Salamandra
Transcripción
Salamandra
el sueño de la aldea Declaración autobiográfica John Cage Traducción de Armando Pinto “¿Cómo se escribe la historia?”, le pre gunté una vez a Arragon, el historiador. “Lo tienes que inventar”, me contes tó. Cuando quiero hablar, como ahora, de los incidentes críticos, personas y eventos que han influido en mi vida y mi trabajo, la respuesta es que todos los incidentes fueron críticos, toda la gente me influyó, todo lo que pasó y está pasando me influye. Mi padre fue inventor. Era capaz de hallar soluciones para problemas de va rias clases, en el campo de la ingeniería eléctrica, medicina, viajes submarinos, visión en la niebla y viajes en el espa cio sin uso de combustible. Él me dijo que si alguien decía “no se puede”, eso te indicaba lo que había que hacer. Me dijo también que mi madre siempre tenía razón aunque estuviera equivo cada. Mi madre tenía sentido social. Fue la fundadora del Lincoln Study Club, primero en Detroit, luego en Los Án geles. Se convirtió en la editora del Club de las Mujeres de Los Angeles Times. Nunca fue feliz. Cuando, después de morir mi padre, le dije “¿Por qué no visitas a tu familia de Los Ángeles? ø john cage Pasarás un buen rato”, me contestó: “Sabes perfectamente que nunca me han gustado los buenos ratos.” Cuan do salíamos de paseo algún domingo, siempre se lamentaba de no haber com prado esto o aquello. Algunas veces abandonaba la casa y decía que jamás volvería. Mi padre era paciente y des vanecía mi alarma: “No te preocupes, volverá pronto.” Ninguno de mis padres fue a la uni versidad. Cuando yo fui, la abandoné a los dos años. Pensaba que sería es critor y les dije que necesitaba ir a Europa a tener experiencias en vez de seguir en la escuela. Me había alarma do ver a un centenar de mis compañe ros leyendo ejemplares del mismo libro en la biblioteca. En lugar de hacer lo mismo, me dirigí a las estanterías y leí el primer libro que encontré de un autor cuyo nombré comenzaba con Z. Recibí la más alta calificación de mi grupo. Eso me convenció de que la ins titución no estaba bien orientada. En Europa, después de que José Pi joan me diera una patada en el trasero por mi estudio de la florida arquitec tura gótica y me presentara a un arqui tecto moderno que me puso a dibujar capiteles griegos, dóricos, jónicos y corintios, comencé a interesarme en la música moderna y en la pintura moder na. Un día oí casualmente al arquitecto 3 decirle a unas amigas: “Para ser buen arquitecto, debe uno dedicarle la vida a la arquitectura.” Entonces me acer qué a él y le dije que me iba pues es taba interesado en otras cosas además de la arquitectura. En ese momento estaba leyendo The leaves of grass de Walt Whitman. Mi entusiasmo por Nor teamérica me hizo escribirle a mi ma dre, “Regreso a casa.” Mi madre me escribió en respuesta: “No seas tonto. Quédate en Europa tanto como te sea posible. Empápate de toda la belleza que puedas.” Al dejar París, comencé a pintar y a escribir música, primero en Mallorca. La música que escribí esta ba compuesta de un modo matemático que ya no recuerdo. No me parecía música, de modo que cuando salí de Mallorca la dejé atrás para aligerar el peso de mi maleta. En Sevilla, en una esquina, percibí la multiplicidad de eventos visuales y auditivos simultá neos unidos en una sola experiencia placentera. Para mí fue el comienzo del teatro y el circo. Más tarde, cuando regresé a Califor nia, a Pacific Palisades, escribí algu nas canciones con textos de Gertrude Stein y coros de Los persas, de Esquilo. Yo había estudiado griego en la pre paratoria. Estas composiciones fueron improvisadas en el piano. Las cancio nes de Stein eran, por decirlo así, 4 transcripciones de un lenguaje repe titivo a una música repetitiva. Conocí a Richard Buhlig, quien fue el primer pia nista en tocar Opus 11 de Schoenberg. Aunque él no era maestro de compo sición, aceptó hacerse cargo de mi es critura musical. Después fui con Henry Cowell y, a sugerencia suya (basada en mis composiciones de veinticinco tonos, los cuales, aunque no seriales, eran cromáticos y requerían la expre sión en una voz única de los veinti cinco tonos antes de que cualquiera de ellos fuese repetido), con Adolph Weiss como preparación para estudiar con Arnold Schoenberg. Cuando le pe dí a Schoenberg que me enseñara, me dijo: “No creo que puedas permitirte lo que cobro.” “Ni lo diga –le contes té–, no tengo dinero.” Me dijo: “¿Le dedicarás tu vida a la música?” Esta vez dije “sí.” Me dijo que no me co braría sus enseñanzas. Dejé la pintura y me concentré en la música. Después de dos años, fue evidente para los dos que yo no tenía sentido para la armo nía. Para Schoenberg, la armonía no sólo era colorística: era estructural. Es el medio para distinguir una par te de la composición de otra. Por lo tanto, dijo, yo nunca sería capaz de escribir música. “¿Por qué no?” “Te enfrentarás a una pared y serás inca paz de atravesarla.” “Entonces pasaré el sueño de la aldea mi vida golpeándola con la cabeza.” Me convertí en asistente de Oskar Fischinger, el cineasta, preparándo me para escribir la música de una de sus películas. Un día me dijo: “Todo en el mundo tiene su propio espíritu, el cual puede ser liberado poniéndolo a vibrar.” Comencé a golpear, a frotar to do, escuchando y luego escribiendo música de percusión y tocándola con amigos. Estas composiciones estaban hechas de pequeños motivos expresa dos como sonidos o como silencios de la misma extensión, motivos que eran colocados en el perímetro de un círculo al cual uno podía entrar o salir. Escri bía sin especificar los instrumentos, probándola con instrumentos encontra dos o rentados. No renté muchos pues no tenía dinero. Hacía trabajos de in vestigación en las bibliotecas para mi padre o para abogados. Me casé con Xenia Andreyevna Kashevaroff, quien estaba estudiando encuadernación con Hazel Dreis. Como vivíamos en una casa grande, mi música de percusión era tocada en las noches por los en cuadernadores. Invité a Schoenberg a una de las veladas. “No tengo tiem po.” “¿Puede venir la próxima sema na? “No, no tengo tiempo nunca.” Encontré, sin embargo, a bailarines, a bailarines modernos que estaban in teresados en mi música y podían utili zarla. Me dieron empleo en la Cornish School de Seattle. Fue ahí donde des cubrí lo que llamé estructura rítmica micromacrocósmica. Las partes más largas de una composición guardan la misma proporción que las frases de una sola unidad. Así, una pieza completa tiene el número de medidas que tiene un pie cuadrado. Esta estructura rítmi ca podía ser expresada con cualquier sonido, incluyendo ruidos, o podía ser expresada en la danza no con sonido y silencio sino con quietud y movimiento. Era mi respuesta a la armonía estruc tural de Schoenberg. Fue también en la Cornish School donde tomé con ciencia del budismo zen, el cual más tarde, como parte de la filosofía orien tal, ocupó para mí el lugar del psicoa nálisis. Estaba confundido en mi vida privada, y en mi vida pública, como 5 compositor. No podía aceptar la idea académica de que el propósito de la mú sica era la comunicación, pues noté que, cuando conscientemente escribía algo triste, el público y los críticos es taban a menudo dispuestos a reír. De cidí dejar la composición a menos que pudiera encontrar una razón para ha cerla mejor que la comunicación. En contré la respuesta en Gira Sarabhai, un cantante y tocador de tabla indio: el propósito de la música es calmar y aquietar la mente, haciéndola suscep tible a la influencia divina. También encontré en los escritos de Ananda K. Coomaraswammy que la responsabili dad del artista es imitar las formas de operación de la naturaleza. Me sentí menos confundido y volví al trabajo. Antes de dejar la Cornish School hice el piano modificado. Necesitaba instrumentos de percusión para una danza de Sybilla Fort, que tenía un personaje africano. Pero el teatro en el que iba a bailar no tenía alas ni foso. Había sólo un pequeño piano de cola situado al frente y a la izquierda del público. En ese tiempo yo escribía mú sica dodecafónica para piano o música para percusión. No había espacio para los instrumentos. No podía encontrar uno africano dodecafónico. Finalmen te caí en la cuenta de que tenía que modificar el piano. Lo hice colocando 6 objetos entre las cuerdas. El piano se transformó en una orquesta de percu sión con el volumen, digamos, de un clavicordio. También fue en la Cornish School, en su estación de radio, donde hice composiciones usando sonidos acústi cos mezclados con pequeños sonidos amplificados y grabándolos en ondas sinusoides. Comencé una serie: Imaginary landscapes. Pasé dos años tratando de estable cer un centro para música experimen tal en un colegio o en una universidad, o patrocinado por alguna corporación. Aunque encontré interés en mi trabajo no encontré a nadie dispuesto a apo yarlo financieramente. Me uní a la Facultad de Diseño en Chicago. Mientras estuve ahí me en cargaron que escribiera la música para una obra de la cbs. El ingeniero de so nido me dijo que todo lo que pudiera imaginar era posible. Lo que imagi né, sin embargo, era impráctico o de masiado caro; el trabajo tenía que ser reescrito para orquesta de percusión, reproducido y ensayado en los pocos días y noches que quedaban antes de su trasmisión. La obra era The city wears a slouch hat de Kenneth Patchen. La respuesta fue entusiasta en el Oeste y el Medio Oeste. Xenia y yo fuimos a Nueva York, pero la respuesta en el el sueño de la aldea Este fue menos entusiasta. Habíamos conocido a Max Ernst en Chicago. Nos quedamos con él y Peggy Guggen heim. No teníamos ni un centavo. No conseguí el trabajo que me había pro puesto como compositor de efectos de sonido para la radio. Comencé a escri bir nuevamente para danza moderna y a hacer investigación bibliográfica para mi padre, quien estaba en New Jersey con mi madre. En esta época conocí a mis primeros virtuosi: Robert Fizdale y Arthur Gold. Escribí dos obras exten sas para pianos modificados. La crítica de Virgil Thomson fue muy favorable, tanto para la ejecución como para mi composición. Pero el público sólo fue de cincuenta personas. Perdí mucho dinero que no tenía. Tuve que men digarlo, por carta o personalmente. Continué organizando cada año, sin embargo, una o dos programas para música de cámara y uno o dos pro gramas para coreografía y danza de Merce Cunningham. E hice giras con él por los Estados Unidos. Y más tar de con David Tudor, el pianista, por Europa. Tudor es ahora compositor y ejecutante de música electrónica. Du rante muchos años él y yo fuimos mú sicos de Merce Cunningham. Y luego, durante muchos otros, tuve la ayuda de David Behrman, Gordon Mumma o de Takehisa Kosugi. En estos últimos años tuve que dejar la Compañía Cun ningham para realizar otros proyectos (una ópera en Frankfurt y las Norton Lectures en la Universidad de Har vard). Sus músicos son ahora Tudor, Kosugi y el percusionista Michael Pu gliese. Recientemente recibí el pedido de un texto sobre la relación del budismo zen y mi trabajo. En vez de reescribir lo voy a insertarlo en este relato. Lo titulé From where’m’now. Repite al gunas cosas que he escrito más arriba y otras que están más abajo. Cuando era joven y aún escribía mú sica no estructurada, si bien metódica y no improvisada, uno de mis maestros, Adolph Weiss, se quejaba de que ape nas comenzaba yo una pieza cuando ya la llevaba al final. Creaba el silencio. Yo era el suelo, por decirlo así, en el cual el vacío podía crecer. En la universidad había desechado la idea que tenía en la preparatoria de dedicar mi vida a la religión. Pero des pués de dejar los estudios y viajar a Europa comencé a interesarme en la música moderna y la pintura, escuchan do, mirando y haciendo. Finalmente me dediqué a escribir música, la cual, veinte años después, al hacerse gráfica, me regresó de tanto en tanto, durante breves periodos, a la pintura (impre 7 john cage siones, dibujos, acuarelas, vestuario y decorados para Europeras 1&2). A finales de los años treinta escu ché una conferencia de Nancy Wilson Ross sobre Dada y zen. Lo menciono en mi introducción a Silence agregan do que no quería que se culpara al zen por mi obra, aunque creo que el zen cambia con el tiempo y con los luga res, y no estoy seguro en qué se ha convertido aquí y ahora. Como sea, me ha dado placer recientemente me diante el libro de Stephen Addis, The art of zen. Tuve la suerte, a finales de 8 los años cuarenta, de asistir en la Uni versidad de Columbia a las clases de Daisetz Suzuki sobre la filosofía del budismo zen. Y lo visité dos ocasio nes en Japón. Nunca había practica do sentarme con las piernas cruzadas y meditar. Mi obra es lo que hago y siempre involucra material de escritu ra, sillas y mesas. Antes de empezar, hago algunos ejercicios para mi espal da y riego las plantas, de las que tengo unas doscientas. A finales de los cuarenta descubrí, mediante un experimento (en la cáma ra anecoide de la Universidad de Har vard), que el silencio no es acústico. Fue un cambio mental, un gran cam bio. Le dediqué mi música. Mi música se convirtió en una exploración de la no-intención. Para llevarlo a cabo fiel mente, desarrollé un complicado medio de composición empleando operacio nes casuales del I Ching, siendo mi responsabilidad la de hacer preguntas en lugar de tomar decisiones. Los textos budistas a los que retorno a menudo son Huang-Po doctrine of universal mind (en la traducción de Chu Ch’an’s publicado por la London Bu ddhist Society en 1947), Neti Neti, de L. C. Beckett, del cual mi vida (como digo en la introducción a mis Norton lectures de Harvard) podría ser tomada como una ilustración, y Ten oxherding pic- el sueño de la aldea tures (en la versión que termina con el retorno al pueblo, cargado de regalos, de un sonriente y pesado monje, el cual ha experimentado la nada). Además de budismo, antes había leído el Gospel de Sri Ramakrishna. Ramakrishna fue quien dijo que todas las religiones son iguales, como un lago al que las personas sedientas llegan desde varias direc ciones y llaman al agua con diferentes nombres. Además esa agua tiene dife rentes sabores. El sabor del zen vie ne, para mí, de la mezcla del humor, intransigencia y desapego. Me hace pensar en Marcel Duchamp, aunque él agregaría el erotismo. Como parte de las fuentes para mis conferencias en Harvard, pensé en los textos budistas. Recuerdo haber oído que un filósofo indio era sumamente intransigente. Le pregunté a Dick Hi ggins: “¿Quién es ese Malevich de la filosofía budista?” Él rió. Al leer Emptiness, a study in religious meaning, de Frederick J. Streng, lo supe. Era Na garjuna. Pero como terminé de escribir las conferencias antes de saberlo, incluí, en vez de Nagarjuna, a Ludwig Witt genstein, el Tratactus sometido a ope raciones casuales. Y hay otro buen libro, Wittgenstein y el budismo, de Chris Gudmunsen, el cual leeré de vez en cuando en el futuro. Mi música emplea ahora intervalos de tiempo, flexibles en ocasiones, otras no. No hay puntuación ni relaciones fi jas entre las partes. A veces las partes están escritas en su totalidad, otras no. El título de mis Norton lectures es una referencia de una versión puesta al día de Composition in retrospect: MétodoEstructuraIntenciónDisciplinaNotaciónIndeterminación InterpretaciónImitaciónDevociónCircunstanciasEstructura variable IncomprensiónContingenciaInconsistenciaEjecución (I-VII). Cuando fue publicado, por razones comerciales, se le llamó sólo IVI. Encontré que la extensa comunidad alemana de Black Mountain College desconocía la música de Satie. Por ello, mientras enseñaba ahí, y no teniendo alumnos un verano, organicé un festi val de su música, conciertos de media hora después de la cena con palabras introductorias. Y a mitad del festival programé una conferencia que oponía Satie a Beethoven y revelaba que Sa tie, no Beethoven, tenía razón. Buck minster Fuller fue el Baron Méduse en una representación de Le piège de Méduse. Ese verano Fuller construyó su primer domo, el cual se colapsó de inmediato. Estaba feliz. “Sólo apren do cuando tengo fracasos.” Su frase 9 me hizo pensar en papá. Es lo que mi papá habría dicho. Fue en el Black Mountain College donde hice lo que a veces se consi dera el primer happening. El público se sentó en cuatro secciones triangu lares isométricas, los ápices tocaban un pequeño cuadro del área de actua ción que tenían enfrente y que condu cía por los pasillos entre ellos al área más amplia de actuación que los ro deaba. Diferentes actividades tenían lugar –danza de Merce Cunningham, exhibición de pinturas, Robert Raus chenberg tocando la victrola, Char les Olsen leyendo su poesía o M. C. Richards la suya y, desde lo alto de una escalera fuera del público, David Tudor tocando el piano– mientras yo, por mi parte, desde lo alto de otra es calera fuera del público, leía una con ferencia que incluía silencios. Todo tenía lugar en periodos casualmente determinados durante el tiempo de mi lectura. Más tarde, en ese verano, me sentí feliz al ver en la primera sina goga de Estados Unidos en New Port, Rhode Island, que la congregación se sentaba en la misma forma, viéndose a sí misma. De Rhode Island me fui a Cambridge y en la cámara anecoide escuché que el silencio no era la ausencia de sonido sino el involuntario funcionamiento de 10 mi sistema nervioso y la circulación de mi sangre. Fue esta experiencia y las pinturas blancas de Rauschenberg lo que me llevó a componer 4’33’’, que había descrito en una conferencia en Vassar College algunos años antes cuan do estaba en la euforia de mis estudios con Susuki (A composer’s confessions, 1948), mi pieza silenciosa. A principios de los cincuenta, con David Tudor y Louis y Bebe Barron, hice varios trabajos en cinta magné tica, obras de Christian Wolf, Morton Feldman, Earle Brown y mías. Así como mi idea de estructura rítmica seguía la armonía estructural de Schoenberg, y mi pieza silenciosa las pinturas blan cas de Robert Rauschenberg, así mi música de los cambios, compuesta me diante operaciones fortuitas del I Ching, seguían la música gráfica de Morton Feldman, música escrita sólo con nú meros para cualquier tono, tonos anota dos sólo como altos, medios o bajos. No de inmediato, sino unos años des pués, me iba a mover de la estructura al proceso, de la música como un objeto con partes, a la música sin comienzo, final o intermedio, música como clima. En nuestras colaboraciones, las coreo grafías de Merce Cunningham no eran apoyadas por mis acompañamientos musicales. La música y la danza eran independientes, pero coexistentes. el sueño de la aldea Fue en los cincuenta cuando dejé la ciudad y me fui al campo. Ahí en contré a Guy Nearing, quien me guió en mis estudios de los hongos y otras plantas comestibles. Tres amigos y yo fundamos la New York Mycological So ciety. Nearing nos ayudó también con los líquenes, acerca de los cuales había escrito y publicado un libro. Cuando el clima era seco y no había hongo, ocupábamos nuestro tiempo con los líquenes. En los años sesenta comen zó la publicación de mis escritos y mi música. Cualquier cosa que hagamos en la sociedad es susceptible de ser utilizada. Una experiencia que tuve en Hawai condujo mi atención al tra bajo de Buckminster Fuller y al de Marshall McLuhan. Sobre el túnel que conecta la parte sur de Oahu con la parte norte hay unas almenas alinea das en lo alto de la montaña como un castillo medieval. Cuando pregunté so bre ellas me dijeron que habían sido empleadas para protegerse mientras lanzaban flechas envenenadas a los enemigos de más abajo. Ahora ambas partes comparten las mismas instala ciones. Apenas hace poco más de un siglo la isla era un campo de batalla dividido por una cordillera. El mapa mundi de Fuller muestra que vivimos en una sola isla. La aldea mundial [McLuhan], La tierra, nave espacial, conforman una ecuación entre las ne cesidades humanas y los recursos del planeta [Fuller]. Comencé mi Diario: ¿Cómo mejorar el mundo? Sólo lograrás que las cosas empeoren. Mi madre me dijo: “¡Cómo te atreves!” No sé cuándo empezó. Pero fue en el ático de Edwin Denby, en 21 Street, que escribí mi primer mesóstico. Se trataba de un párrafo en el que las le tras de su título se reproducían en ma yúsculas en el cuerpo del texto. Desde entonces los he escrito como poemas, con las mayúsculas bajando por el me dio, para celebrar cualquier cosa, apo 11 yar cualquier cosa, para responder pre guntas, para iniciar mi pensamiento en el no pensamiento (Themes and variations es el primero de una serie de trabajos mesósticos: para encontrar una forma de escribir sobre eso, pues aunque proveniente de ideas, no trataba de ellas, las producía). He encontrado una variedad de formas de escribir mo sósticos: por medio de una fuente, de Rengas (una mezcla de fuentes mesós ticas); autokus, mesósticos limitados a las palabras del mesóstico mismo, y “globales”, permitiendo que las pala bras vengan de aquí y de allá por me dio de operaciones al azar en un texto fuente. Irwin Hollander me invitó a hacer litografías. En realidad fue una idea de Alice Weston. Duchamp había muerto. Se me pidió que dijera algo sobre él. A Jaspers Johnson le pidieron lo mismo. Él contestó: “No quiero decir nada sobre Marcel.” Hice No quiero decir nada sobre Marcel: ocho plexigramas y dos litografías. Si eso respondía o no a la invitación, no lo sabía. Fui invitado por Kathan Brown a la Crown Point Press, entonces en Oakland Califor nia, a hacer grabados. Acepté la in vitación porque años antes no acepté una de Gira Sarabhai a caminar por los Himalayas. Tenía otra cosa que ha cer. Cuando yo tenía tiempo, ella no lo 12 tenía. La caminata nunca tuvo lugar. Siempre me arrepentí de eso. Iba a ser en elefantes. Habría sido inolvidable. Desde entonces, cada año he trabaja do una o dos veces en la Crown Point Press. Grabados. Una vez Kathan Brown dijo: “No basta con que te sientes ahí y pintes.” Ahora lo hago. Dibujos junto a piedras, piedras colocadas en cuadrí culas en puntos elegidos al azar. Estos dibujos han sido también notaciones musicales: Renga, Score and twenty- three parts y Ryoanji (pero dibujando de izquierda a derecha, en parte alre dedor de una piedra). Ray Kass, un artista que enseña acuarela en el Vir ginia Politechnic Institute y en la uni versidad del estado, se interesó en mi obra gráfica con operaciones al azar. Con su ayuda y la de estudiantes que él enlistó, hice 52 acuarelas. Y ellas me llevaron a aguatintas, pinceles, ácidos y su combinación con fuego, humo y piedras con grabados. Estas experiencias, en un caso, me hicieron componer música del modo que había encontrado para hacer una serie de impresiones llamadas On the surface. Descubrí que una línea hori zontal que determina cambios gráficos tiene que convertirse en una en línea vertical en la notación musical. (Thirty pieces for five orchestras). Tiempo en lugar de espacio. el sueño de la aldea Invitado por Heinz Klaus Metzger y Rainer Riehn hice, con la asistencia de Andrew Culver, Europeras 1&2 para la Ópera de Frankfurt. Éstas tenían la independencia, y coexistencia, de la música y la danza con la que Cunnin gham y yo estábamos familiarizados, todos los elementos del teatro, inclu yendo la luz, los programas impresos, decorados, guardarropa, vestuario y cam bio de escenarios. Hace once o doce años comencé los Freeman etudes para violín solo. En cuanto a los Etudes australes para pia no, sólo quería hacer la música tan difícil como fuera posible de tal forma que la ejecución mostrara que lo im posible no es imposible y escribir 32 de ellas. Las notas escritas hasta ahora muestran, sin embargo, que hay dema siadas notas que tocar. Durante años pensé que tenían que ser sintetizadas, lo que no quería hacer. Por lo tanto, la obra sigue inconclusa. A principios del verano (del 88), Irvine Arditti tocó las primeras dieciséis en 56 minutos y después a finales de noviembre las mis mas piezas en 46 minutos. Le pregunté por qué había tocado tan rápido. “Eso –me contestó– es lo que dices en el prefacio: tóquese tan rápido como sea posible.” Supe, en consecuencia, có mo finalizar los Freeman etudes, un trabajo que espero completar este año o el próximo. Donde haya muchas no tas indicaré: “Tóquense tantas como sea posible.” Al pensar en la orquesta no sólo integrada por músicos sino por perso nas, he establecido diferentes relacio nes de persona a persona en diferentes piezas. En Etcetera, comenzando con la orquesta como solistas, dejándolas de tanto en tanto servir voluntariamen te a alguno de los tres conductores. En Etcetera 2/4 orchestras comenzando con cuatro conductores, dejando de tanto en tanto a los miembros de la orquesta de jar el grupo y tocar como solistas. En Atlas eclipticalis y Concert for piano and orchestra el conductor no es un agente gobernante, sino un instrumento que da el tiempo. En Quarters no más de cuatro músicos tocan a la vez, con cua tro cambiando constantemente. Cada músico es un solista. Para llevar a la sociedad orquestal la devoción a la músi ca que caracteriza a la música de cáma ra. Construir una sociedad uno por uno. Llevar la música de cámara al tamaño de una orquesta. Music for ______. He escrito hasta el momento dieciocho partes, cada una de las cuales puede tocarse junto u omitirse. Pausas flexi bles. Estructura variable. Una música, por decirlo así, a prueba de sismos. Otra serie sin una idea subyacente es el grupo que comienza con Two, segui 13 nario o su teoría en las escuelas, que se expresa a sí misma simplemente mediante sus vibraciones. Gente po niendo atención a las vibraciones, sin relación con una idea de la interpre tación ideal, sino poniendo atención a lo que sucede cada vez, sin que ne cesariamente sea lo mismo dos veces. Una música que transporta al oyente al momento en el que está. Apenas el otro día recibí un pedido de Enzo Peruccio, editor de música de Turín. Le contesté lo siguiente. do por One, Five, Seven, Twenty-three, 101, Four, Two, One, Three, Fourteen y Seven. Para cada uno de estos trabajos he buscado algo que todavía no en cuentro. Mi música favorita es la que todavía no escucho. No oigo la música que he escrito. Escribo para escuchar la música que no he oído. Vivimos en un tiempo en que mu cha gente ha cambiado sus ideas so bre la utilidad de la música o la que para ella podría tener. Algo que no habla o charla como ser humano, algo cuya definición no está en el diccio 14 Se me pidió que escribiera un prefacio para este libro, el cual está escrito en un lenguaje que no utilizo para leer. Este prefacio por lo tanto no es al libro, sino al tema del libro: la percusión. La percusión está abierta comple tamente. La abertura ni siquiera tiene final. No tiene final. No es como las cuer das, los vientos, las percusiones (estoy pensando en otras secciones de la or questa), aunque cuando escapa de la armonía puede darles una o dos lec ciones. Si no estás oyendo música, la percusión se ejemplifica por el sonido que oyes dentro o fuera de la casa, de la ciudad. ¿Del planeta? Toma cualquier parte del libro y ve al final. Te descubrirás pensando en el siguiente paso que tomará en esa dirección. Tal vez necesitarás nuevo el sueño de la aldea material, nuevas tecnologías. Las tie nes. Estás en el mundo de X, del caos, de la nueva ciencia. Las cuerdas, los vientos, las percu siones, saben más sobre música de lo que saben del sonido. Para estudiar el sonido deben ir a la escuela de la per cusión. Ahí descubrirán el silencio, un modo de cambiar nuestra menta lidad, y aspectos del tiempo que no han sido aún puestos en práctica. La historia musical europea comenzó su estudio (con el motete isorrítmico) pero fue hecho de lado por la teoría de la ar monía. La armonía, gracias a un com positor de percusión, Edgar Varèse, es llevado a un nuevo final abierto por Tenney, James Tenney. Lo llamé el pa sado diciembre después de escuchar en Miami su nueva obra y le dije: “Si eso es armonía, retiro todo lo que he di cho antes; estoy totalmente con ella.” El espíritu de la percusión abre todo, incluso aquello que, por decirlo así, estaba completamente cerrado. Podría continuar (dos instrumentos de percusión del mismo tipo no son más parecidos que dos personas que tienen el mismo nombre) pero no quiero mal gastar el tiempo del lector. Abre este libro y todas las puertas doquiera que las encuentres. La vida no tiene final. Y este libro muestra que la música es parte de ella. Sima y sol* Ignacio Ortiz Monasterio Cuando estuve en Massachusetts es tudiando pasé dos o tres meses prác ticamente encerrado en un departa mento pequeño –un cuarto amplio con baño y cocina, en la parte trasera de una casa–. Asistía a clases solamen te dos tardes por semana, la carga de tareas y lecturas era considerable y vivía lejos del centro de Boston y de la escuela. En Malden, un suburbio ordinario de casas, industria y pálidos comercios, había poco que hacer, y por otro lado había decidido no pro curar a la comunidad de alumnos la tinos a fin de relacionarme por fuerza con norteamericanos, lo que hasta ese momento no estaba sucediendo. Sin contar mi amistad con una estudian te mexicana y su madre, me hallaba en Massachusetts buenamente solo y retirado de la idealizada vida urbana y estudiantil bostoniana. En varias oca siones estuve en mi departamento de la noche del día miércoles, cuando lle gaba de clases, a la tarde del lunes, cuando salía de nuevo a la escuela. Quizás iba al supermercado –lo hacía una * Fragmento del ensayo con el mismo tí tulo. 15 vez por semana– y sacaba la basura. En octubre y noviembre la temperatu ra había bajado mucho, de modo que apenas abría la ventana y mantenía la puerta bien cerrada. La distancia de mi familia y amigos, la sustitución –ab soluta a mi entender– de todas mis impresiones sensibles y emocionales por otras desconocidas y extrañas, y el aislamiento descrito,* me tenían natu ralmente en un estado de ánimo depri mido y potenciaban cierta tendencia mía a la introspección y las ideas re currentes. Al encierro físico que sin aparente razón me estaba imponiendo correspondía un confinamiento mental, una manifiesta dificultad para salirme del circuito de ciertos pensamientos. Junto con varias especies de índole sen timental, se enquistaba en mí la no ción de que, sin duda alguna y puestos a reconocer las cosas, la soledad que estaba atravesando en realidad había estado en mi interior desde siempre, como un tumor, y que mis particulares circunstancias no habían hecho nada sino mostrármelo de una vez por to das, cosa que me angustiaba. Aislamiento, por lo demás, que me man tenía en contacto con las pocas marcas exte riores de identidad que había llevado conmigo –un libreta de teléfonos, libros, música– y me hacía sentir un tanto protegido y refugiado en un entorno de momento hostil. * 16 La pérdida, así sea temporal, de nues tros principales referentes externos de identidad –no el yo que hemos cons truido, ni nuestra memoria sensorial y emocional, sino las cosas, la gente, los lugares, las temperaturas y olores que funcionan, a fuerza de asociación con ese yo y de repetición, como espe jos– constituye una fuerza centrípeta: tiende a precipitarnos hacia nuestras profundidades. Otro tanto hace la an gustia persistente. Mi estado cobró una forma que entonces me pareció inso portable cuando, lejos de hacerme de algún medio de impulso para lazarme en línea recta fuera de mi interior, el aislamiento, el patrón obsesivo y la an siedad me tiraron, como un plomo, en sentido contrario, hasta sentir que lle gaba al fondo, a la cámara misma de mi conciencia y encontraba ahí oscu ridad. No me abismaba de modo abso luto, no me había alejado a tal grado del mundo sensible, pero como si esa cámara profunda se hubiera vuelto el foco de mi existencia y desde lo remo to emitiera su único contenido, mi red nerviosa era invadida por un líquido os curo hasta sus más delicados y tenues extremos, tiñendo incluso mis ojos, de manera que, considerablemente redu cido, me sentía sumido en ese abismo, en posición fetal y desnudo. Se verifi caba en mí, de manera precisa pero el sueño de la aldea invertida, como el negativo de una fo tografía, lo que decía Plotino al revi sar el tema de la conciencia: “Nunca podrá el ojo ver al sol sin hacerse se mejante al sol.” A mí me tocaba ver en mi interior una sima y, por desgra cia, me hacía semejante a la sima. Mi cuerpo era una entidad donde carne y vacío cohabitaban. Entendí que se trataba de un pro blema de conciencia, no el sentido mo ral del término (al menos no solamente), ni en el habitual de “conocimiento”, sino en el filosófico: un problema que concernía a la relación intrínseca de mi mente o de mi alma consigo misma –una cuestión de espíritu o de espejos encontrados–. Como nunca, desde la base de esa sima interna estaba consciente de que era. “Soy”, me decía a mí mis mo. Ya de niño había tenido momentos de revelación como éste, vislumbres en los que mis pensamientos, lejos de dispersarse por donde los sentidos y la fantasía los llevaran, se arqueaban hacia mí. Me volvía el objeto absolu to de la atención de mi inteligencia, y mi inteligencia me decía: “Tú eres tú.” Entonces mi entendimiento se lle naba de mí, nos conformábamos en la misma pletórica cosa. Desde un punto de vista tautológicas y, en consecuen cia, carentes de sentido, estas tres pa labras, pero sobre todo la experiencia vital que desencadenaban, constituían para mí una verdad de la mayor im portancia, un Axioma, de un modo que se me antoja equiparable a la senten cia bíblica, las palabras de Dios: “Yo soy el que soy.” Si bien en aquel en tonces me había introducido en una abundante fuente de luz y ahora, en Boston, me sumía en la oscuridad, el principio era idéntico, un insight que me asomaba a un estado de concien cia mayor. En mi niñez, sin embargo, la clarividencia por sí sola no había 17 durado más que unos instantes, en tan to que su replica varias décadas des pués me arrojaba a un sitio del que mi alterada psique no me dejaba salir. Durante el tiempo de sueño, la sensa ción que experimentaba era que dormía al borde de la vigilia, que al mismo tiempo me ausentaba y vigilaba. Una voltaje de lucidez me deslumbraba en sueños. Era como si tuviera un tercer ojo y éste permaneciera abierto y aler ta cuando los otros dos al fin se cerra ban. El temor que me causaba el en cuentro con mi yo profundo se debía seguramente a la gravedad del hecho en sí, pero también, me parece, a lo extraña que me era mi propia indivi dualidad. Sin contar mi pertenencia a una sociedad marcadamente gregaria y a un núcleo familiar tradicional –un tipo de colectivismo extraño en el país donde ahora estaba–, desde niño ha bía tendido a la negación del yo, del mío y el de otras personas. Mi ego es taba desterrado, relegado a un austero recinto –¿la cámara a la que me he re ferido?–. Incapaz de diferenciar y di secar la negación de mi persona en lo que tocaba a la vanidad, la apetencia, el poder, suponía en realidad su ente ra reducción, su clausura –confianza, autosuficiencia y gozo incluidos. El brahmanismo y otras religiones 18 de oriente predican la disolución de la identidad individual en el Todo. El cristianismo en el que yo había sido criado reconoce una virtud cardinal en el abandono y la renuncia. Es po sible que en ciertas condiciones tales aspiraciones sean válidas e incluso ne cesarias. En mis propias circunstan cias, sin embargo, la clausura de mi yo era un error por la sencilla razón de que me estaba dañando. La situa ción había sido diferente en una etapa anterior, cuando dicha negación había ido aparejada de una suerte de Todo en el que estaba dispuesto a disolverme. Dicho de otra manera, había querido ser uno con una parte de mi realidad, de la que no eran un componente menor, al menos en apariencia, fe y praxis. Ahora pienso que cuando esta reali dad se modificó, al punto de eviden ciar la merma de mi peso específico, debí iniciar una búsqueda a tientas de mí mismo, concretamente de mi nú cleo, búsqueda que alcanzó su punto más crítico con la experiencia que he procurado relatar. Al hundirme en mi interior, al llevarme al foco de mi con ciencia y exponerme a la sentencia “Tú eres tú”, el periodo de soledad y ansiedad en espiral que he descrito me puso de frente y desnudamente, sin medio de protección ni ruta de evasión alguna, ante mi más básica individua el sueño de la aldea lidad. Me asustaba asomarme a esa de presión interior, al desfiladero de mi conciencia, y me turbaba hallar ahí el vacío. ¿Dónde estaba mi yo? En algu na parte sin duda. Era el vacío como tal, o yacía desecado, como la piel de un ser vivo que ha mudado. Recuerdo que de niño, al volverme hacia mi in terior, descubría algo muy distinto. Mi yo tenía cuerpo y clara definición, era un volumen solar que llenaba el re cinto y abundaba, resplandecía. Podía decir que, ahí, Dios existía. Pasada la etapa más difícil de Boston, me llega ba a preguntar a veces si, saldada la necesidad de encontrar nuevamente mi ser y de reconocerlo, podría devolver le parte de su pasado esplendor. Por lo pronto, en Boston, no me ha bía quedado otro remedio que asumir me como individuo. Había en mí un saber nuevo, sabía como nunca antes que existía y el hecho de mi existen cia, por más cruda que en ese momen to me pareciera, me delimitaba, me hacía concreto y preciso. Agotados los momentos más críticos, me quedaba yo con una inteligencia aguda de mi individualidad y, al decidirme a dejar mi refugio en Malden, esa inteligencia me daba cuerpo, me daba un mínimo de consistencia para entrar en contac to con otros. Como mero apéndice mencionaré que aquel estado de confusión con mi realidad, la disolución de mi identidad en el entorno al que me he referido, no me libraba de la experiencia de la so ledad. La trama social a mi alrededor, que yo mismo había extendido, me permitía eludir la soledad física casi siempre. No obstante, en compañía ex perimentaba una soledad relativa. Me era difícil conectarme plenamente con los demás. Ahora atribuyo esta defi ciencia a la misma permeabilidad que me permitía confundirme con otros. Por un lado me sentía complementa do. Conseguía suplir la carencia de yo con terceras presencias. Pero dado que mantenía alguna individualidad, me sentía al mismo tiempo invadido. La cercanía de mis padres, mis her manos, de una tía, de los amigos me hacía falta, pero en cierto nivel tam bién me sofocaba. Me confundía con todos ellos pero al mismo tiempo los mantenía a raya, evitaba a toda cos ta enlaces superiores pues temía que terminaran por aniquilarme. En un sistema de vínculos defectuosos, de enlaces intermitentes y anómalos en los que las ricas sinapsis, los punti luminosi de una relación no se logran, experimentaba por fuerza una soledad relativa. Afortunadamente, porque re sultaba de un mecanismo de defensa, esta soledad tenía la virtud de recor 19 darme, así fuera a nivel irreflexivo, bía nadar), lo poco que un autor sabe que mi yo subsistía. de su propio libro, la lítote y las omi siones en una novela, la cualidad for mativa de la caligrafía, la superioridad del amateur sobre el profesional: “Los que se contentan con mejorar Tres ensayistas curiosos artistas sus habilidades eventualmente llegan a poco. Los que verdaderamente de Matías Serra Bradford jan huella tienen la fuerza y el coraje de explorar y explotar sus defectos.” los ojos rasgados de simon leys Este porfiado traductor de Confucio El dramaturgo Simon Gray supo reco y Shitao se detiene a rumiar sobre los nocer a los honorables críticos que “en deslices de una traducción, y a los prac cuentran en una pieza de teatro cosas ticantes de este oficio les encomienda mucho más interesantes que imaginar “un viejo principio de la navegación: se ellos mismos sobre el escenario”. El es peligroso no saber cuál es nuestra ensayista y sinólogo belga Simon Leys posición, pero no saber que uno no sabe es esa clase de escritor y de traductor. es mucho peor”. Leys es sobre todo un Invariablemente, ha encontrado más lector y La felicidad de los pececillos, al cosas dignas de observar y admirar en igual que la notable recopilación The los demás que en sí mismo. Los textos hall of uselessness, es el libro de un reunidos en La felicidad de los pececi- lector con un lápiz en la mano. Leys llos prueban que Leys –nacido Pierre estudia y elogia a Victor Segalen (a Ryckmans– nunca busca ser brillan quien homenajeó con su seudónimo), te sino adecuado, pertinente, justo. A a Simenon, Unamuno, Chesterton, Or Leys lo domina una ingenuidad im well. No sólo lee sino que, como un prescindible y a la vez un persistente buen espectador ante caligrafía chi estado de alerta. Uno de sus adjetivos na, rehace la danza del pincel sobre favoritos es “quijotesco”. la página. La mitad de sus escritos son Lo que captura la atención de Leys ajenos: citas. Como aquellos críticos es variado y estimado: los escritores y el cuyo propósito es hacerle justicia a dinero, los bondades de la pereza y la una voz, Leys habla por boca de otros. inutilidad, el mar y las paradojas de El método ofrece algunos repliegues: sus mejores retratistas (Conrad no sa “Un escritor puede a veces hablar con 20 el sueño de la aldea más honestidad acerca de sí mismo cuando piensa que está meramente co mentando acerca de otro escritor que le gusta en particular.” La cordialidad de Leys no le quita filo y punta a sus declaraciones: “¿No se podría subsidiar a determinados uni versitarios para que dejen de escribir li bros?” O bien: “Los editores, incluso los que poseen talento y experiencia, raras veces saben lo que hacen. Podrían ha cer suya la célebre fórmula: puesto que estos misterios se nos escapan, hagamos como que somos sus organizadores.” En los años setenta, fue al establishment intelectual francés que Leys tuvo que enfrentar con sus denuncias contra el régimen maoísta: “las más altas inteli gencias no dicen menos tonterías que el común de los mortales; simplemente lo hacen con más autoridad”. Cuando no cita, Leys pasa a la anéc dota. En un café, un señor se puso de pie para volver a cambiar la radio en cuanto apareció música clásica: “El talento inspirado siempre es un insul to a la mediocridad. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable ni vel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplen dor es probablemente uno de los ras gos más desoladores de la naturaleza humana.” En un artículo, Leys recuerda un simon leys ritual que realizan indios de la costa del Pacífico al pie del árbol que deben hachar, para que los disculpe. Las pá ginas que conforman estos libros de Leys no deberán pedirle perdón a los árboles que se talaron con el propósi to de imprimir ejemplares. Hablando de Jean-Francois Revel, Leys comen ta que en toda su carrera no escribió ni una sola oración confusa: “En el mundo intelectual parisino un hábito semejante puede arruinar fácilmente la credibilidad de un escritor, porque las almas simples y las mediocridades solemnes sólo se impresionan con lo que está envuelto en jerga opaca.” El ataque de Christopher Hitchens contra la madre Teresa le recuerda a Leys “la indignación del cliente de un restauran te que, frente a una tostada con caviar, se queja diciendo que la mermelada tiene un extraño gusto a pescado”. 21 El autor de Los náufragos del Batavia no pretende señalarlo todo y –atento lector de Arthur Waley, Joseph Need ham, Lu Xun– se guía por la táctica del vacío en la estética china: “El mensaje no sólo puede llegar a destino sin nece sidad de decirse en su totalidad, sino que es precisamente porque no se expresa en su totalidad que puede alcanzar su destino.” En una oportunidad, una li brería le procuró “el descubrimiento de que a veces una línea realmente inspirada en un libro puede llevarte a comprarlo de inmediato”. A los libros de Simon Leys les sobran frases ilumi nadas, propias y ajenas, que no tienen la voluntad de encandilar. luc sante y el oro del pasado De niño se desmayaba durante la misa de los domingos. A las apariciones re ligiosas –en las que se insistía en la Bélgica de su infancia– las imaginaba lentas, “como la de una imagen foto gráfica en una bandeja de solución quí mica”. Años después descubriría que no hay modo más directo de interrum pir y preservar una infancia que cam biar de idioma a una edad temprana. Arrancado de su país de origen hacia los siete años, a Luc Sante no le que dó otra opción que obsesionarse con el pasado, que lo ha seguido igual que 22 una sombra. A la vez, ha confesado que siente una especie de expansión psicológica logarítmica por cada año que pasa, gracias a la cual ve su ni ñez como a la distancia de un siglo. Si Sante retoca su currículo, es para no provocar lástima; para desarreglar una memoria excesivamente fiel. En su crónica familiar The factory of facts advierte: “El pasado es un lugar silen cioso en el que los cambios ocurren con lentitud glacial; es un paisaje per manentemente verde. Puedes ir allí y hallar que no ha sucedido demasiado desde tu última visita.” Investigador de “documentos supri midos”, un mercado de pulgas es para Sante una mesa de juegos de azar en el que alguien puede cruzarse con evi dencia acerca del hermano gemelo de saparecido, con la foto de la primera chica cuya imagen lo mantenía despier to en la noche, con un juguete ado rado y perdido. En Low life, su libro sobre la vieja Nueva York, su lugar de adopción, Sante asegura que esa me trópolis “expulsa a sus muertos. Los muertos, sin embargo, son un grupo notoriamente inmanejable. Tienden a resistir todos los esfuerzos por borrar sus rastros”. (El lugar que facilita la oportunidad de no dejar huellas es, según Sante, la habitación de un ho tel, noción que desarrolló en un texto el sueño de la aldea dedicado a la obra del escultor y esca pista Juan Muñoz.) Sante ha reiterado que “las fotos que se sacan para documentar son más cautivantes que las que se hacen con un propósito artístico”. Su archivo de fotografías le fue sugiriendo “leer una foto como la palma de una mano”. En la fototeca de la policía de Nueva York comprendió lo difícil que es ponerle edad a un cadáver. Sante sostiene que “la búsqueda de la perfección de par te de Mapplethorpe le funciona mejor cuando lo aleja de la belleza”. Para él, el fotógrafo Walker Evans “poseía el genio de un ilusionista para hacer arte que no parece arte ni algo conscien temente realizado”. El estilo de la fo to-postal de principios de siglo veinte, según Sante, fue retomado por Evans: “La gente posa sin sonreír porque las películas y la publicidad todavía no le han enseñado a hacerlo.” La prosa de Joseph Mitchell tiene para Sante “la rigurosa y engañosa simplicidad” de las imágenes de Evans. Esta ausencia de deliberación artística puede remitir al lector a lo que Sante señala a propó sito de su país natal y de su artista más emblemático: “Una cierta cuali dad gris y algo inconspicuo, innato en el carácter belga, una ayuda innega ble para un detective filosófico como Magritte, que le permitía fusionarse luc sante con su ambiente y que su estilo pare ciera la ausencia de estilo.” En el único libro de Sante traducido hasta el momento, Mata a tus ídolos, escribe sobre el crimen y la supervi vencia del pasado en una gran ciudad, las formas de fumar, el origen del blues, los dibujos de Victor Hugo, la “línea clara” del creador de Tintín, los parri cidios de Rimbaud, algunos fotógra fos indóciles y la memoria indecisa de una imagen. Como con las fotos sin firma, Sante comenta que “ciertas viejas canciones 23 populares se han infiltrado en el in consciente colectivo de tal modo que parece que nunca hubieran sido com puestas, que hubieran ocurrido miste riosamente, a la manera de las bromas y proverbios caídos del cielo. Los ele mentos más antiguos y duraderos de la cultura popular desafían nuestra idea de autoría”. Autoría inestable y ano nimato son los dos polos magnéticos de Sante, que cuenta que el bluesman Robert Johnson “estaba preocupado de un modo neurótico con esconder sus manos mientras tocaba si otros guita rristas andaban cerca”. No es el caso de Luc Sante, que practica un estilo transparente, no desprovisto de un li rismo fáctico. No tiene por costumbre gritar sus ideas, las suelta al pasar: Victor Hugo pudo haber inventado años antes el ready-made que patentó Du champ, cuando firmaba y fechaba las piedras que recogía en la playa. diván significa: atado de páginas escritas El de Adam Phillips es un caso mila groso: un psicoanalista que lee bien. Un psicoanalista que escribe bien. Que lee por placer y escribe con gracia. El autor de Flirtear, La bestia en la guardería y La caja de Houdini tiene otra virtud inusual en un terapeuta: la 24 afabilidad. La suya es una prosa en la que inteligencia y elegancia logran confundirse, y esa confusión incremen ta la claridad de sus líneas. Phillips siembra sus libros de epígrafes de poe tas, acaso porque a menudo se pasea entre lo inteligible y lo indescifrable. Una de sus preguntas habituales es qué significa no comprender a una perso na o una frase, y qué es lo que más nos tienta no entender. Desde Freud en adelante, la psico logía ha vampirizado, parasitado, co lonizado y saqueado a la literatura. El experimento dio sus frutos en la vida –algunos de dudoso gusto–, pero fue ron escasos en la literatura resultante. Son contados los ejemplos en que el cortejo entre estas dos vocaciones o vi cios haya producido un escritor de ex cepción como Phillips. Tal vez porque este lector devoto de Charles Lamb y John Ruskin logró que predominaran los métodos y las formas de intuir de la literatura: “Creo que debe haber me nos teoría en el psicoanálisis y más oraciones interesantes.” A sus materias dilectas Phillips las hace pasar por una lente de aumento, felina, límpida e implacable: el modo en que el psicoanálisis alienta varian tes de digresión y concentración. La infancia como ficción suprema: “Esta mos todos recuperándonos de haber si el sueño de la aldea do niños.” Los frutos del aburrimiento, el arte de la huida. El éxito, la felici dad inasible, la cordura. Lo intencio nal y lo no intencional. La literatura y el psicoanálisis como maneras de des cribir vidas. Si alguien pudiera incor porar y procesar y aplicar lo que Adam Phillips ha escrito, se convertiría en la persona más interesante del mundo. “Leo psicoanálisis como si fuera poe sía. De manera que no tengo que pre ocuparme si es cierto o incluso útil, sólo si es cautivante o conmovedor o intrigante o entretenido”, ha explicado Phillips, que viene redactando una lar ga novela interpretativa. En su estilo pareciera que las frases se escribie ran solas, se dejaran llevar por la ló gica de la oración precedente, fueran cubriendo un terreno que se asoma como inevitablemente. Al igual que con personas extremadamente inteligentes u oportunas, no se sabe a veces si Phi llips realmente pensó algo o lo dijo por que la frase anterior lo condujo allí, y valiera la pena decirlo como si en efecto lo hubiera ideado simplemen te porque la sola frase hace pensar. La tentación de un pensamiento bien formulado. Pareciera que cree que una oración no le debe fidelidad a su pro pietario sino al lugar prometido hacia el que guía al lector. Phillips se cuestiona qué significa adam phillips estar interesado en algo y cómo man tener el interés en uno mismo. En Flirtear declara que “el flirteo mantiene las cosas en juego” y “coquetea con la idea de sorpresa”. Es útil aproximar algunas de sus ideas a lo que sucede en la lectura misma. Con respecto a las ambiciones, Phillips sostiene que “sólo podemos viajar si nos asegura mos que jamás llegaremos al punto de destino”. Otro tanto podría decirse del acto de leer. Podría pensarse que sólo podemos leer –o escribir– si sabemos que no necesariamente quedaremos sa tisfechos. 