hno. salustiano gonzález crespo

Transcripción

hno. salustiano gonzález crespo
HNO. SALUSTIANO GONZÁLEZ CRESPO
(1871-1934)
Infancia y primera juventud
Los padres de Salustiano, Don Joaquín y Doña Manuela, vivían ajenos a la situación
política, económica y social por la que atravesaba España en aquel momento crítico, en
el que era elegido rey de España Amadeo de Saboya, el 16 de noviembre de 1870. La
nación se debatía en guerras entre liberales y carlistas. Pero ellos, ocupados en sus
trabajos agrícolas y ganaderos, esperaban con ilusión el nacimiento de su hijo, que, por
cierto, completaba el cuadro suspirado por ellos mismos: tener dos hijos y dos hijas.
Despuntaba el día 1 de mayo de 1871 cuando Salustiano venía a alegrar el hogar del
humilde matrimonio. La madre daba a luz en Tapia de la Ribera (León), distante 25 km.
de la capital leonesa. Eclesiásticamente, pertenecía entonces a la diócesis de Oviedo.
Tapia de la Rivera se levanta sobre un pequeño altozano, bañado en su lado izquierdo
por el río Luna, rico en pesca y fertilizador de los campos próximos al cauce. Al nacer
Salustiano, Tapia tenía una población de 200 habitantes, dedicados principalmente al
cultivo de cereales, legumbres, hortalizas, lino, pastos y a la cría de ganados. Hoy la
población ha bajado ligeramente. Aunque de escasa población, la acendrada
religiosidad de los vecinos había proporcionado vocaciones al sacerdocio y a la vida
religiosa. Ya en 1871, el pueblo celebraba todos los días de mayo, como venía siendo
costumbre, el ejercicio de las flores a la más hermosa y agraciada de las mujeres, la
Virgen María.
Al día siguiente del nacimiento fue llevado a la iglesia parroquial, dedicada a Santa
Eulalia, donde fue regenerado por las aguas bautismales y recibió el nombre de
Salustiano. Aprovechando el paso por el pueblo del obispo de Oviedo, le fue
administrada la Confirmación el 24 de julio del mismo año de su nacimiento, cuando aún
estaba envuelto en pañales. Tal era la costumbre en aquellos tiempos del siglo XIX, en
que el obispo tardaba años en visitar los pueblos de su diócesis. Por aquel entonces no
se daba la importancia que hoy tiene la catequesis antes de recibir la confirmación,
sacramento que fortalece a los cristianos para dar testimonio de Cristo.
Fortalecido con los dos sacramentos primeros de la Iglesia, Salustiano se cría en el
pueblo, con sus padres y sus tres hermanos, en un ambiente sano en todos los sentidos,
físico y moral. Aunque en el pueblo había escuela de primeras letras, sus padres fueron
los primeros y principales educadores de Salustiano. La piedad y el trabajo sacrificado
los heredó de sus progenitores; nadie en la familia ni en el pueblo comía de balde y sin
trabajar. Al verse insatisfecho de sí mismo y de su labor ante el porvenir que le
aguardaba, emigró a la capital de León en busca de trabajo. Por otra parte, el matrimonio
no le atraía. Así que decidió buscar nuevos caminos que le abrieran paso por la vida.
Al cumplir los veintidós años, en 1893, y no tener ocupación satisfactoria en la casa
paterna, buscó y consiguió colocación en el Hospital Civil de León, donde estuvo
empleado como auxiliar de enfermería dos años. Aunque poco, algo le reportó de
ganancia económica el oficio improvisado de enfermero. Pero este empleo tampoco
satisfacía todas sus aspiraciones, al menos las aspiraciones religiosas más íntimas que
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abrigaba dentro de sí mismo y que a nadie había revelado. El Señor velaba por él y le
iba preparando camino.
