(I) Primera Parte: El Jardín de la Dulce Pasividad

Transcripción

(I) Primera Parte: El Jardín de la Dulce Pasividad
David Ferrá Vallésllé
Las Multinacionales
del Odio y la Conciencia (I)
El Jardín de la Dulce Pasividad
Libros Guía para Laberintos
www.guiaparalaberintos.com
En la composición de la portada se ha utilizado una porción de un
grafiti de Izak (izakone.blogspot.com) fotografiado en Antofagasta, Chile.
Dedicado a quienes con su mal ejemplo nos enseñan como no ser
y
a quienes con el bueno nos ayudan a no serlo...
Las Multinacionales del Odio y la Conciencia
(I)
Primera Parte: El Jardín de la Dulce Pasividad
1.- Una Línea de Metro Circular
2.- El Barón Dint
3.- Boy Scout de Medianoche
4.- De Rositas por la Galaxia
5.- Entre Protokievs y Pralinés
6.- Sobre la Busqueda de Tesoros
7.- La Excursión de Lucio
8.-Una Larga Tormenta de Verano
1
45
57
91
153
163
191
245
Segunda Parte: El Agricultor Social y su Fórmula del OdioI) El
Agricultor Social y su Fórmula del Odio
9.- Reflexiones Porcinas
259
10.- El Agricultor Social
297
11.- El Presentador Estrella de la Televisión de Dalterra
313
12.- Bruna y Eduardo
333
13.-Terapias Derribo-Deconstruccionistas de la Personalidad
349
14.- Krgf en la Playa
403
15.- La Unión de los Negativos
435
16.- Parado Honoris Causa
455
17.- De Seis a Nueve
483
18.-Los Espíritus Contentos
535
19.-Un Mundo Libre
549
20.-Desintoxicaciones e Intoxicadores
573
21.-De Vuelta a Casa
595
22.-El Color del Guante de la Mano Invisible
617
Primera Parte
El Jardín de la Dulce Pasividad
1
1.- Una Línea de Metro Circular
I
Lucio no sabía si estaba cansado de las ciudades. Por no saber, ni
siquiera sabía si estaba cansado de aquella ciudad, en la que llevaba
viviendo trece años. Pero sí sabía—y ya le parecía mucho saber—que
hacía tiempo que se había cansado de cansarse de las cosas. Cambios,
ansias de novedad, deseos de futuro, sueños y enfados ante los fracasos:
todo ramas del mismo árbol de la esperanza especialista en prometer y sólo
cumplidor cuando la moneda de pago es el agotamiento. Tampoco sabía si
le gustaba aquel país, pero sí que también se había cansado de la
posibilidad de cansarse de vivir en él. Y de echar de menos las cosas de
otros en los que había vivido. No le importaba el idioma, el cuarto que
aprendía, pues le bastaba y sobraba para expresar todo lo que tenía que
decir: nada.
En otro tiempo había pensado en mudarse. Por aquel entonces las
euforias aún lo eran y las resacas venían acompañadas de su
arrepentimiento de rigor; aquellas eran el momento de soñar y éstas el de
ilusionarse con un cambio de rumbos. Pero ahora, ya libre de tan constante
e incómodo compañero de despertares, ya podía dedicar toda su atención a
analizar, e invariablemente ratificar, aquel razonamiento según el cual
había decidido que con lo mucho que había sufrido y hecho sufrir para
llegar a aquel rumbo quizás no fuera del todo conveniente lanzarse en
busca de nuevas tormentas y polizones.
“Cuando usaba la razón vine aquí; ¿cómo voy a irme ahora que hace
años que no la utilizo?”
Ésto lo razonaba una noche de inspirada borrachera frente a un
compañero de fatigas que, apoyado contra la barra, podría haber ido su
chaquetón pero que no lo era pues respiraba y hasta de vez en cuando
babeaba:
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—No, la culpa no es mía, amigo mío—continuaba Lucio—, para ser
culpable ante una norma hay que cumplirla casi siempre. El que es
culpable siempre ya no lo es nunca. Yo repetía tanto mis errores que un
día me vi obligado a dejar de repetir mis culpas. Así que ya ves que soy
demasiado culpable hasta para serlo. Ya no quiero cambiar, de verdad que
ya no. Como dijo “no sé quién,” no sé quien fue pero alguien debió ser
pues las cosas tienen la maldita manía de necesitar a alguien que las diga,
no hay peor tratamiento que cambiar a menudo de tratamiento. No lo dijo
así, pero tú me entiendes, a lo que me refiero es a que no es el beber lo que
nos mata sino el pasarse la vida queriendo dejar de beber. Beber nos quita
unos años de vida, mientras que el querer dejarlo nos quita la vida entera.
Mírame a mí, por ejemplo, pero mírame hombre...
Su compañero acompañó con un pesado parpadeo a los babeos y
entrecortadas respiraciones que hasta el momento habían constituido sus
principales contribuciones a la conversación.
—Oye, tu eres de poco hablar, ¿verdad?—preguntó Lucio.
—Lo que soy es de mucho beber—acertó a decir el otro.
—Pues venga otra...—comenzó Lucio—. ¿Qué había dentro de ese
vaso del que llevabas media hora chupando los cubitos?
—Pues...había...La verdad es que no estoy muy seguro de lo que
había.
—Sabrás al menos lo que no había—dijo Lucio.
—Eso sí. Si quieres empezamos a descartar. Por ejemplo, me
parece que no había limonada, ni agua y si no estoy seguro de que hubiera
zumo de naranja es porque me parece que esta mañana me he tomado uno
antes de ir a hacer footing. Sí, creo que era está mañana...
—¿Tú haces footing? Me parece que te confundes de persona...
—Sí, es verdad, entonces podemos descartar también el zumo de
naranja...
—Bueno, me parece que mejor lo dejamos—concluyó Lucio—.
¿Que te parece si te pagas una ronda de cubatas mientras intentamos
acordarnos?
—Bien dicho. No hay mejor estrategia para saber lo que había
dentro de un vaso que llenarlo y vaciarlo. Pero me parece que me
concentraré mejor si la ronda la pagas tú.
—Eso está hecho.
Un par de rondas más tarde, Lucio abandonaría la fiesta de bebidas a
mitad de precio a la que acudía cada tarde. No siempre eran las mismas
bebidas, ni siquiera el mismo local. Los lunes era Coco-Brasil y su fiesta
de caipirinhas a mitad de precio; los martes Veracruz y lo que costaba la
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mitad eran los tequilas y las Coronitas; los miércoles El Varadero y los
inevitables cubalibres; los jueves era O’Connors y las pintas de Guinness y
los viernes Fiesta y sus mastodónticas jarras de vino tinto. De los sábados
y los domingos no sabía nada, pues se quedaba en casa viendo la televisión
y chupando whisky de un biberón con etiqueta escocesa.
Así que era miércoles y la marea de trajes azul marino con corbata
chocaba contra unas paredes llenas de inspiradas reflexiones a bolígrafo
sobre el capitalismo y el Ché. Que los trajes eran los mismos hacía tiempo
que lo sabía, aunque no estaba del todo seguro de que las caras también lo
fueran. La cara de su contertulio de aquella noche, por ejemplo, no le
sonaba lo más mínimo, aunque su traje, todo un Armani, era un viejo
conocido.
Un par de horas y muchas risas después, se despedía del compadre
Armani, emplazándole a encontrarse al día siguiente en las verdes praderas
de Irlanda y recomendándole, a ser posible, que viniera con una
acompañante menos chillona que aquella corbata de flores amarillas y
azules a la que no había forma de colarle una frase sin que te
interrumpiera. Le habló de una antigua novia de color granate que era un
modelo de discreción y Armani le contestó que no estaba seguro de aún
tener el teléfono, pero que si lo tenía no dejaría de llamarla.
Lo que le gustaba de los miércoles es que Varadero le caía a dos
minutos de casa. Desde Irlanda, por ejemplo, tenía que volver en metro y
la mayoría de las veces se quedaba dormido, aunque era una suerte que la
línea fuera circular y no tuviera que cambiar de vagón para volver atrás
cuando se pasaba de parada. A veces daba vueltas durante horas y en su
ebrio duermevela le parecía más fácil ganar a la ruleta que acertar a
despertarse en la estación adecuada.
Así que aquella noche, debido a la proximidad entre Cuba y su casa,
no tardó ni media hora en acostarse. Eran las nueve menos cinco cuando
tiraba los periódicos y ropa que diariamente crecían sobre su cama y se
daba las buenas noches por darse algo, ya que sabía que dos horas más
tarde, como cada noche, se despertaría mojado en sudor y asombrado ante
la precisa maquinaria de acumular hábitos a la que, por llamarla de alguna
manera, nos hemos acostumbrado a llamar ser humano.
Porque daba que pensar que él, que no le tenía ningún cariño a los
suyos, los cumpliera con tan asombrosa exactitud. Aún no habían dado las
once cuando se despertaba. No las habían dado porque las daban ahora: las
once. Y siguiendo con sus hábitos, otra vez había puesto el despertador a
las siete. A las siete de la mañana, pues también era un hábito el desear
dormir la noche entera. Como también lo era, por supuesto, el nunca
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conseguirlo. Aunque hay que reconocer que aquel dispositivo de su
despertador que proyectaba con láser la hora en el techo no era una ayuda.
A veces tenía la sensación de que se despertaba por la curiosidad de ver la
hora proyectada y que al verla y ver que otra vez eran las once le hacía
tanta gracia repetir sus errores que ya no le quedaba más remedio que
levantarse a celebrarlo. Y aquella noche no fue una excepción.
La ducha que siguió fue larga y reflexiva como la que se daría un
condenado a muerte si le dijeran que tras la misma lo iban a ejecutar. Sólo
mientras se duchaba tenía aún el espejismo del control y la reforma; sólo
entonces se entretenía lo suficiente como para olvidarse momentáneamente
de su vida y preguntarse si tal vez pudiera vivir en otra. Lo mismo le
pasaba a veces mientras paseaba, aunque mucho menos desde que el pasear
había dejado de ser un ejercicio en curiosidad para convertirse en uno
meramente físico.
Un ejercicio físico que, por cierto, le era de gran importancia, no ya
por reformarse, lo cual había descartado totalmente, sino más bien para
potenciarse: “para ser un gran borracho saludablemente destrozado por la
bebida,” como solía decir. En definitiva, para disfrutar de la miseria de la
bebida muchos años más. Y hacía ejercicio físico, sobre todo, para no dar
el paso definitivo en la carrera del abandono físico—al que, a buen seguro,
seguiría el abandono profesional—y así evitar que la bebida, ahora su
único entretenimiento, se convirtiera también en su única ocupación.
Hubo momentos durante la ducha en los que se retó a ir corriendo a
la cama. No hacía falta secarse. Por no hacer falta, no hacía falta ni
siquiera cerrar los grifos. Se tumbaría en la cama, se arroparía y pensaría
en todas las cosas que aquella noche no estaba haciendo. Y quizás se
dormiría y mañana a las siete por fin habría dormido una noche entera.
Pero tenía que poner el despertador y tenía que taparse y tenía que dormir y
tenía que correr hasta la cama y tenía que pensar y tenía que dejar de beber
un día, dos, tres y cuatro y un mes, dos, tres y cuatro y un año, dos tres y
cuatro y tenía que hacerse un chequeo médico y tenía que saber lo efectos
que tantos años de alcoholismo habían dejado en su organismo, porque
tenía que saber si aún valía la pena comenzar de nuevo. Y tenía que
preguntarse por los años perdidos que se había bebido de un trago. Y tenía
que hacer tantas cosas que ya le habían salido tantas veces mal, que mejor
hacer lo que verdaderamente le apetecía y en lo que había demostrado ser
un consumado maestro.
Así que, mientras se peinaba sus blancos cabellos hacia atrás, Lucio
decidió que tampoco sería aquel el día en el que unificara sus hábitos con
los de sus conciudadanos. Salvo, claro está, con aquellos conciudadanos
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que también eran sus compatriotas; compatriotas de la tan unida nación de
los borrachos, la cual, por constancia y dedicación, daría que hablar de
estar todos sus súbditos algún día sobrios.
Pero antes de salir tenía que preparar el maletín y la maleta a
conciencia. Los papeles, la ropa que iba a necesitar durante el día, el
neceser con los productos de aseo para afeitarse por la mañana en la
oficina y el pijama para dormir en el sofá cama más cómodo que jamás
tuviera ningún directivo del Banco Internacional de Desarrollo para
Aubaye (B.I.D.A.).
Hacía dos años que dormía en la oficina. Desde el providencial día
en que, aceptando que ya no iba a cambiar, se compró el mencionado sofá
cama. De que Dalterra es el país de las oportunidades da fe el que hasta
los borrachos tengan la oportunidad de rendir en su trabajos. Así que a las
dos y media dejarían de servir alcohol y, tras un paseo de unos veinte
minutos, Lucio llegaría a su oficina en el BIDA dispuesto a añadir cinco
horas a las dos que ya había dormido por la tarde. A las ocho y media se
despertaría y a las nueve estaría dispuesto para una nueva jornada de
trabajo.
II
Aquel había sido el primer día de nieve en Darterrae, a veces
también referida como Ciudad Dalterra, la capital de Dalterra. No había
nevado mucho, pero sí lo suficiente como para que Lucio experimentara la
alegría infantil que le hacían sentir los cambios de clima. Una alegría que
hacía que quisiera volver a aquellos tiempos de la infancia que, si no más
puros, sí son al menos de mayor inconsciencia acerca de las impurezas que
ya albergamos en nuestro interior y que, con los años, nos encargaremos de
desarrollar con asombroso perfeccionismo. La alegría, sin embargo, le
duraba poco. Él era el primer interesado en que así fuera, pues tenía
comprobado que cuanto más durara más bebería por la noche.
Nueve años antes, en una radiante tarde de primavera que venía tras
dos semanas de lluvia, Lucio sintió tal alegría que se dijo que aquella tarde
no iba a beber. Así que a las cinco y media, al salir de la oficina, no se
dirigió a ninguna de las habituales fiestas ya descritas anteriormente, sino
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que caminó durante horas por las estrechas callejuelas, populosas avenidas
y exuberantes parques de Darterrae; una ciudad en la que, comentaré para
los que no la hayan visitado, los cambios de estación son particularmente
bellos.
A la mañana siguiente por primera y de momento última vez en sus
trece años en el BIDA Lucio no fue a trabajar. A las siete de la tarde, tras
horas sueltas de sueño, aún apuraba la tercera de las botellas de whisky que
se había comprado la noche anterior tras su glorioso paseo. Y es que
durante el mismo había decidido que iba a ser libre y que no iba, de
momento, a preocuparse por aquel pequeño vicio de la bebida. Lo
principal era recuperar la alegría de vivir y, sobre todo, la capacidad de
conservar esa alegría y de no dejar que sensaciones como las de aquella
tarde se le escaparan. Una vez lograra aquello todo lo demás vendría solo:
dejaría de beber y, progresivamente, volvería a esa vida real de la que,
según recordaba, había nacido el sucedáneo en el que llevaba años
viviendo.
Todo aquel proceso comenzaría por ahorrar. Lucio decidió que ya
estaba bien de dejarse el dinero por los bares, que se compraría unas
cuantas botellas y las tendría en casa para beberse unas copas cuando le
apeteciese. Además de que no se conoce al enemigo hasta que se convive
con él. Ni se le supera hasta que se es capaz de ignorarlo. Decidió que de
tanto temer al alcohol lo había magnificado y que a partir de aquel día su
relación con el mismo sería como la de cualquier otro y que, como
cualquier otro, tendría sus botellas de escocés en el armario de las bebidas.
Por si no tenía ya suficientes pruebas, comprobó una vez más que
su relación con el alcohol no era una relación cualquiera. Como no lo es la
del enamorado con el objeto de sus amores. Un enamorado que, al no
verse correspondido, intentará desenamorarse convenciéndose de que no le
gusta tal o cual cosa de la mujer venerada, quien a cada defecto que le
añada le parecerá más maravillosa. Y es que el amor es, ante todo, la
capacidad de justificar en la persona amada lo que quizás odiaríamos en
otra. Y justificando lo que sería injustificable para una de esas personas
que, en sus palabras, “tenían una relación normal con el alcohol,” Lucio
abrió, sin parar de caminar ni sacarla de la bolsa de papel, la primera de las
botellas y le dio un largo trago al estilo de un deportista que repone fuerzas
entre jugada y jugada. Al llegar a su apartamento, justificando ahora lo
que horas antes no hubiera sido justificable ni siquiera para él, abrió entre
vómitos y visiones la segunda botella, la cual le duró hasta que, sobre las
doce del mediodía y en proceso similar, la segunda dio el relevo a la
tercera.
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Así que era en días como aquel, en los que la nueva estación daba las
primeras pruebas de su identidad, en los que Lucio se prevenía
especialmente contra la inconstancia del adicto—que es aquel que, aún
aceptando que la dependencia es parte de su vida, se resiste a abrirle
definitivamente las puertas de su identidad—y abrazaba la constancia del
borracho, aceptando que, de la misma forma que algunos irían a trabajar
vestidos con sombrero, él iría resacoso. Y que, siendo éste su estado
natural, nadie lo notaría. Además, aún de notarlo, a nadie le parecería
digno de mención, pues su alcoholismo hacía tiempo que había dejado de
ser una novedad.
Tras la mencionada y controlada alegría por el fenómeno climático,
el frío de la nieve le hizo ansiar aún más el momento de entrar en el bar de
costumbre y ponerse manos a la obra. Manos a la obra, también, porque
tenía unos papeles que estudiar sobre la financiación de una presa
hidráulica en la costa de Aguaviva—costa occidental de Aubaye, país
vecino al sur de Dalterra—, que quería mirar con detenimiento y que
quizás le ayudaran a beber un poco menos aquella noche. Desde que se
había resignado a ser un borracho sin solución trabajaba mucho más: sólo
trabajando lograba aminorar ligeramente el ritmo de consumo.
Así que pidió una cerveza con sabor a plátano, la especialidad de la
casa, y mientras daba el primer sorbo se dijo que en el fondo le gustaba
vivir en una ciudad, porque sólo en las ciudades podía uno beberse una
cerveza con sabor a plátano. Y se dijo también que aquella ciudad no
estaba del todo mal. Ni aquel bar. Y le hizo gracia recordar que un
momento antes había estando helándose de frío y preguntándose, bajo el
intoxicante efecto del paseo, la ducha y las primeras nieves, si tal vez
hubiera otra forma de vivir; mientras que ahora, sólo un momento después,
se encontraba disfrutando del calor de aquella agradable taberna y sentado
en unos cómodos bancos de madera (acolchados con una tela barata con la
que se entendía tan bien que habría que separarles con espátula), y
disfrutando de una cerveza de plátano que, para lo asquerosa que estaba,
era de una potabilidad meritoria.
Y una noche más razonó que, aunque algunos dicen que la vida
puede ser mucho más, él había comprobado en numerosas ocasiones que
también puede ser mucho menos y que lo importante es aprender a
disfrutar de lo que es y es inevitable que sea. Inevitable porque, antes de
que nos demos cuenta, ya ha sido. Y lo que ha sido no tiene remedio. Y
que ya le bastaba con “fracasar como para además fracasar en celebrar los
fracasos”. Aquella era una de las máximas favoritas de Lucio cuya vida,
vacía de tantas cosas, estaba a cambio llena de máximas como aquella.
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Pues bien, allí estaba él, más chulo que nadie, a las tantas de la
mañana, estudiando un proyecto que concernía a decenas de millones de
personas, empezando ya a colocarse un poco pero aún así dispuesto a
demostrar que lo que hacía lo hacía bien. Y con una amable camarera,
quien ahora se le acercaba con otra jarra de cerveza de plátano. Y tan
amable, se decía Lucio, que vaya dos protuberancias pectorales tenía que
mover para respirar, eso es energía y no lo de las presas de Aguaviva, que
ya es energía respirar con esos pechos y encima rellenar los vasos de los
clientes a los pocos segundos de que los hayan vaciado. Ahora la camarera
le sonreía y le enseñaba unos dientes blancos como esa nieve recién caída
que Lucio había dejado en la calle.
—¿Le sirvo, señor?
—Sí, gracias—contestó Lucio.
La camarera volvió a sonreírle con una de esas sonrisas
buscapropinas que algunos calificarían de falsa, pero tras la cual Lucio
descubría toda una colección de expresiones mucho más sinceras.
Expresiones como aquella tan graciosa que utilizaba para bromear con su
novio, o esa de dolor que ponía para reír hasta la extenuación por algo que
alguno de los dos habría dicho. O esa otra que vio en la percha de al lado,
tierna como un beso, y que tanto miró que la vio mudar a un dulce gemido
que le regalaba mientras hacían el amor. No, seguro que no era una mala
chica aquella camarera. Bastaba con verla levantarse a toda prisa cuando
se había quedado dormida y llegaba tarde a sus clases en la universidad.
Sí, la vida es lo que es. Y Lucio se dijo que de no haber sido aquella su
camarera la suya hubiera sido peor. Así que, con sonrisa buscapropinas y
todo, Lucio le dijo una vez le hubo servido:
—Muchas gracias, bonita.
—De nada. Para lo que quiera ya sabe dónde encontrarme.
—Sí, es difícil no mirarte, quería decir verte...
Ella sonrió y se fue a atender a otro cliente.
A partir de la quinta cerveza Lucio empezó a interesarse
verdaderamente por el proyecto de Aguaviva. Era cierto que iba a perderse
mucha tierra cultivable con la desviación del río Azar y que cientos de
miles, incluso millones, de personas perderían sus hogares, pero muchos
más podrían disponer de electricidad. La costumbre dejó paso ahora a la
vocación. Ideas como la justicia, la moralidad y la coherencia, ya no eran
parte de ese credo rutinario que pronunciaba por las mañanas pues era lo
que todos esperaban de él, sino convicción. Será que el trabajo hace
verdaderas las mentiras o que la indolencia hace falsas las verdades, pero
lo cierto es que en aquel momento, plenamente concentrado en su trabajo,
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creía ciegamente en aquel disfraz que ahora le parecía tan verdadero como
su propia piel.
—El humanismo no puede ser una abstracción—murmuraba
mientras tomaba certeras notas sobre el proyecto—, no se puede vivir entre
despertadores que proyectan la hora en rayo láser y a la vez decir que los
acuavivinos están mejor como están. Aunque lo estén.
Cuando fijamos toda nuestra atención en algo, despertamos nuestros
sentidos de tal forma que podemos percibir cosas que en condiciones
diferentes no percibiríamos. Nuestra mente funciona a pleno rendimiento
y, aunque gran parte de ese potencial lo utilice en el objeto de nuestra
atención, le queda aún de sobra para todo lo que le rodea. Así que mucho
antes de que Fernando hiciera notar su presencia descaradamente, Lucio ya
se había apercibido de la misma; si bien, concentrado como estaba en su
trabajo, había preferido obviarla.
Finalmente se acercó tanto que ya no le fue posible seguir
evitándole:
—O nos conocemos—dijo Lucio—, o cree que le he robado la
libreta en la que estoy escribiendo, pues hace rato que no le quita ojo...
Al levantar la vista Lucio vio a un joven de algo más de veinte años,
con la melena rubia rizada, unas gruesas gafas de concha negra y vestido
con jersey y pantalones anchos que, por sus intensos colores, alguien le
habría prometido al comprarlos que habían sido tejidos a mano por los
indígenas de algún país en vías de desarrollo.
—Es que vaya forma que tiene usted de entretenerse.
—Ya ves, que quieres que le haga. No todos tenemos la suerte de,
como tú, haber quedado con Jennifer López. Así que tenemos que
entretenernos como buenamente podemos.
—No, si me refería a que, con todas las cosas buenas que hay que
leer, esté perdiendo el tiempo con esa basura. La verdad, no me lo
explico...
—Ni yo tampoco.—dijo Lucio—, supongo que será porqué es mi
desgracia que me paguen por hacerlo.
Aquello no pareció sorprender al joven, quien tras unos momentos de
silencio continuó:
—Pues debiera buscarse otro trabajo. Peor que el dinero sucio es el
dinero mentiroso. Un matón se gana la vida más honradamente que usted
ya que él al menos se desentiende de las personas una a una y no, como
usted, de millón en millón.
Lucio estuvo a punto de dar una mala contestación. Pero si algo le
habían enseñado los años es que hay que hacer o decir cosas mucho más
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desagradables de las que le había dicho el muchacho para ser merecedor de
tal honor.
Aún estaba pensando en lo que iba a decir cuando el joven le ahorró
el trabajo adelantándose:
—¿Puedo sentarme?—dijo—. Le prometo que no será para
insultarle.
Lucio asintió con un sonrisa.
—Con todos los respetos—continuó el joven—, creo que debieran
abandonar ese proyecto. Lo he estudiado a fondo. Con la desviación del
río Azar cerca de un millón de personas se quedarán sin hogar y, además,
se perderá una gran cantidad de tierra cultivable.
—Tienes razón—dijo Lucio—, pero ese es el precio a pagar por
otros beneficios.
—El beneficio de inculcarles nuestras ideas capitalistas y darles
electricidad para que puedan tener un televisor en cada habitación.
—En caso de que el proyecto tenga el éxito que tú pareces augurarle
—contestó Lucio—, servirá para que tengan la oportunidad de elegir si
quieren un televisor en cada habitación. Para elegir si, como tú, quieren
tenerlo.
—Yo no tengo televisor.
—Ya se te veía en la cara—dijo Lucio con una sonrisa—. Ni yo
tampoco. Pero gracias a Dios que en otro tiempo lo tuve, en caso contrario
quizás cayera en el terrible error de creer que me estaba perdiendo algo.
Así que, siendo coherente con mi intento de respetar la individualidad de
otras personas y su derecho a tener mis mismas oportunidades, he de hacer
todo lo que esté en mi mano para proporcionárselas. Y que entonces
decidan. Por mucho que sea consciente de que, al darles semejante
oportunidad, quizás les esté abocando a elegir tan mal como lo hice yo.
—Pero esta gente necesita comida, no electricidad...
—Mira por donde ahí te equivocas. Esta gente a la que te refieres ya
tiene comida y aunque debiera tener una comida mejor lo que quieren es
un televisor mejor. Y ya no hablemos de un ordenador. Ponles un
pimiento y un ordenador al lado y ya verás hacia que lado miran. Sí, así de
tonto es el ser humano, con lo triste que es el mundo, con lo poco de lo que
le sirven sus vidas y sus progresos y todavía se empeña en saber más sobre
su propia insignificancia. Quiere poder ordenarla y mandarla por e-mail y,
ya puestos, conocer de la insignificancia de los que están al otro lado del
mundo. Sí, yo también creo que lo más inteligente sería comerse el
pimiento, pero por desgracia un cosa es decir eso tan inteligente de que
nada nos importa un pimiento y otra muy distinta llevar una máxima tan
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ambiciosa a la práctica. Un pimiento, que gran creación, perfecta es su
imperfección, de formas predeciblemente erráticas...
—No tengo ni idea de que me está hablando...
—Pues no sabiéndolo yo tampoco será cosa de cambiar de registro.
Te voy a contar una historia. Verás, a mí de pequeño me gustaban mucho
las historias. Era bastante tímido y me gustaba mucho leer. En el fondo la
timidez no es más que esperar mucho de las personas. El único remedio
verdadero contra la timidez es dejar de esperar tanto, entonces eres capaz
de soltarles rollos como el que yo te estoy soltando y que ya te aviso que
no acaba más que de empezar. Te voy a contar la historia del
medioambientalista consecuente. Me la contó un chino en uno de mis
últimos viajes a la China, para un proyecto que, por cierto, era muy
parecido a éste. Es la historia de uno de los emperadores más ricos de la
historia. Lo tenía todo: mujeres, vestidos, incluso al mejor médico que
jamás haya existido, de nombre Pep Yuan, nombre que me acabo de
inventar, pues no me acuerdo del que me dijo mi amigo el chino, pero que,
quien sabe, hasta puede que en mandarín signifique “hombre sabio que
todo lo cura.” Aunque el que no lo signifique no es de ningún modo razón
para no continuar con esta historia.
Pues bien, el bueno del emperador, de nombre Chao Chin, cuyo
nombre nadie (o al menos nadie que no sepa chino) nos asegura que no
signifique “que brilla más que el oro” un día se dio cuenta de que no tenía
nada. Y es que tanto tenía Chao Chin que hasta conocía a su Dios, el
propio Chao Chin, pues su religión aseguraba que era él mismo quien se
había creado a sí mismo en un venturoso día del que, si no se acordaba, era
porque había decidido crearse sin memoria de aquel día para así entender
mejor a sus súbditos. Aunque para tener constancia de lo sucedido lo había
apuntado todo en unos pliegos en los que ya para siempre estaría contenida
la verdad de la historia. Decían así:
Hoy, año cero de mi era, me he creado a mí mismo. Y también he
creado el mundo y a sus personas. Pero como no quería que me
estuvieran eternamente agradecidas y que con su agradecimiento se
sintieran eternamente obligadas a postrarse ante mí, sino que lo hicieran
de forma voluntaria, les he quitado la memoria de que fui yo quien los
creó y les he puesto en su lugar un complejo invento que he llamado
historia. Mediante la historia les he inculcado la certeza de que se deben
a lo que yo he bautizado como sus antepasados y que todos ellos han sido
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construídos, no con mis manos, sino con un extraño artilugio que he
llamado nacimiento.
Aquí el emperador entra en detalles sobre el nacimiento que no creo
que sea necesario repetir.
Pero como no quiero que mi humildad sea el germen de la mentira,
tampoco les he desmentido que es a mí a quien se deben. En realidad, se
lo he dicho de la forma más clara que mi modestia me permitía, ya que, a
poco que indaguen en ese otro artilugio que también les he construído en
la mente y que he llamado razón, llegarán obligatoriamente a la
conclusión de que sólo puede ser a un ser superior, o sea a mí, a quien se
deben. Y para que una vez lleguen a esta conclusión no se olviden de
renovarla constantemente les he dado enfermedades, las cuales les
producirán dolores durante los cuales y en previsión de los cuales se
postrarán ante mí, e incluso les he inculcado el concepto de muerte, en la
cual creerán, si bien nunca llegará a producirse.
Aquí el emperador entra en detalles sobre otra de sus creaciones, la
muerte, detalles que no creo necesario repetir.
Y después me han gustado tanto mis creaciones que, habiéndolas en
principio creado a mi imagen y semejanza—otro concepto, el de “imagen
a semejanza,” también de mi creación—he decidido recrearme a imagen y
semejanza de ellos. A imagen y semejanza de los cambios que yo había
introducido en los hombres: sin consciencia de lo que realmente había
sucedido pero sí con ese artilugio llamado razón mediante el cual se
explica lo inexplicable; es decir, que todos, y yo el primero, nos debemos a
que un día decidí crearnos a todos y a mí el primero; o el último, pues
como ya ha sido explicado tras crear a los hombres a mi imagen y
semejanza les hice unos cambios y entonces fui yo el que se recreó a
imagen y semejanza de ellos.
En el artilugio de nuestra memoria he introducido el recuerdo de
que estas escrituras pasan de emperador a emperador; como si hubiera
habido más de un emperador, cuando en realidad sólo he existido yo, y
como si los tiempos hubieran empezado antes que yo. Como si yo hubiera
empezado antes que yo.
Yo, emperador Chao Chin, doy fé de que ésta es la única verdad.
Así que el emperador lo tenía todo y hasta el todo, incluído él
mismo, había sido creado por él. Pero el emperador era víctima de un
extraño concepto que por más que buscó no encontró en los más de mil
pergaminos que componían las sagradas escrituras que, como ya he dicho,
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se había entretenido en escribir antes de obligarse a olvidar que lo había
hecho. Y ese concepto era el aburrimiento.
Así que llamó al más sabio de sus cortesanos, el ya mencionado Pep
Yuan, un hombre versado en todas las disciplinas en las que el emperador
había subdividido la historia y le preguntó lo siguiente:
“Algo me está pasando, sabio entre los sabios y no sé exactamente lo
que es. Y por más que lo busco, tampoco puedo encontrarlo en mis
escrituras del mundo.”
El sabio se postró ante él y le preguntó que describiera con más
exactitud lo que le sucedía.
Una vez hubo escuchado al rey y tras meditar durante días y más días
con sus noches y más noches, el sabio llegó a la conclusión de que el rey
quizás estuviera aburrido, así que decidió proveerle con entretenimientos,
lo cual no era fácil pues eran pocas las cosas de las que el rey no había
disfrutado. Así que le trajo una mujer, la más bella del reino, a la que el
rey miró aburrido pues, de tantas con las que había estado, ya todas le
parecían iguales. Entonces el sabio le trajo diez mujeres y el rey, tras jugar
un rato con ellas, las declaró “tan aburridas en grupo como
individualmente.”
Así que el sabio le trajo hombres feos y guapos, altos y bajos, así
como perros, gatos y fieras; le llevo a una excursión por el campo y
preparó multitud de ejecuciones de hombres culpables e inocentes. Y el
rey seguía igual de aburrido, pues si bien a veces se divertía con las nuevas
atracciones—el rey reconoció que la idea de matar a hombres inocentes
como entretenimiento demostraba el gran conocimiento de la naturaleza
humana del sabio Pep Yuan—, lo cierto es que el disfrute sólo le duraba
unos minutos, en el mejor de los casos unas horas, tras las cuales volvía a
declararse “soberanamente (y nunca mejor dicho) aburrido.”
El sabio le pidió entonces al rey permiso para encerrarse de nuevo
en su habitación durante días y más días con sus noches y más noches y así
intentar encontrar solución a aquel increíble problema. Y el sabio pensó y
pensó, no como si en ello le fuera una vida que nada le importaba, sino
consciente de que de su esfuerzo dependía la vida de su rey, señor y
creador. Y pasaron días y noches, meses y algunos aseguran que incluso
algún año, y el sabio Pep Yuan acabó declarándose incapaz de solucionar
aquel dilema. Consciente de no poder hacer más, aquel sabio, ejemplo de
humildad y sumisión, se presentó frente a su rey y le dijo:
—Rey mío, me he sentado en mis habitaciones durante meses y no
he sabido solucionar vuestro problema. ¿Os entretendría tal vez por unos
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minutos quitarme la vida, o verme arrancarme las barbas con las manos, o
los dedos a cuchillazos?
El rey contestó ofendido que como osaba a ofrecerle tan estúpidos
entretenimientos de los que hacía ya tiempo que se había aburrido.
—Sabio—le dijo el rey—, si te llamé con este nombre es porqué te
di la forma de solucionar los problemas con los que, desde mi modestia,
decidí crearme. Tú no lo sabes, pero te creé con las soluciones a todos los
problemas, así que sólo tienes que buscar por la mente que te dí y sobre el
mundo en el que te creé para encontrar la solución de éste.
Y asi fue como el sabio comenzó a vagar por el imperio del rey de la
China y no encontrando aún la solución también por los imperios que,
desde su modestia, el emperador de la China había decidido no llamar
suyos. Y buscó tanto que, de no haber creído que dándose por vencido
desdecía las palabra de su creador y señor, hubiera abandonado mil veces
la tarea que le había sido encomendada. Hasta que un día, por fin, creyó
dar con la solución.
Así que volvió a China y le dijo a su señor creador:
“Mi señor, creo que ya he encontrado la solución.”
Y la había encontrado.
Y el rey ya nunca más volvió a aburrirse. Y tanto le asombró el
descubrimiento del sabio que añadió en los pergaminos la solución del
dilema, una solución que no hizo sino confirmarle la perfección absoluta
de su creación y de que en la misma no existía un sólo dilema huérfano de
solución. Y también creyó que la perfección de aquella contestación era
tal que, tras escribirla, quemó palabra a palabra—y dice la tradición que
con divino ensañamiento—el resto del pergamino sagrado.
—¿Ahí se acaba la historia?—le preguntó el joven a Lucio.
—Pues sí, ahí se acaba. Creía que estarías interesado en saber que el
rey ya nunca más se aburrió.
—¿Y cuál era la solución del dilema?
—Bueno, si tanto te interesa habrá entonces que leer lo que queda
del pergamino—dijo Lucio antes de escribir unas palabras en una de las
hojas en las que estaba trabajando y dárselas al joven.
NUNCA SUBESTIMAR A LAS PERSONAS.
—¿Increíble? ¿Verdad?—añadió Lucio—Pero te juro que ésto fue lo
que me contó mi amigo chino.
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—¿Esta usted de broma?—dijo el joven sin entender muy bien toda
aquella explicación.
—No.
—¿Y cómo llegó a esa conclusión?
—Desgraciadamente se quemó con el resto del pergamino, si bien mi
amigo chino, que es un estudioso de estas cosas, tiene su propia teoría.
Supongo que querrás que te la cuente, así que ahí va. Mi amigo chino dice
que, siendo el periodo en el que debió suceder esta historia alrededor del
año 1100, lo que el gran sabio Pep Yuan descubrió al llegar a Europa fue la
peste. Asombrado de lo poco aburridos que parecían aquellos europeos y
de lo apasionadamente que todos sus habitantes disfrutaban de la mucha, o
en la mayoría de los casos, poca salud que aún les quedaba—como se
agarraban, en palabras que mi amigo atribuye a Pep Yuan, “como un
naufrago a un madero en sus últimos minutos de vida”—; el sabio volvió a
China habiéndose decidido por dos opciones para acabar con el
aburrimiento de su señor. La primera, más fácil pero también más corta—
así que en términos de felicidad la menos ambiciosa—, llevarle en un
barco a la mitad del océano y dejarle allí con un madero. La segunda, que
prometía una ventura algo más prolongada, contagiarle con aquel virus
milagroso que el buen sabio se había traído en una probeta y con el que,
para hacer el gozo pleno, también contagió a todos los súbditos del
emperador, quien así pudo compartir con todos ellos la dicha de aquel
antídoto para el aburrimiento. Si bien es cierto que en un principio los
súbditos el emperador se mostraron algo reacios a usurpar aquella felicidad
reservada para las deidades, tras el anuncio de que todo aquel que no se
contagiara sería ejecutado (hago notar cuanto quería el gobernante a su
gobernados), todos sin excepción acabaron participando de aquella dicha
que condenaba al que la experimentaba a agarrarse a todos y cada uno de
los minutos, he dicho minutos aunque más bien debiera decir segundos, de
su existencia.
Y tanto se agarró el emperador que, en un acto de pasión, y pese a
saber que la muerte no era verdadera sino sólo un instrumento de su
creación, le pidió a su médico la forma de curarse de aquella enfermedad
pues, ahora que se había librado del aburrimiento, quería seguir viviendo.
A lo que él médico, por más que buscó en los pocos días que tardó en
matarle el virus, no encontró solución. Así que, desesperado, el emperador
quemó sus pergaminos y escribió aquellas palabras.
Aunque por suerte el emperador no se acordaba de que en su
memoria de la historia había inscrito que otro emperador, para evitar la
destrucción de los pergaminos, había ordenado encerrar los originales en
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una caja fuerte que nunca debía ser abierta y que enterró a diez metros bajo
tierra.
Y así llegamos al momento en el que a mi amigo chino se le ocurre
construir su cibercafé en un sótano e imaginate su sorpresa al encontrarse
con la mencionada caja fuerte; la cual, estando mi amigo más de acuerdo
con las palabras del último emperador que con las de la memoria histórica
de la que nos hablaba ese otro “emperador único” en sus pergaminos,
decidió volver a cerrar, aunque no sin comunicarme su asombroso
descubrimiento.
A mi amigo también le sorprendió el no haber encontrado en
ninguno de sus rigurosos estudios históricos noticias sobre aquella
sorprendente epidemia de peste en la China. Aunque sí, desde luego,
noticias del mensaje de aquel último emperador, el cual, como podrás ver,
ha influído en otros muchos grandes mensajes. ¡Y es que qué mensaje
puede llamarse verdaderamente grande si no nos hace llegar a la
conclusión de que no debemos menospreciar a nuestro prójimo! ¡Qué las
etiquetas están para los productos y no para las personas! El no etiquetar a
las personas de pobres, ni a los pobres de buenos, ni a los ricos de malos,
ni a los que no trabajan de vagos. Las cosas son, afortunadamente, algo
más complicadas. Y, como ya sabrás, lo verdaderamente complicado
siempre tiene una irresistible tendencia hacia a lo simple, o mejor debiera
decir, sencillo. De igual modo que lo simple siempre tiende con el tiempo
a convertirse en complicado. No, amigo mío, y perdona que te llame así
pero es que en amigo se convierte automáticamente todo aquel que nos
escucha como tú me has escuchado a mí, las cosas no son tan fáciles. Si
tan poco te importa la electricidad, te aconsejo que le pidas al Dios en el
que crees, si es que crees en alguno (y si no crees inventate a uno al que
pedirle creer en alguno), no sólo irte ahora mismo a China y vivir el resto
de tus días en tierra cultivable, lo cual sería relativamente fácil, sino
además nacer en tu próxima vida en un lugar donde nadie te dé la elección
de tener electricidad. ¿Me ibas a hablar de colonialismo? Pues a mí
también me parece colonialismo decidir por los demás que es lo mejor para
ellos. Las culturas se manifiestan expresándose y la nuestra, aunque sus
expresiones te parezcan más bien mediocres (te reconozco que lo mismo
me lo parecen a mí, seguramente porque convivimos a diario con ellas), no
tiene más remedio que hacerlo. Tú miras a los demás y como te parece que
viven tan mal dices que tendrían que al menos poder comer y que lo que es
importante para ti no tiene porque serlo para ellos. Pero tú haces mucho
más que comer: tú miras la televisión, participas en chats
medioambientalistas...¿Y si te dijeran que a partir de ahora va a
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desaparecer todo eso para que todos puedan comer? A ti quizás no te
importara, pero tu no cuentas porque tú has conocido lo que desprecias y
has tenido la elección de despreciarlo. Pero, ¿y si nunca lo hubieras visto?
Imaginate que te dijeran que si te mueres de hambre te van a dar la
oportunidad de ver, justo antes de morirte, como el hombre habla con los
extraterrestres. O cualquier otra tontería. El hombre tiene que expresarse
y las culturas, como reflejo del hombre, también. ¿Le pides a nuestra
cultura que no se exprese? ¿Le pides que no intente comunicarle a otras las
cosas que venera? Bien, pues la nuestra venera la energía y quiere que
otros también la veneren. Y aunque en la superficie sea un negocio de
cuatro espabilados y de muchos gobiernos, en el fondo yace la necesidad
de comunicar. Y tú, como cualquier otro, también estás comunicando.
Estás comunicando tu sueño de vivir en una vida que tu llamas más
sencilla porque te es desconocida, tanto como a los chinos de la tierra
cultivable les parece más sencilla la nuestra. Tu piensas en una vida de
familia y subsistencia y piensas, como el emperador, que es mejor que la
tuya porque crees que no tienen los mismos problemas que tú tienes, que a
ellos no les dejan sus novias y todas esas memeces. Y ya para acabar,
comentarte que con todas las cosas inambiguamente detestables (ya sé que
esa palabra no existe pero es que si no la invento será a costa de que el que
no exista sea mi juego de palabras), ¿por qué se os ocurre a los
medioambientalistas meteros con el pobre Banco Internacional de
Desarrollo para Aubaye que, aún siendo detestable, lo es sólo de forma
ambigua? Te confesaré una cosa. En mis momentos de esquizofrenia más
aguda; los cuales, por cierto, son cada vez más numerosos, en esos en los
que me quiero tan poco que creo a otros pobres e insignificantes seres
humanos como yo capaces de inventarse complots y conspiraciones
universales con las que controlar las vidas de sus prójimos, entonces me
pregunto si no habrán sido ellos los que están detrás de los
medioambientalistas para así justificar el subdesarrollo en que se vive en
algunas partes del mundo.
“No, no es que seamos unos cerdos avariciosos,” dicen, “sino
simplemente que el mundo no se puede permitir una revolución industrial
de más de dos mil millones de personas. Así que mejor que sigan donde
están, con sus tierras cultivables y acudiendo en el número que nos
conviene a la llamada del engaño de nuestras fábricas.”
Mira, amigo mío, si con todas las herramientas que la sociedad nos
ha dado ya nos va así de mal, ¿qué sería de nosotros si nos quitaran hasta
estas herramientas? Si no hubiéramos ido a colegios, si no supiéramos
utilizar un ordenador...Sí, ya lo sé, hay quien diría que nos hubiera ido
18
mucho mejor. Pero los que dicen eso, cuando lo decimos, porque todos
antes o después lo decimos, lo que queremos es librarnos, aunque sólo sea
por el corto instante que dure nuestra argumentación, de una vida que,
como todas las vidas, se hace por momentos abrumadora. Pero te lo repito:
lo único coherente es querer que los demás tengan las mismas
oportunidades que uno ha tenido. Ya ves, así de dictadores somos y así de
desgraciados que necesitamos convertir a los demás en nuestros
semejantes, casi en nuestros clones, para atrevernos a comunicarnos con
ellos.
—Pero es precisamente por eso—dijo el joven—por lo que quiero
que ellos no tengan las mismas oportunidades. No quiero que sean como
nosotros, quiero que sean distintos, muy distintos, y que a base de ver lo
distintos que somos de ellos nos animemos a cambiar nosotros, que ellos
nos cambien, que nos devuelvan a los tiempos en los que la vida era algo
más que una colección de utensilios a la última moda. Antes de que la vida
fuera un utensilio. Un utensilio a definir según la moda, según el escritor,
según el cineasta, por hablar de los que al menos intentan encontrar
definiciones bonitas. De los otros, la verdad, mejor ni hablar. Tiene que
haber algo más...
—Sí, sí que lo hay—le contestó Lucio—, pero tiene un precio muy
alto.
—¿Cual?
—Mejor no te lo digo porque, de todas formas, seguro que no estás
dispuesto a pagarlo. Y si lo estás no me necesitas a mí para decírtelo. Yo
no estaba dispuesto a pagarlo y ahora que lo estoy, la verdad, ya no me
queda nada con que pagarlo. Y es que es un precio tan alto que no se paga
con dinero...
—¿Con qué se paga entonces?
—Con lo que tú tienes ahora. Con ilusiones, con sueños...Todo lo
que tienes has de estar dispuesto a sacrificarlo. ¿Quieres vivir una vida
mejor? ¿No quieres utensilios, ni nadie que te diga como vivir? Pues bien,
nada de eso existe. El secreto mejor guardado de la humanidad, ese que
sólo descubrimos cuando es demasiado tarde, es que todo lo que siempre
quisimos siempre estuvo al alcance de nuestra mano, junto a nosotros. Por
cierto, ¿a qué te dedicas?
—Trabajo en una ONG que se ocupa de proyectos de desarrollo.
—Supongo que podía imaginármelo. ¿Y cómo se llama?
—Mundo Libre. Habrá oído hablar de nosotros.
—¡Y quién no! Y de vuestro jefe, o líder espiritual, o como quieras
llamarlo...¡Quién no conoce a Waldo Clark!
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—Hace un momento abogaba usted por no etiquetar a todo aquello
que no entendemos—dijo el joven algo enfadado—. Waldo no es ni mi
jefe ni mi líder espiritual. Es un hombre con buenas ideas que se rodea de
gente inteligente que sabe reconocer una buena idea cuando la oye y
trabajar por ella.
—Por lo que he oído tu jefe tiene más que buenas ideas...
—Sí, tiene un imán para las envidias.
—Y la curiosa costumbre de no desmentir los rumores...
—Lo cual no los convierte en verdaderos.
—Ni en falsos.
—Usted lo ha dicho. Y no sabiendo por los rumores si lo que dicen
de él es verdadero o falso me quedaré con su bondad, energía y brillantez.
Si usted decide creer los rumores antes que todo eso, sólo puedo decir que
le compadezco.
—Y haces bien, haces bien...—dijo Lucio pensativo—. Siempre ten
compasión de tus prójimos y de sus ignorancias y prejuicios. Y ten
compasión de este pobre borracho que necesita otra copa...
—Ésta la pago yo.
—No diré que no.
Ya les había servido la camarera la nueva ronda, cuando el joven
preguntó:
—Oiga, no se moleste por lo que voy a preguntarle. No entiendo
como, alguien que, como usted, parece tener tan pocas ganas de vivir,
puede atreverse a dictar como deben vivir millones de personas. No es mi
intención ofenderle...
—No, no me has ofendes—contestó Lucio—. Yo mismo me he
preguntado lo mismo muchas veces. Y siempre me contesto lo mismo.
Me contesto que, en el fondo, soy un buen profesional, que he sido un buen
trabajador para un organismo en el que, si bien no creo como creí que en
otro tiempo, no he dejado de creer totalmente. No soy un mercenario. No,
no lo soy. De verdad creo que mi trabajo ayudará a toda esa gente. O al
menos creo que, puestos a eliminar trabajos, mejor empezar por otros. Tú
quizás creas que el que se muere de hambre ha de morirse del todo para así
rebelarse y dejar de morirse de hambre y que los trozos de pan lo único que
hacen es distraerles de su sacrosanta tarea de morirse de hambre para así
poder rebelarse. Pero créeme que si algo he aprendido en esta vida es que
no hay nada más fútil que morirse de hambre. No es el trozo de pan el que
sobra, sino el panadero tacaño. Y el organismo para el que trabajo, con sus
ridículas presas y sus estúpidos intentos de arreglar el mundo, es más el
trozo de pan que el panadero tacaño.
20
—A mí más bien me parece la coartada del panadero.
—Puede que tengas razón. Pero aún así antes hay que acabar con la
tacañería que con la coartada para la tacañería.
—¿Pero como saber que el panadero es tacaño si tiene coartada?
—Hay que ser mejores detectives. Todos tenemos que ser mejores
detectives.
—¿Es esa la vida de la que no me quería hablar?
—No, todo lo contrario. Ésta es la vida que te apartará de vivir esa
otra de la que yo no te quería hablar. Verás, de jóvenes todos tenemos
algunas nociones muy claras. La justicia la primera. Pero pasa el tiempo y
así como vamos dándonos cuenta de que nuestros errores no nos hacen
unos jueces muy dignos, entonces perdemos también la fe en la justicia.
Pero no es la justicia la que nos ha fallado, sino nosotros los que le hemos
fallado a la justicia. Y llega un día en el que nos parece que lo único justo
es dejar de pensar en lo que es justo y lo que no lo es. Y ese día la
injusticia se ha ganado un alma más para ese enorme redil de la pasividad.
Un redil con perros pastores que son vicios, evasiones, todo tipo de drogas
y actividades diversas. A unos les da por beber, a otros por arreglar sus
casas, a otros por mirar el fútbol y a otros, simplemente, por aplicarse en la
tarea de ser minuciosa y perfeccionistamente miserables. Yo, por ejemplo,
me hice borracho. Y por mucho que me fastidie esta vida créeme que todo
es mucho más cómodo que en los tiempos en los que consideraba la
justicia como mi responsabilidad. Cuando no dejaba que fuera la sociedad
la que pensara por mí; cuando la justicia era algo más que castigos,
intimidaciones, y leyes incumplidas y dejaba lugar para la compasión;
cuando consideraba mi obligación perdonar a los que me ofendían. No
como ahora, que cuando alguien me ofende ya es un enemigo de por vida
al que tener a mano en los momentos bajos para así tener a alguien a quien
culpar de todos mis problemas. Sí, entonces la vida era mucho más difícil
de vivir. Cuando aún me creía en la obligación de enamorarme de las
personas. La verdad es que es terrible como una persona, por simple
coherencia ideológica, es capaz de autodestruirse. Eso es a lo que me
refería antes. Mi forma de salvarme hubiera sido olvidarme de todo
aquello, considerar primero mi lealtad a la vida que a unas vagas nociones
ideológicas. Justicia, amor, sinceridad..., en el fondo son sólo maneras de
no reconocer que nos estamos haciendo viejos. Unos se paralizan
músculos de la frente para no tener arrugas y otros no ven sus arrugas a
base de defender las cosas que defendían cuando no las tenían. Yo durante
mucho tiempo me agarré a la juventud a través de mis ideas, sin darme
cuenta de que la vida sabe más que nosotros y que, al final, nos
21
convertimos en ancianos vestidos de marineritos. Y mirame ahora, hecho
todo un adefesio. Queriendo salvar el mundo y no siendo capaz siquiera de
salvar un pedacito de mi alma. Soy un submarino hundido en alcohol, uno
que de vez en cuando saca el periscopio a la superficie, como lo estoy
haciendo ahora para hablar contigo, y que se pasa el día soñando con algún
día ser un iceberg y así al menos tener permanentemente una de nada
nueve partes fuera. Sí, una me bastaría, con sólo ser capaz de respirar
siempre que quisiera, de tener al menos alguna conexión con el mundo
exterior. Bien, así son las cosas mi joven medioambientalista. Los
inocentes, como tú, tenéis fe en la vida; mientras que a los culpables, como
a mí, ya sólo nos queda la fe en sus contradicciones. La contradicción de
querer justicia pero no querer ser denunciantes. De querer un mundo
mejor pero no tener que fijarnos en los defectos de éste en el que vivimos.
Por eso idealizamos a los guerreros: ¡que dicha la suya que al menos tenían
algo claro y conciso por lo que luchar y un enemigo al que no había
necesidad de entender! Pero estoy desvariando, amigo, supongo que ya
llevo demasiadas copas como para hablar con claridad...¡Qué te parece si
desvariamos sobre temas un poco menos trascendentales! Prefiero contarte
malos chistes que darte malos pensamientos. Ojalá que seas todo lo feliz
que yo no he sabido ser...
—Ni que estuviera usted muerto...
—Muerto del todo aún no. Sólo lo suficiente como para que la vida
no me duela demasiado.
—Lo que tiene que hacer usted es beber menos.
—Si hubiera una forma en la que beber menos no fuera luego beber
más...
—Sí que la hay: no beber.
—¡Ja! Pues vaya novedad. No es que yo no quiera dejar de beber,
es que quiero encontrar una forma de compatibilizarlo con seguir
bebiendo.
—Entonces no se queje de la vida si para mejorarla no es capaz de
algo tan sencillo como no beber...
—Sencillo, que no fácil. Pero no pasemos del tema de salvar el
mundo al tema de salvarme a mí. A mí, que tras años de fracasar siendo un
alcohólico anónimo ahora triunfo en la difícil labor de ser un borracho
reconocido. Sí, ya sé que debiera enorgullecerme de aquel fracaso en vez
de éste éxito, pero que le voy a hacer si soy así de...No, no me insultaré,
hay demasiada vanidad en los insultos que nos dedicamos a nosotros
mismos, como si fuera una virtud el decirnos las cosas nosotros mismos
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antes de que nos las digan los demás. Iba a contarte un chiste, ¿o ibas a
contármelo tú?
III
Tras un par de copas más, en las que nuestro medioambientalista
favorito le acompañó bebiendo zumo de naranja, nuestros dos amigos se
separaron, comenzando Lucio el paseo que había de llevarle hasta su
oficina en el edificio central del BIDA.
La burocrática Darterrae puede ser una ciudad muy agradable de día;
cualquier trayecto puede ser cubierto entre parques y zonas verdes a poco
que estemos dispuestos a desviarnos. Además, de día la ciudad es
bulliciosa, cientos de miles de personas entrando y saliendo de sus
oficinas, trabajando, descansando y llenando restaurantes, cafeterías y
plazas. Por la noche, por el contrario, Darterrae es una ciudad
desangelada, sus calles vacías hasta de coches y sumida en la más absoluta
de las modorras hasta que los despertadores, alrededor de las seis y media,
despiertan a la ciudad y a sus habitantes.
El tiempo que había pasado en Darterrae, sin embargo, le había
hecho apreciar cosas que sólo ciudades como ésta pueden ofrecer. Como
un hombre tonto que de vez en cuando nos sorprende con una genialidad,
siendo su tontería anterior una parte tan importante de la genialidad como
ésta; o como una mujer a la que creemos fea pero en la que que, de repente,
descubrimos una expresión de gran belleza, pasando dicha expresión a
simbolizar nuestra idea de belleza mucho más que las bellezas siempre
perfectas de otras mujeres; o incluso ese mal libro en el que leemos una
frase brillante y ya para siempre nos acordaremos de esa frase aunque nos
hayamos olvidado de buenos libros enteros. Puede haber, especialmente
para los que se han acostumbrado a ella, algo maravilloso en la
inconstancia, en la belleza inesperada y Darterrae, ciudad aburrida donde
las haya, a Lucio le parecía en aquel sentido sublime.
El camino hasta su oficina le llevaba entre calles interminables de
enormes edificios. De la misma forma que el que vive en una ciudad de
callejuelas aprende a encontrar compañía en cada una de sus esquinas y
recovecos, el que vive en una ciudad que, como aquella, había sido
construída más a la medida de un país que a la de su gente, acaba con el
tiempo encontrando compañía en los vacíos y en ese silencio que en las
ciudades es que el único ruido sea el del camión de la basura.
23
Las oficinas son frías y monótonas sólo para el que no las habita.
Como una música que oímos por primera vez, sólo con el tiempo
añadiremos a ese contexto musical u oficinesco algo de nuestra
personalidad y gustos. Esa máquina de café que es igual, no sólo al de
miles de otras oficinas, desde Manila a Berlín, sino incluso a la del piso de
abajo, puede acabar convirtiéndose en un objeto especial después de años
disfrutando u odiando el café que prepara. Con el tiempo las cosas dejan
de ser sólo cosas y se convierten en un espejo, en uno mucho más poderoso
que los espejos convencionales, los cuales sólo reflejan lo inmediato y
aparente. Son espejos tan poderosos que sólo reflejan si miramos.
Lucio se había acostumbrado a aquellos pasillos enmoquetados y a
aquellas barandillas que daban a un patio central en el que unas enormes
plantas dominaban la escena. Saludó al guarda nocturno, quien llevaba
más de diez años en el cargo. Era del país vecino al sur, Aubaye, y se
llamaba Juan.
—¿Sabe lo que andaba pensando Don Juan?—dijo en tono de guasa
Lucio en bayí, que hablaba fluidamente pues había vivido tres años en
aquel país, mientras le daba la mano al guarda—...que si fuera usted planta
ya lo hubieran cambiado.
—No me diga, ¿y eso?
—Andaba pensando que hay alguien increíblemente capaz al mando
de que las plantas siempre parezcan las mismas, a no ser que esa planta
lleve diez años siendo la misma, y que lo único que ha cambiado aquí en
los últimos diez años es su barriga.
—Las plantas son las mismas.
—¿De verdad?
—Tanto como que llevo diez años cuidándolas.
Lucio sonrió.
—Pues ya ve, a ese cuidado le debe usted que no le hayan cambiado.
De haberse muerto la planta alguien la hubiera cambiado por una igual y
entonces a alguien se le hubiera ocurrido crear un puesto llamado “Jefe de
Substituciones Exactas,” para cambiar todo lo cambiante para que siempre
parezca igual. O sea que a usted lo hubieran cambiado después del primer
año...—dijo Lucio dándole un cariñoso golpe en la barriga a Don Juan—
porque esa barriga la puso usted aquí.
—Y a usted también...—dijo Juan extendiendo su pulgar y
dirigiéndolo a la boca en señal de írselo a beber.
—Que bien me conoce...—dijo carcajeándose Lucio.
—A mí la línea ya me la cuidaron demasiado de joven. Siempre
digo que la única señora que ha sido capaz de conservarme la línea ha
24
sido la señora hambre. Las demás...; ¡si viera a mi señora! Cuando la
conocí en Aubaye era así—dijo levantando ahora el índice—Fina como un
fideo. Y mire que no le dijo un macarrón—ahora era el pulgar el que
levantaba—¡Cómo un fideo! Si parece que yo fuera a dar a luz a
quintillizos de esta barriga, ella parece que fuera a tener un equipo de
fútbol con reservas y todo, dos por pecho, dos por cadera, y seis de cada
nalga. Así que ya ve, hechos dos figurines, ¿qué vamos a hacer si no
querernos? El doce de Febrero hará treinta y seis años que nos conocimos
y treinta y cinco desde que nos casamos. Yo siempre le digo a mis hijos
que no dejen que su mujeres se ponga a régimen, no sea que después les
vayan a entrar ideas raras. O que les vayan a entrar a ellos. Pero bueno,
tampoco está mal que ellos que nunca han pasado hambre se cuiden la
línea.
—¿Sus hijos son de aquí?
—Cinco de ellos. Los dos mayores nacieron en Aubaye. Y todos
mis nietos, veintiséis nada menos, también de aquí. Entre todos me
enseñan a hablar dalterrino. Hasta el de cuatro años habla mejor que yo.
Tiene gracia, vivir tanto y venir de tan lejos, para que al final los nietos te
acaben enseñando a hablar. La vida está loca, ¡pero bendita locura!
—Enhorabuena...—dijo Lucio con una sonrisa.
—Usted, por el contrario, está cada vez más demacrado. Cuando le
conocí también parecía otro...
—Creo que lo era.
—¿Qué tal su familia?
—Bien, creo que felices. O eso me contaron en la última carta. Mi
ex-mujer y mi hija viven en Aubaye, en la costa de Aguaviva, en una
ciudad que en las fotos parecía muy bonita. No me acuerdo del nombre...
—¿Cuánto hace que no los ve?
—Once años. Recibo de ellos una carta al año que sólo contesté el
primero.
—No suena eso a una vida muy bendita, Don Lucio.
—A ellos les va bien, esa es la única bendición que aún me sigue
importando.
—Usted no era así cuando le conocí.
—Supongo que ya era así, aunque aún no me había dado cuenta de
que lo era.
—Maldita botella—dijo Juan—. Me gustaría poder ayudarle, pero ni
consejos puedo darle ya, que todo lo que le pueda decir seguro que ya se lo
ha dicho usted mismo muchas veces.
25
—Gracias por las buenas intenciones Don Juan. Pero bueno, podría
haber sido peor. Mis hija tienen una buena madre y, según lo que me dice
su madre en las cartas, también un buen padre. Yo con grandes esfuerzos
hubiera sido un padre mediocre, así que en el fondo habrá salido ganando...
—Pero nada puede sustituir a un padre...—dijo Juan.
—Tiene razón. Y ella tiene un padre. Yo soy sólo su progenitor.
—Pero eso que está diciendo es horrible—dijo Juan—¿Qué clase de
vida lleva usted?
—No, no me compadezca: llevo exactamente la vida que me busqué.
He acabado como tenía que acabar: sólo en algún lugar del mundo sin que
a nadie le importe demasiado lo que me pase.
—Eso será porque usted quiera.
—Efectivamente, porque yo quiero. La vida, amigo mío, es más fea
así, pero infinitamente más fácil. Eso es todo lo que me importa ya...
—No sé que decirle. Me parece que tiene usted explicaciones para
todo y esa sea quizás su mayor desgracia: que ha aprendido a explicar lo
inexplicable. Las cosas no tienen sentido sólo porque uno les haya
encontrado explicación...
—¡Ja! Bien dicho. Bueno, amigo Juan, me voy a trabajar un poco...
—Con Dios, Lucio. A ver si algún domingo se viene a comer con
nosotros y le animamos un poco.
Lucio miró a Juan por unos segundos con una sonrisa y con unos
golpes en el hombro le hizo ver que realmente agradecía sus buenas
intenciones. Quizás no hubiera hecho nada por ganarse las bendiciones de
la vida, pero tampoco para ganarse las maldiciones de sus prójimos, así que
necesitaba que éstos le trataran con un relativo cariño para seguir creyendo
que la vida, aún con sus buenas y malas suertes, era relativamente justa.
Al llegar a su despacho, Lucio sacó su pequeño infiernillo eléctrico
en el que calentó un poco de agua y se preparó una sopa de sobre. Tras
tomársela extendió el sofá-cama, que cubrió con una funda de sábana
elástica, sacó la almohada del armario y se quedó dormido leyendo el
periódico. Eran las tres y media.
A las ocho y media sonó el despertador. Tras afeitarse y ducharse, lo
cual hizo en los vestuarios de la oficina, a Lucio le esperaba una ajetreada
jornada. Tenía que dar una presentación acerca del ya mencionado
proyecto de la presa hidráulica en Aguaviva, repasar los Curriculum Vitae
de algunos candidatos a trabajos en su departamento, y chatear con una
pequeña aldea de Aguaviva como parte del programa de conexión a
internet copatrocinado por el BIDA y la ya mencionada Mundo Libre.
26
Lucio estaba poniendo en orden sus papeles, cuando, como salido de
algún submundo en las profundidades de los sótanos del banco, un
muchacho de pelo largo, sin afeitar y en mangas de camisa entró en su
oficina. Era el informático.
Lucio les dio los buenos días con una sonrisa a la vez que se
levantaba de su asiento para recibirlo.
—No, no hace falta que se levante...—le dijo el informático—, en un
momento empezamos.
—¿Eres nuevo?—preguntó Lucio, quien no necesitó mirar
demasiado al muchacho para darse cuenta de que aquel no era el viejo
Johanson, alto y esbelto caballero que parecía haber llegado a Dalterra
desde la lejana Suecia con la expresa misión de pasearse con unos
pantalones demasiado cortos que no le llegaban ni a los tobillos y una
voluminosa etiqueta que aclaraba “que él y sólo él” era el jefe de servicios
técnicos; como demostraba el que “a él y sólo a él” se le llamara cuando se
atrancaba una ventana, se estropeaba la máquina de café, o algún estómago
había mostrado su desacuerdo con la comida de la cafetería lanzándola a
medio digerir contra las paredes del lavabo.
—Dos meses...—dijo el informático levantando la mirada por un
corto instante.
—Vaya, un poco de savia nueva nunca viene mal. Ya nos estábamos
quedando un poco anticuados...
El joven asintió con la poca pasión de quien asiente a lo obvio.
—¿Es tu primer trabajo?
—El segundo.
—¿Qué hacías antes?
—Ganar y perder dos millones de terrones (la moneda de Dalterra)
con mi compañía de internet. Vendíamos apuntes de clases. Después nos
absorbió una compañía más grande y después...Bueno, lo típico, que todo
se fue al garete.
Lucio pensó que el muchacho había hecho méritos para ir en mangas
de camisa, alguna ventaja ha de tener el haber perdido antes de los
veinticinco años más dinero del que él ganaría en toda su vida.
—Vaya, lo siento...
El joven se rió ante la sincera preocupación con la que Lucio dijo
aquello.
—No, no se preocupe, hombre. Además, tampoco es tan grave.
Ahora el perder dinero da prestigio. Hay chicas que ya comienzan a
preguntar por cuando dinero has perdido. Conozco a una que no sale con
nadie que haya perdido menos de cinco millones. Conmigo salió porque a
27
mis acciones, aunque nunca llegaron a valer más de dos millones, se les
pronosticó que llegarían a los cinco. Las chicas suelen ir más a lo seguro
así que mientras nosotros nos la pegábamos con internet ellas seguían en su
trabajo calentito y caserito en algún banco de inversión. Así que ahora son
las que tienen el dinero y nosotros somos algo así como sus apuestas.
Bueno, supongo que como siempre...Sólo que antes todo era cháchara y
sueños mientras que ahora uno ya puede demostrar lo que es capaz de
ganar demostrando lo que ha perdido.
—¿Y tú novia es así?
—Mi última novia, esa que le he dicho que no salía con nadie que
hubiera perdido menos de cinco millones, me dejó por uno que perdió diez.
Una página de subastas, mucho dinero...Claro que lo mío era más original,
¡pero que sabrán las mujeres de originalidad! Así que ya ve, no importa lo
sensible y original que sea uno, que siempre llegará uno que haya perdido
más y...¿Y quién se acuerda de los momentos pasados? No, de eso nada,
gracias por todo y me voy a mantener a uno que ha demostrado mayor
capacidad para perder dinero, que ese sí que es un hombre. Son
calculadoras de carne y hueso. Aunque aquella más que de carne y hueso
era de silicona y hueso...¡Listo! Teleconferencia preparada. Aguaviva en
su monitor. ¿Sabe? El día que me dijeron que mis acciones no valían nada
pensé en irme a Aguaviva y olvidarme de todo. Pero después empecé a
pensar en todas las posibilidades de desarrollo de la industria de internet en
Aguaviva y otra vez me volví a liar. Los de su generación al menos tenían
Aguaviva. Cuando había algún problema podían fantasear con que, en el
peor de los casos, siempre podrían liarse la manta a la cabeza e irse allí a
vivir aventuras. En cambio ahora ya no nos queda ni eso. Antes de la
información, Aguaviva era exótico, mientras que ahora es simplemente
miserable. Y es que no es lo mismo, amigo mío, vivir en el exotismo de
una habitación sin aire acondicionado llena de mosquitos, que vivir en la
miseria de una habitación sin aire acondicionado llena de mosquitos. Así
que ya me ve, trabajando en esta mierda de oficina y esperando a que los
inversores se vuelvan a animar a financiar proyectos tecnológicos. Bueno,
esto ya empieza...
—Oye, ¿todo lo que me has contado es cierto?
—Lo de los dos millones sí, claro, ahora lo de las mujeres estaba un
poco exagerado.
—De ellas nada me extraña.
—Vaya, veo que a usted tampoco le ha ido muy bien con las
mujeres.
—A ellas no les fue mejor conmigo.
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—Todo un modelo de autoestima, amigo mío...
—Sí, lo soy. Si aún me sigo queriendo después de todo es que, o no
soy del todo malo, o tengo mucha capacidad de quererme. Quererse
cuando todo va bien es fácil. ¡Lo mío sí que es amor incondicional!
—Vaya, recuérdeme que quede con usted para tomar un café el el día
que se me ocurra pegarme un tiro—bromeó el joven—. Creo que será toda
una inspiración para que me lo pegue.
—Pues te lo pegarás sólo. Yo me lo pegaría si creyera que la vida es
para siempre. Pero si la vida va a solucionar el problema por mí...La
verdad, no le veo sentido a hacerle el trabajo a quien ha sido mejor
entrenado que yo. Matarme antes de que me cogiera la muerte: ¡eso sería
intrusismo!
—Bien dicho. Oiga, sin querer pecar de ese intrusismo del que me
hablaba, la verdad es que tiene usted a unos niños de Aguaviva más tirados
que una colilla. Si quiere les hago partícipes de sus opiniones sobre la vida
y la muerte, será un comienzo...
—No estaría mal. No hay nada que sepamos más efectivo que la
verdad pero que al final utilicemos menos. Ahora les hablaré a todos estos
niños de lo maravillosa que es la tecnología, de lo buenos que nos hace a
todos la educación, de como tienen que estudiar para ser hombres de
provecho y de como desde nuestro banco haremos todo lo posible para que
lo sean. Y ellos,al escucharme dirán, “vaya, a ese le importamos más que
al cabrón éste que se pasa el día intentando comprarnos las patatas más
baratas, al que siempre nos está regateando el precio de los tomates; no, no
es verdad que los de allá sean todos malos, porque a éste parece que le
importamos.” Y es qué diciéndolo a través de internet...¿Cómo no van a
creer que es una especie de mensaje divino? Y toda la inversión que se
hace para que lo tengan todo en sus países, para que cada vez tengan
menos razones para emigrar, no hace sino mostrarles lo que no tienen y así
darles más razón para hacerlo. Y encima cuando oyen lo maravillosas que
son nuestras sociedades, lo puros que son nuestros gobernantes, lo buenos
que somos todos aquí...Si les dijéramos toda la verdad, si utilizáramos los
medios para decirles que lo que queremos todos en el fondo es que nos
peguen un buen trabucazo en la boca. Sí, yo creo que eso sería mucho más
efectivo; decirles que ésto es una porquería y que aquí vivirán como
perros, que tendrán cadenas por todo y que cuando busquen un culpable se
darán cuenta de que no hay culpables ya que todas esas cadenas se las han
creado ellos mismos. Vamos, toda una porquería, si se lo dijera...
—Oiga, que si quiere yo empiezo a escribir.
—Buenos días, Aguaviva...
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—Buenos días Dalterra—apareció en la pantalla.
—Aquí son las nueve y cuarto de la mañana—continuaba el mensaje
de la pantalla—los niños han madrugado y están atentos a sus palabras...
—-Ya lo ves—dijo Lucio—Atentos. Y no me extraña, porque
también yo de niño estaba atento a las cosas. Atento para ver lo mejor de
las cosas, para esperar una palabra amable o descubrir un gesto que me
volviera a demostrar lo asombrosa que era la vida...¿Por dónde íbamos?
— “¿Aguaviva? ¿Siguen ustedes ahí...?”—escribió el informático
antes de decirle a Lucio:
—Oiga, hacer un chat con usted es toda una experiencia. ¿Va a decir
algo o lo voy poniendo yo?
—Sí, ya voy. Aunque podría ponerlo usted porque ya verá que al
final acabo diciendo lo que dicen todos: que el mundo es una gran
aventura, que...
—¡Alto ahí!—dijo el informático—No me ponga ejemplos de lo que
va a decir y si le parece me lo dice.
—¿Cuántos niños hay?
—Bueno, veo que por fin se ha decidido a que nos movamos un
poco.
El muchacho tecleó la pregunta.
“Veinticinco”, fue la contestación desde Aguaviva.
—¿Y qué quieren ser estos niños de mayor?
Poco después llegó al respuesta:
—Hay de todo: futuros médicos, arquitectos y un futbolista...
—Mal asunto—dijo Lucio—Mal asunto. Yo, por ejemplo, quería ser
economista y ya me ve...
—¡Y economista es! ¡Enhorabuena!—dijo e informático.
—No, soy borracho. Creo que lo mejor sería que los niños quisieran
ser borrachos para que así, al fracasar en sus objetivos, se convirtieran en
economistas, médicos y arquitectos...
El informático ya había tenido suficiente.
—Oiga, amigo, de verdad que me gusta escucharle, pero por mucho
que no se lo crea en mi contrato no hay un extra por escuchar las
parrafadas del economista de turno. O borracho si lo prefiere. De haberlo,
le juro que me quedaría aquí todo el día escuchándole. Así que al grano,
que a partir de ahora pienso escribir todo lo que me diga.
—Vaya genio. Bueno, por donde íbamos...
—Le han hablado de lo que quieren ser de mayores.
—Bien, dígales que me gusta mucho hablar con ellos y que no es
cada día que uno tiene la oportunidad de, a través de cielos, desiertos,
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montañas y mares, llegar a gente que uno no conoce en lugares en los que
uno no ha estado, aunque no, desde luego, por falta de ganas...
—Anda que para ir de duro por la vida no es cursi ni nada el viejo—
murmuraba el joven informático mientras escribía.
—Tiene razón, soy como todos. Yo tampoco le hablo a los niños de
lo oscuro y feo que se pueden encontrar en el camino. Les digo lo bella
que es la vida, que hay que ser trabajadores, rectos, que siempre hay que
tener ilusión por el minuto siguiente y les hablo de las cosas malas como si
fueran cosas tan terribles que sólo los monstruos harían.
—Le he avisado, eso lo escribo.
—Me haría usted un favor.
El joven comenzó a escribir pero paró a la cuarta palabra.
—Esos niños no tienen ninguna culpa de que esté usted enfermo.
—Tiene razón. Además, prefiero que no lo escriba. En el fondo soy
igual que todos y en vez de darles mis verdaderas opiniones les daré las
opiniones que me gustaría tener. Digo que es a ellos a los que quiero
proteger cuando en realidad es a mí mismo. Quiero decir que el mundo es
bello y pensar que quizás lo sea para alguien y que quizá lo sea gracias a
mis palabras y así me siento más tranquilo y me olvido por un rato de que
mi mundo no lo es. Bueno, a lo que íbamos...
—No, no se preocupe—dijo Tomás—que ya le doy por perdido. Les
he preguntado a su buena audiencia a ver si tienen algo que preguntar. A
ver si con las respuestas es usted un poco más conciso que con la
exposición. Mire, una pregunta...
—Mi padre—leía Tomás...
—Oiga, que leer sé...
—No lo dudo. Otra cosa es que se digne a hacerlo. Se lo leo yo y
así me ahorro las filosofadas entre frase y frase...
—Mi padre—volvía a leer Tomás—, vive ahora en Dalterra. Hace
ya dos años que se fue y, aunque hablo a veces con él por teléfono, ya no
estoy seguro de que nos quiera a mí y a mi madre. Mi madre dice que mi
padre se está sacrificando por todos, pero yo no entiendo porque tiene que
irse a ser infeliz y a sacrificarse si aquí él era feliz.
—Tú padre, bonita...¿era una niña, verdad?—le preguntó a Tomás.
—Sí.
—...quiere que podáis ir al colegio, que tengáis ropa y comida y que
tengáis un buen futuro. Y para eso ha tenido que venir aquí, a un país
desconocido y tan lejano y por eso tiene que vivir aquí aunque no dudes de
que, de poder elegir, estaría a tú lado. Pero para eso está el Banco
Internacional de Desarrollo para Aubaye, para iniciar proyectos de futuro
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en los que gente como tu padre pueda trabajar y que así no tengan que irse
a otros países en busca de trabajo.
—¿Pero por qué mi padre no me dejó elegir si quería ropa o tenerle a
él?—fue la siguiente pegunta de la niña.
—Porque tu padre no tenía elección. De haberla tenido no dudes de
que no hubiera tenido que elegir. Pero no te desanimes y, sobre todo,
habla con él todo lo que puedas y dile lo mucho que le quieres, las ganas
que tienes de que vuelva. Y dile que no está solo, que hay muchos que
trabajamos para que pueda vivir en un mundo más justo en el que no tenga
que separarse de sus hijos; que la vida no va a ser siempre trabajar y que
algún día ahorrará el suficiente dinero para volver, que se abrirán más
fabricas en Aguaviva...Díselo muchas veces, porque él necesita que le
animes, igual que tú necesitas que te animen cuando algo no te va bien en
el colegio. Él necesita que le animes tú ahora, porque él está también en
una especie de colegio, con muchos profesores y con gente que no habla su
idioma y que le regaña cuando no hace los deberes o cuando llega cinco
minutos tarde.
—Nos mandan la siguiente pregunta, que conste que no he escrito ni
la mitad de lo que me ha dicho, pero vamos avanzando...
IV
Comet no había comprendido muy bien a donde iban, pero sí que era
de la mayor importancia. Ni más ni menos que a ver el futuro, o eso era lo
que le había dicho su padre. Y no un futuro cualquiera, había continuado
explicando el señor Arbós, no, nada de eso. No uno de esos futuros de
después, uno de esos que para cuando por fin se convierten en presente
hace ya por lo menos cien años que por no ser ya no somos ni pasado. Ni
un futuro de curas, de esos que por no ser sólo lo son a través de creer
ciegamente en que lo serán.
—Los curas todos lo solucionan con la fe—decía el señor Arbós—.
Mira hijo, por ejemplo, ten fe en que soy el hombre más rico del mundo...
¿la tienes?
Comet asintió.
—Bien, te has ganado un helado por buena voluntad—dijo el señor
Arbós con una enorme sonrisa de la que al instante se contagió Comet—.
Aunque lo pierdes por inocente. Claro que a tu edad que vas a ser sino
inocente, así que quizás debiera comprártelo...—siguió el padre de Comet
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haciendo como que dudaba—. Aunque a tu edad que vas a tener sino
buena voluntad, así que te vuelves a quedar sin. Ya ves de lo que te ha
servido tu fe en que soy el hombre más rico del mundo. Así que lo de la fe
déjala para los curas, que ellos tienen razones para tener fe en la fe, ya que
viven de ella y uno ha de tener fe en lo que le da de comer. No, hijo mío,
lo que vas a ver hoy no tiene nada que ver con la fe y las falsas ilusiones.
Lo de hoy es el futuro de verdad y tú tienes que estar muy atento para así
ser parte de él.
Comet asintió y, tras un momento de reconcentrado silencio, replicó:
—Si tu no eres el hombre más rico del mundo...¿entonces de que
sirve ser el más rico?
—Ser el más rico, la verdad, de poco o nada. Pero ser rico no estaría
mal, aunque tampoco es que fuéramos a hacer cosas que no haremos de
todos modos. Lo del futuro, por ejemplo, no tiene precio y lo del
helado...Bien, que puñetas, que aunque debo de estar en el cuadro de honor
de los más pobres conozco a algunos que deben de estar en el medallero,
así que venga ese helado.
Ya le daba Comet violentos lametones a un enorme helado de
chocolate, cuando su padre retomó el tema del día.
—Pues sí, hijo mío, un futuro que podrás tocar con las manos como
ahora tocas el presente. Aunque mejor no lo toques demasiado no sea que
vayas a romper algo.
Comet asintió. Si los mayores decían que siempre lo rompía todo es
que lo rompía todo.
—¿Sabes que cuando rompes algo siempre te digo que no te
preocupes, que para saber como funcionan la cosas a veces hay que
primero aprender a romperlas?
—Sí, me lo has dicho muchas veces, como cuando rompí aquel
espejo...
—No, no hace falta que me lo recuerdes—dijo el padre tapándole la
boca al niño con la mano—, que como sea verdad eso de que romper
espejos trae mala suerte tú ya has roto espejos para tres vidas...¡Tres! ¡Tres
vidas de gatos! ¡Cada una con sus siete vidas correspondientes! Aunque
todo en la vida tiene su lado bueno y malo, así que no dejes de buscar la
habilidad que compense lo manazas que eres, que seguro que con ella te
ganarás bien la vida.
—Hoy no tocaré nada.—dijo muy decidido el niño.
—Puedes tocarlo, pero con cuidado. Y sobre todo tócalo de la forma
que te digan que lo toques. ¡No te vas a quedar mirando como el futuro
pasa por delante de tus narices! Vaya, esa es una buena máxima: “es mejor
33
romper el futuro por manosearlo demasiado, que quedarse mirando como
tontos como pasa.” Claro que tú aún eres demasiado joven como para
entender todo ésto, así que intenta no romper nada. Pero aunque no me
entiendas del todo no dejes de escucharme, a ver si entre los dos sacamos
un par de buenas frases que les puedas repetir a tus hijos y decirles aquello
de “el abuelo decía...” ¡Ja! Que bonito ser recordado así. Mucho mejor
que eso de ser recordados con caras serias, subidos a un caballo y diciendo
algo sobre la grandeza del país...
Comet, ponerle aquel nombre había sido idea del señor Arbós.
Comet Bertrand, poeta, había sido fusilado por el rey Petar; (quien, todo
hay que decirlo, tuvo el magnánimo detalle con todos aquellos a los que
mandó fusilar de morir a su vez fusilado). Fue en la revolución de 1848 y
de aquel entonces es la famosa frase de Bertrand de “podéis quitarme los
sueños que sueño mientras duermo, pero no los que sueño mientras estoy
despierto”, frase que, ya enfrentado al pelotón de fusilamiento, completó
con el no menos recordado: “me mandáis a dormir, pero alguien se
despertará por mí.”
Pues bien, el nombre de Comet, pese a las mencionadas
connotaciones heroicas, no le gustaba a la madre del niño ni mucho ni
poco. Ella hubiera querido un nombre de probada valía, uno de esos que
dan buena suerte a los que los llevan y que, al pensar en quienes lo han
llevado antes, evocan una larga lista de ganadores de la vida. Pero el señor
Arbós seguía empeñado en ponerle nombre de muerto y de guerra perdida.
Y es que la segunda opción que propuso fue llamarle Jesús, de cuyo
calvario era gran admirador; no tanto por lo que tuvo que sufrir en vida,
que ya estuvo bien, sino porque ni dos mil años después de muerto le
dejaran descansar en paz y siguieran cuchicheando como verduleras sobre
su vida.
“Peor que verduleras: como curas,” apostilló alguna que otra vez.
Así que su esposa decidió que mejor ceder a tiempo y ponerle
nombre de héroe caído que de mártir; que los héroes ganan de vez en
cuando mientras que los mártires, aún cuando lo hacen, lo hacen de esa
forma tan enrevesada de ganar perdiendo.
—Vaya suerte la mía—le dijo la señora Arbós a su marido el día en
que se decidió el tema del nombre—. ¿Quién me iba a decir que el novio
serio y tímido del que me enamoré se iba convertir en un marido majareta?
Ponerle a un hijo el nombre de un señor que lucho causas que podía perder
y que, encima, tuvo la mala suerte de perderlas. Tonto y encima con mala
suerte...
—A la larga se demostró que él tenía razón...—le dijo su marido.
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—¿Y cuál es su indemnización? ¿El nombre de un colegio? ¿Quién
le devuelve la vida?
—Entonces le ponemos Jesús y todos contentos.
—Vaya, la cosa mejora. Media humanidad lleva dos mil años
viviendo de su muerte y a ti se te ocurre llamar así a tu hijo. De un señor
que tenía un padre que le mandó a morir...¿Estás loco? Si Dios mandó a su
hijo a morir sus razones tendría, pero yo a mi hijo le traigo a vivir,
¿entiendes?
—Bueno, mujer, tampoco hay que ponerse así—dijo el señor Arbós,
de nombre Luis, en tono de broma—. Además, el nombre de Jesús tiene
indudables ventajas, como resucitar a los tres días...
—¿Por qué no pruebas tú a resucitar? Tírate por un puente y si
resucitas aún estamos a tiempo de cambiarte el nombre.
—Bueno, entonces no le pondremos Jesús.
Y en Comet se quedó.
—¿Mira Comet, ves esas pantallitas que parecen televisores?—le
decía su padre el día que fueron a ver el futuro—. Por allí puedes ver el
mundo. Tienes que saber mirarlo, pero de verdad que se ve. Hay algunos
del pueblo que dicen que es cosa de magia, pero tú no les hagas caso, que
la magia nunca es magia para el mago. Lo que pasa es que los ignorantes,
los que no saben los trucos, lo toman todo por magia. Que los demás
hablen de magia si quieren, hijo mío, pero tú nunca te olvides de aprender
los trucos.
Magia o no, a Comet le gustó el aspecto de la presunta maga, una
muchacha larguirucha de aspecto frágil, con un pelo rubio muy bonito y
enormes y atentos ojos azules. Lo de atentos le pareció muy importante.
Y es que Comet, al que tantas cosas le faltaban por aprender de la vida, a
cambio aún no había “desaprendido” las que sabía por naturaleza. Así que
Comet aún sabía que la principal diferencia entre niños y adultos es que
éstos tienen la mala costumbre de salir a la calle con los ojos apagados,
como si nada les importara y como si no necesitaran la luz de los ojos para
ver las cosas. Aquella chica, por el contrario, los llevaba bien encendidos.
—¿Todos las magas son rubias?—preguntó Comet al encontrarse
junto a la muchacha.
La chica no comprendió lo que había querido decir el niño hasta que,
entre risas, Luis le explicó el porqué Comet la había llamado maga.
—No, para nada, aunque en mi país hay muchos que lo son, rubios,
quiero decir, no magos...—dijo ella en un fluído bayí marcado por un
fuerte acento dalterrino.
—¿De dónde es usted?—preguntó Comet.
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—De Dalterra. ¿Sabes dónde está Dalterra?—le dijo ella mientras le
cogía de la mano y le dirigía a uno de los pupitres.
—Al norte de Aubaye.
—Muy bien. Y estudié en Europa, en Bélgica, ¿sabes dónde está
Bélgica?
—Claro que lo sabe—dijo su padre—Venga Comet, díselo.
—En África—dijo Comet.
Su padre le miró orgulloso. Para tener nueve años el muchacho se
equivocaba con estilo. Algún día sería tan listo que hasta al equivocarse lo
sería más que los demás al acertar
—No, Comet—dijo Luis—. Piensa un poco e intentalo de nuevo.
¿Te acuerdas de que el otro día lo estudiamos juntos?
—Es que la pregunta es un poco difícil...—dijo la muchacha—¿Y si
la hiciéramos más fácil?
—¿Qué dices tú, Comet?—preguntó Luis.
—Que no la sé.
—Bien hecho, Comet—dijo la muchacha—. Siempre que no sepas
algo tienes que decirlo. Bien, te la haré un poco más fácil, pero tienes que
prometerme que, cuando puedas, irás a la biblioteca y cogerás algún libro
donde hablen de Bélgica.
Comet asintió.
—Está en el mismo continente que Francia—dijo ella.
—Europa.
—Muy bien—dijo Luis—¿Capital de Francia?
—París.
—¿España?
—Madrid...
—¿Capital de Bélgica?—preguntó entonces las chica.
—Bruselas—contestó Comet ante la mirada satisfecha de su padre.
—Pero si ya estás hecho todo un mago—dijo la muchacha—Vaya,
vaya...
—¿Qué se dice?—dijo Luis.
—Gracias, señorita.
—A vosotros por venir—dijo ella—. Me llamo Bruna. Y hablando
de trucos, ¿me vas a ayudar con el truco mayor? Estaba buscando un
ayudante para utilizar la computadora.
Por lo abiertos que Comet tenía los ojos, Bruna se dio cuenta de que
no hacía falta que repitiera la pregunta.
—Bueno, entonces me lo llevo conmigo, señor. Sea usted tan
amable de sentarse en una de las primeras filas y si ve que hay gente que se
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sienta por atrás dígales que se sienten lo más adelante posible. Y tú,
Comet, ves diciéndole a lo niños que se sienten contigo en el suelo al lado
de la mesa, así no os perderéis nada.
Comet asintió, confiado de poder cumplir con tan importante misión.
Poco a poco fueron llegando otras personas del pueblo. En total,
cerca de cuarenta personas entre niños y mayores. No estaban muy
seguros de lo que iban a ver, ni siquiera de que iban a ver algo. Ramiro, el
dueño de una las tabernas y que siempre tenía explicación para todo, sobre
todo para lo que no sabía, les había dicho que era un programa de
televisión viejo que ya no querían los dalterrinos y que por eso se lo
mandaban a ellos.
—Aunque lo sea, nos lo mandan porque lo cogemos, si no lo
cogiéramos ya verías como dejaban de mandárnoslo. Así que hay que
estar agradecidos...—le había dicho Luis, que era asiduo de la taberna de
Ramiro, pocos días antes.
—Yo no lo cojo, no quiero la limosna de nadie—le contestó Ramiro.
—Pero tú no cuentas.
—¿Y eso por qué?
—Porque tú no necesitas nada. Tú no lees, ni ves películas, ni vas a
la biblioteca, a ti te basta con que en el mundo haya alcohol y borrachos.
—Y a ti con que haya alcohol.
—No, a mí no me basta, porque tengo un hijo al que no le tiene que
bastar. Quizás antes me bastara, pero ahora ya no. Y esta es la última
copa que tomo—dijo Luis bebiéndosela de un trago y tirando el vaso
contra el suelo—Cóbrate el vaso—dijo dejando un billete sobre la barra.
—Oye, Arbós, por aquí no vuelvas.
—¿A qué? ¿A mirar tu cara bonita? ¿No me has oído que esta será
la última copa que tome?
—No quiero miserables por mi taberna.
Desde la puerta Luis lo miró con una sonrisa.
—Y menos miserables sobrios. Desde luego, lo que hay que ver.
Detrás de la barra pavoneándote como si lo tuvieras todo, como si fueras la
persona más emprendedora del mundo, cuando eres tan conformista que lo
único que tienes es codicia. Por muchos colchones que rellenes de billetes
no comprarás ni una idea. Programas viejos de televisión dice...
—Lo que tú no comprarás son copas. Fuera de aquí y que no vuelva
a verte.