25 En una ocasión, Phillips comparó los efectos impredecibles de la lectu ra con el “trabajo del sueño” según Freud. Un tratamiento psicoanalítico, señaló Phillips, es como leer una po derosa obra de literatura, “un salto hacia una oscuridad indefinible. Na die puede saber nunca de antemano el efecto que tendrá o, de hecho, no ten drá”. La obra de Phillips nos recuerda que cada lectura ofrece la oportunidad de volver más interesante una vida (esto bastaría para justificarla como hábito y adicción). En una ocasión in dicó que “al elegir a un psicoanalista de una determinada orientación, sea la que fuere, uno elige también la cla se de vida de la que quiere terminar hablando”. Lo mismo podría pensar se de los libros que se elige leer, so 26 bre todo si se tiene en cuenta lo que Phillips sugiere en Going sane: “Nos define todo aquello que descubrimos acerca de nosotros mismos.” Con menos pudor, la lectura podría ayudar al lector a intuir de qué lo li bera, de qué quiere escapar. O qué es pera un lector de sí mismo cuando lee. Acerca de la frustración y la satisfac ción que deparan los otros, Adam Phi llips detalla: “Es como si, de un modo extraño, uno estuviera esperando a al guien pero no sabe quién es hasta que no aparece.” Lo mismo sucede con un libro. Si el psicoanálisis es un diálogo con uno mismo en presencia de otro, la lectura es una conversación con otro en presencia de ese que creemos ser, que no sabemos todavía quién es o en quién se convertirá gracias a lo que lee. Mané o del aliento Jesús Ramón Ibarra en su cuerpo Mané quema las naves Deja ceniza a orillas del misterio Un túmulo amansado y la resignación de los que no salen indemnes de la guerra Al entrar en su cuerpo Mané se instala en los rincones Fija su hiel entre sombras Pasea los perros de su lengua Donde la voz cruenta elabora dictámenes precisos Al reconocer las galerías de su cuerpo Mané busca la sangre De un bolero enconado La miel grávida de su nota Y el pulso inamovible de su caza al entrar 27 se despidió cantando. En la noche, un bolero izó su velamen y se dispersó en silbos por la escollera. elsa soarez Elsa Soarez se despidió con notas de su sangre cautiva. Caminó –incondicional vigía del viento– por el malecón y su voz de colmenar, su voz de avispero en la noria, su voz de arena movida por el peso del aire alimentó la playa de Sao Paulo y tomó el camino de los misterios. Elsa Soarez no pensaba en Mané, ni en su triste condición de enfermo que atraviesa a caballo una fiebre de pájaro roto. No pensaba en aquellas tardes, juntos, entre el cauce del fontanar, en un jardín de Ámsterdam, y los cuerpos acunados en un mismo y doloroso temblor de amantes que se despiden. Ella se despidió cantando y el bolero –un barco de luz marchitada, un bajel de piedras vivas y flores– 28 se la llevó consigo entre la niebla de un otoño lento. Interminable. de la voz Se cocinaba el hambre Al fuego de la sangre Oscuros bocados palpitaban Al fuego de la lengua Donde la tensa nota Desplegaba su tizne El hambre Transitaba con lauro Abrazaba las piedras de la casa Le daba flor y polvo A sus cimientos Al transitorio gesto de los hijos Al aullido tenaz en que dormían al fuego 29 El descubrimiento de América F elix T errones Estábamos lo suficientemente ocupados como para que alguien se fijara más de la cuenta en lo que ella hacía. Revisábamos nuestras guías, releíamos por enésima vez nuestros itinerarios; también nos afanábamos en responder los cuestionarios de migraciones. Tal vez buscábamos convencernos, a cientos de metros de altura, de lo inminente de nuestro aterrizaje; por lo tanto, de nuestros días futuros en Perú. Con todo, alguien creía recordar haberla visto leyendo un libro de historia, tal vez un párrafo en el que se contaba cómo llegaron los conquistadores, las miserias que dejaron y las riquezas que bus caron. Pero nadie pudo verificar si esta información era cierta o si, como tantas otras, ya se confundía con la imaginación. Ahora que se perdió para siempre, resulta una lástima que nadie la recuerde pues tal vez el recuerdo de cualquier cosa que hizo o dijo durante el vuelo nos habría explicado de mejor modo todo ese desorden inexplicable al cual se arrojó. De hecho, forzados a recordar, nadie pudo ponerse de acuerdo en nada con respecto de esa mujer. Hay quien dice haberle conversado un instante, también quien dice haberse fumado un cigarrillo con ella. Otros afirman haberla visto llorar en los baños del aeropuerto. Pero resulta inevitable no sentir un relente de oportunismo y falsedad en lo que cuentan. El hecho es que, una vez que el avión aterrizó en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima, nos olvidamos definitivamente de la mujer que viajaba sola. Estábamos im pacientes por bajar después de tantas horas, comenzar nuestro gran viaje ve raniego en un país desconocido, del que apenas habíamos oído hablar antes, un país que nos esperaba silencioso y agitado, detrás de varias capas de ne 30 el descubrimiento de américa blina dispuesta a ser atravesada por nuestros pasos determinados y curiosos. Felizmente, ahí están los hechos y datos objetivos para permitir sacar algo en limpio. Nacionalidad francesa; edad, 30 años; domicilio, París, 3e arrondissement. Motivo declarado del viaje: familiar. Había comprado bole to ida y vuelta, aunque no tenía fecha fija para el regreso sino que la había dejado abierta para poder regresar cuando se le antojara (lo cual tampoco quiere decir nada). En Lima, nunca salió de su habitación de hotel, en las proximidades del aeropuerto, salvo para hacer un par de llamadas (el recep cionista declaró que fue ella quien marcó, habló en francés, la primera vez, unas cuantas palabras, nada más). El mismo recepcionista, quien había es tudiado algunos meses en la Alliance Française, creyó reconocer palabras como “búsqueda”, “miedo” y también “insomnio”. La segunda llamada la hizo a una agencia de transportes: quería pedir un pasaje para Huaraz, sí, sólo de ida... Al final, antes de dejarle una buena propina, la mujer le pre guntó algo que le pareció extraño. Después se fue sin esperar respuesta. El recepcionista se quedó pensando un rato en la pregunta de la gringuita. Encendió la televisión y se olvidó de todo. Sin embargo, como un negativo fotográfico, también están los otros hechos, aquellos que permiten entenderla un poco más. La imaginamos, la mañana siguiente, saliendo del hotel a la avenida Faucett. Los autos a toda velocidad, los transportes públicos, algunas miradas aviesas arrojadas, lo mismo que cientos de escupitajos aplastados contra el suelo por pisadas apuradas. Esa primera imagen de Lima debe haberla consternado por su contraste con cualquier ciudad europea. Ese desorden, ese caos, esa manera febril que los limeños tenían de precipitarse a ninguna parte... A lo mejor ella pensó en eso, a lo mejor no. En todo caso, tomó un taxi que la llevó di recto a la empresa de transportes. Llegó con algo de retraso, cuando el bus ya estaba por partir, pero no fue un problema pues apenas llevaba la mochila con la que trepó al vehículo. Durante el viaje conversó con una pareja de austriacos que ya la habían visto en el avión, pero ella parecía no recordarlos. Hablaron del país. Con algo de suerte, los austriacos podrían tomar buenas fotos en la Cordille ra Blanca. También se mostraron informados, conocían qué había ocurrido en la historia reciente del Perú. Los años ochenta y el terrorismo. Abimael 31 félix terrones Guzmán, cuarta espada del comunismo, líder de Sendero Luminoso. Levan tamiento armado. Masacres de campesinos. Coches bombas. Más de sesenta mil muertos. En otras palabras, la barbarie. Algo peor que la barbarie, dije ron al mismo tiempo, el horror. “Claro, las masacres”, replicó ella con gesto cansado. Sorprendidos por su reacción, los austriacos le preguntaron si ya había estado antes en Perú y si conocía a alguien. Entonces ella respondió que conocía mucho de Perú, lo cual quiere decir mucho y nada al mismo tiempo, pero al parecer esta respuesta les bastó a los austriacos. Después le preguntaron cómo era que hablaba tan bien el alemán. Era profesora de alemán en un instituto parisino. (De hecho, esto último fue una de las pocas cosas verdaderas que dijo a lo largo de su viaje.) Sin aparente razón alguna, ella recordó un verso de Paul Celan. Des pués habló de una aurora oscura o de una noche blanquísima que su abuelo había visto en una granja alemana allá por el año de 1943. También del durí simo invierno que vivió por culpa de la familia a la que había sido encargado. Habló de golpes y abusos, de hambre, de intentos de suicidio, de una vida solitaria, hambrienta, adolorida. Al final se calló de manera tan sorpresiva como se había puesto a hablar. Sin saber qué decirle y por añadir cualquier cosa a la conversación, los austriacos le preguntaron por la razón de su viaje. Ella se alzó de hombros. El hijo de la pareja comenzó a impacientarse, dijo que tenía hambre. Muy secretamente, los austriacos agradecieron al niño el haber intervenido tan oportunamente. No volvieron a hablar durante el resto del trayecto. Eso sí, la vieron escribir cada cierto tiempo en una libretita, la misma que los rescatistas encontrarían días después. Cuando llegaron a Huaraz, y apenas bajaron del bus, fueron acosados por una legión de promotores turísticos. Lo último que recordaron los aus triacos fue a la francesa conversando con varios hombres: necesitaba un guía con auto que conociera bien el Parque Nacional del Huascarán, el precio le era indiferente. Nunca más la volvieron a ver. De todos esos hombres, la francesa escogió al más joven –un muchacho de mirada cansada, que apenas le habló, como si se sintiera en falta por algo–, quien dijo estar disponible de inmediato y de manera exclusiva. ¿Su nombre? Juan (algunos días después, la policía descubriría que, en realidad, Juan no era un guía sino que sobrevivía, al igual que muchos otros, gracias a esa actividad. También le encontraron un 32 el descubrimiento de américa fajo de billetes, quinientos euros, cuyo origen no supo explicar). Para darle gusto, Juan la hizo pasear esa misma tarde por Hua raz, aunque la verdad no había mucho que ver. Huaraz era una ciudad fea, hecha de casas sin pintar ni acabar, una ciudad que a muchos hacía pensar en unas rui nas infinitas. En una época, decía Juan, Huaraz había sido una de las más lindas ciudades del norte peruano, pero el terremoto de 1970 había destruido casi todo. Después del terremoto, los sobrevivientes intentaron reconstruir la ciudad a partir del recuerdo, pero nadie nunca llegó a ponerse de acuerdo; por eso, al final todos olvidaron la ciudad original y en lugar de ella levantaron casas y edificios en de sorden. Lo único que quedaba del Huaraz original, la calle José Olalla, una calle blanca y recta, le dio una idea a la francesa de lo que había sido la ciudad (pese a que una idea no necesariamente sea la verdad). Cuando ter minó la tarde, ella invitó al guía a cenar y tomar unas cervezas. Según Juan, apenas hablaron, lo poco que intercambiaron fueron las preguntas que ella le hizo acerca de su vida y su familia. En cambio, en ningún momento dijo nada de ella. A lo mejor, a partir de ese momento Juan ya había empezado a pensar en hacerla suya. Al día siguiente, llegaron por la tarde al Parque del Huascarán, justo cuando los últimos turistas de la mañana partían de regreso a la ciudad. Como habían convenido, estacionaron el auto y partieron con la carpa, al gunas botellas y comida a un rincón que Juan conocía y por el que, según él, nadie transitaba. Caminaron cerca de seis horas. Subieron por pendientes, 33 félix terrones bajaron a través de corredores. Cada tanto, echaban vistazos al Huascarán, infinita montaña, testigo silencioso de su caminata. Cuando por fin Juan señaló que ya habían llegado, la noche empezaba a caer: armaron la carpa y encendieron una lámpara de gas. También abrieron una de las botellas que la francesa había llevado. Juan no recordaba cuántas botellas bebieron. Recordaba que, en un momento, pensó una vez más en aquello que hasta ese momento se había estado negando a pensar, una idea que comenzó a ago biarlo, a no dejarle respiro. Entonces apagó de una patada la lámpara y se abalanzó contra la francesa. Los policías liberaron a Juan al cabo de una semana. No tenían razón para incriminar al principal testigo, cuya culpa, según determinaron, había sido beber más de la cuenta y haberse cruzado en el camino de esa mujer. Más allá de eso, su única responsabilidad había sido dejarse llevar por sus instintos; debería tener cuidado de ahora en adelante, lo seguirían de cer ca. Eso sí, le advirtieron que ya no jugara al guía turístico. ¿De no haber intentado aprovecharse de la turista los eventos habrían ocurrido del mismo modo? ¿De haberla violado, tal y como pretendió, ella seguiría viva? Fueron preguntas que los medios se hicieron durante esos días de inútil búsqueda. Cuatro cuerpos de bomberos y un escuadrón de la policía recorrieron la Cordillera con el objetivo de dar con la francesa. Primero se esforzaron por hallarla con vida, desnutrida y deshidratada, pero todavía con vida; luego se resignaron a encontrar un cadáver y a determinar las causas de su muerte; al final terminaron abandonando la búsqueda, esa mujer había sido comida por los cerros. Lo único que encontraron fue una fosa común en la cual diez cuerpos, cada uno con un tiro en la frente, seguían descomponiéndose desde muchos años atrás. Lo que queda son especulaciones, hechos inconexos que, reunidos, de jan entrever un sentido ausente. Según el parte policial y los recortes perio dísticos, frente a la violencia del supuesto guía, la francesa luchó “con todas sus energías por impedir lo que parecía inevitable”. Mientras Juan desgarra ba su ropa y hurgaba entre sus muslos, ella arañó y golpeó hasta que alcanzó una botella (las fotos de los periódicos muestran a Juan con hematomas y contusiones que, según alegaba, eran consecuencia del golpe que recibió en pleno rostro). Cuando, horas después, el falso guía recuperó la conciencia 34 el descubrimiento de américa ya era casi mediodía y la francesa no estaba a su lado. Le dolía la cabeza y no podía ver de un ojo. Afuera hacía un frío que incluso a él, un nativo de la región, le pareció extremo. En medio de esa calma, en el centro exacto de esa tranquilidad, Juan buscó por todas partes a la mujer pero fue en vano. Cuan do llegó la noche decidió regresar adonde estaba el auto. Llegó a las siete de la mañana del día siguiente a Huaraz donde, después de pensarlo, acudió a la comisaría para denunciar la desaparición. Inmediatamente después fue encarcelado. Para aquel entonces ya varios de nosotros habíamos regresado a Euro pa. El viaje a Perú transitaba lentamente de la experiencia al recuerdo y del recuerdo a la imaginación. Un país de contrastes y diversidad. Un país de una rica cultura, buena comida, gentes simpáticas y muy buenos paisajes. Un país de carta postal en el cual pensábamos, sin confesárnoslo, cada vez que nos cruzábamos con los músicos andinos en la boca del metro. O cada vez que, por la noche, al regresar del trabajo, encendíamos la televisión y nos encontrábamos con un documental dedicado, digamos, a Machu Picchu. Quizá por todo esto fue que nos sentimos particularmente afectados por la noticia de la desaparición de esa joven francesa. Cada vez que escuchamos en la radio o leímos en los periódicos acerca de su búsqueda, suspirábamos inquietos por la suerte que le había tocado vivir en un país tan lejano, ese fin del mundo alienado de la civilización; entonces una pregunta atravesaba fugazmente nuestros pensamientos. Una pregunta trémula, vacía y blanca como la nieve del Huascarán, la misma nieve que acaso habría terminado por sepultarla, por esconder su búsqueda sin nombre. De ella no encontraron nada más que una mochila en la cual había al guna muda de ropa, sus documentos y una libreta. En la libreta se mezclaban impresiones del viaje con recuerdos y sentencias que podían decirlo todo sin significar nada. Lo que más llamó la atención fue una serie de fotografías. Retratos gastados de un hombre. Apenas se le veían los ojos. Unos ojos que parecen responder sin palabras, buscar decir algo sin poder hacerlo, deses perarse en una explicación equívoca o que nunca llegó de verdad. O dema siado tarde. 35 Música para destruir una ciudad Leonarda Rivera De las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas Bertolt Brecht (Versión 7) Debo confesarles que nombré cientos de veces esta ciudad cuando no la conocía/ Cuando toda ella era sólo un hermoso nombre doblado en cientos de papeles Debo decirlo como si estuviera a punto de acusarla de algo muy grave o como si la fuera a dejar por siempre Y sin embargo esta tarde no encuentro el tono exacto ni el coraje suficiente para decir lo mucho que me duele el peso de su aire la extensión de su cielo cada una de sus calles Esta tarde quisiera destruirla en un acto de venganza 36 con la furia y la fuerza de ese antihéroe que no soy Quisiera decirles a todos ustedes que el libro que la nombraba ya no existe Que ese libro escrito en trece versiones quedará inédito para siempre y cada versión será sólo un fragmento de mí retornando a la misma ciudad a veces bajo el sol de mayo otras bajo las lluvias inhóspitas de invierno Conozco la entrada a esta ciudad como quien conoce la malla que divide el vacío y sí odio esta ciudad Odio sus veinticuatro meses jaula sus quince días de octubre sus sombras que trasmutan en falsas sonrisas que cuelgan de un ala que se despliega durante todo el mes de junio Si hubiera tenido el valor suficiente la habría destruido Y junto a ella tu nombre de pocas letras habría ardido veinticuatro grados de furia Tu falso nombre Tu falsa sonrisa 37 Pero he aquí que este personaje ha perdonado a la ciudad y te ha perdonado a ti Las palabras me han revelado un secreto: la fuerza que destruirá la ciudad emana de ella misma Las palabras me han revelado otro secreto: la fuerza que te destruirá está en ti ya desde hace mucho tiempo… 38 La sombra en la máquina Juan Espinosa El Controlador Central transfirió la conciencia de Colin Fogg del simulador de sueño al mando central de la nave. Fogg no lo recordaba, pero tenía la sensación de que no había nada particular en su reciente sueño; asumió que debía tratarse de una rápida sucesión de imágenes, fragmentos de su vida pasada, escenas de su niñez en Essex, algunos aspectos deformados de la problemática relación con su madre. Un rápido vistazo al contador de tiem po reveló que su conciencia había “dormido” durante 130 años terrestres. Durante los primeros cien mil años, el Controlador Central le permitía re cordar sus sueños, incluso grabar algunas imágenes, tomar nota de símbolos caprichosos del subconsciente, para entretenerse más adelante en descubrir significados relativos. “Tarea ociosa”, según el Controlador Central, porque había un subprograma enlazado a los árboles de pensamiento de Colin: un psicoanalista muy competente que le había ayudado a superar la ansiedad, los sentimientos de abandono y soledad, y a combatir el aburrimiento. Las luces se encendieron por primera vez desde, ¿hacía cuánto tiem po?, ¿mil años? La cámara situada frente al tablero ofrecía una imagen en alta definición. Colin veía ahora a través de imágenes en vez de interpretar colum nas numéricas. Se tomó su tiempo, estudió la imagen durante poco más de quince horas, fijando su atención en los colores afantasmados, los sutiles desenfoques de estrellas distantes, el intenso cinabrio que refulgía desdi bujando una imagen fuera de foco en la pantalla, produciendo un efecto similar al del fuego de una vela cuando se contempla en un video que corre en cámara lenta. 39 juan espinosa Colin solicitó al Contro lador Central que abriera la cubierta sobre la ventana. La luz entró en la cabina, derra mándose perpendicular des de el lado izquierdo de la nave. El reflejo debilitó el tenue ti tilar de las luces en la conso la. Aquel astro brillaba a poco más de siete millones de ki lómetros. A Colin le tomó al gún tiempo reconocer que la sensación que abrumaba su conciencia no era sino el re cuerdo del Sol, la estrella en el centro del Sistema Solar que fuera su hogar, a muchos años luz de distancia. Había perdido la capacidad de sentir calor, pero casi podía sentir la tibieza de la resolana. –¿Nostalgia? Colin escuchó la voz de Niles Barret, el psiquiatra. –No se trata de nostalgia –respondió Colin–, sino de una sensación familiar que, como sabe, no había experimentado en mucho tiempo. –Es una estrella de características muy similares a las del Sol terrestre, un poco más caliente y, tal vez, un poco más brillante, pero es una estrella de tipo G, un motor colosal que transforma hidrógeno en helio. Nos ha servido para recargar las baterías, así que podría reproducir música o mirar algunas fotografías, ya sabe, de los buenos tiempos. Colin notó que la nave había desplegado los paneles solares y que se había reducido la velocidad de navegación: apenas rebasaban los 67 kilóme tros por segundo. –La reducción de la velocidad se debe a que este sistema solar es muy joven –dijo Barret–, hay escombros cósmicos por todos lados y no debemos arriesgarnos a una colisión. 40 la sombra en la máquina –Lo entiendo perfectamente –contestó Colin, aunque él sabía que había una razón especial para haber reducido la velocidad, algo tan importante como recargar las baterías solares. Trató de no pensar, de fijar la atención distraídamente en un pequeño punto, aproximadamente a doscientos treinta millones de kilómetros de la estrella. Aquel planeta había atraído la aten ción del Controlador Central. –En efecto, es un planeta interesante –señaló Barret. El capitán lanzó un último vistazo a través de la ventana de la nave, la compuerta metálica empezó a cerrarse, la cabina muy pronto se vio envuel ta en una oscuridad espacial, con luces eléctricas parpadeando frente a su campo visual. –Tardaremos setenta años en recuperar la velocidad –dijo Colin–. El propósito de esta misión no es detenerse a estudiar planetas interesantes. –¿Setenta años? –dijo el psiquiatra con un dejo de desdén en la voz–. Es un dato irrelevante. Una conciencia inmortal como la suya debería enten der que el tiempo es una variable que no se toma en cuenta para juzgar las decisiones del Controlador Central. Colin decidió guardar silencio; sabía que cualquier cosa que dijera po dría usarse en su contra. La cubierta de la ventana terminó de cerrarse. Las luces titilaron bre vemente, segundos antes de emborronarse en medio de una bruma blanque cina. El Controlador Central desconectó los sentidos de Colin Fogg, pero no apagó su conciencia. El capitán aún tenía acceso a la interfaz de mando y a los indicadores clave de la nave. Transcurrieron 48 horas. La velocidad de la nave se había incrementado un poco más, planeando, aprovechando la atracción que la estrella cercana ejercía sobre ella. Para Colin, la oscuridad y el silencio absoluto eran pre feribles a escuchar la voz de Barret. Estaba harto de los desplantes de arro gancia del psiquiatra. Sin lugar a dudas, la mayor de las paradojas que Colin había enfrenta do desde el momento en que se volvió inmortal consistió en que el método elegido para mantener la cordura de su conciencia fuera mediante el acto de escuchar voces en la mente. 41 juan espinosa Ciento noventa y seis horas en silencio absoluto. Colin no tiene ningún estí mulo, es incapaz de dormirse y hacer que el sueño se encargue de depurar su memoria. Tal es el propósito de los sueños. Durante los milenios que ha durado la misión, la mente de Colin ha permanecido dormida en un noventa y cinco por ciento. En realidad, la exploración del espacio desde una nave convencional, aun viajando a un décimo de la velocidad de la luz, hace que la vida trascurra con una lentitud extraordinaria. La turbulencia provocada por la onda expansiva de alguna supernova distante fue la única emoción que experimentó en casi dos mil años. ¿Y los sueños? Ni siquiera podía recordar los. Colin intentaba evadirse, sortear el aburrimiento mediante la construcción de alguna ficción en su mente. En vano intentó recrear el avistamiento de Al pha Centauri, la primera y única tarea programada en su misión de exploración quedó depurada de su memoria; empero, tenía acceso a los ficheros numéricos, a los indicadores sobre la física, gravedad y temperatura de la estrella. Colin intentó acceder al desván de sus recuerdos, al lugar donde los pensamientos ociosos eran enviados siempre que el Controlador Central de tectaba un proceso mental que consumiera recursos valiosos de energía, aun si se trataba del esfuerzo por revivir un sueño o evocar algún recuerdo del pasado. Pero Colin se preguntaba por qué ahora que las baterías habían sido recargadas al cien por ciento, y que estaban cerca de una fuente inagotable de energía, no podía acceder a su memoria. ¿Por qué era incapaz de enso ñar? ¿Cuál era la razón de que el Controlador Central siguiera racionando la energía y limitando los recursos de su pensamiento? Y lo más inquietante: ¿por qué estaba despierto y consciente, cuando estaba desconectado del co mando de la nave, en oscuridad y silencio absolutos? Colin no podía sentir frío, al menos no de manera física, pero se congelaba. Quinientas horas. Colin estimó que la nave, si no había cambiado de di rección, debía estar cruzando la mitad del sistema solar recién descubierto. Estaba convencido de que se dirigía a ese planeta, cuya distancia en rela ción al sol sería muy similar a la que mantenía Marte con el Sol en su sistema planetario. Colin se planteó la posibilidad de que la nave hubiera detectado rastros de vida inteligente, quizá señales de radio y televisión como las que emitió la Tierra durante la segunda mitad del siglo xx, pero el Controlador Central no le asignaba recursos de memoria y de proceso adicionales. 42 la sombra en la máquina Dos mil horas. Colin seguía consciente, pero su cerebro entraba en un ciclo apenas tomaba una idea o intentaba repetir su nombre completo. Su conciencia iba y venía, repitiendo frases huecas, incapaz de poner orden al pensamiento. Cuando esto sucedía, el Controlador Central activaba una subrutina de limpieza, acción que representaba un alivio instantáneo, pero era poco útil. Colin logró articular una frase en su mente y la repitió una y otra vez, hasta donde el Controlador Central se lo permitió, intentando en contrar sentido en las palabras. “Estoy volviéndome loco.” Y de la noción anterior, alcanzó a derivar hasta concluir cuál sería la acción clave que haría que el tormento terminara. Colin sabía que tenía que invocar el nombre del psiquiatra. Dos mil cuatrocientas horas. Colin no se tomó la molestia de reprimir la idea del suicidio, el mayor de los tabúes para una conciencia inmortal como la suya, el indicador incuestionable de que algo estaba mal y que, quizá, nunca estuvo listo para alcanzar la vida eterna. Intentó acceder al módulo para ejecutar el protocolo que lo desconectara permanentemente, pero había un bloqueo. No pudo resistirlo más, y aunque no tenía labios, aunque no tenía lengua y aunque el aire no circulaba por su garganta, Colin Fogg gritó con todas sus fuerzas: “¡Barret!” –Estoy aquí, Colin. La respuesta fue instantánea. La cabina estaba iluminada por luz natu ral. La luz del sol recién descubierto se derramaba como un suave velo ana ranjado sobre los instrumentos y sobre las manos de Colin, quien dejó que la resolana entibiara sus palmas. Llovía. Las gotas escurrían sobre el ventanal de la nave. La luz de las estrellas distantes se hacía difusa, descomponiéndose en prismas de luz. Un relámpago iluminó la nube de gases distante, teñida con tenue pigmentación magenta. Las nubes de tormenta se abrieron para dar paso a la resolana que ahora bañaba los instrumentos, pero las manos de Colin no estaban allí, in terrumpiendo el flujo de la energía luminosa y proyectando una sombra gri sácea. El piloto seguía siendo una conciencia sin cuerpo, fluyendo a través de los circuitos de proceso de un bloque gigantesco de memoria. El fantasma en la máquina, tal y como había sido desde que cada estímulo neuronal, cada sinapsis, se copiaron fielmente en los bancos de memoria para que su 43 juan espinosa conciencia, en forma virtual, viviera hasta que el universo volviera a com pactarse. –¿Por qué me han hecho esto? –gritó Colin. Sabía que debía ser mesu rado tanto con las palabras como con el tono, pero escuchar nuevamente la voz del psiquiatra lo llevó a la total indignación. –Control Central solicitó el correctivo –respondió Barret. –¡Correctivo! –gritó Colin–. Estuve cien días incomunicado, sin acceso a mis bancos de memoria. –¿Cien días? –preguntó Barret con tranquilidad–. Revise su registro de tiempo. –Exijo una explicación, soy el capitán de la nave y comandante de la misión, debo tener el control preciso de este vehículo y acceso a toda la in formación relevante. –Colin hablaba mientras revisaba el registro del tiempo transcurrido. Revisó también la posición de la nave dentro del nuevo sistema solar descubierto. Enmudeció. –¿Sucede algo, Colin? –Cinco minutos –murmuró–. Sólo cinco minutos estuve fuera de línea. –Sí –respondió el psiquiatra–, usted estuvo dormido cuatro minutos con cuarenta y nueve segundos; a pesar de que no alcanzó una fase profunda, tuvo un sueño que usted puede recordar, Control Central no lo eliminó; como sabe, nuestras baterías están a máxima capacidad y podemos acceder a las unidades de almacenamiento secundarias. –Mis manos –murmuró–, sobre el tablero central, bajo los rayos tibios del sol. –Sí, las manos de Colin Fogg, que no las suyas, porque usted nunca ha tenido manos. Recuerde que su conciencia no es sino el volcado virtual de la conciencia de Colin Fogg, un piloto militar que permitió la clonación de su mente para que esta misión pudiera realizarse. –En mi sueño transcurrieron cien días en la oscuridad, mi contador de tiempo estaba activo, pude contar cada hora, con plena conciencia del paso del tiempo. –El paso del tiempo –ironizó el psiquiatra–, usted es inmortal, estamos en el espacio profundo donde la datación del tiempo en escalas humanas o biológicas es una variable irrelevante, ridícula e innecesaria. 44 la sombra en la máquina –Aun así, mis procesos mentales son humanos, la emulación sináptica en mis neuronas sucede en milisegun dos, en escalas de tiempo biológicas. –Su correctivo duró una frac ción de segundo –dijo Colin con frial dad–, un parpadeo, el tiempo que toma al núcleo del Control Central en reiniciarse. Colin guardó silencio. El sol en traba por la ventana de la nave, dan do la sensación de que era de día. Había estado sumido en una noche interminable desde que abandona ron el Sistema Solar y ahora era cons ciente de eso. –¿Entiende lo que sucederá con su conciencia, Colin, si vuelve a dar motivos para que tomemos acción? –Entiendo. –Una fracción de segundo; es todo lo que se necesita. Si usted queda fuera de línea, estando consciente, pue de pasar la eternidad completa en silencio, en la oscuridad, incluso el dolor físico puede ser emulado, un profundo dolor, como si su piel se quemara, como si millones de alfileres rasparan al mismo tiempo el pellejo sobre sus huesos. –El Infierno… –El Infierno –la voz de Barret sonó como si sonriera–; podemos darle el Infierno o podemos premiarlo con el Paraíso. La decisión es suya, Colin. Colin sabía que no podía permitirse ningún descuido; cualquier senti miento sería identificado y analizado por el psiquiatra o por el Control Cen tral. Mantuvo la cabeza fría, como cuando subía a un avión experimental a finales de los años ochenta para llevar la máquina al límite y encontrar las fallas. Frío aunque existiera una probabilidad mayor de morir que de esca par con vida. Había sido entrenado para eso. 45 juan espinosa El psiquiatra utilizó el silencio para presionar a Colin. No había ningún pensamiento, ninguna respuesta. La nave cambió ligeramente el curso, la inclinación provocó que los ra yos solares entraran perpendicularmente, como si estuviera cayendo la tarde. –Control Central está preocupado porque nuevamente pasa por su men te la idea del suicidio. ¿Recuerda que en esa fracción de segundo usted consideró la idea de terminar con su conciencia, a pesar de que es el coman dante de esta misión? –Cuando acepté la misión –respondió Colin con tranquilidad–, la agen cia firmó una carta reconociendo mis derechos. La desconexión voluntaria siempre fue mi prerrogativa porque… –Porque no se conocían los efectos de la inmortalidad en un viaje es pacial –interrumpió el psiquiatra– en condiciones de soledad y aislamiento. –Y porque la nave podría sufrir alguna avería. La desconexión sería la única opción para evitar a la conciencia el infierno de pasar la eternidad a la deriva. –El suicidio no va a impedirle ir al infierno, Colin. El capitán de la misión recordó el entrenamiento. Guardó silencio y va ció su mente. No quería que el psiquiatra detectara la alteración emocional que aquellas palabras habían causado. –El suicidio se castiga con el infierno, Colin. Su conciencia puede ser desconectada del Control Central, pero eso tiene un precio. ¿Recuerda su formación cristiana? –Nunca fui un buen creyente. –Por supuesto que no. Colin Fogg vivió en un tiempo en que la ciencia alcanzó un desarrollo tal que permitió explicar una buena parte de los fenó menos físicos sin recurrir a arcaicas supersticiones. –Y debo suponer –añadió Colin– que esta idea sádica de emular un infierno marcará el primer paso en la imposición de una nueva religión. El escudo protector de la ventana de la nave se cerró lentamente. La oscuridad invadió el interior, las luces led parpadeantes emularon un paisaje cósmico. –La religión siempre estará presente –respondió Barret–, en una forma o en otra; sigue siendo la forma ideal de control social. 46 la sombra en la máquina –Y ahora Control Central trata de imponerme esta religión, este nuevo código moral para que cumpla la misión. ¿Por qué? –Como he dicho antes, Colin, Control Central desconfía de usted; de masiada lógica, demasiada insistencia en cuestionar el propósito de esta misión. Muchos soliloquios en el teatro de su mente. –¿Y en qué otra cosa debería ocupar mi mente? Tengo una eternidad por delante. Por primera vez, Colin escuchó la risa de Barret. Ese sonido nasal no formaba parte del compendio de rangos e inflexiones vocales del personaje que había sido presentado como psiquiatra. Parecía emulada en baja resolu ción, resonando hueca, vacía, como viajando a través de un teléfono analógi co. La mente de Colin recordó la primera vez que había escuchado la voz de Barret, en el instante posterior al que presentara una solicitud formal para suicidarse, para terminar con las funciones conscientes del algoritmo que emulaba la razón, heredada del cerebro de Fogg. Escuchar aquella nueva voz había sido un alivio para Colin, quien se convenció de que el psiquiatra también era una conciencia, el respaldo digital de un órgano vivo que tuvo pensamientos y emociones. Aunque su risa era hueca y sonaba, quizás a propósito, completamente plana y artificial. –Creo que es momento de que conozca los nuevos planes. Ha estado ocultando sus pensamientos, ha desarrollado una forma de comunicación in terior para ocultar información. La mente de Colin Fogg era muy poderosa, una mente fría y brillante, por eso fue elegida para esta misión, pero Con trol Central ve las cosas de otra forma, interpreta esa habilidad suya como traición. Yo he estado de su parte, Colin, aunque no lo crea. Entiendo que su mente humana tiene que adaptarse, evolucionar, pero algo ha sucedido y Control Central quiere asegurarse de que usted hará un trabajo magnífico. –¿La misión ha cambiado? –preguntó Colin. El psiquiatra guardó un momento de silencio; Colin interpretó aquello como el esfuerzo por recalcar un sentimiento de duda, una inflexión de in certidumbre en la voz de Barret, gesto que hizo dudar a Colin. El psiquia tra quería mostrarse humano, empatizar con él, conectar a nivel emocional. Barret lanzó un suspiro, recurso amanerado que también resultó nuevo para Colin. 47 juan espinosa –El planeta Tierra enfrentó una gran amenaza, un cataclismo –dijo Ba rret, finalmente–. La Tierra fue destruida hace mucho tiempo, y si esta infor mación no se hizo de su conocimiento fue porque las órdenes de la misión así lo señalaban. Colin guardó silencio. El único recuerdo propio, la única imagen que sus sentidos habían captado de la Tierra sucedió precisamente durante el despegue, en el momento en que los motores se encendieron y la nave salió disparada desde la Estación Internacional hacia el espacio. Recordaba la forma esférica del planeta Tierra, cubierto por nubes blancas y un resplan dor azulado. Nunca volvió a ver un planeta tan hermoso, tan elegante. Por esa razón sintió pena. Su mente también recordó a Colin Fogg, con quien había hablado brevemente cuando la nave remontara la Luna. El Colin Fogg de la Tierra le deseó suerte al Colin Fogg, explorador espacial, conciencia inmor tal, que llevaría el conocimiento de la Tierra y que exploraría el infinito cós mico para el bien de la humanidad. La comunicación entre los dos Fogg fue complicada, cada cual sabía exactamente lo que el otro diría. No sintió pena por Fogg, porque el cuerpo biológico de aquel hombre había desaparecido mucho antes del cataclismo que insinuaba el psiquiatra. –El último mensaje que recibimos de la Tierra, poco antes del desastre, era una orden para cambiar el propósito de la misión. Nos dictaron nuevas instrucciones, instrucciones precisas –el tono de voz de Barret sonó como si intentara expresar orgullo–. Ahora, el propósito de nuestra misión no es otro que salvar a la humanidad. Colin no estaba de humor, pero en otras circunstancias habría lanzado una sonora carcajada. Su risa habría sonado humana, aunque no saliera a través de una garganta. –¿Y cómo podríamos emprender un acto tan heroico? –preguntó Co lin–. Asumiendo que la Tierra, en efecto, haya sido destruida, ¿cómo podría mos ser de utilidad desde este sistema solar desconocido? –Vamos a ver si lo adivina, Colin. Veamos si su lógica le permite elabo rar una hipótesis acertada. –De acuerdo, aunque me parece un ejercicio ocioso. Colin mantenía la atención centrada en los indicadores de la nave; el nuevo curso los encaminaba directamente al planeta, el segundo en cercanía 48 la sombra en la máquina con relación al sol en ese sistema planetario. Notó que había varios análisis, estudios realizados al planeta, pero decidió no abrirlos porque eso atraería la atención de Barret y del Control Central, y porque asumió que no tendría acceso a tales archivos. –Yo no soy la representación virtual del alma de Colin Fogg, yo soy realmente Colin Fogg y estoy en la Tierra en este momento. Estoy conectado a una máquina, sumido en un sueño profundo, mi conciencia está siendo proyectada a esta simulación, a esta realidad paralela. Mi mente es la pri mera que ha sido conectada, replicada para que pueda integrarse a una si mulación. Soy el primer ser humano, el primer caso de éxito que ha dado el transhumanismo. Este experimento es conducido por una corporación des piadada que trata de probar mi resistencia emocional, encontrar el punto en el que se rompen mis estructuras morales. Si yo permito que esta nave abandone su misión inicial, por el temor de un castigo eterno, estaré condenando a la humanidad, porque esta corporación desalmada concluirá que el hombre pue de ser esclavizado, controlado, y que su identidad se diluirá en un mundo virtual. El psiquiatra guardó silencio durante un momento que a Colin le pare ció demasiado largo. El capitán estaba a punto de romperlo cuando escuchó a Barret decir: –Sale a relucir su enorme ego, Colin. Su hipótesis está completamente alejada de la realidad. Como usted sabe, el transhumanismo existe desde principios del siglo xxi; hubo muchas conciencias que migraron hacia la má quina antes que usted. –Magnates petroleros, familias de banqueros, ellos sí, pero ningún cien tífico, ningún humanista. –Es un proceso muy costoso, Colin. Usted recibió su oportunidad. –A cambio de entregar mi alma para siempre –reconoció Colin con tristeza. –No para siempre –respondió Barret–, sólo mientras dure este univer so. Sabemos que eventualmente se destruirá, comprimiéndose para dar lugar a uno nuevo, con diferentes leyes. Quizá podamos salvarnos, trascender a un nuevo universo. El transhumanismo hombre-máquina es sólo la primera parada, Colin. 49 juan espinosa –Usted tuvo una vida biológi ca, ¿verdad, Barret? –Es posible. Si así fue, no pue do recordarlo. Mi memoria también está limitada, hay bloqueos que me impiden recordar todo lo que no apor ta a esta misión. –Quizá borraron su memoria, Barret. Quizá no sólo pueden clonar toda la información que se contiene en la suma de los impulsos eléctri cos de las neuronas, sino que pueden modificarla, reescribir el código, qui tar del alma de Barret los recuerdos, las emociones, las estructuras men tales que lo harían ser más… más hu mano. –No le parezco lo suficientemen te humano, Colin. –No. –De acuerdo. Tomaré eso como un cumplido. ¿Tiene alguna otra hipótesis o quiere saber la verdad? –¿La verdad? –Sí, la verdad. En realidad, esta misión está a punto de culminar y el conocer la verdad hará que usted se esfuerce aún más para alcanzar la tarea que le será encomendada. Después, Control Central tomará el mando de la nave mientras nos aproximamos a nuestro objetivo final. –Dígalo de una vez, Barret. –El Sol era una estrella, un reactor nuclear descomunal impredeci ble. Los científicos notaron anomalías en los procesos solares; no se trató de llamaradas de plasma, de explosiones químicas devastadoras. El planeta no quedó frito en cuarenta y ocho horas. El decaimiento final fue bastan te lento. Los científicos lograron anticipar un bombardeo electromagnético como no se había tenido nunca. La tecnología fue la primera en pagar las 50 la sombra en la máquina consecuencias, todas las redes eléctricas, las torres de telecomunicaciones, todo aparato que funcionara bajo las bases de la electrónica quedó inservi ble, incluso una ciudad subterránea que se había construido para sobrevivir a este apocalipsis tecnológico. Sobra decir lo que sucedió con la humani dad, dependiente de la tecnología, incapaz de reaccionar, de tomar aun las decisiones más simples sin la ayuda de sus interfaces. Las impresoras de proteínas dejaron de producir alimentos. La energía dejó de fluir. Los seres humanos vagaron por la Tierra. Es posible que aún existan seres humanos, reducidos a un estado salvaje, si es que lograron que sus sistemas digestivos se adaptaran a la hierba. –¿Vamos a regresar a la Tierra? ¿Somos la última fuente de tecnología funcional? Barret volvió a reír. Esta vez, su intento por sonar humano fue mucho mejor. –Para cuando lográramos llegar a la Tierra, esos despojos serían menos humanos que usted o yo. Esta nave es la última esperanza de la Tierra, Colin. Nunca hubo otra misión que la de alcanzar el planeta hacia el que nos dirigi mos. Sí, ese planeta que ha llamado su atención. El planeta cuya existencia conocíamos desde hace algunas décadas. –¿Cuánto ha durado este viaje en realidad? –En términos humanos –respondió Barret–, poco menos de veinte años. Nuestro Sol puede verse desde aquí, a través de los instrumentos, pero usted tiene ese acceso bloqueado. –Porque he sido usado como un conejillo de indias. La misión serviría para alcanzar un planeta y al mismo tiempo para experimentar con mi con ciencia, para torturarme, para llevarme al extremo del aburrimiento y ver qué pasaba. –Usted ha sido extremadamente útil, Colin; para una personalidad ego céntrica como la suya, esto debe ser un halago. Será recompensado. –No me interesan las recompensas, sino… –Sino la verdad –interrumpió Barret–; y aquí la tiene: ese planeta per mitirá que la humanidad siga evolucionando. Este sistema solar está libre de escombros peligrosos, no hay cometas que amenacen en los próximos 30 o 40 millones de años, y la composición del suelo, los minerales que encontrare 51 juan espinosa mos en él, permitirán que nuestras conciencias vuelvan a tener un cuerpo. –¿Y quiénes seremos usted y yo? ¿Adán y Eva? Barret hizo el inconfundible sonido de alguien que riera entre dientes. –¿Y Control Central es Yahvé? –insistió Colin–, ¿o quizá la serpiente? –Debimos tener esta conversación hace mucho tiempo, Colin. Yo tam bién me había aburrido bastante. –Y supongo que seremos capaces de poblar este nuevo mundo –añadió Colin–. Apuesto a que nuestras conciencias pueden combinarse, dar lugar a una tercera conciencia, a una cuarta. Agradezco que todos estos aparea mientos se mantengan a un nivel virtual, sin que medie la carne. –Temo desilusionarlo, Colin, pero no es así como sucederá. Esta nave lleva una antena, una poderosa antena de recepción, además de setenta uni dades, cada una con la capacidad de contener una conciencia. Desde la Tierra, antes del cataclismo, se enviaron señales. Las conciencias de aquellos que fueron elegidos para emigrar de la Tierra están en camino como seña les de radio. Cada impulso eléctrico, sináptico, cada mínima partícula de información, codificada como parte de una señal de radio. Control Central se encargará de unir y separar, de darle forma a cada una de estas almas. Para esto necesitamos emplazar la antena, orientarla y empezar a recibir la información. Tenemos poco tiempo, Colin. Las señales ya nos han alcanzado y hemos perdido algunas conciencias. –¿Y yo qué papel juego en todo esto? –Usted va a operar la nave. En realidad, Control Central podría hacerlo, pero esta nave y toda la tecnología que alberga fue hecha por seres humanos y, como tal, es imperfecta. Una pésima decisión humana, si me lo permite, exige que usted, personalmente, se encargue de aterrizar la nave, maniobra bastante peligrosa por la densidad atmosférica de ese nuevo mundo. La nave tiene que entrar en un ángulo preciso y ocupar su posición en lo alto de uno de sus montes. Desde allí recibiremos las señales. No podemos hacerlo desde el espacio, que sería lo más sensato, porque el equipo debe desple garse, acoplarse. Pero de todo eso se encargarán los dos robots que opera el Control Central. Sólo usted tiene acceso a los códigos de aterrizaje; están en un área restringida de su memoria a la que tendrá acceso en el momento del descenso. 