CUENTOS DEL DINERO RIQUEZA PODER - Confiar

Transcripción

CUENTOS DEL DINERO RIQUEZA PODER - Confiar
CUENTOS DEL
DINERO
LA RIQUEZA
Y EL PODER
Selección y notas
Elkin Obregón S.
1
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, mayo del 2004
Edición especial 35 años
1.000 ejemplares
Medellín, septiembre de 2007
Edita:
CONFIAR Cooperativa Financiera
Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín
[email protected]
www.confiar.coop
ISBN volumen: 958-33-6231-X
ISBN obra completa: 958-4702-7
Ilustración carátula:
Alexánder Bermúdez Echeverri
Diseño e Impresión:
Pregón Ltda.
Este libro no tiene valor comercial
y es de distribución gratuita
2
Índice
La guaca................................................... 7
Héctor Abad Faciolince
Paletón y el elefante musical................... 27
Jorge Ibargüengoitia
El rey Midas............................................. 35
Geraldine McCaughrean
Los ojos culpables.................................... 45
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
(copiladores)
Hallazgo de un tesoro............................. 49
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
(copiladores)
El mayordomo......................................... 53
Roald Dahl
El zar y la camisa..................................... 63
León Tolstoi
3
Los de la tienda........................................ 67
Ana María Matute
El mensaje................................................ 79
Luis Fernando Veríssimo
Una lagartija............................................ 85
Juan Burghi
La aventura del albañil............................ 91
Washington Irving
Los bandidos............................................ 99
Villiers de L’Isle-Adam
Continuidad del tablero.......................... 113
Antonio Suárez Molina
Historia del hombre de Bagdad
y el guali de El Cairo (Noche 923).......... 119
Libro de las mil y una noches
El Monito Fleis......................................... 125
Efe Gómez
El alcalde de Riolimpio............................ 135
Efe Gómez
4
Madre, yo al oro me humillo:
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado
anda contino amarillo;
que pues, doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Francisco de Quevedo Villegas
5
La guaca
Héctor Abad Faciolince
7
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE (1958). Estudió Periodismo en la Universidad de Antioquia,
y Lengua y Literaturas Modernas en la universidad de Turín. Es uno de los más destacados escritores colombianos de su generación. Cuentista, cronista, novelista, ha escrito también un
libro de viajes, y otro, Tratado de culinaria para
mujeres tristes, de género inclasificable. Su novela Angosta (2003) ha sido considerada por más
de un crítico la más importante publicada en
Colombia durante la última década.
8
1
Cuando mi esposa volvió a enamorarse
de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir
con él por El Retiro, yo me tuve que quedar
solo con los niños. Ella no llamaba ni venía
casi nunca, y pasaban meses enteros sin que
supiéramos de ella. Los niños lloraban mucho al principio, sobre todo María Isabel, la
menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue
entrando una rabia parecida a la mía, que lo
llevaba a levantar los hombros cada vez que
le mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando, tanto de la ciudad como de nuestros pechos, hasta que todos en la casa terminamos
refiriéndonos a ella, no con su nombre, que
olvidamos, sino con un apelativo más lejano
y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta,
no la culpaba del todo por su decisión; ella
había querido al fotógrafo desde antes de casarse conmigo, y desde la adolescencia ha9
bían planeado que algún día se irían a vivir
al campo. Ahora habían realizado su sueño
de vida agreste y vivían en esa finca sin teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de
una quebrada, con caballos y vacas y conejos. Pescaban truchas, paseaban los perros, y
se bastaban tanto el uno al otro que casi nunca bajaban a Medellín.
Después del primer estupor del abandono, que me dejó medio loco por semanas, aunque más herido en el orgullo que en el amor,
yo me fui acomodando, y a los meses me sentía muy contento de vivir solo con los niños.
Contento, pero también preocupado, porque
con los horarios del periódico la vida diaria se
me volvió imposible. Por un lado, todos los
días tenía que despertarlos a las seis para que
tuvieran tiempo de bañarse antes de que pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía
acostarme antes de la una porque en un día
bueno cerrábamos la edición a medianoche,
y en los días difíciles el turno se prolongaba
hasta más tarde, a veces hasta las dos o las
tres de la madrugada. Había noches en que
dormía menos de tres horas y después, en el
periódico, no era capaz de hacer nada bien y
a veces me quedaba dormido encima del escritorio. Yo no tenía que llegar temprano al
periódico, podía llegar a las diez o a las once
de la mañana, pero me angustiaba también
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que los niños llegaran solos por la tarde, al salir del colegio, aunque tres veces a la semana
venía una empleada, y los otros días venía mi
mamá. Lo que pasa es que el periódico es una
esclavitud, con turnos de ocho días sin fines
de semana, con horarios de doce o trece horas, sin tiempo para estar con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos crecer, sin siquiera un minuto para cortarles las uñas.
Las casas, además, se van cayendo cuando no hay una mujer que las gobierne, y de
mes en mes mi casa estaba más sucia, más triste, más desordenada. La comida era pésima,
había goteras, el timbre no sonaba, la cocina
olía a grasa, las matas se secaron, un desastre.
Por todo esto, y porque ya era seguro que la
difunta no iba a resucitar, yo le propuse a mi
mamá que viviéramos juntos, que compráramos un apartamento grande entre los dos y
así ella podía ayudarme más tiempo con los
niños, y podíamos dividir todos los gastos, y
hasta pagar una muchacha fija que ayudara
en los oficios. Mi madre es una señora viuda,
jubilada, de más de setenta años, pero fuerte y activa todavía. La idea de vivir otra vez
con el hijo, y sobre todo la idea de pasar toda
la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo juvenil entre edípico y maternal.
Lo primero que hicimos fue poner en
venta la casa donde yo vivía con los niños,
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por el Estadio, y tuvimos mucha suerte porque un constructor había comprado la casa
de al lado y quería también la nuestra para
poder levantar un edificio. La vendí bien y
puse el dinero en el banco mientras mi mamá vendía también su apartamento y juntábamos el capital para comprar algo más grande y mejor entre los dos. Mientras ella vendía, nos acomodamos todos allá, en el apartamentico de ella, por la Floresta, pero como
tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos que apeñuscarnos en la sala, entre muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles del colegio. Fuera de eso yo había cometido el error, para atenuarles la falta de mi
esposa, de comprarles un perro, y entonces
éramos cuatro los que teníamos que dormir
en el mismo espacio, a veces entre olores que
se me hace innecesario describir. Vivíamos
muy estrechos, pero menos infelices que antes y con la esperanza de una nueva casa en
la que cada uno tendría su cuarto, y en la que
todos esquivaríamos la soledad.
Yo mismo vi el aviso en el periódico. Me
llamó la atención porque el anuncio era más
grande de lo habitual, y hablaba de una urgencia por motivo de viaje al exterior. Además recibían alguna propiedad de menor valor como parte de pago. Ofrecían un apartamento enorme, casi de trescientos metros,
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en una loma alta por El Poblado arriba, y por
una cifra que parecía como del Estadio, el barrio más modesto donde nosotros habíamos
vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les
informé lo que podía darles de contado, el
apartamento que teníamos para entregar como parte de pago, y por teléfono la cosa les
sonó. Esa misma tarde fui a ver la propiedad,
una Unidad Cerrada con uno de esos nombres absurdos hispano-colombianos que ponen por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El
apartamento era demasiado para nosotros,
en todos los sentidos: demasiado grande, demasiado lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía un Mazdita verde lora, que a mí
me parecía una finura, pero ni me imaginaba los carrazos que había allá parqueados,
puras burbujas blindadas y jeeps metalizados. La Unidad tenía piscina, además, y zona
de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista para
trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio era tan bueno que yo no tenía que encimar mucho; bastaba que hiciera una hipoteca pequeña, de menos de veinte millones, y
la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a verlo con mi mamá y con los
niños, y todos estábamos felices porque jamás habíamos ni soñado con poder vivir en
un sitio tan amplio y tan lujoso. No es que el
apartamento fuera de buen gusto: los pisos
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eran todos de mármol, de pared a pared, un
mármol verde oscuro, frío y brillante como
la lápida de una tumba. En los techos había
molduras de yeso con adornos barrocos pintados en un dorado de gusto peor que regular; los grifos de los baños eran cisnes inmensos bañados en oro, y los sanitarios, más que
tazas, parecían tronos. El cielo raso del cuarto principal era un mosaico cursi-erótico de
espejos que yo ya no tendría con quién usar,
y en el vestier, al lado, había también una
gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar detrás de los vestidos y donde nosotros no teníamos nada que guardar, ni joyas
heredadas, ni ahorros ni cubiertos de plata ni
acciones de Coltejer.
El lunes llamamos para decir que estábamos interesados y nos dieron una opción
mientras yo me ponía a hacer vueltas en el
banco para que me prestaran, sobre una hipoteca, los dieciocho millones que nos quedaban faltando. Todo salió muy rápido y llegó el día en que teníamos que ir a firmar la
promesa de compraventa. Esa vez nos recibió el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar a su despacho, nos ofreció café y gaseosa, hasta me preguntó si no querría un whisky, y luego empezó a hablar. Que él quería
ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que
todo era legal, que no había ningún incon14
veniente, pero que el apartamento tenía un
problemita, un problema menor, en realidad,
pero que él no quería que una señora mayor
(y aquí miraba a mi mamá) fuera a comprar
las cosas sin saberlo todo.
Ustedes recordarán que entre el 92 y el
93, después de que Pablo Escobar se escapó
de su propia cárcel, la Catedral, se desató en
Medellín una guerra a muerte entre la gente
del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino que se llamaba los Pepes (perseguidos por
Pablo Escobar), que eran una especie de confusa mezcolanza entre servicios de seguridad
del Estado, la CIA, la Dea, el FBI, los paramilitares, algunos informantes del Cartel de Cali, o mejor dicho hasta el Putas, como se dice
aquí. En esos años, uno tras otro, habían ido
cayendo todos los cuadros de la organización
de Escobar, desde sus abogados hasta los especialistas en comunicaciones, desde los choferes y los mayordomos, hasta los jefes de seguridad y los sicarios a su servicio. Pues bueno, nos informó el señor de la inmobiliaria, el
apartamento que ustedes van a comprar, era
propiedad del mayor de los hermanos Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga, mejor conocido en el ambiente mafioso como Pistoloco.
Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de
sicarios de Escobar, y pocos meses después
de que Pablo se escapara de la Catedral, en
15
el 92, había sido asesinado por los Pepes ahí
mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el
apartamento que nosotros queríamos comprar. La viuda de Foronda, Katia Moreno, era
una ex modelo que en el pánico de las semanas sucesivas se había tenido que ir a vivir a
Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba
vendiendo, a precio de huevo, todo lo que le
había correspondido de herencia por su marido muerto: fincas de recreo, haciendas, casas, apartamentos, carros, caballos, cuadros
del maestro Ramón Vásquez, de Manzur y
de Guayasamín...
Mi mamá y yo nos asustamos un poco
con la noticia, pedimos otro día para pensarlo mejor y consultar. Mientras ella consultaba con un abogado de confianza, y averiguaba con él detalles sobre la ley de Extinción
del dominio, la que expropia propiedades de
narcotraficantes, que quizás nos podría afectar, yo iba a estudiar el caso de Pistoloco en los
archivos del periódico. Por el lado de mi mamá, resultó que era muy improbable lo de la
expropiación. Según el abogado el riesgo era
mínimo, y comprarle a la modelo no era siquiera una falta moral. Eso nos dijo.
Yo por mi parte encontré, en distintos periódicos de enero del 93, alguna información.
Lo del asesinato de Foronda había sido en realidad una masacre, y bastante macabra. Apro16
vechando que estaban en fiestas de fin de año,
el mismo 31 de diciembre del 92, poco antes
de las doce de la noche, llegaron al condominio Guaduales del Guadalquivir, tres automóviles blindados seguidos por tres motos. Después de inmovilizar al portero de la unidad,
unos quince hombres bajaron de los carros y
de las motos, subieron hasta el piso trece del
edificio, tumbaron de un almadanazo la puerta del penthouse de Pistoloco, inmovilizaron a
las catorce personas que allí se hallaban reunidas (en plena rumba de fin de año y en honda borrachera del tipo sentimental), las hicieron tender boca abajo, les amarraron las manos con alambres y procedieron a ultimarlas
una por una con un tiro en la nuca y otro en
la cintura. Entre los muertos, además de Pistoloco, había cinco modelos de una reconocida casa de desfiles de Medellín, todas menores de veinte años, tres músicos integrantes
del trío Los Únicos de Envigado, cuatro amigos o guardaespaldas del mismo Pistoloco, ninguno de los cuales alcanzó a reaccionar, y un
niño de once años, identificado como Wílmar
Foronda Moreno, al parecer hijo de un matrimonio prematuro de Pistoloco con una mujer
que no se hallaba presente en la fiesta de año
nuevo. La madre de este niño se llamaba, según el periódico, Katia Moreno, ex modelo,
y era la misma que ahora tenía a su nombre
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la escritura del apartamento. Lo único que el
gerente no nos había dicho era el número de
muertos que había habido en el apartamento.
Nada se sabía sobre la identidad de los asesinos, salvo que eran los Pepes, y lo único que
el portero declaró es que dos de ellos, al salir,
estaban discutiendo sobre la muerte del menor. “¿Por qué mataste al niño, güevón?” decía uno. Y, según el portero, el otro Pepe le
contestó: “No se pueden dejar vivos a los hijos, porque esos, cuando crecen, son los que
lo matan a uno después”.
Claro que a mí no me gustó lo que había
sucedido en ese apartamento, pero ya había
pasado mucho tiempo, casi dos años, y a la
gente las cosas se les van olvidando. Yo no
soy de los que cree en sitios salados, y menos
en fantasmas. Un apartamento como ese valía más de doscientos millones y a nosotros
nos lo estaban dejando por ciento cuarenta.
La gente tiene agüeros y cuando uno quiere
vender algo así, sobre todo si tiene afán, toca
bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho?
Eso lo discutimos mi mamá y yo toda la noche, qué hacer, aceptar o no aceptar, comprar
o no comprar. El cambio era muy bueno, de
la Floresta a El Poblado. En la madrugada resolvimos que sí, que lo comprábamos de todas maneras, sin contarles, claro, nada a los
niños de lo que había pasado allí. Por el dine18
ro que teníamos no podíamos conseguir nada mejor, difícilmente podríamos tener algo
tan cómodo; ese apartamento era hasta más
de lo que necesitábamos para vivir, y si algún día, años después, lo quisiéramos vender, quién se iba a acordar siquiera de que alguna vez había existido un tipo al que le decían Pistoloco. Cerramos los ojos y nos metimos en la compra. Lo único que quedaba de
los catorce muertos era, sobre el mármol verde de la sala, algunos bordes despicados en
el piso, y un montón de pequeños orificios
mal remendados con masilla. Encima de todo eso pusimos un tapete de flores, y no lo
pensamos más.
