Compag. castellà - Hermanitas de los Pobres

Transcripción

Compag. castellà - Hermanitas de los Pobres
JUANA JUGAN
DEL MISMO AUTOR
Juana Jugan, humilde para amar.
Editorial Herder. Barcelona, 1980.
314 páginas con ilustraciones.
PAUL MILCENT
JUANA JUGAN
Fundadora de las
Hermanitas de los Pobres
Primera edición: Julio 1982
Segunda edición: Octubre 1987
Tercera edición: Abril 1995
Cuarta edición: Mayo 2009
ISBN: 84-605-2850-2
Depósito legal: B. 19.258-2009
Impreso en España - Printed in Spain
ALTÉS arts gràfiques, s.l. - 08907 L’Hospitalet de Ll.
1
La hija de un pobre marinero
(1792-1816)
Una casita baja con el techo cubierto de bálago, el
suelo de tierra apisonada; una aldea sobre la elevación
que domina la bahía de Cancale, en Bretaña (Francia):
he ahí el marco en el que nació Juana Jugan, el 25 de
octubre de 1792.
Año 1792, esta fecha evoca acontecimientos dramáticos. Algunas semanas antes, doscientos sacerdotes fueron ejecutados en París porque se negaron a prestar el
juramento exigido por el poder revolucionario, y algunos meses después, el rey Luis XVI fue guillotinado. Se
presiente que el oeste de Francia se sublevará para defender sus tradiciones y, en efecto, durante siete u ocho
años tendrán que sufrir una dura guerra civil. Como muchas otras iglesias, la de Cancale será cerrada y transformada en almacén de forraje. Estos acontecimientos difíciles marcarán la infancia de la pequeña Juana.
Ella será también probada por la muerte prematura de
su padre. Cuando nació, estaba ausente: se había marchado para la gran pesca durante varios meses. Otras
veces, que quiso embarcarse para ganar un poco de dinero, no pudo hacerlo debido a su mala salud. Entonces era necesario que su esposa trabajara, como asistenta,
para alimentar a sus ocho hijos —cuatro de ellos murieron pequeños—. Un día, cuando Juana tenía tres años
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y medio, el padre se marchó para no volver más. Se le
esperó mucho tiempo, pero no hubo más remedio que
aceptar lo que casi era cierto: había desaparecido en el
mar.
La pequeña Juana aprendió de su madre los trabajos
domésticos, a cuidar los animales, a orar. No había catequesis organizada, pero muchos niños en esta época
eran catequizados secretamente por personas de la vecindad que habían adquirido una fe personal y responsable en una especie de orden tercera fundada por San
Juan Eudes en el siglo XVII. En estos años difíciles, los
miembros de este instituto, viviendo como seglares consagrados a Cristo, desempeñaron un papel considerable
en la transmisión de la fe. Sin duda, gracias a ellos, Juana
aprendió a leer y alcanzó un conocimiento claro de la
fe cristiana. Más tarde entrará a formar parte, ella misma,
de esta asociación.
Hacia los quince o dieciséis años, Juana se colocó
como ayudante de cocina en una familia de los alrededores. La casa, que aún existe, se llamaba la Mettrie-auxChouettes. La joven llegó allí, muy tímida, pero dispuesta
a aprender y desempeñar bien su nuevo oficio. Parece
que la señora de la Choué la acogió con afecto y la rodeó
de simpatía. Con el transcurso de los años, le tuvo, incluso, una gran admiración.
Juana no fue solamente una empleada en la cocina:
fue asociada al servicio de los pobres. Iba a visitar a las
familias indigentes o a los ancianos que se encontraban
solos. Aprendía ya entonces el respeto, la ternura, a compartir lo que se posee y cuánta delicadeza se necesita
para no humillar a aquellos que tienen necesidad de ser
ayudados.
En estos años, un joven la pidió en matrimonio; según
la costumbre, ella le rogó que esperase. Y continuó su
servicio, que fue para ella una escuela en donde se acrisoló. Un poco más tarde, en 1816, tuvo lugar en Cancale una gran misión: después de la terrible tempestad de
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la revolución, había que reconstruir la fe y la Iglesia. Juana
participó en ella. Fue entonces cuando decidió consagrarse por entero al servicio de Dios: no se casaría. Así se
lo hizo saber a su pretendiente.
Ella no conocía el futuro. Y, sin embargo, presentía vagamente algo. Un día dijo a su familia: «Dios me quiere
para Él. Me guarda para una obra que no es conocida,
para una obra que aún no está fundada».
Cancale. Aldea de Petites Croix, casa donde nació Juana Jugan,
el 25 de octubre de 1792.
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Cancale. Arriba: Campanario de la iglesia de Saint-Méen en donde Juana
fue bautizada el mismo día de su nacimiento. Abajo: Acta de su bautismo
en el registro parroquial. Se observará que figura con el apellido Joucan,
que se transformó, más tarde, en Jugan.
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Primeros pasos hacia los pobres
(1817-1823)
En 1817, Juana, a los veinticinco años de edad, abandonó Cancale y a su familia. Sus dos hermanas se habían casado y pronto serían madres de familia. Ella había
escogido otro camino: dejó a sus hermanas una parte
de sus vestidos, «todo lo elegante y bonito que tenía»,
nos dicen, y se marchó a Saint-Servan para ponerse al
servicio de los pobres. Quería ser pobre con ellos.
En efecto, la ciudad de Saint-Servan estaba llena de
desheredados. Casi la mitad de la población estaba inscrita en la Oficina de Beneficencia, y numerosos mendigos importunaban a las pocas familias acomodadas
que había.
Juana se colocó como enfermera en el hospital del «Rosais», demasiado pequeño para cuidar la enorme cantidad de miserias que se encerraban en él; pues hay que
decir que un hospital en aquel entonces era más bien
un refugio para todas las miserias, que el lugar donde
se encontraba lo mejor de la medicina; y que la formación de una enfermera se Iimitaba a aprender el arte de
preparar una tisana, hacer una cura o cataplasma...
Durante unos seis años, Juana se entregó totalmente
al servicio de trescientos enfermos apiñados allí, junto
con treinta y cinco niños abandonados. Entre esta pobre
gente, «tiñosa, sarnosa, con enfermedades venéreas», y
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sin los medios necesarios, el trabajo era muy duro, agotador. Juana se entregó con todo su corazón. Además, se
cuenta, consagró los momentos libres al apostolado: se sabe que dio catequesis a un enfermero.
La sostenía una fe viva. Con ocasión de una misión
que avivó la vida cristiana de Saint-Servan, en 1817, se
crearon congregaciones destinadas a favorecer la ayuda
espiritual, a estimular la oración y la reflexión cristianas.
Juana se inscribió en la congregación para jóvenes.
Un poco más tarde, entró a formar parte de una asociación más exigente: la «orden tercera» eudista (o Sociedad del Corazón de la Madre Admirable) que, sin duda, había conocido desde su infancia por medio de las
personas que le habían enseñado el catecismo.
Las mujeres que formaban esta asociación llevaban
una especie de vida religiosa en casa, y se reunían regularmente para orar y dialogar. Se imponían una disciplina de vida y un programa de oración cotidiana. Encontraban allí, sobre todo, una fuerte tradición espiritual de
San Juan Eudes: la llamada a un cristianismo de corazón, la iniciación a una fe personal y libre, la relación
viva con Jesucristo.
Todo se basaba en el bautismo, cuyos compromisos
renovaban cada año. Se buscaba entrar en comunión
de pensamiento, de sentimientos, de intenciones,
con el Corazón de Cristo y con el de su Madre, que no
son más que uno. «Se lleva siempre sobre sí —decía la
regla— un pequeño crucifijo; se le toma entre las manos, se le besa y se medita sobre él, y él nos habla al corazón...»
Los miembros de esta asociación se formaban en la
libertad interior a base de la abnegación de la propia
voluntad para saber amar de verdad. «Una verdadera hija del Inmaculado Corazón de María (...) no pide ir a la
iglesia, ni a las ceremonias religiosas, cuando su presencia es necesaria en otro lugar (...). De una caridad delicada y activa que se extiende hasta donde puede (...),
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ama a los pobres, a los sencillos, porque Jesucristo y la
Santísima Virgen los amaron...»
Juana fue miembro de esta orden tercera durante unos
veinte años y quedó profundamente marcada. El espíritu de la asociación se encuentra en la primera regla o
costumbres de las Hermanitas de los Pobres, sobre todo
en su aspecto de comunión viva con Jesús y renuncia a
sí mismo, que conducen a la libertad interior.
Pero habíamos dejado a Juana en el hospital del «Rosais», en medio de sus pobres enfermos, desprovista de
medios. Al cabo de seis años, al límite de sus fuerzas,
agotada, tuvo que abandonar su trabajo.
Joven de Cancale
(Pintura de Henry Boutet)
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Un tiempo de pausa
y maduración
(1824-1839)
Juana encontró oportunamente un nuevo empleo que
fue para ella, al mismo tiempo, un descanso bienhechor:
una tal señorita Lecoq, veinte años mayor que ella, y que
sin duda era también miembro de la orden tercera, la
acogió como sirvienta y como amiga. Las dos vivieron
durante doce años una vida común dedicada a la oración,
las faenas de la casa, las visitas a los pobres y la catequesis de los niños. Participaban diariamente en la misa,
se leían mutuamente libros espirituales, hablaban familiarmente de Dios.
La señorita Lecoq se preocupaba por la salud de su
compañera, la obligaba a cuidarse; ella misma la cuidaba.
Con el pueblo, vivían los acontecimientos agradables
y las desgracias. Hubo días malos, en particular entre los
años 1825-1832; tras una grave crisis financiera producida en Londres, en 1825, y las malas cosechas de los años
sucesivos en Francia, mucha gente pasó hambre. Los
mendigos aumentaron e incluso se veían por el campo
bandas de vagabundos formadas por obreros sin trabajo. En Saint-Servan aumentó aún más el número de necesitados... Las dos, atentas a estas necesidades, contri12
buyeron generosamente en los esfuerzos desplegados
por la colectividad para aliviar tanta miseria.
