Gabrielle Roy. El río de la vida, por Óscar Brox

Transcripción

Gabrielle Roy. El río de la vida, por Óscar Brox
El río sin descanso, de Gabrielle Roy (Hoja de lata) Traducción de Luisa Lucuix |
por Óscar Brox
Nacida en el seno de una pequeña comunidad francófona de Manitoba, de mayoría
anglófona, Gabrielle Roy vivió la experiencia de sentirse extraña entre los suyos
durante buena parte de su vida. Extranjera. Dividida entre la lengua materna y el
idioma
oficial.
Esa
sensación,
tan
afín
a
los
excesos
civilizatorios
que
las
grandes potencias han impuesto sobre las pequeñas culturas, se deja sentir en la
colección de relatos que componen El río sin descanso. Historias protagonizadas
por esquimales, de ascendencia inuit, que tratan de bregar con los efectos del
progreso mientras intentan que la vida no pase por encima de ellos. Según explica
Olaya González Dopazo en el prólogo, Roy pasó una semana documentando la realidad
del antiguo Fort Chimo, recabando detalles y dejándose llevar por las historias de
sus
habitantes,
descanso.
Y
lo
antes
de
poner
cierto
es
que
en
forma
aquella
el
relato
primera
que
impresión,
narra
en
El
la
un
orden
de
río
sin
vital
felizmente desacostumbrado a los rigores de la vida urbana, se filtra en la manera
de
escribir
de
Roy;
en
la
calidez
con
la
que
refleja,
puro
canto
al
hábitat
natural, un espacio gobernado por el curso tranquilo del río Koksoak. En el que,
por mucho que las cosas cambien, la belleza de sus aguas siempre proporciona un
lugar en el que liberar los pensamientos, encontrar el aliento perdido o el abrazo
maternal de una cultura en peligro de desaparición.
El peso del tiempo, no tanto su paso, ejerce un influjo determinante a la hora de
retratar a los protagonistas de esta colección de relatos. Atados a una conciencia
alejada
de
interpreta
los
modernismos
los
frutos
de
civilizatorios
la
vida,
la
de
las
grandes
preparación
para
potencias,
la
muerte,
cada
desde
uno
unas
coordenadas diferentes. Pacientemente, sin ese halo de resignación fatal con el
que
nos
dejamos
llevar
ante
la
perspectiva
de
desaparecer.
Quizá
porque,
como
subraya la propia autora, hay en la cultura esquimal un desdén especial por el
papel del tiempo como organizador de la vida. Como motor para un sufrimiento que,
quizá, se agrava ante el declive de nuestros últimos años. Y, sin embargo, tal y
como manifiestan Los satélites o La silla de ruedas, el contacto con ese otro
mundo asentado sobre la tierra ancestral produce una suerte de contagio en los
personajes, en virtud del cual entran en contacto con el miedo. Con esas emociones
morales
importadas
por
el
hombre
blanco
que
ponen
en
entredicho
el
carácter
espartano de los inuit. Que arrojan otra clase de luz sobre sus vidas, otro tipo
de vértigo, cuando la parálisis obliga a utilizar una silla para poder valerse,
que proyecta como ningún otro motivo los límites de nuestra humanidad. La finitud,
el sentimiento de final.
Roy
aprovecha
El
río
sin
descanso
para
trazar,
a
través
de
la
vida
de
su
protagonista, Elsa, y del hijo fruto de un encuentro pasajero con un recluta de
paso
por
la
zona,
una
bella
parábola
sobre
los
cambios
que
progresivamente
moldearon el Norte esquimal durante la segunda mitad del pasado siglo. Y lo hace
estableciendo una encarnizada pugna entre la tradición y la absorción cultural, la
identidad y la diferencia. Con una protagonista y su hijo blanco, separados, casi
desconocidos, para un pueblo que se deja llevar, en un eterno vaivén, por esa
poderosa civilización que ha sustituido el iglú o el chamizo por una casa con
electricidad y la escolarización obligada. Que renuncia a la carne de foca, a la
caza
salvaje
y
a
la
vida
reglada
por
los
mapas
estelares,
a
la
poética
del
permafrost y a la piel quemada por el frío despiadado. Para la cual Elsa es una
bellísima anomalía, así como su hijo Jimmy, a la que hay que reconducir con los
cantos de sirena de la modernización. De ahí, pues, que Roy dibuje en los avatares
de madre e hijo una sincera carta sobre la identidad, la emancipación (femenina) y
el
vínculo
con
la
tierra
propia
que,
frente
a
los
excesos
civilizatorios,
contrastan los pasajes ambientados en plena naturaleza. Entre animales, el sonido
del viento y la ribera del río. En los lugares vivos que no atenazan la existencia
de sus protagonistas, sino que les permiten ser ellos mismos, hallar esas raíces
propias desde las cuales hacer brotar un suelo común.
Como le sucedía a Michel Onfray en Estética del Polo Norte, en El río sin descanso
se
detalla
la
llegada
canalizaciones,
de
de
la
las
educación,
construcciones
la
cultura
de
madera,
popular
o
del
las
gas
y
las
comunicaciones
digitales. En suma, del sedentarismo que ha colocado el bozal y ha mostrado el
vicio a una comunidad acostumbrada a otro tiempo. Ni mejor ni peor, simplemente el
suyo.
Y
es
ese
proceso
de
absorción
el
que
refleja
el
ocaso
esquimal.
La
diferencia, en este caso, es que Roy recoge todo ese conflicto generacional a
través
de
la
tensión
que
supone
para
su
protagonista
ver
crecer
al
hijo
inesperado. Observar cómo la savia nueva se aclimata a un panorama en perpetuo
cambio, en el cual, quizá, el amor es el único paisaje inmutable de los primeros
años
de
la
vida.
Y
ese
sentimiento,
trufado
de
las
pequeñas
emociones
que
su
autora deja caer en cada uno de los párrafos, es el que capitaliza la narración de
la vida de Elsa y Jimmy. La desaparición del antiguo Fort Chimo y el ocaso inuit
en el mapa de un mundo en el que la Guerra de Corea dejaba paso a la de Vietnam,
en
el
que
transformaba
se
vivía
cada
y
palmo
se
de
moría,
la
pero
realidad.
siempre,
A
a
cada
excepción
del
nueva
experiencia,
Koksoak,
cuyas
se
aguas
maternales, cuna de tantos relatos y anécdotas, ejemplifican en la prosa de Roy ni
más ni menos que el río de la vida. El origen, puede que también el destino, del
mundo más bello. Ese que todos nosotros cultivamos a través de los vínculos con
nuestra intimidad.
[…]
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