Ésta conversación había tenido lugar dos semanas antes. Claro que
no era la primera vez que decía que iba a dejar de beber, ni siquiera la
37
primera que lo decía en público, pero si la primera que, al volver a casa,
había llamado a Comet y le había dicho:
—Te lo quiero decir a ti, hijo mío, porque sólo en frente tuyo no
tengo vergüenza. Tú ya sabes que tu padre no es el más fuerte, ni el más
alto, ni el más listo. Pero sabes también que nunca te diré una mentira.
Hoy he dicho que no volveré a beber y hoy te lo digo también a ti. Y si me
vuelves a ver beber podrás decir que te he mentido.
Comet se abrazó a él, seguro de que sólo el más alto, fuerte y listo
podía tener el valor de decirle que no era ninguna de aquellas cosas.
Y así fue como dejó de beber. Bueno, no exactamente, ya que nada
más verle con un vaso de agua Comet le preguntó que porqué bebía si tan
empeñado estaba en dejar de beber. Es verdad que Luis nunca había
pasado de ser un bebedor social, que se tomaba una (todo lo más dos)
cervezas por las tardes, pero también lo es que decenas de veces se había
dicho que quizás pudiera hacer cosas mejores con su tiempo. Pero ni todas
las buenas intenciones habían podido lo que Ramiro había conseguido en
escasos cinco minutos.
“Sorprendente mundo,” se decía Luis, “en el que hasta los mayores
cretinos tienen su sitio.”
En las últimas semanas Luis había pensado a menudo en las palabras
de Ramiro. Quizás todo aquel revuelo fuera por un viejo programa de
televisión, ¿pero acaso no habían aprendido él y Comet muchas cosas de
un viejo atlas de la biblioteca que habían mandado desde Dalterra? No es
que no sirvieran, sino que en Dalterra tenían más y podían pasar sin ellos.
Así que un día Luis se dirigió a la antigua bibliotecaria, la señorita
Casimiro, quien incluso después de retirada aún iba a la biblioteca cada día
a echar una mano, y le preguntó que porqué tantos libros e incluso algunas
estanterías ponían Universidad Estatal de Dalterra.
—Todo viene—le contestó la señorita Casimiro—, por un viejecito
muy simpático que enseñaba en esa universidad y que pasó cerca de un
mes en el pueblo hace unos treinta años. Como se iba un sábado y los
sábados la administración no nos dejaba abrir por falta de presupuesto, me
ofrecí a ir a buscar el libro a su pensión. Él me dijo que de ninguna
manera, que me lo devolvería el viernes, pero yo le dije que de todas
maneras iba a ir a misa cerca de allí, así que no era molestia. Me acuerdo
que era una edición muy vieja y estropeada de Moby Dick. El hombre me
dio las gracias y al ir a recoger el libro aquel sábado me dio diez libros que
llevaba consigo de viaje y me dijo que fuera tan amable de aceptarlos en
nombre de la biblioteca. Pocas semanas más tarde llegó un paquete con
libros, entre los cuales había un precioso ejemplar de Moby Dick y no
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hubo año que no nos mandara cien libros. Un día, hará unos diez años, nos
llegó una carta en la que su hija nos decía que el buen profesor había
muerto y que la universidad, como homenaje a su distinguida carrera
docente, iba a seguir mandándolos. Y así ha sido. Y nos mandan más
cosas, como estanterías, mapas, lápices...”
Así que Ramiro estaba equivocado, vaya novedad. O quizás no.
Quizás Ramiro tuviera sus razones para ver una humillación en toda
generosidad y una afrenta en cada intento de ayuda. En cualquier caso que
Ramiro se quedara con sus razones, que él se quedaría con las suyas. Y
Luis preferiría pensar que el mundo está lleno de gente buena que a poco
que pueda y sepa que lo necesitamos nos prestará su ayuda de forma
desinteresada. De nuevo Ramiro hubiera dicho que lo hacían para
abrillantar sus conciencias, e incluso una vez le había llamado tonto por
ayudar a que los de Dalterra tuvieran sus conciencias un poco menos sucias
a costa de la miseria de Aguaviva. Así que, tras mucho pensarlo, Luis
llegó a la que sería su conclusión definitiva sobre el tema:
“Ha de ser difícil vivir en la piel de Ramiro.”
Así que al día siguiente Luis entró en la taberna dispuesto a hacer un
gran gesto conciliador:
—Querido Ramiro, he venido a pedirte perdón en frente de todos por
haber hecho asco a la bebida que tan amablemente me has servido durante
años. No voy a volver a beber, que si algo ha de tener un hombre es
palabra y quien lo va a saber mejor que yo que tantas veces no la he tenido
y por eso me he sentido menos hombre. También quería decirte que no
estuvo bien que rompiera un vaso en tu agradable establecimiento. Ni el
que hubieras dicho la peor de las necedades hubiera justificado mi gesto.
Fue un gesto feo...
—Aquí necedades no ha habido más que las tuyas—dijo Ramiro—.
Y ésta una más. —Bueno, puede que no te falte razón. Entonces, todo
aclarado.
El gran gesto terminaba allí. La escena sólo terminaría a su favor si
en aquel momento daba las buenas tardes y se retiraba.
Pero los hombres no sólo queremos tener la última palabra, sino que
la queremos tener muchas veces y Luis no supo resistirse a decir lo
siguiente:
—Ramiro, lo he estado pensando detenidamente y he llegado a la
conclusión de que ha de ser una vida difícil la tuya, envenenado por
prejuicios y viendo cosas malas hasta en las buenas. Si ha de ser duro vivir
rodeado de ogros, cuánto más inventárselos para poder vivir. Y mira que
te digo que, o mucho me equivoco, o el programa de Dalterra no es un
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programa viejo. Y ahora rompo este vaso y te pago dos—dijo poniendo un
billete sobre la barra—, y cuando haya visto el programa volveré y
romperé el otro vaso que te he pagado.
—A este precio—dijo Ramiro cogiendo el billete—, rompe los que
quieras.
Luis salió de la taberna sin estar muy seguro del significado de sus
acciones y teniendo la extraña sensación de que aquel gran gesto que había
de acabar con todas las hostilidades no había sino abierto una nueva gama
de las mismas. Había entrado a excusarse por haber roto un vaso y no sólo
había roto otro, sino que hasta había puesto fecha a romper uno más.
Al contárselo a Rosalía, su mujer, ésta le había dicho, incrédula:
—Querido Luis, estás majareta. Dicho esto, me parece muy bien que
ya no busques al rebaño para beber por las tardes. Y un par de vasos
pagados, aunque sea al precio de una cristalería completa, me parece,
teniendo en cuenta lo que te vas a ahorrar en bebida, un precio razonable.
Ahora bien, como rompas uno más que ese que tienes pagado y, sobre
todo, como pagues alguno más...Si la casa invita rompe los que quieras,
¡pero como vuelvas a gastar un sólo elintón (la moneda de Aguaviva,
llamada en honor al padre de la patria aguavivense, el estadista y músico
Jofrás Elinton) en romper vasos lo que te voy a romper yo a ti es la cabeza!
El gran día había llegado. Por fin iban a saber quien tenía razón.
Aunque lo de tener razón era ya lo de menos, sobre todo si la tenía. Tantas
eran las nuevas sensaciones que prometía aquel extraño artilugio inventado
por los dalterrinos. Decían que salía a través de una pantalla, así que en
ese sentido quizás Ramiro no estuviera del todo equivocado. Pero sólo en
ese, porque por lo demás Luis estaba seguro de que sería diferente a un
programa de televisión. ¿Quién ha oído hablar de un programa de
televisión al que uno puede decirle cosas? Había entendido que podrían
hablar con un señor muy importante de un banco de Dalterra, así que
aquello iba a ser algo así como una gran llamada de teléfono. Una gran
llamada de teléfono a mucha gente a la vez, pero en realidad sólo a una.
¿Pero cómo iban a hacerlo para escuchar las preguntas, tal y como les
había dicho Roberto—el bibliotecario del pueblo y sucesor de la señorita
Casimiro—de cientos de personas en muchos lugares del mundo, ya que
por más que miraba no veía más que un teléfono y encima estaba
desconectado? Lo dicho que aquella prometía ser una tarde memorable.
Se oyeron algunos murmullos. Comet aguzó el oído y oyó que
algunos decían la palabra magia. Sonrió satisfecho: sí, era magia, y él era
parte de la hermandad de los magos, aquella maga rubia se lo había dicho.
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Así que estaría atento por si pillaba el truco y, si no lo hacía, le bastaría con
preguntarle a su amiga Bruna para que se lo explicara.
—¿Tú entiendes algo?—le preguntó perplejo al oído otro de los
niños, una perplejidad a la que contribuía la cara de confianza de Comet.
—No: pero lo entenderé—dijo éste.
—¿Y me lo explicarás?
—Eso es cosa de Bruna.
—¿De quién?
—De la maga. Pregúntale si tú también eres mago.
—Pregúntaselo tú por mí...
La desesperación que se reflejaba en la cara del otro niño le hizo
pensar a Comet en que quizás hubiera que pedirle algo a cambio de aquel
favor. Especialmente teniendo en cuenta que aquel niño era conocido por
abusar de los demás niños a tortazos cuando jugaban al fútbol. Pero cuanto
más le pidiera a cambio más importancia parecería que le daba a aquel
acto, como si entre la maga y él no hubiera confianza. Dudó un momento,
una canica parecía un precio razonable, pero un impulso de vanidad hizo
que hiciera algo aparentemente tan generoso aunque en el fondo tan
orgulloso como no pedirle nada.
—Bruna—dijo Comet—, un niño me ha preguntado si todos somos
magos y si nos vas a explicar a todos los trucos.
—A todos los que sepan la contraseña—dijo Bruna sonriendo—. La
contraseña es saber cual es la capital de mi país, de Bélgica. ¿Tú la sabes
Comet?
Comet sintió la admiración que, dirigida a él, recorrió como un
viento de seda la sección infantil. Comet, el aprendiz de mago, ese era él;
el que aún no conocía todos los secretos pero sí el más importante, ese que
era la llave de todos los demás: la contraseña. ¡Como no iba a saberla!
—A ver, ven y dímela al oído—dijo Bruna, por si acaso la capital de
su país hubiera dejado de ser Bruselas.
Comet se acercó, de modo que todos los niños le vieron discutiendo
aquella valiosa información con la maga, quien tras escucharle un
momento con atención le susurró algo al oído. No sólo sabía la contraseña,
se dijo Comet, sino que además tenía poderes para discutir cual era la
contraseña adecuada. Tras algunos instantes de negociaciones Comet
concedió que aunque París no hubiera sido mala contraseña, como capital
tal vez le quedara un poco grande a Bélgica. Así que de la cumbre de
Biniveri surgió el que Bruselas siguiera siendo la capital de Bélgica y que,
por lo tanto, aquella fuera la contraseña.
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Mientras volvía a su sitio, con gesto de que la información recién
discutida con la maga no era como para tomársela a la ligera, Bruna le
pedía que no se olvidara de decirles a todos sus amigos aprendices de
mago cual era la contraseña.
“Bruselas, la contraseña es Bruselas...;” le dijo Comet al niño que se
sentaba a su lado, al matón que, como todo matón, mostraba no ser en el
fondo más que un corderito a la espera de que algún pastor le diera la
forma de someter al resto de corderos. Y ese pastor era Comet. Y el
matón sacó hasta doce canicas por compartir aquella información que
Comet le había dado gratis.
Así que un minuto más tarde todos conocían la información según la
cual la capital de Bélgica había dejado de llamarse Bruselas para llamarse
Rogelias, nombre con el que llegó al último niño.
—Bueno, entonces ya estamos preparados—dijo Bruna—. Primero
las presentaciones. Me llamo Bruna Lomars y hace un año y medio que
vivo en Aubaye. Llegué para ser educadora de calle, pero mirad por donde
he acabado rodeada de ordenadores. Los ordenadores, para los que no lo
sepáis, son estas televisiones—al oír ésto Luis palideció, aunque sólo por
un instante ya que Bruna dijo a continuación—, aunque de televisiones
sólo tienen el aspecto, ya que en el fondo son algo muy distinto, como
aprenderéis esta mañana. Así que como os contaba trabajé como
educadora de calle hasta que la organización de la que formo parte, Mundo
Libre, se alió con una gran empresa de ordenadores para iniciar este
proyecto, que tiene como objetivo llevar la informática, los ordenadores
para que nos entendamos, a muchos pueblos de todo Aubaye a través de
reuniones como las de esta mañana. Claro que me parece que esta mañana
va a ser diferente, pues he de confesaros que estoy muy sorprendida de la
mucha gente que ha venido, así que hemos tenido que sacar un par de
ordenadores de más de ese camión tan bonito que habréis visto a la entrada
y que estará abierto hasta las diez de la noche. Así que no dejéis de
visitarnos. Y lo digo de verdad, venid. ¿Alguna pregunta hasta el
momento?
En un principio nadie levantó la mano y ya iba a continuar Bruna con
su exposición cuando Ramiro, quien a última hora había decidido ir,
dejando a su esposa al cuidado de la taberna, levantó la mano:
—Señorita, con todos los respetos, ¿no tenemos ya suficiente basura
con la que nos mandan por televisión? Nos mandaron las fábricas y nos
fue mal; nos mandaron el turismo y nos fue mal; sus bancos nos dan ayuda
y nos va mal...Y siempre que a nosotros nos va mal a ustedes les va bien.
¿No cree que ya va siendo hora de que nos dejen en paz? Porque si no...
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—Ramiro—dijo Luis levantándose—. Hemos venido a escuchar a la
señorita, que a ti ya te escuchamos todos los días—y dirigiéndose a Bruna
—. Continué, señorita, y disculpe. No le prometo que los demás seamos
más cultos que ese que acaba de hablar, pero sí que no somos tan tontos.
Bruna sonrió, mirando conciliadoramente por turnos a Ramiro y
Luis:
—Gracias a los dos por intervenir y no se preocupen que estoy
acostumbrada a oír de todo. En primer lugar, decirles que no demonicen
todo aquello que venga de Dalterra. Yo soy de allí y les puedo asegurar
que en Dalterra hay tanta buena y mala gente como en cualquier otro lugar
del mundo. Pero no es de Dalterra sino de los ordenadores de lo que he
venido a hablar y en ese aspecto no sólo estoy dispuesta, sino que les
animo, a que me comuniquen cualquier tipo de recelo que puedan sentir.
Les voy a ser sincera, a veces, entre viaje y viaje, siempre rodeada de
ordenadores y siempre hablando de las maravillas de la tecnología, de sus
grandes posibilidades, futuros y proyectos, me da la sensación de que yo
también me convertiré un día en un ordenador, e incluso que así sería más
feliz, encendiéndome y apagándome con un botón según conveniencia.
No, amigos, no soy una vendedora ambulante en busca de compradores de
milagros, así que yo seré la primera en reconocerles que, sin una mente que
las utilice, éstas máquinas son simple chatarra. Y ni como chatarra valen
gran cosa, pues ni siquiera están hechos de los mejores materiales. Por sí
sólo, un tomate vale infinitamente más que un ordenador. Por instinto
sabríamos que hacer con un tomate: nos lo comeríamos; ¡pero que
haríamos con un ordenador sin una mente! Así que, si no están dispuestos
a pensar, no dejen que nadie les cambie su tomate ni siquiera por el más
moderno de los ordenadores. Y es que la tecnología vale tanto o tan poco
como las mentes que la utilizan. Quizás el señor que ha hablado antes
haya oído hablar de algunos de los abusos que se hacen con los
ordenadores, pero la persona que comete esos abusos no sólo estaba
utilizando un ordenador, sino también pantalones y calcetines. Y no por
ello decimos que como hay mala gente que lleva calcetines entonces los
calcetines debieran ser abolidos, pues de no haber tenido calcetines el
criminal no hubiera salido a la calle y, por lo tanto, no hubiera cometido el
crimen. No decimos que los calcetines sean culpables del crimen. No hay
libros fabulosos ni infames; sólo usos fabulosos e infames. Pero, si me lo
permiten, es de los primeros, de los fabulosos, de los que me gustaría
hablarles esta mañana. Aunque eso lo deciden ustedes: como ya les he
dicho son libres de realizar las preguntas que crean convenientes. En la
primera de las actividades, por ejemplo, va a tener la amabilidad de
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atendernos un ejecutivo del Banco Internacional de Desarrollo para
Aubaye, que es un banco que se dedica a financiar proyectos de gran
utilidad en Aubaye. Les repito que le pueden preguntar lo que quieran y
las preguntas no tienen ni siquiera que tratar sobre temas serios. En una
conferencia anterior, en la que otro ejecutivo del mismo banco tuvo la
gentileza de atendernos, le preguntaron por el fútbol y demostró ser un
gran aficionado. Así que ya saben, pueden hablarle de lo que quieran.
—Señorita, nos han saludado...—dijo Comet señalando a la gran
pantalla instalada en el fondo del auditorio.
Un gran “¡ohhh!” se oyó en la sala.
—Vaya, son puntuales—dijo Bruna mirando a su reloj—. Será cosa
de contestar.
Entre gran expectación, sobretodo entre los niños que la rodearon
nada más comenzar a teclear su saludo, pronto llegó el siguiente mensaje:
“Estamos con el señor Lucio Vey, jefe del departamento de
desarrollo y nuevos proyectos para Aubaye, quien ya les escucha
atentamente.”
Bruna se giró hacia los niños y les preguntó que querían ser de
mayores. De la confusa y atolondrada contestación, salió la siguiente
respuesta:
—Hay de todo...Hay futuros médicos, arquitectos y un futbolista...
Hubo preguntas de lo más variado. Ya sabemos que una niña, de
nombre Manolita y de siete años de edad, preguntó el porqué su padre se
había ido y conocemos también la respuesta que le dieron desde Dalterra.
Hubo quienes preguntaron por las costumbres de Dalterra; preguntas sobre
exageraciones como si era cierto que en Dalterra las cosas no se arreglaban
sino que se tiraban directamente cuando se estropeaban; o el que la gente
en Dalterra, especialmente las chicas, se morían de hambre como protesta
por toda la gente que también se muere de hambre en los países pobres.
Ésta pregunta la hizo Lucas, el panadero, un hombre de unos cincuenta
años cuya sonrisa estaba formada por dos dientes los días, la mayoría, en
que se olvidaba de ponerse la dentadura postiza.
“¡Qué te has dejado la sonrisa de cine en casa!”—le solían decir en
broma sus vecinos.
Una pregunta a la que Ramiro, algo más informado que el resto y
siempre ojo avizor a cualquier detalle con el que pudiera deslegitimar la
conferencia, añadió momentos después:
—Sí, señorita, mi vecino tiene razón, yo también he oído eso de que
la gente joven de Dalterra no come como protesta por el hambre en el
mundo. Igual que los mayores, que se reducen el estómago para así comer
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menos y que quede más comida para los demás. Y ya que está pregúntele
a ese señor tan importante que cuando vamos a ver los resultados de tanto
sacrificio y que dónde podemos mandar una carta para agradecérselo...
Bruna lo miró muy seria. Estuvo a punto de levantarse y contestarle,
si bien finalmente comenzó a teclear lentamente:
“No hay nada que genere más odio que el que se rían de las buenas
intenciones de uno. Al señor de atrás (se refería a Ramiro) me encantaría
decirle que todo mi odio es culpa suya, pero estaría mintiendo pues lo
cierto es que viene de lejos. A los demás les pido mil disculpas por
terminar esta conferencia tan precipitadamente. Simplemente no soy la
persona adecuada. Gracias por venir.”
Y esto fue lo que, a través de la pantalla gigante, pudieron leer los
asistentes al “futuro.” También vieron, sorprendidos, como Bruna salía a
grandes pasos de la sala.
A miles de kilómetros de distancia, tras leer lo que había escrito
Bruna, un sorprendido Lucio, hablando seriamente por primera vez en toda
la mañana, le decía al informático:
—Entre todos hemos matado otra alma más.
A lo que el informático contestó con una media sonrisa de
circunstancias y un mensaje, dirigido a Aubaye, en el que decía:
—Bienvenida, señorita, al jardín de la dulce pasividad.
Comet no entendía lo que estaba pasando y tras permanecer en
silencio durante un rato, dando tiempo a que su padre se lo explicara sin
necesidad de preguntar, finalmente dijo:
—¿Éste es el futuro?
—No lo sé hijo mío—contestó Luis con una sonrisa—. Pero si lo es
se parece bastante al presente y al pasado.
—¿Entonces todo era una mentira?
—Sí, en parte sí. Una mentira bonita, pero una mentira al fin y al
cabo. ¿Sabes cual es la única verdad? Que el futuro eres tú. Pero el futuro
que seas, hijo mío, va a depender en gran medida de las mentiras que
decidas creer. Seguramente me estoy engañando, pero me gustaría creer
que hay un futuro mejor que el que nos ofrecen las personas como Ramiro.
Y de todos modos prefiero estar equivocado que tener razón y ser como él.
Pero vaya cara que pones...—dijo mirando a Comet—. Me parece que no
has comprendido demasiado y no me extraña pues es mucha información
para una sola mañana. Seguro que un helado te ayudará a digerirla mejor...
Y así transcurrió, en líneas generales, el primer chat de la historia de
Biniveri.
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2.-El Barón Dint
I
El despertador sonó a las seis de la mañana. Ya con los ojos abiertos
y mirando fijamente a un descorchado del techo que por su forma le
recordaba a una paloma (alguna vez incluso había soñado que le cagaba
encima), Miguel se preguntó si no iba siendo hora de dejar de pensar cada
mañana en lo que siempre pensaba a aquella hora de la mañana. Sería por
convicción o costumbre, o seguramente por ambas cosas, pues hay que
tener mucha convicción para tener la costumbre de siempre pensar lo
mismo. Su mente ya no le pedía permiso para pensarlo, simplemente lo
pensaba. Afortunadamente, pues de haberlo hecho alguna vez se lo
hubiera denegado. Y tras la primera hubieran llegado muchas más, hasta
que lo que hubiera pensado cada mañana por convicción y costumbre es
que el tesoro, tras dos siglos oculto, bien podía esperar dos horas más.
Claro que aquel no era un día cualquiera, se dijo Miguel, sino, como
cada mañana, “el día que lo encuentro, hoy seguro que lo encuentro...”
Hacía ocho años que Miguel buscaba tesoros. Aún no había
encontrado ninguno, pero eran tan convincentes sus análisis históricos del
porqué los tesoros tenían que haberse perdido en aquella región, tan
seductora e inocente su seguridad en que los encontraría, que nunca faltó
quien financiase sus modestas operaciones.
A Miguel no le gustaban los tesoros, sino saber de ellos. Una alhaja
no era una alhaja sino los lugares en los que había estado, a quien había
pertenecido, quien se la había regalado a quien, como se había perdido y,
por supuesto, como encontrarla. Las cosas valían lo que valían sus
respectivas historias y ésta (la historia) el único banco con el que valía la
pena consultar. Todo aquello le había interesado desde que su abuelo, con
ocho años, le había regalado los cuatro tomos que formaban La Gran
Colección Aguavivense de los Tesoros, donde se reunían los textos
históricos y novelas más importantes que hacían referencia a tesoros
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hallados, escondidos, perdidos, imaginados, robados, inventados o
fabulados de la historia de Aguaviva, la costa occidental que une Dalterra y
Aubaye.
Allí estaban, por hablar de alguno de sus favoritos, las novelas de
Willy Henry “El Holandés” o la exhaustiva investigación del gran
historiador dalterrino Rudiberto Caosín, quien paciente y eficientemente
había catalogado todos los tesoros que se había rumoreado, afirmado o
comprobado que se habían perdido en Aguaviva. Eran más de dos mil,
cada uno de los cuales en algún momento de su infancia se había
imaginado encontrando en el jardín de su casa. Enterraba juguetes (a los
que bautizaba con el nombre de algún tesoro famoso) y después los
desenterraba a través de complicados mapas, dejando pasar semanas, a
veces incluso meses, para olvidarse de donde los había enterrado y así
darle mayor realismo a la búsqueda.
Una vez confundió su estuche para los lápices con el neceser de su
padre, ambos de color azul marino y con una franja de finas rayas rojas. El
problema vino cuando su padre, que sufría del corazón y de vez en cuando
tenía que tomarse una pastilla para superar una de sus crisis, preguntó “por
el neceser azul donde guardo mis pastillas.” Fue entonces cuando Miguel
se dio cuenta de que el baño era un lugar extraño para dejarse olvidado el
estuche de los lápices.
Miguel contestó a los alarmados gritos de su madre (su padre,
sentado con las palmas de las manos en las rodillas y la mirada baja,
respiraba con dificultad) con una respuesta tan vaga como ilustrada:
mostrando un papel amarilleado, arrugado y quemado por los bordes con
un esmero sólo comparable al del mismísimo tiempo. Tenía una expresión
satisfecha con la que parecía decir: “no sólo sé donde están las pastillas,
sino que además tengo un mapa”; a la que su madre, a su vez, respondió
con otra con la que parecía decir: “no sólo te mereces un cachete sino que
además, si tuviera tiempo, te lo pegaría”.
Así que su madre cogió el mapa y con más ganas que ciencia
convirtió su jardín en el primer parque temático del queso de gruyere (al
menos el primero de Dalterra). Cuando los vecinos, sorprendidos,
preguntaron que estaba haciendo la señora Vey, el señor Vey, ya
recuperado, contestó:
—Cava mi tumba, pero por suerte ha sido una falsa alarma.
—No, no cavo la tuya, cariño, sino la de nuestro hijo—dijo mirando
muy seria a Miguel, aunque conteniendo a duras penas la risa—, voy a
enterrarle y está por ver si haré un mapa para desenterrarle.
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Finalmente apareció el neceser y el señor Vey, por precaución, se
tomó una pastilla:
—Guarda el mapa y deja el neceser en el mismo agujero en el que lo
has encontrado—dijo el señor Vey arrancándole por fin una sonrisa a su
esposa—, así la próxima vez sabremos donde está.
II
Una vocación es un juego de infancia que se intenta hacer pasar por
profesión. Aunque antes de darse cuenta de la necesidad de continuar
jugando el joven adulto tiene que pasar por la experiencia de dejar de
jugar. Para Miguel esa etapa de responsabilidad y compromiso se llamó,
como para tantos otros, carrera universitaria. Y se apellidó derecho. No
renegaba de aquella época: al contrario, de no haber estudiado derecho es
probable que no hubiera acabado buscando tesoros. Y es que fue
precisamente en un libro de la carrera donde encontró uno de los elementos
indispensables en la formación de un buscador de tesoros: creer saber algo
que los demás no saben. De haber leído aquella historia en una biblia para
buscadores y aventureros no hubiera dudado de que mil ya caminaban por
el camino que él se disponía a comenzar. Pero para su suerte o desgracia,
aquella historia que le llevaría a dejarlo todo por buscar el Barón Dint,
estaba escondida en un libro de derecho criminal. Ésta era la historia:
El veinte de Diciembre de 1919, en Biniveri, Pedro Riotuerto fue
condenado a muerte por el asesinato de su esposa e hijo, a quienes quemó
vivos incendiando el domicilio familiar. Los vecinos confirmaron las
desavenencias entre el matrimonio y dijeron que el propio Riotuerto había
dicho en repetidas ocasiones que un día iba a matar “a su mujer y a ese hijo
que, siendo hijo de su madre, no tenía más remedio que ser un hijo de
perra...”; lo cual Riotuerto no negó haber dicho, aunque se justificó
explicando que tenía mal carácter y que, aunque puede que en el fondo
quisiera matar a su mujer, lo cierto es que, por conciencia o por miedo, no
había ejecutado sus amenazas. Riotuerto contó que aquella noche se
encontraba arreglando sus utensilios de pesca, cuando, entre la gran
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tormenta (que décadas después aún se recordaba, por razones que en un
momento serán explicadas) oyó un gran explosión, una que vino del mar y
que Riotuerto describió diciendo que no había sido la furia del cielo, la de
la tormenta, la que acabó con su familia, sino una muy diferente y que vino
del mar.”
Aquella explicación condenó aún más Riotuerto, a quien el juez
acusó de “pertenecer a la peor especie de criminales, la de los que, lejos de
aceptar su culpa, intentan confundir a las autoridades.” Y es que, según el
juez, Riotuerto había querido dar veracidad a su coartada quemando la
vegetación que había entre su casa, que estaba aislada del resto del pueblo
y cercana al acantilado, y el mar.
Pero Riotuerto se mantenía en que no había sido él. Querría haberlo
sido, podría haberlo sido, pero durante todo el juicio dijo que no lo había
sido. Ya lo llevaban a ahorcar y él repetía una y otra vez que no sólo
tenían al hombre equivocado, sino que lo equivocado era tener a un
hombre, que la culpable era la furia que vino del mar, quien sabe si de los
dioses a través del mar. No fue hasta el cadalso cuando, según cuentan las
crónicas de la época, Riotuerto comprendió que “Dios sólo perdona a los
que quieren ser perdonados, que son aquellos que saben que a Dios no se le
engaña y llegan limpios a la muerte.”
“¿Quienes sois vosotros para juzgarme?”, gritó Riotuerto. “Sólo
aquel que no pide explicaciones las merece. Por eso le confieso a Dios y
sólo a Dios que maté a mi esposa e hijo, le pido perdón y la benevolencia
al juzgarme que no os he pedido a vosotros. Que quede claro que se la
pido a Él y sólo a Él...”
Aquel era el final de la transcripción de un episodio de Dalterra
Hablada (recopilación de crímenes y leyendas del poeta Guillermo Bows)
que aparecía en el volumen de Derecho Criminal de Dalterra del jurista
Ricardo Caosín. Mientras leía aquellas frases, Miguel pensaba en aquel
hombre de escasa corpulencia, exhausto, indefenso y odiado por sus
conciudadanos, insultado incluso por sus compañeros de cárcel, aquellos
que pedían comprensión para sus crímenes pero que no la ofrecían en
cuanto tenían razones para calificar otro de más abominable. Pensó en su
desesperación, en su soledad y en como tras semanas de oír que había
matado a su familia quizás llegara a pensar que era cierto. En como ya no
sabría distinguir entre la realidad y la mentira: tantos no podían estar
equivocados así que el equivocado tenía que ser él. Además, ¿acaso no
había querido matarlos? A Riotuerto debió llegarle a parecer ridículo que
una explosión se le hubiera adelantado. Desear algo no es suficiente para
merecerlo; ¿pero es suficiente para ser culpable en caso de que suceda? A
49
los ojos de los hombres seguro que no, pero Riotuerto iba a morir así que
sus explicaciones iban dirigidas a otro.
Miguel recordó de sus lecturas históricas que durante la guerra de la
Vivicación (entre Aubaye y Dalterra en disputa por un trozo de costa de
Aguaviva al que desde entonces le han crecido unos cuantos hoteles) se
habían puesto numerosas minas submarinas y que la misma noche en la
que había muerto la familia de Riotuerto el Barón Dint, barco célebre por
llevar en su interior fastuosos tesoros para el gobierno de Dalterra de parte
del rey de Aubaye como parte de las reparaciones acordadas en el tratado
de paz de Deyana, había desaparecido sin dejar rastro. Un rastro que aún
hoy, casi un siglo más tarde, seguía sin encontrarse.
La pregunta era sencilla: ¿había Riotuerto visto como una mina
submarina hacía explotar al Barón Dint?
No tenía forma de confirmar aquella hipótesis, pero sí de descartarla.
En condiciones normales, el Barón Dint habría pasado por el puerto de
Biniveri dos horas antes de su naufragio. Al mirar un libro de desastres
náuticos, la siguiente frase destacó a los ojos de Miguel como una profecía:
“la última comunicación con el Barón Dint fue a las cinco de la tarde,
momento en el que navegaba seguro y confiado frente a la costa del
pequeño e histórico puerto de Biniveri. Nada hacía presagiar que alrededor
de las nueve una de las peores tormentas que se recuerdan acabarían con su
bello y elegante casco.”
Efectivamente, una gran tormenta acabó con decenas de barcos entre
las nueve y las once de la noche en un radio de treinta millas frente a la
costa sur de Dalterra. Según los cálculos de Miguel el Barón Dint debiera
de haberse librado del naufragio. Por minutos, pero debiera de haberlo
hecho. Si bien es cierto que algunos barcos naufragaron cerca de donde
debía de encontrarse el Barón Dint, aquellos eran barcos mucho más
pequeños. Había que recorrer más de cinco millas en dirección al centro
de la tormenta para encontrar un barco de tamaño similar al Barón Dint
que hubiera naufragado.
Otro factor alimentaba la fe de : los únicos restos de aquella noche de
naufragios que no fueron encontrados fueron los del Barón Dint. Así que
la fe de Miguel era interesada como la de un sacerdote, pero no ciega como
la de un amante, pues era una fe que necesitaba basarse en una opinión
firme sobre lo que había pasado y en una no menos firme sobre porqué los
demás pensaban que había pasado otra cosa. En conclusión, los dos
grandes pilares de toda búsqueda: saber y saber porqué los demás no
saben.
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En un primer momento Miguel no tomó ninguna decisión
precipitada. Era un joven curioso y aquel naufragio era tan solo un
entretenimiento para su fantasía. Como mucho pensaba en que iría a
buscarlo tras una larga y satisfactoria carrera como abogado; era su sueño,
su quimera, algo que pensar y estudiar cuando sintiese que la rutina le
estaba atrapando. ¿Qué alguien lo encontraba antes? Mejor, así vería
confirmada su hipótesis sin necesidad de salir de casa y sentiría como
propio el triunfo de quien lo encontrara. Como no se había planteado
seriamente ir a buscarlo, cada día que pasaba, lejos de ser una amenaza, era
más bien una prolongación del disfrute.
Aquel entretenimiento le acompañó durante muchos meses, en los
que aprendió mucho sobre el que, por deformación profesional, calificó en
sus archivos como “caso Dint.” Y siguió sin darle mayor importancia por
mucho que ahora ya dedicara mucho más tiempo al ocio Dint que al
negocio de su carrera. Y así fue hasta que la conciencia llegó repicando
campanas y adoptando la mutación habitual cuando se trata de atemorizar
estudiantes: suspensos. De momento sólo dos: suspendía exámenes pero
aún era capaz de aprobarlos.
Hizo propósito de enmienda y se dijo que no pensaría en el Barón
Dint hasta final de curso, lo cual, como tantos otros propósitos de
enmienda condenados de antemano al fracaso, se tradujo en el
reforzamiento de aquello a enmendar. Ya no leía sobre el barón Dint, pero
no podía dejar de pensar en que si lo aprobaba todo pasaría el verano
buscándolo. Hasta que un día fue bastante obvio que no sólo no iba a
aprobarlo todo, sino que de seguir por aquel camino lo más normal sería
que no aprobara nada. De modo que, no pudiendo ya sentirse merecedor
de aquel viaje, decidió irse sin perder un instante, bajo la coartada de que
para cuando volviera a empezar el curso, ocho meses después (era febrero),
quizás fuera capaz de llamarse a sí mismo estudiante.
Explicaciones había mil. Que si prefería aprovechar el tiempo
haciendo lo que otros quizás pensaran que era perderlo (buscar el Barón
Dint), que perderlo haciendo lo que otros tal vez pensaran que era
aprovecharlo (estudiar: que en su caso era dedicarse activamente a la tarea
de “no estudiar”); que si no quería convertirse en uno de esos seres
apáticos que cinco o seis años más tarde se sorprende de haber acabado
una carrera universitaria; que si la apatía es la antesala de la indolencia,
ésta de la vaguería y ésta de la codicia, que no es otra cosa que las ansias
por conseguir cosas sin necesidad de merecerlas. Explicaciones todas ellas
muy ciertas, si no por su lógica, sí por el hecho de pretender explicar algo
tan cierto como el impulso que nos lleva a perseguir un sueño. Aunque
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hay explicaciones que, por no tener que ser, no tienen que ser ni ciertas:
basta con que sea cierta la realidad que pretenden justificar. Y hablando de
realidades, había una innegable: cuando leía un libro de derecho le venían
los bostezos y mientras leía algo que en lo más remoto tuviera que ver con
el Barón Dint se podía pasar días sin pegar ojo.
Sin saber muy bien lo que iba a decir, aunque firmemente resuelto a
encontrarlo, Miguel se encaminó a la oficina de la persona que podía
convertir aquella quimera en un comienzo de realidad. Era una fría y clara
tarde de febrero, una de esas que, por su belleza, no parecen hechas para
las ciudades. El cielo dorado con ribetes azules y rosas, parecía como si un
niño de dedos enormes hubiera pegado aquel firmamento en una foto de la
ciudad, dejando sus huellas marcadas en forma de nítidos nubarrones
negros. La belleza no se mezcla, se impone, y a poco que haya un
elemento bello el conjunto siempre lo será. La belleza es intolerante
porque le pedimos que lo sea y, al contrario que los demás elementos
humanos, no tiene porqué explicarse. Por eso las dictaduras siempre han
intentado asociarse a elementos estéticos: es la única forma de justificar lo
injustificable sin necesidad de perder tiempo en explicaciones. Pero la
belleza es extrañamente selectiva y aunque se junta con cualquiera hay
algunos con los que nunca se juntará.
Ya sentado en el autobús, se dijo que no iba tener miedo, que no
había marcha atrás y que de una forma u otra iba a encontrar aquel tesoro.
Y si no lo encontraba se conformaría con buscarlo. Se repitió una y otra
vez que su tesoro no era el Barón Dint, sino buscarlo, y que prefería
fracasar buscando tesoros que triunfar encontrando cualquier otra cosa.
Media hora después entraba en la oficina del prestigioso abogado De
la Riva, quien había sido el mejor amigo del padre de Miguel.
Comenzaron la carrera de derecho juntos, si bien su padre pronto la dejó
para convertirse en un empresario con más capacidad para innovar que
para construir un patrimonio. Muchos se hicieron ricos gracias a sus ideas,
pero sobre todo gracias a su falta de paciencia a la hora de desarrollarlas.
Prefería empezar diez negocios fabulosos que terminar uno bueno, así que
al morir, en un accidente en el que también murió la madre de Miguel, le
dejó a su hijo una herencia rica en leyendas y admiración, pero pobre en
capital. En aquella carretera quizás muriera uno de los empresarios más
importantes de la historia de Dalterra, pero seguramente también uno de
los más pobres.
—Hola Juanita, vengo a ver al señor De la Riva.
—Pasa, está en su despacho preparando un caso que tiene para la
tarde—le dijo Juanita, una mujer de mediana edad a la que Miguel conocía
52
bien pues hacía más de veinte años que era la secretaria del señor De la
Riva—, Miguel, querido, tendrías que comer un poco más, que te estás
quedando muy delgado. Líos de faldas, seguro.
—Ya me gustaría...—dijo Miguel sonriendo con el aire ausente con
el que últimamente hacía todo lo que no tuviera que ver con el Barón Dint.
—Entonces me preocupo. Lo único por lo que es saludable tener
mala cara son las faldas. Todo lo demás son vicios.
Miguel le sonrió nuevamente y se dirigió al despacho del abogado a
quien, tal y como le había avisado Juanita, encontró trabajando.
—Hola, señor De la Riva. Perdone que no le haya avisado antes,
pero me urge hablar con usted.
—¿Acaso crees que no tengo nada mejor que hacer?—dijo el señor
De la Riva con el tono severo que utilizaba con aquellos que le conocían lo
suficiente para saber que casi siempre (y muy especialmente cuando
hablaba con aquel tono) estaba de broma.
Claro que Miguel estaba demasiado ensimismado para captar ironías:
—Perdone, no sabía...
—Pues no, no tengo nada mejor que hacer. Así que soy todo oídos.
Miguel tragó saliva como preparación y lo hizo con tanta fuerza que
muy cerca debió de estar de tragarse también las palabras.
—Verá, señor De la Riva, usted es como un padre para mí. Me ha
ayudado tras la muerte de mi padre, me ha ayudado en mis estudios y...
—Vamos, Miguel—le interrumpió el señor De la Riva ante la
dificultad con la que Miguel se expresaba—, no puede ser tan grave.
Los preámbulos eran un lujo que no se podía permitir, así que Miguel
no tuvo más remedio que ahorrárselos.
—He encontrado un tesoro. No lo he encontrado pero sé donde
buscarlo, que es casi como encontrarlo. Y quiero ir a buscarlo. No puedo
pensar en nada más, creame que lo he intentado pero no puedo. Me he
repetido una y otra vez cual era mi responsabilidad, mi obligación, lo
mucho que usted me había ayudado...
—Rectifico lo dicho: sí que era grave—dijo el señor De la Riva con
un tono paternal que, más por respeto que por falta de cariño, empleaba en
pocas ocasiones con Miguel—, no eres el primer joven que se cree capaz
de encontrar tesoros y rescatar princesas. Supongo que estás en la edad...
—Ya sé que parece una locura, señor De la Riva, pero...
—Que bonita es la juventud, etapa fértil para ideas y quimeras. No,
Miguel, no eres el primero. Pero sí serás uno de los pocos que se va a
buscarlos...
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—Ya le he dicho que no puedo remediarlo, que es superior a mis
fuerzas.
—Pues que lo sea. No seré yo quien te diga que malgastes energías
luchando contra tus sueños. Los sueños no ganan siempre, pero el que
lucha contra ellos siempre pierde. Así que vete si crees que tienes que
hacerlo. No sé si encontrarás el tesoro, pero sí que con un poco de suerte
no acabarás como todos esos mediocres que a los veinte años quieren
buscar tesoros y salvar princesas y a los cuarenta se empeñan en negar que
existen sólo porque ellos no las han encontrado. Sólo porque ellos han
dejado de buscarlas.
Aquella contestación algo romanticona sorprendió a Miguel, una
sorpresa que debió de reflejarse en su gesto pues el señor De la Riva
continuó diciendo:
—Vaya, veo por tu cara que mi contestación te extraña. Siento
defraudarte, quizás esperabas algo más de oposición. Pero no dejes que
mis ánimos te desanimen. No me culpes por haberte privado del dulce
veneno de la rebelión, pero es que no quiero que te vayas a buscar ese
tesoro por rebeldía sino por el verdadero convencimiento de que lo vas a
encontrar. O al menos de que tienes que buscarlo. No quiero que te vayas
como un rebelde, no quiero que te escapes de tu vida. Los rebeldes
escapan de algo, mientras los exploradores van hacia algo y yo quiero que
tu te vayas como un explorador. Quiero que vayas a buscar tesoros y que
cuando te canses de buscarlos vuelvas. No te preocupes por el dinero,
serás un buscador de tesoros humilde, pero no pobre. La pensión que te
doy para tus estudios es para que hagas algo de provecho con tu vida, el
qué es cosa tuya. Sé que eres un chico maduro y responsable y que has
meditado esta decisión muchas más horas de las que debieras. Así que sé
feliz, si crees que es lo mejor que puedes hacer, o sé infeliz si le encuentras
más significado. Lo único que te pido es que nunca pierdas el espíritu y la
ilusión que hoy te traen a esta oficina. No hay sitio malo al que te puedas
llevar, mientras que todos aquellos a los que te dejes llevar siempre lo
serán. Ese es mi consejo, un consejo egoísta, porque aunque siempre he
oído decir y dicho que la vida está llena de compromisos, no quiero ser yo
quien tenga el dudoso honor de obligarte al primero. Quizás tengamos
razón, pero ni aún con razón te aconsejaría que fueras como nosotros.
Tener razón no lo es todo en esta vida y lo que hubiéramos querido saber
siempre será mucho más importante que lo que sabemos. Alguien dijo que
juzgaba a la gente por sus errores, por sus quimeras, pues para juzgar los
aciertos ya estaba la vida. No sé si tenía razón, pero merecía tenerla. Si
triunfas, querido Miguel, enorgullécete y pavonéate lo que quieras, dinos
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con la buena o mala educación que te apetezca que tu has sabido ser
diferente, que has aspirado a ser un hombre sin dejar de serlo ni por un
momento. Pero si fracasas nunca bajes la vista ni idealices lo que gente
como yo representa...
—No le entiendo, señor De la Riva...
—Me avergonzaría que lo hicieras.
—Usted siempre ha sido para mí un ejemplo a seguir.
—Perdiendo al padre que perdiste era lo menos que podía hacer. Ser
un ejemplo a seguir siempre se me ha dado bien, ser un hombre ya es otra
cosa. Tu padre sí que era un hombre...—el señor De la Riva se quedó
pensativo por unos instantes, atrapado en una ensoñación a la vez
placentera y dolorosa (como todo aquello que merece ser recordado)—, lo
era tanto que era el peor de los ejemplos posibles. Al mirar a los
mediocres la bondad parece original, parece que esté esperando a que
nosotros la inventemos; mirando a tu padre parecía que él la reinventara a
cada paso y que todo lo que nos quedaba a nosotros era imitar lo que él
había hecho al paso anterior. Es lo que tienen los buenos de verdad, que
ensombrecen todo lo que les rodea.
—Entonces no son buenos de verdad...
—Sí, sí que lo son. El problema no es de ellos, sino de todos los que
nos acostumbramos a vivir a su sombra. Ellos viven, a los demás nos basta
con no quemarnos demasiado. Sí, querido Miguel, al perder a tu padre
perdiste mil cosas, pero ganaste un buen ejemplo a seguir, o sea yo. Nada
del otro mundo, pues siento decirte que en el mundo abundan más los
buenos ejemplos que las buenas personas. Pero algo es algo.
—No le entiendo, señor De la Riva, usted ha sido mucho más que un
buen ejemplo...
—Mira por donde hoy sí lo voy a ser. ¡Busca el maldito tesoro,
Miguel, y desconfía de la gente que te va a envidiar, mucho más que por
encontrarlo, por el simple hecho de buscarlo! Te querrán desmoralizar, te
harán pedir constantemente perdón por ser todo lo que ellos no son, y la
mayoría de las veces lo harán sin ni siquiera abrir la boca. Así es la
mediocridad, incapaz de convivir con todo aquello que no sea una
fotocopia de sí misma.
Miguel salió algo desorientado del despacho del señor De la Riva.
La misma curiosidad por la vida que le lanzaba a buscar el Barón Dint, le
hacía ahora sentir que había muchas cosas aún desconocidas que dejaba
atrás. Tesoro es todo aquello que intuimos que está, que queremos
encontrar, pero que no estamos muy seguros de como empezar a buscar. Y
aquella conversación con el señor De la Riva le recordó que la vida que
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dejaba atrás no era sólo una de comodidades y responsabilidades que no
estaba muy seguro de querer asumir, una vida de monotonías y rutinas,
sino también una en la que le quedaba mucho por conocer; una de la que
en aquel instante le parecía no saber casi nada. Por un momento, dando
cuenta de un café y una saitana (pasta dulce típica de Dalterra) se preguntó
como iba a poder salir en busca de nuevas experiencias, personas y
sensaciones, cuando nada más rascar bajo le superficie le parecía que aún
le quedaba tanto que aprender de las que estaba a punto de comenzar a
llamar antiguas.
“La vida son decisiones,” se dijo mojando una vez más la saitana y
pensando por un momento en aquel otro que hizo el mayor de los viajes
mientras mojaba una magdalena, “y yo ya he tomado una...”
En un instante el Barón Dint había pasado a no significar nada.
Empezó a pensar en si había vuelta atrás, en si quizás había una vida por
vivir sin necesidad de irse al otro lado del continente, y le agotó tanto
pensarlo que llegó a la conclusión de que su mente estaba ya a miles de
kilómetros de distancia, muy cerca ya de Biniveri, y que sólo volvía hasta
su cuerpo con las fuerzas suficientes para llevarle con ella. Ansioso y
agobiado por las mil nuevas puertas que se le abrían: por las mil cosas de
su vida a las que no había prestado la suficiente atención pues se la había
pasado abrumado por unos estudios que no le interesaban lo más mínimo y
una quimera que le liberaba de aquella ansiedad, una vida binaria de
esclavitud y liberación, como un preso que se pasa la mitad de la vida
quejándose de su prisión y la otra mitad idealizando lo que hará cuando
salga de ella. Libre por fin, su vida adquiría una casi inhumana
complejidad.
Había tanto por hacer que pronto todas aquellas
posibilidades se fueron difuminando como todos los caminos que, con ser
potencialmente importantes, no son los nuestros. Atrapado en su libertad,
apareció majestuoso la cadena que tenía que hacerle libre. Allí estaba el
Barón Dint. Mientras su vida había sido dura y simple como la del preso la
había elegido y ahora que era agradable y compleja como la del hombre
libre también lo elegía. Ya no se sentía obligado a ir a buscarlo, pero aún
así quería hacerlo: hay sueños que de tanto soñarlos se hacen tan
importantes que es la vida la que acaba pareciendo un sueño. Y aquella
vida llena de complejidades le parecía ahora un sueño.
Y su realidad, aquella para la que llevaba años preparándose, mucho
antes probablemente de haber oído hablar del Barón Dint por primera vez,
estaba al sur. Aunque todo tiene su explicación y su sentido, hay cosas que
se convierten en tan importantes que no tienen que hacerlos obvios como
tendrían que hacerlos otras cosas menos importantes. Las cosas triviales,
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como la gente trivial, tienen que ir por la vida explicándose. Pasado un
cierto grado de importancia los sentidos y explicaciones, aunque existen,
simplemente ya no se dan. Y en la vida de Miguel el Barón Dint había
dejado de tener sentido por la sencilla razón de que ya no se acordaba de
que tuviera que tenerlo. Ya no era su sentido, sino su realidad.
Diez días más tarde Miguel llegaba a Biniveri. Nada más llegar se
encontró con la agradable noticia de que ningún nativo recordaba que
nadie hubiera buscado tesoros en aquella región. Nadie había buscado el
tesoro allí, así que nadie había relacionado el naufragio del Barón Dint con
el crimen de Ríotuerto. El que nadie lo hubiera relacionado por la simple
razón de que tal vez no tuvieran ninguna relación es algo que Miguel
nunca se planteó. Tenía fe en que el tesoro existía, en que lo iba a
encontrar, y de tanto pensar en él antes podía concebir un mundo en el que
el tesoro no existiera que uno en el que no existiera su fe en encontrarlo.
Seis años más tarde, Miguel aún buscaba.
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3.-Boy Scout de Medianoche
I
Algunos no necesitaban ni despertadores ni tesoros para pegar un
salto de la cama a las seis de la mañana. “¡Como si despertarse no fuera
razón suficiente! Son los adultos los que necesitan razones para
levantarse...“, hubiera dicho Comet de haber podido pensar como un
adulto sin tener que dejarse la infancia en el camino. A toda prisa corrió
hacia la habitación del bisabuelo Diego—padre de su abuelo, Manuel,
fallecido pocos meses antes de que naciera Comet—a quien ni toda la
concienciación del mundo antes de dormirse podía prepararle para lo que
se le venía encima.
—Piense un buen rato antes de irte a dormir y así no le vendrá de
nuevo...—le había advertido Doña Clara, la abuela de Comet, la noche
anterior—. Mañana no quiero oírle rechistar. Además, ya sabe como me
las gasto por las mañanas...
—Si sólo fuera por las mañanas...—murmuró entre dientes su
suegro, al que todos llamaban tío Diego.
—Sí, sólo por las mañanas. Y como ahora es de noche mejor
dejamos el tema. Sólo quería avisarle de que mañana no quería oírle
protestar.
Pero ninguna táctica podía preparar al pobre tío Diego para aquello.
Era un huracán hecho niño; no, aún peor, un niño hecho huracán; no,
mucho peor pues ni los niños ni los huracanes están ni de lejos en la
categoría de Comet.
—Tío, arriba, arriba...—decía Comet.
Eran las seis y cinco y a las seis y media salía el autobús matinal a
Nuevo Giralte, la ciudad más grande de la región sur de Dalterra y a la que
un puente sobre el río Ventura, que hacía de frontera natural entre los dos
países, unía con Giralte, al norte de Aubaye.
—Sí, sí, ya voy...—murmuraba el tío Diego sin llegar a despertarse.
—Pero si vamos a llegar tarde...
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—Yo más que tarde, no llegaré...—dijo el tío Diego con seriedad—,
como no dejes de descolocarme los músculos de los huesos. Mira—dijo
mirándose la mano—, mira donde tengo los músculos del hombro. Sí, sí,
mira, el mismo lunar que tenía en el hombro ahora lo tengo en la mano.
—No digas tonterías y vístete, tío...
—¡Tonterías! Tú si que las dices. ¿Qué nos apostamos? ¿Un
helado?
A Comet se le iluminaron los ojos.
—Si no tengo razón te invito a un helado en Nuevo Giralte. Pero no
tienes que hacer trampas.
—¡Yo nunca hago trampas!
—¡Ahí me has hecho una! Diciéndome que no haces trampa me has
hecho trampa. ¡Cómo cuando el otro día tu equipo iba perdiendo y dijiste
que la pelota se había pinchado y no terminasteis el partido! Curiosamente
aquel día yo te había regalado un pin de los juegos olímpicos. ¡Y tú la
pinchaste bribonzuelo! Pero bueno, dejemos el tema.
—¡Pero si yo nunca juego al fútbol!
—Es verdad—recapacitó el tío Diego—, al que le gustaba el fútbol
de pequeño era a mí. Sí, es verdad, soy un tramposo, pero eso no significa
que no merezca dormir cinco minutos más...
—¿Y el helado?
—¡Ah, el helado! Bueno, pues te apuesto un helado a que me has
desencajado los músculos y que el lunar que tengo en la espalda ahora lo
tengo en la mano.
—Veremos...—dijo Comet mientras el tío Diego, quien se había
incorporado brevemente, se quitaba la chaqueta y se tumbaba boca abajo.
—¿Qué? ¿Qué me dices? ¿A qué no está?
—Pero si aún no he mirado.
—¡Ah! Bueno, creí que eras tú el que ibas con prisas. Lo que es por
mí...—dijo el tío Diego cómodamente tumbado—, tómate el tiempo que
quieras.
—¡No está! No tienes ningún lunar en la espalda.
—Claro...—le contestó medio adormilado—como que lo tengo en la
mano.
—Pues yo no lo veo...—dijo Comet abriéndole la mano.
—Eres un tramposo—dijo el tío Diego sin llegar a abrir los ojos—.
Me lo has quitado...
—El tramposo eres tú. Y te he ganado un helado.
El tío Diego ya estaba otra vez profundamente dormido, lo cual
celebraba con ronquidos cada vez más estruendosos.
59
—¡Tío! ¡Tío! ¡El autobús, tío!
—Que cosa más rara Comet—le dijo el tío mirándole confundido—.
He soñado que me despertabas y me ganabas un helado y yo te decía que
habías hecho trampas...Déjame cinco minutos más a ver como termina el
sueño. Venga, no quiero desperezarme del todo. Sólo cinco minutos más
Comet. ¿Puedo confiar en qué me despiertes dentro de cinco minutos? Ni
seis ni cuatro: cinco.
No iba a hacer falta. Como las plagas divinas, las del tío Diego
tampoco iban a venir solas aquella mañana.
Y es que doña Clara acababa de tirar un cubo de agua tan grande
sobre la espalda, hombros y cabeza del tío Diego que había borrado el
lunar en cuestión, si es que alguna vez había existido.
Así que Comet no fue el único de la familia que aquella mañana saltó
de la cama. También el tío Diego lo hizo. Tras emplear en secarse todas
las prisas que había escatimado en levantarse, se peinó su escasa cabellera
gris hacia un lado y se puso la ropa que doña Clara, para evitar las prisas
matutinas, había dejado preparada y doblada sobre la mesita de noche.
—De una de éstas me vas a matar, Clara. Tirarle un cubo de agua a
un viejecito de noventa y siete años...
—El día que un cubo de agua le mate le prometo que ya no se lo
tiraré más. Pero tengo miedo de empezar a tratarle como a un viejecito, no
sea que se lo crea y se nos muera...
Ya estaban desayunando y el tío Diego aún se quejaba:
—Maldita mujer, que carácter...—dijo pensando en voz alta, más que
hablando con Comet y con doña Clara—. Desde que la conocí llevo
esperando a que le cambie el carácter...¡Y mírala! ¡Igual!
—Lo mismo digo. Mírese usted: igual. Así que no pida tantos
cambios que a sus años el único cambio que le queda por vivir es morirse.
—Y siempre tan gentil. Ya se lo dije a mi hijo, que en paz descanse,
cuando me pidió permiso para casarse contigo: “Manuel, te negaría el
permiso si no fuera porque hasta para negártelo necesito pedirle permiso a
Clarita...” Vaya—dijo el tío Diego mirando el reloj—Pero si ya son las
seis y veinte...¡Vamos Comet!
Ya de camino a la parada del autobús, el tío Diego le iba contando:
—Hoy vas a conocer a la esbelta entre las esbeltas, la veloz entre las
veloces y a la vieja entre las viejas, tan vieja que ya es clásica y tan clásica
que ya es turística. Hoy vas a conocer a Florinda.
60
II
El tío Diego iba cada jueves a Nuevo Giralte. Llevaba casi ochenta
años siendo empleado de la Compañía Nacional de Ferrocarriles de
Dalterra: había vivido en Nuevo Giralte hasta la edad de retirarse, a los
sesenta y cinco años, momento en el que había vuelto a Biniveri, donde
vivía Manuel, su único hijo y abuelo de Comet, y durante los últimos
treinta y dos años había ido un día por semana a la ciudad que había sido
su hogar durante tanto tiempo a cubrir la guardia nocturna de la estación
cuando el vigilante libraba. Así se ganaba un dinerito, se daba un paseo un
día por semana y, sobre todo, iba a ver a la que todos llamaban su novia, de
nombre Florinda, protegiéndola así de manos poco gentiles que al primer
achaque la hubieran condenado a chatarra.
Y es que su historia con Florinda no era una historia cualquiera.
Florinda la había bautizado setenta y nueve años atrás y con el tiempo así
acabaron llamándola todos. Aquella locomotora se había convertido,
gracias a sus cuidados y a la falta de presupuesto municipal—que había
evitado que la jubilaran cuando no era clásica sino sólo vieja—en uno de
los principales atractivos turísticos de Nuevo Giralte. Un nombre que
desde la última restauración, diez años atrás, lucía flamante en unas bonitas
letras doradas.
Del tío Diego se decía que había sido hombre de un sólo amor. Un
amor con dos mitades, una de carne y hueso y otra de hierro y madera, y
las dos con el mismo nombre. Y es que antes de ser el nombre de una
locomotora, Florinda había sido el nombre de su esposa, muerta al dar a
luz a Manuel. Se habían casado sólo un año antes, él con dieciocho y ella
con diecisiete, y fue tanto el dolor que Diego sintió por la muerte de su
mujer que durante meses vagó por los campos y ciudades, comiendo y
bebiendo, desgraciadamente más lo segundo que lo primero, de la caridad.
Y así malvivió hasta una mañana de Abril de 1926 en la que,
resacoso, amaneció en la estación de Nuevo Giralte. Con el paso de los
años dejaría de recordar como había llegado hasta allí, pero de lo que no se
olvidaría ni en cien vidas era de lo que vio nada más despertarse. Y es que
frente a aquel joven avejentado, legañoso y sucio, estaba la rolliza figura
de la nueva locomotora, conocida por aquel entonces como Expreso
Ciudad Dalterra—Deyana y que, por su distinguido porte y gracioso paso,
como aquella a la que tanto recordaba el tío Diego, llamó desde aquel
mismo momento Florinda.
61
—Uno siempre tiene suerte cuando no tiene más remedio que tenerla
—le había contado años más tarde a su hijo—. Hay quien intenta sobornar
a la suerte, quien cree que se la puede comprar con amor, dinero o planes.
Pero la única receta infalible es necesitarla. Cuando la necesitas la suerte
te ayuda, como si quisiera demostrarte que tu pequeña vida no le es del
todo indiferente al universo. Yo aquel día la tuve y a partir de aquel
momento dejé de morir un poco cada día y empecé a hacer algo tan
sencillo pero a la vez tan complicado como conformarme con vivir un poco
cada día. Y así libre a mi querida Florinda de la vida de los vivos y la dejé
que naciera en esa otra vida de la que no se ha apartado desde entonces: la
de mi recuerdo. Sí, aquel día estaba obligado a tener suerte. Quería vivir
y, por no tener, no tenía ni siquiera nada que pedir...
Y es que precisamente eso, que “por no tener no tenía nada que
pedir”, fue lo que le contestó al jefe de estación cuando éste le dijo:
—Mire, amigo, le voy a ser sincero. Tenemos un trabajo, o más bien
una ocupación, ya que eso de trabajo suele incluir una remuneración
adecuada a la ocupación en cuestión...
—Ya le he dicho que no pido mucho.
—Estamos a la espera de la concesión de una ayudas y ya se sabe:
¡las cosas del parlamento no llegan al momento!—dijo el jefe de estación
utilizando un dicho típico de Dalterra—. Por eso aún no he anunciado el
trabajo...
—¿Pero tengo pinta de pedir mucho! Mejor dicho, ¿tengo pinta de
pedir algo?—dijo Diego con una sonrisa socarrona.
—No sé que pinta tiene usted, pero sí lo que ofrecemos nosotros. Y
para estar a la altura de lo que ofrecemos tendría que tener menos que mala
pinta: no tendría que tener pinta. Tendría que ser algo así como un espíritu
con manos y piernas pero sin estómago. Así de poco podemos pagarle.
—Acepto: me pagan lo que puedan. El resto ya me lo pagan en
confianza.
No exageraba el jefe de estación: el sueldo fue verdaderamente bajo
los primeros años; lo cual, todo sea dicho, fue una bendición para Diego,
quien teniendo lo justo para alojamiento y comida no estuvo tentado de
gastarse el sueldo en alcohol. Y las cosas, no pudiendo empeorar,
mejoraron. Setenta y nueve años habían pasado desde aquel día.
Comet y el tío Diego ya habían entrado en el autobús:
—¡Muy pronto te has levantado esta mañana!—le dijo Melchor, el
chófer del autobús, acostumbrado a ver al tío Diego en el autobús de la
tarde—Vaya y vienes con el bisnieto...¿Por fin te has retirado del todo?
62
—¡Eso hace tiempo! ¡Ahora estoy demasiado viejo hasta para
retirarme! Además, un poco de dinero siempre viene bien...
—Y un mucho no digamos...—dijo el chófer.
—Pues no creas, hasta de dinero hay que tener lo justo.
—Como de tener demasiado dinero no tengo experiencia...
—Yo tampoco. Pero me basta con mirar a los ricos como para ver
que tampoco a ellos les va tan bien. Se cambian las narices y los labios;
van de un hotel a otro como si no tuvieran casa y de un país a otro como si
no les gustara el suyo. Muy poco les debe gustar su vida si se la pasan
queriendo comprar otra.
—Pues yo la mía se la vendo barata...—dijo Melchor con una sonrisa
de oreja oreja.
—Seguro que alguno te la compra.
—Entonces sí que están locos. ¡Conducir diez horas al día! Bueno,
vamos que se nos hace tarde.
—Oye, Mel—dijo el tío Diego—, te traeré al niño al autobús de las
dos. Seguro que se portará bien, pero por si acaso lo vigilas un poco. Su
abuela estará en la parada esperándole.
—¡Mira lo que te dice tu abuelo!—dijo el chófer mirando a Comet
—. Eres tan responsable que hasta te pide que me vigiles. Que no corra y
esas cosas. Así que cuando lleguemos le dices a tu abuela que he
conducido bien. Además, a la vuelta tu abuelo ya te habrá enseñado como
llevar una locomotora, así que me podrás dar un par de consejos...
Comet asintió con una enorme sonrisa. Años más tarde, cuando
pensaba en su bisabuelo, siempre recordaba lo mismo: que alrededor del
tío Diego siempre había caras alegres. O él hacía la broma o alguien se la
hacía a él. Ya hemos oído que su padre le decía que hay mejores formas
de ser recordado que montado a caballo o con cara seria y un libro o una
pluma en la mano, Comet siempre pensó que la mejor forma, sin duda, era
como él recordaba a su bisabuelo: con una sonrisa.
En aquel viaje el tio Diego le contó muchas cosas. Le contó cosas de
su abuelo Manuel; como, por ejemplo, que a partir del momento en el que
pudo ir al colegio se fue a Nuevo Giralte a vivir con él (hasta entonces
había vivido con sus abuelos maternos) y que en un año ya hablaba
dalterrino. Le habló de lo buen estudiante que era, de que cada verano se
iba a Biniveri y de que, a partir de los trece, cada año le costaba más volver
a Dalterra. Hasta que, con diecisiete, a la vuelta del verano, le dijo que
había conocido a la mujer de su vida y que, con su permiso, se casaría con
ella tras terminar sus estudios. Unos meses más tarde el tío Diego conoció
a Clara, Clarita la llamó siempre, y fue entonces cuando le dijo aquello de
63
que “le pediría permiso a Clarita para negarle el permiso de casarse con
ella”.
III
A las dos el tío Diego volvía a dejar a Comet en el autobús. Había
sido una mañana de lo más completa. Leyeron el periódico—el tío Diego
lo leyó y Comet escuchó atentamente sus indignados comentarios entre
noticia y noticia—; probó por primera vez el café, cuyo sabor le pareció
tan repulsivo que decidió que de adulto uno o se vuelve loco o tonto para
preferir empezar el día con un sabor como aquel y no, por ejemplo, con el
de un rico helado; e incluso tuvieron tiempo de hacer el trayecto turístico
con Florinda en la locomotora y con la gorra del maquinista. Ya sentado
en el autobús, a punto de quedarse dormido, pensaba en que tenía que
preguntarle a su padre como se sabe si uno es el hombre más rico del
mundo, pues estaba casi seguro de que aquella mañana lo había sido.
Mientras tanto, el tío Diego, que no empezaba a trabajar hasta las
ocho y media de la tarde, se dirigió al lugar al que solía ir todos los jueves
a aquella misma hora.
—Buenos días, señorita.
—Vaya, como cada jueves—le dijo la señorita, en realidad una
mujer que ya había pasado los cincuenta, con amabilidad—Es usted como
un reloj. Llevo dos años trabajando aquí y no ha faltado usted ni un solo
jueves.
—¡Y los años que llevaba viniendo antes de que usted empezara a
trabajar! Así que ya ve, yo no le he faltado ni un jueves, mientras que
usted me faltó ocho años...Sí, ocho más o menos llevo viniendo. No había
cumplido aún los noventa.
—¿Y no se aburre? Siempre es lo mismo...
—Pues no, no me aburro. La vida también parece siempre lo mismo
y a poco que uno lo intente no hay ni un día que se parezca a otro.
Además, uno tiene que ser un poco disciplinado si quiere llegar a mayor.
Así que el jueves que no me vea por aquí ya puede decir que el tío Diego
se está haciendo viejo.
La señora se rió mientras decía:
—Me asombra que aún le interese.
—¡Jovencita!—exclamó el tío Diego dándole un suave cachete en la
mejilla.
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—No tanto, que ya tengo cincuenta y tres años.
—Bueno, entonces joven. Mire, cuando se haga usted mayor
aprenderá a que sólo le interese lo que le interese que le interese. Igual que
le va a costar más subir escaleras, también le costará más interesarse por
las cosas. Así que hay que hacer un esfuerzo. Sí, un gran esfuerzo, pues
no hay nada que la edad deteriore tanto como la capacidad de interesarse.
De joven uno se interesa aunque no quiera, mientras que de mayor hay que
querer, ya lo creo que hay que querer...
—¡Pero podría interesarse por otras cosas! La jardinería, por
ejemplo. La verdad, parece que hay cosas más apropiadas para su edad
que las películas porno.
—¡Pero a mí no me interesan las películas porno, sino las mujeres!
Lo que pasa es que uno ya está en unas edades en las que tiene que prestar
más atención al calentamiento que al acto en sí.
—Pero usted aún...
—¡Por supuesto!
—¿Y qué dice de ésto su esposa?
—Mi esposa, la pobre, lleva ochenta años muerta. Hasta hace unos
veinte años aún tuve novias, pero, la verdad, me van faltando novias de mi
edad o edades parecidas, así que ahora pago a señoritas...
—¿Señoritas?
—Bueno, otros las llamarían prostitutas, pero lo bueno de hacerse
viejo es que uno puede llamar a la cosas por su nombre y como para mí
esas mujeres son señoritas y no ninguna de esas palabras tan feas que se les
suele llamar, pues señoritas las llamo. Por no hablar de lo bien que me
cuidan, mejor que cualquier enfermera. Y es que no me negará que para
tener noventa y siete años me conservo...
—Sí, es usted un viejo verde muy bien conservado—dijo la señora
Elisenda estallando en una carcajada.
—Gracias, señorita—dijo el tío Diego con una sonrisa—. A estas
edades hay que tomarse como un cumplido que a uno le digan que está
verde en algo. No como usted, joven, que habla como una vieja y de tanto
hablar así al final se va a creer que lo es. Por cierto, ¿está usted casada?
—Divorciada desde hace diez años.
—¿Tiene novio?
—Mi marido me curó de esa enfermedad para al menos diez vidas.
—Entonces deje que la invite a tomar algo—dijo el tío Diego.
—Pero si yo ya le he dicho que...
—Usted dice una cosa, pero su cuerpo joven y vigoroso me dice otra.
Además, no sé de que tiene miedo. No sabía que tomar un café con un
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abuelete como yo fuera deporte de riesgo. Aunque yo no tomaré café que
me viene mal para el corazón.
—Vaya, esta sí que es buena, se quita usted del café y sin embargo
no se quita de lo otro...
—El café no me gusta y lo otro sí. Y a usted también, si no llevara
tanto tiempo sin practicarlo. Bueno, me voy a ver la película, que con las
cosas de la salud no se juega.
“Vaya con el abuelo,” pensó la señora Elisenda con una sonrisa,
mientras miraba al tío Diego bajar por el pasillo del cine apoyando el
bastón con el mayor de los cuidados. Pensó por un momento en como se
hubiera tomado aquella conversación un par de años atrás, antes de
comenzar a trabajar en aquel cine, cuando la simple visión de un cuerpo
desnudo le parecía la peor de las depravaciones. Pero aquel fue el único
trabajo que encontró y tras meses en los que ni siquiera se atrevió a mirar a
la pantalla, ahora no sólo miraba sino que consideraba lo más natural que
aquellos bellos y superdotados cuerpos desnudos se exhibieran. Eran
como documentales, sólo que en vez de salir animales copulando salían los
especímenes físicamente más desarrollados de la raza humana. Y como
documentales debían de ser, pues en las tardes en las que estaba muy
cansada cerraba media hora la taquilla y, sentada en una de las butacas del
cine, dormía siestas como las que en otro tiempo había dormido en el salón
de su casa con los documentales de naturaleza. Y al despertarse estaba tan
descansada como si el documental hubiera tratado sobre el tiburón blanco
o los monos matemáticos. En los documentales precisamente estaba
pensando cuando el tío Diego se le volvió a acercar:
—No quería despertarla...—le dijo.
—Vaya, muy considerado de su parte.
—La veo muy pensativa. No creo que el mensaje de la película dé
para tanta reflexión...
La señora Elisenda sonrió y dijo:
—Es curioso, llevo un rato pensando en el que fue mi marido y en
los documentales de la televisión...
—¿Su marido es geógrafo?
—Mi marido es un animal. Y no es un decir, sino la verdad.
Cualquier animal se parece más a mi marido que ese señor de la pantalla.
Un mono, un cerdo...: todo me lo creo. Pero que ese señor de la pantalla y
mi marido sean de la misma especie...¡Imposible!
—Eso será porque hizo más por parecerse a los animales que a ese
de la pantalla—dijo el tío Diego—. Si me da una oportunidad la trataré de
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tal manera que al rato de estar conmigo no me sabrá diferenciar de ese de
la pantalla. La imaginación lo es todo en esto del amor.
—Dirá en el sexo...
—El sexo con imaginación es amor. Amor a un momento, por
compartir con otro cuerpo, otra alma...¿No es eso amor? Venga, joven, no
me venga con remilgos, que los remilgos son para las jovencitas y no para
las jóvenes. ¿Para quién guarda ese cuerpo lustroso? ¿Para los gusanos?
—Si le parece lo guardo para “su” gusano.
El tío Diego soltó una gran carcajada y dijo, señalando a la pantalla:
—Me parece que ha visto demasiadas de estas películas.
La señora Elisenda se sonrojó y, tapándose la boca avergonzada, se
rió también.
—Bueno, ¿me acepta ese café cuando salga de trabajar? Al menos
reiremos un rato.
—Sí, de acuerdo.
El tío Diego se fue en dirección a la salida.
—¿Pero no termina de ver la película?—le preguntó la señora
Elisenda.
—No: ¿para qué? En la primera cita no ve va a hacer falta. Soy un
caballero.
—¿Y si no hay segunda cita?
—Pues me quedaré con las ganas y le agradeceré la primera cita. Un
caballero agradece a una dama como usted cualquier segundo que le
dedique.
De hecho, ya le estoy agradeciendo esta maravillosa
conversación. ¿A que hora paso a recogerla?
—A las cinco.
—Hasta entonces.
El abuelo Diego se dirigió a la salida y ya estaba a punto de abrir la
puerta cuando la señora Elisenda le dijo:
—¿Se va a visitar a su enfermera?
—¿Tan pronto empezamos con los celos?—dijo el tío Diego con una
sonrisa.
—Se lo decía en broma, vaya si tiene que ir. La salud es lo primero.
—No, hoy no iré...
—Pues si no va a ir quédese mirando la película.
—¡Pero cómo...! ¿En la primera cita?
—Los caballeros están para complacer a las damas...—dijo la señora
Elisenda con una sonrisa traviesa—. Además, no se me vaya usted a morir
durante la semana, que ya está usted un poco mayor, sólo un poco, y, ya
que va a ser, ¿para qué esperar?
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—Vaya, por lo que veo éste es el comienzo de un tórrido romance.
No sé si mi cuerpo lo aguantará, pero supongo que no lo sabré hasta que lo
intente.
A las cinco el tío Diego acompañó a la señora Elisenda a su casa y
estuvo con ella hasta las ocho. Tenía que hacer una visita antes de entrar a
trabajar, así que se pasó por una floristería y compró dos ramos de rosas,
uno que dejó dicho que le entregaran a las señora Elisenda y otro que
minutos más tarde le entregaba a su joven enfermera, a la que le contó que
había conocido a una señora y que, en un futuro cercano, no creía que fuera
a necesitar de sus muy especializados servicios...
—Y con mi edad no estoy para pensar en futuros lejanos.
—Pues si los necesita ya sabe donde encontrarme. Y venga de vez
en cuando, aunque sólo sea para hacerme una visita...
—Eres un cielo, bonita. Eres la nieta que todo abuelo hubiera
querido tener...
—¿Todo abuelo quiere tener una nieta puta?
—Por eso he dicho nieta y no hija. Los abuelos sabemos demasiado
de la vida como para quedarnos en los detalles. Puta, enfermera,
contable...Yo lo que sé es que eres una buena mujer y eso es lo que quiero
que sea una nieta mía. Y mi nieto un buen hombre. Sólo hay dos tipos de
gente: buenos y malos. Hace años creía que había más tipos, pero con los
años se me han ido quedando por el camino tipo tras tipo, hasta que ahora
sólo me quedan estos dos.
—Gracias, tío Diego, no se olvide de hacerme una visita de vez en
cuando. Voy a echarle de menos...
—Cuídate mucho.
A las ocho y media el tío Diego entró a trabajar. Normalmente sólo
hacía de vigilante, aunque últimamente Florinda echaba mucho humo y no
había semana en la que no discutiera con el joven mecánico que, no
sabiendo como arreglar aquel motor, estaba empeñado en comprar uno
nuevo.
—¿Qué, Máximo, ya han llegado las piezas que encargué?
—Mire, tío Diego, no se lo tome a mal, pero tras hablarlo con el
alcalde hemos decidido que lo mejor será comprar un motor nuevo. No
quiero que se enfade, pero...
—No, no me enfado. Creo que es lo mejor.
—Vaya, me alegro que lo vea usted así—dijo aliviado Máximo.
—Y mejor aún que compraras un motor con locomotora incluída.
—No le entiendo...
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—Dile al alcalde que jubile a esta vieja gloria y compre una
locomotora nueva. Mira, Máximo, las cosas viejas no paran de dar
problemas.
—No le entiendo, ya sabe que Florinda es uno de los principales
atractivos turísticos de la región.
—Entonces respetala.
—Pero es que últimamente hecha mucho humo.
—Y tú no das una a derechas y no por eso proponemos cambiarte el
cerebro...
—No me falte, tío Diego, que yo no le he faltado.
—Tengo noventa y siete años y ya me he acostumbrado a que se me
permita todo. Si quieres te cambio tus veinticinco años por mi derecho a
faltarte. Lo que quería decirte es que todo tiene arreglo. Tú sabes de
muchas cosas y todas muy útiles, por eso eres mecánico. Yo, por el
contrario, sólo sé de algo tan poco útil como una vieja locomotora. No sé
nada de mecánica, pero lo sé todo de la mecánica de Florinda. Soy como
ese marido que lleva toda la vida al lado de su esposa y que sabe más de
sus achaques que el médico más eminente.
Máximo se quedó pensativo por un momento:
—Está bien, lo intentaremos.
—Así me gusta, Máximo, gracias. Y fiate de mí, que por lo que se
ve debo de ser mejor mecánico de lo que pensaba. De momento ya te he
arreglado la cabezota...¡Y mira que la tenías bien estropeada!
Máximo le dio un cariñoso golpe en el hombro y se despidió. Eran
las ocho y media y el tío Diego comenzaba su jornada, que terminaba a las
seis de la mañana. Así que se sentó en el puesto de guardia y abrió el
periódico. Era un ávido lector, si bien se enorgullecía de no haber abierto
un libro jamás. Cuando Comet le hablaba de las novelas que leía, el tío
Diego le avisaba de que no perdiera el tiempo en chiquilladas; “¿qué
importancia puede tener lo que no pasó y que quien sabe si pasará? A mí
me interesa lo que ha pasado y pasará...¡Y para eso están los periódicos!”
Así que el tío Diego comenzó una atenta lectura de las noticias del
día. Leyó sobre quién había matado a quién, sobre los avances de la
ciencia y sobre lo que pasaba en países en los que no había estado ni
estaría jamás, pero sobre los que, ni él mismo entendia porqué, le gustaba
estar informado. De vez en cuando levantaba la vista y cada dos horas
daba un paseo para asegurarse de que todo estuviera en orden. Era una
noche de invierno, una de esas en las que, a falta de luna y con el cielo
totalmente despejado, todas las estrellas parecen competir por el honor de
ser la más brillante. Situada en un descampado a las afueras de la ciudad,
69
el silencio en la estación era absoluto. Estaba dando uno de los
mencionados paseos, se encontraba entre unos viejos trenes que hacía
décadas que no se utilizaban, cuando oyó unas leves pisadas.
—¿Quién anda ahí?—preguntó.
Las pisadas se dejaron de oír. Fue tras repetir la pregunta cuando
una cálida voz le contestó.
—No grite, por favor. He venido a hablar con usted.
—¿Y por eso se esconde?
—No quiero que me vea nadie.
Las sombra de un hombre alto y corpulento apareció tras uno de los
vagones.
—He querido que nos encontráramos en uno de sus paseos—dijo el
desconocido—. Hubiera sido peligroso que nos vieran juntos en la oficina.
—¿Peligroso para quién?—preguntó Diego.
—De momento para mí—contestó el desconocido con la mayor de
las calmas—. Y cuando nos pongamos de acuerdo también para usted.
El tío Diego se quedó pensativo por unos instantes. Finalmente dijo:
—Antes de preguntarle de qué demonios está hablando me gustaría
saber con quien demonios estoy hablando. Y ya puestos, hablar con una
persona y no con una sombra.
—Llámeme como quiera: el nombre es lo de menos. Soy su hada
madrina, su genio de la botella. En cuando a lo de hablar con una persona,
entremos en el vagón donde no nos vea nadie.
Una vez estuvieron dentro, el desconocido cerró las persianas de
todas las ventanas y encendió una linterna que puso sobre el respaldo de
una de las butacas, iluminando la estancia con una luz tenue. El tío Diego
confirmó que su misterioso visitante era un hombre alto y corpulento y
descubrió además que vestía un largo abrigo negro y sombrero del mismo
color bajo el cual, al quitárselo, descubrió una prominente calva
delimitada, por la frente, por unas pobladas cejas y, por la nuca, por una
franja de pelo negro. Tenía los ojos oscuros y unas facciones muy
marcadas entre las que destacaba una prominente nariz aguileña.
—Ya ve que ha podido más la curiosidad que el miedo—dijo el tío
Diego—. Y ahora dígame que puedo hacer por usted.
—Vengo a proponerle un negocio.
—Si me conociera no me propondría ninguno. Los negocios se
proponen a los que tienen algo que aportar y yo, salvo años, no tengo
mucho de nada.
—Yo ya sé lo que puede aportarme. Y en uno momento le explicaré
lo que yo puedo aportarle a usted. Ya nos ocuparemos de los detalles más
70
tarde, pero de momento valga con decir que mucho dinero. Y en cuanto a
lo primero, decirle que quiero alquilarle la locomotora y dos vagones una
noche al mes.
—¿Alquilarme a mí?—preguntó sorprendido el abuelo Diego—. Se
equivoca, amigo, no es conmigo sino con el acalde con quien tiene que
hablar. Yo soy un mandado y el que lleve ochenta años siéndolo no hace
que lo sea menos que el primer día.
—Aquí no veo a nadie que le dé ordenes—dijo el desconocido
mirando a su alrededor—. Y a cambio de que deje de ser un mandado una
vez al mes, yo le haré un hombre rico.
—No puedo. Soy una persona honesta. Lo que me pide es ilegal.
—Digamos que ha sido honesta—dijo el desconocido mirando a
Diego con una sonrisa confiada—, mientras no ha recibido una oferta lo
suficientemente buena. Y en cuanto a que lo que le pido sea legal o ilegal,
decirle que se lo pido a usted porque no puedo permitirme el lujo de ser
legal y tener que hacer ricos a cien hombres en vez de a uno. Por eso es un
negocio. Un negocio para mí y, por supuesto, también para usted.
—¿Para qué quiere el tren?
—Eso es asunto mío. Asunto suyo es que cada mañana a las seis
tendrá el tren limpio y en perfectas condiciones. Antes del primer viaje
que hagamos le daré una suma a cuenta del primer año; cantidad que
cubrirá sobradamente la eventualidad de que alguien pudiera descubrir
nuestro pequeño arreglo y despedirle. Sólo le pido que tenga el tren
preparado el último jueves de cada mes y que haga todo lo posible por que
nadie se entere de que el tren no está.
—Pero eso no será nada fácil—dijo Diego—, la vía pasa muy cerca
de los pueblos y al primer viaje todos me preguntarán porqué pasó el tren
por la noche.
—Ya lo había planeado, por eso iré por la vía vieja.
—¡Pero esa vía no se ha utilizado en años! Se está arreglando para
recorrido turístico, pero aún faltan años para terminar las obras...
—Dice usted bien—dijo el desconocido con sonrisa satisfecha—.
Aún faltan años para que se les dé el uso que usted menciona. Años que el
responsable de la remodelación, o sea yo, utilizará en ciertos proyectos
personales. Decenas de pueblos que quedaron abandonados y que ahora,
gracias al arreglo de la vía, volverán a la vida. Y yo tendré cuatro años de
ventaja sobre el resto de inversores.
—Si lo que dice fuera cierto no me lo contaría...
—Mejor contarle la verdad y ganarme su confianza que no
ganármela y dejar que se imagine cosas mucho peores. Mire, no le voy a
71
mentir, voy a ganar mucho dinero con ésto y, en justicia, todos los que
colaboren conmigo también lo ganarán. Pero también le diré que, con o
sin usted, lo voy a hacer igual, así que su honestidad lo único que va a
evitar es que usted viva mejor...
—Poca vida me queda ya. He vivido honestamente y honestamente
voy a morir.
—¿Y su familia? ¿O es qué es usted tan egoísta que no piensa en
ellos? Puede solucionarles la vida y usted sólo piensa en su honestidad.
¡Será egoísta el viejo! ¡Sólo le pido que mire hacia otro lado una vez al
mes! No creo que sea tanto pedir. Bueno, tengo que irme—dijo el
desconocido mirando el reloj—. Le dejo que lo piense. Dentro de dos
semanas vendrá mi colaborador con el primer pago. Es un experto
maquinista, así que no tema por su tren. Y no se preocupe por nada, que
todo es por el bien de la región. ¿A quién le va a importar dentro de diez
años, cuándo esta región sea un paraíso turístico, si alguien ganó un poco
más de lo que por ley podía ganar? ¿Acaso prefiere que todo siga como
hasta ahora?
—¿De verdad tengo elección?—dijo el tío Diego en voz casi
inaudible.
—Sí, por supuesto. Si su respuesta es negativa no volverá a saber de
mí. Será una pena: ya le he dicho su colaboración me ahorrará ciertas
incomodidades y nada más lógico que yo haga lo posible por ahorrárselas a
usted y los suyos. Pero su elección será respetada.
—Está bien, deje que lo piense.
IV
Tras despedirse del tío Diego, nuestro misterioso amigo condujo
hasta el aeropuerto, donde se dirigió a la oficina de una conocida empresa
de alquiler de coches. Al bajar del coche, más que haberle crecido el pelo
se le había caído la calva y ahora lucía un pelo negro peinado hacia atrás
con fijador y una fina perilla del mismo color, la cual de vez en cuando se
tocaba, como queriéndose asegurar de que estaba bien pegada. En la
mencionada oficina, el personaje al que se le caían las calvas y le brotaban
72
perillas devolvió el coche que había alquilado aquella misma mañana y
confirmó la reserva de otro coche que recogió cuatro horas más tarde en el
aeropuerto de Ciudad Dalterra.
Desde el aeropuerto condujo hasta un polígono industrial a las
afueras de la ciudad, a una gran nave de la que saldría diez minutos más
tarde con un sobre en el bolsillo y elegantemente vestido con frac y
chistera, quedando de la perilla sólo un fino bigote que le hacía parecer un
aristócrata recién escapado de una novela. También había cambiado de
abrigo y de zapatos, de tal forma que el hombre alto y corpulento con el
que se había encontrado el tío Diego, se había convertido en uno de
estatura media y complexión más bien delgada.
La siguiente etapa fue más corta, aparcando minutos más tarde en la
parte trasera de otra nave del mismo polígono industrial. Golpeó un par de
veces en una pequeña puerta metálica, saliéndole al encuentro un hombre
con uniforme de guarda de seguridad. Nuestro misterioso amigo le
presentó un papel y el guarda le invitó a seguirle.
—El señor Menal no tardará en recibirle—le dijo el guarda tras
acomodarle en una pequeña y acogedora habitación—¿Quiere beber o
comer algo?
—No, gracias.
—Por si cambia de opinión allí tiene una nevera con bebidas y algo
de comida. Si le puedo ayudar ya sabe donde estoy.
—Gracias, muy amable.
—Para servirle, señor Ofus.
Pocos minutos más tarde, un hombre de mediana edad con pelo cano,
porte distinguido y que vestía un traje sin corbata, recibía con una enorme
sonrisa y un cordial apretón de manos al señor Ofus (a falta de haberse
presentado personalmente utilizaremos el nombre con el que el guarda se
ha dirigido a él). Era Jorge Menal, el famoso presentador de televisión.
—Buenas noches, o buenos días más bien, que a las horas que son, la
verdad...—pese a la cordialidad el señor Menal parecía algo nervioso—.
Me alegro de conocerle, señor Ofus.
—Lo mismo digo.
Tras un corto silencio Menal continuó:
—He de reconocerle que lo que me dijo por teléfono sonaba bastante
interesante.
—No tan interesante, supongo, como comprobar que no jugaba de
farol y que, tal y como le prometí, los ingresos por publicidad de su
programa se han duplicado en esta última semana.
73
Menal asintió mientras con el gesto invitaba a Ofus a sentarse de
nuevo en el sofá.
—Aunque mucho más interesante será cuando se multipliquen por
diez.
Menal tragó saliva, acompañando aquellas palabras con un casi
inaudible: “muy interesante.”
—Claro está—continuaba Ofus—, que podríamos no llegar a un
acuerdo, lo cual no tendría mayores perjuicios para usted que el tener que
competir con una programa de otra cadena cuyos ingresos publicitarios se
multiplicaran por diez. Usted es nuestra primera opción, pero toda primera
opción tiene su segunda y su tercera...
—No siga—le interrumpió Menal—, que tal y como va la audiencia
de mi programa eso suena a desempleo.
—No dramaticemos, ser el hombre más popular de la televisión de
Dalterra no lo es todo...
—Sí, eso dicen los que nunca lo han sido. Soy todo oídos.
—No se preocupe, que yo vengo a proponerle seguir siéndolo. Y no
sólo eso, sino que vengo a pedirle que multiplique su audiencia...
—Vaya, eso no suena tan mal—dijo Menal aún serio pero con
expresión de alivio—. Yo que me temía que iba a proponerme algo
realmente terrible y me pide que haga lo que llevo tantos años haciendo:
ganar audiencia.
—Bueno, no exageremos—dijo Ofus con una sonrisa—. Le
propongo que la vuelva a ganarla, porque, siendo sinceros, lo que ha hecho
en los últimos años ha sido perderla.
—Aún soy el presentador más popular de la televisión...
—Usted lo ha dicho, señor Menal: “aún.” Ha llegado el momento de
reconquistar a su audiencia. Usted intenta ganar audiencia, pero lo intenta
con muchos matices. Quiere más audiencia, pero también quiere ser tenido
por un intelectual, un referente de opinión...En pocas palabras, quiere que
lo respeten. Demasiados condicionantes amigo Menal. No son sus
opiniones o su persona lo que la gente tiene que respetar, sino su éxito.
—Disculpe, señor Ofus, antes de continuar esta conversación
televisiva—le dijo un Menal que parecía estar perdiendo la paciencia—.
¿Podría contarme cual es su experiencia en el campo de la comunicación?
¿Podría decirme a qué se dedica? Lo único que sé de usted es que la
semana pasada pagó los anuncios al doble de su precio y que hoy se
permite darle consejos, como si llevara toda la vida en ésto, a uno de los
profesionales más respetados de la televisión dalterrina.
74
—Si no quiere escuchar mis consejos—dijo Ofus sin inmutarse—, lo
único que sabrá de mí es que su rival ha multiplicado sus ingresos por dos
y en pocas semanas su audiencia por diez. Es decir, que ayudaré a su rival
a convertirse en lo que usted no ha querido ser. Mire, le seré franco.
Usted quiere interesar a su audiencia contándoles lo que le interesa a usted,
mientras que yo vengo a proponerle que la interese a base de contarles lo
que les interesa a ellos.
—Habla como si usted supiera lo que le interesa a la gente.
