la utopía y sus opuestos - Círculo de Bellas Artes

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la utopía y sus opuestos - Círculo de Bellas Artes
UTOPÍA-CONTRA-UTOPÍA III
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MINERVA 15.10
la utopía
y sus opuestos
Terry Eagleton
Traducción Ana Useros
Hay algo extrañamente autorrefutativo en la idea de utopía. Como
sólo disponemos del lenguaje del presente para hablar de aquello
que lo trasciende, siempre corremos el riego de clausurar nuestros
imaginarios en el acto mismo de su articulación. La única auténtica
alteridad sería aquella que no podemos pensar en absoluto. Toda
utopía es, por tanto, al mismo tiempo distopía, pues al tratar de liberarnos de los grilletes de la historia, no puede evitar recordarnos
lo fuertemente que nos maniatan.
Es algo que resulta obvio si se piensa en los abundantes relatos
de abducciones alienígenas. Lo que hace que esas historias resulten tan sospechosas no es la exoticidad de los extraterrestres, sino
justamente lo contrario: el ridículo aire familiar de esas criaturas,
su risible alienigenidad no alienígena, desmiente los tumultuosos
informes de sus víctimas. Aparte de uno o dos miembros de más,
la ausencia de orejas, un olor desagradable o algunos centímetros
de altura añadida o sustraída, se parecen bastante a Bill Gates o a
Tony Blair. Su habla y sus cuerpos son grotescamente diferentes
a los nuestros, excepto por el hecho de que tienen cuerpos y de
que pueden hablar. Vuelan en naves que pueden atravesar agujeros negros pero que inexplicablemente pierden el control en el
desierto de Nevada.
Los alienígenas son inconcebiblemente distintos a nosotros,
puesto que aparentemente manejan estas naves con unos brazos
extremadamente cortos y hablan con voces monótonas y siniestras.
Estos seres que nos saludan desde civilizaciones tal vez millones
de años más avanzadas que la nuestra manifiestan, sin embargo,
un interés lascivo por las dentaduras y los genitales humanos. Sus
mensajes para nuestro planeta se basan en banalidades nebulosas
sobre la paz mundial dignas de un secretario general de Naciones
Unidas, con el aliño de alguna vaga observación ecológica. Lo espúreamente espeluznantes que resultan los extraterrestres constituye un desolador testimonio de la penuria de la imaginación hu-
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mana. Por definición, cualquier alienígena capaz de abducirnos no
es un alienígena.
Buena parte de esto, vale también para las utopías literarias de
los siglos xviii y xix. Lo que sorprende en la mayoría de estos textos, con algunas honrosas excepciones, es su absurda incapacidad
para imaginar un mundo definitivamente diferente del suyo. Es
esto, y no las farragosas fantasías sobre otras tierras, lo que resulta
más irreal en ellas. En el Account of an Expedition to the Interior of
New Holland (1837), de Lady Mary Fox, los habitantes de la utopía
han roto de manera tan tajante con las convenciones de la clase
media victoriana que celebran desenfadados buffets en lugar de
cenas formales. En A Description of Millenium Hall (1778), de Sarah Scott, la utopía es una mansión campestre de Cornualles, una
anodina égloga inglesa en la que mujeres enanas tocan el clave y
cuidan los parterres. Para los ingleses, el orden social ideal exige
necesariamente un viejo huerto y un par de divisiones herbáceas.
La sociedad ideal de Charles Ryecroft, en The Triumph of Woman
(1848), es un régimen árido y de sólidos principios, hecho de puddings integrales, dóciles artistas subvencionados por el estado y
un banco para cada persona en la iglesia. The Chronicles of Clovernook (1846), de Douglas Jerrold, un cuento que muestra una muy
peculiar emoción ante la perspectiva de los niños destrozando sus
pantalones cuando trepan a los manzanos, se entusiasma ante una
sociedad imaginaria en la que aún hay impuestos, cárceles y pobreza. The Capacity and Extent of Human Understanding (1745), de John
Kirby, nos presenta a un noble salvaje en su isla paradisíaca que
ha deducido más o menos toda la religión de la Inglaterra del siglo
xviii, casi hasta los detalles de las parroquias campestres, simplemente observando con atención el mundo natural que lo rodea.
