Shunga1 - manuel segade
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Shunga1 - manuel segade
WORK No.9_ Shunga 1 Manuel Segade Cada polvo de una noche es un último polvo. Hablar de sexo vivido depués del sexo tiene el mismo grado de obsolescencia, de pérdida, que exise en los medios de reproducción técnica, como el aca de pasado que levanta una imagen fotográfica. Japón era para mí lo exótico, un epacio de nuevos cuerpos, de nuevos gesos, donde mi experimentada promiscuidad pudiese ser esimulada por percepciones no gasadas: mi deseo filtrado por una elegante transcrución xilográfica. En Tokio todo es similar al modo de vida europeo. Luego, nada tiene que ver con nuesro modo de entender el mundo. Cada día, cuando ya casi dolía la cabeza de retener tanto esímulo y vivir tantos choques ante todo lo que ocurría, íbamos a Shinjuku-ni-chome. Es una manzana del barrio de Shinjuku, en el centro de la ciudad. Allí se concentran, en unos pocos edificios altos, los locales de ambiente de la ciudad. Caminábamos desde la esación de Shinjuku, llena de gente con mascarillas, resriados que no se permien el lujo de poder contagar a nadie. Fuera, la avenida princual esaba llena de neones verticales, que, en unos diez minutos a pie, nos llevaba a un cruce donde veíamos, a un lado, la copia neodecó del Empire State y, al otro, varias tiendas 24 h. Esas tiendas eran el límie de ni-chome, el segundo secor del barrio de Shinjuku. Entre rascacielos, callejas esrechas, sin aceras ni apenas tráfico, brillaban en cada fachada pequeños letreros cuadrados de neón, escalonados a uno por piso, que anunciaban locales, la mayoría en kanjis. En las entradas de cada edificio, se resumían los mismos rótulos en grandes placas, con subtítulos o logos que detallaban el grado de epecialización de cada local, con esa perfección que tiene el comercio para orecer exacamente aquello que esás deseando. Como todo Tokio, la posibilidad de interacción esá capializada al máximo, en relación con una presunción de identidad fija, con una esética que refiere a un modelo y designa una pertenencia: las relaciones personales quedan esablecidas por etiquetas, a partir de un modo indexal de un archivo del consumo. Los locales son ridículamente pequeños. Tanto, que no suelen gusarles los extranjeros. En un local que es una barra con el epacio juso para tres asientos, cuidan al extremo su clientela habiual. El extraño ocupa una plaza que quia al asiduo. Poca gente conoce otro idioma que no sea el japonés. Por eso comenzábamos cada noche por el mismo pequeño KAISERIN MAGAZINE - 079 - bar, Advocates, que hacía esquina con la calle princual que cruzaba la manzana, donde se reunían los homosexuales extranjeros de la ciudad, apretados en el interior y luego expandidos en torno a la esufa de gas de la terraza, la esquina de la calle. Cada gntonic llevaba lima exprimida. Recuerdo que el camarero fue mi primer atisbo de rareza: los orientales jamás me habían atraído. Mi mirada occidental los volvía endebles, delicados, con gesos nerviosos de pájaro y sobrediseñados. De repente, allí aparecía otro tuo de japonés: igual de sofisicado, pero masculino, fornido, compaco, lo que hacía del moreno dueño de barba cerrada una epecie de hipano esilizado en un film de Hollywood y, por tanto, aceptable a mis ojos occidentales. En el baño había un retrato de Yayoi Kusama, una artisa conceptual japonesa que tuvo un gran éxio internacional en los 60. La imagen, de Nobuyoshi Araki, era acual, en blanco y negro. La señora mayor, con esética gótica y larga melena negra, miraba impasible al rente, sentada ante una mesa. Con sus manos, sujetaba un gran cuchillo y una gran polla de plásico que esaba cortando a la miad. Debajo, un elegante ceso con las toallias para secarse las manos. A