LUIS AZPE PICO

Transcripción

LUIS AZPE PICO
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LA CALIGRAFÍA DEL PROFE
Por: Antonio Álvarez Mesta
La palabra caligrafía, de acuerdo con sus
raíces griegas, significa “escritura bella”.
Bien sabemos que en la práctica coloquial lo
que se entiende por caligrafía es letra bella,
misma que no carece de mérito, sobre todo en estos utilitarios tiempos en que
predominan las grafías antiestéticas e ilegibles, pero también nos convendría tener
muy en claro que una bella escritura vale mucho más que una letra atractiva. Luis
Azpe Pico sí que es un calígrafo, un genuino pendolista, como lo fue su señor padre,
a quien incluso numerosas familias le solicitaban que rotulara a mano las
invitaciones a las bodas de sus hijos. Bromeando –pero con la más seria envidia–
algunos de sus amigos decimos que Luis tiene letra de señorita porfiriana. Tanto
tiempo, bajo la férula de estrictas mentoras, llenando pliego tras pliego con espesa
y olorosa tinta y ampollándose los dedos con inclementes plumas de manguillo,
tenía que reportarle –junto a perpetuos callos– una agraciada letra, pero
venturosamente Luis no se conformó con ella, pues cultivó además la buena
escritura. Su cosecha ha sido rica y numerosos poemarios, presentados ante
variados auditorios, lo prueban. Uno de sus poemarios se denomina precisamente
Caligrafía en la arena y evidencia que el profe por antonomasia supo asumir
plenamente la semántica original del vocablo.
¿El profe por antonomasia? Sí. Ésa es una expresión justa. Recordemos que
la antonomasia es la figura retórica en virtud de la cual se emplea el apelativo en
lugar del nombre propio. Constituye una distinción única. Compañero de trabajo
de Luis Azpe por un cuarto de siglo, puedo asegurar que al encontrarme con
exalumnos, éstos a menudo me preguntan por el maestro Fulano, por la profesora
Mengana o por el ingeniero Zutano, mientras que para inquirir por Luis
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únicamente precisan decir: “Oiga, ¿y cómo está el profe?” Por eso, él es el profe por
antonomasia.
Su horizonte personal resulta ilimitado, porque interminable es la lista de
sus sinceros y disímbolos quereres: una puesta de sol, una minúscula flor del
desierto, las rimas de Bécquer, la canción Perfidia, una taza de suculento café, un
buen cigarrillo, una anacrónica máquina de escribir, materiales diversos de artes
plásticas, un diccionario pletórico de vocablos sonoros, algún imponente
compendio gramatical… sin embargo, la filia cardinal de este experto en gramática
son todas las personas con las que ha conjugado el verbo vivir.
Es una cuestión de honor para él conjugar ese verbo con valentía y
expresarlo para que las palabras "sean como intermitentes lucecitas de cocuyos en
la negra noche de la soledad; como gotas de miel en la amargura de la tristeza;
como hitos que señalen el camino".
Ampliar la percepción le resulta imperativo. Hace tiempo que aprendió que
el peor de los pecados consiste en tener ojos y no querer ver y en tener oídos y no
querer escuchar. A él le consta que a pesar de que estamos rodeados de pantallas y
monitores, cada vez vemos menos. Y sabe que a pesar de estar rodeados de bocinas
y amplificadores, cada vez escuchamos menos.
Su caligrafía revela que la clave está en el contacto pleno, en la asunción sin
vacilaciones de las experiencias que cada jornada nos reserva, incluso de aquéllas
que implican dolor y tristeza, pues es en el sentir donde se encuentra la vera vida.
Luis Azpe tiene locuras que necesita este mundo: la pasión creadora, la
sensibilidad profunda, la visión trascendente, la preferencia del ser sobre el tener y
la confianza inquebrantable en las posibilidades del ser humano cuando éste se
decide a asumir su vida en el plano de la autenticidad. En sus propias palabras se
resiste "a ser conveniente y convencionalmente cuerdo, le fastidia serlo".
Luis se caracteriza por una sensibilidad exacerbada que le hace
experimentar todas las emociones y sentimientos hasta el fondo. Con él no van las
medias tintas y a sus alumnos les consta. Con los años, ha aprendido a espaciar sus
exabruptos, pero no puede evitar las lágrimas, las carcajadas y las ocasionales
palabrotas. “Si estás escribiendo algo de mí –me dice–, puedes poner que seré
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recordado como el profe más malhablado pero sin ser irrespetuoso. Jamás insulté a
estudiantes. Ni siquiera les hablo de tú a mis alumnas y cuando me refiero a
alguna de ellas, con respeto le digo ‘hija’”.