En contacto con las Hijas de la Caridad que servían a los enfermos del Hospital fue
descubriendo la que sería su vocación definitiva. Una buena tarde dominical,
aprovechando la confianza que le inspiraban las Hermanas, les manifestó su inquietud
de servir en alguna comunidad religiosa. Las Hermanas reaccionaron al instante y le
propusieron que se dirigiera a los misioneros paúles, y ellos le darían respuesta sobre
la posibilidad de entrar en la Congregación de la Misión como Hermano. Todavía no
existía la fundación de Villafranca del Bierzo (León), que se retrasaría hasta el año 1899,
pero algunas Hermanas que conocían de sobra o habían oído hablar muchas veces de
la excelente labor de los Hermanos en las misiones populares, en los seminarios y
residencias de los misioneros, le sugirieron que escribiera al superior mayor de Madrid,
cuyas señas ellas mismas le proporcionaron.
“El joven Salustiano González ha guardado una conducta irreprensible…”
Dicho y hecho, el joven Salustiano, con la orientación y consejo de las Hermanas,
escribe a primeros de julio de 1894 al Visitador de los PP. Paúles de la Provincia de
España, P. Eladio Arnaiz, pidiendo entrada, si era posible, en la Congregación. El
Visitador responde pronta y positivamente desde Madrid. Cumplido el contrato de
trabajo en el Hospital de León y tras haberlo pensado en la oración, decidió ir cuanto
antes a la Casa Central de Madrid, Barrio de Chamberí, hoy C/. García de Padres, 45,
y presentarse a los superiores.
Era el 28 de octubre de 1894 cuando se personaba en la comunidad vicenciana para
hacer el Seminario Interno. El adiós que, días antes, diera en Tapia de la Ribera a sus
padres y hermanos fue un adiós definitivo y para siempre, pues no consta que volviera
a pisar su pueblo natal, que sin duda llevaría grabado en el alma con multitud de
recuerdos infantiles y juveniles. Desgraciadamente, tampoco conservamos
correspondencia de Salustiano con sus padres y familiares
Los jefes del establecimiento leonés habían extendido como informe a los superiores de
la Congregación este breve recorte: “El joven Salustiano González Crespo ha guardado
una conducta irreprensible y ha cumplido sus obligaciones con esmero y buena
voluntad”. Ejercía de director del Seminario el P. Ramón Arana Echevarría, que pronto
descubrió en el joven Salustiano que el informe se quedaba corto en comparación con
la realidad virtuosa, trabajadora y responsable del Hermano.
Transcurridos los dos años de prueba en el Seminario Interno, emitió los votos como
todo miembro de la Congregación el 29 de octubre de 1896, pero no en la Central de
Madrid, sino en la Casa-Misión de Ávila, donde había sido destinado unos meses antes
de cumplir los dos años de prueba. La Casa-Misión de Ávila estaba ubicada entonces
en la C/. Valseca 2. En carta autógrafa del 17 de septiembre de 1896 pedía, en tono
humilde, los votos al Superior Provincial que lo seguía siendo el P. Eladio Arnaiz,
petición que fue atendida y otorgada unánimemente por todo el Consejo Provincial. El
superior de la casa de Ávila, P. Santiago Caño, testificó, con firma de su puño y letra,
que el Hno. Salustiano había emitido los votos el día, mes y año arriba indicados. Otro
hermano fue también testigo de la emisión de votos de su compañero de comunidad.
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Sin exagerar un ápice, los superiores y compañeros de comunidad vieron siempre en
él, desde su entrada en el Seminario hasta la fecha de su martirio, un excelente y
destacado modelo de Hermano por su sumisión sobrenatural a la autoridad constituida,
por su sencillez encantadora, humildad, piedad, entrega responsable al trabajo y por su
espíritu de fe que le ayudaba a ver a Dios en las personas, sobre todo en los pobres y
enfermos, en los seminaristas y en los acontecimientos: pautas que marcaron el ritmo
de su progreso espiritual y apostólico. Su asistencia a la oración de la mañana -una hora
a la escucha de la voz de Dios- y su visita vespertina al Santísimo Sacramento servían
de ejemplo a los mismos sacerdotes, remisos, a veces, a la oración comunitaria. Fiel a
su vocación cristiana y misionera vivió y murió en plena coherencia con sus principios
de vida teologal: fe, esperanza y caridad.