Todo esto alcanza su apogeo en Robinson Crusoe (1719), de Daniel
Defoe, en el que Crusoe se las apaña en un ambiente exóticamente
familiar mediante el ejercicio de un muy enérgico e inglés sentido
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común. La novela nos permite así disfrutar
de los placeres de lo desconocido a la vez
que desactiva y domestica su amenaza potencial. Para el lector del siglo xviii resulta
reconfortante observar a Crusoe partiendo
madera y rodeando de estacas su propiedad,
en cualquier lugar del mundo igual que si
estuviera en Surrey.
Algo similar puede decirse de Los viajes
de Gulliver (1726) de Jonathan Swift, donde
el chiste es que las criaturas gigantescas o
microscópicas resultan ser mucho más parecidas a nosotros que lo que su apariencia
podría hacernos creer. Gulliver también
domestica lo descabellado, como en su indignada refutación de la acusación de que
ha practicado el sexo con una mujer de pocas pulgadas de altura. Los viajes de Gulliver
es, entre otras cosas, una colleja tory a la
pretensión radical de que podría existir un
mundo significativamente distinto al que
conocemos. En resumen, no todas las utopías o las distopías pertenecen a la izquierda
política, como ilustra bien la obra anónima
Great Britain in 1841 or The Results of the Reform Bill (1832). El narrador de este agitado
panfleto se duerme en 1831, se despierta
diez años después y se encuentra a su hermano inclinado sobre él con un aspecto cuarenta años mayor, en lugar de los diez años
que pasaron desde la última vez que lo vio.
La causa de su envejecimiento prematuro es
la Reform Bill de 1832, que ha permitido al
estado confiscar la propiedad de su padre y
lo ha forzado al exilio. El gobierno se ha apoderado igualmente de los fondos de las universidades de Oxford y Cambridge; Inglaterra e Irlanda se han secesionado, el rey ha
huido a Hanover, el populacho se ha alzado y
lleva a cabo ejecuciones sumarias y la madre
del narrador ha muerto con el corazón roto.
En gran parte de la ficción utópica, los
mundos alternativos son meras estrategias
para sacar a relucir los trapos sucios del
mundo real. No se trata de ir a alguna otra
parte, sino de emplear otro lugar como reflejo de aquel en el que estamos. La mayoría
de las utopías literarias son periodismo político encubierto, sus reinos ideales sirven al
objetivo de promocionar una obsesión pueblerina por el presente. Ningún otro tipo de
fantasía podría ser más provinciana y prosaica. Esta forma literaria, aparentemente
la más honesta y abstracta, es también una
de las más tópicas y efímeras. Nada es más
crudamente realista que su idealismo de altas miras. Cuanto más urgentes y relevantes
son estas ficciones para nuestras preocupaciones políticas y, por tanto, cuanto más
vívidas y potentes, menos utópicas se vuelven. Al final del siglo xix, tras el gran clásico
de William Morris Noticias de ninguna parte
(1891), la misión de proyectar un universo
alternativo pasó a manos de la ciencia ficción, que emprendió la tarea con mucho
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más garbo. En lo que se refiere a Noticias de
ninguna parte, cabe recordar la observación
de Perry Anderson, que señalaba que se trata
de una de las escasísimas utopías socialistas
que, junto con su realización, retratan realmente el proceso de cambio revolucionario.
Buena parte de las utopías literarias anteriores a la de Morris describen un mundo
futuro que sólo querría habitar un masoquista vocacional. En su mayor parte son
lugares inodoros, antiescépticos, intolerablemente sensatos y eficientes, en los que
los nativos parlotean durante horas sobre
las bondades de su sanidad y la originalidad
de su sistema electoral. A uno le recuerdan,
en resumen, las despectivas críticas de Marx
a los racionalistas utópicos de su época, cuyas especulaciones abstractas le proporcionaron un conveniente yunque sobre el
que forjar sus propias reflexiones políticas.
