasladado entre los Dioses. Y Valerio Máximo dice de algunos Cónsules Romanos, como
Lucio Valerio, que murió en tanta pobreza, que hubo menester que se pidiese entre sus amigos
para enterrarle. Y también Fabricio, Cónsul, es sumamente alabado en esta parte; el cual, como
cuenta Valerio Máximo y Vegecio en el libro cuarto de las cosas militares, y como ya arriba se
dijo, siendo muy pobre, y ofreciéndole grande suma de oro los Embajadores de los Epirotas,
no queriéndolo recibir les dijo: “Contad a los de Epiro, que he querido más mandar a los que
poseen tales cosas, que poseerlas yo mismo”, ¿Qué más buscamos? Todos los grandes
Príncipes y Monarcas sojuzgaron el mundo con la humildad, y con el fausto de la soberbia
perdieron los señoríos, como lo hemos mostrado; por lo cual se escribe en el Eclesiástico:
“Cuanto mayor eres, humíllate en todas tus cosas, y hallarás gracia delante de Dios”. Y más,
que si la virtud de la humildad se alaba en cualquiera Príncipe, mucho más se debe alabar en
nuestro Príncipe Cristo, como en quien estaba constituido en el supremo grado de virtud. Se
concluye pues, que la humildad y pobreza de Cristo, aunque era legítimo Señor, fue conforme
a razón por la causa referida.
244
CAPÍTULO XV
Pónese la segunda causa por qué nuestro Señor escogió vida desechada y oculta, aunque era
verdadero Señor del mundo; y expónense unas palabras del Profeta Isaías dichas de Cristo.
Hay otra razón también por donde nuestro Señor escogió el estado humilde, aunque era
Señor del mundo, que fue para mostrar la diferencia que hay entre su dominio y el de los otros
Príncipes; porque aunque fue Señor del mundo temporalmente, con todo eso derechamente
ordenó su Principado a la vida espiritual, según aquello que dijo por San Juan: “Yo vine para
que tengan vida, y para que la tengan más abundantemente”. Con lo cual se verifica bien
aquella palabra suya que dijimos: “Mi Reino no es de este mundo”. Por esto pues vivió
humildemente, para atraer a sus fieles a las obras de virtud, para lo cual es el camino más a
propósito la humildad y el menosprecio del mundo, como enseñaron los Estoicos y Cínicos,
como refieren de ellos San Agustín y Valerio Máximo; y el mismo Séneca, que fue perfecto
Estoico, muestra lo que vamos diciendo, en el libro de la providencia de Dios y de la brevedad
de la vida, que escribió a Paulino.
Y por esta virtud se hace el hombre digno del reino eterno; que para que esto se
consiguiese, fue la principal intención del dominio de Cristo nuestro Señor; de donde es que él
mismo por San Lucas dice a sus discípulos, y a los demás que le seguían: “Vosotros sois los
que permanecisteis conmigo en mis tentaciones, y yo os dispongo el Reino, como mi Padre me
le dispuso a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino”. Así que quiso el Señor que
los que le siguiesen vivan humildemente, por la causa ya referida, conforme a lo que dijo por
San Mateo: “Aprended de mí, que soy manso y humil-de de corazón”. Y a esto enderezó su
dominio temporal; de donde es que la vida espiritual de los fieles se llama Reino de los cielos,
porque en el vivir es diferente del Reino mundano, y porque se ordena al verdadero Reino
eterno y no al dominio temporal solamente; y así, para que en los corazones de los hombres no
cayese sospecha que hubiese tomado el Principado para dominar el mundo, que este fuese su
fin, como los de los otros Señores, por esto eligió la vida desechada.
Con todo eso era verdadero Señor y Monarca, porque el Principado fue puesto sobre sus
hombros, como lo dijo el Profeta: y esto fue muy al propósito anunciado antes en el lugar
dicho de Isaías; porque lo primero le propone humilde y desechado, cuando dice: “Un
pequeñuelo nos ha nacido”; y después añade a esta pequeñez el poder y excelencia de su
dominio, por lo que en él estaba conjunto; “Y se nos ha dado un Hijo”, dice, porque la
humanidad junta en Cristo a la divinidad del Hijo, era instrumento suyo de omnipotente virtud.
Y por tanto el Profeta, en el mismo lugar, significa su inefable dominio con muchas cláusulas
de singular potencia, que cada una se ha de entender distintamente y de por sí, según las
expone San Jerónimo como aparece del orden de las mismas cláusulas.
245
Lo primero pues, cuanto a la seguridad y firmeza del señorío, dice: “Cuyo Principado está
sobre sus hombros”, porque lo que se trae sobre ellos se trae con más firmeza; y así de esta
manera se lleva cualquiera carga más seguramente.
Lo segundo, cuanto a la novedad del dominio, cuando dice: “Y se llamará Admirable”,
porque digno es de admiración que sea humilde y pobre, y que sea también Señor del mundo.
Lo tercero, cuanto a la claridad de la sabiduría, que es principalmente necesaria en los
Príncipes, porque “¡Ay de la tierra, cuyo Rey es muchacho?”, como se escribe en el
Eclesiástico, lo cual sucede cuando el Príncipe no es capaz para nada, sino que gobierna por el
consejo de otros, o por mejor decir le gobiernan a él; por lo cual prosigue llamándole
“Consejero”.
Lo cuarto, cuanto a la dignidad del señorío, porque es Dios; porque como en él hay un
supuesto de una persona en que están unidas la naturaleza humana y la divina, el Principado de
Cristo obra en virtud del divino supuesto, y por tanto dice luego “Fuerte”; porque el
Principado de Cristo recibe la influencia de la virtud divina, que en él estaba personalmente; de
la cual potencia usó Cristo en su pasión, cuando los Judíos, queriéndole matar, le buscaron,
que en diciéndoles: “Yo soy”, luego cayeron en tierra, como escribe San Lucas. La cual
dignidad excede los fines de la de sus sucesores; porque el Vicario de Cristo no es Dios; y por
esto es mayor su potestad que la de su sucesor. Y así Cristo pudo hacer muchas cosas en el
orden y gobierno de sus fieles, que no las pudo hacer el bienaventurado San Pedro, ni sus
sucesores, como ya mostrarnos.
Y por lo que dice el Profeta que éste era pequeñuelo, añade la sexta condición singular de su
Principado, que es la benignidad en el gobierno, porque es padre del siglo venidero; lo cual
podemos referir a la plenitud de gracia con la cual los que están llenos de ella llevan fácilmente
todo el yugo de la ley. Por la cual razón dice el Apóstol a los Gálatas: “Si sois guiados por el
espíritu, no estáis debajo de la ley”. De donde es que estos tales no han menester vara de
hierro, para ser gobernados; y esta es cosa singular del Principado de Cristo.
Lo séptimo es, que la tranquilidad del gobierno se saca de la misma razón, cuando dice
Príncipe de la paz, que aunque esto no sea en el cuerno es en el alma. Esta ofrece viviendo a
sus fieles Cristo, nuestro Rey y Príncipe, y nos la deja en su muerte; “Tendréis, dice, peligro en
el mundo, y en mí tendréis paz”; lo cual también es cosa singular en su Principado.
En humildad, pues, y en pobreza fundó su dominio, y en adversidades, trabajos y
necesidades, de la manera que la República Romana fue aumentada, no con fausto y pompas
de soberbia, como refiere Salustio de sentencia de Catón, y Valerio Máximo lo prueba.
CAPÍTULO XVI
Aquí declara el Santo Doctor por ejemplos de los antiguos Romanos que su República se
aumentó por este mismo camino; y después habla de Constantino.
246
Y por esto permitió nuestro Rey Cristo, Príncipe del mundo, que otros dominasen en su
vida, y por algún tiempo después de su muerte, hasta que su Reino estuviese perfecto y
ordenado en sus fieles con las obras virtuosas, y laureado con la propia sangre de ellos; porque
si Marco Régulo por el celo de su patria fue muerto por los Cartagineses, si Marco Curio se
arrojó en la abertura de la tierra por librar a su patria, si Bruto y Torcuato dieron la muerte a
sus hijos por conservar la justicia y la disciplina militar, como cuentan las historias, por el buen
celo de los cuales la República vino a hacerse grande, sien-do antes pequeña; y si Seleuco,
siendo Señor entre los Locros, a su hijo que había cometido un adulterio, como refiere Valerio
Máximo en el libro 6, le sacó un ojo, y a sí mismo otro, para guardar justicia en el delito que el
hijo había cometido, mostrándose con admirable equidad padre misericordioso y justo
Legislador; ¿por qué no deben ser más alabados los Cristianos; que se exponen a pasiones y
tormentos por el celo de la Fe y por el amor de Dios, y que procuran florecer en diversas
virtudes para conseguir el Reino eterno, v para que por sus merecimientos se acreciente el
Principado de Cristo?
De esto trata San Agustín casi en todo el libro de la Ciudad de Dios, muy sutil y
difusamente, y para mostrarlo hizo el Santo aquel libro. Los cuales sucesos fueron después de
la pasión de Cristo, hasta el tiempo del bienaventurado San Silvestre y del Emperador
Constantino, en el cual espacio de tiempo infinita multitud de gente por medio de la muerte se
dedicó y juntó a Cristo Señor suyo, siguiendo a su Príncipe y Capitán.
Los primeros fueron los guías, los Apóstoles y otros Discípulos de Cristo, y todos sus
Vicarios v sucesores de San Pedro; lo cual fue por tiempo de trescientos cincuenta y siete años.
Y sobre la sangre y cuerpos de tantos Mártires, y en los merecimientos de sus vidas, se fundó la
Iglesia como sobre piedras vivas; inefable fundamento contra el cual, aunque se ensoberbezcan
los vientos, las lluvias, u otras cualesquiera tempestades de diversas pasiones o de cualesquiera
perturbaciones, no le podrán deshacer ni derribar; y cuando fue tiempo oportuno de que se
manifestase al mundo sal Reino compuesto, la virtud de nuestro Príncipe Jesucristo solicitó al
Príncipe del mundo Constantino, hiriéndole con enfermedad de lepra, y después curándole
sobre todo poder humano; lo cual siendo conocido y experimentado por él, se allanó en el
dominio al Vicario de Cristo, el bienaventurado San Silvestre, a quien esto de derecho se debía,
por las causas y razones referidas. Y en esta acción de Constantino se juntó al Reino espiritual
de Cristo el temporal, quedando el espiritual en su vigor; porque éste por sí debe ser buscado
por los fieles de Cristo, y el temporal secundariamente, como cosa que sirve para el espiritual y
de otra manera sería ir contra la intención de Cristo.
Entonces se cumplió lo que dice Isaías después de las cláusulas que explicamos:
“Multiplicaráse su Imperio, y la paz no tendrá fin”. Porque desde entonces se abrieron las
Iglesias, y se comenzó a pre-dicar el nombre de Cristo públicamente, lo cual antes no se podía
hacer sin peligro de muerte. Y en el mismo año que Constantino fue curado de la lepra, y
247
convertido a la Fe, fueron bautizados en las partes comarcanas a Roma más de cien mil
hombres, movidos de las virtudes y poder que había mostrado el dicho Vicario de Cristo. Pero
se ha de advertir lo que dice el Profeta: “Y la paz no tendrá fin”, porque consta que después de
la muerte de Constantino su hijo fue tocado de la herejía Arriana, y que perturbó la Iglesia, y en
su tiempo fueron desterrados los solemnes Doctores de ella Hilario y Atanasio, Obispos
Pictaviense y Alejandrino, Eusebio Vercelense, y otros muchos Doctores y Clérigos, y también
la cabeza de la Iglesia, el Sumo Pontífice Liberio, vaciló en la verdad de la Fe, por la grande
persecución de Constantino, como cuentan las historias; y después de él fue Juliano Apóstata,
hermano de Galo y primo del mismo Constancio, y éste persiguió por segunda vez a los fieles,
en cuyo tiempo padecieron San Juan y San Pablo, hermanos. Donde se verifica la palabra de
Dios dicha por el Profeta Isaías, por-que se ha de entender de la paz del alma, y no de la del
cuerpo. Por lo cual el Señor, cuando en el Evangelio de San Juan ofrece paz a sus Discípulos,
de esta paz habla: “mi paz os doy: no os la doy como el mundo os la da”; porque cierto es que
aquellas palabras se dijeron a los Discípulos cuando estaba cerca de la pasión, y consta que
entonces padecieron persecución. Por lo cual les fue dicho en el mismo tiempo: “Si a mí me
han perseguido, también os perseguirán a vosotros”. Esta paz, pues, los fieles escogidos de
Cristo no la pueden perder si no quieren. Porque si los Estoicos dicen que los bienes del
hombre (que así llaman a las virtudes) siempre están en él, y que no pueden ser quitados a los
virtuosos no que-riendo ellos, como de Dión Estoico refiere Aulo Gelío en el libro de las
Noches Aticas, y San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios; ¿por qué no diremos de las
almas de los fieles que su paz no tendrá fin, pues están juntos al fin que vive sin fin?
CAPÍTULO XVII
Cómo los Emperadores de Constantinopla después de Constantino fueron obedientes y
reverenciaron la Iglesia Romana; lo cual se prueba por cuatro Concilios, a que los dichos
Príncipes se sometieron.
Después de esto, siendo muerto Juliano en la guerra de los Persas, fue vuelta la paz a la
Iglesia por Joviniano, su hermano, varón Católico, aunque reinó poco. Y es de notar que desde
entonces hasta el tiempo de Carlo Magno se halla de los Emperadores que casi todos fueron
obedientes, y reverenciaron la Iglesia Romana como que ella tuviese el Principado, sin tratar de
que fuese respecto del dominio espiritual o del temporal, como lo define el Santo Concilio
Niceno; por lo cual Gelasio Papa escribió al Emperador Anastasio, que el Emperador, como se
lee en las historias, dependía del juicio del Papa, y no al contrario. Y según refiere la historia
Eclesiástica, se dice haber dicho lo mismo Valentiniano, que sucedió inmediatamente a
Joviniano: “Ponednos, dice, tal persona en la silla Pontifical que nosotros que gobernamos el
imperio, sinceramente humillemos la cabeza a él, y cuando como hombres pecáramos,
recibamos necesariamente sus amonestaciones, como medicina de quien nos cura”.
248
Y porque esta materia es provechosa, para mostrar la reverencia que han de tener los
Príncipes al Vicario de Cristo, trataremos aquí de los Emperadores, hasta los tiempos de
Carlos, y más adelante desde los de Carlos hasta Otón Primero; en cuyo tiempo hubo mudanza
en el imperio en tres cosas: lo primero en cuanto al modo de elegir; lo segundo, en cuanto al
modo de suceder; y lo tercero, en cuanto a señalar el Papa al Emperador.
Y para que se eche de ver hemos de decir aquí algo de los sucesos de los Emperadores,
desde el tiempo de Constantino, que fueron sujetos a la Iglesia, fuera de los ya dichos Tiranos;
porque, como cuentan las historias, después que Constantino se allanó en el imperio al Vicario
de Cristo se mudó con sus Sátrapas y Príncipes a la provincia de Tracia, donde comienza el
Asia mayor y se acaba Europa, y allí asentó en una Ciudad que se llamaba Bizancio; la cual él
hizo casi igual a Roma, y la llamó de su nombre, como cuentan las historias. En ésta, pues,
estuvo la silla imperial hasta el tiempo de Carlos, en cuya persona, habiendo juntado Concilio
el Papa Adriano, pasó el imperio de los Griegos a los Alemanes; en que aparece cómo los
Emperadores de Constantinopla dependían de los Vicarios de Cristo, que son los sumos
Pontífices, conforme a lo que escribió Gelasio Papa al Emperador Anastasio. Por lo cual su
imperio en las cosas del gobierno de los fieles se ordena conforme a los mandatos del Sumo
Pontífice, para que justamente se puedan llamar sus ejecutores y cooperantes de Dios, para
gobernar el pueblo Cristiano. Lo cual se muestra: lo primero, por cuatro Emperadores, que
reinaron en este medio tiempo, y fueron presentes a cuatro Concilios, los más solemnes y
universales, aprobando sus estatutos, y sujetándose a ellos humildemente.
El primero fue el Niceno, en que se hallaron trescientos dieciocho Obispos, en el tiempo de
Constantino; en el cual fue condenado Arrio, Presbítero Alejandrino, como cuentan las
historias, el cual afirmaba que el Hijo de Dios era menor que el Padre; donde se dice del dicho
Príncipe que hizo todos los gastos de aquel Concilio, como reconociendo por su señor al
Vicario de Cristo, cuyas veces tenía todo el Concilio, porque el bienaventurado S. Silvestre
estaba ausente de él por causa particular.
El segundo Concilio, pues, fue celebrado en Constantinopla, siendo Papa Ciriaco, y según
algunos, Dámaso, estando presente Teodosio el más antiguo, como dicen las historias; y fue de
doscientos cincuenta Obispos, en el cual fueron condenadas muchas herejías, pero
principalmente la de Macedonio, Obispo de Constantinopla, que negaba ser el Espíritu Santo
Dios consustancial con el Padre y con el Hijo. Y este Teodosio tuvo tan grande reverencia a la
Iglesia que, como escribe Gelasio al Emperador Anastasio, no se atrevió a entrar en la Iglesia
por habérselo prohibido S. Ambrosio, el cual le ex-comulgó porque había consentido en la
muerte de mucha gente en Tesalonia, porque le habían muerto a su juez, como cuenta la
historia Tripartita; todo lo cual llevó en paciencia el Católico Príncipe. Y finalmente, después
de ser reprendido por el Santo durísimamente, hizo penitencia pública, antes que entrase
públicamente en la Iglesia.
249
El tercer Concilio fue celebrado en Éfeso, y hubo en él doscientos Obispos en tiempo de
Teodosio el más moderno, hijo de Arcadio, y siendo Papa Celestino I, aunque no estuvo
presente, sino en su lugar Cirilo, Obispo de Alejandría, por la confianza que se hacía de
Teodosio; el cual fue de tanta honestidad, de tan maduro concejo, y tuvo tanta reverencia al
culto divino, que se le permitió tener el imperio en muy tierna edad, según cuentan las
historias. Este Concilio fue congregado contra Nestorio, Obispo de Constantinopla, que decía
haber en Cristo dos personas y dos supuestos, por donde negaba la verdadera unión de las dos
naturalezas.
El cuarto Concilio fue celebrado en Calcedonia, en que hubo seiscientos treinta Obispos en
tiempo de León I, estando presente el Príncipe Marciano, del cual se dice en la séptima acción
de este Concilio haber hablado de esta manera en reverencia de la Iglesia Romana: “Nosotros,
dice, queremos estar presentes a este Santo Concilio a ejemplo del religiosísimo varón
Constantino, para confirmar la Fe, y no para ostentación de nuestra potencia; para que hallada
la verdad, no dure la discordia entre las gentes atraídas con malas doctrinas”. De donde colijo,
que toda la intención de los Príncipes antigua-mente se enderezaba a favorecer y aumentar la
Fe, y la reverencia y honor de la Iglesia Romana. En este Concilio fue condenado Eutiques con
Dióscoro, Obispo de Alejandría, los cuales, así como Nestorio decía que había en Cristo dos
naturalezas y personas distintas, ellos decían que estaban mezcladas y confusas.
CAPÍTULO XVIII
De dos Concilios que se celebraron después de los dichos en tiempo de Justiniano y
Constantino el más moderno; y por qué causa el Imperio fue trasladado de los Griegos a los
Alemanes.
Otros muchos Concilios hubo, aunque estos fueron los más principales desde el tiempo de
Constantino hasta Carlos; en los cuales los Emperadores se mostraron sujetos y fieles a la
Iglesia, y principalmente Justiniano, después del cuarto Concilio, en que se hallaron ciento
veinte Obispos, presidiendo el Papa Julio.
Lo cual es manifiesto por leyes que hizo en favor del estado Eclesiástico, y por una carta
que envió por todas las partes del mundo, habiéndose celebrado Concilio en Constantinopla;
en la cual se sujeta a los institutos de la Iglesia, mandando a los pueblos que la obedezcan en
todo; y refiriendo los estatutos de los cuatro Concilios dichos, y confirmándolos, se sujeta a las
santas sanciones, o leyes e institutos Eclesiásticos, y principalmente en las materias de usuras y
de matrimonio, cosas de que siempre se trata en la vida civil. Este Concilio fue celebrado en
Constantinopla contra Teodoro y sus secuaces, los cuales decían que el Verbo divino era una
cosa, y Cristo otra, negando también a la bien-aventurada Virgen María.
El sexto Concilio también fue celebrado en la dicha Real Ciudad, procurándolo Constantino
el más moderno; en el cual se hallaron ciento cincuenta Obispos a ruego de Agato, contra
250
Macario, Obispo de Antioquia, y sus compañeros, que decían que en Cristo no había más que
una operación y una voluntad, según la perfidia de Eutiques; en el cual Concilio el dicho
Constantino, Príncipe Cristiano que fue ciento cincuenta años después de este hereje, favoreció
mucho la Fe destruyendo los herejes Monotelitas, a los cuales habían amparado su padre y su
abuelo; y restauró las Iglesias que ellos habían destruido.
Estas cosas hemos dicho para mostrar que los Emperadores de Constantinopla fueron
protectores y propugnadores de la Iglesia Romana hasta los tiempos de Carlo Magno.
Entonces, pues, viéndose la Iglesia afligida de los Longobardos, y no dándole ayuda el imperio
de Constantinopla, porque por ventura no podía, siendo disminuida su potestad, llamó el
Pontífice Romano en su ayuda al Rey de los Franceses contra los dichos bárbaros. Lo primero
el Papa Estéfano, sucesor de Zacarías, llamó a Pipino contra Austulfo Rey de los Longobardos,
y después Adriano y León llamaron a Carlo Margo contra Desiderio, hijo de Austulfo; el cual,
deshecho y vencido con su gente, en agradecimiento de tan grande beneficio Adriano,
habiendo celebrado en Roma Concilio de ciento cincuenta Obispos y venerables Abades, pasó
el imperio de los Griegos a los Alemanes en la persona del magnífico Príncipe Carlos; en la
cual acción se muestra bastantemente cómo la potestad del imperio depende del juicio del
Papa. Por-que mientras los Príncipes de Constantinopla defendieron la Iglesia Romana, como
lo hizo Justiniano por medio de Belisario contra los Godos, y Mauricio contra los
Longobardos, la Iglesia amparó los dichos Príncipes. Pero después que le faltaron, como en
tiempo de Miguel, contemporáneo de Carlos, proveyó de otro Príncipe para su protección.
CAPÍTULO XIX
Cómo se mudó el modo del Imperio desde el tiempo de Carlo Magno hasta el de Otón
Tercero; y la causa de que el Papa tenga plenitud de potestad.
Entonces se mudó el modo del imperio, porque en Constantinopla, hasta el tiempo de
Carlos, se guardaba el modo de elegir antiguo; porque algunas veces elegían de aquel mismo
linaje, y otras de otra parte.
Unas hacía la elección el Príncipe que era, y otras la hacía el ejército; pero, hecho Carlos
Emperador, cesó la elección, y lo eran por sucesión de su linaje; de manera que siempre el
primogénito era Emperador, lo cual duró hasta la séptima generación. Pero, faltando en
tiempo de Ludovico, que no era del linaje de Carlos, y siendo molestada la Iglesia de algunos
malos Romanos, fue llamado Otón, Du-que de Sajonia, en socorro de la Iglesia, y siendo
librada por él de las vejaciones de los Longobardos e impíos Romanos, y de Berengario,
Tirano, el dicho Otón fue coronado por Emperador de mano de León Séptimo, de nación
Alemán, en cuya casa estuvo el imperio por tres generaciones, y todos se llamaron Otones.
Entonces, como dicen las historias, Gregorio Quinto, que también fue Alemán, ordenó la
elección del imperio, para que la hiciesen siete Príncipes de Alemania, la cual dura hasta estos
251
tiempos, que ha sido por espacio de doscientos años o cerca de ellos, y durará el tiempo que la
Iglesia Romana, que tiene el supremo grado en el Principado, juzgare que importa así a los
fieles de Cristo; en el cual caso, como parece por las palabras del Señor arriba alegadas que es
por el bien del estado universal de la Iglesia, se ve que el Vicario de Cristo tiene plena potestad,
a quien compete la dicha provisión por tres razones: lo primero por lo divino, porque así se ve
haberlo querido Cristo por las palabras que hemos dicho, y como también abajo se mostrará;
lo segundo por derecho natural, porque supuesto que tiene el primer lugar en el Principado es
necesario el llamarle cabeza, de quien en este cuerpo místico procede todo movimiento y todo
el sentido; por lo cual tenemos que toda la in-fluencia del gobierno depende de él.
Además de esto, en cualquier comunidad se ha de atender a conservarla, porque esto lo
requiere la naturaleza humana, que no puede pasar si no en compañía, y no puede conservarse
si no es por uno que primero sea guía de todos los grados de los hombres; y esto es en sus
obras primera Jerarquía, que es Cristo, por lo cual es la primera guía el primero que mira por
todos, y el primer movedor; y sus ve-ces tiene el Sumo Pontífice.
Y también ya dijimos en el libro primero que el Príncipe es en un Reino, como Dios en
todo el mundo, y como el alma en el cuerpo. Consta pues, que todas las operaciones de la
naturaleza dependen de Dios, como de quien las gobierna, mueve y conserva, porque por él
nos movemos y tenemos ser, como se dice en los hechos de los Apóstoles, y el Profeta Isaías:
“Todas nuestras obras obraste en nosotros, Señor”. Y semejantemente se puede decir del alma,
porque todas las acciones de la naturaleza en el cuerpo dependen del alma, por tres géneros de
causas. Y vemos que Dios en la gobernación y dirección del mundo permite la corrupción de
una cosa que tiene ser particular, por la conservación del todo. Y así lo hace la naturaleza, por
la conservación del cuerpo humano, por virtud del alma. Lo mismo pues acontece al Príncipe
de todo un Reino, que para la conservación del gobierno en los súbditos se amplía su potestad,
imponiendo tributos, destruyendo Ciudades y castillos, por conservar todo el Reino. Mucho
más, pues, le compete esto al sumo y supremo Príncipe, que es el Papa, para el bien de toda la
Cristiandad. Por lo cual el primer Concilio Niceno, estando presente Constantino, le atribuye al
Papa la primacía en los primeros Cánones que instituye. Y también los derechos, siguiendo en
esto singular-mente el dicho Concilio, ensalzan este Principado diciendo: que la sentencia del
Papa se debe tener en tanto, como si fuese salida de la boca de Dios. Y Carlo Magno en ellos
confiesa lo mismo. Más: que no se puede apelar de su sentencia: y él es el que no tiene superior
y el que tiene las veces de Dios en la tierra.
Y esta es la tercera razón por donde se muestra v concluye que el Sumo Pontífice en el caso
dicho tiene plenitud de potestad; así que en dos casos se amplía, como se ha mostrado arriba, o
por razón de algún delito, o por el bien de toda la Fe. Lo cual nos muestra elegantemente el
Profeta Jeremías, a quien en persona del Vicario de Cristo dice Dios: “Advierte, que te
constituí sobre todas las gentes y Reinos, para que arranques y destruyas, eches a perder y
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disipes”, lo cual referimos al hacerse por causa de delitos; donde en los dichos cuatro vocablos
entendemos diversos géneros de penas que puede dar a cualquiera fiel o súbdito, como se
significa cuando dice, “sobre las gentes”, y a cualquier señor, cuan-do dice, “sobre los Reinos”.
El segundo caso en que se amplía la potestad del Papa le entendemos cuando después dice: “Y
para que edifiques y plantes”; lo cual pertenece a la providencia del Vicario de Cristo por el
bien de la Iglesia universal.
CAPÍTULO XX
Comparación del dominio Imperial con el Real y Político, de qué manera conviene con
entrambos.
Después de haber tratado de estas cosas, veremos en lo que se compara el dominio Imperial
al Real y al político, porque conviene con entrambos, como de lo que ya dijimos se colige. Con
el Político se compara en tres cosas. La primera, considerada la elección; porque así como los
Cónsules y Dictado-res Romanos, que gobernaban el pueblo políticamente, eran levantados
por vía de la elección o del pueblo o del Senado, así acontecía también a los Emperadores que
los levantaba el ejército Romano, como a Vespasiano en Palestina, y de la misma manera Focas
en una sedición de los soldados fue levantado contra Mauricio Emperador, a quien después
mató. Y otras veces eran elegidos los Emperadores por los Senadores, como Trajano y
Diocleciano, aunque el uno era de España y el otro de Dalmacia; y también Helio pertinaz fue
elegido por los Senadores.
Y también no siempre los elegían de grande y noble linaje, sino de obscuro, como se vio en
los dichos Césares Vespasiano y Diocleciano, según las historias cuentan; y lo mismo fue de los
Cónsules y Dictadores Romanos, como arriba dijimos de Lucio Valerio y de Fabricio. Y San
Agustín refiere en el libro quinto de la Ciudad de Dios de Quinto Cincinato, cómo teniendo
sólo cuatro pares de bueyes para labrar la tierra fue hecho Dictador mayor.
Y también tiene otra comparación y semejanza el dominio Imperial con el Político, y es que
señorío no pasaba a sus descendientes, sino que luego que aquél moría expiraba el dominio; de
lo cual tenemos dos ejemplos, aun en los tiempos modernos; porque fueron elegidos
Emperadores Rodulfo, Conde de Ausburgo, y muerto él fue levantado Adolfo, Conde de
Anaxon, al cual mató Alberto, hijo de Rodulfo, y de la misma manera fue hecho Emperador.
Lo cual es cosa general: si no es que por la bon-dad de los hijos, o el amor que se tuvo a los
padres, los elegían, como se vid en Arcadio y Honorío, hilos de Teodosio el más antiguo, y en
Teodosio el más moderno, hijo de Honorio, porque por haber gobernado bien la República y
Corte Imperial merecieron que en su linaje perseverase algún tiempo el dominio.
Esto también sucedió en los Romanos, porque aunque cada año se elegían Cónsules, a lo
menos en cuanto al Magistrado, como aparece en el primer libro de los Macabeos; con todo
eso muchas veces acontecía que pasaba a los descendientes, como aconteció en Fabio Máximo,
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de quien escribe Valerio Máximo que viendo que había sido Cónsul cinco veces, y su padre,
abuelo y bisabuelo y otros mayores suyos otras muchas veces, advirtió al pueblo cuán
constantemente pudo que por algún tiempo no ocupasen en estos oficios el linaje de los
Fabios, para que no se continuase en una familia sola aquel grande Imperio. Aconteció
también algunas veces que se usurpó el dominio por violencia, y no por merecimientos de
virtudes, como se dice de Cayo Calígula, malvadísimo hombre, que fue sucesor de Tiberio, en
cuyo tiempo padeció Cristo; y lo mismo se verifica de Nerón. Y esto mismo sucedió entre los
Cónsules Romanos que por su impiedad, como cuentan las historias, usurparon el dominio,
como fueron Sila y Mario, que revolvieron aquella ciudad y el mundo. En las cuales cosas
parece la conveniencia del dominio Imperial con el Político.
Y también se muestra la conveniencia que tiene con el Real en tres cosas: la primera, en el
modo de gobernar, porque los Emperadores tienen jurisdicci6n como los Reyes, y por derecho
natural se les pagan tributo v servicios corono a ellos, los cuales no pueden aumentar sin pecar
mortalmente, como ya dijimos sobre el derecho que en esto tienen los Reyes: todo lo cual no
pueden los Cónsules ni los demás gobernadores de ciudades en Italia, que gobiernan con
gobierno Político, como se ha dicho. Por-que los tributos y servicios se ponen en el erario
público: y refiere Salustio cómo reprendió en esto Catón en su plática a los Cónsules Romanos
de su tiempo, porque habiendo alabado los antiguos de que habían tenido industria en sus
casas, y fuera justo imperio, ánimos libres en los consejos, no dados a lujuria y maldades,
prosigue diciendo: “en lugar de lo cual entre nosotros está la lujuria y la avaricia, necesidad en
las cosas públicas, y opulencia en las particulares”. La segunda conveniencia entre los
Emperadores y los Reyes es la corona, porque se coronan como ellos, y tienen dos coronas,
que entrambas las reciben los que son elegidos Emperadores: la una en un lugar, que se llama
Monza, junto a Milán, donde están sepultados los Reyes de los Longobardos.
Y esta corona es de hierro, y se dice que es en señal de que el primer Emperador de los Alemanes, Carlo Magno, domó las cervices de los Reyes de los Longobardos y su gente. La
segunda corona es de oro, y la recibe en Roma de mano del Pontífice, y entonces le da a besar
el pie en señal de su sujeción y fidelidad para con la Iglesia Romana. Esta alteza de dignidad no
habla entre los que presidían entre los Romanos porque, como se escribe en el libro de los
Macabeos, ninguno traía diadema, ni se vestía de púrpura: y lo uno y lo otro hacen los
Emperadores y los Reyes.
La tercera conveniencia, pues, que tienen los Emperadores con los Reyes, y en que se
diferencian de los Cónsules y Gobernadores políticos, es la institución de las leyes, y la
potestad de arbitrar que tienen sobre los súbditos en los casos que hemos dicho, por lo cual el
dominio de los Emperadores y Reyes se llama Majestad, lo cual no pertenece a los Cónsules y
Gobernadores políticos, porque no les es dado proceder sino según la forma de las leyes que se
les dan, o por el árbitro del pueblo; fuera de lo cual no se pueden extender a juzgar.
254
Así que hemos, mostrado las calidades del gobierno Imperial, según la diversidad de los
tiempos, y cómo se compara con el gobierno Político y con el Real.
CAPITULO XXI
Del dominio de los Príncipes que están sujetos a los Emperadores o a los Reyes, y de
diversos nombres de ellas, y lo que significan.
Acabado lo que toca al gobierno Real y al Imperial, diremos ahora de algunos dominios
anexos a estos, como son Príncipes, Condes y Duques, Marqueses, Barones, Castellanos, y de
otros nombres de dignidad, conforme a las costumbres de las provincias, porque hay otros
nombres de dignidades que son sujetos al Rey, de que la sagrada Escritura hace mención
(como los Sátrapas, y así está escrito en el libro de Daniel: “Se congregaron los Sátrapas del
Rey de Babilonia, los Magistrados y los Jueces”; y en el mismo libro se hace mención de los
Optimates del Rey. Y en el primer libro de los Macabeos se ponen cuatro nombres de
dignidades, adonde se dice que en la guerra contra Nicanor constituyó Judas en el pueblo
Duques, Tribunos, Centuriones, Pentacontarcos y Decuriones. Y en los Hechos de los Romanos llamaban a los que los regían con ciertos nombres singulares, como fueron, después de
echados los Reyes, los Cónsules, los Dictadores, Magistrados, Tribunos, Senadores, Patricios y
Prefectos. Item Scipiones, Censores y Censorinos, de todos los cuales se ha de tratar debajo de
dos títulos: lo primero de los nombres propios a los Emperadores y Reyes, y anejos a su
estado, y cuál fue su gobierno, y después de los nombres pertenecientes al estado Político.
Los nombres propios, pues, de los que sirven a los Emperadores o Reyes, son Príncipes,
esto es: Señores de algunas provincias, como que tengan el primer lugar en ellas después del
Emperador o del Rey. Y así, alguna vez señorean a Condes y a Barones, en Alemania y en el
Reino de Sicilia, aunque la Escritura sagrada extiende muchas veces este nombre a todo género
de dominio, y principalmente al de los nobles, a cuya semejanza una de las órdenes de los
Ángeles se llama Principado, porque patrocinan toda una provincia, de donde es que está
escrito en el libro de Daniel: “El Príncipe de los Persas me resistió veinte días”. Y José, que era
la segunda persona del Rey en Egipto, se llama Príncipe a sí mismo, como se escribe en el
Génesis.
El segundo nombre es el de los Condes, del cual usaron los Romanos al principio, después
de echados los Reyes, porque según escribe S. Isidoro, en el libro II de las Etimologías, elegían
cada año dos Cónsules, que uno administraba las cosas de la guerra, y otro las civiles; y estos
dos Cónsules al principio fueron llamados Cómites, que quiere decir compañeros, porque
andaban juntos por verdadera concordia, por cuyo gobierno fue aumentada la República, como
escribe Salustio en la guerra de Yugurta; pero en el discurso del tiempo este nombre se abortó
en los que gobernaban entre los Romanos, y fue transferido a un estado de dignidad, sujeta a
los Reyes o Emperadores. Y así se llaman Condes, de acompañar, porque su oficio
255
principalmente es acompañar a los Reyes y Emperadores en las guerras, y en lo que a ellas
tocare, y en cualquiera cosa que se haya de hacer por la utilidad de todo el Reino.
Los Duques se llamaron así de guiar el pueblo, principalmente en los ejércitos, porque su
oficio es encaminar el ejército e ir delante en las batallas. Por lo cual, como los hijos de Israel
fuesen acometidos de los Cananeos, se preguntaron unos a otros, según se escribe en el libro
de los Reyes: “¿Quién será Duque de la guerra?” Y el nombre propiamente conviene a tal
gobierno por las dificultades de él, cuando se está en la guerra. Y así por la excelencia del
Señorío muy justamente se llama Duque, que significa guía; por la cual razón Josué, o Jesús
Navé, porque peleó en las batallas del Señor, se llamó así, como testifica de él aquel egregio
Príncipe Matatías en el primer libro de los Macabeos: “haciendo Jesús lo que le fue mandado,
fue hecho Duque del pueblo de Israel”. Y así también dijeron los que tenían cuidado de la ley
de los Judíos a Jonatán, muerto Judas Macabeo: “te elegimos por Príncipe y Du-que, para que
pelees en nuestras guerras”.
Otro nombre de dignidad sujeto a los Emperadores y Reyes es el de Marqués, que se iguala
al de Conde, y este nombre se le da por la severidad de la justicia, porque se llama Marqués de
Marca o Marco, que es un peso particular de los ricos, por lo cual se significa la recta y rígida
justicia. Y esto se muestra bastantemente en los tales Príncipes, porque según se halla
comúnmente en las tierras que conocemos, todos los Príncipes que tienen estos nombres están
en provincias ásperas. Por lo cual los con-fines de las regiones, que son lugares montuosos y
rígidos, entre algunos se llaman Marcas; y también en las provincias deleitosas, que unas y otras
se conservan con el rigor de la justicia.
Hay también otro nombre, que es de los Barones, dichos así por el trabajo, o por ser fuertes
en él, como San Isidoro dice en el libro dicho, porque “Bara”, en Griego, es lo mismo que en
Latín, “pesado” o “fuerte”, y es propio en los Príncipes el ejercitarse continuamente o en la
montería o en la volatería, o en las justas y torneos, como lo han tenido por costumbre los
Reyes de Francia desde tiempos antiguos, según escribe Amonio, egregio escritor de historias.
La razón de lo cual pone Vegecio en el libro de las cosas de la guerra, porque ellos han de ser
los primeros que peleen por los súbditos, y con el acostumbrarse a estas cosas, se hacen
atrevidos. Por lo cual añade allí él mismo, que nadie duda de ponerse a aquello, que está
confiado que lo sabe hacer bien. Y porque a todos los Príncipes les pertenece el ejercicio del
trabajo, por eso este nombre es común a todos; así Príncipes, como Condes, y los demás que
están debajo del gobierno Real.
CAPÍTULO XXII
De algunos nombres de dignidades singulares que hay en algunas provincias, y cuál es el
gobierno de ellas.
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Hay también otros nombres que se siguen al gobierno Real en algunas tierras y provincias,
que tienen cierta significación, como el nombre de los Sátrapas y Optimates entre los Persas y
Filisteos. El primero de los cuales significa prontitud en el servir, de adonde se llamaron
Sátrapas, como si dijeran muy aparejados; lo cual es oficio de los Príncipes, por la fidelidad que
juran a su Señor, o querría decir este nombre muy arrebatadores, lo cual parece que él mismo
trae consigo, por ser muy hinchado, como es manifiesto, en la misma sagrada Escritura.
El nombre de los Optimates significa el supremo grado después del Señor, y son dichos así
de Óptimo, que es lo más bueno. Los Magistrados se llamaron así por la preeminencia de
doctrina y consejo en el gobierno, y así se llaman los mayores de la Corte del Rey de Francia,
como tales en estado; porque “Stéron” en griego, significa en latín “tribunal”, o lugar donde
acuden a juicio. Y los jueces tienen este nombre, porque dan su justicia al pueblo. Y Asesores
se llaman los que asisten cerca de ellos.
También se llaman Pretores, por tener primer lugar que otros en la Corte.
El nombre de Presidente se halla en la sagrada Escritura, y se llaman así, como dice S.
Isidoro, porque presiden a la guarda de algún lugar.
Hay también en las Cortes de los Reyes otros dos nombres de dignidades, de que se hace
mención entre los oficiales de la Corte de Salomón en el tercer libro de los Reyes, que eran a
Comentariis y Escribas, los cuales se distinguían en sus oficios, porque el uno presidía al
escribir las legiones que el Príncipe instituía, que parece ser lo mismo que Magistrado, y el otro
tenía a su cargo las cosas que los Reyes respondían, al cual nosotros llamados Canciller.
Además de los cuales nombres hay otros dos que se usan en las partes de Francia, por
ventura tomados de la lengua de otras gentes, de donde les podemos sacar la etimología. Estos
son Mariscal y Senescal, que propiamente son los que tratan de regir los negocios útiles a la
provincia, lo cual parece significan entrambos nombres: porque el “Maris” en lengua Siríaca
significa “Señora” o “Señor”, y “Calo” significa “el trabajo”; “Senescal” de “Senex”, que
significa el viejo, por la madurez del gobierno, y de “Calo”, que, como se ha dicho, es el
trabajo.
Entre los Españoles todos los Príncipes que están sujetos al Rey se llaman Ricos-Hombres,
y principalmente en Castilla; la razón de lo cual es que el Rey provee de renta a los Barones,
conforme sus merecimientos, o según su voluntad del Rey, y de aquí se llaman RicosHombres; porque a quien el Rey da más rentas, aquél es mayor Señor, porque puede pagar más
soldados.
Hay también en la misma provincia unos que se llaman Infantes, y otros Infanzones: los
primeros son de linaje Real, hijos o nietos, y se llaman así de no hacer daño al pueblo, porque
deben no hacer mal a nadie, sino conservar y favorecer a todos en justicia, y obedecer al Rey
como Infantes, lo cual se guarda mal en este tiempo en aquellas partes.
257
Los Infanzones se llaman así porque deben seguir a los Infantes como a mayores; porque
son una gente noble, que tienen más poder que otros hidalgos, y son Señores de algunos
castillos y villas, los cuales en algunas partes se llaman Castellanos. Y se llaman Infanzones
porque pueden dañar menos que los otros Príncipes, por tener menos poder, como los que ha
poco que salieron de la niñez, porque si maltratan a sus vasallos, rebélanseles y júntanse a otros
Príncipes mayores, y así perderían su Señorío; y tampoco tienen el poder que los Príncipes
mayores, como los muchachos respecto de los hombres.
Y esto baste haber dicho a los Príncipes sujetos a los Reyes, y lo que significan sus nombres,
y lo que son sus oficios; y de las más dignidades que habernos dejado de decir, trataremos en el
siguiente libro, porque por la mayor parte pertenecen al gobierno Político, aunque en algunas
cosas sean comunes a los demás gobiernos.
