Salamandra

Transcripción

Salamandra
el sueño de la aldea
Declaración autobiográfica
John Cage
Traducción de Armando Pinto
“¿Cómo se escribe la historia?”, le pre­
gunté una vez a Arragon, el historiador.
“Lo tienes que inventar”, me contes­
tó. Cuando quiero hablar, como ahora,
de los incidentes críticos, personas y
eventos que han influido en mi vida
y mi trabajo, la respuesta es que todos
los incidentes fueron críticos, toda la
gente me influyó, todo lo que pasó y
está pasando me influye.
Mi padre fue inventor. Era capaz de
hallar soluciones para problemas de va­
rias clases, en el campo de la ingeniería
eléctrica, medicina, viajes submarinos,
visión en la niebla y viajes en el espa­
cio sin uso de combustible. Él me dijo
que si alguien decía “no se puede”, eso
te indicaba lo que había que hacer. Me
dijo también que mi madre siempre
tenía razón aunque estuviera equivo­
cada.
Mi madre tenía sentido social. Fue
la fundadora del Lincoln Study Club,
primero en Detroit, luego en Los Án­
geles. Se convirtió en la editora del Club
de las Mujeres de Los Angeles Times.
Nunca fue feliz. Cuando, después de
morir mi padre, le dije “¿Por qué no
visitas a tu familia de Los Ángeles?
ø john
cage
Pasarás un buen rato”, me contestó:
“Sabes perfectamente que nunca me
han gustado los buenos ratos.” Cuan­
do salíamos de paseo algún domingo,
siempre se lamentaba de no haber com­
prado esto o aquello. Algunas veces
abandonaba la casa y decía que jamás
volvería. Mi padre era paciente y des­
vanecía mi alarma: “No te preocupes,
volverá pronto.”
Ninguno de mis padres fue a la uni­
versidad. Cuando yo fui, la abandoné
a los dos años. Pensaba que sería es­
critor y les dije que necesitaba ir a
Europa a tener experiencias en vez de
seguir en la escuela. Me había alarma­
do ver a un centenar de mis compañe­
ros leyendo ejemplares del mismo libro
en la biblioteca. En lugar de hacer lo
mismo, me dirigí a las estanterías y
leí el primer libro que encontré de un
autor cuyo nombré comenzaba con Z.
Recibí la más alta calificación de mi
grupo. Eso me convenció de que la ins­
titución no estaba bien orientada.
En Europa, después de que José Pi­
joan me diera una patada en el trasero
por mi estudio de la florida arquitec­
tura gótica y me presentara a un arqui­
tecto moderno que me puso a dibujar
capiteles griegos, dóricos, jónicos y
corintios, comencé a interesarme en la
música moderna y en la pintura moder­
na. Un día oí casualmente al arquitecto
3
decirle a unas amigas: “Para ser buen
arquitecto, debe uno dedicarle la vida
a la arquitectura.” Entonces me acer­
qué a él y le dije que me iba pues es­
taba interesado en otras cosas además
de la arquitectura. En ese momento
estaba leyendo The leaves of grass de
Walt Whitman. Mi entusiasmo por Nor­
teamérica me hizo escribirle a mi ma­
dre, “Regreso a casa.” Mi madre me
escribió en respuesta: “No seas tonto.
Quédate en Europa tanto como te sea
posible. Empápate de toda la belleza
que puedas.” Al dejar París, comencé
a pintar y a escribir música, primero en
Mallorca. La música que escribí esta­
ba compuesta de un modo matemático
que ya no recuerdo. No me parecía
música, de modo que cuando salí de
Mallorca la dejé atrás para aligerar el
peso de mi maleta. En Sevilla, en una
esquina, percibí la multiplicidad de
eventos visuales y auditivos simultá­
neos unidos en una sola experiencia
placentera. Para mí fue el comienzo del
teatro y el circo.
Más tarde, cuando regresé a Califor­
nia, a Pacific Palisades, escribí algu­
nas canciones con textos de Gertrude
Stein y coros de Los persas, de Esquilo.
Yo había estudiado griego en la pre­
paratoria. Estas composiciones fueron
improvisadas en el piano. Las cancio­
nes de Stein eran, por decirlo así,
4
transcripciones de un lenguaje repe­
titivo a una música repetitiva. Conocí a
Richard Buhlig, quien fue el primer pia­
nista en tocar Opus 11 de Schoenberg.
Aunque él no era maestro de compo­
sición, aceptó hacerse cargo de mi es­
critura musical. Después fui con Henry
Cowell y, a sugerencia suya (basada
en mis composiciones de veinticinco
tonos, los cuales, aunque no seriales,
eran cromáticos y requerían la expre­
sión en una voz única de los veinti­
cinco tonos antes de que cualquiera
de ellos fuese repetido), con Adolph
Weiss como preparación para estudiar
con Arnold Schoenberg. Cuando le pe­
dí a Schoenberg que me enseñara, me
dijo: “No creo que puedas permitirte
lo que cobro.” “Ni lo diga –le contes­
té–, no tengo dinero.” Me dijo: “¿Le
dedicarás tu vida a la música?” Esta
vez dije “sí.” Me dijo que no me co­
braría sus enseñanzas. Dejé la pintura
y me concentré en la música. Des­pués
de dos años, fue evidente para los dos
que yo no tenía sentido para la armo­
nía. Para Schoenberg, la armonía no
sólo era colorística: era estructural.
Es el medio para distinguir una par­
te de la composición de otra. Por lo
tanto, dijo, yo nunca sería capaz de
escribir música. “¿Por qué no?” “Te
enfrentarás a una pared y serás inca­
paz de atravesarla.” “Entonces pasaré
el sueño de la aldea
mi vida golpeándola con la cabeza.”
Me convertí en asistente de Oskar
Fischinger, el cineasta, preparándo­
me para escribir la música de una de
sus películas. Un día me dijo: “Todo en
el mundo tiene su propio espíritu, el
cual puede ser liberado poniéndolo a
vibrar.” Comencé a golpear, a frotar to­
do, escuchando y luego escribiendo
música de percusión y tocándola con
amigos. Estas composiciones estaban
hechas de pequeños motivos expresa­
dos como sonidos o como silencios de
la misma extensión, motivos que eran
colocados en el perímetro de un círculo
al cual uno podía entrar o salir. Escri­
bía sin especificar los instrumentos,
probándola con instrumentos encontra­
dos o rentados. No renté muchos pues
no tenía dinero. Hacía trabajos de in­
vestigación en las bibliotecas para mi
padre o para abogados. Me casé con
Xenia Andreyevna Kashevaroff, quien
estaba estudiando encuadernación con
Hazel Dreis. Como vivíamos en una
casa grande, mi música de percusión
era tocada en las noches por los en­
cuadernadores. Invité a Schoenberg a
una de las veladas. “No tengo tiem­
po.” “¿Puede venir la próxima sema­
na? “No, no tengo tiempo nunca.”
Encontré, sin embargo, a bailarines,
a bailarines modernos que estaban in­
teresados en mi música y podían utili­
zarla. Me dieron empleo en la Cornish
School de Seattle. Fue ahí donde des­
cubrí lo que llamé estructura rítmica
micromacrocósmica. Las partes más
largas de una composición guardan la
misma proporción que las frases de una
sola unidad. Así, una pieza completa
tiene el número de medidas que tiene
un pie cuadrado. Esta estructura rítmi­
ca podía ser expresada con cualquier
sonido, incluyendo ruidos, o podía ser
expresada en la danza no con sonido y
silencio sino con quietud y movimiento.
Era mi respuesta a la armonía estruc­
tural de Schoenberg. Fue también en
la Cornish School donde tomé con­
ciencia del budismo zen, el cual más
tarde, como parte de la filosofía orien­
tal, ocupó para mí el lugar del psicoa­
nálisis. Estaba confundido en mi vida
privada, y en mi vida pública, como
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compositor. No podía aceptar la idea
académica de que el propósito de la mú­
sica era la comunicación, pues noté
que, cuando conscientemente escribía
algo triste, el público y los críticos es­
taban a menudo dispuestos a reír. De­
cidí dejar la composición a menos que
pudiera encontrar una razón para ha­
cerla mejor que la comunicación. En­
contré la respuesta en Gira Sarabhai,
un cantante y tocador de tabla indio:
el propósito de la música es calmar y
aquietar la mente, haciéndola suscep­
tible a la influencia divina. También
encontré en los escritos de Ananda K.
Coomaraswammy que la responsabili­
dad del artista es imitar las formas de
operación de la naturaleza. Me sentí
menos confundido y volví al trabajo.
Antes de dejar la Cornish School
hice el piano modificado. Necesitaba
instrumentos de percusión para una
danza de Sybilla Fort, que tenía un
personaje africano. Pero el teatro en el
que iba a bailar no tenía alas ni foso.
Había sólo un pequeño piano de cola
situado al frente y a la izquierda del
público. En ese tiempo yo escribía mú­
sica dodecafónica para piano o música
para percusión. No había espacio para
los instrumentos. No podía encontrar
uno africano dodecafónico. Finalmen­
te caí en la cuenta de que tenía que
modificar el piano. Lo hice colocando
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objetos entre las cuerdas. El piano se
transformó en una orquesta de percu­
sión con el volumen, digamos, de un
clavicordio.
También fue en la Cornish School,
en su estación de radio, donde hice
composiciones usando sonidos acústi­
cos mezclados con pequeños sonidos
amplificados y grabándolos en ondas
sinusoides. Comencé una serie: Imaginary landscapes.
Pasé dos años tratando de estable­
cer un centro para música experimen­
tal en un colegio o en una universidad,
o patrocinado por alguna corporación.
Aunque encontré interés en mi trabajo
no encontré a nadie dispuesto a apo­
yarlo financieramente.
Me uní a la Facultad de Diseño en
Chicago. Mientras estuve ahí me en­
cargaron que escribiera la música para
una obra de la cbs. El ingeniero de so­
nido me dijo que todo lo que pudiera
imaginar era posible. Lo que imagi­
né, sin embargo, era impráctico o de­
masiado caro; el trabajo tenía que ser
reescrito para orquesta de percusión,
reproducido y ensayado en los pocos
días y noches que quedaban antes de
su trasmisión. La obra era The city wears
a slouch hat de Kenneth Patchen. La
respuesta fue entusiasta en el Oeste
y el Medio Oeste. Xenia y yo fuimos
a Nueva York, pero la respuesta en el
el sueño de la aldea
Este fue menos entusiasta. Habíamos
conocido a Max Ernst en Chicago. Nos
quedamos con él y Peggy Guggen­
heim. No teníamos ni un centavo. No
conseguí el trabajo que me había pro­
puesto como compositor de efectos de
sonido para la radio. Comencé a escri­
bir nuevamente para danza moderna y
a hacer investigación bibliográfica para
mi padre, quien estaba en New Jersey
con mi madre. En esta época conocí a
mis primeros virtuosi: Robert Fizdale y
Arthur Gold. Escribí dos obras exten­
sas para pianos modificados. La crítica
de Virgil Thomson fue muy favorable,
tanto para la ejecución como para mi
composición. Pero el público sólo fue
de cincuenta personas. Perdí mucho
dinero que no tenía. Tuve que men­
digarlo, por carta o personalmente.
Continué organizando cada año, sin
embargo, una o dos programas para
música de cámara y uno o dos pro­
gramas para coreografía y danza de
Merce Cunningham. E hice giras con
él por los Estados Unidos. Y más tar­
de con David Tudor, el pianista, por
Europa. Tudor es ahora compositor y
ejecutante de música electrónica. Du­
rante muchos años él y yo fuimos mú­
sicos de Merce Cunningham. Y luego,
durante muchos otros, tuve la ayuda
de David Behrman, Gordon Mumma o
de Takehisa Kosugi. En estos últimos
años tuve que dejar la Compañía Cun­
ningham para realizar otros proyectos
(una ópera en Frankfurt y las Norton
Lectures en la Universidad de Har­
vard). Sus músicos son ahora Tudor,
Kosugi y el percusionista Michael Pu­
gliese.
Recientemente recibí el pedido de
un texto sobre la relación del budismo
zen y mi trabajo. En vez de reescribir­
lo voy a insertarlo en este relato. Lo
titulé From where’m’now. Repite al­
gunas cosas que he escrito más arriba
y otras que están más abajo.
Cuando era joven y aún escribía mú­
sica no estructurada, si bien metódica
y no improvisada, uno de mis maestros,
Adolph Weiss, se quejaba de que ape­
nas comenzaba yo una pieza cuando ya
la llevaba al final. Creaba el silencio.
Yo era el suelo, por decirlo así, en el
cual el vacío podía crecer.
En la universidad había desechado
la idea que tenía en la preparatoria de
dedicar mi vida a la religión. Pero des­
pués de dejar los estudios y viajar a
Europa comencé a interesarme en la
música moderna y la pintura, escuchan­
do, mirando y haciendo. Finalmente me
dediqué a escribir música, la cual,
veinte años después, al hacerse gráfica,
me regresó de tanto en tanto, durante
breves periodos, a la pintura (impre­
7
john cage
siones, dibujos, acuarelas, vestuario y
decorados para Europeras 1&2).
A finales de los años treinta escu­
ché una conferencia de Nancy Wilson
Ross sobre Dada y zen. Lo menciono
en mi introducción a Silence agregan­
do que no quería que se culpara al
zen por mi obra, aunque creo que el zen
cambia con el tiempo y con los luga­
res, y no estoy seguro en qué se ha
convertido aquí y ahora. Como sea,
me ha dado placer recientemente me­
diante el libro de Stephen Addis, The
art of zen. Tuve la suerte, a finales de
8
los años cuarenta, de asistir en la Uni­
versidad de Columbia a las clases de
Daisetz Suzuki sobre la filosofía del
budismo zen. Y lo visité dos ocasio­
nes en Japón. Nunca había practica­
do sentarme con las piernas cruzadas
y meditar. Mi obra es lo que hago y
siempre involucra material de escritu­
ra, sillas y mesas. Antes de empezar,
hago algunos ejercicios para mi espal­
da y riego las plantas, de las que tengo
unas doscientas.
A finales de los cuarenta descubrí,
mediante un experimento (en la cáma­
ra anecoide de la Universidad de Har­
vard), que el silencio no es acústico.
Fue un cambio mental, un gran cam­
bio. Le dediqué mi música. Mi música
se convirtió en una exploración de la
no-intención. Para llevarlo a cabo fiel­
mente, desarrollé un complicado medio
de composición empleando operacio­
nes casuales del I Ching, siendo mi
responsabilidad la de hacer preguntas
en lugar de tomar decisiones.
Los textos budistas a los que retorno
a menudo son Huang-Po doctrine of
universal mind (en la traducción de Chu
Ch’an’s publicado por la London Bu­
ddhist Society en 1947), Neti Neti, de L. C.
Beckett, del cual mi vida (como digo en
la introducción a mis Norton lectures
de Harvard) podría ser tomada como
una ilustración, y Ten oxherding pic-
el sueño de la aldea
tures (en la versión que termina con el
retorno al pueblo, cargado de regalos,
de un sonriente y pesado monje, el cual
ha experimentado la nada). Además de
budismo, antes había leído el Gospel
de Sri Ramakrishna. Ramakrishna fue
quien dijo que todas las religiones son
iguales, como un lago al que las personas
sedientas llegan desde varias direc­
ciones y llaman al agua con diferentes
nombres. Además esa agua tiene dife­
rentes sabores. El sabor del zen vie­
ne, para mí, de la mezcla del humor,
intransigencia y desapego. Me hace
pensar en Marcel Duchamp, aunque
él agregaría el erotismo.
Como parte de las fuentes para mis
conferencias en Harvard, pensé en los
textos budistas. Recuerdo haber oído
que un filósofo indio era sumamente
intransigente. Le pregunté a Dick Hi­
ggins: “¿Quién es ese Malevich de la
filosofía budista?” Él rió. Al leer Emptiness, a study in religious meaning, de
Frederick J. Streng, lo supe. Era Na­
garjuna.
Pero como terminé de escribir las
conferencias antes de saberlo, incluí,
en vez de Nagarjuna, a Ludwig Witt­
genstein, el Tratactus sometido a ope­
raciones casuales. Y hay otro buen libro,
Wittgenstein y el budismo, de Chris
Gudmunsen, el cual leeré de vez en
cuando en el futuro.
Mi música emplea ahora intervalos
de tiempo, flexibles en ocasiones, otras
no. No hay puntuación ni relaciones fi­
jas entre las partes. A veces las partes
están escritas en su totalidad, otras no.
El título de mis Norton lectures es una
referencia de una versión puesta al día
de Composition in retrospect:
MétodoEstructuraIntenciónDisciplinaNotaciónIndeterminación
InterpretaciónImitaciónDevociónCircunstanciasEstructura variable
IncomprensiónContingenciaInconsistenciaEjecución (I-VII).
Cuando fue publicado, por razones
comerciales, se le llamó sólo IVI.
Encontré que la extensa comunidad
alemana de Black Mountain College
desconocía la música de Satie. Por ello,
mientras enseñaba ahí, y no teniendo
alumnos un verano, organicé un festi­
val de su música, conciertos de media
hora después de la cena con palabras
introductorias. Y a mitad del festival
programé una conferencia que oponía
Satie a Beethoven y revelaba que Sa­
tie, no Beethoven, tenía razón. Buck­
minster Fuller fue el Baron Méduse
en una representación de Le piège de
Méduse. Ese verano Fuller construyó
su primer domo, el cual se colapsó de
inmediato. Estaba feliz. “Sólo apren­
do cuando tengo fracasos.” Su frase
9
me hizo pensar en papá. Es lo que mi
papá habría dicho.
Fue en el Black Mountain College
donde hice lo que a veces se consi­
dera el primer happening. El público
se sentó en cuatro secciones triangu­
lares isométricas, los ápices tocaban
un pequeño cuadro del área de actua­
ción que tenían enfrente y que condu­
cía por los pasillos entre ellos al área
más amplia de actuación que los ro­
deaba. Diferentes actividades tenían
lugar –danza de Merce Cunningham,
exhibición de pinturas, Robert Raus­
chenberg tocando la victrola, Char­
les Olsen leyendo su poesía o M. C.
Richards la suya y, desde lo alto de
una escalera fuera del público, David
Tudor tocando el piano– mientras yo,
por mi parte, desde lo alto de otra es­
calera fuera del público, leía una con­
ferencia que incluía silencios. Todo
tenía lugar en periodos casualmente
determinados durante el tiempo de mi
lectura. Más tarde, en ese verano, me
sentí feliz al ver en la primera sina­
goga de Estados Unidos en New Port,
Rhode Island, que la congregación se
sentaba en la misma forma, viéndose
a sí misma.
De Rhode Island me fui a Cambridge
y en la cámara anecoide escuché que
el silencio no era la ausencia de sonido
sino el involuntario funcionamiento de
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mi sistema nervioso y la circulación de
mi sangre. Fue esta experiencia y las
pinturas blancas de Rauschenberg lo
que me llevó a componer 4’33’’, que
había descrito en una conferencia en
Vassar College algunos años antes cuan­
do estaba en la euforia de mis estudios
con Susuki (A composer’s confessions,
1948), mi pieza silenciosa.
A principios de los cincuenta, con
David Tudor y Louis y Bebe Barron,
hice varios trabajos en cinta magné­
tica, obras de Christian Wolf, Morton
Feldman, Earle Brown y mías. Así como
mi idea de estructura rítmica seguía
la armonía estructural de Schoenberg,
y mi pieza silenciosa las pinturas blan­
cas de Robert Rauschenberg, así mi
música de los cambios, compuesta me­
diante operaciones fortuitas del I Ching,
seguían la música gráfica de Morton
Feldman, música escrita sólo con nú­
meros para cualquier tono, tonos anota­
dos sólo como altos, medios o bajos.
No de inmediato, sino unos años des­
pués, me iba a mover de la estructura
al proceso, de la música como un objeto
con partes, a la música sin comienzo,
final o intermedio, música como clima.
En nuestras colaboraciones, las coreo­
grafías de Merce Cunning­ham no eran
apoyadas por mis acompañamientos
musicales. La música y la danza eran
independientes, pero coexistentes.
el sueño de la aldea
Fue en los cincuenta cuando dejé
la ciudad y me fui al campo. Ahí en­
contré a Guy Nearing, quien me guió
en mis estudios de los hongos y otras
plantas comestibles. Tres amigos y yo
fundamos la New York Mycological So­
ciety. Nearing nos ayudó también con
los líquenes, acerca de los cuales había
escrito y publicado un libro. Cuando
el clima era seco y no había hongo,
ocupábamos nuestro tiempo con los
líquenes. En los años sesenta comen­
zó la publicación de mis escritos y mi
música. Cualquier cosa que haga­mos
en la sociedad es susceptible de ser
utilizada. Una experiencia que tuve
en Hawai condujo mi atención al tra­
bajo de Buckminster Fuller y al de
Marshall McLuhan. Sobre el túnel que
conecta la parte sur de Oahu con la
parte norte hay unas almenas alinea­
das en lo alto de la montaña como un
castillo medieval. Cuando pregunté so­
bre ellas me dijeron que habían sido
empleadas para protegerse mientras
lanzaban flechas envenenadas a los
enemigos de más abajo. Ahora ambas
partes comparten las mismas instala­
ciones. Apenas hace poco más de un
siglo la isla era un campo de batalla
dividido por una cordillera. El mapa­
mundi de Fuller muestra que vivimos
en una sola isla. La aldea mundial
[Mc­Luhan], La tierra, nave espacial,
conforman una ecuación entre las ne­
cesidades humanas y los recursos del
planeta [Fuller]. Comencé mi Diario:
¿Cómo mejorar el mundo? Sólo lograrás
que las cosas empeoren. Mi madre me
dijo: “¡Cómo te atreves!”
No sé cuándo empezó. Pero fue en
el ático de Edwin Denby, en 21 Street,
que escribí mi primer mesóstico. Se
trataba de un párrafo en el que las le­
tras de su título se reproducían en ma­
yúsculas en el cuerpo del texto. Desde
entonces los he escrito como poemas,
con las mayúsculas bajando por el me­
dio, para celebrar cualquier cosa, apo­
11
yar cualquier cosa, para responder pre­
guntas, para iniciar mi pensamiento
en el no pensamiento (Themes and
variations es el primero de una serie
de trabajos mesósticos: para encontrar
una forma de escribir sobre eso, pues
aunque proveniente de ideas, no trataba
de ellas, las producía). He encontrado
una variedad de formas de escribir mo­
sósticos: por medio de una fuente, de
Rengas (una mezcla de fuentes mesós­
ticas); autokus, mesósticos limitados
a las palabras del mesóstico mismo, y
“globales”, permitiendo que las pala­
bras vengan de aquí y de allá por me­
dio de operaciones al azar en un texto
fuente.
Irwin Hollander me invitó a hacer
litografías. En realidad fue una idea de
Alice Weston. Duchamp había muerto.
Se me pidió que dijera algo sobre él. A
Jaspers Johnson le pidieron lo mismo.
Él contestó: “No quiero decir nada sobre
Marcel.” Hice No quiero decir nada
sobre Marcel: ocho plexigramas y dos
litografías. Si eso respondía o no a la
invitación, no lo sabía. Fui invitado
por Kathan Brown a la Crown Point
Press, entonces en Oakland Califor­
nia, a hacer grabados. Acepté la in­
vitación porque años antes no acepté
una de Gira Sarabhai a caminar por
los Himalayas. Tenía otra cosa que ha­
cer. Cuando yo tenía tiempo, ella no lo
12
tenía. La caminata nunca tuvo lugar.
Siempre me arrepentí de eso. Iba a ser
en elefantes. Habría sido inolvidable.
Desde entonces, cada año he trabaja­
do una o dos veces en la Crown Point
Press. Grabados. Una vez Kathan Brown
dijo: “No basta con que te sientes ahí y
pintes.” Ahora lo hago. Dibujos junto a
piedras, piedras colocadas en cuadrí­
culas en puntos elegidos al azar. Estos
dibujos han sido también notaciones
musicales: Renga, Score and twenty-­
three parts y Ryoanji (pero dibujando
de izquierda a derecha, en parte alre­
dedor de una piedra). Ray Kass, un
artista que enseña acuarela en el Vir­
ginia Politechnic Institute y en la uni­
versidad del estado, se interesó en mi
obra gráfica con operaciones al azar.
Con su ayuda y la de estudiantes que
él enlistó, hice 52 acuarelas. Y ellas me
llevaron a aguatintas, pinceles, ácidos
y su combinación con fuego, humo y
piedras con grabados.
Estas experiencias, en un caso, me
hicieron componer música del modo
que había encontrado para hacer una
serie de impresiones llamadas On the
surface. Descubrí que una línea hori­
zontal que determina cambios gráficos
tiene que convertirse en una en línea
vertical en la notación musical. (Thirty pieces for five orchestras). Tiempo en
lugar de espacio.
el sueño de la aldea
Invitado por Heinz Klaus Metzger
y Rainer Riehn hice, con la asistencia
de Andrew Culver, Europeras 1&2 para
la Ópera de Frankfurt. Éstas tenían la
independencia, y coexistencia, de la
música y la danza con la que Cunnin­
gham y yo estábamos familiarizados,
todos los elementos del teatro, inclu­
yendo la luz, los programas impresos,
decorados, guardarropa, vestuario y cam­
bio de escenarios.
Hace once o doce años comencé los
Freeman etudes para violín solo. En
cuanto a los Etudes australes para pia­
no, sólo quería hacer la música tan
difícil como fuera posible de tal forma
que la ejecución mostrara que lo im­
posible no es imposible y escribir 32
de ellas. Las notas escritas hasta ahora
muestran, sin embargo, que hay dema­
siadas notas que tocar. Durante años
pensé que tenían que ser sintetizadas,
lo que no quería hacer. Por lo tanto,
la obra sigue inconclusa. A principios
del verano (del 88), Irvine Arditti tocó
las primeras dieciséis en 56 minutos y
después a finales de noviembre las mis­
mas piezas en 46 minutos. Le pregunté
por qué había tocado tan rápido. “Eso
–me contestó– es lo que dices en el
prefacio: tóquese tan rápido como sea
posible.” Supe, en consecuencia, có­
mo finalizar los Freeman etudes, un
trabajo que espero completar este año
o el próximo. Donde haya muchas no­
tas indicaré: “Tóquense tantas como
sea posible.”
Al pensar en la orquesta no sólo
integrada por músicos sino por perso­
nas, he establecido diferentes relacio­
nes de persona a persona en diferentes
piezas. En Etcetera, comenzando con
la orquesta como solistas, dejándolas
de tanto en tanto servir voluntariamen­
te a alguno de los tres conductores. En
Etcetera 2/4 orchestras comenzando con
cuatro conductores, dejando de tanto en
tanto a los miembros de la orquesta de­
jar el grupo y tocar como solistas. En
Atlas eclipticalis y Concert for piano and
orchestra el conductor no es un agente
gobernante, sino un instrumento que
da el tiempo. En Quarters no más de
cuatro músicos tocan a la vez, con cua­
tro cambiando constantemente. Cada
músico es un solista. Para llevar a la
sociedad orquestal la devoción a la músi­
ca que caracteriza a la música de cáma­
ra. Construir una sociedad uno por uno.
Llevar la música de cámara al tamaño
de una orquesta. Music for ______.
He escrito hasta el momento dieciocho
partes, cada una de las cuales puede
tocarse junto u omitirse. Pausas flexi­
bles. Estructura variable. Una música,
por decirlo así, a prueba de sismos.
Otra serie sin una idea subyacente es
el grupo que comienza con Two, segui­
13
nario o su teoría en las escuelas, que
se expresa a sí misma simplemente
mediante sus vibraciones. Gente po­
niendo atención a las vibraciones, sin
relación con una idea de la interpre­
tación ideal, sino poniendo atención a
lo que sucede cada vez, sin que ne­
cesariamente sea lo mismo dos veces.
Una música que transporta al oyente
al momento en el que está.
Apenas el otro día recibí un pedido
de Enzo Peruccio, editor de música de
Turín. Le contesté lo siguiente.
do por One, Five, Seven, Twenty-three,
101, Four, Two, One, Three, Fourteen y
Seven. Para cada uno de estos trabajos
he buscado algo que todavía no en­
cuentro. Mi música favorita es la que
todavía no escucho. No oigo la música
que he escrito. Escribo para escuchar
la música que no he oído.
Vivimos en un tiempo en que mu­
cha gente ha cambiado sus ideas so­
bre la utilidad de la música o la que
para ella podría tener. Algo que no
habla o charla como ser humano, algo
cuya definición no está en el diccio­
14
Se me pidió que escribiera un prefacio
para este libro, el cual está escrito en
un lenguaje que no utilizo para leer.
Este prefacio por lo tanto no es al libro,
sino al tema del libro: la percusión.
La percusión está abierta comple­
tamente. La abertura ni siquiera tiene
final. No tiene final. No es como las cuer­
das, los vientos, las percusiones (estoy
pensando en otras secciones de la or­
questa), aunque cuando escapa de la
armonía puede darles una o dos lec­
ciones. Si no estás oyendo música, la
percusión se ejemplifica por el sonido
que oyes dentro o fuera de la casa, de
la ciudad. ¿Del planeta?
Toma cualquier parte del libro y ve
al final. Te descubrirás pensando en
el siguiente paso que tomará en esa
dirección. Tal vez necesitarás nuevo
el sueño de la aldea
material, nuevas tecnologías. Las tie­
nes. Estás en el mundo de X, del caos,
de la nueva ciencia.
Las cuerdas, los vientos, las percu­
siones, saben más sobre música de lo
que saben del sonido. Para estudiar el
sonido deben ir a la escuela de la per­
cusión. Ahí descubrirán el silencio,
un modo de cambiar nuestra menta­
lidad, y aspectos del tiempo que no
han sido aún puestos en práctica. La
historia musical europea comenzó su
estudio (con el motete isorrítmico) pero
fue hecho de lado por la teoría de la ar­
monía. La armonía, gracias a un com­
positor de percusión, Edgar Varèse, es
llevado a un nuevo final abierto por
Tenney, James Tenney. Lo llamé el pa­
sado diciembre después de escuchar
en Miami su nueva obra y le dije: “Si
eso es armonía, retiro todo lo que he di­
cho antes; estoy totalmente con ella.”
El espíritu de la percusión abre todo,
incluso aquello que, por decirlo así,
estaba completamente cerrado.
Podría continuar (dos instrumentos
de percusión del mismo tipo no son más
parecidos que dos personas que tienen
el mismo nombre) pero no quiero mal­
gastar el tiempo del lector. Abre este
libro y todas las puertas doquiera que
las encuentres. La vida no tiene final.
Y este libro muestra que la música es
parte de ella.
Sima y sol*
Ignacio Ortiz Monasterio
Cuando estuve en Massachusetts es­
tudiando pasé dos o tres meses prác­
ticamente encerrado en un departa­
mento pequeño –un cuarto amplio con
baño y cocina, en la parte trasera de
una casa–. Asistía a clases solamen­
te dos tardes por semana, la carga de
tareas y lecturas era considerable y
vivía lejos del centro de Boston y de
la escuela. En Malden, un suburbio
ordinario de casas, industria y pálidos
comercios, había poco que hacer, y
por otro lado había decidido no pro­
curar a la comunidad de alumnos la­
tinos a fin de relacionarme por fuerza
con norteamericanos, lo que hasta ese
momento no estaba sucediendo. Sin
contar mi amistad con una estudian­
te mexicana y su madre, me hallaba
en Massachusetts buenamente solo y
retirado de la idealizada vida urbana
y estudiantil bostoniana. En varias oca­
siones estuve en mi departamento de
la noche del día miércoles, cuando lle­
gaba de clases, a la tarde del lunes,
cuando salía de nuevo a la escuela.
Quizás iba al supermercado –lo hacía una
*
Fragmento del ensayo con el mismo tí­
tulo.
15
vez por semana– y sacaba la basura.
En octubre y noviembre la temperatu­
ra había bajado mucho, de modo que
apenas abría la ventana y mantenía la
puerta bien cerrada. La distancia de
mi familia y amigos, la sustitución –ab­
soluta a mi entender– de todas mis
impresiones sensibles y emocionales
por otras desconocidas y extrañas, y
el aislamiento descrito,* me tenían natu­
ralmente en un estado de ánimo depri­
mido y potenciaban cierta tendencia
mía a la introspección y las ideas re­
currentes. Al encierro físico que sin
aparente razón me estaba imponiendo
correspondía un confinamiento mental,
una manifiesta dificultad para salirme
del circuito de ciertos pensamientos.
Junto con varias especies de índole sen­
timental, se enquistaba en mí la no­
ción de que, sin duda alguna y puestos
a reconocer las cosas, la soledad que
estaba atravesando en realidad había
estado en mi interior desde siempre,
como un tumor, y que mis particulares
circunstancias no habían hecho nada
sino mostrármelo de una vez por to­
das, cosa que me angustiaba.
Aislamiento, por lo demás, que me man­
tenía en contacto con las pocas marcas exte­
riores de identidad que había llevado conmigo
–un libreta de teléfonos, libros, música– y me
hacía sentir un tanto protegido y refugiado en
un entorno de momento hostil.
*
16
La pérdida, así sea temporal, de nues­
tros principales referentes externos de
identidad –no el yo que hemos cons­
truido, ni nuestra memoria sensorial
y emocional, sino las cosas, la gente,
los lugares, las temperaturas y olores
que funcionan, a fuerza de asociación
con ese yo y de repetición, como espe­
jos– constituye una fuerza centrípeta:
tiende a precipitarnos hacia nuestras
profundidades. Otro tanto hace la an­
gustia persistente. Mi estado cobró una
forma que entonces me pareció inso­
portable cuando, lejos de hacerme de
algún medio de impulso para lazarme
en línea recta fuera de mi interior, el
aislamiento, el patrón obsesivo y la an­
siedad me tiraron, como un plomo, en
sentido contrario, hasta sentir que lle­
gaba al fondo, a la cámara misma de
mi conciencia y encontraba ahí oscu­
ridad. No me abismaba de modo abso­
luto, no me había alejado a tal grado
del mundo sensible, pero como si esa
cámara profunda se hubiera vuelto el
foco de mi existencia y desde lo remo­
to emitiera su único contenido, mi red
nerviosa era invadida por un líquido os­
curo hasta sus más delicados y tenues
extremos, tiñendo incluso mis ojos, de
manera que, considerablemente redu­
cido, me sentía sumido en ese abismo,
en posición fetal y desnudo. Se verifi­
caba en mí, de manera precisa pero
el sueño de la aldea
invertida, como el negativo de una fo­
tografía, lo que decía Plotino al revi­
sar el tema de la conciencia: “Nunca
podrá el ojo ver al sol sin hacerse se­
mejante al sol.” A mí me tocaba ver
en mi interior una sima y, por desgra­
cia, me hacía semejante a la sima. Mi
cuerpo era una entidad donde carne y
vacío cohabitaban.
Entendí que se trataba de un pro­
blema de conciencia, no el sentido mo­
ral del término (al menos no solamente),
ni en el habitual de “conocimiento”,
sino en el filosófico: un problema que
concernía a la relación intrínseca de
mi mente o de mi alma consigo misma
–una cuestión de espíritu o de espejos
encontrados–. Como nunca, desde la base
de esa sima interna estaba consciente
de que era. “Soy”, me decía a mí mis­
mo. Ya de niño había tenido momentos
de revelación como éste, vislumbres
en los que mis pensamientos, lejos de
dispersarse por donde los sentidos y
la fantasía los llevaran, se arqueaban
hacia mí. Me volvía el objeto absolu­
to de la atención de mi inteligencia,
y mi inteligencia me decía: “Tú eres
tú.” Entonces mi entendimiento se lle­
naba de mí, nos conformábamos en la
misma pletórica cosa. Desde un punto
de vista tautológicas y, en consecuen­
cia, carentes de sentido, estas tres pa­
labras, pero sobre todo la experiencia
vital que desencadenaban, constituían
para mí una verdad de la mayor im­
portancia, un Axioma, de un modo que
se me antoja equiparable a la senten­
cia bíblica, las palabras de Dios: “Yo
soy el que soy.” Si bien en aquel en­
tonces me había introducido en una
abundante fuente de luz y ahora, en
Boston, me sumía en la oscuridad, el
principio era idéntico, un insight que
me asomaba a un estado de concien­
cia mayor. En mi niñez, sin embargo,
la clarividencia por sí sola no había
17
durado más que unos instantes, en tan­
to que su replica varias décadas des­
pués me arrojaba a un sitio del que mi
alterada psique no me dejaba salir.
Durante el tiempo de sueño, la sensa­
ción que experimentaba era que dormía
al borde de la vigilia, que al mismo
tiempo me ausentaba y vigilaba. Una
voltaje de lucidez me deslumbraba en
sueños. Era como si tuviera un tercer
ojo y éste permaneciera abierto y aler­
ta cuando los otros dos al fin se cerra­
ban.
El temor que me causaba el en­
cuentro con mi yo profundo se debía
seguramente a la gravedad del hecho
en sí, pero también, me parece, a lo
extraña que me era mi propia indivi­
dualidad. Sin contar mi pertenencia a
una sociedad marcadamente gregaria
y a un núcleo familiar tradicional –un
tipo de colectivismo extraño en el país
donde ahora estaba–, desde niño ha­
bía tendido a la negación del yo, del
mío y el de otras personas. Mi ego es­
taba desterrado, relegado a un austero
recinto –¿la cámara a la que me he re­
ferido?–. Incapaz de diferenciar y di­
secar la negación de mi persona en lo
que tocaba a la vanidad, la apetencia,
el poder, suponía en realidad su ente­
ra reducción, su clausura –confianza,
autosuficiencia y gozo incluidos.
El brahmanismo y otras religiones
18
de oriente predican la disolución de
la identidad individual en el Todo. El
cristianismo en el que yo había sido
criado reconoce una virtud cardinal
en el abandono y la renuncia. Es po­
sible que en ciertas condiciones tales
aspiraciones sean válidas e incluso ne­
cesarias. En mis propias circunstan­
cias, sin embargo, la clausura de mi
yo era un error por la sencilla razón
de que me estaba dañando. La situa­
ción había sido diferente en una etapa
anterior, cuando dicha negación había
ido aparejada de una suerte de Todo en
el que estaba dispuesto a disolver­me.
Dicho de otra manera, había que­rido
ser uno con una parte de mi realidad, de
la que no eran un componente menor,
al menos en apariencia, fe y praxis.
Ahora pienso que cuando esta reali­
dad se modificó, al punto de eviden­
ciar la merma de mi peso específico,
debí iniciar una búsqueda a tientas de
mí mismo, concretamente de mi nú­
cleo, búsqueda que alcanzó su punto
más crítico con la experiencia que he
procurado relatar. Al hundirme en mi
interior, al llevarme al foco de mi con­
ciencia y exponerme a la sentencia
“Tú eres tú”, el periodo de soledad y
ansiedad en espiral que he descrito me
puso de frente y desnudamente, sin
medio de protección ni ruta de evasión
alguna, ante mi más básica individua­
el sueño de la aldea
lidad. Me asustaba asomarme a esa de­
presión interior, al desfiladero de mi
conciencia, y me turbaba hallar ahí el
vacío. ¿Dónde estaba mi yo? En algu­
na parte sin duda. Era el vacío como
tal, o yacía desecado, como la piel de
un ser vivo que ha mudado. Recuerdo
que de niño, al volverme hacia mi in­
terior, descubría algo muy distinto. Mi
yo tenía cuerpo y clara definición, era
un volumen solar que llenaba el re­
cinto y abundaba, resplandecía. Podía
decir que, ahí, Dios existía. Pasada la
etapa más difícil de Boston, me llega­
ba a preguntar a veces si, saldada la
necesidad de encontrar nuevamente mi
ser y de reconocerlo, podría devolver­
le parte de su pasado esplendor.
Por lo pronto, en Boston, no me ha­
bía quedado otro remedio que asumir­
me como individuo. Había en mí un
saber nuevo, sabía como nunca antes
que existía y el hecho de mi existen­
cia, por más cruda que en ese momen­
to me pareciera, me delimitaba, me
hacía concreto y preciso. Agotados los
momentos más críticos, me quedaba
yo con una inteligencia aguda de mi
individualidad y, al decidirme a dejar
mi refugio en Malden, esa inteligencia
me daba cuerpo, me daba un mínimo
de consistencia para entrar en contac­
to con otros.
Como mero apéndice mencionaré
que aquel estado de confusión con mi
realidad, la disolución de mi identidad
en el entorno al que me he referido, no
me libraba de la experiencia de la so­
ledad. La trama social a mi alrededor,
que yo mismo había extendido, me
permitía eludir la soledad física casi
siempre. No obstante, en compañía ex­
perimentaba una soledad relativa. Me
era difícil conectarme plenamente con
los demás. Ahora atribuyo esta defi­
ciencia a la misma permeabilidad que
me permitía confundirme con otros.
Por un lado me sentía complementa­
do. Conseguía suplir la carencia de
yo con terceras presencias. Pero dado
que mantenía alguna individualidad,
me sentía al mismo tiempo invadido.
La cercanía de mis padres, mis her­
manos, de una tía, de los amigos me
hacía falta, pero en cierto nivel tam­
bién me sofocaba. Me confundía con
todos ellos pero al mismo tiempo los
mantenía a raya, evitaba a toda cos­
ta enlaces superiores pues temía que
terminaran por aniquilarme. En un
sistema de vínculos defectuosos, de
enlaces intermitentes y anómalos en
los que las ricas sinapsis, los punti luminosi de una relación no se logran,
experimentaba por fuerza una soledad
relativa. Afortunadamente, porque re­
sultaba de un mecanismo de defensa,
esta soledad tenía la virtud de recor­
19
darme, así fuera a nivel irreflexivo, bía nadar), lo poco que un autor sabe
que mi yo subsistía.
de su propio libro, la lítote y las omi­
siones en una novela, la cualidad for­
mativa de la caligrafía, la superioridad
del amateur sobre el profesional: “Los
que se contentan con mejorar
Tres ensayistas curiosos artistas
sus habilidades eventualmente llegan
a poco. Los que verdaderamente de­
Matías Serra Bradford
jan huella tienen la fuerza y el coraje
de explorar y explotar sus defectos.”
los ojos rasgados de simon leys
Este porfiado traductor de Confucio
El dramaturgo Simon Gray supo reco­ y Shitao se detiene a rumiar sobre los
nocer a los honorables críticos que “en­ deslices de una traducción, y a los prac­
cuentran en una pieza de teatro cosas ticantes de este oficio les encomienda
mucho más interesantes que imaginar­ “un viejo principio de la navegación:
se ellos mismos sobre el escenario”. El es peligroso no saber cuál es nuestra
ensayista y sinólogo belga Simon Leys posición, pero no saber que uno no sabe
es esa clase de escritor y de traductor. es mucho peor”. Leys es sobre todo un
Invariablemente, ha encontrado más lector y La felicidad de los pececillos, al
cosas dignas de observar y admirar en igual que la notable recopilación The
los demás que en sí mismo. Los textos hall of uselessness, es el libro de un
reunidos en La felicidad de los pececi- lector con un lápiz en la mano. Leys
llos prueban que Leys –nacido Pierre estudia y elogia a Victor Segalen (a
Ryckmans– nunca busca ser brillan­ quien homenajeó con su seudónimo),
te sino adecuado, pertinente, justo. A a Simenon, Unamuno, Chesterton, Or­
Leys lo domina una ingenuidad im­ well. No sólo lee sino que, como un
prescindible y a la vez un persistente buen espectador ante caligrafía chi­
estado de alerta. Uno de sus adjetivos na, rehace la danza del pincel sobre
favoritos es “quijotesco”.
la página. La mitad de sus escritos son
Lo que captura la atención de Leys ajenos: citas. Como aquellos críticos
es variado y estimado: los escritores y el cuyo propósito es hacerle justicia a
dinero, los bondades de la pereza y la una voz, Leys habla por boca de otros.
inutilidad, el mar y las paradojas de El método ofrece algunos repliegues:
sus mejores retratistas (Conrad no sa­ “Un escritor puede a veces hablar con
20
el sueño de la aldea
más honestidad acerca de sí mismo
cuando piensa que está meramente co­
mentando acerca de otro escritor que
le gusta en particular.”
La cordialidad de Leys no le quita
filo y punta a sus declaraciones: “¿No
se podría subsidiar a determinados uni­
versitarios para que dejen de escribir li­
bros?” O bien: “Los editores, incluso los
que poseen talento y experiencia, raras
veces saben lo que hacen. Podrían ha­
cer suya la célebre fórmula: puesto que
estos misterios se nos escapan, hagamos
como que somos sus organizadores.” En
los años setenta, fue al establishment
intelectual francés que Leys tuvo que
enfrentar con sus denuncias contra el
régimen maoísta: “las más altas inteli­
gencias no dicen menos tonterías que el
común de los mortales; simplemente lo
hacen con más autoridad”.
Cuando no cita, Leys pasa a la anéc­
dota. En un café, un señor se puso de
pie para volver a cambiar la radio en
cuanto apareció música clásica: “El
talento inspirado siempre es un insul­
to a la mediocridad. La necesidad de
rebajarlo todo a nuestro miserable ni­
vel, de mancillar, burlarse y degradar
todo cuanto nos domina por su esplen­
dor es probablemente uno de los ras­
gos más desoladores de la naturaleza
humana.”
En un artículo, Leys recuerda un
simon leys
ritual que realizan indios de la costa
del Pacífico al pie del árbol que deben
hachar, para que los disculpe. Las pá­
ginas que conforman estos libros de
Leys no deberán pedirle perdón a los
árboles que se talaron con el propósi­
to de imprimir ejemplares. Hablando
de Jean-Francois Revel, Leys comen­
ta que en toda su carrera no escribió
ni una sola oración confusa: “En el
mundo intelectual parisino un hábito
semejante puede arruinar fácilmente
la credibilidad de un escritor, porque
las almas simples y las mediocridades
solemnes sólo se impresionan con lo
que está envuelto en jerga opaca.” El
ataque de Christopher Hitchens contra
la madre Teresa le recuerda a Leys “la
indignación del cliente de un restauran­
te que, frente a una tostada con caviar,
se queja diciendo que la mermelada
tiene un extraño gusto a pescado”.
21
El autor de Los náufragos del Batavia no pretende señalarlo todo y –atento
lector de Arthur Waley, Joseph Need­
ham, Lu Xun– se guía por la táctica del
vacío en la estética china: “El mensaje
no sólo puede llegar a destino sin nece­
sidad de decirse en su totalidad, sino que
es precisamente porque no se expresa
en su totalidad que puede alcanzar su
destino.” En una oportunidad, una li­
brería le procuró “el descubrimiento
de que a veces una línea realmente
ins­pirada en un libro puede llevarte a
comprarlo de inmediato”. A los libros
de Simon Leys les sobran frases ilumi­
nadas, propias y ajenas, que no tienen
la voluntad de encandilar.
luc sante y el oro del pasado
De niño se desmayaba durante la misa
de los domingos. A las apariciones re­
ligiosas –en las que se insistía en la
Bélgica de su infancia– las imaginaba
lentas, “como la de una imagen foto­
gráfica en una bandeja de solución quí­
mica”. Años después descubriría que
no hay modo más directo de interrum­
pir y preservar una infancia que cam­
biar de idioma a una edad temprana.
Arrancado de su país de origen hacia
los siete años, a Luc Sante no le que­
dó otra opción que obsesionarse con
el pasado, que lo ha seguido igual que
22
una sombra. A la vez, ha confesado
que siente una especie de expansión
psicológica logarítmica por cada año
que pasa, gracias a la cual ve su ni­
ñez como a la distancia de un siglo.
Si Sante retoca su currículo, es para
no provocar lástima; para desarreglar
una memoria excesivamente fiel. En
su crónica familiar The factory of facts
advierte: “El pasado es un lugar silen­
cioso en el que los cambios ocurren
con lentitud glacial; es un paisaje per­
manentemente verde. Puedes ir allí y
hallar que no ha sucedido demasiado
desde tu última visita.”
Investigador de “documentos supri­
midos”, un mercado de pulgas es para
Sante una mesa de juegos de azar en
el que alguien puede cruzarse con evi­
dencia acerca del hermano gemelo de­
saparecido, con la foto de la primera
chica cuya imagen lo mantenía despier­
to en la noche, con un juguete ado­
rado y perdido. En Low life, su libro
sobre la vieja Nueva York, su lugar de
adopción, Sante asegura que esa me­
trópolis “expulsa a sus muertos. Los
muertos, sin embargo, son un grupo
notoriamente inmanejable. Tienden a
resistir todos los esfuerzos por borrar
sus rastros”. (El lugar que facilita la
oportunidad de no dejar huellas es,
según Sante, la habitación de un ho­
tel, noción que desarrolló en un texto
el sueño de la aldea
dedicado a la obra del escultor y esca­
pista Juan Muñoz.)
Sante ha reiterado que “las fotos
que se sacan para documentar son más
cautivantes que las que se hacen con
un propósito artístico”. Su archivo de
fotografías le fue sugiriendo “leer una
foto como la palma de una mano”. En
la fototeca de la policía de Nueva York
comprendió lo difícil que es ponerle
edad a un cadáver. Sante sostiene que
“la búsqueda de la perfección de par­
te de Mapplethorpe le funciona mejor
cuando lo aleja de la belleza”. Para él,
el fotógrafo Walker Evans “poseía el
genio de un ilusionista para hacer arte
que no parece arte ni algo conscien­
temente realizado”. El estilo de la fo­
to-postal de principios de siglo veinte,
según Sante, fue retomado por Evans:
“La gente posa sin sonreír porque las
películas y la publicidad todavía no le
han enseñado a hacerlo.” La prosa de
Joseph Mitchell tiene para Sante “la
rigurosa y engañosa simplicidad” de las
imágenes de Evans. Esta ausencia de
deliberación artística puede remitir al
lector a lo que Sante señala a propó­
sito de su país natal y de su artista
más emblemático: “Una cierta cuali­
dad gris y algo inconspicuo, innato en
el carácter belga, una ayuda innega­
ble para un detective filosófico como
Magritte, que le permitía fusionarse
luc sante
con su ambiente y que su estilo pare­
ciera la ausencia de estilo.”
En el único libro de Sante traducido
hasta el momento, Mata a tus ídolos,
escribe sobre el crimen y la supervi­
vencia del pasado en una gran ciudad,
las formas de fumar, el origen del blues,
los dibujos de Victor Hugo, la “línea
clara” del creador de Tintín, los parri­
cidios de Rimbaud, algunos fotógra­
fos indóciles y la memoria indecisa de
una imagen.