Cuando nos pasamos, los primeros meses, la vida práctica se nos hizo mucho más
fácil, mis hijos se adaptaron de inmediato al
lugar, no había tarde que no bajaran a la piscina, prendían el sauna aunque no aguantaran
ni un minuto adentro, y cuando se aburrían
montaban en ascensor. Los fines de semana
que yo no iba al periódico pasábamos horas
jugando con raquetas en el jardín. La difunta llamaba como mucho cada mes. Un matrimonio con la propia madre tiene sus ventajas. Hay menos celos y mayor libertad; el
amor y la conveniencia no son contradictorios, en este caso; es saludable para la psicología de los niños y para la salud mental de la
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persona mayor. Nos adaptamos muy bien a
la Unidad, donde lo único que desentonaba
era mi carrito verde lora, que por el momento y con el sueldo del periódico no lo podía
ni pensar en cambiar. De hecho todo marchó
sin contratiempos durante más de seis meses, hasta que sucedió el episodio por el que
ahora somos otros, no sé si mejores o peores, pero otros.
Todo empezó un domingo por la mañana, después de la circunstancia más banal. Mi
hija, al llegar de bañarse en la piscina, se iba
a lavar el pelo y quería usar el secador en mi
baño, el de la alcoba principal. Al conectar
el secador al enchufe (que nunca habíamos
usado hasta ese día), éste no funcionó. Yo,
que tengo espíritu de todero y cuando se tapan los lavamanos sirvo de plomero, y cuando hay un corto circuito me improviso electricista, empecé a desmontar el enchufe para
revisar la instalación. La sorpresa inicial fue
más bien una pequeña curiosidad, una sensación de extrañeza que se volvió asombro.
Detrás de la tapa del enchufe, en lugar de los
alambres consabidos, había un doble fondo.
Debajo del enchufe se desprendía una tablita
de madera, pintada igual que la pared. Al quitar la tabla, al fondo, se veía la cerradura de
una caja fuerte, con llave. Era rarísimo. Cuando nos habían hecho entrega del apartamen20
to, además de las llaves de todas las puertas
y del ascensor, nos habían entregado también
la clave de la caja fuerte, que abrimos y estaba vacía, por supuesto, pues la ex modelo se
había llevado todas sus pertenencias a Argentina. Habíamos vuelto a cerrar esa caja, vacía,
que a gente como nosotros no nos servía para nada. Nadie nos había hablado de otra caja fuerte secreta. Probé la misma clave de la
caja fuerte externa, y funcionó, era igual, pero por el pequeño orificio que dejaba la abertura detrás del enchufe, solamente se podía
meter el brazo. Metí la mano hasta el fondo
y lo primero que saqué fue un papel. Parecía
un naipe con la foto de un señor. Yo al mirarlo creí que era Drácula y me imaginaba que
había algún secreto ahí, implementos para algún rito satánico o cosas así. Miré por detrás
del naipe y vi que tenía la oración del Padre
Marianito, beato reciente de la Santa Madre
Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió
fue un escapulario y otra estampita, esta vez
del Señor Caído de Girardota. Insistí, moviendo la mano en la oscuridad. Al tacto se distinguían varios paquetes pequeños, forrados
en plástico. Saqué uno. Yo no sabía bien qué
era eso, nunca había visto nada así, era como
una pequeña tableta de chocolate, pero pesaba mucho, era dorada. Me quité los anteojos
y leí las letras diminutas. En un troquelado
21
minúsculo decía 24K, decía 101,3 gr. Mi corazón se aceleró. Metí la mano otra vez. Había varias montañitas bien apiladas de estos
pequeños lingotes de oro, todos de distinto
peso, aunque todos entre 98 y 103 gramos.
Saqué algunos; eran muy parecidos, pero no
los conté. Yo estaba solo en el baño, en cualquier momento entraría María Isabel a preguntarme si ya había arreglado el enchufe. Tiré adentro los lingotes que había sacado, las
estampas del padre Marianito y del Señor Caído, cerré la caja fuerte, acomodé lo mejor que
pude la tabla de tríplex (ahora no era perfecta, se veían los bordes) y puse otra vez el enchufe apretando los dos tornillos con el destornillador. Las manos me estaban temblando
y mi respiración parecía la de uno que acaba
de llegar de trotar. No quería que los niños se
enteraran de nada. María Isabel se secó y alisó el pelo en el cuarto de ella y cuando los niños, al fin, salieron al jardín, llamé a mi mamá y le conté el hallazgo. Volví a quitar el enchufe, la tablita, abrí la caja fuerte con la clave que me sabía de memoria, metí la mano y
ya no saqué las estampas; le mostré las pastillas solamente.
La reacción de los dos era, al mismo
tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y
pecado. Era una sensación a medias entre el
robo y el golpe de suerte. Era como ganar22
se la lotería. A los dos se nos salían gritos
de alegría y de incredulidad. Volví a meter
la mano, más hacia el fondo, con el brazo
hasta el hombro. Había paquetes de consistencia muy distinta. Saqué uno. Era un fajo de dólares, cien billetes de cien dólares,
bien empacados con una banda de papel en
la mitad. Yo no lo podía ni creer. Hacíamos
cuentas mentales, cien por cien, es un cien
más dos ceros, o sea diez mil, y diez mil dólares, en esos días, eran como quince millones de pesos. Metí la mano y empecé a sacar fajos y más fajos, entre los que a veces
salía enredado algún lingote. Las sumas y
las cifras crecían en la cabeza, enloquecidas,
como fuegos artificiales. Yo sentí un vértigo, como lo que se siente desde la parte más
alta de la rueda de Chicago. Sacaba y sacaba montones de fajos, pero al tacto se percibía que había aún muchos más. En ese momento sonó el timbre y los volvimos a meter precipitadamente en el mismo sitio. Yo
nunca había tenido miedo de que me robaran nada (¿qué me iban a robar?), pero antes
de abrir la puerta miré bien por el ojo mágico para estar seguro de que fueran mis hijos,
que volvían con la muchacha, y no algún ladrón. Cuando entraron, por primera vez desde que estábamos ahí, le di vuelta a la llave y
puse la cerradura de arriba, la de seguridad.
23
2
Nunca nadie entendió, en el periódico,
qué había pasado con Carlos Mario Yepes,
el editor de Nación, a quien un día de abril
de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un
período muy duro, cuando lo dejó su mujer,
había vuelto a ser feliz. Había comprado con
doña Ana, su madre, un apartamentazo por
El Poblado arriba, y allá vivía feliz, como un
rico, con ella y con los niños, hasta que un
día, como por arte de magia, desapareció, se
lo tragó la tierra. A mediados de abril, unos
seis o siete meses después de haberse mudado de casa, no volvió al periódico, y toda la
familia desapareció. Ni sus compañeros de
trabajo ni sus mejores amigos sabían nada.
La policía inspeccionó el apartamento, pero no encontró ninguna cosa que llamara la
atención, ningún indicio, ni el más mínimo
rastro que explicara su partida. Nunca volvió
a saberse nada de ellos en todo Medellín: ni
en Guaduales del Guadalquivir, ni en el colegio de los niños, ni en la parroquia donde
oía misa la mamá, ni en el periódico, ni en
ningún pueblo o ciudad del país. Tanto en el
periódico, como en Medellín, se insinuó que
la desaparición del periodista, de sus hijos, y
de su señora madre, podía tener alguna relación con el asesinato de Pistoloco. Ese apartamento tenía algo, debía estar salado, y ahí
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seguiría para siempre como un sepulcro vacío, con las puertas cerradas. Se pensó, se dijo y se publicó que tal vez su desconcertante final tendría alguna relación con los sucesos sanguinarios del famoso penthouse. Sólo
ahora, algunos años después, se puede revelar el paradero de sus cuentas, de sus cuerpos
e incluso de sus almas.
La casa tiene tres plantas y se levanta en
las armoniosas colinas que se asoman al Lago de Ginebra. La ciudad se llama Montreux
y es célebre, entre otras cosas, porque allí se
realiza uno de los más prestigiosos festivales de jazz del mundo, y porque aquí vivió la
última parte de su vida el gran escritor ruso
Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte
del lago, mira al costado meridional, lo que
hace que la casa sea menos fría en invierno, y llena de una luz paradisíaca en los meses más cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos, queserías, castillos, museos, teatros.
Una mansión así, en ese sitio, con esa situación, no te la muestran por menos de un millón y medio de dólares.
Según documentos auténticos, los ocupantes de la casa, y legítimos dueños, se llaman Carlo Tomasinelli, un señor cincuentón, y Anna Olivieri, una ancianita de casi
ochenta años, aunque vivaz todavía. Con
ellos viven dos adolescentes, hijos de él, nie25
tos de ella, en edad escolar, que asisten a los
últimos años del colegio público de Montreux. El padre y la abuela, a pesar de sus
nombres, no hablan ni una palabra de italiano. Tampoco saben alemán, y su francés es
torpe y elemental. Unos cuantos monosílabos y algunos sustantivos de la vida práctica.
Los muchachos, en cambio, dominan el francés, el alemán, y se burlan en toda ocasión
de los mayores, que en la vida familiar conversan siempre en antioqueño. Son dos niños alegres, Isabella y Stephan, aunque quizá un poquito más morenos que la mayoría
de sus compañeros, exceptuando hindúes y
africanos.
Don Carlo y doña Anna están acodados
a la amplia terraza que mira al apacible lago de Ginebra. “¿Qué es lo que más te gusta
de Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y
ella contesta: “La limpieza.” “¿Y lo que menos?” “Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se
quedan callados. Del interior de la casa sale una música exótica para estas tierras: vallenatos.
Periódico El Colombiano,
Medellín, 6 de febrero del 2002.
Se publica aquí por primera vez en libro.
26
Paletón y el elefante musical
Jorge Ibargüengoitia
27
JORGE IBARGÜENGOITIA (1928-1983).
Narrador, dramaturgo, traductor, ensayista y
periodista mexicano. Su obra, plena de ironía,
se aplica a desnudar tragicómicas vivencias de
su ámbito tropical. Recibió en 1964 el Premio
Casa de las Américas por el libro Los relámpagos
de agosto, y en 1975 el Premio de Novela Ciudad
de México por Estas ruinas que ves. Otras obras
suyas son La ley de Herodes y otros cuentos, Maten al león, Los muertos, Dos crímenes, Los pasos de
López y Piezas y cuentos para niños.
28
El señor Paletón era gordo, millonario y
caprichoso. Cada mañana, antes de levantarse de la cama, Paletón se rascaba la barriga,
miraba el techo y se preguntaba:
—Paletón, Paletón, ¿qué quieres comprar hoy?
De esta manera había formado la colección de automóviles más completa del mundo, la colección de pianos más famosa y una
colección de perillas de puerta que no le pedía nada a ninguna otra. También tenía varios animales notables, como Eloísa, la pulga vestida, Porrón, el oso matemático, y Policarpo, un animal que no se parece a ningún
otro por tener cinco patas, dos cabezas y nada que pueda llamarse hocico. Todo esto lo
guardaba en su casa, que tenía tantos cuartos, que nadie los pudo contar.
Una mañana, después de rascarse la barriga y de hacerse la pregunta de costumbre,
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Paletón se contestó:
—Quiero comprar a Paco, el elefante
musical de Chapultepec.
Paco es uno de los elefantes más grandes
del mundo. Mide tres metros y medio y pesa seis toneladas, tiene colmillos de un metro y come todos los días cien kilos de papaya adornada con nueces y avellanas. Pero lo
notable de Paco es la trompa, que es tan sensible y tan ágil que con ella puede tocar el
piano y dar conciertos. Sus piezas predilectas son la Gavota Pavlova y el concierto para la mano izquierda de Ravel.
Paletón se levantó de la cama, se puso
su bata de seda verde esmeralda y habló por
teléfono a Chapultepec, para decir que quería comprar el elefante musical y preguntar
cuánto costaba. Le contestaron que no se lo
vendían a ningún precio.
Paletón dio una pataleta y se revolcó en
el piso haciendo berrinche. Cuando se serenó comprendió que no todo estaba perdido
y que quedaba un medio para cumplir su capricho. Volvió a descolgar el teléfono y marcó un número.
—Bueno, ¿hablan los gángsteres de Chicago? ¿Cuánto me cobran por robarse el elefante musical de Chapultepec y traérmelo a
mi casa esta noche?
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—Cinco millones de pesos —contestaron los gángsteres.
—Trato hecho —dijo Paletón y colgó.
Los gángsteres de Chicago son cinco
chaparros cabezones que viven en la misma
casa. Cuando alguien les encarga un trabajo,
se ponen sombrero y bufanda y se sientan alrededor de una mesa, a comer espagueti y a
planear el robo.
Entre bocado y bocado fue proponiendo cada uno lo que se le ocurría: el más trabajador propuso construir un túnel que conectara la casa donde ellos vivían con el parque zoológico, el más tonto, que creía que
los elefantes eran de hule, propuso, en cambio, desinflar a Paco y sacarlo del zoológico
adentro de una maleta. Hasta que por fin le
tocó el turno al más listo:
—Creo que hay una manera más sencilla: esta noche Paco da un concierto en Bellas Artes. ¿Cómo se transporta un elefante
de Chapultepec a Bellas Artes? Muy sencillo: en un camión de mudanzas. Yo propongo que hagamos algo para que ese camión de
mudanzas, en vez de llegar a Bellas Artes llegue a casa de Paletón.
—¡Magnífico! —cantaron los gángsteres
a coro— ¡Magnífico! Entre el plato y la boca
se cae la sopa.
31
El camión de mudanzas que llegó esa noche a Chapultepec a recoger a Paco, el elefante musical, iba manejado por los gángsteres de Chicago disfrazados de empleados
de Bellas Artes.
Los policías de guardia no sospecharon
nada y hasta ayudaron a poner la rampa para que elefante musical subiera al camión de
mudanzas. Paco, el elefante musical, que estaba recién bañado y perfumado, listo para
presentarse en público y tocar el piano, tampoco sospechó nada. Subió al camión muy
tranquilo, y cuando bajó de él, lo hizo pisando con cuidado, procurando no tropezarse,
creyendo que estaba entrando en el foro de
Bellas Artes. Esperaba que de un momento
a otro sonaran los aplausos de cientos de espectadores.
¡Cuál no sería su sorpresa cuando oyó un
solo aplauso! Era el de Paletón. Paco, el elefante musical, miró a su alrededor con extrañeza. No estaba en Bellas Artes. Estaba en el
salón donde Paletón guardaba su famosa colección de doscientos cincuenta pianos.
Al ver tanto piano, Paco no pudo resistir
un momento más. Preparó la trompa y empezó a tocar. Primero en un piano y después
en otro, y después en otro. Y tocó y tocó tanto, que los vecinos, que no podían dormir
con tanta música, llamaron a la patrulla.
32
Cuando la policía entró en casa de Paletón, encontró al elefante musical tocando
el piano y al dueño de la casa entregándole cinco millones, en billetes de a peso, a los
gángsteres de Chicago.
—Tres millones cuatrocientos veinticinco mil cuatrocientos veintitrés, tres millones
cuatrocientos veinticinco mil cuatrocientos
veinticuatro…
Paletón y los gángsteres de Chicago están en la cárcel. Paco, el elefante musical, sigue en su jaula, en donde de vez en cuando
da conciertos.