Ahora es bien que veamos cuál sea el que hemos dicho; a lo cual se ha de responder
conforme a la sentencia de la sagrada Escritura, porque se dice en el Eclesiástico: “Según es el
Juez del pueblo, así son sus ministros; y como es el que rige la ciudad, tales son los que habitan
en ella”; porque los tales Señores tienen generalmente el modo del gobierno Real o Imperial, si
no es en algunos lugares por la costumbre que se ha usurpado o por tiranía, o por la malicia de
los súbditos, porque de otra manera no se pueden sujetar si no es con gobierno tiránico, como
dijimos arriba, y acontece en las islas de Cerdeña y Córcega, y en algunas islas de Grecia, y
también en Chipre, en las cuales partes dominan los nobles del Principado Despótico o
Tiránico. Por lo cual dicen las historias de la isla de Sicilia, que siempre crió Tiranos.
En las partes de Italia deben los Condes y otros Príncipes regir los súbditos con gobierno
Político y Civil, si no es que sea por violencia tiránica.
Hállanse también entre ellos, algunos nombres de dignidades dependientes del derecho del
imperio, mayores que de soldados ordinarios, como son los Valvasalos y Catanos, que también
se llaman Próceres, y tienen jurisdicción sobre los súbditos, aunque hoy por la potencia de las
Ciudades está disminuida y quitada del todo. Valvasallos se llamaban de Valo, porque eran
diputados para guardar las puertas del Palacio Real Imperial; a los cuales llamamos porteros.
Catanos se llamaban por la universalidad de las obras en que se ocupaban en las Cortes de los
Príncipes, y por la mejoría entre los otros soldados ordinarios; y estos también se llamaron
Próceres, como se procedían, yendo delante de otros, porque “Catha”, en Griego, quiere decir
“universal”.
Otros muchos nombres hay instituidos a beneplácito de los Príncipes, según diversas
lenguas y provincias; pero esto baste al presente reservando lo demás para el gobierno Político,
del cual se debe hacer especial tratado, por ser materia tan difusa, donde trataremos de los
nombres de las dignidades, según la naturaleza del gobierno, y conforme a las diversas
costumbres de las provincias, de la manera que lo dicen los Filósofos historiadores.
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LIBRO CUARTO
CAPÍTULO I
De la diferencia que hay entre el Principado Real y el Político, y que es de dos maneras “Los
constituirás príncipes sobre toda la tierra, y se acordaran, Señor, de tu nombre”.
Aunque todo dominio o Principado es instituido por Dios, como se ha declarado en el
preceden-te libro, con todo eso es diferente el modo que pone en Cristo la Escritura, del que el
Filósofo, y porque acabamos de tratar de la Monarquía de uno solo, como del dominio del
Sumo Pontífice, del Real y del Imperial, y de los que son de la misma naturaleza, ahora es
razón que se trate del dominio de muchos, que generalmente llamamos político, el cual se nos
describe en las dichas palabras de la sagrada Escritura, así en cuanto al modo de dar este
dominio, como en el modo de vivir los que le tuvieren.
Porque el modo de darle, es por vía de elección, que se puede hacer de cualesquiera, y no
por origen de linaje, como es en los Reyes; lo cual significa aquella palabra de institución: “los
constituirás, dice, Príncipes”, y añade: “sobre toda la tierra”; para mostrar que es regla general
en todas partes, en el Principado Político, el hacer los Príncipes por vía de elección; y porque
han de ser virtuosos, dice: “Acordaránse, Señor, de tu nombre”, conviene a saber, por la
consideración de Dios y de sus preceptos, que son a los que gobiernan una derecha regla de lo
que han de hacer. Por lo cual se dice en los Proverbios, que el mandamiento del Señor es
candela, y su ley luz. Y también Valerio Máximo dice de César, que por la divina providencia
eran de él favorecidas las virtudes y castigados los vicios.
En este libro, pues, hemos de tratar este Principado, el cual el Filósofo en el tercer libro de
los Políticos, como mostramos al principio, distingue de esta manera:
Que sí el tal gobierno se administra por pocos y virtuosos, se llama Aristocracia, como
cuando gobernaban en Roma dos Cónsules o un Dictador, después de echados de ellas los
Reyes; pero si se administra por muchos Cónsules, Dictador y Tribunos, según por discurso de
tiempo sucedió en la misma Ciudad, que también después fue administrada por Senadores,
como las historias cuentan, entonces el tal gobierno se llama Policía, de Polis, que quiere decir
muchedumbre o Ciudad; porque este modo de gobierno conviene propiamente a las Ciudades,
como vemos por la mayor parte en Italia, y antiguamente fue en Atenas, después de la muerte
del Rey Codro, como refiere S. Agustín en el libro de la Ciudad de Dios, porque entonces
salieron del gobierno real y eligieron Magistrados, como en Roma: pero de cualquiera de estos
modos que sea, se diferencia del gobierno Real o Monarquía, y lo mismo sus opuestos, porque
lo que es en los unos, es en los otros; y porque aquellos dos modos de gobierno contienen en
sí pluralidad, se pueden llamar entrambos Políticos, por cuanto son diferentes del Real y del
Despótico, como lo toca el Filósofo en el primero y tercer libros de los Políticos. Y de esto,
como hemos dicho, se ha de tratar aquí.
259
Y lo primero en que difiere este modo de gobierno del real, imperial o monárquico, en parte
se puede conocer en lo que habernos tratado en los primero y tercer libros. Pero ahora
añadiremos la diferencia: porque los gobernadores políticos son estrechados con las leyes, y no
pueden exceder de ellas en la prosecución de la justicia, lo cual no es así en los Reyes, y en
otros Príncipes Monarcas: porque en sus pechos tienen las leyes, para en los casos que se
ofrecen; y la voluntad del Rey es tenida por ley, como enseñan los derechos de las gentes: lo
cual no se halla escrito de los Gobernadores políticos, por-que no se atrevían a hacer cosa
fuera de la ley que estaba escrita. De adonde es, que en el primer libro de los Macabeos se
escribe que los Romanos habían hecho un Palacio y qué cada día se juntaban en él trescientos
veinte hombres, a consultar las cosas que importaban a la República, para poner por obra lo
que pareciese que convenía. Por lo cual se muestra que el gobierno de los Romanos, después
de echa-dos los Reyes, fue Político hasta la usurpación del imperio, que fue cuando Julio César,
habiendo rendido a sus enemigos, muerto Pompeyo y sus hijos y sujeto el mundo, le tomó
para sí solo en singular dominio y Monarquía, y convirtió la policía en Principado despótico, o
tiránico; porque después de lo dicho, parece que trataba del menosprecio de los Senadores, con
lo cual, provocados los mayores de la Ciudad, le dieron la muerte a puñaladas en el Capitolio,
siendo autores Bruto y Casio, y mucha parte del Senado.
Y se debe advertir, que aunque era uno en tiempo de los Cónsules el que mandaba cada
año, según se escribe en el dicho libro de los Macabeos, y como vemos en nuestras casas en las
Ciudades de Italia, con todo eso el dominio dependía de muchos; y por tanto no se llamaba
Real, sino Político, como fue en los Jueces del pueblo de Israel, que no gobernaban como
Reyes, sino en modo Político, según dijimos al principio.
También se debe considerar que en todas las regiones, sea en Alemania, Sicilia o Francia, las
Ciudades viven en modo político, pero debajo todavía de la potencia del Rey o Emperador, a
quien con ciertas leyes son obligadas.
Hay también otra diferencia, y es, que a los Gobernadores Políticos muchas veces les toman
residencia de si juzgaron bien, o gobernaron conforme a las leyes que se les habían señalado: y
si hacen contra ellas, están sujetos a la pena: y así el mismo Samuel, según se escribe en el
primer libro de los Reyes, por haber juzgado en este modo de gobierno, se expone a esta
sentencia, siendo Saúl levantado por Rey: “Veis aquí, dice, estoy aparejado: hablad de mí
delante del Señor, y de su Cristo”, que aquí se entiende por Saúl, “si tomé el buey a alguno, si
calumnié a alguno, o si oprimí a alguno, o si recibí dádiva de alguno”. Y lo mismo cuentan las
historias de los Cónsules Romanos: v así, siendo acusado Escipión por maliciosos émulos, de
que se había cohechado por dineros, se ausentó de la Ciudad; y de tales acusaciones falsas
nacieron por discurso de tiempo las guerras civiles.
Esto no tiene lugar en los Reyes y Emperadores, sino es que las tierras algunas veces se les
rebelan, si exceden de las leyes del Reino, como sucede muchas veces. Por esta causa en el
260
Oriente suele ser muy de ordinario trazar la muerte a los Señores, como aconteció al Soldán en
Egipto, v en Persia y en Asiria a los Príncipes de los Tártaros. Y así, porque los Príncipes
muchas veces dan en Tiranos, algunas tierras no tienen por bien, como lo cuenta el Filósofo en
su Política, que los Reyes en sus provincias se perpetúen en sus hijos, esto es, que los hijos de
los Reyes sucedan en el Reino, sino que muerto uno, elige el pueblo al que haya más adornado
de buenas costumbres, como se hizo en algunos Emperadores, y hemos dicho en el precedente
libro, y en Egipto se guarda aun en los modernos tiempos; porque se buscan por diversas
regiones muchachos hermosos, y principalmente en las partes de Aquilón, porque son de
grande estatura, y a propósito para las cosas de la guerra, y éstos, según se dice, los sustentan
del erario público, y los ejercitan en las cosas corporales y en las disciplinas de las escuelas, y
asisten en servicio del Soldán en las cosas de la guerra y de la paz, y en muriendo él, al que de
éstos tienen por mejor eligen por Príncipe, aunque algunas veces se estorba esto por violencia,
o por tiranía, o por fausto de ambición.
Hay también otras diferencias en estos modos de gobierno, en cuanto al tiempo que duran y
otras circunstancias, de las cuales hace mención el Filósofo en el cuarto libro de sus Políticos:
pero bástanos esto y lo que hemos dicho en los segundo y tercer libros.
CAPÍTULO II
Aquí se muestra cómo es necesario que haya Ciudades, por la necesidad que el hombre
tiene de vivir en compañía, en lo cual consiste principalmente el Principado Político.
Y porque el gobierno Político conviene más a las Ciudades (según se ha dicho, porque a las
provincias parece que les pertenece más el de los Reyes, como se halla por la mayor parte,
excepto en Roma, que por Cónsules, Dictadores, Tribunos y Senadores, gobernaba el mundo,
conforme parece en el libro de los Macabeos, y en otras Ciudades de Italia, que aunque son
cabezas de provincia, todavía se gobiernan con modo Político) : por esto trataremos aquí de la
institución de las ciudades, y lo primero mostraremos la necesidad que hay de que se instituyan,
y en qué consiste su comunidad. Lo segundo, cuáles son sus partes, o de qué géneros de
hombres se componen.
La necesidad se muestra, lo primero, considerando las que cada hombre tiene, que le
obligan a vivir en comunidad y compañía de otros, porque, como se lee en el capítulo 13 de
Job, “el hombre nació de mujer, vive breve tiempo lleno de muchas miserias”, esto es, de
muchas necesidades de la vida, en que se manifiesta la miseria. Por lo cual es animal sociable y
político, según su naturaleza, como el Filósofo prueba en el primero de los Políticos; y de aquí
se concluye que la comunidad de una ciudad es necesaria para las faltas de la vida humana.
Además de esto, la naturaleza provee a los otros animales de ornato y defensa en naciendo,
y así por propia virtud estimativa de la naturaleza se guardan de lo que les es contrario, y
apetecen lo que les conviene, sin que nadie los encamine ni guíe, siendo en ellos las obras de
261
naturaleza obras de inteligencia, como el Filósofo dice en el segundo libro de los Físicos; pero
en el hombre no es de esta manera, sino que tiene necesidad de quien le instruya, para elegir las
cosas proporcionadas a su naturaleza; y para enseñarlas, nos dan las amas que nos crían. Y
finalmente, los vestidos y coberturas de que se adornan los animales y las plantas, luego en
naciendo, y de que el hombre carece, significan su necesidad, que para remediarla es necesario
recurrir a donde hay multitud de hombres, que es lo que constituye una ciudad; por lo cual
nuestro Señor muestra que en esto los lirios del canino, las aves del cielo y cosas semejantes
son de mejor condición que los hombres, poniendo ejemplo de la necesidad en el magnífico
Rey Salomón, que tan excesivamente tuvo abundancia de todo: “Mirad, dice, las aves del cielo,
que no siembran ni cogen, ni juntan en paneras; considerad los lirios del campo, que no labran
ni tejen”; y luego prosigue: “Dígoos, que ni el Rey Salomón, con toda su gloria estuvo cubierto
como uno de estos”, como que tuviese más necesidad en cuanto a la comida, vestidos y
coberturas que las plantas y los animales.
También la ferocidad de los animales, que es dañosa a los hombres después del pecado de
Adán, nos muestra esto mismo: porque para estar el hombre más seguro de cualquiera cosa
que puede temer, necesaria es la comunidad de los hombres, de que se constituyen las
ciudades, para que cada uno viva más seguro. Y por esto se movió Caín a fundar una ciudad,
como se escribe en el Génesis, de adonde es que también en el Eclesiástico, se dice: “Que el
edificar una ciudad confirma el nombre”, y también además de las necesidades que los
hombres tienen cuando están sanos, hay otras que se padecen en las enfermedades a que cada
día están sujetos, y para curarse a sí solo, no basta un hombre, de la manera que entre los
animales, cuando tienen alguna enfermedad, con los cuales proveyó la naturaleza, para que se
pudiesen curar sin la medicina de los hombres, de que por la estimativa que les fue dada
conociesen algunas hierbas con que se curasen, y todo lo demás que conviene a su salud. Y el
hombre, porque no conoce estas cosas, tiene necesidad de médicos y de medicinas, y de la
ayuda de otros, todo lo cual requiere muchedumbre de hombres, que es lo que hace las
ciudades, y así se sigue lo que vamos diciendo.
De más de que son muchos los casos en que los hombres caen por sucesos no pensados, en
los cuales siempre hallan quien los socorra, viviendo en compañía; de adonde es, que en el
capítulo 4 del Eclesiástico está escrito: “Ay del solo, porque si cayere, no tiene quien le levante,
mas si fueren dos, se favorecerán el uno al otro”. De todo lo cual se concluye, que la fundación
de las ciudades es necesaria para la comunidad de la muchedumbre de gente, sin lo cual el
hombre no puede vivir decentemente. Y esto se dice tanto más de una ciudad que de un
castillo o aldea, cuanto en ella para la suficiencia de la vida humana hay más artes y artífices, de
lo cual se componen las ciudades; porque San Agustín en el libro de la ciudad de Dios la define
así: “Que es una muchedumbre de hombres junta con un cierto vínculo de compañía”. Y es de
advertir que arriba en el principio del primer libro probamos que la compañía de los hombres
262
es necesaria y aquí se prueba lo mismo, pero diferentemente en una parte que en otra, porque
allí es, en cuanto se ordena al Príncipe, y aquí en cuanto las partes de esta muchedumbre son
necesarias las unas a las otras, a cuya causa necesariamente se instituyeron las ciudades y
castillos, en cuanto se ordenan al gobierno Político.
CAPÍTULO III
Aquí se trata también de que la constitución de las ciudades es necesaria, considerada de
parte del alma, así de parte del entendimiento como de parte de la voluntad.
No solamente se persuade, y es cierto, de parte del cuerpo (esto es, en cuanto a la virtud
sensitiva) que la fundación de las ciudades es necesaria, según naturaleza; sino que también es
manifiesto, considerado de parte del alma racional; y tanto más procura compañía el hombre
en cuanto es hombre, porque es racional, lo cual le viene del entendimiento. En la parte
racional, pues, se distinguen dos potencias y actos, que son el entendimiento y la voluntad, y en
cuanto a la parte intelectiva hay también dos actos: el especulativo y el práctico, de los cuales
trata el gobierno Político. En el práctico se incluyen las virtudes morales, que se refieren a las
obras, y no solamente al saber, según dice el Filósofo en el segundo libro de las Éticas; y estas
son la templanza, fortaleza, prudencia y justicia, todas las cuales se enderezan a otros, y así
requieren muchedumbre de gente, de que se constituyen las ciudades.
Y aunque estas virtudes no tienen todas por sujeto el entendimiento, porque la fortaleza
está en lo irascible y la templanza en lo concupiscible, las que pertenecen a la parte sensitiva
participan con todo eso de razón, en cuanto son reguladas por ella; por lo cual la prudencia es
quien las guía; porque esta virtud, según el Filósofo en sus Éticas, es una recta razón de las
cosas que se han de hacer; de más, que la misma sagrada Escritura endereza a lo mismo las
dichas virtudes morales; y así de ellas habla en el libro de la Sabiduría, tratando del mismo
libro, el cual enseña la templanza y la sabiduría, la justicia y la virtud, cosas que ningunas hay en
la vida de los hombres más útiles; y después prosigue del merecimiento de estas virtudes,
diciendo: “Por esta (entiéndese la experiencia de las dichas virtudes), seré claro con el pueblo, y
me honrarán los más graves” ; y otras muchas cosas, que allí se dicen pertenecientes a la
muchedumbre de los hombres.
Y del entendimiento especulativo es manifiesto lo mismo, porque, como quiere Aristóteles
en el segundo libro de sus Éticas, el hombre principalmente hace argumento y adquiere ciencia
por la doctrina, para la cual tiene necesidad de tiempo y experiencia, todo lo cual mira a la
muchedumbre de los hombres, de que se constituyen las ciudades.
Además de esto, dos sentidos son sujetos a disciplina, como dice el Filósofo en el primero
de la Metafísica, que son la vista y el oído, y éste a la multitud se ordena, de adonde también se
sigue lo que vamos diciendo.
263
Y también el Filósofo al principio del libro de su Metafísica, dice que es propio del sabio el
ordenar las cosas, y el orden requiere multitud, porque, como ya dijimos, dice San Agustín que
el orden es una disposición de las cosas iguales y desiguales, que da a cada uno lo que le toca,
lo cual no puede ser sino entre muchos.
También es argumento de esto, que la misma habla de los hombres, que manifiesta el
corazón, pertenece a la parte intelectiva, como dice el Filósofo, y se endereza a comunicar con
otros. Por lo cual se dice en el Eclesiástico: “¿Qué utilidad hay en la sabiduría, y en el tesoro
que no vemos?”, y lo mismo se puede decir del escribir, que se le endereza a la muchedumbre,
sin lo cual, ni pudiera ser, ni explicarse.
Y considerado de parte de la voluntad, la cual el Filósofo llama potencia racional, se puede
pro-bar esto también, porque en ella misma hay dos virtudes que se ordenan a otros, y
requieren que haya muchedumbre de hombres. La una es la justicia, la cual respecto de la
voluntad define el derecho de las gentes de esta manera: la justicia es una constante y perpetua
voluntad de dar a cada uno lo que es su-yo, La cual, ahora sea legal, que se llama dominio justo,
ahora sea distributiva o conmutativa, todas son partes de la justicia, necesarias grandemente en
las ciudades para el gobierno Político, y tanto que no se puede ejecutar sin ellas, como el
Filósofo en el libro quinto de las Éticas, ni aun conservarse las mismas Repúblicas. De donde
se concluye que la fundación de las ciudades es necesaria respecto de esta virtud.
La segunda que hay en la voluntad, que se refiere a la muchedumbre, es la amistad, que
principalmente requiere el vivir muchos juntos, porque a solas no puede haber esta virtud, de
la cual dice el Filósofo en el octavo de las Éticas que es grandemente necesaria en la vida
humana, porque nadie habrá que elija el vivir sin amigos. Por lo cual el mismo Aristóteles
cuenta las utilidades de esta virtud, para probar que es necesaria, pero siempre respecto de la
multitud.
Lo primero en los infortunios, porque en ellos se acude a los amigos, los cuales
principalmente tienen necesidad de tener los que poseen riquezas, y los que tienen los
Principados, como dice el mismo Filósofo. Los mozos tienen amigos, para que los aparten de
sus concupiscencias, y los viejos para que les hagan compañía; y por este camino es en todos
los géneros de hombres que hay. De todo lo cual se colige que el vivir juntos los hombres es
necesario conforme a naturaleza, y por consiguiente lo es la fundación de las ciudades; adonde,
si entre todos durare la amistad, y se sustentare la concordia, se causa una cierta armonía y
suavidad de alma, como San Agustín en el libro de la ciudad de Dios dice de los altos, humildes
y medianos estados, de que se compone una ciudad. Por lo cual el Profeta dice: “Advertid,
cuan bueno y cuan fecundo es habitar los hermanos juntos”. Y también el mismo San Agustín
pone en el dicho libro dos ciudades, según dos diferentes amores.
Y además de todo lo dicho, hay otra razón para mostrar que es necesario el vivir los
hombres juntos, y es el apetito que tienen de comunicar sus obras a otros, de manera que a
264
este apetito le sería molesto hacer ninguna cosa de virtud sin la compañía de otros hombres.
De donde es que dice Tulio en el libro de la amistad que la naturaleza ninguna cosa solitaria
ama; porque, según pienso, es cierto lo que oí a los pasados, que solía decir Archita Tarentino:
Que si alguno subiese al cielo, y viese la naturaleza del mundo, y la hermosura de las estrellas, si
fuese sin amigos y compañeros, no le sería suave aquella admiración. Y las mismas riquezas no
resplandecen si no se esparcen entre muchos, como dice Boecio. De manera que parece que el
hombre tiene necesidad de vivir entre muchos, considerado así por la parte del cuerpo
sensitiva, como de parte de la naturaleza racional. Por lo cual naturalmente es necesaria la
fundación de las ciudades. De donde es que el Filósofo en el primer libro de los Políticos dice
que en todos los hombres hay una natural inclinación a este modo de vivir juntos en las
ciudades. Y aunque los que primero las fundaron, según dice la Escritura, fueron hombres
malos, como Caín, fatricida, y Nembrot, opresor de los hombres, el cual edificó a Babilonia, y
Asur que edificó a Nínive, a quien Nembrot puso en huida, según se escribe en el Génesis; con
todo eso se movieron a ello por estas comodidades de los hombres, encaminándolo a la
utilidad de su dominio, que para conservarle era necesario que los hombres viviesen juntos.
CAPITULO IV
De en qué consiste la comunidad de las ciudades, donde de Aristóteles se refiere la opinión
de Sócrates y la de Platón, la cual declara aquí el Santo.
Visto que es necesaria la fundación de las ciudades para que los hombres vivan en
comunidad, ahora se ha de procurar saber en qué consiste esta comunidad, acerca de lo cual
diversos Filósofos y Sabios constituyeron diversos modos de gobierno Político en esta
comunidad, como el Filósofo refiere en su Política; y en el segundo libro de los Políticos pone
lo primero la opinión de Sócrates y de Platón, que quisieron que en su República todas las
cosas fuesen comunes, así las riquezas como las mujeres y los hijos, movidos del bien de la
unión en la comunidad, por la cual la República se aumenta y crece. Y más, que como el bien
de suyo sea comunicativo y difusivo, cuanto una cosa es más para todos, tanto más parece que
tiene de bondad. Luego el comunicarse las cosas más tiene de virtud y de bondad.
Fuera de esto, el amor es una virtud que causa unión, como dice Dionisio; pues adonde hay
mayor causa de unión, allí está más la virtud del amor, que constituye y conserva las ciudades,
como dice San Agustín, y como ya hemos dicho. De manera que al ser comunes todas las
cosas, así las riquezas como las mujeres y los hijos, tienen en sí causa de mayor bondad.
Estas razones y otras muchas son las que el Filósofo refiere acerca de la opinión de Sócrates
y de Platón, que, aunque no son por las mismas palabras, no discuerdan en el sentido.
Y si atendemos a la calidad de los dichos filósofos, que fueron hombres más dados a las
virtudes que ninguno de los demás filósofos, porque en solas ellas ponían el bien de los
hombres, no parece creíble que ellos quisiesen que en una ciudad fuesen en las cosas comunes
265
de la manera que se lo impone Aristóteles en el libro dicho; porque parece cosa más bestial que
humana ser las mujeres comunes en el mezclar sus cuerpos, por lo cual la sagrada Escritura
aparta la madre de los hijos, y las hijas del padre, y junta el varón a su mujer, y aparta a uno
solo con una sola mujer el matrimonio en el primero precepto del hombre, y así dice en el
Génesis: “Por lo cual dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer, y serán
dos en una carne; y no dice que muchos; pero en cuanto a los hijos es imposible, porque en el
acto de la generación no concurren dos simientes, sino una sola, de parte del varón; y así los
animales conocen los hijos mientras dura el tiempo en que tienen necesidad de que los
alimenten, y particularmente se ve en los pollos de las aves antes que puedan volar. Pues que
digamos que los dichos filósofos fueron menos compuestos que los animales, es absurdo,
porque toda su filoso-fía la enderezaron a componer y corregir las costumbres, como San
Agustín lo dice de Sócrates en el libro octavo de la Ciudad de Dios, en cuya doctrina sucedió
felicísimamente Platón, su discípulo, el cual, como fuese el más sabio de todos los de su
tiempo, y le buscasen a porfía los mancebos estudiosos, viniendo de Atenas a Egipto, enseñó a
los Sacerdotes de aquella gente a observar los varios números de la Geometría, y la razón de las
cosas celestiales, y pasando a Italia fue de Archita y de Arión instruido en los preceptos de
Pitágoras; y así atribuir tal modo de policía a tales y tan grandes varones, no puede dejar de
causar admiración.
Pero aun los mismos comentadores de Aristóteles le atribuyen esto de no haber referido
cumplidamente las opiniones de los otros filósofos, principalmente las de Sócrates y Platón,
como 1o dice Eustracio sobre el primer libro de las Éticas, en lo de la idea de la bondad, y más
claramente al fin del primer libro de Cielo, en lo de la generación del mundo.
Y san Agustín en el lib. 9 de la Ciudad de Dios refiere esto mismo de las opiniones de los
Estoicos, cerca de las pasiones del alma, diciendo que algunos atribuyen a los Estoicos, cuyo
principio fue Sócrates, cosas que no podían caber en hombres sabios, como Aristóteles
impone al dicho filósofo en el libro segundo de las Éticas. Y el mismo San Agustín lo refiere
por falso en sentencia de Aulo Gelio en sus Noches Áticas.
Pero todas estas cosas se han de entender del afecto y amor por que los dichos filósofos,
como hombres virtuosos, lo procuraban con todo cuidado, porque esta virtud se nos encarga
para que tratemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos: “Amarás a tu prójimo como
a ti mismo”, dice el Salvador. Y como los dichos filósofos acostumbraban hablar debajo de
ciertas metáforas, queriendo persuadir a los ciudadanos el amor entre sí, como cosa con que las
ciudades se aumentan, dijeron que los hijos y las mujeres habían de ser comunes en cuanto era
al amarse unos a otros. Mas en cuanto a las haciendas, necesario es que se comuniquen; porque
“si alguno viere a su hermano con necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo estará en él el
amor de Dios”, lo cual fue precepto de los Estoicos, que menospreciaban las riquezas, como
de Sócrates refiere San Jerónimo.
266
Y de esto se saca la respuesta a lo que se opone; porque la unión y el amor tienen sus grados
en las cosas inferiores, porque más perfecta es la unión en un cuerpo, que tiene alma, si la
virtud de ella se difunde en diversos miembros, para diversas operaciones, unidas en la
sustancia de un alma, como se ve tanto en los animales perfectos como en los cuerpos
animados, que tienen sólo el sentido del tacto, como son los gusanos y algunos animales que
Aristóteles llama en el segundo libro del Alma animales imperfectos.
Por lo cual el Apóstol compara el cuerpo místico, que es la Iglesia, a un verdadero cuerpo
natural, en el cual hay diversos miembros, con diversas potencias y virtudes radicadas en un
principio, que es el alma; de adonde es que el mismo Apóstol reprueba la otra unión diferente
de ésta, en la primera carta a los Corintios, diciendo: “Si todo el cuerpo fuese ojos, ¿dónde
estaría el oído?; y si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato?, como dando a entender que en
cualquiera congregación, como principalmente lo es una ciudad, es necesario que haya distintos
grados en los ciudadanos, en cuanto a las casas y familias, en cuanto a las artes y oficios; pero
todo unido con el vínculo de la compañía, que es el amor que los ciudadanos se han de tener
unos a otros, como ya dijimos, y de que también habla el Apóstol; porque escribiendo a los
Colosenses, y habiendo contado algunas obras virtuosas a que los ciudadanos están obligados
entre sí, dice luego: “Y sobre todas estas cosas, teniendo caridad, que es el vínculo de la
perfección y paz de Cristo, alegre vuestros corazones, en la cual fuisteis llamados en un
cuerpo”, conviene a saber, distinto en miembros, según los estados de los ciudadanos, y esta
diversidad de artes y de oficios, cuanto más se multiplicare en una ciudad, tanto será más
famosa, porque hallarán en ella mejor las cosas necesarias para la vida humana; para lo cual es
necesaria la fundación de las ciudades, y si por dicha se alegare que entre los Discípulos de
Cristo todas las cosas eran comunes, no hace esto ley común, porque su estado excedió todos
los otros modos de vivir, y su policía no se ordenaba a tener mujer e hijos, sino a ser
ciudadanos del cielo, adonde no se casan, sino que serán como Ángeles de Dios; pero en
cuanto a los bienes que tenían, eran comunes, lo cual sólo es de los perfectos, como el Señor
en su Evangelio dice: “Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes, y ven a seguirme”.
Esto hicieron los Socráticos y Platónicos, como menospreciadores de las cosas temporales,
según de Plotino escribe Mercurio Trimegisto, y Macrobio sobre el sueño de Escipión.
Entre los demás ciudadanos de ordinario estado, conviene tener las posesiones divididas,
para evitar los litigios, como se escribe de Abraham y de Loth en el Génesis; porque, como
hubiese diferencia entre sus pastores sobre el pasto de los ganados, dijo Abraham a Loth: “No
haya, te ruego, entre nosotros, pesadumbre, ni entre tus pastores y los míos: hermanos somos,
y toda la tierra tienes delante: si quieres tomar a la siniestra parte, yo me tendré a la derecha, y
si eligieres la diestra, yo iré por la siniestra”. En lo cual vemos, conviene que tengan partidas las
haciendas; con lo cual habernos respondido a las opiniones contrarias.
267
CAPÍTULO V
De la opinión de Sócrates y Platón, acerca de ocupar las mujeres en las cosas de la guerra.
Pero, volviendo al modo de policía de los dichos filósofos, les atribuye otras cosas
Aristóteles en el mismo libro que alegamos; porque dice que querían que las mujeres fuesen
industriadas para la guerra, para lo cual hace argumento según ellos, de que vemos que entre
las aves de rapiña las hembras son más feroces, y que pelean con más eficacia, y que lo mismo
es en las bestias, como principalmente se ve en los animales feroces.
Y que además de esto el ejercicio les importaría a las mujeres para la virtud y fortaleza
corporal, como se ve en las esclavas y en las mujeres de las aldeas, que son más fuertes y más
sanas, porque es propio de la virtud hacer bueno a quien la tiene, y que sus obras lo sean;
luego, si con los ejercicios y cosas de la guerra se aumenta la virtud corporal y la fuerza de las
mujeres, justamente parece que les compete el ocuparse en ella.
Y también favorece a esta opinión el proporcionarse con esto las calidades primarias, como
son el calor y la humedad, la frialdad y la sequedad, las cuales reducidas a un medio fortifican
en su virtud el sujeto en que están mezcladas, y así vemos en la leña verde, que consumiéndose
la humedad, y reduciéndose a un medio, arde más fuertemente: y lo mismo vemos en las aves
de rapiña, que las hembras por razón del movimiento son de más fuerte naturaleza, y de
mayores cuerpos. Por tanto, como en las mujeres es mayor la humedad, como también lo es en
los muchachos, consúmese con el movimiento y ejercicio, y viene a templarse y recibir más
fuerzas. Lo cual se confirma con el Reino de las Amazonas, que fue fortísimo en el Oriente, y
sujetaron toda el Asia, que es la tercera parte de la tierra, las cuales tuvieron origen de la Escicia
Oriental, como cuentan las historias, y así entre los Escitas, de los cuales descendieron los
Tártaros, las mujeres se ocupaban en la guerra, y militaban juntamente con sus mari-dos.
De todo lo cual, movidos por ventura, aquellos filósofos en el formar su gobierno político,
ningún hombre en sus ejércitos. Así que bien se dijeron que las mujeres se habían de ocupar en
las cosas de la guerra.
Pero contra esto hay fuertes razones, a las cuales es difícil el responder. La una es de
Aristóteles en el segundo libro de los Políticos, porque no es una misma la razón entre los
animales y los hombres, porque los animales no se sujetan al dominio económico, y el hombre
sólo es el que trata del gobierno de la familia, lo cual no podía ser donde las mujeres se
ocupasen en las armas, porque, así como en el gobierno Político son los oficios distintos, así
también lo son en el económico, de manera que el padre de familias trata de los negocios de
fuera, y las mujeres de las cosas de dentro de casa; para lo cual podemos hacer argumento de la
República Romana, que según dicen las historias, tenía dos Cónsules, uno trataba de las cosas
de la guerra, y otro gobernaba la República. Y lo mismo se escribe de las Amazonas, en cuyo
Reino o Monarquía había dos Reinos o Monarcas, que se distinguían en los oficios, como se ha
dicho de los Romanos.
268
La segunda razón se saca de la ineptitud de los miembros de las mujeres para la pelea; y así
el Filósofo pone diferencia en las obras de los animales entre las hembras y los machos, porque
los varones tienen las partes superiores más gruesas, los brazos, las manos, los nervios y las
venas: de lo cual se causa tener la voz más gruesa. y las caderas y partes circunstantes son en
ellos más delgadas, y en las mujeres al contrario, y esto fue para que fuesen más aptas para el
acto de la generación, y también los pechos para la crianza de los hijos, lo cual todo es
impedimento para haber de pelear; y así se escribe de las Amazonas, cuando niñas se cortaban
los pechos derechos, y les estrujaban los izquierdos, para que no las impidiesen en el tirar el
arco.
La tercera razón se toma de la disposición del alma, porque dice el Filósofo, tratando de las
obras de los animales, que la mujer es varón ocasionado: de adonde es que así como tiene falta
en la complexión, la tenga también de razón. Y así por la falta de calor y de complexión, se
espantan fácilmente y son temerosas de la muerte. Lo cual se debe huir grandemente en las
cosas de la guerra, con que por la mayor parte se suelen vencer las batallas, como Vegecio dice
en el libro de las cosas milita-res. De adonde es que las historias cuentan que Alejandro venció
a las Amazonas con ciertas astucias y blanduras, más que con fortaleza en el guerrear, cuyo
Reino en tiempo del mismo Alejandro era potentísimo.
La cuarta razón es el peligroso comercio de los hombres con las mujeres, porque el acto
venéreo corrompe los discursos de prudencia, como el Filósofo dice en el séptimo de las
Éticas, que en aquel tiempo es imposible que haya acción del entendimiento, y es cosa con que
el ánimo viril se enflaquece; y así cuentan las historias de Julio César, que habiendo de
comenzarse la guerra, mandó que todas las delicias fuesen quitadas del Real, y principalmente
las mujeres. Y Ciro, Rey de los Persas, no pudiendo vencer a los Lidos, porque eran fortísimos
y acostumbrados al trabajo, finalmente con el uso de las mujeres y con las fiestas que entre
ellos se instituyeron, enflaqueció su virtud y fortaleza y los vino a sujetar. Y además de esto
escribe Vegecio de los antiguos Romanos estas palabras: “Por tanto fueron perfectos en la
guerra, porque de ningunos deleites ni delicias se dejaban vencer”. ¿Y qué más se puede decir?,
que los caballos más fuertes, que en otras ocasiones son audacísimos para acometer, y adivinan
la guerra desde lejos, con la presencia de las yeguas se apartan de la batalla; y por esta causa las
mismas Amazonas no traían muestra cómo las mujeres deben ser excluidas de las cosas de la
guerra.
CAPÍTULO VI
Pruébase que no es conveniente que las mujeres traten de la guerra; y responde a los
argumentos que prueban lo contrario.
Más, porque el motivo de los dichos filósofos tiene probabilidad, como parece de sus
argumentos, se debe dar solución a sus razones, y tratarlas con reverencia.
269
Y en cuanto al ejemplo que se pone de las aves de rapiña y de algunas bestias, que entre
ellas son las hembras más atrevidas y más fuertes para pelear y para tomar la presa, y que será
lo mismo en las mujeres, se responde que no es lo mismo en ellas que en las aves y en las
bestias. Porque, como se ha dicho, el hombre naturalmente es dispuesto para el modo de vivir
civil y canónico, y las obras de las mujeres son más propias del gobierno de la familia en la
crianza de los hijos, en guardar la honestidad de su casa, y en la provisión de los
mantenimientos, lo cual no podrían hacer si atendiesen a las cosas de la guerra; y por esto la
naturaleza formó las mujeres de modo que las quitó la ocasión de tratar de ellas.
Porque, como quiere el Filósofo en el libro de los animales, las mujeres tienen el cuerpo
más débil que los hombres, y tienen menos calor; y solamente vemos que 'tienen más gruesos
los miembros que se ordenan al acto de la generación y al traer y criar los hijos, como el vientre
y las caderas y los pechos; y todos los demás miembros son en ellas más delicados y débiles
que en los hombres, menos nerviosos aquellos en que consiste la fuerza, como son los pies y
las piernas, las manos y los brazos; y asimismo los demás, en que se funda la fortaleza, como ya
hemos dicho.
Y en cuanto a lo que dicen que la fuerza se aumenta en las mujeres con el ejercicio, es
cierto; pero a lo que dicen que por esto les toca el pelear, se puede responder que la fuerza sola
no basta para vencer en la guerra, como Vegecio escribe en el libro de las cosas militares, sino
que también es menester astucia en el gobernar, de la cual carecen las mujeres. Porque una
muchedumbre de gente ruda e indocta siempre está expuesta a la muerte, y por esto la
pequeñez del cuerpo de los Romanos prevaleció contra la grandeza de los Alemanes, como en
el mismo libro se escribe.
Además de que las mujeres no se deben ocupar en obras con que se aparten de ser
virtuosas, lo cual sucedería si se ocupasen en la guerra, por el incentivo de la lujuria que en ellas
hay, ya respecto de sí mismas, ya por la conversación de los hombres; y así la naturaleza dio a
las mujeres muchas cosas, que les sirviesen de freno, como es la vergüenza, que es lo que
principalmente las detiene, como San Jerónimo escribe a Celancia Virgen, y los vestidos largos,
los anillos en los dedos, y la sujeción a los hombres. Y así dice la Sagrada Escritura: “Por lo
cual estará debajo de la potestad del varón”; y al emplearse en las cosas de la guerra, alcanza
libertad. Por lo cual los derechos de las gentes conceden especiales preeminencias de
privilegios a los soldados.
Y en cuanto a la tercera objeción del lugar que tiene la fuerza en las cosas de la guerra, si
sola la fuerza fuera causa de las victorias, también la naturaleza hubiera dado a las mujeres
miembros a propósito para pelear, como a los hombres, lo contrario de lo cual es claro, como
se ha probado; y por tanto son naturales en las mujeres las obras pasivas, y no las activas, y el
pelear es una suma acción de fortaleza, que si se ejercita loablemente, sola basta para merecer
corona. Y así decimos que las mujeres no se han de ocupar en las cosas de la guerra, sino
270
estarse quietas en sus casas teniendo cuidado de las cosas de ellas, como ya queda dicho. Por lo
cual Salomón en el fin de los Proverbios alaba la fortaleza de las mujeres, componiendo de ella
un cántico particular por las letras del abecedario Hebreo, refiriéndolo todo a las acciones de
casa. “¿Quién, dice, hallará una mujer fuerte? No hay precio con que se pague”, como que
deba ser muy reverenciada, si tiene lo que él dice adelante, donde pone lo primero el arte de
hilar. “Procuró, dice, lana y lino, y labrólo con la traza de sus manos”, queriendo en esto
mostrar que éste es su propio oficio. Y así se escribe en los hechos de Carlo Magno, que a sus
hijas, a quienes amaba íntimamente, mandó ocupar en el huso y en la rueca, y que fuesen
granjeras y hacendosas.
Y más adelante Salomón pone otras obras de las mujeres, que se refieren al cuidado de su
casa, como es tenerle de sus hijos, dar lo necesario a los criados, proveer su casa, honrar a los
amigos de su marido, y suplirle sus defectos, que son propias obras de la mujer casada, y
pertenecientes al bien del matrimonio; como se escribe de Abigail, mujer de Nabal Carmelo,
según parece en el primer libro de los Reyes; mas porque este cuidado tiene muchas
perturbaciones, como dice el Señor por San Lucas: “Marta, Marta solícita estás, y te turbas en
diversas cosas”; porque tales obras son el objeto de la fortaleza, por eso el dicho sabio llama a
la mujer, de que habla, fuerte, no por la fortaleza para las obras de la guerra, sino para gobernar
con paciencia su familia, según hemos mostrado.
CAPÍTULO VII
Refiere otra opinión de los dichos filósofos, en cuanto al Principado, que querían que fuese
perpetuo; acerca de lo cual se disputa por entre ambas partes.
Querían también los dichos filósofos, según Aristóteles en el segundo libro de sus Políticos,
otra condición en su gobierno, la cual era que hubiese Magistrados para él, según la costumbre
de la región Ática, de que fue cabeza Atenas, después de la muerte del Rey Codro, a los cuales
Magistrados llamaban los Romanos Senadores.
Estos quisieron aquellos filósofos que fuesen perpetuos, y todos los demás oficiales que
gobernasen en su República, cuyo motivo fue la imitación de la naturaleza, según lo dice de
ellos Aristóteles; porque vemos en la tierra que sus partes están siempre y producen de una
manera, como parece en los minerales, porque los del oro siempre en aquella parte engendran
oro, y los de plata, plata. De donde es que en el capítulo veintiocho de Job, se dice: “La plata
tiene principio en las venas, y el oro tiene su lugar donde se fragua”; y de este principio sacan
una conclusión de esta manera: que si el lugar del oro y de la plata nunca se mudan para serlo
del plomo o del hierro, ni el del plomo o del hierro para serlo del oro o de la plata, así también
debe ser en los Principados, y que sus Príncipes y ministros no se deben mudar para venir
después a ser súbditos, y para que los que fueren súbditos vengan a ser Príncipes y ministros,
porque el arte imita en cuanto puede a la naturaleza.
271
También, para probar esto se hace otro argumento: porque, como el Filósofo dice en el
principio de su Metafísica, la experiencia hace el arte y la inexperiencia el caso; y Vegecio, en el
libro de las cosas militares dice que la ciencia de las cosas de la guerra sustenta el atrevimiento;
porque nadie teme el hacer las cosas que sabe que tiene bien aprendidas. De lo cual se arguye
que habiendo mudanza de Gobernadores, Príncipes o Magistrados, algunas veces se eligen los
que no tienen experiencia, de lo cual suceden muchos yerros en el gobierno. Y finalmente, que
estas mudanzas son muy contrarías a él, como se ha dicho en el segundo libro, porque se da
ocasión a los súbditos para no obedecer con la esperanza de salir brevemente de la mano del
que es Príncipe; y porque también la tienen de venir a alcanzar el mismo Principado; y así el
motivo de los dichos filósofos, Sócrates y Platón, parece que con-forma con la razón.
Pero los Sabios de la Ciudad y República Romana tuvieron contrario parecer; porque
después de haber echado los Reyes instituyeron los Cónsules, y así se escribe en el primer libro
de los Macabeos, entre otras cosas dignas de alabanzas de los Romanos, que cometían su
Magistrado a un hombre cada año, y que señoreaba toda la tierra que poseían, y que todos
obedecían a uno. Y la causa de esto dan las historias, y era para que si alguno siendo Cónsul
fuese insolente, no durase mucho en su oficio, y le sucediese otro que fuese más moderado; y
esta causa da también el Filósofo en el segundo libro de los Políticos, porque el mudar algunas
veces los Principados, Dignidades y Magistrados, y distribuirlos en personas idóneas, es causa
de mayor paz en cualquier ciudad y en cualquiera parte adonde el gobierno es Político.