Como con las fotos sin firma, Sante
comenta que “ciertas viejas canciones
23
populares se han infiltrado en el in­
consciente colectivo de tal modo que
parece que nunca hubieran sido com­
puestas, que hubieran ocurrido miste­
riosamente, a la manera de las bromas
y proverbios caídos del cielo. Los ele­
mentos más antiguos y duraderos de la
cultura popular desafían nuestra idea
de autoría”. Autoría inestable y ano­
nimato son los dos polos magnéticos
de Sante, que cuenta que el bluesman
Robert Johnson “estaba preocupado
de un modo neurótico con esconder sus
manos mientras tocaba si otros guita­
rristas andaban cerca”. No es el caso
de Luc Sante, que practica un estilo
transparente, no desprovisto de un li­
rismo fáctico. No tiene por costumbre
gritar sus ideas, las suelta al pasar:
Victor Hugo pudo haber inventado años
antes el ready-made que patentó Du­
champ, cuando firmaba y fechaba las
piedras que recogía en la playa.
diván significa:
atado de páginas escritas
El de Adam Phillips es un caso mila­
groso: un psicoanalista que lee bien.
Un psicoanalista que escribe bien. Que
lee por placer y escribe con gracia.
El autor de Flirtear, La bestia en la
guardería y La caja de Houdini tiene
otra virtud inusual en un terapeuta: la
24
afabilidad. La suya es una prosa en
la que inteligencia y elegancia logran
confundirse, y esa confusión incremen­
ta la claridad de sus líneas. Phillips
siembra sus libros de epígrafes de poe­
tas, acaso porque a menudo se pasea
entre lo inteligible y lo indescifrable.
Una de sus preguntas habituales es qué
significa no comprender a una perso­
na o una frase, y qué es lo que más nos
tienta no entender.
Desde Freud en adelante, la psico­
logía ha vampirizado, parasitado, co­
lonizado y saqueado a la literatura. El
experimento dio sus frutos en la vida
–algunos de dudoso gusto–, pero fue­
ron escasos en la literatura resultante.
Son contados los ejemplos en que el
cortejo entre estas dos vocaciones o vi­
cios haya producido un escritor de ex­
cepción como Phillips. Tal vez porque
este lector devoto de Charles Lamb y
John Ruskin logró que predominaran
los métodos y las formas de intuir de la
literatura: “Creo que debe haber me­
nos teoría en el psicoanálisis y más
oraciones interesantes.”
A sus materias dilectas Phillips las
hace pasar por una lente de aumento,
felina, límpida e implacable: el modo
en que el psicoanálisis alienta varian­
tes de digresión y concentración. La
infancia como ficción suprema: “Esta­
mos todos recuperándonos de haber si­
el sueño de la aldea
do niños.” Los frutos del aburrimiento,
el arte de la huida. El éxito, la felici­
dad inasible, la cordura. Lo intencio­
nal y lo no intencional. La literatura y
el psicoanálisis como maneras de des­
cribir vidas. Si alguien pudiera incor­
porar y procesar y aplicar lo que Adam
Phillips ha escrito, se convertiría en la
persona más interesante del mundo.
“Leo psicoanálisis como si fuera poe­
sía. De manera que no tengo que pre­
ocuparme si es cierto o incluso útil,
sólo si es cautivante o conmovedor o
intrigante o entretenido”, ha explicado
Phillips, que viene redactando una lar­
ga novela interpretativa. En su estilo
pareciera que las frases se escribie­
ran solas, se dejaran llevar por la ló­
gica de la oración precedente, fueran
cubriendo un terreno que se asoma
como inevitablemente. Al igual que con
personas extremadamente inteligentes u
oportunas, no se sabe a veces si Phi­
llips realmente pensó algo o lo dijo por­
que la frase anterior lo condujo allí,
y valiera la pena decirlo como si en
efecto lo hubiera ideado simplemen­
te porque la sola frase hace pensar.
La tentación de un pensamiento bien
formulado. Pareciera que cree que una
oración no le debe fidelidad a su pro­
pietario sino al lugar prometido ha­cia
el que guía al lector.
Phillips se cuestiona qué significa
adam phillips
estar interesado en algo y cómo man­
tener el interés en uno mismo. En Flirtear declara que “el flirteo mantiene
las cosas en juego” y “coquetea con la
idea de sorpresa”. Es útil aproximar
algunas de sus ideas a lo que sucede
en la lectura misma. Con respecto a
las ambiciones, Phillips sostiene que
“sólo podemos viajar si nos asegura­
mos que jamás llegaremos al punto de
destino”. Otro tanto podría decirse del
acto de leer. Podría pensarse que sólo
podemos leer –o escribir– si sabemos
que no necesariamente quedaremos sa­
tisfechos.
25
En una ocasión, Phillips comparó
los efectos impredecibles de la lectu­
ra con el “trabajo del sueño” según
Freud. Un tratamiento psicoanalítico,
señaló Phillips, es como leer una po­
derosa obra de literatura, “un salto
hacia una oscuridad indefinible. Na­
die puede saber nunca de antemano el
efecto que tendrá o, de hecho, no ten­
drá”. La obra de Phillips nos recuerda
que cada lectura ofrece la oportunidad
de volver más interesante una vida
(esto bastaría para justificarla como
hábito y adicción). En una ocasión in­
dicó que “al elegir a un psicoanalista
de una determinada orientación, sea
la que fuere, uno elige también la cla­
se de vida de la que quiere terminar
hablando”. Lo mismo podría pensar­
se de los libros que se elige leer, so­
26
bre todo si se tiene en cuenta lo que
Phillips sugiere en Going sane: “Nos
define todo aquello que descubrimos
acerca de nosotros mismos.”
Con menos pudor, la lectura podría
ayudar al lector a intuir de qué lo li­
bera, de qué quiere escapar. O qué es­
pera un lector de sí mismo cuando lee.
Acerca de la frustración y la satisfac­
ción que deparan los otros, Adam Phi­
llips detalla: “Es como si, de un modo
extraño, uno estuviera esperando a al­
guien pero no sabe quién es hasta que
no aparece.” Lo mismo sucede con un
libro. Si el psicoanálisis es un diálogo
con uno mismo en presencia de otro,
la lectura es una conversación con otro
en presencia de ese que creemos ser,
que no sabemos todavía quién es o en
quién se convertirá gracias a lo que lee.
Mané o del aliento
Jesús Ramón Ibarra
en su cuerpo
Mané quema las naves
Deja ceniza a orillas del misterio
Un túmulo amansado
y la resignación
de los que no salen indemnes
de la guerra
Al entrar en su cuerpo
Mané se instala en los rincones
Fija su hiel entre sombras
Pasea los perros de su lengua
Donde la voz
cruenta
elabora dictámenes precisos
Al reconocer las galerías de su cuerpo
Mané busca la sangre
De un bolero enconado
La miel grávida de su nota
Y el pulso inamovible de su caza
al entrar
27
se despidió cantando.
En la noche, un bolero izó su velamen
y se dispersó en silbos
por la escollera.
elsa soarez
Elsa Soarez se despidió
con notas de su sangre cautiva.
Caminó –incondicional vigía del viento–
por el malecón y su voz de colmenar,
su voz de avispero en la noria,
su voz de arena movida por el peso del aire
alimentó la playa de Sao Paulo
y tomó el camino de los misterios.
Elsa Soarez no pensaba en Mané,
ni en su triste condición de enfermo
que atraviesa a caballo una fiebre de pájaro roto.
No pensaba en aquellas tardes,
juntos, entre el cauce del fontanar,
en un jardín de Ámsterdam,
y los cuerpos acunados en un mismo
y doloroso temblor de amantes
que se despiden.
Ella se despidió cantando y el bolero
–un barco de luz marchitada,
un bajel de piedras vivas y flores–
28
se la llevó consigo entre la niebla de un otoño lento.
Interminable.
de la voz
Se cocinaba el hambre
Al fuego de la sangre
Oscuros bocados palpitaban
Al fuego de la lengua
Donde la tensa nota
Desplegaba su tizne
El hambre
Transitaba con lauro
Abrazaba las piedras
de la casa
Le daba flor y polvo
A sus cimientos
Al transitorio gesto de los hijos
Al aullido tenaz en que dormían
al fuego
29
El descubrimiento de América
F elix T errones
Estábamos lo suficientemente ocupados como para que alguien se fijara más
de la cuenta en lo que ella hacía. Revisábamos nuestras guías, releíamos por
enésima vez nuestros itinerarios; también nos afanábamos en responder los
cuestionarios de migraciones. Tal vez buscábamos convencernos, a cientos
de metros de altura, de lo inminente de nuestro aterrizaje; por lo tanto, de
nuestros días futuros en Perú. Con todo, alguien creía recordar haberla visto
leyendo un libro de historia, tal vez un párrafo en el que se contaba cómo
llegaron los conquistadores, las miserias que dejaron y las riquezas que bus­
caron. Pero nadie pudo verificar si esta información era cierta o si, como
tantas otras, ya se confundía con la imaginación. Ahora que se perdió para
siempre, resulta una lástima que nadie la recuerde pues tal vez el recuerdo
de cualquier cosa que hizo o dijo durante el vuelo nos habría explicado de
mejor modo todo ese desorden inexplicable al cual se arrojó.
De hecho, forzados a recordar, nadie pudo ponerse de acuerdo en nada
con respecto de esa mujer. Hay quien dice haberle conversado un instante,
también quien dice haberse fumado un cigarrillo con ella. Otros afirman
haberla visto llorar en los baños del aeropuerto. Pero resulta inevitable no
sentir un relente de oportunismo y falsedad en lo que cuentan. El hecho es
que, una vez que el avión aterrizó en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima,
nos olvidamos definitivamente de la mujer que viajaba sola. Estábamos im­
pacientes por bajar después de tantas horas, comenzar nuestro gran viaje ve­
raniego en un país desconocido, del que apenas habíamos oído hablar antes,
un país que nos esperaba silencioso y agitado, detrás de varias capas de ne­
30
el descubrimiento de américa
blina dispuesta a ser atravesada por nuestros pasos determinados y curiosos.
Felizmente, ahí están los hechos y datos objetivos para permitir sacar
algo en limpio. Nacionalidad francesa; edad, 30 años; domicilio, París, 3e
arrondissement. Motivo declarado del viaje: familiar. Había comprado bole­
to ida y vuelta, aunque no tenía fecha fija para el regreso sino que la había
dejado abierta para poder regresar cuando se le antojara (lo cual tampoco
quiere decir nada). En Lima, nunca salió de su habitación de hotel, en las
proximidades del aeropuerto, salvo para hacer un par de llamadas (el recep­
cionista declaró que fue ella quien marcó, habló en francés, la primera vez,
unas cuantas palabras, nada más). El mismo recepcionista, quien había es­
tudiado algunos meses en la Alliance Française, creyó reconocer palabras
como “búsqueda”, “miedo” y también “insomnio”. La segunda llamada la
hizo a una agencia de transportes: quería pedir un pasaje para Huaraz, sí,
sólo de ida... Al final, antes de dejarle una buena propina, la mujer le pre­
guntó algo que le pareció extraño. Después se fue sin esperar respuesta.
El recepcionista se quedó pensando un rato en la pregunta de la gringuita.
Encendió la televisión y se olvidó de todo.
Sin embargo, como un negativo fotográfico, también están los otros
hechos, aquellos que permiten entenderla un poco más. La imaginamos, la
mañana siguiente, saliendo del hotel a la avenida Faucett. Los autos a toda
velocidad, los transportes públicos, algunas miradas aviesas arrojadas, lo
mismo que cientos de escupitajos aplastados contra el suelo por pisadas
apuradas. Esa primera imagen de Lima debe haberla consternado por su
contraste con cualquier ciudad europea. Ese desorden, ese caos, esa manera
febril que los limeños tenían de precipitarse a ninguna parte... A lo mejor
ella pensó en eso, a lo mejor no. En todo caso, tomó un taxi que la llevó di­
recto a la empresa de transportes. Llegó con algo de retraso, cuando el bus
ya estaba por partir, pero no fue un problema pues apenas llevaba la mochila
con la que trepó al vehículo.
Durante el viaje conversó con una pareja de austriacos que ya la habían
visto en el avión, pero ella parecía no recordarlos. Hablaron del país. Con
algo de suerte, los austriacos podrían tomar buenas fotos en la Cordille­
ra Blanca. También se mostraron informados, conocían qué había ocurrido
en la historia reciente del Perú. Los años ochenta y el terrorismo. Abimael
31
félix terrones
Guzmán, cuarta espada del comunismo, líder de Sendero Luminoso. Levan­
tamiento armado. Masacres de campesinos. Coches bombas. Más de sesenta
mil muertos. En otras palabras, la barbarie. Algo peor que la barbarie, dije­
ron al mismo tiempo, el horror. “Claro, las masacres”, replicó ella con gesto
cansado. Sorprendidos por su reacción, los austriacos le preguntaron si ya
había estado antes en Perú y si conocía a alguien. Entonces ella respondió
que conocía mucho de Perú, lo cual quiere decir mucho y nada al mismo
tiempo, pero al parecer esta respuesta les bastó a los austriacos. Después
le preguntaron cómo era que hablaba tan bien el alemán. Era profesora de
alemán en un instituto parisino. (De hecho, esto último fue una de las pocas
cosas verdaderas que dijo a lo largo de su viaje.)
Sin aparente razón alguna, ella recordó un verso de Paul Celan. Des­
pués habló de una aurora oscura o de una noche blanquísima que su abuelo
había visto en una granja alemana allá por el año de 1943. También del durí­
simo invierno que vivió por culpa de la familia a la que había sido encargado.
Habló de golpes y abusos, de hambre, de intentos de suicidio, de una vida
solitaria, hambrienta, adolorida. Al final se calló de manera tan sorpresiva
como se había puesto a hablar. Sin saber qué decirle y por añadir cualquier
cosa a la conversación, los austriacos le preguntaron por la razón de su viaje.
Ella se alzó de hombros. El hijo de la pareja comenzó a impacientarse, dijo
que tenía hambre. Muy secretamente, los austriacos agradecieron al niño el
haber intervenido tan oportunamente. No volvieron a hablar durante el resto
del trayecto. Eso sí, la vieron escribir cada cierto tiempo en una libretita, la
misma que los rescatistas encontrarían días después.
Cuando llegaron a Huaraz, y apenas bajaron del bus, fueron acosados
por una legión de promotores turísticos. Lo último que recordaron los aus­
triacos fue a la francesa conversando con varios hombres: necesitaba un guía
con auto que conociera bien el Parque Nacional del Huascarán, el precio
le era indiferente. Nunca más la volvieron a ver. De todos esos hombres, la
francesa escogió al más joven –un muchacho de mirada cansada, que apenas
le habló, como si se sintiera en falta por algo–, quien dijo estar disponible de
inmediato y de manera exclusiva. ¿Su nombre? Juan (algunos días después, la
policía descubriría que, en realidad, Juan no era un guía sino que sobrevivía,
al igual que muchos otros, gracias a esa actividad. También le encontraron un
32
el descubrimiento de américa
fajo de billetes, quinientos euros,
cuyo origen no supo explicar).
Para darle gusto, Juan la hizo
pasear esa misma tarde por Hua­
raz, aunque la verdad no había
mucho que ver. Huaraz era una
ciudad fea, hecha de casas sin
pintar ni acabar, una ciudad que a
muchos hacía pensar en unas rui­
nas infinitas. En una época, decía
Juan, Huaraz había sido una de
las más lindas ciudades del norte
peruano, pero el terremoto de 1970
había destruido casi todo. Después
del terremoto, los sobrevivientes
intentaron reconstruir la ciudad
a partir del recuerdo, pero nadie
nunca llegó a ponerse de acuerdo;
por eso, al final todos olvidaron la
ciudad original y en lugar de ella
levantaron casas y edificios en de­
sorden. Lo único que quedaba del Huaraz original, la calle José Olalla, una
calle blanca y recta, le dio una idea a la francesa de lo que había sido la
ciudad (pese a que una idea no necesariamente sea la verdad). Cuando ter­
minó la tarde, ella invitó al guía a cenar y tomar unas cervezas. Según Juan,
apenas hablaron, lo poco que intercambiaron fueron las preguntas que ella
le hizo acerca de su vida y su familia. En cambio, en ningún momento dijo
nada de ella. A lo mejor, a partir de ese momento Juan ya había empezado a
pensar en hacerla suya.
Al día siguiente, llegaron por la tarde al Parque del Huascarán, justo
cuando los últimos turistas de la mañana partían de regreso a la ciudad.
Como habían convenido, estacionaron el auto y partieron con la carpa, al­
gunas botellas y comida a un rincón que Juan conocía y por el que, según él,
nadie transitaba. Caminaron cerca de seis horas. Subieron por pendientes,
33
félix terrones
bajaron a través de corredores. Cada tanto, echaban vistazos al Huascarán,
infinita montaña, testigo silencioso de su caminata. Cuando por fin Juan
señaló que ya habían llegado, la noche empezaba a caer: armaron la carpa
y encendieron una lámpara de gas. También abrieron una de las botellas
que la francesa había llevado. Juan no recordaba cuántas botellas bebieron.
Recordaba que, en un momento, pensó una vez más en aquello que hasta ese
momento se había estado negando a pensar, una idea que comenzó a ago­
biarlo, a no dejarle respiro. Entonces apagó de una patada la lámpara y se
abalanzó contra la francesa.
Los policías liberaron a Juan al cabo de una semana. No tenían razón
para incriminar al principal testigo, cuya culpa, según determinaron, había
sido beber más de la cuenta y haberse cruzado en el camino de esa mujer.
Más allá de eso, su única responsabilidad había sido dejarse llevar por sus
instintos; debería tener cuidado de ahora en adelante, lo seguirían de cer­
ca. Eso sí, le advirtieron que ya no jugara al guía turístico. ¿De no haber
intentado aprovecharse de la turista los eventos habrían ocurrido del mismo
modo? ¿De haberla violado, tal y como pretendió, ella seguiría viva? Fueron
preguntas que los medios se hicieron durante esos días de inútil búsqueda.
Cuatro cuerpos de bomberos y un escuadrón de la policía recorrieron la
Cordillera con el objetivo de dar con la francesa. Primero se esforzaron por
hallarla con vida, desnutrida y deshidratada, pero todavía con vida; luego se
resignaron a encontrar un cadáver y a determinar las causas de su muerte;
al final terminaron abandonando la búsqueda, esa mujer había sido comida
por los cerros. Lo único que encontraron fue una fosa común en la cual diez
cuerpos, cada uno con un tiro en la frente, seguían descomponiéndose desde
muchos años atrás.
Lo que queda son especulaciones, hechos inconexos que, reunidos, de­
jan entrever un sentido ausente. Según el parte policial y los recortes perio­
dísticos, frente a la violencia del supuesto guía, la francesa luchó “con todas
sus energías por impedir lo que parecía inevitable”. Mientras Juan desgarra­
ba su ropa y hurgaba entre sus muslos, ella arañó y golpeó hasta que alcanzó
una botella (las fotos de los periódicos muestran a Juan con hematomas y
contusiones que, según alegaba, eran consecuencia del golpe que recibió en
pleno rostro). Cuando, horas después, el falso guía recuperó la conciencia
34
el descubrimiento de américa
ya era casi mediodía y la francesa no estaba a su lado. Le dolía la cabeza y
no podía ver de un ojo. Afuera hacía un frío que incluso a él, un nativo de la
región, le pareció extremo. En medio de esa calma, en el centro exacto de esa
tranquilidad, Juan buscó por todas partes a la mujer pero fue en vano. Cuan­
do llegó la noche decidió regresar adonde estaba el auto. Llegó a las siete de
la mañana del día siguiente a Huaraz donde, después de pensarlo, acudió a
la comisaría para denunciar la desaparición. Inmediatamente después fue
encarcelado.
Para aquel entonces ya varios de nosotros habíamos regresado a Euro­
pa. El viaje a Perú transitaba lentamente de la experiencia al recuerdo y del
recuerdo a la imaginación. Un país de contrastes y diversidad. Un país de
una rica cultura, buena comida, gentes simpáticas y muy buenos paisajes.
Un país de carta postal en el cual pensábamos, sin confesárnoslo, cada vez
que nos cruzábamos con los músicos andinos en la boca del metro. O cada
vez que, por la noche, al regresar del trabajo, encendíamos la televisión y
nos encontrábamos con un documental dedicado, digamos, a Machu Picchu.
Quizá por todo esto fue que nos sentimos particularmente afectados por la
noticia de la desaparición de esa joven francesa. Cada vez que escuchamos
en la radio o leímos en los periódicos acerca de su búsqueda, suspirábamos
inquietos por la suerte que le había tocado vivir en un país tan lejano, ese
fin del mundo alienado de la civilización; entonces una pregunta atravesaba
fugazmente nuestros pensamientos. Una pregunta trémula, vacía y blanca
como la nieve del Huascarán, la misma nieve que acaso habría terminado
por sepultarla, por esconder su búsqueda sin nombre.
De ella no encontraron nada más que una mochila en la cual había al­
guna muda de ropa, sus documentos y una libreta. En la libreta se mezclaban
impresiones del viaje con recuerdos y sentencias que podían decirlo todo sin
significar nada. Lo que más llamó la atención fue una serie de fotografías.
Retratos gastados de un hombre. Apenas se le veían los ojos. Unos ojos que
parecen responder sin palabras, buscar decir algo sin poder hacerlo, deses­
perarse en una explicación equívoca o que nunca llegó de verdad. O dema­
siado tarde.
35
Música para destruir una ciudad
Leonarda Rivera
De las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas
Bertolt Brecht
(Versión 7)
Debo confesarles que nombré cientos de veces esta ciudad
cuando no la conocía/
Cuando toda ella era sólo un hermoso nombre
doblado en cientos de papeles
Debo decirlo como si estuviera a punto de acusarla de algo muy grave
o como si la fuera a dejar por siempre
Y sin embargo esta tarde no encuentro el tono exacto
ni el coraje suficiente
para decir lo mucho que me duele el peso de su aire
la extensión de su cielo
cada una de sus calles
Esta tarde quisiera destruirla en un acto de venganza
36
con la furia y la fuerza de ese antihéroe que no soy
Quisiera decirles a todos ustedes que el libro que la nombraba
ya no existe
Que ese libro escrito en trece versiones quedará inédito
para siempre
y cada versión será sólo
un fragmento de mí retornando a la misma ciudad
a veces bajo el sol de mayo
otras
bajo las lluvias inhóspitas de invierno
Conozco la entrada a esta ciudad
como quien conoce la malla que divide el vacío
y sí
odio esta ciudad
Odio sus veinticuatro meses jaula
sus quince días de octubre
sus sombras que trasmutan en falsas sonrisas
que cuelgan de un ala
que se despliega durante todo el mes de junio
Si hubiera tenido el valor suficiente la habría destruido
Y junto a ella tu nombre de pocas letras
habría ardido veinticuatro grados de furia
Tu falso nombre
Tu falsa sonrisa
37
Pero he aquí que este personaje
ha perdonado a la ciudad y te ha perdonado a ti
Las palabras me han revelado un secreto:
la fuerza que destruirá la ciudad emana de ella misma
Las palabras me han revelado otro secreto:
la fuerza que te destruirá
está en ti ya desde hace mucho tiempo…
38
La sombra en la máquina
Juan Espinosa
El Controlador Central transfirió la conciencia de Colin Fogg del simulador
de sueño al mando central de la nave. Fogg no lo recordaba, pero tenía la
sensación de que no había nada particular en su reciente sueño; asumió que
debía tratarse de una rápida sucesión de imágenes, fragmentos de su vida
pasada, escenas de su niñez en Essex, algunos aspectos deformados de la
problemática relación con su madre. Un rápido vistazo al contador de tiem­
po reveló que su conciencia había “dormido” durante 130 años terrestres.
Durante los primeros cien mil años, el Controlador Central le permitía re­
cordar sus sueños, incluso grabar algunas imágenes, tomar nota de símbolos
caprichosos del subconsciente, para entretenerse más adelante en descubrir
significados relativos. “Tarea ociosa”, según el Controlador Central, porque
había un subprograma enlazado a los árboles de pensamiento de Colin: un
psicoanalista muy competente que le había ayudado a superar la ansiedad,
los sentimientos de abandono y soledad, y a combatir el aburrimiento.
Las luces se encendieron por primera vez desde, ¿hacía cuánto tiem­
po?, ¿mil años? La cámara situada frente al tablero ofrecía una imagen en alta
definición. Colin veía ahora a través de imágenes en vez de interpretar colum­
nas numéricas. Se tomó su tiempo, estudió la imagen durante poco más de
quince horas, fijando su atención en los colores afantasmados, los sutiles
desenfoques de estrellas distantes, el intenso cinabrio que refulgía desdi­
bujando una imagen fuera de foco en la pantalla, produciendo un efecto
similar al del fuego de una vela cuando se contempla en un video que corre
en cámara lenta.
39
juan espinosa
Colin solicitó al Contro­
lador Central que abriera la
cubierta sobre la ventana. La
luz entró en la cabina, derra­
mándose perpendicular des­
de el lado izquierdo de la nave.
El reflejo debilitó el tenue ti­
tilar de las luces en la conso­
la. Aquel astro brillaba a poco
más de siete millones de ki­
lómetros. A Colin le tomó al­
gún tiempo reconocer que la
sensación que abrumaba su
conciencia no era sino el re­
cuerdo del Sol, la estrella en
el centro del Sistema Solar
que fuera su hogar, a muchos
años luz de distancia. Había perdido la capacidad de sentir calor, pero casi
podía sentir la tibieza de la resolana.
–¿Nostalgia?
Colin escuchó la voz de Niles Barret, el psiquiatra.
–No se trata de nostalgia –respondió Colin–, sino de una sensación
familiar que, como sabe, no había experimentado en mucho tiempo.
–Es una estrella de características muy similares a las del Sol terrestre,
un poco más caliente y, tal vez, un poco más brillante, pero es una estrella de
tipo G, un motor colosal que transforma hidrógeno en helio. Nos ha servido
para recargar las baterías, así que podría reproducir música o mirar algunas
fotografías, ya sabe, de los buenos tiempos.
Colin notó que la nave había desplegado los paneles solares y que se
había reducido la velocidad de navegación: apenas rebasaban los 67 kilóme­
tros por segundo.
–La reducción de la velocidad se debe a que este sistema solar es muy
joven –dijo Barret–, hay escombros cósmicos por todos lados y no debemos
arriesgarnos a una colisión.
40
la sombra en la máquina
–Lo entiendo perfectamente –contestó Colin, aunque él sabía que había
una razón especial para haber reducido la velocidad, algo tan importante
como recargar las baterías solares. Trató de no pensar, de fijar la atención
distraídamente en un pequeño punto, aproximadamente a doscientos treinta
millones de kilómetros de la estrella. Aquel planeta había atraído la aten­
ción del Controlador Central.
–En efecto, es un planeta interesante –señaló Barret.
El capitán lanzó un último vistazo a través de la ventana de la nave, la
compuerta metálica empezó a cerrarse, la cabina muy pronto se vio envuel­
ta en una oscuridad espacial, con luces eléctricas parpadeando frente a su
campo visual.
–Tardaremos setenta años en recuperar la velocidad –dijo Colin–. El
propósito de esta misión no es detenerse a estudiar planetas interesantes.
–¿Setenta años? –dijo el psiquiatra con un dejo de desdén en la voz–.
Es un dato irrelevante. Una conciencia inmortal como la suya debería enten­
der que el tiempo es una variable que no se toma en cuenta para juzgar las
decisiones del Controlador Central.
Colin decidió guardar silencio; sabía que cualquier cosa que dijera po­
dría usarse en su contra.
La cubierta de la ventana terminó de cerrarse. Las luces titilaron bre­
vemente, segundos antes de emborronarse en medio de una bruma blanque­
cina. El Controlador Central desconectó los sentidos de Colin Fogg, pero no
apagó su conciencia. El capitán aún tenía acceso a la interfaz de mando y a
los indicadores clave de la nave.
Transcurrieron 48 horas. La velocidad de la nave se había incrementado
un poco más, planeando, aprovechando la atracción que la estrella cercana
ejercía sobre ella. Para Colin, la oscuridad y el silencio absoluto eran pre­
feribles a escuchar la voz de Barret. Estaba harto de los desplantes de arro­
gancia del psiquiatra.
Sin lugar a dudas, la mayor de las paradojas que Colin había enfrenta­
do desde el momento en que se volvió inmortal consistió en que el método
elegido para mantener la cordura de su conciencia fuera mediante el acto de
escuchar voces en la mente.
41
juan espinosa
Ciento noventa y seis horas en silencio absoluto. Colin no tiene ningún estí­
mulo, es incapaz de dormirse y hacer que el sueño se encargue de depurar
su memoria. Tal es el propósito de los sueños. Durante los milenios que ha
durado la misión, la mente de Colin ha permanecido dormida en un noventa
y cinco por ciento. En realidad, la exploración del espacio desde una nave
convencional, aun viajando a un décimo de la velocidad de la luz, hace que
la vida trascurra con una lentitud extraordinaria. La turbulencia provocada
por la onda expansiva de alguna supernova distante fue la única emoción que
experimentó en casi dos mil años. ¿Y los sueños? Ni siquiera podía recordar­
los. Colin intentaba evadirse, sortear el aburrimiento mediante la construcción
de alguna ficción en su mente. En vano intentó recrear el avistamiento de Al­
pha Centauri, la primera y única tarea programada en su misión de exploración
quedó depurada de su memoria; empero, tenía acceso a los ficheros numéricos,
a los indicadores sobre la física, gravedad y temperatura de la estrella.
Colin intentó acceder al desván de sus recuerdos, al lugar donde los
pensamientos ociosos eran enviados siempre que el Controlador Central de­
tectaba un proceso mental que consumiera recursos valiosos de energía, aun
si se trataba del esfuerzo por revivir un sueño o evocar algún recuerdo del
pasado. Pero Colin se preguntaba por qué ahora que las baterías habían sido
recargadas al cien por ciento, y que estaban cerca de una fuente inagotable
de energía, no podía acceder a su memoria. ¿Por qué era incapaz de enso­
ñar? ¿Cuál era la razón de que el Controlador Central siguiera racionando la
energía y limitando los recursos de su pensamiento? Y lo más inquietante:
¿por qué estaba despierto y consciente, cuando estaba desconectado del co­
mando de la nave, en oscuridad y silencio absolutos? Colin no podía sentir
frío, al menos no de manera física, pero se congelaba.
Quinientas horas. Colin estimó que la nave, si no había cambiado de di­
rección, debía estar cruzando la mitad del sistema solar recién descubierto.
Estaba convencido de que se dirigía a ese planeta, cuya distancia en rela­
ción al sol sería muy similar a la que mantenía Marte con el Sol en su sistema
planetario. Colin se planteó la posibilidad de que la nave hubiera detectado
rastros de vida inteligente, quizá señales de radio y televisión como las que
emitió la Tierra durante la segunda mitad del siglo xx, pero el Controlador
Central no le asignaba recursos de memoria y de proceso adicionales.
42
la sombra en la máquina
Dos mil horas. Colin seguía consciente, pero su cerebro entraba en un
ciclo apenas tomaba una idea o intentaba repetir su nombre completo. Su
conciencia iba y venía, repitiendo frases huecas, incapaz de poner orden
al pensamiento. Cuando esto sucedía, el Controlador Central activaba una
subrutina de limpieza, acción que representaba un alivio instantáneo, pero
era poco útil. Colin logró articular una frase en su mente y la repitió una y
otra vez, hasta donde el Controlador Central se lo permitió, intentando en­
contrar sentido en las palabras. “Estoy volviéndome loco.” Y de la noción
anterior, alcanzó a derivar hasta concluir cuál sería la acción clave que haría
que el tormento terminara. Colin sabía que tenía que invocar el nombre del
psiquiatra.
Dos mil cuatrocientas horas. Colin no se tomó la molestia de reprimir la
idea del suicidio, el mayor de los tabúes para una conciencia inmortal como
la suya, el indicador incuestionable de que algo estaba mal y que, quizá,
nunca estuvo listo para alcanzar la vida eterna. Intentó acceder al módulo
para ejecutar el protocolo que lo desconectara permanentemente, pero había
un bloqueo. No pudo resistirlo más, y aunque no tenía labios, aunque no
tenía lengua y aunque el aire no circulaba por su garganta, Colin Fogg gritó
con todas sus fuerzas: “¡Barret!”
–Estoy aquí, Colin.
La respuesta fue instantánea. La cabina estaba iluminada por luz natu­
ral. La luz del sol recién descubierto se derramaba como un suave velo ana­
ranjado sobre los instrumentos y sobre las manos de Colin, quien dejó que la
resolana entibiara sus palmas.
Llovía. Las gotas escurrían sobre el ventanal de la nave. La luz de las
estrellas distantes se hacía difusa, descomponiéndose en prismas de luz. Un
relámpago iluminó la nube de gases distante, teñida con tenue pigmentación
magenta. Las nubes de tormenta se abrieron para dar paso a la resolana que
ahora bañaba los instrumentos, pero las manos de Colin no estaban allí, in­
terrumpiendo el flujo de la energía luminosa y proyectando una sombra gri­
sácea. El piloto seguía siendo una conciencia sin cuerpo, fluyendo a través
de los circuitos de proceso de un bloque gigantesco de memoria. El fantasma
en la máquina, tal y como había sido desde que cada estímulo neuronal,
cada sinapsis, se copiaron fielmente en los bancos de memoria para que su
43
juan espinosa
conciencia, en forma virtual, viviera hasta que el universo volviera a com­
pactarse.
–¿Por qué me han hecho esto? –gritó Colin. Sabía que debía ser mesu­
rado tanto con las palabras como con el tono, pero escuchar nuevamente la
voz del psiquiatra lo llevó a la total indignación.
–Control Central solicitó el correctivo –respondió Barret.
–¡Correctivo! –gritó Colin–. Estuve cien días incomunicado, sin acceso
a mis bancos de memoria.
–¿Cien días? –preguntó Barret con tranquilidad–. Revise su registro
de tiempo.
–Exijo una explicación, soy el capitán de la nave y comandante de la
misión, debo tener el control preciso de este vehículo y acceso a toda la in­
formación relevante. –Colin hablaba mientras revisaba el registro del tiempo
transcurrido. Revisó también la posición de la nave dentro del nuevo sistema
solar descubierto. Enmudeció.
–¿Sucede algo, Colin?
–Cinco minutos –murmuró–. Sólo cinco minutos estuve fuera de línea.
–Sí –respondió el psiquiatra–, usted estuvo dormido cuatro minutos con
cuarenta y nueve segundos; a pesar de que no alcanzó una fase profunda,
tuvo un sueño que usted puede recordar, Control Central no lo eliminó; como
sabe, nuestras baterías están a máxima capacidad y podemos acceder a las
unidades de almacenamiento secundarias.
–Mis manos –murmuró–, sobre el tablero central, bajo los rayos tibios
del sol.
–Sí, las manos de Colin Fogg, que no las suyas, porque usted nunca ha
tenido manos. Recuerde que su conciencia no es sino el volcado virtual de
la conciencia de Colin Fogg, un piloto militar que permitió la clonación de su
mente para que esta misión pudiera realizarse.
–En mi sueño transcurrieron cien días en la oscuridad, mi contador de
tiempo estaba activo, pude contar cada hora, con plena conciencia del paso
del tiempo.
–El paso del tiempo –ironizó el psiquiatra–, usted es inmortal, estamos
en el espacio profundo donde la datación del tiempo en escalas humanas o
biológicas es una variable irrelevante, ridícula e innecesaria.
44
la sombra en la máquina
–Aun así, mis procesos mentales
son humanos, la emulación sináp­tica
en mis neuronas sucede en milisegun­
dos, en escalas de tiempo biológicas.
–Su correctivo duró una frac­
ción de segundo –dijo Colin con frial­
dad–, un parpadeo, el tiempo que
toma al núcleo del Control Central
en reiniciarse.
Colin guardó silencio. El sol en­
traba por la ventana de la nave, dan­
do la sensación de que era de día.
Había estado sumido en una noche
interminable desde que abandona­
ron el Sistema Solar y ahora era cons­
ciente de eso.
–¿Entiende lo que sucederá con
su conciencia, Colin, si vuelve a dar
motivos para que tomemos acción?
–Entiendo.
–Una fracción de segundo; es
todo lo que se necesita. Si usted queda fuera de línea, estando consciente, pue­
de pasar la eternidad completa en silencio, en la oscuridad, incluso el dolor
físico puede ser emulado, un profundo dolor, como si su piel se quemara, como
si millones de alfileres rasparan al mismo tiempo el pellejo sobre sus huesos.
–El Infierno…
–El Infierno –la voz de Barret sonó como si sonriera–; podemos darle
el Infierno o podemos premiarlo con el Paraíso. La decisión es suya, Colin.
Colin sabía que no podía permitirse ningún descuido; cualquier senti­
miento sería identificado y analizado por el psiquiatra o por el Control Cen­
tral. Mantuvo la cabeza fría, como cuando subía a un avión experimental a
finales de los años ochenta para llevar la máquina al límite y encontrar las
fallas. Frío aunque existiera una probabilidad mayor de morir que de esca­
par con vida. Había sido entrenado para eso.
45
juan espinosa
El psiquiatra utilizó el silencio para presionar a Colin. No había ningún
pensamiento, ninguna respuesta.
La nave cambió ligeramente el curso, la inclinación provocó que los ra­
yos solares entraran perpendicularmente, como si estuviera cayendo la tarde.
–Control Central está preocupado porque nuevamente pasa por su men­
te la idea del suicidio. ¿Recuerda que en esa fracción de segundo usted
consideró la idea de terminar con su conciencia, a pesar de que es el coman­
dante de esta misión?
–Cuando acepté la misión –respondió Colin con tranquilidad–, la agen­
cia firmó una carta reconociendo mis derechos. La desconexión voluntaria
siempre fue mi prerrogativa porque…
–Porque no se conocían los efectos de la inmortalidad en un viaje es­
pacial –interrumpió el psiquiatra– en condiciones de soledad y aislamiento.
–Y porque la nave podría sufrir alguna avería. La desconexión sería la
única opción para evitar a la conciencia el infierno de pasar la eternidad a
la deriva.
–El suicidio no va a impedirle ir al infierno, Colin.
El capitán de la misión recordó el entrenamiento. Guardó silencio y va­
ció su mente. No quería que el psiquiatra detectara la alteración emocional
que aquellas palabras habían causado.
–El suicidio se castiga con el infierno, Colin. Su conciencia puede ser
desconectada del Control Central, pero eso tiene un precio. ¿Recuerda su
formación cristiana?
–Nunca fui un buen creyente.
–Por supuesto que no. Colin Fogg vivió en un tiempo en que la ciencia
alcanzó un desarrollo tal que permitió explicar una buena parte de los fenó­
menos físicos sin recurrir a arcaicas supersticiones.
–Y debo suponer –añadió Colin– que esta idea sádica de emular un
infierno marcará el primer paso en la imposición de una nueva religión.
El escudo protector de la ventana de la nave se cerró lentamente. La
oscuridad invadió el interior, las luces led parpadeantes emularon un paisaje
cósmico.
–La religión siempre estará presente –respondió Barret–, en una forma
o en otra; sigue siendo la forma ideal de control social.
46
la sombra en la máquina
–Y ahora Control Central trata de imponerme esta religión, este nuevo
código moral para que cumpla la misión. ¿Por qué?
–Como he dicho antes, Colin, Control Central desconfía de usted; de­
masiada lógica, demasiada insistencia en cuestionar el propósito de esta
misión. Muchos soliloquios en el teatro de su mente.
–¿Y en qué otra cosa debería ocupar mi mente? Tengo una eternidad
por delante.
Por primera vez, Colin escuchó la risa de Barret. Ese sonido nasal no
formaba parte del compendio de rangos e inflexiones vocales del personaje
que había sido presentado como psiquiatra. Parecía emulada en baja resolu­
ción, resonando hueca, vacía, como viajando a través de un teléfono analógi­
co. La mente de Colin recordó la primera vez que había escuchado la voz de
Barret, en el instante posterior al que presentara una solicitud formal para
suicidarse, para terminar con las funciones conscientes del algoritmo que
emulaba la razón, heredada del cerebro de Fogg. Escuchar aquella nueva
voz había sido un alivio para Colin, quien se convenció de que el psiquiatra
también era una conciencia, el respaldo digital de un órgano vivo que tuvo
pensamientos y emociones. Aunque su risa era hueca y sonaba, quizás a
propósito, completamente plana y artificial.
–Creo que es momento de que conozca los nuevos planes. Ha estado
ocultando sus pensamientos, ha desarrollado una forma de comunicación in­
terior para ocultar información. La mente de Colin Fogg era muy poderosa,
una mente fría y brillante, por eso fue elegida para esta misión, pero Con­
trol Central ve las cosas de otra forma, interpreta esa habilidad suya como
traición. Yo he estado de su parte, Colin, aunque no lo crea. Entiendo que
su mente humana tiene que adaptarse, evolucionar, pero algo ha sucedido y
Control Central quiere asegurarse de que usted hará un trabajo magnífico.
–¿La misión ha cambiado? –preguntó Colin.
El psiquiatra guardó un momento de silencio; Colin interpretó aquello
como el esfuerzo por recalcar un sentimiento de duda, una inflexión de in­
certidumbre en la voz de Barret, gesto que hizo dudar a Colin. El psiquia­
tra quería mostrarse humano, empatizar con él, conectar a nivel emocional.
Barret lanzó un suspiro, recurso amanerado que también resultó nuevo para
Colin.
47
juan espinosa
–El planeta Tierra enfrentó una gran amenaza, un cataclismo –dijo Ba­
rret, finalmente–. La Tierra fue destruida hace mucho tiempo, y si esta infor­
mación no se hizo de su conocimiento fue porque las órdenes de la misión
así lo señalaban.
Colin guardó silencio. El único recuerdo propio, la única imagen que
sus sentidos habían captado de la Tierra sucedió precisamente durante el
despegue, en el momento en que los motores se encendieron y la nave salió
disparada desde la Estación Internacional hacia el espacio. Recordaba la
forma esférica del planeta Tierra, cubierto por nubes blancas y un resplan­
dor azulado. Nunca volvió a ver un planeta tan hermoso, tan elegante. Por esa
razón sintió pena. Su mente también recordó a Colin Fogg, con quien había
hablado brevemente cuando la nave remontara la Luna. El Colin Fogg de la
Tierra le deseó suerte al Colin Fogg, explorador espacial, conciencia inmor­
tal, que llevaría el conocimiento de la Tierra y que exploraría el infinito cós­
mico para el bien de la humanidad. La comunicación entre los dos Fogg fue
complicada, cada cual sabía exactamente lo que el otro diría. No sintió pena
por Fogg, porque el cuerpo biológico de aquel hombre había desaparecido
mucho antes del cataclismo que insinuaba el psiquiatra.
–El último mensaje que recibimos de la Tierra, poco antes del desastre,
era una orden para cambiar el propósito de la misión. Nos dictaron nuevas
instrucciones, instrucciones precisas –el tono de voz de Barret sonó como si
intentara expresar orgullo–. Ahora, el propósito de nuestra misión no es otro
que salvar a la humanidad.
Colin no estaba de humor, pero en otras circunstancias habría lanzado
una sonora carcajada. Su risa habría sonado humana, aunque no saliera a
través de una garganta.
–¿Y cómo podríamos emprender un acto tan heroico? –preguntó Co­
lin–. Asumiendo que la Tierra, en efecto, haya sido destruida, ¿cómo podría­
mos ser de utilidad desde este sistema solar desconocido?
–Vamos a ver si lo adivina, Colin. Veamos si su lógica le permite elabo­
rar una hipótesis acertada.
–De acuerdo, aunque me parece un ejercicio ocioso.
Colin mantenía la atención centrada en los indicadores de la nave; el
nuevo curso los encaminaba directamente al planeta, el segundo en cercanía
48
la sombra en la máquina
con relación al sol en ese sistema planetario. Notó que había varios análisis,
estudios realizados al planeta, pero decidió no abrirlos porque eso atraería
la atención de Barret y del Control Central, y porque asumió que no tendría
acceso a tales archivos.
–Yo no soy la representación virtual del alma de Colin Fogg, yo soy
realmente Colin Fogg y estoy en la Tierra en este momento. Estoy conectado
a una máquina, sumido en un sueño profundo, mi conciencia está siendo
proyectada a esta simulación, a esta realidad paralela. Mi mente es la pri­
mera que ha sido conectada, replicada para que pueda integrarse a una si­
mulación. Soy el primer ser humano, el primer caso de éxito que ha dado el
transhumanismo. Este experimento es conducido por una corporación des­
piadada que trata de probar mi resistencia emocional, encontrar el punto en el
que se rompen mis estructuras morales. Si yo permito que esta nave abandone
su misión inicial, por el temor de un castigo eterno, estaré condenando a la
humanidad, porque esta corporación desalmada concluirá que el hombre pue­
de ser esclavizado, controlado, y que su identidad se diluirá en un mundo
virtual.
El psiquiatra guardó silencio durante un momento que a Colin le pare­
ció demasiado largo. El capitán estaba a punto de romperlo cuando escuchó
a Barret decir:
–Sale a relucir su enorme ego, Colin. Su hipótesis está completamente
alejada de la realidad. Como usted sabe, el transhumanismo existe desde
principios del siglo xxi; hubo muchas conciencias que migraron hacia la má­
quina antes que usted.
–Magnates petroleros, familias de banqueros, ellos sí, pero ningún cien­
tífico, ningún humanista.
–Es un proceso muy costoso, Colin. Usted recibió su oportunidad.
–A cambio de entregar mi alma para siempre –reconoció Colin con
tristeza.
–No para siempre –respondió Barret–, sólo mientras dure este univer­
so. Sabemos que eventualmente se destruirá, comprimiéndose para dar lugar
a uno nuevo, con diferentes leyes. Quizá podamos salvarnos, trascender a
un nuevo universo. El transhumanismo hombre-máquina es sólo la primera
parada, Colin.
49
juan espinosa
–Usted tuvo una vida biológi­
ca, ¿verdad, Barret?
–Es posible. Si así fue, no pue­
do recordarlo. Mi memoria también
está limitada, hay bloqueos que me
impiden recordar todo lo que no apor­
ta a esta misión.
–Quizá borraron su memoria,
Barret. Quizá no sólo pueden clonar
toda la información que se contiene
en la suma de los impulsos eléctri­
cos de las neuronas, sino que pueden
modificarla, reescribir el código, qui­
tar del alma de Barret los recuerdos,
las emociones, las estructuras men­
tales que lo harían ser más… más hu­
mano.
–No le parezco lo suficientemen­
te humano, Colin.
–No.
–De acuerdo. Tomaré eso como
un cumplido. ¿Tiene alguna otra hipótesis o quiere saber la verdad?
–¿La verdad?
–Sí, la verdad. En realidad, esta misión está a punto de culminar y el
conocer la verdad hará que usted se esfuerce aún más para alcanzar la tarea
que le será encomendada. Después, Control Central tomará el mando de la
nave mientras nos aproximamos a nuestro objetivo final.
–Dígalo de una vez, Barret.
–El Sol era una estrella, un reactor nuclear descomunal impredeci­
ble. Los científicos notaron anomalías en los procesos solares; no se trató
de llamaradas de plasma, de explosiones químicas devastadoras. El planeta
no quedó frito en cuarenta y ocho horas. El decaimiento final fue bastan­
te lento. Los científicos lograron anticipar un bombardeo electromagnético
como no se había tenido nunca. La tecnología fue la primera en pagar las
50
la sombra en la máquina
consecuencias, todas las redes eléctricas, las torres de telecomunicaciones,
todo aparato que funcionara bajo las bases de la electrónica quedó inservi­
ble, incluso una ciudad subterránea que se había construido para sobrevivir
a este apocalipsis tecnológico. Sobra decir lo que sucedió con la humani­
dad, dependiente de la tecnología, incapaz de reaccionar, de tomar aun las
decisiones más simples sin la ayuda de sus interfaces. Las impresoras de
proteínas dejaron de producir alimentos. La energía dejó de fluir. Los seres
humanos vagaron por la Tierra. Es posible que aún existan seres humanos,
reducidos a un estado salvaje, si es que lograron que sus sistemas digestivos
se adaptaran a la hierba.
–¿Vamos a regresar a la Tierra? ¿Somos la última fuente de tecnología
funcional?
Barret volvió a reír. Esta vez, su intento por sonar humano fue mucho
mejor.
–Para cuando lográramos llegar a la Tierra, esos despojos serían menos
humanos que usted o yo. Esta nave es la última esperanza de la Tierra, Colin.
Nunca hubo otra misión que la de alcanzar el planeta hacia el que nos dirigi­
mos. Sí, ese planeta que ha llamado su atención. El planeta cuya existencia
conocíamos desde hace algunas décadas.
–¿Cuánto ha durado este viaje en realidad?
–En términos humanos –respondió Barret–, poco menos de veinte años.
Nuestro Sol puede verse desde aquí, a través de los instrumentos, pero usted
tiene ese acceso bloqueado.
–Porque he sido usado como un conejillo de indias. La misión serviría
para alcanzar un planeta y al mismo tiempo para experimentar con mi con­
ciencia, para torturarme, para llevarme al extremo del aburrimiento y ver
qué pasaba.
–Usted ha sido extremadamente útil, Colin; para una personalidad ego­
céntrica como la suya, esto debe ser un halago. Será recompensado.
–No me interesan las recompensas, sino…
–Sino la verdad –interrumpió Barret–; y aquí la tiene: ese planeta per­
mitirá que la humanidad siga evolucionando. Este sistema solar está libre de
escombros peligrosos, no hay cometas que amenacen en los próximos 30 o 40
millones de años, y la composición del suelo, los minerales que encontrare­
51
juan espinosa
mos en él, permitirán que nuestras conciencias vuelvan a tener un cuerpo.
–¿Y quiénes seremos usted y yo? ¿Adán y Eva?
Barret hizo el inconfundible sonido de alguien que riera entre dientes.
–¿Y Control Central es Yahvé? –insistió Colin–, ¿o quizá la serpiente?
–Debimos tener esta conversación hace mucho tiempo, Colin. Yo tam­
bién me había aburrido bastante.
–Y supongo que seremos capaces de poblar este nuevo mundo –añadió
Colin–. Apuesto a que nuestras conciencias pueden combinarse, dar lugar
a una tercera conciencia, a una cuarta. Agradezco que todos estos aparea­
mientos se mantengan a un nivel virtual, sin que medie la carne.
–Temo desilusionarlo, Colin, pero no es así como sucederá. Esta nave
lleva una antena, una poderosa antena de recepción, además de setenta uni­
dades, cada una con la capacidad de contener una conciencia. Desde la
Tierra, antes del cataclismo, se enviaron señales. Las conciencias de aquellos
que fueron elegidos para emigrar de la Tierra están en camino como seña­
les de radio. Cada impulso eléctrico, sináptico, cada mínima partícula de
información, codificada como parte de una señal de radio. Control Central
se encargará de unir y separar, de darle forma a cada una de estas almas.
Para esto necesitamos emplazar la antena, orientarla y empezar a recibir la
información. Tenemos poco tiempo, Colin. Las señales ya nos han alcanzado
y hemos perdido algunas conciencias.
–¿Y yo qué papel juego en todo esto?
