Los investigadores

Transcripción

Los investigadores
Los investigadores
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David Belbin
C
uando sus padres finalmente se marcharon, Mark Sullivan se sentó en una caja
de té vuelta al revés, suspiró profundamente
y examinó su nuevo reino. Disponía de una
habitación grande, una diminuta cocina y, en
el piso inferior, un baño que compartía con
otras dos personas. Como su madre había observado en más de una ocasión, era un ­antro.
Si Mark hubiese obtenido mejores notas en
los exámenes y hubiera sido admitido en el
politécnico de su elección, se encontraría
ahora en una residencia estudiantil limpia y
acogedora. En lugar de ello, se encontraba en
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el piso superior de un edificio victoriano derruido, con las telarañas por única compañía.
Su padre era constructor y había ­asegurado
que la edificación era sólida aun cuando pareciera decrépita. Los marcos de las ventanas
estaban podridos y el invierno sería frío, pero
al menos no había humedad. Mark no estaba
tan seguro. Observó la pintura rosada de las
paredes que se estaba resquebrajando. ¿Quién,
en su sano juicio, pintaría las paredes de rosado? Y aquel olor que no conseguía identificar:
un olor profundo, terroso, levemente perturbador. ¿Repollo cocido? ¿Medias viejas? No
soportaba pensar en ello. La persona de la
agenda había dicho que el apartamento había permanecido vacío durante algún tiempo
por un “descuido”. Mark pensó que era más
probable que nadie hubiera querido tomarlo
en arriendo.
A través de la ventana abierta, Mark oía las
voces alegres de los niños. Recordó haber visto una escuela en la esquina de Forest Road.
Tal vez era la hora del almuerzo. La distante
conversación de los estudiantes lo tranquilizaba, y se sentía como en casa. No obstante,
cerró la ventana. Olor o no, el apartamento
se tornaba muy frío. Subió la temperatura del
calentador de gas, y se tendió en la cama. La
estructura de hierro de la cama era muy antigua, pero el colchón era nuevo y cómodo.
Sintió que su cerebro se vaciaba. No estaba
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acostumbrado a levantarse temprano desde la
época de sus exámenes, en junio.
Tres cuartos de hora después, Mark despertó sobresaltado. Durante algunos segundos
no supo dónde estaba. Apagó la calefacción
de gas. Intentó pensar. Algo lo había despertado. Quizás alguien había llamado; abrió la
puerta y miró escaleras abajo.
—¿Quién es?
Nada. Nadie. Mark dejó la puerta entreabierta y bajó al baño. La escalera era bastante empinada y tenía uno de aquellos interruptores que se apagan después de medio
minuto. Al salir del baño, no pudo encontrar
el interruptor. No había ventanas en el rellano; incluso durante el día, era muy oscuro.
Subió a tropezones la escalera, asido de la baranda. Esta no tenía alfombra, y los escalones
crujían, esparciendo su eco por toda la casa.
Si alguien intentara asaltarlo de noche, pensó, con seguridad lo oiría.
Era viernes. La universidad se iniciaba el
lunes. Mark vació el morral, se puso la chaqueta y bajó los tres pisos de escaleras que lo
conducían a la calle. Lo último que hizo su
padre fue deslizar en su mano cincuenta libras esterlinas “hasta que llegue el cheque de
la beca”, para que pudiera decorar su apartamento. Caminó por la calle Alfreton hasta
que halló una tienda con un enorme letrero:
“La pintura más barata de Nottingham”. Sa-
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lió diez minutos después con el morral lleno
de pintura magnolia, una lata de laca blanca
y varios rollos de papel madera.
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Mark no terminó de pintar hasta bien entrada la noche del domingo. Se sentó en el
piso, frente a la chimenea de gas, y vio una película. Tuvo que dejar la ventana abierta para
que saliera el olor de las dos capas de pintura.
Había traído el televisor portátil y el video de
su habitación en Southampton. Ahora que se
había mudado, sabía que el televisor no tenía
licencia. Nunca había violado la ley, y se sentía un poco incómodo al respecto.
Oyó un golpe en la puerta. Entró en pánico. ¿Sería algo relacionado con la licencia del
televisor? Lo apagó, y comenzó a buscar un
sitio donde ocultarlo. Luego pensó qué tonto
era. Los detectores no trabajaban los domingos por la noche. Probablemente era una de
las personas de los apartamentos de abajo. Le
agradaría conocer a sus vecinos.
Abrió la puerta. Una joven pareja se encontraba en el rellano, cada uno con una
elegante chaqueta. El hombre era alto, con
la mandíbula cuadrada y un poco calvo. Llevaba un maletín de plástico. La mujer era de
estatura mediana, pero se veía pequeña a su
lado. Tenía el cabello castaño y ondulado,
nariz respingona y ojos brillantes.
—Hola —dijeron al mismo tiempo.
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Mark los miró. No podían ser sus vecinos,
pues llevaban abrigos. Parecían demasiado
viejos para ser estudiantes. Más aun, ¿quién
visita a un extraño a esta hora de la noche?