Otra causa se da fundada en un principio del Filósofo en el quinto de las Éticas, adonde
dice que el Magistrado descubre quién es el hombre que le tiene, porque acontece algunas
veces que la persona que se levanta a alguna dignidad es hombre virtuoso en su estado, y que
después que alcanza el del Principado se eleva en soberbia, y tiraniza, como sucedió en Saúl, de
quien se dice en el primer libro de los Reyes que cuando fue levantado por Rey no había mejor
hombre entre los hijos de Israel , y solos dos años permaneció en su bondad, y después que se
hizo Tirano e inobediente a Dios se le dijo por Samuel: “Por-que menospreciaste la palabra de
Dios, y no obedeciste su voz, el Señor te desecha, para que no seas Rey”.
Además de esto en la naturaleza del hombre hay sus grados en cuanto a las virtudes y
gracias, porque unos son dispuestos a ser sujetos, y valen poco para gobernar, y otros son al
contrario; y así, conforme a esta opinión, que uno siendo súbdito es bueno, y puesto en el
gobierno suele ser mayor, y si se perpetuase en el Principado sería causa de muchos males en la
ciudad, por tanto es conveniente el mudar los que gobiernan.
Y, finalmente, en el hombre está asentado el apetito del honor, de manera que dice Valerio
Máximo que no hay humildad tal, que no se mueva de su dulzura. De lo cual también se sigue
el no sufrir superior; y por tanto dar el principado a uno solo es causa de sediciones entre la
gente de una República; y también Aristóteles da esta razón en el segundo libro de los
Políticos, adonde se dice que Sócrates siempre quiere que sean unos mismos los que
272
gobiernen, lo cual es causa de sedición para los que no tienen alguna dignidad, porque
viéndose carecer de ellas acontece que, siendo hombres varoniles v animosos, procuran con
todas veras que haya discordias entre los ciudadanos. Y así Valerio Máximo en el libro décimo
refiere de Fabio Máximo, Capitán de los Romanos, de quien hablamos arriba, que como
hubiese sido Cónsul muchas veces, y por largo tiempo se hubiese continuado esta dignidad por
sucesión en su linaje, procuró con el pueblo que dejase a los Fabios algún tiempo sin darles
este honor.
Así que es loable el gobierno Político en que conforme a sus méritos se distribuyen las
honras entre todos los ciudadanos, como hicieron los Romanos antiguos, lo cual también alaba
más el Filósofo.
CAPÍTULO VIII
Aquí se declara ser mejor en el gobierno Político no perpetuar los hombres en el gobierno,
y responde a las razones en contrario, adonde también dice que no había en su tiempo
dominio en Lombardía que no fuese por vía de tiranía, excepto el Duque de Venecia.
Pero lo que dicen de los minerales los dichos filósofos que tienen la opinión contraria, no
tiene semejanza o necesidad de argumento, porque los minerales de oro o de plata, o de otro
cualquiera me-tal, reciben de los cuerpos celestiales impresión que se endereza a una cosa sola,
por donde como las higueras siempre producen higos, y no otro fruto, porque tienen en sí
mismas unos mismos principios, siempre mediante la influencia celestial; así una misma parte
de tierra está dispuesta de tal manera que sea mineral de oro, siempre da oro.
Pero no es de esta suerte la voluntad del hombre, que no está sujeta a las estrellas, como
prueba Tolomeo en el Centilogio, porque es mudable. Por lo cual el Filósofo en las Éticas,
dice: Que las acciones del hombre son de materia contingente, y que por esto varían de bien a
mal, y de mal a bien; y por tanto la perpetuidad del gobierno es peligrosa. Y en lo que dicen de
la experiencia, debe suponerse por su parte que elijan al que es experimentado, que pueda y
sepa gobernar y encaminar los ciudadanos a la virtud; pero si por precio o por amor se eligiese
uno que no fuese suficiente, entonces ya se corrompe-ría el gobierno Político, porque la forma
de la elección la da a Moisés Jetró, su suegro, como se escribe en el Éxodo; el cual hablando de
los Príncipes y Asesores del pueblo, dice: “Provee varones poderosos de todo el pueblo, que
sean hombres de verdad y aborrezcan la avaricia, y de los tales constituye Tribu-nos,
Centuriones, Quinquagenarios y Decanos que juzguen el pueblo”. Y el Filósofo también en el
quinto de las Éticas dice que no permitimos a otro ser Príncipe en cuanto solamente es
naturaleza humana, sino a aquel que es perfecto según la razón; porque siendo de otra manera
el que alcanza el Principado, se adjudica más de lo que le toca, y se hace Tirano. Y en cuanto a
lo que dicen, que tiene menos fuerza el gobierno si el Principado se muda, se debe atender,
como tocamos en el segundo libro, que son los hombres diferentes en unas tierras que en
273
otras, en cuanto a la complexión y modo de vivir, como las demás cosas vivientes, según son
los climas del cielo, como prueba Tolomeo en el Cuadripartito; porque las plantas, si se mudan
de una tierra a otra, se mudan en la naturaleza de la misma tierra y lo mismo los peces y los
animales.
Y como es en los demás vivientes, sucede también en los hombres. Porque los Franceses
que se han pasado a Sicilia se aplican a la naturaleza de los Sicilianos, lo cual parece porque,
como cuentan las historias, tres veces ha sido señoreada esta isla de los Franceses. La primera
en tiempo de Carlo Magno. La segunda trescientos años después, en tiempo de Roberto
Guiscardo. Y la tercera en nuestros tiempos por el Rey Carlos; y éstos, que han pasado a esta
isla, se hicieron a la naturaleza de la tierra. Lo cual supuesto, se ha de entender que el modo de
gobierno y señorío se ha de ordenar conforme a la disposición de la gente, como lo dice el
mismo Filósofo en sus Políticos, porque algunas provincias son de naturaleza servil, y éstas se
deben gobernar con Principado Despótico, incluyendo también en el Despótico el Real. Pero
los que son de ánimo varonil por el atrevimiento de sus corazones y por la confianza de sus
entendimientos, los tales no pueden ser gobernados sino con gobierno Político, extendiéndolo
con nombre general a la Aristocracia; el cual dominio se usa mucho en Italia, por haber sido
siempre más difíciles de sujetar por las causas dichas. Por lo cual, si se quisiese reducir al
Principado Despótico, no podría ser si no es que los señores tiranizasen. Por lo cual las islas
adyacentes a Italia, que tuvieron Reyes, como fueron Sicilia, Cerdeña y Córcega, siempre los
tuvieron Tiranos. En las partes de Liguria, Emilia y en Flaminía, que hoy se llama Lombardía,
ninguno puede tener Principado perpetuo, si no es por vía tiránica, excepto el Duque de
Venecia, que con todo eso tiene un gobierno templado, y así se llevan mejor en estas
provincias los Principados que son por tiempo limitado. Y en lo que se dice que esto hace el
gobierno Político de menos poder, no es cierto si los que se eligen son idóneos, y si no lo son,
como se ha dicho, se desordena este modo de gobierno.
Aristóteles en el cuarto de sus Políticos dice que son idóneos para este Principado, los que
son de mediano estado en la ciudad, v que no han de ser los más poderosos, porque fácilmente
la tiranizan; ni los de humilde condición, porque luego dan en la democracia o gobierno
popular, porque viéndose en alto estado no se acuerdan de lo que eran, y como quien no sabe
del gobierno, dan en piélagos de errores, o por tener poco cuidado de los súbditos, o por el
presuntuoso atrevimiento de cargar las haciendas ajenas, de adonde el gobierno Político se
descompone y se inquieta. Así que se han de elegir a veces unos y a veces otros para regir en el
modo de gobierno Político, ahora se llamen Cónsules, ahora Magistrados o con otro cualquiera
nombre, como sean idóneos.
Además de que en esto no hay peligro, porque juzgan por las leyes que se les dan, a que
están atados con juramento. Por lo cual el castigar éstos los súbditos no es materia de
escándalo, porque ellos mismos hicieron aquellas leyes; ni tampoco hace de menos poder el
274
dominio si castiga con blandura, conforme al natural de la gente sujeta; porque algunas veces
en las tales regiones se conserva mejor el modo del gobierno Político disimulando la culpa, o
perdonando la pena, en lo cual parece que tiene lugar la virtud Epiqueya, de que habla el
Filósofo en el quinto de las Éticas, la cual disminuye el rigor justo de las leyes. Y en este modo
de gobierno también se ha de atender a las reglas de aquel sumo pastor, el bienaventurado San
Gregorio, en el Registro y Pastoral, adonde pone el modo de corrección, según el estado y
calidades de las personas.
CAPÍTULO IX
Aquí disputa si han de ser las posesiones comunes, porque cierto filósofo llamado Feleas,
dijo que se habían de partir igualmente, lo cual es falso, y que así lo sintió Licurgo.
Y porque las opiniones de estos filósofos que referimos trataban de que habían de ser las
posesiones comunes, será bien decir de otros que en su gobierno Político trataron de esto
mismo.
Dos filósofos hubo que, visto que las distinciones se causaban en las ciudades de que unos
tenían abundancia y otros necesidad, quisieron en su gobierno Político que las posesiones se
partiesen igualmente entre sus ciudadanos. El uno de estos fue Feleas Calcedonio, del cual
habla el Filósofo en el segundo de los Políticos. El otro fue Licurgo, hijo de un Rey de los
Espartanos, el cual, como dice Justino, les dio leyes para que siendo iguales las posesiones, no
fuese ninguno más poderoso que otro; y el modo que quería tener Feleas en esto le cuenta el
Filósofo: y era que esta división se había de hacer cuando se fundase la ciudad teniendo
atención a los términos de los campos y al número de los ciudadanos, y no haciéndose
entonces, lo juzgaba por dificultoso; y para que esto, después de hecho, se conservase,
ordenaba que los matrimonios fuesen de los de mayor estado con los de menor, y con esto se
excusaban los pleitos, se evitaban las injurias, y se quitaba la materia de arrogancias y de
ensoberbecerse.
Y también les movía de este parecer el ejemplo de otras ciudades; porque adonde hay
desigualdad en los bienes temporales, muy de ordinario hay descomposiciones, porque allí hay
ocasión de envidias y de allí nace la codicia, que, según dice el Apóstol, es raíz de todos los
males; y aun el mismo Licurgo, por esta causa, en las leyes que dio a los Lacedemonios, para
que se conservase su gobierno Político, les quitó las riquezas artificiales, vedando que hubiese
dinero en los trueques de las cosas, sino que las trocasen unas por otras.
Pero el Filósofo reprueba esta doctrina, mostrando ser imposible igualar las cosas, como
estos Filósofos quieren, y que por consiguiente era contra razón.
Lo primero se prueba, considerado de parte de la misma naturaleza humana, porque no
siempre las familias se multiplican igualmente; porque acontece que un hombre tiene muchos
hijos, y otro ninguno; y que en este caso fueran iguales las posesiones fuera imposible, porque
275
la una familia tuviera mucha necesidad, y la otra mucha abundancia, lo cual es contra la
providencia de la naturaleza: porque la familia donde hay más hijos de más importancia es para
la firmeza del gobierno Político, por el aumento de ciudadanos, que no aquella donde los hijos
faltan, y por cierto derecho natural merece mejor ser proveída de la misma República.
Además de esto, como ya hemos dicho, la naturaleza no falta en las cosas necesarias, y así lo
debe hacer el arte del gobierno civil, que faltaría en esto si las posesiones hubiesen de ser
iguales, porque los ciudadanos perecieran de necesidad, y de aquí se vendría a acabar la
República.
Y no sólo de parte de la naturaleza tiene inconvenientes el ser iguales las posesiones, sino
también de parte de los estados y de ellas mismas; porque entre los ciudadanos hay diferencia,
como entre los miembros del cuerpo, a que hemos comparado la ciudad que se gobierna en
modo Político; y los miembros, así como son diferentes, tienen diferente potencia y operación;
porque claro está que el noble tiene obligaciones de gastar más que el que no lo es. De adonde
la virtud de la liberalidad se llama en el Príncipe magnificencia, por los grandes gastos. Y esto
no podría ser adonde las posesiones fuesen iguales. Por lo cual la misma voz Evangélica nos
dice de aquel padre de familia o Rey que se ausentó en peregrinación, de la manera que
distribuyó los bienes a sus siervos, pero no fue igualmente, sino que a uno dio cinco talentos, a
otro dos, y a otro uno, a cada cual según la propia virtud.
Además de esto era contra el mismo orden natural con que Dios constituyó las cosas
criadas en cierta desigualdad en cuanto a la naturaleza y en cuanto a los merecimientos; por
donde el querer que haya igualdad en las cosas temporales, como son las posesiones, es
destruir el orden de ellas, cual respecto de la desigualdad define San Agustín en el libro de la
Ciudad de Dios, como ya hemos tratado, diciendo que es una disposición de cosas iguales y
desiguales, la cual da a cada uno lo que le toca. Y así es reprendido Orígenes de haber dicho en
el Periarcon que todas las cosas son iguales por naturaleza y que se habían hecho desiguales
por defecto propio, esto es, por el pecado.
Ni tampoco por el ser iguales las posesiones se evitaban los litigios, antes se aumentaban,
pues en esto se va contra el derecho natural, quitando lo que ha menester al que quizá merecía
más. Además de que es contra razón el ser las cosas iguales entre los que se gobiernan en
modo Político, supuesto que Dios las hizo todas en número, peso y medida, como se dice en el
libro de la Sabiduría. Todo lo cual significa un grado de desigualdad en las cosas que tienen ser,
y por consiguiente en las civiles y políticas.
CAPÍTULO X
Prosigue tratando de la Policía de Platón y Sócrates, en cuanto a los géneros de los hombres
que se requieren en ella, que son cinco, adonde se disputa mucho del número de la gente de
guerra.
276
Pero será bien que volvamos al modo de gobierno Político de Sócrates y de Platón, los
cuales quisieron que en él hubiese otras cosas de más de las que hemos dicho, porque
distinguieron su ciudad en cinco géneros de hombres, que son Príncipes, Consejeros, Gente de
guerra, Artífices y Labradores; la cual división se ve ser bien suficiente para la perfección de
una ciudad, porque comprende todos los géneros de hombres que pertenecen al gobierno
Político. Pero en esto los reprende el Filósofo: lo uno porque señalaban número en la gente de
guerra, desproporcionado a las ciudades; porque decían que por lo menos había de haber mil
soldados, y a lo más largo cinco mil. Y lo segundo que reprende el Filósofo es que de tal suerte
distinguían la gente de guerra de los otros ciudadanos, que querían que de ninguna manera se
expusiesen a las cosas de la guerra otros, sino aquellos que estuviesen señalados por soldados.
Y cuanto a lo primero, parece que no se puede señalar en esto número determinado, porque
no son todas las ciudades de igual potencia y fuerzas; y así se ha de considerar la grandeza de la
tierra, para que haya abundancia de pastos y de mantenimientos. Por lo cual dice Aristóteles en
el segundo de los Políticos, que si ha de ser muy grande la cantidad de los soldados en una
ciudad, convendrá hacerla igual a Babilonia, que era excesiva en multitud de gente, y en la
anchura de los campos.
Pero si atendemos al número de mil soldados, como dice la policía de Sócrates y de Platón,
según una exposición, concuerda con el gobierno de Rómulo, primer fundador de Roma, de
quien tuvo principio este nombre Miles, que es soldado, porque se llama así por estar en el
número de mil que eran elegidos para pelear, porque eran entonces mil los guerreadores más
expeditos que él había elegido para las batallas contra sus adversarios, como fue primero contra
los Sabinos, y después contra los Samnitas. Y así en esto concordaba Rómulo con Sócrates y
con Platón, aunque fue mucho tiempo antes que los dichos filósofos. Y por otro camino se
llamaron los soldados con este nombre que decimos, como que cada año uno fuese escogido
entre mil. Conforme a lo cual, queriendo la Escritura alabar al Santo David por la constancia y
fortaleza, dice: “Mi amado es cándido y rubio y escogido entre mil”, porque con esto se
significa tener cierta excelencia en el pelear.
Y a estos llama la Escritura en el Génesis siervos apercibidos, porque así se escribe en las
cosas de Abraham que siguió los cuatro Reyes con trescientos dieciocho siervos apercibidos,
los cuales vencieron los cinco Reyes que habían preso a Loth, sobrino de Abraham, con toda
su familia. Donde es cosa creíble que tendría mayor número de gente para pelear, pero que se
señalan estos por el valor que tenían para acometer en las batallas.
Y también Gedeón eligió trescientos del Pueblo de Israel para pelear contra los Madianitas,
según se dice en el libro de los Jueces, los cuales aprobó por divino mandamiento por más a
propósito para la pelea, porque pasando el pueblo ciertas aguas todos bebieron de ellas,
poniéndose de rodillas, y éstos sin doblarlas, tomando el agua con las manos, bebieron al modo
de perros. Y estos tan escogidos, parece que no se pueden hallar mil en una ciudad, y mucho
277
menos cinco mil. Y así es cierto el parecer de Aristóteles contra Sócrates y contra Platón, si
ellos sintieron de esta manera.
Lo segundo que Aristóteles reprueba, es la distinción de la gente de guerra, si es de tal
manera que los otros ciudadanos, como son los Consejeros, Artífices y Labradores estuviesen
del todo libres de la guerra; porque esto no puede ser, cuando una multitud de enemigos
acomete una ciudad o su gente, porque aunque los soldados sean más a propósito para la pelea,
porque tienen experiencia, y como decimos de sentencia de Vegecio, ninguno teme el hacer las
cosas que sabe que tiene bien aprendidas, con todo eso no podían esperar el ímpetu de una
multitud, si no es siendo muchos; y así Judas Macabeo fue vencido porque con poca gente,
habiéndose apartado de él muchos de los suyos, peleó contra Bachides, Capitán del Rey
Demetrio, como se ve en el I libro de los Macabeos.
Y de aquí es, que aunque Saúl tenía escogidos tres mil varones para la defensa de su Reino,
dos mil que estaban con él, donde tenía su corte o palacio, como en Magmas y en Bethel, y
otros mil tenía con Jonatás en su propia casa, como en Gabaa de Benjamín, usó de otros
muchos soldados contra la multitud de los enemigos; y así como Naas, Rey de los Amonitas,
sitiase con gran multitud de gente a Jaes de Galaad, juntó Saúl trescientos mil hombres de los
hijos de Israel, y treinta mil de la Tribu de Judá, para deshacer a sus enemigos, los dichos
Amanitas, según se escribe el primer libro de los Reyes.
Pero es de advertir que, como dice Vegecio en el tercer libro de la disciplina militar, según el
parecer de los Lacedemonios y Atenienses restringe el número de la gente en los ejércitos a
diez mil hombres de a pie y a dos mil de a caballo, a lo más largo veinte mil de a pie y cuatro
mil de a caballo, mostrando que la multitud de gente es dañosa, porque se gobierna más
dificultosamente, y porque con mayor trabajo es proveída de mantenimientos; y en la misma
parte computa en el ejército no sólo los soldados bisoños, sino los que se envían de socorro,
los cuales se refieren a los otros ciudadanos que no estaban diputados para la milicia.
Y además de esto, al mismo Vegecio en el libro primero, donde muestra cómo se han de
elegir los que han de ser soldados, le parece mejor que se escojan entre los labradores y
artífices, porque están acostumbrados al trabajo. Así que no sólo los que están señalados, sino
de otro cualquiera género de ciudadanos se han de recibir para la guerra, sean Consejeros,
Artífices o Labradores, como la disposición del cuerpo no les haga impedidos para ella, como
serían los hombres muy gruesos y pesados para andar, y los que fuesen muy delicados y dados
al regalo, y los viejos, a los cuales tenían los Romanos por excusados, y también los hombres a
quien la divina ley prohíbe de pelear, éstos es justo que sean excluidos de la pelea, como parece
en el Deuteronomio, a los cuales la dicha ley lo prohíbe, instando en ello el pueblo, y
aprobándolo con aclamación el Pretor.
En el dicho libro se señalan cuatro géneros de hombres exentos de la guerra, que eran el
que hubiese hecho casa nueva, y aún no hubiese vivido en ella, el que hubiese plantado viña o
278
fuese recién casado, porque todas estas tres cosas distraen el ánimo del que pelea, con lo cual
se hace de menos atrevimiento; y el cuarto género de hombres eran los que temen
demasiadamente la muerte, que la sagrada Escritura llama formidolosos. Vegecio también en el
principio del primer libro dice que se han de excluir de la guerra cinco géneros de hombres de
entre los artífices, que son los pescadores, los cazadores de aves, los dulciarios, que son los que
tratan de cosas de regalo y delicadeza, los que son flojos y fáciles de cansarse, y los que tratan
de oficios mujeriles, como tejer y cosas semejantes.
Pero lo que toca al orden de los ejércitos y de los que los rigen y guían, no es para esta
ocasión; porque a mí no me es conveniente el enseñar a pelear, ni tratar de los ejércitos de la
guerra, sino mostrar sólo la verdadera policía por la cual, si la alcanzamos, nos disponemos a
vivir conforme a virtud, y casi participamos de la celestial, que es la Ciudad de Dios, de la cual
se dicen cosas gloriosas.
CAPÍTULO XI
Aquí se trata de la policía de Hipódamo Filósofo, el cual es reprendido en cuanto a las
diferencias de hombres, porque no ponía en su ciudad sino tres géneros de ellos, y también en
cuanto al número del Pueblo.
Y aunque el Filósofo en el tercer libro de los Políticos trata de muchos modos de gobierno
Político, también entre otros, que fuera de los sobredichos escribieron mucho de esta materia,
fue uno Hipódamo, Filósofo hijo de Eurifonte, natural de Mileto, de adonde fue Thales, uno
de los siete Sabios. Este ordenó su policía de muchos preceptos y para muchas cosas; y lo
primero, quiso que hubiese en una ciudad número determinado de hasta diez mil hombres, lo
cual tenía por suficiente en ella, cuyo motivo por ventura fue lo que dijimos de los ejércitos,
que siendo moderados se gobiernan mejor y pueden ser mejor provistos de mantenimientos.
Y este número de gente lo reducía a tres diferencias, conviene a saber: soldados, artífices y
labradores, y en esta división quería que fuesen tan distintos, que ni el soldado pudiese pasar a
cultivar la tierra ni a negociaciones, ni el labrador a tratar las armas; y decían que eran bastantes
estas diferencias de gente, porque se ordenaban a la conservación de la vida humana; los
labradores para los mantenimientos, los artífices para los vestidos, y los soldados para la guarda
y seguridad de las haciendas de todos; pero atendiendo a lo que se ha dicho y a lo que adelante
se dirá, fácilmente podemos conocer el error de este Filósofo; porque, como dijimos, no se
puede en las ciudades señalar número determinado de gente, porque en ellas se aumenta el
pueblo, o por la amenidad del sitio, o por la buena fama de la tierra, o por la fecundidad de la
gente, y vemos que las ciudades, cuando tienen más abundancia de ella, tanto son de mayor
potencia, y juzgadas por más famosas.
Ni por esto se impide el buen gobierno, si por los ministros y los que gobiernan se dispone
bien; porque las penas instituidas en las leyes estrechan la malicia de los hombres, y son en las
279
repúblicas como unas ciertas medicinas, según lo dice el Filósofo en el tercer libro de las
Éticas. Ni se deben distinguir los géneros de ciudadanos de la manera que dice este Filósofo,
sino que, cuando fuere la ocasión, se mezclen estos tres estados de gente, porque los artífices y
labradores muchas veces vienen a ser soldados, siendo así que de estos géneros de hombres se
sacan por la mayor parte los que lo han de ser, como se ha dicho de autoridad de Vigecio; y lo
mismo es de los soldados, porque muchas veces ellos vienen a ser artífices v labradores.
Pero esta división de ciudadanos en tres géneros de hombres no es suficiente, porque deja
los hombres de consejo y sabios, que son parte principal de la República, sin los cuales no se
puede gobernar convenientemente, como se ve en las historias; y Demóstenes Ateniense dice
que estos varones científicos, y cualesquiera viejos expertos, son en la república como los
perros en los rebaños de ganado, cuyo cuidado aparta de ellos los lobos; y que así lo hacen los
Sabios y Abogados en las ciudades, porque son como perros en los rebaños, para la guarda de
todo el pueblo. Conforme a lo cual dice Tulio en el libro de los Oficios que Solón aprovechó
más a la república con sus leyes e institutos, que la victoria de Temístocles, porque aquella
guerra se había tratado con el consejo del Magistrado y Senado que había instituido el dicho
Sabio, que fue uno de los siete. De adonde también en el capítulo dieciséis del Eclesiástico está
escrito: “Mejor es la Sabiduría que las armas bélicas”.
Y también Vegecio y Valerio Máximo dicen de Aristóteles, que siendo tan viejo que apenas
entre el ocio de las letras conservaba las reliquias de si propio en los ancianos y arrugados
miembros, tuvo cuidado de la patria con tanto valor, estando en una cama en Atenas, que
pudo salvarla, viéndose casi puesta por el suelo de las armas de los enemigos.
A este propósito en el Eclesiastés, en el capítulo nono, se escribe del hombre sabio otra
cosa semejante: “Una ciudad pequeña y que tenía poca gente; vino contra ella un Rey grande; e
hizo sus trincheras y defensas con su gente, de manera que la sitió toda alrededor”, como hizo
el Rey Filipo de Macedonia sobre Atenas, según cuentan las historias. “Hallábase en esta
ciudad un varón„ tibio y pobre”, como eran los Filósofos de que hablamos, en los cuales fue
propio el despreciar el mundo y elegir como una vida religiosa, según escribe San Jerónimo; y
prosiguiendo el mismo libro del Eclesiastés, dice que “este varón libró la ciudad por su
sabiduría”.
Y así se concluye por lo dicho que los hombres de consejo no se han de excluir del
gobierno Político, ni tampoco los que han de gobernar, porque son cabeza de los ciudadanos,
de la cual depende todo el cuerpo.
CAPÍTULO XII
Refiérense también las opiniones del mismo Filósofo en cuanto a las posesiones, que quería
que se dividiesen en tres partes; y dícese en lo que se puede aprobar esta opinión.
280
Y puso también este Filósofo Hipódamo otras cosas en su gobierno Político: una fue el
reparto de las posesiones, la cual quería que se hiciese en tres partes: una que fuese diputada
para las cosas sagradas, que se dedicaban al culto divino, como hoy son los bienes
Eclesiásticos; otra parte de posesiones quería que fuese común para repartirse entre los
soldados; y otra, que fuese propia de los labradores; y a los artífices no les señalaba nada,
porque de sus oficios podrían vivir suficientemente.
Esta división, aunque en muchas cosas no era bastante, con todo eso en alguna manera era
loable, por lo que tocaba a la divina reverencia, lo cual debemos por derecho divino y natural,
como fue costumbre entre los antiguos Romanos, entre los cuales tuvo tanto lugar la buena
disciplina. Y así se escribe en el Éxodo que toda la tierra de Egipto, por la grande hambre que
hubo en tiempo de José, fue reducida a la servidumbre del Rey, fuera de la que era de los
Sacerdotes, la cual de tal manera estaba dedicada a Dios que no se podía enajenar, como ahora
tampoco se puede hacer de las posesiones de las Iglesias, sino por muy legítimas causas. Y el
Filósofo también refiere en su Metafísica que los Egipcios fueron los primeros que se dieron a
la Filosofía, y principalmente a la Matemática; de lo cual da por razón que aquellos Sacerdotes
eran más desocupados por la abundancia que tenían, conviene a saber, de las cosas que
sacaban de las posesiones que gozaban, con que excusaban la solicitud que se suele poner en el
buscar la comida. Y aunque la ley de Moisés prohibía a los Sacerdotes el tener posesiones,
dándoles las décimas les venía a dar parte en los frutos de las posesiones de todos los
ciudadanos. De adonde es que por el Profeta Malaquías está escrito: “Pon aparte el diezmo de
todo, para que en mi casa haya comida”. Y de esto, como de obra de perfecta justicia, se
alababa aquel Fariseo en el Evangelio de San Lucas, diciendo: “De todo lo que poseo doy el
diezmo”, conviene a saber, a los Sacerdotes y Levitas.
Y también era puesto en razón lo que Hipódamo ordenaba cerca de la gente de guerra, que
tuvieran paga de los bienes comunes, pues sirven a toda la comunidad de la República. Y así
instituyeron los Romanos que del tesoro público se les diese con qué vivir: en razón de lo cual
dijo San Juan Bautista a los soldados, como escribe San Lucas: “Contentaos con vuestros
estipendios”. Y el Apóstol en la primera carta a los Corintios: “¿Quién, dice, militó jamás a su
costa?”.
Pero en lo que era falto este modo de gobierno Político es en cuanto a que a solos los
labradores señalaba posesiones propias, si acaso no entendía esto en cuanto a labrarlas; v así se
dice que los labradores tienen tierras propias, en cuanto al cultivarlas, y los demás ciudadanos
en cuanto al usufructo: porque de otra manera fuera este modo de gobierno Político
imperfecto v defectuoso, porque, como dijimos en el segundo libro, las tierras se reputan entre
las riquezas naturales, las cuales se llaman así porque el hombre tiene naturalmente necesidad
de ellas para vivir, y por la amenidad que tienen para recreación del alma: y así el primer
hombre por mandato divino usó de ellas, porque fue colocado en el Paraíso, en que el Señor
281
había puesto diversos géneros de árboles, para que trabajase y le guardase, y se entiende con un
trabajo deleitable y sin fatiga, como expone San Agustín en el libro octavo sobre el Génesis a la
letra; y de los primeros hijos de Adán, Caín y Abel, cuenta la historia sagrada que la primera
arte que aprendieron fue gobernar las riquezas naturales, porque Caín fue hecho labrador, y
Abel pastor de ovejas, queriendo mostrar en esto que fueron criadas para las necesidades de la
vida, y por esto no era bien que solos los labradores tuviesen tierras, como dice Hipódamo.
Así que para la perfección del gobierno Político se requiere que no sólo los labradores
tengan posesiones propias, sino también los otros ciudadanos, si no es en el modo que arriba
dijimos. Y tantas mas es menester que tengan, cuanto estuvieren en más alto estado, como
hemos dicho de los Reyes; porque de esta manera no faltándoles, no se distraigan de las cosas
de la guerra con el mucho cuidado de buscar lo que les es necesario, ni tampoco, codiciando
las tierras, por su amenidad se hagan de ánimo delicado, lo cual es de no poco detrimento para
la República. Y así el mismo Hipódamo los quería apartar de tener posesiones propias, porque
tendiesen sólo a las armas.
CAPÍTULO XIII
Pónese otra opinión del mismo filósofo acerca de los jueces y asesores del gobierno
Político, donde se hace una división múltiple y notable acerca de las cosas que los jueces deben
hacer.
Y porque el Filósofo trata largamente del gobierno Político de este Hipódamo, y nosotros
hemos dicho de él, trataremos compendiosamente los demás que en esta materia escribió,
porque referir todos los modos de gobiernos políticos, teniendo cada ciudad el suyo diferente,
sería muy trabajoso de escribir y fastidioso de oír.
Y en lo que insistió mucho Hipódamo, según refiere Aristóteles en el tercer libro de los
Políticos, fue en el juzgar.
Lo Primero, cuanto a la acción del juzgar respecto de sí misma; porque todas las cosas que
se juzgan las reduce a tres, sobre que pleitean los hombres, conviene a saber, o sobre daño que
se ha hecho a sus cosas, o sobre injuria que han recibido en sus personas, y ésta es de dos
maneras: u ofensa de palabra, a que llama Aristóteles deshonra, según el dicho filósofo, o sobre
lesiones de golpes o de heridas, a lo cual llama el Filósofo muerte, por ser cosas que se
enderezan a ella de lo cual se trata largamente en el derecho civil, y también lo llama el Filósofo
injustificación, porque se hace contra justicia.
Hacía también Hipódamo distinción de los que habían de juzgar, porque quería que hubiese
dos géneros de jueces: el uno era juez ordinario, y el segundo era provocatorio, a quien él llama
principal, y a quien se acudía por vía de apelación; y éstos quiso que fuesen elegidos de los más
ancianos y graves de la ciudad, para que revocasen lo que estuviese mal juzgado, a los cuales
jueces llaman los Toscanos ancianos o primeros, y fueron instituidos para esto. Algunas veces
282
también hay un Síndico constituido para lo mismo, llamado así, como que tiene cuidado del
gobierno Político para que no reciba lesión por injusticia, como lo hacen los Ecónomos de
comunidades.
Ordenó también Hipódamo en su gobierno Político que en uno y otro tribunal, así en el
ordinario como en el principal, se juzgase sin comunicarse los jueces, sino que cada uno aparte
escribiese en tablillas o papeles su parecer sobre la sentencia que se había de dar, o que le
diesen al que presidía secretamente. La causa de lo cual era, según Aristóteles, evitar que acaso
con temor de los ciudadanos, o de las partes, no se apartasen de lo que era justicia, de la
manera que ahora lo guardan en su modo de gobierno los Toscanos, echando una haba o
moneda en la parte señalada para votar afirmativa o negativamente en las cosas de la república
que se tratan, o en absolver o condenar algún ciudadano.
También instituyó Hipódamo en su modo de gobierno Político, algunas leyes llenas de
piedad y conformes al derecho natural, acerca de algunos estados de hombres.
Lo primero en cuanto a los sabios, que si alguno de ellos ordenase alguna cosa importante a
la ciudad, o a su ejército, le honrasen conforme al mérito de aquella buena obra, como Faraón
lo hizo con José, según se escribe en el Génesis. Y lo mismo sucedió a Mardoqueo con Asuero,
por las obras que entrambos hicieron, el uno a la provincia, y el otro al Príncipe.
Lo mismo mandó acerca de los soldados, y que los hijos de los que muriesen por la defensa
de la patria y por el bien de su ciudad, los sustentasen del tesoro público. En lo cual puso la
República Romana todo su esfuerzo, honrando los soldados virtuosos en la vida y en la
muerte, como cuentan las historias, y principalmente en los hijos, porque por ser semejanza
suya se perpetuaba en ellos la memoria de los padres, para hacer cierto lo que se escribe en el
Eclesiástico: "Muerto es, y casi no es muerto, porque dejó otro semejante"; así conviene a
saber, en el beneficio recibido por causa del padre.
'También ordenó que todo el pueblo, así los soldados como los artífices y labradores,
eligiesen el Príncipe que hubiesen de tener, porque no le querían por sucesión, según lo
observan por la mayor parte las ciudades de Italia.
Ordenó más, que el Príncipe tuviese principalmente cuidado de tres cosas, conviene a saber,
de las que tocan al común, de los peregrinos y de los huérfanos; huérfanos llama a todos los
poco poderosos, y que no pueden conseguir lo que les es debido. Lo cual también manda
particularmente la ley divina, por cuanto éstos, como no pueden defenderse, fácilmente son de
otros maltratados.
Esto es, pues, lo que del gobierno Político escribió Hipódamo, y aunque el Filósofo en el
tercer libro de sus Políticos reprende esta policía en muchas cosas, que se pueden disputar por
entrambas partes, como acciones humanas, que son de materia contingente, con todo eso
escribe otras muchas loables, que concuerdan con el gobierno Político de los Romanos, como
adelante veremos; y por ahora baste lo que se ha dicho de él.
283
CAPÍTULO XIV
De la policía de los Lacedemonios, la cual se reprende acerca del gobierno de los esclavos y
de las mujeres, y en cuanto a la gente de guerra.
Ahora pasaremos a tratar de otros modos de gobierno, que refiere el Filósofo en el segundo
libro de los Políticos, como el de los Cretenses y el de los Lacedemonios, que eran claros por la
fama de las provincias, por su antigüedad y fundadores, y aunque Aristóteles en muchas cosas
alaba el gobierno Político de los Lacedemonios, con todo eso reprende en él otras muchas.
Lo primero, de la remisión que tenían con los siervos, porque no los trataban como a
súbditos, sino como a amigos, con lo cual se hacían demasiados, y se ensoberbecían y
levantaban motines contra los Tiranos en los confines de los Lacedemonios, para que se
pudiese decir de ellos lo del capítulo veintinueve de los Proverbios. “El que cría a su siervo
delicadamente desde su niñez, después le hallará rebelde". Y en la misma parte se dice: "El
siervo no se puede enmendar con palabras, porque entiende lo que dices, y menosprecia el
responder".
Mas a veces no es fuera de razón el tratarlos con blandura, cuando se ha de pelear con los
enemigos; y entonces se puede dar libertad a los esclavos, porque suelen ser atrevidos para
acometer. De adonde se escribe en el tercer libro de los Reyes que el Rey Acab, por mandato
de Dios, con los siervos de los Príncipes de las provincias acometió y puso en huida al Rey de
Siria. Y así cuentan las historias de los Romanos, que cuando fueron vencidos en la batalla de
Cannas fue tanta la mortandad y estragos que se vieron forzados a llamar a los que estaban
desterrados y forajidos, y dar libertad a los esclavos, de la cual gente compusieron un ejército
para defensa de la ciudad.
Pues como los Lacedemonios tuviesen inquietos sus confines, por eso llevaban con
blandura a sus siervos.
Los confines de los Lacedemonios, como dice el mismo Aristóteles, llegaban a las
provincias de Arcadia y de los Nisenos, y a Tesalia, y por otra parte a Acaya y a Tebas, gentes
que antiguamente fueron muy varoniles.
Repréndense, pues, los Lacedemonios por la causa referida, si a los populares, a que
llamaban siervos, les sufrían sin refrenarles sus errores; pero esto se podía tolerar si sus
confines se hallaban muy trabajados de enemigos, como dijimos; porque así se les da
atrevimiento para acometer y refrenar la malicia de los enemigos; y por la misma causa daban
libertad a las mujeres para andar por todas las partes que querían, con lo cual se hacían lascivas,
y así son reprendidos del Filósofo, porque no les quitaban el hacer caminos adonde les parecía,
lo cual es para las mujeres un lazo de lujuria, como se vio en Dina, hija de Jacob, que fue
forzada de Sichem, hijo del Rey de Emor, porque andaba discurriendo sin guarda por las
tierras. De adonde es, que en el capítulo veintidós del Eclesiástico se dice: "Pon guarda a la
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hija, que no mira por sí; porque si halla ocasión no use mal de su persona". Y así sucedía en
Lacedemonia, que vivían a su gusto por la mucha libertad. Pero Aristóteles excusa a los
Lacedemonios por las demasiadas ocasiones de guerra que tenían; por lo cual era forzoso que
sus mujeres fuesen a unas partes y a otras, para proveer y gobernar sus familias, lo cual siendo
sin esta causa fuera mal gobierno.
Lo tercero que Aristóteles disputa acerca del gobierno Político de los Lacedemonios, es en
cuanto a los soldados, si se debían casar o juntar con mujeres, porque con esto se distraen de
las cosas de la guerra; siendo así que el ánimo se enflaquece con el acto del deleite carnal, y se
hice menos varonil, según se ha dicho, y es sentencia de Platón, como refiere Teofrasto, que a
los que tratan de las cosas de la guerra, no les conviene casarse.
Pero Aristóteles reprueba esto en el segundo libro de los Políticos, porque la gente de
guerra naturalmente son inclinados a cosas de lujuria. La causa se da en un librillo de problema,
traducido de Griego al Latín, dirigido al Emperador Federico, y el Filósofo introduce allí la
fábula de Hesíodo Poeta, en que se trata de los amores de Marte y Venus, por donde, si los
apartan de las mujeres, darán en otros vicios peores, y así Aristóteles reprueba el parecer de
Platón en esto, diciendo que mejor es tratar con las mujeres carnalmente que caer en otros
vicios más viles. Por lo cual dice San Agustín que las rameras son en el mundo como la sentina
en la nave, y como las secretas en un palacio, que si las quitas de él se vendrá a henchir de
hediondez, y lo mismo en la nave, si no hubiese en ella sentina. Quita las rameras del mundo, y
se henchirá de sodomía. Y por esta causa dice el mismo San Agustín que la ciudad terrena hizo
torpeza lícita el uso de las casas públicas. Y también este vicio de la sodomía, dice el mismo
Filósofo en el séptimo libro de las Éticas, que sucede de viciosa naturaleza, y de perversa
costumbre. Ni de estas cosas se puede señalar conveniencia, ni disconveniencia; porque no son
por sí deleitables, según la humana naturaleza, las cosas por las cuales no puede haber en ellas
medio de virtud; y esto concuerda con lo que dice el Apóstol, escribiendo a los Romanos,
adonde llama a estos actos pasiones ignominiosas.
Lo cuarto en que Aristóteles reprende el gobierno Político de los Lacedemonios, es en la
desigual división de las posesiones; porque había ciudadanos que ocupaban toda una provincia
por medio del dinero, como acontece en los logreros, y los otros ciudadanos dejan la tierra y
viene a quedar la provincia despoblada.
Y también los tacha en cuanto a las mujeres casadas, porque les concedían las dos partes de
la hacienda de los maridos difuntos por razón de la dote, de la manera que en Francia llevan la
mitad, y lo restante se distribuía entre los herederos, y en los legados del difunto. Mas, aunque
fuese tolerable entre los Lacedemonios el disminuirse las posesiones de los demás ciudadanos,
con todo eso no se debía hacer en cuanto a los soldados, porque por ellos se conserva una
ciudad en su ser y potencia; y así dice Aristóteles que les sucedió a los Lacedemonios que
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vinieron a deshacerse y volverse en nada por esta causa, teniendo antes de ordinario diez mil
hombres de guerra, que entre los antiguos no era poco.
Estos son aquellos Espartanos de quien se trata en el segundo libro de los Macabeos, que,
por ser de ánimos varoniles, los tenían los Judíos y los Romanos por especiales amigos.
CAPÍTULO XV
Repréndese la dicha policía en cuanto a las leyes de los hijos y de los jueces; y muévese
cuestión, si los pobres han de ser elegidos para el gobierno Político.
Otra cosa también reprende Aristóteles en esta policía, que es acerca de la generación de los
hijos, porque habían estatuido para mover los ciudadanos a procurar el aumento de la gente,
que el que tuviese tres hijos fuese levantado a alguna dignidad de las cosas públicas, y el que
tuviese cuatro no pagase tributo ninguno, lo cual era causa de empobrecerse la ciudad, y así
venían a no ser poderosos para hacer guerra a sus enemigos y fue entre ellos causa de
disensiones, por donde su poder vino a disminuirse.
Y el ser este estatuto reprensible se funda en razón, porque el tener muchos hijos no es
obra de virtud, por la cual se merecen las preeminencias, como por guerrear por la República,
que es obra de fortaleza, o el dar buen consejo en las cosas de la ciudad, que pertenece a la
prudencia, o el regir los ciudadanos, que pertenece a la justicia, o el conservarse buenamente
con ellos, que consiste en la templanza; pero que por tener un hombre muchos hijos merezca
premio en la República, esto no es por razón de virtud; porque un hombre vil puede tener
natural para engendrar mejor que otros; y así no es por esto digno de honor, porque este sólo
se le debe a la virtud, como dice el Filósofo en el primer libro de las Éticas.
En todas las obras, pues, del gobierno Político, fuera de ésta en que hablamos, se debe
pesar igualmente entre los ciudadanos la honra y el trabajo, para que se vea lo que se escribe en
el primer libro de los Reyes de David, habiendo recobrado de los Arnalequitas los despojos de
Sizeleth: "Tendrán, dice, su justa parte, el que fue a la pelea y el que quedó para llevar el
bagaje". Y aunque la ley de Moisés maldice la estéril, como parece en el Éxodo y en el
Deuteronomio, y para multiplicar la generación se les permitió tener muchas mujeres, no se les
concedió sino en orden a virtud, refiriéndolo al culto divino, como San Agustín dice en el libro
de la Ciudad de Dios.
