La leve gracia de los desnudos, Fragmento Novela, 2000

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La leve gracia de los desnudos, Fragmento Novela, 2000
otroLunes
REVISTA HISPANOAMERICANA DE CULTURA
No. 43. Septiembre 2016 – Año 10
LA LEVE GRACIA DE LOS DESNUDOS
Alberto Garrido
Novela
Editorial Letras Cubanas, Cuba, 2000
3.
Los senos
Sólo tuve tres recuerdos felices
en la infancia. El pincel, la navaja
y los senos de mi madre. Por las
noches, luego de hacerme acostar
en el camastro y de esperar a que
yo representara mi farsa de fingido
durmiente, mamá llenaba una
jofaina y se desnudaba. Los senos
de mamá apuntaban hacia el cielo
raso como dos cúpulas y en
aquella contraluz producida entre
su cuerpo y la bombilla se
formaba, bajo el contorno que
remataban sus pezones oscuros,
dos lunas de sombra. Y cuando
escuchaba los aullidos de loba de
la mujer sobre nuestro techo,
frotaba casi dolorosamente con
una esponja su cuerpo tembloroso, sus muslos trémulos y su
vientre, mojando la esponja una y otra vez en la jofaina.
4.
El rostro maquillado
Quisiera mentirme a mí mismo, no creer que la miserable
situación familiar me obligó a estudiar en el aburrido mundo de
los contadores. Quisiera negar nuestro destierro a una sucia
buhardilla, inventar una historia feliz con desayunos alrededor
de una mesa, parques de diversiones y cacerías con un perro
astuto y fiel. Pero mi padre era un hombre gris, sin historia ni
futuro, y su presente era simple: un cobrador del gas que
celebraba sus cobros mensuales con una memorable borrachera
y que olvidaba sustentar a un hijo que lo oía noche a noche
crepitar en el fuego de sus fornicaciones.
Vuelto hacia mamá, como si despertara de una premonición,
viendo la esponja detenerse y chorrear sobre su seno, le dije con
una voz que traducía la maldición que ella nunca se había
atrevido a pronunciar: Mi padre va a morir.
Dicen que fue accidental. Que manejaba el camión
destartalado hacia una dirección cualquiera cuando la mujer se
atravesó en la autopista. Una muchacha rubia de ojos
increíblemente azules. Que el camión había chocado contra un
árbol. Que un solo golpe le desprendió el corazón a mi padre en el
instante que yo despertaba de una pesadilla y la muchacha se
esfumaba en medio de la conmoción.
No fui a sus honras fúnebres, no escuché las palabras que
alguien pronunciaría en el entierro, ese purgatorio verbal que se
le dispensa a todos los muertos sin que importen sus obras sobre
la tierra; tampoco participé en la reunión sobre los derechos de
heredad, ni en los novenarios para elevar su alma al cielo.
Siempre supe que él había ido directamente al infierno.
Imagino la cara de mi padre en el lecho mortuorio, el rostro
maquillado, la piel brillante, el engaño hiperrealista en su
simulado gesto de reposo, como una imitación de las esculturas
de John de Andrea. No hubo odio. No hubo piedad. Seguimos en
el sótano y poco después la mujer de mi padre volvió a inundar
nuestro techo con sus explosiones orgásmicas arrancadas por
hombres casuales.
Lo que nunca he podido explicarme es por qué, aun después
de la muerte de mi padre, los senos de mamá continuaron
apuntando hacia arriba mientras la esponja, chorreante, era
frotada por todo su cuerpo.
5.
La cama
No sé cuántos fueron los hombres que entraron en la casa de
mi padre para hacer que su viuda ardiera en la llama doble; el
último fui yo.
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Ninguno de ellos logró lo que yo pude: su apoteosis lúbrica,
potenciar sus secreciones sexuales, esgrafiarla con capas lácteas
de revoque que minutos después correrían por la parte interior de
sus muslos. Borrando con cada escaramuza de nuestros cuerpos
cualquier posibilidad de futuro o melancolía, de odio y amor.
¿Qué guiaba entonces mis pasos, qué sentido racional tendría
aquel cuarto donde ella me esperaba para introducir su lengua
en todos mis intersticios? ¿La obsesión de visualizarla, de pintar
sus erupciones volcánicas sobre la buhardilla?
Incapaz de dormir la siesta, desafié el resplandor de la calle.
La mujer de mi padre apareció de pronto, arrastrando a duras
penas sus compras y un impulso ajeno me hizo ir hasta ella,
rozar su mano para tomar el pesado bolso, subir los escalones y
entrar en un recinto que por un momento no reconocí porque las
paredes parecían haber sido sometidas al efecto corrosivo de un
grabado al aguafuerte. La cama estaba sin tender y sobre ella
descansaban algunas ropas interiores. El espejo de la mesita de
noche había sido sustituido por uno grande, con marco sin pulir,
dispuesto a la altura de la cama. Ella cerró la puerta y me
empujó hacia el centro de la habitación, invitándome a que me
sentara.