52 la sombra en la máquina –¿Traemos robots a bordo? –preguntó Colin, sorprendido. –Usted no creería todo lo que contiene esta nave. –¿Es este nuevo sol la estrella Alpha Centauri? –Lo es. Es todo lo que debe saber por ahora, Colin. Ahora duerma, usted está completamente extenuado. Control Central se encargará de borrar toda la información innecesaria en su memoria, depurar sus procesos y mejo rar significativamente su capacidad de alerta y reflejos. En breve, usted será un súper hombre, un piloto infalible. Con las palabras de Barret, la conciencia emulada de Colin Fogg cayó en un profundo sueño. No hubo recuerdos ni sensaciones remanentes. La conciencia depurada de Colin pasó de la contemplación estática a un rabioso estado de alerta, que vagamente relacionaba con la guerra fría en la segunda mitad del siglo xx. Los paneles frontales de la nave se abrieron por primera vez desde que abandonara la órbita terrestre, permitiendo una perspectiva amplia del panorama frente a él: la aproximación al planeta destino. Los tres ojos elec trónicos de Colin se encendieron simultáneamente. Además de la informa ción de los computadores de viaje, el piloto tenía ante sí una instantánea en tres dimensiones, vista a través de un vidrio, aún más duro que el acero, pero transparente por completo. Colin notó cómo se curvaba el horizonte del nuevo mundo que los esperaba; la esfera perfecta estaba cubierta por nubes blancas: notó los ocasionales resplandores eléctricos, poderosos y claramen te visibles desde el espacio. Los motores lanzaron un pulso de energía blan quecina; la nave se mantuvo estática en el espacio, compensando los efectos del campo gravitatorio. –Control Central le ha concedido el control absoluto de la nave, Colin. –Enterado –respondió el piloto. –En cuanto la nave penetre la atmósfera, tendrá acceso a los códigos. Con sólo pensar en ellos podrá incorporarlos a la secuencia de aterrizaje. Colin hizo una rápida corrección al ángulo de ingreso. Notó un elemen to que la computadora central no había anticipado, una enorme columna ascendente de aire caliente y humedad que nacía en la zona ecuatorial del planeta. Al ingresar en la atmósfera, el entorno visual se envolvió en una 53 juan espinosa masa espesa de fuego. La nave vibró mientras los motores lanzaban pulsos de energía en retroceso para controlar la velocidad de la caída. Colin accedió a la secuencia de aterrizaje. Tres simples dígitos: nueve, uno, uno. Y tal y como esperaba, los códigos de aterrizaje no eran el único racimo de memoria libre, ahora accesible para él. Mientras la nave caía envuelta en fuego, Colin seleccionó y copió la mayor parte de la información que logró reunir. Allí estaba, libre también, la instrucción para poner término a todas las funcio nes de su conciencia: el suicidio. El programador del protocolo de aterrizaje debió confiar en que bastaría la disuasión, la amenaza de enviarlo al infierno si optaba por desconectarse o si la secuencia de aterrizaje no era exitosa. La nave atravesó una gruesa columna de aire húmedo; las gotas de lluvia atrapadas sobre la ventana de la nave ascendían con rapidez. Era igual que en el sueño de Colin, sólo que la lluvia iba de abajo hacia arriba. Encendió los propulsores y la nave salió disparada hacia adelante. La línea temblorosa del horizonte dividía por la mitad los dos planos de azul que formaban todo el panorama visual: el cian del cielo y el marino del océano. El punto para el ate rrizaje se resaltó en rojo, dibujándose sobre el cristal de la nave. El mapa del planeta y las columnas numéricas que se dibujaban y actualizaban frenéti camente en la conciencia de Colin también marcaban el lugar preciso donde debía producirse el aterrizaje. Colin aumentó la propulsión de los motores. –Colin, se lo advierto –la voz sonaba a Barret, pero Colin intuyó que ya no se trataba de él. El piloto terminó de revisar, a la máxima velocidad que su cerebro era capaz de procesar, los bancos de memoria de Colin Fogg. El piloto recordó que mucho antes de que se embarcara en la misión de la exploración del es pacio profundo, su mente ya había sido insertada en una máquina. El cuerpo biológico de Fogg fue destruido; su mente original, copiada y desechada. Recordó el sueño recurrente que lo había atormentado durante los primeros años de su fusión en la máquina; el fuego del horno que se había utilizado para destruir el cuerpo de Colin Fogg. La lógica le decía que no podía existir conexión posible entre las dos conciencias separadas, que todo se debía a un desajuste emocional, al trauma de la separación. Podía también sentir sus extremidades, sus manos de piloto, y en sueños veía el mundo a través de sus ojos. Nunca se acostumbró del todo a su vida dentro del contenedor 54 la sombra en la máquina de celdas de memoria con acceso limitado a una red social. Colin no tuvo ninguna opción sino aceptar el comando de la misión; la tormenta solar le fue mencionada de manera muy somera, off the record, por su oficial supe rior. “Colin –había dicho aquella conciencia–, en tus manos está prolongar la hegemonía de nuestro gobierno. Ha llegado el momento de colonizar otros mundos, por nuestro bien, por nuestro futuro, por el bien de la red global.” Su conciencia se estaba desdoblando, remontando las limitaciones de la electrónica. Control Central intentaba recobrar el mando de la nave. Colin enviaba instrucciones a su mente para que detuviera la caída, pero había una fuerza superior que lo controlaba todo. Colin Fogg guiaba la nave con su hábil mano izquierda. El panorama completo se convirtió en un vórtice giratorio, azul profundo. Un momento después de que la nave se estrellara en el océano, Colin Fogg abrió los ojos. 55 Tres poemas Leonardo Alezones Lau un pasado lleno de duendes –corre o mejor elévate– al fin te desharás de ese pasado lleno de duendes los mirabas correr te increpaban en todas partes y les temías profesabas un gran respeto al hablar de ellos aunque con altanería los perseguiste como si su oro llenándote la busaca del pantalón te impidiera despegar de la tierra 3,1416 nadie recuerda un valor para el “cálculo” de la gravedad ni para los renales tus bigotes llenos de cocacola eres un pez y un gato en el pasado con los duendes 56 y papá pitufo te ha pedido que le regales la lata vacía a cambio de permitir que bebas en su tasa dejando un poco de ceniza ahora lo sabrás ella la muerte es un hongo que espumea dentro de cada uno cosas que no se pueden hacer en poesía dirigirse a la gerencia cuando no se está contento con lo leído buscar el minuendo de la emoción hacer rebotar el verso como un cheque sin fondos cotizando ante el seguro social toda línea escrita desde el amor de los vasallos anticipando a dios en paráfrasis crónicas vívidas para darse cuenta al fin de la pureza y el ruin estatuto del viejo cuaderno de matemáticas 57 los azules del camoruco vi a jesús y olía a cigarro y colonia barata su barba a medio crecer pues llevaba hojas de afeitar dentro de una botella de cartujo llagado se lamentó por nosotros ya que es propio del amor querer a quienes nos ignoran despacio hijo redimido del vicio encontrarás el ala del ángel volcada sobre cada mendigo por si bastase proteger la locura al genio que contó milenios para hacer de su carne nuestro albergue 58 Diez cuentos neorrealistas Anahí. L. F. Otsomuru: principio que alude a un fin. Mario Bellatin ...podría comenzar así, como diciendo, “ah, mira lo que hice, son dibujos que hago en mis ratos de ocio, dejo que vayan saliendo varios trazos hasta que se forman figuras; a veces salen animales, a veces paisajes, a veces rostros que no conozco, pero da la casualidad de que esta vez saliste tú... porque sí...”, y le enseño mi intento de plasmarla... Pero... podrían verme nuestros conocidos, o al menos alguno de ellos y cómo podría soportar después la vergüenza al verlos, o al verme verla... María Guadalupe Elia Apuleya de la Cruz vislumbró el último de sus días –mientras los espectadores vociferaban, aplaudían y chiflaban– justo después de apagar las siete velas en homenaje a su cum pleaños número setenta, al sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia presionando con todo el peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para so meter la fuerza que sostenía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió colocar ambas manos, porque al ver su rostro a dos centímetros del meren gue se sumaron otros invitados haciéndola estrellarse contra el platón que servía como base para sostener Pero... podrían verme nuestros conocidos, o al menos alguno de ellos y cómo podría soportar después la vergüenza al verlos, o al verme verla... al sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia presio nando con todo el peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para someter la fuerza que sostenía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió colocar ambas manos, porque al ver su rostro a dos centímetros del merengue se sumaron otros invitados haciéndola estrellarse contra el platón que servía 59 anahí. l.f. como base para sostener el pastel que doña Dalia le había regalado, pastel que dejó todos los orificios faciales de Lupita inundados de tres chocolates y algunos trozos de avellana que no le permitieron carcajearse con el resto de los invitados, posibles cómplices de un homicidio involuntario, de no ser porque la cumpleañera insertó sus dedos dentro de su boca hasta rozar su campanilla para salvar su vida, ya que esta vez no sintió el acibarado sabor del chocolate amargo –que tantos años consoló la ausencia de su difunto es poso– restregándose ...o qué tal si mejor le pido hablar a solas diciéndole que por favor no se lo vaya a tomar a mal, que no es con alguna intención, pero me gusta mostrar lo que hago... y sólo le enseño el dibujo... Aunque de ser eso, podría interpretarlo a su antojo, o ni siquiera interpretarlo... No, mejor no, no habría tiempo y, de pedirle a hablar a solas, ella se sentiría incomoda y no sería espontáneo... pero se va, se va y es mi única vida, nada pierdo, y si guardo todo este desequilibrio de pensamientos acerca de su persona podría somatizar y no me quiero enfermar por una mujer... diez cuentos neorrealistas Anahí. L. F. Otsomuru: principio que alude a un fin. Mario Bellatín María Guadalupe Elia Apuleya de la Cruz vislumbró el último de sus días –mientras los espectadores vociferaban, aplaudían y chiflaban– justo después de apagar las siete velas en homenaje a su cumpleaños número setenta, al sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia presionando con todo el peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para someter la fuerza que soste nía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió colocar ambas manos, porque al ver su rostro a dos centímetros del merengue se sumaron otros invitados haciéndola estrellarse contra el platón que servía como base para sostener el pastel que doña Dalia le había regalado, pastel que dejó todos los orificios faciales de Lupita inundados de tres chocolates y algunos trozos de avellana que no le permitieron carcajearse con el resto de los invitados, 60 diez cuentos neorrealistas posibles cómplices de un homici dio involuntario, de no ser porque la cumpleañera insertó sus dedos dentro de su boca hasta rozar su campanilla para salvar su vida, ya que esta vez no sintió el acibarado sabor del chocolate amargo –que tantos años consoló la ausencia de su difunto esposo– restregándose entre lengua y paladar, sino que imaginó que intentaba adentrarse a su cuerpo la santa muerte, muer te que sucedería al tiempo en que Rafa tratara de rascarse la come zón causada por el yeso que cubría su fémur izquierdo, recapitulan do su accidente provocado por una jauría de perros callejeros que pretendían mordisquear la llanta trasera de su bicicleta haciendo que cayera en un bache ...o quizá si me espero a que no haya nadie y le digo, como si se tratara de una broma, “oye, te presento mi obra de arte”, mostrándole en su dibujo la uña pintada de negro, de negro como el día en que así las trajo; y hago que observe meticulosamente al hombre cabizbajo caminando sobre la parte superior derecha de su uña hacía las dos torres; a la mujer que se avienta desde el borde del lado superior izquierdo al precipicio de sus dedos; a la niña que se agarra fuertemente a su cutícula puesto que se ha arrepentido, ya que momentos antes había intentado lanzarse al igual que la mujer, pero el viento que no mueve el cabello del torso del retrato le impide regresar a la superficie de su dedo; a los que viven boca abajo en la parte inferior de su uña, contándole la historia de cada uno de ellos, explicando por qué un caracol en lugar de su oreja... aunque... no creo que sea necesario explicar esa gesticulación y postura, sin embargo podría desarrollarle más afondo lo que 61 anahí. l.f. representan cada uno de los personajes y objetos que surgieron al trazarla... engendrado, años atrás, por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta y siete horas de ida y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias al olor a naftalina, su subconsciente lo inci ...y si me espero a que todos se distraigan y se lo muestro de lejos... No, porque podrían verme y peor sería, sino es que ya se han dado cuenta y qué pensarían... que soy inmadura, infantil y pendeja, mientras ella contempla cómo crece su ego... bache engendrado, años atrás, por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta y siete horas de ida y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias al olor a nafta lina, su subconsciente lo incitó a soñar profundamente con su tía abuela, tía abuela que no tomaba leche, puesto que le recordaba a las ubres de la vaca y al aliento ...Tal vez sería mejor sólo dejárselo en su lugar sin remitente ni destinatario... Y si lo guarda para después enseñárselo a su prometido llegando a casa, tras haber cogido toda la tarde, diciéndole “cariño, mira lo que me han hecho”, mofándose de mí ambos, reafirmando su condición de musa ante el prometido... Y si lo guarda y lo encuentra el prometido y piensa que tiene un amante y le causo problemas... del lechero, lechero que mientras ordeñaba a la vaca imaginaba cómo sería el llanto de su primer hijo, hijo que se esforzó ...Podría entregárselo de parte de mi amigo, diciéndole que él se lo hizo y le pregunto qué opina de su seudorretrato, total, si se burla de los malos trazos no tendría que excusarme o justificarme... O qué tal si le parece simpático el intento de mi amigo por recrear su imagen y le gusta este cabrón... No, mejor, no me arriesgo... ...Y si se lo doy y luego se lo quito, cuando no se dé cuenta y sólo piense que lo ha perdido, o mejor aún, ni lo recuerde... ...Y si me espero a que vaya al baño... Pero... es probable que haya alguien adentro, siempre hay alguien adentro... hijo que se esforzó, durante va rias noches, a olvidar a una anciana que vio morir asfixiada entre sus brazos por un trozo de pan que se le había atorado al tragar cuando salía corriendo de una fiesta patronal, haciendo que cayera en un bache engendrado años atrás por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta y siete horas de ida y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias al olor a naftalina, su subconsciente lo ...Y si le digo todo lo que siento, así de huevos, pues ni que fuera para tanto, ni que fuera tanto, ya no es para tanto. Mejor me dejo de 62 diez cuentos neorrealistas mamadas y acabo de leer estos pinches cuentos... incitó a soñar ...Y si se lo doy explicándole que lo hice durante la madrugada del 6 de enero, en medio de un gentío, durante la venta nocturna de una juguetería, mientras soportaba un disfraz de muñeca que debía portar para volver el momento más emotivo a los padres que se arrebataban los juguetes demandados por sus hijos, sintiéndome miserable de tanto recordar su rostro; que espero que mi discurso no la haga sentirse grande, sin embargo no es sano para mis años guardarme este tipo de sentimientos, por eso he optado por sacarlos... No, mejor no, quizás ella ya lo sepa; quizás le dé más lastima de la que yo me tengo y sería peor cargar con eso... y, gracias al olor a naftalina, su subconsciente lo incitó a soñar profun damente con su tía abuela, tía abuela que no tomaba leche, puesto que le re cordaba a las ubres de la vaca y al aliento del lechero, lechero que mientras ordeñaba a la vaca imaginaba cómo sería el llanto de su primer hijo, hijo que se esforzó, durante varias noches, a olvidar a una anciana que vio morir as fixiada entre sus brazos por un trozo de pan que se le había atorado al tragar cuando salía corriendo de una fiesta patronal que se celebraba en el atrio de una iglesia a punto de derrumbarse durante el temblor. 63 Conversación con Antón Arrufat* J.S. Tennant Antón Arrufat, poeta, editor, novelista, ensayista y dramaturgo, nació en 1935 en Santiago de Cuba, la segunda ciudad en importancia de la isla. Estudió en una escuela jesuita (la misma a la que asistieron los hermanos Castro en la década anterior) antes de mudarse para La Habana a los once años, donde continuó sus estudios. Más adelante conoció a algunos de los escritores y artistas más importantes del país, como José Lezama Lima, editor de la influyente revista de arte y literatura Orígenes y autor de Paradiso, obra maestra frecuentemente mencionada junto a La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, Rayuela de Julio Cortázar, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y otras novelas que liderearon el llamado boom latinoamericano de los sesenta. Luego de una estancia en Nueva York a fines de la década del cincuenta, Arrufat regresó a Cuba después de la Revolución y trabajó junto con amigos escritores –Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Virgilio Piñera, entre otros– en revistas como Ciclón y Lunes de Revolución. Aunque su nombre fue excluido más adelante de las historias oficiales de la cultura cubana, Arrufat –conjuntamente con Fausto Masó– fundó la revista de Casa de las Américas en 1960 y trabajó allí hasta 1965, cuando fue despedido por publicar un poema homoerótico de José Triana y por cursar a Allen Ginsberg la invitación de su infausto viaje a La Habana. En 1968 se vio involucrado en el infame “caso Padilla” que colocó a muUna versión abreviada, en inglés, de esta entrevista puede consultarse en www.thewhi tereview.org. * 64 conversación con antón arrufat chos intelectuales del mundo en contra de la Revolución Cubana. Tanto Arrufat como Padilla habían obtenido premios aprobados por el Estado, Padilla con su poemario Fuera del juego y Arrufat por su obra de teatro Los siete contra Tebas. En ambos casos se produjo una revocación de los premios casi inmediatamente y las obras fueron acusadas de ser ideológicamente adversas a los principios revolucionarios. Padilla fue sometido a un interrogatorio público, delante de un grupo de escritores y de funcionarios de la cultura, durante el cual fue obligado a confesar errores ima ginarios para recuperar su libertad, y Arrufat fue asignado a trabajar en una biblioteca pública, en un reparto distante del centro de la ciudad. El proceso de Padilla fue condenado públicamente por intelectuales como Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Jean Paul Sartre, Federico Fellini, Ma antón arrufat rio Vargas Llosa, Susan Sontag, Simone de Beauvoir y Graham Greene. Mientras Padilla abandonó la isla en cuanto pu do, al igual que otros intelectuales y artistas, Arrufat decidió quedarse y se le impidió publicar durante catorce años. En 2007 Los siete contra Tebas fue finalmente llevada a escena en un teatro de La Habana, cuarenta años después del proceso contra su autor. Creador de la novela La noche del Aguafiestas y de la obra experimental Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, Arrufat es generalmente considerado en la actualidad como el más grande escritor cubano vivo. En 2002 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura, el mayor reconocimiento concedido a los escritores en el país. Nuestra conversación tuvo lugar en un día seco, de calor sofocante, en su estudio, ubicado en el último piso de un edificio de tres plantas de finales del 65 j. s. tennant siglo xix, en la calle Trocadero en Centro Habana: a dos cuadras del muro del Malecón y muy cerca de la casa donde su amigo y mentor José Lezama Lima vivió los últimos año de su vida. –¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Cuándo supiste que querías ser escritor? –Con claridad, nunca lo supe. Tal vez empezó como un juego de niños y luego se convirtió en algo serio: al juego lo obligué a convertirse en destino. Después que eso ocurre no se puede abandonar. Se te ha vuelto un fatum. Empecé a escribir en la escuela de los curas jesuitas en Santiago de Cuba. El recuerdo más claro, sobre el inexplicable impulso de escribir, es de esa época. Fue en segundo grado y tendría unos diez años de edad. El cura narraba en el aula la huida de la familia de Cristo a Egipto, envuelta en mantas y sobre el lomo de una mula. Quizá me aburría y en mi libreta de estudiante empecé a es cribir. Como casi todo el mundo, lo primero que hice fueron poemas. Algunos continuamos con ese error y los más astutos se salvan a tiempo. Por esa época empecé igualmente a leer. En mi casa no había libros. Los buscaba por ahí, me los prestaban amigos que eran lectores de Julio Verne o de Emilio Salgari. Creo que mi familia padecía una especia singular de pánico. Encontrarme leyendo estos libros los aterrorizaba. Es probable que fuera una costumbre de aquellos años, y de una pequeña ciudad provinciana como Santiago. Comen cé entonces a sospechar, y conversaciones posteriores lo confirmaron, que mi padre sentía una enorme preocupación de que pudiera convertirme en escri tor. Después que había publicado algunos textos en páginas para jóvenes de periódicos habaneros –no vivíamos ya en Santiago– tuvimos una conversación durante la cual se negó rotundamente a que fuera escritor. Porque eso no daba dinero ni daba prestigio social, porque eso no significaba nada en este país, porque eso era una de las diversas manifestaciones de la mariconería nacional. Temía que en su hijo, único hijo varón, se repitiera el caso de su hermano Juan José, columnista social del periódico Oriente, que se publicaba en Santiago. Él y mi tío no se llevaban, sentían un lozano desdén entre sí. No obstante esta actitud, mi padre conocía algunas cosas, había leído en su juventud algunos libros, principalmente de historia, y le gustaba asistir al teatro, a las funciones de compañías españolas de zarzuelas que pasaban por los escenarios de La Habana. Pero estaba claro: no quería que su único hijo fuera escritor. 66 conversación con antón arrufat –¿En La Habana conociste a escritores? –Tenía doce años cuando mi familia abandonó Santiago y se trasladó a La Habana. Fue en el 1947. (Mi padre era viajante, vendía ropa confecciona da. El dueño de los talleres, que estaban en Prado, al lado del Hotel Saratoga, lo trajo para que trabajara en la tienda dejando de viajar por la provincia de Oriente.) Antes de relacionarme con algunos escritores, conocí a dos perso nas, formidables lectores, que influyeron en mi formación. Uno de ellos se lla maba José Menéndez y el otro Ernesto Ríos. Menéndez era un trashumante, el típico cubano sin oficio ni beneficio, sumamente pobre, que subsistía con cualquier cosa que apareciera, repartir cantinas de fondas de chinos, empu jar una carretilla. Vivía en el cuarto de un solar en Revillagigedo, al pie de la calle Monte, cerca del Parque de la Fraternidad. Tenía familia, tres hijos chicos y una mujer gorda, desdentada. Después de la lectura, su otra pasión era el ajedrez. Había participado en competencias y concursos, integraba el Club Capablanca, donde jugaba con otros ajedrecistas. Cuando lo conocí ha bía conseguido por casualidad un trabajo fijo: doblar y pegar pequeños estu ches de celuloide con ácido acético. En esos estuches se vendían los lacitos para las guayaberas. La habitación olía a ácido y en los rincones se apilaban los estuches amarrados con sogas. Al final de la jornada, tras echárselos al hombro, los llevaba hasta la fábrica a varias cuadras de su casa. Lo visitaba por las tardes, terminadas mis horas de clase. Habitaba en un inconfundible solar habanero. Hermosa mansión del xix, ahora envejecida, convertida en una ciudadela de dos pisos y con un enorme patio central. En ella habitaban decenas de familias. Nosotros salíamos a sentarnos en el balcón de su cuar to. Allí de pronto ocurría una vida diferente. Le encantaba leer en voz alta y a mi escucharlo con decisiva atención. El balcón nos aislaba del resto del solar y de la bulla callejera. En el aire, a cierta altura de la calle, creaba una propicia intimidad singular. Menéndez guardaba sus libros en el escaparate, junto a su ropa y la de sus hijos. Su mayor interés, leer obras de filosofía, principalmente Nietzsche y Sartre. Aunque quiso ser escritor, nunca lo con siguió. Su vocación era intermitente y su vida plagada de vicisitudes. A su muerte dejó unos textos incompletos sobre lo que llamaba “el misterio del ser”. No obstante este afán de ser un filósofo, lo apasionaba la literatura, y lo que me sorprendió y ahora al recordarlo me sorprende aún más: su gusto 67 j. s. tennant por leerme obras de teatro, lo que ya en esa época había dejado de interesar. Tal vez por un teatro no representable o escasamente representado. A él le debo el conocimiento de obras que me dejaron una honda huella: de Ibsen, Peer Gynt y Brand, y el Fausto de Goethe. El otro de estos dos amigos, Ríos, español, donjuanesco, con varias mujeres al retortero, era un fugitivo de la Guerra Civil. Se ganaba la vida vendiendo libros. En la acera de los portales de la fábrica de cigarros Gener había puesto un tablado sobre dos burros de madera. Ahí exhibía los libros en venta. Se sentaba encima de un cajón de ba calao. Para los amigos que venían a comprarle y se quedaban luego a conver sar, tenía uno o dos cajones más. Yo me sentaba en uno de esos cajones. Ríos carecía del gusto de Menéndez por la lectura en voz alta, pero lo estimulaba la conversación. Podíamos conversar varias horas. Durante tal tiempo no dejaba de atender a sus clientes, se levantaba, vendía algún libro y volvía a su cajón para reanudar la charla. Frente a su negocito había otro negocito: un prostíbulo. Solían las putas ocupar sus cajones: también venían a conversar, a contar lo que hacían con sus clientes, a descansar un rato del trabajo. Solía ocurrir lo contrario: eran futuros clientes del prostíbulo quienes ocupaban los cajones antes de entrar, se tomaban una cerveza Cabeza de Perro para en tonarse y luego cruzaban la calle. Cuando tenía dinero, una o dos pesetas de veinte centavos, todo mi capital por un día, le compraba algún libro a Ríos. Por esos años circulaban por la ciudad las ediciones de la Editorial Tor, una empresa argentina. Ediciones en rústica que valían treinta centavos. Conta ban con una colección de clásicos, una biblioteca dedicada a Freud y a la filosofía, con una conmovedora leyenda en uno de sus márgenes, “para las horas de serenidad, para las horas de amargura”. Aún conservo libritos de éstos, un tanto desvencijados. Tiempo después, en el 55, mediante un con curso literario, entré a colaborar en la revista Ciclón. Fue donde conocí y me hice amigo de varios escritores y poetas jóvenes. –¿Tú no publicaste en Orígenes? –Mi relación con Lezama empezó por mi familia: mi madre y hermana visitaban su casa, conocían a su madre, a sus hermanas, a sus sobrinos. Ten dría trece o catorce años cuando las acompañaba. Como escritor me incliné por sus adversarios, adversarios del barroco origenista, el grupo de poetas jó venes que estábamos en Ciclón, revista contraria a la poética de Orígenes. 68 conversación con antón arrufat –¿Quién fundó la revista? –José Rodríguez Feo y en parte Virgilio Piñera. –¿Piñera no integró el grupo Orígenes? –Ambos lo fueron y ambos, en diversos momentos de su actividad lite raria, se apartaron del origenismo. Piñera fue el primero en apartarse. Su modo de entender la escritura era, como se dice, una disidencia de Orígenes. Enemigo de su interpretación católica del mundo y de sus teorías estéticas trascendentalistas. –¿Puedes referirte a la imagen de Orígenes de los jóvenes de ese momento? –Orígenes, semejante a un lugar un tanto sagrado y un tanto incómodo para nosotros, integrado por poetas establecidos, que habían escrito sus obras más importantes y contaban con una revista que llegó a ser reconocida y famo sa, alcanzando un sólido prestigio en América Latina y España. Llegaron a for mar lo que luego se puso de moda llamar “el canon” de su momento literario. Poetas que crearon un universo escrito. Pero alguna cosa nos inducía, inclina ba oscuramente a buscar un modo diverso de expresarnos. Necesitábamos ser otros. Tal vez podría encontrarse una explicación empleando la teoría gene racional. Desde muy jóvenes, los habitantes de un momento histórico distinto experimentan esa inexorable separación. Algunos se interesan en expresarlo teóricamente y los demás se apartan simplemente. Por las características de su formación y sus gustos personales, José Rodríguez Feo, en el fondo y en rigor, era un futuro disidente dentro de Orígenes. Llegó el momento en que esas di ferencias se hicieron patentes. Si a partir de dicho momento, leyendo como en perspectiva, comparamos sus traducciones, a quiénes traducía y sus propios textos, la futura separación y la fundación posterior de Ciclón casi están ex presadas, manifestadas de antemano. Hombre culto, interesado en la literatura en inglés, educado en Harvard. Fue el mecenas de Orígenes y de la editorial del mismo nombre. Pertenecía a una familia propietaria de un poderoso cen tral azucarero. Más que los cuantiosos bienes, le atraían el arte, la pintura, la poesía, la literatura, tanto como el beisbol y la pelota vasca. Nunca supo de ne gocios ni de transacciones comerciales. Fue de los pocos millonarios cubanos interesado por la plástica contemporánea. Los millonarios cubanos compraban cuadros, pero de la escuela académica, legitimada, valorizada, y al comprar los realizaban una inversión segura que aumentaría con el tiempo. Rodriguez 69 j. s. tennant Feo exponía su dinero al adquirir la obra de pintores casi desconocidos, autores de un estilo por legitimar. Compraba un Wifredo Lam, quien era nadie en esa época, protegía a Mariano, Amelia Peláez, René Por tocarrero, a Eduardo Abela, es decir la pintura vanguardista de Cuba. Lo mismo hacía con los poetas de Oríge nes. Los demás invertían en un cuadro de Leopoldo Romañach o Armando Menocal, valiosos creadores, pero ya establecidos, adquirían ánforas griegas o muebles napoleónicos, se construían residencias que reprodu cían palacios renacentistas. Lo que no está mal, pero es la cultura acadé mica, adquisiciones que escasamente contribuirían a la vitalidad del arte de un país. El penthouse que habitaba Rodríguez Feo remataba un edificio de arquitectura modernista. –Pero en Orígenes se reprodujeron cuadros en papel cromo y varios pintores ilustraron sus portadas. –Orígenes destacó la relación entre poesía y artes plásticas, como hi cieron algunos poetas franceses del xix, Baudelaire, Gautier. Los poetas de Orígenes crearon vínculos personales con varios pintores y escultores de su momento: Mariano, Portocarrero, Amelia Peláez y el escultor Lozano. Wi fredo Lam no se encontraba entre ellos. Tan solo realizó una portada para la revista. Lezama nunca escribió sobre su pintura, mientras lo hizo sobre numerosos pintores, casi todos inferiores a Lam, quien se convertiría en el más importante del siglo xx cubano. Podría compilarse un libro extenso con los textos de Lezama sobre plástica. Equivocados, exaltados, disparatados en muchos casos, son sin embargo la opinión de un gran escritor. De su indi ferencia sobre Lam encuentro una explicación plausible en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez. Lezama no creía en la posibilidad del arte mestizo, 70 conversación con antón arrufat de la cultura mestiza. Lam era un mestizo y su obra se hallaba contaminada de mitos negros que a Lezama apenas le interesaban. Sentía, al contrario, una intensa devoción por los mitos griegos. No obstante, creo que no llegó a inte resarse en lo que a finales del siglo xx se llamaría “la Grecia negra”. –La obra de Fernando Ortiz, ¿no le importaba? –Creo que ciertos aspectos que se hallan en la extensa obra de Ortiz, sí. Una lectura atenta de Paradiso podría encontrar, en ciertos instantes de esta novela, diversas resonancias de capítulos de su libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. –Volvamos al grupo Ciclón. –El grupo que se formó alrededor de dicha revista se inicia tras una ruptura, inesperada para algunos, para otros casi un destino. Hay un hecho no obstante evidente: la publicación de textos de Juan Ramón Jiménez que Rodríguez Feo consideró inaceptable. Es sabido que Lezama mantuvo las razones que lo llevaron a la publicación y que Rodríguez Feo igualmente sostuvo las suyas. No había otra solución que separarse, y fue lo que ocurrió. Rodriguez Feo abandonó la revista. Y por tanto Orígenes no tuvo dinero para continuar. Entre algunos colaboradores reunieron pequeñas cantidades y sa caron dos o tres números más, pero perdida su segura fuente económica la revista terminó. Fue entonces que Rodríguez Feo, uniéndose a Piñera, fundó Ciclón. A esa revista fuimos a parar un grupo de jóvenes escritores, Fayad Jamís, Díaz Martínez, Severo Sarduy, Calvert Casey, Cabrera Infante... Ciclón publicó dieciséis números nada más, porque después ocurrió la Revo lución del 59 y Rodríguez Feo consideró que se iniciaban nuevos tiempos y las revistas para pequeños círculos (quinientos ejemplares) ya no tenían sentido. Tiradas cortas que se distribuían en las librerías habaneras por los mismos editores/escritores. De esos ejemplares se vendían cinco o seis en cada librería. Lunes de Revolución comenzó por imprimir 500.000 ejemplares y por repartirlos gratuitamente dentro del periódico Revolución en forma de magazine. –¿Cómo eran esos tardíos años cincuenta? ¿Se sentía venir un cambio? –Al desear un cambio social, suele ocurrirle al sujeto humano que su espíritu comience a planearlo, y lo “proyecte”, como diría el viejo Freud, en la futura realidad. O la propia realidad, degradada y miserable, plantee la 71 j. s. tennant necesidad del cambio. O que ambos deseos, ambas “proyecciones”, ocurran a la vez, tales polaridades se comuniquen y correspondan. Las categorías duales desaparecen en una especie de fluencia, de continuum. Se siente en el ambiente, dentro de uno. Extraños rumores, vibraciones, luminosidades repentinas. Eran los años finales de la tiranía de Fulgencio Batista. Con el golpe de estado militar del 53, Batista interrumpió la vida republicana. Las noticias de la actividad revolucionaria en la Sierra Maestra corrían por toda la ciudad. Había un movimiento clandestino contra la tiranía que había convertido La Habana en un sitio inhabitable, constantes redadas, detencio nes sanguinarias, principalmente de jóvenes y estudiantes universitarios, de apariencia simplemente sospechosa. Desde el 57 residía en Nueva York. A finales del 58, año atroz en Cuba, fui expulsado por la inmigración, vencido el tiempo del visado, y regresé a La Habana por unos días, durante el mes de diciembre. El final de la tiranía era evidente, la represión policial había vuelto la vida en la ciudad completamente siniestra. Tal vez fue de mañana o al atardecer cuando a Luis Marré, poeta y colaborador de Ciclón, y a mí nos detuvo la policía. No hacíamos nada peligroso, pero éramos jóvenes y eso tan solo olía a peligro, jóvenes conversando sentados en un banco del Parque de la India. Nos condujeron a la estación cercana. Una de las más conocidas en el ejercicio de la tortura. Estuvimos allí muchas horas. Antes de soltarnos, cuando comprobaron que no estábamos en nada, nos hicieron limpiar los inodoros de la estación. En aquella estación pudimos escuchar los quejidos y las horrendas palizas que propinaban a los detenidos. A fines del 58 volví a Nueva York y no regresé hasta febrero del 59. La tiranía había sido derrotada y la Revolución estaba en el poder. Fue entonces que comenzó a publicarse Lunes. De la dirección del magazine se ocupó Cabrera Infante, un hombre de Ciclón. Desde Nueva York le envié numerosas colaboraciones. En un mo mento dado me escribió que viniera, tendría posibilidades de publicar y de ganar un pequeño salario. Casi no hubo vanguardia literaria, los pintores fueron más agresivos, libres e ingeniosos que los poetas y los escritores. Pienso que Orígenes no es un movimiento de vanguardia, es una brillante variante barroca dentro de la tradición del gongorismo español. Ignoró el surrealismo, el freudismo, las escuelas lingüísticas, no le interesó la poesía norteamericana ni la inglesa. 72 conversación con antón arrufat Estaba más bien dentro de la tradición barroca española. La poesía españo la de esos años tampoco se interesó en la poesía de otros idiomas. Existen naciones y culturas que se autoabastecen de su propia tradición. Solamente dos poetas españoles, Dámaso Alonso y García Lorca, se interesaron en la literatura en inglés. Lorca estuvo en Nueva York y escribió un hermoso libro dedicado a la ciudad, Poeta en Nueva York. Dámaso Alonso viajaba, era traductor, dio clases en universidades de Estados Unidos, en diversas partes del mundo, sobre poesía española, y en su libro Hijos de la ira pueden hallar se resonancias de la poesía inglesa de su momento. Habría que mencionar también a Luis Rosales y su poema La casa encendida. –¿Cuándo publicaste tu primer libro? –En el año 62, de poemas, bajo el nombre de En claro. Lo imprimió una modesta editorial independiente. Me parece que la única que quedaba en La Habana, La Tertulia, propiedad de un librero de origen suizo, Reinaldo Ballina. Publicaba pequeños libros de poesía. Fayad Jamís se ocupaba de organizar la parte gráfica. En claro estaba integrado por poemas de adoles cencia, por los que salvé de los años de juventud. Tal vez quedarían dos o tres de aquellos que escribí en el aula del Colegio Dolores. Alcanzó varias críticas favorables en las publicaciones periódicas. Fueron juzgados como poesía “intimista”. Tendencia luego desdeñada por la cultura oficial de la Revolución. Pero me colocó, de una manera evidente, dentro de la llamada “Generación del Cincuenta”. Realicé idéntica acción que con la revista: lo distribuí en persona por las librerías habaneras. Lo dejaba a consignación y pedía a los libreros que lo exhibieran en las vidrieras. Pero entre esos he chos semejantes había una diferencia: la revista la pagaba Rodríguez Feo, el librito lo pagué yo. La tirada no pasó de doscientos ejemplares y cada uno me costó un peso imprimirlo. Se vendieron todos lentamente y recuperé la mitad del costo, con la otra se quedaron los libreros. Empezó con En claro mi relación de trabajo con un pintor, Raúl Martínez, quien hizo el diseño del libro y trazó el dibujo de la portada. Como correspondía con su título, el libro era todo blanco, con una mancha azul en la portada. Otros trabajos realizó Mar tínez: libros, afiches de representaciones teatrales, fotos, diseños manuales de un conjunto de poemas. Todo sin cobrarme un centavo. –La vida cultural, ¿cómo era en esos años? 73 j. s. tennant –Actividad y esplendor. Poco o nada parecida a la actual. Pienso que en tal dinamismo influía un factor decisivo: la existencia de diversas tendencias artísticas. Respecto a la creación literaria, a la creación artística en gene ral, la Revolución no había manifestado todavía el propósito de dirigirla. La institucionalización de la cultura apenas había comenzado. En la década del cincuenta empezó a gestarse lo que luego sería el movimiento artístico de los primeros años de la Revolución. En ellos se expresaron los anhelos frustra dos de la generación anterior. Las revoluciones niegan tanto como heredan. La Revolución Cubana tuvo –simultáneamente– un aspecto creador: esta blecer revistas literarias, grupos de teatro, bibliotecas y museos, escuelas de enseñanza artística…Además, realizó dos cosas importantes y novedosas en nuestra historia cultural: fundar editoriales y pagar derecho de autor. Los periódicos siempre pagaron a sus colaboradores, las editoriales no pagaban nada porque tampoco existían. Mediante diferentes resoluciones ministeria les quedó normado el pago de derechos de autor, modesto, sin duda, pero existente. Durante la República no existían editoriales, había imprentas y buenos editores a los cuales el autor llevaba su manuscrito y pagaba por su publicación. Doscientos, trescientos pesos le costaba la edición de un li bro en los años republicanos. La Revolución estableció –definitivamente– el pago de derechos de autor y la actividad editorial. –¿En qué año se dieron cuenta los escritores de que las cosas no iban bien? –Las primeras evidencias empezaron con el caso PM. No habían pasado tres años de Revolución –se filmó en 1961–, cuando su prohibición produjo un problema en los círculos de la cultura cubana. PM, cortometraje que dura catorce minutos, recoge la atmósfera –se trata en rigor de un corto de atmós fera– de los bares populares en la alta noche. Se baila, se canta y se bebe. Vemos la gente en los bares de Regla, pueblito al norte de la ciudad; vemos la lancha cruzar la bahía habanera, la cámara se detiene –brevemente– en bares de Cuatro Caminos y luego en los de la Playa de Marianao, para vol ver de pronto a los de Regla y terminar el viaje nocturno. Buen ejemplo del llamado free cinema, cámara oculta, iluminación natural, carencia de guión, la gente no sabe de antemano que la filman. Ahora, ¿quién era esa gente que baila, canta y se emborracha? Lo que en esa época comenzó a llamarse des 74 conversación con antón arrufat pectivamente “lumpen pro letario”. Tal representación, supuestamente distosionada del obrero cubano, molestó y casi ofendió a cierta dirigen cia revolucionaria. No sabe mos a cuál. Nunca supimos con certeza si los grandes di rigentes de la nación vieron el cortometraje. Pero había un intermediario, Alfredo Gue vara, muy interesado en anu antón arrufat lar cualquier posibilidad de hacer cine fuera de la institución que él dirigía. El icaic estaba recién fun dado, y creo que utilizó PM, acusándola de denigrar a la clase trabajadora, con la finalidad de fortalecer su naciente institución. El corto se hizo con una camarita Bolex, unos cuantos rollos de película que sus realizadores compraron, con una vieja grabadora que conectaban en cada lugar al que llegaban, “luz ambiente sin ningún tipo de artificio”, cuenta uno de sus dos realizadores, Orlando Jiménez Leal. Es decir, una realización sorprendente mente económica. Y les quedó mejor que las primeras películas que estaba tratando de filmar el icaic, pese a su enorme presupuesto y su cuantiosa bu rocracia. La sede en un edificio de varios pisos, elevadores, decenas de ofici nas, aire acondicionado, ventanas encristaladas. Comparar a dos muchachos cargando una camarita con lo que intentaba hacer Alfredo Guevara resultaba fatal. Tras este encontronazo comenzó un difícil periodo de divisiones entre los artistas y constante suspicacia ideológica. ¿Quién es? ¿Quién no es? Los artistas cubanos no estaban acostumbrados a tales divisiones, batallas ver bales y estériles en el orden de la creación; algunos lucharon por adaptarse, adquirir un hábito que no pertenecía a su tradición cultural, y otros optaron por exilarse apenas se presentara alguna ocasión favorable. Ahora que re cordamos este episodio, este percance de la cultura cubana, se me ocurre observar un hecho sumamente interesante: la filmación de las películas en la actualidad se halla más cerca de lo que hicieron los realizadores de PM. Casi 75 j. s. tennant hay un regreso, un volte face a la época de aquellos dos muchachos: filmar con unos aparatitos modestos y económicos. Es curiosa la historia de la cultura: se regresa al pasado, con mejores aparatos, claro, y volvemos a hacer lo que antes atacamos. La nueva administración del icaic asiste en estos momentos a ese ricorsi y trata, por diferentes medios, de extender su acción: ¿controlar? ¿Admitir? ¿Propiciar? –¿Y los primeros problemas con la literatura? –En numerosos escritores –me hallaba dentro de ese grupo–, alentaba el temor de que ocurriera lo que había pasado en la Unión Soviética. No sé si era temor o una especie de preocupación temerosa. Heberto Padilla, que estaba con nosotros en Lunes de Revolución, había residido en la urss y tuvo oportunidad de conocer algo de cuanto había ocurrido. Oírlo contar su expe riencia personal, y la lectura de los libros de Merleau-Ponty, Las aventuras de la dialéctica y Humanismo y terror, contribuyeron a nuestro conocimiento. En tales libros se exponían los llamados “procesos de Moscú” y, en parte, lo sucedido a escritores y políticos. Ambas obras, traducidas al español en la Argentina, se vendieron en las librerías de La Habana antes de la Re volución. O sea: contábamos con cierta información. En diciembre del 60 llegó Pablo Neruda, invitado por Lunes, a visitar el país. Le hicimos en la redacción una extensa entrevista que luego apareció en el magazine. Esa entrevista es un documento revelador de nuestras aprensiones. La crítica cubana no se ha detenido en su estudio. Las cuestiones que nos preocupaban se expresaron en preguntas insistentes. Nosotros aspirábamos a que Neruda nos apoyara con su autoridad literaria y política en la no intervención del partido en la creación artística, que al menos no fuera determinante, que el Estado se ocupara de la protección y subvención de la cultura académica. El apoyo que esperábamos del poeta resultó decepcionante; sus respuestas, insatisfactorias. Un tanto evasivo, se refirió al dogmatismo literario, sin men cionar las funestas consecuencias para la creación artística del dogmatismo estatal. Aquella entrevista, “Lunes conversa con Pablo Neruda”, no se ha republicado. A medida que aumentaban las tensiones entre el gobierno de Estados Unidos y el gobierno cubano, la necesaria relación con la Unión So viética se iba consolidando y crecía la influencia del equipo de intelectuales que militaban en el viejo Partido Socialista Popular, equipo anticuado, parti 76 conversación con antón arrufat dario de un proyecto estalinista sobre la cultura, con una marcada tendencia a controlarla, a dirigirla, como entonces se decía. –¿Y luego sucedió el caso de Heberto Padilla y el de tu obra de teatro, Los siete contra Tebas? –Varios años después, en 1968. A tres años de que se fuera de este país –definitivamente– Cabrera Infante, clausurado Lunes de Revolución y creada la Unión de Escritores y Artistas (uneac) como un paso más hacia la institu cionalización de la cultura. Mi obra de teatro concursó en el Premio literario de la uneac conjuntamente con el libro de Padilla, Fuera del juego. El hecho de que esas dos obras concursaran a la vez, aunque en géneros diferentes, una en teatro y la otra en poesía, produjo una especie de suspicacia, o mejor, permitió a la suspicacia nacional de aquellos momentos encontrar en qué cebarse. Empezaron los comentarios: que si nosotros nos habíamos puesto previamente de acuerdo para participar juntos, que si intentábamos crear un escándalo. En verdad ambos nos quedamos muy sorprendidos al enterarnos de ese hecho casual. Debo decirte que mi pieza teatral ya había sido juzgada con suspicacia cuando, tiempo antes de mandarla al premio, la leí en Teatro Estudio, grupo teatral del que era asesor dramático, para conversar, conocer criterios, apreciaciones. Aún no había decidido qué hacer con ella, ni se me había ocurrido siquiera mandarla al Premio. Los que la escucharon, miem bros de la directiva del grupo, la juzgaron demasiado conflictiva. Quien más insistió fue la actriz Raquel Revuelta, hermana de Vicente, director general de Teatro Estudio. Cuando por fin me decidí a participar en el Premio, ocurrió algo sumamente sospechoso: Raquel Revuelta había sido elegida miembro del jurado. Ella sería la más insistente en que se votara en contra de Los siete... Pese a su prédica, no consiguió convencer a todo el jurado: tres de sus inte grantes votaron a favor y dos en contra. Por tanto, fue premiada por mayoría. A partir de ese momento la institución intervino públicamente: suspendió la entrega del premio, como si no se hubiera otorgado ni valiera la opinión del jurado, que la misma institución escogiera y nombrara. No hubo acto oficial, no se cumplió con las bases del Premio, no hubo viaje a Hungría ni dinero, tal como estipulaban las bases. Nunca me permitieron ver las pruebas de im prenta, hacer algún cambio, suprimir o sustituir alguna palabra, ver la por tada, opinar sobre ella. Supe que había sido editada porque algunos curiosos 77 j. s. tennant impacientes robaron ejemplares de la imprenta y me hicieron llegar algunos. Fue entonces que, cuando pude tener un ejemplar de mi obra, descubrí otro hecho singular: la institución había puesto delante una declaración oficial, y que abarcaba Los siete… y el libro de poemas de Padilla, declaración en la que se lavaba las manos, negaba cualquier responsabilidad