Jane Eyre

Transcripción

Jane Eyre
Jane
Eyre
VERSIÓN ÍNTEGRA
Jane
Eyre
Charlotte
Brontë
Versión íntegra
no adaptada ni abreviada
Dirección editorial: Raquel López Varela
Coordinación editorial: Ana Rodríguez Vega
Maquetación: Eduardo García Ablanedo
Diseño de cubierta: Francisco Morais
Ilustraciones: José María Ciernen
Título original: Jane Eyre
Traducción: José Enrique Cubedo Fernández-Trapiella
Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar. Su
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intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial, distribución,
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ISBN: 978-84-441-1109-4
Depósito Legal: LE: 151-2013
Printed in Spain - Impreso en España
EDITORIAL EVERGRÁFICAS, S. L.
Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN (ESPAÑA)
ÍNDICE
Introducción Prólogo de la autora
Capítulo I Capítulo II
Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI Capítulo XVII
Capítulo XVIII Capítulo XIX
Capítulo XX Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV Capítulo XXV 9
14
18
28
38
50
71
92
103
116
129
141
157
180
197
213
231
253
267
298
319
334
356
387
397
414
440
Capítulo XXVI Capítulo XXVII Capítulo XXVIII Capítulo XXIX Capítulo XXX Capítulo XXXI Capítulo XXXII Capítulo XXXIII Capítulo XXXIV Capítulo XXXV Capítulo XXXVI Capítulo XXXVII Capítulo XXXVIII 460
476
514
539
556
569
582
598
616
649
664
678
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introducción
¿Habéis visitado alguna vez los lugares ocultos a la mirada, el ala oculta de la soledad? ¿Habéis conocido el gozo del aislamiento? Imaginad
una tarde fría, una de esas tardes melancólicas abiertas al paisaje
batido por el viento, desvanecido entre la niebla y la lluvia constante.
Imaginaos en el lugar más secreto de vuestra casa, junto a la ventana
que impide el frío, pero no los sueños. Habéis tomado un libro entre las
manos: con él ha comenzado vuestro incierto vagar. Estáis solos, sois la
soledad y habéis prometido serle fieles para siempre.
Sola también, abandonada de todos, mas no de sí misma, Jane
Eyre, apenas una niña, se recogió en el «saloncito de confianza» una
desolada tarde de noviembre, y, tras haber subido al alféizar de la ventana y echado las cortinas, se dispuso a hojear La historia de las aves
británicas, de Bewick. Su mirada —como el dedo de la niña Rosa en el
poema de Alberti— viajaba de un extremo a otro del mundo, a través
de las estampas del texto: las islas de la costa de Noruega, «las desamparadas... islas de la lejana Tule»; o «las heladas playas de Laponia,
Siberia, Spitzberg, Nueva Zelanda, Islandia, Groenlandia, la vasta
extensión de la zona ártica»; o el barco roto, el cementerio solitario, las
rocas que solo las aves marinas habitan... Con aquel libro de historias y
de estampas, frente a «la lluvia que borraba el paisaje», Jane Eyre era
feliz: así lo cuenta ella misma en la novela que lleva su nombre, esta
que ahora podéis leer gracias a la escritura de Charlotte Brontë.
Charlotte Brontë era hija de Patrick Bronty o Brunty; luego, y ya
definitivamente, Brontë, sacerdote de la Iglesia anglicana. De proce9
dencia irlandesa, Patrick Brontë ejercitó su ministerio en el Yorkshire
inglés: en Harsthead nacieron sus dos hijas mayores, Mary y Elizabeth
(muertas de tuberculosis muy jóvenes aún), y en Thorton, Charlotte,
Emily, Anne y Patrick Branwel. Al Yorkshire pertenece también
Haworth, lugar de las montañas a donde se trasladó la familia en
1820, año del nacimiento de Anne, la menor de los hijos de Patrick y
Mary Branwel. Los autores utilizan las palabras «salvaje y desolada»
para denominar aquella región.
Phyllis Bentley, a quien sigo en esta relación, identifica a Haworth
en aquellos años a que aludo con la idea de la transición y con la
del aislamiento: entre las montañas, «senderos agrestes y marismas
incontables», ámbitos de difícil comunicación, que habitaban «campesinos y tejedores manuales ferozmente independientes»; en el valle,
industria textil, obreros, clase media industrial... El país fue testigo de
las revueltas que se llaman de «los ludistas»: tejedores contrarios a la
mecanización entonces ya inevitable. En las máquinas, los ludistas
creyeron ver a los enemigos de su trabajo, pues estas hacían las tareas
del hombre, y las destruyeron y atacaron a inventores y propietarios.