medida que pasan las horas, vas entendiendo que los japoneses que asisen al bar se reparten la mercancía extranjera para todo el reso de la noche. El siguiente local de cada noche era el GB, o Gran Bretaña. El epacio era un panóptico, los clientes disribuidos en un esrecho pasillo cuadrado, rodeado de epejos, alrededor de una barra también cuadrada. Desde cualquier ángulo podías verificar cualquier objeto de tu deseo y ser viglado también. Allí comenzaban las conversaciones y se invertía la razón colonialisa: ellos eran los que buscaban a la otra raza en una epiral que entrelazaba nuesra ansia de exotismo con la suya, como una doble negación. El Ary Fary era la pequeña disco en la que continuaba la fiesa bajo música kisch. Podías dejar tus cosas sobre una silla sin peligro; allí robar es como aquí matar. El primer día conocí a un japonés que hablaba un inglés perfeco. Vivía en Nueva York, “afortunadamente”. “¿No te gusa Tokio? ”. “Japón es un país trise”. Kyoshi significa callado o tranquilo. Tenía 32 años y el labio leporino, con una hendidura húmeda que parecía una herida en esado de cicatrización permanente. Había vivido en Dijon y hablaba algo de rancés. Me llevó al baño, se separó de mí, me enseñó las nalgas abiertas, me pidió que le enseñase mi sexo. Luego me hizo una felación y me exció mucho verme dentro de su boca suturada. Luego me llevó a su casa, un apartamento en un bloque prefabricado. Al abrir, me detuvo en la puerta, excusándose porque al salir había tendido la colada. Al quiarme los zapatos a la entrada, me sorprendió no ver ninguna ropa colgando en ninguna parte. Cuando él cerró la puerta, un brazo mecánico, deplegado como un origami, eparció la ropa por todo el pequeño cuarto sobre nuesras cabezas. Me señaló un póser con un acor en la pared, indicándome mi parecido con él; era Brad Pit y entendí que para él, como para mí los chinos, éramos todos iguales. La única silla tenía cojines con las banderas de los EEUU y Gran Bretaña. No pudimos llegar a la penetración porque no teníamos preservativos. Me deperté con el roce de su sexo sobre mi pecho y una buena resaca. Él tenía que ir a trabajar, pero dudaba si pasar el día conmigo. Para tentarme, me puso una película porno con pelirrojos como yo. Le dije que debía hacer turismo y salimos juntos. Cuando me até los zapatos, tiré un pañuelo en la basura: esaba llena de condones a esrenar. En el metro quise saber más sobre su vida. Era hijo de un miliar. Yo le miraba a los ojos mientras hablaba. “Nunca vuelvas a mirarme así o me sentiré obligado a besarte”. “Pues hazlo”. “Eso sería una humillación pública ineviable”. “Discúlpame entonces”. “Pero sigues KAISERIN MAGAZINE - 080 - mirándome. Mi honor es mayor que mi compromiso hacia ti”. Me besó y nadie miró ni hubo reacción alguna. Él bajó la cabeza con geso de sumisa contención. Salió del vagón en la siguiente parada y no se depidió. Seiji, donde sei significa sincero y ji es dirigr. Tenía 39 años, pero todos parecen mucho más jóvenes de lo que son, a pesar de las hebras blancas en su cabello. También lo conocí en el Ary Fary. Me llevó a su casa, en Meguro. Era una casa tradicional. Me orece un té verde, prende incienso de té verde y yo mismo llevaba perfume de idéntico olor. El sexo fue altivo y rápido; jugó con mis pezones como nadie antes. A la mañana me dio una yukata de lino y me pidió que le eperase en su sofá cincuentero. Los libros esaban delante, en pilas ante una pared; ellos soportaban una tabla de madera que hacía las veces de esante para otros objetos. Tenía un altar Shinto en la cocina, dedicado a su padre. Le vi tomar del esante unas fundas de plásico. Dentro había una camiseta de tiras blanca y unos slus. No tenía lavadora y le compensaba más ponerse cada día ropa interior nueva que ir