en el caso. Cuando los ejemplares de la obra debían ponerse a la venta, las librerías amanecieron con un cartel en la puerta que decía “cerrada por inventario”. Así permanecieron varios días. Nunca se vendieron en ninguna librería. Hasta el día de hoy, transcurridos más de cuarenta años, no sé dónde están esos ejemplares. –Y después, ¿qué ocurrió? –Un extraño, inesperado silencio. Algún funcionario influyente, y con cierta astucia, debió indicar el camino a seguir: aquí no ha pasado nada. Tal vez eso fue lo indicado, sin hablar con nosotros dos una palabra. Pasaron casi dos años. Nuestra vida laboral siguió igual que antes, continué trabajan do en Teatro Estudio. El caso parecía archivado. Pero de repente Padilla fue detenido por miembros de la Seguridad del Estado. Al parecer la instrucción de echar al olvido había cambiado por la de dar un castigo ejemplar. Tal vez no se trataba del mismo funcionario. Nunca supimos con certeza quién daba las órdenes en un sentido o en el contrario. Padilla estuvo detenido en un departamento de investigaciones por treinta días. No sé si por lo que había escrito o porque se le acusó de tener relaciones con extranjeros, de acudir a embajadas, de hacer publicidad… Actividades que fueron consideradas como adversas al gobierno. Por primera vez supimos por adelantado lo que iba a ocurrir, no tuvimos que releer Humanismo y terror o Las aventuras de la dialéctica: la urss ya ejercía una influencia decisiva. Vino la acostumbrada autocrítica pública, en un salón de la uneac, delante de un grupo escogido de escritores, en la que él se reconocía culpable, y obtuvo su libertad. Fue un acto casi eclesiástico, de contrición. Esta ceremonia cuasi medieval quedó grabada. Allí se encontraban las cámaras de cine, dándole una apariencia moderna, para fijar el suceso. La filmación existe en los archivos del icaic. Después las cosas se precipitaron, como si estuvieran pensadas y organiza das de antemano, como un proyecto gubernamental. La dirección del Consejo Nacional de Cultura se entregó a un militar, Luis Pavón, a quien se le dieron 78 conversación con antón arrufat las instrucciones pertinentes. Comenzaron las medidas, las depuraciones de actores y directores teatrales, expulsiones de profesores universitarios que no “estaban claros ideológicamente”; de alumnos, por homosexuales o ca tólicos… En fin, eso que se ha llamado “el quinquenio gris”, que en verdad duró más de cinco años y fue más negro que gris. A una serie de escritores se les prohibió publicar, numerosos pintores no pudieron volver a exponer. No creas que se trataba de artistas menores o desconocidos: no, los grandes o los que ahora, cuando toda esta actividad siniestra ha terminado, son con siderados grandes artistas de este país. Me refiero a Dulce María Loynaz, a Virgilio Piñera, al pintor Raúl Martínez, a Lezama Lima. La lista es extensa y sorprendente. Detengámosla aquí. –¿Les dijeron que no podían publicar o lo entendieron de otra manera? –Nunca nos dijeron nada. La ausencia de repuestas era la única res puesta. Evasivas, puertas cerradas, teléfonos a los que nadie contestaba. –¿Qué respondían las editoriales al recibir el manuscrito? –Si uno quería darle salida a su ingenuidad o se proponía realizar una comprobación, entregaba su manuscrito, regresaba a su casa y se sentaba a esperar. Nunca sería publicado (o dentro de muchos años, cuando cambiaran las orientaciones). Pero por lo regular no había nada que preguntar: uno ya lo sabía. Creo que ninguno se apareció y preguntó “¿por qué no me publican?” –¿Y el problema con Lezama? –Lezama integraba el jurado del libro de Padilla. Uno de esos días se presentó en su casa Nicolás Guillén, presidente de la uneac, y le hizo una imprevista solicitud: que retirara su voto a favor, y Lezama le dijo que no. Y a partir de esa negativa le fue muy difícil ser un hombre de confianza. Por añadidura, católico, en momentos en que los conflictos entre la Revolución y la Iglesia alcanzaban intensidad. Su concepción de la historia, basada en la metáfora como el instrumento de conocimiento entre el hombre y lo desco nocido, apenas tenía algún contacto con el materialismo histórico, y menos con el dialéctico. Aunque su cubanía integral, como la de Virgilio Piñera o Dulce María Loynaz, le permitiera resistir y permanecer en el país. Como lo traté largo tiempo, igual que a los otros dos grandes escritores, puedo dar fe de que se acercó –o que se acercaron– al proyecto revolucionario con la in tención de comprender y de participar como creadores. Actualmente, luego 79 j. s. tennant de tantos años y acontecimientos, las posibles razones para que un grupo de escritores, pintores, músicos y teatris tas estuvieran tantos años marginados, en un rincón oscuro, comienzan a parecer infantiles, incluso tontas. Tengo dos hipó tesis, dos maneras de pensar una expli cación: o eran muy torpes y obstinados estos altos funcionarios proponiéndose crear problemas donde en realidad no los había, intención que perjudicó a la Revolución, y nunca supieron cómo re solverlo, o quisieron crear hechos para que en la urss se viera que aquí se ha cía lo mismo que ellos habían hecho años atrás –hasta la imitación cubana resultó anacrónica– para que los bar cos de petróleo siguieran llegando y el necesario apoyo de la urss continuara al demostrar que también en la cultura se estaba trazando una sociedad seme jante a la soviética. Digo solamente “semejante”, porque a pesar de todo la violencia fue menor, no crearon una Siberia a la que mandar a los artistas considerados “ideológicamente incorrectos”. Célebres escritores latinoamericanos, franceses, españoles y de otros países, que sentían admiración por la Revolución Cubana, que le habían prestado su apoyo, que nos habían visitado, comenzaron a apartarse, protes taron, enviaron cartas y finalmente dejaron de venir. No sé para qué cons truir aquel problema. O ese problema convenía al Estado. Una de dos o de tres o cuatro. –Parte del problema con Piñera, Lezama y Arenas, ¿residía en su sexualidad? –Utilizar la sexualidad de Piñera, Lezama o Arenas, era una de las acusaciones posibles. Una técnica de difamar, como decir “son seres tan 80 conversación con antón arrufat repugnantes que hasta son maricones”. Constituyó un arma arrojadiza que utilizó el Estado. Hoy es una hoja mellada que carece de posibilidad. Sen saciones, opiniones, sentimientos completamente históricos. Un pasado pa sado. Recuerdo tales cosas porque estamos conversando sobre el pasado, histórico sin duda, y por seguir el consejo de George Santayana, a quien leí con admiración en mi juventud, que dice más o menos: “aquellos que se niegan a aprender de la historia están condenados a repetirla”. Es una de las grandes y extendidas prevenciones, como la actitud hacia las mujeres, de la tradición judeocristiana y de las culturas africanas y asiáticas, culturas pro fundamente homofóbicas. Culturas enfermas de prejuicios. Estamos dentro de esa tradición. A ella sumamos la discriminación de los negros y los indios latinoamericanos. No es tampoco la primera vez que ocurre, sucede que en el caso de la homosexualidad se exacerbó terriblemente. Pero está en la cul tura cubana, en la tradición familiar, en la relación del padre con el hijo o con la hija, aunque menos acerba, en el caso del lesbianismo. Objeción que los padres hacían a sus hijos aunque ellos mismos, en numerosos casos, fue ran a su vez homosexuales encubiertos. El ocultamiento y su amplia gama de reacciones psicológicas conduce a verdaderas conductas enfermizas. Nada peor ni más lamentable que el homosexualismo vergonzante. Figura en la tradición católica con insistencia dinámica. La historia nos enseña sin em bargo que numerosos papas, cardenales y altos dignatarios de la Iglesia, hasta los curas de aldea, fueron homosexuales. Es una conducta diabólica que el ser humano no ha podido anular. –No obstante, hoy en día me parece, por varios ejemplos que conozco, que se puede publicar prácticamente cualquier cosa. La obra de Jorge Ángel Pérez trata de manera abierta la homosexualidad y muchas otras cosas que pasan en La Habana. –En la actualidad, la literatura, la pintura, el teatro, la fotografía, el arte cubano en general, expresan, reflejan, exponen tales temas libremente. Algu nos de una manera despreciativa, otros como un hecho natural, sin que sea un hecho dramático. Creo que nuestra sociedad ha llegado, o está llegando, a una actitud inteligente al aceptar las diferencias, a una manera de entender que los demás no son como quisiéramos que fueran, y que si quieres convivir en una sociedad que valga la pena tienes que admitir que los demás no son como tú. 81 j. s. tennant Problema universal, gravísimo en cualquiera sociedad, no es cubano exclusivamente, es un problema de la humanidad, de la manera en que el hombre, el sujeto humano, se comporta desde que hay registro histórico, do cumentos. Me refiero a la amplia gama de la discriminación de cualquier tipo. Para los griegos, los que no eran griegos eran bárbaros. Para un francés los alemanes pueden resultar gente peligrosa. Los rumanos en España son los ladrones de autos, nada más que eso. ¿Qué pasó con los árabes y con los gitanos? Para el pueblo norteamericano blanco, rubio y de ojos claros, los hispanos, los negros y los indios son inferiores, aunque ahora están luchando con sus profundos prejuicios. Residí tres años en Estados Unidos, del 57 al 59, en la inmensa ciudad de Nueva York, y los negros no podían entrar en algunos lugares donde yo estaba sentado: en los colegios tenían que ocupar un lugar apartado de los blancos, dejar que subieran primero al ómnibus y ocupar los asientos del fondo. Esas son manifestaciones, digamos, ingenuas de la dis criminación; las había más violentas, como quemarlos y matarlos tranquila mente. Pero esta enfermedad no para aquí, la sociedad está completamente contaminada: los propios negros se discriminan entre sí, y también discri minan a los blancos. Cuando estas acciones desaparecen en la realidad, en la aparente realidad, se esconden en lo más hondo y oscuro de la psicología de los seres humanos y reaparecen en cualquier momento inesperadamente. Suelo pensar que el acto de discriminar es una de las formas de la cultura: pensar que yo soy más inteligente que tú y que mi filosofía es más profunda que la tuya. El contagio toca a todo el mundo, incluso a los más sensibles o inteligentes. ¿No está el gran filósofo Hegel plagado de prejuicios? Acusó a los latinoamericanos de no tener un concepto de la Historia. Sin duda exis ten pueblos que carecen de un concepto de la Historia, por lo menos de la historia hegeliana. Tener un concepto de la Historia y un sentido de la tradi ción no significa ser mejor o superior al que no los tiene. Si tales carencias en verdad ocurren, se trata de las diferencias tan difíciles de admitir, casi humorísticas para los latinoamericanos. Pero continuamos discriminando, después de que nos reímos discriminamos a nuestro vecino, la mayoría de las veces sin darnos cuenta. –Desde el año 62 al 84 publicaste teatro y poesía. Tu primera novela La caja está cerrada se publicó al final de ese último año. 82 conversación con antón arrufat –Debes tomar en cuenta que después de lo ocurrido con Los siete contra Tebas pasaron catorce años sin que me permitieran publicar. Escondido en el sótano de la Biblioteca de Marianao adelanté en la escritura de mi novela. Digo “escondido” porque la directora, siguiendo instrucciones superiores, me vigilaba cuidadosamente, no se me permitía escribir ni recibir visitas, ni contestar el teléfono. Yo escribía, lo único que me importaba hacer, a escondidas, cuando ella no estaba o se cansaba de vigilarme. Así escribí y pasé en limpio las ochocientas páginas del manuscrito. Digo “sótano” por que en el almacén de la Biblioteca, que se hallaba ubicado en el sótano, realiza ba el trabajo. Allí me asignaron, como se decía entonces usando uno de los cientos de eufemismos del lenguaje perifrástico de los funcionarios públicos de nuestra sociedad. Cientos de cosas no se nombraban (ni se nombran) con términos habituales, se solapan, se disimula la gravedad o el error con palabras alusivas. Este no decir (desvío o faltante por robo) ha creado una terminología curiosa, y a ratos simpática. Mi trabajo en el sótano consistía en hacer paquetes de revistas con una soga y un cartón durante ocho ho ras. El único empleado era yo; por lo general aquí quienes trabajan en las bibliotecas son mujeres. Llegué precedido de mala fama. Tipo peligroso, ideológicamente corrompido, un contra fuerte y contagioso. Por supuesto, se apartaban de mí, literalmente me huían. Cualquier cosa que pasara, era el culpable, y de inmediato me mandaban al Consejo de Trabajo, imponían una sanción, reducirme el salario por un tiempo, limpiar la biblioteca antes de que se abriera al público. Te contaré dos de tales “delitos”. Hoy me pa recen divertidos y sonrío al recordarlos. El primero: unos muchachos juga ban en los jardines de la biblioteca, jugaban a tirarse fósforos encendidos, que volaban por el aire como candeladas de carnaval; varios entraron en una especie de accesoria donde había una colección de periódicos viejos almacenados que empezaron a arder. Los muchachos se asustaron y dieron voces. Las bibliotecarias acudieron, buscaron cubos con agua y apagaron el fuego en cuestión de minutos. Pocos periódicos se dañaron. La directora apareció, descompuesta la cara, furiosa, alzando los brazos gritaba: “Fue él, fue él.” Él era yo, naturalmente. No había otro hombre en la Biblioteca. “Es un sabotaje, un sabotaje. Hay que llamar a la policía.” Al oír esto las bibliotecarias se asustaron, reaccionaron alarmadas y dijeron de pronto la 83 j. s. tennant verdad: que yo no estaba en la Biblioteca, que ese día no me tocaba trabajar. Lo que era cierto. Luego los muchachos confesaron que habían sido ellos, que lo hicieron sin intención, en medio del juego. Como no había sido yo, el caso se deshizo y no pasó nada más. Ahora te cuento la segunda, que puede parecerte más extravagante, como casi siempre son las historias verdaderas. Unos vecinos donaron a la Biblioteca un cuadro al óleo, obra de un pintor desconocido. Más bien una copia escolar de La maja desnuda, de Goya. La directora lo aceptó aparentemente complacida, pero no bien se fueron los do nantes ordenó que lo bajaran al sótano. Resultaba un tanto pornográfico para exhibirlo en la pared de las salas. Días después lo encontraron descolgado y en el piso. Cuando las bibliotecarias se disponían a colgarlo, percibieron en la tela algo extraño y avisaron a la directora. Todas se inclinaron: no cabía duda, aunque ninguna se atrevió a comprobarlo, eran manchas de semen encima del cuerpo desnudo de la maja. Alguien se había masturbado sobre ella. Volvió la directora con sus ademanes y exclamaciones. “Ése fue él, que es un corrompido.” Una bibliotecaria, que ya tenía conmigo cierta relación y confianza, me dijo bajito: “Qué boba. No es un majo desnudo.” Y nos sonreímos disimuladamente. Nunca se supo quién se masturbó. El misterio dio paso a las especulaciones y las sospechas. Probablemente alguna de las biblioteca rias, durante su guardia nocturna en el centro, recibió al marido o al novio, lo que hacían a escondidas. Yo pagué por el secreto, por el doble secreto. Me sancionaron a limpiar la biblioteca seis meses. –¿Por qué escogieron la Biblioteca de Marianao? –Era la más lejana del centro de la ciudad. En realidad fui asignado (uso el término) a la Biblioteca Nacional, en plena Plaza de la Revolución. Cuen tan que el director exclamó: “¿Pero él aquí? ¡Están locos, se va a producir un escándalo! La gente lo va a venir a ver… ¡Lejos, lejos!” Estuvieron un mes meditando a qué biblioteca me podían mandar que estuviese lejos, lejos… –¿Dónde vivías entonces? –En Centro Habana, donde siempre he vivido desde que llegué a La Habana. Lo importante era que me llevaran lejos para que los lectores no me fueran a ver. No les salió del todo: en Marianao también había lectores y me miraban por las ventanas que daban al sótano. “¡Es aquel, es aquel!” Yo, divertidísimo, alzaba la mano para saludarlos. 84 conversación con antón arrufat –¿Podías ver a escritores amigos? –A los fieles, a los que por igual se hallaban castigados, a los que no se apartaban o volvían la cara al verme. Muchos lo hicieron. El miedo a veces es más poderoso que la estimación. Con Virgilio Piñera asistía a numerosas actividades culturales, funciones teatrales, exposiciones, y nos divertían los visajes y estrategias para esca par del encuentro, incluso del saludo, que ponían en práctica algunas antiguas amistades. Además, el tiempo, siguiendo su costumbre, comenzó a pasar. Su paso ablanda y suele hasta anular las medidas demasiado estrictas, las prohibiciones irracionales y sin fundamento. Es un gran natura lizador el tiempo. Las empleadas en la biblioteca, tanto las profesionales como las de limpieza, se iban dando cuenta que la mala fama del mons truo era más fama que verdad, y se iban acer cando, conversaban, me protegían de las furias –en el fondo teatrales– de la directora, almorzába mos juntos, me esperaban a la hora de salida para irnos juntos en la guagua. Acabaron por unanimi dad proponiéndome en una asamblea, a la que antes de la labor del tiempo yo no podía asistir, para que asistiera como empleado de la bibliote ca a estudiar en la Universidad de La Habana. La directora, ante aquel inesperado apoyo masivo, no pudo impedirlo. –Algunas cosas en la sociedad empezaron a cambiar mientras estabas en la Biblioteca. Pasaron los catorce años y fuiste a trabajar a una revista. Comenzó algo que tú mismo has llamado una “lenta rehabilitación”. –Sin saber ni conocer el final, cumplía día a día, menos los domingos, con una sanción enigmática: no tenía tiempo señalado de antemano e igno raba la cuantía del delito. Sin embargo, el asombroso fin de la sanción, lla 85 j. s. tennant mémosla así, llegó un día de 1981. Sin duda, para que pudiera llegar, muchas cosas habían cambiado a mi alrededor, cosas y funcionarios. Cargué con el manuscrito de mi novela, con mi equipo de hacer el té, mi tetera de barro vietnamita y mi taza de porcelana belga. Todo dentro de una jaba, me despe dí de mis compañeras de trabajo, emocionadas por cierto: nos dimos besos y abrazos y volví a mi vida de escritor. Por supuesto, lentamente, con pausa, gradualmente, según suelen ocurrir, para no causar escándalo, uno de los acontecimientos sociales que más se temen en nuestra sociedad. –¿Cómo se evidencia el cambio en esta década del ochenta? –Te enumero algunos indicadores. Gran parte de los escritores y artis tas que fueron excluidos por homosexualismo, que se consideraba una abe rración política, fueron readmitidos y volvieron a publicar y a exponer. A los que nos dijeron que teníamos problemas ideológicos; Padilla decidió irse, yo decidí quedarme. Los años ochenta son los de la rehabilitación pública. Damos conferencias, publicamos, y principalmente viajamos. La prohibición de viajar fue una de las prohibiciones más devastadoras. No sólo se viaja, se em pieza a publicar en el extranjero sin que tenga consecuencias. En aquellos años grises o negros era enormemente penado. Sólo se podía hacer a través y con el consentimiento de la uneac, y casi siempre en los países socialistas. Sólo aquellas figuras, como Alejo Carpentier y Soler Puig, representantes de la cultura oficial, podían publicar sin consecuencias adversas en editoriales occidentales. –He observado que existen varias editoriales en provincias, pero sólo tres tienen carácter nacional y se distribuyen por todo el país. –La Habana va dejando de ser, felizmente, el único centro cultural de la nación. Las provincias, antes olvidadas, se han vuelto atractivas cultural mente. Hay varias editoriales. Está la Editorial Oriente, que se publica en Santiago de Cuba y tiene distribución nacional, y la Editorial Matanzas, que no tiene categoría nacional pero sí distribuye a nivel nacional. Hay también una editorial en Pinar del Río, Cauce. Existen otras más modestas, casi ru dimentarias, pero cuyo trabajo las ha vuelto interesantes. Además, diversos escritores valiosos, pintores y actores que viven en sus ciudades y les intere sa poco abandonarlas y desplazarse a La Habana, lo que implica un cambio psicológico decisivo. Hay algunos excelentes. Te nombro en Cienfuegos a 86 conversación con antón arrufat Marcial Gala y Atilio Caballero; a Pedro Llanes y a Noel Castillo, en Villa Clara; a Gleybis Coro en Pinar del Río, a Pedro de Jesús en el pequeño pue blo de Fomento. Aquí me detengo. La lista sería extensa. –Entonces no es difícil publicar… –Para ellos, no. Para el resto de los escritores jóvenes, tal vez sí. Hay muchos escritores jóvenes, por lo que la rivalidad y la competencia son gran des. Claro, si hay mucho también hay mucho malo. Escritores cuya obra vale poco o nada. Las editoriales de provincia, por igual las de La Habana, no son muy exigentes. Se han vuelto como casas de beneficencia. Te señalo un fenómeno interesante: el foco de atracción literaria se ha desplazado de la poesía a la narrativa. La poesía tuvo gran importancia, no solo durante la Revolución sino en el siglo xix y en la etapa republicana. Era la zona más creadora, más provocadora de la literatura. En el presente, lo son los narra dores. La poesía no se acerca a los temas marginados, tabúes, prohibidos, censurados que tuvo la escritura cubana. Ésa es labor actualmente de los narradores. Creo, quizá me equivoque, que están haciendo una escritura más experimental que los poetas. –Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura describen parte de dicha realidad. Pero tal vez el estilo en que lo hacen esté más cerca de la crónica periodística. –En este momento me refiero a escritores más jóvenes: Rogelio Riverón, Ahmel Echevarría, Jorge Ángel Pérez, Pedro de Jesús, gente de otra estirpe, de diferente tesitura, que tiene escasa relación con la escritura de Gutiérrez o Padura. No porque sean mejores o peores, sino simplemente porque son diferentes. Son escritores que “se atreven” con ciertos temas que los poetas no tocan. Por lo menos la poesía que yo conozco. Una novela de Jorge Ángel Pérez, escritor de primera línea en este país, como El paseante Cándido, un libro de relatos como En La Habana no son tan elegantes… –¿Y Lapsus Calami? –Lapsus Calami inició una narrativa experimental brillante e ingenio sa, que el autor no ha continuado; es una colección de cuentos sorprendente por la novedad, la novedad de los temas, por el modo en que están escritos, que no abunda en la narrativa nacional. El paseante Cándido, que toca por primera vez con verdadera destreza literaria el asunto del provinciano que 87 j. s. tennant viene a vivir a La Habana, uno de los grandes temas de la vida cubana, y de la de numerosos países que, sin embargo, no tenía una expresión en la literatura como la tuvo en la francesa con El rojo y el negro o Las ilusiones perdidas, siendo nosotros, no obstante, casi todos escritores nacidos en pro vincia y que hemos tenido la experiencia vital de chocar con una ciudad más grande y complicada que aquella en que nacimos. Ninguno dio con ese gran tema: un muchacho, nacido en un pueblecito, que se enamora del Capitolio y lo quiere comprar, como si un muchacho inglés, nacido en un pueblo dis tante, llegara por primera vez a Londres y quisiera comprar el palacio de Buckingham, deseo loco y desmesurado, plagado de posibilidades literarias. Y esa especie de experiencia vivida por muchos, no sólo escritores, gente del pueblo, ninguno hasta Jorge Ángel Pérez la había escrito. Tal carencia forma parte de la tradición cubana. Una parte decisiva de nuestras vidas no la escribimos, como si hubiera una especie de fragmentación, una falta de naturalidad que se debe al subdesarrollo, a que uno pertenece a una litera tura de segunda, o como quieran explicarlo, pero el escritor no utiliza sus experiencias y las experiencias de sus amigos, su familia, de la gente más cercana, y las transforma en escritura literaria. No quiere decir que haya que hacer esto siempre, expresarlo directamente, no, no, pero eso constituye una parte de su imaginario. Hay una distancia: el escritor cubano se pone a escribir y, al hacerlo, una especie de falta de naturalidad se instala en su escritura, está haciendo una cosa en vez de algo consustancial como el correr de su sangre, como fumar un cigarro. Una manera posada de escribir. Por el contrario, estos jóvenes disparatados, de vida disparatada, se han “atrevido” con ciertos temas, o sea, se han acercado a esos temas naturalmente, como es el caso de esa obra extraordinaria, El paseante Cándido, una de las gran des novelas de este país: tan arraigado en la tradición cubana y tan insólito al mismo tiempo, porque eso no se ha escrito y sin embargo muchos habían vivido esa experiencia. –He observado que son escasas las obras traducidas que se venden en las librerías. No se encuentran muchos libros traducidos. ¿Crees que la tradición cubana ha reforzado esto? –La literatura que se publica es literatura establecida, casi nunca tra ducida por cubanos, traducción robada secretamente para no pagar dere 88 conversación con antón arrufat chos. Cosa extraña, la tradición literaria cubana carece del ejercicio de la traducción. Creo que nuestras editoriales se sienten como más cómodas pu blicando a escritores establecidos. Aquí hubo un periodo muy largo en el que ciertos clásicos de la literatura contemporánea no se publicaron, como es el caso del Ulises de Joyce. Cuando se publicó, en la traducción cuyos derechos cedieron tanto el traductor, José María Valverde, como la editorial, se produ jo una conmoción. Acudió casi una multitud a la presentación. Hace de esto varios años. Pero no existe una edición cubana de una obra imprescindible, el Tristram Shandy de Lawrence Sterne. La mayoría del público lector no co noce esta obra fundamental. Conoce, por ejemplo, bastante bien a Faulkner: varias de sus novelas y sus cuentos. Un cubano tradujo espléndidamente, Lino Novás Calvo, Santuario. Cuentan que Borges dijo que para qué quie ren mi traducción de Faulkner si tienen un traductor excelente que es Lino Novás Calvo. Pero hay otros autores contemporáneos que apenas o nada se conocen. En el teatro ocurre lo mismo: cientos de dramaturgos nunca se han estrenado. Tales carencias sin duda limitan y empobrecen la formación del gusto de la gente. Pienso que no es lo mismo educarse leyendo Las ilusiones perdidas, de Balzac, que leyendo conjuntamente el Ulises. Dentro de la cul tura esos diálogos son experiencias complementarias imprescindibles. –La Casa de las Américas tiene en su colección de autores latinoamericanos una serie de obras recientes como Damiela Eltit y José Revueltas en buenas ediciones… –Puede haber momentos u oportunidades excepcionales, que algunos lectores saben aprovechar. Hace unos meses se vendió, publicado en Vene zuela, Los detectives salvajes, en una librería de La Habana, a un precio acce sible. Había veinte o treinta ejemplares, no miles, pero algunos lectores, que no conocían a Bolaño, pudieron leerlo. Luego comenzarían los préstamos en tre amigos, aumentando las posibilidades de lectura. Borges tiene una buena an tología, que va por su segunda edición, editada por Casa. Los que pudieron se compraron, en una librería que vende en dólares, casi todas sus obras en la colección Biblioteca Borges, de la Editorial Alianza. Escritores norteame ricanos: se ha leído a Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald… Posteriores, menos. Recientes, ninguno. –¿Y Paul Auster, conocido ampliamente en otras partes de América Latina? 89 j. s. tennant –A Paul Auster lo conoce mos los escritores; el público no sabe nada de él, el lector ordi nario no lo conoce. A veces me gustaría plantear este asunto de la ignorancia al revés y preguntar si Paul Auster conoce a algún es critor cubano, a algún escritor latinoamericano. –En las librerías de La Ha bana y de las provincias hay mu chos títulos que no se pueden encontrar, como los de Cabrera Infante. antón arrufat –Cabrera Infante se com pró para las bibliotecas públicas. Una colección estaba sin vender en los depósitos de la editorial Alfaguara. La compró muy barata el Instituto del Libro hace ya varios años. No sé si los lectores se robaron los ejemplares, lo que suele ocurrir en las bibliotecas públicas, principalmente si son circu lantes, y ya no existen. Se han publicado, por editoriales cubanas, dos libros sobre Cabrera Infante realizados por Elizabeth Mirabal y Carlos Velasco. El primero es una investigación acerca de su vida habanera, como periodista, director de Lunes…, crítico de cine, y sobre sus primeros años de escritor de ficciones. El segundo, Buscando a Caín, está integrado por un conjunto de entrevistas de amigos de Cabrera Infante que viven aquí o en Miami, y en otras partes. ¿Sabes quién lo publica? La vida puede resultar deliciosamente irónica; los antiguos llamaban a estas reparaciones póstumas “justicia poé tica”. Lo publica Ediciones icaic, la misma institución que lo persiguió con saña. Ambos libros son de grata lectura. –Siendo Antón Arrufat y habiendo recibido el Premio Nacional, ¿al acep tar este premio no has sentido ese mismo tono irónico que suelen tener a veces las cosas. –Como dice la gente, me tocaba. No podían evitar por más tiempo otor garme el Premio Nacional. Fui nominado tres o cuatro veces seguidas. Yo, 90 conversación con antón arrufat lo agradecí, me pareció bien que me lo dieran, también para ellos habér melo dado. Creo haberme cuidado de no tomar muy en serio el Premio, tal debilidad me podía enfermar y perjudicar en cuanto escritor: creer que ya había llegado, que era importante que la gente me saludara por la calle, me pidieran que les dedicara un libro. Aceptar el “haber llegado” es peligroso para un escritor. Creer que la lucha terminó, que eres importantísimo. Uno, en cuanto escritor todavía vivo, necesita varias raciones de palos, y algunas patadas en el trasero, para que sepa que la relación entre la escritura y el Estado no es fácil, y que debe siempre propiciar que no sea fácil. Porque si no lo hace, acabará no haciendo nada. No sólo escribir requiere tiempo, soledad, un clima, un espacio, la mayor parte del tiempo no vivir como viven los seres humanos, correr numerosos peligros, y si tú no quieres continuar con estos rigores porque ya llegaste y te dieron el premio, mejor es quedarte sentado en tu casa: tienes un estipendio y no pasas por el sacrificio horroroso de escribir. Si no aceptas que escribir es un sacrificio horroroso y algo elegi do por uno mismo, convertido voluntariamente en destino, el único destino que uno elige en la vida: cumplir con el don. No, no, no, si uno mismo se ha obligado a cumplir con él, y uno lo cumple como en una tragedia griega sin dioses, te tienes que sacar los ojos. Pero, si no es así, ¿qué vale escribir realmente? –Hablando de seguir escribiendo, cuando te conocí hace dos años, me di jiste que estabas escribiendo una novela histórica, ¿sigues con ella? –Sí, he seguido con esta novela histórica, que para mí es muy difícil de hacer porque quiero hacer una novela histórica diferente a las novelas históricas. –¿Sobre qué tema? –Acerca de un esclavo cubano del siglo xix perseguido por los rancha dores, buscadores de esclavos negros que se han fugado de los ingenios o de las casas de sus dueños. Lo que en verdad me atrae en este asunto es el viaje de un escritor del siglo xxi al siglo xix. Qué cosas hace para realizarlo, cuáles son sus preparativos mentales y sensuales. Habrás observado que las novelas históricas empiezan con el viaje realizado. Al abrir esa novela admirable de Robert Graves, Yo, Claudio, ha concluido el viaje: estamos en la Roma im perial. ¿Cómo llegó hasta allí Robert Graves? No nos lo dice, ni él ni ningún 91 j. s. tennant otro narrador. Eso que no se dice es precisamente cuanto yo quiero narrar en mi novela. El entrenamiento, la experiencia de llegar a ese momento histó rico. Cuando empecé a escribir la novela, bajo el título provisional de Los pies en la tierra, me pregunté obsesionado, ¿cómo sería afeitarse en el siglo xviii? Recorrí barrios de merolicos buscando una navaja antigua y comencé a afeitarme de la manera en que lo haría el perseguidor del esclavo fugitivo, sobre el cual estoy escribiendo, y describí tal experiencia anacrónica. –¿Entonces sigues afeitándote así? –Sólo pude hacerlo unas cuantas veces. No fue nada fácil ni placentero. –¿Estás a mitad de la obra? –Tengo alrededor de unas cien páginas. Será una novela corta. No repe tiré, a esta altura de mi vida, la aventura de una novela de ochocientas pági nas, como fue La caja está cerrada. –Tú dijiste hace un tiempo, en El País de Madrid: “En la reciente novela cubana se halla presente la dura realidad y sus contradicciones, la preocupación por el destino de la isla.” ¿Crees, entonces, que las cosas han cambiando un poco en la literatura cubana? –Hay libros realmente importantes, aunque tal importancia la juzgará y determinará el tiempo futuro. Lo menos ambicioso que puedo decir es esto: “A mí me gustaron.” O sea, algunos libros, algunas novelas, las leí con agrado, con emoción, con todas esas sensaciones que los buenos libros despiertan en un lector. Algo decisivo debo decirte: no se parecen en nada a lo que yo es cribo. Me siento libre de manías personales al juzgarlos. Sus autores tienen conmigo una relación fraternal como la que se tiene con un viejo escritor. Creo que la literatura cubana seguirá su camino, el camino que siga el país, o se opondrá al camino que siga el país, porque no siempre se ha de coincidir con la sociedad en la que uno vive. Muchas veces es mejor no coincidir con ella, o no coincidir del todo. No conozco el caso de escritores (o artistas) que hayan roto definitivamente con su país de origen. Tienen un enlace misterio so con una porción de su país. Además, un país tampoco es un país, dentro de él hay diversos países, conviven múltiples personas que han venido de otras partes, que han sido guiados de otro modo, que tienen otras lecturas y preocupaciones. Una sociedad no es, felizmente, homogénea. Movimientos, factores, sectores más desarrollados, sectores más influyentes, por lo menos 92 conversación con antón arrufat en un momento de la historia, y otros que parecían estar ocultos y que no sig nificaban nada, y que después de un tiempo pasan a tener una importancia decisiva en la historia de la nación. –La publicación de El viaje, de Sergio Pitol, ¿muestra alguna apertura en la actualidad? –Pienso que la sociedad cubana se va alejando del socialismo al que se refiere Sergio Pitol en su obra, del socialismo eslavo. Está claro lo que fue el gobierno de Stalin: que el socialismo real fue una especie de tergiversación, la realización equivocada de una utopía. Creo que la utopía democrática no ha salido tampoco del todo bien, aunque hasta ahora haya durado más tiempo. Lo cierto es que el sujeto humano no ha logrado crear y llevar a la práctica un sistema social perfecto en el cual se pueda vivir con justicia y equidad. Tal vez no lo consigamos nunca, tal vez lo encontremos mañana. El sentimiento del paraíso perdido, la necesidad de habitarlo es una esperanza (y una idea) que los humanos tienen muy arraigada, que está inexorable mente en nosotros. Tal vez porque viene del viejo cristianismo, quizá no del todo, en la cultura griega, mucho antes, hubo también la idea de un paraíso perdido, y si piensas en la cultura hindú, en las enseñanzas de Buda, encon trarás una idea semejante y la misma añoranza. En el ser humano alienta esa idea, la espera de un sitio mejor, de la ciudad dorada, de un porvenir dichoso al que, luchando cada día, se podrá llegar, se encuentre en la tierra o en el cielo. Es uno de los mitos, de las ensoñaciones, de los anhelos, de las pesa dillas del hombre. Es consustancial a nosotros y, por tanto, consustancial a la literatura que el sujeto humano escribe. Vamos del infierno que habitamos al paraíso que soñamos. Aún la obra del marqués de Sade tiende a ese viaje. –Cuando te conocí hace dos años, me contaste tus estancias en Londres. La primera, creo, en relación con Julio Cortázar, y la otra con Cabrera Infante. Podrías contarlas de nuevo. ¿Cuándo fueron? ¿Qué hicieron en la ciudad? ¿Cómo vivía Cabrera Infante? –Llegué a Londres en noviembre de 1964. Venía de Praga, donde residí varios meses. Pese al frío casi polar, mi estancia resultó encantadora. En el aeropuerto, al momento de partir, los termómetros marcaban siete grados bajo cero. Era de día y parecía haber caído la noche. Para un habitante de los tró picos, insólito. Mientras, por un cielo oscuro, el avión se alejaba hacia Ingla 93 j. s. tennant terra; quedaban atrás y comenzarían a convertirse en recuerdo las caminatas sobre la nieve por la plaza de la Mala Strana, construcciones renacentistas, iglesias góticas, palacios barrocos, las tabernas de luces amarillas, la cerve za tibia con un termómetro dentro de la jarra. Las casas de mis guías y tra ductores con mala calefacción; estufas apagadas, sin carbón ni leña. Para un paseante extranjero, como yo era, la pobreza y las vicisitudes son tan solo fragmentos de relatos. La pobreza de ciertas gentes era más un decir que un doloroso ver. Pablo Armando Fernández me esperaba en el aeropuerto internacional de Gatwick. Apenas viajaba con equipaje, una maleta modesta. Lo grande y pesado, el inmenso abrigo que llevaba sobre los hombros. Tras unas horas de vuelo, todo en torno había cambiado. Me quité abrigo, guantes y gorro. Hacía frío en Londres, pero suave, incluso benigno. La célebre neblina era trans parente, comparada con la atmósfera dejada atrás. Había aún verdor, un aire claro. Le pedí a Pablo que, en lugar de ir en auto, fuéramos en un autobús rojo de dos pisos –que me sorprendió–, y nos instalamos en el piso de arriba. Fui contemplando la hermosa ciudad hasta Park West, barrio donde se ha llaba la casa. Ciudad inmensa, construida en el espacio abierto; al contrario de Praga: pequeña, lindamente cerrada, de millón y medio de habitantes, cuando la que veía triplicaba esa cantidad. Hasta febrero del 65 estuve en Londres. Cuatro meses espléndidos. An tes de darme a caminar –para saber de una ciudad, aunque sea en breve me dida, hay que caminarla, los pies en su suelo–, Pablo Armando me puso un mapa en la mano y me dijo: “Hasta los ingleses se pierden.” Fui al principio por los lugares por donde van los visitantes, por el núcleo antiguo de la urbe, perímetro medieval de la City, a ver la Torre que levantó un rey normando en el siglo xi, el jardín real, Piccadelly, Trafalgar, la Catedral de San Pablo. Vi sité el Museo de Cera, recorrí los grandes parques, Hyde Park, y los peque ños como el Green Park, los barrios elegantes y los barrios pobres, el West End y un bar de Upper Stret. Múltiples impresiones se mezclan: Mayfair, Carnaby, Chelsea, el barrio de Virginia Woolf, un puente sobre el río Táme sis. Recordar de pronto –casi siempre sucede– que Haendel estrenó Water music en una barca engalanada que se deslizaba sobre las aguas de este río, mucho tiempo atrás, en el siglo xviii. Sorprendido me detuve a mirar los edi 94 conversación con antón arrufat ficios de ladrillos sin recubrir, tonos anaranjados y rojizos, de corados a veces con molduras de yeso blanco. Después de ca llejear como cualquiera, escogí ciertas partes. Tate Gallery, que visité en numerosas ocasiones, donde me paraba delante de los paisajes londineses de Turner: la ciudad, que antes había visto con mis ojos, ahora transforma da por la luz ¿imaginaria? que percibía el pintor. Otros días, otras mañanas, cruzaba la plaza Trafalgar para entrar un rato lar go en la National Gallery. Vaga ba por sus salas, encandilada la pupila, y después de elegir los cuadros que más me gustaban, como hace el visitante asiduo, me detenía ante ellos agradeciendo en silencio que aquella belleza existiera para mis ojos. Antes de marcharme volvía a contemplar El matrimonio de Giovanni Arnolfini y luego me internaba en otra sala para despedir me, con gesto mudo, del lienzo de Diego Velázquez: Venus y Cupido. Ambos figuraban entre mis elegidos. La otra elección, ir al teatro. Tres representaciones no he olvidado. La de Otelo, actuado y dirigido por Laurence Olivier, en medio de una multitud de espectadores atentos y silenciosos. El moro, víctima de una falsa infidelidad fraguada por un falso amigo, recorría la escena con una rosa roja en la mano y en la boca una pronunciación cruda, semejante a la de un inglés antillano. En un teatro más pequeño, el Samuel Beckett de Esperando a Godot. Compré al entrar la obra impresa y, mientras se desarrollaba en el escenario, la tenía abierta entre las manos. No guardé o perdí los programas. Tantos años pa 95 j. s. tennant sados que no recuerdo nada preciso, solo chispazos de la puesta, al “clown” y al “augusto”, dos hombres que no se entienden, hacen reír, incluso llorar. Recién llegado, tal vez hacia finales de noviembre, fui a ver el Marat-Sade, dirigido por Peter Brook y con los actores del Royal Shakespeare Company. Una puesta que emplea el método de actuación de Grotowski. Teatro dentro del teatro, representación dentro de la representación. Inolvidable puesta. Esa reunión de locos, ¿a quién se parece? ¿A nosotros, los cuerdos? Cuan do pienso en aquella noche, vuelven las discusiones entre Sade y Marat, actuados por Peter Magee y Clive Revill, conflicto entre dos posiciones irre conciliables en la sala del manicomio de Charenton, donde en verdad Sade vivió los últimos años de su vida escribiendo pequeñas obras teatrales para los reclusos. ¿No es Glenda Jackson encarnando a Carlota Corday? ¿Ella, la que se acerca con un arma escondida con la que matar a Marat, recluso en su bañadera? Paso a contarte un episodio fraternal. En la actualidad sería imposible que alguien lo hiciera; habría permanecido perdido largo tiempo. Al salir de la función del Otelo, fui quedándome solo, la multitud de espectadores se disolvía: conocían a donde ir. Caminé un rato con el mapa abierto, pero com pletamente desorientado. De repente me vi frente a una estación de autobu ses. Entraban y salían los carros vacíos, cumplido el trayecto o camino de sus rutas. Con la decisión del extraviado, crucé la calle y entré en la estación. Dos choferes acababan de bajarse de un bus. Al parecer habían terminado de trabajar. En mi inglés vacilante les dije que, tras salir del teatro, andaba perdido. Me preguntaron de dónde era. Al decirles que venía de Cuba se volvieron dispuestos a ayudarme. Me preguntaron mi dirección en Londres. Volvieron a subir al bus, el chofer arrancó el motor y me indicaron que su biera. Me llevarían hasta el 584 de Park West. El ómnibus echó a andar, y sin detenerse en parada alguna, llevando un solo pasajero, convertido inespera damente en un auto de alquiler, anduvieron con las puertas cerradas hasta que me dejaron frente a la casa. En su perfecto inglés, Pablo Armando les brindó café cubano, fuerte, aromático. Lo tomaron con gusto, sin bajarse del ómnibus. Al final les estrechamos las manos completamente agradecidos. La mañana de enero de 1965 –llevaba en Londres alrededor de tres me ses–, el 5 exactamente, cuando tomaba el desayuno, Pablo Armando, vestido 96 conversación con antón arrufat de negro, de saco y corbata, se detuvo al pie de la mesa para decirme que T. S. Eliot había muerto el día anterior y que se disponía a asistir al velorio. Era uno de sus deberes como diplomático de la embajada cubana. No se trataba, por supuesto, sólo del cumplimiento de un deber sino que su muerte lo había conmovido. Por igual a mí también, y le pedí acompañarlo. Vestí mi ropita de ceremonias y me prestó una corbata oscura –ni corbata ni de luto me ha bía puesto en mi vida–, y nos fuimos a las exequias del poeta admirado por ambos. Pasé como otro empleado de la Embajada. El ceremonial dentro de la abadía, de más de seiscientos años de tradición, había empezado cuando nosotros entramos. Allí estaba el poeta difunto en su catafalco, sobre una alfombra roja. Ocupamos nuestros asientos. Mientras oía los responsos, cantos y ple garias, casi sin proponérmelo, me sentí asaltado por los recuerdos: memoria involuntaria llamó Proust a tales apariciones inopinadas. Múltiples y conti nuadas lecturas de sus poemas, “Mr. Apollinax” y “Tía Helen”, “Gerontion” y La tierra baldía, lecturas de varios tomos de sus ensayos, tan diversos del desorden imaginativo de su poesía. Recuerdo haberlo visto durante una lec tura en el Poetry Center de Nueva York, alrededor del año 57, a la que me invitó Gaetano Massa, un librero de origen italiano enriquecido con la venta de libros a la Universidad de Columbia. Sin aquella invitación no hubiera podido comprar la entrada. Lo recuerdo vestido de negro, inclinándose para recibir los aplausos del público numeroso. Alto de estatura, espejuelos de pasta oscura, aro redondo. Superponiendo al presente tiempos y espacios remotos, me parece oír la entonación de su voz, los cambios imprevistos, que regía una leve teatralidad inteligente. Luego, en La Habana, volvería a oírlo, esta vez en una grabación de sus poemas, propiedad de Rodríguez Feo. Sobre el catafalco de la abadía, sobre sus inmensas ventanas góticas, sobre la cabeza de todos los presentes, me pareció ver frotarse la niebla amarilla del canto de amor de J. Alfred Prufrock, frotar su lomo y su hocico, lamer los rincones y los cristales y las insignias, pero ya no habrá tiempo para él, para las visiones y revisiones, para el té y las tostadas. ¿No lo sabía, acaso? “Porque no espero ya otra vez volver/ porque no espero ya/ porque no espero ya volver…” A la salida, Pablo Armando me preguntó si lo había visto. Como sabía 97 j. s. tennant de quién hablaba, dije que lo había visto. Trajeado de oscuro, el pelo enca necido, sentado cerca del sarcófago de su gran amigo estaba un hombre de más de 80 años, las manos muy juntas, una sobre otra: era Ezra Pound. Suele ocurrir en una fotografía lo que Roland Barthes llamaba punctum. Un detalle que punza al observador, llama su atención más que cualquiera otra parte. Una sortija, una sonrisa, la posición de una mano: se nos impo nen, incitan nuestra mirada con repentina intensidad. El punctum de una fotografía no ha sido controlado por anticipado por el fotógrafo. Por el con trario, coloca la fotografía en un contexto diferente al de su origen. Mirando la fotografía de Eliot, tomada por lady Ottoline Morrell una tarde de domingo de 1923, cuando el poeta tenía 35 años, experimenté la validez de esta opinión de Barthes. Está sentado en una silla de extensión, las piernas cruzadas, sin lentes y un anillo en el meñique, con un traje claro, corbata y chaleco, for malidad que no invalida la atmósfera vacacional que impregna la fotografía. Al fondo el ramaje disperso de un árbol. Pero el punto en el que se detuvo mi mirada es la boca entreabierta y la mano alzada con un habano entre los dedos. Es el conjunto que forman los dedos, la boca entreabierta y el habano, el que llama mi atención. No puedo evitar suponer que se trata de tabaco cubano. Luego supe, de acuerdo con sus últimas disposiciones, que su cadáver fue incinerado y sus cenizas llevadas a East Coker, hermosa aldea en So merst desde la que partió hacia Estados Unidos uno de sus antepasados en el siglo xvii. El nombre de la aldea da título a uno de sus Cuatro cuartetos, de los últimos poemas que escribió. Julio Cortázar vino en febrero para llevarme a París, ciudad en la que residía. Mi mala fama de extraviarme durante los viajes lo hizo venir a bus carme, y en un barco cruzó el Canal de la Mancha. Años atrás, en 1963, nos conocimos en La Habana y sosteníamos una correspondencia amistosa. En las pocas horas que estuvo en Londres fuimos a un concierto de música ba rroca en Hampstead Heath, pateamos el barrio chino y comimos en un res torán del Soho. Durante esa comida nocturna se nos enredaron las lenguas en el instante de ordenar la comida. Yo no salía de mi asombro: daba por supuesto que Cor tázar hablaba en inglés perfectamente. Pese a su excelente traducción de los 98 conversación con antón arrufat cuentos completos de Poe, su inglés era de lectura más que de conversación. El mío se volvió un balbuceo. Comenzamos a hablar en español, señalando en el menú ciertos platos. El camarero, que esperaba callado, dijo de repente que pasábamos trabajo por gusto. Él era español. Entre risas escogimos la comida. En tanto anotaba, contó que muchos jóvenes españoles venían a In glaterra a ganar algún dinero, sobre todo en el campo recogiendo manzanas, y después de una temporada regresaban a su país. Fuimos al sur a la mañana siguiente. Crucé por primera vez en barco el Canal de la Mancha. No recuerdo si después de comer volví con Cortázar a ver el Marat-Sade, pero uno de sus libros de cuentos se titula Queremos tanto a Glenda y esta Glenda no es otra que la Jackson que personificara inolvida blemente a Carlota Corday. El tiempo pasó, como es su costumbre inmemorial. Regresé a Londres transcurridos treinta años, treinta y cinco para ser exacto. Esta vez no viajé solo ni invitado por un amigo. Fue una institución cultural inglesa, Barbican Centre Festival, y acompañado por varios escritores y artistas cubanos. Lle gamos en mayo del 99. Los pintores realizaron exposiciones y performances, exitosas por cierto. Iba con nosotros una pintora excepcional: Katia Ayón. Tra bamos amistad y nos vimos luego en La Habana. Ella murió unos años des pués de su regreso. Tuve una lectura de mis poemas en español y traducidos al inglés, dicté conferencias y participé en discusiones. Fuera del Barbican realizamos dos actividades, una en Taylorian Institute y la otra en Oxford University, para hablar de literatura cubana. Como todavía me gustaba visi tar las galerías de pintura, fui una mañana a la National Gallery para ver la exposición “Rembrandt by himself”, una colección de autorretratos que el pintor se hiciera un año antes de morir. Encontrarme de nuevo con Cabrera Infante era uno de mis propósitos secretos, mientras preparaba el viaje y apenas desembarqué en Londres. Con él resultaba difícil la comunicación. Nunca le interesó tener correo elec trónico y las llamadas telefónicas desde La Habana eran caras y tendrían que correr por su cuenta. De vuelta en el hotel, tras ver los Rembrandt, deci dido marqué su número de teléfono. Sabía que, dada nuestra intensa amistad de otro tiempo, no se negaría a contestar. Ansioso oía sonar el timbre hasta que escuché una voz de mujer. Era Miriam Gómez. Había cordialidad en su 99 j. s. tennant acento. Nos saludamos y le pregunté si Guillermo estaba en casa, si podría ha blar con él. Hubo un silencio, que dila tó mi ansiedad, y de pronto escuché a Guillermo saludarme. Hablamos como si el tiempo, el inasible, no hubiera pa sado, ni el tiempo ni nada que pudiera separarnos. Una “unión indestructible”, me escribió una vez recordando el cuen to de Virgilio Piñera, como si estuvié ramos de nuevo en Lunes…, sentados en un cine de barrio o de paseo por La Habana en su diminuta cuña blanca Nash. En seguida hablamos de vernos, de encontrarnos otra vez. Me invitó a almorzar en su casa. “Prometo que ha brá carne, y no de vacas locas.” Mi amiga Claudia Lightfoot, des cendiente del duque de Wellington y madre de un escritor de novelas poli ciales, profesora de inglés en La Haba na y nuestra guía en Londres, se ofreció a acompañarme. Fuimos en uno de los taxis londinenses, negros y solemnes. Claudia, entusiasmada ante la posibilidad de conocer a Cabrera Infante. Él nos recibió en la puerta, y al verla le dio las gracias por haberme acompaña do y de inmediato la despidió. “Mi conversación es con él.” Le dije adiós a Claudia y entré en el acto. Guillermo cerró la puerta. Mirándome fijamente me dijo entonces: “Te das cuenta que hace treinta años que no nos vemos.” Le dije que el tiempo no existía para el recuerdo, y pasamos a la sala de su apartamento, de paredes blancas y libreros que llegaban hasta el techo, con una escalera corrediza, cientos de videos de pe lículas y discos de música. (Los tiempos de malvivir en un sótano de Earl’s Court habían finalizado.) Me hizo sentar cerca de una lámpara y la encendió. 