Personas con las que aprendió a conjugar el verbo vivir
En primerísimo término, su padre, don Luis Azpe Alarcón. Con frecuencia, Luis
menciona a su progenitor y siempre lo hace con admiración y gratitud. Lo describe
como un hombre justo, orgulloso de su terruño y acostumbrado a dar el mejor de
sus esfuerzos en bien de la comunidad. De aguda inteligencia y sólida formación
autodidacta, ofrecía consejos oportunos a sus hijos y trataba con amabilidad a sus
semejantes. Ejerció diversos oficios, lo mismo en el medio rural que en el urbano.
En sus mocedades fue tranviario y tuvo como uno de sus compañeros al famoso
revolucionario J. Agustín Castro. Tiempo después, todavía joven y soltero, en la
época de la expedición punitiva de Pershing, fue administrador de la hacienda de
Noé y una noche recibió la visita de un pequeño grupo de jinetes entre los que
reconoció a Francisco Villa. De inmediato, aquellos hombres le exigieron
bastimento, y aquel Luis –naturalmente– entregó lo que pedían y al notar su fatiga
además les invitó a descansar. Aceptaron y en la cena se dio una charla
salpimentada de interesantes anécdotas. Al marcharse, los jinetes le expresaron su
agradecimiento a aquel afable administrador por la hospitalidad brindada. Luis
Azpe Alarcón llegaría a la conclusión de que así como lo cortés no quita lo valiente,
andar en la lucha revolucionaria tampoco está reñido con las buenas maneras.
Enseñaría a sus hijos que la nobleza obliga y que el trato amable normalmente es
correspondido.
Aquel hombre se distinguió por su congruencia entre el decir y el hacer. Al
respecto, una vivencia infantil que el profe Azpe nos comparte resulta muy
ilustrativa: “Un 25 de diciembre por la mañana, allá por 1942 cuando mi padre
tenía una modesta mueblería, andaba yo feliz de la vida montado en mi regalo de
navidad, un reluciente triciclo. Con sus brazos, cruzados mi padre me veía jugar en
la banqueta y sonreía. Al poco rato pasó una señora muy pobre con un chiquillo
aproximadamente de mi edad, unos cuatro años. El niño veía mi triciclo como
quien ve un taco y tiene mucha hambre y tras decir “¡Qué bonito!” me preguntó:
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"¿Quién te lo dio?". Le contesté que el Niño Dios me lo había traído; entonces
volviéndose a su mamá le dijo: "¿Y qué me trajo el niño Dios a mí?" La señora
apenada respondió: "Pos 'ai' tienes lo que te trajo. Se refería a unos boxeadores de
madera, un juguete barato que al presionarle una tablita en el centro dobla un
cincho y hace que parezca que pelean los boxeadores. Claro que por ser navidad la
mueblería estaba cerrada, pero mi papá, dirigiéndose al chiquillo, le preguntó muy
serio: "¿Cómo te llamas?", el niño le dio su nombre, luego mi papá continuó: "y
¿dónde vives?", el chiquillo le contestó que por "las ladrilleras", en eso mi papá –
aparentando recibir una revelación– abrió los brazos y se dio unas palmadas en los
costados diciendo: "¡Ah, con razón! Fíjate que anoche vino el niño Dios y me dijo
que no te había hallado, pero también me avisó que pasarías por aquí y me encargó
mucho que cuando te viera, te entregara de su parte tu regalo, déjame traértelo". Yo
miraba aquella escena con el candor de mi infancia y vi que pronto mi papá salió
con un triciclo como el mío y se lo entregó. Jamás olvidaré la cara del chiquillo,
pero mucho menos olvidaré la cara de la señora que emocionada se acercó para
adorarle la mano a mi papá. Claro que él no se lo permitió y cordial le dijo: "Váyase
tranquila y que Dios la bendiga"; la mujer se retiró llorando de gratitud y yo volteé
a ver a mi papá, quien sólo me sonrió y me guiño uno de sus ojos verdes sin decir
ni una palabra”.
Luis hace hincapié en que su papá fue el mejor amigo que tuvo: “yo siempre
le hablé de usted a mi padre, pero le tenía más confianza que a mis amigos de mi
edad. En el rancho, por las tardes platicábamos sentados en una cómoda banca y
luego me contaba alguna anécdota diciendo y apuntando a un grupo de personas:
"¿Ves aquel camarada? Me recuerda a un compañero de escuela..." y acto seguido
me contaba alguna anécdota que siempre contenía una enseñanza. Tras muchos
años me di cuenta de que los amigos de los que mi padre supuestamente se
acordaba, no existieron, sino que eran el pretexto para darme un mensaje al que yo
le ponía más atención que si me hubiera dicho: ´Te voy a dar un consejo. Mi papá
cursó únicamente hasta el cuarto grado de primaria, pero tenía una cultura general
muy amplia, ya que amaba los libros. Me podía negar algún objeto trivial, pero
tratándose de libros, me conseguía todos los que yo quisiera, por eso es que a los
doce años yo había leído muchas novelas de Julio Verne y de Sir Arthur Conan
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Doyle y a los catorce, conocía bien los libros de Maurice LeBlanc y de varios autores
más.
