Revista FDS - Número 004

Transcripción

Revista FDS - Número 004
INTRODUCCIÓN
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EDITORIAL
4
POR JORGE NAVAS ALEJO
VARIACIONES DEL NOIR
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POR ISABEL VÁZQUEZ
¿ERES UNA BETTY O UNA JOAN?
13
POR LUCÍA TABOADA
JÚPITER Y MÁS ALLÁ DEL INFINITO
18
POR RAMÓN REY
11 CASOS REALES EN THE GOOD WIFE
26
POR AURORA FERRER
IT’S NOT TV, IT’S A VIDEOGAME
37
POR GUILLERMO G.M.
SMILE, WOODY, SMILE
POR HARRY CALLAHAN.
44
INTRODUCCIÓN
El contenido de este archivo corresponde al número 4 de la Revista Fuera de
Series, que fue publicado el 05/05/2014.
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Revista Fuera de Series - Número 4 (Mayo 2014). www.fueradeseries.com
EDITORIAL
POR JORGE NAVAS ALEJO
El mes de mayo es, posiblemente, el mes más importante en el mundo de la
televisión estadounidense. En este mes se realiza el tercer sweep o barrido de
audiencia de la temporada y es el que sirve como balance de toda la temporada. No
solo suelen guardarse los mejores episodios para estas fechas, sino que además es
bastante frecuente ver apariciones puntuales de grandes estrellas de la
interpretación durante estos días en muchas series distintas (todo vale para
conseguir hinchar un poco las cifras de audiencias). Es en esa última semana de los
sweeps cuando las grandes cadenas que emiten en abierto celebran sus upfronts y
deciden la parrilla del próximo otoño, anunciando las series nuevas que han
escogido y despejando las dudas que queden sobre la renovación o no de las series
que tengan en ese momento en parrilla.
Por nuestra parte, llegamos al número 4 (que en realidad es el 5º que publicamos)
de este proyecto que arrancó en midseason y que ojalá tenga la longevidad de Los
Simpsons. De momento, la cosa pinta bien :)
Sin duda alguna, True Detective ha supuesto la gran sorpresa televisiva en lo que
llevamos del 2014, pero ni mucho menos es la primera incursión del género noir en
la pequeña pantalla. De la mano de Isabel Vázquez, en Variaciones sobre
el Noir repasamos aquellas películas que sentaron las bases del género negro y
algunas de las series que, al atreverse a jugar con dichas bases, han supuesto todo
un punto de inflexión en uno u otro momento.
Buena parte de la culpa del éxito de una producción televisiva viene de la mano del
elenco de actores, los guionistas y el equipo de dirección, pero hay muchísimos más
profesionales implicados en conseguir que el resultado final sea todo lo mejor
posible. En ¿Eres una Betty o a una Joan?, Lucía Taboada nos habla del
papel cada vez más importante que tienen los figurinistas o encargados del
vestuario en las series de televisión, ya sea para conseguir la ambientación correcta
para en una época determinada (consiguiendo en no pocas ocasiones llegar a influir
en la moda actual) o, en ciertos casos, convertirse en un elemento más del lenguaje
audiovisual que resulta clave para definir a los personajes.
Si escuchas nuestro podcast, sabrás que somos unos grandes aficionados a la
ciencia ficción. Así que, cuando Ramón Rey nos propuso hablarnos de las grandes
películas de sci-fi, nos faltó el tiempo para decirle que escribiera el artículo. Desde
Metropolis a Blade Runner, podríamos leer el artículo Júpiter y Más Allá del
Infinito mil veces y en todas y cada una nos arrancaría una sonrisa.
Pocas series actuales gozan de una aceptación tan positiva tanto entre la crítica
como entre el público como The Good Wife (aunque no es algo del todo
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unánime... ejem...). Entre muchas de sus virtudes, la serie explota con gran
habilidad el recurso de dotar a sus guiones de tramas relacionadas y fácilmente
identificables con temas de actualidad, algo que nos hace recordar cómo en Star
Trek se hablaba de manera encubierta de la guerra de Vietnam o del coraje de
David E. Kelley al sacar temas de rabiosa actualidad (y nada cómodos ni sencillos
de tratar) en Boston Legal. Aurora Ferrer ha realizado una sensacional labor de
documentación y nos trae 11 Casos Reales en The Good Wife que la serie se
atreve a poner encima de la mesa (o, mejor dicho, encima del mueble de la tele).
El auge de la producción televisiva está afectando a multitud de sectores de muchas
maneras diferentes, y la industria del videojuego, un coloso cuya facturación se
estima que es mayor que las cifra que se obtiene al juntar las ventas de entradas de
cine y discos de música, no se ha quedado al margen de dicha influencia.
Guillermo G.M. nos describe con todo lujo de detalles en It's not TV, it's a
videogame cómo las estructuras narrativas de las series de televisión han calado
hondo en los videojuegos y cómo los guiños u homenajes a escenas y personajes de
nuestras series favoritas son cada vez más frecuentes.
Para cerrar, Harry Callahan nos hace un verdadero regalo para los sentidos al
contarnos en Smile, Woody, Smile cómo se las apañó para, tras verle tocar en
directo con su banda en Nueva York, charlar durante un rato con nada más y nada
menos que con Woody Allen e incluso sacarse una foto con él tras arrancarle una
sonrisa. Una de esas historias que sin duda contará a sus nietos con pelos y señales
pero que, de momento, la vais a disfrutar en primicia los lectores de la Revista
Fuera de Series.
Nada más por este mes. Esperamos que os gusten los artículos y dentro de un mes
volveremos con un nuevo número.
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VARIACIONES DEL NOIR
POR ISABEL VÁZQUEZ
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Aquella era una noche cualquiera de mi cuarto año de carrera. Llevaba veinte
minutos enganchada en La 2 a una película de la que había oído hablar mucho, pero
no había visto hasta entonces. Mi compañera de piso me encontró absorta frente a
la pantalla.
- ¿Qué tal está la peli?
- Es buenísima.
- ¿De qué va?
- No tengo ni idea.
La peli era Sospechosos habituales (1995), de Bryan Singer. Una historia que
jugaba con los códigos del noir, personajes fascinantes, ambientes perturbadores y
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un argumento tan sencillo que parece rebuscadísimo, coronado con un fantástico
golpe de efecto final. La trama es una broma en sí misma, una ironía sobre lo que
debe ser la narración de género. Verbal Kint nunca podría contarle la aventura al
agente Kujan de forma ordenada ya que la película no tendría interés. Porque, ¿qué
cuenta Sospechosos habituales? Cómo un grupo de rateros se juntan para dar
un palo. Pero, gracias a la tarabilla de Kevin Spacey, los hechos se convierten en una
gran gesta del mítico criminal Keyser Soze.
True Detective ha sido la serie estrella de la midseason de 2014. Ha conquistado a
todos con esa contundencia insolente tan propia del género negro. No me entendáis
mal, a mí me parece que es un serión, pero es que el noir, cuando está bien hecho,
tiene una suerte de parapeto impermeable a la crítica. Exhibe tanto carisma y tal
estilazo que nadie osa ponerle peros. Hay mucho de impostura en True Detective,
en la trama y en la forma en la que la vemos y la disfrutamos. También, como en la
peli de Singer, los protagonistas desbrozan sus recuerdos en un interrogatorio a
base de medias verdades. Y también, los espectadores somos incapaces de
resistirnos al atractivo del paquete completo y reconocer que lo que nos más nos
gusta es artificio.
Después de la emisión del último episodio de True Detective, el comentario más
repetido fue: "¿y para esto tanto follón?" Al parecer, todos estábamos esperando un
truco de birlibirloque final, un giro que nos dejara en el asiento, un momento
Kobayashi que hiciera encajar todas las piezas. No lo hubo y no pocos se lanzaron a
protestar. Lo gracioso es que a muchos de los que acusaban al autor, Nic Pizzolatto,
de haberles tangado, les faltaban adjetivos un mes antes para loar uno de los
mayores meandros innecesarios que jamás se hayan visto. Seamos claros: el famoso
plano secuencia de diez minutos que marca la cesura de True Detective es la nada
argumental. Mola un montón, pero está vacío y carece de propósito en la trama.
Claro que el qué es casi siempre difuso en narraciones de este tipo.
Te puede gustar más o menos, pero la de Pizzolatto cumple con la parafernalia
clásica, con el canon de pieza de noir tradicional y machirula, aunque el resultado
sea un híbrido de referencias múltiples. Martin Hart y Rust Cole, el hipócrita
conservador y el inestable idealista, son un reverso putrefacto de Murtaugh y Riggs
-pareja de buddies paradigmáticade los ochenta-, unidos a su pesar en una
investigación enredadera que crece, se lía y desarrolla ramas sin control: unas
trazan el camino hasta la raíz y la mayoría sólo enmarañan. Ocurre con el noir que
siempre tienes la sensación de que los personajes manejan más información que tú.
Vi algunos clásicos del cine negro de John Huston siendo una niña, como El
halcón maltés (1941) o Cayo largo (1948) y me lo pasé pipa, pero no me enteré
de nada. Luego los revisé de mayor, varias veces, muchas veces, y siempre tenía la
sensación de que, como en una reunión incómoda, todos hablaban de cosas que yo
ignoraba. Para evitar coger complejo de tonto, conviene recordar la anécdota de El
sueño eterno (1946), ésa en la que Howard Hawks y William Faulkner, a la sazón,
director y guionista del clásico de la Warner, se volvieron locos tratando de armar la
trama de la novela de Raymond Chandler. Incapaces de averiguar si el chófer se
había suicidado o había sido asesinado, llamaron al escritor por teléfono. "Y yo qué
sé", fue la respuesta del autor. Si asumimos que los argumentos del noir son
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incomprensiblesincluso para quienes los crean, nos será mucho más fácil relajarnos
y disfrutar. Alguien muere, ¿cómo?; ¿Por qué todo el mundo se ha obsesionado a la
vez con una estatua tan fea?; ¿Qué narices pintaba el Yellow king en todo esto?
¿Nada? Qué más da. Es tan divertido.
Sin ser yo una experta en la materia, entiendo que la narración del género negro se
compone de digresiones y se adorna con elementos superfluos que la hacen
irresistible, como una rubia casada que lleva una tobillera de plata con la que no
deberías liarte, pero que, irremisiblemente, te hará perder la cabeza. También son
ornamentales las frases pretenciosas ("Este lugar es como el recuerdo que alguien
tuvo de una ciudad y el recuerdo se está desvaneciendo") y las finas ironías ("Eres
el Michael Jordan de los hijos de puta") porque, en este universo, las sentencias
rimbombantes no sirven como rasgo definitorio de un personaje. Una dependienta
o un mayordomo que pasaba por allí son igual de agudos que el protagonista. El
lenguaje es incisivo, socarrón y procaz, con dejes de ordinariez y algún taco
displicente: que se note que, al fin y al cabo, la cosa va de tipos duros.
Los ochenta son nuestros
Nada sutil en su rudeza era el personaje que, he de confesar, comparte con Philip
Marlowe y Sam Spade el espacio de mis recuerdos infantiles dedicado a los hombres
de sombrero calado, cigarrillo en la comisura de los labios y testosterona a
borbotones. El Mike Hammer de la tele era un detective que tenía un despacho
con venecianas y vivía en un Nueva York donde siempre sonaba música de saxo. La
serie era un procedimental muy vulgar que permaneció durante cuatro años en la
CBS tirando del carisma de Stacy Keach, uno de tantos actores que han alternado en
su carrera obras maestras con basuras absolutas. Estamos de acuerdo, Mike
Hammer es una referencia menor, pero en mi cabeza es el primer recuerdo que
tengo del noir en televisión. Ni réplicas ingeniosas, ni argumentos retorcidos. La
acción de esta serie transcurría en los años ochenta, pero el protagonista se
empeñaba en pasearse por la quinta avenida disfrazado de Humprey Bogart. Mike
Hammer dejó de emitirse definitivamente en 1987 (aunque resucitaría a finales de
los noventa). Le sobrevivieron en la competencia dos herederas del género: En la
ABC se mantuvo Spenser, for hire, protagonizada por un mocetón católico,
monógamo y de Boston que, al menos, iba vestido de paisano, y la NBC se quedó
con la interesante Crime story, ambientada con mucho más criterio en el Chicago
de los años 60, y en la que Denis Farina interpretaba a un agente de la ley mucho
más cabal que los otros dos mastuerzos e, irónicamente, menos machista. No es que
las féminas tuvieran papeles destacados en Crime story. En realidad, y con las
restricciones propias de la televisión en abierto, tenía un patrón similar al de True
Detective, donde las mujeres se catalogan en las hijas, las putas y las hijas de puta.
