Shunga1 - manuel segade

Transcripción

Shunga1 - manuel segade
WORK No.9_
Shunga
1
Manuel Segade
Cada polvo de una noche es un último polvo. Hablar de sexo vivido depués del sexo tiene
el mismo grado de obsolescencia, de pérdida, que exise en los medios de reproducción
técnica, como el aca de pasado que levanta una imagen fotográfica. Japón era para mí lo
exótico, un epacio de nuevos cuerpos, de nuevos gesos, donde mi experimentada promiscuidad pudiese ser esimulada por percepciones no gasadas: mi deseo filtrado por una
elegante transcrución xilográfica.
En Tokio todo es similar al modo de vida europeo. Luego, nada tiene que ver con nuesro
modo de entender el mundo. Cada día, cuando ya casi dolía la cabeza de retener tanto
esímulo y vivir tantos choques ante todo lo que ocurría, íbamos a Shinjuku-ni-chome. Es
una manzana del barrio de Shinjuku, en el centro de la ciudad. Allí se concentran, en unos
pocos edificios altos, los locales de ambiente de la ciudad. Caminábamos desde la esación
de Shinjuku, llena de gente con mascarillas, resriados que no se permien el lujo de poder
contagar a nadie. Fuera, la avenida princual esaba llena de neones verticales, que, en
unos diez minutos a pie, nos llevaba a un cruce donde veíamos, a un lado, la copia neodecó
del Empire State y, al otro, varias tiendas 24 h. Esas tiendas eran el límie de ni-chome, el
segundo secor del barrio de Shinjuku.
Entre rascacielos, callejas esrechas, sin aceras ni apenas tráfico, brillaban en cada fachada
pequeños letreros cuadrados de neón, escalonados a uno por piso, que anunciaban locales,
la mayoría en kanjis. En las entradas de cada edificio, se resumían los mismos rótulos en
grandes placas, con subtítulos o logos que detallaban el grado de epecialización de cada
local, con esa perfección que tiene el comercio para orecer exacamente aquello que esás
deseando. Como todo Tokio, la posibilidad de interacción esá capializada al máximo, en
relación con una presunción de identidad fija, con una esética que refiere a un modelo
y designa una pertenencia: las relaciones personales quedan esablecidas por etiquetas, a
partir de un modo indexal de un archivo del consumo.
Los locales son ridículamente pequeños. Tanto, que no suelen gusarles los extranjeros.
En un local que es una barra con el epacio juso para tres asientos, cuidan al extremo su
clientela habiual. El extraño ocupa una plaza que quia al asiduo. Poca gente conoce otro
idioma que no sea el japonés. Por eso comenzábamos cada noche por el mismo pequeño
KAISERIN MAGAZINE
- 079 -
bar, Advocates, que hacía esquina con la calle princual que cruzaba la manzana, donde se
reunían los homosexuales extranjeros de la ciudad, apretados en el interior y luego expandidos en torno a la esufa de gas de la terraza, la esquina de la calle. Cada gntonic llevaba lima
exprimida. Recuerdo que el camarero fue mi primer atisbo de rareza: los orientales jamás
me habían atraído. Mi mirada occidental los volvía endebles, delicados, con gesos nerviosos de pájaro y sobrediseñados. De repente, allí aparecía otro tuo de japonés: igual de
sofisicado, pero masculino, fornido, compaco, lo que hacía del moreno dueño de barba
cerrada una epecie de hipano esilizado en un film de Hollywood y, por tanto, aceptable
a mis ojos occidentales.
En el baño había un retrato de Yayoi Kusama, una artisa conceptual japonesa que tuvo un
gran éxio internacional en los 60. La imagen, de Nobuyoshi Araki, era acual, en blanco
y negro. La señora mayor, con esética gótica y larga melena negra, miraba impasible al
rente, sentada ante una mesa. Con sus manos, sujetaba un gran cuchillo y una gran polla
de plásico que esaba cortando a la miad. Debajo, un elegante ceso con las toallias para
secarse las manos. A medida que pasan las horas, vas entendiendo que los japoneses que
asisen al bar se reparten la mercancía extranjera para todo el reso de la noche.