a la lavandería. Pasé con él varios días. Me llevó a ver tiendas, museos, galerías. Nos llevaba a cenar. Al cocinar una sopa para nosotros, nos recordó a Barthes en el Imperio de los signos, cuando decía que la comida japonesa no se come, sino que se escribe, figurando kanjis en cada deplazamiento de los palillos. Un día me llevó a un club privado, de una amiga lesbiana. Era bajo la torre Mori, en un pequeño cubo cubierto con un entramado de maderas de bambú. El pasillo de entrada esaba cubierto de metal cromado. Cuando avanzábamos por él, una luz iluminó el suelo para mosrar un emblema circular que me recordó las hebillas de cinturón de los samurais. Se abrió una compuerta e introdujo un código en un teclado alfanumérico. Su amiga apareció y nos guió al interior, casi a oscuras, con pequeñas lámparas hechas de hilos colgantes de Swarovski que sólo iluminaban las copas sobre las mesas, mientras que las caras permanecían en la oscuridad. Nos llevó a la terraza. Sentados en un sillón de cuero, mirando el skyline de la ciudad, bebíamos cosmopolians. Cada vez que se terminaba uno, sin previo aviso, alguien salía de alguna parte con otro nuevo. Conversamos. Su madre era una Geisha y su padre, un arquieco del brutalismo japonés. Cuando sus familias los prometieron, vieron car la bomba sobre Nagasaki, a lo lejos. Tenían doce y catorce años y pensaron del cielo, que irradió colores boreales durante varios días, que era bonio. Luego hablamos de un novio occidental anterior. Me decía que no sentía nada cuando le decía: “Te quiero”; que en japonés no exise palabra para el amor. Que cuando traducen en un film americano: “I love you”, dicen: “I can die for you”. Que cuando su pareja le dejaba, al salir más temprano que él a trabajar, sus zapatos bajo el tatami, de forma que le fuese más fácil ponérselos cuando él fuese a salir, entonces sentía una verdadera afección emocionada. También me explicó que en japonés no exise la primera persona del singular: por un gro del habla se sobrentiende que quien dice algo, realiza la acción. Japón desmontaba ante mis ojos los dos pilares del individualismo occidental: el yo y su expresión más contundente, el amor. Me habló también allí de un escrior, Tatsuaki Ishiguro. Escribió su novela favoria, de ciencia ficción, como el informe de un biólogo sobre una nueva epecie, un ratón alado hallado en Okaido. Le fascinaba la búsqueda de algo que no puede exisir y que de hecho exise. La novela jamás la he podido ler; no se ha traducido. Curiosamente, buscando en internet sobre el escrior, sólo le encuentro como coautor de informes técnicos sobre la metásasis, con palabras clave como: anesesia, benzodiazepina derivado, hombre, esudio esadísico, amnesia, recuerdo, eficacia, tratamiento, sedación, midazolam, extremidad superior, aparato digesivo, endoscopia. También eso: “Nacido en 1961, escribe maravillosas KAISERIN MAGAZINE - 081 - obras de ciencia ficción sobre biotecnología. Escribe sus hisorias en papel médico o en una revisa científica. Suelen incluir imágenes, como secuencias de ADN, tablas y fotografías”. Nunca pude saber más. También me contó que Mishima les resultaba insoportable: demasiado conservador para ellos, con demasiado ego. El día antes de irme de Tokio me dijo: “Sin posesión. Sin compromiso. Sólo vernos otra vez”. Me llevé a Tokio dos libretas. Una es negra, pequeña, y lo único que hay escrio en ella, en la cara anterior a la págna central, es su nombre en japonés con su trascrución debajo. Incluyó también sus extrañas señas. Dos teléfonos. Un email. La págna siguiente esá cuidadosamente arrancada, por la línea de puntos que permien esas asépticas libretas. En ella le di a él mis datos. Me sentí como los jarrones del museo nacional de arte japonés, sujetos con tanza