Primer Premio - I.E.S Villegas

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Primer Premio - I.E.S Villegas
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EL SUEÑO QUE
CAMBIÓ MI VIDA
Acabo de tener un sueño.
Me encontraba inmersa en un paisaje casi
artificial en donde las montañas se elevaban
majestuosas y sus cumbres parecían querer tocar
el cielo. Un bosque frondoso se extendía hasta
donde la vista no podía alcanzar, albergando en
su interior las especies más variadas de insectos,
Amaya Gómez
Domínguez
aves y mamíferos. El río que descendía de las
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impresionante cascada de donde, como si de un
montañas formaba en su curso una
ser mágico se tratase, surgían rayos de los
colores más asombrosos.
Me sentía tranquila y relajada, como si
todos mis problemas de adolescente hubieran
desaparecido envueltos en la neblina húmeda
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que aquel arroyo imaginario producía en su caída.
Decidí conocer ese mundo que aparecía frente a mí antes de que el odioso
sonido del despertador disolviese tan bella ilusión.
Salté de la roca desde donde divisaba todo aquel paisaje y mis pies se
vieron envueltos, acariciados, por una mullida alfombra vegetal que ahogaba el
sonido de mi caminar. Pronto sentí el trinar de los pájaros, pero apenas podía
verlos; oía el rumor de las ramas que se acariciaban unas a otras mecidas por
una suave brisa; la fragancia de las flores, que surgían aquí y allá como piedras
preciosas de los más variados colores, me hacía sentir que estaba en un reino
oriental como esos que aparecen en los cuentos antiguos de Simbad o Las Mil y
Una Noches…
- Hola, señorita, ¿qué haces tú aquí? – dijo una voz a mi espalda.
Me quedé quieta, rígida, paralizada. No pensaba que nadie se pudiese
dirigir a mí en un lugar como aquél, sobre todo sabiendo, como sabía, que
aquello era un sueño. Me volví lentamente y allí estaba ella. Era una mujer
menuda de la que no puedo decir una edad siquiera aproximada, vestida con
ropajes verdes y con un sombrero rojo en la cabeza. Numerosas arrugas
surcaban su rostro y sus ojillos vivarachos estaban fijos en mí, escrutándome en
profundidad.
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- No sé – respondí, y al hacerlo, me acordé de una compañera de clase,
Mónica, que siempre que el profesor le preguntaba algo contestaba: “No
sé”.
- ¿Cómo que no sabes? ¿Qué es lo que no sabes? – preguntó la
mujercita que parecía tener un genio de mil demonios – ¿No sabes
dónde estás? Pues te lo voy a decir yo. Estás en un mundo que tú
misma has creado. Un mundo bello, pero irreal, que tiene sus días
contados. Ese tipo de mundos que sólo pueden ver los jóvenes como tú.
Me fue pareciendo que poco a poco aquella pequeña mujer se iba
dulcificando y que la manera agria como empezó a dirigirse a mí iba
desapareciendo. Se iba llenando poco a poco de amabilidad. Se acercó y me
tomó de la mano.
- Ven. Voy a enseñarte mi mundo que, aunque no lo parezca, es el tuyo.
Juntas comenzamos a caminar bajo las altas copas de los árboles. Entre
ellas se iba filtrando el sol, cuyos rayos dotaban al lugar de una belleza inaudita.
Ella caminaba airosa, como si no le pesasen los años que, sin duda, tenía.
Nos detuvimos frente a una gruta. Me impresionó su inmensidad a medida
que íbamos penetrando en ella.
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- Fíjate, amiga mía – me dijo –. La cueva está llena de piedras preciosas.
Cuanto más nos adentremos en ella podrás ver las más maravillosas
joyas que jamás persona alguna contempló.
Efectivamente. Mientras caminábamos por el interior de la cueva la
oscuridad apenas se percibía debido al fulgor que las piedras producían. Rubíes,
zafiros, esmeraldas enormes como puños iban apareciendo a izquierda y
derecha de nuestra senda. Al cabo de un breve espacio de tiempo nos
detuvimos.