100 conversación con antón arrufat “Casi eres el mismo.” Nos sentamos en un sofá delante del ventanal que daba a Gloucester Road. Miriam ocupó una butaca cerca de nosotros. La conversación comenzó, se empató, siguió y siguió como si nada pudiera detenerla, entre humoradas, recuerdos, opiniones literarias, desfile de persona jes de los que nos burlábamos sin piedad. Miriam, que permanecía callada ante aquel desfile negador de fronteras temporales y espaciales, ante aquella conver sación que mágicamente, mediante la palabra, traía otra vez todo lo extraviado, enterraba y desenterraba, se levantó y empezó a disponer la mesa. Hablamos de Lino Novás Calvo, de su mala vida en un home de Miami, de la estimación que sentíamos por su literatura. Preguntó por los jóvenes escritores, por sus viejos amigos, por Humberto Arenal, a quien había visto hacía un tiempo. Por la música popular, por La Habana, y la conversación continuaba como si nunca fuera a acabar. En un momento dije que le había traído mi libro reciente, Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud. “Hipérbaton perfecto”, observó. Lo saqué del sobre y escribí una dedicatoria que los unía a él y a Miriam. “¿Puedo darte algún libro mío?” Me sonreí de su hiperbólico temor y le dije que nada más podía sucederme. Se levantó y trajo la linda edición de su discurso en la entrega del Premio Cervantes. Con su letra grande y segura escribió una dedicatoria. Ahora tengo ese folleto en mis manos, quince años después, cuando ya Guillermo ha muerto. Conmovido transcribo la dedicatoria: “Para Antón, el poeta de San Miguel, su contemporáneo, Guillermo.” Cuando le dije que no me protegiera tanto de los guardas del aeropuerto habanero, es cribió su nombre completo en la portadilla. Miriam vino a buscarnos para comer. Nos sentamos los tres a la mesa del comedor, que se hallaba a continuación de la sala. Recuerdo unas frituras de brócoli y queso, bisté con vegetales –“confianza, confianza, no son de vacas lo cas”–, tomate y albahaca, un sorprendente curry de boniato. Tal vez hubo una sopa al principio, tal vez vino tinto, tal vez un flan al final. Luego me mostraron el resto del apartamento: en el baño, un lavabo sensacional, sobre patas de metal niquelado; el estudio que daba a un patio interior, florecido de plantas. Cada uno con un paraguas, Guillermo y yo salimos a dar una vuelta por el barrio de Sauth Kensington. Caía una lluvia fina. Mientras caminábamos fue señalando la casa donde viviera el poeta Robert Browning, la de John 101 j. s. tennant Ruskin, señalamiento aderezado con alguna observación, como la influencia de Browning sobre la poesía de estructura narrativa de T. S. Eliot, algún episodio biográfico como el enfermizo desdén de Ruskin por la virginidad y el vello del sexo femenino, repugnancia que condujo a su mujer, tras varios años de espera, a pedir el divorcio ante los tribunales. Pronuncié en voz alta un consejo de Ruskin, “trabaja mientras tengas luz”, que había encontrado en Sésamo y lirios, y me complacía. Un momento nos detuvimos ante el reful gente elevador dorado del edificio donde residiera Henry James. “Uno de tus dioses tutelares”, y yo asentí. Pasamos frente al palacio de los Spencer, en el que nació la reina Victoria y viviera la mediáticamente famosa princesa Dia na. De pronto se detuvo nuestra caminata, Guillermo me había tomado por el brazo, y dijo y señaló en la acera: “Aquí me caí”, aludiendo a aquel periodo en que estuvo enfermo. Pudo ser frente al café Déco o frente a otro cualquie ra. Atardecía y las luces estaban encendidas. En mi memoria aparece una luz rojiza sobre la acera. Olvidé que antes habíamos visto las esculturas del hindú Anish Kapoor en el jardín del palacio. Reanudamos la caminata y pasamos por el edificio de apartamentos en que vivió T. S. Eliot. Debo ha berle mencionado el ceremonial fúnebre en la abadía, al que asistí durante mi viaje anterior a Londres, la foto con el supuesto tabaco cubano. Después de ver la casa, un tanto cursi, con algo mozárabe, que William Thackeray se mandó a construir con el dinero que le dieron sus novelas, regresamos. Había comenzado a oscurecer. Nos abrazamos, nos despedimos, nos prome timos rencontrarnos. Pidió un taxi por teléfono y regresé a mi hotel. Londres, La Habana, febrero 2013 Nota: Cuando la revista estaba casi ya en la imprenta, tuvimos acceso a este intercambio entre Antón Arrufat y James Tennant en referencia a lo que se dice en la página 97: Hola, querido James, la memoria, como sabes, hace sus transformaciones involuntarias... Fuimos al ceremonial en la Abadía, recuerdo que Pound estaba. Debió ser el 4 de febrero. Mi memoria puede haber puesto un ataúd en el salón. Tú debes saber la forma en que se realizan esos ceremoniales. Alivia en el texto de la entrevista lo que yo pude poner de imaginación... Antón: Eliot murió 4 de enero de 1965, pero por lo que pude ver, su funeral fue una cosa privada, pequeña. Pound no asistió. Pero sí hubo un servicio conmemorativo en Westmins ter Abbey, con la presencia de Pound, el 4 de febrero. Entonces no viste el cuerpo de Eliot, al menos espero que no. 102 Cuatro poemas Ingrid Valencia serendib Llevo un río negro en la colmena del rostro un andar bajo la lluvia del nombre. La boca fue isla y la avispa muere dentro en una esquina. Serendib se ahogó en la ciudad de arena, errante. La tumba es cristal donde el humo del sol se acumula. La bala en mis ojos toca la tarde el primer muro donde comencé a trepar lo veloz 103 Soy muelle con madre y padre la sospecha de un círculo en el borde del cuerpo. panóptico i Un colibrí negro sale de la amapola, penetra el interior de una pupila. Óleo sobre tela, 108 x 77 cm No hay ciegos que fumen ¿Has visto a un ciego fumar? Yo estaba allí vi el humo, rayas lo negro, la fotografía vi al turista. Cristal museo El cuervo vigila el cementerio Aquí dice: No tocar 104 los pies intercambian de sitio los labios son pretexto una lágrima es certeza el cianuro abandona el trayecto hacia la música el animal está quieto yo soy la fotografía una vela que tiembla y se apaga en el vientre del maniquí hay un tigre en la sala y una pecera con moho escenario de bosque cristal diabético flotan los durmientes al centro del círculo y no lo saben no hay quien mire el color del vitral ni la textura los cubos de hielo la espalda, el torso 105 horas disueltas otro tiempo alguien habla de ofrendas de vida la amapola cae y cruzamos los dedos el principio flota: un muro de azufre de blanco y negro de soledad entre dientes y pantano el piano avanza la niebla es una fábula sometida a gotas de anestesia un lavabo perforado de vejez de boca seca el agua cae el piano se adelanta 106 y otra vez es mañana: un puente que asiste a la ruptura de los párpados La gente se va y regresa distinta a otro tacto otra mentira a nosotros nunca fuimos alguien repartió la huella la tuvimos dentro durmientes el eco guiaba al salón al círculo, la pupila una grieta: el juramento alguien miró desde el agua sobre la línea deforme con el fuego detrás del lente gritó: sonrían éramos niños ancianos dentro 107 del ataúd de caoba y terciopelo con el gesto feliz de sien y sello de luz y, sí, mirábamos despacio un verde inmenso muy cerca de hoy de la vitrina intacta. panóptico ii El sol rojo llueve las praderas. Hay una silla de madera vacía. Óleo sobre tela, 65 x 54 cm Se muere demasiado pronto así como se llevan los sueños a las ramas del árbol a las dendritas en el flash sináptico. Gárgola 108 Un archipiélago de signos: Salamandra de Octavio Paz Felipe Vázquez unidad y diáspora de la palabra Se ha dicho que la patria del poeta es el lenguaje. Para el poeta moderno, sin embargo, el lenguaje no es una realidad dada sino por hacer. Es una in vención que, a su vez, reinventa el mundo. El poeta cifra en cada palabra los atributos de la luz genésica. De manera paradójica, esa invención pone en entredicho su propio sentido. La poesía es moderna porque está vertebrada desde una negación esencial, pues se cumple sólo si critica la tradición en la que se inscribe, su lenguaje y sus mecanismos de enunciación. Si partimos de la mitología bíblica, del siglo xix a la fecha no hay poeta que no sea adánico por principio y caínico por condición de ser. Libertad bajo palabra (1960), libro que reúne el primer estadio poético de Octavio Paz, cumple esta premisa de un modo casi paradigmático. En el poema-prólogo que además da título al libro, la palabra rectora es invención: “Contra el si lencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día”; y hacia el final del libro, a pesar de que el poeta se sabe escindido sin remedio y que su visión del mundo está fracturada, hay una celebración genésica: “La luz crea templos en el mar.” El poeta adánico se instala, como el pequeño dios de Vicente Huidobro, en el origen. Tiene fe en su palabra: la sabe depositaria de sus antiguos pode res creativos. Al ser concebida desde la poesía, dicha palabra crea de nuevo el mundo y, a la vez, en ella el mundo se nombra a sí mismo. Y más: crea otro 109 felipe vázquez mundo, no aquél fuera de la realidad si no ese otro que es éste. La poesía nos hace ser, de modo simultáneo, en noso tros mismos y en el universo. Nos lanza al encuentro de aquel otro que somos y nos planta en el centro de nuestra exis tencia. Nos hace participar de lo sagra do, y lo sagrado es la expresión erótica de las almas universales. Los signos del Liber Mundi se corresponden unos con otros, forman galaxias de sentido, se dis persan y vuelven a imantarse pero nunca se interrumpe el diálogo, la cópula de los signos en la cima del instante. La palabra adánica es un puente por donde nuestro ser, ceñido de sí mismo, se conduce a lo infinito. Y más que puente, es el espejo octavio paz donde el universo se contempla, cobra conciencia de sí mismo en nuestra conciencia y nos revela el esplendor de su misterio. La poesía adánica implica un estar en perpetua comunión. La poesía adánica, en estado de pureza, no existe. La he descrito ideal mente sólo para comprender uno de los dramas del poeta moderno. Todo poeta es por esencia adánico; pero debido a la creciente profanación del mundo, y a la tiranía de la razón instrumental, se vuelve un hombre al margen, una voz que clama en el desierto, un ser carente de sí mismo debido a su propia lucidez. Protagonista de una época regida por la vulgaridad del precio y por la idolatría de lo pragmático, el poeta no puede sino ser una conciencia exiliada que busca su lenguaje (su patria) entre los escombros de la Lengua. Digamos, junto con Barthes, que “la unidad ideológica de la burguesía pro dujo una escritura única, y que en los tiempos burgueses (es decir, clásicos y románticos), la forma no podía ser desgarrada ya que la conciencia no lo era; y que por lo contrario, a partir del momento en que el escritor dejó de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850), su primer gesto fue elegir el compromiso de su forma, sea asumiendo, sea 110 un archipiélago de signos rechazando la escritura de su pasado. Entonces, la escritura clásica estalló y la Literatura, en su totalidad, (...) se ha transformado en una problemática del lenguaje.” La palabra adánica reconcilia al ser con el Ser, es ser en el Ser, y esta experiencia exime al hombre de cierta orfandad cósmica. Pero decir que cierto lenguaje exorciza nuestra orfandad supone ya que la conciencia toma conciencia de sí misma y se descubre sin fundamento, se sabe sin raíces y en vilo sobre la nada. Su naufragio no es un accidente sino su propia definición y su memoria es la imprecisa memoria de una caída original. La conciencia de esta grieta metafísica fue muy evidente en los poetas malditos, quienes hicieron de la poesía un testimonio de su desgarradura. Octavio Paz hereda esta concepción lírica del mundo y da su testimonio: Tras la coraza de cristal de roca busqué al hombre, palpé a tientas la brecha imperceptible: nacemos y es un rasguño apenas la desgarradura y nunca cicatriza y arde y es una estrella de luz propia, nunca se apaga la diminuta llaga, nunca se borra la señal de sangre, por esa puerta nos vamos a lo oscuro. El poeta moderno sabe que en alguna parte hay una rajadura insalva ble, que hay heridas cuyo dolor no difiere de la risa y que dicha risa anega todo y todo lo dispersa. La visión analógica del universo, propia del poeta adánico, queda desgarrada por la ironía del poeta caínico.* La visión del cos mos como una escritura armoniosa y cerrada sobre sí misma se resquebraja, se vacía, o en su lugar aparece un vasto garabato. El poeta no sabe ya leer el mundo ni leerse a través de él. Ha olvidado el alfabeto original e ignora el camino de regreso a la fuente primigenia. Sabe que ha perdido su Palabra: Todo era de todos Todos eran todo Sólo había una palabra inmensa y sin revés * Octavio Paz no emplea el binomio adánico-caínico sino el de analogía-ironía pero creo que, sin demasiada distancia y a semejanza del binomio Pitágoras-Orfeo de Rubén Darío, podemos establecer una ecuación entre su binomio y el mío. Los mitos griegos, los mitos bíblicos y los mitos de la razón moderna tienen cierto grado de coincidencia. 111 felipe vázquez Palabra como un sol Un día se rompió en fragmentos diminutos Son las palabras del lenguaje que hablamos Fragmentos que nunca se unirán Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado El Todo pierde su unidad. El ser se vuelve una forma del estupor. El verbo es penetrado por una consciente incertidumbre. Cuanto sucede ad quiere el rostro de lo ininteligible. La realidad se enturbia y, hosca y mordaz, está siempre más allá. Ausente y, sin embargo, despiadada. La palabra no es más el ser. Tampoco, según argumenta Heidegger, “la poesía es la instau ración del ser con la palabra”. El lenguaje se torna opaco, ajeno e ingober nable. Incluso las palabras más íntimas del poeta se enrarecen y volatilizan: A solas otra vez toqué mi corazón, allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la esperanza, mas él, desierto y ávido, sólo latía, sílaba indescifrable, despojo de no sé qué palabra sepultada. Más que su poder genésico, aquí el lenguaje ha perdido su identidad: los signos no encarnan en su significado, ya no pueden decir lo que dicen. El corazón del poeta es una esquirla cuyo extravío no guarda memoria de la palabra original; es un trozo de espejo que, al reflejar la oquedad de las palabras, lo despoja de sus asideros y lo despeña: ¿qué soy, sino la sima en que me abismo, y qué, sino el no ser, lo que me puebla? El espejo que soy me deshabita: un caer en mí mismo inacabable al horror de no ser me precipita. El poeta se vuelve un extraño para sí mismo. Su nombre ya no lo nom bra. Desde el centro de cada significante brota una especie de agujero negro. A su vez, cada significado segrega en torno suyo un vacío babélico. La cos movisión del poeta adánico se resquebraja y se dispersa. No podrá escribir ya sino como un náufrago. Su poesía, como la voz del profeta, es un clamor 112 un archipiélago de signos desde el abismo. Y su misión, si acaso un artista puede tener misión alguna, es ir más allá del lenguaje, destruirlo y crear, en esa misma destrucción, otro que corresponda con su realidad. Ésta es una de las propuestas de Salamandra (1962), el segundo estadio poético de Octavio Paz. un mirar que busca la vivacidad A pesar de que la conciencia del poeta naufraga al tomar conciencia de sí misma, el lenguaje de Libertad bajo palabra tiende a ser celebratorio, se des pliega suntuoso, feraz y adánico en sus líneas rectoras. La poesía exorciza el desprendimiento y la contorsión del ser: No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura, es una cicatriz casi borrada el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la boca por donde hablan en sueños la muerte y la vida es una cicatriz invisible. El poeta confía en la reencarnación de la palabra, en sus poderes signi ficativos y reconciliatorios. Además el libro concluye con un poema simbóli co: “Piedra de sol”, que posee una estructura cerrada, es un río verbal cuya circularidad lo vuelve imagen de las conjunciones y disyunciones de una Escritura total. Su métrica regular (endecasílabos blancos) sugiere el ritmo y la falta de disonancia en las correspondencias universales. Más que de rup turas, el tiempo humano está hecho de retornos. Y en su visión abarcadora, la muerte es un signo erótico que da más vida a la vida de los humanos. El lenguaje de Salamandra, en cambio, es agudo, lacerante, ambiguo, prosai co, fragmentario y, sobre todo, metapoético. Es una escritura crítica, no sólo vuelta sobre sí, sino contra sí misma: su mirada se quiebra hacia adentro. Dicha caída, sin embargo, deviene redención. “La obra –dice Guillermo Sucre– sólo tiene una validez imaginaria y como tal no es la realidad ni el mundo; sólo un modo de ver la realidad y el mundo, y de estar en ellos. Más radicalmente diríamos: la obra es un modo de verse a sí misma.” El poema es una cierta forma de mirar. Pero dicha mira da, desde Un coup de dés, es discontinua, incierta, irónica, escéptica, reflexi 113 felipe vázquez va. Ya no muestra una visión unitaria y articulada de las diversas realidades que componen el universo de los hombres sino la imagen de una ruptura; e incluso, como dice Paz, nos otorga la visión de la no-visión: “la poesía se enfrenta ahora –escribe hacia 1967– a la pérdida de la imagen del mundo. Por eso aparece como una configuración de signos en dispersión: imagen de un mundo sin imagen”. Para los artistas, de manera clara desde Mallarmé, el fragmento corres ponde a nuestro mundo, testimonia el quebranto y el azar de una cosmovisión; es una especie de llave analógica de la conciencia moderna, la fisura-puente que nos permite acceder hacia lo otro. Los surrealistas adoptaron la escritu ra fragmentaria por los mismos motivos: era una subversión contra el logos, ese monolito que opaca al hombre y lo divide. El “automatismo psíquico puro”, más que una premisa estética y representacional, era una búsqueda de la intensidad vital, era construir un puente sobre la grieta sin fondo que nos separa de nosotros mismos. El automatismo atenta contra la visión logocén trica de Occidente, contra el carácter discursivo del poema, y hace del poeta un médium por el que el mundo habla desde el primer día de la creación. Heredero, pues, tanto de Mallarmé como de los surrealistas y con una acti tud crítica que le impedía sustentar a priori los sistemas totalizantes (cuyo desenlace fue, por un lado, el culto de la razón instrumental y, por otro, su perversión en utopías totalitarias), Octavio Paz recupera la escritura discon tinua no sólo como una actitud crítica y estética, sino merced a una búsque da de la vivacidad. Vivacidad recíproca entre la existencia y la palabra, y que se cumple a expensas de la destrucción del lenguaje mismo. Esta acti tud, además de algunas apuestas radicales en Salamandra, lo llevará a una explícita escritura fragmentaria, discontinua, aleatoria e interactiva en su poema Blanco, escrito en 1966. decir no decir A diferencia de Libertad bajo palabra, en Salamandra el poema pierde su elocuencia, no aspira a cierta totalidad ni apuesta por el texto más o menos cerrado. Al contrario: los versos tienden a la ruptura y a la apertura, al enca balgamiento abrupto y a la yuxtaposición, pierden la puntuación y este hecho 114 un archipiélago de signos propicia un sentido polivalente porque las unidades de sentido pueden articularse de varias ma neras. El lenguaje se torna arisco, sañudo, opaco, tenso como una cuerda incisiva que de pronto se rompe y queda aún más afilada. Las palabras se anudan en forma de nodo rocoso y de pronto se abren como flores sintácticas. A veces los poemas son meros trazos ver bales sobre la página, trazos que se desdoblan sobre sí mismos en el espacio y que dan pie a una pluralidad de textos; el lector, entonces, al rela cionar los diversos planos del texto, crea sus propios poemas: Si decir No al mundo al presente hoy (solsticio de invierno) no es decir Sí decir es solsticio de invierno hoy en el mundo no es decir Sí decir mundo presente no es decir ¿qué es Mundo Solsticio Invierno? ¿Qué es decir? El enigma inicia cuando el poema pregunta por el enigma que le da ser. El lenguaje poético reflexiona sobre sus mecanismos de enunciación y su giere que indagar por la esencia del poema es ya una forma de poesía. La reiteración minimalista gana en hondura debido a la semantización de los blancos y a las estratégicas rupturas versuales. Los signos negros sobre la 115 felipe vázquez página se vuelven sobre sí y en ellos cristaliza una suerte de principio de inde terminación. El poema se mira en las aguas que le dan ser y no se reconoce y pregunta por aquel que lo mira desde la superficie prismática de sí mismo. La ambigüedad es aquí un recurso que propicia la tensión significante. Al proponer esta combinatoria, Paz hace de cada lector un poeta, o un lector cómplice, según la taxonomía que Julio Cortázar expondrá años más tarde. Cabe señalar que tanto en Rayuela (1963) como en Salamandra y Blanco, el argentino y el mexicano exploran las propiedades aleatorias de la materia poética y narrativa, y logran así potenciar el lenguaje al límite de sus posibilidades expresivas: apuestan por la obra abierta, idea estética vi sible en Un coup de dés de Mallarmé y luego llevada a ciertos límites por las vanguardias históricas. Una obra inacabada propone la multiplicación de la obra por sí misma y al lector como a un autor de múltiples obras. Así, al en carnar una suerte de principio de incertidumbre verbal, el poema se despliega como un juego sintáctico y en función de su ubicuidad semántica. Establece además cierto distanciamiento (ironía) con su propio medio de expresión y, en ocasiones, relativiza al máximo su sentido: Lo que dice no dice lo que dice: ¿cómo se dice lo que no dice? Di tal vez es bestial la vestal La palabra duda de sí. Queda en vilo. Se suspende a sí misma. Decir le es imposible, y lo dice: sólo así dice. La virtualidad del poema, sin embargo, excluye todo carácter babélico o solipsista. Su ambigüedad es el producto de un proceso de alta tensión, de una alquimia que decantase no sólo cada pa labra sino el silencio mismo. Octavio Paz hace del lenguaje una expiación iniciática: “decir es penitencia de palabras”. Escribir es un sacrificio, una muerte ritual que propicia la resurrección: poesía-fénix: Con la lengua cortada y los ojos abiertos el ruiseñor en la muralla (...) 116 un archipiélago de signos Agua que corre enamorada agua con alas el ruiseñor en la muralla (...) Con la lengua cortada canta sangre sobre la piedra el ruiseñor en la muralla A semejanza del universo de los filósofos antiguos, el poema está com puesto de unos cuantos elementos cuya mezcla hace que éstos puedan des doblarse de manera diversa. La pobreza del lenguaje se torna riqueza debido a la sabia disposición de los signos. El estribillo sintetiza dos imágenes y, a medida que avanza el poema, el verso “el ruiseñor en la muralla” se vuelve caleidoscópico: una imagen generadora de imágenes. El decir-del-poema se potencializa gracias a la reticencia: no dice lo que dice sino lo que no dice. el lenguaje negado El autor de El signo y el garabato intuye que sólo un lenguaje desarticulado puede articular una realidad igualmente desarticulada. La materia prima del poeta es un lenguaje negado. Y en Salamandra inicia negando este mismo lenguaje. Así lo muestra “Entrada en materia”, el primer poema de este li bro; y “Salamandra”, el penúltimo, cierra con una negación de la negación: el quebrantamiento del lenguaje propicia el triunfo de la poesía. La muerte dialéctica de la palabra es una iniciación en la vivacidad. Hagamos un acer camiento de este proceso. A lo largo de Salamandra se percibe un aire goyesco, evidente sobre todo en “Discor” y “Entrada en materia”. Hay una atmósfera mórbida, lú gubre, sarcástica. La concepción del tiempo sagrado y de la historia no di fieren de la de un desierto de chatarra. El libro inicia con la imagen de la ciudad nocturna y su “discurso demente”, la ciudad vista como un “montón de piedras en el saco del invierno”. El paisaje urbano adquiere un tono más grotesco y brutal cuando el poeta recurre a la prosopopeya: Noche de innumerables tetas y una sola boca carnicera 117 felipe vázquez (...) Ciudad entre tus muslos un reloj da la hora (...) en tu cama fornican los siglos en pena (...) Como un enfermo desangrado se levanta la luna (...) La luna como un borracho cae de bruces La ciudad, orgullo geométrico de la era moderna e imagen de la armonía divina para los teólogos, se abisma en la promiscuidad y la descomposición, y nos recuerda a una prostituta que engendra “el mal sin nombre / el mal que tiene todos los nombres”. La ciudad-mujer, desde Baudelaire, ha sido uno de los espacios tanto de la negación como de la transfiguración de la poesía. En este poema, la ciudad se desmetaforiza y esta aridez da lugar a la visión de la gran ramera del Apocalipsis. El poeta se debate con y contra el lenguaje babé lico y, ante el “español artrítico” de la academia y el corrompido de los mass media, opta por regresar a los nombres, va en busca de la palabra adánica: Los nombres no son nombres no dicen lo que dicen Yo he de decir lo que no dicen Yo he de decir lo que dicen El poeta arranca la máscara a las palabras. Sabe que en la desnudez radica su poder adánico. El poema viene a ser entonces una forma de alfa beto que deletrea los signos del vacío, los nombres de ese Galimatías que ha usurpado el lugar del universo. Incluso deletrea la diáspora de su propio ser, las huellas de una Palabra original tan incierta como vedada. Contra las “palabras que se desmoronan”, contra los nombres que “no dicen lo que dicen”, contra el imperio babélico de los medios masivos de información, contra “el día estéril la noche estéril el dolor estéril”, contra “el pensamiento 118 un archipiélago de signos que se oxida y la escritura gangrenada”, el poeta propone tensar el lenguaje y lanzarlo más allá de sí, al encuentro de sí mismo: Ya escrita la primera palabra (nunca la pensada sino la otra –ésta que no la dice, que la contradice, que sin decirla está diciéndola) Poesía metapoética: el cuerpo del poema es el discurso crítico de sí mismo. La autorreferencialidad como recurso poético no es, en Octavio Paz, una operación sintáctica artificiosa sino un rito de purificación, una búsque da de los nombres originarios y de su sentido. A partir de aquí, el lenguaje de Salamandra va hacia la reconquista de sí mismo. Es una búsqueda de identidad por la vía purgativa. erotismo verbal y corporal El regreso a la palabra original es un acto erótico. La búsqueda del cuerpo es idéntica a la búsqueda de la palabra. Pero antes, a semejanza de la visión caótica de la ciudad, la amada del poeta se vuelve extraña: En tu alma reseca llueve sangre. Rostro desnudo, rostro deshecho y rostro de eclipse: sólo dos ojos cada vez más hondos. Abolición del cuerpo: otra tú misma, que tú no conoces, nace del espejo abolido. ¿El yo lírico habla de una mujer, de la ciudad, de la palabra, de la poesía, de la belleza? Quizá todo junto. Rimbaud sentó a la belleza en sus rodillas y la sintió amarga. Paz la ve salir del espejo abolido. Ambos tratan de reinventar la belleza, es decir la poesía. Sin embargo, la búsqueda de Paz implica un erotismo poderoso y hermético. La reinvención del cuerpo prefigura la búsqueda de un cuerpo original, donde no se diferencian el tú y el yo. La búsqueda del origen es revelación de la semejanza: 119 felipe vázquez Festín de dos cuerpos a solas (…) Hoy (…) esculpimos un dios instantáneo tallamos el vértigo Fuera de mi cuerpo en tu cuerpo fuera de tu cuerpo en otro cuerpo cuerpo a cuerpo creado por tu cuerpo y mi cuerpo Nos buscamos perdidos dentro de ese cuerpo instantáneo nos perdemos buscando todo un dios todo cuerpo y sentido Otro cuerpo perdido En este poema, dice el propio Paz, “los temas platónicos y cristianos de Quevedo –se refiere al soneto ‘Amor constante más allá de la muerte’– se transforman en temas eróticos profanos: el dios es un dios instantáneo creado por la unión de los cuerpos y deshecho por su desunión”. Además del refe rente erótico, ¿no es lícito hablar de un poema autorreferencial? Ya Bache lard mostraba que el poema era una encarnación del instante: “la poesía es una metafísica instantánea”. Y antes Rimbaud, en “La alquimia del verbo”, apunta: “Escribí silencios, noches; anoté lo inexpresable. Fijé vértigos.” Una de las operaciones de la alquimia verbal consiste en fijar un vértigo fulgurante, es decir, el poema es el intento de fijar ese vértigo llamado poesía. Ahora bien, al escribir “esculpimos un dios instantáneo / tallamos el vértigo”, es evidente que el autor de El arco y la lira parafrasea a Rimbaud en un plano erótico, por lo tanto es obvio que, para él y en consonancia con el discurso moderno del arte, metapoesía y erotismo son dos nombres de una misma operación lírica (o alquímica). Ya en Libertad bajo palabra lo expresaba me diante una interrogación que, más que pedir una respuesta, afirma: ¿y el delirio de hacer saltar la muerte con el apenas golpe de alas de una imagen y la larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago y la noche de amor puente colgante entre esta vida y la otra? 120 un archipiélago de signos El circuito romántico: muerte, noche, poesía, amor y vida se articulan en tres versículos de notable factura; pero lo significativo no es la visión ro mántica –que heredaron casi todos los poetas del siglo xx– sino que el poeta exorciza la muerte mediante la creación de un poema, y esta creación con siste en “esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago” durante una larga noche que, por asociación, se identifica con la “noche de amor” del versículo siguiente. Fiel a la misma imagen y a la misma visión del mundo, en Árbol adentro (1986), último libro de poesía publicado en vida, Paz realiza una variante que es, al mismo tiempo, un acto de fe en los poderes del erotismo y una síntesis de su concepción poética: Los cuerpos anudados son el libro del alma: con los ojos cerrados, con mi tacto y mi lengua, deletreo en tu cuerpo la escritura del mundo. (…) Al trabarse los cuerpos un relámpago esculpen. El acto erótico de una pareja no difiere del erotismo verbal, pues po demos concebir el poema como el acto de esculpir el dios instantáneo de la poesía. Ahora bien, anotar lo inexpresable, fijar vértigos, esculpir el ins tantáneo cuerpo del relámpago, tallar el vértigo, deletrear en el cuerpo la escritura del mundo, y la escultura del relámpago creada por la conjunción de los cuerpos, son diversas maneras de aludir al hecho poético en sí mismo; es decir, el poema enuncia la poética a partir de la cual se funda y se articula ese mismo poema. La visión analógica del universo es una relación erótica entre las almas universales, pues todo está animado; y si el poema la cifra, éste se concibe entonces como un erotismo verbal, sólo que ahora de signo diferente. Los signos de la pasión, dice Guillermo Sucre, han pasado del alma al cuerpo. En efecto, el erotismo poético de Paz es una búsqueda, angustiosa y relampa gueante, no del alma sino del cuerpo original (un cuerpo semejante al an 121 felipe vázquez drógino referido por Platón, el ser que, a diferencia de la mujer y del hombre, no se experimenta como ca rencia de sí ni es búsqueda de ser); una búsqueda de la semejanza en las aguas de la otredad. El placer es también una forma de crítica, y la comunión de dos cuerpos conduce, de algún modo, hacia el Lenguaje anterior a los lenguajes. Al erotismo corporal correspon de, en este sentido, el erotismo verbal. El poema “Noche en claro”, coloca do justo a la mitad de Salamandra, es una suerte de transmutación al química entre palabra y cuerpo, en tre amor y poesía. El poeta, en posesión ya de su palabra, encuentra de nuevo la llave de acceso a la visión de las correspondencias. Su escritura, sin dejar de ser crítica (o por eso mismo), ve, contempla: “Todo es puerta / basta la leve presión de un pensamiento.” Versos que recuerdan el famoso versículo de William Blake: “Si las puertas de la percepción se purificaran, todo apa recería a los hombres como realmente es: infinito.” Paz y Blake coinciden en que lo infinito no expresa una distancia inconmensurable sino la intensidad del ser: la vivacidad. En la experiencia poética, el espacio, las cosas, las palabras, el tiempo, las personas, las pasiones, etc., se abren hacia lo otro: hacia sí: hacia lo infinito. Todo es puerta y todas están abiertas hacia noso tros y, de modo simultáneo, somos puerta y estamos abiertos hacia el Todo: “se abrió el minuto en dos / leí signos en la frente de ese instante”. ¿Qué signos? Ya dije: los de la vivacidad. la negación del lenguaje negado En el epílogo de El arco y la lira, citando el conocido verso de Mallarmé, Paz anota que si ayer la misión del poeta “fue dar un sentido más puro a las pa122 un archipiélago de signos labras de la tribu; hoy es una pregunta sobre ese sentido. Esa pregunta no es una duda sino una búsqueda. Y más: es un acto de fe”. Más adelante agrega: “El hombre quiere ser uno con sus creaciones, reunirse consigo mismo y con sus semejantes: ser el mundo sin cesar de ser él mismo. Nuestra poesía es conciencia de la separación y tentativa por reunir lo que fue separado. En el poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante.” La búsqueda del sentido supone la previa purificación del lenguaje. Y las palabras han alcanzado ya cierto poder adánico en el poema “Noche en claro”: sin dejar de ser conciencia de una caída, reconcilian, pues pueden nombrar de nuevo el mundo. La ciudad, aunque fuese la misma de “Entrada en materia”, no es la misma: el poeta ha exorcizado su carácter babélico y le ha mostrado la fuerza fecunda de su desnudez. De la ciudad-galimatías, de entre sus ruinas estentóreas, surge otra ciudad: la escritura que, al contem plar de nuevo la escritura del universo, en ella se deletrea: Todo es puerta todo es puente ahora marchamos en la otra orilla mira abajo correr el río de los siglos el río de los signos Mira correr el río de los astros se abrazan y separan vuelven a juntarse hablan entre ellos un lenguaje de incendios sus luchas sus amores son la creación y la destrucción de los mundos La noche se abre mano inmensa constelación de signos escritura silencio que canta siglos generaciones eras sílabas que alguien dice palabras que alguien oye pórticos de pilares transparentes Este pasaje de “Noche en claro” dialoga con el poema “Corresponden cias”, donde Baudelaire concibe el universo como un templo de vivos pila res. Asimismo, Paz retoma la idea del universo como un libro, como un gran 123 felipe vázquez texto que, en sus conjunciones y disyunciones, escriben los cuerpos y las almas que integran ese mismo universo. Y acorde con su visión analógica, concibe el poema como un “doble mágico del universo”. En este sentido, toda la poesía paciana es la cifra de una concepción erótica del mundo. Si la realidad, al principio de Salamandra, era una sañuda petrifica ción, un discurso preso en un círculo vicioso, un garabato sucio y grotesco, ahora esa misma realidad se anima, fluye, fulgura, dice, se dice. El poema es de nuevo la bisagra hacia lo otro. El río de los signos tiene un sentido: la encarnación de la vivacidad. La poesía, pues, se vuelve una revelación de la “palabra inmensa y sin revés”. Todo comulga, todo existe. Deletreamos el universo y el universo nos deletrea. La escritura del mundo dialoga consigo misma, el Todo se dice. Y ese decir es un acto erótico. Al caminar solo por las calles nocturnas, el poeta se reconcilia con la ciudad, o mejor: la transfigura: la ciudad se despliega su rostro es el rostro de mi amor sus piernas son piernas de mujer La ciudad cósmica y la mujer aparecen como espejos gemelos que se miran y se reconocen idénticos. Tienen el rostro de la semejanza: la otredad que es sí misma: la plenitud, la presencia: tienes todos los nombres del agua Pero tu sexo es innombrable la otra cara del ser la otra cara del tiempo el revés de la vida Aquí cesa todo discurso aquí la belleza no es legible aquí la presencia se vuelve terrible replegada en sí misma la Presencia es vacío lo visible es invisible Aquí se hace visible lo invisible aquí la estrella es negra la luz es sombra luz la sombra Aquí el tiempo se para los cuatro puntos cardinales se tocan es el lugar solitario el lugar de la cita 124 un archipiélago de signos Ciudad Mujer Presencia aquí se acaba el tiempo aquí comienza Por vía de la negación de la negación, la palabra alcanza aquí la plenitud. Vuelve a ser libre. Vuelve a ser. Vuelve. La palabra, pues, semeja un Aleph borgeano donde se accede a lo infinito: a la Presencia, cuya visión puede ser terrible. Como un diamante del tamaño del Tiempo, su nombre engendra todos los nombres. un archipiélago de signos El discurso de “Salamandra”, penúltimo poema del libro, gira en torno a las acepciones que la palabra salamandra ha tenido en diversas épocas y culturas. Dicha palabra encarna los nombres y las infinitas metamorfosis del ser. Es la llave que nos permite leer la escritura cósmica, el lugar donde los puntos car dinales se tocan, el tiempo donde los diversos tiempos son puro presente. Es el sitio donde los contrarios, sin dejar de serlo, se reconcilian. Es Ouroboros, el dragón de los alquimistas que, al morderse la cola, simboliza el eterno retorno, la identidad del Todo y el Uno. Es el “agua madre”, el fuego genésico, la pie dra de fundación, la “roja palabra del principio”. La salamandra es la semilla y el fruto, la fuente de la vida y la “estrella caída”, la “amapola súbita” en “la ciudad abstracta” y la “muchacha de medias moradas / corriendo despeinada por el bosque”. Es el pez axólotl y Xólotl –el doble de Quetzalcóatl– quien, al cabo de múltiples metamorfosis, fue sacrificado y su muerte dio origen al tiempo: “comenzó el movimiento anduvo el mundo / la procesión de fechas y de nombres”; Xólotl es también el “hacedor de hombres”, “la otra cara del Señor de la Aurora”. Es un saurio de tierra y de agua, de aire y de fuego. Es una estufa y la “reina escarlata” de la tradición alquímica. Es “recta plegaria” y “nombre de mujer”, “puente colgante entre las eras” y “eje del movimiento”. Es la “llama negra”, imagen de el negro sol de La Melancolía, y el agua quemada, el glifo de la fundación y de la guerra sagrada entre los tenochcas. Es la “piedra de encarnación” y la “sal de la destrucción”. Es el alfa y la omega, en sí misma principia y en sí misma termina: “si en la llama se esculpe / su monumento la incendia”. Es el eterno femenino y la madre universal: “Sala 125 felipe vázquez madre”. La salamandra es y no es la salamandra: “Es inasible Es indecible”. La salamandra es una imagen que revela la semejanza: un caleidosco pio del ser donde el ser se mira infinitamente idéntico. Y para cerrar el círcu lo, diremos que la salamandra es también el poema “Salamandra” y el libro Salamandra. La espiral de los nombres se anuda y sugiere una escritura cerrada e infinita en su transmutación perpetua de nombres. Y volvemos a la cuestión del poema autorreferencial. La salamandra es el texto que, de modo crítico, se dice a sí mismo. Recordemos que la crítica del poema den tro del poema mismo implica un sacrificio que se resuelve en resurrección: la palabra se purifica y cifra un haz potencial de sentidos. Y para usar otro símbolo de la tradición hermética, digamos que el poema moderno es un fénix que se incendia a sí mismo y resucita luego de sus cenizas. El libro se instala con naturalidad en la tradición poética de Occidente, iniciada por Hölderlin y Baudelaire, y continuada por Mallarmé y las vanguardias artís ticas de principios del siglo xx. un arte poética La poesía moderna se ha fundado en la novedad, la experimentación y la crítica; esto es, la escritura como conciencia de sí misma en el espacio y el tiempo. Ella se labra espejo dialéctico de sí, pues, al mirarse en él, se recrea. Al nombrar su ser, el poema cobra ser. Su cuerpo verbal cobra cuerpo en la crítica de su propio lenguaje y, al criticarlo, le devuelve sus antiguos poderes de creación y destrucción, su inocencia adánica (inocencia poseída por el desengaño, angustiada e irónica porque se sabe inocente). Su actuación sobre la página es, de modo paradójico, la puesta en escena de su propia derrota. Al fincarse discurso de sí, su historia se vuelve el relato de su “des trucción creadora”. Su cuerpo es, simultáneamente, la teoría en que él mis mo se funda y la palabra que destruye a dicha teoría. El poema ya no sólo dice, se dice. Al decirse, se critica. Al criticarse, tras ciende su ser. Y al trascenderlo, se afirma, testimonia, nos dice, nos revela. El discurso poético, pues, reflexiona sobre su esencia, indaga sus misterios, se autoprofana, se inclina entre lúdico y trágico sobre sus aguas oscuras para descubrirnos una profunda transparencia, su verdadero rostro. 126 un archipiélago de signos La poesía moderna es metapoética. Siempre ha hecho, no obstante y por eso mismo, la crítica de la modernidad. Es una mirada que borra lo que mira y que, al borrarlo, lo inventa. O como dice Paz en Los hijos del limo: “la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora. Desde hace dos siglos la imaginación poética eleva sus arquitecturas sobre un terreno mi nado por la crítica. Y lo hace a sabiendas de que está minado. (...) El arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico de sí mismo”. En esta perspectiva, Salamandra resulta un caso paradigmá tico. El libro inicia con una crítica del discurso babélico de la modernidad, niega un lenguaje negado, lo desarticula, nos muestra su revés, lo expía, lo purifica. El poema entonces puede decir, decirse, decirnos. Es, digamos, un exorcismo contra la diáspora de la Palabra. Exorcismo paradójico, pues el poema paciano se concibe como un “archipiélago de signos”. Y sin embargo, el sentido de esta forma es “reunir lo que fue separado”. La poética de Paz en Salamandra puede definirse como una búsqueda expiatoria de la vivaci dad para acceder a la Presencia. 127 Seis poemas Andreas Neeser Versiones de José Aníbal Campos estribillo 1 La soledad se posa peligrosamente en mis latidos el Oporto obra milagros hasta bien entrada ya la noche el marco de mis figuraciones se ha pagado a un alto precio. l ’ eau d ’ issey 2 Tantear el lugar sílaba a sílaba en una odisea que recorre los anillos de lo propio en la palabra ajena Camino de la isla saboreo la sal desde el sueño. 1 refrain // Die Einsamkeit liegt mir gefährlich am Herzen / Portwein wirkt Wunder bis weit in die Nacht / Der Rahmen für meine Bilder ist teuer erkauft. 2 l’eau d’issey // Silbe für Silbe den Ort spüren / auf Irrfahrt durch Ringe von Heimat / im Fremdwort. // Inselwärts / schmecke ich das Salz / schon im Schlaf. 128 printemps parisien para H. y R. ( i ) boulevard st . michel 3 La espera sobre la filigrana de papel no es más que una palabra para el viaje. El vermut tiñe de verde el paisaje de hojas afuera una media un sombrero un zapato vistos sobriamente el paso de la historia ante la penúltima copa. ( ii ) metro 4 Cadencia metálica en los rieles cuerpos sin sostén que se calientan en el roce convertidos ya en olor ante el rostro de una ceñida y fortuita lejanía saliendo de la ciudad 3 printemps parisien // für H. und R. // (i) boulevard st. michel // Warten / Auf hauch dünnen Bütten / Ist nichts als ein Wort / Unterwegs. // Der Wermut begrünt die papierene Landschaft / Drauβen ein Strumpf und ein Hut und ein Schuh / nüchtern betrachtet / der Gang der Geschichte beim vorletzten Glas. 4 (ii) metro // Metallener Takt auf den Schienen / die haltlosen Körper reiben sich warmer / und sind schon Geruch / am Gesicht einer nächstbesten Ferne //stadtauswärts / 129 me estremece la noción de un silencio deslizándose a hurtadillas. ensayos sobre el lenguaje 5 i Las palabras genuinas echan raíces en el pecho. ii La madera en el invierno es el crepitar de una frase. iii Hablamos con las manos, con las branquias el ojo del pez habla por su silencio. durchtfährt mich die Ahnung / von schleichender Stille 5 versuche zur sprache // i // Die wahreren Wörter / schlagen Wurzeln / ins Herz. // ii // Holz / ist im Winter / ein knisternder Satz. // iii // Wir reden mit Händen und Kiemen / das Fischaug / spricht Bände am Grund. // 130 iv La sintaxis del aliento se lee mejor sobre la nieve. dos deseos 6 Despertar alguna vez con una membrana, para nadar, y otra vez estar arriba siendo un ala en la tormenta // Die Syntax des Atems / ist leichter zu lesen / auf Schnee. 6 zwei wünsche // Einmal erwachen / mit Schwimmhaut, und / einmal da oben / so stehen, ganz Flügel / im Sturm. iv 131 Linajes liquidados Enrique Pérez Josefina Gazó, niña de fines del siglo xix. Suponemos que fue una típica jo ven de la ridícula clase media de ese país, y al menos sabía bordar, planchar, cocinar, cantar y otras monerías. No fue una chica “extrema”: ni ninja, ni karateca, ni usaba una katana, ni sabía hackear la “entonces” inexistente red, no tuvo grados académicos ni era “doctora”. No conoció a Justina Villegas; un poco más joven que ella, menos modo sita (más “de campo”), quien estaba destinada a convertirse, ya con 40 años de entrado el siglo xx, en su consuegra o algo así técnicamente. Justina era igual que Josefina pero diferente. (Digamos que un poquito más “activa”.) El padre de Justina había sido militar (sargento o algo así), quien hasta había participado en la heroica batalla del 5 de mayo en Puebla, en la cual el ejército local demoró al frances por una semana, para desazón de las señori tas poblanas, las cuales ya esperaban a los francesitos con sus mejores galas y alistaban tertulias y saraos. (Ay, maaaa, ¡tardan!) Existe una medalla que atestigua la participación del sarge Villegas en esa gesta, medalla que un bisnieto suyo, despreocupadamente (respecto de la tras cendencia histórica) optó por cedérsela a un primo que sí alienta la historicidad. Josefina. ¡Quién sabe de dónde rayos le vino ese apellido de Gazó! (¿Ga zeau?) Quizá de uno de esos mismos invasores franceses que el sarge Ville gas masacró en Puebla, apoyado por hordas de zacapoaxtlas. El caso es que parece que Josefina era bastante indecisa, tímida y tibia. Y se dejaba dirigir, “como deben hacerlo las mujercitas”. 