El siguiente local de cada noche era el GB, o Gran Bretaña. El epacio era un panóptico, los
clientes disribuidos en un esrecho pasillo cuadrado, rodeado de epejos, alrededor de una
barra también cuadrada. Desde cualquier ángulo podías verificar cualquier objeto de tu deseo
y ser viglado también. Allí comenzaban las conversaciones y se invertía la razón colonialisa:
ellos eran los que buscaban a la otra raza en una epiral que entrelazaba nuesra ansia de
exotismo con la suya, como una doble negación. El Ary Fary era la pequeña disco en la que
continuaba la fiesa bajo música kisch. Podías dejar tus cosas sobre una silla sin peligro; allí
robar es como aquí matar. El primer día conocí a un japonés que hablaba un inglés perfeco.
Vivía en Nueva York, “afortunadamente”. “¿No te gusa Tokio? ”. “Japón es un país trise”.
Kyoshi significa callado o tranquilo. Tenía 32 años y el labio leporino, con una hendidura
húmeda que parecía una herida en esado de cicatrización permanente. Había vivido en
Dijon y hablaba algo de rancés. Me llevó al baño, se separó de mí, me enseñó las nalgas
abiertas, me pidió que le enseñase mi sexo. Luego me hizo una felación y me exció mucho
verme dentro de su boca suturada. Luego me llevó a su casa, un apartamento en un bloque
prefabricado. Al abrir, me detuvo en la puerta, excusándose porque al salir había tendido la
colada. Al quiarme los zapatos a la entrada, me sorprendió no ver ninguna ropa colgando en
ninguna parte. Cuando él cerró la puerta, un brazo mecánico, deplegado como un origami,
eparció la ropa por todo el pequeño cuarto sobre nuesras cabezas.
Me señaló un póser con un acor en la pared, indicándome mi parecido con él; era Brad
Pit y entendí que para él, como para mí los chinos, éramos todos iguales. La única silla tenía
cojines con las banderas de los EEUU y Gran Bretaña. No pudimos llegar a la penetración
porque no teníamos preservativos. Me deperté con el roce de su sexo sobre mi pecho y una
buena resaca. Él tenía que ir a trabajar, pero dudaba si pasar el día conmigo. Para tentarme,
me puso una película porno con pelirrojos como yo. Le dije que debía hacer turismo y
salimos juntos. Cuando me até los zapatos, tiré un pañuelo en la basura: esaba llena de
condones a esrenar.
En el metro quise saber más sobre su vida. Era hijo de un miliar. Yo le miraba a los ojos
mientras hablaba. “Nunca vuelvas a mirarme así o me sentiré obligado a besarte”. “Pues
hazlo”. “Eso sería una humillación pública ineviable”. “Discúlpame entonces”. “Pero sigues
KAISERIN MAGAZINE
- 080 -
mirándome. Mi honor es mayor que mi compromiso hacia ti”. Me besó y nadie miró ni
hubo reacción alguna. Él bajó la cabeza con geso de sumisa contención. Salió del vagón en
la siguiente parada y no se depidió.
Seiji, donde sei significa sincero y ji es dirigr. Tenía 39 años, pero todos parecen mucho
más jóvenes de lo que son, a pesar de las hebras blancas en su cabello. También lo conocí en
el Ary Fary. Me llevó a su casa, en Meguro. Era una casa tradicional. Me orece un té verde,
prende incienso de té verde y yo mismo llevaba perfume de idéntico olor. El sexo fue altivo
y rápido; jugó con mis pezones como nadie antes. A la mañana me dio una yukata de lino y
me pidió que le eperase en su sofá cincuentero. Los libros esaban delante, en pilas ante una
pared; ellos soportaban una tabla de madera que hacía las veces de esante para otros objetos.
Tenía un altar Shinto en la cocina, dedicado a su padre. Le vi tomar del esante unas fundas
de plásico. Dentro había una camiseta de tiras blanca y unos slus. No tenía lavadora y le
compensaba más ponerse cada día ropa interior nueva que ir a la lavandería.