invisible, para eviar que se deplacen con los terremotos. Hiro significa abundante. Ni siquiera podía repetir mi nombre pero me hizo entender que tenía diecinueve años. Lo conocí en otro bar que ni recuerdo, donde mi amigo artisa dibujaba comics en las hojas que te daban para escribir los pedidos, para comunicarse con los tíos de la barra, que apenas hablaban inglés: toda la barra era como una págna de cómic, un relato en tiempo real; la hisoria dibujada del diálogo con los otros iba siendo esbozada a la vez que servía para provocar la conversación. Él era alto e iba vesido con una enorme camisa de cuadros roja y negra. Me sonreía y comencé a bailar con él. Le besé, me llevó fuera y me hizo gesos sobre el vientre, como indicando hambre. Me llevó a una hamburguesería, donde no había carne, sólo soja. Sacó un minúsculo ordenador que en realidad era un intérprete digtal. Fuimos hablándonos con palabras clave, usando el traducor. Hacía balonceso y quería llevarme a un hotel del amor. Salimos hacia uno y él me escribió algo en la máquina delante de una tienda: “Which size?”. Normal. Compró preservativos. En la recepción del hotel sólo había una discreta ventanilla baja. Él me ocultó porque no aceptaban homosexuales. Pagó y recibimos un neceser con toallas, jabón y un mando a disancia. Todo el cuarto era una cama, con un escalón que daba direcamente a un baño. Me la señaló. Cuando salí de la ducha, fue su turno. Me tiré en la cama y vi que había pueso la tele, con una película porno donde violaban a una mujer dentro de un coche mientras ella daba grios. Cambié de canal dos veces, reapareció el primero y la apagué. Los tres eran de porno hetero del género violación. Cuando comenzamos a tocarnos vio mi pene y me increpó. Luego, el preservativo esándar japonés, me apretaba demasiado. Volví a Shinjuku-ni-chome. Mis amigos esaban en el Ary Fary. Él me acompañó. Le indiqué que se quedase. No quiso subir. Mientras yo ascendía las escaleras, él miraba de rente, serio e inclinando una y otra vez la cabeza en signo de depedida. Me depedí con la mano, pero él continuaba allí. Seguí hasa el interior, hasa que le perdí de visa. Tenga. Era la novedad en 2007. Es un masturbador de apariencia tecnológica, con diversas versiones que reproducen virtualmente diversas prácticas sexuales y posiciones de penetración. Se lo llevé de regalo a un amigo. Me dijo que después del sexo real, no había nunca había probado nada igual de bueno. 1 « Los shunga ("hxp://r.wiktionary.org/wiki/春画) son grabados eróticos japoneses, de esilo ukiyo-e. Shunga significa lieralmente: ‘imagen de primavera’, un eufemismo para hacer referencia al aco sexual » [Wikipedia]. KAISERIN MAGAZINE - 082 - SHUNGA* Manuel Segade *« Les shunga ("hxp://r.wiktionary.org/wiki/،K画) sont des gravures japonaises érotiques, de style ukiyo-e. Shunga signifie littéralement “image du printemps”, un euphémisme pour faire référence à l'acte sexuel » [Wikuedia]. Chaque baise d’un soir est une dernière baise. Parler de sexe vécu après le sexe a le même degré d’obsolescence, de perte, qui existe dans les moyens de reproduction technique, que l’acte passé que rappelle une image photographique. Le Japon représentait pour moi l’exotisme, un espace de corps nouveaux, de gestes nouveaux, où ma promiscuité expérimentée aurait pu être stimulée par des perceptions non usées : mon désir filtré par une élégante transcription xylographique. À Tokyo, il semble que tous ont adopté le mode de vie européen. Pourtant, leur vision du monde n’a rien à voir avec la nôtre. Chaque jour, alors que nous gagnait le mal de tête provoqué par tant de stimulations et tant de chocs face à tout ce qui se passait, nous allions à Shinjuku-ni-chome. Il s’agit d’un pâté de maison du quartier de Shinjuku, au centre de la ville. C’est