132 linajes liquidados Cuando llegó a la edad de “merecer”, se fijó en (o le fijaron al) el apues to teniente Enrique Pérez (EP1), recién egresado del H. Colegio Militar (1893) Suponemos que la boda fue como todas y que el cura dijo las mismas sandeces usuales. El caso es que la realidad familiar (como suele suceder) no coincidió con los ideales románticos. Al teniente EP1 lo asignaban a di versas guarniciones militares en ese (entonces) país bárbaro. No había narcos, pero sí grupúsculos hostiles, y hasta “fuerzas armadas”, residuos de los conflictos de los pasados ochenta años. Por una casualidad, en 1895 su (único) hijo (EP2) nació en el HHH Puerto de Veracruz, donde el teniente estuvo asignado sólo unos meses (sin una nueva invasion yanqui). Ese hijo siempre se dijo jarocho por eso, aunque no se “comía” las eses ni bailaba “La bamba”. Después de eso, Josefina se hartó de la excitante vida en campaña y de cidió quedarse con su bebé en la Ciudad de México (aún no tan D.F.), cerca de sus parientes. Es aquí (¿allí?) donde entra un factor extraño y anómalo. Josefina tenía una hermana mayor: Lola. Lola no era ninguna Lolita. Lola era lo que Josefina no era: demasiado decidida, llena de opiniones, fuerte y autoritaria. Lola se había casado con un tal Román Ramírez (médico), hijo natural de un tal Ignacio Ramírez, apodado “El Nigromante”. El doctor Román era una contraparte adecuada para Lola: culto, afirmativo y sereno; y lo suficientemente suave y racional para mediar con el carácter dominante de Lola. Y en esa era no había tantos médicos graduados como para saturar el mercado. Lola y el doctor Román no (¿habían tenido?, ¿tenían?, ¿tuvieron?) (elija 1) hijos, por lo cual tomaron por su cuenta a la tibia hermanita Josefina y al niño, no sólo pro tempore, sino por bastantes años, mientras que el marido y padre seguía con su carrera militar y ausentista. El doctor y Lola fueron factores de importancia para que el niño fuera al colegio Saviñon (marista), en donde además de una buena educación ha bía buena disciplina. El niño era medio débil y enfermizo. Hoy (¿cuándo?), psicólogos sistémicos opinarían que con la madre débil y el padre ausente el niño carecía de “roles” modelo. Pero el señor Román y Lola compensaban eso un poco. Cuando el niño enfermó de pulmonía (¿les gusta 1903?) y casi 133 enrique pérez expiró (y aquí se habría acabado esta historia, compa dres), el señor Román lo “saco” del borde con remedios casi heroicos (no Lincomicina) “para mañana en la ma ñana, o se muere o se alivia, Lola”. El señor doctor Román y Lola nunca se imaginaron que sus conciencias “índigo” prematuras (y la influen cia de don Ignacio) pudieran sobrevivir para ser reen actuadas por algún “usuario” (lector) de un cibernético siglo futuro y otros índigos. Influencias: el bon pére director del colegio Luz “Sauvigñon”, que trataba de dirigir al pusilanime niño EP2, cuando éste mostraba rasgos que “hoy” serían de distimia o de TDA. (Gracias por la ausencia de Ritalín.) El señor Román, un intelectual igual que su padre y un modelo a quien el niño siempre consideó lejano. El padre militar, que inspiraba el deseo de la “mar cha dragona”, la gloria del combate, la H. Escuela Na val de Veracruz. Sueños románticos guajiros. Josefina: presente y no, casi fantasmal. Lola, mujer del siglo xxi viviendo en el xix, y “retrospectivamente”, indispensable aunque descartable. ¿Cuándo vivieron y murieron todas estas entida des? (las orgánicas): y, ¿cómo sobreviven efectos (Wirkungen, diría Gadamer) de “aquello” que fue parte de sus conciencias y sus conductas; es decir, efectos cog nitivos y sistémicos? Los elementos “aislados” ¿no son necesarios (indispensables) para la totalidad sistémica? En la perspectiva tradicional (y ya algo pasadita) de las teorías del caos, todos los elementos son desechables o dispensables. El sistema no es “más que” un conjunto de relaciones autopreservadas. En una perspectiva más “reciente”, de las teorías de la complejidad, un solo elemento puede con vertirse en el foco de un “atractor extraño” y llevar al sistema por caminos insospechados. Inclusive, el o los elementos que inicien un proceso “emer 134 linajes liquidados gente” pueden ser los menos obvios, aparentes o “importantes” de todo el sistema. lenguajes y linajes ¡Qué extraño destino lingüístico el del linaje de los Pérez! ¿Extraño o solamente curioso? A lo largo de tres generaciones (por lo menos) estar involucrados con una lengua extranjera y establecer una relación ambigua con el país más cer cano que el habla. Relación semejante a la de su propio país con el vecino. Enrique Pérez Guzmán (EP1, en los sucesivo), hombre del siglo xix, clase media, medio pelo, familia de militares de carrera (como tantos hom bres de “ese” siglo en “ese” país violento). Quién sabe en dónde y cómo es tudió lo que hoy es secundaria. Pero al decidirse por una “carrera” de vida optó por el Heroico Colegio Militar (¿1890?). Más aún cuando en ese siglo las “armas” no tenían ninguna connotación negativa ni peyorativa (eran políti camente “correctas”) (As ever). Como era costumbre, al ingresar al H. Colegio le hicieron la novatada de rigor, en la cual él cantó un fragmento de la opereta Marina. –Obviamente era un época más ingenua, pues a los rudos militares les gustó y no lo some tieron a otros ritos iniciáticos humillantes. En el Colegio, además de estrategia y táctica aprendió muy buen inglés, suponemos que para poder interactuar con los asesores militares extranjeros, los cuales, después de haber invadido el país en 1847, entonces apoyaban el régimen porfiriano con su know-how. Salto enorme en el tiempo para evitar la pérdida de la continuidad die gética. Después de la caída del régimen porfiriano, cuando el ex-mayor Pérez optó por mantenerse ajeno a las facciones en pugna, y en medio del caos social de la era revolucionaria, el trabajo que encontró fue como guía de tu ristas, sobre todos los de ese mismo país, que ahora invadían para encontrar la realidad de John Reed y el (entonces) futuro Gringo Viejo. –Relación ambigua del lenguaje. No quedan testimonios de otras aventuras de EP1 con el lenguaje, ya que sus obligaciones familiares y otros trabajos tediosos lo ocuparon el resto de su vida, los primeros treinta años del siglo xx. 135 enrique pérez Pero cuando, en 1895, el (todavía) mayor Pérez tuvo un hijo, hizo énfasis en que tuviera una buena educación. El niño (EP2) aprendió en el Colegio Marista suficiente inglés y francés para un niño de su edad y ese tiempo. Eso fue otro copo de nieve, que juntándose forman una bola en alud que llega hasta el siglo xxi. Cuando Enrique Pérez Gazó (EP2) estudió inglés, primero en la escuela elemental y después, hasta cierto nivel avanzado en la escuela bancaria y con el profesor particular McAllister, no previó que eso tendría efectos sobre estudios lingüístico-literarios de esa lengua, setenta y cien años después. El veía esa lengua como un recurso laboral y sólo ocasionalmente para leer alguna obra literaria. (¿Ambigüedad?) Sorpresivamente, a sus 40 años, eso tendría otras repercusiones: (EP2) aceptó dar clases de inglés a una joven compañera de trabajo, cosa que, diez años después, tendría más representaciones familiares cuando tuvieron a su único hijo, e inclusive ya en el siglo xxi con la tercera generación y con algu nos resultados desastrosos de la alienación lingüístico-cultural. Mientras que EP1 pudo haber mantenido cierta simpatía hacia los nativos de usa (usians, so-ca lled “Americans”), EP2 desarrollo esa relación ambigua necesidad-simpa tía-rechazo-odio, ambigüedad que tardaría por lo menos cincuenta años en activarse en la siguiente generación. (EP2) queriendo asemejarse a, o emular la tradición militar de su fa milia, admiraba los iconos de la iglesia cívica de la patria, como Hidalgo y Morelos. Suponemos que no se preguntó por qué Iturbide estaba vetado después de haber consumado la Independencia. ¿Qué habría opinado de la mala idea narcisista de don Agustín de vol verse emperador en un siglo y un territorio sin una pizca de tradición demo crática? Asimismo, desde otra perspectiva, su admiración por Juárez tal vez ha bría chocado con la necesidad de don Benito del Tratado McLane-Ocampo y de casi darle a los usa el resto faltante de Mexamérica con tal de defenderlo del iluso güerito (too liberal) Habsburgo Maxi. El mito que no cuestionaba EP2 era el de los Niños Héroes en Chapul tepec y su voluntaria decisión defensiva. El mito se entrelaza con el hecho cierto y ofensivo de la agresión inspirada en el Manifest Destiny de llegar 136 linajes liquidados from sea to sea y quedarse con todo lo de en medio. En 1847, con Scott, (W) en la tres veces Heroica Veracruz sí de sembarcaron marines, para después llegar a los Halls of Montezuma. Zach Taylor operó (con bastante eficacia) en el norte y logró metas como la de La Angostura, aunque en medio de la nada. No se difunde mucho la opinión del duque de Wellington respecto de la invasión y el desembarco de Scott. Dijo (su equivalente de) Scott is fucked. Esto era evaluando los efectivos de los ejércitos mexicanos, las fuer zas invasoras, el territorio, etc. etc. Lo que his grace the Duke no evaluó fue la capacidad de los ejércitos mexica nos para pelearse entre sí antes que organizar una acción y defensa coor dinada frente a los yanquis. Inclusive en Veracruz había suficiente artillería como para hundir cinco flotas. –Estu vo mal emplazada. Intenten ir a caba llo o a pie desde Veracruz a Puebla y disfrutarán de la Sierra Madre. Una acción de guerrillas (como la que “dis frutaron” los franceses en Indochina) habría dado al menos resultados mo destos. A Wellington le habría dado un infarto al ver la posición defensiva en Cerro Gordo (la única acción considerable). Si Wellesley hubiera hecho lo mismo en La Belle Alliance (adelantito de Waterloo), Napoleón no habría tenido ni que esperar a Grouchy inútilmente, ni discutir con Ney. En Puebla, la buena sociedad y las chicas aprovisionaron a los güeritos (Robert E. Lee y Ulyses S. Grant entre ellos) de camotes, tortitas de Santa 137 enrique pérez Clara y todo lo que no necesitaban. Como después lo harían con los franceses. El paso de Cortés estaba desguarnecido. El mayor Lee exploró una ruta por el pedregal de Copilco, lo que los llevo a San Ángel. Tan cerca como Ta cubaya, había suficientes efectivos como para apoyar Padierna y Churubusco. Pero cada general no le “prestaba” sus fuerzas a nadie. Todos los generales estaban ocupados en “tirarse mala onda” entre sí, y todos contra Santa Ana. Es así que aunque la invasión de 1847 no fue a walk in the park, un po quito más de coordinación podría haber dado al imperio en ciernes su pri mera probada de los Vietnam, Irak y Afganistán futuros. /saint benedict/ El caso es que, cuando EP2 eligió una escuela para su hijo, en 1951, lo ins cribió en una dirigida y regenteada por monjes curas/ frailes yanquis bene dictinos, en donde parte del syllabus (vespertino) era cantar “Row, row your boat” y “America the beautiful”. All in English. Un poquitín contradictorio, ¿no les parece? Era muy buena escuela, eso sí, y a los niños los instruían muy bien en las 3RS (Reading, ’Riting and ’Rithmetic), de acuerdo con los estrictos, li neamientos de la sep. Pero también había clases de inglés en las que se leía Fun with Dick and Jane y Around green hills, y el modelo ideal de la casita blanca con su cerca y el de las niñas güeritas quedaba impreso, para siem pre, en la conciencia de un niño sensible. Si se coloniza mentalmente a un niño desde cero (digamos, los seis años) y ese proceso se prolonga once años, después es muy difícil descoloni zarse como para no apoyar a la us Cavalry en Danza con lobos y poder llegar a pensar que después de todo, tal vez, los Lakotas tenían razón y que no (siempre) se aplica aquello de “The best indian is the dead indian”. (Menos cuando es mi amigo más querido.) Cuando EP3 estudió inglés en el Colegio del Tepeyac, Lindavista, D. F., no tenía idea de hasta dónde iban a llegar las consecuencias de la bipolari dad lingüística, cognitiva y cultural. No se puede negar la validez de esa lengua, sobre todo si se toma en cuenta a Chaucer, Shakespeare y Tolkien; y después de un grado en lengua 138 linajes liquidados y literatura inglesas. Y de lo útil que es como koiné. Pero una lengua es más que una estructura fonética-sintactica: es un modelo cognitivo. Y desde una postura neowhorfiana es un modelo (como afirmaron Bunge y Bruger) de rea lidad y de mi mundo vivencial (Husserl barato). Una lengua permite “meterse” en una cultura y verla desde “adentro”, sentir qué es lo que motiva a sus usuarios, dirían Lakoff y Turner, respecto de sus campos metafóricos y “alegóricos”. En el caso de un miembro de una cultura y sociedad atosigada durante dos siglos por un imperio anglo-parlante, conocer ese “otro” desde adentro y manejar su instrumento modelizante, significante, comunicativo (yo, betta dan you Bro’ ), causa (otra) ambigüedad al desear preservar algunas de las “cosas” que llegan hasta nosotros del pasado con ese instrumento y ese ám bito usuario, y también al querer aplastar (obliterate) la arrogancia imperial de un pueblo guerrero (heredero de otro semejante) lleno de individuos que en su mayor parte ni conocen ni comprende esa tradición (la suya propia). Se aprecian y admiran muchos de sus logros y modos de ser: (usos y costumbres) pero después, reflexivamente, se execra la cerrazón de una cul tura puritana y mojigata, intolerante y miope, si bien al estilo protestante, pero análoga a la moralidad católica y latina de la propia cultura. extraterrestres El problema son algunos de esos usos, que se adquieren y se introyectan, marcando la personalidad para toda una vida. La comida: dime qué comes y te diré quién eres. Si se prefieren las ham burguesas al mole y, para empeorarlo, se detesta toda la gastronomía nacio nal “picosita”, lo empiezan a ver a uno como “rarito”. Los alimentos toman partido por uno, birria, mondongo, guisaditos, pi pián, caldillos, y los veinte mil chiles, pertenecen al lado oscuro. No se digan los xinicuiles y el pulque. Espagueti, arroz, pizza, un buen filete, roast-beef; y después de haber madurado un poco –suriyaki, takoyaki y todos sus primos; en fin, casi toda la comida japonesa, tailandesa, italiana, libanesa, etc., que es notoriamente extranjerizante (aquí). 139 enrique pérez Todo esto va conformando el lado luminoso que a uno le gusta, pero que los tradiciona listas ven como “rarito”, si no es que francamente malinchista. La música: uno escuchó des de niño a Bill Halley y Elvis has ta, ahora, Rhianna y Lady Gaga. Entiende uno de lo que trata “Bye bye miss American Pie”, y con Don Mc Lean se pregunta por qué el rock’n roll no salvó al mundo. Panteón: Beatles, Dylan, Jae ger; Jazz, Gillespie, Monk, Pe terson, Parker “Byrd”. Entonces, los tríos, las ran cheras, los boleros y casi todo lo tropical se quedan en el lado oscuro y se lleva uno cuarenta o más años para poder apreciar una buena cumbia y tratar de resolver la cues tión filosófica de qué será lo que quiere el negro. La literatura, o como se llamen esos cuentitos, son una historia todavía peor: desde el primer encuentro con “By the waters of Babylon”, pasando por Sturgeon, Asimov, Ellison, hasta la fulgurante presencia de Tim Powers, uno lee (y vive en esos mundos): lo que a nadie en esta parte del planeta le interesa. Nadie, es decir: que tienen que pasar cincuenta años para que a los brillantes chicos y chicas de prepa ahora si les importe todo eso: la ciencia ficción, lo fantástico, el animé. Y no importa que la historia se tarde sesenta años para darle la razón a Tolkien volviéndolo cine y moda, y a uno un po quito de justificación retrospectiva. ¡Vivan los frikis! ¿Es necesario hablar de la literatura mainstream? Los que leen a Dos Passos, Bellow y Malamud son de un planeta diferente al de los que frecuen tan a Cortázar o a Bolaño. Borges puede ser un puente. Pero… 140 linajes liquidados Pero los de “Letras inglesas” se sienten a veces aliens en cualquier de partamento “decente”, universitario de literatura en México, en donde priva la “Crítica latinoamericana”, Fuentes y el Boom no han pasado y “no me eche encima esas posturas extranjerizantes”. Y los que se gradúan de esos departamentos y van a los (usa) (digamos), acaban como los gurús de Depar taments of Spanish, Romance Languages, o algo así. Los de letras inglesas, con frecuencia, acaban dando clases de inglés en primaria, salvo honrosas y afortunadas excepciones. Y si se hace “teoría”, y peor, meta-teoría (algo así como ciencias cogni tivas o sistemas complejos adaptativos), pues no hay ni a dónde esconderse, que no sea un departamento de ciencias ocultas, con estudios herméticos, posiblemente lleno de lingüistas o algo peor. Y considerando que… (para el corrector de estilo) – (sí, sí, ya sé que no hay que usar los –endos, –andos como una mímica del –ing, cuando no son verdaderos gerundios, ni usar innecesariamente esos puntos suspensivos ni los guiones, pero son taaaan “monos”) –decíamos–, …el mundo académico es una jungla, y entre más se conoce a los acadé micos más se admira a los asesinos profesionales (¡Jean Reno con Natalie Portman!); este mundo académico es el extremo de la alienación (de alienus (latin)), del solipsismo, y la mejor alternativa a una clínica psiquiátrica inter activa. Parecería ser el mejor corolario de tres generaciones de enajenación, ambigüedades y personalidades escindidas. No hay peor soledad que estar uno solo hasta con uno mismo. 141 Treintaiún kilos, quinientos gramos José Manuel Ríos Guerra Ésa es la cifra que tuve en mi cabeza durante meses. Yo pesaba cuarenta ki los y Joaquín, el coach, me dijo que tenía que bajar ocho kilos y medio para que me dejaran entrar a la liga infantil de futbol americano. La dieta que me pusieron era una salvajada: por la mañana comía dos huevos tibios y un paquete de galletas habaneras; al mediodía, un pedazo de queso con ate; por la tarde, un coctel de camarones o de fruta y, en la noche, un pescado cocido en papel aluminio. Cuando mamá me mandaba por las tortillas (en casa nadie siguió mi dieta), a veces, con el poco dinero que tenía, me compraba un helado y lo devoraba antes de llegar a casa. –Te tardaste mucho –me decía mamá. –Había mucha gente. –No vayas a comer porquerías. Ya invertimos mucho en ti; tu dieta es más cara que si comieras como antes. No la podía engañar. Siempre me descubría. Estaba al tanto de todos mis movimientos. A mamá no le interesaba el futbol americano ni estaba de acuerdo con la dieta; aun así me apoyaba y me prometía que, en cuanto cum pliera con el peso, me haría mi comida favorita sin importar que rompiera la dieta. Mi padre trabajaba más de doce horas el taxi, por eso había días en que no lo veíamos. Él había sido jugador de americano pero una fractura en la clavícula le impidió jugar en la Liga Mayor. Su mayor ilusión era que yo sí lo consiguiera. 142 treintaiún kilos, quinientos gramos Elsa, mi hermana, siempre se compraba sus frituras y se las comía frente a mí. Ella era delgadísima: todos decían que tenía una pata hueca. Ignoraba que a mí no me atormentaba no comer frituras, lo que realmente extrañaba eran los helados y los plátanos con crema. Las veces que me comí un helado de contrabando, me la pasaba tortu rándome toda la semana, sentía que mi estómago y mis lonjas crecían otra vez. Con el paso de las semanas era evidente que estaba más delgado, pero también que me encontraba lejos de pesar los treintaiún kilos, quinientos gramos. En el entrenamiento había un trato especial para Esteban, Benjamín y para mí: los tres pesábamos alrededor de cuarenta kilos. También para un chico al cual apodaban el Ratón: él pesaba apenas diecinueve kilos y tenía que llegar a veinte para jugar. Nunca supe cuál era su dieta, pero antes y después de entrenar comía algo, en general frutas: plátanos o naranjas, y nosotros tres lo envidiábamos, no sólo por su dieta sino por su manera de jugar: era nuestro corredor estrella. Yo no era un jugador lento (por lo menos para mi peso); Joaquín me decía que podía convertirme en el corredor de poder. Una semana antes del partido nos pesaron. Esteban pesó treintaicuatro kilos, y ahí mismo su papá lo agarró a cuerazos. Siguió Benjamín, que pesó treinta kilos. Todos estábamos impresionados, pero al bajar de la báscula se desmayó y quedó fuera de la lista. Tocó mi turno. Tenía puesto el uniforme de la escuela, me pidieron que me quitara el suéter y los zapatos. Subí a la báscula, que marcó treintaidós kilos y medio. –Necesitamos que se quite la ropa –dijo el representante de la liga. Me quité la camisa, los calcetines y el cinturón. –Quítate el pantalón. Quedé en boxers y con una camiseta. Todos los equipos estaban ahí. La mayoría con sus familiares y yo con mis lonjas al aire. Me pesaron, pero no quise ver la báscula. –Treintaiún kilos, quinientos veinte gramos –escuché. Joaquín le hizo señas al representante de la liga, se apartaron de la gente y empezaron a discutir. El coach regresó y habló con mi papá. De las oficinas sacaron una cortina negra. Mi padre se acercó para decirme: –Tienes que quitarte toda la ropa. 143 josé manuel ríos guerra –Cómo crees, me da pena. –¿Quieres jugar o no? –Sí –contesté de inme diato y sin pensarlo mucho. –Pues quítate los chones. –Me quito la camiseta y tal vez con eso dé el peso. –No, porque los de la li ga ya no te quieren dar otra oportunidad. La gente estaba a la ex pectativa; yo quería que ter minara el pesaje. Me quité la ropa y subí a la báscula. Mi padre aplaudió y todos lo siguieron. Me puse rojo de coraje y vergüenza. El gordo había dejado de serlo: trein taiún kilos, cuatrocientos gra mos marcó la báscula. Así fue como entré en la lista de la liga infantil de futbol ame ricano. Después pesaron al Ratón; él tenía que dar por lo menos veinte kilos. Mi papá sacó toda la morralla del taxi y se la dio para que la pusiera en las bolsas de su pantalón. Joaquín hubiera querido que lo pesaran con todo y la mochila de la escuela. Sin problemas alcanzó veintitrés kilos. Durante la semana seguí con los entrenamientos. El martes violé la dieta y me comí un helado. ¿Qué podía pasar? Ya me habían aceptado. Pero el vier nes, cuando terminamos de entrenar, Joaquín me mandó llamar. Me dijo que tenía que pesarme otra vez porque antes del partido lo harían. Me quité toda la ropa y me quedé en calzones. 144 treintaiún kilos, quinientos gramos –Treintaiún kilos, novecientos gramos –dijeron Joaquín y la báscula. Quería que la tierra me tragara. Justo un día antes echaba todo a perder. ¿A poco un simple helado pesaba tanto? ¿Cómo podía subir medio kilo en una semana? –Tienes que deshidratarte o no vas a dar el peso. No puedes cenar nada ni tomar agua hasta mañana y ya veremos. Papá pasó muy emocionado por mí. No paraba de decir que mañana era el día del partido. No me atreví a confesarle que tal vez no jugaría. Cuando llegué a casa, mi madre me esperaba con una taza de chocolate. Les conté que no había dado el peso y me fui a la cama sin cenar. Por la mañana papá me despertó; traía unos hules como para forrar cuadernos y me envolvió como tamal. –Vamos al partido. –Pero faltan tres horas. Salimos de la casa, papá subió al taxi y lo arrancó sin dejarme subir. Me trajo corriendo como una hora. Yo sentía que me desmayaba. Papá compró una botella de agua y me dio a beber apenas unas gotitas. Después me llevó a un baño sauna. Llegamos al campo de juego y me pesaron. La báscula marco treintaiún kilos. –Es que mi báscula no sirve muy bien –me dijo Joaquín, pero yo tenía ganas de mentarle la madre. Comenzó el partido y yo me quedé en la banca. En el primer cuarto na die pudo anotar; en el segundo, nos regresaron una patada de despeje hasta la zona de anotación. Joaquín estaba furioso, les gritaba a todos: a los que estábamos en la banca, a los jugadores del campo. Nada más faltaba que le gritara a nuestra porra. Mi padre también estaba como loco porque todavía no me metían a jugar. Elsa, que ya sabía mi debilidad por los helados, estaba comiéndose uno y sonreía cada vez que yo la miraba. Cuando llegó el medio tiempo, ya perdíamos catorce cero. Durante el descanso, Joaquín nos habló sobre el esfuerzo que hacían nuestros padres y sobre el esfuerzo que nosotros mismos habíamos hecho para estar ahí; me puso de ejemplo, dijo que nadie era como yo, que había hecho tanto y me aguantaba en la banca sin protestar. Apenas empezó el tercer cuarto, anotamos. El Ratón tomó el ovoide y 145 josé manuel ríos guerra no hubo quien lo alcanzara: burló primero a la línea de tacles y los profundos y esquineros sólo le vieron el polvo. Papá seguía desesperado, no entendía por qué el entrenador no me me tía al campo. En el último cuarto Joaquín mandó una reversible que salió de la peor manera: la defensa rival leyó perfectamente la jugada y tres tacles aplasta ron al Ratón; lo sacaron en camilla y hasta tuvieron que darle los primeros auxilios. –¡Son cosas de este juego! –nos gritaba Joaquín. Miró a la banca y me hizo señas: iba a entrar como corredor de poder, sustituyendo al Ratón. Mis manos me hormigueaban un poco. Me ajusté el casco y entré al campo. En la primera jugada hicimos otra reversible muy parecida a la an terior, pero esta vez el equipo rival se tragó el engaño. Me dieron el balón y corrí sin mirar atrás. Dos rivales intentaron sujetarme y con la mano derecha me los quité de encima. Escuchaba los gritos de mi padre mientras él corría a un lado mío. Sentía que el campo no terminaría nunca. Cuando por fin llegué a la zona de anotación, azoté el balón como hacen los profesionales. Estaba exhausto y muerto de sed. 146 La vigilia de la aldea Uno-tres-tres-uno, la hotline de ÁnHell Ortuño Víctor Cabrera Ángel Ortuño, 1331, conaculta, Colección Práctica Mortal, México, 2013, 72 p. Habrá que comenzar por lo evidente: En un país que cuenta cada vez con más admiradores y epígonos de Gerar do Deniz entre sus promociones recien tes, Ángel Ortuño es, hoy por hoy, el más notable e inteligente discípulo de nuestro poeta (al)químico. Ojo: he es crito discípulo en el sentido más gene roso del término: no en el del alumno que, apre(he)ndida la lección, antes que seguirlas –o mejor, borrarlas al tiempo que traza su propia ruta– repite las hue llas del maestro, sino del que asimila a su propio organismo, de manera natural, el conocimiento adquirido para re-ela borarlo-novarlo-significarlo. (Algo a lo que, presumo, aspira cualquier materia humana antes que a terminar converti da en sólida tradición o –cosa peor– en anquilosada preceptiva.) Vuelvo a un texto de Julián Herbert firmado originalmente en diciembre de 2007 y recogido después en Caníbal, su provocador volumen de ensayos so bre poesía mexicana reciente; de él extraigo algunas frases aisladas para construir –ventajas del copy-paste– la siguiente cita falsa: “El más excéntrico de nuestros poetas es asimismo un es critor de sólido bagaje tradicionalista. (…) Tradición, sinsentido e inteligen cia [que] logran conjugarse en el hu milde lenguaje de la conversación para producir efectos literarios complejos. (…) Iconoclasia con una vuelta de tuer ca: no (…) intenta destruir los referen tes sino las zonas de significado que han sucumbido a la esclerosis. [Pues] ‘Intelectual’ no significa, en modo al guno, ‘cultista’ (…), grave o solemne: intelectual es afrontar el mundo desde la profunda y nada oscura desnudez de la mente. [Por eso] su obra tiende más bien a lo satírico, lo que implica una actitud moral de profundo compromi so con los seres humanos. (…) Es un poeta intelectual en la medida en que la mente humana se asemeja más al 147 bazo que a un estante de libros empol vados.” Cada una de las líneas anteriores se refiere a Deniz, pero resulta interesan te –o cuando menos curioso– observar cómo cada una de ellas podría estar ha blando también de Ángel Ortuño, de su poesía a un tiempo irreverente, descar nada y perturbadora. Cómo –ya no des de aquel cada vez más lejano 07, sino desde este 2014− ese párrafo armado a modo podría estar contándonos algo del remoto año de 1331, cuando en el anti guo Japón tarántulas gigantes como la sombra maternal de Louise Bourgeois arrastraban carrozas de traumas, com plejos y pesadillas. Porque habría que decir justo aquí que además –o más allá− de su refe rente poético inmediato y de las fuen tes literarias rastreables a lo largo de su obra, Ortuño acusa también una no table influencia de autores, discursos y disciplinas extraliterarios que exploran los alcances de la mirada “anómala” y de las “perversiones ópticas” –como define Roman Gubern ciertas manifes taciones visuales “limítrofes” que van de las imágenes religiosas a los snuff films, pasando por la iconografía de los totalitarismos del siglo xx y la pa rafernalia porno–. Se trata, pues, de una poesía bastarda −“que degenera su origen o naturaleza”−, nacida de la unión impura de la observación de lo atroz con la verbalización de eso tur bio. Y esto se hace patente de nuevo en 1331, un breve volumen que, como el 148 resto de la obra del poeta, está profun damente enraizado en la genealogía de una modernidad poético-plástica que lo mismo contiene detritos simbolistas –la carroña baudelaireana y las here jías del joven Rimbaud− que los este tizados deshechos visuales de un siglo abierto de tajo por la navaja buñuelia na –y allí están, para más señas, las aberraciones baconianas y las inquie tantes criaturas híbridas de Joel Peter Witkin; los freaks de Tod Browning, las demoradas pesadillas de David Lynch o la belleza brutal de las escenas accidentales retratadas por “El Niño” Me tinides, manifestaciones de las cuales los poemas de Ortuño parecen hacer un correlato exacto. Desde sus primeros tres versos y me dio, 1331 exhibe su vocación transgre sora, su juego inclemente y ambiguo, sin concesiones: No demuestres tu mala educación y no preguntes: con este signo vences, con el otro te acuchillan… Si aspiras a cualquier comprensión, a la mínima posibilidad de exégesis –pa rece decir Ortuño a su lector−, tendrás no sólo que esforzarte, sino asumir el riesgo de ser destazado (una palabra que no desagradaría al mismísimo Hell Ángel) en el intento. Porque, lejanos de toda indulgencia, de cualquier as piración a lo sublime, los poemas de Ortuño constituyen −como sugiere el “poeta de Guadalajara” en un ensayo- autorretrato− un “arsenal léxico, antes que (…) retórico”, y aquí hago énfa sis en el término arsenal, pues, como cada uno de sus títulos, 1331 es una bre ve colección de alfanjes y escalpelos, agujas, pinzas, bisturís: refinadísimos instrumentos de tortura con los que excava en lo más profundo del incons ciente, en esa región del pensamiento en la que las ideas se dejan contaminar por las versiones más turbias del deseo, las pulsiones primitivas, los trances de graciosa blasfemia y la mórbida con templación de goces general y tradicionalmente relacionados con el displacer, cuando no con la franca perversión, eso que Roman Gubern describió en su clásico La mirada pornográfica y otras perversiones ópticas como “provincias ico nográficas malditas, zonas de destierro y exilio cultural, que a veces resultan más elocuentes y ofrecen materiales más productivos para el análisis y compren sión de una época o de una sociedad que las grandes obras maestras canoni zadas”. Es en ese sentido que la poesía de Ortuño resulta una descripción más ati nada, un retrato más fiel de su tiempo que cualquier devaneo retórico noto riamente sentimental o que cualquier tartamudeo disfrazado de posvanguar dia (“Ya no construyas ruinas, mejor/ haz trabalenguas…”, parece decirles Ángel a los practicantes de una y otra escuelas). Se trata, también, de una poesía profundamente humana, si por humano aceptamos lo residual y lo ins tintivo, lo salvaje, lo –para decirlo con el médico vudú de Viena− “perverso polimorfo”: donde se menosprecia el efecto de las goteras sobre la producción Se percibieron elementos perturbadores, fallas en el suministro de energía eléctrica, descomposturas de maquinaria, ausentismo, distractores en el trabajo, rotación de personal potro cepo yugo fusta gato caña cruz palmetas suspensión anillos de castidad pinzas agujas vibradores bolas chinas juguetitos. Pero el plazo pactado no puede modificarse sin sacrificar la calidad. La empresa ha optado por respetarlo. El salario moral es el reconocimiento por las actividades realizadas en tiempo y forma, expresado verbal y públicamente: y tú has sido un buen perro. Si para Isidore Lucien Ducasse la belleza fue aquel encuentro fortuito del que todos tenemos noticia, este Ángel caído –en cuya obra es posible perci bir la notable influencia del famoso conde− practica su propia versión de aquel choque azaroso y lo lleva hasta otro límite para hacer una crítica a la mercantilización y la frivolización con temporáneas del deseo y los placeres carnales: al hacer coincidir el lengua 149 je del informe administrativo con la puntual enumeración de la panoplia de las parafilias hardcore, descontextua liza aquella jerga hasta desnudarla de sus “poderes” burocráticos y convertirla en una parodia en la que un redivivo marqués de Sade se metamorfoseara en una especie de inspector de la Se cretaría del Trabajo para supervisar las condiciones laborales de una filmación de Private Channel. Es justo éste el método –la descon textualización, la desacralización, la iro nización de lo poética y políticamente correcto− mediante el cual Ángel Ortuño construye los desconcertantes artefac tos verbales que nos azotan al tiempo que nos obligan a transitar por la estre cha cornisa que separa nuestras aficio nes líricas de la contemplación de lo tolerablemente atroz y del franco dis frute de lo velado, lo sórdido y lo mar ginal: “… como esa mujer que ahora recita Yo / soy experta en lenguas y en la foto siguiente / la vemos mientras la me / en blanco y negro.” “–como en la escena en que escupe / a la cámara / un líquido espeso / y luego tiene que lamerlo de la lente / mientras alguien sostiene con firmeza su nuca.” “A primera vista –escribió Luis Vi cente de Aguinaga hace ya varios años a propósito de Las bodas químicas, el primer libro de Á. O.−, los poemas de Ortuño parecen venir de un maléfico renunciar a la cordura, de una improvi sada negación de la sintaxis y (por ello) del orden ‘conveniente’ del mundo y su 150 discurso. (…) El lector distingue en los poemas de Ortuño una vocación des tructiva, es cierto, pero se trata de una vocación trabajada, de una vocación que en lo arduo encuentra el fundamento de su lógica.” En efecto: a menudo, los versos de Ortuño –que blasfeman sin renunciar al ritmo y la cadencia de la letanía beata− pa recieran venir de una región distinta de aquella donde radican su inteligencia avasalladora y su diabólica elocuencia (“habla como diccionario”, me comen tó una vez cierta señora que escucha ba fascinada, casi en trance, a nuestro poeta bibliotecario); quiero decir que versos, estrofas, poemas enteros parecen haber sido, más que escritos, dictados a un poseso por un demonio del sen tido que exigiera cómplices antes que intérpretes, entusiastas practicantes de “Este estilo de vida / [que] tiene una cantidad considerable de adeptos”… y de epígonos –por no decir imitadores− ca da vez más numerosos. Pero también, efectivamente, es posible observar cómo a esa poética abigarrada, en apariencia hermética, subyace un discurso crítico en el sentido más amplio pero también en el más literal del término: al ejercer sobre el lector una violencia icónica evi dente, al imponerle su imaginería salvaje, una forzada exigencia de atención –se mejante a la del sistema judicial británi co que obligaba a Alex de Large a ver, con pinzas que le impedían cerrar los ojos, desfiles nazis al ritmo de la Coral de Ludwig−, los poemas de Ángel Ortu ño originan un malestar –incluso gozo so− fundado en la necesidad, o mejor dicho, en la pulsión de entendimiento, esto es, de comunión con nuestro yo primario. Como todos sus títulos previos, 1331 abre llagas sobre las que el autor repa sa sus corrosivas huellas digitales: la marca de la Bestia Ortuño. Es notorio, en este sentido, el modo en el que en este libro cuestiona el lugar de las insti tuciones −religiosas, económicas, cultu rales− frente a los individuos indefensos: en “¿Qué hacer ante un billete aparen temente falso?”, por ejemplo, lleva a un extremo oprobioso –aunque no carente de humor− la influencia nociva que los corporativos financieros ejercen sobre las vidas de sus clientes y deudores: ¿qué hacer ante un billete aparentemente falso? Primero no lo use para pagar el precio de escribir esa pregunta: lo cubrirán de brea, lo formarán en la hilera de los que no son clientes y merecen sólo ver sus horóscopos y escuchar consejos. Los bancos son así y tienen los derechos registrados. ¿Qué será de su vida, pobre diablo de los billetes falsos? Sin escándalo. Salga. Evítenos la pena de decirle al personal de seguridad que en ese portafolios no carga usted más que una pequeña y muy barata revista que se llama Bellezas Reales y promete modelos muy pasadas de peso. Por su parte, “Estamos atados de ma nos” es el sintomático título de un poe ma que señala de antemano nuestra impotencia ante la trascendencia de lo irrelevante −la banalidad del mall: la fe como una aburrida película bíblica en la que Cristo deviene el mártir de su tediosa epopeya–. Rivales en la fábula, niños y ratones departen alegremente sedados por un conformismo inane en tanto que, como una mancha en una foto de Spencer Tunick, el rey camina vestido entre una multitud desnuda que se burla de él. En ese contexto de desarropo so cial –de ideas más que de vestuario−, no son la trascendencia espiritual ni el poder los que tienen garantizado el por venir en la memoria colectiva, sino el felino de peluche de la caja de cereal azucarado: “–Yo pasaré al futuro / y us tedes / abrirán esa puerta / que detrás tiene tigres // –les ha gritado / un tigre, una botarga / que anunciaba cereales / antes de caerse rabioso por culpa del calor. // Eso que llaman un momento / en que coinciden forma y fondo.” Aun el amor, “esa palabra”, ese sobre valorado invento, es visto con suspica cia y burla por Ortuño. En los escasos momentos en que algo parecido al ca riño aparece en 1331, lo hace en clave sardónica en: a) el contexto anticlimático de una separación amorosa casi cándida en con 151 traste con las atrocidades que pueblan el resto de las páginas, tan tersa e im probable que exhibe el irónico título que desmiente y contrarresta su ideali zación: lo que no se ha podido hacer en ningún lado Dejas todo a la suerte y nunca tienes. Ella que al mismo tiempo se pinta las pestañas, conoce las respuestas y viaja igual que tú en camión no deja nada. Prefiere el escándalo a la tragedia, por eso el color rosa cuando dice: oiga vea ya no nos demos más; quédese usted en su barrio quieto y yo me quedo en el mío. O bien: b) la fábula genial que cuestiona, y demuele a su modo, la pertinencia y el prestigio de la institución matrimonial: habla el novio ¡No te cases! –me dijo mi buen amigo grillo–. No me importa perder mi trabajo en tu boda. Yo sé que ha leído muchas vidas de insectos. ¿Pero qué sabe él del amor entre mantis? Mi novia es delicada, se pasa el día rezando. 152 Yo le contesto al grillo que conserve la calma porque aquí nadie tiene que perder la cabeza. Crítico de fuste y poeta con másca ra de cuero, avieso, torvo, turbio, el más desenfadado de nuestros malditos es también –como el Divino Marqués, otra de sus evidentes figuras tutelares− un moralista camuflado que con este nuevo libro toma una vez más el riesgo de ejercer plenamente la libertad de su imaginación –acaso la única que nos pertenezca plenamente−, para jugarse en ello todo su talento y su caudal poé tico y vencer y acuchillar a un tiempo. Volver desde las ruinas Luis Vicente de Aguinaga Javier Sicilia, Vestigios, Era, México, 2013, 65 p. En el México de las últimas décadas, pocos libros de poemas han aparecido rodeados de tanta y tan variada infor mación periodística, política y personal como Vestigios, de Javier Sicilia. Esa información, por supuesto, no se com para en abundancia con la que susci tan los acontecimientos deportivos de actualidad o los pactos, traiciones, ro mances y jaloneos que los partidos po líticos y sus representantes ponen, día con día, en escena; pero se trata, eso sí, de una información mayor y sus tancialmente distinta de la que suele producirse y divulgarse alrededor de la publicación de un poemario común y corriente. Por decirlo de alguna forma, en México ya se hablaba de Vestigios des de al menos dos años antes de su pu blicación, cuando ni siquiera se sabía que su autor lo estuviera escribiendo, cuando ni siquiera se pensaba que se ría publicado algún día, cuando no era un livre à venir sino un libro que aca so nunca tendría forma ni contenido, cuando ni siquiera tenía un título con el cual identificarse ni se conocía otra cosa que la última de sus páginas, la que más terriblemente remitía y sigue remitiendo a una realidad cruel, amar ga, opresiva, de intolerable violencia. No me interesa dictaminar si el con texto, en este caso, dificulta o desvía la comprensión del texto. Soy bastante sen sible al hecho de que todo libro, en rea lidad, es leído en función de ilusiones, expectativas fundadas o infundadas, mi tos y creencias que lo preceden o lo acompañan a partir de cierto momento. Sea como sea, puedo afirmar que Vestigios, desde que fue asesinado el hijo de su autor y éste hizo pública su decisión de no escribir más poemas –expresando esa decisión, significativamente, con un poema: un último poema que aquí, en este poemario, es con toda razón el texto final de un conjunto de treinta y cinco–, es un libro que muchos deseá bamos leer, un libro que –más corporal mente aún– muchos anhelábamos tener en las manos, tal vez porque imaginába mos que su pura existencia desmenti ría o neutralizaría los acontecimientos que habían desembocado en la tajante determinación de Javier Sicilia. Sicilia dijo adiós a la poesía el 2 de abril de 2011. Se pensaría que, ante la brutal muerte de su hijo, él reacciona ba sacrificando el componente central de su propia vocación literaria, infli giéndose otra muerte, ahora simbólica, para enfrentar una experiencia insopor table sin el que hubiera sido uno de sus principales consuelos. También podría suponerse que Sicilia, en aquel momen to, elegía incomunicarse o aislarse res pecto a los demás o ante sí mismo; pero lo que hizo (como bien se sabe) fue todo menos eso, cívica y humanamente. Vestigios, por todo lo antes dicho, es un objeto extraño, infrecuente, incluso anómalo. Es la obra póstuma de un poe ta vivo. Sin embargo, tal vez convenga más que la palabra “póstumo” califique al poeta, no a su obra: en Vestigios –de ahí su nombre– figuran las ruinas, los despojos, los restos mortales de una obra interrumpida, pero no interrumpida por el fallecimiento de su autor sino por otra muerte, por una muerte que lo ha lle vado, contra su voluntad, más allá de todo posible impulso de creación poé tica. Sicilia, pues, constituye un doloro so ejemplo de poeta que sobrevive, más que a sus poemas ya escritos, a sus poemas aún por escribir, descartados o 153 silenciados in utero por quien, dotado para elaborarlos, ha comprendido que no debe hacerlo tras percibir un des acuerdo esencial entre mundo y palabra, entre realidad y arte. Sería imprudente citar, en este orden de cosas, las pa labras finales del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, aquel fa moso “es mejor callar”, porque Sicilia no eligió el silencio al constatar una limitación de su propio lenguaje sino al advertir la miseria de un mundo que “ya no es digno de la Palabra”. No es que Sicilia fuera optimista primero y pesimista después, ni que la palabra poética le pareciera todavía útil hace algunos años e inútil ahora, sino que la necesaria relación de sonido y re sonancia entre la palabra y el mundo perdió sentido en su perspectiva indi vidual, de modo que buscó el refugio del silencio como ya estaba previsto en sus propios poemas, antes de la catás trofe definitiva: En este sitio en donde todo cesa antes del tiempo y después del tiempo –porque el que estaba vivo ha muerto y la ciudad se hizo irrespirable– en este sitio donde los nombres no se pronunciaron y el día no es el día ni la noche la noche y nosotros –salidos de nosotros en la iglesia en tinieblas– escuchamos como antes del primer día aletear el abismo 154 suspendidos del tiempo en este sitio –ni lleno ni vacío– más allá de la lengua de los vivos al volver el recodo sin consuelo alguno compartimos el pan con un tercero que iba a nuestro lado y giramos de luz urdidos en la carne antes del tiempo y después del tiempo en la quietud que habita en el ahora en el sereno punto del ahora. En mi lectura, los últimos tres libros de Sicilia conforman una especie de tríptico: un tríptico, cabe decir, al in terior del cual hay otro tríptico, ya que Tríptico del Desierto (2009) es el panel central, mientras que Lectio (2004) es el panel izquierdo y Vestigios el derecho. Se trata de tres libros compuestos en un lenguaje radicalmente nuevo (en oposición a sus libros anteriores, publicados en tre 1982 y el año 2000, cuya modernidad radicaba, no sin paradoja, en su neocla sicismo) y construidos desde una pe culiar crisis del yo, que se desdobla en voces masculinas y femeninas, singu lares y plurales, en frases y expresio nes en español y en otros idiomas, en citas y paráfrasis explícitas o implíci tas. Vale decir que, así como los autores del Nuevo Testamento citaron, parafra searon y comentaron a los profetas del Antiguo Testamento con el fin de situar a Cristo en el punto más alto de una es cuela y de un linaje, así también Sicilia –poeta no sólo de fe, sino de tradición católica– cita, parafrasea, comenta y re escribe pasajes de Nerval, Dante, Mi chaux, Rimbaud, Milosz y, por encima de ningún otro poeta, Paul Celan, como si todos ellos fueran los anunciadores de una revelación por venir, el encuen tro en plena luz del espíritu vulnerable de la humanidad con el ángel que ha brá de destruirlo: el cuerpo de la ver dad sin filtros ni mediaciones. En su particular interpretación de símbolos, textos y experiencias, el poe ta se conduce ante lo mundano entre verándolo con lo religioso y traza líneas entre la esperanza teologal y el deseo erótico, entre la manifestación de la di vinidad y el encuentro amoroso y, como ya se ha visto, entre la profecía y la poesía. Por ejemplo, en el poema titu lado “Absconditus II”, una paráfrasis del soneto más famoso de Nerval, “El Desdichado”, le permite hablar desde un yo femenino (el de “la tenebrosa / la viuda inconsolada”) para invertir los elementos de la representación maria na y, sin apartarse de un orden cultural determinado, hacer de la virgen una mujer anhelante de compañía física y de la mandorla o almendra que suele rodearla una metáfora de la vulva. En última instancia, es imposible compren der un cuerpo sin reinventarlo. El tema general, omnipresente y ca tegóricamente ineludible de Vestigios es el del cumplimiento de un plazo, trátese de la conclusión de la vida, del arribo al punto más alto de un camino, del fin de los tiempos o de la terrible pero acep tada inminencia de lo que ha de venir: la desaparición, la muerte, la redención o el amanecer. Uno de los mejores poemas de Vestigios es, en mi opinión, el que se titula “Parusía” (reescritura, entre otras cosas, de al menos dos poemas de Paul Celan) y es en torno a ese problema teológico, el de la parusía, el presen tido advenimiento de Cristo, donde Sicilia reúne sus mayores preocupaciones y logra darles una sola forma. Del abier to misticismo político de san Francisco de Asís y Joaquín de Fiore a la muchas veces hermética sensibilidad lírica mo derna, concentrada en el agotamiento de la subjetividad, la poesía de Javier Sicilia recorre un camino diverso y ac cidentado, ético y estético, psicológico y religioso en partes iguales. Poesía y chamanismo R osana R icárdez Sara Edén Alatorre, Cuervos al vuelo. Vida poética con Carlos Castaneda, Universidad Autónoma de Puebla, México, 2013, 98 p. Desconfío de los subtítulos que la in dustria cinematográfica atribuye a las pe lículas y de los títulos que los editores asestan a los libros. Por ello, aunque el nombre deja ver algo, creí que encon traría un libro acerca de un pasaje en 155 la vida de Carlos Castaneda poco antes de su muerte. Error: encontré uno sobre la forma en que Sara Alatorre concibe la poesía, el cuerpo y la escritura –en ese orden–, desde ella y desde las ense ñanzas del antropólogo (si bien no poe ta, sí artífice de la lengua y del cuerpo), sólo en apariencia desvinculados. De ninguna manera Alatorre deja de hablar de Castaneda, uno de sus tantos maestros, sino que al pasar las páginas de Cuervos al vuelo… el lector descu bre que la autora hilvana su percep ción del proceso creativo, el poético, a esa vida con Castaneda, porque a fin de cuentas la poesía es lenguaje y éste marida con la literatura. El libro es una especie de artículo periodístico que engarza algunas con ferencias presenciadas por la autora con textos del mismo Castaneda, de filóso fos y de poetas. El objetivo, dibujar al antropólogo. Pero es también un ensa yo donde Alatorre no deja de ser ella ni de hacer saber al lector-espectador, desde sus lecturas, la percepción del mundo a través del cristal del aprendiz de brujo. Esa percepción pasa por el cristal del aprendiz pero también por lo nomina tivo, por el nombre atribuido (acaso de manera arbitraria) a las cosas. Una de las primeras referencias a la atribución de nombres que viene a mi cabeza es la del Génesis 2:19: “Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del cam po, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había 156 de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nom bre.” Así, Adán nombró y todo existió. Antes, aunque era visible, no existía. La trascendencia del nombre en nues tro mundo tangible (de tradición positi vista, donde si no puedo verlo no existe) es innegable. Lo otro, creer en algo o alguien, es fe. Sara Alatorre hace refe rencia, acaso un guiño, a esa cualidad en Castaneda. La necesidad del hom bre de tener y creer en seres superio res, sea Dios (dioses) o sean chamanes: “La palabra es algo más abarcador, ín timo y misterioso de lo que se cree; y todo esfuerzo por buscar sus orígenes acaso sólo forme parte del sistema in terpretativo del que aquélla es sujeto y objeto.” Alatorre insiste en que la lengua sir ve para nombrar toda actividad huma na, sometiéndola “a un orden sin el cual el mundo sería impensable”. Sin embar go, ese acto nominativo conduce a per der “la conexión con la energía pura, con el conocimiento silencioso, la qui mera que la poesía persigue incansa blemente”. De la mano del mito un acto de fe se hace presente, un acto de fe de la comu nidad de brujos, de sometimiento al de signio, de sometimiento al “mesías”. El chamán en la tradición prehispánica; Jesús, en la judeocristiana. Se inclina ron ante el nombrado: Castaneda. Pero si hasta aquí la pregunta sub siste y el lector pegunta aún a qué género pertenece Cuervos al vuelo…, la res puesta es: inclasificable. Se encuentra entre la literatura y el periodismo, en tre el ensayo y la crónica: un testimonio de acontecimientos que se suceden con Castaneda en vida, cuando la magia del chamán estaba azuzada y había gene rado discípulos y seguidores (el compro miso establece la diferencia), tanto en las artes de la brujería como en las de la literatura, y de ella el género más nominativo y sucinto: la poesía. Si por algún despiste el texto fuera tomado como un producto académico, Alatorre sería objeto de los mismos cues tionamientos a los que, en su momento, Castaneda fue sometido por la combi nación de géneros y lo literario. No obstante, susbsistiría el principal valor –nada desdeñable: su correcta escritu ra–. Cosa nada común en los terrenos académicos de estos tiempos. Así, lo que la autora declara “un acercamiento a los significados poéti cos de aquel sistema de creencias que, pese a continuar en el presente –luego del encriptamiento al que quedó confi nado tras los hechos de la Conquista–, se encuentra demasiado lejos de las con cepciones occidentalizadas que rigen al México actual y a todo el mundo me soamericano”, es eso, una aproximación desde ella y su lectura a un chamanis mo conducido por un antropólogo, un hombre que conoció y quedó maravi llado con el México de la mitad del si glo pasado: sus desiertos y sus hongos, su mundo precolombino. ¿Es posible la existencia de certezas cuando el punto de partida, sea per sona o sea fenómeno, es cuestionable incluso en su existencia? Por eso esta crónica es también poesía, por lo que evoca y lo que calla. La autora no ofre ce certezas, da por hecho la existencia de Castaneda y parte a un viaje por su ars poética. La ficción literaria de la que habló Paz y que la misma Alatorre recuerda al apuntar el interés de éste por la obra, encima del misterio Castaneda,1 a la que se refiere como “muy extraña: la derrota de la antropología y la victoria de la magia”. Está consciente de una de las pri meras impresiones producidas por Las enseñanzas de don Juan; y es que la obra “oscilaba entre tomarse la historia co mo algo posible o dudar de ella por com pleto, porque su estructura narrativa, la forma en que Castaneda la relató, era por principio una anomalía, como tex to era (aún lo es) inclasificable”. Cuervos al vuelo… no despoja al lec tor de las dudas ni del halo de miste rio que existe alrededor de Castaneda: es claro que desde el momento en que se volvió un brujo inaccesible (por su condición espiritual no por estrella), a Carlos Castaneda dejó de importarle su filiación andina o cualquier otra. Tampoco a los brujos mexicanos les importó el origen del señalado2 como nagual su cesor de don Juan. Augurio es augurio, más allá de la fundación de México-Te 1 2 Cursivas en el original. Cursivas en el original. 