Pero la querida señorita Lecoq cayó enferma y, en junio de 1835, murió. A Juana le dejó sus muebles y una
pequeña suma de dinero.
Para poder vivir, Juana se colocó como asistenta en
Saint-Servan, con las familias que la solicitaban: trabajos
de limpieza, hacer la colada, cuidar enfermos... De este modo creó lazos de amistad con algunas personas; relaciones que serán, en el futuro, preciosas para Juana y
para aquellos a quienes ella iba a unir su destino.
Juana trabó amistad con una persona mayor que ella:
Françoise Aubert, o Fanchon. Poniendo en común sus recursos, alquilaron un local en el centro de Saint-Servan;
dos habitaciones en una planta y otras dos en el desván1.
Aquí llevarán juntas una vida sometida al ritmo de la oración, bastante semejante a aquella que Juana compartió
con la señorita Lecoq. Fanchon hilaba en casa, Juana continuaba sus jornadas de trabajo en el exterior.
Pero muy pronto se añadió a ellas una tercera: una jovencita de diecisiete años, huérfana, llamada Virginie Trédaniel. La muchacha parece que entró con gusto en la
existencia, dedicada a la oración, de estas dos personas mayores que ella. A partir de este año de 1838, las tres —setenta y dos, cuarenta y seis y diecisiete años— llevarán
una vida común regular, que sólo interrumpirá la muerte.
Juana continúa preocupándose, en Saint-Servan, por
el mundo de los pobres que la rodea, pero ¿qué hacer?
Se siente impotente ante tan inmensa y multiforme miseria... ¿Era suficiente sentir el corazón herido? ¿No habría
que dejarse herir en la propia carne? ¿No tendría que
cometer incluso «la locura» de compartir lo necesario,
aun su propia casa? ¿No sería esto amar?
Esta es la decisión que Juana tomará ahora para no
volverse jamás atrás.
1
Esta casa existe hoy en día y se ha convertido en lugar de peregrinación.
13
Casa en el centro de Saint-Servan que fue alquilada por Juana Jugan
y Françoise Aubert y en donde se instalaron en 1837.
Vista exterior e interior.
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4
Juana da su cama
(1839-1842)
Hacia finales de 1839, tal vez con los primeros fríos
del invierno, Juana tomó una decisión: con el consentimiento de Fanchon y Virginie, llevó a su casa a una anciana, Anne Chauvin, ciega y enferma. Hasta entonces
esta anciana había estado asistida por su propia hermana;
pero ésta, enferma, acababa de ser hospitalizada; situación desesperada.
Cuentan que Juana, para lograr subirla por la estrecha
escalera de su casa, la llevó sobre sus espaldas. Le dio
su propia cama y ella se instaló en el desván. La «adoptó como madre».
Poco después se unió a Anne Chauvin otra anciana:
Isabelle Coeuru. Ésta había servido hasta el fin a sus ancianos señores arruinados, había gastado por ellos sus propias economías y después había mendigado para que
pudiesen vivir. Ya se habían muerto y quedaba ella, agotada y enferma. Juana aprendió esta hermosa historia de
fidelidad y de generosidad. Inmediatamente la acogió en
su casa; esta vez fue Virginie la que cedió su cama y se instaló en el desván.
Por la noche, después de haber cuidado a sus protegidas y haber dado las buenas noches a la buena Fanchon, Juana y Virginie subían por la escalera que las
conducía al desván y, después de quitarse los zapatos,
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para no hacer ruido, concluían sus trabajos y sus oraciones antes de acostarse.
Eran tres las que trabajaban (Virginie era costurera)
para mantener a cinco personas, dos de ellas ancianas y
enfermas. A veces, por la noche, había que velar después
del trabajo para el remiendo de la ropa o el lavado. Es
posible que Juana pidiera ya ayuda a las familias conocidas.
Virginie tenía una amiga, casi de su misma edad, Marie Jamet, que no tardó en conocer a Juana y a todas sus
acogidas. Ella vivía con sus padres y trabajaba con su madre, que tenía una pequeña tienda.
A menudo, Marie iba en busca de su amiga y también
llegó a tener afecto y admiración por Juana. Las tres —y,
a veces Fanchon con ellas— hablaban de Dios, de los pobres, de los interrogantes que les planteaba la vida. Juana
dio a conocer a sus dos jóvenes amigas su pertenencia
a la orden tercera eudista. Ellas eran demasiado jóvenes
para entrar en esta asociación, pero hicieron, con la ayuda de Juana, una especie de reglamento de vida inspirado en el de la orden tercera.
Marie y Virginie hablaron de su amistad y de la ayuda
espiritual que mutuamente se prestaban a un joven vicario de Saint-Servan: el padre Augusto le Pailleur, que era
su confesor. Lo aprobó y prometió ayudarlas.
Conoció a Juana, se interesó por el grupo y su acción
benéfica. Emprendedor, ingenioso, hábil, interesado
también por los pobres, pensó que habría que apoyar lo
que podía ser una obra naciente. Su apoyo sería eficaz,
pero también fuente de grandes sufrimientos.
El 15 de octubre de 1840, con su ayuda, las tres amigas formaron una asociación de caridad que adoptó, como ley, el pequeño reglamento elaborado por Marie y
Virginie.
El grupo contaría pronto con un nuevo miembro. Una
joven obrera de veintisiete años, muy enferma, fue acogida por Juana. Creía morir... pero curó y desde enton16
ces entró a formar parte del grupo. Se llamaba Madeleine Bourges.
De este modo, en torno a dos ancianas acogidas por
Juana, nació una pequeña célula: era el embrión de una
gran congregación que se llamaría, mucho más tarde, de
las Hermanitas de los Pobres.
En 1840, ni Juana ni sus compañeras lo sabían, pero
ya soñaban con remediar otras miserias, ofrecer a otras
personas consuelo, seguridad, cariño. El dinero, Dios no
lo negaría. Pero la casa estaba llena; decidieron, pues,
mudarse.
Alquilaron en la vecindad una gran sala en planta baja, muy oscura, con dos pequeñas habitaciones adyacentes. Les pidieron de alquiler cien francos al año; enseguida cerraron el trato. El traslado se hizo el día de San
Miguel del año 1841. Esta vivienda se llamó, para la posteridad, el «grand en-bas».
Doce ancianas, contando las que ya habían sido acogidas, la ocuparon. Juana, Fanchon y Virginie se instalaron en una pequeña habitación del fondo. Marie y Madeleine aportaron su ayuda y un poco de dinero. Además,
las ancianas, en la medida de sus posibilidades, hilaban
la lana o el lino: vendían el fruto de su trabajo y esto ayudaba a la subsistencia del grupo.
No permanecieron mucho tiempo en el «grand en-bas»:
no era suficientemente grande. Un antiguo convento estaba en venta; con la ayuda de algunos donativos generosos y la esperanza de que con lo recogido en las colectas podrían pagar la deuda, compraron la Casa de la Cruz,
en febrero de 1842. El traslado tuvo lugar en el mes de
septiembre siguiente.
El 29 de mayo de 1842, las asociadas se reunieron con
el padre Le Pailleur: querían organizarse mejor en vistas
al futuro. Completaron un poco su reglamento de vida,
tomaron el nombre oficial de Siervas de los Pobres, escogieron como superiora a Juana y le prometieron obediencia. Así, casi sin darse cuenta, igual que una plan17
ta se va desarrollando poco a poco, la pequeña sociedad tomaba la forma de una comunidad religiosa; Juana
se dejaba conducir por los acontecimientos de la vida,
en los que reconocía las llamadas del Espíritu.
Saint Servan. Habitación de la casa que se encontraba en la calle del Centro.
Juana acogió en ella a Anne Chauvin, en 1839.
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La colecta
(1842-1852)
«Hermana Juana, sustitúyanos, pida por nosotras...»
Así hablaban las buenas ancianas, que habían vivido
tanto tiempo de la limosna. Con ello subrayaban la
esencia misma de esta iniciativa de la colecta, que iba a
ocupar un lugar tan importante en la vida de Juana: ella
misma iba a sustituir a los pobres, iba a identificarse con
ellos; más aún, guiada por el Espíritu de Jesús, iba a reconocer en ellos «su propia carne» (Is 58,7). Su miseria
era su propia miseria; su colecta, su propia colecta.
Por otra parte, motivos prácticos la impulsaron a pedir ella misma: si hubiera dejado a las buenas mujeres
(como graciosamente se las llamaba) continuar sus giras
por las calles de la ciudad, las habría expuesto a muchas
miserias, sobre todo a las que se daban a la bebida. Entonces pidió a cada una de ellas, con respeto, que le diesen las direcciones de sus bienhechores e hizo la colecta
en su lugar, diciendo: «Mire, señor, ya no será la viejecita la que vendrá, a partir de ahora, vendré yo. Por favor,
siga dándonos su limosna». Retengamos la palabra dándonos, de gran significado.
Debido a su carácter cancalés no le fue fácil a Juana
tomar esta decisión; es verdad que ella había visto en
Cancale a las mujeres de los marineros ayudarse unas
a otras y tender la mano con dignidad; pero esto no bas19
taba para hacerla entrar deliberadamente en el mundo
de la mendicidad. En su vejez, recordará aún esta victoria sobre sí misma, que tuvo que conseguir muchas veces: «Iba con mi cesto a buscar para nuestros pobres...
Esto me costaba, pero lo hacía por Dios y por nuestros
queridos pobres...»
Le ayudó a ello un hermano de San Juan de Dios,
Claude-Marie Gandet. Ya en esta época, los Hermanos
tenían en Dinan una comunidad ferviente y un hospital;
ocuparían un lugar importante en la colecta de Juana.
Un día, pues, el hermano Gandet llegó al grand en-bas;
él también pedía limosna para el hospital; encontró a
Juana indecisa. Se comprendieron y él la ayudó a lanzarse deliberadamente por el camino de la colecta.
Para darle ánimos, le prometió secundarla y anunciar
su visita a muchas familias por las que él había de pasar. Incluso, se dice que le ofreció su primer cesto de colecta.
