Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo: Aportes para la

Transcripción

Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo: Aportes para la
Percepciones y Discursos
sobre Etnicidad y Racismo:
Aportes para la Educación Intercultural Bilingüe
Juan Carlos Callirgos
Percepciones y Discursos
sobre Etnicidad y Racismo:
Aportes para la Educación Intercultural Bilingüe
Juan Carlos Callirgos
© CARE PERÚ
Director Nacional: Milovan Stanojevich
Director de Programas: Jay Goulden
Coordinadora Nacional de Educación: Ana María Robles
Av. General Santa Cruz 659, Jesús María
Teléfono: (511) 431-7430
[email protected], [email protected]
www.care.org.pe
Percepciones y Discursos sobre Etnicidad y Racismo:
Aportes para la Educación Intercultural Bilingüe
Investigación: Juan Carlos Callirgos
Tiraje 1000 ejemplares
Diseño e impresión:
Sonimagenes del Perú S.C.R.L
Telef.: 330-4478
Dibujo de carátula: Willy Zabarburú
Fotos: CARE PUNO
Noviembre del 2006
El estudio fue elaborado por Juan Carlos Callirgos, a solicitud
de Care Perú, con la coordinación de Ana María Robles y fue
concluido en mayo de 2004.
Indice
Prólogo
4
Presentación
5
Marco Conceptual
6
Informe de trabajo de campo
en Puno - Perú:
19
Ensayo analítico del trabajo de campo:
Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo en
Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú
51
Prólogo
Para CARE Perú, una de las principales causas de la pobreza y la inequidad en el país es el
alto nivel de discriminación por género, raza y clase social, herencia de la época de colonización, y
de la fundación de la República misma, pero que sigue como lastre irresuelta y traba fundamental al
desarrollo del país.
Las mayores cifras de pobreza y los menores índices de desarrollo humano se encuentran
justo en las zonas de Sierra y Selva donde viven las poblaciones indígenas, casi la mitad de la población del Perú según un estudio reciente del Banco Mundial (Gillette Hall y Harry Patrinos: Pueblos
indígenas, pobreza y desarrollo humano en América Latina, 1994 – 2004). La falta de acción efectiva,
o de presión decidida de la sociedad mayoritaria a que cambie esta situación, se debe también a esta
misma discriminación, y a actitudes en los grupos de poder que ven a la población indígena básicamente como personas inferiores, como una fuente de mano de obra barata - y ahora también como
los responsables de generar la inestabilidad social en el país.
Que el país haya permitido ver a cuatro de cada diez niños y niñas menores de cinco años en
las áreas rurales sufriendo de desnutrición crónica durante los últimos diez años, sin adoptar una
acción efectiva, es un indicio más de los altos niveles de discriminación y racismo que subyacen a
la pobreza y la injusticia en el Perú. Éste es el mismo racismo que la Comisión de la Verdad y la
Reconciliación concluyó en el 2003, había sido responsable de que se pasara por alto el hecho de
que casi 70,000 personas - de las cuales tres cuartos eran de origen indígena con una lengua materna
distinta al castellano - murieran en el conflicto interno entre 1980 y el 2000, sin que esto se sienta
realmente en la sociedad más amplia.
El sistema educativo no ha logrado escapar a esta dinámica de exclusión, por género, etnia
y lengua. La educación intercultural ha sido aislada y considerada relevante solo para poblaciones
bilingües, en vez de ser aplicada de manera transversal en un país multiétnico y pluricultural. Esta
exclusión está relacionada con una frágil identidad nacional y valores, y a la imposibilidad de un
desarrollo inclusivo, sostenible y exitoso.
Consideramos de mucha importancia, entonces, en el marco de nuestros esfuerzos para promover la aceleración de la integración de la educación intercultural bilingüe en el sistema educativo
de Perú, el publicar este estudio sobre percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo, llevado
a cabo por CARE en cuatro de los países con mayor población originaria en la región de América
Latina. Aunque se elaboró hace más de dos años, estamos seguros que ustedes lectores y lectoras
encontrarán que no ha habido cambio significativo en el interino y que las conclusiones siguen relevantes para los esfuerzos de muchos actores que quieren revertir el racismo y la discriminación,
adentro y fuera del sector educativo.
Jay Goulden
Director de Programas
Noviembre 2006
Presentación
Nuestra experiencia de apoyo y fomento
de la educación intercultural bilingüe en las escuelas de las comunidades de la amazonía y de
las áreas andinas de Ayacucho, Ancash y Puno,
nos llevó a reflexionar sobre la necesidad de
realizar un estudio que brinde mayores fundamentos para desarrollar nuevas prácticas en el
trabajo pedagógico, que contribuyan a encarar
la persistente situación de discriminación étnica y racial que atraviesa a toda nuestra sociedad y que se reproduce en las escuelas. Esta
inquietud la compartimos también en nuestras
reflexiones con nuestros colegas de educación
de las oficinas de Care en Ecuador, Bolivia y
Guatemala, en el marco de la estrategia de
educación intercultural bilingüe que impulsamos en la región. Por ello decidimos realizar de
manera conjunta el estudio sobre Percepciones
y discursos sobre etnicidad y racismo.
En esta publicación presentamos el marco conceptual común del estudio, el informe de
campo realizado en el departamento de Puno,
ubicado al sur del Perú, y un ensayo sobre los
resultados del trabajo de campo llevado a cabo
en los cuatro países a fines del 2003 e inicios
del 2004.
Encargamos al antropólogo Juan Carlos
Callirgos la conducción de este estudio, a quien
le propusimos utilizar una metodología que indague sobre las percepciones étnicas y raciales
que tienen las personas de diferentes grupos
sociales, económicos, culturales y lingüísticos,
tanto los considerados “indígenas” como los
“no indígenas”. En este sentido, encontrarán
en el informe de Puno las percepciones que sobre racismo y discriminación étnica, tienen los
funcionarios públicos, empresarios, maestros,
escolares de primaria y secundaria de escuelas
públicas, privadas, rurales y urbanas, así como
de jóvenes, líderes indígenas, dirigentes gremiales, que fueron entrevistados en la ciudad de
Puno y en las comunidades quechuas de Azángaro y aimaras de Huancané.
Esperamos que este documento de trabajo sea útil para el debate y la reflexión, así
como para gestionar un cambio significativo
hacia una educación realmente intercultural,
impulsado por diversos actores del Estado y la
sociedad civil, especialmente líderes indígenas,
políticos, educadores y comunicadores sociales.
Ana María Robles
Coordinadora de Educación
Lima, mayo 2004.
Marco Conceptual
Introducción
El estudio de Educación Bilingüe Intercultural y percepciones y conflictos causados
por la discriminación racial y étnica parte de la
constatación de que el énfasis de las experiencias en educación bilingüe ha estado puesto casi
exclusivamente en la revaloración de las lenguas
y culturas indígenas, sin incluir contenidos educativos y prácticas pedagógicas que aborden la
diversidad cultural y que contribuyan a fomentar el respecto a las diferencias étnicas así como
a combatir los arraigados prejuicios raciales. En
países diversos –pluriétnicos, o multiculturales,
para utilizar denominaciones familiares— atravesados históricamente por brechas económicas y políticas, pero también culturales, lingüísticas y de discriminación racial, como aquellos
en donde se proyecta ejecutar este estudio, es
fundamental que la educación contribuya a que
las poblaciones indígenas revaloren sus saberes
y prácticas culturales, pero también que se fomenten valores de respeto y tolerancia frente a
la diferencia, tanto a niveles locales como de las
sociedades en general. El proyecto parte de la
percepción de que los prejuicios y la discriminación étnica y racial no son fenómenos unidi-
reccionales generados y transmitidos desde las
posiciones de poder –el Estado, las élites sociales y económicas y sus proyectos culturales con
pretensión hegemónica—, sino que atraviesan
a la sociedad en su conjunto, manifestándose
también a niveles locales y regionales de múltiples maneras.
El objetivo ulterior de este proyecto es
brindar fundamentos para proponer lineamientos de políticas y orientar los procesos de diversificación curricular de la educación intercultural
y bilingüe del nivel primario, en ámbitos regionales de Guatemala, Bolivia, Ecuador y Perú.
Creemos, sin embargo, que la consecución de
este propósito debe partir de la identificación
y el análisis de las percepciones (valores y estereotipos) que diferentes grupos sociales de
contextos regionales tienen de sí mismos y de
los otros, así como sus maneras de enfrentar los
conflictos causados por la discriminación racial
y étnica. El estudio reconoce, entonces, la necesidad conocer las particularidades de las percepciones étnicas y raciales a nivel regional y local,
aunque sin dejar de lado el marco cultural histó-
ricamente generado desde los centros de poder.
Como paso previo a la elaboración de materiales
educativos y propuestas pedagógicas, el proyecto intenta conocer cómo se va construyendo las
identidades étnicas –las construcciones discursivas que establecen una noción de “nosotros”
y que marcan fronteras de diferenciación con
“otros”— y las maneras en que se presentan las
percepciones raciales a nivel local y regional.
El presente texto tiene como objetivo brindar herramientas teórico-conceptuales
para entender la complejidad de la formación
de identidades étnicas, así como recoger los
principales aportes académicos sobre la problemática racial. Se trata de un primer paso
que permitirá la elaboración de metodologías
cualitativas para recoger in situ, en diferentes
locaciones, información sobre las percepciones
étnicas y raciales. Este marco teórico, servirá
para la identificación y el análisis de las percepciones (valores y estereotipos) étnicas y raciales
que diferentes grupos sociales de distintos contextos regionales tienen de sí mismos y de los
otros, así como de los conflictos causados por
las discriminaciones raciales y étnicas. El estudio en su conjunto servirá para plantear sugerencias que orienten a complejizar la educación
bilingüe intercultural. Y aunque este proyecto
prestará atención a la escuela como importante
escenario de reproducción cultural, tampoco se
centrará únicamente en ella. No compete a este
texto, por ello, reseñar los desarrollos y orientaciones de la Educación Bilingüe Intercultural ni
de los planes o estrategias educativas. Aunque el
proyecto de investigación será realizado en cuatro países, este marco conceptual no pretende
dar cuenta de los desarrollos históricos particulares de cada uno de ellos; se trata, simplemente,
de brindar elementos teórico-conceptuales que
permitan investigar las percepciones y conflictos étnicos y raciales en los niveles regionales y
locales escogidos en esos cuatro países.
Revisión de la teoría sobre
relaciones e identidades
étnicas.
Durante las dos últimas décadas, varios
lugares del mundo fueron sacudidos por cre-
1
ciente surgimiento de conflictos y movimientos étnicos. Mientras que muchos conflictos
étnicos derivaron en cruentos y prolongados
enfrentamientos armados (como los ocurridos
entre serbios y croatas en la antigua Yugoslavia, chechenos y rusos en la antigua Unión
Soviética, hutus y tutsis en Ruanda y Burundi,
o tamiles y cingaleses en Sri Lanka), el surgimiento y fortalecimiento de movimientos étnicos complejizan los procesos de formación de
identidades nacionales y, en casos, amenazan, la
integridad y estabilidad de un número de estados, remarcando los límites de las políticas de
consolidación y unificación nacionales a través
de la homogenización de las diferencias culturales. Por otra parte, la llamada globalización
y el debilitamiento de los llamados estado-nación ha tenido como uno de sus paradójicos
resultados la emergencia de la preocupación
por la construcción de significados culturales,
las identidades personales y sociales, la diversidad cultural y la representación. Las preguntas
sobre la identidad personal y social (Quiénes
somos?, sobre qué bases desarrollar una identidad social o nacional integrada sin negar las
identidades personales y grupales y su derecho
a la diferencia?) parecen ser las preguntas más
características de nuestros tiempos.
En este panorama, las identidades étnicas y las relaciones interétnicas, han adquirido
una mayor importancia en el ámbito académico, así como en la opinión pública y la arena
política. La emergencia de la etnicidad como
preocupación central de un amplio número de
cientistas sociales es un fenómeno reciente: los
paradigmas imperantes privilegiaban los análisis de clase, y se consideraba que las identidades
y lealtades étnicas eran “fantasmas culturales” o
residuos anómalos de un pasado en extinción.1
Para muchos, éstas construcciones ideológicas estaban destinados a desvanecerse ante los
cambios sociales, económicos y políticos a nivel
nacional y mundial. La “modernización”, o el
surgimiento de la conciencia de clase, se encargarían de hacer desaparecer la etnicidad. Como
señala Rodolfo Stavenhagen (1990) La etnicidad y los grupos étnicos han sido considerados
“primordiales, tradicionales, obstáculos para la
modernización.... irracionales, tradicionales y
conservadores”.
En su magnífico ensayo sobre la intersección de las subordinaciones étnicas y de género, Marisol de la Cadena (1992, 1995), confiesa que
antes de realizar su trabajo de campo no había previsto tomar en cuenta los factores étnicos: creía se podían explicar las relaciones de
dominación en el campo, y entre la ciudad y el campo, centrándose en las diferencias económicas entre comuneros. Asimismo, creía que
la Reforma Agraria de 1969 y su retórica habrían desterrado, junto con las relaciones serviles, las desigualdades interétnicas.
La visión de los grupos y las identidades étnicas como elementos retrógrados, sin
embargo, no termina de desaparecer. Aún se
considera que la etnicidad es una persistencia
del pasado, y por ello se lamenta o alienta su
supuesta desaparición. Los más recientes aportes teóricos de las ciencias sociales han tenido
que batallar contra la persistente idea del supuesto carácter primordial de las etnicidades.
En un principio, las propias ciencias sociales
pensaban la etnicidad como un aspecto innato
de la identidad humana. Esto es, una identidad,
que surgiría de manera espontánea, basada en la
pertenencia a una cultura determinada. Viendo
la etnicidad como algo dado, que no requería
explicación, se tendía a definir a un grupo étnico como un grupo identificable a partir de sus
rasgos culturales (la lengua, la religión, la organización social). La cultura, definida como una
amplia gama de actividades, símbolos, valores
y artefactos, identificaría a un grupo humano
y lo distinguiría de otros (Stavenhagen, 1990).
La clasificación de personas y grupos locales
como miembros de un grupo étnico, dependía
de lo que se suponía eran los rasgos peculiares de su cultura. En la base de esta definición,
se encontraba una concepción de las culturas
como entidades aisladas geográfica y socialmente, así como homogéneas a su interior.2 El
razonamiento de esta posición parte de la premisa de que existen agregados de personas que
esencialmente comparten una cultura común,
y diferencias que distinguen una cultura cualquiera de todas las otras. Ya que la cultura es
una manera de describir la conducta humana se
considera que existen grupos discretos de personas –grupos étnicos—, que corresponden
a cada cultura (Barth, 1969). Esta manera de
entender la etnicidad ha recibido el nombre de
enfoque “primordialista”, pues enfatiza que los
grupos étnicos subsisten desde tiempos inmemoriales y los imagina como entes aislados de
todo contacto.
El enfoque primordialista ha sido criticado fuertemente debido a que no explica los orígenes de la etnicidad, ni su desarrollo desigual y
cambiante. Implica una etnicidad rígida y fija y
no presta atención a los complejos procesos de
interacción e identificación (inter)étnica tanto
a nivel individual como grupal. Si la etnicidad
fuera una característica estable, cabría pregun2
tarse qué lo hace subsistir, es decir, qué hace
que las fronteras entre los grupos se mantengan como marcadores socialmente relevantes.
Por último, esta perspectiva termina “naturalizando” los conflictos étnicos, al establecer que
la etnicidad es un aspecto innato de la vida grupal y que actúa para aislar a las sociedades del
contacto con otras (Barth, 1969; Abner Cohen,
1969; Vail, 1989; Stavenhagen, 1990; Spear y
Waller, 1993; Baud, et.al., 1996).
A partir de fines de la década del sesenta, aparece una serie de estudios de caso que
reformulan la teoría sobre la etnicidad y los
grupos étnicos. Aunque sus planteamientos
son diversos, todos parten de la idea de que la
etnicidad es relacional, en otras palabras, que
existe en cuanto los grupos humanos viven en
contacto: es precisamente el continuo contacto
y contraste con otros grupos lo que hace surgir
la identidad étnica. El trabajo pionero del noruego Fredrik Barth (1969), fue el primero en
remarcar que las distinciones étnicas no dependían de la ausencia de interacción entre grupos,
por el contrario, ésta es la base sobre la que se
construyen las identidades étnicas. Puesto en
simple, la idea de Barth es que no existe la identidad sin que existan otros.
Asimismo, Barth critica la idea de que un
grupo étnico esté compuesto por personas que
comparten una misma cultura. Partir de una
identificación entre etnicidad y cultura, hace
que el estudio de un grupo étnico se centre en
lo que el investigador, desde afuera, identifique
como los rasgos particulares de un grupo. En
contraposición, Barth introduce la noción de
que los grupos étnicos son categorías de adscripción e identificación construidas por los
propios actores acerca de sí mismos y los demás. Su estudio de la etnicidad pathan en Pakistán y Afganistán demuestra que individuos
y grupos que mantienen rasgos culturales distintos se consideran mutuamente como parte
de una misma comunidad étnica. En ese caso
particular, los criterios utilizados para crear y
mantener el sentido de comunidad étnica están basados en la creencia de que se comparte
un antepasado común y ciertos valores morales provenientes de un tronco religioso compartido. Del mismo modo, su estudio muestra
a grupos que comparten rasgos culturales, ta-
Por lo mismo, se suponía que las diferencias culturales se debían al aislamiento geográfico y social del grupo y, que el contacto entre
dos grupos, inevitablemente conduciría a la “aculturación” (Redfield, Linton, and Herskovitz 1936). Los estudios sobre aculturación se
centraban en el contacto entre dos culturas consideradas “autónomas previamente. El concepto de cultura era reificado, asumiéndose
una homogeneidad interna y una estructura coherente. Para una crítica, véase Wolf (1982), Clifford (1986) y Roseberry (1989).
les como los modos de subsistencia, establecen diferenciaciones étnicas sobre la base de
la creencia de que no comparten antepasados
míticos. Lo que interesa, entonces, es identificar las “fronteras” socialmente construidas que
demarcan la diferenciación entre “nosotros” y
“los otros”: Las características que los propios
actores consideran significativas para delimitar
la pertenencia a un grupo u a otro. Estos marcadores de diferenciación varían en cada caso
particular: en vez de trabajar con una tipología
de formas de grupos y relaciones étnicas, Barth
propone explorar los diferentes procesos que
generan y mantienen los grupos étnicos como
entidades diferenciadas.
Otro punto importante del trabajo de
Barth es que muestra la presencia de movilidad de individuos y grupos de un grupo étnico
a otro (de ser pathan a ser baluchi, por ejemplo). La membresía de los grupos, entonces,
puede variar cuando individuos traspasan las
fronteras de identificación. Esto no hace, sin
embargo, que las categorías étnicas (pathan,
baluchi) desaparezcan. Las distinciones étnicas
no dependen de la ausencia de movilidad, contacto e información, sino que involucran procesos de exclusión e incorporación mediante
los cuales se mantienen las categorías discretas
(“nosotros”-“los otros”) a pesar de la cambiante participación y membresía en el curso de las
historias de vida individuales. Los actores individuales tienen cierta capacidad para mudar
sus identidades, en casos de migración, alianza
matrimonial, o en casos en que la “frontera”
que separa a un grupo de otro cambie. Lo que
se mantiene, entonces, no es el grupo en sí, sino
la idea del grupo y de la diferenciación respecto
a los demás.
Otros autores componen lo que se ha venido a denominar la “escuela instrumentalista”.
Para ellos, la etnicidad es considerada un artefacto creado por individuos o grupos para unir
a personas en torno a un propósito común. La
etnicidad, desde esta perspectiva, es motivada
política y/o económicamente y constituye una
elección racional, consciente, de un grupo de
personas que, mediante la creación de un sentido
de pertenencia y de diferenciación respecto de
los demás, buscan alcanzar ciertos objetivos sociales (Abner Cohen, 1969; Glazer y Monhiyam,
1975; Banton, 1980, 1983; Baud, et.al., 1996).
La etnicidad, vista de esta manera, es cambiante: puede activarse, fortalecerse, debilitarse, desaparecer, de acuerdo con el contexto particular
en que se desarrollan las relaciones sociales.
El estudio de Abner Cohen es uno de los
ejemplos mejores logrados de esta perspectiva
instrumental. El grupo Hausa que vive enclavado en un pueblo Yoruba en Nigeria, ha creado
y reforzado una identidad étnica por motivos
económicos y políticos, y no como rezago del
pasado. Se trata de migrantes cuya identidad es
enteramente distinta a la vaga identidad Hausa
existente en las diversas zonas de origen: lo que
los une –lo que marca las “fronteras” respecto
a los Yoruba, y a su vez hace difuminar las diferencias de origen entre los Hausa— es, precisamente, su condición de minoría migrante en una
ciudad mayoritariamente Yoruba. El sentido de
pertenencia y unidad en este caso también sirve para establecer y mantener el monopolio de
una actividad comercial, reduciendo los riesgos
inherentes de la misma. Cohen pone en relieve
el carácter situacional de la identidad étnica: el
sentido de pertenencia a una comunidad étnica
depende de un contexto determinado. En ciertas situaciones, el sentido de identidad puede
difuminarse y desintegrarse. En otros, como
en el caso de los Hausa en la ciudad Yoruba,
emerger, reformularse y fortalecerse.
El aspecto situacional de la etnicidad
también ha sido remarcada por otros autores
(Mitchell, 1956; Mayer, 1971; Hicks, 1977; Ronald Cohen, 1978; Vail, 1989; De la Cadena,
1992, 1995; David Cohen y Odhiambo, 1992;
Malkki, 1995; Dávila, 2001). Estos estudios
consideran que la etnicidad es fenómeno relacional, continuo, fluido, cambiante, y dependiente de contextos históricos y sociales concretos.
Como en el caso de Abner Cohen, los
estudios de Clyde Mitchell, Philip Mayer, Liisa Malkki y Arlene Dávila se centran en poblaciones migrantes que crean y refuerzan una
identidad étnica, o más bien la dejan de lado
para asimilarse en el nuevo contexto en que viven y se desarrollan. Para poner un ejemplo,
el estudio de Malkki (1995) sobre refugiados
Hutu que escapan de las matanzas Tuutsi en
Burundi ubicados en Tanzania, se desarrolla
en dos locaciones. La primera es un campamento de refugiados enclavado en la selva Tanzana y supervisado por las Naciones Unidas y
el gobierno de ese país. En ese contexto de
aislamiento, los refugiados Hutu construyen un
sentido de pertenencia étnica sólida, sustentada
en una visión de la historia –que Malkki denomina mitico-histórica— que los presenta como
legítimos dueños de Burundi. Este contexto
particular hace que refugiados Hutu de distinta
procedencia, clase social, niveles educativos y
de diferentes “culturas”, construyan un sentido de pertenencia –marcado por la experiencia
común de ser víctimas de un genocidio, de vivir en el exilio en un campamento con acceso
restringido— que diluye las diferencias y que
no podría haber surgido en el propio contexto de origen, en Burundi. La segunda locación
del estudio de Malkki es la ciudad de Kigoma,
también en Tanzania, en la ribera del lago Tanganika. Los refugiados Hutu en esa ciudad no
constituyen un grupo, habiéndose asentado en
ella de manera individual y dispersa. En este
caso, no existe una identidad Hutu fuerte: en
realidad, los refugiados hacen un esfuerzo considerable por invisibilizarse en la ciudad en la
que viven e integrarse a ella como cualquier ciudadano Tanzano más. Estos refugiados no son
endógamos y en su mayoría se han convertido
al Islam, la religión predominante en Tanzania.
Los diferentes contextos sociales hacen, en un
caso, que se recree y refuerce la identidad étnica
Hutu, y en el otro, que tienda a extinguirse.
Ronald Cohen (1978) define la etnicidad
como una serie de dicotomías de inclusión y exclusión que determinan quién pertenece y quién
no pertenece a un determinado grupo, y como
un conjunto de características culturales que
definen la identidad compartida. Asignar a las
personas a determinados grupos es un proceso subjetivo llevado a cabo por el actor social y
por los otros y depende de cuáles características
son usadas para definir la identidad propia y de
los demás en un momento dado. Las características utilizadas para determinar las fronteras
étnicas son relativas, ya que la misma persona
puede ser categorizada de acuerdo a diferentes
criterios en diferentes situaciones. En consecuencia, la formación de grupos étnicos, para
Cohen, es un continuo e innovativo proceso de
mantenimiento y reconstrucción de las fronteras que demarcan el “nosotros” de “los otros”.
Al preocuparse por el aspecto atributacional de
la etnicidad a nivel grupal e individual, Ronald
Cohen coincide con los estudios de George
Hicks (1977), John Galaty (1993) y de Marisol
de la Cadena (1992, 1995). Según Hicks, la gente tiene la posibilidad de actuar dentro de las
fronteras de varios grupos étnicos, y hace uso
de esas diferentes alternativas de acuerdo a las
circunstancias del momento. Para Galaty, la
etnicidad es un proceso mediante el cual cierta identidad es asignada a individuos o grupos
en virtud de propiedades percibidas, cualidades
definidas o características seleccionadas. Para
10
él, la investigación debe centrarse en entender
cuándo, cómo y por quién se atribuye una etiqueta étnica y no otra(s), en qué contexto y con
qué fin. Ya que la etnicidad puede incluir o excluir a individuos en contextos particulares, los
individuos pueden manipular creativamente la
identidad a través del manejo de los símbolos
que se usan para anunciar la pertenencia étnica y
que son “leídos” para identificarla y atribuirla.
El estudio de de la Cadena en la comunidad de Chitapampa en Cuzco, Perú, demuestra
que los individuos tienen posibilidades abiertas para construir y mezclar identidades indias
y/o mestizas. No es inusual, por ejemplo, que
alguien sea visto y se vea a sí mismo como indio en el contexto de una relación específica y
que se autoidentifique y/o sea considerado por
otros como mestizo en el contexto de otra: el
comerciante Chitapampino que se prepara para
dejar su comunidad en la mañana siendo considerado mestizo en su villa, es considerado indio al llegar a la ciudad... “ambas identidades
–india y mestiza— son adquiridas y perdidas
a través de procesos dinámicos y conflictivos
enraizados en jerarquías implícitas, fuertemente establecidas y legitimadas por normas
culturales regionales”. A pesar de la fluidez,
que permite que las identidades se adquieran y
pierdan de manera dinámica, según la ideología
regional hegemónica el status étnico es fijo y
las barreras que separan a indios de mestizos
son infranqueables. La autora remarca que la
ideología de las diferencias interétnicas puede,
así, contradecir ciertos aspectos de las relaciones cotidianas sin que por ello pierda vigencia.
En otras palabras, se tienen concepciones fijas,
jerarquizadas y estereotipadas de lo que es ser
indio o mestizo, pero en las relaciones cotidianas las posibilidades de atravesar barreras está
presente.
Otros autores han remarcado el carácter discursivo de la etnicidad. De un lado, la
etnicidad requiere de construcciones narrativas para crear y reforzar, de manera continua
y nunca acabada, el sentido de identidad: la noción de un “nosotros” determinado y en contraste con “los otros”. Estas construcciones
discursivas recrean continuamente el pasado,
reconstruyéndolo para así reformular las imágenes de la identidad, muchas veces con objetivos políticos, económicos, o de representación
concretos. (David Cohen y Odhiambo, 1992;
Galaty, 1993; Rappaport, 1994; Malkki, 1995,
Koonings y Silva, 1999; Castellanos, 2000; Dá-
vila, 2001; Pajuelo, 2003). El estudio de Joanne
Rappaport se centra en las prácticas discursivas
construidas por los miembros de la comunidad
de Cumbe, en los andes colombianos, para afirmar su etnicidad indígena en momentos en que
el contexto político nacional abre posibilidades
para darle contenidos positivos a la identidad
indígena y para la reivindicación de derechos
concretos. La historia se manipula y recrea desde y para el presente, constituyéndose narrativas
a manera de palimpsestos “cuyos múltiples presentes se superponen a los pasados que buscan
representar, pasados transmitidos a través de
una cuidadosa selección de palabras e imágenes”. No se trata de un discurso acabado, pues
las identidades étnicas requieren ser continuamente renovadas y reformuladas, en relación
a los contextos sociales y políticos, así como
en relación a la política al interior del grupo.
De manera similar, Themis Castellanos (2000)
estudia las construcciones discursivas que los
medios de comunicación en castellano van elaborando para “inventar” la identidad étnica hispana en los Estados Unidos de Norteamérica.
Estas narrativas enfatizan elementos que unen
a los migrantes procedentes de los países latinoamericanos, constituyendo una fuente positiva de identidad, subrayando las peculiaridades
“hispanas” respecto a las sociedad en general,
y diluyendo las diferencias de procedencia, nacionales, de clase, raciales, generacionales, etc.
para crear una noción de homogeneidad, en un
contexto discursivo general –en dicho país—
que ahora exalta la multiculturalidad. La creación histórica, en este caso, está basada en una
supuesta cultura común en los países de procedencia, y en las experiencias de migración y
adaptación a la sociedad receptora. Cuando el
marco discursivo hegemónico norteamericano
enfatizaba que ese país era un melting pot (una
olla en la que las identidades de procedencia se
diluían), no existía un terreno propicio para desarrollar esas construcciones discursivas y, por
lo tanto, para que existiera una “comunidad hispana”.