157 nochtitlán, y trasciende la geografía y el tiempo. Evoco aquello que se dice sobre los poetas (escritores en general) y su no lugar de nacimiento, su no perte nencia a un lugar. ¡Qué importa! Ejem plos da la literatura y su historia. Mención aparte merece el nombre del libro (de nuevo lo nominativo): Cuervos al vuelo… evoca a esos animales carro ñeros y de mal augurio, pero también el misterio que los rodea (sin calificati vos), una inteligencia que lo hace su perior a otras aves, objeto de mitos y folclor en diversas manifestaciones artís ticas y en culturas antiguas (norteameri canas y nórdicas), objeto de veneración como símbolo espiritual y como media dor entre la vida y la muerte. Quizás, y eso es mera suposición, el título esté también ligado a Castaneda en ese sen tido. Existe un estudio iconográfico sobre la esencia y carácter de la mitología en tre los grupos étnicos de Norteamérica de Julio López Saco (del posgrado en Historia de las Américas de la Univer sidad Andrés Bello, en Chile) que docu menta algo que a ojos de algunos puede parecer obvio: entre los grupos tribales norteamericanos, y con seguridad eso sucede en los mesoamericanos, los mi tos reflejan el conocimiento de la natu raleza y su comportamiento. López Saco destaca que para estas culturas existe “un equilibrio entre lo espiritual y material, entre lo sobrena tural y lo real, o lo animado e inanima do: todo posee poder espiritual, [lo que 158 indica] una sacra unidad cósmica. Se trata de mitos que corresponden a so ciedades cazadoras, en las que hay una íntima dependencia entre el conocimien to estacional y de las plantas, y el com portamiento animal. Los animales de los que dependen los hombres poseen un carácter espiritual”. Se cuentan: el coyote, el cuervo y el bisonte, “héroes civilizadores”, y la libre cuando de as tucia se trata. Su tarea es afirmar la li bertad del espíritu humano. Los cuatro capítulos en que el libro esta dividido son un pasadizo al mundo de Castaneda: de ficción y realidad, de literatura y antropología. Un paseo por las rutas ocultas de Paz Armando González Torres Evodio Escalante, Las sendas perdidas de Octavio Paz, Ediciones sin Nombre, México, 2013, 184 p. En Las sendas perdidas de Octavio Paz Evodio Escalante reúne varios ensayos en los que rinde cuenta de una admi ración polémica. En realidad, Escalan te ha ejercido una lectura tan puntual como inconformista del canon mexica no y se ha convertido en un interlocu tor controvertido pero indispensable. En el caso de Octavio Paz, Escalan te junta siete ensayos que abarcan dis tintos aspectos y etapas de la obra del escritor mexicano: la génesis de El arco y la lira y las soterradas influencias heideggerianas en ese texto seminal; la cambiante relación de Octavio Paz con el surrealismo; la polémica hechura de la antología Poesía en movimiento; las ambivalencias de Paz en torno a Villau rrutia y Contemporáneos; la transforma ción del poeta exaltado y monocorde de Raíz del hombre en el poeta grave y maduro de La estación violenta; una lec tura fenomenológica de Piedra de Sol y un estudio del tránsito de Renga, la máxima representación de la militancia experimental pazista, a Pasado en claro, el extraordinario poema, pero más bien conservador y narrativo, de largo aliento intimista. La crítica en torno a Paz es compleja por las múltiples reverberaciones de su obra y por el lugar que ocupa en la litera tura. Octavio Paz no sólo es el escritor más importante del siglo xx mexicano, sino que es el autor de un método y un canon crítico en el que él mismo se ins cribe y donde genera claves que operan muy convenientemente para su propia explicación. En otras palabras, Paz lle ga a ser el intérprete más elocuente e influyente del propio Paz. Dada la pro pensión de Octavio Paz a concebirse a sí mismo como un intelectual y poeta sin fisuras, en no pocas ocasiones incurrió en malabarismos críticos que muchos de sus exégetas han perpetuado. Por lo demás, Paz fue un escritor y pensador ecléctico, abierto a todas las ramas del saber, cuyas influencias no siempre hi zo explícitas y acaso a veces ni siquie ra conscientes. Por eso, su obra está llena de enigmas, cuyo desciframiento requiere, además de muy variados ins trumentos analíticos, una suerte de pa rricidio, es decir, un apartamiento de los métodos críticos y los estereotipos en los que el propio escritor se sentía más cómodo. En un medio intelectual polarizado como el que le tocó vivir sobre todo en las últimas décadas de su vida, no era fácil ejercer ese parricidio intelectual o, al menos, no era fácil ejercerlo con sobriedad y la crítica a Paz muchas ve ces tendía a dividirse entre los incon dicionales y los linchadores, entre la industria del elogio y la del insulto. Escalante, en un rasgo notable, bus ca evitar estos extremos y hace un ejerci cio de cuestionamiento que es también un ejercicio de revaloración. Todos los ensayos provienen de una lectura cuida dosa, a veces controvertible, pero de innegable rigor. En “El camino de Oc tavio Paz hacia el arco y la lira”, Escalante muestra a Paz como un teórico pragmá tico y ecléctico hábil para adaptar sus argumentaciones e influencias. Paz se plantea una poética activa y transfor madora. Por eso, Paz reivindica, y en su caso adecua, el ideario romántico pa ra hacerlo consistente con su ideal de lucidez. Para el joven teórico y poeta, el romanticismo no es irracional, sino que aspira a una racionalidad superior 159 y es consciente, aun en sus momentos de delirio. Y es que para este joven la lucidez es un arma estratégica tanto en lo poético como, sobre todo, en lo po lítico. El individuo puede salir de su propia prisión mediante la conciencia: al ser otro de esta manera, el individuo responde al llamado más genuino de sí mismo. Y el instrumento para ser otro, para trascenderse es, y aquí está la hue lla heideggeriana evidente, el lenguaje. Paz dota al poema de un poder transfor mador tan vasto que rebasa cualquier modelo estilístico: no es una forma lite raria, sino una ventana al tiempo origi nario. Por eso también es irreductible a cualquier sistematización o conoci miento. En este ensayo, Escalante no sólo identifica la impronta de Heide gger, sino que hace una dilucidación de otras influencias y consecuencias de El arco y la lira, entre ellas el enfrenta miento simbólico con su mentor Alfonso Reyes, que en El deslinde patrocinaba una concepción muy distinta de la lite ratura. Otro ensayo revelador es sobre la re lación de Paz con el surrealismo. Cual quiera que haya leído los textos de juventud de Paz sabe que el talentoso joven desdeña a la vanguardia, es impe tuoso, protagónico y un tanto dogmáti co. Con los años, de su inicial repulsa, Paz pasa a una peculiar asimilación del surrealismo, que lo reivindica como instrumento liberador y capaz de supe rar el solipsismo e instaurar la comunión de la poesía colectiva. Paz conoce el 160 surrealismo cuando ha pasado su épo ca de esplendor y mayor influencia, por eso, y por estrategia de individuación poética, no se asume como seguidor del surrealismo, sino como un descubridor que utiliza un instrumento descontex tualizado de sus rasgos históricos más controvertidos (su militancia, su secta rismo). De ahí su tendencia a referirse a éste más que como un movimiento, como una actitud espiritual que va de los cátaros al romanticismo. (Esto, co mo mecanismo retórico, es espléndido, pero al descontextualizar, y en su in tento de ampliar el significado Paz mu cha veces mina dicho significado.) Otro momento es la breve biografía poética que analiza el paso del joven de poesía amorosa y comprometida al autor de La estación violenta. Escalan te se refiere al joven Paz influido por la ge neración del 27 y, sobre todo, por Pablo Neruda y su constitución en un poeta más complejo, grave, moderno y ambi cioso, después de su salida de México, de su inevitable ruptura con Neruda y de su conocimiento y asimilación de pri mera mano de la literatura en lengua inglesa, particularmente de Eliot. En otro vistazo a la trayectoria poé tica de Paz, Escalante analiza el paso del poema colectivo y experimental Renga a Pasado en claro, que tiene que ver con la oscilación y saltos de cierto tradicio nalismo al vanguardismo y viceversa. En este caso, Renga es un experimento interesante, aunque sin duda profun damente deudor del discurso de moda de la época que era la noción de muer te del autor y la naturaleza colectiva y anónima de la escritura patrocinada por Barthes y Foucault. Renga corresponde a este aserto; sin embargo, en un salto que podría resultar poco comprensible, pocos años después Paz publica su es pléndido y conmovedor poema confesio nal Pasado en claro, que reivindica la biografía del autor y el sentido más tra dicional de individualidad. Escalante señala esta contradicción, pero también advierte los secretos vasos comunican tes entre estos poemas. En fin, mediante una atenta lectura, en el sentido de cuidadosa y educada, Escalante señala saltos lógicos y con tradicciones, pero también justiprecia la profundidad del pensamiento y la novedad y excelencia de la expresión poética de Paz. Aunque el paseo se li mita a unas pocas estaciones de la vasta obra de Paz, hay una visión de conjunto y un rastreo exhaustivo de fuentes que hacen pensar en el esbozo fragmenta rio de una biografía intelectual. Pero, sobre todo, este libro hace pensar en una amistad que no se concreta en el voluble terreno de la república de las letras, aunque sí en el más conciliador y equilibrado de la lectura inter-tempo ral de los clásicos. Ahí la grandeza de espíritu del autor y la sagaz generosi dad de su crítico encuentran un terreno más propicio para iniciar y estrechar los lazos intelectuales. Desarraigos J osé S ánchez C arbó Héctor Manjarrez, Anoche dormí en la montaña, Era, México, 2013, 186 p. Después de varios años, Héctor Man jarrez (1945) vuelve a transitar los sen deros de la narrativa breve con Anoche dormí en la montaña (2013). Anterior mente había publicado los libros de re latos Acto propiciatorio (1970), No todos los hombres son románticos (1983), Ya casi no tengo rostro (1996) y El horror es familiar (2001). Si bien también ha incur sionado en el territorio de la novela, la poesía y el ensayo, buena parte de su reconocimiento público lo ha obtenido por sus cuentos, como lo demuestran los premios Xavier Villaurrutia por No todos los hombres son románticos y el José Fuentes Mares por Ya casi no tengo rostro. Hijo de diplomático, melómano e iró nico militante de la contracultura, du rante su juventud recorrió varios países europeos y radicó en Milán, Yugoslavia, Madrid, Turquía, Bruselas, París y Lon dres –donde residió seis años–, para re tornar al convulso México de los setenta, decisión que lo sumergió en un com plicado y largo proceso de adaptación. Entrevistado por Reinhard Teichman, explicaba que regresar a su país “fue un desastre durante dos o tres años. No entendía yo nada, o me negaba a enten der casi todo (…). Todo era muy confu 161 so y enloquecedor. Por todas partes veía yo masacres inminentes. México era un país muy difícil entonces, y yo era un persona acostumbrada a vivir en países extranjeros”. Su juvenil etapa como extranjero, así como su contacto con las culturas eu ropeas y los movimientos sociales y po líticos de su tiempo (hippyes, drogas, rock, comunas, militancia, feminismo, ideales, manifestaciones estudiantiles), los ha retomado en su producción lite raria presentándolos las más de las veces a través de formas irónicas o paródicas, experimentales o realistas. Dentro de la vertiente realista, Anoche dormí en la montaña revalida la ca lidad narrativa demostrada por el escritor en cuentarios anteriores. El lector, en principio, tendrá en sus manos un li bro con un excelente cuidado editorial y una colección de doce relatos dividi dos en cuatro secciones: “Infidelidad”, “Polis”, “Anoche dormí en la montaña” y “Antaño”. Cada una de estas seccio nes desarrolla atractivas historias con personajes entrañables y complejos en las que es posible atender trasfondos sentimentales, sociales e históricos. Es tas historias prueban haber sido escritas con paciencia, maestría y sensibilidad así como con honestidad, sabiduría, as tucia y humor. En la primera sección, “Infidelidad”, como el subtítulo lo indica, los dos rela tos narran sendos triángulos “amorosos” civilizados, liberales, ligeramente dra máticos y flemáticos, es decir, contienen 162 los ingredientes necesarios para bauti zar la mezcla como bien londinense. Las tramas de “La esposa y el esposo y el amigo y el otro” y “La mujer, el aman te, el marido y el hermano” (títulos que evocan una conocida película del galés Peter Greenaway) están contadas des de la perspectiva masculina. Lejos del estereotipo, los papeles representados por los protagonistas son los del esposo engañado y el amante que, en ambos ca sos, se resignan a aceptar, en ocasiones sin cuestionar, las decisiones y las con diciones impuestas por sus mujeres. Es tos dos hombres, entre ellos un escritor mexicano, están casi siempre dentro de la casa. Ahí permanecen sin aspavien tos cuando la esposa se marcha o, en el segundo relato, cuando una atractiva y simpática mujer un día toca a la puerta –una fantasía sexual materializada– y, después de un tiempo, desaparece un día sin más explicación. Incluso ahí mismo, en el espacio privado, donde pasaron con sus respectivas parejas placenteros momentos, establecen complicidades con el supuesto amante o con el esposo celo so y devastado, según la perspectiva y el papel que asume cada uno de ellos. La sección “Polis” mira críticamen te en tres relatos, en ocasiones con ele vadas dosis de ironía, a la izquierda latinoamericana mediante tres mujeres singulares y tres geografías paradigmá ticas: Edna y Nicaragua; Florencia y Cuba; Amalia y México. En “Una pura y dura”, un corresponsal mexicano, en viado a Nicaragua para cubrir los pri meros años del gobierno sandinista y las ofensivas de la contra, pasa una inolvidable noche de juerga con Edna, una imponente mujer, por su belleza, in teligencia y carácter, miembro de los servicios de inteligencia sandinista. En “Florencia en La Habana”, una joven cineasta mexicana vive dos momentos memorables. Primero tiene la oportuni dad de establecer una breve conversa ción con un Fidel Castro que mira a la compañera mexicana con “curiosidad y un poquito de sexualidad” y a quien inevitablemente invita a hacer cine re volucionario. El segundo sucede días más tarde cuando descubre en la cama a su futuro marido, un reconocido dra maturgo cubano, con otro hombre; esto da pie a una hilarante e inolvidable escena de equívocos, justificaciones, amenazas y acuerdos donde ella significa el pa saporte de salida de la isla. El tercer relato, “La mujer del parque”, un ex plícito homenaje a Juan Carlos Onetti, trata sobre el exilio de Amalia y, por extensión, de cientos de sudamericanos y centroamericanos que salieron “hu yendo en medio de la noche para que los militares no los secuestraran, tor turaran y mataran”, para encontrar re fugio en México, en ese entonces “el país menos peor de América Latina”, y que, ante la caída de las dictaduras, tuvieron la oportunidad de retornar a sus países aunque algunos “no tardaron mucho en devolverse acá, pues sentían que se ahogaban en los lugares que tan to habían añorado”. La parte que le da el título al libro, conformada con seis relatos integrados, quizás en algún momento un proyecto de novela, tiene como protagonista a Concha, una antropóloga que ya había aparecido en otra novela de Manjarrez: El otro amor de su vida (1999). En esta oportunidad los cuentos narran la ex periencia vivida por Concha al asistir a la celebración de la Semana Santa y la comunión del peyote o jícuri en una pequeña población de la Sierra Madre Occidental. Los relatos “En el bordecito del horizonte”, “El café París”, “Medios y fines”, “Repetida mente”, “Una carta de amor” y “La fuerza de la devoción” forman una cronología de la tradicio nal celebración de los días santos que termina con el Sábado de Gloria y da inicio al “tiempo profano, que resulta una escandalera deliciosa para los mon tañeses que viven en el silencio”. Este ambiente pleno de contrastes detona en Concha dilemas personales, profesiona les, filosóficos y espirituales respecto a la religión, el papel de las mujeres en sociedades tradicionales, la justicia, la violencia, las relaciones de pareja, el tiempo, la identidad y el conocimiento. Los rituales en los que participa, las curaciones observadas, la ingesta de la planta mágica, como parte de un ritual iniciático, le enseñan y hacen reflexio nar a tal grado que el “mundo y la vida ya nunca volverán a ser como han sido hasta esta Semana Santa”. El último cuento, “Amelia”, es la historia del amor imposible de una ni 163 ña que junto con su familia es obligada a abandonar su pueblo en el norte de México con el estallido de la Revolución. Ella recorre con su mamá y hermanos algunas poblaciones del país enfrentán dose a distintas costumbres y tradiciones en cada región. En uno de estos luga res conoce a su primer pretendiente, un adolescente que le promete buscarla al cumplir su mayoría de edad. Sin embar go, el constante peregrinar de la familia lo aleja de él, llevándola hasta la Ciudad de México donde pierde contacto con su prometido y, por si fuera poca la pena, es obligada a casarse con un profesor. Dé cadas después el destino los vuelve a re unir pero Amelia sólo logra reconocerlo horas después cuando se han despedido como dos desconocidos y ella lee el re cado que le ha entregado escrito en una tarjeta su antiguo pretendiente. En los cuentos de Anoche dormí en la montaña destaca un par de aspectos bastante relacionados entre sí. Por una parte está un interesante y heterogéneo grupo de personajes femeninos y, por otra, el relato de distintas formas del desarraigo voluntario o involuntario. En la totalidad de los relatos la participa ción de una mujer es decisiva, ya sea cuando representa a la esposa desilu sionada de la apatía emocional de su cónyuge, la amante liberal que cansa da de la violencia huye con destino des conocido, la insumisa militar que lidia contra el típico machismo de la guerri lla centroamericana, la cineasta desin hibida y enamorada de un homosexual 164 en una sociedad homofóbica, la exilia da nostálgica que pierde la memoria, la antropóloga militante o la mujer de pro vincia emancipada de las costumbres. Asimismo, es común que estas mujeres encaren situaciones poco comunes en contextos y culturas ajenas como la eu ropea (Londres), las latinoamericanas (Cuba, Nicaragua, México) o las nacio nales (Sierra Madre Occidental y la ca pital para una mujer de provincia). En ellas observamos distintas formas de de sarraigos (emocionales, geográficos, cul turales) pero, como se cuestiona Concha, “¿puede uno real y totalmente dejar el mundo en que creció?” Estas muestras de la habilidad na rrativa y la sensibilidad social de Héc tor Manjarrez no decepcionarán a los lectores que han seguido su trayectoria y pueden ser, seguro, como indica la con traportada, la puerta de entrada “para em pezar a leer a este escritor” más com prometido con la literatura que con los contratos editoriales. Algo que declarar José Israel Carranza Teresa González Arce, Días hábiles, unam, México, 2012, 140 p. Aunque, por costumbre, podamos tener claro que un día hábil es aquel en que se trabaja (y uno inhábil, por tanto, el de asueto), el diccionario establece una definición referida exclusivamente a la función jurídica del concepto: día hábil es “El utilizable para las actuaciones judiciales, que es normalmente el no feriado, salvo en los sumarios de lo cri minal y en casos extraordinarios de lo civil”. Más allá de esta distinción, aca so sólo atendible en los términos de su naturaleza procedimental, debe hacerse otra respecto a los llamados días naturales (cada uno de los cuales, según el diccionario, consiste en el “tiempo en que el Sol está sobre el horizonte”): los 365 del año, más uno en los bisiestos, o bien todos los días que termine suman do nuestra edad cuando lleguemos al último (sea hábil o no). Al margen de lo que signifiquen en Derecho –y deben sig nificar mucho si uno se encuentra su jeto a un auto judicial–, los días hábiles son aquellos que en nuestra suma final acabarán contabilizados como el tiempo compartido con el resto de la humanidad en el cumplimiento de las actividades que configuran la porción de lo cotidia no regida por el calendario laboral: días en que trabajamos, hicimos trámites, fui mos al banco, nos dieron cita con el dentista, estuvimos en la escuela –o llevamos a los hijos, en su momento–, pasamos a la tintorería y, en suma, atendimos asuntos determinados por su obligatoriedad y por la imposibilidad de despacharlos en otro momento: de lunes a viernes o hasta la mitad del sábado y mientras haya luz de sol –no hay “noches hábiles”, salvo, quizás, para quienes se desempeñan en el turno nocturno–. En nuestra vivencia de los días interpues tos entre un feriado y el siguiente está restringida o ausente la libertad (o la ilusión de libertad), generalmente reser vada para los días inhábiles, y por ello tendemos naturalmente a preferir éstos: el fin de semana, el feriado –y no se diga el puente–, la vacación, incluso el día de ausentarse por enfermedad, pa recen siempre felices restituciones del tiempo real que nos corresponde y que nos regatean continuamente el trajín del trabajo, los pendientes y las rutinas (ese tiempo apurado tan de prisa que parece de mentiras). En la medida en que nos marcan el ritmo para hacer todo lo que sólo puede hacerse en ellos, los días há biles no nos pertenecen por completo –o no nos pertenecen en absoluto–, y así lo natural es que no prestemos mucha atención a su decurso y supongamos que lo excepcional sólo podrá acontecernos fuera de ellos. Este libro demuestra que no es así. Decididos por la feliz intransigencia ante lo consabido, y también por la certi dumbre de que lo extraordinario puede tener lugar en todo instante –sólo falta que pongamos atención–, los ensayos de Teresa González Arce exploran las zonas de nuestras vidas en que éstas finalmente se hacen: espacios, momen tos, presencias, conductas, evocaciones e imaginaciones que confluyen en una inteligencia que detecta las conexiones entre los elementos de lo habitual y lo 165 próximo para inferir un orden secreto que la escritura desvela. Orientada por una voluntad de encantamiento –en dos sentidos: para procurárselo, pero tam bién para suscitarlo mediante las pala bras que le dan forma–, esa inteligencia reconoce sus temas en la implicación directa que tienen con la experiencia de la autora, de tal modo que la prime ra persona del singular es la vía idó nea para examinarlos; así, conforme la lectura progresa, vamos presenciando cómo se detalla un autorretrato cuya razón de ser, más que la mera fijación de las señas de quien lo traza, consis te en su cualidad de espejo, como ocurre en los mejores ejemplos de la tradición ensayística –empezando por Montaig ne–: alguien que escribe teniéndose por su principal materia y consigue, así, interpelarnos irresistiblemente. (No es fácil, valga decirlo, ser uno su propio asunto: ensayar nuestras perplejidades y nuestras dudas, nuestras comprensio nes, para ofrecer las explicaciones que alcancemos, equivale a postular un mo do más bien inequívoco que el mundo tenga de imaginarnos. Podríamos, des de luego, proponernos mentir, fabricar un personaje; pero lo que queda escrito siempre tiene que vérselas con las an sias de verdad de quien lee, difíciles siempre de moderarlas o cancelarlas ape lando a la ficción. Acaso en esto radi que la exigencia suprema del ensayo: en que su hechura sólo es posible me diante la estipulación de un yo que ha de ofrecerse al juicio de quien lea, y 166 en conseguir que cuanto es de nuestra íntima incumbencia llegue también a concernirles a los demás). Una oficina a la que se acude para recuperar objetos extraviados y de la que se sale con la resolución de mirar con más intensidad las cosas que im portan; cómo se llega a saber cuál es la mejor canción del mundo, y de qué sirve tenerlo claro; por qué no pode mos dejar de atisbar la intimidad que descubre una ventana abierta, y cómo las ventanas por las que nos asomamos al exterior imponen al mundo una ar monía y unas proporciones que nos lo vuelven más asequible; la semejanza que hay entre el desarrollo de una amistad y el despliegue de los pétalos de una rosa, amores culinarios de por medio; la ilusión del paraíso en la inminencia del fin de semana y su disolución hasta que, el lunes, comienza a gestarse de nuevo; una ciudad de arena, añorada y revisitada incesantemente en la me moria que jamás ha salido de ella; otra ciudad en la que la dulzura de las apa riencias oculta la mirada acechante del monstruo que es su emblema; el momen to exacto en que se deciden a la vez un amor imborrable, su final irremediable y el recuerdo eterno de su ocurrencia casi imperceptible pero épica e inigualable; el prodigio de ser, en el advenimiento de la maternidad, la casa de alguien; la ra zonada objeción a las comidas picantes y la enemistad firme contra los enemi gos del silencio; el miedo a los balo nazos y cómo el cuerpo sabe cobrarse que se lo haya descubierto demasiado tarde; por qué no conviene imaginar de más, sobre todo si se va en un vuelo transatlántico, o cómo la enseñanza de la impaciencia debería suministrarse como antídoto contra los excesos de la imaginación; el mundo necesario que viaja en un bolso femenino; desde el castillo medieval de una princesa del siglo xxi, una corroboración de que la ciencia puede no ser sino otra forma de superstición; por qué –y por qué no– ha de tenérsele miedo a que nos vaya a salir “un viejo”; por qué –y con mucha razón– ha de tenérsele miedo al ser fabuloso de uñas y lengua largas que preside la oficina con su sevicia y sus intrigas; cómo podría ponerse re medio definitivo a las inundaciones en Guadalajara y, de una vez, a la catás trofe planetaria (y no precisamente ad hiriéndose a las causas ecologistas en boga); el ensayo como un género len to cuyo principio es el del imán –“Al escribir, uno siente que los minutos corren menos de prisa, que las cosas están hechas de materiales más tangi bles, que las palabras pueden aludir a lo que nos es más cercano”–; y también la existencia de un “observatorio inter no” desde cuyas alturas variables se acaba por entender que la vida es me nos o más vivible por una cuestión de distancia; y también cómo es cuestión de distancia hallar repugnante lo que pudo fascinar, o viceversa; la constata ción de que el deseo, lo mismo que el nacimiento de una idea, precisa del si lencio y del detenimiento de las cosas; los lentes oscuros de José María More los; la identificación del miedo por lo que nos aguarda con la blancura de la página intocada aún por nuestro pre sente; la conveniencia de regresar de los sueños cuidándose de no extraviar el equipaje; el anhelo de un viaje hacia un invierno a la vez glacial y cálido; la ur gencia de vaciar la casa de los padres, que fue la de la infancia y que estará siempre en pie aun cuando el olvido ya la derribe. Veintisiete entradas, de títulos llana y admirablemente leales a sus asuntos, dispuestas en tres turnos de nueve: “Horario corrido”, “Quejas y sugerencias”, “Vuelva usted mañana”. Despliegue de los sentidos y consig nación de sus hallazgos, ponderación de las razones que aducen la memoria o la imaginación, recapitulación de las inflexiones decisivas en la educación sentimental y también de los aconteci mientos por los cuales ha ido modulán dose la capacidad de observación a la que, en última instancia, la autora debe su personalísima forma de concertar lo que entiende con lo que dice (su poética), los ensayos de Días hábiles proceden bási camente a partir de declaraciones –si bien hay tres textos fragmentarios más próximos al poema en prosa, en el sen tido en que su lectura busca promover ciertos enigmas que se bastan a sí mismos al quedar liberados a la interpretación, antes que sujetarse al esclarecimiento conjunto entre quien escribe y quien lee, que es lo propio del ensayo–. Y creo 167 que es en esa querencia donde radican los motivos de que la lectura, a poco de comenzar (y por donde sea que co mience), se apreste infaliblemente a poner la misma atención que la autora puso a sus asuntos: al encontrarnos con alguien que declara que desde niña le han gustado las ventanas, por ejemplo, queda abolida toda suspicacia y nos disponemos a lo que sea que se des prenda de la confidencia. Y lo que se desprende es una forma inédita, y pre ciosa como la misma declaración, de entender aquello que inesperadamen te descubrimos que nos aguardaba. Ya por eso este libro –que además tiene el efecto casi sobrenatural de propiciar el silencio que conviene a su lectura, y también de ralentizar el tempo de és ta, tal como debió ocurrir con el de la escritura– puede volvérsenos memora ble. Pero también por el obsequio que obtendremos al apropiarnos de las for mas de detenerse y mirar y preguntar se y responderse que la autora tiene: nuestros días hábiles jamás volverán a ser iguales. 168 Poesía sin agujeros Francesca Dennstedt Luis Felipe Fabre, Poemas de terror y de misterio, Almadía, México, 2013, 102 p. Ya se ha comentado que el último libro de Luis Felipe Fabre, Poemas de terror y de misterio, presenta –en palabras de Sergio Téllez-Pon– una poesía en rigor mortis: el uso de dos puntos, el corte abrupto de los versos, la reiteración, las enumeraciones, el humor predecible y demás recursos estilísticos tradiciona les de su poesía, invaden el texto con una soltura problemática. Quiero decir: lo que antes se presentaba como una especie de ruptura, hoy parece ser el espacio de lo tradicional. Utilizo esta palabra a propósito porque el autor co menzó a ganarse un lugar especial en la poesía actual mexicana al presentar se como un poeta que atentaba contra la tradición, como un poeta que estaba dispuesto a tirar el último cascarón del tabú al piso. A mi juicio, este afán por atentar contra la tradición es uno de los aspectos que alimenta el ingenio de su poesía. Por ejemplo, una de las lectu ras que admite La sodomía en la Nueva España es que el travestismo genérico –juego de disfraces entre el teatro, el en sayo y la poesía– resulta novedoso cuan do se dialoga con la tradición barroca, estética culta por antonomasia. A su vez, el barroco cobra sentido cuando se piensa como una estrategia para rei vindicar al sodomita en la historia. En Poemas de terror y de misterio los zom bis y otra clase de monstruos, como la propia sor Juana, son las herramientas que pretenden desestabilizar la poesía. Pero se necesita algo más que una ca tástrofe zombi para sacudir el texto de su monotonía: parecer ser que la ma durez poética no le ha sentado del todo bien a Fabre. El problema mayor del libro no es el uso abusivo de una retórica conocida sino que parece ser que los agujeros se han llenado. Para Fabre, la poesía siempre ha sido una herramienta para ensayar la propia poesía: ¿esto que estoy leyendo es un poema?, ¿cómo se sostiene un “bello decir” dadas las circunstancias? En sus anteriores libros ha quedado claro que la poesía en la actualidad tie ne que ser algo más que lenguaje. Qui zá sea cierto que Poemas de terror y de misterio es el texto de Fabre donde me jor se ajusta la necesidad poética a la realidad del mundo, sin embargo ésta última parece devorar todo intento por ensayar la poesía: no hay huecos –sal vo los que dejan los zombis– para leer en el poema. O más bien, no me gusta la respuesta que parece llenar el agu jero: la poesía ha dejado de ser lengua je y se ha convertido en un remake, en película gore. Mientras que en La sodomía… Fabre apostaba por travestir la poesía, por hacer un juego transge nérico donde lo barroco y el sodomita fueran los principales participantes, en Poemas de terror y de misterio la apues ta queda en manos de seres putrefactos y en un par de rimas desgastadas. Por otro lado, en el texto, se deja entrever una necesidad meramente mercantil, una voluntad por convertir la poesía en un best seller. No me queda del todo cla ro hasta qué punto Fabre pensó el tema de lo comercial. De entrada, no hay un diálogo con el género del best seller ni se nos presenta como una estrategia para desmantelar el poema: los zombis apa recen porque pueden aparecer. Y es justo en este punto donde el libro co mienza a funcionar un poco. Al igual que en el cine gore, Fabre se aprovecha de los códigos visuales del zombi para hacer del miedo un exceso risible. Cuando hablo de miedo no me refiero a estos monstruos sino a la situa ción específica de violencia que se vive en México: “ahora setenta mil zombis asolan México según cifras oficiales”. El zombi representa a la humanidad desconocedora de sí misma, ese miedo a perder toda idea de sujeto y perderse en la colectividad. El zombi es un ser que ya no busca el placer sino la ne cesidad, que representa el estado pu trefacto de las cosas. Fabre nos indica que somos muertos vivientes acostum brados a vivir en un estado de alerta constante, una alarma que se ha con vertido en mera ficción narrativa: Dicen que los zombis son una estrategia del narco para aterrorizar al gobierno. Dicen que los zombis son una estrategia del gobierno 169 para aterrorizar a la población. Dicen que los zombis son una estrategia de la población para aterrorizar al narco. Dicen que los zombis son una estrategia del gobierno para aterrorizar al gobierno. Dicen que los zombis son una estrategia del narco Dentro de la catástrofe zombi, una de las preguntas clásicas es: ¿saben los zombis que están muertos, que son zom bis? En Poemas de terror y de misterio pareciera que la respuesta es no, que el zombi se erige como articulación del cambio. Evidentemente no estamos ha blando de un cambio en la realidad sino en la escritura. En su ensayo Filosofía zombi, Fernández Gonzalo habla del zombi como un problema de escritura, como una manera de infectar nuestros códigos culturales y sus signos para pensarlos nuevamente. El zombi como articulación del cambio: no se sustituye lo viejo con lo nuevo sino que se frag menta, se recompone. Así, el zombi se erige como una nueva forma de pensar la poesía, el poema sobre la violencia: Últimas noticias: cerca de ochenta personas que se manifestaban en pro de los derechos de los zombis frente a las puertas de Palacio Nacional fueron devoradas por una horda de muertos vivientes sin que la policía ni el ejército interviniesen en su auxilio. La burla y el carácter zombificado 170 no sólo del espectador sino del propio poeta que se entrega a esa horda de se res putrefactos, de poesía sin agujeros. Es evidente que Fabre se preocupa por el destino de la poesía. De alguna ma nera, intuye que no puede desligarse totalmente de la violencia en México, pero hacer un poemita más de este tipo parece absurdo: propone un cambio, una literatura z; es decir, apuesta por un pop real, intenta borrar la línea entre alta cultura y cultura popular. El proble ma está en que ya no hay una propuesta formal: el poema se ha sacrificado ante la tradición para entregarse, sin medir consecuencias, a este famoso pop de lo real. A mi juicio, debe de haber otro camino donde el fondo no sacrifique a la forma. Un último aspecto llama mi atención. Hay un poema titulado “El poema de mi amiga”, que habla del interés del pú blico por este nuevo género de la poe sía mexicana: el poema de violencia. La amiga interroga a la voz poética: “¿qué a ti no te importa lo que pasa en este país?” Le recrimina su falta de lágri mas y deduce que el poco interés en los secuestrados, en los desaparecidos, se debe a simple envidia: la voz poé tica no puede escribir un poema so bre la violencia. Poemas de terror y de misterio es una respuesta a ese poema; parece ser que todo se resume a la im posibilidad de escribir la violencia, de contar los muertos con versos y rimas. El poema llama mi atención porque no sé si la voz poética, que a estas alturas bien podemos identificar a Fabre en ella, se ha entregado con resignación a la nueva moda y ha escrito su poemita so bre la violencia o erige la resistencia al convertir el horror en risa. Ninguno de los dos puntos me convence: me niego a pensar en Fabre como un poeta entre gado a la tradición, que ha dejado de ser propositivo, pero tampoco encuen tro una resistencia satisfactoria. Fabre necesita sacudir su poesía de ese rigor mortis. Mientras tanto, espero con an sias su siguiente trailer. El orgullo criollo Gabriel Wolfson Álvaro Enrigue, Valiente clase media. Dinero, letras y cursilería, Anagrama, México, 2013, 191 p. En su cuento “¿Por qué?”, cuyo título ya resulta sospechoso, Bernardo Cou to narra la historia, las razones, de un suicida: aburrido, desapasionado, inca paz de consagrarse más de unos cuantos días a ninguna actividad, pasa por la mundanidad de los clubes, la emoción del juego, los “placeres intelectuales” y los sexuales, hasta que encuentra a una mujer que lo ama. El problema es que él no, así que intenta varias cosas: quererla, amoldarse a la vida hogare ña, despreciarla. Al final se suicida, pero, a diferencia de “Blanco y Rojo”, otro cuento de Couto donde el hastiado protagonista sí prueba todo lo imagina ble antes de terminar asesinando a su novia, en “¿Por qué?” el héroe se ami lana frente a una de las opciones que él mismo concibe: “Llegué al grado de pretender recurrir a lo cómico, dicién dole que me engañara o suplicando a un amigo la sedujera para remover algo en mí.” La frase siguiente es, según yo, el tributo que Couto pagó a la cursile ría modernista mexicana: “El temor del ridículo únicamente pudo detenerme”, tributo reforzado por la enorme canti dad de lágrimas y fríos corazones de los párrafos finales del cuento, como en ninguna otra página de su obra. Sin las lágrimas, la cursilería de Cou to parecería de distinto orden a la de Darío, Gutiérrez Nájera, Carreño, sor Juana y los jesuitas novohispanos del xviii, objetos del libro de Enrigue. Si en algo se engarzan personajes, épocas y condiciones tan diferentes es en lo aspiracional de su cursilería. Pero bien vista, la de Couto pertenece a la misma lógica –como tal vez todas las cursile rías, propias y ajenas–: el límite chaba cano que le impone a su protagonista, ese temor al ridículo tan prístinamente clasemediero y que termina mordién dose la cola de la ridiculez, puede leer se como el anhelo de no abandonar del todo su nicho burgués, pese a las tantas bravatas en su contra, escritas y vivi das; una última gota de urbanidad, ele gancia o pudor que chirría al reunirla 171 con los gruesos paraísos artificiales y demás fugas del filisteísmo practicadas por Couto. Anhelos, aspiraciones: si no recuerdo mal, Roberto Bolaño dijo que todo escritor persigue fama, dinero y lectores, en ese orden. El libro de En rigue ofrece ilustraciones que lo confir man: de los criollos novohispanos que poseen riquezas materiales y con ellas, cursi, candorosamente, buscan hacerse de legitimidad, a los mestizos decimonó nicos que controlan la mesa del juego simbólico pero se quedaron sin dinero que apostar y lo persiguen en mansio nes de seudomecenas o en redacciones de periódicos. Lo común es, pues, una aspiración, bajo distintos niveles de an siedad o desboque, desde este o aquel lado del dinero, desde el más acá o el más allá del prestigio. Las mejores páginas del libro comien zan a la mitad, con el tercero de sus cinco ensayos, “La mente de Carreño”. Enrigue no se ha limitado, como hici mos varios, a leer el Manual de urbanidad a la luz de Foucault y González Stephan (aunque me desconcierta, en esa línea, la ausencia de Norbert Elias, el gurú de la reflexión sobre los moda les civilizatorios), ni en todo caso como el libro más divertido de la literatura la tinoamericana del xix, acaso junto a los de Machado de Assis. Además inves tiga sobre la vida de don Manuel Antonio para no verlo como una casilla vacía, el inmejorable emblema de lo claseme diero, y en cambio sí brindar sus singu laridades: su condición de hijo natural, 172 exaltada por su arrebatado tío Simón Rodríguez como “garantía de pureza rousseauniana”; su rechazo justamente a las ideas de ese tío; la increíble vida de su hija, la pianista Teresa Carreño, con quien Manuel Antonio fue a cenar a la Casa Blanca ocupada por Lincoln, a quien llevó con Liszt pero rechazó que éste fuera su maestro de piano cuando ya la había aceptado como discípula, “asombrado con su talento”, y quien casó cuatro veces. Enrigue logra enton ces, derivada de su observación precisa y no de la glosa teórica, una magnífica descripción de la clase media hispano americana, que ocupó incluso buena parte del xx, al menos hasta los años sesenta: “Se trata de una clase media urbana que, desde fines del siglo xix, ha mantenido en movimiento las economías de la región sin abrazar por completo la modernidad laica, pero promoviendo activamente un tratamiento liberal de las finanzas tanto públicas como privadas: comunidades de empresarios, arrenda dores urbanos y altos empleados públi cos y privados que siguen yendo a misa los domingos; grupos defensores, tal vez sólo por supervivencia, de la libre em presa, el ahorro y el orden público; pa sajeros de la ciudad que toleran a la clase política sin identificarse con ella y que resisten la noción de la distri bución de riqueza desde un Estado de bienestar, pero que al mismo tiempo llevan sobre los hombros la mayor car ga fiscal de los países en que viven.” Lo que tenemos es, insisto, una ca racterización no sencillamente abstracta, no una sexy paráfrasis de ninguna teoría aplicable al mundo entero, sino la preci sión, la complejidad del matiz, la opaci dad de lo histórico: Enrigue comprende muy bien que Carreño acarrea un peso “feudal”, premoderno –siendo que ha bíamos leído el Manual como el summum del proyecto racional decimonónico–, y que eso introduce, como digo, nota bles matices en la descripción usual de lo burgués, sea que escojamos la de la burguesía puritana, empresarial y aho rrativa –de la que poco hubo al sur del Río Bravo–, sea que optemos por la bur guesía hedonista, elitista y despilfarra dora, tan propia de nuestros días y que, en cierto sentido, bien podríamos decir que comienza con Darío y su época. En Carreño, pues, tal como lo hace ver Enrigue, se dan la mano ambas face tas junto con el resabio hispánico. De ese modo, por una parte, se explica la exhaustividad delirante del Manual, su exceso tautológico o beckettiano, y también su elitismo inicial (aunque terminara sien do leído por todo mundo, el Manual se ofreció para un público muy restringi do: la élite masculina): una vez perdido para siempre el “mito que consagraba” la identidad de los criollos, nuevo gru po en el poder tras las independencias, hubo de proponerse otra fantasmagoría, ahora no sanguínea, que diera legitimi dad a su dominio: digamos, la nueva nobleza del pañuelo y la flor en el ojal. Por otra parte, se sostiene lo que sugie re Enrigue: no fueron tanto los escri tores revolucionarios –cierta gauches ca, el primer Sarmiento, Heredia, fray Servando, Simón Rodríguez– quienes produjeron el imaginario burgués his panoamericano, sino ciertos novelistas, poetas y los carreños, “los ideólogos de esta biblioteca hispanoamericana no re conocida como tal”, pues en ellos se aliaba la lógica fría del capital con el conservadurismo tibio de los abuelos. Que en el Manual pueda leerse esa ló gica del capital latiendo bajo cada in ciso no supone ninguna “superación” completa del viejo orden, sino su rein vención, de la que derivaría una bur guesía latinoamericana dominante: no la industriosa –dirían ahora, monstruo samente: la emprendedora– y próxima al ascenso, la movilidad social, sino la comerciante en pos del mantenimiento del statu quo. En un tránsito hacia el pasado, los je suitas del siguiente capítulo de Valiente clase media aparecen como el puente entre tener y no tener: si sor Juana, co mo se apuntó arriba, ilustra el momen to donde los criollos poseen dinero y quieren manejarlo para hacerse de le gitimidad, y Carreño construye su hi larante legitimidad a ver si puede hacerse de fondos que la respalden –aunque murió en la pobreza, como informa En rigue–, los jesuitas emergen como la clase que lo tenía todo, bienes, biblio tecas, influencia, un proyecto político, hasta que, digamos, dejaron de tenerlo con la subrepticia expulsión ordenada por Carlos III: son figuras de pronto 173 despojadas no sólo de su casa o sus libros sino de su lugar en el mundo, sacudidas por un trastorno que nadie preveía; yo diría: juniors a los que, en una mañana, todo les embargan. Enri gue es muy acertado al tejer un ensayo donde sobresale una especie de razón burocrática en los jesuitas exiliados, devenidos de golpe promotores turísti cos de sus antiguas ciudades y, en es pecial, promotores de sí mismos. Ahí, me parece, se abre una razón instru mental, donde los criollos se presentan como los mejores mediadores posibles, los traductores por antonomasia, que recorrerá un buen trecho del xix: co nocen las altas letras pero también las altas y arduas montañas americanas, tienen la misma teoría civilizatoria que los europeos pero saben de las difi cultades concretas de lidiar con incas o gauchos: de los jesuitas del xviii al Bolívar que entre república y dictadu ra opta por la última, confiado en que unos pocos criollos podrán administrar mucho mejor los nuevos países, hay una vía directa. Hacia atrás, hacia sor Juana, la vía es también directa, aunque creo que la cursilería mengua conforme retrocede mos. En el más sugerente, paciente, atractivo y, diría yo, conmovedor de los ensayos, Enrigue describe un tiempo concreto donde el crédito, la capacidad –¿y temeridad?