Juana se hizo, pues, buscadora de pan. Pedía dinero,
pero también donativos en especie: comida —los restos
de una comida o sobras serán muy apreciados—, objetos, vestidos... «Les estaré muy agradecida si me pueden
dar una cucharada de sal o un trocito de mantequilla...»
«Necesitaríamos un caldero para hervir la ropa...» «Nos
sería útil un poco de lana o de estopa...» No temía confesar su fe; si iba a pedir madera para hacer una cama,
a veces precisaba: «Querría un poco de madera para socorrer a un miembro de Jesucristo».
No siempre la acogían bien. Durante una de sus colectas, había llamado a la casa de un viejo rico y avaro.
Supo convencerle y le dio un buen donativo. Volvió a
ir al día siguiente; esta vez él se enfadó. Ella, sonriendo,
le dijo: «Querido señor, mis pobres tenían hambre ayer,
tienen hambre hoy y mañana tendrán también hambre...» Él le dio otra vez y le prometió que continuaría
dándole. Así, con su sonrisa, sabía invitar a los ricos a la
reflexión y a descubrir sus responsabilidades.
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Una de sus frases se ha hecho célebre. Un viejo solterón, irritado, le dio una bofetada; ella respondió dulcemente: «Gracias, esto para mí, ahora deme algo para
mis pobres, por favor».
Muchas veces iba a buscar ayuda a la Oficina de Beneficencia y en los primeros tiempos la trataban como
de la casa, pero un día una empleada la trató con dureza y le dijo que ocupara su puesto en la cola entre los
mendigos. Ella obedeció. A fin de cuentas era una mendiga y aquel era su sitio.
Cuando era demasiado duro, se daba ánimos. Decía
a su compañera: «Estamos caminando por Dios». O bien,
un día de fiesta, en Saint-Servan, con la sonrisa que le
era familiar: «Hoy haremos una buena colecta porque
nuestros ancianos han disfrutado de una buena comida.
San José debe estar contento al ver que sus protegidos
están bien cuidados. Y nos bendecirá».
Parece que su presencia impresionaba a la gente, tenía una especie de encanto que influía en los demás. De
un hombre, que la conocía muy bien, es esta bonita expresión: «Tenía un don de palabra, una gracia para pedir... pedía alabando a Dios, por así decirlo».
Vivida de este modo, la colecta se transfiguraba. Hubiese podido provocar una simple actitud de asistencia
con la que los ricos hubiesen tranquilizado su conciencia; pero Juana hacía de ella una evangelización,
que interpelaba la conciencia e invitaba a un cambio de
vida.
Gracias a la colecta, la acción de la pequeña asociación pudo ampliarse. Sin temor se instalaron en la Casa
de la Cruz y en el mes de noviembre de 1842 había ya
26 ancianas, algunas muy enfermas. Esto suponía mucho
trabajo.
Madeleine Bourges vino a unirse a las asociadas. Tanto ella como Virginie Trédaniel, dejaron su trabajo profesional para consagrarse por entero al servicio de las personas que habían acogido. Poco después, Marie Jamet
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hizo lo mismo. Para asegurar la subsistencia y terminar
de pagar la casa, se contaba sólo con la colecta...
Un médico que había conocido a Juana en el hospital del «Rosais» se alegró de verla al frente de la Casa de
la Cruz: aceptó cuidar gratuitamente a los pobres ancianos y hasta 1857 les prestó generosamente sus servicios.
Durante el invierno 1842-43 sucedió un acontecimiento importante: la entrada del primer anciano. Le habían
hablado a Juana de este viejo marinero, solo y enfermo
en un sótano húmedo; lo encontró, en efecto, en un estado lamentable, vestido de harapos, sobre la paja podrida, con el rostro extenuado. Llevada por la más viva
compasión, Juana contó lo que había visto a una persona benefactora y volvió, poco después, con una camisa y ropa limpia. Le lavó, le cambió y le llevó a la casa.
Allí recuperó sus fuerzas. Se llamaba Rodolphe Laisné.
Poco después otros hombres se unieron a él.
A veces las circunstancias o las nuevas necesidades
daban nuevo impulso a la colecta y hacían que ésta se
ampliara. Un día cierta señorita Dubois se ofreció para
acompañar a Juana en la colecta por los campos vecinos. Era una persona respetable y conocida que se comprometía mendigando así con Juana. Su presencia sorprendió a todos y les movió a la generosidad. Además
de dinero, las colectoras recibieron trigo, alforfón, patatas, así como hilo, telas... E hicieron nuevas amistades.
Se hizo más asiduamente la colecta de las sobras de
la comida. A veces se organizaba una gran recogida de ropa. Se instauró la colecta en los mercados y, en el puerto de Saint-Malo, también en los barcos. Al comprar la
Casa de la Cruz, se había contraído la enorme deuda de
veinte mil francos. A los dos años y medio, hacia finales
de 1844, Juana lo había pagado todo, con siete años de
adelanto.
A veces, de improviso, le llegaba alguna limosna. Es
lo que ocurrió cuando el sobrino de una anciana pescadora de mala reputación, constató el prodigio acaecido
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con su tía: acogida en la Casa de la Cruz, cambió totalmente y recobró su dignidad. El sobrino, sorprendido,
legó siete mil francos a la casa y poco después murió.
Esta suma llegó a tiempo para pagar el tejado de una
parte de la casa que se estaba ampliando y cuya construcción se había comenzado sin tener nada en caja: sólo una moneda de cincuenta céntimos que pusieron al
pie de una estatua de Nuestra Señora. Todo el mundo
puso manos a la obra. Unos daban las piedras, otros el
cemento, algunos acarreaban gratuitamente o bien se
ofrecían para algunas horas de trabajo. Las hermanas
manejaron la pala y la llana. Y para pagar los tres mil
francos que faltaban, el Premio Montyon llegó a punto.
Era este un premio que la Academia Francesa concedía cada año al francés pobre que hubiera realizado la
acción más meritoria. Ante la insistencia de varios amigos
de la casa, Juana aceptó que lo solicitaran en su nombre.
El alcalde de Saint-Servan y las personas más influyentes de la ciudad enviaron una nota firmada a la Academia,
y el 11 de diciembre de 1845, ante un ilustre auditorio,
entre los que se encontraban Víctor Hugo, Lamartine,
Chateaubriand, Thiers y muchas más celebridades, el señor Dupin, presidente, hizo un vibrante elogio de la humilde Juana. Los periódicos recogieron la noticia. El discurso se publicó.
Juana se dio cuenta de que ese discurso podía serle
útil: cuando fuera a pedir, llevaría, como ella decía, el
folleto de la Academia, que sería para ella una recomendación eficaz. Y en efecto, lo utilizará cuando vaya a hacer la colecta sobre terrenos nuevos: Dinan, Rennes, Tours,
Angers y muchas otras ciudades de Francia.
Durante diez años ininterrumpidos, de 1842 a 1852,
Juana llevará esta vida de colectora. Jamás fue decepcionada por Aquel en quien había puesto su confianza.
Ante la admiración de todos, el número de ancianos pobres crecía sin cesar; eran bien tratados y estaban felices; se ampliaba la casa y se conseguían otras... con na23
da, sin ningún recurso asegurado. La única explicación
era la infatigable colecta de Juana, el esfuerzo colectivo de toda una ciudad estimulada por ella y su fe en el
indefectible amor de Dios hacia sus pobres.
Escena de colecta en Saint-Servan.
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Las Hermanitas de los Pobres
Poco a poco, el pequeño grupo formado por Juana y
sus amigas iba tomando conciencia de llevar una vida
religiosa y se organizaba en consecuencia.
Habían hecho votos privados de obediencia y de castidad. Llevaban ya una especie de uniforme, inspirado
directamente en los vestidos de las mujeres humildes de
la región. Como los Hermanos de San Juan de Dios, las
hermanas llevaban un pequeño crucifijo y un cinturón
de cuero. Después tomaron «nombres de religión»; Juana
se llamaría Sor María de la Cruz.
En diciembre de 1843, Juana fue reelegida como superiora. Pero he aquí que dos semanas más tarde, el padre Le Pailleur, por su propia autoridad, anuló esta elección y nombró como superiora a la tímida Marie Jamet,
de veintitrés años de edad, dirigida suya: ella sería más
flexible entre sus manos que Juana Jugan, de cincuenta
y un años de edad, de una gran experiencia, conocida
en Saint-Servan desde hacía veintiséis años y que no se
dirigía personalmente con él.
El sacerdote lo había decidido; en esa época, frente a
un sacerdote, ¿qué hubieran podido hacer unas humildes mujeres? Ellas aceptaron. Pero para Juana no fue, sin
duda, sin dolor ni sin inquietud...
Todas continuaron su camino. Por otra parte, fuera del
pequeño grupo, nadie supo este cambio: Juana siguió
siendo a los ojos de todos garante de la obra emprendida.
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Al principio del año 1844, la asociación cambió de
nombre oficial: escogieron el nombre de Hermanas de los
Pobres, sin duda para expresar mejor la fraternidad evangélica revelada por Jesús y la intención de compartirlo todo, al mismo nivel, con sus hermanos y hermanas.
Después, las hermanas hicieron votos privados de pobreza y de hospitalidad, por un año; este último voto
—por el que se consagraban al servicio de los ancianos—
estaba inspirado directamente en el de los Hermanos de
San Juan de Dios.
En enero de 1844, Eulalie Jamet siguió a su hermana
mayor, Marie, en la Casa de la Cruz. A finales de 1845,
una nueva hermana se unió al pequeño grupo: Françoise
Trévily. Fue la sexta Hermana de los Pobres.
Al año siguiente, una etapa decisiva iba a ser franqueada: la fundación de una segunda casa.
En enero de 1846, Juana partió para Rennes. Iba a hacer una colecta en favor de los pobres de Saint-Servan.
Esta colecta la anunciaron por los periódicos locales,
que ya un mes antes habían hablado de Juana al informar
sobre el Premio Montyon y el discurso de Dupin a la Academia Francesa.
