122195043-Chartier-Roger-Las-Revoluciones-de-La-Cultura

Transcripción

122195043-Chartier-Roger-Las-Revoluciones-de-La-Cultura
LAS REVOLUCIONES DE
LA CULTURA ESCRITA
LE"l(;['A,JE - ~'SCIllTl·H.\ - ALFABETIZACION
Diálogo e intervenciones
Dirigida por Emilia Ferreiro
La escritura, como tal, no es el objeto de ninguna disciplina específica.
Sin embargo, en años recientes se ha producido un incremento notable
de producciones que toman la escritura como objeto, analizándola
desde la historia, la antropología, la psicolingüística, la paleografía, la
lingüística.. El objetivo de la colección LEA es difundir una visión
rnultidisciplinaria sobreuna variedad de temas: loscambioshistéricos en
la definición del lector y las prácticas de lectura; las complejas relaciones
entre oralidad y escritura; los distintos sistemas gráficos de representación y de notación; las prácticas pedagógicas de alfabetización en su
contexto histórico; la construcción de la textualidad; los usos sociales de
la lengua escrita; los procesos de apropiación individual de ese objeto
social; las bibliotecas y las nuevas tecnologías. Los libros de esta
colección permitirán agrupar una literatura actualmente dispersa y de
difícil acceso, permitiendo así una reflexión más profunda sobre este
objeto "ineludible",
Títulos publicados
CLARA
Foz
ALAN K. BOWMAN
GREE WOOLF
El traductor, la iglesia y el rey
Cultura escrita y poder
en el Mundo Antiguo
(comps.)
ARMANIlO PETRUCCI
Rov HARRIS
Alfabetismo, escritura, sociedad
Signos de la escritura
DAVIIl R. OLSON V
NANCV TORRANCE (COMPS.)
Cultura escrita y oralidad
ANNE-MARIE CHARTlER V
J EAN HÉBRARIl
Discursos sobre la lectura
(1880-1980)
(sigue en pág. 185)
Roger Chartier
I. Diálogo:
Título del original en francés:
Le livre en révolutions. Entretiens avec Jean Lebrun
Publicado por Textuel
© 1997 Les éditions Textuel
INDICE
n. Intervenciones:
© Roger Chartier
Traducción: Alberto Luis Bixio
9
PREFACIO
l.
DIÁLoGO
Entrevista con Jean Lebrun
Primera edición: noviembre del 2000, Barcelona
cultura Libre
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Paseo Bonanova, 9, 12 1ª
08022 Barcelona, España
Te!. 93 253 09 04
Fax 93 253 09 05
Correo electrónico: [email protected]
http://www.gedisa.com
ISBN: 84-7432-829-2
Depósito legal: B. 45874-2000
Impreso por: Carvigraf
Clot 31, Ripollet
Impreso en España
Printed in Spain
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de
impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o
cualquier otro idioma.
Prólogo
¿La revolución de las revoluciones?
13
El autor
entre el castigo y la protección
21
El texto
entre autor y editor
35
El lector
entre restricciones y libertad
51
La lectura
entre la escasez y el exceso
61
La biblioteca
entre la concentración y la dispersión
71
Lo numérico
como sueño de lo uniuersal :
81
BIBLIOGRAFíA
94
11.
INTERVENCIONES
¿Muerte
o transfiguración del lector?
Educación e historia
101
121
El manuscrito en la era de la imprenta
137
Prácticas de lectura y representaciones
colectivas
157
La mediación editorial
169
PREFACIO
Todos los textos recopilados en este libro fueron en primer
lugar palabras vivas: un largo diálogo con el periodista
francés J ean Lebrun, tres conferencias dictadas en diversos
congresos o coloquios y dos entrevistas publicadas en revistas brasileñas, que se dirigen a lectores que no son profesionales de la historia.
Espero que en su nueva existencia libresca, estas intervenciones orales puedan mantener algo de su primera identidad que permite, pese o gracias a las vacilaciones de la
palabra, precisar las ideas, corregir las imprecisiones y matizar las afirmaciones demasiado contundentes. En este volumen dedicado a la cultura escrita en la larga duración de
su historia, es a partir de diversas prácticas de la oralidad
que se reflexiona sobre las mutaciones o las revoluciones que
transformaron las técnicas de reproducción de los textos, las
formas del libros y las maneras de leer.
¿Por qué no aceptar esta irónica paradoja como la supervivencia en nuestras sociedades invadidas por los escritos,
manuscritos e impresos ayer, hoy y mañana electrónicos, de
la idea de los antiguos que, como lo dijo Borges, "veían en el
libro un sucedáneo de la palabra oral" y por esto alababan la
palabra oral que "tiene algo de alado, de liviano". N o estoy
seguro de que las palabras recordadas en este libro sean todas
"aladas y livianas" pero me gustaría que los lectores las
recibieran con la libertad que permite una tertulia amistosa
o el diálogo entablado después de una conferencia.
Buenos Aires
Septiembre del 2000
9
1
DIALOGO
ENTREV,ISTA CON JEAN LEBRUN
PRÓLOGO
¿La revolución de las revoluciones?
La aparición del texto electrónico se presenta como
una revolución. Pero el libro ya conoció muchas otras,
¿no es cierto?
La tentación más inmediata es, en efecto, comparar la
revolución electrónica con la revolución de Gutenberg. A
mediados de la década de 1450, la única manera que existía
de reproducir un texto era copiándolo a mano y, súbitamente,
una nueva técnica, basada en los caracteres móviles y en la
prensa, transformó la relación con la cultura escrita. El costo
del libro disminuyó, puesto que los gastos de su producción
ahora podían repartirse en la totalidad de la tirada, muy
modesta, por otra parte: entre mil y mil quinientos ejemplares. Paralelamente el tiempo de reproducción del texto se
acortó gracias al trabajo del taller tipográfico.
Con todo, la transformación no es tan absoluta como suele
decirse: un libro manuscrito (sobre todo en los últimos siglos
del manuscrito, en los siglos XIV y xv) y un libro posterior a
Gutenberg se basan en las mismas estructuras fundamentales: las del codex. Ambos son objetos compuestos por hojas
dobladas cierta cantidad de veces, lo cual determina el formato del libro y la sucesión de cuadernillos. Estos cuadernillos
se unen, se cosen uno junto al otro y se protegen mediante la
encuadernación. La distribución del texto en la superficie de
la página, los instrumentos que permiten establecer referen-
13
cias (paginación, foliación), los diversos tipos de índices: todo
esto ya existe desde la época del manuscrito. Gutenberg lo
hereda y, después de él, lo hereda el libro moderno. La jerarquía de los formatos, por ejemplo, ya se ha establecido
desde los últimos siglos del manuscrito: el gran infolio, que el
lector coloca sobre la mesa, es el libro de estudio, de la
escolástica, del saber; los formatos medios corresponden a las
novedades, a los textos humanistas, a los clásicos antiguos
copiados durante la primera ola del humanismo, anterior a
Gutenberg; y ellibellus, es decir, el libro que uno puede llevar
en el bolsillo, es el libro de oración o de devoción y, a veces, un
libro de diversión.
De modo que hay una importante continuidad entre la
cultura de lo manuscrito y la cultura de lo impreso, aunque
durante mucho tiempo se creyó que la aparición de la imprenta marcó una ruptura total entre uno y otro. Supuestamente,
con Gutenberg, la prensa, los tipógrafos, el taller, todo un
mundo antiguo habría desaparecido súbitamente. En realidad, lo escrito copiado a mano sobrevivió mucho después de
la invención de Gutenberg, hasta el siglo XVIII y hasta el siglo
XIX. En el caso de los textos prohibidos, cuya existencia debía
mantenerse en secreto, la copia manuscrita continuó siendo
la regla. El disidente del siglo xx que optó por el samizdat
dentro del mundo soviético antes que por la impresión en el
extranjero perpetuó esta forma de resistencia. En un plano
más general, persistió además una gran desconfianza ante
la imprenta, pues se estimaba que quebraba la familiaridad entre el autor y sus lectores y corrompía la corrección de
los textos al entregarlos a manos "mecánicas" y a las prácticas del comercio. Se mantuvo así la figura de aquel que, en
la Inglaterra del siglo XVIII, se conocía con el nombre de
gentleman-writer, el que escribía sin acogerse a las leyes del
mercado y se mantenía a distancia de los malos hábitos de los
libreros editores, con lo cual preservaba una mayor complicidad con los lectores.
De modo que la imprenta se impuso más lentamente de lo
que en general se imagina en virtud de deslizamientos
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sucesivos. Los occidentales tienen además dificultades para
representarse el hecho de que la imprenta no era universal:
coexistía, por una especie de imbricación, con otro sistema
de multiplicación, la xilografía que, en China, en el Japón
y en Corea, produjo otro sentido del signo.
Podemos decir que también allí lo que hay es imprenta, ya
que se trata de imprimir textos en papel, pero sin caracteres
móviles -las escrituras se graban en la madera- ni prensa,
puesto que la técnica de impresión consiste en frotar la hoja
sobre la madera entintada. Lo fundamental es la notable
continuidad entre el arte de la escritura manuscrita, la
caligrafía y el carácter impreso. Las maderas se graban, en
efecto, partiendo de modelos caligráficos. En el mundo occidental, en cambio, se establece una cesura importante entre
las escrituras manuscritas y la letra romana que llega a ser
el carácter dominante en los libros impresos.
En el Extremo Oriente, el signo, además de tener un
contenido semántico, conserva un sentido por su forma misma, lo cual en Occidente sólo sobrevivió en ciertos intentos
vinculados con el simbolismo de la letra. En Occidente, a
partir de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, la imagen
contenida en el libro estaba asociada a la técnica del grabado en cobre. Se advierte entonces una disyunción entre el
texto y la imagen: para imprimir, por un lado, los caracteres
tipográficos y, por el otro, los grabados en cobre, hacían falta
dos prensas diferentes, dos talleres, dos oficios y dos pericias.
Lo cual explica que, hasta el siglo XIX, la imagen estuviera
situada en los márgenes del texto: el frontispicio que da
comienzo al libro, las láminas separadas del texto. En la xilografía del Extremo Oriente continúa siendo más familiar la
estrecha vinculación entre el texto y la imagen que se grababan sobre el mismo soporte. Esta técnica, además del lazo
mantenido con la escritura manuscrita, presentaba ventajas
notables: permitía una especie de edición a pedido, porque
las maderas, de una resistencia durable, podían conservarse
durante largo tiempo, mientras que las composiciones tipográficas debían deshacerse a fin de utilizar los caracteres
para componer otras páginas. De modo que no hay que medir
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las técnicas no occidentales con la vara de nuestra supuesta
superioridad técnica.
Deslizamiento, imbricación .... Al mirar hacia atrás, el
historiador del libro se muestra prudente cuando define
las transformaciones pasadas. Hoy, si continúa utilizando
el vocabulario del geólogo, debe buscar una palabra más
radical para definir lo que estamos viviendo. Es una falla,
una fractura. En primer lugar, porque el objeto escapa al
modo de abordar y definir el libro que tenía antes la
historia material.
Además resulta difícil continuar empleando el término
objeto. Ciertamente hay un objeto que es la pantalla sobre la
cual se lee el texto electrónico, pero el lector ya no manipula
directa, inmediatamente, este objeto. La inscripción del
texto en la pantalla crea una distribución, una organización,
una estructuración del texto que no es en modo alguno la
misma que encontraba el lector en el rollo de la Antigüedad, ni la que encontraban el lector medieval, el moderno
y el contemporáneo en el libro manuscrito o impreso, donde
el texto está organizado sobre la base de un libro compuesto por cuadernillos, hojas y páginas. El despliegue secuencial del texto en la pantalla, la continuidad que se le ha
dado, el hecho de que sus fronteras ya no sean tan radicalmente visibles como en el libro que encierra en el interior
de su encuadernación o de sus tapas el texto que transmite,
la posibilidad que tiene el lector de mezclar, entrecruzar,
reunir textos que están inscriptos en la misma memoria
electrónica: todas estas características indican que la revolución del texto electrónico es tanto una revolución de
las estructuras del soporte material de lo escrito como de las
maneras de leer.
Todo esto es el objeto. Si el objeto pierde su antigua
densidad, ¿se puede decir entonces que el lector sic nte que
le crecen alas?
16
En un sentido sí. Por un lado, el lector de la pantalla se
parece al lector de la Antigüedad: el texto que lee se desenrrolla ante sus ojos; por supuesto no se desenvuelve como el texto
de un rollo que debía extenderse horizontalmente, porque
ahora se despliega verticalmente. Por otro lado, el lector
actual es como el lector medieval o el lector del libro impreso
que puede utilizar referencias tales como la paginación, los
índices, las divisiones del texto. Podría decirse que es a la vez
estos dos lectores. Y al mismo tiempo es más libre. El texto
electrónico le permite tomar mayor distancia respecto de
lo escrito. En este sentido, la pantalla aparece como el punto
donde culmina el movimiento que separó el texto del cuerpo.
El lector del libro en forma de codex lo coloca ante sí sobre una
mesa y pasa las páginas, o bien lo lleva consigo cuando el
formato es más pequeño y lo puede tener en las manos. El
texto electrónico permite una relación mucho más distanciada, descorporizada. El mismo proceso se da en el caso del que
escribe. Quien escribía en la era de la pluma, de ganso o no,
producía una grafía directamente asociada a sus gestos corporales. Con el ordenador, la mediación del teclado, que
existía ya con la máquina de escribir, pero que aparece desmultiplicada, instala una distancia entre el autor y su texto.
La nueva posición de lectura, entendida, bien en un sentido
completamente físico o corporal, bien en un sentido intelectual, es radicalmente original: reúne, y de una manera que
aún haría falta estudiar, técnicas, posturas, posibilidades
que, en la larga historia de la transmisión de lo escrito, se
mantuvieron separadas.
La revolución abarca también el modo de producción y de
reproducción de los textos. Los conceptos de autor, de
editor, de difusor, sólo fijados desde una época bastante
reciente que coincide con la industrialización del libro,
corren el riesgo de quedar pulverizados.
Esto se puede vincular con la reflexión sobre la edición y
la difusión, puesto que, en el mundo del texto electrónico, se
trata de una única actividad. El productor de un texto puede
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ser inmediatamente su propio editor, en el sentido del que da
una forma definitiva al texto y a la vez en el sentido del que
lo difunde entre un público de lectores: gracias a la red
electrónica, esta difusión es inmediata. Por ello se tambalea
la separación entre tareas y profesiones que, en el siglo XIX,
después de la revolución industrial de la imprenta, había
organizado la cultura escrita: los roles del autor, del editor,
del tipógrafo, del difusor, del librero y del lector estaban
entonces claramente separados. Con las redes electrónicas
todas estas operaciones pueden acumularse y hacerse casi
simultáneas. Las secuencias temporales que se hallaban bien
diferenciadas, que suponían operaciones diferentes, que introducían la duración y la distancia, ahora están próximas.
Actualmente, el vuelco se manifiesta con mayor velocidad en
el orden de la comunicación privada o científica e indica lo que
podría ser mañana el conjunto de la edición electrónica.
Al pasar -y aquí podríamos hacer un guiño a los primeros
que han de leer este libro- uno se pregunta qué será del rol
del crítico.
El rol del crítico se reduce y se multiplica a la vez. Se
multiplica en la medida en que todos los lectores pueden
convertirse en críticos. Este era el sueño de la Ilustración y,
tal vez, era ya el de fines del siglo XVII: ¿por qué no podría
estimarse que cada lector es capaz de criticar las obras, más
allá de las instituciones oficiales, de las academias, de los
eruditos? La idea según la cual todo lector dispone de una
legitimidad propia, del derecho a un juicio personal nació en
Francia como consecuencia de la disputa de los Antiguos y los
Modernos de fines del siglo XVII.
Esta idea se afirma entonces a través de nuevos periódicos, como Le Mercure Galant que toma muy en consideración
las cartas que les envían sus lectores. El lector reacciona ante
los artículos del periódico, al cual envía sus propias opiniones. Evidentemente, las redes electrónicas multiplican esta
posibilidad y facilitan las intervenciones en el espacio de
discusión que ellas mismas han constituido. Desde este punto
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de vista, puede decirse que la producción de juicios personales, la actividad crítica se ponen así al alcance de la mano
de cada lector. Por ello, la crítica, como profesión específica,
corre el riesgo de desaparecer. En el fondo, la idea kantiana
según la cual todos deben poder expresar su juicio libremente, sin restricciones, encuentra su soporte material y técnico
en el texto electrónico.
Antes de que el intercambio termine por cubrirlo todo, ¿qué
puede decir el historiador, en la medida en que su voz es
todavía singular, ante esta revolución electrónica?
No debe atenerse al discurso utópico ni al discurso nostálgico. Elegirá, antes bien, un discurso más científico, que
abarque conjuntamente, pero situando a cada uno en su
lugar, a todos los actores y todos los procesos que hacen que
un texto llegue a ser un libro, sea cual fuere la forma de este
último. Esta encarnación del texto en una materialidad
específica conlleva las diferentes interpretaciones, comprensiones y los usos de sus diferentes públicos. Esto conduce a
decir que es necesario vincular perspectivas o procesos tradicionalmente separados.
El historiador debe poder asociar en un mismo proyecto el
estudio de la producción, de la transmisión y de la apropiación de los textos. Lo que significa vincular en una misma
aproximación la crítica textual, la historia del libro y, más
allá de lo impreso o de lo escrito, la historia de los públicos y
de las recepciones. Recurrir a la vez a estos diversos enfoques
permite responder a la cuestión central que está detrás de
todo mi proyecto intelectual. Por un lado, cada lector, cada
espectador, cada oyente produce una apropiación inventiva
de la obra o del texto que recibe. Aquí no podemos sino seguir
a Michel de Certeau cuando dice que el consumo cultural es
en sí mismo una producción, una producción silenciosa, diseminada, anónima, pero una producción al fin. Por otro lado,
hay que considerar el conjunto de las obligaciones que imponen, ya sean las formas particulares en las cuales el texto se
ofrece a la vista, la lectura o el oído, ya sean las aptitudes, las
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convenciones, los códigos propios de la comunidad a la cual
pertenece cada espectador o cada lector singular.
Cuando uno se interesa en la historia de la producción de
las significaciones, la gran cuestión es comprender cómo las
obligaciones siempre se transgreden en virtud de la invención o, a la inversa, como las libertades de interpretación
siempre son sometidas a ciertos frenos. Partiendo de tal
interrogación, tal vez sea menos complicado evaluar las
oportunidades y los riesgos que entraña la revolución electrónica.
EL AUTOR
entre el castigo y la protección
La cultura escrita es inseparable de los gestos violentos
que la reprimen. Aun antes de que fuera reconocido el
derecho del autor sobre su obra, la primera afirmación de
su identidad estuvo asociada a la censura y a la interdicción de textos considerados subversivos por las autoridades, fueran estas religiosas o políticas. Esta "apropiación
penal" de los discursos, según la expresión de Michel
Foucault, justificó perdurablemente tanto la destrucción
de libros como la condena de sus autores, sus editores o sus
lectores. Las persecuciones son como el reverso de las
protecciones, los privilegios, las gratificaciones o las pensiones'concedidas por los poderes principescos y eclesiásticos. El espectáculo público del castigo invierte la escena de
la dedicatoria. La hoguera adonde se arrojan los libros
malos constituye la figura invertida de la biblioteca que
tiene a su cargo proteger y preservar el patrimonio textual.
Desde los autos de fe de la Inquisición a la quema de libros
de los nazis, la pulsión de destrucción obsesionó largamente a los poderes opresores que, al aniquilar los libros, y a
menudo a sus autores, creían que se desembarazaban para
siempre de sus ideas. La fuerza de lo escrito es haber hecho
trágicamente irrisoria esta voluntad negra.
20
21
Con la revolución electrónica, las posibilidades de
participación del lector, pero también los riesgos de
interpolación, aumentan hasta tal punto que la idea de
texto se trastorna, pero también la de autor. Como si el
futuro hiciera resurgir la incertidumbre que caracterizaba
la posición del autor durante la Antigüedad.
La lectura antigua es la lectura de una forma de libro que
no se asemeja en nada al libro tal como lo conocemos, tal como
lo conocía Gutenberg y tal como lo conocían los hombres de la
Edad Media. Ese libro es un rollo, una larga banda de papiro
o de pergamino que el lector, para poder desplegar, debe
sostener con las dos manos. Ese rollo hace aparecer ante el
lector porciones del texto distribuidas en columnas. Así, un
autor no puede escribir al mismo tiempo que lee.
O bien lee, y sus dos manos deben movilizarse para sostener el rollo, de modo que sólo puede dictar a un escriba sus
reflexiones, notas o lo que le inspire la lectura.
O bien escribe durante su lectura, pero entonces necesariamente ha tenido que cerrar el rollo y ya no lee. Imaginar a
Platón, a Aristóteles o a Tito Livio como autores supone imaginarlos como lectores de rollos que imponen sus propias
limitaciones.
Supone también imaginarlos dictando sus textos y atribuyendo a la voz una importancia infinitamente más grande
de la que le asigna el autor de los tiempos posteriores que, en
el aislamiento de su estudio, puede escribir al mismo tiempo
que lee, consulta y compara las obras que tienen abiertas
ante sí.
La figura del "autor oral" es una figura de larga data ...
En los últimos siglos de la Edad Media, cuando se perfila
la personalidad del autor moderno cuyo texto se fija, bajo su
supervisión, en la copia manuscrita y luego en la edición
impresa, el "autor oral" está siempre presente. Es el caso del
predicador. Tomemos el ejemplo de Calvino. Para él hay un
conjunto de textos que, inmediatamente, suponen la existen-
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cia de un destinatario, el lector: las traducciones de los textos
sagrados, los textos de polémica, los tratados teológicos. En
oposición a ellos, se encuentran las lecciones o los sermones,
que se conciben como "performances" orales. Calvino siempre
manifestó una extremada reticencia ante la transcripción
escrita y la posterior publicación impresa de sus sermones,
como si estos conformaran un género que sólo se sostenía en
la oralidad y por la oralidad: la palabra viva.
Otro caso de oralidad a la antigua mantenida durante
mucho tiempo es el teatro.
En las ediciones impresas de las obras teatrales de los
siglos XVI y XVII -la comedia española, el drama isabelino y el
teatro clásico francés, en particular la comedia- siempre
aparece, en todos los prefacios, prólogos y advertencias a los
lectores, el leitmotiv según el cual el texto no fue concebido
para ser presentado en forma impresa.
El teatro no se escribe para un lector que lo leerá luego en
una edición salida de la imprenta; está escrito para ser
representado. Es lo que Moliere llama la "acción" o el "juego del teatro". La justificación de la edición impresa siempre
debe movilizar razones particulares, ya sea porque se publicó
antes una edición pirata del texto no controlada y no querida
por el autor, ya sea porque las condiciones de la representación fueron mediocres y se hace necesario ofrecer a la lectura
aquello que fue mal interpretado.
A priori es ilegítimo separar el texto teatral de aquello
que le da vida: la voz de los actores y el oído atento de los
espectadores.
Los coreógrafos que se interrogan sobre la necesidad, pero
también las debilidades de la notación, que petrifica, aún
mantienen este debate. Cuando Dominique Bagouet murió,
dejó los Carnets Bagouet, pero legó a su compañía, siempre
viva, el cuidado de retomar su obra.
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La memoria de la coreografía pasa no solamente por la
notación, sino también por la memoria colectiva de las compañías, el recuerdo de los gestos, de las figuras. La memoria
del teatro se concibió alguna vez de manera semejante alrededor de la representación que implica la acción, los juegos
escénicos, los decorados, los vestidos ... una totalidad, en
suma, de la cual el texto es sólo un elemento más. Mantener
el monopolio de una compañía teatral era una de las razones
que pesaban contra la publicación impresa.
Esta hace que las obras caigan en una especie de dominio
público, puesto que, una vez publicado el texto, cualquier
compañía puede representarlo. De modo que ya no hay monopolio de las representaciones ni de los beneficios que reporta
la venta de entradas.
¿Y qué ocurre con la enseñanza? Estamos en plena
mutación electrónica, pero las antiguas disputas no se han
agotado. ¿Es necesario publicar los seminarios de Lacan,
los cursos de Michel Foucault en el College de France? ¿Y
cómo deben publicarse?
El caso de lAR lecciones, para emplear un término antiguo,
no es fundamentalmente diferente del de los sermones o del
caso del teatro. Por un lado, existe la necesidad de hacer
público un trabajo más allá de la circunstancia particular en
la que fue comunicado; por el otro, está la conciencia clara de
una pérdida irremediable: la palabra, la del predicador, a
fortiori la del actor que recita el texto, y hasta la del docente,
es una palabra que se inscribe en un lugar, en una serie de
gestos, en modos de comunicación con el auditorio que se
pierden irremediablemente cuando se la fija por escrito. En
el caso de los autores contemporáneos se agrega a esto la
cuestión de la propiedad. Una propiedad concebida no sólo en
el plano económico y financiero, sino también en el plano del
control y la exactitud: la corrección del texto no debe quedar
deteriorada por transcripciones apresuradas, por equívocos
que pueden haberse originado en el profesor mismo, quien no
siempre tiene el tiempo suficiente para verificar todas las
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referencias que cita de memoria, o que puede dar informaciones fácticas inexactas.
Foucault era bastante liberal y generoso en cuanto a la
posibilidad de apropiación de su palabra, puesto que ha
circulado, antes de que se editaran en francés las clases que
dio en el College de France, toda una serie de volúmenes en
español, en italiano y en portugués surgidos de transcripciones diversas: durante sus cursos funcionaban centenares de
grabadoras, a las cuales él no prestaba una atención particular. Quienes asumieron su legado intelectual, en nombre del
control de los textos, descartaron al principio toda idea de
publicación póstuma y luego decidieron incorporar los cursos
en la obra editada. Así lograron salvar la cuestión de la
posible traición de la palabra en virtud de la difusión del
texto, una cuestión que Foucault, estando vivo, quizá no
imaginó tan aguda.
Sin embargo, en su opinión, Michel Foucault es tal vez
quien mejor reflexionó sobre la aparición, en la historia, de
la función de autor.
Esto no es algo que pueda darse por descontado porque,
desde la Edad Media hasta la época moderna, con frecuencia
la obra se definió en oposición a la originalidad. Ya fuera
porque estaba inspirada por Dios y en ese caso el escritor sólo
era el escriba de una Palabra que procedía de otro autor;
ya fuera porque la obra se inscribía en una tradición y no
tenía otro valor que el de desarrollar, comentar o resumir
lo que ya existía. Antes de los siglos XVII y XVIII, hay un
momento original durante el cual, alrededor de figuras como
Christine de Pisan, en Francia, Dante, Petrarca y Boccaccio
en Italia, algunos autores contemporáneos se ven dotados de
atributos que hasta entonces estaban reservados a los autores clásicos de la tradición antigua o a los Padres de la Iglesia.
Sus retratos aparecen en las miniaturas, en el interior de los
manuscritos. A menudo se los representa en el acto de
escribir sus propias obras y no ya en el acto de dictarlas o
de copiarlas siguiendo el dictado divino. Son "escritores",
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écrivains, en el sentido que adquirirá la palabra en francés
durante los últimos siglos de la Edad Media: componen una
obra y las imágenes los representan, de manera un poco
ingenua, en el momento de escribir la obra que el lector tiene
entre sus manos. Este es también el momento en que, en el
caso de ciertos autores, se reúnen, en un mismo manuscrito,
varias de sus obras, atribuidas a una misma inspiración. Lo
cual era una manera de romper con una tradición en la que
el libro manuscrito era una colección, una mezcla de textos
de origen, de naturaleza y de fechas diferentes y en el cual, de
algún modo, los textos que contenía no se identificaban con el
nombre propio del autor. Para que haya autor, es necesario
que haya criterios, nociones, conceptos particulares. La lengua inglesa traduce bien esta noción y distingue el writer,
quien escribió algo, del author, aquel cuyo nombre propio da
identidad y autoridad al texto. Diferencia que puede encontrarse en el francés arcaico, cuando en un diccionario antiguo
como el de Furetiere de 1690, se distinguen los écrivains
[escritores] de los auteurs [autores). El escritor es aquel que
escribió un texto, que puede permanecer manuscrito y no
circular; en tanto que el autor recibe ese calificativo porque
ha publicado obras impresas.
Es Foucault quien sugiere que, en una sociedad dada,
ciertos géneros, para poder circular y ser recibidos, tienen
necesidad de una identificación fundamental dada por el
nombre de su autor, mientras que otros géneros no tienen esa
necesidad. Si uno toma un texto de derecho o una publicidad
en el mundo contemporáneo, sabe que alguien los escribió; sin
embargo no tienen autores; no se los asocia con ningún
nombre propio.
Establecida la distinción entre los discursos calificados por
el nombre del autor y los otros, Foucault estudiaba las
circunstancias que producían las novedades.
Y sugería que el autor, en su origen, era primero un
"factor" de disturbios. Evocaba, por ejemplo, esos textos de los
comienzos de la era moderna que, porque transgredían la
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ortodoxia política o religiosa, debían ser censurados o perseguidos. Para identificar y condenar a los responsables de
esos textos, era menester designarlos como autores. Las
primeras apariciones sistemáticas y alfabéticas de nombres de autores se encuentran en los Index de los libros y
autores prohibidos establecidos en el siglo XVI por las diferentes facultades de teología y por el papado, luego se las halla
en las condenas y en las censuras de los Estados. Esto es lo
que Foucault llama la "apropiación penal de los discursos",
el hecho de que alguien pueda ser perseguido y condenado
por un texto considerado transgresor. Antes de ser el poseedor de su obra, el autor se encuentra expuesto al peligro a
causa de su obra.
La letanía de los procesos
Théophile de Viau.
es
larga, desde Michel 8ervet a
En el siglo XVI nos encontramos con un proceso particularmente interesante que es el de Etienne Dolet. Este es condenado a la hoguera por impresor y "autor". Aquí aparecen
indisociablemente ligados el hecho de que el acusado es autor
de declaraciones que pudieron adoptar la forma de prefacios
o de prólogos a obras de autores protestantes y, por otra parte,
el hecho de que haya sido editor de textos heterodoxos. Este
es un proceso fundamental que terminó en la plaza Maubert
de París donde en una misma hoguera se quemaron Dolet
y los libros que poseía, que había publicado o que había
prologado.
La autoridad católica intervino con gran potencia y construyó instrumentos que le permitieron ejercer el poder de la
censura. Pero no olvidemos que los protestantes, víctimas
también, que a veces pagaban con su vida y a veces con el
tormento, de esta censura católica, pueden oponerse con las
mismas armas. Esto se advierte en el caso de Ginebra, donde
los heterodoxos, los anabaptistas y los socinianos fueron
perseguidos por la autoridad calvinista de la ciudad y de la
Iglesia. El desafortunado Michel Servet pagará muy caro el
precio de esta censura, pero al mismo tiempo, en varias
28
ocasiones, según las fluctuaciones de la coyuntura políticoreligiosa de la ciudad, el propio Calvino será objeto de censura a causa de ciertos textos.
Esto puede aclararnos algunas realidades difíciles de
comprender que no distribuyen de manera simple, de un lado,
la censura y, del otro, la libertad de la escritura. En las
sociedades del Antiguo Régimen, los poderes de censura
estaban distribuidos de manera bastante difusa y las autoridades religiosas y políticas se disputaban su confiscación y
ejercicio. En el caso de Francia, la partida sejugaba entre tres
contendientes: la Iglesia católica, el Parlamento de París y la
monarquía. En el caso de Ginebra no se da una adecuación
total entre el consejo de la ciudad y el consistorio. El derecho
a ejercer la censura y la definición de aquello sobre lo que debe
ejercerse siempre son objeto de intensas rivalidades muy
reveladoras de las tensiones sociopolíticas que caracterizan a
una sociedad en un momento dado de su historia.
Lo cual permite una aproximación, a la que no nos
arriesgaremos, con las situaciones del Islam de hoy,
caracterizadas también por la discontinuidad, la
multiplicidad de las autoridades.
Creo que sí. En un mapa de las sociedades que son de
dominio en su mayor parte o exclusivamente musulmán se
vería aparecer con intensidades diferentes, por un lado, los
límites entre lo que es aceptable y lo que debe prohibirse y,
por el otro, la relación que puede existir entre la autoridad
religiosa y la autoridad política. En un extremo del espectro
aparecerían los Estados en los que el poder político es claramente autónomo respecto de las autoridades religiosas y, en
el otro extremo, verdaderas figuras modernas de Estados
teocráticos.
En el siglo XVII, en Occidente, si bien el autor es un culpable
potencial también es un pensionado virtual. Es decir, teme
que se le impute una responsabilidad política o religiosa
29
que le valdría un castigo, pero también espera que sus
méritos sean recompensados con una pensión.
Después del nacimiento de la "función autor", se plantea
la cuestión de la condición de autor. Los autores que intentan
vivir de su pluma sólo aparecen realmente en el siglo XVIII. Un
autor emblemático como Rousseau aspirará a esta nueva
condición. Antes, la cesión de los manuscritos a los libreroseditores no aseguraba en modo alguno ingresos suficientes.
Por ello, para un escritor del siglo XVII sólo hay dos posibilidades. O bien está provisto de beneficios, de oficios, de cargos,
o pertenece a un linaje aristocrático o burgués y está dotado
de una fortuna patrimonial. O bien está obligado a entrar en
los vínculos del patrocinio o mecenazgo y recibe una remuneración diferida por su trabajo de escritura que puede adquirir
la forma de pensión, de gratificación o de empleo.
El gesto que marca esta entrada en el mundo del clientelismo o de los vínculos de patrocinio es el de la dedicatoria, que
constituye un verdadero rito. Esta puedesonsistir, aun cuando se trate de un texto impreso, en ofrecer una copia manuscrita bien caligrafiada y ricamente ornamentada. También
puede ser el obsequio de un ejemplar del libro impreso, pero
lujosamente encuadernado e impreso en vitela, cuando el
resto de la edición se imprime en papel. En la escena de la
dedicatoria, la mano del autor entrega el libro a la mano que
la recibe, la del príncipe, del grande o del ministro. Como gesto
de reciprocidad, se pretende una "compensación", más bien
garantizada: en Francia, durante el reinado de Francisco I
era una posición, un cargo, un empleo; en los tiempos de
Luis XIV, una pensión. Lo interesante es precisamente esa
reciprocidad. El autor ofrece un libro que contiene el texto que
él escribió y, a cambio, recibe las señales de la benevolencia del
príncipe traducida en términos de protección, de empleo o de
gratificación.
Pero esa reciprocidad es una falsa reciprocidad. La retórica de todas las dedicatorias apuntan en efecto a ofrecer al
príncipe lo que él ya poseía. No lo que le faltaba, esta obra
que con la forma de libro se le entrega, sino lo que ya posee
porque él es el primer autor, el autor primordial. No escribió
30
el libro, pero el propósito del libro estaba ya en su espíritu.
Corneille explica así a Richelieu, en la dedicatoria de Horace
que, finalmente, el autor de las tragedias de Corneille es el
cardenal mismo y el poderoso es alabado como poeta.
Más o menos lo que decían hasta no hace mucho los
escritores que, en Francia, le dedicaban sus libros a
Francois Mitterrand. El ex Presidente de la República tuvo
la crueldad de confiar los ejemplares que había recibido así
a la biblioteca municipal de Nevers.
Al leer las dedicatorias, uno advierte que el mecenazgo
continúa siendo fundamental, aun cuando no se esperen las
mismas remuneraciones. Lo asombroso de lo que usted dice
es la longevidad de las figuras que moviliza la dedicatoria y
que asignan finalmente al destinatario de la dedicatoria la
posición de autor primero. Si se me permite hacer un paralelo
entre Moliere y los escritores que dirigían sus obras a Francois
Mitterrand, yo observaría que Moliere entra en la intimidad
de Luis XIV con Les fácheux, cuya representación en Vaux-leVicomte provoca la desgracia de Fouquet. En la dedicatoria
de la edición impresa, Moliere explica que todo el mérito de la
comedia se debe a una escena que le inspiró el rey y que,
finalmente, Luis XIV es el autor, si no ya de la totalidad de la
obra, al menos de la parte responsable de su éxito. En suma,
el príncipe recibe aquello de lo que, en el fondo, es virtualmente el autor.
Cuando en 1985 un autor dedicaba un libro a Francois
Mitterrand, lo hacía mediante una dedicatoria manuscrita
secreta. Mientras que, en la época del Rey Sol, la
dedicatoria figuraba en un lugar importante del libro
impreso, a la vista y el conocimiento de todos.
