ElvisEsUnBuenTipo

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Carlos G Garibay
Elvis es un buen tipo ©
Carlos García Garibay
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@srdosis
Novela Negra Tapatía
Editorial Sideral
Edición: Diego Moreno
Diseño de Cubierta: Quicho Moreno
Fotografía: Denise Olivares
1ª Edición – Septiembre 2011
1ª Edición Digital – Diciembre 2014
Hecho en México
Todos los derechos reservados
Elvis está vivo,
está lavando la limo
cuando el sol empieza a caer.
Supongo que está en su casa,
en una bata de seda
mirando diez canales a la vez.
En Memphis lo saben todos
pero es gente muy discreta
y no dice nada.
Será mejor así.
Elvis está vivo.
Elvis es un buen tío,
espero que me invite a comer.
- Andrés Calamaro
Escribimos
como si nos fuéramos
a morir
si no pudiéramos contar
un cuento de hadas,
las pesadillas del dictador,
el paisaje
del estadio de básket
después del partido,
y efectivamente
nos morimos
si dejamos de hacerlo.
- Paco Ignacio Taibo II
Nota de la primera edición
Cuando decidí enfrentarme a las páginas en blanco
no imaginé que lo primero que fuera a dar a conocer
de este modo iba a ser producto de un súbito ataque
de espontaneidad. Nada que ver con la novela
empezada hace más de dos años que aguarda
pacientemente a que le añada párrafos; ni con el
proyecto sobre radio para el que he estado haciendo
entrevistas y que por estar cuidándolo ha demorado
más de lo esperado (la espera valdrá la pena). Esta
novela nació de una invitación a escribir sobre Rock
Clásico para un proyecto tapatío independiente. Una
aventura que comparte gentilmente conmigo mi
viejo amigo y compañero de travesía Manolo
Buenrostro. Buscando ambientarme para una nota
pasé varios días escuchando al Rey. Días que
coincidieron con una oleada de deseos por escribir
un relato policiaco y que terminaron conmigo
redactando éstas líneas. Agradezco profundamente a
Rock a través del Reloj.
No puedo dejar de agradecer y dedicar este relato a
mis entrañables amigos Isaac Franco y Chavo M.
Valencia; cuya insistencia hizo que nacieran un par
de personajes de esta historia. A mi maestro de
topografía de las viejas Áreas Industriales, porque
hizo más que prestar su nombre a otro personaje. A
los recintos de esparcimiento y sana diversión
mencionados, por proporcionar el mejor ambiente
estimulante para la creatividad. A Don Diego
Moreno, por la influencia y los buenos consejos, de
los que he tratado de aprender y también por su
invaluable apoyo en la edición y corrección de
estilo; a Don Horacio Moreno, por su amistad y su
apoyo, además de la música y –también- el estilo. A
ambos por mostrarme el camino, la verdad y la vida.
Al Chess Mastur, club de ajedrez, por el apoyo en la
producción y sobre todo, por los momentos. A Lu y
a los dos tripulantes que me recordaron que la
resistencia existe. A la verdadera Negra, por todo. Y
por último, al PIT II por advertirme que no deje de
mencionar e insistir en que todo el presente relato
pertenece al mundo de la ficción.
Carlos G. Garibay
Zona Metropolitana de Guadalajara
Febrero de 2011
— Denise
— Diego
— Alejandro
Las fotos en corto son mejores
Por un momento pensó que se trataba de algún
émulo de Peña Nieto o de Sandoval Díaz, pero no.
El tipo en la fila del súper tenía más estilo. La Negra
perdió unos instantes mirando distraída al personaje
que pagaba.
— Perdón señorita ¿encontró lo que buscaba?
El llamado de la cajera la despertó.
— Si, gracias —Siguió con la vista al copetudo y
cuando lo vio ponerse su chamarra y sus lentes
oscuros no quedó duda. Elvis. Elvis Presley en
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persona en el Walmart de Ávila Camacho. Nunca
había visto a un imitador del Rey en Guadalajara.
El tipo caminó con sus bolsas de plástico mientras
no pocos adultos lo miraban pasar. La Negra
terminó de pagar y se fue tras él. Lo miró bajar por
la banda eléctrica rumbo al estacionamiento.
— You ain’t nothin’ but a hound dog…
Admiradora de Elvis, encendió su soundtrack
interno. Sabía que de algo le valía cargar a todos
lados su camarita de 12 megapixeles.
— Cryin’ all the time... ¡Rey! —le gritó cuando
ya el tipo avanzaba por medio estacionamiento.
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Volteó, sabía su papel.
— ¿Si?
— ¡Hola! Nunca había visto un Elvis aquí en
Guadalajara ¿me dejas tomarme una foto contigo?
— ¡Claro! ¿Quieres que alguien nos la tome? —
Elvis dejó a un lado sus bolsas del mandado.
— No, yo la tomo en corto. Son mejores así las
fotos.
Elvis Presley se dejó abrazar mientras la Negra
operaba su cámara y sonreía nerviosamente. El tipo
tenía bien hechas su rutina y la pose.
— ¡Muchas gracias!
— No hay de qué —Elvis se despidió.
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La Negra tomó las bolsas que había dejado en el
piso y se marchó a su casa. El Elvis de mentiritas
subió a un viejo Dodge negro y se fue escuchando al
ídem original en el estéreo. Enseguida de él, un
Chevy del 56 con colores chillones iniciaba la
marcha. Conducido por otro Elvis.
También escuchaba al Rey.
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Allí estaba…
…una vez más. Los faros opacos del Chevy 56 del
otro cabrón que se viste de Elvis anunciando su
presencia por el retrovisor. Son inconfundibles aun
por la noche. Un cuartito está caído y uno de los
faros mira chueco. Tiene siguiéndolo toda la
semana, en el momento menos pensado aparece
detrás y también sin aviso alguno se pierde de vista.
Todo comenzó hace unos días cuando coincidieron
en un alto. Lo primero que le llamó la atención,
desde luego, fue el auto. Antiguo, onda rockera y
además de color rojo mírame a güevo con blanco. Y
adentro, otro Elvis escuchando a Elvis. Lentes
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oscuros pero que indudablemente lo miraban a él,
sonrisa sardónica, semáforo en verde y adiós.
Carajo. Y ahora de nuevo allí estaba.
Se llevó la mano a la bolsa de su camisa en busca de
sus cigarros, maniobró para acercar la cajetilla a su
boca y tomar uno con los labios sin quitar la vista
del camino ni los oídos del estéreo. Iniciaban las
notas de Heartbreak Hotel cuando aplicó el
encendedor al tabaco. Miró una vez más al
retrovisor. Como todas las veces anteriores, el
Chevy 56 ya no estaba. La luz roja lo detuvo.
Heartbreak is so lonely, baby
Heartbreak is so lonely
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A pesar de ser avanzada la noche, un hombre que
parecía ser un limpiaparabrisas se acercó. Le hizo
una señal negativa con la mano pero el tipo de todos
modos se aproximó a la ventanilla para insistir.
— Ahorita no, mano —le dijo acodado en el
ventanuco del auto.
Y sin mediar palabras el otro sacó una pistola e hizo
un disparo. Se alejó corriendo por la calle solitaria
mientras un Elvis, a una cuadra de allí contemplaba
la escena a bordo de un Chevy del 56; otro Elvis
hacía un charco con la sangre que manaba del
agujero en su frente y un tercero, desde el estéreo,
cantaba las notas finales de Heartbreak Hotel.
Heartbreak is so lonely I could die.
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Lente oscuro, crudo seguro
Como siempre, dejó la camioneta mal estacionada,
las luces de código encendidas y la puerta abierta
después de bajarse. Ocultó cuidadosamente la lata
de cerveza y se echó unos chicles a la boca antes de
llegar a la escena del crimen en donde varios peritos
revisaban el cadáver. El comandante Valencia había
dormido dos horas escasas antes de que lo llamaran.
Asunto: Dodge negro con un fulano con un tiro.