—Por supuesto que lo sé—dijo Schultz—. Al contrario que usted,
que vive de observarse a sí mismo, yo vivo de observar a la gente. Vivo de
saber lo que la gente va a comprar. La mayor virtud es saber lo que la
mayoría va a querer cinco minutos antes de que ella misma lo sepa. No
importa que hablemos de la bolsa o de la televisión, lo importante es
pronosticar bien. Por eso los adivinos, o los que han sabido convencer a
sus contemporáneos de que lo son, siempre han sido tan importantes en
todas las sociedades. Y los adivinos dicen que la gente está harta de
grandes ideas. Usted quiere hablar de grandes cosas, educar a las masas,
olvidándose de que si algo les ha sobrado a esas masas es educación. Tras
quince o veinte años soportando que les metieran grandes ideas por un
embudo en colegios y universidades, esas masas han llegado a la
conclusión de que las grandes ideas no dan de comer, no dan celebridad y,
por lo tanto, no dan amor. Han oído hablar de Platón, Kant, Einstein o
Cervantes y al abrir los ojos a la sociedad se dan cuenta de que todo lo que
han estado aprendiendo no son más que mentiras y que lo que esa sociedad
valora es el dinero. Y se sienten desencantados: ¿y usted quiere seguir
hablándoles de grandes ideas? Amigo Menal, su audiencia ya no sueña
con ser el próximo Einstein, sino con tener una idea que el número
suficiente de gente crea brillante durante el número suficiente de minutos
para hacerse lo suficientemente ricos para vivir el resto de su vida sin
trabajar.
—Si usted tuviera razón yo nunca hubiera llegado a nada...—
apuntilló Menal.
—La tengo, no dude de que la tengo. Del mismo modo que en otro
tiempo la tuvo usted. ¡Claro que la tenía! Pero ya no la tiene. Hasta hace
poco la televisión era una extensión de la escuela; de esa escuela a la que
muchos de los televidentes no habían podido ir. Pero la educación
universal ha saturado a las masas de datos y conocimientos que no les
sirven de nada y ya no quieren grandes datos sino cosas pequeñas, cosas
con las que se puedan identificar. Cosas pequeñas que usted les va a dar.
Averiguará lo que quiere la gente y se lo dará. Lo que quiere hoy y ahora,
75
no lo que usted supone que querrán cuando les haya educado lo suficiente.
Hoy y ahora. En otras palabras, deje de ser un educador y conviértase en
un comunicador.
Menal miró fijamente a Ofus e hizo ademán de hablar. Le faltaban
las palabras: quería contestar enérgicamente a aquel prepotente
desconocido que se permitía ir a su oficina a pontificar sobre lo que la
gente quiere o deja de querer; pero en el fondo, por mucho que lo negara,
estaba de acuerdo con casi todo lo que había dicho Ofus. Por eso estuvo a
punto de quedarse callado, de asentir y así al menos ahorrarse más
razonamientos crueles como aquel. Y es que Menal sabía lo que tenía que
decir, conocía perfectamente su papel, de lo que no se sentía capaz era de
sentir lo que dijera. De todos modos se lanzó a decirlo:
—Señor Ofus, no sé si tiene razón. Mejor dicho, no sé lo si lo que
dice es cierto. Porque lo que sí sé es que, por mucho que sea cierto, no
tiene usted razón. Y es que si lo que dice es cierto (y quiero creer que no
lo es), hay que cambiarlo y no, tal y como usted propone, reforzarlo.
—No, no me juzgue tan duramente—dijo Ofus, cambiando su tono
severo de momentos antes por uno mucho más cálido—. Mi visión
pragmática del mundo está llena de humanismo. El humanismo de quien
acepta al prójimo, de quien le tolera y comprende. Comprendo que la
gente tiene vidas tristes y que gran parte de esa tristeza proviene de la
educación, de esa gran cultura con letras mayúsculas que tenía como
misión liberar a la especie humana y que no ha hecho sino añadir un
eslabón más a su cadena. Se nos obliga a saber demasiadas cosas, a leer
demasiados libros, a saber de demasiados países. Antes había que leer
algún libro y viajar alguna vez, eso era ser una persona educada; ahora, por
el contrario, hay tanta información que la cultura (y los que viven de ella)
parece no tener otro objetivo que recordarnos todo lo que no sabemos. Y
eso genera culpas. Yo le pido libere a la sociedad de esa culpa. Le pido
que nos ayude a reírnos de todo lo que no podamos o no nos atrevamos a
ser y de todo lo que no sepamos. Que nos ríamos de todo aquello y
aquellos en cuya veneración la gran cultura nos ha indoctrinado. Deje la
admiración para las bibliotecas y laboratorios: la calle está para denigrar.
Sea usted el bufón de la plaza del pueblo, el que se ríe del rey y de los
hombres que se llaman dignos, el que les muestra las debilidades del
prójimo para así hacerles sentir un poco más fuertes. En otras palabras,
ocupesé por una vez de sus televidentes. Mañana, al salir al plató, no hable
de los libros de un gran autor sino de las debilidades de ese autor. Quijote
sólo hay uno, pero las debilidades de Cervantes las tenemos todos. No les
hable de lo que les hace diferentes a ese autor, sino de lo que les hace
76
iguales. La gente ya no quiere admirar: la admiración nos obliga a hacer
un esfuerzo por acercarnos a la altura de la persona admirada. Es mucho
más fácil denigrar, convencernos de que con una palabra tenemos el poder
de derrumbar incluso al más fuerte. Por la cara que pone veo que no me
cree, señor Menal, en cuyo caso le sugiero que haga una prueba. Vaya a
ver a un conocido y háblele de un amigo común. Empiece contándole lo
bueno e inteligente que es y ya verá como su amigo asentirá y hasta de vez
en cuando añadirá alguna nueva cualidad a la conversación, a la que usted
a su vez asentirá y así, entre cumplidos de compromiso y asentimientos
pasarán los minutos hasta que alguno de los dos diga: “claro que también
tiene sus cosas, ya te he dicho que me cae bien pero eso no quita que...”
De repente, el entusiasmo correrá por las venas de los dos contertulios y
casi se interrumpirán para ser el que cuente la cosa peor del amigo común.
¿Conclusión? Que la razón nos impulsa a hablar bien, si hablamos bien de
los demás nos será más fácil creer que los demás hablan bien de nosotros,
en cuyo caso nos sentiremos más apreciados y, por tanto, más seguros.
Pero el corazón está deseando hablar mal. Hablar mal es más cómodo: nos
libra de los esfuerzos de la competición. Hay dos caminos para liberarse
de la presión de triunfar (presión con la que convivimos cada segundo de
nuestra vida): triunfar o deslegitimar el triunfo. Y usted me dirá, si
denigrando deslegitimo el triunfo, ¿eso significa que los triunfadores no
verán mi programa? Efectivamente, así es. Pero en el mundo hay muy
pocos triunfadores; muy pocos que triunfen sobre la naturaleza humana y
dejen de desear cosas que no tienen; muy pocos que se sientan totalmente
satisfechos con las vidas que llevan. Para los ricos ríase de los pobres y
para los pobres ríase de los ricos; para los viajantes ríase de los que se
quedan en casa, para los que se quedan en casa ríase de los que viajan; para
los altos ríase de los bajos y para los bajos ríase de los altos; para los feos
ríase de los tontos guapos y para los guapos ríase de los listos feos que
saben cosas que no sirven de nada. Y usted me dirá, ¿y tengo que reírme
de todos en cada programa? No, porque todos tenemos algo de rico y
pobre, de guapos y feos y de listos y tontos. De modo que, si sigue mi
consejo, estará haciendo algo tan terapéutico como ayudar a sus
telespectadores a reíse de sí mismos. Así que ya ve que vender crítica y no
admiración no sólo es más rentable, sino incluso más humano. No se
pierda Menal, fiese de mí. El éxito le ha hecho perder contacto con la
realidad y sigue pensando como pensaba hace veinte años. Usted ha sido
un buen profesional y por eso me dirijo a usted. Usted invirtió en las
grandes ideas cuando estaban al alza. Ahora están a la baja y si usted
tuviera el olfato que tuvo en otro tiempo se daría cuenta. Le estoy
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intentando ayudar a dar el salto generacional. Para mí será más fácil con
alguien como usted que con una cara nueva. Usted tiene credibilidad: a esa
cara nueva habrá que creársela. Si lo tengo que hacer lo haré, pero
preferiría que me lo ahorrara...
Menal se quedó callado por unos instantes. Finalmente, con la
lejanía de un actor que recita un papel, pero a la vez con la convicción de
un actor que recita “su” papel, dijo:
—Sé que voy a arrepentirme el resto de mi vida, pero al menos
seguiré teniendo vida. Eso de lo que usted se ha reído, señor Ofus, es ni
más ni menos que mi identidad. No me pide que cambie cualquier cosa,
sino algo de lo que, iluso de mí, estaba muy orgulloso. Soy un pobre
presentador al borde del despido, pero si acepto su propuesta ya no seré ni
eso. Usted vive de despreciar a las personas, mientras que yo vivo de
apreciarlos. De admirar siempre, incluso en la crítica; mientras que usted,
por el contrario, desprecia siempre incluso en la loa. No le desprecio,
señor Ofus, pero si no estuviera totalmente paralizado por la tentación
criticaría todas y cada una de las palabras que me ha dicho. No creo que lo
consiguiera, pero al menos lo intentaría.
Ofus se levantó y Menal sintió el alivio de la presa que ve a su
enemigo retirarse. Un alivio que unos segundos más tarde se tornó en
pánico al ver la cara de satisfacción de Ofus. Una cara con la que le daba a
entender que aquella heroica resistencia no sólo no le había impresionado,
sino que incluso había sido más débil de lo que había anticipado.
—No esperaba menos de usted. Es más, su resistencia aumenta mi
convencimiento de que es la persona adecuada para el trabajo.
Ofus sacó del bolsillo un sobre y lo puso sobre el pupitre del
despacho de Menal.
—Un pequeño regalo, señor Menal. De usted depende que sea su
primera paga o una compensación por hacerle perder su trabajo.
—Puede llevárselo...—dijo Menal y viendo que Ofus seguía su
camino sin recoger el sobre—¡No lo quiero! ¿Me oye?
—Ya sé que no lo quiere—dijo Ofus, ya desde la puerta—Pero lo
cogerá. No queremos ser deshonestos. Simplemente lo somos.
Al quedarse solo, Menal se quedó pensativo por unos instantes.
Sabía lo que quería hacer y sabía lo que tenía que hacer; pero también
sabía que pronto encontraría justificaciones para querer y tener que hacer
lo contrario. Se resistiría, pero sabía que antes o después se convencería de
que no tenía elección y que, tras rebuscar en su pasado, encontraría alguna
ocasión en la que no había sido un héroe, lo cual confirmaría que tampoco
lo iba a ser esta vez. Y después alguna otra en la que lo había sido y había
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probado ser la decisión equivocada. Así que, con una curiosidad que se
dijo que sería sólo eso, pero que, en el fondo, ya sabía que era el principio
de la corrupción, Menal abrió el sobre, en cuyo interior encontró una
cantidad de dinero equivalente al doble de su salario mensual como
presentador estrella de la televisión de Dalterra. Junto al dinero, la
siguiente nota:
“Su primera mensualidad.”
Al salir de la oficina de Menal, el señor Ofus le pidió al guarda que
le indicara donde estaba el teléfono más cercano. Éste le acompañó hasta
una sala de espera en la que había un teléfono público, desde donde Ofus
llamó a su servicio de mensajería. Había un mensaje, del señor Harp, que
le indicaba que le esperaba al día siguiente en el Hotel Bristol a las doce de
la mañana. Ofus dudó por un momento, el viaje había sido largo y estaba
cansado, y de no haber estado tan cerca del lugar al que se refería aquella
cita sin duda se habría ido a dormir.
Tras un corto trayecto, llegó a otro polígono industrial, aparcando
junto a una pequeña caseta. Al entrar en la misma, Ofus se sorprendió de
no encontrar junto a la puerta el sobre que había ido a buscar.
“Algo me dice que el señor Harp no disfruta de muy buena salud. El
maldito fumar, seguro...”
Ofus tenía muchas citas como aquella. La cita con el inexistente
señor Harp, en el Bristol o en cualquier otro lugar, era la contraseña para
que se dirigiera a una de las muchas oficinas que tenía alquilada en los
barrios periféricos de la ciudad. Oficinas cuyos letreros anunciarían que en
otro tiempo habían sido agencias de viajes, bares o pequeños almacenes y
en cuyo interior, junto a la puerta—habría ido deslizado bajo la misma—,
encontraría un sobre que, sin remitentes ni destinatarios, contendría una
importante cantidad de dinero. El nombre de Harp, o cualquier nombre
que empezara con las letra “hache” y “a” se refería a aquel pequeño
almacén, que era el lugar en el que el señor Harry, Harold, Harp, Hache,
Haro, (Ofus recomendaba cambiar el nombre de vez en cuando) dejaba el
dinero.
Al no encontrar el mencionado sobre miró entre los papeles de una
carpeta que tenía sobre un viejo pupitre, único mobiliario junto a una cama,
una silla y un armario del que disponían aquellas oficinas. En la carpeta
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buscó los datos de H-A, del que recordaba su nombre, no por nada era uno
de sus colaboradores más antiguos, aunque no su dirección o teléfonos de
contacto, así como tampoco su nombre en clave (el de Ofus) en su relación
con él:
“Guillermo de la Riva, abogado, Calle de la Serenata número 18,
tercer piso. Teléfono...”
Ofus se miró al espejo para asegurarse de su apariencia. No le
pareció mal y sólo añadió barba y mosca, convirtiendo así el bigote en
perilla, y condujo hasta la mencionada dirección, en uno de los barrios más
céntricos y lujosos de Ciudad Dalterra.
La puerta de la elegante finca de apartamentos en la que vivía la
familia De la Riva estaba abierta, algo extraño a aquellas horas, más de las
dos de la madrugada. Al llegar al tercer piso, se encontró con otra puerta
abierta, curiosamente la misma a la que él se dirigía. Tras
golpear
levemente le salió al encuentro una mujer de mediana edad:
—Buenas noches, disculpe que le moleste a estas horas, pero como
la puerta estaba entreabierta...He venido a ver al señor De la Riva.
—El señor De la Riva, mi padre—dijo la mujer visiblemente
emocionada aunque haciendo un esfuerzo por mantener la calma—, ha
fallecido esa tarde.
—Vaya, vaya, cuanto lo siento—dijo Ofus con gesto consternado—.
Mi apreciado De la Riva: reciba mi más sincero pésame.
—Muchas gracias, señor...¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Mi nombre es Orlando Bertez—dijo Ofus empleando el nombre en
clave que le correspondía en su relación con el colaborador H-A.
—¡Señor Bertez!—dijo la señorita De la Riva—. ¡Cuánto me alegro
de que haya venido usted! Tenía hoy una cita con mi padre...
—Sí, la verdad es que sí, en estas circunstancias no quise
mencionarlo, pero había quedado con encontrarme con él esta noche.
Conociendo lo cumplidor que era su padre, que en paz descanse, me
pareció muy extraño que no me hubiera dejado ni siquiera un mensaje.
—Efectivamente, mi padre era de lo más cumplidor—dijo la señorita
Riva sin poder esta vez contener las lágrimas—, siempre nos dijo que en
caso de que le sucediera algo llevaría en la cartera una lista con todos sus
asuntos personales pendientes. Y al mirar la lista he visto que tenía que
entregarle un sobre. Lo puse en la caja fuerte del despacho de mi padre,
así que si es tan amable de esperar por unos instantes enseguida se lo
traigo. Pase, por favor, al salón.
La señorita De la Riva acompañó a Ofus al salón, donde una anciana
y un hombre de mediana edad velaban al difunto.
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—Buenas noches, les acompaño en el sentimiento...—dijo Ofus.
—Muchas gracias—dijo la anciana.
Instantes más tarde, en los que Ofus permaneció junto a la puerta del
salón, la señorita De la Riva volvió con un sobre, el cual, a juzgar por su
grosor, debía de contener bastante dinero.
“Menos mal que no dejamos nada al azar,” pensó Ofus, “de lo
contrario la muerte de De la Riva me hubiera salido un poco cara. Parece
que ha sido un buen mes.”
—Gracias, señorita—decía Ofus mientras introducía el sobre en el
bolsillo interior de la americana. Tras un instante de silencio, y en
referencia a la seriedad que exigía a todos sus colaboradores—. Su padre
era un gran profesional, señorita. Si era sólo la mitad de buen padre que de
abogado, señorita De la Riva, le será imposible encontrar consuelo.
La señorita De la Riva sonrió. Aquellas eran unas palabras de
pésame algo extrañas, pero al mirar al desconocido vio, por su sonrisa, que
parecía decirlas con buena intención, así que ella le contestó:
—Yo por mi parte le diría que si era sólo la mitad de buen abogado
que de padre los que no van a tener consuelo serán sus asuntos legales.
—Usted lo ha dicho. Espero no haberle parecido brusco. Yo sólo
conocía a su padre profesionalmente, aunque le tenía tanta estima que
hubiera considerado una falta de respeto inventarme alabanzas sobre su
persona, cuando podía decir tantas y tantas cosas buenas de él como
abogado.
—Gracias por su sinceridad y respeto. Mi padre siempre dijo que
aspiraba a que lo quisieran en su casa y a que lo respetaran fuera de ella.
Esta conversación es el ejemplo perfecto de que consiguió ambas cosas.
—Desde luego que sí, señorita De la Riva.
Se quedaron de pie por un instante en silencio. Finalmente, éste dijo:
—Gracias por su atención, pero no quisiera ser una molestia. Si no le
importa me quedaré aquí, junto a la puerta, unos instantes, pero le pediría
que no se preocupara por mí. Estará muy cansada, ha tenido un día muy
duro, así que no quisiera tenerla de pie.
La señorita De la Riva sonrió y tras despedirse de Ofus volvió a
ocupar su lugar en el velatorio.
Ofus permaneció por unos minutos junto a la puerta del salón. Le
hubiera parecido una falta de respeto salir inmediatamente después de
recibir el sobre, así que aprovechó aquellos minutos de compromiso para
ordenar sus ideas sobre lo que le quedaba por hacer aquella noche. Una de
las cosas que siempre pedía a sus colaboradores era que recomendaran un
sustituto. El nombre en el dossier H-A era un tal Oliert, de quien De la
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Riva le había comentado que era un joven abogado de su bufete y que,
siempre según De la Riva, tenía tanta ambición como pocos escrúpulos. Es
decir, exactamente lo que Ofus buscaba en sus colaboradores. De la Riva
le tenía tanta estima que incluso le había comentado a Ofus que, en caso de
que tuviera otro trabajo en el que poder utilizarlo, sería una pena que
esperara a sustituirle a él para aprovechar las cualidades de un joven tan
brillante. Ofus no aceptó entonces su recomendación: tenía por costumbre
no permitir que ninguno de sus colaboradores supieran de la participación
de otro. Así lograba que todos sintieran que aquella colaboración era su
secreto, evitando el tipo de confidencias que se dan en cualquier empresa.
Aunque tuvo muy presente la recomendación de De la Riva cuando llegó el
momento de sustituirlo.
Pasados diez minutos Ofus entró en el salón y tras acercarse por un
momento al ataúd y santiguarse hizo un gesto de despedida dirigido a la
señorita De la Riva al que ella correspondió con una sonrisa. Mientras
esperaba al ascensor, oyó una voz por detrás que le decía:
—He aprovechado su despedida para despedirme yo también.
Llevaba dos horas preguntándome si llegaría a encontrarle algún sentido a
estar sentado junto a un cadáver.
Era el hombre de mediana edad.
—¿Y lo ha encontrado?
—Por supuesto. El sentido de un velatorio por fuerza ha de ser ver
lo feo que está el muerto y así sentir que no perdemos gran cosa. Yo por
mi parte prefiero quedarme con el recuerdo de Guillermo de cuando estaba
vivo.
—¿Le conocía bien?
—Sí, bastante bien. Trabajamos juntos hace años en el Banco
Internacional de Desarrollo para Aubaye. Yo sigo trabajando allí, mientras
que él hace ya tiempo que abrió un bufete y se estableció de por libre. Y
no se le puede culpar viendo lo bien que le ha ido.
—Sí, muy bien, desde luego. Era uno de los abogados más
reconocidos de Dalterra.
—Exactamente. Además de una buena persona. Después de trabajar
juntos no perdimos el contacto y más de una vez me sacó de algún que otro
apuro económico. Siempre me decía, “no te dejo el dinero, te lo doy, que
cuando uno presta dinero a un amigo siempre acaba perdiendo el dinero y
el amigo. Pero como no quiero que parezca una excusa para no ayudarte,
te regalo el dinero, que ya sé que cuando puedas tú me regalarás la misma
cantidad a mí.” El bueno de Guillermo, cuanto voy a echarle de menos...
—y viendo que Ofus se paraba junto a un coche, pues mientras transcurría
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esta conversación los dos hombres habían abandonado ya el edificio y
caminaban por la calle, concluyó:
—Veo que se queda usted aquí. Me alegro de conocerle, señor...
—Bertez.
—Mucho gusto, señor Bertez. Yo me llamo Lucio Vey.
—Un placer, hasta otra.
Ofus vio como Lucio se alejaba caminando por la acera. Aquel día
había bebido un poco menos, tal y como solía suceder cuando algo le
distraía. El problema es que ya quedaban muy pocas cosas que lo
consiguieran y no iba a pedirle a sus amigos que cada día uno de ellos
tuviera el detalle de morirse. Tras el tercer muerto dejaría de ser una
novedad y se quedaría sin amigos y con copas.
“Así que éste será mi pequeño homenaje, Guillermo, que tanto
hiciste por mi en vida y que, con tu muerte, me has regalado un par de
horas de sobriedad” se dijo Lucio comenzando uno de sus típicos diálogos
personales. “No beberé hasta mañana. Veamos, hoy a la salida del trabajo
sólo he bebido una cervezas, así que debía de ser miércoles, entonces,
sobre las seis, ha sido cuando me ha avisado tu hija. Y no habiendo bebido
nada en toda la noche, eso te lo debo a ti querido amigo, mañana me
levantaré habiendo bebido lo mismo que cualquier hijo de vecino: una
cervecita a media tarde. Y quien sabe, tras haber vivido un día normal,
quizás seré capaz de vivir dos...Y luego tres. Y todo será gracias a ti.
¿Pero a quién estoy tratando de engañar? ¿Es éste mi homenaje?
¿Engañar a un amigo que acaba de morir? Tú, que tanto me aguantaste en
vida, querido Guillermo, nos conocemos demasiado bien como para
andarnos con mentiras y falsos propósitos de enmienda. Así que está
decidido: que cada uno te homenajee como mejor sepa, que por lo que a mí
respecta, me voy a pillar una buena melopea a tu salud.
Pero dejamos a Lucio con sus diálogos, que eran, quizás más que el
alcohol, su mayor adicción—si es que una podía ser separada de la otra—
y continuemos el recorrido del más impredecible, aunque sólo sea porque
lo conocemos menos, señor Ofus.
Como ya ha sido anticipado, Ofus seguiría el consejo de su difunto
colaborador. Así que recordando que De la Riva le había comentado que
su joven socio se quedaba habitualmente a trabajar por las noches, se
decidió a hacerle una visita. Estaba cansado y quería irse a dormir, pero la
oportunidad de solucionar aquel tema inmediatamente—además en un
momento tan adecuado, a salvo de miradas indiscretas, como la noche—
era demasiado buena como para desaprovecharla. Consciente de que más
pereza le daría tener que visitar a Oliert a la noche siguiente, condujo los
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cinco minutos que le separaban de la también céntrica dirección del bufete
de abogados De la Riva-Oliert.
Desde fuera, contando los pisos del edificio, vio que, efectivamente,
las luces de la oficina de De la Riva estaban encendidas. Si era porque
estaban limpiando o porqué quedaba gente trabajando lo averiguaría en un
momento. Así que aparcó el coche y tras ponerse una peluca, quitarse la
barba y cambiarse de traje, se dirigió al mencionado edificio.
En la entrada del mismo el portero, un orondo hombre negro al que
el uniforme le venía por lo menos un par de tallas pequeño, le preguntó con
amabilidad “en que podía ayudarle”.
—Quisiera hacerle una visita al señor Oliert, del bufete de abogados
De la Riva-Oliert. Sé que a menudo se queda trabajando por las noches...
Efectivamente, un par de minutos más tarde se presentaba en la
recepción el abogado Oliert, un joven de mediana estatura y agradables
facciones al que ni el pelo algo revuelto y la camisa arremangada y sin
corbata le hacían perder la apariencia de orden y pulcritud. Y es que Oliert
parecía de aquellos que hasta para revolverse el pelo lo habría hecho con
un sistema y que se habría subido las mangas y quitado la corbata a una
determinada hora y siguiendo un ritual de probada utilidad.
—Buenas noches. Soy Eduardo Oliert.
—Encantado de conocerle. Permita que no me presente, pero mi
nombre no tiene la más mínima relevancia. Vengo parte de su asociado, el
señor De la Riva, que en paz descanse.
—En paz descanse, sí. Una pena...
—Sí, una pena.
—El corazón ya le había dado algún aviso, pero nada hacia
presagiar...
—Mire, señor Oliert, los detalles médicos del señor De la Riva, más
teniendo en cuenta la poca importancia que ya tienen en estos momentos,
no son de lo que he venido a hablarle.
—Soy todo oídos. Aunque quizás sería mejor que subiéramos a la
oficina.
—Sería lo mejor, sí...
El trayecto en el ascensor transcurrió en el más absoluto de los
silencios. Oliert observaba con apariencia despreocupada cada gesto de
Ofus y éste había juzgado como muy positiva la tranquilidad con la que
Oliert le había escuchado sin decir ni una palabra de más. A Ofus no le
importaba que sus colaboradores pensaran mucho o poco, pero sí que lo
poco o mucho que pensaran lo hicieran antes y no durante el acto de
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hablar. Así que le agradó que Oliert no dijera o preguntara nada hasta
saber lo que él tenía que decirle o preguntarle.
Al llegar a la oficina, Oliert le invitó a sentarse y le preguntó si
quería tomar algo.
—No, muchas gracias.
—Pues yo necesito un buen café.—dijo mientras se servía una taza
de una enorme jarra—. Nuestro café es asqueroso, pero nada como un mal
café para una buena noche de trabajo...Bien, le escucho.
Oliert se había sentado tras la mesa de su despacho y removía
lentamente el azúcar en el café, mirando a la taza fijamente como si Ofus
estuviera dentro de la misma en vez de frente a él.
—Ante todo muchas gracias por recibirme. Me consta que es usted
un hombre ocupado, así que no le quitaré mucho tiempo.
—Escuchemos de que se trata y luego ya hablaremos de lo ocupado
que estoy. La pregunta nunca es si uno tiene tiempo, sino “para qué”.
—Lo tendrá: aunque sólo le quedara un minuto de vida lo emplearía
en atenderme. Las presentaciones serán cortas, me llamo como usted
quiera que me llame. Y es que mi nombre no tiene la menor importancia
pues ésta será la primera y casi la última vez, sólo nos reuniremos cuando
surjan complicaciones, que nos veamos. Como ejemplo le diré que al
señor De la Riva le vi tres veces en quince años. En próximas ocasiones
nuestro punto de contacto será una oficina en la que personalmente y deje
que haga hincapié en lo de personalmente, depositará dinero y cualquier
mensaje que quiera hacerme llegar.
—Mire señor...Lo de hablar con alguien sin nombre se hace un poco
difícil.
—Ya le he dicho que el nombre es lo de menos. Llámeme como
quiera.
—Entonces señor “lápiz”—dijo tras echar una rápida ojeada sobre el
pupitre—. No sé a que se refiere y, francamente, creo que prefiero no
saberlo. La vida te da sorpresas, ya lo dice la canción, pero no creo que me
dé la sorpresa de que lo que viene usted a proponerme sea legal. No le diré
que los abogados no estiremos de vez en cuando la ley y que lo que para el
resto de los mortales es una barra de acero para nosotros pueda llegar a ser
una goma elástica, pero una cosa es estirar la ley y otra muy distinta
romperla.
—Me gusta, señor Oliert—dijo Ofus, a quien seguiremos
refiriéndonos, a falta de conocer el verdadero nombre, con su primer
nombre falso—. Hace bien en hacerse valer y subir su minuta. Pero si
fuera usted inocente de verdad hubiera esperado a que le dijese de cuanto
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dinero le estoy hablando. Lo hubiera esperado por curiosidad pero, sobre
todo, para saber cuanto dinero no había sido capaz de comprarle.
—Veo que le gusta jugar. Juguemos entonces, ¿cuánto dinero voy a
tener el honor de rechazar?
—Medio millón al mes.
Oliert, quien en aquellos momentos estaba bebiendo café, se quedó
paralizado con la taza en la mano y los labios pegados a ella.
—Veo que le he impresionado...—dijo Ofus con una sonrisa—. Yo
que llevaba desde que nos hemos conocido intentándole impresionar, para
comprobar que sólo valgo lo que puedo comprar. Curioso, pero ni mi
buena presencia, ni mis intentos de atraerle a la causa con palabras, han
conseguido lo que una fría cifra.
—Esa cifra es de todo menos fría. Y si es fría es fría como una
celda. No, gracias. Amigo lápiz, váyase satisfecho. Ha descubierto que
mi honradez tiene precio y puedo asegurarle que es uno mucho más bajo
que ese. Es mi miedo el que no lo tiene. Mire, las cosas no me van mal.
He tenido la suerte de trabajar desde muy joven con uno de los mejores
abogados de la ciudad y me ha dejado la mejor herencia que un abogado
puede recibir: respeto y buenos clientes. Claro que sin mi viejo profesor
De la Riva las cosas no serán lo mismo, pero espero salir adelante...
—Su viejo profesor fue precisamente quien le recomendó. Le tenía
en suficiente consideración como para saber que usted no quería ser un
abogado cualquiera. El mismo De la Riva que tuvo la inteligencia de dejar
el BIDA, una institución que por mucho que arregle siempre estropeará
mucho más. Seguro que se acordará de cuando su viejo profesor le dijo
que se había cansado de dar clases y de ser asesor del BIDA y que había
decidido abrir un bufete del que le gustaría que fuera asociado...
—Efectivamente, así fue como empezamos.
—Y la ascensión fue constante. Cada año un poco más y De la Riva
pasó de ser un funcionario bien pagado a convertirse en un hombre
verdaderamente rico. Y todos los problemas se arreglaban con el trabajo.
Como si las cosas fueran así en la vida y trabajar fuera suficiente, como si
sólo lo vagos fracasaran, cuando es el fracaso el que hace vagos. Si
trabajando se prosperara como han prosperado ustedes, querido Oliert,
todos los hombres serían máquinas de trabajar. Su bufete ha tenido una vía
de financiación adicional, clientes que no existían y que, créame, no va a
encontrar. Por ejemplo; ¿cuantos de sus clientes se negaban a tratar con
nadie que no fuera De la Riva?
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—Unos pocos. Guillermo me decía que eran representantes de
gobiernos a los que había conocido en su etapa como asesor del BIDA. Él
era quien viajaba y se ocupaba de estos casos.
—Y seguro que siempre le admiró su generosidad de compartir los
beneficios de dichos casos.
—Sí, siempre lo compartió todo.
—Dígamos que compartió lo que quiso compartir, lo cual, en todo
caso, era más de lo que tenía obligación de compartir. Aunque en el fondo
le convenía, pues cuanto más grande fuera el bufete más ingresos podría
justificar y mejor podría vivir. Mejor vivió él y, por supuesto, mejor vivió
usted. Aunque no crea que le estoy diciendo que el bueno de De la Riva
no le tenía aprecio, pues le tenía mucho. Podría haber elegido a cualquiera
para el camino de rosas que iba a comenzar y le eligió a usted. Y para
sucederle como jardinero mayor, ¿a quién eligió? También a usted. Fue
para usted mucho más que un padre, pues los padres tienen la maldita
manía de dejar a sus hijos las inservibles bondades (todos esos famosos
buenos ejemplos) y llevarse con ellos los fraudes que les convirtieron en lo
que fueron. En cambio De la Riva le deja a usted la llave de sus fraudes, la
llave de ganar dinero a una escala tan grande que hasta el fraude se
convierte en honestidad. No le pido que robe, no amigo mío, pues va a
ganar tanto dinero que va a ser libre de enmascararlo y redefinirlo como
más le convenga. Además de que el negocio que le voy a proponer es de
lo más fácil, algo así como llevar un quiosco de pipas. Usted será el jefe
del chiringuito y lo único que tendrá que hacer es revisar las cuentas y
presentármelas. En cuanto a los sueldos de sus subordinados ya están
todos pagados por mi organización, así que de su bolsillo sólo tendrán que
salir sus gastos personales; es decir, los que crea convenientes para
protegerse. Aunque, si quiere que le dé un consejo, quédese todo el dinero.
No habrá sobresueldo que le proteja mejor de lo que ya lo hace la ley. Las
tapaderas salen muy caras, vea lo que me va a costar usted a mí, y no hay
peor error que intentar comprar a una persona por menos dinero del que
cree que vale. Por eso yo pagó siempre tan bien. Y es que somos muy
malos jueces de la valía ajena; creemos que los demás valen la mitad de lo
que valen, mientras que ellos creen que valen el doble. Ya ve, toda una
ciencia. Y para practicarla hay que tener mucho dinero que tirar. Yo a
usted le compro por una cuestión de tiempo, no tengo tiempo de ocuparme
de todo. Compro su servicios, no su silencio, que para eso ya tengo la ley.
—Habla de la ley como si le perteneciese.
—No, no me pertenece, pero tengo un importante paquete de
acciones. Se sorprendería usted de mis conocimientos legales y no porque
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haya estudiado—dijo Ofus mirando a Oliert con una sonrisa socarrona—.
Pedirme que estudiara para hablar de la ley sería tan ridículo como pedirle
a un escritor que para hablar de su obra asistiera a un curso universitario
sobre la misma. Yo y gente como yo hacemos las leyes que usted y gente
como usted creen pervertir, aunque, en el fondo, lo único que están
haciendo es cumplirlas.
Ahora era Oliert el que miraba a Ofus con
una sonrisa. Aunque no estaba muy seguro de creer todo lo que aquel
extraño le estaba contando, lo cierto es que, aunque sólo fuera por
curiosidad, le escuchaba con la mayor de las atenciones.
—Parece usted sacado de una novela de conspiración—dijo Oliert.
—Mi organización escribe muchas. Créame, no hay mejor forma de
deslegitimar a la oposición que presentar sus verdades en escenarios de
mentira, entre ridiculeces y distorsiones. El que lo juzga acaba creyendo
que todo es mentira, no sólo el escenario sino la propia verdad. Y es que la
verdad soporta muy mal estar rodeada de mentiras. La verdad, por
ejemplo, no soporta a la exageración y una verdad exagerada es media
mentira. Ni tampoco la reducción: una media mentira, lejos de ser una
verdad a medias, es una mentira total. La verdad es insoportablemente
intolerante en cuanto a compañías, es celosa y tiene deseos de
exclusividad. Así que, perdiendo la verdad, tampoco perdemos tanto.
Pregúntese cómo sería el mundo de la verdad. Sería uno en el que el
individuo se daría cuenta de su insignificancia y se mataría a golpes con la
primera piedra que encontrara. Lo demás son mentiras, tretas que nos
hemos inventado para darnos importancia. Lo que llamamos verdad no es
más que una mentira inventada por los que se dan pisto diciendo que son
fieles a la verdad. Pero dejemos los razonamientos para filósofos, literatos
y todos aquellos que van por la vida con la necesidad de sentirse buenos;
que son ellos los que, no siendo nada más que buenos, tienen la necesidad
de no descuidarse de serlo. Nosotros, por el contrario, no necesitamos de
la bondad para justificarnos. Así que dejemos los razonamientos y
pasemos a la razones. Tome, su primer sueldo. Y uno más como prima.
El señor Ofus sacó un sobre, dentro del cual Eduardo encontró un
fino fajo de billetes de mil. Al abrirlo comenzó a tomar al tal señor Lápiz
más en serio.
—Vaya, que poco abultan. Supongo que los fajos de billetes
pequeños están para los ladrones, no para los prevaricadores...—dijo
Eduardo quitándose por fin la careta de honradez—. Lo mismo he
comprobado con la conciencia: abulta más una culpa pequeña que una
grande. Hay pecados de los que ni la conciencia quiere ocuparse, así que
nunca pasan del despacho de las “justificaciones.” No como las cosas
88
pequeñas, que siempre duelen: no tenemos la necesidad de justificárnoslas
y nos enfrentarnos directamente con ellas; mientras que con las grandes no
nos atrevemos y antes de que lleguen a la conciencia ya nos las hemos
justificado de mil maneras.
—Vaya, veo que la transición de hombre honrado a rico está siendo
de lo más suave...
—Seguro que la transición en sentido contrario sería más difícil.
—Sin duda—asintió Ofus con expresión satisfecha—. Pasemos
ahora a los detalles. Tengo que hacerle una advertencia: pido la misma
seriedad y eficiencia que ofrezco. Y una cosa más...
—Soy todo oídos—dijo Oliert, quien había introducido el dedo
índice en el sobre y acariciaba los billetes.
—Hace bien, porque ésto es muy importante. Estamos de acuerdo en
que se une usted libremente a mi organización...
—¿De verdad tengo elección? No es que de tenerla fuera a elegir de
manera diferente, pero, por alguno de sus comentarios...
—Le aseguro que sí. Si mis comentarios le parecieron algo más que
la exposición del porqué me parecía usted el hombre idóneo, le pido mil
disculpas. Si no está seguro de ser libre de aceptar mi oferta, póngame a
prueba y rechácela. Le aseguro que no volverá a saber de mí.
—Ni de sus sobres, por supuesto. Está bien, entiendo que soy libre
de no aceptar su oferta.
—Los contratos no son para toda la vida, el mercado de la
corrupción es tan competitivo que uno ya no puede ir pidiendo el alma para
el resto de la eternidad—dijo Ofus con una gran sonrisa— . Fuera bromas:
nuestro acuerdo acabará el mismo día que usted quiera que acabe. Sin
preguntas ni reclamaciones. Si mañana me dejara una nota en nuestro
punto de contacto comunicándome que ya no volverá a trabajar conmigo,
no vendría a buscarle para reclamarle el dinero que le doy ahora. Así que
el día que quiera terminar no tiene más que hacérmelo saber. ¿Le parece
justo?
—Más que justo, de hecho me parece de lo más generoso por su
parte.
—No lo es, porque a cambio voy a pedirle una cosa. Yo no sé si
algún día se le despertará la conciencia, pero en caso de que se le despierte
recuerde que me debe un favor. Y ese favor es, ni más ni menos, colaborar
conmigo para idear una salida limpia. Limpia para usted y, por supuesto,
para mí. Me debe la lealtad de no tenderme trampas. Yo no le obligo a
nada más que a serme leal mientras trabajemos juntos. Si algún día decide
89
reformarse, triste reforma será si empieza atacando a los que se portaron de
manera justa con usted. ¿Acepta esa lealtad?
—Por supuesto.
—Entiende que no le pido que me encubra, sólo que me respete. Si
un día le pesara tanto la conciencia que quisiera denunciarme, sólo le pido
que me avise. Después haga lo que quiera, aunque ya le advierto de que no
le servirá de nada. Dirijo una organización inquebrantable y si le pido
lealtad es por simple comodidad, para evitarme un par de carreras y
llamadas. El discurrir de mi empresa es suave como la seda si mis
colaboradores son leales, pero en caso contrario no crea que se detiene:
simplemente se hace algo más incómoda de llevar. Créame, no dependo de
su libertad, lo cual no significa que no la valore. ¿Está todo claro?
—Sí, señor lápiz.
—Entonces estamos de acuerdo. Ya sólo nos queda hablar de
nuestro punto de contacto. Estudiemos su itinerario habitual.
Tras mirar el trayecto que Eduardo hacía camino a casa con el coche
e incluso el que hacía caminando a media mañana para comprar un café y
un bollo, llegaron a la conclusión que el mejor lugar sería una pequeña
oficina que se encontraba en un barrio residencial muy cercano a donde
vivía el propio Eduardo. Hablaron también de la misión de Eduardo, la
misma de la que se había ocupado el difunto señor De la Riva, que era
gestionar la mayor red de prostíbulos de Ciudad Dalterra.
—Llame a éste servicio y diga que es usted el señor, el que quiera,
invente el nombre que quiera, siempre y cuando el nombre empiece
con...Diga dos letras.
—A-B.
—Con esas dos letras van a salir apellidos muy raros. Ni yo mismo
me voy a creer que tenga una reunión con el señor Ábside, Absenta o
Abisinio.
—Entonces B-A.
—Muy bien, señor Ballesteros. Cuando llame diga que nos vamos a
encontrar en cualquier sitio. Una cafetería, un hotel: lo que se le ocurra.
Bien, ha sido un placer—dijo Ofus tendiéndole la mano a Eduardo—. Me
alegro de haberle conocido, señor Oliert. Veo que De la Riva fue
escrupuloso hasta en sus recomendaciones.
—El placer ha sido mío. Muchas gracias.
—Por cierto, piense en alguien a quien recomendar para ser su
sustituto. Ya ve que mis colaboradores se mueren de viejos y usted es
joven, así que el asunto no corre prisa. Tenemos muchos años por delante
para hablarlo, pero de todo modos vaya pensándolo.
90
—Acaba de contratarme y ya piensa en un sustituto.
—Supongo que le aliviara comprobar que en nuestra organización
nada se toma a la ligera.
—Por supuesto, señor Lápiz.
—Y vaya también pensando en un nombre mejor para mí. Una cosa
es que pueda llamarme como quiera y otra que me llame una tontería
semejante. Lo dicho, un placer y hasta la próxima.
—Lo mismo digo...—dijo un Eduardo que en todo el tiempo no
había dejado de acariciar el fajo de billetes.
Ésta fue una de las innumerables escenas semejantes en las que Ofus
participó para el reclutamiento de sus colaboradores. Tenía cientos de
enlaces como aquel, uno por cada grupo de empresas. Oliert iba ser uno de
los quince enlaces dedicados a la prostitución. La policía, tras múltiples
pesquisas, atribuía los delitos de la organización de Ofus (el pequeño
porcentaje que había logrado descubrir) a más de novecientas
organizaciones independientes. Y no les faltaba razón, pues en realidad
eran organizaciones distintas, cuyos únicos vínculos eran Ofus y esos
sobres que los máximos responsables de las mismas dejaban en alguna
desvencijada oficina de algún polígono industrial o barrio residencial de
Darterrae.
91
4.-De Rositas por la Galaxia
I
—Oye, que te parecería si...si...
Las bocas de los dos adolescentes estaban a punto de juntarse por
primera vez. Él, un joven de catorce años que se avergonzaba, por lo que
había oído contar a sus compañeros de clase, de llegar tres o cuatro años
tarde a aquel primer beso y, lo que era aún peor, de no haber tenido
ningunas ganas de darlo hasta entonces; ella, que tenía trece,
preguntándose si no sería demasiado pronto y qué dirían sus amigas si
supieran que llevaba dos o tres años soñando con aquel momento.
Aún no se habían tocado sus labios cuando oyeron un susurro.
—¿Has sido tú?—dijo ella tan asustada como sorprendida.
Él lo negó con el gesto y se levantó de un salto a mirar detrás de los
dos enormes árboles que les flanqueaban y protegían de miradas
indiscretas.
—Quizás lo hayamos imaginado—dijo finalmente él—. Mi hermano
y un amigo suyo se pasan el día diciendo que se saben comunicar por
telepatía. A lo mejor uno de los dos lo hemos imaginado y se lo hemos
comunicado al otro. ¿Tu has pensado en decirme algo?
—No, pero ya sabes que estas cosas son muy raras. A lo mejor lo
pensé ayer y no me acuerdo...La verdad es que te he querido decir tantas
cosas en estos últimos días que quien sabe si te lo he dicho ahora sin
querer...
—Yo también te he querido decir muchas a ti...
Los dos se rieron. De nuevo se volvieron a abrazar y de nuevo
momentos antes de que sus labios se juntaran otro susurro les separaba
diciéndoles:
—Vaya, veo que no me oís. Y yo que creía que estabais
enamorados. Bueno, otra vez será.
Los dos se quedaron muy serios mirándose. Entonces él dijo:
92
—Sí, sí que te oímos. Pero si quieres que te hagamos caso mejor
dejas que también te veamos.
—Pues no tenéis más que venir a verme—dijo el susurro—. Ya veis
que mi casa tiene dos puertas, así que entrad por la que queráis...
—¿Dos puertas?
—Los dos árboles. Aunque si queréis una opinión (y mi consejo es
que siempre escuchéis opiniones que os lleven a ayudar a otras personas)
yo de vosotros entraría por el árbol del que viene mi voz. Más que nada
porque, no pudiendo molestar a mi criado ya que no lo tengo, seré yo el
que tenga que dar toda la vuelta por el subsuelo y venir a abriros la puerta
del otro árbol.
—Vaya chaladura...—dijo él
—Más chalados estáis vosotros—dijo el susurro—. Que os he visto
pegados el uno al otro como si uno no estuviera más cómodo solo. Y
teníais los labios casi pegados, no me vayáis a decir que no, y todo el
mundo sabe que para hablar con otra persona es mejor no pegarse a sus
labios. Así que no me vengáis con eso de las chaladuras porque a
chalados, la verdad, no os gana nadie...Venga, ¿entráis o no?
El chico pensó acerca de todas las cosas que su hermano le había
dicho en todos los días de todos los meses de todos los años y no encontró
nada en su memoria que se pareciera aquello. Nada que le ayudara a
decidir que hacer en el caso de que un demente le invitara a entrar por el
tronco de un árbol y además, a ser posible, no por un árbol cualquiera, para
así no tener que dar la vuelta por el subsuelo. Así que podía decidir no
entrar y no por ello pasaría a formar parte de la categoría “cobarde mayor
del reino”. Claro que toda aquella duda hubiera tenido más sentido de no
haber estado ella mirándole. ¿Y si ella sentía curiosidad por entrar? Y ya
sabía por su hermano que si algo pierde a las mujeres es la curiosidad. ¿Y
cómo no iba a sentir ella curiosidad si él mismo la sentía? ¿Y si ella quería
entrar y él decía que no? Entonces ella creería que era un miedoso y eso
no podía consentirlo. No por nada, sino simplemente porque no lo era.
—Vámonos—dijo ella—. Tenemos cosas mejores que hacer que
meternos en un árbol con un loco.
Él quería hacerle caso y lo hubiera hecho de no saber por su hermano
que las mujeres siempre dicen lo contrario a lo que verdaderamente
quieren decir. Así que el muchacho ya no tenía la menor duda sobre lo que
había que hacer. Aunque teniendo en cuenta que lo que había que hacer
era lo mismo que le proponía aquel loco, una cosa era saber lo que había
que hacer y otra muy distinta hacerlo.
93
—Sí, iros—dijo la susurrante voz del árbol—. Iros y dejad que se
muera una pobre vieja que no tiene culpa de nada. Todos los enamorados
son iguales. Dicen que tienen mucho amor, que el mundo es maravilloso
cuando están al lado de la persona amada, pero cuando llega el momento
de demostrarlo resulta que tienen el amor justo para quererse a sí mismos
al sentir que la otra persona les quiere. Pero nada, así es la vida. Los
enamorados quieren el amor para ellos, no quieren compartirlo con nadie.
Y mi pobre madre muerta por tanto egoísmo.
—Llamarte loco es poco...—dijo el chico.
—Triste recurso ese de llamar locos a los que nos incomodan. Yo
seré un loco para vosotros, pero vosotros para mí sóis unos egoístas.
—¿Pero qué le pasa a tu madre?—dijo ella.
—Que se le pudrió el amor dentro—y tras un momento de silencio
continuó—. ¿A qué viene ese silencio? Cualquiera diría que os extrañáis
de que algo tan vivo se le pueda a uno pudrir dentro. Pues sí, mi madre
tenía mucho, mucho más que la mayoría, mucho más incluso que los más
ardientes poetas. Pero ella nunca lo dio y se le pudrió dentro,
contaminándole así toda la sangre. Llena de grumos y gusanos la tiene.
Son unos gusanos pequeños y blanquecinos que le cubren el cuerpo entero.
Y el olor, que olor, la de amor podrido que ha de tener dentro. Así de
buena era ella. Los demás, cuando no tienen a quien dárselo, lo convierten
en odio para así sacarlo y que no se les pudra dentro, pero ella no, ella se lo
quedó dentro y ahora cada rosa, cada fragancia, cada mariposa y poesía
que tenía en su alma se le ha podrido dentro del cuerpo. Así que necesita
que la ayuden, necesita gente joven y buena que le dé un poco de sangre.
La necesita porque...: ¡pero no os voy a pedir un poco de vuestra sangre sin
antes contaros la historia! Además, no me vale cualquier tipo de sangre, a
no, de eso nada, tiene que ser sangre en unas determinadas condiciones. Y
para saber si vuestra sangre las reúne voy a tener que contaros una pequeña
historia. Todo empieza cuando, tras siglos de estudio, llego a la conclusión
de que mi madre tiene una grave enfermedad que, por desgracia, es
desconocida entre la práctica totalidad de doctores del mundo; aunque, por
fortuna, hay un médico que sí la conoce, un médico muy famoso, tan
famoso que nadie lo conoce pues ésta es una enfermedad única y él, por
tanto, un médico único. Tan famoso que ni siquiera en su casa lo conocían
y tuve que insistirles. Yo les dije que era un señor mayor, con el pelo
blanco y que todo el mundo dice que está un poco loco, a lo que su nieto
me contestó:
—Mi abuelo hace más de treinta años que está majara. Se cree un
médico, aunque nunca ha estudiado. Y por no curar, no cura ni resfriados.
94
¡Majara! A lo que pueden llegar a llamar locura los que no ven nada
y no les llamo ciegos pues los ciegos, lejos de no ver nada, simplemente no
ven lo mismo que ve la mayoría. Lo ven de otra forma y ven otras cosas.
No como aquel pobre diablo, al que puse en su sitio cuando le contesté:
—Tú abuelo no está loco, sino que está concentrado.
—¡Ah! Veo que es usted uno de sus amigos de concentración, pase
entonces a concentrarse con él.
Necios. A veces me pregunto que sería del mundo sin los necios.
Yo creo que sin ellos el mundo se escaparía de su órbita, que los necios son
el peso muerto necesario para que el mundo no se vaya de rositas por toda
la galaxia y que son los necios los que lo tienen dando vueltas alrededor de
sí mismo. Pobre mundo, no me extraña que le pasen tantas cosas malas,
con lo mucho que se podría divertir por ahí. Pero no, siempre dando
vueltas alrededor de lo mismo. Alrededor de la necedad de los hombres.
Así que dejé al nieto del necio, digo al necio del nieto, y me dispuse a
visitar a ese hombre insigne, único y famoso. Tan famoso que nadie lo
conocía.
—Buenos días, doctor Gretz—me presentaba momentos más tarde
—. Soy Zacarías Luc, hijo de la pobre señora Luc, a quien usted sin duda
conocerá pues es la única enferma de su especialidad.
—Buenos días, señor Luc—me dijo educadamente el doctor—.
Tome asiento, por favor. No, aquí no—me dijo él—, mejor en el diván.
La próxima hora iba a darme muchas demostraciones de la
genialidad de aquel hombre. Genialidades a añadir, por supuesto, a aquel
dato incontestable de que nadie lo conociera. Por ejemplo que me examinó
a fondo, diciéndome que estaba gravemente enfermo y demostrándome,
una vez más, la crueldad de la enfermedad que sufre mi pobre madre pues,
siendo contagiosa, también yo la estoy padeciendo. Yo tampoco soy capaz
de convertir el amor en odio. Y no pudiendo expresar mi amor por ella
debido a su delicado estado de salud (delicado ha de ser necesariamente el
estado de salud de una persona a la que se la están comiendo los gusanos),
entonces a mí también se me está pudriendo la sangre. Así que, como
alguien no ayude a mi madre, también yo acabaré en su situación.
—Sí, señor mío, muy grave—repetía constantemente el doctor Metz
(ya veis que era tan famoso que hasta yo mismo, único admirador suyo,
tenía dificultades para recordar su nombre)—. Tan grave que ya no puedo
hacer nada por usted. Pronto le comerán los gusanos. Buenos días. El
siguiente.
Lo dicho: un genio. Y es que sólo un genio podía estar llamando al
siguiente cuando él debía de ser el primero en saber que era tan famoso que
95
nadie le conocía y tan genial que mi madre era la única enferma (yo de
momento sólo estaba incubando la enfermedad) de su especialidad.
—El siguiente soy yo—le dije.
—Ah, muy bien—dijo él—. Veamos lo que tiene usted. En el diván
por favor.
Tras unos minutos de minucioso examen, me dijo:
—Está usted fuerte como una roca. Sano como un buey. Como un
buey sano, se entiende, porque no crea que los bueyes, hipócritas ellos que
siempre se las dan de sanos, no se mueren de vez en cuando. Vivirá usted
mucho tiempo. O poco, quien sabe, pues en esto de la medicina no existen
garantías. Pero puedo asegurarle que vivirá usted, al menos, y espero no
equivocarme, hasta que se muera—el doctor se quedó callado, haciéndome
la señal de que no dijera nada pues estaba pensando.
Y era, amigos míos, un auténtico espectáculo ver a aquel hombre
pensar. Estaba recostado en el sofá y con una de sus manos totalmente
estiradas sobre el rostro. No era aquel un buen momento para hablarle, no,
nada de eso, ya que él ni me veía ni me escuchaba, como lo demostraban
los fuertes sonidos de su pensamiento, de ese mecanismo de las ideas
funcionando al más alto de los niveles. Entonces, una vez más confirmé
que el mundo se ha acomodado a su rotación, pues demuestra una
capacidad infinita para crear necios que le mantengan en la misma. Y es
que el necio del nieto ya estaba gritando otra vez:
—Abuelo: ¡esos ronquidos!—dijo desde la habitación contigua.
Momento en el que el doctor Rex, haciendo gala de su conocida
generosidad, dejó de beneficiar a la humanidad con su pensamiento para
hacerme el honor de beneficiarme sólo a mí con las conclusiones del
mismo.
—Buenos días, señor: ¡le exijo que deje inmediatamente mi
despacho! De tener secretaria le diría que llamara para concertar una cita,
pero como no la tengo...—aquí el doctor se quedó callado, en ese
ensimismamiento tan común en los genios. No menos común, por
supuesto, que en los necios el hablar cuando el progreso humano tan solo
demanda de ellos que se callen.
—¡Abuelo! ¡Esos ronquidos! ¡Así no hay manera de concentrarse!
Lo cual demuestra que la necedad, lejos de ser una carencia como
algunos afirman, es un auténtico arte. Y aquel muchacho un gran maestro.
Claro que no era tan fácil confundir al bueno del doctor Pex, quien en una
sublime demostración de fuerza mental continuó la conversación
exactamente en el punto en la que la había dejado:
96
—Soy un hombre ocupado, así que he de pedirle que no me
entretenga más.
—Claro, le entiendo, doctor. Le pido perdón por mi egoísmo. Me
he limitado a hablar de mi salud, cuando los dos sabemos que hay otra
persona que está sufriendo mucho más que yo.
—Sí, sí, claro...¡Pero el que su padre se esté muriendo no le da
derecho a irrumpir en el despacho de un hombre tan ocupado como yo!
Una vez dicho ésto, seré condescendiente con la desgraciada situación en
la que se encuentra su familia, especialmente su madre, que supongo que
estará muy preocupada...
—Lamento informarle de que mi pobre padre murió, doctor...
—Ya sabía yo que algo andaba mal con la salud del buen hombre.
—Hace más de treinta años. Pero no, doctor Lex, no es mi pobre
padre el que me preocupa; entre otras cosas porque, como ya le he
comentado, está muerto y bien muerto. Y hasta la fecha ha sido un muerto
admirable: ni una mala palabra ni un mal gesto. No, no es la salud de mi
padre la me lleva a quitarle un poco de su valioso tiempo...
—Sí, ya lo sé, es la de su madre.
—Prodigioso, simplemente prodigioso.
—A su pobre madre se le ha infectado el corazón.
—¡Pero lo sabe!
—¿Acaso no le había dado ya pruebas suficientes de mi gran
capacidad de deducción?
—Pues, la verdad, no se ofenda, pero hasta ahora no me había dado
ni una...
—¡Toda gran mente necesita un poco de calentamiento! Y no hay
nada que estire y prepare las neuronas para un gran esfuerzo lógico como
un par de carreritas por la ilógica. Bueno, ya estoy listo—dijo el doctor
Pez moviendo brazos y hombros y dando saltitos como un púgil que se
prepara para empezar un combate—. Le diré que, por supuesto, que soy
consciente desde hace mucho tiempo del problema de su madre. Como no
podía ser de otra forma, pues, recuerde usted, su madre es la única enferma
de una especialidad en la que yo soy el único y más prestigioso médico,
como demuestra el hecho de que sea tan famoso que nadie me conozca.
Pero dejémonos de cháchara y manos la obra. Me parece que tiene usted
muchas cosas que contarme...
Unas cosas que, si aún os queréis lo suficiente como para que os
sobre un poco de amor y así ayudar a mi buena madre, os contaré. Todo
empezó en la primavera de 1854. Ya ha llovido desde entonces, pero es
que como mi madre está muerta por ella no pasa el tiempo. ¿Qué cómo
97
estoy vivo yo? Excelente pregunta. Al fin y al cabo, si mi madre es mi
madre y murió hace más de un siglo, en algún momento antes de morir
debió tenerme, así que yo también debía haber muerto hace un rato...¡Ah!
Ahí está uno de los grandes secretos de la cuestión. ¿Habíais oído alguna
vez que todos en la vida tenemos una misión? La de mi madre es resucitar
y la mía guardar a mi madre hasta que resucite. No creáis que de vez en
cuando no hago otras cosas, pero yo desde siempre he sabido que hasta que
mi madre no resucite mi hora no llegará. Pero dejémonos de tonterías,
¿qué importancia puede tener para vosotros la vida de un pobre diablo que,
por no poder, no puede ni morir?
Lo que importa es lo que pasó en aquella primavera. En aquella
primavera...¿Os he dicho ya que fue la de 1584? ¿O era 1458? En aquella
primavera, como en todas las primaveras, llovió de todos menos lluvia y el
viento llevó de todo menos viento. Y es que la brisa en primavera está
para llevar fragancias y la lluvia para llover pétalos. ¡Y como llovían! De
todos los colores y texturas, como es propio de esa naturaleza cuya
variedad y diversidad el hombre, ser especialmente dotado para la variedad
y la diversidad, jamás logrará tan siquiera imitar. Y amores, siempre
amores, con tormentas a cual más virulenta. El verano nos manda
tormentas de agua, tormentas que nos pillan tomando el sol en manga corta
y nos mandan a toda prisa al refugio más cercano; la primavera, por su
parte, es propicia en tormentas amorosas que, tras el invierno, a uno le
pillan con el corazón frío y vulnerable hasta al más ligero golpe. Y no hay
refugio.
—Buenos días, señora...
Yo no oí aquella voz, aunque poco faltó, ya que sucedió en el jardín
de mi casa unos meses antes de que yo naciera. Y es que mis progenitores,
como tantos otros, no tuvieron la delicadeza de esperar a que su hijo
estuviera presente para conocerse. ¡El día más importante de sus vidas y
no tienen el detalle de invitarme!
—Buenos días señor—dijo ella levantando la vista de unas hermosas
flores que estaba regando.
Ya sabéis como son estas cosas. Así que, si no os importa, no os voy
a repetir una historia que se ha contado en infinidad de ocasiones y que
sólo tiene gracia cuando, en vez de aburrirnos oyéndola contar por una vez
que aunque sea la primera nos parecerá la enésima, la vivimos por una vez
que, aunque sea la enésima, siempre nos parecerá la primera. Amores y
desamores...¡que os voy a contar si tiempo tendréis de aburriros con los
que os cuenten y deleitaros con los que viváis! Así que mi madre y mi
padre se enamoraron.
98
Y pocos meses después se casaron. Y lejos de pedirme perdón por la
afrenta de no invitarme cuando se conocieron, la repitieron no invitándome
tampoco a su boda. Menos mal que, al menos, tuvieron el detalle de
invitarme a mi nacimiento, que ocurrió unos diez meses después de la
boda. Y pese a que yo me empeñara en fastidiar la felicidad reinante con
unos lloros que, he de reconocer, estaban fuera de lugar, como prueba el
hecho de que mis padres estuvieran siempre riendo, aquellos fueron
tiempos de una dicha que calificaría de infinita si no fuera porque no creo
que una palabra que incluye la palabra “finita” pueda llegar a describir lo
que mis padres sentían el uno por el otro. Diría que era una felicidad que
“no se puede describir con palabras”, de no ser porque diciéndolo
intentaría estar describiéndola con palabras y además reunidas en una de
esas frases tan insoportables llamadas hechas y que se fabrican con el
ingenio de quien un día las dice y la comodidad de los millones que se
pasan años repitiéndolas. Pues bien, así fueron pasando los años. Vaya, lo
de pasar los años también es una frase hecha. ¿Qué significa que pasen los
años? También pasan las personas, los amores, los insectos, las
enfermedades, los buenos y malos días, los buenos y malos humores, las
ansiedades y esperanzas y...
Pero todas esas cosas pasarían en el resto del mundo porque lo que es
en mi casa lo que pasaba era felicidad. Y bromas y comidas y sueños y
uno, dos, tres, cuatro y póngame cinco años de todas esas cosas, cinco, ni
uno más ni uno menos, cinco años fueron los que los hombres tuvieron a
bien permitir que en mi familia pasaran todas esas cosas y no aquellas otras
por las que las cambiaríamos: preocupaciones, malos augurios e
incertidumbres. Y es que mientras que en mi casa pasaba felicidad, en el
mundo pasaba guerra.
Una guerra que los mentirosos (cuando menos inexactos) llamaban
mundial, cuando en el único sitio que yo conocía del mundo, mi casa, no
estaba pasando ninguna guerra. Y ese día se prohibió todo lo que hasta el
momento había parecido bueno. Ayer era bueno perdonar al vecino, hoy lo
bueno era odiarlo. Ayer era bueno creer en la bondad del que nos ofende,
dudar sólo de su capacidad para expresarse y de nuestra capacidad para
entenderle y pensar que las disputas son un problema de comunicación.
No digo que sea cierto, sólo que el día antes creíamos que era bueno creer
que lo era, mientras que al día siguiente, hoy, lo bueno era decir que no les
entendíamos hasta cuando les entendíamos demasiado bien.
Y a mi padre, para el que lo bueno siempre había sido estar junto a
su familia y cuidar de ella y al que la cobardía siempre le había importado
un pimiento—por eso siempre había sido tan valiente—comenzó a
99
preocuparle que no le pudieran llamar cobarde y, como no, se convirtió en
un cobarde más. Al día siguiente, hoy, mi padre decidió que su país tenía
razón y que lo bueno era irse tan lejos como le permitiera la redondez del
mundo.
“Vete lejos, Herminio,” le dijo su país y el escuchó, “pero no
demasiado lejos no te vayas a acercar...”
Los que impidieron que el mundo, siendo lo bueno lo malo y lo malo
lo bueno, girara al revés fueron, como no, los necios, quienes como
siempre seguían haciendo peso para que el mundo cumpliera con su
sacrosanta misión de no irse de rositas por la galaxia. Así que, aún con
cara de asco y vomitando champiñones nucleares cada dos por tres, el
mundo siguió girando en la misma dirección y en el mismo sitio.
“El país lo manda” dijo mi padre al partir , “ el país sabrá porqué. El
país nos da mucho. Es hora es de devolverlo...”
Y más que le iba dar: otras gentes, otras culturas y otros países.
Nunca sabría sus nombres pero sí que su país se los había dado para que
los odiara. Y los odió con tal candidez que, siendo el mundo del “amorodio” tan redondo como el nuestro, poco le debió faltar para enamorarse de
aquellos que su país le había dicho que eran sus enemigos.
“Oled su sangre y quered sus cuerpos hasta en sueños. Pero no
demasiado no os vayáis a enamorar de ellos...”, decía el país.
Mi padre era todo un patriota, así que conservó su odio virgen de
aquellos amores y sus enemigos, quienes a su vez le odiaban tanto que
poco les debió de faltar para enamorarse de él, le dieron como regalo de
bodas una bella granada que mi padre desgranó de un seco y certero golpe,
repartiendo así cientos de pedacitos de la granada por su anatomía y miles
de porciones de su anatomía por los bellos campos de batalla de Dios.
Hasta puede que fuera primavera.
Días más tarde una preciosa carta con sello dorado y ribete
gubernamental llegó a casa. Ya ven que el país no dejaba de agasajarnos:
¡hasta cartas nos regalaban! Y aquella carta, a la que yo para siempre
llamaría “papá”, decía lo siguiente. Aunque para qué os la voy a leer si
vosotros ya tenéis edad de hacerlo solitos.
En aquellos instantes se abrió una pequeña compuerta en la corteza
del árbol, de la que emergió una mano que apretaba entre unos finos dedos
un sobre gubernamental sellado, efectivamente, con ribete dorado.
—Está sin abrir...—dijo la muchacha, que fue quien la cogió.
—Pero si no la ha abierto—dijo el chico—, ¿cómo sabe lo que pone?
—¿Has abierto hoy tu cama?—dijo la voz
susurrando de nuevo— ¿No, verdad? ¿Pero a qué sabes que bajo la
100
sábana hay una almohada.? ¿Y tú cabeza? ¿Has abierto tu cabeza? ¿Y
cómo sabes que tienes un cerebro? ¿Y el corazón de tu amiga? ¿Has
abierto el corazón a tu amiga? Pero aún así sabes que te quiere. Pues aún
sin abrirla yo sabía que esa carta traía a mi padre. Y es que además, como
regalo, traía una bolsita con sus pertenencias. ¡Qué honrados son los
países! Le quitan a uno la vida, ¡pero no el reloj! Mi madre nunca se
atrevió a abrir esa carta a la desde aquel día y para siempre llamaríamos
“papá”. Ya veis que podría haberme buscado un papá mucho más feo, no
me negaréis que el mío tiene aire majestuoso, con su ribete dorado y su
certificado gubernamental. Bueno, ¿queréis abrirla o no? Aunque sin
abrirla ya os puedo decir lo que pone: “Estimada señora, con tristeza le
comunicamos la muerte de su marido, quien murió, gloriosamente, por la
patria, defendiendo orgullosamente...” Y todas esas cosas que se dicen en
este tipo de cartas. Nada nuevo pues, como sabréis, ha habido millones de
cartas como ésta. Ni nada viejo tampoco pues, como averiguaréis, habrá
millones más.
Así es este imperfecto mundo que necesita de la inagotable necedad
de la gente para que el planeta siga haciendo esa ridiculez de dar vueltas
sobre sí mismo y no se vaya de rositas por la galaxia. ¿Qué opinaríais si
yo diera vueltas constantemente sobre mí mismo? ¡Diríais que soy un
idiota! ¿Y si os dijera que millones de necios me rodean y que el no
pararme es la única forma de difuminarlos y no tener que fijarme en
ninguno en particular? Dar vueltas es la única forma que tiene el mundo
de difuminar a los necios. Así que el mundo no merece nuestro odio, sino
más bien nuestra pena. Con lo bien que podría pasárselo de rositas y aquí
aguantando a miles de millones de necios. ¡Con lo que todos nos
divertiríamos dando vueltas con el mundo por toda la galaxia y sin
embargo estamos aquí, siempre lo mismo, siempre las mismas tonterías!
Bueno, abre la carta.
—No hace falta, ya le creemos...—dijo ella—Además, con todo el
tiempo que lleva cerrada, sería una pena abrirla ahora.
—Algún día habrá que abrirla. ¿Ves lo que te decía? El mundo da
vueltas. No porque lleve toda la vida cerrada tiene que seguir estándolo.
Al fin y al cabo, tu no llevas toda la vida aquí. Es la primera vez que
vienes. Entonces algo ha cambiado y el mundo ya no da vueltas totalmente
pues ahora las da contigo. Eres muy guapa y tú también muchacho, tú
también eres muy guapo, y juntos lo sois más. Es gente como vosotros la
que podrá hacer que un día el mundo deje de querer difuminar a sus
habitantes y deje de dar vueltas porque ya no le duela mirarlos y así
101
poderse ir de rositas con ellos. Venga, lee la carta, a ver si el mundo se
para un rato.
La chica abrió la carta. De su interior salió un folio en el que decía
lo siguiente:
Estimado señor:
Disculpe que le escriba con este triste sobre gubernamental pero es
que por desgracia no me queda otro en mi consulta. Es curioso, el
gobierno tiene la manía de escribirme de vez en cuando para recordarme
que estoy loco y pedirme, como si no lo estuviera, que lo reconozca de una
vez. Nunca me acuerdo ni de contestarles para darles las gracias por
recordármelo. Y es que uno llega a olvidarse de que está loco si no se lo
recuerdan de vez en cuando. Loco o no, lo cierto es que a veces me falla
la memoria, así que ¡qué iba a ser de mi locura si no fuera porque el
gobierno me la recuerda! Pues bien, una vez le he explicado lo este
ridículo sobre, ya puedo darle la receta que esperaba de mí...
—Vaya cosa extraña. Si esta carta no es papá, ¿dónde está mi pobre
padre? Vaya por Dios, me parece que se me ha traspapelado. Sí, es cierto,
soy un poco desorganizado y estoy un poco mal de la cabeza, ¿pero qué
esperabais de un hombre que vive en un árbol con el cadáver (a la espera
de resurrección, eso sí) de su difunta madre? ¡Aunque más loco aún
hubiera sido vivir con el cadaver de su madre viva! Bueno, algo de mi
memoria ya veis que también falla, a veces se me olvidan cosas, tales
como el porqué mi madre está como está. Hace tantos años que estoy aquí
con este sobre que ya había llegado a pensar que él era la causa de todo y
que era mi padre, pero ya veis que no. Y es que cuando una obsesión pasa
a dirigir la vida de una persona se olvida de todo lo demás. Ya sólo me
acuerdo de que un día a mi madre se le pudrió el amor, porque tenía tanto
dentro...¿Cómo lo sé? Ya ni me acuerdo. Pero sigue leyendo, a ver si el
doctor sabe algo.
—Como ya le conté—continuó leyendo Ingrid—, su madre sufre de
una putrefacción de amor. Eso se debe especialmente a dos causas. En
primer lugar, al hecho de que el amor de su madre se quedó estancado
por una causa que me es imposible averiguar pues sólo su madre lo sabe.
La segunda, obviamente, porque tenía mucho. No es necesario recordar
102
que sólo corren peligro de que se les pudra el amor aquellas personas que
lo tienen. Pero no desespere usted, que todo tiene solución. Tan solo
tiene que encontrar a dos muchachos enamorados que se hagan sangrar
un poco su dedo índice y los pongan uno a cada lado del corazón de su
madre. Es importante que estén verdaderamente enamorados y es
importante que no haya ni el más mínimo nivel de putrefacción en sus
corazones. Tras hacerlo tienen que recordar ya para siempre que su
sangre estará conectada a la de su madre y que en el momento que la más
mínima putrefacción entre en sus corazones ésta pasará al corazón de su
señora madre, volviendo ésta a su estado actual ya que, como ha quedado
suficientemente demostrado, la pobre no tiene ningún tipo de defensa
contra la putrefacción amorosa. Así que debe advertirles a sus dos
jóvenes amigos de que el día que su amor se les pudra no será sólo su
corazón el que muera, sino también el de una persona que vive gracias a
ellos. Y aconséjeles que no digan nada a ninguno de los necios que hacen
que el mundo agonice dando vueltas sobre sí mismo, que ya sabemos lo
celosos que son y que, por despecho y putrefacción, les dirían que son
todo tonterías; que el mundo es mucho más serio y que hay cosas mucho
más importantes que hacer, tales como contribuir a que el mundo siga
dando vueltas sobre sí mismo. Dígales que, hagan lo que hagan con sus
vidas, sigan juntos durante años y vidas o se separen al minuto siguiente,
nunca consientan que se les pudra el amor y que, por tanto, siempre se
ocupen de no exponerlo a condiciones adversas a la conservación del
mismo. Y dígales que piensen de vez en cuando en lo horroroso que ha de
ser dar vueltas sobre uno mismo constantemente, como hace el odio y
como obligamos a hacer a nuestro propio mundo y en lo maravilloso que
ha de ser irse de rositas por el mundo y de rositas con el mundo por toda
la galaxia, como sólo nos posibilita el amor...
—Vaya con el loco...—dijo el muchacho lleno de admiración.
El susurro, por su parte, dijo en un tono lleno de indignación:
—¡Qué vergüenza! ¡La de tonterías que es capaz de escribir una
mente enferma! ¡Y yo que creía que era un genio y no era más que un
pobre diablo! Y no es que sus referencias no fueran buenas. Único
especialista en resucitar a los muertos en putrefacción de amor. Claro que
una cosa es querer y otra poder. Sangre de enamorados: ¡en mi vida había
oído semejante tontería! Bueno, gracias de todos modos por vuestro
interés. Adiós.
Sorprendidos, los dos muchachos se miraron por unos instantes en
silencio, esperando a que la voz volviera a susurrarles cosas. Finalmente,
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tras esperar en vano durante varios minutos, la chica abrió la compuerta del
árbol y saco de su interior una enorme muñeca de tela.
—Parece una muñeca...—dijo él.
—Pero no lo es. Es normal que una señora que lleva siglos muerta
no se mantenga igual que cuando estaba viva.
—Y puede ser que esto sea lo que pasa a todos los que se les pudre el
amor: que se convierten en muñecos de tela.
Tras pincharse en los dedos pulgares y darse un primer y corto beso,
los muchachos pusieron sus dedos sobre el corazón de la muñeca de tela.
Instantes después, apareció la mano tras la compuerta y se llevó la muñeca.
Los muchachos se quedaron tan sorprendidos ante la desaparición de
la muñeca, como momentos antes con su aparición. Entonces el muchacho
preguntó:
—¿Qué crees que saldrá de toda esta situación tan extraña? ¿Crees
que la muñeca de trapo resucitará?
Y no había acabado aún de hacer la pregunta, cuando una voz rugió
desde lo más profundo de la tierra, como si cada raíz del árbol fuera un
altavoz.
—¡Por supuesto que ha resucitado!—gritó la misma voz que durante
toda la narración había hablado a susurros— ¡Aunque con dudas como
ésta la vais a matar de nuevo! ¡Muñeca de trapo! ¡Así mi madre no durará
viva ni cinco minutos! Un día dudáis de que vuestro amor haya resucitado
a una muñeca de trapo y al día siguiente dudáis de si en algún momento
alguien os ha querido. Y un instante más tarde ya tenéis la sangre podrida
y mi pobre madre otra vez con gusanos en la sangre y hecha toda una
muñeca de trapo. Quereros siempre y, si os separáis, quered vuestro
recuerdo. Los recuerdos son nuestros, nunca nos traicionan, así que
depende sólo de nosotros quererlos. Quered vuestros recuerdos y vuestra
sangre se mantendrá pura. Bueno, os dejo que mi madre me hace la señal
de que quiere que le dé un poco de agua. Tras tanto tiempo muerta
supongo que es normal...
A través del agujero Barry vio como los niños ya no parecían
prestarle mucha atención pues se habían unido en un largo beso. Si
pudiera darles la forma de volver a ese momento, si las personas
tuviéramos la forma de apretar un botón y volver, aunque sólo fuera por un
segundo, al momento en el que fuimos felices, ya no tendríamos necesidad
de volver pues ya siempre lo seríamos.
Con el mayor de los sigilos, Barry se deslizó por el pequeño túnel
que él mismo había cavado y, tras salir del mismo, se alejó en dirección al
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pueblo. Desde la lejanía, pudo ver que como los muchachos seguían
abrazados y pensó:
“El mundo estaría salvado si la gente se acordara de todo lo bueno
que les ha pasado con la misma exactitud con la que se acuerda de todo lo
malo...”
II
Hacía casi quince años que Barry había llegado a Aubaye. Antes de
eso, había pasado toda su vida laboral trabajando como analista financiero
para el banco de inversión Spencer Turney, donde desarrolló una brillante
labor que le dejó como recuerdo un jugoso retiro, y había puesto sus
ilusiones en dos matrimonios que se resistía a calificar de fallidos pues de
ellos habían nacido cinco hijos que, como todo hijo, eran cualquier cosa
menos fallidos.
La verdad es que Barry no pensaba que nada le hubiera salido mal.
Sus dos mujeres habían sido lo suficientemente buenas y guapas como para
no ensañarse demasiado con él a la hora de divorciarse— casándose las dos
(no le constaba que la una con la otra) poco después de sus divorcios— y
mandándole, tal y como hacía él con ellas, una postal cada navidad en las
que se decían muchas cosas bonitas y que, por cierto, en nada se parecían a
las que se habían dicho mientras habían estado casados.
—Si el mundo fuera lógico—solía decir Barry—, conviviríamos con
la gente que no nos importa y nos comunicaríamos por carta con la que nos
importa. Así que el panadero viviría conmigo y a mi mujer la vería quince
segundos al día despachándome el pan. ¡Así sí que el amor hubiera sido
eterno!
En cuanto a sus hijos, tampoco se quejaba. Los cinco habían seguido
viviendo con sus madres y demostraban quererle lo suficiente como para
que Barry pensara de sí mismo “que no había sido un mal padre”; lo cual,
todo sea dicho, le parecía lo máximo a lo que podía aspirar un cabeza de
familia con horario de ocho de la mañana a diez de la noche.
Al jubilarse, durante diez meses había dado vueltas por su barrio, un
periodo en el que descubrió que todo lo que le había parecido tan
interesante cuando sólo tenía un par de horas libres, le parecía de un tedio
insoportable ahora que tenía todo el día para explorarlo. Como aquel café
y periódico que tanto disfrutaba cuando le quedaba media hora para ir al
trabajo; o aquel saxofonista callejero cuya vida de disipación y bohemia
105
tanto había idealizado hasta que, al mirarlo sin prisas, se dio cuenta de que
aquel hombre estaba tan aburrido de la vida como él.
—Claro que le tengo visto—le dijo el saxofonista un día en el que
Barry le dijo que llevaba mucho tiempo escuchándole y dejándole
propinas, pero que hasta aquel momento no había tenido tiempo de
acercarse a hablar con él—. Me alegro mucho que le guste como toco.
¡Este viejo saxofón ha sacado adelante a tres hijos! No, no me quejo. Así
que se ha retirado: enhorabuena señor. Yo ya no tardaré mucho en
hacerlo.”
Al alejarse, Barry se rió de sí mismo y de sus expectativas. Aquella
no fue la única “primera conversación” con viejos conocidos. También
habló con el vendedor del chiringuito de perritos calientes, con quien habló
más de cinco palabras por primera vez tras más de diez años comprándole
cada mañana (aquella no fue una excepción) un bollo con mermelada y una
botella de agua. Y descubrió que estaba muy satisfecho porque, tras
muchos sacrificios, por fin había logrado traerse a toda su familia de
Aubaye:
“Sí, amigo mío, la vida nos sonríe en esta gran nación de Dalterra.”
Sí, es verdad, la vida sonreía a los dalterrinos. También a él:
dalterrino de éxito y retirado con honores del ejército financiero de
Dalterra. Pero él esperaba que la vida hiciera algo más que sonreír. Él
quería carcajadas. Se había pasado tanto tiempo esperando aquella fiesta
del retiro que ahora se preguntaba como se hace para vivir con las ilusiones
de un niño, esas que la espera había conservado intactas, encorsetadas en el
cuerpo de un viejo, ese al que la espera había desgastado más que el más
duro de los trabajos.
Se sentó en una placita que en otro tiempo, cuando él era parte de la
función, le había parecido el rincón más fascinante del mundo. Por allí
pasaban hombres con corbata, mujeres con traje chaqueta calzadas con
deportivas y bolsas de mano en las que llevarían sus zapatos de vestir,
vagabundos traficando desilusiones, policías sentados en sus coches
bebiendo café, jóvenes con tatuajes, piercings y pantalones tres tallas
demasiado grandes que aún no habían comprendido el porqué, para tanta
gente, un tobillo es más importante que una pirueta en monopatín. Barry
miró al otro lado de la plaza y vio a un señor mayor que, como él, también
parecía buscar su lugar en aquella escena. Y se vio como en un espejo;
mirando, casi rapiñando, la vida de aquellos para los que la plaza era sólo
un lugar de paso o reunión sin importancia y recordando (idealizando a
ratos y obligándose a sentir alivio en otros) aquellos tiempos en los que la
106
vida había estado llena de cosas que casi nunca le habían gustado pero que
ahora que no las tenía echaba de menos.
Siempre había oído que Ciudad Dalterra era una ciudad maravillosa.
Maravillosa, sí; ¿pero maravillosa para qué? No era, desde luego, sitio
para desocupados: hasta los vagabundos vagabundeaban con eficiencia.
Todos tenían su lugar, todos eran algo. ¿Pero qué era él? No, él no tenía
lugar. Y el lugar que tenía—el de retirado, el de espectador, el de ave de
rapiña de la vida de los demás—, era el único que no estaba dispuesto a
aceptar
Este narrador diría que Barry dio vueltas como un oso durante diez
meses de no ser porque los osos parecen mucho más entretenidos en sus
vueltas de lo que Barry lo estaba con las suyas. Hasta que por fin
reconoció que, tras una vida anhelando que llegara el momento en el que
pudiera hacer lo que le apeteciera, se había olvidado de aprender, a base de
mucho anhelar y poco explorar, que era lo que realmente le apetecía hacer.
Llevaba años obligándose a no reconocer que hacía cosas que no le
gustaban—la única forma de hacerlas— y de tanto suprimir sus verdaderos
gustos éstos habían sido reemplazados por otros más convenientes para su
profesión. Como, por ejemplo, el gusto por el “mañana” y por hacer
planes. Un gusto de escasa utilidad cuando uno deja de tener “mañana” y
pasa a tener “hoy” vacío y que hay que rellenar. Así que tras una vida
dándole plantón a las pasiones, Barry no se extrañó de que éstas no
hubieran acudido puntuales a la cita con su jubilación.
“Las puse en la nevera para que se conservaran y ahora me extraño
de que estén un poco frías...”
Sentado en el sofá de su casa y viendo el enésimo partido de fútbol,
Barry trató de recordar alguna de aquellas ilusiones suprimidas. Encontró
pocas. Quitó las más obvias: aquellas que no tenían nada de personal y
eran simples reflejo de la sociedad. No era un coche mejor, ni una gran
casa, ni siquiera que el resto de sus días fueran una orgía ininterrumpida.
Tenía que haber algo más, algo más suyo, algo que le hiciera feliz de una
forma más personal. Y allí estaba. La gran escapada, el paraíso de los
sueños: Aubaye.
Tantas y tantas veces había soñado con dejarlo todo e irse allí. El
lugar del que hablaban las películas y novelas, donde se iban aquellos
personajes tan románticos que se escapaban de una ley que, aún siendo
implacable, no lo era más que la vida. Escapar a aquel lugar no tenía nada
de cobardía; no lo tiene nada que esté cubierto de un halo romántico. ¿Y
qué es lo romántico sino lo sincero? Una escapada recubierta de excusas
es de cobardes, pero una escapada con sinceridad, una en la que
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reconocemos de lo que nos escapamos y aún así seguimos escapando...
¡Eso es romántico, es glorioso! Libros y más libros se han escrito y miles
más se escribirán por y sobre los que escapan conscientes de aquello que
dejan atrás
En la televisión estaba jugando el Dalterra Club de Fútbol contra el
Fútbol Club Dalterra, cuando él, con una terrina de helado en un mano y
una cuchara de postre en la otra, hizo la siguiente declaración:
—¡Cuarenta años tardé en jubilarme del trabajo y diez meses en
jubilarme de la jubilación! El cuerpo me llamará viejo, la pensión, esa que
he cuidado y regado con amor de jardinero durante tantos años, me
recordara que soy viejo. Incluso mi indumentaria, camisa floreada y
bañador será de viejo. ¡Pero no me va a importar porque soy joven! Peter
Pan será un tipo ridículo, con una indumentaria de pésimo gusto y un serio
problema de personalidad: ¿ pero acaso a él le importa? A mí no me
importará lo que piensen los demás. ¿Pensar? Si de todas formas no
piensan en mí más que, como mucho, diez minutos al año. Y lo hacen
porque no pueden evitarlo; de poder evitarlo ni siquiera perderían esos diez
minutos conmigo. No es que demos demasiada importancia a lo que los
demás piensen de nosotros, sino a su capacidad de pensar en nosotros. Sí,
seguro que alguno se reirá de mí. Hasta puede que me dedique veinte
minutos en vez de los diez de rigor. A falta de que se puedan reír con uno;
¡bueno será que se rían de uno! Sí, aquí dejo la vejez. Y que me persiga lo
que quiera, porque tengo los pies rápidos y un objetivo claro.
Barry se marcó un plan de actuación. Podría haberse pasado la vida
despidiéndose, ir de puerta en puerta durante meses, así que al diablo con
todas sus amistades. Incluídos aquellos que no merecían ser mandados al
diablo y quienes, siendo buena gente como eran, no se ofenderían porque
no se hubiera despedido de ellos. Así que tenía sólo siete personas de las
que despedirse: sus hijos y sus dos mujeres. Despedirse de la única forma
apropiada en la que uno puede despedirse; es decir, invitando a aquellos de
los que nos despedimos a que, del mismo modo que nosotros hemos
recorrido el camino hasta ellos para despedirnos, ellos recorran el camino
hasta nosotros si algún día quieren formar parte de nuestra nueva vida.
Así que su viaje a Aubaye tuvo siete paradas. Siete paradas en las
que comprobó que las palabras sinceras, aunque sean de despedida, unen
mucho más que las palabras de cariño sentidas a medias. Nunca se sintió
más padre y más esposo que el día que se despidió de sus hijos y de las
madres de sus hijos. Lo que años de postales navideñas no consiguieron lo
consiguieron un par de palabras sentidas en el momento del adiós.
108
“Si no hay nada que una como la sinceridad;” se decía mientras la
policía de Aubaye sellaba su pasaporte “¿por qué nos pasamos toda la vida
fingiendo para que nos quieran?”
Años después aún no había logrado contestar esa pregunta, aunque
no por ello había dejado de preguntársela. De hecho pensaba que si algún
día la contestaba, aunque no llegara a hacer nada mas, ya se podría morir
tranquilo.
Ya en Aubaye y con la cabeza apoyada en la ventana del autobús,
dormitando y mirando a ratos el paisaje, Barry pensaba en la vida que
dejaba atrás. Había sido una buena vida: las personas, aunque la mayoría
de las veces no se lleven el premio a la constancia, le habían dado mucho
más de lo que le habían quitado. Aunque pronto descubrió, por el cariño
con el que la recordaba, que no era su vida la que dejaba atrás, esa vida de
trabajo y familia, esa vida que nunca dejaría atrás ya que era parte de sus
recuerdos. No: lo que dejaba atrás era el aburrimiento y la sensación de
que alguien había decidido por él su futuro, como si el cumplir una edad y
el tener una pensión que le permitiera retirarse y no hacer nada le obligaran
a no hacerlo. Un día se levantaba por la mañana, bebía un litro de café y se
pasaba el día al teléfono y al día siguiente esperaban que, como por arte de
magia, se levantara siendo otra persona, una a la que sólo le importara ver
horas y horas de televisión y jugar al golf los fines de semana. Durante
toda una vida le habían enseñado que lo bueno era moverse y hacer cosas y
en una noche tenía que reprogramarse y levantarse con la única misión de
no hacer nada y, a ser posible, no morirse de una enfermedad que le saliera
cara al estado.
“Eres libre,” le había dicho la sociedad.
“Sí, libre de morirme;” le había contestado él “¡no os va a ser tan
fácil libraros de mí!”
En sus primeros meses en Aubaye, su nueva vida se pareció mucho a
la antigua. Aunque en algo sí que había cambiado, algo muy pequeño a
primera vista pero en el fondo muy importante. Y es que mientras en otro
tiempo se hubiera desanimado y pensado que todo era igual porque
siempre iba a serlo—que los cambios son sólo un cambio de escenario si el
actor es el mismo y que incluso el escenario acabará siendo el mismo, pues
el actor irá poco a poco adaptándolo a sus gustos y medidas hasta
convertirlo en un idéntico al que dejó atrás—ahora, por el contrario,
pensaba que las cosas eran iguales sólo hasta que dejaran de serlo y que no
tenía nada de extraño que, mientras esperaba a que llegara el cambio, se
limitara a ser como había sido hasta entonces. El actor seguía
109
representando su papel, pero sólo mientras esperaba a que le llegara uno
nuevo.
Durante los primeros meses, se sintió dichoso por dos razones
principales. En primer lugar, porque volvía a esperar ser feliz algún día,
mientras que en Dalterra había abandonado aquel objetivo largo tiempo
atrás; y, en segundo, porque le parecía el mayor de los lujos el no disponer
de los lujos que había dejado allí. Disfrutaba de no tener aire
acondicionado, de no tener televisión ni ordenador, de no saber las noticias
del día...
Un día, por ejemplo, acudió al restaurante de Biniveri en que solía ir
a cenar, un pequeño local con terraza en la plaza principal de Biniveri y le
dijo al dueño, a quien ya hemos conocido en sus diversas facetas de padre
de Comet y rompevasos, y con quien Barry había hecho buenas migas
desde el primer día:
—Luis, hoy me siento inmensamente feliz. Tanto que, en contra de
mi costumbre, voy a tomarme una copa antes de cenar. ¿Tienes champán?
—Al menos así le llama el que me lo trae...—dijo Luis en el tono
guasón que empleaba en nueve de cada diez frases—...aunque, la verdad,
no tiene pinta de traérmelo de Francia. Si quieres correr el riesgo, allá tú.
Luis le mostró la botella a Barry, quien, con el gesto, le dijo que la
abriera.
—¿Quieren una copita de champán?—dijo dirigiéndose al resto de la
clientela del restaurante, que en aquellos instantes, las siete de la tarde, se
limitaba a una pareja de jóvenes turistas quienes, dándole las gracias,
aceptaron la invitación.
—¿Y qué celebramos?—dijo Luis mientras se acercaba a la mesa de
la pareja y les servía una copa.
—Muchas cosas. Tantas que no sé casi ni por donde empezar...
—Si no quieres dejarme sin clientela—dijo Luis probando el
champán—, te recomendaría que la segunda cosa la celebraras con vino o
con Bayi-Yama (refresco de Aubaye), que este champán, la verdad, es peor
que malo. Así que invito yo. A ver, cuenta...
—Nada, nada, buenísimo, el mejor que he probado—dijo Barry
dando un sorbo—, ante todo, tengo que celebrar que hoy se ha jugado el
último partido de la liga de fútbol de Dalterra.
—Y ha ganado tu equipo...
—No, mucho mejor. No tengo ni idea de quién ha ganado. En
Dalterra no hay dinero que pague el no saber quien ha ganado la liga de
fútbol. Puedes ser el mayor millonario de la ciudad y ni aún así conseguir
no saber quien ha ganado la liga. Es más, ni siquiera sé quien ha quedado
110
segundo.
Ni quién ha bajado, ni quien ha subido de segunda
división...Pero aún hay más.
—Tampoco sabes quien ha ganado la liga de baloncesto...
—¡Tampoco! Ni tampoco a cuanta gente han matado hoy en mi
ciudad, ni cuantos robos se han producido, ni las películas que se estrenan
o si hay alguna enfermedad contagiosa amenaza con acabar con mi vida.