Jorge Ibargüengoitia, “Paletón y el elefante
musical”, citado por Luis Fernando Macías,
en El juego como método para la enseñanza de la
literatura a niños y jóvenes, Biblioteca Pública
Piloto, Medellín, 2003.
33
El rey Midas
Geraldine McCaughrean
35
GERALDINE McCAUGHREAN (1951). Escritora inglesa, ha dedicado buena parte de su
obra al público infantil y juvenil, y también a la
divulgación, para esos mismos públicos, de mitos y leyendas de la antigüedad. Ha ganado numerosos premios, entre ellos el prestigioso Premio Whitbread de Novela en 1987. Algunos libros suyos son Polvo de oro, Una sarta de mentiras, G.B. Shaw, El vellocino de oro.
36
Érase una vez un rey llamado Midas, que
era casi tan estúpido como avaricioso. Un día
se convocó un concurso de música entre el
dios Pan y el dios Apolo. A Midas le pidieron que fuera el juez. Pero Midas era amigo
de Pan. Así que antes incluso de que empezara el concurso, y en vez de escuchar y juzgar con imparcialidad, Midas decidió que ganaría Pan.
Comparar la música de Apolo con la de
Pan equivale a comparar el sonido de una
trompeta celestial con el de un silbato de hojalata. Pero Midas ya se había decidido.
—¡Pan es el mejor! ¡Sin lugar a dudas!
Pan ha tocado mucho mejor —afirmó, y siguió alabando a su amigo hasta que Apolo se
puso rojo de ira y apuntó su dedo con poderes mágicos hacia el rey Midas.
—Si tú crees que la música de Pan es mejor que la mía, es que a ti te ocurre algo en las
orejas —le gritó.
37
—¡Qué va! —contestó el rey—. No les
pasa nada.
—¿Ah, no? Pues eso lo arreglamos enseguida —dijo furioso Apolo.
Cuando Midas volvió a su casa, notó que
le picaban las orejas. Se miró en el espejo y
¡horror!, vio que le estaban creciendo. Cada vez se iban haciendo más grandes y más
peludas hasta que, finalmente, vio que tenía
unas orejas marrones y rosas de burro.
Tras mucho pensar, Midas descubrió que
podía taparse las orejas con un gorro alto.
“Nadie debe verlas”, se dijo mientras andaba de acá para allá con el gorro metido
hasta las cejas.
El rey Midas se pasaba todo el día con el
gorro puesto. Y por la noche tampoco se lo
quitaba, para que la reina no viera sus orejas de burro.
Y así pasó el tiempo, sin que nadie se diera
cuenta de lo que ocurría. El rey se sentía muy
aliviado; y sus súbditos, que lo veían con el
gorro puesto a todas horas, enseguida lo imitaron pensando que era la última moda.
Pero había una persona a la cual Midas no
podía ocultar su secreto: su barbero. Cuando
fue a cortarle el pelo, tiró del gorro y…
El barbero primero se asustó. Luego se
quedó boquiabierto. Y, finalmente, se metió
38
la toalla en la boca para no soltar una carcajada.
—No se lo dirás a nadie —le ordenó el
rey.
—¡Por supuesto! No diré nada. Ni una
palabra. A nadie. Se lo prometo —balbució
el barbero, mientras empezaba a cortarle el
pelo—. Seré una tumba, majestad.
El barbero había prometido guardar silencio y era un hombre de palabra. ¡Pero le resultaba tan difícil! Tenía muchas ganas de contárselo a alguien. De vez en cuando se echaba a reír delante de la gente y no podía explicar de qué se estaba riendo. Y de noche se
desvelaba porque temía hablar en sueños. El
barbero guardó el secreto al rey durante algún
tiempo, aunque le quemaba por dentro como
un fuego. Pero finalmente comprendió que se
tenía que desahogar. Así que un día emprendió el camino y no paró de andar hasta que
se encontró lo bastante lejos de la ciudad, cerca del río. Entonces cavó un hoyo en el suelo, metió la cabeza y susurró:
—El rey Midas tiene orejas de burro.
Después de eso, se sintió mucho mejor.
Y la lluvia siguió cayendo, la hierba siguió
creciendo y los juncos que bordeaban el río
también siguieron creciendo.
Mientras Midas paseaba por su jardín,
evidentemente con el gorro puesto, se en39
contró con un sátiro, que es una divinidad
medio hombre, medio caballo. El pobre sátiro estaba perdido. Midas le dio de desayunar y le indicó la salida.
—Le estoy muy agradecido —le dijo el
sátiro—. Permítame que le recompense por
su amabilidad. Le concederé un deseo.
El rey Midas podría haber pedido que
desaparecieran sus orejas de burro, pero no.
Lo primero que se le ocurrió fue dinero, riquezas y… ¡oro! Sus ojos brillaron.
—Por favor, por favor, concédeme que todo lo que toque se convierta en oro —le suplicó al sátiro.
—No es una buena idea —contestó el sátiro—. Piénselo otra vez.
Pero Midas insistió e insistió. Ése era su
mayor deseo. Al final, el sátiro se encogió de
hombros y prosiguió su camino.
—¡Ya sabía yo que era demasiado bueno para ser verdad! —exclamó apesadumbrado el rey.
Y como le daba tanta rabia que le hubieran decepcionado, se agachó para coger una
piedrecilla y tirársela al sátiro que se alejaba. Pero, en cuanto la tocó, la piedrecilla se
convirtió en una pepita de oro.
—¡Mi deseo se ha cumplido! ¡El sátiro
me lo ha concedido! —exclamó el rey dando saltos de alegría.
40
Corrió hacia un árbol y lo tocó. Las ramas y las hojas se convirtieron en oro. Entonces regresó rápidamente hasta su palacio
y se puso a tocar todo: las paredes, las sillas,
la mesa, la lámpara… Y todo se fue transformando en oro. Incluso las cortinas, cuando
las rozó al pasar, emitieron un ruido metálico y se pusieron rígidas.
—Preparadme un banquete —ordenó el
rey a sus criados—. Ser rico me abre el apetito.
Los criados fueron corriendo a traerle carne, pan, fruta y vino mientras Midas tocaba
todos los platos y las bandejas. Estaba encantado con la idea de comer en una vajilla de
oro. Cuando le trajeron la comida, cogió un
ala de pollo y le pegó un mordisco.
¡Clonc! Estaba dura y fría. El apio le raspó
los labios. El pan le rompió un diente. Cada
bocado se convertía en oro en cuanto lo tocaba. Hasta el vino golpeaba el vaso, tan sólido como un huevo en la huevera.
—¡Eh, tú! —ordenó a uno de sus criados,
dándole un empujón—. No te quedes ahí como un pasmarote. Tráeme algo que pueda
comer.
Pero el criado, que se había convertido
en una estatua de oro, cayó al suelo con estruendo.
En ese momento entró la reina.
41
—¿Qué es lo que he oído de un deseo?
—preguntó, acercándose al rey para darle un
beso.
—¡No te acerques! ¡No me toques!
—gritó el rey dando un bote y alejándose de
ella.
Pero su hijo menor, que era demasiado
pequeño para entender sus palabras, corrió
hasta él y lo abrazó por las rodillas.
—Papá, papá, pa…
Su hijo se calló de repente. Sus brazos de
oro rodeaban las rodillas del rey Midas. Su
boquita dorada estaba abierta, pero no emitía ningún sonido.
Midas corrió hasta su dormitorio y se
encerró con llave. Pero no pudo dormir esa
noche, pues su almohada se transformó en
oro bajo su cabeza.
Se sentía tan hambriento, tan sediento,
tan solo y tan asustado…
—¡Dioses, por favor, llevaos este terrible
deseo! ¡Nunca me imaginé lo que me ocurriría! —les suplicó.
Se oyó un repiqueteo de cascos y el sátiro asomó la cabeza por la ventana.
—Intenté decírtelo —regañó al rey.
Midas cayó de rodillas ante él sobre el
suelo de oro. Su túnica de oro se mecía y repicaba como una campana. Y, al caérsele, su
largo gorro sonó como una olla.
42
—¡Quítame mi deseo! ¡Por favor, pide a
los dioses que me lo quiten! —suplicó al sátiro.
—Con unas orejas así, creo que ya tienes bastantes problemas —replicó el sátiro,
desternillándose de risa—. De acuerdo. Vete a lavarte al río. Y procura no ser tan estúpido en el futuro.
El rey Midas corrió entre la alta hierba,
se abrió camino entre los esbeltos juncos y se
zambulló en el río. Las ondas se llenaron de
polvo dorado, pero el agua no se transformó
en oro. Tampoco la orilla cuando el rey salió
del agua. ¡Estaba curado!
Cogió un cubo, lo llenó de agua, lo llevó
hasta el palacio y lo arrojó sobre la pequeña
estatua de oro del comedor. Y su hijo, calado
de los pies a la cabeza, se puso a llorar.
Por aquel entonces, la hierba había crecido en los prados y los juncos de las orillas
estaban aún más altos.
Cuando la brisa los acariciaba, susurraban. Cuando el viento los mecía, murmuraban, decían: “El rey Midas tiene orejas de burro. El rey Midas tiene orejas de burro”.
Y por eso hoy todos conocemos el famoso secreto del rey Midas.
De Dédalo e Ícaro, traducción de Paz Barroso,
Madrid, Ediciones S.M., Colección Mitos, 1999.
43
Los ojos culpables
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
45
JORGE LUIS BORGES (1899-1986) y ADOLFO BIOY CASARES (1914-1999) son, y sobra aquí insistir en ello, nombres fundamentales de la literatura argentina, cuya importancia
excedió con mucho ese ámbito. A lo largo de
los años escribieron varios libros en colaboración (algunos bajo los seudónimos de H. Bustos Domeq o B. Suárez Lynch), guiones cinematográficos, y también recopilaciones de cuentos, la mayoría centradas en la llamada literatura fantástica.
46
Cuentan que un hombre compró a
una muchacha por cuatro mil denarios.
Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba. Él respondió:
—Tienes tan bellos ojos que me olvido
de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se
arrancó los ojos. Al verla en ese estado el
hombre se afligió y dijo:
—¿Por qué te has maltratado así? Has
disminuido tu valor.
Ella respondió:
—No quiero que haya nada en mí que
te aparte de adorar a Dios.
A la noche el hombre oyó en sus sueños
una voz que le decía: “La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para
nos­otros y te la hemos tomado”. Al desper47
tar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.
Ah’med Ech Chiruani, H’adiquat el Afrah. De
Cuentos breves y extraordinarios, Jorge Luis Borges,
Adolfo Bioy Casares (compiladores),
Buenos Aires, Losada, 1973.
48
Hallazgo de un tesoro
Volvió mi hermano a golpear, casi indignado, el muro resonante. Dio un golpe más
que sentí como un trueno subterráneo. Súbitas grietas se dibujaron sobre la pared y de
pronto, como si el mazo hubiera encontrado una piedra clave, bloques desiguales desprendiéronse y un hueco, sombrío y polvoriento, quedó frente a nosotros. Al principio
sólo percibimos algo que era una sombra dentro de la oscuridad, una zona más negra en
las tinieblas. Ávido, mi hermano agrandó el
hueco y acercó una lámpara. Entonces lo vimos, estaba parado, rígido y pomposo. Pudimos ver, por un instante, su opulenta vestidura brocada, el resplandor de sus joyas, el
ramillete de huesos de su mano alrededor de
un crucifijo dorado, su calavera terrosa soportando una altísima mitra. Creció todavía con
la luz que mi hermano aproximaba y luego,
vertiginosamente, silenciosa y pulverizada,
49
la figura del obispo se derrumbó. Los huesos
eran ahora polvo, eran polvo de mitra y la capa magna. Pesadas, ominosas, eternas, las joyas eran nuestras.
Básteme decir hoy que el tesoro —que
vendimos con paciencia y éxito— se componía de varios anillos episcopales, ocho admirables custodias enjoyadas, pesados copones,
crucifijos, una petaca altoperuana con viejas
monedas y grandes medallas de oro.
Después, ni yo sé por qué tuvimos tanta
ur­­gencia por separarnos. La historia ulterior
de mi hermano la conozco porque él mismo,
abu­rrido y brusco, hace poco me la contó. Había empeza­do cautelosamente, vigilando su
parte; luego, casi sin proponérselo multiplicó
el dinero. Se hi­zo muy rico, se casó, engendró, se hizo más ri­co, alcanzó la cima. Y después, sin tre­gua, gra­dualmente, vio perderse
su riqueza y, según adiviné, perderse el placer
que antes le pro­porcionaba acumularla. Terminó por no te­ner un solo centavo. Así está
él ahora, indiferente.
Yo, en cambio, empecé gastando mi parte. No sé si antes dije que soy —o creí ser—
pintor, y que en la época en que descubrimos
el nicho secreto, yo comenzaba a dibujar en
la academia de mi antigua ciudad. Es razonable, pues, que dedicara el dinero a alimentar mi vocación. Emprendí un viaje a Europa
50
y busqué ardientemente a quien debería ser
mi maestro. De París pasé a Venecia, de Venecia a Madrid. Y allá me detuve, más de doce años. Allá encontré el verdadero Maestro y
trabajé y viví y transcurrí a su lado. Y también
progresé. Secretamente, porque el secreto era
su método, me transcribió su arte. Aprendí
su técnica y su concepto de la realidad; vi los
colores que él veía, mi mano se movió con
su pulso. Mi Maestro me enseñó todo lo que
sabía y acaso más aún; a veces llegué a pensar que las nociones que me inculcaba, prodigiosamente, acababa él de inventarlas. Sin
embargo, llegó el día que consideró terminado mi aprendizaje; tuve, con dolor, que despedirme de mi Maestro.
Sólo algunos meses después de haber regresado, durante una noche interminable, comencé a sentir aquella oscura incertidumbre:
tal vez no fuera yo un buen pintor. Había conocido, sin interés, a otros pintores; había visto, desdeñoso, otros cuadros. Pero ahora, repentinamente, una inquietud abundaba en mi
interior. Mortificado, agraviado por la íntima desconfianza, decidí desplegar todas mis
obras ante los ojos de la gente. Por otra parte,
mi Maestro me lo había autorizado al separarnos. Y así, expuse mis cuadros. El resultado fue que alguno dijo que mi pintura era incomprensible, la mayoría la encontró trivial.
51
Pronto entendí que no valía nada, que yo no
era, absolutamente, un artista. Escribí, desde
luego, a mi Maestro una vez, otra vez; nunca supe más de él.
Desconsolado divagué entonces dentro
de mi casa, día tras día, como un niño o un prisionero. Recorría sin término los vastos aposentos, los profundos corredores. Alguien de
la casa me preguntó una vez si quería visitar
el cuarto cuyas paredes, por un cuento narrado al azar, habíamos roto una noche. Sobre la
pared sepulcral, en el confín de la casa centenaria, estaba colgado, por superstición o inocencia, un retrato que no sé quien explicó pertenecía al obispo tapiado. Lo habían encontrado, afirmaron, poco después de mi partida.
