5 Uvas y queso saben a beso Tres personas estaban sentadas en
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5 Uvas y queso saben a beso Tres personas estaban sentadas en
5 Uvas y queso saben a beso Tres personas estaban sentadas en la terraza de un gran chalet en las afueras de Villasur de Arriba. Una mujer delgada, con la piel cetrina y los ojos achinados, servía café a dos varones, su marido y otro hombre de unos veintitantos años con camisa blanca de marca, arremangada. Era un hombre alto con una nariz que constantemente se levantaba como si estuviera oliendo algo. El invitado se frotó las palmas de las manos y felicitó a la anfitriona con el inconfundible acento de un vecino del madrileño barrio de Salamanca. —La cena ha estado fenomenal, señora Serrano. ¿Los tomates del salmorejo son de su propio huerto? La mujer le lanzó una mirada maternal mientras tocaba las perlas que rodeaban su cuello de gallina. —Ya te lo he dicho varias veces, llámame Isabel. No, los tomates son del centro comercial. Hace mucho tiempo dejamos de cultivar nuestras verduras porque es de paletos. Además son más bonitas las que hay en los supermercados, ¿verdad, Torres? El joven se puso nervioso y la punta de su nariz se crispó cuando intentó remediar su metedura de pata. —Doña Isabel, no quería decir que usted los cultivara. Su jardinero… El marido de la anfitriona le ayudó en su apuro. —Torres, echamos a la calle al jardinero hace bastante tiempo y ahora tenemos una empresa de jardinería que viene una vez al mes con su maquinaria y sus productos fitosanitarios. Así contamos con buena productividad y lo último en tecnología: césped artificial y arbustos con riego automático. ¿Isabel? —Sí, mi vida —respondió su media naranja mientras recogía platos de la mesa. —Tráeme un coñac con hielo. ¿Qué quieres tú, Torres? El madrileño pidió un licor de manzana sin alcohol porque tenía que coger el coche al llegar a Madrid. —¡Bah, tonterías! No pasa nada si te tomas un par de copitas. ¿Un puro? —No, gracias, don Camilo. Nunca he fumado —respondió el joven, añadiendo un ademán para pedir perdón. —¿Qué pasa? ¿No tienes vicios? Seguro que sí —aventuró con una sonrisa lasciva—. Vamos al grano. ¿Qué tal todo en Génova? —Todo está tranquilo por el momento y va bien la colaboración del gobierno con la COPA. —Con el nuevo decreto ley de Derechos y Libertades Ciudadanos vamos a eliminar casi todas las manifestaciones, porque tendrán que pedir permiso con un mes de antelación y todo serán pegas. Por supuesto habrá concentraciones ilegales, pero hemos triplicado el número de antidisturbios y ya han metido a unos cuantos subversivos en el calabozo. —Bien —gruñó con agrado el otro—. ¿Y las huelgas? Torres continuó recitando, como un empollón con los deberes hechos. —Como sabe, la regulación de los paros voluntarios de los trabajadores es otro punto en nuestro programa reformista: habrá pocos después de la reforma de la seguridad social. Cada día de huelga contará como cinco días de trabajo y un mes de pensión. Además, los sindicatos están cagados desde que les hemos quitado las subvenciones e investigado sus cuentas. —¿Y qué hacen los sociatas? —preguntó Camilo, pensando en sus enemigos jurados, Rodrigo Fidalgo y su hermano el Ocelado. —No pueden hacer nada y se han hundido aún más en las encuestas. Ahora les tenemos cogidos por los huevos porque firmaron el pacto del PALO, el Plan de Ajuste, Liberalización y Ordenación. Sé muy bien qué es el PALO. —Cami levantó su mentón y miró al joven con irritación—. Además, siempre he sido un político reformista, algo que se puede ver en este pueblo con todas las privatizaciones. —Por supuesto, don Camilo. Continúo. Ahora los socialistas se tendrán que tragar la operación completa. Los primeros representantes de la COPA llevan varias semanas aquí y hoy han intervenido ciento y pico ayuntamientos. En este momento Camilo entendió la falta de cámaras cubriendo la llegada de la Prusiana; había estado tan ocupado durante el día que ni siquiera había visto el telediario. Como si estuviera leyendo la mente del empresario, Torres prosiguió con su dosier informativo. —Ni siquiera ha habido grandes incidentes. De todas formas, tenemos los medios controlados con el Pacto por la Libertad de Prensa que han firmado todos. Por supuesto, están los rojos dando por saco en Internet, pero hemos contratado un grupo de hackers rusos para jorobarles —concluyó Torres. Camilo se puso de pie y cogió un mando automático de la mesa. —Vamos, Torres, te voy a enseñar el jardín. Los dos hombres empezaron a dar una vuelta por la parcela que se asemejaba a un centro de jardinería con esculturas, fuentes, tinajas, lámparas y farolas por todos lados. Cami pulsó varios botones y se encendieron y se apagaron unas luces de colores de feria. La piscina se puso rosa fucsia, las figuras neoclásicas se colorearon de verde y se encendieron unos patrióticos focos rojos y amarillos a lo largo de la verja. Con el mando, el empresario manejó las fuentes, entre ellas una Cibeles en miniatura para celebrar las victorias del Real Madrid con los amiguetes. El madrileño elevó su nariz de conejo como si estuviera olfateando lechugas entre las estatuas. —Muy bonito, don Camilo. Debería poner algo así en el jardín de Boadilla, aunque es mucho más pequeño que el