Marx se esforzó en señalar la futilidad de lo
que se podría llamar el modo subjuntivo en
la política: las elucubraciones en plan «no
sería genial si hubiera…», que cualquier
Toda utopía es al mismo
tiempo distopía, pues al
tratar de liberarnos de
los grilletes de la historia, no puede evitar recordarnos lo fuertemente que nos maniatan.
intelectual progresista con tiempo libre
puede proponer justamente porque, en
último término, no están limitadas por los
hechos materiales.
Pero para Marx, por supuesto, lo contrario de la utopía no era ningún tipo de realismo pragmático. De hecho, nada podría ser
más ociosamente utópico. Hay dos tipos de
idealistas visionarios: los que creen en una
sociedad perfecta y los que creen que el futuro será bastante parecido al presente. Los
que verdaderamente tienen la cabeza en las
nubes o enterrada en la arena son los aguerridos realistas que se comportan como si
las galletas María y el Fondo Monetario Internacional fueran a seguir entre nosotros
dentro de tres mil años. Semejante visión
es simplemente la inversión de Los Picapiedra, donde el pasado más remoto es la vida
residencial americana más los dinosaurios.
Perfectamente puede ocurrir que el futuro
resulte especialmente desagradable, pero
negar que será muy diferente, al modo de
las filosofadas posthistóricas, es una ofensa hacia ese mismo realismo del que habitualmente se enorgullecen dichos teóricos.
Afirmar que es altamente probable que los
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asuntos humanos mejorarán bastante es una
proposición eminentemente realista.
Para Marx, lo contrario de la utopía no
era la fantasía patológica de una mera perpetuación del presente, sino lo que generalmente se denomina «crítica inmanente».
Si tradicionalmente el marxismo se ha roto
los cuernos contra la utopía no es porque rechace la idea de una sociedad radicalmente
transfigurada, sino porque es hostil a la suposición de que un sociedad tal puede, por
así decirlo, limitarse a caer en paracaídas
sobre el presente desde algún metafísico espacio exterior. No puede ocurrir que
todo lo que conocemos pegue un frenazo
repentino y algo inconcebiblemente distinto asuma su lugar. Ni siquiera seríamos
capaces de identificar en qué consistiría esa
diferencia, pues habríamos dejado atrás el
propio lenguaje necesario para describirla.
Si la noción de utopía tiene alguna fuerza es
como una forma de interrogar el presente
que descerraje su lógica dominativa y permita vislumbrar, así, un pálido boceto de
una alternativa que ya está implícita en él.
Si hablar de utopía no es lógicamente incoherente o autoindulgente, entonces tendríamos que ser capaces de señalar los tipos
de actividades y capacidades que pueden
prefigurarla. El auténtico pensamiento utópico se ocupa de aquellas codificaciones de
la lógica de un sistema que, extrapoladas en
cierta dirección, poseen el poder de deshacerlo. Al instalarse en esas contradicciones
o equivocaciones de un sistema, allí donde
éste deja de ser idéntico consigo mismo,
permite que la no identidad se revele como
la imagen negativa de una positividad futura. Si «crítica inmanente» es el nombre
tradicional de esta operación, «deconstrucción», en su sentido institucional más que
en el reductor sentido textual, es un sinónimo contemporáneo. Contemplada bajo
este prisma, la utopía es lo que desmantela
la oposición entre un futuro que es meramente accidental o suplementario del presente, y la sombría suposición posmoderna
de que no hay ningún «afuera». Reconoce,
por el contrario, que las fuerzas que podrían
romper el sistema también quiebran la oposición misma entre «dentro» y «fuera».
Algo así es, presumiblemente, lo que quería decir el joven Marx cuando hablaba de la
clase obrera como aquella que está «en» la
sociedad civil, pero no es «de» ella.
