Estación Palermo

Transcripción

Estación Palermo
Estación Palermo
Cuando llegué por primera vez a la tierra prometida, mi buenos aires querido, para
reencontrarme con mi padre, que prácticamente no conocía, pues sólo había
compartido algunas semanas siguientes a mi nacimiento en casa, y algunas otras
intermedias, antes de su distintas partidas para trabajar en distantes lugares, yo ya
tenía 10 años, era el 3 de octubre del 1953.
Mi padre vivía en la calle Fitz Roy 1644 de esta ciudad, desde los primeros días del
mes de enero de 1949, y se había dedicado a su trabajo de carpintero sin la compañía
de la familia.
Recuerdo que el día posterior a la llegada, el estridente sonido de una campanilla me
despertó, era el despertador de mi padre que tocó puntualmente a las seis de la
mañana pues ya me esperaba en la cocina para desayunar, y luego acompañarme
hasta el frente de la propiedad donde estaba el pequeño local con su taller de
carpintería. Me dio una escoba y me dijo que tuviera siempre limpio el taller y todos los
listones, molduras, tablas y tablones ordenados por diseño, calidad, espesor y
longitud.
Así fue como empecé a trabajar en la carpintería.
Por la tarde me pidió que lo acompañe al cercano colegio Don Bosco de calle Dorrego
entre Costa Rica y Nicaragua, ubicado a unas ocho cuadras de nuestro pequeño taller.
Él tenia un carro de dos ruedas, con dos barras laterales para controlarlo y empujarlo,
similar al que usaban los vendedores de frutas, en ese cargaba las tablas y en la
carpintería del colegio las transformaba en molduras de todo tipo para sus trabajos.
Allí le facilitaban el uso de las máquinas del moderno taller que había durante las
horas que no se dictaba clase de carpintería, eran: garlopas, acepilladoras, sierras sin
fin, lijadoras, tupí, etc. Era una gran ayuda pagando un mínimo canon al colegio por el
tiempo de uso.
Él ingresó con las tablas y me dejó en la vereda para cuidar el carro, diciéndome que
en veinte minutos estaría fuera para irnos; yo esperé mucho más tiempo y él no
aparecía.
Era una calle muy arbolada, con árboles grandes que la tornaba oscura y fría, además
a esa hora estaba desolada. Yo temblaba, como no aparecía lo primero que pensé fue
“que le va a interesar su hijo, si hace diez años que no lo ve y ni muestra de cariño me
hizo cuando llegamos”. También recordé las vivencias relatadas en el libro Corazón,
de Edmundo de Amicis, que en Italia se lee y relee todos los años de la primaria, así
que abandoné el carro y empecé a caminar, sólo recordaba el nombre de la calle
donde vivía, con el deseo de reencontrarme con mi madre y avisarle que quería volver
al pequeño pueblo que me vio nacer, donde todos me conocían y querían.
Ya caminando por la misma calle donde había dejado el carro, pronto un terraplén de
ferrocarril me cortó el paso, doblo por una calle empedrada y después de unas siete
cuadras otra línea ferroviaria se interpone a mi paso, memorizaba no haber cruzado
ninguna vía. Miro hacia ambos lados y a lo lejos veo una gran avenida, transitada por
muchas personas, me dirijo hacia allí, era un lugar ruidoso, donde un mundo de gente
bajaba por unas escaleras que descendían de un enorme puente de acero,
suspendido sobre columnas cilíndricas del mismo metal, finamente pintadas con un
color verde inglés.
El puente cruzaba toda una avenida ancha, repleta de un tránsito incesante, incluso
una gran cantidad de esas personas apuradas, se metía en otras escaleras que
bajaban, hacia el subsuelo de la avenida.
Cansado porque no me entendían, todos estaban apurados, me apoyo contra la pared,
mirando las columnas de hierro del puente y grité con todas mis fuerzas: italiano,
mamma, rua Fitz Roy y quizás alguna otra palabra.
Alguien creyó escuchar Fitz Roy, me señaló con la mano hacia una plazoleta ubicada
a doscientos metros, camino hasta ese punto, diviso el nombre en un ángulo de la
esquina, comienzo a recorrer la calle hacia el único lugar posible, estaba totalmente
perdido, camino sin saber donde estaba; ya próximo a la calle Honduras, vi un gentío
con mi madre y mi padre en primer plano, revolucionados por mi desaparición.
Todos me abrazaron, mi padre se movía hacia todos lados nervioso, incluso lloraba.
Es que hacía 25 horas que había llegado de un pueblito italiano y ya me había perdido
en esta gran ciudad, mi querida Buenos Aires.
Así transcurrió mi primer día completo en la querida Argentina, tierra de libertades.
Después supe que la avenida con mucha gente y tránsito era Santa Fe, el puente de
acero con estaciones de tren y subte era Palermo, la plazoleta es Falucho y los
terraplenes que me cortaron el paso era primero el ferrocarril Mitre y el otro del San
Martín.
Pobre mi padre, su obligada participación en la guerra civil de España, luego la
segunda gran guerra mundial, minero del carbón en Charleroi-Marcinelle-Bélgica, su
partida hacia Argentina a fines de 1948, no le habían dejado ni unos días libres para
compartir con sus hijos, para conocer sus temores, falencias, necesidades y
circunstancias, como si fuéramos adultos.
Pero a partir de este hecho, todos comprendimos que el respeto y el cariño, hay que
ganárselo todos los días, con esfuerzo, dignidad, humildad, perdón y por sobre toda
las cosas estar siempre disponible para apuntalar y ayudar.
Aldo Ciallella

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