- Las nuevas generaciones – dijo la mujer – tienen necesidad de buscar
verdaderos maestros de vida que les indiquen un camino positivo, que
les propongan estímulos y los acompañen en el desarrollo de sus
mejores cualidades y posibilidades. Son verdaderos tesoros. Los
jóvenes tenéis muchos recursos, pero necesitáis que os los exploten. El
tesoro está ahí, pero hay que sacarlo.
Mientras escuchaba lo que decía, me impresionó el brillo de un rubí rojo
como la sangre y me agaché para cogerlo, pero apenas mis manos lo rozaron un
instante, éste desapareció.
- ¿Por qué cuando quiero coger una piedra preciosa ésta desaparece?
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- Vivimos en una cultura que exalta el éxito fácil e inmediato y que evalúa
a las personas por su triunfo en la vida, su fama, su poder… Lo más
fácil sería que tú llenases esa mochila que llevas con cuantas piedras
preciosas pudieses coger. Tendrías riqueza, poder, tal vez fama, pero
sería algo inútil. Recuerda que estás en un sueño. Prefiero que la llenes
de esfuerzo y de sacrificio. Que te des cuenta de que es preciso asumir
la derrota y las pequeñas renuncias de la vida cotidiana, así como tus
límites y fracasos. De este modo, podrás valorar otras posibilidades y
capacidades positivas que están presentes en ti, no en la cueva.
Salimos de la gruta. Sentía cierto desasosiego porque no tenía ninguna de
esas piedras tan bellas, pero las palabras que la extraña mujer me dirigió me
fueron devolviendo la tranquilidad.
Seguimos caminando hasta llegar al borde de un lago bellísimo. El entorno
se reflejaba en sus aguas con total nitidez.
- Asómate y mira – me dijo.
Me acerqué a la orilla y miré. Las lejanas montañas, los árboles y el cielo
se reflejaban en sus aguas.
- ¡Esto es precioso! – exclamé entusiasmada.
- Pues todavía te queda ver lo mejor. Vuelve a mirar – me mandó.
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No sabía lo que pretendía decirme. Volví a mirar y no vi otra cosa que lo de
antes: las montañas, los árboles y el cielo. Al contemplar mi expresión aturdida,
me dijo con amabilidad.
- Mira, mira bien, más profundamente, ¿qué ves?
- Me veo a mí – respondí.
- ¡Efectivamente! Tienes que contemplar y mirar en profundidad. Tienes
que saber mirar a las personas, a la naturaleza, a la vida descubriendo
sus mejores aspectos. Lo mejor de las personas y de la existencia está
escondido en el interior. No te puedes quedar en la superficie. Aprende
a interiorizar.
Cada vez estaba más sorprendida con la excursión por ese mundo
precioso, pero imaginario, que aquella buena mujer me estaba ayudando a
descubrir. Tan ensimismada estaba tratando de asimilar las palabras que me
acababa de decir, que no me percaté que me dirigía sin remedio a mi final,
imaginario, supongo.
- ¡Cuidado! – gritó la mujer – ¡No te caigas!
Me quedé quieta al instante, y pude ver que frente a mí se abría una
enorme sima.
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- ¡De buena te has librado! Si te llegas a haber caído en el pozo, no sé
qué hubiera tenido que hacer.
- ¿Es muy profundo? – pregunté.
- No tiene fin. Si no te lo crees, prueba a tirar una piedra.
La miré y pude comprobar que hablaba completamente en serio. No
obstante, cogí una piedra y me acerqué con cuidado al borde de la sima. La tiré
a su interior y me mantuve a la espera para escuchar el momento en que la
piedra chocara con el fondo o con el agua o con lo que fuera que hubiese al
final, pero el ruido no se produjo. Tiré otra piedra y, nada. Tiré otra y, nada.
- ¿No tiene fondo? – pregunté.