Desde el primer momento de su llegada a Rennes, Juana se dio cuenta de que, aunque en proporción había
menos mendigos que en Saint-Servan, los más ancianos
suplicaban su ayuda. Por otra parte, había mucha miseria en los barrios pobres de la ciudad. Enseguida brotó
en su mente un proyecto de fundación y pidió permiso
a su superiora.
Juana se encontró con gente importante, pero no siempre bien dispuesta. Ella no se arredró. «Es verdad, esto
es una locura, parece imposible... Pero si Dios está con
nosotros, se hará». Y ¿cómo no iba a estar Dios con sus
pobres?
Marie Jamet vino a unirse a Juana, que ya había alquilado en Rennes una habitación grande con otra pequeña contigua. Pronto tuvieron diez ancianas.
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Era necesario encontrar una casa más grande. Las dos
hermanas buscaron en vano. Se confiaron a San José (que
cada vez tendrá un lugar mayor en sus oraciones). El 19
de marzo, día de su fiesta, Marie rezaba en la iglesia de
Todos los Santos. Se le acercó una persona y le preguntó: «¿Tienen ya casa?» «Todavía no», le dijo Marie.
«Pues yo tengo la que necesitan». Fueron a verla: la casa, situada en el barrio de la Madeleine, podía albergar
a unos cuarenta y cinco pobres y un pabellón serviría de
capilla. Con el consentimiento de Saint-Servan, se firmó
el contrato el 25 de marzo y se instalaron el mismo día.
Algunos soldados ayudaron en el traslado y en el transporte de las ancianas. Y la casa continuó creciendo, en
la pobreza.
Afortunadamente, algunas postulantes habían entrado en Saint-Servan. Vinieron también jóvenes de Rennes
y de otras ciudades.
Juana había reanudado la colecta: Vitré, Fougères...
Por donde pasaba, llamaba; y con mucha frecuencia se
daba el caso de que, después de pasar por una ciudad,
algunas jóvenes pedían ingresar en el noviciado.
Tal vez es en esta época cuando Juana fue hasta Redon. Llamó a la puerta del colegio de los eudistas (ella,
que también era un poco eudista). Un padre lo explicaba así: «Fui a verla al locutorio y me impresionó (...).
Sin ningún cumplido, la llevé a la sala de estudio de
nuestros pensionistas mayores, reunidos allí aproximadamente en número de cien (...) y Juana expuso sencillamente el objeto de su misión. Maravillados y profundamente conmovidos todos estos alumnos, vaciaron
completamente sus bolsas...»
Desde hacía varios años, las hermanas se habían beneficiado de los consejos del padre Félix Massot, antiguo provincial de la Orden Hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios. En la primavera de 1846, ellas
prepararon un reglamento más elaborado que el primitivo. Muchos puntos de este texto se inspiraron directa27
mente en las constituciones de los hermanos. Pero el espíritu de San Juan Eudes permanece presente y se reconoce en varios detalles de las oraciones cotidianas.
Un poco más tarde, después de una colecta de Juana,
se abrió una tercera casa en Dinan, en una vieja torre de
las murallas. No se tardó en reemplazarla por otra casa
en mejores condiciones y, más tarde, por un antiguo
convento. Hablaremos de la vieja torre en el capítulo
siguiente.
Juana iba siempre pidiendo. Veámosla en enero de
1847, en Saint-Brieuc. Un periódico local la presentó
así: «Juana Jugan, esta mujer tan abnegada en el servicio
de los pobres, que ha hecho milagros de caridad y de la
que los periódicos de Bretaña han hablado tan a menudo el año pasado, está ahora presente entre nosotros. Hace una colecta para su obra; se presenta en casa de las personas caritativas y sólo dice: “Soy Juana
Jugan”. Sólo este nombre basta para que se abran todas
las bolsas».
Escena hospitalaria.
28
Y Juana caminaba siempre «con las alforjas en bandolera y el cesto en la mano», para mendigar en nombre
de los pobres ancianos. A veces lo hacía para ayudar a
alguna de las casas fundadas recientemente: Saint-Servan, Rennes, Dinan y después Tours (1849).
Muchas veces sacará adelante la obra de la que se le
había quitado la dirección. La gente tenía confianza en
ella y, además, era ella la que veía lo que había que hacer. Llegaba, tomaba las medidas necesarias, obtenía los
fondos que hacían falta, animaba a unos y a otros y después desaparecía; la necesitaban en otra parte. No tenía «dónde reclinar la cabeza»; parecía no pertenecer a
ninguna comunidad local determinada. Con tal de que
los pobres ancianos tuvieran un techo y estuvieran cuidados y amados, aceptaba estar ella sin hogar ni lugar
seguro.
29
7
Un turista inglés
y un periodista francés
hablan de Juana
Volvamos un poco hacia atrás. A primeros de agosto
de 1846, Juana y Marie Jamet tomaron, pues, posesión de
una vieja torre abandonada, en Dinan.
Tres semanas más tarde, un turista inglés llamó a su
puerta: venía para ver a Juana.
Después publicaría un artículo sobre su visita. He aquí
una parte de la traducción:
«Para llegar al apartamento que ocupaban había que
subir por una escalera difícil y con muchas vueltas, el
techo era bajo, las paredes desnudas y toscas, las ventanas pequeñas y con rejas, de modo que parecía que
estuviesen en una caverna o en una cárcel; pero alegraba un poco este triste panorama el resplandor del fuego y el aspecto de satisfacción de los habitantes de este
lugar (...).
»Juana nos recibió con una expresión bondadosa (...).
Estaba vestida sencilla pero pulcramente con un vestido negro, con un gorro y un pañuelo blancos; es el traje adoptado por la comunidad. Parecía tener cerca de
cincuenta años; su estatura es media, su piel morena y
parecía gastada por los años o las fatigas, pero su expresión es serena y llena de bondad; no se observa en
30
ella ni el más pequeño síntoma de pretensión o de amor
propio».
Entonces tuvo lugar una entrevista a fondo entre este
turista —que era también un hombre de bien, ocupado
precisamente en preparar la fundación de un hospicio
para ancianos— y nuestra Juana Jugan. Con sencillez,
ella respondió a sus preguntas.
«No sabía —dice—, de dónde le llegarían las provisiones para el día siguiente, pero perseveraba, con la firme persuasión de que Dios nunca abandonaría a los pobres, y obraba según este principio cierto: que todo lo
que se hace por ellos se hace por Nuestro Señor Jesucristo.
»Le preguntaba yo cómo podía distinguir a aquellos
que merecían verdaderamente ser socorridos; ella me
respondió que recibía a los que se dirigían a ella y que
parecían los más desprovistos de todo; que empezaba
por los ancianos y enfermos porque eran los más necesitados, y que se informaba, por los vecinos, de su carácter, de sus recursos, etc.
»Para no dejar en la ociosidad a los que todavía podían ocuparse en algo, les hacía deshilachar y cardar los
trozos de tela viejos y después hilar la lana que sacaban
de ellos; así conseguían ganar seis ochavos al día...
También hacían otros trabajos, según sus posibilidades,
y recibían la tercera parte de lo poco que habían ganado».
Juana le explicó también lo que podía esperar de los
diversos proveedores: artículos que estaban aún buenos
pero cuya venta era difícil.
«Yo le he dicho que, después de haber recorrido Francia, debería venir a Inglaterra para enseñarnos a cuidar
a nuestros pobres; ella me ha respondido que, Dios mediante, iría si la invitábamos.
»Hay en esta mujer algo tan sereno y tan santo que al
verla me creí en presencia de un ser superior, y sus palabras llegaban de tal manera a mi corazón que, no sé por
qué, mis ojos se llenaron de lágrimas.
31
»Así es Juana Jugan, la amiga de los pobres de Bretaña, y sólo el verla sería suficiente para compensar los horrores de un día y una noche pasados en un mar alborotado».
Dos años más tarde, un periódico de París: L’Univers,
de Louis Veuillot, publicó un artículo sobre Juana Jugan
y su obra.
El gran periodista católico había tenido la ocasión
de visitar la casa de Tours recientemente fundada.
Poco después asistió a la discusión que hubo en la
Academia Nacional sobre el Derecho a la Asistencia,
inscrito en el preámbulo de la Constitución de 1848
—que no estaba de acuerdo con su modo de pensar.
Al salir de esta sesión escribió un vibrante artículo
para presentarles a los parlamentarios, dice él, a «una
persona que sabe más socialismo que todos ustedes».
Se trataba de Juana Jugan. Desde joven «amaba a los
pobres porque amaba a Dios. Un día le pidió a su
confesor que le enseñase a amar a Dios aún más. Él le
dijo: «Juana, hasta ahora has dado a los pobres; ahora
compártelo todo con ellos». (...) Juana, aquella misma
noche, tenía una compañera, o mejor, una dueña
(...)».
El artículo cuenta después la visita de Veuillot a la casa de Tours: «He visto vestidos limpios, rostros alegres
y con muy buena salud. Entre las jóvenes hermanas y estos ancianos existe un afecto y respeto mutuos que alegran el corazón...
»Las religiosas siguen en todo el mismo régimen que
sus pobres, y la única diferencia es que ellas sirven y los
pobres son servidos... Todo llega a punto para las necesidades del momento. En la cena no queda nada, y nada falta en el desayuno. La caridad ha dado la casa, y
cuando llega un pensionista, le manda también la cama y los vestidos» ( L’Univers , 13 de septiembre de
1848).
32
L’Univers tenía una gran difusión; el artículo de Veuillot contribuyó a que se conociera la obra de las Hermanas de los Pobres.
«El 22 de agosto de 1846, tres semanas después de su llegada a la vieja
torre, cerca de la puerta de Brest (en Dinan), tuve la alegría de ver allí
a Juana Jugan... Para llegar al piso había que subir por una escalera
difícil y con muchas vueltas; el techo era bajo, las paredes desnudas
y toscas, las ventanas pequeñas y con rejas...»