Su hermana Carmen, popular poetisa y reconocida profesora, también
ejercería una poderosa influencia, tanto en su amor a las palabras como en la visión
de la docencia como un apostolado. Fue precisamente ella quien le enseñó a leer.
Así lo cuenta Luis: “Carmela, me enseñó a leer porque yo le daba mucha lata
pidiéndole que me leyera los monitos de la edición dominical del periódico y
astutamente ella se quitó el problema enseñándome a leer. Bajo su tutela leí
cuentos de Perrault y de los hermanos Grimm e historias de Las mil y una noches.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que la vocación por la docencia y por la
literatura se le notó a Carmela desde chiquilla, pues invitaba a sus amigos del
rancho y se subía en el tocón de un árbol para entretenerles con narraciones y
poemas. Vaya que se esmeraba al hacerlo porque todos queríamos escuchar más.
Fue para mí una gratísima iniciación a la literatura”.
Fuera del círculo familiar, es de destacar la influencia de doña Leonor Reyes
Saucedo y la del maestro Ildefonso Villarello Vélez.
La primera fue enérgica
directora y férrea profesora de la Academia Amado Nervo de San Pedro de las
Colonias, escuela de comercio donde Luis cursó la carrera de tenedor de libros.
“…Doña Leonor era la dureza vestida de mujer. De carácter fuerte, acostumbraba
castigos que incluían golpes... ¡Y ninguno de los alumnos nos quejábamos en casa!
Estricta como no he conocido a nadie. Encargaba tareas enormes de un día para
otro y las revisaba minuciosamente y si acaso nos encontraba un error, por mínimo
que éste fuera, debíamos volver a hacer la tarea completita junto a la asignada ese
día. Ella siempre vestía de negro y traía cubierta la cabeza con una mantilla que se
colocaba al estilo egipcio, es decir, por detrás de las orejas, yo nunca la vi sin ella,
pero decían que su cabellera era completamente blanca. Puedo decirte que con esa
maestra, en sólo dos años salíamos preparados para trabajar como tenedores de
libros y con buena redacción, especialmente la de tipo comercial. Por algo muchos
de los empleados bancarios y de los contadores de empresas importantes fueron
egresados de la Academia Comercial Amado Nervo. Doña Leonor además era muy
aficionada a la literatura, empezando por la clásica de Grecia y Roma. Por cierto, su
nieto se llamaba Virgilio Homero. Recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, que un
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día nos dictó un hermoso poema, y al terminar nos dijo, visiblemente emocionada,
que el autor del mismo acababa de morir. Nada menos que don Enrique González
Martínez”.
Respecto a don Ildefonso Villarello, Luis siempre ha testimoniado que aquel
mentor del Ateneo Fuente de Saltillo, era una enciclopedia viviente y asegura que
incluso en las más apasionadas discusiones nunca se salía de sus casillas porque
tenía el don de convencer a los demás con cultura a raudales, ingeniosos
argumentos, y magnífico humor. “Sus clases no eran rutinarias, era un deleite
escucharlas. Villarello incluso era un experto en albures, pero de los finos. Conocía
varias lenguas y al hacer citas textuales las escribía en el idioma de quien las
hubiese dicho: arameo, hebreo, sánscrito, ruso, inglés, francés, italiano, etc., y por
supuesto con su grafía correspondiente; recuerdo que una vez escribió un
fragmento bíblico paleotestamentario de derecha a izquierda y simplemente me
dijo: Azpe, cópialo y mañana me traes la traducción. Yo no quise arriesgarme a una
respuesta irónica por preguntarle dónde podría encontrarla (ni modo que fuera en
la tienda de abarrotes o en la carnicería) y de inmediato me puse a investigar en la
biblioteca. Menos mal que la bibliotecaria del Ateneo, una señora que apodábamos
con cariño “la Nena”, conocía las tareas especiales que Villarello nos encargaba y
me sacó de aquel apuro prestándome una biblia en hebreo y español”. Por
supuesto, que tuve otros maestros admirables, pero puedo jurar que ninguno como
Ildefonso Villarello Vélez. Representa la mejor síntesis del maestro que yo quisiera
ser. Su ejemplo es como una estrella que nunca alcanzaré, pero que siempre ha de
orientarme”.