Por su parte, estudios como el de Galaty
subrayan que la identidad étnica se anuncia e
interpreta constantemente. Ciertas “marcas”
de identidad, como el vestido, el estilo de cabello, ornamentos, idiomas y estilos de hablar, etc.
constituyen elementos discursivos que comunican un estatus étnico. Las posibilidades de manipulación de esos elementos son muy grandes,
lo cual resalta la elasticidad de la identidad y las
identificaciones étnicas. Las fronteras étnicas
varían cuando los individuos las cruzan, expanden y reetiquetan. También están en constante
negociación y pueden tener distintos significados, o significados ambiguos en determinadas
circunstancias.
A las identidades étnicas le están adheridos prejuicios y estereotipos históricamente
construidos que hacen que, en diferentes contextos, una persona o grupo sea vista como de
mayor o menos prestigio, o que sea discriminada –positiva o negativamente. De manera
que las divisiones sociales y económicas son
expresadas comúnmente en términos étnicos.
El estudio de de la Cadena remarca que las
desigualdades de género se entrelazan con las
ideologías étnicas, de manera que las mujeres
de la comunidad de Chitapampa son percibidas como “más indias” que los hombres. Al
estar más involucrados a actividades laborales
y comerciales vinculados a la cercana ciudad
del Cuzco, los pobladores hombres de esta comunidad rural transitan fronteras étnicas con
mayor facilidad, y adquieren mayor status social
dentro de la comunidad y dentro de la propia
unidad familiar.
Las identidades
étnicas y la nación
La dinámica Estado-grupo étnico debe
ser explorada para entender la naturaleza y las
dinámicas de las identidades y los conflictos étnicos. Como se desprende de la sección anterior, la etnicidad no puede entenderse aislada
de los procesos históricos concretos regionales y nacionales en los que se desenvuelve. El
marco estructural, político y cultural, establecido por Estados coloniales o nacionales, puede
propiciar que las identidades étnicas se refuercen o pierdan potencia como ejes articuladores
de identidad, demandas, o conflictos étnicos.
Queda claro que un grupo étnico no existe por
sí solo, sino en relación a la sociedad amplia
que lo rechaza o lo integra. Para entender a los
grupos étnicos, entonces, debemos considerar
el marco de un sistema de relaciones étnicas, en
las que el poder del Estado, sus instituciones y
políticas, juega un papel preponderante.
La literatura sobre etnicidad en África,
por ejemplo, demuestra que las identidades
étnicas y sus fronteras no son rezagos de un
pasado inmemorial, sino que fueron solidificadas a partir de la penetración misionera y
luego colonial europea. Mientras que las acti-
11
vidades misioneras crearon lenguas uniformes,
estableciendo fronteras lingüísticas previamente inexistentes, el establecimiento del llamado
“gobierno indirecto” de los regímenes coloniales unió a poblaciones diversas en grupos
étnicos –las llamadas “tribus”—, con fronteras
sociales y geográficas definidas y estables, que
podían negociar con las autoridades coloniales.
La fluidez de los sentidos de pertenencia, por
consiguiente, fue reemplazada por identidades
más fijas y estables (Abner Cohen, 1969; Newbury, 1988; Vail, 1989). El estudio de Rappaport señala que el contexto discursivo del estado colombiano actual favorece el surgimiento
de demandas sociales y políticas cubiertas por
una retórica étnica. Esto, a su vez, viene creando condiciones favorables al fortalecimiento y
reproducción de la identidad étnica en Cumbe.
En el caso de los Andes, los siglos de dominación colonial (y la resistencia contra ella)
han producido cientos de “grupos étnicos”, alrededor de pueblos (reducciones) indígenas en
los que se reagrupó a la población pre-hispánica
a partir de las reformas toledanas (1570-1580).
La mantenida presencia del cacique, como autoridad mediadora para efectos del acceso a la
mano de obra indígena, la recolección del tributo y para realizar funciones de administración,
permitió la permanencia de esas lealtades, por
lo menos hasta las reformas administrativas que
siguieron a las sublevaciones de Túpac Amaru
y los Katari (hacia los años 1770). Esta permanencia no dejaba de ser problemática, dado el
carácter ambiguo de un régimen colonial que
también restringía el fortalecimiento de identidades étnicas locales y que intentaba homogeneizar a la población indígena bajo la etiqueta
de “indios” (Spalding, 1974).
La ambigüedad no desapareció con la
instauración de las repúblicas postcoloniales.
Mientras que José San Martín lanzaba su famoso decreto mediante el cual “en el futuro,
los aborígenes no serán llamados Indios o nativos; son hijos y ciudadanos del Perú y serán
conocidos como peruanos”, el estado naciente
requería del tributo indígena –que constituía
una proporción considerable de los ingresos
estatales— y lo mantuvo, aunque bajo la denominación de “contribución indígena” (Platt,
1984). El impulso homogenizador y etnocida
liberal, que ha llevado a muchos a hablar de la
existencia de un “colonialismo interno” en Latinoamérica, intentó crear una cultura nacional
sincrética, opuesta a las particularidades culturales y a las solidaridades étnicas, y basada en
lo que se consideraba la cultura “universal”. El
decreto de San Martín, precisamente, subraya
12
el ideal liberal de “civilizar” a las poblaciones
aborígenes y de integrarlas/asimilarlas en una
categoría abstracta e individual, pensada en términos homogenizadores, de “ciudadanos nacionales”.
Por ello, las etnicidades en las sociedades
latinoamericanas postcoloniales son fragmentarias, ambiguas, y marcadas por el colonialismo. Las etiquetas étnicas son múltiples y se
mezclan y superponen entre sí a manera de un
palimpsesto. Los grupos e individuos pueden
autoidentificarse y ser identificados con diferentes “etiquetas” étnicas en diferentes contextos
(locales, subregionales, regionales, nacionales)
e interacciones cotidianas. Las identidades étnicas locales pueden ser fragmentadas y sólidas
a la vez, dependiendo de la situación concreta
o con quién(es) se esté interrelacionando, los
individuos pueden llevar, intencionalmente o
no, varias etiquetas de identidad a la vez: como
miembro de un ayllu, por ejemplo Qollana, de
una comunidad, de una entidad étnica mayor,
por ejemplo K’ulta, de una entidad aún mayor
en proceso de construcción, por ejemplo Aymara, y ser considerado como “indio” en un
contexto urbano. El mismo individuo puede
“cruzar” fronteras étnicas cotidianamente, a veces manipulando ciertas “marcas” de identidad.
Los “cruces” de fronteras étnicas en muchas ocasiones son producidos por la existencia
de discriminación étnica estructural y cotidiana:
algunos individuos pueden intentar despojarse
de aquellas “marcas” que los identifica como
parte de un grupo étnico socialmente considerado inferior, para adoptar prácticas culturales o
símbolos que los aleje de tales categorizaciones.
Como consecuencia de las transformaciones
culturales y de identificación étnica que la exclusión y discriminación promueven, es posible
encontrar situaciones de “tránsito” o “migración”. En casos, surgen etiquetas intermedias:
en la comunidad de Chitapampa, por ejemplo,
los comuneros respondían de una manera peculiar cuando se les preguntaba si una persona
específica era indio o mestizo: “no es ni lo uno
ni lo otro, está en proceso”. (de la Cadena, 1992
y 1995. La identidad étnica puede ser gaseosa
y pasar por etapas.
Para complejizar más las cosas, las etiquetas étnicas pueden jerarquizar a los individuos dentro de comunidades, familias y parejas,
como muestra el estudio de de la Cadena. A
este panorama, se le debe añadir, además, las
divisiones políticas impuestas por el estado (localidades, distritos, provincias, departamentos,
el territorio nacional), que a su vez generan va-
riadas lealtades, identificaciones y separaciones
significativas, y abren nuevas posibilidades de
interacción y conflicto.
En algunos países de la región, como
Ecuador y Bolivia, viene ocurriendo un fenómeno que algunos llaman revitalización étnica
(Pajuelo, 2003), o reivindicación de la indianidad. En ambos casos, actores políticos indígenas irrumpen en la escena política oficial
adquiriendo un peso político considerable en
ella, transformándola y cuestionando los modelos nacionales hegemónicos. Se trata de
movimientos que redefinen las fronteras étnicas, recreando ciertas identidades étnicas y disolviendo otras posibilidades de identificación
étnicas, posibles. En Ecuador, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador
aglutina a diversas organizaciones cantonales,
provinciales y regionales, convirtiéndose en un
actor político nacional, reivindicando las denominaciones de “indio” e “indígena” y exigiendo
la refundación del Estado ecuatoriano como un
Estado “plurinacional”. Como señala Pajuelo
(2003), “el movimiento indígena ha logrado
convertirse en un actor ineludible en el escenario político ecuatoriano, logrando ir mucho
más allá de las demandas estrictamente étnicas,
al punto de ser uno de los pocos actores capaces de manejar una visión efectivamente nacional sobre los problemas y alternativas del país”.
Las demandas del movimiento indígena ecuatoriano vienen siendo plasmadas en el ordenamiento legal de dicho país, empezando por el
reconocimiento constitucional de los pueblos y
nacionalidades indígenas y la declaración de que
el Ecuador es un estado plurinacional, en 1998.
No se trata de simples cambios retóricos, sino
de una verdadera lucha discursiva fundamental
para la concreción de los objetivos políticos de
los pueblos indígenas y que, además, conllevan
la revaloración de identidades largamente marginadas y discriminadas.
En el caso de Bolivia, las organizaciones
aymaras y quechuas vienen utilizando la denominación de “pueblos originarios” en vez de la
de “indios”, debido a la carga simbólica de esa
denominación. Mientras campesinos quechuas
han reivindicado el uso de su lengua y utilizan
símbolos como la wiphala —bandera del Tahuantinsuyu, el pututo— corneta hecha de caracol marino, la noción de la tierra como pachamama o “madre tierra”, y reivindican a la hoja
de coca, en el Altiplano ha resurgido un movimiento comunitario de reivindicación aymara
que propone el comunitarismo aymara como
alternativa frente al agotamiento e inoperancia
de la sociedad “q´ara” (blanca y mestiza). Am-
bos movimientos han participado en el proceso
político boliviano con una fuerza inusitada, decidiendo el destino de gobernantes y de coyunturas políticas, así como logrando importantes
cambios en el marco jurídico nacional.
En Guatemala, el período posterior a la
sangrienta guerra interna –durante la cual el estado desarrollo una política contrainsurgente
genocida y marcada por claros rasgos racistas
y etnocidas— ha sido marcado por un proceso
de revitalización étnica que también viene conquistando espacios en la lucha política. Así, se
firmó el Acuerdo
Sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptándose el término “Pueblos” (Pueblo Maya, Pueblo Garífuna, Pueblo
Xinka) como una manera de reivindicar la identidad y derechos indígenas.
En Ecuador, Bolivia y Guatemala, se van
reformulando narrativas históricas que fundamentan su oposición a situaciones de marginación y opresión y que crean sentidos de identidades étnicas potentes y aglutinadores. En
estos tres casos, los marcos jurídicos nacionales
van reconociendo la diversidad cultural y étnica. Las tarea más complicadas siguen siendo,
sin embargo, la lucha por conseguir que los
cambios jurídicos transformen en la práctica el
sistema social, político y económico que margina y discrimina a amplios sectores de a población, y por lograr cambios culturales en contra
de los sentidos comunes hegemónicos que se
expresan en prejuicios y estereotipos denigrantes sobre las poblaciones indígenas.
Como señala Stavenhagen (1990), la
ideología del estado-nación en Latinoamérica ha proclamado la unidad y homogeneidad
nacional como un valor supremo y frecuentemente diseña políticas para asimilar, integrar
o incorporar etnicidades no dominantes en el
molde dominante. En el marco de ese proyecto etnocida, las identidades étnicas son percibidas como obstáculos a la integración, como
rezagos de un pasado que debe superarse en
aras de la modernidad y el progreso nacionales.
La definición de la comunidad nacional y del
ejercicio de la ciudadanía ha excluido prácticas
culturales e identificaciones étnicas no-occidentales. Los estados nacionales latinoamericanos—cuyas instituciones históricamente han
funcionado en castellano— han establecido un
marco estructural excluyente y discriminador
que subalterniza a las poblaciones indígenas o
fomenta la asimilación por medio de la desindigenización. En palabras de Renato Rosaldo
(1991) el alcanzar la ciudadanía plena en el esta-
13
do nación implica despojarse de una identidad
cultural distintiva.
La asimilación como objetivo nacional,
ha contado con la escuela como uno de sus instrumentos principales, pues a través de ella se
presenta a un sector dominante como la única
nación real, verdadera o legítima. Impartiendo sus clases en castellano, y con contenidos
que niegan la presencia indígena, los saberes y
prácticas culturales no hegemónicos3 (identificados como atrasados e inútiles). En la escuela
peruana, por ejemplo, se reproduce un imaginario que exalta el “glorioso” pasado incaico,
contrapuesto a la imagen de un indio folklórico, servil y únicamente campesino (Walsh, s/f).
Se borran las diferencias culturales locales y las
identificaciones étnicas particulares, para construir una imagen homogénea de “lo indio” y, a
su vez, se remarca la diferencia entre un pasado
indígena (construido como) esplendoroso y el
presente.4
A través de la escuela también se tiende
a recrear la ficción de la integración armoniosa
de la nación, es decir, no se aborda la diversidad
cultural, ni se presta atención a las identificaciones étnicas. Tampoco se problematiza ni aborda a la propia escuela como espacio y escenario
culturalmente diverso, de interacción muchas
veces conflictiva y discriminatoria entre actores
que pueden a su vez manejar, ambiguamente,
identidades y bagajes culturales diversos. No
abordar las dinámicas culturales en la propia
escuela hace que las discriminaciones, sutiles y
abiertas, se reproduzcan (Callirgos, 1995).
Este marco estructural discriminador fomenta y se retroalimenta de las percepciones
étnicas y culturales estereotipadas que desvalorizan lo considerado indígena y alejado de
lo percibido como “moderno”, “avanzado” y
aceptable. El desprecio a lo percibido como indígena, que se manifiesta en estereotipos arraigados, genera internalización de sentimientos
de minusvalía y deseos de dejar atrás aquellas
14
marcas culturales e identidades étnicas despreciados estructural y cotidianamente. Los deseos
de “dejar de ser” indígenas –que expresan una
voluntad de escapar de la discriminación—,
muchas veces se expresan en demandas para
que la nuevas generaciones reciban una educación en castellano y acorde con la cultura hegemónica.
La problemática racial
Felizmente, la idea de que los países latinoamericanos constituían peculiares “democracias raciales” en las que las relaciones raciales
eran pacíficas y los canales de movilidad social
estaban abiertos para cualquier individuo, ha
sido sujeta a crítica desde sectores académicos.5
La imagen idílica de la región como exenta de
racismo, se basaba en su contraste con otras
regiones y sociedades del mundo en el que el
racismo era asumido oficialmente desde el Estado, aparecía en la escena oficial, o se expresaba cruda y violentamente en forma de linchamientos y segregación sancionada por las leyes:
la Sudáfrica del Apartheid, la Alemania nazi,
los estados del sur de los Estados Unidos en la
época de la segregación, por ejemplo. En comparación, la región aparecía como tolerante y
predominantemente mestiza. Algunos sectores
intelectuales latinoamericanos se encargaron de
difundir la idea de que nuestras sociedades eran
el resultado de la armoniosa confluencia –“síntesis viviente”, en palabras del connotado intelectual peruano Víctor Andrés Belaúnde— de
las culturas indígenas y española, así como de
un continuo y exitoso mestizaje racial.6 Es interesante señalar que este discurso de exaltación
del mestizaje difiere del predominante a través
del siglo XIX: en ese período, las élites latinoamericanas buscaron fomentar la inmigración
europea para “mejorar” la raza mediante el mestizaje, el que produciría el “blanqueamiento” de
la población (Wright, 1990). Las posiciones en
contra del mestizaje han sido predominantes
3
Utilizo el término hegemonía para referirme a proyectos culturales elaborados desde los centros de poder y que por eso tienen mayor
capacidad de ejecutarse mediante la coerción y/o la generación consensos. Esto no implica, sin embargo, que estos modelos y proyectos
hegemónicos sean siempre ejecutados o impuestos exitosa u homogéneamente, pues generan resistencias, contestación, y negociaciones
permanentes que pueden modificarlos, subvertirlos, desnaturalizarlos o neutralizarlos. Para una discusión del concepto de hegemonía,
ver Mallon (1994).
4
En esto, los contenidos educativos no hacen sino reproducir construcciones discursivas de larga data: siguiendo a Rowe (1954) y Brading
(1991), Thurner (1997), Méndez (1992), y Walker (1998), han estudiado cómo las elites limeñas postcoloniales se apropiaron del legado
de los Incas de manera ambigua, apelando a la retórica de la grandeza Inca para yuxtaponerla a la “degenerada” población indígena contemporánea.
5
Ejemplos paradigmáticos de caracterizaciones de Brasil como democracia racial son Freyre (1945,1946), Pierson (1942), Tannenbaum
(1942) y Wagley (1952).
6
En Brasil, el más influyente difusor de la idea de la confluencia armoniosa entre las “razas” ibéricas, negra e indígena fue Gilberto Freyre.
En el Perú, Víctor Andrés Belaúnde y Uriel García. En México, Vasconcelos propuso la influyente idea de que el mestizaje había creado
la “raza cósmica”.
allí donde ha sido un grupo estadísticamente mayoritario el que ha buscado, mediante el
racismo y evitando la mezcla, mantener su estatus. Allí donde una minoría ha impuesto su
condición de supremacía, ha elaborado una
ideología exaltadora del mestizaje, como forma
de poner de relieve las bondades de su propia
“raza”. Es también un discurso que disfraza
la desigualdad existente y que oculta la idea de
que el racismo existe, propalando la existencia
de una democracia o, por lo menos, de un clima
de tolerancia, inexistente. A esto debe sumarse
que la concepción de mestizaje mezcla ambiguamente criterios supuestamente genéticos
(digo supuestamente porque todas las poblaciones humanas son genéticamente “mestizas”)
con criterios culturales.
Nótese que uso la palabra “raza” entre
comillas para subrayar el carácter construido de
la noción de raza. Las razas no existen como
entidades objetivamente identificables; son
ficciones sociales arbitrariamente construidas
para las que se requiere un lenguaje metafórico
también arbitrario. Las “razas” sólo existen en
el imaginario social, muchas veces de manera
gaseosa y contradictoria. Una persona puede
ser percibida como perteneciente a una raza en
un contexto, y a otra en otra situación o interrelación. Las percepciones raciales no son rígidas
y están influenciadas por elementos (posición
social, aspectos culturales, por ejemplo) que
poco tienen que ver con características genéticas (las que son altamente variables y, además,
invisibles) o fenotípicas. Existen, sin embargo,
estereotipos rígidos respecto a las “razas”. En
América Latina, ha predominado la creencia de
que la “raza” es variable y manipulable, sujeta a
la posibilidad de “mejorar” o “degradarse” en
relación al ambiente y la educación. Esto ha
hecho que, sobretodo hasta la década del cuarenta del siglo XX, las políticas estatales hayan
estado marcadas por objetivos racistas y expresadas a través de una retórica racialista.
La creencia en la existencia de una supuesta jerarquía racial también hace que las
diferencias sociales se interpreten y expresen
de una manera racializada. Esto hace que, por
ejemplo, se hable de las diferencias de clase
como raciales y viceversa, lo cual está sintetizado en el dicho popular según el cual “el dinero
blanquea”.
Mientras que los temas de racismo y de
las problemáticas raciales en Latinoamérica se
7
han convertido en legítimos objetos de estudio
desde la historia y las ciencias sociales, ellos
también han aparecido en la escena oficial, en
donde se les negaba o consideraba problemas
resueltos. De esta manera, en Guatemala se ha
formado una secretaría presidencial contra el
racismo, y en el Perú se aprobó la ley en contra
de la discriminación racial. Estos avances son
ciertamente iniciales y deben ser acompañados por acciones concretas, especialmente en
el terreno de la educación: la erradicación de
percepciones desvalorativas y de prácticas discriminatorias no puede realizarse “por decreto”, pues demanda un cambio cultural de percepciones que vienen solidificándose a través
de siglos.
La literatura sobre el tema, así como las
denuncias de prácticas de discriminación abiertas o encubiertas, demuestran que las percepciones raciales y el racismo, que gozaron de
carta de ciudadanía hasta antes de la Segunda
Guerra Mundial, mantienen vigencia, aunque
no aparezcan incontestadamente en la escena
oficial. En otras palabras, el hecho de que el
racismo no sea sancionado legalmente, que no
existan partidos políticos abiertamente racistas,
o de no se produzcan hechos de violencia explícitamente racial, no quiere decir que el racismo
no sea un factor que influencie la vida política,
y las relaciones sociales cotidianas. La creencia
de que existen razas y las connotaciones y los
estereotipos que las denominaciones raciales
conllevan, han demostrado ser persistentes y
tener un peso social importante.
El hecho de que no existan elaboraciones
intelectuales y discursos políticos abiertamente racistas, pero que subsistan cotidianamente
los criterios y prácticas de clasificación racial,
los prejuicios y las discriminaciones raciales,
es producto de la ambigua convivencia de discursos igualitarios y democráticos antirracistas
con elementos discursivos teñidos de racismo.
Mientras que se nos enseña las “verdades oficiales” que todos somos iguales ante Dios y la ley,
y que el racismo es condenable, los individuos
adquirimos por medios sutiles, pero eficaces, la
capacidad de clasificar y discriminar racialmente, así como prejuicios raciales históricamente
construidos y emocionalmente cargados.7
Ya que se nos enseña que es condenable
aquello que se nos inculca, las manifestaciones
del racismo salen a la luz de manera encubierta,
disimulada, o en situaciones de conflicto, cuan-
Siguiendo al lingüista Stephen Krashen, establezco la distinción entre adquisición y aprendizaje. El primero es un proceso sutil e inconsciente por el cual uno llega a interiorizar -absorber- cierto conocimiento; el segundo es un proceso de racionalización mediado por la
conciencia. Krashen considera que la adquisición es más efectiva y duradera.
15
do se pierde la ecuanimidad. En el insulto, por
ejemplo. En texto anterior (Callirgos, 1993),
hice una analogía entre algunas expresiones
de nuestro racismo y el síntoma neurótico. En
éste último lo que sucede es que una pulsión
o deseo inaceptable para el super-yo (instancia
encargada de indicar lo que es bueno y lo que
es malo en cada individuo) es reprimido y guardado en el inconsciente, pero la fuerza de esa
pulsión es tal que pugna por hallar satisfacción,
lográndolo, en el caso del neurótico, al hacerse
consciente de manera disfrazada o sustitutiva.
Así pues, un pensamiento inaceptable social e
individualmente -como el racismo- es reprimido, pero éste busca salir a flote indirectamente,
a escondidas, deforme, o en momentos en que
los mecanismos de defensa decaen. Las expresiones soterradas de racismo disfrazan o atenúan una idea que de expresarse abiertamente
sería inaceptable. Vemos que si el síntoma neurótico expresa un conflicto entre fuerzas internas, estas expresiones de racismo -siendo productos sociales- pueden expresar un conflicto
entre construcciones discursivas sociales de
gran potencia. Este choque del discurso racista adquirido desde la cuna, con el democrático,
aprendido y consciente, va a ser la causa de que
el racismo se exprese -vencida la censura- de
formas tan diversas como encubiertas.
Un aspecto importante para entender el
racismo en países predominantemente indígenas es que éste ha sido dirigido históricamente
para estigmatizar, estereotipar y denigrar a esas
mayorías. Como han señalado Portocarrero
(1993) y Callirgos (1993) para el caso peruano,
eso lo hace particularmente desintegrador y corrosivo. Las imágenes socialmente construidas
de belleza, prestigio, inteligencia y status social,
y que son presentadas como modelos por los
medios masivos de comunicación no corresponden a la apariencia de la mayoría de personas que viven en los países en donde se realizará este proyecto. El desfase entre esas imágenes
y la figura que la mayoría de peruanos observa
al mirarse al espejo hace que el racismo pueda
dirigirse en contra de uno mismo, que sea difícil
aceptarse como se es y que el racismo actúe en
el fuero interno de las personas de manera desgarradora. ¿Cuánto puede afectar, la pertenencia a ciertos grupos raciales, la autoestima de
los actores sociales? Para esto nos sirve el concepto de “desesperanza aprendida”, un individuo o grupo estigmatizado puede “aprender”
cuales son sus límites, hasta dónde puede llegar. Puede tener baja autoestima, sentimientos
8
16
de inferioridad, incluso adoptar los prejuicios y
estereotipos que recaen sobre él, en lo que algunos psicoanalistas denominan la “introyección
del verdugo”. Como señala Igor Caruso (1964),
la víctima de una agresión puede identificarse
con el agresor. Este es un mecanismo de defensa y una forma de reacción social. Se acepta
la visión del mundo del opresor, el oprimido
ya no se apoya en el sentimiento de su propio
valor, introyectando el super-yo, la escala de valores del opresor y saliendo al encuentro de la
destrucción de sí mismo8. Laplanche y Pontalis
(1984) anotan que la identificación con el agresor hace que el sujeto agredido reasuma por su
cuenta la agresión en la misma forma, ya sea
imitando física o moralmente a la persona del
agresor, o adoptando ciertos símbolos de poder
que lo caracterizan. Los rasgos raciales pueden
ser considerados símbolos de poder. Otras reacciones posibles son la rabia, el resentimiento,
o el deseo de venganza.
Las posibilidades de conflicto personal y
social se incrementan porque las percepciones y
estereotipos raciales pueden hacerse presentes
dentro de una misma familia. No son pocas las
familias en las que se presentan diferencias de
matices o rasgos físicos y en las que la discriminación ingresa al ámbito del hogar, allí donde la
relación de intimidad debiera destruirlo.
Pero haríamos mal en pesar que el racismo es unidireccional. A las construcciones discursivas que inferiorizan y marginan a las poblaciones identificadas como indígenas o negras, o
como poseedora de rasgos raciales indígenas
o negros, que con tanta persistencia han sido
propagadas desde las élites latinoamericanas,
se le han añadido percepciones históricamente
construidas –y con significados históricamente
cargados— acerca de otras “razas”, incluyendo
la “blanca”. Si por un lado, los rasgos raciales
blancos se presentan como deseables y estética,
social e intelectualmente superiores, por otro,
están asociados al abuso y la explotación. Para
el caso peruano, Portocarrero (1990) concluye que en el mundo popular existen juicios y
emociones ambiguas y contrapuestas respecto
al blanco: se le ve como “rico, poderoso, feliz...;
pero también sádico, explotador, satánico.” Se
le considera abusivo, y se le imagina como “un
ser demoníaco contra el cual toda agresión aparece como legítimo acto de defensa”. La multidireccionalidad del racismo hace que existan
percepciones estereotipadas cruzadas desde y
hacia distintos sectores sociales. Lo arraigado
Caruso (1964) expone un ejemplo dramático: algunos judíos del Ghetto de Varsovia habían introyectado a sus verdugos a tal punto que
deseaban ser como los policías alemanes, los imitaban, se saludaban con el saludo nazi y veneraban a Hitler.
de estos prejuicios hace que el racismo se convierta en uno de los mayores obstáculos para
la formación de una sociedad democrática, basada en el respeto mutuo, la solidaridad y el un
desarrollo que tome en cuenta las dimensiones
personales. Así como está presente en las relaciones sociales, el racismo impregna las maneras en que nos miramos a nosotros mismos,
que impide el reconocimiento y la valoración
de nuestro propio yo.
Si las percepciones y estereotipos raciales
intervienen en la formación de las identidades
personales y en las interrelaciones sociales –inclusive en aquellas consideradas más íntimas—,
cabe preguntarse cómo interviene la problemática racial en la escuela. En un texto anterior
basado en un trabajo de campo concreto en
escuelas de sectores populares limeños (Callirgos,1995), señalé que las percepciones raciales y
el racismo son propagados en la escuela a través
de expresiones sutiles y encubiertas o envueltas
en humor, o agresiones lúdicas. Los diferentes
actores del escenario escolar –maestros, autoridades y alumnos— reproducían actitudes y
estereotipos raciales, los que a su vez teñían las
relaciones interpersonales entre ellos.
Idealmente, la escuela debería cumplir un
rol fundamental de democratización en nuestros países. De un lado, la educación se supone
vehículo de desarrollo personal y de movilidad
social. De otro, la escuela debería fomentar la
internalización de valores democráticos y la
promoción de la tolerancia y el respeto por el
otro, para que los futuros ciudadanos se reconozcan como iguales en derechos (sociales, políticos y culturales)y obligaciones. La pregunta
es si la escuela contribuye a crear las condiciones subjetivas para la construcción de una democracia que valore la interculturalidad a nivel
grupal e individual, es decir, si los procesos de
socialización que tienen lugar en el ámbito escolar revierten o impulsan el desarrollo de los
valores básicos de libertad, tolerancia, solidaridad, autonomía, afectividad y respeto a uno
mismo y al otro en ambos niveles. La escuela
no sólo transmite los mensajes curriculares oficialmente establecidos, sino que constituye un
escenario cultural con dimensiones cognitivas,
afectivas y actitudinales en el que autoridades
escolares y alumnos cotidianamente (re)crean y
establecen rutinas, códigos y normas -explícitas
o implícitas- que gobiernan sus relaciones. Los
contenidos de la enseñanza tampoco se ciñen
a los formalmente establecidos, pues existe un
“currículum oculto”, transmitido sutil, pero
efectivamente.
