TEMA 1: LA FE QUE SE REFLEXIONA Y SE PROFUNDIZA VER

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TEMA 1: LA FE QUE SE REFLEXIONA Y SE PROFUNDIZA VER
TEMA 1: LA FE QUE SE REFLEXIONA Y SE PROFUNDIZA
VER:
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en
noviembre del pasado año 2012, la cifra de desempleados ascendió a dos
millones 630 mil, es decir, 132 mil más que en el mismo mes del 2011. Este ritmo
acelerado en el incremento de la tasa de desempleo, hace crecer también un
pronóstico poco alentador para este 2013. En esta crítica situación, no pocas
personas ven afectado su patrimonio económico, sino también su bienestar
emocional y psicológico. La incertidumbre, la angustia y la desesperación se
apoderan de quienes de la noche a la mañana, se han quedado desolados, sin su
fuente ingresos. Cuando las fuentes de trabajo se cierran para muchos, la pobreza
y la tragedia más grande que embiste a las familias no tiene qué ver solamente
con la falta de alimentos, sino sobre todo, con la carencia de aquello que nutre la
salud y el equilibrio mental de las personas.
A menudo, quien ha sido desempleado, se siente tentado a abandonar sus
ilusiones, sus proyectos de vida e incluso sus propios valores, es decir, aquellos
criterios que orientan el razonamiento y el comportamiento diario. Cuando esta
crisis azota en el interior de las personas, se encarece la calidad de las relaciones
interpersonales. La sombra del divorcio, por ejemplo, oscurece la posibilidad de
superar los desencuentros matrimoniales por la vía del diálogo. La agresión
verbal, la violencia física y la salida fácil que ofrecen los vicios, se convierten en el
pan nuestro de cada día. De pronto, parecería que la vida del hogar se hubiera
edificado sobre una movediza superficie de cheques y billetes. Apagado el brillo
de las monedas, pareciera que ninguna otra cosa, ni persona tuviera ya más valor;
por el contrario, el valor de vivir en medio de la adversidad empieza agonizar
porque pareciera que, en definitiva, el único valor digno de estima sería el
económico. Por eso, tampoco extraña que quien aún no ha perdido su empleo,
seducido por el encanto matemático de cantidades que se pueden multiplicar
hasta el infinito, pueda perder el valor de negarse un poco a sí mismo para
compartir con los que tienen poco. Si lo que importa es incrementar los propios
bienes, qué importa cuántos males podamos causar a otros. Si lo que interesa es
cuidar los números, de qué sirve cuidar las relaciones interpersonales. En suma,
poco o mucho dinero ponen al descubierto la pobreza de nuestro interior.
En estas circunstancias de encarecimiento, la confianza en un mundo más
humano parece deforestada; el panorama del futuro aparece desierto de
esperanza. Aunque no se tienen estadísticas precisas, es una percepción común
que la sequía y la hambruna interior hacen ya sus estragos en la capa social. El
desequilibrio ecológico hunde sus raíces en el desequilibrio interior de las
personas. En este sentido, no es raro que el consumo de propuestas religiosas
vaya a la alza. La demanda de orientación moral y la sentida necesidad de
tranquilidad emocional ha diversificado la oferta religiosa. Si en otra época, el
catolicismo contribuyó a la conformación de la cultura mexicana, hoy pareciera
que las prácticas religiosas de la fe católica se han transformado en una mera
herencia folklórica. Para una gran mayoría, la identidad católica tiene qué ver
solamente con la asistencia a misa los domingos. El bautismo y la confirmación
son, muchas veces, el mero requisito para el futuro matrimonio; y en general,
estos tres sacramentos quedan reducidos, de hecho, a ritos de sociedad por los
que se establecen relaciones de compadrazgo. Además, la primera comunión
tiende a convertirse en la primera y única comunión; y cuando no, en la primera de
otras dos comuniones: la de la boda y la de día en que toca ser padrinos.
Por eso, cuando por ejemplo, el desempleo o el sobreempleo flagela los hogares
de tradición católica, es común que el hambre interior se satisfaga cambiando el
pan de la propia casa, por cosas que saben bien, pero no nutren (cf. Lc. 15,15-17).
Cuando a la puerta de un hogar así, llama quien, tal vez con buena voluntad, nos
propone, con la Biblia en la mano, convertirnos a su religión, se descubre que
poco o nada sabemos de las Escrituras y de nuestro credo. Cuando se empieza
escuchar que la Palabra de Dios nos ofrece la oportunidad de renovar nuestra vida
y la calidad de nuestras relaciones familiares, nos parece muy obvio que las
prácticas sacramentales de la Iglesia salen sobrando. En realidad, para ser salvo,
bastaría profesar, como dice el Apóstol san Pablo, que Jesús es el Señor (cf.