Era de noche cuando fui a ver el cuadro
y tuve que llevar una lámpara. Recuerdo que
con cuidado la levanté frente a la áspera pared, y que el retrato se iluminó en toda su vastedad. Fue como si volviera la perdida escena:
vi la misma capa dorada, la misma levantada mitra. Pero en el cuadro todo me parecía,
irónicamente, más real. Miré entonces lo que
no recordaba, lo que no conocía, y sólo en ese
momento descubrí que el obispo tenía el rostro de mi Maestro, que era mi Maestro.
Marcial Tamayo. De Cuentos breves y
extraordinarios, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy
Casares (compiladores). Losada, 1973.
52
El mayordomo
Roald Dahl
53
ROALD DAHL (1916-1990). De origen noruego, nació en Llandaff (Gales). Fue piloto de guerra, miembro del servicio de inteligencia británico, agregado adjunto aéreo de la embajada británica de Washington. Escribió con igual
acierto e ingenio para niños y para adultos. En
este último campo, sus relatos suelen ser un soberbio ejercicio de ironía y del más fino humor
negro. Algunas de sus historias infantiles han sido llevadas al cine.
54
En cuanto George Cleaver ganó el primer
millón, él y la señora Cleaver se trasladaron
de su pequeña casa de las afueras a una elegante mansión de Londres. Contrataron a un
cocinero francés que se llamaba monsieur Estragón y a un mayordomo inglés de nombre
Tibbs. Ambos cobraban unos sueldos exorbitantes. Con la ayuda de estos dos expertos,
los Cleaver se lanzaron a ascender en la escala social y empezaron a ofrecer cenas varias
veces a la semana sin reparar en gastos.
Pero estas cenas nunca acababan de salir bien. No había animación, ni chispa que
diera vida a las conversaciones, ni gracia. Sin
embargo, la comida era excelente y el servicio inmejorable.
—¿Qué demonios le pasa a nuestras fiestas, Tibbs? —le preguntó el señor Cleaver al
mayordomo—. ¿Por qué nadie se siente cómodo?
55
Tibbs ladeó la cabeza y miró al techo.
—Espero que no se ofenda si le sugiero
una cosa, señor.
—Diga, diga.
—Es el vino, señor.
—¿Qué le pasa al vino?
Pues verá, señor, monsieur Estragón sirve
una comida excelente. Una comida excelente debe ir acompañada de un vino igualmente excelente, pero ustedes ofrecen un tinto
español barato y bastante asqueroso.
—¿Y por qué no me lo ha dicho antes, hombre de Dios? —exclamó el señor
Cleaver—. El dinero no me falta. ¡Les daré el
mejor vino del mundo, si eso es lo que quieren! ¿Cuál es el mejor vino del mundo?
—El clarete, señor —contestó el mayordomo—, de los grandes châteaux de Burdeos: Lafite, Latour, Haut-Brion, Margaux,
Mouton-Rothschild y Chevel Blanc. Y solamente de las grandes cosechas, que en mi
opinión son las de mil novecientos seis, mil
novecientos catorce, mil novecientos veintinueve y mil novecientos cuarenta y cinco.
Chevel Blanc también tuvo unos años magníficos en mil ochocientos noventa y cinco y
mil novecientos veintiuno, y Haut-Brion en
mil novecientos seis.
—¡Cómprelos todos! —dijo el señor
Cleaver—. ¡Llene la bodega de arriba abajo!
56
—Puedo intentarlo, señor —dijo el mayordomo—, pero esa clase de vinos son difíciles de encontrar y cuestan una fortuna.
—¡Me importa tres pitos el precio! —exclamó el señor Cleaver—. ¡Cómprelos!
Era más fácil decirlo que hacerlo. Tibbs no encontró vino de 1895, 1906, 1914
ni 1921 ni en Inglaterra ni en Francia. Pero
se hizo con unas botellas del 29 y del 45.
Las facturas fueron astronómicas. Eran tan
grandes que hasta el señor Cleaver empezó
a reflexionar sobre el tema. Y este interés se
transformó en verdadero entusiasmo cuando el mayordomo le sugirió que tener ciertos conocimientos de vino era un valor social
muy estimable. El señor Cleaver compró libros sobre vinos y los leyó de cabo a rabo.
También aprendió mucho de Tibbs, que le
enseñó, entre otras cosas, a catar el vino.
—En primer lugar, señor, tiene que olerlo durante un buen rato, con la nariz sobre
la copa, así. Después bebe un sorbo, abre los
labios un poquito y toma aire, dejando que
pase por el vino. Observe cómo lo hago yo.
A continuación se enjuaga la boca con fuerza y, por último, se lo traga.
Con el paso del tiempo, el señor Cleaver
llegó a considerarse un experto en vinos e,
inevitablemente, se convirtió en un pelmazo tremendo.
57
—Damas y caballeros —anunciaba a la
hora de la cena, alzando la copa—, éste es un
Margaux del veintinueve. ¡El mejor año del
siglo! ¡Un bouquet fantástico! ¡Huele a primavera! ¡Y observen ese sabor que queda después, y el gusto a tanino que le da ese toque astringente tan agradable! Maravilloso,
¿eh?
Los invitados asentían, tomaban un sorbo
y murmuraban alabanzas, pero nada más.
—¿Qué les pasa a esos idiotas? —le preguntó el señor Cleaver a Tibbs, después de
que esta situación se repitiera varias veces—.
¿Es que nadie sabe apreciar un buen vino?
El mayordomo torció la cabeza a un lado y dirigió los ojos hacia arriba.
—Creo que lo apreciarían si pudieran catarlo, señor —dijo—. Pero no pueden.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Cómo
que no pueden catarlo?
—Tengo entendido que usted ha ordenado a monsieur Estragón que aliñe generosamente las ensaladas con vinagre, señor.
—¿Y qué? Me gusta el vinagre.
—El vinagre —dijo el mayordomo— es
enemigo del vino. Destruye el paladar. El aliño debe hacerse con aceite puro de oliva y
un poco de zumo de limón. Nada más.
—¡Qué estupidez! —exclamó el señor
Cleaver.
58
—Lo que usted diga, señor.
—Se lo voy a repetir, Tibbs. Eso son estupideces. El vinagre no me estropea para
nada el paladar.
—Tiene usted mucha suerte, señor
—murmuró el mayordomo, al tiempo que
abandonaba la habitación.
Aquella noche, durante la cena, el anfitrión se burló del mayordomo delante de los
invitados.
—El señor Tibbs —dijo— ha intentado
convencerme de que no puedo apreciar el vino si el aliño de la ensalada lleva mucho vinagre. ¿No es así, Tibbs?
—Sí, señor —replicó Tibbs gravemente.
—Y yo le respondí que no dijera estupideces. ¿No es así, Tibbs?
—Sí, señor.
—Este vino —continuó el señor Cleaver, alzando la copa— a mí me sabe exactamente a Château Lafite del cuarenta y cinco; aún más, es un Château Lafite del cuarenta y cinco.
Tibbs, el mayordomo, estaba inmóvil y
erguido junto al aparador, la cara muy pálida.
—Disculpe, señor —dijo—, pero no es
un Lafite del cuarenta y cinco.
El señor Cleaver giró en su silla y se quedó mirando al mayordomo.
59
—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó—. ¡Ahí están las botellas vacías para demostrarlo!
Tibbs siempre cambiaba de recipiente
aquellos excelentes claretes antes de la cena,
pues eran viejos y tenían muchos posos. Los
servía en jarras de cristal tallado y, siguiendo la costumbre, dejaba las botellas vacías
en el aparador. En ese momento había dos
vacías de Lafite del cuarenta y cinco a la vista de todos.
—Resulta que el vino que ustedes están
bebiendo —dijo tranquilamente el mayordomo— es ese tinto español barato y bastante asqueroso, señor.
El señor Cleaver miró el vino de su copa, y después clavó los ojos en el mayordomo. La sangre empezó a subírsele a la cara,
y la piel se le tiñó se le tiñó de rojo.
—¡Eso es mentira, Tibbs! —gritó.
—No, señor, no estoy mintiendo —replicó el mayordomo—. De hecho nunca les
he servido otro vino que tinto español. Parecía gustarles.
—¡No le crean! —gritó el señor Cleaver
a sus invitados—. Se ha vuelto loco.
—Hay que tratar con respeto los grandes
vinos —dijo el mayordomo—. Ya es bastante con destrozar el paladar con tres o cuatro
copas antes de la cena, como hacen ustedes,
60
pero si encima riegan la comida con vinagre,
lo mismo da que beban agua de fregar.
Diez rostros furibundos estaban clavados en el mayordomo. Los había cogido desprevenidos. Se habían quedado sin habla.
—Ésta —continuó el mayordomo, extendiendo el brazo y tocando con cariño
una de las botellas vacías—, ésta es la última botella de la cosecha del cuarenta y cinco. Las del veintinueve ya se han acabado.
Pero eran unos vinos excelentes. El señor Estragón y yo hemos disfrutado enormemente con ellos.
El mayordomo hizo una reverencia y salió lentamente de la habitación. Atravesó el
vestíbulo, traspasó la puerta de la casa y salió a la calle, donde le esperaba el señor Estragón cargando el equipaje en el maletero
del cochecito que compartían.
De La venganza es mía, S.A. Editorial Debate,
1990. Traducción de Flora Casas.
61
El zar y la camisa
León Tolstoi
63
LEÓN TOLSTOI (1828-1910). Uno de los
nombres fundamentales en la historia de la literatura de todos los tiempos y lugares, el conde León Tolstoi ejerció en la Rusia de su época una enorme influencia, no sólo literaria sino
también social y espiritual. Obras suyas como
Guerra y paz, Ana Karenina, La sonata a Kreutzer
o Resurrección, para citar apenas las más conocidas, son clásicos imprescindibles de la narrativa universal. Aparte de ésas y otras creaciones
maestras, recogió en breves relatos algunas hermosas leyendas de su país.
64
Un zar, hallándose enfermo, dijo: —¡Daré la mitad de mi reino a quien me cure!
Entonces todos los sabios se reunieron
y celebraron una junta para curar al zar, mas
no encontraron medio alguno.
Uno de ellos, sin embargo, declaró que
era posible curar al zar.
—Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz —dijo—, quítesele la camisa y que se
la ponga el zar, con lo que éste será curado.
El zar hizo buscar en su reino a un
hombre feliz. Los enviados del soberano
se esparcieron por todo el reino, mas no
pu-dieron descubrir a un hombre feliz. No
encontraron un hombre contento con su
suerte.
El uno era rico, pero estaba enfermo; el
otro gozaba de buena salud, pero era pobre;
aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.
65
Cierta noche, muy tarde, el hijo del zar,
al pasar frente a una pobre choza, oyó que
alguien exclamaba:
—Gracias a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?
El hijo del zar sintióse lleno de alegría;
inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, a quien en cambio
había de darse cuanto dinero exigiere.
Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle
la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre
que no tenía camisa.
Tomado de la internet, sin referencia editorial.
Traducción de Nicolás Guillén.
66
Los de la tienda
Ana María Matute
67
ANA MARÍA MATUTE (1925). Novelista,
cuentista, ensayista, Académica de la lengua
española. Es, por edad y vocación, una lúcida
cronista de la España que vivió los oscuros años
posteriores a la Guerra Civil. También ha cultivado con éxito la literatura para niños. De su
obra, muy abundante, cabe mencionar títulos
como Pequeño teatro, Fiesta al noroeste, Olvidado
Rey Gudú, la trilogía Los mercaderes, y los libros
infantiles El caballito loco y Carnavalito.
68
El aire del mar levantaba un polvo blanquecino de la planicie donde se elevaban las
chabolas. A la derecha estaba la montaña rocosa y a la izquierda se iniciaba el suburbio
de la población, con los primeros faroles de
gas y las tapias de los solares. Luego, las callejas oscuras, de piedras resbaladizas y húmedas; las tabernas, las freidurías, las casas
de comidas. Allí empezaba el barrio marinero, con la capilla de San Miguel y San Pedro. Después el mar. Desde las chabolas, en
las mañanas claras, se oía, a veces, la campana de la capilla.
La tienda de comestibles se abría justamente en el centro de aquel mundo. A medias en el camino de las chabolas y de las
primeras casas de pescadores. Era una tienda no muy grande, pero abarrotada. Embutidos, latas de conserva, velas, jabón, cajas
de galletas, queso, mantequilla, estropajos,
69
escobas… Todo se apilaba con orden, en estantes o pirámides, en torno al mostrador se
abría la puerta de la vivienda de Ezequiel, de
Mariana, su mujer, y del ahijado.
Al ahijado lo trajeron del pueblo de Mariana, cuando desesperaron de tener hijos
propios. Se llamaba Dionisio y era hijo de
una cuñada viuda y pobre, que aún tenía
cuatro niños más pequeños. La madre se avino desde el primer día a la adopción, y ahora,
a veces, le escribía cartas breves, de letra ancha y palabras extrañamente partidas, donde
le hablaba de la huerta, de sus hermanos y de
la gran calamidad de la vida. Seis años tenía
Dionisio cuando dejó el pueblo, y otros seis
llevaba de ahijado con Ezequiel y Mariana.
De su madre tenía una idea triste y borrosa;
de su pueblo, el recuerdo de las casas con sus
porches, de la plaza y de la huerta en primavera, con el olor ácido y hermoso de la tierra
mojada. Ahora, en cambio, conocía bien el
olor a pimentón, jabón y especias de la tienda; y el aire salado que subía de allá detrás,
arrastrando el polvo blanco, reseco, en la planicie de las chabolas.
Dionisio no recibía sueldo, pero Ezequiel le decía siempre que el día de mañana,
suya y de nadie más sería la tienda. Dionisio
comía a dos carrillos, como Ezequiel. Como
él, al comer, se untaba de aceite la barbilla y
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el borde de los labios. Y como él se preparaba a media mañana y a media tarde, grandes
bocadillos de jamón, de sobreasada, de queso o de membrillo. Dionisio podía comer todo cuanto quisiera, a todas horas. Además,
de siete a nueve subía a peinarse con colonia de la de a granel, que olía fuertemente a
violetas. Se quitaba la bata, y con las manos
bien limpias, se iba a la Academia a estudiar
Contabilidad.
Todo hubiera ido bien para Dionisio,
que no deseaba nada, a no ser por Manolito
y su pandilla. Manolito y su pandilla vivían
en las chabolas.
Eran una banda de muchachos tostados
por el sol, delgados, duros y rientes, que le
subyugaban. Manolito y su pandilla se reunían en el descampado, tras la planicie de
las chabolas; y tenían secretos, y salvajes y
fascinantes juegos. Manolito y su pandilla hicieron pensar a Dionisio en los amigos. Amigos, juegos, aventuras. Todo aquello que aún
desconocía.
Dionisio intentó muchas veces su amistad. Pero Manolito y su pandilla raramente le
toleraban. Dionisio era “el de la tienda”.