Como dice Emily Nussbaum -la crítica de The New Yorker es una de las pocas
personas en este mundo a las que no le ha gustado la serie de Pizzolatto-, gran parte
del foco de interés del segundo episodio recae en las tetas bamboleantes de la
amante de Marty Hart. No es ningún secreto que el noir ha sido siempre un club de
chicos. Dudo que nadie se tomara en serio como obra de género una pieza
protagonizada por una tía hasta que llegaron los Cohen y le calaron el gorro de
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pelete ruso a Frances McDormand en Fargo (1996). Las mujeres detectives han
dado mucho juego en la tele, sí, pero eran cosas de niñatas (The Hardy Boys /
Nancy Drew Mysteries), de marujas (Cagney & Lacey) o de jubiladas
aburridas (Se ha escrito un crimen). Aunque hubo quien, con mucha guasa y
bastante estilo, se atrevió a mezclar los elementos.
Años antes de que Lisbeth Salander demostrara que los tenía mejor puestos que
cualquiera, una mucho más amable y mejor peinada Laura Holt ya se batía el cobre
tratando de meter cabeza en un mundo de hombres. Como Mike Hammer, a ella
también le gustaba lucir el Fedora sobre el cardado; ay, ese look retro de trenchcoat
y pantalón de traje sobre el menudo cuerpecillo de Stephanie Zimbalist, una mujer
a la que yo miraba con arrobo porque no sólo tenía negocio propio, sino también un
pibón del calibre de Pierce Brosnan asalariado y suspirando por su discreta
persona. Remington Steele era un hombre florero cuyas únicas habilidades
incluían los robos a gran escala, un conocimientoenciclopédico del cine -tenía cinco
pasaportes falsos, todos con nombres de personajes de películas interpretados por
Bogart- y ese aplomo que daba por supuesto que sería un amante superdotado. Esta
fantasía es igual de superficial, aunque mucho más casta, que las bimbos de culo
perfecto que se tiran voluntariosamenteal cuello de Marty Hart. Corresponde, eso
sí, a otro tipo de imaginería apta para niñas de provincias cinéfilas. Steele, en su
condición de mantenido, era un poco fulana y cumplía su función de elemento
decorativo con gracia en esta curiosa fusión del clásico de detectives con la comedia
romántica. Para encontrar otro ejemplo invertido de los estereotipos del noir, la
mujer fatal (o sea, el hombre fatal) he de saltar veinte años hacia el futuro y hablar
de una serie mucho más adulta que tenía como personaje central una detective
adolescente. Sí, suena ridículo, lo sé. Y ella también lo sabe, porque Veronica
Mars es bastante más lista que usted y que yo.
La más lista del instituto
Cuando Logan Echolls entra en la agencia de investigaciones Mars por primera vez,
menospreciando la decoración barata y haciendo sutiles insinuaciones sexuales, una
se da cuenta de que las raíces de este personaje no hay que buscarlas en el Dylan
McKay de Sensación de vivir, sino en la Vivian Rutledge de El sueño eterno: el
mordaz niño pijo, más atractivo que guapo, vástago de un millonario con una
hermana frivolona y cabraloca. Logan, como Vivian, no termina de ser fatal del
todo, no son la cabrona de Phyllis Dietrichson, pero queriendo o no, son la
perdición del personaje central, quien les incita a meterse en líos. Juntos son
alquimia, saltan chispas, y el protagonista vive en la duda perenne de si ama a su
aliado o a su peor enemigo.
Veronica Mars, una de las series mejor escritas de los últimos tiempos, se tomó
muy en serio el homenaje al género. La voz en off, la oficina en penumbra con
muebles de cuero, el membrete en la puerta y cristales tintados, las réplicas
afiladas… Y creó un personaje genuino, carismático a rabiar, una chica preciosa que
gozaba exhibiendo su intelecto. En el microcosmos del Neptune High, Veronica es
tan lobo solitario como Rusty Cohle, una paria, una outsider, una cínica que ya está
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de vuelta de otra vida que tuvo hace mucho (todo es relativo) tiempo y que la dejó
marcada: la madre alcohólica que la abandonó, el truculento asesinato de su mejor
amiga, el desprecio de un chico no demasiado listo que le rompió el corazón y la
humillación de su entorno. Ella se convirtió en una tipa dura y desconfiada cuya
mayor motivación es resolver casos. Es una workaholic, como también lo es la
Sarah Linden de The Killing. Pero, mientras Veronica de vez en cuando echa
mano de lo irresistible y monísma que es para sacar información, Sarah tiene los
espejos en casa para lucir los marcos.
Mujer y detective en la vida
Desde el norte de Europa ha llegado tal avalancha de títulos de género en los
últimos años que han adquirido su propia denominación de origen. El nordic noir
da para otro artículo, así que lo dejaremos aparcado y nos centraremos en la más
famosa de las adaptaciones yanquis.
The Killing es la serie donde el profesor de universidad y novelista Nic Pizzolatto
se baqueteó como guionista antes de recibir el encargo de HBO de escribir (entera y
sin respaldo de una writers’ room) la primera temporada de True Detective. Es
curioso cómo estas series plantean dos universos tan distintos que resulta
inconcebible imaginar a Sarah Linden, la policía protagonista de The Killing,
apareciendo en la comisaría de True Detective. Según los prejuicios de los de
Louisiana, la desaliñada detective Linden sólo podría ser, probablemente, asesina o
lesbiana… o ambas cosas. The Killing propone un nuevo estereotipo
transfigurado, la traducción postfeminista y postmoderna del hombre de la
gabardina. Sarah Linden lleva chubasquero en un Seattle donde llueve y está oscuro
todo el año, masca chicles de nicotina para controlar las ganas de fumar y no, no
lleva sombrero. Es más, se recoge el pelo de cualquier manera para que no le
moleste demasiado. Todo lo estético parece secundario para ella, se viste con jerséis
de lana gordos y nunca lleva maquillaje. No es una mojigata, se nota que está de
vuelta ya, pero tampoco va de picaflor; es una madre divorciada que se ha buscado
un novio convencional para tener asegurado un rol paterno permanente para su
hijo preadolescente y un refregón de vez en cuando para ella. Está obsesionada por
su trabajo y, al contrario que la deliciosa Marge Gunderson, no es capaz de conciliar
la vida laboral y la personal y aislarse de la maldad que le rodea. Linden, como
tantas otras madres, está frustrada porque no da abasto, pero, sobre todo, porque
una y otra vez antepone su trabajo a su hijo. La perversidad de los criminales que
persigue la enajena. El caso del asesinato de la joven Rosie Larsen se le mete hasta
el tuétano; como a Rust Cohle, le va la vida en ello. De hecho, al igual que él, es
independiente, autosuficiente, alérgica al gregarismo y, más que cínica, Linden es
directamente antipática.
Nada que ver con el pizpireto Dale Cooper, detective al cargo de otro asesinato
ocurrido veinte años antes y que era el misterio central -bueno, al menos, lo fue
durante un tiempo- de una serie que The Killing homenajeó sin complejos.
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"Diane: 11. 30 AM, February 24. Entering the town of Twin
Peaks"
A pesar del traje, del trench, del tupé y del mentón desafiante, el agente Cooper, el
encargado de averiguar quién de entre los habitantes de Twin Peaks mató a Laura
Palmer, supuso una ruptura total con el prototipo de detective clásico. El risueño,
afable y dulce investigador, adalid de la causa del Tíbet y que disfrutaba como un
niño delante de un buen trozo de pastel, trataba a todas las mujeres con una
educación exquisita sin importarle que fueran más o menos golfas, más o menos
raras, estuviesen vivas o muertas. Cooper estaba muy lejos de la displicencia
bogartiana, y sólo emulaba a Sam Spade cuando olía las tarjetas de visita para
identificar el perfume femenino. Más allá de su protagonista, la combinación
lisérgica de los elementos del noir que David Lynch llevó a cabo en Twin
Peaks (los secretos, los diálogos desconcertantes, los personajes perturbadores, los
símbolos vacíos de contenido y el asesinato como telón de fondo), la serie emitida
en 1990 cambió las reglas, es uno de los grandes hitos de la historia de la ficción y,
como bien destacan en el artículo 'True Detective', Obsessive-Compulsive
Noir, and 'Twin Peaks' de The Daily Beast, la pieza a la que más debe True
Detective.
En esto tiempos en que se repite una y otra vez de forma cansina lo de que la tele es
el nuevo cine y que las mejores películas ahora son las series (como si la televisión
necesitara de esa comparación para adquirir estatus de obra mayor), está bien
acordarnos de que David Lych, uno de los pocos autores legítimos de los últimos
cincuenta años -y lo dice una que no es, precisamente, admiradora incondicional-,
se puso el mundo por montera y deconstruyó un género clásico del cine para la
televisión. Hizo Twin Peaks aceptando las reglas de la producción de la televisión
en abierto: con una cohorte de escritores y directores vicarios y compartiendo la
paternidad de su producto con el guionista Mark Frost -que tenía el culo pelado de
escribirse capítulos en Canción triste de Hill Street- y sigue siendo, a día de
hoy, una de sus creaciones más representativas y personales.
HBO ha optado por reforzar la idea de autor al estilo cinematográfico con True
Detective, con un solo director, Cary Fukunaga -responsable de la última Jane
Eyre (2011), la de Wasikowska y Fassbender- y un solo guionista, el ya mencionado
Nic Pizzolatto. Mantiene, eso sí, la máxima impepinable de la ficción televisiva
contemporánea y quien manda aquí es el que escribe (o sea, Pizzolatto), aunque sea
el más bisoño de todos. El hecho de que cada entrega tenga formato de antología
(esto es, piezas de pocos capítulos, con tramas cerradas, personajes, entornos e
historias distintas en cada entrega) podría inducir a pensar que las temporadas
también serían distintas en el tono, pero los autores son los mismos, así que no creo
que vayamos a encontrar muchas variaciones sobre el tema. Tenemos noir noir
para rato.
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ISABEL VÁZQUEZ
Guionista, profesora, locutora, productora ejecutiva, actriz y crítica de series. Ha
trabajado para FOX International Channels, National Geographic, Disney
Channel, TVE y Telecinco. Dircom de la Semana de cine experimental de
Madrid. Puedes leerle en Un blog de series y en isabel-vazquez.com.
Twitter: @kubelick
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¿ERES UNA BETTY O UNA
JOAN?
POR LUCÍA TABOADA
Por Betty o Joan, el mundo seriéfilo se refiere a dos de las principales protagonistas
de Mad Men, antagonistas en estilo, pero también en forma de ser. Una, mojigata
y talentosa; la otra, explosiva e indómita. Identificarte por el vestuario de un
personaje e identificar así tu personalidad es un fenómeno propio de finales del
siglo XX e inicios del siglo XIX.
El estilo de los protagonistas de Mad Men se ha convertido desde hace años en un
referente para telespectadores, diseñadores, blogueros e incluso políticos, y la jefa
de vestuario de la serie, Jani Bryant, en estrella nacional e internacional. De hecho
para la propia Bryant el éxito de Mad Men también resultó una sorpresa, tal y como
cuenta en su obra The Fashion File. No ocurría nada semejante desde que
Patricia Field, estilista de Sex and the City, pusiera en boga los zapatos de Manolo
Blahnik. Los manolos más deseados desde un tal Escobar en España.
La influencia de Mad Men consiguió traspasar la caracterización de los personajes y
llegar a la pasarela para remarcar tendencias, con colecciones como las de los
diseñadores Michael Kors y Peter Som, como la colección Mad Men Collection
creada por Banana Republic o guiños bastante más sutiles como all13
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american de Tommy Hilfiger. Pero también llegó a la calle. Lo vintage volvió con la
fuerza de la ola de un tsunami para quedarse, y cualquier moderna malasañera que
se preciase disponía en su armario de faldas de lápiz, vestidos con volantes, lunares,
estampados de cuadros vichy, o cualquier prenda rescatada de los desvanes de sus
abuelas.