Estas revueltas —precisamente— son parte de una de las novelas —
Shirley— que escribiera Charlotte Brontë.
En el aislamiento, pues, de aquellas soledades crecieron los hermanos Brontë, los cuatro hermanos sobrevivientes: allí alcanzaron toda
la altura de los sueños. En aquel «mundo subterráneo» leyeron la
literatura de la hora presente, imaginaron aventuras, fundaron reinos,
ciudades: la Confederación de la Ciudad de Cristal, el reino de Angria,
la isla que llamaron Gondal. Escribían versos, relatos... Extraviado
Branwel en los secretos del alcohol, las hermanas —Charlotte, Emily,
Anne— prosiguieron su actividad escritora, hasta que un día vieron la
luz tres novelas suyas: Emily era la autora de Wuthering Heights
(Cumbres borrascosas); Anne, de Agnes Grey; Charlotte, de
Jane Eyre. Las montañas de Haworth, las marismas, que ellas tanto
amaban, tuvieron con cada una de estas novelas su mejor criatura, la
mejor voz de su grave silencio.
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No. En el principio no fue la acción, sino —es verdad— el sueño,
pálido hijo de la noche, según el poeta. Él nos ha concedido el don de
su materia, de la que somos, y no solo nosotros, sino además todas las
cosas. De sueño también, de pálido sueño, Charlotte Brontë cuenta
los suyos en este rosario de desdichas y felicidad que es Jane Eyre, su
novela más popular.
¿Recordáis a Jane Eyre, la recordáis junto al paisaje del día en
que la hemos dejado, junto a la tarde inmóvil, viajando, perdiéndose
en la ausencia que permiten los libros? Imaginadla ahora junto a otro
paisaje, ideal, el paisaje del tiempo futuro, el tiempo de Dios: «Llegaba
la hora de pensar en la inmensidad del mundo real con sus campos
inagotables de temores y esperanzas, de emociones y de alegrías que
esperan a quienes tengan el valor de atravesarlos extrayendo la verdad de la vida, entre los rigores del vivir.» Ciertamente, la venta de
Lowood —la otra ventana— se abría a un espacio simbólico; las montañas que lo cierran eran como los muros de una cárcel para Jane; el
camino que desaparece —«la carretera blanquecina»— era el camino
de la libertad.
Entre uno y otro instante, Jane ha ido afirmando su condición de
heroína novelesca, es decir, según Lukacs, de héroe problemático que
vive en un mundo contingente: su condición, pues, de individualidad
convertida «a sí misma en su propio fin, ya que lo que le es esencial y
hace de su vida una vida verdadera lo descubre de ahora en adelante
en ella... como objeto de búsqueda».
Aquí tenéis, por tanto, a aquel ser que se niega a la vida de los fantasmas. Sola, huérfana, abandonada con esa suerte de abandono que
tiene la permanencia de la sombra, Jane no habrá, sin embargo, de
entregarse a la conformidad y el suspiro. Imaginadla de nuevo, imaginad sus conversaciones con Hellen, su amiga de Lowood. O imaginad
a Hellen, cuya sonrisa —su sonrisa en medio del castigo— «la iluminaba... y prestaba a sus hundidos ojos grises una luz de ángel»: la luz de
quien es un habitante del murmullo. Parecía que mirara siempre «hacia dentro de sí misma», como «a su corazón», donde estaba el reino de
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Dios. Conocía las sendas de la realidad invisible, poblada de espíritus
y del espíritu. Ella era el perdón, la paz en medio de la injusticia. Su
pensamiento hacía «de la eternidad nuestra morada y no un abismo
tenebroso». Tenía que ser muy fugaz su existencia, demasiado bella
para el tiempo. Morirá en los brazos de Jane: el yo lírico en los brazos
del yo novelesco, como acogiéndose mutuamente. Luego, Jane se entregará al tiempo, a la fatal hermosura del mundo contingente. Dijo en
su corazón: «Concédeme, al menos, una nueva servidumbre». Y así
fue como Jane Eyre accedió, finalmente, a la mansión de Rochester.
«Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío», dice el verso.
Quien decide la aventura del mundo sabe que su destino es dejarse
devorar por la voracidad del mundo. Jane también lo sabe: no puede
ni quiere «vivir aislada y odiada por todos». Si los demás no la amaran
preferiría morir.
Otra especie de muerte, sin embargo, espera a Jane junto a Rochester, pues junto a este espera el amor: «el amor que mueve el sol
y las estrellas». Ahora bien, seamos capaces de dar a ese hallazgo —y
a la vida toda del personaje— la dimensión que merece, más allá de
nuestra invencible tendencia a considerar solo la superficie de las
cosas. Porque «por primera vez en la literatura —se ha escrito— una
mujer es mostrada con toda su personalidad —el autoanálisis cumple
aquí una función primordial—, y no dentro del tópico establecido de
la mujer como elemento pasivo y como conocedor de las limitaciones
del propio sexo».
Estas limitaciones no son, ciertamente, las de Jane, según nos dice
en su autobiografía y le dice a Rochester en el momento esencial de
la novela. Imaginadla en su constante insumisión, sin otro respeto
que el respeto a «la ley dada por Dios y sancionada por los hombres».
Ella, la pobre, la oscura Jane, ¿carecerá por eso de corazón y de alma?
No es una autómata, sino algo más: «un ser humano con voluntad
personal». Tiene tanto corazón y tanta alma como los tiene el mejor,
es decir, como los tiene Rochester: el amo. Son iguales en espíritu.
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Cuando Rochester repita: «¡Lo somos!», se habrá abierto entre ellos
la rosa del amor.
Como la plenitud de su huerto, Jane cultivará esa rosa, y no obstará a ella la gran prueba, la prueba última que aún ha de soportar: irse
lejos de Rochester. No para siempre. Tras el asedio de otro amor, que,
sin embargo, no le ofrecía la vida del amor, Jane volverá a Rochester,
al renacer definitivo.
De disturbio en disturbio
subes a acompañarme a estar solo,
dice también el verso.
Hasta nosotros sube: de lejanía en lejanía.
Fidel de Mier
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Prólogo de la autora
No proporcioné prólogo alguno a la primera edición de Jane Eyre al no ser necesario; pero esta segunda edición exige
unas cuantas palabras tanto de reconocimiento como de
oportuno comentario.
Mi agradecimiento va dirigido a tres destinatarios.
En primer lugar, al público, por la indulgente atención
que ha prestado a un sencillo relato con pocas pretensiones.
Luego, a la prensa, por el honesto respaldo con el que ha
allanado el camino de una oscura aspirante a la notoriedad.
Y, finalmente, a mis editores, por la ayuda que han
otorgado a una autora sin fama ni recomendaciones con su
tacto, energía, sentido práctico y sincera generosidad.
La prensa y el público gozan de un desdibujado perfil
para mí, por lo que debo darles las gracias en términos
menos concretos; pero mis editores están perfectamente
personificados, al igual que ciertos críticos generosos que
me han alentado como solamente personas magnánimas
y dadivosas saben animar a una extraña que se esfuerza
por triunfar; a ellos, es decir, a mis editores y a los selectos
críticos, les digo cordialmente: caballeros, gracias de todo
corazón.
Una vez hecho público reconocimiento de lo que debo a
aquellos que me han ayudado y concedido su beneplácito,
me dirijo ahora a otro tipo de personas: se trata de un grupo
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reducido, que yo sepa, pero que no debe pasarse por alto de
ningún modo. Me refiero a unos pocos cobardes o falaces
que cuestionan la validez de libros tales como Jane Eyre, y a
cuyo juicio todo lo que está fuera de lo corriente es malo;
cuyos oídos detectan en toda protesta contra el fanatismo
—por lo común emparentado con el delito— un insulto a la
piedad con la que se rinde culto a Dios en la tierra. A quienes albergan tales escrúpulos me atrevería a sugerir ciertas
distinciones obvias, que les hagan recordar unas cuantas
verdades incontestables.
Los convencionalismos no constituyen una moralidad.
Y la santurronería no equivale a la religiosidad. Atacar a
los primeros no supone arremeter contra los segundos.