Los futuros transformados que no están
de este modo anclados en el presente tienden a fetichizarse a gran velocidad. Necesitamos imágenes de nuestro deseo, pero es
imprescindible evitar que esas imágenes
nos hipnoticen y se interpongan en nuestro
camino. Walter Benjamin entendió que la
prohibición judía de elaborar y grabar imágenes de Dios era, entre otras cosas, la prohibición de convertir el futuro en un fetiche
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que manipular como un tótem máLa mayoría de las utopías son reconciliar entre sí, a no ser que se
gico al servicio de los intereses del
imagine que también las muertes
periodismo político encubierto, inútiles y las relaciones truncadas
presente. Para Benjamin el Mesías podría entrar en la historia en
sus reinos ideales sirven para se pueden trascender definitivacualquier momento, lo que signimente de alguna forma.
promocionar una obsesión pueficaba que el futuro estaba perpeAdemás, la abolición de los sistuamente abierto. (También creía
temas
políticos opresores no disblerina por el presente.
que el Mesías lo transfiguraría todo
minuye la tragedia de sus muertos y
haciendo sencillamente unos pede sus víctimas relegadas. Sea cual
queños ajustes). Proyectar el futuro puede ser un mero intento de
sea el resultado histórico para sus descendientes, esa experiencia
controlarlo y manipularlo. Los verdaderos clarividentes de nuespermanece, por decirlo de alguna manera, absoluta e irreparable
tro tiempo son esos expertos contratados por el capitalismo para
para las propias víctimas. Cuando Benjamin señala que es el reescrutar en las entrañas del sistema y asegurar a sus gobernantes
cuerdo de los ancestros esclavizados, y no el sueño de los nietos
que sus beneficios estarán seguros durante otros veinte años. Pero
liberados, lo que conduce a los hombres y a las mujeres a la revuella construcción de futuros imaginarios es también una forma de
ta, encuentra una forma de emplear o (en términos brechtianos)
derrotismo, pues puede terminar por absorber las energías que
«refuncionalizar» a los propios muertos, convocando sus sombras
podrían haberse empleado en llevarlos a la práctica. Lo contrario
al servicio del presente político mediante los rituales del luto y la
del vidente es el profeta que, al contrario de lo que se cree habirememoración. Para Benjamin, incluso la nostalgia puede ser una
tualmente, no se ocupa de predecir el futuro, sino sencillamente
fuerza revolucionaria, de la misma forma que el consumo ostentoso
de alertar al presente de que, a no ser que cambie profundamente,
de la burguesía podría, en un atrevido giro dialéctico, anticipar la
es probable que su porvenir sea sumamente desagradable.
abundancia material de un futuro socialista. Pero nunca llega a imaPero si el marxismo tiene poco que decir al respecto de la utoginar que tales refuncionamientos de los muertos pudieran, siquiepía, es también porque su tarea no es tanto imaginar un nuevo
ra retrospectivamente, justificar las humillaciones que sufrieron.
orden social como desbloquear las contradicciones que impiden
Si el marxismo resulta antiutópico, por tanto, es también porsu aparición histórica. Visto bajo esta luz, el propio pensamiento
que –excepto en los más salvajes y «cósmicos» vuelos de su fanmarxista se enraíza en la época que busca superar, y será a su vez
tasía– no se deja llevar por el sueño de una sociedad en la que todo
sobrepasado por aquello a lo que ayuda a traer al mundo. No haconflicto se habría evaporado. Por el contrario, una vez que algubrá radicales en la Nueva Jerusalén porque no habrá necesidad de
nos de los conflictos cuidadosamente construidos se hayan resuelellos. Tales fenómenos pertenecen al presente tanto como el lento, podríamos ser capaces de identificar mejor cuáles son nuestras
guaje del patriarcado o la gestión de recursos humanos. Igualmenverdaderas batallas. Una vez que hayamos dejado atrás el absurdo
te habría mucha menos compasión en una sociedad transformada,
por el cual diferencias humanas en último término tan poco impuesto que habría mucho menos que compadecer.