Efectivamente. La dedicatoria pertenece a las partes
preliminares de la obra o al "paratexto", es decir, a los textos que preceden y acompañan a la obra propiamente dicha.
31
Allí se señala claramente, desde la página del título hasta la
advertencia al lector, la pluralidad de los destinatarios del
texto mismo. En el Siglo de Oro español, en las páginas de título de Don Quijote de Cervantes o de las comedias de
Lope de Vega, encontramos una enumeración extremadamente larga de todos los títulos del protector al que se dirige
la obra. Luego, a medida que la idea del mérito del autor
se impone a la protección del príncipe, el equilibrio cambia.
Sobre todo adquiere más importancia la dimensión del mercado, del público, del lector: esto se refleja, en la página del
título, en la presencia de la marca del librero-editor, a veces
con la dirección en donde puede conseguirse el libro, y, en las
páginas preliminares, por la aparición de la advertencia al
lector. Esta dualidad es la que caracteriza claramente la
entrada del autor en la era moderna.
Esta entrada se hace aun más definida a medida que la
dependencia del poder, la esperanza de una recompensa y
el temor al castigo van cediendo lugar a una mayor
tolerancia. En 1780, con Malesherbes, Francia permite que
el libro aparezca sin necesidad de una unción ni el temor a
una sanción.
impresa en el libro mismo, con la forma de un permiso con el
sello real. Malesherbes quería evitar la ruina de los editores
franceses, pero sin darles por ello a ciertos textos la aprobación explícita de la autoridad monárquica. Inventa entonces los permisos tácitos: es decir, un régimen de permiso
particular en el que se simula creer que los libros así autorizados son libros impresos en el extranjero y cuya difusión está
permitida en Francia, cuando en realidad se trata de libros
publicados en Francia bajo ese régimen específico de autorización. También se le ocurre dar autorizaciones puramente
verbales en las que asegura a los editores que no serán
perseguidos.
Sin embargo, tolerancia no es lo mismo que independencia. No basta que el autor escape a las censuras y a las
condenas para que llegue a definírselo positivamente. Aún le
falta conseguir una condición jurídica particular que le reconozca su propiedad. Esto se dará a partir del siglo XVIII y
volverá a perderse quizás al final de nuestro siglo: para los
autores de hoy, el peligro de perder sus derechos está, en
efecto, más difundido que el peligro de perder su libertad.
En el siglo XVIII, hay una apuesta económica mayor a la
edición francesa. Si la censura es muy severa, los textos se
imprimen fuera del reino. Los libreros europeos, en Suiza, en
las Provincias Unidas y en los principados alemanes, se
habían especializado en la publicación de esos textos prohibidos que luego hacían entrar clandestinamente en Francia.
Estos libreros hacían sus buenas ganancias pues había gran
expectación por parte de los lectores. Ante este desafío,
Malesherbes, que había sido nombrado director de la Librería
en 1750, estableció una diferencia entre los textos de denuncia violenta de la fe y de la autoridad del rey -que debían ser
prohibidos y perseguidos- y los textos que podían autorizarse
sin que tuvieran por ello la garantía del poder real. En efecto,
para obtener un permiso o un privilegio, era necesario lograr
la autorización de la monarquía y esta autorización aparecía
32
33
EL TEXTO
entre autor y editor
En el siglo XVIII, la teoría del derecho natural y la
estética de la originalidad fundan la propiedad literaria.
Puesto que todos están justificados para poseer los frutos de
su trabajo, el autor se reconoce como dueño de una propiedad que no prescribe sobre las obras que expresan su propio
genio. Esa propiedad no desaparece con la cesión del
manuscrito a quienes lo editan. No es pues sorprendente
que hayan sido estos últimos quienes forjaran la figura del
autor propietario. Inscripto en el antiguo orden del comercio del libro, el copyright define igualmente de manera
original la creación literaria cuya identidad subsiste sea
cual fuere el soporte de su transmisión. Quedaba así abierta la vía a la legislación actual que protege la obra en todas
las formas (escritas, visuales, sonoras) que puedan dársele.
Hoy, con las nuevas posibilidades ofrecidas por el texto
electrónico, siempre maleable y abierto a reescrituras múltiples, lo que está en tela de juicio son los fundamentos
mismos de la apropiación individual de los textos.
35
El editor, tal como existe aún en vísperas de la revolución
electrónica, surgió de las revoluciones industriales que
experimentó el libro en el siglo XIX. Pero en los siglos XVI,
XVII Y XVIII estábamos todavía en la era del taller. ¿Qué
diferencias distinguen al librero-editor de entonces y al
editor de hoy?
Su pregunta nos lleva a reflexionar inmediatamente sobre las trampas de las palabras. Por un lado, estamos obligados a utilizar términos estables: ya sea que hablemos de
la Antigüedad, de la Edad Media, del Antiguo Régimen o
de la época contemporánea, siempre ha habido lectores,
autores, y en cierto modo editores. Y al mismo tiempo, las
realidades históricas que están detrás de esas denominaciones son extremadamente variables. En la década de 1830
se fija la figura del editor que aún conocemos. Se trata de una
profesión de naturaleza intelectual y comercial que apunta a buscar textos, a descubrir autores, a vincularlos con la
casa editora, a controlar el proceso que va desde la impresión
de la obra hasta su difusión. El editor puede poseer una imprenta, pero no es necesario y, en todo caso, no es eso lo que
fundamentalmente lo define; también puede poseer una librería, pero tampoco es esto lo que lo define en primer lugar.
Encontramos bellas encarnaciones de este editor del siglo XIX
en Hachette, Larousse o Hetzel. Grandes aventureros que
imprimen una marca muy personal a su empresa. Su éxito
depende de su inventiva personal, a veces del apoyo del Estado,
como en el caso de Hachette con el libro escolar y, otras
veces, de la invención de nuevos mercados (de nuevos "nichos", diríamos hoy) como en el caso de Larousse.
Desde fines del siglo XIX y hasta ahora, las casas editoras
a menudo tienen el sello de personalidades de este tipo. Esto
se aprecia muy bien en el caso de los editores literarios
parisienses del siglo xx: Gallimard, Flammarion permanecieron ligadas durante mucho tiempo a un fundador y luego a
una familia. Con todo, las transformaciones mismas del
capitalismo editorial provocaron reagrupamientos, crearon
empresas multimedia de capital infinitamente más variado y
37
mucho menos personal y llegaron a desanudar ese vínculo
que unía la figura del editor y la actividad de la edición. Aun
así, hasta la aparición de estas transformaciones recientes,
todo gira alrededor de ese empresario singular que se concibe
también como un intelectual y cuya actividad se desarrolla en
un plano de igualdad con la de los autores; de ahí que con
frecuencia sus relaciones fueran difíciles y tensas.
Si uno echa una mirada retrospectiva y observa las figuras de los "editores" de los siglos XVI a XVIII, de Plantin a
Panckoucke, se advierte claramente que entonces no existe
una autonomía semejante de la actividad editorial. Alguien
es ante todo librero, alguien es ante todo impresor y, porque es librero o impresor, asume una función editorial. Para
ser precisos, debemos pues hablar de "librero-editor" o de
"impresor-editor". El librero-editor de los siglos XVI, XVII o XVIII
se define ante todo por su comercio. Vende, además de los
libros que él mismo edita, los que obtiene mediante un
comercio de intercambio ejercido con sus colegas: les envía,
en hojas no encuadernadas, los libros que ha editado y, a
cambio, recibe los libros de los demás libreros-editores. Puede
tener su propia imprenta o bien contrata a un impresor para
que trabaje para él. De modo que la actividad editorial se
organiza principalmente alrededor de la actividad de la
librería. Lo cual explica que algunos de estos libreros, por
protección o por posición, hayan podido dominar gran parte
del mercado del libro. En el caso de la protección, podemos
pensar en los Plantin, quienes habían recibido el monopolio
de la venta de obras vinculadas con la Reforma católica
-breviarios, misales-, lo que representaba un enorme mercado en la escala de la cristiandad. Si hablamos de posición,
podemos evocar a los libreros parisienses que la monarquía
favorece a partir de mediados del siglo XVII esperando asegurarse con ello su lealtad. El control se hace más fácil cuando
la producción está más concentrada. A cambio de su prometida fidelidad al monarca, los libreros parisienses reciben un
cuasimonopolio en el mercado de las novedades y los privilegios concedidos en relación con las obras de teatro, las novelas, los libros de la nueva ciencia. La perpetuación de estos
38
privilegios impide que se abra un dominio público del libro. El
comercio de librería gobierna así la actividad de la edición,
sus mecanismos y sus obligaciones.
Usted habla de monopolio y de privilegios. Si se compara la
situación de Francia con la de Inglaterra, ¿se encuentran
en esta última los mismos medios de asediar el trabajo del
librero-editor?
No. A mediados del siglo XVI, en Inglaterra la monarquía
ya ha delegado a la comunidad, a la corporación de los
libreros-impresores de Londres, por una parte, el poder de
censura, de examinar previamente los libros (para saber si se
adaptaban a lo que se consideraba publicable) y, por otra
parte, el control de los monopolios de las ediciones. El mecanismo era muy simple: cuando un librero o un impresor londinense había adquirido un manuscrito, lo hacía registrar
por la comunidad y, a partir de ese registro, pretendía poseer ese manuscrito de manera perpetua y sin prescripción
posible, y, por lo tanto, tener el derecho exclusivo de publicarlo y republicarlo infinitamente. Este es el sistema inglés,
dominado por la profesión.
El sistema francés, y esto no nos sorprende, depende
mucho más del Estado, puesto que es la monarquía, a través
del canciller y de la administración de la Librería, la que
concede los privilegios o los permisos de librería. La expresión "privilegios de librería" es interesante: todo lo que se
relaciona con la producción del libro, con la actividad de la
censura, con el régimen reglamentario y jurídico de la producción impresa se proyecta a partir del comercio de la
librería. Un librero o un impresor que adquirió un manuscrito
lo deposita en las oficinas del canciller, quien lo hace examinar por los censores para saber si se ajusta a la ortodoxia
política, religiosa o moral. El librero o el impresor recibe, si lo
ha pedido, un privilegio para la publicación de ese título por
un período que, en general, puede extenderse entre cinco y
quince años. Ese privilegio significa que ninguno de sus
colegas tiene derecho a publicar la obra. A fin de fortalecer el
39
poder de los libreros parisienses, la monarquía decide luego
que esos privilegios puedan renovarse casi indefinidamente.
Así se establece, de una orilla del canal de la Mancha un
.
'
sistema comunitario y corporativo, y del otro, un mecanismo
con importante intervención del Estado.
El mercado ya es europeo, porque las fronteras son porosas
y los Estados a menudo son pequeños y están encerrados
dentro de otros. ¿Hay zonas -Holanda, Aviñón, enclave
pontificio, etc.- que difunden ediciones piratas (hoy
diríamos: virus) a fin de desorganizar el sistema?
Exactamente. Hablemos primero de Francia. Muchas de
estas ediciones piratas son obra de los libreros-editores de
provincia: a partir de mediados del siglo XVII, estos libreros
se sienten despojados del mercado de las novedades, puesto
que la concentración de los autores en París y la perpetuación
de los privilegios concedidos por el poder real a algunos
grandes libreros-editores, que se convierten así en sus clientes, van a reforzar la centralización de la edición. En Lyon y
en otros lugares, las ediciones piratas llegan a constituir una
actividad esencial de defensa económica de los libreroseditores dejados de lado del mercado de las novedades. Pero
usted hace bien en mencionar sobre todo la dimensión internacional. El privilegio sólo tiene validez en el interior del
territorio gobernado por el rey de Francia. Los libreros e
impresores que habitan fuera de Francia no se sienten en
modo alguno obligados a cumplir con esta reglamentación y,
por consiguiente, producen copias fraudulentas, es decir, que
violan el privilegio que tiene un librero o un impresor sobre
un texto dado, lo imprimen, lo difunden y lo hacen entrar en
el reino. Hay una lucha constante entre los libreros-editores
parisienses y los editores piratas que, como bien lo ha dicho
usted, se encuentran principalmente en los países de Europa
del Norte: las Provincias Unidas (Holanda y los Países Bajos
actuales), los principados alemanes y las ciudades de Suiza.
Una casa editora instalada en Suiza (la Société typographique de Neuchátel, la Société typographique de Berna), un
40
librero-editor instalado en un principado alemán o los grandes libreros-editores holandeses no se sienten en absoluto
oblig~dos a respetar los privilegios obtenidos por sus colegas
parrsienses. Los Elzévir de Amsterdam son los mayores
piratas del siglo XVII.
Teóricamente, la entrada de este tipo de ediciones al
reino está prohibida, pero, por diferentes medios y en virtud
de alianzas hechas con libreros de provincia que tienen
interés en ellos, los libros se introducen en Francia. Como
sus editores no deben pagar el manuscrito ni el privilegio,
pueden vender el libro a mejor precio. Así es como entre
el siglo XVI y la época de la Ilustración, la venta de copias
piratas de libros llega a convertirse gradualmente en una
actividad económica muy importante. En ciertos casos donde los Estados son numerosos y de pequeñas dimensiones
como en Italia o en Alemania, la situación se agudiza au~
más, puesto que los privilegios sólo tienen valor en una
ciudad-estado o en un principado: por ello, la piratería se
hace casi inmediata, en el sentido de que el librero instalado
a unas decenas de kilómetros tiene el legítimo derecho de
publicar una obra sobre la cual uno de sus colegas ha recibido
un privilegio que sólo tiene validez en el espacio restringido y próximo de un Estado. Esto provoca que, en el siglo XVIII,
un grupo de autores y libreros alemanes comience a tratar de
~efinir. (pero este proceso será muy lento) una propiedad
literaria que pueda extender su validez más allá de los límites
de los Estados. En la década de 1780, los autores alemanes
más importantes -Fichte, Kant ... - participan de esta lucha
por tratar de es-tabilizar un derecho supraestatal que proteja
a .los libreros-editores y que, por lo tanto, los proteja también a ellos, en la medida en que los autores ceden sus textos
a quienes los transforman en libros.
De modo que es la copia ilegal, no necesariamente en la
escala europea, sino simplemente en la escala local, en la
vecindad inmediata del autor, lo que despierta las
primeras reacciones de los autores. Tomemos el caso
notable del teatro.
41
En este sentido, es ejemplar la historia de la edición de
Sganarelle o El cornudo imaginario de Moliere. El libreroeditor que poseía el privilegio de impresión descubrió una
copia pirata de la pieza, aun antes de que sus propios ejemplares salieran de la imprenta. En el teatro, las ediciones piratas
derivaban con frecuencia de manuscritos copiados por espectadores enviados por los libreros-impresores que competían con
el poseedor del privilegio o que trabajaban por su cuenta y
transcribían las obras después de haber asistido a varias
representaciones. Lo cual suponía, o bien una memorización
del texto, o bien, como se ve en el caso inglés, la utilización de
técnicas estenográficas. Por ello, estos espectadores fijaban
por escrito un texto aun antes de que se publicara el manuscrito que el autor había cedido a r librero-editor. Esto es lo que
ocurrió con Sganarelle o El cornudo imaginario. Su editor
explicaba en un prefacio irónico dirigido a Moliere que después
de asistir varias veces a la representación de la comedia,
recordaba perfectamente todo el texto; entonces había hecho
una copia para un amigo, pero, por desgracia, esa copia,
multiplicada misteriosamente, había caído en manos de los
libreros-editores. De modo que lo mejor que podía hacer era
publicarla...
La historia es más o menos ficticia, pero traduce bien una
realidad que volvemos a encontrar en Inglaterra, en España
y nuevamente en Francia, en pleno siglo XVIII, con Las bodas de Fígaro. Las primeras ediciones de Las bodas de Fígaro fueron publicadas totalmente contra la voluntad de
Beaumarchais y tenemos las Memorias de quienes se ocuparon de la operación, dos individuos que, después de haber
asistido a muchas representaciones, reconstruyeron el texto
de memoria, probablemente con el apoyo de notas, y luego lo
hicieron imprimir y circular. Las representaciones que se
dieron en provincia o la adaptación inglesa de Las bodas de
Fígaro, publicada en 1785, se originaron en esta transcripción hecha de memoria.
Usted cita el caso de Beaumarchais. Como ocurrió en
Inglaterra, a partir del siglo XVII con el nombre de Ben
42
Jonson, en Francia el nombre de Beaumarchais se asocia a
la lucha por el derecho de autor. En ambos casos, se trata
de autores de obras de teatro.
BenJonson considera no solamente que debe sacar provecho de la venta de sus obras a las compañías que las representan, sino que además debe conservar y retener para sí la
propiedad de los manuscritos y poder así negociar él mismo
la venta de los derechos a imprimir sus escritos con los
libreros-editores. Por lo demás, Ben Jonson es el primer
dramaturgo que publica en vida, en 1616, una recopilación de
sus obras de teatro en un gran infolio con el título de "works",
"obras", tomado de los clásicos. Aquí vemos un gesto muy
decidido de la afirmación del autor. Probablemente los autores de teatro estaban amenazados por una desposesión más
radical aún que los demás autores cuando sus obras llegaban
a imprimirse.
Tal vez, además, habituados como estaban a recibir un
porcentaje del precio de las entradas, disponían de una
especie de modelo para definir la idea de los derechos de autor
proporcionales a las ventas de los libros.
Quien dice Beaumarchais, dice Sociedad de los autores.
El derecho de autor contemporáneo, ¿es sólo el resultado de
las luchas de los autores organizados en grupos de presión
y en coaliciones?
No. Durante mucho tiempo, el modelo del mecenazgo o el
patrocinio continuó imponiéndose con fuerza. La garantía de
la existencia material del autor dependía fundamentalmente
de la obtención de gratificaciones, de protecciones que les
concedían, en primer lugar, el soberano, pero también los
ministros, los grandes, los aristócratas. Tampoco hay que
subestimar la reticencia a identificar las composiciones literarias con mercancías. Estos dos elementos hicieron que los
autores no se lanzaran a una lucha extremadamente vehemente contra los libreros-editores que les compraban sus
manuscritos una vez y con ello adquirían el derecho para
siempre. Cuando observamos, en documentos bastante raros,
43
los contratos de los siglos XVI y XVII acordados entre autores y
libreros, las sumas mencionadas nos parecen insignificantes.
En cambio, en tales contratos siempre se prevé que el autor
recibirá ejemplares de su libro una vez publicado, algunos
suntuosamente encuadernados, que podrá obsequiar a sus
protectores, ya establecidos o que habrá de procurarse. Durante mucho tiempo, la República de las Letras, esa comunidad en la cual los autores se asocian, intercambian y se
comunican correspondencia, manuscritos e informaciones,
no estuvo habituada a la idea de obtener una remuneración
directa a cambio de la escritura.
Las cosas cambian en el siglo XVIII, pero este cambio no
procede necesariamente de la iniciativa de los autores. Quienes inventan el concepto del autor-propietario son los libreros-editores, para defender sus privilegios, tanto en el sistema corporativo inglés como en el sistema estatal francés. El
librero-editor tiene un interés en ello: si el autor se hace
propietario, el librero, al recibir la cesión del manuscrito,
también lo es a su tiempo. Este es el sinuoso camino que
siguió el invento del derecho de autor. Diderot lo había
comprendido, puesto que en su Carta en favor de los libreroseditores de París, en lugar de presentarse, lo que era habitual
en él, como heraldo de las libertades y como hombre hostil
tanto a los monopolios como a los privilegios, aparece como
defensor de los privilegios de los libreros. Diderot había
comprendido que podía inscribir en esta estrategia de defensa de los libreros -que sin embargo no se portaban nada bien
con él- la afirmación abiertamente reinvindicada de la propiedad del autor sobre su obra. Utiliza así la argumentación
de los libreros-editores como fundamento mismo de la reivindicación del autor-propietario.
De modo que los autores intervienen en una segunda fila,
más tardíamente.
y no sólo haciendo referencia a Beaumarchais: el autor de
teatro no es el único modelo. Hay otra figura emblemática que
es Rousseau.
44
Rousseau y no Voltaire.
Voltaire rechaza la dependencia del vínculo de clientela,
en relación con patrones privados, particulares, aristocráticos, pero no la rechaza en absoluto en nombre de la defensa del
derecho de autor; asume ese rechazo, por un lado, apoyándose
en la seguridad que le proporciona su propia fortuna y, por
otro, diciendo que en el caso de aquellos que no son ricos y no
quieren sufrir la humillación de las dependencias particulares, el sistema de mecenazgo del Estado, tal como lo instituyó
Luis XIV, continúa siendo un recurso legítimo. Con los autores como Rousseau aparece otra voluntad, la de tratar de vivir de la propia pluma. Jean-Jacques vende así varias veces
Julia o La nueva Eloísa, una vez con el pretexto de que se trata
de una adaptación para la censura francesa; otra vez, porque le ha agregado el prefacio... Esta es la única manera que
tienen los autores de hacer un poco más rentable la escritura.
Además, puesto que tanto en Inglaterra, desde 1709, como
en Francia, a partir de 1777, los autores -y no solamente los
libreros- pueden solicitar privilegios, vemos que muchos autores tratan de convertirse en sus propios editores.
En la abundancia de iniciativas, ¿cómo interviene a su vez
el Estado a fin de regular el derecho de autor?
En 1709, la monarquía inglesa quiere terminar con el
sistema corporativo que aseguraba la perpetuidad de la propiedad sobre los títulos que habían hecho registrar los libreros y los impresores de la corporación. Procura pues limitar la
duración del copyright. En Francia, el Estado va a intervenir
de manera importante sobre todo mediante las discusiones de
las asambleas revolucionarias y lo hará con la doble intención
de proteger al autor y de proteger al público. Proteger al autor
supone reconocer su derecho: se impone la idea de identificar
las composiciones literarias con un trabajo; la retribución de
ese trabajo es por consiguiente legítima, está justificada.
Pero, por otra parte, esto debe hacerse de modo que no
perjudique al público.
45
Podría decirse que la legislación surgida de las asambleas
revolucionarias, sometida a esta doble exigencia, definió el
derecho moderno, aun cuando durante los siglos XIX y XX, los
dispositivos se fueron haciendo progresivamente más complejos, más numerosos y más precisos. Se trata de un derecho que, por un lado, reconocía la propiedad literaria, pero
que, al mismo tiempo, la limitaba en cuanto a su duración:
una vez que esta expiraba, la obra se hacía "pública". Cuando
se dice que una obra ha caído en el dominio público, significa
que cualquiera está autorizado a publicarla, mientras que
anteriormente el autor mismo o sus herederos continuaban
siendo los propietarios exclusivos. Esta concepción de un
dominio público, de un bien que llega a ser común después de
haber sido individual es heredera directa de la reflexión
revolucionaria; es una concepción que tiene sus raíces en los
debates del siglo XVIII y se opone a todas las reivindicaciones,
cualesquiera fueran las formas que hubiesen adoptado, que
pretendían obtener la propiedad de las obras a perpetuidad
sin posibilidad de que tal derecho prescribiera.
que se ejerza no sólo sobre un objeto en el cual se encuentra
el texto, sino sobre ese texto mismo, definido de manera
abstracta por la unidad y la identidad de los sentimientos que
en él se expresan, del estilo que le es propio, de la singularidad que traduce y transmite. Se abre así un camino para
aclarar la situación contemporánea. En efecto, ¿qué implica
la revolución del texto electrónico, sino un pa- so suplementario en este proceso de desmaterialización, de descorporización de la obra, que se hace muy difícil de estabilizar?
Todos los procesos modernos sobre la propiedad literaria, en
particular los que tienen que ver con la noción de imitación,
de plagio, de copia, están ya vinculados con esta doble cuestión: la de los criterios que caracterizan la obra, independientemente de sus diferentes materializaciones, y la de su
identidad específica. La distinción entre la obra y el conjunto
de las materialidades, las formas a través de las cuales se la
transmite, para ser leída o escuchada, señala el lugar mismo
de una cuestión a la vez jurídica y estética que es menester
profundizar.
Y ahora, dos siglos después, ¿cómo preservar los principios
del derecho de autor en el gran desbarajuste electrónico,
cuando la obra adopta una multitud de formas, cada vez
más difíciles de manejar?
Cuando los multimedia permiten desplegar, como en una
vitrina, productos que pueden ser libros, CD-Rom, filmes u
otros productos derivados, la reflexión del siglo XVIII
continúa siendo interesante, pero es insuficiente.
El recuerdo de otro debate antiguo puede tener cierto
interés en este sentido. Esta vez no se refería a los derechos
del público o a los del autor, sino al objeto en el cual estaba
inscripta la obra. En la práctica de la comunidad de los libreros e impresores de Londres, se consideraba que lo que era
el objeto mismo de la propiedad, del copyright, era el manuscrito de la obra que el librero había depositado y hecho
registrar. Ese manuscrito debía ser transformado en un libro
impreso, pero continuaba siendo el fundamento, el garante
y el objeto mismo al cual se aplicaba el concepto del right
in copy, es decir, del derecho sobre el ejemplar, del derecho
sobre el objeto. En el curso del siglo XVlIl, se realiza un intenso
trabajo con el fin de desmaterializar esta propiedad, de hacer
Aún es interesante. Si uno nombra La Cartuja de Parma,
evoca un texto, de manera por completo independiente de su
materialidad, de los libros o los filmes en los que la obra se
haya diseminada, dispersada, difundida; de modo que el
juicio estético supone que uno construya una categoría de
obra que sea trascendente respecto de todas las formas
particulares que esa obra pueda adoptar. Del mismo modo,
las categorías jurídicas contribuyen a cumplir ese trabajo de
desmaterialización, pues se aplican a una realidad construida, abstracta, a una obra que existe como entidad ideal.
Vemos pues que el derecho, como la estética, obran mediante
un movimiento semejante que conduce a la producción de una
entidad que tiene rasgos específicos, que no son los de las
formas materiales en los que el texto cobra cuerpo.
46
47
Pero, todo lector que aborda una obra, la recibe en un
momento, en una circunstancia, una forma específica y,
aun cuando no sea consciente de ello, lo que proyecta afectiva
o intelectualmente en ella está vinculado con ese objeto y con
esa circunstancia. Se advierte pues que, por un lado, existe un
proceso de desmaterialización que crea una categoría abstracta cuyo valor y validez son trascendentes y que, por el
otro, el lector tiene múltiples experiencias que están directamente asociadas a su situación y al objeto en el cual lee el
texto. Aquí está la clave fundamental para comprender, tanto
en el siglo XVI como en el siglo xx, la cultura escrita.
Ahora bien, si pensamos en el mundo contemporáneo de
los multimedia, en el paso de una misma obra del libro al CDRom, del CD-Rom al filme, podemos ilustrar de manera
particularmente aguda esta tensión. Las categorías del derecho, aplicadas a estos objetos, son categorías que reducen y
hasta anulan las diferencias.
Hoy, en los contratos de autor, hay cláusulas que prevén
las diferentes mutaciones posibles del texto, que primero se
transformará en libro, pero que luego puede ser adaptado al
cine, a la televisión, a un CD-Rom, a un texto electrónico, etc.
La tarea consiste en elaborar nociones o conceptos capaces de
abarcar todas estas formas a fin de unificarlas y al mismo
tiempo desmaterializarlas. Por otra parte, para el autor y a
fortiori para el lector, las propiedades específicas, los dispositivos materiales, técnicos o culturales que gobiernan la
producción de un libro o su recepción, de un CD-Rom, de un
filme, continúan siendo diferentes, porque corresponden a
modos de percepción, de hábitos culturales, de técnicas de
conocimiento diferentes. La obra nunca es la misma cuando
está inscripta en formas distintas. Cada vez, tiene una significación diferente.
Sí, pero el autor continúa aplicando las reglas de
construcción del libro, tal como las heredó.
Tal vez los autores de la era de los multimedia, un poco
a la manera del autor de teatro, ya no se rijan por la tiranía
de las formas del objeto-libro tradicional y lo hagan, en el
48
proceso mismo de la creación, dejándose llevar por la pluralidad de las formas de presentación del texto que permite el
texto electrónico. Ya podemos ver obras escritas que, desde
el momento mismo de su producción, han sido concebidas en
relación con lo que pueden llegar a ser en su adaptación
cinematográfica o televisiva.
Del mismo modo podemos imaginar, en el caso de textos
más áridos o más austeros, que se los produzca inmediatamente como multimedia. Recordemos la conciencia que tenían ciertos autores antiguos de la forma del libro, de la
tipografía, de la disposición del texto. Entre los siglos XVI y
XVIII, Y hasta en el siglo XIX, había autores más sensibles, más
abiertos que otros, a esta "conciencia tipográfica": los que
juegan con las formas, los que quieren controlar la publicación impresa, los que quieren subvertirla o revolucionarla.
No todos los autores dejaban librada al taller la responsabilidad de la forma. Por analogía, la "conciencia multimedia"
contemporánea podría emparentarse con esta conciencia
tipográfica demasiado olvidada. También podría pensarse
que, progresivamente, ha de modificarse la concepción del
texto que habrá de incorporar, desde el momento del proceso
de creación, los rasgos de los usos e interpretaciones que
permitirán sus diferentes formas.
¿ Quiere usted decir que el flujo va a modificar la provisión?
Sí, es muy posible que esto ocurra. Por el momento,
razonamos como si existiera una provisión de textos o imágenes distribuidos por diversos flujos. Creo que hay que desarrollar una reflexión inversa, considerando el efecto de las
formas sobre lo que ellas transmiten, sin dejar de tener en
cuenta la diversidad de las significaciones que tiene un
"mismo" texto cuando cambian sus modalidades de difusión.
Probablemente en el siglo xxr o en el siglo xxn se puedan
clasificar los autores en función de su mayor o menor agudeza
y agilidad para percibir y aprovechar las nuevas posibilidades que ofrecen las técnicas multimedia.
49
EL LECTOR
entre restricciones y libertad
La lectura siempre es apropiación, invención, producción de significaciones. Según la bella imagen de Michel de
Certeau, el lector es un cazador furtivo que recorre las
tierras de otro. Apropiado por la lectura, el texto no tiene
exactamente -o en absoluto- el sentido que le atribuyen su
autor, su editor o sus comentaristas. Toda historia de la
lectura plantea, en su principio, esta libertad del lector que
desplaza y subvierte lo que el libro intenta imponerle. Pero
esta libertad lectora nunca es absoluta. Está sujeta a
restricciones que proceden de las capacidades, de las convenciones y de los hábitos que caracterizan, en sus diferencias, las prácticas de lectura. Según los tiempos y los
lugares, según los objetos leídos y las razones de la lectura,
los gestos cambian. Se inventan nuevas actitudes y otras
desaparecen. Del rollo antiguo al codex medieval, del libro
impreso al texto electrónico, diversas rupturas mayores
marcan hitos en la larga historia de las maneras de leer.
Modifican la relación entre el cuerpo y el libro, los posibles
usos de lo escrito y las categorías intelectuales que aseguran su comprensión.
51
Usted que escribió los prefacios y comentó los grandes
libros de Norbert Elias, especialista de la civilización de las
costumbres y de los buenos modales a la hora de sentarse a
la mesa, ¿ no cree que falta hacer y hacer descubrir una
historia de las maneras de leer?
Elias mostró que el umbral de pudor y las normas de las
conductas habían estado sometidas a exigencias que se reforzaron entre los siglos XVI y XIX. La instauración obligada del
silencio en las bibliotecas universitarias de la Edad Media
central va en el mismo sentido. Allí, en las bibliotecas, se
encuentra esta misma idea de una conducta que debe estar
reglamenta y controlada. Luego, también está presente en las
sociedades de lectura del siglo XVIII que tuvieron gran importancia en la Alemania de la Ilustración. Esas sociedades están
menos desarrolladas en Francia, pero son más numerosas en
Inglaterra donde adquieren la forma de los book clubs. En sus
reglamentos, se prevé que el lugar de la lectura debe estar
separado de los sitios donde se desarrolla una distracción más
mundana, es decir donde se puede beber, conversar y jugar.
Los reglamentos de estas sociedades de lectura de Alemania
constituyen uno de los soportes de lo que Elias denominó el
proceso de civilización que obliga a los individuos a controlar
sus conductas, a censurar sus gestos espontáneos y a refrenar sus afectos. Sin embargo, es necesario advertir los matices. La historia de las prácticas de lectura, a partir del siglo
XVIII, es también una historia de libertad en la lectura. En este
siglo las imágenes comienzan a mostrar al lector en medio de
la naturaleza, el lector que lee mientras pasea, que lee en la
cama, en tanto que, al menos en la iconografía que ha llegado
hasta nosotros, los lectores anteriores al siglo XVIII leían en el
interior de una sala de estudio, de un espacio privado retirado, sentados e inmóviles. El lector -y la lectora- del siglo XVIII
se permite conductas más variadas y más libres, por lo menos
cuando se los retrata en cuadros o grabados.
No obstante, esto ocurre rara vez. Sobre todo vemos cómo se
manifiesta y desarrolla esta libertad a partir del momento
53
en que la lectura aparece representada por la fotografía y
por el cine. En la mayor parte de las representaciones
pictóricas, durante mucho tiempo el lector permaneció
sentado.
Con la aparición de la fotografía y del cine, en cambio, el
objetivo sorprende a los lectores, lo cual permite mostrar
prácticas de lectura más desordenadas, menos controladas.
La pintura o el grabado petrifican a los lectores en una
actitud que remite a los códigos y a las convenciones que se le
asignaba a la lectura legítima. Pero uno no puede inferir de
ello que todos los lectores leían necesariamente sentados en
el interior de un estudio o de un salón. Podían tener prácticas
de lectura más libres que no se consideraran legítimamente
representables. Los lectores de libros pornográficos o eróticos
leían a veces con una sola mano, según la expresión de Rousseau.
Un aspecto importante para el trabajo histórico es medir la
posible diferencia entre, por un lado, lo que es lícito representar
y, por el otro, los gestos efectivos, las prácticas reales. A menudo,
los historiadores deben contentarse con registrar los desplazamientos operados en los sistemas de representación. Sería
temerario sacar conclusiones demasiado apresuradas de la
realidad de las conductas partiendo de representaciones codificadas que dependen, tanto de las convenciones o los intereses
que rigen el acto de mostrar
-mediante la pintura, mediante
el grabado- como de la exis-tencia o de la ausencia de los gestos
que se muestran.
Así, un pintor vacilará mucho menos al representar un
periódico que un libro. En el libro hay un secreto
comparable al del retrato. Agregar un libro a un retrato es
sumar un secreto a otro e imponerse una tarea muy difícil.
En los siglos XVII y XVIII, un periódico no tiene una estructura diferente de la del libro. Lo que usted menciona se
manifiesta cuando el periódico adquiere un formato grande y
una amplia difusión, cuando comienza a vendérselo en las
calles en ejemplares sueltos. Es decir, se advierte una actitud
54
más libre: la gente lleva el periódico consigo, lo arruga, lo
desgarra, se lo da a leer a varios. Esto no dista mucho de las
nuevas técnicas de representación como la fotografía o el
cinematógrafo.
Si recordamos el artículo clásico de Walter Benjamin
sobre la fotografía y el cine, vemos que tanto la fotografía
como el cine se acercan al hombre común y permiten una
mayor apertura al mundo social. Así es como aparecen representadas prácticas no legítimas o más espontáneas, mientras
que en el pasado esas prácticas no se ajustaban ni a los
códigos ni a los temas de representación. Benjamin señala
incluso que, con el cine y el periódico, puede surgir una
confusión de los roles entre productor y consumidor. En los
periódicos, la diferencia entre el redactor y el lector se borra
a medida que el lector se hace también autor, gracias al correo
de lectores. Lo mismo ocurre en el caso del cine, cuando este
se dedica a filmar a sus propios espectadores como actores
presentes en la imagen, por ejemplo los obreros captados en
el momento de salir de la fábrica Lumiere o las multitudes
revolucionarias. La mayor libertad de los gestos se vincula
con la democratización del acceso a la representación y con
cierto desdibujamiento de los roles que antes estaban estrictamente separados.
El libro continúa a veces siendo un objeto de distinción en
ciertas fotografías oficiales -la de Francoie Mitterrand,
tomada por Gisele Freund en 1981, por ejemplo- que
perpetúa la tradición del retrato a la antigua de las
personas de alcurnia.
El libro era señal de autoridad, de una autoridad que
procedía, hasta en la esfera política, del saber que transmitía.
La fotografía, aunque por otros medios, parecería retomar
el conjunto de los códigos que gobiernan el retrato del Antiguo
Régimen. Esto puede apreciarse en un estudio en serie y
sistemático de las fotografías oficiales de los presidentes de la
República, inscriptas seguramente en la continuidad de los
retratos oficiales pintados. Gracias a la representación del
55
libro, el poder se legitima por la referencia al saber. Se
manifiesta así como "ilustrado".