Pasé con él varios días. Me llevó a ver tiendas, museos, galerías. Nos llevaba a cenar. Al
cocinar una sopa para nosotros, nos recordó a Barthes en el Imperio de los signos, cuando decía
que la comida japonesa no se come, sino que se escribe, figurando kanjis en cada deplazamiento de los palillos. Un día me llevó a un club privado, de una amiga lesbiana. Era bajo
la torre Mori, en un pequeño cubo cubierto con un entramado de maderas de bambú. El
pasillo de entrada esaba cubierto de metal cromado. Cuando avanzábamos por él, una luz
iluminó el suelo para mosrar un emblema circular que me recordó las hebillas de cinturón
de los samurais. Se abrió una compuerta e introdujo un código en un teclado alfanumérico.
Su amiga apareció y nos guió al interior, casi a oscuras, con pequeñas lámparas hechas de
hilos colgantes de Swarovski que sólo iluminaban las copas sobre las mesas, mientras que las
caras permanecían en la oscuridad. Nos llevó a la terraza. Sentados en un sillón de cuero,
mirando el skyline de la ciudad, bebíamos cosmopolians. Cada vez que se terminaba uno, sin
previo aviso, alguien salía de alguna parte con otro nuevo. Conversamos. Su madre era una
Geisha y su padre, un arquieco del brutalismo japonés. Cuando sus familias los prometieron, vieron car la bomba sobre Nagasaki, a lo lejos. Tenían doce y catorce años y pensaron
del cielo, que irradió colores boreales durante varios días, que era bonio. Luego hablamos
de un novio occidental anterior. Me decía que no sentía nada cuando le decía: “Te quiero”;
que en japonés no exise palabra para el amor. Que cuando traducen en un film americano:
“I love you”, dicen: “I can die for you”. Que cuando su pareja le dejaba, al salir más temprano
que él a trabajar, sus zapatos bajo el tatami, de forma que le fuese más fácil ponérselos cuando
él fuese a salir, entonces sentía una verdadera afección emocionada. También me explicó que
en japonés no exise la primera persona del singular: por un gro del habla se sobrentiende
que quien dice algo, realiza la acción. Japón desmontaba ante mis ojos los dos pilares del
individualismo occidental: el yo y su expresión más contundente, el amor.
Me habló también allí de un escrior, Tatsuaki Ishiguro. Escribió su novela favoria, de
ciencia ficción, como el informe de un biólogo sobre una nueva epecie, un ratón alado
hallado en Okaido. Le fascinaba la búsqueda de algo que no puede exisir y que de hecho
exise. La novela jamás la he podido ler; no se ha traducido. Curiosamente, buscando
en internet sobre el escrior, sólo le encuentro como coautor de informes técnicos sobre la
metásasis, con palabras clave como: anesesia, benzodiazepina derivado, hombre, esudio
esadísico, amnesia, recuerdo, eficacia, tratamiento, sedación, midazolam, extremidad
superior, aparato digesivo, endoscopia. También eso: “Nacido en 1961, escribe maravillosas
KAISERIN MAGAZINE
- 081 -
obras de ciencia ficción sobre biotecnología. Escribe sus hisorias en papel médico o en una
revisa científica. Suelen incluir imágenes, como secuencias de ADN, tablas y fotografías”.
Nunca pude saber más. También me contó que Mishima les resultaba insoportable: demasiado conservador para ellos, con demasiado ego.
El día antes de irme de Tokio me dijo: “Sin posesión. Sin compromiso. Sólo vernos otra
vez”. Me llevé a Tokio dos libretas. Una es negra, pequeña, y lo único que hay escrio en
ella, en la cara anterior a la págna central, es su nombre en japonés con su trascrución
debajo. Incluyó también sus extrañas señas. Dos teléfonos. Un email. La págna siguiente
esá cuidadosamente arrancada, por la línea de puntos que permien esas asépticas libretas.
En ella le di a él mis datos. Me sentí como los jarrones del museo nacional de arte japonés,
sujetos con tanza invisible, para eviar que se deplacen con los terremotos.