Relato de un visitante inglés
33
8
Crecimiento
La «casa-madre» y el noviciado se encontraban desde sus humildes comienzos en el antiguo convento de
la Cruz, en Saint-Servan; pero desde finales de 1847 faltaba sitio para albergar, además de a los ancianos, a unas
quince postulantes y novicias que habían comenzado su
formación.
Como el padre Le Pailleur, consejero de Marie Jamet,
había tenido algunas dificultades con el obispo de Rennes,
se decidió que fueran a instalarse a la casa de Tours, recientemente fundada.
Por otra parte, el número de jóvenes, a partir de esta
época, aumentó considerablemente: en el verano de 1849
eran ya cuarenta.
Algunos meses antes, Juana Jugan había sido llamada
por sus hermanas a esta casa de Tours, que ella no había
fundado, sobre todo, para que consiguiera las autorizaciones oficiales que faltaban, llegó en febrero de 1849.
Fue acogida con entusiasmo por el señor Dupont, generoso y santo seglar que había desplegado grandes
esfuerzos y gastado mucho dinero para preparar la
instalación de las hermanas: «Desde hace dos días —escribía— tenemos el honor de tener a Juana, la madre de
todas las hermanitas (...). ¡Qué admirable confianza en
Dios! ¡Qué amor a su santo nombre! Nos va a hacer mucho bien en Tours. Las gentes de la calle creen que esta pobre busca-pan, como ella se llama, les pide limos34
na; pero si abriesen los ojos, comprenderían que son
ellos quienes la reciben abundantemente al oírla hablar
con tanto amor y tanta sencillez de la Providencia de
Dios».
Se conserva una carta de esta época: la joven sor Pauline escribió desde Tours al padre Le Pailleur (19 de febrero de 1849). Le contaba las visitas que hizo a los
bienhechores y al obispo, en compañía de mi hermana
Juana. Después vieron al cura de la parroquia, que les
aconsejó volver a casa del obispo para pedirle una carta de recomendación para los curas párrocos. Fueron a
pedírsela. Leamos la continuación de esta carta que nos
permitirá ver, a lo vivo, a la «hermana Juana» y su comportamiento en la congregación, diez años después de
sus comienzos: «Monseñor le ha dicho que no se atrevía a comprometerse demasiado. Ella se ha puesto de
rodillas, confiando plenamente en su gran caridad. Él se
ha conmovido y le ha dicho que espere algunos días,
que se la dará (...). Desearíamos que el señor de Outremont (un amigo de la casa, miembro de las Conferencias de San Vicente de Paúl) estuviese en Tours para que
publicara algo en el periódico sobre mi hermana Juana.
Ella me ha dicho que esto sería muy útil, que había entrado en muchas tiendas y que tenían el corazón duro
como piedras (...).
»Hemos ido a ver a la señora del Prefecto, que nos
ha recibido bondadosamente, y esa misma noche nos ha
enviado una autorización para todo el departamento, de parte de su marido, al que no habíamos podido
ver (...).
»Estoy contenta de la hermana Juana, es muy buena;
le gusta estar en Tours, pero le cuesta no poder salir a pedir todavía (...).
»Creo que la hermana Catherine es la que más conviene para la colecta. A mi hermana Juana le gusta...»
Finalmente, Juana Jugan dejó la casa de Tours consolidada y bien arraigada en la población.
35
El primero de agosto comenzó una nueva fundación:
una casa en París. La solicitaron las Conferencias de San
Vicente de Paúl, que habían conocido la obra por el señor de Outremont.
A finales del mismo año 1849, otras dos nuevas fundaciones se pusieron en marcha: una en Besançon, la otra
en Nantes.
En Nantes fue donde empezó a generalizarse el nombre de Hermanitas de los Pobres, que un poco más tarde llegó a ser oficial. La intuición popular había encontrado el calificativo que mejor expresaba la intención de
Juana: excluyendo todo dominio, hacerse muy pequeño
para amar mejor.
Juana no había tomado parte activa en las fundaciones de París, Besançon y Nantes. En cambio fue ella quien
fundó la casa de Angers.
Siguiendo su colecta infatigable, Juana llegó a Angers
en diciembre de 1849, donde la esperaban varias familias. Venía a pedir para las fundaciones existentes,
pero tuvo desde el principio (como en Rennes), el pensamiento de darle a la ciudad de Angers —que se le había mostrado tan acogedora— un asilo para los pobres
ancianos.
Gracias a un sacerdote, que era vicario general de
Rennes, se encontró rápidamente una casa, y la fundación se hizo en abril de 1850. En el intervalo, Juana,
probablemente, volvió a Tours con el producto de su colecta y después fue a pedir a otras ciudades. El 3 de abril
regresó a Angers en compañía de Marie Jamet y dos
jóvenes hermanas. El obispo, monseñor Angebault, las
recibió con los brazos abiertos. Como en otras partes,
llegaban con las manos vacías: entre las cuatro tenían
solamente seis francos en el bolsillo para empezar su
obra.
Obtenidas las autorizaciones requeridas, se instalaron
y se pusieron a pedir. Dos días más tarde, Marie se volvía a Tours «ya consolada» y acompañada por dos pos36
tulantes angevinas. A finales de abril, se acogía a los primeros ancianos.
Los donativos afluían de todas partes. Un día les faltó la mantequilla y Juana vio que los ancianos comían
pan a secas. «Este es el país de la mantequilla —dijo—
¿cómo no se la piden a San José?» Encendió una lamparilla ante una imagen del padre nutricio, hizo traer los
tarros vacíos y colocó un letrero: «Buen San José, envía
mantequilla para nuestros ancianos». Los visitantes se
asombraban o se reían de esta ingenuidad; uno de ellos
expresó cierta desconfianza —razonable— sobre la eficacia del procedimiento. Pero bajo estos signos ingenuos, ¡se ocultaba una fe tan grande...! Algunos días
más tarde un donante anónimo les mandó una cantidad muy importante de mantequilla y llenaron todos los
tarros.
Juana quería que la casa de los pobres fuera alegre.
Gracias a la red de amistades angevinas que tenía, un
día fue a ver al coronel que estaba al mando de una guarnición de la ciudad y le pidió que le enviase, por la tarde
de un día de fiesta, algunos músicos de su regimiento
para que alegrasen a los ancianos. «Hermana, os enviaré toda la banda para daros gusto y alegrar a vuestros
queridos ancianos». Esta música militar de Angers le daba
un tono alegre al amor que se da y que suscita el amor.
Juana dejó Angers para ir a otras ciudades a pedir. Durante el invierno 1850-51, aparecen sus huellas en Dinan,
Lorient y Brest.
En esta última ciudad encontró a una señora muy emprendedora, pero que no la animó. Juana la escuchó, reflexionó y dijo: «Muy bien, querida señora, lo intentaremos».
Se puso a pedir. Una amiga la acompañó. Llegaron a
una casa que no era muy acogedora; su compañera le
propuso pasar de largo, pero Juana, agarrando el cordón
de la campanilla, le respondió: «Llamemos con Dios y
Dios nos bendecirá». La limosna fue generosa.
37
Mientras despertaba en las gentes el sentido del reparto y recibía sus donativos, Juana permanecía atenta al
desarrollo de la familia, nacida de ella. A Angers siguieron las fundaciones de Burdeos, Rouen y Nancy. Directamente, Juana no tomó parte en ellas.
Después se abrió la primera casa en Inglaterra, en
las afueras de Londres. Hay que decir que algunos días
antes, había llegado a París Charles Dickens; había visitado el asilo recientemente fundado por las hermanas.
Fuertemente impresionado habló de ello en un artículo
en el semanario Household words (14 de febrero de
1852); después de evocar los orígenes, describió la casa de la calle Saint-Jacques: «... Un anciano tiene los
pies sobre una estufilla y dice con voz débil que ahora
está muy cómodo y confortable. El recuerdo del frío pasado en la calle en los años anteriores está grabado en
su memoria, pero ahora está muy, muy a gusto...» Este
testimonio del novelista contribuyó a facilitar la instalación de las Hermanitas de los Pobres en su país.
Paralelamente al crecimiento geográfico y numérico
—en 1853 habrá ya quinientas hermanas—, tenía lugar
el desarrollo de la institución como tal: la regla se ampliaba y se precisaba. El padre Félix Massot y el padre
Le Pailleur trabajaron en ello juntos, en Lille, en 1851, durante tres semanas. Este proyecto fue sometido al obispo de Rennes, y el 29 de mayo de 1852 monseñor Brossais Saint-Marc firmó el decreto de aprobación de los
estatutos. Desde entonces, la familia de las Hermanitas
de los Pobres será en la Iglesia una verdadera congregación religiosa.
Esta aprobación episcopal hacía del padre Le Pailleur,
oficialmente, el superior general de la congregación, juntamente con la superiora general Marie Jamet. Deseaba
ser confirmado en esta función y lo obtuvo.
Se establecieron en Rennes. En efecto, acababan de
comprar, en la periferia de la ciudad, una espaciosa propiedad llamada La Piletière; con el asilo se instalaron en
38
Rennes el noviciado y la casa-madre, que anteriormente había sido trasladada de Tours a París. El obispo fue el
31 de mayo para presidir la ceremonia de la toma de hábito de veinticuatro postulantes y la profesión de diecisiete novicias.
39
9
«Usted me ha robado mi obra»
(1852-1856)
Detengámonos un poco en el extraño proceder del
padre Le Pailleur, que en verdad no se explica si no es por
un fallo sutil, pero sin duda profundo, de su personalidad.
En 1843 había anulado la reelección de Juana Jugan
como superiora para confiar esta responsabilidad a su
hija espiritual, Marie Jamet. En los años que siguieron,
su influencia sobre la obra vino a ser cada vez mayor;
mientras tanto, Juana, infatigablemente, hacía la colecta
para las nuevas casas, trabajaba directamente en dos fundaciones, acudía para sostener y salvar a aquellas que
se tambaleaban, garantizaba con su presencia y su nombre el valor y el dinamismo de las iniciativas tomadas en
favor de los ancianos pobres.