portantes como el género, la etnia o la identidad nacional han sido
Pero aunque ya no hubiera radicales políticos –si los socialistas,
transformadas en terreno de batalla política por nuestros dirigenlas feministas, los ecoguerrilleros y compañía fueran, afortunadates, seremos capaces de ver con nitidez y localizar lo que realmente
mente, un recuerdo pálido y antediluviano–, sin duda alguna aún
nos divide. Si los socialistas pueden tener esperanzas razonables
quedaría tragedia, algo que descartan las corrientes más perfeces, entre otras cosas, porque las contradicciones a las que se refietibilistas del pensamiento utópico. Uno debería pensárselo bien
ren son, a pesar de su centralidad y su formidable poder, asuntos
antes de expresar el deseo, aparentemente generoso y amable, de
mucho más modestos y transitorios que, por ejemplo, la muerte,
vivir en un orden social que haya dejado atrás lo trágico. Pues no
el sufrimiento físico o la humillación moral. Ni que decir tiene que
está en absoluto claro que se pueda arrancar de raíz la tragedia sin
esto no equivale a sugerir que vayan a resolverse, sino únicamente
extirpar el sentido de los valores humanos de la que ésta depende.
que caen dentro de la categoría de cosas que en principio podrían
La tragedia está profundamente entrelazada con nuestra libertad,
resolverse. La «mala» utopía nos convence de desear lo improbanuestra capacidad de convivencia y nuestra autonomía y es comble y, así, como el neurótico, enfermar de anhelo; cuando la única
plicado ver cómo podría abolirse (como han propuesto las vetas
auténtica imagen del futuro es, a la postre, el fracaso del presente.
más excesivas del utopismo) sin erradicarlas también a ellas. A
En estos días escépticos y políticamente vapuleados, no está de
Herbert Marcuse le gustaba imaginar un futuro en el que los semoda el pensamiento utópico. Pero hay una versión especialmenres humanos hubieran cambiado tanto que el mero acto de ofrecer
te grotesca con la que comercia una determinada facción de los
violencia física los pusiera enfermos. Esperemos al menos que
buhoneros del pensamiento posmoderno. Se tata de la enfermiesto no les impidiera también ejercer la cirugía.
za fantasía de que ya no necesitamos mirar hacia el futuro porque
En su obra Modern Tragedy, Raymond Williams discute dos tiel futuro ya está aquí, bajo la forma de una visión perversamente
pos de argumentación socialista-humanista contra las ideologías
idealizada del presente capitalista. No es tanto que el futuro se posortodoxas de la tragedia. La primera, la argumentación «demoponga indefinidamente, como que ya se encuentra entre nosotros,
cratizante», es que la tragedia no debería considerarse un aconquizá sin que lo reconozcamos aún como tal, bajo los ropajes de los
tecimiento excepcional, privilegiado, no debería ser la muerte de
sujetos hedonistas y los circuitos libidinales del consumismo conuna princesa o la caída de los héroes, sino parte de la textura de la
temporáneo. Decretar el final de la historia es, en cierto sentido,
vida social ordinaria. Tragedia sería un accidente de tráfico, una
desconvocar el futuro, declararlo cancelado por falta de interés;
relación rota, una muerte inútil. La
pero puede verse igualmente como
segunda argumentación, la «polila proclama de que el futuro ya ha
tizante», afirma que la tragedia es
Los que tienen la cabeza en las llegado, puesto que el único futuro
un fenómeno histórico, por ejemque seremos testigos será una
nubes son los que se comportan del
plo, la larga tragedia de la sociedad
repetición del presente.
de clases, que implica la posibiliEsto, sin duda alguna, implica
como si las galletas María y el
dad de su resolución. El problema
una visión muy diferente del futuFMI fueran a seguir entre noso- ro de la que tenían los vanguardises que estos dos argumentos son
extraordinariamente difíciles de
tros dentro de tres mil años.
tas revolucionarios de principios
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Picnic en New Harmony, Indiana, EE UU, ca. 1890
del siglo xx, quienes también creían que el
futuro ya se encuentra en cierto modo entre
nosotros, puesto que sólo algo literalmente inexistente, el tiempo futuro, podría ser
una imagen adecuada de las transformaciones del presente. La palabra «futurista»
nos sale ahora al encuentro como una expresión común que significa, irónicamente, lo último de lo último. Funciona como
una descripción del presente, no de aquello
que lo sucederá. En una época revolucionaria, en cambio, es como si el presente sólo
pudiera aprehenderse en su falta de identidad propia, en la forma en la que se bambolea al borde de alguna negación absoluta
que lo inunda de sentido aunque lo prive
de sustancia. El futuro, en la «pura» temporalidad de la modernidad, es sólo una
forma de describir la falta de coincidencia
del presente consigo mismo, la forma en la
que su verdad reside en su incesante autosuperación. Para Marx, de manera similar,
la «verdad» del socialismo no radicaba en
algún estado asentado del futuro, sino en la
manera en la que un presente autodividido está, incluso ahora, luchando por ir más
allá de sí mismo.