Hiro significa abundante. Ni siquiera podía repetir mi nombre pero me hizo entender que
tenía diecinueve años. Lo conocí en otro bar que ni recuerdo, donde mi amigo artisa dibujaba
comics en las hojas que te daban para escribir los pedidos, para comunicarse con los tíos de
la barra, que apenas hablaban inglés: toda la barra era como una págna de cómic, un relato
en tiempo real; la hisoria dibujada del diálogo con los otros iba siendo esbozada a la vez
que servía para provocar la conversación. Él era alto e iba vesido con una enorme camisa de
cuadros roja y negra. Me sonreía y comencé a bailar con él. Le besé, me llevó fuera y me hizo
gesos sobre el vientre, como indicando hambre. Me llevó a una hamburguesería, donde no
había carne, sólo soja. Sacó un minúsculo ordenador que en realidad era un intérprete digtal.
Fuimos hablándonos con palabras clave, usando el traducor. Hacía balonceso y quería
llevarme a un hotel del amor. Salimos hacia uno y él me escribió algo en la máquina delante
de una tienda: “Which size?”. Normal. Compró preservativos. En la recepción del hotel
sólo había una discreta ventanilla baja. Él me ocultó porque no aceptaban homosexuales.
Pagó y recibimos un neceser con toallas, jabón y un mando a disancia. Todo el cuarto era
una cama, con un escalón que daba direcamente a un baño. Me la señaló. Cuando salí de
la ducha, fue su turno. Me tiré en la cama y vi que había pueso la tele, con una película
porno donde violaban a una mujer dentro de un coche mientras ella daba grios. Cambié de
canal dos veces, reapareció el primero y la apagué. Los tres eran de porno hetero del género
violación. Cuando comenzamos a tocarnos vio mi pene y me increpó. Luego, el preservativo
esándar japonés, me apretaba demasiado. Volví a Shinjuku-ni-chome. Mis amigos esaban
en el Ary Fary. Él me acompañó. Le indiqué que se quedase. No quiso subir. Mientras yo
ascendía las escaleras, él miraba de rente, serio e inclinando una y otra vez la cabeza en signo
de depedida. Me depedí con la mano, pero él continuaba allí. Seguí hasa el interior, hasa
que le perdí de visa.
Tenga. Era la novedad en 2007. Es un masturbador de apariencia tecnológica, con diversas
versiones que reproducen virtualmente diversas prácticas sexuales y posiciones de penetración. Se lo llevé de regalo a un amigo. Me dijo que después del sexo real, no había nunca
había probado nada igual de bueno.
1
« Los shunga ("hxp://r.wiktionary.org/wiki/春画) son grabados eróticos japoneses, de esilo ukiyo-e. Shunga
significa lieralmente: ‘imagen de primavera’, un eufemismo para hacer referencia al aco sexual » [Wikipedia].
KAISERIN MAGAZINE
- 082 -
SHUNGA*
Manuel Segade
*«  Les shunga ("hxp://r.wiktionary.org/wiki/،K画) sont des gravures japonaises érotiques, de style ukiyo-e. Shunga signifie
littéralement “image du printemps”, un euphémisme pour faire référence à l'acte sexuel  » [Wikuedia].
Chaque baise d’un soir est une dernière baise. Parler de sexe vécu après le sexe a
le même degré d’obsolescence, de perte, qui existe dans les moyens de
reproduction technique, que l’acte passé que rappelle une image photographique. Le
Japon représentait pour moi l’exotisme, un espace de corps nouveaux, de gestes
nouveaux, où ma promiscuité expérimentée aurait pu être stimulée par des
perceptions non usées  : mon désir filtré par une élégante transcription xylographique.