No tengo ni idea. No sé cual es el libro más vendido o el cantante de
moda. No sé nada que no tenga que ver conmigo. Sé que voy a comer
bistec con patatas y que estoy hablando contigo y que cada día me asaltan
montones de recuerdos sobre una vida que por fin estoy analizando y
disfrutando. Durante años fue todo lo contrario. Sabía de todo menos de
lo que tuviera que ver conmigo. Me miraba al espejo y veía a un ejecutivo,
a un padre, a un hincha del Dalterra club de fútbol; ¿o era el Fútbol Club
Dalterra? Hoy ya sólo me veo a mí, un ser humano que tiene que estar
muy contento de estar vivo porque, quien sabe, quizás mañana no lo esté.
Siempre pensé que la información nos mostraba nuestro lugar en el mundo.
Y quizás fuera cierto, aunque ahora me doy cuenta de que no tomamos ese
lugar hasta que logramos desinformarnos. Y hoy siento que lo he tomado.
Después de cenar y bromear largamente con Luis y los miembros del
club de ajedrez de Biniveri—un club que se reunía cada tarde de ocho a
diez y media en el restaurante pero que raramente jugaban una partida, de
tal modo que Luis solía bromear diciendo “a las únicas reinas a las que
éstos tienen en jaque es a sus mujeres...”—Barry salió a dar un paseo por el
monte. Acababan de dar las nueve y comenzaba a anochecer.
Aquella noche Barry sentía una alegría que, pese a que no la había
tenido desde niño, no sintió como infantil. Era la alegría por sentir algo
nuevo, no una combinación de viejos elementos, sino un sentimiento
verdaderamente novedoso. De niños todos los sentimientos son nuevos.
Al convertirnos en adultos, por el contrario, siempre tenemos referencias
con las que comparar. Pero aquella noche los sentimientos de Barry iban
mucho más allá de la comparación, mucho más allá de “sentirse mejor que
nunca.” Se sentía bien y se lo sentía porque, como cuando era niño, no
dudaba de que la vida aún le reservaba muchas nuevas experiencias. Unas
experiencias que de pequeño había visualizado como grandes aventuras y
que ahora, consciente de que un sentimiento podía ser la más compleja de
las experiencias, visualizaba como nuevos sentimientos como el de aquella
noche. ¿Y qué significaba aquel sentimiento? Barry ni lo sabía ni lo
quería saber, porque los sentimientos, al contrario que las ideas, no tienen
la obligación de significar nada.
111
Sin darse cuenta Barry se había alejado del pueblo, así que se
encontró en medio el bosque, sólo iluminando por el manto brillante pero
oscuro de un cielo de verano sin luna pero lleno de estrellas. Barry había
soñado miles, millones de veces con un cielo como aquel. Como ha
soñado todo ser humano, no importa lo poco poéticas que sean nuestras
existencias, todos hemos soñado con flores de colores vistosos y cielos
agujerados de estrellas. Así que Barry caminaba ahora con la cara vuelta al
cielo, más pendiente de los caminos que veían sus ojos que de los que
pisaban sus pies.
Iba pensando en muchas cosas. Se preguntaba, por ejemplo, si
mientras él hacía análisis de riesgos aquel espectáculo ya estaba en marcha,
si las estrellas ya brillaban y si los atardeceres eran como aquel que había
visto un par de horas antes, o si, por el contrario, todo aquel espectáculo
estaba en el maletín de un mago esperando a que él estuviera dispuesto a
ver el truco. Y si ya estaban, ¿podría haber encontrado cosas mejores que
hacer que analizar riesgos?
“Tantos riesgos que analicé y nunca analicé el riesgo de estar
haciendo algo totalmente ridículo. Pero bueno, ya se sabe que la única
forma de reconocer el sentido de las cosas es pasarte años viviendo su
sinsentido. Que forma de equivocarme, si todo era tan sencillo...”
—¡Vaya, lo que me faltaba!
Todo aquello lo pensaba, pero la última frase la gritó.
Barry sintió que aquel era el final perfecto y que el ser humano
muere en cuanto se acerca al sentido de su vida. Y aquel momento de
lucidez le pareció el final perfecto a la suya. Claro que la vida, siempre
imperfecta, no se toma la molestia de buscar finales perfectos.
Seguramente le ofenden.
Así que aquella caída, que comenzó cuando uno de sus pies no
encontró tierra, no significó el final que Barry presumió por un instante.
Tras haber dicho todas sus oraciones en versión abreviada (lo cual le dio
que pensar, pues le sorprendió que él, que nunca había vivido de una forma
religiosa, se encontrara abrazando la religión en los que creía que serían los
últimos instantes de su vida, aunque pronto concluyó que si durante años le
hubieran dicho que la salvación de su alma estaba en la receta de la
mayonesa sin duda la hubiera recitado y recetado con fervor momentos
antes de morir); como íbamos diciendo, ya se había preparado para una
muerte segura cuando se notó sumergiéndose en un lago subterráneo.
“La muerte no será tan poderosa,” pensó, “si tras una caída como
ésta necesita de una segunda oportunidad para tratar de ahogarme. Puede
que, después de todo, no haya llegado mi hora.”
112
Era un lago de aguas calmas aunque bastante frías. Luchando más
contra la oscuridad que contra el agua, logró a tientas llegar hasta la orilla
y comenzó a buscar la salida. Quizás no fuera a morir, pero si no la
encontraba pronto la humedad y el frío se encargarían de obsequiarle con
un buen resfriado. Aunque tras un par de golpes de sus rodillas contra la
rocas decidió que lo del resfriado estaba por ver, mientras que el dolor de
aquellos golpes estaba más que demostrado, así que lo mejor sería esperar
a que la vista se le acostumbrara para así poder distinguir mejor los
obstáculos. Pensó en gritar, pero no lo hizo porque de no haber nadie no
tenía ningún sentido hacerlo y de haberlo ese alguien sería del tipo de
personas al que convenía no reclamar ya que aquel bosque era lugar de
reunión para todo tipo de maleantes. Así que esperó en silencio.
La vista se le fue acostumbrando a la oscuridad y ya iba a reiniciar la
búsqueda de la salida cuando comenzó a oír voces. Tras el miedo inicial
por la ya mencionada mala fama de aquella parte del bosque, se tranquilizó
al oír un par de frases enamoradas. Ya se disponía a pedir auxilio cuando,
para su sorpresa, vio dos cuerpos desnudos, como dos haces de luz,
cayendo por el mismo agujero por el que él había caído minutos antes.
Tras salir y hundirse en numerosas ocasiones, los dos jóvenes por fin
se acercaron a la orilla contraria a la que se encontraba él. Barry no se
atrevía siquiera a respirar y sabía que tenía que decir algo—nunca se había
tenido por un mirón—, aunque aquel espectáculo de amor joven
juntándose con la suavidad con la que se juntan las llamas de una hoguera
era un espectáculo que sólo alguien totalmente insensible a la belleza
querría perderse. Así que no dijo nada, su respiración acompasada con el
ritmo de las de los jóvenes y su mirada siguiendo cada una de las caricias
que se dedicaban. No quería ni volver la espalda ni interrumpirles con sus
palabras, pero quería participar de él, ser parte del mismo aunque fuera una
parte pequeña.
Nunca entendió porqué lo hizo y cuanto más lo pensaba más se
sorprendía de haberlo hecho. Y es que de repente gritó:
—¡El espíritu de la caverna os recibe!
Los dos jóvenes, asustados, se detuvieron al instante, ambos
buscando el pecho del otro, si bien fue finalmente la chica la que encontró
el pecho del chico y los brazos de éste, los cuales, buscando algo a lo que
agarrarse, rodeaban ahora fuertemente los hombros de ella en actitud que
tenía tanto de protectora en apariencia como en realidad de miedo.
—¿Quién está ahí?—dijo ella rompiendo un silencio que Barry no
había vuelto a romper por la sencilla razón de que no tenía nada más que
113
decir. Así que, al serle demandada una contestación, no se le ocurrió nada
mejor que decir que:
— “El espíritu de la caverna...verna...verna...”
El eco aún repitió el “verna” un par de ocasiones más y es que las
dos primeras las había dicho Barry para completar su mensaje, el cual, la
verdad, destacaba por cualquier cosa menos por su complejidad. Y es que
tan poco tenía que decir que decidió que sería un... “¡espíritu silencioso!”
—Pues para ser un espíritu silencioso se te oye bastante bien...—dijo
el chico recuperando la compostura.
—Así somos lo silenciosos, que nos podemos pasar siglos sin hablar
esperando al momento en el que tengamos algo que decir. Son los mudos
los que no hablan. Los silenciosos no callamos, esperamos...
—¿Y qué tienes que decirnos?—dijo ella.
—Que vivir en una caverna es una vida muy triste. Quiero salir,
pero no sé como. Me he cansado de ser un espíritu y, sobre todo, me he
cansado de ser silencioso. Pero soy prisionero de mi silencio, aunque
vosotros podéis ayudarme.
—¿Nosotros?—dijeron los dos al unísono.
—Sí, vosotros. Necesito que me digáis como se sale de esta cueva
para que así, si mañana cumplo con mi penitencia, sepa como abandonar
esta prisión.
—¿Tú penitencia?
—Sí, mi penitencia. De joven tuve un gran amor, un amor tan
grande que nunca fui capaz de hacer que cupiera por la boca y así poder
decírselo a la chica de la que estaba enamorado. Y cada vez que quería
hablar más difícil me era hacerlo y cuando tenía a la chica junto a mí, por
más que lo intentaba, no era capaz de decirle que estaba loco por ella. E
hice lo peor que puede hacer un enamorado: me senté a esperar. Esperé y
esperé y siempre creí que el tiempo o las circunstancias traerían lo que mi
torpeza se empeñaba en apartar y no dudé ni por un momento de que mi
amada y yo acabaríamos unidos. Y tanto esperé que el tiempo y las
circunstancias, lejos de unirnos, nos fueron separando; ahora ya ni siquiera
nos veíamos, pues ella se fue a estudiar a una ciudad muy lejana, pero ahí
seguía yo esperando como sólo los enamorados saben esperar. Y esperé y
esperé y ni un sólo día perdí la esperanza de que mi amor fuera a triunfar.
Y así fueron pasando los años y ni cuando se casó me desanimé y llegaron
hijos y divorcios y alegrías y lágrimas y allí seguí yo esperando hasta que
un día, tendría yo cerca de los ochenta años, vinieron a decirme que ella
había muerto. ¿Y qué hice yo? Como siempre esperar. Y es que ya no
114
sabía hacer nada más. Ni siquiera fui a su funeral: creo que esperaba a que
resucitara. Y cual sería mi sorpresa cuando una mañana no me desperté en
mi cama sino en esta caverna. Enseguida deduje que me habían traído para
que siguiera esperando y que aquí tendría que purgar por mi único pero
importantísimo vicio. Dos siglos llevo esperando a que pase algo. Y la
espera no me había molestado demasiado (uno se acostumbra a todo), hasta
que habéis llegado vosotros. Entonces me he dado cuenta de lo triste que
es esperar y que quizás no haya peor pecado contra uno mismo que,
habiendo tantas cosas por hacer, limitarse a esperar a que sucedan. Así que
me he decidido a recorrer cielo y tierra en busca del espíritu de ella y
decirle todo lo que siento. Pero antes tendréis que decirme como salir de
aquí.
—¿Pero ella también es un espíritu?
—Sí, desde luego. Aunque el pecado de ella fue el contrario que el
mío; es decir, que nunca supo esperar y siempre se lanzaba en los brazos
del primero que le prometiera todo lo que a ella le bastaba con oír y que
nunca se paró a pensar si sería cierto. Así que su penitencia habrá sido la
que ya fue en vida: precipitarse una vez tras otra. Pero como las historias
siempre tienen un final feliz y dudo que nadie sea tan cruel como para
hacérmelo pasar tan mal durante siglos como para no echarme una mano
en el desenlace, estoy seguro de que, de la misma forma que yo al final he
aprendido a actuar, ella habrá aprendido a esperar. De modo que, cuando
me vea, sabrá que en el fondo yo no he hecho nada más que buscarla y yo,
al verla, sabré que ella no ha hecho nada más que esperarme.
Los dos jóvenes le indicaron como salir de la cueva, diciéndole
mientras se despedían que ellos se encontraban en un dilema parecido al
suyo. Le contaron que llevaban cerca de un año siendo novios y que,
aunque todos les decían que esperaran—ella sólo tenía quince años y él
dieciséis—ellos querían casarse. ¿Qué les recomendaba el espíritu de la
cueva?
—Que tras dos siglos esperando he llegado a la conclusión de que...
¡De que no puedo esperar ni un segundo más! Iré a buscar a mi amada y
no me olvidaré de contarle vuestro problema. Pero tendrá que ser mañana
cuando os conteste. Volved mañana a la misma hora...
Y así fue como comenzaron las narraciones de Barry. Las contaba
desde árboles huecos y cavernas, incluso se fabricaba algunos, como un
agujero que escavó cerca de uno de los lugares más frecuentes entre los
paseantes de Biniveri y que completaba con una manta de hierba y arbustos
que le servía para ocultarse. Tenía cientos de historias y se pasaba el día
inventando nuevas, si bien nunca las escribía. A veces las medio olvidaba
115
y las mezclaba unas con otras. Las contaba a parejas o paseantes solitarios;
en realidad a todo aquel que quisiera escucharle un rato.
Pero sigamos con aquella primera historia. Al día siguiente Barry
hizo todo lo posible por averiguar quienes eran aquellos dos jóvenes e
incluso preguntó discretamente entre las familias para saber que pensaban
de aquella posible boda. Y por la noche todos fueron fieles a la cita; los
dos jóvenes aparecieron por la abertura de la cueva y momentos después
chapoteaban en el pequeño lago.
—¿Está ahí el espíritu de la caverna?—dijeron los dos.
—Aquí está.
—¿Y tienes ya la contestación?
—Sí, amigos míos. No creeréis lo que me ha pasado. Cuando tras
recorrer el mundo al menos cien veces me encontré con mi amada, ella se
alegró mucho de verme y más cuando, según ella, no se había vuelto a
acordar de mí desde la última vez que nos vimos lo cual sucedió, si no me
equivoco, 294 años dos meses y doce días atrás. Bueno, no era el mejor de
los comienzos pero tampoco el peor, al menos no se había acordado de mí
con desagrado, así que decidí no desanimarme ahora que por fin me había
decidido a actuar. Le conté todo lo sucedido, le hable de mis siglos de
espera y de como creía que estamos hechos el uno para al otro. La verdad
es que mi amada no pareció muy interesada en mi relato hasta que le hablé
de vosotros. Entonces me pidió todo tipo de detalles y tras horas hablando
sobre el tema he de confesaros que aún no hemos llegado a una conclusión,
ya que ella, que lleva una vida y más de dos siglos precipitándose dice que
tenéis que esperar y yo, que llevo una vida esperando, os digo que
debierais casaros sin pensarlo más. Así que me parece que no vamos a
poder seros de mucha ayuda...
Los muchachos se sintieron decepcionados, si bien hicieron todo lo
posible por disimularlo haciéndole todo tipo de preguntas al espíritu de la
caverna tales como que qué tal había encontrado a su amada tantos siglos
después o cuales eran sus planes ahora que había dejado de ser un espíritu
silencioso para convertirse en un espíritu de lo más locuaz e incluso
parlanchín.
—Ay, amigos míos, que menos que hablar todo lo que uno pueda
tras más de dos siglos de silencio. Por lo que respecta a mi vida amorosa,
la verdad, no estoy muy seguro, porque mi amada, que sigue tan bella
como siempre, dice que conviene esperar...
Tras un rato más de conversación los jóvenes le dijeron que tenían
que irse y que muchas gracias por la ayuda que les había prestado, a lo que
116
el espíritu les contestó pidiéndoles perdón por no haberles podido
prestarles aún más.
Y así quedó la historia por lo que respecta al espíritu de la caverna,
que por lo que respecta a Barry habría que añadir que días más tarde se
enteró de que los muchachos les habían dicho a sus padres que tenían
razón y que la boda podía esperar, ya que las bodas son cosas que pueden
esperar.
“Nuestro amor no esperará,” dijeron, “pero la boda sí.”
Y tres años más tarde, al cumplir la chica los dieciocho y habiéndose
el chico labrado un buen porvenir como aprendiz del barbero de Biniveri,
Barry oyó que aquellos dos haces de luz desnudos se habían casado. Y ni
con el paso de los años, quince hacía ya de aquella primera historia, se
enteró de que hubieran dejado de quererse como aquella noche.
Y Barry lo sabía porque no había semana que no visitaran la caverna
para escuchar otra historia del Espíritu Silencioso más parlanchín de la
galaxia.
III
Tras contarle a nuestros jóvenes amigos la historia de la mujer a la
que se le pudrió el amor, Barry se dirigió a cenar, como cada noche, al
restaurante de Luis. Siempre comía lo mismo: sopa de fideos, un bistec
con patatas y un helado de vainilla y chocolate con sirope de fresa. Y
cuando Luis le preguntaba si “aquella noche no quería algo diferente” él
siempre contestaba, con su gran sonrisa contagiosa:
—Sí, claro que quiero algo diferente. Un camarero de verdad, por
ejemplo.
Ya estaba Barry esperando su primer plato favorito, cuando le llamó
la atención una joven de aspecto frágil y grandes ojos azules a la que veía
en el restaurante por primera vez. —Hola—dijo Barry acercándose a la
mesa de la muchacha—, te ha tocado sentarte con el viejo pesado del
restaurante. ¿Te importa si ceno contigo?
Era Bruna, la cooperante informatizada a la que hemos conocido
como maga y abandonado a punto de ser quemada en la hoguera como una
bruja. Ella sonrió y le dijo que sería un placer, a la vez que pensaba que un
poco de conversación, especialmente tras el día calamitoso que había
tenido, nunca viene mal.
117
—Por lo que oído tú eres la pobrecita que ha tenido la mala suerte de
toparse con uno que, de tonto que es, se cree el listo del pueblo...
Bruna asintió con el gesto.
—Claro que no vamos a quitarle el título de tonto del pueblo—
continuó Barry—, siendo tan tontos de hablar de él. Así que a otra cosa,
¿de dónde eres?
—De Dalterra. ¿Y usted?
—También, así que si te parece hablamos en dalterrino. Hace ya
quince años que vivo aquí. Que vivo o que me muero, porque ya estoy
jubilado así que, técnicamente, estoy en la parte de la vida en la que a uno
le toca morirse un poco cada día.
—Pues parece estar de lo más sano.
—Una cosa es que me toque morirme y otra que no me lo tome con
calma. Oye, ¿y qué pasa por allí?
—¿Por dónde?
—Por cualquier sitio, hace quince años que no abro un periódico. Es
que cuando no me tocaba morirme, cuando estaba en la flor de la vida, me
pasaba el día pegado a los periódicos, era analista financiero, así que al
llegar aquí decidí que no volvería a abrir un periódico en lo que me resta
de vida, digo de muerte...
—¿Entonces no sabe nada de nada de lo que pasa en Dalterra?
—Muy poco. Sólo lo que me cuenta algún que otro viajero. Los
biniverienses intentan ponerme al día de lo que leen en el periódico,
aunque no les escucho ya que tienen la maldita manía de decirme la
verdad. Los viajeros, por el contrario, suelen contarme tonterías. Por
ejemplo el otro día conocí a un comerciante de artesanía de Dalterra, creo
que era de Nuevo Giralte, vino a Biniveri a comprar objetos de plata, ya
sabrás que los artesanos de aquí son muy reconocidos, y le pregunté lo
mismo que te he preguntado a ti, a lo que él me contestó: “Bueno, ya sabe,
lo de siempre, estamos en guerra con tal y cual, el otro es un corrupto,
aunque no tanto como el de más allá, mengano ha ganado las elecciones, la
economía está muy mal...” ¿O me dijo muy bien? La verdad es que no le
prestaba mucha atención, ya que, más o menos, era lo mismo que me
cuentan los de aquí sobre lo que dice el periódico. Ni tampoco él parecía
muy interesado en contármelo, seguro que el pobre cada día habla de lo
mismo. Y de repente, la gran revelación: “¡han descubierto que Baden
McGregor, el cantante que supuestamente se suicidó hace veinte años, ha
estado todo este tiempo vendiendo aspiradoras a domicilio!” ¡Lo que se
dice un notición! Noticias así hacen que uno tenga ganas de reengancharse
118
a la sociedad de la información. La verdad es que me dejó intrigadísimo,
¿qué sabes tú sobre el tema?
—Pues no he oído nada, la verdad...—dijo Bruna sin mostrar mucho
interés.
—Vaya, veo que te he ofendido. Perdona que frivolice, pero es que
las noticias serias son demasiado previsibles: siempre mueren los mismos y
siempre pasan hambre los mismos. Vamos, no me mires así, ya sé que lo
que estoy diciendo no te gusta. ¡Y tú que pensabas convertirte en una
cínica! Pues bien, oyéndome ya sabes lo mal que suena un cínico.
—¿Cómo sabe lo que estaba pensando?—dijo Bruna sorprendida.
—Porque me han contado lo que ha pasado esta mañana en el salón
de actos y porque algo en tu mirada y en tu tono me dicen que las fuerzas
ya te estaban flaqueando antes de esta mañana, ¿me equivoco?
Bruna siempre había sido muy reservada a la hora de hablar de sí
misma. Siempre había pensado que no tenía derecho a contar sus
problemas pues, al mirar a su alrededor, los de los demás siempre le
parecían mucho más grandes.
—No sé si me flaqueaban—dijo con una firmeza que en realidad no
sentía—, pero sí que no tengo derecho a que me flaqueen.
—Y puede que las piernas no tengan derecho a romperse, pero se
rompen. Y no sólo eso, sino que ni siquiera nos consultan antes de
hacerlo. Pero no quiero molestarte, así que si quieres hablamos de otra
cosa. Perdona si he sido un poco insistente, pero me da pena ver que una
joven que ha tenido el valor de intentar que su vida sea algo más corre el
peligro de que acabe siendo algo menos. Ya te aviso de que el camino de
vuelta al apoltronamiento es mucho más corto que el de ida. Si vuelves,
que menos que estés segura de que eso es lo que quieres.
—Parece que sabe de lo que habla...—dijo Bruna, quien, temiendo
haber ofendido a Barry, añadió un momento después—, lo he dicho
impulsivamente, no he querido decir...
—No me pidas perdón por haber dicho lo que piensas. Perdón tienen
que pedir los que no creen a los demás dignos de la verdad y les quieren
proteger con mentiras piadosas; ¡como si ellos fueran los únicos capaces de
enfrentarse a la existencia tal y como es! Sí, claro que sé de lo que hablo.
Y lo que es peor, mi apoltronamiento era tal que ni siquiera era capaz de
reconocérmelo. Me creía el hombre más ambicioso del mundo, el menos
conformista, el que nunca se resignaría a la mediocridad, sin darme cuenta
que eran precisamente este tipo de actitudes las que me convertían en todo
aquello de lo que quería huir. ¿Hay alguien menos ambicioso que el que se
conforma con ser ambicioso?
¿Y peor conformismo que el
119
inconformismo? ¿Y alguien tan mediocre como el que se pasa la vida
huyendo de la mediocridad? Ese fui yo. Ese era yo cuando, en vez de
vivir la vida, la consumía. No idealices lo que has dejado atrás, que
cuando desandes lo andado ni siquiera vas a querer idealizar lo que dejaste
aquí. Simplemente querrás olvidarlo.
—Quizás sea lo mejor...
Barry creyó que Bruna iba a continuar. Pero no dijo nada más, como
si lo que acababa de decir fuera una verdad tan dolorosa que no tuviera
siquiera fuerzas para explicarla. Tras unos instantes de mirarse en silencio,
ella dijo:
—No he querido decir lo que he dicho. Quizás lo piense, pero no he
querido decirlo.
—Mira, amiga mía...Por cierto, no nos hemos presentado: me llamo
Barry.
—Yo Bruna.
—Vaya, que nombre más bonito. Pues, querida Bruna, ante todo
quiero decirte que hay dos principios básicos para ser feliz. El primero,
enseñar lo poco que sabemos, intentar que los demás no cometan los
errores que hemos cometido nosotros; el segundo, aprender de lo que los
demás nos enseñan, intentar no cometer los errores que han cometido los
demás. Si enseñas y aprendes siempre serás feliz. Pero por lo que te estoy
oyendo estás bloqueada; no enseñas porque no aprendes y no aprendes
porque no enseñas. Un día te dejó de interesar lo que enseñabas y al día
siguiente, o quizás al día anterior, te dejó de interesar lo que aprendías. Y
cuando una persona deja de aprender y de enseñar, ¿qué le queda? Pues un
proyecto de ser vociferante, criticón y sabelotodo como el que has tenido el
placer de conocer esta mañana. Aún no eres así, pero créeme que, como
no te cuides, algún día lo serás.
—Me parece que no le falta razón—dijo Bruna comenzando a
abrirse a aquel desconocido de tono pausado y expresión bondadosa—. A
veces me parece que ya empiezo a serlo.
—Si ya lo fueras no dirías eso. Pregúntale a tu amigo de esta
mañana si se cree un bruto y seguro que se tiene por un prodigio de
clarividencia. No, tú aún no has comenzado ese camino y quizás tardes
mucho en hacerlo; pero lo que sí has hecho, o estás a punto de hacer, es
dejar de caminar por otros caminos. Y los malos caminos no empiezan
cuando caminamos por ellos, sino cuando dejamos de caminar por los que
eran buenos.
Bruna se quedó en silencio por unos momentos. Eran tales las ganas
que tenía de hablar, que la única forma de no hacerlo era levantarse e irse.
120
Y un orgullo malentendido hizo que casi lo hiciera. Todavía a medio
camino mental entre la silla y la puerta dijo:
—Sé que me he equivocado en algo, pero no sé en qué. Y por más
que lo busco no lo encuentro. Encuentro mis errores actuales, pero estos
errores no me parecen más que consecuencias de un error más grande que
por más que busco no encuentro. Veo todos los errores a los que me lleva
el haber perdido la fe en lo que hacía, pero aún no he entendido que error
cometí para perder la fe. Sólo sé que poco a poco me han dejado de
importar cosas por las que antes hubiera muerto y casi matado.
—¿Por qué viniste a Aubaye?
—¿Quiere la contestación oficial o la verdadera?
—Las mentiras primero—dijo Barry con una sonrisa de complicidad
—. Cuando hayas terminado con las mentiras ya podrás pasar a la aburrida
verdad.
—Bien, la versión oficial es que esto del Busnet me daba la
oportunidad de conocer el país, de experimentar la verdadera cultura bayí y
no sólo la turística de las ciudades y playas. Conocer gente nueva,
poblaciones pequeñas...
—Bueno, no suena tan mal. Parece un proyecto de lo más educativo,
para ti y para los que te reciben.
—Pero no son más que excusas—dijo Bruna, quien, con la mirada
baja, parecía estar haciendo un gran esfuerzo por no llorar—, en realidad,
por más que intento convencerme de que éste es un gran proyecto
existencial y de que estoy aquí para aprender a apreciar otra cultura, ya no
me creo nada. Y es que, por más que lo intento, sigo pensando como una
joven de familia acomodada de Darterrae.
—Que supongo que es lo que eres.
—Sí claro que lo soy, pero es que yo creía que también era algo más.
Y si no lo era quería convertirme en ese algo más. Quería ser una
aventurera, una santa, una gran intelectual...Y resulta que me encuentro
aquí recorriendo pueblos como las estrellas del rock recorren ciudades y
diciéndome que aunque todo ésto me aburre soberanamente tengo que
tener un poco de paciencia para así prepararme la coartada de regreso al
redil.
—¿Y cuál es la coartada?
—La de todos los mediocres: experiencia. La gente grande da a cada
momento su valor, piensa que cada momento es insustituible e
imprescindible más allá de la experiencia. Cuando algo no sale siempre
decimos que nos queda la experiencia...¡pero es que yo quería que saliera!
Yo no vine aquí a ganar experiencia, que eso ya lo podía hacer en
121
casa...Uno no deja su país, su casa, su familia por un poco de experiencia.
Yo quería una nueva vida y, sobre todo, quería ayudar a los demás.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Que lo que puedo ayudarles no me basta. Ahora me doy cuenta de
que yo no venía ayudarles, sino a salvarles. Y salvarme yo de paso. Pero
me he hartado muy pronto de ver miseria y de pensar que, por más que
haga, ninguna de mis acciones hará que dejé de verla. Cuando vivía en
Darterrae, en mi vida cómoda, siempre pensaba en que una no puede
abarcarlo todo y que debe centrarse en lo casos concretos y que el pensar
que se ha ayudado a una sola persona ha de ser suficiente. Por aquel
entonces pensaba en la gente a la que ayudaba y no, como ahora, en la que
nunca podré ayudar. Los domingos ayudaba a preparar y servir comida
para los pobres y después, por las tardes, montaba una mesa y, como soy
abogado, daba consejos jurídicos gratuitos a todo el que quisiera
preguntarme. Y pensaba que aunque en lo global mis actos no sirvieran de
mucho en lo particular quizás ayudaran un poco. Ya sabe, como la historia
de ese niño que, en una playa de aguas contaminadas, coge un pez de los
miles que se están muriendo y lo mete en una pecera con la intención de
llevarlo a otra playa de aguas más limpias. Y alguien que le ve le
pregunta: “muchacho, ¿qué diferencia hay entre que mueran diez mil peces
o que mueran diez mil uno?” Y el muchacho le contesta: “Si este pez
pudiera hablar te diría que mucha.” Bien, yo pensaba así, cada cucharada
que servía, cada consejo que daba...Sólo pensaba en los que ayudaba. Pero
al poco tiempo de llegar aquí comencé a pensar más a menudo en aquellos
a los que nunca podría ayudar. Verá, en principio vine a Aubaye a trabajar
como educadora de calle. Pasé ocho meses en Deyana, en la capital. Ocho
meses en los que, por más que lo intenté, nunca logré centrarme en ese
éxito que justifica mil fracasos. No logré que me bastara con saber que los
mil fracasos hubieran llegado igualmente sin mí, mientras que el éxito tal
vez no. Por el contrario, pensaba de forma cada vez más obsesiva en cada
uno de los fracasos, que como le digo fueron muchos, olvidándome así de
los pocos éxitos de los que pude enorgullecerme. Un día veía que un niño
progresaba, que me decía que había leído un cuento y que se había
divertido mucho, que ya no iba a esnifar pegamento o crack nunca más,
que quería que le ayudáramos a ser otra vez un niño normal... Pero en vez
de alegrarme me acordaba de otro que me había dicho lo mismo y al que
habrían encontrado muerto en algún contenedor de basura, tirado por algún
narcotraficante en cuya casa el niño había muerto de sobredosis de
cualquier porquería que le habían dado a cambio de lo que había
mendigado aquel día. Ésta no es la historia de un niño, sino la de decenas
122
que conocí directamente. Niños con nombre y apellidos, con ilusiones y
potenciales.
Y entonces me intentaba consolar odiando a los
narcotraficantes, pero ni siquiera eso conseguía, porque no lograba
quitarme de la cabeza que a todos, no importa en la cultura o clase social,
les gustan los niños. Los niños son la alegría de todas las casas: ricas o
pobres, negras o blancas, cristianas o musulmanas. Y me preguntaba que
clase de vida tendría que vivir la gente que envenenaba a aquellos
chiquillos; contestándome invariablemente que serían igual de
desgraciados que los niños y que, probablemente, estarían igual de
enganchados. ¿Quién era yo para juzgarlos! Yo que, por egoísmo,
buscaba el consuelo del odio. Y la conclusión siempre era la misma;
¿quién soy yo para intentar salvar a nadie? ¿Por qué me mentía diciendo
que quería salvar a aquellos niños cuándo en realidad quería salvarme a mí
misma y así sentirme superior a toda esa gente que “no hace nada por
mejorar el mundo”? Quería poder decir que yo había ayudado a un niño,
que gracias a mí...¿Gracias a mí qué? Pronto me di cuenta de que lo único
que estaba haciendo era retrasar el proceso. Al final todos acaban siendo
drogadictos y la única diferencia es que, si estaban hechos de buena pasta,
en vez de robar el dinero lo mendigarían. Esa era mi vida: reciclar
ladrones o asesinos en potencia y convertirlos en mendigos. Enseñarles
sumisión y humildad y decirles que hay un mundo de ideas que no les
alimentará, ni les dará respeto social, pero que...pero que...pero que, por
ejemplo, les hará felices. ¡La felicidad! He ahí una idea que necesita de
un estómago lleno y una identidad mínimamente respetada por la sociedad.
¡Siempre hablando de las ideas cómo si fueran la solución a todos los
problemas del mundo! No son la solución a los problemas del mundo, sino
a los problemas de “mi” mundo; un mundo en el que mi estómago está tan
bien alimentado que no le haría ascos (por mucho que todos me digan que
estoy demasiado delgada) a perder un par de quilos y mi identidad
(renunciando a un buen sueldo por la casi mesiánica actividad de salvar
niños) mucho más que mínimamente respetada. Y tras un día bueno
venían veinte malísimos en los que me parecía que los drogadictos se
multiplicaban como hongos. Pero eran lo mismos de siempre. La
diferencia era que yo, siguiendo a un niño, me había atrevido a mirar
debajo de la alfombra. Y entonces me decía que no era más que una pobre
desgraciada que saca a un niño de debajo de una alfombra bajo la cual está
condenado a volver y que lo único que quería era sentirme superior a toda
esa gente que cada día se levanta a las siete de la mañana para ir a trabajar
a oficinas, bancos y tiendas. A esa gente que tiene que mantener familias y
pagar hipotecas; cosas, por cierto, con las que yo, que soy tan vanidosa
123
como para responsabilizarme de salvar el mundo, no soy capaz de
comprometerme. Quería poder decirme que había vivido mi vida mejor
que ellos porque había sabido salir de mi entorno, seguir mis ideales y
poner mis esfuerzos en algo que valiera la pena. ¿Qué ideales? ¿Qué
esfuerzos? ¿Qué pena?
—Si no te valía la pena a ti—le dijo un Barry que la había
escuchado con la mayor de las atenciones—, entonces no la valía. La idea
es ser feliz ayudando a los demás. Ser infeliz ayudándolos es una
desviación de esta máxima casi tan peligrosa como ser feliz
perjudicándolos. La pregunta es porqué no eres feliz.
—La verdad, no lo sé.
—Pero lo pensarás, ¿verdad? Pensarás en qué te falta para ser feliz.
No en lo que le falta al resto del mundo o del universo; no en mejorar el
mundo para entonces ser feliz, sino que pensarás en ser feliz y que, cuando
lo seas, ya verás si mejoras el mundo o no. Y entonces te darás cuenta de
que siendo feliz ya lo habrás mejorado. No subestimes la felicidad, ni te
pares demasiado a definirla: es un bien escaso en cualquiera de sus
definiciones. Me hablabas antes de que dejaste Deyana porque te habías
dado cuenta de que sólo eras capaz de retrasar la muerte de aquellos a los
que intentabas ayudar, ¿ pero acaso hay mayor proeza que ayudar a retrasar
la muerte? Dar un día, aunque sólo sea un minuto más...Te pondré un
ejemplo. Imagínate que tienes un hijo muy enfermo y que los médicos te
han dicho que su muerte es cuestión de días. Como a él le gusta mucho el
mar, os vais a nadar. Tras meses de tensión y tristeza por la enfermedad,
intentas sentirte feliz por un momento, le miras nadar y piensas que ya
tendrás tiempo de sentirte miserable cuando él no esté y que aquel puede
ser uno de los últimos momentos en los que seréis felices juntos. De
repente el tiempo cambia, viene una gran racha de viento y ves que tu hijo
se está ahogando. ¿Acaso dejarás de poner tu vida en peligro por salvarlo?
Acaso pensarás: “bueno, él se va a morir de todos modos dentro de unos
días, mientras que a mí aún me quedan años de vida...”
—Lo inteligente sería que lo pensara...—dijo Bruna.
—¡Pero no lo pensarás! Que se vaya a morir “en unos días” te
volverá a importar cuando sepas que no se va a morir “ahora”. En esos
momentos sólo podrás pensar en que tu hijo está sufriendo y que tú puedes
hacer algo por aliviar ese sufrimiento.
Bruna asintió y tras unos instantes de reflexión dijo:
—Tiene razón, ya sé que la tiene. Y eso es lo más grave de mi
situación, que ya ni siquiera me creo la verdad. La verdad ha dejado de
parecerme suficiente. Una puede buscar la verdad cuando deja de creer en
124
las mentiras, pero cuando dejas de creer en la verdad: ¿qué buscas
entonces? Para mí la verdad se ha convertido en una chaqueta vieja que ya
no nos gusta pero que seguimos llevando porque tampoco nos gustan las
que vemos en las tiendas. Así que la conservo, más que por el calor que
me da o lo bien que me quede, por la compañía que me ha hecho en el
pasado. Además, sin esa chaqueta ya nadie me reconocería, así que,
aunque sólo sea por comodidad, me la sigo poniendo. Pero mientras que
antes era parte de mi identidad espiritual, ahora sólo lo es de mi identidad
física. Y aquí me tiene, con mi chaqueta vieja y pensando esa cosa tan fea
de que lo bonito no es vivir sino experimentar, cuando la experiencia no es
más que un sucedáneo de vida. Un sucedáneo goloso y adictivo, pero un
sucedáneo al fin y al cabo. Por eso estoy aquí, perdiendo el tiempo en
muchos sitios diferentes para así sentir que lo he perdido muchas veces y
poderme engañar pensando que he sido capaz de crear tiempo. Jugando a
ser dios, porque no sé vivir siendo una persona. Excusas, todo excusas,
excusas para no reconocerme que he fracasado...
—Fracasados son los que ni siquiera buscan esas excusas. Y
fracasados son, sobre todo, los que nunca fracasan y se ponen unos
objetivos tan accesibles que no tienen más remedio que conseguirlos.
—No hay nada mejor que conocer las propias limitaciones—dijo
Bruna.
—Las limitaciones no hay que conocerlas, se tienen, se descubren, se
sufren...Y de vez en cuando se sobrepasan y se cambian por otras
limitaciones. ¡Pero ya estoy divagando! Ya ves, tanto decirte que no te
preocupes por tus limitaciones y me choco con una mía: la de divagar
cuando no estoy muy seguro de lo que estoy hablando. ¿Qué te parece si
pasamos a temas un poco menos abstractos? Quizás aún esté a tiempo de
cambiar la opinión que a estas alturas te debes de haber formado sobre mí.
Pensarás que soy un charlatán, pero cuando te haya contado lo que me ha
hecho llegar a serlo quizás no me juzgues tan severamente. Pero antes
quiero contarte una historia que me ha traído preocupado todo el día.
Bueno, no sé si preocupado es la palabra. ¿Tú a qué le llamas preocupado?
De las cosas verdaderamente preocupantes no hay que preocuparse,
simplemente nos asaltan. Los pensamientos preocupantes son invitados
desagradecidos que siempre nos visitan sin avisar; no por no molestar, sino
por pillarnos desprevenidos y descubrir algo desagradable sobre nosotros.
Así que mejor diré ocupado que preocupado. Y es que me he acordado por
casualidad de algo que me pasó hace muchos años. Era yo por aquel
entonces un joven e ilusionado estudiante universitario, si no viera tanto
joven desilusionado te pediría perdón por la redundancia, y tenía un
125
compañero de universidad que se llamaba Pepo, al que todos conocíamos
con el sobrenombre de Pepo “no-me-importa”. No hace falta que te diga
que mi amigo tenía fama de que las cosas le importaban más bien poco. Si
me preguntas te diría que no le importaban nada. No, eso tampoco, porque
a Pepo le importaba sobremanera que no le importara nada. Así que lo
dejaremos en que a Pepo sólo le importaba que no le importara nada. Lo
cual es una contradicción, pero a estas alturas ya habrá quedado
suficientemente claro que a Pepo no le importaban las contradicciones.
Así que mientras todos corríamos aquí y allá para llenar nuestros
currículum vitae de trabajos de verano y cualificación profesional, Pepo
decía:
—No hay nada que me atraiga. Aún no he encontrado lo que quiero
hacer con mi vida, así que de momento prefiero dejarme las puertas
abiertas.
De no haber estado el mote de “no-me-importa” tan arraigado, es
posible que a partir de aquel momento hubiéramos conocido a nuestro
amigo como Pepo “puertas-abiertas”.
Y con las puertas abiertas terminó Pepo la carrera de derecho, no
porque ésta disciplina le gustara especialmente, sino porque era la más
acorde con su credo particular. Contaba con dos ventajas principales. Por
un lado, la más obvia: que sería un útil complemento fuera cual fuera la
dedicación que finalmente eligiera y por el otro, desde un punto de vista
más personal, que de todas las profesiones del mundo la de abogado sería
la última que ejercería. Eso es lo que yo deduzco, pues Pepo nunca lo
reconoció. De haberlo hecho se hubiera estado cerrando una puerta. Así
que Pepo pasó por la vida como una centella, eligiendo lo justo para
sobrevivir. Tuvo trabajos que abandonó en cuanto amenazaron con
convertirse en profesiones y amoríos que olvidó antes de que fueran
amores. Cambió de país, de ciudad y hay quien dice, aunque bien pudiera
tratarse de una leyenda, que incluso de cara. Engordaba y adelgazaba, sus
costumbres eran erráticas y las alteraba en cuanto intuía que podían
convertirse en un hábito, siendo tan normal encontrarlo a las seis de la
mañana haciendo ejercicio como saliendo del peor antro de Ciudad
Dalterra. Y Pepo se dejó las puertas abiertas hasta que la más importante
se le cerró; hasta que la muerte, la única puerta en la vida de los hombres
que realmente merece ese nombre, le dijo “ésta no la vas a poder dejar
abierta.”
Me enteré a través de un conocido de su muerte. Pepo, como no,
había cambiado frecuentemente de grupo de amigos, así que la mayoría le
habíamos perdido la pista. Incluso en su forma de morir se dejó las puertas
126
abiertas. Y es que se comentaba que le había dado un ataque al corazón
mientras conducía, saliéndose de la carretera, chocando contra un árbol e
incendiándose su coche antes de caer por un altísimo precipicio al mar.
Pero si curiosa fue su forma de morir mucho más lo fue su funeral.
Curioso por lo exclusivo del mismo. Tan exclusivo que sólo asistí yo; tan
exclusivo que por no haber no hubo ni cura; tan exclusivo que por no haber
no hubo ni funeral. Ni siquiera el conocido que me había informado de la
triste noticia y del día y la hora del funeral me acompañó. La verdad es
que me dio un poco de pena, ya que a poco agradable que sea nuestro
pasado tendemos a recordarlo con nostalgia, así que yo había guardado
buen recuerdo de Pepo. Aunque no te negaré que encontré cierta justicia
en aquella situación, Pepo no eligió a nadie en vida; ¿por qué extrañarse de
que nadie le eligiera en su muerte? No creo que nadie le odiara, sino
simplemente que todos tendrían al menos una cosa mejor que hacer (decir
que más de una sería asumir que alguien tenía mal concepto de Pepo) que
asistir al funeral de quien nunca quiso conocerse ni dejarse conocer por
nadie.
Y esa hubiera sido la historia de no ser porque al día siguiente, al
abrir el periódico de la mañana, encontré más de quince esquelas, firmadas
por las más diversas organizaciones, recordando a Pepo e informando de la
celebración de su funeral aquella tarde. Desde la congregación de
bomberos pirómanos rehabilitados; hasta la federación de petanca para
miopes amantes del impresionismo francés; de la que más tarde averigüe
que era socio fundador, si bien nunca aceptó ningún cargo ni asistió a
ninguna reunión, no fuera a estar cerrándose alguna puerta. Así que no te
extrañará, querida amiga, que a su funeral asistieran cientos de personas
llegadas de los más recónditos lugares del mundo. Y por haber hubo hasta
un cura y por haber hubo hasta un rabino y por haber hubo...Hubo de todo,
hasta un rebaño de ovejas; cada una de las cuales, por cierto, parecía más
compungida que el propio pastor. Y tampoco aquella situación me parecía
exenta de lógica: Pepo se había acercado a muchos y muchos se acercaban
ahora a Pepo. Así que ya ves que es difícil juzgar la vida del tal Pepo. A
lo que quiero llegar, mi joven amiga, es que todos los compromisos son
relativos. Ya ves a mi amigo Pepo, quien se pasó la vida, según se mire,
sin comprometerse con nada o comprometiéndose con todo y a quien le fue
tan bien o tan mal como tú quieras decidir. En la vida sólo hay un
verdadero compromiso y es con la propia vida. Es el único que no admite
tibiezas, matices o interpretaciones. Los demás son tan o tan poco
importantes como tú quieras decidir...
127
Tras esta historia, Barry le contó a Bruna algunas cosas de su vida
antes de llegar a Biniveri—que ya han sido contadas y que no será
necesario repetir—y acabaron hablando de cosas intrascendentes; tema
que, todo sea dicho, era el favorito de Barry, quien solía decir “que de
temas importantes se puede hablar con cualquiera, mientras que de
tonterías sólo con personas con las que tengamos una especial afinidad...”
—Bueno, ya no puedo con mi alma...—dijo Barry alrededor de las
once—. Soy muy madrugador y pronto mi organismo será invadido por
unos bostezos que más que bostezos parecen gruñidos. Y eso no estaría
bien. Además, veo que te has traído un libro y que te has sentado en una
mesa con buena iluminación, así que quizás quieras quedarte leyendo un
rato. Yo siempre ceno aquí, así que ya sabes donde encontrarme. De
todos modos puede que mañana te haga una visita por el Busnet, a ver si
me averiguas algo del cantante ese que dicen que vende aspiradoras...
—Desgraciadamente partimos mañana por la mañana. Si a la gente
le ha gustado y piden que volvamos tal vez volvamos después de la gira,
pero es sólo un proyecto...
—Ojalá que sí. En cualquier caso te deseo lo mejor y te doy las
gracias por el mejor de los regalos que a uno le pueden hacer: un rato de
buena conversación.
—Lo mismo digo—dijo Bruna con una gran sonrisa.
Una vez Barry hubo abandonado el restaurante, Bruna le preguntó a
Luis a qué hora cerraba y si le importaba que se quedara leyendo, a lo que
éste le contestó que aún tendrían abierto por lo menos una hora más y que
entre que recogía y limpiaba raro era el día que se iba a casa antes de la
una, así que que podía quedarse hasta esa hora.
Bruna se enfrascó en su lectura con una sonrisa. El extraño
individuo de la barba blanca le había hecho mucha gracia, tanta que de
repente ya no le parecía tan terrible aquello de viajar, ni tampoco esa
indefensión propia del viajero que se nota en los gestos y expresión de la
cara y que hace que se le acerque todo aquel con ganas de hablar.
“¿Hay mejor definición de la felicidad?”; se dijo. “Hablar con todo
aquel que tengamos ganas de hablar y que nos hable todo aquel que tenga
ganas de hablarnos. Con mi cara de despiste e indefensión existencial me
basta para lo segundo. Lo primero será más difícil, pero por algo se
empieza...”
Y Bruna, tras leer un par de párrafos, se sintió orgullosa de, casi sin
quererlo, haber sobrevivido un día más.
128
IV
Bruna no exageraba al decir que estaba preparándose la coartada de
regreso y que estaba reuniendo las experiencias que justificaran frente a los
demás la decisión que, cuando la tomó, sólo necesitó justificarse frente a sí
misma. Y es que así como fue cundiendo el desánimo miles de
justificaciones silenciosas reclamaron espacio en su pensamiento y ya le
parecía que no había persona en todo Darterrae frente a quien no se hubiera
justificado mentalmente. Unas justificaciones que incluían decenas de
anécdotas folclóricamente interesantes, así como el conocimiento de
muchos hoteles y monumentos turísticos. En el fondo ansiaba volver a la
situación que había abandonado, aquella de la que algunos tontos dirían
que se había escapado. Como si no nos escapáramos siempre de aquello
que abandonamos: el ansia de estabilidad y de control del ser humano es
tan grande que nunca dejamos nada que no nos disguste verdaderamente e
incluso cuando viajamos constantemente no estamos abandonando lugares,
sino negándonos a abandonar un estilo de vida cuya estabilidad es
precisamente ese cambio constante.
Atrás había quedado un novio que decía quererla mucho. Eduardo, a
quien ya hemos conocido brevemente como socio del fallecido abogado De
la Riva, tenía un trabajo estable, una carrera con futuro y unas ambiciones
perfectamente adecuadas a sus destacables talentos y capacidades. No era
un soñador porque, aunque sabía soñar, tenía la virtud o el defecto de
siempre soñar con cosas que podía conseguir. No hay mayor redundancia
que aquello de los sueños imposibles: si es posible ya no es sueño. Así que
o bien los sueños de Eduardo eran muy pequeños o bien, tal y como
pensaba Bruna, su habilidad para conseguirlos era demasiado grande.
Y es que ésto era precisamente lo que más miedo le daba de él. El
fracaso no libera, pero sí la posibilidad de fracasar. Si un sueño no puede
fracasar se convierte en una carga, se convierte en un adelanto de nuestra
vida al que inconscientemente odiaremos por haber vivido lo que nos
correspondía vivir a nosotros. El sueño de aquella gran casa que Eduardo
quería comprar, aquella hipoteca que había solicitado y que seguro que le
darían pues en caso contrario no la hubiera pedido, aquel excelente trabajo
129
y aquellos siempre útiles e influyentes amigos. Y en medio ella, aquella
compañera perfecta.
Una mañana se despertó llorando. Pensó en aquella vida por la que
tanto tendrían que trabajar ella y Eduardo y por la que, conociéndolos,
trabajarían. Y la vio toda. Vio a los hijos que tendrían, guapísimos,
seguro, pues Eduardo era un joven apuesto y ella una chica muy guapa, vio
su preciosa casa, en las colinas de Darterrae, con una espectacular vista
sobre la urbe y a unos muy funcionales quince minutos en coche de sus
respectivos trabajos. Vio los restaurantes, los trajes y todas aquellas
maravillosas amigas. No, no era un sueño, todo aquello se haría realidad.
No había ninguna razón para que no lo fuera; ambos habían sido buenos
estudiantes, ambos eran las joyas de sus respectivas familias. Eduardo era
el hijo de un importante banquero, Bruna de un empresario de éxito. Por
medios no quedaría y tampoco por talento—por ese talento que se adquiere
con la correcta utilización de los medios—, pues ambos habían demostrado
sobrada capacidad de trabajo.
Si tan sólo hubiera habido una posibilidad de que no fuera así, una
pequeña incertidumbre, entonces todo hubiera sido más fácil. Pero no: sus
incertidumbres estarían en otras facetas. Ya se veía preocupándose por la
salud, por este dolor de aquí o este otro de allá; preguntándose si este
bultito es cáncer de mama o si este lunar que no estaba muy segura de
haber visto antes quizás lo sería de piel. Preocupándose por cada tos y
cada paso de sus hijos. No, no era miedo a la responsabilidad, sino miedo
a responsabilizarse de algo que no estaba muy segura de haber elegido.
Decían que su vida era maravillosa, pero precisamente en el hecho
de que lo dijeran Bruna veía la mejor indicación de que algo fallaba. Si era
maravillosa es que seguía unas pautas perfectamente marcadas, que seguía
la definición que generaciones y generaciones habían considerado como
las adecuadas. De modo que alguien la había definido. Así que alguien,
nadie en concreto pero sí la suma de muchas personas, habían vivido su
vida por ella. Y ella quería vivirla: crear su vida y que fuera sólo suya.
Así que en uno de esos momentos de vertigo en los que su alma se
convertía en un gran embudo existencial se dejó llevar por la ley de la
gravedad y decidió dejar atrás una vida rodeada de apóstoles del
capitalismo y convertirse en la mesías de la propiedad privada de su vida.
Si el concepto parece complejo, la petición que hizo, ya en una de las
oficinas de Mundo Libre de Darterrae, fue más bien simple:
—Quiero irme lo más lejos posible.
—¿Cómo de lejos?—le dijo un muchacho miope y de pelo largo que
había dejado de subrayar compulsivamente un libro para atender a Bruna.
130
—Más lejos aún.
—Quizás no te hayas fijado, pero ésto no es una agencia de viajes.
Vistos los desastres que se hacen algunas oenegés quizás te extrañe oír que
estamos aquí para ayudar a los necesitados. Aunque permite que te
puntualice que no a los necesitados de cualquier tipo. Aún no tenemos
ningún programa que se ocupe de los que, como tú, están necesitados de
entretenimiento. Pero todo llegará. Así que vuelve a preguntar en veinte
años o en cuanto te enteres de que la mayor causa de mortalidad en África
es la obesidad. Entonces habrá llegado tu momento y te prometo que si el
programa sigue sin existir yo mismo lo crearé. Para que veas que voy en
serio de momento te doy el nombre. Se llamará CONDE: COmisión para
los Necesitados De Entretenimiento. ¿Está contenta la condesa?
Bruna escuchó la respuesta del muchacho con una sonrisa. Estuvo a
punto de reírse de sí misma, pedirle disculpas y volver, ahora ya sí para
siempre, a su vida. Aunque finalmente, de forma más impulsiva que
razonada, dijo:
—Si supieras lo perfecta que es mi vida me ayudarías a que me fuera
lo más lejos posible. Me quiero ir lejos, muy lejos, a un sitio lo más
diferente posible y donde, ya puestos, se hable un idioma diferente al
nuestro. Y si todos son de un color diferente mejor que mejor.
—Ni que hubieras matado a alguien.
—Aún no, pero estoy pensando en hacerlo.
—¿A quien?
—O tú o yo. Si no me voy uno de los dos cae.
Un mes más tarde, tras solucionar todas las trabas burocráticas y
dejarse los brazos como un colador por las vacunas, Bruna aterrizaba en el
aeropuerto de Deyana.
V
Una cara risueña sacó a Bruna de su lectura. Al levantar la vista vio
a un niño que le miraba con expresión jocosa mientras daba codazos a un
hombre joven con gesto serio. La primera de las caras debiera haberla
reconocido pues la había visto aquella misma mañana, si bien tras tantos
viajes y videoconferencias las caras comenzaban a confundirse, de modo
que ahora la cara de Comet le era sólo vagamente familiar.
131
—Hola señorita, ¿cómo está usted? Es un gusto volver a verla.
Pasábamos por aquí y le he dicho a mi amigo que me invite a comer un
helado...
—No le hagas caso. Lo dice por liarte y sacarme a mí un helado—
dijo el joven que le acompañaba, un chico de unos veinticinco años—. La
verdad es que nada más acabar la videoconferencia ha venido corriendo a
buscarme para decirme que una chica muy guapa había venido al pueblo.
Una vez comprobado que tenía razón, ya podemos irnos. Perdona la
molestia.
—Eres un aguafiestas, Roberto. Podrías haberme invitado al helado,
aunque sólo fuera por seguir la corriente...
—Yo no te he dicho que fuera a comprarte un helado, ni siquiera uno
que tú te comieras “sólo por seguir la corriente”. Venga, vamos que la
película ya estará terminando—y mirando a Bruna—. Es que trabajo en la
biblioteca y hoy tenemos cine de verano...
—Ni que te necesitara a ti para terminar, pesado—dijo Comet—.
Con o sin ti la película terminará...
—Pero cuando termine tengo que cerrar la biblioteca.
—Ni que te fueran a robar nada. Si aún fuera un bar, pero en una
biblioteca...¿Qué te van a robar, libros? Antes te robaran el papel higiénico
de los baños.
Bruna miraba encantada aquella conversación. No se atrevía a decir
nada, no fuera a espantarlos y darse cuenta de que eran un producto de su
imaginación.
—Perdón de nuevo, hay gente que no sabe que no se puede molestar
a los desconocidos mientras están ocupados—dijo Roberto mirando al
libro de Bruna.
—¡Será pesado!—dijo Comet—. Pues tú me molestas siempre que
me ves comiendo un helado. Y eso es una ocupación.
—He dicho a los desconocidos...¡Si es que encima estás duro de
oído! No has cumplido todavía los diez años y ya estás más sordo que una
tapia.
—Oigo mejor que tú y, sobre todo, veo mucho mejor, gafotas, que
eres un gafotas. Y si no se puede molestar a los desconocidos entonces nos
haremos conocidos. Además, yo a la maga ya la conozco: se llama Bruna.
Por si no te acuerdas me llamo Comet y éste tan pesado que traigo
conmigo se llama Roberto.
—Mucho gusto.
—¿Podemos sentarnos?—dijo Comet.
—Claro, por favor...
132
—Te sientas tú que yo tengo trabajo que hacer—dijo Roberto.
—Se tiene que dar importancia—le dijo Comet a Bruna—. Pero
ahora volverá.
Efectivamente, diez minutos más tarde, que Comet empleó en
hacerle todo tipo de preguntas a Bruna, Roberto volvió tras haber cerrado
la biblioteca.
—¿Pero aún sigues aquí? Ya te he dicho que es muy pesado.
Venga, arriba, que tu padre te busca.
—Pero si ya he pedido un helado...
—Entonces habrá que esperar a que te lo comas—dijo Roberto
sentándose junto a Comet—. Un café solo, por favor. Le he dicho a tu
padre que estabas aquí y me ha dicho que te quiere en casa antes de media
hora.
—Bueno...
—Me ha dicho Comet—dijo Roberto dirigiéndose a Bruna—, que
has venido para una conferencia a través de internet.
—Sí, trabajo para un programa de educación informática patrocinado
por el Banco Internacional de Desarrollo para Aubaye y organizado por
Mundo Libre. Les hablamos a los niños de las cosas que pueden hacer con
un ordenador y organizamos conferencias con todo tipo de personalidades
de Dalterra que tengan alguna relación con Aubaye. Hoy, por ejemplo,
teníamos una conferencia con el principal responsable del BIDA de los
programas de desarrollo de Aubaye.
—¿Y qué tal está resultando el programa?
—La verdad es que la conferencia de esta mañana ha sido un poco
accidentada, pero mejor que te conteste él que estaba allí.
—¿A ti qué te ha parecido Comet?
—Me ha gustado mucho. ¡Hasta hemos visto la cara del señor que
hablaba desde Dalterra! Ha sido de lo más divertido...
—¿Y tú que estás haciendo en Dalterra?—le preguntó Bruna a
Roberto tras unos instantes de silencio en los que Comet dio enérgicos
chupetones a su helado, Roberto cortos sorbos de un café que, a juzgar por
su expresión, debía de estar muy caliente y Bruna jugueteado con aire
despistado con las páginas de su libro.
—Vine queriendo ser escritor pero me he quedado en bibliotecario.
En realidad sigo queriendo ser escritor y lo soy, pero como no me publican
habrá que dejarlo en que soy un bibliotecario al que le gusta escribir
cuando en realidad soy un escritor al que le divierte hacer de bibliotecario
por una temporada.
—De las dos formas me parece bien.
133
—Gracias, te prometo que a partir de ahora ya no te pediré más
perdones. Es una manía que tengo. Me fastidia tanto no poder decir que
soy escritor que cuando conozco a alguien tengo que pedir perdón por no
serlo; o, mejor dicho, porque un par de pedantes de unas cuantas
editoriales, unas cuantas decenas más bien—dijo Roberto con un sonrisa
socarrona—no crean que lo sea. Pero hasta aquí llegan mis ansias de
autojustificación. Una vez dicho ésto, decirte que aquí me tratan muy bien
y que me gusta pensar que uno no necesita tantas cosas para vivir. Pasan
los meses y te olvidas de los programas de televisión y de todas esas
tonterías que te parecía que te estaban quitando la vida y dejado en su lugar
un sucedáneo prefabricado. No es que ésto sea el paraíso, lo es tanto o tan
poco como el sitio que dejé, pero como vine aquí buscando el paraíso y
huyendo de lo que a mí me parecía un infierno, soy de Deyana, supongo
que no tiene nada de extraño que me haya fabricado uno a mi medida. ¿Y
tú? ¿Te has fabricado uno ya?
—Me parece que mi infierno era portátil y que yo lo llevo a cuestas.
—Bueno, bueno, con calma. Todo llegará si tiene que llegar—y
mirando a Comet—. Bueno, me parece que ya es hora de que nos
despidamos. Me he comprometido a que Comet estaría en su casa antes de
media hora y por la cara que pone habrá que llevarlo a rastras. ¿Hasta
cuándo estás en el pueblo?
—Salimos mañana a las seis de la mañana—dijo Bruna.
—Vaya—dijo Roberto con gesto contrariado—, entonces me parece
que esta agradable charla habrá sido a la vez presentación y despedida.
Pero bueno, la vida es larga y el mundo pequeño, así que, quien sabe,
quizás nos volvamos a ver. Hasta la próxima.
—Sí, hasta la próxima...
Mientras se iban, a Bruna le parecía que por la puerta del restaurante
estaba saliendo otra oportunidad de ser feliz. Otra más que se le escapaba:
tantas y tantas formas de ser feliz, pero ella seguía con la maldita manía de
no serlo. Quería gritarles, pedirles que volvieran, rogarles que le enseñaran
a ser feliz. No quería volver a Dalterra, no quería repetir lo mismos errores
de siempre y, sobre todo, no quería verse obligada a hacer las cosas que le
salvaran de repetir aquellos errores.
Bruna trató de reemprender la lectura, pero aún no había encontrado
el punto en el que la había dejado cuando cerró el libro y, tras pagar la
cuenta, comenzó a caminar en dirección al hotel. Había decidido que
quizás un poco de embrutecimiento televisivo le ayudara a evadirse de
aquella decisión que no quería tomar.
134
“Si es que de verdad aún hay una decisión que tomar. Con o sin
decisión, dentro de dos semanas estaré en casa a salvo de mis sueños. De
vacaciones o para siempre, ¿qué importa? Si uno es capaz de tomarse unas
vacaciones de sus sueños es que ya no lo son.”
VI
Era un programa malísimo: todos lo eran. Hacía meses que Bruna
había pasado de mirar cosas en televisión a simplemente ver durante
muchas horas un ente abstracto llamado televisión. No importaba lo que
pusieran, cualquier cosa valía. Todo con tal de olvidarse de su vida. ¿Y
dicen que escapar es de cobardes? Ahora, cuando le bastaba con evadirse,
echaba de menos aquello tiempos en los que aún le quedaban fuerzas para
soñar con la escapada.
Su vida le parecía tan triste que ya nunca estaba triste. Aún sentía
repugnancia, asco, indignación, pero tristeza ya nunca. Antes, desde la
comodidad de Dalterra, las noticias que veía en televisión le producían
tristeza: quería solucionar aquellos problemas y no dudaba de que tenían
solución. Y que aunque no la tuvieran había que buscarla. Ahora, por el
contrario, le parecía que no había nada que solucionar.
Al llegar a Aubaye se había dado cuenta de que las cosas no son tan
feas como se ven por televisión, que ninguna vida puede ser minusvalorada
y que hasta la aparentemente más miserable lo es tanto o tan poco como la
del más rico del mundo. En Aubaye la gente se enamora, se entristece,
canta, se emborracha, se suicida, se queja, presume...Es decir, más o menos
las mismas cosas que hace la gente de otros lugares que calificamos de
favorecidos.
“Nuestra compasión está en realidad llena de vanidad,” se decía
Bruna mientras en televisión un predicador clamaba al cielo y a los
bolsillos con voz de barítono, “sentimos compasión de los que llamamos
desfavorecidos para, implícitamente, enorgullecernos de ser favorecidos.
Utilizamos a los pobres para, pobrecillos de espíritu nosotros, sentirnos
ricos en algo.”
Por dentro se sentía muerta y por fuera lo único que podía ofrecer era
unas horas en un trabajo en el que ya no creía lo más mínimo. Y sin saber
como su vida se había reducido a beberse media botella de vino con las
cenas, tratar de leer unas pocas páginas y acabar viendo horas y horas de
televisión a miles de kilómetros de casa. De una casa que cada vez echaba
135
más de menos por mucho que supiera que en el fondo no quería volver y
que de todos modos acabaría volviendo. Había querido un mundo más
justo y lo había conseguido: su mundo ya era más justo. Hay dos formas
de hacer que nuestro mundo sea más justo: la primera intentando que los
demás sean tan felices como algún día esperamos ser nosotros y la segunda
siendo tan infelices como nos imaginamos que son los demás.
De canal en canal se sirvió un coctail de canales, pasando de la
culpabilidad de entretenerse con canales cuya programación en otro tiempo
hubiera calificado de vulgar, a la desesperación cuando comprobaba su
incapacidad para concentrarse en cualquier cosa que en otro tiempo
hubiera creído digna de interés. Programas de ciencia, películas clásicas y
canales de noticias: todo pasaba por su mando a distancia con la agilidad
de sus cada vez más adiestrados dedos. Ya sólo le interesaban las noticias
de cotilleos y los debates sobre temas sensacionalistas, unos temas sólo
menos estúpidos que los esperpénticos engargados de debatirlos a grito
pelado. Se repetía una y otra vez que aquello no le interesaba, pero lo
cierto es que aquellos programas eran los únicos que le mantenían por unos
minutos en el mismo canal.
Estaba en el enésimo cotilleo cuando sonó el teléfono de su
habitación.
No estaba de humor para contestar. Sería algún familiar o amigo de
Dalterra y hoy no tenía fuerzas ni siquiera para disimular: “que si las cosas
iban bien, que si estaba viviendo una experiencia maravillosa y estaba
aprendiendo muchas cosas sobre sí misma...”
—¡Siempre el mismo rollo!—se dijo hablando sola, otra práctica que
últimamente se había convertido en habitual—. Y lo peor es que en el
fondo es cierto: he aprendido mucho sobre mí misma. Lástima que el
precio de aprender sobre uno mismo suela ser el de dejar de aprender sobre
el mundo. No, ya no quiero aprender más sobre mí misma: ya lo sé todo.
Soy la indiscutible máxima autoridad en la, reconozcámoslo, poco
interesante materia del “yo Bruna”. Y lo sé porque, como todos los buenos
conocedores del “yo”, he reducido tanto mi mundo que ahora me encuentro
como ama y señora de un pequeño jardín de patatas del que lo sé todo y del
que, francamente, me gustaría no saber tanto. Sé tanto que ya ni siquiera
puedo engañarme pensando que ha sido es o será algo más que un pequeño
jardín de patatas. ¡Yo que pensaba que el mundo era tan grande que nunca
me lo acabaría! ¡Yo que creía que la gente tenía tanto que ofrecerme!
¡Dueña de un jardín de patatas! Mi mundo se murió el día que cambié ser
una amateur (vaya un nombre bonito, amante, tan diferente de ese otro tan
terrible de aficionado) en el conocimiento de los demás, por ser una
136
profesional (vaya nombre feo, con las huellas del dinero en todas sus
letras) en la materia del “yo”. No, no me iré, ya no puedo más: no tengo
fuerzas. Las tengo para quedarme uno, dos, tres años, pero no para esperar
ni un sólo día. Si tan solo pudiera irme ahora mismo...¡Estoy harta de
esperar! He esperado tanto que las esperas me agotan. Mi sitio está aquí
porque no tengo fuerzas para esperar a que mi sitio esté en otro sitio. Ya
está bien de idealizar lo que no tengo. Para idealizar hay que tener un
mínimo de fuerzas y yo ya no las tengo. No, lo que tengo no es mejor,
pero al menos no se hace esperar. Así que cuando vuelvan a llamar les diré
que mi sitio está aquí por la sencilla razón de que yo estoy aquí y que mi
sitio siempre estará donde yo esté. ¿Sencillo? La verdad es que sí. Da un
poco de pena pensar que me ha llevado veinticinco años aprender algo tan
sencillo. Bien, el primer paso ya está dado—dijo Bruna contemplando
embelesada el televisor apagado y poniéndose los zapatos—con un poco
menos de televisión tal vez consiga que mi cabeza y mi cuerpo estén de
vez en cuando en el mismo sitio.
Ya a punto de salir se preguntó a donde iba. Su cuerpo seguía en el
umbral de la habitación y con el pomo de la puerta en la mano, pero ella ya
se había imaginando dando una vuelta por una plaza vacía y entrando en
un bar en el que todos la mirarían como a una extranjera.
Bruna volvió a sentarse en la cama. Instantes después estaba
tumbada, en pijama, y había vuelto a encender la televisión. Ahora se
sentía aliviada. Es verdad que la televisión le hacía querer estar en otro
sitio, pero a cambio le daba la fe en que otro sitio existía; le hacía sentirse
enferma, pero a la vez acompañada por el pensamiento de que una cura
existía.
“No estoy bien...” se decía, acurrucada, abrazándose las rodillas en
posición fetal y mirando de reojo la televisión. “En casa me curaré. Antes
o después encontraré las fuerzas para volver a Dalterra. Por encima de
sueños, objetivos y frustraciones. Por encima de mí misma. Y entonces,
supongo, todo habrá valido la pena porque, a falta de cumplir los sueños,
bueno será conformarse con sobrevivirlos.”
Unos suaves golpes sonaron en la puerta de la habitación. Bruna
pensó que sus familiares habrían preguntado al recepcionista por ella y
éste, extrañado pues la había visto entrar, habría enviado al botones a
comprobar que se encontraba bien. Efectivamente, al mirar por la mirilla
vio al botones.
—¿Diga?—dijo ella aún sin abrir la puerta.
—Señorita Lomars tiene usted una visita.
—¿Le ha dicho quién es?
137
—El chico de la biblioteca. ¿Quiere que le diga que suba?
—Dígale que ahora bajo, gracias.
Con una energía que no había sentido en meses se vistió a toda prisa
—el mismo vaquero, camiseta y deportivas que se había quitado momentos
antes—, se aseó con una toalla húmeda y pasó un cepillo una decena de
veces por su enredada melena color castaño. Ya en el pasillo, demasiado
impaciente para esperar al ascensor, recorrió a grandes zancadas los dos
pisos que le separaban de la planta baja en la que se encontraba la
recepción.
Sentado en un sofá y dándole la espalda, Roberto leía el periódico.
—Hola...—dijo ella.
—¡Hola!—le dijo él mientras dejaba el periódico en la mesita y se
levantaba con cierta torpeza—. Perdona que te moleste. No estaba seguro
de venir, pero he viajado solo lo suficiente como para saber que siempre se
agradece un poco de compañía cuando se llega a una ciudad en la que no
se conoce a nadie y he pensado...
—Has hecho bien—le dijo Bruna interrumpiéndole—. Me alegro de
verte. Me lo he pasado muy bien en el rato que he estado con vosotros.
—La otra parte de “nosotros” ya está en la cama preparándose la
excusa para no levantarse mañana cuando su madre le despierte para ir al
colegio.
—Parece un buen niño.
—Lo es—dijo Roberto—. Y muy listo. No le gusta el colegio, pero
no hay tarde que no se pase por la biblioteca. Le encanta leer. Con un
poco de suerte esa cabeza le dará para elegir lo que quiere hacer en la vida.
Sí, elegir y equivocarse, en eso consiste todo...
De repente Roberto se calló. Una cosa era divagar sobre Comet o
sobre cualquier otro tema y otro decir lo que había ido a decir. Para que a
Roberto un tema le pareciera difícil bastaba con que se hubiera propuesto
hablar sobre él. Finalmente se lanzó al vacío, sin paracaídas y
absolutamente resignado a pegarse el gran tortazo:
—Verás, Bruna, soy aficionado a la astronomía. No es que sepa
mucho, en realidad me aficioné al llegar a Biniveri. Con el cielo tan claro
que hay aquí es casi obligatorio aficionarse a mirar la estrellas. Así que de
vez en cuando me cojo un par de bártulos y me voy hasta la montaña a
mirarlas. Y he pensado que quizás quisieras venir...
Bruna miró a Roberto con una sonrisa más rotunda que cualquier
contestación afirmativa. Claro que Roberto estaba demasiado ocupado en,
ahora que por fin había dicho lo que quería decir, argumentarlo con toda su
extensión:
138
—Ya sé que acabamos de conocernos y que, por mucho que se
quiera, no es fácil olvidarse de las cosas que pasan en nuestras ciudades y
que uno no se va a la montaña con alguien a quien acaba de conocer. Pero
en el hotel me conocen y te pueden decir que soy de fiar...
—No te preocupes. Tú también me acabas de conocer y te fías de
mí.
—Tienes razón. Pero no tienes cara de psicópata, la verdad...
—Los aspectos angelicales como el mío son los que engañan.
Después nunca falta una vecina que diga: “parecía tan buena chica, ¿quién
iba a decir que guardaba cadáveres troceados en la nevera?”
—Por mi parte creo que me arriesgaré. ¿Y tú?
—Por supuesto.
—Ya verás lo bonito que es—dijo Roberto con una sonrisa de oreja a
oreja—. Subiremos hasta la iglesia del martillo. Desde allí hay una vista
fantástica sobre el valle y con la luna que hay hoy todo se verá como si
estuviera envuelto en un manto de plata.
—¿La iglesia del martillo?
—La llaman así porque está sobre una roca con la base muy estrecha
que parece un martillo.
—Vaya, que bonito...
—Mucho. Ya lo verás. Venga, vamos...
Mientras salían del hotel, Bruna se acordó de que una de las razones
por las que un día había decidido ir a Aubaye era por la naturaleza. No
soportaba el cemento de Darterrae: vivir en una ciudad en la que hasta las
piedras tienen nombre y apellido. La miseria es anónima, pero cuando hay
que ponerle nombre a una calle o plaza hay tortazos por ver quien se sale
con la suya. Una caricia de la brisa le convenció de que aún estaba a
tiempo de demostrarse que aquel viaje a Aubaye había tenido más de
búsqueda que de escapada.
—¿Y tú por qué viniste?—preguntó Bruna.
—Bueno, vine porque llegué. No, no te rías, en el fondo es la
verdad. Había estado viajando y cuando llegué aquí vi que era un sitio
bonito para pasar una temporada y que podía hacer un buen trabajo en la
biblioteca. Pero supongo que te referías a porqué me fui...
—
También, si no es mucho preguntar...
—No, por supuesto que no. Nunca preguntamos demasiado: toda
pregunta demuestra interés y siempre debiéramos estar agradecidos a
cualquiera que se interese por nosotros. Aunque sólo sea por cotillear un
poco. Pues me fui como nos vamos todos, a golpes de aburrimiento e
hipotecas. Supongo que le vi las orejas al lobo y preferí no quedarme a
139
comprobar si era tan fiero como lo pintan. Aburrido y temiéndome que el
aburrimiento no hubiera hecho más que comenzar, preferí meterme un par
de mentiras en la mochila y venirme al norte a intentar vivirlas.
—¿Y te alegras de haberte ido?
—No sé si me alegro, pero tampoco me arrepiento. Eso es lo bueno
de elegir libremente: que uno cede (sin posibilidad de devolución) el
derecho al arrepentimiento. Vine porque quise y si no me he ido es porque
no debo de querer irme. Y si alguna vez me apetece volver volveré y si
algún día me apetece volver a irme me volveré a ir. Y si algún día dejó de
irme de los sitios será porque decida quedarme donde estoy. Libremente.
Incluso el día en que decida atarme a algo o alguien seré yo quien apriete
el nudo y me aseguraré de que voy a ser capaz de desatarlo si el nudo deja
de ser una amarra y se convierte en una horca. ¿Y tú? ¿Por qué viniste tú?
—Todo lo que me has contado es parte de una obra de teatro o es lo
que piensas de verdad.
—De verdad...—dijo Roberto dubitativo—. Supongo que en el
fondo todos nos pasamos la vida recitando, pero si era una obra te puedo
asegurar que he intentado que fuera mi obra. Intento ser sincero...
—Me lo parecía. A mí me cuesta hablar con tanta sinceridad.
—Entonces no te sientas forzada a hacerlo. Podemos hablar de otras
cosas.
—No, todo lo contrario, me gustaría ser capaz de hablar
sinceramente. Sólo que a veces me cuesta. Contestando a tu pregunta,
decirte que vine, supongo, porque me daba miedo el tipo de vida que
llevaba. Es verdad que llevaba toda la vida preparándome para esa vida,
pero cuando uno se prepara le parece que aquello para lo que se está
preparando es una opción entre muchas y que siempre se está a tiempo de
cambiar. Pero el día en que te das cuenta de que esa es la única opción que
te queda, que te has comprado una casa, que te vas a casar...Entonces la
opción parece haberte elegido más a ti de lo que tú a ella. Ese día ya no
piensas en la vida que ha nacido, sino en todas las vidas que han muerto
dentro de ti. En todas las vidas que no vivirás. Supongo que cuando tienes
hijos las cosas cambian y que te das cuenta de que sin la vida que has
elegido nunca hubieran nacido esas vidas a las que quieres más que a ti
misma, pero me daba miedo convertirme en madre sin estar segura. Mi
novio quería, pero yo, la verdad, es que no estaba nada segura...
—¿Y dejaste a tu novio?
—Más o menos. Aún hablamos a menudo y él en el fondo cree que
todo ésto es pasajero y que volveré para casarme con él. Me apoya mucho,
me dice que no me preocupe, que es normal que quiera ver mundo antes de
140
dar el paso de formar una familia. A veces me siento culpable al pensar en
lo desagradecida que estoy siendo, en todo lo que él me quiere y en lo poco
que yo le doy a cambio...Pero no puedo remediarlo.
—No hay nada que remediar. Él te quiere y te espera y tú no estás
segura de si le quieres y esperas a saberlo. Un día tu lo sabrás y volverás
con él o él se cansará de esperar y ya no habrá nada que remediar. El único
consejo que puedo darte y te lo doy precisamente porque no me lo has
pedido; que si me lo hubieras pedido no te lo daría pues a menudo sólo
pedimos consejo para que nos confirmen lo que ya tenemos decidido y nos
enfadamos enormemente, aunque no lo digamos, cuando no lo confirman;
lo único que hay que remediar es preocuparnos constantemente por cosas
que, o bien no podemos solucionar, o bien no estamos dispuestos a
solucionar. Lo cual viene a ser lo mismo porque, desde luego, no podemos
solucionar aquello que no estamos dispuestos a solucionar.
Bruna sonrió.
—No sé si tienes razón, pero me ha hecho gracia tu intento de
tenerla.
—¡Entonces la tengo!
Mientras hablaban habían llegado a la que todos llamaban iglesia del
martillo. Al mirar hacia abajo, vieron un mundo teñido de decenas de
tonalidades que iban desde el negro de las sombras hasta el blanco de la luz
de la luna pasando por decenas de tonos grisáceos. La brisa aportaba un
suave acompañamiento de viento a los cientos de voces solistas de la
orquesta de la naturaleza.
“No, no puedo arrepentirme,” pensaba Bruna mirando aquel
prodigioso paisaje, “Estos ocho meses con todos y cada uno de sus
minutos, los buenos y los malos, todos han valido la pena. Todo tiene que
haber valido la pena si me ha llevado a poder apreciar un momento como
éste.”
—Es una pena que uno no pueda vivir cien vidas—dijo ella.
—Sí...—y tras un momento de silencio—. Y una pena no saber vivir
una. Con lo que fácil que podría ser todo y como nos la llegamos a
complicar. Y yo el primero...
—Tienes razón. Un lugar como éste y yo preocupada por las otras
noventa y nueve vidas que me gustaría vivir.
—Así es y así tiene que ser. Seguro que cuando ves algo que no te
gusta no piensas en todo lo que no estás viendo. Sólo tenemos ganas de
soñar cuando tenemos miles de razones para estar despiertos. Para soñar
no es necesario que nos guste todo de nuestra vida, pero sí que nos guste al
menos un poco nuestra vida. Bueno, menos mal que alguien tiene un poco
141
de juicio y no me escucha—dijo señalando a la luna, que en los últimos
minutos parecía haber cambiado de sitio y ahora, con tono acaramelado,
parecía un sol que quería ponerse en la montaña—. Ella sigue su camino
con independencia de lo que dicen rollistas como yo. Ven, vamos a ver si
el patio de la iglesia está abierto. Allí hay unos bancos desde los que
podremos ver las cosas mucho mejor.
Al llegar a la pequeña portezuela que daba a unas escaleras que
subían hasta un pequeño patio con bancos junto a la entrada de la iglesia,
Roberto le preguntó a Bruna:
—Estás muy callada. Espero que no te estés aburriendo. Si estás
aburrida podemos volver en cualquier momento. No hace falta que me des
ninguna explicación, sólo que tienes ganas de volver y volvemos...
—No, no, no estoy aburrida. Todo lo contrario, me estoy divirtiendo
muchísimo.
—Me alegro porque yo también...—dijo Roberto, quien, tras un
momento de duda, dijo—. Pero bueno, menos cháchara y más mirar a las
estrellas. Vaya aficionados a las astronomía que estamos hechos.
—He de reconocerte que yo no soy muy aficionada.
—Pues lo serás, no te preocupes que lo serás. Basta con que mires
un segundo a las estrellas para que nunca más te conformes con sólo
verlas.
Roberto y Bruna se pasaron más de tres horas mirando las estrellas,
en las cuales descubrieron cientos de nuevas constelaciones. El primero en
bautizar una fue Roberto. La constelación de la vagancia, en relación a
unas estrellas que parecían dibujar una palmera, una hamaca, incluso una
bebida, que por el color transparente hizo que Roberto la llamara:
—La constelación de Vagancia Gin Tonic.
Y entonces Bruna vio la del payaso triste, una boca enorme en forma
de puente con la que dejaba bien claro que aquel no había sido un buen día
para el cielo. Y Roberto la del pie. Algunos tienen la manía de llamarla la
de Escorpión, pero para Roberto estaba clarísimo que era un pie y no un
escorpión. Como otra en la que Bruna vio un gran corazón. Y así muchas
más. Libros y discos, soles y gafas, hasta bautizaron una con el nombre de
constelación del microondas.
Y constelación a constelación fueron quedándose dormidos.
Tumbados en los bancos, juntando con líneas los puntitos, los ojos se les
fueron cerrando y a Bruna ya no le parecía que aquella constelación
formara un corazón sino una gran Z. El cielo también se estaba quedando
dormido.
142
Una hora más tarde se despertó sabiendo muy bien donde estaba
pues ni por un instante había dejado de soñar con aquel lugar. Era como si
el cerebro, consciente de que aquello era como un sueño, no se tomara la
molestia de fabricarle sueños y se conformara con hacerle transparentes los
párpados para que siguiera viendo las estrellas pese a tener los ojos
cerrados.
Tenía un poco de frío, pero mejor tener frío en un sueño que estar
perfectamente aclimatado al infierno, así que se incorporó con cuidado, no
fuera aquello a ser de verdad un sueño y a despertarse por un movimiento
demasiado brusco. Miró a Roberto, quien, a juzgar por sus suaves
ronquidos, parecía perfectamente satisfecho en su banco. Pensó en
despertarle. Pero no es buena idea despertar a alguien en un sueño si lo
que uno quiere es seguir soñando: puede enfadarse y pegarnos un grito tan
fuerte que los que nos despertemos esta vez del sueño seamos nosotros. Sí,
mejor dejarle dormir y así ella seguiría durmiendo también.
Así que se acercó al banco de él y tumbándose y levantando con
cuidado uno de sus brazos, se abrazó a él y un minuto más tarde ya no
tenía frío. Y ya sin razón para volverse a despertar durmió hasta que,
cuando ya estaba amaneciendo, Roberto la zarandeó ligeramente de un
hombro y le dijo que eran ya cerca de las seis y que el sol, no sabiendo
preparar desayunos, les había a cambio preparado el maravilloso
espectáculo del amanecer.
Ya de camino al pueblo amanecía y anochecía a la vez y mientras el
sol emergía del mar la luna se ponía tras las montañas en cuya falda estaba
el valle y el pueblo de Biniveri. De tanto que querían decirse, los trayectos
de los cuatro transcurrieron en silencio.
Ya en Biniveri, enfilando ya calle del hotel, Bruna dijo:
—No sé si esta ha sido una noche normal para ti, pero para mí no lo
ha sido. Muchas gracias...
—Cuando lleguen las doce y no puedas moverte de sueño ya
veremos si aún me das las gracias...
Ella se rió.
—Para mí tampoco ha sido una noche normal. Cuando me aburro de
mirar las constelaciones como los demás dicen que son, me entretengo
poniéndoles nombres propios, pero nunca tantos como esta noche. Así que
ya ves que ha sido una velada astronómica de lo más fructífera. La ciencia,
no sé que ciencia pero alguna habremos creado, ha dado pasos de gigante
esta noche.
—Gracias por enseñarme a ver las estrellas.
—No era tan difícil, ¿eh?
143
—No, no lo era.
—Es el problema de las cosas demasiado fáciles, que de tan fáciles
que son deja de motivarnos hacerlas. Lo que uno llega a complicarse la
vida con tal de no reconocer de que todo es muy fácil. Ser feliz es tan fácil
que deja de parecernos meritorio, así que nos complicamos la vida para así
ser meritoriamente infelices. Bueno, ya hemos llegado a tu hotel...
Mirando a la puerta del hotel Bruna dijo:
—Ojalá no tuviera que ir a trabajar y me pudiera quedar aquí unos
días más.
—¿Adónde vais hoy?
—A otro pueblecito.
—¿Muy lejos?
—A unos doscientos kilómetros.
—Bueno, parece que al final me equivocaba y el mundo es más
grande de lo que pensaba.
—Y la vida corta...
Roberto sonrió y dijo:
—Pero suena mal eso de hasta siempre que el mundo es enorme y la
vida pasa antes de que uno se entere.
—Muy bien no suena...
—Pues si no suena bien es que no es verdad—dijo Roberto—. Así
que hasta siempre y a ver si demostramos lo pequeño que es el mundo.
—Sí, hasta siempre...
Se despidieron acercando las mejillas, sin besarse y rozándose más
que tocándose. Roberto se fue caminando con expresión reconcentrada y
una enorme sonrisa, mientras Bruna logró a duras penas contener las
lágrimas. Al llegar a la habitación y empezar a hacer la maleta, estalló en
un llanto inconsolable, mientras se preguntaba si sería capaz de contenerse
y no decirle a su jefe que no se molestara en llevarle al siguiente pueblo,
que lo que ella quería era irse al primer aeropuerto y volver a ese mundo de
anestesia y tranquilizantes que ahora entendía que no se había creado por
capricho sino por necesidad.
144
VII
Doña Clara estaba preparando el desayuno cuando Roberto entró por
la puerta:
—Comet no me dijo que fueras a venir. ¿Has desayunado?
—No, muchas gracias señora, pero la verdad es que tengo poca
hambre y menos tiempo aún. Necesito ver a Comet.
—Ahora mismo iba a ir a despertarle.
—Pues ya voy yo si no le importa.
Al entrar en la habitación, Roberto vio dos manojos perfectamente
entrelazados, uno de mantas y sábanas y otro de piernas, manos y brazos.
A éste último se dirigió:
—Venga, Comet, arriba...
De momento el único que parecía reaccionar era el de sábanas y
mantas.
—Comet, venga, que tengo mucha prisa...
Comet dio signos de vida, aunque no de querer levantarse, y enterró
la cabeza bajo la almohada. Así que Roberto se sentó en la cama y
mientras le daba suaves golpes en el hombro le contó que necesitaba su
ayuda, a lo que Comet, no de forma tácita pero dándolo a entender, le
contestó que tendría su ayuda incondicional siempre y cuando le dejara
dormir dos horas más.
Roberto se vio obligado a pasar a medidas más drásticas:
levantándole de la cama y poniéndole la ropa que cada noche la abuela de
Comet dejaba doblada sobre una silla. Unas medidas que a Comet, a decir
verdad, no le parecían ni bien ni mal, pues él, salvo una contorsión de la
pierna aquí y un cubo de agua allá, no prestaba demasiada atención a lo
que estaba sucediendo.
Ya estaba vestido y aseado cuando se dio cuenta de que estaba
sentado en la mesa de la cocina y con el desayuno delante.
—Hola Roberto—dijo Comet—. Que noche más rara hace. La cena
estaba muy buena, abuela, buenas noches. Que sueño, me voy a dormir.
—Venga Comet, despierta, tenemos una misión...—dijo Roberto—
un misión que que te va a dar una una excusa para llegar un poco tarde al
colegio esta mañana..
Doña Clara miró a Roberto sorprendida, aunque no dijo nada,
sabiendo lo mucho que Roberto le insistía al niño sobre que tenía que ir
145
siempre al colegio y prestar la mayor atención posible. Ni que decir tiene
que las palabras excusa y colegio en la misma frase le bastaron a Comet
para decirle a su abuela, despierto como nunca, que estaba muerto de
hambre y que a ver si podía comerse otro huevo, que tenía que alimentarse
bien para aquella misión especial.
VIII
El Busnet, estaba en la plaza principal del pueblo. Para cuando
Comet y Roberto llegaron el director estaba haciendo los últimos
preparativos antes de partir. Nuestra pareja de héroes se acercaron a gran
velocidad, la misma con la que un momento más tarde se volvieron a
alejar. El primer ataque había fracasado.
—No me atrevo—dijo Roberto—. Pero no hay que desesperar:
muchos grandes triunfos de la historia han comenzado con una retirada a
tiempo. La clave es que no sea una retirada definitiva...¡Antes o después
habrá que atreverse! Comet—le dijo Roberto cuando ya se encontraban de
nuevo en la periferia de la plaza—, lo que te voy a decir no está bien del
todo, pero hay tantas cosas que sin estar bien del todo son necesarias si
queremos alcanzar cosas que sin estar bien del todo al menos están bien.
Está es mi lección del día, compañero de fatigas: el bien absoluto, aunque
existe es, en primer lugar, difícilmente alcanzable y, en segundo, quizás ni
siquiera sea verdaderamente deseable.
—No entiendo una palabra—dijo Comet—. Pero lo del otro día sí
que lo entendí bien, aquello de que desviarnos del camino, aunque sea
poco, no es la mejor forma de llegar a un destino. Me lo decías por lo de ir
a clase y, la verdad, creo que tenías razón. Uno no va un día y parece que
no pasa nada, pero con el tiempo ya no va nunca y se ha desviado tanto del
camino que ya no está seguro de que el camino de verdad exista. ¿Es a
ésto a lo que te refieres?
—No me vengas con tonterías Comet. Eso es para los mayores.
Pero tú eres un niño y tienes derecho a un poco de inconsistencia. Lo que
quiero decirte es que te voy a pedir que digas una mentirijilla...
—¿Cuál es la diferencia entre una mentira y una mentirijilla?
146
Roberto se quedó callado, pensativo y valorando los efectos que su
contestación podía tener sobre la tierna psique de Comet, cuando éste le
dijo:
—Me estoy riendo de ti Roberto. ¡Pero si digo cientos de
mentirijillas cada día! Una más no me hará daño.
—¡Cientos que ciento y una veces te digo que no digas! Pero ésta te
pediré que la digas. Y no está bien que te lo pida, pero por eso te decía que
a veces hay que hacer cosas que sin estar bien. No, Comet, eso es una
tontería. No te puedo pedir que mientas: tengo que ser yo el que diga la
mentira
—Pues mejor te la ahorras.
—¿Por qué?
—Porque te la van pillar. Ya que vamos a mentir que al menos
sirva de algo.
—Hombre, mirado así. Supongo que desde un punto de vista
utilitarista...
—Bueno, vamos.
—¿Pero sabes para qué hemos venido?
—Para que los de los ordenadores se queden. Una cosa es tener
nueve años y otra ser tonto perdido. Tú, por ejemplo, eres el mejor
ejemplo de que no hay que engañarse y pensar que la edad sirve de mucho.