Con la llegada de Mad Men a nuestras vidas, y en concreto con la llegada del
personaje de Joan Holloway (interpretado por la voluptuosa Christina Hendricks)
se recuperó la cintura de las profundidades de la fosa de las Marianas. La silueta
marcada se puso nuevamente en boga y con ella la mujer total. Todas las marcas
hicieron lo propio con sus colecciones. Devolvieron a esa mujer confiada y sexual.
El vestuario de Mad Men nació de referentes cotidianos, pero también de grandes
estrellas como Grace Kelly, de Audrey Hepburn, Marilyn, Sophia Loren, Jane
Mansfield, Cary Grant o Gregory Peck. Una mezcla entre lo que se puede ver en los
periódicos de esa profunda época de cambios en Estados Unidos, en la industria
publicitaria y en los antes citados referentes de estilo. En cada episodio de Mad
Men se utilizan entre 100 y 200 modelos, muchos diseñados ex profeso, otros
tantos alquilados.
"Me encanta ayudar a la gente a lucir su mejor aspecto a través de una utilización
correcta del vestuario. Todo se reduce a vestir ropas que encajen con su personaje
y con la historia que quieren contar. La moda nos permite expresar nuestra
creatividad con un estilo único", aseguraba Janie Bryant antes de la presentación
de su libro.
Cuando el fenómeno va más allá de la identificación y llega a nuestros armarios, se
produce el proceso conocido como searching and matching. Algo se pone de moda
de las clases altas a las bajas y genera tendencias. Ha ocurrido como series como
Gossip Girl, New Girl o la citada Mad men, entre otras.
El trono de lo vintage
Ese boom de lo retro, también conocido como retromanía, hizo colisión en Europa
con la aparición de la primera temporada de la serie inglesa Dowtown Abbey. La
serie, ambientada en el turbulento inicio del siglo XX, nos presenta una aristocracia
británica inatacable, de fastuosos sombreros, vestidos entallados y pantalones de
cuadros. Representa a la perfección la irrupción de la alta costura, con nuevas telas
y texturas como el terciopelo, los encajes o brocados, un privilegio reservado para
las clases más altas, en claro contraste con el resto de las clases trabajadoras. Y
también la lucha entre la tradición y el asomo, aún complejo y disruptivo, de la
modernidad y emancipación femenina. La ambientación es tan rigurosa que la
actriz Sophie McShera, que da vida a una ayudante de cocina, llegó a revelar que en
los rodajes huele mal debido a la política de no lavado del vestuario para preservar
la imagen de la época.
Coco Chanel fue la fuente de inspiración para el vestuario del personaje principal de
la trama, Lady Mary, tal y como explicaba Sussanah Buxton, la encargada de
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vestuario, en una entrevista a la revista Time. La influencia de la moda en la serie y
de la serie en la moda también ha sido recíproca. Varios diseñadores como Marc
Jacobs o Burberry han ido introduciendo claras referencias a Downton Abbey en
sus colecciones, e incluso Ralph Lauren les dedicó una pasarela y un reportaje bajo
las altas paredes del castillo de Highclere, en el que se ambienta la serie.
El fenómeno de Downton Abbey coincidió en el tiempo con El Gran Gatsby e
incluso con Midnight in Paris, todos basados en los gloriosos años 20, los de
Bloomsbury, Scott Fitzerald, Virginia Woolf y el jazz. Los años 20 volvieron así
también a nuestros armarios.
El tiempo entre costuras
El vestuario de las series, y el trabajo de figurinistas, diseñadores y estilistas es una
combinación de documentación exhaustiva, diseños originales y trajes de alquiler.
En España el mayor referente en esto último es la Sastrería Cornejo. En la calle
Alcalá se ubica este túnel de tiempo con olor a cuero y a piel. Por esta casi
centenaria fábrica textil madrileña ha pasado Michele Clapton, la jefa de vestuario
de Juego de Tronos, y de ella proviene el vestuario de la conocida en España serie
Isabel, así como también otras producciones nacionales e internacionales como El
tiempo entre costuras, Águila Roja, Velvet, Gran Hotel, Los Tudor,
Downton Abbey o Vikingos.
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"Ahora mismo estamos trabajando casi con más series que con películas", nos
cuenta María Cornejo, quién pertenece a la cuarta generación de la familia. Ella y
más de cincuenta personas están a cargo de esta fábrica creada en 1920 por su
bisabuelo Humberto Cornejo, cuyo embrión fue una colección heredada. Desde
entonces, y especialmente a partir de los años 60, la sastrería se ganó un nombre y
el reconocimiento del sector, vistiendo a Ava Gardner o Charlton Heston, o
caracterizando a las míticas cintas El Cid, 55 días en Pekín, Doctor Zhivago o
Juana de Arco.
Sobre el boom de las series y con ellas el boom del vestuario María considera que "el
gusto por la ambientación es una buena forma de que la gente se fije en el vestuario,
de que nosotros como espectadores nos demos cuenta del trabajo que hay detrás". Alrededor de 400 trajes en las primeras cuatro temporadas han sido alquilados por
Juego de Tronos, fundamentalmente el vestuario del pueblo, pero también otros
más espectaculares como el nutrido grupo de la Guardia de la Noche. "El trabajo de
las series actualmente es digno de películas. En este momento de crisis
personalmente creo que las series están haciendo muy bien su trabajo de suplir a las
películas", añade María Cornejo.
El vestuario como identificador
Cualquier adicto a las series sería capaz de identificar a sus personajes por su
vestuario, especialmente si este es inmovilista como ocurre en la serie El
Mentalista. Patrick Jane luce únicamente dos modelos en todas las temporadas,
los mismos que llevaba cuando su hija y su mujer fueron asesinadas por Red John.
Lo que implica esta caracterización es el anclaje emocional del personaje en el
pasado.
En los primeros minutos de Breaking Bad, Walter White asoma por el desierto de
Nuevo México conduciendo una roulotte en calzoncillos blancos y camisa verde. Esa
imagen del Walter White primigenio, el inicio de su particular reinado, está clavada
en el subconsciente de todos los espectadores. Nada en ese vestuario demacrado fue
casualidad. El verde fue fundamental en todo el inicio de la temporada de la serie.
Cuando Walter White eligió a Heisenberg, eligió también un vestuario oscuro, sin
accesorios, nublado.
Kathleen Detoro, encargada del vestuario de Breaking Bad, hizo hincapié desde el
primer momento en la simbología cromática y en la importancia del vestuario en la
trama. Los colores tuvieron una analogía clara con el desarrollo de los personajes. Por ejemplo, todo en Marie Schrader, esposa de Hank y cuñada de Walter White, es
violeta. Su vestuario es completamente violeta a excepción de la bata del hospital;
su casa es, literalmente, una humilde morada: dormitorio violeta, cafetera violeta,
flores, bolsas de la compra, salón, cojines… Este color representa la necesidad de
seguridad de un personaje complicado e ingenuo.
En la opulenta Gossip Girl ocurre un proceso similar. El diseñador Eric Daman
reforzó la personalidad de cada uno de los personajes a través de accesorios fetiches
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que los hacían fácilmente identificables, como las diademas en Blair o las pajaritas
en Chuck. Una de sus protagonistas principales, Blake Lively, reconoció llevarse
vestuario a su casa. Tanto ella como Leighton Meester han sido catapultadas desde
entonces como iconos mundiales de estilo.
En The Killing, por el contrario, todo es oscuro. La Seattle gris, lluviosa, corrupta,
áspera, encuentra su extensión opresiva en el vestuario de la serie: cazadoras
anchas y jerseys de lana gruesa. La detective Sarah Linden convirtió este vestuario
espartano en un boom inesperado entre los fans de la serie, casi a la altura del
sombrero de caza de Sherlock Holmes.
Con ese sombrero se imaginó el ilustrador Sidney Paget al personaje creado por
Arthur Conan Doyle en 1891, y en Sherlock, la serie de la BBC creada por Steven
Moffat y Mark Gatiss, se mantiene parte del look: gabardinas entalladas, líneas
rectas, bufandas, y como no, el mentado sombrero. "Lo triste es que yo tenía un
abrigo muy similar al de Sherlock desde antes de que me dieran el papel –fue un
regalo que me hicieron- pero ahora no puedo ponérmelo en público. Es
deprimente", dice Benedict Cumberbatch, el actor que encarna a esa versión
moderna del inquilino del 221B de Baker Street. La gabardina, al igual que el
detective sociópata, le perseguirá en su carrera para siempre.
El vestuario anárquico de Phoebe de Friends, las camisetas nerds de The Big Bag
Theory, los monos color caqui de iniciativa Dharma en Lost, los trajes de Barney
Stinson en Cómo conocí a vuestra madre… El vestuario de las series es, más
allá de un simple elemento, un personaje más de las series.
LUCÍA TABOADA
Periodista, actualmente en el departamento de Documentación de la Cadena SER.
También colabora en GQ o en la revista Minuto 116. Apasionada de las series, su
lema vital es "un capitulito más y me acuesto".
Twitter: @taboadalucia
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JÚPITER Y MÁS ALLÁ DEL
INFINITO
POR RAMÓN REY
Imagina que tienes doce años y tus pasos te llevan de forma completamente
inconsciente a una sección de libros con títulos y portadas muy llamativos en la
biblioteca de tu barrio. Exploras las estanterías con la mirada y empiezas a
descubrir palabras e ideas que no habías visto en ningún otro departamento del
edificio. Tu mente comienza a generar potentes y coloridas imágenes que te alejan
en un instante de la realidad, casi sin pensar. Para un niño con la suficiente
curiosidad sobre el funcionamiento del mundo a su alrededor, la ciencia ficción es el
catalizador más intenso que puede encontrar. El comienzo de la obsesión por este
tipo de historias es como abrir una puerta a un nuevo universo, uno repleto de
maravillas sin fin. Todo esto ha sucedido antes y volverá a suceder de nuevo.
Mi fascinación por el cine como medio narrativo y de expresión artística definitivo y
mi afición personal por la ciencia ficción están irremediablemente unidas desde
entonces. La exploración del universo, robots, inteligencia artificial, manipulación
genética, el descubrimiento de civilizaciones extraterrestres, viajes en el tiempo, …
¿Quién quiere que le cuenten historias convencionales situadas en la tan
convencional cotidianidad del presente cuando puedes escapar de ella con la
imaginación a lugares y situaciones imposibles?
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Se trata de un juego maravilloso que de principio te permite huir de lo cotidiano,
mostrándote un futuro en apariencia brillante. Un futuro en el que los avances
científicos y el descubrimiento de nuevas tecnologías hacen posible el progreso
completamente desmesurado de los seres humanos como especie. Lo que queda es
una mirada sencilla y optimista, una proyección de todas nuestras aspiraciones.
Pero incluso dentro de ese planteamiento tan positivo y aspiracional que a uno le
atrae de las primeras historias del género en las que se sumerge, se pueden
vislumbrar ya problemas de un nivel filosófico y moral radicalmente trascendentes.
Sólo es necesario madurar y revisionarlas con el tiempo para captar las sutilezas de
su contenido.
Con el tiempo y la edad es inevitable buscar algo más, es hora de que nos muestren
el verdadero rostro de la actualidad o nos avisen del peligroso rumbo que está
tomando la sociedad. Porque la ciencia ficción puede servir para mucho más que
disfrutar de fascinantes aventuras en planetas lejanos: puede mostrar los problemas
que afectan directamente a la humanidad a través de escenarios terriblemente
auténticos y realistas. Escenarios que aunque parezcan completamente ajenos a
nuestro tiempo, expresan nuestros miedos más profundos como individuos y
comunidad. Este tipo de historias se convierten en comentarios que pueden poner
en duda los mismos cimientos de nuestra civilización, nuestra capacidad de libre
albedrío o el desafío que supone la interacción con nuestros semejantes en entornos
puramente digitales. Cualquier dilema, problema o conflicto político y social puede
desarrollarse de forma didáctica usando los recursos narrativos de este género. Las
posibilidades son virtualmente ilimitadas.