Pintando he borrado muchas cosas: aprensiones, furias,
ruinas íntimas. Otras persisten. Puedo ver claramente a la mujer
de mi padre preparando unos tragos, ofreciéndome un vaso.
Recuerdo la náusea provocada por el primer sorbo de alcohol,
mientras aparentaba tranquilidad sin perder ni uno solo de sus
movimientos, sin la convicción de que lo único que allí me retenía
era la curiosidad por saber cómo era realmente, sin pensar que
algún día podría pintarla, cambiarla, hacerla parte de la
celebridad.
Guardó el desorden de ropas y tendió una sábana limpia,
disculpándose con algo estúpido acerca del calor. Encendió el
ventilador y se sentó en la cama, las piernas ligeramente
abiertas, mirándome.
Fue lo que vi en sus ojos: unas nubes amenazantes, una
variación de los paisajes celestes de Magritte. Una de sus manos,
lenta e hipnótica, me invitó a levantarme de la silla, y la otra,
suavemente, a sentarme junto a ella.
No debió ser el trago quien nos apresuró. En algún momento
supe que la cama era un plano inclinado, un lienzo donde los dos
íbamos a estallar. Vi girar y girar sus ojos gastados y felices entre
las aspas mientras me tragaba o absorbía a través de planos de
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distintas coloraciones, parodiando escenas eróticas, recuerdos,
sucios, y ahora éramos dos objetos cinéticos en una luz , un
jadeo interminable, hasta que toda la luz se disolvió y la oí gritar
y sus ojos húmedos y sus lágrimas risibles me dijeron que ya,
que no podía más, propiciando nuestra regeneración, el regreso
al cuarto y a la cama, mientras terminaba la visión múltiple y
cubista de su piel oscura y limpia.
Desde aquella tarde mis visitas se repitieron y con ellas los
efectos vibratorios de nuestros cuerpos, las sedientas variaciones
cromáticas. Terminábamos exhaustos y abríamos las botellas de
cerveza que ella conseguía en el mercado negro. Aquel líquido
rociando sus senos, endureciéndolos, dejando en sus pezones
crestas espumosas. Ella reía y me tocaba con un dedo largo la
punta de mi sexo que, señalaba, se parecía a la torre Eiffell y lo
comparaba con el de mi padre que, según ella, se parecía a la
torre de Pissa en su perpetua, lenta caída.
6.
El pozo
Recuerdo: las lentas variaciones de sus pies, las ondas
telúricas que hacían y deshacían sus caderas, la eterna caída de
su rostro en un pozo ciego de aguas circulares. Una y otra vez
sobre mí, bajo mis manos, fundiéndonos como los metales en los
hornos de orfebrería.
7.
La muerte
Supe que estaba muerto, que algo en mí se iba secando sin
que yo le hiciera caso hasta podrirse y caer. Aunque de día y de
noche repitiéramos escenas de burdel en el piso alto e imaginara
las frotaciones de mamá en el sótano, me secaba, gastaba el
recuerdo de mi padre en el cuerpo de su mujer y regresaba al día
de su muerte.
Pasé la noche caminando sin rumbo fijo y escuchando a los
perros. Era una noche fresca y pensé cuán absurdo que alguien
decidiera morir esa noche, precisamente esa noche. Desnudo en
la cama se lo había dicho a su mujer y ella me miró, primero con
asombro y después con miedo, antes de decirme: Tu padre murió
hace meses.
No era posible. Acababa de morir. Yo había acabado de
matarlo en el pelo revuelto de ella, en el placer que le había
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dilatado la nariz, en el dramático orgasmo. Lo había enterrado
entre sus piernas y sabía que no era accidental su muerte, que
ahora una cantidad indefinible de personas pasaban una mala
noche entre las luces fatuas de la funeraria.
Pero yo estaba afuera, perdido en un suburbio, y sentía esa
paz que le sucede a la muerte. Absorbía el instante, consciente de
que la vida seguiría con indiferencia, sin conmoverme. Y entonces
recordé, como si fuera el único hecho que la memoria pudiera
rescatar de aquella relación obscena, un momento que apenas
tocaba a mi padre: la ocasión en que me obligó a que fuera al
cine con su mujer. El frío de la navaja en el bolsillo era el mismo
frío, el mismo rencor que mis manos querían comunicarle, una
manera de sopesar mi odio por ser conducido como un reo. Ella
parecía disfrutar su papel de madrastra amorosa y me apretaba
la mano, segura de que no podía escapar, de que ni siquiera lo
intentaría. Mi mente de niño intuía en ese vestigio de poder una
oculta declaración. No, en realidad yo no estaba fuera, constituía
el epílogo de su procaz historia de sexo y codicia. En el suburbio
comencé a odiarla, a defenderme de su piel, a ignorarla.
El dolor le pertenecía a los otros. A mí sólo me correspondía el
vacío, esa carencia de Dios, y el frío contacto con el pincel y la
navaja.