—¿Podemos pasar? —preguntó la mujer
en un tono educado.
Ahora Mark comprendió quiénes eran. Se
lo habían advertido. Eran personas religiosas,
testigos de Jehová o algo así, que se ­dedicaban
a reclutar estudiantes para sus sectas.
—No tratamos de venderle nada —dijo el
hombre—. En verdad.
Fue el tono con que dijo esta última frase.
El tono suplicante del hombre hizo ceder a
Mark. La pareja parecía agradable. Incluso si
eran unos fanáticos religiosos, no podían hacerle daño, y hacía más de dos días que no
hablaba con nadie. Un poco de compañía le
haría bien.
—Lo siento —dijo—. Desde luego, ­pueden
pasar, si no les incomoda el olor a pintura.
Mark tomó sus abrigos y cerró la ventana.
La pareja se presentó como Ruth e Ian.
—¿Eres estudiante? —le preguntó Ruth.
—Sí, de humanidades. Mañana comienzan las clases.
—Hiciste un buen trabajo en el apartamento —observó Ian.
—Gracias —dijo Mark mientras ponía a
calentar un poco de agua—. ¿No me dirán
por qué están aquí?
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Hubo una larga pausa.
—Lo que ocurre —dijo Ruth por fin— es
que necesitamos tu ayuda.
—¿Qué quieren decir con eso?
Ruth miró a Ian con ansiedad. Es muy bella, pensó Mark.
—¿Eres supersticioso?
Mark se encogió de hombros.
—No paso por debajo de una escalera a
menos que sea preciso, pero no me ­calificaría
de supersticioso exactamente. ¿Por qué lo
preguntas?
Ruth respondió:
—¿Crees en fantasmas o en cosas sobrenaturales?
Mark rio.
—Ni siquiera leo el horóscopo.
La pareja intercambió otra mirada. Parecían aliviados.
—Entonces todo está bien —dijo Ian—.
Somos investigadores de fenómenos paranormales.
Mark se estremeció. Eran unos locos, después de todo.
—¿Como los cazafantasmas?
Ian sonrió.
—No, en absoluto. Somos académicos,
graduados en psicología. Ambos estamos haciendo un doctorado en la UL.
—¿La UL?
—En la Universidad de Londres —dijo
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Ruth—. Dirigido por el profesor Hugh Jenkinson. Es una de las principales figuras mundiales en la investigación paranormal.
—¿Quieren decir que él cree en fantasmas?
—No, desde luego que no —replicó Ian—.
En realidad, la mayor parte del trabajo que
realizamos en nuestro departamento consiste
en demostrar que los llamados espantos son
efecto de la imaginación o la sugestión. En
nuestro campo es preciso ser escéptico, pues
de lo contrario la comunidad científica no
nos tomaría en serio. Por eso te preguntamos
si creías en fantasmas, antes de relatar nuestra historia.
Mark sirvió el té.
—¿Qué historia?
Ruth contempló la habitación con nerviosismo.
—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
—Es el tercer día.
—¿Has notado algo... algo extraño durante este tiempo?
—No. He estado muy ocupado con la pintura.
—¿Has oído ruidos por la noche?
Mark negó con la cabeza.
—Yo duermo muy profundamente. Desde
luego, hay ruidos en la casa, y el viento agita
un poco las ventanas, pero eso es de esperar
en una casa vieja.
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Ian asintió.
—¿Has escuchado algo acerca de la persona que ocupaba el apartamento antes de ti?
—No, sólo que ha estado desocupado durante largo tiempo porque los agentes cometieron un error.
Ruth rio.
—¡Un “error”!
Ian sonrió sarcásticamente.
—Lo que en realidad sucedió fue que el
dueño se negó a arrendar el apartamento
cuando se marchó el último inquilino.
Mark frunció el ceño.
—¿Por qué se marchó el último inquilino?
Ruth comenzó a hablar.
—Porque el...
—No.
Ian le tocó un brazo a Ruth para que guardara silencio.
—Nos estamos adelantando demasiado.
Mark, si deseas escucharme, te relataré toda
la historia desde el principio.
—Sí, hazlo.
Ian comenzó:
—Hace algunos años, recibimos un informe sobre esta casa, que presuntamente estaba hechizada. Nuestro departamento recibe
informes de este tipo continuamente; no podemos investigarlos todos, pero los archivamos, y eso fue lo que hicimos en este caso.
Sin embargo, cuando el profesor se disponía a
archivarlo, encontró que había dos informes
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anteriores, con varios años de diferencia, referentes al mismo fenómeno.
—¿Qué fenómeno?
—Ya llegaremos a eso. Ahora bien, dos informes separados por un intervalo de varios
años no es algo inhabitual, pero tres... eso
merece una investigación. El profesor vino a
visitar la casa, pero infortunadamente llegó
demasiado tarde. La persona que había informado acerca del fantasma, un joven como tú,
se había mudado. Estaba aterrado.
Ian prosiguió:
—El profesor intentó obtener una autorización para adelantar la investigación mientras el apartamento estaba desocupado, pero
el dueño se negó. Le dijo a la agencia que el
apartamento no debía alquilarse nunca más y
que tampoco debían permitir que las personas
que podían perturbar al fantasma lo visitaran.
