7 Las brujas de la Charca Verde A los ocho de la mañana, Kerstin y

Transcripción

7 Las brujas de la Charca Verde A los ocho de la mañana, Kerstin y
7 Las brujas de la Charca Verde
A los ocho de la mañana, Kerstin y su traductor estaban de nuevo en
la puerta del Ayuntamiento. Después de llamar al timbre de noche
de la policía municipal durante cinco minutos largos, apareció el
somnoliento agente Serrano con una imagen casi tan penosa como
la del día anterior: manchas de aceite en sus manos, ojeras y, sin
su gorra, el ingobernable cabello tenía el aspecto de un zarzal del
monte de La Maliciosa.
Al ver el exsargento, con su bigote temblando de ira, Pelopincho
se cuadró.
—A sus órdenes, señores. Perdonen la espera, he estado en el
garaje poniendo a punto el Mercedes para el viaje de hoy. Además
de policía soy el chófer municipal.
—¿Viaje? ¿Dónde vamos? ¿Qué Mercedes? —preguntó la alcaldesa.
Se lo aclaró enseguida la secretaria, Cristina Serrano, que había
llegado a la puerta justo detrás de los dos forasteros.
—Alcaldesa, a las once tenemos reunión en el Ayuntamiento de
Villasur de Abajo con el secretario municipal Fausto Fidalgo.
—Gracias, Cristina. Eso ya lo sé, pero ir al pueblo de abajo no
es un viaje y no hace falta un Mercedes. Se puede bajar andando en
media hora, ¿no, Simón?
El agente ya se había puesto la gorra para domar sus pelos y,
reprimiendo un bostezo, comenzó a explicar las complejidades del
protocolo local.
—Sí, señora, en efecto se podría ir a pie. Sin embargo, la tradición es que los alcaldes de Villasur de Arriba siempre viajan en automóvil cuando salen del municipio, para mantener el prestigio del
cargo. Solamente van al pueblo de abajo para salir de aquí porque,
desgraciadamente, no hay otro camino: por la Sierra de Los Becerros apenas hay carreteras. Siempre pasamos lo más rápido posible
por el otro pueblo —aseguró Pelopincho con una sonrisa optimista.
—¿Quieres decirme, Simón, que los alcaldes de aquí nunca hablaban con los de Villasur de Abajo? —La alemana puso cara de
pasmo al darse cuenta del estado de las relaciones entre los dos
municipios colindantes.
—Bueno, casi nunca había reuniones entre los jefes, y se comunicaban lo menos posible. A los del pueblo de abajo les llamamos
Lagartos porque son unos listos y taimados que venderían a sus
propias abuelas, y ellos nos llaman Becerros por brutos. Si digo la
verdad, no hay mucho cariño entre los dos pueblos. Las únicas citas
que, muy de vez en cuando, tenían los alcaldes se celebraban en el
Colegio Público Villasur que está en la frontera entre los municipios. De hecho, por un error en los mapas, el colegio no está en uno
ni otro y forma una suerte de zona neutral o tierra de nadie.
—¿Zona neutral, tierra de nadie, frontera? Esto parece la ciudad
de Berlín durante la guerra fría, no dos pueblos españoles en el siglo
veintiuno —comentó Kerstin, atónita.
—Si le parece bien, señora, ¿les recojo a las 10.30? —el persistente chófer se puso firme para recibir la confirmación de sus
instrucciones, pero la testaruda ecologista todavía se negó a montar
en el Mercedes municipal.
—Gracias, Simón, no será necesario. Vamos a caminar, ¿puedes,
Gustavo? —Kerstin miró con preocupación a su ayudante.
—Por supuesto —afirmó el diminuto intérprete, ofendido por la
alusión a su edad—. Ando diez kilómetros todos los días y voy al
gimnasio dos veces a la semana.
—Vale, en este caso quedamos a las diez. Recordad que, soy la
alcaldesa de ambos pueblos y habrá que olvidar el viejo protocolo
municipal durante los próximos seis meses. ¿Cristina, puedo hablar
contigo, por favor? Lo primero que vamos a hacer hoy es redactar el
concurso para vender ese Mercedes. Así podremos pagar esa factura
de luz que me enseñaste.
Kerstin y Cristina se fueron al despacho del regidor y el pobre
Pelopincho se quedó estupefacto. ¡Qué alcaldesa más rara! Nunca
en sus años de servicio Simón había oído algo semejante y lo peor
era que ahora él perdería su maravilloso Mercedes Clase D: ¡la tecnología alemana a la perfección! Pelopincho recordaba los sonidos
de su motor con un sentimiento casi erótico.
A las diez, Kerstin, Gustavo y Cristina cruzaron la plaza de los castaños polvorientos donde, siempre a esas horas, hacían guardia los
dos cincuentones, cada uno con su pitillo, su café y su coñac, con el
aguerrido pitbull Blas a sus pies devorando un hueso de jamón como
si fuera su peor enemigo. El grupo caminó por las calles sombreadas
y tranquilas del casco viejo antes de llegar a la carretera principal
donde ya caía un sol de justicia. Después de bajar unos trescientos
metros, adivinaron un bosque de pinos piñoneros que formaba la
frontera entre los pueblos con dos carteles grandes: «Gracias por su
visita. Hasta pronto» y «Bienvenido a Villasur de Abajo».
Al lado de la carretera había un pequeño parque con bancos a la
sombra de los pinos y un estanque lleno de agua turbia y verdosa.
En uno de los bancos estaban sentadas tres ancianas: una con salvaje
cabello blanco y un vestido negro de viuda, otra con cara monjil y un
vestido desgastado de cuadros azules y la tercera con una permanente rubia teñida al estilo de 1965 y un coqueto modelito rojo chillón.