También reprende el Filósofo entre los Lacedemonios otra cosa por donde se destruyó su
gobierno Político, que es acerca de la elección de los jueces, porque los elegían pobres, los
cuales, forzados de la necesidad, se dejaban corromper de los mayores por dineros, por donde
era oprimida la justicia y ejercitada la tiranía; y así el Filósofo, en comparación de este modo de
gobierno Político, alaba más la Democracia, porque faltando en la ciudad hombres virtuosos
para gobernarla, de los cuales se constituye el Principado que llaman Aristocracia, se gobernaría
mejor por los ricos, aunque sean malos, el cual Principado se llama Democracia. Así que no
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conviene a la República hacer jueces a los pobres y codiciosos. De donde es que cuentan las
historias que siendo elegidos por los Cónsules Romanos dos varones que fuesen a gobernar a
España, de los cuales uno era muy pobre y el otro muy avariento, porque litigaban sobre cual
había de ir, fueron llevados sus nombres al Capitolio, y Escipión Africano fue de parecer que
no se enviase ninguno de ellos, diciendo que cada uno destruiría el gobierno Político, y otro
cualquiera, porque los tales son para las ciudades como sanguijuelas en el cuerpo humano. De
donde es que en los Proverbios se dice: "Dos sanguijuelas son las hijas que están diciendo, trae,
trae". Como que su principal intento sea el sacar dinero.
¿Pero, qué diremos del Cónsul Fabricio, que fue pobrísimo, como escribe Valerio Máximo,
y de Lucio Valerio, de quien dijimos que había muerto en suma pobreza? Sobre lo cual es
menester hacer distinción de ella; porque es de dos maneras, conviene, a saber, voluntaria y
forzosa: voluntaria fue la de Cristo y sus Discípulos, y ésta tuvieron Fabricio y Lucio Valerlo,
Cónsules Romanos, los cuales, por gobernar bien la República, menospreciaron las riquezas,
porque, como dijimos arriba hablando de él, quiso más Fabricio mandar a los ricos, que
enriquecerse a sí mismo.
Esta pobreza no se excluye del gobierno, sino la segunda, que es la forzosa; porque
raramente o nunca gobierna bien, ni trata sino de henchir su vacío apetito. La razón de lo cual,
y la diferencia de estas dos pobrezas, se puede sacar del fin de cada una de ellas. El fin de la
pobreza voluntaria es un bien honesto o de virtud, y el fin de la pobreza necesaria es un bien
útil a que está inclinado su apetito, esto es, por cuya causa hace las cosas, como lo dice el
Filósofo; y así todo lo que hacen los que tienen esta pobreza, lo hacen a fin de henchir el
vientre v la bolsa, pero los que tienen pobreza voluntaria, como quien ha menospreciado las
riquezas, todo lo que hacen lo encaminan a fines virtuosos, y así, cuando gobiernan las
ciudades, siempre procuran en ellas el bien de la virtud, el cual es el bien de los hombres, como
dice Aristóteles en el primer libro de las Éticas.
Además de esto, la naturaleza ninguna cosa obra en balde, como el mismo Filósofo dice en
el primer libro del cielo; y el apetito de los que no tienen riquezas no siendo de su voluntad
siempre atiende a alcanzarlas, y si no lo consigue, quedará frustrado de su intento, y por tanto
la naturaleza le impele a esto, como la que procura que no haya cosas vacías, las cuales ella no
puede sufrir, y por esto es cosa peligrosa para la República que los pobres sean elegidos por
Gobernadores o Jueces, como dice el Filósofo, sino cuando la pobreza es de propia voluntad,
porque entonces es sin codicia, que es la raíz de todos los males, como escribe el Apóstol,
porque para el gobierno es bonísimo el pobre como aquél de que e escribe en el Eclesiástico
que se halló un varón pobre y sabio, que libró la ciudad con su sabiduría, conviene a saber no
impedido con ninguna codicia.
287
CAPÍTULO XVI
Trátase todavía de la policía de los Lacedemonios, en cuanto al Rey que elegían, reprobando
el modo que en esto tenían, y mostrando los inconvenientes que se seguían de él.
Además de lo dicho, aún hemos de tratar del gobierno de los Lacedemonios, porque dicen
los historiadores, como Justino Español, grande escritor de cosas antiguas, que tenían Rey en
su ciudad, y el mismo Aristóteles lo afirma en el tercero de sus Políticas, y dicen que tenían Rey
en su tierra de la manera que los tuvieron los Romanos, y esto lo vemos también en muchas
partes de Europa, así en las Orientales como en las Septentrionales, y con todo eso, aunque
tienen Rey, cada ciudad tiene sus leyes y modo de gobierno Político, como en Francia, España
y Alemania.
Así que los Lacedemonios, los cuales también se llamaron Esparcianos o Espartanos,
tuvieron Rey, y entre los que reinaron fue uno Catello, de cuyo gobierno, según el mismo
Justino escribe, se encargó Licurgo, siendo él aún niño, como diremos cuando trataremos de la
policía de los Cretenses.
Y acerca del gobierno de los Espartanos o Lacedemonios, prosigue el Filósofo
reprendiéndoles en muchas cosas. Lo primero, en cuanto al elegir el Rey, porque, en teniendo
ocasión, no sufrían que el gobierno fuese perpetuo, ni que lo fuese de por vida, queriendo
guardar el modo de los gobernadores .Políticos, lo cual era en mucho perjuicio del gobierno,
porque con esto se enflaquecía la potestad de los ministros, y a los súbditos se les daba ocasión
de levantarse para no guardar las leyes, y así no podían hacer Reyes varones perfectos y
virtuosos.
Y por esta causa, aunque el Filósofo no lo dice, cuentan las historias que los Lacedemonios
eran gente indomable, hasta que el mismo Licurgo los reguló v compuso con la madurez de
sus costumbres y con sus preclaras leyes, de las cuales se dirá adelante.
Y de lo que hemos dicho se seguía un inconveniente, que señala el Filósofo, y era, que si
enviaban Embajadores a otra ciudad o provincia, como unos eran del bando del Rey y otros
fuesen sus enemigos, se conocía su disensión y disconformidad, por donde no eran bien
recibidos, y sus embajadas pocas veces conseguían su pretensión. Y se ha de advertir que
aunque los Cónsules en Roma eran anuales, como ya dijimos y se señaló la causa, y como lo
eran los Magistrados en Atenas, no había de ser de esta manera el Rey, porque antes, si no es
perpetuo, es peligrosísimo para los ciudadanos, porque como se ha dicho es diferencia entre el
Rey y los gobernadores Políticos que el Político juzga el pueblo sólo por las leyes de su ciudad,
pero el Príncipe que es Rey, fuera de las leyes que ya están estatuidas hace otras, cuando el
tiempo lo requiere para el mejor fin de su gobierno y para el bien de su gente. Y si el que es
Príncipe de esta manera gobierna por tiempo limitado y no es perpetuo, suele precipitarse en el
juzgar, o contra los ciudadanos que trataren de mudarle, o con el deseo de conseguir alguna
cosa que pretenda o por hacer favor a los que son sus amigos. Lo cual no haría si hubiese de
288
reinar siempre; y para lo primero tenemos ejemplo en aquel que dijo en el Evangelio de San
Lucas, exponiendo como suena la letra: "Traedme aquí aquellos enemigos míos, que no
quisieron que yo fuese su Rey, y dadles la muerte delante de mí". Y de esta manera, como
cuentan las historias, Herodes hizo matar muchos de los nobles Judíos que procuraban quitarle
el Reino.
Y para lo segundo, se puede también tornar ejemplo en aquel mal mayordomo en el mismo
Evangelio, que se puede extender a cualquier grado de gobierno, porque los tales tienen las
veces de sus señores en la tierra. Lo cual es también entre los Príncipes, respecto de Dios; y si
temen que les han de ser quitados los oficios, hacen amigos a costa del tesoro público de la
República en que gobiernan; en todo lo cual se echa de ver que es grandemente peligroso dar
libertad a los que gobiernan por tiempo limitado, para gobernar y hacer justicia por su arbitrio.
Mas si el dominio es perpetuo, el que gobierna tendrá cuidado de sus súbditos como de
cosa propia; y cada día continuamente pondrá su solicitud como sobre riquezas suyas naturales
y tesoro indeficiente, por lo cual los gobierna como el pastor los rebaños y el hortelano las
plantas. Que sienten en sí mismo cualquiera daño que reciben.
CAPÍTULO XVII
Pónense algunas otras cosas por la misma causa dignas de represión en la policía de los
Lacedemonios, que eran materia de disensión en el pueblo.
Tenían estos tales señores que gobernaban en Lacedemonia, una costumbre nacida por
ventura de la misma causa que tratamos, porque eran Príncipes que no tenían cuidado de la
república. Lo primero que hacían en sus solemnidades y ostentaciones era poner exacciones y
cargas en el pueblo, de adonde lastimados los pobres movían sediciones. Y así era el más
poderoso el gobierno Político, por lo cual alaba más el Filósofo que estas cosas las hicieran a
costa del tesoro público, lo cual dice que fue costumbre y ley en Creta, porque las exacciones y
tributos multiplicados en el pueblo, si no es con causa urgente, como es la conservación de la
ciudad y provincia, conturban los súbditos, y son entre ellos causa de disensiones.
Y también de la misma causa nacía otro inconveniente, que el Príncipe de la mar, que
tenían, se hacía distinto de la misma república, de lo cual se seguía división en las voluntades, y
por consiguiente disensión en el gobierno, lo cual no sucediera así siendo el Príncipe perpetuo,
porque cualquiera que fuera general de la ciudad le estuviera sujeto. Y hace mención el
Filósofo del Príncipe de la mar, porque señoreaban mucho en ella los Lacedemonios.
Conclúyese también que acaso por la misma causa tenían mal gobierno, en que no elegían para
la guerra varones que fuesen fuertes por la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro
principales, por la cual los ciudadanos se ofrecen a la muerte, como lo hizo Régulo volviéndose
a África, sino que aquellos soldados o Príncipes tenían parte de esta virtud, la cual no alaba el
Filósofo en su Política. Porque en el tercero de las Éticas hace distinción de la fortaleza,
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diciendo que es de dos maneras. La una de ellas es de la que habla aquí, la cual llama militar,
que se funda sólo en las fuerzas corporales, y a ésta llama parte de virtud o de fortaleza, porque
se requiere algunas veces para la que lo es verdadera. La otra fortaleza es la que por causa de la
república se expone a los peligros, y no los huye, ni muda de su propósito por mucho que se
aumenten. De la cual dice Séneca en el libro de la Providencia de Dios: "Varones excelentes,
iguales en fortaleza, busca para probarlos la fortuna. Experimenta el fuego en Mucio; la
pobreza en Fabricio; el destierro en Rutilio, el veneno en Sócrates, y la muerte en Catón". Y de
esta virtud también se trata en el primer libro de los Macabeos, donde hablando Matatías de su
hijo, dice: "Judas, que desde su juventud ha sido hombre de muchas fuerzas, será vuestro
Príncipe, y tratará de las guerras del pueblo", el cual por su fortaleza por causa de la república
no se rindió a los enemigos, sino que por ella, acabadas las fuerzas del corazón, murió en
medio de la batalla.
La primera suerte de fortaleza, de que se ha dicho, es imperfecta, y la segunda es virtud
perfectísima, y así elegir para la guerra soldados o Capitanes que no sean fuertes según el
segundo modo de fortaleza, no es buen gobierno, porque los que tienen la primera muchas
veces se hacen Tiranos o se dejan vencer en los peligros, como hemos dicho. Y por esta misma
causa de no ser el Príncipe perpetuo, ni aun de por vida, no había entre los Lacedemonios cosa
señalada de común para los gastos de la gente de guerra. De adonde se seguía que los soldados
de experiencia no trataban de las guerras del pueblo por la falta de paga, de que no los podía
proveer la república, y así ejercitaban la guerra los que no sabían de ella, conviene a saber, los
plebeyos inexpertos y codiciosos de dinero.
Y esto reprueba Aristóteles en el mismo libro, porque muchas veces es causa de la ruina del
pueblo.
Esto pues, baste haber dicho del gobierno de los Lacedemonios.
CAPÍTULO XVIII
Aquí se trata del gobierno político de los Cretenses, y de la diferencia entre éste y el de los
Lacedemonios, y de los primeros autores de aquel gobierno y de las leyes de Licurgo.
Trata también Aristóteles en el mismo libro del gobierno político de los Cretenses, el cual
dice que fue fundado por Licurgo, hermano de Polibia, Rey de los Lacedemonios, que fue
padre de Catello, como refiere Justino; y también por Minos, Rey de la misma isla, los cuales
fueron los primeros que dieron leyes en Grecia, y a aprenderlas vino peregrinando Pitágoras,
que también las enseñó a los Cretenses, como dice el mismo Justino, el cual hace mención de
estos dos filósofos; y aunque los historiadores hablan variamente de Licurgo nosotros
seguimos la relación de Justino, porque fue preclarísimo escritor antiguo de historias.
De lo que hemos dicho sucedió por ventura que los Lacedemonios y los Cretenses tuviesen
un mismo modo de gobierno político, por lo cual dice el Filósofo que en esto imitaban a los
290
Lacedemonios los Cretenses, como que de ellos hubiesen recibido las leyes; pero, aunque
conformaban en muchas cosas, se diferenciaban en los convites y festividades.
Porque lo que en esto se gastaba entre los Cretenses era del tesoro común, que se juntaba
de los frutos y ganados que los de la tierra ofrecían en los sacrificios que hacían a sus Dioses,
de la manera que tuvieron principio los diezmos.
Diferenciábanse también en cuanto a las mujeres; porque los Lacedemonios cuidaban
mucho de multiplicar su sucesión, y los Cretenses no tanto.
Y lo tercero en que se diferenciaban era en la agricultura, porque las tierras de los
Lacedemonios las labraban los esclavos, y las de los Cretenses los naturales, los cuales hacían
las ofrendas que hemos dicho.
La cuarta diferencia era que entre los Cretenses elegían Cónsules o Sabios, a los cuales
llamaban Bosmoim, que significa viejos adornados, y estos no los escogían de entre todos, sino
de los mayores de la república, y eran muchos en número. Pero los Lacedemonios de entre
toda la gente escogían los que llamaban Éforos, que quiere decir Procuradores de la república,
y éstos eran menos; lo cual alaba más Aristóteles, siendo así que se daba menos ocasión de
revolverse el pueblo, porque la razón de la disensión que había entre los Cretenses era porque
antiguamente tenían Rey, como ya dijimos, y en el tiempo de Aristóteles ya no tenían sino
Capitán, y éste le elegían estos sabios que hemos dicho; y porque el pueblo nunca tenía parte
en la elección era causa de envidia, y por consiguiente de odio.
Pero los Lacedemonios, aunque tenían Rey por el tiempo que les parecía, era con todo eso
elegido por aquellos Sabios que eran escogidos de todos los géneros de gente de la ciudad, y
esto parecía conforme a razón, que el Rey fuese elegido por concurso de todos los que se
juntaban para el gobierno del pueblo, como hoy comúnmente hacen las ciudades de Italia;
porque esta significación trata consigo este nombre de ciudad, la cual, según San Agustín en el
primer libro de la Ciudad d Dios, es una muchedumbre de hombres, junta con algún vínculo
de compañía, de adonde ciudad se dice como unidad de ciudadanos. Y siendo así que este
nombre de ciudad incluye en sí a todos los ciudadanos, parece cosa razonable que para su
gobierno sean elegidos de todos los estados de ellos, según lo pidieren los merecimientos de
cada uno.
Así que en esto parecía mejor el gobierno Político de los Lacedemonios que el de los
Cretenses; y conviniendo estas dichas provincias en muchas cosas, como dice el filósofo, con
todo eso se diferenciaban en algunas de la manera que se ha dicho; y esto baste haber tratado
del gobierno de los Cretenses, conforme a lo que escribe de ellos Aristóteles.
Pero, porque hace mención de Licurgo, me parece conveniente poner aquí lo que las
historias cuentan de sus leyes; porque dice el mismo Justino que este Sabio dio preceptos a los
Lacedemonios y Cretenses, y obligó a los Lacedemonios bajo juramento a guardarlos, hasta
que volviese de cierta peregrinación que fingía hacer al templo de Apolo para consultarle sobre
291
su bien de ellos. Con esto se fue a Creta, y muriendo allí les dejó los mismos preceptos, y
mandó que su cuerpo fuese echado en la mar, para dar eternidad a sus leyes, con lo que
primero las había comenzado a enseñar.
Las leyes que enseñó las refiere en compendio Justino. Lo primero quitó el tener ningún
género de oro, y permitió al pueblo elegir senadores, y criar los magistrados que quisiese.
Mandó partir los campos igualmente entre todos, para que siendo iguales las haciendas
ninguno fuese más poderoso que otro. Mandó que 1os convites se hiciesen en público, para
que los deleites y riquezas de ninguno fuesen ocultos. No permitió que los mancebos se
pusiesen más de un vestido cada año, ni que unos anduviesen más aliñados que otros, ni
comiesen con más opulencia. Mandó que no se comprasen las cosas por dinero, sino por
recompensa de otras mercaderías; que los mancebos no se criasen por las laxas sino en el
campo, para que no ocupasen los primeros años en ocio y deleites, sino en ejercicio y trabajo;
que no dejasen de hacer ninguna cosa por causa del sueño, ni volviesen a la ciudad hasta ser ya
hombres.
Quiso que las mujeres se casasen sin dote, para que no fuesen escogidas por causa de la
hacienda, para que, no mirando a la dote, las tuviesen los hombres más sujetas. Señaló las
mayores honras para los ricos ni poderosos, sino para los ancianos, estatuyendo que nunca
hubiese en la tierra, lugar más honrado que para la senectud.
Éstas, pues, fueron las leyes de Licurgo, de las cuales el filósofo no habla, y de que sería
largo tratar cuáles sean, y así se deja al presente, pero no contradice a lo que hemos dicho que
el filósofo dice del mismo Licurgo.
CAPÍTULO XIX
Aquí se trata del gobierno Político de los de Calcedonia, cómo fue famoso, y en qué cosas
convenían con ellos los Lacedemonios y Cretenses, y en qué se diferenciaban.
Pero ahora trataremos también del gobierno Político que tenían los de Calcedonia, el cual
alaba mucho Aristóteles, diciendo que estas tres repúblicas de los Lacedemonios, Cretenses y
Calcedonios fueron las más famosas entre los griegos, porque fueron ordenadas más conforme
a la virtud.
Es Calcedonia ciudad situada en Tracia, adonde fue celebrado el cuarto Concilio de
seiscientos treinta Obispos, en tiempo de León primero, hallándose presente el Príncipe
Marciano, lo cual no fue sin grande abundancia de la provincia poder tener provisión para
tanta multitud de Prelados.
El gobierno, pues, de esta ciudad, antepone Aristóteles a los demás en el segundo libro de
los Políticos, aunque en el que tuvieron las dos ciudades de que hemos hablado le fueron muy
semejantes, de la cual bondad y perfección pone Aristóteles tres señales: la primera, que los
que gobernaban vivían ordenadamente, y ejercitaban sus oficios con tranquilidad y con
292
estabilidad de costumbres; la segunda, que en el administrar las cosas de la república eran muy
concordes, ni hubo entre ellos sedición tal que fuese digna de hacerse mención de ella en las
historias, ni de otro ningún modo; y la tercera señal de la bondad de este gobierno saca el
Filósofo del quieto dominio que tuvieron, porque entre ellos nunca se levantó ningún señor, ni
noble, ni otro poderoso, que usare de tiranía.
Dice más Aristóteles de lo que conformaban los Lacedemonios con los de Calcedonia, pero
que éstos tenían más excelente modo. Lo primero en los convites y fiestas, pues en las
demostraciones que hacían con personas graves, entre los Lacedemonios, contribuían todos
para ellas; pero los de Calcedonia tenían modo más honesto, porque esto se hacía sin oprimir a
los pobres.
Lo segundo en que convenían era la elección de los ancianos y del Rey. Pero en esto
diferían en que los Lacedemonios elegían de cualesquiera del pueblo los que llamaban Éforos,
y eran pocos, y a éstos les tocaba la elección del Rey; pero los de Calcedonia elegían más en
número, y de los mejores, a los cuales Aristóteles llama Príncipes, y eran en Calcedonia ciento
cuatro, y se les daba este nombre por la virtud de su dominio, porque con ninguna cosa se
gobierna mejor que con ella; a éstos mismos llama el Filósofo Genesios, que quiere decir
honrados, y su oficio era asistir con el Rey, y elegirle.
Además de esto se diferenciaban los de Calcedonia de los Lacedemonios, porque a éstos
que dijimos, no los elegían de todas gentes indiferentemente, sino de los que eran más dignos
de ser elegidos, según la virtud, y da la causa de esto Aristóteles, porque los que son de bajas
partes levantados al Principado casi siempre son dañosos a la república. Y así alguna vez lo
fueron a la de Calcedonia, conforme aquello del Poeta: "Ninguna cosa hay más áspera que un
bajo levantado a lugar alto". De adonde es que en el capítulo 9 del Eclesiastés se dice, como de
cosa que es en mucho detrimento del gobierno: "Hay un mal, que vi debajo del sol, y que
como por yerro procede de la presencia de los Príncipes, un necio puesto en sublime dignidad,
y sentarse los ricos abajo de él; vi esclavos en caballos, y los Príncipes andar a pie como los
esclavos".
Y también no elegían los de Calcedonia siempre a los de un mismo linaje, porque la
naturaleza muchas veces falta en el proceso de una generación, pero levantaban a los hombres
virtuosos de cualquier género que fuesen, para hacer los Príncipes o Genesios, que, como
dijimos, quiere decir honrados viejos.
Y en esto imitaban el modo de gobierno Aristocrático, que es el Principado de pocos y
virtuosos, el cual tenían verdaderamente los Calcedonios, porque el Rey con algunos hombres
honrados y virtuosos trataba de las cosas que se habían de hacer en la ciudad, sin requerirse el
consenso del pueblo, de la manera que se escribe de los Romanos en el primero de los
Macabeos, que tenían un consejo de trescientos veinte hombres, que trataban de lo que tocaba
a la demás muchedumbre, para poner por obra lo que conviniese.
293
Y aunque el Rey podía hacer lo mismo con acuerdo de los dichos Genesios, con todo eso
algunas veces se pedía su parecer al pueblo sobre algunas cosas que se habían de hacer, el cual
podía consentir en ello o denegarlo; así que no se podía hacer nada si el pueblo no venía en
ello, después de serle propuesto, y entonces se reducía el estado del gobierno al Principado
Democrático, porque esto era en favor de la gente plebeya; y algunas veces se encargaban
algunas cosas a pocos, y entonces el Principado se llamaba Oligárquico, porque elegían cinco
personas de entre los ricos, a los cuales llama Aristóteles Pentacontarcos, y a éstos les tocaba el
elegir aquellos ciento y cuatro honrados, o Genesios, y esto fue principio del gobierno de los
Calcedonios, el cual modo observan hoy las ciudades de Italia, y principalmente las de Toscana.
Y estos modos fueron también guardados de los Romanos todo el tiempo que duró el
Consulado; porque primero fueron creados los Cónsules, que eran dos, y después el Dictador y
el Maestro de la Caballería, como lo cuentan las historias, y a éstos pertenecía todo el gobierno
de la ciudad, y así era regida con Principado Aristocrático. Más adelante fueron creados los
Tribunos en favor del pueblo, sin los cuales los demás ministros no podían ejercitar el
gobierno, y así se juntó al que decimos el Principado Democrático.
Después, con el discurso del tiempo, los Senadores tomaron todo el poder del gobierno, si
bien ya habían sido instituidos por Rómulo, porque dividió la ciudad en tres partes, en
Senadores. soldados y plebe, y entonces, mientras hubo Reyes en Roma, tuvieron los
Senadores el lugar que los ancianos que había en Lacedemonia y se llamaron Éforos, o como
en Creta los que se llamaban Cosmos, o los Genesios en Calcedonia, de que ya hemos dicho; y
porque los Senadores principalmente eran contenidos en la multitud de la ciudad, por eso
entonces el Principado de los Romanos era llamado Político; pero cuando se corrompía este
gobierno por la potencia de alguno, como en el tiempo que se levantaron las guerras civiles,
entonces se regía con Principado Oligárquico.
Esto se ha dicho para mostrar que el gobierno de los griegos concordaba mucho con el
nuestro, aun en los tiempos de Aristóteles.
CAPÍTULO XX
Cómo Aristóteles tratando de la policía de los Calcedonios da un documento para la
elección del Príncipe, si ha de ser elegido rico o pobre; y de la manera que el pobre virtuoso
debe ser sustentado, y si conviene que uno gobierne cosas diferentes.
Enseña también el mismo Filósofo en el gobierno de los Calcedonios un documento acerca
de las elecciones, y es que no se hagan con arte o por suertes, sino que se elijan de los
virtuosos, porque acontece que algunas veces cae la suerte sobre algún pobre, el gobierno de
los cuales es peligroso, porque, como él mismo dice y arriba mostramos, es imposible que el
que tiene necesidad gobierne bien, y que pueda tratar como conviene de los negocios públicos;
porque por la necesidad es sediento de las ganancias, y se aparta de la virtud ni puede ser señor
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de sí, para tener el ánimo quieto, o que, como dice Salustio de los antiguos Romanos, le tenga
libre en las cosas en que hubiese de dar consejo.
También enseña otro precepto que dice tenían en su gobierno los de Calcedonia, cuando se
ofrecía elegir algún pobre que fuese virtuoso; que para quitarle la ocasión de darse a ganancias
ilícitas la República lo proveía de lo necesario. De adonde es que en cualquiera gobierno hay
instruidos estipendios del tesoro público, como dice San Agustín, para que dejando de
procurar las ganancias no se haga rico el robador, o de los bienes de cada uno que vive debajo
de tal gobierno, como son los tributos y rentas que se deben a los señores por cierto derecho
natural, como prueba el Apóstol escribiendo a los Romanos en el primer capítulo: "Por tanto,
dice, les pagáis tributos, porque son ministros del Señor, que le sirven en esto". Y en la primera
Epístola a los Corintios: "¿Quién milita jamás a su costa?, ¿quién apacienta un rebaño, y no
come de la leche?"
Pero de esto nace una cuestión que el mismo Aristóteles toca tratando de este modo de
gobierno, que es si los ricos deben ser siempre elegidos para gobernar, porque en esto se da
ocasión a que los hombres amen y procuren las riquezas por cualquiera camino que puedan,
por cuanto la naturaleza humana siempre apetece el honor, como escribe Valerio Máximo,
comparando la Oligarquía con la Aristocracia, porque según la Oligarquía siempre se eligen los
ricos; mas conforme a la Aristocracia siempre se escoge al virtuoso, porque sea rico o sea
pobre, como viva virtuosamente, siempre se debe elegir en la verdadera policía; pero hay
menos peligro en los ricos, porque tienen los instrumentos de la vida humana, con que pueden
ejercitar sus oficios honestamente, salva la justicia de los súbditos.
Y escribe otras muchas cosas el Filósofo de la policía de los Calcedonios, comparando el un
Principado al otro, pero concluye haber dos cosas reprensibles entre ellos. La una, que
permitían que un mismo Príncipe gobernase cosas diferentes, lo cual él reprueba, mostrando
que era mucho mejor, y cosa más digna, y que conviene más a un Principado, que sean más los
que gobiernen cosas diferentes, y que no sea una sólo el que gobierne muchas.
Y la razón de esto se puede sacar de las palabras del Filósofo en la misma parte, porque
gobernando cosas diferentes, el acto conveniente a la una es impedido por otro conveniente a
otra, donde pone este principio de que saca el argumento, diciendo que una obra es
perfeccionada cumplidamente por uno, para lo cual pone dos ejemplos: uno de los que tañen
flautas o cítaras y de los que bailan, porque en sus obras se contrarían a sí mismos, y en los
instrumentos, porque la flauta o la cítara requieren un hombre inteligente en la música, y
manos ágiles y sutiles; pero en el que baila nada de esto requiere, porque basta aunque sea un
aldeano con las manos ásperas y escabrosas, de manera que así acontece en los que gobiernan
cosas diferentes, que se contrarían unas a otras, como el tañedor de la flauta al que baila.
Otro ejemplo trae de la guerra por mar y de la de tierra, porque no es conveniente que
ambas las gobierne una misma persona, porque no son semejantes las acciones en ellas, siendo
295
uno el modo de pelear en el campo y otro el de pelear en las aguas, y diferentes instrumentos
requiere la guerra por tierra que por mar, y, por consiguiente, diferentes acciones. De donde se
concluye que es inconveniente que un Ministro gobierne cosas diferentes, y que las pueda
gobernar bien por las acciones e instrumentos que tienen contrarios.
Además de que la virtud es débil en el agente, porque apenas un hombre basta para
gobernarse si mismo; y es cosa dura que quien no sabe moderar su vida sea juez de la aldea,
como dice San Gregorio; y así será mucho más dificultoso el tener muchos gobiernos
diferentes por las causas referidas.
CAPÍTULO XXI
De la policía de Pitágoras, que él aprendió de los dichos filósofos Minos y Licurgo, y cómo
todo su fin fue acostumbrar los hombres a la virtud.
Además de estos modos de gobierno, que el Filósofo toca en su Política, se halla otro
filósofo, de que el mismo Aristóteles hace mención, y éste fue Pitágoras, que floreció dos
edades antes de él y de quien tuvo principio el nombre de filósofo, como escribe Valerio
Máximo, porque no se atrevió a llamarse Sabio, y a contarse en el número de los siete que
habían sido antes de él, sino que quiso llamarse filósofo, que quiere decir amador de sabiduría.
Éste, como enseña Justino Español, habiendo andado en Egipto aprendiendo los
movimientos de las estrellas y el origen del mundo, volvió desde allí a Creta y a Lacedemonia a
aprender las leyes de Minos y Licurgo, de las cuales hemos ya tratado, y en que él fundó su
gobierno Político.
Pero además de esto escribe de él Justino, que viniendo a Crotona, pueblo entregado a la
lujuria, le volvió y redujo a templanza con su autoridad. Alababa cada día la virtud y reprendía
los vicios, y recontaba las caídas de las ciudades que a causa de ellos se habían perdido, de
manera que persuadió a todos a tratar con tanto cuidado de la templanza, que muchos de ellos
parecía imposible que hubiesen caído en el vicio de la lujuria. Y Tulio dice del mismo que con
cierta armonía y género de música extinguía en los hombres este vicio; donde cuenta que como
Pitágoras supiese que un mancebo Tauromitano estaba loco a la puerta de una ramera, su
amiga, mandó que le cantasen en un salterio espondeo, y que con esto le volviera en su juicio.
La doctrina de que viviesen las mujeres apartadas de los varones, y los mancebos de sus
padres, la fomentó siempre, como suele suceder, en el entrarse en religión por las encendidas
palabras de la predicación, o por las obras y excelente vida del que la enseña. Enseñaba a unos
la pudicia y a otros la modestia y el estudio de las letras, y a las matronas que se quitasen los
vestidos ricos, y los demás ornamentos de su grandeza, por ser unos ciertos instrumentos de la
lujuria, y las persuadía a consagrarlos a Juno, y ponerlos en su templo, afirmándoles que la
castidad había de ser su verdadero adorno.
296
Este, pues, habiendo estado en Crotona veinte años, se pasó a Metaponto, y allí murió, del
cual quedó tan grande admiración que de su casa hicieron templo y a él le reverenciaron por
Dios. Escribe también San Jerónimo del mismo contra Joviniano, que tuvo una hija tan
honesta que no sólo conservó la virginidad, sino que presidía en una compañía de vírgenes,
enseñándoles a serlo con su doctrina.
De todo lo cual parece que Pitágoras en el gobierno Político que enseñó, todo su fin y su
intención se enderezaba a atraer los hombres a vivir conforme a virtud. Lo cual muestra
también Aristóteles en su Política, porque todo el verdadero gobierno político se destruye en
apartándose de este fin.
CAPÍTULO XXII
De los documentos de Pitágoras, dados debajo de figuras y enigmas, y de dos fidelísimos
amigos, sus discípulos.
Pone también San Jerónimo en el lugar que dijimos ciertas leyes de Pitágoras para la
conservación de su gobierno, enseñadas, según la costumbre de los antiguos, debajo de ciertas
parábolas y paradigmas.
"Se ha de huir, dice, y apartar por todos caminos la flojedad del cuerpo y la impericia del
ánimo, la lujuria del vientre, y la sedición de las ciudades, y las discordias de casa, y
comúnmente la destemplanza en todas las cosas".
Y de la doctrina de los Pitagóricos son también estas sentencias: "Que entre los amigos
todas las cosas son comunes, y que mi amigo es otro yo", y en cumplir esto pusieron su mayor
cuidado. Y así cuenta Valerio Máximo de dos discípulos de Pitágoras, Damón y Pithias, que se
juntaron con tan vehemente amistad que siendo uno de ellos condenado a muerte por
Dionisio Tirano, y alcanzando tiempo para ir a su patria a componer sus cosas antes de morir,
el otro amigo no dudó de salir por su fiador y ponerse en poder del Tirano. Venido, pues, el
día señalado en que había de volver, y no llegando el condenado, condenando todos por
necedad tan temeraria fianza, el preso decía que no tenían temor de que faltase la constancia de
su amigo; pero en el mismo momento y hora que se había señalado por Dionisio, llegó el que
así lo había prometido, y admirado el Tirano del ánimo de entrambos le perdonó el castigo, y
deseando unirse a gente tan fiel les rogó que le admitiesen a la compañía de su amistad.
Y escribe San Jerónimo otros documentos o leyes que Pitágoras enseña en su policía,
conviene a saber, que se ha de tener gran cuidado con dos tiempos, que son la mañana y la
tarde, esto es, de las cosas que hemos hecho, y de las que hemos de hacer; que después de Dios
debe ser reverenciada la verdad, porque ella sola hace los hombres cercanos a Dios.
Refiere también San Jerónimo sobre el Eclesiastés, que es de Pitágoras aquella sentencia:
Que los hombres habían de callar por cinco años en las escuelas, y que después de estar
eruditos tuviesen licencia para hablar.
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Y se hallan otros documentos y leyes suyas dadas debajo de enigmas, que las cuenta San
Jerónimo contra Joviniano. "No pasarás, dice, la balanza" esto es, no excediendo de la justicia;
"no escarbes el fuego con el cuchillo", esto es, al que está enojado y con ira no le fatigues ni
enciendas con malas palabras; "de ninguna manera pises la corona", esto es, que las leyes de las
repúblicas deben ser guardadas; "el corazón no se ha de comer", esto es, que se ha de apartar la
tristeza del ánimo; "no andes por el camino público", esto es, que no se han de seguir los
yerros de muchos, "no tengas en casa golondrinas", esto es, los gorjeros y habladores no los
recibas en tu compañía, y otros muchos documentos y cosas semejantes a éstas se hallan de él;
porque este filósofo en su modo de gobierno Político enseña más las cosas que se ordenan al
gobierno del alma que al del cuerpo; porque bien reguladas aquéllas las del cuerpo se disponen
más fácilmente.
Y baste al presente lo que hemos dicho de los diversos modos de gobierno Político; ahora
trataremos de la verdadera vida Política, conforme a lo que escribe el Filósofo y otros Sabios.
CAPÍTULO XXIII
En qué consiste la verdadera policía de que nace la felicidad política, que es cuando sus
partes se corresponden entre sí unas a otras.
Y porque, tratando de gobierno Político, es lo mismo que tratar de una ciudad, el modo de
escribir de él depende de la calidad de la ciudad, que según la autoridad de San Agustín ya
dicha, es una muchedumbre de hombres junta con algún vínculo de compañía, que viene a ser
bienaventurada por la verdadera virtud. Y esta definición no es diversa de la sentencia del
Filósofo, que pone la felicidad política en el perfecto gobierno de la República, como se ve en
el primero de las Éticas.
Porque la virtud con que rige el gobernador político, es como la del arquitecto, respecto de
las otras virtudes que hay en los demás ciudadanos, porque las demás virtudes civiles se
ordenan a ella, como el arte de la Caballería y del tirar flechas se ordenan a la militar, y por
tanto, por ser virtud suprema, consiste en sus operaciones la felicidad de la república, como lo
siente el Filósofo en el libro dicho; porque de esta manera sucede en una verdadera y perfecta
policía lo que en un cuerpo bien dispuesto, en que las fuerzas orgánicas están en perfecto
vigor. Y si la virtud suprema, que es la razón, dirigiere las demás potencias inferiores, y se
movieren a sus mandatos, entonces resulta una cierta suavidad y perfecta delectación de las
fuerzas entre sí mismas, a la cual llamamos armonía. De adonde es, que San Agustín, en el
tercer libro de la Ciudad de Dios, dice que una república o ciudad bien dispuesta se compara a
las voces de los músicos, adonde de diversos sonidos proporcionados entre sí se hace el canto
suave y deleitoso a los oídos.
Y esta república propiamente fue en el estado de la inocencia regulada por la virtud de la
original justicia, además del acto del conocimiento divino, de lo cual entonces se causaba una
298
felicidad contemplativa, y aun después acá por virtud participada en los varones perfectos, para
no querer sino aquello que la regla de la razón manda, y lo que place a Dios.
Y de esta razón se movió el Filósofo a comparar una república o policía a un cuerpo natural
orgánico, en el cual hay movimientos dependientes de un movedor o dos, como son el corazón
y el cerebro y con todo eso en cualquiera parte del cuerpo hay operaciones propias, que
corresponden a los primeros movimientos, y que se ayudan unas a otras. De donde afirma que
este cuerpo es animado por beneficio del favor divino, y que por orden de Dios sumamente
justa usamos de la razón; lo cual confirma el Apóstol San Pablo en la primera epístola a los
Corintios, mostrando que toda la Iglesia es un cuerpo distinto en partes, pero unido con el
vínculo de la caridad; así que para el verdadero gobierno Político se requiere que los miembros
sean conformes con la cabeza, y que no discuerden entre sí, y que todo sea dispuesto en la
ciudad de la manera que decimos.
Además, vemos también que las causas y las cosas causadas, y las que mueven, y las que son
movidas, tienen entre sí una debida proporción en cuanto a la influencia, porque las cosas
inferiores se mueven según el movimiento superior, y las superiores mueven cuando es
conveniente a las inferiores, siendo así que en la naturaleza criada hay este orden de las cosas
superiores a las inferiores, y también al contrario, mucho más debe haberla en la naturaleza
intelectual, cuanto es más perfecta entre las cosas que tienen ser; y si esta composición causa
suavidad contemplándola, mucho mayor la causará puesta por obra. Y de aquí se movieron los
Pitagóricos a decir que había melodía en los cuerpos celestiales, como lo dice el Filósofo en el
segundo libro del Cielo, por los movimientos ordenados que tienen y que jamás faltan, de
adonde procede una suma suavidad, y porque ésta debía haber de ser animada por esto dijeron
que gozaban de felicidad; luego el vivir de esta manera políticamente hace la vida perfecta y
feliz.
Fuera de esto, como ya dijimos de sentencia de San Agustín, el orden es una disposición de
cosas iguales y desiguales, que da a cada uno lo que le toca, por la cual definición damos
diferentes grados en una república, así en la ejecución de los oficios como en la sujeción y
obediencia de los súbditos, por lo cual entonces es perfecta una congregación de compañeros,
cuando cada uno en su estado tiene debida disposición y operación; porque así como un
edilicio es durable cuando sus partes están bien situadas, así también acontece en una república
que tiene firmeza y perpetuidad cuando cada uno, sea el que gobierna, el ministro o el súbdito,
obran debidamente, conforme requieren las acciones de su estado. Y porque allí no hay
ninguna repugnancia, por eso consiguientemente habrá suma suavidad y firmeza de estado, lo
cual es propio de la felicidad política, como dice el Filósofo.
Estos tales gobernadores de una ciudad o policía, para que conserven en paz el pueblo, nos
los describe en el Éxodo Jethró, suegro de Moisés: “Provee, dice, del pueblo varones
poderosos, que sean hombres de verdad, que aborrezcan la avaricia, y constituye de ellos
299
Tribunos y Centuriones y Quincuagenarios y Decuriones, que juzguen el pueblo en todo
tiempo", y después añade: "Si eso hicieres, cumplirás el mandato del Señor, y podrás cumplir
sus preceptos, y todo este pueblo volverá en paz a sus tierras"; como que de esta manera todas
las cosas estuviesen en cierta suavidad del alma y paz del cuerpo. De donde procede la felicidad
del hombre, si fueren tales los gobernadores de la república como aquí se ordenaba.
Y tales dice Salustio que fueron los gobernadores Romanos, con lo cual vino a hacerse
grande la república que antes era pequeña, porque tuvieron industria en sus casas y fuera justo
imperio, ánimo libre en los consejos, y no dados a lujurias y deleites, en las cuales cosas se nos
enseñan los actos de un virtuoso gobierno, con que se muestra la perfecta y feliz policía.
CAPÍTULO XXIV
Divídase la policía en tres maneras, y trátese de cada una de ellas, y primero cómo se
distingue en artes integrantes, conforme a la opinión de Sócrates y de Platón.
Ahora trataremos esencialmente de las partes en que se divide una policía o república, las
cuales debernos considerar o respecto del todo de la misma república, a quien corresponden
las partes integrales, o respecto del gobierno de ella, en cuanto se ordenan a las cosas de la
guerra; porque según esta división le dan diferentes nombres los escritores de las historias, y
los autores de las leyes.
Y en cuanto al primer modo de hacer esta división podernos seguir la que hemos tocado,
que es de Sócrates y de Platón, los cuales la dividen en cinco partes, conviene a saber:
gobernadores, consejeros, soldados, artífices y labradores.
Otra división fue de Rómulo, primer Príncipe de la ciudad de Roma, el cual, según refieren
las historias, dividió la multitud de su pueblo en tres partes, que fueron: Senadores, Soldados y
pueblo; y la policía de Hípódamo se constituía de tres géneros de hombres: soldados, artífices y
labradores, como arriba se ha dicho, de las cuales divisiones cualquiera puede recibirse, y tiene
su fundamento.
La primera, que contiene cinco diferencias de hombres, es muy conveniente, porque
considerando las fuerzas del alma, respecto de las cuales se consideran nuestras necesidades, y
de donde nace la que hay de que se funden y constituyan ciudades, manifiesto es que esta
división es suficiente, porque el hombre padece algunas faltas respecto de la parte intelectiva
para vivir conforme a virtud. Por lo cual le fue dada la virtud directiva para poder encaminar
las cosas que hubiese de hacer, a la cual pone el Filósofo entre las virtudes intelectuales; y por
esto se escribe en el Eclesiástico: "Hijo, ninguna cosa hagas sin consejo, y no te arrepentirás
después de lo hecho". Y por tanto en la república, o policía, los Consejeros son la más
importante parte, por la cual Plutarco los compara a los ojos, que son entre las partes del
cuerpo la más noble.
300
Tiene también el hombre necesidad de la virtud que refrena la concupiscencia y los afectos
que son desordenados, como dice el Filósofo, por lo cual son de él llamados enfermedades en
el séptimo libro de las Éticas, y por esto son necesarios los Gobernadores para corregir la
malicia de los hombres. Por lo cual también dice el Apóstol que no sin causa traen cuchillo que
con ira castiga al malhechor; por la cual razón los Príncipes y Gobernadores instituyeron las
leyes, como muestra el Filósofo, y el mismo Apóstol en la Epístola a los Gálatas en el capítulo
treinta, diciendo: "La ley fue puesta para los transgresores", y también dice: "La ley no se puso
para el justo".