Si exceptuamos obras tales como las de Baselitz o de
Barcelo, ¿por qué en la pintura actual el libro está tan poco
presente?
La pintura se aleja del libro ya en el siglo XIX, salvo
excepciones tales como la de Fantin-Latour y Renoir. Pero los
grandes pintores innovadores no lo toman como objeto privilegiado, quizá porque el libro pertenece al mundo de las
normas. Sólo aparece en los retratos de la burguesía y no en
las pinturas que revolucionan los códigos estéticos. La pintura histórica del siglo XIX, la pintura de batalla, por su
parte, despliega temas que excluyen la presencia del libro,
demasiado asociada a la intimidad y a lo privado. Los pintores que reintroducen la materia impresa son los cubistas.
En Braque se observa gran profusión de material escrito
e impreso, pero puesto al servicio de una significación diferente, en absoluto vinculada con la idea del libro como
revelador social, sino con un juego de formas y con las relaciones entre las palabras y el mundo. Allí encontramos
representada una "reflexión" visual sobre las relaciones
entre lo escrito y la imagen y sobre los vínculos entre el
espectáculo y la mirada.
¿Puede representarse la lectura como contemplación,
reflexión, meditación?
No siempre ocurrió esto. En la pintura antigua, entre
fines de la Edad Media y el siglo XIX, el libro, omnipresente,
estuvo vinculado con la fuerza del mensaje sagrado. Piénsese en las imágenes de la Virgen, en los cuadros que representan a Santa Ana enseñando a leer a la Virgen o en la obra
de Rembrandt. En este último la Biblia aparece como algo
inmenso, sin relación con un objeto tipográfico posible o real.
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Para retomar la cuestión que está presente en toda esta
entrevista, es decir, la transformación de la lectura en
relación con el soporte que la materializa, convendrá usted
en que la lectio divina, tal como la practican las ancianas
de Rembrandt sentadas con sus lentes ante su infolio,
parece un poco amenazada.
Desde la época de Rembrandt, se planteaba la cuestión
de saber si la Biblia podía publicarse en un formato pequeño. La sacralización del texto, se decía, no podía resistir la
indignidad del formato pequeño. Pero lo cierto es que resistió el paso del rollo al codex, resistió al abandono del infolio
y, sin duda, resistirá al paso al texto electrónico.
La Biblia en CD·Rom que ya comienza a comercializarse en
Francia, ¿ no es acaso una especie de historia santa lúdica,
impropia de toda postura meditativa?
El nuevo soporte del texto permite usos, manejos e intervenciones del lector infinitamente más numerosos y más
libres que cualquiera de las formas antiguas del libro. Evidentemente, el lector puede intervenir tanto en el rollo como
en el codex. Siempre puede introducir su escritura en los
espacios vírgenes, pero aun así queda una clara división que
se marca tanto en el rollo antiguo como en el codex medieval
y moderno, entre la autoridad del texto, ofrecido a través de
la copia manuscrita o a través de la composición tipográfica,
y las intervenciones del lector, necesariamente confinadas a
los márgenes, como en un lugar periférico en relación con la
autoridad. Sabemos muy bien -y usted señala los usos lúdicos
del texto electrónico- que esto ya no es así. El lector ya no está
limitado a intervenir en el margen, ni en el sentido literal, ni
en el sentido figurado. Puede intervenir en el corazón mismo
de la obra, en el centro. ¿Qué queda pues de la definición de
lo sagrado que suponía la existencia de una autoridad que
imponía una actitud de reverencia, de obediencia o de meditación, cuando el soporte material borra la distinción entre el
autor y el lector, entre la autoridad y la apropiación? No sé si
57
se ha desarrollado una reflexión teológica sobre el mundo del
texto electrónico, pero sería absolutamente apasionante que
se presentara junto a una reflexión filosófica o una reflexión
jurídica.
Sin duda tal reflexión mostraría que es posible distinguir
entre un enfoque católico o luterano y un enfoque
calvinista. Ciertamente, según las tradiciones religiosas,
pero también según las tradiciones intelectuales o las
pertenencias sociales, se despliega una multiplicidad de
enfoques de la lectura. ¿Esta multiplicidad es infinita?
Infinita, no. Leer, lectura, estas palabras son engañosas.
¿Hay algo más universal? Hay lectores en Roma, en la
Mesopotamia, en el siglo xx. Eso parece invariable; siempre
se leyó o no siempre se leyó lo suficiente, depende del punto
de vista. Por lo demás, como usted lo menciona oportunamente, existe esta multiplicidad ele modelos, de prácticas, de
competencias, de modo que hay una tensión. Pero esa tensión
no crea una dispersión infinita en la medida en que las
experiencias individuales siempre se inscriben en el, interior
de modelos y de normas compartidas. Cada lector, en cada
una de sus lecturas, en cada circunstancia, es singular. Pero
esta singularidad está atravesada por el hecho de que ese
lector se asemeja a todos aquellos que pertenecen a una
misma comunidad cultural. Lo que cambia es que la definición de esas comunidades, según los diferentes períodos, no
se rige por los mismos principios. En la época de las reformas
religiosas, la diversidad de las comunidades de lectores está
organizada en gran medida a partir de la pertenencia confesional. En el mundo de los siglos XIX y xx, la fragmentación
resulta de las divisiones entre las clases, los procesos de
aprendizaje diferentes, los estudios más o menos prolongados
o el dominio más o menos seguro de la cultura escrita.
También podríamos evocar el contraste que, en el siglo XVIII,
se marcaba entre los lectores de un estilo antiguo que, más
que leer, releían, y los lectores modernos que se apoderan con
avidez de las novedades, de los nuevos géneros, de los nuevos
58
objetos impresos, el periódico, el libelo, el panfleto. Aquí la
división en estratos remite a una oposición entre ciudad y
campo o entre generaciones.
Lo que hay que identificar, tarea difícil para los historiadores o para los sociólogos, es el principio de organización de
la diferenciación. N o existe una invariabilidad o estabilidad
de tal principio. Lo que permite pensar en un proyecto de
historia de la lectura o de las lecturas que no termine siendo
una especie de colección indefinida de singularidades irreductibles es la existencia de técnicas o de modelos de lectura
que organizan las prácticas de ciertas comunidades: la de los
místicos, la de los maestros de la escolástica de la Edad
Media, la de talo cual clase social del siglo XIX, etcétera.
Los miembros de esas comunidades, suponiendo que
pudiéramos identificarlos, imitan, porque se han beneficiado
con un aprendizaje, la conducta de la generación precedente,
de sus padres o de sus padres por elección. Con la revolución
electrónica que vivimos hoy, lo radicalmente nuevo es que no
hay un proceso de aprendizaje transmisible de nuestra
generación a la generación de los nuevos lectores.
Es por ello que esta revolución basada en una ruptura de la
continuidad y en la necesidad de aprendizajes radicalmente
nuevos, y por lo tanto la necesidad de tomar cierta distancia
con hábitos ya adquiridos, registra pocos precedentes tan
violentos en la larga historia de la cultura escrita.
De todos modos tiene sentido compararla con dos rupturas
menos brutales. A comienzos de la era cristiana, los lectores
de los codex tuvieron que desprenderse de la tradición del
rollo. Seguramente, aquello no resultó fácil. La transición fue
igualmente difícil en toda una parte de la Europa del siglo
XVIII cuando se hizo necesario adaptarse a una circulación
mucho más efervescente y efímera de los textos impresos.
Estos lectores se encontraban ante un objeto nuevo que les
permitía nuevos pensamientos, pero que, al mismo tiempo,
suponía el dominio de una forma inesperada que implicaba
técnicas de escritura o de lectura inéditas.
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¿Se ha hecho ya algún estudio sobre las nuevas conductas
inducidas en la generación que fue criada directamente
ante la pantalla?
Es difícil reunir una bibliografía en este sentido porque se
trata de textos o bien dominados por los discursos técnicos o
bien, por la discusión de las cuestiones políticas que plantean
estas técnicas. La descripción etnológica o sociológica de las
prácticas continúa siendo marginal. En una obra colectiva,
dirigida por Daniel Fabre, Ecritures ordinaires, hallamos un
análisis de los conflictos que nacieron en un laboratorio de
investigación acerca de la utilización del correo electrónico.
Por un lado, están los investigadores norteamericanos, habituados a recibir una información considerable y a no respetar
en sus comunicaciones ninguna de las convenciones que
reglamentan normalmente el intercambio epistolar. Por el
otro, están los investigadores franceses que consideran que
los primeros ocupan la memoria como uno ocupa un territorio, de manera ilegítima y que, en las comunicaciones epistolares de la pantalla, es necesario preservar las fórmulas de
cortesía y de los modos antiguos de dirigirse a los destinatarios. Aquí tenemos pues un conflicto de urbanidad y un
conflicto de territorio que, en realidad, traduce tensiones
profesionales que revelan una posición desigual de unos y
otros en ese laboratorio. Este tipo de estudio ofrece una
especie de etnología de las prácticas y permite ver cómo, en
la escala de las comunidades específicas, surgen los conflictos
alrededor de la definición de códigos y de usos que, por ello,
revelan tensiones ocultas.
También sabemos que los primeros verdaderos lectores
electrónicos ya no dependen del papel. En las experiencias
realizadas en la Biblioteca Nacional de Francia, referentes a
una población de lectores profesionales intensivos o de eruditos, se pudo observar que algunos de ellos leían directamente
en la pantalla los textos guardados en la memoria de sus
ordenadores. En los Estados Unidos, hasta se advierte la
práctica de la lectura de conferencias en la pantalla del
ordenador portátil, que el conferenciante abre como antes
abría su cuaderno de apuntes o su carpeta. ¿Define esta
práctica la futura figura del lector? Tal vez.
60
LA LECTURA
entre la escasez y el exceso
Persistentemente, tres inquietudes caracterizaron la
relación con la cultura escrita. La primera de ellas es el
temor de la pérdida. Esta preocupación determinó la busca
de textos amenazados, la copia de los libros más preciados,
la impresión de los manuscritos, la edificación de las
grandes bibliotecas. Contra las desapariciones siempre
posibles, se intenta reunir, fijar y preservar. La tarea,
nunca completada, está amenazada por otro peligro: la
corrupción de los textos. En las épocas de la copia manuscrita, la mano del escriba podía equivocarse y acumular
errores. En la era de la imprenta, tanto la ignorancia de los
cajistas o de los correctores como las malas costumbres
de los editores les hacen correr riesgos aun mayores. De ahí,
los esfuerzos de los autores por sustraerse a las leyes de
hierro de la librería y de la reproducción mecánica. Preservar el patrimonio escrito de la pérdida o de la corrupción
suscita además otra inquietud: la del exceso. La proliferación textual puede llegar a ser un obstáculo para el conocimiento. Para dominarla, son necesarios instrumentos
capaces de escoger, clasificar y jerarquizar. Pero, irónica
paradoja, esos instrumentos son a su vez nuevos libros que
se agregan a los demás.
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La proporción de lectores en relación con la población
global de los países industrializados, ¿está reduciéndose
como piel de zapa? ¿En qué estado se encuentran los
debates sobre el aumento de la condición de iletrados en los
países ricos?
El debate que se ha desarrollado en Francia y que seguramente tienen sus equivalentes en los Estados Unidos y en
otras sociedades europeas occidentales, se inició hace unos
diez años a causa de la condición de "iletrados" de los jóvenes,
medida en el momento en que se tomaban las pruebas de
admisión en el ejército. El 12,5% de los jóvenes fueron considerados iletrados. Al observar más atentamente la composición de ese 12,5% se advertía que menos del 1% eran personas
completamente ajenas a la cultura escrita, es decir, que no
sabían ni leer y ni escribir. Pero a los demás, o sea, el 11,5%,
se los consideraba iletrados porque, para leer, tenían que
oralizar y porque sólo podían escribir fonéticamente. En
cuanto al primer criterio -la lectura en voz alta como condición de inteligibilidad del texto-, se puede pensar que,
durante largos períodos, esta necesidad no correspondía
únicamente a los iletrados; también era común a una gran
cantidad de personas que pertenecían en mayor o menor
medida al mundo de la cultura letrada. Lo mismo que la lectura silenciosa, realizada sólo a través de los ojos, la segunda norma, la que separa la escritura de la oralidad y establece
el respeto de reglas gramaticales y ortográficas, se impuso
tardíamente. Desde el punto de vista histórico, es interesante
ver cómo, al aumentar las exigencias que definen la alfabetización, se transforma el valor, ya sea negativo, ya sea positivo, de ciertas conductas y ciertas prácticas.
¿De modo que no es tanto que avance de la cantidad de
iletrados como que la lectura y la escritura se hacen más
complejas?
Ciertamente. El Estado tiene otras exigencias; del mismo
modo que las empresas, las administraciones exigen cada vez
63
más. La prueba de ello es el retorno del oficio de escribiente público. No ya el escribiente público que está al servicio
de aquel que es completamente iletrado, sino el escribiente
público que responde a las demandas de una sociedad burocrática en la que hay que respetar las formas ... y los formularios.
Cuando uno debe escribir una carta a una autoridad, cuando
debe llenar un formulario, cuando quiere presentarse (enviar
el curriculum vitre), el escribiente público llega a ser el mediador obligado entre la competencia, juzgada insuficiente, del
que debe escribir y la pericia de quien conoce las normas. Esta
es una situación que se advierte claramente en los países de
América latina: en Guadalajara, bajo los pórticos de una
gran avenida, decenas de escribientes públicos escriben
cartas y llenan formularios en máquinas de escribir de la
década de 1930.
El escribiente público era una figura muy importante en
las sociedades del Antiguo Régimen. Luego fue desapareciendo a fines del siglo XIX, a partir del momento en que, dentro de
una categoría social-las empleadas domésticas, las costureras, los obreros, los soldados- comenzó a haber siempre (o casi
siempre) alguien que, dentro del mismo medio, podía ofrecer
el servicio de escribir para los otros. Esto no significa que las
sociedades actuales estén necesariamente menos alfabetizadas que las de fines del siglo XIX, sino simplemente que la
interiorización de las exigencias del estado burocrático conduce a delegar a un especialista aquello de lo que uno no se
siente capaz.
Sin embargo, el discurso que sostiene que las clases más
jóvenes se apartan de la lectura se ha verificado.
Sí, si implícitamente hay un consenso sobre lo que debe
ser la lectura. Aquellos a quienes se designa como no lectores
leen, pero leen otras cosas que no son las que el canon escolar
define como una lectura legítima. Quizá la solución no esté
tanto en considerar como no lecturas esas lecturas libres
dedicadas a objetos escritos de poca legitimidad cultural, sino
en tratar de apoyarse en esas prácticas incontroladas y
64
diseminadas a fin de ayudar, a través de la escuela, pero
también seguramente a través de muchas otras vías, a que
esos lectores encuentren otras lecturas. Hay que aprovechar
lo que la norma escolar excluye como soporte para dar acceso
a la lectura en su plenitud, es decir, a la lectura de textos
densos y capaces de transformar la visión del mundo, las
maneras de sentir y de pensar.
Valuemos a la problemática de Rousseau, quien pensaba
que todos los métodos de aprendizaje de lectura eran
buenos, tanto los escolares como los extraescolares.
La postura autodidacta a la manera de Rousseau supone
un mundo familiarizado con el libro y con la cultura escrita.
Rousseau recuerda qué importantes eran en el medio ginebrino la frecuentación de los libros alquilados, la educación
familiar ... En ese caso, el aprendizaje extraescolar remite a
una cultura escrita que ya se domina. Hay otro modelo de
formación autodidacta que es el de la conquista de la cultura
escrita a partir del analfabetismo y de la condición de iletrado. Es el modelo puesto de manifiesto por Jean Goulemot y
Jean Hébrard a partir de las Mémoires de J amerey Duval, un
pastor ignorante e iletrado que, progresivamente, conquista
la cultura escrita para llegar a ser uno de los personajes
eminentes de la República de las Letras de la Ilustración.
Jamerey Duval vincula su entrada en el mundo de la escritura con el encuentro, en las bibliotecas de las aldeas, de las
fábulas de Esopo ilustradas y los libros de la Biblioteca azul,
esas ediciones baratas vendidas por los buhoneros. En este
caso no se trata de lecturas ilícitas o reprobadas, pero son
lecturas que él llega a conquistar movilizando las imágenes
para descifrar el texto. Los libros de la Biblioteca azul, por la
estructura repetitiva de su construcción, permitían una entrada más fácil en la esfera de lo escrito, a diferencia de los
textos más originales, más singulares. Representan así una
apropiación a hurtadillas de la cultura escrita. De modo que,
por un lado, están las enseñanzas de la escuela y, por el otro,
están todos los aprendizajes que se hacen fuera de la escuela,
65
o bien, a partir de una cultura escrita ya dominada por el
grupo social, o bien mediante una conquista individual que
siempre se vive como una separación del medio familiar y
social y, al mismo tiempo, como una entrada en un mundo
diferente.
El discurso se prolonga bastante más allá del Antiguo
Régimen. Continúa sosteniéndose cuando comienzan los
grandes movimientos de gente de la industrialización. Es
un discurso que compara los riesgos que implica para el
pueblo la multiplicación de los lectores con los riesgos de la
urbanización.
Sólo en la Europa del siglo XIX el Estado pretende imponer
a todos un aprendizaje común del que el propio Estado
tendría las claves. Pero, sorprendentemente, si observamos
con atención el discurso estatal de la época, advertimos que
las autoridades de entonces estaban tan asustadas por la
posible proliferación de lectores como lo están las
autoridades actuales por su supuesta disminución.
En una sociedad en la que ya no existe una jerarquía
jurídicamente codificada de los órdenes y de los estados
sociales, la apertura democrática hace que todos puedan
aspirar a la movilidad social. Pero este ideal democrático,
que hace que todo individuo tenga la posibilidad de entrar en
la escuela elemental, aparecerá acompañado por una estricta
jerarquización de los niveles escolares. Si bien la educación
primaria llega a considerarse necesaria, la enseñanza secundaria y a fortiori la universitaria continúan siendo un dominio restringido y abierto solamente a una minoría. Lo cual
crea un problema a nuestras sociedades contemporáneas,
cuando la enseñanza secundaria y luego la universitaria
hacen caer las barreras de ingreso y, por ello, reciben a
aquellos que ya no son herederos, para utilizar el término de
Bourdieu y de Passeron.
Hay que remontarse aún antes del siglo XIX. Demasiados
lectores, demasiada lectura. Estos son dos temas muy importantes en la larga historia de las sociedades de la Edad
Moderna, a partir del siglo XVI. Demasiados lectores: la idea
traduce el modelo estático establecido de la sociedad del
Antiguo Régimen, donde los hijos deben reproducir la condición social de los padres. Ahora bien, la adquisición de la
lectura y de la escritura lleva a una población de escolares y luego de graduados de las universidades a abandonar
la tierra o el trabajo artesanal y a volcarse a los oficios de la
pluma y de la palabra. Todo esto hace que los poderes y los
poderosos lo perciban como un gran desorden social que
terminaría por agotar al Estado puesto que, alejados de las
tareas productivas de la agricultura o de la manufactura y en
procura de oficios o de beneficios, los lectores, transformados
en estudiantes demasiado numerosos, obligan a importar del
extranjero lo que ya no se produce en el país. Y la teoría
mercantilista teme más que ninguna otra cosa el agotamiento de la riqueza metálica del reino, dilapidada a causa del
pago de las importaciones. Esta es una imagen muy poderosa,
enraizada en las concepciones económicas, que sólo concibe el
orden social en la reproducción idéntica de las condiciones
heredadas.
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Demasiado lectores, se dijo durante mucho tiempo.
y durante mucho más tiempo se repitió: ¡demasiadas
lectoras!
EnLa escuela de las mujeres, Arnolphe le da a leer a Agries
las máximas del matrimonio que él ha compuesto: esto supone que tiene una mujer lectora. Pero el personaje se siente
amargamente afligido por el hecho de que ella haya aprendido a escribir, lo que le permite a Agues enviar recados a su
enamorado. Por mucho tiempo, la lectura de las mujeres
permanece sometida a un control que justifica la mediación
necesaria de un clérigo o una persona instruida, por temor a
las interpretaciones libres, sin garantía de la autoridad.
Podríamos comparar esta obsesión con el temor que sentía
la Iglesia ante la idea de que todos los cristianos leyeran la
67
Biblia. El propio Lutero, ya en la década de 1520, después de
haber puesto la Biblia al alcance de todos al traducirla al
alemán, hace un movimiento de retroceso cuando se da
cuenta de que esa libertad suscita interpretaciones -las de los
anabaptistas, por ejemplo- política y socialmente peligrosas.
De ahí, el retorno al catecismo y a la enseñanza del pastor.
¿Hasta cuándo se prolonga ese discurso defensivo que juzga
más peligrosos los riesgos de la lectura que ventajosas sus
aperturas? Las extrañas reacciones provocadas por la
aparición del libro de bolsillo inmediatamente antes y sobre
todo después de la Segunda Guerra Mundial, ¿no podrían
considerarse semejantes a la censura y a la supervisión de
la Biblioteca azul y de los libros de venta ambulante?
En efecto, el temor de un exceso de libros es muy antiguo.
Se encuentra ya en tiempos en los en que, sin embargo, la
producción del libro no tiene las dimensiones que habrá de
adquirir en el siglo XIX o a comienzos del siglo xx. La multiplicación de libros queda asegurada por primera vez con la
invención de Gutenberg; luego, en el siglo XIX, por la industrialización de la actividad impresora y, finalmente, en el
siglo xx, por la multiplicación de las tiradas que significa la
aparición del libro de bolsillo, Ante esta multiplicación, hay
quienes están en condiciones de dominarla porque su cultura
y los instrumentos que ha construido esa cultura permiten
orientarse racionalmente en ese mundo prolífico y están
aquellos otros que, completamente desvalidos ante esta profusión, hacen malas elecciones y se sienten asfixiados o
desbordados por la producción escrita. En suma, leen lo que
nunca debieron leer. De modo que la idea de la proliferación
de las lecturas incontroladas y la idea de la multiplicación de
los lectores incontrolables van juntas.
El libro de bolsillo dio una nueva forma a esas publicaciones frágiles, poco cuidadas y poco costosas que, desde fines
del siglo XVI, estuvieron destinadas a aquellos o aquellas que
no podían o no querían entrar en las librerías. El conjunto de
esas colecciones, series y bibliotecas se comercializaban a
68
través de la venta ambulante, lo cual no implica que se
vendieran sólo en el campo. "Sin méritos", estas obras estaban condenadas al desprecio de las personas letradas y a la
destrucción. Lo mismo se ha dicho del libro de bolsillo.
Quienes lo despreciaban o le temían expresaban su nostalgia
por una forma noble de libro y recelaban la pérdida de su
propio control sobre la cultura escrita, apoyado en una serie
de dispositivos tales como el comentario y la crítica, que
establecían una clasificación entre las diferentes clases de
lectores y las diferentes categorías de lecturas.
En la perspectiva actual, se observa que el libro de bolsillo, más que acercar a la lectura a aquellos que no estaban
familiarizadas con la cultura libresca, multiplicó las lecturas
de quienes ya eran lectores. Con la aparición del libro de
bolsillo, los títulos pertenecientes al corpus clásico de textos
"legítimos" fueron los primeros en mejorar su fortuna. Luego,
ese formato constituyó el soporte de otros tipos de literatura,
como las novelas policiales, la colección Harlequin, etc. Pero,
en su origen, el libro de bolsillo, como la Biblioteca azul, tenía
por objeto atraer nuevos lectores, dándoles una nueva forma,
más accesible y menos cara, a textos que habían sido publicados ya con otra forma para otros lectores. En realidad, lo
mismo que en el caso de la Biblioteca azul, una vez transcurrida la primera época de menosprecio, el libro de bolsillo
llegó a ser un objeto de colección. Ya tempranamente, desde
el siglo XVIII, aparecen los coleccionistas de la Biblioteca azul.
Así podemos encontrar en la Biblioteca Nacional, series de
volúmenes de la Biblioteca azul, adornados con magníficas
encuadernaciones, que llevan el escudo de armas de un
grande. Esa mirada aristocrática puesta sobre un objeto
popular es una primera manifestación de toda una actitud
que hará apreciar y buscar los objetos despreciados.
Durante mucho tiempo las autoridades se arrogaron
el poder de guiar y de seleccionar: la familia, la Iglesia
-recordemos el éxito extraordinario del abate Bethleem y de
sus Livres 11 lire, livres 11 proscrire-, la escuela y su
prolongación, los bibliotecarios públicos que constituyen
69
otro tipo de preceptor. Hoy se produce una ruptura. ¿Por
qué, de pronto, ninguna de estas autoridades se apropia ya
de la función de seleccionar, de excluir o de desaconsejar
ciertas lecturas, como si el temor que provoca la dificultad
de la lectura ejerciera su efecto en la misión primaria de
todos esos cuerpos constituidos?
Cada una de las instituciones mencionadas, la escuela, la
Iglesia, la familia y la biblioteca, tiene sus propias razones
que explican su incertidumbre. Sería un poco apresurado
considerar que es posible inscribirlas en una misma perspectiva. Los tres grandes discursos sobre la lectura del siglo XIX,
el de la escuela, el de la Iglesia y el de la biblioteca -que
corresponden a tres cuerpos de profesionales, para utilizar
las palabras de Max Weber, los maestros, los clérigos y los
bibliotecarios- tenían contenidos diferentes (la escuela republicana y la Iglesia romana no tenían la misma concepción
sobre lo que era bueno leer), pero es cierto que empleaban los
mismos instrumentos para imponer el corpus de obras y de
prácticas consideradas legítimas. Los tres discursos de la
autoridad se desmoronaron, tal vez porque el mundo social
se alejó de las instituciones que los enuncian. Por su complejidad, su carácter imprevisible, las vías a menudo disimuladas que recorren, las prácticas de lectura se emanciparon de
las exhortaciones y las normas, del mismo modo en que lo
hicieron las prácticas sexuales.
70
LA BIBLIOTECA
entre la concentración y la dispersión
Desde los tiempos de Alejandría, el sueño de la biblioteca universal atormenta la imaginación occidental. Comparadas con, la ambición de una biblioteca en la que ,qe
encontrartan. todos los textos y todos los libros, las colecciones reunidas por los príncipes o los particulares sólo dan
una imagen mutilada, decepcionante, del orden del saber.
Tal diferencia se vivió como una frustración que llevó a
crear f0n.dos inmensos, a despertar pasiones bibliófilas ya
transferir en gran escala porciones considerables del patrimonio escnt~ al ritmo de las conquistas y las confiscaciones. El sentimiento de frustración inspiró asimismo la
co,,:ptlaclón de esas "bibliotecas sin muros" que son los
cat~logos, las rec?pllaciones y las colecciones que intentan
mitigar l~ imposibilidad de la universalidad proponiendo
al lector truien.iari.cs y antologías. Con el texto electrónico
l~ biblioteca .universal se hace concebible (si no ya posible)
sin. que esto implique reunir todos los libros en un mismo
lugar. La contradicción entre el mundo cerrado de las
colecciones y el universo. infinito de lo escrito pierde, por
primera vez en la historia de la humanidad, su carácter
ineluctable.
71
Ahora debemos preguntarnos cómo hace el lector su
provisión de textos. Cuando sueña con una biblioteca ideal,
quisiera ver reunido en ella, dentro de un espacio
concentrado, el máximo de los conocimientos. Así nació el
mito de Alejandría.
En Alejandría, el texto se presentaba todavía bajo la
forma de rollos. Con más de quinientos mil rollos, la biblioteca de Alejandría disponía, en realidad, de una cantidad de
obras mucho menor, puesto que una sola obra podía ocupar
diez, veinte y hasta treinta rollos. Sólo el catálogo de la
biblioteca estaba formado por ciento veinte rollos. Imaginemos las manipulaciones manuales que exigía entonces la
pretensión de lo universal.
En sus comienzos, a los cuales usted estuvo estrechamente
ligado, la Biblioteca de Francia, antes de transformarse en
Biblioteca Nacional de Francia, pretendía nada menos que
retomar el gran proyecto de Alejandría.
El proyecto estaba sustentado en una visión del mundo,
una idea del progreso que apuntaba a ofrecer a cada lector
aquello que pudiera fortalecer la mirada que fija sobre sí
mismo y sobre el mundo. En el corazón del proyecto inicial
estaba la comunicación a distancia de textos transformados,
numerizados y convertidos en textos electrónicos. Puesto
que la biblioteca se identificaba con una red que permitiera
la comunicación de los textos electrónicos que proponía, la
cuestión de su edificio no tenía más que una importancia
simbólica.
De todos modos fue importante fijarle una implantación
puesto que una gran biblioteca del futuro no podía
promover solamente el modo de lectura que supuestamente
sería el del mañana, sino que debía satisfacer asimismo las
demás demandas de lectura.
73
En efecto, era menester preparar la biblioteca inmaterial
y, al mismo tiempo, reunir las lecturas estudiosas de la
Biblioteca Nacional y la lectura pública al estilo anglosajón.
Un lector profesional puede sentir gran placer deambulando
en una biblioteca pública, ampliamente abierta, con libre
acceso a las diferentes secciones y vagar asi por el interior de
lo que se ofrece. En las bibliotecas tradicionales tales como
.
'
existen hoy en Francia, uno sólo encuentra el libro que busca.
En la biblioteca pública uno debe poder encontrar libros que
no busca, como si fueran los libros quienes lo buscan a uno. La
biblioteca electrónica permite compartir lo que hasta ahora
simplemente se ofrece en un espacio en el que el lector y el libro
deben estar necesariamente juntos. El lugar del texto y el
lugar del lector pueden de ahora en adelante estar separados.
En el fondo, esta disyunción entre el texto y el lector se
puede concebir más fácilmente que la reunión o
simplemente la aproximación en un mismo lugar de
diferentes categorías de lectores: investigadores y curiosos,
silenciosos y charlatanes.
La coexistencia puede organizarse mediante la disposición arquitectónica que debe ofrecer la posibilidad de que
convivan en armonía varios tipos diferentes de lectura. Los
primeros textos que imponen el silencio en las bibliotecas
datan sólo de los siglos XIII y XIV. Sólo en ese momento
comie.nza a multiplicarse el número de lectores que pueden
leer SIn murmurar, sin "rumiar", sin leer en voz alta para sí
a fin de comprender el texto. Los reglamentos reconocen esta
nueva norma y se la imponen a aquellos que todavía no
habían internalizado la práctica silenciosa de la lectura.
Podemos pues suponer que antes, en los scriptoria monásticos
o en las bibliotecas de las primeras universidades se oía un
murmullo, producido por esas lecturas masculladas que los
latinos llamaban ruminatio. El silencio es una conquista que
ahora vuelve a ponerse en tela de juicio. Este problema se
plantea cada vez que una práctica cultural se impone y
provoca la reacción de aquellos que, por tradición familiar o
74
social, no están formados para recibirla en las condiciones
que esa práctica exige. En este sentido el cine es un caso por
completo sintomático. Actualmente, en las salas de cine hay
muchos espectadores que reaccionan como si estuvieran ante
el televisor de su casa. Hablan, se comunican, comentan,
como si la sala fuera un lugar en que no se impusiera el
silencio. En tanto que, para otros espectadores, habituados a
otra manera de ser, el silencio es una condición necesaria del
placer cinematográfico.
Lo que a usted le interesa es que la tradición de la lectura
estudiosa y la de la lectura pública se abran
recíprocamente una a la otra.
Si. Pero en Francia la dificultad estriba en la fragilidad
de la lectura pública. Quizás en nuestro pais haya habido
una edad de oro del catolicismo, después de la revolución,
o una edad de oro de la escuela republicana, entre 1870 y
1914. En cambio, nunca hubo una edad de oro de las bibliotecas públicas, a diferencia de lo que se dio en la Inglaterra
victoriana o, más tarde, en el mundo anglosajón, ampliado
hasta los Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia.
¿A qué se debe esta excepción francesa?
La public library de los Estados Unidos, con sus raíces
inglesas del siglo XVIII, era en el siglo XIX una institución
central urbana de la comunidad y vemos que ha dejado
poderosas huellas en todas las grandes ciudades norteamericanas. La N ew York Public Library es tan importante como
la biblioteca del Congreso o la de Harvard. Una respuesta
demasiado simple consiste en vincular esta institución con
una cultura protestante del libro. Eso por supuesto ejerció
cierta influencia. Pero no es la única explicación. Quizá la
explicación esté más relacionada con la intensidad de la cultura comunitaria. Esta última se fortificó en las sociedades
de lectura, las subscription libraries o los book clubs. Estos
75
son distintos tipos de bibliotecas reunidas por individuos que
se asocian, pagan una cuota, compran libros para constituirla
o revenden las obras al cabo de un año, como ocurre en los
boak clubs.
Esta vigorosa cultura comunitaria, que se formó en el seno
de los diferentes protestantismos, inglés o norteamericano,
nunca existió en la sociedad francesa: esta siempre tuvo una
estructura más vertical, más jerárquica, en la que el peso de
la autoridad tiene más fuerza que la iniciativa colectiva. Esta
es una clave quizá más importante aún que la clave religiosa.
Aun cuando Francia no tenga public libraries como otros
países, tiene una historia, una ideología, una política de la
lectura pública.
Sí, Y una historia señalada por dos momentos importantes. El primero fue el resultado de la comprobación, hecha
entre las décadas de 1850 y 1870, de que las bibliotecas
municipales (cuyos fondos habían aumentado considerablemente en virtud de las confiscaciones revolucionarias) eran
incapaces de asegurar una función pública de la lectura.
Podrá parecer una caricatura, pero lo cierto es que esas
bibliotecas estaban apenas entreabiertas, llenas de polvo;
finalmente, no eran más que museos inertes. De esta carencia
.nacen las bibliotecas de la Société Franklin, de la Liga de la
Enseñanza, de los Amigos de la Instrucción Pública, que
procuran -tanto por las condiciones de apertura como por los
fondos propuestos- cumplir la función de bibliotecas públicas, populares, abiertas a quienes no osan o no quieren
atravesar las puertas de la biblioteca municipal.
El segundo momento es, inmediatamente después de la
Primera Guerra Mundial, la aplicación del modelo norteamericano: la lectura pública supone que la biblioteca salga de
sus muros, vaya al encuentro de los lectores, con los bibliobuses, con las bibliotecas circulantes instaladas en los barrios, con las bibliotecas situadas en las empresas. Los resultados fueron por completo positivos, aun cuando hubo cierta
desilusión en cuanto a la transformación de las prácticas de
76
lectura. Es un movimiento cuya inspiración continúa siendo
muy provechosa. En el momento mismo en que estamos
dialogando, se está operando una revolución, con todo lo que
promete y también con todos los temores que suscita. Es por
ello que se hace necesario conservar en el seno del debate
sobre la biblioteca electrónica, si no ya las fórmulas o los
instrumentos de la lectura pública, al menos el espíritu que
la animó.
Gola Mann, el hijo de Thomas, describió en Una juventud
alemana, la década de 1920 como los últimos años en los
que los universitarios pudieron soñar con coleccionar en las
vastas bibliotecas de sus casonas todos los conocimientos
que pudieran necesitar. Desde entonces, hasta los propios
universitarios tuvieron que participar de la lectura pública.
Esta idea de fines del siglo XIX y principios del xx, según la
cual uno podía dominar, dentro de una esfera particular del
saber, todas las publicaciones fundamentales y, por lo tanto,
en cierto sentido, dominar e instalar en su propia casa ese
conocimiento exhaustivo, se extinguió con el crecimiento del
número de profesores, la proliferación de las revistas, la
multiplicación de las investigaciones. La posesión particular
del saber se hace imposible y estamos entrando en una época,
tal vez particularmente angustiante para el trabajo intelectual, del desconocimiento obligado. Salvo que se reduzca
drásticamente el terreno de especialización a una esfera en la
que aún pueda aplicarse el modelo antiguo. En cuanto se pretende ampliar un poco el panorama, las bibliotecas, ya sean
nacionales, públicas o universitarias, llegan a ser un recurso
indispensable y se hacen necesarios las guías, las mediaciones, los instrumentos que limiten las pérdidas obligadas.
Aparece ahora otra imagen de la biblioteca: así pasa de ser
un lugar de protección, un receptáculo de la eternidad, a
constituir una entidad invasora, amenazadora,
incontrolable.