—Por esta vez te la paso—dijo Roberto—. Por simple conveniencia
no quiero decirte unas cuantas verdades que puedan minar tu autoestima en
un momento tan delicado.
—Palabras, palabras. Ahora vengo.
Roberto se sentó en uno de los bancos de la plaza y en un principio
no quiso mirar, aunque pronto se rindió al innegable sentido escénico y
dramático de Comet, quien, entre gesticulaciones, lloros y genuflexiones,
parecía explicarle una historia al director del Busnet quien, al menos de
momento, no parecía provocar en el director el deseo de aplicarle a aquel
niño aubayí antiguas recetas asiáticas y europeas hasta ahora sólo
experimentadas con perros, cerdos y conejos. Por el contrario, parecía ser
Comet el que se lo estaba comiendo con patatas, como corroboraba la
sonrisa de emoción del señor director y la de depredador que ahora,
mientras se fundían en un sentido abrazo y por debajo del hombro del
señor director, Comet le dedicaba a Roberto.
Instantes después los dos protagonistas de la escena miraron a
Roberto con un gesto de reconocimiento, cuyo equivalente en el mundo
taurino sería el toro acompañando al torero en el brindis por su muerte.
147
Roberto respondió azorado cual damisela a las sonrisas de toro y
torero, quienes ahora venían hacia él.
—Me parece una idea excelente—le decía segundos después el
director a Roberto—. Excelente. Lograremos resultados verdaderamente
espectaculares. Ah, y antes de que se me me olvide, muchas gracias por su
delicadeza.
—De nada, de nada...—decía Roberto sin salir de su asombro.
—Su amigo—decía el director haciéndole una carantoña a Comet
—...me ha explicado que no quería presionarnos y que por eso no había
venido a hablar conmigo directamente. Algo por lo cual no tiene que
preocuparse, pues en Mundo Libre siempre estamos dispuestos a escuchar
las ideas de jóvenes con iniciativa como usted—ahora el toro daba las
gracias al público por mandarle a un picador con una pica bien afilada—.
Es más, no sólo las escuchamos sino que las buscamos. Porque por encima
de presupuestos y capitales hay un capital contra el que no se puede luchar:
la ilusión. Y más aún si esa ilusión va acompañada de la energía de una
persona joven. “El único gran capital que a la larga siempre vencerá es la
ilusión”, dice nuestro fundador y director Waldo Clark cuando le hablan de
los triunfos y manipulaciones del gran capital. Así que ojalá podamos
quedarnos en Biniveri mucho tiempo, amigo mío, mucho tiempo...
—Mucho tiempo—, repetía Roberto mecánicamente.
—Ni más ni menos que una temporada.
—Una temporada, claro.
—¿Y usted de tácticas como va?
—Pues un poco flojo la verdad.
—Claro—decía el director—, no hay mejor táctica que una buena
idea: ¿verdad? ¿Cuándo es el primer partido?
—¿El primer partido?—preguntó Roberto extrañado antes de
contestar, con la expresión tentativa con la que el bañista, antes de su
primer baño del año, mete la punta del dedo gordo del pie en el mar—. Me
parece que el domingo...
—Bueno, pues a entrenar, que aunque lo importante es participar no
hay mejor manera de seguir participando que ganar de vez en cuando.
Bueno, ha sido un placer—, dijo el director dándole una palmada en el
hombro a Comet y estrechando la mano de Roberto, antes de volver, de lo
más satisfecho, al camión de Busnet. Una vez allí comunicó a la central de
Mundo Libre que había colocado, tal y como le tenían permitido, seis
ordenadores en un proyecto de grandes expectativas, dejando a la
cooperante Bruna Lomars al cargo de los mismos. En el proyecto
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colaboraría activamente el joven bibliotecario del pueblo. El asunto del
correo electrónico: equipo de fútbol.
Un vez Comet y Roberto se quedaron solos, éste le sugirió a aquel
que no sería del todo desconsiderado que le pusiera al día del lío en el que,
según todos los indicios, le había metido:
—Le he contado eso que siempre me dices de que toda persona
siempre tiene solución mientras no haya dejado de buscarla y que la
cabeza, aunque la persona no quiera, siempre busca soluciones y las
encuentra a poco que la persona no le haya quitado la capacidad de
encontrarlas.
—¿Eso te lo dije yo?
—Cuando me hablabas de que, cuando un mosquito está a punto de
picarnos y por mucho que nos moleste, es mejor dejar que nos pique si la
única arma que tenemos para defendernos es un fusil.
—Sí, es verdad, te lo decía por lo de las drogas.
—Pues se lo he contado a ese señor tan simpático, además de lo
mucho que te empeñas en que veamos buenas películas y que pensemos y
lo mucho que nos dices que la cabeza no sabe de dineros o clases y que un
poco de trabajo es la clave de que las buenas intenciones no se acaben
convirtiendo en frustraciones y que un poco de trabajo es necesario si
queremos recoger la fruta y comérnosla y que no se pudra en el árbol, eso
de que no hay vidas que den malos frutos, sino simplemente vidas que
dejaron, por pereza, que se les pudrieran los frutos y que ya era hora de que
se dejaran de tanta tontería de chat con un tío que de las tonterías que decía
parecía un borracho y que ya era hora de que alguien te ayudara a ti.
—¿Todo eso le has dicho?—logró decir a duras penas Roberto.
—Sí. Y también le he contado que siempre me decías que nunca
dijera mentiras y que en la conciencia del señor director del Busnet estaría
la idea que mi tierna mente se formara de la verdad. Si la verdad es útil ya
es hora de que sirva para algo y si le digo la verdad y usted no me ayuda,
entonces a partir de ahora siempre diré mentiras. Y cuando usted quiera
morirse e irse al cielo satisfecho, yo le mandaré una carta desde la cárcel a
la que me habrán llevado las mentiras para contarle que mi vida ha sido un
desastre por seis malditos ordenadores que necesitábamos pero que usted
prefirió llevar de pueblo en pueblo como si fueran un mono de feria.
—¿Y lo del fútbol?
—Le he dicho que eras muy vergonzoso y que te hablara de lo
primero que se le ocurriera.
—Ya ves, Comet, que hemos aprendido otra cosa.
—¿Cual?
149
—Que justo en el momento en el que empiezas a dudar de tu
objetivo ya puedes estar seguro de que casi estás llegando. Como yo, que
he dudado de la verdad justo en el momento en el que más la necesitaba.
¿Y sabes otra cosa? Es verdad que los ordenadores nos van a venir muy
bien.
—Y la nueva bibliotecaria también.
—Pues la verdad es que sí. Espero que quiera quedarse.
—Bueno, si no se queda podré decirte eso que siempre me dices de
que antes de hablar de fracaso tenemos que aprender de lo que hemos
aprendido.
—De llegar el caso me parece que te diré que eso, como otras tantas
cosas que tengo la manía de decir, es una soberana estupidez. Pero por si
acaso, de momento, lo dejaremos en cuarentena.
En éstas se encontraban nuestros dos amigos cuando a lo lejos vieron
a Bruna, mochila en la espalda, entrando en el camión de los ordenadores.
IX
El problema de las malas temporadas no es que todo vaya mal, sino
que siempre encontramos la forma de que incluso lo bueno encaje en el
esquema de fatalismo con el que regimos nuestra vida. Tras unas horas en
las que le había parecido flotar en un nube y amar con toda su alma a esa
humanidad de la que formaba parte gente como Roberto, ahora maldecía
con todas sus fuerzas a esa misma humanidad en la que cabía gente que,
como ella, era capaz de tocar con un dedo en el cielo pero incapaz de
cogerlo por simple timidez.
“Sí, ese es mi gran problema,” se decía Bruna tan desesperada que ya
ni siquiera lo estaba, como corresponde a todo aquel que se ha resignado a
la desesperación, “mi problema no es que todo me vaya mal, por simple
estadística a la fuerza algo tiene que acabar yéndome bien, sino que mi
fatigada y atormentada alma siempre encontrará la forma de convertir en
malo incluso lo mejor.”
Y así la vieron pasar por las calles de Biniveri, mucho peor que un
alma en pena. Un alma en pena cargada con un montón de cosas que ya no
le parecía necesitar para nada. Iba a que la ejecutaran, lo cual pasaría en el
momento en el que arrancara el Busnet camino a otros innecesarios
pueblos y aventuras. ¡Y encima le hacían llevar todo su equipaje! La
muerte al menos tiene la ventaja de que uno puede presentarse con lo
150
puesto. A ella, por el contrario, la habían condenado a una muerte en la
que tenía que llevarse hasta el cepillo de dientes y muda para siete días.
Tan ensimismada iba en su mala suerte, que ni siquiera vio a Comet
y a Roberto haciéndole gestos desde ese lugar en la periferia de la plaza en
el que les hemos dejado hace unos instantes.
Al entrar en el camión, Bruna vio al director agachado bajo las mesas
de los ordenadores desconectando cables.
—Buenos días señor Stith.
—Buenos días, Bruna. Tengo noticias para ti, no sé si buenas o
malas. Claro que si no estuvieras de acuerdo todo se puede hablar. Verás,
tiene que ver con los ordenadores. Sabes que nuestra misión es ir por todo
Aubaye introduciendo a jóvenes amigos a la informática...
Siguiendo con la analogía del reo, en aquellos momentos sentía que
lo que le estaba diciendo el señor Stith era: “sabes que nuestra función es ir
eliminando de la faz de la tierra a gente como tú, gran misión la nuestra,
una misión en la que tu colaboración es muy apreciada...”
—-...gran misión la nuestra...—seguía el señor Stith—...una misión
en la que tu colaboración es muy apreciada.
—Gracias señor.
—Y también sabes que parte de esa misión es la de distribuir
ordenadores por los pueblos que visitamos, si bien, siendo nuestro
presupuesto más bien limitado, tenemos que asegurarnos de que se den las
condiciones adecuadas. Pues bien, o mucho me equivoco o aquí se dan,
según me ha explicado un avispado jovenzuelo. Me ha hablado de los
esfuerzos de un joven bibliotecario y de las pocos medios con los que
cuenta para una misión que, francamente, no puede ser de ningún modo
minusvalorada...
Demasiado desesperanzada como para detectar un momento en el
que tenía verdaderas razones para la esperanza, Bruna se sentía como el
reo al que le hablan de las excelencias del sistema con el que le van a
ejecutar.
—...de hecho yo mismo he hablado con el joven bibliotecario.
La mención de Roberto hizo que Bruna se pusiera pálida.
—Vaya, no tienes muy buena cara, amiga mía. Veo que lo que te
estoy contando no cuenta con tu aprobación. Ya sé que eres toda una
aventurera y que quieres aprovechar la oportunidad que te brinda nuestra
organización para viajar lo más posible. No tienes porque aceptar. Ya
buscaremos alternativas.
—¿Aceptar el qué?
151
—Quedarte al cuidado de los ordenadores y ayudar a que los niños
los utilicen de la forma más adecuada. No será por mucho tiempo. Una
vez estés segura de que se utilizan adecuadamente y de que son
verdaderamente útiles ya no tiene sentido que te quedes aquí. Un mes,
quizás dos. Tu función será estar en la biblioteca y por las tardes dar
alguna clase de informática a los niños, enseñarles a utilizar los
ordenadores como herramienta de investigación, a navegar por la red...
—Dos meses...
—Ya te he dicho que quizás sea sólo uno. Más teniendo en cuenta
que el bibliotecario parece un chico de lo más serio.
—No, dos meses está bien. Tenemos la obligación de asegurarnos
de que dejamos los ordenadores en buenas manos.
—Efectivamente. Hace poco que tenemos suficiente presupuesto
como para permitirnos donar ordenadores, así que esta experiencia será de
gran importancia para futuras donaciones. Si funciona podré demostrarle
al senador que nos financia los ordenadores que su dinero ha sido bien
utilizado y seguro que él se encargará de hacer que otros sigan su ejemplo.
Así que hay que hacer bien el trabajo. Estaremos en contacto y ojalá que
éstos seis ordenadores sean una buena influencia en la vida de nuestros
jóvenes amigos.
—Ojalá que sí, señor Stith, haré todo lo posible.
—Bueno, dirígete entonces a la biblioteca y dile a Roberto, el
bibliotecario, que me traiga unos cuantos brazos jóvenes para trasladar los
ordenadores.
Poco le falto a Bruna para acompañar con un saludo militar el “a sus
órdenes señor Stith”(contestación ya de por sí extraña teniendo en cuenta
la escasa jerarquización en base a la que estaba organizada Mundo Libre).
Así de emocionada estaba por la nueva dirección que parecía estar
tomando su vida. Y es que, más allá de los ordenadores, a Bruna le parecía
que el señor Stith le había dicho, casi ordenado, “quedarse en Biniveri con
la ineludible obligación de ser feliz, sin excusas ni dilaciones, y que o le
obedecía o le iba a meter una denuncia ante las más altas autoridades por
su más que demostrada pereza en tan importante y básica tarea.”
Ya corría por el pueblo cuando se dio cuenta de que detrás suyo
llevaba un pequeño pelotón. Dejados atrás los malos tiempos éste ya no
era de ejecución, sino ciclista, con dos unidades, Roberto y Comet, que
corrían a rebufo de Bruna mientras gritaban su nombre.
—Ah, hola—dijo Bruna al darse cuenta e intentando recuperar la
calma—. Venía a contarte nuestro nuevo proyecto, para el que el señor
Stith me ha dicho que tu ayuda sería muy apreciada.
152
—Claro, claro...—le contestó Roberto con la mayor seriedad.
Durante las siguientes dos horas, mientras hacían viajes trasladando
e instalando los ordenadores, Roberto y Bruna discutieron con la mayor
seriedad y eficiencia los pormenores de aquel proyecto al que decidieron
bautizar con el nombre de “Operación Ciberfuturo.” Aquel nombre a
Comet le pareció una tontería, argumentando que no era de extrañar que la
gente no quisiera participar de operaciones educativas con nombres tan
tontos y aburridos.
—Si se te ocurre algo mejor...—dijo Roberto.
—Claro que se me ocurre, ¿pero para qué decirlo? Soy consciente
de que estás al mando de una conspiración que tiene como objeto silenciar
mis ideas.
—Sí, Comet, tienes razón, una operación potente y efectiva. Una
conspiración diseñada por ti y reforzada por las tonterías que te pasas el día
diciendo.
—Mejor decir tonterías que ser tonto como tú.
—Ser tonto es una fatalidad del destino. Decir tonterías, en cambio,
una elección. Así que en realidad el único tonto es aquel que elige serlo a
base de decir tonterías. Y a ver si dejas de leer tantas novelas de misterio,
que cada día suenas más raro.
—¡Es que me encantan! Bueno, teniendo en cuenta que hoy te
encuentras un poco nervioso mejor lo dejamos. Es normal, en tu estado.
Pero que conste que la operación debiera llamarse “Magos del
Ciberfuturo”.
Asintiendo, Roberto soltó una gran carcajada mientras acercaba su
mano a la de Bruna y la agarraba con gran cuidado. Ella la apretó y le
miró con una sonrisa, mientras le decía:
—Parece que desde que he aprendido a mirar las estrellas las
estrellas no dejan de mirarme.
153
5.-Entre Protokievs y Pralinés
I
Como cada mañana, Waldo se levantó a las seis. A las seis y cinco
tenía a su ayudante junto a la cama.
—Buenos días, Geul. Te escucho.
—A las nueve tiene una conferencia en la Universidad Nacional de
Dalterra, aquí tiene el discurso—dijo dándole uno de los discursos que
Waldo reunía en una carpeta que iba rellenando cada domingo, día en el
que escribía las directrices de los nueve o diez discursos y conferencias que
solía dar cada semana y que su ayudante recogía, salvo que hubiera alguna
instrucción especial, en el orden en el que habían sido escritos.
—¿En qué número de discurso estamos este mes?
—El veinticinco.
—Entonces toca un poco de profundidad que a estas alturas ya
estaremos sonando como loros. Dile a los de la universidad que sólo
quiero un profesor en la sala para que tome notas para sus colegas y que el
resto tienen que ser estudiantes, a ser posible sobrios y despiertos. Hay
que hablar. Y sin reloj. Así que todo lo que planifiquemos quedará
supeditado a cuando terminemos en la universidad.
—También tiene una entrevista con un senador...
—¿Nombre?
—Jhanson.
—Jhanson, Jhanson...No le conozco.
—Acaba de ser elegido. Nos llamó ayer pidiéndonos que fuera a
visitarlo ya que así podría hacerse un par de fotos con usted y que así los
votantes vieran que habían votado al hombre que “busca las buenas causas
antes de que las malas le atrapen.”
—Vaya, vaya, ingenioso.
Bien, dile al señor Jhanson que
apreciamos su ingenio pero que lo que valoraremos es su integridad. Y
que cuando la ejercite no hará falta que nos llame, pues estaremos
durmiendo junto a su puerta.
154
Geul tomaba rápidos y concisos apuntes mientras Waldo hablaba.
—Más cosas—dijo Waldo—. Actividad reserva para la hora en la
que me habías puesto al senador.
—Una partida de ajedrez en un colegio.
—Hoy estoy con pocas fuerzas. Mejor otro día, si es posible...
—El director del colegio me ha dicho que seremos bien recibidos
cualquier día.
—Entonces mejor lo dejamos para otro día. Tercera actividad.
—Podemos colar una reunión con el presidente. Llamó ayer por la
tarde diciendo que quería hablar con usted.
—¡Reelección a la vista! ¿Qué hacemos Geul? ¿Podemos pasar al
presidente con canciones hasta después de las elecciones? ¿Cuánto queda?
¿Un mes?
—Treinta y cinco días. Podemos decirle que no quiere mezclarse en
política.
—No le digas eso que no es verdad. Lo que quiero es abrir la puerta
lo justo para que sigan tocando a mi puerta pero no lo suficiente como para
que les dé tiempo de robarme la llave y hacer una copia. En el fondo
nosotros también somos políticos, sólo que nosotros además somos
buenos. Buenos de bondad y buenos de talento. Te había hecho...
—Me había hecho una pregunta. Sí, en mi opinión podemos pasarle
con canciones.
—Cántaselas tú que a mí se me nota demasiado que a los políticos
les canto sin sentimiento. Cuarta actividad.
—Puedo programarle un descanso de dos horas.
—Lo necesito: hecho. Anoche estuve trabajando hasta tarde.
Necesitaré un lugar donde dormir.
—En la universidad conseguiremos algún despacho donde ponerle la
hamaca.
—Si lo consigues te prometo soñar contigo. Aunque créeme que ya
lo hago de todas formas. Estamos en la...
—Una y Cuarto.
—Siempre y cuando hayamos terminado der hablar en la
universidad...
—Por supuesto.
—Podríamos comer en un comedor de indigentes y así les hacemos
un poco de compañía. Y de paso nos acordaremos de que aquellos a los
que les pedimos que distribuyan la riqueza no son tan diferentes a nosotros
y que en el mundo sólo hay dos tipos de personas: los que tienen más de lo
que necesitan y los que tienen menos. Y que nosotros pertenecemos al
155
primer tipo. Sí, un poco de realidad nos vendrá bien a todos. Además, ya
sabes que a mí me bastan tres horas de buena vida para aburguesarme. A
las dos ya estaría hablando de comprarme unos palos de golf.
—Hablando de golf, se reirá usted, pero en la reunión de consejeros
de ayer se hizo una sugerencia que tiene que ver con el golf. Se dijo que
quizás Mundo Libre debiera de pagar clases de golf a sus colaboradores—
éste era el nombre que recibían los trabajadores de la organización—ya
que hoy en día muchos negocios se hacen en el campo de golf.
—Negocios que se rompen al volver a la oficina. La filantropía es
un negocio en el que las promesas valen más bien poco. El campo de golf
es lugar de promesas y yo donde quiero pillarles es en su lugar de
realidades. Y a ser posible con el bolígrafo en la mano y el talonario de
cheques abierto. Diles a los consejeros que si saben de algún juego que se
juegue en la oficina y tenga que ver con talonarios y bolígrafos no dejen de
comunicármelo y de apuntarme en la próxima olimpiada de la
especialidad. Y que apuesten porque voy a pulverizar todas las marcas.
Sigamos.
—Estábamos en la una y cuarto—dijo Geul—, ¿qué comedor de
indigentes?
—Si no me equivoco hay uno no muy lejos de la Universidad
Nacional, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces allí. Hasta las tres, quiero tener un rato para hablar con
nuestros amigos.
—Tres y cuarto. Pendiente de confirmación una entrevista de radio.
—¿Periodista?
—En la opinión del consejo un buen tipo que tendría un programa
muy inteligente si no tuviera que ceder de vez en cuando a las presiones de
sus productores. Pero por lo general da calidad.
—¿Cómo se llama?
—Bradford Romiel.
—Lo conozco, buen tipo. Me lo encontré una vez en una
conferencia y hablamos un buen rato. Y buen periodista. Dile que si él no
tiene reloj para mí yo no lo tendré para él. Entre la universidad y la radio
aprovecharemos para entrar en los temas con un poco de profundidad. Nos
vendrá bien pensar un poco, Geul. De momento no vamos a programar
nada más, ya encontraremos algo que hacer tras el programa de radio...¿o
no Geul?
—Si todas los problemas fueran tan difíciles de resolver como el
encontrar algo que hacer...
156
—Decidido entonces. ¿Alguna cuestión organizativa?
—Un colaborador ha preguntado si puede dejar de utilizar chófer y
utilizar el sueldo que se ahorrará en comprar un coche mejor.
—¿Qué le pasa al coche? ¿Está viejo?
—Le pasa lo que a todos nuestros coches, que no son Ferraris. Tal y
como sugirió usted, no tenemos ningún coche de más de dos años.
—Bien, bien, como debe ser. Y al colaborador le contestas que no y
no. No nos podemos permitir el lujo de malgastar ni dinero ni tiempo. Y
dile que dentro del presupuesto puede elegir el vehículo que más le
convenga.
—Son los coches más baratos del mercado.
—Lo decía por si prefería comprarse un ciclomotor. Eso sí, siempre
con chófer. ¿Algo más?
—Se rumorea que el senador Pratz está dispuesto a apoyar la
campaña de legalización de las drogas. Sin reservas.
—¿No lo limita a las blandas?
—Dice que ésta es una oportunidad que se presenta una vez en la
vida.
Waldo se quedó pensativo por unos instantes.
—Vaya, vaya..—susurraba evidentemente contrariado—. No se si
salvarán a alguien con esa ley. De momento me basta con saber a los que
matan. Nunca lo esperé de Pratz, parecía tan seguro...¿Qué harías si
alguien te quitara una carta de un castillo de naipes y vieras que está a
punto de caerse?
—Poner una carta en el mismo sitio.
Waldo le miró con una sonrisa:
—Si fueras capaz de hacer eso, te aconsejaría que con esa velocidad
de manos y de reflejos te dedicaras a algo más lucrativo que a construir
castillos de naipes. Cuando ves que un castillo se cae hay que quitarse y
prepararse para construir uno nuevo.
Waldo le dio entonces una fuerte palmada a Geul en la espalda y
confraternalmente le dijo:
—Perdona, amigo mío, ya sé que la pregunta era un poco tonta. Yo
de haber estado en tu lugar hubiera contestado lo mismo y pensaría que
Waldo Clark se está haciendo el listo a costa mía. Y estaría en lo cierto.
Pero todo sea por la causa. Ya sabes que me hace mucho bien hacerme un
poco el listo por las mañanas y que me dejen hacérmelo. Me sube la moral
y la autoestima. Así que gracias, gracias por ser tan listo, tanto que de vez
en cuando te haces un poco el tonto por mi bien. ¡Pero por donde íbamos!
Por el senador Pratz.
157
—Pues bien, en el fondo, por encima de juegos dialécticos, tenías
toda la razón. Antes de apartarnos de las piedras que se caen y buscar
donde construir un castillo nuevo vamos a intentar agarrar la carta antes de
que se caiga. Haz todo lo posible por conseguirme un cita con Pratz.
—En previsión de que me lo pidiera ya he intentado concertarla.
—Bien, Geul, muy bien...¿Intentado eh?
—Sí, no nos la ha querido conceder.
—Bien, dile que puede elegir entre concertar la cita contigo o
concertarla a través de los cientos de medios de comunicación que llevaré
conmigo a la puerta de su oficina en el congreso. Y recuérdale que cuando
me hago la víctima puedo resultar de lo más conmovedor y que si aún no
me han dado un Oscar no es por falta de talento sino de categorías.
Cuando haya un Oscar a la mejor “Interpretación en Papel Demagógico”
me lo llevaré con actuaciones como la que le voy a dedicar. Y, sobre todo,
no te olvides de decirle la verdad. Dile que la aprobación de esa ley sería
un desastre para cientos de miles de drogadictos y para cientos de miles
más que lo serán a partir del momento en que entre en vigor. Primero
educar, luego legislar. Antes de tirar a un niño al agua hemos de
aseguramos de que sepa nadar.
—Apuntado.
—Espero que más que apuntado. Te quiero listo para comenzar una
huelga de hambre si no nos da la cita.
—Esto...
—Ya lo sé, lo digo en broma. Ya sé que te tienen en huelga en
demasiadas cosas como para ahora añadir lo único que te funciona a todas
horas. He hablado con tu esposa...
Geul soltó una fuerte carcajada:
—No es justo que utilice esta táctica. Usted no tiene mujer con la
que pueda yo meterme.
—Estoy de broma. Y tienes razón. No soy justo, pero todo sea por
el bien de la causa. Si me dejas creerme un poco más listo que tú a lo
mejor soy capaz de convencer a alguien de que de verdad soy listo. Y así
podré convencerle de que he visto cosas que él no ha visto, de que soy
capaz de hacer planes que a él no se le han ocurrido y de que he descartado
cosas que él creía válidas. Casi todo en la vida es confianza y la única
capacidad verdaderamente necesaria es creerse capaz de hacer algo. Y yo,
amigo mío, cada vez dudo más, así que perdona si compro un poco de
autoestima a tu costa. Pero no te preocupes, que como todo llega todo pasa
y que también a mí, además de la muerte, me llegarán muchas cosas que
158
ahora mismo quisiera que nunca llegaran, como una mujer y todas esas
cosas...
—Y ese será mi momento de venganza.
—Así es, amigo mío. Lo dicho: todo llega y todo pasa. Un día me
casaré, un día me aburguesaré y un día me retirarán. Ni más ni menos que
como tiene que ser.
—Aún tiene cuerda para rato.
—Yo sí, pero no depende de mí. El que yo tenga cuerda no significa
que los demás quieran que les siga dando cuerda. Hay unas reglas y una de
las reglas más importantes dice que cuando se cansen de mí no importa que
yo no esté cansado pues de todas formas habrá llegado el momento de
descansar. Bueno, suficiente rollo. Ya sé que he sido yo el que se ha
enrollado y que tú no me harías perder el tiempo si yo no te diera pie, pero
te voy a echar la culpa no sea que tenga que reconocer que, como cualquier
ser humano, no hay nada que me satisfaga más que escaparme de la tarea
que he elegido como la mía. ¡A trabajar!
Minutos más tarde, ya sentado en el asiento de delante de un
pequeño utilitario, junto a Geul, que era quien hacía las veces de chófer:
—Son las seis y media y los papeles de la oficina pueden esperar
media hora más. Vamos a hacerle una visita al senador Valloli. Puede que
detrás del repentino cambio de opinión de Pratz esté Valloli.
Alejandro Valloli era uno de los políticos más respetados de
Dalterra. Académico y diplomático, había sido embajador en algunas de
las embajadas más comprometidas. Al volver a la Dalterra se había
convertido en una de las voces más respetadas del congreso, tanto que su
nombre era de los que más sonaban como Ministro de Asuntos Exteriores
no sólo si ganaba su partido, el PPD (Partido Protokiev de Dalterra), sino
incluso si ganaba el LP (Libertad Praliné), actualmente en el gobierno.
A las seis y cuarenta, el pequeño utilitario aparcaba frente a la
enorme verja de hierro forjado de la mansión del senador Valloli.
—Waldo Clark...
El guarda de seguridad abrió la verja y el coche de Waldo se acercó
por un camino flanqueado por setos hasta una preciosa casa de estilo
neocolonial. Momentos más tarde, el senador Valloli abría la puerta y
recibía a Waldo.
—Amigo Clark, que gran y temprano honor.
—Temprano para mí, que me consta que usted ya lleva unas horas
levantado.
—Que quiere que le diga, por más que lo intento no me quito los
buenos hábitos.
159
—Me gustaría que me dedicara unos minutos...—dijo Waldo
mientras estrechaba la mano del senador con una cordial sonrisa.
—Por supuesto...
—Muchas gracias.
—Mala cosa si los que vienen con buenas intenciones tienen que dar
las gracias a sus políticos por recibirles. Recibirle es mi obligación y,
siendo usted, mi honor.
—Muchas gracias, señor Valloli, no sé como agradecérselo.
—Siguiendo con su buena labor. Y como hoy su labor es hablarme
de ella, no perdamos más tiempo. ¿Qué me cuenta?
—Hemos abierto diez centros nuevos de desintoxicación en los
últimos dos meses y, con un poco de suerte, en poco tiempo habremos
salvado la vida a cerca de cien mil personas desde que empezamos.
—Toda una labor—, dijo Valloli admirado.
—Sí, pero una labor que sigue estrellándose contra unas leyes
demasiado permisivas.
—Lo que usted llama permisividad yo lo llamaría libertad.
—Yo también lo llamo libertad: libertad de perder la oportunidad de
disfrutar de la poca libertad que esta vida nos concede. Venga un día por
uno de nuestros centros y háblele a nuestros enfermos de libertad y de
todas esas cosas de que las personas tienen que tener la libertad de
equivocarse. Venga y pregúnteles lo libres que se sienten.
—Querido Waldo, entiendo su frustración—dijo Valloli—. Pero
mucho me temo que me va a ser muy difícil impulsar las leyes en la
dirección que usted me pide. La dirección es precisamente la contraria.
—Sí, lo sé. Y por eso precisamente estoy aquí. Mientras la droga
siga siendo algo marginal tendremos una pequeña oportunidad de que
nuestros enfermos se salven, pero el día que se convierta en un producto
más, tal y como algunos pretenden, usted entre ellos, a nuestros
drogadictos no les quedará nada más que hacer que buscar una habitación
confortable en la que morir. La dependencia es muy fuerte, incluso para
aquellos que van camino de la curación. Las drogas debieran estar
prohibidas y penalizadas, pero ya que no lo están la única salvación es que
continúen siendo algo marginal, algo de otro mundo que, con un poco de
suerte, los muchachos podrán olvidar. Hágalo parte de su mundo diario y
son muertos en potencia.
—¡Pero legalizándola quizás lo niños no la idealicen como forma de
rebelión!—dijo el senador Valloli—. Los muchachos de los que me habla
son víctimas de la prohibición y muchos estamos convencidos de que ha
160
llegado el momento de prohibir menos y educar más. Creo que las
próximas generaciones nos lo agradecerán.
—Perdone, señor Valloli, si no pienso demasiado en las próximas
generaciones. Pensar en las próximas generaciones es un lujo que nuestra
organización no se puede permitir. El futuro es un lujo cuando se tiene un
presente tan negro como el nuestro.
—Admitirá al menos que acabaremos con el narcotráfico.
—Para empezar con el narcotráfico a nivel industrial. Supongo que
las farmacéuticas ya estarán frotándose las manos. Y algún que otro
político también.
La mirada de Waldo congeló al senador Valloli:
—No estará usted sugiriendo que yo...
Lo que hace un momento le quitaba, ahora Waldo se lo daba con una
cálida sonrisa:
—Usted no, senador, por supuesto que no. Usted lleva cerca de
treinta años desarrollando la más intachable de las labores públicas, pero
comprenderá que no todos son como usted. Es más, lo sabe.
El senador Valloli se quedó callado por un momento.
—Sí, lo sé. Pero también sé de los daños que causa la droga
adulterada y creo que el estado estaría siendo terriblemente irresponsable
de no tomar cartas en un asunto tan grave de salud pública. El estado no
puede elegir lo que legisla. El estado tiene la obligación de legislar. Pero
pensaré en lo que usted me ha dicho, créame que lo haré. Quizás debamos
de estudiar una moratoria a la legalización definitiva. Lo único que puedo
asegurarle es que voy a sacar el tema en el próximo pleno y que haré todo
lo posible porque el debate sea lo más ambicioso posible. Le doy parte de
razón en todos sus argumentos, pero en uno se la doy toda: no podemos
olvidarnos de las personas que quizás no estén preparadas para poder
comprar las drogas en cualquier farmacia.
—Yo le doy la razón en todo, señor Valloli. Es la realidad la que nos
la quita.
—Tenemos mucho trabajo por delante, Clark...
Waldo sonrió. Aquello, aunque poco, era todo lo que había esperado
sacar del senador Valloli. Sabía que era un hombre de convicciones, un
servidor público intachable, y que era un hombre que tomaba sus posturas
sólo después de meditarlas mucho y que una vez las tomaba era muy difícil
hacerle cambiar de opinión; no porque no estuviera dispuesto a hacerlo,
sino porque era muy difícil encontrar datos o factores que no hubiera
tenido en cuenta antes de formarse su opinión. Sí, aquello era todo lo que
iba a conseguir. No era mucho, pero era lo máximo.
161
Waldo sabía que una parte muy importante de los congresistas, los
alineados con el partido Praliné, estaban de su lado y que otra parte, los
Protokievs, nunca lo estaría; si bien, con el trabajo de gente como Valloli,
quizás lograra que los que no pensaban como él añadieran matices a sus
pensamientos y presentaran una oposición débil a las fuertes convicciones
de los que estaban de acuerdo con él.
“Amigos míos,” dijo Waldo en el comienzo de su conferencia en la
Universidad Nacional, “las drogas son un delito, un delito contra el estado,
pero sobre todo un delito contra la persona. Quieren legalizarla, dicen que
es inhumano mantener a los drogadictos al margen de la ley. ¿Sabéis lo
que les digo yo? Que lo inhumano es que una sociedad mande a su
jóvenes a la boca del lobo. ¿Qué sería de nuestra sociedad si todos los
jóvenes que se emborrachan cada fin de semana se drogaran? ¿Y si las
mismas tretas que utilizan para burlar los controles de edad en bares y
supermercados las utilizaran para burlar a los farmacéuticos? La
legalización es el sello de control de la sociedad. Legalizar algo es decir
que la sociedad aprueba su uso, por mucho que no lo recomiende. Se
puede hacer demagogia, hablar de que no hay verdadera libertad mientras
uno no tenga libertad de equivocarse...Pero, ¿dónde está la libertad de
asesinar? ¿Verdad qué no existe? Algunos me dirán que asesinar no es
libertad por aquello que las libertades individuales terminan donde
empiezan las libertades del prójimo. ¿Y los derechos de una sociedad de
ver a todos y a cada uno de sus miembros prosperar? ¿Y el derecho de una
sociedad a que sus miembros no vean la vida como una evasión? No,
amigos míos, no es el mensaje adecuado...”
162
163
6.-Sobre la Búsqueda de Tesoros
I
Ramiro, como no, también tenía explicación para el fenómeno del
buscatesoros.
—Un vago necesita ser lo suficientemente vago como para poder
hacer de su vagancia una profesión. Un vago a medias es un vago
aficionado y hasta para ser vago hay que ser cumplidor. Los vagos
profesionales siempre encontrarán un primo al que timar, uno que se
compadecerá de la mala suerte del vago a la vez que alabará sus muchas
cualidades. ¡Mala suerte! ¡Ese si que es negocio exclusivo de los vagos!
Mercaderes de la mala suerte, si no la tienen la crean, pues un poco de
buena suerte desarmaría sus excusas. Saben que el mejor antídoto contra
la mala suerte es el trabajo, así que se cuidarán muy mucho tanto de no
trabajar como de tener suerte. ¡Una cosa llama a la otra y los muy pillos lo
saben!
A estas alturas el lector ya habrá deducido que Ramiro puede tener
muchos defectos, aunque no el de la hipocresía. Ya sabemos que Ramiro
no es de los que se calla y que es de esos que siempre va de cara. Ramiro
sirve a la sociedad diciendo las verdades a la cara, definiendo el concepto
de verdad, curiosamente, como aquellas cosas que más duelen a su
interlocutor. No, Ramiro no tiene que mentir para hacer daño. Aunque es
extraño que se enorgullezca de ello; como si hacer daño a otra persona,
aunque sea con verdades, no fuera lo más fácil del mundo y lo más difícil,
aunque sea con mentiras, no fuera curar.
Aquella tarde iba a ser Miguel el afortunado que escuchara “lo que
sólo Ramiro se atrevía a decirle.”
—Oye, Miguel, el otro día pensaba....—ésta era una forma habitual
en la que Ramiro comenzaba aquel tipo de conversaciones—, con las
vueltas que das buscando tesoros, ¿por qué no organizas excursiones
turísticas? Ahí sí que tienes un verdadero filón. Nadie se conoce la región
como tú.
164
—Gracias por el consejo—dijo Miguel—, filón el que tienes tú en la
cabeza. ¿Qué haríamos los demás sin tus ideas, Ramiro? Nos
levantaríamos por las mañanas y nos ataríamos un zapato al otro,
cogeríamos la pasta de dientes y la doblaríamos junto a los jerseys en el
armario...
—Si fuera por mí nadie viviría del cuento.
—Lo que tu digas, Ramiro.
—Bueno, no te enfades—dijo Ramiro con el tono conciliador que
utilizaba como estrategia para reconducir su ofensiva y que así no acabara
antes de tiempo—, sólo era una idea. De verdad creo que el turismo es un
buen negocio y que harías bien en pensártelo.
—Gracias, Ramiro, pero busco tesoros, no turistas. Para ti, que sólo
piensas en dinero, quizás sea lo mismo, pero créeme que para mí no lo es.
—Pues debes de ser muy malo buscándolos—dijo Ramiro como el
que estalla y no puede evitar decir algo, aunque en realidad llevaba toda la
conversación queriéndolo decir—, porque en el tiempo que llevas
buscándolos da tiempo a encontrarlos y a que se pierdan unos cuantos más.
—Si soy tan malo no merezco tu burla, sino tu pena. Yo, por
ejemplo, siento pena de ti y no me burlo. Aunque mejor lo dejamos, que
diga lo que diga seguro que acabo arrepintiéndome. Mereces que te
conteste muchas cosas, aunque no el tiempo que emplearía en hacerlo.
¿Qué se te debe por el café?
—La casa invita. No te enfades, hombre...
—Gracias—dijo Miguel—, la próxima vez antes que el café prefiero
ahorrarme la conversación.
Al salir del bar, Miguel estaba furioso. Estaba harto de escuchar
críticas de gente mediocre; si tenían que criticarle, que al menos fuera
gente que valiera la pena. No necesitaba halagos, de momento le bastaba
con cambiar la provinencia de las críticas.
“Tengo que encontrar el Barón Dint, es lo único que me queda. No
descansaré hasta encontrarlo. No hablaré con nadie, no escucharé a nadie,
no tendré anhelos o deseos...Tengo que utilizar a cretinos como Ramiro
para no olvidarme de que el único camino está en frente y que ya hace
demasiado tiempo que dejé atrás el último desvío. ¡No puedo contemplar
ni un momento más mi mala suerte! Tengo que rebelarme contra ella.
Tengo que luchar, luchar y luchar...Ramiro es un cretino, de acuerdo, ¿pero
no es acaso la sacrosanta misión de los cretinos el animarnos a luchar con
más fuerza? Sin los cretinos del mundo no valdría la pena ni siquiera
levantarse de la cama. Gracias, Ramiro, no cambies...”
165
Diez horas más tarde nada de todo aquello importaba. Durante diez
horas había rebuscando entre cuevas a las que la corriente pudiera haber
llevado los restos del Barón Dint. Diez horas en las que, de haberle
alguien preguntado, hubiera asegurado que había sido feliz. Tan feliz que
ni siquiera había necesitado serlo. Aunque la palabra felicidad, como
todas, pertenecía a otro mundo, a ese otro mundo al que de vez en cuando
tenía que volver para comer, dormir y pelearse con gente como Ramiro; un
mundo en el que cada vez tenía menos cosas que hacer pero al que no
podía evitar volver de vez en cuando. No podía evitar volver, entre otras
cosas, porque no era capaz de renunciar a palabras como felicidad. Pero
eran sólo palabras.
Eran las ocho de la tarde y sentado en la playa principal de Biniveri
—a dos kilómetros escasos del pueblo, que se dice que había sido
construído en el interior, oculto entre las colinas, para que los piratas no
pudieran divisarlo desde el mar—, Miguel comenzaba la transición que le
llevaría de la felicidad del buscador a la miseria del que no encuentra.
Sacó un pan de la mochila, abrió la inevitable lata de sardinas y mientras
contemplaba embelesado el atardecer se sorprendió de que siendo tan feliz
tan a menudo aún le quedara tiempo para ser tan infeliz tan a menudo.
Dio un fuerte morisco al bocadillo. Aún disfrutaba de cada gesto,
sabor, olor y brisa, aún se sentía un buscador...Oyó los gritos de unas
turistas, que, entre risas, se empujaban en la orilla del mar, a unos metros
de donde se encontraba Miguel. Todo en aquella escena tenía su lugar,
también él, con su bocadillo y sus sueños. En momentos como aquel
sentía que no buscaba por buscar, sino que lo hacía porque cada día
encontraba muchas cosas.
Los gritos de las chicas se mezclaron con otras voces. No mucho
mas allá, una familia debatía sobre un asunto en el que la madre llevaba la
voz cantante, gritante y todo el coro de voces a excepción de una con la
que, a modo de platillos en medio de la sinfónica, el padre intervenía de
vez en cuando.
Mientras tanto, Miguel seguía mirando a las muchachas. El
espejismo había durado poco. No era la imagen la que había dejado de ser
bella, sino el espectador el que ya no era capaz de apreciar la belleza. Ya
no era el buscador, aquel que se conforma con cualquier cosa que
encuentra, sino el no-encontrador, el eterno insatisfecho que se mortifica
por cada cosa que no ha encontrado. Sus cuerpos fuertes y elásticos, las
chicas se gritaban bromas en un idioma extranjero.
Miguel estaba demasiado acostumbrado a aquellos sentimientos de
posesión como para dejarse llevar por los mismos. El mundo estaba lleno
166
de mujeres bellas a las que, en su eterno papel de buscador, no podría
poseer. Eran demasiados años con aquel papel, demasiados como para no
haber desarrollado inmunidades, en su caso respuestas mentales, ante
aquellas visiones que amenazaban con romper su tranquilidad. Pero algo
sucedió en aquella ocasión que hizo inútiles todas las defensas. Y es que
no era el sentimiento de posesión, ese al que estaba tan acostumbrado, del
que se tenía que defender, sino del de pertenencia. Hubiera dado la vida
por pertenecer a aquel grupo; hubiera dado y hecho cualquier cosa con tal
de haber encontrado algún tesoro digno de admiración: digno de la
admiración que sentía por ellas. Leyes morales, sueños, ilusiones y
principios, todo dejaba de tener importancia. No importaba la manera, sólo
el resultado.
Las chicas habían salido del agua y tumbadas boca abajo sobre la
arena y mirando una partitura que sujetaba la muchacha que quedaba en el
centro cantaban ahora con melodiosas de las voces.
Con la vista fija en la arena y todavía con el canto de las sirenas en
los oídos, Miguel se dijo que ya estaba bien de buscar sin encontrar, que
había llegado el momento de dejar de buscar un tesoro que no era capaz de
encontrar y dedicarse a encontrar una basura adecuada a sus limitadas
capacidades de buscador. No importaba qué, la clave estaba en que fuera
“encontrable”. Se convenció de que hay una belleza en encontrar, hacer y
conseguir.
“Estoy harto de buscar, teorizar y especular...Ya no puedo más.
Estoy harto de querer al Barón Dint más que a mí mismo. Estoy harto de
no querer a nadie desde que quiero al Barón Dint. Ya no puedo más.”
Como un Ulises cualquiera, Miguel reconoció que ya no podía
soportar el canto de las sirenas. Así que ya sólo le faltaba encontrar un
palo al que atarse.
Por turnos y tras asegurarse de que sus dos compañeras siguieran con
la vista fija en la partitura, las tres miraron a Miguel mientras enfilaba el
camino de Biniveri. En realidad no habían dejado de hacerlo desde que
habían comenzado con los juegos en el agua y durante el improvisado
concierto. Una se preguntó por la expresión triste de aquel misterioso
muchacho, otra por su gesto de determinación y seguridad y la última por
la razón por la que, tras más de dos años perteneciendo al coro de su
parroquia, aquel había sido el primer concierto que había disfrutado de
ofrecer.
Y hablábamos de un palo al que atarse.
—Buenas tardes a todos. Una cerveza, por favor.
—El boyscout está adquiriendo malos hábitos—dijo Ramiro.
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—Lo dejaremos en que estoy adquiriendo nuevos hábitos. Creo que
en los próximos meses van a cambiar muchas cosas.
—Sólo podrá ser para bien, créeme.
Miguel lo miró con apariencia de estar divirtiéndose pero en realidad
muy triste. Sintió ganas de salir corriendo, pero justo antes de hacerlo se
acordó de las voces de la sirenas. Si no iba a ser libre, mejor estar atado a
un palo que a un sueño.
—Ramiro—dijo Miguel tras darle un largo sorbo a la cerveza—, tras
mucho meditarlo creo que voy a hacerte caso. Creo que ha llegado la hora
de poner en marcha la agencia de excursiones de la que me hablaste.
—Vaya, muchacho, ésto sí que es una sorpresa. Parece que después
de todo las grutas y cuevas por las que buscabas no estaban tan vacías
como parecían: has encontrado una mina de sentido común. Haces bien en
escuchar a los que te dan buenos consejos.
—Sí, Ramiro, que razón tienes—dijo Miguel conteniéndose a duras
penas.
—Eh, amigos—dijo Ramiro dirigiéndose a los clientes del bar—.
No me gusta presumir, pero no es presumir cuando uno dice la verdad. No
presumo de haber tenido razón con respecto al buscador de tesoros,
simplemente os informo. Y es que ha venido a pedirme ayuda. Tantos
aires, tanto buscar cosas que me explicaba a regañadientes y como si yo no
fuera capaz de comprender su grandeza espiritual, ese desinterés que le
hacía buscar por el bien de la ciencia, pero bien que hoy acude a mí,
cuando, vete a saber porqué, se ha cansado de malgastar su tiempo. Pero
que conste que no soy rencoroso, no, no lo soy, aunque se abuse de mí,
aunque se me desprecie para luego acudir a mí cuando no hay más
remedio, nunca niego mi ayuda. Porque para eso estoy, para que se abuse
de mí y para, cuando se viene a mí con el rabo entre las piernas, hacer
como si no lo viera y extender mi brazo. Está bien, está bien, pero que
conste que no presumo, sólo os informo, para que así tengáis el buen
sentido de escucharme de vez en cuando y no esperar a que sea el tiempo
el que me dé la razón. Si de todas formas me la va a dar, ahorradle el
trabajo y dádmela vosotros. Así que os informo de que, una vez más, el
tiempo me ha dado la razón...
Mientras se bebía a cortos sorbos lo que le quedaba de cerveza,
Miguel escuchaba en silencio. Una vez vio que Ramiro se iba acercando al
final de su pequeño discurso, lo que en su caso se sabía cuando comenzaba
a repetirse (hay gente que cuando no sabe que decir se calla y otra que
simplemente se repite) Miguel dijo:
168
—Si todos los diablos tuvieran un abogado como tú no sería tan
difícil hacer lo correcto. Gracias por tu ayuda, escuchándote me he dado
cuenta de que vine a Aguaviva a buscar un tesoro y que eso es exactamente
lo que voy a seguir haciendo. Se me había olvidado, pero gracias a ti lo he
recordado. Gracias, Ramiro, que se debe.
—Mayor respeto, pero no habiendo remedio para eso, lo dejaremos
en tres bayís.
—Aquí tienes. Y no te tomes a mal lo que te he dicho. En esta vida
hay que ser agradecidos con los que nos ayudan. Y tú, aunque sea a tu
pesar, siempre eres una gran ayuda.
—¡Ayudar! Si algún día empiezo a ayudarte lo notarás en que te
haré un hombre.
—¿Un hombre? ¿Uno cómo tú? Si ser un hombre es ser como tú
prefiero seguir siendo lo que soy.
—¿Y qué eres, si se puede saber?
—De momento todo lo que tú no eres. Es un buen comienzo, ya
tengo media batalla ganada. La otra media será encontrar lo que soy. Pero
bueno, no es así como se habla a un benefactor y tú, créeme, me has
ayudado. ¿Qué te parece si dejamos la conversación aquí? Gracias, mil
gracias y mil gracias más...
—Palabras, palabras y palabras. Eso es todo lo que tienes.
—Ya ves, el mundo es justo, tú tienes un bar y yo tengo palabras.
No sería justo que, además de palabras, también tuviera una agencia de
excursiones. No hay que ser codicioso.
Miguel se despidió de la concurrencia levantando su gorra y
agitándola en par de veces en señal de despedida y diciendo:
—¿Cómo se va deshacer en un hora lo que llevamos años
construyendo? Los sueños siempre saben más, siempre. Los sueños se
sueñan una vez y ellos se siguen soñando para siempre. Perdonadme por
mi ridícula incursión, pero a veces no hay nada mejor que un ridículo a
tiempo. ¡Mejor un ridículo a tiempo que mucho tiempo haciendo el
ridículo!
Miguel salió de la taberna extrañamente liberado. No se engañaba,
sabía que aquel era un estado transitorio. Era como un adicto, uno que
sabe que su sustancia es la peor de las cadenas precisamente porque le da
momentos puntuales de liberación, que no de libertad. Necesitaba a gente
como Ramiro para sentirse bien y en cierto modo buscaba discusiones
como aquella para reafirmarse en unas convicciones de las que cada vez
estaba menos seguro. De modo que a los veintiocho años se había
convertido en un viejo cascarrabias (la decrepitud espiritual no sabe de
169
edades), que lleva la contraria para sentirse un poco más vivo y que sabía
que horas más tarde vagaría por las grutas, cuevas y playas de la costa de
Aguaviva cada vez menos seguro de poder encontrar aquel tesoro. Y lo
maldijo una y mil veces, deseando que nunca hubiera existido el que había
sido a la vez su mayor ilusión y desencanto. Ya ni siquiera estaba seguro
de querer encontrarlo: sólo de que quería dejar de buscarlo. Estaba
dispuesto a todo con tal de recuperar una vida independiente de aquel
barco con nombre de trasnochado barón dalterrino. A todo: incluso a
encontrarlo.
II
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba y acompañado
de una linterna, Miguel comenzó la escalada al faro de Malaquías. Allí
había vivido durante más de cincuenta años Malaquías, una excéntrico
farero, poeta y, aseguraban algunos, buscador de tesoros. Ya había subido
y registrado en multitud de ocasiones las ruinas de aquel faro, si bien el
historiador local le había sorprendido con una información hasta entonces
desconocida para Miguel. Aquel historiador, de nombre José Díaz pero
conocido por todos por Caperuzo, en honor a un abrigo con capucha con el
que llevaba decenas de inviernos calentándose y que le daba un cierto
aspecto monacal; un aspecto que no acompañaba de una dedicación similar
a la historia, tal vez por el poco interés que la gente de Biniveri sentía por
el rigor histórico: si era Caperuzo aceptaban su palabra por historia. A
excepción, por supuesto, de Ramiro cuyos enfrentamientos con Caperuzo
eran legendarios, a lo que éste solía contestar: “ponme otra cerveza y te lo
vuelvo a explicar que yo, como la historia, también tengo mucho tiempo.”
Y es que Caperuzo tenía la curiosa costumbre de contar las cosas
como, según el, debieran haber sucedido; lo de intentar contar como habían
sucedido de verdad requería de una investigación y documentación de las
que Caperuzo, reconociendo sus limitaciones, se consideraba incapaz. No
será este narrador quien critique esta personal forma de hacer historia (este
narrador sólo critica a los que hacen “mala historia” y Caperuzo, según
todos los indicios, era de los que hacía buena; es decir, era razonablemente
feliz y hacía razonablemente feliz a los que le rodeaban y de haber sido
todos los seres humanos como él puede que su visión de la historia no
hubiera sido, después de todo, tan equivocada). No la criticaremos, aunque
dejaremos constancia de que Caperuzo, por convicción o vagancia o, como
170
suele suceder casi siempre, por una mezcla de las ambas (que no sé si al
mezclarse dan una convicción en la vagancia o una vaga convicción) tenía
habitualmente una visión algo distinta a la de la ortodoxia de la disciplina.
Siguiendo con Caperuzo, le comentó a Miguel que pocos días antes
había leído en un viejo libro de la localidad sobre una casita, casi una
caseta, esculpida en las paredes del acantilado en la que Malaquías pasaba
gran parte del mucho tiempo libre que le dejaba el mantenimiento del faro.
Miguel no había oído hablar de aquella casita y apuntó
minuciosamente las direcciones que Caperuzo le dio para llegar hasta ella.
Según el historiador, estaba oculta entre la maleza por un costado y la
pared del acantilado por el otro. También le comentó que según aquel
antiguo libro sobre la región que había encontrado pocos días antes en los
archivos municipales, uno de los mejores amigos de Malaquías había dicho
que “Malaquías se escondía de los hombres en el faro y de sí mismo en la
caseta...”, una frase enigmática que a Caperuzo, que ya hemos dicho que
no era un gran historiador y añadiremos que mucho menos un gran atleta,
le interesó la suficiente como para pedirle a Miguel que subiera a buscar
aquellos papeles a la primera oportunidad que tuviera. Un encargo que
Miguel no dudó en cumplir ya que siempre le había sorprendido que
Malaquías hubiera dejado sólo los pocos papeles que se habían encontrado
en el faro y que se guardaban en el museo local
Y un encargo que Caperuzo hizo con algo de fastidio pues en el
fondo prefería que no se encontraran nuevos papeles. Dependiendo de la
cuantía de dicho hallazgo se vería oligado a revisar su aseveración sobre
que Malaquías “había sido un pensador tan original como poco prolijo”.
Ya se veía perdiendo horas revisando aquella frase y, sobre todo, su propia
definición sobre el esfuerzo intelectual; una definición que había basado en
aquel, en palabras de Caperuzo, “genial poeta que en cuatro décadas de
dedicación exclusiva nos dejó sólo veinte cuartillas”. Él, pese a lo mucho
que hablaba, no tenía pensado dejar muchas más, más que por rigor porque
siempre había encontrado mucho más fácil aquello de hablar por hablar
que lo de escribir por escribir.
La escalada, aunque algo dura, le pareció a Miguel el más agradable
de los paseos. Al llegar a lo alto del acantilado había sudado toxinas
físicas y espirituales, entre otras todas aquellas cosas que en la tarde
anterior le habían parecido tan importantes. Al llegar al faro de Malaquías
sentía que todo tenía su sentido, hasta los cretinos, sobre todo los cretinos,
que no es por los criticados por los que hay que sentir pena, sino por los
criticones (tan distintos en teoría aunque en la práctica tan parecidos a los
171
críticos), y que sólo los que nunca han sido felices son poco cuidadosos
con la felicidad ajena.
Por un momento las dudas volvían a estar en el recuerdo y el tesoro
de Miguel volvía a ser el que había sido la mayor parte de los últimos ocho
años: buscarlo.
Desde el faro de Malaquías, cuyo nombre verdadero era Cabo de la
Sal (o al menos geográficamente verdadero, pues son los hombres los que
tienen la necesidad de poner nombres, no la naturaleza de tenerlos) se
podía contemplar, a los lejos, las montañas que ocultaban Biniveri de todas
las miradas menos de la del mar. Biniveri aún se escondía de los piratas, si
bien era más fácil esconderse de los crueles y sanguinarios de siglos atrás
que de los de la nueva generación, con sus patas de cemento y sus banderas
negras como el asfalto. Aquellos habían encontrado el pueblo de vez en
cuando; éstos lo encontrarían una única y definitiva vez.
Tras seis horas de caminata, Miguel se sentó a comer. Sentado a la
sombra de las ruinas del faro y mientras hacía una hendidura con el dedo
en el pan para que éste devorara cual planta carnívora el contenido de una
lata de atún y unas cuantas rodajas de tomate, Miguel se preguntó una vez
más el por qué si sabía tan bien donde, como y en qué estaba la felicidad,
se empeñaba en no experimentarla más a menudo. Desde allí Miguel y el
mundo no sólo estaban en paz, sino que parecía que nunca hubieran estado
en guerra.
Tras el bocadillo y una corta siesta, eran alrededor de las dos de la
tarde, Miguel comenzó a buscar la caseta de Malaquías. No le fue difícil
encontrarla. Por una vez Caperuzo había sido exacto y le había dado las
señales exactas de donde estaba la casa y no de donde debiera haber
estado. Era un lugar escondido como pocos, tanto que Miguel no lo había
visto pese a haber estado a escasos metros de la caseta en multitud de
ocasiones. En un primer momento se sintió algo picado: un historiador de
barra de bar le había descubierto lo que había tenido frente a sus narices en
multitud de ocasiones; aunque tras unos instantes se animó pues aquello le
demostraba por enésima vez que el que no veamos las cosas no significa
que no estén cerca. Una vez más pensó que tal vez sólo fuera cuestión de
persistencia el que un golpe de suerte similar le llevara hasta el Barón Dint.
Ya en el interior de la caseta, muchas cosas sorprendieron a Miguel,
aunque no la cantidad de escritos de Malaquías. Una pala, un periódico de
diez días antes, cuatro revistas pornográficas, dos latas de Terrícola, seis de
cerveza, un bocadillo a medio comer que por su estado de descomposición
podía ser de la misma fecha del periódico...Decididamente, el fantasma de
Malaquías tenía gustos muy diferentes a los que había tenido en vida, atrás
172
habían quedado la búsqueda de tesoros y la poesía y ahora disfrutaba de la
belleza prefabricada de la pornografía. O eso o, por muy hiriente que fuera
para un buscador de tesoros orgulloso y decidido como él, aquella caseta
secreta y escondida no lo era tanto. No lo era nada: pues en la arenilla que
había sobre las baldosas pudo encontrar hasta seis huellas de tamaños y
modelos de zapato diferentes.
“Ya sólo falta que me digan que aquí se hacen reuniones de
tupperware los domingos. Si ocho años de fracasos no me han bastado,
ésto tendría que retirarme del oficio...”
La única literatura que encontró en aquel lugar fueron las profundas
y siempre interesantes frases de las guapas y bien dotadas amazonas de las
revistas. Las fotos no eran gran cosa, pero lo de “quiero un hombre de
verdad que comprenda mis necesidades,” tuvo a Miguel pensando un rato.
“Caperuzo estará contento”, se dijo Miguel: “ Malaquías era tan vago
como él.”
Hojeando las revistas, sobre una foto de Erika, también conocida
como “la amazona que vino del norte”, encontró un plano, esquemático y
trazado a bolígrafo en el que claramente se podían leer las palabras:
“caseta, túnel y cargamento”.
“Siempre es un placer tratar con gente que tiene toda la materia gris
de bragueta para abajo...”; se decía Miguel mientras cubría el citado
trayecto, en cuyo final había, oculta bajo un gran montón de cajas vacías,
una compuerta.
Al abrirla e iluminando con la pequeña linterna que siempre llevaba
consigo, Miguel vio una estancia amplia a la que se accedía por una
escalera de madera en muy buen estado. Una estancia vacía a excepción
de unas decena de paquetes con forma de ladrillo que momentos después
Miguel descubría, al tocarlos, que estaban envueltos en papel de correo con
burbujas.
Miguel sacó la navaja y cortó uno de los paquetes. Había encontrado
un tesoro, aunque ni mucho menos el que a él le hubiera gustado encontrar;
un tesoro que hasta un buscador de tesoros desesperado como él hubiera
preferido no encontrar. Aquellos paquetes contenían botellitas de
AmBushina, la droga más popular entre los prohombres de negocios de
Dalterra (que por su elevado precio eran los únicos que se la podían
permitir), un líquido negro y viscoso que tomado por vía anal hace que el
consumidor sienta una sensación de poder ilimitado, convirtiéndose en un
ser agresivo, intolerante, y seguro de estar en posesión de la verdad
absoluta. El nombre de Ambushina viene del inglés, de ambush, en
referencia a que es una emboscada para la razón y el pensamiento y su
173
poder adictivo es tan fuerte que son pocos los que tras haberla probado se
resisten a repetir la experiencia.
Miguel metió los diez paquetitos en la mochila, preguntándose si
aquel hallazgo le haría objeto de burla o admiración. De la última, por
supuesto, al haber abortado una importante operación de narcotráfico; de la
primera, se dijo con la susceptibilidad de quien vive con su orgullo herido
(señal de que aún lo tenía), pues ya se podía imaginar a algunos, a uno en
concreto, diciendo que “el buscador de tesoros encuentra todo menos lo
que busca. ¿Han perdido a su gato? Pídanle al buscador que no lo busque:
seguro que así lo encuentra.”
En todo caso aparcó aquella duda hasta el final de la jornada. La
ascensión había sido dura y no era cosa de bajar sin saber si en aquella
caseta estaba lo que buscaba. El comienzo no había sido muy halagüeño,
pero de todas formas examinó cada centímetro de la caseta en busca de
agujeros, cavidades, pasadizos y cuevas (especialmente en la pared que la
caseta compartía con el acantilado), en las que Malaquías pudiera haber
escondido sus escritos. Ni poesías, ni mapas, ni reflexiones geniales sobre
lo divino y lo humano, de modo que su mejor frase seguiría siendo aquella
de que:
“...los barcos vienen y van pero sólo el farero sabe a dónde debieran
ir, porque sólo el farero ha soñado con subirse a todos y cada uno de
ellos.”
Palabras que seguirían presidiendo la entrada del museo Malaquías.
Para alivio de Caperuzo, que no tendría que enfrentarse a la difícil decisión
de sustituir el rótulo a cuyo diseño, construcción e interpretación había
dedicado tantos meses de esfuerzo.
Ni que decir tiene que en las horas que duró aquel registro Miguel no
pudo olvidarse de los diez paquetitos que, desde el mismo momento en que
los encontró, le pesaron más que diez losas. Como diez vidas: cada una de
ellas con sus infinitas posibilidades. Diez por infinito formas de dejar de
ser un buscador de tesoros fracasado. Y en medio de toda aquella
inmensidad el Barón Dint, con su tripulación de fantasmas, quienes debían
de estar riéndose de aquel ser tozudo y patético ser que, pudiendo triunfar
de tantas maneras, se empeñaba en fracasar buscándoles. ¡Si ellos
hubieran tenido uno de aquellos paquetitos!
“Muchacho,” le parecía oír al capitán del Barón Dint decirle, “tienes
que buscarte una vida de verdad. Emborráchate, cambia de mujer cada día.
No ofrezcas amor que para eso vas a tener dinero. Deja lo de la pureza y la
174
moral para los que no han tenido tu suerte. ¿No crees en la suerte? ¿Creer
en la suerte es exponerse a que cambie? ¡Cuantas ideas raras! Te aconsejo
que dejes todas esas chaladuras para los que no se atreven a tener suerte.
¿O es qué tu eres uno de ellos? Lo que daría por estar en tu lugar...”
La bajada del faro de Malaquías transcurrió entre visiones e
imaginaciones como aquella. Vio a la tripulación formada de espaldas al
atardecer, la sombra de sus cabezas aumentada por enormes barbas propias
de marineros que llevan tiempo sin tocar tierra. Miguel lo sabía todo de
ellos. Mucho más que todo: sabía todo lo que se podía saber y el resto lo
había inventado. Sus nombres e historias, cuando habían salido de puerto
y el día en que una mina les explotó dirección eternidad. Sabía lo que
habían vivido con sus familias y lo que la muerte les privó de vivir. Había
aprendido o creado las historias de todos y cada uno de aquellos con los
que llevaba nueve años conviviendo codo con codo.
Aquellos marineros que, para aceptarle como parte de la tripulación,
sólo le pedían que, como ellos, aceptara no llegar a puerto. Le susurraron
que les dejara en paz, que se dejara en paz a sí mismo, que comprendiera
que un hombre sólo está vivo de verdad cuando acepta que su alma es un
enorme cementerio en el que yacen todos los hombres que ha sido y ya no
ya no es.
“Esta noche, con la cerveza en la mano, ya no seremos los mismos
que somos ahora. Si borrachos no somos lo mismos que sobrios, ¿cómo
pretendes morir siendo el mismo que eras al nacer? Dices que no quieres
traicionarte, ¿pero hay peor traición a la vida que meterla en esa botellita
hermética que llamas principios?
Muchacho, te estás perdiendo
demasiadas cosas y lo peor es que estás haciendo una virtud de perdértelas.
Querer llegar con los principios hasta el final, ¿habrase visto semejante
locura?”
Aquellas siniestras voces, como si de una nana mortuoria se tratase,
una que pretende mecernos hasta el sueño infinito de la muerte,
continuaron hasta que llegó al pueblo. Una vez allí Miguel se dirigió a
cuartel de la policía. Eran alrededor de las diez cuando saludaba al nuevo
jefe local, un hombre de gesto serio y carácter reservado del que sólo sabía
que había llegado un par de semanas antes proveniente de la comisaría de
Nuevo Giralte.
—Buenas noches...
El agente le saludó atentamente, cambiando el gesto sólo lo justo
para no pasar por maleducado.
—Verá, he encontrado algo y quisiera saber que hacer con ello.
—¿Y qué ha encontrado?
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Miguel se quedó en silencio. El agente lo miraba y aún le concedió
unos instantes antes de repetir la pregunta. Una pregunta a la que Miguel
volvió a contestar con silencio antes de finalmente decir:
—Bueno, encontrado, encontrado... Quizás encontrado no sea la
palabra. Digamos que lo he visto...
—Ya—dijo el agente cogiendo papel y bolígrafo y dispuesto a tomar
notas sobre el caso—. Bueno, ¿y qué ha visto?
Nuevas dudas; dudas impropias, hubiera reconocido el mismo
Miguel, de una contestación tan ridícula como la que estaba a punto de dar.
—Un gato.
El agente levantó la vista añadiendo un gesto de fastidio a su habitual
seriedad.
—Bueno, ¿y qué? ¿Acaso es un gato peligroso? ¿O es qué es el
primer gato que ve, en cuyo caso el peligroso será usted?
—No, ni mucho menos—contestó Miguel reaccionando por fin—.
Perdone, agente, si hasta ahora he sonado un poco extraño, pero es que
estaba pensando en otra cosa...
—Sí, de acuerdo—dijo el jefe de policía—, pero que le parece si
dejamos lo que estaba pensando, a no ser que también haya venido a
denunciarlo, y nos limitamos, de momento, a lo del gato.
—¡Por supuesto! Un gato muy bonito, uno con un pelo muy bien
cuidado y que tiene toda la pinta de haberse perdido.
—¿Color?
—Negro.
—¿Algún collar?
—Sí, uno de color verde.
El policía mantuvo aquella conversación sin cambiar la seriedad que
era la base de todas sus expresiones, aunque añadiendo al lienzo un matiz
de atención y profesionalidad.
—Apuntado queda, muchas gracias por la información. Apunte su
nombre y dirección en este papel y se le avisara en caso de que lo
encontremos y haya gratificación.
—O, no, no es necesario. No lo he hecho por el dinero...
El jefe de policía asintió y completó su enésima versión del cuadro
seriedad con un pizca de color de alivio, el que sentía al librarse de aquel
idiota.
De nuevo en la calle, Miguel se preguntó por el porqué había hecho
lo que acababa de hacer y, sobre todo, porqué no había hecho lo que tenía
que hacer y que en ningún momento, pese a sus fantasías necrológicas,
había dudado que iba a hacer. Se suponía que las fantasías tenían como
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objeto dar más valor a la decisión final, no cambiarla. Y se preguntó
también el porqué, estando aún a tiempo de hacerlo, se alejaba camino a su
casa tras haber hecho el papel más ridículo y mezquino de su vida. Dos
elementos, por cierto, que raramente aparecen juntos y que él era
consciente de haber combinado en cóctel magistral.
“¿Tanta educación, aires y clases sobre grandeza espiritual para
descubrir que soy un ladrón?”
Quiso maquillar sus acciones diciéndose que estaba exhausto y que
los últimos años hubieran hecho mella en la moral de cualquiera; que a
veces si uno no quiere acabar en el camino equivocado hay que
conformarse con transitar por la cuneta del correcto; que en los últimos
tiempos había estado muy cerca de abandonarlo todo, de volver a casa con
el rabo entre las piernas y reconociendo su fracaso, dispuesto a convertirse
en un modélico y viejo estudiante. Aquello le había obligado a demostrar
cual era su compromiso con la causa y ahora lo sabía: prefería ser un
buscador de tesoros de cuestionable moralidad que un abogado ejemplar.
Además de que con el dinero de la Ambushina podía hacer muchas cosas
positivas. ¿Acaso aquel dinero estaría mejor en las manos de un codicioso
narcotraficante? Hay cosas que sólo se pueden cambiar desde dentro y
aquel hallazgo puede que además de tentación fuera una puerta abierta.
La lista de quimeras y redenciones que Miguel se planteó durante
aquellas primeras horas fue tan larga que la resumiremos diciendo que, en
un alarde de coherencia (que le honra no haber perdido ni siquiera en un
momento como aquel), llegó a la conclusión de que es más fácil ser integro
como fracasado buscador de tesoros que como exitoso encontrador de
cosas que ni siquiera estamos seguros de que sean tesoros.
Así que escondió con cuidado los paquetes en un pequeño
compartimento que se había fabricado bajo las baldosas de la cocina (un
buscador de tesoros ha de tener un lugar donde esconder los tesoros que
encuentra) y delegó, por primera vez en su vida, en la almohada.
“Ya veremos mañana,” se dijo Miguel, su cara ya apoyada en el
mullido y universalmente apreciado consultor de plumas, “quizás el
descanso de la noche me permita hacer lo que no he sabido hacer con la
excitación del hallazgo. Han sido muchas cosas: la escalada, la caseta
escondida, el almacén subterráneo. Todo demasiado parecido a haber
encontrado un tesoro de verdad. Pero no es un tesoro, no lo es...¿o sí?”
Miguel estrenaba así su conciencia de almohada. Flexible y
cómoda...
177
III
La almohada cumplió su cometido y lo que la noche anterior (y sólo
tras agónicos esfuerzos) era comprensible, ahora era aceptable. Un par de
sesiones más y llegaría a aceptarlo como inevitable. Así que, por primera
vez en ocho años, Miguel no se despertó con el consabido “hoy es el día
que lo encuentro,” sino con un novedoso “hoy es el día que no lo busco...”
Tras tantos años de penalidades: ¡por fin un tesoro con libro de
instrucciones! Miguel no tuvo la menor duda acerca de adonde debía
dirigirse para convertir aquel líquido viscoso en oro de papel. El lugar era
Cuerno Quemado, en Nuevo Giralte, un hipermercado de las drogas
disfrazado de aldea de chabolas.
“Las sociedades cobardes tienen estas cosas,” pensaba Miguel en el
taxi que le llevaba hasta Cuerno Quemado desde la estación de autobuses
de Nuevo Giralte, “necesitan de grupos marginales que se manchen las
manos traficando con lo que ellos se meterán en el cuerpo. Ya se sabe que
las sociedades cobardes dan importancia a tener las manos limpias...”
Bajo la apariencia de inmundicia, Cuerno Quemado era un lugar
extremadamente bien organizado. Dos preguntas le le llevaron hasta el
lugar que buscaba.
“Buscas el puesto del jefe Pakiko, por aquella calle, la última casa a
la derecha...”
Con un uniforme, veinte quilos y dientes más, menos espasmos y no
pidiendo quince terrones por la información, aquel joven indio cornudo
podría haber pasado por el eficiente recepcionista de cualquier
multinacional. Perseverancia no le faltaba, como lo demuestra el hecho de
que siguió a Miguel hasta la mismísima puerta del jefe Pakiko
amenazándole con romperle el coche si no le daba los quince terrones.
—No he traído coche...—le advirtió piadosamente Miguel por si
quería cambiar de estrategia.
—Pues la moto...
—No he venido en moto.
—Pues el coche...
—Si ya te he dicho...Venga, toma diez y déjame en paz. Oye, ¿y a
los que vienen en coche como les sacas el dinero?
El joven miró a Miguel con extrañeza y le dio las gracias por los diez
terrones, un secretismo que Miguel interpretó como celo profesional.
Tras la puerta del puesto del jefe Pakiko apareció (previo golpeo de
la misma) un hombre alto y corpulento.
178
—¿Qué puedo hacer por usted?—le preguntó.
—Le he traído yo, ¿me das cinco terrones?—intervino el joven indio
cornudo.
El hombre se metió la mano en el bolsillo y le dio al joven una
pequeña bolsita con demago, la droga más barata.
—Toma, por ser tu te lo dejaré en diez.
—Gracias—dijo el joven dándole el billete que le acababa de dar
Miguel.
—¿Qué puedo hacer por usted?—le preguntó el hombre a Miguel
una vez estuvieron en el interior de la vivienda.
Miguel comenzó a explicar la cuestión.
—No es conmigo con quien tiene que tratar. Acompáñeme.
Miguel le siguió hasta un despacho, donde le recibió un hombre
apuesto y elegantemente vestido.
—Si Walter le ha hecho pasar es que debe tener algo interesante que
contarme...—le dijo aquel hombre mientras, con parsimonia, guardaba en
una carpeta los papeles que había estado revisando cuando Miguel entró en
el despacho.
—Quisiera saber como colocar cierta cantidad de ambushina.
—Cierta cantidad. Utiliza palabras poco precisas, amigo.
—Diez kilos.
—¿Puedo ver una muestra?
Miguel le acercó una muestra que había tomado de uno de los
paquetes. Había tomado la precaución de no llevarlos, ni siquiera ningún
papel o embalaje que hiciera aquella droga reconocible: alguien estaba
buscando aquella droga y no sería él quien le ayudara a encontrarla.
—¿Le importa si me quedo la muestra? Nuestra conversación tendrá
mayor sustancia tras un análisis. ¿Qué le parece si nos volvemos a
encontrar a las cuatro de la tarde?
—Me parece bien—contestó Miguel.
—Entonces si le parece dejaremos las presentaciones y los nombres
para la tarde. En caso de que sea necesario, claro está. Todo depende de
lo que me haya traído en esta bolsita—dijo el hombre tocándose levemente
el bolsillo del pantalón en el que había metido la muestra—. Vaya, veo
que pone usted cara de susto.
Miguel intentó negarlo pero el hombre se le adelantó.
—No se preocupe—le dijo—no tenga miedo. Si nos está intentando
timar no nos enfadaremos. Si lo consigue no será culpa suya, sino nuestra.
Somos profesionales, lo cual, entre otras cosas, significa que no esperamos
que sean los demás los que velen por nuestros intereses.
179
—Me alegra que lo vea así—dijo Miguel sonriente y aliviado pues ni
él sabía con seguridad lo que estaba entregando—, pero creo que quedará
satisfecho con los análisis.
—Es mi obligación dudarlo, aunque no por ello vamos a ser menos
amigos. Venga esa mano.
Miguel estrechó la mano del hombre del despacho, una mano fría y
escurridiza que al tacto parecía más un pescado que una mano. Al llegar a
la calle Miguel olió la suya, no estando muy seguro de si el que no oliera a
mar era motivo de alivio o preocupación.
Tras asegurarse de que su corpulento colaborador había acompañado
a Miguel a la entrada, el hombre del despacho cogió el teléfono e hizo una
corta llamada en la que sus únicas palabras fueron:
—Ha venido.
IV
Miguel mató el tiempo paseando por la ciudad. Pensó mucho en el
Barón Dint y aunque a ratos se sintió tentado de arrepentirse, de querer
volver todo aquello atrás y ser de nuevo un simple buscador de tesoros, la
mayor parte del tiempo disfrutó de su recién estrenado papel de
encontrador.
—Por fin soy un conseguidor...—se dijo mientras miraba fijamente
como un terrón de azúcar se impregnaba de café.
Todo había cambiado. Una semana antes era un buscador al que la
mayoría consideraba un farsante y que, de tanto oírlo, había llegado a
creérselo. Pero no lo era, o al menos no lo había sido siempre. Había
buscado mucho, lo suficiente para no sentirse culpable por haber
encontrado algo con independencia de que ese algo fuera lo que había
buscado.
“Estoy harto de pedir, harto de esperar no sólo a triunfar sino a
además hacerlo a mí manera. La gente se enorgullece de ser fiel a unos
principios, pero eso en el fondo suena de lo más inmoral e intolerante. La
vida me debe demasiado. Y ahora que por fin se ha decidido a pagarme no
vamos a pelearnos por la forma de pago. Me he pasado la vida siendo un
deudor de la vida, sintiéndome culpable por todas y cada una de mis
oportunidades, mientras que hoy, por fin, he aceptado que soy un acreedor.
Yo no le debo al mundo, sino que es el mundo el que me debe a mí. Y hoy
me va a empezar a deber un poco menos.”
180
A las cuatro menos cinco de la tarde, volvía a golpear la misma
puerta que había golpeado por la mañana.
—Si no me das diez terrones te destrozo el coche...—le había dicho
el joven indio cornudo nada más verle enfilar la calle del puesto del jefe
Pakiko.
—Ya te he dicho esta mañana que no he venido en coche.
—Pues la moto...
—Ya te he dicho que tampoco he venido en moto.
—Pues el coche...
—Que no...
—La moto...
Los argumentos por ambas partes se repitieron varias veces hasta que
por fin el joven indio cornudo se decidió a cambiar de estrategia.
—Mientes, has venido en coche, es aquel blanco...Te lo voy a
destrozar.
¿Hasta que punto sería culpable de una destrucción que dependía de
él evitar? No sería el suyo, pero racanear diez goris iba a dejar a alguien
sin coche.
—Venga chaval, tu ganas.
El mismo hombre corpulento había abierto la puerta y repetido la
acción de la mañana dándole una bolsita de ambushina a diez terrones
“porque era él...”
—Ese chaval sería un gran vendedor—dijo Miguel—, esta mañana
me ha cobrado por no romper un coche que no tengo y esta tarde por no
romper un coche que no es mío. Me pregunto cual será su próxima
estrategia...
—¿Qué coche iba a romper?
—Aquel blanco.
—Vaya, debiera darle los diez terrones porque aquel es mi coche.
Claro que le estaría pagando por haber evitado que rompieran un coche que
nadie pensaba romper ya que Willy sabe perfectamente que aquel es mi
coche. Gracias de todos modos por la intención.
—De nada...—dijo Miguel por decir algo.
El hombre del despacho le esperaba esta vez a la entrada del mismo.
—Buenas tardes. Permita que me presente, me llamo Leo Bous...
—Miguel...
—Rooke—le interrumpió el hombre a la vez que mostraba la más
blanca de las sonrisas—, disculpe la intromisión, pero ya le he dicho que
somos profesionales. El señor Krgf le recibirá en un momento.
—¿El señor Krgf?
181
—Él es el jefe de todo esto.
—Vaya, esta mañana usted me dio toda la sensación de serlo.
—Dígamos que Krgf es el jefe de los jefes. Y ya sabe como son los
jefes, siempre quitándole a uno los mejores trabajos.
—No, no lo sé, yo no tengo jefe. Yo soy mi propio jefe.—dijo
Miguel con cierta prepotencia.
—Vaya, le compadezco. Es la naturaleza humana odiar y engañar al
jefe y si usted es su propio jefe la suya por fuerza ha de ser una vida triste y
neurótica. ¡No, hombre no, que estoy de broma! Krgf es un buen jefe, un
tipo justo, y si quiere un consejo le diré que no hay mejor día para romper
su credo que éste. Los buenos credos no son los que perduran, sino los que
terminan a tiempo. Adelante, por favor...
Miguel quiso pedirle que le explicara aquel comentario, pero Rous
ya le había abierto la puerta. Sentado tras la mesa del despacho, un
hombre rubio y con un fino bigote de color dorado le miraba con la mayor
de las seriedades. La apariencia de Krgf causó gran impresión en Miguel,
si bien no hará falta entrar en muchos detalles, pues bigote o tinte arriba y
perilla o peluca abajo, ya lo hemos encontrado en otros momentos de
nuestra narración.
—Señor Rooke, cuando me alegro de conocerle.
—El placer es mío, señor. Me ha parecido entender Krg...
—Krgf por ejemplo. Un nombre cualquiera para dejarle la libertad
de llamarme como quiera.
—No me parece eso muy justo teniendo en cuenta que usted conoce
mi nombre verdadero.
—Que yo sepa usted no me va a dar dinero: yo a usted sí.
—Es una diferencia, sí...
—Le aconsejo que no le dé mucha importancia a lo del nombre.
Saber mi nombre verdadero no le traería más que problemas. Bueno,
comencemos, que tenemos mucho de que hablar. En primer lugar de lo
que cree que ha venido a hacer aquí.
—¿Lo que creo? Quizás su subordinado no se lo haya explicado
bien, o quizás yo no me haya expresado con claridad, pero vengo a hacer
una venta.
—Al contrario, los dos se han explicado muy bien. Por eso sé que
viene a hacer una entrega.
Miguel se quedó callado.
—Una entrega, claro está—continuó Krgf—de la droga de la que se
apropió ilegalmente...¡Ja! Que manera de hablar. Ya ve, incluso los que
vivimos de violar las leyes no podemos evitar expresarnos como sus
182
supuestos defensores. ¡Cómo si hubiera alguna forma de apropiarse droga
de forma legal! ¡Legalidad y droga en la misma frase, que idea más
horrorosa! Sólo de pensarlo me entran escalofríos. Dios no quiera, y
quien dice Dios dice la codicia humana, que llegue ese momento, porque
ese día los que vivimos de la provechosa industria de no tener escrúpulos
vamos a necesitar de algún talento para ganarnos la vida. Aunque le he de
reconocer que las cosas ya no son lo que eran y la competencia está
aumentando. Es indignante, cada vez hay más gente sin escrúpulos. Y los
que, como yo, ya llevamos un tiempo en este negocio miramos con
nostalgia los tiempos en los que el no tener escrúpulos era cosa de unos
pocos. Era el tiempo de los pioneros: tiempos de encanto, clase y
romanticismo. Tiempos de moral férrea. Como con una virgen, cuando
más pura es la sociedad mayor es el placer de violarla. Y quien dice placer
dice beneficio, que mi único vicio, por fortuna o por desgracia, es el
dinero. Pero usted no ha venido a hablar de la crisis de nuestra querida
industria, sino a darme la droga que encontró en el faro de Malaquías. Ha
hecho usted un buen trabajo, señor Rooke, le estamos muy agradecidos.
Miguel se quedó callado. Pensó en negarlo, pero sabía que no había
nada que negar.
—Veo que no me mentía su colaborador cuando me aseguraba que
eran profesionales.
—Lo somos. Profesionales en el engaño y la manipulación. Y
supongo que en estos momento sientes, permite que te tutee, cierta rabia
por haber sido tú el engañado y manipulado. Tómatelo como la entrada en
nuestra organización, a partir de ahora puedes ser tú el que manipule y
engañe...
—No tan rápido. No he traído los paquetes.
—Pero los traerás. Tenemos mil formas de involucrarte en esta
operación. Has venido hasta aquí y has traído una muestra. Cada vez que
respiras en esta habitación te involucras más y más...Además, para ti es
fácil, tienes mil formas de entrar esa droga en Dalterra. Por trabajo viajas
por toda la región, tienes itinerarios cambiantes e incluso una embarcación
para buscar tus tesoros. Para ti es un riesgo pequeño, por eso te elegimos
como nuestro colaborador. Un riesgo por el que, por cierto, te pagaremos
generosamente. Si quieres puede ser la primera de muchas colaboraciones.
Claro que aún estás a tiempo de ir a la policía y terminar lo que ayer
empezaste, aunque espero que esta vez se te ocurra algo mejor de que
hablar que de gatos...
—¿También la policía está con ustedes?
183
—No, no hace falta. En los tiempos que corren sobornar a un policía
ha de ser el último recurso. Hay tantos policías que, la verdad, de tener
que sobornarlos a todos la empresa dejaría de dar beneficios. Pero alguien
te ha estado vigilando desde el momento que cogiste la droga y con un par
de preguntas inocentes nos ha bastado para, en primer lugar, saber de que
hablaste con el agente y, en segundo, ponerle sobre la pista que explique tu
extraño comportamiento. Y hay que decir que el agente Bordonado es un
buen investigador, pues no ha tardado en seguir la pista adecuada. Hizo un
registro, con los permisos pertinentes, de tu casa, y le extraño encontrar
ciertas baldosas de la cocina levantadas.
Miguel estaba lívido. Tras múltiples esfuerzos logró decir:
—Tanto tiempo siendo un buen ciudadano y ahora que he dejado de
serlo por unas horas descubro que es verdad aquello de que no vale la pena
ser malo y que las maldades, antes o después, se acaban pagando. En mi
caso, desde luego, más antes que después. Bueno, supongo que debo
alegrarme. El mundo, ciertamente, es más bonito cuando los malos
pierden. Aunque el precio de descubrir lo bonito que es el mundo va a ser
vivir en una parte fea, en una sombría y con barrotes. Pero bueno, mejor
vivir en la parte fea de un mundo bonito que en la bonita de un mundo feo,
que es al que me dirigía. Porque supongo que ahora me dirá que son
policías y que los buenos, una vez más, han ganado...
—Sí, los buenos han ganado, aunque mucho me temo que tus buenos
no son los mismos que los míos. Tú eres de los buenos, aunque si quieres
serlo de verdad tendrás que escuchar con mayor atención. Ya te he dicho
que el agente Bordonado se encontró las baldosas levantadas y tú las
dejaste en su sitio. En estos momentos la droga está en un punto de la
costa de Aguaviva muy cercano a la frontera entre Dalterra y Aubaye. Tu
trabajo, si aceptas, será pasarla.
—¿Tengo elección?
—¡Claro que la tienes! El juego de las baldosas ha sido una pequeña
demostración de fuerza, para que veas como nos las gastamos en esta
organización y que se te quiten las ganas, antes incluso de que se te ocurra,
de engañarnos. Bien, si algún día decides trabajar con nosotros ya sabes
como somos. En caso contrario, muy a mi pesar pues ya te he dicho que
creo que serías un colaborador excelente, sólo te puedo decir que te olvides
de nosotros y comprobarás con agrado como nosotros nos olvidamos de ti.
Te doy un tiempo para que te lo pienses, en esta última media hora las
cosas han cambiado mucho para ti...
Miguel no se movió de su sitio. Apretó los puños y, con extremada
frialdad, dijo:
184
—No han cambiado nada. Vine a esta oficina queriendo vender una
droga y, por lo que veo, saldré vendiéndoles una droga...Que ya les
pertenecía es cosa suya. Por lo que a mí respecta mi situación sigue siendo
la misma. ¿Qué quieren que se la entregue en Dalterra? Ningún problema.
Más teniendo en cuenta que ya me han hecho la mitad del trabajo.
Krgf le miró con una sonrisa.
—Eso me gusta—dijo exultante—. Confirmas mi buena opinión
sobre ti. Una colaborador valioso y sensato...
—Lo suficiente como para no dejar que un golpe de suerte se
convierta en un golpe bajo. He tenido suerte y la voy a aprovechar.
¿Cuándo quieren que la droga esté en Dalterra?
—Lo antes posible.
—Mañana entonces. ¿Dónde nos encontramos?
—En el Puerto del Caracol, cien kilómetros al sur de Giralte, ¿lo
conoces?
—Si me hubiera pasado ocho años buscando un tesoro en la palma
de mi mano le diría que me conozco la costa de Aguaviva como la palma
de mi mano...Me la conozco mucho mejor.
V
Las noticias volaron por todo Biniveri: el buscador de tesoros por fin
había encontrado un tesoro. Y no había sido un tesoro de ciencia; uno de
esos con los que hacer una exposición y ganar un poco de notoriedad y
sabiduría hablando sobre el mismo (de tal modo que el verdadero tesoro
acaba siendo, más que el tesoro en sí mismo, lo que uno aprende a decir
sobre él); no, nada de eso, éste era un tesoro contante y sonante, uno que,
aseguraba el padre de Comet, “un inversor extranjero le había quitado de
las manos nada más enterarse de que lo había encontrado.”
—...ah, Ramiro—continuaba Luis—, he venido a tomarme un vaso
de leche a tu salud para oírte quitándole mérito al muchacho.
Sinceramente, Ramiro, me preocupas, creo que no vas a poder sobrevivir a
lo que se te viene encima. Te ha hecho daño el tesoro pero, sobre todo, te
lo van a hacer las excusas que vas a inventarte para deslegitimarlo. ¡Tú
quitándole mérito a quien, recogiendo el trabajo de años, ha ganado más
dinero en un día del que tú ganarás en toda tu vida! ¡Dinero, Ramiro!
¡Cuidado que estás a punto de quitarle la razón al dinero! ¿O vas a admitir
que el que tú llamabas el vago entre los vagos tenía razón?
185
—Con todo el tiempo que se ha tomado ya podía tenerla...—dijo
Ramiro a duras penas, como si estuviera tomando carrerilla—. Dices que
se ha ganado un buen dinero: bien por él. La verdad, qué quieres que te
diga, ya era hora. Vamos a ver cual es ahora su discurso. Fue un moralista
mientras fue pobre. Mejor dicho, mientras fue un señorito jugando a
pobre, porque lo que se dice pobre tu héroe nunca lo ha sido. Vamos a ver
que tal anda de moral ahora que es rico. Es muy fácil pedir un mejor
reparto cuando lo que se reparte es lo de los demás, pero cuando lo que se
reparte es lo de uno, ay, amigo, eso ya es otra cosa. Me recuerda a aquel
chiste sobre el comunista y la bicicleta. Era un comunista que estaba en un
bar pontificando, “marxificando” sería mejor decir, sobre el reparto de la
riqueza mundial y lo corruptos que son los ricos. “Si yo fuera millonario,”
decía nuestro comunista, “construiría escuelas y hospitales. ¡Libros y
trabajos para todos! Sí amigos, repartiría todo mi dinero...” Entonces un
amigo le pregunta si le deja la bicicleta para ir a hacer un recado muy
importante del que depende su trabajo y el comunista le dice: “ah, no, mi
bicicleta no.”
—Ojalá siempre fuera tan fácil llevarte la contraria—dijo Luis—.
Para que te enteres, el inversor al que Miguel le ha vendido su parte del
tesoro venía en nombre de uno de los propietarios del tesoro, el gobierno
de Aubaye, y el dinero que le van a pagar irá destinado a proyectos,
colaboraciones y ayudas a otros historiadores y buscadores de tesoros. Y
con el ejemplo de su generosidad y desprendimiento ha conseguido que el
gobierno propietario del barco aceptara ceder los derechos sobre el tesoro
al Museo Nacional de Aubaye. ¿Alguna duda más?
Ramiro pensó por un instante. Con su característica media sonrisa
preparó su siguiente frase:
—Sí, por supuesto. Pero esperaré a tener datos de primera mano
para expresarla.
—Ha valido la pena esperar tantos años para, por fin, verte callar.
—Se ve que la leche no te sienta muy bien—dijo Ramiro dibujando,
una vez más, su maliciosa sonrisa—, cuando bebías alcohol eras menos
exaltado. Creo que por aquel entonces presumías de ser imparcial y
objetivo.