Algunos testimonios sobre el influjo del Profe
En su libro La laguna de tinta, el escritor Vicente Alfonso nos brinda una rica
visión: “Decenas de generaciones que fuimos sus alumnos en la secundaria lo
recordamos como el maestro que deslizaba albures en medio de la clase de
Civismo, como el lector constante del Quijote, como el hombre vestido de negro
que tenía sobre su escritorio un cráneo humano con un cigarrillo entre los dientes,
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pero sobre todo como el profesor que siempre conocía la solución a las dudas y
controversias ortográficas”.
Otro testimonio valioso sobre Luis Azpe como maestro y también como
funcionario escolar, lo aporta el periodista Luis Guillermo Hernández Aranda:
“Cuando entré a la secundaria Carlos Pereyra el profesor Luis Azpe era una leyenda
como coordinador de segundo de secundaria. Famoso por ponerles los guantes de
box a los alumnos que querían pelearse y también por ser duro y enérgico. Sin
conocerlo me infundía temor, mismo que desapareció cuando tuve la oportunidad
de tratarlo en segundo de secundaria como profesor de la materia de Español. Luis
Azpe me inculcó el amor por las letras y en su oficina compartíamos anécdotas de
beisbol y de toros e incluso alguna vez viajamos en grupo a Zacatecas para asistir a
la semana cultural. Tengo muy presente que él fue quien me animó a publicar un
periódico estudiantil. De esa manera di mis primeros pasos en el periodismo,
profesión que abracé con gusto. Sin duda alguna, la figura del profe fue
determinante en mi formación y ahora puedo presumir que gozo de su amistad”.
A su vez, Rogelio Aguilar Escajeda, cantante operístico, maestro de música y
promotor cultural, expresa un hondo reconocimiento:
Del profe aprendí mucho, por principio de cuentas, su identidad lagunera y
amor por esta tierra. Me impresionó su fuerte carácter y su indomable voluntad
para creer en mí y en todas las capacidades que me ayudó a vislumbrar. Desde el
primer momento me consideró como una promesa valiosa que habría de cumplirse.
Se dio a la tarea de buscarse en mí, para así humanizarme; y supo provocar
el sano contraste, que surge de la voluntad adolescente, para que yo me cuestionara
de profundis: ¿quién soy?
No hubo un minuto de su atareado tiempo que no estuviera dispuesto a
regalarme, dentro y fuera del salón de clases, para discutir, compartir e instruirme,
diciéndome con fuerza: ¡te reconozco como persona!
Su clara preferencia por los ya diagnosticados como “casos perdidos” con la
única petición de que declaráramos estar dispuestos a luchar desde el fondo de
nuestras
aturdidas
magnanimidad.
conciencias,
constituye
una
indudable
prueba
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¿Cómo es un amigo lagunero? ¿Cómo se siente el arte hasta la médula? ¿A
qué sabe esta tierra y por qué la queremos tanto? ¿Para qué sirve, cuánto dura y de
dónde viene la nobleza? ¿Cuánto tiempo dura tendida la mano de un amigo
esperando la nuestra?
Un día mis compañeros y yo conocimos a un sampetrino que sin reservas
nos compartió su historia, y que en su sonrisa generosa expresaba un deseo de vivir
y de contagiarnos el entusiasmo por la existencia. Fue un privilegio tenerlo como
maestro.
Por su parte, en prodigiosa y feraz asociación libre, la también maestra y
promotora cultural Sonia Maeda Martínez no escatima apreciaciones cuando sin
previo aviso le pido comentarios sobre nuestro amigo. “¿Luis Azpe? Espléndido ser
humano, poeta, caballero, MAESTRO con mayúscula, sabio, enamorado
permanente de la vida, amante de la lengua española y de los libros, apreciador de
la buena música y de las maravillas del desierto lagunero. Hombre con una gran
capacidad de comprensión de los demás; espontáneo en su charla siempre amena,
poseedor de una gran imaginación que le lleva de la mano a la inventiva y la
creatividad. El profe Azpe es de esos seres que cuando llegan a tu vida te dejan su
impronta indeleble y te contagian de su visión elevada de la realidad. Él es una
persona con un gran don de gentes, que lo ha hecho el profesor-padre de sus
alumnos y el compañero-cómplice amigo de todos, al que encontramos siempre
dispuesto a la escucha. Es el varón que se resiste al adoctrinamiento y al que le
enfadan las injusticias, es el hombre que se fascina ante la obra de arte y que tiene
todas las versiones posibles e inimaginables de Perfidia. Es la persona que busca
siempre el momento íntimo y silencioso para la reflexión y la creación artística, que
es cuando se gestan sus sentimientos y pensamientos más profundos. En una de
nuestras charlas, me contó que tiene infinidad de cicatrices de las heridas
producidas en las batallas por la vida, algunas de ellas muy duras, de las que ha
salido triunfante. Porque él es así, un triunfador, el aguerrido Quijote invencible de
sueños posibles, el caballero andante que en una ocasión, ante el comentario
mordaz e inapropiado de alguien, supo defenderme como nadie. Ése es mi
inteligente y sensible amigo, al que quiero, admiro y respeto profundamente”.