Partimos de constatar que vivimos en
sociedades fracturadas no sólo por asimetrías
sociales, económicas, regionales y culturales,
sino también por percepciones étnicas y raciales que nos escinden y que generan una cultura
de recelos, miedos y desconfianzas mutuas, así
como identidades personales múltiples y fragmentadas que no siempre logramos reconciliar.
Por todo esto, este proyecto busca entender las
maneras en que las identidades y las identificaciones, así como las percepciones étnicas y
raciales marcan la vida cotidiana en diferentes
contextos sociales concretos, dentro y fuera de
la escuela, para poder, desde ese entendimiento, elaborar lineamientos que impacten en propuestas pedagógicas y materiales educativos.
17
Estudio de campo en el departamento de Puno - Perú
Coordinación General:
Ana María Robles
Investigación:
Juan Carlos Callirgos
Coordinador de Campo en Puno:
Walter Rodriguez Vásquez
Investigadores de Campo en Puno:
Sara Margarita Mendoza Murillo
Fredy Leuman Incacutipa Limachi
Emeterio Roque Quispe Mamani
Olinda Suaña Diaz
Enrique Puma Suaña
Alan Ramiro Sucari Mamani
Julián Mamani Condori
Lucio Benito Mamani Calisaya
Marcelino Ramos Espinoza
Apoyo Institucional en Puno:
Woodro Andía Castelo – Dirctor Regional de Care Puno
Marina Figueroa Díaz – Representante del Proyecto Nueva Educación
Bilingüe y Multicultural en los Andes – EDUBIMA
Digitador:
Abraham Emilio Barrientos Pacho
Logística:
Eugenia Mollocondo Sardón
18
Informe de trabajo de campo
en Puno - Perú:
Introducción
El trabajo de campo del proyecto “Educación bilingüe intercultural y percepciones y
conflictos causados por la discriminación racial
y étnica”, se realizó en el departamento de Puno,
en una zona andina ubicada al sur del Perú. El
departamento de Puno se caracteriza por ser
el lugar de encuentro de dos grandes matrices
culturales indígenas, la quechua y la aymara, y
por ser fronterizo con Bolivia. En contraposición al país en general, la población de Puno
es predominantemente rural y campesina.1 Las
actividades económicas predominantes son la
agricultura y la ganadería, cuya relegación hace
que el 78 por ciento de la población de Puno
sea considerada “pobre” y que el 46,1 por ciento esté debajo de la línea de pobreza extrema.2
En relación con el resto del país, departamento
de Puno tiene una menor esperanza de vida,
una tasa más alta de analfabetismo y menor dotación de servicios (agua y desagüe, alumbrado
público, por ejemplo). Es el departamento con
más elevada tasa de mortalidad de todo el país.
Esta situación tiene como antecedente
la larga existencia de un sistema de posesión
de la tierra denominado latifundio, que sometió económica y culturalmente a la población
campesina. El acceso a la tierra y a la educación
se constituyeron, por décadas, en las demandas
más importantes de los campesinos puneños. El
fin de los latifundios con la dación de la reforma
agraria a fines de los años 60, no ha terminado
con la exclusión económica y social del campesinado puneño: las poblaciones rurales son aquellas en donde se concentran los índices de pobreza más agudos. Es en esas zonas, además, donde
se concentra el mayor porcentaje de población
quechua y aymarahablante monolingüe; la pobreza extrema en el Perú tiende a tener un rostro
rural, campesino y quechua o aymarahablante.
1
Según las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística e Informática, el 60.8% de la población puneña habita en zonas rurales,
mientras que el 39.2% lo hace en zonas urbanas.
2
Las cifras provienen de la Encuesta Nacional de Hogares del Instituto Nacional de Estadística e informática, 2003.
19
La población del departamento es culturalmente diversa. La presencia de las matrices culturales, étnicas y lingüísticas aymara y
quechua, junto con la de la hispana hacen que
existan diversos grados de hibridez y contacto.
Hay, sin embargo, zonas del departamento en
donde existe un claro predominio de una de las
matrices culturales mencionadas. La diversidad
cultural y étnica, además de las experiencias
existentes en Educación Bilingüe Intercultural
–algunas de ellas apoyadas por CARE—, hacen de esta zona un ámbito particularmente
apropiado para un estudio sobre percepciones
étnicas y raciales.
experiencia en recopilación de datos cualitativos
mediante entrevistas, encuestas y realización de
grupos focales, así como en traducciones del
quechua o aymara al castellano.
El trabajo de campo fue realizado en tres
zonas distintas. En primer lugar, en la ciudad
de Puno, capital del departamento. Esta ciudad,
a orillas del lago Titicaca, se ha convertido en
un centro de atracción de corrientes migratorias
rurales. Aunque el departamento sigue siendo
predominantemente rural, viene atravesando un
fuerte proceso migratorio hacia sus ciudades; en
1940, el área urbana apenas congregaba el 13
por ciento de la población total del departamento, mientras que en 2000 albergaba al 39.2 por
ciento. La ciudad capital es, entonces, un lugar
de confluencia de familias provenientes de distintas regiones del departamento y, por lo tanto,
de zonas culturalmente diversas.
Como en toda investigación, los resultados de este trabajo de campo están marcados
por los procedimientos seguidos y los instrumentos utilizados. En este caso, el uso de entrevistas, encuestas y grupos focales hace que nuestro trabajo se centre en el análisis discursivo. Un
trabajo de campo etnográfico hubiera permitido
la observación de acciones concretas cotidianas
y, por lo mismo, podría conducirnos a conclusiones diferentes.
El trabajo de campo también ha sido realizado en una zona predominantemente quechua (la provincia de Azángaro) y otra aymara
(Huancané). En cada una de ellas, a su vez, trabajamos en las ciudades capitales de provincia
(Azángaro y Huancané) y en comunidades rurales. Las comunidades rurales de la provincia
de Azángaro donde realizamos el trabajo de
campo fueron Tiruyo y Condoriri, mientras
que la comunidad elegida en Huancané fue la
de Azangarillo.
Debido a la diversidad lingüística de
Puno, el trabajo de campo fue realizado en
tres idiomas. Se contó con un equipo de diez
entrevistadores puneños, quienes bajo la coordinación de un antropólogo también puneño,
recabaron la información. La información fue
luego transcrita en los idiomas originales en que
se realizaron las entrevistas y grupos focales,
luego traducidas y transcritas al castellano. Este
proceso también estuvo a cargo del equipo de
entrevistadores puneños, quienes tienen amplia
3
20
Se realizaron un total de 33 entrevistas
a informantes clave, además de 8 entrevistas a
directores de colegio y 8 entrevistas a maestros;
reuniones de grupos focales con un total de 48
maestros y otras reuniones de grupos con un
total de 60 alumnos. Se realizaron 52 encuestas
escritas a alumnos y 41 encuestas de percepciones a pobladores en general. Finalmente, se
realizaron 9 entrevistas cortas a jóvenes.3
Los discursos imperantes
sobre etnicidad y racismo
En Puno impera una percepción tripartita de la etnicidad según la cual la población
se divide en tres grupos étnicos (quechuas, aymaras e “hispano hablantes” o “mistis”) claramente diferenciables entre sí por características
culturales, el idioma, y según algunos, por los
rasgos físicos. Estas categorías se imaginan estables e impenetrables (toda persona pertenece
a, o es, de una de las tres), a pesar de que no
siempre son etiquetas coherentes que marcan
fronteras excluyentes, estables y definibles.
Estas etiquetas, sin embargo, pueden existir como categorías de adscripción independientemente de características culturales o el idioma.
Por ejemplo, una persona cualquiera en la ciudad
de Puno puede autoidentificarse como “quechua” sin que eso necesariamente implique que
hable quechua o que comparta modos de vida
considerados “quechua”. La adscripción se basa
en un sentido de pertenencia a “lo quechua” –no
importa cuán vagamente sea definido— y en la
noción de que toda persona es o pertenece a uno
de los “grupos”.
Los instrumentos utilizados se encuentran en el anexo número 1. El anexo número 2 muestra la realización del trabajo de campo
en cada uno de las locaciones.
De acuerdo con la ideología regional hegemónica, las distinciones étnicas entre aymaras y quechuas tienen un correlato geográfico y
pueden ser localizadas en un mapa. Así como
el departamento de Puno está dividido en zonas quechuas y zonas aymaras, la ciudad capital
puede dividirse en zonas diferenciadas.
Esta rígida división parece dominar el discurso sobre las categorizaciones e identidades
étnicas, a pesar de las múltiples excepciones y
de los variados significados de dichas etiquetas.
Como ya se puede apreciar, las tres etiquetas sirven para nombrar un idioma, una supuesta cultura, y una categoría de identificación, y, aunque
estos tres elementos se imaginan confluentes,
no siempre coinciden. A veces, por ejemplo, la
etiqueta “hispanohablante” se refiere a alguien
catalogado como “blanco”, culturalmente “no
indígena” y de élite, en otras ocasiones se utiliza para nombrar a toda persona que habla castellano, independientemente de su apariencia,
procedencia y estatus social. Al mismo tiempo,
una persona de estatus socioeconómico alto, catalogado como “blanco” y perteneciente a una
familia de hacendados puede autoidentificarse
en alguna circunstancia como “quechua” porque
aprendió tal idioma.
Identidad/identificación
Lo dicho anteriormente demuestra que,
a pesar de que las categorías étnicas parecen
aludir a realidades estables, fijas y claramente
delimitadas, en realidad son polisémicas y flexibles. Es claro que las etiquetas étnicas derivan
de la diferenciación lingüística; más aún, esta
diferenciación, en un contexto de cercanía geográfica, hace que se configuren campos separados y supuestamente unidos entre sí. Así, ante
la cercanía “aymara”, la categoría “quechua”
adquiere una importancia mayor que en otras
zonas del país, y tiende a crear una noción de
“nosotros” que agrupa a personas que no necesariamente son homogéneas culturalmente. Las
tres categorías se convierten en posibles fuentes
de identidad e identificación en desmedro de
otras posibles que pierden relevancia. En otras
palabras, es la cercanía geográfica la que hace
que la diferenciación lingüística se convierta en
el marcador más importante de fronteras de
identidad.
Por lo mismo, estas categorías se hacen
extensivas a aspectos extralingüísticos, sirviendo como marcadores de diferencias históricas,
culturales e inclusive “raciales”. Así, las etiquetas
tienen cargas semánticas que aluden, al mismo
tiempo, a idiomas, a los hablantes de esos idiomas, a “culturas”, a identidades étnica (que no
implica necesariamente modos de vida compartidos) y a “razas”. Idealmente, todos estos significados se superponen, o deberían hacerlo; de
manera que cualquiera de estas etiquetas aludan
a un conjunto lingüístico/cultural/étnico homogéneo con una historia común.
La propia amplitud semántica de estas
categorías, sin embargo, las hace flexibles y
abiertas a múltiples utilizaciones en una gran
variedad de contextos: la multiplicidad de sus
significados no necesariamente se superponen
exactamente. Se puede utilizar la misma etiqueta, por ejemplo, para identificar a dos personas
que no comparten procedencia, nivel educativo, clase social, apariencia física ni competencia
lingüística, basándose en una vaga identificación afectiva. En algunos casos, la etiqueta parece aludir únicamente al idioma materno, en
otros, a una zona de procedencia, en otros al
compartir ciertos rasgos culturales, y en casos
a la adscripción e identificación. Como puede
suponerse, en muchos casos convergen dos o
más elementos.
Los usos y significados de estas categorías, entonces, son variados. De acuerdo con
los resultados de los instrumentos aplicados
durante el trabajo de campo, las categorías
“quechua”, “aymara” e “hispanohablante” son
utilizadas extensivamente en Puno, pero de diferentes maneras. Un ejemplo puede ayudarnos a
entender la flexibilidad de las categorías étnicas:
los alumnos de un colegio particular de Puno
que participaron en un grupo focal, y quienes se
autoproclamaron “hispanohablantes”, fueron
preguntados en qué radicaba la diferencia entre
ser hispanohablante y ser quechuas o aymaras.
Una de las alumnas respondió: “En el lenguaje,
porque nosotras hablamos el castellano y ellos
además hablan quechua o aymara”. Otra alumna se refirió que la diferencia radicaba “en la
cultura...”. Finalmente, un alumno respondió
que la diferencia se basaba “en el color de la
piel tal vez... en la forma de pensar y expresarse”. Como vemos, estas distintas respuestas
aluden a diferencias lingüísticas, culturales y
“raciales” por separado: las etiquetas, entonces,
pueden aludir a una o más características de diferenciación entre personas.
Esta multiplicidad de posibles significados hace que las categorías étnicas puedan ser
utilizadas de manera heterogénea. Para muchos
de nuestros informantes, las etiquetas mencio-
21
nadas aluden únicamente a particularidades lingüísticas. La pregunta de si sus alumnos eran
quechuas, aymaras o hispanohablantes, generó
un interesante diálogo entre los profesores de
un colegio particular de Azángaro, participantes
en grupo focal:
--“Son bilingües, tenemos quechuahablantes y mayoría que habla castellano”.
--“son hispanohablantes, hay porcentaje
mínimo que son quechuas”.
--“La mayoría de alumnos son quechuas,
generalmente vienen del campo”
--“Yo voy a discrepar... la realidad es que
no son quechuas, tampoco son bilingües.
Son personas del campo pero no quieren
saber nada del quechua, Ellos tienen vergüenza de hablar quechua... lo que más
hablan es castellano, quechua es poco”.
--“La mayoría de estudiantes provienen
de hogares que son quechuas, ya llegando a la ciudad tienen vergüenza de hablar quechua, pero provienen del medio
rural”.
--“Los alumnos de este colegio se caracterizan porque mayormente son quechuahablantes”.
Este intercambio de opiniones hace ver
que, mientras la pregunta demanda una identificación étnica, para la mayoría de maestros la
diferenciación lingüística es más relevante. La
importancia de este punto es mayor cuando se
considera que la provincia de Azángaro está ubicada en una zona reconocida por todos como
(lingüística, étnica y culturalmente) “quechua”.
A pesar de que la pregunta específicamente preguntaba si los alumnos eran quechuas, aymaras o
hispanohablantes, las respuestas indican que dicha pregunta puede tener significados diversos y
en cierta forma confusos. Intervenciones como
“Son bilingües, tenemos quechuahablantes y mayoría que habla castellano”, “son hispanohablantes, hay porcentaje mínimo que son quechuas”,
“...no son quechuas, tampoco son bilingües...” y
“los alumnos de este colegio se caracterizan porque mayormente son quechuahablantes” indican
claramente que las categorías mencionadas en la
pregunta fueron interpretadas como relacionadas únicamente al idioma.
Los datos obtenidos durante nuestro trabajo de campo demuestran que el idioma es el
marcador más importante de diferenciación so4
22
cial, el elemento más obvio e inmediato para el
establecimiento de fronteras de identificación.
Si bien nuestra investigación no indagó acerca
de la extendida división del departamento de
Puno en una zona aymara y otra quechua, ésta
parece derivarse de la diferenciación lingüística.
Otras diferencias notorias entre “quechuas” y
“aymaras”, como en la vestimenta, por ejemplo
vienen reduciéndose ostensiblemente. Aunque
existen trajes “típicos” de diferentes zonas del
departamento, su uso está siendo limitado a
ocasiones especiales o festivas.4 El hecho de
que el idioma sea el elemento más evidente
para identificar a una persona, explica la gran
cantidad de respuestas de nuestros informantes
que vinculan la pertenencia a estas categorías y
el idioma materno.
Así, ante la pregunta ¿Sus alumnos son
quechuas, aymaras o hispanohablantes?, un director de colegio estatal de la ciudad de Puno
respondió dividiendo la población estudiantil
de su plantel según el o los idiomas que hablaban: “el 50 por ciento es netamente castellano
y, del otro 50 por ciento, un 25 por ciento son
quechuas con su castellano, y un 25 por ciento
son aymaras con su castellano”. Nótese cómo el
director utiliza la categoría de “castellano” para
referirse a alumnos que utilizan ese idioma en la
escuela. De ser el nombre de un idioma, pasa a
ser la clasificación de un sector de la población
estudiantil de su plantel. Ante la misma pregunta, un maestro de un colegio estatal de Azángaro dio la siguiente respuesta: “de acuerdo al
ambiente donde nosotros vivimos nuestros educandos son quechuahablantes generalmente. El
99% son quechuahablantes”. Y un maestro de
colegio estatal de Condoriri: “aquí hablan quechua y algunos hispanohablantes”.
De igual manera, muchos informantes se
autoidentificaron mencionando en idioma que
hablaban. Veamos algunas respuestas a la pregunta “es usted quechua, aymara o hispanohablante?” y a la “está contento siendo...?:
“Soy quechua... por supuesto [estoy contento] porque ha sido la lengua matriz en
que me he formado. Además es una de
las lenguas oficiales del Perú”. (ciudad de
Puno, 26 años, hombre)
“Soy aymara [...] Bueno, a mi me gustaría
saber todos los idiomas, pero estoy conforme con lo que sé hablar”. (ciudad de
Puno, mujer 48 años)
No haber realizado un trabajo etnográfico prolongado, impidió presenciar y analizar los significados de las fiestas regionales, cuya importancia simbólica en el establecimiento de fronteras étnicas puede ser significativo.
“Soy aymara y estoy contenta como aymara porque es el idioma que yo hablo”
(ciudad de Puno, mujer).
“Soy aymara [...] estoy tranquilo como
aymara y no tengo porqué avergonzarme
porque mis padres han hablado la lengua
aymara”. (ciudad de Puno, hombre)
De igual manera, ante la pregunta “¿qué
significa ser quechua?”, un alumno de un colegio particular de Azángaro aludió al idioma: “en
aquellos tiempos de los incas hablaban quechua
y me siento bien”. Un compañero suyo asintió:
“es muy importante porque desde la antigüedad se habla quechua, desde los incas”. A un
alumno de un colegio estatal de Azángaro, autoidentificado como aymara, se le preguntó qué
significaba ser aymara. Su respuesta también
aludió al idioma: “aymara es una lengua que tiene su procedencia desde antes del imperio de
los incas”.
El hecho de que la diferenciación lingüística sea el marcador más frecuente de fronteras
de identidad hace que las etiquetas étnicas sean
intercambiables con los nombres de las lenguas.
Al ser preguntado por su lengua materna, el director de la UGE en Azángaro, por ejemplo,
respondió: “yo soy quechua” y del líder de la
comunidad de Azangarillo respondió “Yo soy
aymara y castellano”.
Pero la posibilidad de utilizar las denominaciones de las lenguas que se hablan en la
zona y las etiquetas de identificación de manera
intercambiable abre un amplio margen de “incertidumbre semántica” y, por lo mismo, posibilita la manipulación de las etiquetas. Con
incertidumbre semántica me refiero a que no
siempre es claro a qué se esta aludiendo con las
etiquetas que se utilizan. Al decir “yo soy quechua”, “aymara” o “hispanohablante” se puede estar aludiendo a una adscripción (“yo me
siento quechua, aymara o hispanohablante”, o
“yo me identifico como parte de los quechuas,
aymaras, o hispanohablantes”) o, simplemente, al idioma materno o que se habla. El punto es relevante, puesto que, como veremos, los
idiomas quechua y aymara se encuentran bajo
constante ataque y vienen siendo crecientemente abandonados por poblaciones urbanas
y en las generaciones más jóvenes. Cuando los
maestros citados anteriormente debaten si sus
alumnos son quechuas o no, basados en si hablan quechua o no lo hacen, están expresando
su inseguridad respecto a la identidad étnica,
cultural y lingüística en las región en la actua-
lidad. La incertidumbre o indeterminación semántica señalada puede bien ser un síntoma
de dilemas culturales, étnicos y lingüísticos que
hacen difícil utilizar etiquetas de identificación
absolutamente claras. ¿Cómo identificar a unos
alumnos de una escuela en Azángaro que provienen de zonas rurales, cuyos padres tuvieron
el quechua como lengua materna, pero que
no necesariamente hablan quechua y que han
adoptado un estilo de vida “urbano”? ¿Qué es
ser quechua, aymara o hispanohablante?
Desde la ciudad de Puno, la provincia
de Azángaro es identificada inmediatamente
como una “zona quechua”. Ya en la ciudad
capital de provincia, el director de un colegio
particular divide a los alumnos de su plantes
en “quechuas y castellano”, dando a entender
que quienes hablan castellano ya dejaron de ser
quechuas. En una respuesta aún más ambigua
al pedido de describir a sus estudiantes, un profesor del mismo plantel los divide en quienes
tienen “procedencia quechua” y quienes “tienen como primera lengua el castellano y entienden el quechua pero no lo hablan”. Por su
parte, el director del colegio de la comunidad
rural de Condoriri también divide a sus alumnos en quechuas e hispanohablantes. ¿Es que
al hablar castellano se deja de ser quechua? A
juzgar por los resultados de nuestro trabajo de
campo, ser quechua no es única y necesariamente igual a hablar quechua, pero el abandono
de los idiomas quechua y aymara son parte de
un proceso mayor de cambio cultural, étnico y
de urbanización que a su vez produce cambios
en la manera en que las personas se identifican
e identifican a los demás.
La indeterminación o incertidumbre semántica, decía anteriormente, permitía la manipulación de etiquetas. Una persona de procedencia quechua o aymara puede manipular
ciertas marcas lingüísticas y culturales para autodenominarse “hispanohablante”, de la misma manera en que muchos pobladores urbanos que hablan castellano, aunque esta fuera su
segunda lengua, se autodenominan “hispanos”
o “castellanos”. La división entre los ámbitos
rurales y urbanos es, en muchos casos, expresada en términos étnicos: cuanto más urbano,
menos quechua y aymara. El aspecto de clase,
por supuesto, no está ausente. Es notorio, por
ejemplo, que en los colegios particulares de
Puno y de las ciudades de Azángaro y Huancané, hay menos alumnos que se autodenominan
“quechuas” o “aymaras” que en sus contrapartes estatales.
23
La manipulación de las etiquetas, sin embargo, puede funcionar de distintas maneras y
para efectos diferentes. El caso más resaltante al
respecto lo constituye uno de uno de nuestros
entrevistados: un exitoso profesional de la ciudad de Puno e hijo de un hacendado cusqueño,
que declara ser “quechua”. Su autoidentificación
se basa en su lugar de nacimiento –en el departamento de Cusco— y en el hecho de entender
el quechua, aun si no lo habla correctamente.
Hay que anotar que el entrevistado podría ser
calificado como parte de una clase media-alta
en Puno, que no proviene de una familia quechua y que, en otro momento de la entrevista,
utiliza la primera persona en plural para referirse a “nosotros los hispanohablantes...” La inicial
–y temporal— identificación como “quechua”
de este informante muestra la elasticidad que
existe en el uso –y en los significados— de las
etiquetas étnicas. Al proclamarse quechua, este
informante puede estar expresando una opción
política de solidaridad con sectores marginados
de la población, o expresando su rechazo a ser
identificado como parte de una elite. De cualquier manera, el hecho de que elija autodefinirse como quechua (ante una entrevistadora que
también se define así) muestra la factibilidad de
ciertos giros semánticos y retóricos respecto a la
identidad e identificación étnica.
El caso anterior también puede ser interpretado como la ambivalencia que surge del
hecho de ser parte de una elite. Un directivo de
un importante club social y gerente de una entidad bancaria de Puno, por ejemplo, se denomina de “raza aymara” y declara que “la lengua
con la que yo empecé a hablar fue el aymara”.
Hasta aquí pareciera que no existiera incompatibilidad esencial entre ser quechua o aymara y
tener una posición social ventajosa, inclusive
siendo parte de círculos sociales claramente de
élite. Sin embargo, más adelante en la entrevista, al ser preguntado por los hispanohablantes,
el entrevistado adopta la primera persona en
plural para describirlos: “metemos empeño, tenemos bastante iniciativa... somos muy vivos...
no somos honestos...”. La identificación entre
lo quechua y lo aymara y la pobreza o, por lo
menos, la incompatibilidad de lo quechua y lo
aymara con lo prestigioso socialmente, es bastante poderosa.
De otro lado, esto no necesariamente
quiere decir que los entrevistados citados hayan
deseado aparecer como quechuas y aymaras
“artificialmente” y que al avanzar la entrevista haya brotado su “verdadera” identificación.
24
Una hipótesis plausible es que el aspecto situacional de la identidad haga que estos informantes en un momento de la entrevista se sitúen
como quechuas o aymaras y en otros momentos
como hispanohablantes. Las repuestas apuntan
a la existencia de ambigüedad en el uso de estas
etiquetas.
Volvamos al diálogo de los maestros
azangarinos. Algunos comentarios respecto a
sus alumnos, tales como “la mayoría de alumnos
son quechuas, generalmente vienen del campo”
y “la mayoría de estudiantes provienen de hogares que son quechuas, ya llegando a la ciudad
tienen vergüenza de hablar quechua, pero provienen del medio rural”, son más ambiguos que
los referidos únicamente la diferencia lingüística,
pues parecen fluctuar entre la identificación étnica o cultural y la identificación entre lo rural y
lo urbano. Como dijimos anteriormente, en general persiste la identificación de lo rural como
indígena, o como quechua y aymara y lo urbano
como hispanohablante. Por lo mismo, cuando se
le preguntó a un profesor de un colegio estatal
de Puno si sus alumnos eran quechuas, aymaras
o hispanohablantes, respondió: “hay alumnos
de todos sitios, tanto del medio rural y urbano”.
Con esta respuesta, el maestro parece asegurar
que en su plantel hay alumnos quechuas, aymaras e hispanohablantes, percepción que luego es
confirmada por otros maestros participantes en
el grupo focal, quienes aseguraron que habían
alumnos de las “zonas” quechuas y aymaras, así
como de la ciudad de Puno.
Otros testimonios también apuntan hacia la misma identificación entre lo rural y lo
quechua y aymara. Un profesor de un colegio
particular de la ciudad de Puno calificaba a sus
estudiantes de la siguiente manera: “son hispanohablantes, casi el 100% son de la ciudad,
¿no?... se puede decir que la mínima cantidad
de alumnos provienen de la zona rural. Ante la
pregunta ¿sus alumnos son quechuas, aymaras o
hispanohablantes?, los profesores de un colegio
particular de Huancané también hacían referencia a la diferenciación entre lo urbano y lo rural:
“Bueno, yo vería un 30 por ciento de habla aymara, el resto es de aquí de la zona
urbana”.
“...yo estoy a cargo del primer grado...
un 10 por ciento que hablan el aymara,
el resto no, todos son de acá de la población...”
“Bueno, en mi caso no tengo tanto problema, la mayoría son de la ciudad”
De la misma manera, un alumno de una
escuela estatal de Puno, participante en nuestro grupo focal, se refería a las diferencias entre
quechua, aymaras e hispanohablantes aludiendo
a la diferencia entre la ciudad y el campo: “los
castellanos nos educamos aquí en la ciudad, un
aymara se educa en el campo o su distrito”.
Puno, la capital departamental, así como
las capitales provinciales de Azángaro y Huancané, son identificadas en estos testimonios como
más hispanohablantes en términos lingüísticos,
culturales y étnicos, que las zonas rurales, las
cuales son más claramente identificadas como
quechuas y aymaras. En algunos casos, la residencia en la ciudad fue expresada mediante una
retórica racial. Es el caso de un alto funcionario
público de Puno, quien, al ser preguntado por
su raza, responde: “soy una mezcla de razas,
de sangre quechua y de sangre aymara, me he
acostumbrado a la ciudad, me considero mestizo”. Un miembro de la asociación de pequeños y medianos empresarios también nos dijo:
“los que somos de la ciudad somos mestizos,
y los del campo les decían indígenas, esto por
los años 60 o años 70, yo me ubicaría como un
poblador más de la ciudad”. Un empresario de
Puno hacía la misma ecuación “de raza hispano... creo que ese es el rango que corresponde.
[Ser hispano me diferencia] por el color de la
piel que es muy acentuado, también por vivir
y desplazarme aquí en la ciudad”. Finalmente,
un entrevistado en Huancané dijo ser aymara,
5
fundamentando su respuesta diciendo “como
he nacido en el campo”.