Arrebatar la máscara que cubre el rostro del fariseo no es lo
mismo que levantar una mano sacrílega contra la Corona
de Espinas. Estas cosas y estas acciones son diametralmente
opuestas; son tan diferentes como pueda serlo el vicio de la
virtud. Los hombres las confunden demasiado a menudo,
y no debería ser así; la apariencia no debería confundirse
con la verdad, y mezquinas doctrinas humanas, que tienden
únicamente a exaltar y ensoberbecer a unos cuantos, no
deberían sustituir al credo cristiano de redención universal.
Existe —repito— una diferencia; y realizamos una buena acción al establecer amplia y claramente la línea de separación
entre estas cosas.
Al mundo pudiera no gustarle ver estas ideas deslindadas, ya que se ha acostumbrado a mezclarlas, encontrando
conveniente hacer pasar el aparato externo por la esencia
genuina de las cosas y permitir que los muros blanqueados
respondan de la condición de los sepulcros. Pudiera llegar
a odiar a aquel que se atreve a escudriñar o desenmascarar,
levantando la capa dorada que cubre al vil metal, o a quien
se aventure a penetrar en la sepultura y a desvelar sus restos
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de osamenta; pero aunque el mundo llegue a odiarle, no
por eso deja de estarle en deuda.
A Ajab1 no le agradaba Miqueas, porque nunca le profetizó nada que no fueran catástrofes; probablemente le
caía mejor el hijo adulador de Cananá; sin embargo, Ajab
podría haber escapado de un baño de sangre si hubiera
hecho oídos sordos a las lisonjas y prestado más atención a
consejos leales.
En nuestros días existe un hombre cuyas palabras no
están destinadas a halagar oídos delicados; un hombre que,
a mi parecer, figura por delante de los grandes personajes
de nuestra sociedad, en la misma medida que el hijo de
Yimlá se antepuso a los reyes entronizados de Judá e Israel,
y que dice verdades tan profundas, con una autoridad tan
profética y vital, y con un talante tan intrépido y atrevido.
¿Es admirado el satírico autor de la Feria de las vanidades en
los círculos selectos? No podría asegurarlo; pero pienso que
si algunos de aquellos a los que arroja el fuego griego de su
sarcasmo y a los que fulmina con sus rayos denunciadores
hicieran caso de sus advertencias a tiempo, ellos o su progenie aún podrían escapar de un fatídico Ramot de Galaad.
¿Por qué hago referencia a este hombre? Me refiero a él,
lector, porque creo advertir en su persona un intelecto más
profundo y singular que el que sus contemporáneos hayan
podido reconocerle; porque le considero como el primer
regeneracionista social del momento actual, así como el
maestro de ese grupo de trabajo que pretende enderezar un
deformado estado de cosas; y porque me parece que ningún
1 Ajab, rey de Israel, fue derrotado por el rey de Siria en la batalla de Ramot de
Galaad. El profeta Miqueas, hijo de Yimlá, le advirtió de que no plantara cara a los
sirios, pues sería derrotado, mientras que el falso profeta Sedecías, hijo de Cananá,
le alentó en sus propósitos bélicos. (Primer libro de los Reyes, Capítulo 22; Antiguo
Testamento). (N. del T.).
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comentarista de sus escritos ha encontrado todavía la comparación que se merece, ni los calificativos que caracterizan
adecuadamente su talento. Dicen que se parece a Fielding:
hablan de su ingenio, su sentido del humor y su comicidad.
Pues bien, se asemeja a Fielding como un águila se asemeja
a un buitre: Fielding podía lanzarse sobre la carroña, cosa
que Thackeray nunca hace. Su ingenio es brillante, y su
humor, atractivo, pero ambos guardan la misma relación
con su seria genialidad que la existente entre los luminosos
relámpagos que juguetean bajo los contornos de una nube
de verano y la mortífera chispa eléctrica que se oculta en
sus entrañas. Y para terminar he hecho alusión al señor
Thackeray, porque a él —si se digna a aceptar el tributo de
una completa extraña— dedico esta segunda edición de Jane
Eyre.
Currer Bell
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capítulo I
No fue posible salir a pasear aquel día. La verdad es que
por la mañana habíamos estado deambulando entre los
desnudos matorrales durante una hora; pero después del
almuerzo (la señora Reed comía temprano cuando no tenía
visita), un frío viento de invierno trajo consigo nubarrones
tan negros y una lluvia tan fuerte, que quedó descartado
cualquier otro ejercicio al aire libre.