La tienda era un lugar codiciado y aborrecido, a un tiempo, por los de las chabolas.
Así lo comprendió Dionisio, poco a poco. En
71
la tienda no se fiaba, y la tienda era necesaria. En la tienda había todo lo que se necesitaba, pero de la tienda no se podían llevar nada que no fuese al contado. (Al contado, naturalmente, para los de las chabolas).
—Mira, Dionisio —decía Ezequiel en
voz baja a su ahijado—-. A don Manolito y a
doña Asunción, sí se les puede apuntar y fiar,
porque son ricos. A los de las chabolas, no,
porque son pobres. No olvides eso nunca.
Dionisio acabó comprendiéndolo, aunque a primera vista le pareciese una contradicción. También comprendió el despego hacia él por parte de los de las chabolas.
Recordaba una tarde que entró Manolito
por algo, mientras él se untaba un panecillo con sobreasada. Para esparcirla más convenientemente la aplastaba con la ayuda de
su dedo pulgar. El dedo lo llevaba envuelto en un esparadrapo sucio, porque se dio
un tajo al cortar cien gramos de queso. Sintió en la frente algo extraño, como un desazonado cosquilleo. Levantó la cabeza y vio
los ojos redondos y escudriñadores de Manolito, fijos en él, en su dedo pulgar envuelto en un esparadrapo sucio, en la sobreasada aplastada contra el pan. Y sintió algo que
le hizo volverse de espaldas. Ezequiel, entre
tanto, preguntaba des­abridamente a Manolito qué quería.
72
—Un paquete de sal… —dijo Manolito.
Y Ezequiel indagó, aún más seco:
—¿Traes el dinero?
No: no le querían los de las chabolas.
No le querían, y por ello, quizá, deseaba aún
más pertenecer a su banda. Sobre todo en el
verano, cuando bajaban a bañarse a la playa,
dando gritos debajo del gran sol. Pero no le
querían, estaba visto, por más que las pocas
veces que le admitieron con ellos llegó a casa con la cabeza llena de sabiduría, y casi no
pudo dormir por la noche.
Un día Ezequiel le dio veinte duros. Así:
veinte duros, como veinte soles. Cierto que
él siempre le andaba pidiendo:
—Padrino, que no llevo nunca nada en el
bolsillo… Padrino, déme usted algo, aunque
sea para no gastar. Mire que todos los chicos
de la Academia llevan siempre dinero…
Ezequiel movía negativamente la cabeza y respondía:
—Dinero, no, Dioni. Ya sabes que la
tienda será tuya algún día. Comes hasta reventar, y no te matas trabajando. ¿Qué más
quieres?
Ante estas razones, Dionisio callaba,
porque no sabía qué contestar. (Podía haber
dicho, quizá: “Para presumir”. Pero, claro, no
se atrevía). Y de repente, una mañana, mientras él barría la tienda, Ezequiel le dijo:
73
—Anda, para que te calles de una vez:
ahí va eso. ¡Pero pobre de ti si lo gastas! ¡Lo
guardas bien guardado, donde ni lo veas!
Veinte duros. Así: de golpe, en un solo
billete. Dionisio se quedó sin respiración.
—Gracias, padrino… ¡Qué bárbaro!
—Pero que no lo gastes, ¿eh? ¡Que no lo
gastes…!
Dionisio, efectivamente, lo guardó. La
verdad era que, excepto pertenecer a la banda de Manolito, no deseaba nada.
Guardó el dinero en el armario, entre las
camisas, y con saber que estaba allí se contentaba. Los primeros días se acercaba a verlo, de cuando en cuando. Recordaba entonces una historia que leyó, de un avaro que
guardaba su oro y lo acariciaba. Pero sonreía
y se sentía satisfecho.
Fue lo menos quince o veinte días más
tarde cuando ocurrió lo imprevisto. Era un
lunes por la tarde. Salía de la tienda y decidió hacer novillos y darse una vuelta por la
planicie. Ya estaba muy próximo el verano,
y aún brillaba el sol, allá lejos, sobre la superficie rizada del mar. Cuando llegó a la altura de las chabolas, oyó el griterío. Se acercó
corriendo, detrás de los muchachos que acudían en tropel.
La desgracia había caído sobre la chabola de Manolito. Su padre, que era albañil, se
74
cayó del andamio, partiéndose tres costillas
y una pierna. Lo habían llevado al hospital,
y su mujer salía dando gritos, acompañada
por las vecinas. En una esquina, sentado en
el suelo, con las manos en los bolsillos, lejano a todos, con su carita dura y pálida, estaba Manolito. Dionisio se sintió invadido por
una gran piedad. Corrió a él, y se le plantó
delante, mirándole. Quería decir algo, pero
no sabía. Al fin, Manolito levantó los ojos
(como aquel día que lo vio preparándose el
bocadillo). Ante sus ojos negros, Dionisio se
quedó sin habla.
—¡Lárgate, cerdo! —escupió Manolito—.
¡Que te largues…!
Se fue despacio. Sentía en la espalda, en
la nuca, el peso de una gran desolación.
Aquella noche tomó su resolución. Casi no sentía sacrificio alguno. Se levantó más
temprano que de costumbre, y, antes de bajar a la tienda, salió por la puerta trasera y corrió a las chabolas. Iba con la mano metida
en el bolsillo y apretaba en el puño el billete
de veinte duros.
Cuando llegó a la chabola de Manolito el
corazón parecía latir en su misma garganta.
—¡Manolo! —llamó con voz trémula—.
¡Sal, Manolo, que tengo que darte un recado!
Manolo salió, medio desnudo, con los
ojos entrecerrados. También la hermana me75
nor, y otros dos más pequeños todavía, asomaron la cabeza.
—¿Dónde está tu madre? —le preguntó Dionisio.
El Manolito se encogió de hombros, y
sus labios se doblaron con desprecio:
—Ande va a estar… ¡en el hospital!
Dionisio sintió que toda la sangre le subía a la cara:
—Oye, Manolo…, yo venía a decirte…,
vamos, mira: esto he ahorrado yo, pero si tú
quieres… yo te lo presto y cuando puedas,
vamos, no me corre ninguna prisa… ni siquiera que me lo devuelvas…
Le tendía el billete de veinte duros. Mano­
lo se había quedado quieto, abierta su pequeña boca, oscura y manchada. Miraba el dinero
con ojos fijos, como de vidrio. Avanzó despacio una mano delgada, llena de tierra. Dionisio
le puso el dinero en la palma y echó a correr.
El corazón le dolía al entrar en la tienda.
Ezequiel le dio un pescozón:
—¡Dónde habrás andado, golfante…!
¡Hala, a barrer!
Estuvo toda la mañana como en sueños. Cada vez que sonaba la campanilla de
la puerta sentía flaquear sus piernas.
Pero Manolito no empujó la puerta hasta
mediada la tarde. Su figurilla se recortó contra
la luz del sol, en el umbral. El corazón le dio
76
un vuelco a Dionisio, y sólo acertó a pensar:
“Qué piernas tan flacas tiene Manolito”. No:
no parecía el capitán de la banda. Era como un
pájaro, un triste y oscuro pájaro perdido.
Ezequiel lo miró con desconfianza. El
Manolito, con su voz clara y despaciosa, pidió arroz, azúcar, aceite, velas… a media retahíla, Ezequiel le cortó, como siempre:
—Oye, tú, ¿traes dinero?
Para decir dinero Ezequiel se frotaba las
yemas del índice y del pulgar, uno contra el
otro. Manolito asintió, con voz firme:
—Sí; lo traigo. Ponga usted, además…
Algo zumbaba en los oídos de Dionisio,
y no podía escuchar más. Un ahogo, raro y
dulce, le subía por la garganta. Quería esconderse, que no le vieran los ojos de Manolito.
Las rodillas le temblaban y se sentó allí, detrás del mostrador, en un cajón de coca-cola
vacío. Sólo veía a Ezequiel, de pie, colocando las cosas, con aire aún receloso.
Manolito pagó, alargando un billete de
veinte duros. Dionisio vio las manos de Ezequiel: rojizas, de uñas rotas. Una mano de
Ezequiel cogió el billete: “su” billete de veinte duros. Ezequiel lo palpó, lo alzó y lo miró a trasluz.
—¡Largo de ahí, golfo! —chilló—. ¡Largo de ahí, si no quieres que te eche de un
puntapié!
77
Dionisio parpadeó, despacio. La luz del
sol, en rayos finos, se filtraba a través de los
rimeros de cajas de galletas. Una rata gorda,
negra, corría por detrás de los montones de
jabón.
—¡Que te largues, te digo! ¡Terceras que
me puedes engañar a mí! ¡Ya decía yo! ¡Ya
me parecía a mí! Este billete es más falso que
el alma de Judas…
Aún dijo Ezequiel muchas cosas más.
Dionisio quiso levantarse, mirar por encima
del mostrador. Pero algo había en el olor de
la tienda —el pimentón, el jabón, las especias…— que aturdía, que se pegaba a la garganta, a los ojos, como un humo. Las rodillas
se le volvieron blandas, como de algodón.
Después oyó la campanilla de la puerta.
Por fin, Manolito se había marchado.
Ana María Matute, Los de la tienda,
El maestro, Toda la brutalidad del mundo.
Colección Relatos, Plaza y Janés,
Barcelona, 1998.
78
El mensaje
Luis Fernando Veríssimo
79
LUIS FERNANDO VERÍSSIMO (1936). Brasilero del Sur, hijo del gran novelista Erico Veríssimo. Sus crónicas, llenas de gracia y humor
crítico, que casi siempre asumen la forma de relatos breves, se publican en varios periódicos y
revistas de su país. Ha hecho famosos personajes tan vivos y bizarros como el analista de Bagé o el detective Ed Mort, entre otros. Veríssimo es también caricaturista y guionista de cine y televisión.
80
Fue meses después de la muerte del marido cuando la viuda lo recordó: él tenía dólares escondidos en la biblioteca. Muchos
dólares.
—¿Dónde mamá? Haz memoria —se impacientó Gutemberg, el hijo más atrevido.
—En un libro. No sé cual.
—¿Un libro? ¿O varios? —preguntó
Flaubert, el hijo más prudente.
—No. Uno. Él me dijo uno.
—¿Pero cuál? —se impacientó Guto.
—¡No lo sé!
—Calma —pidió Flaubert.
La biblioteca era enorme. Cuatro paredes altas forradas de libros encuadernados.
Millares de libros encuadernados.
—¡Vamos a revisarlos todos! —dijo Guto, el más joven e impulsivo.
—Espera —dijo Flaubert—. Nos llevaría
demasiado tiempo. Vamos a pensar. Colo81
quémonos en el lugar del viejo. Sabemos cómo era. No colocaría los dólares en cualquier
libro...
—Para empezar, si eran muchos dólares,
no cabrían en un libro delgado. Tuvo que
haber colocado los billetes entre las páginas.
Por lo tanto, muchas páginas.
—Exacto —concedió Flaubert.
No estaba pensando en lo obvio, como
Gutemberg, sino en el fino espíritu del padre. Disfrutando con antelación el sutil acertijo que, sin proponérselo, les había dejado.
—Eso sólo nos deja los libros gruesos.
Gutemberg miró a su alrededor. No amaba los libros, como Flaubert. En una biblioteca se sentía como en un cementerio. Un lugar lúgubre, lleno de entes queridos por los
demás.
—Las mil y una noches —sugirió. Fue el
primer volumen grueso con el que se topó.
Flaubert pensó un poco, finalmente decretó: “No”. Era una edición ilustrada de Las
mil y una noches. Un libro atractivo. Mucha
gente lo hojearía. El libro escogido por su padre debía ser uno que pocos se animarían a
tomar del estante y hojearlo.
Gutemberg escogió otro título.
—Guerra y paz.
Hmmm, pensó Flaubert. Tolstoi. El viejo
aristócrata ruso, con sus ideas sobre las vir82
tudes pastoriles. De algún modo, no hacía
juego con los dólares.
—No.
—N-i-e... —comenzó a deletrear Guto.
¿Nietzche? Tal vez, pensó Flaubert. Un
espíritu superior no necesita justificar ni siquiera para sí mismo sus impulsos menores,
como el de comprar dólares en el mercado
negro. Más allá del bien y del mal. Pero todavía no combinaba con su padre.
—Tampoco —dijo Flaubert.
—La decadencia de Occidente...
¿Quién sabe? Nadie lee a Oswald Sprengler hoy en día. Pero no. El viejo no escondería allí a la moneda más fuerte de Occidente.
¿Ulises?... No. ¿Cuán verde era mi valle? Demasiado obvio.
—Éste. Es grueso. Doktor Faustus, Thomas Mann —señaló Gutemberg.
Tal vez, pensó Flaubert. ¿El alma a cambio
de dólares? Pero no. La ironía del viejo no llegaría a ese extremo de autocrítica. Quién sabe, uno de los tomos de Tesoros de la juventud
que su padre había guardado con tanto cariño.
No. Los dólares habían sido ahorrados durante la vejez. Un tesoro del tiempo y de la necesidad. Y el viejo tampoco era cínico.
—La riqueza de las naciones, Adam Smith. Estamos llegando cerca. Pero todavía no
es ése...
83
Y entonces los dos hermanos se detuvieron frente a dos volúmenes que descansaban,
uno junto a otro, sobre el mismo estante.
—¿Qué te parece? —preguntó Gutemberg.
Ambos libros tenían más o menos el
mismo grosor. Muchos dólares cabrían en
sus páginas. Uno era una Biblia. El otro era
Das Kapital.
—Es uno de éstos —dijo Flaubert. Estaba seguro.
¿Cuál de los dos? ¿Cuál sería la ironía, al
final? ¿El capital bien protegido entre las páginas de su decreto de muerte o cayendo a
los pies de quien hojease el libro sagrado en
busca de consuelo espiritual? ¿Cuál la lección? ¿Cuál el mensaje? ¿Cuál de los dos libros su padre estuvo seguro de que jamás sería abierto por alguien de la familia?
—Tú busca en uno mientras yo busco en
el otro —dijo Gutemberg, más joven y más
práctico.
Los dólares no estuvieron en ninguno de
los libros, y tampoco fueron tantos como la
viuda había pensado. Lo único que restaba era
un billete de cien, en medio de Lo que el viento
se llevó... Y hasta ahora no lo han encontrado.
De Falsísima antología de Veríssimo.
Caracas, Ediciones Angria, 1992.
Traducción de Sergio Jablon.
84
Una lagartija
Juan Burghi
85
JUAN BURGHI (1901- ). Nacido en Uruguay,
vivió desde los seis años en la Argentina, y argentino se sintió siempre. Más que narrador en
un estricto sentido, la crítica ve en él un poeta
descriptivo. Su obra más conocida, Zoología lírica (1961), es la compilación de una serie de breves prosas poemáticas (entre ellas la que aquí se
incluye), aparecidas previamente en el diario La
Prensa de Buenos Aires.