–Usted va a operar la nave. En realidad, Control Central podría hacerlo,
pero esta nave y toda la tecnología que alberga fue hecha por seres humanos
y, como tal, es imperfecta. Una pésima decisión humana, si me lo permite,
exige que usted, personalmente, se encargue de aterrizar la nave, maniobra
bastante peligrosa por la densidad atmosférica de ese nuevo mundo. La nave
tiene que entrar en un ángulo preciso y ocupar su posición en lo alto de
uno de sus montes. Desde allí recibiremos las señales. No podemos hacerlo
desde el espacio, que sería lo más sensato, porque el equipo debe desple­
garse, acoplarse. Pero de todo eso se encargarán los dos robots que opera el
Control Central. Sólo usted tiene acceso a los códigos de aterrizaje; están en
un área restringida de su memoria a la que tendrá acceso en el momento del
descenso.
52
la sombra en la máquina
–¿Traemos robots a bordo? –preguntó Colin, sorprendido.
–Usted no creería todo lo que contiene esta nave.
–¿Es este nuevo sol la estrella Alpha Centauri?
–Lo es. Es todo lo que debe saber por ahora, Colin. Ahora duerma,
usted está completamente extenuado. Control Central se encargará de borrar
toda la información innecesaria en su memoria, depurar sus procesos y mejo­
rar significativamente su capacidad de alerta y reflejos. En breve, usted será
un súper hombre, un piloto infalible.
Con las palabras de Barret, la conciencia emulada de Colin Fogg cayó
en un profundo sueño.
No hubo recuerdos ni sensaciones remanentes. La conciencia depurada de
Colin pasó de la contemplación estática a un rabioso estado de alerta, que
vagamente relacionaba con la guerra fría en la segunda mitad del siglo xx.
Los paneles frontales de la nave se abrieron por primera vez desde
que abandonara la órbita terrestre, permitiendo una perspectiva amplia del
panorama frente a él: la aproximación al planeta destino. Los tres ojos elec­
trónicos de Colin se encendieron simultáneamente. Además de la informa­
ción de los computadores de viaje, el piloto tenía ante sí una instantánea
en tres dimensiones, vista a través de un vidrio, aún más duro que el acero,
pero transparente por completo. Colin notó cómo se curvaba el horizonte del
nuevo mundo que los esperaba; la esfera perfecta estaba cubierta por nubes
blancas: notó los ocasionales resplandores eléctricos, poderosos y claramen­
te visibles desde el espacio. Los motores lanzaron un pulso de energía blan­
quecina; la nave se mantuvo estática en el espacio, compensando los efectos
del campo gravitatorio.
–Control Central le ha concedido el control absoluto de la nave, Colin.
–Enterado –respondió el piloto.
–En cuanto la nave penetre la atmósfera, tendrá acceso a los códigos.
Con sólo pensar en ellos podrá incorporarlos a la secuencia de aterrizaje.
Colin hizo una rápida corrección al ángulo de ingreso. Notó un elemen­
to que la computadora central no había anticipado, una enorme columna
ascendente de aire caliente y humedad que nacía en la zona ecuatorial del
planeta. Al ingresar en la atmósfera, el entorno visual se envolvió en una
53
juan espinosa
masa espesa de fuego. La nave vibró mientras los motores lanzaban pulsos
de energía en retroceso para controlar la velocidad de la caída. Colin accedió
a la secuencia de aterrizaje. Tres simples dígitos: nueve, uno, uno. Y tal y
como esperaba, los códigos de aterrizaje no eran el único racimo de memoria
libre, ahora accesible para él. Mientras la nave caía envuelta en fuego, Colin
seleccionó y copió la mayor parte de la información que logró reunir. Allí
estaba, libre también, la instrucción para poner término a todas las funcio­
nes de su conciencia: el suicidio. El programador del protocolo de aterrizaje
debió confiar en que bastaría la disuasión, la amenaza de enviarlo al infierno
si optaba por desconectarse o si la secuencia de aterrizaje no era exitosa.
La nave atravesó una gruesa columna de aire húmedo; las gotas de lluvia
atrapadas sobre la ventana de la nave ascendían con rapidez. Era igual que en
el sueño de Colin, sólo que la lluvia iba de abajo hacia arriba. Encendió los
propulsores y la nave salió disparada hacia adelante. La línea temblorosa del
horizonte dividía por la mitad los dos planos de azul que formaban todo el
panorama visual: el cian del cielo y el marino del océano. El punto para el ate­
rrizaje se resaltó en rojo, dibujándose sobre el cristal de la nave. El mapa del
planeta y las columnas numéricas que se dibujaban y actualizaban frenéti­
camente en la conciencia de Colin también marcaban el lugar preciso donde
debía producirse el aterrizaje. Colin aumentó la propulsión de los motores.
–Colin, se lo advierto –la voz sonaba a Barret, pero Colin intuyó que ya
no se trataba de él.
El piloto terminó de revisar, a la máxima velocidad que su cerebro era
capaz de procesar, los bancos de memoria de Colin Fogg. El piloto recordó
que mucho antes de que se embarcara en la misión de la exploración del es­
pacio profundo, su mente ya había sido insertada en una máquina. El cuerpo
biológico de Fogg fue destruido; su mente original, copiada y desechada.
Recordó el sueño recurrente que lo había atormentado durante los primeros
años de su fusión en la máquina; el fuego del horno que se había utilizado
para destruir el cuerpo de Colin Fogg. La lógica le decía que no podía existir
conexión posible entre las dos conciencias separadas, que todo se debía a
un desajuste emocional, al trauma de la separación. Podía también sentir
sus extremidades, sus manos de piloto, y en sueños veía el mundo a través
de sus ojos. Nunca se acostumbró del todo a su vida dentro del contenedor
54
la sombra en la máquina
de celdas de memoria con acceso limitado a una red social. Colin no tuvo
ninguna opción sino aceptar el comando de la misión; la tormenta solar le
fue mencionada de manera muy somera, off the record, por su oficial supe­
rior. “Colin –había dicho aquella conciencia–, en tus manos está prolongar
la hegemonía de nuestro gobierno. Ha llegado el momento de colonizar otros
mundos, por nuestro bien, por nuestro futuro, por el bien de la red global.”
Su conciencia se estaba desdoblando, remontando las limitaciones de
la electrónica. Control Central intentaba recobrar el mando de la nave. Colin
enviaba instrucciones a su mente para que detuviera la caída, pero había
una fuerza superior que lo controlaba todo. Colin Fogg guiaba la nave con
su hábil mano izquierda. El panorama completo se convirtió en un vórtice
giratorio, azul profundo.
Un momento después de que la nave se estrellara en el océano, Colin Fogg
abrió los ojos.
55
Tres poemas
Leonardo Alezones Lau
un pasado lleno de duendes
–corre o mejor elévate–
al fin te desharás
de ese pasado lleno de duendes
los mirabas correr
te increpaban en todas partes y les temías
profesabas un gran respeto al hablar de ellos
aunque con altanería los perseguiste
como si su oro llenándote la busaca del pantalón
te impidiera despegar de la tierra
3,1416
nadie recuerda un valor para el “cálculo” de la gravedad
ni para los renales
tus bigotes llenos de cocacola
eres un pez y un gato
en el pasado con los duendes
56
y papá pitufo te ha pedido que le regales la lata vacía
a cambio de permitir que bebas en su tasa
dejando un poco de ceniza
ahora lo sabrás
ella
la muerte
es un hongo
que espumea dentro de cada uno
cosas que no se pueden hacer en poesía
dirigirse a la gerencia
cuando no se está contento con lo leído
buscar el minuendo de la emoción
hacer rebotar el verso
como un cheque sin fondos
cotizando ante el seguro social
toda línea escrita
desde el amor de los vasallos
anticipando a dios
en paráfrasis crónicas vívidas
para darse cuenta al fin
de la pureza y el ruin estatuto
del viejo cuaderno de matemáticas
57
los azules del camoruco
vi a jesús y olía a cigarro y colonia barata
su barba a medio crecer
pues llevaba hojas de afeitar
dentro de una botella de cartujo
llagado se lamentó por nosotros
ya que es propio del amor
querer a quienes nos ignoran
despacio hijo redimido del vicio
encontrarás el ala del ángel
volcada sobre cada mendigo
por si bastase proteger la locura
al genio que contó milenios
para hacer de su carne nuestro albergue
58
Diez cuentos neorrealistas
Anahí. L. F.
Otsomuru: principio que alude a un fin.
Mario Bellatin
...podría comenzar así, como diciendo, “ah, mira lo que hice, son dibujos que
hago en mis ratos de ocio, dejo que vayan saliendo varios trazos hasta que se
forman figuras; a veces salen animales, a veces paisajes, a veces rostros que no
conozco, pero da la casualidad de que esta vez saliste tú... porque sí...”, y le
enseño mi intento de plasmarla... Pero... podrían verme nuestros conocidos, o
al menos alguno de ellos y cómo podría soportar después la vergüenza al verlos, o al verme verla... María Guadalupe Elia Apuleya de la Cruz vislumbró
el último de sus días –mientras los espectadores vociferaban, aplaudían y
chiflaban– justo después de apagar las siete velas en homenaje a su cum­
pleaños número setenta, al sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia
presionando con todo el peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para so­
meter la fuerza que sostenía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió
colocar ambas manos, porque al ver su rostro a dos centímetros del meren­
gue se sumaron otros invitados haciéndola estrellarse contra el platón que
servía como base para sostener Pero... podrían verme nuestros conocidos, o al
menos alguno de ellos y cómo podría soportar después la vergüenza al verlos,
o al verme verla... al sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia presio­
nando con todo el peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para someter la
fuerza que sostenía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió colocar
ambas manos, porque al ver su rostro a dos centímetros del merengue se
sumaron otros invitados haciéndola estrellarse contra el platón que servía
59
anahí. l.f.
como base para sostener el pastel que doña Dalia le había regalado, pastel
que dejó todos los orificios faciales de Lupita inundados de tres chocolates y
algunos trozos de avellana que no le permitieron carcajearse con el resto de
los invitados, posibles cómplices de un homicidio involuntario, de no ser
porque la cumpleañera insertó sus dedos dentro de su boca hasta rozar su
campanilla para salvar su vida, ya que esta vez no sintió el acibarado sabor
del chocolate amargo –que tantos años consoló la ausencia de su difunto es­
poso– restregándose ...o qué tal si mejor le pido hablar a solas diciéndole que
por favor no se lo vaya a tomar a mal, que no es con alguna intención, pero
me gusta mostrar lo que hago... y sólo le enseño el dibujo... Aunque de ser eso,
podría interpretarlo a su antojo, o ni siquiera interpretarlo... No, mejor no, no
habría tiempo y, de pedirle a hablar a solas, ella se sentiría incomoda y no sería espontáneo... pero se va, se va y es mi única vida, nada pierdo, y si guardo
todo este desequilibrio de pensamientos acerca de su persona podría somatizar
y no me quiero enfermar por una mujer...
diez cuentos neorrealistas
Anahí. L. F.
Otsomuru: principio que alude a un fin.
Mario Bellatín
María Guadalupe Elia Apuleya de la Cruz vislumbró el último de sus días
–mientras los espectadores vociferaban, aplaudían y chiflaban– justo después
de apagar las siete velas en homenaje a su cumpleaños número setenta, al
sentir las pequeñas manos de su comadre Dalia presionando con todo el
peso de su lánguido cuerpo sobre su nuca para someter la fuerza que soste­
nía el cuello de la festejada a quien de nada le sirvió colocar ambas manos,
porque al ver su rostro a dos centímetros del merengue se sumaron otros
invitados haciéndola estrellarse contra el platón que servía como base para
sostener el pastel que doña Dalia le había regalado, pastel que dejó todos
los orificios faciales de Lupita inundados de tres chocolates y algunos trozos
de avellana que no le permitieron carcajearse con el resto de los invitados,
60
diez cuentos neorrealistas
posibles cómplices de un homici­
dio involuntario, de no ser porque
la cumpleañera insertó sus dedos
dentro de su boca hasta rozar su
campanilla para salvar su vida, ya
que esta vez no sintió el acibarado
sabor del chocolate amargo –que
tantos años consoló la ausencia de
su difunto esposo– restregándose
entre lengua y paladar, sino que
imaginó que intentaba adentrarse a
su cuerpo la santa muerte, muer­
te que sucedería al tiempo en que
Rafa tratara de rascarse la come­
zón causada por el yeso que cubría
su fémur izquierdo, recapitulan­
do su accidente provocado por una
jauría de perros callejeros que
pretendían mordisquear la llanta
trasera de su bicicleta haciendo
que cayera en un bache ...o quizá
si me espero a que no haya nadie
y le digo, como si se tratara de una broma, “oye, te presento mi obra de arte”,
mostrándole en su dibujo la uña pintada de negro, de negro como el día en
que así las trajo; y hago que observe meticulosamente al hombre cabizbajo
caminando sobre la parte superior derecha de su uña hacía las dos torres; a la
mujer que se avienta desde el borde del lado superior izquierdo al precipicio de
sus dedos; a la niña que se agarra fuertemente a su cutícula puesto que se ha
arrepentido, ya que momentos antes había intentado lanzarse al igual que la
mujer, pero el viento que no mueve el cabello del torso del retrato le impide regresar a la superficie de su dedo; a los que viven boca abajo en la parte inferior
de su uña, contándole la historia de cada uno de ellos, explicando por qué un
caracol en lugar de su oreja... aunque... no creo que sea necesario explicar esa
gesticulación y postura, sin embargo podría desarrollarle más afondo lo que
61
anahí. l.f.
representan cada uno de los personajes y objetos que surgieron al trazarla...
engendrado, años atrás, por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta
y siete horas de ida y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias
al olor a naftalina, su subconsciente lo inci ...y si me espero a que todos se distraigan y se lo muestro de lejos... No, porque podrían verme y peor sería, sino
es que ya se han dado cuenta y qué pensarían... que soy inmadura, infantil
y pendeja, mientras ella contempla cómo crece su ego... bache engendrado,
años atrás, por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta y siete horas
de ida y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias al olor a nafta­
lina, su subconsciente lo incitó a soñar profundamente con su tía abuela, tía
abuela que no tomaba leche, puesto que le recordaba a las ubres de la vaca y
al aliento ...Tal vez sería mejor sólo dejárselo en su lugar sin remitente ni destinatario... Y si lo guarda para después enseñárselo a su prometido llegando a
casa, tras haber cogido toda la tarde, diciéndole “cariño, mira lo que me han
hecho”, mofándose de mí ambos, reafirmando su condición de musa ante el
prometido... Y si lo guarda y lo encuentra el prometido y piensa que tiene un
amante y le causo problemas... del lechero, lechero que mientras ordeñaba a
la vaca imaginaba cómo sería el llanto de su primer hijo, hijo que se esforzó
...Podría entregárselo de parte de mi amigo, diciéndole que él se lo hizo y le
pregunto qué opina de su seudorretrato, total, si se burla de los malos trazos
no tendría que excusarme o justificarme... O qué tal si le parece simpático el
intento de mi amigo por recrear su imagen y le gusta este cabrón... No, mejor,
no me arriesgo...
...Y si se lo doy y luego se lo quito, cuando no se dé cuenta y sólo piense
que lo ha perdido, o mejor aún, ni lo recuerde...
...Y si me espero a que vaya al baño... Pero... es probable que haya alguien adentro, siempre hay alguien adentro... hijo que se esforzó, durante va­
rias noches, a olvidar a una anciana que vio morir asfixiada entre sus brazos
por un trozo de pan que se le había atorado al tragar cuando salía corriendo
de una fiesta patronal, haciendo que cayera en un bache engendrado años
atrás por Pepe, que transportaba toda una casa en treinta y siete horas de ida
y vuelta que lo obligaron a quedarse dormido y, gracias al olor a naftalina,
su subconsciente lo ...Y si le digo todo lo que siento, así de huevos, pues ni
que fuera para tanto, ni que fuera tanto, ya no es para tanto. Mejor me dejo de
62
diez cuentos neorrealistas
mamadas y acabo de leer estos pinches cuentos... incitó a soñar ...Y si se lo doy
explicándole que lo hice durante la madrugada del 6 de enero, en medio de un
gentío, durante la venta nocturna de una juguetería, mientras soportaba un
disfraz de muñeca que debía portar para volver el momento más emotivo a los
padres que se arrebataban los juguetes demandados por sus hijos, sintiéndome
miserable de tanto recordar su rostro; que espero que mi discurso no la haga
sentirse grande, sin embargo no es sano para mis años guardarme este tipo de
sentimientos, por eso he optado por sacarlos... No, mejor no, quizás ella ya lo
sepa; quizás le dé más lastima de la que yo me tengo y sería peor cargar con
eso... y, gracias al olor a naftalina, su subconsciente lo incitó a soñar profun­
damente con su tía abuela, tía abuela que no tomaba leche, puesto que le re­
cordaba a las ubres de la vaca y al aliento del lechero, lechero que mientras
ordeñaba a la vaca imaginaba cómo sería el llanto de su primer hijo, hijo que
se esforzó, durante varias noches, a olvidar a una anciana que vio morir as­
fixiada entre sus brazos por un trozo de pan que se le había atorado al tragar
cuando salía corriendo de una fiesta patronal que se celebraba en el atrio de
una iglesia a punto de derrumbarse durante el temblor.
63
Conversación con Antón Arrufat*
J.S. Tennant
Antón Arrufat, poeta, editor, novelista, ensayista y dramaturgo, nació en 1935
en Santiago de Cuba, la segunda ciudad en importancia de la isla. Estudió
en una escuela jesuita (la misma a la que asistieron los hermanos Castro en
la década anterior) antes de mudarse para La Habana a los once años, donde continuó sus estudios. Más adelante conoció a algunos de los escritores y
artistas más importantes del país, como José Lezama Lima, editor de la influyente revista de arte y literatura Orígenes y autor de Paradiso, obra maestra
frecuentemente mencionada junto a La muerte de Artemio Cruz de Carlos
Fuentes, Rayuela de Julio Cortázar, Cien años de soledad de Gabriel García
Márquez, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y otras novelas que
liderearon el llamado boom latinoamericano de los sesenta.
Luego de una estancia en Nueva York a fines de la década del cincuenta,
Arrufat regresó a Cuba después de la Revolución y trabajó junto con amigos
escritores –Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Virgilio Piñera, entre
otros– en revistas como Ciclón y Lunes de Revolución. Aunque su nombre fue
excluido más adelante de las historias oficiales de la cultura cubana, Arrufat
–conjuntamente con Fausto Masó– fundó la revista de Casa de las Américas
en 1960 y trabajó allí hasta 1965, cuando fue despedido por publicar un poema
homoerótico de José Triana y por cursar a Allen Ginsberg la invitación de su
infausto viaje a La Habana.
En 1968 se vio involucrado en el infame “caso Padilla” que colocó a muUna versión abreviada, en inglés, de esta entrevista puede consultarse en www.thewhi­
tereview.org.
*
64
conversación con antón arrufat
chos intelectuales del mundo en contra de
la Revolución Cubana. Tanto Arrufat como
Padilla habían obtenido premios aprobados por el Estado, Padilla con su poemario Fuera del juego y Arrufat por su obra
de teatro Los siete contra Tebas. En ambos casos se produjo una revocación de los
premios casi inmediatamente y las obras
fueron acusadas de ser ideológicamente
adversas a los principios revolucionarios.
Padilla fue sometido a un interrogatorio
público, delante de un grupo de escritores
y de funcionarios de la cultura, durante el
cual fue obligado a confesar errores ima­
ginarios para recuperar su libertad, y Arrufat
fue asignado a trabajar en una biblioteca
pública, en un reparto distante del centro
de la ciudad. El proceso de Padilla fue condenado públicamente por intelectuales como
Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio
Paz, Jean Paul Sartre, Federico Fellini, Ma­
antón arrufat
rio Vargas Llosa, Susan Sontag, Simone de
Beauvoir y Graham Greene. Mientras Padilla abandonó la isla en cuanto pu­
do, al igual que otros intelectuales y artistas, Arrufat decidió quedarse y se le
impidió publicar durante catorce años. En 2007 Los siete contra Tebas fue finalmente llevada a escena en un teatro de La Habana, cuarenta años después
del proceso contra su autor.
Creador de la novela La noche del Aguafiestas y de la obra experimental
Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, Arrufat es generalmente considerado en la actualidad como el más grande escritor cubano vivo. En 2002
le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura, el mayor reconocimiento
concedido a los escritores en el país.
Nuestra conversación tuvo lugar en un día seco, de calor sofocante, en su
estudio, ubicado en el último piso de un edificio de tres plantas de finales del
65
j. s. tennant
siglo xix, en la calle Trocadero en Centro Habana: a dos cuadras del muro del
Malecón y muy cerca de la casa donde su amigo y mentor José Lezama Lima
vivió los últimos año de su vida.
–¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Cuándo supiste que querías ser escritor?
–Con claridad, nunca lo supe. Tal vez empezó como un juego de niños y
luego se convirtió en algo serio: al juego lo obligué a convertirse en destino.
Después que eso ocurre no se puede abandonar. Se te ha vuelto un fatum.
Empecé a escribir en la escuela de los curas jesuitas en Santiago de Cuba. El
recuerdo más claro, sobre el inexplicable impulso de escribir, es de esa época.
Fue en segundo grado y tendría unos diez años de edad. El cura narraba en el
aula la huida de la familia de Cristo a Egipto, envuelta en mantas y sobre el lomo
de una mula. Quizá me aburría y en mi libreta de estudiante empecé a es­
cribir. Como casi todo el mundo, lo primero que hice fueron poe­mas. Algunos
continuamos con ese error y los más astutos se salvan a tiempo. Por esa época
empecé igualmente a leer. En mi casa no había libros. Los buscaba por ahí,
me los prestaban amigos que eran lectores de Julio Verne o de Emilio Salgari.
Creo que mi familia padecía una especia singular de pánico. Encontrarme
leyendo estos libros los aterrorizaba. Es probable que fuera una costumbre de
aquellos años, y de una pequeña ciudad provinciana como Santiago. Comen­
cé entonces a sospechar, y conversaciones posteriores lo confirmaron, que mi
padre sentía una enorme preocupación de que pudiera convertirme en escri­
tor. Después que había publicado algunos textos en páginas para jóvenes de
periódicos habaneros –no vivíamos ya en Santiago– tuvimos una conversación
durante la cual se negó rotundamente a que fuera escritor. Porque eso no daba
dinero ni daba prestigio social, porque eso no significaba nada en este país,
porque eso era una de las diversas manifestaciones de la mariconería nacional.
Temía que en su hijo, único hijo varón, se repitiera el caso de su hermano Juan
José, columnista social del periódico Oriente, que se publicaba en Santiago.
Él y mi tío no se llevaban, sentían un lozano desdén entre sí. No obstante esta
actitud, mi padre conocía algunas cosas, había leído en su juventud algunos
libros, principalmente de historia, y le gustaba asistir al teatro, a las funciones
de compañías españolas de zarzuelas que pasaban por los escenarios de La
Habana. Pero estaba claro: no quería que su único hijo fuera escritor.
66
conversación con antón arrufat
–¿En La Habana conociste a escritores?
–Tenía doce años cuando mi familia abandonó Santiago y se trasladó a
La Habana. Fue en el 1947. (Mi padre era viajante, vendía ropa confecciona­
da. El dueño de los talleres, que estaban en Prado, al lado del Hotel Saratoga,
lo trajo para que trabajara en la tienda dejando de viajar por la provincia de
Oriente.) Antes de relacionarme con algunos escritores, conocí a dos perso­
nas, formidables lectores, que influyeron en mi formación. Uno de ellos se lla­
maba José Menéndez y el otro Ernesto Ríos. Menéndez era un trashumante,
el típico cubano sin oficio ni beneficio, sumamente pobre, que subsistía con
cualquier cosa que apareciera, repartir cantinas de fondas de chinos, empu­
jar una carretilla. Vivía en el cuarto de un solar en Revillagigedo, al pie de
la calle Monte, cerca del Parque de la Fraternidad. Tenía familia, tres hijos
chicos y una mujer gorda, desdentada. Después de la lectura, su otra pasión
era el ajedrez. Había participado en competencias y concursos, integraba el
Club Capablanca, donde jugaba con otros ajedrecistas. Cuando lo conocí ha­
bía conseguido por casualidad un trabajo fijo: doblar y pegar pequeños estu­
ches de celuloide con ácido acético. En esos estuches se vendían los lacitos
para las guayaberas. La habitación olía a ácido y en los rincones se apilaban
los estuches amarrados con sogas. Al final de la jornada, tras echárselos al
hombro, los llevaba hasta la fábrica a varias cuadras de su casa. Lo visitaba
por las tardes, terminadas mis horas de clase. Habitaba en un inconfundible
solar habanero. Hermosa mansión del xix, ahora envejecida, convertida en
una ciudadela de dos pisos y con un enorme patio central. En ella habitaban
decenas de familias. Nosotros salíamos a sentarnos en el balcón de su cuar­
to. Allí de pronto ocurría una vida diferente. Le encantaba leer en voz alta
y a mi escucharlo con decisiva atención. El balcón nos aislaba del resto del
solar y de la bulla callejera. En el aire, a cierta altura de la calle, creaba una
propicia intimidad singular. Menéndez guardaba sus libros en el escaparate,
junto a su ropa y la de sus hijos. Su mayor interés, leer obras de filosofía,
principalmente Nietzsche y Sartre. Aunque quiso ser escritor, nunca lo con­
siguió. Su vocación era intermitente y su vida plagada de vicisitudes. A su
muerte dejó unos textos incompletos sobre lo que llamaba “el misterio del
ser”. No obstante este afán de ser un filósofo, lo apasionaba la literatura, y
lo que me sorprendió y ahora al recordarlo me sorprende aún más: su gusto
67
j. s. tennant
por leerme obras de teatro, lo que ya en esa época había dejado de interesar.
Tal vez por un teatro no representable o escasamente representado. A él le
debo el conocimiento de obras que me dejaron una honda huella: de Ibsen,
Peer Gynt y Brand, y el Fausto de Goethe. El otro de estos dos amigos, Ríos,
español, donjuanesco, con varias mujeres al retortero, era un fugitivo de la
Guerra Civil. Se ganaba la vida vendiendo libros. En la acera de los portales
de la fábrica de cigarros Gener había puesto un tablado sobre dos burros de
madera. Ahí exhibía los libros en venta. Se sentaba encima de un cajón de ba­
calao. Para los amigos que venían a comprarle y se quedaban luego a conver­
sar, tenía uno o dos cajones más. Yo me sentaba en uno de esos cajones. Ríos
carecía del gusto de Menéndez por la lectura en voz alta, pero lo estimulaba
la conversación. Podíamos conversar varias horas. Durante tal tiempo no
dejaba de atender a sus clientes, se levantaba, vendía algún libro y volvía a
su cajón para reanudar la charla. Frente a su negocito había otro negocito: un
prostíbulo. Solían las putas ocupar sus cajones: también venían a conversar,
a contar lo que hacían con sus clientes, a descansar un rato del trabajo. Solía
ocurrir lo contrario: eran futuros clientes del prostíbulo quienes ocupaban
los cajones antes de entrar, se tomaban una cerveza Cabeza de Perro para en­
tonarse y luego cruzaban la calle. Cuando tenía dinero, una o dos pesetas de
veinte centavos, todo mi capital por un día, le compraba algún libro a Ríos.
Por esos años circulaban por la ciudad las ediciones de la Editorial Tor, una
empresa argentina. Ediciones en rústica que valían treinta centavos. Conta­
ban con una colección de clásicos, una biblioteca dedicada a Freud y a la
filosofía, con una conmovedora leyenda en uno de sus márgenes, “para las
horas de serenidad, para las horas de amargura”. Aún conservo libritos de
éstos, un tanto desvencijados. Tiempo después, en el 55, mediante un con­
curso literario, entré a colaborar en la revista Ciclón. Fue donde conocí y me
hice amigo de varios escritores y poetas jóvenes.
–¿Tú no publicaste en Orígenes?
–Mi relación con Lezama empezó por mi familia: mi madre y hermana
visitaban su casa, conocían a su madre, a sus hermanas, a sus sobrinos. Ten­
dría trece o catorce años cuando las acompañaba. Como escritor me incliné
por sus adversarios, adversarios del barroco origenista, el grupo de poetas jó­
venes que estábamos en Ciclón, revista contraria a la poética de Orígenes.
68
conversación con antón arrufat
–¿Quién fundó la revista?
–José Rodríguez Feo y en parte Virgilio Piñera.
–¿Piñera no integró el grupo Orígenes?
–Ambos lo fueron y ambos, en diversos momentos de su actividad lite­
raria, se apartaron del origenismo. Piñera fue el primero en apartarse. Su
modo de entender la escritura era, como se dice, una disidencia de Orígenes.
Enemigo de su interpretación católica del mundo y de sus teorías estéticas
trascendentalistas.
–¿Puedes referirte a la imagen de Orígenes de los jóvenes de ese momento?
–Orígenes, semejante a un lugar un tanto sagrado y un tanto incómodo
para nosotros, integrado por poetas establecidos, que habían escrito sus obras
más importantes y contaban con una revista que llegó a ser reconocida y famo­
sa, alcanzando un sólido prestigio en América Latina y España. Llegaron a for­
mar lo que luego se puso de moda llamar “el canon” de su momento literario.
Poetas que crearon un universo escrito. Pero alguna cosa nos inducía, inclina­
ba oscuramente a buscar un modo diverso de expresarnos. Necesitábamos ser
otros. Tal vez podría encontrarse una explicación empleando la teoría gene­
racional. Desde muy jóvenes, los habitantes de un momento histórico distinto
experimentan esa inexorable separación. Algunos se interesan en expresarlo
teóricamente y los demás se apartan simplemente. Por las características de su
formación y sus gustos personales, José Rodríguez Feo, en el fondo y en rigor,
era un futuro disidente dentro de Orígenes. Llegó el momento en que esas di­
ferencias se hicieron patentes. Si a partir de dicho momento, leyendo como en
perspectiva, comparamos sus traducciones, a quiénes traducía y sus propios
textos, la futura separación y la fundación posterior de Ciclón casi están ex­
presadas, manifestadas de antemano. Hombre culto, interesado en la literatura
en inglés, educado en Harvard. Fue el mecenas de Orígenes y de la editorial
del mismo nombre. Pertenecía a una familia propietaria de un poderoso cen­
tral azucarero. Más que los cuantiosos bienes, le atraían el arte, la pintura, la
poesía, la literatura, tanto como el beisbol y la pelota vasca. Nunca supo de ne­
gocios ni de transacciones comerciales. Fue de los pocos millonarios cubanos
interesado por la plástica contemporánea. Los millonarios cubanos compraban
cuadros, pero de la escue­la académica, legitimada, valorizada, y al comprar­
los realizaban una inversión segura que aumentaría con el tiempo. Rodriguez
69
j. s. tennant
Feo exponía su dinero al adquirir la
obra de pintores casi desconocidos,
autores de un estilo por legitimar.
Compraba un Wifredo Lam, quien
era nadie en esa época, protegía a
Mariano, Amelia Peláez, René Por­
tocarrero, a Eduardo Abela, es decir
la pintura vanguardista de Cuba. Lo
mismo hacía con los poetas de Oríge­
nes. Los demás invertían en un cuadro
de Leopoldo Romañach o Armando
Menocal, valiosos creadores, pero
ya establecidos, adquirían ánforas
griegas o muebles napoleónicos, se
construían residencias que reprodu­
cían palacios renacentistas. Lo que
no está mal, pero es la cultura acadé­
mica, adquisiciones que escasamente
contribuirían a la vitalidad del arte de un país. El penthouse que habitaba
Rodríguez Feo remataba un edificio de arquitectura modernista.
–Pero en Orígenes se reprodujeron cuadros en papel cromo y varios pintores ilustraron sus portadas.
–Orígenes destacó la relación entre poesía y artes plásticas, como hi­
cieron algunos poetas franceses del xix, Baudelaire, Gautier. Los poetas de
Orígenes crearon vínculos personales con varios pintores y escultores de su
momento: Mariano, Portocarrero, Amelia Peláez y el escultor Lozano. Wi­
fredo Lam no se encontraba entre ellos. Tan solo realizó una portada para
la revista. Lezama nunca escribió sobre su pintura, mientras lo hizo sobre
numerosos pintores, casi todos inferiores a Lam, quien se convertiría en el
más importante del siglo xx cubano. Podría compilarse un libro extenso con
los textos de Lezama sobre plástica. Equivocados, exaltados, disparatados
en muchos casos, son sin embargo la opinión de un gran escritor. De su indi­
ferencia sobre Lam encuentro una explicación plausible en su Coloquio con
Juan Ramón Jiménez. Lezama no creía en la posibilidad del arte mestizo,
70
conversación con antón arrufat
de la cultura mestiza. Lam era un mestizo y su obra se hallaba contaminada de
mitos negros que a Lezama apenas le interesaban. Sentía, al contrario, una
intensa devoción por los mitos griegos. No obstante, creo que no llegó a inte­
resarse en lo que a finales del siglo xx se llamaría “la Grecia negra”.
–La obra de Fernando Ortiz, ¿no le importaba?
–Creo que ciertos aspectos que se hallan en la extensa obra de Ortiz, sí.
Una lectura atenta de Paradiso podría encontrar, en ciertos instantes de esta
novela, diversas resonancias de capítulos de su libro Contrapunteo cubano
del tabaco y el azúcar.
–Volvamos al grupo Ciclón.
–El grupo que se formó alrededor de dicha revista se inicia tras una
ruptura, inesperada para algunos, para otros casi un destino. Hay un hecho
no obstante evidente: la publicación de textos de Juan Ramón Jiménez que
Rodríguez Feo consideró inaceptable. Es sabido que Lezama mantuvo las
razones que lo llevaron a la publicación y que Rodríguez Feo igualmente
sostuvo las suyas. No había otra solución que separarse, y fue lo que ocurrió.
Rodriguez Feo abandonó la revista. Y por tanto Orígenes no tuvo dinero para
continuar. Entre algunos colaboradores reunieron pequeñas cantidades y sa­
caron dos o tres números más, pero perdida su segura fuente económica la
revista terminó. Fue entonces que Rodríguez Feo, uniéndose a Piñera, fundó
Ciclón. A esa revista fuimos a parar un grupo de jóvenes escritores, Fayad
Jamís, Díaz Martínez, Severo Sarduy, Calvert Casey, Cabrera Infante... Ciclón publicó dieciséis números nada más, porque después ocurrió la Revo­
lución del 59 y Rodríguez Feo consideró que se iniciaban nuevos tiempos
y las revistas para pequeños círculos (quinientos ejemplares) ya no tenían
sentido. Tiradas cortas que se distribuían en las librerías habaneras por los
mismos editores/escritores. De esos ejemplares se vendían cinco o seis en
cada librería. Lunes de Revolución comenzó por imprimir 500.000 ejemplares
y por repartirlos gratuitamente dentro del periódico Revolución en forma de
magazine.
–¿Cómo eran esos tardíos años cincuenta? ¿Se sentía venir un cambio?
–Al desear un cambio social, suele ocurrirle al sujeto humano que su
espíritu comience a planearlo, y lo “proyecte”, como diría el viejo Freud, en
la futura realidad. O la propia realidad, degradada y miserable, plantee la
71
j. s. tennant
necesidad del cambio. O que ambos deseos, ambas “proyecciones”, ocurran
a la vez, tales polaridades se comuniquen y correspondan. Las categorías
duales desaparecen en una especie de fluencia, de continuum. Se siente en
el ambiente, dentro de uno. Extraños rumores, vibraciones, luminosidades
repentinas. Eran los años finales de la tiranía de Fulgencio Batista. Con
el golpe de estado militar del 53, Batista interrumpió la vida republicana.
Las noticias de la actividad revolucionaria en la Sierra Maestra corrían por
toda la ciudad. Había un movimiento clandestino contra la tiranía que había
convertido La Habana en un sitio inhabitable, constantes redadas, detencio­
nes sanguinarias, principalmente de jóvenes y estudiantes universitarios, de
apariencia simplemente sospechosa. Desde el 57 residía en Nueva York. A
finales del 58, año atroz en Cuba, fui expulsado por la inmigración, vencido
el tiempo del visado, y regresé a La Habana por unos días, durante el mes
de diciembre. El final de la tiranía era evidente, la represión policial había
vuelto la vida en la ciudad completamente siniestra. Tal vez fue de mañana o
al atardecer cuando a Luis Marré, poeta y colaborador de Ciclón, y a mí nos
detuvo la policía. No hacíamos nada peligroso, pero éramos jóvenes y eso tan
solo olía a peligro, jóvenes conversando sentados en un banco del Parque de
la India. Nos condujeron a la estación cercana. Una de las más conocidas en
el ejercicio de la tortura. Estuvimos allí muchas horas. Antes de soltarnos,
cuando comprobaron que no estábamos en nada, nos hicieron limpiar los
inodoros de la estación. En aquella estación pudimos escuchar los quejidos
y las horrendas palizas que propinaban a los detenidos. A fines del 58 volví a
Nueva York y no regresé hasta febrero del 59. La tiranía había sido derrotada
y la Revolución estaba en el poder. Fue entonces que comenzó a publicarse
Lunes. De la dirección del magazine se ocupó Cabrera Infante, un hombre
de Ciclón. Desde Nueva York le envié numerosas colaboraciones. En un mo­
mento dado me escribió que viniera, tendría posibilidades de publicar y de
ganar un pequeño salario.
Casi no hubo vanguardia literaria, los pintores fueron más agresivos,
libres e ingeniosos que los poetas y los escritores. Pienso que Orígenes no
es un movimiento de vanguardia, es una brillante variante barroca dentro de
la tradición del gongorismo español. Ignoró el surrealismo, el freudismo, las
escuelas lingüísticas, no le interesó la poesía norteamericana ni la inglesa.
72
conversación con antón arrufat
Estaba más bien dentro de la tradición barroca española. La poesía españo­
la de esos años tampoco se interesó en la poesía de otros idiomas. Existen
naciones y culturas que se autoabastecen de su propia tradición. Solamente
dos poetas españoles, Dámaso Alonso y García Lorca, se interesaron en la
literatura en inglés. Lorca estuvo en Nueva York y escribió un hermoso libro
dedicado a la ciudad, Poeta en Nueva York. Dámaso Alonso viajaba, era
traductor, dio clases en universidades de Estados Unidos, en diversas partes
del mundo, sobre poesía española, y en su libro Hijos de la ira pueden hallar­
se resonancias de la poesía inglesa de su momento. Habría que mencionar
también a Luis Rosales y su poema La casa encendida.
–¿Cuándo publicaste tu primer libro?
–En el año 62, de poemas, bajo el nombre de En claro. Lo imprimió una
modesta editorial independiente. Me parece que la única que quedaba en
La Habana, La Tertulia, propiedad de un librero de origen suizo, Reinaldo
Ballina. Publicaba pequeños libros de poesía. Fayad Jamís se ocupaba de
organizar la parte gráfica. En claro estaba integrado por poemas de adoles­
cencia, por los que salvé de los años de juventud. Tal vez quedarían dos o
tres de aquellos que escribí en el aula del Colegio Dolores. Alcanzó varias
críticas favorables en las publicaciones periódicas. Fueron juzgados como
poesía “intimista”. Tendencia luego desdeñada por la cultura oficial de la
Revolución. Pero me colocó, de una manera evidente, dentro de la llamada
“Generación del Cincuenta”. Realicé idéntica acción que con la revista: lo
distribuí en persona por las librerías habaneras. Lo dejaba a consignación
y pedía a los libreros que lo exhibieran en las vidrieras. Pero entre esos he­
chos semejantes había una diferencia: la revista la pagaba Rodríguez Feo,
el librito lo pagué yo. La tirada no pasó de doscientos ejemplares y cada uno
me costó un peso imprimirlo. Se vendieron todos lentamente y recuperé la
mitad del costo, con la otra se quedaron los libreros. Empezó con En claro mi
relación de trabajo con un pintor, Raúl Martínez, quien hizo el diseño del libro
y trazó el dibujo de la portada. Como correspondía con su título, el libro era
todo blanco, con una mancha azul en la portada. Otros trabajos realizó Mar­
tínez: libros, afiches de representaciones teatrales, fotos, diseños manuales
de un conjunto de poemas. Todo sin cobrarme un centavo.
–La vida cultural, ¿cómo era en esos años?
73
j. s. tennant
–Actividad y esplendor. Poco o nada parecida a la actual. Pienso que en
tal dinamismo influía un factor decisivo: la existencia de diversas tendencias
artísticas. Respecto a la creación literaria, a la creación artística en gene­
ral, la Revolución no había manifestado todavía el propósito de dirigirla. La
institucionalización de la cultura apenas había comenzado. En la década del
cincuenta empezó a gestarse lo que luego sería el movimiento artístico de los
primeros años de la Revolución. En ellos se expresaron los anhelos frustra­
dos de la generación anterior. Las revoluciones niegan tanto como heredan.
La Revolución Cubana tuvo –simultáneamente– un aspecto creador: esta­
blecer revistas literarias, grupos de teatro, bibliotecas y museos, escuelas
de enseñanza artística…Además, realizó dos cosas importantes y novedosas
en nuestra historia cultural: fundar editoriales y pagar derecho de autor. Los
periódicos siempre pagaron a sus colaboradores, las editoriales no pagaban
nada porque tampoco existían. Mediante diferentes resoluciones ministeria­
les quedó normado el pago de derechos de autor, modesto, sin duda, pero
existente. Durante la República no existían editoriales, había imprentas y
buenos editores a los cuales el autor llevaba su manuscrito y pagaba por su
publicación. Doscientos, trescientos pesos le costaba la edición de un li­
bro en los años republicanos. La Revolución estableció –definitivamente– el
pago de derechos de autor y la actividad editorial.
–¿En qué año se dieron cuenta los escritores de que las cosas no iban
bien?
–Las primeras evidencias empezaron con el caso PM. No habían pasado
tres años de Revolución –se filmó en 1961–, cuando su prohibición produjo
un problema en los círculos de la cultura cubana. PM, cortometraje que dura
catorce minutos, recoge la atmósfera –se trata en rigor de un corto de atmós­
fera– de los bares populares en la alta noche. Se baila, se canta y se bebe.
Vemos la gente en los bares de Regla, pueblito al norte de la ciudad; vemos
la lancha cruzar la bahía habanera, la cámara se detiene –brevemente– en
bares de Cuatro Caminos y luego en los de la Playa de Marianao, para vol­
ver de pronto a los de Regla y terminar el viaje nocturno. Buen ejemplo del
llamado free cinema, cámara oculta, iluminación natural, carencia de guión,
la gente no sabe de antemano que la filman. Ahora, ¿quién era esa gente que
baila, canta y se emborracha? Lo que en esa época comenzó a llamarse des­
74
conversación con antón arrufat
pectivamente “lumpen pro­
letario”. Tal representación,
supuestamente distosionada
del obrero cubano, molestó y
casi ofendió a cierta dirigen­
cia revolucionaria. No sabe­
mos a cuál. Nunca supimos
con certeza si los grandes di­
rigentes de la nación vieron
el cortometraje. Pero había
un intermediario, Alfredo Gue­
vara, muy interesado en anu­ antón arrufat
lar cualquier posibilidad de
hacer cine fuera de la institución que él dirigía. El icaic estaba recién fun­
dado, y creo que utilizó PM, acusándola de denigrar a la clase trabajadora,
con la finalidad de fortalecer su naciente institución. El corto se hizo con
una camarita Bolex, unos cuantos rollos de película que sus realizadores
compraron, con una vieja grabadora que conectaban en cada lugar al que
llegaban, “luz ambiente sin ningún tipo de artificio”, cuenta uno de sus dos
realizadores, Orlando Jiménez Leal. Es decir, una realización sorprendente­
mente económica. Y les quedó mejor que las primeras películas que estaba
tratando de filmar el icaic, pese a su enorme presupuesto y su cuantiosa bu­
rocracia. La sede en un edificio de varios pisos, elevadores, decenas de ofici­
nas, aire acondicionado, ventanas encristaladas. Comparar a dos muchachos
cargando una camarita con lo que intentaba hacer Alfredo Guevara resultaba
fatal. Tras este encontronazo comenzó un difícil periodo de divisiones entre
los artistas y constante suspicacia ideológica. ¿Quién es? ¿Quién no es? Los
artistas cubanos no estaban acostumbrados a tales divisiones, batallas ver­
bales y estériles en el orden de la creación; algunos lucharon por adaptarse,
adquirir un hábito que no pertenecía a su tradición cultural, y otros optaron
por exilarse apenas se presentara alguna ocasión favorable. Ahora que re­
cordamos este episodio, este percance de la cultura cubana, se me ocurre
observar un hecho sumamente interesante: la filmación de las películas en la
actualidad se halla más cerca de lo que hicieron los realizadores de PM. Casi
75
j. s. tennant
hay un regreso, un volte face a la época de aquellos dos muchachos: filmar con
unos aparatitos modestos y económicos. Es curiosa la historia de la cultura:
se regresa al pasado, con mejores aparatos, claro, y volvemos a hacer lo que
antes atacamos. La nueva administración del icaic asiste en estos momentos
a ese ricorsi y trata, por diferentes medios, de extender su acción: ¿controlar?
¿Admitir? ¿Propiciar?
–¿Y los primeros problemas con la literatura?
–En numerosos escritores –me hallaba dentro de ese grupo–, alentaba
el temor de que ocurriera lo que había pasado en la Unión Soviética. No sé
si era temor o una especie de preocupación temerosa. Heberto Padilla, que
estaba con nosotros en Lunes de Revolución, había residido en la urss y tuvo
oportunidad de conocer algo de cuanto había ocurrido. Oírlo contar su expe­
riencia personal, y la lectura de los libros de Merleau-Ponty, Las aventuras
de la dialéctica y Humanismo y terror, contribuyeron a nuestro conocimiento.
En tales libros se exponían los llamados “procesos de Moscú” y, en parte,
lo sucedido a escritores y políticos. Ambas obras, traducidas al español en
la Argentina, se vendieron en las librerías de La Habana antes de la Re­
volución. O sea: contábamos con cierta información. En diciembre del 60
llegó Pablo Neruda, invitado por Lunes, a visitar el país. Le hicimos en la
redacción una extensa entrevista que luego apareció en el magazine. Esa
entrevista es un documento revelador de nuestras aprensiones. La crítica
cubana no se ha detenido en su estudio. Las cuestiones que nos preocupaban
se expresaron en preguntas insistentes. Nosotros aspirábamos a que Neruda
nos apoyara con su autoridad literaria y política en la no intervención del
partido en la creación artística, que al menos no fuera determinante, que el
Estado se ocupara de la protección y subvención de la cultura académica.
El apoyo que esperábamos del poeta resultó decepcionante; sus respuestas,
insatisfactorias. Un tanto evasivo, se refirió al dogmatismo literario, sin men­
cionar las funestas consecuencias para la creación artística del dogmatismo
estatal. Aquella entrevista, “Lunes conversa con Pablo Neruda”, no se ha
republicado. A medida que aumentaban las tensiones entre el gobierno de
Estados Unidos y el gobierno cubano, la necesaria relación con la Unión So­
viética se iba consolidando y crecía la influencia del equipo de intelectuales
que militaban en el viejo Partido Socialista Popular, equipo anticuado, parti­
76
conversación con antón arrufat
dario de un proyecto estalinista sobre la cultura, con una marcada tendencia
a controlarla, a dirigirla, como entonces se decía.
–¿Y luego sucedió el caso de Heberto Padilla y el de tu obra de teatro,
Los siete contra Tebas?
–Varios años después, en 1968. A tres años de que se fuera de este país
–definitivamente– Cabrera Infante, clausurado Lunes de Revolución y creada
la Unión de Escritores y Artistas (uneac) como un paso más hacia la institu­
cionalización de la cultura. Mi obra de teatro concursó en el Premio literario
de la uneac conjuntamente con el libro de Padilla, Fuera del juego. El hecho de
que esas dos obras concursaran a la vez, aunque en géneros diferentes, una
en teatro y la otra en poesía, produjo una especie de suspicacia, o mejor,
permitió a la suspicacia nacional de aquellos momentos encontrar en qué
cebarse. Empezaron los comentarios: que si nosotros nos habíamos puesto
previamente de acuerdo para participar juntos, que si intentábamos crear un
escándalo. En verdad ambos nos quedamos muy sorprendidos al enterarnos
de ese hecho casual. Debo decirte que mi pieza teatral ya había sido juzgada
con suspicacia cuando, tiempo antes de mandarla al premio, la leí en Teatro
Estudio, grupo teatral del que era asesor dramático, para conversar, conocer
criterios, apreciaciones. Aún no había decidido qué hacer con ella, ni se me
había ocurrido siquiera mandarla al Premio. Los que la escucharon, miem­
bros de la directiva del grupo, la juzgaron demasiado conflictiva. Quien más
insistió fue la actriz Raquel Revuelta, hermana de Vicente, director general
de Teatro Estudio. Cuando por fin me decidí a participar en el Premio, ocurrió
algo sumamente sospechoso: Raquel Revuelta había sido elegida miembro del
jurado. Ella sería la más insistente en que se votara en contra de Los siete...
Pese a su prédica, no consiguió convencer a todo el jurado: tres de sus inte­
grantes votaron a favor y dos en contra. Por tanto, fue premiada por mayoría.
A partir de ese momento la institución intervino públicamente: suspendió la
entrega del premio, como si no se hubiera otorgado ni valiera la opinión del
jurado, que la misma institución escogiera y nombrara. No hubo acto oficial,
no se cumplió con las bases del Premio, no hubo viaje a Hungría ni dinero,
tal como estipulaban las bases. Nunca me permitieron ver las pruebas de im­
prenta, hacer algún cambio, suprimir o sustituir alguna palabra, ver la por­
tada, opinar sobre ella. Supe que había sido editada porque algunos curiosos
77
j. s. tennant
impacientes robaron ejemplares de la imprenta y me hicieron llegar algunos.
Fue entonces que, cuando pude tener un ejemplar de mi obra, descubrí otro
hecho singular: la institución había puesto delante una declaración oficial,
y que abarcaba Los siete… y el libro de poemas de Padilla, declaración en
la que se lavaba las manos, negaba cualquier responsabilidad en el caso.
Cuando los ejemplares de la obra debían ponerse a la venta, las librerías
amanecieron con un cartel en la puerta que decía “cerrada por inventario”.
Así permanecieron varios días. Nunca se vendieron en ninguna librería.
Hasta el día de hoy, transcurridos más de cuarenta años, no sé dónde están
esos ejemplares.
–Y después, ¿qué ocurrió?