Yo me alegré de no salir; nunca me gustaron las largas
caminatas, y menos en tardes desapacibles: para mí era algo
espantoso regresar a casa en la incipiente hora del crepúsculo, con los dedos de las manos y los pies agarrotados, el
corazón entristecido por las reprimendas de Bessie, la niñera, y humillada por la conciencia de mi inferioridad física
respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.
Los tres, Eliza, John y Georgiana, se encontraban ahora
en el salón agrupados en torno a su madre, la cual, reclinada
en un sofá junto a la chimenea, parecía completamente feliz
rodeada de sus queridos hijos (que en aquellos momentos
no se peleaban ni alborotaban). A mí me había dispensado de incorporarme al grupo, afirmando que «lamentaba
verse obligada a mantenerme a distancia hasta que Bessie
le informara y ella pudiera comprobar que me esforzaba
seriamente en adquirir modales más sociables y propios de
mi edad. Mientras yo no me comportara de forma menos
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huraña y díscola, debía excluirme de prerrogativas reservadas únicamente a niños dóciles y sumisos».
—¿Acaso Bessie dice que he hecho algo malo? —pregunté
al oír aquello.
—Jane, no me agradan las personas obstinadas o preguntonas; además, es algo verdaderamente detestable que
una niña se encare a sus mayores de ese modo. Siéntate en
alguna parte, y permanece calladita mientras no sepas hablar como es debido.
Entonces, me deslicé discretamente al cuartito de desayunar contiguo al salón. Allí había una estantería de libros;
enseguida cogí un volumen, asegurándome primero de que
estuviera bien provisto de ilustraciones. Encaramándome
al alféizar de la ventana, me senté cruzando las piernas a la
manera de los turcos, y, después de correr las cortinas de
tabí rojo casi por completo, quedé aislada en aquel retirado
escondite.
Los pliegues de las cortinas escarlatas me impedían la
visión a mi derecha; mientras que a mi izquierda los transparentes cristales me protegían, aunque no me separasen de los
rigores de aquel lóbrego día de noviembre. A ratos dejaba de
volver las hojas del libro para examinar el aspecto de la tarde
invernal. A lo lejos, el panorama presentaba un horizonte
desdibujado de neblinas y nubes, mientras que en las proximidades de la casa podían verse los arbustos azotados por el
temporal y extensiones de húmedo césped que soportaban la
incesante lluvia, así como el lastimero vendaval.
Volví la vista al libro; se trataba de La historia de las aves británicas, de Bewick. En general, su letra impresa me interesaba poco, aunque había unas cuantas páginas introductorias
que, pese a ser muy pequeña aún, no pude pasar por alto.
Eran aquellas que se referían a los lugares frecuentados por
las aves marinas: «las rocas y promontorios solitarios» don19
de únicamente habitan dichas aves; la costa de Noruega,
jalonada de islas desde su extremo meridional, el Lindesnes,
hasta el cabo norte,
donde el océano Septentrional hierve, en extensos remolinos,
alrededor de las desnudas y melancólicas islas
de la lejana Tule; y el oleaje del Atlántico
azota tempestuosamente las Hébridas.
Tampoco podía pasarme inadvertida la sugestiva referencia a las gélidas riberas de Laponia, Siberia, Spitzbergen,
Nueva Zelanda, Islandia y Groenlandia, con «las vastas
extensiones de la zona ártica, y aquellas regiones perdidas
de lúgubres espacios, con sus reservas de hielo y nieve, que
son la acumulación de siglos de inviernos, y que relucen en
altura tras altura rodeando el polo, y donde se concentran
los mayores rigores climáticos».
De estos reinos de lividez mortal yo me formaba una
idea propia: indefinida, como todas las nociones captadas
a medias que flotan en el cerebro de los niños, pero que,
extrañamente, se me quedó muy grabada. El texto de esta
introducción guardaba relación con las sucesivas láminas,
y daba significado a las imágenes en ellas reflejadas: la roca
que se alzaba solitaria entre el oleaje y la espuma del mar;
los restos de una embarcación embarrancada en una costa
desolada; la luna fría y espectral que atisbaba entre los estratos nubosos un buque recién naufragado.