Una vez obtenida la aprobación episcopal e instalada en Rennes la casa-madre, el padre Le Pailleur tomó
una decisión que había de cambiar totalmente la existencia de Juana: la llamó a la casa-madre. En lo sucesivo no tendría ya relaciones habituales con los bienhechores ni ninguna función notable en la congregación;
viviría oculta tras los muros de La Piletière, ocupada en
labores humildes.
Juana apenas tenía sesenta años, estaba en plena actividad. Obedeció humildemente. Permanecerá allí —en
40
Rennes y después en La Tour Saint-Joseph, en Saint Pern—
sin responsabilidades, hasta su muerte, es decir, durante
veintisiete años.
En La Piletière vivirá en la pequeñez. En adelante será
«Sor María de la Cruz». En el interior de la congregación,
no se empleará, casi nunca más, el nombre de Juana Jugan; pero fuera, su recuerdo permanecerá vivo.
Al principio estuvo encargada de dirigir el trabajo manual de las postulantes, muy numerosas: sesenta y cuatro en 1853. Se ha guardado el recuerdo de su bondad,
de su mansedumbre para con ellas. Siempre quiso a las
jóvenes y ellas la quisieron.
No reclamaba nada, vivía totalmente su arrinconamiento. Mucho más tarde, una hermana atestiguó: «Jamás la oí decir la más pequeña palabra que pudiera
suponer que ella había sido la primera superiora general. Hablaba con mucho respeto y con mucha deferencia de nuestras primeras buenas madres (superioras).
Era tan pequeña, tan respetuosa en sus relaciones con
ellas...»
Juana vio morir a una de sus primeras hermanas, Virginie Trédaniel, a la edad de treinta y dos años. Quizá fue
esta muerte o su propio sufrimiento, o bien el recuerdo
de las primeras pruebas de la fundación, lo que la indujo a decir un día a las postulantes: «Hemos sido injertadas en la cruz».
Este injerto estaba bien vivo. La Iglesia lo reconoció
como suyo. El 9 de julio de 1854, el Papa Pío IX aprobó
la congregación de las Hermanitas de los Pobres. Alegría
profunda para la fe de Juana.
El padre Le Pailleur, para hacerse reconocer como
fundador y superior general de este nuevo instituto, había,
poco a poco, deformado la historia de los orígenes. Durante los treinta y seis años siguientes, las jóvenes que entraron en la congregación no aprendieron más que una
historia falsa, según la cual Juana no era sino la tercera
de las Hermanitas de los Pobres.
41
El padre exigía que le dieran pruebas exteriores de
respeto, hasta el exceso; ejercía sobre la congregación
una autoridad absoluta: todo pasaba por sus manos;
toda decisión la tomaba él; en todo era necesario recurrir a él.
Pero la perturbación, e incluso el escándalo, terminaron por ser conocidos por las autoridades. Se hizo una
investigación por decisión de la Santa Sede. Y en 1890,
el padre Le Pailleur fue destituido y llamado a Roma,
donde terminó sus días en un convento.
Durante más de cuarenta años, Marie Jamet le había
estado dócilmente sometida; ella creía hacer bien. Pero
en muchas ocasiones había sentido el desgarro entre lo
que pensaba era su deber de obediencia y el respeto por
la verdad. Poco antes de morir, reconoció: «No soy yo la
primera Hermanita de los Pobres ni la fundadora de
la obra. Es Juana Jugan la primera y la fundadora de las
Hermanitas de los Pobres».
Juana había vivido esto con una mezcla de dolor y de
confianza. Tenía las ideas claras y no podía aprobarlo;
pero su fe se elevaba por encima de todas estas maniobras. Guardaba el corazón bastante libre para decir, bromeando, al padre Le Pailleur lo que pensaba de él: «¡Usted
me ha robado mi obra; pero se la cedo de buena gana!»
42
10
Sin rentas fijas
(1856-1865)
En la primavera de 1856, la vida de Juana Jugan cambió de marco. La casa-madre fue trasladada a una propiedad recientemente adquirida en Saint-Pern, La Tour St.
Joseph, a unos treinta y cinco kilómetros de Rennes. Juana fue a vivir allí con el grupo de novicias y postulantes.
Allí prosiguió su existencia oculta y ocupada en humildes labores. Vivió durante varios años, en compañía
de las novicias, en una habitación llamada «chambre de
la cloche» (habitación de la campana).
Estaba al margen de toda responsabilidad, de todo honor. Nunca la llamaron al consejo general de la congregación, del que nominalmente formaba parte.
Una vez, sin embargo, una sola vez, se la invitó a tomar
parte en una deliberación. Ella fue. Su firma da fe de ello.
Era el 19 de junio de 1865.
Se trataba de un problema grave para la vida del instituto, de una cuestión que ponía en peligro lo esencial
de la vocación de las hermanitas: las exigencias de la pobreza en la congregación.
Desde los comienzos, el deseo era vivir pobres con
los pobres, depender enteramente de la caridad. Por tanto, se había excluido toda renta fija: sólo se poseía como propiedad, con el fin de proporcionar a los pobres
seguridad e independencia, las casas en las que vivían.
43
Arriba: Casa de La Tour, en el municipio de Saint-Pern,
tal como la conocieron en 1856, las primeras hermanitas.
Abajo: Vista actual de La Tour Saint Joseph.
En realidad no existía ningún escrito en donde figurara esta opción. En los primeros años, la congregación
aceptó algunas rentas fijas o fundaciones, pero excepcionalmente.
Ahora bien, en 1865 se ofreció a la congregación un
legado de cuatro mil francos, bajo forma de renta fija.
Una vez más se planteó la cuestión: ¿habría que aceptarlo? Mientras el consejo dudaba, un amigo, que las ayudaba en la gestión financiera, les recordó el principio: «Si
me lo permiten, daré humildemente mi opinión: no deben aceptarlo si no es con la autorización de enajenar
la renta para utilizar este capital en el pago de una casa (de París). Solamente deben poseer los inmuebles en
los que habitan y, para lo demás, vivir de la caridad cotidiana. Si las hermanitas consintieran en tener rentas,
perderían su derecho a la caridad que hacía vivir a los
israelitas en el desierto, y si alguna vez almacenasen el
maná, éste se pudriría entre sus manos, como en otro
tiempo le ocurrió al pueblo de Dios».
Esta observación era audaz; se estaba en pleno desarrollo del capitalismo naciente; nacían los grandes bancos franceses; se inventaba el talonario de cheques; la
misma condesa de Ségur escribía la Fortune de Gaspar!
No se hablaba más que de intereses y el dinero era objeto de una especie de culto.
Pero las Hermanitas de los Pobres, sensibles a la llamada que se les había dirigido, escogieron el desprendimiento.
Pidieron, en primer lugar, el consejo de algunos obispos. El consejo general se reunió.
Fue entonces cuando se convocó a Sor María de la Cruz.
Ella se sorprendió, se asustó: «No soy más que una pobre mujer ignorante, ¿qué puedo decir?» Insistieron. «Ya
que lo desean, obedeceré».
Fue, pues, al consejo y expresó claramente su opinión:
era necesario continuar no aceptando ninguna renta fija,
dependiendo de la caridad.
45
Esta fue la orientación que se adoptó. La circular enviada a las casas precisaba: «La congregación no podrá
poseer ninguna renta, ningún ingreso fijo a título perpetuo» y, por consiguiente, «rechazaremos todo legado o
donativo que consista en rentas o gravamen de fundación de camas, misas o también con cualquier otra obligación que exija la perpetuidad».
El consejo escribió al «Garde des Sceaux» del Imperio, ministro de Justicia y de Cultos, para notificarle esta
decisión.
Al año siguiente, el Gobierno tomó nota de este hecho, y por lo mismo del rechazo del legado de los cuatro mil francos.
Un poco más tarde veremos a Juana invitar a las jóvenes hermanas a rezar «para que no se ceda a las instancias de los que quisieran darnos rentas».
Vemos así que velaba, con su oración, por esta congregación que había nacido de ella y sobre la elección
de la pobreza, que es la que permite que el alma se entregue al amor del Padre de los Cielos.
Firma de Sor María de la Cruz sobre el acta del 19
de junio de 1865 en la que la congregación
se comprometía a «no poseer ninguna renta,
ningún fijo, a título de perpetuo»
(abajo, a la izquierda).
46
11
Sabiduría de Sor María
de la Cruz
(1865-1879)
Los largos años pasados en La Tour Saint-Joseph no
implicaron muchos acontecimientos. Solamente, de
cuando en cuando, una imagen: rosario en mano, Sor
María de la Cruz, «erguida, apoyada en un gran bastón
(...), recorría los prados y los bosques dando gracias a
Dios (...); cuando se encontraba con antiguas amistades
que habían conocido algo de los orígenes de la obra
(...), cantaba su magníficat. Era verdaderamente elocuente en su sencillez».
La sabiduría de sus palabras, unas veces cargadas de
imágenes, otras graciosas, iba tejiendo sus días. En una
ocasión, por ejemplo, explicó a las novicias cómo tenían que comportarse cuando les dijeran cosas desagradables: «Hay que ser como un saco de lana, que recibe
la piedra sin resonar...»
«Hacer penitencia», ¿qué quiere decir esto? Se lo
explicaba con una imagen concreta: «Dos hermanitas van a la colecta; están cargadas, llueve, hace viento, se mojan, etc. Si aceptan estas incomodidades generosamente, con sumisión a la voluntad del Buen
Dios, hacen penitencia». Un día, llamando a una joven, junto a una ventana abierta, le mostró a unos pi47
capedreros, diciéndole: «¿Ve a esos obreros que tallan la piedra blanca para la capilla? ¡Qué hermosa la
dejan! ¡Es necesario dejarse tallar así por Nuestro
Señor!
Sor Claire iba corriendo por el corredor. Juana la detuvo: «¡Usted deja a alguien detrás!» La hermana se volvió intrigada: «Perdón, mi buena hermanita, no veo a
nadie...» «Sí, está el Buen Dios. Él la deja correr delante, porque Nuestro Señor no andaba tan aprisa ni se
apresuraba como usted...»