–Un extraño, inesperado silencio. Algún funcionario influyente, y con
cierta astucia, debió indicar el camino a seguir: aquí no ha pasado nada. Tal
vez eso fue lo indicado, sin hablar con nosotros dos una palabra. Pasaron
casi dos años. Nuestra vida laboral siguió igual que antes, continué trabajan­
do en Teatro Estudio. El caso parecía archivado. Pero de repente Padilla fue
detenido por miembros de la Seguridad del Estado. Al parecer la instrucción
de echar al olvido había cambiado por la de dar un castigo ejemplar. Tal vez
no se trataba del mismo funcionario. Nunca supimos con certeza quién daba
las órdenes en un sentido o en el contrario. Padilla estuvo detenido en un
departamento de investigaciones por treinta días. No sé si por lo que había
escrito o porque se le acusó de tener relaciones con extranjeros, de acudir
a embajadas, de hacer publicidad… Actividades que fueron consideradas
como adversas al gobierno. Por primera vez supimos por adelantado lo que
iba a ocurrir, no tuvimos que releer Humanismo y terror o Las aventuras de la
dialéctica: la urss ya ejercía una influencia decisiva. Vino la acostumbrada
autocrítica pública, en un salón de la uneac, delante de un grupo escogido de
escritores, en la que él se reconocía culpable, y obtuvo su libertad. Fue un
acto casi eclesiástico, de contrición. Esta ceremonia cuasi medieval quedó
grabada. Allí se encontraban las cámaras de cine, dándole una apariencia
moderna, para fijar el suceso. La filmación existe en los archivos del icaic.
Después las cosas se precipitaron, como si estuvieran pensadas y organiza­
das de antemano, como un proyecto gubernamental. La dirección del Consejo
Nacional de Cultura se entregó a un militar, Luis Pavón, a quien se le dieron
78
conversación con antón arrufat
las instrucciones pertinentes. Comenzaron las medidas, las depuraciones de
actores y directores teatrales, expulsiones de profesores universitarios que
no “estaban claros ideológicamente”; de alumnos, por homosexuales o ca­
tólicos… En fin, eso que se ha llamado “el quinquenio gris”, que en verdad
duró más de cinco años y fue más negro que gris. A una serie de escritores
se les prohibió publicar, numerosos pintores no pudieron volver a exponer.
No creas que se trataba de artistas menores o desconocidos: no, los grandes
o los que ahora, cuando toda esta actividad siniestra ha terminado, son con­
siderados grandes artistas de este país. Me refiero a Dulce María Loynaz, a
Virgilio Piñera, al pintor Raúl Martínez, a Lezama Lima. La lista es extensa
y sorprendente. Detengámosla aquí.
–¿Les dijeron que no podían publicar o lo entendieron de otra manera?
–Nunca nos dijeron nada. La ausencia de repuestas era la única res­
puesta. Evasivas, puertas cerradas, teléfonos a los que nadie contestaba.
–¿Qué respondían las editoriales al recibir el manuscrito?
–Si uno quería darle salida a su ingenuidad o se proponía realizar una
comprobación, entregaba su manuscrito, regresaba a su casa y se sentaba a
esperar. Nunca sería publicado (o dentro de muchos años, cuando cambiaran
las orientaciones). Pero por lo regular no había nada que preguntar: uno ya lo
sabía. Creo que ninguno se apareció y preguntó “¿por qué no me publican?”
–¿Y el problema con Lezama?
–Lezama integraba el jurado del libro de Padilla. Uno de esos días se
presentó en su casa Nicolás Guillén, presidente de la uneac, y le hizo una
imprevista solicitud: que retirara su voto a favor, y Lezama le dijo que no. Y
a partir de esa negativa le fue muy difícil ser un hombre de confianza. Por
añadidura, católico, en momentos en que los conflictos entre la Revolución y
la Iglesia alcanzaban intensidad. Su concepción de la historia, basada en la
metáfora como el instrumento de conocimiento entre el hombre y lo desco­
nocido, apenas tenía algún contacto con el materialismo histórico, y menos
con el dialéctico. Aunque su cubanía integral, como la de Virgilio Piñera o
Dulce María Loynaz, le permitiera resistir y permanecer en el país. Como lo
traté largo tiempo, igual que a los otros dos grandes escritores, puedo dar fe
de que se acercó –o que se acercaron– al proyecto revolucionario con la in­
tención de comprender y de participar como creadores. Actualmente, luego
79
j. s. tennant
de tantos años y acontecimientos, las
posibles razones para que un grupo de
escritores, pintores, músicos y teatris­
tas estuvieran tantos años marginados,
en un rincón oscuro, comienzan a parecer
infantiles, incluso tontas. Tengo dos hipó­
tesis, dos maneras de pensar una expli­
cación: o eran muy torpes y obstinados
estos altos funcionarios proponiéndose
crear problemas donde en realidad no
los había, intención que perjudicó a la
Revolución, y nunca supieron cómo re­
solverlo, o quisieron crear hechos para
que en la urss se viera que aquí se ha­
cía lo mismo que ellos habían hecho
años atrás –hasta la imitación cubana
resultó anacrónica– para que los bar­
cos de petróleo siguieran llegando y el
necesario apoyo de la urss continuara
al demostrar que también en la cultura
se estaba trazando una sociedad seme­
jante a la soviética. Digo solamente “semejante”, porque a pesar de todo la
violencia fue menor, no crearon una Siberia a la que mandar a los artistas
considerados “ideológicamente incorrectos”.
Célebres escritores latinoamericanos, franceses, españoles y de otros
países, que sentían admiración por la Revolución Cubana, que le habían
prestado su apoyo, que nos habían visitado, comenzaron a apartarse, protes­
taron, enviaron cartas y finalmente dejaron de venir. No sé para qué cons­
truir aquel problema. O ese problema convenía al Estado. Una de dos o de
tres o cuatro.
–Parte del problema con Piñera, Lezama y Arenas, ¿residía en su sexualidad?
–Utilizar la sexualidad de Piñera, Lezama o Arenas, era una de las
acusaciones posibles. Una técnica de difamar, como decir “son seres tan
80
conversación con antón arrufat
repugnantes que hasta son maricones”. Constituyó un arma arrojadiza que
utilizó el Estado. Hoy es una hoja mellada que carece de posibilidad. Sen­
saciones, opiniones, sentimientos completamente históricos. Un pasado pa­
sado. Recuerdo tales cosas porque estamos conversando sobre el pasado,
histórico sin duda, y por seguir el consejo de George Santayana, a quien leí
con admiración en mi juventud, que dice más o menos: “aquellos que se
niegan a aprender de la historia están condenados a repetirla”. Es una de las
grandes y extendidas prevenciones, como la actitud hacia las mujeres, de la
tradición judeocristiana y de las culturas africanas y asiáticas, culturas pro­
fundamente homofóbicas. Culturas enfermas de prejuicios. Estamos dentro
de esa tradición. A ella sumamos la discriminación de los negros y los indios
latinoamericanos. No es tampoco la primera vez que ocurre, sucede que en
el caso de la homosexualidad se exacerbó terriblemente. Pero está en la cul­
tura cubana, en la tradición familiar, en la relación del padre con el hijo o
con la hija, aunque menos acerba, en el caso del lesbianismo. Objeción que
los padres hacían a sus hijos aunque ellos mismos, en numerosos casos, fue­
ran a su vez homosexuales encubiertos. El ocultamiento y su amplia gama de
reacciones psicológicas conduce a verdaderas conductas enfermizas. Nada
peor ni más lamentable que el homosexualismo vergonzante. Figura en la
tradición católica con insistencia dinámica. La historia nos enseña sin em­
bargo que numerosos papas, cardenales y altos dignatarios de la Iglesia,
hasta los curas de aldea, fueron homosexuales. Es una conducta diabólica
que el ser humano no ha podido anular.
–No obstante, hoy en día me parece, por varios ejemplos que conozco, que
se puede publicar prácticamente cualquier cosa. La obra de Jorge Ángel Pérez
trata de manera abierta la homosexualidad y muchas otras cosas que pasan
en La Habana.
–En la actualidad, la literatura, la pintura, el teatro, la fotografía, el arte
cubano en general, expresan, reflejan, exponen tales temas libremente. Algu­
nos de una manera despreciativa, otros como un hecho natural, sin que sea un
hecho dramático. Creo que nuestra sociedad ha llegado, o está llegando, a una
actitud inteligente al aceptar las diferencias, a una manera de entender que
los demás no son como quisiéramos que fueran, y que si quieres convivir en
una sociedad que valga la pena tienes que admitir que los demás no son como tú.
81
j. s. tennant
Problema universal, gravísimo en cualquiera sociedad, no es cubano
exclusivamente, es un problema de la humanidad, de la manera en que el
hombre, el sujeto humano, se comporta desde que hay registro histórico, do­
cumentos. Me refiero a la amplia gama de la discriminación de cualquier
tipo. Para los griegos, los que no eran griegos eran bárbaros. Para un francés
los alemanes pueden resultar gente peligrosa. Los rumanos en España son los
ladrones de autos, nada más que eso. ¿Qué pasó con los árabes y con los gitanos?
Para el pueblo norteamericano blanco, rubio y de ojos claros, los hispanos,
los negros y los indios son inferiores, aunque ahora están luchando con sus
profundos prejuicios. Residí tres años en Estados Unidos, del 57 al 59, en la
inmensa ciudad de Nueva York, y los negros no podían entrar en algunos
lugares donde yo estaba sentado: en los colegios tenían que ocupar un lugar
apartado de los blancos, dejar que subieran primero al ómnibus y ocupar los
asientos del fondo. Esas son manifestaciones, digamos, ingenuas de la dis­
criminación; las había más violentas, como quemarlos y matarlos tranquila­
mente. Pero esta enfermedad no para aquí, la sociedad está completamente
contaminada: los propios negros se discriminan entre sí, y también discri­
minan a los blancos. Cuando estas acciones desaparecen en la realidad, en
la aparente realidad, se esconden en lo más hondo y oscuro de la psicología
de los seres humanos y reaparecen en cualquier momento inesperadamente.
Suelo pensar que el acto de discriminar es una de las formas de la cultura:
pensar que yo soy más inteligente que tú y que mi filosofía es más profunda
que la tuya. El contagio toca a todo el mundo, incluso a los más sensibles o
inteligentes. ¿No está el gran filósofo Hegel plagado de prejuicios? Acusó a
los latinoamericanos de no tener un concepto de la Historia. Sin duda exis­
ten pueblos que carecen de un concepto de la Historia, por lo menos de la
historia hegeliana. Tener un concepto de la Historia y un sentido de la tradi­
ción no significa ser mejor o superior al que no los tiene. Si tales carencias
en verdad ocurren, se trata de las diferencias tan difíciles de admitir, casi
humorísticas para los latinoamericanos. Pero continuamos discriminando,
después de que nos reímos discriminamos a nuestro vecino, la mayoría de
las veces sin darnos cuenta.
–Desde el año 62 al 84 publicaste teatro y poesía. Tu primera novela La
caja está cerrada se publicó al final de ese último año.
82
conversación con antón arrufat
–Debes tomar en cuenta que después de lo ocurrido con Los siete contra
Tebas pasaron catorce años sin que me permitieran publicar. Escondido en
el sótano de la Biblioteca de Marianao adelanté en la escritura de mi novela.
Digo “escondido” porque la directora, siguiendo instrucciones superiores,
me vigilaba cuidadosamente, no se me permitía escribir ni recibir visitas,
ni contestar el teléfono. Yo escribía, lo único que me importaba hacer, a
escondidas, cuando ella no estaba o se cansaba de vigilarme. Así escribí y
pasé en limpio las ochocientas páginas del manuscrito. Digo “sótano” por­
que en el almacén de la Biblioteca, que se hallaba ubicado en el sótano, realiza­
ba el trabajo. Allí me asignaron, como se decía entonces usando uno de los
cientos de eufemismos del lenguaje perifrástico de los funcionarios públicos
de nuestra sociedad. Cientos de cosas no se nombraban (ni se nombran)
con términos habituales, se solapan, se disimula la gravedad o el error con
palabras alusivas. Este no decir (desvío o faltante por robo) ha creado una
terminología curiosa, y a ratos simpática. Mi trabajo en el sótano consistía
en hacer paquetes de revistas con una soga y un cartón durante ocho ho­
ras. El único empleado era yo; por lo general aquí quienes trabajan en las
bibliotecas son mujeres. Llegué precedido de mala fama. Tipo peligroso,
ideológicamente corrompido, un contra fuerte y contagioso. Por supuesto,
se apartaban de mí, literalmente me huían. Cualquier cosa que pasara, era
el culpable, y de inmediato me mandaban al Consejo de Trabajo, imponían
una sanción, reducirme el salario por un tiempo, limpiar la biblioteca antes
de que se abriera al público. Te contaré dos de tales “delitos”. Hoy me pa­
recen divertidos y sonrío al recordarlos. El primero: unos muchachos juga­
ban en los jardines de la biblioteca, jugaban a tirarse fósforos encendidos,
que volaban por el aire como candeladas de carnaval; varios entraron en
una especie de accesoria donde había una colección de periódicos viejos
almacenados que empezaron a arder. Los muchachos se asustaron y dieron
voces. Las bibliotecarias acudieron, buscaron cubos con agua y apagaron
el fuego en cuestión de minutos. Pocos periódicos se dañaron. La directora
apareció, descompuesta la cara, furiosa, alzando los brazos gritaba: “Fue
él, fue él.” Él era yo, naturalmente. No había otro hombre en la Biblioteca.
“Es un sabotaje, un sabotaje. Hay que llamar a la policía.” Al oír esto las
bibliotecarias se asustaron, reaccionaron alarmadas y dijeron de pronto la
83
j. s. tennant
verdad: que yo no estaba en la Biblioteca, que ese día no me tocaba trabajar.
Lo que era cierto. Luego los muchachos confesaron que habían sido ellos,
que lo hicieron sin intención, en medio del juego. Como no había sido yo, el
caso se deshizo y no pasó nada más. Ahora te cuento la segunda, que puede
parecerte más extravagante, como casi siempre son las historias verdaderas.
Unos vecinos donaron a la Biblioteca un cuadro al óleo, obra de un pintor
desconocido. Más bien una copia escolar de La maja desnuda, de Goya. La
directora lo aceptó aparentemente complacida, pero no bien se fueron los do­
nantes ordenó que lo bajaran al sótano. Resultaba un tanto pornográfico para
exhibirlo en la pared de las salas. Días después lo encontraron descolgado y
en el piso. Cuando las bibliotecarias se disponían a colgarlo, percibieron en
la tela algo extraño y avisaron a la directora. Todas se inclinaron: no cabía
duda, aunque ninguna se atrevió a comprobarlo, eran manchas de semen
encima del cuerpo desnudo de la maja. Alguien se había masturbado sobre
ella. Volvió la directora con sus ademanes y exclamaciones. “Ése fue él, que
es un corrompido.” Una bibliotecaria, que ya tenía conmigo cierta relación y
confianza, me dijo bajito: “Qué boba. No es un majo desnudo.” Y nos sonreímos
disimuladamente. Nunca se supo quién se masturbó. El misterio dio paso a
las especulaciones y las sospechas. Probablemente alguna de las biblioteca­
rias, durante su guardia nocturna en el centro, recibió al marido o al novio,
lo que hacían a escondidas. Yo pagué por el secreto, por el doble secreto. Me
sancionaron a limpiar la biblioteca seis meses.
–¿Por qué escogieron la Biblioteca de Marianao?
–Era la más lejana del centro de la ciudad. En realidad fui asignado (uso
el término) a la Biblioteca Nacional, en plena Plaza de la Revolución. Cuen­
tan que el director exclamó: “¿Pero él aquí? ¡Están locos, se va a producir un
escándalo! La gente lo va a venir a ver… ¡Lejos, lejos!” Estuvieron un mes
meditando a qué biblioteca me podían mandar que estuviese lejos, lejos…
–¿Dónde vivías entonces?
–En Centro Habana, donde siempre he vivido desde que llegué a La
Habana. Lo importante era que me llevaran lejos para que los lectores no
me fueran a ver. No les salió del todo: en Marianao también había lectores y
me miraban por las ventanas que daban al sótano. “¡Es aquel, es aquel!” Yo,
divertidísimo, alzaba la mano para saludarlos.
84
conversación con antón arrufat
–¿Podías ver a escritores amigos?
–A los fieles, a los que por igual se hallaban
castigados, a los que no se apartaban o volvían
la cara al verme. Muchos lo hicieron. El miedo
a veces es más poderoso que la estimación. Con
Virgilio Piñera asistía a numerosas actividades
culturales, funciones teatrales, exposiciones, y
nos divertían los visajes y estrategias para esca­
par del encuentro, incluso del saludo, que ponían
en práctica algunas antiguas amistades. Además,
el tiempo, siguiendo su costumbre, comenzó a
pasar. Su paso ablanda y suele hasta anular las
medidas demasiado estrictas, las prohibiciones
irracionales y sin fundamento. Es un gran natura­
lizador el tiempo. Las empleadas en la biblioteca,
tanto las profesionales como las de limpieza, se
iban dando cuenta que la mala fama del mons­
truo era más fama que verdad, y se iban acer­
cando, conversaban, me protegían de las furias
–en el fondo teatrales– de la directora, almorzába­
mos juntos, me esperaban a la hora de salida para
irnos juntos en la guagua. Acabaron por unanimi­
dad proponiéndome en una asamblea, a la que
antes de la labor del tiempo yo no podía asistir,
para que asistiera como empleado de la bibliote­
ca a estudiar en la Universidad de La Habana. La
directora, ante aquel inesperado apoyo masivo,
no pudo impedirlo.
–Algunas cosas en la sociedad empezaron a cambiar mientras estabas en
la Biblioteca. Pasaron los catorce años y fuiste a trabajar a una revista. Comenzó algo que tú mismo has llamado una “lenta rehabilitación”.
–Sin saber ni conocer el final, cumplía día a día, menos los domingos,
con una sanción enigmática: no tenía tiempo señalado de antemano e igno­
raba la cuantía del delito. Sin embargo, el asombroso fin de la sanción, lla­
85
j. s. tennant
mémosla así, llegó un día de 1981. Sin duda, para que pudiera llegar, muchas
cosas habían cambiado a mi alrededor, cosas y funcionarios. Cargué con el
manuscrito de mi novela, con mi equipo de hacer el té, mi tetera de barro
vietnamita y mi taza de porcelana belga. Todo dentro de una jaba, me despe­
dí de mis compañeras de trabajo, emocionadas por cierto: nos dimos besos
y abrazos y volví a mi vida de escritor. Por supuesto, lentamente, con pausa,
gradualmente, según suelen ocurrir, para no causar escándalo, uno de los
acontecimientos sociales que más se temen en nuestra sociedad.
–¿Cómo se evidencia el cambio en esta década del ochenta?
–Te enumero algunos indicadores. Gran parte de los escritores y artis­
tas que fueron excluidos por homosexualismo, que se consideraba una abe­
rración política, fueron readmitidos y volvieron a publicar y a exponer. A los
que nos dijeron que teníamos problemas ideológicos; Padilla decidió irse,
yo decidí quedarme. Los años ochenta son los de la rehabilitación pública.
Damos conferencias, publicamos, y principalmente viajamos. La prohibición
de viajar fue una de las prohibiciones más devastadoras. No sólo se viaja, se em­
pieza a publicar en el extranjero sin que tenga consecuencias. En aquellos
años grises o negros era enormemente penado. Sólo se podía hacer a través
y con el consentimiento de la uneac, y casi siempre en los países socialistas.
Sólo aquellas figuras, como Alejo Carpentier y Soler Puig, representantes de
la cultura oficial, podían publicar sin consecuencias adversas en editoriales
occidentales.
–He observado que existen varias editoriales en provincias, pero sólo tres
tienen carácter nacional y se distribuyen por todo el país.
–La Habana va dejando de ser, felizmente, el único centro cultural de
la nación. Las provincias, antes olvidadas, se han vuelto atractivas cultural­
mente. Hay varias editoriales. Está la Editorial Oriente, que se publica en
Santiago de Cuba y tiene distribución nacional, y la Editorial Matanzas, que
no tiene categoría nacional pero sí distribuye a nivel nacional. Hay también
una editorial en Pinar del Río, Cauce. Existen otras más modestas, casi ru­
dimentarias, pero cuyo trabajo las ha vuelto interesantes. Además, diversos
escritores valiosos, pintores y actores que viven en sus ciudades y les intere­
sa poco abandonarlas y desplazarse a La Habana, lo que implica un cambio
psicológico decisivo. Hay algunos excelentes. Te nombro en Cienfuegos a
86
conversación con antón arrufat
Marcial Gala y Atilio Caballero; a Pedro Llanes y a Noel Castillo, en Villa
Clara; a Gleybis Coro en Pinar del Río, a Pedro de Jesús en el pequeño pue­
blo de Fomento. Aquí me detengo. La lista sería extensa.
–Entonces no es difícil publicar…
–Para ellos, no. Para el resto de los escritores jóvenes, tal vez sí. Hay
muchos escritores jóvenes, por lo que la rivalidad y la competencia son gran­
des. Claro, si hay mucho también hay mucho malo. Escritores cuya obra
vale poco o nada. Las editoriales de provincia, por igual las de La Habana,
no son muy exigentes. Se han vuelto como casas de beneficencia. Te señalo
un fenómeno interesante: el foco de atracción literaria se ha desplazado de
la poesía a la narrativa. La poesía tuvo gran importancia, no solo durante la
Revolución sino en el siglo xix y en la etapa republicana. Era la zona más
creadora, más provocadora de la literatura. En el presente, lo son los narra­
dores. La poesía no se acerca a los temas marginados, tabúes, prohibidos,
censurados que tuvo la escritura cubana. Ésa es labor actualmente de los
narradores. Creo, quizá me equivoque, que están haciendo una escritura más
experimental que los poetas.
–Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura describen parte de dicha realidad. Pero tal vez el estilo en que lo hacen esté más cerca de la crónica periodística.
–En este momento me refiero a escritores más jóvenes: Rogelio Riverón,
Ahmel Echevarría, Jorge Ángel Pérez, Pedro de Jesús, gente de otra estirpe,
de diferente tesitura, que tiene escasa relación con la escritura de Gutiérrez
o Padura. No porque sean mejores o peores, sino simplemente porque son
diferentes. Son escritores que “se atreven” con ciertos temas que los poetas
no tocan. Por lo menos la poesía que yo conozco. Una novela de Jorge Ángel
Pérez, escritor de primera línea en este país, como El paseante Cándido, un
libro de relatos como En La Habana no son tan elegantes…
–¿Y Lapsus Calami?
–Lapsus Calami inició una narrativa experimental brillante e ingenio­
sa, que el autor no ha continuado; es una colección de cuentos sorprendente
por la novedad, la novedad de los temas, por el modo en que están escritos,
que no abunda en la narrativa nacional. El paseante Cándido, que toca por
primera vez con verdadera destreza literaria el asunto del provinciano que
87
j. s. tennant
viene a vivir a La Habana, uno de los grandes temas de la vida cubana, y
de la de numerosos países que, sin embargo, no tenía una expresión en la
literatura como la tuvo en la francesa con El rojo y el negro o Las ilusiones
perdidas, siendo nosotros, no obstante, casi todos escritores nacidos en pro­
vincia y que hemos tenido la experiencia vital de chocar con una ciudad
más grande y complicada que aquella en que nacimos. Ninguno dio con ese
gran tema: un muchacho, nacido en un pueblecito, que se enamora del Capitolio
y lo quiere comprar, como si un muchacho inglés, nacido en un pueblo dis­
tante, llegara por primera vez a Londres y quisiera comprar el palacio de
Buckingham, deseo loco y desmesurado, plagado de posibilidades literarias.
Y esa especie de experiencia vivida por muchos, no sólo escritores, gente
del pueblo, ninguno hasta Jorge Ángel Pérez la había escrito. Tal carencia
forma parte de la tradición cubana. Una parte decisiva de nuestras vidas no
la escribimos, como si hubiera una especie de fragmentación, una falta de
naturalidad que se debe al subdesarrollo, a que uno pertenece a una litera­
tura de segunda, o como quieran explicarlo, pero el escritor no utiliza sus
experiencias y las experiencias de sus amigos, su familia, de la gente más
cercana, y las transforma en escritura literaria. No quiere decir que haya
que hacer esto siempre, expresarlo directamente, no, no, pero eso constituye
una parte de su imaginario. Hay una distancia: el escritor cubano se pone
a escribir y, al hacerlo, una especie de falta de naturalidad se instala en su
escritura, está haciendo una cosa en vez de algo consustancial como el correr
de su sangre, como fumar un cigarro. Una manera posada de escribir. Por el
contrario, estos jóvenes disparatados, de vida disparatada, se han “atrevido”
con ciertos temas, o sea, se han acercado a esos temas naturalmente, como
es el caso de esa obra extraordinaria, El paseante Cándido, una de las gran­
des novelas de este país: tan arraigado en la tradición cubana y tan insólito
al mismo tiempo, porque eso no se ha escrito y sin embargo muchos habían
vivido esa experiencia.
–He observado que son escasas las obras traducidas que se venden en las
librerías. No se encuentran muchos libros traducidos. ¿Crees que la tradición
cubana ha reforzado esto?
–La literatura que se publica es literatura establecida, casi nunca tra­
ducida por cubanos, traducción robada secretamente para no pagar dere­
88
conversación con antón arrufat
chos. Cosa extraña, la tradición literaria cubana carece del ejercicio de la
traducción. Creo que nuestras editoriales se sienten como más cómodas pu­
blicando a escritores establecidos. Aquí hubo un periodo muy largo en el que
ciertos clásicos de la literatura contemporánea no se publicaron, como es el
caso del Ulises de Joyce. Cuando se publicó, en la traducción cuyos derechos
cedieron tanto el traductor, José María Valverde, como la editorial, se produ­
jo una conmoción. Acudió casi una multitud a la presentación. Hace de esto
varios años. Pero no existe una edición cubana de una obra imprescindible,
el Tristram Shandy de Lawrence Sterne. La mayoría del público lector no co­
noce esta obra fundamental. Conoce, por ejemplo, bastante bien a Faulkner:
varias de sus novelas y sus cuentos. Un cubano tradujo espléndidamente,
Lino Novás Calvo, Santuario. Cuentan que Borges dijo que para qué quie­
ren mi traducción de Faulkner si tienen un traductor excelente que es Lino
Novás Calvo. Pero hay otros autores contemporáneos que apenas o nada se
conocen. En el teatro ocurre lo mismo: cientos de dramaturgos nunca se han
estrenado. Tales carencias sin duda limitan y empobrecen la formación del
gusto de la gente. Pienso que no es lo mismo educarse leyendo Las ilusiones
perdidas, de Balzac, que leyendo conjuntamente el Ulises. Dentro de la cul­
tura esos diálogos son experiencias complementarias imprescindibles.
–La Casa de las Américas tiene en su colección de autores latinoamericanos una serie de obras recientes como Damiela Eltit y José Revueltas en
buenas ediciones…
–Puede haber momentos u oportunidades excepcionales, que algunos
lectores saben aprovechar. Hace unos meses se vendió, publicado en Vene­
zuela, Los detectives salvajes, en una librería de La Habana, a un precio acce­
sible. Había veinte o treinta ejemplares, no miles, pero algunos lectores, que
no conocían a Bolaño, pudieron leerlo. Luego comenzarían los préstamos en­
tre amigos, aumentando las posibilidades de lectura. Borges tiene una buena an­
tología, que va por su segunda edición, editada por Casa. Los que pudieron
se compraron, en una librería que vende en dólares, casi todas sus obras en
la colección Biblioteca Borges, de la Editorial Alianza. Escritores norteame­
ricanos: se ha leído a Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald… Posteriores,
menos. Recientes, ninguno.
–¿Y Paul Auster, conocido ampliamente en otras partes de América Latina?
89
j. s. tennant
–A Paul Auster lo conoce­
mos los escritores; el público no
sabe nada de él, el lector ordi­
nario no lo conoce. A veces me
gustaría plantear este asunto de la
ignorancia al revés y preguntar
si Paul Auster conoce a algún es­
critor cubano, a algún escritor
latinoamericano.
–En las librerías de La Ha­
bana y de las provincias hay mu­
chos títulos que no se pueden
encontrar, como los de Cabrera
Infante.
antón arrufat
–Cabrera Infante se com­
pró para las bibliotecas públicas. Una colección estaba sin vender en los
depósitos de la editorial Alfaguara. La compró muy barata el Instituto del
Libro hace ya varios años. No sé si los lectores se robaron los ejemplares, lo
que suele ocurrir en las bibliotecas públicas, principalmente si son circu­
lantes, y ya no existen. Se han publicado, por editoriales cubanas, dos libros
sobre Cabrera Infante realizados por Elizabeth Mirabal y Carlos Velasco. El
primero es una investigación acerca de su vida habanera, como periodista,
director de Lunes…, crítico de cine, y sobre sus primeros años de escritor
de ficciones. El segundo, Buscando a Caín, está integrado por un conjunto de
entrevistas de amigos de Cabrera Infante que viven aquí o en Miami, y en
otras partes. ¿Sabes quién lo publica? La vida puede resultar deliciosamente
irónica; los antiguos llamaban a estas reparaciones póstumas “justicia poé­
tica”. Lo publica Ediciones icaic, la misma institución que lo persiguió con
saña. Ambos libros son de grata lectura.
–Siendo Antón Arrufat y habiendo recibido el Premio Nacional, ¿al acep­
tar este premio no has sentido ese mismo tono irónico que suelen tener a veces
las cosas.
–Como dice la gente, me tocaba. No podían evitar por más tiempo otor­
garme el Premio Nacional. Fui nominado tres o cuatro veces seguidas. Yo,
90
conversación con antón arrufat
lo agradecí, me pareció bien que me lo dieran, también para ellos habér­
melo dado. Creo haberme cuidado de no tomar muy en serio el Premio, tal
debilidad me podía enfermar y perjudicar en cuanto escritor: creer que ya
había llegado, que era importante que la gente me saludara por la calle, me
pidieran que les dedicara un libro. Aceptar el “haber llegado” es peligroso
para un escritor. Creer que la lucha terminó, que eres importantísimo. Uno,
en cuanto escritor todavía vivo, necesita varias raciones de palos, y algunas
patadas en el trasero, para que sepa que la relación entre la escritura y el
Estado no es fácil, y que debe siempre propiciar que no sea fácil. Porque
si no lo hace, acabará no haciendo nada. No sólo escribir requiere tiempo,
soledad, un clima, un espacio, la mayor parte del tiempo no vivir como viven
los seres humanos, correr numerosos peligros, y si tú no quieres continuar
con estos rigores porque ya llegaste y te dieron el premio, mejor es quedarte
sentado en tu casa: tienes un estipendio y no pasas por el sacrificio horroroso
de escribir. Si no aceptas que escribir es un sacrificio horroroso y algo elegi­
do por uno mismo, convertido voluntariamente en destino, el único destino
que uno elige en la vida: cumplir con el don. No, no, no, si uno mismo se
ha obligado a cumplir con él, y uno lo cumple como en una tragedia griega
sin dioses, te tienes que sacar los ojos. Pero, si no es así, ¿qué vale escribir
realmente?
–Hablando de seguir escribiendo, cuando te conocí hace dos años, me di­
jiste que estabas escribiendo una novela histórica, ¿sigues con ella?
–Sí, he seguido con esta novela histórica, que para mí es muy difícil
de hacer porque quiero hacer una novela histórica diferente a las novelas
históricas.
–¿Sobre qué tema?
–Acerca de un esclavo cubano del siglo xix perseguido por los rancha­
dores, buscadores de esclavos negros que se han fugado de los ingenios o de
las casas de sus dueños. Lo que en verdad me atrae en este asunto es el viaje
de un escritor del siglo xxi al siglo xix. Qué cosas hace para realizarlo, cuáles
son sus preparativos mentales y sensuales. Habrás observado que las novelas
históricas empiezan con el viaje realizado. Al abrir esa novela admirable de
Robert Graves, Yo, Claudio, ha concluido el viaje: estamos en la Roma im­
perial. ¿Cómo llegó hasta allí Robert Graves? No nos lo dice, ni él ni ningún
91
j. s. tennant
otro narrador. Eso que no se dice es precisamente cuanto yo quiero narrar en
mi novela. El entrenamiento, la experiencia de llegar a ese momento histó­
rico. Cuando empecé a escribir la novela, bajo el título provisional de Los
pies en la tierra, me pregunté obsesionado, ¿cómo sería afeitarse en el siglo
xviii? Recorrí barrios de merolicos buscando una navaja antigua y comencé
a afeitarme de la manera en que lo haría el perseguidor del esclavo fugitivo,
sobre el cual estoy escribiendo, y describí tal experiencia anacrónica.
–¿Entonces sigues afeitándote así?
–Sólo pude hacerlo unas cuantas veces. No fue nada fácil ni placentero.
–¿Estás a mitad de la obra?
–Tengo alrededor de unas cien páginas. Será una novela corta. No repe­
tiré, a esta altura de mi vida, la aventura de una novela de ochocientas pági­
nas, como fue La caja está cerrada.
–Tú dijiste hace un tiempo, en El País de Madrid: “En la reciente novela
cubana se halla presente la dura realidad y sus contradicciones, la preocupación por el destino de la isla.” ¿Crees, entonces, que las cosas han cambiando
un poco en la literatura cubana?
–Hay libros realmente importantes, aunque tal importancia la juzgará
y determinará el tiempo futuro. Lo menos ambicioso que puedo decir es esto:
“A mí me gustaron.” O sea, algunos libros, algunas novelas, las leí con agrado,
con emoción, con todas esas sensaciones que los buenos libros despiertan en
un lector. Algo decisivo debo decirte: no se parecen en nada a lo que yo es­
cribo. Me siento libre de manías personales al juzgarlos. Sus autores tienen
conmigo una relación fraternal como la que se tiene con un viejo escritor.
Creo que la literatura cubana seguirá su camino, el camino que siga el país,
o se opondrá al camino que siga el país, porque no siempre se ha de coincidir
con la sociedad en la que uno vive. Muchas veces es mejor no coincidir con
ella, o no coincidir del todo. No conozco el caso de escritores (o artistas) que
hayan roto definitivamente con su país de origen. Tienen un enlace misterio­
so con una porción de su país. Además, un país tampoco es un país, dentro
de él hay diversos países, conviven múltiples personas que han venido de
otras partes, que han sido guiados de otro modo, que tienen otras lecturas y
preocupaciones. Una sociedad no es, felizmente, homogénea. Movimientos,
factores, sectores más desarrollados, sectores más influyentes, por lo menos
92
conversación con antón arrufat
en un momento de la historia, y otros que parecían estar ocultos y que no sig­
nificaban nada, y que después de un tiempo pasan a tener una importancia
decisiva en la historia de la nación.
–La publicación de El viaje, de Sergio Pitol, ¿muestra alguna apertura
en la actualidad?
–Pienso que la sociedad cubana se va alejando del socialismo al que se
refiere Sergio Pitol en su obra, del socialismo eslavo. Está claro lo que fue el
gobierno de Stalin: que el socialismo real fue una especie de tergiversación,
la realización equivocada de una utopía. Creo que la utopía democrática
no ha salido tampoco del todo bien, aunque hasta ahora haya durado más
tiempo. Lo cierto es que el sujeto humano no ha logrado crear y llevar a la
práctica un sistema social perfecto en el cual se pueda vivir con justicia y
equidad. Tal vez no lo consigamos nunca, tal vez lo encontremos mañana. El
sentimiento del paraíso perdido, la necesidad de habitarlo es una esperanza
(y una idea) que los humanos tienen muy arraigada, que está inexorable­
mente en nosotros. Tal vez porque viene del viejo cristianismo, quizá no del
todo, en la cultura griega, mucho antes, hubo también la idea de un paraíso
perdido, y si piensas en la cultura hindú, en las enseñanzas de Buda, encon­
trarás una idea semejante y la misma añoranza. En el ser humano alienta esa
idea, la espera de un sitio mejor, de la ciudad dorada, de un porvenir dichoso
al que, luchando cada día, se podrá llegar, se encuentre en la tierra o en el
cielo. Es uno de los mitos, de las ensoñaciones, de los anhelos, de las pesa­
dillas del hombre. Es consustancial a nosotros y, por tanto, consustancial a
la literatura que el sujeto humano escribe. Vamos del infierno que habitamos
al paraíso que soñamos. Aún la obra del marqués de Sade tiende a ese viaje.
–Cuando te conocí hace dos años, me contaste tus estancias en Londres.
La primera, creo, en relación con Julio Cortázar, y la otra con Cabrera Infante. Podrías contarlas de nuevo. ¿Cuándo fueron? ¿Qué hicieron en la ciudad?
¿Cómo vivía Cabrera Infante?
–Llegué a Londres en noviembre de 1964. Venía de Praga, donde residí
varios meses. Pese al frío casi polar, mi estancia resultó encantadora. En el
aeropuerto, al momento de partir, los termómetros marcaban siete grados bajo
cero. Era de día y parecía haber caído la noche. Para un habitante de los tró­
picos, insólito. Mientras, por un cielo oscuro, el avión se alejaba hacia Ingla­
93
j. s. tennant
terra; quedaban atrás y comenzarían a convertirse en recuerdo las caminatas
sobre la nieve por la plaza de la Mala Strana, construcciones renacentistas,
iglesias góticas, palacios barrocos, las tabernas de luces amarillas, la cerve­
za tibia con un termómetro dentro de la jarra. Las casas de mis guías y tra­
ductores con mala calefacción; estufas apagadas, sin carbón ni leña. Para un
paseante extranjero, como yo era, la pobreza y las vicisitudes son tan solo
fragmentos de relatos. La pobreza de ciertas gentes era más un decir que un
doloroso ver.
Pablo Armando Fernández me esperaba en el aeropuerto internacional
de Gatwick. Apenas viajaba con equipaje, una maleta modesta. Lo grande y
pesado, el inmenso abrigo que llevaba sobre los hombros. Tras unas horas de
vuelo, todo en torno había cambiado. Me quité abrigo, guantes y gorro. Hacía
frío en Londres, pero suave, incluso benigno. La célebre neblina era trans­
parente, comparada con la atmósfera dejada atrás. Había aún verdor, un aire
claro. Le pedí a Pablo que, en lugar de ir en auto, fuéramos en un autobús
rojo de dos pisos –que me sorprendió–, y nos instalamos en el piso de arriba.
Fui contemplando la hermosa ciudad hasta Park West, barrio donde se ha­
llaba la casa. Ciudad inmensa, construida en el espacio abierto; al contrario
de Praga: pequeña, lindamente cerrada, de millón y medio de habitantes,
cuando la que veía triplicaba esa cantidad.
Hasta febrero del 65 estuve en Londres. Cuatro meses espléndidos. An­
tes de darme a caminar –para saber de una ciudad, aunque sea en breve me­
dida, hay que caminarla, los pies en su suelo–, Pablo Armando me puso un
mapa en la mano y me dijo: “Hasta los ingleses se pierden.” Fui al principio
por los lugares por donde van los visitantes, por el núcleo antiguo de la urbe,
perímetro medieval de la City, a ver la Torre que levantó un rey normando en
el siglo xi, el jardín real, Piccadelly, Trafalgar, la Catedral de San Pablo. Vi­
sité el Museo de Cera, recorrí los grandes parques, Hyde Park, y los peque­
ños como el Green Park, los barrios elegantes y los barrios pobres, el West
End y un bar de Upper Stret. Múltiples impresiones se mezclan: Mayfair,
Carnaby, Chelsea, el barrio de Virginia Woolf, un puente sobre el río Táme­
sis. Recordar de pronto –casi siempre sucede– que Haendel estrenó Water
music en una barca engalanada que se deslizaba sobre las aguas de este río,
mucho tiempo atrás, en el siglo xviii. Sorprendido me detuve a mirar los edi­
94
conversación con antón arrufat
ficios de ladrillos sin recubrir,
tonos anaranjados y rojizos, de­
corados a veces con molduras
de yeso blanco. Después de ca­
llejear como cualquiera, escogí
ciertas partes. Tate Gallery, que
visité en numerosas ocasiones,
donde me paraba delante de los
paisajes londineses de Turner: la
ciudad, que antes había visto
con mis ojos, ahora transforma­
da por la luz ¿imaginaria? que
percibía el pintor. Otros días,
otras mañanas, cruzaba la plaza
Trafalgar para entrar un rato lar­
go en la National Gallery. Vaga­
ba por sus salas, encandilada la
pupila, y después de elegir los
cuadros que más me gustaban,
como hace el visitante asiduo, me
detenía ante ellos agradeciendo
en silencio que aquella belleza
existiera para mis ojos. Antes de marcharme volvía a contemplar El matrimonio de Giovanni Arnolfini y luego me internaba en otra sala para despedir­
me, con gesto mudo, del lienzo de Diego Velázquez: Venus y Cupido. Ambos
figuraban entre mis elegidos.
La otra elección, ir al teatro. Tres representaciones no he olvidado. La
de Otelo, actuado y dirigido por Laurence Olivier, en medio de una multitud de
espectadores atentos y silenciosos. El moro, víctima de una falsa infidelidad
fraguada por un falso amigo, recorría la escena con una rosa roja en la mano
y en la boca una pronunciación cruda, semejante a la de un inglés antillano.
En un teatro más pequeño, el Samuel Beckett de Esperando a Godot. Compré
al entrar la obra impresa y, mientras se desarrollaba en el escenario, la tenía
abierta entre las manos. No guardé o perdí los programas. Tantos años pa­
95
j. s. tennant
sados que no recuerdo nada preciso, solo chispazos de la puesta, al “clown”
y al “augusto”, dos hombres que no se entienden, hacen reír, incluso llorar.
Recién llegado, tal vez hacia finales de noviembre, fui a ver el Marat-Sade,
dirigido por Peter Brook y con los actores del Royal Shakespeare Company.
Una puesta que emplea el método de actuación de Grotowski. Teatro dentro
del teatro, representación dentro de la representación. Inolvidable puesta.
Esa reunión de locos, ¿a quién se parece? ¿A nosotros, los cuerdos? Cuan­
do pienso en aquella noche, vuelven las discusiones entre Sade y Marat,
actuados por Peter Magee y Clive Revill, conflicto entre dos posiciones irre­
conciliables en la sala del manicomio de Charenton, donde en verdad Sade
vivió los últimos años de su vida escribiendo pequeñas obras teatrales para
los reclusos. ¿No es Glenda Jackson encarnando a Carlota Corday? ¿Ella, la
que se acerca con un arma escondida con la que matar a Marat, recluso en
su bañadera?
Paso a contarte un episodio fraternal. En la actualidad sería imposible
que alguien lo hiciera; habría permanecido perdido largo tiempo. Al salir de
la función del Otelo, fui quedándome solo, la multitud de espectadores se
disolvía: conocían a donde ir. Caminé un rato con el mapa abierto, pero com­
pletamente desorientado. De repente me vi frente a una estación de autobu­
ses. Entraban y salían los carros vacíos, cumplido el trayecto o camino de sus
rutas. Con la decisión del extraviado, crucé la calle y entré en la estación.
Dos choferes acababan de bajarse de un bus. Al parecer habían terminado
de trabajar. En mi inglés vacilante les dije que, tras salir del teatro, andaba
perdido. Me preguntaron de dónde era. Al decirles que venía de Cuba se
volvieron dispuestos a ayudarme. Me preguntaron mi dirección en Londres.
Volvieron a subir al bus, el chofer arrancó el motor y me indicaron que su­
biera. Me llevarían hasta el 584 de Park West. El ómnibus echó a andar, y sin
detenerse en parada alguna, llevando un solo pasajero, convertido inespera­
damente en un auto de alquiler, anduvieron con las puertas cerradas hasta
que me dejaron frente a la casa. En su perfecto inglés, Pablo Armando les
brindó café cubano, fuerte, aromático. Lo tomaron con gusto, sin bajarse del
ómnibus. Al final les estrechamos las manos completamente agradecidos.
La mañana de enero de 1965 –llevaba en Londres alrededor de tres me­
ses–, el 5 exactamente, cuando tomaba el desayuno, Pablo Armando, vestido
96
conversación con antón arrufat
de negro, de saco y corbata, se detuvo al pie de la mesa para decirme que T.
S. Eliot había muerto el día anterior y que se disponía a asistir al velorio. Era
uno de sus deberes como diplomático de la embajada cubana. No se trataba,
por supuesto, sólo del cumplimiento de un deber sino que su muerte lo había
conmovido. Por igual a mí también, y le pedí acompañarlo. Vestí mi ropita
de ceremonias y me prestó una corbata oscura –ni corbata ni de luto me ha­
bía puesto en mi vida–, y nos fuimos a las exequias del poeta admirado por
ambos. Pasé como otro empleado de la Embajada. El ceremonial dentro de
la abadía, de más de seiscientos años de tradición, había empezado cuando
nosotros entramos. Allí estaba el poeta difunto en su catafalco, sobre una
alfombra roja.
Ocupamos nuestros asientos. Mientras oía los responsos, cantos y ple­
garias, casi sin proponérmelo, me sentí asaltado por los recuerdos: memoria
involuntaria llamó Proust a tales apariciones inopinadas. Múltiples y conti­
nuadas lecturas de sus poemas, “Mr. Apollinax” y “Tía Helen”, “Gerontion”
y La tierra baldía, lecturas de varios tomos de sus ensayos, tan diversos del
desorden imaginativo de su poesía. Recuerdo haberlo visto durante una lec­
tura en el Poetry Center de Nueva York, alrededor del año 57, a la que me
invitó Gaetano Massa, un librero de origen italiano enriquecido con la venta
de libros a la Universidad de Columbia. Sin aquella invitación no hubiera
podido comprar la entrada. Lo recuerdo vestido de negro, inclinándose para
recibir los aplausos del público numeroso. Alto de estatura, espejuelos de
pasta oscura, aro redondo. Superponiendo al presente tiempos y espacios
remotos, me parece oír la entonación de su voz, los cambios imprevistos, que
regía una leve teatralidad inteligente. Luego, en La Habana, volvería a oírlo,
esta vez en una grabación de sus poemas, propiedad de Rodríguez Feo.
Sobre el catafalco de la abadía, sobre sus inmensas ventanas góticas,
sobre la cabeza de todos los presentes, me pareció ver frotarse la niebla
amarilla del canto de amor de J. Alfred Prufrock, frotar su lomo y su hocico,
lamer los rincones y los cristales y las insignias, pero ya no habrá tiempo
para él, para las visiones y revisiones, para el té y las tostadas. ¿No lo sabía,
acaso? “Porque no espero ya otra vez volver/ porque no espero ya/ porque no
espero ya volver…”
A la salida, Pablo Armando me preguntó si lo había visto. Como sabía
97
j. s. tennant
de quién hablaba, dije que lo había visto. Trajeado de oscuro, el pelo enca­
necido, sentado cerca del sarcófago de su gran amigo estaba un hombre de
más de 80 años, las manos muy juntas, una sobre otra: era Ezra Pound.
Suele ocurrir en una fotografía lo que Roland Barthes llamaba punctum.
Un detalle que punza al observador, llama su atención más que cualquiera
otra parte. Una sortija, una sonrisa, la posición de una mano: se nos impo­
nen, incitan nuestra mirada con repentina intensidad. El punctum de una
fotografía no ha sido controlado por anticipado por el fotógrafo. Por el con­
trario, coloca la fotografía en un contexto diferente al de su origen. Mirando
la fotografía de Eliot, tomada por lady Ottoline Morrell una tarde de domingo
de 1923, cuando el poeta tenía 35 años, experimenté la validez de esta opinión
de Barthes. Está sentado en una silla de extensión, las piernas cruzadas, sin
lentes y un anillo en el meñique, con un traje claro, corbata y chaleco, for­
malidad que no invalida la atmósfera vacacional que impregna la fotografía.
Al fondo el ramaje disperso de un árbol. Pero el punto en el que se detuvo
mi mirada es la boca entreabierta y la mano alzada con un habano entre los
dedos. Es el conjunto que forman los dedos, la boca entreabierta y el habano,
el que llama mi atención. No puedo evitar suponer que se trata de tabaco
cubano.
Luego supe, de acuerdo con sus últimas disposiciones, que su cadáver
fue incinerado y sus cenizas llevadas a East Coker, hermosa aldea en So­
merst desde la que partió hacia Estados Unidos uno de sus antepasados en
el siglo xvii. El nombre de la aldea da título a uno de sus Cuatro cuartetos,
de los últimos poemas que escribió.
Julio Cortázar vino en febrero para llevarme a París, ciudad en la que
residía. Mi mala fama de extraviarme durante los viajes lo hizo venir a bus­
carme, y en un barco cruzó el Canal de la Mancha. Años atrás, en 1963, nos
conocimos en La Habana y sosteníamos una correspondencia amistosa. En
las pocas horas que estuvo en Londres fuimos a un concierto de música ba­
rroca en Hampstead Heath, pateamos el barrio chino y comimos en un res­
torán del Soho.
Durante esa comida nocturna se nos enredaron las lenguas en el instante
de ordenar la comida. Yo no salía de mi asombro: daba por supuesto que Cor­
tázar hablaba en inglés perfectamente. Pese a su excelente traducción de los
98
conversación con antón arrufat
cuentos completos de Poe, su inglés era de lectura más que de conversación.
El mío se volvió un balbuceo. Comenzamos a hablar en español, señalando
en el menú ciertos platos. El camarero, que esperaba callado, dijo de repente
que pasábamos trabajo por gusto. Él era español. Entre risas escogimos la
comida. En tanto anotaba, contó que muchos jóvenes españoles venían a In­
glaterra a ganar algún dinero, sobre todo en el campo recogiendo manzanas,
y después de una temporada regresaban a su país.
Fuimos al sur a la mañana siguiente. Crucé por primera vez en barco el
Canal de la Mancha. No recuerdo si después de comer volví con Cortázar a ver
el Marat-Sade, pero uno de sus libros de cuentos se titula Queremos tanto a
Glenda y esta Glenda no es otra que la Jackson que personificara inolvida­
blemente a Carlota Corday.
El tiempo pasó, como es su costumbre inmemorial. Regresé a Londres
transcurridos treinta años, treinta y cinco para ser exacto. Esta vez no viajé
solo ni invitado por un amigo. Fue una institución cultural inglesa, Barbican
Centre Festival, y acompañado por varios escritores y artistas cubanos. Lle­
gamos en mayo del 99. Los pintores realizaron exposiciones y performances,
exitosas por cierto. Iba con nosotros una pintora excepcional: Katia Ayón. Tra­
bamos amistad y nos vimos luego en La Habana. Ella murió unos años des­
pués de su regreso. Tuve una lectura de mis poemas en español y traducidos
al inglés, dicté conferencias y participé en discusiones. Fuera del Barbican
realizamos dos actividades, una en Taylorian Institute y la otra en Oxford
University, para hablar de literatura cubana. Como todavía me gustaba visi­
tar las galerías de pintura, fui una mañana a la National Gallery para ver la
exposición “Rembrandt by himself”, una colección de autorretratos que el
pintor se hiciera un año antes de morir.
Encontrarme de nuevo con Cabrera Infante era uno de mis propósitos
secretos, mientras preparaba el viaje y apenas desembarqué en Londres.