No sabría explicar qué emociones me suscitaba el cementerio solitario, con inscripciones en sus lápidas; su
puerta, sus dos árboles, su horizonte delimitado por un
muro en ruinas, y una media luna que acababa de asomarse
para dar testimonio de la hora del crepúsculo. Dos barcos
inmóviles en un mar en calma se me antojaba que eran fantasmas marinos.
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Algunos dibujos que me parecían terroríficos los pasé
rápidamente: por ejemplo, aquel en que un demonio arrebataba el saco que un ladrón portaba a la espalda, o ese otro
en que un personaje negro y cornudo sentado en lo alto de
una roca contemplaba a lo lejos a una multitud alrededor
de un patíbulo.
Cada ilustración relataba una historia; a menudo misteriosa para mi intelecto y emotividad poco desarrollados
aún, pero siempre profundamente interesante, tan interesante como los cuentos que a veces nos contaba Bessie en
atardeceres de invierno, cuando se encontraba de buen humor. En esas ocasiones, la niñera traía la tabla de planchar a
nuestro cuarto y nos permitía sentarnos a su alrededor en la
proximidad de la chimenea y, mientras retocaba las chorreras de encaje y los gorros de dormir de la señora Reed, alimentaba nuestro apetito ávido de fantasía con episodios de
amores y aventuras tomados de antiguos cuentos de hadas
y romances, o (como descubrí más adelante) de las páginas
de Pamela y Henry, conde de Moreland.
Con el libro de Bewick sobre las rodillas, me sentía entonces feliz; al menos a mi modo. Mi único temor era que
alguien viniera a interrumpirme, y eso fue lo que sucedió
enseguida. La puerta del cuartito se abrió y se oyó la voz de
John Reed que exclamaba:
—¡Eh, señora holgazana!
Al advertir que la habitación estaba aparentemente vacía, hizo una pausa.
—¿Dónde demonios se encuentra esta chica? —prosiguió—. ¡Lizzy! ¡Georgy! —exclamó, llamando a sus hermanas—; Jane no está aquí. Decidle a mamá que ha salido.
¡Con lo que está lloviendo! ¡Qué animal!
«Menos mal que he corrido la cortina», pensé, al tiempo
que deseaba fervientemente que John no descubriera mi
23
escondite. No lo habría encontrado por sí mismo, ya que
no era una persona muy perspicaz, pero Eliza acababa de
asomar la cabeza por la puerta y dijo:
—Jack, seguro que está en el asiento de la ventana.
Al oír aquello, salí precipitadamente de mi escondrijo,
pues temía que el susodicho Jack me fuera a sacar de él a
rastras.
—¿Qué quieres? —pregunté con torpe timidez.
—Debes decir: «¿qué quiere usted, señorito Reed?» —fue
la respuesta—. Quiero que vengas aquí.
Y, sentándose en un sillón, me indicó mediante un gesto
que me acercara a él.
John Reed era un escolar de catorce años, cuatro mayor
que yo, que solo tenía diez; muy corpulento para su edad,
sus extremidades eran enormes, y su cara grande mostraba
duras facciones y una tez sucia y enfermiza. Solía comer
hasta atiborrarse, lo que le producía bilis y le hacía tener
los ojos legañosos y opacos y las mejillas abotargadas. Ya
debería estar en el colegio, pero su madre le había traído a
casa durante un mes o dos, «a causa de su delicado estado
de salud». El señor Miles, el maestro, afirmaba que el chico
gozaría de mucha mejor salud si no le enviaran de casa tantos bizcochos y golosinas; pero el criterio de la madre era
radicalmente distinto, estimando que la palidez de su hijo
se debía a que se aplicaba excesivamente en sus estudios y a
que languidecía de nostalgia lejos de su familia.
John no tenía mucho cariño a su madre ni a sus hermanas, y sentía hacia mí una acusada antipatía. Me amedrentaba y me castigaba, no dos o tres veces por semana, ni una
o dos veces al día, sino a todas horas. Cada vez que se me
acercaba, el miedo me atenazaba los nervios y se me encogía
el corazón. Había momentos en que el terror que John me
producía me sumía en un profundo aturdimiento, ya que
24
tanto sus amenazas como sus castigos eran absolutamente
inapelables. La servidumbre no quería ofender a su señorito
tomando partido en su contra, y la señora Reed padecía una
ceguera y una sordera completas en lo concerniente a este
asunto. Nunca veía a su hijo golpearme ni le oía injuriarme
verbalmente, pese a que lo hacía de cuando en cuando en
su presencia, si bien sus malos tratos eran más frecuentes a
espaldas de su madre.