77
El tema de la crisis del libro asociada a su sobreproducción
aparece después de la segunda revolución de la industrialización del libro del siglo XIX, la de las décadas de 1860 y 1870,
cuando se abandona la composición manual de Gutenberg y
se pasa a la era del monotipo y luego a la del linotipo. El
aumento de las tiradas, el crecimiento de la producción
impresa, sin mencionar la producción de diarios y la multiplicación de publicaciones periódicas y revistas, acompañan
esta mutación técnica. Es importante señalar que la primera
revolución industrial del libro, la de las décadas de 1820 y
1830, que consiste en la industrialización de la impresión, no
había provocado los mismos fenómenos. Las tiradas no experimentaron un gran aumento hasta la década de 1860. El
número de títulos publicados aumentaba cada año, pero no en
proporciones considerables. Si se admite que al final del
Antiguo Régimen podía haber en Francia entre tres y cuatro
mil títulos publicados, en 1860 se alcanza una cifra que puede
oscilar entre seis y ocho mil títulos. Después de esta fecha el
crecimiento cambia de escala. Así entre 1910 y 1914 aparece
el tema de una crisis asociada a la superproducción. Ya antes
se había debatido la idea de que había un exceso de libros en
relación con las capacidades de los lectores. Muchas casas
editoras quebraron en aquel momento, lo cual dejó el espacio
libre a las grandes editoriales del siglo xx que, en buena parte,
son las mismas que conocemos hoy. También encontramos,
en las discusiones sobre el exceso de la producción impresa,
la idea de que la abundancia de libros puede ser peligrosa o
inútil para la constitución del saber mismo, que supone un
trabajo de elección y de selección.
El buen lector es aquel que evita cierto número de libros, un
buen bibliotecario es un jardinero que desmaleza su
biblioteca, un buen archivero selecciona lo que conviene
más desechar que guardar. Estos son temas inéditos de
nuestra época.
Congreso de los Estados Unidos, que selecciona y envía a
otras bibliotecas los materiales que no puede aceptar. Además no hay que pensar sólo en los libros; también hay otros
objetos impresos. Todos podemos hacer la experiencia cada
día mirando la cantidad de objetos impresos que aparecen en
nuestro buzón. Si extrapolamos esta modesta experiencia a
la dimensión de la producción impresa, sean cuales fueren
los objetos de que trate, encontramos la necesidad absoluta de selección para poder administrar, organizar y gobernar
la conservación de esa producción. Ante tal proliferación,
se ha buscado, una vez más, una respuesta en la esfera de la
electrónica. A partir del momento en que se transforma una
revista, un periódico, un libro, en texto electrónico al que se
accede en la pantalla y que se puede difundir por la red,
parece que ya es posible descuidar la conservación del objeto
original, puesto que el texto de todos modos subsiste.
Sin embargo, los historiadores del libro (entre los que me
cuento) sienten gran inquietud ante esta evolución. En efecto, la forma del objeto escrito gobierna siempre el s.entido que
los lectores pueden dar a lo que leen. Leer un artículo en un
banco de datos electrónico, sin saber nada de la revista en la
que fue publicado ni de los artículos que lo acompañan y leer
el "mismo" artículo en el número de la revista en el que
apareció no es la misma experiencia. El sentido que le dé el
lector en el segundo caso depende de elementos que no están
presentes en el artículo mismo, pero tienen que ver con el
conjunto (le los textos reunidos en el mis~o ejemplary c.on
el proyecto intelectual y editorial de la revista o el periódico
en cuestión. A veces, la proliferación del universo textual
pudo llevar al gesto de la destrucción, cuando debió pensarse
en la exigencia de la conservación.
Sí, la presencia de lo escrito en las sociedades contemporáneas es tal que supera toda capacidad de conservación, aun
en el caso de la biblioteca más grande del mundo, la del
78
79
Lo NUMÉRICO
como sueño de lo universal
Los hombres del siglo XVII consideraban la circulación
de lo escrito como la condición misma del progreso de la
Ilustración. Gracias a ella, todos están en condiciones de
juzgar las instituciones y las opiniones y de someter a la
discusión común sus propias ideas. Un nuevo espacio
crítico y político nació de esta confrontación, entendida
como el ejercicio público de la razón por parte de las
personas privadas. La comunicación a distancia libre e
inmediata a que dan lugar las redes electrónicas ofrece un
nuevo soporte a ese sueño de que la humanidad toda
participe del intercambio dejuicios. Pero ese futuro posible
no está ineluctablemente inscripto en las mutaciones de la
técnica. Esta puede proyectar un futuro completamente
distinto en el que comunidades cerradas o individuos
aislados ya no compartan ninguna referencia común. A lo
universal que promete el intercambio de los saberes y las
informaciones, se opone así la yuxtaposición de identidades singulares, crispadas por sus diferencias. Reflexionar sobre las revoluciones del libro y, de manera más
general, sobre los usos de lo escrito es pues, finalmente,
interrogarse sobre la tensión fundamental que atraviesa el
mundo contemporáneo, desgarrado entre la afirmación de
las particularidades y el deseo de lo universal.
81
Con el texto electrónico parece estar por fin al alcance de
nuestra mirada y de nuestros dedos un sueño muy antiguo
de la humanidad que podríamos resumir en dos palabras:
universalidad e interactividad.
La Ilustración, que creía que Gutenberg nos había traído
una promesa de lo universal, cultivaba una forma de utopía.
Imaginaba que, a partir de las prácticas privadas de cada
individuo, podría construirse un espacio de intercambio crítico de las ideas y las opiniones. Lo que soñaba Kant era que
cada persona fuera a la vez lector y autor, que emitiera juicios
sobre las instituciones de su época, independientemente del
tipo de institución de que se tratara, y que al mismo tiempo
pudiera reflexionar sobre los juicios emitidos por los demás.
Lo que antes sólo permitían la comunicación manuscrita o la
circulación de textos impresos hoy encuentra un soporte
mucho más poderoso en el texto electrónico.
Primer ejemplo de aplicación, tomado de un tipo de
empresa cara a la Ilustración: la enciclopedia.
Lo que está en juego en toda empresa enciclopédica da una
fuerza particular al texto electrónico. Por primera vez, pueden conservarse y comunicarse en el mismo soporte, el texto,
la imagen y el sonido. Inmediatamente, toda realidad del
mundo sensible puede captarse a través de diferentes formas
de su descripción, de su representación o de su presencia. El
proyecto enciclopédico encuentra así la potencia propia del
medio electrónico. Del mismo modo, en el soporte electrónico
uno puede hallar una traducción de la inspiración que caracterizó los grandes proyectos enciclopédicos: la disponibilidad
universal de las palabras enunciadas y de las cosas representadas se hace posible.
Además, en los proyectos enciclopédicos estaba incluida
la idea de la organización, de la clasificación y del orden.
También allí, gracias a los instrumentos de búsqueda que
existen en el interior de los universos de textos, de imágenes
o de sonidos que produce la electrónica, esas funciones se
aseguran mejor aún que en los cuadernos de lugares comunes
83
del Renacimiento o los árboles enciclopédicos del tipo del que
abre el "Cuadro de los conocimientos" en la Enciclopedia de
Diderot y d'Alembert. Un nuevo recurso técnico da una
respuesta efectiva a problemas que antes era difícil resolver.
La enciclopedia está en concordancia con la revolución electrónica, mucho más que otros tipos de textos de los cuales
puede pensarse que han de quedar ligados a la comunicación
mediante el libro impreso y los gestos que este impone.
Segundo ejemplo, siempre tomado de las formas más caras
al siglo XVIII: la revista o la gaceta, que hoy se llama
periódico.
Ciertamente, en el caso de las publicaciones cotidianas o
semanales, siempre se mantiene una tirada en papel que es
el periódico mismo, pero ciertas revistas ya no se publican
más así. La composición en la pantalla, la transmisión al
lector, la recepción, la lectura y el almacenamiento en la
memoria informática se efectúan sin que en ningún momento
se haga una impresión en papel: esto ya es una realidad en la
microedición y nada impide pensar que algún día esto se
generalizará. Yo colaboro en Le Monde que, evidentemente,
continúa siendo un diario que se imprime en papel. Pero,
puesto que los artículos se escriben en el ordenador, luego se
transmiten a la memoria electrónica del diario y desde allí
se imprimen varios centenares de miles de ejemplares, ¿por
que no pensar que algún día esta composición electrónica del
diario sea recibida y leída directamente sobre la pantalla, por
lo menos por una parte de los lectores?
El lector de un artículo de Roger Chartier corre el riesgo de
no percibir ese texto del mismo modo en que lo percibía
cuando lo leía en medio de toda una materia impresa.
Efectivamente, aun cuando se trate exactamente de la
misma materia editorial que se presenta por vía electrónica,
la organización y la estructura de la recepción son diferentes,
84
en la medida en que la disposición en la página del objeto
impreso es diferente dé la organización que permite la consulta de los bancos de datos informáticos. La diferencia
puede resultar de una decisión del editor quien, en una época de complementariedad, de compatibilidad o de competencia de los soportes, puede apuntar así a diversos públicos y a
diversas lecturas. La diferencia puede estar también vinculada, más profundamente, con el efecto de significación que
produce la forma. Una novela de Balzac era diferente sin
que cambiase una sola línea del texto, si se la presentaba
como folletín en un periódico, en una edición para un gabinete
de lectura o, junto con otras novelas suyas, cuando se la
incluía en un volumen de obras completas.
¡Apenas se eleva y ya se oculta el sol de la universalidad!
Tanto más por cuanto la utopía de lo universal está
marcada por un segundo malentendido que ya señalaba
Condorcet cuando, en el siglo XVIII, hablaba de los límites de
la comunicación impresa: se trata de la pluralidad de las
lenguas. Ningún lector -ni siquiera Dumézil- podría jamás
dominar la totalidad de las lenguas necesarias para tener
acceso a la universalidad del patrimonio escrito. El proyecto
del idioma universal fue abandonado, tanto el de las lenguas
formales del siglo XVII (de Leibniz a Condorcet, se imaginaba
una lengua universal capaz de formalizar los procedimientos
del pensamiento), como el de los idiomas inventados en el
siglo XIX, entre los cuales el esperanto no era más que una de
las muchas propuestas. De modo que queda aún un límite
infranqueable para la realización de lo universal.
y hay otro obstáculo más. La cultura impresa -y antes de
ella la cultura manuscrita- realizó clasificaciones, estableció
jerarquías, asociaciones entre formatos, géneros y lecturas;
se puede suponer que, en la cultura que la complemente o que
compita con ella durante numerosas décadas, a saber, el texto
electrónico, continúen siendo válidos los mismos procedimientos. Ese otro mundo también se irá fragmentando según
los procesos de distinción o de divulgación que no se desarrollan
85
al mismo paso y que no tienen las mismas formas, pues estas
dependen de los diferentes contextos. Una de las d.ific~l:ades
que presenta concebir este fenómeno es que la rmaginacron del
futuro siempre depende de lo que conocemos; lo cual hace que,
para nosotros, la cultura del texto electrónico sea obligadamente
un mundo de pantallas. Es el ordenador tal como lo conocemos,
son los puestos de consulta de los textos electrónicos en las bibliotecas o en ciertos lugares públicos. La forma de estos
aparatos, las limitaciones que imponen parecen alejadas de
los hábitos más íntimos, más libres, de la relación mantemda
con la cultura escrita. A menudo se suele decir que no está
muy claro cómo se puede leer en la cama con un orde,;,a.dor,
cómo la lectura de ciertos textos que capturan la afectividad
del lector puede realizarse a través de este medio frío. Pero,
.sabemos acaso en qué han de convertirse los soportes mate~iales de la comunicación de los textos electrónicos?
La lectura en la biblioteca electrónica se refugia
frecuentemente en "salas", en gabinetes aislados o
silenciosos en los que uno fija su pantalla. Es todo lo
contrario de la postura interactiva de la que tanto se
presume: uno se comunica, puede ser, con lo universal, pero
no con las personas que están, geográficamente, cerca.
El texto electrónico podría suponer, finalmente, el repliegue de la lectura en el espacio doméstico y privado o en
los lugares en los que la utilización de los bancos de datos
informáticos, de redes electrónicas, adquiere gran importancia. En los Estados Unidos, lo privado puede tener dos
sentidos. Sea el ámbito privado del hogar, sea el ámbito
privado de la oficina que no supone más que el otro una
lectura bajo la mirada de otros, en presencia de otros. La
trayectoria de este nuevo medio podría dar por resultado una
forma de lectura más privada que la que la precedió, por
ejemplo, la que se realiza en las bibliotecas. Sería la culminación de un recorrido que comenzó mucho antes que la informática y la electrónica, en las sociedades del Antiguo Régimen. En aquella época, leer en voz alta era una forma de
86
sociabilidad compartida y muy común. Se leía en voz alta en
los salones, en las sociedades literarias, en los carruajes y
en los cafés. La lectura en voz alta nutría el encuentro con el
otro, sobre la base de la familiaridad, del conocimiento recíproco, o en el encuentro casual, para pasar el tiempo. En el
siglo XIX, la lectura en voz alta se retiró a ciertos espacios.
Primero, a los de la enseñanza y la pedagogía: al hacer que los
alumnos leyeran en voz alta se procuraba, paradójicamente,
controlar su capacidad de leer en silencio, lo cual era el objeto
mismo del aprendizaje escolar. También se leía en voz alta en
lugares institucionales como la iglesia, la universidad o el
tribunal. Durante todo un período del siglo XIX (al menos
durante la primera mitad), la lectura en voz alta se vivió como
una forma de movilización cultural y política de los nuevos
medios urbanos y del mundo artesanal y luego obrero. Luego,
numerosas formas de ocio, de sociabilidad, de encuentros,
que se habían alimentado de la lectura en voz alta, desaparecieron. Se llega a la situación contemporánea en la que la
lectura en voz alta se reduce finalmente a la relación adultoniño y a los lugares institucionales.
La lectura en voz alta alimentaba una relación entre el
lector y la comunidad de prójimos. La lectura silenciosa pero
realizada en un espacio público (la biblioteca, el metro, el
tren, el avión) es una lectura ambigua y mixta. Se efectúa en
un espacio colectivo, pero al mismo tiempo es privada, como
si el lector trazara alrededor de su relación con el libro un
círculo invisible que lo aislara. N o obstante, ese círculo es
penetrable y puede darse un intercambio sobre lo que se lee
porque hay proximidad y hay convivencia. Puede nacer algo
de una comunicación, de una relación entre individuos a
partir de la lectura, incluso silenciosa, por el simple hecho de
que se practica en un espacio público. Con el texto electrónico
podría producirse un repliegue definitivo. En la biblioteca se
leerá en aislamiento. Y uno podrá leer sin salir de su casa
porque los textos vendrán a los lectores, en tanto que hasta ahora, el lector, si no poseía el libro, debía ir en su busca.
La relación privada con el libro corre el riesgo de sustraerse
a toda forma de espacio comunitario. Aquí reencontramos
el recelo que despiertan las sociedades contemporáneas.
87
¿Terminarán por disolver el espacio público, no ya únicamente
el de la ciudad antigua en la que se pronunciaban y escuchaban
los discursos públicos, sino también el espacio donde se podian articular formas de la intimidad y de lo privado con
formas del intercambio de la comunicación?
Fragmentación de la lectura, por un lado, modificación de
la producción editorial, por el otro: el peligro es doble. En
las nuevas circunstancias, los dispositivos editoriales
cambian. La revolución electrónica, evidentemente, acelera
las concentraciones.
Es cierto que, en este proceso, hemos visto cómo perdían
su omnipotencia objetos a los cuales estábamos habituados y,
con ellos, la cultura escrita, con la que se vinculaban esos
objetos. Hoy tenemos que reconsiderar nuestros gestos y
nuestras categorías de conocimiento y de comprensión. Usted
menciona la edición y la función del editor. Actualmente, la
edición a menudo no es más que una rama dentro de una
empresa múltiple que desarrolla muchas otras actividades.
¿Qué papel desempeña el texto electrónico en esta realidad? Por un lado, se busca una libertad nueva que borra
los roles y permite que los autores sean a la vez sus propios
editores y sus propios difusores. Hablábamos de esas revistas científicas que sólo tienen una existencia electrónica:
finalmente las mismas personas son los autores, los editores,
los difusores y los lectores de esas publicaciones. Allí se opera
una especie de sustracción -que seguramente habría complacido a la gente de la República de las Letras- de la comunicación al mundo del mercado, de la empresa, de los beneficios económicos, etc. Y, en el otro extremo del espectro, si
pensamos en todo lo que está disponible en las redes electrónicas, queda claro que -como lo ha mostrado toda la discusión
sobre las autopistas de la información- las empresas multimedia más poderosas son las que determinan la oferta de
lectura, la oferta de comunicación y la oferta de información.
Lo que está en juego con la revolución del texto electrónico es
pues, o bien un futuro que podría ser -que podrá ser, espero88
la encarnación del proyecto de la Ilustración, o bien un futuro
de espacios compartimentados y de solipsismos. ¿Se acentuará la concentración, es decir, se acentuará el monopolio ejercido sobre la información y el patrimonio textual que, por lo
demás, va de la mano con las dominaciones lingüísticas y las
imposiciones ideológicas? O bien, al ser la técnica tan dócil
como puede ser poderosa, ¿llegará a ofrecerles posibilidades
de intervención en el debate público a aquellos que, en el
mundo de la imprenta, no las tenían? Este es uno de los
principales desafíos de nuestro tiempo.
Pero, si hablamos en términos de rentabilidad, la empresa
multimedia sólo puede ser eficiente si cumple estas tres
condiciones: que esté implantada al máximo en diferentes
regiones fecundas del mundo, que ligue actividades
próximas -de modo que cada producto se conciba, desde su
origen, para la diversificación- y además que tenga una
enorme capacidad de inversión, puesto que los costos de
acceso a los bancos de datos aumentan cada vez más.
En este sentido, tengo un recuerdo vívido: yo había sido
invitado a un congreso de la Unión Internacional de Editores,
realizado en Barcelona en la primavera de 1996. En aquel
momento me sorprendió la distancia que separaba el discurso
del representante de Bertelsmann, esa enorme y poderosa
empresa multimedia, de la angustia y la inquietud de los
editores, que no eran precisamente pequeños, pero que se
sentían en una posición de gran vulnerabilidad. Las grandes
empresas multimedia controlan un capital importante, disponen de una implantación mundial y manejan los productos
derivados, del libro al filme, del filme al CD-Rom, del CD-Rom
a los programas televisados, etc. Construir esta cadena de
productos derivados supone que la creación estética corresponda a cierto número de criterios: vocación de universalidad, empleo de la lengua más difundida, contenido que se
dirija a la mayor cantidad posible de público. En estas
condiciones, ¿cómo puede sobrevivir una universalidad que
se manifiesta a través de lo singular?
89
Porque hay muchas maneras de construir lo universal: se
lo puede enunciar mediante una especie de reducción al
término medio, pero también se lo puede expresar gracias a
una singularidad que refleje algo profundamente compartido. Es importante considerar estos problemas dentro de la
economía de la comunicación, pero también hay que comprender cuáles son sus efectos en la economía de la creación. Con
frecuencia se ha estudiado la fabricación de "best sellers" en
el mundo de la edición impresa, pero hoy esa es casi una
cuestión anticuada. El problema del presente es la cadena de
productos derivados. Es inútil sostener un discurso de repudio total, absoluto, como si la calidad fuera en esencia ajena
a la cultura de masas. Antes bien, es menester comprender
los criterios que participan de la construcción de las producciones que dan nacimiento a esos productos derivados. En mi
opinión, hay que partir de esa idea a fin de razonar, más allá
de un discurso nostálgico o melancólico o de una cólera de
denuncia, que tiene sujustificación, pero que carece de fuerza
ante una evolución demasiado poderosa.
Usted recomienda una postura de comprensión. Asimismo
han de surgir posiciones de resistencia que apunten a
ocupar "nichos". Cuanto más se generalice la revolución
electrónica, tanto más habrán de aparecer conductas de
distinción y de excepción. El vigor de la bibliofilia,
insensible a la revolución electrónica, prueba que el libro
continúa siendo una entidad viva, puesto que aún pasa de
mano en mano y aún se lo colecciona.
Incluso en épocas de masificación y de universalización,
es imposible impedir que los coleccionistas construyan la
rareza. Porque, si bien la rareza puede ser objetiva, en
realidad, las más de las veces se la construye. Un libro es raro
a partir del momento en que hay bibliófilos que lo buscan. Si
no hay quien lo busque, por más que se haya editado un solo
ejemplar, el libro no constituye una rareza. La historia de la
bibliofilia es absolutamente apasionante; comienza a fines
del siglo XVII o a principios del siglo XVIII en los medios de los
90
financistas y supone la definición de la esfera de lo coleccionable. Puede tratarse de todos los libros impresos antes de
cierta fecha, o de todos los libros que tienen el mismo soporte
material, rico y lujoso, o de todos los libros que corresponden
a un mismo género literario o hasta de todos los libros salidos
de un mismo taller tipográfico. Se instala así un criterio de
rareza que define lo coleccionable mediante la serie. Por ~llo,
los libreros que se especializan en ese mercado publican
catálogos en los que se describen las obras que sale? ~ la
venta según reglas particulares, atentas a las caractertsticas
específicas de cada ejemplar.
Progresivamente, el gusto de esos coleccionistas (aunque
no necesariamente) se volcará a objetos más costosos, con lo
cual el libro raro se convierte en una inversión. Esta es una
historia paralela que habrá de continuar, aun cuando, con las
herramientas que ofrece la electrónica, esas empresas de
"libros a la carte" nos propongan reeditarnos, en un único
ejemplar, el libro que buscábamos desde hace años. Dispo~er
de un texto a través de su presentación numérica no implica
que, en algún momento, cuando la ocasión se presente, no
queramos adquirir un ejemplar de su edición antigua. En la
era de las pantallas, el mundo de la colección aún tiene ante
sí una larga vida.
El texto vive una pluralidad de existencias. La electrónica
es sólo una de ellas.
La indestructibilidad del texto, suponiendo que se logre,
no significa sin embargo, que deban destruirse los soportes
particulares, históricamente sucesivos, en los cuales han
llegado los libros hasta nosotros, porque -como creo que lo ha
mostrado el conjunto de esta charla-la relación de la lectura
con un texto depende, por supuesto, del texto leído, pero
también del lector, de sus aptitudes y prácticas y de la forma
material en que aborda el texto leído o escuchado. Si uno se
interesa en el proceso de la producción del sentido, esta es una
trilogía absolutamente indisociable. El texto implica sign~fi­
caciones que cada lector construye partiendo de sus propios
91
códigos de lectura cuando recibe ese texto presentado en una
forma determinada o cuando se apropia de él. Uno puede
lamentar que el mundo de los rollos sólo nos sea accesible
por fragmentos y que todo ese universo, que era el de la
biblioteca de Alejandría, el de los libros sagrados, el de
Platón y de Esquilo, o el de los lectores que tenían relaciones
con el texto que ya no son las nuestras, sólo sea perceptible
en virtud de un difícil trabajo de reconstrucción arqueológica, ya sea real, ya sea mental. En lo que se refiere a los dos
mundos que hoy son los nuestros, los dos de los que hemos
hablado aquí de manera conjunta, es decir, el mundo del
texto impreso y el del texto electrónico, advertimos que
vuelve a plantearse el mismo problema. Es necesario asegurar la indestructibilidad del texto por el mayor tiempo posible mediante la movilización del nuevo soporte electrónico: desde este punto de vista, ni el discurso de denuncia, ni
los entusiasmos utópicos y a veces ingenuos se corresponden
con el diagnóstico que debemos hacer. Al mismo tiempo, en
el caso de todos los textos cuya existencia no comenzó con la
pantalla, es menester preservar las condiciones mismas de
su inteligibilidad conservando los objetos que fueron sus
vehículos. La biblioteca electrónica sin muros es una promesa del futuro, pero la biblioteca material, en su función de
preservación de las formas sucesivas de la cultura escrita,
tiene, también ella, un futuro necesario.
A usted le gusta citar una declaración de André Miquel, ex
administrador de la Biblioteca Nacional, que reúne como
en un cuento esta dialéctica de la memoria de las formas
tradicionales y de la busca de nuevas formas.
André Miquel tuvo que afrontar las quejas de un lector
que no conseguía ni comunicación ni microfilm de un determinado texto impreso. Miquel fue a ver a los conservadores de
la biblioteca y les dijo: "Denme ese libro; vaya destruirlo
inmediatamente". Los conservadores estaban horrorizados y
André Miquel les explicó: puesto que ese documento no era
comunicable en su realidad material primera, ni era microfil-
92
mable ni transferible a otro soporte, ¿qué sentido tiene conservarlo? Si nadie podía ya leer su contenido, no tenía pues
ninguna importancia que fuera destruido o preservado. Es
una pequeña fábula que finalmente nos remite a la temática
de este diálogo: ¿existe un libro sin lector? Puede existir como
objeto, pero, sin lector, el texto que contiene ese libro es sólo
virtual. ¿Existe el mundo del texto, cuando no hay nadie que
tome posesión de él, que lo utilice para inscribirlo en la
memoria o para transformarlo en experiencia? Paul Ricceur
ha señalado con frecuencia el hecho de que un mundo de
textos que no tiene un mundo de lectores que se apodere, que
se apropie de él, no es más que un mundo de textos posibles,
inertes, sin existencia verdadera.
Lo cual me recuerda, para terminar, otro relato: el cuento
de Pirandello titulado Mundo de papel. Un lector, el profesor
Balicci, se vuelve ciego de tanto leer. Esta desesperado porque la voz interior de los libros que pasaban ante sus ojos se
había callado. El profesor imagina pues un primer subterfugio que consiste en pedirle a una joven que vaya a leerle en voz
alta, pero el procedimiento resulta un desastre. La señorita
lee a su manera y Balicci ya no oye la voz de sus libros. Oye
otra voz que golpea su oído y su memoria. Pide entonces a la
lectora que lea en silencio en su lugar. Ella debe leer para sí,
silenciosamente, a fin de devolverle la vida a ese mundo que, si
nadie lo habita, corre el riesgo de volverse inerte. Al leer en
lugar de Balicci, la lectora evitará que esos libros mueran,
abandonados, ignorados. Pero el drama sobreviene cuando
un día, al leer una descripción de la catedral y del cementerio
de Trondheim en Noruega, la lectora exclama: "¡Yo estuve allí
y el lugar no es en absoluto como dice el libro!". El profesor
Balicci es presa de una cólera terrible y despide a la muchacha mientras le grita: "Me importa poco que usted haya
estado allí; es como está escrito, tiene que ser así". El mundo
de papel de Balicci, como el de Don Quijote, se ha transformado en el universo mismo. Ciego, el profesor encuentra su
único consuelo, o su sola certeza, en el hecho de que mientras
hojea sus libros que se han vuelto ilegibles, en su memoria
reaparecen sus textos y, a través de ellos, el universo tal cual
es o tal como debe ser.
93
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II
INTERVENCIONES
¿MUERTE
o TRANSFIGURACIÓN DEL LECTüR?*
Se habla de la desaparición del libro; yo creo que
es imposible.
Jorge Luis Borges, "El libro", 1978
En 1968, en un ensayo que llegó a ser célebre, Roland
Barthes asociaba la omnipotencia del lector y la muerte del
autor. Destronado de su antigua soberanía por el lenguaje o,
antes bien, por "las escrituras múltiples, surgidas de diversas
culturas y que establecen entre sí una relación de diálogo, de
parodia y de oposición", el autor cedía su preeminencia al
lector, entendido como "aquel que reúne en un mismo campo
todas las huellas que constituyen lo escrito". La posición de
lectura se consideraba pues como el lugar en el cual se
reordenaba el sentido plural, móvil e inestable, como el lugar
donde el texto, sea cual fuere, adquiría su significación.!
Una vez que se hubo reconocido el nacimiento del lector,
se sucedieron los diagnósticos que redactaron su acta de
defunción. Esos diagnósticos se presentan en tres formas
principales. La primera remite a las transformaciones de
las prácticas de lectura. Por una parte, la comparación de datos reunidos mediante las encuestas estadísticas referentes
a las prácticas culturales de los franceses ha llevado a la
convicción, si no ya de un retroceso del porcentaje global de
los lectores, al menos de la disminución de la proporción de los
* Este texto es una versión corregida y ampliada de la conferencia que
dicté en el XXVI Congreso de la Unión Internacional de Editores que tuvo
lugar en Buenos Aires entre el 1.0. y el 3 de mayo del 2000.
101
"lectores intensivos" en cada grupo de edad y, muy particularmente, en la franja comprendida entre los 19 y los 25 años.é
Por otra parte, las investigaciones realizadas en relación con
las lecturas de los estudiantes franceses han permitido hacer
varias comprobaciones. Si bien la compra de libros continúa
siendo para ellos el medio de acceso al libro más acostumbrado, la frecuentación de las bibliotecas universitarias aumentó considerablemente: más del 70% de crecimiento entre 1984
y 1990. Por lo demás, los estudiantes recurren con gran
frecuencia a la fotocopia, tanto para reproducir los documentos utilizados en los cursos o en los trabajos dirigidos, como
para obtener los apuntes de las materias y para hacer una
lectura diferida (y parcial) de obras tomadas en préstamo
en las bibliotecas o facilitadas por amigos. Y sólo los que han
elegido una carrera "literaria" y aquellos cuyos padres tienen
un título universitario poseen una cantidad importante de
libros. Pero aun dentro de esta población de lectores más
consecuentes, crear bibliotecas personales no es un interés
compartido universalmente, como lo muestra el éxito del
mercado de libros de estudio usados." Por último, las encuestas sociológicas dedicadas a la franja de edad anterior, la de
los jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años, registran
una disminución de la lectura y, sobre todo, la bajajerarquía
que ocupa el libro en la presentación que estos jóvenes hacen
de sí mismos."
Las conclusiones que permiten sacar las políticas editoriales han reforzado la certeza de que hay una "crisis" de la
lcctura.f Esta crisis, que no perdona al género de ficción, se
hace sentir aún con más dureza en la edición de textos de
ciencias humanas y sociales. De ambos lados del Atlántico,
los efectos de esta crisis son comparables, aun cuando las
causas principales no sean exactamente las mismas. En los
Estados Unidos, el dato esencial es la reducción drástica de
adquisición de monographs por parte de las bibliotecas
universitarias, cuyos presupuestos están siendo devorados
por las suscripciones a publicaciones periódicas que, en
algunos casos, alcanzan cifras considerables: entre 10.000 y
15.000 dólares por año. A ello se debe la reticencia [le las
editoriales universitarias a publicar obras juzgadas dema102
siado especializadas: tesis de doctorado, monografías, libros
de erudición, etc." En Francia, y seguramente en mayor
medida en el resto de Europa, una prudencia semejante, que
limita la cantidad de títulos publicados y sus tiradas, responde sobre todo a la reducción del público de grandes compradores -que no eran únicamente universitarios- ya la disminución de sus compras.
Veamos el ejemplo francés. En el sector de las ciencias
humanas y sociales, los datos estadísticos -por ejemplo los
reunidos por la Unión Nacional de Editores- demuestran
las mermas de la década de 1990: mermas que corresponden al número global de volúmenes vendidos (18,2 millones
en 1988 y 15,4 millones en 1996) y a la cantidad de ejemplares vendidos por título publicado (2200 ejemplares en 1980 y
800 ejemplares en 1997). Estas notables disminuciones acompañadas de un aumento del número de títulos publicados
(1942 en 1988 y 3193 en 1996), aumento que apuntaba a
ampliar la oferta con el fin de mitigar las dificultades, condujeron a un crecimiento explosivo de las obras no vendidas que
ha hecho sentir su peso en los balances financieros de las
empresas. A todo esto responden las elecciones de los editores durante estos últimos años: la contracción de las tiradas
medias, una extremada prudencia ante las obras juzgadas
demasiado especializadas y ante las traducciones y la preferencia por publicar manuales, diccionarios y enciclopedias.
Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente
agudas en el caso de la edición de obras de ciencias humanas
y sociales, las respuestas de los editores reproducen, en un
contexto nuevo, estrategias de discurso y de acción ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra, y luego en Francia, el
poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de
los miembros de la Stationers' Company o de la comunidad
de los libreros e impresores de París. En ambos casos, hay tres
rasgos que caracterizan las posiciones tomadas por los editores: en primer lugar, una actitud ambivalente en relación con
el poder político, acusado de ser el principal responsable de
las dificultades de una actividad comercial privada y, por ello,
interpelado como el único capaz de poner fin a tales dificultades' tomando las medidas apropiadas; por otra parte, la
103
invocación de principios generales destinados a justificar
reivindicaciones particulares (por ejemplo, actualmente, hacer reconocer que el acceso a la cultura escrita debe tener un
precio, corno cualquier otra práctica cultural) y, finalmente,
la afirmación de la figura y los derechos de los autores para
fundamentar las reivindicaciones de los editores (corno es
el caso de la campaña emprendida para que no sea gratuito el
derecho de préstamo en las bibliotecas). Esta comprobación
no pretende negar las dificultades reales de la edición en el
sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que
apunta a situar en una perspectiva de más largo alcance las
estrategias aplicadas por la profesión para hacer frente a
tales dificultades: a saber, la invención o la movilización de
los autores propietarios de sus obras, la afirmación de principios dotados de universalidad y la demanda de ayuda o
reglamentación por parte del Estado.
En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la
desaparición de la lectura se conciben como la consecuencia
ineludible de la civilización de la pantalla, del triunfo de las
imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que quisiera analizar aquí. Las pantallas de
nuestro siglo son, en efecto, de una nueva clase. A diferencia
de las pantallas del cine o de la televisión, estas tienen textos,
no solamente textos, ciertamente, pero también tienen textos. La antigua oposición entre, por un lado, el libro, lo escrito,
la lectura y, por el otro, la pantalla y la imagen ha sido
sustituida por una situación nueva que propone un nuevo
soporte para la cultura escrita y una nueva forma para el
libro. De allí surge el lazo muy paradójico establecido entre la
tercera revolución del libro, que transforma las modalidades
de inscripción y de transmisión de los textos, corno lo hicieron
antes la invención del codex y luego la de la imprenta, y el
terna obsesivo de la "muerte del lector". Comprender esta
contradicción supone echar una mirada al pasado y medir los
efectos de revoluciones anteriores que afectaron los soportes
de la cultura escrita.
En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva del libro
se impuso definitivamente a expensas de aquella con la que
estaban familiarizados los lectores griegos y romanos. El
104
codex, es decir, un libro compuesto de hojas dobladas, reunidas y encuadernadas, suplantó de manera progresiva pero
ineludible los rollos que hasta entonces habian sido los vehículos de la cultura escrita. Con la nueva materialidad del libro ,
gestos imposibles se hicieron comunes: tales corno escribir y
leer al mismo tiempo, hojear una obra, identificar rápidamente un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex
transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, la aparición de la foliación que permitía
constituir índices, la unidad establecida entre la obra y el
objeto que constituye el soporte de su transmisión hicieron
posible una relación inédita entre el lector y sus libros.
¿Debemos suponer que estarnos en vísperas de una mutación semejante y que el libro electrónico ha de reemplazar, o
está ya reemplazando el codex impreso tal corno lo conocemos
en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Tal vez. Pero
lo más probable es que durante las próximas décadas se dé la
coexistencia, no necesariamente pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación
impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es seguramente más razonable que los lamentos por la pérdida irreparable de la cultura escrita o que los entusiasmos imprudentes que anunciaban el ingreso inmediato en una nueva era de
la comunicación.
Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre
la nueva forma de construcción de los discursos del saber y
sobre las modalidades específicas de lectura que permite el
libro electrónico. Este no puede ser la simple sustitución de
un soporte por otro para obras que continúen concibiéndose
y escribiéndose en la antigua lógica del codex. Si es cierto que
"las formas ejercen un efecto en el sentido", corno escribió D.
F. Mcltenzie.I loa libros electrónicos organizan de una manera nueva la relación entre la demostración y las fuentes, la
presentación de la argumentación y los criterios de la prueba.
Escribir y leer esta nueva especie de libros supone desprenderse de hábitos adquiridos y transformar las técnicas de
acreditación del discurso erudito, cuya historia y cuyos efectos han tratado de trazar y evaluar los historiadores: por
105
ejemplo, la cita, la nota al pie de página" o lo que Michel de
Certeau llamaba, a imitación de Condillac, el "idioma de los
cálculos"." Cada una de estas maneras de probar la validez de
un análisis se ha modificado profundamente desde el momento en que el autor puede desarrollar su argumentación según
una lógica que ya no es necesariamente lineal ni deductiva,
sino que es principalmente abierta, fragmentada y relacional-? y desde el momento en que el lector puede consultar por
sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras,
música) que son el objeto o los instrumentos de la investigación.!' En este sentido, la revolución de las modalidades de
producción y de transmisión de los textos también constituye
una mutación epistemológica fundamental.V
Una vez establecido el d ~inio del codex, los autores
integraron la lógica de su materialidad en la construcción
misma de sus obras, por ejemplo, dividiendo lo que anteriormente era la materia textual de varios rollos, en libros, partes
o capítulos de un discurso único, contenido en un solo libro.