Hay también otras necesidades en la vida humana que responden a otras potencias del alma,
como los vestidos, los adornos y mantenimientos. Las dos cosas primeras remedian las
necesidades de la parte sensitiva del hombre, lo cual es obra del artificio, ya con los edificios, ya
con los vestidos y calzados, y con otras cualesquiera cosas y el tacto, o le son de algún
provecho a los hombres artificiales que deleitan la vista, el oído, el olfato.
Pero, para suplir las faltas de la vida humana en cuanto al mantenimiento, lo cual
corresponde a la parte vegetativa, a esto se ordenan los labradores en cuanto al pan, vino,
frutas, ganados mayores y menores, y aves, cosas que de derecho están obligados a llevarlas a
las ciudades.
Los Soldados son conveniente parte de la república, ordenados contra los que acometen las
otras partes de ella, y para que aquellas estén seguras, porque los soldados e instituyen en las
repúblicas para que se opongan por su patria contra los enemigos; y así para este fin los obligan
con juramento, cuando suben al grado militar, de que no rehusarán la muerte por su república,
como se escribe en el Polícrato, donde se trata del juramento que hacen los soldados; así que
ellos son necesarios en la república, porque su oficio es asistir al Rey para la ejecución de la
justicia, según se dice en el dicho libro; y para que fiel y constantemente peleen por la
conservación de la patria, de manera que los soldados son provechosos no sólo a una parte de
la república, sino a todas y a cada una singularmente.
De todo lo cual parece claro que Sócrates y Platón dispusieron suficientemente su república,
cuanto a las partes de ella.
CAPÍTULO XXV
Aquí se muestra ser bastantes las partes integrales de la República que Hipódamo y Rómulo
señalaron.
Y también la división que dijimos es tolerable, porque viene a ser lo mismo que la primera,
la cual se ha mostrado ser bastante.
Y esto es así porque en la división de Rómulo, cuando se habla de los Senadores,
entendemos los Gobernadores Políticos y los Sabios, que tenían cerca de sí Asesores y otros
cualesquiera jurisperitos, porque los Príncipes Políticos tienen más Consejeros que los Reales o
301
Imperiales, conforme a lo que se escribe de los Romanos en el primer libro de los Macabeos,
que cada día entraban en consejo trescientos veinte de entre todos los demás para tratar de lo
que era bien se hiciese.
De lo cual puede ser la razón que el gobierno Político solamente se rige por las leyes, como
ya hemos dicho, pero el Real y el Imperial, aunque se gobiernan con leyes, con todo eso en los
casos oportunos, y en el tratar cualquiera negocio, el gobierno consiste en el arbitrio del
Príncipe, porque lo que a él le place se tiene por ley, como definen los derechos. Y así se
concluye que en el dominio Político son más necesarios los Consejeros, los cuales se incluyen
en el nombre de Senadores. De adonde San Isidoro en el decimoprimero de las Etimologías
dice que Senador se llama de aconsejar y tratar de las cosas, mirando por todos, dañando a
ninguno, por lo cual San Agustín en el libro de la Ciudad de Dios cuenta los ancianos entre los
Senadores.
Así que comprendemos en el nombre de Senadores los gobernadores, como el mismo San
Isidoro enseña en el libro dicho de sentencia de Salustio, el cual dice que los Senadores fueron
llamados padres por el diligente cuidado que tenían del gobierno; porque así como los padres a
sus hijos, así ellos gobernaban la república; y así parece que en el nombre de los Senadores, que
Rómulo hizo distintos de los soldados y del pueblo, comprende también los Gobernadores y
Consejeros, de que Sócrates y Platón hablan distintamente.
Y también en el nombre del pueblo podemos entender los artífices y labradores, porque
entrambos géneros de gente salen de la plebeya.
Así se ve que la división de la gente de una república, que hicieron estos filósofos, no es
discordante de la que Rómulo hizo; pero la división que dijimos del filósofo Hipódamo parece
que puede dudarse, porque no hace ninguna mención de Gobernadores y Consejeros, ni se
pueden reducir a ninguna de las partes que señala, porque sus actos y naturaleza son del todo
diferentes de ellas; pero, si se atiende a lo que hemos dicho del modo que puso en su república,
fácilmente se resolverá la cuestión, porque trata de los Jueces y Asesores en la parte que pone
su distinción cerca de ellos, de la cual nosotros podemos entender los Gobernadores y
Consejeros, de los cuales no hace mención, cuando trata de las partes de su república, porque
allí sólo pone las que son forzosas para las necesidades de la vida corporal, por lo cual su
sentencia, en cuanto a la sustancia, no parece que difiere de la primera, que es de Sócrates y
Platón.
Y esto baste haber dicho de las partes de que se constituye una república.
Pero una cosa hemos aun de considerar en ellas, que es de los soldados, porque todos los
modos de república hacen mención de esta parte, de lo cual podemos sacar la razón de
Vegecio en el primer libro del arte militar, porque todas las provincias v ciudades han sido
conservadas en su vigor por los soldados. Y porque la república Romana vino a disminuirse
por el desuso de las armas, después de la primera guerra africana, pasando la vida en ocio por
302
espacio de veinte años, con lo cual los Romanos, que en todas partes habían sido vencedores,
se hallaron tan sin fuerzas que en la segunda guerra no podían igualarse a Aníbal; y habiendo
perdido tantos Cónsules y ejércitos, entonces finalmente alcanzaron victorias cuando pudieron
haber vuelto a aprender el ejercicio militar; y después concluye diciendo así: "Siempre se han de
elegir y ejercitar los mozos, porque consta que es más útil instruir los propios en las armas, que
dar sueldo a los ajenas".
Necesarios son, pues, los soldados en la república en todo tiempo, lo uno para conservar la
paz entre los ciudadanos, y lo otro para evitar los acontecimientos de los enemigos. Y así
considerado de cuanto provecho son en la república, se les da el mayor honor entre los
ciudadanos, como a más necesarios para la conservación de la república, y por los peligros a
que por ella deben exponerse. Por lo cual a solos los soldados victoriosos se daba corona, y de
aquí es que en el Polícrato son comparados a las manos, que según Aristóteles en el segundo
del Ánima, es el principal miembro de los miembros. Y también los derechos favorecen a los
soldados con más amplio privilegio que a los demás ciudadanos en los testamentos y en las
donaciones, y en otros cualesquiera negocios; pero principalmente cuando están en los
ejércitos y ejercitan su oficio.
CAPÍTULO XXVI
Procede tratando de otras partes de la República respecto del gobierno, y se exponen los
nombres de diversos oficios.
Y en cuanto a los partes de la república respecto del gobierno, porque los Romanos
tuvieron mejor orden en él, y los historiadores ponen los grados de sus ministros después de
haber sido Tarquino echado del Reino, trataremos de ellos en particular, como de ejemplar de
los demás.
Y lo primero dicen que fueron instituidos los Cónsules, los cuales fueron Bruto, que era el
que más había hecho para que Tarquino fuese desterrado, y Tarquino Coriolano, marido de
Lucrecia; los cuales se llamaron Cónsules por el mirar por los ciudadanos, o porque todas las
cosas las gobernaban con consejo; y se ordenó que se mudasen cada año, según dijimos arriba,
para que si alguno fuese insolente se socorriesen con brevedad de otro que fuese más
moderado; y quisieron que fuesen dos iguales, porque el uno administrase las cosas de la paz
en la ciudad, y el otro las de la guerra.
Y de allí a algún tiempo, que fue el quinto año después que fueron echados los Reyes,
crearon Dictador con ocasión de novedad que se ofreció en la ciudad: porque como un yerno
de Tarquino congregase un grande ejército contra la ciudad para vengar la injuria del Rey,
instituyeron la nueva dignidad del Dictador, la cual era mayor en la potestad y el imperio que el
Consulado, y también era más excelente en cuanto al tiempo, porque de cinco en cinco años
expiraba este oficio, y el Consulado cada año. Estos eran llamados del pueblo Maestros, la cual
303
dignidad dicen las historias que tuvo Julio César, y en ellas se refiere que también el mismo año
fue instituido el Maestro de la Caballería, el cual obedecía al Dictador.
Y el primer Dictador, según escribe Eutropio, fue Lamio, y el Maestro de la Caballería
Espurio Casio.
Y en el sexto año, porque los Cónsules gravaban mucho a los plebeyos, fueron por ellos
instituidos los Tribunos, que se llamaron así, según dice San Isidoro en el libro 9 de las
Etimologías, porque daban y atribuían al pueblo su derecho. Y este lugar tienen en las ciudades
de Italia los ancianos ordenados para tratar de la defensa de la gente plebeya. Pero aquí se ha
de advertir que los Senadores fueron siempre, desde que Rómulo los instituyó. Y así dicen las
historias que porque los Cónsules y los Senadores trataban pesadamente al pueblo fueron
creados los Tribunos, para que le favoreciesen.
Hay también otros nombres de oficios de ministros de la ciudad de Roma, de que las
historias hacen mención, pero principalmente San Isidoro, en el libro noveno de las
Etimologías, como eran Censores, Patricios, Prefectos, Pretores, Padres Conscriptos, ProCónsules, Ex-Cónsules, Censorinos, Decuriones, Magistrados y Tabeliones, todos los cuales
diremos brevemente.
Patricios se llamaban porque así como los padres tienen cuidado de los hijos, le tenían ellos
de los ciudadanos y república Romana, como fue la casa de los Fabios, de que dijimos arriba;
de manera que ser Patricio no era oficio en la república, sino una cierta reverencia paternal del
pueblo para con alguna familia de la ciudad, por el celo de las cosas de la república Romana
que tenían a su cargo, por lo cual los derechos de las gentes anteponen el ser Patricios a
cualquiera otra eminencia y Principado, como el padre a cualquiera cuidado de los tutores.
Los Prefectos se llamaron así porque presidían en la potestad pretoria; por lo cual los
mismos que se llamaban Pretores se llamaban también Prefectos, porque trae consigo este
oficio el poder en todas las facciones que se hacían, como el que principalmente ponía por
obra, y era ejecutor de la justicia; pero la Escritura sagrada lo atribuye a acciones exteriores,
según en el principio del Éxodo se escribe que mandó Faraón a los Prefectos de las obras, y a
los cobradores del pueblo, diciéndoles: "De ninguna manera daréis de aquí adelante paja al
pueblo para hacer los ladrillos"; y éstos también se llamaban pretores por la prosecución de la
justicia.
Padres Conscriptos se llamaban los Senadores por razón del oficio, porque, como refiere el
mismo San Isidoro, cuando Rómulo los instituyó hizo de ellos diez partes, y escribió sus
nombres en tablas de oro, en presencia del pueblo, y desde allí se llamaron Padres Conscriptos,
los cuales también los distinguió en tres órdenes: los primeros se llamaban ilustres; los
segundos, expectables; y los terceros, clarísimos; vocablos que sería muy largo el explicarlos.
Pro-Cónsules eran coadjutores de los Cónsules, como dados o añadidos a ellos. Ni usaban
del oficio de Cónsules absolutamente, como ni el procurador del de curador o actor, sino que
304
Pro-Cónsul se decía un Asesor que en lugar de los Cónsules juzgaba. Ex-Cónsul se llamaba el
que ya no era Cónsul, después de haberlo sido su año, por lo cual era llamado así, como decir
que estaba fuera del Consulado pero quedábanle, con todo, eso algunos rastros, o de alguna
exención o señal de alguna eminencia, por donde se conocía que había sido Cónsul.
Censorinos se llamaban otros jueces menores, diputados para las acciones del gobierno de
los Censores, de que ya hemos dicho, como decir inferiores Censores.
Pero los Decuriones fueron dichos así, porque trataban de todas las cosas de los palacios,
que llamaron Curias, como dice San Isidoro, porque en ellos administraban sus oficios. Así es
llamado José de Arimatea, noble decurión, varón justo y bueno, que comprando la sábana para
Cristo nuestro Señor le dio sepultura costosísima, y dignísima de reverencia.
Del Magistrado hemos dicho bastante en el fin del precedente libro; y ahora diremos del
oficio ínfimo en cualquiera gobierno, que era el tabelión, que es notario, dicho así porque traía
y tenía a su cargo las tablas en que se escribían las cosas de la república y de personas
particulares; y el mismo se llamaba Escribano Público, porque escribía los hechos que se
llamaban públicos; y los derechos de las gentes le llaman siervo público.
Réstanos pues decir de un nombre sólo de dignidad, en cuanto al gobierno político, que era
el de Escipión, el cual, según la propiedad del vocablo significa el báculo, como que con él se
guiasen y sustentasen; del cual usó el padre de Cornelio Escipión, porque de éste dicen las
historias que era ciego, y así salía con báculo a la plaza. Y a su semejanza Publio Cornelio su
hijo, porque sustentó la república contra Aníbal y Cartago, fue llamado Escipión. Y porque
sujetó toda el África a los Romanos fue llamado Escipión Africano; a diferencia de otro
Escipión, su sobrino, que sujetó a España y fue llamado Numantino, por haber sujetado y
postrado a Numancia. Escribe también San Agustín en el primer libro de la Ciudad de Dios
que hubo otro tercero Escipión, que fue llamado Nasica, hermano de Escipión el mayor, el que
estorbó que Cartago fuese destruida, afirmando que el permanecer era medicina para los
Romanos. Por esto, por la bondad de tan grandes varones, considerado el principio de adonde
había comenzado el nombre de los Escipiones, llamaron los Legisladores Escipión a la vara
que los Príncipes o Gobernadores traen en la mano, como siempre vencedores, de la manera
que lo fue aquel grande Escipión. De adonde cuenta San Isidoro en el decimoséptimo de las
Etimologías, que los que triunfaban llevaban togas y mantos de púrpura, y en la mano el
escipión o vara y el cetro, a imitación de la victoria de Escipión.
Y esto baste haber dicho por ahora de los nombres de las dignidades, respecto del gobierno.
CAPÍTULO XXVII
Aquí se trata de las partes de la República en cuanto a los soldados, y los distingue
considerándolos de tres maneras.
305
Pero también parece conveniente tratar de las partes ordenadas a la guerra, como partes de
la república y que le son necesarias, como arriba probamos, las cuales bien dispuestas causan
hermosura y decoro, y deleitan. De adonde nace el extenderse grandemente el corazón, y hacer
los ánimos atrevidos para acometer las cosas arduas. Por lo cual Salomón en los Cánticos
compara un ejército dispuesto para pelear a la hermosura y devoro de la esposa: "Hermosa,
dice, eres, y adornada hija de Jerusalén, y terrible como las haces de los ejércitos ordenadas".
Porque lleva tras sí la hermosura, de manera que causando como un éxtasis no teme ni se
espanta de acometer cualquiera cosa, como se manifiesta mayormente en los que aman con
exceso; y así acontece también en un ejército ordenado, y por esto la llama terrible,
atribuyéndolo a la hermosura de la esposa, o al ejército, por la causa referida.
Por lo cual no sin razón trataremos de estas partes de la República, porque importan al
ornato del gobierno Político, y porque el hombre en la guerra principalmente tiene necesidad
de gobierno, por el dificultoso y terrible acto que ejercita.
Por tanto parece congruente dividir el ejército en los reales en número cierto, señalando a
cada uno la guía por quien se ha de regir y disponer para pelear con los enemigos; lo cual
podemos tomar de Vegecio en el libro de las cosas militares, donde se divide un ejército en
legiones, en el cual dice que basta a cualquier Capitán o Cónsul que sean dos; y cada legión la
divide en diez Cohortes, y la primera Cohorte antecedía a las demás en el número y en el
merecimiento, porque requería varones singulares en sangre y en la enseñanza de las letras,
como refiere el mismo Vegecio; lo cual dice que se hacía para que el campo tuviese más
confianza, yendo en la vanguardia varones de tanta importancia, y porque el saber se requiere
mayormente en la parte de donde depende el peligro de todo el ejército.
Esta Cohorte llevaba el Águila, principal señal de los ejércitos de los Romanos e insignia de
toda la legión, y de ella usaron después los Emperadores. De lo cual se puede dar por razón
que, como dice el mismo Vegecio, la disciplina militar de los Romanos formaba sus haces a
modo de alas, y porque las Águilas las tienen más fuertes que todas las otras aves; o también se
puede decir que se les atribuía por señal el Águila por razón de la preeminencia que tuvieron en
el gobierno del mundo, por divino y celestial efecto, el cual deben siempre implorar los
Capitanes, como lo hacía Judas Macabeo, que en las batallas pedía el favor y ayuda del cielo, lo
cual deben hacer principalmente por el peligro a que se ofrecen, o porque merecen que Dios
les dé victoria, porque se exponen a la muerte por el pueblo. De esta Águila dice Ezequiel,
hablando de Nabucodonosor, Monarca de Oriente: "Una Águila grande de grandes alas y de
grandes miembros vino al Líbano y llevó la médula del Cedro".
Después de esto trata Vegecio del número de la primera Cohorte, la cual llama Milenaria,
porque tenía mil y cincuenta hombres de a pie, y ciento treinta y seis de a caballo; y a las demás
las llama Quincuagenarias, porque dice que cada una tenía quinientos cincuenta y cinco
306
hombres de a pie, y setenta y seis de a caballo, de manera que a cada hombre de a caballo le
correspondía un cierto número de soldados de a pie.
Pone también en la quinta Cohorte los soldados más fuertes; porque así como la primera
llevaba el cuerno derecho, esta quinta llevaba el siniestro. Otras muchas cosas dice Vegecio, las
cuales serían muy largas de contar, y como las palabras con que se escriben como desusadas en
los modernos tiempos tendrían necesidad de mayor exposición, bastará decir que sí la
muchedumbre de un pueblo se dispone por grados y números en cuanto al propio gobierno,
mucho más se debe hacer en los ejércitos, adonde es más grande y muy más peligrosa la
dificultad del gobierno: lo uno de parte de la obra de que tratan, porque se ordena a lo último
de las cosas terribles, que es la muerte, y lo otro de parte de los enemigos que los acometen y
molestan. De adonde es, que así como en el Éxodo aconsejó a Moisés Jethró, su suegro, que
dividiese las cargas del gobierno en diversos oficios que juzgasen el pueblo, diciendo: "Provee
de varones poderosos, que aborrezcan la avaricia, y constituye de ellos Tribunos y Centuriones,
Quincuagenarios y Decanos, que juzguen el pueblo", también de la misma manera Judas
Macabeo, siendo molestado de los enemigos, dividió su ejército por los mismos números,
haciendo cabezas, como Tribunos, Centuriones, Pentacontarcos y Decuriones, los cuales
números son bien proporcionados entre los soldados para dividir un ejército, y así se contienen
uno en otro, para que sea más fácil el juntarse cuando lo pide la ocasión de pelear. Y la
distinción que señala Vegecio en la disposición del ejército se entiende cuando se ha de dar una
batalla campal, aunque él mismo también reduce las Cohortes a Centurias y Decurias, por
ciertas causas y razones.
CAPÍTULO XXVIII
Aquí se trata de los nombres de los Capitanes y del número de las Cohortes, y de los que
significa cada uno.
Mas, pues que se trata de los nombres de los Capitanes, hemos de escribir de ellos,
conforme a la denominación que les da la sagrada Escritura, y los describen la república
Romana, y los modernos escritores.
Y lo primero de los Tribunos, el cual nombre dice Vegecio que se deriva de Tribu, porque
eran cabeza de los soldados que Rómulo había elegido, los cuales tuvieron su principio en las
Tribus. San Isidoro en el libro 9 de las Etimologías dice que se llaman así, porque daban y
atribuían su derecho al pueblo. De adonde es que en su favor fueron instituidos los
Procónsules, y también dicen que se llamaba Tribuno el que era cabeza de mil soldados, a los
cuales llaman los Griegos Ciliarcos, como los Centuriones se llamaban así porque gobernaban
cien soldados.
De los Quincuagenarios o Pentacontarcos, que es lo mismo, no hace mención Vegecio,
pero lo hace la Escritura en los libros alegados, y en el 4 de los Reyes, de aquellos que
307
conforme a su merecimiento abrasó la llama a ruego de Elías; y los Decanos y Decuriones,
dichos así porque cada uno tenía cuidado de diez soldados en el ejército, y los pone con ellos
juntos Vegecio en una misma tienda y alojamiento.
Pero de los nombres generales de una multitud de gente de guerra dispuesta para la pelea, el
uno es ejército, que se llama así por el ejercitar a otros, o por el propio ejercicio, que entrambas
cosas son necesarias en él.
Llámense también Reales, o Castros, dichos así de la castidad, como dice San Isidoro, por
cuanto allí se debe castrar la lujuria, porque se quitaban de los ejércitos las delicias, cuando se
había de tratar de pelear con los enemigos, según escribe Vegecio. De adonde es, que fueron
vencidos de los Madianitas los hijos de Israel, porque se juntaron a sus hijas de ellos, como se
escribe en los Números, por lo cual se dice en el Deuteronomio que el Señor andaba por el
medio de los Reales de los hijos del pueblo de Israel, para que fuesen santos y no hubiese en
ellos cosa fea. O se llamaban Castros por las fortificaciones en los collados y en los valles, y en
otras defensas fortísimas de que usaban los Príncipes Romanos cuando acometían a los
enemigos, por lo cual admitían a la disciplina militar cavadores, carpinteros y canteros, para
tener a mano los artífices necesarios para la seguridad del ejército.
Hay también otro nombre, que significa multitud de soldados, que es legión, dicha así según
San Isidoro, porque los soldados se elegían de entre otros por más experimentados.
Hay asimismo otros nombres de las partes de las legiones y del ejército, que las pone
Vegecio en el lib. 2. y San Isidoro en el 9, como manípulo, que era el número de doscientos
soldados, y se decía así porque a la mañana acometían a los enemigos, o porque traían por
insignia un manojo de pajas, o de otra alguna hierba; de los cuales dice Lucano: "Convoca
luego los armados manípulos".
Otros se llaman Velites, dichos así de volar, por su agilidad, porque la república Romana
tenía en la milicia de sus legiones ciertos mancebos ágiles, los cuales, cuando se había de
acometer, iban a las ancas de los caballos, y apeándose de repente turbaban los enemigos. Y
estos tales soldados escribe San Isidoro que fueron muy perjudiciales a Aníbal, porque sus
elefantes por la mayor parte fueron muertos por ellos, y como fue aquel Eleazar, de quien se
dice en el 1 de los Macabeos que saltando en medio de la legión contra los reales del Rey
Antíoco, acometió un elefante armado con lorigas reales, y lo mató.
Otro nombre daban también a una muchedumbre de soldados juntos en orden de pelear,
que era Acies, y es lo mismo que haces, y significa filo o corte, derivándose este nombre de la
agudeza, porque significa el atrevimiento en acometer a los enemigos. Y así se escribe en el
Paralipómenos, de una Tribu del pueblo de Israel, que salía a la batalla ordenadas sus haces,
provocando contra los enemigos.
Otro nombre hay también que llamaban Cúneo, como decir que iban juntos en uno, lo cual
era una multitud de soldados junta en uno para pelear en la forma de una cuña o triángulo, y
308
era grandemente necesario en las batallas; de lo cual se dice en el Deuterenomio que cada uno
preparó sus cúneos para la guerra; y de este nombre por ventura tuvo principio este vocablo
Conestable, o Condestable, como que sea cabeza de un cúneo estable, esto es, constante y
fuerte.
Tienen fuera de esto los Toscanos primera Cohorte, y que parece que tiene semejanza con
la misma de los Romanos, en que se hallaban los soldados más floridos por hacienda, linaje,
letras, por señalada virtud y fuerzas, de la cual era superior el Tribuno de más experiencia en las
armas, de mayores fuerzas del cuerpo y de más honestas costumbres, y a éste llaman Trapelo, y
se decía así por el romper los escuadrones de los enemigos, que esta significación trae consigo
este nombre.
Pero de los oficiales de los ejércitos, dice también Vegecio muchas cosas en el segundo
libro, mas esto que hemos dicho en compendio baste al presente en cuanto pertenece al
tratado del gobierno político en este cuarto libro.
Resta adelante decir del Principado Económico, que es el gobierno de casa, el cual es de los
padres de familias, y tiene materia distinta de los demás Principados, y por tanto es cosa
conveniente hacer de él escrito aparte, dividiéndolo por libros o tratados, por sus capítulos,
como lo requiere la naturaleza del caso, en lo cual tiene el Filósofo el mismo modo; y
últimamente de las virtudes que se requieren en las partes de cualquiera gobierno en cualquier
género de gente, ahora sean súbditos, gobernadores, Príncipes o sujetos; porque así lo requiere
el orden de la doctrina en el arte de vivir, y no que junto y confusamente se trate de todo,
como algunos hicieron, porque esto es impedir el entendimiento del que aprende, y contra las
reglas de los que enseñan.
309
EL CRISTIANISMO REFORMADO: MARTÍN LUTERO
VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO:
MARTÍN LUTERO
Bajo las consignas de sólo Cristo, la Gracia sola, sólo Escritura y sólo Fe, Martín
Lutero dio pie al cisma más doloroso que el Cristianismo ha experimentado.
Posibilitada por causas no exclusivamente doctrinales, la Reforma Protestante,
encabezada además de Lutero por figuras como Calvino, Knox y Zwinglio, fue un
enérgico llamado a replantear en qué consiste ser cristiano; constituyó también la
ocasión del movimiento contrarreformista que se expresó, entre otras vertientes, en
ricos movimientos artísticos como el Barroco y contribuyó, mediante la difusión y
traducción de las Escrituras a lenguas vernáculas como el alemán, al asentamiento de
la identidad y la educación de varios pueblos sin la que varios pensadores posteriores,
de la talla de Kant y Hegel, no hubiesen sido posibles.
La libertad del cristiano de Lutero (con clara impronta agustiniana) subraya que
nada externo hace al hombre libre, bueno o servicial, tan sólo la palabra de Dios o
predicación de Cristo tal y como se encuentra en las Escrituras. Y es que sin ella,
Lutero observa, el hombre debe reconocer la futilidad de sus obras y su propia
perdición. Dado que los mandamientos tan sólo convencen de la imposibilidad de
observarlos por las propias fuerzas, los cristianos tienen una sola misión: grabar en su
ser la palabra de Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe pues la fe (…)
justificará abundantemente a quienes la posean.
Mandamientos y leyes frente a la fe en la promesa de Cristo, Antiguo y Nuevo
Testamento, tales son las dimensiones del cristianismo a ojos de Lutero; la fe desliga al
hombre de los mandamientos y las leyes, la fe va más allá de las obras a grado tal que
la libertad del cristiano consiste en no necesitar de obra alguna para su justificación o
salvación.
LA LIBERTAD CRISTIANA2
Al atento y sabio señor Jerónimo Mülphordt3, alcalde de Zwickau, mi muy bondadoso amigo y
protector, yo, Doctor Martín Lutero, agustino, presento mis solícitos servicios y mejores
deseos.
Atento y sabio señor y buen amigo: El digno magíster Juan Eger4, predicador de vuestra
loable ciudad, me ha ensalzado el amor y la complacencia que ponéis en la Sagrada Escritura, la
cual fervorosamente confesáis y delante de todos alabáis sin cesar. Por esta razón quiso aquél
relacionarme con vos; lo cual estoy dispuesto a hacer presto y con gozo; que es motivo de
alegría para mí saber que se ama la verdad divina. Por desgracia son muchos los que con toda
violencia y astucia la desechan, sobre todo aquellos que se glorían de ostentar ciertos derechos
sobre ella. Empero siempre será así: muchos tropezarán con Cristo, puesto como escándalo y
símbolo al que es menester desechar, y caerán y volverán a levantarse. Como principio de
nuestro conocimiento y nuestra amistad, he querido dedicaros este pequeño tratado y
exposición en lengua alemana, después de habérselo dedicado al Papa en latín. Con el presente
escrito pretendo exponer públicamente la causa de mi doctrina y mis escritos sobre el papado,
causa que espero a nadie parecerá nimia. Sin más, me encomiendo y os encomiendo a vos y a
todos a la gracia divina. Amén.
Wittenberg, 1520.
JESÚS
1. A fin de que conozcamos a fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la
libertad que para él adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite
el apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:
El cristiano es libre y señor de todas las cosas y no está sujeto* a nadie.
El cristiano es servidor de todas las cosas y está sujeto a todos.
Ambas afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de San Pablo 5 :
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos”. Asimismo6: “No debáis a
nadie nada, sino el amarse unos a otros”. El amor empero es servicial y se supedita a aquello en
que está puesto; y a los gálatas7 donde se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido
de mujer y nacido bajo la ley”.
Las notas a pie de página también son del traductor.
Germán Mülphort, no Jerónimo como lo llama Lutero.
4 Juan Silvio Wildenauer de Eger.
* También se puede traducir como “sometido” o “supeditado”.
5 1 Co. 9:19.
6 Ro. 13:8.
7 Ga. 4:4.
2
3
311
2. Para poder entender ambas afirmaciones, de por sí contradictorias, sobre la libertad y la
servidumbre, pensemos que todo cristiano posee una naturaleza espiritual y, otra corporal. Por
el alma* se llama al hombre espiritual, nuevo e interior; por la carne y la sangre, se lo llama
corporal, viejo y externo. A causa de esta diferencia, también la Sagrada Escritura contiene
aseveraciones directamente contradictorias acerca de la libertad y la servidumbre del cristiano.
3. Si examinamos al hombre interior, espiritual, a fin de ver qué necesita para ser y poder
llamarse cristiano bueno y libre, hallaremos que ninguna cosa externa, sea cual fuere, lo hará
libre, ni bueno, puesto que ni su bondad, ni su libertad ni por otra parte, su maldad ni
servidumbre son corporales o externas. ¿De qué aprovecha al alma si el cuerpo es libre,
vigoroso y sano, si come, bebe y vive a su antojo? O ¿qué daño puede causar al alma si el
cuerpo anda sujeto, enfermo y débil, padeciendo hambre, sed y sufrimientos, aunque no lo
quiera? Ninguna de estas cosas se acerca tanto al alma como para poder libertarla o
esclavizarla, hacerla buena o perversa.
4. De nada sirve al alma, asimismo, si, el cuerpo se recubre de vestiduras sagradas, como
hacen los sacerdotes y demás religiosos, ni tampoco si permanece en iglesias y otros lugares
santificados, ni si sólo se ocupa en cosas sagradas: ni si hace oraciones de labios, ayuda, va en
peregrinación y realiza, en fin, tantas buenas obras que eternamente puedan llevarse a cabo en
el cuerpo y por medio de él. Algo completamente distinto ha de ser lo que aporte y dé al alma
bondad y libertad, porque todo lo indicado, obras y actos, puede conocerlo y ponerlo en
práctica también un hombre malo, impostor e hipócrita. Además, con ello no se engendra
realmente, sino gente impostora. Por otro lado, en nada perjudica al alma que el cuerpo se
cubra con vestiduras profanas y more en lugar no santificado, coma, beba, no peregrine, ni ore,
ni haga las obras que los hipócritas mencionados ejecutan.
5. Ni en el cielo ni en la tierra existe para el alma otra cosa en qué vivir y ser buena, libre y
cristiana que el Santo Evangelio, la Palabra de Dios predicada por Cristo, como Él mismo
dice8: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, vivirá eternamente”. Asimismo 9: “Yo
soy el camino y la verdad, y la vida”. Además10: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda
Palabra que sale de la boca de Dios”. Por consiguiente, no hay duda de que el alma puede
prescindir de todo, menos de la Palabra de Dios: fuera de ésta, nada existe con que auxiliar al
alma. Una vez que ésta posea la Palabra de Dios, nada más precisará; en ella encontrará
* Lutero, como hombre de su época comprendía al ser humano desde lo espiritual (alma o vida / espíritu) y carnal
(lo material y corpóreo). Esto no debe entenderse como un dualismo, sino más bien como una comprensión del
ser humano que vive como un todo en dos esferas conexas, es decir, al mismo tiempo vivimos lo corporal y lo
espiritual. Lo importante para Lutero es que aprendamos a vivir y servir desde la fe conociendo ambas esferas o
realidades (naturalezas) de nuestra existencia, de modo que no nos alejemos de lo espiritual (fe) y cuidemos
nuestro cuerpo (carnal) para que podamos servir a Dios en el mundo.
8 Jn. 11:25.
9 Jn. 14:6.
10 Mt. 4;4.
312
suficiente alimento, alegría, paz, luz, arte, justicia, verdad, sabiduría, libertad, y toda suerte de
bienes en superabundancia. Por eso nos describen los Salmos, especialmente el Salmo 11811, al
profeta clamando sólo por la Palabra de Dios. Asimismo se considera en la Sagrada Escritura
como el mayor castigo y como señal de la ira divina, si Dios retira a los hombres su Palabra 12.
Por el contrario, la mayor gracia de Dios se manifiesta cuando Él la envía según leemos en el
Salmo 10613: “Envió su Palabra y con ella les socorrió”. Únicamente para predicar la Palabra de
Dios ha venido Cristo al mundo y con este exclusivo fin fueron llamados e impuestos en sus
cargos todos los apóstoles, obispos, sacerdotes y eclesiásticos en general, aunque respecto a
estos últimos hoy, desgraciadamente, no lo parezca.
6. Acaso preguntes: ¿qué Palabra es esa que otorga una gracia tan grande y cómo deberé
usar de tal Palabra? He aquí la respuesta: La Palabra no es otra cosa que la predicación de
Cristo, según está contenida en el Evangelio. Dicha predicación ha de ser –y lo es realmente–
de tal manera que al oírla oigas hablar a Dios contigo quien te dice que para Él tu vida entera y
la totalidad de tus obras nada valen y que te perderás eternamente con todo en cuánto en ti
hay. Oyendo esto, si crees sinceramente en tu culpa, perderás la confianza en ti mismo y
reconocerás cuán cierta es la sentencia del profeta Oseas14: “Oh Israel, en ti sólo hay perdición:
que fuera de Mí no hay salvación”. Mas para que te sea posible salir de ti mismo, esto es, de tu
perdición, Dios te presenta a su amadísimo Hijo Jesucristo, y con su palabra viva y
consoladora, te dice: Entrégate a Él con fe inquebrantable, confía en Él sin desmayar. Por esa
fe tuya te serán perdonados todos tus pecados; será superada tu perdición; serás justo, veraz,
lleno de paz, bueno; y todos los mandamientos serán cumplidos y serás libre de todas las cosas,
como San Pablo dice15: “Mas el justo solamente vive por su fe”. Y también16: “Porque el fin y
cumplimiento de la ley es Cristo para todos los que en Él creen”.
7. Luego la única práctica de los cristianos debería consistir precisamente en lo siguiente:
grabar en su ser la Palabra y a Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe. No existe
otra obra para el hombre que aspire a ser cristiano. Así lo indicó Cristo a los judíos cuando
éstos lo interrogaron acerca de las obras cristianas que debían realizar y agradables a Dios,
diciendo17: “Esta es la única obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado”. Pues sólo a
Cristo ha enviado Dios como objeto de la fe. Se desprende de esto que una fe verdadera en
Cristo es inapreciable riqueza, pues trae consigo toda salvación y quita la maldición, como está
Cf. Sal. 119.
Am. 8:11 y sig.
13 Cf. Sal. 107:20.

Se refiere a la contrición.
14 Os. 13:9.
15 Ro. 1:17.
16 Ro. 10:4.
17 Jn. 6:29.
11
12
313
escrito en Marcos, último capítulo18: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que
no creyere, será condenado”. Así reconoció el profeta Isaías las riquezas de esa fe 19: “Dios
contará un poco sobre la tierra y en ese poco entrará la justicia como un nuevo diluvio”. O sea,
la fe, que encierra ya el cumplimiento de todos los mandamientos, justificará abundantemente a
quienes la posean, de manera que nada más habrán menester para ser justos y buenos, como
dice el apóstol Pablo20: “Porque cuando se cree con el corazón, entonces se es justo y bueno”.
8. ¿Pero cómo es que habiendo ordenado la Sagrada Escritura tantas leyes, mandamientos,
obras y ritos, sólo la fe puede justificar al hombre sin necesidad de todo ello, y más aún, puede
concederle tantos bienes? Tocante a esto deberá tenerse muy en cuenta, sin olvidarlo nunca,
que la fe sola, sin obras, justifica, liberta y salva, como luego veremos. Y a la vez es preciso
saber que en la Sagrada Escritura hay dos clases de palabra: mandamientos o ley de Dios, y
promesas y afirmaciones. Los mandamientos nos indican y ordenan toda clase de buenas
obras, pero con eso no están ya cumplidas: porque enseñan rectamente, pero no auxilian;
instruyen acerca de lo que es preciso hacer, pero no expenden la fuerza necesaria para
realizarlo. O sea, los mandamientos han sido promulgados únicamente para que el hombre se
convenza por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprenda a reconocerse y a desconfiar de
sí mismo. Por esta razón llevan los mandamientos el nombre de Antiguo Testamento, todos
figuran en el mismo. Por ejemplo, el mandamiento que dice21: “No codiciarás” demuestra que
todos somos pecadores y que no hay hombre libre de concupiscencia, aunque haga lo que
quiera. Aquí aprende el hombre a no confiar en sí mismo y a buscar en otra parte el auxilio
necesario para poder limpiarse de codicia y cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado
que por esfuerzo propio le es imposible. Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo:
no somos capaces de cumplirlos.
9. Una vez que el hombre haya visto y reconocido por los mandamientos su propia
insuficiencia, lo acometerá el temor y pensará en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya que
es menester cumplirla so pena de condenación; y se sentirá verdaderamente humillado y
aniquilado, sin hallar en su interior nada con que llegar a ser bueno. Entonces es cuando la otra
palabra se allega, la promesa y la afirmación divina, y dice: ¿deseas cumplir los mandamientos y
verte libre de la codicia malsana y del pecado como exigen los mandamientos? ¡Mira! ¡Cree en
Cristo! En Él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, mas si
no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás conseguirás con las obras de los
mandamientos –que son muchas, sin que ninguna valga– te será dado pronto y fácilmente por
medio de la fe: que en la fe he puesto directamente todas las cosas, de manera que quien tiene
Mr. 16:16.
Is. 10:22.
20 Ro. 10:10.
21 Ex. 20:17.
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fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no tiene fe, nada poseerá. Son pues, las
promesas de Dios las que cumplen lo que los mandamientos ordenan y dan lo que ellos exigen:
esto sucede así para que todo sea de Dios; el mandamiento y cumplimiento. Sólo Dios ordena
y sólo Dios cumple. Esta es la razón por la cual las promesas de Dios son la Palabra del Nuevo
Testamento y están comprendidas en el mismo.
10. Estas palabras y todas las demás de Dios son santas, verídicas, justas, pacíficas, libres y
plenas de bondad. Por tanto, el alma de aquel que con fe verdadera se atiene a la Palabra
divina, se unirá a la misma de modo tal que también el alma se adueñará de todas las virtudes
de la Palabra. Es decir, por la fe, la Palabra de Dios hará al alma santa, justa, sincera, pacífica,
libre y plena de bondad; será en fin un verdadero hijo de Dios, como dice Juan22: “A los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.
Esto aclara porqué la fe es tan potente y asimismo cómo existen buenas obras que puedan
igualarse a ella. Ninguna obra buena se atiene a la Palabra .divina como la fe, ni hay obra buena
alguna capaz de morar en el alma, sino que únicamente la Palabra divina y la fe reinan en el
alma. Tal como es la palabra, así se vuelve el alma, a semejanza del hierro que al unirse al fuego
se vuelve rojo blanco cómo el fuego mismo. Vemos así que al cristiano le basta con su fe, sin
que precise obra alguna para ser justo, de donde se deduce que si no ha menester de obra
alguna, queda ciertamente desligado de todo mandamiento o ley, y si está desligado de todo
esto será, por consiguiente, libre. En esto consiste la libertad cristiana: en la fe única que no
nos convierte en ociosos o malhechores, sino antes bien en hombres que no necesitan obra
alguna para obtener la justificación y salvación. Luego trataremos este punto con amplitud.
11. También se asemeja la fe a un hombre que confía en otro porque aprecia su bondad y
veracidad, lo cual es el honor más grande que un ser humano puede rendir a otro. Por el
contrario, la mayor vergüenza es que un hombre considere a su semejante como inútil,
mentiroso y superficial. Del mismo modo, cuando el alma cree firmemente en la Palabra de
Dios, considera a éste como sincero, bueno y justo, rindiéndole así todo el honor del que es
capaz, en tanto respeta el derecho divino, glorifica el nombre de Dios y se abandona a su
voluntad, dado que no duda de la bondad y veracidad de todas sus Palabras. Por el contrario, el
deshonor mayor que a Dios puede hacérsele es no creerle, cosa que sucede si el alma lo
considera incapaz, falaz y superficial, negándole con tal incredulidad y haciendo de su propio
sentir un ídolo levantado en el corazón contra Dios, como si su propia sabiduría pudiera
superar a la divina. Al ver Dios que el alma lo reconoce por la única verdad y que lo honra así
con su fe, Él, a su vez, honra al alma y la considera buena y sincera.
Por consiguiente, por la fe es el alma realmente buena y sincera, porque bueno es y
conforme a la verdad que se considere a Dios como bondad y verdad mismas, lo cual hace al
22
Jn. 1:12.
315
hombre también justo y sincero, siendo así que es sincero y justo conceder a Dios toda la
verdad. Y esto es algo que no realizan quienes en lugar de creerse esfuerzan poniendo en
práctica muchas buenas obras.
12. No sólo obra la fe compenetrando al alma íntimamente con la Palabra de Dios,
dotándola de gracia, libertad y bienaventuranza, sino que la misma fe también une al alma con
Cristo, como la esposa con su esposo. De tales desposorios resulta, según el apóstol Pablo, que
Cristo y el alma forman un solo cuerpo 23 , de manera tal que todo cuanto ambos poseen,
bienes, dicha, desdicha, todo, en fin, lo poseen en común. Esto es, lo que a Cristo de por sí
pertenece, pasa a pertenecer también al alma, y lo que ésta posee pasa a ser posesión de Cristo.
Así, Cristo posee todos los bienes y la bienaventuranza que pertenecen al alma. De la misma
manera no dispone el alma de maldad y pecado, los cuales se transfieren a Cristo. ¡Aquí
comienza el gozoso trueque y la alegre porfía! Cristo es Dios y hombre, pero jamás ha
cometido pecado: su justicia es invencible, eterna y omnipotente. Al apropiarse Cristo del
pecado del alma creyente en virtud del anillo de bodas de ésta, es decir, por su fe, es como si
Cristo mismo hubiera cometido el pecado: de donde resulta que los pecados son absorbidos
por Cristo y perecen en Él; que no hay pecado capaz de resistir la invencible justicia de Cristo.
De este modo se ve el alma limpia de todos sus pecados, en virtud de las arras de boda , o sea,
el alma es por su fe libertada y dotada con la justicia eterna de su esposo Jesucristo. ¿No es
acaso alegre negocio que Jesucristo, el novio rico, noble y bueno, se despose con una
insignificante ramera, pobre, despreciable y mala, sacándola así de todo mal y adornándola con
toda clase de bienes? Ya no es posible que el alma sea condenada por sus pecados, una vez que
éstos también son de Cristo, en el cual han perecido. De esta suerte dispone el alma de una
justicia tan superabundante por su esposo que es capaz de resistirse contra todos los pecados,
aunque ya estuviera sobrecargada de ellos. A este respecto dice el apóstol Pablo 24: “Gracias
sean dadas a Dios que nos ha dado la victoria en Cristo Jesús, en la que han sido absorbidos la
muerte con el pecado”.