À Tokyo, il semble que tous ont adopté le mode de vie européen. Pourtant, leur
vision du monde n’a rien à voir avec la nôtre. Chaque jour, alors que nous gagnait
le mal de tête provoqué par tant de stimulations et tant de chocs face à tout ce qui
se passait, nous allions à Shinjuku-ni-chome. Il s’agit d’un pâté de maison du
quartier de Shinjuku, au centre de la ville. C’est là que sont regroupés, dans
quelques bâtiments tout en hauteur, les pubs gays de la ville. Nous marchions de la
gare de Shinjuku, pleine de gens qui portaient des masques, des personnes
enrhumées qui ne se permettent pas le luxe de contaminer les autres. Dehors,
l’avenue principale était pleine de néons verticaux, qui, en dix minutes à pied, nous
emmenaient à un croisement où se trouvaient, d’un côté, la copie néo-déco de
l’Empire State Building et de l’autre, plusieurs magasins ouverts 24h./24h. Ces
magasins étaient la limite de ni-chome, le deuxième secteur du quartier de
Shinjuku.
Entre les gratte-ciels, des rues étroites, sans trottoir et où circulaient à peine
quelques voitures, brillaient sur chaque façade de petites enseignes néons carrées.
Une à chaque étage, qui annonçaient des lieux, la plupart en kanjis. Dans les
entrées de chaque bâtiment, les mêmes écriteaux étaient résumés sur de grandes
plaques, avec des sous-titres ou des logos qui décrivaient le degré de
spécialisation de chaque magasin, avec cette perfection propre au commerce qui
permet de trouver exactement ce que vous souhaitez. Tout comme la ville de
Tokyo, la possibilité d’interaction est capitalisée au maximum, par rapport à une
présomption d’identité fixe, avec une esthétique qui fait référence à un modèle et
désigne une appartenance  : les relations personnelles sont établies par des
étiquettes, et répondent à un classement de type index dont les paramètres sont
déterminés par la consommation.
Les locaux sont ridiculement petits. À tel point, qu’en général, ils ne plaisent pas aux
étrangers. Dans un bar composé d’un comptoir et de l’espace suffisant pour trois
sièges, ils soignent au maximum leur clientèle habituelle. L’étranger occupe une
place qu’il ôte à un assidu. Peu de gens parlent une autre langue que le japonais.
C’est pourquoi nous commencions chaque soir par le même petit bar, Advocates. Il
se trouvait à l’angle de la rue principale qui traversait le pâté de maison où se
réunissaient les homosexuels étrangers de la ville, serrés à l’intérieur puis répartis en
cercle autour du poêle à gaz de la terrasse. Chaque gin tonic contenait du citron vert
pressé. Je me souviens que le serveur fut ma première extravagance  : les orientaux
ne m’ont jamais attiré. Mon regard occidental les rendait faibles, délicats, maniérés,
avec des gestes nerveux d’oiseaux. C’est alors que m’apparu un autre type de
japonais  : tout aussi sophistiqué, mais masculin, robuste, compact, ce qui faisait du
brun à la barbe touffue une espèce d’hispano stylisé dans un film d’Hollywood, le
rendant par conséquent acceptable à mes yeux d'occidentaux.
Dans les toilettes se trouvait un portrait de Yayoi Kusama, une artiste conceptuelle
japonaise qui eu un grand succès international dans les années 60. L’image, de
Nobuyoshi Araki, était récente, en noir et blanc. La vieille dame, avec une esthétique
gothique et de longs cheveux noirs, regardait droit devant elle, impassible, assise à
une table. Elle tenait dans ses mains un grand couteau et une grande bite en
plastique qu’elle coupait en deux. En dessous, un élégant panier avec les serviettes
pour se sécher les mains. Au fur et à mesure que passaient les heures, on
comprenait que les japonais présents au bar se répartissaient la marchandise
étrangère pour le reste de la nuit.
Chaque nuit, nous allions ensuite au GB, ou Grande-Bretagne. Il s’agissait d’un
panoptique  : les clients étaient répartis le long d’un étroit couloir carré, entouré de
miroirs, autour d’un bar également carré. Il était possible de surveiller l’objet de ses
désirs mais également d’être surveillé depuis n’importe quel angle. C’est là que
commençaient les conversations et que s’inversait la raison colonialiste : c’est eux
qui cherchaient l’autre "race" dans une spirale qui entrelaçait notre besoin
d’exotisme et le leur, comme une double négation (ce sont les mots employés dans
l’original, je ne vois pas comment modifier la phrase,). Le Arty Farty était une petite
boîte de nuit dans laquelle nous continuions à faire la fête sur de la musique kitsch.