De manera semejante, las posibilidades (o limitaciones) del
libro electrónico invitan a organizar de un modo diferente lo
que el libro, tal como lo consideramos hoy, distribuye de
forma necesariamente lineal y secuencial. El hipertexto y la
hiperlectura que permite y produce el nuevo soporte transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los sonidos y
los textos asociados de manera no lineal, en virtud de las
conexiones electrónicas, así como transforman las posibles
vinculaciones entre textos fluidos en sus contornos y en
cantidad virtualmente ilimitada.P En este mundo textual
sin fronteras, la noción esencial llega a ser la del vínculo,
concebido como la operación que relaciona las unidades textuaes divididas por la lectura.
Por ello, es fundamentalmente la noción misma de "libro"
lo que pone en tela de juicio la textualidad electrónica. En la
cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de
objeto, una clase de textos y ciertos usos particulares. El
orden de los discursos se establece así partiendo de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la
revista, el libro, el archivo, etc. Esto no ocurre en el mundo
númerico, donde todos los textos, sean del tipo que fueren, se
106
presentan para ser leídos en un mismo soporte (la pantalla
del ordenador) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). Se crea así un continuum que ya
no diferencia los distintos géneros o repertorios textuales,
que se han hecho semejantes en su apariencia y equivalentes
en su autoridad. De allí surge la inquietud de nuestro tiempo, que debe afrontar la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los
discursos. El efecto no es desdeñable en la definición misma
del "libro" tal como lo entendemos hoy, a la vez como un objeto
específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como
una obra cuya coherencia y totalidad resultan de una intención intelectual o estética. La técnica numérica trastorna este
modo de identificación del libro por cuanto hace que los textos
se vuelvan móviles, maleables, abiertos, y da formas casi
idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de Internet, libros, etcétera.
Esto da lugar a una reflexión abierta sobre las categorías
intelectuales y los dispositivos técnicos que permitirán percibir y designar ciertos textos electrónicos como "libros" , es
decir, como unidades textuales dotadas de una identidad
propia. Esta reorganización del mundo de lo escrito en su
forma numérica es una condición previa para que se pueda
organizar el acceso a través de pago en línea y proteger el
derecho moral y económico del autor."? Tal reconocimiento
fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva
entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos ahora. Las securities destinadas a proteger ciertas obras
(libros individuales o bases de datos) y que adquirieron
mayor eficacia con el "e-book", seguramente habrán de multiplicarse y, así, habrán de fijar, congelar y cerrar los textos
publicados electrónicamente.P En esto hay una evolución
previsible que definirá el "libro" y otros textos numéricos por
oposición a la comunicación electrónica libre y espontánea
que autoriza a cualquiera a poner en circulación en la red sus
reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las empresas multimedia más poderosas y los
107
amos del mercado de los ordenadores. Pero esta división
también puede conducir, si se la dirige adecuadamente, a la
reconstitución, en la textualidad electrónica, de un orden de
los discursos que permita distinguirlos según la modalidad
de su "publicación", la identidad perceptible de su género y su
grado de autoridad.
Otro hecho puede, a la larga, trastornar el mundo de lo
numérico. Me refiero a la posibilidad -concebible a partir de
la creación de una tinta y un "papel" electrónicos- de separar
la transmisión de los textos electrónicos del ordenador (pe,
notebook o e-book). Gracias a un procedimiento puesto a
punto por los investigadores del M.I.T., cualquier objeto
(entre ellos el libro tal como lo conocemos todavía, con sus
hojas y páginas) podría convertirse en el soporte de un libro
o de una biblioteca electrónica, siempre que estuviera provisto de un microprocesador (o que pudiera "telecargarse" en
Internet) y que sus páginas recibieran la tinta electrónica que
permite hacer aparecer sucesivamente sobre una misma
superficie textos diferentes. 16 Por primera vez, el texto electrónico podría emanciparse así de las restricciones propias de
las pantallas que conocemos, lo cual rompería el vínculo
establecido (para gran provecho de algunos) entre el comercio
de máquinas electrónicas y la edición en línea.
Aun sin proyectarnos a ese futuro todavía hipotético y
concibiendo el "libro" electrónico en sus formas y sus soportes
actuales, nos queda pendiente una cuestión: la de la capacidad de ese nuevo libro de encontrar o producir a sus lectores.
Por una parte, la larga historia de la lectura muestra vigorosamente que las mutaciones en el orden de las prácticas a
menudo son más lentas que las revoluciones de las técnicas y
siempre están desfasadas en relación con estas. Nuevas
maneras de leer no se impusieron inmediatamente después
de la invención de la imprenta. Del mismo modo, las categorías intelectuales que asociamos al mundo de los textos
perdurarán ante las nuevas formas del libro. Recordemos que
después de la invención del codex y de la desaparición del
rollo, el "libro", entendido como una simple división del discurso, correspondió con frecuencia a la materia textual que
contenía un antiguo rollo.
108
Por otra parte, la revolución electrónica, que a primera
vista parece universal, también puede profundizar, en lugar
de reducir, las desigualdades. Existe el riesgo cierto de un
nuevo "analfabetismo" definido ya no por la incapacidad de
leer y escribir, sino por la imposibilidad de tener acceso a las
nuevas formas de transmisión de lo escrito, que no son
gratuitas ni mucho menos. La correspondencia electrónica
entre el. autor y sus lectores, transformados en coautores de
un libro jamás cerrado sino prolongado por sus comentarios
e intervenciones, da una nueva forma a una relación, deseada
por ciertos autores antiguos, pero que las limitaciones propias de la edición impresa hacían difícil. Esta promesa de una
relación más fluida y más inmediata entre la obra y su lectura
es seductora, pero no debe hacernos olvidar que los lectores (y
coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún una
minoría. Siguen existiendo grandes diferencias entre la obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos
(entre los que incluyo este) y la realidad de las prácticas de
lectura que continúan estando apegadas en general a los
objetos impresos y que sólo explotan de manera muy parcial
las posibilidades ofrecidas por lo numérico. Hace falta ser
bastante lúcido para no tomar lo virtual por algo real ya
existente.
La originalidad -y quizá lo más inquietante- de nuestro
presente estriba en que las diferentes revoluciones de la
cultura escrita, que en el pasado habían estado separadas, se
presentan simultáneamente. En efecto, la revolución del
texto electrónico es al mismo tiempo una revolución de la
técnica de producción y de reproducción de textos, una revolución del soporte de lo escrito y una revolución de las
prácticas de lectura. Tres rasgos característicos de esta revolución múltiple transforman profundamente nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación
electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de
contexto y, como consecuencia, el proceso mismo de la construcción del sentido. Sustituye la contigüidad física que
vincula los diferentes textos copiados o impresos en un mismo
libro por una distribución móvil en las arquitecturas lógicas
que gobiernan las bases de datos y las colecciones numéricas.
109
Por otra parte, redefine la materialidad de las obras porque
desata el lazo inmediatamente visible que une el texto y el
objeto que lo contiene y porque le da al lector, y no ya al autor
o al editor, el dominio de la composición, los límites y la
apariencia misma de las unidades textuales que quiere leer.
Así queda trastornado todo el sistema de percepción y de uso
de los textos. Por último, al leer en la pantalla, el lector
contemporáneo vuelve a encontrar algún aspecto de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es
menor- este lector actual lee un rollo que se despliega en
general verticalmente y que está dotado de todos los puntos
de referencia propios de una forma que es la del libro desde
los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índice,
cuadros, tablas, etc. El cruce de las dos lógicas que establecieron los usos de los soportes anteriores de lo escrito (el volumen y luego el codex) define pues, en realidad, una relación
con el texto por completo original.
Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede
dar realidad a los sueños, nunca alcanzados, de suma total
del saber que lo precedieron. Lo mismo que la biblioteca de
Alejandría, promete la disponibilidad universal de todos los
textos que alguna vez se escribieron, de todos los libros que
alguna vez se publicaron."? Lo mismo que la práctica de los
lugares comunes en el Renacimiento.!" el texto electrónico
pide la colaboración del lector que puede, en lo sucesivo,
escribir él mismo en el libro y en la biblioteca sin muros de
los escritos electrónicos. Lo mismo que el proyecto de la
Ilustración, el texto electrónico designa un espacio público
ideal en el que, como imaginó Kant, puede y debe desplegarse
libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público
de la razón, "[el uso] que hacemos en nuestra condición de
estudiosos para el conjunto del público que lee", el que autoriza a cada ciudadano "en su condición de estudioso, a hacer
públicamente, es decir por escrito, sus observaciones sobre
los defectos de la antigua institución'U?
Como la época de la imprenta, pero de manera aun más
intensa, el tiempo del texto electrónico está atravesado por
importantes tensiones entre diferentes futuros: la multiplicación y yuxtaposición de comunidades separadas, opuestas,
110
cimentadas por los usos específicos que hacen de las nuevas
técnicas; la apropiación, por parte de las empresas multimedia más poderosas, del control sobre la constitución de las
bases de datos numéricos y la producción o la circulación de
la información, o bien la constitución de un público universal,
definido por la posible participación de cada uno de sus
miembros en el examen crítico de los discursos intercambiados. 20 La comunicación a distancia, libre e inmediata que la
red permite establecer puede dar por resultado cualquiera de
estas virtualidades. Puede llevar a la pérdida de toda referencia común, a la separación radical de las identidades, a
la exacerbación de los particularismos. O, por el contrario,
puede imponer la hegemonía de un modelo cultural único y la
destrucción, siempre mutiladora, de las diversidades. Pero
también puede producir una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos que no sería ya
solamente el registro de ciencias ya establecidas, sino además, a la manera de las correspondencias o periódicos de la
antigua República de las Letras.é! una construcción colectiva
del saber en virtud del intercambio de conocimientos, de
habilidades y de sabidurías. La nueva navegación enciclopédica, si permite que cada uno se embarque en su nave, podría
hacer plenamente realidad la esperanza de universalidad
que siempre acompañó los esfuerzos hechos para abarcar la
multitud de las cosas y de las palabras en el orden del
discurso.
Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra
las prácticas actuales que a menudo se contentan con poner
en la red textos en bruto que ni fueron concebidos en relación
con su nueva forma de transmisión, ni fueron sometidos a
un trabajo de corrección o de edición. Abogar por la utilización
de las nuevas técnicas puestas al servicio de la publicación de
saberes es, pues, poner en guardia contra las facilidades perezosas de lo electrónico e incitar a que se controlen más
rigurosamente las formas que se les den, tanto a los discursos
de conocimiento como a los intercambios entre los individuos.
Las incertidumbres y conflictos referentes a la urbanidad (o
mejor dicho, a la falta de urbanidad) epistolar, a las convenciones lingüísticas y a las relaciones entre lo público y lo
111
privado como las redefinen los usos del correo electrónico
ilustran la necesidad de esta exigencia.P
Estas mismas cuestiones en juego son las que imponen la
apremiante necesidad de desarrollar una reflexión que sea al
mismo tiempo histórica y filosófica, sociológica y jurídica,
capaz de dar cuenta de las diferencias hoy manifiestas y
crecientes entre el repertorio de las nociones utilizadas para
describir u organizar la cultura escrita en las formas que ha
tenido desde la aparición del codex y las nuevas maneras de
escribir, de publicar y de leer que implica la modalidad
electrónica de producción, diseminación y apropiación de los
textos.F' Ha llegado pues el momento de redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de
autor),24 estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográficaJ25 que fueron concebidas y construidas en todos los
casos en relación con una cultura escrita cuyos objetos eran
por completo diferentes de los textos electrónicos.
El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro
ni la muerte del lector. Quizá sea todo lo contrario. Pero
impone una redistribución de los roles dentro de la "economía
de la escritura", la competencia (o la complementariedad)
entre los diversos soportes de los discursos y una nueva
relación, tanto física como intelectual y estética, con el mundo
de los textos. El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá
construir aquello que no lograron ni el alfabeto, a pesar de la
virtud democrática que le atribuía Vico,26 ni la imprenta,
pese a la universalidad que le reconocía Condorcetz-" Es
decir, ¿podrá construir, partiendo del intercambio de lo escrito, un espacio público del que participen todos?
¿Cómo situar entonces el papel de las bibliotecas en estas
profundas mutaciones de la cultura escrita? Basándose en
las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, el siglo
que va a comenzar puede alentar la esperanza de superar la
contradicción que ha obsesionado de manera perdurable
la relación de Occidente con el libro. El sueño de la biblioteca
universal expresó durante mucho tiempo el deseo exasperado
de capturar, mediante una acumulación sin carencias, sin
112
lagunas, todos los textos escritos alguna vez, todos los saberes
constituidos. Pero esta espera de universalidad siempre estuvo acompañada de decepción porque ninguna colección, por
rica que fuera, podía dar más que una imagen parcial,
mutilada, de la totalidad necesaria.
Esta tensión debe inscribirse en la larga historia de las
actitudes respecto de la palabra escrita. La primera se sustenta en el temor de la pérdida o la falta. Es esta actitud la que
ha gobernado todos los actos tendientes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la busca de textos antiguos, la copia de los libros más preciados, la impresión de los
manuscritos, la construcción de las grandes bibliotecas, la
compilación de esas "bibliotecas sin muros" que son las
colecciones de textos, los catálogos o las enciclopcdias.é"
Contra las desapariciones siempre posibles, se trata de
reunir, fijar y preservar. Pero la tarea, nunca lograda, está
amenazada por otro peligro: el exceso. La multiplicación de
la producción manuscrita y luego impresa fue percibida muy
pronto como un terrible peligro. La proliferación puede convertirse en caos y la abundancia, en un obstáculo para el
conocimiento. Para poder dominarlos, es menester disponer
de los instrumentos capaces de seleccionar, clasificar y
jerarquizar. Muchos actores han participado de esta tarea
de ordenamiento: los autores mismos que juzgan a sus pares
ya sus predecesores, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se niegan a publicar), las
instituciones que consagran o excluyen y las bibliotecas que
conservan o ignoran.
Ante esta angustia doble, entre pérdida y exceso, la biblioteca del mañana -o de hoy- puede desempeñar un papel
decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica pareció augurar el fin de las bibliotecas. La comunicación a distancia de
textos electrónicos hace concebible, si no inmediatamente
posible, la disponibilidad universal del patrimonio escrito, al
tiempo que hace que la biblioteca ya no sea el único lugar de
conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo
lector, sea cual fuere su lugar de lectura, podría recibir
cualquiera de los textos que constituyan esta biblioteca sin
m uros y hasta sin localización, biblioteca en la que estarían
113
idealmente presentes, en una forma numérica, todos los
libros de la humanidad.
El sueño no carece de seducción. Pero no debe extraviarnos. Ante todo, es necesario recordar firmemente que la
conversión electrónica de todos los textos cuya existencia no
comienza con la informática, no debe significar en modo
alguno relegar, olvidar o, lo que es peor aún, destruir los
manuscritos o libros impresos que antes eran sus vehículos.
Tal vez hoy más que nunca, una de las tareas esenciales de las
bibliotecas sea reunir, proteger, clasificar y hacer accesibles
los objetos escritos del pasado. Si las obras que difundieron
estos objetos se comunicaran y hasta sí se conservaran únicamente en una forma electrónica, existiría el gran riesgo de
que se perdiera la inteligibilidad de una cultura textual
identificada con los objetos que la han transmitido. La biblioteca del futuro debe ser, pues, ese lugar donde se mantengan
el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las
formas que le fueron propias y que hoy continúan siéndole
mayoritariamente propias.
Las bibliotecas deberán ser asimismo un instrumento que
permita a los nuevos lectores encontrar su camino en el
mundo numérico que borra las diferencias entre los géneros
y los usos de los textos y que establece una equivalencia
generalizada de su autoridad. Dispuesta a escuchar las necesidades y el desconcierto de los lectores, la biblioteca debe
cumplir además una función esencial en el aprendizaje de
los instrumentos y de las técnicas capaces de asegurar al menos
experto de los lectores el manejo de las nuevas formas de lo
escrito. Así como la presencia de Internet en cada escuela
no hace desaparecer por sí sola las dificultades cognitivas
del aprendizaje de la lectura y de la escritura.é'' tampoco
la comunicación electrónica de los textos transmite por sí
sola el saber necesario para comprenderla y utilizarla. Muy
por el contrario, el lector-navegante de lo numérico corre el
serio peligro de perderse en los archipiélagos textuales sin
faro ni puerto. La biblioteca puede ser ese faro y ese puerto.P''
Por último, un tercer propósito de las bibliotecas del
mañana podría ser reconstituir alrededor del libro las socia-
114
bilidades que hemos perdido. La larga historia de la lectura
enseña que esta se ha hecho, con el correr de los siglos, una
practica silenciosa y solitaria, que cada vez se aparta más de
aquellos momentos compartidos alrededor de lo escrito que
cimentaron durante mucho tiempo las existencias familiares, las sociabilidades amistosas, las asambleas eruditas o los
compromisos militantes. En un mundo en el que la lectura se
identifica con una relación personal, íntima, privada, con el
libro, las bibliotecas (paradójicamente, puede ser, porque
fueron las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio
de los lectores ... ) deben multiplicar las ocasiones y las formas
para que los lectores tomen la palabra alrededor del patrimonio escrito y de la creación intelectual y estética. De ese modo,
pueden contribuir a construir un espacio público fundado
sobre la apropiación crítica de lo escrito.
Como lo señaló Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son en sí mismas
ni buenas ni perversas.v! De ello surge el diagnóstico ambivalente relativo a los efectos de su "reproducción mecánica". Por
un lado, esta reproducción permitió alcanzar, en una escala
antes desconocida, la "estetización de la política práctica":
"Con el progreso de los aparatos que permiten hacer escuchar
a un número indefinido de oyentes el discurso de un orador en
el momento mismo en que este habla y que permiten difundir
poco después su imagen ante un número indefinido de espectadores, lo esencial llegó a ser la presentación del político
delante del aparato mismo. Esta nueva técnica vacía los
parlamentos como vacía los teatros". Por otro lado, la supresión de la distinción entre el creador y el público ("La capacidad literaria ya no se basa en una formación especializada,
sino en una multiplicidad de técnicas, de modo tal que se
convierte en un bien común"), la invalidación de los conceptos
tradicionales movilizados para designar las obras y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer
de la distracción ("El público de las salas oscuras es ciertamente un examinador, pero un examinador que se distrae")
son elementos que también abren una alternativa posible.
Como reacción a la "estetización de la política", que está al
115
servicio de los poderes opresivos, puede oponerse en efecto
una "politización de lo estético" que promete la emancipación
de los pueblos.
Sea cual fuere su pertinencia histórica -sin duda discutible-, este diagnóstico destaca con precisión la pluralidad de
los usos que pueden adueñarse de una misma técnica. No
existe ningún determinismo técnico que les atribuya a los
aparatos mismos una significación obligada y única: "A la
violencia que se ejerce sobre las masas al imponerles el culto
de un jefe, corresponde la violencia que sufre un aparato
técnico cuando se lo pone al servicio de esta religión". Esta
observación tiene gran importancia en los debates que suscitó el tema de los efectos que ha ejercido, y continuará ejerciendo en mayor medida en el futuro, la diseminación electrónica
de los discursos en la definición conceptual y en la realidad
social del espacio público en el que se intercambian las
informaciones y se construyen los saberes.V
En un futuro que es ya nuestro presente, estos efectos
serán los que, colectivamente, sepamos construir. Para bien
o para mal. Esa es hoy nuestra responsabilidad común.
NOTAS
1. Rcland Barthes, La mort de l'auteur, 1968, en Roland Barthes, Le
bruissement de la langue. Essais critiques IV, París, Editions du Seuil, 1984,
pp. 63-69. [La muerte del autor, en Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral,
1977.]
2. Véanse Olivier Donnat y Denis Cogneau, Pratiques culturelles des
fram;ais, 1973-1989, Ministere de la Culture et de la Communication, París,
Editions de La Découverte y La Documentation Francalse, 1990; Olívier
Donnat, "Les francais et la lecture: un bilan en demi-teinte", Cahiers de
l'économie du livre, ne 3, marzo de 1990, pp. 57-70; Francois Dumontier,
Francois de Singly y Claude Thélot, La lecture moins attractive qu'il y a
vingt ans, Economie et statistique, ns 233,junio de 1990, pp. 63-75 YFrancois
de Singly, Les jeunes et la lecture, Ministere de l'Education Nationale et de la
Culture, Direction de l'évaluation et de la prospective, Les dossiers Education
et Formations, ns 24, enero de 1993.
3. Sobre las prácticas de lectura (o la ausencia de ellas) de los estudiantes, véanse Francoise Kletz, La lecture des étudiants en sciences humaines
et sociales, Cahiers de l'économie du livre, nc 7, 1992, pp. 5-57; Les etudiants
et la lecture, con la dirección de Emmanuel Fraisse, París, Presses Univer-
116
sitaires de Franee, 1993 y Bernard Lahire, con la colaboración de Mathias
Millet y Everest Pardell, Les manieres d'étudier. Enquéte 1994, París, La
Documentation Francaise, 1997, pp. 101-151.
4. Christian Baudelot, Marie Cartier y Christine Détrez, Et pourtant
ils lisent... , París, Editions du Senil, 1999.
5. Hervé Renard y Francois Rouet, L'économie du livre: de la croissance
a la crise, en Leditionfrancoise depuis 1945, con la dirección de Pascal Fouché,
París, Editions du Cercle de la Librarle, 1998, pp. 640-737. Véase también
Pierre Bourdieu, Une révolution conservatrice dans l'édition, Actes de la
Recherche en Sciences Sociales 126/127, marzo de 1999, pp. 3-28.
6. Robert Darnton, The new age of the book, The New York Review of
Books, 18 de marzo de 1999, pp. 5-7.
7. D. F. McKenzie, Bibliography and the Sociology ofTexts, The Panizzi
Lectures 1985, Londres, The British Library, 1986, p. 4.
8. Anthony Grafton, Les origines tragiques de l'érudition. Une histoire
de la note en bas de page, París, Editions du Seuil, 1998. [Los orígenes trágicos de la erudición. Una historia de la nota de pie de página, Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 1999.]
9. Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse entre science et fiction,
París, Gallimard, 1987, p. 79. [Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción,
México, Universidad Iberoamericana, 1995.]
10. Acerca de las nuevas posibilidades argumentativas que ofrece el
texto electrónico, véanse David Kolb, Socrates in the Labyrinth, en Hyper /
Text / Theory, compilador George L. Landow, Baltimore y Londres, The Johns
Hopkins University Press, 1994, pp. 323-344 Y Jane Yellowlees Douglas, Will
the most reflexive relativist please stand up: Hypertext, argument and
relativism, en Page to Screen: Taking Literacy into Electronic Era, compilador llana Snyder, Londres y Nueva York, Routledge, 1988, pp. 144-161.
11. Hallamos un ejemplo de los vínculos posibles entre demostración
histórica y fuentes documentales en las dos formas, impresa y electrónica,
del artículo de Robert Darnton, Presidential address. An early information
society: News and the media in eighteenth-century Paris, The American
Historieal Review, vol. 105, ne 1, febrero de 2000, pp. 1-35 Y AHR web page,
www.indiana.eduJ-ahr/.
12. En el caso de la física teórica, véanse, como ejemplos, Josette F. de la
Vega, La communication scientifique el la épreuve de l'Internet, Villeurbanne,
Presses de l'Ecole Nationale Supérieure des Sciences de l' Information et des
Bibliotheques, 2000, particularmente pp. 181-231; en el caso de la filología,
José Manuel Blecua, Gloria Clavería, Carlos Sánchez y Joan Torruela (compe.l,
Filología e Informática. Nuevas tecnologías en los estudios filológicos,
Bellatcrra, Editorial Milenio y Universidad Autónoma de Barcelona, 1999, y
I:Imparfait. Philologie électronique et assistance a la interprétation des textes,
Actes des Journées Scientifiques 1999 del CIRLEP, publicadas por JeanEmmanuel Tyvaert, Reims, Presses Universitaires de Reims, 2000.
117
13. En cuanto a las definiciones del hipertexto y de la hiperlectura,
véanse J. D. Bolter; Writing Space: The Computer, Hypertext, and the History
of Writing, Hillsdale, Nueva Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1991;
George P. Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical
Theory and Technology, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University
Press, 1992, reedición Hypertext 2.0 Being a Revised, Amplified Edition of
Hypertext: the Convergence ofContemporary Critical Theory and Technology,
Baltimore y Londres, The Johns Hopkíns University Press, 1997; llana Snyder,
Hypertext: The Blectronic Labyrinth, Melbourne y Nueva York, Melbourne
University Press, 1996, Nichclas C. Burbules, Rhetorics of the Web:
Hyperreading and criticalliteracy, en Page to Screen, op. cit., pp. 102-122 Y
Antonio R. de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los Libros de
Fundesco, 1991, pp. 81-164.
14. Antoine Compagnon, Un monde sans auteurs?, en Oís va le livre?
con la dirección de Jean-Yves Mollier, París, La Dipute, 2000, pp. 229-246.
15. Jean Clément, Le e-book est-il le futur du livre?, en Les savoirs
déroutés. Experts, documents, supports, regles, valeurs et réseaux numériques,
Lyon, Presses de l'ENSSIB et Association Doc-Forum, 2000, pp. 129-141.
16. Pierre LeLoarer, Les substituts du livre: livres et encres électroniques, en Les savoirs déroutés, op. cit., pp. 111-128.
17. Luciano Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, Sellerio Editore,
1986 y Christian Jacob, Lire pour écrire: navigations alexandrines, en Le
Pouvoir des bibliotheques. La mémoire des livres en Dccident, con la dirección de Marc Baratin y Christian Jacob, París, Albin Michel, 1996, pp. 47-83.
[La biblioteca desaparecida, Gijón, Trea, 1998.]
18. Sobre la técnica de los lugares comunes durante el Renacimiento,
véanse las obras de Francis Goyet, Le "sublime" du lieu commun. I:invention
rhétorique a la Renaissance, París, Honoré Champion, 1996, de Ann Blair,
The Theater of Nature: Jean Bodin and Renaissance Scíence. Princeton,
Princeton University Press, 1997 y Ann Moss, Printed Commonplace-Books
and the Structuring ofRenaissance Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996.
19. Immanuel Kant, Beantwortung der Frage: Was istAufHirung? ["¿Qué
es la Ilustración?, en Kant, l. Filosofía de la Historia, México, Fondo de Cultura Económia, 1978, pp. 95-122.]
20. Estas posibles diferencias aparecen analizadas en Richard A.,
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University of Chicago Press, 1993, Donald Tapscott, The Digital Economy,
Nueva York, McGraw-Hill, 1996 y Juan Luis Cebrián, La red. Cómo cambiarán nuestras vidas los nuevos medios de comunicación, Madrid, Taurus, 1998.
21. Ann Goldgar, Impolite Learning: Conduct and Community in the
Repuólic ofLetters, 1680-1750, New Haven y Londres, Yale University Press,
1995.
22. Sobre el correo electrónico, véase Josiane Bru, Messages éphémeres,
en Ecrituree ordinaires, con la dirección de Daniel Fabre, París, PO.L., 1993,
118
pp. 315-334; Charles Moran y Gail E. Hawisher, The rhetorics and languages
of electronic mail, en Page to Screen, op. cit., pp. 80-101 Y Benott Melancon,
[email protected]électroniqueet la lettre, Montréal,
Editions Fides, 1996.
23. Véase, entre otros autores, James J. O'Donnell,Avatars ofthe Words:
From Papyrus to Cyberspace, Cambridge, Massachusetts y Londres, Inglaterra, Harvard University Press, 1998.
24. Véase Peter Jaszi, On the author effect: Contemporary copyright
and collective creativity, en The Construction of Authorship: Textual
Appropiation in Law and Literature, Martha Woodmansee y Peter Jaszi,
(comps.), Durham y Londres, Duke University Press, 1994, pp. 29-56; Jane
C. Ginsburg, Copyright without walls? Speculations on literary property in
the library of the future, Representations, 42, 1993, pp. 53-73; R. Grusin,
What in an electronic author? Theory and the technological fallacy, Configurations, 3, 1994, pp. 469-483.
25. Roger Laufer, Nouveau outils, nouveaux problemes. en Le pouuoir
des bibliothéques, op. cit., pp. 174.185.
26. Giambattista Vico, La scienza nuova, lntroduzione e note di Paolo
Rossi, Milán Biblioteca Universale Rizzoli, 1994. [Ciencia nueva, Madrid,
Teenos, 1995.]
27. Condorcet, Esquisse d'un tableau historique des progree de l'esprit
humain, París, Flammarion, 1988. [Bosquejo de un cuadro histórico de los
progresos del espíritu humano, Madrid, Editora Nacional, 1980.]
28. Luciano Canfora, La biblioteca scomparsa, Palermo, Sellerio Editore,
1986, Christian Jacob, Lire pour écrire: navigations alexandrines, en Le
Pouvoir des bíbliothéquee, op. cit., pp. 47-83 Y Roger Chartier, Bibliotheques
sans murs, en Roger Chartíer; Culture écrite et socíété. llordre des livres (XIVe_
XVIII' siécle), París, Albin Michel, 1997, pp. 107-131. [Biblioteca sin muros,
en Roger Chartier, El orden de los libros. Lecturas, lectores y bibliotecas en
Europa entre los siglos XIV y XVIll, Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 69-89.]
29. Emilia Ferreiro, Leer y escribir en un mundo cambiante, XXVI Congreso de la Unión Internacional de Editores, Buenos Aires, del l Q al 4 de
mayo de 2000, Buenos Aires, 2000, pp. 95-109.
30. Robert C. Berring, Future librarians, en Future Libraries, R. Howard
Bloch y Carla Hesse (comps.), Berkeley, Los Angeles y Londres, University of
California Press, 1995, pp. 94-115.
31. Walter Benjamín, L'oeuvre d'art a l'ere de sa reproductivité
technique, 1936, en Walter Benjamin, L'homme, le langage et la culture.
Essais, París, DenoellGonthier, 1971, pp. 137-181. [La obra de arte en la era
de la reproductibilidad técnica, 1936, en Discursos interrumpidos, Madrid,
Taurus, 1992.]
32. Geoffrey Nunberg, The places of books in the age of electronic
reproduction, Representations, 42, 1993, pp. 13-37.
119
EDUCACIÓN E HI8TüRIA*
¿ Cómo se sintió usted cuando recibió la propuesta de ser
entrevistado para esta sección de la revista Presenca
Pedagógica?
La proposición de Presenca Pedagógica me conmovlO y,
debo decirlo, también me sorprendió. En efecto, en Francia las
fronteras entre las investigaciones sobre la educación y
las ciencias sociales, entre ellas la historia, no se suelen
franquear tan fácilmente. Además, no existen revistas comparables que pongan a disposición de un público muy amplio de
docentes las reflexiones teóricas o los resultados de las investigaciones más recientes. De modo que estoy muy feliz y me
siento honrado de que los responsables de la publicación hayan
considerado, después de realizar entrevistas a personalidades
tan prestigiosas como Emilia Ferreiro o Paulo Freire, que el
trabajo de un historiador que, por lo demás, no es un especialista en la época contemporánea, podía interesar a sus lectores
y tal vez serles útil para reflexionar sobre los difíciles problemas que afrontan y sobre sus prácticas.
¿Qué opina usted del fenómeno de la alfabetización en
Francia yen el Brasil?
* Esta entrevista, realizada por Aparecida Paiva y Aracy Evangelista,
fue publicada originalmente en portugués en la revista Presenca Pedagógica
(Belo Horizonte) V, 6, enero-febrero 2000, pp. 5-15.
121
En verdad no estoy especializado en esta cuestión, pero lo
que puedo decir, en mi carácter de historiador de las sociedades europeas del Antiguo Régimen, es que el proceso de
alfabetización tuvo que ver entonces con los diferentes usos
de lo escrito. En un artículo, ahora famoso, Jean Hébrard
distinguió tres de esos usos: el primero era el que querían las
Iglesias deseosas de formar fieles capaces de leer las Sagradas Escrituras o bien, en la tradición católica, la literatura de
devoción y de piedad; un segundo uso era el que necesitaban
los mercaderes, cuya práctica comercial supone el dominio
del cálculo y, por último estaba el uso que hacían de lo escrito
los agentes de la construcción del Estado moderno que, para
mantener su justicia y su burocracia, necesitaban del archivo, la escritura y la correspondencia. A estas tres demandas
de alfabetización corresponde el aprendizaje de tres aptitudes y de tres culturas: la lectura, la contabilidad y la escritura. La escuela del siglo XIX, apoyada por primera vez en el
Estado, reunirá estas tres culturas de lo escrito en un mismo
proyecto pedagógico. Sería muy interesante ver cómo se
desarrollaron estos tres tipos de alfabetización en el contexto
brasileño y cómo se operó su asociación en la enseñanza
escolar.
Si pensamos ahora en la época contemporánea, hay evidentemente una gran diferencia entre el analfabetismo masivo que sufre aún una parte importante de la población
brasileña y la condición de iletrados de una fracción de
jóvenes -aunque escolarizados- de las sociedades europeas.
En este último caso, no se trata de un desconocimiento total
de la cultura escrita, sino de la necesidad de leer en voz alta
para comprender un texto y la imposibilidad de escribir de
otro modo que no sea fonéticamente. Quizá sea interesante
señalar que la lectura en voz alta como condición para la
comprensión era la práctica corriente casi universal de las
personas letradas de la Alta Edad Media. Y hoy ha llegado a
ser el criterio mismo de la condición de iletrado. Las dos
situaciones constituyen así los extremos del proceso de muy
larga duración por el cual las sociedades occidentales entraron en la cultura escrita.
122
¿Cuáles fueron las contribuciones de la historia del libro y
de la historia de la lectura al desarrollo de la humanidad?
Creo que los conocimientos aportados por esas dos esferas de investigación (historia del libro e historia de la lectura) nos ayudan a luchar contra el etnocentrismo espontáneo que nos lleva a creer, sin reflexionar, que nuestras
prácticas, nuestros objetos, nuestras categorías intelectuales
o estéticas fueron y son las de toda la humanidad. Llegar a
comprender que el libro occidental, ya sea el de la Antigüedad
grecorromana, ya sea el libro impreso después de Gutenberg,
no es más que una de las formas posibles de los soportes de lo
escrito o mostrar que la lectura silenciosa y visual que
practicamos no siempre fue la modalidad dominante o mayoritaria de la lectura es una buena manera de reubicar en su
historicidad propia gestos u objetos cuya universalidad inconscientemente (y erradamente) postulamos.
Por otra parte, examinando retrospectivamente los procesos de larga duración que produjeron, en ciertas civilizaciones al menos, una importante alfabetización, una amplia
circulación de los objetos impresos y que una vasta parte
de la sociedad recurriera a la escritura, la historia del libro
y de la lectura puede ayudarnos a reflexionar sobre las necesidades y las tareas del presente y a tomar una justa
medida, ni ingenuamente optimista, ni trágicamente nostálgica, de la revolución que afecta hoy los modos de producción
y de transmisión de la cultura escrita. Me refiero, por supuesto, a la revolución del texto electrónico.
¿Cuál es el significado de ciertos conceptos de la historia
cultural tales como historia de las mentalidades, prácticas
culturales, representaciones?
Es posible comprender estos diferentes conceptos como
indicadores de la trayectoria de la historia cultural. La noción
de mentalidades dominó la historia cultural francesa desde
la década de 1960. Designaba a la vez los instrumentos del
conocimiento, las herramientas mentales y las formas de
123
sensibilidad y afectividad. Para ciertos historiadores (tales
como Lucien Febvre o Jacques Le Goff), la mentalidad debe entenderse como el conjunto de las categorías psicológicas
e intelectuales comunes a todos los hombres y mujeres de una
misma época. Para otros, por ejemplo Robert Mandrou, la
mentalidad caracteriza a cada grupo social o profesional en
su especificidad.
En la década de 1980, este concepto sufrió duras críticas,
por ejemplo, por parte de Carlo Ginzburg o Geoffrey Lloyd. Y
ello se debió a dos razones. Por un lado, la noción de mentalidad supone implícitamente que los individuos que pertenecen a un grupo o a una sociedad movilizan un sistema único
de racionalidad, cuando en realidad, según las circunstancias
y las necesidades, recurren a diferentes lógicas. Por otro lado,
es una noción que anula las formas singulares e inventivas
del pensamiento, del comportamiento y de la apropiación en
favor de las repeticiones y las inercias de lo colectivo. Por ello,
en estos últimos años, este concepto se utiliza menos y la
historia cultural se ha redefinido teniendo en cuenta dos
categorías asociadas: práctica y representación.