Estas respuestas apuntan a la mezcla de
consideraciones culturales, étnicas y raciales
cuando se trata de la identificación. Al afirmar
que era “una mezcla de razas, de sangre quechua y de sangre aymara”, nuestro informante
está revelando su ascendencia indígena y, quizás aludiendo a su apariencia física. De hecho,
más tarde en la entrevista declara ser de “piel
cobriza”. La referencia a las “sangres” quechua
y aymara es, de acuerdo con los datos obtenidos, bastante común y, a mi parecer, acorde con
el lenguaje racialista con que comúnmente se
conceptúa y analiza la diversidad cultural y étnica en la sociedad peruana. Expresa la creencia
de que la diferencia entre los quechuas y aymaras son esenciales.5 Cuando el informante nos
dice que está acostumbrado a la ciudad –donde,
según sus datos, nació y ha vivido siempre—,
y concluye que se considera mestizo, está expresando que, a pesar de su ascendencia y físico indígena, su identificación no recae en esas
categorías. Luego, al describir a los hispanohablantes, utiliza la primera persona en plural para
decir que “somos...” La categoría “mestizo”, es
comúnmente utilizada para referirse a un individuo –o a toda la población— que ha abandonado áreas (geográficas y culturales) rurales
y se ha adaptado a la ciudad. Viene a nombrar,
en este caso, a un citadino de ascendencia indígena.
Varios de nuestros informantes se refirieron a la “raza aymara” y la “raza quechua”. Así, para uno de ellos, los aymara eran “una raza
muy pujante”. Para otros, los quechuas “son una raza de pobladores mayoritaria en nuestra región”, y otro afirmaba estar contento
siendo quechua porque “así ha sido mi raza”.
25
Estas respuestas también apuntan a la
existencia de una identificación de lo rural como
quechua o aymara y lo urbano como hispano.
La continua migración del campo a la ciudad,
por lo mismo, va constituyéndose en una transformación no sólo física, sino también étnica y
cultural. Veremos más adelante, los datos obtenidos durante el trabajo de campo apuntan
a que la mayor discriminación en las escuelas
de las ciudades de Puno, Azángaro y Huancané
se dirige hacia aquellos alumnos que provienen
de áreas rurales y que aún no se han adaptado enteramente al medio urbano o aún hablan
el castellano con dificultad o un fuerte acento.
Son esos alumnos los que son considerados
“quechuas” y “aymaras”, en contraposición a
los alumnos del “medio urbano” que “son de la
localidad” que ya son identificados como “hispanohablantes”, “hispanos”, o “castellanos”.
Adoptar un modo de vida urbano, junto con dominar el castellano, entonces, puede
significar acercarse al polo identificado como
hispanohablante. Las transformaciones pueden
ser culturales, en el sentido de cambiar formas
de vida y maneras de entender el mundo, pero
también étnicas, pues puede cambiar la manera de identificarse y de ser identificado por los
demás. Ante las continuas migraciones hacia
las ciudades y la expansión del castellano en
detrimento de los idiomas quechua y aymara,
la pregunta es si puede subsistir la identidad
quechua y aymara a pesar del (inevitable) cambio cultural. Las culturas aymaras y quechuas,
como todas, no han permanecido estáticas a lo
largo del tiempo. La imagen de lo quechua y lo
aymara como pertenecientes a lo rural, como
veremos, va acompañada con su asociación
con el pasado. Estático, ajeno a todo cambio, y
distante en relación a los centros de poder, las
etiquetas “quechua” y “aymara” parecen lejanas
al prestigio y el status social.
Lo dicho anteriormente no significa que
los informantes no hayan expresado orgullo
por ser quechuas o aymaras. La mayoría de
nuestros informantes dijeron estar contentos
siendo quechuas, aymaras e hispanohablantes.
Aunque la mayoría no especificó porqué estaba contento, algunos dijeron estar contentos
por su origen,6 otros porque tenían “raíces ancestrales”.7 Cabe señalar que una buena parte
de nuestros informantes, expresó estima por
26
las “culturas andinas” y que, como veremos
en otra sección, existe una suerte de discurso
reivindicativo de “lo andino” o “lo puneño”,
muchas veces considerado lo “auténticamente
peruano”. Estas consideraciones aparentemente positivas, sin embargo, no parecen constituir
una fuente exitosa de identidad para la población en general porque se basan en imágenes
romantizadas y congeladas de “lo andino” o en
un pasado (prehispánico) glorioso e idealizado,
pero sin referentes cotidianos. Debido a la subalternización colonial y postcolonial, existen
escasas posibilidades de identificación positiva con lo quechua y lo aymara, más allá de la
existencia de clichés difundidos entre sectores
intelectuales ni políticos.
La mención a la vergüenza de ser considerado quechua o aymara, además, se encuentra de manera aún más extendida que el orgullo. Cuando se pregunta directamente nuestros
informantes declaran estar contentos siendo
quechua o aymara; cuando se habla en tercera persona, se menciona la vergüenza. En este
punto sucede algo similar a lo que ocurre con
el racismo en el Perú: aunque todo el mundo
reconoce que “otros” son racistas, nadie admite
serlo.
La vergüenza de ser aymara y quechua,
es necesario anotarlo, se convierte en un tema
aún más recurrente en el contexto escolar. Tanto los maestros como los alumnos de todas las
localidades en las que se realizó este trabajo de
campo, mencionan la marginación sufrida por
los alumnos que “vienen del campo” y no dominan el castellano. También mencionan que
estos alumnos sienten vergüenza, por lo que
“ocultan” o “niegan” ser aymaras y quechuas.
El hecho que sea alrededor de la escuela que
aparezca con mayor frecuencia el tema de la vergüenza y el deseo de cambiar, nos hace pensar
en dos hipótesis: a) que siendo un instrumento
de castellanización y de transformación cultural
etnocida, el ambiente que genera la escuela impone un mandato de desindigenización. La escuela es el medio primordial mediante el cual se
deja de ser quechua y aymara; y, b) que exista un
aspecto generacional, es decir, que el mandato
de dejar de ser quechuas y aymaras tenga mayor presencia entre los más jóvenes. Ya que son
precisamente los más jóvenes los que asisten a la
escuela, estas dos hipótesis se complementan.
6
Un entrevistado en Huancané dijo estar contento siendo aymara “porque es mi origen de tierra natal”.
7
El director de la UGE de Huancané nos dijo: “yo soy aymara, estoy contento, indudablemente la cuestión de tener raíces ancestrales
hace que me sienta orgulloso...”
El asunto de la identidad, como podemos apreciar, es más complejo que el esquema
tripartito que divide a la población en quechua,
aymara e hispanohablante. Los procesos de
cambio de la sociedad puneña –migraciones del
campo a la ciudad, expansión de la escolarización, penetración de medios de comunicación,
para citar las más evidentes— hacen que existen
identidades variables, múltiples, elásticas, y “en
proceso”. Las maneras en que la gente se identifica e identifica a los demás parecen ser más
estáticas que las situaciones que supuestamente
nombran o describen. Por ello, las etiquetas no
pueden tener significados unívocos e impera
la incertidumbre semántica. Las categorías no
pueden dar cuenta de un universo complejo de
posibilidades de pérdidas y adquisiciones de
identidades, presentando un orden social tan
estable y coherente como inexistente.
Cada vez es menos evidente quién es qué,
pero, al mismo tiempo, es crecientemente difícil
autoidentificarse. Como hemos visto, algunos
informantes intentaron sortear estas dificultades
utilizando más de una etiqueta a la vez, autonombrándose “quechuas” o “aymaras” e “hispanohablantes” en diferentes momentos. Otros
informantes precisaron en qué sentido eran una
cosa y qué sentido otra. Un dirigente de una
organización campesina de la ciudad de Puno,
por ejemplo al ser preguntado por los hispanohablantes, respondió: “[los hispanohablantes]
se distinguen por pertenecer a la etnia española
[...], algunos somos militantes de la cultura española pero estamos dentro de la etnia aymara”.
Con esta respuesta, el dirigente campesino parece reconocer que su identidad es aymara a pesar
de que culturalmente no lo es. Un entrevistado
varón en la ciudad de Puno se declaraba “entre
aymara y misti [...]Por su cultura [me identifico]
con los aymaras y por el proceso de avance tecnológico me considero misti”.
Los procesos de cambio cultural —producidos por las migraciones, la masificación de
la escuela, la masificación de los medios masivos de comunicación y el impacto de la llamada
“globalización”—, que se enmarcan en un contexto de histórica discriminación y aislamiento
en contra de las poblaciones indígenas, hacen
más difícil que las etiquetas étnicas existentes
abarquen y describan todas las situaciones culturales y de identificación posibles. Influencias
culturales –universos simbólicos y prácticas
cotidianas— heterogéneas, de distinta matriz,
conviven no solamente dentro de grupos –incluyendo las propias familias— sino también
dentro de los individuos.
Establecimiento
de fronteras
En esta sección nos centraremos en las
percepciones étnicas y raciales. Como indicamos anteriormente, es a través de esas percepciones que nos acercaremos a las maneras en
que se construye la identidad: al establecimiento de “fronteras” étnicas y raciales. Acá nos
centraremos en los estereotipos que impregnan
las categorías étnicas y raciales. Nos interesa,
por un lado, las miradas globales que se tienen
sobre los grupos, pero también las diferentes
percepciones que se tienen desde distintas posiciones sociales. Por ello, es importante identificar quiénes tienen qué percepciones acerca de
cuáles grupos, incluyendo la autopercepción.
Además, nos interesa conocer cómo se
transmiten las percepciones. En casos, las visiones
estereotipadas se manifestarán de manera abierta
(como el entrevistado que, preguntado por los
quechuas, afirma que ellos son de determinada
manera), mientras que en otros lo harán de manera encubierta (en chistes), o de manera indirecta
(al responder a otra pregunta, por ejemplo).
Recordemos que así como intentamos
acercarnos a las percepciones étnicas y raciales
expresadas en estereotipos y prejuicios que generan y expresan conflictos sociales y personales,
reproduciéndolos, también nos interesa identificar valores culturales que refuerzan la identidad
en términos positivos y que generan, o potencialmente pueden generar, espacios de inclusión,
encuentro, diálogo y negociación entre personas
y grupos que se perciben como diferentes.
La lectura de la sección anterior ya nos da
algunas pistas para entender el establecimiento
de fronteras: no existen fronteras claramente
establecidas, ni “grupos” claramente diferenciables. Existen, sin embargo, percepciones
acerca cómo “son” los quechuas, aymaras e
hispanohablantes; nociones más rígidas y universalmente compartidas que las siempre más
complejas clasificaciones. En otras palabras, a
pesar de que una identificación (determinar si
una persona es quechua o hispana, por ejemplo) no es evidente, y de que las etiquetas son
usadas para referirse a cosas distintas (un idioma, una “cultura”, una adscripción étnica) y no
siempre coincidentes, las categorías quechua,
aymara e hispanohablante tienen cargas simbólicas más constantes.
27
De acuerdo con la información obtenida
durante nuestro trabajo de campo, las percepciones parecen construirse en base a oposiciones binarias. Todo comentario acerca de los
aymaras es, por lo menos potencialmente, un
comentario sobre los quechuas y viceversa. Por
lo mismo, la mayoría de comentarios son construidos en comparaciones explícitas o implícitas. Así, por ejemplo, al ser preguntados por un
grupo, un informante responde “son menos
rebeldes que...” o, simplemente, “son menos
rebeldes” o “son más sumisos que...” o “son
más sumisos”. Las percepciones acerca de los
hispanohablantes son, muchas veces, construidas en oposición a las imágenes de los otros
dos grupos y, como se verá luego, constituyen
el cuerpo más coherente y unánime de ideas.
Sucede al respecto un fenómeno similar al de
las identificaciones raciales en relación con
las percepciones raciales. En el Perú es difícil
clasificarse o clasificar a alguien racialmente, y
las etiquetas raciales tienen múltiples significados. Sin embargo, las percepciones raciales (la
creencia de que “los indios” son así, o que “los
blancos” son así) son más constantes y aceptadas universalmente.
A pesar de que el trabajo de campo se
realizó en cinco locaciones distintas, las percepciones acerca de los quechuas forman un
cuerpo bastante uniforme. Hay que señalar que
la mayoría de percepciones sobre los quechuas
fueron negativas. Sorprendentemente, fueron
los pobladores urbanos y rurales de Huancané,
autoidentificados mayoritariamente como “aymara”, entre quienes recogimos un porcentaje
mayor de percepciones positivas que negativas.
En todas las otras locaciones predominaron visiones negativas sobre los quechuas.
Las percepciones negativas más mencionadas hacen referencia a una supuesta incompatibilidad entre los quechuas y el progreso
(son “tradicionales”, “no aceptan el progreso”,
“son conservadores”), a un carácter “sumiso”
(“somos humildes”, “no son rebeldes”, “somos
conformistas”, “somos resignados”, “son dejados”, no tienen iniciativa”) y a que establecen
relaciones “paternalistas” o “asistencialistas”
(“esperan que les regalen”, “quieren que todo
se les de”, ). En segundo término, se menciona
que les “falta motivación” y que son “parcos y
desconfiados”, “cerrados” y “aislados”. La imagen que predomina sobre los quechuas en todas las locaciones donde se realizó el trabajo de
campo (con la excepción de las zonas urbanas
y rurales de Huancané) es, entonces, de pasividad. La pasividad se manifestaría en el confor-
28
mismo, en esperar que otros intervengan para
ayudar o, inclusive, para decidir por ellos, en su
reticencia frente a los cambios tecnológicos y
“el progreso” y en su sumisión frente a la dominación. Pero, mientras que la visión de pasividad relacionada al progreso y el asistencialismo
predomina en la ciudad de Puno, la imagen de
pasividad relacionada a la sumisión prevalece
en las zonas urbanas y rurales de Azángaro.
Las percepciones positivas más mencionadas por nuestros informantes hicieron referencia
a la laboriosidad y la unidad (“son solidarios”,
“son unidos”). En segundo término, aparecen
menciones a su conocimiento y organización
(especialmente de la agricultura, o el manejo del
medio) y a que son “hospitalarios”, “amables” y
“cariñosos”.
Llama la atención que la mayoría de menciones respecto a la laboriosidad, unidad y el
conocimiento y organización de los quechuas
hayan sido expresadas por el grupo de “informantes clave”, formado por autoridades, líderes
empresariales e intelectuales y trabajadores de
una ONG de Puno. Es en este grupo donde también predomina la visión de los quechuas como
tendentes a establecer relaciones de asistencialismo. Es curioso que la percepción de unidad
y solidaridad de los quechuas, que también fue
mencionada repetidamente en las zonas urbanas
y rurales de Huancané, no haya aparecido una
sola vez entre los informantes urbanos y rurales
de Azángaro. Se trata, al parecer, de percepciones positivas desde afuera que no forman parte
de la autopercepción de aquellos que son denominados “quechua”.
El aspecto más saltante, sin embargo, es
la visión predominantemente positiva de los
quechuas que existe en las zonas urbanas y, especialmente, rurales de Huancané (zona predominantemente aymara). Allí también recogimos
algunos estereotipos negativos, similares a los
encontrados en otras partes. Además, un poblador aymara se refirió a los quechuas como
“gente que engaña, cuando trabajan parecen
zorros, sólo quieren más plata”. Sin embargo,
también encontramos repetidas menciones a
la igualdad entre aymaras y quechuas. Un líder
de la comunidad de Azangarillo, al ser entrevistado en aymara declaró: “somos iguales, como
campesinos que somos”. Por su parte, otra pobladora de Huancané, nos dijo que aymaras y
quechuas “somos tan iguales como persona”
y, más inclusivamente, que “aymaras, quechuas
y hispanohablantes, ciudadanos igual”. Final-
mente, los pobladores rurales de Azangarillo
que participaron de una dinámica grupal, siempre se refirieron a los quechuas como “hermanos quechuas”, antes de afirmar que eran “muy
unidos”, que “piensan en el progreso”, y que
“no tienen miedo”. Una señora aymara, pobladora de Puno, también se refirió a las mujeres
quechuas como las “hermanas quechuas” y las
describió como “trabajadoras, rectas y.... atractivas en la vestimenta”.
Es claro que la percepción de los quechuas como pasivos tiende a ser predominante
y, como veremos, se contrapone a la visión de
los aymaras como más activos. Como hemos
mencionado anteriormente, pareciera que las
percepciones sobre quechuas o aymaras siempre están relacionadas entre si, y que se construyen imágenes polares entre esas dos categorías. Por ello, si en el caso de los quechuas
predominaban las percepciones negativas, en
el caso de los aymaras predominan, inmensamente, las percepciones positivas. En efecto,
mientras que los quechuas son descritos como
pasivos, las percepciones predominantes sobre
los aymaras resaltan que son “emprendedores”,
“dinámicos”, que les “gusta sobresalir” y “progresar”. Un miembro de la Dirección Regional
de Educación de Puno y que anteriormente
había dicho que los quechuas esperaban “dádivas”, mencionó que los aymaras “luchan, se
preocupan por la educación, no son flojos”.
Otra percepción que aparece repetidamente es
que “no se dejan avasallar” y que “son rebeldes”. Además, los aymaras son descritos como
“bastante más inquietos, alegres, cantores y jaraneros”.
La visión de los aymaras es de personas
abiertas al cambio, que tienen “mentalidad de
superación” y que son “progresistas”. También
se les percibe como rebeldes, en comparación
con los quechuas, que son percibidos como sumisos ante la dominación. Varios informantes
han validado sus argumentos recurriendo al argumento histórico que “ni los quechuas ni los
españoles los pudieron conquistar”. Las pocas
percepciones negativas de los aymaras parecen
señalar la tensión que produce el “espíritu de
superación”. En efecto, algunos informantes
afirmaron que los aymaras estaban “perdiendo
su identidad”. Un empresario puneño consideraba que la tendencia de los aymaras a involucrarse en negocios los habían hecho “perder
visión de su propia identidad”. Para un representante de una asociación de jóvenes de Puno,
los aymaras deseaban “salir de Puno”. Pare-
ciera que, al tiempo que se considera que los
aymaras son “abiertos al mundo”, esta apertura
puede traer consigo la pérdida de su identidad.
En otras palabras, el riesgo es que los aymaras,
al progresar y superarse dejen de ser aymaras.
La visión positiva de los aymaras parece derivar
de un relativo éxito económico de comunidades aymaras dentro y fuera del departamento
de Puno. Es significativo que este éxito sea leído como una amenaza a la identidad aymara:
vemos aquí el tipo de situaciones señaladas en
la sección anterior, en las que existe una percepción de incompatibilidad entre ser aymara
o quechua y el progreso y el ascenso social.
Como veremos luego, esta percepción positiva
de lo aymara tropieza frente al ideal aculturador
de la escuela: es en los datos obtenidos en las
escuela donde encontramos repetidas menciones de “vergüenza” de ser y hablar aymara ante
el mandato de adquirir el castellano y adoptar la
cultura hegemónica. De acuerdo con los datos
obtenidos en este estudio, en la escuela es difícil trascender la imagen de los aymaras como
atrasados o como parte de un pasado que se
debe trascender y de la identidad aymara como
incompatible con el progreso.
Es interesante que las percepciones de los
aymaras y de los quechuas parezcan exactamente
inversas. Hay que anotar que nuestros informantes autodenominados quechua comparten esta
visión altamente positiva de los aymaras. Entre
los denominados quechua también aparece la
percepción de que quechuas y aymaras “somos
iguales”, basada en compartir una posición marginal en la sociedad peruana. Esa percepción de
igualdad entre quienes se denominan quechuas y
aymaras sirve para la construcción de un “nosotros” subalterno en oposición a los considerados
hispanohablantes. A pesar de que los datos obtenidos confirman la existencia de ciertos recelos
mutuos entre aymaras y quechuas, también existe amplio margen para la solidaridad.
La mayoría de conflictos que han sido
mencionados por nuestros informantes involucran la directa participación de hispanohablantes; ya sea la mención a los abusos ejecutados por los hacendados y gamonales “mistis”
en épocas anteriores a la reforma agraria, o la
mención a que los hispanohablantes tratan mal
a quechuas y aymaras en las dependencias del
estado, o a la universal creencia de que los hispanohablantes se creen superiores y discriminan a los demás. Otro tipo de conflicto, el que
aparece en la escuela, está referido a las burlas
y maltratos que reciben los estudiantes consi-
29
derados más quechuas y aymaras por no hablar
bien el castellano, por provenir de zonas rurales
o por exhibir marcas (vestimenta, por ejemplo)
que los identifica como quechuas y aymaras.
Como veremos, los propios maestros buscan
que sus alumnos “se adapten” para que mejoren su rendimiento en la escuela. En el caso
de la escuela, lo hispanohablante aparece como
deseable, a pesar de que se lo identifica como
abusivo, arrogante y autoritario.
Como hemos visto, las percepciones de
quechuas y aymaras parecen imágenes invertidas, pero existen algunas voces discordantes
entre los informantes. Las percepciones sobre
los hispanohablantes, sin embargo, son prácticamente unánimes. Las percepciones más
mencionadas son las referidas a la arrogancia
de los hispanohablante. Nuestros informantes, incluyendo aquellos que se autodenominaron hispanohablantes, coincidieron en utilizar
expresiones y adjetivos tales como “se creen
superiores”, “discriminan”, “marginan”, “son
egoístas”, “creen que quechuas y aymaras son
inferiores”, “son elitizados”, “son excluyentes”, “son dominantes”, “tratan de imponer”,
“se sienten herederos de los españoles” e inclusive, en palabras de una informante de Azángaro, “nos desprecian, ‘ella es una india’, nos
dicen. Se burlan de nosotros”. En segundo término aparecen menciones a que los hispanohablantes están desconectados de la realidad del
país o no se identifican con él. Así, se dice que
los hispanohablantes “son alienados”, “miran
al extranjero”, “imitan lo que ven en la televisión”, “quieren salir del país” y “tienen una visión muy globalizada”. De manera relacionada,
alhunos informantes consideraron que los hispanohablantes son quechuas y aymaras que ya
perdieron su identidad o la esconden.
Las pocas menciones a características positivas de los hispanohablantes hacen referencia a sus conocimientos (“tienen educación”,
“saben de tecnología” y “tienen habilidades de
gestión”), aunque a veces estas percepciones
van acompañadas de una crítica porque “tienen
conocimiento teórico, no práctico”. De otro
lado, en la escuela aparecen menciones de los
maestros referentes a que los hispanohablantes
“se desenvuelven mejor” y “son más despiertos,
más inquietos, más abiertos”, en contraposición
a los alumnos quechuas y aymaras que son percibidos como más tímidos, cohibidos, de más
bajo rendimiento y tendentes a sentir vergüenza
de ser identificado como quechuas y aymaras.
30
Las percepciones negativas de los hispanohablantes, obviamente, derivan de un pasado
colonial y postcolonial de dominación e injusticia. Si contraponemos estas percepciones con
los datos obtenidos en la escuela, donde el mandato de convertirse en hispanohablantes parece
ser imperante, tendremos una visión más completa de lo que son las percepciones étnicas en
Puno y sus principales derroteros. Parece claro
que Puno atraviesa un período de profundos
los cambios sociales y culturales, los que se hacen más visibles entre los jóvenes. La escuela
–tanto oficial como informalmente— es un espacio de adquisición de rasgos culturales considerados propios de los “hispanohablantes”,
pero los modelos culturales y de identificación
transmitidos por los medios masivos de comunicación también impactan en la conducta y
las aspiraciones de la población puneña, como
puede verse claramente en los nombres de muchos de nuestros informantes jóvenes y de los
hijos e hijas de nuestros informantes mayores.
Un grupo focal con alumnos de un colegio particular de Puno estuvo compuesto por Kristhel,
Sheyla, Jhonatan, Mary, Darwin, Paolo y Mercedes. Un grupo focal con alumnos de un colegio
estatal de Puno estuvo compuesto por Nelly,
Mary Luz, Efraín, Yaneth, Marilia, Darwin, Senaida y Antonia. Un grupo focal con estudiantes de un colegio particular de Azángaro estuvo
compuesto por Any, Rocío, Wilder, Elí, Alvaro,
Jessica y Walter, mientras que el grupo focal
del colegio estatal de Azángaro estuvo formado por Doris Miriam, Yeni Elizabeth, Patricia,
Huanca, Yuri, Dennis y Jesús. Los pobladores
rurales de Condoriri nos contaron que sus hijos
se llamaban Rolando, Edgar, Marco Antonio,
Ayde, Fredy Ronald, Edson, Alaid, Edison, Eni,
Meliza, Wily, Jonathan, Lizeth, Mirdon Huber,
Yanet, Elvis, Rosy, Mariori, Lizbeth, Yuliza, Yenir Silvain, Dani, Yovan, Ronaldo, Lesly Vanesa
y Franz. En Huancané, los participantes del
grupo focal de estudiantes de un colegio particular se llamaban Dina, José Arturo, Angélica,
Ulinova, Yhesmany, Dania, César y Luz. Los
del colegio estatal fueron José, Gilberto, Gaby,
Richard, Lizeth, Raúl, Raquel y Lidia. Los pobladores de Azangarillo que participaron en la
dinámica grupal tenían hijos llamados Milton,
Albina, Milton, Alex, Oscar, Rene, Edwin, Ursula, Edgar, Rene, Brigida y Wilson.
Estos nombres y las percepciones ya
analizadas sobre los quechuas y aymaras nos
indican que el eje de preocupaciones en Puno
es el de la adaptación a lo que se considera el
mundo moderno o contemporáneo. Mientras
que los quechuas son percibidos como cerrados a ese mundo o como pasivos frente a él,
los aymaras son percibidos como más exitosos
lidiando con él, lo cual también puede generar
ansiedades de pérdida de identidad o autenticidad. Los hispanohablantes encarnan los atractivos y peligros de ese mundo: la tecnología y la
educación junto con el extremo individualismo
y la perdida de identidad, personal o en relación
con el país. Tomando en cuenta la discusión
sobre identidad en la sección anterior, mi hipótesis es que la imagen de los hispanohablantes
no sólo se deriva de la injusticia y marginación
colonial y postcolonial, sino que también constituye un espejo donde se reflejan los deseos,
temores e incertidumbres que generan las demandas que enfrentan los pobladores puneños.
Tal vez porque forman parte de una de las instituciones que está más imbuida en los procesos
de cambio sociales, culturales y de identidad,
los maestros de escuela fueron quienes más
claramente expresaron las ambigüedades de la
adquisición de símbolos culturales identificados con los hispanohablantes. Un director de
un colegio particular de Puno consideraba que
los alumnos hispanohablantes querían “salir del
país”, “imitaban al extranjero”, estaban bajo la
“influencia de la televisión” y escuchaban “música satánica”. La vinculación con el extranjero
y con la música satánica apuntan al temor a perder la pureza y la inocencia: el mundo moderno
atrae, pero aparece como temible o moralmente cuestionable.
Conflictos
En esta sección nos centraremos en los
conflictos –desprecios, maltratos, enfrentamientos y discriminación— que surgen a partir de
las percepciones étnicas y raciales. Como puede
anticiparse luego de la lectura de las secciones
anteriores, la información obtenida en Puno
sobre conflictos es abundante. La existencia de
imágenes de prestigio social ajenas a –o, por lo
menos, distantes de— las posibilidades de la
mayoría de habitantes puneños, y el consecuente
mandato de cambio cultural y étnico, hace que
se cree una especie de escalera social, cuyo ascenso conduce a la adquisición de los símbolos
de prestigio: el castellano, el estilo de vida urbano, y aquello identificado como la “civilización”
y el “progreso” y con el consecuente creciente
abandono de rasgos culturales e identificaciones
étnicas consideradas indígenas.
Los datos obtenidos apuntan a que la discriminación no proviene únicamente del sector
hispanohablante, en otras palabras, que no existe un grupo de personas identificable que discrimine al resto de la población. El ascenso social
está claramente identificado con transformarse
en hispanohablantes, pero esta mutación no es
inmediata. En la ciudad de Puno, así como en
otras ciudades del país, pueden observarse diferentes momentos en el proceso de transformación; en algunos casos, las diferencias entre
generaciones son especialmente notorias. Para
continuar con la metáfora de la escalera social,
cada escalón representa el avance progresivo
de la desindigenización. Nuestra información
apunta a que las personas ubicadas en cada escalón pueden maltratar a las personas ubicadas
en los escalones inferiores: no existe una división drástica entre hispanohablantes discriminadores e indígenas victimizados, pues imperan
las situaciones intermedias en las que la discriminación proviene de personas más hispanizadas hacia otras menos hispanizadas (lingüística
y culturalmente).
Como vimos en las secciones anteriores,
las percepciones sobre los quechuas, aymaras
e hispanohablantes son bastante rígidas, pero
que la asignación de etiquetas era un ejercicio
bastante menos unívoco. Para algunos informantes, los hispanohablantes son en su mayoría quechuas y aymaras que han “abandonado
sus raíces”, adoptando otra identidad. Una autoridad de la UGE de Azángaro decía que “los
hispanohablantes puros son muy pocos”, para
un miembro de ONG de la ciudad de Puno
“no hay hispanos puros”, mientras que para
otra trabajadora de una ONG de Puno, “en
Puno hay poco monolingüe [...] probablemente ellos tienen como lengua materna siempre
el aymara o el quechua pero no dicen eso [...]
como su primera lengua es el castellano”. Hemos visto en la sección anterior que diferentes
personas pueden estar en diferentes procesos
de cambio cultural o de identidad, y que, por
ejemplo, inclusive en las comunidades rurales
se diferencia a los alumnos que ya hablan castellano y los que todavía son quechuahablantes.
Esto apunta, precisamente, a la posibilidad de
“hispanizarse”.