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Sin embargo, el escepticismo posmoderno respecto a la utopía generalmente no se
debe a que se piense que algún futuro ideal
ya ha llegado. Más bien, la idea es que en
esta realidad capitalista global y aparentemente inamovible, lo mejor que se puede
hacer es decorar nuestras celdas, alinear las
hamacas de cubierta del trasatlántico que se
hunde, ensanchar la extraña fisura, en este,
por otra parte, monolito sin junturas, por la
que un rayo vagabundo de libertad, ilustración o gratificación pueda filtrarse. Esto, hay
que decirlo, es hacer un inmensísimo cumplido a uno de los sistemas más enfermizamente frágiles que la historia haya conocido
nunca. Es confundir el formidable poder
del capitalismo con su estabilidad, es no
entender que, en cierto sentido, el permanente desequilibrio del sistema capitalista
es consecuencia precisamente de su vigor.
Cualquier forma de vida cuya dinámica esté
dirigida a su universalización está abocada a
tropezar con su propia fuerza, pues cuanto
más prolifera, más frentes alimenta en los
que puede resultar vulnerable. Un sistema
que interviene en tantas regiones de la realidad diferentes extiende su dominio única-
mente a expensas de multiplicar sus puntos
potenciales de ruptura.
La mera idea de que hay algo grabado
en piedra acerca de esta montaña rusa sistémica es más bien risible, al igual que la
suposición de que sus víctimas están ahora
tan lobotomizadas espiritualmente, son tan
pasivas y dóciles que no alzarían una ceja
aunque el advenimiento del segundo Mesías
ocurriera en el jardín de su casa. Puede que
ésta sea la visión de algunos hastiados teóricos culturales, pero ciertamente no es la de
Whitehall o la Casa Blanca. Si existe alguna
certeza moral es, sin duda, que la gente se
levantará contra el sistema en el momento en el que le resulte racional hacerlo. Es
decir, tan pronto como se vuelva tolerablemente claro que el sistema no tiene ya nada
para ellos; cuando los peligros e incomodidades de la desafección superen las escasas
recompensas del conformismo; cuando la
pura apatía ya no sea materialmente posible;
cuando incluso una alternativa política oscura y no probada sea mejor que lo existente; y cuando la ira ante la forma injusta en la
que están siendo tratados sea más poderosa
que el fatalismo y el miedo.
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Momentos así no ocurren a menudo, por
supuesto, puesto que lo racional es no rebelarse contra un sistema social, sean cuales
sean sus graves deficiencias, mientras sea
aún capaz de proporcionarnos compensaciones suficientes como para hacernos desistir
del riesgo y del laborioso trabajo de buscar
una alternativa. Cuando ya no pueda hacerlo,
los hombres y las mujeres tomarán las calles,
tan seguro como que el día sigue a la noche.
Pero, aunque tomen las calles, perfectamente puede ocurrir que no opten por el socialismo, quizá porque, en opinión de algunos
comentaristas, los días de esa doctrina están
estrictamente contados, así que no estará
a mano en la época en la que la revuelta se
produzca, si es que de hecho se produce.
Pero éste es también un terreno poco fértil
para el pesimismo político. Parece plausible
que las ideas socialistas sobrevivan, dada su
tenacidad histórica y su relevancia política.
Y su supervivencia es importante al menos
en un aspecto: sin ellas, sin algún tipo de
organización y dirección socialista, mucha
más gente resultará herida en períodos de
desafección de masas de lo que de otro modo
sería el caso. Hay muchos argumentos que
pueden alegarse en contra de la mera anarquía, y uno de los más pertinentes es que
causa estragos humanos innecesariamente.