là que sont regroupés, dans quelques bâtiments tout en hauteur, les pubs gays de la ville. Nous marchions de la gare de Shinjuku, pleine de gens qui portaient des masques, des personnes enrhumées qui ne se permettent pas le luxe de contaminer les autres. Dehors, l’avenue principale était pleine de néons verticaux, qui, en dix minutes à pied, nous emmenaient à un croisement où se trouvaient, d’un côté, la copie néo-déco de l’Empire State Building et de l’autre, plusieurs magasins ouverts 24h./24h. Ces magasins étaient la limite de ni-chome, le deuxième secteur du quartier de Shinjuku. Entre les gratte-ciels, des rues étroites, sans trottoir et où circulaient à peine quelques voitures, brillaient sur chaque façade de petites enseignes néons carrées. Une à chaque étage, qui annonçaient des lieux, la plupart en kanjis. Dans les entrées de chaque bâtiment, les mêmes écriteaux étaient résumés sur de grandes plaques, avec des sous-titres ou des logos qui décrivaient le degré de spécialisation de chaque magasin, avec cette perfection propre au commerce qui permet de trouver exactement ce que vous souhaitez. Tout comme la ville de Tokyo, la possibilité d’interaction est capitalisée au maximum, par rapport à une présomption d’identité fixe, avec une esthétique qui fait référence à un modèle et désigne une appartenance : les relations personnelles sont établies par des étiquettes, et répondent à un classement de type index dont les paramètres sont déterminés par la consommation. Les locaux sont ridiculement petits. À tel point, qu’en général, ils ne plaisent pas aux étrangers. Dans un bar composé d’un comptoir et de l’espace suffisant pour trois sièges, ils soignent au maximum leur clientèle habituelle. L’étranger occupe une place qu’il ôte à un assidu. Peu de gens parlent une autre langue que le japonais. C’est pourquoi nous commencions chaque soir par le même petit bar, Advocates. Il se trouvait à l’angle de la rue principale qui traversait le pâté de maison où se réunissaient les homosexuels étrangers de la ville, serrés à l’intérieur puis répartis en cercle autour du poêle à gaz de la terrasse. Chaque gin tonic contenait du citron vert pressé. Je me souviens que le serveur fut ma première extravagance : les orientaux ne m’ont jamais attiré. Mon regard occidental les rendait faibles, délicats, maniérés, avec des gestes nerveux d’oiseaux. C’est alors que m’apparu un autre type de japonais : tout aussi sophistiqué, mais masculin, robuste, compact, ce qui faisait du brun à la barbe touffue une espèce d’hispano stylisé dans un film d’Hollywood, le rendant par conséquent acceptable à mes yeux d'occidentaux. Dans les toilettes se trouvait un portrait de Yayoi Kusama, une artiste conceptuelle japonaise qui eu un grand succès international dans les années 60. L’image, de Nobuyoshi Araki, était récente, en noir et blanc. La vieille dame, avec une esthétique gothique et de longs cheveux noirs, regardait droit devant elle, impassible, assise à une table. Elle tenait dans ses mains un grand couteau et une grande bite en plastique qu’elle coupait en deux. En dessous, un élégant panier avec les serviettes pour se sécher les mains. Au fur et à mesure que passaient les heures, on comprenait que les japonais présents au bar se répartissaient la marchandise étrangère pour le reste de la nuit. Chaque nuit, nous allions ensuite au GB, ou Grande-Bretagne. Il s’agissait d’un panoptique : les clients étaient répartis le long d’un étroit couloir carré, entouré de miroirs, autour d’un bar également carré. Il était possible de surveiller l’objet de ses désirs mais également d’être surveillé depuis n’importe quel angle. C’est là que commençaient les conversations et que s’inversait la raison colonialiste : c’est eux qui cherchaient