De otro lado, varios informantes remarcan que las otrora poderosas élites puneñas,
compuestas por gente “de sociedad”, de familias prestigiosas y “blancas”, y que eran conocidos con el nombre de “mistis” ya no existen.
Un dirigente de barrio de Huancané señalaba
31
que “ya no hay mistis, han desaparecido... cuando yo era niño [...] se ha conocido a ellos a unos
cuantos. Eran mandones, mandamases, explotadores...” Para un empresario de Azangaro, los
mistis “antes habían, ahora ya no hay acá... ya se
han ido a otras tierras [...ellos...] solamente ordenaban y ganaban su plata... ya no hay matones,
ya no hay mistis”. Un poblador de Huancané
compartía la opinión de que hoy “los quechuas
viven tranquilos, los aymaras también vivimos
tranquilos, hoy en día ya no hay mistis”. Un
poblador de Azangarillo consideraba que los
mistis sólo “se encuentran en grandes ciudadades”, mientras que un poblador de Huancané
confesó que había sufrido desprecio “cuando
tenía 11 o 12 años de parte de los mistis [...] nos
decían campesinos cochinos, nos insultaban.
Estos datos indican que la categoría de
hispanohablante es flexible, incluye elementos
lingüísticos, culturales, étnicos y de clase, pudiendo ser adquirida paulatinamente mediante un proceso gradual de desindigenización.
Al mismo tiempo, los hispanohablantes son
percibidos casi universalmente como abusivos, discriminadores y excluyentes. Cualquiera
que adquiere los símbolos de poder –el capital simbólico percibido como “hispanohablante”— puede utilizarlos para discriminar. Hay
repetidas menciones, por ejemplo, a pobladores
rurales que cuando salen de su comunidad ven
con desprecio a los que permanecen en el campo, y a maltratos contra niños escolares provenientes de zonas rurales que van cesando conforme avanza su proceso de adaptación –léase,
abandono de su lengua materna y exhibición de
un comportamiento más “urbano”. En Puno se
refieren a esta discriminación con la frase “cholo, cholea a cholo”, que alude a que la discriminación y el maltrato fluyen cuando se construye
una distancia y una jerarquía en base a la posesión de marcas culturales (muchas veces sutiles
al desentrenado ojo de un foráneo) entre personas que comparten similitudes lingüísticas, culturales y físicas. Un testimonio interesante fue
brindado por una trabajadora en una ONG de
la ciudad de Puno. Debido a su trabajo, visitaba
frecuentemente una zona rural, muchas veces
acompañada por una colega que era de la zona
y que había logrado ser profesional después de
haber migrado a la ciudad. Al regresar a la zona
donde había nacido, según el testimonio, esta
profesional “miraba muy por encima a los demás. Miraba con cierta autoridad de desprecio a
sus paisanas, a sus compañeros...”
32
La discriminación no se deriva del hecho
de que los hispanohablantes sean mejores o
peores personas, sino de las definiciones de lo
que constituye el prestigio, lo deseable y lo contemporáneo (y, por oposición, las percepciones
de lo que es indeseable, incivilizado, atrasado,
propio del pasado) y de la desigualdad social.
La discriminación en Puno, como en el resto
del país, es estructural. De un lado, aquello
identificado como indígena está excluido del
funcionamiento y la simbología del estado –a
pesar de que los idiomas indígenas han recibido el decorativo calificativo de “oficiales”—, de
sus instituciones más importantes (administrativas, escuela) y, en general, de la vida nacional
(medios masivos de comunicación, arena política). De otro lado, lo indígena ha sido arrojado
discursivamente al pasado. Las narrativas más
exitosas sobre lo indígena –elaboradas tanto desde sectores conservadores como desde
sectores “progresistas” y defensores de o solidarios con los pueblos indígenas— difunden
imágenes que aluden a a) un pasado glorioso
(prehispánico); b) a la armonía de “lo andino”
con la naturaleza (con lo que muchas veces se
convierte a los pueblos indígenas en parte del
paisaje geográfico), o c) la vistosidad y el colorido del “folklore” y de las fiestas (que, por
definición, no son cotidianas). Estas imágenes
no logran constituirse en una fuente positiva
de identificación ni logran contrarrestar la potencia de los mandatos de desindigenización
imperantes, más bien arrojan lo indígena de la
contemporaneidad y la cotidianeidad.
La escalera de discriminación a la que
aludimos anteriormente se produce por cuanto
la discriminación estructural y sus manifestaciones concretas (“cara a cara”) hacen que muchas personas vayan abandonando las lenguas,
rasgos culturales e identidades indígenas. Lo
conflictos más mencionados por nuestros informantes fueron los vividos internamente por
muchos pobladores en relación a sus rasgos
indígenas. Nos referimos a la vergüenza. La
mayoría de nuestros informantes reportaban
–en tercera persona— que muchas personas
se avergüenzan, sobretodo, de hablar quechua
y aymara. El hecho de que sea la vergüenza el
tipo de conflicto más mencionado confirma el
desprestigio de lo que se considera indígena,
así como el poder del mandato de desindigenización. Los límites de nuestro estudio no nos
permiten acceder al mundo interno de quienes
sufren la discriminación y sienten vergüenza,
pero es factible deducir que la discriminación
causa estragos internos de importancia.
Como señalamos anteriormente, en el
contexto regional de Puno el idioma es uno de
los marcadores más importantes y evidentes de
identificación. Pero no sólo sirve para diferenciar entre quechuas, aymaras e hispanohablantes; la adquisición y el dominio del castellano
constituye un mandato universal que divide la
población entre quienes hablan bien el castellano y quienes no. Como veremos en la sección dedicada a las lenguas nativas, el deseo de
castellanización es universal (y particularmente
importante para padres quechuahablantes que
quieren que sus hijos sólo hablen castellano o,
por lo menos, que reciban educación únicamente en castellano). Y como veremos en la
sección dedicada la escuela, la discriminación
contra quienes no dominan el castellano es allí
extendida: la educación es en castellano y la cultura escolar cotidiana castiga a quienes no lo
manejan.
Varios testimonios articulan los elementos mencionados hasta acá, pues se refieren a
conflictos internos por no dominar el castellano y en relación con las instituciones del estado.
Una mujer de Azángaro que fue entrevistada en
quechua, respondió a la pregunta “esta contenta siendo quechua? de la siguiente manera: “...
a veces. Cuando voy a otros lugares y entro a
las oficinas no me siento contento porque allí
nos rechazan... Además no sé hablar correctamente el castellano. Por eso sufrimos, en las
oficinas nos rechazan... no nos atienden bien
en las oficinas”. Un miembro de la APAFA del
colegio de Condoriri declaró no estar contento
siendo quechua “porque a la gente quechua en
las oficinas a veces no nos escuchan. Ellos sólo
dan apoyo a los que son más habladores”. Otro
poblador de Azángaro fue más específico, afirmando que “en las oficinas del Ministerio de
Agricultura no nos atienden rápido a nosotros.
La gente atiende mal, discrimina”.
Algunos testimonios no mencionan directamente la existencia de conflictos internos causados por la discriminación de parte
de agentes del estado. Un poblador de Puno
“en las oficinas son un poco creídos no quieren atender a la gente del campo... sólo atienden a los que hablan bien”. Otro poblador de
Azángaro nos brindó un testimonio similar,
señalando que “siempre y cuando hables bien
el castellano, casi no sientes un desprecio, un
miramiento. Cuando el campesinado quechua
casi no domina el castellano también discriminan en las oficinas”. Sin embargo, podemos imaginar la impotencia y la vergüenza que
puede generar no ser tratado correctamente o
igual a los demás por no poder comunicarse en
un idioma ajeno. El sentimiento de maltrato y
marginación tiene una carga simbólica mayor
cuando se considera que este maltrato “cara a
cara” es llevado a cabo desde las instituciones
del estado, lo que resulta siendo una manifestación concreta y descarnada de la exclusión de lo
indígena de la comunidad nacional.
Es interesante que junto con la mención
a la discriminación en dependencias del estado,
aparezcan menciones a Lima. Siendo el centro
administrativo del país, Lima es percibida como
una especie de gran foco desde donde se irradia
la discriminación hacia el resto del país. No se
trata, sin embargo, de una percepción sin fundamento. En primer lugar el centralismo en torno a la capital peruana es extremo y Lima encarna el centro administrativo y de poder político,
económico, cultural y simbólico del país. Si para
algunos el maltrato es sufrido ante las dependencias públicas (ante las cuales la población
indígena es marginada), otros recuerdan como
su experiencia de maltrato más significativa una
ocurrida en Lima. Un poblador de Puno cuenta
que “siempre, en la ciudad de Lima, cuando hablamos nos dicen serrano”. El director de la escuela de Azangarillo considera que “al pasar por
una oficina por Lima o por ahí siempre tratan
de mirarlo mal a u provinciano...” Un poblador
de la ciudad de Puno, que se considera aymara
compartió con nosotros que “cuando salimos
fuera de Puno, más que todo en la costa por la
manera de hablar y vestir nos dicen que somos
cholos, indios, serranos, pero nosotros valemos
mucho porque somos buenos trabajadores”.
Una pobladora de Huancané recuerda que “[...]
cuando voy a Lima me dicen ‘de dónde eres’,
algunas me quieren discriminar”. Un poblador
de Huancané fue más gráfico:
“en Lima llego como cualquier campesino de altura y de repente me descuido
de vestir, de lustrar mi zapato o me salió
una palabra con mote (ellos solamente
hablan una lengua, yo soy trilingüe, entonces yo puedo fallar), yo desprecio he
tenido con esos señores [...] me dicen ‘tú
eres de Puno, en Puno se congela, seguro
que usted es quemadito, es chuño, eres
huanaco’. Entonces son habladurías, se
burlan de uno”.
Este testimonio nos es útil para aproximarnos a la energía que “un campesino de altura” tiene que invertir para no ser identificado
33
como tal. Debe cuidar su manera de vestir, su
calzado y su manera de hablar. Las posibilidades de cometer un error al hablar el castellano,
al tratarse ésta la segunda o tercera lengua de
una gran parte de la población, son amplias.
Es fácil imaginarse la tensión generada por el
temor a errar, junto con el esfuerzo por esconder el acento. Pero hay otros motivos de
discriminación más difíciles de evitar. Ante la
pregunta ¿ha sufrido usted desprecio? un líder
de Azangarillo mencionó a su propio aspecto
físico como motivo de desprecio: “sí, he sufrido mucho en Lima [...] casi no se hacer nada,
solamente sé humillarme, generalmente se fijan
de nuestra cara, de nuestra habla y por eso nos
dicen que somos puneños”.
Una pobladora puneña, autoidentificada
como aymara y trilingue, también contó su experiencia en la capital recordando ser víctima
de discriminación: “muchas veces siempre nos
marginan. Los de la capital a los puneños siempre nos marginan, porque dicen ‘éstos son los
aymaras o los quechuas’ [...] en cualquier trabajo siempre dan preferencia a los de la capital [...]
yo me sentía muy herida”.
Este último testimonio nos conduce a
otro tipo de discriminación mencionado por
nuestros informantes: aquel vinculado al mundo del trabajo. A pesar de que muchos informantes manifestaron que hablar quechua y aymara era una ventaja para ejercer una profesión,
especialmente cuando se tenía que salir de la
ciudad o tratar con población quechuahablante
o aymarahablante, es claro que ésta es una ventaja comparativa adicional al dominio del castellano. El problema para conseguir empleo, en
el caso de la informante citada, (una mujer que
habla tres idiomas!) es que su idioma principal
no parece ser el castellano. Hablar con acento
o utilizando estructuras distintas al castellano
“oficial” revela una vinculación con lo indígena
que resulta socialmente desventajoso. Como
anotó un poblador de Puno, “en los trabajos
prefieren a gente que hable bien el castellano”.
El “buen” hablar resulta incompatible con un
notorio rezago lingüístico quechua o aymara.
Por ello, como dijimos anteriormente, la
adquisición y el dominio del castellano es considerado fundamental para muchos de nuestros
informantes. Significativamente, menciones
como las siguientes provienen de zonas rurales
y son extraídas de entrevistas realizadas en quechua y aymara: “Estamos atrasados en hablar el
castellano” (poblador rural de Condoriri). “Los
34
hispanohablantes están bien y están encaminados. En la radio hablan puro castellano. Hasta
los libros vienen en castellano” (pobladora rural de Condoriri). “La gente del pueblo habla
diferente a nosotros, hasta los niños del pueblo
están bien” (pobladora rural de Azangarillo).
“Los hispanohablantes son muy diferentes que
nosotros, ellos andan bien bañados, sus hijos
también están bien bañados. Nosotros vivimos
en el campo y no hablamos correcto el castellano” (pobladora rural de Condoriri).
Estos pobladores rurales cuya primera
lengua es el quechua y el aymara, son conscientes de la desventaja social y económica que
resulta de no saber hablar el castellano “correctamente”. Por ello, un poblador de Azangarillo
confesaba que “nosotros mandamos a nuestros
hijos [a la escuela] para que aprendan castellano”. Una sección posterior se centrará en la
valoración de las lenguas indígenas y el bilingüismo. Por ahora cabe decir que existen más
posibilidades de ser víctima de la marginación
y el desprecio cuanto menos o peor se hable el
castellano. Las referencias a lo bien encaminados que están los hispanohablantes, a lo bien
bañados que están y a que se envía a los hijos a la escuela para que aprendan el castellano,
indican que los informantes son plenamente
conscientes de las desventajas de no dominar
el castellano en cuanto a las posibilidades de
asenso social.
Otro conflicto mencionado por nuestros
informantes es el resultante de la existencia
de tres idiomas diferentes en la zona. Según
muchos testimonios, la diversidad lingüística
constituye un obstáculo a la comunicación y el
entendimiento entre puneños. El castellano se
ha convertido en la lingua franca mediante la
cual se comunican quechuahablantes y aymarahablantes; pero la posibilidad de desconfianza
y del surgimientos de conflictos está presente.
Un periodista de Huancané lo fraseó de manera
inimitable: “cuando son aymaras puros y quechuas puros es como dos perritos que se ladran
y no se entienden”. Algunos testimonios remarcan la existencia de esos recelos: “hay gente
del lado quechua que dicen que los aymaras son
malos, igual dicen los aymaras que los quechuas
son malos” (alumno de colegio estatal de puno,
autodenominado quechua). “Siempre hay miramientos. Hay gente de Azángaro que dice
que los aymaras son malos y los aymaristas nos
dirán también pues”. (pobladora de Azangaro
autodenominada quechua). “He sufrido desprecio de parte de los quechuas, o sea, ellos te
miran mal [...] por el hecho de que eres aymara
no te hablan y te miran mal”. (pobladora de la
ciudad de Puno autodenominada aymara). Un
poblador de Huancané mencionó que los conflictos se presentaban en ocasiones especiales,
como las fiestas tradicionales en las que participaban tanto quechuas como aymaras. En esas
ocasiones “cuando vienen los licores [quechuas
y aymaras] empiezan a despreciarse hasta de las
costumbres y tradiciones”. Un alumno de un
colegio estatal de Puno mencionó que los quechuas y aymaras “a veces se tratan mal y cada
uno trata de sacar adelante su idioma”.
Debemos señalar que no todos los informantes coincidieron en afirmar la existencia de conflictos entre aymaras y quechuas. En
muchos casos, especialmente entre informantes que se consideraban quechuas y aymaras,
predominó la idea de que los conflictos existían en relación con los hispanohablantes. En
algunos casos, se dijo que existían problemas,
pero limitados a algunas personas. Este es el
caso de un poblador puneño autoclasificado
como quechua, para quien “hay aymaras que
piensan que los quechuas están en un nivel inferior; pero también hay quechuas que piensan
lo mismo: que los aymaras son inferiores, son
retrasados. Pero son casos particulares y no podemos generalizar”. En algunas oportunidades,
informantes quechuas y aymaras se refirieron
a los “otros” como “nuestros hermanos...”, y
en otras, afirmaron que eran iguales entre sí.
Existe, eso sí un espíritu de competencia que
se expresa en situaciones rituales, como en las
festividades que se celebran compartidas. Estas
competencias sirven tanto para marcar distancias simbólicas (entre trajes de baile, o la calidad
de la interpretación musical), pero también sirve para hermanar y aliviar posibles tensiones.
Los conflictos, entonces, existen en relación con lo “hispano”: existe una estructura
social y cultural que excluye, segrega, discrimina e impone un mandato de desindigenización
y adquisición de símbolos culturales hispanos.
Esto, a su vez, produce vergüenza y deseos de
transformación y superación de lo que se percibe como atrasado e inferior. Y esto, a su vez,
pone en desventaja a quienes están más “atrasados” en el proceso. La efectividad de la humillación se hace evidente en la internalización
de sentimientos de desprecio que motivan el
cambio, o en la adopción de un careta que pretende esconder, en cuanto sea posible, aquellos
rasgos que delaten “indianidad”.
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Valoración de
culturas indígenas
Resulta llamativo que el extendido y poderoso mandato de desindigenización mencionado en las secciones anteriores coexista con
construcciones narrativas en apariencia positivas y/o reivindicativas respecto a las culturas
indígenas y a lo “puneño”. Un análisis más detenido, sin embargo, nos muestra la presencia
de fisuras y ambigüedades en marcos discursivos aparentemente sólidos y coherentes como
los indigenistas o andinistas de nuestros informantes. Comprender la aparente paradoja de la
coexistencia de discriminación contra lo que se
declara valorar, también puede servirnos para
comprender las principales encrucijadas culturales e identitarias de la región y del país.
Durante nuestro trabajo de campo se
solicitó a algunos informantes que elaboraran
una breve síntesis de la historia del Perú. La
manera en que se construye el pasado refleja
actitudes y percepciones sobre el presente, los
actores contemporáneos y las identificaciones
étnicas. Las narrativas históricas sobre el país
constituyen un discurso esquemático bastante
simple. La similitud de las síntesis de la historia
del Perú elaboradas por nuestros informantes
nos permite reconstruir una síntesis arquetípica
de ese discurso uniendo “retazos” de discurso
hasta lograr una creación colectiva que a la vez
represente a todas las narrativas personales. La
mayoría de informantes empezó su narración
histórica mencionando el origen puneño del
imperio de los Incas. A pesar de que no existen
evidencias de ese evento, las narraciones incluyen uno de los mitos de origen del Tawantinsuyu como si se tratara de una verdad históricamente incuestionable. En todo caso, los relatos
a continuación aluden a la grandeza del Imperio
incaico. “Esa raza pura, que fue la más importante de esta zona occidental,” formó una civilización que, por su desarrollo, “estaba al igual
que los egipcios, que los romanos”. Durante
esta época “éramos una potencia”: “hemos
sido una nación bien organizada”, había abundancia y se expandieron “nuestras fronteras”.
Además, durante el imperio “no se ha conocido
la miseria”. Algunos informantes introdujeron
una variación al inicio de esta narración, pues
empezaron mencionando las “culturas avanzadas” preincas, en especial las vinculadas con
el área geográfica de Puno. Muchos informantes coinciden en referirse al período histórico
prehispánico utilizando la primera persona en
36
plural, ya sea refiriéndose a “nuestros ancestros
los incas”, afirmando que “éramos poderosos”,
o calificando a todo ese período como uno en
el que “fuimos autónomos”. Todos coinciden,
sin embargo, en calificar la conquista no sólo
como un hecho negativo, digno de condena,
sino también como un hecho traumático que
funda un período oscuro aún vigente.
La llegada de los “los malditos españoles” se dio un “lamentable shock cultural” que
iniciaron “quinientos años de oprobio” y que
dejó nuestros “cimientos morales trastocados”.
Es que “recuérdese que no vinieron lo mejor
de España sino el lumpen”, “una misión de vagos y presidiarios”. “Una población totalmente inculta” que “tampoco trajeron las mejores
tradiciones de España” y que “no vinieron necesariamente trayendo el avance tecnológico”.
Lamentablemente, “llegaron los españoles a
quienes sólo les importaba los metales preciosos”. La visión negativa de los españoles, en algunos casos, hace que se tenga un deseo fantasioso y contrafáctico de cambiar la historia casi
cinco siglos después. Un director de un colegio
estatal de Puno, confesó (inclusive usando la
primera persona) que “mi me hubiera gustado
que me conquistaran los ingleses o los portugueses, porque esos señores supieron respetar
la cultura que conquistaron... los españoles lo
único que hicieron es diezmar”. Un profesor
de una escuela privada de Puno cita un texto
de José Carlos Mariátegui dedicado a comparar
el estilo aventurero y emprendedor del pionero
inglés que conquistó Norteamérica con el espíritu católico y oscurantista del conquistador
español, para lamentar nuestra mala suerte: “de
aquel pionero inglés al conquistador español hay
mucha diferencia, por eso que en Norteamérica
se inició una gran cultura, podemos ver ahora”.
Un representante de la Asociación de Pequeños
y Medianos Empresarios de Puno también expresaba sentimientos similares: “a veces pienso
que de repente hubiéramos sido conquistados
por otras naciones como Estados Unidos tal
vez con otro idioma hubiese sido mejor”.
Si bien es cierto que no todos los informantes expresaron estos imposibles deseos de
haber sido conquistados por otro imperio hace
casi cinco siglos, la percepción universalmente
compartida de la conquista es que “tuvimos un
saqueo de nuestra riqueza material y cultural” y
que se frustraron nuestras posibilidades de desarrollo y armonía social. Un profesor de una
escuela estatal de Azángaro sintetizaba esta idea
de oportunidad perdida: “ahora el Perú habría
sido una potencia”. Con la conquista se “destruyeron nuestras raíces” y se “rompió muchos
valores”. Simultáneamente se “destroza la cultura” y nos “dejan taras”. Sólo queda lamentar
que “a partir de entonces no tenemos una cultura propia, como lo tiene Japón o España”.
La mayoría de relatos históricos concluyen en este punto. La conquista española
es considerada un evento tan decisivo y abrumador que explica todo el desarrollo futuro.
Se trata, sin duda, de una escena primaria traumática sobre la que la historiografía peruana
y latinoamericana mantiene una continua fijación. Pero su alusión extensiva entre nuestros
informantes nos muestra el nivel de éxito de
este discurso histórico. Este discurso identifica
una “época gloriosa” que señala una posibilidad trunca; pero, además, identifica claramente
a los culpables de su fin, y con ello, de las actuales condiciones de pobreza e injusticia del
país. La plausibilidad del discurso radica, al menos en parte, en que forja un discurso victimizador que explica los problemas del presente
mediante la denuncia del mal accionar de un
agente externo. El problema con este discurso
es que construye una imagen positiva de “nosotros” anclada en un pasado lejano y mítico.
En segundo término, es un discurso que no
deja opción a la esperanza ni invita a la acción.
Sólo queda el lamentar que los hechos se dieran
como sucedieron, o mantener el deseo antiutópico según el cual “hubiera sido mejor que
nos conquistara” casi cualquiera menos quien
lo hizo. La suerte esta echada: si los males del
Perú tienen como causa un evento ocurrido
hace casi medio milenio, las posibilidades de
cambio son nulas, excepto, tal vez, a través de
otro hecho violento y fundacional.
Una consecuencia adicional de este discurso es que alimenta la percepción de las poblaciones indígenas como ancladas en el y por
el pasado: la imagen positiva más difundida se
refiere a un período ya ido, desde el cual ya no
ha desarrollado más. Al ser preguntado por los
quechuas, un poblador de la ciudad de Puno autoidentificado como aymara nos dijo que ellos
“traen sobre sus hombros todo un imperio”.
Un dirigente campesino denomina las culturas
andinas como las “culturas del tahuantinsuyo”.
El fin del imperio incaico parece señalar el fin
de la etapa de las culturas andinas como agentes
de su propio destino: a partir de allí la imagen
predominante del indio subraya su carácter pasivo y sumiso que sólo es dominado, violentado
y abusado. El único valor de la culturas andinas,
desde esta perspectiva, es ser “herederos” de civilizaciones admirables cuyo desarrollo autónomo se detuvo hace casi cinco siglo y que desde
entonces son sólo una versión deteriorada por
el colonialismo.
Otra posibilidad discursiva fue la elegida
por un funcionario público de Puno. Ella fue
considerar a las culturas andinas e identidades
como intactas a pesar de la dominación imperialista colonial y postcolonial. Según él, los
andinos –específicamente los puneños—, son
“gente que no pierde su identidad. Pese a todos
los años, a todas las formas de dominación que
han entrado aquí, desde los ingleses, los españoles, etc., en Puno no han logrado los mismos
invasores quitar la cultura andina”. En este caso,
se imagina lo andino como un dominio autónomo en relación con el colonialismo, manteniendo tal vez su pureza intocada. La pregunta es
si este no es más un deseo irreal en un mundo
cambiante en las identidades y culturas andinas
experimentan cambios dramáticos que generan
dudas sobre lo que es lo andino.
La división de la historia en dos etapas,
antes y después de la conquista –la primera
identificada como una de autonomía, prosperidad y armonía, mientras que la segunda como
una de dependencia, injusticia y pérdida de valores— va acompañada de un discurso reivindicativo pro-indígena. Al ser preguntados por sus
opiniones sobre las culturas andinas, los informantes también transmitieron opiniones altamente positivas. Uno de ellos dijo que consideraba a los pobladores andinos “superhombres”
por haber sido capaces adaptarse a las alturas y
haber domesticado distintas especies bajo condiciones geográficas adversas. Otros también
subrayaron la capacidad de las culturas andinas
de “manejar su medio” generando tecnología
asombrosa y eficaz. Estos logros, sin embargo también están anclados en el pasado, y la
repetida alusión a la adaptabilidad a un medio
hostil tiene como efecto simbólico convertir a
las culturas andinas en parte del paisaje geográfico andino. Este efecto está bien expresado en
referencias elaboradas por intelectuales peruanos, por ejemplo, a la naturaleza “tectónica” de
la cultura andina, entre otras. Una miembro de
una ONG de la ciudad de Puno manifestó la
necesidad de que “las culturas andinas se adapten a lo actual”, con lo cual, y tal vez sin darse
cuenta, las expulsó del presente.
Ya hemos señalado que una buena parte
de nuestros informantes, expresó estima por
37
las “culturas andinas” y que, existe una suerte
de discurso reivindicativo de “lo andino” o “lo
puneño”, muchas veces considerado lo “auténticamente peruano”. Para la directora de un
plantel particular de Puno, “en eso el Perú es
tan rico como ningún otro país... el Perú tiene
tanta cultura e historia, pero lamentablemente no se le da mucha importancia, ha habido
muchos años de abandono. Yo he visto, por
ejemplo en la costa, enormes centros arqueológicos totalmente saqueados, no se le da la importancia que tiene”. Para el alcalde provincial
de Azángaro “las culturas andinas faltan hoy
promover, hay mucho conocimiento. Para nosotros es una riqueza grande, el turismo puede
traer una riqueza indirecta. Si nosotros no valoramos nuestra cultura simplemente no habrá
turismo...” Las definiciones de cultura manejadas en estos casos están directamente vinculadas al pasado (por ello la afirmación de que
tenemos “tanta cultura e historia deriva en una
alusión a restos arqueológicos”) o a un elemento meramente estético y “marketeable” para la
atracción de turistas. Este tipo de definición de
cultura parece particularmente extendida en
Puno, que es considerada orgullosamente por
los propios puneños como la “capital folklórica
del Perú”.
Pero las menciones a lo que es “auténticamente peruano” parecen expresar angustias
respecto a situaciones antiguas y nuevas que,
precisamente, cuestionan lo que es ser peruano. Por ejemplo, un informante afirmó que el
verdadero Perú “realmente nace del altiplano,
del ande”. Este discurso, que empata con aquel
que divide el país en el Perú “profundo” y el
Perú “oficial”, existe en cuanto constituye un
reclamo en relación con el centralismo costeño y Limeño. Pero, al mismo tiempo, su propia
enunciación la revela como una situación moral y emocionalmente deseable, pero alejada del
mundo real y cotidiano de peruanos, andinos
y puneños. En otras palabras, es un esfuerzo
retórico por trascender la marginación –de los
andes, de Puno— existente en relación al poder
político, económico, cultural y simbólico.
Lo mismo sucede con las reivindicaciones
de “lo nuestro”, “lo propio” y “lo que somos”.
Su propia enunciación indica que todas esas nociones están siendo cuestionadas y transformadas profundamente. Una afirmación como la de
una exportadora puneña, según la cual “hay que
conservar lo nuestro, lo propio” hace cuestionarnos, precisamente qué es lo nuestro y qué es
38
lo propio. Las alusiones de un alto funcionario
público de Puno a la necesidad de reivindicar
“nuestra lengua, nuestro pensamiento, nuestro
actuar, nuestra geografía, nuestros recursos”
resaltan la dificultad de definir “nuestra lengua,
nuestro pensamiento, nuestro actuar, nuestra
geografía, nuestros recursos” en momentos en
que las lenguas indígenas van siendo crecientemente abandonadas, nuestro pensamiento y
nuestro actuar es diverso y en continuo contacto con otros, nuestra geografía viene transformándose por efecto de una creciente y continua
sobre explotación y nuestros recursos parecen
menos “nuestros” que nunca.