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Carlos Manuel Güereca López, catedrático y funcionario universitario, que
conoce a Luis desde la niñez, nos regala una anécdota reveladora: “Pocos días
después de haber ingresado a estudiar el bachillerato en el Ateneo Fuente de
Saltillo, me encontré a amigos de San Pedro de las Colonias. Entre ellos estaba
Luis. Se hospedaban en la calle Hidalgo, frente al Casino, en la casa perteneciente
al entonces Procurador General de Justicia del Estado. La casa era una de esas
construcciones largas, con un pasillo a la izquierda que llegaba hasta el corral; por
la derecha había diferentes habitaciones y mis amigos ocupaban dos recámaras que
estaban atrás de la cocina. Pronto, Luis y yo nos hicimos paseantes habituales de
las calles saltillenses, mientras comentábamos lecturas recientes. Con frecuencia
asistíamos a reuniones literarias.
Cuando yo lo conocí –siendo niños– Luis ya usaba lentes. Todo lo hacía con
los lentes puestos y hasta parecía que dormía y se bañaba con ellos.
Una vez, tuvimos una charla intensa que se convirtió en discusión airada. A
Luis siempre le ha gustado salir con bromas en las discusiones pero en aquella
ocasión su broma no me causó ni tantita gracia. Empezamos a intercambiar
puñetazos. Un compañero intervino y también recibió un golpe; pronto estábamos
golpeándonos seis muchachos y eran golpes de veras fuertes. En lo más fragoroso
de la batalla, Luis se detuvo en seco y gritó preocupado:
¡Esperen, esperen! ¡Se me cayeron los lentes!
Todos nos detuvimos inmediatamente y comenzamos a buscar los lentes de
Luis, por todos los rincones de la habitación. Y mientras eso hacíamos, Luis muy
apurado revisaba debajo de las camas. Uno de nosotros advirtió que Luis los traía
puestos y que con el índice los detenía para que no cayesen de su nariz al
agacharse. Cuando los demás nos dimos cuenta de eso continuaron los trancazos,
pero ya todos iban dirigidos a Luis, que nos había hecho preocuparnos inútilmente
por el posible daño de sus anteojos. Obviamente, en medio de una batalla a
puñetazos, Luis no pudo tramar tal engaño. Creo que su imaginación lo traicionó y
le hizo suponer que sus imprescindibles lentes se habían caído.
Luis es ingenioso sin ser hidalgo, hidalgo sin ser quijote y quijote sin ser de
la Mancha. También es poeta, filósofo, maestro de ética, epistemólogo, pintor,
escultor, amigo entrañable y más noble que un caballo (lo cual demuestra que ya no
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hay caballos, pero sí hombres con nobleza), campirano y campamentero, profesor
de los meros buenos y un largo etcétera que me provoca mucho respeto y
admiración hacia él”.
Por mi parte, yo, Antonio Álvarez, puedo decir que me consta que Luis
concibe a la docencia como un acto de amor. Así me lo reitera: “Un maestro que no
quiera a sus discípulos, no tiene nada que hacer en un salón de clases, yo puedo
jurar que a todos mis alumnos los he amado. Cualquiera puede dar clases, pero
formar muchachos, compartir con ellos sus problemas, ayudarlos, guiarlos, ser su
amigo; ahí es en donde está la belleza de la docencia. Mi mayor gusto es haber
orientado y ayudado a muchos adolescentes en sus problemas, quienes debido a la
etapa por la que pasan, con frecuencia se sienten incomprendidos. Ésta es la mayor
riqueza, es una satisfacción íntima que rara vez se divulga, pero que siempre
enriquece el espíritu. El amor se traduce necesariamente en la entrega completa; la
enseñanza de la ortografía –por ejemplo– me ha hecho revisarles a los muchachos
un promedio de 20,000 palabras por semana”.
Luis es estricto y exigente, pero jamás injusto. Sus estudiantes saben que
sus regaños tienen invariablemente un propósito noble y lo ven como un padre
vicario que les pone límites sanos y les obliga a dar lo mejor de sí mismos.
De hecho, la docencia y la convivencia con alumnos son una terapia para
Luis. Nos ha dicho varias veces que puede andar muy deprimido, pero que al entrar
al salón de clases se le quita la depresión.