l’autre "race" dans une spirale qui entrelaçait notre besoin d’exotisme et le leur, comme une double négation (ce sont les mots employés dans l’original, je ne vois pas comment modifier la phrase,). Le Arty Farty était une petite boîte de nuit dans laquelle nous continuions à faire la fête sur de la musique kitsch. On pouvait laisser nos affaires sur une chaise sans se faire de souci. Voler là-bas c’est comme tuer chez nous. Le premier jour, je fis la connaissance d’un japonais qui parlait parfaitement anglais. Il vivait à New York, “ heureusement ”. “ Tu n’aimes pas Tokyo ? ”. “ Le Japon est un pays triste ”. Kyoshi signifie réservé, calme. Il avait 32 ans et un bec de lièvre, avec une fente humide qui ressemblait à une blessure en état de cicatrisation permanente. Il avait vécu à Dijon et parlait quelques mots de français. Il m’emmena aux toilettes, s’éloigna de moi et me montra (tendit?Je ne pense pas puisqu’il n’y a pas pénétration, lorsque quelqu’un tend quelque chose c’est pour que vous le preniez, dans ce cas là, il lui montre uniquement pour l’exciter, je pense…) ses fesses ouvertes. Il me demanda de lui dévoiler mon sexe. Il me fit ensuite une fellation et le fait de me voir dans sa bouche suturée m’excita énormément. Puis il m’emmena chez lui, un appartement dans un immeuble préfabriqué. En ouvrant la porte, il s’arrêta sur le seuil et s’excusa car il avait étendu son linge avant de sortir. En enlevant mes chaussures dans l’entrée, je fus surpris de voir qu’il n’y avait aucun vêtement étendu nulle part. Lorsqu’il ferma la porte, un bras mécanique déplié comme un origami éparpilla le linge dans toute la petite pièce au-dessus de nos têtes. Il me montra un poster d’un acteur accroché au mur, m’indiquant ma ressemblance avec celui-ci ; il s’agissait de Brad Pitt et je compris que, comme pour moi les chinois, pour lui nous nous ressemblions tous. La seule chaise avait des coussins au motif des drapeaux des États-Unis et de la Grande-Bretagne. Il nous fut impossible d’aller jusqu’à la pénétration car nous n’avions pas de préservatif. À mon réveil, son sexe frôlait mon torse et j’avais une bonne gueule de bois. Il devait aller travailler, mais il hésitait à passer la journée avec moi. Pour me tenter, il me mit un film porno avec des roux, comme moi. Je lui dis que je devais faire du tourisme et nous sortîmes ensemble. Après avoir remis mes chaussures, je jetai un mouchoir à la poubelle : elle était pleine de capotes neuves. Dans le métro, je voulu en savoir plus sur sa vie. C’était le fils d’un militaire. Je le regardais dans les yeux pendant qu’il parlait. “ Ne me regardes plus jamais comme ça ou je me sentirai obligé de t’embrasser ”. “ Et bien, embrasse-moi ”. “ Ce serait une humiliation publique inévitable ”. “ Alors excuse-moi ”. “ Mais tu continues de me regarder. Mon honneur est plus grand que mon engagement envers toi ”. Il m’embrassa et personne ne leva les yeux, il n’y eu aucune réaction. Il baissa la tête en geste de soumission. Il sortit du wagon à l’arrêt suivant, sans me dire au revoir. Seiji, avec sei qui signifie sincère et ji diriger. Il avait 39 ans, mais les japonais ont tous l’air plus jeune que ce qu’ils sont en réalité, malgré les mèches blanches dans leur chevelure. Je l’ai également connu au Arty Farty. Il m’emmena chez lui, à Meguro. C’était une maison traditionnelle. Il m’offrit un thé vert et alluma de l’encens au thé vert. Je portais moi-même un parfum à l’odeur identique. Le sexe fut hautain et rapide ; il joua avec mes tétons comme personne ne l’avait fait auparavant. Le lendemain matin, il me donna un yukata en lin et me demanda de l’attendre sur son canapé des années cinquante. Devant, contre un mur, il y avait des piles de livres qui soutenaient une planche en bois servant à