Rom. 10, 9). Además, nos parece razonable pensar que no se debe ser descortés
con quien nos invita a un cambio de vida asumiendo otra forma religiosa. A fin de
cuentas, resulta convincente pensar que todas las religiones hablan de un Dios
bueno y, finalmente, ese Dios bueno habrá de juzgarnos no por la doctrina que
profesamos, sino por el amor que practicamos.
JUZGAR:
1. DESDE LA SAGRADA ESCRITURA
El tema común de todo el tiempo de cuaresma es el de la conversión. En la Biblia,
el mensaje de los profetas se resume en el constante llamado que Dios dirige a su
pueblo para que se convierta. Convertirse es “volver al camino”; en este sentido, lo
que se opone a la conversión es el pecado cuyo significado hebrero es
precisamente el de “desviarse”.
El tema concreto del primer domingo de cuaresma es el de “las tentaciones de
Jesús” (cf. Lc. 4, 1-14) que, por una parte, recuerdan, las tentaciones del pueblo
de Israel en su peregrinaje de cuarenta años por el desierto, tal y como lo resume
el salmo 94: «Durante cuarenta años, aquella generación me repugnó y dije: “es
un pueblo de mente desviada que no reconoce mi camino, por eso he jurado en mi
cólera que no entrarán en mi descanso» (Sal. 95, 10-11). El desierto es el
escenario de estos cuarenta años en los que el pueblo, a falta de lo básico para
vivir, es decir, a falta de pan y agua, desconfía y tienta a Dios (cf. Sal. 95, 8-9; Dt.
8, 1-6 y 7-19). Ante un inmenso desierto, Israel pierde la esperanza en las
promesas de Dios, desconfía y busca regresar a Egipto, la tierra de la esclavitud
(Ex. 14,11-12, 17,3; Nm. 11,4). Sin embargo, hacia donde Israel tiene que
“regresar”, esto es, “convertirse”, es hacia la tierra que Dios ha prometido al hacer
Alianza con su pueblo.
La primera lectura del primer domingo de cuaresma (cf. Dt. 26,4-10) es una
profesión de fe que se asocia a la ofrenda de las primicias de la cosecha en la
tierra prometida. Se trata un credo que resume la historia del pueblo de Israel;
historia que llega a su culmen con el culto a Dios, en razón de la liberación de la
esclavitud y de la posesión de la tierra. Los diez mandamientos son una buena
síntesis de la Alianza y aunque siete de sus preceptos hacen referencia a la
relación con el prójimo, su fundamento radica en los primeros tres. Los tres
primeros mandamientos exigen el culto exclusivo a Dios y, en consecuencia, el
rechazo de la idolatría, porque los ídolos son mentira, falsedad y engaño (cf.
Is.44,9-20). En el evangelio del primer domingo de cuaresma, Jesús, como Israel,
es tentado durante cuarenta días en el desierto. Jesús, cuya autoestima no está
inflada ni devaluada, a falta de pan, no va a tentar a Dios para convertir las piedras
en pan, porque sabe que no sólo de pan vive el hombre (cf. Lc. 4,4 y Dt. 8,3).
Tampoco se va arrojar al abismo para que los ángeles lo sostengan, porque sabe
que no hay que tentar al Señor Dios (cf. Lc. 4,,9-12; Dt.6,16); y mucho menos,
dará culto al Padre de la mentira (cf. Jn. 8,44) porque sabe que sólo a Dios se
debe rendir adoración (cf.4,5-8). Su alimento y el tesoro en el que ha puesto su
corazón es la voluntad de su Padre (cf. Jn. 4,34; Mt.6,21). Su autoestima es el
amor del Padre que lo llena y le hace escuchar siempre: “Tú eres mi hijo amado,
en ti me complazco” (cf. Lc. 3,22).
A la luz de estos pasajes, pensemos que la depresión, la devaluación y la inflación
no son sólo palabras del mundo financiero, sino son también términos que
describen la situación personal a la que nos lleva, no pocas veces, la falta o
exceso de dinero. Los que no tienen trabajo se deprimen porque les falta el
reconocimiento social que les daba su rol laboral; o se devalúan porque son
capaces de cualquier cosa con tal de sobre-vivir, sin que les parezca importante
con-vivir. A quienes, por el contrario, todavía conservan su trabajo lo que parece
faltarles es tiempo para sí mismos y para sus seres queridos. Por su parte,
quienes no sólo tienen trabajo, sino que además lo ofrecen a otros, tienen también
trabajo para superar su egoísmo porque están sobrados e inflados de ambición.