Recién había llegado a su cuarto después de una
noche de brandy Presidiario y chicas en el Galeón.
La línea, la cervecita y los lentes oscuros tendrían
que ser suficientes para disimular la resaca.
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— ¿Qué tenemos, Franco?
— Masculino, entre cuarenta y cuarenta y cinco
años con un tiro en la frente, mi comandante.
Disfrazado como Elvis Presley.
— ¿Suicidio?
— No parece, mi comandante. No hay arma.
Parece que el tipo hizo alto en el semáforo y vino
alguien y se lo chingó. Tiro de calibre a verificar.
El carro trae la llave en posición de encendido
pero parece que se le apagó cuando dejó de
oprimir el clutch. El estéreo sigue encendido
dándole vueltas a las rolas del Elvis. No parece
que lo hayan robado. Hasta trae las compras del
Walmart de Plaza Patria de ayer por la noche;
algunas chelas, botanas y maquillaje. Trae un par
de cadenas de oro y su cartera trae casi dos mil
pesos y una licencia de chofer de Guanajuato. El
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carro tiene placas de Jalisco, parece que está
limpio, aunque seguimos revisándolo y todas las
puertas tienen seguro lo cual parece indicar que
venía solo.
Valencia hizo como que escuchó lo que le decían, le
dolía la cabeza y tenía la impresión de que le estaba
hablando un adulto de Snoopy. Hizo su mejor acto
de estar meditando mientras el oficial esperaba
reacciones a su reporte. Se acercó a mirar el cuerpo.
— ¿Elvis Presley en el estéreo? ¿cd o caset? —
preguntó mientras evocaba las fotos donde el Rey
aparece con un collar hawaiano y trataba de
hallarle parecido con el occiso.
— Ninguno de los dos. Memoria USB con MP3
metida en el estéreo —Franco aún se preguntaba
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quién demonios usaba todavía estéreos para caset.
"Pinche Chabelo, viene bien crudo".
El Comandante Valencia es un tipo de más 1.90 de
alto con un incierto aire infantil, de ahí el apodo.
— Revísenla a ver qué más trae grabado
¿testigos?
— Ninguno hasta ahorita. Fue un agente de
tránsito el que...
— Un támaro —interrumpió Valencia.
— Este..., sí. Un támaro quien reportó el hallazgo
del cadáver.
— ¿Ya hablaron con él?
— Sí señor.
— ¿Qué falta entonces?
— Nada, mi comandante.
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— Nos vemos en la estación en un rato —Ya le
andaba por retirarse a terminar su cerveza para
después lanzarse por unas tortas ahogadas—.
Espere, Franco.
— ¿Sí, señor?
— El nombre del occiso.
— Maglorio Bermúdez López.
— ¿Cómo?
El otro repitió el nombre.
— Coño, con razón lo plomearon —dijo para sí
mismo, dirigiéndose a la camioneta.
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No solamente la televisión apendeja
La alarma del auto perturbó el viaje de la taza a su
boca; de hecho, lo interrumpió para voltear a mirar
el origen del escándalo. Un sedán verde en Libertad
y Robles Gil, contra esquina de La Cafetería donde
se encontraba intentando beber su café y disfrutar de
ese pedazo de mañana. El ruido no duró mucho.
Atsiri Moreno, la Negra, regresó a su café. Si no
fuera por los camiones de la ruta 51 que pasan por
allí, esa sería una de las esquinas más tranquilas que
conoce. Era tolerable y el lugar era uno de los que
más le gustaban. Miró su reloj, 9:30, Ruan no debía
de tardar en llegar. Era lo que su estómago le hacía
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desear. Desayunarían juntos cuando su compañero
de cafeteada llegara.
Cogió el periódico que había esperado a que lo
desdoblaran. Le echó una ojeada a la portada que
anunciaba los últimos disparates de la fauna política
local y las desventuras de los mediocres equipos de
fútbol de la comarca. Esta apreciación también se
podría hacer extensiva al ámbito nacional. Su
instinto de fotógrafa la hizo hacer una revisión
crítica del material fotográfico. Como en esa edición
no aparecería ningún trabajo de ella, no avanzó
mucho en el desdoblamiento de las hojas.
Por el rabillo del ojo entró la enorme silueta de Ruan
R. Ledesma al otro lado de la calle, enrollando el
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cable de sus audífonos mientras esperaba cruzar
hacia el café. Le sonrió.
— Quihúbole Negra —dijo mientras depositaba
sobre la mesa el periódico que traía.
— Qué pasa, Gordo ¿sigues leyendo esa mugre?
—preguntó señalando el diario que acababa de
dejar. Era de los que mostraban abundantes dosis
de sangre y que hacían gala de un fino sentido del
humor.
— La literatura de la vida, Negra —respondió
mientras tomaba asiento y pedía al mesero un
americano a señas—. Un arte mal comprendido —
prosiguió ante el gesto de incredulidad sarcástica
de la Negra—. Mientras que unos leen el Libro
Vaquero o las revistas de chismes yo leo esto.
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— ¡Hombre! Me acabas de demostrar que no
solamente la televisión apendeja. Anda, dame un
cigarro.
El mesero dejó una taza con café humeante. El
gordo Ruan R. Ledesma que sacaba unos Delicados
y se los ofrecía a su amiga. Le encendió uno y cogió
otro.
— Debes entender —dijo mientras meneaba la
cucharilla— que si uno hace una lectura crítica de
cosas como ésta se pueden descubrir aspectos
sobre la condición humana. Ve esto —se puso a
buscar una página interior y le extendió el
periódico sobre la canasta del pan al tiempo que
señalaba un titular: “Ahorcóse de frondoso
guayabo” junto a una foto que atentaba contra el
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buen gusto que enseñaba a un colgado mientras
unos niños lo señalaban—, o qué tal este otro:
“Después de estarlo venadiando le metió dos
plomazos”.
— ¿Venadiando?
— Lo estaba acechando.
Ella dio por terminada la charla sobre las virtudes de
la prensa amarillista y mientras el gordo Ruan
reacomodaba su periódico se puso a buscar el menú
cuando algo en la portada llamó su atención.
— ¡Ah
cabrón!
—exclamó
al
tiempo
que
arrebataba el periódico.
— ¡Ora! ¿Qué pasa?
— ¡Yo conozco a este! ¡Lo conocí anteayer!
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La Negra señalaba la foto en donde un poco
agraciado Elvis Presley presumía un agujero en la
frente y las letras rojas pregonaban:
“Plomo en la cabeza”
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¿Hay cabrones que visten de Elvis?
Dos cosas le atraían a Valencia del caso: la primera,
no todos los días tenía un caso de asesinato con
exotismo. Quizás el fulano fuera cualquier hijo de
vecino que se parecía al Rey del Rock o tal vez no,
quizás fuera un imitador profesional. Como sea,
había algo que se alejaba de la cotidianidad que
rodeaba las muertes con las que a diario debía tener
contacto. En segundo lugar, sería más fácil que el
nombresito del fiambre dejara de retumbarle en los
oídos si resolvía el caso rápido para poder olvidarlo
en paz. Más que impune e indolentemente cual
acostumbraba, en paz. Maglorio Bermúdez López
¡Carajo! Como para mentarle su madre a sus papás.
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Su escritorio estaba rodeado de ruido que no
contribuía
a
su
concentración,
que
se
veía
disminuida a causa de la resaca que para no variar lo
acompañaba. Las hojas de los informes que le
habían puesto en la papelera de su escritorio
temblaban en sus manos y eso dificultaba aún más la
lectura que acompañaba con tragos alternados a su
café de máquina y a su coca cola. El cigarro
humeaba en el cenicero haciendo caso omiso a los
letreros de no fumar que abundaban en el edificio
público y de la vieja grabadora que tenía en su lugar
escapaban las notas de El Rock de la Cárcel, en la
infame versión de los Teen Tops que, según él, lo
ponía a tono con el caso que tenía entre manos.