Pero fuera de abstracciones y generalidades, ¿qué es la ciencia ficción? Es un género
de ficción que pretende contar historias que tienen lugar en situaciones inventadas
pero más o menos factibles dentro de un planteamiento que se puede explicar en
términos científicos, utilizando desde la física hasta las ciencias sociales. Se podría
decir que la principal diferencia respecto a la fantasía es que su credibilidad se
fundamenta en explicaciones racionales, aunque desde luego esto no implica la
ausencia total de elementos puramente especulativos o imaginarios. Entre las
premisas más típicas y reconocibles del género están las historias ambientadas en el
futuro, los viajes en el tiempo, universos paralelos, el contacto con civilizaciones
extraterrestres o las consecuencias del desarrollo avanzado de la ciencia y la
tecnología en general sobre la humanidad. Todo esto son recursos usados por los
autores para explorar cuestiones filosóficas, morales o sociales.
El origen de su nacimiento como género literario puede remontarse al siglo XVI,
aunque los precursores del género como tal se encuentran en la literatura fantástica
del siglo XIX, tomando como punto de partida el Frankenstein de Mary Shelley.
Las revistas pulp de los inicios del siglo XX lograron que llegara al gran público y
con el tiempo ser considerado literatura seria. Todo esto llevó a la monumental
explosión de autores de inmenso talento y obras de gran calidad en los años
cuarenta y cincuenta del siglo pasado, que constituyen lo que se llama La Edad de
oro de la ciencia ficción. Este período elevó el nivel de la calidad literaria y de las
historias que el público podría esperar. Además, definieron los temas, el tipo de
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personajes, argumentos y recursos narrativos que han seguido influenciando a
generación tras generación de escritores hasta nuestros días.
La ciencia ficción en el Séptimo Arte como fenómeno mainstream puede ser
considerado algo relativamente reciente, pero está presente en el mismo desde la
época del cine mudo. Méliès ya adaptaba en 1902 a Jules Verne y H. G. Wells en Le
voyage dans la lune (Viaje a la Luna) para contar como un equipo de astrónomos
viajaba a nuestro amado satélite dentro de una cápsula espacial disparada por un
cañón gigante. Curiosamente, de una idea tan loca como esta surgió una de las
imágenes más icónicas de los albores del cine. Muy probablemente, la que se puede
considerar como primera película de ciencia ficción definió el tipo de relatos que la
mayoría de cineastas y espectadores esperan de este género desde su debut en la
pantalla grande, con todas las consecuencias. Las naves espaciales, extraterrestres,
robots, viajes en el tiempo y mundos postapocalípticos no parece que dejen de
satisfacer nunca la necesidad de vivir emocionantes aventuras de unos y otros.
Mientras tanto se aleja al público más amplio al perpetuar los prejuicios que puede
llegar a provocar esa visión vergonzosamente simplista de este género
cinematográfico que durante tanto tiempo ha sido tan denostado.
Le voyage dans la lune (1902), de Georges Méliès
Son prácticamente inexistentes los títulos de ciencia ficción pura que llegan a
estrenarse y que atraigan al gran público incluso en nuestro días. Los grandes
estudios apuestan por superproducciones orientadas al espectador medio en las que
se prioriza la acción y la aventura por encima de propuestas más intelectuales. Es el
tipo de producciones que pagan las facturas y los yates de los ejecutivos de
Hollywood y que la mayor parte de los aficionados al cine como entretenimiento
quiere ver. Estas producciones enfocadas a la acción son también un ejemplo de
como la ciencia ficción es un metagénero que permite contar una gran diversidad de
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historias diferentes en función de la intención del proyecto o guionista o del interés
del director. Al final la ciencia ficción sirve como recurso narrativo o ambientación.
Se configura como unos cimientos para construir un argumento con elementos de
muchos otros géneros como el terror, comedia, romance, suspense, aventura o
acción.
Igual que la sociedad de la que surge toda expresión cultural, el cine ha
evolucionado en los últimos cien años de forma notable. La ciencia ficción
cinematográfica en particular siempre ha mantenido en sus historias y formas un
reflejo de los temores y problemas de la época a la que pertenecen. Esto se puede
comprobar ya en el primer y monumental largometraje del género, Metropolis
(1927) de Fritz Lang. La producción más cara del momento constituye todo un
retrato de la explotación obrera en un futuro no muy lejano extremadamente
industrializado. La élite gobernante rige los destinos de todos pero toma decisiones
únicamente en favor de su propio beneficio y con el objetivo claro de mantener a los
más desfavorecidos en los niveles inferiores de la ciudad, esclavizados al ritmo del
funcionamiento de las máquinas.
Metropolis (1927), de Fritz Lang
El poder establecido no teme a nada, salvo cuando uno de sus propios hijos
descubre las condiciones infrahumanas de sus hermanos trabajadores, de los que él
ya considera sus semejantes. Entre los obreros las condiciones de vida son
insoportables y en su seno se escuchan las quejas del pueblo. La voz de Maria da
forma a las protestas de los habitantes del subsuelo de la ciudad de Metropolis, de
quienes hacen posible que la vida en la superficie sea cómoda, fácil y repleta de
lujos. El paso natural por parte del gobernador de la ciudad es utilizar en su favor el
culmen del desarrollo tecnológico para justificar cualquier acción contra los
insurgentes y perpetuar el status quo. Corromper el discurso de protesta de Maria,
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transformarlo en algo violento e irracional es la jugada maestra de Fredersen,
totalmente alienado de su propia humanidad.
El pánico a ser sometidos al servicio de las máquinas y que no sean ellas las que nos
faciliten la existencia, la conciencia de clase, la manipulación de las masas y la
corrupción y radicalización ideológica son algunos de los temas fundamentales de
Metropolis. Todos ellos están presentes y muy justificados en la vida política y la
realidad social de principios de siglo entre guerras mundiales, revoluciones obreras
y estados totalitarios.
Años después, en pleno momento de intensificación de la Guerra Fría, la carrera
espacial sería el foco de atención para todos. Los primeros pasos de la exploración
espacial estuvieron marcados por la necesidad política de legitimar
tecnológicamente la superioridad moral de ambos bandos frente al otro con el
mundo entero de testigo. Estados Unidos y la URSS se embarcaron en una
competición sin más premio real que la ciencia por la ciencia, aunque en parte se
pudiera aplicar al desarrollo de misiles balísticos intercontinentales. Para cuando el
primer hombre puso su pie en la Luna, la tecnología aeroespacial había
experimentado un avance que nadie había previsto tan sólo una década antes.
En ese contexto de ferviente impulso tecnológico de la humanidad hacia las
estrellas, Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke lograron sacar la ciencia ficción de ese
agujero infestado de producciones de bajo presupuesto con nula ambición artística
en que se había convertido en las anteriores décadas. 2001: A Space Odyssey
(2001: Una odisea del espacio, 1968) representa en si misma todo un hito
tecnológico y narrativo. Tan sólo unos meses después de su estreno, el éxito de la
misión Apollo 11 supuso para la humanidad el salto más importante en su evolución
desde el momento en que el primer Homo sapiens fijó su vista en las estrellas. Eso
es exactamente lo que trataba este film: la naturaleza y el significado de los saltos
evolutivos de la especie humana. Guiados en este caso por la presencia de una
inteligencia extraterrestre de origen desconocido, nos vemos empujados al progreso
y el desarrollo científico para alcanzar la próxima meta de nuestros
descubrimientos. Con ese regocijo existente en la época ante unos avances tecnológicos que
aparentemente nos llevaban más cerca de las estrellas, parece que todos esperaban
dar con las respuestas a las grandes preguntas que siempre nos hemos hecho desde
el principio de los tiempos. 2001: A Space Odyssey sintetiza de forma certera ese
sentimiento de eterna búsqueda de significado en el universo por parte de los
habitantes de la Tierra. Las mismas preguntas que el propio HAL 9000 muy bien
podría hacerse como ser consciente, resultado final del desarrollo de la inteligencia
artificial.
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2001: A Space Odyssey (1968), de Stanley Kubrick
Ese deseo de satisfacer nuestra necesidad de trascendencia a través de la tecnología
era totalmente utópico. Sin embargo, las grandes corporaciones sí supieron qué
hacer con el salvaje progreso científico de la segunda mitad del siglo XX. La
electrónica, la informática y la comunicación digital fueron la plataforma de
lanzamiento de numerosos nuevos mercados que reactivaron la economía mundial
en los años ochenta. Todo podía aprovecharse para generar dinero. La aparente
falta de escrúpulos en ese proceso fue el caldo de cultivo ideal para que hiciera acto
de presencia el miedo al abuso de cualquier avance científico para su explotación
comercial.
Este escenario pesimista es el que lograba capturar perfectamente Blade Runner
(Ridley Scott, 1982) con su visión extremadamente decadente del futuro. La
homogeneización cultural provocada por la globalización, el desastroso impacto
para el medio ambiente del crecimiento desbocado y la mercantilización de seres
artificiales creados a nuestra imagen y semejanza componen una visión terrorífica.
Los replicantes son considerados meras herramientas de trabajo, mano de obra sin
alma que sirve para un propósito determinado. Si pierden su utilidad o
conveniencia, son totalmente prescindibles. Sin embargo, en esta distopía
cyberpunk neo noir son ellos los que conservan un destello de humanidad. Son más
conscientes que nadie del valor que posee el breve tiempo del que disponen antes de
morir.
Con el ambiente enrarecido anteriormente descrito se forjó poco a poco el cinismo
de una sociedad desencantada. En ausencia de referencias morales claras llegó la
desconfianza y la paranoia dirigidos hacia el poder establecido. El recelo
generalizado de la opinión pública ante los estamentos políticos, económicos y
religiosos estaba bien justificado. Los conglomerados de medios de comunicación
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habían expandido su esfera de influencia más allá de lo que nadie nunca pudo
imaginar en un mundo que por primera vez estaba globalmente interconectado. Sin
embargo, la información estaba al servicio de los intereses de unos pocos y no de los
ciudadanos. La mentira y la desinformación como instrumentos del poder, la
manipulación mediática y la teoría de la conspiración unidas al colosal desarrollo de
la informática en el último cuarto del siglo XX dieron como resultado The Matrix
(1999).
Los hermanos Wachowski formulan una hipótesis tan interesante como
espeluznante: ya no es necesario que se nos arrebaten nuestras libertades para
controlarnos. Basta con otorgarnos la ilusión de libre albedrío para que cumplamos
con el propósito que se nos ha impuesto sin cuestionarlo ni advertirlo. Las
máquinas que esclavizan la humanidad en esta cinta nos necesitan de igual forma
que las cosechas de humanos que viven dentro de Matrix necesitan esa simulación
de finales del siglo pasado para sobrevivir al colapso de nuestra civilización. La
mayoría no están preparados para conocer la verdad y que su concepción de la
realidad se desmorone. Un grupo reducido de adalides de la libertad,
revolucionarios que son una evidente proyección de los movimientos sociales
antiglobalización de la época, se dedica a luchar contra el sistema. En este brillante
reflejo de la sociedad moderna, todos aquellos que están esclavizados por el sistema
enchufados a Matrix pueden ser usados en cualquier momento por las máquinas
para destruir a cualquiera que se interponga en sus planes.
Y de repente el mundo cambió de un día para otro. Después del 11-S el terrorismo
internacional dejaba de ser algo abstracto para convertirse en una amenaza global y
cercana con un rostro identificable. Lo que ponía en riesgo nuestro bienestar ya no
era algo conceptual e indeterminado. Ahora los gobiernos se veían legitimados a
tomar cualquier medida en pos de la seguridad de sus ciudadanos, aunque eso
supusiera sacrificar cualquier otro derecho. Con ese presente inestable y futuro
incierto las relaciones humanas tomaron una nueva dimensión. El desasosiego y la
incertidumbre constantes nos hizo más conscientes de la importancia de contribuir
al bien común y de la forma de relacionarnos con quienes nos rodean. El horror
consigue crear siempre un ineludible sentimiento de unión entre quienes lo
experimentan. El mismo inexplicable sentimiento que arrastra a cada uno de los
dos protagonistas de Upstream Color (2013) mutuamente.
Son dos personas que se sienten incompletas después de sufrir un proceso que les
ha transformado sustancialmente. Para sentirse mejor requieren estar juntos y así
hacer frente a las fuerzas externas que están alterando su percepción de si mismos,
de sus emociones y de lo que les rodea. No podría ser más preciso el retrato de
Shane Carruth de la relación absolutamente codependiente de los dos personajes
centrales, una extraordinaria y enigmática historia de amor que trasciende su
sentido romántico e íntimo para alcanzar uno metafóricamente universal. Porque
ellos no son los únicos que han pasado por la misma experiencia traumática y sin
saberlo están vinculados con otros en su misma situación. Esta representación de
crisis de identidad y desorientación refleja perfectamente el estado de shock social
de este nuevo orden en que nos vimos inmersos súbitamente a comienzos del siglo
XXI y que todavía perdura. Un nuevo orden que ha puesto a prueba la validez de
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todas nuestras ideas y modo de vida y nos ha empujado a confiar en los demás para
poder sentirnos seguros y mirar al futuro con cierta dosis de optimismo.