Pensaba que se le atribuiría la respon­sabilidad
del daño que pudiera causarles. El profesor
consiguió persuadir a la agencia de que le informaran cuando el apartamento fuese arrendado de nuevo, y así lo hicieron la semana
pasada. El señor a quien pertenecía el edificio
murió recientemente, y el nuevo dueño no es
tan quisquilloso. La agencia le informó al profesor Jenkinson, y él nos confió el caso.
Hizo una pausa. Mark lo interrumpió impaciente:
—Bueno, ¿de qué se trata el caso? ¿Qué
atemorizó de tal manera al joven?
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Ian se puso de pie de improviso; su largo
cuerpo se movía con destreza sobre el pequeño vestíbulo de la entrada. Abrió la puerta y
señaló hacia la escalera.
—Según los informes recibidos, hay un
fantasma en la escalera.
Mark contempló la oscura escalera. Lo
único que podía ver eran los deslucidos escalones de madera. Extendió el brazo y encendió la luz.
Bueno, no está ahí ahora.
—Quizás no —dijo Ruth—, pero eso no
significa que no llegue.
Se volvió para mirarla. Ella sonrió.
—Yo creía que eras escéptica —observó.
—Desde luego, lo soy —replicó Ruth—.
Ni Ian ni yo hemos tenido una prueba definitiva de la existencia de lo sobrenatural; pero
para ser un buen científico es preciso mantener la mente abierta. Si conoces los resultados
antes de comenzar, eso será lo que obtengas.
Y debo decirlo, esta escalera ofrece interesantes posibilidades.
Mark miró la escalera de nuevo. No se
había molestado en pintarla. Las paredes estaban cubiertas de aquella horrible pintura
rosada. Incluso con la luz encendida, el rincón que se encontraba al final permanecía en
la sombra. Era preciso pasar por ese rincón y
caminar unos metros para llegar al baño. Una
persona nerviosa e imaginativa podría asus-
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tarse en ese trayecto. Un truco de luz podía
hacer que la sombra se moviera, y si la persona estaba medio dormida...
Mark cerró la puerta.
—¿Qué debo hacer entonces?
—Nada.
—¿Nada?
—Así es. Desde luego, estaríamos interesados en saber si ves u oyes algo, aun cuando
deseamos que eso no suceda. Un testimonio
adicional de la existencia del fantasma de la
escalera no nos es de ninguna utilidad. Todo
el mundo ve fantasmas.
—Entonces ¿qué buscan ustedes? —preguntó Mark.
Ian miró a Ruth. Hablaron al mismo
­tiempo.
—Pruebas —respondieron.
Ruth explicó:
—Las investigaciones muestran que hay
ciertos momentos que son más propicios para
que los espíritus astrales o fantasmas, o como
quieras llamarlos, se manifiesten; cuando hay
luna llena, por ejemplo.
Mark hizo una mueca.
—Yo creía que eso sólo sucedía en las películas.
—En realidad, deseamos hacer una película —dijo Ian—. Nos gustaría venir una vez
al mes, y traeríamos un equipo de video.
—¿Y qué harían?
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Ruth terminó su té antes de responder.
—Trataríamos de incomodar lo menos posible, desde luego. Colocaríamos la cámara de
video en lo alto de la escalera y la ­activaríamos
si viéramos algo fuera de lo común.
Mark los contempló atónito. Se veían perfectamente serios, pero todo parecía una locura.
—¿Y entonces se sentarían en lo alto de la
escalera a aguardar al fantasma?
—Más o menos —dijo Ian—. Traeremos
un cobertor para protegernos del frío, y quizás
un termo.
—¿Y se sentarán ahí toda la noche? —preguntó Mark.
—Oh, no toda la noche —contestó
Ruth—. Todas las visiones se presentan a
una hora específica. Entre la medianoche y la
una de la mañana. Llegaremos al anochecer
y regresaremos a Londres alrededor de la una
y media.
Mark miró su reloj. Eran las once y media.
—Supongo que desean comenzar esta noche.
Ian abrió su maletín. Contenía una cámara de video ligera y un trípode.
—Si no te importa —respondió.
Por la mañana, cuando se levantó, Mark
creyó que el encuentro de la noche anterior
había sido un sueño. Pero allí, cuidadosamen-
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te doblado en el pasillo, estaba el cobertor de
la pareja. Había también tres tazas limpias en
el fregadero.
—¿Y cuándo piensan regresar? —les había
preguntado antes de acostarse.
—No podemos saberlo con certeza —contestó Ruth—. Es una decisión de último momento, que depende de otras investigaciones
que estamos haciendo y de que se den las
condiciones propicias. Podemos telefonear.
—Temo que no tengo suficiente dinero
para una línea telefónica.
—En tal caso —dijo Ian—, simplemente
vendremos. No seremos un estorbo, lo prometo.