13. Comprenderás ahora, lector, por qué motivo se concede tal valor a la fe, afirmando que
cumple los mandamientos y justifica sin necesidad de otras obras. Ya has visto cómo sólo la fe
cumple el primer mandamiento, el cual ordena25: “Honrarás al Señor, tu Dios”. Aunque fueras
de pies a cabeza una sola y pura “buena obra”, no serías justo ni darías a Dios honra alguna
con ello, o sea, dejarías incumplido el primero de todos los mandamientos. Honrar a Dios sólo
es factible si se reconoce de antemano que Él es la verdad y la suma de todas las bondades,
Ef. 5:30
Las arras de boda eran una cantidad en dinero que los novios al comprometerse en matrimonio pactaban pagar
al otro en caso de que uno de ellos no cumpliera con el compromiso, no celebrándose la boda.
24 1 Co. 15:55-57.
25 Ex. 20:2-4.
23

316
como es en verdad. Sin embargo, dicho conocimiento no cabe en las buenas obras, sino
únicamente en la fe del corazón. Por eso es sólo la fe la justicia del hombre y el cumplimiento
de los mandamientos: pues quien cumple el primer mandamiento cumplirá también segura y
fácilmente los demás. Las obras [sin fe] son, por el contrario, cosa muerta; no pueden honrar y
alabar a Dios, aun cuando pueden practicarse en su honor y alabanza, si la fe está presente.
Pero nosotros andamos buscando no aquello que puede realizarse, como las obras, sino al
autor y maestro que honra a Dios y lleva a cabo las obras. Este no es sino la fe de corazón que
es la cabeza y toda la sustancia de la justicia. Por consiguiente, la doctrina que enseña a cumplir
los mandamientos con obras, es una doctrina tan peligrosa como malvada, toda vez que los
mandamientos han de ser cumplidos por la fe antes que por las obras, ya que estas siguen a tal
cumplimiento como en seguida veremos.
14. Para conocer más a fondo lo que en Cristo poseemos y el beneficio tan grande que
supone tener una fe verdadera, ha de saberse que anteriormente al Antiguo Testamento y en
este mismo, Dios escogió y retuvo para sí el primogénito viril de hombres y animales26. Ahora
bien, la primera criatura nacida fue de valor inapreciable y aventaja a todos los nacidos 27 en dos
grandes cosas, como son: la soberanía y la clerecía, o en otras palabras, el reino y el sacerdocio.
Es decir, el niño que primero nació era señor de todos sus hermanos, y al mismo tiempo
sacerdote o papa ante Dios. Este símil se refiere a Jesucristo, el cual es realmente el
primogénito de Dios el Padre, nacido de la Virgen María. Por eso es Él también rey y
sacerdote, aunque en sentido espiritual, toda vez que su Reino no es de este mundo ni consiste
en bienes terrenales, sino puramente espirituales, como son: la verdad, la sabiduría, la paz, el
gozo, la bienaventuranza, etc. Sin embargo, no quedan tampoco excluidos los bienes
temporales, pues todas las cosas están supeditadas a Cristo, así las del cielo como las de la tierra
y del infierno. Se explica que no veamos a Cristo, porque reina espiritual e invisiblemente.
Asimismo no consiste su sacerdocio en actos exteriores o en vestiduras, como sucede entre
los hombres, sino en un sacerdocio en espíritu, invisible: de este modo Cristo está delante de
Dios, rogando sin cesar por los suyos, sacrificándose a sí mismo, haciendo, en fin, cuanto a un
sacerdote bueno corresponde. “Él intercede por nosotros”, como dice San Pablo28, y al mismo
tiempo nos instruye interiormente, en nuestro corazón. Ambos menesteres, el ruego intercesor
y la enseñanza, son propios del sacerdote: que también los sacerdotes humanos, visibles y
perecederos, ruegan y enseñan del mismo modo.
15. Cristo en posesión de la primogenitura y toda la gloria y dignidad que a la misma
pertenecen, hace participar de ella a todos los cristianos, a fin de que por la fe también ellos
Ex.13:2.
Gn. 49:3.
28 Ro. 8:34
26
27
317
sean reyes y sacerdotes con Cristo. Así dice San Pedro 29: “Vosotros sois reino sacerdotal y
sacerdocio real”. Esto sucede porque la fe eleva al cristiano por encima de todas las cosas, de
manera que se convierte en el soberano espiritual de las mismas, sin que ninguna pueda
malograr su salvación. Antes al contrario, todo le queda supeditado y todo ha de servirle para
su salvación, como enseña San Pablo30: “Todas las cosas habrán de ayudar a los escogidos para
su mayor bien”, sea la vida o la muerte, el pecado o la justicia, lo bueno y lo malo, llámese
como quiera. Igualmente31: “Todo es vuestro, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo
por venir”, etc. Claro está que esto no significa que ya dominemos corporal o materialmente
todas las cosas, poseyéndolas y haciendo uso de ellas, como hombres que somos; no es esto
posible, dado que todos tenemos que perecer corporalmente, y nadie puede escaparse de la
muerte. Además existen cosas a las cuales estamos sometidos, como lo vemos en Cristo mismo
y en sus santos. Se trata de una soberanía espiritual, ejercitada dentro de los límites que nos
impone el cuerpo. Es decir, mi alma puede perfeccionarse en todas y a pesar de todas las cosas,
de manera que aun la muerte y el padecimiento me están sometidos y me servirán para mi
salvación. ¡Qué elevado y estupendo honor! ¡Qué soberanía tan real y omnipotente! Es este un
reino espiritual, donde nada hay tan bueno o tan malo que no tenga que beneficiarme; si tengo
la fe, sin que nada necesite, porque con mi fe me basta. ¡He aquí cuán hermosos son el señorío
y la libertad de los cristianos!
16. Además, somos sacerdotes, lo que vale mucho más que ser rey, toda vez que el
sacerdocio nos capacita para poder presentarnos delante de Dios rogando por los demás
hombres, puesto que sólo a los sacerdotes corresponde por derecho propio estar a los ojos de
Dios y rogar. A Cristo le debemos este don de interceder y suplicar en espíritu unos por otros,
semejantes al sacerdote que corporalmente intercede y ruega ante Dios por el pueblo. Empero,
a quien no cree en Cristo ninguna cosa puede beneficiarlo, antes al contrario, estará sometido a
todas como un siervo, y todas lo hacen alterarse. Tampoco su oración alcanzará el agrado de
Dios, ni siquiera llegará hasta Él. ¿Quién es capaz de abarcar la grandeza y el honor del
cristiano? Por su reinado y soberanía dispone Él de todas las cosas; por su sacerdocio influye
en Dios, puesto que Dios obra conforme al ruego y deseo del cristiano, como leemos en el
Salmo32: “Dios cumplirá el deseo de todos los que le temen y oirá su oración”. Este honor lo
recibe el cristiano sólo por la fe, pero no por las obras. De lo dicho se deduce claramente que
el cristiano es libre de todas las cosas y soberano de ellas, sin que precise, por tanto, de obra
buena alguna para ser justo y salvo. La fe es la que da de todo en abundancia. Y si el cristiano
1 Pe. 2:9.
Ro. 8:28 y sigs.
31 1 Co. 3:21 y sigs.

Se refiere a la doctrina del sacerdocio universal, con lo que se intenta provocar que la gente tome su
responsabilidad como sacerdotes y no caiga sólo en los ministros consagrados.
32 Sal. 145:19.
29
30
318
fuera tan necio de pensar ser justo, libre, salvo o cristiano en virtud de las buenas obras,
perdería su fe y con ella todo lo demás. Semejante sería el tal a aquel perro del cuento que
llevaba un trozo de carne en la boca, y viéndolo reflejado en el agua, quiso cogerlo de un
bocado; perdió el trozo de carne y además también la imagen del mismo en el agua.
17. Acaso te preguntes qué diferencia hay entre los sacerdotes y los laicos en la cristiandad,
sentado que todos los cristianos son sacerdotes. La respuesta es la siguiente: Las palabras
“sacerdote”, “cura”, “eclesiástico” y otras semejantes fueron despojadas de su verdadero
sentido al ser aplicadas únicamente a un reducido número de hombres que se apartaron de la
masa y formaron lo que ahora conocemos con el nombre de “estado sacerdotal”. La Sagrada
Escritura no hace diferencias entre cristianos, sino que sólo distingue los sabios y los
consagrados que reciben el nombre de “ministri”, “servi”, “oeconomi”, que significa:
servidores, siervos y administradores, y cuya misión consiste en predicar a los demás a Cristo y
sobre la fe y la libertad cristiana. Aunque todos seamos iguales sacerdotes, no todos podemos
servir, administrar y predicar. Así dice San Pablo 33 : “Queremos ser considerados por los
hombres únicamente como servidores de Cristo y administradores del Evangelio”. Pero el caso
es que dicha administración se ha tornado en un dominio y poder tan mundano, ostentativo,
fuerte y temible, que el verdadero poder temporal no puede ya compararse con él, ¡como si los
laicos y cristianos fueran dos cosas distintas! Claro es que con ello se ha despojado totalmente
de su sentido a la gracia, la libertad y la fe cristianas, así como también a todo aquello que de
Cristo hemos recibido, y hasta a Cristo mismo. ¿Y qué se nos ha dado en cambio? Muchas
leyes y obras humanas, haciéndonos así verdaderos esclavos de la gente más incapaz del
mundo.
18. Puede deducirse de lo expuesto que no basta con predicar superficialmente sobre la vida
y obra de Cristo, cual si se tratase de un mero hecho histórico o una crónica; aun es peor
callarse sobre Cristo y en su lugar predicar el derecho eclesiástico u otras leyes y doctrinas
humanas. También hay muchos que al predicar o leer sobre Cristo se muestran llenos de
compasión con Él, pero de odio contra los judíos, o se entretienen, en fin, con diversas
frivolidades. Ahora bien, es necesario predicar a Cristo en tal forma que la predicación brote en
ti y en mí la fe y se mantenga en nosotros; una fe que sólo nace y permanece cuando se nos
predica por qué vino Cristo al mundo, de qué manera hemos de valernos de Él y de sus
beneficios, qué es lo que Él nos ha traído y donado. Se predicará de este modo cuando se
interpreta debidamente la libertad cristiana que de Cristo hemos recibido, y cuando se nos dice
de qué modo somos reyes y sacerdotes, y dueños y señores de todas las cosas, y que Dios se
1 Co. 4:1.
Lutero sostiene, al igual que el apóstol Pablo, que Cristo llega a nosotros por medio de la predicación de la
Palabra más que con palabras u obras humanas. De este modo, en Romanos 10:17, leemos que “La fe, por lo tanto,
nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.”
33

319
complace en todo cuanto hacemos y lo atiende, según hemos venido diciendo. Y el corazón
que oye esto de Cristo, se gozará hasta lo más profundo, se sentirá consolado, se volverá
blando para con Cristo, y le corresponderá amándolo, cosas todas en fin, a las que jamás
podría llegar el corazón mediante el cumplimiento de leyes y obras. Por lo demás, ¿qué podría
dañar o atemorizar a un corazón que así siente? Si el pecado y la muerte se allegan, le dice su fe
que la justicia de Cristo es suya y que sus pecados tampoco son ya suyos sino de Cristo; de este
modo, el pecado se desvanece ante la justicia de Cristo por la fe y en la fe, como antes se dijo; y
el hombre aprende a porfiar a la muerte y al pecado como el apóstol, y exclama34: “¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Tu aguijón es el pecado. Mas
a Dios sean dadas gracias y alabanzas, que nos ha otorgado la victoria por Jesucristo nuestro
Señor. Absorbida es la muerte con su victoria”, etc.
19. Baste lo hasta aquí expuesto acerca del hombre interior o espiritual, de su libertad y de
su justicia esencial, para lo cual no precisa ley u obra buena alguna; más aún, sería perjudicial a
la justificación si quisiera alcanzarla mediante leyes y obras. Pasemos ahora a la otra parte, a la
referente al hombre externo. Al hacerlo; replicaremos a todos aquellos que, escandalizados por
nuestros razonamientos, suelen exclamar: “Está bien: si la fe ya lo es todo y por sí sola basta
para la justificación, ¿por qué han sido ordenadas las buenas obras? Vivamos, pues, alegres y
confiados y sin hacer nada.” No, amado hermano, eso, es un error. Podría suceder lo que tú
dices, si fueras ya del todo un hombre interior, puramente espiritual e interior, cosa que no
tendrá lugar antes del día del juicio final. En este mundo todo es comienzo y crecimiento, y el
fin vendrá en el otro mundo. Por eso habla el apóstol de “primitias spiritus”, o sea, los
primeros frutos del espíritu35; y también por eso cabe aplicar lo que antes se dijo: “el cristiano
es servidor de todas las cosas y está supeditado a todos.” Con otras palabras: dado que es libre,
nada necesita hacer: dado que es siervo, ha de hacer muchas y diversas cosas. Veamos cómo
sucede esto.
20. Aun cuando el hombre esté ya interiormente, por lo que a su alma respecta, bastante
justificado por la fe y en posesión de todo cuanto precisa, aunque su fe y suficiencia tendrán
que seguir creciendo hasta la otra vida, sigue, sin embargo, en el mundo y ha de gobernar su
propio cuerpo y de convivir con sus semejantes. Y aquí comienzan las obras. El hombre,
dejando a un lado toda ociosidad, está obligado a guiar y disciplinar moderadamente su cuerpo
con ayunos, vigilias y trabajos, ejercitándolo a fin de supeditarlo e igualarlo al hombre interior y
a la fe, de modo que no sea impedimento ni haga oposición, como sucede cuando no se lo
obliga. Pues, el hombre interior va al unísono con Dios, se goza y se alegra por Cristo, que
tanto ha hecho por él, y su mayor y único placer es, a su vez, servir a Dios con un amor
1 Co. 15:55 y sig.
Ro. 8: 22-23. “Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.”
34
35
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desinteresado y voluntario. Empero en su carne late una voluntad rebelde, una voluntad
inclinada a servir al mundo y a buscar lo que más la deleita. Pero la fe no puede sufrirlo y se le
arroja de modo al cuello amorosa, para apaciguarlo y subyugarlo. Dice el apóstol Pablo 36 :
“Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, mas veo otra ley en mis miembros que
me lleva cautivo a la ley del pecado”. Del mismo modo37: “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en
servidumbre, no sea que habiendo sido un maestro para otros, yo mismo venga a ser
eliminado”. Y asimismo38: “Pero los que son de Cristo crucifican su carne con sus afectos y
concupiscencia”.
21. Pero dichas obras no se realizarán pensando que por ellas el hombre se justifica ante
Dios, pues tal pensamiento es insoportable para la fe, la cual es y será siempre la única justicia a
los ojos de Dios. Antes bien, se harán las obras con la sola intención de dominar el cuerpo y
limpiarlo de sus malas inclinaciones deleitosas, poniendo toda la mira en desterrarlas.
Precisamente por ser el alma pura por la fe y amante de Dios, anhela que también lo demás sea
puro, sobre todo el propio cuerpo, y que todo, juntamente con ella, ame y alabe a Dios. Por
consiguiente, el hombre, a causa de su propio cuerpo, no puede andar ocioso, antes al
contrario, habrá de realizar muchas buenas obras para supeditarlo. Sin embargo, no son las
obras el medio apropiado para aparecer como bueno y justo delante de Dios, sino que se
ejecutarán con puro y libre amor, desinteresadamente, sólo para complacer a Dios, buscando y
mirando única y exclusivamente lo que a Dios le agrada en tanto se desea cumplir su voluntad
lo mejor posible. Concluya así, pues, cada cual la medida y la prudencia al castigar su cuerpo
con tantos ayunos, vigilias y trabajos como necesite para apaciguar su temeridad. Pero aquellos
que buscan la justificación por medio de obras, no se cuidan de la mortificación, sino sólo
ponen la mira en las obras, pensando que cuanto más numerosas estas sean, mejor es para
alcanzar la justificación. Y a veces pierden la cabeza y malgastan sus cuerpos. ¡Cuán grande
estupidez y asimismo cuán falsa comprensión de la vida cristiana y de la fe demuestra la
pretensión de ser justificado y salvo por obras, pero sin fe!
22. Valiéndonos de algunos símiles diríamos: las obras del cristiano, el cual por su fe y por
pura gracia de Dios es justificado y salvado gratuitamente, podrían tasarse como las que Adán y
Eva habrían hecho en el paraíso, según está escrito39, que Dios lo puso en el paraíso al hombre
Ro. 7:22 y sig.
1 Co.8:27.
38 Ga. 5:24.

Lutero plantea que es beneficioso y necesario que venzamos el ocio, con obras dirigidas a Dios, materializadas
en el prójimo. Él sabe que el ocio mata al espíritu, y por ende, impide el fluir de la fe en nosotros. Así, el hombre
interior debe estimular al exterior desde la fe, ya que, de modo contrario, el hombre exterior (el ocio) ahoga al
hombre interior (la fe).

Con esto, Lutero indica la necesidad de que sea la fe lo que de sentido a nuestras obras, y no que se dejen de
practicar las mismas.
39 Gn. 2:15.
36
37
321
creado para que lo labrara y guardase. Ahora bien: Adán fue creado justo, bueno y sin pecado.
Por consiguiente, no le era preciso labrar y cuidar para ser bueno y justificado. Sin embargo, a
fin de que no anduviera ocioso, Dios le encomienda el trabajo de plantar, labrar y cuidar el
Edén. Tales obras de Adán habrían sido hechas por él voluntariamente, sólo para complacer a
Dios, pero en modo alguno para alcanzar la justificación que él ya poseía y con la cual todos
nosotros podríamos haber nacido. Pues bien, este es el caso de las obras del hombre creyente,
el cual, por su fe es puesto de nuevo en el paraíso y de nuevo creado; las obras que ejecuta no
le serán necesarias para su justificación, sino que le han sido ordenadas con objeto de evitar su
holganza, haciéndolo esforzar y cuidar el cuerpo exclusivamente para agradar a Dios.
Además: un obispo consagrado bendice un templo, confirma o practica cualquier otra obra
inherente a su cargo, pero tales cosas no lo hacen obispo; aún más, si no fuera por tratarse de
un obispo ya consagrado, ninguno de dichos actos tendrían valor, sino que serían puras
necedades. A semejanza del obispo, el cristiano, consagrado por la fe, al realizar buenas obras,
éstas no lo hacen mejor cristiano o más consagrado, cosa que únicamente sucede con el
incremento de la fe; antes bien, de no tratarse de un creyente y cristiano, nada valdrían sus
obras, sino que serían pecados punibles y condenables.
23. Estas dos sentencias son, por consiguiente, ciertas. Primera: “Las obras buenas y justas
jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y
justas”. Segunda: “Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo
ejecuta malas obras”. Se desprende de esto que la persona habrá de ser ya buena y justa antes
de realizar buenas obras o sea, que dichas obras emanan de la persona justa y buena, como dice
Cristo40: “El árbol malo no lleva buenos frutos; el árbol bueno no da frutos malos”. Ahora
bien, está claro que ni los frutos llevan al árbol ni se producen los árboles en los frutos, sino
que por el contrario, los árboles llevan los frutos y los frutos crecen en los árboles. Luego, así
como los árboles preceden a los frutos y estos no hacen al árbol malo o bueno, sino que son
los árboles los que dan frutos buenos o malos, también la persona será justa o mala antes de
ejecutar obras buenas o malas, de modo que sus obras no lo hacen bueno o malo al hombre,
sino que él mismo es quien hace buenas o malas obras. Algo semejante podemos ver en todos
los oficios manuales. Una casa bien o mal construida no hace al constructor bueno ni malo,
sino que éste levantará una casa buena o mala. Ninguna obra hace al artesano según la calidad
de ella, sino como es el artesano, así resultará también la obra. Idéntico es el caso de las obras
humanas, las cuales serán buenas o malas según sean la fe o la incredulidad del hombre. Y no
al contrario: como son sus obras, así será justo o creyente. Como las obras no hacen al hombre
creyente. Como las obras no hacen al hombre creyente, así no lo justifican tampoco. Sin
embargo, la fe, que hace justo al hombre, así también realizará buenas obras. Toda vez que las
40
Mt. 7:18.
322
obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser ya justo antes de realizarlas, queda
claramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia divina, en virtud de Cristo y su Palabra,
justifica a la persona suficientemente y la salva, sin que el cristiano precise de obra o
mandamiento alguno para lograr su salvación. Porque el cristiano está desligado de todos los
mandamientos, y en uso de su libertad hace voluntaria y desinteresadamente todo cuanto haga,
sin buscar nunca su propio provecho y su propia salvación, porque por su fe y la gracia divina
está ya salvo, sino que busca únicamente cómo complacer a Dios.
24. Por otra parte, a quien carezca de fe, ninguna obra buena colaborará con su justicia y
salvación. Además, no hay malas obras que puedan hacerlo malo y condenarlo, sino que la
incredulidad pervierte a la persona y al árbol y es ejecutora de las obras malas y condenables:
Luego el ser justo o malo no procede de las obras, sino de la fe, como dice el sabio41: “El
principio del pecado es apartarse de Dios y desconfiar de Él”. También Cristo enseña que no
debe comenzarse por las obras y dice42: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el
árbol malo, y su fruto malo”. Lo mismo podría haber dicho: el que desee buenos frutos, que
empiece por el árbol plantándolo debidamente. Por consiguiente, quien pretenda realizar
buenas obras no comenzará por estas, sino por la persona que ha de ejecutarlas. Mas a la
persona nadie la hace buena sino la fe, y nadie la hace mala sino la incredulidad. No es menos
cierto que las obras revelan al hombre como justo o malo ante sus semejantes, esto es, por las
obras se conoce ya exteriormente si el hombre es justo o malo, como dice Cristo43: “Por los
frutos los conoceréis”. Sin embargo, eso tiene un valor más bien aparente y externo, aunque
muchos se han dejado guiar por ello y yerran, escribiendo y enseñando cómo han de hacerse
las buenas obras y cómo es posible ganar la justificación, en tanto que olvidan del todo la fe. Y
así van por el mundo, guías ciegos de ciegos; así se torturan con muchas obras sin llegar jamás
a la recta justicia. A ello se refiere San Pablo44: “Tendrán apariencia de justicia, pero les falta el
fundamento; siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de, la justicia
verdadera”. Quien no quiera andar vagando en compañía de esos ciegos, que mire más allá de
las obras, de los mandamientos y de las doctrinas sobre las obras, para fijar la atención ante
todo en la persona y el modo en que puede ser justificada. Ciertamente la persona no se
justificará y salvará por medio de mandamientos y obras, sino por la Palabra de Dios, esto es,
por la promesa de su gracia, y la fe. Y sucede así, a fin de que la gloria divina permanezca en
todo su esplendor, en tanto Dios no nos redime por causa, de nuestras obras, sino por su
Palabra misericordiosa, gratuitamente por pura clemencia. [Esto es, por gracia.]

Esto se resume en que: no es el pecado que hace a un hombre pecador, sino que el pecador comete pecado. Y
pecadores somos todos, por naturaleza.
41 Eccl. 10:14-15.
42 Mt. 12:33.
43 Mt. 7:20.
44 2 T. 3:5 y sigs.
323
25. Después de lo dicho, no será difícil comprender en qué sentido deben desecharse o
aceptarse las buenas obras y de qué modo habrá de entenderse toda doctrina acerca de las
mismas. Aquellas doctrinas fundadas en la falsa y torcida opinión de que mediante buenas
obras seremos justificados y salvos son ya en sí malas y dignas de condenación; lo son porque
desconocen la libertad y escarnece la gracia de Dios, la cual sólo justifica y salva por la fe, cosa
imposible para las obras, mas al pretenderlo éstas, atacan la obra y el honor de la gracia. No
desechemos las buenas obras porque lo sean, no a causa de las malas consecuencias y la
errónea opinión que las acompaña, presentándolas como buenas cuando en realidad no lo son.
De donde resulta que tales doctrinas son engañosas y engañan al hombre; son como con piel
de oveja. Sin la fe no es posible destruir aquellas malas consecuencias y aquella falsa creencia
en las obras. Y mientras no venga la fe y las destruya, abundarán en todo aquel que busque la
justificación mediante las buenas obras. Porque la naturaleza humana no es capaz de
desterrarlas, ni siquiera de reconocerlas; antes al contrario, para ella son consecuencias, y la
creencia en las buenas obras algo inapreciable y salvador. Y esto es lo que a tantos ya ha
seducido. Por lo tanto, siendo provechoso escribir y predicar sobre el arrepentimiento, la
confesión y la satisfacción, si no se avanza hacia la fe, resultará de ello una mera serie de
doctrinas diabólicas y seductoras. No vale predicar sólo una parte, sino la Palabra de Dios en
sus dos partes. Predíquense los mandamientos para intimar a los pecadores y manifestarles sus
pecados, de modo, que se arrepientan y se conviertan. Pero esto no basta. Es preciso anunciar
también la otra Palabra, la promesa de gracia, enseñando lo que es la fe [y la esperanza], sin la
cual mandamientos, arrepentimiento y todo lo demás son cosas vanas. Hay todavía algunos
predicadores que no anuncian el arrepentimiento de los pecados y las promesas de Dios, como
para poder aprender de dónde y como, vienen el arrepentimiento y la gracia. Porque el
arrepentimiento emana de los mandamientos y la fe, de las promesas de Dios. De este modo el
hombre que, atemorizado ante los mandamientos divinos, se ha humillado y reconocido su
verdadero estado, es justificado y levantado por su fe en las divinas Palabras.
26. Es suficiente lo expuesto acerca de las obras en general y de aquellas que el cristiano
realizará para dominar su propio cuerpo. Trataremos ahora de las obras que el hombre habrá
de practicar entre sus semejantes, porque el hombre vive no sólo en su cuerpo y para él, sino
también con los demás hombres. Esta es la razón por la cual el hombre no puede prescindir de
las obras en el trato con sus semejantes; antes bien, ha de hablar y tratarse con ellos, aunque
dichas obras en nada contribuyen a su propia justificación y salvación. Luego, al realizar tales
obras su intención será libre y él tendrá sus miras puestas sólo en servir y ser útil a los demás,
sin pensar en otra cosa que en las necesidades de aquellos a cuyo servicio desea ponerse. Este
modo de obrar para con los demás es la verdadera vida del cristiano, y la fe actuará con amor y
324
gozo, como el apóstol enseña a los gálatas45. También a los filipenses se les había enseñado que
con la fe en Cristo ya poseían la gracia y su abundancia, y añade 46 : “Os amonesto con la
consolación que en Cristo tenéis y toda la consolación que guardáis en nuestro amor y toda la
comunión que tenéis con todos los cristianos espirituales y justos, que cumpláis mi gozo
sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor para con otros, sirviendo uno al otro, no mirando
cada cual lo suyo propio, sino cada uno también lo de los demás y lo que otros han de
necesitar”. Con estas palabras describe el apóstol sencilla y claramente la vida cristiana, una
vida en la cual todas las obras atienden al bien del prójimo, ya que cada cual posee con su fe
todo cuanto para sí mismo precisa y aún le sobran obras y vida suficientes para servir al
prójimo con amor desinteresado. A Cristo presenta el apóstol como ejemplo, diciendo 47 :
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo”, el cual, siendo pleno de forma divina
y teniendo suficiente para sí, sin que necesitara de vida, obras y sufrimiento, para ser justo y
salvo, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndolo y sufriéndolo todo, no
mirando más que nuestro propio bien; y así, siendo libre, se hizo siervo por causa nuestra.
27. Así también el cristiano, como Cristo, su cabeza, debe sentirse pleno y harto con su fe,
mirando de acrecentarla, porque ella le es vida, justicia y salvación, y le da todo cuanto es de
Cristo y Dios, como antes se dijo48 y el apóstol Pablo escribe49: “Lo que vivo todavía en la
carne, lo vivo en la fe de Cristo, Hijo de Dios”. El cristiano es libre, sí, pero debe hacerse con
gusto siervo, a fin de ayudar a su prójimo, tratándolo y obrando con él como Dios ha hecho
con el cristiano por medio de Jesucristo. Y el cristiano lo hará todo sin esperar recompensa,
sino únicamente por agradar a Dios y diciéndose: bien; aunque soy hombre indigno,
condenable y sin mérito alguno, mi Dios me ha otorgado gratuitamente y por pura gracia suya
en virtud de Cristo y en Cristo riquísima justicia y salvación, de madera que de ahora en
adelante sólo necesito creer que es así. Mas por mi parte haré también por tal Padre que me ha
colmado de beneficios tan inapreciables, todo cuanto pueda agradarle, y lo haré libre, alegre y
gratuitamente, y seré con mi prójimo un cristiano a la manera que Cristo lo ha sido conmigo,
no emprendiendo nada excepto aquello que yo vea que mi prójimo necesite o le sea
provechoso y salvador; que yo ya poseo todas las cosas en Cristo por mi fe. He aquí cómo de
la fe fluyen el amor y el gozo en Dios, y del amor emana a la vez una vida libre, dispuesta y
gozosa para servir al prójimo sin miras de recompensa. Porque así como el prójimo padece
necesidad de aquello que a nosotros nos sobra, así padecíamos nosotros mismos también gran
necesidad ante Dios y hubo de socorrer la gracia. Por consiguiente, si Dios nos ha socorrido
gratuitamente por Cristo, auxiliemos nosotros también al prójimo con todas las obras de
Ga. 5:6 y sigs.
Fil. 2:1 y sigs.
47 Fil. 2:5 y sigs.
48 Cap. 12.
49 Ga. 2:20.
45
46
325
nuestro cuerpo. Claramente se ve cuán noble y elevada es la vida cristiana, aunque hoy
desgraciadamente, en todo el mundo es desestimada, y más aún, ya se ha olvidado que existe y
no se predica sobre ella.
28. En el capítulo segundo del evangelio según Lucas leemos 50 que la Virgen María se
presentó en el templo después de las seis semanas indicadas para ser declarada limpia, como
ordenaba la ley a todas las mujeres, si bien la Virgen María no era impura como ellas, ni
deudora de la misma limpieza, ni siquiera la necesitaba. Mas la Virgen María obró así por amor,
no queriendo hacer de menos a las demás mujeres, ni pretendiendo apartarse de entre ellas. De
modo semejante obró el apóstol Pablo haciendo que se circuncidara a Timoteo51, no porque
fuera necesario, sino más bien por no ofrecer a los judíos de fe cristiana tibia la ocasión de
pensar mal; sin embargo, el apóstol no quiso que Tito fuera circuncidado, precisamente porque
se lo obligaba a ello; alegando que la circuncisión era necesaria para la salvación 52 . En el
capítulo 17 53 del evangelio según Mateo discute Cristo con Pedro acerca del tributo que
también se exigía a los discípulos, y le objetó que los hijos de un rey no necesitaban abonar
tributo alguno. Una vez conforme Pedro con dicha explicación, Cristo le ordenó no obstante
que saliera al mar y le dijo: “Para que no se escandalicen por causa nuestra, ve al mar. El primer
pez que saques, tómalo y en su boca hallarás una moneda, dásela por ti y por mí”. ¡Qué
ejemplo tan hermoso es éste y cuán aplicable a lo que venimos diciendo! Cristo se da a sí
mismo y a sus discípulos el título de libres hijos de rey que no carecen de nada, y sin embargo,
se doblega voluntariamente, sirve y paga el tributo. Tanto como la obra de Cristo pudo serle
necesaria y beneficiarle para su propia justicia o salvación, así también son todas sus demás
obras y las que realizan los cristianos, necesarias para su salvación; porque en realidad se trata
de servicios voluntarios en favor de los demás hombres y para su mejoramiento. Asimismo
deberían las obras de los sacerdotes y conventos, y ser hechas de manera que cada cual obrase
según su estado y su orden, pero con la mira puesta únicamente en auxiliar a otros y dominar el
propio cuerpo, dando así buen ejemplo a aquellos que también necesitan gobernar su carne.
Pero estén prevenidos siempre y no se propongan alcanzar justicia y salvación con tales obras,
porque justicia y salvación sólo son posibles por la fe. En este sentido amonesta el apóstol
Pablo 54 y 55 a los cristianos a someterse al poder secular, dispuesto siempre a prestarle su
servicio, mas no con miras de alcanzar justicia, sino para servir libremente a los demás y a la
autoridad secular, obedeciendo con amor y libertad. Quien entienda esto podrá vivir fácilmente
en medio de los innumerables preceptos y leyes del Papa, de los obispos, de los conventos, de
Lc. 2:22 y sig.
Hch. 16:3.
52 Ga. 2:3.
53 Mt. 17:24 y sigs.
54 Ro. 13:1 y sigs.
55 Tit. 3:1.
50
51
326
los príncipes y señores de que algunos prelados irrazonables hacen uso y los presentan como si
fueran necesarios para la salvación, denominándolos injustamente mandamientos de la iglesia;
injustamente, porque el cristiano libre reflexiona así: “ayunaré, oraré, haré esto y lo otro tal
como ha sido ordenado, pero no porque lo necesito, ni busco mi justicia y salvación con ello,
sino que lo hago por el Papa, el obispo, la comunidad, o también por mi hermano en la fe o
por mi señor, a fin de dar ejemplo, servir y sufrir. ¡Qué cosas mucho mayores ha hecho y
padecido Cristo por mí, aunque Él lo necesitaba mucho menos que yo! Y aunque los tiranos
exijan lo que no les corresponde, en nada me perjudicará mientras no vaya contra Dios.
29. De lo hasta aquí expuesto cualquiera puede formarse un juicio exacto y distinguir entre,
todas las obras y los mandamientos, así como también entre ciegos y locos y aquellos que son
razonables. Porque toda obra que no persiga el fin de servir a los demás y sufrir su voluntad
siempre que no se obligue a ir contra la voluntad de Dios no será una buena obra cristiana. Por
eso sospecho que son pocas las fundaciones, iglesias, conventos, altares, misas y legados
verdaderamente cristianos, y asimismo los ayunos y oraciones especiales dirigidos a algunos
santos. Temo que con todo ello cada cual vela sólo por lo suyo, pensando expiar sus pecados y
conseguir la salvación. Este afán dimana de la ignorancia sobre la fe y la libertad cristiana. Pero
hay también eclesiásticos irrazonables que empujan a la gente a obrar de tal modo ensalzándolo
y coronándolo todo con indulgencias, pero olvidándose de instruir en la fe. Yo te aconsejo que
si deseas hacer un legado en bien de la iglesia, o si quieres orar y ayunar, no lo hagas pensando
en tu propio provecho, antes al contrario, hazlo desinteresadamente, para que los demás lo
disfruten y se beneficien con ello; si tal haces, eres un verdadero cristiano. ¿Por qué quieres,
retener tus bienes y buenas obras que te sobran para cuidar y dominar tu propio cuerpo, toda
vez que ya bienes bastante con tu fe, en la que Dios te ha otorgado ya todas las cosas? Sabrás
que los bienes de Dios han de pasar de unos a otros y pertenecer a todos, o sea, cada cual
cuidará a su prójimo como a sí mismo. Los bienes divinos emanan de Cristo y entran en
nosotros: de Cristo, de aquel cuya vida estuvo dedicada a nosotros, como si fuera la suya
propia. Del mismo modo deben emanar de nosotros y derramarse sobre aquellos que los
necesitan. Pero esto tendrá lugar de tal manera que pondremos también nuestra fe y justicia en
servicio y favor del prójimo delante de Dios, a fin de cubrir así sus pecados y tomarlos sobre
nosotros cual si fueran nuestros, como Cristo ha hecho para con nosotros mismos. He aquí,
esto es amor cuando el amor es verdadero. Y el amor es verdadero cuando la fe también es
verdadera. Por eso el apóstol indica como propiedad del amor56, que no busque lo suyo, sino el
bien del prójimo.
30. Se deduce de todo lo dicho que el cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y el
prójimo; en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe sale el cristiano de sí mismo y
56
1 Co. 13:5.
327
va a Dios; de Dios desciende el cristiano al prójimo por el amor. Pero siempre permanece en
Dios y en el amor divino, como Cristo dice57: “De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los
ángeles que suben y descienden sobre el Hijo de Dios”. He aquí la libertad verdadera, espiritual
y cristiana que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley; la libertad que supera a
toda otra como los cielos superan la tierra. ¡Quiera Dios hacernos comprender esa libertad y
que la conservemos! Amén.
57
Jn. 1:51.
328
LA CIENCIA Y EL CRISTIANISMO: GALILEO
VII. LA CIENCIA Y EL CRISTIANISMO:
GALILEO
Considerado (en años muy posteriores a su desarrollo) como paradigmático
respecto a los pretendidos conflictos entre ciencia y religión, el caso Galileo tiene
muchas aristas. Galileo defendió atinadamente, siguiendo a san Agustín, los distintos
niveles y formas de interpretación de las Escrituras en un ambiente inmediatamente
posterior a la Reforma. Astrónomo, y como tal dedicado estrictamente a la descripción,
explicó matemáticamente el objeto de estudio de los cosmólogos y con ello dio pie a la
instauración de la ciencia moderna. Es verdad, sin embargo, que abogó por el cambio
de paradigma en la concepción cosmológica de su tiempo sin tener aún pruebas
científicas contundentes.
La carta a la gran Duquesa Cristina expone de modo sintético las observaciones que
Galileo realizó, su propuesta respecto al nuevo paradigma y una defensa ante la
reacción que suscitaron sus tesis. El reto de lo novedoso se encuentra estrechamente
vinculado con el progreso. Con esta observación Galileo anticipa ya el espíritu
moderno, aunque a la vez está inmerso en el espíritu de su tiempo. Galileo es
conocedor de la tradición y es por ello consciente de las revoluciones implícitas en su
acercamiento al modelo copernicano.
Galileo denuncia a sus detractores por su amor a su error por encima de su amor a
la verdad y la intransigencia en su postura más por animadversión a él que por
verdadera reflexión, así como su deliberada mezcla de discursos filosóficos y
religiosos. Es esta última observación la que sería radicalizada tiempo después.
No obstante, no parece haber en la carta a la gran Duquesa una intención de oponer
ciencia y religión; Galileo señala el peligro de un mal uso de las Escrituras sin
distanciarse de ellas; no duda de su verdad, si se consideran los distintos niveles de
interpretación; se refiere a la Iglesia como Santa, se lamenta de la puesta en duda de su
fe debido a sus investigaciones y encomia a Copérnico, sacerdote, y su investigación
astronómica a la par de su labor eclesiástica. En la misma línea, se niega a discutir
materias religiosas por ser ajenas a su especialidad y manifiesta preocupación porque
sus investigaciones puedan atentar contra su fe católica.
CARTA DEL SEÑOR GALILEO GALILEI, ACADÉMICO LINCEO, ESCRITA A LA
SEÑORA CRISTINA DE LORENA, GRAN DUQUESA DE TOSCANA
A la Serenísima Señora la Gran Duquesa Madre:
Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas
no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que
se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por
filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto
estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias.
Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso
de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o
destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad,
pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas
con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y
publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de
salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido
correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este
error si hubieran prestado atención a un texto de San Agustín, muy útil a este respecto, que
concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de
comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales
referentes a los cuerpos celestes escribe:
«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer
temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin
embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo
puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo
Testamento» (Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).
Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí
sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron
persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la
verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de
una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay
quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para
con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad
de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más
irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan
combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores
que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin
330
reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión
particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de
acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que
no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y
los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de desprestigiarme
por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han
llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo que el Sol, sin cambiar de lugar,
permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira
sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante
no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo
consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales que de otro
modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que
contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla el de Copérnico.
Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará,
dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura
de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con escasa
inteligencia, a la refutación de argumentos que no han comprendido.
En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales
proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son
heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los
actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen
a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable lo haya
acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no sólo para la
dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los matemáticos.
Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes había enraizado en
su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van murmurando entre el
pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad y conociendo que dicha
declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que también convertiría en
condenables a todas las otras observaciones y postulados astronómicos y naturales, con los
cuales se corresponden y mantienen una relación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a
facilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea considerada como nueva y propia de mi
persona, disimulando saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y
defensor. Hombre éste, no únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado
que, tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del
calendario eclesiástico, fue llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para
llevar a cabo la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió
a que todavía no se tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar.
331
Encargado por el obispo Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir
estudios con miras a precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al
trabajo, y a costa de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes
progresos en sus ciencias, y logró mejorar la exactitud del conocimiento de los períodos de los
movimientos celestes, mereciendo así el título de summo astronomo. Merced a sus trabajos se
pudo resolver luego la cuestión del calendario y erigir las tablas de todos los movimientos de
los planetas. Copérnico había de exponer esta doctrina en seis libros que publicó a
requerimiento del cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro acerca De las
Revoluciones Celestes, al sucesor de León X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada por
aquel entonces, ha sido bien recibida por la Santa Iglesia, y leída y estudiada por todo el
mundo, sin que jamás se haya formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo, al mismo
tiempo que se va comprobando, en base a exactos experimentos y necesarias demostraciones,
la certeza de las teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber visto jamás el libro,
premian las múltiples fatigas de su autor con la consideración de herético, y esto con el único
objeto de satisfacer su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con
Copérnico, no posee interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías.
Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata de hacerme, y que ponen en tela de
juicio mi fe y mi reputación, he considerado necesario enfrentar esos argumentos, que me son
opuestos en nombre de un pretendido celo por la religión y echando mano de las Sagradas
Escrituras, puestas al servicio de disposiciones que no son sinceras, y con la pretensión de
extender su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y las interpretaciones
de los padres, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe,
reemplazando así los razonamientos y las demostraciones por algún pasaje de la Escritura,
pasaje que muchas veces, más allá de su sentido literal, puede ser interpretado de diversas
maneras. Espero demostrar que yo procedo con un celo mucho más piadoso y más conforme
a la religión que ellos cuando propongo, no que no se condene a ese libro, sino que no se le
condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, ni comprenderlo. Precisaría que se supiera
reconocer que el autor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religión o a la fe, y que no
presenta argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmente
podría haber interpretado mal, sino que se atiene siempre a conclusiones naturales, que atañen
a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas y geométricas y que
proceden de experiencias razonables y de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significa
que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, pero una vez así
demostrada su doctrina, estaba por cierto persuadido de que en modo alguno podía hallarse en
contradicción con las Escrituras, desde que se las comprendiera correctamente. Es por ello por
lo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa así:
332
«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes, pese a ignorar toda la matemática, se
permitieran juzgar acerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras, deformado
especialmente para sus propósitos, y se atrevieran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me
preocuparé de ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juicio como temerario. Nadie
ignora que Lactancio, célebre escritor, pero matemático deficiente, habla de la forma de la
Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella tenía forma de esfera;
de modo que los estudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran en ridículo. La
matemática se escribe para los matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi
trabajo será útil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principado ejerce ahora Vuestra
Santidad.»
De esta índole son quienes se ingenian para hacer creer que tal autor se condena, sin
siquiera haberlo visto, y quienes, para demostrar que ello no solamente está permitido, sino que
es realmente beneficioso, alegan la autoridad de la Escritura, de los teólogos y de los Concilios.