Servicios distintos en misiones distintas
El destino de Ávila no fue largo, pero sí intenso y rico en experiencias misioneras. Desde
la primera misión por los pueblos de Ávila, el Hno. Salustiano acompañó la bina de
sacerdotes, haciendo de auxiliar y de cocinero durante las campañas misionales. Asistía
a los actos programados de la misión: rosario de aurora, eucaristía, pláticas y sermones
como cualquier otro fiel, dando ejemplo de piedad y rectitud ante el pueblo. Mientras los
misioneros dedicaban el tiempo a visitar enfermos y administrar los sacramentos, él
cuidaba de la cocina y demás menesteres sobre la marcha de la misión. Concluida la
lista de pueblos misionados, todos, sacerdotes y hermano, volvían a su residencia para
reasumir sus obligaciones caseras y preparar la próxima campaña misional; el hermano
para ocuparse de los servicios materiales y del cuidado de la capilla aneja a la residencia
abulense.
En ratos de ocio, el Hno. Salustiano disfrutaba visitando los lugares teresianos de Ávila:
la casa natal de Teresa de Jesús, según es tradición, la iglesia de San Juan donde fue
bautizada, el Monasterio de la Encarnación, extramuros de la capital, y el Monasterio de
San José, primera fundación de la monja andariega. Disfrutaba orando al lado de la
santa abulense a quien ponía, con frecuencia, de intercesora en sus plegarias al Señor,
pidiéndole sobre todo el don de oración en el que había abundado la Santa reformadora.
La oración del Hno. Salustiano era la propia de los sencillos, a quienes Dios revela los
secretos del Reino por medio del Espíritu que anida en sus corazones, mientras que se
los oculta a los sabios de este mundo.
Al cumplir los dos años de permanencia en la ciudad amurallada, los superiores lo
trasladan, en 1898, a la Casa de Valdemoro (Madrid), un año después de que echara a
andar esta fundación misionera (1897); aquí continuaría con la misma misión que había
iniciado, con tanto provecho y edificación en Ávila, su carrera de Hno., y para cuidar de
los misioneros enfermos. Para estas fechas, las Hijas de la Caridad tenían ya dos
residencias, la de San Diego y la de San Nicolás, que el Hermano visitaba con deseos
de prestar también alguna ayuda a las Hermanas enfermas y mayores, en caso de
necesidad, reasumiendo así su antigua dedicación de enfermero en el Hospital de León.
En Valdemoro permaneció otros dos años con la misma entrega y vida espiritual de
antaño. Los valdemorenses admiraban la dedicación abnegada del Hermano con los
enfermos, Padres y Hermanas, algunos venidos del extranjero.
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En 1900 salta al archipiélago canario y se incorpora a la comunidad de La Laguna
(Tenerife), ocupándose de las faenas materiales del Seminario Diocesano mientras los
sacerdotes llevaban la dirección y administración del centro. Sin embargo no dejó, por
eso, siempre que se lo permitían sus obligaciones, de participar como auxiliar en las
misiones populares, a las que también se dedicaba la Congregación en las Islas
Canarias. El Hno. Salustiano parecía imprescindible en las campañas misionales, en las
que su ejemplo y eficiencia suponían un fuerte reclamo para que la gente asistiera a la
misión en la iglesia, formando verdadera comunidad cristiana con todo el pueblo.
Sin cambiar de isla, en 1906 fue trasladado a la Casa de Santa Cruz de Tenerife, donde
gastó la etapa más larga de su vida: veintidós años, 1906-1928, sin dar muestra de
cansancio ni abatimiento en la entrega de todos los días a los trabajos acostumbrados;
así demostraba que amaba a Dios «con el sudor de la frente y el esfuerzo de los
brazos», según aprendió de su fundador Vicente de Paúl. Durante los 28 años que vivió
en la isla de Tenerife, no visitó la península ni la echó en falta. Conservaba el espíritu
de los buenos campesinos leoneses, hechos al trabajo duro del campo, con los ojos
puestos en el cielo; el espíritu le mantenía firme en la vocación y misión evangelizadora.
El cuidado de la iglesia de culto suponía un plus laboral en sus ocupaciones diarias. Se
sentía feliz en su puesto de servidor de servidores, lo que le atraía la simpatía, el
agradecimiento y la admiración de todos.
