Francisco Tamayo Ramírez (1932-2013), como

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Francisco Tamayo Ramírez (1932-2013), como
Francisco Tamayo Ramírez (1932-2013), como maestro
El pasado domingo, 27 de octubre falleció el presbítero Francisco Emilio Tamayo. No
tengo la suficiente información para escribir un obituario, para ofrecer una semblanza de
este querido maestro. Desde la distancia del tiempo – la última vez que hablé con él, vía
telefónica, brevemente, fue en 2002 –, lo recuerdo con gratitud, como uno de mis maestros.
¿Qué significa la muerte de un maestro? Su muerte es mucho más que la partida de alguien
de la generación anterior, uno de nuestros mayores. El adiós a un maestro nos lleva, a
quienes ejercemos la función de profesores, a recordar nuestro deber de entregar
generosamente lo recibido: la antorcha.
En 1985, cuando cursaba algunas asignaturas de filosofía, propedéutica a la teología, en el
‘Seminario Mayor de Bogotá’, participé en uno de sus seminarios. Recuerdo el asombro, el
gozo, que nos produjo a los estudiantes de tercer año, recibir clase de un sacerdote –
titulada ‘Pensamiento contemporáneo’, asignatura extraña, invitándonos a ‘pensar’. Esta
fue quizás la primera ocasión en que gocé la lectura a fondo de un texto filosófico, y no de
interpretaciones, introducciones o comentarios. Si bien el filósofo escogido no fue un
clásico del ‘pensamiento contemporáneo’, Tamayo nos ofreció un pasaje, sin mencionar el
título ni el autor, para que tratáramos de identificar el estilo del pensamiento, los
problemas, el contexto filosófico, quién lo habría escrito. El texto era de Ortega y Gasett.
A diferencia de otros profesores, mejor dicho ‘docentes’, Tamayo no tenía afán de
ofrecernos una suma doctrinal, de alardear erudición filosófica. Recuerdo que un profesor
que, en ese tiempo, alardeaba de ser ‘filósofo’, literalmente dictaba sus clases para que
nosotros copiáramos... y repitiéramos. Tamayo llegó a tal escenario con aires de
renovación; en sus clases, nos invitaba a no ser (mejor dicho a ser menos) dogmáticos, a
gozar de la lectura. Después de varios años de distancia sería vano considerar si fue – o no
– el ‘mejor’ maestro que tuve, el más influyente. Tras varios años de distancia, lo recuerdo
con afecto, valoro su actitud innovadora, las luces que arrojó en un horizonte académico en
penumbra, donde predominaba el dogmatismo religioso, el adoctrinamiento.
‘Maestro’, inspirado en la ‘fenomenología’, nos mostró que no hay temas o asuntos
neutros, que todo tema, asunto, se aborda siempre desde un punto de vista (subjetivorelativo) y que lo importante es indagar en qué medida la mirada, las expectativas, los
prejuicios del observador están involucrados en sus apreciaciones y comprensiones. Su
magisterio lo cifró en la motivación a pensar. De sus labios escuché, por primera vez, que
la investigación filosófica ha de realizarse en las fuentes, en la lengua vernácula de donde
procede el texto y que los filósofos pueden entrar en diálogo con otras ciencias, trabajar
interdisciplinariamente. De hecho, participó en la construcción del programa de medicina
de la Universidad del Bosque, donde ofreció las cátedras de ética e historia de la ciencia y
donde publicó un par de artículos. Una de sus divisas era mostrar – en contravía de los
‘principios institucionales’, de inspiración medioeval – que las esferas secular y religiosa
tienen lógicas distintas, dos visiones de la realidad que no han de mezclarse sin más. Tenía
una preocupación especial por el ‘futuro’, por anticipar lo que puede venir. De ahí su
interés por la tecnología, por la economía y la sociología y la historia. Todo ello servía para
alimentar su oficio como ‘ecónomo’ de la Arquidiócesis de Bogotá, en los años noventa. En
una de nuestras últimas conversaciones, en el año 1998, cuando apenas nacía la Internet, ya
reflexionaba sobre sus efectos y vaticinaba que la podríamos consultar desde un teléfono o
computador móvil.
Hablaba muy poco de sí, casi nada. Escuchaba. Sabía escuchar, retroalimentar y expresar lo
comprendido, enriqueciéndolo con su propia opinión.
En sus últimos años de vida padeció la enfermedad de Alzeimer, que fue apagando
lentamente su vida. La partida de un maestro nos recuerda la fugacidad del encuentro con
nuestros estudiantes, oportunidad única para entregar generosamente, con el ejemplo, lo
recibido.
Julio César Vargas Bejarano
Cali, a 30 de octubre de 2013