Si vamos a minimizar el coste humano de
dicha revuelta social, necesitamos alguna
idea sobre cómo canalizar esas energías de
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la forma más constructiva. Y si esto puede o
no hacerse es algo enormemente confuso. Si
el escepticismo político tiene alguna base es
esta, y no la fantasía de que el sistema capitalista es omnipotente o que la clase obrera
nunca se preocupará por nada más que por
la televisión por cable o que en diez años los
últimos radicales se habrán convertido en
apoltronados socialdemócratas.
Se podría decir que lo más auténticamente utópico en el pensamiento de Marx
es su desagrado por lo instrumental. Marx
sufre con la perspectiva de que lo que él denomina potencias y capacidades humanas
deban someterse a la árida racionalidad medios/fines, y busca un orden social en el que
los hombres y las mujeres puedan ejercer
esas potencias y capacidades como una finalidad placentera en sí misma. Nunca más
serán convocados para responder de ellas
ante el alto tribunal de la Historia, el Espíritu, el Deber, el Partido o la Unidad, sino que
vivirán como si sus energías fueran autolegitimadoras y autofundamentadoras, como
sin duda lo eran para un humanista romántico como Marx. Subrayar el valor de uso de
las personas, más que su valor de cambio,
es otra manera de apuntar lo mismo. Para
Marx, los seres humanos, en virtud del «ser
de su especie», tienen algo parecido a una
función, que consiste en ejercer sus poderes
y facultades como fines sensuales en sí mismos. Pero esto significa, en cierto modo, re-
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clamar que su función es ser no funcionales,
al menos si se entiende «función» como
la abstracción de la particularidad de una
cosa en beneficio de un fin externo a ella.
Una de las intuiciones más valiosas de Marx
(aunque de ninguna manera exclusiva de su
obra) es que lo que llamamos moralidad es
justamente ese constante despliegue de potencias y capacidades creativas humanas,
no un lúgubre puñado de constricciones
acosadoras. En este sentido, por supuesto,
es un moralista totalmente tradicional, en la
estela de Aristóteles y en oposición a Kant.
Una de las muchas ironías del pensamiento de Marx es, sin embargo, que para
poder alcanzar una sociedad en la que se
relaje la garra de la razón instrumental,
seguimos necesitando las más rigoristas
formas de pensamiento y de acción instrumental. Unos pocos hombres y mujeres, seguramente, podrían intentar vivir ahora en
este estilo utópico y antiinstrumental. Pero
como uno de ellos, Oscar Wilde, reconoció
con candidez, sólo podría ser una forma de
vida válida, y no ofensivamente privilegiada, si de alguna manera viniera a anticipar
un orden social en el que esta forma de vida
estuviera finalmente al alcance de todos. El
tema del magnífico ensayo de Wilde, El alma
del hombre bajo el socialismo, es que la única
buena razón para ser un socialista es que no
te guste tener que trabajar y que aquellos,
como el propio Wilde, lo suficientemente
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privilegiados como para no tener que trabajar son, por tanto, «reminiscencias» de
un tiempo en el que el trabajo no ejercerá
un poder tan fetichista sobre todos nosotros. Es una reflexión tan necesaria como
malvada y autocomplaciente: simplemente
quédate todo el día en la cama y sé tu propia sociedad comunista. De alguna manera
es preciso reconciliarla con los inevitables
procedimientos instrumentales necesarios
para lograr el socialismo, un proceso en el
que los medios parecen ir en contra de los
fines. Puede que los que más fielmente se
esfuerzan en alumbrar un nuevo orden social no sean las mejores imágenes de ese
orden. ¿Qué ocurre si el proceso de traerlo al mundo entra en contradicción con los
propios valores que representa?
El problema con los izquierdistas solía
ser que estaban tan ensimismados en los
medios políticos que se arriesgaban a olvidar o incluso dejar de lado los fines a los
que estos medios servían. Perfectamente
se puede sentir una pizca de nostalgia por
ese error hoy que lo común es más bien lo
contrario: una defensa arrebatadamente
radical del placer, la jouissance y cosas semejantes como fines en sí mismos, y una
clara renuencia a asumir la mucho más prosaica tarea de preparar el terreno para que
este placer no esté al alcance únicamente de
unas pocas y escogidas almas privilegiadas.