Los recuerdos de estos años traen hasta nosotros cantidad de fórmulas, muy sabrosas, que llaman la atención. También, aunque en menor cantidad, algunos
hechos notables. Un día, por ejemplo, una madre de familia entró en la capilla con sus hijos. Uno de ellos, a
pesar de tener cuatro o cinco años, no podía andar. La
mamá venía a rezar; muy a menudo pedía la curación
de su hijo pequeño. Salió de la capilla con el niño en brazos, se encontró con Juana, quien se lo cogió, después
lo puso en el suelo y dijo: «¡Pequeño, pesas mucho!»
Le puso su bastón en las manos y le dijo: «Juanito, anda!» El pequeño empezó a andar solo con el bastón de
Juana.
Los años pasaban; hacia 1870 Juana dejó la habitación de la campana («chambre de la cloche») por la habitación de la enfermería, que ocupó hasta su muerte
con otras tres hermanas.
Desde allí seguía los acontecimientos dolorosos de la
guerra del 70; el Concilio Vaticano I, pronto interrumpido; la toma de Roma por los revolucionarios que luchaban por la unidad de Italia.
Se interesaba también por la vida apostólica, y los sacerdotes de la casa iban con gusto a verla, a la vuelta de
sus viajes, para contarle sus actividades y encomendarse a sus oraciones.
Ernest Lelièvre, sacerdote oriundo del norte de Francia,
uno de los que más contribuyó a la expansión de la con48
gregación fuera de este país, la visitaba a menudo para
pedirle que rezara por él1.
Sor María de la Cruz gozaba a la vista de la belleza de
las flores del parque... Un día, enseñando una flor a una
joven hermana, le dijo: «¿Sabe usted quién ha hecho esto?» «Es Dios», respondió la hermana. Juana la miró fijamente y le dijo con admiración: «¡Es nuestro Esposo!»
La oración iba adquiriendo un lugar cada vez mayor
en sus jornadas. Su piedad eucarística, su devoción a
la Pasión del Salvador y al vía crucis, su amor por la
Virgen María, llamaban la atención de las novicias.
Muchas se impresionaban de su comportamiento, que
irradiaba alegría y atención amorosa cuando hacía la señal de la cruz o se acercaba a recibir la comunión.
Viéndola «se deseaba amar la Eucaristía como ella la
amaba». Otras notaban su ternura por María: era un verdadero gozo verla rezar el rosario. Le gustaba decir: «Por
el Ave María iremos al Paraíso».
«Vivía en la presencia de Dios y nos hablaba siempre
de ello», dice una novicia de este tiempo. Para marcar
los caminos de la vida espiritual tenía fórmulas curiosas:
«Hay que ser muy pequeñas delante del Buen Dios.
Cuando hagan oración empiecen por esto: manténganse ante Dios como una ranita...» O bien, para las horas
difíciles (y en ello hay, sin duda, algo de confidencial):
«Vayan a encontrarlo cuando estén agotadas de paciencia y de fuerza, cuando se sientan solas e impotentes;
Jesús las espera en la capilla; díganle: “Vos sabéis lo que
me pasa, mi buen Jesús, sólo os tengo a Vos, que lo sabéis todo. Venid en mi ayuda”. Después váyanse tran1
La congregación le debe al padre Lelièvre la rapidez de su extensión,
especialmente en Gran Bretaña e Irlanda, Estados Unidos, Italia, Malta y
España. «¿Habrán tenido los pobres alguna vez un amigo tan grande como
él?», escribía Mons. Baunard en una biografía de más de quinientas páginas (hoy agotada) que le dedicó en 1923 y que las Hermanitas de los Pobres
han publicado resumida en un folleto traducido en varios idiomas con ocasión del centenario de su muerte, titulada: «Ernest Lelièvre, 1826-1889».
49
Izquierda: En esta foto
—la única que
se conserva— Juana Jugan
tiene cerca de
ochenta años.
Abajo: Habitación de
la enfermería del
noviciado en donde
Juana Jugan pasó
sus últimos años.
Murió en ella el 29
de agosto de 1879.
quilas, sin preocuparse por saber cómo actuar. Basta que
se lo hayan dicho a Dios. Tiene buena memoria...»
A propósito de la oración, invitaba también a la discreción en el empleo de fórmulas. Cuando rezaba con
las novicias, insistía a menudo para que más tarde cuidaran de no multiplicar las oraciones de devoción: «Cansarán a los ancianos, decía, se aburrirán y se marcharán
a fumar... ¡incluso durante el rosario!»
Le gustaba, de este modo, hacer partícipes a las jóvenes de su experiencia en el servicio de los ancianos: «Mis
pequeñas, hay que estar siempre de buen humor, a nuestros ancianos no les gustan las caras tristes».
Cuando hablaba de los pobres, «su corazón desbordaba»: «Hijitas mías, decía, amemos mucho al Buen Dios,
y al pobre en Él... Hay que ver con espíritu de fe, en los
ancianos, a Jesús, pues son los portavoces del Buen
Dios».
Daba a las Hermanas consejos muy sencillos, pero
muy densos: «No hay que temer el esfuerzo que requiere cocinar, como tampoco el de cuidar a los ancianos
cuando están enfermos. Ser como una madre para los
que son agradecidos y para los que no saben reconocer lo que se hace por ellos. Díganse a ustedes mismas:
“¡Es por Vos, Jesús mío!” Miren al pobre con compasión
y Jesús les mirará con bondad en el último día...»
Con frecuencia hablaba de la colecta: «No tengan
miedo de sacrificarse y de mendigar, como lo he hecho
yo, por los pobres, pues ellos son los miembros dolientes de Nuestro Señor».
Siempre había actuado con reflexión y sabía su importancia: «Mis pequeñas, deben rezar y reflexionar antes de obrar. Es lo que he hecho yo toda mi vida. Pesaba
todas mis palabras». Ella, que había hablado tan poco
de ella misma, nos dio a conocer con esto uno de sus
secretos.
Otro secreto era su amor por la pequeñez: «Sean pequeñas, pequeñas, pequeñas; si llegásemos a creernos
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importantes, a querer parecer grandes, la congregación
no haría bendecir al buen Dios y caeríamos. Sólo los pequeños agradan a Dios».
A sus ochenta años aún conservaba un porte enérgico. Una joven inglesa la describió así: «Andando con un
paso firme, con una mano apoyada en el hombro de
una joven hermana, y la otra en un sólido bastón, iba
tan derecha y tan atenta (...) por las hermosas avenidas.
Lo que nos admiró especialmente fue la gran dulzura de
su sonrisa...»
A veces, con las novicias, comentaba alguna lectura.
Un día, hablando de las santas lágrimas, ella les hizo cerrar el libro y les dijo: «Hay quienes tal vez se aflijan al
oír esto y digan: “Yo no puedo llorar... Ni querría estar
siempre llorando...” No se preocupen por las santas lágrimas, no son necesarias. Hacer un sacrificio de buena
gana, recibir una reprimenda en paz, vale tanto como
las santas lágrimas. Estoy segura de que ya han llorado
así varias veces hoy...» Sabiduría, equilibrio, benevolencia; todo esto es Juana Jugan.
Poco a poco su vista se iba debilitando. Sus párpados
se paralizaban. En los últimos años estaba casi ciega.
Decía: «Cuando sean viejas, ya no verán nada. Yo sólo veo a Dios». O también: «Dios me ve y esto es suficiente».
Esto no le impedía estar alegre, contar anécdotas muy
graciosas. Contaba, por ejemplo, cómo un día un conejo saltó fuera de su cesto y dos muchachos pudieron
atraparlo corriendo; ella les dio diez céntimos a cada
uno.
Un día de Pascua se acercó a un grupo de hermanas
que estaban ensayando unos cantos. Dirigiéndose a
ellas, les dijo: «¡Vamos, pequeñas, cantemos la gloria de
nuestro Jesús resucitado!» Y con sus brazos comenzó a
marcar el ritmo mientras cantaba «Aleluya» con tal entusiasmo, que parecía que quisiera abandonar su viejo
cuerpo para seguir a su Jesús.
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Estaba llena de vitalidad. Vivía sumergida en la acción
de gracias: «En todo, en todas partes, en toda circunstancia, repito: ¡Bendito sea Dios!»
Hasta el final de su vida le gustó cantar canciones o
estribillos que ella misma había compuesto:
«El pobre nos interpela,
con la voz y el corazón.
¡Oh, que bella buena nueva
vayamos con ilusión!»*
O bien:
«Mostraos siempre dispuestas
y nada rechacéis.
A las pequeñas busca-pan
todo les viene bien».**
O esta otra:
«Oh, Jesús mío,
rey de los elegidos,
¿quién te amará más?***
Parece como si la unión profunda y sencilla que ella
vivía cada vez más con Dios, junto con el despojo creciente de la edad, hubiese despertado en ella la alegría.
* «Le pauvre nous apelle / de la voix et du coeur: / O la bonne nouvelle! / Partons avec bonheur».
** «Montrez-vous toujours faciles, / ne refusez rien. / Pour de petites
cherchepain / tout est toujours bien!»
*** «O Jesus, roi des elus / qui vous aimera le plus?»
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De la muerte a la vida
(1879)
En los últimos años de su vida, Juana hablaba con bastante frecuencia de su muerte; lo hacía con serenidad.
Un día le dijo a una joven hermana que había venido
a hacerle compañía: «Cánteme el estribillo: Oh, ¿por qué
alargo mi estancia en la orilla extraña?»
Decía a veces: «Quisiera morir...» «No debe morir»,
se le respondía. «Sí, lo deseo mucho: para ir a ver a
Dios».
Pero antes de partir, debía conocer una última alegría.
En noviembre de 1878 se habían emprendido las gestiones para obtener del Papa la aprobación de las constituciones1. El 1 de marzo de 1879, León XIII la concedió.
Había entonces —cuarenta años después de los humildes comienzos de Saint-Servan— dos mil cuatrocientas hermanitas.
Juana había terminado su obra y su larga misión de
oración. Podía partir.
Una mañana del mes de agosto de 1879 se sintió mal.