En este caso, se carece de corazón para compadecerse de la necesidad ajena y
se adolece de falta de cabeza para proponer proyectos solidarios. En este sentido,
el dinero y el trabajo pueden convertirse en el engañoso ídolo al que le rendimos
culto y adoración, dedicándole todo nuestro tiempo y nuestro afecto, como si
nuestra vida dependiera sólo de eso. Por el contrario, olvidamos que “no sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt. 8, 3)
2. DESDE LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA
A) El Concilio Vaticano II: en el desierto, Jesús no es guiado por la mano de
Moisés, ni por sus diez mandamientos, sino por el Espíritu de Dios que es amor
(cf.Lc.4,1). Por eso, en el pasaje de las tentaciones, la Iglesia no sólo contempla el
pasado de Israel, sino el futuro de la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. En efecto, el
n.11 del Documento “sobre la Iglesia en el mundo actual” dice: «El Pueblo de Dios,
movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del
Señor, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los
cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la
presencia de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino
sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente, hacia soluciones
plenamente humanas». (G.S.)
En el pasaje de las tentaciones, puede leerse la exigencia que tiene todo creyente
de “convertir” su mente en la mente de Dios. La palabra griega conversión, es
decir metanoia, significa precisamente, “cambio de mentalidad”. En nuestra mente
se fabrican los pensamientos y criterios con los que valoramos las cosas, las
personas y toda nuestra existencia. “Convertirnos”, significa pues, superar la
tentación de dejarnos llevar por nuestra propia mente (cf. Is.55,8). Esta conversión
de nuestra mente es el culto espiritual que debemos tributar al Padre de Jesucristo
como expresión de nuestra entrega absoluta a su voluntad (cf. Rom.12, 1-3); se
trata de una adoración a Dios en espíritu y en verdad (cf. Jn.4, 23). Evitar la
idolatría significa, en este sentido, encontrar la verdad que ilumina y guía nuestra
vida hacia su plenitud humana. Para nosotros creyentes, la Palabra que sale de la
boca de Dios, es palabra de Vida porque es palabra verdadera que ilumina a toda
persona (cf. Jn1, 1-5 y 9).
Desde esta perspectiva, puede seguirse leyendo lo que dice el citado número de
la G.S. «El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo la luz de la fe, los valores
que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente
divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre,
poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón
humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación.
Por ello necesitan purificación. ¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios
fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad
actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las
preguntas que aguardan respuesta»
B) La “Porta Fidei”: la segunda lectura del primer domingo de cuaresma, al igual
que la primera lectura, es también una profesión de fe, pero esta vez, centrada en
la persona de Cristo: «Porque, si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu
corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás.» (Rom.10,10).
Sobre este pasaje, el Papa Benedicto XVI afirma: «En efecto, existe una unidad
profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos
nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: “con el corazón se cree y con los labios se profesa” (cf. Rm 10,
10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios
y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo
[…] Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un
compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho
privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este “estar con
él” nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente
porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que
se cree. […] Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece
nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.» (PF.10)
La fe que nos permite atravesar por momentos áridos en nuestra vida y pasar a un
estilo de vida con más calidad, implica ciertamente el acto de confiar en Dios. Esta
confianza es el acto del corazón. Pero además, la fe supone un creer en lo que
Dios dice y por eso, se hace la profesión con los labios. Como explica el papa,
esta profesión implica comprender las verdades que hacen creíble y razonable
nuestra adhesión al Dios de Jesucristo. Nótese que también el tentador conoce la
Escritura, pero no la interpreta según la verdad de Jesucristo. En este sentido, es
necesario examinar el significado de la común opinión, según la cual “todas las
religiones hablan de un Dios bueno y, finalmente, ese Dios bueno habrá de
juzgarnos, no por la doctrina que profesamos, sino por el amor que practicamos”.
Desde luego que los católicos, como cualquier otra persona, hemos de mostrarnos
amables y abiertos al diálogo con todos, incluso con quienes profesan una religión
distinta. Nuestro diálogo con ellos no debe estar orientado, primeramente a su
“conversión”, sino a la “comprensión” de lo que cada cual profesa. Ciertamente, lo
que finalmente cuenta ante Dios, es el amor. Sin embargo, precisamente porque lo
decisivo es el amor, no se puede obviar la pregunta por el significado del amor.
Ante la pregunta: ¿qué es el amor?, puede haber muchas respuestas, pero ¿cuál
de todas será verdadera? No parece que ante tan fundamental pregunta para la
convivencia humana, se pueda aceptar cualesquier respuesta. Es por eso que el
respeto y la cordialidad que requiere el diálogo con otras religiones, no supone
renunciar a la exigencia de la honestidad; y la honestidad consiste también en el
respeto por el recto juicio de la razón cuyo fin sólo puede ser la verdad.