suyo, por supuesto. El empresario sonrió de forma condescendiente. —Por supuesto, hijo, solo estás empezando en política. Terminada la demostración, la pareja emprendió la vuelta hacia la terraza. El anfitrión hablaba por teléfono cuando Torres vio unos ojos luminosos en los espesos arbustos. Se puso en cuclillas y empezó a hacer ruidos: —Ps... ps... ps.... Ven aquí gatito lindo. Vamos, bonito. No tengas miedo. Soy tu amigo. El amante de los felinos se quedó de piedra cuando una fiera negra saltó como un pequeño puma hacia él, bufando y con las uñas fuera. La bestia se lanzó directamente hacia los ojos del invitado, que apenas tuvo tiempo para proteger su cara con el brazo. El animal hundió sus afiladas garras en el mullido antebrazo de Torres y, en un instante, había desaparecido. El viejo coche de Fernando iba despacio y crujía cada vez que pasaba por encima de uno de los baches de la carretera. Kerstin sentía la respiración calurosa del mastín en su nuca y, de vez en cuando, un lametón cubría sus hombros de baba. El conductor se dio cuenta sin hacer nada para detener estas muestras de afecto. —Parece que a Cid le gustas, algo excepcional porque suele ser bastante antipático con la gente, aunque es un ligón empedernido —dijo, riéndose. La alemana intentó sin éxito alejar al gigante casanova canino. —Bueno, me sentiré honrada. De todas formas, me gustan los animales y en nuestro piso en Berlín tenemos un gato. —Ah, Kristin; perdona, Kerstin, ¿estás casada? —Fernando la miró de reojo, notando sus pechos pequeños y sus largas piernas blancas. —No, no estoy casada, pero llevamos unos diez años juntos. No tengo hijos propios, aunque mi pareja tiene un hijo de quince años. ¿Y tú? Después de un largo silencio el otro empezó a hablar, esta vez con tono serio. —Si quieres saberlo, tengo dos hijos y llevo dos años separado. Trabajaba como informático en una gran empresa en Madrid, pero me despidieron y al mismo tiempo se fue al carajo mi matrimonio. Decidí cambiar de vida y vivo de mis ahorros y de unos trabajitos de informática que me salen de vez en cuando. Y tú, ¿por qué te has metido en este lío? —Llevo tiempo implicada en política, en Berlín, en el Partido Verde, y me convencieron de presentarme a las elecciones porque hablo bien el castellano. Lo estudié en la universidad y, desde entonces, he pasado temporadas aquí. —A mí no me gusta ni la política ni los políticos. Ni siquiera esos nuevos con coleta —contestó Fernando, poniendo cara de disgusto—. Yo paso de todo eso e intento vivir mi vida en paz. —¿No quieres hacer nada? ¿Solamente quieres «ver los toros desde la vereda»? —¡Desde la barrera! —corrigió el otro, soltando una carcajada—. Además, no me gustan las corridas para nada. —Cuando su pasajera no le respondió, se dio cuenta de que estaba ofendida de nuevo, y dejó de reírse. —Mujer, no quería burlarme de tu castellano que es mucho mejor que mi inglés y mis cuatro palabras de alemán. Para contestar a tu pregunta, no hago nada porque creo que este país no tiene remedio. —Personalmente, pienso que hay que intentar cambiar las cosas —declaró Kerstin, todavía irritada. —¿Piensas que tú podrás cambiar algo aquí? Una guiri de jefa. ¡Ni de coña! —No soy la jefa y solamente tengo el encargo para seis meses, nada más. Luego me voy y os dejo en paz. ¿Es porque soy extranjera o porque soy mujer que no te gusta que sea alcaldesa? —Tranquila, Kerstin, no soy racista ni machista, todo lo contrario. No me gusta el poder y punto. Bien, aquí estamos —dijo, parando el vehículo fuera de una casa baja. Entraron directamente a una habitación espartana con una mesa, varias librerías y un viejo sofá frente a una estufa de leña. El dueño de la casa señaló los montones de libros y revistas. —Lo siento, este sitio es un caos. Te traigo algo para beber y comer. Siéntate aquí un momento —dijo, yéndose a la pequeña cocina. Volvió con una bandeja con dos latas de cerveza, queso de cabra, pan y un racimo de uvas. Cuando se fue de nuevo para buscar unas tiritas Kerstin no pudo aguantar un segundo más: el primer trago de la cerveza fría fue fantástico y el queso riquísimo. Mientras bebía y comía observó unas revistas sobre aves y cuadernos con anotaciones. Al retornar Fernando, se dio cuenta de que su barba rojiza escondía una mandíbula poco pronunciada y que había canas en su pelo negro. —¿Eres ornitólogo? —preguntó Kerstin. —Sí, me gustan los pajaritos. Estaba observando un nido de águilas reales cuando te oí gritando como una posesa. Bueno, mi señora Alcaldesa, pon tus lindas piernas encima de esta silla para que te limpie las heridas. El enfermero aficionado sacó agua oxigenada, se puso de rodillas en el suelo y empezó a trabajar. Aunque los rasguños escocían, la sensación de sus manos encima de sus muslos, rozando sus pantorrillas, fue muy agradable, demasiado placentero. Kerstin empezó a imaginar esos brazos morenos abrazando su cuerpo. Y esa boca sensual besando su cuello… Fernando, todavía de rodillas frente a la alemana, acabó sus cuidados y estudió su trabajo con satisfacción, manteniendo sus manos en los muslos manchados con Betadine. —Bueno Kerstin, el asunto no estaba tan mal. Mucha sangre y nada más. —Ven aquí —susurró la alemana, con voz ronca. Cuando se acercó la cabeza de su enfermero, le besó con fuerza en los labios.