Tomó notas de los informes, sacó algunas
conclusiones: Maglorio Bermúdez López (¡coño!),
originario de Autlán de Navarro, Jalisco; 42 años;
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soltero. De padres fallecidos, Jiloteo Bermúdez
(¡mmta!) y María López. Sin más datos. Se pasó la
nota al lugar en cuestión. Hacía tres semanas había
llegado al país procedente de Las Vegas. Licencia de
manejo
de
Guanajuato,
con
tres
años
de
vencimiento. Habría que verificar esos datos
también. El automóvil estaba limpio y en regla. La
mercancía que se encontró también estaba limpia. El
tipo no traía teléfono celular encima. Se descartó el
robo como móvil. Fumaba cuando le metieron el
plomazo según atestiguaba la colilla en su mano. Se
comprobó que esperaba el verde del semáforo pues
la llave del auto estaba en encendido; se le apagó
cuando dejó de oprimir el clutch.
— Franco —llamó.
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— ¿Sí, mi comandante? —le respondieron a tres
cubículos de distancia.
— ¿Cómo es que hay cabrones que visten de
Elvis?
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Hijos regados
— ¿Segura que es el mismo? —El gordo Ruan R.
Ledesma no daba crédito a la historia de su amiga
de que un par de noches antes había conocido al
Elvis Presley que habían matado y que aparecía en
el periódico que le gustaba leer.
— ¡A güevo que sí, y lo puedo probar!
Habían corrido al departamento-estudio donde la
Negra tenía su equipo de fotografía. Mientras ella
encendía su computadora, Ruan se entretuvo unos
instantes observando el lugar. Un pequeño estudio
en donde la cámara descansaba en su estuche. Sobre
un escritorio donde se amontonaban pilas de fotos,
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un enorme corcho de pared donde otras eran
exhibidas; revistas, periódicos y libros; álbumes;
otras fotografías enmarcadas y la mayoría con la
temática que le gustaba captar a la Negra: Gente
caminando, niños en la calle, automovilistas,
edificios, fauna urbana; accidentes automovilísticos,
manifestaciones, más gente, perros atropellados,
limpiaparabrisas y viene viene; policías mordiendo,
ciudadanos dejándose morder, policías golpeando,
pandilleros en medio de trifulca.
— ¡Aquí está!
La pantalla mostró a una sonriente Negra abrazando
al tipo: lentes oscuros, copetazo, patillas de lujo y
una pose más que ensayada del Rey del Rock. De
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fondo, la luz artificial del estacionamiento lleno de
autos del Walmart de Ávila Camacho.
— ¡Órale! No pos yo digo que sí es el mismo,
hasta está vestido igual. Se me hace que después
de la foto fue a que lo mataran. ¿Cómo es que hay
cabrones que se visten de Elvis?
— Uh, mi estimado. Es toda una cultura. Desde
antes de que Elvis Presley muriera ya tenía
imitadores. Los hay que solamente se parecen a él,
otros cantan como él y a otros más les da por vivir
como él. Por show o pasatiempo. De todo.
— ¿Te piensas retratar con todos ellos?
— No ¿por qué?
— Porque aquí en esta foto hay otro Elvis
¡míralo! —Ruan señaló una esquina de la foto
donde se podía ver, detrás y alejado de los dos
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personajes centrales, un Chevrolet cincuentero de
colores chillones con otra figura parecida a Elvis
Presley adentro.
— ¡Puta madre! ¡A ver! —la Negra se puso a
operar el zoom de su programa para ver mejor la
foto.
— Pinche Elvis, se me hace que todos esos
cabrones son hijos suyos que dejó regados... ¿qué
hacen aquí?
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Mal imitador de sí mismo
“¿Cómo es que hay cabrones que se visten de
Elvis?” había preguntado el Comandante Valencia y
ese fue el preámbulo para que el Oficial Elías
Franco estuviera pasando una buena parte de su
tarde-noche indagando cosas sobre el culto al Rey
del Rock mientras su uniforme y sus tacos de fútbol
aguardaban en su maleta al lado del escritorio.
“Quiero más datos mañana temprano en mi
escritorio, Franco”, remató Valencia antes de ir a
seguir curándose la cruda.
— ¡Pinche Chabelo! —exclamó en voz alta a la
pantalla de la computadora mientras el ambiente
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en la oficina se iba volviendo más tenue al tiempo
que el resto de compañeros se retiraba.
Tenía juego de fútbol y ya se le había hecho
imposible llegar a tiempo por estar investigando el
encargo. No le estaba yendo bien. Encontró algunas
cosas que no entendía del todo porque estaban en
inglés y traducir no era lo suyo. Al parecer los
imitadores de Elvis no eran al principio esa especie
de contra culto que es hoy en día, tan sólo un
entretenimiento más del hotel Dunas de Nevada en
donde se hacían concursos para ver quien hacía la
mejor imitación; costumbre que persiste en la
actualidad con un crecimiento exponencial. Se dice
que alguna vez el mismo Elvis Presley en persona se
metió de incógnito a uno de esos concursos y
terminó en tercer lugar.
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— Pendejo. No se imitó bien.
Hay para todos los gustos: Elvis de cuatro años,
judíos, negros, italianos, japoneses, griegos, dúos y
hasta Elvis-mujeres. Hubo un Elvis Herselvis, una
Elvis lesbiana que fue a una conferencia según ella
“para probar los límites de raza, clase, sexualidad y
propiedad” y de donde fue expulsada por los
patrocinadores conservadores.
— Chale con los conservadores; les gustan las
viejas corrientes, de seguro —Trataba de imaginar
al personaje.
Sobre los imitadores del ídolo hay libros, revistas,
películas, juegos y mil y un referencias. Clubs,
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logias, congresos, reuniones, concursos y toda esa
parafernalia alrededor del mundo. Referencias a lo
bestia hechas por otros artistas. De 170 imitadores
que había cuando murió el de verdad, ahora hay
alrededor de 2500.
— Carajo, ahora hasta lo preguntan en el censo —
pensó Franco encabronado. Se había ido al carajo
su partido de fut. No tenía idea que hubiera algo
así en Jalisco. Quizás en los destinos turísticos o
en el DF, pero en Guadalajara nunca había visto
uno. Si el occiso había estado en Las Vegas habría
que pedir los datos allá. Imprimió lo que encontró
y lo puso en una carpeta. Decidió ir a dejárselo al
Comandante, total, no pasaba de que lo encontrara
jetón en su casa o cogiendo.
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— Que la chingada, si él me jode mi fut, yo le
jodo su pachanga.
Cuarenta
y cinco
insistentemente
a
minutos
la
después
puerta
de
timbraba
Valencia.
Castrantemente.
— ¿¡Que chingaos quieres, Franco!? —Valencia
asomó
su
abotagada
cara
por
la
puerta,
encabronado y amarrándose el cinturón de la bata.
Olía a puro sexo el cabrón.
— El informe que me pidió, mi comandante.
Franco tendía la carpeta mientras esbozaba una
cínica sonrisa de oreja a oreja.
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La primera cerveza
Ruan R. Ledesma ha escuchado, leído; se ha
enterado, infinidad de veces de gente que menciona
la “enorme e indescriptible” impresión que sintió “la
primera vez que contempló el mar”. Carajo, si por
cada vez que ha escuchado esa estupidez le hubieran
dado un peso… Al Gordo Ledesma el mar le tenía
sin cuidado, le valía madres o por lo menos así sería
si sus amistades, compañeros y conocidos no se lo
mentaran a cada rato al punto en que le fastidia
pensar en eso. No, no puede decir que el mar lo tiene
sin cuidado. No puede hacerlo. En realidad le
molesta. Cayó en la cuenta cuando el prójimo
convirtió su indiferencia en lo que los gringos
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llaman pain in the ass cada vez que alguien le
cuestiona: “¿cómo que no te gusta el mar?”. Se
siente como Manolito Goreiro cuando se corrió la
voz en la escuela de que no le gustan los Beatles.
Pero más que el mar, le castra darse cuenta de que
su gusto, o disgusto, no sea respetable. La idea le
parece insoportable. Prefiere recordar su propia
“primera vez”.