Ya que definir “lo nuestro” resulta una
empresa en extremo complicada, algunos informantes mencionaron lo que deberíamos rechazar por “ajeno”. El ejemplo más citado fue el
rock, puesto que éste encarna las angustias producidas por “la penetración extranjera” y está
vinculado al sector que más claramente atraviesa por profundos cambios culturales y étnicos:
la juventud. Un director de un colegio particular
de la ciudad de Puno consideraba que sus alumnos “imitaban” lo que provenía del extranjero,
sufrían la “influencia de la televisión”, querían
“salir del país”, y escuchaban “rock, música satánica”. Un profesor de un colegio estatal de
Azángaro también criticaba la “alineación” de
la juventud influida por el rock y la televisión.
El mismo señalaba que el mayor problema del
Perú era el de identidad. Finalmente, un miembro de una ONG de la ciudad de Puno apuntaba a los peligros de la imitación, encarnados en
el alcoholismo y el consumo de drogas.
Los cambios que ocurren a escala planetaria en cualquier localidad son causantes de
hondas angustias en países y regiones periféricas a los centros mundiales de poder político,
económico, cultural y simbólico. No es casual
que nuestras preguntas sobre las culturas indígenas generaran reflexiones sobre la llamada “globalización”. Las posiciones al respecto
fluctúan entre quienes se oponen firmemente a
la globalización, y a quienes quisieran reconciliar lo local y lo global. Así, un miembro de una
organización campesina en Puno declaró a rajatabla que “no hay que aceptar la globalización
que nos lleva a una ideología del urbanismo y
a no hacer nada”. Por su parte, un miembro
de una ONG puneña expresó que el camino
era “mantener las culturas sin perder idea de lo
global”.
Estas consideraciones reflejan los profundos temores que los cambios culturales
generan. El pasado incaico y la supuesta autenticidad de “lo andino” proveen imágenes estables y cómodamente estáticas de una supuesta
esencia nacional. Por lo mismo, no dan cuenta
de la complejidad de los cambios culturales y
étnicos por los que atravesamos los peruanos
y los puneños.
Volviendo a la paradoja con la que abríamos la sección, “lo andino” que se declara valorar y reivindicar y los andinos que son discriminados estructural y cotidianamente no parecen
pertenecer al mismo plano temporal. Mientras
que el primero se ubica en el pasado (en las
referencias al imperio incaico, a monumentos
arqueológicos, a avances tecnológicos y manejo
del medio logrados en la época prehispánica,
en el llamativo colorido del folklore y de trajes
típicos que no se utilizan cotidianamente), el
segundo es actual y cotidiano. La pertenencia
a distintos planos temporales hace que los informantes no perciban una contradicción entre
ambas. Muchos de los informantes que declararon su admiración hacia “las culturas andinas”,
también expresaron percepciones estereotipadas y negativas, por ejemplo, respecto de los
quechuas.
Al parecer, la referencia a “las culturas andinas” o a “lo andino” tiene una carga semántica
que no coincide plenamente con la transmitida
al referirse a a “los quechuas” y “los aymaras”;
al ser preguntados acerca de sus opiniones sobre
las culturas andinas, los informantes recurrieron
a un marco discursivo (antropológico e histórico) idealizador, mientras que en sus respuestas a
cómo eran los quechuas y aymaras prevalecieron
otras percepciones también hondamente arraigadas, pero que, como señalamos en la sección
4, se mueven en el eje de preocupaciones sobre
de la adaptación a lo que se considera el mundo moderno o contemporáneo y se les califica
como menos o más activo, integrado o exitoso.
Valoración de lenguas
indígenas y bilingüismo
Con las lenguas indígenas sucede algo
bastante similar a lo descrito sobre las culturas
indígenas: coexiste un mandato de abandonarlas
con un discurso que las exalta y aprecia. Hay, sin
embargo diferencias importantes. Señalamos
anteriormente que la lengua era una de las marcas identificatorias más importantes en el con-
texto puneño. También hemos remarcado que,
al formar parte del funcionamiento del estado y
nación peruanas es el castellano, y no el quechua
ni el aymara, el idioma más poderoso entre los
tres; es el que funciona como lingua franca entre quechuahablantes y aymarahablantes, y es el
idioma que se percibe como indispensable para
funcionar y ascender socialmente.
Las lenguas indígenas, a largo plazo, corren el riesgo de ser abandonadas como parte
de un conjunto amplio de cambios culturales y
étnicos que se producen en el Perú. Los datos
estadísticos a nivel nacional ya indican un claro
declive en el número de sus hablantes. La marginación y discriminación estructurales y cotidiana que sufren las personas quechua o aymarahablantes monolingües explican por qué este
abandono. La sección referida a los conflictos
ha hecho hincapié en los problemas internos
que la marginación y la discriminación conllevan y en la energía que se invierte en evitarlas:
la adquisición y el dominio del castellano es un
proceso largo y ciertamente doloroso pero que
las personas están dispuestas a recorrer o, especialmente, a que sus hijos recorran.
Las opiniones de nuestros informantes
acerca de las lenguas quechua y aymara son
positivas. La mayoría coincidió en que debían
valorarse, en que era importante ser bilingüe y,
en casos, trilingüe y que la EBI era positiva.
La mayoría también expresó que querían que
sus hijos contaran con más de una de las tres
lenguas existentes en la zona. Los motivos para
la valoración positiva de las lenguas indígenas
son diversos. Para algunos, se trata de un asunto de orgullo, ya sea nacional como regional y
personal. Una exportadora puneña expresó que
ella estaba “a favor de todo lo que se haga para
conservar lo nuestro, lo propio” un poblador
de Azángaro consideró que eran importantes
porque “son nuestras”, y una directora de un
colegio particular de la ciudad de Puno dijo, refiriéndose a la EBI, que era “muy positiva en estos momentos que se habla tanto de identidad
cultural... por el hecho de traer tanto turismo al
Perú... es necesario que todo el Perú se eduque,
se capacite en los idiomas nativos para que podamos identificarnos a nivel del mundo... que
el mundo comprenda que sabemos nuestros
idiomas nativos... de esa forma demostraremos
el cariño y el amor por esta tierra que nos vio
nacer”.
Las menciones al orgullo que se debía
tener respecto a las lenguas indígenas “por que
39
son nuestras” usualmente carecen de una mirada estructural de la problemática lingüísticocultural del país y la región: ¿cómo se construye
el orgullo sobre la lengua nativa en un contexto discriminador que obliga a adquirir el castellano? ¿cómo construir el orgullo cuando el
prestigio y el ascenso social se adquieren en, y
a través del, castellano? ¿cómo, cuando ser monolingüe en quechua y aymara implica estar al
margen de la educación y, por lo tanto, forzado
a ser campesino (considerando los niveles de
pobreza entre el campesinado)? En ese difícil contexto, opiniones como la del alcalde de
Azángaro, que afirma que hay que fomentar la
educación en quechua “para revalorar nuestra
cultura, recuperar los principios y valores perdidos” y como la de un pastor adventista en
Azangaro para quien la EBI era importante
“para que nuestra población no olvide su identidad” parecen expresar deseos poco prácticos.
Otras respuestas revelan una visión más
pragmática respecto a las lenguas indígenas,
remarcando su utilidad en el contexto puneño. Un miembro de una ONG de la ciudad
de Puno consideraba que saber “comunicarse
en quechua da valor agregado al trabajo...” Al
ser preguntada si era importante que sus hijos hablasen quechua o aymara, una pobladora puneña autodenominada aymara también
mencionaba la utilidad en la esfera laboral: “Es
importante porque en el trabajo preguntan si
sabe hablar quechua o aymara. En comunidades rurales es muy necesario saber los idiomas
para dialogar en el lugar”. Un poblador de la
ciudad de Puno, autodenominado aymara y que
habla aymara, quechua y castellano, consideraba que era indispensable que sus hijos hablaran
los tres idiomas: “Es muy necesario para ellos
siendo profesores les mandan al lado aymara
o al lado quechua y no van a saber dialogar”.
Otro poblador, autocalificado como quechua,
pensaba que “para una oportunidad de trabajo es requisito que se pueda hablar los tres
idiomas”. El alcalde de Azángaro consideraba
que el quechua “sirve para comunicarse en el
campo, con la gente humilde” y recordaba que
saber ese idioma le había permitido acercarse
a la población durante su campaña política. El
director de una escuela de Huancané nos dijo
que “saber las lenguas es importante [...] debe
ser parte de la formación del educando y parte
de la formación profesional [...] en todos los
campos. Un abajo necesita hablar aymará, un
ingeniero necesita hablar aymará o quechua,
depende del lugar donde se desempeñe su profesión”.
40
Estas respuestas se basan en la utilidad
de ser bilingües o trilingües. Nótese que los
entrevistados asocian la utilidad de los idiomas
indígenas en relación con empleos que demanden permanencia en alguna de las zonas (quechua o aymara) o comunicación con la “gente
humilde”. Estas respuestas se basan en el hecho de que las zonas más alejadas de las ciudades son percibidas como más indígenas, más
humildes y más quechua o aymara hablantes.
Nótese también que la referencia a saber quechua y/o aymara parte del supuesto de que se
maneja el castellano. La(s) lengua(s) indígena(s)
constituyen una ventaja comparativa de utilidad para posicionarse en el mercado laboral
o para desempeñarse mejor en su profesión.
Esta posición es más común, por ende, entre
los informantes profesionales o que aspiran a
que sus hijos sean profesionales. Una llamativa
excepción fue el testimonio de una pobladora
de Azangarillo, que hablando en lengua aymara
nos dijo que ella quería que “para nuestros hijos
debemos seguir las cuatro lenguas: castellano,
quechua, inglés y aymara”.
Parece paradójico que los idiomas indígenas sean útiles para ejercer una profesión en
zonas marginadas, mientras que en esas zonas
se luche por adquirir y dominar el castellano.
Un miembro de una ONG puneña contó que
él estaba haciendo un esfuerzo para aprender
el quechua para utilizarlo durante sus salidas al
campo. Mientras este joven profesional adquiría el quechua, veía “que las personas jóvenes
[en su zona de trabajo] no lo usan... sólo las
personas mayores.”
Los testimonios recogidos en zonas rurales son las que más enfatizan la necesidad de
manejar el castellano. Las demandas de reivindicación de las lenguas nativas desaparecen,
predominando, más bien, la demanda de que
sus hijos sean educados en castellano. Al ser
preguntados si querían que a sus hijos se les
enseñara quechua, un grupo de pobladores de
la comunidad rural de Condoriri realizó el siguiente diálogo:
--Todos mis hijos son quechuista, me están pidiendo que les enseñe aymara. Hay
confusión en la escritura. Por ejemplo,
cuando el profesor dicta una oración: ‘la
vaca come pasto’, los niños ponen ‘la’,
en castellano, ‘waca’ ponen en quechua
y ‘comen pasto’ ponen en castellano.
Entonces hay confusión. Se confunden
porque la enseñanza es bilingüe.
--Para mí eso no está bien. Si queremos
hablar quechua en todo el Perú, debemos
hablar quechua. Porque si vamos a hablar en Azángaro no más no está bien,
no se puede generalizar. Por ejemplo, el
castellano es generalizado a nivel nacional. Así también debe ser el quechua. Si
no, ¿para qué va a servir, si todos hablan
castellano que es la lengua dominante? Y
por eso no quiero que mis hijos hablen
quechua. A nivel nacional debemos hablar castellano y a nivel internacional el
inglés. Pero ¿cómo será que las autoridades de educación nos están viendo...?
--Si nuestros hijos están hablando en
quechua, queremos que les enseñen en
castellano, porque la mayoría habla castellano....
--Si somos quechuahablantes, entonces la
enseñanza debe ser en castellano. Cuando los niños van a estar en el colegio
siempre van a hablar en castellano. Ahora la institución CARE está enseñando
quechua y los profesores en castellano y
eso genera confusión. Por eso queremos
que se enseñe en castellano.
--Si, está bien porque deben aprender los
dos idiomas. Cuando estén en el colegio
seguramente ya estarán aprendiendo bien
el castellano”.
--Tanto quechua y castellano. Deben,
a medida que van creciendo, pueden
aprender el castellano. Ahora nosotros
también sólo le hablamos en quechua no
más entienden, pero si le hablaríamos de
castellano desde pequeños, entonces sí
podrían. Ahora la institución CARE está
enseñando quechua, con eso se están
confundiendo. No es como debería ser.
Es que escribir quechua es difícil y no se
escribe rápido”.
Este extenso diálogo contiene argumentos a los que hay que prestar especial atención,
pues son las reflexiones de pobladores rurales
en donde se ejecutan proyectos de EBI. Cuando
uno de los pobladores argumenta que “si queremos hablar quechua en todo el Perú, debemos hablar quechua. Porque si vamos a hablar
en Azángaro no más no está bien, no se puede
generalizar...” está identificando de manera certera el problema de las lenguas indígenas: son
social y culturalmente marginales respecto a la
sociedad y cultura nacional peruana y, mientras no cambie esa injusta situación estructural,
serán consideradas menos prestigiosas. El po-
blador dice que no quiere que sus hijos hablen
quechua, sino castellano e inglés, porque no
desea que sean marginados. En otras palabras,
para él es inútil reivindicar lenguas que —excepto a nivel local— no comunican, sino que,
por su status minoritario o regionalmente limitado, aíslan.
Los pobladores parecen reclamar que los
proyectos de EBI responden a inquietudes de
gente ajena a su realidad social y cultural cotidiana y que, por lo tanto, no satisface sus aspiraciones como padres. Ellos desean que sus hijos
superen situaciones concretas de marginación,
discriminación y aislamiento, y perciben que la
educación bilingüe pone trabas a la adquisición
del castellano. Se trata de un punto neurálgico
que merece ser explorado con mayor detenimiento. Pero no puede descartarse las quejas
y aspiraciones de los pobladores mediante el
argumento paternalista (y etnocéntrico) de que
“ellos no saben” o que “hay que hacerles entender”. Un trabajador de una ONG de Puno
parece comprender la encrucijada de los pobladores puneños, y se muestra escéptico en relación a la EBI:
“La región y el país no está preparada
para estos retos... soy muy escéptico con
respecto al “impacto” que pueda tener....
Yo sé que hay resistencias de las familias
a querer que sus hijos aprendan en quechua... Porque cualquier tendencia de la
familia es que fortalezcan, más que el quechua, el castellano, sobretodo en la ciudad,
y se involucren en otros idiomas como el
inglés”.
Las respuestas de otros informantes partieron de la percepción de que la diversidad lingüística impedía la comunicación entre puneños
y era una potencial causa de conflictos. Por lo
tanto, la búsqueda de la armonía social pasaba
por aprender los idiomas de los “otros”. Una
ama de casa puneña y bilingüe en castellano y
aymara señaló que “como puneños deberíamos
dominar los tres idiomas, para poder comunicarnos”. Una pobladora de Azángaro, autodenominada quechua aludió a los problemas generados por no entenderse: “se debería hablar
los tres idiomas para evitar enfrentamientos”.
A pesar de estos argumentos, la mayoría
de informantes, sobre todo los de Huancané y
Azángaro, prefirió el bilingüismo –lengua nativa y castellano— al trilingüismo –quechua,
aymara y castellano—, señalando que deseaban
41
que sus hijos supieran la “lengua de la zona” y
el castellano. Cuando mencionaron una tercera
lengua, esta fue, mayoritariamente, el inglés.
Un llamativo argumento a favor de la enseñanza del quechua fue el de un empresario de
Azángaro, según el cual éste servía “para entendernos mejor y para progresar. Se necesita hablar
el quechua para aprender el inglés... el que sabe
hablar quechua aprende más rápido el inglés,
por eso acá hay muchachos que están en Estados Unidos, en Italia, en Rusia. Azangarinos del
campo, ni siquiera son de ciudad, son campesinos...” La doble utilidad del quechua lo convierte
en atractivo a los ojos de este informante. Por un
lado, sirve para la comunicación cotidiana y local; por otro, sirve para aprender el inglés, lengua
que se identifica con el progreso.
La mayor parte de nuestros informantes
se mostraron a favor de la EBI. Los motivos
fueron diversos y ambiguos. Algunos recurrieron a los ya conocidos argumentos nacionalistas/regionalistas según los cuales la EBI sirve
para revalorar “lo nuestro”. Otros argumentos
consideraron la EBI como positiva, para la
consecución paulatina de la castellanización y
desindigenización. Desde esta perspectiva, la
EBI serviría como un período de aclimatación
en la progresiva desindigenización y adquisición del castellano y la “cultura universal”. Las
palabras del directivo de un importante club
social y gerente de una institución financiera de
Puno fueron paradigmáticas al respecto. Para
él, la EBI es:
“Positivo y conveniente. Sólo en tanto
el niño aprenda el idioma en el cual se
genera y crea la ciencia, es decir desde
el inicio no se le puede traumáticamente enseñarle en el idioma castellano, se
le debe enseñar en el idioma materno,
en el idioma madre para que así pueda
comprender. Pero también en el idioma
en que están todos los libros, la cultura,
los grandes inventos, los avances, es decir el castellano y después se le enseña el
inglés. Yo creo que ese debe ser el recorrido: enseñarle en su idioma, luego el
castellano y después el inglés. La globalización nos obliga a aprender el inglés, si
no sabemos, nos quedamos atrasados”.
El aparente apoyo a la EBI desemboca
en un argumento que identifica a los idiomas
indígenas sólo como un primer escalón a ser
42
superado conforme se asciende en la adquisición del conocimiento, la ciencia y la contemporaneidad.
En la escuela
Como ya se ha señalado anteriormente,
la escuela es un espacio comprometido con los
procesos de cambios culturales y étnicos en el
país. Por un lado, la escuela oficial impone el
castellano (las experiencias de Educación Bilingüe e Intercultural son aún experimentales,
focalizadas geográficamente y centradas en la
educación primaria) e impone modelos culturales ajenos a las realidades de áreas como Puno.
Desde la escuela oficial tampoco se hace un
esfuerzo consciente por tratar los temas de la
diversidad étnica y cultural en la sociedad en
general, en la región, ni en las propias aulas.
La escuela se maneja sobre el supuesto
de igualdad entre los estudiantes. Este aparente
afán democratizador forma parte de los proyectos homogenizadores, tanto liberales y “progresistas”, que han negado la diferencia cultural
y étnica. El afán es de transmitir “conocimientos” supuestamente neutros culturalmente, pero
que terminan por imponer modelos de vida y
de identificación considerados “nacionales” o
“universales” a expensas de los conocimientos
e identidades alternativas. Negar las diferencias
existentes en la propia población estudiantil
sólo tiene sentido como parte de un proyecto
cuyo objetivo es homogenizador. En el caso de
Puno, a pesar de que los directores y maestros
de las escuelas privadas y públicas saben que su
alumnado es diverso, no abordan directamente
esos temas. Como nos manifestaba una alumna de una escuela estatal de Puno, participante
en un grupo focal, a los alumnos “nadie nos
ha preguntado de dónde venimos, qué idioma
hablamos”. Un profesor de un colegio estatal
de Huancané expresaba de manera inigualable
el empeño homogenizador de la escuela: “todos nos sometemos al castellano, todos vamos
a tener el mismo aprendizaje”
Como hemos visto anteriormente, los
profesores no saben bien la composición de
sus estudiantados. Un profesor de un colegio
privado de Puno decía que en su plantel los
alumnos “mayormente son hispanohablantes.
Si hay quechuas y aymaras no lo manifiestan”.
Con ello, el profesor admite que la etnicidad y
la diversidad cultural son asuntos personales,
no de la competencia de la escuela.
Eso no quiere decir, sin embargo, que estos temas no formen parte de la vida cotidiana
en el ambiente escolar. Más aún, no fomentar
activamente un clima de tolerancia y respeto
por las diferencias culturales, étnicas y físicas,
y proponer modelos homogenizadores, hacen
que el ambiente escolar cotidiano e informal sea
particularmente propicio para que estos temas
aparezcan sin control. Es en las escuelas donde
la información obtenida se refiere a maltratos,
burlas, insultos, discriminación en contra de
cualquier rasgo considerado indígena, quechua
y aymara, y donde más hemos encontrado referencias a la vergüenza de ser considerado de
esas categorías.
Es poco lo que pueden hacer los profesores para ir en contra de esta situación. A
pesar de que algunos mencionaron que la ley
les faculta a disponer del treinta por ciento de
del programa para “corregir” las deficiencias
etnocéntricas y centralistas de los programas
establecidos desde Lima, ellos no han sido preparados para enfrentar y abordar la diversidad.
Fue notorio, por ejemplo, que la opinión predominante entre ellos fuera que los hispanohablantes tenían mejor desempeño, mientras
que los aymaras, y quechuas, especialmente los
recientemente provenientes de medios rurales,
eran más tímidos, parcos y temerosos. Estas
percepciones no provocan una reflexión profunda sobre los objetivos y métodos de la escuela, lo que llevaría a proponer maneras de
adaptar la escuela a las realidades locales. De
acuerdo con la información obtenida, lo que
intentan los maestros es de lidiar con los problemas de esos niños, haciéndolos adaptarse de
la mejor manera posible a la escuela. Como
lo expresó inigualablemente un maestro de una
escuela particular de Azángaro respecto a los
niños que “vienen del medio rural y están con
el idioma quechua, el primer problema que enfrenta el maestro es hacerlo entender el castellano”. Como vemos, el problema se centra en
el alumno y no en la escuela. Un maestro de
un plantel particular de Huancané consideraba
que, “en secundaria no hay mucho problema [...
en primaria] están los problemas con alumnos
que no hablan castellano”. En contraposición,
en secundaria “ya todos se desenvuelven”. En
otras palabras, el ideal homogenizador ya está
cumplido luego de una permanencia de varios
años en el plantel escolar.
Con su mejor intención, en casos los
profesores intentan crear una atmósfera menos
traumática para los alumnos discriminados. En
muchos casos, ellos utilizan sus conocimientos
de quechua y aymara para explicarles personalmente en sus idiomas maternos. Se tratan, sin
embargo, de medidas temporales que no eliminan el mandato imperante de homogenización
y aculturación.
Las etiquetas étnicas circulan libremente
en el ámbito escolar, con una importante diferencia: el mandato de aculturación es tan potente y eficaz, que la división tripartita entre aymaras, quechuas e hispanohablantes tiende a ser
reemplazada por una dual, ya sea entre alumnos
“del medio rural” y los del “medio urbano”, o
entre “hispanohablantes” o “castellanos”, por
un lado, y los quechuas y aymaras por el otro.
El énfasis de estas clasificaciones está en la adquisición del idioma castellano y de las marcas
identificatorias de un estilo de vida “urbano”.
Ambas clasificaciones posibles aluden a los que
aun no han logrado culminar su proceso de
aculturación y los que ya lo hicieron.
En el contexto escolar, además, aparecieron repetidas menciones a etiquetas raciales,
siempre para nombrar insultos, burlas y discriminación. Como hemos mencionado anteriormente, las etiquetas “quechua”, “aymara” e
“hispanohablante” también pueden incluir consideraciones raciales, por lo que las menciones
a la “raza quechua” y la “raza aymara” son frecuentes en Puno. La información recabada en
la escuela también incluye menciones al “choleo” –literalmente, llamar “cholos” a quienes
parecen más indígenas, implica maltrato hacia
quien es llamado así— y a apodos despectivos
como “chuto”, “negro”, “huaco” “serrano”,
“indio”, “llama con cerquillo”, y otros que hacen alusión al aspecto “racial” de alumnos. Sin
embargo, las etiquetas raciales no parecen tener
la importancia de las clasificaciones lingüístico/
culturales ya mencionadas. El eje de la identificación y de las percepciones, es la adquisición
y manejo apropiado del castellano o no, y la adquisición y manejo apropiado de otras marcas
culturales socialmente prestigiosas.
Respecto a las percepciones, entre los
maestros de la ciudad de Puno existe una percepción más positiva de sus alumnos aymaras
que de los quechuas. Al igual que en todas las
locaciones donde se realizó nuestro trabajo de
campo, los maestros puneños tienden a percibir a los quechuas como más pasivos y a los
aymaras como más progresistas. Sin embargo,
como mencionamos anteriormente, la diferencia entre aymaras y quechuas no es tan rele-
43
vante en el contexto escolar como la diferencia
entre los alumnos urbanos y los rurales, y entre
quienes ya hablan castellano o aún hablan quechua o aymara. Por ello, un maestro divide a
sus alumnos en hispanohablantes, quienes “se
desenvuelven mejor”, y los quechuas y aymaras, quienes son “tímidos”. Un maestro de una
escuela estatal los separa en quienes “hablan
bien el castellano”, a quienes también se refiere como “citadinos” y los que “hablan quechua
o aymara”. Por su parte, una alumna de una
escuela particular de Puno divide a sus compañeros de plantel en “castellanos”, que son de
la ciudad, y “quechuas y aymaras” que “vienen
de su distrito o del campo”. En buenas cuentas, en las escuelas de Puno se tiende a reducir
la diferencia entre quechuas y aymaras: ambos,
agrupados a veces como “rurales”, constituyen
un mismo universo en relación con los hispanohablantes-castellanos-citadinos.
En la provincia de Azángaro, tanto en su
ciudad capital como en las comunidades rurales
donde se realizó el trabajo de campo, las etiquetas empleadas tienen como eje la dualidad
“campo-población”, o “rural-urbano” o la dicotomía entre “quechuas” o “quechuahablantes” e “hispanohablantes” o “castellanos”. Lo
que ocurre es que en estas locaciones, a juzgar
por el testimonio de nuestros informantes, no
existen estudiantes aymaras. En la provincia
de Huancané sucede exactamente lo inverso:
44
según nuestros informantes, no hay alumnos
quechuas en sus planteles, por lo que la dicotomía es entre “aymaras” o “aymarahablantes” e
“hispanohablantes” o “castellanos” o entre los
alumnos de “zonas rurales” y alumnos de “la
ciudad” o “la población”.
Las percepciones sobre los alumnos
quechuas y aymaras o “rurales” o “del campo”
son coincidentes. Predomina la visión de ellos
como “tímidos”, “cohibidos”, “calladitos”, “introvertidos”, “no se atreven a hablar” y “más
reservados”. Una percepción común entre los
profesores que sirvieron de informantes fue
que los alumnos quechuas y aymaras “ocultaban
su lengua”. Respecto a su rendimiento escolar,
los maestros dicen que los quechuas o aymaras, rurales o del campo, tienen dificultades o
“flaquean”. Como lo fraseó un maestro de un
colegio particular de Huancané, tienen problemas “en el aprendizaje, la lectura, la escritura, y
entre niños también hay críticas destructivas”.
En otras palabras, el maestro nos recuerda el
hecho de que los alumnos provengan de hogares quechuas o aymaras o de zonas rurales
constituye una gran desventaja en un contexto
donde se utiliza una lengua extraña para ellos,
y en el que sufren de discriminación explícita
de parte de sus compañeros. Otro maestro de
un plantel estatal de Puno manifestaba que los
alumnos quechuas y aymaras tenían “problemas de intelecto”.
Algunos profesores son conscientes de
que hay un problema estructural en el sistema
educativo. Manifiestan, por ejemplo, que “tenemos libros en castellano, vienen separatas,
revistas, todos en castellano...” (maestro de centro particular de Huancané) o que la educación
“impone una cultura sobre otra” (maestro de
centro particular, Azángaro). Sólo un profesor,
reconoció que la aparente timidez era producto
de que los alumnos provenientes del medio rural “no están en su medio” y que “los alumnos
de la población también serían tímidos si fueran a una escuela del medio rural” (colegio particular, Azángaro). Lamentablemente, algunos
maestros atribuyen la timidez de sus alumnos,
por ejemplo, a que “los quechuas son tímidos,
introvertidos, temerosos por naturaleza” (profesor de colegio particular, Azángaro), o a que
“sus padres le han inculcado temor” (profesor
de colegio nacional, Azángaro).
La imagen de los alumnos quechuas, aymaras o rurales como tímidos o de bajo rendimiento se contrapone exactamente a la visión
que tienen los profesores de sus alumnos hispanohablantes. De acuerdo a los testimonios de
los profesores, ellos tienen “mejor desenvolvimiento”, “son muy despiertos”, “abiertos”, “libres”, “expuestos”, tienen “mayor roce social”.
Pero en este punto los hispanohablantes también generan percepciones ambiguas: los profesores de un colegio privado de Puno observaban que los alumnos de la ciudad “perdían su
creatividad” y tenían una “mente reducida” . El
ambiente urbano, junto con los avances tecnológicos como la televisión y el internet, según
estos profesores, acostumbra a los alumnos de
la ciudad al “facilismo”. En contraposición, los
alumnos del campo tienen “más creatividad” e
inventiva porque se desenvuelven en espacios
más amplios y porque las carencias tecnológicas o de productos manufacturados los obliga a
ser imaginativos. Como vimos en una sección
anterior, un director de un colegio particular de
la ciudad de Puno consideraba que sus alumnos “imitaban” lo que provenía del extranjero,
sufrían la “influencia de la televisión”, querían
“salir del país”, y escuchaban “rock... esa música satánica”. Como expresamos en la sección
4 a manera de hipótesis, los hispanohablantes
parecen funcionar como la encarnación de las
angustias que generan los cambios sociales, culturales y étnicos de la actualidad.