Hay
instituciones
y
profesores
oportunistas
que
buscan
alumnos
aventajados para lucirse con sus logros. Nunca fue el caso de Luis, pues toda su
vida laboral ha ayudando prioritariamente a muchachos con severos problemas
académicos y de conducta. Los diagnosticados como “casos perdidos” a que se
refirió Rogelio Aguilar. Cuando fue director de un colegio, asumió la
responsabilidad de levantar moral e intelectualmente a jovencitos de baja
autoestima, consecuencia del nulo apoyo de sus padres y de la negligencia cruel de
“educadores” de afamadas instituciones. Demostró que aquellos muchachos,
menospreciados por todos, respondían con nobleza y florecían cuando se les
reconocía su dignidad y su potencial como seres humanos.
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Felizmente Luis tiene descendencia que también concibe al magisterio como
un apostolado. Su hija Lilia Rebeca es una enérgica profesora de química y
matemáticas que a pulso se ha ganado reconocimientos. Por dedicarse a la
enseñanza de ciencias duras, podría pensarse en un juicio duro sobre las
humanidades. No es así. Las siguientes palabras nos ayudarán a entender su
actitud:
“Mi papá es para mí una persona muy especial, me pregunto ¿por qué lo
amo? Sé que es un excelente profesor (para mí el mejor), un gran escritor y pintor,
la persona que me enseñó a apreciar la música, las artes y las puestas de sol. Me
enseñó a valorar lo más importante de la vida que son las cosas que no se
consiguen con dinero. Sin embargo, el amor que le tengo a mi padre se debe
simplemente a que es un gran padre”.
La sed que casi lo mata
Conoció el flagelo del alcoholismo y –tras de tocar fondo– aprendió a vivir sobrio
por un día a la vez. Aunque ha tenido peligrosas recaídas y fue incluso “santoleado”
pues se le vio en la antesala de la muerte, con el apoyo de los grupos AA y la
adopción decidida del “Sólo por hoy”, ha acumulado décadas sin consumir bebidas
espirituosas. Su sobrino, el reconocido periodista Juan Ceballos Azpe, escribió el
siguiente texto sobre la recuperación de Luis:
"Igual que el Ave Fénix resucita en sus cenizas, levantaste el vuelo.
De nuevo iluminada el alma, otra vez a andar con la mirada al cielo.
De nuevo a cabalgar senderos para hacer camino a través del desierto.
Tu yelmo, lanza y armadura se alegraron, pues ya te daban por muerto;
Tu rocinante está esperando para seguir desfaciendo mil entuertos.
Quijote cabalga de nuevo, con rumbo al viento, con la frente al sol
Y tu caudal de sueños... Viejas quimeras que te estarán esperando,
Por ti estarán aguardando para hacerlas realidad".
El tamiz justiciero
A muchos nos consta que laboralmente fue víctima de envidias y en ocasiones su
cultura superior y su extraordinario carisma lo tornaron poco grato a ciertos
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jefecitos obtusos que por temor a ser opacados hicieron todo para mantenerlo al
margen. En el pecado llevaron la penitencia, pues tuvieron un triste desempeño
marcado por la mediocridad y cayeron en el olvido apenas concluyó su gestión, en
tanto que la figura de Luis se agigantó y se convirtió en el referente obligado para
decenas de generaciones.
Señor de cuatro décadas que empieza licenciatura
La lucha por la vida, incluso como trabajador ilegal en el extranjero, llevó a Luis a
dejar trunca su carrera de Derecho en la Facultad de Jurisprudencia de Saltillo.
Años después, siendo ya un señor de cuatro décadas, se matriculó en la UANE para
cursar la licenciatura en Ciencias de la Educación. Mucho le animó a hacerlo una
persona amiga que incluso le ayudó en el pago de la colegiatura del primer
semestre. Estudiaba por las noches, lo que no era fácil por sus responsabilidades
como padre de familia y por el hecho de que trabajaba todo el día como profesor de
secundaria y preparatoria. El dinero era escaso y al término del primer semestre
pensó que allí concluiría esta experiencia universitaria. Inesperadamente la UANE
le concedió una beca préstamo. Tras aprobar los ocho semestres de la carrera se
presentó ante el vicerrector para conocer la manera y los plazos de pagar el
préstamo. Don Pedro Rivas Figueroa le daría una gratísima sorpresa. “¿Quieres
pagar? ¿Y con qué te paga la universidad a ti por todo lo que has hecho por ella?"