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***
Durante un par de noches, Mark ­durmió
mal, esperando el crujir de la escalera, los
alaridos del fantasma. Pero nada ocurrió. Los
cursos se iniciaron y ocupaban todo su tiempo. Siempre había hecho amigos con facilidad. Casi se había olvidado de Ruth e Ian.
Sólo el número telefónico de su universidad,
pegado al corcho, le recordaba su existencia.
En dos o tres ocasiones, Mark les relató a
sus amigos la historia del fantasma, pero no le
creyeron. Pensaron que los estaba engañando
o que trataba de atemorizarlos. Entonces lo
olvidó. No había ruidos de noche, con excepción de los que hacían las personas que vivían
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en el apartamento de abajo, a quienes nunca
veía; sólo oía sus pasos en el pasillo y el agua
del baño.
Luego, una noche de noviembre, llegó tarde a casa del bar. Al pasar por el rincón para
subir al cuarto piso, halló a Ian, cámara en
mano, que lo contemplaba.
—¡Hola! —saludó—. Espero que no te
incomode. El joven del primer piso nos dejó
entrar. Le dijimos que éramos amigos que veníamos de Londres a visitarte; nos permitió
subir a esperarte.
Compartieron una taza de té antes de que
Mark se acostara.
—No conseguimos nada la última vez
—dijo Ruth—. Mala suerte. Pero esta noche
debe ser mejor; hay luna llena.
Le dedicó una bella sonrisa, y luego sus
ojos se volvieron hacia Ian. Es evidente que
están enamorados, pensó Mark. Bien, es preciso estarlo para pasar toda la noche en lo
alto de una escalera helada.
—Díganme, ¿qué hace exactamente este
fantasma?
—Pensé que lo preguntarías —dijo Ian y
metió la mano en un bolsillo y sacó dos fotocopias.
Los informes eran muy breves. Mark los
leyó.
Geoffrey Williams, empleado de una fábrica
de cerveza, informa que lo despertó por la noche
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el ruido de pasos en la escalera que lleva a su habitación en una pensión de Nottingham. Al abrir
la puerta, encontró la forma blanca y pálida de
un anciano en lo alto de la escalera. Williams
se desmayó, pero volvió en sí al oír un horrendo
alarido. Pocas semanas más tarde, al regresar a
casa por la noche, Williams vio la misma figura
fantasmal que subía la escalera. Huyó, pero alcanzó a oír tras él fuertes golpes y el mismo alarido. Se mudó aquella noche, y la habitación no ha
sido ocupada desde entonces.
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El informe estaba fechado en 1952. El reporte siguiente era de 1967, cuando la casa
dejó de ser una pensión y se convirtió en un
edificio de siete apartamentos.
Kerry Barlow, una modelo, y su novio, un
músico desempleado, se encontraban en su apartamento una noche cuando oyeron ruidosos golpes seguidos de un alarido en el pasillo. Abrieron
la puerta, pero no hallaron nada. Pero a la noche
siguiente, cuando Kerry estaba sola, oyó pasos
en la escalera. Creyó que era su novio y abrió la
puerta. Vio una aparición blanca que se dirigía
hacia ella gimiendo; extendió los brazos y cayó
hacia adelante. Kerry observó que no tenía pies.
Aterrada, cerró la puerta. Luego oyó de nuevo
los golpes, seguidos por un terrible alarido.
Mark colocó el informe en la mesa.
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—Entonces se mudó también, pero otras
personas debieron vivir aquí después de Kerry
Barlow, y antes, desde luego. ¿Por qué no hay
otros informes?
Ruth explicó:
—Es posible que ninguno viera u oyera
nada, y debemos recordar que la mayor parte
de la gente que ve cosas así sólo se lo dice
a sus amigos. No informan a la policía ni se
ponen en contacto con una universidad cuya
existencia desconocen. Están atemorizados
o piensan que harán el ridículo. Por eso no
nos enteramos de la mayor parte de las apari­
ciones.
Ian consultó el reloj.
—Es hora de instalar la cámara.
Sacó el trípode del maletín.
—Bien, despiértenme si ven algo —dijo
Mark—. Pero de lo contrario, no hagan ruido.
Tengo una conferencia mañana a las nueve.
Los dejó en el pasillo. “Están locos”, ­pensó
mientras se quedaba dormido. “Locos muy
agradables, pero locos al fin y al cabo”.
Cuando Mark se levantó, Ruth e Ian estaban guardando su equipo.
—Pensé que se irían hacia las dos de la
mañana.
—Lo sé —respondió Ruth desperezándose—. Pero ambos pensamos que habíamos
visto algo, así que decidimos permanecer aquí
en caso de que sucediera de nuevo.
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—¿Y sucedió? —preguntó Mark.
—Es difícil saber —respondió Ian—. Cuan­
do estamos fatigados nos inclinamos a imaginar cosas. Debemos analizar la película con
cuidado cuando regresemos a Londres.
—Y después de dormir un poco —añadió
Ruth.
Mark los miró con simpatía.
—Permítanme ofrecerles algo de desayuno antes de marcharse —les dijo.
Aceptaron agradecidos.