Esta última permite designar tres registros distintos,
aunque relacionados de la experiencia histórica: las representaciones colectivas sobre las que se funda la manera en
que los miembros de una misma comunidad perciben, clasifican y juzgan; las representaciones entendidas en el sentido
de los diferentes signos o "performances" simbólicos encargados de hacer ver y hacer creer la realidad de una identidad
social o la potencia de un poder; por último, la representación
concebida como la delegación a un representante, individual
o colectivo, de la coherencia y la permanencia del grupo o de
la comunidad. El concepto de representación permite, pues,
comprender la relación dinámica que articula la internalización que hacen los individuos de las divisiones del mundo
social y la transformación de tales divisiones en virtud de
las luchas simbólicas cuyos instrumentos y apuestas son las
representaciones y las clasificaciones de los demás y de uno
mismo.
En mi opinión, la noción de práctica es inseparable de la
de representación, en la medida en que designa las conductas
124
ritualizadas o espontáneas que, acompañadas o no de discurso, manifiestan (o revelan) las identidades y hacen reconocer
el poder. La noción de práctica designa así las representaciones concretadas en la inmediatez de las conductas cotidianas
o en el ordenamiento de los ritos sociales.
¿Cuáles son las contribuciones de esos conceptos a las
investigaciones en el ámbito de las ciencias humanas? ¿Y
particularmente a las investigaciones en el Brasil, un país
de diversidades?
La noción de práctica entendida como la manera en que los
individuos, las comunidades o las clases manejan los códigos,
los textos o los objetos permite evitar dos escollos que aparecen a menudo en las ciencias sociales. Por una parte, recuerda
que los dispositivos en que se fundan las dominaciones (sean
estas políticas, sociales, étnicas, sexuales o de otro tipo) nunca
suprimen por completo el espacio propio de la apropiación que
puede desplazar, reformular, subvertir lo que está impuesto:
un sistema de restricciones, una autoridad social, el sentido de
un texto, etc. Como sostenía Michel de Certeau, las tácticas
de los más débiles siempre pueden limitar o modificar los
efectos que procuran producir las estrategias de los poderosos. La partida, por supuesto, no es equitativa, pero siempre
que haya prácticas de control, de vigilancia, de disciplina, se
oponen, de manera más o menos eficaz, según las circunstancias, otras prácticas que expresan distancia o resistencia. Al
recordarme que el Brasil es un país de diversidades, creo que
ustedes justifican la pertinencia del empleo de un concepto
como el de la práctica que apunta justamente a dar cuenta de
las apropiaciones diferenciadas, desiguales y conflictivas
de los códigos, las reglas, los mensajes compartidos.
Por otra parte, el concepto de práctica nos lleva a controlar
los efectos que produce la relación que mantenemos -en
nuestra condición de investigadores, de docentes y de intelectuales- con el mundo social. Este no es solamente un universo
de discursos y de textos. Se va construyendo, a cada instante,
en virtud del entrecruzamiento de prácticas sin discurso, de
125
gestos hechos sin pensar, de conductas automáticas yespontáneas. Contra lo que Pierre Bourdieu designó como una relación "escolástica" con la realidad, característica de una
posición desinteresada, distanciada y discursiva, tenemos
que pensar en las lógicas propias de las prácticas que no son
las que rigen el enunciado de los discursos sobre el mundo.
De ello se deriva, evidentemente, la dificultad del trabajo
científico que debe, si puedo decirlo así, "escribir las prácticas"
a fin de comprenderlas, de producir y transmitir su conocimiento, sin dejar de postular que estas prácticas son irreductibles a
todos los discursos que procuran objetivarlas.
¿Cómo enfoca hoy la historia cultural las relaciones entre
cultura erudita y cultura popular?
Los trabajos de historia cultural permitieron identificar
claramente dos grandes modelos de descripción y de interpretación de la cultura popular. El primero, etnológico, la concibe como un sistema simbólico coherente y autónomo, cerrado
en sí mismo, independiente. El segundo modelo, sociológico,
percibe la cultura popular principalmente en sus dependencias y en sus carencias respecto de la cultura dominante y la
define haciendo hincapié en la la distancia que la separa de
la legitimidad cultural de la que carece. Este contraste entre
dos perspectivas contradictorias dio fundamento a todos los
modelos cronológicos que opusieron una supuesta edad de oro
de la cultura popular y un tiempo de censuras y de controles que la descalifican y arrasan con ella. Muchos historiadores han querido situar el momento de tal ruptura en la
primera mitad del siglo XVII.
Hoy semejante visión y semejante cronología ya no se
aceptan tan fácilmente. Por un lado, los diferentes medios
que componen una sociedad comparten, más de lo que se
suele admitir, los mismos códigos, las mismas creencias, los
mismo textos, leídos o escuchados. De modo que lo importante
es, no tanto calificar como "popular" una cultura, una religión
o una literatura, siempre compuesta de elementos de origen
y de naturaleza diversos, sino, antes bien, comprender cómo
126
los miembros de las diferentes comunidades reciben, comprenden y manejan de diversas maneras las normas, los
modelos, los objetos (escritos o no) que circulan en toda una
sociedad.
Por otra parte, los dos modelos de inteligibilidad de la
cultura popular son sin duda menos contradictorios de lo que
se piensa. Toda práctica "popular" se inscribe en un orden
de la legitimidad cultural que le impone una representación de su propia indignidad y se organiza a partir de su
propia coherencia simbólica. De ahí la distinción entre tres
definiciones no contradictorias de la categoría de "popular".
En primer término, esta categoría califica las producciones
y las prácticas culturales de los medios sociológicamente
caracterizados como populares: obreros, artesanos, campesinos, etc. Luego, indica los códigos, los sistemas de representaciones, los textos y los espectáculos compartidos por todos
los medios o todas las clases que componen una sociedad.
Finalmente, designa, de manera más trivial, lo que tiene
éxito y llega a un público amplio. Sólo jugando con estas tres
significaciones, que no encierran las producciones y las
prácticas culturales en una única definición, puede desarrollarse un enfoque menos rígido y más complejo de la cultura
popular.
¿Qué significa exactamente la expresión según la cual el
consumo cultural es en realidad una producción cultural?
¿ Qué consecuencias tiene este concepto en la educación básica?
Su pregunta nos remite a la reflexión de Michel de Certeau
que en L'inuention du quotidien escribió: "A una producción
racionalizada, expansionista y al mismo tiempo centralizada, estrepitosa y espectacular, corresponde otra producción,
calificada como consumo; esta es astuta, dispersa, pero se
insinúa permanentemente, silenciosa y casi invisible, porque
se caracteriza, no por productos propios, sino por las maneras
en que emplea los productos impuestos por un orden económico dominante". Concebir el consumo cultural, la recepción de
los textos, las imágenes, los códigos y las normas como "otra
127
producción" ofrece un útil contrapeso a todas las perspectivas que, con excesiva precipitación, llegaron a la conclusión
de que los poderosos medios modernos sometían totalmente
los pensamientos y las conductas. La imposición de modelos
culturales nunca anula por completo la creatividad de la
recepción y de la apropiación.
Para aplicar este concepto al universo escolar, es menester recordar que los contenidos enseñados no se inscriben en
el espíritu de los niños como si este fuera de "cera blanda",
según una imagen cara a la pedagogía antigua. En función de
su herencia cultural o, con más frecuencia, de la ausencia de
tal herencia, en función de las primeras experiencias vinculadas con su medio familiar, en función de sus disposiciones
individuales, los niños se apropian de lo que se les enseña
movilizando categorías que son inherentes a su ser social.
Esto no equivale a decir que la transmisión de los aprendizajes y los saberes deba abandonar el proyecto de una educación
común para todos, sólo implica (me atrevo a decir) que los
docentes deben transformarse en sociólogos para comprender cómo las mismas enseñanzas pueden recibirse de diferentes maneras.
los efectos que produce este control de la cultura por parte
de la empresa capitalista. De modo que, en la medida de lo
posible, es menester combatirlo.
Pero, al mismo tiempo, hay que cuidarse de llegar con
excesivo apresuramiento a la conclusión de que los consumidores aceptan pasivamente la ideología que conlleva y transmite la industria cultural. Los estudios hechos sobre la
apropiación de una serie como Dallas o de lo que en los
Estados Unidos se llaman "romances" (es decir, las novelas
sentimentales destinadas a un público femenino) muestran
que siempre existe una desviación entre los modelos impuestos y la construcción de la significación. Hasta puede ocurrir
que la apropiación contradiga el sentido que se pretendía
transmitir; por ejemplo, la invención de otras existencias
femeninas posibles sobre la base de la lectura de las "novelas rosas" que, sin embargo, refuerzan todos los estereotipos
de la dominación masculina y de los roles asignados a las
mujeres. Como si la lectura, que aparta a la lectora de su
mundo familiar, importara más que lo leído, como si ella
viviera este acto de libertad como una posible promesa de
emancipación.
¿Cómo percibe la industria cultural actual?
¿Qué opina de la polémica que desató la idea del fin del
objeto libro frente a los medios? ¿ Qué implicaciones tiene la
producción electrónica en el plano de la edición y la
autoría? ¿Yen el plano del consumo y de la educación de
masas?
Mi percepción se aproxima mucho a la que desarrollaba
Michel de Certeau. Por un lado, el riesgo o, antes bien, la
realidad de hoy está representada por la confiscación que han
hecho las más poderosas empresas del comercio cultural de
los grandes medios modernos (la prensa, el cine, la televisión,
Internet). Ya conocemos todos los efectos desastrosos que
provoca esta situación: la imposición de un modelo cultural
único, la marginación de todos los idiomas que no sean el
inglés, la adaptación de los contenidos a las supuestas expectativas del público más amplio, la "guetización" de las creaciones consideradas de elite, etc. La mayor parte de los
programas de los canales de televisión del mundo, la hegemonía de la industria cinematográfica norteamericana, las evoluciones de la edición son, entre otras, tristes ilustraciones de
128
En primer lugar, me parece que la revolución electrónica
no significa por sí misma la muerte del libro o del lector. A
diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, que
transmiten imágenes, las de los ordenadores están invadidas de textos: los del e-mail, los de los CD-Rom, los de los
bancos de datos, etc. Ya no se trata pues de oponer lo escrito
a la pantalla, sino de comprender cómo se instala lo escrito en
la pantalla. Por otra parte, no debemos olvidar que un libro
no es necesariamente el objeto que conocemos y manejamos,
con sus cuadernillos, sus hojas, sus páginas, su encuaderna-
129
ción, etc. El libro de la Antigüedad, con sus rollos, los libros
chinos, los codex mexicanos prehispánicos también son libros, sólo que organizados según otra materialidad que la del
libro que aparece en Occidente en los siglos II y III de nuestra
era. ¿Por qué no pensar entonces en que sea posible la
existencia de un "libro electrónico"?
Lo importante es, pues, no lamentarse por la muerte del
libro (que de todos modos, subsistirá durante largo tiempo
en la forma que aún tiene), sino comprender las posibilidades
y las restricciones inéditas que impone la transmisión electrónica de lo escrito, sea cual fuere su forma. La originalidad
de nuestro presente estriba sin duda en que las distintas
revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado ocurrieron separadamente, hoy se manifiestan en forma simultánea.
La revolución del texto electrónico es, en efecto, una revolución de la técnica de producción y de reproducción de los
textos, pero también una revolución del soporte de lo escrito
y una revolución de las prácticas de lectura. Todo esto modifica radicalmente la noción de contexto y, al mismo tiempo, el
proceso de construcción del sentido, al sustituir la proximidad física, que reúne los diferentes textos copiados o impresos
en un mismo objeto, por una distribución móvil de los textos
en las arquitecturas lógicas que gobiernan las bases de datos y las colecciones digitalizadas. Por lo demás esta nueva
distribución redefine la "materialidad" de las obras, porque desanuda el lazo inmediatamente visible que une el texto
y el objeto que lo contiene y le ofrece al lector -y no ya al autor
o al editor- el dominio de su composición, de sus divisiones y
la apariencia misma de las unidades textuales que ahora el
lector maneja a su gusto. Finalmente, al leer en la pantalla,
el lector contemporáneo recupera un aspecto de la postura
del lector de la Antigüedad pero, y la diferencia no es menor,
lee un rollo que se despliega verticalmente y que posee
referencias propias de la forma que tuvo el libro desde los
primeros siglos de la era cristiana: paginación, índices, etc.
La superposición de estas dos lógicas, en realidad, define una
relación con el texto completamente original.
Estas son transformaciones profundas que piden con urgencia una reflexión capaz de dar cuenta de la brecha hoy
130
manifiesta y cada vez mayor que separa el repertorio de las
nociones que manejamos para describir u organizar la cultu~a e~crita y las nuevas maneras de escribir y de leer que
I~phca el modo electrónico de producción, difusión y apropiacion de los textos. Ha llegado pues el momento de redefinir las
categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos
de autor), filosóficas y estéticas (originalidad singularidad
creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacio~
n.~l) o .bi?liot~conómicas (catálogos, clasificación o descripcion bibliográfica) que fueron concebidas y construidas en
relació~ con una cultura escrita cuyos objetos eran por completo diferentes de los textos electrónicos.
¿Cómo analiza usted el concepto de la imagen entendida
como texto?
Comprender en los diferentes momentos históricos las
m~dalidades de esta relación supone distinguir entre los
?bjetos que transmiten a la vez textos e imágenes (libros
Ilustrados, periódicos, revistas, soportes multimedia, etc.) y
aquellos qu~ son vehículos de un lenguaje o del otro (libros
sin ilustraciones, cuadros, filmes, etc.), Aquí se presentan
tres in~e~rogantes fundamentales. Por un lado, ¿cuáles son
las posibilidades o las limitaciones propias de cada una de las
té~nicas que pe~miten asociar en un mismo objeto o en una
misma superficie texto e imagen? En el libro impreso por
ejemplo, el.grabado en madera, la estampa sobre cobre o: más
t~rde, el htograbado o el fotograbado implican modos muy
diferantas de coexistencia de imágenes y textos en la página y
en e~ l~~ro. Otra p~egunta que debemos hacernos es ¿cómo se
concihió y se concibe hoy la relación entre los dos lenguajes?
¿Son dos maneras de comunicar los mismos enunciados con
medios diferentes? Allí reside la certeza que fundamentó el uso
de las imágenes en la tradición cristiana. ¿O bien se considera
que la imagen muestra sincrónicamente, en su simultaneidad,
los gestos que el texto sólo puede presentar en la sucesión de
su orden lineal? Esta es la razón que impulsó a recurrir a las
láminas en la Enciclopedia de Diderot y de d'Alembert.
131
Finalmente, aun cuando esté bien establecida la certeza
de la heterogeneidad de los dos lenguajes, siempre están
presentes la tentación de hacer imágenes partiendo de las
palabras (toda la tradición pictórica occidental se une así
hasta el siglo XIX a un corpus textual, cristiano, antiguo o
moderno) y la necesidad de hacer textos partiendo de las
imágenes, aunque sólo sea para hacérselas "ver" a quienes no
pueden verlas (es el caso de la crítica de arte, los relatos de
viaje, las guías urbanas). Esta doble conversión, imposible y
obligada, está en el corazón mismo de la obra (aún muy poco
conocida en el Brasil) de mi estimado colega y amigo, lamentablemente fallecido, Louis Marin.
De modo que la idea de "la imagen entendida como
texto" sólo puede considerarse metafóricamente, en la
medida en que las lógicas que gobiernan su producción,
tanto como su desciframiento, no son idénticas a las que
gobiernan las mismas operaciones en el caso de los discursos. En líneas generales, me parece peligroso aplicar las
nociones propias de la textualidad ("leer", "lectura", "libro") a otras prácticas simbólicas (la imagen, el rito) o a
otras realidades (el paisaje, la ciudad).
¿Cómo analiza usted la relación limítrofe entre historia y
literatura ?
Para mí, la relación entre historia y literatura es doble.
Por un lado, se trata de definir las categorías e instrumentos
que nos permiten ubicar cada creación literaria en el contexto
y las formas históricas de su transmisión y recepción. Quisiera subrayar que, en mi opinión, no hay ninguna contradicción entre un enfoque sociohistórico de la circulación y de
la apropiación de las obras y un análisis de sus géneros, sus
formas y sus temas. Podría citar, a modo de ejemplo, el
trabajo que desarrollé y que desarrollo sobre las formas de
publicación de las obras teatrales en la Europa de los siglos
XVI y XVII. Lo importante es comprender cómo las obras
mismas construyen sus intrigas y sus tramas partiendo de
referencias a las prácticas del mundo social, pero también
132
de qué manera la "materialidad del texto", es decir, las formas
mismas de su edición en la página o de su representación en el
escenario, definen públicos, determinan significaciones, interpretan la obra. Una perspectiva de este tipo lleva a dilucidar
una doble historicidad de los textos, la que les llega de las
categorías de asignación, de designación y de clasificación de
los discursos propios de su época y de su lugar y la que
corresponde a las formas mismas de su publicación.
Pero hay otra relación entre literatura e historia que
invierte los términos, puesto que se trata, no ya de proponer
una comprensión histórica de las obras, sino de captar de qué
modo la ficción misma designa las modalidades variables de
su producción y de su circulación. Veamos, también a modo
de ejemplo, dos textos de Borges que señalan con agudeza
fulgurante dos problemas esenciales de la historia de la
literatura. En "Borges y yo", publicado en El Hacedor, las
figuras múltiples de la relación entre el autor como construcción social y función del discurso y el yo íntimo, secreto,
singular o que se concibe como tal del que escribe, conduce a
una formulación densa y sutil de las formas y de los efectos de
la asignación de las obras a un nombre propio, el nombre del
autor. El cuento "El espejo y la máscara", publicado en El
libro de arena, puede leerse como una experimentación poética de la transformación de una "misma obra" -en este caso
una oda de alabanza en honor de un rey irlandés triunfantea medida que cambia la norma que rige su estética, su forma
de transmisión, la identidad de su público y la relación que
supone entre las palabras y las cosas. El cuento obliga a
pensar de manera original las restricciones múltiples que
gobiernan el orden del discurso. En ambos textos, la ficción
narrativa pone a prueba las categorías espontáneas del historiador (o del lector) ante la literatura.
¿ Qué considera usted fundamental para incentivar el gusto
por la lectura, o incluso el "hábito de lectura", en el proceso
de formación de lectores en los diversos niveles sociales?
En realidad, no soy un experto para responder a esta
133
pregunta, pero me parece que para incitar a la lectur~ hay
que evitar dos posiciones extremas: ya se~ conslder~r ?lgnos
de ser leídos únicamente los textos y los generos canomcos de
la cultura clásica, ya sea, a la inversa, estimar que todas las
lecturas son equivalentes. El camino, estrecho pero fundamental, es el que conduce desde las prácticas mismas, las
lecturas "indignas", salvajes, a una relación más enriquecedora con las obras profundas y densas. La escuela tiene la
principal responsabilidad en esta tarea, pero no debería ser
la única institución comprometida en cumplirla. Los grandes
medios de comunicación (prensa de amplia difusión, importantes cadenas de radio o de televisión) deberían cumplir
también su parte en esta promoción de la lectura. Desgraciadamente, las evoluciones recientes no dan gran lugar al
optimismo ... La parte que se dedica a los programas que
podrían constituir incitaciones a la lectura es cada vez menor.
Estos programas están encerrados en verdade~os guetos
culturales que, a diferencia de los otros gu~tos, dejan entrar
a los mejor dotados y excluyen a la mayoria. Es responsabilidad de los poderes públicos obligar a las empresas que
controlan la industria cultural a dedicar una parte del tiempo
de mayor audiencia a programas capaces de despertar el
gusto por la cultura escrita y de formar ~n hábito de lectu;a.
La privatización a ultranza de los medios de comumcacion,
así como la busca de beneficios inmediatos por parte de los
grupos que los poseen son obstáculos importantes pa~a realizar una tarea de este tipo. De modo que hay que obligar al
poder público a imponer reglas y objetivos y sobre todo, a
controlar que realmente se respeten.
¿Cuántas veces estuvo ya en Brasil? ¿Cuáles son los
intereses de investigación que lo atraen a este país?
lo esencial de mi enseñanza y de mi trabajo en la Ecole des
Hautes Etudes en Sciences Sociales. Lo que nos une es una
misma manera de practicar la historia cultural, atenta a las
interrogaciones metodológicas y teóricas, pero también muy
sensible a los objetos y a las prácticas. No es pues una
casualidad que la historia del libro, de la lectura, y de un
modo más general, de la cultura escrita hayan experimentado una expansión paralela en Francia y en el Brasil.
Para mí, conocer los resultados de numerosas investigaciones llevadas a cabo en estos campos de estudio en el Brasil
es una buena manera de percibir de un modo diferente las
realidades, similares o diferentes, que caracterizan a las sociedades occidentales en la era moderna y en los tiempos contemporáneos. Pienso, particularmente, en los trabajos sobre
la literatura de cordel, las prácticas de lectura o los folhetines.
También tuve la ocasión de escribir dos prólogos para dos
excelentes trabajos de investigación; el de Margareth Brandini Park (ya editado) sobre los almanaques publicados y
distribuidos por las empresas farmacéuticas y el de Lilian
Maria de Lacerda (de próxima aparición) sobre las prácticas
de lectura femeninas, según las autobiografías escritas por
brasileñas nacidas en la segunda mitad del siglo XIX.
La riqueza y la diversidad de estos hallazgos dan una bella
imagen de la vitalidad de la investigación brasileña y, es más,
muestran que una perspectiva histórica puede ayudarnos a
pensar y formular más adecuadamente los difíciles problemas del mundo contemporáneo, empezando por aquellos que
nos plantean los desafíos de la alfabetización y la escolarización. Esta es una buena manera de tranquilizar a los historiadores que, como yo, siempre se interrogan sobre la utilidad
social de su trabajo.
Tuve la suerte de viajar cuatro veces al Brasil para
participar de coloquios y congresos.
Cada vez, me sentí sorprendido por las estrechas convergencias que existen entre los temas y las perspectivas de
investigación desarrolladas en el Brasil y las que constituyen
134
135
EL MANUSCRITO EN LA ERA DE
LA IMPRENTA*
En este ensayo quisiera proponer algunas reflexiones
sobre el lugar que ocupa el manuscrito, en cualquiera de sus
formas, en la era de la imprenta. En efecto, son numerosos
los trabajos que en los últimos años han renovado profundamente nuestra perspectiva del modo como sobrevivió la
escritura a mano después de Gutenberg. Yesos trabajos
obligan a los historiadores de la cultura impresa a hacer una
doble revisión.
Lo que en primer lugar hacen estas investigaciones es
oponer a la afirmación de la heterogeneidad radical entre dos
modalidades de reproducción de textos y de producción de
libros -a mano e impresos-, las continuidades de la "cultura
gráfica". La noción, tal como la define Armando Petrucci, designa, en un tiempo y un lugar determinados, el conjunto de
los objetos escritos y de las prácticas que dieron origen a esos
objetos. Este concepto restablece, pues, los vínculos existentes entre las diferentes formas de la escritura: manuscrita,
epigráfica, pintada o impresa. E identifica la pluralidad de
los usos (políticos, administrativos, religiosos, literarios,
privados, etc.) que se le asignan a lo escrito, en sus diversas
materialidades.
Hay muchas formas posibles de entrar en la cultura
gráfica de una época. La primera de ellas da preferencia a un
tipo particular de escritura. Y ese es el camino que eligió
* Este ensayo desarrolla el texto de una conferencia dictada en la
Université de Créteil el 15 de mayo de 1998 y publicada en la revista La
Lettree/andestine ns 7,1998, pp. 175-193.
137
Armando Petrucci en La scrittura al atenerse a las escrituras
monumentales, o "expuestas", que fueron colocadas en el
interior o en el exterior de edificios públicos y estaban destinadas a una lectura colectiva, hecha a cierta distancia.' Estas
escrituras de ostentación eran numerosas en las ciudades
romanas antes de desaparecer, con el reflujo de la cultura
escrita, en las ciudades de la Alta Edad Media. Petrucci
muestra, en primer lugar, cómo en la Italia de los siglos XI a
XIII, tales escrituras volvieron a conquistar los muros de las
iglesias y depués los de los edificios comunales. Más tarde,
entre los siglos xv y XVI, los artesanos que las graban recuperan las letras antiguas (es decir, las grandes mayúsculas de
las inscripciones romanas) en tanto que los príncipes que
ordenan hacerlas desarrollan ambiciosos programas epigráficos, entre los cuales el más grandioso fue sin duda el que
desarrolló el papa Sixto V en Roma. Este programa vinculó
una transformación profunda del tejido urbano, atravesado
de grandes vías rectilíneas y de plazas geométricas, con la
edificación de monumentos (pórticos, arcos de triunfo, obeliscos, fuentes, etc.) cuyos muros pudieran recibir numerosas inscripciones y una innovación gráfica. Esta se debió a la
mano de Luca Orfei, uno de los copistas de la Biblioteca
Vaticana y de la Capilla Sixtina, discípulo del calígrafo
Francesco Cresci, quien dio una interpretación original y
elegante a las mayúsculas romanas, las litterae sixtinae.
En la época barroca, la escritura monumental pública se
hizo más discreta: en Roma, por ejemplo, no aparecía ni en la
plaza N avona, ni en la plaza San Pedro. La "epifanía gráfica"
del siglo XVII encuentra otros soportes: los monumentos funerarios construidos en el interior de las iglesias, las escrituras
sobre madera, sobre cartón o sobre telas colocadas en las arquitecturas efímeras que son los elementos esenciales de las
fiestas y de las ceremonias; pero también los libros de lujo
y de gran tamaño que llegan a ser verdaderos "libros epigráficos". Al romper con la tradición clásica, estas escrituras
monumentales de un género nuevo inventan formas menos
rígidas de organizar el espacio gráfico sobre la piedra; juegan
con los contrastes de colores y apelan sobre todo a los trompe
l'oeil que inscriben las letras sobre materiales simulados: así
138
aparecen falsos tejidos esculpidos sobre la piedra o falsos
mármoles grabados sobre las páginas impresas. El retorno al
orden de finales del siglo XVIII halla inspiración en el corpus de
inscripciones antiguas que entonces se publican, incluidas l~s
falsas. Las mayúsculas pomposas neoclásicas como las dibuja
Piranesi y como las propone Bodoni a la tipografía habrían de
constituir durante mucho tiempo la escritura preferida del
gusto burgués, homogéneo en todas sus manifestaciones
gráficas.
Las escrituras monumentales tienen pues como función
primaria manifestar la autoridad de un poder, dueño del
espacio gráfico, o la potencia de un linaje o de un individuo
suficientemente rico y poderoso para hacer grabar su nombre
en la piedra o el mármol. A menudo son inscripciones imposibles de leer: situadas demasiado alto y a veces disimuladas
por la arquitectura, no pueden ser descifradas por quienes
pasan ante ellas; escritas en latín, no pueden ser comprendidas por aquellas personas, numerosas, que no dominan más
que la lengua vulgar. Pero su sola presencia significa la
soberanía y la gloria.
No obstante hay otros usos de las escrituras expuestas
que no respetan la norma estética y gráfica dominante en
su época. Redactadas en lengua vulgar, mezclando mayúsculas y minúsculas, ignorando las reglas impuestas por los profesionales de la escritura (los maestros escribientes, los
amanuenses de las cancillerías, los sabios calígrafos), estas
inscripciones "sin méritos" aparecen por todas partes entre
los siglos XVI y XIX: en los santuarios con los cuadros de ex voto
o las piedras conmemorativas de las corporaciones, en las
calles con los letreros de las tiendas, los anuncios manuscritos en los carteles infamantes o hasta en las casas particulares: grabadas en las puertas y ventanas, en los muebles y los
objetos cotidianos. Sus modelos proceden de las estampas y
de los libros "populares" que llenan los fardos de los vendedores ambulantes. Traducen las aspiraciones de una población
semianalfabeta que les disputa a los nobles y a los poderosos
su monopolio de la escritura visible. Si las escrituras expuestas son uno de los instrumentos utilizados por los poderes y las
elites para enunciar su dominio -y provocar la adhesión-e,
139
también son una manera que tienen los más débiles de
afirmar su existencia o de expresar su protesta.s
Otra manera de entrar en la cultura gráfica consiste en
elegir un tipo de escritura definida, no por su forma particular, sino por su temática. Esto es lo que ocurre en otro libro de
Armando Petrucci, Le scritture ultime, donde se hace un
inventario, que abarca un largo período, de las prácticas de
escritura y las producciones escritas destinadas a perpetuar
el recuerdo de quienes ya no están a Como en la obra anterior,
en esta Petrucci dedica la mayor parte del libro a las escrituras "expuestas", inscriptas en los monumentos funerarios,
grabadas en la piedra, destinadas a una lectura pública, pero
amplía la indagación a otras formas de la memoria escrita de
los muertos, tales como necrológicas monacales, los libros
de familia, las recopilaciones de epitafios, o los "trenos"
poéticos y musicales.
Construida partiendo de la menor o mayor extensión del
"derecho a la muerte escrita", la cronología de Petrucci marca, en primer término, la gran ruptura que sobreviene en la
Alta Edad Media. Antes, en las ciudades de la Grecia clásica,
en el Imperio Romano pagano como en el cristianismo primitivo, la epigrafía funeraria no era un atributo exclusivo de las
elites; se extendía a las clases intermedias y a los individuos
más favorecidos de los medios populares. Pero, a partir del
siglo VII, un proceso doble priva a los muertos comunes de la
memoria escrita. El epígrafe funerario se concentra desde
entonces en las iglesias y sólo corresponde a los poderosos,
clérigos o laicos.
La reconquista de una "muerte escrita" para una población que se va ampliando con el transcurso de los siglos es un
proceso de larga duración que se articula alrededor de algunos momentos importantes. En el siglo XIII, al tiempo que se
honra a la elite intelectual de los profesores universitarios
mediante monumentos semejantes a los que hasta entonces
estaban reservados a los nobles, los comerciantes, que ya
entraron en la cultura escrita, registran los nombres de los
difuntos en los libros de familia. En el siglo XVI, la escritura
literaria de la muerte produce el éxito de nuevos géneros
impresos: las colecciones de inscripciones funerarias, los
140
libros de epitafios, las poesías fúnebres. Finalmente, en el
siglo XVIII, en los cementerios protestantes, las estelas traen
a la memoria de los vivos a muertos modestos, mercaderes y
artesanos, en tanto que en países católicos, el desplazamiento
de los cementerios y las tumbas fuera de los muros de las
ciudades multiplica los espacios abiertos a la epigrafía funeraria. Pero, evidentemente, las guerras modernas (la Guerra de Secesión primero y luego las dos guerras mundiales)
son el gran factor de la democratización de la muerte escrita,
al asociar al lugar de la sepultura la inscripción del nombre
del difunto.
Por último, abandonando un enfoque morfológico o tipológico basado en el estudio de largos períodos, la reconstitución
de la cultura gráfica puede hacerse en una perspectiva
microhistórica y abarcar, durante un período más limitado
y en un solo lugar, la totalidad de las producciones y las
prácticas de la escritura. Esto es lo que hizo Antonio Castillo
Gómez tomando el caso de Alcalá de Henares entre 1450 y
1550 Y distinguiendo en él tres repertorios.t Las escrituras
de los poderes -monárquico, eclesiástico y municipal- son
múltiples, escritos conservados o efímeros, archivados, como
los registros y los censos, o expuestos, como los carteles
clavados en las puertas de las iglesias o situados en lugares
destinados a tal efecto.P Las escrituras de lo privado y de lo
cotidiano tienen otras formas: libros de cuentas, inventarios,
cartas, billetes, etc. A partir del siglo XVI, la abundancia de
papeles manuscritos descriptos en los inventarios que se
hacían después de las defunciones da idea de la importancia
y la frecuencia que tuvieron." La producción del libro, manuscrito o impreso, constituye el tercer registro de la presencia de
la cultura escrita en la ciudad.
El estudio monográfico da así la medida justa de las circulaciones o de las hibridaciones que existen entre las diferentes formas de lo escrito. Hablamos de circulaciones porque
son numerosos los manuscritos copiados de una obra impresa
que a su vez imitaba la escritura y la compaginación del libro
manuscrito origina!. Y decimos hibridaciones porque, desde
el Renacimiento, las administraciones del Estado o de la
Iglesia, utilizan formularios preimpresos que luego completan
141
los sacerdotes, los notarios o los secretarios. Los cuestionarios enviados a los corregidores a fin de reunir las informaciones necesarias para elaborar las Relaciones Geográficas en
la España de Felipe IF o las cartas de matrimonio utilizadas
en los siglos XVI y XVII en el rito, tal como se lo practica en
varias diócesis en el Sur de Francia.t' son ejemplos de estos
objetos mixtos en los cuales una o varias manos completaban
los espacios dejados en blanco por la composición impresa.
.La segunda revisión que obligan a realizar los trabajos
recientes sobre la cultura gráfica pone en tela de juicio la
oposición radical entre print culture y scribal culture. En
contra de la idea demasiado simple de que la primera sustituyó a la segunda, se ha llamado la atención sobre la importancia que mantuvo la publicación manuscrita en la
era de la imprenta incluso hasta el siglo XIX y hasta el xx. Esta
es la perspectiva que muestra Fernando Bauza Alvarez en el
libro que dedicó a la civilización escrita europea de los siglos
xv, XVI y XVII 9 o la de Daniele Marchesini en su obra sobre
los usos políticos y sociales de la escritura en la Italia
moderna. 10 Y es la misma en la que se basan las dos obras de
Harold Love-! y H. R. Woudhuysen.I''
. El I~bro de Harold Lave propone una doble tipología. La
tipología de los géneros, cuya circulación continúa siendo en
gran medida -y hasta mayoritariamente- manuscrita en la
Inglaterra del siglo XVII, distingue tres repertorios: los textos
políticos (discursos y declaraciones parlamentarias, publicados en forma de "separatas", relaciones de sucesos y sátiras),
los libros poéticos que reúnen las obras de un poeta o de
varios, 13 y las partituras musicales destinadas a los músicos
de los consorts (grupos de instrumentistas y cantantes). La
tipología de las formas de publicación manuscrita identifica
también tres modalidades, sin fronteras impermeables entre
una y otra: authorial publication, entrepreneurial publication
y user publication.
La "publicación de autor" pone en circulación los textos en
manuscritos que han sido copiados o corregidos por el escritor. Esta práctica, que tiene su origen medieval en la voluntad
de ciertos autores -por ejemplo, Capgrava-s o Petrarca-!" de
controlar la forma misma dada a sus obras, se refuerza
142
durante los siglos xv y XVI, cuando se toma aguda y triste
conciencia de las corrupciones introducidas por la imprenta. Esta se percibe a menudo como triplemente corruptora:
deforma la letra de los textos, alterados por los errores de
componedores poco hábiles; destruye la ética desinteresada
de la República de las Letras al entregar las composiciones
de los humanistas, los poetas y los eruditos a libreros codiciosos y deshonestos; destruye la verdadera significación de las
obras proponiéndoselas a lectores ignorantes, incapaces de
comprenderlas correctamente. De ahí la desconfianza que
despierta el libro impreso y la preferencia por la publicación
manuscrita que permite un control más riguroso del texto,
de su circulación y de su interpretación.l" Esta elección es
también la que hacen numerosas mujeres escritoras que, de
ese modo, pueden sustraer más fácilmente sus obras a la
exposición pública. Y, aun cuando la impresión del texto sea
necesaria o deseada, el autor elige la práctica manuscrita
para los ejemplares de presentación que ofrece al príncipe o
a los grandes de quienes recibe, o espera, protección.!?
En la Inglaterra del siglo XVII, la publicación manuscrita
es también un comercio. Las sátiras y las relaciones se copian
en serie en scriptoria muy semejantes a los talleres que, en la
Francia del siglo XVIII, producirían las gacetas a mano. Pero
con más frecuencia quienes cumplen esa tarea son copistas
individuales que trabajan por pedido de un comanditario
particular o de un librero de la Stationers' Company.