8
Respecto a desprecios, maltratos, enfrentamientos, discriminación y conflictos que
surgen a partir de las percepciones étnicas, debemos decir que la escuela es el espacio privilegiado para estudiar estos fenómenos. El ambiente cerrado y cotidiano en una institución
claramente etnocida y “civilizadora” hace las
burlas y el maltrato explícito hacia quienes no
conforman con el ideal cultural y étnico de la
escuela estén a la orden del día. Esto produce,
como es lógico, que por lo menos algunos de
los alumnos discriminados tengan vergüenza e
intenten adaptarse. Los profesores son conscientes de estas situaciones, por lo que reconocen la existencia de burlas contra “quienes recién llegan con acento”, saben que hay “niños
que cholean a otros”, que los “alumnos citadinos marginan a sus compañeros quechuas y
aymaras”, y que los quechuas y aymaras tienen
“vergüenza de hablar sus idiomas nativos”, “temen quedar en ridículo”. Un profesor de un
colegio estatal de la ciudad de Puno comentó
que el maltrato llegaba a tales extremos que “algunos se llegan a retirar del colegio”.
De igual manera, los alumnos que participaron en nuestro trabajo de campo como
informantes hicieron repetidas referencias a
la discriminación contra quechuas y aymaras.
Un alumno de un colegio particular de Puno
mencionó que los hispanos “racean” a los quechuas y aymaras. Un(a) encuestado(a) de un
colegio estatal de Puno mencionó que en su
colegio había “a una chica que viene del campo
por su dialecto la molestan mucho y la faltan
el respeto”. Otro(a) alumno(a) de un colegio
de Huancané mencionan que “los hispanohablantes dicen “ese cholito. Eso sería discriminación”, mientras que un alumno de un colegio
estatal de Azángaro contaba que “en el colegio
siempre hay discriminación entre los hispanohablantes y los quechuistas. Ellos nos dicen ‘tu
que te crees, cholito’, de todo nos insultan”.8
El último caso que citaremos es el de un alumno de un colegio particular de Huancané, quien
relata que “cuando yo estaba en la escuela, yo
estaba en mi campo yo me vine acá, me he
acostumbrado a hablar aymara. Me insultaban
“aymarista, aymarista” de todo me decían. Me
insultaban mis compañeros, me insultaban los
que no hablaban aymara”.
En una sección anterior habíamos mencionado que las etiquetas “quechua”, “ayma-
En Puno es común utilizar la denominación de “quechuista” de manera alternativa a “quechua” y “aymarista” de manera alternativa a
“aymara”. Estas formas no conllevan una carga valorativa adicional.
45
ras” e “hispanohablante” tenían múltiples significados posibles. Podían hacer referencia a
un idioma y al hablante de él, a características
culturales, a la adscripción étnica y a diferencias
físicas. Esa indeterminación también se refleja
en los testimonios sobre discriminación: se trata de múltiples posibilidades de identificación
de una persona como impropia en relación
con los modelos culturales prestigiosos y, por
lo mismo, de múltiples posibilidades de maltrato, desprecio y marginación. El marcador de
diferenciación más importante en la escuela, al
igual que en otros ámbitos, parece ser el idioma. Por ello, no hablar castellano, o no por
lo menos no hablarlo sin un fuerte acento que
revele la procedencia quechua o aymara, resulta
el motivo principal de discriminación.
El caso del alumno de Huancané mencionado anteriormente, quien es llamado “aymarista, aymarista” por sus compañeros es
significativo, porque estos casos de burla y
discriminación se dan entre personas con estrechas vinculaciones con lo aymara y lo quechua. Los compañeros de este alumno, muy
probablemente hablen o entiendan aymara
ellos mismos, provengan de hogares donde se
habla aymara, o, por lo menos, tengan padres
que hablen aymara.
En otros casos, los alumnos serán identificados como quechuas o aymaras o como “indios” o “cholos” de otras maneras, por ejemplo, por el aspecto físico. Hay que mencionar
que las alusiones a estas discriminaciones aparecen casi únicamente en los datos obtenidos
en encuestas, mientras que no en entrevistas y
grupos focales. Podría tratarse de una incomodidad de tratar este tema abiertamente: el
anonimato de la encuesta puede brindar mayor confianza para abordarlo. En todo caso, es
en las encuestas donde se mencionan casos de
discriminación por rasgos físicos que son considerados indígenas y que generan burlas que
se expresan en apodos. Por ello, como mencionamos anteriormente, existen apodos como
“chuto”, “huaco” “serrano”, “indio” y “llama
con cerquillo”. Hay que precisar, sin embargo,
que estos no fueron muy numerosos.
Otros testimonios hacen mención a maltratos contra alumnos provenientes de zonas
rurales. No tenemos datos precisos sobre si se
refieren a alumnos que se movilizan diariamente desde zonas rurales hasta sus colegios en las
ciudades de Puno, Azángaro y Huancané, o si
se trata de alumnos que han migrado perma-
46
nentemente a esas ciudades. En todo caso, hay
muchos testimonios de discriminación de parte de los alumnos “de la ciudad” contra los del
“campo”. De acuerdo con una alumna de un
colegio particular de Huancané, algunos profesores de su plantel también “discriminan a los
del campo... tienen favoritismo hacia algunas
personas”. Se trata, sin duda, de un aspecto
importante de presión hacia quienes empiezan
su proceso de adaptación lingüística y cultural:
la manera en que los jóvenes “recién llegados”
son “bautizados” –a manera de ritos de iniciación— por sus compañeros, quienes muy probablemente también pasaron por un proceso
similar anteriormente, y de acuerdo con al menos un testimonio, por algunos profesores.
Otros tipos de conflictos en la escuela
fueron aludidos, aunque no con frecuencia.
Los alumnos de un colegio estatal de Puno
mencionaron la existencia de conflictos entre
quechuas y aymaras. Lo atribuían a que “no
nos entendemos” y que eso podía generar confusiones y recelos. Un muchacho de ese colegio nos dijo que “un aymara y un quechua nos
podemos insultar porque no nos entendemos”.
Finalmente, en un colegio los alumnos negaron
enfáticamente la existencia de discriminación
en su plantel. Se trata de un colegio particular
en Puno, cuyos participantes en nuestro grupo
focal se autocalificaron unánimemente como
“hispanohablantes” y que respecto a quechuas
y aymaras dijeron “no conocer, ni saber nada
de su realidad”. Ellos mismos, sin embargo,
mencionaron la existencia de discriminación
fuera de su colegio, en lugares públicos de la
ciudad de Puno. Este caso es peculiar, porque
los alumnos perciben su plantel como una especie de “territorio liberado” de discriminación. Aunque su autoclasificación como hispanohablantes que “no conocen ni saben nada
de la realidad” de quechuas y aymaras refleja
que también quieren percibir su plantel como
libre de la presencia de quechuas y aymaras.
La diversidad étnica, cultural y lingüística es considerada a la vez problemática como
una potencialidad por los profesores. Los problemas son las cotidianas dificultades para que
los alumnos quechuas y aymaras (o provenientes de zonas rurales), entiendan, se sientan cómodos en clase, y no sean maltratados por sus
compañeros. En algunos casos, los maestros
consideran que la diversidad genera dificultades
por las propias características de los alumnos
rurales. Un maestro de un colegio particular
en Azángaro decía que el problema de la di-
versidad era que “los del medio rural siempre
flaquean”. Otro maestro de un colegio estatal
de Huancané señaló que el bilingüismo “genera mucha confusión”. En otros casos, los
profesores mencionan tener “alumnos que no
entienden castellano y otros que no entienden
quechua” [o aymara], lo cual “dificulta la enseñanza” u obliga a los profesores a dividir la clase en grupos de trabajo. Por lo mencionado en
un grupo focal con maestros de una escuela estatal en la ciudad de Puno, existe la práctica de
dividir a los alumnos en diferentes secciones.
Una profesora, que no fue desmentida por sus
compañeros, relató que “en el colegio, en las
secciones A, B, C son generalmente alumnos
de la ciudad y en las secciones D, E y F son
procedentes del medio rural”. En ese caso, las
autoridades han elegido que los alumnos “procedentes del medio rural” (que, tratándose de
la ciudad de Puno, deben ser tanto quechuas
como aymaras) estén en ambientes separados
mientras pasan por su proceso de adaptación.
Es obvio que el suyo no constituye un enfoque intercultural.
La mayoría de profesores de todas las
locaciones donde se realizó nuestro trabajo de
campo calificaron la diversidad cultural como
una ventaja o, como dijo un profesor de un
colegio particular de Azángaro “tiene más
ventajas que desventajas”. Algunos maestros
consideraron que el aspecto positivo de la diversidad era que los alumnos “intercambian
diferentes costumbres y aprenden diferentes
valores”. Un maestro de literatura de una escuela particular de la ciudad de Puno calificaba
la diversidad como positiva porque “tienen diferentes literaturas orales, formas de explicar
el origen de sus pueblos”. Otros consideraron
una ventaja contar con alumnos provenientes
del medio rural porque “conocen más geografía [...] conocen más animales”. Algunos profesores se limitaron a decir que tener alumnos
diversos era “lindo”.
En la mayoría de los casos, sin embargo,
los maestros dijeron que la diversidad era “un
reto”, “era para aprovecharlo” o que “debía ser
un reto para cada uno de nosotros”. Lamentablemente, estas menciones expresan buenas
intenciones, pero no están acompañadas de
alguna alternativa para tomar ventaja de esas
potencialidades. A lo más, algunos profesores
–como el ya citado profesor de literatura que
menciona las diferentes literaturas orales— declaran saber cómo aprovechar la diversidad en
el dictado de sus cursos. Irónicamente, es el
caso del profesor de inglés de un colegio particular de Huancané, quien dice aprovechar el
conocimiento del aymara de sus alumnos para
enseñar su materia.
Por lo mismo, aunque los profesores
declaran estar de acuerdo con la educación
bilingüe intercultural, y manejan un discurso
que al menos aparentemente valora las culturas y lenguas indígenas y locales, no tienen una
idea clara de cómo hacer que la escuela incluya
aspectos culturales de la zona. La Educación
Bilingüe Intercultural es entendida de maneras
muy diversas. Para la directora de un colegio
particular de la ciudad de Puno, por ejemplo,
la EBI es “muy positiva en estos momentos
que se habla tanto de identidad cultural... por
el hecho de traer tanto turismo al Perú... es necesario que todo el Perú se eduque, se capacite
en los idiomas nativos para que podamos identificarnos a nivel del mundo... que el mundo
comprenda que sabemos nuestros idiomas nativos... de esa forma demostraremos el cariño
y el amor por esta tierra que nos vio nacer”.
Esta visión del bilingüismo, como puede apreciarse, tiene poco que ver con los problemas
cotidianos de la población de Puno, estando,
más bien, vinculados a la imagen que el Perú
puede dar al extranjero y al turismo. Tal vez
por ello la alternativa de esta directora para
“fomentar las lenguas nativas” sea que en su
colegio se ofrezcan cursos de aymara y quechua para que los alumnos escojan junto con
un abanico de idiomas como el inglés, el francés y el italiano.
Otros maestros se limitaron a decir que
la EBI servía para “revalorar nuestra cultura”,
o consideraron que la educación “debe ser bilingüe” en castellano y quechua o aymara por
un asunto de identidad nacional. Desde esta
perspectiva, se debe fomentar la enseñanza de
los “idiomas del Perú” antes que los “extranjeros”. Para un profesor de un colegio estatal
de Huancané, esto significaba “ponerse la camiseta del Perú”. Un profesor de un colegio
privado de Puno consideraba que la EBI era
positiva “para que los quechuas y aymaras se
integren, dejen la timidez, dejen los malos hábitos que tienen”. Un profesor de un colegio
estatal de Huancané pensaba que la EBI era
buena “para que pasen del aymara al castellano. Ya después pueden aprender inglés”. Otra
opinión que muestra que al considerar la EBI
como positiva se tienen diferentes cosas en
47
mente fue la de un profesor de la comunidad
de Tiruyo, para quien la EBI era buena porque
“nos regalan cuadernos y materiales”.
Como vemos, prevalece una consideración positiva sobre la EBI, pero entendiéndola de maneras diversas. Aunque se le califica
como positiva, no se tiene claro para qué sirve.
En casos, parece ser parte de un discurso valorativo de “lo nacional” o “lo nuestro”. En
otros, se entiende como parte de las estrategias
de homogenización cultural de la escuela, es
decir, como una manera de facilitar la transición hacia el castellano: un escalón necesario
para el ascenso hacia la castellanización y, luego, para la adquisición del inglés.
Un maestro de una escuela estatal en
Huancané fue la única voz discordante respecto de la educación bilingüe. Para él, los alumnos ya sabían dos idiomas (en este caso, aymara
y castellano) y la escuela no tenía función que
cumplir al respecto. Refiriéndose al inglés, este
maestro dijo que “la educación bilingüe siempre va a existir. Lo que importa es cómo hacer
que ese niño adquiera también otro [idioma]
nuevo”. En este caso, como en varios de los
anteriores, parece predominar una percepción
de la EBI como la enseñanza del idioma nativo.
En ese sentido, el director de una escuela en la
comunidad de Azangarillo consideraba que la
EBI era necesario para que los niños aprendieran aymara y los padres castellano “para que
tengan facilidad de comunicarse [entre ellos]”.
Aunque casi todos los maestros reconocen que cuentan con un alumnado diverso, no
hay una sola mención a la EBI como una manera de promover la comprensión mutua y la
comunicación entre los alumnos o como una
forma de intentar comprender y reconciliar los
diferentes procesos culturales por los que atraviesan.
Un conjunto de motivos por los que
varios de los profesores juzgaban que la EBI
era positiva podrían calificarse como “nacionalistas”. Las referencias a que la EBI servía
para “rescatar lo nuestro” forman parte de un
marco discursivo mayor respecto a la identidad nacional, la historia del Perú y “lo andino”.
Los profesores, casi universalmente, manejan
un discurso nacionalista reivindicativo de lo
que supuestamente sintetiza nuestra identidad.
La visión de la historia del país constituye una
narrativa que divide la historia en dos grandes
48
períodos: el de la “grandiosidad inca” o prehispánica, y el de la destrucción y dominación
causadas por la conquista, cuyas consecuencias
aún sufrimos. En efecto, la conquista es un
evento fundacional traumático, una especie
de “escena primaria” que marca nuestra existencia como nación. Para una directora de
un colegio particular de la ciudad de Puno la
conquista “destruyó nuestras raíces... llegaron
al momento de hacernos odiar todo lo que
era ser indio y tener una identidad que no era
nuestra y no nos pertenecía”. Para un director
de un colegio particular en Azángaro, “hemos
sido una nación bien organizada con nuestros
antepasados incas ...no se conocía la miseria...
con la conquista viene el sometimiento y ahora
estamos mal”.
A este discurso se le agrega, en casos,
la lamentación de que los conquistadores españoles eran incultos. Para un maestro de un
colegio privado de Puno, eso los diferenciaba
del “pionero inglés, que hizo una gran cultura
en los Estados Unidos”. Para el director de
un colegio estatal de Puno, los peruanos “tuvimos la mala suerte de ser conquistados por
españoles. A mi me hubiera gustado que me
conquistaran los ingleses o los portugueses,
porque esos señores supieron respetar la cultura que conquistaron... los españoles lo único
que hicieron es diezmar”.
El discurso sobre la historia tiene varias
características y consecuencias importantes.
En primer lugar, forma una crítica a la carencia
de autonomía desde la conquista. El período
prehispánico representa lo que “nosotros” o
“nuestros” antepasados logramos/lograron
sin dominio externo. La conquista es percibida como un trauma insuperable, por cuanto lo
“verdaderamente nuestro” quedó subyugado o
desapareció. Así, cuando los profesores –así
como otros de nuestros informantes— hablan
que la EBI sirve para “revalorar lo nuestro”, o
indican que la educación debe promover “lo
nuestro” parecen estarse centrando en el pasado prehispánico (en palabras de un profesor de
colegio estatal de Huancané, se debía promover “todo lo que nos pertenece, el bagaje cultural de nuestros ancestros”). Como señalaba
en la sección sobre identidad e identificación,
las imágenes positivas de “lo nuestro” o de “lo
andino” siguen ancladas en el pasado o en el
argumento poco convincente pero emocionalmente plausible de que “lo nuestro” es preferible a lo “ajeno”.
Es común que los maestros mencionen
que la educación está diseñada de acuerdo con
la realidad de Lima y que debería estar adaptada a las características de la zona. En muchos
casos, los docentes declaran que el docente mismo tiene que adecuar los contenidos a
transmitir a la realidad local. Aunque no existen alternativas, al menos hallamos cierta conciencia de que el tema merece ser abordado.
Hemos calificado a la escuela como el
instrumento etnocida por antonomasia. Y hemos visto que ejerce –formal e informalmente— presiones poderosas para forzar el cambio
lingüístico, cultural y étnico. Lo interesante es
que esta realidad convive con discursos nacionalistas aparentemente reivindicativos y valorativos de las culturas y lenguas locales. Y es
que, mientras la labor etnocida actúa en el plano contemporáneo y cotidiano, los discursos
valorativos funcionan en el pasado o en una
supuesta esencia que no logra constituirse en
un modelo cultural plausible que pueda competir con los transmitidos por los medios de
comunicación y por otras vías. Por lo mismo,
la escuela funciona para desindigenizar y para
reforzar la idea de que lo quechua y aymara, lo
andino, o inclusive lo nuestro, es parte de un
pasado que ya no es más.
Reflexiones finales
Los profundos cambios por los que
atraviesa la población puneña, entre cuyas
causas se encuentra las migraciones hacia las
ciudades, la expansión de la escuela, los medios de comunicación de masas y el mercado,
vienen generando un panorama de intensa interculturalidad que se expresa en la convivencia de múltiples aspectos culturales (sistemas
simbólicos, tecnologías, códigos y normas de
comportamiento, modos de vida, valores) de
distintas vertientes. Estas transformaciones
tienen impactos diferenciados en los distintos
sectores sociales (rurales, urbanos, grupos etáreos), creando situaciones en las que es imposible hablar de la existencia de una “pureza”
cultural aymara, quechua, o hispana. Por lo
mismo, dichas etiquetas, que pretenden aludir
a identidades fijas, son referentes relativos en
una realidad cultural e identificatoria variada y
múltiple.
Las percepciones y cargas simbólicas
adheridas a las etiquetas identificatorias, sin
embargo, son rígidas. De acuerdo con la información obtenida, existe un extendido consenso respecto a las percepciones de aymaras,
quechuas e hispanohablantes. Mientras que,
en general, los quechuas son percibidos como
pasivos, los aymaras son considerados activos
(respecto a su situación de dominación, respecto al progreso, y a sus características de personalidad). Los hispanohablantes son percibidos
como progresistas y educados, pero también
como explotadores e individualistas. En estas
imágenes se condensan percepciones acerca de
la realidad histórica y social del país y de la región, en especial, sobre el poder, el progreso y
la modernidad.
Estos asuntos también atraviesan la valoración de las culturas indígenas. Los informantes, en general, declaran valorar las culturas
quechua y aymara: se rescatan valores como la
laboriosidad, la reciprocidad y el conocimiento
y manejo del difícil entorno geográfico andino.
Esta valoración coexiste con ansias de progreso y de superación de la situación de marginación económica y simbólica de la región.
El progreso, la modernidad y la integración,
en la sociedad peruana, sin embargo, parecen
definirse de una manera incompatible con las
culturas originarias. Estas son identificadas
con el pasado, porque se les considera ya sea
aniquiladas o estáticas a partir de la conquista.
La mayoría de testimonios de los informantes
valoran lo andino y a su vez lo consideran parte del pasado. Por ello, las percepciones de los
informantes parecen atravesadas por las ansiedades que surgen de convivencia de la urgencia
de superación con la necesidad de mantener
y valorar las culturas e identidades quechua y
aymara. La gran pregunta que se desprende de
los testimonios recogidos es cómo progresar
social y económicamente sin perder las culturas e identidades andinas, o cómo abrazar lo
considerado universal sin dejar de lado los valores locales.
El dilema existe debido a la situación de
subalternización histórica de las culturas quechua y aymara. El poder (político, económico
y simbólico) y el prestigio social está alejado de
lo considerado indígena. Por lo mismo, existen pocas imágenes de identificación positiva
de dichas culturas que estén vinculadas a su
49
50
valor actual y no al pasado. La pregunta que se
desprende es cómo construir identificaciones
positivas y actuales de tales culturas en un contexto concreto de subalternidad.
ras y lenguas. Es tal subalternización (marginación y discriminación estructural y cotidiana) la que hace que el equilibrio sea difícil de
conseguir.
Es este dilema el que se expresa, una vez
más, en la valoración de las lenguas quechua y
aymara. Al enunciar que valoran positivamente esas lenguas, los informantes expresan su
alta estima hacia un elemento que es parte importante de su bagaje cultural y marcador principal de su identidad. Al mismo tiempo, los
testimonios transmiten la percepción de que
esos idiomas, por si solos no constituyen un
vehículo para alcanzar la prosperidad personal
y la integración regional para con el resto del
país. La afirmación de que las culturas y lenguas andinas deben preservarse porque “son
nuestras”, acompañada del sentir que se debe
hablar castellano e inclusive inglés manifiesta
la necesidad de alcanzar un equilibrio entre la
identidad personal y local y los requerimientos
que impone la subalternización de esas cultu-
La escuela es un espacio particularmente
interesante en el que se expresan estos dilemas.
La educación es percibida como un vehículo
de superación y de adquisición de la ciudadanía personal, familiar, grupal e inclusive nacional. Lo que se requiere es encontrar maneras
para que ese deseo de progreso coexista con
el fomento de los saberes culturales subalternizados y de una atmósfera intercultural que
fomente el respeto de las diferencias culturales
y de identidad, para, así contribuir al desarrollo
reconciliado de los educandos. Los profesores entrevistados, en muchos casos, demuestran ser conscientes de las dinámicas culturales
presentes en la escuela. Se requiere desarrollar
estrategias concretas para que la diversidad sea
una fuente de riqueza en el aula y en los propios estudiantes.
Ensayo analítico del trabajo de campo:
Percepciones y discursos sobre etnicidad y racismo
en Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú
Los cuatro países en donde se realizó este
estudio comparten una serie de características
históricas y sociales. En primer lugar, los cuatro países cuentan con poblaciones indígenas
de gran peso demográfico, mayoritariamente
rurales y campesinas, y que vive en condiciones de marginación social y económica. Estas
poblaciones indígenas han estado al margen de
los centros de poder político, económico y cultural y han sido objeto de continuos intentos de
transformación cultural llevados a cabo por sus
estados nacionales. Como señala el Marco Conceptual de este proyecto, los estados nacionales postcoloniales han actuado guiados por un
impulso homogenizador y etnocida intentando
crear culturas nacionales sincréticas, opuestas a
las particularidades culturales y a las solidaridades étnicas, y basadas en lo que se consideraba
la cultura “universal”. El sistema educativo ha
cumplido un rol primordial en estos intentos
etnocidas.
Se trata de países diversos –pluriétnicos,
o multiculturales— atravesados históricamente
por brechas económicas y políticas, pero también culturales, lingüísticas y de discriminación
racial, que han negado a sus poblaciones los
derechos de igualdad, respeto a la diferencia
cultural y que han minado sus posibilidades de
integración reconciliada.
En los cuatro países estudiados se han
venido operando cambios recientes en sus marcos legales que constituyen un avance en cuanto a la lucha contra la discriminación y el reconocimiento de la diversidad cultural. Mientras
que la Constitución Política de la República del
Ecuador, de 1998, declara al Estado ecuatoriano como “plurinacional”, reconociendo a todas
las lenguas indígenas como “oficiales”, en Guatemala se ha instituido la Secretaría Presidencial
contra el racismo, y la discriminación étnica ha
sido declarada un delito. En Bolivia, la Cons-
51
titución Política establece el carácter multicultural y plurilingüe del país y la Ley de Reforma
Educativa de 1994 establece que la Educación
Intercultural Bilingüe es una política de Estado.
En Perú se ha aprobado una ley en contra de la
discriminación, y su Constitución Política también reconoce la diversidad cultural del país.
Estos avances a nivel legal no han logrado, sin embargo, plasmarse en un cambio en
las condiciones de marginación y discriminación de las mayorías de los cuatro países, siendo aún cambios formales de difícil implementación práctica. De otro lado, muchos de esos
cambios legales se deben en parte a la presión
ejercida por los propios pueblos indígenas, especialmente de Ecuador, Bolivia y Guatemala,
países en donde los movimientos indígenas han
logrado convertirse en actores sociales y políticos con un peso sin precedentes. Como veremos en adelante, las diferencias fundamentales
entre los países en donde se realizó este estudio se vinculan a la creciente influencia de los
movimientos indígenas en las arenas políticas y
culturales de esos países; son los movimientos
indígenas quienes van logrando, no sin contradicciones y obstáculos, redefinir las percepciones sobre las poblaciones indígenas y, con ello,
ir cambiando las dinámicas de identificación y
el establecimiento de fronteras.
Encontramos que los temas de identidad
étnica atraviesan las relaciones sociales en los
cuatro países en los que se realizó el estudio.
Los profundos cambios sociales que se vienen
operando a escala mundial y que impactan las
sociedades estudiadas a niveles macro sociales
y locales hacen que el tema de la identidad sea
relevante no solo a nivel social y grupal, sino
también personal; los imperativos culturales,
económicos y sociales del mundo contemporáneo hacen cada vez más difícil ubicarse socialmente mediante la utilización de etiquetas
étnicas rígidas que connotan aislamiento cultural e identificatorio: cada vez parece más difícil
atribuir etiquetas que nos definan enteramente.
Al mismo tiempo que los cambios producen
cierta incertidumbre étnica, exigen reflexionar
acerca de la convivencia e interrelación de vertientes culturales diferentes, tanto para crear
una atmósfera social de respeto y unidad, sino
también para forjar sujetos reconciliados con
su propia diversidad cultural.
Encontramos también que nuestras sociedades continúan atravesadas por desigualdades no solamente económicas, sino también
52
culturales y de identificación étnica, así como
por un marcado racismo hacia lo considerado
indígena. Este rasgo fundamental de nuestras
sociedades constituye la piedra angular que impide la integración de nuestras naciones.
Reflexiones sobre
identidad étnica
Nuestros trabajos de campo muestran
que existen etiquetas étnicas construidas históricamente y que pretenden dar cuenta de las
diferencias culturales y de identificación de manera comprensiva. Pero las etiquetas varían de
acuerdo a quien haga la clasificación: mientras
que los indígenas del Quiché, en Guatemala,
establecen diferencias entre kiches, kaqchiqueles, ixiles, sakapultekos y uspantenkos, para una
persona autodenominada “ladina”, toda esta
variedad cultural y étnica está agrupada en la
etiqueta “indígena”. Esto es así porque, como
mencionamos en el marco teórico de esta investigación, la etnicidad está vinculada a la manera en que establecemos un sentido de “nosotros”: mientras que los pobladores indígenas
del Quiché construyen nociones de pertenencia
que distinguen variaciones culturales y lingüísticas entre todos esos grupos, los ladinos, a su
vez, han construido una noción de pertenencia
que los separa de todos los grupos indígenas
por igual. Estas nociones son variables: los
pueblos kiches, kaqchiqueles, ixiles, sakapultekos y uspantenkos también han construido la
noción de “pueblos originarios” para agruparse entre sí y, mediante esa construcción de un
sentido de pertenencia más amplio, luchar por
sus derechos como conjunto ante la sociedad
guatemalteca. Desde la ciudad de Puno, Perú,
se identifica a toda la provincia de Azángaro
como “quechua”, mientras que en la ciudad
de Azángaro, los entrevistados señalaban que
“quechuas” eran solamente quienes vivían en,
o provenían de, las zonas rurales de la provincia. En las zonas rurales de Azángaro, a su vez,
los pobladores distinguen entre quienes son
“quechuas” y quienes son “hispanohablantes”,
lo cual pone en relieve el carácter situacional de
las categorías étnicas: ellas no aluden a naturalezas estables, sino a situaciones concretas en
diferentes interrelaciones sociales.
Los cambios culturales a los que hacíamos mención anteriormente complejizan la
situación, puesto que inclusive las zonas más
remotas en donde realizamos este estudio están
expuestas a influencias culturales diversas, en
particular, resultado de los medios de comunicación, la interacción con la sociedad nacional,
y las migraciones del campo a la ciudad. De esa
manera, las influencias culturales son diversas,
haciéndose imposible hablar de la existencia de
culturas “puras”.1 La interacción cultural, hay
que anotar, no se da en condiciones de igualdad: las vertientes culturales indígenas han estado en una situación de subalternización tanto
en tiempos coloniales como postcoloniales, la
cual les ha impedido cualquier posibilidad de
desarrollo autónomo. Por lo mismo, las etiquetas de identificación indígenas han estado en
cuestión: la marginación y discriminación de lo
indígena hace que las formas culturales consideradas como tales sean reformuladas y en casos
abandonadas en interacción con lo considerado
“nacional” u “occidental”. De esta manera, las
etiquetas “quechua”, “aymara”, “kiche”, o inclusive “indígena”, no hacen referencia, necesariamente, a un conjunto homogéneo cultural
y lingüístico. Además de esconder realidades
culturales diversas, en muchos casos, las etiquetas vienen siendo abandonadas por pobladores
a los que aparentemente aluden. En algunos
casos, lo indígena se pierde culturalmente, pero
subsiste como categoría de identificación, complejizándose sus significados, en otros se pierde
también como identidad.