Yo reverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría sumamente temerario
contradecirlas; pero, al mismo tiempo, no creo que constituya un error hablar cuando se tienen
razones para pensar que algunos, en su propio interés, tratan de utilizarlas en un sentido
diferente de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello, con una afirmación solemne
(y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no sólo me propongo rechazar los
errores en los cuales hubiera podido caer en el terreno de las cuestiones tocantes a la religión,
sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión alguna en esas materias, ni aun en
el caso en que pudieran dar lugar a interpretaciones divergentes: y esto porque, si en esas
consideraciones alejadas de mi profesión personal, llegara a presentarse algo susceptible de
inducir a otros a que hicieran una advertencia útil para la Santa Iglesia con respecto al carácter
incierto del sistema de Copérnico, deseo yo que ese punto sea tenido en cuenta, y que saquéis
de él el partido que las autoridades consideren conveniente; de otro modo, sean mis escritos
desgarrados o quemados, pues no me propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera
traicionar mi fidelidad por la fe católica. Además de eso, aunque con mis propios oídos haya
escuchado muchísimas de las cosas que allí afirmo, de buen grado les concedo a quienes las
dijeron que quizá no las hayan dicho, si así les place, y confieso haber podido comprenderlas
mal; así pues, no se les atribuya lo que yo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.
El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la
estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras
que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar,
de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el
Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.
Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y
establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar
333
equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que muchas
veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su sonido. Por
consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los
estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer aparecer en las
Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los mencionados, sino
también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y,
asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira, pena, odio, y aun tal vez el
olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. Así como las citadas proposiciones,
inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma por los sagrados profetas
en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, del mismo
modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el
verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están escritas con tales palabras.
Este modo de ver ha sido tan tratado y especificado por todos los teólogos, que resulta
superfluo dar razón de él. Me parece entonces que razonablemente se puede convenir en que
esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a tratar cuestiones de orden natural, y
principalmente las cuestiones más difíciles de comprender, no se aparta de este procedimiento,
y ello con el fin de no llevar confusión a los espíritus de ese mismo pueblo, y de no correr el
riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los misterios más altos. Por ello, si como se ha
dicho, y como claramente se ve, es con el solo objeto de adaptarse a la mentalidad popular que
la Escritura no ha esquivado velar verdades fundamentales, no vacilando en atribuir a Dios
cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría sostener seriamente que esa misma Escritura,
cuando se ve en el caso de hablar incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o de otras
criaturas, haya preferido atenerse con todo rigor a la significación estrictamente literal de las
palabras? Y, sobre todo, ¿cómo habría podido ocuparse, con respecto a esas criaturas, de
cuestiones que están alejadísimas de la capacidad de comprensión del pueblo, y que no se
relacionan directamente con el objetivo primero de esas mismas Escrituras, que es el culto
divino y la salud de las almas?
Así las cosas, me parece que, al discutir los problemas naturales, no se debería partir de la
autoridad de los pasajes de la Escritura, sino de la experiencia de los sentidos y de las
demostraciones necesarias. Porque la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente del
Verbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, y ésta como la ejecutora perfectamente
fiel de las órdenes de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las Escrituras, para adaptarse
a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen cosas que difieren con mucho de la
verdad absoluta, por gracia de su género y de la significación literal de los términos, la
naturaleza, por el contrario, se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes que le son
impuestas, sin franquear jamás sus límites, y no se preocupa por saber si sus razones ocultas y
sus maneras de obrar están al alcance de nuestras capacidades humanas. De ello resulta que los
334
efectos naturales y la experiencia de los sentidos que delante de los ojos tenemos, así como las
demostraciones necesarias que de ella deducimos, no deben en modo alguno ser puestas en
duda ni, a priori, condenadas en nombre de los pasajes de la Escritura, aun cuando el sentido
literal pareciera contradecirlas. Pues las palabras de la Escritura no están constreñidas a
obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza, y Dios no se revela de modo menos
excelente en los efectos de la naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras. Es lo
que quiso significar Tertuliano con estas palabras:
«Declaramos que Dios debe ser primero conocido por la naturaleza y luego reconocido por
la doctrina: a la naturaleza se la alcanza por las obras, a la doctrina por las predicaciones.»
No quiero decir con ello que no se deba tener una altísima consideración por los pasajes de
la Sagrada Escritura. Así, cuando hayamos obtenido una certeza, dentro de las conclusiones
naturales, debemos servirnos de esas conclusiones como de un medio perfectamente apto para
una exposición verídica de esas Escrituras, y para la búsqueda del sentido que necesariamente
se contiene en ellas, puesto que son perfectamente verdaderas y concuerdan con la verdad
demostrada. Considero que la autoridad de los Textos Sagrados tiene por objeto,
principalmente, el de persuadir a los hombres acerca de proposiciones que, por sobrepasar
todo discurso humano, su credibilidad no puede obtenerse por ninguna otra ciencia, ni por
medio distinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, dentro de las proposiciones que
no son de Fe, debe preferirse la autoridad de esos mismos Textos Sagrados a la autoridad de
textos humanos cualesquiera, que no estén escritos con método demostrativo, sino o bien
como pura narración, o bien sobre la base de razones probables. La autoridad de las Sagradas
Escrituras debe considerarse aquí conveniente y necesaria en la medida misma en que la
sabiduría divina sobrepasa a todo Juicio y a toda conjetura humanas.
No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos, palabra e intelecto, y haya querido,
despreciando la posible utilización de éstos, darnos por otro medio las informaciones que por
aquéllos podamos adquirir, de tal modo que aun en aquellas conclusiones naturales que nos
vienen dadas o por la experiencia o por las oportunas demostraciones, debemos negar su
significado y razón; no creo que sea necesario aceptarlas como dogma de fe, y máxime en
aquellas ciencias sobre las cuales en las Escrituras tan sólo se pueden leer algunos aspectos, y
aun entre sí opuestos. La astronomía constituye una de estas ciencias, de la cual sólo son
tratados algunos aspectos, puesto que ni siquiera se encuentran los planetas, a excepción del
Sol y la Luna, y Venus sólo una o dos veces, bajo el nombre de Lucifer. Ahora bien, si los
sagrados profetas hubiesen tenido la pretensión de comunicar al pueblo la situación y
movimiento de los cuerpos celestes y, por consiguiente, tuviéramos nosotros que sacar de las
Sagradas Escrituras tal información, no habrían, en mi opinión, tratado el tema tan poco, que
es casi nada si lo comparamos con los infinitos y admirables resultados que dicha ciencia
contiene y demuestra. Por tanto, que no solamente los autores de las Sagradas Escrituras no
335
hayan pretendido enseñarnos la constitución y los movimientos de los cielos y de las estrellas,
sus formas, sus tamaños y su distancia, sino que, aunque todas esas cosas les fueran
perfectamente conocidas, se hayan abstenido de hacerlo, tal es la opinión de los santos y sabios
Padres; así leemos en San Agustín:
«Suele también preguntarse qué forma y figura atribuyen nuestros libros divinos al cielo.
Pues muchos autores profanos disputan largamente sobre estas cosas, que omitieron con gran
prudencia los nuestros, por no ser para los que las aprenden necesarias para la vida
bienaventurada, y, además, porque los que en esto se ocupan han de malgastar lo que es peor,
tiempo sobremanera preciso restándolo a cosas más útiles. Pues a mí, ¿qué me interesa que el
cielo, siendo como una esfera, envuelva por todas sus partes a la Tierra equilibrada en medio
de la masa del mundo, o que la cubra por la parte de arriba como si fuera un disco? Mas
porque se trata de la autoridad de la divina Escritura y como quizás alguno no entienda las
palabras divinas, cuando acerca de estas cosas encuentre algo semejante en los libros divinos u
oiga hablar algo de ellos que le parezca oponerse a las razones percibidas por él, cosas que no
he recordado solamente una vez, para que no crea en modo alguno a los que le amonestan o le
cuentan o le afirman que son más útiles las cosas profanas que la verdad de la Santa Escritura,
brevemente he de decir que nuestros autores sagrados conocieron sobre la figura del cielo lo
que se conforma a la verdad, pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos, no
quiso enseñar a los hombres estas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vida
futura» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).
Y además el poco cuidado que tuvieron esos mismos escritores sagrados para determinar lo
que debía creerse acerca de los accidentes de los cuerpos celestes, se nos muestra en el capítulo
X de esa misma obra de San Agustín, donde se discute la cuestión de si el cielo se mueve, o
bien permanece inmóvil:
«Sobre el movimiento del cielo no pocos hermanos preguntan si está quieto o se mueve, y
dicen: si se mueve, ¿cómo es el firmamento? Y si permanece estable, ¿cómo las estrellas, las
cuales se cree que están fijas en él, giran del oriente al occidente, recorriendo las
septentrionales, que están cerca del polo, círculos más breves, de tal modo que aparece el cielo
como una esfera, si es que está oculto a nosotros el otro polo en la parte opuesta, o como un
disco si no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, que para conocer claramente si es
así o no, demanda excesivo trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su
estudio y exponer tales razones ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a
su salud y a la necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
De allí resulta, por consecuencia necesaria, que el Espíritu Santo, que no ha querido
enseñarnos si el cielo se mueve o si permanece inmóvil, si su forma es la de una esfera, de un
disco o de un plano, no habrá podido tampoco tener la intención de tratar otras conclusiones
que con estas cuestiones se ligan, tales como la determinación del movimiento y del reposo de
336
la Tierra o del Sol. Y si el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos esas cosas, porque ellas no
concernían al objetivo que Él se propone, a saber, nuestra salud, ¿cómo podría afirmarse
entonces que de dos afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y la otra errónea? ¿Podría
sostenerse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos algo concerniente a la salud?
¿Podría tratarse de una opinión herética, cuando para nada se relaciona con la salud de las
almas? Repetiré aquí lo que he oído a un eclesiástico que se encuentra en un grado muy
elevado de la jerarquía, a saber, que la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo se va al
cielo, y no cómo va el cielo.
Pero pasemos a considerar qué valor conviene asignar, en las conclusiones naturales, a las
demostraciones necesarias y a las experiencias de los sentidos, y qué autoridad les fue atribuida
por los sabios y santos teólogos; de éstos, entre otros cien testimonios, tenemos los siguientes:
«Debemos cuidarnos, cuando tratamos de la doctrina de Moisés, de no presentar como
asegurado lo que repugne a experiencias manifiestas y a razones filosóficas, o a otras
disciplinas; en efecto, como lo verdadero coincide siempre con lo verdadero, la verdad de los
Textos Santos no puede ser contraria a las razones verdaderas y a las experiencias alegadas por
las doctrinas humanas» (Pereirus, In Genesim, circa Principium).
Y en San Agustín leemos esto:
«Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escrituras se mostrara en oposición con una
razón manifiesta y segura, ello significaría que quien interpreta la Escritura no la comprende de
manera conveniente; no es el sentido de la Escritura el que se opone a la verdad, sino el
sentido que él ha querido atribuirle; lo que se opone a la Escritura, no es lo que en ella figura,
sino lo que él mismo le atribuye, creyendo que eso constituía su sentido» (Epístola séptima, Ad
Marcellinum).
Así las cosas, y puesto que, como se ha dicho, dos verdades no pueden contradecirse, es
oficio de sabios comentaristas el esforzarse por penetrar el verdadero sentido de los pasajes de
la Escritura, la que indubitablemente ha de estar en concordancia con las conclusiones
naturales cuyo sentido manifiesto o demostración necesaria hayan sido establecidos de
antemano como ciertos y seguros. Y como, según se ha dicho, las Escrituras presentan, en
numerosos pasajes, un sentido literal muy alejado de su sentido real, y como, además, no se
puede estar seguro de que todos sus intérpretes estén divinamente inspirados, pues en tal caso
no habría ninguna divergencia en las interpretaciones que proponen, pienso que sería muy
prudente no permitir que ninguno de ellos invocara algún pasaje de la Escritura con miras a
postular como verdadera una conclusión natural que pudiera entrar en contradicción con la
experiencia o con una demostración necesaria. ¿Quién podría tener la pretensión de poner un
límite al ingenio humano? ¿Quién podría afirmar que hemos visto y que conocemos todo lo
que de perceptible y de cognoscible hay en el mundo? ¿Acaso los mismos que afirman, en otras
ocasiones (y con gran verdad), que las cosas que conocemos no constituyen sino una
337
pequeñísima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espíritu Santo sabemos que Dios ha
abandonado el mundo a sus discusiones, para que el hombre no halle la obra, que realizó Dios
desde el principio al final (Eclesiast. 3, 11), no se deberá, según mi parecer, contradiciendo esa
sentencia, detener la marcha del libre filosofar acerca de las cosas del mundo y de la naturaleza,
como si las tuviéramos encontradas con certeza y conocidas claramente ya todas. No debería
considerarse temerario el que no nos atengamos a las opiniones comunes, ni tampoco
inquietarse porque alguien, en las discusiones referentes a esos problemas naturales, no siga la
opinión del momento, sobre todo en lo que toca a problemas que durante miles de años han
sido objeto de controversias entre los mayores filósofos; problemas tales como la estabilidad
del Sol y la movilidad de la Tierra: opinión sostenida por Pitágoras y toda su secta, y por
Heráclito del Ponto, así como Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como lo
cuenta Aristóteles, y como nos lo enseña Plutarco, quien, en la vida de Numa, declara que
Platón, ya viejo, decía que sostener la opinión contraria era algo perfectamente absurdo. La
afirmación de la estabilidad del Sol y de la movilidad de la Tierra se encuentra también en
Aristarco de Samos, como lo sabemos por Arquímedes, en el matemático Seleuco, en el
filósofo Hicetas, como nos cuenta Cicerón, y en muchos otros todavía. Esta misma opinión la
volvemos a encontrar desarrollada y confirmada por las numerosas observaciones y
demostraciones de Nicolás Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, en el libro De cometis
nos dice que se precisaría desplegar gran diligencia para determinar con certeza si es el Cielo el
que experimenta una revolución diurna, o bien es la Tierra. Por ello no parece razonable que,
sin necesidad, se agreguen otras afirmaciones a los artículos referentes a la salud y el
fundamento de la fe, contra cuya solidez no cabe temer que nadie pueda oponer una doctrina
válida y eficaz: verdaderamente, entonces iría contra toda razón que se diera crédito a las
opiniones de gentes que, aparte de que no sepamos si están inspiradas por una virtud celeste,
vemos claramente que carecen de esa inteligencia que se necesitaría, ante todo para
comprender, y luego para discutir, las demostraciones según las cuales proceden las ciencias
más afinadas en la fundamentación de sus conclusiones. Diría más, si se me permite revelar
todo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados
que no se tolerara que los más superficiales y los más ignaros de los escritores los
comprometieran, salpicando sus escritos con citas interpretadas o más bien extraídas en
sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la ostentación de un
vano ornamento. Me limitaré a citar ejemplos de este abuso que se relacionan, precisamente,
con las materias astronómicas en cuestión. En los escritos que se publicaron después de mi
descubrimiento de los astros mediceos se adujeron contra su existencia numerosos pasajes de
la Sagrada Escritura: ahora que esos astros son vistos por todo el mundo, me gustaría saber a
qué nueva interpretación de la Escritura recurren mis contradictores para excusar su
simplicidad de espíritu. El otro ejemplo lo proporcionó recientemente el autor de un texto
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impreso en que se sostiene, contra los astrónomos y los filósofos, que la Luna no recibe su luz
del Sol, sino que brilla por sí misma; concepción que el autor pretende confirmar con ayuda de
la Escritura, los cuales, según él, no podrían salvarse sino merced a su opinión. Ahora bien, que
la Luna sea por sí misma oscura, es algo no menos claro que el esplendor del Sol.
Así se pone de manifiesto que tales autores, por no haber penetrado el verdadero sentido de
la Escritura, la han utilizado, abusando de su autoridad, para obligar a sus lectores a dar por
verdaderas conclusiones que repugnan a la razón y a los sentidos: pero si tal abuso, cosa que
Dios no permita, debiera prevalecer, sería preciso entonces suprimir, a poco andar, todas las
ciencias especulativas; en efecto: puesto que, por naturaleza, el número de hombres poco aptos
para comprender perfectamente, tanto la Sagrada Escritura cuanto las otras ciencias, es como
mucho superior al número de los hombres inteligentes , se daría el caso de que los primeros,
hojeando superficialmente las Escrituras, se arrogarían el derecho de decidir en todas las
cuestiones de ciencia natural, arguyendo algunos pasajes de los escritos sagrados, interpretados
por ellos en un sentido distinto del verdadero, en tanto el escaso número de quienes
comprenden correctamente las Escrituras no podría reprimir el torrente furioso de esos malos
intérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil conseguir adeptos, cuanto que es mucho
menos trabajoso parecer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sin reposo en
disciplinas infinitamente laboriosas. Debemos, por ello, dar gracias infinitas a Dios por la
bondad con la cual nos libra de este temor, cuando quita su autoridad a tales personas,
confiando el cuidado de ocuparse de cuestiones tan importantes a la inmensa sabiduría y
bondad de Padres Prudentísimos, y a la suprema autoridad de quienes, guiados por el Espíritu
Santo, no pueden sino decidir acerca de esas cosas santamente, no permitiendo, de ese modo,
que la liviandad que hemos condenado sea objeto de estima. Contra esos malos intérpretes de
la Escritura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y no sin razón, los graves y santos
escritores, y entre ellos, en particular, San Jerónimo, quien escribe:
«En cuanto a ese arte (el de las Escrituras), la vieja parlanchina, el viejo charlatán, el sofista
verboso, todos se vanaglorian con él, lo chapucean, lo enseñan antes de haberlo aprendido.
Otros, la ceja orgullosa, agitando grandes palabras en un círculo de mujerzuelas, filosofan
sobre los Textos Sagrados; otros aun —qué vergüenza!— aprenden de las mujeres lo que han
de enseñar a los hombres; y esto es poco: dotados de cierta facilidad de elocución, o más bien
de audacia, explican a los otros lo que ellos mismos no comprenden. Y nada digo de mis pares,
quienes, si por acaso han accedido a las Sagradas Escrituras luego de haber cultivado la
literatura profana, y si por su lenguaje rebuscado han halagado agradablemente a los oídos del
pueblo, se imaginan que todas sus palabras son la ley misma de Dios, y no se dignan
informarse de la opinión de los profetas o de los apóstoles, sino que ajustan a su sentimiento
personal los textos, como si el alterar el sentido de las frases y el violentar según sus deseos a la
339
Sagrada Escritura, aun cuando ésta lo repugne, constituyera un método de expresión digno de
ser aprobado, y no sumamente falaz» (Epistola ad Paulinum, C III).
No quiero incluir en el número de esos tales escritores seculares a ciertos teólogos que
considero hombres de profunda doctrina y santísimas costumbres, los cuales, por ello, son
tenidos en gran estima y veneración; pero no puedo negar que me encuentro acosado por
ciertos escrúpulos, y, por tanto, con el deseo de que ellos me sean aliviados, cuando veo que
éstos se arrogan el derecho, utilizando la autoridad de la Escritura, de obligar a los otros a
seguir en las discusiones naturales la opinión que a ellos les parezca la más conforme con los
pasajes de la Escritura, creyendo que no tienen por qué preocuparse por las razones o
experiencias que lleven a una opinión contraria. Para explicar y confirmar su manera de ver
arguyen que, como la teología es la reina de todas las ciencias, de ningún modo debe ella
rebajarse para acomodarse con las proposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que, todo
lo contrario, esas otras ciencias deben remitirse a ella como la reina suprema, y modificar sus
conclusiones de acuerdo con los estatutos y decretos de la teología; agregan incluso que,
cuando en una ciencia inferior se presente una conclusión que se considere segura, porque esté
fundada en demostraciones y experiencias, en tanto se halle en contradicción con alguna
afirmación de las Escrituras, quienes se ocupan de esta ciencia deben hacer de modo que sus
demostraciones queden modificadas y que se pongan al descubierto las falacias de sus propias
experiencias, sin recurrir a los teólogos ni a los exegetas. Afirman que no conviene a la
dignidad de la teología el rebajarse para buscar los errores de las ciencias que le están
subordinadas, sino que le basta con fijar la verdad a la cual deben llevar sus conclusiones, cosa
que ella hace con una autoridad absoluta y con la seguridad de su carácter infalible. Las
conclusiones concernientes a las ciencias naturales, que según esos teólogos y exegetas deben
ser aceptadas a partir de las afirmaciones de las Escrituras, sin que quepa dar lugar a glosas ni a
interpretarlas en sentido diferente al de las propias palabras del texto, serían aquellas de que la
Escritura habla siempre de la misma manera, y que los santos Padres presentan siempre del
mismo modo. Quisiera yo, en cuanto a este modo de proceder, aportar algunas observaciones
particulares, que expongo con la mira de asegurarme de que ellas podrán ser aceptadas por
personas más versadas que yo en estas materias, personas a cuyo juicio acostumbro
someterme.
Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación en el hecho de no especificar las
virtudes que hacen a la teología sagrada digna del título de reina. Ella podría merecer ese
nombre, ya porque todo lo que las otras ciencias enseñan estaría contenido y demostrado en
ella en modo más excelente y con ayuda de una doctrina más sublime, asimismo como, por
ejemplo, las reglas de la agrimensura y del cálculo están contenidas más eminentemente en la
aritmética y la geometría de Euclides que en la práctica de los agrimensores y calculistas, o ya
también la teología sería reina porque trata de un asunto que sobrepasa en dignidad a todos los
340
otros que constituyen la materias de las otras ciencias, y también porque sus preceptos utilizan
medios más sublimes. Creo que los teólogos que no tienen destreza alguna en las otras
ciencias, no afirmarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el
primer sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá que la geometría, la astronomía, la música y
la medicina se hallan más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que en los libros
de Arquímedes, Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, pues, que su preeminencia real le
corresponde a la teología sólo en el segundo sentido, esto es, por causa de la sublimidad de su
objeto y de la excelencia de sus enseñanzas acerca de las revelaciones divinas, de las cuales no
presentan conclusiones que atañen esencialmente a la adquisición de la beatitud eterna,
conclusiones que los hombres no pueden adquirir ni comprender por otros medios. Si,
asentado eso, la teología, ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el trono
real entre las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las humildes
especulaciones de las ciencias inferiores, y no debe ocuparse de ellas porque no tocan a la
beatitud. Por ello los ministros y los profesores de teología no deberían arrogarse el derecho de
dictar fallos sobre disciplinas que no han estudiado ni ejercitado. En efecto, sería el mismo
caso que el de un príncipe absoluto, quien, pudiendo mandar y hacerse obedecer a su voluntad,
diera en exigir, sin ser médico ni arquitecto, que se respetara su voluntad en materia de
remedios y de construcciones, con grave peligro de la vida de sus pobres pacientes y del rápido
derrumbamiento de sus edificios.
Por ello, el que se quiera imponer a los profesores de astronomía que desconfíen de sus
propias observaciones y demostraciones, porque no podría tratarse sino de falsedades y
sofismas, constituye una pretensión absolutamente inadmisible; equivaldría a impartirles la
orden de no ver lo que ven, de no comprender lo que comprenden; cuando investigan, de que
encuentren lo contrario de lo que hallan. Antes de entrar por ese camino, sería preciso que se
indicara a esos profesores cómo hacer de modo que las potencias inferiores del alma se
impongan sobre las potencias superiores, es decir, que la imaginación y la voluntad puedan
creer lo contrario de lo que la inteligencia comprende (hablo siempre de las proposiciones
puramente naturales y que no son de Fe y no de las proposiciones sobrenaturales y de Fe).
Quisiera yo rogar a esos prudentísimos Padres que tuvieran a bien considerar con diligencia la
diferencia que existe entre las doctrinas opinables y las demostrativas; en tal caso, y haciéndose
cargo de la fuerza con que nos imponen las deducciones necesarias, se hallarían en mejores
condiciones para reconocer por qué no está en la mano de los profesores de ciencia
demostrativa el cambiar las opiniones a su gusto, presentando ora una, ora otra; es menester
por cierto que se perciba toda la diferencia que hay entre mandar a un matemático o a un
filósofo, y dar instrucciones a un mercader o a un abogado. No se pueden cambiar las
conclusiones demostradas, referentes a las cosas de la naturaleza y del cielo, con la misma
facilidad como las opiniones relativas a lo que está permitido o no en un contrato, en la
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evaluación fiscal del valor de un bien o en una operación de cambio. Esta diferencia ha sido
perfectamente bien reconocida por los santísimos y doctísimos Padres, como lo prueba el
modo como combatieron numerosos argumentos, o por mejor decir, numerosas doctrinas
filosóficas audaces, y como lo señalan también, en más de uno de ellos, declaraciones bien
manifiestas; es así como hallamos en San Agustín las siguientes declaraciones:
«Debemos tener por indudable que todo lo que los sabios de este mundo pueden demostrar
con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros divinos.
Y también que todo lo que en cualquiera de sus escritos presenten ellos contrario a nuestros
divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostramos con argumentos firmes que es falso,
o sin duda alguna creeremos que no es verdadero. Así pues, nos quedamos con nuestro
Mediador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría Y de la ciencia, para no
ser engañados por la locuacidad de la errónea filosofía, ni atemorizados por la superstición de
la falsa religión» (Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Creo que de este texto puede derivarse la siguiente doctrina, a saber, que en los libros de los
sabios de este mundo hay cosas que se refieren a la naturaleza, que están demostradas de un
modo completo, y otras que simplemente son enseñadas; en lo concerniente a las primeras, a
los teólogos corresponde mostrar que no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a
las otras, las que son enseñadas pero no demostradas de modo necesario, si en ellas se hallaren
algunas cosas contrarias a los Textos Sagrados, se las debe considerar como indudablemente
falsas, y hacer todo lo posible por demostrar su falsedad. Por tanto, si las conclusiones
naturales demostradas de modo verdadero no ha de subordinarse a pasaje alguno de la
Escritura, sino que tan sólo requieren la declaración de que no están en contradicción con
pasajes de la Escritura, es menester, antes de que se condene a tales proposiciones naturales,
traer las pruebas de que no han sido demostradas de manera necesaria: esta tarea corresponde,
no a quienes las tienen por verdades, sino a quienes las consideran falsas, pues lo que hay de
erróneo en un discurso será reconocido como falso con mucha mayor facilidad por quienes lo
consideran tal, que por quienes lo aprecian como verdadero y concluyente; en efecto, en
cuanto estos últimos, mientras más examinen la cuestión, mientras más escruten sus razones, y
controlen las observaciones y las experiencias sobre las cuales se funda, más confirmados se
verán en sus convicciones. Pero Vuestra Alteza conoce lo ocurrido a ese matemático de Pisa
que en su vejez había emprendido el estudio de la doctrina de Copérnico, con la esperanza de
refutarla en sus fundamentos: pero si, cuando no la tenía estudiada, la consideraba falsa, bien
pronto quedó persuadido de la exactitud de las demostraciones sobre las que se fundaba, así
pues, luego de haber sido su adversario, se convirtió en su más firme defensor. Podría yo
señalar a otros matemáticos, los cuales, impresionados por mis últimos descubrimientos, han
reconocido que se imponía cambiar la concepción que hasta entonces se tenía del mundo,
porque de modo alguno podía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta opinión y esta doctrina,
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bastara con cerrar la boca a una sola persona, como piensan quienes toman su propio juicio
como medida del de los además, muy fácil asunto sería; pero las cosas se presentan de otro
modo: para obtener un resultado semejante se necesitaría, no ya sólo prohibir el libro de
Copérnico y los escritos de sus partidarios, sino toda la ciencia astronómica; más aún, se
debería impedir a los hombres que miraran el cielo, para que no vieran a Marte y a Venus, ora
muy cercanos, ora alejados de la Tierra, con una diferencia de distancia tan considerable, que
puede variar en cuarenta veces para Venus, y en sesenta para Marte; no deberían tampoco
tener la posibilidad de verificar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma de creciente con
puntas sumamente finas; habría que impedir, asimismo, tantas otras observaciones hoy
admitidas por todos, las que de modo alguno pueden convenir con el sistema de Ptolomeo,
mientras que concuerdan perfectamente con la concepción de Copérnico. Prohibir la doctrina
de Copérnico cuando numerosísimas observaciones nuevas, y el estudio sobre ellas practicado
por grandísimo número de sabios, llevan de día en día a que su validez sea mejor reconocida,
me parecería, en lo que a mí respecta, ir contra la verdad: se la ocultaría y se la escamotearía en
el preciso momento en que se presenta mejor demostrada y más clara. Por otra parte, que no
se la tome en su conjunto, sino que se condene solamente la opinión particular referente al
movimiento de la Tierra, aparejaría una situación aún más perjudicial, pues se daría la
posibilidad de que se tuvieran por probadas proposiciones de las que luego se afirmaría que es
pecaminoso creer en ellas. Pero si toda esta doctrina hubiera de ser condenada, significaría ello
que no se toman en cuenta las centenas de pasajes de la Escritura donde se nos enseña que la
gloria y magnificencia de Dios se muestran admirablemente en todas sus obras, y que se leen
de manera divina en el libro del Cielo, que ante nuestros ojos se despliega. ¿Quién podría
pretender que la lectura de ese libro ha de llevar tan sólo a que se reconozca el esplendor del
Sol y de las estrellas, su ascenso en el Cielo y su caída, que es a lo que se limita el conocimiento
de los hombres poco instruidos y del pueblo, cuando en esas cosas hay misterios tan
profundos, e ideas tan sublimes, que las vigilias y los trabajos de los más penetrantes espíritus
no han permitido todavía dilucidarlos por completo, pese a las investigaciones que se
prosiguen desde milenios? Y por otra parte, ¿no hay acaso espíritus, aun poco instruidos, que
comprendan que el aspecto exterior del cuerpo percibido por sus sentidos significa poquísima
cosa en comparación con lo que permiten alcanzar los medios admirables que utilizan
anatomistas o filósofos cuando estudian el modo como funcionan tantos músculos, tendones,
nervios y huesos, cuando examinan el funcionamiento del corazón y de los otros órganos
esenciales, cuando tratan de determinar la sede de las facultades vitales, cuando observan la
admirable estructura de los órganos de los sentidos, cuando, sin dejar de asombrarse nunca,
contemplan todas las posibilidades de la imaginación, de la memoria y del discurso, del propio
modo que lo que nos es dado alcanzar por el simple uso de la vista no es casi nada tomando en
343
cuenta las profundas maravillas que el espíritu de los sabios, merced a largas y minuciosas
observaciones, puede descubrir en el cielo?
Se afirma, es cierto, que las proposiciones naturales que a la Escritura presenta siempre del
mismo modo, y que son interpretadas concordantemente por los Padres siempre en el mismo
sentido, han de entenderse según el sentido directo de las palabras, sin glosa ni interpretación,
y que, por tanto, se las debería aceptar y tener por totalmente veraces. La movilidad del Sol y la
estabilidad de la Tierra serían, según eso, de Fe, debiéndose tener a esta afirmación por
verdadera y considerar errónea la opinión contraria. Creo necesario observar a este respecto,
ante todo, que entre las proposiciones naturales las hay tales, que pese a los esfuerzos del
espíritu humano, sólo pueden ser objeto de una opinión probable; de una conjetura verosímil,
pero no de una ciencia segura y demostrada; tal el caso, por ejemplo, de la afirmación de que
las estrellas son animadas. Pero hay otras proposiciones cuya indudable certeza puede probarse
mediante prolongadas observaciones y demostraciones necesarias. Tal es el problema de si la
Tierra y el Sol se mueven o no, o de si la Tierra es o no esférica. En cuanto a las primeras,
reconozco que, allí donde el discurso humano no permite acceder a una ciencia segura, sino
que proporciona tan sólo una opinión y una creencia, corresponde atenerse totalmente al
sentido literal de las Escrituras. Pero en cuanto a las otras, como se dijo antes, pienso que
corresponde, ante todo, asegurarse de los hechos: sólo entonces se descubrirá el verdadero
sentido de las Escrituras, las que deben hallarse en perfecto acuerdo con un hecho
demostrado, aunque las palabras mismas pueden sugerir a primera vista un sentido diferente.
Dos verdades no pueden contradecirse nunca. Esta doctrina me parece tanto más recta y
segura cuanto que la hallo expuesta exactamente por San Agustín. Este, hablando precisamente
de la figura del cielo y de la idea que de ella debe tenerse, declara que cuando se dé el caso de
que los astrónomos afirmen que la Tierra es redonda, cuando la Escritura habla de ella como
de una piel, no hay que preocuparse por ver que la Escritura se opone a las afirmaciones de los
astrónomos, sino que debe creerse en la autoridad de la Escritura en caso de que lo declarado
por los astrónomos sea falso, o fundado solamente sobre las conjeturas de la debilidad
humana; pero, cuando los astrónomos sostengan proposiciones fundadas sobre razonamientos
indudables, este santo Padre no dice que se les deba obligar a que modifiquen sus
demostraciones y declaren que sus conclusiones son falsas; por el contrario, afirma que
entonces ha de demostrarse que lo que la Escritura dice acerca de la piel no se contradice con
esas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras:
«Pero alguno dirá en qué forma no se opone a los que atribuyen al cielo la figura de esfera,
lo que está escrito en nuestros libros divinos: Tú que extiendes el cielo como una piel (Ps. 103,
2). Ciertamente será contrario si es falso lo que ellos dicen, pues lo que dice la divina autoridad
más bien es verdadero que aquello que conjetura la fragilidad humana. Pero si ellos lo pudieran
probar con tales argumentos que no deba dudarse, debemos demostrarles nosotros que aquello
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que se dijo en los libros divinos sobre la piel, no es opuesto a sus verdaderos raciocinios; de lo
contrario, también será opuesto a ellos lo que en otro lugar de nuestro escrito se lee, donde
dice que el cielo está suspendido como una bóveda (Isaías, cap. 40, v. 22, sec. LXX)» (Génesis
a la letra, lib. II, cap. IX).
Del texto se deriva, como se ve, que no debemos inquietarnos menos porque un pasaje de
la Escritura contradiga una proposición natural demostrada, que porque un pasaje de la
Escritura contradiga otro pasaje, que eventualmente presente una proposición opuesta;
paréceme que hemos de admirar o imitar la circunspección de este santo, quien se muestra
reservadísimo cuando se trata de conclusiones oscuras, o de conclusiones cuya demostración
segura no puede obtenerse por los medios humanos. He aquí lo que escribe al final del
segundo libro del Génesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problema de si debe creerse
que las estrellas están animadas:
«Aunque esto al presente no pueda fácilmente entenderse, creo, sin embargo, que en el
decurso de la exposición de los libros divinos podrá ofrecerse un lugar más oportuno donde,
según las reglas de la santa autoridad, podamos, si no, demostrar algo definitivamente cierto
sobre este asunto, a lo menos patentizar que pueda ser creído lícitamente. Ahora, pues,
observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre
algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos
por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo
contrario a ella en los libros Santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Génesis a la
letra, lib. II, cap. XVIII).
De este texto y de varios otros creo que se sigue, si no me equivoco, que según los santos
Padres, en las cuestiones naturales y que no son de Fe, es menester ante todo que se averigüe si
están demostradas de manera indudable o sobre la base de experiencias, conocidas con
exactitud, o bien si es posible que de ellas se tenga un conocimiento y demostración
semejantes: así, entonces, una vez obtenido este conocimiento, que constituye también un don
de Dios, hay que aplicarse a buscar el sentido exacto de las Sagradas Escrituras en los pasajes
que en apariencia parecieran no concordar con ese saber natural. Esos pasajes habrán de ser
estudiados por sabios teólogos; los que pondrán de manifiesto las razones por las cuales el
Espíritu Santo los ha presentado de ese modo, ya sea para ponernos a prueba o por alguna otra
razón oculta.
Lo que acabamos de decir se aplica también cuando la Escritura ha hablado en varios
pasajes en el mismo sentido. No hay razón alguna para que se pretenda que, en tal caso,
convendría interpretar el texto en su sentido literal. En efecto, si la Escritura, para adecuarse a
la capacidad de la mayoría, ha debido una vez presentar una proposición mediante el empleo
de términos que tengan un sentido diferente de la esencia misma de esta proposición, ¿por qué
habría procedido de otro modo al repetir la misma proposición? Aún más, creo que, de haber
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procedido de otro modo, habría aumentado la confusión y abusado de la credulidad del
pueblo. Que, al ocuparse del reposo o del movimiento del Sol y de la Tierra, resultaba
necesario, para adaptarse a la capacidad del pueblo, afirmar lo que las palabras de la Escritura
expresan, es cosa que la experiencia claramente nos muestra: aun en nuestra época, siendo el
pueblo menos torpe, se ha mantenido una opinión semejante sobre la base de motivos que se
revelan sin valor ante un examen un poco serio, pues se basan en experiencias que son, en su
totalidad, falsas, o que al menos están completamente fuera de lugar; sin embargo, no puede
intentarse desviar al pueblo de esta creencia, pues es incapaz de comprender las razones
contrarias, las que dependen de observaciones demasiado delicadas, y de demostraciones
demasiado sutiles, apoyadas sobre abstracciones que requieren, para que se las comprenda
bien, una capacidad de imaginación de que él carece. Por ello es que, en el preciso instante en
que la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra queden probados por los sabios como
ciertos y demostrados, debe dejarse subsistir la creencia contraria en la mayoría de los
hombres; si se diera en interrogar a mil hombres del pueblo acerca de estas cuestiones, no se
hallaría sin duda uno solo que no considerara como perfectamente demostrado que el Sol se
mueve en tanto que la Tierra permanece inmóvil. Pero nadie debe tomar ese asentimiento
popular común como argumento de la verdad de lo que de ese modo se afirma; si
interrogáramos, en efecto, a esos mismos hombres acerca de las causas y los motivos de su
creencia, y si, a la inversa, preguntáramos al pequeño número de instruidos sobre qué
experiencias y demostraciones fundan la creencia contraria, comprobaríamos que éstos tienen
una convicción fundada en razones más sólidas, en tanto aquéllos toman su creencia de las
apariencias y de comprobaciones vanas y ridículas. Que haya entonces que atribuir al Sol el
movimiento y a la Tierra el reposo para no perturbar la escasa capacidad del pueblo, y
permitirle que acepte la fe y sus artículos principales, los cuales son absolutamente de Fe, es
cosa clarísima, y desde que así ese modo de obrar se revela necesario, no cabe asombrarse por
qué las divinas Escrituras hayan procedido según él. Diré más: no es, por cierto, tan sólo el
respeto a la incapacidad del vulgo, sino el deseo de respetar las maneras de pensar de una
época, lo que hace que los escritores sagrados, en las cosas que no son necesarias para la
beatitud, se adecuen más a las costumbres admitidas que a la existencia de los hechos. En ese
sentido, precisamente, pudo escribir San Jerónimo: «Hay muchos pasajes de las Escrituras que
deben interpretarse según las ideas del tiempo y no según la verdad misma de las
cosas» (comentario al cap. 28 de Jeremías).
Y el mismo santo declara en otro lugar:
«En las Sagradas Escrituras es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según el
modo como en su época se las entendía» (comentario al cap. 13 de San Mateo).
Santo Tomás por su parte, en el capítulo 27 de su comentario sobre Job, a propósito del
pasaje en que se dice que extiende el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tierra por encima de
346
la nada, señala que la Escritura llama vacío y nada al espacio que abarca y rodea a la Tierra,
respecto del que sabemos, por nuestra parte, que no está vacío, sino lleno de aire. Si la
Escritura habla de ese modo es para adecuarse a la creencia del pueblo vulgar, quien piensa
que, en un espacio semejante, no hay nada. He aquí las palabras de Santo Tomás:
«La porción superior del hemisferio celeste no es, para nosotros, sino un espacio lleno de
aire, en tanto que el pueblo vulgar la considera vacía. El autor sagrado sigue esta última
opinión, con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio
habitual de los hombres.»
Creo que de este pasaje puede concluirse claramente que la Sagrada Escritura, por el mismo
motivo, tuvo razón en declarar que el Sol es móvil y la Tierra inmóvil, porque, si
interrogáramos a los hombres del común, los hallaríamos mucho menos dispuestos a
comprender que el Sol es inmóvil y la Tierra móvil. que al comprender que el espacio que nos
rodea está lleno de aire: si, por lo tanto, los autores sagrados, sobre este punto con respecto al
cual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritu del pueblo, se abstuvieron no obstante
de persuadirlo, se comprende de suyo que era todavía mucho más razonable que observaran el
mismo procedimiento en cuanto a otras proposiciones mucho más oscuras. Por ello, como
Copérnico conocía la fuerza con que están arraigadas en nuestro espíritu las antiguas
tradiciones y los modos de concebir las cosas que nos son familiares desde la infancia, tuvo
buen cuidado, para no aumentar nuestra dificultad de comprensión, luego de haber
demostrado que los movimientos que nos parecen propios del Sol y del firmamento son en
verdad propios de la Tierra, de presentarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del movimiento
del Sol y del Cielo superior, de la salida y de la puesta del Sol, de las mutaciones de la
oblicuidad del zodíaco y de las variaciones de los puntos de equinoccio, del movimiento medio
de la anomalía del Sol y de otras cosas semejantes, las cuales se deben en realidad al
movimiento de la Tierra.
Pero como nosotros estamos unidos a la Tierra y, por consecuencia, a cada uno de sus
movimientos, no podemos reconocerlos inmediatamente, conviene que nos refiramos a los
cuerpos celestes con relación a los cuales se manifiestan esos movimientos; por eso nos vemos
llevados a decir que ellos se producen allí donde a nosotros nos parece que se producen.
Fácilmente se entiende cómo tal modo de obrar resulta de todo punto natural.
Si, por otra parte, hay que atenerse al hecho de que deba considerarse como de Fe toda
proposición referente a las realidades naturales que haya sido interpretada en el mismo sentido
por todos los Padres, pienso que ello no debiera valer sino para las conclusiones que hayan
sido discutidas y analizadas por los Padres con absoluta diligencia. Pero la movilidad de la
Tierra y la estabilidad del Sol no constituyen proposiciones de este género; una proposición
semejante ha permanecido al margen de las disputas de escuela y, prácticamente no ha sido
estudiada por nadie; por ello se comprende que ni se les ocurriera a los Padres ponerla en
347
discusión, puesto que, en esas cuestiones, ellos y todos los hombres concordaban en la misma
interpretación.
No basta entonces con decir que, si todos los Padres han admitido la estabilidad de la
Tierra, etc., haya que considerar a esta opinión como de Fe, sino que debe probarse que ellos
han condenado la opinión contraria. Puesto que no tuvieron ocasión de reflexionar acerca de
esta doctrina, ni de discutirla, no se preocuparon directamente por ella, y la admitieron tan sólo
como una opinión corriente, no adoptando a este respecto posiciones verdaderamente firmes y
seguras. Me parece, por tanto, que puede decirse con razón esto: o bien los Padres han
reflexionado verdaderamente sobre esta conclusión, o no lo han hecho; si no lo han hecho, si
ni siquiera se han planteado la cuestión, su abstención no puede ponernos en la obligación de
buscar en sus escritos interpretaciones que ni soñaron proponer; y por el contrario, si hubieran
atendido a ello, entonces, en caso de que esta conclusión les pareciera errónea, la habrían
condenado; pero nada permite afirmar que lo hayan hecho.
Se observa, por otra parte, que cuando los teólogos se han puesto a estudiarla, no la han
considerado errónea, como se lee en los Comentarios de Diego de Zúñiga sobre Job en el cap.
9, vers. 6, a propósito de las palabras que remueve la tierra de su lugar, etc., donde se nos
presenta una larga discusión acerca de la posición de Copérnico, y se concluye que la movilidad
de la Tierra no va contra la Escritura.
Me pregunto, por otra parte, si acaso es exacto afirmar que la Iglesia obliga a considerar
proposiciones de Fe a las conclusiones referentes a las cosas naturales que estuvieran tan sólo
fundadas en una interpretación concordante de todos los Padres. Me pregunto si quienes
sostienen este punto de vista no lo hacen con miras de utilizar en beneficio de su propia
opinión el decreto del Concilio. Ahora bien, no hallo que en este decreto se prohíba otra cosa
sino que se interprete en un sentido contrario a la Santa Iglesia o al común consenso de los
Padres, solamente los pasajes que son de Fe, o que atañen a las costumbres, o bien a la
edificación de la doctrina cristiana: así se expresa el Concilio de Trento en su sesión cuarta.