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—¿Cuánto tiempo continuarán con la investigación? —les preguntó Mark mientras
les ofrecía las tostadas.
—Depende —dijo Ruth—. Algunas inves­
tigaciones se prolongan durante años antes
de que se obtenga algún resultado; otras se
abandonan. Nuestra beca termina el verano
próximo. Debemos escribir la tesis para obtener el doctorado y luego hallar un empleo.
—¿En Londres?
—Lo dudo —respondió Ruth—. El profesor Jenkinson siempre tiene problemas con la
financiación. Probablemente tendremos que
viajar a los Estados Unidos. Allá toman más
en serio lo sobrenatural.
—¿Y ese es el único caso que están investigando?
—Oh, no —replicó Ian—. Tenemos cerca de una docena. El departamento ha venido estudiando algunos de ellos desde que se
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fundó, hace ocho años, pero este es el más
prometedor.
—¿Quieres decir que hace ocho años el
departamento ha estado buscando pruebas de
la existencia de los fantasmas y no ha hallado
nada?
Ruth asintió.
—Tenemos muchísimas evidencias —di­
jo—, pero en su mayoría están sujetas a interpretación. Imágenes que pueden haber sido
falseadas o que pueden ser explicadas de una
manera perfectamente racional. Las pruebas
son algo muy diferente. La humanidad ha
buscado pruebas sólidas de la existencia de lo
sobrenatural desde que se conoce.
—Bien, lamento decirlo, pero creo que
están perdiendo el tiempo —dijo Mark. Los
acompañó al auto, un 2CV azul brillante—.
Pero siempre son bienvenidos.
Metió la mano en el bolsillo y le entregó a
Ian su llave adicional.
—Tómala. La próxima vez podrán entrar,
tomar algo, abrigarse.
Ian la tomó agradecido, y le estrechó la
mano. Era un maravilloso día de octubre. El
aire estaba fresco, se oía el trino de los pájaros. Las viejas edificaciones que los rodeaban
se veían majestuosas con aquella luz, dignas e
históricas. Ruth le extendió la mano, y luego
cambió de opinión, y besó a Mark en la mejilla. Al contemplarla de cerca, le vio líneas de
fatiga alrededor de los ojos. De alguna mane-
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ra, la hacían ver todavía más bella. Partieron
hacia Londres.
Durante varios días después de su segunda
visita, Mark esperó que Ian o Ruth le escribieran acerca de sus hallazgos en el video. Pero
no lo hicieron. Pensó telefonear a la universidad, pero finalmente decidió no hacerlo. No
le habían ofrecido ponerse en contacto con
él, y quizás se sentían incómodos si no habían
encontrado nada. Sin embargo, a pesar de su
escepticismo, esperaba con ilusión su próxima visita.
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A comienzos de diciembre, la hermana
mayor de Mark, Penny, tuvo su primer bebé,
una niña. Mark regresó a Southampton durante un fin de semana para ver a su familia.
Se alegraban de que se hubiera organizado y
de que disfrutara sus cursos. No le relató a
nadie la historia del fantasma para no causarles una preocupación, pero sí le hizo una
pregunta a su padre.
—¿Hay alguna razón para que alguien desee aumentar la altura de las gradas de una
escalera?
—¿Quieres decir, en la casa donde vives?
—Sí.
—Probablemente a causa de la podredumbre; te dije que parte de la madera de aquel
sitio es de mala calidad. ¿Aumentar la altura,
dices?
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—Sí, ocho o diez centímetros.
—Es probable que tuvieran que reforzar los
pisos, engrosarlos. Tal vez lo hicieron cuando
convirtieron la casa en apartamentos.
Mark recordó que la casa había sido remodelada a finales de los años cincuenta. Ahora
sabía por qué no se veía la parte de abajo de
las piernas del fantasma en las apariciones. A
Ruth y a Ian les complacería saberlo.
Regresó al apartamento tarde, el domingo
por la noche. Tardó media hora en advertir
la nota, cuidadosamente doblada sobre el cobertor de Ruth e Ian.
Esperamos que no te importe, terminamos la
leche. No tuvimos suerte esta noche, pero lo intentaremos de nuevo. Con cariño, Ruth e Ian.
Mark experimentó cierta desilusión por
no haberlos visto. Deseaba relatarles lo de
la escalera. Era extraño, pero Mark, que no
creía en fantasmas, quería que la pareja encontrara algo, algún tipo de prueba, que hiciera valiosas sus visitas. Eran tan agradables.
Pero la simpatía no es garantía de éxito en
este mundo.
Sólo los vio de nuevo al comienzo del año.
Mark había dejado de esperar un golpe en la
puerta tarde por la noche. Había abandonado
por completo la esperanza de ver el fantasma
de la escalera, con o sin pies. Los misteriosos
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vecinos del piso inferior no eran tan misteriosos, después de todo. Ambos eran solteros
que trabajaban como conductores de taxi
durante la noche. Por esta razón oía ruidos
a medianoche, cuando regresaban, pero no a
otras horas.