Las etiquetas étnicas, por lo mismo, parecen haber perdido su capacidad de dar cuenta
de realidades globales: se puede ser un kichwa
ecuatoriano, o aymara boliviano y estar culturalmente “integrado” a las sociedades y culturas nacionales del Ecuador o Bolivia –ejerciendo profesiones “liberales”, por ejemplo—, así
como se puede provenir de un sector quechua
en Perú y no hablar el idioma quechua y sentirse culturalmente “hispanohablante”. En algunos sectores donde se realizó el trabajo de campo, especialmente en Ecuador, pero también
en Guatemala y, en menor medida, en Bolivia,
los movimientos indígenas vienen rescatando
contenidos culturales indígenas, revalorándolos
y rescatando las etiquetas de identificación indígenas. Mientras que ésto viene recreando y
reforzando esas etiquetas de identificación ante
las sociedades nacionales, al mismo tiempo
pone en relieve la situación de subalternización
a la que son objeto: la amenaza de pérdida cultural está siempre presente. La “revitalización
étnica” producida por el fortalecimiento de
movimientos indígenas en esos países tampoco implica una vuelta al pasado prehispánico:
los imperativos de desarrollo e integración al
“mundo moderno” están siempre presentes y
plantean retos sobre qué es ser indígena.
Esta encrucijada está presente en todos
los países: las etiquetas de identificación son
menos estables y menos comprensivas. Así,
en Puno, Perú, encontramos que para algunos
entrevistados es difícil utilizar las categorías de
“quechua”, “aymara” o “hispanohablante” para
autodenominarse. Un entrevistado, por ejemplo, puede sentir que proviene de una familia
culturalmente “aymara”, pero que, por su propia historia de vida es culturalmente “hispano”.
Una joven de Quiché, en Guatemala puede ya
no hablar kiché y haber dejado el traje indígena
y, en ese tránsito, “ladinizarse”, mientras que
puede ser tratado en algunas circunstancias
como “indita”. En la ciudad de Potosí, Bolivia,
la situación de cambio cultural hace que sea
“difícil de establecer fronteras entre indígenas
y no indígenas”2, mientras que profesionales
“modernos” en Guatemala y Ecuador pueden
reinvindicar su carácter de “indígena” aunque
no hablen idiomas indígenas y estén integrados
cultural, social y económicamente a la sociedad
nacional. Todas estas situaciones indican que
las etiquetas son complejas y de contenidos diversos: pueden aludir a bagajes culturales, o a
categorías de identificación.
Establecimiento de fronteras
Mientras que es difícil establecer quién
es quién, los estereotipos que están adheridos a
las etiquetas étnicas son bastante más rígidos y
muestran que lo indígena sigue siendo considerado mayormente inferior. En los cuatro países
existen concepciones históricamente establecidas sobre cómo son los “indígenas”: desaseados, rurales, haraganes, menos inteligentes, etc.
En general, lo indígena está simbólicamente
vinculado al pasado y se le ve como incompatible con el mundo moderno, con el progreso y el
desarrollo. Estas percepciones guían las actitudes hacia lo indígena y se expresan en maltratos
y discriminación en las interacciones sociales,
tanto a nivel macro como cotidianas. Hay que
señalar, sin embargo, que estas percepciones y
actitudes no solamente se dirigen desde los sec-
1
Las culturas “puras”, sin embargo, nunca han existido, pues las interacciones culturales son parte intrínseca de la historia de la humanidad.
2
Informe de Bolivia.
53
tores “mestizos”, “ladinos”, o “blancos” hacia
los sectores “indígenas”. De un lado, existe una
discriminación estructural que guía el funcionamiento de los estados nacionales de los cuatro
países estudiados. De otro, la discriminación se
da hacia “lo indígena” en general, proviniendo
también de sectores de procedencia indígena
y de cercanía a lo indígena. Esto es particularmente cierto en situaciones en las que el
cambio cultural hace que diversas personas se
encuentren “en proceso” de desindigenización
y que reproducen percepciones desvalorativas
de lo indígena. En algunos casos, personas
que se consideran a sí mismas “indígenas” han
internalizado estas percepciones desvalorativas sobre ellos mismos. Para complejizar las
cosas, existen concepciones arraigadas sobre
diferentes sectores considerados indígenas: las
percepciones acerca de los aymaras en Puno o
Bolivia, por ejemplo, difieren radicalmente de
las percepciones acerca de los quechuas, estableciendo diferenciaciones radicales entre unos
y otros. En algunos casos, estas distinciones se
consideran basadas en una naturaleza diferente y utilizan por ello un lenguaje racialista, en
otros, están basadas en consideraciones culturales que se suponen rígidas en inmutables.
Si bien en todos los ámbitos hemos encontrado prejuicios negativos sobre las poblaciones indígenas, también hemos encontrado
discursos positivos sobre las culturas indígenas:
estos resaltan su pasado prehispánico, o características culturales como la organización y el
espíritu de cooperación, el manejo de la naturaleza y la producción agrícola. Estas valoraciones, sin embargo, muchas veces constituyen
declaraciones generales que coexisten con los
prejuicios antes mencionados. El problema
fundamental es que las formas culturales indígenas siguen siendo consideradas como parte
del pasado, tanto para quienes desean su desaparición como para muchos de quienes defienden su valor histórico.
Los movimientos indígenas a los que
hemos hecho mención vienen enfrentando
los arraigados prejuicios en contra de lo indígena. En algunos casos, se vienen generando
cambios significativos en la mentalidad, comportamiento y discursos sobre los indígenas,
pero el cambio cultural es lento y muchas veces
superficial. Algunos testimonios recogidos en
lugares donde los movimientos indígenas han
ido logrando mayores logros, como en Guaranda, Ecuador, subsiste una minimización de
lo indígena. En otros casos, la fuerza de estos
54
movimientos vienen radicalizando los discursos anti-indígenas, en una clara manifestación
de temor a sus avances.
Conflictos
Hemos Encontrado múltiples conflictos derivados de la situación de subalternización de las poblaciones indígenas. Ya hemos
mencionado las percepciones negativas sobre
lo indígena en los cuatro países en los que se
realizó el estudio. En todos los ámbitos encontramos estereotipos racistas, burlas y malos
tratos, así como vergüenza, sentimientos de
minusvalía o de rebeldía entre quienes sufren
de discriminación. Muchas de las situaciones
narradas aluden a malos tratos en dependencias
del Estado, lo cual subraya la marginación de lo
indígena de parte de la sociedad nacional. En
otros casos, las discriminaciones y maltratos se
dan en interacciones cotidianas, muchas veces
de manera sutil en inclusive paternalista y hasta
“diplomática”. El mundo laboral es frecuentemente aludido como un ámbito en el que se da
discriminación.
También hemos notado la mayor discriminación hacia las mujeres indígenas, sobre quienes recaen, potenciándose, prejuicios racistas y
etnocéntricos, con concepciones de género.
Los informantes de todos los países han
compartido situaciones de maltrato y desprecio
cotidiano. Pero este maltrato no sólo proviene de poblaciones sin ningún bagaje indígena.
Como anotábamos anteriormente, personas
que tienen rasgos físicos que podrían considerarse indígenas, o que comparten características
culturales indígenas también muestran racistas
y etnocentristas frente a lo indígena.
Estos fuertes prejuicios hacen que muchas personas sientan vergüenza en relación
con sus rasgos físicos o culturales. La vergüenza ha sido la expresión de conflicto más encontrada en nuestro estudio. Siempre referida en
tercera persona, la vergüenza hace que muchas
personas intenten presentarse como no indígenas, ocultando sus rasgos físicos, o haciendo un
esfuerzo para no revelar, por ejemplo, un acento o interferencia lingüística que delate procedencia indígena. La vergüenza, producto de la
marginación y discriminación, tiene como correlato el hecho de que muchos padres de familia prefieran que sus hijos no hablen las lenguas
indígenas, o que pongan a sus hijos nombres
hispanos o anglos para que no sean maltratados. Un alumno de una escuela del Quiché señalaba que “tengo una amiga indígena pero ya
no habla el idioma kiché, simplemente porque
le dejaron de enseñarle en su casa porque se
avergüenzan o porque ellos ya no lo quisieron
aprender”. En el caso de Guatemala, país que
sufriera una cruenta guerra civil con rasgos de
genocidio étnico, muchos jóvenes han dejado
de asumir características culturales que los distinguen como indígenas.
indígena, pero mayormente vinculados al pasado: los rasgos culturales indígenas parecen no
ser tan apreciados por su valor intrínseco e inclusive práctico, sino que es considerado un rezago de un pasado aún no superado. En Puno,
Perú, esto se traduce en discursos valorativos
sobre el imperio de los Incas. En Guatemala,
hemos encontrado testimonios que vinculan lo
indígena con “gente antigua”, como si lo indígena fuera más aceptable para las generaciones
mayores, pero no para los jóvenes.
Otro de los conflictos que recogimos en el
estudio fue el recelo y la desconfianza que se da
entre personas de diferente bagaje cultural. Este
es el caso de Puno, en donde subsisten recelos
entre quienes se consideran “quechuas” y quienes se denominan “aymaras”. También el caso
en Ecuador, en donde hemos apreciado que personas que se asumen como distintas tienden a
formar grupos separados en espacios públicos
que debieran ser menos conflictivos, como la escuela. Finalmente, también hemos encontrado
actitudes racistas y de resentimiento de parte de
indígenas en contra de mestizos y ladinos. Los
aspectos raciales y étnicos siguen constituyéndose en una barrera que separa a pobladores que
muchas veces comparten espacios.
Existe también un deseo de reivindicar
las culturas originarias. Una especie de resistencia ante los impulsos homogenizadores del
Estado y de la modernidad. En Bolivia también se han encontrado referencias valorativas
sobre el pasado prehispánico, así como su contraposición a un presente más bien sombrío. El
pasado lejano aparece como más deseable que
el presente o que el pasado más cercano de humillación y explotación.
Valoración de culturas y
lenguas indígenas
Como señalamos anteriormente, existen
arraigados prejuicios en contra de lo indígena.
Ellos coexisten con discursos valorativos de lo
Estos discursos que vinculan lo indígena
como parte del pasado –ya sea como un pasado
que no termina de esfumarse, o como de un
pasado que no debería irse— apuntan hacia la
encrucijada cultural que caracteriza a nuestros
países: por un lado se quiere reivindicar lo indígena como parte de “lo nuestro”, por otro,
se desea trascender las situaciones de marginación y pobreza que imperan en nuestros países
y, especialmente entre las poblaciones indígenas. Para algunos, lo indígena aparece como incompatible con el progreso y lo moderno, para
otros, el reto consiste en tratar de preservar al-
55
gunos valores y prácticas culturales indígenas,
abriéndose y adaptándose a nuevas tecnologías
y pensamientos “modernos”. En ambos casos lo indígena queda expulsado del presente.
Pero, además, la urgencia de compatibilizar la
identidad con los imperativos del progreso y la
superación de la marginación parece generar
angustias de difícil resolución. Tal vez por ello
aparezcan algunas voces que plantean la vuelta
a un estado primordial anterior al contacto con
occidente: resulta más cómodo imaginarse una
vuelta a un pasado imaginado como glorioso
que enfrentar los difíciles retos que enfrenta lo
indígena en la actualidad.
También hemos constatado que lo indígena es valorado por cuanto se considera
lo “verdaderamente” propio. Una y otra vez,
los informantes han repetido que las culturas
indígenas son “auténticamente” nacionales o,
simplemente, “son nuestras”. Estas expresiones buscan contraponerse a lo que se percibe
como una penetración foránea amenazante que
va desintegrando formas de vida e identidades
legítimas. A su vez, buscan oponerse a la incertidumbre producida por los cambios culturales
y sociales de nuestros días. Esta postura, sin
embargo, es muchas veces declarativa. En algunos casos, “lo nuestro”, o lo “auténticamente nuestro” es imaginado como estático, como
una pieza de museo que se preserva inalterada:
algunos informantes en Puno, por ejemplo, argumentaron que era importante preservar las
culturas andinas “para fomentar el turismo” o
las vinculan únicamente a los restos arqueológicos prehispánicos. En otros casos, la necesidad
de preservar lo “nuestro” muestra la dificultad
de encontrar un balance entre la identidad y los
cambios sociales y culturales.
Significativamente, existe también un
discurso que vincula lo “hispano”, “mestizo” o
“ladino” con la falta total de identidad o cultura. En Guatemala un entrevistado declaró que
ser ladino era carecer de una cultura “al menos
soy indio pero no soy mestizo”.
Lo que ocurre con las lenguas indígenas
es similar. Los países donde se desarrolló este
estudio tienen una tremenda diversidad lingüística. Al mismo tiempo, los estados nacionales
constantemente han atacado el uso de las lenguas indígenas, las cuales no han formado parte
de su funcionamiento administrativo. Aunque
en todos nuestros países las lenguas indígenas
han sido declaradas oficiales, las instituciones del
estado y el sistema educativo han seguido fun-
56
cionando abrumadoramente en castellano. Una
de las situaciones más comúnmente encontradas
en nuestro trabajo ha sido la discriminación en
entidades del Estado hacia quienes no hablan
“bien” el castellano. La expansión de la educación formal y el avance de los medios masivos de
comunicación –los cuales también, en su mayoría utilizan el castellano— hacen crecientemente
difícil la reproducción de las lenguas indígenas:
el avance del castellano se ha hecho más pronunciado en las últimas décadas.
A pesar de ese retroceso, o tal vez a causa
de él, los entrevistados declararon valorar las lenguas indígenas. El argumento de que “son nuestras” también muestra el deseo de conservar una
identidad básica aunque se admita que también se
debe abrazar aspectos considerados “modernos”
para poder subsistir en la actualidad. En cuanto
a los idiomas, por ejemplo, se declara valorar las
lenguas indígenas, al tiempo que se reconoce que
se debe manejar el castellano apropiadamente
para trascender la marginación. Así, por ejemplo
una entrevistada en Quiché, Guatemala señaló
que “es mejor hablar nuestro dialecto pero el
principal es el español”.
En algunos casos, hemos encontrado
que algunos entrevistados prefieren que sus
hijos hablen el español. Una entrevistada en
Quiché consideraba que “cuando nosotros salimos de la capital sufrimos por no saber hablar
el español. Por eso a nuestros hijos tienen que
entender bien el español, para que no sufran
cuando vayan en cualquier lugar”. Los entrevistados son conscientes que el hablar sólo una
lengua indígena no es suficiente para desenvolverse adecuadamente en su sociedad. La situación de discriminación estructural hacia lo indígena, mencionada anteriormente, se expresa
en la exclusión de las lenguas indígenas del funcionamiento cotidiano del estado y la sociedad
nacional. Por lo mismo, muchos entrevistados
sienten que el español es una herramienta indispensable para desenvolverse.
Las lenguas indígenas son valoradas y se
reconoce en ellas un elemento cultural fundamental. Sin embargo, para muchos vienen convirtiéndose en lenguas de menor importancia
que el español. Siendo uno de los elementos de
diferenciación cultural, encontramos en todos
los lugares donde se realizó este trabajo que
muchas personas sienten vergüenza de hablar
en su lengua. Muchas situaciones de discriminación hacen referencia a no hablar el español
de manera socialmente “aceptable”, ya sea con
acento que delata una lengua materna indígena,
o con interferencia lingüística.
La escuela
La escuela es percibida como un vehículo de progreso tanto a nivel personal, como de
los países en general. También se supone un
vehículo de democratización social que otorga
a todos las herramientas para forjarse su destino individualmente. En nuestros países, las
marcadas brechas entre las escuelas privadas y
públicas son testimonio de que este ideal democratizador es poco más que una ilusión. La
educación formal, sin embargo, sigue siendo
una aspiración para la inmensa mayoría de la
población. Pero la escuela en nuestros países
ha sido también la herramienta principal de homogenización cultural, e históricamente ha sido
el vehículo etnocida de los estados nacionales
en su búsqueda de forjar sociedades “integradas”. Por lo mismo, la educación formal se ha
dado, en su inmensa mayoría, en castellano, y
los contenidos transmitidos han sido supuestamente “universales”.
Los resultados de esta investigación apuntan a que las escuelas también constituyen escenarios culturales con dimensiones cognitivas,
afectivas y actitudinales en los que autoridades
escolares y alumnos cotidianamente (re)crean y
establecen rutinas, códigos y normas -explícitas
o implícitas- que gobiernan sus relaciones. En
otras palabras, las escuelas son microcosmos
en los que se reproducen contenidos culturales
de la sociedad en general. En esos escenarios
culturales, de acuerdo a los datos obtenidos, se
dan varias dinámicas importantes. De un lado,
comprobamos que los contenidos que transmite la escuela en su mayor parte son ajenos
a las realidades culturales de las zonas en las
que se realizó este estudio. De otro, las escuelas albergan a alumnos de diversa procedencia
o de diverso nivel de adaptación al castellano
y a lo “occidental”. En tercer lugar, la escuela
es un escenario en donde se dan diversos tipos
de discriminación y maltrato, especialmente a
alumnos que son considerados “indígenas”.
Por último, comprobamos que la escuela, en
términos generales, descuida la dimensión intercultural, tanto en relación con la sociedad en
general, como en relación a la diversidad cultural en la propia aula.
Las escuelas en las zonas estudiadas son
ámbitos multiculturales, ya sea porque a ellas
asisten alumnos de diversas matrices culturales,
o porque unos alumnos están más adaptados al
castellano y a lo “occidental” que otros. Esta
diversidad no es tratada conscientemente por la
escuela, pero si redunda en expresiones de desprecio, marginación y maltrato entre compañeros. Estas expresiones a veces son abiertamente
racistas, otras veces son burlas sutiles, o mediante sobrenombres que, de manera lúdica, hacen
referencia a rasgos físicos o culturales indígenas.
En algunos casos, los alumnos o los padres de
familia han denunciado que los propios profesores discriminan entre sus alumnos, perjudicando
a quienes son identificados como indígenas.
Los profesores reconocen que las aulas
presentan diversidad cultural. En algunos casos,
distinguen entre los alumnos “más tímidos”, o
quienes llegan al colegio “asustados” al no manejar el castellano o encontrarse en un ambiente desconocido. Los profesores declaran que
intentan “acoger con cariño” a esos alumnos,
por ejemplo, hablándoles algunas palabras en
su idioma nativo. Lamentablemente, estas situaciones no son abordadas institucionalmente,
pues no están previstas en planes pedagógicos.
De esta manera, el objetivo de los profesores
en estos casos es que el alumno se adapte: la
responsabilidad entera está en él, y no en que la
escuela se adapte la realidad de sus alumnos.
Las escuelas en las zonas donde se desarrolló este estudio no tienen herramientas para
la revaloración de las culturas indígenas. Los
contenidos educativos continúan siendo elaborados con otros modelos culturales en mente, y
los profesores en muchos casos hacen grandes
esfuerzos para “adaptarlos” a sus localidades.
La existencia de estos esfuerzos no significa
que hayan estrategias de los planteles y de las
autoridades educativas en su conjunto.
Pero es en la interculturalidad en donde
hay mayores vacíos. Si bien existe mayor conciencia de la necesidad de que la educación sea
bilingüe y que los contenidos educativos deben
adecuarse a las particularidades de diferentes
áreas, inclusive revalorando las culturas indígenas, aún no hay avances significativos en el área
de la interculturalidad. La diversidad cultural
es una realidad en las propias aulas, pero la escuela tiende a hacer caso omiso a esa diversidad. De los testimonios de los maestros parece
desprenderse que a veces ellos abordan el tema
de manera informal, pero no existen estrategias
para hacerlo de manera sistemática y universal.
El hecho de que no existan estas estrategias
57
también contribuye a la presencia de maltratos,
discriminación y burlas referidas a la diferencia
cultural en el ámbito de la escuela.
El caso del Ecuador es probablemente el
más excepcional de los ámbitos de este estudio:
allí se ha creado el Sistema de Educación Intercultural Bilingüe, constituyéndose en un tipo de
escuela paralelo al Sistema de Educación Hispana. En estas escuelas del sistema bilingüe, de
acuerdo con los datos obtenidos por este estudio, hay mayores posibilidades de revaloración
de las culturas indígenas y de la diversidad cultural. Lamentablemente, este esfuerzo debe ser
una política general de la educación nacional, ya
que la interculturalidad compete a todos.
Lineamientos
Teniendo en cuenta los resultados de esta
investigación, proponemos la construcción de
una escuela que valore la interculturalidad a nivel
grupal e individual, es decir, que los procesos de
socialización que tienen lugar en el ámbito escolar impulsen el desarrollo de los valores básicos
de libertad, tolerancia, solidaridad, autonomía,
afectividad y respeto a uno mismo y al otro en
ambos niveles. Para ello, creemos que el primer
paso que debe darse es reconocer la necesidad
de que los temas de la diversidad cultural y étnica
sean discutidos por las autoridades vinculadas a
la educación. Se requiere de una toma de conciencia de que la escuela no sólo es un ámbito
de transmisión de “conocimientos” sino también de valores y, por lo tanto, una herramienta
para la formación de sociedades reconciliadas
en la diferencia. La toma de conciencia implica
entender que las culturas indígenas son valiosas
no sólo por su carácter ancestral, sino también
por su valor actual como medios válidos de conocer, sentir, y actuar en el mundo. Debemos
remarcar que “la cultura” no es un inevitable rezago del pasado, sino que va cambiando y reformulándose de acuerdo a las condiciones en las
que se desarrolla. Esto implica entender que no
existen culturas estáticas: las culturas siempre
están en constante construcción, adaptándose
a nuevas circunstancias. Uno de los aspectos
constatados por esta investigación es la vinculación que se establece entre las culturas indígenas y el pasado. Se mantiene la idea de que
esas culturas son similares a piezas de museo y
no parte de la vida cotidiana de personas concretas y actuales. Por ello, se debe enfatizar en
la actualidad de las culturas, su carácter práctico
y cotidiano –no “folklórico”.
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De otro lado, se debe reflexionar sobre
las situaciones de cambio cultural. Este estudio
ha constatado que en nuestras sociedades se van
efectuando cambios culturales y sociales profundos a partir de procesos migratorios, la urbanización y el influjo de los medios masivos de
comunicación. Esto produce diferencias culturales aun en el ámbito intrafamiliar. Por lo mismo, las identidades étnicas van variando, siendo
más de carácter fronterizo y “en proceso”. La
escuela debe contribuir a que esos procesos no
signifiquen la pérdida de una identidad cultural
y la adquisición de una nueva. Se debe dejar
atrás las concepciones duales estáticas según las
cuales uno es parte de una cultura u otra, para
reconocer nuestra pluralidad a nivel personal
como una herramienta que nos permite desenvolvernos de manera efectiva en distintos ámbitos y situaciones, tal como el manejo de varias
lenguas posibilita una mejor comunicación.
Además, se debe tomar en cuenta la diversidad cultural a nivel regional, nacional y
mundial para aprender a valorar culturas diferentes a la propia. Se debe fomentar la noción
de que todas estas prácticas y saberes culturales
son formas legítimas y nacionales de ser, para
fomentar la noción de pluralidad. A esto se le
debe añadir la diversidad cultural a niveles regionales y locales, pero también a nivel de las
propias aulas y a nivel personal. Las escuelas y
las aulas son escenarios donde convergen personas diferentes y se debe respetar esas diferencias. Cada persona, por su parte, es una síntesis
de elementos culturales de distintas vertientes.
Debemos tomar conciencia de que cada individuo es en si mismo intercultural. Además,
se debe reconocer las distintas identidades existentes a nivel nacional, regional, local y de plantel educativo. Es decir, de cómo se establecen
criterios de pertenencia que establecen diferencias entre “nosotros” y “los otros” de manera
continua. A este entendimiento debe seguirle el entendimiento de que cada persona tiene
múltiples maneras de identificarse individual y
colectivamente, es decir, que la identidad tiene
un carácter plural.
Al mismo tiempo, se debe ventilar la
existencia de prejuicios y discriminación, tanto
étnicos como raciales. Se trata de reconocer
qué percepciones tenemos acerca de los otros y
de nosotros mismos, y de reconocer que se trata de concepciones e imágenes que deforman
nuestra manera de relacionarnos con los demás
y con nosotros mismos. Reconocer nuestras
percepciones implica reconocer su carácter ar-
bitrario y generalizador y que determinan juicios a priori sobre los demás, impidiendo la
comunicación efectiva. Las autoridades deben
tomar conciencia de cómo los prejuicios y la
discriminación se manifiestan en la sociedad en
general y en los propios planteles.
A este proceso de reflexión de las autoridades educativas debe seguir un trabajo de
reflexión con maestros y centros de formación
de docentes para elaborar estrategias de tratamiento de esos temas en las escuelas. Creemos
que estos procesos de reflexión deben realizarse
a niveles locales, tomando en cuenta las particularidades de cada escenario local y escolar.
Proponemos talleres vivenciales en los que los
propios maestros vayan tomando en cuenta estos temas a partir de su propia realidad. Los
propios maestros son variados culturalmente y
los talleres pueden servir para que reflexionen
sobre la relevancia de estos temas en sus propias
vidas. De lo que se trata es de empezar una labor de sensibilización para que el tema se vuelva
relevante para la vida cotidiana en las escuelas.
Creemos que se debe conocer las particularidades culturales de cada plantel y cada aula.
Los contextos educativos no son todos iguales
y el tratamiento de estos temas debe variar en
cada contexto. Los maestros deben ser especialmente sensibles en cuanto a la diversidad
cultural en sus aulas y en relación con las situaciones de marginación y discriminación que sucedan en ellas. En muchos casos, nuestro estudio ha constatado que la escuela funciona como
si la diversidad cultural y la discriminación no
existieran. En casos, sólo se le toma en cuenta
cuando existen alumnos con dificultades para
el aprendizaje derivadas de su escaso dominio
del castellano. Creemos que este no es el único
caso de diversidad cultural que merece atención
y que el objetivo no debe ser, simplemente, que
el alumno se “adapte” al contexto educativo imperante, dejando atrás su “timidez”.
Estos temas no sólo deben formar parte
de los contenidos curriculares como materias en
sí mismas. Las autoridades educativas deben desarrollar estrategias cotidianas para abordarlos y,
además, para resolver las situaciones de discriminación que se manifiesten en el plantel. No
se trata de pensar en castigos, sino de fomentar
una atmósfera de respeto que redunde en mejores posibilidades de integración entre los alumnos y en mejores procesos de aprendizaje.
El tratamiento de muchos de estos temas puede insertarse de manera eficiente en los
cursos que actualmente son ofrecidos en las escuelas. Pero los valores y conocimientos que
deseamos transmitir no pueden reproducir un
modelo de enseñanza en el que el maestro o la
maestra “dicten” o diserten sobre ellos. Estos
temas son importantes porque forman parte de
nuestras vidas cotidianas. Y todos tenemos algo
que aprender de las vivencias de los demás. Por
lo mismo, se deben formular estrategias participativas en las que las experiencias de los alumnos
sean tomadas en cuenta. Las historias personales
y familiares de los propios alumnos deben ser
compartidas y valoradas en el contexto escolar.
El aprendizaje significativo sobre estos temas
se dará a partir de estrategias vivenciales y de la
constatación de que el diálogo, la interrelación y
la cooperación son posibles y que, además, generan confianza mutua y autoestima..
Estas estrategias a nivel local deben estar
acompañadas, sin embargo, de esfuerzos que
impulsen cambios a nivel nacional. La discriminación, como hemos señalado, está presente en
el propio funcionamiento del Estado y marca las
relaciones sociales a todo nivel. Creemos que se
debe empezar a discutir los temas de la diversidad
cultural, la identidad, el racismo y la educación intercultural a nivel nacional para empezar un proceso de reformulación crítica de los contenidos
educativos que actualmente se transmiten, prestando especial atención a los textos escolares.
De otro lado, se debe empezar a pensar en
estrategias para impactar en otros ámbitos donde se reproduce y fomenta la intolerancia, y las
percepciones estereotipadas, en particular, en los
medios de comunicación. El impacto de éstos
no puede subestimarse, y todo cambio cultural
requiere de una transformación de los contenidos que ellos transmiten. Por ello, creemos que
el proceso de reflexión sobre estos temas debe
incluir a más actores de la sociedad civil que ejerzan presión sobre los medios, atacando especialmente la presentación de estereotipos y fomentando ellos mismos la discusión de estos temas.
El objetivo de efectuar cambios culturales no rendirá frutos inmediatos. Se enfrentará
a percepciones y dinámicas hondamente enraizadas, así como a resistencias poderosas. A pesar de lo difícil de los retos, y de encontrarnos
a inicios del proceso de reflexión al respecto,
creemos que se trata de temas ineludibles para
mejorar la educación y para fomentar una sociedad más justa y dialogante.
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