son tour d’étagère pour d’autres objets. Il y avait dans la cuisine un autel shinto consacré à son père. Je le vis prendre des pochettes en plastique sur l’étagère. À l’intérieur se trouvaient un T-shirt blanc sans manches et plusieurs slips. Il n’avait pas de machine à laver et c’était plus pratique pour lui de mettre des sous-vêtements neufs que d’aller à la blanchisserie. Je passai plusieurs jours avec lui. Il m’emmena voir des magasins, des musées, des galeries. Nous allions dîner. Alors qu’il cuisinait une soupe pour nous, il cita Barthes dans l’Empire des signes, lorsqu’il disait que la nourriture japonaise ne se mange pas, mais qu’elle s’écrit, en représentant des kanjis chaque fois qu’il déplaçait ses baguettes. Un jour, il m’emmena dans un club privé qui appartenait à une amie lesbienne. Il se trouvait sous la Tour Mori, dans un petit cube couvert d’un lattage en bois de bambou. Le couloir de l’entrée était en métal chromé. Alors que nous avancions dans celui-ci, une lumière illumina le sol, laissant apparaître un emblème circulaire qui me rappela les boucles de ceintures des samouraïs. Une porte s’ouvrit et il composa un code sur un clavier alphanumérique. Son amie apparut et nous guida à l’intérieur, presque dans l’obscurité, avec des petites lampes Swarovski faites de fils pendants qui illuminaient seulement les verres sur les tables tandis que les visages restaient dans la pénombre. Elle nous emmena sur la terrasse. Assis sur un siège en cuir, nous regardions le skyline de la ville tout en buvant des cosmopolitains. Chaque fois qu’un verre se vidait, quelqu’un arrivait avec un autre, sans que nous ayons à demander quoi que ce soit. Nous discutâmes. Sa mère était une Geisha. Son père, un architecte du brutalisme japonais. Quand leurs familles les fiancèrent, ils virent tomber au loin la bombe sur Nagasak. Ils avaient douze et quatorze ans, et ils trouvèrent les couleurs boréales qui illuminèrent le ciel pendant plusieurs jours très jolies. Nous parlâmes ensuite d’un ex-petit ami occidental. Il m’expliqua qu’il ne ressentait rien celui-ci lui disait : “ Je t’aime ” ; qu’en japonais, il n’existe pas de mots pour exprimer l’amour. Que quand on traduit dans un film américain : “ I love you ”, on dit : “ I can die for you ”. Que quand son petit ami partait, quand il sortait plus tôt que lui pour aller travailler, ses chaussures sous le tatami, afin que ce soit plus facile pour lui de les enfiler au moment de sortir, c’est à ce moment là qu’il ressentait un réel sentiment d’affection. Il m’expliqua également qu’en japonais, il n’existe pas de première personne du singulier : c’est la tournure de la phrase qui sous-entend qui dit quelque chose, qui réalise l’action. Le Japon démontait sous mes yeux les deux piliers de l’individualisme occidental : le moi et son expression la plus indiscutable, l’amour. C’est là qu’il me parla également d’un écrivain, Tatsuaki Ishiguro. Il avait écrit son roman favori, de science fiction, une espèce de rapport de biologiste sur une nouvelle espèce, une souris ailée trouvée à Hokkaïdo. Il était fasciné par la recherche de quelque chose qui ne peut exister et qui pourtant existe. Je n’ai jamais pu lire ce roman ; il n’a pas été traduit. Curieusement, en faisant une recherche de l’écrivain sur internet, il apparaît uniquement comme coauteur de rapports techniques sur la métastase, avec des mots clés tels que : anesthésie, benzodiazépine dérivée, homme, étude statistique, amnésie, souvenir, efficacité, traitement, sédation, midazolam, extrémité supérieure, appareil digestif, endoscopie. Ainsi que ceci : “ Né en 1961, il écrit de merveilleuses œuvres de science fiction sur la biotechnologie. Il écrit ses histoires dans des journaux médicaux ou des revues scientifiques. Des