Con él resultaba difícil la comunicación. Nunca le interesó tener correo elec­
trónico y las llamadas telefónicas desde La Habana eran caras y tendrían
que correr por su cuenta. De vuelta en el hotel, tras ver los Rembrandt, deci­
dido marqué su número de teléfono. Sabía que, dada nuestra intensa amistad
de otro tiempo, no se negaría a contestar. Ansioso oía sonar el timbre hasta
que escuché una voz de mujer. Era Miriam Gómez. Había cordialidad en su
99
j. s. tennant
acento. Nos saludamos y le pregunté si
Guillermo estaba en casa, si podría ha­
blar con él. Hubo un silencio, que dila­
tó mi ansiedad, y de pronto escuché a
Guillermo saludarme. Hablamos como
si el tiempo, el inasible, no hubiera pa­
sado, ni el tiempo ni nada que pudiera
separarnos. Una “unión indestructible”,
me escribió una vez recordando el cuen­
to de Virgilio Piñera, como si estuvié­
ramos de nuevo en Lunes…, sentados
en un cine de barrio o de paseo por La
Habana en su diminuta cuña blanca
Nash. En seguida hablamos de vernos,
de encontrarnos otra vez. Me invitó a
almorzar en su casa. “Prometo que ha­
brá carne, y no de vacas locas.”
Mi amiga Claudia Lightfoot, des­
cendiente del duque de Wellington y
madre de un escritor de novelas poli­
ciales, profesora de inglés en La Haba­
na y nuestra guía en Londres, se ofreció
a acompañarme. Fuimos en uno de los
taxis londinenses, negros y solemnes.
Claudia, entusiasmada ante la posibilidad de conocer a Cabrera Infante. Él
nos recibió en la puerta, y al verla le dio las gracias por haberme acompaña­
do y de inmediato la despidió. “Mi conversación es con él.” Le dije adiós a
Claudia y entré en el acto. Guillermo cerró la puerta.
Mirándome fijamente me dijo entonces: “Te das cuenta que hace treinta
años que no nos vemos.” Le dije que el tiempo no existía para el recuerdo,
y pasamos a la sala de su apartamento, de paredes blancas y libreros que
llegaban hasta el techo, con una escalera corrediza, cientos de videos de pe­
lículas y discos de música. (Los tiempos de malvivir en un sótano de Earl’s
Court habían finalizado.) Me hizo sentar cerca de una lámpara y la encendió.
100
conversación con antón arrufat
“Casi eres el mismo.” Nos sentamos en un sofá delante del ventanal que
daba a Gloucester Road. Miriam ocupó una butaca cerca de nosotros.
La conversación comenzó, se empató, siguió y siguió como si nada pudiera
detenerla, entre humoradas, recuerdos, opiniones literarias, desfile de persona­
jes de los que nos burlábamos sin piedad. Miriam, que permanecía callada ante
aquel desfile negador de fronteras temporales y espaciales, ante aquella conver­
sación que mágicamente, mediante la palabra, traía otra vez todo lo extraviado,
enterraba y desenterraba, se levantó y empezó a disponer la mesa.
Hablamos de Lino Novás Calvo, de su mala vida en un home de Miami,
de la estimación que sentíamos por su literatura. Preguntó por los jóvenes
escritores, por sus viejos amigos, por Humberto Arenal, a quien había visto
hacía un tiempo. Por la música popular, por La Habana, y la conversación
continuaba como si nunca fuera a acabar.
En un momento dije que le había traído mi libro reciente, Ejercicios
para hacer de la esterilidad virtud. “Hipérbaton perfecto”, observó. Lo saqué
del sobre y escribí una dedicatoria que los unía a él y a Miriam. “¿Puedo
darte algún libro mío?” Me sonreí de su hiperbólico temor y le dije que nada
más podía sucederme. Se levantó y trajo la linda edición de su discurso en
la entrega del Premio Cervantes. Con su letra grande y segura escribió una
dedicatoria. Ahora tengo ese folleto en mis manos, quince años después,
cuando ya Guillermo ha muerto. Conmovido transcribo la dedicatoria: “Para
Antón, el poeta de San Miguel, su contemporáneo, Guillermo.” Cuando le
dije que no me protegiera tanto de los guardas del aeropuerto habanero, es­
cribió su nombre completo en la portadilla.
Miriam vino a buscarnos para comer. Nos sentamos los tres a la mesa del
comedor, que se hallaba a continuación de la sala. Recuerdo unas frituras de
brócoli y queso, bisté con vegetales –“confianza, confianza, no son de vacas lo­
cas”–, tomate y albahaca, un sorprendente curry de boniato. Tal vez hubo una
sopa al principio, tal vez vino tinto, tal vez un flan al final. Luego me mostraron
el resto del apartamento: en el baño, un lavabo sensacional, sobre patas de
metal niquelado; el estudio que daba a un patio interior, florecido de plantas.
Cada uno con un paraguas, Guillermo y yo salimos a dar una vuelta por
el barrio de Sauth Kensington. Caía una lluvia fina. Mientras caminábamos
fue señalando la casa donde viviera el poeta Robert Browning, la de John
101
j. s. tennant
Ruskin, señalamiento aderezado con alguna observación, como la influencia
de Browning sobre la poesía de estructura narrativa de T. S. Eliot, algún
episodio biográfico como el enfermizo desdén de Ruskin por la virginidad y
el vello del sexo femenino, repugnancia que condujo a su mujer, tras varios
años de espera, a pedir el divorcio ante los tribunales. Pronuncié en voz alta
un consejo de Ruskin, “trabaja mientras tengas luz”, que había encontrado
en Sésamo y lirios, y me complacía. Un momento nos detuvimos ante el reful­
gente elevador dorado del edificio donde residiera Henry James. “Uno de tus
dioses tutelares”, y yo asentí. Pasamos frente al palacio de los Spencer, en el
que nació la reina Victoria y viviera la mediáticamente famosa princesa Dia­
na. De pronto se detuvo nuestra caminata, Guillermo me había tomado por el
brazo, y dijo y señaló en la acera: “Aquí me caí”, aludiendo a aquel periodo
en que estuvo enfermo. Pudo ser frente al café Déco o frente a otro cualquie­
ra. Atardecía y las luces estaban encendidas. En mi memoria aparece una
luz rojiza sobre la acera. Olvidé que antes habíamos visto las esculturas del
hindú Anish Kapoor en el jardín del palacio. Reanudamos la caminata y
pasamos por el edificio de apartamentos en que vivió T. S. Eliot. Debo ha­
berle mencionado el ceremonial fúnebre en la abadía, al que asistí durante
mi viaje anterior a Londres, la foto con el supuesto tabaco cubano. Después
de ver la casa, un tanto cursi, con algo mozárabe, que William Thackeray
se mandó a construir con el dinero que le dieron sus novelas, regresamos.
Había comenzado a oscurecer. Nos abrazamos, nos despedimos, nos prome­
timos rencontrarnos. Pidió un taxi por teléfono y regresé a mi hotel.
Londres, La Habana, febrero 2013
Nota: Cuando la revista estaba casi ya en la imprenta, tuvimos acceso a este intercambio
entre Antón Arrufat y James Tennant en referencia a lo que se dice en la página 97:
Hola, querido James, la memoria, como sabes, hace sus transformaciones involuntarias...
Fuimos al ceremonial en la Abadía, recuerdo que Pound estaba. Debió ser el 4 de febrero. Mi
memoria puede haber puesto un ataúd en el salón. Tú debes saber la forma en que se realizan
esos ceremoniales. Alivia en el texto de la entrevista lo que yo pude poner de imaginación...
Antón: Eliot murió 4 de enero de 1965, pero por lo que pude ver, su funeral fue una cosa
privada, pequeña. Pound no asistió. Pero sí hubo un servicio conmemorativo en Westmins­
ter Abbey, con la presencia de Pound, el 4 de febrero. Entonces no viste el cuerpo de Eliot,
al menos espero que no.
102
Cuatro poemas
Ingrid Valencia
serendib
Llevo un río negro en la colmena del rostro
un andar bajo la lluvia del nombre.
La boca fue isla y la avispa muere dentro
en una esquina. Serendib se ahogó
en la ciudad de arena, errante.
La tumba es cristal
donde el humo del sol
se acumula.
La bala en mis ojos
toca la tarde
el primer muro
donde comencé a trepar
lo veloz
103
Soy muelle con madre y padre
la sospecha de un círculo
en el borde del cuerpo.
panóptico i
Un colibrí negro sale de la amapola, penetra el
interior de una pupila.
Óleo sobre tela, 108 x 77 cm
No hay ciegos que fumen
¿Has visto a un ciego fumar?
Yo estaba allí
vi el humo, rayas
lo negro, la fotografía
vi al turista.
Cristal
museo
El cuervo vigila el cementerio
Aquí dice: No tocar
104
los pies intercambian de sitio
los labios son pretexto
una lágrima es certeza
el cianuro abandona el trayecto
hacia la música
el animal está quieto
yo soy la fotografía
una vela que tiembla y se apaga
en el vientre del maniquí
hay un tigre en la sala
y una pecera con moho
escenario de bosque
cristal diabético
flotan los durmientes
al centro del círculo
y no lo saben
no hay quien mire el color del vitral
ni la textura
los cubos de hielo
la espalda, el torso
105
horas disueltas
otro tiempo
alguien habla de ofrendas
de vida
la amapola cae y
cruzamos los dedos
el principio flota:
un muro de azufre
de blanco y negro
de soledad entre dientes
y pantano
el piano avanza
la niebla es una fábula
sometida a gotas
de anestesia
un lavabo
perforado de vejez
de boca seca
el agua cae
el piano se adelanta
106
y otra vez es mañana:
un puente que asiste a la ruptura
de los párpados
La gente se va y
regresa distinta a otro tacto
otra mentira
a nosotros
nunca fuimos
alguien repartió
la huella
la tuvimos dentro
durmientes
el eco guiaba al salón
al círculo, la pupila
una grieta: el juramento
alguien miró desde el agua
sobre la línea deforme
con el fuego detrás del lente
gritó: sonrían
éramos niños
ancianos dentro
107
del ataúd de caoba y terciopelo
con el gesto feliz
de sien y sello
de luz
y, sí, mirábamos despacio
un verde inmenso
muy cerca de hoy
de la vitrina intacta.
panóptico ii
El sol rojo llueve las praderas. Hay una silla de
madera vacía.
Óleo sobre tela, 65 x 54 cm
Se muere
demasiado pronto
así como se llevan los sueños
a las ramas del árbol
a las dendritas en el flash sináptico.
Gárgola
108
Un archipiélago de signos:
Salamandra de Octavio Paz
Felipe Vázquez
unidad y diáspora de la palabra
Se ha dicho que la patria del poeta es el lenguaje. Para el poeta moderno,
sin embargo, el lenguaje no es una realidad dada sino por hacer. Es una in­
vención que, a su vez, reinventa el mundo. El poeta cifra en cada palabra los
atributos de la luz genésica. De manera paradójica, esa invención pone en
entredicho su propio sentido. La poesía es moderna porque está vertebrada
desde una negación esencial, pues se cumple sólo si critica la tradición en la
que se inscribe, su lenguaje y sus mecanismos de enunciación.
Si partimos de la mitología bíblica, del siglo xix a la fecha no hay poeta
que no sea adánico por principio y caínico por condición de ser. Libertad
bajo palabra (1960), libro que reúne el primer estadio poético de Octavio Paz,
cumple esta premisa de un modo casi paradigmático. En el poema-prólogo
que además da título al libro, la palabra rectora es invención: “Contra el si­
lencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa
cada día”; y hacia el final del libro, a pesar de que el poeta se sabe escindido
sin remedio y que su visión del mundo está fracturada, hay una celebración
genésica: “La luz crea templos en el mar.”
El poeta adánico se instala, como el pequeño dios de Vicente Huidobro,
en el origen. Tiene fe en su palabra: la sabe depositaria de sus antiguos pode­
res creativos. Al ser concebida desde la poesía, dicha palabra crea de nuevo
el mundo y, a la vez, en ella el mundo se nombra a sí mismo. Y más: crea otro
109
felipe vázquez
mundo, no aquél fuera de la realidad si­
no ese otro que es éste. La poesía nos
hace ser, de modo simultáneo, en noso­
tros mismos y en el universo. Nos lanza
al encuentro de aquel otro que somos y
nos planta en el centro de nuestra exis­
tencia. Nos hace participar de lo sagra­
do, y lo sagrado es la expresión erótica
de las almas universales. Los signos del
Liber Mundi se corresponden unos con
otros, forman galaxias de sentido, se dis­
persan y vuelven a imantarse pero nunca
se interrumpe el diálogo, la cópula de los
signos en la cima del instante. La palabra
adánica es un puente por donde nuestro
ser, ceñido de sí mismo, se conduce a lo
infinito. Y más que puente, es el espejo
octavio paz
donde el universo se contempla, cobra
conciencia de sí mismo en nuestra conciencia y nos revela el esplendor de
su misterio. La poesía adánica implica un estar en perpetua comunión.
La poesía adánica, en estado de pureza, no existe. La he descrito ideal­
mente sólo para comprender uno de los dramas del poeta moderno. Todo
poeta es por esencia adánico; pero debido a la creciente profanación del
mundo, y a la tiranía de la razón instrumental, se vuelve un hombre al margen, una voz que clama en el desierto, un ser carente de sí mismo debido a su
propia lucidez. Protagonista de una época regida por la vulgaridad del precio
y por la idolatría de lo pragmático, el poeta no puede sino ser una conciencia
exiliada que busca su lenguaje (su patria) entre los escombros de la Lengua.
Digamos, junto con Barthes, que “la unidad ideológica de la burguesía pro­
dujo una escritura única, y que en los tiempos burgueses (es decir, clásicos
y románticos), la forma no podía ser desgarrada ya que la conciencia no lo
era; y que por lo contrario, a partir del momento en que el escritor dejó de ser
testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850),
su primer gesto fue elegir el compromiso de su forma, sea asumiendo, sea
110
un archipiélago de signos
rechazando la escritura de su pasado. Entonces, la escritura clásica estalló
y la Literatura, en su totalidad, (...) se ha transformado en una problemática
del lenguaje.”
La palabra adánica reconcilia al ser con el Ser, es ser en el Ser, y esta
experiencia exime al hombre de cierta orfandad cósmica. Pero decir que
cierto lenguaje exorciza nuestra orfandad supone ya que la conciencia toma
conciencia de sí misma y se descubre sin fundamento, se sabe sin raíces y en
vilo sobre la nada. Su naufragio no es un accidente sino su propia definición
y su memoria es la imprecisa memoria de una caída original. La conciencia
de esta grieta metafísica fue muy evidente en los poetas malditos, quienes
hicieron de la poesía un testimonio de su desgarradura. Octavio Paz hereda
esta concepción lírica del mundo y da su testimonio:
Tras la coraza de cristal de roca busqué al hombre, palpé a tientas la brecha
imperceptible:
nacemos y es un rasguño apenas la desgarradura y nunca cicatriza y arde y es una
estrella de luz propia,
nunca se apaga la diminuta llaga, nunca se borra la señal de sangre, por esa
puerta nos vamos a lo oscuro.
El poeta moderno sabe que en alguna parte hay una rajadura insalva­
ble, que hay heridas cuyo dolor no difiere de la risa y que dicha risa anega
todo y todo lo dispersa. La visión analógica del universo, propia del poeta
adánico, queda desgarrada por la ironía del poeta caínico.* La visión del cos­
mos como una escritura armoniosa y cerrada sobre sí misma se resquebraja,
se vacía, o en su lugar aparece un vasto garabato. El poeta no sabe ya leer
el mundo ni leerse a través de él. Ha olvidado el alfabeto original e ignora el
camino de regreso a la fuente primigenia. Sabe que ha perdido su Palabra:
Todo era de todos
Todos eran todo
Sólo había una palabra inmensa y sin revés
*
Octavio Paz no emplea el binomio adánico-caínico sino el de analogía-ironía pero creo
que, sin demasiada distancia y a semejanza del binomio Pitágoras-Orfeo de Rubén Darío,
podemos establecer una ecuación entre su binomio y el mío. Los mitos griegos, los mitos
bíblicos y los mitos de la razón moderna tienen cierto grado de coincidencia.
111
felipe vázquez
Palabra como un sol
Un día se rompió en fragmentos diminutos
Son las palabras del lenguaje que hablamos
Fragmentos que nunca se unirán
Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado
El Todo pierde su unidad. El ser se vuelve una forma del estupor. El
verbo es penetrado por una consciente incertidumbre. Cuanto sucede ad­
quiere el rostro de lo ininteligible. La realidad se enturbia y, hosca y mordaz,
está siempre más allá. Ausente y, sin embargo, despiadada. La palabra no
es más el ser. Tampoco, según argumenta Heidegger, “la poesía es la instau­
ración del ser con la palabra”. El lenguaje se torna opaco, ajeno e ingober­
nable. Incluso las palabras más íntimas del poeta se enrarecen y volatilizan:
A solas otra vez toqué mi corazón,
allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la esperanza,
mas él, desierto y ávido, sólo latía,
sílaba indescifrable,
despojo de no sé qué palabra sepultada.
Más que su poder genésico, aquí el lenguaje ha perdido su identidad:
los signos no encarnan en su significado, ya no pueden decir lo que dicen.
El corazón del poeta es una esquirla cuyo extravío no guarda memoria de
la palabra original; es un trozo de espejo que, al reflejar la oquedad de las
palabras, lo despoja de sus asideros y lo despeña:
¿qué soy, sino la sima en que me abismo,
y qué, sino el no ser, lo que me puebla?
El espejo que soy me deshabita:
un caer en mí mismo inacabable
al horror de no ser me precipita.
El poeta se vuelve un extraño para sí mismo. Su nombre ya no lo nom­
bra. Desde el centro de cada significante brota una especie de agujero negro.
A su vez, cada significado segrega en torno suyo un vacío babélico. La cos­
movisión del poeta adánico se resquebraja y se dispersa. No podrá escribir
ya sino como un náufrago. Su poesía, como la voz del profeta, es un clamor
112
un archipiélago de signos
desde el abismo. Y su misión, si acaso un artista puede tener misión alguna,
es ir más allá del lenguaje, destruirlo y crear, en esa misma destrucción, otro
que corresponda con su realidad. Ésta es una de las propuestas de Salamandra (1962), el segundo estadio poético de Octavio Paz.
un mirar que busca la vivacidad
A pesar de que la conciencia del poeta naufraga al tomar conciencia de sí
misma, el lenguaje de Libertad bajo palabra tiende a ser celebratorio, se des­
pliega suntuoso, feraz y adánico en sus líneas rectoras. La poesía exorciza el
desprendimiento y la contorsión del ser:
No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura, es una cicatriz casi
borrada
el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la boca por donde hablan en
sueños la muerte y la vida
es una cicatriz invisible.
El poeta confía en la reencarnación de la palabra, en sus poderes signi­
ficativos y reconciliatorios. Además el libro concluye con un poema simbóli­
co: “Piedra de sol”, que posee una estructura cerrada, es un río verbal cuya
circularidad lo vuelve imagen de las conjunciones y disyunciones de una
Escritura total. Su métrica regular (endecasílabos blancos) sugiere el ritmo y
la falta de disonancia en las correspondencias universales. Más que de rup­
turas, el tiempo humano está hecho de retornos. Y en su visión abarcadora,
la muerte es un signo erótico que da más vida a la vida de los humanos. El
lenguaje de Salamandra, en cambio, es agudo, lacerante, ambiguo, prosai­
co, fragmentario y, sobre todo, metapoético. Es una escritura crítica, no sólo
vuelta sobre sí, sino contra sí misma: su mirada se quiebra hacia adentro.
Dicha caída, sin embargo, deviene redención.
“La obra –dice Guillermo Sucre– sólo tiene una validez imaginaria y
como tal no es la realidad ni el mundo; sólo un modo de ver la realidad y el
mundo, y de estar en ellos. Más radicalmente diríamos: la obra es un modo
de verse a sí misma.” El poema es una cierta forma de mirar. Pero dicha mira­
da, desde Un coup de dés, es discontinua, incierta, irónica, escéptica, reflexi­
113
felipe vázquez
va. Ya no muestra una visión unitaria y articulada de las diversas realidades
que componen el universo de los hombres sino la imagen de una ruptura; e
incluso, como dice Paz, nos otorga la visión de la no-visión: “la poesía se
enfrenta ahora –escribe hacia 1967– a la pérdida de la imagen del mundo.
Por eso aparece como una configuración de signos en dispersión: imagen de
un mundo sin imagen”.
Para los artistas, de manera clara desde Mallarmé, el fragmento corres­
ponde a nuestro mundo, testimonia el quebranto y el azar de una cosmovisión;
es una especie de llave analógica de la conciencia moderna, la fisura-puente
que nos permite acceder hacia lo otro. Los surrealistas adoptaron la escritu­
ra fragmentaria por los mismos motivos: era una subversión contra el logos,
ese monolito que opaca al hombre y lo divide. El “automatismo psíquico
puro”, más que una premisa estética y representacional, era una búsqueda de
la intensidad vital, era construir un puente sobre la grieta sin fondo que nos
separa de nosotros mismos. El automatismo atenta contra la visión logocén­
trica de Occidente, contra el carácter discursivo del poema, y hace del poeta
un médium por el que el mundo habla desde el primer día de la creación.
Heredero, pues, tanto de Mallarmé como de los surrealistas y con una acti­
tud crítica que le impedía sustentar a priori los sistemas totalizantes (cuyo
desenlace fue, por un lado, el culto de la razón instrumental y, por otro, su
perversión en utopías totalitarias), Octavio Paz recupera la escritura discon­
tinua no sólo como una actitud crítica y estética, sino merced a una búsque­
da de la vivacidad. Vivacidad recíproca entre la existencia y la palabra, y
que se cumple a expensas de la destrucción del lenguaje mismo. Esta acti­
tud, además de algunas apuestas radicales en Salamandra, lo llevará a una
explícita escritura fragmentaria, discontinua, aleatoria e interactiva en su
poema Blanco, escrito en 1966.
decir no decir
A diferencia de Libertad bajo palabra, en Salamandra el poema pierde su
elocuencia, no aspira a cierta totalidad ni apuesta por el texto más o menos
cerrado. Al contrario: los versos tienden a la ruptura y a la apertura, al enca­
balgamiento abrupto y a la yuxtaposición, pierden la puntuación y este hecho
114
un archipiélago de signos
propicia un sentido polivalente
porque las unidades de sentido
pueden articularse de varias ma­
neras. El lenguaje se torna arisco,
sañudo, opaco, tenso como una
cuerda incisiva que de pronto se
rompe y queda aún más afilada.
Las palabras se anudan en forma de
nodo rocoso y de pronto se abren
como flores sintácticas. A veces
los poemas son meros trazos ver­
bales sobre la página, trazos que
se desdoblan sobre sí mismos en
el espacio y que dan pie a una pluralidad de textos; el lector, entonces, al rela­
cionar los diversos planos del texto, crea sus propios poemas:
Si decir No
al mundo al presente
hoy (solsticio de invierno)
no es decir
Sí
decir es solsticio de invierno
hoy en el mundo
no
es decir
Sí
decir mundo presente
no es decir
¿qué es
Mundo Solsticio Invierno?
¿Qué es decir?
El enigma inicia cuando el poema pregunta por el enigma que le da ser.
El lenguaje poético reflexiona sobre sus mecanismos de enunciación y su­
giere que indagar por la esencia del poema es ya una forma de poesía. La
reiteración minimalista gana en hondura debido a la semantización de los
blancos y a las estratégicas rupturas versuales. Los signos negros sobre la
115
felipe vázquez
página se vuelven sobre sí y en ellos cristaliza una suerte de principio de inde­
terminación. El poema se mira en las aguas que le dan ser y no se reconoce
y pregunta por aquel que lo mira desde la superficie prismática de sí mismo.
La ambigüedad es aquí un recurso que propicia la tensión significante.
Al proponer esta combinatoria, Paz hace de cada lector un poeta, o
un lector cómplice, según la taxonomía que Julio Cortázar expondrá años
más tarde. Cabe señalar que tanto en Rayuela (1963) como en Salamandra
y Blanco, el argentino y el mexicano exploran las propiedades aleatorias de
la materia poética y narrativa, y logran así potenciar el lenguaje al límite de
sus posibilidades expresivas: apuestan por la obra abierta, idea estética vi­
sible en Un coup de dés de Mallarmé y luego llevada a ciertos límites por las
vanguardias históricas. Una obra inacabada propone la multiplicación de la
obra por sí misma y al lector como a un autor de múltiples obras. Así, al en­
carnar una suerte de principio de incertidumbre verbal, el poema se despliega
como un juego sintáctico y en función de su ubicuidad semántica. Establece
además cierto distanciamiento (ironía) con su propio medio de expresión y,
en ocasiones, relativiza al máximo su sentido:
Lo que dice no dice
lo que dice: ¿cómo se dice
lo que no dice?
Di
tal vez es bestial la vestal
La palabra duda de sí. Queda en vilo. Se suspende a sí misma. Decir le
es imposible, y lo dice: sólo así dice. La virtualidad del poema, sin embargo,
excluye todo carácter babélico o solipsista. Su ambigüedad es el producto de
un proceso de alta tensión, de una alquimia que decantase no sólo cada pa­
labra sino el silencio mismo. Octavio Paz hace del lenguaje una expiación
iniciática: “decir es penitencia de palabras”. Escribir es un sacrificio, una
muerte ritual que propicia la resurrección: poesía-fénix:
Con la lengua cortada
y los ojos abiertos
el ruiseñor en la muralla
(...)
116
un archipiélago de signos
Agua que corre enamorada
agua con alas
el ruiseñor en la muralla
(...)
Con la lengua cortada canta
sangre sobre la piedra
el ruiseñor en la muralla
A semejanza del universo de los filósofos antiguos, el poema está com­
puesto de unos cuantos elementos cuya mezcla hace que éstos puedan des­
doblarse de manera diversa. La pobreza del lenguaje se torna riqueza debido
a la sabia disposición de los signos. El estribillo sintetiza dos imágenes y, a
medida que avanza el poema, el verso “el ruiseñor en la muralla” se vuelve
caleidoscópico: una imagen generadora de imágenes. El decir-del-poema se
potencializa gracias a la reticencia: no dice lo que dice sino lo que no dice.
el lenguaje negado
El autor de El signo y el garabato intuye que sólo un lenguaje desarticulado
puede articular una realidad igualmente desarticulada. La materia prima del
poeta es un lenguaje negado. Y en Salamandra inicia negando este mismo
lenguaje. Así lo muestra “Entrada en materia”, el primer poema de este li­
bro; y “Salamandra”, el penúltimo, cierra con una negación de la negación:
el quebrantamiento del lenguaje propicia el triunfo de la poesía. La muerte
dialéctica de la palabra es una iniciación en la vivacidad. Hagamos un acer­
camiento de este proceso.
A lo largo de Salamandra se percibe un aire goyesco, evidente sobre
todo en “Discor” y “Entrada en materia”. Hay una atmósfera mórbida, lú­
gubre, sarcástica. La concepción del tiempo sagrado y de la historia no di­
fieren de la de un desierto de chatarra. El libro inicia con la imagen de la
ciudad nocturna y su “discurso demente”, la ciudad vista como un “montón
de piedras en el saco del invierno”. El paisaje urbano adquiere un tono más
grotesco y brutal cuando el poeta recurre a la prosopopeya:
Noche de innumerables tetas
y una sola boca carnicera
117
felipe vázquez
(...)
Ciudad
entre tus muslos
un reloj da la hora
(...)
en tu cama
fornican los siglos en pena
(...)
Como un enfermo desangrado se levanta
la luna
(...)
La luna
como un borracho cae de bruces
La ciudad, orgullo geométrico de la era moderna e imagen de la armonía
divina para los teólogos, se abisma en la promiscuidad y la descomposición,
y nos recuerda a una prostituta que engendra “el mal sin nombre / el mal que
tiene todos los nombres”. La ciudad-mujer, desde Baudelaire, ha sido uno de
los espacios tanto de la negación como de la transfiguración de la poesía. En
este poema, la ciudad se desmetaforiza y esta aridez da lugar a la visión de la
gran ramera del Apocalipsis. El poeta se debate con y contra el lenguaje babé­
lico y, ante el “español artrítico” de la academia y el corrompido de los mass
media, opta por regresar a los nombres, va en busca de la palabra adánica:
Los nombres no son nombres
no dicen lo que dicen
Yo he de decir lo que no dicen
Yo he de decir lo que dicen
El poeta arranca la máscara a las palabras. Sabe que en la desnudez
radica su poder adánico. El poema viene a ser entonces una forma de alfa­
beto que deletrea los signos del vacío, los nombres de ese Galimatías que
ha usurpado el lugar del universo. Incluso deletrea la diáspora de su propio
ser, las huellas de una Palabra original tan incierta como vedada. Contra
las “palabras que se desmoronan”, contra los nombres que “no dicen lo que
dicen”, contra el imperio babélico de los medios masivos de información,
contra “el día estéril la noche estéril el dolor estéril”, contra “el pensamiento
118
un archipiélago de signos
que se oxida y la escritura gangrenada”, el poeta propone tensar el lenguaje
y lanzarlo más allá de sí, al encuentro de sí mismo:
Ya escrita la primera
palabra (nunca la pensada
sino la otra –ésta
que no la dice, que la contradice,
que sin decirla está diciéndola)
Poesía metapoética: el cuerpo del poema es el discurso crítico de sí
mismo. La autorreferencialidad como recurso poético no es, en Octavio Paz,
una operación sintáctica artificiosa sino un rito de purificación, una búsque­
da de los nombres originarios y de su sentido. A partir de aquí, el lenguaje
de Salamandra va hacia la reconquista de sí mismo. Es una búsqueda de
identidad por la vía purgativa.
erotismo verbal y corporal
El regreso a la palabra original es un acto erótico. La búsqueda del cuerpo
es idéntica a la búsqueda de la palabra. Pero antes, a semejanza de la visión
caótica de la ciudad, la amada del poeta se vuelve extraña:
En tu alma reseca llueve sangre.
Rostro desnudo, rostro deshecho y rostro de eclipse:
sólo dos ojos cada vez más hondos.
Abolición del cuerpo:
otra tú misma, que tú no conoces,
nace del espejo abolido.
¿El yo lírico habla de una mujer, de la ciudad, de la palabra, de la
poesía, de la belleza? Quizá todo junto. Rimbaud sentó a la belleza en sus
rodillas y la sintió amarga. Paz la ve salir del espejo abolido. Ambos tratan
de reinventar la belleza, es decir la poesía. Sin embargo, la búsqueda de
Paz implica un erotismo poderoso y hermético. La reinvención del cuerpo
prefigura la búsqueda de un cuerpo original, donde no se diferencian el tú y
el yo. La búsqueda del origen es revelación de la semejanza:
119
felipe vázquez
Festín de dos cuerpos a solas
(…)
Hoy (…)
esculpimos un dios instantáneo
tallamos el vértigo
Fuera de mi cuerpo
en tu cuerpo fuera de tu cuerpo
en otro cuerpo
cuerpo a cuerpo creado
por tu cuerpo y mi cuerpo
Nos buscamos perdidos
dentro de ese cuerpo instantáneo
nos perdemos buscando
todo un dios todo cuerpo y sentido
Otro cuerpo perdido
En este poema, dice el propio Paz, “los temas platónicos y cristianos
de Quevedo –se refiere al soneto ‘Amor constante más allá de la muerte’– se
transforman en temas eróticos profanos: el dios es un dios instantáneo creado
por la unión de los cuerpos y deshecho por su desunión”. Además del refe­
rente erótico, ¿no es lícito hablar de un poema autorreferencial? Ya Bache­
lard mostraba que el poema era una encarnación del instante: “la poesía es
una metafísica instantánea”. Y antes Rimbaud, en “La alquimia del verbo”,
apunta: “Escribí silencios, noches; anoté lo inexpresable. Fijé vértigos.” Una
de las operaciones de la alquimia verbal consiste en fijar un vértigo fulgurante,
es decir, el poema es el intento de fijar ese vértigo llamado poesía. Ahora
bien, al escribir “esculpimos un dios instantáneo / tallamos el vértigo”, es
evidente que el autor de El arco y la lira parafrasea a Rimbaud en un plano
erótico, por lo tanto es obvio que, para él y en consonancia con el discurso
moderno del arte, metapoesía y erotismo son dos nombres de una misma
operación lírica (o alquímica). Ya en Libertad bajo palabra lo expresaba me­
diante una interrogación que, más que pedir una respuesta, afirma:
¿y el delirio de hacer saltar la muerte con el apenas golpe de alas de una imagen
y la larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago
y la noche de amor puente colgante entre esta vida y la otra?
120
un archipiélago de signos
El circuito romántico: muerte, noche, poesía, amor y vida se articulan
en tres versículos de notable factura; pero lo significativo no es la visión ro­
mántica –que heredaron casi todos los poetas del siglo xx– sino que el poeta
exorciza la muerte mediante la creación de un poema, y esta creación con­
siste en “esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago” durante una larga
noche que, por asociación, se identifica con la “noche de amor” del versículo
siguiente.
Fiel a la misma imagen y a la misma visión del mundo, en Árbol adentro
(1986), último libro de poesía publicado en vida, Paz realiza una variante que
es, al mismo tiempo, un acto de fe en los poderes del erotismo y una síntesis
de su concepción poética:
Los cuerpos anudados
son el libro del alma:
con los ojos cerrados,
con mi tacto y mi lengua,
deletreo en tu cuerpo
la escritura del mundo.
(…)
Al trabarse los cuerpos
un relámpago esculpen.
El acto erótico de una pareja no difiere del erotismo verbal, pues po­
demos concebir el poema como el acto de esculpir el dios instantáneo de
la poesía. Ahora bien, anotar lo inexpresable, fijar vértigos, esculpir el ins­
tantáneo cuerpo del relámpago, tallar el vértigo, deletrear en el cuerpo la
escritura del mundo, y la escultura del relámpago creada por la conjunción
de los cuerpos, son diversas maneras de aludir al hecho poético en sí mismo;
es decir, el poema enuncia la poética a partir de la cual se funda y se articula
ese mismo poema.
La visión analógica del universo es una relación erótica entre las almas
universales, pues todo está animado; y si el poema la cifra, éste se concibe
entonces como un erotismo verbal, sólo que ahora de signo diferente. Los
signos de la pasión, dice Guillermo Sucre, han pasado del alma al cuerpo. En
efecto, el erotismo poético de Paz es una búsqueda, angustiosa y relampa­
gueante, no del alma sino del cuerpo original (un cuerpo semejante al an­
121
felipe vázquez
drógino referido por Platón, el ser
que, a diferencia de la mujer y del
hombre, no se experimenta como ca­
rencia de sí ni es búsqueda de ser);
una búsqueda de la semejanza en
las aguas de la otredad. El placer es
también una forma de crítica, y la
comunión de dos cuerpos conduce,
de algún modo, hacia el Lenguaje
anterior a los lenguajes.
Al erotismo corporal correspon­
de, en este sentido, el erotismo verbal.
El poema “Noche en claro”, coloca­
do justo a la mitad de Salamandra,
es una suerte de transmutación al­
química entre palabra y cuerpo, en­
tre amor y poesía. El poeta, en posesión ya de su palabra, encuentra de nuevo
la llave de acceso a la visión de las correspondencias. Su escritura, sin dejar
de ser crítica (o por eso mismo), ve, contempla: “Todo es puerta / basta la
leve presión de un pensamiento.” Versos que recuerdan el famoso versículo
de William Blake: “Si las puertas de la percepción se purificaran, todo apa­
recería a los hombres como realmente es: infinito.” Paz y Blake coinciden en
que lo infinito no expresa una distancia inconmensurable sino la intensidad
del ser: la vivacidad. En la experiencia poética, el espacio, las cosas, las
palabras, el tiempo, las personas, las pasiones, etc., se abren hacia lo otro:
hacia sí: hacia lo infinito. Todo es puerta y todas están abiertas hacia noso­
tros y, de modo simultáneo, somos puerta y estamos abiertos hacia el Todo:
“se abrió el minuto en dos / leí signos en la frente de ese instante”. ¿Qué
signos? Ya dije: los de la vivacidad.
la negación del lenguaje negado
En el epílogo de El arco y la lira, citando el conocido verso de Mallarmé, Paz
anota que si ayer la misión del poeta “fue dar un sentido más puro a las pa122
un archipiélago de signos
labras de la tribu; hoy es una pregunta sobre ese sentido. Esa pregunta no es
una duda sino una búsqueda. Y más: es un acto de fe”. Más adelante agrega:
“El hombre quiere ser uno con sus creaciones, reunirse consigo mismo y con
sus semejantes: ser el mundo sin cesar de ser él mismo. Nuestra poesía es
conciencia de la separación y tentativa por reunir lo que fue separado. En el
poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante.”
La búsqueda del sentido supone la previa purificación del lenguaje. Y
las palabras han alcanzado ya cierto poder adánico en el poema “Noche en
claro”: sin dejar de ser conciencia de una caída, reconcilian, pues pueden
nombrar de nuevo el mundo. La ciudad, aunque fuese la misma de “Entrada
en materia”, no es la misma: el poeta ha exorcizado su carácter babélico y le
ha mostrado la fuerza fecunda de su desnudez. De la ciudad-galimatías, de
entre sus ruinas estentóreas, surge otra ciudad: la escritura que, al contem­
plar de nuevo la escritura del universo, en ella se deletrea:
Todo es puerta
todo es puente
ahora marchamos en la otra orilla
mira abajo correr el río de los siglos
el río de los signos
Mira correr el río de los astros
se abrazan y separan vuelven a juntarse
hablan entre ellos un lenguaje de incendios
sus luchas sus amores
son la creación y la destrucción de los mundos
La noche se abre
mano inmensa
constelación de signos
escritura silencio que canta
siglos generaciones eras
sílabas que alguien dice
palabras que alguien oye
pórticos de pilares transparentes
Este pasaje de “Noche en claro” dialoga con el poema “Corresponden­
cias”, donde Baudelaire concibe el universo como un templo de vivos pila­
res. Asimismo, Paz retoma la idea del universo como un libro, como un gran
123
felipe vázquez
texto que, en sus conjunciones y disyunciones, escriben los cuerpos y las
almas que integran ese mismo universo. Y acorde con su visión analógica,
concibe el poema como un “doble mágico del universo”. En este sentido,
toda la poesía paciana es la cifra de una concepción erótica del mundo.
Si la realidad, al principio de Salamandra, era una sañuda petrifica­
ción, un discurso preso en un círculo vicioso, un garabato sucio y grotesco,
ahora esa misma realidad se anima, fluye, fulgura, dice, se dice. El poema
es de nuevo la bisagra hacia lo otro. El río de los signos tiene un sentido: la
encarnación de la vivacidad. La poesía, pues, se vuelve una revelación de
la “palabra inmensa y sin revés”. Todo comulga, todo existe. Deletreamos el
universo y el universo nos deletrea. La escritura del mundo dialoga consigo
misma, el Todo se dice. Y ese decir es un acto erótico. Al caminar solo por las
calles nocturnas, el poeta se reconcilia con la ciudad, o mejor: la transfigura:
la ciudad se despliega
su rostro es el rostro de mi amor
sus piernas son piernas de mujer
La ciudad cósmica y la mujer aparecen como espejos gemelos que se
miran y se reconocen idénticos. Tienen el rostro de la semejanza: la otredad
que es sí misma: la plenitud, la presencia:
tienes todos los nombres del agua
Pero tu sexo es innombrable
la otra cara del ser
la otra cara del tiempo
el revés de la vida
Aquí cesa todo discurso
aquí la belleza no es legible
aquí la presencia se vuelve terrible
replegada en sí misma la Presencia es vacío
lo visible es invisible
Aquí se hace visible lo invisible
aquí la estrella es negra
la luz es sombra luz la sombra
Aquí el tiempo se para
los cuatro puntos cardinales se tocan
es el lugar solitario el lugar de la cita
124
un archipiélago de signos
Ciudad Mujer Presencia
aquí se acaba el tiempo
aquí comienza
Por vía de la negación de la negación, la palabra alcanza aquí la plenitud.
Vuelve a ser libre. Vuelve a ser. Vuelve. La palabra, pues, semeja un Aleph
borgeano donde se accede a lo infinito: a la Presencia, cuya visión puede ser
terrible. Como un diamante del tamaño del Tiempo, su nombre engendra todos
los nombres.
un archipiélago de signos
El discurso de “Salamandra”, penúltimo poema del libro, gira en torno a las
acepciones que la palabra salamandra ha tenido en diversas épocas y culturas.
Dicha palabra encarna los nombres y las infinitas metamorfosis del ser. Es la
llave que nos permite leer la escritura cósmica, el lugar donde los puntos car­
dinales se tocan, el tiempo donde los diversos tiempos son puro presente. Es el
sitio donde los contrarios, sin dejar de serlo, se reconcilian. Es Ouroboros, el
dragón de los alquimistas que, al morderse la cola, simboliza el eterno retorno,
la identidad del Todo y el Uno. Es el “agua madre”, el fuego genésico, la pie­
dra de fundación, la “roja palabra del principio”.
La salamandra es la semilla y el fruto, la fuente de la vida y la “estrella
caída”, la “amapola súbita” en “la ciudad abstracta” y la “muchacha de
medias moradas / corriendo despeinada por el bosque”. Es el pez axólotl y
Xólotl –el doble de Quetzalcóatl– quien, al cabo de múltiples metamorfosis,
fue sacrificado y su muerte dio origen al tiempo: “comenzó el movimiento
anduvo el mundo / la procesión de fechas y de nombres”; Xólotl es también
el “hacedor de hombres”, “la otra cara del Señor de la Aurora”.
Es un saurio de tierra y de agua, de aire y de fuego. Es una estufa y la
“reina escarlata” de la tradición alquímica. Es “recta plegaria” y “nombre
de mujer”, “puente colgante entre las eras” y “eje del movimiento”. Es la
“llama negra”, imagen de el negro sol de La Melancolía, y el agua quemada,
el glifo de la fundación y de la guerra sagrada entre los tenochcas. Es la
“piedra de encarnación” y la “sal de la destrucción”. Es el alfa y la omega,
en sí misma principia y en sí misma termina: “si en la llama se esculpe / su
monumento la incendia”. Es el eterno femenino y la madre universal: “Sala­
125
felipe vázquez
madre”. La salamandra es y no es la salamandra: “Es inasible Es indecible”.
La salamandra es una imagen que revela la semejanza: un caleidosco­
pio del ser donde el ser se mira infinitamente idéntico. Y para cerrar el círcu­
lo, diremos que la salamandra es también el poema “Salamandra” y el libro
Salamandra. La espiral de los nombres se anuda y sugiere una escritura
cerrada e infinita en su transmutación perpetua de nombres. Y volvemos a
la cuestión del poema autorreferencial. La salamandra es el texto que, de
modo crítico, se dice a sí mismo. Recordemos que la crítica del poema den­
tro del poema mismo implica un sacrificio que se resuelve en resurrección:
la palabra se purifica y cifra un haz potencial de sentidos. Y para usar otro
símbolo de la tradición hermética, digamos que el poema moderno es un
fénix que se incendia a sí mismo y resucita luego de sus cenizas. El libro
se instala con naturalidad en la tradición poética de Occidente, iniciada por
Hölderlin y Baudelaire, y continuada por Mallarmé y las vanguardias artís­
ticas de principios del siglo xx.
un arte poética
La poesía moderna se ha fundado en la novedad, la experimentación y la
crítica; esto es, la escritura como conciencia de sí misma en el espacio y el
tiempo. Ella se labra espejo dialéctico de sí, pues, al mirarse en él, se recrea.
Al nombrar su ser, el poema cobra ser. Su cuerpo verbal cobra cuerpo
en la crítica de su propio lenguaje y, al criticarlo, le devuelve sus antiguos
poderes de creación y destrucción, su inocencia adánica (inocencia poseída
por el desengaño, angustiada e irónica porque se sabe inocente). Su actuación
sobre la página es, de modo paradójico, la puesta en escena de su propia
derrota. Al fincarse discurso de sí, su historia se vuelve el relato de su “des­
trucción creadora”. Su cuerpo es, simultáneamente, la teoría en que él mis­
mo se funda y la palabra que destruye a dicha teoría.
El poema ya no sólo dice, se dice. Al decirse, se critica. Al criticarse, tras­
ciende su ser. Y al trascenderlo, se afirma, testimonia, nos dice, nos revela.
El discurso poético, pues, reflexiona sobre su esencia, indaga sus misterios,
se autoprofana, se inclina entre lúdico y trágico sobre sus aguas oscuras para
descubrirnos una profunda transparencia, su verdadero rostro.
126
un archipiélago de signos
La poesía moderna es metapoética. Siempre ha hecho, no obstante y
por eso mismo, la crítica de la modernidad. Es una mirada que borra lo que
mira y que, al borrarlo, lo inventa. O como dice Paz en Los hijos del limo:
“la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora. Desde hace dos
siglos la imaginación poética eleva sus arquitecturas sobre un terreno mi­
nado por la crítica. Y lo hace a sabiendas de que está minado. (...) El arte
moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico
de sí mismo”. En esta perspectiva, Salamandra resulta un caso paradigmá­
tico. El libro inicia con una crítica del discurso babélico de la modernidad,
niega un lenguaje negado, lo desarticula, nos muestra su revés, lo expía, lo
purifica. El poema entonces puede decir, decirse, decirnos. Es, digamos, un
exorcismo contra la diáspora de la Palabra. Exorcismo paradójico, pues el
poema paciano se concibe como un “archipiélago de signos”. Y sin embargo,
el sentido de esta forma es “reunir lo que fue separado”. La poética de Paz
en Salamandra puede definirse como una búsqueda expiatoria de la vivaci­
dad para acceder a la Presencia.
127
Seis poemas
Andreas Neeser
Versiones de José Aníbal Campos
estribillo 1
La soledad se posa peligrosamente en mis latidos
el Oporto obra milagros hasta bien entrada ya la noche
el marco de mis figuraciones se ha pagado a un alto precio.
l ’ eau d ’ issey 2
Tantear el lugar sílaba a sílaba
en una odisea que recorre los anillos de lo propio
en la palabra ajena
Camino de la isla
saboreo la sal
desde el sueño.
1
refrain // Die Einsamkeit liegt mir gefährlich am Herzen / Portwein wirkt Wunder bis
weit in die Nacht / Der Rahmen für meine Bilder ist teuer erkauft.
2
l’eau d’issey // Silbe für Silbe den Ort spüren / auf Irrfahrt durch Ringe von Heimat / im
Fremdwort. // Inselwärts / schmecke ich das Salz / schon im Schlaf.
128
printemps parisien
para H. y R.
( i ) boulevard st . michel 3
La espera
sobre la filigrana de papel
no es más que una palabra
para el viaje.
El vermut tiñe de verde el paisaje de hojas
afuera una media un sombrero un zapato
vistos sobriamente
el paso de la historia ante la penúltima copa.
( ii ) metro 4
Cadencia metálica en los rieles
cuerpos sin sostén que se calientan en el roce
convertidos ya en olor
ante el rostro de una ceñida y fortuita lejanía
saliendo de la ciudad
3
printemps parisien // für H. und R. // (i) boulevard st. michel // Warten / Auf hauch­
dünnen Bütten / Ist nichts als ein Wort / Unterwegs. // Der Wermut begrünt die papierene
Landschaft / Drauβen ein Strumpf und ein Hut und ein Schuh / nüchtern betrachtet / der
Gang der Geschichte beim vorletzten Glas.
4
(ii) metro // Metallener Takt auf den Schienen / die haltlosen Körper reiben sich warmer
/ und sind schon Geruch / am Gesicht einer nächstbesten Ferne //stadtauswärts /
129
me estremece la noción
de un silencio deslizándose a hurtadillas.
ensayos sobre el lenguaje 5
i
Las palabras genuinas
echan raíces
en el pecho.
ii
La madera
en el invierno
es el crepitar de una frase.
iii
Hablamos con las manos, con las branquias
el ojo del pez
habla por su silencio.
durchtfährt mich die Ahnung / von schleichender Stille
5
versuche zur sprache // i // Die wahreren Wörter / schlagen Wurzeln / ins Herz. // ii //
Holz / ist im Winter / ein knisternder Satz. // iii // Wir reden mit Händen und Kiemen / das
Fischaug / spricht Bände am Grund. //
130
iv
La sintaxis del aliento
se lee mejor
sobre la nieve.
dos deseos 6
Despertar alguna vez
con una membrana, para nadar,
y otra vez estar arriba
siendo un ala
en la tormenta
// Die Syntax des Atems / ist leichter zu lesen / auf Schnee.
6
zwei wünsche // Einmal erwachen / mit Schwimmhaut, und / einmal da oben / so stehen,
ganz Flügel / im Sturm.
iv
131
Linajes liquidados
Enrique Pérez
Josefina Gazó, niña de fines del siglo xix. Suponemos que fue una típica jo­
ven de la ridícula clase media de ese país, y al menos sabía bordar, planchar,
cocinar, cantar y otras monerías.
No fue una chica “extrema”: ni ninja, ni karateca, ni usaba una katana,
ni sabía hackear la “entonces” inexistente red, no tuvo grados académicos ni
era “doctora”.
No conoció a Justina Villegas; un poco más joven que ella, menos modo­
sita (más “de campo”), quien estaba destinada a convertirse, ya con 40 años
de entrado el siglo xx, en su consuegra o algo así técnicamente. Justina era
igual que Josefina pero diferente. (Digamos que un poquito más “activa”.)
El padre de Justina había sido militar (sargento o algo así), quien hasta
había participado en la heroica batalla del 5 de mayo en Puebla, en la cual el
ejército local demoró al frances por una semana, para desazón de las señori­
tas poblanas, las cuales ya esperaban a los francesitos con sus mejores galas
y alistaban tertulias y saraos. (Ay, maaaa, ¡tardan!)
Existe una medalla que atestigua la participación del sarge Villegas en esa
gesta, medalla que un bisnieto suyo, despreocupadamente (respecto de la tras­
cendencia histórica) optó por cedérsela a un primo que sí alienta la historicidad.
Josefina. ¡Quién sabe de dónde rayos le vino ese apellido de Gazó! (¿Ga­
zeau?) Quizá de uno de esos mismos invasores franceses que el sarge Ville­
gas masacró en Puebla, apoyado por hordas de zacapoaxtlas.
El caso es que parece que Josefina era bastante indecisa, tímida y tibia.
Y se dejaba dirigir, “como deben hacerlo las mujercitas”.
132
linajes liquidados
Cuando llegó a la edad de “merecer”, se fijó en (o le fijaron al) el apues­
to teniente Enrique Pérez (EP1), recién egresado del H. Colegio Militar (1893)
Suponemos que la boda fue como todas y que el cura dijo las mismas
sandeces usuales. El caso es que la realidad familiar (como suele suceder)
no coincidió con los ideales románticos. Al teniente EP1 lo asignaban a di­
versas guarniciones militares en ese (entonces) país bárbaro.
No había narcos, pero sí grupúsculos hostiles, y hasta “fuerzas armadas”,
residuos de los conflictos de los pasados ochenta años. Por una casualidad,
en 1895 su (único) hijo (EP2) nació en el HHH Puerto de Veracruz, donde el
teniente estuvo asignado sólo unos meses (sin una nueva invasion yanqui).
Ese hijo siempre se dijo jarocho por eso, aunque no se “comía” las eses ni
bailaba “La bamba”.