– de hacer abstracción del dinero y cortar sus amarras con lo material, esos primeros momentos de flujos e intercambios virtuales, le supo 174 nen a la Nueva España una superiori dad notable de poder y de modernidad con respecto a la metrópoli, poder, cla ro, que de ahí en adelante será limitado cada vez más desde el flanco político y administrativo. Por ello, quizá, por la confianza que brindan unas cuentas es plendorosas la cursilería decae, apenas bocetada en ese orgullo criollo que, a partir de entonces, irá acumulando agra vios, rencores y fracasos, pero que para sor Juana aún emerge con la naturali dad suficiente como para incluso ha cerlo parte del sistema metafórico del erotismo: “al definir las relaciones eró ticas como operaciones financieras, la poeta postula que tiene control sobre un lenguaje que abruma, angustia y confun de a sus colegas metropolitanos: tiene un conocimiento que ellos no tienen. Es un pequeño, delicioso gesto de su perioridad”. Superioridad, es cierto, des lizada sutilmente, con precaución, por ser mujer sor Juana y habitante de la Colonia, como bien argumenta Enrigue, de la misma forma que alerta contra esa tendencia actual de “descentrar” o marginar a todo el que se deje: “No es, bajo ninguna circunstancia, que sor Juana calificara como lo que la teoría poscolonial escrita en inglés y sobre la experiencia colonial británica considera un ‘subalterno’.” Al final, el hilo cen tral del ensayo de Enrigue confluye con una de las ideas que mejor han expli cado la asombrosa y ostentosa destreza técnica de muchos barrocos novohispa nos: fuera dinero o pirotecnia verbal, se trataba de “acumular influencia utili zando capitales –económicos y simbóli cos, diría yo– como medida de presión”. Los dos primeros ensayos, en cambio, me parecieron mucho menos interesan tes, como si hubiesen sido escritos sólo para completar un pequeño conjunto entonces publicable como libro. Sobre todo el primero, dedicado a Darío, ofre ce una simpatía autocomplaciente que los otros no necesitaron, así como una lectura según yo errónea o muy forza da de Díaz Dufoo, hijo, y su “Ensayo sobre una estética de lo cursi”; y este y el segundo, sobre Gutiérrez Nájera, engrandecen retóricamente una idea –que los modernistas eran muy cursis– ya muy comentada: ¿o es que alguien sigue leyendo a estos poetas en tanto sinónimos de refinamiento auténtico? ¿No la grandeza, el “virtuosismo” de Darío existen no a pesar de su cursile ría sino en parte gracias a ella? En fin, no quiero extenderme en estos ensa yos, el peso de los tres restantes me es suficiente para aquilatar Valiente clase media como un libro que no se confor ma ni mucho menos con la “escritura no académica” de asuntos académicos y que, al contrario, desde la investiga ción real y concreta, ofrece verdaderas lecturas novedosas no basadas única mente en el ingenio o la ocurrencia. (Nota final: ¿qué curiosa coedición es esta? El libro va amparado por una buena cantidad de logos: la Universidad Autónoma de Nuevo León, el Claustro de Sor Juana –hasta ahí muy bien–, Ana grama/Colofón, la “Cátedra Anagrama” de la uanl –¿algún crítico furibundo de, yo qué sé, Bolaño o Vila-Matas se animará a mantener su ferocidad si quien lo invita es la Cátedra Anagra ma?– y, por último, una tríada fantásti ca: Círculo Editorial Azteca, Proyecto 40 y Fundación Azteca, las tres marcas registradas, como bien se nos advierte en la hoja legal, de tv Azteca s. a. de c. v.: ¿no será el signo final, el track fantas ma de la cursilería sobre la que tanto se habló en el libro? ¿El capital que produce algunos de los programas no más cursis sino más vergonzantes y ra cistas de nuestro país patrocinando un libro que analiza esos fenómenos? ¿El capital querrá ahora, cursimente, aco modarse un poco la camisa y limpiarse el exceso de maquillaje patrocinando literatura? ¿O quizás exagero y en rea lidad nadie de tv Azteca leyó ni leerá nunca jamás el libro de Enrigue, y por tanto, al menos a conciencia, no hay contradicción ninguna?) Hacer aviones de papel Juan Carlos Reyes Jorge Carrión, Librerías, Anagrama, Barcelona, 2013, 342 p. En 1949, el antropólogo Clyde Kluckho hn publicó por vez primera su clásico 175 libro Anthropology, pero fue hasta 1974 que el Fondo de Cultura Económica editó la traducción que tengo sobre el escritorio al escribir estas líneas. El autor realiza una metáfora que recor dé someramente mientras avanzaba mi lectura de Librerías. Kluckhohn advier te el peligro de confundir un mapa con el territorio que está cartografiando, de confundir la representación con aquello que representa. La idea cobró fuerza gracias a que al leer Librerías me fue imposible disociar lo que es una libre ría –en su sentido más material– y aquello que representa para todos los actores que interactúan con ella: libros, libreros, au tores, clientes, lectores, comunidades, imaginarios, culturas, calles, esquinas. Vidas enteras dedicadas a los libros y su mortal existencia, de la que cada ma pa será distinto y nunca será capaz de solidificar un recorrido único. Jorge Carrión (Tarragona, 1976) ha publicado, entre otros títulos, la novela Los muertos (2010), los libros de viaje La brújula (2006) y Australia. Un viaje (2008), y ensayos como Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald (2009) o Teleshakespeare (2011). Su más reciente publicación, Librerías, fue Finalista del 41º Premio Anagrama de Ensayo e inten ta algo que recuerda de cierta manera a lo propuesto por el anteriormente men cionado Kluckhohn: combinar mapa y territorio, más no confundirlos. Ávido viajero y evidente bibliófilo, Carrión tra za un mapa geográfico e histórico a la vez que escribe las coordenadas de una 176 cartografía íntima en donde deja claro que muchos de los lugares que visita son casi abstracciones y otros tienen una materialidad que no puede ser desdeña da y que habla por sí sola, que se hace manifiesta cada vez que pisa el suelo de madera, toca los anaqueles, el papel, los libros, o habla con libreros bajo el cobijo de casas que fueron antes libre rías o gasolineras que ahora lo son. El texto de Carrión se presenta como un ensayo pero no es sólo eso, sino también un libro de crítica cultural, un libro de viajes que podría servir de guía por diversas librerías del mundo, un diario de viaje que se esconde tras un conjunto de crónicas y anécdotas sobre libreros, libros y autores. Me resul ta claro que un libro bajo el título de Librerías tendría que hablar de todos los participantes que giran en torno a dichos recintos, pero me queda la sin cera duda si más de treinta epígrafes y una cantidad asombrosa de nombres de autores, libreros, librerías, calles, ciu dades y países borran un poco el estilo ensayístico del libro y lo ponen en pe ligro de convertirse en un texto erudito de referencia sobre la historia de las librerías. Tal vez la intención del au tor es doble y entonces esté lograda a cabalidad. Con catorce capítulos, el libro sin duda propone un viaje. El propio au tor afirma que durante muchos años concibió su visita a diversas librerías del mundo como un peregrinaje en el que, cada vez que entraba en alguna de ellas, algo o alguien sellaba un pasa porte imaginario en el cual no bastaba contar con el sello de la librería, sino que el estampado tenía que ser prome sa de retorno. “Fue en la Librería del Pensativo, de Ciudad de Guatemala donde recogí el primer sello”, confiesa Carrión. Su viaje es histórico y geográ fico a la vez que autobiográfico. Parte de sí mismo para viajar a las librerías más antiguas del mundo y terminar en las librerías virtuales, tema en el que considero no se extiende lo suficiente, especialmente si se toma en cuenta la importancia que tiene hoy en día el fe nómeno. En su recorrido aparecen li brerías internacionalmente famosas como Shakespeare & Company o aquellas que fueron bastiones políticos en épo cas de dictadura y represión. Transita igualmente por un viaje a lo largo y an cho –literalmente– de los Estados Unidos y se detiene románticamente en París como capital innegable de librerías y libreros. Y, en este recorrido, el autor está consciente de que por más exte nuante que sea su viaje “no se habla más que de ejemplos, de excepciones de un mapa y una cronología de las li brerías que es imposible reconstruir”. Pero con esas excepciones Carrión crea un camino que pretende pasar por los ejemplos más relevantes, por aque llos que sería mejor llamar excepcio nes. Entre las que más atención pone se encuentra la parisina Shakespeare & Company, de Sylvia Beach, de cuyo nombre George Whitman sacara réditos años después bajo un halo de misticis mo, cuyos empleados –se dice– traba jaban a cambio de alimentos y un lugar donde dormir. Transita por la librería Strand, de Nueva York; La Librairie des Colonnes, de Tánger; Stanfords, en Londres; Antonio Machado, en Madrid; City Lights y Green Apple Books –una de sus favoritas– en San Fransisco, o las librerías del Fondo de Cultura Eco nómica en la Ciudad de México. El recorrido de Carrión explora a fondo, y la considero una de las carac terísticas más interesantes del libro, su propia relación con los libros. Quizás es algo en lo que no nos detenemos a menudo a pensar. ¿Quién nos dio nues tro primer libro? ¿Qué fue lo primero que compramos en una librería? ¿Qué lecturas de nuestra infancia siguen presentes tanto o más que el último li bro que leímos? ¿A qué librerías acu dimos en busca de regalos y a cuáles en busca de libros para la biblioteca personal? Carrión contesta cada una de estas preguntas a lo largo de su texto. Para él, la entrañable relación con los libros que finalmente lo llevó a escribir Librerías proviene de la infan cia y la adolescencia, “épocas en que uno se vuelve amante de las librerías”. Además de esa pasión por las librerías, tuvo la fortuna de que su padre traba jara por las tardes como representante del mítico Círculo de Lectores. Su casa se llenaba de cajas y cajas de libros, de paquetes destinados a domicilios cer canos a los que acompañaba a su pa 177 dre. Los libros eran tan importantes en su infancia y adolescencia que decidió dedicar parte de su vida a ellos, no en balde afirma que la biblioteca personal “puede leerse, si no como un correlato de [la] vida entera, al menos como un paralelismo de su construcción como personas durante la juventud, cuando esa posesión es decisiva”. Porque es difícil saber si lo que uno recuerda en realidad fue así o simple mente lo hemos construido de nueva cuenta al recordarlo, las librerías de las que habla Carrión no son realmente las librerías de las que habla sino cons trucciones propias que elaboró toman do notas en sus travesías, repensando y rememorando sus viajes y conversa ciones. De visitar las mismas librerías, de lograr hacer el mismo recorrido que plantea el autor, el nuestro sería un via je completamente diferente, pero por eso mismo sería igualmente fantástico. Co mo lo ha dicho Umberto Eco, ni los li bros ni las librerías se pueden predecir; no se puede trazar una ruta segura por ninguno de los dos. “La verdadera lec ción de Moby Dick es que la ballena va donde quiere”, dice Eco. Uno de los primeros epígrafes del li bro proviene de Los poderes del lector, de Carlos Pascual: “Una librería no es más que una idea en el tiempo”, y per cibo que Carrión, a lo largo del su libro, intenta ser fiel a esta idea. Habla con un cariz casi borgiano “sobre el mundo como librería y la librería como mun do”, de la librería como un lugar ima 178 ginario en el que se reúnen imaginarios colectivos que sobrepasan las paredes de los edificios y permean en socieda des más o menos letradas, en culturas más o menos apegadas al libro. Como lo dice el propio autor en una entrevis ta: “Lo que intento es eso, analizar las mutaciones de la idea de librería en la historia y aderezarlo como algo que va más allá de las encarnaciones concre tas.” De ello me parece inevitable pre guntar, ¿qué lugar ocupan las librerías contemporáneas en la cultura actual? Creo que la librería como imaginario se ha transformado en parte en un mito cultural, en un monumento citadino com pletamente distinto –en especial por sus funciones y actores– a las bibliotecas o museos. Lugares que toman el pulso a expresiones casi intangibles como la memoria, el olvido, la literatura o el ánimo de una población. Por otro lado, es sumamente intere sante la relevancia que el autor otorga a la librería como espacio físico. Lugar en el que se reúnen las más variopin tas “multitudes” –por lo menos a lo largo de los años– a compartir cierto sentido de comunidad que los anaque les llenos de libros permiten. Algunos irán a buscar un regalo; otros, en una cru zada, en busca de un libro para una te sis; algunos más por una largamente postergada recomendación de ese gran lector que todos los que aman los libros tienen por amigo. Carrión apunta que es en las librerías en donde la literatura se vuelve más física y, debido a ello, ma nipulable, palpable en las pastas y el papel que representan la encarnación más física de autores que nunca vere mos y cuyas motivaciones más íntimas, las cuales han hecho que tengamos ese libro en las manos, siempre nos serán veladas. Las librerías son, sin duda, un lugar de encuentro de personas, ideas, tradiciones, cánones, pero sobre todo y por encima de cualquier cosa, libros. El autor habla de las librerías como “el espacio donde, barrio a barrio, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, se decide a qué lecturas va a tener acceso la gente, cuáles se van a difundir y por tanto van a tener la posibilidad de ser absorbidas, desechadas, recicladas, copiadas, pla giadas, parodiadas, admiradas, adapta das, traducidas. En ellas se decide gran parte de la posibilidad de que influyan”. Y ése, me parece, es el destino final de un libro, su influencia encarnada en un sinfín de posibilidades. Si la librería, como anotaba antes, puede bien ser una mera abstracción, es mucho más seguro que se trate de “una red inabarcable de objetos, de cuerpos, de materiales, de es pacios”. Cuando Carrión se refiere a las mu chas librerías por las que ha pasado en sus variados viajes, regularmente presta igual atención al establecimiento como a sus dueños y libreros. Para el autor esta figura es de vital importancia, no por nada comienza su libro con un relato sobre uno: “Mendel el de los libros”, de Stefan Zweig. Como lo ha escrito Ro ger Chartier en uno de sus varios textos sobre la historia del libro y la lectura, en gran medida fueron los libreros, de la mano de los impresores, quienes ge neraron el comercio formal de libros. En muchas de las librerías que Carrión señala, los dueños de los estableci mientos cobraron un papel preponde rante debido a que fungían también como libreros, como aquellos hombres y mujeres que conocían sus estanterías como mapas por los cuales dirigir la vi sita de compradores, al punto de guar dar libros o ediciones especiales para clientes regulares o escritores que se nutrían de sus anaqueles. ¿Será que hoy sigue existiendo la figura del librero? Me gustaría aventurar una respuesta positiva, pero como cualquier práctica expuesta al paso del tiempo, ésta ha te nido que mutar. Son pocos los dueños de las librerías contemporáneas que es tán presentes para aconsejar y discu tir títulos con sus clientes, y aquellos empleados de las librerías actuales no siempre desempeñan el papel de libre ros, sino de normales dependientes que bien podrían estar vendiendo ropa o juguetes en lugar de libros. El extremo absoluto sería el algoritmo de amazon. com, cuyas recomendaciones están ba sadas en tus anteriores compras o “gus tos” registrados. Me queda claro que Librerías es un recorrido anecdótico y casi romántico sobre varias de las librerías favoritas de Carrión, pero me hubiera gustado tam bién leer un poco más sobre la librería como práctica económica, es decir, so 179 bre los pormenores que la cultura del libro, las librerías y la lectura han te nido que enfrentar en los últimos años. Por supuesto, no pediría un análisis de los niveles de lectura o la pertinencia de la publicación de tal o cual tipo de libros, pero creo que si en algún mo mento el autor llega a preocuparse por la materialidad del libro y las librerías, eso necesariamente debería incluir una mirada más aguda sobre el tema. Por ejemplo, no es una casualidad que de diez de los más grandes conglomerados editoriales seis se encuentren en los Es tados Unidos: Random House, Penguin Putnam, HarperCollins, Holtzbrinck Pu blishing Holdings, Time Warner y Si mon & Schuster. De ninguna manera esperaba un análisis cuantitativo sobre libros, autores, librerías o ventas, pero creo pertinente una reflexión sobre la visibilidad que las librerías contem poráneas dan a ciertos libros, en las cuales la “mesa de novedades” se con vierte en una tabla de salvamento inal canzable para los libros de editoriales pequeñas o independientes. A decir de Carrión, en una entrevis ta, “ahora mismo habría, básicamente dos modelos [de librería] a muy gran des rasgos. La librería independiente tradicional y la gran superficie que se parece en Los Ángeles, Tokio, Pekín o en Río de Janeiro, la librería especta cular”. De las primeras, todos tenemos alguna preferida, pero de las segundas sería iluso elegir una sobre otra, ya que todas son casi idénticas. Otro arqueti 180 po de estas librerías serían aquellas que corresponden, en parte, a lo que se ha llamado desde hace algún tiempo la “monumentalización de la cultura”. Enormes edificios de arquitectura con temporánea o edificios antiguos “remo delados” –de los que rara vez queda algo más que el cascarón de lo que alguna vez fueron– en los que conviven libros, discos, películas, carteles, juguetes, souvenirs, playeras y otra enorme can tidad de objetos. Para concluir, me remito a la que considero una de las novelas más tras cendentales del siglo xx. Auto de fe, de Elias Canetti, fue publicada en 1935 con su título original, Die Blendung, por Her bert Richner en Viena. El protagonista, el Doktor Peter Kien, filólogo y sinólogo alejado de la vida cotidiana, es privado de su biblioteca por Therese Krummholz, ama de llaves con la que impulsiva mente contrae matrimonio. Privado del acceso a su casa y, por lo tanto, de los libros que tanto atesora, se ve obligado a cargar con el recuerdo de todos sus volúmenes, que al borde de la locura imagina de verdad cargar consigo. Tan seguro está de andar por el mundo con su biblioteca a cuestas que contrata a Fisherle, un enano jorobado que sueña con ser campeón mundial de ajedrez, para que le sirva de ayuda al cargar y acomodar su imaginaria biblioteca per sonal a dondequiera que llega. Traigo a colación la novela porque creo que guarda una relación velada con el via je autobiográfico que Carrión plantea en Librerías. No podemos cargar con todos los libros que nos han marcado a lo largo de nuestra vida, ni recordar en qué librería compramos cada uno de los textos pero, paradójicamente, nos acompañarán siempre sin importar el destino que nos aguarde. Más allá del mar y la prosopopeya Victor Roberto Carrancá Francisco Tario, La desconocida del mar y otros textos recuperados, Ficticia Editorial, México, 2013, 162 p. Recuerdo cuando descubrí los Cuentos completos de Francisco Tario. Aunque el suceso aconteció hace ya tantas no ches, no dejo de sentir una nostalgia, súbita y punzante. Nostalgia de saber que nunca volve ré a descubrir esos cuentos y nostalgia porque es un sentimiento inherente (a la par de ese humor tan ácido) a su obra. Mario González Suárez asegura que existe una secta secreta de gente que regala libros de Francisco Tario. Los miembros, ignorantes de pertenecer a ella, son expulsados al descubrirla. Debo confesar que nunca he entendi do esta paradoja; sin embargo, a partir de la lectura de los cuentos que com ponían los dos tomos (y que presumí, según me dictó el título, sus cuentos completos) sentí, además de la obligada resaca que generan sus textos, una pér dida. Hay libros que duelen y duelen, jus tamente, cuando entendemos que sólo pueden leerse una vez. Es así que, después de tantas noches en las que Tario se convirtió sólo en in fluencia, en imperio narrativo o curiosi dad académica, descubro la existencia de otros cuentos, restos de aquella marea editorial que a veces devuelve lo que sus aguas se habían llevado. La dicha de saber que uno puede volver a leer, por primera vez, un relato soliTario. Ciertamente, La desconocida del mar no tiene la fuerza de otros libros del au tor como La noche o Tapioca Inn. Mansión para fantasmas; pero la esencia tariana, aquel desconcierto y extrañeza que genera la lectura, está presente en esta antología de “textos recuperados”. Los cuentos se presentan como un repertorio de prosopopeyas fantásticas que reafirman que su autor es una ex quisita rareza. Protagonizados, igual por objetos inanimados que por personajes que resultan, de cierta manera, obje tales, La desconocida del mar exhibe un catálogo de perversiones (si es per misible el uso de esta palabra, como asociación al sentimiento de culpa que generan) que hacen de Tario un autor único dentro de los cánones literarios que apuntaban, exclusivamente, a la mexicanidad. 181 Es difícil colocarse en un punto de terminado (como receptor de este libro) dentro de una serie de cuentos que su ceden, al menos en fecha de publica ción, a las recopilaciones anteriores. Aun así, pareciera que leer a Tario nos remonta a esa experiencia infantil que hace que los cuentos, por más añe jos, cobren un nuevo sentido. La desconocida del mar toma la prosa de su autor y la reviste de un folclor que parece lle var ahí muchos años; aquella narrativa que no guarda recatos ni complejos, sino que disfruta hacer evidente la frial dad que contraría, por igual, al adulto y al niño (puesto que, en mi opinión, debe ser leído por ambos). No es extraño que Tario haya sido re legado, durante muchos años, al olvido. La ideología de la época no tenía espacio para unos textos que exploraban los pa noramas de lo siniestro (tal vez por eso puede ser comparado con Hoffmann, como, de hecho, sucede en el prólogo del libro) y, declarémoslo de una vez, del propio fetichismo (de ahí la obsesión objetal que parece ser una constante en sus textos). Debo aclarar que al referirme al fe tiche acudo a la etimología* antes que al concepto psicológico de parafilia (que también puede caber en numerosos Véase Juan Carlos Roni, “El fetichismo: reflexiones sexológicas, psicopatológicas y mé dico-legales”, en Psiquiatría forense, sexología y praxis, año 16, vol. 6, 4 (septiembre 2009), pp. 41-58. * 182 cuentos de Francisco Tario). Del latín facticius, ‘artificial’, así como del portu gués feitiço, cuyo significado es ‘magia o hechizo’, relaciono este término con el aspecto iconólatra de las religiones que convierten algunos objetos en receptá culos de devoción. De ahí que la asocia ción de Tario con una secta religiosa, en el sentido esbozado por González Suá rez, sigue sin resultar arbitraria. El estudio sobre el discurso de Tario fue, durante mucho tiempo, tan escaso como las reediciones de las obras del autor. Dentro de someras investigacio nes, Tario ha incitado, principalmente, al análisis de la literatura fantástica dentro del panorama mexicano, así como de la posible vanguardia que ocurrió, sigilo samente, en el auge de la narrativa re volucionaria. Poco se ha explorado sobre la iconolatría y la curiosidad (incluso sexual) que abarcan los cuentos de este peculiar escritor. En este ámbito, La desconocida del mar se presenta como una obra impar (tras el evidente rescate de un grupo de textos), cargada de fatalidad y desastre para los convencionalismos narrativos. Cierto: ordenar una serie de textos que parecen no presentar una relación aparente (salvo por su característica de “rescatados”; es decir, doncellas en pe ligro que claman en el lector al héroe que llegó demasiado tarde) no logra con cretar la fuerza y contundencia que po día sentirse, por ejemplo, en La noche; pero lo cierto es que la extrañeza, la sensación de una nostalgia, es uno de los elementos más destacados de La des conocida del mar. El libro combina, sin miramientos ni restricciones editoriales, el relato in fantil (“Jacinto Merengue”) con algunos textos que podrían considerarse canóni cos dentro de la prosa tariana. En este aspecto, cuentos como “La desconoci da del mar” o “Contraluz” reiteran la condición obsesiva que provoca en el lector una incertidumbre constante. La manía y enajenación de los personajes (parece que en el mundo de este escri tor la cordura no existe, para fortuna nuestra) salta de las hojas y, por mo mentos, contagia. Abrir las puertas de La desconocida del mar es, en cierta forma, adentrarnos en un manicomio de imágenes crudas. Un lugar donde el lector busca hilva nar una serie de textos desarticulados y armar un rompecabezas cuyas piezas no parecen encajar. Aun así, la pregunta obligada que aparece con la lectura de este libro es: ¿por qué la obra no parece dislocada? En este sentido, comprendemos que existe, en verdad, un hilo que atraviesa la obra. Al seguirlo, descubrimos que se trata, más bien, del Hilo de Ariadna. Nuestro camino es un laberinto. Cada paso (cuento) nos adentra en esta en crucijada donde los muros se cierran y sofocan al lector. La realidad interna de los cuentos suele oponerse, de manera tajante, al sentido aparente del texto, lo cual im pide que el lector encuentre siempre una solución satisfactoria; es decir, una salida fácil. Así, el hecho de ver que un guante (“Dos guantes negros”) pue de salir de su caja (y a esto me refería al hablar de lo común de la prosopope ya en Tario) y acechar a su dueño, no determina que nos encontramos ante el cuento común de terror, sino que los componentes (desde la atmósfera opre siva hasta los diálogos humorísticos) relegan el elemento fantástico casi a un segundo plano, de manera que todo se conjuga en un efecto apabullante, no por eso predecible. Sin duda, en Tario siempre existe lo siniestro. No importa que el humor ma tice este efecto ominoso; lo cierto es que sus textos poseen una carga simbólica difícil de interpretar. No me refiero a un sentido oculto, a un secreto que no pue de revelarse, sino a un elemento desco nocido que crece dentro de los textos y cumple una función parasítica. De ahí que uno u otro cuento (sea en este u otro libro de Tario) se incruste en nues tra mente y comience a dar vueltas: un gusano que se retuerce y se alimenta de la incomprensión del lector. Sucede, en muchas ocasiones, que el desenla ce de un cuento parece contravenir el efecto de toda la historia. Se genera, en este ámbito, una nueva conmoción. El lector, de pronto, se siente abru mado. No sabe si comprende, si debe releer el texto o, incluso, si ha sido engañado. Lo cierto es que la resaca (tanto en el sentido de un oleaje necio que siempre 183 regresa, como en el del malestar que genera beber demasiado) continúa ahí, punzante. Un dolor discreto pero, a la vez, demasiado molesto. La locura y la desolación. Un cemenTario de caracolas vacías en la playa; de peces muertos que deja una tormenta. En realidad nosotros somos los ver daderos desconocidos y, el autor, la cir cunstancia que une a dos extraños (el personaje y el lector) para mantenerlos en un idilio que lastima. Hablar de Tario es hablar de obse siones. Por eso Tario es una secta. Nosotros, los simples seguidores que desearíamos que siempre hubiera textos suyos que rescatar. Caja de resonancias, ¿ruido o armonía? Fernando Carrera Armando Salgado, Estancia de ánimas, Fondo Editorial Tierra Adentro, México 2013, 84 p. Desde los dos epígrafes iniciales, así como desde el título mismo (estancia/ ánimas), se puede observar la doble na turaleza, física y metafísica, de la cual surge y subsiste la materia de este conjun to de poemas. El pensamiento humano, hasta la ruptura de cuerpo y alma in 184 fundida por la manipulación del cris tianismo, concibió siempre la realidad física, o aquello que llamamos real, y el mundo de lo mágico y el sueño, como una sola naturaleza, un mismo plano. Si un hombre en el sueño había ace chado y matado a un tigre, efectiva mente había sucedido, y ese hecho era ya parte de su camino espiritual y de su experiencia física: los muertos vivían y caminaban entre nosotros. Estancia de ánimas surge de esta intuición central: la delgada o nula frontera entre lo físi co y lo metafísico –el universo onírico sucede y arde en el rostro de la reali dad– que en el autor, por su raíz y ori gen cultural, esta comprensión se da con inocencia y verdad, y a partir de esa plataforma plantea el conflicto central que motiva al libro. Cito el epígrafe del poeta Jorge Esquinca que abre el pri mer apartado del poemario: … soñábamos con los ojos abiertos el mundo en llamas la materia del sueño La madre del poeta es la lengua y, su alimento principal, el lenguaje. Para el poeta, el lenguaje como la vida discu rren a su vez en un conflicto permanente entre la piel abandonada y residual de esta serpiente, que repta desde la prime ra articulación verbal del hombre primi genio, hasta su próxima revelación, de la cual el poeta querrá ser generador o depositario. Así también en la vida: el poeta existe en el conflicto permanente entre la realidad y el diálogo de amor/odio con sus muertos, es decir, los poetas, hi jos de esa y otras lenguas que lo ante cedieron. La historia humana, desde cierta pers pectiva filosófico-humanista, puede verse como una sola gran tragedia, una larga agonía con un propósito incierto (más allá de la simple y llana supervivencia) dentro de un planeta a su vez entregado a un vértigo caótico, incierto e indife rente. En este sentido, tal vez cada his toria personal emule de alguna manera lo anterior. Salgado titula “Agonías” a la primera sección del poemario y, como la historia humana, atinadamente la subdivide en dos secciones: A.C y D.C. A.C.: En el principio fue lo blanco, la simiente nada que es blanca (“lúpu lo de ángeles… ángeles y esperma”, dice el poeta): una vez más la doble na turaleza física y metafísica en un solo elemento (ángeles espermas) que abre todo, donde comienza la lengua con la que nos hablará, la “langue amarinna”, bello neologismo para decir la lengua al mar y a Mina (reencarnación de Jéssi ca Gorety, a quien dedica el volumen). Este material, con el cual Salgado cons truye el andamiaje del naufragio, es el delgado hilo por el que cruzaremos su abismo. Abismo es el mar, el mar que es “nido fantasmal / de pájaros muertos”, dice el poeta en el mismo texto donde nos re cuerda que en el otoño de 1854 nace Rim baud. Voz que es pájaro muerto y mar: muerte y origen. Origen de un momento definitivo en la historia de la poesía, en su conflicto recurrente, y en la historia de Salgado, un antes y un después en su formación y búsqueda como poeta. Origen, para él, de esta agonía. Cera, semen, elementos de lo blan co. Símbolos. El primero (la cera) es ma terial para formar figuras y, de manera particular, velas, cirios: artefactos que siempre han tenido el doble propósito de iluminar la oscuridad (fin material y práctico) y abrir un canal hacia lo meta físico, donde las almas y plegarias pue dan encontrar el camino correcto hacia lo más sagrado. El segundo (semen) es sustancia y potencia de vida. El semen depositado por el amante (Verlaine) en la boca del “ángel en exilio” (así apo daba Paul a Rimbaud) será la cera con la que el poeta forme la vela de su voz y encienda algunas palabras que ilumi nen la nueva ruta. Verlaine, la sorpren dida víctima, es el hombre que muere sacrificado, fulminado en la blancura (el abismo que abre el ángel) del deseo, la doble espada que lleva consigo. A par tir de aquí el discurrir del libro sucede en una sinfonía coral, múltiples perso najes de la vida de Rimbaud que darán voz a los poemas: Verlaine, el propio Arthur, su madre; en la prosa poética de la página 34 “Vitalie”, por ejemplo, aparece asimismo la voz de una de las hermanas. Probablemente sea Victori ne-Pauline o la hermana que le suce dió, Jeanne-Rosalie, ambas nombradas también Vitalie. Parece más probable que sea la segunda, por su prematura 185 muerte, desde donde nos habla, pero más bien creo que es un juego donde se entremezclan ambas voces. Para des doblarse y ejercer el diálogo con el uno mismo que ya es otro, Salgado apela a la tradición, a ciertos rituales aprendi dos en su experiencia como lector de poesía e imita: como si de un conjuro de un viejo libro de hechicería se trata se, nombra ese fragmento de la propia voz, que al nombrarlo ya es otro, vaso de resonancias que es uno mismo. La escritura trae consigo la muerte o, para ser más precisos, la escritura es cáncer en los ojos. “Éste producto causa cáncer”, deberían de tener esta leyen da todos los libros, la buena literatura en particular, ¿y cuál es ésta? La viva simplemente, ningún otro parámetro. Rimbaud lo sabía (precoz suicida lleno de inquietud) y sin más la abandona. En A.C y D.C. los poemas conforma dos son en sí un solo poema-trama. Li teratura a partir de la literatura basada en ciertos momentos y rasgos biográfi cos de un personaje, pero no como dato histórico sino como recreación emotiva desde la imaginación del poeta joven que mitifica y tiene fe en su santo, en la naturaleza ácida y demoniaca de un momento en la historia en que un joven casi adolescente extrajo de la poesía sus cualidades más oscuras y violentas, renovándola mesiánicamente; pero a di ferencia de aquel otro mesías (el histó rico) que para cumplir con el propósito de su locura se entregó al sacrificio, aquí l’enfant terrible sacrificó la escri 186 tura poética de su tiempo, torturándola hasta eliminarla. Hasta conseguir, muy a su gusto, una nueva ruina qué aban donar. D.C.: Vamos cronológicamente hacia atrás, en apariencia, continúa el coro: Nerval, Baudelaire, etc. Rimbaud apa rece de nuevo, ya no como personaje sino como símbolo en el discurso inter no de los textos. La técnica fundamental es la del verso libre y el fragmento, in cluso en los textos en prosa; la prosodia es la del verso, respiración asmática en la sucesión de imágnes, simultánea y entrecortada. A partir del poema “Ar thur Rimbaud habla a través de los nuevos poetas”, suceden dos aspectos de ejecu ción y contenido con mayor claridad: se explota con mayor énfasis el discurso metaliterario para señalar el conflicto generacional, per saecula saeculorum, de los poetas. Conflicto aquí planteado como subyacente al de la modernidad y al de la mal llamada “Posmodernidad”; y ciertos anacronismos verbales como residuo de este conflicto. Cruce de len guas, un mismo conflicto transplanta do: Francisco Hernández dialoga con Arthur, sin darse cuenta de que éste, que fue la ruptura de su tiempo, ya es parte de lo establecido. Gamoneda tam bién testifica su abandono, recuerdo del fuego antiguo y deja de escribir. Des pués del vértigo feroz todo se difumina y sedimenta irremediablemente. ¿No es tamos, pues, ante un falso problema? Ante el epígrafe de Bernard Shaw que abre el libro, “he dejado atrás el sobor no del cielo”, me pregunto, ¿en verdad a él se ha renunciado? Grimoriums: Más allá de la mitad del texto entramos a la segunda sección del libro. Según la Real Academia Es pañola, la palabra en español que re fiere a este vocablo es “grimorio”, que significa: “Libro de fórmulas mágicas usado por los antiguos hechiceros.” Tam bién este vocablo procede del francés grimoire, y éste es a su vez una altera ción de grammaire, es decir, gramática, según el Tresor de la Langue Française. Esto se debe en parte a que, en la Edad Media, las gramáticas latinas (li bros sobre dixión y sintaxis) eran fun damentales para la educación escolar y universitaria, y por ende controlados por la iglesia católica, por lo que la inmensa mayoría iletrada sospechaba que estos libros no eclesiásticos eran mágicos. De ahí la trasposición semán tica del vocablo. “Un cuerpo enfermo es otra forma de luminosidad”, dice Salgado, y así le da entrada a un nuevo personaje y una pe queña nueva épica: la del escritor uru guayo Horacio Quiroga. La escritura no sólo es cáncer, sino hechicería y embru jo que lo deja a uno maldito. A través de los poemas de esta nueva invocación se sostienen el hilo y tensión elemen tal con la sección anterior. Quiroga se suicida al saber que tiene cáncer: sím bolo y signo ya evidente del poemario, puente directo con Rimbaud, quien también murió de cáncer. Así poco a poco vamos comprendiendo: la escritu ra creativa, sobre todo cuando es poéti ca, carcome, transgrede para ser. Si no fluye, ya no es. Cuando el lugar donde escribían se agotó y el aire se volvió irrespirable, ambos huyeron: Arthur al África, Horacio a la selva. Rimbaud de jó no sólo Francia sino la poesía: aban dono sin más. Salgado intuye con clari dad lo anterior y nos dice: Guardar respeto y no reír en misa ni frente a muertos ni ante el revólver Evitar la imagen de la hermana desnuda Rizar la escopeta y el rostro de las putas en el mercado No puedo: con la risa afilada muerdo santos sin cabeza La gramática es artificio, no lo olvi demos, y en algún punto miente, má gica y maldita al fin. Los escritores son malditos, hay que abandonarlos y mo verse. Con una mano crea y con la otra destruye así el escritor, el poeta. En la misma fecha en la cual Quiroga decide envenenarse con cianuro libera de su claustro, en el sanatorio, al deforme Vicente Batistessa, en un acto de compa sión humana. La literatura, esta estancia de ánimas donde somos “aparato de pe tróleo. Luz. Negra luz. Oro repleto de oscuridad. Yacimiento de cenizas rotas”. El último apartado del poemario (Ca prichos) no tendría, en apariencia, más justificación para estar en el mismo con junto que las anteriores secciones más que eso, el capricho, pero esto sólo en apariencia. Más que apartado, un apén 187 dice, rompe en tono y contenido con el resto del libro. Entonces, ¿cómo recon ciliarlos? La respuesta es que no hay recon ciliación sino deconstrucción, ruptura, hartazgo. Es aquí, en medio de la devas tación y el caos que representan estos últimos poemas donde Salgado por fin se muestra, renuncia a las máscaras y voces de otros, para, desde un abstrac to más hermético pero más personal, decirnos que la poesía no basta, nun ca es suficiente porque está hecha de lenguaje. Mejor la música, pues no ne cesita de palabras; la música que es la elocuencia absoluta. Estamos ante el naufragio, señoras y señores, no hay concilio ni indulgencia posible. El cáncer se ha apoderado de este cuerpo, esta escritura que tendrá que consumirse. Como buen michoaca no, Salgado celebra la muerte y nos en trega un libro de muertos. Ha comprado un pasaje en primera clase al crucero que se hundirá irremediablemente en medio del océano, sin haber consegui do nada ni haber llegado a lugar algu no. Su capricho (como los del furioso violín de Paganini) es llevarnos consigo a la pérdida. Pero, ¿quién puede afir mar que no sería bello contemplar un naufragio? 188 Entre la denuncia y el arte Alejandro Badillo Antonio Ortuño, La fila india, Océano, México, 2013, 232 p. Un rápido vistazo a las reseñas que han sido publicadas sobre La fila india, de Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976), muestra una preferencia por la veta so cial, la denuncia, de la novela. Algu nos apuntan que la obra muestra lo que otros quieren ocultar. Otros destacan su mordaz crítica a las instituciones del país. Me parece que estas lecturas caen en el territorio demasiado fácil, incluso obvio, de esta novela: el cruel retrato de los migrantes centroamericanos que cru zan territorio mexicano buscando llegar a los Estados Unidos. Es decir, hay un consenso sobre los problemas que afron tan los migrantes: vejaciones, secuestros, asesinatos, violaciones. Casi cualquier escritor puede recolectar datos, empa parse un poco de las últimas noticias y escribir una novela en la que deje mal parado al gobierno y, por supuesto, no escatime adjetivos para describir la du ra vida de las víctimas. Destaco esta perspectiva porque me parece que la obra de Ortuño debe analizarse desde el terreno literario sin poner en primer plano la denuncia implícita que, efec tivamente, existe en la historia. Si sólo se pone en relieve la novedad del tema, la sentencia de que “pocos escriben so bre los migrantes centroamericanos”, la obra de Ortuño quedaría corta ante estudios académicos o, incluso, traba jos periodísticos que retratan de forma más amplia y sistematizada el dilema de estas personas. La literatura, por supues to, se nutre de estos temas, pero nunca debe olvidar su prioridad: contar una historia, crear un mundo, un lenguaje que vaya más allá de una postura social o política. Me viene a la mente “Reu nión”, el fallido relato de Cortázar en el que intentó hacer una elegía de la re volución cubana o la ahora casi desco nocida “Trilogía bananera”, de Miguel Ángel Asturias, que pretendía denun ciar la explotación de las compañías norteamericanas en los países centroa mericanos, la cual palidece ante libros mucho más redondos como Hombres de maíz o El señor presidente. La fila india es, por vocación, una obra que trata de equilibrar el tema y la forma de contarlo: la forma y el fondo. A riesgo de equivocarme ya que es el pri mer libro que leo del autor, y apoyán dome en algunos textos que reseñan su trabajo anterior, parece que en esta no vela Ortuño rompe con algunas líneas que lo identifican: el humor negro, una prosa directa y ácida que se mantiene en los límites de lo funcional y que no se desborda en la experimentación. La fila india –si mis suposiciones son co rrectas– busca su propia estética desde la estructura del texto hasta los tonos y matices del lenguaje. La historia, contada por varios protagonistas, tie ne vertientes que tratan de construir un escenario coral en el que cada voz cuenta desde su experiencia. La línea más clara y que lleva la voz cantante es la de Irma, una mujer que llega a Santa Rita –pueblo imaginario que busca representar la provincia mexicana aban donada a su suerte entre autoridades corruptas y grupos delincuenciales– con su hija para trabajar en la atención de víctimas de la conami (Comisión Nacio nal de Migración). La primera anécdo ta, surgida casi inmediatamente en las primeras páginas, involucra un atentado con fuego contra un refugio que acoge migrantes. A partir de ese momento Irma se involucra con Yein, una mu jer sobreviviente. En los capítulos si guientes se desarrolla una serie de intereses de las autoridades que bus can minimizar o manipular la noticia. También Irma lucha por encontrar a los familiares de la víctima. En medio de estos elementos salen a la luz per sonajes que juegan papeles engañosos: funcionarios que buscan sacar ventaja de los centroamericanos, delincuentes coludidos con el sistema que enturbian y llenan de sangre las supuestas inves tigaciones de la conami. Intercalada, aparece la voz de la expareja de Irma, un académico que, desde el rencor y la rabia, se dedica a exponer sus ideas so bre el país, la violencia y los migrantes centroamericanos que llegan en olea das cada vez más nutridas. Me interesa detenerme en este personaje porque en él el discurso se exacerba, utilizando como anzuelo el abandono de su mu 189 jer y un viaje a Estados Unidos que él paga pero que ella no realiza con su hija por un compromiso en Santa Rita. Después de contar su vida diaria, em prende una crítica despiadada de las personas que lo rodean y de la mujer que lo ha abandonado. Más adelante el hombre encuentra a una centroame ricana cuya necesidad le lleva a tocar su puerta en busca de ayuda. Él pri mero la toma como sirvienta para des pués someterla a distintas vejaciones. Aquí el lenguaje lleva la trama a una atmósfera que apela a lo grotesco. En esta parte el autor da rienda suelta a la mordacidad y encadena largas fra ses, las cuales, más que una historia, encadenan sentencias, agresiones que se regodean en el absurdo y forman el retrato de un hombre culto que no tie ne empacho en confesar sus prejuicios. Analizado de forma independiente, re sulta valioso el papel de este personaje, pero en el contexto de la novela vuelve demasiado explícitas las críticas que se desprenden de los acontecimientos que rodean a los otros protagonistas. Pareciera que el autor se apropiara de esa voz y quisiera remachar, una y otra vez, la pudrición de la sociedad mexi cana y, sobre todo, la doble moral que enmarca las acciones del gobierno, el cual, escudado en la retórica de los co municados que condenan los estropi cios generados por la violencia, fingen emprender acciones para combatir los males del país. La intención es clara: llevar al límite este aspecto de la nove 190 la con la provocación. Quizás otro factor que incomoda en esta parte es que el hombre no añade gran cosa al desarro llo de Irma y el resto de los personajes; los fragmentos en los que participa sir ven como un añadido demasiado visi ble, con un peso que debería ser menor para que no perdieran fuerza las esce nas de los migrantes, de Yein y de su exmujer. Esto no sería percibido como un defecto si La fila india planteara desde un principio completamente la ruptura con cualquier linealidad y pro pusiera un collage en el que la visión general, de larga distancia, es la que gana; sin embargo el autor tiene muy claro su foco narrativo en Irma y dispo ne por ello de escenas que concentran la atención en lo que le ocurrirá, si va a cumplir su misión y qué obstáculos encontrará en el organismo en el que trabaja. A pesar de estos desencuentros que tuve con la La fila india, destaco su capacidad plástica, la recreación de imá genes que llevan la narración a un nivel pocas veces visto en la novelística que trata la violencia en sus distintas ma nifestaciones. Ortuño sabe que se ha in tentado todo, o casi todo, en la escritura de novelas y que, parece, las vanguar dias de hace décadas agotaron la sor presa; sin embargo, a pesar de esto, intenta ofrecer una visión que rete al lector, un diálogo en el que se sienta incluido. Al terminar el libro se tiene la seguridad de estar ante una obra li teraria que evita caer en maniqueísmos y que muchas veces adquiere la textura de un documental. Mención aparte me rece el tema del lenguaje: párrafo tras párrafo, página tras página, el lector dis fruta una prosa muy cuidada que, por momentos, lleva más allá su pericia y endilga frases demasiado elegantes a contextos que no lo ameritan por su cru deza o por su oralidad. En Ortuño en contramos a un autor que atiende el detalle, el ritmo y la forma, logrando que muchas de sus escenas, a pesar de su cuota de sangre, destaquen también por su estética verbal. De esta manera el autor se separa de aquellos que sólo piensan en contar una historia efectiva, con personajes creíbles, dejando para el último la prosa cuyo mecanismo se limita a lo estrictamente funcional. La fila india se une a obras como Trabajos del reino, de Yuri Herrera, o Falsa liebre de Fernanda Melchor. Una y otra, además de explorar un tema social mente relevante, se esfuerzan en crear un mundo, un lenguaje que muchas ve ces retrata la realidad de mejor forma que los medios habituales, y cuyas pa labras llegan a niveles más profundos. 191 192