images telles que des séquences d’ADN, des tableaux et des photographies sont habituellement incluses ”. Je n’ai jamais pu en savoir plus. Il me raconta également que les homosexuels japonais ne supportaient pas Mishima : trop conservateur pour eux, avec un égo trop important. La veille de mon départ de Tokyo, il me dit : “ Sans attache. Sans engagement. Juste se revoir ”. J’ai apporté deux carnets à Tokyo. L’un est noir, petit, et la seule chose qui y est écrite, sur la face antérieure à la page centrale, c’est son nom en japonais avec la transcription en dessous. Il écrivit également ses coordonnées : deux numéros de téléphone, une adresse email. La page suivante est arrachée avec soin, le long des pointillés dont disposent ces carnets aseptiques. Sur celle-ci, je lui ai donné mes coordonnées. Je me suis senti comme les vases du musée national d’art japonais, accroché par un fil de pêche invisible, afin d’éviter qu’ils ne se déplacent pendant les tremblements de terre. Hiro signifie abondant. Il n’était même pas capable de répéter mon nom mais il me fit comprendre qu’il avait dix-neuf ans. Je l’ai connu dans un autre bar dont je ne me souviens même pas, où mon ami artiste dessinait des bandes dessinées sur les feuilles que l’on nous donnait pour passer les commandes, pour communiquer avec les gars du bar, qui parlaient à peine anglais. Tout le bar ressemblait à une page de bande dessinée, un récit en temps réel. L’histoire dessinée du dialogue avec les autres était ébauchée en même temps qu’elle servait à provoquer la conversation. Il était grand et il portait une énorme chemise à carreaux rouge et noire. Il me souriait et j’ai commencé à danser avec lui. Je l’ai embrassé, il m’emmena dehors et il fit des gestes sur son ventre, m’indiquant qu’il avait faim. Il m’emmena dans un fast-food où il n’y avait pas de viande, que du soja. Il sortit un minuscule ordinateur qui était en réalité un interprète numérique. Nous parlâmes en mots clés, en utilisant le traducteur. Il faisait du basket et il voulait m’emmener dans un hôtel de l’amour. Nous partîmes en direction d’un hôtel et il m’écrivit quelque chose sur la machine devant un magasin : “ Which size ? ”. Normal. Il achetait des préservatifs. La réception de l’hôtel ne comportait qu’un discret guichet bas. Il me cacha car ils n’acceptaient pas les homosexuels. Il paya et on nous donna une trousse de toilette avec des serviettes, du savon et une télécommande. La chambre n’était qu’un un lit, avec une marche qui allait directement dans la salle de bains. Il me l’indiqua. Lorsque je sortis de la douche, il y entra. Je m’allongeai sur le lit et vit qu’il avait allumé la télé, c’était un film porno où une femme criait pendant qu’elle se faisait violer dans une voiture. Je changeai de chaîne deux fois mais la première réapparut et j'éteignis. Ces trois chaînes diffusaient du porno hétéro de type viol. Quand nous commençâmes à nous toucher, il vit mon pénis et m’injuria. Ensuite, le préservatif standard japonais me serrait trop. Je rentrai à Shinjuku-ni-chome. Mes amis étaient au Arty Farty. Il m’accompagna. Je lui fis comprendre qu’il pouvait rester mais il ne voulu pas monter. Pendant que je gravissais les escaliers, il regardait droit devant lui, sérieux, et inclinait encore et encore la tête en signe d’adieux. Je lui dis au revoir avec la main, mais il resta là. Je continuai jusqu’à l’intérieur, puis le perdis de vue. Tenga. C’était la nouveauté de 2007. Il s’agit d’un masturbateur à l’apparence technologique, avec diverses versions qui reproduisent virtuellement différentes pratiques sexuelles et autres positions de pénétration. Je l’offris en cadeau à un ami. Il me dit qu’après le sexe réel, il n’avait jamais rien essayé d’aussi bon. Traduction : Sophie Carambano