Con mi sumisión habitual a los requerimientos de John,
me aproximé a su butaca. Se pasó unos tres minutos sacándome la lengua todo lo que pudo sin lastimarse la raíz. Yo
sabía que me sacudiría un golpe de un momento a otro,
y mientras aguardaba su arremetida, me fijé en la repugnante fealdad de mi verdugo. Me pregunto si no llegaría a
leerme los pensamientos en el rostro, pues, súbitamente y
sin mediar palabra alguna, me asestó un golpe brutal. Me
tambaleé y, recobrando el equilibrio, me distancié unos
pasos de su sillón.
—Eso por tu insolencia al contestar a mamá hace un
rato —dijo John—, por tu forma solapada de esconderte tras
las cortinas y por la mirada que me acabas de dirigir, ¡rata
asquerosa!
Tan acostumbrada estaba a los improperios de John
Reed, que ni siquiera se me ocurría replicar a los mismos,
pues mi única preocupación era cómo soportar los golpes
que solían seguir a los insultos.
—¿Qué estabas haciendo detrás de la cortina? —preguntó John.
—Estaba leyendo un libro.
—Enséñamelo.
Regresé a la ventana y lo recogí.
—Tú no tienes por qué coger nuestros libros; mamá dice
que eres una subordinada en esta casa; no tienes dinero,
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pues tu padre no te dejó ninguno; deberías estar mendigando y no viviendo aquí con una buena familia como la
nuestra, ni comiendo las mismas comidas que nosotros, ni
vistiendo ropa a costa de nuestra madre. Te voy a enseñar
yo a no hurgar en mis estantes de libros: pues son míos. Todo lo que hay en esta casa me pertenece, o me pertenecerá
dentro de unos pocos años. Y ahora apártate del espejo y las
ventanas; colócate ahí, junto a la puerta.
Le hice caso, sin darme cuenta al principio de cuáles
eran sus intenciones, pero cuando levantó el libro en actitud de ir a arrojármelo, hurté el cuerpo instintivamente con
un grito de alarma; sin embargo, ya era demasiado tarde,
pues no pude esquivar el proyectil que John me había lanzado. El libro me alcanzó, y al caerme al suelo, me golpeé
la cabeza contra la puerta, produciéndome una herida. El
corte comenzó a sangrar y a dolerme intensamente, pero,
una vez superado el clímax de la situación, el terror dio paso
a otras emociones.
—¡Muchacho cruel y perverso! —le dije—. Te pareces a
un asesino, a un negrero, a un emperador romano.
Yo había leído la Historia de Roma, de Goldsmith, y me
había formado una opinión acerca de Nerón, Calígula y
demás dirigentes de la antigua Roma. Incluso había hecho
comparaciones en mis ratos de meditación, que nunca pensé que llegaría a exteriorizar en voz alta.
—¿Cómo dices? —exclamó John—. Eliza, Georgiana, ¿habéis oído lo que me ha dicho? Se lo contaré a mamá, pero
antes te voy a dar un escarmiento.
John se abalanzó hacia mí y, agarrándome por el pelo
y el hombro, se puso a zarandearme violentamente. En él
veía realmente a un tirano homicida. Noté cómo la sangre
me goteaba de la brecha que me había abierto en la cabeza
deslizándose por el cuello y percibí un dolor agudo. Es26
tas impresiones prevalecieron momentáneamente sobre el
miedo, y repelí la agresión frenéticamente. No sé muy bien
como me defendí con las manos, pero recuerdo que John
no dejaba de vociferar y de repetir una y otra vez «¡Rata
asquerosa!». Pronto recibió asistencia, pues Eliza y Georgiana habían ido corriendo en busca de su madre, que se
encontraba en el piso de arriba. La señora Reed apareció
enseguida en el escenario del altercado, seguida de Bessie y
de Abbot, su criada. Nos separaron, al tiempo que oía exclamaciones como estas:
—¡Válgame el cielo! ¡Con qué furia ha atacado al señorito John!
—¿Vio alguien jamás tanta rabia desatada?
Entonces la señora Reed añadió:
—Llévensela al cuarto rojo y enciérrenla en él.
Inmediatamente me sujetaron dos pares de manos, y fui
conducida escaleras arriba.
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