RAMÓN REY
Podcaster y blogger. Es co-creador de Esta peli ya la he visto (ganador en 2011
del premio al mejor podcast personal europeo en los European Podcast Award)
y escribe sobre ciencia ficción en Domingo de cine.
Twitter: @rrey
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11 CASOS REALES EN THE
GOOD WIFE
POR AURORA FERRER
"Sin ella, Peter es un político que pagó de más por una prostituta. Con Alicia, es
Kennedy". Aunque, en realidad, Peter Florrick no es el único que responde a esta
descripción del gran robaescenas Eli Gold. En la vida real, Bill Clinton, Dick Morris,
John Edwards o Eliot Spitzer saben qué se siente en el pellejo del Gobernador de
Illinois. De hecho, aunque sus creadores reconocen que son muchos los escándalos
políticos por malversación de fondos y relaciones sexuales de dudosa moralidad en
los que podían haberse inspirado, afirman que las primeras escenas del capítulo
piloto están basadas en el escándalo sexual protagonizado por Eliot Spitzer, el
llamado sheriff de Wall Street, acusado de acostarse con prostitutas de lujo.
Aunque todos estamos pendientes del dichoso hilo que Alicia ve en la chaqueta de
su marido, de fondo suenan las disculpas oficiales del supuestamente avergonzado
ex gobernador de Illinois. Si rascamos un poco más e investigamos su oratoria, nos
daremos cuenta de que la estructura del discurso emitido por Florrick es
prácticamente idéntico al del ex gobernador de Nueva York:
https://www.youtube.com/watch?v=3TIOP5-8_-o
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La postura y actitud de Silda Wall, su buena esposa, es exactamente la misma que la
de Alicia. Y no solo la física. Todo el mundo se preguntaba qué pasaba por la cabeza
de estas mujeres, formadas e inteligentes, para permanecer a su lado. De hecho,
Silda fue la enésima 'buena esposa' en acompañar a su marido ante hechos
similares. The Good Wife nos invita a conocer al tipo de mujer que se esconde
tras este carácter.
La elección de la profesión de la esposa, tampoco es baladí. Tanto Hillary Clinton
como Elizabeth Edwards son abogadas, mujeres que se han reincorporado a su vida
laboral tras los incidentes maritales.
Entre políticos anda el juego
Fotograma de Tratamiento Especial (T02E05)
Si hay un político en escena, probablemente la trama esté relacionada con dinero o
sexo obtenido de forma ilícita. A fin de cuentas, The Good Wife destaca por mostrar
la rabiosa actualidad en sus elegantes guiones. Es el caso de Tratamiento
Especial (T02E05), en el que una masajista acude a Lockhart & Gardner
afirmando haber sido acosada sexualmente por el Premio Nobel de la Paz, Joe Kent,
uno de los ciudadanos norteamericanos más respetados por su trabajo en África. Su
mujer, aún conociendo la culpabilidad de Kent, quiere forzar a que el bufete
abandone la idea de representarla y con ello tapar el tema.
Si bien este hecho (con la reacción de la mujer incluida) nos recuerda al escándalo
protagonizado por el ex director del FMI Dominique Strauss-Kahn, el capítulo está
basado en el político Al Gore, Premio Nobel de la Paz en 2007. Lo de Strauss fue
posterior a la emisión de este capítulo, cuestión que demuestra lo predecibles que
son nuestros mandatarios y lo bien que se adaptan al cliché.
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Al Gore fue acusado por una masajista de acoso sexual. Esta afirmaba que el Premio
Nobel "la había besado y realizado tocamientos no deseados". Presuntamente, los
hechos acaecieron en octubre de 2006 en el Hotel Lucía. A día de hoy, Al Gore y su
familia lo siguen negando todo (aunque el matrimonio se ha separado). Según sus
declaraciones, es una más de las "historias inexactas, difamatorias y engañosas
que publican los medios"
Así se pierde la inocencia
Fotograma de Chicas malas (T02E07)
¿Quién no se ha preguntado alguna vez qué tiene Miley Cirus en la cabeza (además
de bonitos sombreros y mechas californianas)?. En Chicas malas (T02E07),
Alicia tiene que defender a Sloan, una joven estrella tipo Disney que se ha metido
en más de un lío a consecuencia del alcohol y sus fiestas nocturnas. En esta ocasión,
la joven está acusada de embriaguez y de atropellar a la hija de un famoso bateador
profesional.
El caso nos lleva a acordarnos de personajes como Miley Cyrus, protagonista de
Hannah Montana (Disney), papel que la convirtió en un ídolo adolescente en todo
el mundo.
Un par de años después, en 2009, Cyrus quiso dar una imagen más adulta tras el
lanzamiento de su primer EP, lo que le acarreó un buen número de críticas. Tras
esto, la joven estrella salió de Disney para proseguir en solitario. Tras esa decisión,
ha sido protagonista de escándalos en los medios de comunicación y redes sociales
por fotos comprometidas, alcohol y por fumar en pipa salvia divinorum.
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Pero Miley Cyrus no es la única. La historia de adolescente estrella que se acaba
estrellando con escándalos de fiestas, sexo o fotos comprometidas es más que
recurrente en nuestra sociedad y un tema de candente actualidad.
“In my opinion”
Fotograma de Nueve horas (T02E09)
Además de moverse en tramas que navegan entre la ética y la moral más oscura y
gris, The Good Wife tiene las ventajas de un procedimental y también las de no
ser un procedimental, sino un drama, un thriller legal y político en toda regla.
En su texto, en la mayoría de capítulos, se aprecia una aguda crítica a la justicia
americana. Capítulos memorables como el que ve nacer la conocida frase "In my
opinion" ponen en evidencia las triquiñuelas del sistema legal estadounidense. Es el
caso de Nueve horas (T02E09), en el que conocemos a Carter Wright, un preso
que espera a la parca desde hace 10 años en el corredor de la muerte. Está acusado
de matar a su esposa. El día de su ejecución, Alicia Florrick recibe una extraña y
misteriosa llamada de un funcionario del Tribunal de Apelación del Séptimo
Distrito que le pregunta si va a añadir algún addendum. Ella no tenía la intención
de presentar nada nuevo, pero la pregunta abre una nueva esperanza: ¿hay todavía
alguna posibilidad de salvar a su cliente? El funcionario parecía haberle dado la
pista a seguir. Tienen nueve horas para averiguar cuál es la posibilidad que podría
dejar a su cliente fuera del corredor de la muerte.
Mientras intentan descubrir qué han pasado por alto, Diane se percata que el el
stock del pentotal sódico había caducado. Es uno de los tres ingredientes del cóctel
que matarán a Carter Wright, por tanto, si no reciben una nueva dosis, no podrán
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llevar a cabo la ejecución. En un momento del caso, se plantean cambiar el
anestésico, pero el juez rechaza esta opción.
Curiosamente, unos días después de la emisión de este episodio de la segunda
temporada, un juez permitió la ejecución de un preso con pentobarbital (utilizado
en animales), ante la escasez de pentotal sódico. Se rumorea que el único
laboratorio que lo fabrica en EEUU, Hospira, no está muy contento con el uso que
le dan las cárceles a su medicamento, ideado para fines médicos y no para ayudar a
matar personas con la polémica pena de muerte. De ahí, su falta de existencias.
Filtraciones y protestas en la red: los disidentes
Fotograma de Gran Cortafuegos (T02E16)
Las redes sociales, así como las filtraciones en Youtube o Twitter son una constante
en The Good Wife, que incluso ha creado ciertos personajes recurrentes, dada la
rabiosa actualidad del tema, que evocan a los propietarios de plataformas como
Google o Facebook.
En el capítulo Gran Cortafuegos (T02E16), Will pide ayuda a Alicia con el caso
de un disidente chino encarcelado y torturado en su país: Shen Yuan. El acusado no
es otro que el buscador Chumhum (cachondo nombre), propiedad de Neil Gross,
que hace de hombre Google en esta serie (Zuckerberg, creador de Facebook,
también tiene su reflejo en Patric Edelstein).
En este capítulo, Gross es acusado por el disidente por haber revelado su IP al
gobierno chino cumpliendo la legislación del país. Un tema que nos suena. Alicia se
da cuenta de que todo lo que habían hecho no era por hacer el bien, sino una
estrategia para conseguir que Chumhum se retirase de China y permitir de esa
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forma que la red social de Edelstein monopolizara la red. Recordemos que Google
cesó sus actividades en el mercado chino hace unos años. Son muchos los
ejemplos de esto en la vida real, y desgraciadamente también relacionados con
disidentes.
Otro ejemplo ocurrió en octubre de 2011. El Gobierno de EEUU solicitaba a
Google que revelara los datos de las cuentas de correo de voluntarios de
Wikileaks. En 2010, el gobierno estadounidense requirió a Twitter todos los
mensajes privados y datos personales que hicieran alusión a Wikileaks o a su
fundador, Julian Assange. Twitter ha sido de los pocos que se han negado a
entregar esta clase de información.
¿Por qué no te callas?
Fotograma de Relaciones exteriores (T02E20)
Si eres rabioso seguidor de The Good Wife y no te sorprendiste con Relaciones
exteriores (T02E20), deberías volver a verlo.
En esta ocasión, el bufete de Lockhart & Gardner se ve obligado a trabajar con Fred
Thompson y el gobierno venezolano en un caso relacionado con el petróleo. El
bufete de Alicia defiende a una pequeña empresa contratista de perforación contra
la industria petrolera en un caso legal que va más o menos bien hasta que (palabras
literales del canal oficial de la CBS): "un dictador sudamericano complica la
situación".
Lo curioso es que aquí no inventan a un supuesto "dictador" para el capítulo, sino
que afirman que es venezolano y se llama Hugo Chávez. Además, dicho
"dictador" cambia las leyes a su antojo para que le beneficien y afirma haber
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recibido un premio como defensor de los Derechos Humanos de Muamar Gadafi.
No se le ve la cara (solo de cuello para abajo) y el actor que lo interpreta quizá
estaba un poco más delgado que el fallecido presidente venezolano en aquellos
momentos, pero tanto la ropa de sport como la chaqueta roja son más que
reconocibles.
La crítica es tenaz, firme y queda muy pero que muy clara. El "dictador" es
retratado como grosero, prepotente y con constantes salidas de tono. El debate está
servido.
El 'lobby' del queso
Fotograma de Whiskey Tango Foxtrot (T03E09)
Una vez más, la trama de la serie se guía de la rabiosa actualidad. En Whiskey
Tango Foxtrot (T03E09), el robaescenas de Eli Gold lidera el equipo de gestión
de crisis de un lobby del queso.
Se le acusa de haber contaminado un comedor escolar con listeria con su producto,
un hecho que se ha dado más de una vez en los comedores de EEUU tanto antes
como después de la emisión del episodio.
Además, en aquellos momentos estaba de moda en los medios el hablar sobre el
lobby alimenticio, pues justo en ese momento se discutía en el congreso el menú de
los comedores escolares, llegando incluso a debatirse sobre de cuánta salsa de
tomate debía llevar un alimento como la pizza para considerarse una comida tan
nutritiva como un vegetal (¡!).
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The Good Wife, además, deja claro que de lo que se está hablando aquí no es de
nutrición infantil, sino de dinero. Los presupuestos escolares para el comedor son
subvencionados por el gobierno federal anualmente con 13 billones de dólares. Los
fabricantes de comida rápida no quieren quedarse sin su parte del pastel, de ahí que
quieren destacar dentro del gráfico Choose My Plate, la nueva pirámide alimenticia.
Como es evidente, buscan que sus productos sean recomendados en el nuevo plan.
Bitcoin para dummies
Fotograma de Bitcoin for Dummies (T03E13)
En Bitcoin for Dummies (T03E13), un abogado muy especial, defensor de los
activistas de Wall Street, entra apresurado en el bufete de Alicia. Le pisan los
talones unos agentes del Departamento del Tesoro que quieren obligarle a revelar el
nombre de su cliente: el creador de Bitcoin.