Junto a los manuscritos autógrafos y a los productos de los
talleres o de los profesionales de la escritura, hay una parte
importante de la edición manuscrita que corresponde a los
lectores mismos o, antes bien, a los miembros de esas scribal
communities (según la expresión de Peter Laslett), cuya actividad común es la copia o el préstamo de manuscritos, la
transcripción de documentos y la correspondencia. Hay diversas figuras sucesivas de estas comunidades de lectores
que escriben para leer y leen para escribir. En la Italia de
los siglos XII a XV, esas comunidades reúnen a los laicos letrados -a quienes Petrucci llama los alfabeti liberi- que leen
sin tener la obligación profesional de hacerlo, sólo por interés
o por distracción. lB En la Inglaterra del siglo XVII, quienes
143
componen esa comunidad pertenecen a los medios letrados y
aristocráticos: en la corte, en los Inns ofCourt, entre amigos
eruditos o en el seno de la familia. Finalmente, se puede decir
que entre 1680 y 1730 la República de las Letras forma una
gran scribal community en la que la ética del desinterés y
de la reciprocidad se nutre del manuscrito en todas sus
formas: la carta, la copia, la memoria.l" El rasgo común de
estas diferentes modalidades de la "comunidad del manuscrito" en la era de la imprenta consiste en la voluntad de no dar
acceso público -y por consiguiente no someter a los riesgos de
corrupción o de profanación- un saber precioso, una literatura escogida o, como en el caso de la comunidad de lectores de
manuscritos heterodoxos del siglo XVIII, obras peligrosas."?
El libro de H. R. Woudhuysen permite prolongar las dos
tipologías propuestas por Harlod Lave. Por una parte, la obra
de Woudhuysen identifica con precisión las diferentes categorías de copistas que trabajan en la Inglaterra del sigo XVII en
la publicación manuscrita. Estos copistas provienen de diversos horizontes; de modo que se establece la diferencia entre
los copistas profesionales, herederos de los escribas y calígrafos medievales.é! y todos aquellos que tienen otro campo de
actividad: la enseñanza, en el caso de los maestros escritores;
la práctica jurídica, en el caso de los scriueners a quienes
compete la redacción y la certificación de los documentos
legales, o la administración, en el caso de los secretarios. Esta
tipología remite a las competencias que diferencian a las
distintas categorías de escribientes en relación con la definición de la norma gráfica, con la enseñanza de la escritura, con
el peritaje judicial sobre las escrituras o con la delegación de
escritura.
En la Italia del Cinquecento, la definición de una norma
gráfica es objeto de una áspera competencia entre diferentes
actores. En el primer cuarto del siglo XVI, esa definición les corresponde a los maestros de la escritura. Algunos de ellos
redactan manuales que hacen imprimir y que destinan, por
un lado, a los jóvenes que quieren emplearse como secretarios
en una cancillería y, por otro lado, a los mercaderes y artesanos. Para estos últimos, varios maestros de escritura publican tratados en los que el aprendizaje de la escritura se
144
presenta junto con el de la aritmética comercial. En la década
de 1540, el control de la norma gráfica pasa de manos de los
profesionales de lo escrito (escribas de cancillería, maestros escribientes) a los sabios calígrafos, que conocen la
cultura gráfica antigua y que figuran entre los renovadores
de la epigrafía monumental. A fines del siglo, el modelo de
referencia vuelve a cambiar. Desde entonces, se articula estrechamente con la práctica burocrática cotidiana, particularmente con la redacción de la correspondencia. Y este
cambio asigna el peritaje de la escritura, ya no a los maestros
de escritura ni a los eruditos calígrafos, sino a los secretarios.
El control de la norma gráfica se desplaza así del espacio
público de las ciudades al mundo cerrado de las administraciones y los escrítorios.P
La enseñanza de la escritura también es objeto de severos
conflictos que se concentran alrededor del ejercicio fundamental de todo aprendizaje y hasta de toda práctica de la
escritura: la copia. El hecho se sitúa en el corazón mismo de
la enseñanza de los maestros de escritura, cuyo instrumento
fundamental es la colección de formularios donde se encuentran caligrafiadas las líneas de ejemplos que sus alumnos
deben imitar. En París, en el siglo XVII, la redacción y utilización de tales formularios destinados a la copia constituyen un
elemento esencial en los conflictos que enfrentan a la comunidad de los maestros escribientes con todos aquellos que
pretenden, en violación de su monopolio, enseñar a escribir a
los niños (por ejemplo, los maestros de las pequeñas escuelas
dependientes del chantre del cabildo de la catedral o los maestros de las escuelas de caridad). En 1633, los maestros escribientes determinan entre sí nuevos modelos de escritura que
sólo deben utilizarse en la enseñanza que ellos imparten y
que apuntan a restablecer una ortodoxia gráfica. Y, contra el
avance progresivo de los demás maestros, tratan de hacer
limitar severamente la cantidad de líneas que estos pueden
hacer copiar a sus alumnos. De este modo se esfuerzan por
mantener su monopolio (vanamente, por otra parte, puesto
que han de perder su causa en 1714), sobre la base del
ejercicio que más profundamente refleja la autoridad sobre la
escritura, a saber, la copia deun modelo enseñado e imitado.é"
145
Los especialistas de lo escrito se disputan asimismo el
peritaje judicial referente a las manos que han producido
documentos falsos o textos infamantes. A partir del siglo XVI,
la difusión de la capacidad de escribir en medios cada vez
más amplios plantea un problema inédito: el de las escrituras falsificadas. En París, en 1570, es precisamente un
asunto de falsificación (en este caso, una acusación lanzada
contra el secretario del rey, sospechado de haber imitado la
mano privada de su amo) lo que provoca la constitución de la
"comunidad de maestros expertos y jurados escribientes"
dotados de un doble monopolio: el de la enseñanza de la
escritura y la aritmética y el del peritaje de las escrituras.é"
Los peritajes gráficos demandados por el Parlamento para
decidir la autenticidad o la falsedad de documentos legales
(contratos, testamentos, letras de cambio, etc.) o de firmas,
hasta entonces en manos de diversos practicantes de lo
escrito (notarios, escribanos forenses, copistas), se convierten así en competencia exclusiva de una comunidad profesional. La verificación de las escrituras o, como se decía en el
siglo XVIII, "la prueba por comparación de escrituras", obedece
a un proceso inverso del de la enseñanza, puesto que se trata,
ya no de descomponer todos los gestos que permiten obtener
un trazado ideal, sino de identificar a partir de las escrituras
observadas en los documentos las características propias de
las manos que los han producido. La operación supone,
evidentemente, la existencia de una norma caligráfica en
relación con la cual las diferencias individuales adquieren sentido.
En Italia, en los siglos XVI y XVII, el peritaje gráfico se confía
asimismo a profesionales de la escritura, pero no a una
cofradía particular.i" En Roma, ante el Tribunale del Governatore, que juzga el fuero civil y el criminal, ese peritaje
corresponde a los maestros de escritura, a los copistas, a
escribientes que tienen escuelas y rara vez a los notarios.
Su campo de actividad es doble: no solamente, como en París, deben reconocer escrituras falsificadas, sino que también
deben identificar a los autores anónimos de carteles difamatorios y de las cartas anónimas que circulan abundantemente
en la ciudad pontificia. En el primer caso, se trata de estable-
cer la falsedad de una firma; en el segundo, de atribuir o no un
document.o incriminado a la mano de uno de los sospechosos.
~ partir de la segunda mitad del siglo XVII, la seguridad del
peritaje gráfico se puso seriamente en duda. A pesar de hacer
diversos alardes (en 1762, se creó una "Academia'" en 1779
se instituyó una "Junta Académica de Escritura" c~YOS vein:
ticuatro miembros eran los únicos que podían ser convocados
como peritos e~pertos a.n~e el Parlamento), a lo largo del siglo
XVIII, ~a com~llldad parrsiense de escribanos sufrió múltiples
cuestIOnamI~ntos.a su función y la autoridad de la profesión
misma disminuyó, En una época en que la escritura común
se emancipó radicalmente de las reglas de la caligrafía, la
competencia y el poder tradicionalmente reconocidos a los
maestros del antiguo arte no podían sino desmoronarse.
Una última apuesta de las competencias relacionadas con
la escritura fue la del acto de delegación de escritura. En
efecto, en las sociedades antiguas y hasta los siglos XIX o xx
aquellos que no dominaban la escritura o que no la domina:
ban suficientemente tenían necesidad de recurrir a un mediador de pluma. Tomando el ejemplo de Italia, Petrucci
formul~ la hipótesis según la cual la antigua delegación de
la ~scrItura efectuada dentro del mismo medio social y profesional fue reemplazada por la costumbre de recurrir a
los profesionales de la pluma, a quienes con frecuencia se les
retribuían sus servícios.é" En el siglo XVI, los upografeis, es
decir, aquellos que escriben para quienes no saben hacerlo
pertenecen en su mayor parte al mundo de los artesanos;
los pequeños comerciantes. De modo tal que, en el plano
social y en el plano cultural, se hallan muy próximos de
aquellos a quienes prestan su pluma. La única diferencia
entre unos y otros es la edad; los jóvenes son, las más de las
veces, mejores escribientes que sus mayores. En el siglo XVII
las cosas parecen cambiar. Para las categorías sociales deja:
das fuera del proceso de alfabetización (jornaleros, vendedores ambulantes, campesinos instalados en la ciudad o en las
afueras, etc.), encontrar un delegado de escritura entre sus
semejantes no es cosa sencilla. De ahí que sea necesario
apelar a los profesionales: copistas, secretarios o escribientes
públicos.
146
147
En París, estos últimos, a diferencia de los maestros
escribientes organizados en comunidades, no se rigen por
ninguna reglamentación. El oficio está abierto a todos aquellos que saben escribir y deciden abrir un puesto donde
ofrecen sus servicios a los transeúntes. En la capital, los
escribientes públicos se agrupan en algunos lugares particulares; la mayor parte de ellos instalan sus escritorios en las
galerías del cementerio des Saints-Innocents que está cerca de Les Halles y en el corazón de la ciudad, uno de los sitios
de mayor sociabilidad popular.é? Si bien durante el siglo XIX,
el escribiente público continúa siendo una figura clásica de
la sociabilidad urbana, el progreso de la escolarización y de la
alfabetización ofrece entonces una posibilidad mucho más
amplia de delegar la escritura dentro del mismo medio social.
Los relatos de vidas populares (emanados de artesanos, de
obreros o de campesinos) ponen con frecuencia en escena la
esc~itura delegada a alguien cercano, ya sea el niño que va a
la escuela y escribe para sus padres analfabetos, ya sea, en el
ejército, un soldado conscripto que domina mejor las letras y
redacta las cartas de sus compañeros (Hébrard, 1991).28
El libro de H. R. Woudhuysen que concentra su atención
en Philip Sydney, cuya obra poética sólo se publicó en forma manuscrita después de su muerte, nos lleva a preguntarnos sobre el régimen propio de percepción y de asignación
de los textos, cuando circulan de este modo. Un rasgo fundamental del manuscrito es la perpetuación de la forma de la
colección o miscelánea. Esta es la forma dominante del libro
de la Edad Media desde el siglo VII u VIII, salvo para las
auctoritates antiguas o cristianas.é" El manuscrito moderno
hereda esta estructura libresca que reúne en un mismo objeto
textos de autores, y a veces de géneros, diferentes. Esto tiene
como consecuencia la eliminación de la "función autor" (para
retomar la expresión de Foucault), es decir, el hecho de que
se atribuya la obra o las obras presentes en un mismo libro a
un nombre propio identificable en su singularidad. En la
cultura manuscrita de la Inglaterra del siglo XVII, diversas
razones alteran este principio de asignación: la presencia de
obras de diferentes autores en un mismo libro que puede, por
lo demás, contener partes manuscritas y partes impresas.é"
148
la incertidumbre de los copistas o de los poseedores en
cuanto a la atribución de los textos, la transferencia de la
paternidad de las obras al escriba mismo. La publicación
manuscrita mantiene así la ambigüedad del término "escritor", entendido como aquel que copió el libro tanto como
aquel que lo compuso. Esta ambigüedad es la que lleva a
ciertos autores, como es el caso de Ben Jonson, a reivindicar fuertemente su dignidad de poeta "which every scribe
usurps" [que todo escriba usurpa] como hace notar en la
epístola dedicatoria de Volpone.
En estos últimos años, la historia de las relaciones entre
lo manuscrito y lo impreso ha planteado asimismo otras
cuestiones. La primera tienen que ver con la presencia de la
escritura a mano en libros impresos. Las anotaciones al
margen se entendieron así como uno de los gestos y uno de los
momentos de la técnica intelectual que gobierna las prácticas
de lectura y de escritura en los siglos XVI y XVII, es decir, la
técnica de los lugares comunes. Los marginalia constituyen,
en efecto, una manera de destacar las citas y ejemplos que
el lector considera modelos estilísticos, datos fácticos o argumentos demostrativos y que transfiere desde el libro leído
a su cuaderno de lugares comunes. Tal práctica caracteriza tanto la lectura de los Antiguos:'! como la de las obras
de filosofía natural.V E inspira en los impresores el hábito de indicar a los lectores, particularmente en las ediciones
de textos teatrales o poéticos, las sententiae que deberán
copiar.F' En el caso de las obras que enuncian un saber sobre
el mundo natural, como en el de las ediciones de textos
dramáticos o poéticos, la composición misma de las obras se
basa en gran medida en la movilización de los lugares comunes copiados en cuadernos manuscritos o propuestos por
colecciones impresas.v' Una vez publicados, estos lugares
comunes a su vez suministran a los lectores atentos y estudiosos una materia para construir sus propios repertorios de
sententiae y de exempla, clasificados según el orden de los
temas y los asuntos.
Más allá de las indicaciones que, de diversas maneras
(rúbricas, símbolos o palabras puestas en el margen, diagramas sinópticos, etc.), permiten "digerir" el texto, una tipolo149
gía de los marginalia manuscritos encontrados en las obras
impresas del siglo XVI revela tres grandes clases de prácticas:
las anotaciones de los profesores y de los estudiantes, hechas
durante las clases mismas o durante el estudio, las de los
eruditos fuera de todo contexto pedagógico y, por último,
las de los profesionales, por ejemplo, los médicos y los cirujanos. 3 5 Si bien las anotaciones de estos últimos tienen a
menudo la forma de adiciones, de catálogos de casos o de
recetas que transforman el libro en manual de la práctica o en
diario del oficio, los marginalia de los universitarios y de los
humanistas se basan en las mismas técnicas, empleadas con
mayor o menor erudición: las referencias entre diferentes
pasajes del libro o referencias a otras obras, la composición de
glosarios o de índices personales, las correcciones agregadas
al texto o su traducción, etc. Ciertos humanistas (Casaubon,
Dee, Harvey) practican con constancia y conocimiento esta
lectura con la pluma en la mano, que ocupa todos los espacios
que dejó en blanco la composición tipográfica, que intercala
frecuentemente páginas manuscritas entre las páginas impresas y que siempre es la lectura simultánea de varios
libros. Estos humanistas tendrán numerosos herederos en
los siglos XVII y XVIII. 36
Si los marginalia reflejan una apropiación del libro leído
mediante la escritura, sin que el libro la haya solicitado ni
organizado, las prácticas editoriales multiplican en el siglo
XVIII los objetos impresos destinados a suscitar y albergar la
escritura manuscrita de sus usuarios. Esto es lo que ocurre
también con los almanaques en los cuales los editores (en
particular, ingleses) incluyen hojas en blanco o con las primeras agendas (por ejemplo, las italianas) que dividen la página
a fin de que el usuario pueda anotar, día tras día, o según los
momentos de la jornada, lo que debe hacer o lo que hizo.é?
Algunos autores se adhieren a esta práctica intercalando
entre las páginas de ciertos ejemplares impresos de sus obras
hojas en blanco donde lectores selectos pueden expresar sus
opiniones. En el caso de Pamela, Richardson llega a transformar en materia novelesca los comentarios recogidos de este
modo e integrados en las revisiones y reimpresiones de la
obra.
150
C?tra relación entre el texto manuscrito y el impreso
estriba en las copias utilizadas para la composición en los
talleres tipográficos. El Diccionario de Furctiere recuerda así
los dos sentidos del término "manuscrito": "libro u obra
escrita a mano" y "el original de un libro, la copia del autor
que sirvió como base para la impresión". En realidad, en los
siglos XVI y XVII, las copias de las que se sirven los componedores, los esemplari di tipografia, como se dice en italiano,
rara vez son manuscritos autógrafos. Con la mayor frecuencia se trata de copias en limpio realizadas por escribientes
profesionales y destinadas, en primer lugar, a las autoridades que conceden permisos y privilegio. Son numerosas las
manos que intervienen en estos manuscritos: la del copista,
eventualmente, la del censor, la del corrector y la del componedor, quienes añaden las intervenciones manuscritas necesarias para preparar el texto. Estas últimas se refieren
primero, al calibrado o la "cuenta" de la copia, destinada a
delimitar apropiadamente las porciones del texto manuscrito
que corresponden a cada página impresa. Este trabajo, que no
está a salvo de errores, es necesario a fin de que el texto pueda
componerse más rápidamente, es decir no según el orden de
las páginas, sino por formas, lo cual obliga a componer en
.
'
una primera etapa, todas las páginas que habrán de imprimirse de un mismo lado de la hoja de imprenta y luego las del
otro lado.
Las intervenciones manuscritas en la copia se refieren
también a las formas gráficas, las convenciones ortográficas
la puntuación o la organización misma del texto (divisiones'
títulos, rúbricas, etc.). La función de los letrados (clérigos:
graduados de las universidades, maestros de escuela, etc.),
empleados por los libreros e impresores, fue decisiva en la
Italia del Quattrocento y del Cinquecento, tanto para normalizar la lengua impresa según el modelo del toscano, como
para asegurar la mayor corrección posible de las edicíonos.v'
Su tarea no se limita a preparar el manuscrito que servirá de
copia para la composición, sino que consiste además en
corregir las pruebas, hacer las correcciones durante la tirada
después de revisar hojas ya impresas (por ello, se observan
estados diferentes de páginas que corresponden a una misma
151
forma en una misma edición) y a establecer las errata, en sus
dos formas primeras: las correcciones hechas con pluma en
los ejemplares impresos o la impresión de hojas de errata
agregadas al final del libro, lo cual le permite al lector
corregir por sí mismo su propio ejemplar.
Recientemente se ha planteado un último interrogante
sobre los vínculos entre manuscrito y la oralidad, a partir del
estudio de dos modalidades de la transmisión textual. La
primera pone el acento en la transcripción de la palabra viva,
la del predicador de la iglesia o la de los actores en el escenario
del teatro. Si bien la práctica no ha dejado huellas manuscritas directas, puede reconstruirse sobre la base de las ediciones mismas, en tanto que sus anomalías o las variantes que
proponen sólo pueden atribuirse a cómo fue oído o memorizado el texto o a cómo fue transcripto inmediatamente gracias
al empleo de uno de los métodos de escritura rápida que se
multiplican a fines del siglo XVI y comienzos del XVII (entre 1588 y 1626, sólo en Inglaterra se publican diez de ellos).
De modo que las reconstrucciones de memoria, con ayuda de
técnicas estenográficas o sin ella, están en el origen de los
manuscritos, a menudo defectuosos, que sirvieron para publicar los bad quartos shakesperianosé? o ediciones piratas de
Moliere aun antes de su edición autorizada y privilegiada,
como ocurrió con Sganarelle o El cornudo imaginario.
Si bien esta primera trayectoria conduce desde la escena
(o desde el púlpito) a la transcripción manuscrita y luego a la
página impresa, también existe un camino inverso que se
dedica a la organización de las "performances" orales y, muy
particularmente, a las representaciones de teatro, partiendo
de un texto manuscrito o, en algunos casos privilegiados, de
un ejemplar anotado de una edición impresa, transformado
así en un guión. En la época isabelina, el prompt-book [libro
de apuntador] manuscrito atestiguaba la propiedad de la
compañía sobre la obra y la autorización para interpretarla,
pero también servía para marcar las indicaciones escénicas
necesarias para la representación: entradas y salidas de
los actores, objetos que debían colocarse en el escenario, ruidos y música, etc 4 0 Si bien de estos prompt-books sólo sobrevivieron algunos fragmentos, ejemplares de ediciones
152
impresas utilizados a partir de la Restauración como promptbook por los directores de compañías y como acting copy
[guión de actuación] por los actores, revelan las complejas
relaciones que existían entre el texto impreso, las anotaciones a mano y las representaciones escénicas. Esto es lo que
sucede, por ejemplo, con las diferentes formas de intervenciones manuscritas registradas en la década de 1740 en un
ejemplar de la edición de 1676 de Hamlet. Estas intervenciones corresponden a dos dispositivos: por una parte, la organización de la representación mediante la mención de los
lugares escénicos, las entradas y los objetos; por otra, la
preparación del papel de Hamlet por parte del actor que lo
representaba. Este sustituyó la puntuación impresa del texto, muy rudimentaria, por una puntuación manuscrita por
completo diferente, que constituye una verdadera interpretación (en el doble sentido de la palabra) del texto gracias a un
sistema diversíficado de pausas que marca cinco duraciones
diferentes , y gracias a la introducción de nuevos signos tales
.
como los signos de interrogación."! Este es un ejemplo particular de las relaciones que vinculan, más de lo que separan,
las tres formas de inscripción y de transmisión de los textos:
42
. y e1 Impreso.
.
la oralidad, e1 manuscrito
Estas pocas observaciones, basadas en la lectura de trabajos recientes, sólo tienen el propósito de situar en un período
más largo y en los usos múltiples de la escritura a mano, la
producción, la circulación y la lectura de los manuscritos
clandestinos de los siglos XVII y XVIII. Estos son a la vez una
expresión del vigor y la importancia de la publicación manuscrita en la era de la imprenta y también los herederos de
formas y de prácticas que caracterizaron, antes y después
de Gutenberg, la cultura gráfica de Occidente.
NOTAS
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Einaudi, 1986.
2. Francisco M. Gimeno Blay y María Luz Mandingora Llavata (compa.),
"Los muros tienen la palabra", Materiales para una historia de los uroffiti,
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3. Armando Petrucci, Le scritture ultime. Ideologia della morte e strategie
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4. Antonio Castillo Gomez, Escrituras y escribientes. Prácticas de la
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1997.
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publicidad del escrito (siglos XV-XVI), en Pensamiento medieval hispano. Homenaje a Horacio Santiago-Otero, coord. José María Soto Rábanos, Madrid,
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7. Fernando Bauza, Imagen y propaganda. Capítulos de historia culturol del reinado de Felipe u, Madrid, Akal, 1998, pp. 134-152.
8. Roger Chartier, Du rituel au for privé: les chartes de mariage
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la direeeión de Roger Chartier, París, Fayard, 1987, pp. 229-251.
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europea en la Alta Edad Moderna (siglos XV-XVIl), Madrid, Síntesis, 1992.
10. Daniele Marchesini, Il bisogno di scrivere. Uei delta scrittura
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12. H. R. Woudhuysen, Sir Philip Sidney and the Cireulation of
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23. Jean Hébrard, Des écritures exemplaires. L'art du martre écrivain
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25. Laura Antonucci, La scritura giudicata. Perizie grafiche in procesi
romani del primo Seicento, Scrittura e Cíoílta, XIII, 1989, pp. 489-534 Y
Claudia Evangelisti, "Libelli famosi": processi per scritte infamanti nella
Bologna di fine '500, Annali della Fondazíone Einaudi, vol. XXVII, 1992, pp.
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26. Armando Petrucci, Scrivere per gli altri, Scrittura e Cioiltu: XIII,
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27. Christine Métayer, Humble métier et métier des humbles: l'écrivain
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325-349 YAu tombeau des secrets. Les écrivains publics du Paris populaire:
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28. Jean Hébrard, La lettre représentée. Les pratiques épistolaires
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31. Anthony Graftan y Lisa Jardine, "Studied for action": How Gabriel
Harvey read his Livy", Past and Present, 129, 1990, pp. 30-78.
32. Ann Blair, The Theater of Nature: Jean Bodin and Renaissance
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33. G. K. Hunter; The making of Sententiae in Elizabethan printed plays,
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Brian Richardson, Prirü Culture in Renaissance Italy: The Editor and the
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40. Gary Taylor, General introduction, en William Shakespeare. A Textual Companion, Stanley WeIls y Gary Taylor (comps.), Oxford, Clarendon
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42. D. F. McKenzie, Speech-manuscript-print, Library Chronicle of
the University ofTexas at Austin, 20, 1990, pp. 86-109 Y Fernando Bouza,
Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los siglos XVI y XVII,
Salamanca, Publicaciones del SEMYR, 2000.
PRÁCTICAS DE LECTURA Y
REPRESENTACIONES COLECTIVAS
¿Cree posible responder a la pregunta: "¿qué leían los
franceses en el siglo xvtui"?
Hoy me parece posible darle una respuesta. Los trabajos
clásicos de los historiadores franceses permitieron reconstruir la producción, la circulación y la posesión de los títulos
autorizados, gracias a la utilización masiva y cuantitativa
de los registros de pedidos de permisos, de los catálogos de
los libreros y de las listas de libros presentes en los inventarios que se hacían después de un deceso. Lo que durante
mucho tiempo faltó, para corregir las conclusiones de esas
investigaciones, fue un buen conocimiento de la difusión de
los títulos prohibidos, que no podían imprimirse dentro del
reino ni figurar en los catálogos de librería ni aparecer en los
inventarios de los libros que poseía alguien. Gracias a la
explotación sistemática de los archivos de las s?ciedades
tipográficas instaladas en los alrededores del remo y que
publicaban los "libros filosóficos" para el mercado francés,
hoyes posible tener una justa medida de la importancia y de
la naturaleza de esta producción prohibida. El gran trabajo
de Robert Darnton, realizado sobre la base de los archivos
excepcionales de la sociedad tipográfica de N euchátel, constituye la contribución más trascendente. Pero no debemos
* Esta entrevista fue publicada en la revista brasileña Acervo. Revista
do Arquivo Nacional, vol. 8, ns 1-2, pp. 3-11.
156
157
olvidar otras investigaciones, llevadas a cabo también por
otros historiadores norteamericanos, por ejemplo las de
Raymond Birn basadas en los archivos de la sociedad tipográfica de Bouillon.
Como resultado de estas experiencias hoy pueden formularse nuevas preguntas: no solamente "¿qué leían los
franceses?" sino también"¿cómo leían?" y" ¿qué parte le cupo
a la imprenta en el fenómeno de divergencia que los alejó de
la Iglesia y de la monarquía?".
En la introducción de Edition et sédition, Robert Darnton
afirma que su libro puede interpretarse como una respuesta
a la pregunta de Daniel Mornet: "¿qué leían los franceses en
el siglo XVIII?". ¿Qué opina usted?
Inspirado por el programa de sociología de la literatura de
Lanson, Daniel Mornet fue sin duda el primer historiador que
trató de medir la importancia de la difusión de las grandes
obras de la Ilustración teniendo en cuenta su presencia (o su
ausencia) en los inventarios de las bibliotecas. Ese es precisamente el objeto de su célebre artículo "Les enseignements
des bibliotheques privées au XVIII siecle" [Las enseñanzas
de las bibliotecas privadas en el siglo XVIlI] aparecido en
la Revue d'histoire littéraire de la France en 1910. Desde la
publicación de ese trabajo pionero, los estudios monográficos
dedicados a reconstruir las bibliotecas que poseían los diferentes grupos sociales en los diferentes lugares y en los
diferentes momentos se multiplicaron. La debilidad de tales
estudios estribaba en que las fuentes utilizadas (inventarios
notariales o catálogos de ventas impresos) subestimaban y
hasta ignoraban, por su naturaleza misma, los títulos prohibidos, ocultados a los notarios o puestos secretamente a la
venta por los libreros.
De ahí la importancia capital que tienen las investigaciones de Darnton que permitieron considerar en su justa
medida (que no es desdeñable) la circulación de la literatura
clandestina. Lo que necesitamos comprender mejor ahora es
la articulación de los diferentes mercados del libro (el de las
158
novedades lícitas , el de los "libros filosóficos", el de la venta
.
ambulante, el del libro de segunda mano, etc.), de las dIStintas formas de acceso al texto impreso (mediante la compra,
el préstamo, la suscripción a una sala de lectura, la participación en una sociedad de lectura, el alquiler por hora o
por día, etc.) y de los diversos tipos de lectura (en función de
los repertorios de textos, de las razones de la lectura y de las
maneras de leer).
En la conclusión de su libro Lectures et lecteurs dans la
France d'Ancien Régime usted afirma que "el acceso al
texto impreso no puede reducirse únicamente a la
propiedad del libro: todo libro leído no tiene que pertenecer
necesariamente a quien lo lee y no todo texto impreso
conservado en el fuero privado es obligadamente un libro.
Por otra parte, lo escrito está instalado en el corazón mismo
de la cultura analfabeta, presente en los ritos festivos, los
espacios públicos, los lugares de trabajo". Teniendo en
cuenta esta idea, ¿qué les aconsejaría a aquellos que están
interesados en reconstruir las prácticas de lecturas y los
modos de apropiación de los textos en una sociedad dada?
El único consejo útil sería resistirse a la tentación, siempre intensa, de considerar como universal e invariable la
relación que tenemos nosotros con el libro y, de manera más
general, con lo escrito. Debemos recordar que hay otros
accesos al libro además de la posesión privada; que los textos impresos no son todos libros leídos en el espacio privado,
que la lectura no tiene que ser necesariamente solitaria y
silenciosa y que no es necesario estar alfabetizado para "leer"
si por "leer" se entiende, como en la Castilla del Siglo de Oro,
escuchar lo que otro lee.
Hay que estar atento a estas prácticas que, a diferencia de
la posesión, no han dejado ningún rastro en los archivos.
Reconstituirlas supone movilizar fuentes que, por definición,
no son ni exhaustivas ni susceptibles de ser tratadas estadísticamente. Así, por ejemplo, si se trata de la lectura en voz
alta, hay que recurrir al estudio de sus representaciones en
159
las obras pictóricas o iconográficas, a la identificación de géneros y de formas que pretenden o suponen ese tipo de lectura, a la ubicación, dentro de los textos mismos, de lo que
Paul Zumthor califica como "índices de oralidad" y, en el caso
de etnólogos y sociólogos, a la observación de las fórmulas y
las convenciones propias de este modo de lectura.
¿A partir de qué momento los historiadores franceses
volcaron a la historia del libro y a la sociología de la
lectura? ¿Quiénes fueron los precursores?
se
El interés actual por la historia de las prácticas de lectura
es claramente el resultado, al menos en Francia, del entrecruzamiento de varias tradiciones. La primera de ellas es la
de la historia del libro en su acepción clásica. Una obra marcó
su fundación como disciplina y campo de investigaciones
autónomo, L'apparition. du livre, publicada por Lucien Febvre
y Henri-Jean Martin en 1958. Por lo demás, Henri-Jean
Martin fue el primer historiador francés que dio un curso
específicamente concentrado en la "civilización del libro" en
el marco de la IV Sección de l'Ecole Pratique des Hautes
Etudes. Desde la aparición de ese libro fundador, fueron
numerosos los trabajos dedicados a reconstituir las coyunturas de la producción del texto impreso, la sociología de
"la gente del libro" (impresores, libreros, encuadernadores,
obreros de imprenta, etc.) y a establecer la importancia del
contenido de las bibliotecas privadas. Los cuatro tomos de la
Histoire de l'édition francaise (aparecidos entre 1982 y 1986
Y reeditados entre 1989 y 1991) hacen el balance de todas
estas investigaciones.
Una segunda corriente de estudios, que floreció durante
esos mismos años, fue la de la sociología de la lectura, entendida como la medida de las prácticas contemporáneas del
libro (compra en librerías, frecuentación de las bibliotecas,
número y circunstancias de las lecturas), distribuidas según
los diferentes medios sociales y grupos profesionales. Estos
trabajos presentan sus formulaciones más agudas en la serie
de obras publicadas por el Service des Etudes et Recherches
160
de la Bibliotheque Publique d'Information du Centre Georges
Pompidou.
Pero, para poder desarrollar verdaderamente una historia de la lectura, fueron necesarias otras referencias y otros
puntos de apoyo. Estos provinieron de la antropología de las
prácticas habituales, como los enfoques que propusieron
Richard Hoggart en The Uses ofLiteracy y Michel de Certeau
en L'invention du quotidien, o de corrientes de la historia
literaria sensibles a la pluralidad y a la historicidad de la
recepción de las obras y, por consiguiente, a la diversidad de
sus lecturas, y también procedieron de otras disciplinas que,
al describir las formas mismas de los objetos manuscritos e
impresos (la codicología, la analytical bibliography) ilustran
las posibles modalidades de su apropiación.
Cuando se tomaron estas referencias de las matrices como
punto de apoyo, pudo construirse la historia de la lectura
y pudieron proponerse, recientemente, sus primeros balances (Histoire de la lecture, bajo la dirección de Roger Chartier,
París, IMEC, Editions et Editions de la Maison des Sciences
de l'Homme, 1995) y sus primeras síntesis (Historia de la
lectura en el mundo occidental, bajo la dirección de Guglielmo
Cavallo y Roger Chartier.Madrid, Taurus, 1998).
¿Cree que la historia de la lectura es un objeto de la
historia intelectual o de la historia cultural?
Creo que hoy ya no es posible establecer una diferencia
tajante entre historia intelectual (o literaria) e historia cultural. En efecto, hay un problema común que se les plantea
tanto a los historiadores de los textos y del libro como a los
historiadores de la prácticas culturales, a saber, ¿cómo reconstruir los usos y las significaciones dados a los textos por
sus diferentes lectores (u oyentes o espectadores)? Responder
a esta pregunta supone aplicar múltiples estrategias de investigación, vinculadas unas con otras, pero que, tradicionalmente, corresponden a disciplinas académicas diferentes.
Por cierto, es necesario reunir en una misma historia el
estudio de los textos, y por lo tanto de sus géneros, de sus
161
formas de sus temáticas y de sus argumentos; el estudio de
los sop~rtes y de las modalidades de su inscripción, de su
transmisión y de su conservación; y por último, el estudio de
sus apropiaciones por parte de diferentes comunidades en
diferentes momentos.
Es posible (y seguramente necesario) abordar esta problemática partiendo de una de las cuestiones: el estudio de
una obra de un género impreso o de una práctica de lo escrito.
Los trabajos que publiqué sobre una obra de Moliere (en los
Annales en 1994), sobre la "Biblioteca azul" o sobre la lectura
en voz alta pueden ilustrar cada una de estas perspectivas de
investigación. Pero lo importante es que cada una de ellas,
sea cual fuere su punto de partida, articula el análisis textual, la descripción morfológica y la sociología de los usos.
Sólo partiendo de una articulación semejante se pueden
definir nuevas perspectivas de trabajo que desplazan las
fronteras canónicas entre las disciplinas y que planteen la
cuestión fundamental: la de la producción del sentido.
Los historiadores de la lectura han recurrido a diversos
documentos: inventarios posteriores a las defunciones,
catálogos de bibliotecas, archivos de editoriales,
correspondencia entre libreros, registros de la censura,
periódicos como France littéraire. ¿Cuáles son los
principales problemas metodológicos que presentan estas
fuentes?
Cada fuente mencionada presenta problemas específicos,
ya sea en cuanto a su representatividad, ya sea en cuando a
su carácter exhaustivo. Para la historia de la lectura, la
dificultad fundamental consiste en que el historiador sólo
puede trabajar con representaciones de la práctica: representaciones normativas en las artes de leer y los textos de
condena; representaciones de una lectura apuntada, deseada, implícita, en los prefacios, prólogos y advertencias al
lector; representaciones codificadas según las convenciónes estéticas con las imágenes de los lectores y las lectoras
propuestas por la pintura o los grabados; representacio162
nes dirigidas por las tácticas del selffashioning en los testimonios de naturaleza autobiográfica (libro de familia, diarios, relatos de vida).
Que se dé tal fenómeno no significa que esas fuentes sean
inutilizables. Muy por el contrario, es algo que incita a
comprender, contra toda lectura documental ingenua e inmediata, las prácticas de la representación (sus razones, sus
géneros, sus intenciones) a fin de poder descifrar correctamente las representaciones de las prácticas. Me parece que lo
mismo puede decirse en el caso de documentos aparentemente más objetivos (inventarios posteriores a los decesos, registros administrativos, catálogos de bibliotecas, etc.). Todos
ellos suponen elecciones y clasificaciones, por lo tanto, exclusiones. Todos ellos se organizan según determinadas categorías, clasificaciones y fórmulas que no son neutras, sino que
someten a sus lógicas las "realidades" que abordan. Cobrar
conciencia de estas convenciones, que varían según los documentos, los tiempos y los lugares, es una condición necesaria
para apreciar la pertinencia y los límites de cada fuente.
¿ Qué relaciones puede haber entre la historia cultural y la
crítica literaria, la "estética de la recepción" o un enfoque
filosófico como el de Paul Ricceur cuyas reflexiones parten
de las estructuras mismas de los relatos?