Pero la movilidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, ni atañen a las costumbres;
Además, en esta concepción nada hay que pueda inducir a modificar pasajes de la Escritura de
modo que se entrara en oposición contra la Santa Iglesia o los Padres: en efecto, quienes se
ocuparon de esta doctrina no utilizaron jamás pasaje alguno de la Escritura, de modo que toca,
por modo exclusivo, a la autoridad de los graves y sabios teólogos la interpretación de esos
pasajes conforme a su verdadero sentido. Además, asaz claro resulta que los decretos del
Concilio se atienen a la posición de los Santos Padres en estas cuestiones particulares: hasta tal
punto no estaba en su ánimo voluntad de imponer como de Fide esas conclusiones naturales, o
de rechazarlas por erróneas, cuanto que, remitiéndose a la intención primera de la Santa Iglesia,
consideran inútil tratar de probar su certidumbre. Tenga a bien Vuestra Alteza oír lo que
348
respondía San Agustín a sus hermanos, cuando éstos planteaban el problema de si es verdad
que el cielo se mueve, o si permanece inmóvil:
«A los cuales respondo que para conocer claramente si es así, o no, demanda excesivo
trabajo v razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su estudio y exponer tales
razones, ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a su salud y a la necesaria
utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
Pero, aun cuando debiera afirmarse que, cuando en los pasajes de la Escritura nos
encontremos con proposiciones naturales que están interpretadas de modo concordante por
todos los Padres, debamos tomar posición, ya para condenarlas, ya para admitirlas, no creo que
este modo de proceder haya de aplicarse en nuestro caso, pues esos pasajes de la Escritura
reciben interpretaciones divergentes por parte de los Padres: así, Dionisio Areopagita declara
que no fue el Sol, sino el primer móvil el que se detuvo; San Agustín piensa del mismo modo
cuando declara que fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvieron; el Avilense es de
la misma opinión. Aún más, entre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienes
consideraron que el Sol no se había en verdad detenido, sino que solamente había parecido
detenerse por causa de la brevedad del tiempo en que los israelitas vencieron a sus enemigos.
Asimismo, en lo que concierne al milagro sobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo
Burgalense considera que el acontecimiento no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Pero que
haya necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del texto de Josué, cualquiera que sea la
concepción que se tenga acerca de la constitución del mundo, es un punto que trataré más
adelante. Por fin, y concediendo a esas personas más de lo que piden, declaro estar dispuesto a
suscribir por entero las opiniones de los sabios teólogos, aun cuando esas discusiones
particulares no estén contenidas en los escritos de los antiguos Padres, pero eso sí, bajo la
condición de que esos teólogos examinen con el mayor cuidado las experiencias y las
observaciones, los argumentos y las demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en
un sentido, ya en otro. Entonces podrán determinar, con seguridad bastante, lo que les dicten
las divinas inspiraciones. Pero no cabría admitir que ellos se permitieran formular conclusiones
sin haberse entregado a un estudio atentísimo de todos los argumentos en un sentido o en
otro, y sin haberse asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Pues en tal caso sus vanas
imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y
evidenciarían no poseer ese celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su
dignidad y autoridad, en que todo cristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que esta
dignidad no será verdaderamente deseada y asegurada sino por quienes, sometiéndose por
entero a la Santa Iglesia, no piden que se condene a tal o cual opinión, sino solamente que se
puedan estudiar ciertas cosas acerca de las que luego la Iglesia habrá de decidir de manera
segura? Este procedimiento es de todo punto diferente al de quienes, no viendo más que su
propio interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más discusión,
349
arguyendo que la Iglesia tiene el poder de pronunciarlas, sin comprender que no todo lo que
puede hacerse ha de ser hecho necesariamente. Los Santos Padres no compartieron ese punto
de vista: sabiendo cuán perjudicial sería para la Iglesia, y cuán opuesto a su primordial objetivo,
que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacar conclusiones en el orden del saber
natural, conclusiones de las que un día podría probarse, mediante experiencias o
demostraciones necesarias, que son contrarias al sentido de las palabras, se comportaron, no
sólo de manera circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nos dejaron los siguientes
preceptos:
«Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas
oscuras y ocultas a nuestros sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos
alimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con
precipitada firmeza, a fin de no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñada con más
diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia divina
de la Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando más
bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap.
XVIII).
Y San Agustín agrega que ninguna proposición puede ir contra la fe si no se demuestra que
es falsa, al decir:
«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evidencia clarísima. Si esto llegara a
suceder, diremos que no lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana
ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Vemos así cuán grande es el riesgo de que se revelen falsas las interpretaciones que hayamos
dado de la Escritura, y que puedan manifestarse un día en discordancia con una verdad
demostrada: por ello conviene buscar, con ayuda de la verdad demostrada, el sentido seguro de
la Escritura, y no un sentido que simplemente se atuviera a la significación literal de los
términos, significación que, eventualmente, podría manifestarse conforme con nuestra
debilidad, pero que de algún modo importaría forzar la naturaleza y negar la experiencia y las
demostraciones necesarias.
Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección de que hace gala este santísimo hombre
antes de resolverse a presentar una interpretación de la Escritura como cierta y tan segura que
ya no quepa temer que tropiece con dificultad alguna. San Agustín, no bastándole con que
ciertas explicaciones de la Escritura concuerden con ciertas demostraciones, agrega:
«Pero si lo demostrara un contundente argumento, aún sería incierto si quiso en estas
palabras de los libros santos decir esto el escritor sagrado, o si intentó decir otra cosa no
menos cierta. Si el contexto del discurso probara que no quiso decir esto el autor, no será falso
otro sentido el cual quiso él fuera entendido, aunque desease conociera el verdadero y más
útil» (Lib. I, cap. XIX).
350
Pero lo que aumenta todavía nuestra admiración es la prudencia con que procede nuestro
autor: no contentándose con que converjan en una misma intención, tanto las razones
demostrativas cuanto el sentido directo de las palabras de la Escritura y su contexto, agrega las
siguientes palabras:
«Pero si el contexto de la Escritura no se opone a que haya querido decir esto el escritor,
aún nos falta indagar si puede: tener algún otro» (Lib. I, cap. XIX).
Y, no resignándose a aceptar ese sentido o a excluirlo, y no creyendo haber llegado todavía
a una conclusión verdaderamente segura y satisfactoria, continúa:
«Por lo tanto, si hubiéramos podido encontrar algún otro sentido, sería incierto cuál de los
dos quiso expresar el autor; conveniente creer que uno y otro quiso exponer, si ambos se
apoyan fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX).
Por fin, como si quisiera justificar su modo de proceder mostrándonos los peligros a que se
verían expuestas, tanto la Escritura como la Iglesia, si aquellos que se preocupan más por
mantenerse en su error que por la dignidad de la Escritura pretendieran extender su autoridad
más allá de los términos que ella misma nos prescribe, agrega las siguientes palabras, las cuales,
por sí solas, deberían bastar para reprimir y moderar la licencia que algunos creen poder
arrogarse:
«Acontece, pues, muchas veces que el infiel conoce por la razón v la experiencia algunas
cosas de la Tierra, del Cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro,
v también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los
círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de las frutas, de las
piedras v de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado
vergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno de ser evitado, que un cristiano hable
de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal
modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa.
No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros
autores defienden tales errores, y, por lo tanto, cuando trabajamos por la salud espiritual de sus
almas, con gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles,
en las cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos,
afirmando éstos que extrajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a
creer a nuestros libros cuando tratan de la resurrección de los muertos y de la esperanza de la
vida eterna y del reino del cielo? Juzgarán que fueron escritos falazmente, pues pudieron
comprobar por su propia experiencia o por la evidencia de sus razones, el error de estas
sentencias» (Génesis a la letra, cap. XIX).
Y el mismo santo explica también cuán ofendidos quedan los Padres verdaderamente sabios
y prudentes ante el proceder de quienes, con la mira de sostener proposiciones que no han
comprendido, invocan pasajes de la Escritura, dando así en agravar su primer error, al aducir
351
otros pasajes menos comprendidos todavía que los primeros: «Cuando estos cristianos, para
defender lo que afirmaron con ligereza inaudita y falsedad evidente, intentan por todos los
medios aducir los libros divinos para probar por ellos un aserto, o citan también de memoria lo
que juzgan vale para probar un testimonio, y sueltan al aire muchas palabras, no entendiendo
ni lo que dicen ni a qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y la
tristeza que causan estos temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si alguna vez
han sido refutados y convencidos de su viciosa y falsa opinión por aquellos que no conceden
autoridad a los libros divinos» (Lib. I, cap. XIX).
Creo que hay que incluir en el número de éstos, a quienes no queriendo o no pudiendo
comprender las demostraciones y las experiencias por las cuales el autor y quienes siguen su
posición lo confirman, recurren a las Escrituras, sin caer en la cuenta de que, mientras más
persistan en afirmar que ellas son claras y que no admiten otro sentido que el que ellos les
atribuyen, mayores perjuicios causarán a su dignidad (aun cuando su juicio sea de gran
autoridad), cuando se dé el caso de que se demuestre que la verdad es manifiestamente
contraria; y esto es fuente de confusiones, al menos para quienes están separados de la Santa
Iglesia y que esta madre celosísima desea ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza
considerar con qué desorden proceden quienes, en las disputas acerca de las cuestiones
naturales, invocan como argumento pasajes de la Escritura que las más de las veces han
comprendido mal.
Pero si esos intérpretes de la Escritura consideran que tienen captado por completo el
verdadero sentido de cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de consecuencia
necesaria, que hayan adquirido a la par la seguridad de estar en posesión de la verdad absoluta
acerca de la conclusión natural que es su intención defender, y que reconozcan, al mismo
tiempo, la enorme ventaja que poseen sobre el adversario, quien habrá de defender la tesis
falsa; mientras quien sostiene la verdad podrá tener de su parte muchas experiencias seguras y
muchas demostraciones necesarias, su adversario sólo puede invocar apariencias, paralogismos
y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en los términos naturales, y no exhibiendo otras
armas que las filosóficas, tienen la seguridad de ser de todos modos superiores a su adversario,
¿por qué pues experimentan de pronto la necesidad de blandir las armas para aterrorizar con su
sola vista a su adversario? Para decir la verdad, tengo para mí que son ellos quienes se
atemorizan primero y, sintiéndose incapaces de resistir a los asaltos de sus adversarios, buscan
el medio de no dejarse abordar, evitando el uso del discurso que la Divina Bondad les ha
concedido, y abusando de la autoridad tan justa de la Sagrada Escritura, la cual, bien entendida
y bien utilizada, jamás puede, según la opinión común de los teólogos, entrar en oposición con
experiencias manifiestas y demostraciones necesarias. Pero, si no me equivoco, esos tales no
deberían recabar beneficio alguno al refugiarse así en los textos de la Escritura para ocultar la
imposibilidad en que se hallan de comprender y refutar los argumentos que se les oponen,
352
pues, hasta hoy, la Santa Iglesia jamás ha condenado una opinión semejante. Por ello, si
quisieran proceder con sinceridad, deberían, o bien llamarse a silencio y confesar que son
incapaces de tratar materias tales, o bien considerar desde un principio que no es a ellos, ni a
otros, a quienes corresponde declarar errónea una proposición, sino sólo al Soberano Pontífice
y al sagrado Concilio; solamente de esas instancias depende la decisión que demostrará
eventualmente su falsedad. Pero luego, si entienden que es imposible que una proposición sea
a la vez verdadera y herética, a ellos tocará demostrar su falsedad. Y si la demostraran
entonces, o bien ya no sería necesario condenarla, pues nadie correría ya el riesgo de seguirla, o
bien la interdicción de esa proposición no constituiría ya motivo de escándalo para nadie. Así
pues, aplíquense ellos a refutar entonces los argumentos de Copérnico y de los otros, y dejen el
cuidado de condenarlos por erróneos y heréticos a quienes corresponde hacerlo; pero no
esperen hallar en los sapientísimos y prudentísimos Padres, ni en la absoluta sabiduría de Aquel
que no puede errar, esas decisiones súbitas a que se dejarían arrastrar por sus pasiones o su
interés particular; y ello porque, acerca de esas proposiciones y de otras semejantes que no son
de Fe, nadie duda que el Soberano Pontífice tenga siempre el poder absoluto de admitirlas o de
condenarlas; pero no está en manos de ninguna criatura el hacer de modo que sean verdaderas
o falsas, aparte de cómo puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parece por ello que sería
más atinado asegurarse ante todo de la necesaria e inmutable verdad del hecho, sobre el cual
nadie tiene poder; pues, si se carece de esta seguridad, se corre el riesgo de trocar en necesarias,
determinaciones que, en el presente, son indiferentes y libres, y que dependen de la decisión de
la autoridad suprema. En suma, no es posible que una conclusión sea declarada herética
mientras se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzos de quienes pretenden condenar la
creencia en la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol, si primeramente no demuestran
que esta proposición es imposible y falsa.
Me queda finalmente por mostrar cuán cierto es que el pasaje referente a Josué puede
comprenderse sin alterar la significación directa de las palabras, y cómo puede ser que al
obedecer el Sol a la orden de Josué, éste haya podido detenerse, sin que de ello se siga que la
duración del día se haya prolongado durante algún tiempo. Si los movimientos celestes se
adecuan a la concepción de Ptolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: en efecto,
puesto que el movimiento del Sol se efectúa de occidente a oriente, es decir, en sentido inverso
al movimiento del primer móvil, que se efectúa de oriente a occidente, y que es causa del día y
de la noche, se comprende que, si el movimiento verdadero y propio del Sol cesara, el día sería
más corto y no más largo, y que a la inversa, si se quiere que el Sol permanezca sobre el
horizonte durante un cierto tiempo en el mismo lugar sin declinar hacia occidente,
correspondería acelerar su movimiento hasta el punto en que se equipare con el del primer
móvil, lo que significaría acelerar en 360 veces su movimiento habitual. Por tanto, si Josué
hubiera tenido la intención de que sus palabras se tomaran en su sentido exacto, habría
353
ordenado al Sol que acelerara su movimiento de modo tal que el arrastre del primer móvil no
lo llevara hacia poniente. Pero como sus palabras se dirigían a un pueblo que sin duda no
conocía otros movimientos celestes que ese movimiento vulgarísimo de oriente a occidente, se
adecuó a sus capacidades, y como no tenía la intención de enseñarles la constitución de las
esferas celestes, sino que simplemente quería hacerles comprender la grandiosidad del milagro
que representaba ese alargamiento del día, les habló conforme a su capacidad.
Sin duda fue esta consideración la que indujo ante todo a Dionisio Areopagita a decir que,
en ese milagro, el primer móvil se detuvo, y que entonces, por consecuencia, se detuvieron
todas las esferas celestes: San Agustín es de la misma opinión y el Avilense la confirma en
largos desarrollos. Y como en la intención de Josué estaba que todo el sistema de las esferas
celestes había de detenerse, se entiende que haya ordenado también a la Luna que se detuviera,
aunque ésta nada tuviera que hacer en el alargamiento del día. Debe entenderse, pues, que esta
orden a la Luna atañe también a los desplazamientos de los otros planetas, los que no son
mencionados, ni en este pasaje ni en el resto de las Escrituras, pues no fue nunca su intención
enseñarnos las ciencias astronómicas.
Me parece, pues, si no me equivoco, que de ello se sigue con claridad bastante que, si nos
ubicamos dentro del sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar las palabras de la
Escritura en un sentido algo diferente del sentido directo que ella presenta. Instruido por los
textos tan útiles de San Agustín, no diré yo que esta interpretación sea necesaria hasta el punto
en que no se la pueda reemplazar por alguna otra. Pero como este sentido, más conforme con
lo que leemos en Josué, parece que puede comprenderse dentro del sistema de Copérnico,
merced al agregado de otra observación que recientemente he demostrado en el cuerpo solar,
querría examinarlo para terminar. Me apresuro a decir que hablo siempre con las mismas
reservas, es decir, preocupado por no mostrarme tan apegado a mis ideas que quiera preferirlas
a las de los otros, y creer que no se las puede hallar mejores ni más conformes con la intención
de los Textos Sagrados.
Una vez sentado que, en el milagro de Josué, hubo de inmovilizarse todo el sistema de los
movimientos celestes, según el punto de vista de los autores anteriormente citados, y ello
porque, de haber cesado sólo un movimiento, se hubiera introducido sin necesidad un gran
desorden en todo el curso de la naturaleza, paso a considerar en seguida cómo el cuerpo solar,
aun cuando permanezca inmóvil en el mismo lugar, gira sobre sí mismo, efectuando una
revolución completa en el lapso de alrededor de un mes, como creo haberlo demostrado de
modo concluyente en mis Cartas sobre las manchas solares. Este movimiento parece efectuarse
en la porción superior del globo del Sol, está inclinado hacia el mediodía y, por tanto, hacia la
porción inferior, y se inclina hacia el Aquilón, exactamente del mismo modo como lo hacen las
revoluciones de todos los planetas. En tercer lugar, si atendemos a la nobleza del Sol, fuente de
la luz que ilumina, como lo he demostrado en forma categórica, no solamente a la Luna y a la
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Tierra, sino a todos los otros planetas, los cuales, por sí mismos, son oscuros, no creo que se
filosofara mal si se dijera que él es el principal ministro de la naturaleza y, en cierto modo, el
alma y corazón del mundo; que aporta a los otros cuerpos que lo rodean, no solamente la luz,
sino también el movimiento, y esto último, por su revolución sobre sí mismo; por ello, así
como, si se detienen los movimientos del corazón de un animal, todos los otros movimientos
de sus miembros también cesarán, si la rotación del Sol sobre sí mismo se detuviera,
inmediatamente cesarían todos los movimientos de los otros planetas. Con respecto a esta
fuerza y esta energía admirables del Sol podría yo traer el asentimiento de un elevadísimo
número de graves escritores, pero me contentaré con citar uno solo de ellos, el bienaventurado
Dionisio Aeropagita, quien, en su libro De divinis nominibus, escribe del Sol lo siguiente: «La luz
reúne y hace convergir hacia sí a todas las cosas que se ven, que se desplazan, que brillan, que
calientan y, en una palabra, a todas las cosas que están contenidas en su esplendor. Por ello el
Sol es llamado Ilios, porque reúne a todas las cosas dispersas».
Y un poco más adelante dice también el mismo autor refiriéndose al Sol:
«Si, en efecto, ese Sol que vemos nosotros que hace convergir hacia él a todas las cosas que
caen bajo los sentidos, esencia y cualidad, aunque ellas sean múltiples y disímiles, sin embargo,
él, que es uno y que difunde la luz de una manera uniforme, renueva, alimenta, protege, lleva a
cabo, divide, reúne, calienta, fecunda, aumenta, cambia, afirma, desplaza, da a todas las cosas la
vida, y todas las cosas de este universo, por estar bajo su poder, por participar de un único y
mismo Sol, y las causas de todas las cosas que participan en él, las que están en él igualmente
anticipadas, etcétera.»
Así pues, puesto que el Sol es a la par fuente de luz y principio de los movimientos, cuando
Dios quiso que ante la orden de Josué todo el sistema del mundo permaneciera inmóvil
durante numerosas horas en el mismo estado, le bastó con detener al Sol. En efecto, desde que
éste se detuvo, todos los otros movimientos se detuvieron. La Tierra, la Luna y el Sol
permanecieron en la misma posición, así como todos los otros planetas; durante todo ese
tiempo, el día no declinó hacia la noche, sino que se prolongó milagrosamente: y fue así que,
deteniendo al Sol, sin alterar para nada las posiciones recíprocas de las estrellas, resultó posible
que se alargara el día sobre la Tierra, lo que concuerda exactamente con el sentido literal del
texto sagrado.
Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para tenerlo en poco, es que gracias a la
concepción copernicana, obtenemos un sentido literal perfectamente claro de otro rasgo
particular de ese mismo milagro, a saber, que el Sol se detuvo en medio del cielo. Graves
teólogos han planteado dificultades sobre este punto: como parece muy probable que cuando
Josué pidió el alargamiento del día el Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meridiano,
porque si hubiera estado sobre el meridiano, como se estaba entonces en el solsticio de verano,
y por consecuencia, los días eran muy largos, no parece verosímil que haya sido entonces
355
necesario pedir el alargamiento del día para obtener la victoria en una batalla, para la cual podía
bastar ampliamente la duración de siete horas, y aun un poco más del día que aún restaba.
Impresionados por esas consideraciones, gravísimos teólogos han sostenido, con verdad, que
el Sol se hallaba entonces cercano a su ocaso, y esto mismo es lo que implican las palabras:
¡Sol, detente!; en efecto, si el Sol se hubiera hallado sobre el meridiano, o bien no hubiera sido
preciso pedir un milagro, o bien habría bastado con pedir simplemente que el movimiento del
Sol se retardara un poco. Cayetano, así como Magaglianes, son de esta opinión, y la confirman
señalando que Josué había tenido que hacer ese día tantas cosas antes de dar esa orden al Sol,
que resultaba imposible que las hubiera cumplido en el espacio de media jornada: se ven
llevados entonces a interpretar las palabras in medio coeli en modo algo difícil de admitir,
diciendo que significan que el Sol se detuvo cuando estaba en nuestro hemisferio, es decir, por
encima del horizonte. Pero si, según el sistema de Copérnico, colocamos al Sol en medio, es
decir, en el centro de las órbitas celestes y de los movimientos de los otros planetas, como es
necesario hacerlo, entonces esta dificultad y muchas otras desaparecen, porque, en cualquier
hora del día en que el acontecimiento D se haya producido, sea a mediodía o a cualquier otra
hora de la tarde, el día se alargó y todos los movimientos celestes cesaron cuando el Sol se
detuvo en medio del Cielo, es decir, en el centro de ese Cielo donde reside: este sentido
concuerda tanto más con la letra, que aun cuando hubiera querido afirmarse que la detención
del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto de expresarse habría sido: stetit in meridie, vel in
meridiano circula y no in medio caeli, ya que, en un cuerpo esférico como es el Cielo, el único
verdadero medio lo constituye el centro.
En cuanto a los otros pasajes de la Escritura que parecen contrarios a este punto de vista,
no dudo que, cuando se lo haya reconocido por verdadero y demostrado, esos mismos
teólogos, que hoy lo consideran falso por pensar que esos pasajes de la Escritura no admiten
una interpretación que concuerde con él, hallarán interpretaciones mucho más convenientes,
sobre todo si aparejaren a la inteligencia de los Textos Sagrados algunos conocimientos de las
ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlo falso, creen que la Escritura sólo
contiene pasajes que lo contradigan, cuando lo hayan reconocido por verdadero, hallarán
numerosísimos pasajes que con él concuerden; quizá reconozcan entonces con cuánta justicia
declara la Santa Iglesia que Dios ha puesto al Sol en el centro del Cielo, y que él, en
consecuencia, girando sobre sí mismo como una rueda, asegura el movimiento de la Luna y de
los otros astros errantes, cuando canta: «Dios Santísimo, que pintas con ígneo blancor la
superficie del cielo proveyéndole el agregado de una luz espléndida, quien, el cuarto día, has
constituido la rueda inflamada del Sol, fijando el curso de la Luna y de los astros errantes».
Podrán decir que el nombre de firmamento conviene perfectamente bien ad literam a la
esfera celeste y a todo lo que se encuentra por encima del lugar de desplazamiento de los
planetas y que, según esta disposición, está totalmente fijo e inmóvil. Entonces, como la Tierra
356
se desplaza circularmente, comprenderán que es a esos polos a los que se refiere el pasaje
donde se dice: Nec dum Terram fecerat, et flumina et cardines orbis Terrae; si el globo terrestre no
debiera girar en torno de esos polos, está claro que le habrían sido atribuidos inútilmente.
357
EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA LIBERAL
VIII. EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA
LIBERAL
Figura clave del denominado empirismo británico y de la Ilustración británica, John
Locke (1632-1704) desarrolló su filosofía práctica en el contexto de una Inglaterra
agobiada por pugnas religiosas, políticas y sociales. Así, Locke, apostando por la
tolerancia, tendrá por interlocutores a teóricos a favor del absolutismo y de la
legitimación de la monarquía ya sea por medio de la apelación divina (como Filmer) o
a través del miedo (como Hobbes). Las ideas de Locke, contrastantes, y no por ello
menos valiosas, con las propias de estos autores tendrán una relevancia que se
extenderá más allá de los límites de la Ilustración y que darán pie a la formación del
liberalismo y a los ideales fundadores de naciones como Estados Unidos (cuyos padres
fundadores fueron asiduos lectores de Locke). Locke reconoce el derecho a la
propiedad y la condición de libertad como intrínsecos a los seres humanos y sobre
tales reconocimientos disertará en torno a la construcción de la sociedad civil, del
Estado y su gobierno, y con ellos acerca de cuál es su función, cuál su legitimidad y
cuáles sus límites desde casos cotidianos como la convivencia hasta casos extremos
como la declaración de guerra y las invasiones de territorios extranjeros así como
acerca de la invalidez de toda forma de absolutismo. Su reconocimiento y visión del
Estado conducirán a Locke a postular un estado de naturaleza en los hombres previo a
éste. ¿Qué se gana y qué se pierde respecto al estado de naturaleza? ¿El estado que no
reconozca el derecho a la propiedad y la libertad de los hombres es legítimamente un
Estado? El Ensayo sobre el gobierno civil de Locke pretende dar cuenta de preguntas
como éstas. Sus respuestas y limitaciones permean aún nuestros días.
ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL (selección)58
CHAPTER 1. Of Political Power
(…)
2. To this purpose, I think it may not be amiss to set down what I take to be political
power. That the power of a magistrate over a subject may be distinguished from that of a
father over his children, a master over his servant, a husband over his wife, and a lord over his
slave. All which distinct powers happening sometimes together in the same man, if he be
considered under these different relations, it may help us to distinguish these powers one from
another, and show the difference betwixt a ruler of a commonwealth, a father of a family, and
a captain of a galley.
3. Political power, then, I take to be a right of making laws, with penalties of death, and
consequently all less penalties for the regulating and preserving of property, and of employing
the force of the community in the execution of such laws, and in the defense of the
commonwealth from foreign injury, and all this only for the public good.
CHAPTER 2. Of the State of Nature
4. To understand political power aright, and derive it from its original, we must consider
what estate all men are naturally in, and that is, a state of perfect freedom to order their
actions, and dispose of their possessions and persons as they think fit, within the bounds of
the law of Nature, without asking leave or depending upon the will of any other man.
A state also of equality, wherein all the power and jurisdiction is reciprocal, no one having
more than another, there being nothing more evident than that creatures of the same species
and rank, promiscuously born to all the same advantages of Nature, and the use of the same
faculties, should also be equal one amongst another, without subordination or subjection,
unless the lord and master of them all should, by any manifest declaration of his will, set one
above another, and confer on him, by an evident and clear appointment, an undoubted right to
dominion and sovereignty.
(….)
6. But though this be a state of liberty, yet it is not a state of license; though man in that
state have an uncontrollable liberty to dispose of his person or possessions, yet he has not
liberty to destroy himself, or so much as any creature in his possession, but where some nobler
use than its bare preservation calls for it. The state of Nature has a law of Nature to govern it,
which obliges every one, and reason, which is that law, teaches all mankind who will but
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consult it, that being all equal and independent, no one ought to harm another in his life,
health, liberty or possessions; for men being all the workmanship of one omnipotent and
infinitely wise Maker; all the servants of one sovereign Master, sent into the world by His order
and about His business; they are His property, whose workmanship they are made to last
during His, not one another's pleasure. And, being furnished with like faculties, sharing all in
one community of Nature, there cannot be supposed any such subordination among us that
may authorize us to destroy one another, as if we were made for one another's uses, as the
inferior ranks of creatures are for ours. Every one as he is bound to preserve himself, and not
to quit his station wilfully, so by the like reason, when his own preservation comes not in
competition, ought he as much as he can to preserve the rest of mankind, and not unless it be
to do justice on an offender, take away or impair the life, or what tends to the preservation of
the life, the liberty, health, limb, or goods of another.
7. And that all men may be restrained from invading others' rights, and from doing hurt to
one another, and the law of Nature be observed, which willeth the peace and preservation of
all mankind, the execution of the law of Nature is in that state put into every man's hands,
whereby everyone has a right to punish the transgressors of that law to such a degree as may
hinder its violation. For the law of Nature would, as all other laws that concern men in this
world, be in vain if there were nobody that in the state of Nature had a power to execute that
law, and thereby preserve the innocent and restrain offenders; and if anyone in the state of
Nature may punish another for any evil he has done, every one may do so. For in that state of
perfect equality, where naturally there is no superiority or jurisdiction of one over another,
what any may do in prosecution of that law, everyone must needs have a right to do.
(…)
10. Besides the crime which consists in violating the laws, and varying from the right rule of
reason, whereby a man so far becomes degenerate, and declares himself to quit the principles
of human nature and to be a noxious creature, there is commonly injury done, and some
person or other, some other man, receives damage by his transgression; in which case, he who
hath received any damage has (besides the right of punishment common to him, with other
men) a particular right to seek reparation from him that hath done it. And any other person
who finds it just may also join with him that is injured, and assist him in recovering from the
offender so much as may make satisfaction for the harm he hath suffered.
11. From these two distinct rights (the one of punishing the crime, for restraint and
preventing the like offence, which right of punishing is in everybody, the other of taking
reparation, which belongs only to the injured party) comes it to pass that the magistrate, who
by being magistrate hath the common right of punishing put into his hands, can often, where
the public good demands not the execution of the law, remit the punishment of criminal
offences by his own authority, but yet cannot remit the satisfaction due to any private man for
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the damage he has received. That he who hath suffered the damage has a right to demand in
his own name, and he alone can remit. The damnified person has this power of appropriating
to himself the goods or service of the offender by right of self-preservation, as every man has a
power to punish the crime to prevent its being committed again, by the right he has of
preserving all mankind, and doing all reasonable things he can in order to that end. And thus it
is that every man in the state of Nature has a power to kill a murderer, both to deter others
from doing the like injury (which no reparation can compensate) by the example of the
punishment that attends it from everybody, and also to secure men from the attempts of a
criminal who, having renounced reason, the common rule and measure God hath given to
mankind, hath, by the unjust violence and slaughter he hath committed upon one, declared war
against all mankind, and therefore may be destroyed as a lion or a tiger, one of those wild
savage beasts with whom men can have no society nor security. And upon this is grounded
that great law of nature, "Whoso sheddeth man's blood, by man shall his blood be shed." And
Cain was so fully convinced that everyone had a right to destroy such a criminal, that, after the
murder of his brother, he cries out, "Every one that findeth me shall slay me," so plain was it
writ in the hearts of all mankind.
12. By the same reason may a man in the state of Nature punish the lesser breaches of that
law, it will, perhaps, be demanded, with death? I answer: Each transgression may be punished
to that degree, and with so much severity, as will suffice to make it an ill bargain to the
offender, give him cause to repent, and terrify others from doing the like. Every offence that
can be committed in the state of Nature may, in the state of Nature, be also punished equally,
and as far forth, as it may, in a commonwealth. For though it would be beside my present
purpose to enter here into the particulars of the law of Nature, or its measures of punishment,
yet it is certain there is such a law, and that too as intelligible and plain to a rational creature
and a studier of that law as the positive laws of commonwealths, nay, possibly plainer; as much
as reason is easier to be understood than the fancies and intricate contrivances of men,
following contrary and hidden interests put into words; for truly so are a great part of the
municipal laws of countries, which are only so far right as they are founded on the law of
Nature, by which they are to be regulated and interpreted.
13. To this strange doctrine- viz., That in the state of Nature everyone has the executive
power of the law of Nature- I doubt not but it will be objected that it is unreasonable for men
to be judges in their own cases, that self-love will make men partial to themselves and their
friends; and, on the other side, ill-nature, passion, and revenge will carry them too far in
punishing others, and hence nothing but confusion and disorder will follow, and that therefore
God hath certainly appointed government to restrain the partiality and violence of men. I
easily grant that civil government is the proper remedy for the inconveniences of the state of
Nature, which must certainly be great where men may be judges in their own case, since it is
361
easy to be imagined that he who was so unjust as to do his brother an injury will scarce be so
just as to condemn himself for it. But I shall desire those who make this objection to
remember that absolute monarchs are but men; and if government is to be the remedy of
those evils which necessarily follow from men being judges in their own cases, and the state of
Nature is therefore not to be endured, I desire to know what kind of government that is, and
how much better it is than the state of Nature, where one man commanding a multitude has
the liberty to be judge in his own case, and may do to all his subjects whatever he pleases
without the least question or control of those who execute his pleasure? and in whatsoever he
doth, whether led by reason, mistake, or passion, must be submitted to? which men in the state
of Nature are not bound to do one to another. And if he that judges, judges amiss in his own
or any other case, he is answerable for it to the rest of mankind.
14. It is often asked as a mighty objection, where are, or ever were, there any men in such a
state of Nature? To which it may suffice as an answer at present, that since all princes and
rulers of "independent" governments all through the world are in a state of Nature, it is plain
the world never was, nor never will be, without numbers of men in that state. I have named all
governors of "independent" communities, whether they are, or are not, in league with others;
for it is not every compact that puts an end to the state of Nature between men, but only this
one of agreeing together mutually to enter into one community, and make one body politic;
other promises and compacts men may make one with another, and yet still be in the state of
Nature. The promises and bargains for truck, etc., between the two men in Soldania, in or
between a Swiss and an Indian, in the woods of America, are binding to them, though they are
perfectly in a state of Nature in reference to one another for truth, and keeping of faith
belongs to men as men, and not as members of society.
(…)
CHAPTER 3. Of the State of War
16. The state of war is a state of enmity and destruction; and therefore declaring by word or
action, not a passionate and hasty, but sedate, settled design upon another man's life puts him
in a state of war with him against whom he has declared such an intention, and so has exposed
his life to the other's power to be taken away by him, or any one that joins with him in his
defense, and espouses his quarrel; it being reasonable and just I should have a right to destroy
that which threatens me with destruction; for by the fundamental law of Nature, man being to
be preserved as much as possible, when all cannot be preserved, the safety of the innocent is to
be preferred, and one may destroy a man who makes war upon him, or has discovered an
enmity to his being, for the same reason that he may kill a wolf or a lion, because they are not
under the ties of the common law of reason, have no other rule but that of force and violence,
362
and so may be treated as a beast of prey, those dangerous and noxious creatures that will be
sure to destroy him whenever he falls into their power.
17. And hence it is that he who attempts to get another man into his absolute power does
thereby put himself into a state of war with him; it being to be understood as a declaration of a
design upon his life. For I have reason to conclude that he who would get me into his power
without my consent would use me as he pleased when he had got me there, and destroy me
too when he had a fancy to it; for nobody can desire to have me in his absolute power unless it
be to compel me by force to that which is against the right of my freedom- i.e. make me a
slave. To be free from such force is the only security of my preservation, and reason bids me
look on him as an enemy to my preservation who would take away that freedom which is the
fence to it; so that he who makes an attempt to enslave me thereby puts himself into a state of
war with me. He that in the state of Nature would take away the freedom that belongs to any
one in that state must necessarily be supposed to have a design to take away everything else,
that freedom being the foundation of all the rest; as he that in the state of society would take
away the freedom belonging to those of that society or commonwealth must be supposed to
design to take away from them everything else, and so be looked on as in a state of war.
18. This makes it lawful for a man to kill a thief who has not in the least hurt him, nor
declared any design upon his life, any farther than by the use of force, so to get him in his
power as to take away his money, or what he pleases, from him; because using force, where he
has no right to get me into his power, let his pretence be what it will, I have no reason to
suppose that he who would take away my liberty would not, when he had me in his power,
take away everything else. And, therefore, it is lawful for me to treat him as one who has put
himself into a state of war with me- i.e., kill him if I can; for to that hazard does he justly
expose himself whoever introduces a state of war, and is aggressor in it.
19. And here we have the plain difference between the state of Nature and the state of war,
which however some men have confounded, are as far distant as a state of peace, goodwill,
mutual assistance, and preservation; and a state of enmity, malice, violence and mutual
destruction are one from another. Men living together according to reason without a common
superior on earth, with authority to judge between them, is properly the state of Nature. But
force, or a declared design of force upon the person of another, where there is no common
superior on earth to appeal to for relief, is the state of war; and it is the want of such an appeal
gives a man the right of war even against an aggressor, though he be in society and a fellowsubject. Thus, a thief whom I cannot harm, but by appeal to the law, for having stolen all that I
am worth, I may kill when he sets on me to rob me but of my horse or coat, because the law,
which was made for my preservation, where it cannot interpose to secure my life from present
force, which if lost is capable of no reparation, permits me my own defense and the right of
war, a liberty to kill the aggressor, because the aggressor allows not time to appeal to our
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common judge, nor the decision of the law, for remedy in a case where the mischief may be
irreparable. Want of a common judge with authority puts all men in a state of Nature; force
without right upon a man's person makes a state of war both where there is, and is not, a
common judge.
(…)
CHAPTER 5. Of Property
(…)
25. God, who hath given the world to men in common, hath also given them reason to
make use of it to the best advantage of life and convenience. The earth and all that is therein is
given to men for the support and comfort of their being. And though all the fruits it naturally
produces, and beasts it feeds, belong to mankind in common, as they are produced by the
spontaneous hand of Nature, and nobody has originally a private dominion exclusive of the
rest of mankind in any of them, as they are thus in their natural state, yet being given for the
use of men, there must of necessity be a means to appropriate them some way or other before
they can be of any use, or at all beneficial, to any particular men. The fruit or venison which
nourishes the wild Indian, who knows no enclosure, and is still a tenant in common, must be
his, and so his- i.e., a part of him, that another can no longer have any right to it before it can
do him any good for the support of his life.
26. Though the earth and all inferior creatures be common to all men, yet every man has a
"property" in his own "person." This nobody has any right to but himself. The "labour" of his
body and the "work" of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever, then, he removes
out of the state that Nature hath provided and left it in, he hath mixed his labour with it, and
joined to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him
removed from the common state Nature placed it in, it hath by this labour something annexed
to it that excludes the common right of other men. For this "labour" being the unquestionable
property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least
where there is enough, and as good left in common for others.
(…)
31. But the chief matter of property being now not the fruits of the earth and the beasts
that subsist on it, but the earth itself, as that which takes in and carries with it all the rest, I
think it is plain that property in that too is acquired as the former. As much land as a man tills,
plants, improves, cultivates, and can use the product of, so much is his property. He by his
labour does, as it were, enclose it from the common. Nor will it invalidate his right to say
everybody else has an equal title to it, and therefore he cannot appropriate, he cannot enclose,
without the consent of all his fellow- commoners, all mankind. God, when He gave the world
in common to all mankind, commanded man also to labour, and the penury of his condition
364
required it of him. God and his reason commanded him to subdue the earth- i.e., improve it
for the benefit of life and therein lay out something upon it that was his own, his labour. He
that, in obedience to this command of God, subdued, tilled, and sowed any part of it, thereby
annexed to it something that was his property, which another had no title to, nor could
without injury take from him.
32. Nor was this appropriation of any parcel of land, by improving it, any prejudice to any
other man, since there was still enough and as good left, and more than the yet unprovided
could use. So that, in effect, there was never the less left for others because of his enclosure for
himself. For he that leaves as much as another can make use of does as good as take nothing at
all. Nobody could think himself injured by the drinking of another man, though he took a
good draught, who had a whole river of the same water left him to quench his thirst. And the
case of land and water, where there is enough of both, is perfectly the same.
33. God gave the world to men in common, but since He gave it them for their benefit and
the greatest conveniencies of life they were capable to draw from it, it cannot be supposed He
meant it should always remain common and uncultivated. He gave it to the use of the
industrious and rational (and labour was to be his title to it); not to the fancy or covetousness
of the quarrelsome and contentious. He that had as good left for his improvement as was
already taken up needed not complain, ought not to meddle with what was already improved
by another's labour; if he did it is plain he desired the benefit of another's pains, which he had
no right to, and not the ground which God had given him, in common with others, to labour
on, and whereof there was as good left as that already possessed, and more than he knew what
to do with, or his industry could reach to.
(…)
46. The greatest part of things really useful to the life of man, and such as the necessity of
subsisting made the first commoners of the world look after- as it doth the Americans noware generally things of short duration, such as- if they are not consumed by use- will decay and
perish of themselves. Gold, silver, and diamonds are things that fancy or agreement hath put
the value on, more than real use and the necessary support of life. Now of those good things
which Nature hath provided in common, every one hath a right (as hath been said) to as much
as he could use; and had a property in all he could effect with his labour; all that his industry
could extend to, to alter from the state Nature had put it in, was his. He that gathered a
hundred bushels of acorns or apples had thereby a property in them; they were his goods as
soon as gathered. He was only to look that he used them before they spoiled, else he took
more than his share, and robbed others. And, indeed, it was a foolish thing, as well as
dishonest, to hoard up more than he could make use of If he gave away a part to anybody else,
so that it perished not uselessly in his possession, these he also made use of And if he also
bartered away plums that would have rotted in a week, for nuts that would last good for his
365
eating a whole year, he did no injury; he wasted not the common stock; destroyed no part of
the portion of goods that belonged to others, so long as nothing perished uselessly in his
hands. Again, if he would give his nuts for a piece of metal, pleased with its colour, or
exchange his sheep for shells, or wool for a sparkling pebble or a diamond, and keep those by
him all his life, he invaded not the right of others; he might heap up as much of these durable
things as he pleased; the exceeding of the bounds of his just property not lying in the largeness
of his possession, but the perishing of anything uselessly in it.
47. And thus came in the use of money; some lasting thing that men might keep without
spoiling, and that, by mutual consent, men would take in exchange for the truly useful but
perishable supports of life.
48. And as different degrees of industry were apt to give men possessions in different
proportions, so this invention of money gave them the opportunity to continue and enlarge
them. For supposing an island, separate from all possible commerce with the rest of the world,
wherein there were but a hundred families, but there were sheep, horses, and cows, with other
useful animals, wholesome fruits, and land enough for corn for a hundred thousand times as
many, but nothing in the island, either because of its commonness or perishableness, fit to
supply the place of money. What reason could anyone have there to enlarge his possessions
beyond the use of his family, and a plentiful supply to its consumption, either in what their
own industry produced, or they could barter for like perishable, useful commodities with
others? Where there is not something both lasting and scarce, and so valuable to be hoarded
up, there men will not be apt to enlarge their possessions of land, were it never so rich, never
so free for them to take. For I ask, what would a man value ten thousand or an hundred
thousand acres of excellent land, ready cultivated and well stocked, too, with cattle, in the
middle of the inland parts of America, where he had no hopes of commerce with other parts
of the world, to draw money to him by the sale of the product? It would not be worth the
enclosing, and we should see him give up again to the wild common of Nature whatever was
more than would supply the conveniences of life, to be had there for him and his family.
(…)
CHAPTER 6. Of Paternal Power
(…)
54. Though I have said above (2) "That all men by nature are equal," I cannot be supposed
to understand all sorts of "equality." Age or virtue may give men a just precedency. Excellency
of parts and merit may place others above the common level. Birth may subject some, and
alliance or benefits others, to pay an observance to those to whom Nature, gratitude, or other
respects, may have made it due; and yet all this consists with the equality which all men are in
respect of jurisdiction or dominion one over another, which was the equality I there spoke of
366
as proper to the business in hand, being that equal right that every man hath to his natural
freedom, without being subjected to the will or authority of any other man.
55. Children, I confess, are not born in this full state of equality, though they are born to it.
Their parents hav

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