Juan Pablo II y Galileo

Transcripción

Juan Pablo II y Galileo
Juan Pablo II y Galileo
Juan José Sanguineti
“La Voz del Interior” (Córdoba, Argentina), 23-12-92; “La Capital” (Mar del Plata, Argentina), 14-2-93; “La
Nueva Provincia”, 6-3-93 (Argentina)
El 31 de octubre de 1992 el Papa Juan Pablo II pronunció un importante
discurso ante la Academia Pontificia de Ciencias declarando “cerrado” el caso
Galileo. Concluían así los trabajos de una Comisión que el Pontífice había instituido
en 1979 para reestudiar uno de los casos más controvertidos en la historia de las
relaciones entre la ciencia y la fe católica. Casi todos los periódicos del mundo han
presentado este evento como una rehabilitación de Galileo y una admisión de error
por parte de la Iglesia. La realidad, como siempre, es algo más compleja.
Poner fin al caso Galileo
En opinión de Popper (1956), el cardenal Belarmino, protagonista relevante en
el primer proceso contra Galileo, fue en algún sentido más científico y moderno que
el físico pisano. Este último creía en la verdad absoluta de la teoría heliocéntrica,
mientras Belarmino, siguiendo a Osiander -el prologuista de la obra de Copérnicoinvitaba a que fuese enseñada como una conjetura que concordaba bien con las
observaciones. Esta actitud, al menos prudente, coincide de hecho con las
interpretación hipotética de las ciencias que predomina en nuestros días.
En el citado discurso de Juan Pablo II se lee que, cuando Galileo no aceptó la
sugerencia de que presentara el sistema copernicano como una hipótesis, hasta que
2
fuera confirmado por pruebas suficientes, no fue coherente con una exigencia del
método experimental del que había sido genial iniciador. Galileo había aceptado esa
posición en el proceso de 1616, pero no más tarde, quizá por su fuerte carácter
impulsivo, lo que motivó la grave condena disciplinar de 1633.
Verdaderamente el acto pontificio no es una rehabilitación, que ya existía desde
1741, cuando el Santo Oficio autorizó la publicación de las obras de Galileo, tras
haberse tenido noticia de la prueba óptica de la revolución terrestre en torno al Sol. En
1820 se concedió el imprimatur a la obra Elementos de Óptica y Astronomía del
canónigo y astrónomo G. Settele, profesor en Roma y partidario del copernicanismo.
Con este decreto del Santo Oficio puede considerarse clausurada formalmente la
cuestión galileana en la Iglesia.
Las palabras de Juan Pablo II constituyen más bien una aclaración unida a una
serie de reflexiones para poner fin al “caso Galileo”, que había llegado a
transformarse en un mito a partir de la Ilustración. “Este mito ha jugado un papel
cultural considerable”, afirma el Papa, porque se ha puesto como símbolo de un
pretendido rechazo por parte de la Iglesia del progreso científico, que ha hecho creer a
muchos hombres de ciencia en buena fe que existiría una incompatibilidad entre el
espíritu científico y la fe cristiana. “Las clarificaciones aportadas por los recientes
estudios históricos nos permiten afirmar que ese doloroso malentendido pertenece ya
el pasado”. El discurso papal quiere contribuir, en definitiva, a la superación de un
mito.
¿Comprometido el Magisterio de la Iglesia?
La Iglesia reconoce con objetividad que los jueces de Galileo se equivocaron
especialmente en el campo exegético, al pensar que la letra de la Sagrada Escritura
vinculaba al sistema tolemaico (un error, podemos añadir, que nunca habría cometido
3
San Agustín o Santo Tomás). Ciertamente si Galileo hubiera sido más prudente, se
habría ahorrado la condena.
La equivocación de esos jueces no comprometió al Magisterio de la Iglesia,
porque en el caso Galileo no hubo intervención magisterial, sino una condena
disciplinar. No se condenó directamente y como tal la teoría copernicana, sino que
hubo un procedimiento judicial contra Galileo (si bien causado por una lamentable
confusión y sospecha de herejía). Pero el decreto del Santo Oficio no fue firmado por
el Papa (Urbano VIII).
La infalibilidad que la Iglesia reclama como garantía del Espíritu Santo en
orden a su misión salvífica es magisterial y se circunscribe a las solemnes
declaraciones ex cathedra del Papa y de los Concilios ecuménicos en comunión con el
Papa. Es obvio que allí donde no llega esa garantía el error es posible. La Iglesia tiene
conciencia de que un tribunal de la Santa Sede puede equivocarse.
Un caso raro en la historia de la Iglesia
Notemos que un error del estilo del caso Galileo es singular en la historia de la
Iglesia. No pueden ponerse otros ejemplos de equivocaciones semejantes, en materias
relacionadas con la ciencia físico-matemática o con la astrofísica, en la historia de los
tribunales romanos eclesiásticos. La Iglesia no ha encontrado dificultades doctrinales
en las teorías científicas de personajes como Newton, Faraday, Maxwell, Planck o
Einstein. El caso Galileo puede calificarse como un accidente muy raro en la historia
de la Iglesia.
No olvidemos que los descubrimientos del pisado surgieron en un contexto
eminentemente cristiano. Su genio como físico no se entiende al margen del gran
movimiento científico de las universidades europeas (La Sorbona, Padua, Salamanca,
Oxford) que se remonta a los siglos XIII y XIV. Los historiadores de la ciencia hoy
4
reconocen abiertamente que la Iglesia ha estado implicada de modo indirecto en el
nacimiento de la ciencia moderna y en la superación de la antigua física griega.
Concretamente, Copérnico era un sacerdote católico, polaco, que en 1543 -casi un