En el juicio se debatía si los bitcoins eran o no una moneda. El fiscal pretendía
defender que sí lo era y que por tanto debería estar sometida a las leyes del Tesoro.
Alicia defendía la postura contraria, pues no en cualquier sitio se pueden utilizar
Bitcoins y son meramente para intercambios en ciertos sitios.
El caso es muy real, ya que los reguladores de EEUU han intentado repetidamente
conseguir legislar sobre los Bitcoin. de hecho, en marzo del pasado año, el Tesoro de
Estados Unidos señaló que todas las empresas que se dedicaran al intercambio y
transferencias de la moneda virtual deberían proporcionar toda la información al
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Gobierno y estarían regidas por unas normas concretas para prevenir el blanqueo
de dinero.
Las bebidas energéticas ¿un peligro?
Fotograma de Equipo rojo, equipo azul (T04E14)
En Equipo rojo, equipo azul (T04E14), Will y Diane deben defender a una
empresa de bebidas energéticas. Los demandantes son la familia de una chica que
murió tras su ingestión.
Por primera vez asistimos a un ensayo de un juicio, en el que Will y Diane harán de
abogados defensores y Alicia y Cary de la acusación. Añadiendo a que estos dos
últimos estaban cabreados por su situación laboral, la tensión en este juicio fingido
podía mascarse en el ambiente. Alicia y Cary van a por sus jefes con todo lo que
tienen.
El caso, no exento de polémica, nos recuerda a la empresa de bebidas energéticas
Monster. Hace aproximadamente un año, las autoridades sanitarias de EEUU
tuvieron que hacer públicos los informes que recogían que cinco personas habían
muerto en los últimos tres años tras ingerir estas bebidas. El caso más sonado fue el
de Anaïs F., de 14 años. Sus padres, de Maryland, iniciaron una demanda contra
Monster por la muerte de su hija, que había fallecido de un paro cardíaco tras el
consumo del refresco energético.
Invocando la memoria de Aaron Swartz
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Fotograma de La violación: una perspectiva moderna (T04E20)
La actualidad vuelve a apoderarse de las tramas de The Good Wife. En el capítulo
La violación: una perspectiva moderna (T04E20) se invoca la memoria del
difunto Aaron Swartz, ya que explora los límites entre Anonymous, activismo
de Internet e idealismo.
En esta ocasión, Lockhart & Gardner representa en un juicio civil a una adolescente
que denuncia a un compañero de clase de violación. Pero el tema se enreda cuando
el juez manda a la joven a la cárcel por denunciar públicamente en Twitter a su
presunto violador, violando así la orden de silencio y negándose también a pedir
disculpas al afectado.
Paralelamente, los hijos de Alicia comienzan a recibir vídeos anónimos que pueden
servir como prueba para acusar al violador. El juez no quiere admitir este material
audiovisual, pues asegura que se ha obtenido por procedimientos no legales. Esto
hace que Anonymous se implique aún más en el tema, llegando a perjudicar el
caso en algunas ocasiones y cabreando al juez.
Este caso evoca un caso de violación de Steubenville, Ohio en el que Anonymous
se implicó directamente filtrando vídeos del supuesto violador, y el de Savannah
Dietrich, una estudiante de Kentucky que denunció públicamente en Twitter a sus
agresores y fue condenada por ello.
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La NSA, el radio patio oficial de nuestra era
Fotograma de The Bit Bucket (T05E02)
En la quinta temporada, los radio patio oficiales de Estados Unidos tampoco
escapan de la trama de la serie de la CBS. Además de estar presentes a lo largo de la
primera parte de la quinta temporada, en The Bit Bucket (T05E02) vemos como
el dueño del famoso buscador ChumHum se las ve contra la NSA e incluso se alía
con otras plataformas como Yahoo y conocidas redes sociales para evitar que el
Gobierno meta las narices en sus empresas digitales. Aunque no es lo único. La
rapidez de los acontecimientos, los constantes giros y un humor ácido elevado a la
máxima potencia hacen de esta temporada una de las mejores críticas a nuestra
sociedad actual.
Larga vida a The Good Wife.
AURORA FERRER
Periodista, locutora, reportera y social media manager. Trabaja como coordinadora
social media y redactora para la revista Quo, así como reportera de la revista
Forbes. Ganadora del I Premio de Relato Corto Libertad de Ser y el Premio
Píxel (Grupo Hearst) en 2012 en la categoría de reportajes.
Twitter: @auroraferrer
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IT’S NOT TV, IT’S A VIDEOGAME
POR GUILLERMO G.M.
En la mañana en la que comienzo a escribir estas líneas se anuncia el regreso del
erizo azul más famoso de todos los tiempos: Sonic. La mascota principal de SEGA
tiene delineado su camino hacia el estrellato en forma de reconversión de
personajes -se dopa a Knuckles y al propio Sonic se le otorga una aventurera
bufanda-, lanzamiento de juguetes y, atención, nueva serie de televisión. Este apoyo
televisivo no es nuevo, los más veteranos recordamos aún una serie animada de
Sonic en la que éste se alimentaba de perritos calientes.
En un mundo tecnológico cada vez más entrelazado los videojuegos aprenden de la
televisión, y viceversa.
El consumidor medio decide madurar en algún momento de las últimas décadas,
dar un paso al costado para darse cuenta de que está cansado de guiones
autoconclusivos de hora y media de duración: ahora quiere temporadas que
permitan a los personajes evolucionar, largas tramas que permitan la degustación
de los matices psicológicos de los protagonistas, derivas individuales que huyan de
maniqueístas y tópicas posturas heroicas, antihéroes que nos atraigan por la
complejidad contradictoria de sus valores. El consumidor medio apuesta por las
series.
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El mundo de los videojuegos, que madura y se acerca a sus convecinos culturales,
prueba nuevos cuerpos estructurales. ¿Por qué no trasladar la trama episódica al
videojuego? Broken Age, de Tim Schafer, y The Walking Dead, de Telltale
Games, apuestan por distribuirse por capítulos, en un formato que parece acoplarse
perfectamente al estilo de juego de la aventura gráfica, aunque en el segundo caso
algunos críticos discutan su pertenencia al género. El caso del primero es llamativo,
porque el título del desarrollador de Monkey Island es financiado tras un
polémico caso de crowdfunding, plataforma de financiación que ha llegado al
videojuego en gran parte gracias al propio Tim, pero también en parte debido a
sonados casos como la financiación de la película de Veronica Mars por
Kickstarter. Pequeñas y grandes pantallas comienzan a pasear de la mano en sus
métodos de financiación.
The Walking Dead además presenta un paradigma de lo que debe ser una serie
extendida al videojuego. Si la serie de AMC se caracteriza por plasmar el cómic de
Robert Kirkman en un mundo apocalíptico plagado de zombies en la pequeña
pantalla, el videojuego traslada lo más atractivo de la serie: los dilemas morales. Si
en la serie contemplamos horrorizados cómo son abandonados algunos personajes
a su suerte tras ser mordidos, cómo otros usan a sus compañeros como cebo, cómo,
en resumen, la más despiadada capacidad de supervivencia humana sale a la luz, en
el videojuego ejecutamos nosotros dichos abandonos, cebos y demás acciones
salvajes. No es de extrañar que el videojuego se estudie en algunas escuelas de
Noruega como ejemplo de la libertad de elección y de las consecuencias morales que
ésta conlleva.
Hay que tener en cuenta que igual que se busca la serie con más apetito que la
película el consumidor de videojuegos también varía en gustos. El indie se pone de
moda tras los conocidos Braid o Minecraft o los menos conocidos World of
Goo, saborea juegos de corta duración, pequeños bocados de gourmet deliciosos. El
consumidor de televisión también se reinventa, comienza a afiliarse a páginas de
enlaces, investiga la arcana magia del torrent, se fascina por la comedia
estadounidense de veinte minutos mientras repele la comedia española de más de
setenta. Ambos, consumidor de series y consumidor de videojuegos, pasan un filtro
y acuden a un restaurante japonés: van sirviéndose los productos en la barra,
dispuestos a que cada uno de los comensales los seleccione con los palillos y los
inserte en su boca, paladeando el minúsculo maki sushi cultural en espera del
siguiente.
Si es habitual en la televisión encontrarnos con experimentos narrativos, en los
videojuegos comenzamos a recibirlos. Qué bien nos ha venido 2013 en ese aspecto,
ya que tres de los mejores videojuegos del año han destacado precisamente por su
manera de narrar lo que sucede.
En Papers, Please nos ocupamos de la burocracia fronteriza de un país totalitario.
Nuestro sello se convierte en juez y/o verdugo según aceptemos o rechacemos los
pasaportes que nos van llegando, dependiendo nuestras acciones tanto de las
caprichosas modificaciones impuestas desde arriba como por las decisiones que
tomemos según nuestra moral: cuando leemos en el periódico que un conocido
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asesino va a entrar en el país y nos lo encontramos al día siguiente, los papeles
están en regla. Dejarle pasar es prometer un nuevo crimen. Rechazarle garantiza
una multa económica que nos restará dinero que gastar en la comida y refrigerio de
nuestra familia. Papers, Please explota la capacidad del jugador de tomar
decisiones éticas.
https://www.youtube.com/watch?v=_QP5X6fcukM
The Stanley Parable surge como experimento real de un alumno en clase: su
narrativa no-lineal recuerda a esas miniseries digitales que apuestan por
preguntarle al espectador por el rumbo de sus personajes. Aquí la narrativa se basa
exclusivamente en decisiones, por lo que la rejugabilidad está garantizada, pues
cada pequeño cambio de dirección conduce a un final distinto.
https://www.youtube.com/watch?v=fBtX0S2J32Y
Gone Home es el más televisivo de los tres: el personaje vuelve a casa pero la
encuentra vacía, envuelta en un aura sobrenatural que tapa el descubrimiento de un
enigma familiar a través de libros, papeles, folletos, dibujos y cintas de audio. Hay
quien ha cuestionado incluso que Gone Home sea un videojuego, adjetivándolo
más bien como experiencia interactiva, cosa que nos lleva al siguiente escalón, el
que mejor interrelaciona el mundo televisivo con el del videojuego.
https://www.youtube.com/watch?v=x5KJzLsyfBI
La mezcla de grandes y pequeñas pantallas ha sido removida con mucho interés por
David Cage, autor de juegos como Heavy Rain o Beyond: Dos Almas, que
apuestan por una mínima interacción entre jugador e historia, basándose en QTE
(Quick Time Events) que guían al jugador como a la ganadería en la granja, sistema
que permite una pausada contemplación de la narración, pero que ahuyenta al que
le pide algo de tecleo al título. David Cage ha sido criticado muchas veces por querer
forzar esa unión entre cine y videojuegos, en su última obra incluso contó con Ellen
Page y Willem Dafoe, pero no hay que olvidar que la obsesión de Cage es la de,
primero, contarnos una historia, y hacer partícipe al jugador, después. David Cage
traslada a Heavy Rain sus propias inquietudes al haberse convertido en padre, y
hace lo propio con Beyond: Dos Almas al sufrir la pérdida de un ser querido. Si
Heavy Rain presenta un engaño narrativo de forma bastante aceptable, Beyond:
Two Almas presenta una narrativa desodenada y no lineal, en un juego en el que,
además, el peso de nuestras deciciones es menor que en Heavy Rain. Emociones,
emociones, emociones, eso es lo que busca David Cage.
David Cage es a menudo criticado por esa poca interacción, esa consecución de QTE
que únicamente requiere el pulsado de un botón, varios, o varios en rápida sucesión
para ir ejecutándose las acciones programadas. La chicha de los juegos de David
Cage radica en que lo que ocurre se fundamenta en el acierto o no del jugador en
estas acciones. Acaban convirtiéndose estos títulos en una lenta pulsación de
botones que nos conducen de la mano por la historia, pero que no satisfacen
nuestros impulsos más enérgicos: nos encontramos ya en el pantanoso terreno de la
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narrativa interactiva, y al igual que con Gone Home algunos críticos salen
huyendo de estas obras al grito de "Esto no es un juego, es una película".
David Lynch y su Twin Peaks han logrado perpetuar el uso de la palabra onírico
cada vez que se habla de dicha serie o de sus influencias, y su brazo ha llegado muy
lejos tocando el hombro de otras series, algunas vez pegando un buen achuchón,
otras dando un leve pellizco. ¿Han visto True Detective, el hype seriéfilo de lo que
llevamos de 2014? Según los más privilegiados y sesudos análisis, Twin Peaks está
más que presente en Carcosa.
