Pobre rico

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Pobre rico
Pobre rico
Lo natural sería que fuese en el espacio de la escuela y no en una telenovela donde se
produjera este cara a cara entre las clases sociales.
por Ernesto Aguila – La Tercera 09/05/2012 - 04:00
“POCOS fenómenos entrelazan más profundamente dinámicas culturales con el mercado
que las telenovelas”. La idea pertenece a Jesús Martín-Barbero, uno de los intelectuales que
desplazó la clásica crítica al carácter “ideológico” de todo o casi todo lo que ocurría en la
TV y en los mass media, para poner en su lugar una visión más matizada y compleja que
proponía entender estos géneros “subalternos” como lugares en los que la sociedad procesa
fenómenos culturales y sociales reales.
El mercado televisivo ya detectó la necesidad: la sociedad chilena quiere hablar de las
desigualdades sociales. La nueva telenovela de TVN, Pobre rico, emprende la tarea: los
ricos descubren que los pobres son “hartos”, los pobres, que los “ricos también lloran”. Los
ricos son ridiculizados en su afectación y clasismo; los pobres no tienen “cultura”, pero son
“espontáneos” y tienen algo así como “inteligencia intuitiva”. Casi todo es distinto entre
estos dos mundos obligados, por circunstancias azarosas, a convivir: los apellidos, las
comidas, las maneras de entretenerse, el lenguaje. Las gruesas murallas de las clases
sociales sólo ceden, finalmente, frente al amor. Viejo tópico. La historia se estructura en
torno al tema del origen, esto es, qué es más importante: lo biológico o lo social. El género
de la telenovela se mueve así entre la expresión de un deseo contenido y el cliché, entre la
transgresión momentánea y la restitución del orden.
El tema de la desigualdad y el clasismo, ya no en la telenovela, sino en la realidad, remite,
entre otros aspectos, a la educación. Lo natural sería que fuese en el espacio de la escuela y
no en una telenovela donde se produjera este cara a cara entre las clases sociales. Nada
indica que vayamos en esa dirección. Luego de las movilizaciones de 2011 se ha accedido,
finalmente, a poner más recursos en educación, pero a través de una reforma tributaria
modesta que mantiene inalterable e incluso profundiza el actual modelo educativo de
apartheid social (¿qué otra cosa es el beneficio impositivo a aquel segmento de la población
que ya educa a sus hijos en colegios privados pagados o con financiamiento compartido?).
En nombre de la libertad de elección de las personas no se accede a modificar un modelo
segregador, pero una libertad que no puede ser ejercida por todos -sino que está hecha a la
medida del bolsillo de cada uno- no es una libertad, sino un privilegio.
Un sistema educativo que se construye sobre la base de confundir un privilegio con una
libertad está mal concebido. Aunque quizás de eso se trata: que los diferentes sectores
sociales no se encuentren y sólo se divisen de lejos o a través de una telenovela. ¿Qué se
temerá? Durante mucho tiempo, la selección social se establecía entre los que estaban
adentro o afuera de la escuela. Con los procesos de masificación de la educación fue
necesario instalar otros mecanismos de “distinción” para que ésta siguiera cumpliendo esa
función histórica de selección y asignación de estatus. Tal vez por ahí llegamos al núcleo
del asunto: la modernidad inconclusa de la sociedad chilena, la contradicción no resuelta
entre el reconocimiento de todos en la común condición de ciudadanos y esa sociedad que
se resiste a abandonar su carácter estamental, premoderna, de linajes fabricados, “familias
fundadoras” y herederos naturales.

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