Don Pedro se refería a las actividades culturales promovidas por Luis Azpe, pues
éste organizó exposiciones, conferencias y congresos y con tino se hizo cargo del
periódico estudiantil. Era el maestro de ceremonias oficial, el traductor y Cicerone
de invitados extranjeros y participaba en todo lo que se necesitara. Por si fuera
poco, siempre “salía al quite” cuando algún profesor de humanidades no podía
cumplir con sus compromisos docentes. Nobleza obliga podría también haberle
dicho el vicerrector
Libros y más libros
Aunque lee de todo, puede decirse que sus libros favoritos son las Rimas de
Bécquer, el Quijote de Cervantes, El hombre mediocre de José Ingenieros y La vida
inútil de Pito Pérez de José Rubén Romero, en cuyo protagonista Luis ve reflejados
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aspectos importantes de su personalidad. De los narradores recientes prefiere al
español Arturo Pérez Reverte. Asimismo, le apasionan los diccionarios, los libros
de semántica, los compendios gramaticales y los textos de divulgación científica de
autores como Isaac Asimov, Carl Sagan y Lincoln Barnett.
Sin música la vida sería un error
La célebre frase de Nietzsche podría haber sido inventada por Luis Azpe, ya que
éste no puede concebir sus días sin música. Disfruta especialmente la de orquesta,
tanto la clásica como la de géneros populares como el jazz, el swing y el mambo. Le
fascina poner en contacto a sus estudiantes con la música excelsa. Ha ido con
muchos de ellos a conciertos y recitales y también ha organizado visitas de
concertistas a los colegios. Memorable especialmente fue una visita a la ciudad de
Zacatecas para escuchar una ejecución de la Obertura Solemne 1812 de Piotr Ilich
Tchaikovsky. Sus alumnos sintieron literalmente la batalla decimonónica entre las
tropas napoleónicas y las rusas, que Luis previamente les había explicado. En dicha
ejecución al aire libre, en pleno centro de la colonial Zacatecas, hubo disparos de
cañón y tañidos de las campanas catedralicias que sus alumnos jamás olvidarían.
Su compositor favorito de música popular es Agustín Lara, de quien aprecia
sobre todo sus boleros, pero la pieza que más le mueve es la canción Perfidia, de
Alberto Domínguez. Como bien dijo la maestra Sonia Maeda, Luis tiene esa canción
en todas las versiones posibles e inimaginables.
Sobre su caligrafía
Luis con franqueza afirma que su poesía, plena de vivencias, pletórica de intensos
recuerdos "no es otra cosa sino el registro de mi existencia".
Los temas recurrentes en sus textos son el amor a la mujer, la belleza del
desierto, la conciencia de la soledad, el atestiguamiento del paso del tiempo y la
superficialidad que predomina en las relaciones sociales.
En numerosas ocasiones, he expresado que más allá de sus valores estéticos,
sus poemas se justifican por las reflexiones que suscitan. Éstas constituyen un
manifiesto humanista, una declaración de fe en el hombre, un canto a la vida en
abundancia.
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Eso no es poca cosa, pues los factores estructurales que deshumanizan la
vida son múltiples y están cobrando un desarrollo exponencial. Ahora todo tiene
que hacerse más rápido y en esa prisa vertiginosa se pone en riesgo nuestra
condición humana. Le consta que la voracidad de lo que se ha convenido en llamar
sociedad de consumo acaba con lo que da valor a la vida.
Recuerdo que en sus tiempos de coordinador de secundaria, pintó en una
pared de su oficina un Quijote apesadumbrado ante la fetichización de la
tecnología. Aquel desolado Alonso Quijano estaba en el suelo tras pelear con unos
gigantes. Éstos no eran molinos de viento como en la inmortal novela de Cervantes
sino antenas parabólicas. Luis ya sabía, en la década de los ochenta, que la
exuberancia de medios de comunicación paradójicamente puede provocar severos
aislamientos contrarios a la vida verdadera. Entendía desde entonces que la riqueza
de aparatos conduce a menudo a la pobreza de contactos.
Vicente Alfonso, en su ya citada obra La laguna de tinta, declara que en los
textos de Luis Azpe “…predomina el estilo de la poesía conversada, lejana a la
metáfora y pródiga en imágenes sencillas, pero que a veces resultan sorprendentes.
Se trata de versos que por momentos nos recuerdan la pluma de poetas como Hugo
Gutiérrez Vega o José Emilio Pacheco, en tanto seguidores de la tradición poética
inglesa”. Asimismo declara que “los poemas de Azpe Pico, son extremistas, llenos
de voces que abordan las experiencias cotidianas con actitudes radicales: ‘Estoy tan
solo que hasta los recuerdos me abandonan’, lamenta el rapsoda. De este modo,
cada instante se vuelve un desafío y la apuesta está sobre la mesa. El poeta se
lamenta y su queja queda atrapada en forma de hojas”. Vicente resalta que Azpe
canta en clave de dolor y pone estos versos como ejemplo: ‘Insiste la tristeza/y
brota espontánea/como brotan los abrojos en los páramos’.
