Un día en Barcelona

Transcripción

Un día en Barcelona
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Daniel Brühl
En colaboración con Javier Cáceres
Traducción de Marta Torent López de Lamadrid
Un día en Barcelona
Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
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ÍNDICE
INVITACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
TIBIDABO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
CUESTA ABAJO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
SANT GERVASI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MONTJUÏC. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
LA CASITA BLANCA . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MONTAÑA SERRADA . . . . . . . . . . . . . . . . .
GRÀCIA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MI PRIMER DÍA EN EL CAMP NOU. . . . .
XAVI. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
CON SHAKIRA Y PIQUÉ
EN LA TERRAZA . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
CÓMO POR POCO ME QUEDO CIEGO
Y POR QUÉ ESTOY SORDO. . . . . . . . . .
EN LA MONUMENTAL . . . . . . . . . . . . . . . .
UNA PERSPECTIVA DIFERENTE. . . . . . . .
SANDRA, ¿ERES TÚ? . . . . . . . . . . . . . . . . . .
EN EL BORN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
EL RAVAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
LA GUINDA A UN DÍA ÚNICO . . . . . . . . .
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INVITACIÓN
Tengo que escribir un libro sobre Barcelona. Sentado en mi banco favorito del parque del Turó
del Putget, contemplo la ciudad desde ahí arriba y me pongo a pensar. Tiene que ser un libro
personal, un libro donde hable de lo que me ha
pasado en esta ciudad desde que nací, de la gente
extraordinaria que he ido conociendo aquí con
el paso del tiempo, de los lugares recónditos que
he descubierto, aparte de las Ramblas y el parque
Güell.
¿Qué es lo que más me gusta hacer en Barcelona? Pasear, callejear, fue mi primer pensamiento.
No hay sitio mejor para eso que éste: desde la
montaña hasta el mar y viceversa, desde que sale
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el Sol hasta que se pone. Eso es. El libro tiene que
ser un largo paseo. Debe ser una declaración de
amor sincera a esta maravillosa ciudad, no una
cursilada en rosa como Vicky Cristina Barcelona. También quiero describir qué es lo que me
ha mosqueado en nuestros 34 años de relación
amorosa, porque son unas cuantas cosas. Es fácil
que Barcelona no te guste. Yo también he pasado
por esta fase. Esta metrópoli moderna y de alucinante arquitectura de pronto puede antojársele
a uno provinciana, agarrada, pequeña. Superado nuestro desencuentro, nos hemos vuelto a
reconciliar felizmente. Sobre eso quiero escribir.
Mis queridos lectores, este día fantástico consiste en un montaje, una amalgama de distintos
momentos maravillosos que he vivido en Barcelona con el paso de los años, desde mi infancia
hasta hoy*. Me encantaría que mis historietas
sirvieran de acicate para que buscarais vuestro
día perfecto en mi ciudad favorita.
Así que disfrutad de la lectura, id a la nevera,
servíos una Fanta de naranja o un Sprite, añadidle un poco de buen vino tinto, sin pasarse,
dos cubitos de hielo, y sentaos. Salut i força al
canut!
* Los mapas que preceden a los capítulos representan mi pa-
seo por Barcelona. Las digresiones mentales que hago por
el camino no siempre reflejan los lugares descritos en el
capítulo correspondiente.
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recorrido 200 m
Aquí arriba, en la montaña del Tibidabo, uno
entiende al diablo y el turbio negocio que parece
que le propuso a Jesús: «… et dixit illi haec tibi
omnia dabo si cadens adoraveris me», dicen los
versículos bíblicos correspondientes. En español: «… y le dijo: Todo esto te daré si postrándote me adoras…».
¿Cómo resistirse?
Es temprano, alrededor de las siete, y os aseguro que pocas veces me he despertado tan
pronto en esta ciudad. Hoy he hecho un esfuerzo porque por una vez quería disfrutar a toda
costa del amanecer sobre Barcelona desde aquí
arriba. El mejor sitio para hacerlo es el restau-
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rante bar Mirablau. Un clásico, nada especial
desde un punto de vista gastronómico, pero
con un ventanal que seguramente ofrece una de
las mejores panorámicas de Barcelona. El camarero, somnoliento y gruñón, refunfuña algo
para sus adentros mientras anota mi comanda.
Típico de España. ¿O es sólo que no me ha entendido?
Le he pedido «un cortado y un sándwich mixto»; a lo mejor no ha querido entenderme. Pruebo en catalán: «Un tallat i un biquini».
Al final me lo trae. «Aquí tens», me ladra
cuando vuelve y me tira la taza y el plato encima
de la mesa: ‘Aquí tienes’. Busco el asiento más
apartado de él.
En el fondo me gusta esta hosquedad, este malhumor descarado que brota de las entrañas y se
exhibe sin ningún recato. Porque mi abuelo era
precisamente así.