Muchos tienen el mar, o su primer beso, o su primer
sexo. Ruan atesora el recuerdo de su primera
cerveza.
¿Cómo no hacerlo? Pasó una buena parte de su
adolescencia siendo un insoportable defensor de la
abstinencia alcohólica con el argumento de la vida
sana, hasta que un día el buen Javier Arévalo, el
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Camacho (¿por qué le dicen el Camacho?) le puso
en las manos una Estrella que sudaba de frío y no lo
dejó ingerir otra cosa hasta que se la terminó. La
hielera estaba llena y había que vaciarla.
Si cada vez que le mencionaban la cosa esa del mar
le dieran un peso, tendría un chingo de pesos que
bien podría invertir en cervezas.
El Camacho es algo más que el perpetrador del
desvirgamiento etílico de Ledesma. También es el
mejor experto en automóviles antiguos que conoce.
Lo ha visto reparar y conducir muchos vehículos
cincuenteros y sabe de qué va la cosa. Por eso
convenció a la Negra de mostrarle la foto que se
tomó con el Elvis antes de que lo plomearan donde
al fondo aparecía el auto. El hecho de que en ese
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auto hubiera otro tipo vestido como el Rey tenía que
ser más que una coincidencia y el que dicho auto sea
un llamativo modelo antiguo podría facilitar la cosa.
Ruan sabe que quienes poseen un automóvil
arreglado, tuneado, como dicen, tienen también el
deseo de presumirlo. Generalmente se juntan con
gente igual de obsesiva para poder hacerlo a gusto.
Tal dinámica aplica a todo grupo de personas con
gustos afines que se reúnen a intercambiar
opiniones. Era muy probable que el carro de la foto
lo conocieran en ciertos círculos. Habían impreso
una ampliación de la parte de la fotografía donde se
ve el coche, ninguno de los dos distinguía qué marca
o modelo era. El Camacho lo podría saber. Ledesma
y la Negra hicieron una escala técnica y compraron
un par de ochos de cerveza León que servirían para
estimular la solidaridad y sapiencia de Arévalo. Lo
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encontraron con medio cuerpo metido en el cofre de
una vieja camioneta International en el pequeño
taller que tiene en la Colonia Moderna. Un taller en
toda la regla, lleno de calendarios y pósters con
propaganda de refacciones y aditivos con modelos
en bikini. Al lado de la caja de herramientas, la
cajetilla de cigarros y una botella de Victoria a
medio camino mientras en el ambiente sonaban los
Cadetes de Linares a todo volumen.
— ¡Eh,
Camacho!
¡Camacho!
—hubo
que
imponerse a los Cadetes para que reaccionara.
Traía un cigarro en la boca cuando se asomó.
— ¡Quihúbole cabrón!
— Mire lo que le traje amigo.
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— ¡Órale! ¡Una chica con un chingo de cervezas!
Tú sí eres cuate —Camacho le sonreía a la Negra
mientras se limpiaba las manos con una estopa.
— No seas cabrón, Camacho. Es mi amiga Atsiri,
la Negra. Y las chelas, bueno, esas sí son para ti.
— Pos ya las estuvieras destapando. Pon las
demás allá en el refri —saludó a la Negra—.
Hola, Javier.
— ¡Hola Javier!
Ruan regresaba con las cervezas.
— Necesitamos que nos ilustres mi estimado.
— Tú dirás.
— Tenemos esta foto —le mostró la impresión—.
Queremos ver si puedes saber cómo averiguar de
quien es este carro.
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Camacho
tomó
la
fotografía
y
respondió
inmediatamente:
— ¡Conozco al güey! ¡Es el “Patillas”! Tiene un
Chevy del 56 pero no me gusta cómo lo arregló.
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Los jodidos somos nosotros
El
caso
del
Elvis
plomeado
interesaba
al
Comandante Valencia, pero no tanto como para
dejar de descansar el fin de semana. Que el
dominguito alcance para levantarse a las doce de la
madrugada y comenzar a curarse la cruda. Por eso
se
sorprendió
cuando
llegó
el
lunes
a
la
comandancia y encontró informes cuatro veces más
gordos que los que Franco le había llevado la noche
del viernes a su departamento, cuando al aporrear la
puerta lo hizo sorber chueco la raya y que las chicas
que lo acompañaban tuvieran que cubrir su
desnudez.
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— ¡Franco! —Bramó.
— Sí, mi comandante —Franco se reportó de
inmediato, fresco y sonriente.
— ¿Otra vez pinches papeles?
— Éstos son otros, mi comandante. Los que le
llevé el viernes eran del reporte que me encargó
sobre el culto a Elvis. Estos llegaron desde el
sábado y los manda la poli de Las Vegas. Traen
información sobre el occiso y más.
— ¿Ya los leyó?
— A güevo —Era evidente que Valencia no había
leído
un
carajo
confeccionado.
del
“¡Pinche
informe
Chabelo
que
había
güevón!”
pensó.
— ¿Y?
— ¿Y... qué?
— ¿Qué chingados dice, Franco?
Carlos G Garibay
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El Oficial Elías Franco se preguntó para qué diablos
el Comandante Valencia le encargaba informes que
no pensaba leer. Se hubiera largado mejor a jugar
futbol como había planeado.
— El occiso Maglorio Bermúdez estuvo dos años
en Las Vegas, chambeando en varios hoteles,
metido en su onda de Elvis Presley. Al parecer le
iba bien. Estaba limpio, no se metió en pedos
mientras estuvo allá.
— ¿Y cómo le hacen los de la poli gringa para no
confundirse con tanto cabrón que se viste igual?
— Tienen
sistemas
de
datos
eficientes,
coordinados, en orden, chingones. No como aquí.
Estamos hablando de los casinos de Las Vegas,
donde el tipo estuvo trabajando y donde dejó más
Carlos G Garibay
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registros de su paso por el gabacho. A esos
cabrones no se les va nada.
— No, bueno, pero ¿de qué carajo nos sirve para
el caso todo ese pendejal de papeles?
A Valencia le comenzaba un ataque de güeva.
— Es que no todo ese mugrero habla del occiso
Maglorio.
— ¿Ah no?
— No. Resulta que hay otros dos güeyes hijos de
Elvis que estuvieron por allá y que en fechas
diferentes se vinieron para acá.
— ¿En serio? ¿y que tenemos de ellos?
— Nomás el nombre. Una vez acá, hay que
buscarlos.
Carlos G Garibay
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— ¿Pos que no mandaron toda la información los
gringos?
— No, me temo que solamente su historial allá y
hasta la parte donde llegan a los aeropuertos
mexicanos. Desde allí, son pedo nuestro.
— ¡Pues qué jodidos!
— Creo que los jodidos vendríamos a ser
nosotros, mi comandante.
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De a un solo rockstar por vez
Se trataba de un acuerdo parejo. Por una parte el
Comandante Valencia había convencido al Oficial
Franco de acompañarlo a tomarse unas cervezas
(quizás así no lo interrumpiría de mal modo),
mientras que éste a su vez había insistido en llevar
consigo los legajos con los datos del caso del Elvis
occiso. Allí estaban, ocupando cada uno un equipal
del piano bar La Bohemia, de avenida de Los
Maestros, comiendo tacos con la respectiva cerveza
Negra al lado de cada plato. Franco había dispuesto
de un precario acomodo de los papeles en la mesa
para estudiarlos; se había hecho el propósito de
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encaminar a Valencia tras las pistas que él le veía al
asunto. Qué más daba hacerlo a punta de cervezas.
— Tenemos tres tipos a los que les gusta vestirse
como Elvis Presley. Los tres trabajaban en Las
Vegas como tal. Los tres son originarios de Jalisco
y los tres regresaron ya, aunque en distintas
fechas. El primero, Maglorio Bermudez, de 42
años, aparece un día en su automóvil con una bala
en la cabeza y es quien nos tiene estudiando esto.