On pouvait laisser nos affaires sur une chaise sans se faire de souci. Voler là-bas
c’est comme tuer chez nous. Le premier jour, je fis la connaissance d’un japonais qui
parlait parfaitement anglais. Il vivait à New York, “  heureusement  ”. “  Tu n’aimes pas
Tokyo  ?  ”. “  Le Japon est un pays triste  ”.
Kyoshi signifie réservé, calme. Il avait 32 ans et un bec de lièvre, avec une fente
humide qui ressemblait à une blessure en état de cicatrisation permanente. Il avait
vécu à Dijon et parlait quelques mots de français. Il m’emmena aux toilettes,
s’éloigna de moi et me montra (tendit?Je ne pense pas puisqu’il n’y a pas
pénétration, lorsque quelqu’un tend quelque chose c’est pour que vous le preniez,
dans ce cas là, il lui montre uniquement pour l’exciter, je pense…) ses fesses
ouvertes. Il me demanda de lui dévoiler mon sexe. Il me fit ensuite une fellation et le
fait de me voir dans sa bouche suturée m’excita énormément. Puis il m’emmena
chez lui, un appartement dans un immeuble préfabriqué. En ouvrant la porte, il
s’arrêta sur le seuil et s’excusa car il avait étendu son linge avant de sortir. En
enlevant mes chaussures dans l’entrée, je fus surpris de voir qu’il n’y avait aucun
vêtement étendu nulle part. Lorsqu’il ferma la porte, un bras mécanique déplié
comme un origami éparpilla le linge dans toute la petite pièce au-dessus de nos
têtes.
Il me montra un poster d’un acteur accroché au mur, m’indiquant ma ressemblance
avec celui-ci  ; il s’agissait de Brad Pitt et je compris que, comme pour moi les chinois,
pour lui nous nous ressemblions tous. La seule chaise avait des coussins au motif
des drapeaux des États-Unis et de la Grande-Bretagne. Il nous fut impossible d’aller
jusqu’à la pénétration car nous n’avions pas de préservatif. À mon réveil, son sexe
frôlait mon torse et j’avais une bonne gueule de bois. Il devait aller travailler, mais il
hésitait à passer la journée avec moi. Pour me tenter, il me mit un film porno avec
des roux, comme moi. Je lui dis que je devais faire du tourisme et nous sortîmes
ensemble. Après avoir remis mes chaussures, je jetai un mouchoir à la poubelle  : elle
était pleine de capotes neuves.
Dans le métro, je voulu en savoir plus sur sa vie. C’était le fils d’un militaire. Je le
regardais dans les yeux pendant qu’il parlait. “  Ne me regardes plus jamais comme ça
ou je me sentirai obligé de t’embrasser  ”. “  Et bien, embrasse-moi  ”. “  Ce serait une
humiliation publique inévitable  ”. “  Alors excuse-moi  ”. “  Mais tu continues de me
regarder. Mon honneur est plus grand que mon engagement envers toi  ”. Il
m’embrassa et personne ne leva les yeux, il n’y eu aucune réaction. Il baissa la tête
en geste de soumission. Il sortit du wagon à l’arrêt suivant, sans me dire au revoir.
Seiji, avec sei qui signifie sincère et ji diriger. Il avait 39 ans, mais les japonais ont
tous l’air plus jeune que ce qu’ils sont en réalité, malgré les mèches blanches dans
leur chevelure. Je l’ai également connu au Arty Farty. Il m’emmena chez lui, à
Meguro. C’était une maison traditionnelle. Il m’offrit un thé vert et alluma de l’encens
au thé vert. Je portais moi-même un parfum à l’odeur identique. Le sexe fut hautain
et rapide  ; il joua avec mes tétons comme personne ne l’avait fait auparavant. Le
lendemain matin, il me donna un yukata en lin et me demanda de l’attendre sur son
canapé des années cinquante. Devant, contre un mur, il y avait des piles de livres
qui soutenaient une planche en bois servant à son tour d’étagère pour d’autres
objets. Il y avait dans la cuisine un autel shinto consacré à son père. Je le vis
prendre des pochettes en plastique sur l’étagère. À l’intérieur se trouvaient un T-shirt
blanc sans manches et plusieurs slips. Il n’avait pas de machine à laver et c’était plus
pratique pour lui de mettre des sous-vêtements neufs que d’aller à la blanchisserie.