Ya que se ha mencionado al justamente laureado José Emilio Pacheco, creo
oportuno recordar conceptos de su ensayo titulado Ovidio en el Ipod, que le vienen
bien a la poesía del profe y explican esa clave de dolor apuntada por el autor de La
laguna de tinta: “La paradoja final de la poesía, que acaso explique su aislamiento,
es ser mala conductora de la dicha y el placer, y en cambio receptáculo privilegiado
de la negatividad del mundo. Sus topoi, o lugares comunes o temas privilegiados,
son los mismos siempre en todas las lenguas, en todas las épocas, en todas las
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culturas: el dolor, la muerte, el paso del tiempo, lo efímero de nuestra experiencia
de la vida”.
Los psicoanalistas sostienen que toda obra es proyectiva. Luis concuerda con
esa tesis pues ha declarado que dos textos suyos dan cuenta cabal de su vida. He
aquí el primero:
Mis pobres versos/hojas de un árbol que no dio fruto/ni sus ramas sirvieron para
encender una hoguera,/aquí te los dejo/como un humilde tributo a tu
existencia/que despertó en mi alma el amor;/mis pobres versos/que sólo quieren
decirte/que en el desierto de mi vida fuiste/la luz maravillosa de una flor.
El tono predominante es de tristeza, pero si nos fijamos bien en el último verso:
…fuiste la luz maravillosa de una flor advertiremos
que la tristeza se puede
trascender, así sea de manera temporal.
Volvamos al ensayo de Pacheco para confirmar en su párrafo final las
posibilidades transformadoras de la poesía que se aprecian en la línea que acabo de
citar. “…sin embargo, por obra y gracia del arte, el sufrimiento se transforma en un
goce que sólo puede dar la poesía y gracias al verso se logra decir lo que nada más
es posible expresar en un poema”.
El segundo texto, propiamente prosa poética, manifiesta que aunque sea en
sueños, sí es factible evitar la mancha de la amargura:
Ilusión, eso fue, tan sólo una efímera mariposa nacida del gusano del alma, pero
valió la pena. Soñador, iluso, Quijote obsoleto que reflejas ante el mundo la
ridiculez de tu sueño. Buscaste el sueño imposible y lo conseguiste, pero eso fue:
sólo un sueño; al despertar vuelves a la realidad, una realidad que no aceptas y
que no puedes soportar. Sigue, sigue así con tus esculturas de nubes, tus pinturas
de flores, sigue viendo en cada estrella un diamante y en cada mujer una ternura;
no despiertes a la realidad para que no ensucies tus sueños con la negra mancha
de la amargura...
Eso que llaman espiritualidad
Luis siente la presencia de Dios a cada momento. Percibe manifestaciones divinas
en la naturaleza, en el arte y en las personas. Su espiritualidad va mucho más allá
de un particular credo religioso, y podría hacer suyas las palabras de Rabindranath
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Tagore: “Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad”. Lo
mismo una diminuta florecita del desierto que una estrella revelan al creador. Su
espiritualidad podría describirse como una radical apertura a la Trascendencia. Y
entre los incontables factores que han contribuido a esa respuesta radical están la
congruencia paradigmática de sus padres y maestros, la espiritualidad ignaciana de
los jesuitas y la filosofía vital de Alcohólicos Anónimos.
Aversiones notorias
Detesta la hipocresía, el conformismo intelectual, la falta de entusiasmo y la
mediocridad en todas sus formas. No soporta la abnegación sin sentido que ha sido
inculcada principalmente a las mujeres en México. A menudo nada contra corriente
al criticar aficiones muy populares, por ejemplo, la de ver partidos de futbol y
obsesionarse con los resultados. En su poemario Árbol sin hojas hay una frase
reveladora: “Odio el vacío de la muchedumbre/las palabras huecas, la fingida
apariencia”.
Qué encontramos en la obra del profe por antonomasia:
En su caligrafía y en su vida misma siempre encontraremos altura de pensamiento,
hondura de sentimiento y claridad en la expresión. Algo más: nos hallaremos a
nosotros mismos alentados por su esperanza, conmovidos por su ternura y
contagiados por su pasión. Con él se descubre que aunque sea efímero nuestro
tiempo, aunque sea transitorio nuestro existir, aunque sea contingente nuestro ser,
es posible dejar nuestra caligrafía en la arena. Sin duda, la caligrafía del profe
perdurará y el desierto que fue mar, volverá a serlo.

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