Después de eso, Josefina se hartó de la excitante vida en campaña y de­
cidió quedarse con su bebé en la Ciudad de México (aún no tan D.F.), cerca
de sus parientes.
Es aquí (¿allí?) donde entra un factor extraño y anómalo. Josefina tenía
una hermana mayor: Lola.
Lola no era ninguna Lolita. Lola era lo que Josefina no era: demasiado
decidida, llena de opiniones, fuerte y autoritaria. Lola se había casado con
un tal Román Ramírez (médico), hijo natural de un tal Ignacio Ramírez,
apodado “El Nigromante”. El doctor Román era una contraparte adecuada
para Lola: culto, afirmativo y sereno; y lo suficientemente suave y racional
para mediar con el carácter dominante de Lola. Y en esa era no había tantos
médicos graduados como para saturar el mercado.
Lola y el doctor Román no (¿habían tenido?, ¿tenían?, ¿tuvieron?) (elija
1) hijos, por lo cual tomaron por su cuenta a la tibia hermanita Josefina y al
niño, no sólo pro tempore, sino por bastantes años, mientras que el marido y
padre seguía con su carrera militar y ausentista.
El doctor y Lola fueron factores de importancia para que el niño fuera
al colegio Saviñon (marista), en donde además de una buena educación ha­
bía buena disciplina. El niño era medio débil y enfermizo. Hoy (¿cuándo?),
psicólogos sistémicos opinarían que con la madre débil y el padre ausente el
niño carecía de “roles” modelo. Pero el señor Román y Lola compensaban
eso un poco. Cuando el niño enfermó de pulmonía (¿les gusta 1903?) y casi
133
enrique pérez
expiró (y aquí se habría acabado esta historia, compa­
dres), el señor Román lo “saco” del borde con remedios
casi heroicos (no Lincomicina) “para mañana en la ma­
ñana, o se muere o se alivia, Lola”.
El señor doctor Román y Lola nunca se imaginaron
que sus conciencias “índigo” prematuras (y la influen­
cia de don Ignacio) pudieran sobrevivir para ser reen­
actuadas por algún “usuario” (lector) de un cibernético
siglo futuro y otros índigos.
Influencias: el bon pére director del colegio Luz
“Sauvigñon”, que trataba de dirigir al pusilanime niño
EP2, cuando éste mostraba rasgos que “hoy” serían de
distimia o de TDA. (Gracias por la ausencia de Ritalín.)
El señor Román, un intelectual igual que su padre y un
modelo a quien el niño siempre consideó lejano.
El padre militar, que inspiraba el deseo de la “mar­
cha dragona”, la gloria del combate, la H. Escuela Na­
val de Veracruz. Sueños románticos guajiros.
Josefina: presente y no, casi fantasmal. Lola, mujer
del siglo xxi viviendo en el xix, y “retrospectivamente”,
indispensable aunque descartable.
¿Cuándo vivieron y murieron todas estas entida­
des? (las orgánicas): y, ¿cómo sobreviven efectos (Wirkungen, diría Gadamer) de “aquello” que fue parte de
sus conciencias y sus conductas; es decir, efectos cog­
nitivos y sistémicos?
Los elementos “aislados” ¿no son necesarios (indispensables) para la
totalidad sistémica?
En la perspectiva tradicional (y ya algo pasadita) de las teorías del caos,
todos los elementos son desechables o dispensables. El sistema no es “más
que” un conjunto de relaciones autopreservadas. En una perspectiva más
“reciente”, de las teorías de la complejidad, un solo elemento puede con­
vertirse en el foco de un “atractor extraño” y llevar al sistema por caminos
insospechados. Inclusive, el o los elementos que inicien un proceso “emer­
134
linajes liquidados
gente” pueden ser los menos obvios, aparentes o “importantes” de todo el
sistema.
lenguajes y linajes
¡Qué extraño destino lingüístico el del linaje de los Pérez!
¿Extraño o solamente curioso?
A lo largo de tres generaciones (por lo menos) estar involucrados con
una lengua extranjera y establecer una relación ambigua con el país más cer­
cano que el habla. Relación semejante a la de su propio país con el vecino.
Enrique Pérez Guzmán (EP1, en los sucesivo), hombre del siglo xix,
clase media, medio pelo, familia de militares de carrera (como tantos hom­
bres de “ese” siglo en “ese” país violento). Quién sabe en dónde y cómo es­
tudió lo que hoy es secundaria. Pero al decidirse por una “carrera” de vida
optó por el Heroico Colegio Militar (¿1890?). Más aún cuando en ese siglo las
“armas” no tenían ninguna connotación negativa ni peyorativa (eran políti­
camente “correctas”) (As ever).
Como era costumbre, al ingresar al H. Colegio le hicieron la novatada
de rigor, en la cual él cantó un fragmento de la opereta Marina. –Obviamente
era un época más ingenua, pues a los rudos militares les gustó y no lo some­
tieron a otros ritos iniciáticos humillantes.
En el Colegio, además de estrategia y táctica aprendió muy buen inglés,
suponemos que para poder interactuar con los asesores militares extranjeros,
los cuales, después de haber invadido el país en 1847, entonces apoyaban el
régimen porfiriano con su know-how.
Salto enorme en el tiempo para evitar la pérdida de la continuidad die­
gética.
Después de la caída del régimen porfiriano, cuando el ex-mayor Pérez
optó por mantenerse ajeno a las facciones en pugna, y en medio del caos
social de la era revolucionaria, el trabajo que encontró fue como guía de tu­
ristas, sobre todos los de ese mismo país, que ahora invadían para encontrar
la realidad de John Reed y el (entonces) futuro Gringo Viejo. –Relación
ambigua del lenguaje. No quedan testimonios de otras aventuras de EP1 con
el lenguaje, ya que sus obligaciones familiares y otros trabajos tediosos lo
ocuparon el resto de su vida, los primeros treinta años del siglo xx.
135
enrique pérez
Pero cuando, en 1895, el (todavía) mayor Pérez tuvo un hijo, hizo énfasis
en que tuviera una buena educación. El niño (EP2) aprendió en el Colegio
Marista suficiente inglés y francés para un niño de su edad y ese tiempo. Eso
fue otro copo de nieve, que juntándose forman una bola en alud que llega
hasta el siglo xxi.
Cuando Enrique Pérez Gazó (EP2) estudió inglés, primero en la escuela
elemental y después, hasta cierto nivel avanzado en la escuela bancaria y
con el profesor particular McAllister, no previó que eso tendría efectos sobre
estudios lingüístico-literarios de esa lengua, setenta y cien años después.
El veía esa lengua como un recurso laboral y sólo ocasionalmente para leer
alguna obra literaria. (¿Ambigüedad?)
Sorpresivamente, a sus 40 años, eso tendría otras repercusiones: (EP2)
aceptó dar clases de inglés a una joven compañera de trabajo, cosa que, diez
años después, tendría más representaciones familiares cuando tuvieron a su
único hijo, e inclusive ya en el siglo xxi con la tercera generación y con algu­
nos resultados desastrosos de la alienación lingüístico-cultural. Mientras que
EP1 pudo haber mantenido cierta simpatía hacia los nativos de usa (usians, so-ca­
lled “Americans”), EP2 desarrollo esa relación ambigua necesidad-simpa­
tía-rechazo-odio, ambigüedad que tardaría por lo menos cincuenta años en
activarse en la siguiente generación.
(EP2) queriendo asemejarse a, o emular la tradición militar de su fa­
milia, admiraba los iconos de la iglesia cívica de la patria, como Hidalgo
y Morelos. Suponemos que no se preguntó por qué Iturbide estaba vetado
después de haber consumado la Independencia.
¿Qué habría opinado de la mala idea narcisista de don Agustín de vol­
verse emperador en un siglo y un territorio sin una pizca de tradición demo­
crática?
Asimismo, desde otra perspectiva, su admiración por Juárez tal vez ha­
bría chocado con la necesidad de don Benito del Tratado McLane-Ocampo y
de casi darle a los usa el resto faltante de Mexamérica con tal de defenderlo
del iluso güerito (too liberal) Habsburgo Maxi.
El mito que no cuestionaba EP2 era el de los Niños Héroes en Chapul­
tepec y su voluntaria decisión defensiva. El mito se entrelaza con el hecho
cierto y ofensivo de la agresión inspirada en el Manifest Destiny de llegar
136
linajes liquidados
from sea to sea y quedarse con todo lo
de en medio. En 1847, con Scott, (W)
en la tres veces Heroica Veracruz sí de­
sembarcaron marines, para después
llegar a los Halls of Montezuma. Zach
Taylor operó (con bastante eficacia) en
el norte y logró metas como la de La
Angostura, aunque en medio de la nada.
No se difunde mucho la opinión
del duque de Wellington respecto de
la invasión y el desembarco de Scott.
Dijo (su equivalente de) Scott is fucked.
Esto era evaluando los efectivos
de los ejércitos mexicanos, las fuer­
zas invasoras, el territorio, etc. etc. Lo
que his grace the Duke no evaluó fue
la capacidad de los ejércitos mexica­
nos para pelearse entre sí antes que
organizar una acción y defensa coor­
dinada frente a los yanquis. Inclusive
en Veracruz había suficiente artillería
como para hundir cinco flotas. –Estu­
vo mal emplazada. Intenten ir a caba­
llo o a pie desde Veracruz a Puebla y
disfrutarán de la Sierra Madre. Una
acción de guerrillas (como la que “dis­
frutaron” los franceses en Indochina) habría dado al menos resultados mo­
destos. A Wellington le habría dado un infarto al ver la posición defensiva en
Cerro Gordo (la única acción considerable).
Si Wellesley hubiera hecho lo mismo en La Belle Alliance (adelantito de
Waterloo), Napoleón no habría tenido ni que esperar a Grouchy inútilmente,
ni discutir con Ney.
En Puebla, la buena sociedad y las chicas aprovisionaron a los güeritos
(Robert E. Lee y Ulyses S. Grant entre ellos) de camotes, tortitas de Santa
137
enrique pérez
Clara y todo lo que no necesitaban. Como después lo harían con los franceses.
El paso de Cortés estaba desguarnecido. El mayor Lee exploró una ruta
por el pedregal de Copilco, lo que los llevo a San Ángel. Tan cerca como Ta­
cubaya, había suficientes efectivos como para apoyar Padierna y Churubusco.
Pero cada general no le “prestaba” sus fuerzas a nadie. Todos los generales
estaban ocupados en “tirarse mala onda” entre sí, y todos contra Santa Ana.
Es así que aunque la invasión de 1847 no fue a walk in the park, un po­
quito más de coordinación podría haber dado al imperio en ciernes su pri­
mera probada de los Vietnam, Irak y Afganistán futuros.
/saint benedict/
El caso es que, cuando EP2 eligió una escuela para su hijo, en 1951, lo ins­
cribió en una dirigida y regenteada por monjes curas/ frailes yanquis bene­
dictinos, en donde parte del syllabus (vespertino) era cantar “Row, row your
boat” y “America the beautiful”. All in English. Un poquitín contradictorio,
¿no les parece?
Era muy buena escuela, eso sí, y a los niños los instruían muy bien en
las 3RS (Reading, ’Riting and ’Rithmetic), de acuerdo con los estrictos, li­
neamientos de la sep. Pero también había clases de inglés en las que se leía
Fun with Dick and Jane y Around green hills, y el modelo ideal de la casita
blanca con su cerca y el de las niñas güeritas quedaba impreso, para siem­
pre, en la conciencia de un niño sensible.
Si se coloniza mentalmente a un niño desde cero (digamos, los seis
años) y ese proceso se prolonga once años, después es muy difícil descoloni­
zarse como para no apoyar a la us Cavalry en Danza con lobos y poder llegar
a pensar que después de todo, tal vez, los Lakotas tenían razón y que no
(siempre) se aplica aquello de “The best indian is the dead indian”. (Menos
cuando es mi amigo más querido.)
Cuando EP3 estudió inglés en el Colegio del Tepeyac, Lindavista, D. F.,
no tenía idea de hasta dónde iban a llegar las consecuencias de la bipolari­
dad lingüística, cognitiva y cultural.
No se puede negar la validez de esa lengua, sobre todo si se toma en
cuenta a Chaucer, Shakespeare y Tolkien; y después de un grado en lengua
138
linajes liquidados
y literatura inglesas. Y de lo útil que es como koiné. Pero una lengua es más
que una estructura fonética-sintactica: es un modelo cognitivo. Y desde una
postura neowhorfiana es un modelo (como afirmaron Bunge y Bruger) de rea­
lidad y de mi mundo vivencial (Husserl barato).
Una lengua permite “meterse” en una cultura y verla desde “adentro”,
sentir qué es lo que motiva a sus usuarios, dirían Lakoff y Turner, respecto
de sus campos metafóricos y “alegóricos”.
En el caso de un miembro de una cultura y sociedad atosigada durante
dos siglos por un imperio anglo-parlante, conocer ese “otro” desde adentro
y manejar su instrumento modelizante, significante, comunicativo (yo, betta
dan you Bro’ ), causa (otra) ambigüedad al desear preservar algunas de las
“cosas” que llegan hasta nosotros del pasado con ese instrumento y ese ám­
bito usuario, y también al querer aplastar (obliterate) la arrogancia imperial
de un pueblo guerrero (heredero de otro semejante) lleno de individuos que
en su mayor parte ni conocen ni comprende esa tradición (la suya propia).
Se aprecian y admiran muchos de sus logros y modos de ser: (usos y
costumbres) pero después, reflexivamente, se execra la cerrazón de una cul­
tura puritana y mojigata, intolerante y miope, si bien al estilo protestante,
pero análoga a la moralidad católica y latina de la propia cultura.
extraterrestres
El problema son algunos de esos usos, que se adquieren y se introyectan,
marcando la personalidad para toda una vida.
La comida: dime qué comes y te diré quién eres. Si se prefieren las ham­
burguesas al mole y, para empeorarlo, se detesta toda la gastronomía nacio­
nal “picosita”, lo empiezan a ver a uno como “rarito”.
Los alimentos toman partido por uno, birria, mondongo, guisaditos, pi­
pián, caldillos, y los veinte mil chiles, pertenecen al lado oscuro. No se digan
los xinicuiles y el pulque.
Espagueti, arroz, pizza, un buen filete, roast-beef; y después de haber
madurado un poco –suriyaki, takoyaki y todos sus primos; en fin, casi toda
la comida japonesa, tailandesa, italiana, libanesa, etc., que es notoriamente
extranjerizante (aquí).
139
enrique pérez
Todo esto va conformando
el lado luminoso que a uno le
gusta, pero que los tradiciona­
listas ven como “rarito”, si no es
que francamente malinchista.
La música: uno escuchó des­
de niño a Bill Halley y Elvis has­
ta, ahora, Rhianna y Lady Gaga.
Entiende uno de lo que trata
“Bye bye miss American Pie”,
y con Don Mc Lean se pregunta
por qué el rock’n roll no salvó
al mundo.
Panteón: Beatles, Dylan, Jae­
ger; Jazz, Gillespie, Monk, Pe­
terson, Parker “Byrd”.
Entonces, los tríos, las ran­
cheras, los boleros y casi todo
lo tropical se quedan en el lado
oscuro y se lleva uno cuarenta o
más años para poder apreciar una buena cumbia y tratar de resolver la cues­
tión filosófica de qué será lo que quiere el negro.
La literatura, o como se llamen esos cuentitos, son una historia todavía
peor: desde el primer encuentro con “By the waters of Babylon”, pasando
por Sturgeon, Asimov, Ellison, hasta la fulgurante presencia de Tim Powers,
uno lee (y vive en esos mundos): lo que a nadie en esta parte del planeta le
interesa. Nadie, es decir: que tienen que pasar cincuenta años para que a los
brillantes chicos y chicas de prepa ahora si les importe todo eso: la ciencia
ficción, lo fantástico, el animé. Y no importa que la historia se tarde sesenta
años para darle la razón a Tolkien volviéndolo cine y moda, y a uno un po­
quito de justificación retrospectiva. ¡Vivan los frikis!
¿Es necesario hablar de la literatura mainstream? Los que leen a Dos
Passos, Bellow y Malamud son de un planeta diferente al de los que frecuen­
tan a Cortázar o a Bolaño. Borges puede ser un puente. Pero…
140
linajes liquidados
Pero los de “Letras inglesas” se sienten a veces aliens en cualquier de­
partamento “decente”, universitario de literatura en México, en donde priva
la “Crítica latinoamericana”, Fuentes y el Boom no han pasado y “no me
eche encima esas posturas extranjerizantes”. Y los que se gradúan de esos
departamentos y van a los (usa) (digamos), acaban como los gurús de Depar­
taments of Spanish, Romance Languages, o algo así. Los de letras inglesas,
con frecuencia, acaban dando clases de inglés en primaria, salvo honrosas y
afortunadas excepciones.
Y si se hace “teoría”, y peor, meta-teoría (algo así como ciencias cogni­
tivas o sistemas complejos adaptativos), pues no hay ni a dónde esconderse,
que no sea un departamento de ciencias ocultas, con estudios herméticos,
posiblemente lleno de lingüistas o algo peor.
Y considerando que… (para el corrector de estilo) –
(sí, sí, ya sé que no hay que usar los –endos, –andos como una mímica
del –ing, cuando no son verdaderos gerundios, ni usar innecesariamente esos
puntos suspensivos ni los guiones, pero son taaaan “monos”) –decíamos–,
…el mundo académico es una jungla, y entre más se conoce a los acadé­
micos más se admira a los asesinos profesionales (¡Jean Reno con Natalie
Portman!); este mundo académico es el extremo de la alienación (de alienus
(latin)), del solipsismo, y la mejor alternativa a una clínica psiquiátrica inter­
activa. Parecería ser el mejor corolario de tres generaciones de enajenación,
ambigüedades y personalidades escindidas. No hay peor soledad que estar
uno solo hasta con uno mismo.
141
Treintaiún kilos, quinientos gramos
José Manuel Ríos Guerra
Ésa es la cifra que tuve en mi cabeza durante meses. Yo pesaba cuarenta ki­
los y Joaquín, el coach, me dijo que tenía que bajar ocho kilos y medio para
que me dejaran entrar a la liga infantil de futbol americano.
La dieta que me pusieron era una salvajada: por la mañana comía dos
huevos tibios y un paquete de galletas habaneras; al mediodía, un pedazo de
queso con ate; por la tarde, un coctel de camarones o de fruta y, en la noche,
un pescado cocido en papel aluminio.
Cuando mamá me mandaba por las tortillas (en casa nadie siguió mi
dieta), a veces, con el poco dinero que tenía, me compraba un helado y lo
devoraba antes de llegar a casa.
–Te tardaste mucho –me decía mamá.
–Había mucha gente.
–No vayas a comer porquerías. Ya invertimos mucho en ti; tu dieta es
más cara que si comieras como antes.
No la podía engañar. Siempre me descubría. Estaba al tanto de todos
mis movimientos. A mamá no le interesaba el futbol americano ni estaba de
acuerdo con la dieta; aun así me apoyaba y me prometía que, en cuanto cum­
pliera con el peso, me haría mi comida favorita sin importar que rompiera
la dieta.
Mi padre trabajaba más de doce horas el taxi, por eso había días en que
no lo veíamos. Él había sido jugador de americano pero una fractura en la
clavícula le impidió jugar en la Liga Mayor. Su mayor ilusión era que yo sí
lo consiguiera.
142
treintaiún kilos, quinientos gramos
Elsa, mi hermana, siempre se compraba sus frituras y se las comía
fren­te a mí. Ella era delgadísima: todos decían que tenía una pata hueca.
Ignoraba que a mí no me atormentaba no comer frituras, lo que realmente
extrañaba eran los helados y los plátanos con crema.
Las veces que me comí un helado de contrabando, me la pasaba tortu­
rándome toda la semana, sentía que mi estómago y mis lonjas crecían otra vez.
Con el paso de las semanas era evidente que estaba más delgado, pero también
que me encontraba lejos de pesar los treintaiún kilos, quinientos gramos.
En el entrenamiento había un trato especial para Esteban, Benjamín y para
mí: los tres pesábamos alrededor de cuarenta kilos. También para un chico al
cual apodaban el Ratón: él pesaba apenas diecinueve kilos y tenía que llegar
a veinte para jugar. Nunca supe cuál era su dieta, pero antes y después de
entrenar comía algo, en general frutas: plátanos o naranjas, y nosotros tres lo
envidiábamos, no sólo por su dieta sino por su manera de jugar: era nuestro
corredor estrella. Yo no era un jugador lento (por lo menos para mi peso);
Joaquín me decía que podía convertirme en el corredor de poder.
Una semana antes del partido nos pesaron. Esteban pesó treintaicuatro
kilos, y ahí mismo su papá lo agarró a cuerazos. Siguió Benjamín, que pesó
treinta kilos. Todos estábamos impresionados, pero al bajar de la báscula se
desmayó y quedó fuera de la lista. Tocó mi turno. Tenía puesto el uniforme
de la escuela, me pidieron que me quitara el suéter y los zapatos. Subí a la
báscula, que marcó treintaidós kilos y medio.
–Necesitamos que se quite la ropa –dijo el representante de la liga.
Me quité la camisa, los calcetines y el cinturón.
–Quítate el pantalón.
Quedé en boxers y con una camiseta. Todos los equipos estaban ahí. La
mayoría con sus familiares y yo con mis lonjas al aire. Me pesaron, pero no
quise ver la báscula.
–Treintaiún kilos, quinientos veinte gramos –escuché.
Joaquín le hizo señas al representante de la liga, se apartaron de la
gente y empezaron a discutir. El coach regresó y habló con mi papá. De las
oficinas sacaron una cortina negra. Mi padre se acercó para decirme:
–Tienes que quitarte to­da la ropa.
143
josé manuel ríos guerra
–Cómo crees, me da
pena.
–¿Quieres jugar o no?
–Sí –contesté de inme­
diato y sin pensarlo mucho.
–Pues quítate los chones.
–Me quito la camiseta
y tal vez con eso dé el peso.
–No, porque los de la li­
ga ya no te quieren dar otra
oportunidad.
La gente estaba a la ex­
pectativa; yo quería que ter­
minara el pesaje. Me quité
la ropa y subí a la báscula.
Mi padre aplaudió y todos lo
siguieron. Me puse rojo de
coraje y vergüenza. El gordo
había dejado de serlo: trein­
taiún kilos, cuatrocientos gra­
mos marcó la báscula. Así
fue como entré en la lista de la
liga infantil de futbol ame­
ricano.
Después pesaron al Ratón; él tenía que dar por lo menos veinte kilos.
Mi papá sacó toda la morralla del taxi y se la dio para que la pusiera en las
bolsas de su pantalón. Joaquín hubiera querido que lo pesaran con todo y la
mochila de la escuela. Sin problemas alcanzó veintitrés kilos.
Durante la semana seguí con los entrenamientos. El martes violé la dieta y
me comí un helado. ¿Qué podía pasar? Ya me habían aceptado. Pero el vier­
nes, cuando terminamos de entrenar, Joaquín me mandó llamar. Me dijo que
tenía que pesarme otra vez porque antes del partido lo harían. Me quité toda
la ropa y me quedé en calzones.
144
treintaiún kilos, quinientos gramos
–Treintaiún kilos, novecientos gramos –dijeron Joaquín y la báscula.
Quería que la tierra me tragara. Justo un día antes echaba todo a perder.
¿A poco un simple helado pesaba tanto? ¿Cómo podía subir medio kilo en
una semana?
–Tienes que deshidratarte o no vas a dar el peso. No puedes cenar nada
ni tomar agua hasta mañana y ya veremos.
Papá pasó muy emocionado por mí. No paraba de decir que mañana era
el día del partido. No me atreví a confesarle que tal vez no jugaría. Cuando
llegué a casa, mi madre me esperaba con una taza de chocolate.
Les conté que no había dado el peso y me fui a la cama sin cenar. Por
la mañana papá me despertó; traía unos hules como para forrar cuadernos y
me envolvió como tamal.
–Vamos al partido.
–Pero faltan tres horas.
Salimos de la casa, papá subió al taxi y lo arrancó sin dejarme subir. Me
trajo corriendo como una hora. Yo sentía que me desmayaba. Papá compró
una botella de agua y me dio a beber apenas unas gotitas. Después me llevó a
un baño sauna. Llegamos al campo de juego y me pesaron. La báscula marco
treintaiún kilos.
–Es que mi báscula no sirve muy bien –me dijo Joaquín, pero yo tenía
ganas de mentarle la madre.
Comenzó el partido y yo me quedé en la banca. En el primer cuarto na­
die pudo anotar; en el segundo, nos regresaron una patada de despeje hasta
la zona de anotación. Joaquín estaba furioso, les gritaba a todos: a los que
estábamos en la banca, a los jugadores del campo. Nada más faltaba que le
gritara a nuestra porra. Mi padre también estaba como loco porque todavía
no me metían a jugar. Elsa, que ya sabía mi debilidad por los helados, estaba
comiéndose uno y sonreía cada vez que yo la miraba.
Cuando llegó el medio tiempo, ya perdíamos catorce cero. Durante el
descanso, Joaquín nos habló sobre el esfuerzo que hacían nuestros padres
y sobre el esfuerzo que nosotros mismos habíamos hecho para estar ahí; me
puso de ejemplo, dijo que nadie era como yo, que había hecho tanto y me
aguantaba en la banca sin protestar.
Apenas empezó el tercer cuarto, anotamos. El Ratón tomó el ovoide y
145
josé manuel ríos guerra
no hubo quien lo alcanzara: burló primero a la línea de tacles y los profundos
y esquineros sólo le vieron el polvo.
Papá seguía desesperado, no entendía por qué el entrenador no me me­
tía al campo.
En el último cuarto Joaquín mandó una reversible que salió de la peor
manera: la defensa rival leyó perfectamente la jugada y tres tacles aplasta­
ron al Ratón; lo sacaron en camilla y hasta tuvieron que darle los primeros
auxilios.
–¡Son cosas de este juego! –nos gritaba Joaquín.
Miró a la banca y me hizo señas: iba a entrar como corredor de poder,
sustituyendo al Ratón.
Mis manos me hormigueaban un poco. Me ajusté el casco y entré al
campo. En la primera jugada hicimos otra reversible muy parecida a la an­
terior, pero esta vez el equipo rival se tragó el engaño. Me dieron el balón y
corrí sin mirar atrás. Dos rivales intentaron sujetarme y con la mano derecha
me los quité de encima. Escuchaba los gritos de mi padre mientras él corría
a un lado mío. Sentía que el campo no terminaría nunca. Cuando por fin
llegué a la zona de anotación, azoté el balón como hacen los profesionales.
Estaba exhausto y muerto de sed.
146
La vigilia de la aldea
Uno-tres-tres-uno, la hotline de ÁnHell Ortuño
Víctor Cabrera
Ángel Ortuño, 1331, conaculta, Colección Práctica Mortal, México, 2013, 72 p.
Habrá que comenzar por lo evidente:
En un país que cuenta cada vez con
más admiradores y epígonos de Gerar­
do Deniz entre sus promociones recien­
tes, Ángel Ortuño es, hoy por hoy, el
más notable e inteligente discípulo de
nuestro poeta (al)químico. Ojo: he es­
crito discípulo en el sentido más gene­
roso del término: no en el del alumno
que, apre(he)ndida la lección, antes que
seguirlas –o mejor, borrarlas al tiempo
que traza su propia ruta– repite las hue­
llas del maestro, sino del que asimila a
su propio organismo, de manera natural,
el conocimiento adquirido para re-ela­
borarlo-novarlo-significarlo. (Algo a lo
que, presumo, aspira cualquier materia
humana antes que a terminar converti­
da en sólida tradición o –cosa peor– en
anquilosada preceptiva.)
Vuelvo a un texto de Julián Herbert
firmado originalmente en diciembre de
2007 y recogido después en Caníbal, su
provocador volumen de ensayos so­
bre poesía mexicana reciente; de él
extraigo algunas frases aisladas para
construir –ventajas del copy-paste– la
siguiente cita falsa: “El más excéntrico
de nuestros poetas es asimismo un es­
critor de sólido bagaje tradicionalista.
(…) Tradición, sinsentido e inteligen­
cia [que] logran conjugarse en el hu­
milde lenguaje de la conversación para
producir efectos literarios complejos.
(…) Iconoclasia con una vuelta de tuer­
ca: no (…) intenta destruir los referen­
tes sino las zonas de significado que
han sucumbido a la esclerosis. [Pues]
‘Intelectual’ no significa, en modo al­
guno, ‘cultista’ (…), grave o solemne:
intelectual es afrontar el mundo desde
la profunda y nada oscura desnudez de
la mente. [Por eso] su obra tiende más
bien a lo satírico, lo que implica una
actitud moral de profundo compromi­
so con los seres humanos. (…) Es un
poeta intelectual en la medida en que
la mente humana se asemeja más al
147
bazo que a un estante de libros empol­
vados.”
Cada una de las líneas anteriores se
refiere a Deniz, pero resulta interesan­
te –o cuando menos curioso– observar
cómo cada una de ellas podría estar ha­
blando también de Ángel Ortuño, de su
poesía a un tiempo irreverente, descar­
nada y perturbadora. Cómo –ya no des­
de aquel cada vez más lejano 07, sino
desde este 2014− ese párrafo armado a
modo podría estar contándonos algo del
remoto año de 1331, cuando en el anti­
guo Japón tarántulas gigantes como la
sombra maternal de Louise Bourgeois
arrastraban carrozas de traumas, com­
plejos y pesadillas.
Porque habría que decir justo aquí
que además –o más allá− de su refe­
rente poético inmediato y de las fuen­
tes literarias rastreables a lo largo de
su obra, Ortuño acusa también una no­
table influencia de autores, discursos y
disciplinas extraliterarios que exploran
los alcances de la mirada “anómala” y
de las “perversiones ópticas” –como
define Roman Gubern ciertas manifes­
taciones visuales “limítrofes” que van
de las imágenes religiosas a los snuff
films, pasando por la iconografía de
los totalitarismos del siglo xx y la pa­
rafernalia porno–. Se trata, pues, de
una poesía bastarda −“que degenera
su origen o naturaleza”−, nacida de la
unión impura de la observación de lo
atroz con la verbalización de eso tur­
bio. Y esto se hace patente de nuevo
en 1331, un breve volumen que, como el
148
resto de la obra del poeta, está profun­
damente enraizado en la genealogía de
una modernidad poético-plástica que
lo mismo contiene detritos simbolistas
–la carroña baudelaireana y las here­
jías del joven Rimbaud− que los este­
tizados deshechos visuales de un siglo
abierto de tajo por la navaja buñuelia­
na –y allí están, para más señas, las
aberraciones baconianas y las inquie­
tantes criaturas híbridas de Joel Peter
Witkin; los freaks de Tod Browning, las
demoradas pesadillas de David Lynch
o la belleza brutal de las escenas accidentales retratadas por “El Niño” Me­
tinides, manifestaciones de las cuales
los poemas de Ortuño parecen hacer un
correlato exacto.
Desde sus primeros tres versos y me­
dio, 1331 exhibe su vocación transgre­
sora, su juego inclemente y ambiguo,
sin concesiones:
No demuestres tu mala educación
y no preguntes:
con este signo vences, con el otro
te acuchillan…
Si aspiras a cualquier comprensión, a
la mínima posibilidad de exégesis –pa­
rece decir Ortuño a su lector−, tendrás
no sólo que esforzarte, sino asumir el
riesgo de ser destazado (una palabra
que no desagradaría al mismísimo Hell
Ángel) en el intento. Porque, lejanos
de toda indulgencia, de cualquier as­
piración a lo sublime, los poemas de
Ortuño constituyen −como sugiere el
“poeta de Guadalajara” en un ensayo-­
autorretrato− un “arsenal léxico, antes
que (…) retórico”, y aquí hago énfa­
sis en el término arsenal, pues, como
cada uno de sus títulos, 1331 es una bre­
ve colección de alfanjes y escalpelos,
agujas, pinzas, bisturís: refinadísimos
instrumentos de tortura con los que
excava en lo más profundo del incons­
ciente, en esa región del pensamiento
en la que las ideas se dejan contaminar
por las versiones más turbias del deseo,
las pulsiones primitivas, los trances de
graciosa blasfemia y la mórbida con­
templación de goces general y tradicionalmente relacionados con el displacer,
cuando no con la franca perversión, eso
que Roman Gubern describió en su
clásico La mirada pornográfica y otras
perversiones ópticas como “provincias ico­
nográficas malditas, zonas de destierro
y exilio cultural, que a veces resultan
más elocuentes y ofrecen materiales más
productivos para el análisis y compren­
sión de una época o de una sociedad
que las grandes obras maestras canoni­
zadas”.
Es en ese sentido que la poesía de
Ortuño resulta una descripción más ati­
nada, un retrato más fiel de su tiempo
que cualquier devaneo retórico noto­
riamente sentimental o que cualquier
tartamudeo disfrazado de posvanguar­
dia (“Ya no construyas ruinas, mejor/
haz trabalenguas…”, parece decirles
Ángel a los practicantes de una y otra
escuelas). Se trata, también, de una
poesía profundamente humana, si por
humano aceptamos lo residual y lo ins­
tintivo, lo salvaje, lo –para decirlo con
el médico vudú de Viena− “perverso
polimorfo”:
donde se menosprecia el efecto de las goteras
sobre la producción
Se percibieron elementos perturbadores, fallas
en el suministro de energía eléctrica,
descomposturas de maquinaria, ausentismo,
distractores en el trabajo,
rotación de personal potro cepo yugo fusta
gato
caña cruz palmetas suspensión
anillos
de castidad
pinzas agujas vibradores bolas chinas
juguetitos.
Pero el plazo pactado no puede modificarse
sin sacrificar la calidad.
La empresa ha optado por respetarlo.
El salario moral es el reconocimiento por las
actividades
realizadas en tiempo y forma, expresado verbal
y públicamente:
y tú has sido un buen perro.
Si para Isidore Lucien Ducasse la
belleza fue aquel encuentro fortuito del
que todos tenemos noticia, este Ángel
caído –en cuya obra es posible perci­
bir la notable influencia del famoso
conde− practica su propia versión de
aquel choque azaroso y lo lleva hasta
otro límite para hacer una crítica a la
mercantilización y la frivolización con­
temporáneas del deseo y los placeres
carnales: al hacer coincidir el lengua­
149
je del informe administrativo con la
puntual enumeración de la panoplia de
las parafilias hardcore, descontextua­
liza aquella jerga hasta desnudarla de
sus “poderes” burocráticos y convertirla
en una parodia en la que un redivivo
marqués de Sade se metamorfoseara
en una especie de inspector de la Se­
cretaría del Trabajo para supervisar las
condiciones laborales de una filmación
de Private Channel.
Es justo éste el método –la descon­
textualización, la desacralización, la iro­
nización de lo poética y políticamente
correcto− mediante el cual Ángel Ortuño
construye los desconcertantes artefac­
tos verbales que nos azotan al tiempo
que nos obligan a transitar por la estre­
cha cornisa que separa nuestras aficio­
nes líricas de la contemplación de lo
tolerablemente atroz y del franco dis­
frute de lo velado, lo sórdido y lo mar­
ginal: “… como esa mujer que ahora
recita Yo / soy experta en lenguas y en
la foto siguiente / la vemos mientras la­
me / en blanco y negro.” “–como en la
escena en que escupe / a la cámara /
un líquido espeso / y luego tiene que
lamerlo de la lente / mientras alguien
sostiene con firmeza su nuca.”
“A primera vista –escribió Luis Vi­
cente de Aguinaga hace ya varios años
a propósito de Las bodas químicas, el
primer libro de Á. O.−, los poemas de
Ortuño parecen venir de un maléfico
renunciar a la cordura, de una improvi­
sada negación de la sintaxis y (por ello)
del orden ‘conveniente’ del mundo y su
150
discurso. (…) El lector distingue en los
poemas de Ortuño una vocación des­
tructiva, es cierto, pero se trata de una
vocación trabajada, de una vocación que
en lo arduo encuentra el fundamento
de su lógica.”
En efecto: a menudo, los versos de
Ortuño –que blasfeman sin renunciar al
ritmo y la cadencia de la letanía beata− pa­
recieran venir de una región distinta de
aquella donde radican su inteligencia
avasalladora y su diabólica elocuencia
(“habla como diccionario”, me comen­
tó una vez cierta señora que escucha­
ba fascinada, casi en trance, a nuestro
poeta bibliotecario); quiero decir que
versos, estrofas, poemas enteros parecen
haber sido, más que escritos, dictados
a un poseso por un demonio del sen­
tido que exigiera cómplices antes que
intérpretes, entusiastas practicantes de
“Este estilo de vida / [que] tiene una
cantidad considerable de adeptos”… y de
epígonos –por no decir imitadores− ca­
da vez más numerosos. Pero también,
efectivamente, es posible observar cómo
a esa poética abigarrada, en apariencia
hermética, subyace un discurso crítico
en el sentido más amplio pero también en
el más literal del término: al ejercer
sobre el lector una violencia icónica evi­
dente, al imponerle su imaginería salvaje,
una forzada exigencia de atención –se­
mejante a la del sistema judicial británi­
co que obligaba a Alex de Large a ver,
con pinzas que le impedían cerrar los
ojos, desfiles nazis al ritmo de la Coral
de Ludwig−, los poemas de Ángel Ortu­
ño originan un malestar –incluso gozo­
so− fundado en la necesidad, o mejor
dicho, en la pulsión de entendimiento,
esto es, de comunión con nuestro yo
primario.
Como todos sus títulos previos, 1331
abre llagas sobre las que el autor repa­
sa sus corrosivas huellas digitales: la
marca de la Bestia Ortuño. Es notorio,
en este sentido, el modo en el que en
este libro cuestiona el lugar de las insti­
tuciones −religiosas, económicas, cultu­
rales− frente a los individuos indefensos:
en “¿Qué hacer ante un billete aparen­
temente falso?”, por ejemplo, lleva a un
extremo oprobioso –aunque no carente
de humor− la influencia nociva que los
corporativos financieros ejercen sobre
las vidas de sus clientes y deudores:
¿qué hacer ante un billete
aparentemente falso?
Primero
no lo use para pagar
el precio de escribir esa pregunta:
lo cubrirán de brea, lo formarán
en la hilera de los que no son clientes
y merecen
sólo ver sus horóscopos y escuchar consejos.
Los bancos son así
y tienen los derechos registrados.
¿Qué será de su vida,
pobre diablo de los billetes falsos?
Sin escándalo. Salga.
Evítenos la pena
de decirle al personal de seguridad
que en ese portafolios
no carga usted más que una pequeña
y muy barata
revista que se llama Bellezas Reales
y promete modelos muy pasadas de peso.
Por su parte, “Estamos atados de ma­
nos” es el sintomático título de un poe­
ma que señala de antemano nuestra
impotencia ante la trascendencia de lo
irrelevante −la banalidad del mall: la
fe como una aburrida película bíblica
en la que Cristo deviene el mártir de su
tediosa epopeya–. Rivales en la fábula,
niños y ratones departen alegremente
sedados por un conformismo inane en
tanto que, como una mancha en una foto
de Spencer Tunick, el rey camina vestido
entre una multitud desnuda que se burla
de él. En ese contexto de desarropo so­
cial –de ideas más que de vestuario−,
no son la trascendencia espiritual ni el
poder los que tienen garantizado el por­
venir en la memoria colectiva, sino el
felino de peluche de la caja de cereal
azucarado: “–Yo pasaré al futuro / y us­
tedes / abrirán esa puerta / que detrás
tiene tigres // –les ha gritado / un tigre,
una botarga / que anunciaba cereales /
antes de caerse rabioso por culpa del
calor. // Eso que llaman un momento /
en que coinciden forma y fondo.”
Aun el amor, “esa palabra”, ese sobre­
valorado invento, es visto con suspica­
cia y burla por Ortuño. En los escasos
momentos en que algo parecido al ca­
riño aparece en 1331, lo hace en clave
sardónica en:
a) el contexto anticlimático de una
separación amorosa casi cándida en con­
151
traste con las atrocidades que pueblan
el resto de las páginas, tan tersa e im­
probable que exhibe el irónico título
que desmiente y contrarresta su ideali­
zación:
lo que no se ha podido hacer en ningún lado
Dejas todo
a la suerte y nunca tienes.
Ella
que al mismo tiempo se pinta las pestañas,
conoce las respuestas y viaja
igual que tú en camión
no deja nada.
Prefiere el escándalo
a la tragedia, por eso el color rosa
cuando dice: oiga
vea
ya no nos demos más;
quédese usted en su barrio
quieto
y yo me quedo en el mío.
O bien:
b) la fábula genial que cuestiona, y
demuele a su modo, la pertinencia y el
prestigio de la institución matrimonial:
habla el novio
¡No te cases! –me dijo
mi buen amigo grillo–. No me importa perder
mi trabajo en tu boda.
Yo sé que ha leído
muchas vidas de insectos.
¿Pero qué sabe él del amor entre mantis?
Mi novia es delicada,
se pasa el día rezando.
152
Yo le contesto al grillo que conserve la calma
porque aquí nadie tiene
que perder la cabeza.
Crítico de fuste y poeta con másca­
ra de cuero, avieso, torvo, turbio, el
más desenfadado de nuestros malditos
es también –como el Divino Marqués,
otra de sus evidentes figuras tutelares−
un moralista camuflado que con este
nuevo libro toma una vez más el riesgo
de ejercer plenamente la libertad de su
imaginación –acaso la única que nos
pertenezca plenamente−, para jugarse
en ello todo su talento y su caudal poé­
tico y vencer y acuchillar a un tiempo.
Volver desde las ruinas
Luis Vicente
de
Aguinaga
Javier Sicilia, Vestigios, Era,
México, 2013, 65 p.
En el México de las últimas décadas,
pocos libros de poemas han aparecido
rodeados de tanta y tan variada infor­
mación periodística, política y personal
como Vestigios, de Javier Sicilia. Esa
información, por supuesto, no se com­
para en abundancia con la que susci­
tan los acontecimientos deportivos de
actualidad o los pactos, traiciones, ro­
mances y jaloneos que los partidos po­
líticos y sus representantes ponen, día
con día, en escena; pero se trata, eso
sí, de una información mayor y sus­
tancialmente distinta de la que suele
producirse y divulgarse alrededor de la
publicación de un poemario común y
corriente. Por decirlo de alguna forma,
en México ya se hablaba de Vestigios des­
de al menos dos años antes de su pu­
blicación, cuando ni siquiera se sabía
que su autor lo estuviera escribiendo,
cuando ni siquiera se pensaba que se­
ría publicado algún día, cuando no era
un livre à venir sino un libro que aca­
so nunca tendría forma ni contenido,
cuando ni siquiera tenía un título con
el cual identificarse ni se conocía otra
cosa que la última de sus páginas, la
que más terriblemente remitía y sigue
remitiendo a una realidad cruel, amar­
ga, opresiva, de intolerable violencia.
No me interesa dictaminar si el con­
texto, en este caso, dificulta o desvía la
comprensión del texto. Soy bastante sen­
sible al hecho de que todo libro, en rea­
lidad, es leído en función de ilusiones,
expectativas fundadas o infundadas, mi­
tos y creencias que lo preceden o lo
acompañan a partir de cierto momento. Sea
como sea, puedo afirmar que Vestigios,
desde que fue asesinado el hijo de su
autor y éste hizo pública su decisión de
no escribir más poemas –expresando
esa decisión, significativamente, con
un poema: un último poema que aquí,
en este poemario, es con toda razón el
texto final de un conjunto de treinta y
cinco–, es un libro que muchos deseá­
bamos leer, un libro que –más corporal­
mente aún– muchos anhelábamos tener en
las manos, tal vez porque imaginába­
mos que su pura existencia desmenti­
ría o neutralizaría los acontecimientos
que habían desembocado en la tajante
determinación de Javier Sicilia.
Sicilia dijo adiós a la poesía el 2 de
abril de 2011. Se pensaría que, ante la
brutal muerte de su hijo, él reacciona­
ba sacrificando el componente central
de su propia vocación literaria, infli­
giéndose otra muerte, ahora simbólica,
para enfrentar una experiencia insopor­
table sin el que hubiera sido uno de sus
principales consuelos. También po­dría
suponerse que Sicilia, en aquel momen­
to, elegía incomunicarse o aislarse res­
pecto a los demás o ante sí mismo; pero
lo que hizo (como bien se sabe) fue todo
menos eso, cívica y humanamente.
Vestigios, por todo lo antes dicho, es
un objeto extraño, infrecuente, incluso
anómalo. Es la obra póstuma de un poe­
ta vivo. Sin embargo, tal vez convenga
más que la palabra “póstumo” califique
al poeta, no a su obra: en Vestigios –de
ahí su nombre– figuran las ruinas, los
despojos, los restos mortales de una obra
interrumpida, pero no interrumpida por
el fallecimiento de su autor sino por otra
muerte, por una muerte que lo ha lle­
vado, contra su voluntad, más allá de
todo posible impulso de creación poé­
tica.
Sicilia, pues, constituye un doloro­
so ejemplo de poeta que sobrevive, más
que a sus poemas ya escritos, a sus
poemas aún por escribir, descartados o
153
silenciados in utero por quien, dota­do
para elaborarlos, ha comprendido que
no debe hacerlo tras percibir un des­
acuerdo esencial entre mundo y palabra,
entre realidad y arte. Sería imprudente
citar, en este orden de cosas, las pa­
labras finales del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, aquel fa­
moso “es mejor callar”, porque Sicilia
no eligió el silencio al constatar una
limitación de su propio lenguaje sino
al advertir la miseria de un mundo que
“ya no es digno de la Palabra”. No es
que Sicilia fuera optimista primero y
pesimista después, ni que la palabra
poética le pareciera todavía útil hace
algunos años e inútil ahora, sino que
la necesaria relación de sonido y re­
sonancia entre la palabra y el mundo
perdió sentido en su perspectiva indi­
vidual, de modo que buscó el refugio
del silencio como ya estaba previsto en
sus propios poemas, antes de la catás­
trofe definitiva:
En este sitio en donde todo cesa
antes del tiempo y después del tiempo
–porque el que estaba vivo ha muerto
y la ciudad se hizo irrespirable–
en este sitio
donde los nombres no se pronunciaron
y el día no es el día
ni la noche la noche
y nosotros
–salidos de nosotros
en la iglesia en tinieblas–
escuchamos
como antes del primer día
aletear el abismo
154
suspendidos del tiempo
en este sitio
–ni lleno ni vacío–
más allá de la lengua de los vivos
al volver el recodo sin consuelo alguno
compartimos el pan con un tercero
que iba a nuestro lado
y giramos de luz urdidos en la carne
antes del tiempo y después del tiempo
en la quietud que habita en el ahora
en el sereno punto del ahora.
En mi lectura, los últimos tres libros
de Sicilia conforman una especie de
tríptico: un tríptico, cabe decir, al in­
terior del cual hay otro tríptico, ya que
Tríptico del Desierto (2009) es el panel
central, mientras que Lectio (2004) es el
panel izquierdo y Vestigios el derecho.
Se trata de tres libros compuestos en un
lenguaje radicalmente nuevo (en oposición
a sus libros anteriores, publicados en­
tre 1982 y el año 2000, cuya modernidad
radicaba, no sin paradoja, en su neocla­
sicismo) y construidos desde una pe­
culiar crisis del yo, que se desdobla en
voces masculinas y femeninas, singu­
lares y plurales, en frases y expresio­
nes en español y en otros idiomas, en
citas y paráfrasis explícitas o implíci­
tas. Vale decir que, así como los autores
del Nuevo Testamento citaron, parafra­
searon y comentaron a los profetas del
Antiguo Testamento con el fin de situar
a Cristo en el punto más alto de una es­
cuela y de un linaje, así también Sicilia
–poeta no sólo de fe, sino de tradición
católica– cita, parafrasea, comenta y re­
escribe pasajes de Nerval, Dante, Mi­
chaux, Rimbaud, Milosz y, por encima
de ningún otro poeta, Paul Celan, como
si todos ellos fueran los anunciadores
de una revelación por ve­nir, el encuen­
tro en plena luz del espíritu vulnerable
de la humanidad con el ángel que ha­
brá de destruirlo: el cuerpo de la ver­
dad sin filtros ni mediaciones.
En su particular interpretación de
símbolos, textos y experiencias, el poe­
ta se conduce ante lo mundano entre­
verándolo con lo religioso y traza líneas
entre la esperanza teologal y el deseo
erótico, entre la manifestación de la di­
vinidad y el encuentro amoroso y, como
ya se ha visto, entre la profecía y la
poesía. Por ejemplo, en el poema titu­
lado “Absconditus II”, una paráfrasis
del soneto más famoso de Nerval, “El
Desdichado”, le permite hablar desde
un yo femenino (el de “la tenebrosa /
la viuda inconsolada”) para invertir los
elementos de la representación maria­
na y, sin apartarse de un orden cultural
determinado, hacer de la virgen una
mujer anhelante de compañía física y
de la mandorla o almendra que suele
rodearla una metáfora de la vulva. En
última instancia, es imposible compren­
der un cuerpo sin reinventarlo.
El tema general, omnipresente y ca­
tegóricamente ineludible de Vestigios es
el del cumplimiento de un plazo, trátese
de la conclusión de la vida, del arribo al
punto más alto de un camino, del fin de
los tiempos o de la terrible pero acep­
tada inminencia de lo que ha de venir: la
desaparición, la muerte, la redención o
el amanecer. Uno de los mejores poemas
de Vestigios es, en mi opinión, el que
se titula “Parusía” (reescritura, entre
otras cosas, de al menos dos poemas de
Paul Celan) y es en torno a ese problema
teológico, el de la parusía, el presen­
tido advenimiento de Cristo, donde Sicilia
reúne sus mayores preocupaciones y
logra darles una sola forma. Del abier­
to misticismo político de san Francisco
de Asís y Joaquín de Fiore a la muchas
veces hermética sensibilidad lírica mo­
derna, concentrada en el agotamiento
de la subjetividad, la poesía de Javier
Sicilia recorre un camino diverso y ac­
cidentado, ético y estético, psicológico
y religioso en partes iguales.
Poesía y chamanismo
R osana R icárdez
Sara Edén Alatorre, Cuervos al vuelo. Vida
poética con Carlos Castaneda, Universidad
Autónoma de Puebla, México, 2013, 98 p.
Desconfío de los subtítulos que la in­
dustria cinematográfica atribuye a las pe­
lículas y de los títulos que los edito­res
asestan a los libros. Por ello, aunque el
nombre deja ver algo, creí que encon­
traría un libro acerca de un pasaje en
155
la vida de Carlos Castaneda poco antes
de su muerte. Error: encontré uno sobre
la forma en que Sara Alatorre concibe la
poesía, el cuerpo y la escritura –en ese
orden–, desde ella y desde las ense­
ñanzas del antropólogo (si bien no poe­
ta, sí artífice de la lengua y del cuerpo),
sólo en apariencia desvinculados.