—En lo que respecta a ti presumo de no serlo. Podrías decirme la
cosa más sabia del mundo que de todos modos te llevaría la contraria.
Claro que en este prejuicio la estadística está a mi favor pues hay pocas
posibilidades de que la digas, así que ya ves que hasta los matemáticos
avalarían mi prejuicio: “no es imposible pero redondea y asume que lo es,”
me dirían.
186
—Te veo crecido...
—¡Y tanto! Lo soy porque me alegro del éxito de quien lleva mucho
tiempo esforzándose y recibiendo a cambio mucho de muchas cosas pero
nada de lo único que la gran mayoría valora: dinero. Miguel ha luchado
por la ciencia, por el conocimiento y, sobre todo, por sí mismo y durante
años ha tenido que sufrir el escarnio de los que, como tú, sólo lucháis si os
pagan. Por eso soy feliz. Por eso y porque hoy, al enterarme del éxito de
Miguel, he vuelto a creer por un momento que ser una buena persona es,
además de lo único inteligente que se puede ser, un buen negocio.
Ya ven que Luis estaba exultante: la historia sobre el tesoro de
Miguel no era para menos. Y eso que la imaginación colectiva no
contribuyó a su embellecimiento; hasta puede que, incrédulos, los
fabuladores anónimos contribuyeran más a atemperar la narración que,
como suele ser habitual, a exagerarla. Y es que ni todas las imaginaciones
unidas eran comparables a la de Miguel en su idealización de aquel
momento que tanto había esperado y que ahora, como consuelo y evasión
de la realidad, intentaba vivir a través de la fantasía.
Habló de galeones genoveses, de desconocidas expediciones cuyos
fracasos habían disuadido a los genoveses de mandar galeones a América.
A medio camino entre Europa y América, en un punto de la costa de
Aguaviva en el que vientos y mareas se conjuran para crear un infierno de
fuego líquido y salado lleno de demonios y con un diablo todopoderoso: el
mar. Un punto del que ni los más expertos marineros saben escapar y que
Miguel había buscado durante años. Como un estudiante de la muerte,
buscando el resquicio en el que la vida se convierte en una trampa mortal,
Miguel buscaba el punto de los genoveses consciente de que sólo lo
reconocería cuando lo encontrara. Como a la muerte. Y como todos los
hombres desde el principio al final de los tiempos, también él aspiraba a
salir con vida.
—Si de verdad quieres buscar el cementerio de los genoveses—le
dijo un viejo marinero que aseguraba haber estado allí—, alíate con el
diablo y así no morirás solo.
—Pero usted está vivo...—le dijo Miguel.
—Porque yo estaba tan podrido que ni el mismísimo diablo me quiso
como compañero de naufragio. Mi adicción me salvó. Las adicciones te
quieren para ellas solas, para jugar con tu cuerpo durante años y matarte
lentamente. Así que la mía no iba a permitir que el mar hiciera en unos
segundos lo que ella planeaba ejecutar y disfrutar durante años. ¡La de
miserias que me quedaban aún por pasar! Fui desorganizado en todo, pero
el hombre más metódico del mundo al calcular el opio que iba a necesitar
187
para cada travesía. Tenía en cuenta la ruta, donde podría y no podría
conseguirlo. Donde era fácil comprarlo y donde tirarían la llave al mar tras
meterme en la más lúgubre de las celdas. ¡Ni los más brillantes generales
han planificado sus campañas como yo planificaba a mis travesías!
Tomaba una dosis fija, suficiente pero no excesiva, de modo que siempre
tenía un margen que me permitía una variación de días, incluso de
semanas, con respecto al calendario establecido. Semanas, que no meses.
Aquella maldita tormenta nos hizo perder más de un mes. En la quinta
semana, tras reducir las dosis durante una semana y llevar cuatro días sin
mezclarme con mi dulce cadena, mis compañeros de tripulación, temiendo
por su vida más que por la mía, no tuvieron más remedio que atarme al
mastil del barco. Y atado al mástil es como me encontraron al día
siguiente en la playa de Biniveri. Un mástil, una cuerda y yo, eso es todo
lo que quedó de nuestro barco...
Miguel contó que el Cementerio de los Genoveses era algo más que
un punto en el espacio: era un punto en el tiempo. Siguió tormentas,
vientos y mareas, hasta que un día, cuando ya estaba pensando en volver;
“¿cuántas veces pensamos en volver atrás justo cuando, sin saberlo,
estamos a punto de llegar?” preguntó Miguel, se encontró en el centro de
una enorme tormenta, una de dimensiones increíbles. Tan grande como el
marinero la había descrito, pero mucho más de lo que Miguel había sabido
imaginar: de haber llegado a tanto su imaginación nunca hubiera salido en
su busca. Aquel espectáculo era tan sobrecogedor que ya no tuvo la menor
duda de que era su final. Y de repente ya no sintió ni la más mínima
incertidumbre o ansiedad. Y fue precisamente por eso, porque aceptó que
iba a morir, por lo que decidió luchar. No luchaba para vivir, sino para
morir luchando. De haber habido alguna posibilidad, una sola, la dificultad
de la tarea le hubiera hecho bajar los brazos, pero no habiendo ninguna se
podía centrar en el aspecto estético de la brega. Así que gritó, abominó y
con gran estilo (hasta se colocó el pelo) siguió adelante con su plan,
atándose a un gran palo con sacos anudados preparado para la ocasión. Y
se preparó para morir contento, satisfecho de haber invertido en su muerte
la clase y estilo que se preguntó si tal vez no habría tenido siempre en vida.
Aunque finalmente, más por compromiso que por convicción tomó aire,
diciéndose, en una sensiblería impropia de la ocasión, que “quería llevarse
un trocito de vida en los pulmones.” Así que en el último momento
fastidió la que iba camino de ser una muerte perfecta. Y la fastidió tanto
que por no ser no fue ni muerte.
En un atardecer de verano, el cielo rosado marcando en negro las
montañas de Biniveri y el mar azul grisáceo como los ojos de un gato,
188
Miguel flotaba atado a su palo y con todos los sacos llenos de los más
valiosos tesoros genoveses. No recordaba nada, ni haber cogido los
tesoros ni mucho menos haber cerrado los sacos. Sólo una imagen,
llamarla un recuerdo sería demasiado. Veía a un hombre de poblado
bigote y mosca vestido con uniforme rojo diciéndole:
—Al cementerio de los genoveses se viene a morir, no a hacerse rico.
En esos sacos te llevas tú lápida y ésta reza lo siguiente: “aquí yace una
persona cuya fortuna fue su tumba.”
Barry terminó entre risas la narración de lo que Miguel le había
contado.
“Así son los geniecillos,” añadió, “malos perdedores que reconocen
su derrota tirando un dardo envenenado. Si el vencedor es una mente
fuerte no hay porque preocuparse, el dardo pasará de largo y al caer se le
acabará clavando en el trasero al geniecillo. Pero ay de aquel vencedor que
sea una mente débil...!”
Justo cuando este narrador creía tener controlada a la imaginación
colectiva, se le ha desbocado la de Barry. Mejor así: sólo la verdad debiera
ser exacta y puestos a contar algo que no pasó mejor escuchar la versión de
un especialista en la materia. Quizás Barry se olió algo y exageró la
historia, prefiriendo pillar a su amigo en una fábula antes que en una
mentira. A Barry no le molestaban las mentiras, sino las mentiras
insuficientemente fabuladas. Por eso la política le aburría tanto.
La noche anterior Miguel había invitado a beber a todo el pueblo de
Biniveri y todos coincidieron en que era la viva imagen de la felicidad.
Había decidido que lo mejor en su situación era parecer feliz y que nada
mejor que intentar serlo para meterse en el papel. O más bien obligarse.
Obligar a su personaje, ese personaje que había crecido en su interior
durante una década de fracasos y que, construído a base de consuelos para
sus fracasos, se había convertido en el mejor de los consuelos. Un
personaje que había crecido sin molestar, quieto y presto para el momento
en que comenzara la función. Y es que el fracaso crea en el alma del que
se decide fracasado una marioneta que anhela el éxito pues sabe que
cuando éste llegue los hilos por fin comenzarán a moverse.
—Es curioso—dijo Miguel entre copa y copa mientras le contaba su
historia a Barry—, tantos años en los que la persona infeliz tenía envidia de
la marioneta feliz y ahora es la marioneta feliz la que tiene envidia de
aquella persona que, feliz o no, al menos tenía algo propio. Mis fracasos
eran sólo míos. Éste éxito, por el contrario, podría haberlo tenido
cualquiera.
Barry se rió y proponiéndole el enésimo brindis le dijo:
189
—¡Estabas tan acostumbrado a fracasar que hasta el fracaso hiciste
tuyo! Que el éxito te aproveche la mitad de lo que te aprovechó el fracaso
y que venzas al éxito como venciste al fracaso. Y, sobre todo, disfruta de
aquello para lo que, por muy simple y poco glorioso que parezca, fuimos
mandados a este mundo. No suena muy bien, pero fuimos mandados para
algo tan estúpido pero a la vez tan difícil como ser felices.
—Ojalá lo tuviera tan claro como tú, Barry.
—Y ojalá yo estuviera tan confuso como tú, mi joven amigo. Eso
sería señal de que me han quitado treinta años de encima. Disfruta de este
momento, Miguel. Quizás ahora te parezca el primero de muchos, pero
ningún buen momento es el primero de ningún otro. No hay especie más
solitaria y huraña que los buenos momentos, especie que huya más de lo
rebaños y ejércitos de la vida. Los buenos momentos son únicos en su
especie y no se dejan atrapar en listas o clasificaciones. Así que disfrútalo
mientras dure.
—Gracias, Barry, tienes razón. Ya lo dice el poeta: “con un buen
amigo ya es algo a celebrar el tener algo que celebrar.”
—¿Y qué poeta era ese?
—Uno al que el momento de firmar sus poemas le pillaba siempre
celebrando. ¡Salud!
—Salud, amigo...
Así que Miguel, o la marioneta a la que le parecía estar observando
mientras actuaba por él, fue realmente feliz aquella noche. A ratos se
olvidó incluso de sus hilos.
Se metió en la cama razonablemente contento. Miró al despertador
al que aquella mañana había ignorado por primera vez en ocho años y se
dijo que hacerlo una segunda vez sería un desprecio imperdonable hacia
tan fiel compañero de fatigas. Tras ocho años de vacaciones, al día
siguiente comenzaba a trabajar. Desconectó el despertador y se quedó
dormido preguntándose como iba a ocupar el día siguiente.
Un par de horas más tarde una llamada de teléfono le sacó de su
letargo.
“No, señor Krgf, no me despierta...¡Claro que no me importará
hablar con su amiga! ¿Qué quiere saber sobre Biniveri? Tiene usted
razón: nadie se conoce la costa como yo. Efectivamente, mejor que
cualquier nativo. Sí, pásemela por favor. Hola señorita, así que está
pensando en visitar Biniveri y la costa de Aguaviva. Pues bien, déjeme
decirle que éste es un lugar, como le diría, casi mágico...”
190
A la mañana siguiente, tras doce horas de sueño ininterrumpido,
Miguel se despertó preguntándose como había podido pasarse ocho años
buscando aquel maldito barco.
“Ni lo voy a encontrar, ni lo voy a buscar...Ni falta que hace.”
191
7.-La Excursión de Lucio
I
Lucio recogió a Marta alrededor de las ocho de la mañana. Iba a ser
un día perfecto, como solían serlo todos aquellos en los que renunciaba a
acabar con sus desgracias y se conformaba con tomarse un día libre de las
mismas. Habían planeado una bonita excursión marítima; lejos de
cementos, calles, bares y todas aquellas cosas que por separado parecían
tan poco importantes pero que, al juntarse, formaban una ecuación macabra
que a Lucio le daba siempre el mismo resultado: infelicidad.
“O mi vida vale menos de lo que pensaba,” se decía, de buen humor,
conduciendo de camino a casa de Marta y tomando pequeños sorbos de
una enorme taza termo de café en la que también había café, “o no soy
capaz de valorar en su justa medida todas las cosas que han conseguido
anularla. Aunque tan complicados cálculos matemáticos tendrán que
esperar hasta al noche. Lo dicho...”
—...o yo estoy de vacaciones de ellas o ellas están de vacaciones de
mí—dijo abriendo la puerta del coche a Marta—, el caso es que mis
desgracias no vienen con nosotros. Un día inolvidable...
—Todos los que paso contigo lo son, cariño...—dijo ella
acariciándole la mano y acercándole la mejilla.
—¡De excursión entonces! La modernidad y la sofisticación han
acabado con una de las instituciones básicas para el buen funcionamiento
de la mente humana: el dominguerismo. ¡Atrás tengo hasta la sombrilla!
Lucio sentía una alegría casi infantil. Al llegar al barco vieron que,
teniendo en cuenta el tipo de excursión que iban a realizar, éste era como
un sueño hecho realidad, algo así como la utopía de ese dominguero
perruno que todos llevamos dentro: una lata con toldo y asientos que
llevaría décadas incumpliendo todas y cada una de las medidas de
seguridad y hasta hundiéndose de vez en cuando para dar emoción. Y
aquel impagable olor a gasoil y bronceador...:
192
—La de dinero que se habrán tenido que gastar en ambientadores
para conseguir un olor así...
—Al aroma de Gasoil au broncé—dijo Marta—. Aunque no son
ambientadores, sino el tipo de combustible. Lo he visto antes cuando
repostaban: el marinero ha cogido la manguera de “65% gasoil-35%
bronceador”. Y luego se ha echado un poco en las manos y se lo ha
restregado por todo el cuerpo.
Una fragancia irresistible; irresistible como la sinfonía interpretada
por decenas de familias con sus estruendosas voces. Tumbados en una
butaca reclinable, los ojos medio cerrados y las manos cogidas, Lucio y
Marta se deleitaban con aquella aria tan poderosa como repetitiva
interpretada por la que, a decir de los entendidos, era una soprano y mezzo,
quizás incluso una doble soprano:
—¡No os asoméis a la borda, no os vayáis a caer! ¡Nos os
asoméis...!—decía la pobre madre ante la total indiferencia de sus hijos.
Y tanto lo repitió la buena mujer que Lucio comenzó a dudar si lo
decía por prevenir o por dar ideas.
La lata motorizada comenzó a dar señales de vida y diez minutos
más tarde habían salido del puerto. Perdiendo la vista en el horizonte,
Lucio se reafirmó en lo grande que es el universo de la felicidad; tanto
como aquel mar que parecía no tener fin; tanto como nuestro
empecinamiento en naufragar y retornar a esos islotes de insatisfacción que
nos hemos acostumbrado a llamar identidad.
“Pudiendo anhelar millones de maravillosos mundos potenciales,
siempre acabamos echando de menos nuestro patético mundo real. Podría
ser mil cosas, pero siempre acabo echando de menos ser un borracho.
¿Quién lo entiende?”
—Queridísima—le dijo a Marta en su habitual tono burlón—, hay
días en los que hace un tiempo tan bonito que la señora de la limpieza nos
dice que sería un buen día para limpiar nuestra celda de tristeza y egoísmo.
Hoy, por ejemplo, me ha sacado a patadas. Y ahora que estoy aquí afuera
me doy cuenta de lo increíble que es que estés conmigo. Sí, Marta, por tu
bien y por el mío tienes que buscarte un hombre de verdad. Ya se que me
vas a decir que tengo mis virtudes y tienes razón: como atracción de feria
no estoy del todo mal. Pero como hombre soy un desastre. Soy
inconstante, incoherente y todos los “ins” que se te ocurran. Aún no soy
impotente, pero como siga bebiendo así todo llegará...
Con la cabeza sobre el pecho de él y la mano acariciándole la
barbilla, Marta dijo:
193
—Tú eres el que tienes que buscarte una mujer de verdad. Una que
no te quiera tanto y que no sea tan mala como yo, que por egoísmo te
acepto como eres. Una que te pida que seas mejor. Sé que quieres serlo...
Ambos se miraron fijamente por un instante, hasta que él dijo:
—Te diría que eres la mujer más bella del mundo, pero eso sería
insultarte faltando a la verdad. Y es que tú, por no necesitar, no necesitas
ni siquiera ser la más guapa. Ni siquiera la más guapa para mí. La simple
comparación con las demás ya sería un insulto.
—Un cumplido digno de ti—dijo ella—. Tampoco tú estás mal
mientras no se te compare con nadie.
—Así que estás en condiciones de afirmar que no es imposible que
sea el hombre más guapo del mundo...
—Siempre y cuando seas el único. Sí, creo que estoy en condiciones
de afirmarlo.
—Vaya, eso es muy halagador...
—Sólo lo que te mereces, cariño.
El espectáculo de la costa de Darterrae, a escasos cincuenta
kilómetros de la ciudad, con sus imponentes paredes de roca con los pies
en remojo en un mar color verde turquesa, y una brisa que, entre caricias,
susurraba ensoñaciones, acompañaron a nuestros dos enamorados a un
corto sueño. Lucio se despertó unos minutos antes que Marta, durante los
cuales, en silencio, la miró dormir, con su melena negra revuelta y un gesto
de preocupación que nada tenía que ver con la serenidad que irradiaba
cuando estaba despierta. Nuestras mejores cualidades duermen con
nosotros: son las que sufren mayor desgaste y por tanto las que más
necesitan del descanso; así que Marta era ahora la viva imagen de la
indefensión. Cuando por fin despertó, aún se miraron en silencio por unos
instantes. Lucio iba a decir algo, pero Marta se le adelantó:
—¿Eres feliz de vez en cuando, Lucio? ¿Consigo, aunque sea de vez
en cuando, que seas verdaderamente feliz? No hace falta que lo seas
siempre, sólo de vez en cuando. No te pido constancia, ni coherencia, ni
que estés siempre para darme y para que te dé..., sólo el saber que de vez
en cuando te hago feliz. Tiene gracia, antes siempre le pedía a la gente que
fueran de fiar, que fueran constantes. Hasta que mi marido me hizo caso y
fue fiable en hacerme constantemente infeliz. Como un reloj, cada día: un
verdadero prodigio de constancia y fiabilidad. Así que ya ves que no tiene
tanto mérito que te quiera con tus defectos y que en el fondo no soy
tolerante sino una interesada. ¿Eres feliz de vez en cuando?
—Contigo lo soy siempre, siempre...La pregunta es porqué no quiero
estar siempre contigo. Me da miedo ser feliz. Ser feliz es una
194
responsabilidad demasiado grande, porque la felicidad nunca viene sola y
una vez nos hemos libramos del yugo de la infelicidad, esa receta mágica
que todo lo justifica y excusa, comenzamos a preguntarnos por lo que
podríamos haber hecho mejor. Somos demasiado imperfectos para
permitirnos el lujo de la conciencia y la infelicidad nos libra de ese lujo, el
más cruel de todos, uno que ese superhombre al que todos aspiramos
podría permitirse pero que en nuestra realidad, la de los medio hombres,
sólo nos lleva a una interminable sucesión de excusas y autojustificaciones.
Cuando soy feliz, como lo soy ahora, ya no tengo excusa para no
acordarme de ella...
—De tu hija...
—Y me horrorizo de mis excusas para no verla. No verla me duele,
pero el haber aprendido a justificarlo me horroriza. Un amigo me dijo que
ese era mi problema: que había aprendido a justificar lo injustificable. Y
tenía razón. “A falta de un buen padre, al menos ha tenido uno que no la
ha molestado”: esa es una de mis grandes frases. Una gran frase
verdaderamente pequeña, pequeña como yo. Como esa de “a falta de saber
sumar, al menos no he restado”. ¡Como si el no sumar en la vida de
nuestros hijos no fuera la peor de las restas! ¿Hay algo peor que tener un
padre que se autoexcluye y encima dice que es por nuestro bien? ¡No me
extraña que no quiera ser feliz! En momentos como éste me espanto de
poder decir que lo mejor que he hecho como padre es dejar que su madre,
Marie, eligiera a otro padre y que, conociéndola, seguro que lo ha elegido
bien.
Al oírse mencionar aquel nombre, Lucio se quedó paralizado. Se
sentía capacitado para decirlo, pero no para escucharlo. Tras pasarse un
par de veces la palma de la mano por debajo de la barbilla mientras movía
la cabeza en señal de negación, Lucio dijo:
—Marie...Mi querida Marie.
Marta le miraba en silencio, debatiéndose entre el dolor que le
producía ver a Lucio sufrir y su temor a intervenir en un tema que sabía
que le afectaba y del que raramente hablaba. Acostumbrado como estaba a
reírse de sus desgracias, aquella era la única de la que nunca se reía. Al ver
que ella tenía los ojos vidriosos, Lucio sonrió, le acarició la mejilla con el
anverso de la mano, y continuó:
—Marie siempre decía que uno no comete un error hasta que lo
comete por segunda vez. Y que entonces los errores ya son imperdonables.
Ella se tomaba muy en serio aprender de sus errores; no como otros, que
hacemos religión de repetirlos. Seguro que ha elegido al mejor padre del
mundo. ¡Lo único que he hecho bien como padre y me basta un segundo
195
de felicidad para espantarme de no querer cambiarlo! Con lo orgulloso que
estaba yo de ser un cero a la izquierda, para ahora darme cuenta de que un
padre, cuando es un cero a la izquierda, siempre es un cero con coma.
—Siempre te digo que tendrías que llamarla. Seguro que ella
también piensa en ti.
—Cualquier cosa que piense sin conocerme será mejor que la
verdad.
—La única verdad es que su padre es una buena persona.
—Una buena persona...—dijo Lucio pensativo—. Es fácil serlo
cuando uno se pide tan poco en otros aspectos. Ser padre desgasta; ser
marido desgasta; ser compañero desgasta. Yo no soy nada de todo eso, así
que lo raro sería que encima fuera una mala persona. Y ya ves, te he dicho
que iba a ser un día perfecto y al final no he sabido evitar el hablar de las
miserias de siempre.
—Está siendo un día perfecto. Estamos disfrutado de un paisaje
precioso y teniendo las conversaciones que siempre tenemos cuando
estamos juntos. Me haces sentir, pensar..., ¿acaso crees que preferiría estar
hablando de quién se acuesta con quién o del sofá tan feo que se ha
comprado tal o cual?
—Ya sé que no.
—Vamos, Lucio, no te preocupes tanto...
Habían llegado a la isla Goldón. La tregua llegaba a su fin. La
señora de la limpieza había terminado de limpiar su celda y le decía que ya
podía volver a la misma. Lucio caminó por la pasarela como si estuvieran
a punto de tirarlo a los tiburones. Sus esperanzas, esas que habían nacido
en dos horas de sobriedad obligada, estaban a punto de ser ejecutadas. Las
mismas voces y olores que dos horas antes le anunciaban el comienzo de la
película de La Nueva Esperanza (descuento especial para fascistas), ahora
le comunicaban—mezclados con el olor de las frituras procedente de los
chiringuitos de la isla—, que ya estaban por las letras y a punto de aparecer
aquello de que “todo parecido con la realidad es pura coincidencia...”
Pasado el momento de reclamaciones y peticiones, ahora que el
veredicto era firme y todo el misterio consistía en saber cuánto tardaría en
tomarse la primera copa, Lucio se preguntó como sería su vida sin bares;
que pasaría si un día leyera en el periódico que todos los bares habían
desaparecido y que, además, nadie los echaba de menos así que no iban a
volver. Aquel era un pensamiento alegre y espantoso a la vez: salvación y
martirio por el precio de una sola crucifixión. Como si de un mesías
cualquiera se tratase. Y es que podía imaginarse un mundo sin bares, pero
196
imaginar un mundo en el que él no fuera un borracho ya era mucho
imaginar.
—¡Salud!
Esta palabra zanjó la negociación y un largo sorbo rubricó el
contrato.
—Por muchos días maravillosos como éste...—dijo Marta, quien, por
mucho que Lucio no hubiera hablando del tema, sabía perfectamente en lo
que él había estado pensando (y en lo que había estado evitando pensar)
desde que habían llegado a la isla.
Lucio sonrió. Al segundo sorbo comprobó aliviado que, como el
hielo, las dudas y dilemas también se funden en el whisky.
—Nada es tan importante—dijo tras el tercero—. No sé si el
problema es mi adicción a la bebida o el problema eres tú, que me
recuerdas que hay algo más que la bebida. Estoy seguro de que dejando a
una de las dos me acercaría a algo parecido a la tranquilidad.
—¿Y ya sabes a quien vas a elegir?—dijo Marta siguiendo la broma.
—Sé a quien quiero elegir, aunque no estoy muy seguro de que
realmente tenga elección.
Ella no dijo nada, limitándose a cogerle de la mano con suavidad.
—Te digo lo que vamos a hacer—dijo Lucio tras unos instantes en
los que se miraron en silencio—. Tú vete a la playa y busca un buen sitio
cerca del mar desde donde podamos ver pasar a los chicos y chicas
guapas. Yo mientras tanto voy a leer un rato el periódico y ya verás como
cuando nos volvamos a ver estoy un poco más alegre.
—A mí me gustas igual.
—Pero a mí no. Venga, ves y coge un buen sitio.
Ella le apretó la mano como contestación y con una sonrisa se
levantó de la barra. Lucio se quedó solo y por un momento sintió algo
parecido a la alegría. Alegría perfumada de alivio: una sensación que
siempre experimentaba nada más quedarse solo. El resto era tristeza, pero
ese primer momento de soledad estaba hecho de libertad, tranquilidad y
silencio. A veces le parecía que estar con gente era una treta para llegar a
momentos como aquel. Momentos que en otro tiempo había confundido
con la soledad, llegando a creer que la soledad no podía ser mala si uno se
sentía tan bien nada más comenzar a sentirla. Ahora, por el contrario,
disfrutaba de aquellos momentos como disfrutaba del alcohol,
saboreándolos pero no haciéndose ni la más mínima ilusión al respecto de
que aquella sensación fuera a perdurar más allá del momento. Y es que,
como tantos otros ejércitos tenebrosos, la soledad también se anuncia con
una banda de música.
197
Maldita memoria. A la cuarta copa solía acordarse de Marie.
Comenzaba con lo bueno, que para lo malo estaba la quinta. De lo malo se
acordaba pero no le importaba; pensaba un rato en ello, razonaba sobre lo
que podría haber sido y a la vista de aquellas deducciones mejor que no
hubiera sido, y a la sexta ya había vuelto a la cuarta. Ya no estaba seguro
de querer olvidarla: el dolor de recordarla le había acompañado durante
tanto tiempo que despedirse de él hubiera sido como hacerlo de un viejo
amigo.
“Uno que no me abandona...”
Muchas veces pensaba en la primera vez que la vio. Hacía cerca de
treinta años, en un tren entre Nuevo Giralte y Deyana. Ya se fijó en ella en
la estación, muy seria y consultando constantemente los horarios del tren.
Miraba el reloj una y otra vez, mientras le decía a la amiga con la que
viajaba, “que llegarían tarde y que no sabía como se las arreglarían al
llegar a...”
Lucio hizo por sentarse cerca de ella en el tren. Marie se sentó en el
lado derecho y dando la espalda a la dirección del tren, mientras que él lo
hizo en el lado izquierdo y de cara a ella. Él hojeaba el periódico y entre
noticia y noticia prestaba atención a la única verdadera noticia del día, del
mes, del año y del siglo: que ella levantara la vista del libro que leía con la
mayor de las atenciones y así poder apreciar aquellos dos enormes ojos del
color del chocolate. Como su pelo, del color del chocolate amargo; como
ella, dulce sólo a primera vista.
No es que con el tiempo se le fuera agriando el carácter o que fuera
una persona de convivencia difícil. El problema de Marie (o más bien el
de los demás), es que su aspecto era tan dulce e inofensivo (¿de quién va a
tener que defenderse alguien con una apariencia tan angelical?), que al
conocerla era imposible no sentirse engañado. El tiempo le hizo un favor,
pues aún envejeciendo bien y conservando gran parte de su belleza, fue
adquiriendo un aspecto más ambiguo que le libró de aquella carga de que
la gente creyera conocerla con sólo verla.
En aquel primer tren, Lucio se pasó más de la mitad del trayecto
haciéndose el interesante. Examinó con aspecto verdaderamente atento las
hojas de economía y sólo apartó la mirada del periódico para mirar con aire
soñador al frente, a la ventana y muy de vez en cuando, furtiva, oblicua y
distraídamente...
“Es inevitable que de vez en cuando crucemos las miradas”, parecía
decirle, “simple cuestión estadística...”
Claro que si parecía decirle todo eso es que quería decirle mucho
más.
198
Ya había vuelto a la sesuda tarea de examinar las noticias del mundo
(por su expresión se hubiera dicho que el mundo esperaba a que Lucio se
hubiera informado sobre su estado para continuar girando), cuando una risa
le sacó de su ensimismamiento. Al levantar la vista, las dos jóvenes le
miraban con aspecto risueño. Le estaban mirando a él, o mejor dicho, se
estaban riendo de alguien que estaba exactamente en la misma dirección
que él. Así que Lucio no tuvo la menor duda de que detrás suyo debía de
estar pasando algo muy gracioso. Claro que, para darse un poco más de
importancia, volvió por unos instantes a su tarea—“el parlamento de
Dalterra aprueba...”—, aguantando con temple y frialdad durante varias
decenas de décimas de segundo antes de girarse a mirar aquel espectáculo
tan gracioso.
Lo que vio detrás no sólo no era tan gracioso sino que no tenía ni
pizca de gracia. Y es que detrás no había nada. Así que, a no ser que un
asiento de tren vacío tuviera una comicidad sólo conocida para chicas con
ojos de chocolate amargo y sus amigas, lo que era tan gracioso era él.
“A falta de chiste, el chiste soy yo.”
Su primera reacción fue hacerse ofendido. Él, que momentos antes
hubiera dado media vida porque le mirara, ahora se ofendía porque no le
había mirado como él había planeado que lo hiciera. Aunque el enfado le
duró poco tiempo: el justo para sorprenderse de lo sincera y bonita que era
la sonrisa de aquella chica y lo mucho más guapa que estaba que cuando,
enfurruñada por haber perdido el tren anterior, se había fijado en ella en la
estación. Y orgulloso por haberla hecho sonreír, se percató de que tras
aquellas risas había cierta complicidad. De todos los miopes que se
centran en la lectura de las páginas de economía con expresión de
importancia, de los miles, millones, de los que aquella chica podría haberse
reído, se había reído precisamente de él.
Había llegado el momento de decir algo. La historia espera grandes
frases de los grandes hombres en los grandes momentos. Así que, a estas
alturas de la película, la historia ha aprendido a tomarse la historia con
filosofía. A Lucio se le ocurrían cien mil cosas, a cual más brillante.
Siempre y cuando, claro está, no tuviera que decírselas a ella, en cuyo caso
lo más significativo que le parecía poder aportar a la humanidad era aquel
digno, aunque hay que reconocer que algo insípido, silencio.
La historia tal y como la conocemos es un invento de los hombres y
por eso parece esperar tan poco de las mujeres; la vida tal y como la
conocemos es un invento de las mujeres y por eso parece esperar tan poco
de los hombres. Lo cual es una forma algo complicada de decir que
199
mientras Lucio buscaba una frase que le elevara a los altares de los
amantes ocurrentes, a Marie le bastó con decir:
—No te enfades, pero es que pones unas caras muy graciosas
mientras lees.
Otra vez cien mil cosas geniales que decir. Otra vez, al mirarla, sólo
un silencio:
—Por lo que se ve no tienes mucho que decir—dijo la amiga de
Marie.
Mejor pasar por un tonto que por un tonto silencioso, así que Lucio
se animó y dijo:
—Por lo que se ve—dijo Lucio recalcando la repetición—, no hace
falta que os diga nada para que os divirtáis.
—¿No te habrás enfadado?
La expresión de Marie parecía sincera, así que Lucio le contestó:
—Al contrario. Es toda una suerte lo de hacer gracia sin necesidad
de tener que estrujarse las meninges para encontrar algo ingenioso que
decir.
Ella sonrió. Un momento después dijo:
—Es que hemos tenido un día un poco duro. Hemos perdido el tren
que teníamos que coger y estábamos un poco enfadadas la una con la otra
hasta que te hemos visto.
—Aún no estamos muy de acuerdo sobre quien tenía que poner el
despertador.
—¿Tú adónde vas?—preguntó Marie.
Aquel fue el comienzo de una conversación que continuó durante las
seis horas que tardaron en llegar a Deyana, donde Lucio les dio la
dirección de un hotel barato y de confianza donde podían alojarse. No les
acompañó pues el hotel estaba en el centro de la ciudad y él iba a unos cien
kilómetros de la capital, donde estaba comenzando a trabajar en el
desarrollo de la que aún hoy es la presa más grande de Aubaye. Una presa
que el ingeniero, buen amigo suyo, bautizó como La Presa del Chocolate
Amargo a cambio de que Lucio hablara de aquella chica sólo la mitad del
tiempo. Marie, por su parte, acababa de terminar la carrera de derecho e
iba a la región sudeste para defender a los indígenas tras unas
expropiaciones ilegales (así logró demostrarlo) del gobierno de Aubaye.
—Maldito amor...—le dijo Lucio a Marta, quien tras una hora en la
playa había vuelto al bar a rescatar a Lucio de la bebida, tirándole un
hombro en vez de un flotador—...uno cree que lo tiene todo y un día se
entera de que todo era mentira. No, no estamos preparados para una
200
decepción así. Personalmente, creo que dentro de tres o cuatro vidas
comenzaré a digerirlo...
—¿Otra vez piensas en Marie? Sigues enamorado de ella...
—De su recuerdo siempre. Lo estaré toda la vida. Todas las vidas.
Tendrías que haberla visto en aquel tren, llena de vida, de proyectos...Ya
puestos a salvar a los indígenas, ¿porqué no salvar también al muchacho
que hacía carantoñas al leer el periódico? Pero ese recuerdo se parece muy
poco a la Marie de la que me separé. A veces me pillaba ensimismado
pensando en ella, en como era cuando la conocí, en como éramos en los
primeros años. Desde que le conté en lo que pensaba estuvo celosa de su
recuerdo, celosa de sí misma. Y tenía razón: le estaba siendo infiel con
una persona que no era ella y que, para mayor afrenta, lo había sido.
Cuando las cosas no van bien, no hay peor enemigo de los matrimonios
que el recuerdo de la persona de la que nos enamoramos. Ni cuando van
bien mejor aliado...
—Si esa persona es un recuerdo—dijo Marta—, es que ya no
estamos enamorados. Supongo que los viejecitos que se han querido toda
la vida siguen viendo en la otra persona a la persona de la que se
enamoraron. Y cuando piensas en mí, ¿también piensas en cómo era
cuándo me conociste?
—Tú eres diferente. Te quiero a ti y no a una idea. Cuando me
enamoré de Marie no estaba enamorando de ella, sino de que se pareciera
tanto a mi idealización de la mujer de la que quería enamorarme. Lo malo
de enamorarse de una idea es que no nos tomamos la molestia de conocer a
la persona, porque nos da miedo que, de conocerla demasiado, ya no se
parezca a la idea de la persona de la que queremos enamorarnos. Así que
ya ves que Marie tenía razones para estar celosa. Decididamente, hay que
presentar una queja ante el defensor del consumidor para que el amor lleve
libro de instrucciones. Nos ahorraría muchos problemas...
—Y muchas emociones.
—No tantas. Si no se aprende en un sitio se aprende en otro. Yo,
por ejemplo, todo lo que sé del amor lo he aprendido del tiempo y del
whisky, que fueron los únicos que se dignaron a atenderme. Te reconozco
que el tiempo es mal profesor, que hoy te dice una cosa y mañana otra y
que el whisky tiene poco que enseñar ya que siempre te dice lo mismo. Si
mis restos son los únicos que desentierran los hombres del siglo cuarenta
les he metido en un buen lío. ¿Extinción y evasión? ¿Un hombre hecho de
tiempo y whisky? ¿Qué espécimen es éste?
—Un idiota que debiera llevar una hora tumbado conmigo al sol.
201
—Ya sabes que lo del sol no va conmigo y que las barras ejercen
cierto poder de atracción que...
—Eres un desastre, un verdadero desastre...—dijo Marta
enfadándose todo lo que podía (que era poco) con Lucio—. Nada sale
nunca como habíamos planeado. Ahora nos quedaremos dos horas
sentados hablando sobre lo divino y lo humano y cuando llegue el barco ni
habremos pisado la playa. ¿Pero sabes lo peor? Que cuando me vaya a
acostar esta noche querré enfadarme contigo por haberme estropeado el día
de playa pero no podré enfadarme porque no podré dejar de pensar en lo
bien que me lo he pasado. Te aprovechas de que me gusta estar contigo y
no haces nada de lo que debieras hacer.
—Ven, dame la mano, vamos a tostarnos un poco al sol. Aunque si
no te importa yo alquilaré una sombrilla, no vaya con tanto alcohol a
convertirme en un souflé...
Por más que lo intentó Marta no pudo evitar sonreír:
—No me gusta que te rías de ciertas cosas.
—Perdona, no era mi intención ofender a los souflés. Entonces seré
el primer hombre queimada.
—Quieres que me ría y que te diga que no tienes remedio, pero no te
lo diré. Tienes remedio, ya lo creo que lo tienes...
—Sí, claro que lo tengo. Venga, no te enfades.
—Debieras pedirme que me enfadara. Sería mejor para ti.
—Para mí sí, pero no para ti. Y además no arreglarías nada. Nadie,
ni siquiera tú, puede ayudarme a dejar de beber. Pero gracias a ti he dejado
de ser un alcohólico para convertirme en un borracho...
—Vaya logro.
—Más grande de lo que piensas. Ahora que me acepto bebido ya
puedo pensar en aceptarme sobrio. Venga, vamos...
II
Al llegar a casa tras la excursión, Lucio se sentía alegre y optimista.
Volvía al hogar tras un día fuera y al ver su sofá, su cama y su butaca, esa
202
en la que hacía meses que no se sentaba a leer pero que recordaba que las
pocas veces que lo había hecho le había parecido de lo más cómoda, le
parecía increíble el sólo haber pasado fuera algo más de medio día. Era
como volver de unas vacaciones, así que el día que tan corto había
parecido al vivirlo, al examinarlo parecía larguísimo. Como la felicidad,
que hace que el tiempo pase rápido pero, al contrario que la alegría
estúpida, no lo consigue a base de vaciarlo de contenido. Por eso la
felicidad pasa rápido y se recuerda despacio.
Al entrar en su dormitorio una imagen le llamó la atención. En el
techo, el despertador proyectaba la hora. Eran las once, hora en la que,
como se ha explicado al comienzo de esta narración, comenzaba su
primera jornada laboral, en la que se gastaba el dinero y la salud que
ganaba en la segunda.
“Me parece que me he merecido unas verdaderas vacaciones...”, se
dijo ya lavándose los dientes y preparándose para irse a dormir.
Momentos después se tumbaba en la cama, en la que hacía años que
sólo dormía los fines de semana. El sol y el barco le habían agotado, así
que la noche, esa que habitualmente parecía tan larga y amenazante cuando
había intentado pasarla en la cama, le parecía ahora un oasis de
tranquilidad y reclusión. Estaba solo y seguro: protegido del exterior por
las paredes y de sí mismo por el cansancio. Aquella noche todo parecía
posible, no habría proeza que se le resistiera, ni siquiera la de dormir.
“Debiera llamar a la oficina para decir que no voy a trabajar. Jenny,
cariño, disculpame frente a las autoridades y camaradas de la nación de los
borrachos. Estoy enfermo: el médico me dado la baja debido a un severo
ataque de sobriedad.”
Fue una noche prodigiosa. Y es que para el que está acostumbrado a
dormir en compañía de sueños y visiones no hay nada más prodigioso que
una noche en la que no se recuerda nada de lo soñado.
Se levantó como se había ido a dormir: de un humor excelente.
Había dormido más de ocho horas y tenía todo el tiempo del mundo para
asearse cuidadosamente.
Puso un poco de música en el baño. En otro tiempo le había gustado
la música clásica; un gusto que, como todas sus aficiones, había perdido en
favor de la bebida. Se afeitó con Hopson, el músico más reconocido de
Darterrae, de fondo:
—Dios debiera existir—canturreaba improvisando una curiosa letra
para la música de Hopson—, aunque sólo fuera para poder darle las gracias
por las últimas veinticuatro horas. Gracias por Marta, gracias por el mar y
203
gracias por haberme dejado dormir. Si la felicidad existe, se debe parecer
bastante a lo que siento ahora.
Esa fue la actitud que se llevó a la calle. Al mirar su reflejo en los
escaparates ya no veía al viejo prematuro de cada día, sino a un apuesto, sí,
apuesto, hombre maduro de bonita cabellera blanca. No era sólo él el que
se gustaba más, sino también los demás. Hombres y mujeres, pero sobre
todo mujeres...¡como podía llevar tantos años sin asombrarse de la
prodigiosa belleza femenina! Sólo para presenciar aquel espectáculo valía
la pena mantenerse sobrio.
“Cuánto tiempo perdido,” se dijo, “pero cuánto tiempo para
recuperarlo...”
Lucio pensó en cuanto iba a cambiar todo y en que cambiaría sin
necesidad de cambiar nada. ¿De qué sirve cambiar nuestras circunstancias
si miramos a las nuevas circunstancias de la misma forma? La única
circunstancia que cambiaría sería su forma de mirar al resto de
circunstancias. Quizás todo siguiera igual a ojos de los demás, pero nunca
más a los suyos. ¡Bastaría con dejar de ponerse las gafas de culo de vaso
de whisky!
“Todo va a cambiar,” se decía de camino al trabajo, “...y no va a ser
tan difícil. Si un día, veinticuatro horas, han podido cambiar tanto, si una
noche de descanso y regeneración ha podido más que años de destrucción,
¿qué no podrán hacer semanas y meses? No sé si seré alguien nuevo,
simplemente seré lo que siempre he sido en mi mente, es decir, lo que
siempre he querido ser...”
Lucio pensó en nuevos proyectos, nuevos contextos vitales y
estratagemas para asegurarse de que nunca más volviera a perder un solo
segundo de su tiempo. En el metro pensó en como aprovecharía los ratos
libres, de todo lo que iba a leer, de todas las cosas maravillosas en las que
iba a pensar...Y se acordó, a modo de despedida, de todas aquellas tan
sórdidas en las que ya nunca más pensaría.
Y vivió esa nueva vida tan rápido; la vivió tantas veces en la media
hora que tardó en llegar a la oficina y le pareció tan perfecta que ya no tuvo
la menor duda de que era la mejor que podía vivir. Sí, aquella vida estaba
hecha para él, ¿pero estaba él hecho para aquella vida?
Con el sigilo de una brisa pero con el poder destructivo de un
huracán, la duda apareció en la mente de Lucio. Esa duda que es la base de
tantas cosas; de la mayoría de cosas buenas y de todos y cada uno de los
fracasos. Lucio se preguntó si estaría a la altura o si, una vez más, no sería
capaz de hacer lo que se había propuesto, si tal vez, quizás...
204
Así que ya no tuvo forma de escaparse del peor de sus fantasmas,
que no era el fracaso sino la incertidumbre ante el fracaso. Y para
exorcizarlo utilizo su recurso habitual, el cual, por cierto, era de lo más
efectivo. No hay modo más rápido de acabar con la incertidumbre ante el
fracaso que fracasar. Por supuesto que lo disfrazó de mil maneras. Una
copa, sólo una, ¿que era una copa? Al menos había pasado veinticuatro
horas buenas. Después de aquella copa volvería a intentarlo. Por mucho
que aquella copa no fuera una, sino sólo la primera, volvería a intentarlo.
Volvería a intentarlo: veinticuatro horas buenas ya estaban en el saco. La
próxima vez serían treinta y cuatro y a la siguiente cien...Volvería a
intentarlo. E incluso después de volver a intentarlo volvería a intentarlo.
Y así es como, sin saber muy bien cómo ni porqué, se encontró frente
a la barra de un bar triunfando, una vez más, en no fracasar intentando
dejar de beber.
Eran las ocho y media, justo la hora en la que debía comenzar su
segunda jornada laboral. Así que todos sus buenos propósitos se quedaron
en dejación de responsabilidades para con su primer trabajo, el cual
comenzaba con diez horas de retraso y que tendría que recuperar en el
tiempo en que debiera haber estado ejerciendo su segunda profesión. Ya
estaba en la oficina, si bien al ser por la mañana el personal era diferente.
Tras la segunda copa se reía del triste personaje en que se había convertido
y tras la tercera le contaba a un camarero de cafés lo que la camarera de
whiskies Jenny hubiera escuchado con la mayor comprensión y que el
cafetero escuchó con la mayor de las indiferencias:
—...no hay mejor forma de acabar con un fracaso que reafirmándolo
y el éxito de la vida está en ser capaz de convertir en éxito hasta el peor de
los fracasos y hoy soy el mayor triunfador de Darterrae...
—Si usted lo dice...—dijo el camarero de cafés mientras servía uno
más a una muchacha universitaria que repasaba a toda prisa unos apuntes
para un examen que, como todos, debía ser el más importante de su vida.
Y según Lucio lo era.
—Que los exámenes te sigan importando durante mucho tiempo—le
deseó Lucio a la muchacha, quien, por toda contestación, le dedicó una
sonrisa y una mirada llena de condescendencia aunque no del todo exenta
de amabilidad—, que el día que uno se resigna a suspender el primero la
vida es implacable...
A las cinco de la tarde hubo cambio de turno y Jenny le dio la
bienvenida:
—Vaya, llega usted muy pronto, o muy tarde porque ayer le echamos
de menos...
205
—He oído que me perdí una fiesta irlandesa...
—Servíamos los chupitos de whisky a terrón y medio. Hubo una
buena fiesta.
—Habrá que ponerse al día. Ponme uno. Si uno no trabaja un día, al
día siguiente hay que trabajar el doble.
—Vaya, es una buena filosofía—dijo ella mientras se lo servía.
—No, no lo es—dijo él levantándose, poniéndose la chaqueta y
bebiéndoselo de un trago—. Es la filosofía de los vagos. Si no trabajas
dos, al día siguiente por tres. Si no trabajas tres, al siguiente por cuatro. Y
así hasta que no trabajas por imposibilidad material de hacerlo.
Simplemente te faltan días para recuperar todos los que has perdido. En la
vida hay que ser constante, mi bella y joven amiga, hasta para ser un
borrachín como dios manda hay que ser constante. En caso contrario, un
día te das cuenta de que todo el trabajo no ha servido para nada. Yo ayer
era un señor borracho, pero mi bienintencionada inconstancia (¿hay alguna
inconstancia que no nazca de una verdadera intención de mejorar?), me ha
bajado de división y hoy he malvivido como un alcohólico cualquiera. No,
Jenny, lo que no se bebió ayer no se podrá beber hoy. Anda, dame la
cuenta que me voy a dormir.
—¿A las seis de la tarde? Un poco pronto para irse a dormir.
—Ha sido un día duro. Me pesa lo que he hecho, pero, sobre todo, lo
que no he hecho. No hay trabajo que agote más que el que hemos querido
hacer y no hemos hecho. Buenas noches, señorita...—dijo dejando el
billete que pagaba la cuenta y cogiéndola de la mano y besándosela
—...hasta mañana.
—Cuídese.
Bien, el dos era el número del día. Era la segunda vez en veinte años
de alcoholismo que faltaba al trabajo (los matices entre alcoholismo y
borracherismo los dejamos para Lucio) y dos, eran dos, las noches
consecutivas que dormiría. En ésta también durmió toda la noche, si bien
fue un sueño menos plácido que la noche anterior, aunque no hubo ningún
gran sueño que valga la pena relatar. Se levantó con la sensación de que
durante toda la noche había soñado mediocres distorsiones de su mediocre
vida; como correspondía a una noche que seguía a un día de fracasos que,
por anunciados, no dolían menos.
Así que, pese a levantarse a la misma hora y haber dormido más
horas, su estado de ánimo era muy diferente.
“Se acabaron las vacaciones. En vista de mi afición a los errores,
vamos a intentar que al menos sean lo de siempre. Estoy un poco mayor
para errores nuevos.”
206
Y así es como, al tercer día, Lucio volvió a sus dos trabajos.
III
Las once, fuera la pereza. Levantarse a beber no era un mal
pequeño, pero en vista de lo sucedido en los últimos tres días era desde
luego un mal menor. A veces dramatizaba y hasta llegaba a compadecerse
de sí mismo; “así somos los seres humanos”, pensaría un par de horas
después al haber superado la crisis, “siempre buscando excusas para
dramatizar”. La cosa no era tan grave. No lo era, entre otras cosas, porque
no podía serlo. Vivir la vida es tirarla, nacer es empezar a tirarla y él
simplemente la tiraba de una forma un poco más obvia. O más coherente.
Dejar de beber no le devolvería la juventud; ni le quitaría aquella mirada
siempre cansada y desilusionada; ni le devolvería a aquel momento en el
que, no sabiendo casi nada, quería saberlo todo; a cuando idealizaba todo
lo que un día sabría y que ahora que lo sabía hubiera preferido no saber.
Beber no le había quitado todo. De hecho le había hecho muchas
cosas mucho más soportables. Desde que bebía ya no sabía lo que era el
aburrimiento y su vida se repartía entre momentos de salud y enfermedad,
entre el veneno de la bebida y los propósitos de dejarla o cuando menos
controlarla. No sería la mejor forma de llenar el vacío de vivir, o eso
decían otros (y Lucio les creía), pero era su forma. Su tiempo de ocio
consistía en beber o en enorgullecerse de no estar bebiendo. Y, como
hemos visto, a veces leía un poco, disfrutando de vez en cuando de lo que
leía; aunque cada vez menos, pues la lectura se había ido poco a poco
convirtiendo, como sus paseos por la ciudad, en un ejercicio mecánico que
le ayudaba a centrar la mente, controlar la ansiedad y reducir la ingesta
alcohólica. Así era todo con el alcohol: un ladrón de identidades que
conseguía que hasta lo mejor acabara teniendo como único objetivo el
conseguir que bebiera un poco menos.
Ya en la calle, caminando con las manos en los bolsillos como si
tuviera miedo de perderlas, Lucio se sintió culpable por sentirse culpable.
Culpable por una vez más haber querido dejar de beber. Se dijo que
aquello estaba superado, que era parte del pasado y que hacía tiempo que
había decidido que podía vivir con la bebida, pero nunca sobrevivir a vivir
montado en las montañas rusas de los círculos viciosos de los que uno,
sobrio o ebrio, nunca ve el final. Por esos son círculos. Una vez más había
bajado la guardia frente a la esperanza y la esperanza, como suele ser
207
habitual, se le había escurrido entre las manos cuando con más fuerza
intentaba agarrarse a ella.
“Es una medusa,” se decía caminando por la ciudad a esas horas en
las que las calles son una gran sinfonía a la basura, con sus efluvios
oliendo al compás de las melodías de los camiones que las recogen, “una
medusa que se escapa entre las manos y que nos deja una picadura como
única señal de que por un momento divino la hemos tocado.”
Se dirigía al templo de la diosa Jenny y las ofrendas de cerveza de
plátano cuando, al pasar por delante de otro bar, le llamó la atención una
joven con aspecto aniñado que pedía limosna frente al mismo.
—Te he dicho que no quiero verte más por aquí...—le gritaba un
guarda de seguridad, dos por dos en tres dimensiones pues también la
barriga debía de medirle dos metros, mientras la empujaba en dirección a
la acera.
—Un poco de piedad...—fue todo lo que dijo la muchacha.
Lo dijo en un tono casi inaudible, como si lo dijera por decir y no
con la intención de que la oyeran; como si lo importante fuera decirlo y no
que tuviera el más mínimo efecto en quien lo oyera. Se había dado cuenta
de que dijera lo que dijera nadie la iba a escuchar y que hablando consigo
sí misma bastaba con susurrar.
Lucio se encontraba tan cerca de ella que tuvo que dar un pequeño
salto para que la muchacha y él no se fundieran en una gran y rodante bola
de nieve.
—¿Y de qué te sirve la piedad de los demás si no te apiadas de ti
misma?—dijo Lucio en un arranque de paternalismo tan dirigido a la
muchacha como a sí mismo.
La joven levantó la mirada y sonrió a Lucio, agradecida por
cualquier atención, incluso aquellas que pretendían recriminarla. Cuando
la empujaban, como había hecho el guarda, se sentía un objeto, así que
cualquier palabra, incluso un insulto, era mejor que el silencio permanente
en el que vivía.
—El apiadarme de mí misma es un lujo que no puedo permitirme.
Con apiadarme de mi hijo me basta...
—Es una forma curiosa de llamarle a la botella. ¿O lo tuyo son las
drogas?
—He visto y hecho lo suficiente como para no culparle por pensar
así de mí. Yo misma me olvido a veces de que ya no soy así. No lo soy.
Aquel tono firme sorprendió a Lucio. Tras mirar más detenidamente
a la chica le pareció que podía estar diciendo la verdad. No tenía aspecto
de haber estado bebiendo y de haberla visto en otra situación hubiera
208
pensado que se trataba de una joven madre de familia. También se dio
cuenta de que no era tan joven como le había parecido en un primer
momento: pese a su aspecto aniñado habría pasado ya los treinta años.
—Perdona, no quería ofenderte. Uno está tan acostumbrado a ver
siempre lo mismo que deja de tomarse la molestia de mirar. Y si eres lo
que dices, ¿no tienes mejores sitios en los que estar?
—También he sido muchas cosas de las que prefiero no hablar. Por
eso estoy aquí.
Lucio la miró en silencio y tras posar su mano por unos instantes en
el hombro de ella, dijo:
—No hables de esas cosas si no quieres, pero que no sea por
vergüenza. Cuando pienso en las cosas de las que nos avergonzarnos me
sorprende que tras ellas estén algunos de nuestros instintos más nobles
mientras que, por el contrario, solemos reafirmarnos en verdaderas
ruindades. Me gustaría decirte que hay grandes vergüenzas, pero hasta en
eso somos insignificantes...
—En eso tiene razón.
Conozco a alguno que va por ahí
pavoneándose y que tiene mucho más de lo que avergonzarse que yo.
—Tampoco más. Como te iba diciendo, hasta en eso somos iguales.
—Pues yo le digo que sé de alguno que tiene más. Uno de los
hombres más respetados de la ciudad. Pero nadie me creería, así que
tendré que vengarme yo misma...
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. Lucio empezaba a
consolarla cuando, de repente, las lágrimas se secaron y ahora los ojos de
la joven parecían de hielo.
—No, no quiero llorar, no puedo permitírmelo. Ese es otro de los
lujos que me quitó ese malnacido. En realidad me los quitó todos. Todos
menos uno: el de la venganza.
—Vamos, vamos, la venganza nunca lleva a nada. Eres joven y con
una larga vida por delante...
—Más larga, desde luego, que la de ese malnacido. Ese que me
quitó todo menos el odio. Y hasta que pueda vengarme tendré que
conformarme con odiarle.
Lucio intentó convencerla de que nada de lo que le hubiera hecho
aquel tipo, por muy grave que fuera, justificaba que se envenenara la vida
odiándole. Ya había sido la víctima de sus fechorías, así que no merecía
ser también víctima de su odio hacia él. En el odio no es el odiado el que
paga la ronda (deformación profesional, se excusó Lucio), sino el que odia.
209
Ella le escuchó agradecida, asintiendo como asiente el niño cuando el
profesor le dice que con la actitud adecuada las clases pueden ser mucho
más divertidas que los recreos.
“Tú sabes lo que sabes,” parecía decir la joven con el gesto, “pero
déjame a mí con lo que sé. Lo tuyo es tan endeble que necesita tener
sentido, como una pierna rota que necesita un yeso, pero lo mío es tan
intenso que no necesita de prótesis o justificaciones ya que para ser verdad
le basta con existir. El odio es autosuficiente y no necesita de razones.”
Tras un rato hablando frente al bar, Lucio le dijo que hacía
demasiado frío como para seguir allí plantados y que porqué no se iban a
una cafetería que estaba abierta toda la noche y que no estaba muy lejos de
allí. Hablaron mucho tiempo: ya eran casi las cinco cuando Lucio
saludaba a Juan en el edificio del BIDA. Hablaron de muchas cosas pero
sobre todo de una: cualquier tema era un prólogo y un epílogo para el tema
que parecía dar cohesión a la vida de aquella joven, como si su osamenta
se fuera a desmoronar en el momento en el que le quitaran el apretado
corsé del odio. Entre otras muchas cosas, Lucio habló de su trabajo y ella
de la familia que había dejado atrás.
—...una vida lejana—dijo ella—, de la que conozco todos los
detalles y que, de proponérmelo, podría llegar a convencerme de que ha
sido la mía. Pero ya no lo es. Ahora mi vida es el odio. No será la mejor
vida, pero desde que odio al menos estoy viva. He vuelto a nacer
odiando...
Y desde el odio le contó una historia que tendría una gran
importancia en la vida futura de Lucio.
IV
La joven se llamaba Rosalía y hacía dos años que había llegado de
Aubaye. A veces aún se preguntaba porqué se había ido. Allí tenía su
familia, sus amigos, su mundo y si bien a menudo se contestaba que no
había tenido más remedio, que era la necesidad la que le había comprado
aquel billete sin retorno, cuando era sincera consigo misma reconocía que
quizás el peso de todas aquellas responsabilidades le hubieran ayudado a
decidirse. Y es que un día llegó un señor que prometía una vida nueva y
ella se sintió como se sentiría un astronauta al que le proponen embarcarse
hacia Marte, ¿acaso preguntaría por lo que tiene que hacer allí? Desde
210
luego que no. Pues bien, de todas formas ella preguntó. Y pregunto una y
mil veces e incluso se gastó un buen dinero llamando a la capital e
informándose en la embajada de Dalterra en Deyana sobre aquellas ofertas
tan buenas para recepcionistas y sobre Mundo Libre, la organización que
las gestionaba. Y llegó a la conclusión de que Dalterra era el paraíso: un
paraíso a repartir que podía ser mandado a cachitos en forma de cheques.
Ya en Darterrae las cosas no fueron buenas, sino mejores. Su sueldo
como recepcionista en un hotel de tres estrellas era más que digno y en los
dos años de contrato que había firmado ganaría lo que en Aubaye en diez.
Hasta aquella noche. La noche en la que el paraíso se le cayó de las alturas
y lo hizo con tanta fuerza que acabó clavado en el subsuelo y oliendo
sospechosamente a azufre.
El recepcionista de noche se había puesto enfermo y ella le hizo la
sustitución. Había pocos huéspedes (era un hotel pequeño, solo veinte
habitaciones, de las cuales sólo cinco estaban ocupadas) y al llegar las dos
de la mañana sólo le quedaban dos llaves por repartir. Entonces sonó el
timbre de la puerta y a su pregunta una voz le contestó:
—Habitación 15.
Comprobó que la 15 era una de las llaves que le faltaba por entregar
y apretó el botón que abría la puerta de la entrada.
Momentos más tarde apareció una enorme sombra con elegante capa,
bastón y sombrero de copa en la mano. Al llegar a donde estaba Rosalía la
sombra se hizo hombre y, a la vez que recogía la llave, dijo con una voz
dulce y varonil:
—Muchas gracias, señorita...
La sombra de la 15 permaneció en silencio por unos instantes, en los
que miró a Rosalía fijamente y con una sonrisa. Finalmente continuó:
—Vengo de la ópera, donde me he codeado con lo más granado de la
sociedad dalterrina. Los hombres más ricos y, por supuesto, las mujeres
más bellas, pero, mire por donde, señorita, los ojos más bonitos de la noche
los voy a ver en mi hotel. Y mire por donde usted va a ser la responsable
de que no despida a mi secretario que, queriendo hacer una reserva en el
Ritz, me ha mandado al Ris. Pero sus ojos valen más que cualquier
comodidad. Así que no sólo no le despediré, sino que incluso le subiré el
sueldo. Es un inútil, pero tiene suerte. Una suerte que me ha permitido ver
unos ojos como los suyos. Gracias en mi nombre y le puedo asegurar que
también en el suyo. Buenas noches.
Sonriente y llena de orgullo, Rosalía miró como aquella figura de
cuento de hadas que parecía más flotar que caminar llegaba al ascensor y le
211
dedicaba una pequeña reverencia mientras se cerraban las puertas del
mismo.
—Adiós, mi príncipe—dijo Rosalía en un inaudible susurro.
Con la barbilla apoyada sobre la palma de la mano y el codo sobre el
pupitre, Rosalía se dejó llevar por la ensoñación de las novelas, que es de
donde suponía que se habría escapado aquella visión. Y ya puestos a
soñar, se imaginó como volvería y como la invitaría a bailar y como, tras
un momento de duda y vergüenza, ella bailaría con él y que por mucho que
ella no supiera bailar ni un vals ni ningún baile de novela, él sabría bailar
por los dos y la llevaría de la mano a un amor de novela. Pensó en su
marido y se dijo que aquello no era infidelidad, que a las personas se les es
infiel con otras personas y a los sueños con otros sueños y que bastaba con
mirar por un momento a su querido maridito y a aquel príncipe como para
darse cuenta de que eran tan distintos que era imposible serle infiel a uno
con el otro.
“¡Serle infiel a un hombre con un sueño! ¿Dónde se ha oído eso?
Bueno, hasta siempre, mi príncipe...”
Un escalofrío recorrió ahora toda la anatomía de Rosalía. Sintió
emoción, miedo, alegría y, sobre todo, el deseo de esconderse debajo de la
mesa y no volver a dejar que nadie la viera nunca más. El ascensor bajaba
a toda velocidad, aunque lentamente si es el ritmo de los latidos del
corazón de Rosalía lo que tomamos como referencia. Dos, uno..., Rosalía
vio como los números luminosos le anunciaban la llegada de un príncipe
que cuando vivía en la novela era amado, pero que ahora que parecía
querer quería escaparse de la misma era también temido. Al abrirse la
puerta del ascensor, vio la misma capa, el mismo sombrero y el mismo
paso elegante acercándose a ella. Las que no era las mismas era su mirada
y su sonrisa. No lo eran porque tampoco lo eran los ojos que las miraban;
los de Rosalía, que donde antes se dejaban seducir por la belleza de aquella
imagen ahora veían una amenaza en cada detalle.
—Perdone que vuelva, señorita. Prefiero no querer dormir que no
poder hacerlo. Si no le importa le haré un poco de compañía.
—¿Sufre de insomnio?—contestó Rosalía con un tono muy
profesional con el que intentaba cambiar la que, por alguna extraña razón,
sentía que era su suerte.
—Insomnio es no poder dormir sin una razón aparente y yo tengo
una que es mucho más que aparente...—dijo él con una expresión con la
que no dejaba lugar a equívocos.
Rosalía enrojeció.
212
—Vaya, de repente se le ha comido la lengua el gato. Si le molesto
me lo dice...
—No, por supuesto que no. Sólo que estoy algo confundida—dijo
ella sincerándose—. Toda esta situación parece sacada de un...no sé...de...
—De un sueño—le ayudó él—. Ya ve que al final tendré razón y
dormiré mejor aquí abajo que arriba. Yo ya estoy soñando, pero dicen que
para soñar hay que dormir...¿verdad?
—Eso dicen, aunque estoy empezando a dudarlo.
El desconocido miró a la mano de Rosalía.
—Vaya, ahora entiendo su nerviosismo. Veo que está usted casada.
—Sí, lo estoy—dijo Rosalía aliviada y avergonzada a la vez; aliviada
en la vida real y avergonzada en la de ensueño.
—¿Tiene usted hijos?
—Sí, uno.
—¿Y cómo se llama?
—Comet. El niño más listo y más guapo del mundo.
—Viendo a su madre no me cabe la menor duda. Supongo que
estará en Aubaye.
—Sí, vive en un pequeño pueblo llamado Biniveri.
—Con su marido...
—Sí.
—¿Y qué hace usted aquí, tan lejos?
—Intentar ganar un poco de dinero. Me salió esta oportunidad y he
venido por un par de años.
—Dos años son mucho tiempo...
—La obligación no sabe de tiempo, sólo de plazos.
—Que razón tiene—dijo el desconocido con una gran sonrisa—,
aquí donde me ve yo he tenido que pagar muchos. Hasta que un día
aprendí a ganar dinero. Lo difícil no es ganar dinero, sino aprender a
ganarlo. Una vez se ha aprendido es tan sencillo como poner una máquina
en marcha. Si quiere le enseño...
Rosalía estaba paralizada, lo cual al desconocido de la chistera no
pareció importarle pues, pese a notarlo, continuó con la mayor
tranquilidad:
—Es muy fácil, ¿cuánto gana usted cada semana?
—Trescientos terrones.
—No está mal. Ni mucho ni poco, lo justo, diría la mayoría. Pero
yo le cambiaré sólo una letra y le diré que lo que usted gana es mucho y
poco a la vez. Mucho si lo comparamos con lo que ganan otros
inmigrantes, poco si lo comparamos con lo que podría ganar a poco que se
213
lo propusiera. Yo, por ejemplo, podría ayudarla a ganar mil terrones en la
próxima media hora.
—Eso es mucho dinero...
—O poco. Es mucho si tenemos en cuenta lo que usted me va a
vender y poco si tenemos en cuenta lo que yo creeré estar comprando.
Afortunadamente para los dos el intermediario llamado imaginación no
cobra por sus servicios.
Rosalía empezó a temblar. Con la voz entrecortada y teniendo que
tragar saliva varias veces logró decir:
—¿Qué tengo que hacer?
—Lo sabe perfectamente, para que ponerle palabras a lo que nos las
necesita. Así después los dos podremos poner las que más nos
convengan...—el señor de la chistera se quedó callado por unos instantes,
aunque, viendo que Rosalía no se animaba a intervenir, continuó:—. Le
pido disculpas si por mi aspecto me tomó por algo más, aunque, en mi
defensa, le diré que no soy de los peores. No soy un santo, pero teniendo
en cuenta que a todos nos iría mucho mejor si el mundo no estuviera tan
lleno de santos, me resisto a etiquetarme como inmoral. Ni siquiera
amoral, simplemente mis pecados no son los de los demás. Pero ya
estamos hablando demasiado, de seguir así acabaremos con las mismas
justificaciones de siempre. Me resisto a una moral ajena y, por tanto,
también a todas las justificaciones que dicha moral lleva implícitas. No le
voy a justificar lo que no creo que lo necesite. Usted quiere mil terrones y
yo quiero darlos, eso es todo.
Rosalía tenía los ojos vidriosos.
—No soy una...
—No lo diga, se lo ruego. Le creo, ya conoce mi oferta.
—Hubiera conseguido lo mismo sin necesidad de pagar...
—Eso es lo que dice usted. Yo, por mi parte, estoy pagando por
poder pagar. Ya le he dicho que gracias a cierto intermediario creeré que
compro algo.
Con aquellas palabras el desconocido se dirigió al ascensor. A cada
paso que daba aumentaban los temblores de Rosalía, llegando éstos a su
máximo cuando la miró fijamente mientras se cerraban las puertas del
ascensor.
Rosalía estalló en un llanto histérico: estaba aterrada. Se decía que
no tenía porque tener miedo, que nadie la obligaría a hacer nada que no
quisiera hacer, que ni todo el dinero del mundo...¿Todo el dinero del
mundo? Afortunadamente no era todo el dinero del mundo, eran sólo mil
terrones; de serlo ya no le quedaría ninguna esperanza de negarse a
214
hacerlo. Pero si aceptaba que por todo el dinero del mundo quizás sí....,
entonces mil terrones le parecía mucho dinero. Casi un mes menos de
trabajo, un mes más que pasaría con su precioso Comet. Y todo por media
hora. ¿Qué no hará una madre por su hijo? ¿Pero seguiría sintiéndose
digna de ser madre después de aquello? No, no podía...Y no podía
arriesgarse a perder el trabajo: tenía una llave por entregar y el cliente
podía llegar en cualquier momento. Era demasiado arriesgado.
—Tiene razón el señor chistera—dijo en voz alta para oírse decirlo y
con la sonrisa socarrona de quien, no estando muy seguro de poder vencer
al enemigo, busca fuerzas en despreciarlo—, mil terrones es mucho dinero
por media hora y poco si por ganarlos uno se arriesga a perder un buen
trabajo. Gracias por la lección de relatividad...
De repente se sintió más tranquila. No estando muy segura de poder
ganar la batalla, dio por bueno no tener que enfrentarse a la misma.
Mientras tanto el señor chistera, como Rosalía lo había bautizado,
había subido a su habitación y, con la ventana abierta, encendido y
apagado la luz un par de veces. Miró al reloj, se puso el pijama, y se sentó
a esperar.
En la calle, escondido entre los matorrales, un individuo esperaba
aquella señal. Era un individuo cualquiera, pero no un huésped cualquiera:
ni más ni menos que el ocupante de la habitación 6. Una habitación que
tampoco era una cualquiera: era tan especial que para entrar en ella se
necesitaba la única llave que a Rosalía le quedaba por entregar.
Unos instantes más tarde sonaba el timbre de la puerta. Rosalía se
quedó mirando a la puerta por unos instantes y el terror volvió a apoderarse
de ella. Se dijo que había abierto aquella puerta cientos de veces y que la
abriría cientos más.
—Es una llave más—dijo entre susurros mientras apretaba el botón
—. Y ser la última no hace que deje de ser una llave más.
—Buenas noches, habitación 6—dijo un señor barrigudo y con un
enorme bigote cano.
—Buenas noches...—dijo ella entregándole la llave con una sonrisa.
—Muchas gracias, que pase usted una buena noche...
—Gracias señor, que descanse.
Abatida, se sentó, y comenzó a luchar una batalla que había
comenzado a perder en el momento en el que se había sentido aliviada por
no tenerla que luchar.
“Vamos a ver si es verdad que me vas a enseñar a ganar dinero. La
primeras lecciones siempre son difíciles...”
215
Pensaba en todo ésto mientras se levantaba de un salto y se dirigía al
ascensor con paso decidido. Una vez más se dijo que aún estaba a tiempo.
Aún le quedaban fuerzas para luchar contra la tentación, la del dinero fácil,
pero también estaba la curiosidad...
—Que me queden fuerzas, mejor así. Quizás las necesite para luchar
contra el arrepentimiento. Equivocada quizás, arrepentida nunca...
En el ascensor le volvieron los temblores, pero un momento después
se dijo que hiciera lo que hiciera al menos lo haría con orgullo. Orgullosa
de querer tanto a su hijo que cualquier cosa que hiciera quedaba
instantáneamente santificada por el simple hecho de hacerla por él. ¿Qué
es una contorsión física en comparación al más grande de los amores?
Rosalía dio dos fuertes y decididos golpes en la puerta. Momentos
después le abría su príncipe:
—Vaya—dijo ella—, se ha quitado usted la capa. Mejor así.
—Pase, señorita. Espero que no le importe que le reciba en pijama.
—No me importa. Es más, por mí déjeselo puesto.
—Me alegra que se lo tome con humor. Antes de nada el dinero. En
este sobre hay mil cien terrones.
Rosalía contó el dinero y metió el sobre en el bolsillo de la falda.
—Parece usted muy tranquila.
—Lo parezco...—repitió mecánicamente Rosalía.
—¿Quiere tomar algo? ¿Un poco de whisky tal vez...?
—No, no quiero nada.
—No se preocupe—dijo él tomándola de la mano—. Ya le he dicho
que los hay peores que yo. Vaya, tiene usted las manos frías.
Definitivamente un poco de alcohol le hará bien. Venga, beba un poco,
hágame caso.
El hombre puso un par de cubitos de hielo en un vaso y lo llenó de
whisky. Ella lo cogió, ahora ya sí temblando, y dio un par de tragos.
Entonces se sentó en el sofá y tras tomar aire un par de veces preguntó:
—¿Por qué he venido?
—¿Me lo pregunta a mí o se lo pregunta a usted?
—Las dos cosas. Pero usted contésteme a lo que me pueda
contestar. Ya sé lo que voy a hacer, ¿pero qué quiere usted de mí?
—No mucho—dijo él posando la palma de su mano sobre la parte
superior de la cabeza de ella y dirigiéndola suavemente en sentido
descendente—. Sólo que te bajes por un rato a mi nivel.
216
V
Media hora más tarde Rosalía creía tener razones para estar
apesadumbrada, al fin y al cabo había mandado por el desagüe de la vida
años y años de prejuicios. Pero no sentía nada. Nada por haberse
desnudado en frente de un desconocido; nada al ver el cuerpo de aquel que
había despertado su interés cuando lo creía un príncipe y por el que ahora,
un par de divisiones más abajo, no sentía ni siquiera asco; nada al meterse
en la boca aquel objeto plastificado tan parecido pero a la vez tan diferente
a aquel otro en compañía del cual había pasado algunos de los mejores
momentos de su vida; nada cuando él la penetró y se encontró con que
donde hubiera creído que iba a haber sentimientos de violación y dolor
sólo había incredulidad ante lo banal y desprovisto de significado que
puede llegar a ser el acto sexual. Nada porque, de todos los hombres del
mundo, cualquiera estaba más dentro de ella que aquel tipejo enrevesado
que, a falta de poder sacar conejos de la chistera, se había sacado a sí
mismo.
Así que su humor, mientras bajaba en el ascensor acariciando los
billetes que tenía en el bolsillo de la falda del uniforme, era de todo menos
malo. Un humor que, sin embargo, cambió cuando vio al director del hotel
junto al mostrador de la recepción.
—Vaya, señorita Rosalía. ¿Se puede saber dónde estaba?
—Un cliente me pidió que le subiera una botella de agua—dijo ella.
—¿Y le ha llevado media hora subirla?
Aquello desarmó a Rosalía. No había esperado que nadie se diera
cuenta de su ausencia (todas las llaves estaban entregadas y ¿quién iba a
salir a las tres de la mañana ?) y en el peor de los casos había calculado que
se darían cuenta lo suficientemente tarde como para que una excusa fuera
creíble.
—Es que también fui al baño. La verdad es que no me encuentro
muy bien.
—Su baño está aquí abajo. Y yo mismo le toqué la puerta
repetidamente hasta que, cansado de esperar, entré y vi que estaba vacío.
El huésped de la 6 me ha llamado a las 2 y media diciéndome que tenía que
tomar un avión y que cómo no le abrieran rápido lo iba a perder.
Afortunadamente miró en la listín de teléfonos de la recepción, vio el mío
para casos de emergencia y me llamó. Como sabrá vivo aquí al lado, así
que llevo esperándola desde las dos y treinta y cinco.
217
Rosalía se quedó callada, la vista fija en el suelo. Quería decir la
verdad, implorar la clemencia del director. Pero curiosamente la verdad
era más difícil de contar que de vivir.
—Veo que al menos tiene la decencia de no querer insultar mi
inteligencia. Creo que sé lo que ha estado haciendo y creo que sabe que,
de proponérmelo, no me va a ser muy difícil averiguar los detalles. Como
favor especial aceptaré su dimisión. En caso contrario me veré obligado a
despedirla, lo cual no será muy difícil ya que, en primer lugar, tengo al
huésped como testigo de su ausencia, ya le aviso que le he pedido un
teléfono de contacto, y algo me dice que si llamo a la policía para que la
registren me encontraré con que tiene varios cientos de terrones en el
bolsillo. Además me he preocupado de revisar las grabaciones del circuito
cerrado del hotel y en una de las cintas se la ve entrar en una habitación y
salir de ella exactamente treinta minutos más tarde. Así que ya ve que no
va a ser muy difícil despedirla. Y aunque la rabia de tener que estar
levantado a estas horas, cinco horas antes de comenzar mi jornada laboral,
me hace perder algo de humanidad, no la pierdo hasta el punto de no
ofrecerme a ahorrarle algo de padecimiento a una muchacha que, por lo
demás, no me ha parecido tan tonta como para equivocarse dos veces. Así
que no daré malos informes de usted. Bien, señorita Rosalía, como
comprenderá prefiero terminar la noche yo. Le diría que se piense si
acepta mi oferta, pero ya le aviso de que mañana quizás esté de tan mal
humor que se me ocurra pagarlo con la persona responsable de que sólo
haya dormido dos horas. Es más, me parece que mañana haré todo lo
posible porque la deporten al instante. Salvo, claro está, que me obligue a
estarle agradecido por haberme ahorrado algún que otro minuto de su
presencia.
Rosalía firmó sin decir palabra. Ya en la calle, sentada en un banco
de un parque cercano al hotel donde había trabajado durante algo más de
un mes, pensó en lo equivocada que había estado al creer que lo peor que
se puede estar es triste. Estaba mucho peor que triste: aturdida y
demasiado impresionada como para articular siquiera el más básico de los
sentimientos.
El frío le recordó que era tarde y que, por lo menos, aún le quedaba
un lugar donde dormir. Y sería cosa de aprovecharlo, pues quizás las cosas
vinieran peor dadas en el futuro. Era demasiado tarde para analizar lo que
acababa de sucederle, el como había comenzado su jornada laboral siendo
una respetable trabajadora y a mitad de la misma había sido expulsada de
su puesto de trabajo por ejercer la prostitución. Prostitución, vaya palabra.
Una palabra que hasta horas antes le era más ajena que cualquier termino
218
científico, ahora de repente era parte de su vocabulario. Hasta ahora las
putas eran otras; otras las que disfrutaban y sufrían por serlo; otras las
sacrificadas o viciosas. Otras, siempre otras. Aquella era la clave de su
repentina asimilación del término: ya no eran otras sino ella. Ya no eran
otras las que se acostaban con sus jefes, ni otras las que avanzaban
profesionalmente a costa de bajar braguetas y ya no era ella, sino otras
(siempre la misma palabreja) las que podían criticar cualquier ascenso
social o profesional utilizando la palabra comodín.
Y ahora que la puta era ella le parecía increíble seguir sintiéndose
Rosalía.
De camino a casa estuvo tentada de tirar el fajo de billetes a la
basura, dárselo al primer mendigo o cara simpática con la que se
encontrara. Un error lo tiene cualquiera, se dijo, no se destruye en una
hora la vida que se ha pasado años construyendo. Sólo el dinero le
recordaba lo que acababa de suceder. Al día siguiente buscaría otro
trabajo, uno cualquiera, en un hotel o fregando suelos, que importaba. Se
dijo una y mil veces que aún estaba a tiempo de volver a empezar. Tirar el
dinero era la forma de no haber cobrado nada y, por tanto, tampoco haberlo
vendido.
Pero pasaban metros que eran como kilómetros y minutos que eran
como horas e inconscientemente (o más bien subconscientemente) Rosalía
se iba adentrando en aquella nueva vida. Y lo hacía, no con los pasos que
daba hacia adentro, sino con los que dejaba de dar hacia afuera;
aceptándola, justificándola, sorprendiéndose de que aquellos billetes
tuvieran la misma textura que cualquier otro y no fueran más ásperos,
tuvieran otro color u olieran de manera diferente. Tantos años para darse
cuenta de que el dinero de las putas es el mismo que el de las santas,
recepcionistas, hombres de negocios o sindicalistas; tantos años para darse
cuenta de algo tan sencillo como que no son los billetes los que se
manchan sino las personas las que se sienten manchadas. ¿Entonces por
qué tirarlos? ¿Por qué no gastar aquel dinero de forma...? Vaya, las vidas
cambian más rápidamente que los vocabularios que pretenden regirlas. Lo
diría: ¿por qué no gastarlo de forma impecable?
Así que al subir las escaleras de su casa Rosalía había decidido dos
cosas. La primera, que no pensaría en todo lo que le había sucedido
aquella noche hasta la mañana siguiente: “si me merezco despertarme
como una puta como una puta me despertaré, pero a dormir me voy como
Rosalía.” La segunda que nada más levantarse le mandaría aquel dinero a
Comet. No a su marido, como tenía por costumbre (mandarle aquel dinero
hubiera sido, por mucho que él nunca lo supiera, insultarle), sino a su hijo,
219
“para que se lo gaste en lo que quiera y con su inocencia compense la
forma en la que su madre ha ganado este dinero...”
Y cumplió lo convenido. Tras lavarse los dientes y asearse igual que
cualquier otra noche, se fue a dormir como Rosalía y diciéndose que los
trabajos empiezan y terminan y que la dirección de su empresa al menos
había tenido el detalle de dejarle dimitir. Y, cumpliendo la segunda parte
del trato, se despertó como una puta, apesadumbrada, abatida y con tantos
remordimientos que no le hubiera importado morirse allí mismo si no fuera
porque tenía un dinero que mandar. Una puta, se decía, la que se
levantaba; una puta la que se aseaba; una puta la que desayunaba; una puta
la que caminaba por la calle; una puta la que miraba a los demás y una puta
a la que los demás miraban.
“Una puta aficionada, que si fuera una profesional sabría dejar el
trabajo en la oficina...”
Sólo tuvo unos segundos de descanso, cuando, mientras mandaba el
sobre con el dinero “a su Comet”, se sintió una madre. Rosalía sonrió y
encontrando fuerzas en el recuerdo de su hijo se dijo que el día soleado que
cubría Darterrae como un baño de oro eran las condiciones climatológicas
ideales para el despliegue logístico que suponía la operación “RR: Rescate
de Rosalía.” Así que se compró todos los periódicos y una hora después
había seleccionado una decena de anuncios.
Y la sonrisa no se le había borrado (insegura de poder mantenerla se
la había tatuado) cuando, con el periódico bajo el brazo y un par de bolsas
de víveres, entraba por la puerta de su casa dispuesta a comenzar una
intensa ronda de llamadas. Entonces un sobre, que alguien habría pasado
por debajo de la puerta, le sorprendió en el suelo.
“Para la señorita Rosalía...”
Era la primera vez que recibía una nota personal en su casa y no es
de extrañar que lo relacionara con sus experiencias de la noche anterior.
Estuvo a punto de abrirlo, si bien decidió que, fuera lo fuera, podía esperar.
Mejor no fastidiarse el esperanzado estado de ánimo al que, tras múltiples
esfuerzos, había llegado. Ya lo abriría cuando hubiera hecho todas las
llamadas que tenía que hacer.
—Una parte muy importante de la operación RR—declamó Rosalía
haciendo todo lo posible por evitar que su sonrisa tatuada se borrase—, es
no dejar que nada interfiera en ella. Hay muchos agentes vitales dispuestos
a hacerse un nombre acabando con ella, especialmente los que están a
sueldo de la ADORR (Agencia para la Destrucción de la Operación del
220
Rescate de Rosalía). Es verdad que la vida ha reducido a los RR a más
bien poca cosa, pero aún somos orgullosos, aún sabemos evitar
interferencias y aún sabemos hacer unas cuantas llamadas cuando nos
hemos propuesto que las vamos a hacer.
Rosalía montó sobre la mesa de la cocina el campamento, consistente
en un par de sandwiches de jamón, una botella de agua, papeles,
bolígrafos, periódicos y amuletos, entre los que destacaba una figurita de
madera en forma de elefante que Comet le había tallado. Y un teléfono.
—Hotel Madagascar buenos días...—oyó al otro lado del hilo
telefónico.
—Buenos días, llamaba por el anuncio del periódico.
—Le paso con el jefe de personal.
Tras unos minutos de espera en compañía de un hilo musical digno
de los más selectos ascensores, escuchó la voz amable de quien se presentó
como el jefe de personal.
—Si fuera usted tan amable de acercarme un curriculum...
—Por supuesto, esta misma tarde puedo traérselo.
—Excelente. De todos modos, ya que ha llamado, hábleme un poco
de su experiencia y podré orientarle sobre sus posibilidades de conseguir el
trabajo.
—He trabajado en el hotel Rey del Mar en Aubaye y en el Ris de
Darterrae.
—El Ris es un buen hotel. ¿Y entre qué fechas trabajó allí?
—Hasta ayer.
—¿Ayer? Y si no es mucho preguntar, ¿qué le ha hecho querer
abandonarlo?
—Me gustaría cambiar de aires.
—Vaya, es curioso. Es usted al menos la tercera persona que me
llama con la misma petición. ¿Qué sucede en el Ris que las recepcionistas
les duran tan poco?
Rosalía se quedó callada. Finalmente, contestó con un poco
convincente:
—Preferiría no hablar de ello.
—Ya lo sé, señorita, ya sé que no quiere hablar de ello, pero mire por
donde yo sí. No nos chupamos el dedo: la industria hotelera es lo
suficientemente pequeña como para que ya estemos al tanto de la situación.
Le diría claramente lo que es usted si no fuera por el respeto que siento por
la persona responsable de que usted y gente como usted estén en Darterrae.
Pero así son los santos: a veces se olvidan de que las normas e iniciativas
221
que tienen sentido en su mundo de santos dejan de tenerlo cuando se
aplican en el mundo de gentuza como usted.
—No entiendo de que me habla...
—Le hablo de la persona que dijo que ya estaba bien de dar sólo
trabajos de la escala baja a las mujeres inmigrantes y que había que hacer
un esfuerzo por atraer a mujeres cualificadas. Le hablo, por supuesto, del
señor Waldo Clark. Él las trajo y él aún las defiende. ¡Dice que un par de
fracasos no justifica el abandonar una iniciativa que ha propiciado decenas
de éxitos! Desde luego, lo que hay que ver. Lo malo de esta época no es
que el diablo tenga abogados, siempre los ha tenido, sino que los que tiene
sean más angelicales que los propios ángeles. Sí, señorita, lo que hay que
ver. Ese señor se juega su prestigio por ustedes y ¿cómo se lo agradecen?
Haciéndose putas. Ya lo sabe, señorita. Ya me lo ha hecho decir.
Rosalía quiso defenderse, decirle que todo aquello había sido un
error y que todos tenemos derecho a una segunda oportunidad. Del mismo
modo que un protokiev no es praliné por pisar la sede del partido pastel
(los pralinés son los pasteles y sus grandes rivales los tokones), una buena
madre no se convierte en una puta por haber vendido su cuerpo una sola
vez. Ni una ni mil: una buena madre siempre es una buena madre. Y una
buena madre es una buena persona y una buena persona es una buena
trabajadora y una buena trabajadora es lo que el hotel Madagascar
buscaba...¡Lo había visto en el anuncio! Y ella era todo aquello. Quería
decirle que su verdadero error, el único que concernía al jefe de personal
del hotel Madagascar, no había sido cobrar por mantener relaciones
sexuales, sino ausentarse durante media hora y sin justificación de su
puesto de trabajo. Hablarle de las circunstancias en las que se había
producido aquella gravísima falta laboral y de como aquel príncipe la había
seducido antes de mostrarle su verdadera cara. Y hablarle también de
Comet y de como por él se recuperaría hasta de la peor de las faltas. Quiso
decirlo, pero no dijo nada. Entre otras cosas porque el jefe de personal
había colgado el teléfono un instante después de informar al mundo sobre
lo que pensaba de Rosalía y de personas como Rosalía.
Así que de forma más mecánica que metódica, Rosalía repitió el
proceso. Llamó a más recepciones y esperó en compañía de mejores y
peores músicas a hablar con jefes de personal que le escucharon con mejor
o peor educación que el del hotel Madagascar. Nadie la iba a contratar:
una cosa es que las segundas oportunidades se merezcan y otra muy
distinta que se den.
Las últimas horas le habían demostrado que las barreras o se tiran o
se respetan y ella estaba a punto de tirar otra. Fregaría suelos como los
222
había fregado su madre y los fregaría por mucho que su madre los hubiera
fregado para que ella no tuviera que fregar ninguno.
—Perdona, mamá—dijo levantando la vista—por no haber sabido
aprovechar las muchas y muy buenas oportunidades que me disteis. Ahora
te pido fuerzas para aprovechar las que a partir de ahora sepa crearme.
La operación RR había sido rebautizada como “OBUS: Operación
Buscamos Un Suelo, (del que no nos podamos caer.)” Y ya estaba a punto
de comenzar tan importante búsqueda, cuando reparó en el sobre que,
como se recordará, no había abierto con anterioridad para no bajarse los
ánimos necesarios para la operación RR. No pudiendo tenerlos más bajos,
éste era el momento perfecto para abrirlo. Nada de lo que pudieran decirle
un par de ejecutivos engreídos (asumía que aquel sobre tendría que ver con
su despido) podía afectarle. Se equivocaba doblemente. Aquel sobre no
sólo no provenía de ningún ejecutivo engreído, sino que además le afectó y
mucho.
Estimada señorita Rosalía:
He preguntado por usted esta mañana en la recepción y me han
informado de que ya no trabaja en el hotel Ris. No he podido evitar
relacionar dicha circunstancia con nuestro encuentro de la pasada noche,
así que, tras intentar en vano convencer al director de que había venido a
mi habitación a petición mía para asistirme en un caso de indigestión, he
logrado que al menos me diera su dirección para poder disculpame por
los perjuicios causados.
Le presento mis disculpas y me permito la libertad de darle la
dirección de un amigo que a buen seguro tendrá un trabajo para usted.
La dirección es:
Calle Volantín, 37. Pregunte por Nacho Mauro.
Le presenta sus respetos su desconocido conocido. Las personas no
son ni tan buenas como nos parecen tras una primera impresión, ni tan
malas como nos parecen tras la segunda.
Mucha suerte.
Rosalía leyó y releyó aquella carta durante varios minutos. Como si
estuviera hipnotizada, le parecía que la pasada noche había sido una
223
preparación para, con aquella breve carta, decirle: “a la voz de ¡ya! caerás
en un profundo sueño.” Sabía que no debía acudir a aquella cita, que todas
las bonitas palabras de aquel príncipe habían sido tan interesadas como sus
actos demostraron ser sólo minutos más tarde. Así que todo el misterio y
la esperanza sólo estaba en su mente: ella intuía lo que era él y él parecía
dar por seguro lo que era ella.
“Pero, ¿y si dice la verdad? ¿Y si a la tercera no es tan malo cómo
me pareció a la segunda? ¿Y si en realidad está arrepentido y me ha
buscado una buena colocación?”
Una duda que en el caso de Rosalía no tenía porque tener mucha
verosimilitud ya que su cometido no era poder creérsela, sino simplemente
proporcionarle una coartada para acudir a aquel lugar con la conciencia
tranquila. Ya no controlaba las circunstancias, las circunstancias la
controlaban a ella, así que decidió entregarse totalmente a ellas.
Mientras caminaba en dirección a aquella calle Volantín se repitió,
como la noche anterior, que aún era libre, que nadie le obligaría a hacer
nada que no quisiera hacer. Es humano equivocarse una vez, ¿pero y la
segunda?
“Lo único humano de verdad es que cada error parece el primero.”
Sabía lo que iba a hacer y sabía que ahora, además, quería hacerlo.
Y sabía que en una hora podía ganar lo que hasta ahora ganaba en una
semana. No quería reconocerlo, pero lo sabía. De modo que lo que la
noche anterior le había parecido un cortísimo paso fácilmente desandable,
ahora se había convertido un paso tan grande (independientemente de su
longitud) como todo aquel con el que se traspasa un umbral.
Hablando de puertas, de haber sido la puerta de un castillo no le
hubiera intimidado más que aquella de Volantín 37, cuya humildad le hizo
agarrarse a la esperanza (de nuevo a la caza de la conciencia tranquila,
aunque en el fondo secretamente desencantada) de que aquel trabajo no
fuera el que había estado presagiando.