Lamentablemente, hoy en día, se ha hecho común aceptar cualquier afirmación
como verdadera bajo el argumento del respeto al derecho de libre expresión. Sin
embargo, a menudo, se olvida que sin la verdad no puede haber auténtica libertad,
pues como nos recuerda san Juan: “la verdad nos hace libres” (Jn.8,32).
Pensemos, por ejemplo, en las experiencias en las que, personalmente, hemos
sido víctimas de algún comportamiento vicioso; y es que todo vicio es contrario a
la verdad de nuestra naturaleza humana. Quien es adicto al tabaco o al alcohol,
por citar un caso, sabe bien que su adicción contradice la verdadera exigencia de
salud de su organismo. Como para muchos “la libertad de expresión” es sinónimo
de “expresión verdadera”, también está de moda sostener que “no hay verdades
absolutas”. Precisamente, por eso, se presume que la opinión de cada cual es
verdadera. Se concluye luego que lo que en una época se consideró verdad,
puede no serlo para las generaciones futuras, o para esta o aquella cultura. Sin
embargo, aquí también se olvida que cuando se dice que “no hay verdades
absolutas”, de hecho, se está haciendo una afirmación con la absoluta pretensión
de decir algo verdadero, pues si así no fuera, no tendría sentido decir algo.
Cuando por un mal entendido deseo de paz, de diálogo y de respeto, se pregona
que todas las religiones son igualmente verdaderas porque a fin de cuentas, todas
nos conducen al amor, en el fondo, se asume el falso presupuesto según el cual
“lo importante es hacer, no pensar”. Pero, ya un viejo y conocido refrán nos
advierte que “hay que pensar antes de actuar”. Por propia experiencia, sabemos
ya que la acción meramente impulsiva puede ser negligente. Bajo el supuesto de
que lo importante es amar, se relativizan las doctrinas, o bien, se evita hacer
juicios sobre ellas, pues poco importa que sean verdaderas o no; más aún, se da
por hecho que todas son verdaderas. Sin embargo, toda religión que se precie de
ser auténtica, debe ser humanizante y lo específicamente humano consiste en
actuar conforme a la verdad de la razón. Por eso, la verdad es tan definitiva como
el amor, pues sólo podrá considerarse como amor humano, aquella conducta
apegada a la verdad de la dignidad humana. En esta coincidencia del amor y la
verdad es donde radica la auténtica libertad.
Si para un mormón, por ejemplo, el amor admite la poligamia, para un católico, el
amor no puede ser referido a éste o cualesquier otro comportamiento porque, en
definitiva, toda conducta debe estar en coherencia con la verdad, no sólo de la
razón, sino sobre todo, de la propia fe. La verdades de nuestra fe que solemos
llamar “dogmas” o “doctrinas”, se apoyan siempre en la verdad fundamental de
Jesucristo como expresión del amor del Padre. En efecto, para san Juan, amar y
conocer no son cosas distintas, por eso dice “Quien no ama no conoce a Dios
porque Dios es amor” (1 Jn.4,7). “Hemos conocido su amor porque Cristo dio su
vida por nosotros” (1 Jn. 3, 16). Para los creyentes, el verdadero amor no consiste
en otra cosa, sino “en amarnos los unos a los otros como Cristo nos ha amado” (1
Jn.3,23). En consecuencia, como dice el Apóstol: “no amemos de palabra ni de
boca, sino con las obras y según la verdad” (1 Jn. 3,18).
III. ACTUAR:
¿Por qué existen tantos contrastes sociales en un país mayoritariamente católico?
¿cuáles son los sentimientos y pensamientos que se apoderan de mí cuando
enfrento situaciones adversas o atravieso por momentos desérticos? ¿Me
considero libre respecto a mi estatus, mi rol profesional o laboral, mis cosas y mis
afectos? ¿Cuáles son los ídolos o las grandes mentiras que orientan a nuestra
sociedad?
¿Cuáles son los pensamientos que me hacen estimarme y estimar a los demás?
Por el contrario, ¿qué pensamientos o situaciones me deprimen? Mi identidad
bautismal, como hijo de Dios, ¿es un valor que inspira y motiva mi vida y mis
relaciones?
¿Me dejo guiar por la Palabra de Dios o por mis propios criterios? Habiendo
conocido a Dios ¿regreso, con frecuencia, a viejos comportamientos cómodos? La
Palabra de Dios ¿es luz para mis pasos? (cf. Sal 119, 105)
¿Conozco a Jesucristo por mi lectura personal y orante de la Escritura? ¿Me
preocupo por conocer la enseñanza de Cristo y de su Iglesia? ¿Conozco las
razones por las que la Iglesia manda tales o cuales preceptos? ¿Qué
consecuencias sociales y políticas tiene mi profesión de fe en Jesucristo, el Hijo de
Dios, que no ambicionó ni pan, ni riquezas, ni poder?

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