Je passai plusieurs jours avec lui. Il m’emmena voir des magasins, des musées, des
galeries. Nous allions dîner. Alors qu’il cuisinait une soupe pour nous, il cita Barthes
dans l’Empire des signes, lorsqu’il disait que la nourriture japonaise ne se mange
pas, mais qu’elle s’écrit, en représentant des kanjis chaque fois qu’il déplaçait ses
baguettes. Un jour, il m’emmena dans un club privé qui appartenait à une amie
lesbienne. Il se trouvait sous la Tour Mori, dans un petit cube couvert d’un lattage en
bois de bambou. Le couloir de l’entrée était en métal chromé. Alors que nous
avancions dans celui-ci, une lumière illumina le sol, laissant apparaître un emblème
circulaire qui me rappela les boucles de ceintures des samouraïs. Une porte s’ouvrit
et il composa un code sur un clavier alphanumérique. Son amie apparut et nous
guida à l’intérieur, presque dans l’obscurité, avec des petites lampes Swarovski faites
de fils pendants qui illuminaient seulement les verres sur les tables tandis que les
visages restaient dans la pénombre. Elle nous emmena sur la terrasse. Assis sur un
siège en cuir, nous regardions le skyline de la ville tout en buvant des
cosmopolitains. Chaque fois qu’un verre se vidait, quelqu’un arrivait avec un autre,
sans que nous ayons à demander quoi que ce soit. Nous discutâmes. Sa mère était
une Geisha. Son père, un architecte du brutalisme japonais. Quand leurs familles les
fiancèrent, ils virent tomber au loin la bombe sur Nagasak. Ils avaient douze et
quatorze ans, et ils trouvèrent les couleurs boréales qui illuminèrent le ciel pendant
plusieurs jours très jolies. Nous parlâmes ensuite d’un ex-petit ami occidental. Il
m’expliqua qu’il ne ressentait rien celui-ci lui disait  : “  Je t’aime  ”  ; qu’en japonais, il
n’existe pas de mots pour exprimer l’amour. Que quand on traduit dans un film
américain  : “  I love you  ”, on dit  : “  I can die for you  ”. Que quand son petit ami partait,
quand il sortait plus tôt que lui pour aller travailler, ses chaussures sous le tatami,
afin que ce soit plus facile pour lui de les enfiler au moment de sortir, c’est à ce
moment là qu’il ressentait un réel sentiment d’affection. Il m’expliqua également
qu’en japonais, il n’existe pas de première personne du singulier  : c’est la tournure
de la phrase qui sous-entend qui dit quelque chose, qui réalise l’action. Le Japon
démontait sous mes yeux les deux piliers de l’individualisme occidental  : le moi et
son expression la plus indiscutable, l’amour.
C’est là qu’il me parla également d’un écrivain, Tatsuaki Ishiguro. Il avait écrit son
roman favori, de science fiction, une espèce de rapport de biologiste sur une
nouvelle espèce, une souris ailée trouvée à Hokkaïdo. Il était fasciné par la
recherche de quelque chose qui ne peut exister et qui pourtant existe. Je n’ai jamais
pu lire ce roman ; il n’a pas été traduit. Curieusement, en faisant une recherche de
l’écrivain sur internet, il apparaît uniquement comme coauteur de rapports
techniques sur la métastase, avec des mots clés tels que  : anesthésie,
benzodiazépine dérivée, homme, étude statistique, amnésie, souvenir, efficacité,
traitement, sédation, midazolam, extrémité supérieure, appareil digestif, endoscopie.