Tenía poco menos de un mes aquí, sin broncas
conocidas —Pausa de Franco para darle un trago a
su cerveza y bocado a uno de sus tacos de
adobada. Valencia lo miraba hacer, botella en
mano. Franco continuó—. A los otros dos los
conocemos porque la poli de Las Vegas los cita en
su
informe
como
originarios
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de
aquí.
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Personalmente pienso que es mucha coincidencia
tener a tres imitadores de Elvis en este rancho y
creo que hay que investigar por ese lado. Sus
nombres: Reynaldo Heliodoro Bobadilla y J.
Guadalupe Echiveste…
— ¡Ah
cabrón!
—Valencia
reaccionó
de
inmediato al poco común apellido, señal de que
estaba poniendo atención, cosa que no dejó de
sorprender a Franco— ¿se necesita tener un
nombre estrafalario para poder imitar a ese güey?
— Evidentemente —rió Franco mientras le daba
un nuevo trago a su cerveza antes de continuar
— Bien, Echiveste tiene 45 años y regresó a
Guadalajara hace casi cinco años pero no se sabe
nada de él después de su arribo. No contamos con
datos de residencia ni lo encontramos en el
domicilio de acá que declaró en Estados Unidos.
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No tiene seguro, ni cuentas de banco, deudas,
trabajo, IFE, nada. No se regresó a Estados
Unidos. Tampoco tenemos noticia de que esté
encarcelado, enfermo o muerto. Nada.
Valencia se distrajo un momento mirando la pantalla
del lugar. Iniciaba un viejo video de José José en el
que interpretaba La Nave del Olvido. Parecía
desconcertado. Franco lo notó.
— ¿Qué pasa, mi Comandante?
— Nada —señaló al cantante en la pantalla—, por
un momento me pareció que era Jim Morrison ese
güey —Valencia comenzó a mirar su cerveza con
desconfianza. Terminó empinándola y pidiendo
dos
más
al
mesero
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mientras
que
Franco
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comenzaba a preguntarse si lograrían avanzarle a
ese caso. Con un solo rockstar por vez bastaba.
— El tercer Elvis. Reynaldo H. Bobadilla, el más
ruco, 55 años. Llegó a Guadalajara hace 6 meses,
también de Las Vegas. Contamos con un
domicilio de él aquí en la ciudad.
— ¿Dónde?
— Aquí cerca. En Jardines Alcalde.
Valencia por fin sintió que tenían algo que hacer en
ese caso. Terminó de un trago su cerveza y ordenó:
— Termínese su chela, Franco. Vamos a visitarlo.
Pasarían muchas cervezas y casi seis horas antes de
que salieran de allí.
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¿Qué se puede esperar…
…de un lugar por el que todos los días pasan no
menos de 8 equipos de básquet diferentes y se ponen
a jugar a la pelotita saltarina?
Que huela a sobaco.
El gimnasio de la Sección 33 de los Ferrocarrileros
ha tenido la facultad de hacer que el sujeto vestido
como Elvis Presley reflexione sobre el asunto cada
vez que entra al lugar. Como siempre, frunce la
nariz mientras toma una cerveza del refrigerador de
la entrada y se la paga al señor, a quien apodan “El
Piporro”, que hace las veces de velador y conserje
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también. Fue y se sentó en la orilla más alta y
alejada del local y se puso a mirar el juego. Su
atención se centró en un jugador específico,
identificable por sus múltiples tatuajes, los cabellos
parados y el 666 colocado en la espalda de su
playera de juego, todo esto con el fin de intimidar a
sus oponentes. Daba risa.
El Feo era todo un personaje; farol y pretencioso
como mal jugador. Evidentemente sólo le hacía
honor a su apelativo. Según él, jugaba al estilo
“baller”; callejero y basado en quiebres. Tipo de
juego que exigía dominio del balón. Pero el sujeto
era puro teatro, mucha pantalla y nada de talento. En
el rato que le duró su cerveza al Elvis, hizo fintas,
malabares y algunos amagos a los jugadores
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contrarios y sin embargo no hizo un solo buen pase
ni anotó puntos.
El Elvis espectador nunca había sido deportista, pero
entre sus aficiones estaba el básquet y conocía
algunos ejemplos de lo que el Feo trataba de imitar:
Jason Williams, Allen Iverson o Stephon Marbury;
aunque se parece más a Chris Andersen. Comprende
el afán del Feo de querer imitar a alguien. Después
de todo, él tenía muchísimos años imitando a Elvis
Presley y viviendo de ello. Haciendo gala de un
trabajo y un estilo que no son de él pero
adoptándolos como propios. Pero no entiende cual
es el objetivo del Feo de hacer esas payasadas si no
le salen bien. Quizás le falta diferenciar los dos
contextos. A fin de cuentas ambos buscaban lo
mismo. La admiración y envidia de los hombres y el
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asedio de las mujeres. Los vítores en la banca por
parte de sus compañeros y las porras de algunas
jovencitas entre el público daban cuenta de eso.
Seguramente esas niñas no tienen la más jodida idea
de quien era Elvis. En la cancha, el silbato del
árbitro daba fin al juego.
— ¿Qué pasó mi Rey? ¿Como andamos? —El
Feo se acababa de acercar, sudoroso.
El Rey frunció la nariz una vez más. Sus lentes
oscuros solamente hicieron más enfático el gesto de
asco.
— Eres pendejo además de feo, Feo —le soltó—.
Te chingaste al cabrón equivocado.
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Mate al Rey es mero pretexto
Elvis Presley tenía 42 años cuando murió. Cerca del
final de su vida era una persona muy diferente al
joven que conquistó al mundo con sus movimientos
llenos de vigor; se había convertido en un tipo burdo
y pasado de peso cuya voz había sufrido los estragos
del paso por la fama de su propietario y que con
dificultad aprendía la letra de sus canciones. Aunque
es justo decir que fue en esos años finales en los que
Presley había pasado de ser una celebridad a
volverse una leyenda universal.
En cambio, el tipo que unos abotagados Valencia y
Franco tenían enfrente tenía 55 años y aunque era
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tan sólo un imitador, se notaba que seguía poniendo
empeño en cultivar el estilo. Reynaldo Heliodoro
Bobadilla los había recibido enfundando en una bata
de seda, con una copa de coñac en mano y el copete
impecable. No estaba solo. La chica, que no pasaría
de los 30, terminaba a su vez de ponerse su bata en
la sala. Bobadilla en condiciones normales hubiera
mandado al carajo a los dos oficiales, pero éstos se
habían abierto camino con la placa, la todopoderosa
charola que también les había servido de llave para
hacer que el sujeto les cuente su historia. No les
ofreció ni agua.
— Desde 1980, treinta años dedicándome a
personificar al Rey. Horas y días, semanas,
ensayando;
maquillándome
y
peinándome.
Mirando sus películas, escuchando sus canciones.
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Un dineral metido en el vestuario y siempre con
un chingo de tipos iguales que se dedicaban a lo
mismo: ser Elvis. Pero me fue bien. Gané
concursos, tuve mi propio show cinco temporadas
en un hotel de Las Vegas. Muchos empresarios
me
elegían
para
anuncios,
convenciones,
promociones y eventos. Hasta daba clases a
nuevos imitadores. Hice dinero. Me fue bien.
Treinta años.
— ¿Por qué se regresó?
— Por la edad. El cuerpo fue cobrando la factura.
La gente, los empresarios comenzaron a preferir a
imitadores más jóvenes. Dejó de haber chamba y
dar clases no llenaba. Yo tenía mis ahorros, de
modo que me regresé para vivir en el retiro y ver
si acá monto un show. En esa parte no me ha ido
muy bien.
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— ¿Qué me dice de sus compañeros? —preguntó
Franco.
— ¿Cuáles compañeros? El acto siempre fue en
solitario. A veces con coristas, en otras músicos o
bailarines.
— Me refiero a los muchos otros imitadores de
Elvis Presley.
Bobadilla frunció el ceño. No disimuló su disgusto.
Se dedicó a su trago sin responder. Valencia insistió.