Una de las ventajas del apartamento era
que podía ir a pie hasta la universidad y sus
residencias. A menudo recibía invitaciones
de amigos que residían allí. Al entrar en el
politécnico, había solicitado un lugar, en caso
de que algún estudiante se viera obligado a
abandonar sus estudios. Sin embargo, se había acostumbrado a arreglárselas por sí mismo
en el apartamento, y le agradaba su independencia. A veces se sentía un poco solo. Solía
permanecer fuera hasta tarde, conversando
hasta el amanecer con sus amigos.
Fue una noche de estas cuando Ruth e
Ian finalmente filmaron el fantasma. Mark
regresó a casa poco después de la una de la
mañana. En cuanto abrió la puerta, oyó que
algo sucedía en la escalera. Era demasiado
temprano para el regreso de los vecinos; supuso que se trataba de Ruth e Ian. Se apresuró a subir sin encender las luces. No deseaba
arruinar la película.
Sin embargo, cuando llegó al tercer piso, vio
una luz que provenía de la escalera que conducía a su apartamento. Pasó por el rincón,
y miró hacia arriba. Ruth e Ian estaban en el
pasillo, con la cámara de video colocada en el
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trípode a su lado. Saltaban, se abrazaban y daban gritos de alegría. Mark tosió. Ruth e Ian
se sobresaltaron, y luego sonrieron al verlo.
—¡Mark, lo hicimos! ¡Vimos el fantasma!
¡Y lo filmamos también!
Mark se apresuró a subir. Ruth estaba feliz.
No podía dejar de hablar.
—Te lo perdiste por nada. Tan claro como
el día. Un anciano, un poco encorvado, con
un camisón de dormir antiguo.
—Completamente blanco —agregó Ian.
—Apareció al pie de la escalera, y comenzó a subir, pero no tenía pies, como si caminara por un pantano en lugar de una escalera.
Hacía un sonido extraño. Podía ser un gemido o un canto; tendremos que escucharlo en
la cinta. Era aterrador. Pensamos que se dirigiría directamente hacia la cámara y hacia
nosotros, pero en cuanto llegó a tu puerta,
pareció caer. Se oyó un terrible alarido que
resonó por la escalera, luego un fuerte golpe,
y luego nada más.
Mark sonrió y los abrazó. Le produjo alivio
que hubieran encontrado su fantasma.
—¿Puedo verlo entonces? ¿El video?
—Desde luego —dijo Ian—. Vamos.
Entraron en el apartamento. Ian sacó la
cinta de la cámara y la colocó en un adaptador para poder verla en el aparato de Mark.
Luego cargó la cinta y la hizo retroceder.
—Sólo es preciso regresarla un poco.
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La detuvo y oprimió el botón. Apareció la
escalera, extrañamente iluminada por una luz
rojiza. Mark apenas podía distinguir el sonido
suave de una respiración, que tenía que ser la
de Ruth e Ian. La película continuaba de esta
manera durante dos minutos. Los tres aguardaban con paciencia, con los ojos fijos en la
pantalla, en el borde de sus sillas.
—Aparecerá en cualquier momento —dijo
Ruth.
Se oyó el sonido de alguien que respiraba
profundamente, seguido de un susurro, “Oh,
mi...” Luego la cámara giró, se centró en la
escalera, siguiéndola con torpeza, hasta que
se detuvo en la pared de enfrente. Finalmente apareció una imagen humana. Era Ruth,
que sonreía feliz. Decía: “¡Lo hicimos, lo hicimos!” La cinta terminó.
Durante algunos momentos, Mark evitó
mirar a Ruth y a Ian. Cuando se volvió hacia ellos, Ruth estaba llorando; no trataba de
ocultar su desencanto.
—Lo vi tan claramente —dijo—, tan claramente...
Ian le sostenía la mano.
—Yo también. Ojalá hubieras estado aquí,
Mark, ambos oímos...
Su voz se quebró y miró hacia otro lado.
Mark trató de consolarlos.
—Al menos vieron su fantasma. Ahora
saben con certeza que existe. Desde luego,
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no aparece en la cinta. También aprendieron
eso.
No respondieron. Mark se levantó y apagó
el televisor. Luego puso a calentar un poco de
agua. Recordó la historia de las escaleras y se
la relató.
—Ya ven: ¡eso confirma lo que ustedes y
otras personas vieron!
Ian sacudió la cabeza.
—Pero no lo crees, ¿verdad, Mark? Tenías razón: fantasmas, lo sobrenatural, todo
esto está en la imaginación. La gente ve lo
que quiere ver. Ruth y yo sabíamos exactamente qué queríamos ver y lo vimos. Sólo que
trajimos una cámara para verificar nuestros
hallazgos, y ella no lo hizo. Deseábamos una
prueba. En cierta forma, la obtuvimos.
Mark vertió el agua sobre los granos de
café. No podía contradecirle. Él tenía razón,
pero no se sentía complacido por ello.
Ruth se secó los ojos.
—No me habría creído capaz de este tipo
de... autoengaño. De todas maneras, el objetivo no era hallar fantasmas sino hallar la
verdad.
Se volvió hacia Ian.