Ainsi que ceci  : “  Né en 1961, il écrit de merveilleuses œuvres de science fiction sur
la biotechnologie. Il écrit ses histoires dans des journaux médicaux ou des revues
scientifiques. Des images telles que des séquences d’ADN, des tableaux et des
photographies sont habituellement incluses  ”. Je n’ai jamais pu en savoir plus. Il me
raconta également que les homosexuels japonais ne supportaient pas Mishima  : trop
conservateur pour eux, avec un égo trop important.
La veille de mon départ de Tokyo, il me dit  : “  Sans attache. Sans engagement. Juste
se revoir  ”. J’ai apporté deux carnets à Tokyo. L’un est noir, petit, et la seule chose qui
y est écrite, sur la face antérieure à la page centrale, c’est son nom en japonais avec
la transcription en dessous. Il écrivit également ses coordonnées  : deux numéros de
téléphone, une adresse email. La page suivante est arrachée avec soin, le long des
pointillés dont disposent ces carnets aseptiques. Sur celle-ci, je lui ai donné mes
coordonnées. Je me suis senti comme les vases du musée national d’art japonais,
accroché par un fil de pêche invisible, afin d’éviter qu’ils ne se déplacent pendant les
tremblements de terre.
Hiro signifie abondant. Il n’était même pas capable de répéter mon nom mais il me fit
comprendre qu’il avait dix-neuf ans. Je l’ai connu dans un autre bar dont je ne me
souviens même pas, où mon ami artiste dessinait des bandes dessinées sur les
feuilles que l’on nous donnait pour passer les commandes, pour communiquer avec
les gars du bar, qui parlaient à peine anglais. Tout le bar ressemblait à une page de
bande dessinée, un récit en temps réel. L’histoire dessinée du dialogue avec les
autres était ébauchée en même temps qu’elle servait à provoquer la conversation. Il
était grand et il portait une énorme chemise à carreaux rouge et noire. Il me souriait
et j’ai commencé à danser avec lui. Je l’ai embrassé, il m’emmena dehors et il fit des
gestes sur son ventre, m’indiquant qu’il avait faim. Il m’emmena dans un fast-food où
il n’y avait pas de viande, que du soja. Il sortit un minuscule ordinateur qui était en
réalité un interprète numérique. Nous parlâmes en mots clés, en utilisant le
traducteur. Il faisait du basket et il voulait m’emmener dans un hôtel de l’amour. Nous
partîmes en direction d’un hôtel et il m’écrivit quelque chose sur la machine devant
un magasin  : “  Which size  ?  ”. Normal. Il achetait des préservatifs. La réception de
l’hôtel ne comportait qu’un discret guichet bas. Il me cacha car ils n’acceptaient pas
les homosexuels. Il paya et on nous donna une trousse de toilette avec des
serviettes, du savon et une télécommande. La chambre n’était qu’un un lit, avec une
marche qui allait directement dans la salle de bains. Il me l’indiqua. Lorsque je sortis
de la douche, il y entra. Je m’allongeai sur le lit et vit qu’il avait allumé la télé, c’était
un film porno où une femme criait pendant qu’elle se faisait violer dans une voiture.
Je changeai de chaîne deux fois mais la première réapparut et j'éteignis. Ces trois
chaînes diffusaient du porno hétéro de type viol. Quand nous commençâmes à nous
toucher, il vit mon pénis et m’injuria. Ensuite, le préservatif standard japonais me
serrait trop. Je rentrai à Shinjuku-ni-chome. Mes amis étaient au Arty Farty. Il
m’accompagna. Je lui fis comprendre qu’il pouvait rester mais il ne voulu pas monter.
Pendant que je gravissais les escaliers, il regardait droit devant lui, sérieux, et
inclinait encore et encore la tête en signe d’adieux. Je lui dis au revoir avec la main,
mais il resta là. Je continuai jusqu’à l’intérieur, puis le perdis de vue.
Tenga. C’était la nouveauté de 2007. Il s’agit d’un masturbateur à l’apparence
technologique, avec diverses versions qui reproduisent virtuellement différentes
pratiques sexuelles et autres positions de pénétration. Je l’offris en cadeau à un ami.
Il me dit qu’après le sexe réel, il n’avait jamais rien essayé d’aussi bon.
Traduction  : Sophie Carambano

Documentos relacionados