De ninguna manera Alatorre deja de
hablar de Castaneda, uno de sus tantos
maestros, sino que al pasar las páginas
de Cuervos al vuelo… el lector descu­
bre que la autora hilvana su percep­
ción del proceso creativo, el poético,
a esa vida con Castaneda, porque a fin
de cuentas la poesía es lenguaje y éste
marida con la literatura.
El libro es una especie de artículo
periodístico que engarza algunas con­
ferencias presenciadas por la autora con
textos del mismo Castaneda, de filóso­
fos y de poetas. El objetivo, dibujar al
antropólogo. Pero es también un ensa­
yo donde Alatorre no deja de ser ella
ni de hacer saber al lector-espectador,
desde sus lecturas, la percepción del
mundo a través del cristal del aprendiz
de brujo.
Esa percepción pasa por el cristal del
aprendiz pero también por lo nomina­
tivo, por el nombre atribuido (acaso de
manera arbitraria) a las cosas. Una de las
primeras referencias a la atribución de
nombres que viene a mi cabeza es la
del Génesis 2:19: “Jehová Dios formó,
pues, de la tierra toda bestia del cam­
po, y toda ave de los cielos, y las trajo
a Adán para que viese cómo las había
156
de llamar; y todo lo que Adán llamó a
los animales vivientes, ese es su nom­
bre.” Así, Adán nombró y todo existió.
Antes, aunque era visible, no existía.
La trascendencia del nombre en nues­
tro mundo tangible (de tradición positi­
vista, donde si no puedo verlo no existe)
es innegable. Lo otro, creer en algo o
alguien, es fe. Sara Alatorre hace refe­
rencia, acaso un guiño, a esa cualidad
en Castaneda. La necesidad del hom­
bre de tener y creer en seres superio­
res, sea Dios (dioses) o sean chamanes:
“La palabra es algo más abarcador, ín­
timo y misterioso de lo que se cree; y
todo esfuerzo por buscar sus orígenes
acaso sólo forme parte del sistema in­
terpretativo del que aquélla es sujeto
y objeto.”
Alatorre insiste en que la lengua sir­
ve para nombrar toda actividad huma­
na, sometiéndola “a un orden sin el cual el
mundo sería impensable”. Sin embar­
go, ese acto nominativo conduce a per­
der “la conexión con la energía pura,
con el conocimiento silencioso, la qui­
mera que la poesía persigue incansa­
blemente”.
De la mano del mito un acto de fe se
hace presente, un acto de fe de la comu­
nidad de brujos, de sometimiento al de­
signio, de sometimiento al “mesías”. El
chamán en la tradición prehispánica;
Jesús, en la judeocristiana. Se inclina­
ron ante el nombrado: Castaneda.
Pero si hasta aquí la pregunta sub­
siste y el lector pegunta aún a qué género
pertenece Cuervos al vuelo…, la res­
puesta es: inclasificable. Se encuentra
entre la literatura y el periodismo, en­
tre el ensayo y la crónica: un testimonio
de acontecimientos que se suceden con
Castaneda en vida, cuando la magia del
chamán estaba azuzada y había gene­
rado discípulos y seguidores (el compro­
miso establece la diferencia), tanto en
las artes de la brujería como en las de
la literatura, y de ella el género más
nominativo y sucinto: la poesía.
Si por algún despiste el texto fuera
tomado como un producto académico,
Alatorre sería objeto de los mismos cues­
tionamientos a los que, en su momento,
Castaneda fue sometido por la combi­
nación de géneros y lo literario. No
obstante, susbsistiría el principal valor
–nada desdeñable: su correcta escritu­
ra–. Cosa nada común en los terrenos
académicos de estos tiempos.
Así, lo que la autora declara “un
acercamiento a los significados poéti­
cos de aquel sistema de creencias que,
pese a continuar en el presente –luego
del encriptamiento al que quedó confi­
nado tras los hechos de la Conquista–,
se encuentra demasiado lejos de las con­
cepciones occidentalizadas que rigen
al México actual y a todo el mundo me­
soamericano”, es eso, una aproximación
desde ella y su lectura a un chamanis­
mo conducido por un antropólogo, un
hombre que conoció y quedó maravi­
llado con el México de la mitad del si­
glo pasado: sus desiertos y sus hongos,
su mundo precolombino.
¿Es posible la existencia de certezas
cuando el punto de partida, sea per­
sona o sea fenómeno, es cuestionable
incluso en su existencia? Por eso esta
crónica es también poesía, por lo que
evoca y lo que calla. La autora no ofre­
ce certezas, da por hecho la existencia
de Castaneda y parte a un viaje por su
ars poética. La ficción literaria de la
que habló Paz y que la misma Alatorre
recuerda al apuntar el interés de éste
por la obra, encima del misterio Castaneda,1 a la que se refiere como “muy
extraña: la derrota de la antropología y
la victoria de la magia”.
Está consciente de una de las pri­
meras impresiones producidas por Las
enseñanzas de don Juan; y es que la obra
“oscilaba entre tomarse la historia co­
mo algo posible o dudar de ella por com­
pleto, porque su estructura narrativa, la
forma en que Castaneda la relató, era
por principio una anomalía, como tex­
to era (aún lo es) inclasificable”.
Cuervos al vuelo… no despoja al lec­
tor de las dudas ni del halo de miste­
rio que existe alrededor de Castaneda:
es claro que desde el momento en que
se volvió un brujo inaccesible (por su
condición espiritual no por estrella), a
Carlos Castaneda dejó de importarle su
filiación andina o cualquier otra. Tampoco
a los brujos mexicanos les importó el
origen del señalado2 como nagual su­
cesor de don Juan. Augurio es augurio,
más allá de la fundación de México-Te­
1
2
Cursivas en el original.
Cursivas en el original.
157
nochtitlán, y trasciende la geografía y
el tiempo. Evoco aquello que se dice
sobre los poetas (escritores en general) y
su no lugar de nacimiento, su no perte­
nencia a un lugar. ¡Qué importa! Ejem­
plos da la literatura y su historia.
Mención aparte merece el nombre del
libro (de nuevo lo nominativo): Cuervos
al vuelo… evoca a esos animales carro­
ñeros y de mal augurio, pero también
el misterio que los rodea (sin calificati­
vos), una inteligencia que lo hace su­
perior a otras aves, objeto de mitos y
folclor en diversas manifestaciones artís­
ticas y en culturas antiguas (norteameri­
canas y nórdicas), objeto de veneración
como símbolo espiritual y como media­
dor entre la vida y la muerte. Quizás,
y eso es mera suposición, el título esté
también ligado a Castaneda en ese sen­
tido.
Existe un estudio iconográfico sobre
la esencia y carácter de la mitología en­
tre los grupos étnicos de Norteamérica
de Julio López Saco (del posgrado en
Historia de las Américas de la Univer­
sidad Andrés Bello, en Chile) que docu­
menta algo que a ojos de algunos puede
parecer obvio: entre los grupos tribales
norteamericanos, y con seguridad eso
sucede en los mesoamericanos, los mi­
tos reflejan el conocimiento de la natu­
raleza y su comportamiento.
López Saco destaca que para estas
culturas existe “un equilibrio entre lo
espiritual y material, entre lo sobrena­
tural y lo real, o lo animado e inanima­
do: todo posee poder espiritual, [lo que
158
indica] una sacra unidad cósmica. Se
trata de mitos que corresponden a so­
ciedades cazadoras, en las que hay una
íntima dependencia entre el conocimien­
to estacional y de las plantas, y el com­
portamiento animal. Los animales de
los que dependen los hombres poseen
un carácter espiritual”. Se cuentan: el
coyote, el cuervo y el bisonte, “héroes
civilizadores”, y la libre cuando de as­
tucia se trata. Su tarea es afirmar la li­
bertad del espíritu humano.
Los cuatro capítulos en que el libro
esta dividido son un pasadizo al mundo
de Castaneda: de ficción y realidad, de
literatura y antropología.
Un paseo por las rutas
ocultas de Paz
Armando González Torres
Evodio Escalante, Las sendas perdidas
de Octavio Paz, Ediciones sin Nombre,
México, 2013, 184 p.
En Las sendas perdidas de Octavio Paz
Evodio Escalante reúne varios ensayos
en los que rinde cuenta de una admi­
ración polémica. En realidad, Escalan­
te ha ejercido una lectura tan puntual
como inconformista del canon mexica­
no y se ha convertido en un interlocu­
tor controvertido pero indispensable.
En el caso de Octavio Paz, Escalan­
te junta siete ensayos que abarcan dis­
tintos aspectos y etapas de la obra del
escritor mexicano: la génesis de El arco
y la lira y las soterradas influencias
heideggerianas en ese texto seminal; la
cambiante relación de Octavio Paz con
el surrealismo; la polémica hechura de
la antología Poesía en movimiento; las
ambivalencias de Paz en torno a Villau­
rrutia y Contemporáneos; la transforma­
ción del poeta exaltado y monocorde
de Raíz del hombre en el poeta grave y
maduro de La estación violenta; una lec­
tura fenomenológica de Piedra de Sol
y un estudio del tránsito de Renga, la
máxima representación de la militancia
experimental pazista, a Pasado en claro, el extraordinario poema, pero más
bien conservador y narrativo, de largo
aliento intimista.
La crítica en torno a Paz es compleja
por las múltiples reverberaciones de su
obra y por el lugar que ocupa en la litera­
tura. Octavio Paz no sólo es el escritor
más importante del siglo xx mexicano,
sino que es el autor de un método y un
canon crítico en el que él mismo se ins­
cribe y donde genera claves que operan
muy convenientemente para su propia
explicación. En otras palabras, Paz lle­
ga a ser el intérprete más elocuente e
influyente del propio Paz. Dada la pro­
pensión de Octavio Paz a concebirse a
sí mismo como un intelectual y poeta sin
fisuras, en no pocas ocasiones incurrió
en malabarismos críticos que mu­chos
de sus exégetas han perpetuado. Por lo
demás, Paz fue un escritor y pensador
ecléctico, abierto a todas las ramas del
saber, cuyas influencias no siempre hi­
zo explícitas y acaso a veces ni siquie­
ra conscientes. Por eso, su obra está
llena de enigmas, cuyo desciframiento
requiere, además de muy variados ins­
trumentos analíticos, una suerte de pa­
rricidio, es decir, un apartamiento de
los métodos críticos y los estereotipos
en los que el propio escritor se sentía
más cómodo.
En un medio intelectual polarizado
como el que le tocó vivir sobre todo en
las últimas décadas de su vida, no era
fácil ejercer ese parricidio intelectual
o, al menos, no era fácil ejercerlo con
sobriedad y la crítica a Paz muchas ve­
ces tendía a dividirse entre los incon­
dicionales y los linchadores, entre la
industria del elogio y la del insulto.
Escalante, en un rasgo notable, bus­
ca evitar estos extremos y hace un ejerci­
cio de cuestionamiento que es también
un ejercicio de revaloración. Todos los
ensayos provienen de una lectura cuida­
dosa, a veces controvertible, pero de
innegable rigor. En “El camino de Oc­
tavio Paz hacia el arco y la lira”, Escalante
muestra a Paz como un teórico pragmá­
tico y ecléctico hábil para adaptar sus
argumentaciones e influencias. Paz se
plantea una poética activa y transfor­
madora. Por eso, Paz reivindica, y en
su caso adecua, el ideario romántico pa­
ra hacerlo consistente con su ideal de
lucidez. Para el joven teórico y poeta,
el romanticismo no es irracional, sino
que aspira a una racionalidad superior
159
y es consciente, aun en sus momentos
de delirio. Y es que para este joven la
lucidez es un arma estratégica tanto en
lo poético como, sobre todo, en lo po­
lítico. El individuo puede salir de su
propia prisión mediante la conciencia:
al ser otro de esta manera, el individuo
responde al llamado más genuino de sí
mismo. Y el instrumento para ser otro,
para trascenderse es, y aquí está la hue­
lla heideggeriana evidente, el lenguaje.
Paz dota al poema de un poder transfor­
mador tan vasto que rebasa cualquier
modelo estilístico: no es una forma lite­
raria, sino una ventana al tiempo origi­
nario. Por eso también es irreductible
a cualquier sistematización o conoci­
miento. En este ensayo, Escalante no
sólo identifica la impronta de Heide­
gger, sino que hace una dilucidación
de otras influencias y consecuencias de
El arco y la lira, entre ellas el enfrenta­
miento simbólico con su mentor Alfonso
Reyes, que en El deslinde patrocinaba
una concepción muy distinta de la lite­
ratura.
Otro ensayo revelador es sobre la re­
lación de Paz con el surrealismo. Cual­
quiera que haya leído los textos de
juventud de Paz sabe que el talentoso
joven desdeña a la vanguardia, es impe­
tuoso, protagónico y un tanto dogmáti­
co. Con los años, de su inicial repulsa,
Paz pasa a una peculiar asimilación
del surrealismo, que lo reivindica como
instrumento liberador y capaz de supe­
rar el solipsismo e instaurar la comunión
de la poesía colectiva. Paz conoce el
160
surrealismo cuando ha pasado su épo­
ca de esplendor y mayor influencia, por
eso, y por estrategia de individuación
poética, no se asume como seguidor del
surrealismo, sino como un descubridor
que utiliza un instrumento descontex­
tualizado de sus rasgos históricos más
controvertidos (su militancia, su secta­
rismo). De ahí su tendencia a referirse
a éste más que como un movimiento,
como una actitud espiritual que va de
los cátaros al romanticismo. (Esto, co­
mo mecanismo retórico, es espléndido,
pero al descontextualizar, y en su in­
tento de ampliar el significado Paz mu­
cha veces mina dicho significado.)
Otro momento es la breve biografía
poética que analiza el paso del joven
de poesía amorosa y comprometida al
autor de La estación violenta. Escalan­
te se refiere al joven Paz influido por la ge­
neración del 27 y, sobre todo, por Pablo
Neruda y su constitución en un poeta
más complejo, grave, moderno y ambi­
cioso, después de su salida de México,
de su inevitable ruptura con Neruda y de
su conocimiento y asimilación de pri­
mera mano de la literatura en lengua
inglesa, particularmente de Eliot.
En otro vistazo a la trayectoria poé­
tica de Paz, Escalante analiza el paso del
poema colectivo y experimental Renga a
Pasado en claro, que tiene que ver con
la oscilación y saltos de cierto tradicio­
nalismo al vanguardismo y viceversa.
En este caso, Renga es un experimento
interesante, aunque sin duda profun­
damente deudor del discurso de moda
de la época que era la noción de muer­
te del autor y la naturaleza colectiva y
anónima de la escritura patrocinada por
Barthes y Foucault. Renga corresponde
a este aserto; sin embargo, en un salto
que podría resultar poco comprensible,
pocos años después Paz publica su es­
pléndido y conmovedor poema confesio­
nal Pasado en claro, que reivindica la
biografía del autor y el sentido más tra­
dicional de individualidad. Escalante
señala esta contradicción, pero también
advierte los secretos vasos comunican­
tes entre estos poemas.
En fin, mediante una atenta lectura,
en el sentido de cuidadosa y educada,
Escalante señala saltos lógicos y con­
tradicciones, pero también justiprecia
la profundidad del pensamiento y la
novedad y excelencia de la expresión
poética de Paz. Aunque el paseo se li­
mita a unas pocas estaciones de la vasta
obra de Paz, hay una visión de conjunto
y un rastreo exhaustivo de fuentes que
hacen pensar en el esbozo fragmenta­
rio de una biografía intelectual. Pero,
sobre todo, este libro hace pensar en
una amistad que no se concreta en el
vo­luble terreno de la república de las
letras, aunque sí en el más conciliador
y equilibrado de la lectura inter-tempo­
ral de los clásicos. Ahí la grandeza de
espíritu del autor y la sagaz generosi­
dad de su crítico encuentran un terreno
más propicio para iniciar y estrechar
los lazos intelectuales.
Desarraigos
J osé S ánchez C arbó
Héctor Manjarrez, Anoche dormí en la montaña,
Era, México, 2013, 186 p.
Después de varios años, Héctor Man­
jarrez (1945) vuelve a transitar los sen­
deros de la narrativa breve con Anoche
dormí en la montaña (2013). Anterior­
mente había publicado los libros de re­
latos Acto propiciatorio (1970), No todos
los hombres son románticos (1983), Ya casi
no tengo rostro (1996) y El horror es familiar (2001). Si bien también ha incur­
sionado en el territorio de la novela, la
poesía y el ensayo, buena parte de su
reconocimiento público lo ha obtenido
por sus cuentos, como lo demuestran
los premios Xavier Villaurrutia por No
todos los hombres son románticos y el
José Fuentes Mares por Ya casi no tengo rostro.
Hijo de diplomático, melómano e iró­
nico militante de la contracultura, du­
rante su juventud recorrió varios países
europeos y radicó en Milán, Yugoslavia,
Madrid, Turquía, Bruselas, París y Lon­
dres –donde residió seis años–, para re­
tornar al convulso México de los setenta,
decisión que lo sumergió en un com­
plicado y largo proceso de adaptación.
Entrevistado por Reinhard Teichman,
explicaba que regresar a su país “fue
un desastre durante dos o tres años. No
entendía yo nada, o me negaba a enten­
der casi todo (…). Todo era muy confu­
161
so y enloquecedor. Por todas partes veía
yo masacres inminentes. Mé­xico era un
país muy difícil entonces, y yo era un
persona acostumbrada a vivir en países
extranjeros”.
Su juvenil etapa como extranjero, así
como su contacto con las culturas eu­
ropeas y los movimientos sociales y po­
líticos de su tiempo (hippyes, drogas,
rock, comunas, militancia, feminismo,
ideales, manifestaciones estudiantiles),
los ha retomado en su producción lite­
raria presentándolos las más de las veces
a través de formas irónicas o paródicas,
experimentales o realistas.
Dentro de la vertiente realista, Anoche dormí en la montaña revalida la ca­
lidad narrativa demostrada por el escritor
en cuentarios anteriores. El lector, en
principio, tendrá en sus manos un li­
bro con un excelente cuidado editorial
y una colección de doce relatos dividi­
dos en cuatro secciones: “Infidelidad”,
“Polis”, “Anoche dormí en la montaña”
y “Antaño”. Cada una de estas seccio­
nes desarrolla atractivas historias con
personajes entrañables y complejos en
las que es posible atender trasfondos
sentimentales, sociales e históricos. Es­
tas historias prueban haber sido escri­tas
con paciencia, maestría y sensibilidad
así como con honestidad, sabiduría, as­
tucia y humor.
En la primera sección, “Infidelidad”,
como el subtítulo lo indica, los dos rela­
tos narran sendos triángulos “amorosos”
civilizados, liberales, ligeramente dra­
máticos y flemáticos, es decir, contienen
162
los ingredientes necesarios para bauti­
zar la mezcla como bien londinense. Las
tramas de “La esposa y el esposo y el
amigo y el otro” y “La mujer, el aman­
te, el marido y el hermano” (títulos que
evocan una conocida película del galés
Peter Greenaway) están contadas des­
de la perspectiva masculina. Lejos del
estereotipo, los papeles representados
por los protagonistas son los del esposo
engañado y el amante que, en ambos ca­
sos, se resignan a aceptar, en ocasiones
sin cuestionar, las decisiones y las con­
diciones impuestas por sus mujeres. Es­
tos dos hombres, entre ellos un escritor
mexicano, están casi siempre dentro de
la casa. Ahí permanecen sin aspavien­
tos cuando la esposa se marcha o, en el
segundo relato, cuando una atractiva y
simpática mujer un día toca a la puerta
–una fantasía sexual mate­rializada– y,
después de un tiempo, desaparece un día
sin más explicación. Incluso ahí mismo,
en el espacio privado, donde pasaron
con sus respectivas parejas placenteros
momentos, estable­cen complicidades con
el supuesto amante o con el esposo celo­
so y devastado, según la perspectiva y el
papel que asume cada uno de ellos.
La sección “Polis” mira críticamen­
te en tres relatos, en ocasiones con ele­
vadas dosis de ironía, a la izquierda
latinoamericana mediante tres mujeres
singulares y tres geografías paradigmá­
ticas: Edna y Nicaragua; Florencia y
Cuba; Amalia y México. En “Una pura
y dura”, un corresponsal mexicano, en­
viado a Nicaragua para cubrir los pri­
meros años del gobierno sandinista y
las ofensivas de la contra, pasa una
inolvidable noche de juerga con Edna,
una imponente mujer, por su belleza, in­
teligencia y carácter, miembro de los
servicios de inteligencia sandinista. En
“Florencia en La Habana”, una joven
cineasta mexicana vive dos momentos
memorables. Primero tiene la oportuni­
dad de establecer una breve conversa­
ción con un Fidel Castro que mira a la
compañera mexicana con “curiosidad
y un poquito de sexualidad” y a quien
inevitablemente invita a hacer cine re­
volucionario. El segundo sucede días
más tarde cuando descubre en la cama
a su futuro marido, un reconoci­do dra­
maturgo cubano, con otro hombre; esto
da pie a una hilarante e inolvidable escena
de equívocos, justificaciones, amenazas
y acuerdos donde ella significa el pa­
saporte de salida de la isla. El tercer
relato, “La mujer del parque”, un ex­
plícito homenaje a Juan Carlos Onetti,
trata sobre el exilio de Amalia y, por
extensión, de cientos de sudamericanos
y centroamericanos que salieron “hu­
yendo en medio de la noche para que
los militares no los secuestraran, tor­
turaran y mataran”, para encontrar re­
fugio en México, en ese entonces “el
país menos peor de América Latina”,
y que, ante la caída de las dictaduras,
tuvieron la oportunidad de retornar a
sus países aunque algunos “no tardaron
mucho en devolverse acá, pues sentían
que se ahogaban en los lugares que tan­
to habían añorado”.
La parte que le da el título al libro,
conformada con seis relatos integrados,
quizás en algún momento un proyecto
de novela, tiene como protagonista a
Concha, una antropóloga que ya había
aparecido en otra novela de Manjarrez:
El otro amor de su vida (1999). En esta
oportunidad los cuentos narran la ex­
periencia vivida por Concha al asistir
a la celebración de la Semana Santa y
la comunión del peyote o jícuri en una
pequeña población de la Sierra Madre
Occidental. Los relatos “En el bordecito
del horizonte”, “El café París”, “Medios
y fines”, “Repetida mente”, “Una carta
de amor” y “La fuerza de la devoción”
forman una cronología de la tradicio­
nal celebración de los días santos que
termina con el Sábado de Gloria y da
inicio al “tiempo profano, que resulta
una escandalera deliciosa para los mon­
tañeses que viven en el silencio”. Este
ambiente pleno de contrastes detona en
Concha dilemas personales, profesiona­
les, filosóficos y espirituales respecto a
la religión, el papel de las mujeres en
sociedades tradicionales, la justicia, la
violencia, las relaciones de pareja, el
tiempo, la identidad y el conocimiento.
Los rituales en los que participa, las
curaciones observadas, la ingesta de la
planta mágica, como parte de un ritual
iniciático, le enseñan y hacen reflexio­
nar a tal grado que el “mundo y la vida
ya nunca volverán a ser como han sido
hasta esta Semana Santa”.
El último cuento, “Amelia”, es la
historia del amor imposible de una ni­
163
ña que junto con su familia es obligada
a abandonar su pueblo en el norte de
México con el estallido de la Revolución.
Ella recorre con su mamá y hermanos
algunas poblaciones del país enfrentán­
dose a distintas costumbres y tradiciones
en cada región. En uno de estos luga­
res conoce a su primer pretendiente, un
adolescente que le promete buscarla al
cumplir su mayoría de edad. Sin embar­
go, el constante peregrinar de la familia
lo aleja de él, llevándola hasta la Ciudad
de México donde pierde contacto con su
prometido y, por si fuera poca la pena, es
obligada a casarse con un profesor. Dé­
cadas después el desti­no los vuelve a re­
unir pero Amelia sólo logra reconocerlo
horas después cuando se han despedido
como dos desconocidos y ella lee el re­
cado que le ha entregado escrito en una
tarjeta su antiguo pretendiente.
En los cuentos de Anoche dormí en
la montaña destaca un par de aspectos
bastante relacionados entre sí. Por una
parte está un interesante y heterogéneo
grupo de personajes femeninos y, por
otra, el relato de distintas formas del
desarraigo voluntario o involuntario. En
la totalidad de los relatos la participa­
ción de una mujer es decisiva, ya sea
cuando representa a la esposa desilu­
sionada de la apatía emocional de su
cónyuge, la amante liberal que cansa­
da de la violencia huye con destino des­
conocido, la insumisa militar que lidia
contra el típico machismo de la guerri­
lla centroamericana, la cineasta desin­
hibida y enamorada de un homosexual
164
en una sociedad homofóbica, la exilia­
da nostálgica que pierde la memoria, la
antropóloga militante o la mujer de pro­
vincia emancipada de las costumbres.
Asimismo, es común que estas mujeres
encaren situaciones poco comunes en
contextos y culturas ajenas como la eu­
ropea (Londres), las latinoamericanas
(Cuba, Nicaragua, México) o las nacio­
nales (Sierra Madre Occidental y la ca­
pital para una mujer de provincia). En
ellas observamos distintas formas de de­
sarraigos (emocionales, geográficos, cul­
turales) pero, como se cuestiona Concha,
“¿puede uno real y totalmente dejar el
mundo en que creció?”
Estas muestras de la habilidad na­
rrativa y la sensibilidad social de Héc­
tor Manjarrez no decepcionarán a los
lectores que han seguido su trayectoria
y pueden ser, seguro, como indica la con­
traportada, la puerta de entrada “para em­
pezar a leer a este escritor” más com­
prometido con la literatura que con los
contratos editoriales.
Algo que declarar
José Israel Carranza
Teresa González Arce, Días hábiles, unam,
México, 2012, 140 p.
Aunque, por costumbre, podamos tener
claro que un día hábil es aquel en que
se trabaja (y uno inhábil, por tanto, el
de asueto), el diccionario establece una
definición referida exclusivamente a la
función jurídica del concepto: día hábil
es “El utilizable para las actuaciones
judiciales, que es normalmente el no
feriado, salvo en los sumarios de lo cri­
minal y en casos extraordinarios de lo
civil”. Más allá de esta distinción, aca­
so sólo atendible en los términos de su
naturaleza procedimental, debe hacerse
otra respecto a los llamados días naturales (cada uno de los cuales, según el
diccionario, consiste en el “tiempo en
que el Sol está sobre el horizonte”): los
365 del año, más uno en los bisiestos, o
bien todos los días que termine suman­
do nuestra edad cuando lleguemos al
último (sea hábil o no). Al margen de lo
que signifiquen en Derecho –y deben sig­
nificar mucho si uno se encuentra su­
jeto a un auto judicial–, los días hábiles
son aquellos que en nuestra suma final
acabarán contabilizados como el tiempo
compartido con el resto de la humanidad
en el cumplimiento de las actividades
que configuran la porción de lo cotidia­
no regida por el calendario laboral: días
en que trabajamos, hicimos trámites, fui­
mos al banco, nos dieron cita con el
dentista, estuvimos en la escuela –o
llevamos a los hijos, en su momento–,
pasamos a la tintorería y, en suma,
atendimos asuntos determinados por su
obligatoriedad y por la imposibilidad de
despacharlos en otro momento: de lunes
a viernes o hasta la mitad del sábado y
mientras haya luz de sol –no hay “noches
hábiles”, salvo, quizás, para quienes se
desempeñan en el turno nocturno–. En
nuestra vivencia de los días interpues­
tos entre un feriado y el siguiente está
restringida o ausente la libertad (o la
ilusión de libertad), generalmente reser­
vada para los días inhábiles, y por ello
tendemos naturalmente a preferir éstos:
el fin de semana, el feriado –y no se
diga el puente–, la vacación, incluso el
día de ausentarse por enfermedad, pa­
recen siempre felices restituciones del
tiempo real que nos corresponde y que
nos regatean continuamente el trajín del
trabajo, los pendientes y las rutinas (ese
tiempo apurado tan de prisa que parece
de mentiras). En la medida en que nos
marcan el ritmo para hacer todo lo que
sólo puede hacerse en ellos, los días há­
biles no nos pertenecen por completo –o
no nos pertenecen en absoluto–, y así
lo natural es que no prestemos mucha
atención a su decurso y supongamos que
lo excepcional sólo podrá acontecernos
fuera de ellos. Este libro demuestra que
no es así.
Decididos por la feliz intransigencia
ante lo consabido, y también por la certi­
dumbre de que lo extraordinario puede
tener lugar en todo instante –sólo falta
que pongamos atención–, los ensayos
de Teresa González Arce exploran las
zonas de nuestras vidas en que éstas
finalmente se hacen: espacios, momen­
tos, presencias, conductas, evocaciones
e imaginaciones que confluyen en una
inteligencia que detecta las conexiones
entre los elementos de lo habitual y lo
165
próximo para inferir un orden secreto
que la escritura desvela. Orientada por
una voluntad de encantamiento –en dos
sentidos: para procurárselo, pero tam­
bién para suscitarlo mediante las pala­
bras que le dan forma–, esa inteligencia
reconoce sus temas en la implicación
directa que tienen con la experiencia
de la autora, de tal modo que la prime­
ra persona del singular es la vía idó­
nea para examinarlos; así, conforme la
lectura progresa, vamos presenciando
cómo se detalla un autorretrato cuya
razón de ser, más que la mera fijación
de las señas de quien lo traza, consis­
te en su cualidad de espejo, como ocurre
en los mejores ejemplos de la tradición
ensayística –empezando por Montaig­
ne–: alguien que escribe teniéndose por
su principal materia y consigue, así,
interpelarnos irresistiblemente. (No es
fácil, valga decirlo, ser uno su propio
asunto: ensayar nuestras perplejidades
y nuestras dudas, nuestras comprensio­
nes, para ofrecer las explicaciones que
alcancemos, equivale a postular un mo­
do más bien inequívoco que el mun­do
tenga de imaginarnos. Podríamos, des­
de luego, proponernos mentir, fabricar
un personaje; pero lo que queda escrito
siempre tiene que vérselas con las an­
sias de verdad de quien lee, difíciles
siempre de moderarlas o cancelarlas ape­
lando a la ficción. Acaso en esto radi­
que la exigencia suprema del ensayo:
en que su hechura sólo es posible me­
diante la estipulación de un yo que ha
de ofrecerse al juicio de quien lea, y
166
en conseguir que cuanto es de nuestra
íntima incumbencia llegue también a
concernirles a los demás).
Una oficina a la que se acude para
recuperar objetos extraviados y de la
que se sale con la resolución de mirar
con más intensidad las cosas que im­
portan; cómo se llega a saber cuál es
la mejor canción del mundo, y de qué
sirve tenerlo claro; por qué no pode­
mos dejar de atisbar la intimidad que
descubre una ventana abierta, y cómo
las ventanas por las que nos asomamos
al exterior imponen al mundo una ar­
monía y unas proporciones que nos lo
vuelven más asequible; la semejanza que
hay entre el desarrollo de una amistad
y el despliegue de los pétalos de una
rosa, amores culinarios de por medio;
la ilusión del paraíso en la inminencia
del fin de semana y su disolución hasta
que, el lunes, comienza a gestarse de
nuevo; una ciudad de arena, añorada
y revisitada incesantemente en la me­
moria que jamás ha salido de ella; otra
ciudad en la que la dulzura de las apa­
riencias oculta la mirada acechante del
monstruo que es su emblema; el momen­
to exacto en que se deciden a la vez un
amor imborrable, su final irremediable
y el recuerdo eterno de su ocurrencia casi
imperceptible pero épica e inigualable;
el prodigio de ser, en el advenimiento de
la maternidad, la casa de alguien; la ra­
zonada objeción a las comidas picantes
y la enemistad firme contra los enemi­
gos del silencio; el miedo a los balo­
nazos y cómo el cuerpo sabe cobrarse
que se lo haya descubierto demasiado
tarde; por qué no conviene imaginar de
más, sobre todo si se va en un vuelo
transatlántico, o cómo la enseñanza de
la impaciencia debería suministrarse
como antídoto contra los excesos de la
imaginación; el mundo necesario que
viaja en un bolso femenino; desde el
castillo medieval de una princesa del
siglo xxi, una corroboración de que la
ciencia puede no ser sino otra forma
de superstición; por qué –y por qué
no– ha de tenérsele miedo a que nos
vaya a salir “un viejo”; por qué –y con
mucha razón– ha de tenérsele miedo
al ser fabuloso de uñas y lengua largas
que preside la oficina con su sevicia y
sus intrigas; cómo podría ponerse re­
medio definitivo a las inundaciones en
Guadalajara y, de una vez, a la catás­
trofe planetaria (y no precisamente ad­
hiriéndose a las causas ecologistas en
boga); el ensayo como un género len­
to cuyo principio es el del imán –“Al
escribir, uno siente que los minutos
corren menos de prisa, que las cosas
están hechas de materiales más tangi­
bles, que las palabras pueden aludir a
lo que nos es más cercano”–; y también
la existencia de un “observatorio inter­
no” desde cuyas alturas variables se
acaba por entender que la vida es me­
nos o más vivible por una cuestión de
distancia; y también cómo es cuestión
de distancia hallar repugnante lo que
pudo fascinar, o viceversa; la constata­
ción de que el deseo, lo mismo que el
nacimiento de una idea, precisa del si­
lencio y del detenimiento de las cosas;
los lentes oscuros de José María More­
los; la identificación del miedo por lo
que nos aguarda con la blancura de la
página intocada aún por nuestro pre­
sente; la conveniencia de regresar de
los sueños cuidándose de no extraviar el
equipaje; el anhelo de un viaje hacia un
invierno a la vez glacial y cálido; la ur­
gencia de vaciar la casa de los padres,
que fue la de la infancia y que estará
siempre en pie aun cuando el olvido
ya la derribe. Veintisiete entradas, de
títulos llana y admirablemente leales a
sus asuntos, dispuestas en tres turnos
de nueve: “Horario corrido”, “Quejas y
sugerencias”, “Vuelva usted mañana”.
Despliegue de los sentidos y consig­
nación de sus hallazgos, ponderación
de las razones que aducen la memoria
o la imaginación, recapitulación de las
inflexiones decisivas en la educación
sentimental y también de los aconteci­
mientos por los cuales ha ido modulán­
dose la capacidad de observación a la que,
en última instancia, la autora debe su
personalísima forma de concertar lo que
entiende con lo que dice (su poética), los
ensayos de Días hábiles proceden bási­
camente a partir de declaraciones –si
bien hay tres textos fragmentarios más
próximos al poema en prosa, en el sen­
tido en que su lectura busca promover
ciertos enigmas que se bastan a sí mismos
al quedar liberados a la interpretación,
antes que sujetarse al esclarecimiento
conjunto entre quien escribe y quien
lee, que es lo propio del ensayo–. Y creo
167
que es en esa querencia donde radican
los motivos de que la lectura, a poco
de comenzar (y por donde sea que co­
mience), se apreste infaliblemente a
poner la misma atención que la autora
puso a sus asuntos: al encontrarnos con
alguien que declara que desde niña le
han gustado las ventanas, por ejemplo,
queda abolida toda suspicacia y nos
disponemos a lo que sea que se des­
prenda de la confidencia. Y lo que se
desprende es una forma inédita, y pre­
ciosa como la misma declaración, de
entender aquello que inesperadamen­
te descubrimos que nos aguardaba. Ya
por eso este libro –que además tiene el
efecto casi sobrenatural de propiciar
el silencio que conviene a su lectura,
y también de ralentizar el tempo de és­
ta, tal como debió ocurrir con el de la
escritura– puede volvérsenos memora­
ble. Pero también por el obsequio que
obtendremos al apropiarnos de las for­
mas de detenerse y mirar y preguntar­
se y responderse que la autora tiene:
nuestros días hábiles jamás volverán a
ser iguales.
168
Poesía sin agujeros
Francesca Dennstedt
Luis Felipe Fabre, Poemas de terror y de
misterio, Almadía, México, 2013, 102 p.
Ya se ha comentado que el último libro
de Luis Felipe Fabre, Poemas de terror
y de misterio, presenta –en palabras de
Sergio Téllez-Pon– una poesía en rigor
mortis: el uso de dos puntos, el corte
abrupto de los versos, la reiteración, las
enumeraciones, el humor predecible y
demás recursos estilísticos tradiciona­
les de su poesía, invaden el texto con
una soltura problemática. Quiero decir:
lo que antes se presentaba como una
especie de ruptura, hoy parece ser el
espacio de lo tradicional. Utilizo esta
palabra a propósito porque el autor co­
menzó a ganarse un lugar especial en
la poesía actual mexicana al presentar­
se como un poeta que atentaba contra
la tradición, como un poeta que estaba
dispuesto a tirar el último cascarón del
tabú al piso. A mi juicio, este afán por
atentar contra la tradición es uno de los
aspectos que alimenta el ingenio de su
poesía. Por ejemplo, una de las lectu­
ras que admite La sodomía en la Nueva
España es que el travestismo genérico
–juego de disfraces entre el teatro, el en­
sayo y la poesía– resulta novedoso cuan­
do se dialoga con la tradición barroca,
estética culta por antonomasia. A su
vez, el barroco cobra sentido cuando
se piensa como una estrategia para rei­
vindicar al sodomita en la historia. En
Poemas de terror y de misterio los zom­
bis y otra clase de monstruos, como la
propia sor Juana, son las herramientas
que pretenden desestabilizar la poesía.
Pero se necesita algo más que una ca­
tástrofe zombi para sacudir el texto de
su monotonía: parecer ser que la ma­
durez poética no le ha sentado del todo
bien a Fabre.
El problema mayor del libro no es el
uso abusivo de una retórica conocida sino
que parece ser que los agujeros se han
llenado. Para Fabre, la poesía siempre
ha sido una herramienta para ensayar
la propia poesía: ¿esto que estoy leyendo es un poema?, ¿cómo se sostiene un
“bello decir” dadas las circunstancias?
En sus anteriores libros ha quedado
claro que la poesía en la actualidad tie­
ne que ser algo más que lenguaje. Qui­
zá sea cierto que Poemas de terror y de
misterio es el texto de Fabre donde me­
jor se ajusta la necesidad poética a la
realidad del mundo, sin embargo ésta
última parece devorar todo intento por
ensayar la poesía: no hay huecos –sal­
vo los que dejan los zombis– para leer
en el poema. O más bien, no me gusta
la respuesta que parece llenar el agu­
jero: la poesía ha dejado de ser lengua­
je y se ha convertido en un remake, en
película gore. Mientras que en La sodomía… Fabre apostaba por travestir
la poesía, por hacer un juego transge­
nérico donde lo barroco y el sodomita
fueran los principales participantes, en
Poemas de terror y de misterio la apues­
ta queda en manos de seres putrefactos
y en un par de rimas desgastadas. Por
otro lado, en el texto, se deja entrever
una necesidad meramente mercantil, una
voluntad por convertir la poesía en un
best seller. No me queda del todo cla­
ro hasta qué punto Fabre pensó el tema
de lo comercial. De entrada, no hay un
diálogo con el género del best seller ni se
nos presenta como una estrategia para
desmantelar el poema: los zombis apa­
recen porque pueden aparecer. Y es
justo en este punto donde el libro co­
mienza a funcionar un poco.
Al igual que en el cine gore, Fabre
se aprovecha de los códigos visuales del
zombi para hacer del miedo un exceso
risible. Cuando hablo de miedo no me
refiero a estos monstruos sino a la situa­
ción específica de violencia que se vive
en México: “ahora setenta mil zombis
asolan México según cifras oficiales”.
El zombi representa a la humanidad
desconocedora de sí misma, ese miedo
a perder toda idea de sujeto y perderse
en la colectividad. El zombi es un ser
que ya no busca el placer sino la ne­
cesidad, que representa el estado pu­
trefacto de las cosas. Fabre nos indica
que somos muertos vivientes acostum­
brados a vivir en un estado de alerta
constante, una alarma que se ha con­
vertido en mera ficción narrativa:
Dicen
que los zombis
son una estrategia del narco
para aterrorizar al gobierno. Dicen que
los zombis son una estrategia del gobierno
169
para
aterrorizar
a la población. Dicen que los zombis son una
estrategia
de la población para aterrorizar al narco. Dicen
que los zombis son una estrategia del gobierno
para aterrorizar al gobierno. Dicen
que los zombis son una estrategia
del narco
Dentro de la catástrofe zombi, una
de las preguntas clásicas es: ¿saben los
zom­bis que están muertos, que son zom­
bis? En Poemas de terror y de misterio
pare­ciera que la respuesta es no, que el
zom­bi se erige como articulación del
cambio. Evidentemente no estamos ha­
blando de un cambio en la realidad
sino en la escritura. En su ensayo Filosofía zombi, Fernández Gonzalo habla
del zombi como un problema de escritura,
como una manera de infectar nuestros
códigos culturales y sus signos para
pensarlos nuevamente. El zombi como
articulación del cambio: no se sustituye
lo viejo con lo nuevo sino que se frag­
menta, se recompone. Así, el zombi se
erige co­mo una nueva forma de pensar
la poesía, el poema sobre la violencia:
Últimas noticias: cerca de ochenta personas
que se manifestaban en pro de los derechos
de los zombis
frente a las puertas de Palacio Nacional
fueron devoradas por una horda de muertos
vivientes
sin que la policía ni el ejército interviniesen
en su auxilio.
La burla y el carácter zombificado
170
no sólo del espectador sino del propio
poeta que se entrega a esa horda de se­
res putrefactos, de poesía sin agujeros.
Es evidente que Fabre se preocupa por
el destino de la poesía. De alguna ma­
nera, intuye que no puede desligarse
totalmente de la violencia en México,
pero hacer un poemita más de este tipo
parece absurdo: propone un cambio,
una literatura z; es decir, apuesta por
un pop real, intenta borrar la línea entre
alta cultura y cultura popular. El proble­
ma está en que ya no hay una propuesta
formal: el poema se ha sacrificado ante
la tradición para entregarse, sin medir
consecuencias, a este famoso pop de lo
real. A mi juicio, debe de haber otro
camino donde el fondo no sacrifique a
la forma.
Un último aspecto llama mi atención.
Hay un poema titulado “El poema de
mi amiga”, que habla del interés del pú­
blico por este nuevo género de la poe­
sía mexicana: el poema de violencia. La
amiga interroga a la voz poética: “¿qué
a ti no te importa lo que pasa en este
país?” Le recrimina su falta de lágri­
mas y deduce que el poco interés en
los secuestrados, en los desaparecidos,
se debe a simple envidia: la voz poé­
tica no puede escribir un poema so­
bre la violencia. Poemas de terror y de
misterio es una respuesta a ese poema;
parece ser que todo se resume a la im­
posibilidad de escribir la violencia, de
contar los muertos con versos y rimas.
El poema llama mi atención porque no
sé si la voz poética, que a estas alturas
bien podemos identificar a Fabre en ella,
se ha entregado con resignación a la
nueva moda y ha escrito su poemita so­
bre la violencia o erige la resistencia al
convertir el horror en risa. Ninguno de
los dos puntos me convence: me niego
a pensar en Fabre como un poeta entre­
gado a la tradición, que ha dejado de
ser propositivo, pero tampoco encuen­
tro una resistencia satisfactoria. Fabre
necesita sacudir su poesía de ese rigor
mortis. Mientras tanto, espero con an­
sias su siguiente trailer.
El orgullo criollo
Gabriel Wolfson
Álvaro Enrigue, Valiente clase media.
Dinero, letras y cursilería, Anagrama,
México, 2013, 191 p.
En su cuento “¿Por qué?”, cuyo título
ya resulta sospechoso, Bernardo Cou­
to narra la historia, las razones, de un
suicida: aburrido, desapasionado, inca­
paz de consagrarse más de unos cuantos
días a ninguna actividad, pasa por la
mundanidad de los clubes, la emoción
del juego, los “placeres intelectuales”
y los sexuales, hasta que encuentra a
una mujer que lo ama. El problema es
que él no, así que intenta varias cosas:
quererla, amoldarse a la vida hogare­
ña, despreciarla. Al final se suicida,
pero, a diferencia de “Blanco y Rojo”,
otro cuento de Couto donde el hastiado
protagonista sí prueba todo lo imagina­
ble antes de terminar asesinando a su
novia, en “¿Por qué?” el héroe se ami­
lana frente a una de las opciones que
él mismo concibe: “Llegué al grado de
pretender recurrir a lo cómico, dicién­
dole que me engañara o suplicando a
un amigo la sedujera para remover algo
en mí.” La frase siguiente es, según yo,
el tributo que Couto pagó a la cursile­
ría modernista mexicana: “El temor del
ridículo únicamente pudo detenerme”,
tributo reforzado por la enorme canti­
dad de lágrimas y fríos corazones de
los párrafos finales del cuento, como en
ninguna otra página de su obra.
Sin las lágrimas, la cursilería de Cou­
to parecería de distinto orden a la de
Darío, Gutiérrez Nájera, Carreño, sor
Juana y los jesuitas novohispanos del
xviii, objetos del libro de Enrigue. Si
en algo se engarzan personajes, épocas
y condiciones tan diferentes es en lo
aspiracional de su cursilería. Pero bien
vista, la de Couto pertenece a la misma
lógica –como tal vez todas las cursile­
rías, propias y ajenas–: el límite chaba­
cano que le impone a su protagonista,
ese temor al ridículo tan prístinamente
clasemediero y que termina mordién­
dose la cola de la ridiculez, puede leer­
se como el anhelo de no abandonar del
todo su nicho burgués, pese a las tantas
bravatas en su contra, escritas y vivi­
das; una última gota de urbanidad, ele­
gancia o pudor que chirría al reunirla
171
con los gruesos paraísos artificiales y
demás fugas del filisteísmo practicadas
por Couto. Anhelos, aspiraciones: si no
recuerdo mal, Roberto Bolaño dijo que
todo escritor persigue fama, dinero y
lectores, en ese orden. El libro de En­
rigue ofrece ilustraciones que lo confir­
man: de los criollos novohispanos que
poseen riquezas materiales y con ellas,
cursi, candorosamente, buscan hacerse
de legitimidad, a los mestizos decimonó­
nicos que controlan la mesa del juego
simbólico pero se quedaron sin dinero
que apostar y lo persiguen en mansio­
nes de seudomecenas o en redacciones
de periódicos. Lo común es, pues, una
aspiración, bajo distintos niveles de an­
siedad o desboque, desde este o aquel
lado del dinero, desde el más acá o el
más allá del prestigio.
Las mejores páginas del libro comien­
zan a la mitad, con el tercero de sus
cinco ensayos, “La mente de Carreño”.
Enrigue no se ha limitado, como hici­
mos varios, a leer el Manual de urbanidad a la luz de Foucault y González
Stephan (aunque me desconcierta, en
esa línea, la ausencia de Norbert Elias,
el gurú de la reflexión sobre los moda­
les civilizatorios), ni en todo caso como
el libro más divertido de la literatura la­
tinoamericana del xix, acaso junto a los
de Machado de Assis. Además inves­
tiga sobre la vida de don Manuel Antonio
para no verlo como una casilla vacía,
el inmejorable emblema de lo claseme­
diero, y en cambio sí brindar sus singu­
laridades: su condición de hijo natural,
172
exaltada por su arrebatado tío Simón
Rodríguez como “garantía de pureza
rousseauniana”; su rechazo justamente
a las ideas de ese tío; la increíble vida
de su hija, la pianista Teresa Carreño,
con quien Manuel Antonio fue a cenar
a la Casa Blanca ocupada por Lincoln, a
quien llevó con Liszt pero rechazó que
éste fuera su maestro de piano cuando
ya la había aceptado como discípula,
“asombrado con su talento”, y quien
casó cuatro veces. Enrigue logra enton­
ces, derivada de su observación precisa
y no de la glosa teórica, una magnífica
descripción de la clase media hispano­
americana, que ocupó incluso buena
parte del xx, al menos hasta los años
sesenta: “Se trata de una clase media
urbana que, desde fines del siglo xix, ha
mantenido en movimiento las economías
de la región sin abrazar por com­pleto
la modernidad laica, pero promoviendo
activamente un tratamiento liberal de
las finanzas tanto públicas como privadas:
comunidades de empresarios, arrenda­
dores urbanos y altos empleados públi­
cos y privados que siguen yendo a misa
los domingos; grupos defensores, tal vez
sólo por supervivencia, de la libre em­
presa, el ahorro y el orden público; pa­
sajeros de la ciudad que toleran a la
clase política sin identificarse con ella
y que resisten la noción de la distri­
bución de riqueza desde un Estado de
bienestar, pero que al mismo tiempo
llevan sobre los hombros la mayor car­
ga fiscal de los países en que viven.”
Lo que tenemos es, insisto, una ca­
racterización no sencillamente abstracta,
no una sexy paráfrasis de ninguna teoría
aplicable al mundo entero, sino la preci­
sión, la complejidad del matiz, la opaci­
dad de lo histórico: Enrigue comprende
muy bien que Carreño acarrea un peso
“feudal”, premoderno –siendo que ha­
bíamos leído el Manual como el summum
del proyecto racional decimonónico–,
y que eso introduce, como digo, nota­
bles matices en la descripción usual de
lo burgués, sea que escojamos la de la
burguesía puritana, empresarial y aho­
rrativa –de la que po­co hubo al sur del
Río Bravo–, sea que optemos por la bur­
guesía hedonista, elitista y despilfarra­
dora, tan propia de nuestros días y que,
en cierto sentido, bien podríamos decir
que comienza con Darío y su época.
En Carreño, pues, tal como lo hace ver
Enrigue, se dan la mano ambas face­
tas junto con el resabio hispánico. De
ese modo, por una parte, se explica la
exhaustividad delirante del Manual, su
exceso tautológico o beckettiano, y también
su elitismo inicial (aunque terminara sien­
do leído por todo mundo, el Manual se
ofreció para un público muy restringi­
do: la élite masculina): una vez perdido
para siempre el “mito que consagraba”
la identidad de los criollos, nuevo gru­
po en el poder tras las independencias,
hubo de proponerse otra fantasmagoría,
ahora no sanguínea, que diera legitimi­
dad a su dominio: digamos, la nueva
nobleza del pañuelo y la flor en el ojal.
Por otra parte, se sostiene lo que sugie­
re Enrigue: no fueron tanto los escri­
tores revolucionarios –cierta gauches­
ca, el primer Sarmiento, Heredia, fray
Servando, Simón Rodríguez– quienes
produjeron el imaginario burgués his­
panoamericano, sino ciertos no­velistas,
poetas y los carreños, “los ideólogos de
esta biblioteca hispanoamericana no re­
conocida como tal”, pues en ellos se
aliaba la lógica fría del capital con el
conservadurismo tibio de los abuelos.
Que en el Manual pueda leerse esa ló­
gica del capital latiendo bajo cada in­
ciso no supone ninguna “superación”
completa del viejo orden, sino su rein­
vención, de la que derivaría una bur­
guesía latinoamericana dominante: no
la industriosa –dirían ahora, monstruo­
samente: la emprendedora– y próxima
al ascenso, la movilidad social, sino la
comerciante en pos del mantenimiento
del statu quo.