Caminaba despacio, tras una silueta. No sé cuánto tiempo la
habría estado siguiendo por los suburbios. Era una adolescente,
casi una niña. Bajo un foco miró hacia atrás y me entregó sus
ojos casi translúcidos, y adelantó una expresión hermosa y fría
como la noche, antes de cruzar la calle.
No sé cómo vestía. Estaba envuelta en algo, o alrededor de ella
se movía un halo gris, brillante, que me impulsó a seguirla
aguantando la respiración, ese jadeo que pronto se volvió un
silbido. Veinte metros delante de mí, en una bajada, torció a la
izquierda y corrí sintiendo la navaja contra el muslo, pero en la
esquina me golpeó el paisaje desolado de una calle sin asfaltar,
unos árboles famélicos y dos muros roídos por la intemperie. Ella
había desaparecido.
La conocía, la conocía de algún sitio o de un sueño. De pronto,
sin ninguna razón lógica, creí enloquecer y corrí toda la calle,
hasta que tuve que decirme, llorando, que no la volvería a ver.
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8.
Ella
Vuelvo a ese instante, al segundo infinito en que volteó su
rostro bajo el farol y sus ojos me amaron antes de esfumarse en
su halo gris como la muerte.
Intenté dibujarla, febrilmente rompí hoja tras hoja sin
conseguir ni siquiera acercarme a la fuerza de su mirada, a su
brillo felino, a su halo gris. Mis manos eran incapaces de traerla
de regreso. Tenía que aprender, esforzarme, conseguirla algún
día, dedicar cada minuto del futuro a recuperar ese instante.
Quisiera hacerlo ahora, olvidar la nieve que cae afuera. Pero sé
que seguirá siendo imposible.
9.
Variaciones vibratorias
Hay otras imágenes, encuentros fortuitos en hoteles de
segunda, sueños irrealizables, el rompimiento idiota con la mujer
de mi padre, el comienzo de mi vida como estudiante interno en
la escuela de economía luego que mamá decidiera mudarse a la
capital con un conductor de camiones. Todas estas imágenes
quedan subsumidas en una, en mi necesidad de una mujer que
imaginé fea y abnegada, pulcra y virgen.
Aunque borre su nombre, aunque la sepulte bajo las capas de
óleo de la serie Senos blandos la aprisione en una galería, no
podré olvidar nunca su imagen de cetáceo, sus labios
transparentes, los rolletes de grasa mortecina, y su olor. Pero
cuando la conocí, su cuerpo se me parecía al de las mujeres bien
entradas en carne que vegetan en los peores cuadros de Botticelli
o Tiziano. Quizás, con un poco de cinismo, podía servirme para
dibujarla en aquella libreta que sólo vomitaba números y
ecuaciones matemáticas, perdonando sus pies rollizos.
¿Exagero para divertirme? ¿Invento un recuerdo, una falacia?
¿Mi odio crea estas trampas para hundirla? Tal vez. Pero no
puedo negarme sus miradas despectivas, acorralándome con su
mundo displicente y baldío al que quería lanzarme.
Tal vez al principio no fue así. Pero no recuerdo la fecha de
bodas, ni si hubo una gran fiesta preparada por unos padres
lacrimosos y una primera noche para disputar su virginidad. Me
recuerdo ya instalado en una casucha de otro siglo, el sitio ideal
para que un matrimonio pudiera irse abriendo paso en esta vida
por su propia cuenta. Al terminar los estudios ella encontró
empleo en un negocio de construcciones y yo quedé sin ofertas,
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con un diploma inservible. Podía comprender mi dependencia,
pero no aceptarla con resignación.
Cuando, para ganarme la vida, hacía tallas en madera o
pintaba cuadritos pueriles, ella asentía como perdonando mis
excrecencias de talento. Pero cuando me centré en los lienzos,
inspirado y sudoroso al lograr una textura que se iba repitiendo,
ampliándose en escalas cromáticas móviles que conformaron la
serie Variaciones vibratorias sobre un desnudo, la vi cambiar,
desaprobarme, lamentarse de sus sacrificios por conseguir un
salario miserable con el cual tenía que satisfacer gastos
eléctricos, compras, gas, ropas para ambos y, para colmo, darme
dinero para que yo comprara en el mercado negro mis tubos de
pintura. ¿Y en qué yo las empleaba? En pintar mujeres sin
rostros que se flagelaban con ondas magnéticas, cuadros de loco
que nadie entendería.
Le dije la verdad. Un hombre debe decir la verdad aunque
parezca loco. Que simplemente estaba pintando a la mujer de mi
padre, que juntos lo habíamos matado sobre su cama,
comparando sus muslos con los de mamá, su sexo con la
esponja, las aspas con los senos, su cara encendida y húmeda
con el sótano, su risa con la muerte.
Durante varios días no cruzamos ni una palabra. Me miraba
como a un endemoniado. Y yo, incapaz de crear, agarraba un
trozo de madera y me ponía a tallarlo. Cuando volvió a dirigirme
la palabra fue para decir que nos mudaríamos de aquel lugar
maldito. Yo la miré y le tuve lástima.
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