86
Mañana. Estío. Resol. El pedregal de la
sierra parece crujir en el encendimiento de la
lumbre. Sobre la plancha de una peña lisa, como si se asara, una lagartija se solea. Su traje
de luces concentra el sol y los esmaltes de todo un verano, y su presencia habla de los tres
reinos: animal, pues se ve en ella una bestezuela; vegetal, por semejarse a una ramita verde; y mineral, por parecer hecha de cobre y
mica. Y también recuerda los cuatro antiguos
elementos: la tierra, en su arcilla animada; el
agua, en su aspecto de charco con verdín, al
sol; el aire vibrátil, en el espejo que la circunda; y el fuego, en el vivo llamear de sus brillos.
Así, inmóvil, hierática, es una pequeña
deidad egipcia tallada primorosamente, desde el acucioso triángulo de su cabeza de ojos
chispeantes, los soportes de sus patas, la sierpe
de su cuerpo, hasta el látigo de su cola que se
prolonga en un cordelito, apéndice éste que,
87
en caso de peligro, si se la apresa por él, lo corta de una dentellada, abandonándolo, y durante varios minutos queda ese apéndice retorciéndose entre saltos, como una lombriz
recién desenterrada.
Recibe toda la luz y la re-crea, trocándola en reflejos y colores. El mismo sol parece
mirarla fijamente, y esa mirada del sol también la capta y, como un espejo, la proyecta acrecentada. Toda ella es una obra de arte
acabada y perfecta, logro de un artista mágico… Hasta la piedra en que se asienta, gris y
opaca, contribuye a realzarla.
Viendo esta talla inimitable, acude a mi
mente una leyenda de tierras aztecas, leída
no recuerdo dónde y titulada La lagartija de
esmeraldas:
“Érase que se era un padrecito santo que
moraba al pie de una sierra, entre las inocentes criaturas del Señor, y al que todos los pobres de la región acudían en sus tribulaciones. En una mañana como ésta acudió a él un
indio menesteroso en demanda de algo con
que aplacar el hambre de su mujer y sus hijos. Lo halló en el sendero, cerca de su morada, y con voz de sentida angustia le narró sus
penas, pidiéndole ayuda para remediarlas.
El buen padrecito, que por darlo todo
nada tenía, sentíase conmovido por tanta
miseria, y hondamente apenado por no po88
der aliviarla; y así conmovido y apenado,
púsose a implorar la Gracia Divina. Mientras rezaba mirando a su alrededor, sus ojos
se posaron en una lagartija que a su vera se
soleaba, y alargó hacia ella su mano, tomándola suavemente. Al contacto de esa mano
milagrosa, la lagartija se trocó en una joya
de oro y esmeraldas que entregó al indio diciéndole: —Toma esto y ve a la ciudad y en
alguna prendería empéñalo, que algo te darán por ello.
Obedeció el indio y, con lo obtenido, no
só­lo remedió su hambre y la de los suyos, sino
que pudo comprar alguna hacienda que luego prosperó, y cuando su situación fue holga­
da, años después, pensó que debía restituir
al legítimo dueño aquella joya que de tanto
provecho le había sido. Desempeñándola, en
una hermosa mañana estival volvió con ella en
busca del padrecito, a quien halló en el mismo sitio del primer encuentro, aunque mu­cho
más viejo y, de ser ello posible, más pobre.
—Padrecito querido —díjole el indio—.
Aquí le vuelvo esta joya que usted una vez
me dio y que tanto me ha servido. Ya no la
necesito, tómela usted, que con ella acaso
pueda socorrer a otro. Muchas gracias, y que
Dios lo bendiga…
El viejecito nada recuerda ya. Con aire
distraído la toma, depositándola con suavi89
dad sobre un peñasco. Nuevamente, y por el
milagro de sus manos, aquel objeto precioso vuelve a ser lo que antes había sido, una
lagartija, que echa a andar lenta en dirección
a su cueva”.
Tomado de 35 cuentos breves argentinos.
Siglo XX. Fernando Sorrentino (compilador),
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984.
90
La aventura del albañil
Washington Irving
91
WASHINGTON IRVING (1783-1859). Escritor norteamericano, cultor de muchos géneros,
entre ellos la novela, el cuento realista o fantástico, los relatos de viajes. Bastaría para su memoria el inmortal relato Rip Van Winkle, y su
magistral Cuentos de la Alhambra, mezcla de impresiones de su estancia en España, apuntes históricos, y recreación de leyendas populares andaluzas.
92
Hubo un tiempo en Granada un pobre albañil o enladrillador, que guardaba todos los
domingos y días de los santos, incluso San Lunes, y a pesar de toda su devoción vivía cada
vez más pobre y apenas si podía ganar el pan
para su numerosa familia. Una noche fue despertado en su primer sueño por unos golpes
en la puerta. Abrió y se encontró frente a un
cura alto, flaco y de aspecto cadavérico.
—¡Oye, buen amigo! —dijo el desconocido—. He observado que eres buen cristiano en quien poder confiar. ¿Quieres hacerme
un pequeño trabajo esta misma noche?
—Con muchísimo gusto, señor padre,
con tal que cobre como corresponde.
—Así será; pero has de consentir que te
vende los ojos.
A esto no opuso ningún reparo el albañil. Así, pues, vendados los ojos, fue conducido por el cura a través de varias retorcidas
93
callejuelas y tortuosos pasajes, hasta que se
detuvo ante el portal de una casa. El cura sacó la llave, giró una chirriante cerradura y
abrió lo que por el sonido parecía una pesada puerta. Cuando entraron, cerró, echó el
cerrojo y el albañil fue conducido por un resonante corredor y una espaciosa sala a la
parte interior del edificio. Allí le fue quitada
la venda de los ojos y se encontró en un patio, alumbrado apenas por una lámpara solitaria. En el centro se veía la seca taza de una
vieja fuente morisca, bajo la cual le pidió el
cura que formase una pequeña bóveda; a tal
fin, tenía a mano ladrillos y mezcla. Trabajó, pues, toda la noche, pero sin que acabase la faena. Un poco antes de amanecer, el
cura le puso una moneda de oro en la mano
y, habiéndolo vendado de nuevo, lo condujo a su morada.
—¿Estás conforme —le dijo— en volver
a completar tu tarea?
—Con mucho gusto, señor padre, puesto que se me paga tan bien.
—Bien; entonces, volveré mañana de
nuevo a medianoche.
Así lo hizo, y la bóveda quedó terminada.
—Ahora —le dijo el cura—, debes ayudarme a traer los cadáveres que han de enterrarse en esta bóveda.
94
Al pobre albañil se le erizaron los cabellos cuando oyó estas palabras. Con pasos
temblorosos siguió al cura hasta una apartada habitación de la casa, en espera de encontrarse algún espantoso y macabro espectáculo; pero se tranquilizó al ver tres o cuatro
grandes orzas apoyadas en un rincón, que él
supuso llenas de dinero.
Entre él y el cura las transportaron con
gran esfuerzo y las encerraron en su tumba.
La bóveda fue tapiada, restaurado el pavimento y borradas todas las señales del trabajo. El albañil, vendado otra vez, fue sacado
por un camino distinto del que antes había
hecho. Luego que anduvieron bastante tiempo por un complicado laberinto de callejuelas y pasadizos, se detuvieron. Entonces, el
cura puso en sus manos dos piezas de oro.
—Espera aquí —le dijo el cura— hasta
que oigas la campana de la catedral tocar a
maitines. Si te atreves a destapar tus ojos antes de esa hora, te sucederá una desgracia.
Dicho esto, se alejó. El albañil esperó fielmente y se distrajo en sopesar las monedas
de oro en sus manos y en sonarlas una contra
otra. En el momento en que la campana de la
catedral lanzó su matutina llamada, se descubrió los ojos y vio que se encontraba a orillas
del Genil. Se dirigió a su casa lo más rápidamente posible y se gastó alegremente con su
95
familia, durante una quincena de días, las ganancias de sus dos noches de trabajo; después
de esto, quedó tan pobre como antes.
Continuó trabajando poco y rezando
bastante, guardando los domingos y días de
los santos, un año tras otro, en tanto que su
familia seguía flaca y andrajosa como una
tribu de gitanos. Una tarde que estaba sentado en la puerta de su choza se dirigió a él
un viejo, rico y avariento, conocido propietario de muchas casas y casero tacaño. El acaudalado individuo lo miró un momento por
debajo de sus inquietas y espesas cejas.
—Amigo, me he enterado de que eres
muy pobre.
—No tengo por qué negarlo, señor, pues
es cosa que salta a la vista.
—Supongo, entonces, que te agradará
hacer un trabajillo y que lo harás barato.
—Más barato, señor, que ningún albañil
de Granada.
—Eso es lo que yo quiero. Tengo una casa vieja que se está viniendo abajo y que me
cuesta en reparaciones más de lo que vale,
porque nadie quiere vivir en ella; así que he
decidido arreglarla y mantenerla en pie con
el mínimo gasto posible.
El albañil fue conducido a un caserón
abandonado que amenazaba ruina. Pasando
por varias salas y cámaras vacías, penetró en
96
un patio interior, donde atrajo su atención
una vieja fuente morisca. Quedóse sorprendido, pues, como en un sueño, vino a su memoria el recuerdo de aquel lugar.
—Dígame —preguntó—, ¿quién ocupaba antes esta casa?
—¡La peste se lo lleve! —exclamó el propietario—. Fue un viejo cura avariento que
sólo se ocupaba de sí mismo. Decían que era
inmensamente rico y que, al no tener parientes, se pensaba que dejaría todos sus tesoros
a la Iglesia. Murió de repente, y acudieron
en tropel curas y frailes a tomar posesión de
su fortuna, pero sólo encontraron unos pocos ducados en una bolsa de cuero. A mí me
ha tocado la peor parte, porque desde que
murió, el viejo sigue ocupando mi casa sin
pagar renta, y no hay forma de aplicarle la
ley a un difunto. La gente pretende que se
oye todas las noches un tintineo de oro en
la habitación donde dormía el viejo cura, como si estuviese contando dinero, y en ocasiones, gemidos y lamentos por el patio. Falsas o verdaderas, estas habladurías han dado mala fama a mi casa y no hay nadie que
quiera vivir en ella.
—Basta —dijo el albañil con firmeza—;
permítame vivir en su casa, sin pagar, hasta que se presente mejor inquilino, y yo me
comprometo a repararla y a apaciguar el mo97
lesto espíritu que la perturba. Soy buen cristiano y hombre pobre y no tengo miedo al
mismo diablo, aunque se presente en forma
de un talego de dinero.
La oferta del honrado albañil fue de buena gana aceptada; se trasladó con su familia
a la casa y cumplió todos sus compromisos.
Poco a poco fue restaurándola hasta volverla a su primitivo estado; ya no se oyó más
por la noche el tintineo de oro en el dormitorio del difunto cura, sino que comenzó a
oírse de día en el bolsillo del albañil vivo. En
una palabra: aumentó rápidamente su fortuna, con la consiguiente admiración de todos
sus vecinos, y llegó a ser uno de los hombres
más ricos de Granada. Dio grandes sumas a
la Iglesia, sin duda para tranquilizar su conciencia, y nunca reveló el secreto de la bóveda a su hijo y heredero, hasta que se encontró en su lecho de muerte.
De Cuentos de la Alhambra. Miguel Sánchez,
Editor. Traducción de Ricardo Villa-Real.
98
Los bandidos
Villiers de L’Isle-Adam
99
VILLIERS DE L’ISLE-ADAM (1838-1889).
Francés, nacido en Bretaña en el seno de una
familia noble, cuya fortuna dilapidó muy pronto su padre. Poeta, dramaturgo, cuentista, novelista, participó como oficial, durante un breve lapso, en la guerra francoprusiana. Sufrió, a
lo largo de su vida, muchos apuros económicos.
Es dueño de una de las prosas más delicadas y
exquisitas de su tiempo. Algunas obras: Morgane, Tribulat Bonhomet, Eva futura, Cuentos crueles,
El amor supremo.
100
Al señor Henri Roujon
¿Qué es el Tercer Estado? Nada.
¿Qué debe ser? Todo.
Sully, después Sieyes
Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una
perfecta unión de costumbres, negocios y
maneras de ver.
Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas
partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían
en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino
real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándo101
se de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero.
Asustado, el hombre de las Campanas,
sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su
aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo
músico de Nayrac se convirtió en una banda
de ávidos ladrones que infestaban el Midi y
asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones.
Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la
misma manera en que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido
engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Éste se contradijo, y ahora ellos
sabían la verdad del asunto mejor que nadie... Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos,
como les gusta guardar todo lo que tienen;
tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas.
A mediados del noviembre siguiente,
mientras daban las diez en el reloj del Juzgado de Paz de Nayrac, cada cual entró en su
102
casa con un aire más arrogante que de costumbre, y con el sombrero, ¡palabra! inclinado sobre la oreja, de tal forma que su esposa,
saltándole a sus patillas, le llamó “mosquetero”, lo que aduló sus respectivos corazones.
—Sabes, señora N..., mañana, al alba,
partiré.
—¡Ay! ¡Dios mío!
—Es la época de cobro: es preciso que vaya, yo mismo, a casa de nuestros colonos...
—No irás.
—¿Y por qué no?
—Por los bandidos.
—¡Bah! ¡En otras peores me he visto!
—¡No irás!... — concluía cada esposa,
como ocurre entre gente que se adivina.
—Vamos, pequeña, vamos... Previendo
tu angustia, y para que estés segura, hemos
acordado partir todos juntos, con nuestras escopetas de caza, en una gran carreta alquilada para tal ocasión. Nuestras tierras son convecinas y volveremos al anochecer. Así pues,
seca tus lágrimas y, con la invitación de Morfeo, permite que anude apaciblemente en mi
frente los dos extremos de mi pañuelo.
—¡Ah! Si vais todos juntos ya es otra cosa: debes hacer como los demás —murmuró
cada esposa, tranquilizada de repente.
La noche fue exquisita. Los burgueses
soñaron con asaltos, carnicerías, aborda103
jes, torneos y laureles. Se despertaron, pues,
frescos y dispuestos, con el alegre sol.
—¡Vamos!... —murmuraba cada uno de
ellos, mientras se ponía las medias, tras un
gesto de gran preocupación y de forma que
la frase fuese oída por su esposa—¡vamos!
Ha llegado el momento. ¡Sólo se muere una
vez!
Las señoras, admiradas, contemplaban a
estos modernos paladines y les llenaban los
bolsillos de cataplasmas, porque estaban en
otoño.
Éstos, sordos a los llantos, se apartaban
de los brazos que querían, en vano, retenerles...
—¡Un último beso!... dijo cada uno desde el descansillo de su escalera.
Y llegaron, desembocando de sus calles
respectivas, a la gran plaza, donde ya algunos (los solteros) esperaban a sus colegas, alrededor del carruaje, haciendo sonar, con los
rayos matutinos, la batería de sus escopetas,
cuyas cargas renovaban mientras fruncían el
entrecejo.
Dieron las seis: la tartana se puso en
marcha a los varoniles sones de La Parissienne, cantada por los catorce hacendados que
la ocupaban. Mientras en las lejanas ventanas febriles manos agitaban locos pañuelos,
se oía el heroico canto:
104
En avant, marchons
Contre leurs canons!