Le administraron el sacramento de los enfermos. Ella rezaba a media voz: «¡María, vos sabéis que sois mi madre, no me abandonéis...! ¡Padre Eterno, abrid vuestras
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La aprobación de 1854 era solamente ad experimentum.
puertas, hoy, a la más miserable de vuestras hijas, pero
que tiene un deseo tan grande de veros...!» Y con voz
más débil: «¡María, mi buena madre, venid a mí. Sabéis
que os amo y que deseo veros...!» Después expiró dulcemente.
Los testigos nos han hablado de la inmensa paz que
emanaba de su rostro.
Había terminado su entrega, con y entre los pobres,
en las manos de nuestro Padre.
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Su misión continúa
«Le hablarán de mí, no haga caso: el buen Dios lo
sabe todo». Último consejo de Juana, el 19 de marzo
de 1876, a una joven hermana, profesa desde hacía
tres días, que iba a marcharse de La Tour para SaintServan.
Desaparecer, ser olvidada, Juana no tiene otra ambición. A su muerte, esta ambición parece realizada.
Y sin embargo, en 1894, la que fue llamada a conducir la congregación después de la muerte de Marie Jamet,
se propuso hacer escribir la historia. Este primer trabajo de búsqueda histórica aparece en 1902. Fue precedido, tres años antes, de una breve noticia necrológica de
Juana Jugan: en ella es reconocida como «la primera hermanita y fundadora».
Con la restitución de «su obra», la misión póstuma
de Juana comienza: irá ampliándose a través de los
años. En 1935 los numerosos testimonios de sus contemporáneos hacen pensar que ha llegado el momento
de abrir, en Rennes, el proceso informativo sobre su reputación de santidad. Al año siguiente los restos de
Juana fueron trasladados del cementerio de la comunidad a la cripta de la capilla. La Segunda Guerra
Mundial vino a interrumpir estos trámites; será necesario esperar hasta julio de 1970 para introducir la causa en Roma. Todos los testigos oculares habían desaparecido. El proceso apostólico deberá, pues, formar un
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juicio sobre la heroicidad de las virtudes de Juana, a partir de un trabajo histórico, el cual se terminó en febrero de 1979 y se presentó a Juan Pablo II. El decreto de
heroicidad de las virtudes fue promulgado el 13 de julio, seis semanas antes del centenario de la muerte de
Juana Jugan.
Tres años más tarde es reconocida, como inexplicable por la ciencia médica, una curación: Antoine Schlatter, anciano residente de la casa de las Hermanitas de los
Pobres de Toulon (Francia), afectado por la enfermedad
de Raynaud en fase muy avanzada y en peligro de que
le amputaran una mano, sanó de repente, mientras se
hacía una novena pidiendo su curación por intercesión
de Juana Jugan.
Al proclamarla «Beata», el 3 de octubre de 1982, la
Iglesia propone a Juana Jugan como modelo de nuestro
tiempo.
¿Cuál es, pues, su mensaje? ¿Puede éste ser actual a
los cien años de su muerte?
Precursora en el campo de la acción apostólica y social, hace siglo y medio, Juana tuvo un sentido humano y evangélico de la ancianidad, que no se limita a su
tiempo.
Por su obra hospitalaria al servicio de los ancianos pobres, establecida hoy en treinta y dos países, nos invita a
considerar, en la óptica de Dios, el lugar y la misión de los
ancianos en nuestra sociedad moderna, su inserción en
la familia y en la Iglesia, la aportación única de esta edad,
tanto sus riquezas, como sus dificultades1. Ella nos invita a una actitud esencial de estima, de comprensión mu1
Cfr. Juan Pablo II:
—a los participantes del Fórum Internacional «para una vejez activa«,
Castelgandolfo, 5 de septiembre de 1980;
—a los ancianos de Munich, 19 de noviembre de 1980;
—a los ancianos de Australia, alocución en la casa de las Hermanitas de
los Pobres de Perth-Glendalough, el 30 de noviembre de 1986. El texto se
encuentra disponible en fotocopia en la Tour Saint-Joseph, 35190 Saint-Pern.
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Roma, domingo 3 de octubre de 1982. Arriba: Juan Pablo II acaba
de proclamar beata a la fundadora de las Hermanitas de los Pobres.
Abajo: Después de la celebración el Papa saluda a los fieles y peregrinos
reunidos en la Plaza de San Pedro desde el balcón de la Basílica.
tua, de diálogo, de intercambio y de ayuda, que debe
unir a las generaciones.
Pero el mensaje de Juana Jugan no se reduce a eso.
Una persona que la había conocido bien dijo que su característica era «la alabanza a Dios». En las contradicciones, en las humillaciones, en el culmen de sus adversidades, «siempre iba alabando a Dios».
Esta alabanza tenía sus raíces en su fe. Pobre con los
pobres, feliz de serlo, Juana ponía su confianza absoluta en la bondad paternal de Dios, se abandonaba
en los caminos de su Providencia, se sabía una sierva
inútil y proclamaba su alegría de «esperarlo todo de
Dios».
Juana Jugan es una llamada a vivir las Bienaventuranzas hoy. Su misión continúa. Una misión autentificada
por el Papa Juan Pablo II en presencia de miles de peregrinos llegados a Roma para celebrar la beatificación de
Juana Jugan.
«La lectura atenta de la Positio sobre las virtudes de Juana Jugan, así como de las recientes biografías consagradas a su persona y a su epopeya de caridad evangélica,
me inclinan a decir que Dios no ha podido glorificar a
una sierva más humilde» (Juan Pablo II en la homilía de
la Misa del 3 de octubre de 1982).
«Juana nos invita a todos, cito palabras de la regla de
las Hermanitas, a comulgar la bienaventuranza de la pobreza espiritual, que nos encamina hacia el despojo total que entrega un alma a Dios. A esto nos invita ella
mucho más con su vida que con sus pocas palabras conservadas y marcadas por el sello del Espíritu (...). En su
largo retiro de La Tour Saint-Joseph, ejerció sin duda sobre numerosas generaciones de novicias y de hermanitas una influencia decisiva, imprimiendo su espíritu a la
congregación mediante la irradiación silenciosa y elocuente de su vida. En nuestra época, el orgullo, la búsqueda de la eficacia, la tentación de medios poderosos... tienen lugar en el mundo y, a veces, también en la
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Iglesia. Obstaculizan la llegada del reino de Dios. Esta
es la razón por la que la fisonomía espiritual de Juana Jugan es capaz de atraer a los discípulos de Cristo y de llenar sus corazones de sencillez y de humildad, de esperanza y de alegría evangélica, que emanan de Dios y del
olvido de sí misma».
Después de meditar sobre la actualidad del mensaje
espiritual de Juana Jugan, Juan Pablo II exponía el mensaje apostólico, igualmente actual, que ella también nos
ha dejado.
«Se puede decir que recibió del Espíritu, como intuición profética, las necesidades y aspiraciones profundas de los ancianos (...). Sin haber leído ni meditado
las hermosas palabras de la Gaudium et Spes, Juana estaba ya en secreto acuerdo con lo que ellas dicen acerca del establecimiento de una gran familia humana,
en la que todos los hombres vivan como hermanos
(cf. núm. 24) y compartan los bienes de la creación
según la regla de la justicia, inseparable de la caridad
(cf. núm. 69) (...). Desde los primeros años, la fundadora quiso que su congregación, lejos de limitarse al
oeste de Francia, se convirtiera en una verdadera red
de casas familiares, donde cada persona fuera acogida, honrada y, según las posibilidades individuales,
alentada a gozar de su propia existencia (...). Toda la
Iglesia y la sociedad misma no pueden por menos que
admirar y aplaudir el maravilloso crecimiento de la pequeña semilla evangélica, sembrada en tierra bretona
(...) por la humilde cancalesa, tan pobre de bienes, pero tan rica de fe...»
«Perseverad en la admiración y la acción de gracias,
por la beata Juana, por su vida tan humilde y fecunda,
que ha llegado a ser, con toda verdad, uno de los muchos signos de la presencia de Dios en la historia...»2
2
Juan Pablo Pablo II, durante la audiencia concedida el 4 de octubre de
1982 a los «peregrinos de Juana Jugan».
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«Signo de la presencia de Dios en la historia». Que la
palabra del Papa ilumine el camino de quienes han puesto su confianza en Juana Jugan, la humilde hermanita Sor
María de la Cruz a quien la Iglesia proclamará «Santa» el
11 de octubre de 2009 en la ceremonia de canonización
presidida por el Santo Padre Benedicto XVI en Roma.
61
Tríptico del cuadro de la beatificación de Juana Jugan, realizado
por Dina Bellotti, 1982.
«No somos
sino los instrumentos
de su obra»
Juana Jugan
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ÍNDICE
1. La hija de un pobre marinero (1792-1816)
2. Primeros pasos hacia los pobres (1817-1823)
3. Un tiempo de pausa y maduración
(1824-1839) . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Juana da su cama (1839-1842) . . . . . . .
5. La colecta (1842-1852) . . . . . . . . . . .
6. Las Hermanas de los Pobres . . . . . . . .
7. Un turista inglés y un periodista francés
hablan de Juana . . . . . . . . . . . . . .
8. Crecimiento . . . . . . . . . . . . . . . .
9. «Usted me ha robado mi obra»
(1852-1856) . . . . . . . . . . . . . . . .
10. Sin rentas fijas (1856-1865) . . . . . . . . .
11. Sabiduría de Sor María de la Cruz
(1865-1879) . . . . . . . . . . . . . . . .
12. De la muerte a la vida (1879) . . . . . . . .
13. Su misión continúa . . . . . . . . . . . . .
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HERMANITAS DE LOS POBRES
Residencias Provinciales:
Pl. Tetuán, 45-49 - 08010 BARCELONA
Tel.: 932 655 227
Zurbarán, 4 - 28010 MADRID
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Fotografías:
• A. Maurice, París X, pág. 50 (Juana Jugan).
• Hermanitas de los Pobres.
• Arturo Mari, «Osservatore Romano», pág. 58.

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