En lo Alto de la Colina

Transcripción

En lo Alto de la Colina
En lo Alto de la Colina
Escrito por HÉCTOR GÓMEZ HERRERO
C
uando cumplí quince años mi padre me mandó llevar a pastar las ovejas. Pero
antes de salir de casa me dijo:
—No lleves al rebaño a los pastos de la colina. Deja que las ovejas pasen
hambre antes que cruzar el muro de piedra y llevarlas a esos pastos.
Así que tomé los rebaños de mi padre y salí del pueblo. Primero fui a las
praderas del Este, pero todo el alimento estaba amarillo y seco. Entonces fui al
Oeste, pero allí los prados estaban vallados y no podía entrar. Finalmente fui al Norte,
crucé el muro de piedra y ascendí por la colina donde la hierba siempre es verde. Allí dejé
que las ovejas pastaran a sus anchas junto a la vieja casa de lo alto de la colina mientras yo
descansaba tirado en la hierba contando las nubes al pasar.
Así estuve hasta la última hora de la mañana, cuando pensé que las ovejas ya habrían
pastado lo suficiente y sería hora de volver a casa. Entonces me levanté, pero allí no estaba
mi rebaño, sólo había una mujer esperando en el umbral de la casa. Cuando la miré se giró y
entró. Y sin saber muy bien porqué, la seguí.
Entonces ella me tendió un cuchillo y me dijo:
—Ve a la parte de atrás de mi casa. Toma uno de mis cabritillos y dególlalo. Después
pártelo y cocínalo para mí.
Y sin rechistar siquiera hice todo lo que me mandara. Di la vuelta a la casa, degollé al más
pequeño de los cabritillos, lo despellejé lo mejor que pude, desheché las vísceras y lo cociné
al fuego hasta que vi que estaba dorado y crujiente. Entonces la mujer tomó el cabritillo y se
lo comió entero.
Tras habérselo comido tomó mi mano y me llevó con ella hasta la alcoba, me desvistió e
hizo uso de mi cuerpo como nadie había hecho uso hasta aquel momento. Tras ello
dormimos juntos hasta el amanecer. Entonces me echó de su cama diciendo:
—Ya es hora de que te marches. Y no vuelvas a esta casa hasta que todas las hierbas del
pueblo estén secas de nuevo.
Así lo hice. Cuando salí de la casa allí estaba de nuevo mi rebaño, bajé con él la colina y
volví a mi casa, y no subí allí hasta el siguiente verano cuando todos los pastos estuvieron
amarillentos y abrasados. Y aquella segunda vez ella me pidió que barriese toda su casa, y así
lo hice hasta que sobre aquel suelo de piedra no quedó ni una sola mota de polvo. Entonces
ella me tomó y usó mi cuerpo de la misma forma que lo hiciera un año antes, y al llegar el
amanecer volvió a echarme de su lado con las mismas palabras.
—No vuelvas a esta casa hasta que todas las hierbas del pueblo estén secas de nuevo.
Así corrió otro año y los pastos se secaron de nuevo bajo el Sol resplandeciente del verano,
y yo volví a aquella colina siempre verde. Aquella vez la mujer me ordenó remendar todos
sus vestidos y después volvió a tomarme a mí, y ambos gozamos por tercera vez. Pero al
llegar la hora del amanecer me miró y dijo:
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—Ven, sígueme.
Entonces salimos de la casa y caminamos hasta una encina que crecía a su derecha. Ella
alargó la mano y cogió una bellota pequeña y la metió en el bolsillo de mi pecho.
—El año que viene no volverás. Ni lo harás hasta que seas un hombre, no ya un niño.
Ningún otro fue capaz de cumplir con mis cometidos sin quejarse o acusarme de no ser una
buena mujer. Guárdala, guárdala siempre ahí, junto a tu pecho. Y vuelve cuando sea el
momento. Yo estaré aquí, esperando.
Entonces me besó en la mejilla y volvió a la casa.
Yo bajé la colina pensando en lo que ella había dicho sin comprender. Hasta que llegó la
guerra. Y me disfrazaron de soldado siendo sólo un muchacho. Me mandaron al frente de la
batalla y algunos de mis viejos amigos trataron de matarme, y yo maté a otros tantos. Por
tres veces me dispararon sin llegar a herirme nunca. Y así pasaron tres años de angustias y
penurias. Y cuando la guerra hubo terminado volví a mi pueblo. Pero aquel ya no era mi
pueblo. Ya no quedaban hombres jóvenes ni muchachos. Sólo había viudas e hijas que no
querían hablar de lo que había pasado. Sólo quedaban madres de los amigos que yo había
matado. Sólo quedaban los despojos de lo que habíamos batallado.
Mi padre había muerto y yo ya no tenía ningún rebaño; pero, aún así, cuando llegó el
verano compré dos ovejas viejas en el mercado y subí de nuevo a la colina. Al otro lado del
muro de piedra había malas hierbas entre los verdes pastos y la encina de lo alto se había
venido abajo. Cuando entré en la casa ella estaba sentada entre la penumbra. Yo me senté a
su lado.
—Me alegro de que hayas vuelto.
La miré. Había envejecido, mucho más de lo que yo había esperado. Seguía siendo
hermosa, con esa clase de belleza que se oculta bajo el paso de los años, pero ya no era
aquella mujer atemporal que allí había morado. Entonces saqué la bellota del bolsillo de mi
pecho y se la tendí. Ella la tomó y miró sus tres agujeros. Los tres agujeros de los tres
disparos. Se mordió el labio con suavidad y suspiró. Y creo que trató de no llorar cuando me
la devolvió.
—Ve afuera y plántala allí donde estaba mi vieja encina.
Yo asentí y me levanté dispuesto a hacerlo. Pero ella asió mi mano y me detuvo.
—No vuelvas después aquí. No vuelvas a entrar en esta casa jamás. Pero cuida de la nueva
encina mientras crezca. Sus bellotas serán más amargas, pero será fuerte, mucho más de lo
que lo fue la vieja. Cuando te hayas marchado diles a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, que
nunca suban aquí. Que eviten esta colina. Cuando llegue el momento alguien volverá.
Yo asentí de nuevo y me marché. E hice todo lo que ella me había dicho. Nunca le conté
nada de esto a mis hijos, pero les prohibí subir a aquella colina de pastos verdes al otro lado
del muro de piedra. Aunque yo volví cada verano para asegurarme de que aquella bellota se
convertía en una nueva encina. Y aquellas noches, cuando volvía a casa, soñaba con esa
mujer que vivía en lo alto. Pero no cuando era joven y hermosa, sino cuando yo había
vuelto siendo un hombre y no un muchacho. Soñaba con ella cuando la vi aquella última
vez, mientras esperaba en la penumbra a que me marchara para poder seguir llorando.
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