Salió a abrirle un muchacho joven y gordo de unos veinticinco años
y unos lustrosos mofletes rojos que le daban el aspecto de un enorme ángel
caído. La pregunta era caído desde qué cielo, pues aquel sujeto no tenía
pinta de haber estado en ninguno.
—Buenas tardes, señorita—dijo aquella enorme cara a través de la
mirilla, aún sin abrir la puerta.
—Hola, vengo por lo del trabajo.
—Lo del trabajo...—contestó con tono dubitativo—, aquí hay
muchos trabajos. ¿A qué trabajo se refiere?
—Pues no lo sé. Un conocido me dio su dirección.
224
—¿Y tiene nombre ese conocido?
—No lo sé...
—Vaya, un conocido sin nombre. Me parece que los trabajos para
señoritas que vengan de parte de conocidos sin nombre se han acabado,
pero si le parece miraré en la lista de trabajos para señoritas guapas que no
necesitan recomendación.
—Bueno, supongo que tiene nombre—logró decir finalmente
Rosalía—, sólo que yo no lo sé. Lo conocí en un hotel...
—¿Tiene nombre el hotel? ¿O también es un hotel sin nombre?
—El hotel Ris.
—¿Trabajaba allí?—preguntó el muchacho.
—Sí, así es.
—¿Y tenía nombre su trabajo?
—De recepcionista.
—¡Ah! Pues los trabajos de recepcionista también se nos han
terminado. Lo siento señorita...—dijo el joven retirándose de la mirilla,
aunque sin cerrarla.
Rosalía se quedó callada, esperando a que el muchacho diera por
concluída aquella extraña entrevista de trabajo o a que sugiriera el tipo de
trabajo que se ofrecía allí. Tras unos instantes de espera, dijo:
—¿Y qué trabajos les quedan disponibles?
El sol volvió a brillar en el cielo de la mirilla.
—Trabajos que demandan, para empezar, de una gran imaginación.
¿La tiene?
—Creo que sí...—dijo Rosalía casi sin voz.
—Pues entonces imagínese el tipo de trabajo al que me estoy
refiriendo. ¿Quiere que le haga la entrevista?
Rosalía respiró hondo y decidida a desdramatizar la situación dijo en
tono de broma:
—Bueno, supongo que por hacer una entrevista y dejarles un
curriculum no voy a perder nada.
—Exactamente señorita—dijo el muchacho corriendo la cadena y
abriendo la puerta—. Nada, claro está, que no haya perdido antes.
VI
—El resto de la historia—le seguía contando Rosalía a Lucio—se
cuenta rápidamente. Dos años de alcoholismo, drogadicción y de la
225
degradación más absoluta como ser humano. Lo malo no es ser puta, sino
que muy pocas son capaces de serlo sin sentírselo. La sociedad te
bombardea con constantes referencias que es muy difícil desprogramar.
Tanto que a veces me parecía que los puteros y los moralistas estaban del
mismo lado: el del morbo. Créeme, lo malo no es el acto en sí...Por
supuesto que no lo disfrutas como cuando lo haces con alguien a quien
quieres o te gusta, pero no es mucho más desagradable que otros actos. Es
menos agotador, por ejemplo, que tenerse que maquillar cada día, o menos
engorroso, cuando lo piensas, que cortarse las uñas. Pero cuando una ha
conseguido convencerse de que sexo sin amor no significa nada viene uno
de esos defensores de nuestra decencia, como si alguna vez la hubiéramos
perdido, y nos cuenta historias sobre lo que vendemos o dejamos de vender
y sobre los profundos traumas que nos creará haber ejercido la
prostitución. No digo que no tengan razón, pero creía que estaban para
ayudarnos, no para hundirnos aún más. Ejercer la prostitución, es decir,
realizar unos determinados ejercicios físicos por dinero, no está tan mal;
pero ser puta, que es mirarte como te miran los demás, es el peor de los
infiernos. El miedo, la codicia, la vergüenza..., la prostitución tiene tantas
ataduras morales que ni siquiera sé si era libre de irme; si fui retenida
contra mi voluntad o era mi voluntad la que me retenía en contra mía; si
era una esclava de alguien o sólo mí misma. Lo único que sé es que le
puse el candado a todas esas cadenas el día que me enganché a la demago
(demagocratina, derivado barato de la ambushina). La droga no empeoró
las cosas: simplemente las hizo definitivas. La decadencia, como mi caída,
fue rápida y lo que comenzó como una evasión pronto se convirtió en una
calculada autodestrucción. Caía por un abismo y movía los brazos como si
estuviera en el mar, en un ridículo intento de estrellarme un segundo antes.
Viví por y para las drogas, aunque de vez en cuando, colocada, me
engañaba diciendo que aquella había sido mi última dosis y entonces
mandaba todo el dinero que tenía a mi familia. Horas después, por
supuesto, comenzaban las prisas y me tiraba de los pelos por mi
ingenuidad, lamentándome de todos y cada uno de los terrones mandados.
Y entonces odiaba a mi marido y a mi hijo, como si ellos me hubieran
obligado a mandarles aquel dinero, y me odiaba a mí misma por odiarles y
odiaba a la vida por hacerme odiar lo único decente que seguía haciendo
con mi vida. Nada me importaba. O me importaba de la forma enrevesada
e indirecta del drogadicto, una forma que ni siquiera hoy logro comprender
del todo. Y es que mi familia me importaba tanto que quería destruirme
(destruir a la persona a la que mi familia le importaba) para que así dejarán
de importarme. Nunca podría olvidarlos, así que decidí destruir a la
226
persona que los recordaba. Me drogaba porque me importaban mucho y
me drogaba para que no me importaran nada y me volvía a drogar porque
me importaban tanto y...Éste era uno de los muchos círculos viciosos a los
que pasó a limitarse mi vida. Vaya, otra vez la noción del vicio. Me
recuerda a los moralistas de los que antes te hablaba, a los que querían
ayudarme y, por mi bien, empatizaban con el horror de ser una puta
drogadicta cuando yo, modesta como siempre, sólo me consideraba un ser
humano pasándolo fatal...¿Por qué lo hacían? ¿Por qué los moralistas, con
todas sus buenas intenciones (o no), siempre acaban convirtiéndose en los
palmeros del morbo? Se ve que acostarse con una mujer pagando no es
gran cosa, así que hay que hacer lo posible por aliñarlo una gota de virtud y
una pizca de salvación...¡Y ya tenemos el pecado servido! Lo bueno del
pecado es que sube las tarifas; lo malo es que yo era la primera en
creémelo y me odiaba tanto a mí misma que ya no me cabía la menor duda
de que nunca saldría del agujero. Así que gracias a dios por todos los que
me ayudaron sin presentarme la factura de moralina; por todos los que me
ayudaron con un poco de apoyo y comprensión y no con lecciones
magistrales sobre la virtud; a todos los que me ayudaron a caminar y no se
limitaron a mostrarme una guía turística sobre las maravillas del camino.
A los demás, a los criticones y moralistas, sólo les digo que todos sabemos
enseñar lo que es bueno, pero que curioso que tan pocos sepan vivirlo...
Así que pasé dos años siendo una..., vaya, no sé como llamarme. Si
digo enferma estaré siendo autocomplaciente, si víctima injusta y si yonki
me estaré recreando y glorificando una experiencia vital a la que,
francamente, no le encuentro la menor dimensión dramática. Lo de
glorificar las drogas queda para todos esos aprendices de drogadicto que se
divierten glorificando y recordando a personas desesperadas que se han
pasado más de media existencia siendo conscientes de que se la han
fastidiado entera. Lo dejaremos en miserable, sí, esa es una buena palabra,
ya que refleja como me veían los demás y como me sentía yo. No hace
falta que te diga que cada vez estaba más demacrada. Mi imagen, en otro
tiempo la de la frescura y lozanía, se había convertido en la más terrible de
todas: un esqueleto con cara aniñada. Era una muerte vigorosa, la infancia
de la muerte, la muerte en todo su esplendor, la esperanza de lo que podría
haber sido y la triste realidad de lo que fue, todo junto en la misma imagen,
la antinaturaleza representada en una niña que se muere...
Esa fue mi transición de ser humano a producto exclusivo. Ya no
ganaba tanto dinero, pero si me hubieras visto te hubieras asombrado de
que ganara algo y que alguien pudiera pagar por acostarse conmigo. Pero
ya ves, hasta las ruinas humanas tienen su precio si son las nuevas ruinas
227
de la temporada. Es curioso, mirando a mi alrededor, a veces me
sorprendía sintiendo celos de las nuevas ruinas, de aquellas chicas que
habían comenzado el mismo camino de degradación que yo estaba tan
cerca de terminar. No sentía celos de las chicas guapas; esas con las que
todos los clientes querían acostarse y que, con un poco de suerte, pasarían
por la prostitución como quien pasa por una pesadilla y, con un poco de
más suerte aún, como quien pasa por una pesadilla bien remunerada; sino
que los sentía de las chicas que se llevaban a mis clientes. Me desesperaba
que hasta los peores se estuvieran cansando de mí: sentía como una
traición terrible que aquellos depravados, a los que en otros tiempos no
hubiera dado ni las buenas noches, se fijaran en las nuevas ruinas de la
temporada y no se tomaran siquiera la molestia de despreciarme.
Simplemente me ignoraban.
En este negocio sólo hay una forma de saber que estás acabada. No
son los espejos, ni la edad, ni la policía...No, ninguna de estas cosas te
retira. El espejo te recicla, la edad te resitua y la policía te incordia, pero lo
único capaz de retirarte es el bolsillo. Un día simplemente dejan de
pagarte. Y al día siguiente lo mismo. Y una noche te das cuenta de que no
te has acostado con nadie en una semana. El jardín tiene nuevas flores e
incluso nuevas flores marchitas y la gente ya no te habla, no ya de lo guapa
que eres, sino ni siquiera de lo guapa que eras. Hay nuevas chicas para
adorar y nuevas chicas para degradar. Nuevas chicas para dar rienda suelta
a los mejores y frustrados instintos y nuevas chicas para los presuntamente
peores pero que, cuando una se acostumbra, no son ni mejores ni peores
que los anteriores. Igual que el primer día te sientes halagada cuando un
cliente te dice que eres la mujer más guapa del mundo, la esposa que
siempre hubieran querido tener, pero pronto te acostumbras, lo mismo
sucede cuando te dicen lo zorra que eres y te piden que hagas o te dejes
hacer todo tipo de vejaciones que, francamente, con la costumbre dejan de
serlo. “Nada de lo humano me es ajeno,” que decía el filósofo, a lo que yo
añadiría: “ahí va uno que sabe de fluídos.”
Así que lo mejor y lo peor acaban convirtiéndose en igual de
insignificantes y mientras te paguen sólo el espejo te recuerda lo que está
sucediendo con tu vida. Y si has aprendido a vivir sin mirar a tu
conciencia, a tu alma, a tu corazón; sin mirar a todas esas cosas que desde
pequeña has oído que son tan importantes pero que con el tiempo has
aprendido que sólo lo son mientras tú quieras que lo sean, ¿cómo no vas a
aprender a vivir sin mirar al espejo? Lo dicho: sólo el dinero es un
enemigo implacable. Muchas cosas te indican cuando te degradas como
228
ser humano y como cuerpo, pero sólo una te dice que estás acabada como
puta: el bolsillo.
El día temido estaba llegando para mí. Todos sabemos que vamos a
morir: nos da miedo la muerte pero no hay idea a la que estemos más
acostumbrados; pero la idea de que estaba a punto de morir como puta, de
que ya nadie iba a pagar por mis servicios, que ya no tenía nada que
vender, ni siquiera mi cuerpo, me pilló totalmente desprevenida. Ya ni
siquiera dependía de mí venderme, sino de que alguien quisiera
comprarme. Hubiera aceptado ofertas por una mano, los dos pies, la nariz,
una oreja, un pecho...Los hubiera vendido sin pestañear y con la alegría de
quien vuelve a la vida. La prostitución, a la que habitualmente nos
referimos como al último y más bajo de los recursos, se había convertido
para mí en un lujo inalcanzable.
Hasta el camello que venía por el burdel había dejado de fiarme y ya
ni siquiera me rebajaba el precio de las dosis acostándose de vez en cuando
conmigo. Una noche me dijo que quería hablar conmigo y que “si
podíamos ir a un sitio tranquilo donde nadie nos oyera.”
—Si quieres subimos a una habitación—le dije yo—. Allí nadie nos
molestará, cariño. Y además de hablar pasaremos un buen rato...
—Hoy sólo quiero hablar—me dijo muy serio.
—Bueno, para variar está bien—le dije buscando una complicidad
que él me negó mirándome con gesto serio—. normalmente no te
distingues por ser un conversador. Por eso me gustas tanto...
—Hay tiempo para todo. Hay tiempo para follar, para hablar y para
hablar seriamente.
—¿Y en qué momento estamos?
—Ahora te lo diré.
Fuimos a un pequeño almacén que había junto al despacho de Nacho,
el chulojefe del burdel, donde guardaban las botellas de alcohol y
refrescos. Intenté sentarme sobre sus rodillas como había hecho en otro
tiempo, cuando había llegado a llamarme su “novia escondida,” y cuando,
habitualmente borrachos y colocados, me decía que “quedaríamos para
tomar un café, ir al cine y hacer todas esas cosas que hace la gente
normal.” Me pidió que me sentara sobre una caja de cerveza y él se sentó
sobre otra, lo suficientemente lejos como para dejarme claro que me
consideraba una apestada.
—Hace mucho que no me pagas, Rosalía.
—Y tú mucho que no te acuestas conmigo.
—Viene a ser lo mismo...
—Pues vamos a una habitación y arreglamos las dos cosas.
229
—A partir de ahora voy a cobrarte sólo en dinero.
—Vienes en buen y mal momento, cariño—dije queriendo
convencerme y convencerle de que no había escuchado lo que acababa de
decirme—, bueno porque necesito demago y malo porque no tengo ni un
terrón.
—Sin dinero no hay drogas. Ya me debes demasiado.
—Eres tú el que me debe a mí—dije yo agarrándome desesperada a
mi papel—, viniendo aquí como un gallito y acostándote con todas menos
conmigo. ¿Es qué creías que no iba a ponerme celosa?
—Sé perfectamente que no. Tú sólo te pones celosa de las drogas.
Se ha acabado. No te voy a dar más drogas y voy a hablar con Nacho para
que controle tus ganancias y puedas pagarme lo que me debes.
—Poco que controlar hay. Hace una semana que no me acuesto con
nadie. Así que soy toda tuya.
—Vaya tesoro...
—Eso pensabas en otro tiempo...
—Tú lo has dicho: en otro tiempo. Ahora, por desgracia, estoy de
acuerdo con tus clientes: no vales ni una dosis. Y permita que te diga que,
por la pinta que tienes, no te quedan muchas más. Pero no te preocupes, no
voy a hacerte daño, ya estoy resignado a quedarme sin cobrar. Lo
dejaremos en que si te reformas y vuelves a ganar dinero vendré a cobrar y
si sigues como hasta ahora te prometo que, en recuerdo a los viejos
tiempos, vendré a tu funeral. Y hasta puede que te traiga flores...
—¿Me estás amenazando?
Él se rio. En el fondo no era un mal chico, al menos no peor que
cualquiera de los muchos “no-malos-chicos” que había conocido. En
aquella vida la gente se dividía entre los malos y los “no-tan-malos” y Kejo
pertenecía a estos últimos.
—Perdona, no me has entendido. Ojalá te estuviera amenazando,
pero por desgracia el camino a la tumba lo caminarás solita. Amenazarte,
Rosalía, sería como amenazar a una muerta. Hasta para poder amenazarte
tendrías que reformarte, cariño...
—Bueno, aún me llamas cariño. Es un primer paso. Si ya te digo
que al final acabaremos en una habitación pasando un buen rato.
Él se quedó callado por unos instantes. Finalmente, haciendo
desaparecer la sonrisa autosuficiente con la que siempre hablaba, dijo:
—Ya te he dejado claro cual es mi interés en que te reformes y que
no vas a pagar tus deudas acostándote conmigo. Y, perdona que te lo diga,
ni pagándome tú a mí me acostaría contigo. No te lo digo por crueldad y
me cuesta decirte aquello de que te lo digo por tu bien, pues ya sabes que a
230
estas horas de la noche los unos a los otros nos importamos lo justo, pero
es que te has convertido en un desastre. Hasta ahora te has estado
arruinando...Ya has terminado la obra, eres una señora ruina y si en vez de
ser una mujer fueras un edificio los turistas pagarían por verte. Antes eras
una viva con mal aspecto, mientras que ahora lo único que te mantiene
viva es que ni a la muerte le gusta tu pinta...
No supe que decirle. Me estaba acostumbrando a la idea de que la
gente no quisiera pagar por acostarse conmigo, a no ser lo suficientemente
atractiva para que me pagaran. Y aunque tras dos años trabajando en la
prostitución el orgullo sexual no es algo de lo que una se preocupe mucho,
aquel comentario me hizo regresar a muchos años atrás, a los tiempos de la
adolescencia, cuando me preocupaba durante horas por si le gustaría a los
chicos. Estaba acostumbrándome a no gustar lo suficiente como para que
pagaran por mí, pero lo de no gustar a secas era nuevo. ¡Más muerta que
viva y toda mi preocupación era no gustar! Es lo que tienen las drogas:
maduran tu cuerpo a la misma velocidad que reverdecen tu mente,
conviertiéndote en una vieja preocupada por si aún le gustarás a un novio
de la infancia. Es un desfase entre cuerpo y mente, ésta en una dirección
contraria a la natural y aquel en la dirección correcta pero a la velocidad
equivocada y cada vez más lejos porque mientras el cuerpo corre hacia la
muerte la mente lo hace hacia el nacimiento.
—Vaya, así de mal están las cosas...—dije en un susurro.
—Me temo que sí, Rosalía. Me debes trescientos terrones. Ojalá
puedas pagármelos. Sería una buena noticia para los dos, pero sobre todo
para ti. Cuídate...
Kejo salió por la puerta del pequeño almacén. Aún sentada sobre la
caja de cervezas, miré por unos instantes a una enorme pila de cajas de
Terri-Cola y esa “sensación de descubrimiento” escrita en grandes letras
blancas con tonos purpurina que, de haber mirado la televisión, hubiera
sabido que era el eslogan de la temporada. ¿Descubrimiento de qué? ¿Qué
significaba aquello? Millones de personas estarían repitiendo en aquel
mismo aquella tontería sin el más mínimo significado mientras mi vida se
hundía y yo perdía el poco significado que aún me quedaba. Y a nadie le
importaba, ni siquiera a mí. Lo único que me importaba es que en dos
horas me haría falta mi dosis de demago. Y me desesperaba pensando que
en dos horas estaría desesperada y sentía ansiedad por la ansiedad que
sentiría y dolor por todo lo que me dolería. Intenté tranquilizarme, pensar
en que todo se arreglaría, pero cuanto más pensaba en lo que tenía que
arreglar, más me daba cuenta de lo estropeado que estaba. Sólo logré un
instante de tranquilidad cuando, pensando en mi historia como si le hubiera
231
sucedido a otra persona, logré sentir pena de mí misma. Quizás no
estuviera todo perdido si aún sentía pena por haberlo perdido casi
todo...si...quizás...quien sabe...
Recuperada la esperanza, recuperadas las dudas. Los caminos hacia
la droga siempre eran rectos, una autopista siempre en perfecto estado de
asfaltado e iluminación, mientras que los de huida eran tan curvos y mal
señalizados que nunca estaba segura de si me estaba acercando o alejando
de la droga. Y nunca sabía si me drogaba porque no me importaba nada o
porque me importaba demasiado o porque no me importaba nada porque
me importaba demasiado o porque...Y así mil combinaciones más, todas y
cada una de ellas con el mismo resultado.
Iba a ser una noche movida, así que era cosa de prepararse. En lo
más parecido a una comida que había probado en los últimos días, cogí una
botella de licor de café del pequeño almacén en el que seguía sentada y me
la bebí en un par de tragos. No es que no tuviera hambre; más por falta de
atención que por desgana llevaba más de dos días sin probar bocado,
simplemente era incapaz de organizarme para tener hambre. Recuerdo que
pensé que me iban a echar una buena bronca por beberme aquella botella,
pero no me importó. Toda mi ilusión era pillarme una borrachera tan
grande que me durmiera hasta el momento en el que la resaca viniera a
unirse y confundirse con el síndrome de abstinencia. Cualquier distracción
era bienvenida.
Claro que en los dos últimos años, a fuerza de llenar mi cuerpo de
porquerías, éste, tan acomodaticio en lo demás, se había convertido en
extremadamente selectivo en lo que a porquerías se refiere. Como un club
de dictadores que le dice al último solicitante que vuelva cuando se haya
cargado a un millón de personas o, aprovechando la oferta del mes, a
medio millón de niños, mi organismo le decía al alcohol que un mísero
licor de café no tenía sitio allí, que ya le había hecho un favor aceptando al
ron como sustituto del agua pero que aceptar un mísero licor de café era
bajar demasiado la cuota de ingreso. Así que momentos más tarde lo
vomitaba. Aunque me encontraba muy mal, en el fondo disfrutaba de
aquel malestar pues sabía que lo que vendría en dos horas sería aún peor.
Me levante de mi caja de Terri-Cola, me bebí una para quitarme el sabor
de la bilis, y mirándome al espejo intenté arreglarme el pelo. Todo lo que
crecía de mí crecía casi muerto y mi bonita melena negra de otro tiempo se
había convertido en una maleza sin brillo tan poco atractiva como el resto
de mi cuerpo. Quizás fuera la única señal de autoestima que aún me
quedaba: prefería ser una muerta que una muerta con peluca.
232
Por mis comentarios ya habrás comprendido que ya estaba
acostumbrada a verme mal. Pero lo que vi aquel día, quizás influenciada
por el comentario de Kejo, fue peor de lo acostumbrado. Era más que un
producto acabado: era una persona acabada. ¡Y esa persona era yo! Ya no
miraba mi degradación como ajena y por primera vez en muchos meses me
paré a pensar que aquel cuerpo que había estado destrozando con tanto
ensañamiento era el mío . Me quité la camiseta y el sujetador, dejando al
descubierto unos senos que nunca habían sido muy grandes pero sí llenos y
bonitos y que ahora, caídos y secos, eran como dos grandes ojos morados
que me miraban con el odio de los reproches. Por encima de condenas
morales o justificaciones, lo cierto es que había dejado que mi cuerpo, en
otro tiempo el jardín de la vida, se convirtiera en una piel de aspecto
mortecino. A los treinta años era una vieja prematura que había hecho en
un año el trabajo que debiera haberle llevado toda una vida. Aquel cuerpo
no tenía la gloriosa belleza de la vejez; no era el deterioro que demuestra
que por aquellos huesos y tejidos ha pasado una vida; no era un
monumento a la vida, sino a la no-vida, pues era el resultado de una vida
no vivida.
Tan seco estaba todo mi organismo que ni siquiera podía llorar.
Pensé en beberme otra botella de licor de café para ver si, a falta de
lágrimas, al menos podía llorar licor de café. Me unía a la vida el no poder
abandonarla de la única forma de la que de verdad me apetecía hacerlo: de
infinitas sobredosis. Morir infinitas veces por toda la eternidad...No me
bastaba con morir una vez y la tan natural hambre de vida en mi caso se
había convertido en hambre de muerte. De muchas muertes. Quería morir
tantas veces que con una no me bastaba. Eso era lo único que me mantenía
viva.
Oí unas voces en el despacho de Nacho, a través de una persiana que
lo separaba del almacén. Había un cristal tras la misma, pero supuse que,
no me habiéndome visto entrar en el almacén, no vio la necesidad de
cerrarlo. Así que pude oír las palabras que habían de salvarme la vida
como si hubiera estado en la misma habitación que quienes las
pronunciaron.
—Siéntese, señor Krgf.
—Gracias, Nacho...Bueno, ¿qué tal todo?
—Como le dije al señor Oliert todo va bien. En los próximos meses
van a a abrir el centro de convenciones del Hotel Kabul y esperamos que
aumente la clientela. Creo que no sería mal momento para hacer unas
ampliaciones. He preguntado en los locales de al lado y los dos estarían
dispuestos a vender por un precio razonable.
233
—No sé si será mal momento, pero el bueno hubiera sido comprarlos
antes de que supieran que se iba a construir el centro de convenciones.
Bien, ya haré los números..., ¿qué tal las chicas?
—De primera, como siempre. Tenemos una niñita que acaba de
llegar de Aubaye que, si no supiera que no se acuesta usted con las
empleadas, le diría que tiene que probarla. Acaba de cumplir dieciocho...
—¿Estás seguro de la edad?
—Sí, desde luego. Su pasaporte dice que los tiene...
—Recuerda que lo de prostituir niñas es otro negocio que se hace en
otro sitio con mayores medidas de seguridad. Los negocios no se pueden
mezclar. Así que asegurate de que ese pasaporte sea verdadero. Si no lo
fuera y descubres que tiene menos de dieciocho díselo a Oliert y
resituaremos a la muchacha. ¿Algo más?
—Sí. Hay una chica que está en las últimas. Está totalmente
enganchada a la demago y tiene deudas...
—No vamos a perder a una buena trabajadora por un par de deudas.
—Por eso hasta ahora no la hemos perdido. Pero ya no es una buena
trabajadora. Es cumplidora y buena chica, pero ya nadie quiere acostarse
con ella.
—¿Cómo se llama?
—Rosalía.
—Vaya...Mira por donde con esa sí que me he acostado. Yo mismo
la traje hasta aquí. No te lo creerás, pero esa chica hizo que me tomara
muchas molestias.
Era él. Me lo había parecido desde el principio, tenía una entonación
y acento muy característico, pero hasta aquel momento no estuve segura.
—La vi en su pueblo. Era la chica más maravillosa que puedas
imaginarte. Le sonreí un par de veces pero ella no me hizo mucho caso.
No es que fuese antipática, ojalá...Hubiera preferido la antipatía a aquella
simpatía profesional con la que me atendió. Para ella era un cliente más,
un hombre más, y ya sabes que entre las muchas cosas que tolero no está la
de ser tomado por uno más. Ser bueno, malo, tonto o listo...Ni sé lo que
soy ni me importa. Pero me niego a ser uno más.
—Lo sé, señor Krgf, y también sé que cuando quiere puede ser
extremadamente persuasivo.
—Digamos que hago todo lo posible para no necesitar serlo. Hay
quien intenta explotar al máximo las circunstancias, mientras que lo que yo
exploto al máximo es mi habilidad para cambiarlas. Así que, como buen
filántropo que soy, hice un par de llamadas y en un mes montamos en
conjunción con Mundo Libre un extraordinario programa para jóvenes
234
aubayinas con preparación. Un programa que, ya puestos, ha sido de gran
utilidad para captar a otras mujeres de gran valía para nosotros. Así que
hasta puede que me den algún premio como ciudadano insigne y, déjame
decirte, hasta puede que lo merezca. Te iba diciendo que no cambio mis
circunstancias dependiendo de los negocios, pero que hago todo lo posible
para explotar al máximo las posibilidades económicas de mis
circunstancias. Rosalía no fue de las primeras en participar en el
programa, pero seis meses más tarde, y tras adecuar los requisitos de las
candidata perfecta hasta que casi parecía un retrato robot de ella, se decidió
a probar suerte. ¡Ya sólo nos faltaba decir “mujeres cuyo nombre no
empiece por R-O y termine por I-A absténganse de llamar”! Aunque todo
hubiera llegado, créeme, porque cuando me propongo algo lo consigo y
cuando lo consigo, además, hago un buen negocio...
—Me consta, créame...
—Tendrías que haberla visto en aquella recepción. Le tendimos una
trampa de lo más burda, pero la pobre se quedó fascinada nada más verme.
Me llamó mi “príncipe de novela...” Lo que son las cosas, siete meses
antes ni me había mirado y un cambio de circunstancias la pusieron en
condiciones de enamorarse de mí a primera vista. Esa es mi habilidad, sé
evaluar cuales son las circunstancias más adecuadas para mis objetivos y
no pierdo ni un minuto con circunstancias desfavorables. Lo de navegar en
días de tempestad está para los que no se pueden permitir esperar a que
haga buen tiempo para zarpar. Y más si, como yo, puedes comprar el buen
tiempo. Pobre mosquita muerta, tendrías que haberla visto aquella segunda
vez...¡Seguro que no se había acostado con nadie más que con su maridito!
Sí, definitivamente, fue una noche muy satisfactoria. Conseguí mi
propósito y, además, hice un buen negocio. Porque ha sido una buena
trabajadora, seguro...
—De las mejores. Por eso es una pena que la estemos perdiendo.
Como le he dicho, ya nadie quiere acostarse con ella.
—Mala suerte. Esto no es una ONG, sino...Bueno, algo así como
una Organización no Gubernamental sí que es, pero de otro tipo. A lo que
me refería es a que aquí no vivimos para la caridad, sino más bien para
aprovecharnos de ella. Así que paga sus deudas y despídela.
—Eso iba a hacer, ya lo tengo todo arreglado. De todos modos
quería consultarle...
Todo aquello no era nuevo, la mayoría ya lo sabía. Aunque no
recordaba a mi príncipe ejerciendo de gigoló barato en el Rey del Mar, lo
que en el fondo sí sabía es que había sido víctima de una treta y que nada
de lo que había sucedido aquella noche en el hotel Ris había sido casual.
235
Pero una cosa es imaginárselo, dudarlo y encontrar mil formas de no
reconocer lo que no queremos que sea cierto, y otra muy diferente oírlo en
boca de nuestros verdugos. Adivinaba lo que había sucedido y por eso
mismo busqué mil defensas y excusas para no reconocerlo, para ni por
casualidad acercarme a aquella conclusión que, con prepotencia y sorna,
oía en boca de aquel maldito manipulador. Lo peor no era lo que me había
quitado, sino que había querido quitármelo y que yo se lo había permitido.
—Una historia curiosa—decía ahora Lucio—, pero lo mejor de la
historia es ver que la rabia te ha sentado bien. La descripción que me
haces de ti en aquellos tiempos se parece muy poco a la persona que tengo
en frente. El odio es un buen elixir, aunque un mal compañero de camino.
Una cosa es que te haya devuelto a la vida y otra que aprendas a vivir con
él.
—Ni lo voy a intentar. Ahora que he recuperado mi cuerpo ya sólo
me queda recuperar mi espíritu. ¡El día de la venganza está llegando!
—Has vuelto a la vida y todo lo que se te ocurre es vengarte...
—¿Qué si no?
—¿Lo vas a arriesgar todo por una mísera venganza? No lo tomes
por el lado moral, por mi te puedes comer a ese mequetrefe que juega a ser
dios troceado y con patatas...Pero piensa en tu hijo, en tu familia, en esa
vida a la que ahora puedes volver...
—Ese malnacido podría seguirme y contárselo todo a mi familia.
Sabe donde vivo, ya ha estado allí...
—Cuéntaselo tú y sé libre para siempre. Aunque crean que has
hecho algo malo comprenderán que tú has sido la principal víctima. Lo de
vengarse se le ocurre a cualquiera, pero dar un paso hacia adelante...Ah,
amiga, para eso se necesita verdadero valor.
—Será que yo no lo tengo. Pero no voy a ir a la cárcel...No por ese,
desde luego, ya me ha quitado suficiente. Va a tener su merecido, ¿no ha
querido vivir fuera de la ley? Pues quien vive fuera de la ley merece morir
fuera de la ley. Y es que sé cosas de mi verdugo que él no sabe que sé.
Hace poco le espié cuando salía del Dátil. Fue hasta una pequeña nave
industrial y vi como dejó una nota bajo la puerta. No la metió muy
adentro, así que con un palito pude sacarla. Era una nota doblada en cuatro
partes en la que le comunicaba a su contacto cuando debía hacer el pago y
cuando pasaría él a buscarlo. Y ese día ha llegado. Hoy va a ir cobrar. ¡Y
tanto que va a cobrar! La oscuridad nos protege hasta el día que nos come.
Y ese día ha llegado.
—¿Hay algo que pueda decir para disuadirte?
236
—Nada. Vivo para la venganza y cuanto antes la ejecute antes podré
separarme de ella.
—La venganza ya te ha resucitado, ¿por qué pedirle también que te
enseñe a vivir? No eres muy agradecida que digamos...
—Precisamente porque soy agradecida quiero saldar mis deudas con
ella. Bueno, el momento ha llegado. Deséeme suerte.
—La que te merezcas...
—Eso me basta. Bueno, gracias por el café y la conversación.
—De nada. Toma—dijo Lucio sacando del bolsillo un billete de
cincuenta terrones—, pueden venirte bien.
—No, no puedo aceptarlo...
—Puedes y vas a aceptarlo. Y si mi dijeras que vas a olvidarte de tu
misión te daría cincuenta más.
¿Qué digo cincuenta?
Cien,
doscientos...Hay capítulos que terminan sin necesidad de cerrarlos y tú te
vas a jugar la vida por no saber reconocer cuando un capítulo ha
terminado.
Rosalía cogió los cincuenta. Tenía los ojos húmedos:
—Gracias. Es bonito ver que se preocupan por una. No estoy
acostumbrada...Quien sabe, si le hubiera conocido hace un año tal vez no
hubiera querido vengarme y hoy sería una drogadicta enamorada del
mundo que perdona y que, en consecuencia, espera que la perdonen. Una
de esas que pone la otra mejilla. Gracias a dios que no le he conocido
hasta hoy. Ya odio demasiado como para que un buen gesto me distraiga.
El odio da fuerza.
—No todo en la vida es fuerza.
—No, todo no, pero sin fuerza no hay vida...
Lucio miró a Rosalía sorprendido de que cupieran tantas cosas en
aquella frágil constitución.
—Seguro que eras una buena madre...
—Tan buena como volveré a serlo. Pero eso será mañana. Adiós,
gracias por todo...
—Adiós...
Rosalía volvió al frío del invierno de Darterrae. Antes de salir del
bar miró al cielo, al frente, y, girándose por un instante con una sonrisa, a
Lucio. Era la viva imagen de la determinación. El abrigo abrochado, la
capucha cubriéndole del frío y la mirada baja para que el cuello del abrigo
le tapara también la boca. Prefería fracasar en su venganza que no llevarla
acabo. No tenía miedo al fracaso, pero sí al monstruo que aquel odio
insatisfecho podía acabar creando en su interior.
237
“O volveré a ser la madre de Comet o no seré...Y la madre de Comet
no es una puta rehabilitada. No hay duda porque no hay más remedio. Tu
momento ha llegado cabrón...”
Rosalía esperaba ahora frente a una nave industrial muy parecida a
cualquiera de las que le hemos conocido al misterioso señor sin nombre y
con querencia al Krgf y las chisteras. No esperó mucho: cinco minutos
después de la hora convenida su hombre entró en la nave dejando que la
puerta se cerrara tras de él, ocasión que Rosalía aprovechó para meter el
pie y entrar. Vio a Krgf contar los billetes que su colaborador le había
dejado, ignorante de que la muerte, disfrazada de Rosalía, se le acercaba
por la espalda. Pero la muerte no te permite mirar al coche que te va
atropellar, o a la viga que se te va a caer encima, mientras que Rosalía,
desconociendo los hábitos de esa muerte a la que creía representar, quería
(incluso necesitaba) que Krgf supiera quien le iba a matar. Así que no era
la muerte, sino una vida disfrazada de muerte.
—Yo también tengo una factura que pagarle...—dijo Rosalía
acariciando un cuchillo que llevaba en el bolsillo.
Krgf no se giró y, con la mayor naturalidad, dijo:
—Hola, Rosalía, te estaba esperando. Hago un par de cuentas y
estoy contigo. Siéntate en el sofá...Por cierto, ¿quieres beber algo?
—No he venido a beber...
—Tampoco has venido a lo que crees que has venido.
—¿Cómo sabe a lo que he venido?
—Porque yo te he hecho creer que venías a lo que creías que venías.
Y a juzgar por tu aspecto—dijo Krgf levantando la vista de los billetes y
girándose hacia donde se encontraba Rosalía—, veo que no me he
equivocado. Estás igual de guapa que la primera vez que te vi, aquella
noche en el hotel Ris, ¿te acuerdas?
—Dirá en la terraza del Rey del Mar.
—No, en el Hotel Ris. Si te refieres a la conversación que tu creíste
oír accidentalmente te diré que la preparé para que la oyeras. Nacho
tampoco lo sabía: prefiero no depender de los demás si no es necesario.
Todos los detalles fueron inventados. Quería hacerte sentir rabia y, por el
buen aspecto que tienes, veo que lo conseguí. No me resigno a perder a
una buena trabajadora. Ya ves, no hay nada como un poco de odio para
revalorizar a una persona. Las dosis justas de mala leche, ese es el secreto
del éxito...
—Pues yo tengo más que las justas y le puedo asegurar que para
usted esta entrevista va a ser de todo menos un éxito.
238
Krgf sonrió con la mayor tranquilidad. Tenía la cara aburrida de
quien no sólo controla la situación sino también unos imprevistos que sólo
lo eran porque no le había dado la gana perder el tiempo en prevenirlos.
—Querida mía, esta entrevista será lo que yo quiero que sea, que
para algo he sido yo quien la ha concertado.
Rosalía sabía que era una causa perdida. Lo siguiente lo dijo por
decir, pues en el fondo sabía que estaba diciendo una tontería:
—Que yo sepa usted no me citó. Fui yo quien descubrió que estaría
aquí.
—Con una nota, sin sobre, dejada bajo la puerta al borde del quicio
para que pudieras sacarla sin dificultad. Sabía que antes o después me
buscarías, que antes o después me seguirías y que antes o después,
creyendo que sabías lo que yo no sabía que sabías, querrías utilizar tu
supuesta ventaja para vengarte.
Bueno, la farsa ha terminado.
Congratúlemosnos de que todo el proceso haya tenido el resultado
esperado. Estás curada y lista para reincorporarte al trabajo. Ojalá esta
vez sepas aprovechar tu oportunidad mejor que la primera.
—No habrá segunda oportunidad. Ni segunda oportunidad para ser
una buena puta ni segunda oportunidad para vengarme. Hoy es el día.
—Tras lo que te he contado supongo que habrás deducido que al
venir aquí no creía venir a un té entre amigos. Por la forma en que te tocas
el bolsillo supongo que tendrás en él un objeto que te hace sentir muy
fuerte. Pues bien, yo también tengo uno de esos objetos, aunque lo que me
hace sentir fuerte es el saber que no va a hacer falta que lo use. Soy
demasiado fuerte Rosalía, tan fuerte (o tú tan débil respecto a mí) que no
me ha importado que me odiaras si eso me ayudaba a recuperarte. Ni te vi
en un hotel de Biniveri ni has sido nada más que una de las muchas chicas
a las que hemos ofrecido que trabajara con nosotros. Si te extraña como te
llegó el ofrecimiento, con nuestra pequeña representación del Hotel Ris,
piensa que un trabajo tan especial como éste necesita de una presentación
especial ya que las mejores candidatas nunca han pensado en ejercerlo. Es
la diferencia entre nosotros y los demás: mientras los demás ofrecen putas,
nosotros, por el contrario, ofrecemos mujeres que se prostituyen.
—No le creo...
—Voy a sacar una cinta del bolsillo, Rosalía. Sólo una cinta, nada
de armas...Si hubieras venido con otro talante te diría que tu misma la
sacaras, pero visto lo visto mejor no correr riesgos. Un bolsillo no es un
baúl y como verás—dijo Krgf apretando su chaquetón sobre su cuerpo y
mostrando como en el mismo se marcaba la forma de una cinta de video—,
en estos bolsillos no caben muchas cintas. ¿Hasta aquí todo bien? Veo
239
que no me contestas, así que deduzco que sí. Bueno, ahora le damos al
“play”. En primer lugar sale un número. Por favor, apuntaló. Toma papel
y bolígrafo...
Rosalía apuntó el teléfono que salía en la pantalla. Tras unos
instantes en los que aquel teléfono siguió apareciendo sobreimpresionado
sobre fondo azul, apareció en pantalla Rosalía en una de las habitaciones
del Dátil. Estaba sonriente y le hacía carantoñas a una sombra que daba la
espalda a la cámara. Segundos más tarde se desnudaba y desnudaba a esa
sombra, la cual momentos más tarde se convertía en cuerpo y se juntaba
(unir sería mucho decir) al de Rosalía.
—Creo que ya es suficiente—dijo Krgf finalmente al ver que Rosalía
no decía nada—, quería mostrarte esta cinta, no recrearme en ella. A estas
alturas quizás te hayas dado cuenta de que no soy uno de esos mafiosos
que amenaza con romper piernas o hacer visitas sorpresa a las familias. Yo
no amenazo, simplemente no encubro. Si te vas mañana esta cinta y otras
muchas parecidas saldrán camino a tu domicilio en Biniveri. No, no me
llames chantajista, ya sabes aquello de que la verdad nos hace libres y si de
verdad yo soy el malo y tu la buena; si de verdad yo soy el verdugo y tu la
víctima, reconoce lo que has hecho, vuelve a casa y sé feliz. Vaya, veo
que no dices nada, reconozco que tienes mucho aguante. A estas alturas de
la escena otras ya están arrodilladas pidiéndome que les permita volver a
trabajar para mí. Pero tú no sólo aguantas con dignidad sino que, por tu
gesto, aún dudas. Sí, Rosalía, vales mucho, ahora comprenderás porque
me he tomado tantas molestias en recuperarte.
Rosalía estaba callada. En realidad no dudaba, sino que buscaba
fuerzas para ejecutar su venganza. Krgf había dinamitado los cimientos de
la misma demostrándole que ésta se había basado en argumentos
equivocados, aunque al hacerlo le había dado nuevos argumentos que
Rosalía intentaba ahora utilizar para construir una nueva. Pero seguía
paralizada. Había tenido fe en su venganza pues creía saber cosas que
Krgf no sabía que sabía, mientras que ahora era al revés y tenía miedo no
sólo de lo que Krgf le había avisado que sabía, sino especialmente de lo
que aún no le había contado. Krgf había mostrado tantas y tan buenas
cartas que Rosalía no tenía más remedio que asumir que las que escondía
eran por lo menos igual de buenas.
—Bueno, en vista de que sigues empecinada en no aceptar tu derrota
—dijo Krgf con un tono más agresivo—, tendré que darte nuevos
argumentos. Ahora que te he descubierto que lo de la terraza del Hotel
Rey del Mar era falso, tal vez dudes de mi capacidad para hacer llegar esta
cinta al lugar adecuado. Así que vamos a marcar el número de teléfono
240
que has apuntado. Si no te importa hacerme los honores...—dijo Krgf
acercándole un teléfono.
A falta de dar su brazo a torcer definitivamente, Rosalía se
conformaba con obedecer a Krgf. Aún no había vencido sus deseos de
venganza, pero Krgf ya había doblegado su voluntad; aún le odiaba, pero
ya no se atrevía a llevarle la contraria. Así que Rosalía marcó aquel
número de teléfono:
—No te olvides de marcar el 00 que es una llamada internacional.
Todo llegará, pero que yo sepa Aubaye aún es un país extranjero.
No hacía falta que le avisara pues nada más verlo Rosalía se había
fijado en los primeros tres dígitos de aquel número de teléfono,
coincidentes con el prefijo de la provincia de Aubaye a la que pertenecía
Biniveri.
Momentos más tarde una voz joven sonaba al otro lado del hilo
telefónico. A petición de Krgf, Rosalía le cedió el teléfono:
—Mi amigo Miguel, ¿cómo está mi buscador de tesoros favorito?
Vaya, me alegra oír eso. Y el Barón Dint, ¿aún sin aparecer? Sigue
buscando, amigo, que estás en el camino adecuado. Verás, tengo que
pedirte un favor. Tengo una amiga que quiere viajar a Biniveri, es una
enamorada de las playas bonitas y los lugares con cultura, así que he
pensado en que quizás pudieras darle un par de consejos sobre lo que no
debiera dejar de visitar. La iglesia de Biniveri, los museos, las bellezas
naturales...Le he comentado que aunque tu eres un extranjero conoces
Biniveri mejor que la mayoría de nativos. Bueno, te la paso, un gusto
haberte saludado y muchas gracias...
Mientras le acercaba el teléfono a Rosalía, Krgf le dijo en un susurro:
—La máxima expresión del talento del conspirador es llenar el
mundo de cómplices que ni siquiera saben que lo son. Medio mundo
trabaja para mí, pero lo verdaderamente bonito es que sólo unos pocos lo
saben...
Rosalía escuchó hablar de las bellezas de Biniveri con la cara del
acusado que escucha la lista de cargos de los que se le acusa. La plaza del
ayuntamiento, con su fachada gótica; la iglesia, cuya fachada el famoso
escultor Eduardo Domnión, tras sufrir una grave lesión en las manos
(algunos cuentan que se autolesionó por un mal de amores) construyó
sujetándose los cinceles de las muñecas. La biblioteca, que el joven
bibliotecario, del que Comet ya le había contado cosas en sus cartas y
conversaciones telefónicas, había convertido en una de las mejores de la
región. Miguel le habló incluso de Barry y sus representaciones en los
subsuelos de la región:
241
—...para que veas que éste es, decididamente, un lugar mágico.
Rosalía asintió con una sonrisa y buenas palabras a todas y cada una
de las cosas de aquella lista y al oírlas nombrar recordó que se las estaban
robando. Una lista de todo lo que no vería mientras no estuviera dispuesta
a reconocer lo que había hecho en Dalterra.
—Va ser un viaje fascinante...—dijo Rosalía como despedida tras
darle las gracias en repetidas ocasiones a Miguel, al que recordaba de
Biniveri, y dejando caer la mano para colgar como si el teléfono pesara
treinta kilos.
Tras un profundo suspiro, mitad de rabia mitad de resignación, y
negando con la cabeza, Rosalía miró fijamente a Krgf y le dijo:
—No sé si usted ha ganado, pero sí sé que yo he perdido.
—Ya te he dicho que la verdad es tu única defensa. Mi coartada, esa
coartada moral que todos necesitamos, esa con la que justificamos que no
somos peores que el vecino y que el mundo no es peor porque nosotros
estemos en él, es la verdad. Yo no manipulo o tergiverso la realidad:
simplemente la descubro. ¿Te digo como vencerme y aún me miras con
mala cara?
—Ni sé como le estoy mirando...—dijo Rosalía totalmente abatida
—...créame que no sé que hacer o decir.
—Bueno, bueno, tampoco es para tanto. No sólo no es el fin del
mundo, sino que en realidad es el principio...Una nueva vida en la que te
pido que hagas un esfuerzo para descubrir lo mucho que tiene de positivo.
Esta vez vamos a hacer las cosas mejor, ¿verdad Rosalía? Lo digo por ti y
por mi, pues te reconozco que la vez anterior no te presté la atención que
merecías: por aquel entonces aún no conocía tus necesidades. Ahora las
conozco y sé, por ejemplo, que necesitas ver a tu familia de vez en cuando,
así que te daré la oportunidad de ir a Biniveri cada seis meses y pasar dos
semanas con ellos. Vamos a aprender de los errores y, ahora que hemos
superado los escrúpulos de enfrentarnos a esta profesión tan bien pagada, a
comportarnos como verdaderos profesionales. Puedes ganar mucho
dinero, mucho, y con el tiempo tal vez me convenzas, cuando me convenga
por supuesto, de que la verdad no es lo que sucede sino lo que se cuenta.
Y esa verdad se quedará conmigo. Y todo lo hemos recuperado gracias a
tu odio por mí...¿Amigos?
Para seguir odiando tendría que haber estado menos confundida. La
habían cogido, doblado como si de una contorsionista se tratara, metido
dentro de un saco y colgado de un camión al que habían mandado a dar un
par de vueltas al mundo, tras las cuales la habían liberado y preguntado si
242
le dolía algo. No le dolía nada: todo le dolía demasiado. No pudiendo
procesar tantas señales de dolor, su mente ya no procesaba ninguna.
—Mejor tener un buen enemigo que un mal amigo...—dijo
finalmente.
—Así me gusta, que te lo tomes con sentido del humor.
—Si aún puedo reírme es que, después de todo, las cosas no van tan
mal. ¿Cuándo puedo volver a trabajar? El sitio en el que vivo actualmente
es más una madriguera que un hogar, así que mejor empezar cuanto antes.
Además de que estoy cansada de estar sola. Lo que agota no es el odio
sino la soledad que el odio nos impone y, la verdad, tengo ganas de
echarme unas risas con las compañeras...
—Avisaré a Nacho y seguro que te encontrará un sitio en el que
dormir.
—Está bien...—dijo Rosalía tirando el cuchillo al suelo y
dirigiéndose a la puerta.
—Viendo el tamaño del cuchillo—dijo Krgf al ver un enorme
cuchillo de carnicero—, te agradezco que me hayas querido ahorrar la
agonía. Todo un detalle...
—Ni más ni menos que lo que se merece.
—Gracias. Una última cosa. Si todo va como tiene que ir, no nos
volveremos a ver. La única vez que he ido al Dátil fue la noche de mi
pequeña representación con Nacho, así que no esperes verme por allí. Lo
que quería decirte es que si no fuera la birria humana que soy me hubiera
gustado pasar mi vida con alguien como tú. Los cumplidos no son grandes
o pequeños, sino que lo son en relación a quien los dice. Y quien mejor
que la peor bazofia para apreciar la verdadera belleza y no hablo sólo del
físico. Así que, aunque no te importe, seguramente éste sea el mayor
cumplido que jamás te hayan hecho. Eres una buena mujer...
—Al menos dicen que lo era...
Rosalía cerró la puerta y aquella noche, en el Dátil, fue recibida entre
vítores y celebraciones. Recuperada y gozando de buena salud, Rosalía se
consoló pensando que la vida le había quitado mucho y que, aunque lo que
le había dado quizás valiera menos que lo que le había quitado, al menos le
había dado algo. La vida no es una ladrona, se dijo, sino una expropiadora,
y la suya no había sido de las peores indemnizaciones. Los hay a los que
la vida, como compensación a lo que les ha quitado, no les deja nada más
que los recuerdos.
Krgf, por su parte, cerró por dentro la puerta de aquella pequeña
nave industrial, cuyo contrato de alquiler terminaba al día siguiente. Se
tumbó en la cama y, quedándose ya dormido, se rio de lo mucho que le
243
habían importado todos aquellos temas mientras los llevaba a cabo y de lo
poco importantes que, en compañía de la almohada, le parecían ahora.
Como tenía que ser, se dijo, pues para eso sirven las rutinas: para llevarnos
con firmeza de la mano desde el momento en que nos despertamos hasta el
que nos dormimos.
—Un día más en la oficina...
Eran las seis y Lucio, desde su sofácama, aún miraba al techo.
244
245
8.-Una Larga Tormenta de Verano
I
Lucio aún recordaba la primera vez que al alcohol había sido un problema.
Hacía ya muchos años, muchos más de los veinte que consideraba que
hacía que había empezado su alcoholismo. Veinte años: al pensarlo le
parecía como si una noche se hubiera ido a dormir no siendo alcohólico y
se hubiera levantado por la mañana siéndolo, como un mal aire del que uno
no llega nunca a recuperarse.
Pero aquella primera ocasión fue mucho antes; antes incluso de
conocer a Marie. Fue en su primer viaje a Aubaye. Tenía veintidós años
recién cumplidos. Al acabar su licenciatura en económicas decidió pasar
varios meses en la costa de Aguaviva para mejorar su aubayí y realizar un
curso de historia y cultura de Aubaye en la Universidad del Litoral en la
pequeña e histórica ciudad de Gravalade, a unos cien kilómetros de
Biniveri.
El último fin de semana, el día antes de partir de volver a Dalterra, se
fue de excursión. Todos los amigos que había hecho durante el curso ya
habían partido y en aquel domingo prefirió salir de paseo antes que
quedarse en Gravalade solo. Le hablaron de una aldea muy bonita, una a la
que llamaban la Redondita. Éste narrador, siempre escrupuloso en sus
comprobaciones (menos cuando no lo es), ha deducido que aquella
“redondita “ de la que le hablaron a Lucio debía de tratarse bien de
Malpasiano o Montauro, ambas a unas dos horas de Gravalde caminando
en direcciones opuestas. Comentar que llegue incluso a ponerme en
contacto con sus respectivas oficinas de turismo y les pregunté si a su
pueblo o a alguna parte de su geografía le habían llamado “la redondita”, a
lo que la de Montauro me contestó que no tenía la menor duda pero que si
quería podían mandarme un listado de los hoteles, restaurantes, parques
temáticos, acuarios y actividades para niños, mientras que la de
Malpasiano, más receptiva a mi pregunta y con un toque de melancolía,
me dijo que hacía tiempo que en Malpasiano ya no quedaba nada redondo
246
o pequeño y que de valerme cuadradotes estaría encantada de mandarme
un folleto de los excelentes hoteles de la región, añadiendo que lo de “La
Redondita” puede que fuera la forma en que los pescadores llamaban a una
pequeña salida de la costa que desapareció con la construcción del nuevo
paseo marítimo.
Así que, para los aficionados al turismo literario, decir que
probablemente no quede mucho de la región que Lucio salió a conocer
aquella tarde de domingo veraniego.
La que conoció y recordaba era una muy rocosa, con playas de
cantos rodados y escasa arena, pero llena de pequeñas bahías y calas, como
una montaña rusa de piedra al borde de una costa color verde turquesa. Y
cada media hora de camino un pequeño pueblo con su iglesia de piedra y
su torre mirando ilusionada y temerosa hacia aquel lugar en el horizonte
del que había venido lo mejor y lo peor que le habría sucedido al pueblo.
El hecho de que Lucio mirara embelesado a aquellas bonitas
construcciones que, en su día, alteraron la belleza natural, nos hace
preguntarnos si dentro de cuatro o cinco siglos alguien vivirá una
experiencia similar y, hablando del paisaje descrito por las dos señoritas de
las oficinas de turismo, dirán: “paseé por una deliciosa costa llena de
complejos turísticos estilo bodriocó, cada uno con un bucólico campo de
golf y una preciosa piscina en forma de Micky Mouse...”
De modo que no olvidemos agradecer a la vida su delicadeza al no
resucitarnos y obligarnos a apreciar sus siempre cambiantes criterios
estéticos.
Fue un paseo tranquilo y maravilloso, uno de esos en el que el
pasado, presente y futuro se mezclan en el grado justo; es decir,
disfrutando de lo que estamos haciendo a la vez que nos acordamos de algo
que hemos hecho y nos ilusionamos por algo que vamos a hacer. La
proporción es la clave del éxito de la combinación de estos tres elementos
básicos con los que construimos la mayor parte de nuestras experiencias.
Con el tiempo Lucio perdería la capacidad de combinarlos y sólo
encontraría la tranquilidad al negar dos de los tres y quedarse sólo con uno.
El buen tiempo continuó durante la primera hora de su excursión, en
la que camino en solitario con excepción de un par de bañistas y
pescadores con los que se cruzó. Tras diez o quince minutos sin ver a
nadie apreciaba tanto la compañía que con todos ellos mantuvo una breve
charla y ofreció y recibió agua y comida.
Así continuó hasta que llegó a una pequeña playa de arena junto a la
cual estaba uno de los escasos hoteles de la región. A mitad de playa pasó
por delante de un chiringuito. El cielo se había nublado y la brisa era ahora
247
un suave viento, pero tan suave que Lucio no la tuvo en cuenta cuando,
algo cansado, pensó en pararse un rato en el chiringuito a descansar, si bien
finalmente decidió no hacerlo y continuó caminando. Al llegar al final de
la playa y escalar las rocas que le devolvían a pisar el terreno común
durante toda la excursión, se dijo que seguramente caerían unas gotas,
aunque, estando en verano, pensó que un poco de lluvia haría la excursión
más fresca y agradable.
No había andado doscientos metros cuando el suave viento se
convirtió en vendaval y las gotas que había pronosticado en una tormenta
que unida al efecto del viento sobre un mar que ahora golpeaba furioso
sobre la costa hicieron que Lucio pronto estuviera totalmente empapado,
agarrado a la barandilla de un pequeño puente de madera que cruzaba una
albufera y haciendo grandes esfuerzos por mantenerse en pie. En el mar,
el mismo que otra vez le mojaba con otra enorme ola, Lucio vio como
decenas de pequeñas embarcaciones que habían estado no muy lejos de la
playa pasando un agradable domingo de verano ahora bailaban una danza
macabra al ritmo marcado por su caprichosa pareja de baile. Una de
aquellas embarcaciones parecía incluso haber perdido la fijación del ancla
y tras acercarse a toda velocidad no muy lejos de donde se encontraba
Lucio golpeaba ahora en las rocas; como si el mar y la costa estuvieran
jugando un partido de tenis en el que probaban cual de los dos era capaz de
reclamar al pequeño velero con más fuerza.
En un principio Lucio había pensado en seguir hasta la siguiente
aldea, pero viendo que las cosas empeoraban, decidió volver atrás hasta el
chiringuito. Instantes más tarde, y tras correr todo lo rápido que lo
resbaladizo del terreno le permitió, se encontró refugiado en la pequeña
pero aparentemente sólida construcción metálica junto a una docena de
personas, quienes hablaban admirados de aquella tormenta, la más grande
que recordaban en muchos años según opinión repetida por varios de ellos.
Todos tenían, por supuesto, su propia explicación.
—El clima se está volviendo loco, a uno ya no le extraña nada...
—Pues yo creo que es un terremoto. No me extrañaría que en la
costa de Dalterra no lo estén pasando nada bien...
No fue el caso y todo se limitó a una tormenta, pero aquel
comentario estaba más que justificado pues la costa de Aguaviva era de
gran actividad sísmica. Tras el gran terremoto del 53 había un
observatorio en Biniveri que al detectar movimientos sísmicos lanzaba una
señal de aviso hasta Deyana, permitiendo así que la población de la capital
tuviera un margen de unos quince minutos para buscar refugio.
248
El espectáculo de la tormenta fue realmente extraordinario.
Visualmente entretenido e interesado con las explicaciones de los
lugareños sobre aquel y otros fenómenos físicos, Lucio se sentó en el suelo
del chiringuito, su espalda apoyada en la barra y mirando el mar y a
escasos diez metros del mismo, y leyó un rato de las páginas del libro que
había llevado en una mochila totalmente empapada cuyo contenido, como
siempre que caminaba en la lluvia, había tenido la precaución de envolver
con una bolsa de plástico.
Así como la tormenta amainó, los lugareños fueron abandonando el
lugar, quedando finalmente tan solo un fornido muchacho y dos camareras,
todos de aproximadamente la misma edad que Lucio. Minutos después
también el joven se fue. Trabajaba de salvavidas y acababan de avisarle de
que un par de bañistas se habían encontrado con la tormenta en un lugar
comprometido y fue a asistir a un compañero que ya estaba intentando
socorrerles. Volvieron diez minutos más tarde; uno de ellos, el primero
que había llegado, tenía algunos rasguños y sangraba por una pequeña
herida en la rodilla que se había hecho al resbalar en una roca, pero riendo
y orgullosos del trabajo bien hecho.
Con la ropa empapada Lucio había cogido algo de frío, así que pidió
un café con leche, que tomó poco a poco sentado en la barra. Lucio ya iba
a irse cuando, al pedir cuanto debía, la chica le dijo, mirando al cielo en
referencia a la tormenta, que estaba invitado.
Lucio en un principio se negó, pero la chica insistió, a lo que él
contestó:
—Gracias. Por el bien del negocio espero que no haya muchas
tormentas así.
—No las hay—dijo la camarera, una chica de pelo rubio, enormes
ojos azules y piel blanca como la leche—. Llevo dos años trabajando aquí
en los veranos y no había visto nada que ni siquiera se le pareciera. Es
curioso que haya tenido que pasar justo hoy, el último día de la temporada.
—¿El último?
—Sí, hoy cerramos hasta el año que viene. De hecho íbamos a
celebrarlo. Y a lo grande, ¿verdad que sí Mirella?—dijo mirando a la otra
chica, una muchacha algo más alta, de pelo negro y piel bronceada que
llevaba una larga melena recogida en una trenza—. Mirella es la que lleva
el bar, ella es la jefa...
—Sí, vamos a celebrar el fin de temporada con un par de copas,
cuando vuelvan los chicos—se refería a los dos vigilantes—. En principio
vamos a tomarnos algo, pero conociéndonos creo que hoy acabaremos un
poco borrachos. Si quieres quedarte eres bienvenido.
249
—Vaya, no quisiera entrometerme...
—Nada, nada, será un placer. ¿Qué quieres tomar?
Lucio dijo whisky con cola, que es lo que siempre solía tomar
cuando salía de noche; por aquel entonces era mucho menos que un
bebedor social e incluso entre sus amigos lo conocían como el sano del
grupo.
Mirella le puso un whisky muy cargado con Terri-cola y Lucio se
presentó.
—Mucho gusto—dijo la otra chica—yo me llamo Ingrid. Por el
acento diría que eres de Dalterra...—y al ver que Lucio asentía—¿y qué
haces aquí?
—Estoy haciendo un curso en la Universidad del Litoral.
Una vez SE hubieron cambiado de ropa y curado heridas y
magulladuras, los chicos, Alex y Benito, se incorporaron a bebida y
conversación, congeniando enseguida todos con Lucio y comenzando entre
los cinco una animada conversación sobre Dalterra y Aubaye y lo que era
mejor y peor en cada sitio. Se contaron lo que estudiaban y porqué lo
estudiaban y lo que les gustaría hacer en el futuro.
La tarde se hizo noche, la noche madrugada y seis horas después de
que Lucio entrara en el chiringuito los cinco jóvenes lo abandonaban
jurándose amistad eterna e iniciando una ronda de bares que acabaría a las
ocho de la mañana con cerveza y pizza en un antro subterráneo, del que
Lucio sólo acabaría recordando un baño sucio y apestoso que no mejoró
con su paso, pues vomitó todo lo que había comido, más bien poco, y
bebido, todo y más, durante aquel día. Era la primera vez que vomitaba y
ni que decir tiene que momentos después juraba y perjuraba que sería la
última.
Al volver junto a sus amigos en la mesa, soportó con buen humor
bromas sobre que los de Aubaye eran mejores bebedores que los
dalterrinos. Lucio contestó que en aquel aspecto él no era un buen
representante.
—Y me parece que he aguantado mucho para lo poco que suelo
beber normalmente.
Tras la última cerveza, en la que Lucio demostró gran capacidad de
recuperación pues no se quedó atrás en tomárserla de un trago, Alex,
Benito y las dos muchachas acompañaron en coche a Lucio hasta la
pensión en la que se hospedaba. Fue la última vez que se vieron. Se
despidieron diciendo que había sido una noche gloriosa y deseándose todo
tipo de suertes y aunque intercambiaron direcciones la verdad es que nunca
se escribieron. Es posible que todos tuvieran intención de escribirse, Lucio
250
lo pensó más de una vez, pero siempre que empezaba a hacerlo se
preguntaba si la persona que escribía y la que recibiría aquella carta
tendrían algo que ver con las que se despidieron totalmente borrachos.
Aquella noche tuvo para Lucio un despertar bastante duro. Quiso ser
positivo, decirse que había vivido un día de lo más entretenido con gente
que le había tratado maravillosamente pese a ser la primera y
probablemente la última vez que se verían y que uno tiene que estar
contento de que la gente, a la que tantas veces pintamos como interesada,
habitualmente no tenga más interés que compartir un buen rato con
nosotros. Pero por más que lo intentaba no podía evitar pensar en la gran
oportunidad perdida de comunicarse con seres con el mismo impulso y
necesidad de comunicar; era la primera vez que Lucio sentía todo aquello,
recordando cada vaso, cada brindis y como lo que se decía era cada vez
menos importante y pronto lo importante dejó de ser lo que se decía para
pasar a serlo el simplemente decir algo. Y recordó como en principio eso
le pareció bueno, pero también que cada vez podía decir menos y
gradualmente el mensaje se fue despersonalizando hasta que la otras
personas, que en las primeras copas le habían importado dijeran lo que
dijeran, ahora no le importaban dijeran lo que dijeran. Sólo importaba
decir algo y reír mucho, dejando la risa de ser una sana reacción y
convirtiéndose en un acto reflejo, algo así como un espasmo estruendoso y
vociferante.
Al día siguiente, ya en el avión de vuelta a Dalterra, pensó en lo que
hubiera querido preguntar, en todo lo que le hubiera gustado que le
contaran y en lo que le hubiera gustado contarles. Y aprendió que el
alcohol, que en las primeras copas une las almas, acaba siendo poco más
que una coartada para separarse de una forma social, de evadirse sin
tenerlo que reconocer. Nuestro yo, ese que se toma en serio la vida y que
agoniza por una palabra de más o menos dicha a tal o cual persona, se
evade y descansa en su casa de fin de semana en el interior de nuestra
alma, dejando de guardia a un fantoche de palabra tan fácil como
irrelevante. Uno al que no sólo no se le pide que diga la palabra adecuada
sino simplemente que, a ser posible, no se calle en toda la noche.
Aquello preocupó a Lucio durante días, hasta que la vuelta a la rutina
hicieron que se olvidara, aunque nunca del todo, de tan enriquecedora
experiencia, la cual se prometió que no habría sucedido en vano y que
aquella farsa en la que uno dice estar contándolo todo, cuando en realidad
no está contando nada, le recordaría que no hay peor cepo para la belleza
humana que el que nos convierte en simples y sólo físicos sentidos y
estados de ánimos a alterar; estados que pretenden convencernos de que
251
nos olvidemos de lo que somos y nos conformemos con ser la forma en la
que presentamos lo que somos. Una forma que acaba predominando sobre
el contenido, que es el que resulta de la suma de nuestras vivencias y
elecciones y al que llamamos identidad, y que acabamos ignorando en
favor de una alteración artificial del humor. Muchas veces recordó aquella
lección:
“Pasado un punto de alcohol nada importa...”
Esa fue razón por la que tardó años en volver a emborracharse y, a la
vez, por la que ya no dejó de hacerlo.
—Aquel día aprendí algo—bromeaba Lucio a veces, como hacía
ahora con Marta—, lástima que en vez de aprenderlo y aplicarlo quisiera
antes hacer un doctorado sobre el tema. Es triste, porque muchas copas
después, ni con todas mis ansias de autojustificación trabajando a toda
máquina, puedo presumir de haber aprendido nada sobre el alcohol que no
aprendiera aquel primer día. Hoy no puedo decir que es mejor o peor,
porque aquel día, como he comprobado durante años, me di cuenta de que
el alcohol no es nada y que, como nada que es, en nada te convierte. Es
una pena: era una buena lección que la vida quería enseñarme. Me llevó al
colegio, pagó la lección, pero yo simplemente no quise escuchar. Bien, ya
se sabe aquello de que no hay mal profesor cuando el alumno quiere
aprender, ya que el alumno aprenderá no sólo de los aciertos sino incluso
de los errores del profesor; ni buen profesor, por supuesto, cuando el
alumno está empeñado en equivocarse. Y yo era un mal alumno, un
perdedor decidido, casi vocacional diría yo, un idealista de la derrota...
—Ya empiezas a enorgullecerte. Parece que quieres que te den una
medalla.
—Y entonces te miro y al darme cuenta de lo maravillosa que eres
me pregunto si no seré un fraude hasta en esto de perder. Si no seré un
perdedor hasta en el perder. ¿Cómo lo aguantas Marta?
—Perdedor y ganador. Tienes una verdadera obsesión por esas dos
palabras. Al final son sólo eso: palabras. Perdedor, ganador, lo importante
es que eres una persona con sentimientos reales, una con tus problemas y
complejidades y no una de esas que esperan a que los demás les manden
problemas inventados.
—Una vida de problemas precocinados—dijo Lucio pensativo
—...ese sí que es un problema. Supongo que tienes razón, siempre la
tienes, pero de todas formas debí haber aprendido entonces que todo en la
vida se reduce a aprender a comunicar: a saber expresar quienes somos y
queremos ser y a saber hacer las preguntas adecuadas para averiguar como
quieren los demás que seamos; a hacerlas para saber como son los demás y
252
saber expresar como queremos que sean. Pero yo no aprendí la lección.
Mucho peor: no sólo no pensé que tuviera la lección pendiente, sino que,
iluso de mí, creí haberla aprendido. Y no hay nadie que tenga menos
posibilidades de aprender una lección que el que cree que ya la ha
aprendido. Yo creía que en aquella playa de Aguaviva había aprendido
algo; algo que no olvidaría y que aquel dolor, pequeño y estúpido, siempre
estaría conmigo y me evitaría dolores más grandes. Aquellos amigos que
nunca llegué a tener, los primeros de una larga lista de conocidos
desconocidos. No aprendí que el alcohol es a la vida como la guinda al
pastel y que incluso cuando lo completa no es más que una molestia. No
aprendí que los buenos momentos no necesitan ser completados: o se
disfrutan o se pierden. Estuve en clase, pero no escuché. Y lo peor es que
de no haber vivido aquella experiencia quizás me hubiera preocupado de
pedirle los apuntes a algún compañero. Pero no, yo me decía que había
aprendido la lección. Sí, aquella era una gran lección, muy especialmente
para mí. Una lección que, por ejemplo, me hubiera ahorrado un año de
matrimonio tras el cual ya nunca volvería a mirarme igual al espejo.
Aquella lección me hubiera hecho aprender a mirar las cosas tal y como
son y a no engañarme presentándolas como quiero que sean. Mi
matrimonio me marcó, me arruinó moralmente, fue un golpe casi definitivo
en mi línea de flotación y perdona que lo exagere pero cuando exagero,
cuando caigo en la retórica y exagero mi dolor con palabras, entonces me
parece que puede ser exagerado y que por lo tanto lo estoy reduciendo; que
si aún puede ser exagerado y aumentado es que aún puedo estar peor. Por
el contrario, cuando simplemente lo siento, cuando yo, silencioso yo, soy
la única referencia a mi dolor, entonces creo que no hay remedio y que no
lo voy a aguantar ni un día más...
Lucio pausó por un momento. Tenía los ojos húmedos y la voz le
salía entrecortada de la garganta. Habían pasado más de quince años desde
su divorcio y aún no era capaz de recordar aquel matrimonio sin que el
alma se le convirtiera en una especie de nudo corredizo que alguna fuerza
cruel movía sin el menor respeto o miramiento. No, no podía hablar;
quería, sabía que debía, sabía que no hay palabras que duelan más que las
no dichas y que no hay amor que duela más que el que no reconocemos.
Finalmente logró continuar:
—Porque eso es lo que me pidió Marie, que fuera diferente. Y yo,
que desde aquella tormenta en la playa de Aguaviva creía haber aprendido
que la vida es comunicar y explicar a los que nos rodean lo que queremos
ser y tal vez seamos y lo que, bajo ningún concepto, queremos llegar a ser,
le dejé creer que era como ella quería que fuera. Incluso hice una
253
magistral interpretación. Dos años de interpretación, un noviazgo digno de
Oscar. “Y el Oscar al hombre perseverante y sólido va para...” Y ahí
estaba yo el día de mi boda, recibiendo el premio y dando las gracias a la
academia. Pero lo malo de los papeles no es que sean más o menos reales
que la vida, hay papeles tan reales que a su lado la vida parece una ficción,
sino su duración. Si uno pudiera actuar toda la vida, entonces habríamos
por fin inventado la solución para la vida. Ya no viviríamos: simplemente
actuaríamos. Pero los papeles acaban como las películas, con música
estridente, letras y, en los papeles de la vida, una declaración de la
protectora de animales asegurando que los únicos animales a los que se ha
dañado durante el rodaje han sido el actor y todos aquellos que han tenido
la mala suerte de estar en el momento y sitio equivocado junto al actor. ¡Y
qué difícil es disimular cuando un papel se ha acabado! Chimpúm, dice la
música y uno se queda mirando al público con cara de tonto. Y mi papel
acabó y por más que hice por convencerme y por convencerla a ella de que
yo era aquel papel, aquel triunfador, aquel gran luchador, siempre
constante, esa persona a la que confiar la salvación del mundo y que no se
te queme el pollo en el horno...Pero yo no era ese. Yo no destruiría el
mundo y hasta puede que el pollo sólo saliera un poco chamuscado, pero la
simple responsabilidad me abrumaba. No sé si yo tenía razón; no sé si era
sensible y buscaba cosas por encima de toda aquella responsabilidad y
deber o si realmente me estaba, como Marie me dijo tantas veces,
complicando la vida. Vaya una expresión acertada: complicarse la vida.
Todo era tan fácil, tan claro...Al hacerse obvio que yo no era el papel que
representaba y que, no siéndolo, no iba ni siquiera a “esforzarme en serlo,”
como me dijo Marie más de una vez, ella hizo lo que ha hecho toda la vida:
ser consecuente. Así que un día me encontré con que ya no era el hombre
que Marie necesitaba y, tan sincera como siempre, me lo dijo sin rodeos.
Fue más como la separación de dos compañías, o de una compañía y su
filial (ésta última yo), que entre dos personas. Yo protesté, le dije que me
diera la oportunidad de volver a intentarlo. Pero Marie, que siempre ha
tenido buen ojo para los negocios, debió de pensar que si quieres un
electricista contrata a uno, aunque sea uno mediocre, antes que contratar al
mejor fontanero y que aprenda a toda prisa como arreglar la instalación
eléctrica. Y yo, en el mejor de los casos, era ese fontanero. Hizo lo
correcto, ¿cómo culparla? Ella necesitaba un electricista. Y siempre me
agradeció lo mucho que le había enseñado. Como el día que me dijo que
“se alegraba de haberme conocido para saber como no tenía que ser su
siguiente pareja.” Sí, Marta, ya sé que me dirás que eso es cruel. Pero es
que Marie tenía esa forma tan profesional de decir las cosas, lo decía de tal
254
forma que además parecía estar haciéndote un favor. Venía a decirte “te
podría mentir, pero eso sería insultar tu inteligencia, así que mejor
dinamitar tu amor propio ya que, siendo realistas y analizando la situación
detenidamente, el único amor propio que te puede quedar es que aún no me
das la suficiente pena como para que te diga una mentira piadosa.” Es
cierto que en un principio me dio rabia. ¿Cómo que yo no soy todo lo que
quieres en un hombre? Incluso yo, tan poco dado a afiliarme a los
movimientos atávicos del rebaño de la testosterona, me sentí
profundamente herido en mi masculinidad. No, no un poco, un mucho más
bien, porque recuerdo que un año más tarde aún andaba dándole vueltas al
asunto, cuando, afortunadamente para mi salud mental, conocí al tal Eric.
Recuerdo que al verlo pensé que si aquel tipo era el resultado de buscar
todo lo que yo no era y viceversa, entonces yo no debía estar tan mal. Si
las máquinas de hospital quieren utilizar la foto de alguien para representar
encefalograma plano, que pongan la del amigo Eric. Decir gris es poco...
—Me parece que ahora te está pudiendo el orgullo, Lucio, seguro
que exageras...
—No, eso sí que no. No exagero ni un ápice. ¿Se puede ser
aburridamente guapo? ¿O aburridamente listo? Aquel tipo tenía buena
planta y no era tonto, pero le faltaba algo, no era real...
—No lo era para ti que estabas condicionado para ver en él el sueño
de Marie. Tu miraste lo que le hacía parecerse a lo que Marie te había
dicho que esperaba de un hombre y seguro que pasaste por encima de lo
que le hacía diferente.
—Bien dicho, pero en este caso hubo algo más. En otros casos te
diría que tienes razón, pero éste no es un caso cualquiera. Aquí los
procedimientos científicos no tienen nada que ver. Yo no le odié de forma
racional, sino de forma casi instintiva...
—Así que tu odio por él fue algo así como una superstición, un odio
atávico...
—Tienes razón. Gracias, Marta, acabas de destruir uno de los pocos
triunfos morales de mi vida. Años convencido de que mi antítesis según
Marie era tan mediocre que yo debía de ser poco menos que un superhéroe
y ahora que lo pienso puede que el superhéroe fuera en realidad él y...¿en
qué lugar me deja eso? Porque la verdad es que el tipo ha tenido una
carrera de lo más brillante. Es el director de un gran banco y encima se las
da de intelectual escribiendo artículos en los periódicos en los que
pontifica sobre guerras, gobiernos y medidas económicas que tal o cual
gobierno debiera aplicar.
255
—Y tu mantienes que lo que debiera hacer es escribir e investigar
como parecerse a Lucio Vey.
—Martita mía, cuando te ríes de mis debilidades siempre estás de lo
más aguda. ¡Por supuesto! El hombre me gana en todo pero en nada que
valga realmente la pena. Por lo menos para mí, que siempre participo en
toda competición que se distinga por su absoluta inutilidad. Mira por
ejemplo la empresa para la que trabajo, el BIDA, que por cada problema
que arregla estropea otro y siendo optimistas, porque seguramente estropee
otro y medio...¡Otro y medio! Que gran eslogan. ¡Le arreglamos un
problema y le estropeamos otro y medio! “Otro y medio, el BIDA
promueve una nueva filosofía vital.” De modo que tras esta interesante
conversación hemos llegado a la conclusión de que hay gente que nunca se
equivoca, ahí podríamos poner a nuestro querido Eric, y otros que hasta
cuando aciertan hubieran hecho mejor en equivocarse, hombres otro y
medio como yo...
—¿Y yo que soy un acierto o una equivocación?
—A tenor de lo maravillosa que eres seguro que una equivocación.
Ya te he dicho mil veces que lo que te une a mí es que yo también soy una
antítesis, la de tu exmarido. Si te pararas a pensarlo te darías cuenta de que
estando conmigo sigues estando con él, que si no llega a ser por lo cretino
que era nunca hubieras tolerado mis defectos. Buscabas a alguien que no
supiera jugar al tenis (y en la disciplina de no jugar al tenis soy un
consumado maestro) y que no te pegara cuando le pegaran ataques de
hombría y que no fuera un triunfador de la cabeza a los pies...¡Y me
elegiste a mí!
—El también bebía. Eso desmonta tu teoría.
—Al contrario. Éramos tan diferentes bebiendo que la refuerza. El
tenía el problema de que no sabía beber y yo el problema de que bebo
demasiado bien. Pero es que en todo hay clases, hay maestros y
aficionadillos. Nena—dijo Lucio adoptando un tono burlesco—, frente a ti
tienes al gran maestre de la gran logia borrachera.
Marta miró a Lucio con un gesto entrañable, aunque cambió la
sonrisa que había mantenido durante toda la conversación por un gesto más
ambiguo. Aquello era lo que menos le gustaba de Lucio; en realidad lo
único pues todo lo demás que no le gustaba era producto de aquello: no le
gustaba que se riera de su alcoholismo.
—Lucio, ríete de ti mismo todo lo que quieras pero no de beber.
Todo tiene un límite. Me gusta que no te tomes tan en serio como mi
marido, pero es que tu vas al otro extremo: al de reírte de todo. Me hubiera
256
gustado que mi marido se tomara menos en serio y que tú te tomaras un
poco más.
—Cielito lindo, ya me basta con tomarte en serio a ti.
—No lo dudo. Pero es a mí a la que no le basta. Y si no me basta es
que no me tomas en serio todo lo que dices... —dijo Marta dándole un
cachete en la mejilla a la vez que le hacía una carantoña antes de continuar
—Vaya, ya nos peleamos como una pareja cualquiera de enamorados.
—¿No lo somos?—dijo Lucio.
—¿Cualquiera? ¿Tú un cualquiera? Ya volvemos a empezar.
—Pero si te lo decía para demostrarte...
—Ya lo sé, que me quieres. Pero si me quieres de verdad no es a mí
quien tienes que querer un poco más, sino a ti mismo. A mí ya me tienes
como a una reina, ahora deja de tratarte a ti mismo como al peor de los
criminales.
—Algún día recuperarás la cabeza y buscarás un novio como toca.
Cuando se te haya pasado la resaca de tu matrimonio. Perdona la
metáfora, la he hecho sin intención. Y me parecerá muy bien. Te voy a
echar de menos, pero me parecerá bien. Ojalá al menos siempre seamos
amigos, porque podría sobrevivir a que ya no fuéramos amantes, pero
nunca a que ya no fuéramos amigos. Hablar contigo es como respirar.
—Venga, dame la mano. Por hoy la bronca ha terminado. Pero
como mañana vuelvas a las andadas habrá más. Tú dices que sabes como
eres y yo te digo que no tienes ni idea. Tienes alma de príncipe de cuentos,
pero precisamente por eso te gusta jugar a ser ladrón y pordiosero. Lo
tienes todo y te gusta jugar a que no tienes nada. Eres un hombre justo y
sensible y juegas a ser un miserable. Pero tú mismo lo has dicho: todos los
papeles acaban algún día. Y al tuyo ya le queda poco.
—Oyéndote no dudo de que tienes razón.
—Pues escuchame más a mí y menos a ti. Todo lo respetuoso que
eres en todos los demás temas, lo tienes de intolerante en éste. Escúchame
por una temporada y verás como tengo razón.
—Te prometo intentarlo.
—¡No! Prométeme conseguirlo. Prefiero que te comprometas y no
cumplas a que no cumplas porque no te has comprometido.
—¿Pero es que tienes respuesta para todo?
—Cuando esto contigo me parece que la tuviera.
—Vaya, vaya—dijo Lucio—eso suena a cumplido.
—Y lo es. Y a partir de ahora voy a dejar de escuchar tus historias
sobre lo desastre que eres, por mucho que me entretenga hacerlo, y te voy a
bombardear con cumplidos.
257
Segunda Parte
El Agricultor Social y su Formula del Odio
258
259
9.-Reflexiones Porcinas
I
Roberto era feliz, de eso estaba seguro. De lo que no estaba tan
seguro es de que fuera a sobrevivir a serlo. Mirar a Bruna, pensar en
Bruna, hablar con Bruna, echar de menos a Bruna..., si por separado eran
actividades de lo más satisfactorias, ¿qué decir cuándo se conjuntaban en
aquella actividad única de querer a Bruna? Sí, era feliz, tenía que serlo. Y
por eso tenía miedo a dejar de serlo. El miedo, vaya concepto...
Roberto había sido por fin presentado al burócrata de los demonios, a
ese que siempre se presenta a trabajar. A ese que no sabemos para qué
viene o quién lo ha invitado, pero que viene de todos modos; a ese que no
sabe hacer nada bien, pero que por si acaso lo hace todo; a ese en
comparación al cual el príncipe de las tinieblas es un héroe romántico; a
ese que no tiene cuernos como otros demonios (por eso algunos dicen que
es bueno) porque ni cuernos pueden crecer en su podrido cuerpo. Así es el
miedo...
“Encantado de conocerle,” debió de decir Roberto.
En un mes todo había cambiado. De tanto leer sobre el amor, nunca
había dudado de que estaría preparado cuando llegara. Incluso había
llegado a pensar que ya lo había experimentado en su anteriores relaciones.
“Debiera escribirles para pedirles perdón. Ni yo mismo sabía lo
poco que las quería. Y a mis amigos y a mis padres y hasta a mí
mismo...Si nunca quisiéramos a nadie de verdad nunca nos daríamos
cuenta de que nunca hemos querido a nadie de verdad. No es extraño que,
antes o después, toda sociedad totalitaria acabe aboliendo el amor
romántico. ¿Amar al estado antes que a uno mismo? Eso es fácil. Otra
cosa sería amar al estado más que a Bruna...”
Ahora se sentía como el alumno que, tras años de preparación, se
encuentra en su primer día de trabajo con que aquello se parece poco o
nada a lo que estudió. Ha quedado suficientemente establecido que era
feliz, ¿pero quien lo era? Desde luego que no aquel Roberto que había
habitado en su cuerpo en los anteriores veinticinco años.
260
“¡Y hablan de reencarnación! La pregunta no es si un mismo alma
acaba habitando diferentes cuerpos a través de la historia sino cuántas
almas acaban habitando el nuestro en una sola vida.”
No podía ser la misma persona. El otro Roberto, el de antes, andaba
siempre solo, con un libro en la mano, con permanente aire de reflexión y
romántica tristeza. Casi nada era lo suficientemente importante para ser
contado y cuando lo era, sobre todo cuando lo era, mejor no contarlo no
fuera a perder su importancia por el camino. El de ahora, por el contrario,
era un tipo feliz y dicharachero, siempre presto a la risa y a contar la
anécdota del día. Aquel Roberto hubiera dado su vida a cambio de un
minuto de la vida de éste; éste, por su parte, no estaba seguro de poder
soportar ni un minuto más sin vivir en la vida del otro.
“Yo ya no soy yo, ¿pero puedo seguir viviendo sin ser yo? Y si
puedo, ¿para qué he sido yo?”
Bruna le colmaba, completaba, restituía, sanaba..., tantas y tantas
cosas que confundían a quien, como Roberto, había hecho de la
insatisfacción un credo. Cuando estaba con ella no quería pasear, ver
películas, o escuchar música; ni fantaseaba con tierras y mares lejanos,
porque cuando estaba con ella sólo quería hacer una cosa tan aburrida
como idea como excitante en la realidad: estar con ella. Cuando lo
pensaba todo su ser se revolvía contra aquella idea; pero cuando la sentía
todas las ideas, incluso aquellas a las que en otro tiempo no tan lejano
había dado tanta importancia, se convertían en irrelevantes.
“No puedo seguir así...,”se decía Roberto en un ejercicio de
autoflagelación en un fin de semana en el que Bruna había ido a Deyana a
reunirse con el director del Busnet e informarle sobre la marcha del
programa, “...no me reconozco. Yo, el señor libertad, tras años llenándome
la boca con la palabra independencia, soy esclavo de quien, para empeorar
las cosas, ni siquiera tiene la intención de esclavizarme. Así que tenía
razón quien lo dijo, si es que lo dijo alguien, que todo hombre libre tiene
por destino acabar siendo esclavo de sí mismo. La tenía si la tenía porque,
bien mirado, quizás sea la mayor tontería que jamás se haya dicho. Las
cosas pueden y van cambiar...¡A partir de ahora! Listos, ya soy libre otra
vez. Aunque sea libre de tirarme por un precipicio. Mejor eso que vivir en
una tiranía de felicidad.”
Libre. Libre, por supuesto, de ser el hombre más feliz del mundo. O
el más desdichado. En todo caso le parecía haber recuperado la
coherencia. Y, pobre Roberto, se había recuperado a sí mismo. ¡El anhelo
de cualquier escritor de libros de autoayuda hecho realidad! Como si
siempre, casi siempre, o alguna vez fuéramos la misma persona, como si
261
no fuéramos entes físicas y psíquicas en constante evolución. Roberto
daba tanta importancia a la libertad y tan poca a la felicidad por a la simple
razón de que nunca había sufrido y sólo había considerado el sufrimiento
como idea . Y la idea del sufrimiento es tan gloriosa como miserable su
realidad.
“El sufrimiento es lo contrario del aburguesamiento,” pensaba ahora
Roberto, confirmando el análisis de este narrador, “ y por eso voy a sufrir
todo lo que pueda...No, no me voy a asustar de sufrir, porque sufrir es el
reflejo de que uno ha sentido.”
Ignoraba Roberto un tipo de sufrimiento que, lejos de ser lo contrario
del aburguesamiento, es su mejor aliado. Es uno de los sufrimientos más
crueles, un sufrimiento paralizante que consiste, más que en destruir los
deseos del que sufre y negarle lo que quiere, en eliminarlos antes de que
aparezcan dejándole como única solución al sufrimiento el no desear.
Seres vacíos sin deseos. Y ahora le preguntaría a Roberto, ¿el sufrimiento
es el peor enemigo del aburguesamiento?
Roberto aún no había entendido—cómo iba a hacerlo si la vida aún
no se había tomado la molestia de explicárselo—, la lección básica sobre la
felicidad. La felicidad es aceptar que ni grandes libros, sinfonías o
fortunas cambiarán una de las pocas verdades indiscutibles de la vida
humana y es que todas las vidas valen tanto o tan poco como una vida. La
ecuación de la vida del gran músico y la del gris oficinista tienen el mismo
resultado: una vida. Porque ambos cambiarían todo lo hecho por volver a
vivir. Aunque fuera un minuto: mil sinfonías por un minuto pegando
sellos...
La vida antes que con la gloria o el dolor, antes incluso que con fines
altruistas, tiene un compromiso consigo misma. Un compromiso que, de
momento, Roberto había cumplido, enfrentándose a los problemas a base
de ilusiones, planes y esfuerzos. ¿Y puede decir que ha sufrido el que
siempre se ha enfrentado al sufrimiento? ¿Hay algún otro sufrimiento que
aquel al que uno no se enfrenta? Así que el que Roberto idealizara el
sufrimiento era la mejor demostración de que nunca lo había sentido. Sólo
los que idealizan el sufrimiento se permiten el lujo de querer no querer
cuando querer va en contra de lo que uno cree que fue, ha sido o será;
querer no querer en favor de una idea de uno mismo.
Sentado en la plaza de Biniveri libro en mano, Roberto se dedicó a
su pasatiempo favorito, que tenía bastante olvidado desde que había
conocido a Bruna: soñar posibilidades. Pensó en grandes aventuras y
viajes, proponiéndose pasar el resto de sus días a salto de mata sin
preocuparse del mañana: “el futuro se sueña, no se ata con
262
preocupaciones..” y en como todo lo que le pediría a la vida sería un techo,
comida, un buen libro y, ya puestos a pedir, alguna que otra buena
conversación.
“¿Es qué se puede pedir algo más? Todo lo demás sobra y lo que
sobra necesariamente acaba destruyendo lo que hace falta. Viviré
ayudando a los demás en lo que pueda, que es la única forma de creer que
vives rodeado de personas que te ayudaran en cuanto puedan. Por eso hay
que ser generoso y desprendido, aunque sólo sea por egoísmo...”
Y en todos aquellos planes no podía entrar Bruna. Y es que cuando
estaba con ella todo cambiaba. Al mirarla ya no pensaba en aventuras o
viajes, sino en los hijos que tendrían y en como serían. Quería que fueran
como ella, con sus ojos verdes y pelo rubio. Roberto, a quien siempre
habían atraído la chicas de pelo y ojos oscuros, ahora hubiera llenado el
mundo de rubios con ojos verdes, aunque no un rubio y un verde
cualquiera, sino exactamente como el de Bruna. El pelo de Bruna no era
del color del sol y por eso el sol, de tener un mínimo de decencia y gusto
estético, se oscurecería para parecerse un poco más al de Bruna y el mar
haría bien en aclararse hasta confundirse con sus ojos y...Y ningún
sacrificio, empezando con todos aquellos sueños, sería demasiado para
hacer feliz a Bruna. Con ella la vida le parecía dura pero sencilla. Junto a
ella se sentía un pequeño hombre, mientras que sin ella no era más (o era
tanto) como un niño grande. Cuando estaba solo el mundo eran fantasmas,
imaginación y sueños. Una vida mucho más compleja, como la de los
niños, a los que aún no limitan circunstancias sociales, pero precisamente
por eso, por su falta de responsabilidad, también mucho más fácil. En la
vida con Bruna todo eran éxitos y fracasos, cosas que podían ir bien y mal,
mientras que en su vida solitaria con vivir bastaba, nadie (ni siquiera él) le
juzgaba o culpaba y el fracaso era tan aceptable como el éxito ya que
simplemente no existían. ¿Es un éxito llenar algo intangible como la vida
de vallas, carreteras y destinos a los que llamaremos objetivos, triunfos o
derrotas? ¿O es el peor fracaso pasar por la vida sin dejar la menor marca,
sin intentar en la medida de lo posible definir esa intangibilidad, marcarla,
dejarle nuestras señas de identidad y, por tanto, exponernos a éxitos y
fracasos? ¿Fracasa el que siempre busca el éxito o el que nunca se expone
al fracaso? ¿El cobarde es el que tiene miedo de vivir y lo define como un
sistema binario de ceros y unos que son éxitos y fracasos? ¿Hay alguien
más valiente que el que nunca se propone triunfar o más cobarde que el
que nunca le deja la puerta medio abierta al fracaso? ¿Y valía la pena
cambiar algo real como su amor por Bruna por un montón de preguntas
tontas como aquellas?