—Todavía podemos utilizar esta experiencia, ¿verdad?
Ian asintió. Bebieron el café en silencio.
Cuando terminaron, Ian tomó la cámara y
Ruth el cobertor. Ian habló serenamente:
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—Temo que no regresaremos. Es probable
que escribamos este fracaso para publicarlo
en el Boletín Paranormal. Te enviaremos una
copia.
—Me agradaría tenerla.
Mark besó a Ruth en la mejilla y le ­estrechó
la mano a Ian.
—No es necesario que nos acompañes
—dijo Ian—. Conocemos el camino.
Mark encendió la luz de la escalera, y ellos
se marcharon de su vida, tan silenciosamente
como habían llegado. Se acostó, pero no pudo
conciliar el sueño. No debería haber tomado
café. Pensó en Ruth y en Ian, en su amargo
desencanto. Era posible que hubieran visto un
fantasma. Su explicación quizás era correcta:
existían los fantasmas, pero no aparecían en
las películas. Había tantos relatos acerca de
los fenómenos paranormales que ciertamente
algo debía corresponder a ellos, aunque Mark
fuese una persona tan práctica que no los
veía. Les escribiría a Ruth y a Ian para decirles que quizás estaban equivocados.
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El día siguiente era domingo. Mark intentó
escribir la carta, pero no hallaba las palabras
apropiadas. Debía entregar un ensayo al día
siguiente, así que se dedicó a escribirlo. Hacia
las tres de la tarde, continuaba escribiendo
con entusiasmo; una hora más, y habría terminado. Decidió grabar el partido de fútbol
de la televisión y verlo en cuanto hubiera aca-
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bado su tarea. Fue entonces cuando advirtió
que Ruth e Ian habían dejado la cinta, con el
adaptador, en su máquina de video.
La sacó y colocó una cinta en blanco para
grabar el partido. Ahora tendría que escribir­
les. Mark se preguntaba si desearían que les
enviara la cinta por correo. Es cierto que no
había nada que ver, pero, en cierta forma,
constituía una evidencia valiosa. Quizás deseaban que la enviara por un servicio especial
de mensajería. Llamaría por teléfono al día
siguiente.
Se dirigió a una cabina telefónica y marcó
el número que Ruth había anotado. Debió esperar largo rato hasta que respondieron. Una
hilera de estudiantes aguardaba para usar la
cabina.
—Universidad de Londres.
—Buenos días. Quisiera hablar con Ruth
o Ian, por favor.
La voz al otro lado de la línea sonó divertida en lugar de enojada.
—Me temo que tendrá que ser un poco
más específico.
Mark advirtió que no conocía sus ­apellidos,
y entró en pánico. Intentó recordar el nombre del departamento.
—Trabajan en... Creo que es el Departamento de Investigaciones Paranormales.
—No hay un departamento con ese nombre.
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—Bien, es algo así. Sé que es algo “paranormal”.
—Me temo que se equivocó de ­universidad,
señor.
Colgó.
Mark soltó una maldición e intentó pensar.
—¿Ya terminó?
Renunció a su lugar con reticencia. Duran­
te el almuerzo, trató de pensar cómo podría
comunicarse con ellos. No podía enviar por
correo una cinta si no conocía el apellido del
destinatario, a un departamento que no existía. Pero sí existía. Le habían hablado de él y
de aquel famoso profesor que les había dado
el caso.
Pero ¿por qué le habían respondido que no
existía tal departamento? A no ser que tuviera otro nombre, menos controvertido. Eso es,
pensó Mark. Es probable que la Universidad
no deseara admitir que tenía un departamento de investigaciones paranormales. Los diarios los acosarían todos los días en busca de
historias espectaculares. Tendría otro nombre. Lo único que había que hacer era hallar
al profesor que habían mencionado. ¿Cómo
se llamaba? ¿Blenkinsop? No. Intentaba recordar el sonido del nombre cuando Ruth lo
había pronunciado. Jenkins... Sí, Jenkinson.
Lo tenía. Regresó a la fila frente a la cabina
telefónica.
—Universidad de Londres.
—El profesor Jenkinson, por favor.
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—¿El del Departamento de Derecho o el
de Psicología?
—El de Psicología.
Recordó que Ruth e Ian se habían graduado en psicología.
—¿Aló?
Una voz profunda respondió sin que el teléfono hubiera timbrado de nuevo.
—¿Profesor Jenkinson? Quizás haya oído
hablar de mí. Me llamo Mark Sullivan. Dos
de sus investigadores han estado haciendo
unas filmaciones en mi apartamento.
—¿Dos de mis qué?
El hombre parecía enojado.
—Ruth e Ian. No sé sus apellidos, pero me
hablaron de usted y del Departamento de Investigaciones Paranormales.
Esta vez el hombre parecía realmente furioso.
—Ese departamento no existe.
—Oh.
—Creo que alguien ha estado burlándose
de usted.
—Oh.
Mark experimentó una sensación de vacío
en el estómago, como si hubiera recibido un
golpe. No comprendía nada. ¿Por qué habrían
de engañarlo de esa manera? Se disponía a
colgar cuando el profesor habló de nuevo.