En el videojuego también se recibe su influencia, como por ejemplo en Alan Wake,
esa mezcla de Lynch y Stephen King en un poblado lleno de gente muy particular,
muy suya. Un juego en el que salen créditos, cliffhangers y resúmenes de capítulos
anteriores bajo planos de estilo puramente cinematográfico. Sin embargo,
probablemente el videojuego que mejor bebe de la ciudad de Laura Palmer sea
Deadly Premonition, un despropósito jugable, una gozada neblinosa en lo
narrativo, un recorrido de ensoñación inconmensurable.
Una de las más llamativas y recientes relaciones entre el mundo de las series y el
videojuego la protagoniza GTA V. La popular saga de Rockstar no revoluciona el
género en 2013, pero sí que cambia algunos comportamientos hasta ese momento
inviolables. En GTA V comienza a utilizarse el cambio de personaje como
mecánica, dando lugar a que la historia se divida en las tres visiones que cada uno
de ellos tienen. En realidad ya veníamos de un despiece de protagonismos, puesto
que si en GTA IV asumíamos el papel de un europeo del este que volvía a casa, en
los DLC´s siguientes jugábamos con otros personajes distintos. GTA V consolidad
ese triplete ofreciéndolo desde el inicio.
Dan Houser suele decir que no ve series cuya temática se asemeje a la de sus GTA,
para no recibir influencias contaminantes (pese a que alguna vez que otra no pueda
resistirse al Boardwalk Empire de Scorsese). Precisamente, Scorsese suele ser
una figura mentada cuando se analizan anteriores entregas de la saga, y por mucho
que Houser evite la serie posmoderna del siglo XXI, posteriores críticas desde el
enfoque de la cinematografía encasillan GTA V como un título capaz de llevar la
estructura serial a sus personajes. Lo busque Houser o no, resulta difícil abstraerse
de la historia meditada por Rockstar y no pensar en algunas de las últimas grandes
series emitidas en televisión.
Aunque cuando avanzamos en el juego y llegamos a conocer -si es que ello es
verdaderamente posible- al personaje de Trevor la comparación se apaga, al
comienzo algo nos hace tilín: vemos a un personaje en terreno desértico, a bordo de
una caravana, hablando de un laboratorio de metanfetamina. Tilín. Breaking Bad.
Y aunque Trevor no sufre de cáncer -aunque un buen tumor cerebral explicaría su
personalidad- también sufre el acoso de cárteles mafiosos que buscan mantener su
quesito comercial en el campo de la venta de narcóticos. Al igual que en el caso de
Walter White, Trevor se sentirá rodeado de incompetentes, determinando que en la
mayoría de los casos la acción perfectamente ejecutada es la que únicamente puede
ejecutar él mismo, pero si Walter White se va quedando cada vez con menos
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escrúpulos, Trevor parece haber nacido sin ellos desde el comienzo de su vida,
robándole la barra de pan al neonato anexo.
El personaje de Franklin es el más plano, cayendo por ser planicie en paradoja,
puesto que aunque en ocasiones apuesta por un perfil tranquilo, pacífico e incluso
pacificador, posteriormente no nos cuesta nada verle disparando a matar con la
misma facilidad que sus compañeros, ya hechos en esto del acuchillamiento.
Franklin, que en realidad intenta recoger lo que ya recogió GTA III San Andreas
sobre el estereotipo de negro sumergido en el mundo de la droga intentando
sobresalir, recuerda inevitablemente al negro de las esquinas de Baltimore, en The
Wire. Aquí no se profundiza demasiado, y posteriormente la relación de Franklin
con sus vecinos, amistades y familiares se nos da una higa en comparación con la
profundidad de Trevor y Michael. No obstante, el entorno inicial de Franklin
recuerda en aromas a ese submundo que en la serie de HBO se le aplica a
Baltimore, y Franklin parece bien dispuesto al comienzo del juego a moldearse.
Pronto parece claro que Franklin no va a convertirse en el homosexual vengador de
los camellos hurtados Omar, ni tampoco en los fundamentales hermanos Barksdale,
pese a que luego sus vecinos le acusen de alejarse de sus orígenes y rodearse de
lujos, echándole las mismas miradas que le echa Avon a Stringer Bell cuando vuelve
de la cárcel y comprueba que su hermano se ha convertido en un próspero hombre
de negocios. El duelo entre Omar y los Barksdale cimenta parte del éxito de The
Wire, por lo que otorgarle a Franklin la personalidad de alguno de sus
protagonistas, asemejándolo a éstos, podría haberle equiparado en importancia a
sus compañeros, pero como digo se prefiere en GTA V dar un perfil bajo a Franklin,
quizá para no sobresaturar al jugador, para ofrecer un trago suave con el que
limpiar la boca tras almorzarse a Trevor y Michael. Pese a que a Franklin le
conminan a cesar en su actitud de desinteresarse por la pandilla del barrio, pese a
que novias de colegas con los dientes derretidos por el crack le pidan ayuda
remolcando vehículos averiados, no se profundiza a tantos niveles en el espanto que
produce el extremo de la pobreza y la degradación provocadas por La Calle de
Baltimore, fantasma de polvo siempre circundante a las cuatro esquinas de los
Barksdale, etéreo hasta que comienza a cobrar forma terrenal cuando a un
comisario se le ocurre intentar marcar un gol de rabona creando Hámsterdam: el
infierno liberal en el que toda la compra y venta de droga se permite. GTA V se
atreve menos a empaparse de la ambientación nigga de los empobrecidos
suburbios afroamericanos porque ya lo ha tocado recientemente: en GTA III San
Andreas ya controlábamos a un personaje que intentaba sobresalir a balazos, un
soldado que usaba términos como la Calle, la Banda o la Familia en mayúsculas
mientras el aire de la droga emponzoñaba su entorno más cercano.
Michael es el gran tapado del juego. Toda la publicidad, toda la atracción recae
sobre Trevor, a quien pronto descubriremos vomitando en calzoncillos en las
fuentes de Los Ángeles. Michael, por contra, ofrece un perfil decadente,
incompletamente irresoluto con las decisiones afrontadas antaño. Cuando Michael
va a la consulta del psiquiatra repetidas veces, hablando, sabiéndolo o no, de sus
manías psicóticas, nos recuerda inevitablemente a un Tony Soprano que al
comienzo de Los Soprano se desmaya tras ver cómo los patos que cuidaba
diariamente deciden, de pronto, dejar el nido. La expresión dejar el nido adquiere
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así un matiz vital para Tony Soprano, quien a sugerencia de la psiquiatra que le
atiende medita sobre si está depresivo por el aparente fracaso en sus relaciones
familiares. Si la mujer acepta su condición de mafioso a cambio del beneficio
económico, su hijo no parece haber adquirido la férrea voluntad que Tony considera
fundamental para lograr algo en la vida, mientras su hija intenta llamar la atención
imitando a Britney Spears e interrumpiendo al Padrino de la familia mientras éste
canta antiguas melodías italianas. En GTA V, Michael se tortura a sí mismo de
igual manera, y solo nos falta verle sentado en el sofá, comiendo helando mientras
contempla embelesado cómo Gary Cooper resiste los embates del tiempo con su
mejor silencio. Su mujer pronto se harta de él y se lía con el profesor de yoga, su
hija se adentra en el mileycyrusismo. Su hijo pierde las horas gritándole a un
plasma de grandes proporciones jugando al más actual shooter multijugador
(velada crítica a Call of Duty). A diferencia de Tony Soprano, que solo acude al
psiquiatra, sin saberlo, para reforzar sus propias habilidades psicópatas, Michael sí
intenta buscar una redención que nunca parece llegar, obstaculizada por nuevas
misiones, atracos, giros del destino y el conocimiento de algunas personas de que
igual no estaba tan muerto como había intentado aparentar. Todo la lucha de
Michael busca la estabilidad y el olvido de su anterior época. Toda la lucha de Tony
busca la estabilidad y el refuerzo de su actual época. Y para ello ambos necesitan a
su familia, que se interpondrán, sin saberlo ellos mismos, en las intenciones del
cabeza de familia de protegerlos de los peligros mafiosos.
Las comparaciones entre el mundo de las series y el de los videojuegos adquieren
tintes magníficos, pues si en The Wire se decide rodar en ubicaciones reales de
Baltimore, contando con trabajadores de Baltimore e incluso encomendándoles a
verdaderos delincuentes de Baltimore la tarea de actuar representándose a sí
mismos, en GTA V han buscado a delincuentes reales a la hora de caracterizar
algunas de las voces de los personajes que, recordemos, nos llegan -gracias a Dios,
discúlpenme los actores de doblaje- en versión original a tierras hispanas.
Ambos mundos, el videojuego y la pequeña/gran pantalla, cada vez se mezclan y
agitan más, cobrando protagonismo la figura del escritor o guionista (¡la propia hija
de Terry Pratchett ha colaborado en el reboot de Tomb Raider o en juegos como
Mirror´s Edge!) de manera semejante a la del grafista o a la del programador. Ya
se habla de algunos de ellos como gurús, tratados de la misma manera en que son
tratadas figuras como David Simon o Aaron Sorkin, quien hace poco pidió perdón
por las dos primeras temporadas de The Newsroom (seguro que se perdió esto).
Hablábamos antes de GTA V, y en GTA III ya podíamos ir apreciando detalles
narrativos nuevos. Si en los anteriores GTA éramos poco más que un chico de los
recados, en GTA III empiezan a tener sentido nuestras conducciones, sirven ya las
misiones para ir perfilando las distintas personalidades de enemigos y aliados, y
hasta los personajes secundarios cobran protagonismo cuando nos hablan entre
origen y destino, acompañándonos en el vehículo y compartiendo sus visicitudes. Y
todo eso gracias al influjo de los guionistas.
No duden de la influencia del videojuego en las series, no tanto por el hecho
comentado día sí día también de que el videojuego mueve más dinero que el cine y
el cómic juntos, no tanto tampoco porque el videojuego vaya adquiriendo status
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pese a que series como The Big Bang Theory lo añadan con precisión milimétrica
al currículum vitae del nerd -o quizá precisamente por ello. No duden. Porque
Kevin Spacey interpreta a todo un congresista de los Estados Unidos que acaba
relajándose en el sótano de su vivienda jugando a shooters, los mismos shooters con
los que se relaja también nuestro querido Pérez-Reverte cuando no le da por
inundar Twitter con sus eviscerales soflamas.
GUILLERMO G.M.
Informático especializado en el desarrollo web como Front-end. Fundador de Deus
Ex Machina y de La Casa del Mago. Escribe artículos de diseño web en
Desarrolloweb.com y participa como moderador en su plataforma de cursos de
pago Escuela IT. Colabora también en Sphera Sports, Fuera de Series y Jot
Down.
Twitter: @OldMith
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SMILE, WOODY, SMILE
POR HARRY CALLAHAN.
(Consejo: Para una experiencia más completa, ambientar la lectura con esta
playlist de Spotify Woody Allen – Wild Man Blues e ir haciendo click en los
links)
“Smile, Woody, smile”. Le dije señalándole la cámara con la que pretendía levantar
acta gráfica de aquel instante uniquísimo.
Al tiempo de girar sorprendido el rostro hacia mí, se retrajo unos centímetros, en
gesto de preguntar, sin palabras: “Pero… ¿me estás vacilando, chaval?”
Sin embargo, no dio tiempo a que me arrepintiese de mi descaro pues, al instante,
aquellos ojos de topillo, ocultos tras las gafas de pasta más populares del mundo, se
hicieron aún más pequeños. Y Allen rompió a reír, mientras me miraba y espetaba
por lo bajini un comentario mordaz que no llegué a escuchar, pero que mi peliculera
imaginación quiso entender hermano del que De Niro obsequiaba siempre a Billy
Cristal en “Una terapia peligrosa”: “Tuuuu, tuuuu, eres bueno tío...”
Pero quizás esté empezando por el final, en un afán de seguir aquella máxima de
soltar al principio de la película lo mejor que tengas, con el ánimo de que el
espectador se quede clavado en la butaca, esperando por lo que luego le irás
contando.