- No, no lo tiene. Sólo está el vacío – respondió –. Los jóvenes
experimentan a menudo un enorme vacío interior que tratan de colmar con
el placer, la diversión a toda costa, la droga o recorriendo hasta los
caminos tortuosos de la violencia y el delito. Pero ni el placer, ni el
consumo, ni el agarrarse a los diversos modos de aprovechar el momento
presente satisfacen sus aspiraciones y necesidades más profundas.
Las palabras de aquella mujer volvieron a sorprenderme. Mis ojos se
quedaron fijos en el abismo como esperando ver aparecer algún ser fantástico
de las profundidades, que trajese bajo el brazo las soluciones para esa situación
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juvenil de la que yo misma era testigo cada fin de semana: botellones, peleas,
borracheras incluso en muchachos de catorce y quince años, drogas de todo
tipo… insatisfacción.
Parecía que aquella señora tan menuda, tan aparentemente insignificante,
me hubiera elegido a mí como mensajera o como artífice de algún cambio
radical en las actitudes de los jóvenes. Cada una de sus explicaciones así lo
indicaba.
No sabía el tiempo que podía llevar en aquel lugar del sueño, no podía
calcularlo, pero parecía que el sol que brillaba orgulloso en lo más alto del cielo
cuando todo comenzó, iba declinando y la noche se acercaba.
Sin decir nada, me acerqué a la mujer vestida de verde y con un gorro rojo
en la cabeza. Tenía muchas preguntas en mi cabeza pero ninguna surgía de mí.
Ella, como adivinándolo, me dijo:
- Pronto te despertarás, pero no puedes despertarte si no abres los ojos a
la verdad. Despertarse no es levantarse recién amanecido y ver cómo
surcan el cielo las aves o cómo cantan los jilgueros. Tienes que abrir
bien los ojos. Eres joven.
- Sí, abriré bien los ojos, pero ¿qué es lo que tengo que mirar?
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- Lo irás descubriendo a medida que vayas madurando y tengas más
sensibilidad ante las cosas; cuando salgas un poco de ti misma. Te
despertarás cuando veas que el vecino del tercero izquierda, que es
mayor, no puede salir de casa porque vive en un piso sin ascensor.
- ¿Cómo sabes que mi casa no tiene ascensor?
- Te despertarás cuando veas que existen jóvenes de tu edad que por
problemas físicos no podrán jugar a baloncesto como tú.
- Es verdad. No me había dado cuenta.
- Te despertarás cuando te duela con qué tranquilidad gastamos nuestro
dinero habiendo gente que duerme en la calle y pasa hambre.
- Yo suelo mirar a otro lado.
- Te despertarás cuando te pongas a describir los lugares bellos de la
Tierra a un amigo invidente, y cuando seas capaz de volar sobre tu
ciudad y posarte donde sea necesaria tu presencia.
- Creo que estoy muy dormida. ¿Podré despertarme?
- ¡Por supuesto! Te despertarás cuando no te quedes inmóvil en el sofá
de casa sino que te atrevas realmente a ¡VIVIR!
Dicho esto, aquella mujer comenzó a transformarse. Sus ropas
comenzaron a adquirir tonalidades claras, cada vez más brillantes. Su cara se
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volvió tersa, como si se hubiera sometido a un tratamiento o el colágeno de las
cremas de belleza hubiese producido un resultado mucho mejor que el deseado.
Y lo más asombroso, creció en estatura. Era una mujer bellísima la que tenía
frente a mí, y me sonreía. Parecía un ángel.
- ¡Despierta! – me dijo. Y desapareció.
Todo quedó en oscuridad. Mi corazón latía con fuerza tras la experiencia
vivida, soñada. Me fui tranquilizando hasta que me dormí. Ya no soñé.
El sonido del despertador me devolvió a la realidad de mi habitación con
mis peluches, mis libros y mis carteles de Gasol y Garbajosa.
Me había despertado. Sin embargo, una pregunta asaltó mi corazón al
recordar aquella mujer menuda que llegó a convertirse en un ángel: ¿sería
capaz realmente de despertarme?

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