Natural de la ciudad andaluza de Málaga, primero se fue a vivir a Madrid. Sin embargo,
en los años cincuenta se instaló en Barcelona y trabajó de periodista y cronista taurino.
Arrastraba siempre consigo a su mujer, quien
lo seguía con absoluta resignación, como correspondía a aquellos tiempos (y como en España, en parte, corresponde todavía). Aún me
parece estar viéndolo, sentado con una manta
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frente al televisor, estoico, serio, con un cigarrillo Ducados (o sea, el tabaco negro más
fuerte) en la mano y un termo de café hirviendo delante.
Siempre entraba en el salón con un sentimiento de tremendo respeto, sin atreverme apenas a acercarme al sillón donde, a mis ojos de
niño, él parecía haber echado raíces. ¿He dicho
respeto? ¡Qué va! Era mucho más que eso. Pánico escénico.
Yo quería a toda costa captar su atención y
sabía que para impresionar al anciano tenía que
ocurrírseme algo emocionante de verdad. Nada
de chiquilladas absurdas, nada de lloriqueos
afeminados como «Santi me ha quitado la pelota» o algo así. No, no. Él quería oír historias
bien contadas, no demasiado largas, pero con
gracia, y epopeyas heroicas. Empecé a mentir
por él. Porque lo que más le gustaba oír eran
historias de fútbol. Y lo que yo era capaz de hacer en el campo de fútbol nada tenía que ver
con las proezas y los goles inconcebibles que le
relataba.
Con mil colores me pintaba ante sus ojos
chutando a porterías imaginarias, le explicaba
cómo desde la línea media corría hasta la portería contraria, regateando a todos, como Pelé
o Alfredo Di Stéfano en los años mozos de mi
abuelo, Diego Maradona en aquel momento o
Lionel Messi en la actualidad. Los demás chi-
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La familia
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cos me llamaban Brrrreme, Clinzmann o Coolerrr, por lo menos eso era cierto, y como era
alemán automáticamente me elegían siempre.
En aquel entonces Alemania era un monstruo
futbolístico, los títulos de campeona europea
y mundial no quedaban tan lejos en el tiempo,
por eso los españoles también se esforzaban
en pronunciar nombres que a ellos les sonaban como si alguien se hubiese tragado clavos:
Brehme, Klinsmann, Kohler. Yo llevaba un sello
futbolístico de calidad, un Made in Germany
en las suelas.
«Así —preguntaba mi abuelo con unos ojos
aún más chispeantes que los míos—, ¿por cuánto habéis ganado?» Se sobreentiende que en mi
narración el equipo rival se había hundido estrepitosamente, cuando en realidad así era como
nos habían derrotado.
«¿Qué equipo erais vosotros?», quería saber
siempre el abuelo, y ahí también me veía obligado a contar un embuste. Porque sólo podía y debía haber una respuesta a esa pregunta: el Real
Madrid. Era su equipo favorito, aunque viviese
en la ciudad de sus rivales más acérrimos.
«¿Y los otros?»
«Pues… el Fútbol Club Barcelona», me apresuraba a decir yo cada vez. A lo que también
cada vez él me respondía: «Muy bien, chaval».
Para terminar diciéndome: «¡Siéntate en mi regazo!», lo que no era sólo un gran honor, sino
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algo que me encantaba. Porque el olor de mi
abuelo español era maravilloso; olía a Agua
Brava, el aftershave de Puig, a tabaco y una vida
larga.
A los dos minutos ya se había cansado de
abrazarme, volvía a adoptar su gesto ceñudo,
me espetaba un «¡Hala!», que casi equivalía a un
«¡Levanta!», y me daba una palmadita de ánimo.
Fin de la audiencia. Entonces yo me iba con mi
abuela para que me diera una de las magdalenas
que había sacado del horno y cuyo aroma rivalizaba en el aire con el de las nubes de humo del
abuelo.
Sí, aún digo magdalenas, aunque ahora en
muchos locales españoles también las llaman
muffins desde que los norteamericanos han descubierto el café. Muffins, ¡bah! Detesto esa palabra. Pero el malhumor de los ancianos españoles… ¡eso sí que me gusta! Me gusta tanto como
el día de hoy, que promete ser maravilloso.
Poco a poco el sol se digna salir, se eleva por
encima de la ciudad, rodando por la costa y el
barrio de la Barceloneta, donde antaño no vivían más que pescadores, hace resplandecer las
callejuelas oscuras y sinuosas del Barri Gòtic,
inunda el tablero de ajedrez del Eixample y la
distinguida Zona Alta, Sant Gervasi, Sarrià, Pedralbes: la ciudad entera que ahora se convertirá
en mi refugio. Porque los turistas no se hacen
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esperar mucho. De hecho, la puerta se abre y entran los primeros grupos en el local.
Hora de pagar.
Hora de irse.
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