— Dios los hace y ellos se juntan. ¿Treinta años
conviviendo en Elvislandia con puros güeyes que
se dedicaban a hacer cosas de Elvis y no hizo
amigos?
— La competencia era dura, pero yo era el mejor.
Hacía buenos contratos y conocí a mucha gente.
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Yo tengo categoría. No podía relacionarme con
los novatos aficionados, primerizos —El desdén
de Bobadilla era evidente.
— Dijo usted que daba clases ¿Y sus alumnos?
— Eso lo hacía por el dinero, pero también por la
conveniencia de tener ascendiente e influencia
sobre ellos. De eso a hacerme amigo de alguno…
— Menciona que poco a poco se fue acabando el
trabajo ¿A quién le daban ese trabajo?
— Muchos muchachitos desfilaron, pero ninguno
logró trascender como yo.
— ¿Y alguno de esos muchachitos que dice, sobre
los que tiene ascendiente e influencia sigue en
contacto con usted?
— Una que otra vez me llama alguno, me mandan
mails, me saludan, me piden consejos, se codean
conmigo…
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— ¿Alguno como éste? —Franco le mostró una
foto de otro Elvis ya conocido con un agujero en
la frente; Elvis-Bobadilla la miró un rato.
— Grotesco —Hizo una mueca de asco—. Pero
así podría ser cualquiera de los imitadores de los
que estamos hablando... No lo sé ¿cómo se
llamaba?
— Maglorio Bermúdez ¿lo conoce?
— Ah, chingá. No. Creo que recordaría a un Elvis
con ese pinche nombre.
Valencia y Franco se quedaron en silencio
contemplando al tipo que saboreaba su coñac y que
comenzaba a lanzar miradas ansiosas a su planta
alta, al final de su escalera. No había olvidado que lo
esperaban en la cama.
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— Oiga —dijo de repente Valencia, que se había
percatado del ansia del viejo—. Mencionó antes
que usted sí había trascendido. ¿Cómo trasciende
alguien que imita? Digo, yo sé que Elvis Presley
es leyenda, pero su legión de seguidores es un
ente colectivo que no crea algo nuevo y que tan
solo tiene valor anecdótico para el propio Elvis.
Quienes ven a Reynaldo Bobadilla, ven al Rey del
Rock ¿Cómo trasciende usted? —Valencia quiso
picarle la cresta para ver su reacción y ver si de
ésta obtenía algo.
Reynaldo H. Bobadilla, miró a los dos policías
sonriendo como abuelito escuchando las necedades
de sus nietos. Meneó su bebida antes de responder.
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— ¿Vieron a la muchacha que me espera arriba?
No es mi novia, ni mi esposa, es más, la conocí
hoy. No le daré un solo peso, al menos no a modo
de pago. Y por lo menos es veinte años menor que
yo. Ya ven, gracias al Rey. Hace unos años,
mínimo dos chicas distintas cada día me
acompañaban a mi camerino al terminar la
función, sin importarles que fuera un imitador.
Para ellas yo hacía algo interesante y lo hacía
bien. Debo reconocer que hoy en día la cantidad
ha descendido considerablemente, cosas de la
edad. Pero no por eso dejo de conocer por lo
menos a dos o tres chicas cada dos semanas. Ya
quisieran muchos. Eso está más allá del dinero y
del mezquino poder que tenía en el ambiente.
Mujeres, señores —Adoptó la pose más gallarda
de su repertorio cuando declaró lo anterior.
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Los oficiales se miraron.
— ¿Mujeres? —preguntaron al unísono.
— Señores, deberían ustedes de saberlo mejor que
nadie. Todos los días se asoman a ver la condición
humana —Dijo mientras abría la puerta y les
hacía un gesto de despedida.
Valencia y Franco se levantaron e iniciaron la
retirada.
— Es el último fin de todos los hombres —
Remató enfático Bobadilla—. Darle mate al Rey
es el mero pretexto pa' chingarse a la Dama.
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Enorme complejo de inferioridad
Después de un rato de estarlo observando, la Negra
juzgó que el Patillas era un Elvis Presley bastante
más desangelado que el difunto Maglorio. Se
parecía más a Robbie Rotten. El tipo había pedido
una cubeta de Indios y le había vaciado toda su
morralla a la vieja rockola de El Pirata, cantina
ubicada a media cuadra de la Vieja Central
Camionera, que garantizaba la satisfacción de todo
parroquiano que llegara. Hacía media hora que el
Rey del Rock se dejaba escuchar mientras el
Patillas, de espaldas a la puerta, charlaba con una
mujerona que ingería caribe cooler al tiempo.
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Cerca de la entrada, Ruan y la Negra consumían
tequila esperando su oportunidad de abordar al
patilludo. En una mesa entre la de ellos y el sujeto se
llevaba a cabo un insólito enfrentamiento de ajedrez
entre una voluptuosísima chamaca y un jugador
chaparrito al que más le hubiera valido acostar su
rey y conservar más o menos intacta su dignidad, así
como los veinte pesos que le tuvo que dar como
propina a la mencionada.
El gordo Ruan R. Ledesma, quien era un consumado
metalero, no había escuchado tanta música de Elvis
Presley antes de ese asunto, pero había aprendido a
apreciar las canciones del Rey. Por eso movía
rítmicamente sus pies mientras de la rockola
emanaban las notas de Return to Sender y chocaba
su copa con la Negra.
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— Oye Negrita, estaba pensando… si este güey es
el Patillas ¿quién era el del plomazo? ¿el Copetes?
— Pinche gordo, tómatelo en serio, carajo. O no
habrá más tequila —Para la Negra era cosa de
orgullo saber si ella era la última persona en ver
con vida a Maglorio. Quería saber, porque la foto
en la que salía abrazándolo le había hecho una
imposición moral y sentía que desde detrás de sus
lentes oscuros, Elvis la miraría a los ojos el resto
de sus días.
El gordo Ledesma guardó silencio y se puso a mirar
el charquito que aguardaba en el fondo de la copa y
pensó que, todo sea por una buena amiga, bien valía
la pena echarle ganas a su misión de espionaje; de
modo que apuró de un trago el resto.
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— Sale, pero sin tequila no trabajo —sentenció al
ponerse de pie tras depositar la copa vacía sobre la
mesa—. Pídeme otro, voy al water.
En ausencia del gordo, la Negra observó los
arrumacos pagados que le hacían al Patillas y que
éste recibía gustoso mientras se dejaba llevar por
Reconsider
Baby,
un
chingoncísimo
blues
interpretado magistralmente por el Rey y que
parecía encajar a la perfección con su estado de
ánimo. Había dado cuenta de la mitad de las Indios,
tenía el copete desordenado y marcas de labial en la
mejilla. Su fugaz acompañante lucía espectacular
pero sin exagerar. Al cabo de un par de minutos, la
dama lo abrazó y le dio un sonoro beso para después
ponerse de pie y retirarse. Galante, hizo a un lado la
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silla para que pasara y se dejó dar un pellizco en la
nalga que pretendía ser cariñoso. El gordo Ruan
regresó a la mesa.
— ¿Qué? ¿Dejaron solito al niño?
— Eso parece.
— ¿No han traído mi tequila?
— Nop
— Chale, ¿sabes qué? No tardo, voy al carro por
los cigarros.
— Sale, no tardes.
El Patillas miraba el contenido de su billetera
cuando Ruan salía. Parecía evaluar su permanencia
en el local. La guardó en su bolsa y se puso de pie.
La Negra lo miró hacer y se puso de pie también.
Era su oportunidad.
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— ¡Hola! —Le mostró la mejor de sus sonrisas.
— ¡Qué tal! —El tipo sonrió de modo amable,
pero cuando miró con detenimiento el rostro de la
Negra, la sonrisa se borró de su cara. Incluso
parecía que se le había bajado el pedo. Es feo
cuando se corta una borrachera en la que se ha
puesto un honesto empeño— A ti te conozco —
dijo por fin. El rostro hiposo y tembloroso el dedo
con el que señalaba a la Negra—. Eres la que
abordó a Maglorio en el estacionamiento la noche
en que lo mataron al güey, pobre. Yo te vi, me
acuerdo.