Sin que lo esperara de ninguna manera, le llegó un nuevo destino que le condujo
a la Casa-Teologado de Cuenca, donde permaneció, durante dos años, 1928-1930,
entregado al servicio material del seminario y en hacer las compras y encargos de la
numerosa comunidad estudiantil. Como en otros lugares anteriores, también en Cuenca
se ganó la estima y confianza de los superiores y estudiantes. Le salía espontáneo el
ofrecerse a todos para serles útil en algo que de él dependiese. Por eso le querían y
acudían a su disponibilidad, para pedirle favores y ayudas, con la seguridad de que no
serían defraudados, sino atendidos con prontitud y sin esperar nada a cambio.
En Oviedo, “se mostraba celoso en la enseñanza del catecismo a los niños”
Y finalmente, su última misión: el Seminario Diocesano de Oviedo, al que llegó
en 1930, para desempeñar los oficios de cocinero y portero. Si no fuera repetitivo,
también aquí habría que subrayar la simpatía que se ganó de parte de todos por su
sencillez y trato bondadoso con los pobres y seminaristas, en quienes trataba de ver a
Jesucristo sumo y eterno sacerdote. Un compañero suyo atestigua: “Se desvivía en
atender a los pobres con los escasos medios de que disponía”. Otro declara: “Tengo el
especial recuerdo, que desde su portería y en su ambiente se mostraba celoso en la
enseñanza del catecismo a los niños que por allí acudían”.
Un tercer testigo, nada menos que el Rector del Seminario de Oviedo P. Modesto
Churruca, que logró escapar de la revolución de Asturias a San Sebastián, donde
encontró la muerte en 1936, escribe al director de la revista Anales de la Congregación
de la Misión, dándole cuenta del gesto de cariño y ayuda del Hno. Salustiano para con
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los seminaristas de Oviedo, gesto que definía su exquisita sensibilidad con los que un
día serían ministros del Señor: “En una de las incalificables torturas, frente a los fusiles,
el Hno. González se adelantó con los brazos en cruz hacia los verdugos y, cubriendo
con su cuerpo a los seminaristas que aguardaban su última hora, exclamó implorante:
¡Matadme a mí que no valgo para nada; pero dejad libres a estos jóvenes, que aún
pueden hacer mucho bien!”.
Martirio
Las circunstancias de su martirio coinciden con las del P. Tomás Pallarés en grandes
líneas, por lo que omitimos su narración. En las cárceles y prisiones por las que hubo
de pasar, no disimuló su condición de Hermano de la Congregación, al contrario la
confesaba en público con santo orgullo, a la vez que se prestaba a barrer y hacer los
oficios más bajos. El P. Pallarés se adelantó unas horas al Hno. Salustiano en dar cuenta
al Señor de su fe y amor, pero fue el mismo día 13 de octubre de 1934 cuando ambos
combatieron bien el combate de la fe. Ni en el corto plazo de la vida que vivieron juntos
ni en la muerte se apartaron de Dios, pues se amaban en Cristo por encima de todo lo
visible y transitorio de este mundo.
Valga como homenaje póstumo lo jurado por un testigo cuyo lenguaje lacónico vale por
el mejor y más largo de los panegíricos: “Le traté alguna vez. Era muy afable, recogido,
de no muchas palabras. Al comenzar la revolución religiosa aquí en Oviedo, en el primer
viernes de octubre de 1934, el Hno. Salustiano fue prendido por los comunistas en el
Seminario Diocesano. Lo llevaron preso al antiguo Colegio de Jesuitas ahora Instituto
Nacional de Enseñanza Media. Y aquí volaron los comunistas el edificio con dinamita y
el Hno. Salustiano pereció en esta hecatombe”.
Su vida cargada de valores humanos y evangélicos hubiera pasado desapercibida,
como la de tantos otros testigos de Cristo misionero, si no fuera porque la palma del
martirio coronó su obra gastada en gestos de caridad y dando testimonio de fe y amor.
Caminó siempre en la presencia de Dios, por la senda de la obediencia silenciosa, hasta
el final. Dios le reveló la grandeza de su Reino y de la vocación al servicio de los pobres.
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