A travers le fer, le feu des bataillons!
Luego, con el brazo derecho en el aire y
con una especie de mugido:
Courons a la victoire!1
Todo ello acompasado, en cierta medida, por los grandes latigazos que el propietario conductor daba, con cada brazo, a los
tres caballos.
Fue una buena jornada.
Los burgueses son alegres vividores, claros en los negocios. Pero en cuanto a la honestidad, ¡alto ahí! por ejemplo: son capaces
de hacer colgar a un niño por una manzana.
Cada cual cenó en casa de su deudor, pellizcó el mentón de la niña, en los postres se
embolsó el dinero de la renta y, tras haber
intercambiado con la familia algunos proverbios llenos de buen sentido, como: “Las cuentas claras hacen buenos amigos”, o “Donde
las dan las toman”, o “A Dios rogando y con
el mazo dando”, o “No hay oficio pequeño”,
o “Quien paga sus deudas, se enriquece”, y
1. ¡Adelante, marchemos/ contra sus cañones!/ ¡En medio del hierro, el fuego de los batallones!/ ¡A coronar
la victoria! Versos que hacen parte del himno de la revolución de 1848. (N. del E.).
105
otros proverbios habituales, cada propietario, escapándose de las acostumbradas bendiciones, retomó su lugar, uno a uno, en el
carruaje recolector que vino a recogerles de
granja en granja, y, al oscurecer, se pusieron
en marcha hacia Nayrac.
Sin embargo, ¡una sombra había descendido sobre sus almas! En efecto, ciertos
relatos de los labradores habían indicado a
los propietarios que el violinista había creado escuela. Su ejemplo había sido contagioso. El viejo bandido se había rodeado, al parecer, de una horda de verdaderos ladrones
y —sobre todo en la época de cobrar la renta— el camino no era demasiado seguro. De
manera que, a pesar de los vahos del clarete,
disipados enseguida, nuestro héroes ponían,
ahora, una sordina a La Parissienne.
Caía la noche. Los chopos alargaban sus
oscuras siluetas en el camino, el viento removía los setos. Entre los mil ruidos de la naturaleza y alternando con el trote regular de los
tres mecklemburgueses, se oyó, a lo lejos, el
aullido de mal agüero de un perro espantado.
Los murciélagos volaban alrededor de los pálidos viajeros, a quienes el primer rayo de la
luna iluminó tristemente... ¡Brrr!... Apretaban
los fusiles entre sus rodillas con un convulsivo temblor; se aseguraban, de vez en cuando,
de que aún tenían consigo el saco de dinero.
106
No se oía una palabra. ¡Qué angustia para estas honestas gentes!
Repentinamente, en la bifurcación del
camino, ¡terror! aparecieron unas espantosas y contraídas figuras; unos fusiles relucieron; se oyó el pisoteo de caballos y un terrible “¡Quién vive!” resonó en las tinieblas,
pues, en ese mismo instante, la luna se ocultó entre dos negras nubes.
Un gran vehículo, repleto de hombres
armados, obstruía el camino.
¿Quiénes eran esos hombres? ¡Evidentemente unos malhechores! ¡Bandidos! ¡Evidente!
¡Lástima! No. Era la tropa gemela de los
buenos burgueses de Pibrac. ¡Eran los de Pibrac! quienes habían tenido la misma idea,
exactamente, que los de Nayrac.
Sencillamente, acabados sus negocios,
los apacibles rentistas de ambos pueblos se
cruzaban en el camino, mientras volvían a
sus casas.
Pálidos, se observaron. El intenso terror
que se causaron, dada la obsesión que había
invadido sus cerebros, al haber hecho aparecer en cada uno de los rostros los verdaderos
instintos —de la misma manera en que un
soplo de viento, tras pasar por un lago, y formando un torbellino, hace subir las aguas del
fondo a la superficie—, provocó que se toma107
sen por esos mismos bandidos que, recíprocamente, ambos temían.
En un solo instante, sus cuchicheos, en la
oscuridad, les enloquecieron hasta tal punto
que, con la temblorosa precipitación de los de
Pibrac por tomar, por precaución, sus armas,
la culata de una de las escopetas se enganchó
en el banco, se disparó sola y la bala fue a dar
a uno de los de Nayrac, rompiéndole en el pecho una terrina de excelente foie-gras que le
servía, maquinalmente, como un escudo.
¡Ay, este disparo! Fue la chispa fatal que
incendió la pólvora. El miedoso paroxismo que sintieron les hizo delirar. Una descarga cerrada y furiosa comenzó. El instinto de conservación de sus vidas y su dinero
les cegaba. Ponían los cartuchos en sus fusiles con manos temblorosas y rápidas y disparaban al bulto. Los caballos cayeron; uno
de los carros volcó, vomitando al azar heridos y sacos de dinero. Los heridos, en el pasmo de su pavor, se levantaron como leones
y siguieron disparándose unos contra otros,
¡sin poder reconocerse en ningún momento,
en medio de la humareda!... En tal furiosa
demencia, si unos gendarmes hubieran llegado bajo las estrellas, nadie duda que hubiesen pagado con la vida su dedicación. En
resumen, fue una masacre, porque la desesperación les transmitía una energía más ase108
sina: en una palabra, ¡aquella que caracteriza a la gente honorable, cuando se les empuja hasta el final!
Mientras tanto, los verdaderos bandidos
(es decir, la media docena de pobres diablos,
culpables, todo lo más, de haber robado algunos mendrugos, algunos pedazos de tocino o algún dinero, aquí y allá) temblaban espantosamente en una alejada cabaña, mientras oían, llevado por el viento del camino, el
creciente y terrible fragor de las detonaciones
y los espantosos gritos de los burgueses.
Imaginándose, en su pavor, que una
monstruosa batida se había organizado contra ellos, habían interrumpido su inocente
partida de cartas alrededor de una barrica de
vino y se habían levantado, lívidos, mirando
a su jefe. El viejo violinista parecía a punto
de desmayarse. Sus piernas temblaban. Cogido de improviso, el valiente hombre estaba despavorido. Lo que oía sobrepasaba su
entendimiento.
Sin embargo, al cabo de algunos minutos
de espanto, como seguían las descargas, los
buenos bandidos vieron que de repente se
estremecía y se ponía un meditabundo dedo
en la punta de su nariz.
Levantando la cabeza, dijo:
—¡Muchachos, es imposible! No se trata de nosotros... Hay una equivocación... Es
109
un quidproquo... Corramos, con nuestras linternas, para socorrer a los pobres heridos...
El ruido proviene del camino real.
Llegaron, con mil precauciones, apartando las malezas, al lugar del siniestro, en el
que la luna, ahora, iluminaba el horror.
El último burgués viviente, en su prisa
por recargar su ardiente arma, acababa de
saltarse la tapa de los sesos, sin querer, por
descuido.
A la vista de tan formidable espectáculo,
de todos esos muertos, que cubrían la ensangrentada carretera, los bandidos, consternados, permanecieron en silencio, ebrios de estupor, sin dar crédito a sus ojos. Una oscura
comprensión del acontecimiento comenzó,
entonces, a entrar en sus mentes.
De pronto, el jefe silbó y, a una señal, las
linternas hicieron un círculo en torno al músico.
—¡Mis buenos amigos! —masculló con
voz horrorosamente baja (y sus dientes castañeteaban de un miedo que parecía aún más terrorífico que el primero)—, ¡oh amigos míos!...
¡Recojamos, rápidamente, el dinero de estos
dignos burgueses! ¡Alcancemos la frontera!
¡Huyamos a toda prisa! ¡Y no volvamos a poner nunca los pies en este país!
Y como sus acólitos le observaran boquiabiertos y sin entender nada, señaló con
110
un dedo los cadáveres, añadiendo, con un estremecimiento, estas palabras absurdas, ¡pero eléctricas! que provenían, seguramente,
de una profunda experiencia, de un eterno
conocimiento de la vitalidad, del honor del
Tercer Estado:
—ELLOS PROBARÁN... QUE FUIMOS NOS­
OTROS...
De Cuentos crueles. Ediciones Cátedra,
Letras Universales, 1984.
Traducción de Enrique Pérez Llamosa.
111
Continuidad del tablero
Antonio Suárez Molina
113
ANTONIO SUÁREZ MOLINA (1892-1967).
Español, de la provincia de Lérida, fue novelista, cuentista, guionista radial y de cine, cronista deportivo. En la década del 30 emigró a Argentina, donde colaboró en diversas publicaciones de Buenos Aires. Escribió allí, entre otros,
un libro de sonetos, Diatriba de la luz, que mereció elogios de Jorge Luis Borges. Un guión suyo, El infierno de los descreídos, fue llevado al cine con gran éxito.
114
Para Julio Cortázar
Como en muchas leyendas, poemas e historias anteriores, dos reyes se sentaron en ésta a jugar al ajedrez, ajenos a las cruentas guerras que se libraban en sus confines. Cada uno
de los monarcas era dueño de un reino. El ganador se quedaría con los dos, y el otro partiría al destierro.
El espacio era un jardín, circundado de
álamos y encinas. Desde las lejanas montañas llegaba, muy tenue, un aullido de lobos.
El tablero del juego era de mármol, y las piezas figuraban siluetas guerreras. El lugar y la
época son inciertos.
“¿Y si llegamos a tablas?” preguntó el rey
azul, más sensato que su rival.
“Tendríamos que seguir”, dijo el monarca
rojo, hombre enérgico y audaz, “hasta que alguien incline su rey. Tal es lo convenido”.
115
La primera partida, una Ruy López con la
variante del cambio, terminó empatada luego
de 44 movimientos. La segunda, una defensa
Grünfeld harto compleja, arrojó, después de
87 movidas, el mismo resultado.
Y así siguieron. Los contrincantes, tan distintos de estilo —el uno creativo, arriesgado,
el otro posicional, sólido—, tenían un nivel de
juego, por cierto alto, muy equivalente. Los
dos habían aprendido desde niños, con sus
tutores, esa otra forma de la guerra. Y habían
consultado luego con provecho las partidas y
reflexiones de Don Alfonso el Sabio, Da Vinci, Andersson, e incluso las de aquella dama
de la corte napoleónica a la que se le permitía, cuando era su turno de responder con las
piezas negras, hacerlo con las blancas, para
no empañar de azabache sus manos marfileñas. Y ambos eran tozudos, tercos como dos
mulas nacidas en establos reales.
Se sucedieron muchas, innumerables partidas, sin que ninguna permitiera un ganador. El sol se ponía, la luna asomaba, volvía
a triunfar la mañana. Concentrados en el tablero, los rivales no se miraban, no veían en
el rostro del otro, espejo de sí mismos, los estragos del tiempo. Eran ya otros los lobos del
bosque. Los rosales del jardín, atentos a un incesante fluir, prodigaban nuevas flores, nuevas bellotas las encinas. El galope de un caba116
llo interrumpió por un momento la concentración de los jugadores.
El jinete se apeó, se acercó a la mesa de
juego, y habló con cierta prepotencia: “Ya no
existen los dos reinos”, dijo. “Se fusionaron
en una república, que ahora vive en paz, por
decisión del pueblo y de las Cortes”.
Dicho su mensaje, el hombre partió a toda
prisa, sin advertir que la distracción causada
por su arribo había impedido una jugada decisiva, que el monarca rojo no vio. Después
de alfil por peón torre, un espléndido sacrificio, hubiera seguido para el rival una larga e
irremediable agonía. De cualquier modo, antes que los contendores se dignaran comentar
las nuevas recibidas, la partida continuó.
Pactado el empate, el ex rey azul, siempre el más cauto, preguntó:
“¿Y ahora, qué?”
“Alguien tiene que ganar, insisto en ello”,
respondió el rojo, siempre el más audaz. “Y
no es raro que una república, ejemplos sobran, vuelva a ser un reino. Es cuestión de paciencia y, así lo decía nuestro padre, de alguna sangre. Continuemos, che”.
Era su turno de empezar, y planteó una
apertura que, según muchos entendidos, conduce a tablas.
De Campos de Marte.
Buenos Aires, Editorial La Balsa, 1965.
117
Historia del hombre de
Bagdad y el guali de El Cairo
(Noche 923)
Libro de las mil y una noches
119
LIBRO DE LAS MIL Y UNA NOCHES. De
origen remotísimo e incierto, esta inmortal colección de relatos, fábulas y apólogos orientales fue dada a conocer por primera vez en Europa por el estudioso francés Antoine Galland, en
el siglo XVIII; no obstante, como anota Rafael
Cansinos Assens, “La crítica erudita ha señalado después, al conocerse en Europa Las mil y
una noches como libro, transfusiones de su fondo oral y anónimo en páginas de Timoneda,
de Shakespeare, de Calderón, de Ariosto...” Su
vasta influencia, en todo caso, justifica con creces esta frase de Borges: “Los siglos pasan, y la
gente sigue escuchando la voz de Shahrázád”.
120
Cuentan (pero Alá es el más sabio) que había en Bagdad un hombre, dueño de grandes
riquezas y de mucha hacienda, pero que gastaba y derrochaba de manera tan desaforada
que al cabo cambió su estado y vino a encontrarse sin nada, y tuvo que ponerse a trabajar
en penosos oficios, para ganarse el pan.
Y sucedió que una noche que estaba triste y abatido y preocupado, se quedó dormido y parecióle en su sueño que oía una voz
que le decía:
—Tu suerte, amigo, está en Egipto.
Luego que el hombre se despertó, impresionado por aquella voz, decidió seguir su
indicación y procedió en seguida a hacer los
preparativos para su viaje a Egipto.
Y luego fue caminando hasta que llegó a
El Cairo, y, ya allí, le cogió la noche y se guareció en una aljama y se durmió. Y dizque
contigua a aquella aljama había una casa.
121
Y hubo de suceder, por decreto de Alá
(loado sea y glorificado), que una partida de
ladrones entraron en la dicha aljama y por
ella pasaron a la casa aledaña.
Y la gente de la casa, al sentir el ruido
que hacían los ladrones, despertóse y prorrumpió en grandes gritos demandando
auxilio.
Acudió luego el guali de la ciudad seguido de sus guardias, y los bandidos se dieron
a la fuga para no caer en la redada.
Y el guali entró en la aljama y vio allí al
bagdadí, que dormía a pierna suelta, y empezó a fustigarle con su látigo, dándole unos
golpes tan recios que en poco estuvo que no
lo dejara muerto. Y luego de eso mandó el
guali que lo metiesen preso.
Pasó el hombre tres días en la cárcel,
y, al cabo de los tres días, presentóse allí el
guali y lo interrogó, diciendo:
—¿De qué país eres?
Y el hombre le contestó:
—De Bagdad.
Y el guali tornó a preguntar:
—¿Y cuál fue el motivo que te trajo a
Egipto?
Y el preso le dijo:
—Pues un sueño que tuve en el que oí
una voz que me decía: “Tu suerte está en
Egipto; dirígete allá”. Hícelo así, y, al llegar,
122
me encontré con la suerte que tu fusta me
tenía reservada y que por poco me conduce a la muerte.