— Ah, entonces lo conocías.
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El Patillas guardó silencio. Había cometido un error.
Hizo gesto de darse por vencido y se derrumbó en
una silla cercana. Tal era su decaimiento.
— Sólo lo conocí de vista, supe su nombre hasta
que lo leí en el periódico —Hizo una seña al
mesero, le pidió unos cigarros y que le acercara
los restos de su diezmada cubeta de cervezas—.
Pero admito que lo estaba siguiendo.
— ¿Por qué lo mataste? —preguntó la Negra a
bocajarro, la sutileza no era precisamente lo suyo.
— ¡Yo no lo maté! ¿Estás sorda? Sólo lo estaba
siguiendo. Yo vi cuando lo mataron.
— ¿Lo mataron, quienes?
— No sé quién era, pero a quien quería matar era
a mí. El muy tarado se equivocó. De un Elvis a
otro… total, mucha diferencia no debe de haber.
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Pero desde que publicaron su nombre se dieron
cuenta de que sigo vivo —Esto último lo dijo con
un estremecimiento que dio paso a un larguísimo
trago que dio cuenta de otra cerveza—. Perdón
¿gustas una chela?
— No, gracias, no me gustan de esas… Entonces
a Maglorio lo mataron por error. ¡Iban por ti! —
La
Negra
comenzaba
a
acomodar
su
rompecabezas mientras el otro asentía— ¿Y tú
cómo te llamas?
— Yo soy Lupe, J. Guadalupe Echiveste, a la
orden.
— ¿Por qué te quieren matar? ¿Quién te quiere
matar? ¡Seguro es el mismo que mató a Maglorio!
— Ah pues, el Rey.
— ¿El Rey? ¿Elvis Presley?
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— ¡No, chingado! ¡No Elvis Presley…! El Rey…
Reynaldo. Otro Elvis que conocí en Las Vegas,
hace años. Ese cabrón me trae muchas ganas
desde allá.
— ¿Pero porqué? —Eran bastantes las preguntas
en la mente de la Negra y temía espantar al tipo
que tan fácilmente estaba soltando prenda.
— ¿Por qué? Bueno, si hay que ponerle nombre al
motivo, te diría que por envidia vil. Pinche
envidia de nada. Éramos un montón de cabrones
vistiéndonos y peinándonos como Elvis y que
actuábamos como Elvis. Ese güey se lo tomaba
demasiado en serio, quería ser el mejor Elvis.
Como en todo pinche club, siempre hay un
pendejo
que
pretende
que
solamente
sus
chicharrones truenen, que todos los demás tarados
le hagan caso sólo a él, que todas las chicas se
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fueran con él y, vaya, tener su mísera cuota de
poder. Se encabronó porque yo nunca le hice caso,
me valía madres. Yo hacía mis pasos de baile,
buscaba mis chambas, no me metía con él. Es
más, él tenía el mejor trabajo en el mejor hotel, a
diario se tiraba a una chava distinta. Su ego es
enorme y como sucede con gente así, su complejo
de inferioridad también es enorme. Aún a los que
tienen todo, la envidia los quema. No perdonan
nada.
— ¿Y qué es lo que no te perdona a ti?
— A mí de por sí no me quería. Pero la cosa se
fue al carajo el día en que una mujer me invitó a
salir. Yo le gustaba y ella me atraía, por supuesto.
Y fuimos al hotel donde el Reynaldo se
presentaba, fue idea de ella. Nos vio desde el
escenario, nos señaló varias veces y hacía gestos
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con los dedos como si fueran una pistola. La
chava, carajo, no recuerdo su nombre, pero me
dijo que antes había estado con él. Yo le gustaba y
me usó nomás para picarle el orgullo al Rey.
Culera. Lo último que supe de ella es que apareció
en su cuarto al mes siguiente con la panza llena de
pastillas para dormir… mis nalgas, ese güey fue;
porque después fue a verme actuar el muy ojete, al
show donde yo trabajaba, y desde su mesa se
dedicó a señalarme “disparando” durante toda la
función. A la chingada, al día siguiente estaba yo
volando de regreso para acá. Culito que es uno.
— ¿Y te siguió hasta acá?
— No lo creo, eso fue hace cinco años más o
menos. Creo que él regresó hace poco, no lo sé.
— ¿Cinco años y sigue ardido? ¿No es mucho?
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— Ay hijita, conocí una vez a un tipo, junior de
pudiente familia tapatía que estaba dispuesto a
esperar 4 años para que una niña que no quiso
jalar con él cumpliera los dieciocho y meterla a la
cárcel con cualquier pretexto… en fin. Una noche
me encontré a Reynaldo en una plaza. Nos
quedamos viendo, por un momento creí que era
otro Elvis, después de años de no ver uno. No es
común que dos imitadores de Elvis se encuentren
en este pinche ranchote. Me sonrió y me volvió a
“disparar”. A los tres días amaneció muerto mi
perro. Desde entonces, hace un mes que me la
paso rodando pa’ que no me encuentre. Hasta hace
dos semanas que conocí a Maglorio, en paz
descanse… —alzó su botella al decir esto último.
— Habías dicho que no lo conocías —interrumpió
la Negra.
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— No tuve chance, sólo de vista. Me lo encontré
en
la
calle.
Obviamente
me
descontroló,
encontrarme a otro Elvis en tan poco tiempo y con
el primero de ellos tras de mí para meterme un
tiro. A éste lo ubiqué y comencé a seguirlo a
veces. No sé, cosas de animal gregario desterrado.
Hacía años que no me juntaba con mis viejos
compañeros, pero no me animaba a abordarlo por
temor al Rey. Me imagino que el pendejo del
matón lo confundió conmigo.
— A mí tampoco me conoces —dijo tras un
instante que Lupe Patillas
usó
en
seguir
bebiendo—, y me has dicho todo esto.
— Ya te lo dije, no tengo a nadie. Desde que me
comenzaron a perseguir me di cuenta de que no
quería ir con nadie, ni con los amigos del club de
coches. Yo vi cómo te le acercaste a Maglorio y le
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pediste una foto y se ve que indagaste para dar
conmigo. No tenía a nadie más para contar esto y
creo que tú mereces saber.
— ¿Y la policía?
— Ni madres, eso no —Dio un último trago a su
cerveza—. Me voy, estoy cansado y debo buscar
donde dormir…
— ¿Cómo te veré de nuevo?
— Oh, encontrarás el modo otra vez —Lupe
Patillas se levantó e inició su marcha hacia la
puerta mientras la Negra lo miraba partir.
El tipo le había contado su historia y ella ni siquiera
le había dicho su nombre.
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Afuera del lugar,…
…el gordo Ruan R. Ledesma había pasado veinte
minutos buscando sus cigarros en la guantera y
monedas de cinco pesos para ponerle a la rockola.
Por muy aficionado a Elvis Presley que se estuviera
volviendo, había tenido suficiente de sus rolas por
esa noche. Si la Negra quería seguir acechando al
patilludo tendría que ser con otra música.
Inició el regreso. Se disponía a cruzar la avenida
cuando vio que el Elvis abandonaba la cantina. Se
dirigió a él. Lo que ocurrió fue demasiado rápido
para un gordo como él. Una motocicleta que habría
estado al final de la cuadra de pronto aceleró y se
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fue sobre el Patillas. El ruido de los disparos y el
olor a pólvora inundaron el ambiente. La gente de
seguridad de los antros aledaños se cubría y si
hubiera tenido dónde, Ledesma estaría escondido
también. La moto pasó junto a él. De forma
impulsiva le dio un empellón, seguro de sus 123
kilos.
El tipo rodó cuando dio en el suelo. Después de unos
instantes, el matón intentaba levantarse al tiempo
que buscaba su arma cuando dos sacaborrachos del
Pirata comenzaron a patearlo en el piso. Fue lo
último que supo antes de perder el sentido.