—Buenos días, señoras —Bosch Peñafiel saludó con cortesía a
las mujeres que dejaron de hablar entre ellas y miraron fijamente a la
alemana con su corto pelo rubio y su cara pecosa. La señora de rojo
sonrió con una cara tan maquillada como la de una geisha japonesa,
dejándose ver unos dientes de oro, y guiñó con un ojo vago a Kerstin.
—¿Y qué hacen ustedes andando por aquí con el calor que hace?
—graznó la anciana—. ¿Por qué no viajan en coche como la gente
normal? Ah, veo que usted deber ser la nueva alcaldesa.
—Sí, soy Kerstin Wolf. Encantada de conocerlas —replicó formalmente con un imperceptible cabeceo.
La señora vestida de azul la miró con sus perturbados ojos saltones y soltó un espectacular aullido.
—¡Auuuuuuuuu! La señora Loba viene de las oscuras nieblas
del norte para gobernarnos. ¡Esperen! —En este instante la anciana
dejó de hablar, giró su cabeza y empezó a mirar fijamente al estanque. Sus dos amigas siguieron su ejemplo y las tres contemplaron
las turbias aguas de la Charca Verde en un trance hipnótico.
—Diente de lobo, escama de dragón y lengua viperina —entonaron las tres a la vez en un siniestro cántico mientras tiraban pequeños trozos de animales disecados a la laguna.
—Veo cosas extrañas —exclamó la anciana de azul—. Veo un
fuego que destruye todo lo que encuentra a su paso. Veo llamas y
cadáveres carbonizados amontados en...
La atrevida mujer de rojo soltó otra risotada e interrumpió a su
amiga monjil.
—Yo también veo fuego, pero el fuego de la pasión —declaró, y continuó con una voz lujuriosa—. Veo los brazos fuertes de
un hombre guapo, su pecho desnudo y peludo, sus piernas largas y
musculosas, su gran...
Le cortó la tercera mujer del trío, la viuda negra, riéndose a carcajadas.
—¡Siempre pensando en lo mismo, Angélica! Yo veo algo «mucho» más terrible. —proclamó con voz grave, casi masculina—.
Veo un animal, una bestia enorme con la boca y las fauces de un
cocodrilo y las garras de un león. Es un sabueso gigante, totalmente
ensangrentado, y se parece al Can Cerbero que guarda las mismas
puertas del infierno —concluyó en tono de ultratumba.
—¡Qué horror! —musitó Kerstin, su cara pálida. Aunque no había entendido la referencia clásica, pensar en cadáveres carbonizados y perros cubiertos de sangre, le puso la piel de gallina. Sin
embargo, la viuda negra no paró de declamar sus adivinaciones.
—No se preocupe, jovencita del norte, este monstruo le salvará a
usted de una muerte violenta e ignominiosa a manos de sus crueles
enemigos —sentenció, señalando el pueblo de Villasur de Arriba
con el dedo.
De repente, las ancianas dejaron de mirar el estanque y sonrieron
amablemente como si fueran tres abuelas disfrutando de un picnic
dominical. Durante unos instantes los caminantes quedaron mudos
y el militar fue el único en reaccionar.
—Señoras, ha sido un placer hablar con ustedes, pero tenemos
que acudir a una cita. Adiós —dijo Gustavo, cogiendo el brazo de su
jefa y llevándola cuesta abajo por la carretera. Kerstin estaba muy
pensativa y preguntó a Cristina quiénes eran esas mujeres.
—Las llaman las brujas de la Charca Verde —respondió la secretaria municipal con un escalofrío—. Vienen al pueblo de higos
a brevas de una aldea en la montaña, siempre con luna llena, y se
dice que pueden adivinar el futuro contemplando las aguas del
estanque.
—¡Tonterías, señora Serrano! —protestó el ayudante de Kerstin,
al ver la alarma de su jefa—. He estado en muchos lugares y siempre existen las mismas supersticiones, los mismos cuentos. Kerstin,
no hay que hacerles ningún caso— advirtió el legionario jubilado,
con una ternura sorprendente.
Acto seguido, los tres aceleraron el paso y caminaron por la carretera sin cruzar palabra, cada uno quedándose envuelto en sus propios pensamientos. Se acercaban a la alta torre de la abadía de San
Simón el Albañil, rodeada por casas antiguas y bloques de pisos de
los años 70. El pueblo parecía aún más tranquilo que el vecino de
arriba y también había señales de la crisis por todas partes: comercios y bares cerrados, carteles de venta e incluso un par de mendigos
en la plaza principal donde estaba el ayuntamiento, un edificio casi
idéntico a su equivalente en Villasur de Arriba.
Mientras los peatones cruzaban la plaza, oyeron un tremendo
chillido.
—¡Cuidado! ¡Quitaos de en medio! —Un señor fornido con pelo
blanco, montado como un jinete en una bicicleta vieja, estuvo a
punto de chocar con ellos.
Gustavo viró ágilmente hacia la derecha, cubriendo con su cuerpo a la alcaldesa, como el guardaespaldas de una película de acción.
La secretaria no fue tan rápida y el manillar de la bicicleta dio con
fuerza contra su cartera, que se cayó aparatosamente al suelo, desparramando papeles oficiales en las losas de granito de la plaza. Sin
detenerse, el ciclista volvió su cara roja e irascible hacia los visitantes con unas grandes cejas blancas que le asemejaban a un enorme
búho enfadado.
—¿Por qué no miran por dónde van? ¡Imbéciles! —gritó, y en
un instante desapareció rumbo a la abadía tan velozmente como un
corredor de la Vuelta a España.
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