siglo antes de Galileo- envió su histórica obra Las revoluciones de las órbitas celestes
al Papa Pablo III, quien la aceptó complacido. La tesis heliocéntrica ya había sido
propuesta libremente por Oresme en París en el siglo XIV y por el cardenal Nicolás
de Cusa en el siglo XV. La teoría copernicana se enseñaba en Salamanca desde 1561
y de modo preferencial desde 1594. Por contraste, Lutero condenó agriamente la obra
de Copérnico antes de que se publicara, en 1539 (y más tarde hizo lo mismo
Melanchton), dejándose guiar por una interpretación demasiado literal de algunos
pasajes de la Escritura, lo que más tarde originaría problemas análogos en el campo
católico.
Para evitar malentendidos
Las reflexiones de Juan Pablo II ante la Academia Pontificia de las Ciencias
trascienden el caso Galileo. Su marco más amplio son las relaciones entre las ciencias
y la fe.
Siendo limitada la inteligencia humana, es inevitable que en la historia del
pensamiento surjan a veces problemas concretos en que se plantee alguna particular
tensión entre la ciencia y la fe cristiana. El discurso pontificio pone el acento en la
diferencia entre los hechos y sus interpretaciones. Entre la verdad científica y la
verdad de la fe no cabe una contradicción, pero sí podría ésta surgir, por ejemplo,
entre las interpretaciones humanas de los descubrimientos científicos y las de los
textos de la Escritura. La historia de la ciencia nos demuestra que la mayor parte de
esos problemas son malentendidos, como lo fue ejemplarmente el caso Galileo.
5
Para evitarlos es conveniente, se señala en el discurso, distinguir entre la
filosofía y las ciencias. El científico no puede menos que utilizar en la formulación de
sus cuestiones “conceptos metacientíficos”, pero “conviene precisar con exactitud la
naturaleza de tales conceptos -dice Juan Pablo II-, para evitar que se proceda a
extrapolaciones indebidas, que vinculen los descubrimientos estrictamente científicos
a una visión del mundo o a afirmaciones ideológicas o filosóficas que no son de
ningún modo sus corolarios”.
El nivel filosófico, siempre que se plantee razonablemente y con sentido de la
verdad, ayuda a la interpretación última de las ciencias, para que éstas se mantengan
en sus límites metodológicos y para evitar extrapolaciones indebidas. En algunos
casos resulta clarificador detectar un elemento filosófico o ideológico, para no
presentarlo como ciencia positiva (en su acepción peyorativa, ideología es una mala
filosofía, que suele pasar inobservada).
Estas distinciones son especialmente útiles cuando el “concepto metacientífico”
implicado es de tipo moral o antropológico. La pura técnica biológica, por ejemplo,
nada dice sobre el valor de la persona humana que podría ser objeto pasivo de esa
técnica. Cualquier estimación de esta índole se plantea con el riesgo propio de la
filosofía (la ética en este caso) y no con la autoridad de la ciencia biológica.
La ciencia es falible
Las cautelas que a este respecto sugiere el Pontífice, a modo de lección que
puede sacarse del caso Galileo, no se dirigen sólo a los jueces eclesiásticos o a los
teólogos, sino también a los juicios de los hombres de ciencia, especialmente cuando
se salen de su estricta competencia y entran en el terreno de la filosofía, la moral o la
teología. Cada disciplina científica, afirma el discurso, debe asumir “una conciencia
más rigurosa de su propia naturaleza”. Y al final pide que, según el estado actual de la
6
ciencia y en cada campo propio, se discierna y se dé a conocer “lo que puede
considerarse como una verdad adquirida o al menos dotada de tal probabilidad que
sería imprudente o irrazonable rechazarla. De este modo se podrán evitar inútiles
conflictos”.
Quisiera observar, ya concluyendo, que la posición del Papa al darle a Galileo la
parte de razón que tenía no puede entenderse como un sí incondicional a la ciencia,
como si ésta fuera la depositaria de la verdad absoluta y de la moral. Las aclaraciones
de Juan Pablo II no suponen una transferencia de la verdad inconculcable de la fe a
una supuesta cátedra absoluta de la ciencia, como algunos recientes comentarios
parecerían sugerir con cierto tono vencedor. La ciencia contemporánea ha aprendido a
ser humilde, porque con todos sus portentosos descubrimientos es cada vez más
consciente de ser hipotética y falible, y sus aplicaciones técnicas a veces han causado
daños no indiferentes a la tierra y al hombre. Recordemos la gran sensibilidad
ecológica del Papa actual, para no hablar de su insistencia en el valor de la vida en el
contexto de los avances de la biotécnica.
Al poner el Papa un punto final a una cuestión bastante mitificada, que duraba
varios siglos, el caso Galileo queda como más inscrito en el pasado, aunque
naturalmente sobre él se seguirá discutiendo. El problema acuciante que hoy la
ciencia debe resolver es su adecuación a las exigencias antropológicas y éticas, algo
que supera en mucho el contexto en el que se inscribía el caso Galileo. Aquí debe
dirigirse nuestra atención con prevalencia sobre otros temas. “Muchos recientes
descubrimientos científicos y sus posibles aplicaciones tienen una incidencia más
directa que nunca sobre el hombre mismo, sobre su pensamiento y su acción, al punto
que parecen amenazar los fundamentos mismos de lo humano” (son casi las últimas
palabras del discurso). La ciencia galileana, que nació como inocua transformación
técnica del mundo, tiene ante sí este formidable desafío.

Documentos relacionados