La Negra asomó la cabeza por la puerta, preocupada
por Ledesma. Lo vio cuando se levantaba golpeado
y raspado del pavimento.
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Quien ya no se levantó fue el Patillas, al que la vida
se le iba por los tres agujeros que le hicieron con
plomo.
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El verdadero padre de la clonación
El oficial Elías Franco le daba los toques finales a su
reporte preliminar del caso de los Elvis Presley
asesinados. Estaba feliz de redactar un reporte de un
caso tan particular. Tenía habilidad para la
redacción. Hablaría de cómo las investigaciones que
hicieron él y el comandante Valencia los habían
puesto sobre la pista del autor material del crimen de
Maglorio Bermúdez, un delincuente al que conocían
como El Feo y que habían capturado después de
cercarlo con la barrera de inteligencia que
confeccionaron
sobre
él
sin
poder
evitar,
lamentablemente, que antes de su captura ultimara a
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otro imitador de Elvis Presley cuando salía de un
bar.
Omitió, desde luego, que la captura del Feo se había
dado a raíz de una denuncia ciudadana hecha por los
trabajadores del bar que lo molieron a patadas
después de que un pinche gordo lo tumbó de la
moto. Silenció también el hecho de que si él y su
comandante se apersonaron ipso facto en el lugar del
homicidio fue porque les dijeron que el occiso era
otro cabrón vestido como Elvis Presley; cosa que les
interesaba del primer asesinato.
Tampoco incluyó en su informe la manera en que
hicieron que el Feo identificara al autor intelectual
de los homicidios, otro imitador de Elvis, llamado
Reynaldo H. Bobadilla, con el que habían estado
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charlando un par de días antes él y su comandante
Valencia. Ese detalle era también producto de sus
pesquisas.
El Feo resultaría muy útil para achacarle alguno que
otro caso de los que tenían pendientes. Pensaba en
cómo la policía mexicana le llevaba años de ventaja
a la ciencia en materia de clonación.
— Pendejos —dijo sonriendo refiriéndose al
gremio científico mientras guardaba el archivo.
— Eh, Franco. Nos vamos. Aún hay que ir por
Bobadilla —dijo el comandante Valencia al meter
su pistola en su funda sobaquera mientras salía de
la oficina seguido por el oficial Franco.
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Ambos necios ignoraban que el verdadero padre de
la clonación es, evidentemente, Elvis Presley.
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Jailhouse Rock como música de fondo
A nadie que haya pasado una noche como la que
pasó la Negra puede culpársele por levantarse de la
cama a las doce del día con un descomunal dolor de
cabeza. Tampoco se le podría culpar por disponer de
cuarenta y cinco minutos bajo el chorro del agua fría
para ver si así volaban las nubes que tenía metidas
en la mente. Pensó que por más que quisiera olvidar
el breve trato que tuvo con Elvis Maglorio y con
Elvis Lupe Patillas antes de que los mataran, lo más
que
conseguiría
sería
apartar
sus
imágenes
sangrantes en algún lugar de su memoria. Sabía que
el día menos pensado regresarían a perturbarla con
Jailhouse Rock como música de fondo.
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Tendría que aprender a vivir con eso. Y la mejor
manera que se le ocurría era echarse un clavado en
la discografía del Rey del Rock. Esperaría un par de
días a que el pobre gordo Ruan R. Ledesma reposara
del chingadazo que se puso contra el pavimento
después de golpear la moto del cabrón que mató al
Patillas y se lo llevaría a la boutique del Beno
Albarrán a sacudirse un poco de sus veleidades
metaleras comprándole un póster de Elvis Aaron
Presley. Si no fuera por sus pronunciadas entradas,
hasta lo convencería de dejarse un copetazo, aunque
a cambio, ella tuviera que ponerse a escuchar El
Despeñadero.
En vía de mientras, se levantaría, saldría y caminaría
unas cuadras para comprar el pasquín que tanto le
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gusta al Gordo y recortaría la foto de Lupe Patillas
que seguramente estaría en primera plana y, junto
con la de Maglorio, las mandaría enmarcar. Se
pondría a leer el astroso reportaje en la pequeña
terraza del Qué Pues! acompañada de unas Negras
Modelo y le pediría al buen Gustavo Castro que la
complaciera con los mejores videos del Rey.
No lo admitiría, pero se había aficionado a la nota
roja.
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La mejor caracterización
Reynaldo H. Bobadilla se había puesto su mejor
traje y pasó varias horas frente al espejo
caracterizándose. Cargó todos sus mp3 en el estéreo
y los dejó que sonaran. Cantaba todas las canciones
de memoria, sin cometer un solo error. Sólo se
interrumpía para dar un trago a la copa de coñac que
había estado rellenando todo el día. No estaba
dispuesto a permitir que nada alterase su actitud de
divo. Ni siquiera cuando el ulular de las patrullas
que se acercaban se hizo más intenso perdió el estilo
cultivado a lo largo de todas esas décadas. Cuando
comenzaron a aporrear la puerta llamándolo, llevó el
cañón de la pistola a su boca y jaló del gatillo.
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FIN
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La Negra perdió unos instantes mirando al personaje
que terminaba de pagar su mercancía y cuando éste se
puso la chamarra de piel y sus lentes oscuros no hubo
duda: Elvis Presley en persona en el supermercado.
En un encuentro mágico como la vida misma, Atsiri
Moreno, la Negra adoradora del Tequila, adicta a
vivir, a la Fotografía y conocedora de la música del
cantante más importante del Rock de todos los
tiempos, toma la que fuera la última instantánea del
Rey de petatiux. Acompañada por su cuate el Gordo
Ledesma, descubre que su Elvis fue el primero de
varios que encontraría en Guadalajara, una ciudad
que nada tiene que ver con todos aquellos que tienen
como modus vivendi imitar al Rey, y que tenían algo
más en común —o fuera de lo común—, morían
asesinados.
Con una prosa auténtica, joven, sencilla, Carlos G.
Garibay induce al lector a un mundo ya no tan
extraño, el submundo del crimen no organizado. En
los renglones de ésta su primer novela, sin ningún
espaviento, toca de paso una descarnada realidad de
nuestra policía: Achacar al criminal otros crímenes no
cometidos por él, que por ineficiencia o por la clásica
corrupción no han sido ni serán aclarados.
- Horacio A. Moreno M.
Carlos García Garibay (Guadalajara 1973) Ejecutor de
proyectos informáticos para el Gobierno del Estado de
Jalisco y para la iniciativa privada. Profesor
universitario
de
Literatura,
Informática
y
Matemáticas.
Ha sido editor y reportero deportivo de la revista de
lucha libre DSD la Tercera. Escritor de novela negra,
es autor de los libros Elvis es un buen tipo y Nina cerró
los ojos. Bloguero, podcaster y webmaster.
Colaborador para El Occidental, Canal 58 y
RadioVolks en el proyecto independiente Rock a
Través del Reloj. Produjo en RadioVolks el programa
de heavy metal MetalVolks, y actualmente produce y
conduce el programa bohemio Noches de Arrabal.
Fue conductor y productor del programa de
entrevista radiofónica Radio Sin Documentos, este
último en Ciudad 1480 de Radiorama de Occidente.
En la actualidad forma parte del staff de Music In
Loud Frequency en donde produce, entre otras cosas,
la barra en español La Culebra.
También es un iluso aspirante a bohemio profesional.
La novela negra es el género literario que retrata de
manera fehaciente la condición humana. La sociedad
actual vive regida por enjuagues y maniobras que el
ciudadano de a pie muchas veces ni siquiera imagina.
Bajo mundo es un concepto que se ha quedado corto a
la hora de tratar de presentar el mundo del crimen
como un ente maligno, enemigo —¿único?— de la
sociedad. Quizás por eso la novela negra sea la forma
más sorprendente, apasionante y también divertida —
¿por qué no?— de retratar este mundo actual en el
que la nota roja dejó hace rato de ser tan solo un
suplemento más de los periódicos.
— Carlos G Garibay

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