Ante este panorama, no estaría de más alguna dosis de instrumentalismo vulgar. Pero
no hay razones para suponer que estas dos
dimensiones del socialismo, la utópica y la
instrumental, puedan unirse armoniosamente siempre y en todo lugar. En este respecto al menos, la izquierda ha sido siempre
una amplia iglesia que reunía a los profetas
melenudos y a los atildados miembros de
los comités, a los visionarios de ojos desencajados y a los constructores de barricadas
de manos encallecidas. No es realista suponer que estos extremos puedan sintetizarse
siempre en el mismo cuerpo. Blake y Rimbaud no eran buenos miembros de comité,
y no esperamos de James Larkin una iluminación neoplatónica.
Hay un aspecto de esta tensión entre lo
utópico y lo instrumental que ha pasado un
tanto desapercibido, pero que es especialmente relevante para nuestra propia y lamentable situación política. Una de las formas más creativas de disenso del principio
instrumental ha sido una cierta fe izquierdista en que, en el terreno político, se hace
lo que haya que hacer con un cierto desdén
hacia el probable resultado histórico. Esto
se debe en buena parte a que es muy posible
que ese resultado histórico, dadas las fuerzas a las que se enfrenta la izquierda, sea
bastante desolador. Algo así, sin duda, bus-
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caba Walter Benjamin al extraer un episodio
de la lucha de los desposeídos del continuum
de la historia. Entre otras cosas, quería decir que deberíamos poner en suspenso momentáneamente el fracaso histórico al que
ese acontecimiento realmente condujo, cribarlo, por así decirlo, de sus consecuencias
nada triunfales para, de este modo, percibir
sus potencialidades implícitas.
Si esto es lo que significa pensar de manera no teleológica y no (como en algunos
caprichos posmodernos) la noción de que
la historia es una cadena de aberraciones,
entonces resulta evidente la fuerza de la
idea. Una potencia que no disminuye en
una época política en la que las probabilidades de éxito de la izquierda se han reducido notablemente. Por supuesto, sería
fatal emplear esta forma no instrumental,
no teleológica, de pensamiento simplemente para racionalizar nuestros fracasos.
Para Benjamin, la antiteleología está finalmente al servicio del logro político, puesto
que redimimos esos momentos dispersos
en la imaginación revolucionaria, constelándolos en un esquema que propone una
alternativa a la imagen de la historia de los
gobernantes y que desempeña un papel en
la acción política del presente. Lo opuesto
al triunfalismo insensible de nuestros gobernantes no puede ser un culto escuálido y
masoquista del fracaso. Lo que la izquierda
esgrime contra el poder de la derecha no es
el fracaso, sino un concepto transfigurado
del poder. Pero así como las eras revolucionarias iluminan algunos tipos de valores socialistas que se oscurecen en tiempos
menos afirmativos, lo contrario puede ser
también cierto. Es posible que en los períodos políticos más áridos recuperemos lo
que se podría llamar el lado más kantiano
del marxismo: el imperativo deontológico por el que se hace lo que se considera
políticamente correcto incluso si es poco
probable que de frutos políticos. ¿Quiénes
son, habría que preguntarse, esos socialistas de temporada que saltan eufóricamente
al carro de la política cuando avanza alegremente, sólo para bajarse en cuanto se
atasca? Aquellos hombres y mujeres que se
enfrentaron a los pelotones de fusilamiento de Stalin con eslóganes revolucionarios
en sus labios no estaban contemplando el
éxito, al menos no para ellos mismos. En
cierto sentido, su gesto tenía toda la futilidad de un acte gratuit existencial; ciertamente no iban a beneficiarse de él y, hasta
donde ellos sabían, tampoco lo haría nadie
más. Pero, al despreciar lo instrumental de
esa forma, esbozaban en el momento de su
muerte un gesto utópico que, hasta donde
ellos sabían, únicamente podría ser fructífero para los vivos.
Título original, «Utopia and its oposites», publicado en Socialist Register, 2000, pp. 31-40.
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