—¿Dice que se llamaban Ruth e Ian?
—Sí; dijeron que usted, o alguien llamado
Jenkinson, dirigía ese Departamento. Inten-
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taban obtener una prueba de la existencia de
un fantasma.
—Continúe, por favor.
Sonó el pitido. Mark introdujo otras mone­
das. Le relató toda su historia a ese desconoci­
do. Cuando hubo terminado, dijo el profesor:
—¿Y tiene todavía la cinta?
—Sí.
El profesor hizo una pausa.
—Creo que sería mejor que yo fuera a buscarla.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Debo marcharme ahora. Estaré allá por
la tarde. ¿Lo encontraré en casa?
—Sí, pero no...
—Se lo explicaré personalmente cuando
nos veamos.
Mark colgó. Sólo cuando llegó a casa recordó que no le había dado su dirección al
profesor.
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Mark oyó crujir la escalera cinco minutos
antes de las seis. El profesor era un anciano,
pero un anciano imponente. Era casi tan alto
como Ian, pero con mucho más cabello, y tan
ensortijado que parecía enmarañarse sin remedio.
—¿Tiene la cinta?
Mark la sacó.
—¿Desea verla?
El profesor asintió. Mark la colocó en el
aparato.
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—Sólo necesita rebobinarla un poco.
Apareció de nuevo la imagen de la escalera. Mientras aguardaban, Mark le formulaba
preguntas al profesor.
—¿Dónde están Ruth e Ian? ¿Quiénes
son? ¿Mentían?
El profesor sacudió la cabeza.
—Después.
La cámara giró. Mark oyó la exclamación
de Ruth, siguió la cámara escaleras arriba, vio
la breve imagen del bello rostro de Ruth que
sonreía. Luego terminó. El profesor sacó la
cinta del aparato y la colocó en un bolsillo.
—Gracias.
Se disponía a marcharse.
—¿Eso es todo? ¿No hay explicación?
—Creo que usted preferiría que no se la
diera.
El profesor evitaba los ojos de Mark.
—Quiero saber.
El profesor abrió la puerta y miró escaleras
abajo.
—Se lo diré brevemente, si insiste. Ruth e
Ian eran dos de mis mejores estudiantes...
—¿Eran? ¿Quiere decir que ya no trabajan
para usted?
El profesor asintió con la cabeza y contempló fijamente el suelo.
—Por favor, no me interrumpa. Es difícil
para mí. Fui yo quien les asignó este caso, uno
de los más promisorios, y visitaron esta casa
cuatro veces en total.
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—Sí, lo sé. Los vi. ¡La última vez fue hace
dos días!
Mark se detuvo. Súbitamente, tuvo la sensación de una tragedia inminente. El profesor
prosiguió.
—Después de la cuarta visita, me llamaron por teléfono. Me dijeron que habían visto
algo que cambiaría la historia si apareciera en
la cinta. Estaban llenos de entusiasmo.
—Pero...
El profesor continuó, sin hacer caso de la
interrupción de Mark.
—Lo que habían visto coincidía con los
tres primeros informes. Yo había averiguado
los orígenes de la historia por mi cuenta, sin
decírselo a Ruth y a Ian, para que esto no los
influenciara. En los años veinte, un anciano
ocupaba esta habitación, antes de que la casa
se remodelara. Una noche, cuando subía del
baño, la baranda de la escalera cedió. Cayó
desde lo alto de la escalera hasta el pasillo y
murió.
—¿Usted les dijo eso por teléfono?
El profesor suspiró.
—Sí. Estábamos muy entusiasmados. Acor­
damos que vendrían directamente a mi casa
en Ealing. Pensábamos ver juntos la cinta.
Hizo una pausa.
—Los aguardé toda la noche. No llegaron.
—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
—Había un obstáculo en la carretera, justo antes de Watford Gap. Hielo negro. La
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policía dijo que habían muerto instantáneamente.
—¡No!
Mark se sentía anonadado, como sucede
cuando se experimenta una gran pena. El pro­
fesor terminó la historia.
—Desde luego, supuse que la cinta había
perecido con ellos. Me temo que tomé lo ocurrido como un mensaje dirigido a mí. Decidí
cerrar el Departamento de Investigaciones
Paranormales y regresar a la psicología.
Mark intentó mirar al extraño hombre con
simpatía.
—Comprendo.
Por primera vez desde su llegada, el profesor miró a Mark a los ojos.
—¿Comprende?
Se volvió abruptamente y bajó las escaleras en la oscuridad.
—¡Espere!
Mark encendió la luz.
—Ian y Ruth eran amigos míos. Quisiera
asistir al funeral, si es posible. ¿Sabe usted
dónde se realizará?
El profesor lo miró desde el pasillo. Su
mirada era aterradora, pero habló con serenidad.
—Me temo que eso no será posible. Ian y
Ruth murieron hace cinco años.
Se miraron en silencio. Luego la luz se
apagó y Mark oyó los pasos del profesor que
se perdían en la noche.
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