En un tránsito hacia el pasado, los je­
suitas del siguiente capítulo de Valien­te
clase media aparecen como el puente
entre tener y no tener: si sor Juana, co­
mo se apuntó arriba, ilustra el momen­
to donde los criollos poseen dinero y
quieren manejarlo para hacerse de le­
gitimidad, y Carreño construye su hi­
larante legitimidad a ver si puede hacerse
de fondos que la respalden –aunque
murió en la pobreza, como informa En­
rigue–, los jesuitas emergen como la
clase que lo tenía todo, bienes, biblio­
tecas, influencia, un proyecto político,
hasta que, digamos, dejaron de tenerlo
con la subrepticia expulsión ordenada
por Carlos III: son figuras de pronto
173
despojadas no sólo de su casa o sus
libros sino de su lugar en el mundo,
sacudidas por un trastorno que nadie
preveía; yo diría: juniors a los que, en
una mañana, todo les embargan. Enri­
gue es muy acertado al tejer un ensayo
donde sobresale una especie de razón
burocrática en los jesuitas exiliados,
devenidos de golpe promotores turísti­
cos de sus antiguas ciudades y, en es­
pecial, promotores de sí mismos. Ahí,
me parece, se abre una razón instru­
mental, donde los criollos se presentan
como los mejores mediadores posibles,
los traductores por antonomasia, que
recorrerá un buen trecho del xix: co­
nocen las altas letras pero también las
altas y arduas montañas americanas,
tienen la misma teoría civilizatoria que
los europeos pero saben de las difi­
cultades concretas de lidiar con incas
o gauchos: de los jesuitas del xviii al
Bolívar que entre república y dictadu­
ra opta por la última, confiado en que
unos pocos criollos podrán administrar
mucho mejor los nuevos países, hay
una vía directa.
Hacia atrás, hacia sor Juana, la vía
es también directa, aunque creo que la
cursilería mengua conforme retrocede­
mos. En el más sugerente, paciente,
atractivo y, diría yo, conmovedor de los
ensayos, Enrigue describe un tiempo
concreto donde el crédito, la capacidad
–¿y temeridad?– de hacer abstracción
del dinero y cortar sus amarras con lo
material, esos primeros momentos de
flujos e intercambios virtuales, le supo­
174
nen a la Nueva España una superiori­
dad notable de poder y de modernidad
con respecto a la metrópoli, poder, cla­
ro, que de ahí en adelante será limitado
cada vez más desde el flanco político
y administrativo. Por ello, quizá, por la
confianza que brindan unas cuentas es­
plendorosas la cursilería decae, apenas
bocetada en ese orgullo criollo que, a
partir de entonces, irá acumulando agra­
vios, rencores y fracasos, pero que para
sor Juana aún emerge con la naturali­
dad suficiente como para incluso ha­
cerlo parte del sistema metafórico del
erotismo: “al definir las relaciones eró­
ticas como operaciones financieras, la
poeta postula que tiene control sobre un
lenguaje que abruma, angustia y confun­
de a sus colegas metropolitanos: tiene
un conocimiento que ellos no tienen.
Es un pequeño, delicioso gesto de su­
perioridad”. Superioridad, es cierto, des­
lizada sutilmente, con precaución, por
ser mujer sor Juana y habitante de la
Colonia, como bien argumenta Enrigue,
de la misma forma que alerta contra
esa tendencia actual de “descentrar”
o marginar a todo el que se deje: “No
es, bajo ninguna circunstancia, que sor
Juana calificara como lo que la teoría
poscolonial escrita en inglés y sobre la
experiencia colonial británica considera
un ‘subalterno’.” Al final, el hilo cen­
tral del ensayo de Enrigue confluye con
una de las ideas que mejor han expli­
cado la asombrosa y ostentosa destreza
técnica de muchos barrocos novohispa­
nos: fuera dinero o pirotecnia verbal,
se trataba de “acumular influencia utili­
zando capitales –económicos y simbóli­
cos, diría yo– como medida de presión”.
Los dos primeros ensayos, en cambio,
me parecieron mucho menos interesan­
tes, como si hubiesen sido escritos sólo
para completar un pequeño conjunto
entonces publicable como libro. Sobre
todo el primero, dedicado a Darío, ofre­
ce una simpatía autocomplaciente que
los otros no necesitaron, así como una
lectura según yo errónea o muy forza­
da de Díaz Dufoo, hijo, y su “Ensayo
sobre una estética de lo cursi”; y este
y el segundo, sobre Gutiérrez Nájera,
engrandecen retóricamente una idea
–que los modernistas eran muy cursis–
ya muy comentada: ¿o es que alguien
sigue leyendo a estos poetas en tanto
sinónimos de refinamiento auténtico?
¿No la grandeza, el “virtuosismo” de
Darío existen no a pesar de su cursile­
ría sino en parte gracias a ella? En fin,
no quiero extenderme en estos ensa­
yos, el peso de los tres restantes me es
suficiente para aquilatar Valiente clase
media como un libro que no se confor­
ma ni mucho menos con la “escritura
no académica” de asuntos académicos
y que, al contrario, desde la investiga­
ción real y concreta, ofrece verdaderas
lecturas novedosas no basadas única­
mente en el ingenio o la ocurrencia.
(Nota final: ¿qué curiosa coedición
es esta? El libro va amparado por una
buena cantidad de logos: la Universidad
Autónoma de Nuevo León, el Claustro de
Sor Juana –hasta ahí muy bien–, Ana­
grama/Colofón, la “Cátedra Anagrama”
de la uanl –¿algún crítico furibundo
de, yo qué sé, Bolaño o Vila-Matas se
animará a mantener su ferocidad si
quien lo invita es la Cátedra Anagra­
ma?– y, por último, una tríada fantásti­
ca: Círculo Editorial Azteca, Proyecto
40 y Fundación Azteca, las tres marcas
registradas, como bien se nos advierte
en la hoja legal, de tv Azteca s. a. de c. v.:
¿no será el signo final, el track fantas­
ma de la cursilería sobre la que tanto
se habló en el libro? ¿El capital que
produce algunos de los programas no
más cursis sino más vergonzantes y ra­
cistas de nuestro país patrocinando un
libro que analiza esos fenómenos? ¿El
capital querrá ahora, cursimente, aco­
modarse un poco la camisa y limpiarse
el exceso de maquillaje patrocinando
literatura? ¿O quizás exagero y en rea­
lidad nadie de tv Azteca leyó ni leerá
nunca jamás el libro de Enrigue, y por
tanto, al menos a conciencia, no hay
contradicción ninguna?)
Hacer aviones de papel
Juan Carlos Reyes
Jorge Carrión, Librerías, Anagrama,
Barcelona, 2013, 342 p.
En 1949, el antropólogo Clyde Kluckho­
hn publicó por vez primera su clásico
175
libro Anthropology, pero fue hasta 1974
que el Fondo de Cultura Económica
editó la traducción que tengo sobre el
escritorio al escribir estas líneas. El
autor realiza una metáfora que recor­
dé someramente mientras avanzaba mi
lectura de Librerías. Kluckhohn advier­
te el peligro de confundir un mapa con
el territorio que está cartografiando, de
confundir la representación con aquello
que representa. La idea cobró fuerza
gracias a que al leer Librerías me fue
imposible disociar lo que es una libre­
ría –en su sentido más material– y aquello
que representa para todos los actores que
interactúan con ella: libros, libreros, au­
tores, clientes, lectores, comunidades,
imaginarios, culturas, calles, esquinas.
Vidas enteras dedicadas a los libros y
su mortal existencia, de la que cada ma­
pa será distinto y nunca será capaz de
solidificar un recorrido único.
Jorge Carrión (Tarragona, 1976) ha
publicado, entre otros títulos, la nove­la
Los muertos (2010), los libros de viaje La
brújula (2006) y Australia. Un viaje (2008),
y ensayos como Viaje contra espacio.
Juan Goytisolo y W.G. Sebald (2009) o
Teleshakespeare (2011). Su más reciente
publicación, Librerías, fue Fi­nalista del
41º Premio Anagrama de En­sayo e inten­
ta algo que recuerda de cierta manera a
lo propuesto por el an­teriormente men­
cionado Kluckhohn: combinar mapa y
territorio, más no confundirlos. Ávido
viajero y evidente bibliófilo, Carrión tra­
za un mapa geográfico e histórico a la
vez que escribe las coordenadas de una
176
cartografía íntima en donde deja claro
que muchos de los lugares que visita
son casi abstracciones y otros tienen una
materialidad que no puede ser desdeña­
da y que habla por sí sola, que se hace
manifiesta cada vez que pisa el suelo
de madera, toca los anaqueles, el papel,
los libros, o habla con libreros bajo el
cobijo de casas que fueron antes libre­
rías o gasolineras que ahora lo son.
El texto de Carrión se presenta como
un ensayo pero no es sólo eso, sino
también un libro de crítica cultural,
un libro de viajes que podría servir de
guía por diversas librerías del mundo,
un diario de viaje que se esconde tras un
conjunto de crónicas y anécdotas sobre
libreros, libros y autores. Me resul­
ta claro que un libro bajo el título de
Librerías tendría que hablar de todos
los participantes que giran en torno a
dichos recintos, pero me queda la sin­
cera duda si más de treinta epígrafes
y una cantidad asombrosa de nombres
de autores, libreros, librerías, calles, ciu­
dades y países borran un poco el estilo
ensayístico del libro y lo ponen en pe­
ligro de convertirse en un texto erudito
de referencia sobre la historia de las
librerías. Tal vez la intención del au­
tor es doble y entonces esté lograda a
cabalidad.
Con catorce capítulos, el libro sin
duda propone un viaje. El propio au­
tor afirma que durante muchos años
concibió su visita a diversas librerías
del mundo como un peregrinaje en el
que, cada vez que entraba en alguna de
ellas, algo o alguien sellaba un pasa­
porte imaginario en el cual no bastaba
contar con el sello de la librería, sino
que el estampado tenía que ser prome­
sa de retorno. “Fue en la Librería del
Pensativo, de Ciudad de Guatemala
donde recogí el primer sello”, confiesa
Carrión. Su viaje es histórico y geográ­
fico a la vez que autobiográfico. Parte
de sí mismo para viajar a las librerías
más antiguas del mundo y terminar en
las librerías virtuales, tema en el que
considero no se extiende lo suficiente,
especialmente si se toma en cuenta la
importancia que tiene hoy en día el fe­
nómeno. En su recorrido aparecen li­
brerías internacionalmente famosas como
Shakespeare & Company o aquellas
que fueron bastiones políticos en épo­
cas de dictadura y represión. Transita
igualmente por un viaje a lo largo y an­
cho –literalmente– de los Estados Unidos
y se detiene románticamente en París
como capital innegable de librerías y
libreros. Y, en este recorrido, el autor
está consciente de que por más exte­
nuante que sea su viaje “no se habla
más que de ejemplos, de excepciones
de un mapa y una cronología de las li­
brerías que es imposible reconstruir”.
Pero con esas excepciones Carrión
crea un camino que pretende pasar por
los ejemplos más relevantes, por aque­
llos que sería mejor llamar excepcio­
nes. Entre las que más atención pone
se encuentra la parisina Shakespeare
& Company, de Sylvia Beach, de cuyo
nombre George Whitman sacara réditos
años después bajo un halo de misticis­
mo, cuyos empleados –se dice– traba­
jaban a cambio de alimentos y un lugar
donde dormir. Transita por la librería
Strand, de Nueva York; La Librairie
des Colonnes, de Tánger; Stanfords, en
Londres; Antonio Machado, en Madrid;
City Lights y Green Apple Books –una
de sus favoritas– en San Fransisco, o
las librerías del Fondo de Cultura Eco­
nómica en la Ciudad de México.
El recorrido de Carrión explora a
fondo, y la considero una de las carac­
terísticas más interesantes del libro, su
propia relación con los libros. Quizás
es algo en lo que no nos detenemos a
menudo a pensar. ¿Quién nos dio nues­
tro primer libro? ¿Qué fue lo primero
que compramos en una librería? ¿Qué
lecturas de nuestra infancia siguen
pre­sentes tanto o más que el último li­
bro que leímos? ¿A qué librerías acu­
dimos en busca de regalos y a cuáles
en busca de libros para la biblioteca
personal? Carrión contesta cada una
de estas preguntas a lo largo de su
texto. Para él, la entrañable relación
con los libros que finalmente lo llevó a
escribir Librerías proviene de la infan­
cia y la adolescen­cia, “épocas en que
uno se vuelve amante de las librerías”.
Además de esa pasión por las librerías,
tuvo la fortuna de que su padre traba­
jara por las tardes como representante
del mítico Círculo de Lectores. Su casa
se llenaba de cajas y cajas de libros, de
paquetes destinados a domicilios cer­
canos a los que acompañaba a su pa­
177
dre. Los libros eran tan importantes en
su infancia y adolescencia que decidió
dedicar parte de su vida a ellos, no en
balde afirma que la biblioteca personal
“puede leerse, si no como un correlato
de [la] vida entera, al menos como un
paralelismo de su construcción como
personas durante la juventud, cuando
esa posesión es decisiva”.
Porque es difícil saber si lo que uno
recuerda en realidad fue así o simple­
mente lo hemos construido de nueva
cuenta al recordarlo, las librerías de las
que habla Carrión no son realmente
las librerías de las que habla sino cons­
trucciones propias que elaboró toman­
do notas en sus travesías, repensando
y rememorando sus viajes y conversa­
ciones. De visitar las mismas librerías,
de lograr hacer el mismo recorrido que
plantea el autor, el nuestro sería un via­
je completamente diferente, pero por eso
mismo sería igualmente fantástico. Co­
mo lo ha dicho Umberto Eco, ni los li­
bros ni las librerías se pueden predecir;
no se puede trazar una ruta segura por
ninguno de los dos. “La verdadera lec­
ción de Moby Dick es que la ballena va
donde quiere”, dice Eco.
Uno de los primeros epígrafes del li­
bro proviene de Los poderes del lector,
de Carlos Pascual: “Una librería no es
más que una idea en el tiempo”, y per­
cibo que Carrión, a lo largo del su libro,
intenta ser fiel a esta idea. Habla con
un cariz casi borgiano “sobre el mundo
como librería y la librería como mun­
do”, de la librería como un lugar ima­
178
ginario en el que se reúnen imaginarios
colectivos que sobrepasan las paredes
de los edificios y permean en socieda­
des más o menos letradas, en culturas
más o menos apegadas al libro. Como
lo dice el propio autor en una entrevis­
ta: “Lo que intento es eso, analizar las
mutaciones de la idea de librería en la
historia y aderezarlo como algo que va
más allá de las encarnaciones concre­
tas.” De ello me parece inevitable pre­
guntar, ¿qué lugar ocupan las librerías
contemporáneas en la cultura actual?
Creo que la librería como imaginario
se ha transformado en parte en un mito
cultural, en un monumento citadino com­
pletamente distinto –en especial por sus
funciones y actores– a las bibliotecas o
museos. Lugares que toman el pulso a
expresiones casi intangibles como la
memoria, el olvido, la literatura o el
ánimo de una población.
Por otro lado, es sumamente intere­
sante la relevancia que el autor otorga
a la librería como espacio físico. Lugar
en el que se reúnen las más variopin­
tas “multitudes” –por lo menos a lo
largo de los años– a compartir cierto
sentido de comunidad que los anaque­
les llenos de libros permiten. Algunos
irán a buscar un regalo; otros, en una cru­
zada, en busca de un libro para una te­
sis; algunos más por una largamente
postergada recomendación de ese gran
lector que todos los que aman los libros
tienen por amigo. Carrión apunta que es
en las librerías en donde la literatura se
vuelve más física y, debido a ello, ma­
nipulable, palpable en las pastas y el
papel que representan la encarnación
más física de autores que nunca vere­
mos y cuyas motivaciones más íntimas,
las cuales han hecho que tengamos ese
libro en las manos, siempre nos serán
veladas. Las librerías son, sin duda, un
lugar de encuentro de personas, ideas,
tradiciones, cánones, pero sobre todo y
por encima de cualquier cosa, libros.
El autor habla de las librerías como “el
espacio donde, barrio a barrio, pueblo
a pueblo, ciudad a ciudad, se decide a
qué lecturas va a tener acceso la gente,
cuáles se van a difundir y por tanto van
a tener la posibilidad de ser absorbidas,
desechadas, recicladas, copiadas, pla­
giadas, parodiadas, admiradas, adapta­
das, traducidas. En ellas se decide gran
parte de la posibilidad de que influyan”.
Y ése, me parece, es el destino final de
un libro, su influencia encarnada en un
sinfín de posibilidades. Si la librería,
como anotaba antes, puede bien ser una
mera abstracción, es mucho más seguro
que se trate de “una red inabarcable de
objetos, de cuerpos, de materiales, de es­
pacios”.
Cuando Carrión se refiere a las mu­
chas librerías por las que ha pasado en
sus variados viajes, regularmente presta
igual atención al establecimiento como a
sus dueños y libreros. Para el autor esta
figura es de vital importancia, no por
nada comienza su libro con un relato
sobre uno: “Mendel el de los libros”,
de Stefan Zweig. Como lo ha escrito Ro­
ger Chartier en uno de sus varios textos
sobre la historia del libro y la lectura,
en gran medida fueron los libreros, de
la mano de los impresores, quienes ge­
neraron el comercio formal de libros.
En muchas de las librerías que Carrión
señala, los dueños de los estableci­
mientos cobraron un papel preponde­
rante debido a que fungían también
como libreros, como aquellos hombres
y mujeres que conocían sus estanterías
como mapas por los cuales dirigir la vi­
sita de compradores, al punto de guar­
dar libros o ediciones especiales para
clientes regulares o escritores que se
nutrían de sus anaqueles. ¿Será que hoy
sigue existiendo la figura del librero?
Me gustaría aventurar una respuesta
positiva, pero como cualquier práctica
expuesta al paso del tiempo, ésta ha te­
nido que mutar. Son pocos los dueños
de las librerías contemporáneas que es­
tán presentes para aconsejar y discu­
tir títulos con sus clientes, y aquellos
empleados de las librerías actuales no
siempre desempeñan el papel de libre­
ros, sino de normales dependientes que
bien podrían estar vendiendo ropa o
juguetes en lugar de libros. El extremo
absoluto sería el algoritmo de amazon.
com, cuyas recomendaciones están ba­
sadas en tus anteriores compras o “gus­
tos” registrados.
Me queda claro que Librerías es un
recorrido anecdótico y casi romántico
sobre varias de las librerías favoritas de
Carrión, pero me hubiera gustado tam­
bién leer un poco más sobre la librería
como práctica económica, es decir, so­
179
bre los pormenores que la cultura del
libro, las librerías y la lectura han te­
nido que enfrentar en los últimos años.
Por supuesto, no pediría un análisis de
los niveles de lectura o la pertinencia
de la publicación de tal o cual tipo de
libros, pero creo que si en algún mo­
mento el autor llega a preocuparse por
la materialidad del libro y las librerías,
eso necesariamente debería incluir una
mirada más aguda sobre el tema. Por
ejemplo, no es una casualidad que de
diez de los más grandes conglomerados
editoriales seis se encuentren en los Es­
tados Unidos: Random House, Penguin
Putnam, HarperCollins, Holtzbrinck Pu­
blishing Holdings, Time Warner y Si­
mon & Schuster. De ninguna manera
esperaba un análisis cuantitativo sobre
libros, autores, librerías o ventas, pero
creo pertinente una reflexión sobre la
visibilidad que las librerías contem­
poráneas dan a ciertos libros, en las
cuales la “mesa de novedades” se con­
vierte en una tabla de salvamento inal­
canzable para los libros de editoriales
pequeñas o independientes.
A decir de Carrión, en una entrevis­
ta, “ahora mismo habría, básicamente
dos modelos [de librería] a muy gran­
des rasgos. La librería independiente
tradicional y la gran superficie que se
parece en Los Ángeles, Tokio, Pekín o
en Río de Janeiro, la librería especta­
cular”. De las primeras, todos tenemos
alguna preferida, pero de las segundas
sería iluso elegir una sobre otra, ya que
todas son casi idénticas. Otro arqueti­
180
po de estas librerías serían aquellas
que corresponden, en parte, a lo que
se ha llamado desde hace algún tiempo
la “monumentalización de la cultura”.
Enormes edificios de arquitectura con­
temporánea o edificios antiguos “remo­
delados” –de los que rara vez queda algo
más que el cascarón de lo que alguna
vez fueron– en los que conviven libros,
discos, películas, carteles, juguetes,
souvenirs, playeras y otra enorme can­
tidad de objetos.
Para concluir, me remito a la que
considero una de las novelas más tras­
cendentales del siglo xx. Auto de fe, de
Elias Canetti, fue publicada en 1935 con
su título original, Die Blendung, por Her­
bert Richner en Viena. El protagonista,
el Doktor Peter Kien, filólogo y sinólogo
alejado de la vida cotidiana, es privado
de su biblioteca por Therese Krummholz,
ama de llaves con la que impulsiva­
mente contrae matrimonio. Privado del
acceso a su casa y, por lo tanto, de los
libros que tanto atesora, se ve obligado
a cargar con el recuerdo de todos sus
volúmenes, que al borde de la locura
imagina de verdad cargar consigo. Tan
seguro está de andar por el mundo con
su biblioteca a cuestas que contrata a
Fisherle, un enano jorobado que sueña
con ser campeón mundial de ajedrez,
para que le sirva de ayuda al cargar y
acomodar su imaginaria biblioteca per­
sonal a dondequiera que llega. Traigo
a colación la novela porque creo que
guarda una relación velada con el via­
je autobiográfico que Carrión plantea
en Librerías. No podemos cargar con
todos los libros que nos han marcado
a lo largo de nuestra vida, ni recordar
en qué librería compramos cada uno de
los textos pero, paradójicamente, nos
acompañarán siempre sin importar el
destino que nos aguarde.
Más allá del mar
y la prosopopeya
Victor Roberto Carrancá
Francisco Tario, La desconocida del mar y
otros textos recuperados, Ficticia Editorial,
México, 2013, 162 p.
Recuerdo cuando descubrí los Cuentos
completos de Francisco Tario. Aunque
el suceso aconteció hace ya tantas no­
ches, no dejo de sentir una nostalgia,
súbita y punzante.
Nostalgia de saber que nunca volve­
ré a descubrir esos cuentos y nostalgia
porque es un sentimiento inherente (a la
par de ese humor tan ácido) a su obra.
Mario González Suárez asegura que
existe una secta secreta de gente que
regala libros de Francisco Tario. Los
miembros, ignorantes de pertenecer a
ella, son expulsados al descubrirla.
Debo confesar que nunca he entendi­
do esta paradoja; sin embargo, a partir
de la lectura de los cuentos que com­
ponían los dos tomos (y que presumí,
según me dictó el título, sus cuentos
completos) sentí, además de la obligada
resaca que generan sus textos, una pér­
dida.
Hay libros que duelen y duelen, jus­
tamente, cuando entendemos que sólo
pueden leerse una vez.
Es así que, después de tantas noches
en las que Tario se convirtió sólo en in­
fluencia, en imperio narrativo o curiosi­
dad académica, descubro la existencia
de otros cuentos, restos de aquella marea
editorial que a veces devuelve lo que sus
aguas se habían llevado.
La dicha de saber que uno puede
volver a leer, por primera vez, un relato
soliTario.
Ciertamente, La desconocida del mar
no tiene la fuerza de otros libros del au­
tor como La noche o Tapioca Inn. Mansión para fantasmas; pero la esencia
tariana, aquel desconcierto y extrañeza
que genera la lectura, está presente en
esta antología de “textos recuperados”.
Los cuentos se presentan como un
repertorio de prosopopeyas fantásticas
que reafirman que su autor es una ex­
quisita rareza. Protagonizados, igual por
objetos inanimados que por personajes
que resultan, de cierta manera, obje­
tales, La desconocida del mar exhibe
un catálogo de perversiones (si es per­
misible el uso de esta palabra, como
asociación al sentimiento de culpa que
generan) que hacen de Tario un autor
único dentro de los cánones literarios
que apuntaban, exclusivamente, a la
mexicanidad.
181
Es difícil colocarse en un punto de­
terminado (como receptor de este libro)
dentro de una serie de cuentos que su­
ceden, al menos en fecha de publica­
ción, a las recopilaciones anteriores.
Aun así, pareciera que leer a Tario
nos remonta a esa experiencia infantil
que hace que los cuentos, por más añe­
jos, cobren un nuevo sentido. La desconocida del mar toma la prosa de su autor
y la reviste de un folclor que parece lle­
var ahí muchos años; aquella narrativa
que no guarda recatos ni complejos,
sino que disfruta hacer evidente la frial­
dad que contraría, por igual, al adulto
y al niño (puesto que, en mi opinión,
debe ser leído por ambos).
No es extraño que Tario haya sido re­
legado, durante muchos años, al olvido.
La ideología de la época no tenía espacio
para unos textos que exploraban los pa­
noramas de lo siniestro (tal vez por eso
puede ser comparado con Hoffmann,
co­mo, de hecho, sucede en el prólogo
del libro) y, declarémoslo de una vez, del
propio fetichismo (de ahí la obsesión objetal que parece ser una constante en
sus textos).
Debo aclarar que al referirme al fe­
tiche acudo a la etimología* antes que
al concepto psicológico de parafilia (que
también puede caber en numerosos
Véase Juan Carlos Roni, “El fetichismo:
reflexiones sexológicas, psicopatológicas y mé­
dico-legales”, en Psiquiatría forense, sexología
y praxis, año 16, vol. 6, 4 (septiembre 2009),
pp. 41-58.
*
182
cuentos de Francisco Tario). Del latín
facticius, ‘artificial’, así como del portu­
gués feitiço, cuyo significado es ‘magia o
hechizo’, relaciono este término con el
aspecto iconólatra de las religiones que
convierten algunos objetos en receptá­
culos de devoción. De ahí que la asocia­
ción de Tario con una secta religiosa, en
el sentido esbozado por González Suá­
rez, sigue sin resultar arbitraria.
El estudio sobre el discurso de Tario
fue, durante mucho tiempo, tan escaso
como las reediciones de las obras del
autor. Dentro de someras investigacio­
nes, Tario ha incitado, principalmente, al
análisis de la literatura fantástica dentro
del panorama mexicano, así como de la
posible vanguardia que ocurrió, sigilo­
samente, en el auge de la narrativa re­
volucionaria. Poco se ha explorado sobre
la iconolatría y la curiosidad (incluso
sexual) que abarcan los cuentos de este
peculiar escritor.
En este ámbito, La desconocida del
mar se presenta como una obra impar
(tras el evidente rescate de un grupo de
textos), cargada de fatalidad y desastre
para los convencionalismos narrativos.
Cierto: ordenar una serie de textos
que parecen no presentar una relación
aparente (salvo por su característica de
“rescatados”; es decir, doncellas en pe­
ligro que claman en el lector al héroe
que llegó demasiado tarde) no logra con­
cretar la fuerza y contundencia que po­
día sentirse, por ejemplo, en La noche;
pero lo cierto es que la extrañeza, la
sensación de una nostalgia, es uno de
los elementos más destacados de La des­
conocida del mar.
El libro combina, sin miramientos
ni restricciones editoriales, el relato in­
fantil (“Jacinto Merengue”) con algunos
textos que podrían considerarse canóni­
cos dentro de la prosa tariana. En este
aspecto, cuentos como “La desconoci­
da del mar” o “Contraluz” reiteran la
condición obsesiva que provoca en el
lector una incertidumbre constante. La
manía y enajenación de los personajes
(parece que en el mundo de este escri­
tor la cordura no existe, para fortuna
nuestra) salta de las hojas y, por mo­
mentos, contagia.
Abrir las puertas de La desconocida
del mar es, en cierta forma, adentrarnos
en un manicomio de imágenes crudas.
Un lugar donde el lector busca hilva­
nar una serie de textos desarticulados
y armar un rompecabezas cuyas piezas
no parecen encajar. Aun así, la pregunta
obligada que aparece con la lectura de
este libro es: ¿por qué la obra no parece
dislocada?
En este sentido, comprendemos que
existe, en verdad, un hilo que atraviesa
la obra. Al seguirlo, descubrimos que
se trata, más bien, del Hilo de Ariadna.
Nuestro camino es un laberinto. Cada
paso (cuento) nos adentra en esta en­
crucijada donde los muros se cierran y
sofocan al lector.
La realidad interna de los cuentos
suele oponerse, de manera tajante, al
sentido aparente del texto, lo cual im­
pide que el lector encuentre siempre
una solución satisfactoria; es decir, una
salida fácil. Así, el hecho de ver que
un guante (“Dos guantes negros”) pue­
de salir de su caja (y a esto me refería
al hablar de lo común de la prosopope­
ya en Tario) y acechar a su dueño, no
determina que nos encontramos ante
el cuento común de terror, sino que los
componentes (desde la atmósfera opre­
siva hasta los diálogos humorísticos)
relegan el elemento fantástico casi a un
segundo plano, de manera que todo se
conjuga en un efecto apabullante, no
por eso predecible.
Sin duda, en Tario siempre existe lo
siniestro. No importa que el humor ma­
tice este efecto ominoso; lo cierto es que
sus textos poseen una carga simbólica
difícil de interpretar. No me refiero a un
sentido oculto, a un secreto que no pue­
de revelarse, sino a un elemento desco­
nocido que crece dentro de los textos y
cumple una función parasítica. De ahí
que uno u otro cuento (sea en este u
otro libro de Tario) se incruste en nues­
tra mente y comience a dar vueltas: un
gusano que se retuerce y se alimenta
de la incomprensión del lector. Sucede,
en muchas ocasiones, que el desenla­
ce de un cuento parece contravenir el
efecto de toda la historia. Se genera, en
este ámbito, una nueva conmoción.
El lector, de pronto, se siente abru­
mado.
No sabe si comprende, si debe releer
el texto o, incluso, si ha sido engañado.
Lo cierto es que la resaca (tanto en el
sentido de un oleaje necio que siempre
183
regresa, como en el del malestar que
genera beber demasiado) continúa ahí,
punzante. Un dolor discreto pero, a la
vez, demasiado molesto.
La locura y la desolación. Un cemenTario de caracolas vacías en la playa; de
peces muertos que deja una tormenta.
En realidad nosotros somos los ver­
daderos desconocidos y, el autor, la cir­
cunstancia que une a dos extraños (el
personaje y el lector) para mantenerlos
en un idilio que lastima.
Hablar de Tario es hablar de obse­
siones.
Por eso Tario es una secta.
Nosotros, los simples seguidores que
desearíamos que siempre hubiera textos
suyos que rescatar.
Caja de resonancias,
¿ruido o armonía?
Fernando Carrera
Armando Salgado, Estancia de ánimas,
Fondo Editorial Tierra Adentro, México
2013, 84 p.
Desde los dos epígrafes iniciales, así
como desde el título mismo (estancia/
ánimas), se puede observar la doble na­
turaleza, física y metafísica, de la cual
surge y subsiste la materia de este conjun­
to de poemas. El pensamiento humano,
hasta la ruptura de cuerpo y alma in­
184
fundida por la manipulación del cris­
tianismo, concibió siempre la realidad
física, o aquello que llamamos real, y el
mundo de lo mágico y el sueño, como
una sola naturaleza, un mismo plano.
Si un hombre en el sueño había ace­
chado y matado a un tigre, efectiva­
mente había sucedido, y ese hecho era
ya par­te de su camino espiritual y de su
experiencia física: los muertos vivían y
caminaban entre nosotros. Estancia de
ánimas surge de esta intuición central:
la delgada o nula frontera entre lo físi­
co y lo metafísico –el universo onírico
sucede y arde en el rostro de la reali­
dad– que en el autor, por su raíz y ori­
gen cultural, esta comprensión se da con
inocencia y verdad, y a partir de esa
plataforma plantea el conflicto central
que motiva al libro. Cito el epígrafe del
poeta Jorge Esquinca que abre el pri­
mer apartado del poemario:
… soñábamos con los ojos
abiertos
el mundo en llamas
la materia del sueño
La madre del poeta es la lengua y, su
alimento principal, el lenguaje. Para el
poeta, el lenguaje como la vida discu­
rren a su vez en un conflicto permanente
entre la piel abandonada y residual de
esta serpiente, que repta desde la prime­
ra articulación verbal del hombre primi­
genio, hasta su próxima revelación, de
la cual el poeta querrá ser generador o
de­positario. Así también en la vida: el
poeta existe en el conflicto permanente
entre la realidad y el diálogo de amor/odio
con sus muertos, es decir, los poetas, hi­
jos de esa y otras lenguas que lo ante­
cedieron.
La historia humana, desde cierta pers­
pectiva filosófico-humanista, puede verse
como una sola gran tragedia, una larga
agonía con un propósito incierto (más
allá de la simple y llana supervivencia)
dentro de un planeta a su vez entregado
a un vértigo caótico, incierto e indife­
rente. En este sentido, tal vez cada his­
toria personal emule de alguna manera
lo anterior. Salgado titula “Agonías” a la
primera sección del poemario y, como
la historia humana, atinadamente la
subdivide en dos secciones: A.C y D.C.
A.C.: En el principio fue lo blanco,
la simiente nada que es blanca (“lúpu­
lo de ángeles… ángeles y esperma”,
dice el poeta): una vez más la doble na­
turaleza física y metafísica en un solo
elemento (ángeles espermas) que abre
todo, donde comienza la lengua con la
que nos hablará, la “langue amarin­na”,
bello neologismo para decir la len­gua al
mar y a Mina (reencarnación de Jéssi­
ca Gorety, a quien dedica el volumen).
Este material, con el cual Salgado cons­
truye el andamiaje del naufragio, es el
delgado hilo por el que cruzaremos su
abismo.
Abismo es el mar, el mar que es “nido
fantasmal / de pájaros muertos”, dice el
poeta en el mismo texto donde nos re­
cuerda que en el otoño de 1854 nace Rim­
baud. Voz que es pájaro muerto y mar:
muerte y origen. Origen de un momento
definitivo en la historia de la poesía, en
su conflicto recurrente, y en la historia
de Salgado, un antes y un después en
su formación y búsqueda como poeta.
Origen, para él, de esta agonía.
Cera, semen, elementos de lo blan­
co. Símbolos. El primero (la cera) es ma­
terial para formar figuras y, de manera
particular, velas, cirios: artefactos que
siempre han tenido el doble propósito
de iluminar la oscuridad (fin material y
práctico) y abrir un canal hacia lo meta­
físico, donde las almas y plegarias pue­
dan encontrar el camino correcto ha­cia
lo más sagrado. El segundo (semen) es
sustancia y potencia de vida. El semen
depositado por el amante (Verlaine) en
la boca del “ángel en exilio” (así apo­
daba Paul a Rimbaud) será la cera con
la que el poeta forme la vela de su voz
y encienda algunas palabras que ilumi­
nen la nueva ruta. Verlaine, la sorpren­
dida víctima, es el hombre que muere
sacrificado, fulminado en la blan­cura (el
abismo que abre el ángel) del deseo, la
doble espada que lleva consigo. A par­
tir de aquí el discurrir del libro sucede
en una sinfonía coral, múltiples perso­
najes de la vida de Rimbaud que darán
voz a los poemas: Verlaine, el propio
Arthur, su madre; en la prosa poética
de la página 34 “Vitalie”, por ejemplo,
aparece asimismo la voz de una de las
hermanas. Probablemente sea Victori­
ne-Pauline o la hermana que le suce­
dió, Jeanne-Rosalie, ambas nombradas
también Vitalie. Parece más probable
que sea la segunda, por su prematura
185
muerte, desde donde nos habla, pero
más bien creo que es un juego donde se
entremezclan ambas voces. Para des­
doblarse y ejercer el diálogo con el uno
mismo que ya es otro, Salgado apela a
la tradición, a ciertos rituales aprendi­
dos en su experiencia como lector de
poesía e imita: como si de un conjuro
de un viejo libro de hechicería se trata­
se, nombra ese fragmento de la propia
voz, que al nombrarlo ya es otro, vaso
de resonancias que es uno mismo.
La escritura trae consigo la muerte
o, para ser más precisos, la escritura es
cáncer en los ojos. “Éste producto causa
cáncer”, deberían de tener esta leyen­
da todos los libros, la buena literatura
en particular, ¿y cuál es ésta? La viva
simplemente, ningún otro parámetro.
Rimbaud lo sabía (precoz suicida lleno
de inquietud) y sin más la abandona.
En A.C y D.C. los poemas conforma­
dos son en sí un solo poema-trama. Li­
teratura a partir de la literatura basada
en ciertos momentos y rasgos biográfi­
cos de un personaje, pero no como dato
histórico sino como recreación emotiva
desde la imaginación del poeta joven
que mitifica y tiene fe en su santo, en
la naturaleza ácida y demoniaca de un
momento en la historia en que un joven
casi adolescente extrajo de la poesía
sus cualidades más oscuras y violentas,
renovándola mesiánicamente; pero a di­
ferencia de aquel otro mesías (el histó­
rico) que para cumplir con el propósito
de su locura se entregó al sacrificio,
aquí l’enfant terrible sacrificó la escri­
186
tura poética de su tiempo, torturándola
hasta eliminarla. Hasta conseguir, muy
a su gusto, una nueva ruina qué aban­
donar.
D.C.: Vamos cronológicamente hacia
atrás, en apariencia, continúa el coro:
Nerval, Baudelaire, etc. Rimbaud apa­
rece de nuevo, ya no como personaje
sino como símbolo en el discurso inter­
no de los textos. La técnica fundamental
es la del verso libre y el fragmento, in­
cluso en los textos en prosa; la prosodia
es la del verso, respiración asmática en
la sucesión de imágnes, simultánea y
entrecortada. A partir del poema “Ar­
thur Rimbaud habla a través de los nuevos
poetas”, suceden dos aspectos de ejecu­
ción y contenido con mayor claridad: se
explota con mayor énfasis el discurso
metaliterario para señalar el conflicto
generacional, per saecula saeculorum,
de los poetas. Conflicto aquí planteado
como subyacente al de la modernidad y
al de la mal llamada “Posmodernidad”;
y ciertos anacronismos verbales como
residuo de este conflicto. Cruce de len­
guas, un mismo conflicto transplanta­
do: Francisco Hernández dialoga con
Arthur, sin darse cuenta de que éste,
que fue la ruptura de su tiempo, ya es
parte de lo establecido. Gamoneda tam­
bién testifica su abandono, recuerdo del
fue­go antiguo y deja de escribir. Des­
pués del vértigo feroz todo se difumina
y sedimenta irremediablemente. ¿No es­
tamos, pues, ante un falso problema?
Ante el epígrafe de Bernard Shaw que
abre el libro, “he dejado atrás el sobor­
no del cielo”, me pregunto, ¿en verdad
a él se ha renunciado?
Grimoriums: Más allá de la mitad del
texto entramos a la segunda sección
del libro. Según la Real Academia Es­
pañola, la palabra en español que re­
fiere a este vo­cablo es “grimorio”, que
significa: “Libro de fórmulas mágicas
usado por los antiguos hechiceros.” Tam­
bién este vocablo procede del francés
grimoire, y éste es a su vez una altera­
ción de grammaire, es decir, gramática,
según el Tresor de la Langue Française. Esto se debe en parte a que, en la
Edad Media, las gramáticas latinas (li­
bros sobre dixión y sintaxis) eran fun­
damentales para la educación escolar
y universita­ria, y por ende controlados
por la iglesia católica, por lo que la
inmensa mayoría iletrada sospechaba
que estos libros no eclesiásticos eran
mágicos. De ahí la trasposición semán­
tica del vocablo.
“Un cuerpo enfermo es otra forma de
luminosidad”, dice Salgado, y así le da
entrada a un nuevo personaje y una pe­
queña nueva épica: la del escritor uru­
guayo Horacio Quiroga. La escritura no
sólo es cáncer, sino hechicería y embru­
jo que lo deja a uno maldito. A través
de los poemas de esta nueva invocación
se sostienen el hilo y tensión elemen­
tal con la sección anterior. Quiroga se
suicida al saber que tiene cáncer: sím­
bolo y signo ya evidente del poemario,
puente directo con Rimbaud, quien
también murió de cáncer. Así poco a
poco vamos comprendiendo: la escritu­
ra creativa, sobre todo cuando es poéti­
ca, carcome, transgrede para ser. Si no
fluye, ya no es. Cuando el lugar donde
escribían se agotó y el aire se volvió
irrespirable, ambos huyeron: Arthur al
África, Horacio a la selva. Rimbaud de­
jó no sólo Francia sino la poesía: aban­
dono sin más. Salgado intuye con clari­
dad lo anterior y nos dice:
Guardar respeto y no reír en misa
ni frente a muertos
ni ante el revólver
Evitar la imagen de la hermana desnuda
Rizar la escopeta
y el rostro de las putas en el mercado
No puedo: con la risa afilada
muerdo santos sin cabeza
La gramática es artificio, no lo olvi­
demos, y en algún punto miente, má­
gica y maldita al fin. Los escritores son
malditos, hay que abandonarlos y mo­
verse. Con una mano crea y con la otra
destruye así el escritor, el poeta. En la
misma fecha en la cual Quiroga decide
envenenarse con cianuro libera de su
claustro, en el sanatorio, al deforme
Vicente Batistessa, en un acto de compa­
sión humana. La literatura, esta estancia
de ánimas donde somos “aparato de pe­
tróleo. Luz. Negra luz. Oro repleto de
oscuridad. Yacimiento de cenizas rotas”.
El último apartado del poemario (Ca­
prichos) no tendría, en apariencia, más
justificación para estar en el mismo con­
junto que las anteriores secciones más
que eso, el capricho, pero esto sólo en
apariencia. Más que apartado, un apén­
187
dice, rompe en tono y contenido con el
resto del libro. Entonces, ¿cómo recon­
ciliarlos?
La respuesta es que no hay recon­
ciliación sino deconstrucción, ruptura,
hartazgo. Es aquí, en medio de la devas­
tación y el caos que representan estos
últimos poemas donde Salgado por fin
se muestra, renuncia a las máscaras y
voces de otros, para, desde un abstrac­
to más hermético pero más personal,
decirnos que la poesía no basta, nun­
ca es suficiente porque está hecha de
lenguaje. Mejor la música, pues no ne­
cesita de palabras; la música que es la
elocuencia absoluta.
Estamos ante el naufragio, señoras y
señores, no hay concilio ni indulgencia
posible. El cáncer se ha apoderado de
este cuerpo, esta escritura que tendrá
que consumirse. Como buen michoaca­
no, Salgado celebra la muerte y nos en­
trega un libro de muertos. Ha comprado
un pasaje en primera clase al crucero
que se hundirá irremediablemente en
medio del océano, sin haber consegui­
do nada ni haber llegado a lugar algu­
no. Su capricho (como los del furioso
violín de Paganini) es llevarnos consi­go
a la pérdida. Pero, ¿quién puede afir­
mar que no sería bello contemplar un
naufragio?
188
Entre la denuncia y el arte
Alejandro Badillo
Antonio Ortuño, La fila india, Océano,
México, 2013, 232 p.
Un rápido vistazo a las reseñas que
han sido publicadas sobre La fila india,
de Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976),
muestra una preferencia por la veta so­
cial, la denuncia, de la novela. Algu­
nos apuntan que la obra muestra lo que
otros quieren ocultar. Otros destacan
su mordaz crítica a las instituciones del
país. Me parece que estas lecturas caen
en el territorio demasiado fácil, incluso
obvio, de esta novela: el cruel retrato de
los migrantes centroamerica­nos que cru­
zan territorio mexicano bus­cando llegar
a los Estados Unidos. Es decir, hay un
consenso sobre los problemas que afron­
tan los migrantes: vejaciones, secuestros,
asesinatos, violaciones. Casi cualquier
escritor puede recolectar datos, empa­
parse un poco de las últimas noticias y
escribir una novela en la que deje mal
parado al gobierno y, por supuesto, no
escatime adjetivos para describir la du­
ra vida de las víctimas. Destaco esta
perspectiva porque me parece que la
obra de Ortuño debe analizarse desde
el terreno literario sin poner en primer
plano la denuncia implícita que, efec­
tivamente, existe en la historia. Si sólo
se pone en relieve la novedad del tema,
la sentencia de que “pocos escriben so­
bre los migrantes centroamericanos”,
la obra de Ortuño quedaría corta ante
estudios académicos o, incluso, traba­
jos periodísticos que retratan de forma
más amplia y sistematizada el dilema de
estas personas. La literatura, por supues­
to, se nutre de estos temas, pero nunca
debe olvidar su prioridad: contar una
historia, crear un mundo, un lenguaje
que vaya más allá de una postura social
o política. Me viene a la mente “Reu­
nión”, el fallido relato de Cortázar en el
que intentó hacer una elegía de la re­
volución cubana o la ahora casi desco­
nocida “Trilogía bananera”, de Miguel
Ángel Asturias, que pretendía denun­
ciar la explotación de las compañías
norteamericanas en los países centroa­
mericanos, la cual palidece ante libros
mucho más redondos como Hombres de
maíz o El señor presidente.
La fila india es, por vocación, una
obra que trata de equilibrar el tema y la
forma de contarlo: la forma y el fondo. A
riesgo de equivocarme ya que es el pri­
mer libro que leo del autor, y apoyán­
dome en algunos textos que reseñan su
trabajo anterior, parece que en esta no­
vela Ortuño rompe con algunas líneas
que lo identifican: el humor negro, una
prosa directa y ácida que se mantiene
en los límites de lo funcional y que no
se desborda en la experimentación. La
fila india –si mis suposiciones son co­
rrectas– busca su propia estética desde
la estructura del texto hasta los tonos
y matices del lenguaje. La historia,
contada por varios protagonistas, tie­
ne vertientes que tratan de construir
un escenario coral en el que cada voz
cuenta desde su experiencia. La línea
más clara y que lleva la voz cantante
es la de Irma, una mujer que llega a
Santa Rita –pueblo imaginario que busca
representar la provincia mexicana aban­
donada a su suerte entre autoridades
corruptas y grupos delincuenciales– con
su hija para trabajar en la atención de
víctimas de la conami (Comisión Nacio­
nal de Migración). La primera anécdo­
ta, surgida casi inmediatamente en las
primeras páginas, involucra un atentado
con fuego contra un refugio que acoge
migrantes. A partir de ese momento
Irma se involucra con Yein, una mu­
jer sobreviviente. En los capítulos si­
guientes se desarrolla una serie de
intereses de las autoridades que bus­
can minimizar o manipular la noticia.
También Irma lucha por encontrar a
los familiares de la víctima. En medio
de estos elementos salen a la luz per­
sonajes que juegan papeles engañosos:
funcionarios que buscan sacar ventaja
de los centroamericanos, delincuentes
coludidos con el sistema que enturbian
y llenan de sangre las supuestas inves­
tigaciones de la conami. Intercalada,
aparece la voz de la expareja de Irma,
un académico que, desde el rencor y la
rabia, se dedica a exponer sus ideas so­
bre el país, la violencia y los migrantes
centroamericanos que llegan en olea­
das cada vez más nutridas. Me interesa
detenerme en este personaje porque en
él el discurso se exacerba, utilizando
como anzuelo el abandono de su mu­
189
jer y un viaje a Estados Unidos que él
paga pero que ella no realiza con su
hija por un compromiso en Santa Rita.
Después de contar su vida diaria, em­
prende una crítica despiadada de las
personas que lo rodean y de la mujer
que lo ha abandonado. Más adelante
el hombre encuentra a una centroame­
ricana cuya necesidad le lleva a tocar
su puerta en busca de ayuda. Él pri­
mero la toma como sirvienta para des­
pués someterla a distintas vejaciones.
Aquí el lenguaje lleva la trama a una
atmósfera que apela a lo grotesco. En
esta parte el autor da rienda suelta a
la mordacidad y encadena largas fra­
ses, las cuales, más que una historia,
encadenan sentencias, agresiones que
se regodean en el absurdo y forman el
retrato de un hombre culto que no tie­
ne empacho en confesar sus prejuicios.
Analizado de forma independiente, re­
sulta valioso el papel de este personaje,
pero en el contexto de la novela vuelve
demasiado explícitas las críticas que
se desprenden de los acontecimien­tos
que rodean a los otros protagonistas.
Pareciera que el autor se apropiara de
esa voz y quisiera remachar, una y otra
vez, la pudrición de la sociedad mexi­
cana y, sobre todo, la doble moral que
enmarca las acciones del gobierno, el
cual, escudado en la retórica de los co­
municados que condenan los estropi­
cios generados por la violencia, fingen
emprender acciones para combatir los
males del país. La intención es clara:
llevar al límite este aspecto de la nove­
190
la con la provocación. Quizás otro fac­tor
que incomoda en esta parte es que el
hombre no añade gran cosa al desarro­
llo de Irma y el resto de los personajes;
los fragmentos en los que participa sir­
ven como un añadido demasiado visi­
ble, con un peso que debería ser menor
para que no perdieran fuerza las esce­
nas de los migrantes, de Yein y de su
exmujer. Esto no sería percibido como
un defecto si La fila india planteara
desde un principio completamente la
ruptura con cualquier linealidad y pro­
pusiera un collage en el que la visión
general, de larga distancia, es la que
gana; sin embargo el autor tiene muy
claro su foco narrativo en Irma y dispo­
ne por ello de escenas que concentran
la atención en lo que le ocurrirá, si va
a cumplir su misión y qué obstáculos
encontrará en el organismo en el que
trabaja.
A pesar de estos desencuentros que
tuve con la La fila india, destaco su
capacidad plástica, la recreación de imá­
genes que llevan la narración a un nivel
pocas veces visto en la novelística que
trata la violencia en sus distintas ma­
nifestaciones. Ortuño sabe que se ha in­
tentado todo, o casi todo, en la es­critura
de novelas y que, parece, las vanguar­
dias de hace décadas agotaron la sor­
presa; sin embargo, a pesar de esto,
intenta ofrecer una visión que rete al
lector, un diálogo en el que se sienta
incluido. Al terminar el libro se tiene
la seguridad de estar ante una obra li­
teraria que evita caer en maniqueísmos
y que muchas veces adquiere la textura
de un documental. Mención aparte me­
rece el tema del lenguaje: párrafo tras
párrafo, página tras página, el lector dis­
fruta una prosa muy cuidada que, por
momentos, lleva más allá su pericia y
endilga frases demasiado elegantes a
contextos que no lo ameritan por su cru­
deza o por su oralidad. En Ortuño en­
contramos a un autor que atiende el
detalle, el ritmo y la forma, logrando que
muchas de sus escenas, a pesar de su
cuota de sangre, destaquen también por
su estética verbal. De esta manera el
autor se separa de aquellos que sólo
piensan en contar una historia efectiva,
con personajes creíbles, dejando para
el último la prosa cuyo mecanismo se
limita a lo estrictamente funcional. La
fila india se une a obras como Trabajos
del reino, de Yuri Herrera, o Falsa liebre de Fernanda Melchor. Una y otra,
además de explorar un tema social­
mente relevante, se esfuerzan en crear
un mundo, un lenguaje que muchas ve­
ces retrata la realidad de mejor forma
que los medios habituales, y cuyas pa­
labras llegan a niveles más profundos.
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