En mi opinión, la historia sólo tiene valor e interés si
puede entablar un diálogo o un debate con las demás disciplinas. En la esfera de la historia de la lectura hubo un encuentro inmediato y evidente, tanto con la crítica literaria (al
menos aquella que presta atención a la recepción de las obras)
como con la filosofía (al menos aquella que se inscribe en una
perspectiva fenomenológica y hermenéutica). Además, el
gran libro de Paul Ricraur, Temps et récit, vincula ambos
enfoques, puesto que la teoría de la lectura que construye
Ricceur con el fin de comprender el encuentro entre el mundo
del texto y el mundo del lector se funda en la doble referencia
a la fenomenología de la lectura desarrollada por Wolfgang
Iser y a la estética de la recepción elaborada por Hans Robert
163
Jauss y la "Escuela de Constanza". De modo que era normal
que inspirara la reflexión de los historiadores de la lectura.
Las diferencias que pueden marcar estos en relación con
los enfoques literarios y filosóficos se concentran en dos
elementos. El primero remite a la materialidad de los textos.
Creo que, contra todas las formas de abstracción de los textos,
considerados, leídos, comentados, de manera por completo
independiente de las modalidades de su inscripción y de su
comunicación, hay que tener en cuenta que la significación de
las obras depende también de las formas a través de las cuales
esas obras se transmiten a sus lectores o a sus oyentes. "La
forma afecta el sentido" le gustaba decir a D. F. McKenzie.
Por lo tanto, hay que identificar los efectos que ejercen sobre
el sentido las diferentes formas (impresas o manuscritas,
escritas u orales) que se apropian de una "misma" obra.
Por otra parte, contra todas las formas de abstracción del
lector o, antes bien, del "etnocentrismo" de la lectura, que
suponen que prácticas por completo específicas (tales como la
del crítico literario o la del filósofo hermeneuta) son comunes
a los lectores de todos los tiempos, debemos recordar que la
lectura tiene una historia y una sociología. De modo que hay
que reconstruir las aptitudes, las técnicas, las convenciones, los hábitos, las prácticas propias de cada comunidad de
lectores (o lectoras). Porque la significación que puede asignar un "público" a un texto, en un momento y en un lugar
dados, también depende de esas prácticas.
Ejemplos tales como los de Menocchio estudiado por Carla
Ginzburg en El queso y los gusanos o de la Biblioteca azul,
¿indican una "circularidad de la cultura" o, por el
contrario, la existencia de una dicotomía radical entre
cultura popular y cultura docta?
En las sociedades del Antiguo Régimen, los lectores populares por estado y condición se encuentran ante textos que no
fueron destinados específicamente a ellos. Ya sea, como en el
caso de Menocchio, porque adquieren o piden prestados libros
que pertenecen a las elites sociales. Ya sea, como en el caso de
164
los clientes de los buhoneros, porque compran los impresos
incluidos en el repertorio de las librerías ambulantes que
imprimen, para un público más amplio, textos que, antes o en
ese mismo momento, se han publicado o difundido en otras
formas dirigidas a otros lectores, más adinerados y más
cultivados.
De modo que no es posible caracterizar como radicalmente
específico el corpus de textos que constituye lo que tradicionalmente se ha designado como "la literatura popular de
venta ambulante". Lo esencial está en otra parte: primero, en
identificar cuáles son los textos y los libros que circulan tanto
en los medios populares como en los medios letrados (pensemos en los romances y en las novelas de caballería de la
Castilla del Siglo de Oro) y luego, en identificar las maneras
de leer propias de los lectores más humildes y menos expertos. La tarea no es sencilla pues siempre se corre el riesgo de
reintroducir un sociologismo demasiado tajante que caracteriza como "populares" prácticas que, en realidad, se pueden
hallar también en otros horizontes sociales. Por ejemplo, ¿es tan
seguro que la manera de leer de Menocchio sea representativa
de una lectura campesina, basada en las tradiciones de la
cultural oral? Probablemente convenga ser más prudente al
calificar los diferentes modelos de lectura que, al igual que los
corpus de textos, pueden ser comunes a diferentes medios.
Pero también es cierto que hacer hincapié en la gama de los
usos y las prácticas es el único modo que tiene la historia de las
lecturas populares de evitar las trampas en las que con frecuencia ha caído por enfatizar apresuradamente y sin precaución la oposición entre popular y docto y aplicarla a la circulación, supuestamente compartimentada, de corpus de textos
considerados propios de un determinado público o de otro.
Robert Darnton entendió que la revolución francesa implicó
también una revolución literaria, a causa de la difusión, no
sólo de los grandes textos de la Ilustración, sino también de
obras clandestinas. La circulación de libros y la lectura de
obras prohibidas, ¿modificaron las relaciones de poder?
¿La burguesía leyó la literatura de la Ilustración?
165
Los trabajos de Robert Darnton, y en particular sus
últimas obras, mostraron la importancia de la circulación de
los "libros filosóficos" en las tres últimas décadas del Antiguo
Régimen. Además, subrayaron la composición heterogénea
de esta noción de "libros filosóficos", empleada por los libreros, que abarca las obras de los filósofos, con Voltaire en
primer término, los libelos y panfletos políticos y las obras
pornográficas, clásicas o nuevas.
Partiendo de estos datos, indiscutibles, puede iniciarse un
debate sobre los vínculos que existían entonces entre la
lectura de ese corpus de textos que, de diversas formas,
denuncian o desacralizan a las autoridades tradicionales, y la
transformación de las representaciones colectivas que, en
1789, hacen concebible y aceptada la ruptura revolucionaria.
En mi libro sobre los orígenes culturales de la revolución
(Barcelona, Gedisa, 1995), presenté algunos argumentos que,
en mi opinión, impiden deducir de la lectura de manera
directa los pensamientos: por ejemplo, la pluralidad de las
significaciones posiblemente dadas a textos que mezclan
diversos registros; los límites del espacio social de circulación
de los· libelos y el carácter efímero de su actualidad; la
posibilidad de que el lector obtuviera placer de su lectura sin
dar por ello crédito a lo que leía o la necesidad de no considerar el repudio a la monarquía como el resultado de un proceso
lineal y acumulativo. De todo esto surge pues la hipótesis
según la cual las nuevas maneras de leer que aparecen en el
siglo XVIlI, desenvueltas y críticas, quizá tuvieron la misma
importancia o una importancia aun mayor que la difusión en
gran escala de textos subversivos. Me pareció necesario
prestar atención a todos esos aspectos a fin de evitar que la
tesis clásica de Mornet, que entiende la ruptura revolucionaria como la consecuencia de la difusión cada vez más amplia
de los pensamientos de la Ilustración, no se aplique automáticamente a otro corpus de textos, el de los "libros filosóficos",
dotado de la misma eficacia subversiva que la que durante
mucho tiempo se les atribuyó a los textos de los Filósofos.
En la edición norteamericana de Edition et sédition (que
apareció con el título The Clandestine Literature ofPrerevolutionary Frunce), mucho más desarrollada que el texto
166
original francés, Robert Darnton, quien, dicho sea de paso, es
un amigo muy íntimo, lo cual facilita las polémicas intelectuales, responde a cada uno de esos argumentos. De modo que
corresponde a los lectores juzgar la fuerza y la debilidad de la
posición de cada uno.
Siguiendo la obra del sociólogo alemán Norbert Elias,
usted estudió las modificaciones que sufrió la noción de
urbanidad, así como las de los tratados que, entre los siglos
XVI y XVIII, enuncian sus normas y códigos. ¿Qué
dificultades halló al trabajar sobre este corpus de textos?
Como usted sabe, la obra de Norbert Elías constituye para
mí una referencia teórica esencial. Me siento feliz y orgulloso
de haber contribuido a hacerla conocer mejor en Francia al
escribir los prefacios de las traducciones de cuatro de sus
libros (La société de cour, La société des individus, Engagement et distanciation y el libro sobre el deporte).
Mi interés por el corpus de tratados de urbanidad, desde
Erasmo a las cortesías revolucionarias, nació de una pregunta central que plantea la gran tesis de Elias referente al
refuerzo de los dispositivos de autocrontrol de los indivi- .
duos, lo que él llama el "proceso de civilización". ¿Mediante
qué proceso se establecieron nuevas normas de conducta que
r~frenan la expresión de los afectos y aumentan las exigencias del pudor? ¿Qué dispositivos, aceptados como modelos de
conducta, traducen las restricciones impuestas por el aumento de las interdependencias entre los individuos? El corpus de
tratados de urbanidad, del cual parte el trabajo de Elias
podría retomarse así en otra perspectiva: no ya para determinar en ellos los desplazamientos de la frontera entre lo
lícito y lo prohibido, sino para comprender su pluralidad y sus
usos. Por ello se pone el acento en las definiciones contrarias
-antropológica, cristiana, social, revolucionaria, etc.- de la
urbanidad. Por eso también se presta atención a las utilizaciones pedagógicas de los tratados y a su difusión "popular"
en el repertorio de la Biblioteca azul.
En ocasión de mi contribución en el cuarto volumen de la
167
Histoire de la France dirigida por André Burguiere y Jacques
Revel publicada por Editions du Seuil, volví a ocuparme de
uno de los textos, que Elias designa como el primer manual
de la racionalidad de la corte, a saber, la traducción francesa,
hecha por Amelot de la Houssaie, del Oráculo manual y arte
de prudencia de Gracián (1647). Se trataba, ante todo, de
comprender de qué manera la traducción había "curializado"
el texto (publicada en 1682 con el título de L'Homme de Cour)
y cómo sus preceptos encontraban sustento en la teoría
cartesiana de las pasiones y sus traducciones en los sentimientos y las conductas de los personajes de la tragedia
clásica.
LA MEDIACIÓN EDITORIAL*
1. En mi opinión, la cuestión esencial que debe plantear
toda historia del libro, de la edición y de la lectura es la del
proceso mediante el cual los lectores, espectadores u oyentes
dan sentido a los textos de los que se apropian. Este interrogante no es nuevo en el campo de la historia de las literaturas.
En realidad, ha estado presente en todos los enfoques que,
reaccionando contra el estricto formalismo de la Nueva Crítica o New Criticism, han querido "sacar" la lectura del texto
y concebir la producción de la significación, o bien como una
relación dialógica entre las proposiciones de las obras y las
categorías estéticas e interpretativas de sus públicos, 10 bien
como una interacción dinámica entre el texto y su lector.s o
bien como el resultado de una "negociación" entre las obras
mismas y los discursos o las prácticas corrientes que son, a la
vez, las matrices de la creación estética y las condiciones de
su inteligibilidad.f
Felizmente, perspectivas semejantes perturbaron el sueño dogmático del estructuralismo triunfante que atribuía el
sentido de los textos únicamente al funcionamiento automático e impersonal del lenguaje, con lo cual sustituía el
papel de los diversos actores implicados en la construcción
del sentido, por la interpretación soberana del crítico litera-
* Esta conferencia fue dictada en marzo de 1997 en el marco de un ciclo
de seminarios organizado en Milán por la Fondazione Mondadori. Fue publicada en italiano en La mediazione editoriale, a cargo de Alberto Cadioli, Enrieo
Decleva y Vittorio Spinazzola, Il Saggiatore/ Fondazione Arnoldo e Alberto
Mondadori, 1999, pp. 9-20.
168
169
rio, descubridor omnipotente de la significación. Sin embargo, estas perspectivas no pueden satisfacer por completo los
criterios de un enfoque plenamente histórico de la literatura.
La primera limitación que presentan es el hecho de que
(las más de las veces) consideren que los textos existen por sí
mismos, independientemente de las materialidades (del tipo
que fueren) que constituyen sus soportes y sus vehículos.
Contra esta "abstracción" de los textos, debemos recordar que
las formas que permiten leerlos, escucharlos o verlos, participan a su vez de la construcción de su significación. El "mismo"
texto, fijado en la letra, no es el "mismo" si cambian los dispositivos de su inscripción o de su comunicación. De ahí la
importancia que han vuelto a adquirir en el campo de los
estudios literarios las disciplir s cuyo objeto es precisamente
la descripción rigurosa de las formas materiales que transportan los textos: la paleografía, la codicología, la bibliografía.
En los últimos años, estas disciplinas eruditas han experimentado una doble evolución. La primera las condujo de un
análisis estrictamente morfológico de los objetos a una interrogación sobre la función expresiva de los elementos no
verbales que intervienen, no sólo en la organización del
manuscrito o en la disposición del texto impreso, sino también en la representación teatral, la recitación, la lectura en
voz alta, etc.; en suma, lo que D. F. McKenzie llama "the
relation of form to meaning" [la relación de la forma con el
sentido]." La segunda evolución procuró localizar en el estudio mismo de estos dispositivos formales la comprensión de
las diversas relaciones, socialmente determinadas, que los
diferentes públicos mantienen con la "misma" obra.
Este es el enfoque con que, por ejemplo, se puede abordar
el estudio de ciertas comedias de Moliere." Primero se las
ofrece en Versalles, en el seno de fiestas cortesanas en las que
se las incluye junto con otras distracciones y otros placeres;
luego se las representa en el teatro parisino del Palais Royal,
despojadas de sus ornamentaciones (cantos, música, ballet)
y, finalmente, se las transmite mediante la impresión (en
ediciones muy diferentes) al público de sus lectores. Se trata
pues de un "mismo" texto, pero de tres modalidades distintas
de representarlo, tres relaciones diferentes con la obra, tres
170
públicos. El estudio de sus significaciones no puede pasar por
alto estas diferencias.
Una segunda limitación de los enfoques literarios que
entienden la lectura como una "recepción" o como una "respuesta", corresponde a la "abstracción" y la universalización
de la lectura que implícitamente proponen. Pensada como un
acto de pura intelección, cuyas circunstancias y modalidades
concretas carecen de importancia, la lectura que suponen
considera, en realidad, como universales prácticas de lectura
históricamente particulares: las de los lectores letrados y, a
menudo, profesionales, de nuestra época. Contra este "etnocentrismo espontáneo de la lectura" (según los términos del
historiador brasileño de la literatura "barroca", -Ioáo Hansen)
conviene recordar que la lectura también tiene una historia
(y una sociología) y que la significación de los textos depende
de capacidades, de códigos y de convenciones de lectura
propias de las diferentes comunidades que constituyen, en la
sincronía o la diacronía, sus diferentes públicos. Del mismo
modo hay que recordar, junto con Pierre Bourdieu, que la
lectura letrada, la del lector silencioso y hermeneuta, no es
universal y que supone sus propias condiciones de posibilidad: "Interrogarse sobre las condiciones de posibilidad de la
lectura es interrogarse sobre las condiciones sociales de
posibilidad de las situaciones en las que se lee (. .. ) y también
sobre las condiciones sociales de producción de los lectores.
Una de las ilusiones del lector es la que consiste en olvidar sus
propias condiciones sociales de producción, en universalizar
inconscientemente las condiciones de posibilidad de su lectura"." Una de las tareas principales de la historia del libro y de
la edición consiste, justamente, en disipar esa ilusión.
La "sociología de los textos" entendida a la manera de D.
F. McKenzie, tiene pues por objeto el estudio de las modalidades de producción, edición, diseminación y apropiación de los
textos. Esta disciplina debe considerar que el "mundo del
texto" es un mundo de objetos y de "performances" cuyos
dispositivos y reglas permiten y limitan la producción del
sentido. Paralelamente, debe considerar que el "mundo
del lector" siempre es el de la "comunidad de interpretación"
(según la expresión de Stanley Fish) a la cual pertenece y
171
que define un mismo conjunto de aptitudes, de normas, de
usos y de intereses.
Apoyada en la tradición bibliográfica, la "sociología de los
textos" pone el acento en la materialidad del texto, con una
doble intención. Se trata, por un lado, de identificar los
efectos que producen en el estatuto, la clasificación y la
percepción de una obra las transformaciones de su forma
manuscrita o impresa. Y por el otro, de mostrar que las
modalidades propias de la publicación de los textos previas al
siglo XVIII cuestionan la adecuación de las categorías que la
crítica asocia espontáneamente a la literatura: categorías
tales como las de "obra", "autor" o "personaje"."
De esta dificultad surge la definición de terrenos de
indagación particulares (lo cual no es lo mismo que decir
propios de talo cual disciplina): por ejemplo, la variación de
los criterios que han definido el "carácter literario" de ciertos
textos en diferentes períodos; los dispositivos que constituyeron los repertorios de las obras canónicas; las huellas dejadas
en las obras mismas por la "economía de la escritura" en la
que fueron producidas (digamos, según las épocas, las coacciones ejercidas por la institución, el mecenazgo o el mercado)
o, incluso, el análisis de las diferentes manos y operaciones
que hacen que un texto se transforme en un libro.
Producidas dentro de un orden específico, dentro de un
"campo literario", según las palabras de Pierre Bourdieu, las
obras se evaden de ese terreno y adquieren existencia al
recibir las significaciones que les atribuyen, a veces a muy
largo plazo, sus diferentes públicos. Articular la diferencia
que funda (de maneras diversas) la especificidad de la "literatura" y las dependencias (múltiples) que la inscriben en el
mundo social es, en mi opinión, la mejor formulación del
encuentro necesario entre la historia de las obras, la historia
de la edición y la historia de las prácticas culturales.
Se trata pues de construir un nuevo espacio intelectual
que obligue a inscribir los textos, cualesquiera que sean,
literarios o no, en los sistemas de restricciones que limitan
-pero también hacen posible- su producción y su comprensión. El entrecruzamiento de enfoques durante mucho tiempo ajenos entre sí (la crítica textual, la historia del libro y de
172
la edición, la sociología cultural) responde a un desafío fundamental: comprender cómo se inserta la recepción particular e
inventiva de un lector individual (o de un oyente o de un
espectador) dentro de una serie de determinaciones complejas y vinculadas: el sentido buscado por los dispositivos
mismos de la escritura; los usos y apropiaciones impuestas
por las formas de "representación" del texto (en lo escrito
o por la voz, en el volumen o en el codex, en el manuscrito o en
el texto impreso; en el escenario, en el libro o en la pantalla,
etc.); las aptitudes, las categorías y las convenciones que
determinan la relación de cada comunidad con los diferentes
discursos.
2. Reconstituir cuáles fueron las diferentes decisiones e
intervenciones que dieron forma a los textos impresos en los
siglos XVI y XVII no es tarea sencilla. ¿A quién deben atribuirse
las formas gráficas y ortográficas o la puntuación de las
ediciones antiguas? Según las diversas tradiciones de estudio, se pone el acento en distintos momentos del proceso de
edición y en distintos actores.
Para la bibliografía, en su definición anglosajona, las
elecciones gráficas y ortográficas son obra de los componedores. N o todos los obreros tipógrafos de los talleres antiguos
optaban por la misma ortografía de las palabras o por el
mismo modo de marcar la puntuación. Por ello, reaparecen
regularmente las mismas formas en varios cuadernos del
libro, en función de las preferencias referentes a la ortografía,
a la puntuación o a la disposición del texto de quien compuso
sus páginas. Así es como los spelling analysis y los compositor
studies, que permiten atribuir la composición de talo cual
hoja o de talo cual forma a talo cual componedor, constituyeron, junto con el análisis de la reaparición de caracteres
deteriorados, uno de los medios más seguros de conocer el
proceso mismo de fabricación del libro, ya seaseriatim (es decir, siguiendo el orden del texto), ya sea por la forma (es decir,
componiendo las páginas en el orden en el que aparecen en
cada una de las dos formas necesarias para imprimir ambos
lados de una hoja, técnica que permite una impresión más
rápida pero que supone también una "cuenta" precisa de la
copia)." En esta perspectiva de investigación, fundada en el
173
examen de la materialidad de las obras impresas, la puntuación se considera, a semejanza de las variaciones gráficas y
ortográficas, como resultado, no de la voluntad del autor que
escribió el texto, sino de los hábitos de los obreros que lo
compusieron para transformarlo en un libro impreso.
En una segunda perspectiva, la de la historia de la lengua,
el aspecto esencial es otro: la preparación del manuscrito
para la composición, preparación realizada por los "correctores", quienes agregan mayúsculas, acentos y signos de puntuación, normalizan la ortografía y fijan las convenciones
gráficas. Si bien este continúa siendo el resultado de un
trabajo vinculado con el taller tipográfico y con el proceso de
publicación, las decisiones referentes a la puntuación ya no se
asignan aquí a los componedores, sino a personajes doctos
(intelectuales, graduados de las universidades, maestros de
escuela, etc.), empleados por los libreros y los impresores
para asegurar la mayor corrección posible de sus ediciones.
Paolo Trovato recordó hasta qué punto era importante la
exactitud de la "corrección", atestiguada por la fórmula "con
ogni diligenza corretto",9 para que un libro tuviera éxito en la
Italia del Quattrocento y del Cinquecento. Por ello, era decisivo el papel que cumplían los "correctores", cuyas intervenciones se repiten en varios momentos del proceso de edición:
la preparación del manuscrito que sirve de copia para la
composición; la corrección de las pruebas; las correcciones
realizadas durante la tirada, que se hacía mediante la revisión de hojas ya impresas (de ahí los diferentes estados de
páginas que pertenecían a una misma forma dentro de una
misma edición) o la incorporación de las errata en sus dos
formas, ya sea las correcciones hechas con pluma en los
ejemplares impresos, ya sea las hojas de erratas agregadas al
final del libro, que permiten que cada lector corrija su propio
ejemplar. 10
En toda Europa, la función de los correctores en la fijación
gráfica y ortográfica de la lengua fue mucho más decisiva que
las propuestas de reforma de la ortografía presentadas por
los escritores que querían imponer una "escritura oral",
determinada enteramente por la manera de decir."! La diferencia es grande, por ejemplo, entre la moderación de las
174
soluciones elegidas para las ediciones impresas y la audacia
de las reformas sugeridas por los autores de la Pléiade.
Ronsard, por ejemplo, propone en suAbrégué de l'Art poétique
francois, suprimir "toda ortografía superflua" (es decir, todas las letras que no se pronuncian), transformar la grafía
de las palabras a fin de aproximarla al modo en que se pronuncian ( aSÍ, por ejemplo, "roze","kalité", "Franse", "langaje",
etc., lo cual haría inútil la existencia de la q y la c) e introducir en el francés las letras II y ñ españolas, para marcar mejor la pronunciación de palabras tales como "orgueilleux" o
"Monseigneur"12 En la advertencia que dirige al lector en el
prefacio de los cuatros primeros libros de la Franciade,
Ronsard expresa la misma preocupación por vincular estrechamente las formas gráficas con las maneras de leer, e
si
"1"
indica al lector que cuando encuentre en e I t ext o e l SIgno
. ,
deberá elevar el tono de voz para dar gracia a lo que lee. 13 A
considerable distancia de estas propuestas radicales, la práctica de los libreros y de los impresores, si bien conserva algún
lazo con la oralidad, limita sus innovaciones a fijar la extensión de las pausas.
El texto fundamental es aquí el del impresor (y autor)
Etienne Dolet, titulado La punctuation de la langue [rancoise.
Este autor definió en 1540 la nuevas convenciones tipográficas que deben distinguir, según la duración de la interrupción
y la posición dentro de la frase, el "punto con cola" (o coma),
la "coma" (o punto y coma) "que se coloca en una frase
suspendida y no terminada del todo" y el "punto redondo" (o
punto final) que "se coloca siempre al final de la oración", a los
cuales se agregan los signos "interrogativo" (o de interrogación) y "de admiración" (o de exclamación). Tal distribución
de la puntuación remite, a la vez, a las divisiones del discurso
y a la palabra lectora.
Los diccionarios de la lengua de fines del siglo XVII registran la eficacia del sistema propuesto por Dolet (enriquecido
con los dos puntos que indican una pausa de una extensión
intermedia entre la coma y el punto final), pero también la
distancia que se ha tomado entre la voz lectora y la puntuación considerada desde entonces, según el término utilizado
en el diccionario de Furetiere, como una "observación grama175
tical" que marca las divisiones del discurso. En los ejemplos
de diversos empleos que propone ese mismo diccionario de
Furctiare, publicado en 1690, indica: "Este corrector de imprenta comprende perfectamente la puntuación" y "La exactitud de este autor llega al punto de prestar gran cuidado a los
puntos y las comas". Si bien el primer ejemplo atribuye con
toda naturalidad la puntuación a la pericia técnica propia de
los correctores empleados por los impresores, el segundo,
implícitamente, ilustra el desinterés que habitualmente
manifestaban los autores por la puntuación.
Este segundo ejemplo señala, sin embargo, que hay autores atentos a la puntuación de sus textos. ¿Es posible hallar
indicios de esta exactitud en las ediciones impresas de sus
obras? Veamos el caso de Moliere. Sería muy arriesgado
atribuirle demasiado directamente la decisión de la puntuación aplicada en las ediciones originales de sus obras, puesto
que, como se ha demostrado en el caso de la edición de 1660
de Las preciosas ridículas, esas decisiones varían en las
diferentes hojas, y hasta en las diferentes formas, según el
gusto de los componedores. 14 No obstante, las diferencias de
puntuación que existen entre las primeras ediciones de las
obras, publicadas poco después de sus primeras representaciones parisienses, y las ediciones posteriores permiten reconstruir, si no ya las "intenciones" del autor, al menos las
modalidades preferidas para el texto impreso.
Son bien conocidas las reticencias que manifestaba Moliere ante la publicación impresa de sus obras.P Antes de Las
preciosas ridículas y de la necesidad de adelantarse a la
publicación del texto que harían Somaize y Ribou a partir de
una copia robada y protegida mediante un permiso obtenido
por sorpresa, Moliere nunca había querido entregar una de
sus comedias a la impresión. Sin la amenaza de verse publicado contra su voluntad, hubiese hecho lo mismo con las
Preciosas. Moliere se negaba a publicar sus obras, evidentemente, por razones financieras, puesto que una vez publicada, una obra de teatro podía ser representada por cualquier
compañía; pero también había razones estéticas. Ciertamente, Moliere estimaba que el efecto que produce el texto de
teatro depende por entero de la "acción", es decir, de la
176
representación. En la nota dirigida al lector que abre la
edición de El amor médico, representada en Versalles, luego
en el teatro del Palais Royal en 1665 y publicada al año
siguiente, destaca la diferencia entre el espectáculo y la
lectura: "No es necesario advertiros que muchas cosas dependen de la acción: es bien sabido que las comedias están hechas
para ser representadas; y yo sólo aconsejo leer esta a aquellas
personas que tienen una mirada capaz de descubrir en la
lectura todo el juego del teatro".16 ¿No es la puntuación uno
de los soportes posibles (con la imagen y las indicaciones
escénicas) para que el texto impreso y su lectura recuperen
algo de la "acción"?
Comparada sistemáticamente con la puntuación adoptada en las ediciones posteriores (no solamente en el siglo XIX
sino también a partir del siglo XVIII y hasta a fines del siglo
XVII), la puntuación de las primeras ediciones de las obras de
Moliere testimonian claramente su vínculo con la oralidad,
ya sea porque destinan el texto impreso a una lectura en voz
alta o a una recitación, ya sea porque la obra permite al lector
silencioso y solitario reconstruir, interiormente, los tiempos
y las pausas del juego de los actores. El paso de una puntuación a otra tiene considerables efectos en el sentido mismo de
las obras."? Por una parte, las puntuaciones de las primeras
ediciones, siempre más numerosas y más variadas, caracterizan de modo diferente a los personajes; por ejemplo en El
burgués gentilhombre (Acto Il, escena 3) se multiplican las
comas y las mayúsculas que distinguen las maneras de
hablar del profesor de filosofía de las del profesor de danza.
Por otra parte, las puntuaciones de las ediciones originales
ofrecen pausas que permiten recordar los movimientos en el
escenario (o reconstituirlos imaginariamente). Por ejemplo,
en la escena de los retratos de El misántropo (Acto n, escena
4, entre los versos 586 y 594), la edición de 1667 contiene seis
comas más que las ediciones modernas, lo cual permite al
lector del rol de Célimene separar las palabras, hacer pausas,
acordarse de los gestos de la actriz. Por último, esta puntuación original pone de relieve las palabras cargadas de una
significación particular. Si bien en las ediciones modernas,
los dos últimos versos de Tartufo no incluyen ninguna coma,
177
no ocurría lo mismo en la edición de 1669: "Y por un dulce
himen! coronar en Valere.z La llama de un Amante generoso,
& sincero". Así la última palabra de la obra, "sincero", queda
claramente designada como el antónimo de la que figura en
el título Tartufo o el Impostor. Esta puntuación abundante,
que indica pausas más numerosas y generalmente más largas que las que se conservaron después, enseña al lector de
qué modo debe decir (o leer) los versos y hacer resaltar cierta
cantidad de palabras, generalmente destacadas con mayúscula en la impresión, recurso que también se suprime en las
ediciones posteriores.
En el conjunto de las mediacíones, aparentemente el
editor (en el sentido moderno del término) interviene poco. La
partida se juega entre el autor, los copistas de sus manuscritos, los correctores y los componedores. Las íntervenciones
editoriales propiamente dichas están, no en el texto mismo,
la ortografía, la grafía o la puntuación, sino en las elecciones
hechas en función de los públicos a los que apuntan.
3. Veamos el ejemplo del repertorio de venta ambulante.
En Francia, a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, los
impresores instalados en la ciudad de Troyes inventan una
fórmula editorial nueva. Al utilizar caracteres ya algo deteriorados, volver a emplear grabados de madera que el triunfo
de la estampa en cobre había desechado, e imprimir en un
papel mediocre, fabricado por los papeleros de Champaña,
logran publicar libros y folletines poco costosos, designados
como "libros azules", en alusión al hecho de que muchos de
ellos (pero no todos) estaban recubiertos de papel azul.
Son estas características materiales las que dan identidad a la fórmula editorial de la Biblioteca azul y no el corpus
de textos puestos en circulación por estas impresiones baratas. Ciertamente tales obras generalmente no se escribieron
con tal fin editorial. Se las extrae del repertorio de los textos
ya publicados y se las elige porque parecen convenir a las
expectaciones y las aptitudes de la amplia clientela que
quieren ganar los editores de Champaña. De ahí la diversidad
extrema del catálogo de la Biblioteca azul, que toma títulos de
todos los géneros, todos los períodos y todas las literaturas.
De ahí también el lapso, a veces enorme, que separa la fecha
178
de escritura de los textos y la de su difusión para el público de
las ediciones publicadas por los libreros impresores de Troyes.
Compuesta sobre la base de títulos cuyo privilegio había
expirado, la Biblioteca azul reúne textos que forman serie ya
sea por su género (vidas de santos, novelas de caballerfa,
cuentos de hadas), ya sea por el campo de prácticas en los que
se los puede utilizar (ejercicios de devoción libros de recetas
libros de enseñanza), ya sea por la repeticiÓn de una temátic~
r",c~peradaen formas ?iferentes (discursos sobre las mujeres,
sátir-as de los OfiCIOS, literatura picaresca). Así se crean redes
de textos que remiten a los mismos géneros o a los mismos temas y que de ese modo no desorientan las expectaciones de sus lectores.
Las transformacio','-es operadas por los "correctores" que
trabajan para los editores de Champaña refuerzan esta
similitud. Sus intervenciones son de tres órdenes diferentes.
Por un lado, transforman la presentación misma del texto
multiplicando los capítulos, aun cuando esta división no
tenga ninguna necesidad narrativa o lógica, y aumentando la
cantidad de párrafos. Esta organización del texto obedece a
la idea que tienen los editores de las aptitudes de lectura del
público que procuran ganar, una lectura a menudo interrumpida, que exige puntos de referencia explícitos, que sólo puede
realizarse con comodidad si las secuencias son breves y
cerradas en sí mismas. Por otra parte las intervenciones
editoriales acortan los textos, les amputan fragmentos o
episodios estimados inútiles, abrevian las frases suprimiendo relativas e incisos, adjetivos y adverbios. La lectura implícita supuesta por tal estrategia de reducción es una lectura
~ue sólo puede captar enunciados simples, breves, lineales. Por
último, los libreros impresores de Troyes suprimen de los textos
el vocabulario escatológico, las alusiones sexuales y las fórmulas blasfemantes. Se trata pues de censurar los textos de
acuerdo con las normas de la decencia y la moral propuestas
por la reforma católica.
Reali~ado de prisa y sin mucho cuidado, ese trabajo de
adaptación conduce a menudo a ciertas incoherencias. De
modo tal que las operaciones mismas que procuran hacer más
fácil la lectura introducen dificultades de comprensión. Esta
179
contradicción está vinculada con las necesidades de la edición
barata, que supone costos bajos y por consiguiente pocas
exigencias en cuanto a la preparación de la copia o la corrección de las pruebas. Además indica que la lectura de los
"libros azules" puede satisfacerse con una coherencia mínima
del texto, que es aproximada y que se atiene a significaciones
globales y no a la letra misma de las obras letdas.l''
En Castilla, desde fines del siglo xv, la fórmula del pliego
suelto produce una amplia circulación de la forma poética
más tradicional: el romance. Los romances son poesías compuestas en versos octosílabos, con rima asonante en los
versos pares, cuyo origen se atribuye, o bien a las canciones
de gesta, de las que estos fragmentos ya autónomos habrían
formado parte, o bien a la poesía lírica tradicional, la de las
baladas. Concebidos para ser cantados, como toda la poesía
épico-lírica y luego fijados por escrito, los romances experimentaron una doble circulación: en la tradición oral y, con dos
formas muy diferentes, en los textos impresos.
La primera de esas formas está constituida por las antologías, las colecciones, los florilegios que adquieren el nombre
de cancioneros y que incluyen varias decenas o centenas de
romances. Estas recopilaciones, cuya serie comienza en 1511,
se dirigen a lectores acomodados que pertenecen al mundo de
las personas letradas. La segunda forma de circulación es la
de los pliegos sueltos. Un pliego es una hoja de impresión,
doblada dos veces, lo cual le da al objeto impreso un formato
quarto compuesto por cuatro hojas y por lo tanto por ocho
páginas. El pliego más antiguo conservado que contiene un
romance data de 1510 y se imprimió en Zaragoza. Aquí se
asocian un género poético breve y un género editorial adaptado a las posibilidades de la imprenta española de los siglos XVI
y XVII, caracterizada por pequeños talleres con una capacidad
de producción limitada pero que pueden imprimir, con una
sola prensa y en un solo día, entre 1250 y 1500 ejemplares de
una hoja de imprenta. De ahí el éxito de la fórmula del que
dan testimonio los mil doscientos títulos publicados en el
siglo XVI. 19
Los editores (en el sentido de aquel que publica un libro),
sin controlar necesariamente la forma misma de los textos
180
que se libra a las preferencias de los autores, los copistas, los
correctores y los componedores, desempeñaron sin embargo
un papel esencial en la mediación cultural al inventar fórmulas capaces de asociar un repertorio textual y una capacidad
productiva.
4. Entre fines del siglo xv y comienzos del XIX el libro
despertó tres pensamientos en los hombres y mujeres de la
primera modernidad: la inquietud por la pérdida, la obsesión
de la corrupción y el temor del exceso. El primero de estos
pensamientos trajo consigo una serie de actos destinados a
salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: desde la
recolección de los textos antiguos a la edición de los manuscritos, desde la edificación de grandes bibliotecas a la constitución de esas "bibliotecas sin muros" que son las colecciones,
los repertorios y las enciclopedias. En esta tarea, los editores
tuvieron su parte pues, gracias a la imprenta, transformaron
en objetos durables, multiplicados y difundidos, lo que los
otros soportes de lo escrito no podían proteger ni sustraer a la
fugacidad.
Pero muy pronto se percibe la multiplicación de la producción impresa como un peligro. A fin de dominar esos posibles
excesos se hace necesaria la creación de instrumentos que
permitan expurgar, clasificar, jerarquizar. Esta tarea de ordenamiento corresponde a muchos actores: los autores mismos, mediante sus juicios; los poderes que censuran y hacen
pedidos; las instituciones (académicas, doctas, escolares, etc.)
que consagran o excluyen. Pero también los editores, en
virtud de sus elecciones, desempeñan un papel esencial
en esta domesticación de la abundancia.
Todo ello contribuye a la ambivalencia fundamental de la
actividad editorial y del comercio del libro. Por un lado, estos
sectores son los únicos que pueden crear un mercado de los
textos y de los juicios. Son una condición necesaria para que
pueda constituirse una esfera pública literaria y un uso
crítico de la razón. Pero, por otro lado, por sus propias leyes,
la edición somete la circulación de las obras a constreñimientos y a fines que no se parecen en nada a los que han gobernado su escritura. Entre estas dos exigencias, la tensión
no es fácil de resolver. Pero es esa misma tensión la que ha
181
hecho que la historia de la mediación editorial sea, no solamente un capítulo de la historia económica, sino también el
lugar de una posible reflexión sobre las trayectorias culturales más esenciales.
Notas
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182
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