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Unas horas antes, lo que hacía era maldecir el puñetero frío que puede llegar a
hacer en Nueva York un día de diciembre. En cola aguardaba que el Café del
Carlyle abriera sus puertas. Aquellos derbies italianos de suela de cuero no eran
precisamente lo más indicado para transitar por la Manhattan tras una
monumental nevada, pero la etiqueta del famoso club exigía eso y todo lo que
embozaba mi plumífero. Justo ése que impedía que las frías llaves en que se habían
convertido mis pies, contagiasen al resto del cuerpo.
Las reservas estaban completas hacía meses. Siempre ocurre cuando la New
Orleans Jazz Band y su ilustre clarinetista están en la ciudad. Esto es lo que entre
risas, que me acusaban de ingenuo, comentó en spanglish la chica que me cogió el
teléfono, semanas antes de mi viaje, cuando contacté para tratar de garantizar un
lugar donde ver el espectáculo. Pero también me contó que si estaba allí cuando
abriesen, un par de horas antes de la actuación, podría entrar y ubicarme en la
barra. “El local es muy pequeño y tú puedes estar really closer”, me dijo.
Recordaba la conversación justo en el instante en que un empleado de impoluto
aspecto apareció bajo el dintel del local, comenzando a franquear la entrada a otros
tantos que como yo también conocían aquel truco del almendruco para rezagados.
Ya en sus inmediaciones, el tipo tenía aspecto de semidios. O mejor, se me antojaba
una especie de Cancerbero, la fiera mitológica que procuraba que nadie del mundo
de los muertos pasara, caprichosamente, al de los vivos. Al llegar a su altura, nos
escruto de arriba a abajo. Supongo que aparte de mi chaqueta, corbata y pantalones
de esmerada raya recién planchada, la clave de no tener inconvenientes en el acceso
lo tuvo el look de Diane Keaton que mi mujer lucía con su natural garbo y descaro.
Una vez dentro, pagado el sustancioso cover y dejados los abrigos, la inmediata fue
ir en pro de la conquista de un par de los taburetes altos que flanqueaban la barra.
El instante pudiera haberse descrito por Rodríguez de la Fuente cual si de un
enjambre de buitres leonados se tratase, abalanzándose carroñeros sobre la víctima
propiciatoria (léase con tonillo).
Y en esa pugna, quedé sin hueso (sin silla, vaya), lo que nos condenó a un rincón
esquinado, tras una muy impertinente columna. Visto el percal, se imponía un plan
B.
Quizás sea éste el mejor momento para presentar al barman del Carlyle. He
olvidado su nombre pero no su apariencia. Pese al uniforme de servicio, el de un
latino militante, emparentado con el cuidador de la suegra de Alicia Florrick, en
The Good Wife. Le imagino, en sus ratos libres, como amo de los secretos de
cualquier baile de roce y sudor en algún tugurio de Queens. El tipo parecía
sabérselas todas. Comenzamos a darnos interesado palique, al socaire de perseguir
ambos distintos, pero complementarios intereses.
Una canción de los Beatles decía “Can´t Buy My Love”. Servidor, más pragmático,
inquirió si algunos pavos podrían comprar un par de sitios. No pasé un billete
simulando el clásico apretón de manos, pero garanticé esplendidez si lo conseguía.
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Dijo que tenía en su radar un par de alemanas que pretendían alargar fútilmente
sus tristes cócteles hasta comienzo del show. “Esas mujeres no van a ordenar
ningún plato” me aseguró, mosqueado. De ser así, las despacharía ipso facto y
ocuparíamos sus sitios.
Dicho y hecho. A la pregunta de si iban a cenar, siguió un no ruborizado, el pago de
la cuenta y la liberación, de mala gana, de nuestros lugares. Habíamos
desbloqueado el logro. Solo me iba a costar un pastizal en propina, comida y bebida
(pues los taburetes serían míos mientras gastara) pero ¡qué cojones, la ocasión lo
merecía!
Fue hasta entonces que no respiré y miré alrededor. Ahora sí que estaba en el mítico
Cafe Carlyle, el club de jazz del hotel homónimo. Un lugar muy parisino, con una
infinita clase pero acreedor, igualmente, de un notorio atractivo bohemio. La
decoración mural del húngaro Marcel Vertés no podía ser más idónea. Aquel tipo
había ganado sendos Oscar por la dirección artística y el vestuario del Moulin
Rouge de John Houston.
De techumbre baja, agradecí sus limitadas dimensiones, que además lo hacían más
coqueto. Tenía espacio para poco más de una veintena de mesas, de esas típicas de
cabaret. Se arremolinaban en torno a un entarimado que hacía las veces de
escenario que levantaba apenas dos cuartas del suelo y que tenía frente a mí, a diez
metros escasos de la atalaya inexpugnable en la que se convertiría mi silla alta
aquella noche.
Entre golpes de bourbon y una cena en barra, que incluyó su clásica crema de
langosta, el local paso de estar habitado por personal que terminaba de armar los
servicios de las mesas, a hervir de ambiente con lo más granado de Upper East
Side.
Jugando a inventar una vida a los que más se hacían notar, íbamos matando el
tiempo mi santa y yo, hasta que alguien hizo aquello que tanto había visto en pelis
de mafioseo. Cuando no cabía un alma, un camarero de probable pasado
malabarista, avanzaba ágil, esquivando clientes, mientras sostenía, por encima de
sus cabezas, una mesa que, vestida con mantel, iba destinada a encontrar el sitio
que ya no había para unos peces gordos que se encajaron a última hora.
La mesa en cuestión aterrizó justo a mi lado. Y las sillas que la siguieron
acomodaron a un grupo de orientales que ordenaron unos tragos mientras
esperaban al ocupante de la que había quedado vacía.
A la vuelta de la irrechazable invitación que la vejiga me hizo a pasar por el
excusado, se despejó la incógnita. Era el mismísimo Allan Stewart Königsberg, más
conocido en los ambientes como Woody Allen. Departía amistoso con aquellos
enchufados, de obvio pedigrí, de temas banales que su ingenio no podría evitar
salpimentar de ocurrencias.
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Eché el ojo a la maletita de piel que custodiaba a su siniestra. Sabía lo que contenía:
el clarinete. Para el neófito, decir que, desde que con quince años escuchase tocarlo
a Sidney Bechet, la real pasión de este escritor, monologuista, director, actor,
showman… es el jazz, tocar jazz. Lo demás es acompañamiento. Da igual incluso
que le nominen al Oscar: si la ceremonia cae en lunes, al eunuco dorado se la trae
floja. Su cita está en la otra costa, tocando con su gente, primero en el Michael´s
Pub y ahora aquí, en el Carlyle. Siempre en la Gran Manzana. Eso es innegociable,
desde hace veinte años.
Por eso, cuando abrió aquel estuche y con método procedió a armar el instrumento,
me pareció estar espiando a un cura que en la sacristía se viste para oficiar lo que
para él es más sagrado, la misa; para el genio de Brooklyn, hacer música, su música.
En un momento dado, tras unos silencios meditabundos, se alzó, cogió sus bártulos,
se excusó cortés diciendo que “tenía que tocar” y se dirigió determinado al
escenario, donde le esperaban sus colegas. La sala estalló en aplausos.
Sus invitados se abrieron. Al parecer no les interesaba más que conocer al famoso.
Les maldije, muy gitanamente. La mesa se desmontó y desapareció en un plis-plas.
Iba a dar comienzo el espectáculo más cojonudo que he vivido nunca y yo sí
que me iba a quedar:
https://www.youtube.com/watch?v=zI0TC4_L5Uc
No voy a aburrir con el postureo de comentar críticamente el estilo, la
interpretación o el repertorio. Mentiría si dijese que todo aquello me importaba un
bledo. A esas alturas era un groupie más, como todos, entregados a lo que el autor
de Acordes y desacuerdos quisiera hacer con nosotros.
No obstante, el paroxismo fandom no se desataría hasta consumida la primera
parte del show, la más ortodoxa, que Allen acometió con profesionalidad y la
tensión viva de un opositor ante un tribunal.
Pero concluido el examen, parte de la banda hace mutis por el foro. Sobre las tablas
quedan él, Conal Fawkes al piano y el grandísimo banjo de Eddy Davis. A partir
de ahí, el asunto cambia. Los tres amigos, cómplices de vidas, obras y milagros,
campan a sus anchas. Y lo que sigue es una suerte de jam session en la que
improvisan, hacen temas picantones y cuentan chascarrillos. Disfrutan y hacen
disfrutar de lo lindo. La mente más chispeante a este lado del Hudson se crece,
reverdece sus laureles de stand up comedian y se hace amo del cotarro. Pierde su
legendaria vergüenza reverencial y engatusa al público, presentando con
mordacidad los temas que se van sucediendo. ¡Algunos incluso cantados por él!
A todo esto, va siendo hora de recuperar al barman en nuestra historia. A aquellas
alturas, ya nos teníamos ambos en el bote y llegó la pregunta: “¿Qué tengo que
hacer para conocerle…, a Allen, digo?” El tipo lo esperaba. Su lánguido parpadeo
sonó a campanilla de caja registradora. Se inclinó hacia mí y me susurró: “Todo
será cuestión de esa propina que me tienes prometida, brother”. Bendije a
América, la pasta que todo lo puede y a mi etílica rumbosidad.
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Mostré al latino el color de mi dinero, y esté se enamoró de uno concreto de mis
presidentes. Asintió y transamos. “Cuando te toque el hombro -siguió
cuchicheándome- será señal de que el show va a concluir. Entonces, pagas tu cuenta
y entras por esa puerta. Estará abierta. Va a salir, precisamente, por ahí. No se para
con nadie cuando baja del escenario. Odia que la gente se le eche encima. Pero sí
que atiende a los que están ahí, antes de marcharse. Podrás charlar con él, que te
firme lo que quieras y hacerte incluso una foto, si le sabes atacar”.
Dicho y hecho. Cuando el autor de Annie Hall acometía uno de los bises, sentí
posarse una mano en el hombro. “Es el momento”, espetó aquel tipo, lacónico,
mientras elevaba significativamente las cejas. Liquidé, aligerando de recursos mi
Visa, que quedó rojo sobre blanco. Transmití, con idéntico misterio, el santo y seña
a mi mujer. Y ambos, como una suerte de espaldas mojadas pijos, cruzamos la
segunda frontera de la noche.
Al otro lado de aquella puerta, aguardaban cuatro o cinco fans irredentos.
Comprendí el porqué del oro que el latino lucía en sus dedos… Nos mirábamos con
el brillo en los ojos del que ha sido malo y se queda con el postre de los demás. Al
cabo de minutos, una ovación larga, silbidos enfervorecidos y “la puerta” que se
abre para dejar paso al tipo que, desde que tengo gusto cinéfilo y oído melómano,
mataba por conocer.
En lo poco que duró el encuentro, dio tiempo a que se alegrase de saber de dónde
veníamos. Tenía reciente el Príncipe de Asturias. Me deshice en nerviosos halagos
hacia todo lo que recordaba de su obra. Me firmó la Lonely de la ciudad que nunca
duerme. Y quedaba la guinda, que nos lleva al “Smile, Woody, smile” del comienzo.
Tras el que decía que Allen rompió a reír...
Con eso precisamente me quedo. Con haber sacado una sonrisa al genio que tantas
veces me las sacó a mí. Bueno, con eso y con la foto, obviamente:
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Abandonamos el Carlyle con la misma sensación que teníamos de niños, a la salida
de una matiné de piratas. ¡Vaya gozada! Nos dirigimos al metro sorteando, a lo
Gene Kelly, los vapores que topiquísimos emanaban de las rejillas subterráneas.
Mientras en mis oídos resonaba triunfante la “Rapsodia in Blue” de Gerswin y me
ensoñaba recordando el arranque de Manhattan, del maestro. Una peli que él
siempre odió y a mí me fascinó. Esa madrugada terminaríamos viendo amanecer en
un banco del parque de Sutton Place, frente al Queensboro Bridge. No cabía
otra. I love New York.
https://www.youtube.com/watch?v=SpkIpU5IYEY
HARRY CALLAHAN
Crítico y miembro de la Asociación de Informadores Cinematográficos de
España. Colaborador de RNE, Cinemaverick, El Baluarte de Cádiz, Lo que
Yo te Diga, Adictos al Espectáculo y Radio La Isla de San Fernando. Tiene
su propio blog, Magnum 44, y su propio podcast, Las críticas de Harry
Callahan.
Twitter: @magnumcallahan
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