Echóse a reír, al oírlo, el guali, con tales bríos, que dejó ver su muela del juicio. Y
luego le dijo:
—¡Ye el menguado! Tres veces oí yo en
mi sueño una voz que me decía: “Hay en
Bagdad una casa de estas y estas señas, y
en ella hay una fuente así y asá, y debajo de
la fuente hay un tesoro enterrado; vé allá y
cógelo, que para ti está reservado”. Y yo, ya
lo ves, no hice ningún caso de esa voz que
oí en sueños y me quedé aquí tan fresco,
mientras que tú, pobre iluso, dejaste tu país
y te trasladaste a Egipto solamente por un
vano sueño y un loco delirio.
Dióle después el guali al bagdadí unos
dirhemes y le dijo:
—¡Apáñate con ellos hasta que vuelvas
a tu tierra!
Y el bagdadí tomó el dinero y se volvió a su país. Y dizque la casa aquella que el
guali le describiera era precisamente la suya; de forma, pues, que al llegar a ella el de
Bagdad púsose luego a cavar debajo de la
fuente que el guali le dijera y se encontró,
efectivamente, con un tesoro que contenía
grandes riquezas.
123
Y Alá lo favoreció con ellas y vino el
hombre a encontrarse de nuevo en su opulencia de antes.
De Libro de las mil y una noches.
Traducción directa del árabe, cotejada con las
principales versiones en otras lenguas,
de Rafael Cansinos Assens (Aguilar, 1997).
124
El Monito Fleis
Efe Gómez
125
EFE GÓMEZ (1873-1938). Efe Gómez (Francisco Gómez Escobar), oriundo de Fredonia, es
a no dudarlo unos de los mejores narradores
que ha dado Antioquia y Colombia entera. Cultivó ante todo la cuentística, centrada siempre
en las gentes (mineros, labriegos, fauna pueblerina) y ambientes de su tierra antioqueña, con
una amplia gama temática que va desde el humor más quevediano a hondos dramas y tragedias, teñidos de fatalidad y de violencia. La mayoría de sus cuentos están recogidos en los volúmenes Almas rudas, Retorno y Guayabo negro. El
relato que da título a este último es inmortal.
126
—El éxito en la vida tiene un nombre:
yo quiero —dijo Gerardo Rivas, heredero
opulento, que había derrochado parte de su
inmensa fortuna en empresas utópicas, para
hacer creer que lo que había heredado, conseguido había sido por él, trabajando, bregándose la vida; para hacer creer que era,
como él a sí propio se llamaba, un self-made man.
—Mira —contestó Perucho, el químico
de la empresa—: existen las buenas y existen las malas. Voy a probártelo. Óyeme: en
aquel tiempo había en la región un agricultor que...
—¡No, por Dios! ¡Parábolas no, y no!
—clamó Gerardo.
—Déjalo —dijeron los demás de la tertulia—, déjalo; cada uno elige su manera de
expresarse.
127
—Cuanto más que la parábola es un modo muy noble de expresión: en parábolas hizo parte muy grande de sus enseñanzas nuestro señor Jesucristo; en parábolas se expresaba
muchas veces el Buda Gautama; en parábolas se produjo gran número de veces el Chato
Aparicio Arango; en parábolas dio al mundo
sus enseñanzas don Vicente Montero. En fin,
que muchos grandes hombres han preferido
la parábola como medio de expresión —dijo
el director de la mina, hombre doctísimo.
—Dí pues tus parábolas, ya que estamos
en los tiempos de las mayorías.
—Oíd, pues: en aquel tiempo había en la
región un agricultor que plantó dos rosales en
su huerta. El uno en un suelo abonado cuidadosamente, en un arenal reseco el otro. Creció el primero hermoso, sus tallos llenos de
jugos, erizados de espinas sonrosadas, cuajáronse de frondas verdes, consteláronse de rosas magníficas, tan magníficas que merecían
morir dulcemente sobre el seno de jazmines
de Nohemí, la morena más bizarra que el pulgar de la raza logró jamás modelar en carnes
firmes en las montañas de mi tierra, en tanto que el rosal sembrado sobre arena, retorcía sus tallos desmedrados, de hojas escasas,
amarillentas y resecas.
—Lo cual no tiene nada de raro —interrumpió con viveza Gerardo.
128
—Es cierto. Nada de raro tiene eso —dijo Perucho—, como no lo tiene tampoco lo
que sigue. Pues aconteció que el rosal sembrado sobre abonos, escribió un libro en cuatro volúmenes, a la manera de los Smiles, de
Silvan Roudes y de Marden: cuajado de sentencias profundas, de máximas y de filosofías, sobre la influencia de la voluntad en el
éxito de los negocios de la vida. Libro en el
cual, entre otros muchos ejemplos de individuos que han triunfado por su esfuerzo, contaba cómo había hecho él —el rosal— para
hacerse tan frondoso y producir tantas rosas
sobreponiéndose a la hostilidad del medio, y
a fuerza de disciplina interior y de voluntad
tesonera. De paso, y como para contraste de
su actuación brillante, citaba el caso del rosal
que crecía sobre arena, el cual —decía— por
pereza, por indolencia y por desgreño, no lleva
jamás flores. Según he logrado averiguarlo, al
rosal moralista se dio la sentencia aquella que
tú nos citabas: “El éxito tiene un nombre: yo
quiero”. Porque como todos los que la fortuna plantó sobre las arterias por donde la vida
universal circula intensamente, nuestro rosal
estaba convencido de que a su personalidad
moral se debía su floración magnífica.
—El rosal era sincero al creer eso: afirmaba un acto de conciencia íntima —dijo el director de la mina, hombre docto, quien ironi129
zaba con el mismo aire de inocencia con que
otros dicen tonterías.
—¿Y los que nacieron desvalidos, y por
esfuerzo propio triunfaron: un Rockefeller,
un Carnegie, un...? —replicó fogosamente
Gerardo.
—Ésos vegetaron tristemente, mientras
que sus raíces chupaban de la reseca arena;
pero cuando por azar las hundieron en capas
ricas de sustancias nutritivas, entonces...
—Pero para llegar a esas capas ricas necesitaron del esfuerzo heroico de su voluntad.
—Necesitaron, sobre todo, que las capas
ricas existieran...
—¿Conocieron ustedes al Monito Fleis?
—dijo de pronto, interrumpiéndolos, el director de la mina.
—¿Al marido de la Mona Dávila?
—¿Al papá del Monito Colibacilo?
—El mismo. Pues bien: el Monito Fleis
era un hombre de malas.
—Algún haragán —contestó Gerardo.
—Era diligente, era honrado. Oigan pues:
hace de ello mucho tiempo, antes de la guerra última, hubo cierto mes en que estas minas de Echandía pasaron por una crisis formidable; en la cantina de Manuel Antonio
Taborda se comentaba el asunto.
—Sí, señor —decía Cusuco—; se berrió
Echandía. ¿Que no? Miren: el filón de Bo130
quejoyo no ha dado más que jumos de oro
en los molinos; en la amalgamación de la Línea, dos o tres barritas de plata aurífera... y
esa es toda la remesa de este mes.
—No puede ser.
—Pues lo irán a ver.
Y unos a otros se miraban asombrados.
Porque eso de que no fueran a Medellín en
ese mes, de los veneros insignes de don Bartolomé Chaves, hileras, filas interminables
de mulas cargadas, agobiadas, pujando bajo el peso de barras de metal auroargentífero, eso no podía concebirse siquiera: sería la
primera vez que sucediese.
—Y la mina no tiene la culpa.
—Claro: la tienen los mineros.
—Y los molineros.
—Y los químicos.
—Porque Echandía es una mina de
verdá.
—La mejor de la pelota.
—¿Tiene algún mandadito que hacerle,
don Manuel Antonio? —dijo Fleis entrando.
Nadie lo miró siquiera. Silencio burlón.
Profundo. Luego uno aquí, más allá otro:
—¡Qué hacer!
—¡Mandaditos qué hacer!
—¡Qué les parece!
131
—¡Fleis pa’ bien guaimarón!
—¡Salir con ésas cuando la remesa...!
Quedóse Fleis parado. Debo de haber
dado una lora madre —pensó—... Y salió, se
escurrió de la tienda, pasitico, vergonzoso.
—Yo debo ser un animal —se iba diciendo—. Salir con ésas cuando la remesa... (Y se
quedó parado mirando a la distancia, estático, abstraído, lelo).
—Y haber amanecido en casa sin qué desayunar, un día como hoy en que la remesa...
¡Qué imprudencia!
Y pensando en sus doce hijos, a quienes
dejara esa mañana berreando de hambre, en
cuclillas al lado del fogón puesto en el suelo y
apagado, doce hijos, ¡doce! Doce monos flacos, tuntunientos, pecosos como él y como
la Mona Dávila, su mujer:
—Tal vez en Marmato encuentre un inglés a quien poder ganarle algún jediondo peso con qué desayunar a esos flacuchentos.
Y cogió camino abajo.
En la esquina del estanco de Marmato
comentaban lo de la remesa de Echandía. Se
acercó cohibido. Resolvióse al fin:
—¿Se le ocurre algún mandadito, mister
Brandon?
Los místeres se miraron entre sí. Miraron a Fleis de abajo a arriba. Tornaron a mirarse unos a otros. Y rompieron a reír.
132
—Soy bien animal, de veras —dijo Fleis,
tomando el camino del Boquerón.
Era ya la una del día y Fleis, sin hallar en
qué ocuparse, vagaba por caminos y veredas. Paróse de repente. Vio que allá venía un
hombre rubio, bello; vestía larga túnica ceñida a la cintura; la partida barba y los cabellos, como mies, dorados; los ojos grandes,
mansos.
—Oh, Señor —dijo Fleis reconociéndolo. Y se arrojó de rodillas a sus plantas.
Puso el Señor sus dos manos divinas sobre los hombros de Fleis. Puso luego sus ojos
absolutos en los de Fleis hambrientos, desteñidos, y... apartándolos a un lado, dispúsose
a proseguir el camino que traía. Levantóse
Fleis y, rápido, tornó a cerrarle el paso:
—Señor, Señor —clamó—; un peso, uno
siquiera. A mí, tú lo sabes, ya nadie me da al
fin, y en casa mi mujer no tiene para alzar el
fogón y mis hijos lloran de hambre...
Tornó el Señor a evitar a Fleis y a seguir
su camino, los ojos puestos en el suelo como
si buscase algo perdido.
—Señor, Señor —clamó Fleis, poniéndosele de nuevo por delante.
Detúvose el Señor y díjole severo:
—Pero hombre Fleis, tienes tamañas
ocurrencias: ¡Qué te parece! Yo con harto
133
afán buscando la manera de completar la remesa de don Bartolomé Chaves y tú, ¡dale,
con la simpleza de que en tu casa no amanece con qué desayunar!
—Tengo yo, de veras, unas ocurrencias
—dijo Fleis monologando, mientras Cristo se alejaba—; ¡unas ocurrencias! Salir con
que mis hijos lloran de hambre, cuando la
remesa...
Y compungido, contrito, desolado, meneando de un lado para otro la cabeza:
—Tengo yo, de veras, unas ocurrencias...
¡Unas ocurrencias!
Tomado de Efe Gómez, sus mejores páginas.
Colección Autores Antioqueños, 1991.
134
El alcalde de Riolimpio
—Primero me arrancan la mano —dijo la
vieja Chana. Y apretaba la diestra en que empuñaba el billete del banco, hasta tornar, por
el esfuerzo, blancos los nudillos de la mano,
mientras Jenaro, el comisario, forcejeaba por
abrírsela.
—Déjala, Jenaro; deja eso —dijo el secretario, levantando la cabeza de los papeles
donde escribía, y paseando por el despacho
la mirada turbia de sus ojillos garetas.
Y dirigiéndose a Jenaro:
—Asómate a ver si el señor alcalde viene ya.
—Allá viene cuesta arriba —dijo desde la
puerta Jenaro, asomándose.
Reinó silencio unos instantes.
—¡Ay, Señor! —exclamó el alcalde, entrando—. Sube uno aquí con la lengua de corbata.
135
Y resollando grueso, se dejó caer en un
taburete.
—¿A ver qué es lo que pasa? —dijo cuando se hubo serenado.
—Que esta vieja Santoslarga... —exclamó la Chana.
—Que esta maldita... —clamó Santoslarga.
—¡Ladrona!
—¡Alcahueta!
—Silencio, apreciabilísimas damas —interrumpió el alcalde—. Habla tú, Jenaro.
—La cosa fue —dijo Jenaro— que una
señora que iba de paso dio de limosna a estas viejas...
—La tuya.
—¡Mugroso!
—Silencio, o las hago poner en el cepo.
—...dio de limosna a estas “apreciabilísimas damas” un billete de a peso. La Chana,
que lo recibió, lo empuñó y dice que a ella
sola se lo dieron. La Santoslarga dice que fue
a las dos. Y se han tirado del pelo, y se han
arañado, y se han dicho bellezas. Y aquí las
traigo. Tienen el pueblo en guerra.
El alcalde se pasea meditabundo. Deteniéndose ante las viejas:
—Presta acá el billete, Chana.
La vieja le mira perpleja; duda, se revuelve en el asiento; y abre, al fin, la mano. To136
ma el alcalde el billete y continúa paseándose. Y deteniéndose ante las viejas asombradas, parte el billete en dos.
—Toma tú —dijo a la Chana, dándole
la mitad.
—Toma tú —dijo a la Santoslarga, dándole la otra mitad.
Las viejas recibieron su porción y se miraron. Salieron cabizbajas, una en pos de
otra. Adelante la Santoslarga, la Chana detrás. Al cabo de ir calle abajo, la Santoslarga
se volvió a mirar a la Chana. Sonrió ésta; se
juntaron. Y entraron juntas a la tienda de la
turca Zoraida.
—Préstenos el frasco con la goma, doña
Zoraida —dijeron a un mismo tiempo.
Unidas las cabezas, sonrientes ya, se pusieron a pegar las dos porciones del billete.
—Déme a mí, Zoraidita, un trago de
aguardiente —dijo la Santoslarga, permitiendo entrambas que la turca tomara de encima
del mostrador el billete.
—A mí me da cinco centavos de panelas
de coco y cinco de pandequeso.
—Y nos vuelve cuarenta centavos a cada una...
—Mírelas usted. Están amigas ya. Es usted un Salomón, señor alcalde —dijo el secretario.
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Los dos pasaban en ese preciso momento por enfrente a la tienda. El alcalde con un
aguacate en la diestra y el bastón en la izquierda; el secretario jugando a dos manos
con una llave (la del despacho) del tamaño
de una barra de grillos.
El alcalde callaba.
—Sí, señor; un Salomón —continuó el
secretario.
—¡Hum! Hice coincidir sus intereses un
momento. Eso fue todo. Es lo solo que une a
los humanos. Pero cuando acaben con el billete, volverán a reñir esas viejas.
¡La ideología son vacas!
Tomado de Efe Gómez, sus mejores páginas.
Colección Autores Antioqueños, 1991.
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