263
Tumbado en el centro de una pequeña plaza junto a la iglesia de San
Susto, la Plaza del Revés, donde se contaba que había impartido sus clases
el primer profesor de Biniveri con el curioso método de hablar al revés en
el convencimiento de que este modo los alumnos prestarían mayor
atención (no se conocen los resultados de un experimento que, como única
consecuencia, dejó el nombre de la plaza y, algunos sugieren, una cierta
aversión de los biniverenses a buscarse problemas innecesarios), Roberto
se despertó tras un corto sueño. Se incorporó humedeciéndose las sienes y
la nuca con el agua de una pequeña fuente. Tras aquel corto sueño ya no
estaba tan seguro de querer vivir aquella vida de aventuras. El sueño es un
cuchillo que corta el hilo de los pensamientos, aliviándonos de los
negativos pero privándonos también de la loca ebriedad de los las
quimeras.
“Propongo que en la próxima plataforma en contra del poder
establecido esté la innegociable eliminación del sueño. Justo cuando
parece que uno está llegando a algún sitio y resulta que se queda dormido.
Me he dormido dudando entre ser un misionero poeta o un poeta misionero
y me despierto no siendo nada más que un bibliotecario enamorado...”
Y es que al despertarse e intentar volver a pensar en aventuras y
viajes no podía evitar pensar en ese cicerone de la soledad que sería el
encargado de llevarle por las calles y recovecos de la tierra prometida de la
libertad; un guía tan encantador y seductor cuando uno acaba de conocerle
como pesado y repetitivo cuando te has aprendido las cuatro o cinco
historias con las que engatusa a los recién llegados y que repetirá por el
resto de la eternidad con la mirada y el tono ilusionado de quien las cuenta
por primera vez. ¡Se repite hasta en lo de contar las cosas como si fueran
nuevas! Si al menos le añadiera el hastío propio de estar contando lo
mismo por enésima vez sería aborrecible pero soportable. De no ser por
los rollos que te suelta la gente mientras te enseñan las fotos de sus viajes,
afirmaría que no hay especie más peligrosa que la soledad contando
historias sobre libertad y liberaciones.
“Acabo de aprender,” se dijo Roberto, “que una de las cosas que más
me gusta en la vida, justo por detrás de estar con Bruna, es dejar de estar
con ella. Me gusta imaginarme la vida con ella y sin ella, porque lo
importante de cualquier pensamiento no es el “con” o “sin” sino el “ella”;
pensar en necesitarla y en necesitar no necesitarla y pensar en...¿qué hora
es? Bueno, ya casi hemos pasado la tarde. Un día más y volveré a estar
con ella. Creo que le va a hacer gracia cuando le cuente que la única forma
que he he encontrado de consolarme por no verla en todo el fin de semana
ha sido imaginarme la vida sin ella. En la misma línea, mi próxima
264
contribución a la ciencia será un método para eliminar mosquitos posados
en la sien antes de que te piquen...¡De un tiro, por supuesto! Eficacia
probada. Como lo de hacer guerras para evitar guerras o tirar bombas
nucleares para evitar muertes. Bueno, tampoco nos pasemos: sólo un tonto
o alguien que cree que los demás son muy tontos mantendría semejantes
argumentos. Aunque, bien pensado, hay cierta lógica en el argumento de
que la mejor forma de evitar que la gente se muera es matarla, porque si te
matan no te has muerto, porque morirse indica una cierta actividad propia.
O cese de actividades. Lo importante para morirse es que la muerte nazca
de dentro de ti, así que si matan no te has muerto...Bueno, dejaré las
reflexiones que han de darme decenas de premios científicos, no es cada
día que uno inventa una vacuna infalible contra todas las enfermedades,
que por ahí veo venir a Miguel...”
—La mala noticia, amigo mío, es que no me van a dar el Terrón a la
paz. La buena es que, si aún queda un poco de decencia en este mundo,
me darán el de medicina. Y hablando de premios, enhorabuena. Me han
contado que tu esfuerzo por fin lo ha tenido...
—Gracias...—dijo un Miguel tan tímido, aunque algo más serio que
de costumbre.
—¿No ha sido el Barón Dint, verdad?
—Maldito nombre...—dijo Miguel en un susurro.
—Mejor que no lo haya sido. Eso significa que tienes que seguir
buscándolo. Pero has conseguido que los Ramiros del mundo por fin te
dejen en paz. Ya no te preguntarán o aconsejarán sobre lo que haces, dejas
de hacer o debieras hacer. No sé si has encontrado lo que buscabas, pero sí
que ya no tendrás que dar más explicaciones a quien no las merezca.
—Sí, mejor que no las dé. Creo que si comenzara no terminaría.
—Eso mismo. ¿Te sientas un rato?
—Tengo un poco de prisa...
—¡Que modesto eres! No quieres sentarte para no tener que
contarme lo del tesoro.
—No, no es eso. Es que me espera mi novia.
—¿Novia? Vaya, veo que lo de encontrar tesoros se convierte
rápidamente en un hábito. El asunto está en encontrar el primero.
—Supongo...—dijo Miguel con una media sonrisa nerviosa
—...bueno, me voy. Ya hablaremos otro día.
—Ya que estás podrías decirme el nombre de la afortunada.
—Sí, claro, además creo que la conoces. Se llama Clara, creo que va
bastante por la biblioteca...
—¡Clara! Claro que la conozco. Ese sí que es un verdadero tesoro.
265
—Gracias...Perdona que no me quede un rato más, pero es que tengo
mucha prisa.
Roberto se quedó algo extrañado tras aquella conversación. Ya sabía
que Miguel era tímido y que a veces podía ser poco hablador, pero aquella
evasividad y nerviosismo eran impropios de él. En cuanto a aquel
precipitado romance, la verdad es que no le extrañaba. Clara era una joven
despierta e imaginativa, gran lectora de libros de aventuras, exactamente
del tipo de chica que se enamorarían de alguien como Miguel. Con o sin
tesoro, cabría añadir. Aunque Miguel era tan irremediablemente tímido y
se sentía tan avergonzado por su falta de éxito (especialmente en algo en lo
que empleaba tantas energías) que mientras no tuviera un mínimo de éxito
nunca se atrevería a pedirle para salir a ninguna chica de la que estuviera
verdaderamente enamorado.
Pensando en Miguel, Roberto se asombró de que una persona
pudiera ser tan libre y tan esclava a la vez. Y luego hay tontos que hablan
de espíritus libres y todas esas memeces de biografía artística, cuando la
pregunta no es si son o no libres, sino de que lo son, de que se han liberado
y de que quieren liberarse. Miguel se iría al fin del mundo con lo puesto y
sin embargo en otros aspectos estaba tan atado a las convenciones sociales
como el que más. Era libre el día que decidió dejarlo todo por buscar un
tesoro, pero había sido un esclavo desde que se había dejado convencer de
que no merecía nada mientras no lo encontrara. Roberto se alegró de que
aquel tesoro hubiera aparecido.
“La vida siempre es justa,” se dijo, “y además a veces lo parece.”
II
No es que Miguel temiera al fracaso. Fracasa quien intenta y no hay
mejor medicina contra el fracaso que volverlo a intentar. A lo que temía
Miguel era a que se rieran de sus tentativas.
“Hola, Clara, ¿quieres tomar café conmigo?”
“¿Contigo! No digas tonterías...”
Y se iba riendo.
Éstas lineas definirían en el diccionario de Miguel la palabra
pesadilla y todas sus acepciones y eran la razón de que, aunque hacía más
de un año que se había fijado en ella, aún no hubiera intentado conocerla.
Lo que no sabía es que Clara hacía ya tiempo que se había fijado en
aquel joven de piel morena, largo pelo rizado y aspecto de explorador de
selvas eternamente orientado en la que él consideraría ordenada naturaleza
266
y perdido en el caos del asfalto. Hasta sus fracasos (ella no los llamaría
así), le producían cierta ternura; admiraba que no se diera por vencido y su
tozudez en no reconocer que muchos fracasos parciales no hacen uno
definitivo.
Por eso Clara fue una de las que más se alegró al conocer el éxito de
Miguel: por fin se le quitaría aquella tristeza solitaria de los ojos. Aunque
le hacía muy atractivo, seguro que la alegría le quedaría mucho mejor. La
vida le debía a aquel joven muchas sonrisas y ya iba siendo hora de que
comenzara a pagárselas.
Clara estaba en una cafetería del pueblo con sus amigas y se había
levantado hasta la barra a pedir las bebidas, cuando Miguel se acercó y le
dijo:
—Hola Clara, no nos conocemos. No se si me habrás visto por el
pueblo, me llamo...
—Te llamas Miguel, ya lo sé. Vaya lección les has dado a todos—
dijo Clara con la mayor de las sinceridades y no queriendo adoptar el papel
de chica interesante e inaccesible, ya que no era lo último y no veía la
necesidad de fingir ser lo primero, la gente interesante nunca es la que se
hace la interesante—, muchos te criticaban y decían que todo era un
cuento, que era muy fácil jugar a buscador...¿Qué dirán ahora? Muy bien
Miguel, muy bien...
Miguel asentía sin saber muy bien que decir, ya que ni en sus
mejores sueños se hubiera imaginado algo así. Y aunque el éxito no era
cierto, los esfuerzos sí lo habían sido. Se dijo que no estaba engañando a
nadie y que cuando alabamos un éxito no alabamos el éxito en sí, sino los
esfuerzos que se han hecho para llegar hasta el mismo. ¿Logró
convencerse de aquello? Lo cierto es que las palabras de Clara se le
clavaron como cuchillos: porque se las creyó y se dio cuenta de lo cerca
que había estado de lograr un éxito merecido; o porque no se las creyó y se
dio cuenta del fraude en el que se había convertido.
—Bueno, algún día tenía que sonreírme la suerte...—dijo con
modestia.
—Te ha sonreído porque le has soportado muchas malas caras. Bien
hecho.
—Me alegra que pienses así. Yo también pienso que valen más mis
mil fracasos que mi único éxito. Además, si te contara todo sobre como he
encontrado este tesoro te darías cuenta de que no es para tanto...—dijo
Miguel con una de esas medias verdades que engañan más que mil
mentiras juntas.
267
—Si me lo vas a contar quitándote importancia no hace falta que me
lo cuentes. Yo ya me he formado mi propia opinión sobre como
encontraste el tesoro. Y creo que mi imagen exagerada es más fiel a lo que
pasó que tu verdad objetiva.
—Pareces muy segura.
—Lo estoy. Somos muy malos narradores de nuestras vidas, capaces
de exagerar lo insignificante a la vez que escondiendo lo que de verdad
importa. En el fondo supongo que somos seres equilibrados, quitándole
importancia a lo importante y dándosela a lo que no la tiene...Así que no te
quites importancia, Miguel, no sea que otro día te vaya a encontrar
dándotela por una estupidez. ¡Perdona! A veces hablo tanto. Me lanzo y
no hay manera de pararme...
Miguel estaba encantado de escucharla. La energía y convicción con
la que hablaba aquella chica era verdaderamente contagiosa. En todo
grupo siempre hay una persona que parece robarle la energía a las demás.
Clara era diferente: ella parecía robársela a sí misma. A ratos seria y
melancólica, en otros, sobre todo cuando hablaba de algo que le interesaba,
se le iluminaba la cara, los ojos y la sonrisa y movía las manos y se tocaba
la cara, como si fuera una lampara mágica y frotándosela fuera a pensar
más deprisa.
Una voz le interrumpió. Eran sus amigas preguntándole que “¡para
cuando las bebidas?”
—Ya son ganas de molestar—dijo Clara—, que se levanten ellas...
¿No ven que estoy ocupada?
—Ya hablaremos otro día...
—Nada de otro día—dijo Clara—, a no ser que te esté aburriendo y
te quieras librar de mí...
—¿Quién se quita importancia ahora?
—Sí, tienes razón...Si hay algo peor que caer en el error en contra del
que una predica es caer a la frase siguiente. La verdad, con otro cualquiera
me daría igual si le estoy aburriendo, me diría que el problema es suyo, por
ser un tarado y no “darse cuenta de mi sobrecogedora originalidad”. Pero
tú tienes pinta de listo, así que tendría que inventarme otra excusa. Como
por ejemplo que tanto bucear te ha hecho duro de oído y a veces no te
enteras de lo que te dicen. Bueno, ahora vuelvo. Que quede claro que las
conversaciones no se terminan porque a un grupo de saboteadoras les dé la
gana. Vaya, ésto cuando me lo han servido creo que era un helado...
—¿Cómo!—preguntó Miguel.
268
—¡Qué creo que ésto cuando me lo ha servido era un helado!—y
viendo por su cara que estaba de broma—. Miguel, como sigas buceando
tanto te vas a quedar sordo como una tapia...¡Cómo una tapia!
Sentado en un taburete de la barra y siguiendo a Clara con la vista,
vio como sus amigas trataban de retenerla en la mesa para que les contara
lo que le había dicho. Una de ellas se quejó de que el helado se hubiera
derretido, a lo que Clara contestó:
—¿Acaso me has pedido un helado que no se derrita? Tú me has
pedido un helado y te doy mi palabra de honor de que ésto era un helado.
Ya aprenderás a pedir bien las cosas...
—Bueno, ya estoy aquí...—dijo una vez volvió a estar junto a
Miguel.
—Hace meses que quería hablar contigo.
Clara se sonrojó.
—Vaya, me has dejado sin habla. Lo cual, por cierto, no es muy
habitual. Si se corre la voz algunos te pedirán la receta...¿Y, si se puede
saber, por qué has tardado tanto en acercarte?
Miguel pensó por un momento. Tantos meses inventado respuestas
geniales en conversaciones imaginarias con Clara, para ahora encontrarse
con que siempre acababa contestando la verdad.
—Cuando uno es un pobre desgraciado no se ven las cosas igual.
—Serías pobre, pero no un desgraciado. Y si lo eras eso no lo va a
cambiar un poco o mucho de dinero. Siempre me habías parecido el chico
más rico de la región, espero que ahora no acabes pareciéndome el más
pobre. Además, supongo que para un café sí que te llegaba...
—Espero que aún me siga llegando.
—Justo pero sí.
—¿Cuándo quieres que quedemos?
—Mañana mismo si te parece...—dijo Clara pensativa antes de
preguntar—¿Y si no hubieras encontrado el tesoro que hubiera pasado?
—Que me hubiera muerto solo.
—Ahora entiendo porqué lo has encontrado. No te quedaba más
remedio. Que pena...
—¿El qué?
—El que digas que tenías tantas ganas de conocerme, pero aún así
esperaras a encontrar un mísero tesoro para decidirte. ¿En qué lugar me
deja eso?
—En que no quería que pensaras que soy un charlatán. No sé que te
mereces, pero un charlatán seguro que no.
269
—Si lo eras antes, lo seguirás siendo ahora, eso no lo cambia un
tesoro...
—No lo soy—dijo Miguel con firmeza.
—Entonces no lo eras antes y debiéramos habernos conocido hace
tiempo. Pero bueno, tampoco vayamos a darle demasiada importancia. Si
eres de los que piensa que sin éxito uno no es nada me parece que vas a ser
un amigo poco interesante de conocer. Yo creía que eras un triunfador
pese a tus fracasos, que no me entere ahora que eres un fracasado pese a
tus éxitos...
—Así que habías pensado en mí. Tanto pensar en ti y resulta que se
me olvidó pensar que tu pudieras estar pensando en mí...
—Pues sí, sí que había pensando. ¿Y qué? Todos cometemos
errores. El mío fue fijarme en un chico que espera a tener éxito para venir
a conocerme.
—Tienes razón, fue una estupidez. Perdona. Pero si querías
conocerme tú también podrías haber dado el primer paso.
—No sabía que decirte...
—¿Y ahora que piensas?
—Que debía de tener algo que decirte si llevamos un rato hablando.
Es verdad, yo también soy una tonta...
—Entonces estamos en paz. ¿Mañana entonces? ¿Qué tal a las seis
aquí mismo?
—Me lo pensaré—dijo ella con una sonrisa traviesa—, te contestaré
mañana a las seis...Nos tomaremos un café y entonces te contestaré a si me
tomaré un café contigo. Aunque no vayas a hacerte ilusiones. Lo más
seguro es que mientras no tomamos el café te conteste que nunca me voy a
tomar un café contigo. Hasta mañana.
—Hasta mañana...—dijo Miguel mirando embelesado como Clara se
alejaba.
Ya estaba casi dónde sus amigas cuando volvió a toda prisa y le dijo:
—No quiero irme sin decirte lo primero que pensé cuando me
dijeron que habías encontrado el tesoro. Me acordé de algo que había leído
no sé dónde que decía “que el éxito hace mejores a los que lo han
merecido”. Y tú ya parecías un buen chico antes de tenerlo. Vamos a ser
buenos amigos, Miguel, ya lo verás. Me he alegrado mucho de conocerte.
Clara ya volvía a alejarse cuando Miguel le sorprendió
preguntándole:
—¿Y a los que no lo merecen?
—No lo sé—dijo ella acercándose otra vez—. No recuerdo lo que
decía el libro. Pero supongo que un éxito que no mereces debe de hacerte
270
sentir como un intruso, desconfiando de todo y de todos, siempre temeroso
de que un día te peguen una patada hacia afuera del mismo modo que un
dia te la pegaron hacia adentro. ¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad. Aunque no me creas y digas que tú sabes mejor
que yo lo que pasó, lo cierto es que tuve mucha suerte encontrando este
tesoro. Ni lo buscaba, ni tenía la menor idea de que estaba allí. Me cuesta
creer que lo merecí. La suerte no se merece, simplemente se tiene.
—Eres un caso, Miguel, todo un caso. La suerte se merece, claro se
merece; se merece teniendo muchas veces lo que la gente llamaría mala
suerte. ¿Y todas las veces que no encontraste tesoros mereciéndolos? Este
tesoro podría haberte caído del cielo y aún así ser merecido...
—O del infierno...—dijo Miguel en un susurro inaudible antes de
continuar—, me alegra que digas eso, Clara. Mañana vas a tener que
contarme más cosas sobre ti, que hoy sólo hemos hablado de mí y mis
tesoros.
—Habremos hablado de eso, pero sólo he hablado yo. Así que
mañana hablamos de mí pero sólo hablas tú.
—Me parece justo.
—Hasta mañana entonces. Veo que mis amigas se levantan y no me
perdonarían el no les hiciera un resumen exhaustivo sobre lo que hemos
hablado.
—¿Y qué les dirás?
—Pues eso, un resumen exhaustivo. Les diré que hemos hablado de
todo y de nada y que me he divertido mucho.
—Me alegro.
—Es lo que les voy a decir: no significa que sea verdad. Aunque
casualmente lo es.
—Mañana me lo explicas mientras nos tomamos un café y me
contestas a si te vas a tomar un café conmigo.
—¡Exacto!—dijo Clara—Veo que vas pillando el espíritu. Ay,
Miguel, si vieras lo guapo que estabas con tu cara de determinación
dispuesto a encontrar tu tesoro por mucho que fallaras un millón de veces.
Ojalá el Miguel ganador sea la mitad de atractivo que aquel Miguel...
—Hoy he encontrado mi primer tesoro.
—El segundo.
—El primero—y tras pausar por un instante—. Hasta hoy no había
encontrado nada. Hoy siento que en realidad todo ha sido una farsa para
encontrarte a ti. Y me doy cuenta de lo poco que me importaban los
tesoros. Ya sabía que no había encontrado nada. O puede que ni siquiera
lo estuviera buscando y que en realidad sólo te estuviera buscando a ti. Tu
271
sinceridad es contagiosa, Clara, hace veinte minutos que nos conocemos y
aún no hemos hablado del tiempo. Me parece que contigo no voy a tener
que hablar de tonterías para impresionarte y que no querré llenar los
silencios porque hasta éstos tendrán un significado...
—Nada de hablar de libros como quien hace la lista de la compra.
—Ni de películas como quien hace la alineación de un equipo de
fútbol.
—¡Ni de fútbol!
—¡Ni de los famosos!
—Así no nos va a quedar más remedio que hablar de nosotros...
—Hay tema para rato. Anda, ve, que tus amigas te están esperando.
Clara cogió la mano de Miguel y la apretó con suavidad. Tras un
instante los dos soltaron, aunque sólo a medias, como no queriendo soltar
definitivamente hasta que el otro lo hiciera.
—No me quiero ir. No es justo que tengamos que separarnos cuando
de todas formas no voy a dejar de estar contigo. Voy a pensar veinte veces
en todas y cada una de las palabras que nos hemos dicho...
—Si no te vas te vas a quedar sin amigas.
—Para lo que me van a ver a partir de ahora. Me gustaría que
mañana apareciera en el periódico, “chica del pueblo es abducida por un
marciano, todos sabemos que está bien, no nos preocupemos, sigamos con
nuestras vidas. ¡El asunto, tal y como ha podido averiguar “El Universal”
es que no tiene teléfono! ¡Así que no podréis llamarla para cuchichear
sobre vuestras tonterías! Asuntos galácticos la tendrán ocupada por el
resto de le eternidad.
—Un titular un poco largo...
—No pasa nada si por un día le quitamos un poco de sitio en portada
a los mismos muertos de los sitios de siempre. ¿Te has preguntado alguna
vez el porqué los periódicos tienen esos nombres tan tontos? Es como si a
todos los llamaran con nombres de países, naciones, mundos, planetas,
razones...Sí, desde luego, los periódicos y los partidos políticos se llevan la
palma en cuanto a nombres poco imaginativos. No me extraña que
describan una realidad tan aburrida y repetitiva. Y que hablen tanto de
política, los creadores de realidades aburridas y repetitivas. De país a país,
de época a época, todo cambia menos los nombres de los periódicos y
partidos políticos. Sigla arriba o abajo, todo sigue igual. Y encima luego
nos vienen con esas monsergas de la responsabilidad de informar y
gobernar. Lo dicho, que si un día te da por hacer oposiciones a
extraterrestre y abducir chicas terrícolas, no te olvides de empezar
conmigo.
Ese sería el título de mi periódico: “Oposiciones a
272
Extraterrestre” y su lema: “abducimos chicas terrícolas con rigor e
independencia...” Y el de mi partido político...
—Unión Solitaria—dijo Miguel—, me parece que tus amigas se han
ido...
—Hasta mañana—dijo Clara dándole un beso en la mejilla.
Miguel vio como salía corriendo y no paraba hasta llegar a la puerta
del bar, momento en el que se giró para mirarle con una gran sonrisa, sus
grandes ojos irradiando amor como dos soles del color de las castañas. Y
le miraban a él, a un inútil buscatesoros que en su vida no había encontrado
ni una lata de sardinas. Llena, se entiende, ya que que las vacías eran presa
habitual de su detector de metales.
“Y no sólo me quiere, sino que además me quiere por lo mejor de
mí. No por ese tesoro que he robado, sino por mi tenacidad, por mi
esfuerzo. Me quiere por lo que soy, por esos intentos que son más éxito
que mi éxito. Mi corrupción ha sido mi forma de llegar hasta ella, pero no
me quiere por mi corrupción. Me quiere por mí, por quien soy y quiero
ser...”
Curiosamente, tras años de avergonzarse de lo que no había
encontrado, Miguel se avergonzaba ahora de lo que sí había encontrado. O
más bien de lo que le había encontrado a él.
“Sabía que algún día me iba a caer. Lo sabía, lo sabía, pero también
sabía que no le iba coger el gusto a retozar en la mierda. El retozar queda
para animales tan dignos como el cerdo. Hay que ser muy digno para
enmerdarse sin convertirse en mierda. A los cerdos la mierda los mejora,
mientras que a los hombres nos convierte en mierda.”
Miguel se entretenía con aquellas reflexiones porcinas de camino a
su dignidad perdida, que en su caso comenzaba en una estación de
autobuses. Iba a deshacer su trato con Krgf. No le daba mucha
importancia a aquella decisión. Ahora tenía un amor verdadero (si es que
el amor entiende de grados) y ensuciarlo con aquella vergonzosa relación
sería como intentar vivir sin respirar. Así que se dirigió a Nuevo Giralte a
comunicarle su decisión.
Tras dos semanas repetía trayecto. La misma apestosa estación de
autobuses, el mismo mendigo pidiéndole para los mismos niños y mujer...
—¿Qué tal su mujer e hijos?
—Ya ve, nada nuevo. Gracias a dios siguen muriéndose de hambre.
El pequeño ha ganado un premio en el conservatorio. ¿No tendría una
monedita por ahí?
—¿Y la botella?
—Siempre tan llena, aunque nunca demasiado...
273
Se imaginaba aquel diálogo mientras miraba a una vieja encorvada y
temblorosa atendida por un joven con mochila.
—¿Está usted bien, señora. ¿Necesita ayuda?—dijo el joven con
marcado acento dalterrino aunque en correcto aubayés, a lo que la señora,
desde las profundidades de su capucha, contestó:
—Dinerooooooo...
—Para hacer ese ejercicio hay que tener unas rodillas fuertísimas—
dijo Miguel mirando al joven—. Ni tú ni yo podríamos pasarnos todo el
día caminando en cuclillas, encorvados y temblorosos. Lo dicho: toda una
gimnasta.—y al ver que el joven se desentendía de la anciana—. ¿Pero a
dónde vas, hombre? Dale algo. Uno te dice que estás ante una eminencia
olímpica y no le das ni una mísera moneda. Cuando seguro que te dejas
medio sueldo en ver a cualquier mediocridad futbolística...
—¿Conoce las ruinas de La Chiquita?—le dijo un guía turístico.
—¿Hace mucho que están?
—Miles de años.
—¿Y hasta cuándo estarán?
—Han sido nombradas Patrimonio de la Humanidad por el Instituto
para la Celebración de la Cultura (ICC), asociado a Mundo Libre. La
Chiquita es uno de esos monumentos que trasciende a la propia historia...
—Entonces tengo tiempo. De la próxima vida no pasa...
Y el mismo taxista de bigote canoso y de escaso pelo peinado hacia
atrás con una grasa que en un principio debió de ser de bote, pero que
ahora, cuando habían pasado ya días desde la última ducha, había sido
asimilada y naturalizada.
—Le llevo a la ciudad barato, barato, barato...
Palabras repetidas. Si triste es repetirse, ¿qué decir de repetir lo que
nunca hizo falta que fuera dicho? Un mundo lleno de palabras repetidas.
Innecesarias y repetidas.
Llegó a la misma calle y saludó al mismo matón que de haber sido
coche hubiera sido cuatro por cuatro, pero que siendo persona se tenía que
conformar con ser dos por dos. Y también esta narración se repite. Todo
igual. Nada se alteraba porque él hiciera o dejara de hacer. Fuera a
salvarse o a perderse, el recorrido era el mismo. La puerta de entrada
siempre es la misma que la de salida.
“Todo es lo mismo, pero yo no soy el mismo. Hace dos semanas
pensaba que no importaba lo infeliz que fuera las cosas no podían ir sino a
peor, mientras que ahora, por muy feliz que sea, no puedo evitar pensar en
que sólo pueden ir a mejor...”
—Quiero hablar con Leo.
274
—Hombre, mucho gusto de volver a verte...—dijo el 2X2, quien le
recordaba de la vez anterior—. Voy a preguntarle. Creo que podrá verte,
pero por si acaso...
Un momento después volvía el 2X2.
—Ya me parecía que podría. Un día de poco trabajo. Hace cuatro
horas le he dejado jugando con la videoconsola y adivina como lo he
encontrado: jugando. Parece un maniquí, ni siquiera pestañea. Pasa, me
ha dicho que estará encantado de recibirte. ¿Bien todo? Tienes buen
aspecto.
—Sí, gracias. Tú también.
—¡Seguro! Encerrado aquí todo el día, no veas el buen aspecto que
debo tener. Anda pasa.
De nuevo en la oficina, donde le recibió un Leo que se incorporaba
tras dejar por un lado el mando de la videoconsola y por el otro una tenue
estela, parecida a la que dejan los aviones y los barcos, sobre una mesita de
cristal en la que momentos antes había habido unas bien delimitadas rayas
de polvo blanco. Era anticapitalina, la droga contraria a la capitalina. La
capitalina producía un efecto de euforia que impulsaba a una compra
compulsiva, lo común era poner un límite a la tarjeta de crédito antes de
consumirla, mientras que la anticapitalina producía un efecto de gran
tranquilidad y autocomplacencia en el que todo parecía sobrar, de modo
que antes de consumirla era recomendable cancelar por veinticuatro horas
(una práctica común en Dalterra) el acceso a las cuentas bancarias para
evitar donaciones masivas.
—¡Pero si es mi amigo el buscador de tesoros!—dijo Leo al verle—.
¿Buscas alguno por aquí? Porque no creo que lo encuentres. Aquí nuestra
especialidad es la basura. Tiene gracia, gano cantidades increíbles de
dinero y ya ves en que me lo gasto: en jugar con máquinas de plástico
barato y en meterme por la nariz un polvo que de ser legal no costaría ni
cincuenta centoyos. Y sin embargo no hay nada que me guste más.
Colocarme y marcar goles. Soy todo un maestro. No me pidas que juegue
contra ti, que lo mío es jugar contra la máquina. Mi record es 17-2. O 161. Siempre dudo de cual de los dos resultados vale más. ¿Tú qué crees?
¿Crees que lo importante en la vida es marcar muchos goles o que te
marquen pocos? Sí, ya sé lo que me vas a contestar. Me dirás que lo
importante es marcar muchos. Pero eso no me vale, porque todos somos
de boquilla tan artistas y ofensivos como rácanos y defensivos en la
práctica. Así que dime la verdad.
—Supongo que el simple hecho de adoptar una estrategia vital ya es
ser defensivos...
275
—¿Pero de qué me estás hablando? No te pido que seas mi guía
espiritual, sino que me digas cual de los dos resultados es merecedor de
figurar como mi record mundial...
—Normalmente se beneficia al que ha marcado más goles. Pero yo
creo que el 16-1 vale más, porque has logrado que te marcaran la mitad de
goles mientras que tu sólo has dejado de marcar un porcentaje mucho
menor...
—Bien dicho. Desde hoy el trofeo Miguel al record mundial es 16-1
y tu nombre irá para siempre unido a uno de los capítulos más excitantes
de mi patética vida. Vaya honor.
—Me parece que pintas las cosas peor de lo que son.
—¿Quién ha dicho malas? Son simplemente estúpidas. Me paso la
vida jugando al mismo videojuego y jugando el mismo partido. Marco
casi los mismos goles y me marcan casi los mismos. Al final lo más
incierto de mi vida está en si cago a las tres y veinte o a las tres y veintidós.
¡Tener dinero para ésto! Te diría que el dinero me está convirtiendo en un
maricón si no fuera porque me daría con un canto en los dientes si al
menos me gustaran los hombres. Ni hetero ni homo, yo soy videosexual.
Es la nueva tendencia, no me extrañaría que hubiera cientos de revistas
predicando como “hacerse videosexual”. Hubo un tiempo en el que al
menos me ponían las partidas de strip-poker en las que si ganabas ibas
desnudando a la chica, ahora ya ni eso. Me he tomado unas rayas de
capitalina a ver si me reactivaba un poco...Mira, me he comprado unos
juegos.
Leo sacó de la bolsa ocho cajas de videojuegos.
—Pero si son todos el mismo...—dijo Miguel.
—¡Claro! ¿Para qué iba yo a querer un juego diferente?
—¿Y para qué quieres ocho copias del mismo?
—¡Exacto! Tú lo has dicho: copias. Una copia es casi igual, pero no
exactamente igual. Y corre el rumor de que los programadores introducen
pequeñas alteraciones para que ninguna copia sea exactamente igual a la
otra. Yo aún no he encontrado ninguna diferencia, quizás mi percepción
no esté totalmente afinada. A lo mejor es que aún no he dado con la copia
adecuada. ¡Vaya mierda de anticapitalina! Por lo que se ve la capitalina
era de mucha mejor calidad porque los efectos anticonsumistas no me han
durado ni cinco minutos...Así que venga, al negocio, que tengo muchas
compras que hacer. ¿Ya te he preguntado si venías buscando algún tesoro?
—Sí, Leo, ya me lo has preguntado...En realidad vengo devolver
uno—dijo un Miguel a quien toda aquella escena había rearfirmado en su
276
decisión—. Quería comunicarle al señor Krgf que he decidido no trabajar
más para él.
Aquello sorprendió a Leo. Recuperando la sobriedad que nunca
perdía cuando se trataba de negocios y tras meditar por unos instantes,
dijo:
—¿Te importa si esperamos unas semanas? Vamos a tener mucho
trabajo durante el próximo mes y la verdad es que nos ahorrarías unas
cuantas carreras y preocupaciones si nos dieras algo de tiempo para
encontrarte un sustituto. El señor Krgf no exageraba cuando dijo que
habíamos tenido mucha suerte encontrándote. Realmente eres ideal para
este trabajo. O tenías pinta de serlo. Lo que dijo el señor Krgf, por
supuesto, se mantiene y eres totalmente libre de dejarnos en cualquier
momento. Pero nos harías un favor si nos avisaras con unas semanas de
antelación.
—Te entiendo y sé que estoy quedando muy mal con vosotros, pero
la verdad es que quisiera dejarlo inmediatamente.
—¿Tanta prisa tienes?
—Sí, bastante.
—Bien, es un país libre. Bueno, en realidad no lo es pero ese es otro
tema. Lo que quería decir es que nuestras empresa sí lo es, así que
respetaremos tus deseos.
—Gracias, Leo. No sabes cuanto te lo agradezco.
—Correremos como putas, o más bien como políticos buscando
niños a los que besar, pero ese es nuestro trabajo. Y nos pagan bien por él,
aunque ya ves lo poco que nos cunde a algunos, así que puede que en el
fondo estés tomando un buena decisión. ¡Suerte muchacho! Ya sólo falta
que nos devuelvas el dinero que te dio en señor Krgf y nos despediremos
como buenos amigos.
Aquello sorprendió a Miguel.
—¿Todo el dinero?—dijo.
—¿Todo pregunta!—dijo Leo mirando a 2X2 con una sonrisa—.
Pues claro que todo. ¡No va ser el que te sobre después de gastártelo todo!
El señor Krgf dirige una organización ejemplar, todo civismo, libertad y
respeto: él mismo es un ejemplo de todas esas virtudes. Pero créeme que
no quisiera verle enfadado. No lo he visto nunca y si de mí depende nunca
lo veré. Pero si contrató un servicio y no recibe ni el servicio ni el dinero
que pagó, la verdad, no creo que se lo tome muy bien. Es sólo una opinión
personal, igual luego te da las gracias y todo...A lo mejor resulta que
pertenece a una secta en la que el ser robado da suerte y hasta te da las
gracias por ello y te pide que, si no es mucha molestia, lo vuelvas a hacer
277
el tercer jueves de cada mes. ¡Vete a saber! Cosas más raras se han visto.
Ahora bien, no me gustaría estar en tu pellejo cuando lo averigües.
—¡Pero yo creía que el dinero que me disteis era como pago por el
primer cargamento, el que me encontré en el Faro de Malaquías!
—Yo no te doy nada, es Krgf el que te lo da. Supongo que ya te ha
quedado claro que en todo ésto yo soy sólo un mandado. Y no quiero ser
nada más. Gano más dinero de lo que sabría gastar y cien veces más de lo
que sabría gastar bien. En cuanto al cargamento, ¿te estás acaso refiriendo
a ese cargamento que le intentaste robar? El pago por ese cargamento fue
perdonarte la vida y una agónica muerte. Por no mencionar la invitación
personal por parte del señor Krgf a unirte a esta humilde organización que
hoy quieres abandonar. Ese fue su pago por el cargamento que quisiste
robar en el Faro de Malaquías y que tú, sin duda para abreviar, llamas el
cargamento del Faro de Malaquías. Bien, un tema menos. Ahora pasemos
al tema del dinero. Dinero que se te dio por realizar unos servicios que,
según me cuentas, no tienes intención de realizar...
—Pero yo no sabía...—dijo Miguel muy serio—-. Verás, Leo, me
he gastado una parte y...¡Pero que quede claro que el resto se lo daré todo!
—Bueno, no nos enfademos. El señor Krgf siempre me predica que
hay que tratar como queremos que nos traten. Seguro que te da unos
meses para que se lo vayas devolviendo. Se lo he visto hacer antes y
seguro que contigo volverá a hacerlo. ¿Cuánto falta?
—Unos cien mil.
—¿Qué! ¡Cien mil terrones! ¿Pero cómo has podido gastar tanto
dinero en sólo dos semanas?—Leo miró al calendario—. Sí, dos semanas
exactas. Calculo que puedes hacerte, a diez terrones la permanente...¿Esos
rizos son naturales? Bueno, da igual. Si no lo son tienes nueve mil
novecientas noventa y nueve permanentes o noventa y nueve mil
novecientos noventa terrones de los que dar cuenta. Si son naturales, ¿qué
has hecho con cien mil terrones?
—Creía que ese dinero era mío.
—Aún no me has contestado...
—He gastado en muchas cosas. He pagado unas deudas, he
comprado ropa, hice una fiesta...
—Me refería a los rizos. Te apuesto cien mil terrones a que no son
naturales.
—Perderías, pero ya sé que lo dices en broma.
—¿Lo digo en broma? Bueno, ahora ya nunca lo sabremos.
Tendrías que haber aceptado la apuesta. En broma o no quizás te hubiera
pagado y mejor que te den en broma cien mil terrones a que te los pidan en
278
serio. Por lo que tengo entendido vives en una habitación bastante
modesta, limpia pero modesta. La ropa que llevas no parece muy cara. Y
de la celebración de la que me hablas no he oído hablar en el periódico, y
de una fiesta de cien mil terrones creemé que se oye hablar, así que o bien
invitaste a un harén a una reunión secreta en tu modesta habitación con tu
correcta ropa, o nos faltan por lo menos noventa mil terrones.
—He comprado algunas piezas de valor para poderlas donar como
parte del tesoro. Podían investigar y comprobar que no había encontrado
nada.
—Pues ya puedes volver a venderlas. Supongo que ser buscador de
tesoros te habrá valido para vender las piezas que has comprado a por lo
menos el mismo precio que tú pagaste. Como mucho perderás cinco o diez
mil terrones, más los otros diez mil que te has gastado...Quince, veinte
mil...¿Cuándo crees que podrás devolvérnoslos, dígamos que con el interés
que te haría cualquier banco?
—No va a ser tan fácil. He donado todo el tesoro que compré. Creí
que era lo más correcto.
—¡Míralo! Encima quería quedar bien. El gran filántropo. Lo
primero que encuentra y no quiere hacerse rico sino compartirlo con la
ciencia. Quería ir de hombre bueno. Algunos te llamarían hipócrita, pero
lo que yo te hubiera llamado es inteligente. Un currito o chupatintas puede
ir de hombre normal, con sus ambigüedades, mejores y peores momentos,
pero un prohombre como el que tú estabas encaminado a ser tiene que dar
una imagen ejemplar. Puestos a ser un fraude, mejor serlo en cuantos más
aspectos mejor. En el caso, claro está, de que hubieras continuado con
nosotros, lo cual te animo a reconsiderar. Lo estabas haciendo muy bien,
Miguel, todas tus decisiones iban en la dirección adecuada. Lo que no
cuadra es lo que pretendes hacer ahora, como nunca cuadrará una decisión
que convierta en estúpidas todas las decisiones brillantes tomadas
anteriormente. De ser un colaborador perfecto y un gastador certero,
pasarás a ser un idiota que se ha gastado cien mil terrones que no eran
suyos. Porque una cosa quiero que tengas clara: o nos dejas tú o nos dejan
los cien mil. Los dos, desde luego, no nos dejáis. Y si nos dejáis a la vez
al menos uno de vosotros no lo hará vivo...
Miguel estaba desesperado. Miraba a Leo incrédulo, no pudiendo
entender como en dos semanas su vida podía haber cambiado tanto. De ser
un joven sin grandes problemas o alegrías, ahora se encontraba con que
tenía razón doble de los dos platos. O triple, porque cuando más miraba a
sus problemas más grandes le parecían sus alegrías y cuanto más miraba a
éstas más grandes le parecían aquellos. Finalmente dijo:
279
—Tienes que ayudarme, Leo, por favor...Me he equivocado, he
gastado el dinero como si de verdad hubiera encontrado un tesoro.
—Y lo habías encontrado. Sólo que era uno que demandaba un poco
de trabajo adicional. Aún estás a tiempo de hacerlo. De hecho comenzaste
a hacerlo brillantemente...Aún estás a tiempo de irte de esta oficina con
una palmada en la espalda animándote a “continuar con el buen trabajo”.
—Pero no puedo no cambiar nada, porque para mí ha cambiado todo.
Tienes razón, Leo, me he equivocado. Para empezar me equivoqué
aceptando, pero me encontraba solo y me sentía frustrado y...y...y ahora
que puedo comenzar de cero, pero de cero de verdad, no desde menos un
millón como estaba hace dos semanas, ahora no puedo...Sólo pido empezar
de cero, Leo, ¿es tanto pedir? Haré lo posible por devolveros el dinero y lo
acabaré devolviendo, sólo necesito un poco de tiempo...¿No podríamos
encontrar una solución?
Leo pensó por unos instantes antes de decir:
—La encontraremos. Pero, siguiendo con tu argumento, tiene que
ser una solución en la que todos empecemos de cero y no, como ahora,
unos de más cien mil y otros de menos cien mil. Tú, el gran filántropo que
vive modestamente, con ese tipo de pobreza que la gente confunde con
grandeza de espíritu y que antes o después lograrás convertir en riqueza y
nosotros, los financiadores de tu gran empresa, en la sombra y no habiendo
obtenido ni el más mínimo beneficio. Mira Miguel, por más vueltas que le
doy sólo veo una forma de que todos acabemos como amigos. Nosotros
contentos y tú pudiendo hacer eso tan importante que tienes que hacer.
Una curiosidad, ¿lo que tienes que hacer que no puede esperar no será
morirte? Porque si lo es vete tranquilo, que por cien mil Krgf mata a un
vivo, pero matar a un muerto es demasiada molestia. Eso lo hace por
doscientos mil. Veo que no te ríes, era una broma...Bueno, no me
ofenderé, supongo que no estás en el estado más adecuado para apreciar mi
finísimo humor negro.
—Creo que no...—logró a duras penas decir Miguel
—Vamos, no te preocupes. Es que estamos tan aburridos que entre
partida y partida a los marcianitos nos vemos alguna que otra película de
gánsters y quieras o no se te pega su forma de hablar. La solución es
mucho más fácil que matarte, aunque, bien pensado, matar es bastante
fácil, así que fácil quizás no sea la palabra...Decir que podemos encontrar
una solución más fácil quizás no sea del todo exacto. ¿Se te ocurre alguna
otra opción?
—Cientos—dijo Miguel tras tragar con fuerza como si en la saliva
llevara un río de piedras—Por ejemplo humana. Sí, humana está bien
280
—Muy bien, humana entonces. Encontraremos una solución más
humana. Sí, suena bien. Así que, como iba diciéndote, podemos encontrar
una solución más humana que matarte, porque hay que reconocer que
matarte no sería muy humano...
—Me alegro de que te guste...
—Y espero que lo que voy a proponerte te guste a ti. Lo que tienes
que hacer, según lo veo yo, es trabajar para nosotros un mes. Tal y como
te he dicho va ser un mes muy ajetreado y tu pago por el par de
operaciones, ambas muy importantes, en las que vas a colaborar será, más
o menos, setenta o setenta y cinco mil terrones, los cuales, sumados al
dinero que dices que te queda...¿Tienes aquí el resto del dinero?
Miguel sacó un sobre del bolsillo, en cuyo interior había algo más
veinte mil terrones.
—Muy bien—dijo Leo tras contarlo—Veintiún mil. Todo junto más
o menos, más menos que más pero no creo que haya problema, hacen los
cien mil de los que hemos estado hablando. Entonces un mes de trabajo y
todos tan amigos. Tengo que consultarlo con Krgf, pero en el pasado
siempre me ha apoyado en este tipo de decisiones, así que casi puedo darte
mi palabra de que es un trato. Ochenta mil terrones por un mes de trabajo,
¿no está mal verdad?
—Depende de como lo mires—dijo Miguel—, dentro de un mes
seguiré siendo igual de pobre....
—¡No, eso sí que no! Serás mucho más rico. Habrás aprendido la
lección que ni todo el dinero del mundo puede comprar, que es que el
dinero, por sí mismo, no vale nada. Mírame a mí. Si el gobierno
subvencionara mis actividades, que de materia prima la verdad es que
cuestan poco, no tendría que tomarme la molestia de trabajar para ser rico
y podérmelas pagar yo mismo. Al salir de toda ésta historia quizás estés
vivo. ¿Lo estabas cuándo entraste?
—No estoy muy seguro...
—¡Si te tendríamos que cobrar por el tratamiento!
—Supongo que no hay nada como dejar de ser digno por un tiempo
para darse cuenta de la importancia de la dignidad.
—Eso dicen los que han hecho el camino de ida y vuelta. Si es que
existen y no son un mito, porque tengo que reconocerte que todos los que
yo he conocido sólo habían hecho el de ida.
—¡Está bien! ¡Un mes!—dijo Roberto tras unos instantes de
reflexión y tomando aire como lo hubiera hecho antes de sumergirse en el
mar—. Pero ni un día más.
281
—Lo que tú digas. Quien sabe, igual que has cambiado una vez de
opinión tal vez lo hagas dos. Además de que éste es como otro trabajo
cualquiera: uno no sabe si le gusta hasta que lo hace. Hay trabajos que
parecen muy divertidos que después son un tostón y trabajos muy
aburridos que luego se acaban haciendo entretenidos. Fiate de mí que he
hecho de todo. Quizás dentro de un mes este trabajo no te parezca tan
terrible. Dale tiempo. Y si se acostumbra el cuerpo, ¿qué decir de la
mente? El cuerpo es un bloque de granito en comparación a la
ultramaleable mente. Y si el cuerpo es rígido en comparación a la mente,
la mente es rígida en comparación a la moral. La mente acumula hábitos,
pero la moral: ¡esa será cada día la que tú quieras que sea! Así que dale un
oportunidad a tu cuerpo, mente y moral, ya ves que parezco un cura
hablando de la santísima trinidad. De verdad, Miguel, ten un poco de
paciencia. Yo de momento no le diré al señor Krgf que hemos tenido esta
conversación. Ya te he dicho que en el próximo par de semanas hay unos
cuantos trabajos importantes. Importantes, que no difíciles. No hay
trabajos difíciles sino mal organizados y éstos son tan importantes que no
nos podemos permitir ningún error. Créeme, no serán en este tipo de
trabajos en los que nos pillen. Antes no pillaran en una escaramuza de
poca monta que con ésto. Aunque ya te aviso que nosotros no hacemos
escaramuzas de poca monta. Los trabajos no tienen ningún riesgo
intrínseco, sino más bien falta de planificación, así que puestos a
arriesgarse mejor hacerlo en un trabajo que merezca la suficiente
planificación e inversión de recursos para reducir casi al máximo los
riesgos. Así que no temas, que tienes más posibilidades de no vivir la vida
a la que aspiras porque el tren en el que vas a volver a Biniveri se estrelle
que porque te detengan en alguna de nuestras operaciones. Después de
este par de trabajos hablaremos y si sigues pensando igual que hoy se lo
comunicaré al señor Krgf y también le diré de lo que hoy hemos hablado y
cuando lo hemos hablado.
—Te garantizo que voy a seguir pensando igual—dijo Miguel
mecánicamente, más convencido de que aquello era lo que tenía que decir
que de querer decirlo.
—Entonces dentro de un mes nos despediremos. Pero no pongas esa
cara, hombre, que dentro de un mes vas a ser igual de pobre que hoy. Es
más, si te hace sentir mejor, te diré que aún estarás a tiempo de ser mucho
más pobre. Tendrás que ponerle dedicación, pero con un poco de esfuerzo
y de talento...
282
Miguel estaba harto de aquellas bromas. La vida ideal que sentía
desde que había conocido a Clara se le escurría entre los dedos y a aquel
bufón no se le ocurría nada más que dárselas de bromista:
—Eres un genio del humor. Aunque de momento sólo te he oído
reírte de mí. ¿Por qué no cambias de tema y te ríes un poco de ti mismo?
A lo mejor así yo también puedo reírme. Porque, puestos a reírse, hay
chistes que me divierten más que los hechos a mi costa.
—Vaya, vaya, mi amigo el buscatesoros se ha enfadado. Justo
cuando habíamos llegado a un entendimiento. Lástima, pero tienes razón:
a veces se me va un poco la mano con las bromas. Pero créeme que no
había mala intención...
Leo miró fijamente a Miguel y con una cara de esas nacidas para
decorar pesadillas infantiles dijo:
—¿Ves? Cuando tengo mala intención se me nota. Aunque tengo
que confesarte que la mayoría me la notan por poco tiempo. Notarme la
mala intención debe de ser una sensación tan intensa que la mayoría no
vive para contarlo. ¡Ja! Venga hombre, Miguel, no te enfades—dijo Leo
estallando en una carcajada—¡Pero no ves que estoy de broma! Otra vez
las malditas películas de gánsters. En realidad soy incapaz de matar una
mosca.
—Si alguna vez conozco a una mosca le comunicaré la buena nueva.
Y no descarto nacionalizarme mosca.
—¡Eso es! Con humor, con humor las cosas al final no parecen tan
graves.
—Será al final, porque lo que es al principio...—dijo Miguel
uniéndose ya definitivamente a las risas.
—¿Quieres saber una cosa? Ni siquiera estoy seguro de lo que
pasaría si decidieras no pagar a Krgf. Hasta puede que te dejara ir...
¿Quieres probarlo? Desde que trabajo con Krgf y va para diez años, nunca
hemos matado o intentado matar a nadie. Te estoy diciendo la verdad.
—Supongo que es esa vieja táctica de los espías de decir la verdad
para que parezca que están mintiendo.
—No, no es verdad.
—¿El qué no es verdad?
—No lo sé...
—Quieres liarme, ahora que me has convencido quieres además
convencerme de que soy yo el que decide seguir con vosotros y que soy
libre de irme, con o sin deuda...
—¿Puedes probar que no sea así?
—¿Y tu que sí?
283
—No, desde luego que no. Sólo quería decirte, y ahora fuera juegos,
que no quiero ser yo el que tiente la furia de Krgf, porque no la he visto, ni
querría ser el primero en engañar a Krgf y quedarse con un dinero que no
fuera mío, ya que el te lo dio y no le has prestado el servicio para el que te
contrató. Y me preguntarás, ¿le temes porque has visto lo que le hace a los
que le engañan? No, algo mucho peor. Le temo porque aún no he visto a
nadie engañarle. Y como te he dicho preferiría no verlo. ¿Quieres ser tú
ser el primero? Adelante. Hasta puede que salgas bien parado. Krgf ni
siquiera me ha dicho que parte de su organización sea ser temido. Pero yo
le temo. Y mucho. Supongo que precisamente porque nunca ha hecho
nada para que le temiera. Está en todo tipo de actividades ilegales y nunca
le he visto una actitud que difiriera de la del perfecto director de sucursal
bancaria. Un burócrata del delito, metódico y siempre bajo control. Ni yo
ni la policía sabemos si Krgf mata. No me extrañaría que ni él lo supiera.
Es más, ni siquiera me extrañaría que ni el muerto supiera si le han matado.
Esto es lo que quería decirte. Ahora tú decides.
—Gracias por el aviso. No eres el único que le teme...
—Me alegra. Ya ves, al final la vida es encontrar gente con la que
uno pueda hablar. Gracias a ti me he olvidado por un buen rato de mis
cadenas. ¡Hasta me parece increíble que ahora haya de volver a mi
mazmorra con mis videojuegos, mis capilos, mis anticapilos, mis
ambushinas y todas esas cosas que me hacen dudar de que Dios nos hizo
de barro o que me cuente de dónde sacó la porquería de barro químico con
el que nos hizo. Ya podría haber encontrado un barro mínimamente
decente, uno al que le bastara, como a cualquier planta, un poco de agua y
un mucho de sol. Pero no, él no...Bueno, Miguel, voy a tomarme un poco
de...no sé de qué, pero si quieres acompañarme...
—No gracias. Si te parece haremos que “La Caída de Miguel” sea
un serial por entregas...No vayamos a adelantar demasiadas cosas en el
episodio piloto.
—No, no conviene—dijo Leo con una gran sonrisa—. Venga, a
seguir con el sentido del humor. Al final nada es tan grave...
—Adiós Leo.
Miguel se despidió cordialmente del siempre amable 2X2, cuya
corrección bien hubiera merecido que alguno de los personajes hubiera
tenido el detalle de llamarle por su nombre para que así hubiera constado
en nuestra pequeña historia, y se dirigió a la estación.
Ya en el tren pensó en lo que le había dicho Leo. Seguramente
mentía, sí, seguro, en caso contrario no hubiera dejado la posible tolerancia
de Krgf para con los que le abandonan para el final de la conversación. ¿O
284
no había obedecido a un plan predeterminado y simplemente había sido el
transcurrir natural de la conversación? En este caso el orden de los
factores sí alteraba el producto, pues de haber comenzado por el final
Miguel quizás se hubiera planteado abandonarles y no mirar atrás. De
haber comenzado por la libertad quizás podría haber erradicado el miedo,
pero una vez inoculado el miedo, como el más vulgar de los virus, la
libertad más patentes sus efectos. Así que nada de aquella conversación
podía haber sido casual, ¿pero cómo podía estar seguro? ¿Y si su atadura
más fuerte era el suponer que tenía que haber ataduras más fuertes? ¿Y si
de verdad era libre? Quizás jugaran de farol. ¿Acaso le había amenazado
en algún momento? ¿Le había dado Krgf razones para temerle o era más
bien lo que Leo le había contado de Krgf? ¿Cuántos presos han dejado de
escaparse por desconfiar de una escapatoria fácil? ¿Cuánto de cualquier
sistema disciplinario se basa en el autocontrol inconsciente?
Quizás querían ahorrarse los gastos de implementar una disciplina de
organización y se limitaran a, pincelada a pincelada, una pincelada del
carcelero y otra del prisionero, ir pintado a cuatro manos una prisión que
sólo sería distinguible tras muchos trazos, una pincelada sobre otra, sin
significar nada por separado, hasta que, cuando el prisionero duda de ella,
se le pide que se aleje y observe el cuadro del que ha estado participando,
resignándose entonces a perder su libertad y no dudando de que ese es, ni
más ni menos, el destino que merece.
Miguel notaba ahora el extraño rastro de aquellos pinceles. No
llegaba ni siquiera a impulso nervioso, era tenue aunque lo suficientemente
profundo como para ser duradero y modificar durante mucho tiempo las
ideas que pasaran por ese tamiz unión de mente y memoria al que
llamamos personalidad. Krgf no necesitaba una gran influencia, sino una
influencia en el momento justo; el derecho del censor a prohibir o vetar
una determinada escena: no hace falta que dejes de pensar, sino
simplemente que nos consultes, quitaremos un poco aquí un poco allá, pero
la esencia será la misma.
Efectivamente, la esencia será la misma: preguntar antes de pensar.
Unos buscan un punto de apoyo para mover el mundo y otros una
piedrecita que poner en el lugar perfecto para alterar el plano de los
pensamientos ajenos lo suficiente para hacerlos previsibles.
“¿Qué es ser puro?”, se preguntaba Miguel notando aquella
piedrecita aunque no estando muy seguro sobre si había alguna forma de
moverla o ni siquiera si eso era lo mejor, si quizás era mejor aprender a
vivir con ella en su presente estado y situación, si los cambios la
debilitarían o fortalecerían, “¿quién dice lo que es puro y lo que no? Si mi
285
mundo es Clara, porque no nos engañemos, ocho años de fracasos, y
aunque hubieran sido de éxitos, dan como para aburrir a cualquiera de una
ocupación, especialmente cuando, como ahora, tengo algo más en mi vida,
y yo quiero ser el mundo de Clara; ¿qué importa lo que pase en el mundo
de los demás? Mi mundo está en la sombra, pero mi mundo ya no es mi
mundo sino que es nuestro mundo y nuestro mundo estará al sol. Mi
mundo ya no soy yo sino Clara y la familia que forme con ella, ¿y qué
importa lo que haga para asegurarme de que no les falte de nada? Además
de que no estoy hablando de renunciar a ser muy rico siendo rico, a eso
quizás se le pueda llamar generosidad o pureza, sino a renunciar a ser muy
rico, no sólo rico sino muy rico, siendo pobre y no pobre a medias o un
poco pobre, sino pobre del todo. Eso más que generoso es estúpido. Es
verdad que hasta ahora he pasado con poco dinero, pero eran otros
tiempos, cuando era y disfrutaba de ser un buscador de tesoros fracasado.
Me pagaban en especie, cientos de miles de pagarés a canjear en el Banco
de la Rebelión Social. Y no me importaba no encontrar nada. Y por eso
no encontré nada: porque no me importaba. O el Barón Dint o nada y, por
supuesto, fue nada, porque ni todo el esfuerzo podía asegurarme que el
Barón Dint estuviera donde yo creía que estaba. Tenía fe y dicen que la fe
mueve montañas. O eso dicen los mismos que, si de ellos dependiera,
quemarían a media humanidad en un mundo que no fuera redondo y no
diera vueltas alrededor del sol. ¡Así que como para escucharles! Sólo
tiene fe quien necesita tenerla y ¿cómo se puede valorar algo que proviene
de la esclavitud de la necesidad? Yo creía que el Baron Dint estaba donde
estaba porque necesitaba creerlo, con solo dudarlo mi mundo se hubiera
derrumbado. Pero por fin mi mundo tiene otros sustentos. Está Clara y
están todos esos tesoros que podré encontrar gracias a los medios que me
proporcionará mi nueva situación. Y no pienso renunciar a todo eso por
volver a los tiempos de bocadillos de atún, pan con chocolate, espaguetis,
guisantes y ketchup, todo ello sazonado con un poco de espíritu de rebelión
social y un mucho de esa altivez que nace de la sensación de frustración
que da el nunca ser capaz de pertenecer o comprometerse con nada. Como
un Dios que eligió apartarse de los hombres y que un día se pregunta si aún
elige su situación o si simplemente ya no es capaz de acercarse. Pues bien,
allá los rebeldes con sus dioses y los dioses con sus rebeldías, que yo ya no
tengo nada que ver con ellos. Ahora tengo una vida que vivir y mi pasado
como buscador de tesoros fracasado, lejos de llevarme a la nostálgica
idealización, me produce la más total de las repulsas. Y es que el mundo
ya no me parece tan malo desde que me he subido al tíovivo. Puede que
sólo quisiera cambiarlo para, cambiándolo, por fin subirme. Aquello de
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vivir a salto de mata estaba bien mientras no había un amor que proteger de
los saltos y de las matas. Y el pontificar sobre la codicia ajena también
siempre y cuando, claro está, uno no se haya conseguido una codicia
propia que proteger y cuidar. ¿Qué me quieran por lo que soy y no por lo
que tengo? Sí, sobre todo si no tengo nada, que si lo tengo, ¿acaso no es
mi dinero parte de lo que soy? ¿Suerte? Sí, la de estar en el momento
justo en el lugar adecuado. ¿Y quién dice que los seres humanos
aspiramos a ser queridos por lo que somos? ¿Acaso no idealizamos la
suerte y ese don divino, en cuanto a que no se gana a pulso, que es la
belleza? Decimos que queremos ser valorados por lo que somos porque
nos da vértigo jugarnos el que nos amen a la ruleta. Siempre y cuando no
nos aseguren que vamos a ganar: ¡entonces todos jugaríamos! No serás
valorado por lo que eres, nos dirían, sino por lo que te va a tocar ser, pero
te aseguro que lo que te va tocar te gustará. La mayoría entonces elegiría
la ruleta y a divertirse con las vueltas. Quitamos de la ecuación de lo que
somos lo que tenemos si lo que tenemos no sube la media, pero ahora que
en mi caso la ha subido sería un tonto de no aceptar lo que tengo como
parte de lo que soy. Soy poco y tengo mucho, ¿cómo no elegir lo que
tengo? ¿No tiene sentido? El juego no nos asusta por el concepto del
juego en sí, o por eso que dicen los puritanos de que es más digno ganarse
la vida, sino por la incertidumbre que el juego conlleva. A partir de ahora
para este buscador de tesoros al que la suerte ha dado todo lo que el trabajo
negó, el trabajo será más digno que el juego sólo mientras no esté seguro
de que va a ganar jugando. Y ahora voy a ganar. Cartas marcadas, bolas
con plomo, espías que me soplan las cartas del adversario...En realidad la
cuestión no es cuantas manos ganadoras tengo sino cuantas que no lo son.
Y la cuestión tiene una respuesta: sólo una. Y esa única mano perdedora
se llama conciencia. Precisamente la que he estado a punto de jugar hoy.
Así que ya sé que cartas no jugar y cuanto antes las separe de mi baraja
más seguro estaré de que no se crucen en mi camino en el momento menos
indicado. Voy a jugar mis cartas y las voy a jugar bien. ¿Qué antes el
dinero no me importaba? ¿Qué antes tenía la mente en las nubes? Era un
soñador, un desprendido, uno de esos hijos de dios a los que tanto
glorificamos por la simple razón de que son inofensivos, como los
mendigos y las estrellas de cine, literatura y música, como las estrellas
muertas...O mejor lo ampliamos a los muertos en general. Y no como los
codiciosos vivos. ¡Viva los inofensivos! ¡Qué me rodeen cientos de
inofensivos pero, por favor, que yo no sea uno de ellos! No se si lo he
sido, pero sí que ya no lo soy. Porque ahora tengo algo que defender y
quien tiene algo que defender siempre está presto al ataque. No, ser
287
inofensivo ya no es una buena defensa, lo era cuando no tenía nada que
defender, pero ahora es un lujo que no me puedo permitir (un lujo que
quizás antes fuera una necesidad pero que ahora sería un lujo). Y el dinero
va a importarme por la simple razón de que lo tengo y que planeo tener
mucho más. ¡Por supuesto que antes no me importaba! Vaya cosa, no me
importaba el dinero que no tenía. Sí, ya sé que esa es la esencia de todos
los santos, pero allá ellos que no tuvieron más remedio que serlo. Y aún lo
de santo tiene un pase, ¡pero buscador de tesoros vocacional! ¡Qué el
Barón Dint se quede en el fondo del océano por los siglos de los siglos y
que los peces se coman hasta las almas de sus marineros si es que alguna
vez las tuvieron! No sé si dejaré la profesión, pero si mi especialidad y
voy a cambiar mi título de buscador por el de encontrador. No, nada es lo
suficientemente importante como para hacer sombra a mi amor por Clara y
a la vida que vamos a compartir. ¿Darle a ella bocadillos de atún?
¿Decirle que no puedo invitarla a cenar pero qué tal un café? Sí, ya sé que
en las películas eso queda muy bonito y que ella me diría que lo importante
es mi compañía y todas esas cosas. Y puede que lo sea., pero en cualquier
caso estoy harto de películas, llevo ocho años viviendo en una película y,
francamente, estoy ya un poco harto. Han salido las letras, ya sólo les falta
decir que “todo parecido con la realidad es pura coincidencia” y a casa
todos. La película, esa en la que Clara iba a mirarme siempre con ojos de
amor ha terminado y ha empezado esa vida en la que le permito que de vez
en cuando descanse y me mire como quiera. Quiero tener encantos cuando
me mire con ojos de amor, pero también cuando lo haga con ojos de
interés. Me fatiga pensar en como sería la vida en la que he estado a punto
de embarcarme hace una hora, la vida de la conciencia. Siempre
pidiéndole perdón por no hacerle más regalos, no es que no los merezcas
cariño, pero es que el dinero, perdón por no sacarla a cenar, no es que no lo
merezcas cariño, pero el dinero, porque no comprarle los vestidos más
bonitos, no es que no lo merezcas cariño pero el dinero...¡Cuando Clara
merece ser la envidia de todas las mujeres! ¡También ella tendría que
pasarse el día dando explicaciones! “Miguel es mejor que cualquiera pero
el dinero no le importa y yo lo quiero por lo que es.” ¡Al diablo las
explicaciones! Nada agota tanto como verse obligado a pasarse el día
explicándose frente a personas que ni nos escuchan ni quieren ser
convencidas. Obligarla a justificarle frente a sus amigas, hablando de mis
virtudes ocultas, de mi inteligencia y talento. Algo así como convertir a
Clara en mi agente. No, pedir tanto amor es pedir demasiado, es
inhumano. Divino y celestial tal vez, pero inhumano, quizás al alcance de
los dioses, pero no, desde luego, de los hombres. Tal vez ellos, que no
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tienen que ir por esos mundos suyos enamorando a las chicas, o
convenciéndose de que pueden enamorar a las chicas y menos a las chicas
como Clara, quizás ellos puedan buscar amores puros: ¡cómo si ser
todopoderoso y omnipresente no diera ciertas ventajas a la hora de
procurarse compañía! ¡Cómo hemos podido los pobrecitos seres humanos
ser tan ilusos como para moldear nuestros comportamientos y actitudes
según las necesidades y caprichos de seres que, como cualquier compañía
de sondeos puede confirmarnos, no son representativos de la población!
Así que, antes de hablar sobre imágenes y semejanzas, las iglesias harían
bien en encargar un sondeo serio para así hablar con conocimiento de
causa. Y así dirían en los sermones: “Dios no es representativo de los
programas de televisión que vemos, así que no le pueden poner la
maquinita del share en su casa, pero eso no significa que no tenga consejos
muy instructivos que darnos. Si bien es cierto que hacer seres a imagen y
semejanza suya no es su fuerte y que hizo el cursillo a distancia, aún así
dice cosas muy interesantes, como que...como que...” ¿Y si probamos a
hacer los hombres a nuestro Dios a nuestra imagen y semejanza a ver que
tal nos sale? ¡Peor de lo que le salió a él! Porque por su bien espero que
los hombres que ha creado no sean de verdad a su imagen y semejanza, en
cuyo caso, vaya birria de Dios nos ha tocado. O el modelo o el artista son
malísimos y siendo ambos el mismo ya no queda la menor duda de que
Dios es un inútil que, francamente, lo mejor que podría hacer es estarse
calladito a ver si nos olvidamos de él. Así que menos charlas sobre amores
que todo lo pueden, fidelidades incorruptibles y demás monsergas para
seres ociosos y a ser posible divinos, que los dioses disponen de muchas
herramientas sociales de las que yo desgraciadamente carezco. El día que
pueda crear el Barón Dint para encontrarlo o a una Clara que se enamore
de la más pobre y fracasada versión de mí mismo, entonces ya hablaremos
de merecerse las cosas. Y como no puedo crear ni al tesoro ni a Clara me
tendré que conformar con utilizar todas las herramientas posibles para
crearme a mí mismo. A partir de hoy soy mi Dios y no siento la necesidad
de crear un diablo, aquel que sintetice todo lo que considero malo a este
lado de la creación, aunque de decidirme a crearlo creo que se parecería
mucho a ese buscador de tesoros timorato, puritano y habitualmente
intolerante con el que he tenido la desgracia de convivir en los últimos
ocho años. Ese que era tan atractivo como idea, Clara dice que se enamoró
de él, como fastidioso y patético en la realidad, seguro no lo hubiera
aguantado ni diez minutos...”
Ya en la estación de autobuses de Nuevo Giralte, Miguel se cruzó
con el tío Diego, que justo en aquel momento llegaba de Biniveri camino
289
de su trabajo de los jueves. Intentó evitarlo, pero sus miradas se cruzaron y
ya no le quedó más remedio que continuar caminando hasta donde el tío
Diego se encontraba.
—Pero que casualidad si es el hombre del año—dijo Diego con el
tono afable que era habitual en él—, ayer le preguntaba por ti a Comet y
mira dónde nos encontramos...
Miguel le agradeció aquellas palabras mientras le estrechaba la
mano.
—Aquí estamos, a ver si trabajamos un poco...—dijo Diego
contestando a una pregunta que Miguel no le había hecho—. Bueno, ¿y el
Barón Dint sin aparecer? Ya verás como es el siguiente en caer...
Miguel no había prestado mucha atención al tío Diego y seguía con
sus pensamientos, así que dijo:
—Claro que ha aparecido. Yo soy el Barón Dint. Encontrarlo está al
alcance de cualquier advenedizo con cuatro o cinco clases de historia mal
digeridas. Como no lo podía encontrar lo he creado. ¿Para qué
encontrarlo si uno puede crearlo?
—Que cosas más raras dices, Miguel. Pero bueno, ¡si el éxito no le
da derecho a uno a decir cosas raras...!
—Exacto, Diego. El éxito convierte la locura en excentricidad y la
mala educación en genialidad. El éxito es un cheque en blanco. Es como
ese rey que convertía en oro todo lo que tocaba. Cuando tienes éxito hay
que moverse lo más posible, tocarlo todo, decir y hacer las mayores
barbaridades. Con el éxito a poco que puedan te admirarán, mientras con
el fracaso a poco que puedan te meterán en la cárcel.
—Bueno, muchacho, me parece que ese es tu autobús. Oye, estás de
lo más raro...No te voy a decir aquello de que el éxito no te cambie, tú
cambia lo que quieras, pero ten en cuenta que antes ya le gustabas a mucha
gente, así que allá tú.
—Gustaba porque era inofensivo.
—También por eso. Aunque yo no diría inofensivo, sino más bien
que uno sabía que tus ofensas, de llegar, iban a venir de frente y
anunciadas con trompetas. Y eso no es malo.
—Eso es ser inofensivo.
—Sí, claro y eso está bien. ¿Acaso es una virtud ser ofensivo? Otra
cosa es que haya gente que se lo pueda permitir. No, eso no, gente a la que
se lo permitan. Pero allá ellos con sus ofensas, oye, muchacho, no te
quiero enredar más, que tienes que coger el autobús...
Miguel se despidió del tío Diego y subió al autobús.
290
Durante el trayecto, y ya superadas las exaltaciones de momentos
atrás, Miguel tomó varias determinaciones. Decidió que dejaría aquel
trabajo cuanto antes, pero no de cualquier manera; es decir, que tenían que
darse algunas circunstancias. La primera, que no lo iba a dejar igual de
pobre, sino razonablemente rico. Así que trabajaría seis meses, tal vez un
año, hasta puede que durante todo el tiempo que Clara estuviera en la
universidad. Con trabajar se refería a que sería un narcotraficante, mejor
empezar a llamar a las cosas por su nombre, se dijo, pero que no iba a
adoptar el estilo de vida de un narcotraficante. La cuestión era ganar una
fortuna, no gastarla, así no se crearía una dependencia de aquellas
ganancias. Y seguiría viviendo como hasta el momento, ahorrando e
invirtiendo parte de aquellos recursos en buscar tesoros que hasta ahora no
había buscado por falta de medios. Pero aquello, lejos de ser una
continuación de su búsqueda del Barón Dint, era un adiós definitivo. Hasta
ahora no había buscado aquellos otros tesoros por no quitarle tiempo,
medios y energías a la que el sentía como su búsqueda. Recordaba ahora
cuantas veces, tentado de cambiar de búsqueda, se había dicho que no
“había dejado Dalterra y a su familia para buscar tesoros, sino para
encontrar el Barón Dint.”
Era el final de las quimeras. A partir de aquel día buscar tesoros ya
no iba a ser una vocación sino una profesión. Y en virtud de las muchas
horas que le había dedicado cuando era lo otro y de los nuevos medios de
los que ahora disponía, seguramente una muy provechosa. Había llegado
el momento de que sus sueños pasaran por caja. Eran un cheque al
portador y había llegado el momento de convertirlos en dinero.
Así que Miguel se imaginó la vida en la que, cinco o seis años más
tarde, ella sería una brillante arquitecto y él un exitoso buscador de tesoros.
Tendrían dinero, influencias y una vida aventurera viajando por todo el
mundo, él buscando tesoros y ella construyendo los más increíbles
edificios.
—¡Y seremos nuestros propios jefes!
Y no tendremos a
personajillos pidiéndonos explicaciones y diciéndonos como hacer las
cosas. Viviremos con dignidad. Vaya, ésto va bien, en dos horas mi
metamorfosis moral va adquiriendo tintes éticos. Leo tenía razón, le
damos demasiada importancia a la conciencia, cuando no hay ninguna otra
capacidad que se adapte mejor a las circunstancias cambiantes. El asunto
no está en renunciar a la conciencia, sino en simplemente tener la paciencia
necesaria para esperar a que se adapte.
Aquella vida era demasiado bonita para renunciar a ella. Ahora que
la había soñado y había construido aquel nuevo mundo en su mente,
291
renunciar a él hubiera sido como destruirlo. Un bombardeo en toda regla.
Ahora percibía los escrúpulos morales de un par de horas atrás como si de
bombas se trataran, alineadas y preparadas para hacerlo saltar por los aires;
un mundo entero, con sus callecitas, parques y edificios; un futuro con sus
motivaciones, alegrías y sinsabores. Unos hijos que no nacerían, unas
promesas que no se cumplirían. Un puente necesita de dos orillas para
sostenerse y Miguel estaba haciendo los retoques de la segunda. ¿Una
orilla era más digna que la otra? Las dos eran necesarias para sostener el
puente y lo necesario no sabe de grados. A un lado del río su pasado y al
otro su futuro y en entre ambas, silbando canciones alegres mientras
cruzaba el puente, Miguel.
“Pero tengo que acordarme de la orilla que he elegido. Una orilla
con sus miserias y dudas como las que llevo semanas experimentando,
pero una orilla en la que no van a caber muchas otras cosas. En mi orilla
no va a caber el trabajar por comprarme un casa o un coche, en mi orilla no
va a caber el consumismo. No me importa que los cimientos de mi vida
futura sean más asquerosos, no me importa que mi jardín nade sobre la
putrefacción, voy a hacer lo que voy a hacer por amor y voy a traficar
drogas porque no soy escritor de poemas y ésta es mi forma de demostrar
mi amor. No voy a acumular riquezas, no me voy a convertir en uno de
esos estúpidos ricachones en los que siempre me temí convertir cuando iba
camino de ser abogado o buscador de tesoros. No empiezo un camino de
acumulación, sino de creación de posibilidades, unas posibilidades que,
cuando Clara termine su carrera, voy a disfrutar de explorar con ella. Y he
de pensar que el trabajo que voy a hacer lo hubiera hecho cualquier otro.
Es más, mejor que lo haga yo antes que otro con menos escrúpulos. Sí, ese
es el camino, así vamos bien, poco a poco conseguiré dotar a este nuevo
camino de su propia moralidad y no será mentira, no será una moral de
pega, sino una tan verdadera como la que más, es decir, como cualquiera,
porque la moral nos persigue, es como nuestra sombra, de modo que al
final siempre acaba permeando todas nuestras acciones y pensamientos. El
ser humano tiene una necesidad innata de ser moral y justificarse. Ésto
hace que algunas veces evite acciones y otras, las más, que las que no evite
las moralice. Es decir, que a veces hacemos que nuestras acciones
concuerden con nuestra moral y otras que nuestra moral concuerde con
nuestras acciones. Así que quien sabe, con el tiempo quizás me sienta
como aquel hombre bueno, o al menos eso creía él, que justifica sus tratos
con un tirano diciéndose que así atempera sus peores instintos y que salva
cientos de vidas. ¿Quién puede asegurar que no es mejor que el moralista
pesado y charlatán que se dedica a, desde un lugar preferentemente seguro,
292
criticar al tirano y a los que colaboran con él? No digo que uno sea mejor
que otro, sino que cualquier de las dos elecciones vendrá con sus librito de
instrucciones para el usuario de la moral en cuestión, ayudándole paso a
paso, con gráficos y descripciones claras, a justificar su elección. Y pese a
sus mezquindades evidentes, mi forma de vida tendrá la ventaja añadida de
que sólo tendré que justificarla frente a mí mismo: para los demás seré un
desprendido y romántico buscador de tesoros. Y como el hombre que se
cree bueno, yo no salvaré a los enemigos del régimen, pero, quien sabe,
puede que salve a un par que el tirano quiera ejecutar por capricho. ¿Cómo
negarme entonces a participar? No sé si seré mejor que cualquier otro
verdugo, pero de lo que sí estoy seguro es de que no seré peor. Y si nadie
se va beneficiar de que no participe y, quizás al contrario, algunos
acabarían siendo perjudicados, ¿que fuerza moral, sí, ese es el camino, al
final será una cuestión de moralidad, sí, que fuerza moral tengo para, sin
perjudicar a los demás, no mejorar mi vida? Vamos a ver, el mundo no va
a ser peor si participo, mientras que mi mundo va a ser mucho mejor, ¿qué
ecuación da mejor resultado? Veamos, si el mundo es igual y mi vida es
igual el resultado es cero, mientras que si añado la variante de que mi
mundo sea mejor...¡Científicamente probado! Ya no sólo tengo que ir en
contra de mi flamante y recién estrenada moral, sino también en contra de
toda la ciencia...
Miguel estalló en una gran carcajada, haciendo un esfuerzo por
aprovechar aquel momento de afirmación y felicidad. Ya entonces sabía
que no siempre sería tan fácil y que habría ocasiones que aquella nueva
conciencia, como había hecho la antigua, le torturaría, con la diferencia de
que la antigua era refrendada casi siempre por la conciencia social,
mientras que ésta casi siempre estaría en contradicción. Así que tenía que
estar preparado para una defensa que si no más difícil, sería seguramente
menos mecánica. Ya no podría confiar en los demás para que, en los días
bajos, le ayudaran a apreciar su lugar en el mundo (su verdadero lugar, no
el del exitoso buscador de tesoros), de modo que tendría que aprender a
valerse por sí mismo en aquel aspecto. Pero aprendería, claro que
aprendería. Y con el tiempo aquella defensa personal de su nueva
conciencia quizás acabara uniéndole a la misma más de lo que lo había
estado a su socialmente adaptada conciencia anterior; como una madre
que, aún sin nunca plantearse si quiere a uno de sus hijos más que otro,
acaba estando más unida a aquel que necesita de su defensa más a menudo.
Y seguramente a ratos no se sentiría merecedor de Clara. Pero tenía
que recordar que aquello no tendría nada que ver con haber encontrado o
dejado de encontrar el Barón Dint. ¿Acaso es humano sentirse merecedor
293
de la perfección? Podemos creer que merecemos lo bueno, ¿pero la
perfección? No era una cuestión de lo que Clara fuera, sino en lo que la
convertiría su pasión por ella. Tenía que acordarse de aquello, recordar
que un día sentiría que era perfecta, intemporal, infinita, eterna y que
creería que todo estaba fundamentado en una gran mentira, cuando en
realidad en lo que estaba fundamentado era en un gran amor.
“¿Acaso me hubiera sentido merecedor de ella presentándome
delante de ella dentro de un mes igual de pobre? ¿Qué pensaría al mirarla?
¿Acaso no me sentiría culpable por todas las cosas que había decidido no
darle debido al egoísmo de una conciencia tranquila? Peor aún: al egoísmo
de una conciencia acomodaticia que no se adapta a las nuevas situaciones.
¿Acaso hay situación más nueva que ella? Ella lo ha cambiado todo y todo
lo demás tendrá que adaptarse...”
Su antigua conciencia le hubiera pedido una rendición absoluta, que
no quedara ni un pedacito de su nuevo mundo. De querer volver atrás,
tendría que contarle a Clara todo lo sucedido, irse a la policía a
comunicarles que había aceptado dinero de un narcotraficante por unos
servicios no prestados y que se había gastado todo el dinero en formar
aquel tesoro por el que tanto le había admirado. Era demasiado pedir.
Todo aquello tendría que recordarlo cuando las excusas no fueran tan
fáciles, cuando estuviera a punto de compadecerse por su mala elección y
sintiera la tentación de sincerarse. Tenía que acordarse de que le debía a
aquella nueva conciencia su nueva vida y que un día, de camino a Biniveri
desde Nuevo Giralte, había decidido que su conciencia no era la que le
habían contado que sería en el colegio, sino la felicidad que sentía cuando
estaba con Clara y que el mundo ya no era el mundo sino el mundo de
Clara y que ya se preocuparían del otro mundo, más grande en apariencia
pero en realidad mucho más pequeño, los seis mil millones de personas
menos una que no tenían a Clara.
“Que salven el mundo los que no sepan amar a una persona.”
Con la cara apoyada en la ventana, medio dormido y ya llegando a
Biniveri, Miguel se sintió aliviado de seguir siendo rico. La excursión del
día se debía a un momento de debilidad, a un intento desesperado de su
pasada identidad de rebelarse contra el nuevo imperio y recuperarlo para la
causa de los fracasados con un ataque de esa brigada ligera llamada
conciencia de ayer.
“¡Mi conciencia no eres tú! Hasta ahora has sido tú y ya te creías
que era un cargo vitalicio. Pero he encontrado a una mejor candidata: una
que se adapta mejor a los tiempos. Una con conocimientos informáticos,
nivel medio de dalterrino y, sobre todo, menos doctrinas económicas. Una
294
de la que no me tengo que estar cuidando constantemente, como si yo fuera
su empleado en vez de ella el mío. Una que, ¡o novedad!, viene a servirme
y no, como tú, mi conciencia pasada, que sólo me servías después de que
yo te hubiera servido a ti preparando todas las circunstancias para que me
sirvieras. ¡No preguntes lo que tu puedes hacer por tu conciencia, sino lo
que tu conciencia puede hacer por ti! Tras tanto tiempo juntos no va a ser
un finiquito fácil, así que creo que de vez en cuando aún seguiré viendo tu
cara de beata. Pero disfruta de estas reuniones, que ésto se está acabando.
No voy a volver a la vida de las excusas, ni a las de las luchas perdidas y
los consuelos de que los importante no es ganar sino merecer la victoria.
No voy a merecer la victoria porque simplemente voy a cogerla. Y no me
va a importar que fuera o no para mí. Créeme, vieja acabada, ni tus
tormentas primaverales me van a hacer volver atrás. Mándame mil
tormentos y con ellos mil huracanes de dignidad. Tú y toda tu familia de
burócratas que lleváis miles de años agarrados al asiento. ¿Hasta cuándo
vuestras charlas sobre el bien y el mal y vuestra demagogia barata? Quizás
como idea estéis bien, hasta puede que, cuando os adapten al cine, vaya a
ver vuestra tu película. Pero una cosa es aguantaros dos horas y saber por
los títulos de crédito que todos debemos honrar tu memoria ahora que,
afortunadamente, estás muerta, y otra muy distinta aguantarte una vida
entera. Repróchame todo lo que quieras, grita, moléstame, que cuanto más
te oiga más seguro estaré de que estoy caminando por el camino adecuado.
Adiós, estúpida, cuanto más vengas a verme más nos despediremos.”
Por lo que Miguel nos ha ido explicando, parece que su mente estaba
mascando de forma más que adecuada (esta no es una apreciación moral
sino meramente digestiva), el vuelco que había dado su vida, pasando del
“sin la conciencia tranquila nunca me sentiré merecedor de Clara a un “con
la conciencia tranquila nunca podré comprar y aparentar ser la persona el
tipo de persona que se siente merecedor de Clara”.
Y una vez más constatamos que la conciencia es una virgen alabada
en exceso, una a la que obligamos a ser virgen repitiéndole una y otra vez
que sólo perderá su honor una vez. Como si el honor no se perdiera y
recuperara muchas veces de las más diversas formas y como si la
conciencia, como parte del ser humano, pudiera abstraerse de la esencia de
éste. Y si éste es acomodaticio, flexible y egocéntrico, ¿hay alguna razón
para qué la conciencia no lo sea también? Así que como mucho
admitiremos que la conciencia es una virgen que sigue siéndolo pese a
haber perdido su honor muchas veces. Una con una imaginación ilimitada
a la hora de justificar el porqué, aunque parezca que ha perdido el honor,
en realidad no lo ha hecho. Puede que el Dios a imagen y semejanza del
295
hombre que reclamaba Miguel ya exista y se llame conciencia.
Sobrevalorada conciencia humana, ¡cuántas cosas de han tratado de
impedir blandiendo la espada de la conciencia! “No lo hagas o tu
conciencia...”, “la conciencia te torturará...”, “¿podrás dormir
tranquilo...?”, “¿podrás mirarte al espejo...?”
Mis concienzudas investigaciones históricas (a partir del minuto
quince son exhaustivas y a partir del veinte agotadoras), no me han
permitido relacionar la venta de espejos y somníferos con la tiranía y la
crueldad. No es que la conciencia no tenga su importancia, o que en
ocasiones no demuestre mano de hierro, sino que no es un ejemplo de
constancia. Es como confiar la construcción de una casa a un maestro de
obras que todos dicen que es un titán del trabajo siempre y cuando se
presente. Pues eso, que la conciencia, cuando de presenta, suele hacerse
notar. ¿Pero y todas las veces que no se presenta? Por no mencionar las
veces que se presenta y le da por segar el césped, hacer un par de arreglos
de fontanería y, ya puestos, revisar las facturas de la luz. Es decir,
cualquier cosa menos su misión. En el apartado de concienzudas chapuzas
podríamos incluir los brotes de conciencia que hacen que los imperios
superen sus aversiones imperialistas en aras de la siempre pesada labor
civilizadora. Y hasta aquí las reflexiones porcinas.
296
297
10.-El Agricultor Social
I
Krgf a veces se sentía como una especie de campesino, un agricultor
que se acuesta con el sol en vez de levantarse con él. Los campesinos
plantan sus semillas en la tierra, mientras que él lo hacía en las pasiones
humanas, a las que no sería exagerado llamar la más fértil de las tierras.
Para recoger el fruto había que tener unos pocos conocimientos (plantar la
semilla adecuada en la pasión adecuada), que se dieran un mínimo de
factores externos (las codicias, anhelos y ambiciones son cambiantes como
el más caprichoso de los climas), y paciencia, mucha paciencia. Sobre
todo paciencia. Y a paciencia pocos podían competir con Krgf, para quien
los plazos no eran cortos, medios o largos, sino largos o larguísimos, tanto
que a veces llegaba a olvidarse de las semillas que había plantado.
Una de aquellas semillas olvidadas era el Craselón.
El Craselón era un viejo barrio que en otro tiempo había sido un
pueblo independiente de la capital, que ahora estaba en la periferia y que,
de seguir el ritmo de crecimiento de las últimas décadas (Ciudad Dalterra
había doblado su población en los últimos treinta años, pasando de los seis
millones de habitantes de 1970 a los cerca de trece que tenía cuando
transcurría esta historia), muy pronto estaría en el centro. Ni que decir
tiene que estos factores habían convertido el pintoresco barrio en un plato
muy apetecible para constructores, especuladores e híbridos de ambas
especies, todos ellos personajes de estatura bíblica que han venido a este
mundo a llenarlo de edificaciones.
Y tras la modorra del séptimo día, al octavo Dios nos otorgó la
concesión de las obras. Mi obra está bien, dijo, pero, ¿qué tal si me
hicieseis unos chaletitos adosados aquí, junto al mar? El chaval tiene un
trabajo bastante inseguro, cualquier día lo crucifican, y quiero invertir en
ladrillo. Y al noveno día empezamos a construir, todo en primeras
calidades, tal y como estipula el contrato.
Nota del autor: Este comentario ha sido sacado del Evangelio
Apócrifo según San Pedro Urbano, El Especulador, urbanizador y
298
promotor de Jerusalem, entre cuyos milagros consta el haber vendido la
misma ciudad tres veces.
La situación y el estado de conservación del Craselón hacían que el
barrio aún no hubiera sido declarado Patrimonio Histórico de Dalterra,
aunque era un barrio con cierto carácter y tradición arquitectónica y social.
Cercano al puerto de Darterrae, dos siglos antes había sido un pueblo de
pescadores y aún se conservaban multitud de edificaciones de la época e
incluso la estructura original del pueblo. Así que, mientras las autoridades
no dijeran lo contrario, El Craselón era un barrio con historia pero no
histórico y viejo pero no antiguo, lo cual hacía que la inversión en
concepto de sobornos (¿cuándo han dejado los términos inversión y
soborno de ser contradictorios y han pasado a ser casi complementarios?)
para obtener recalificaciones y la aprobación de nuevas leyes urbanísticas
que permitieran e incluso recomendaran su derribo para así posibilitar las
construcción de nuevas edificaciones, sería considerable pero no
astronómica. Especialmente teniendo en cuenta que La Calle de la
Miranda (el paseo marítimo y dónde estaban los edificios de mayor interés)
era muy aprovechable y podía ser respetada y con la remodelación y el
embellecimiento adecuado acabaría siendo el lugar perfecto para albergar
boutiques y cafeterías de diseño.
Así que todos contentos. Los constructores podría hacer su barrio
nuevo y los ciudadanos podrían seguir teniendo su barrio antiguo. Como
un truco de magia: “nada por aquí, nada por allá., ahora está y ahora no
está y sin embargo sigue estando...” Bastaba con conservar una veintena
de fachadas y terminar diciendo: “¡tachán!” El tachán, también llamado
corte de cinta por parte del político de turno, es muy importante.
Pero como tantas situaciones ideales, ésta también corrió peligro de
no convertirse en realidad. El problema era un centenar de familias que
llamaban al Craselón su casa. Y que no sólo estaban apegados al barrio,
sino que, así como el centro de la ciudad se les acercaba, cada vez lo
estaban más. Un apego que, para colmo de males, alguien les había
enseñado a cuantificar en dinero; en una cifra que, al introducirla en la
ecuación del nuevo barrio que había que construir para recuperar el viejo,
hacía la obra del Craselón absolutamente inviable. El margen de beneficio
no era lo suficientemente amplio y más teniendo en cuenta que en un
principio habría que soportar protestas y encadenamientos varios en
defensa del Craselón y canciones de protesta y pegatinas y pins y todas
esas cosas que un alcalde en su sano juicio sólo soporta cuando hay un
299
rédito económico que le compense y le ayude a equilibrar el casi seguro
perjuicio político.
Ese fue el caso cuando, dos años atrás, nuestro campesino favorito le
propuso el proyecto al que entonces ya era el alcalde de Darterrae.
—Aquí todos ganan y yo me la juego—le contestó—. No me parece
justo.
—Hay un buen pellizco para usted.
—Sí, pellizcos. Y uno muy fuerte que hará que despierte a la
realidad. Hay elecciones dentro de un año y tengo otros futuros pellizcos
por los que velar...
—No le dejaremos solo—le aseguró Krgf—. Le ayudaremos a ganar
las elecciones e incluso si perdiera no nos olvidaríamos de compensarle
por los servicios prestados.
—Vaya, ya habla de mí como de un pensionista. Mire, no se lo tome
a mal, pero si no le importa prefiero seguir viviendo en el presente. Y lo
que usted me propone es un suicidio político, hay familias que no quieren
dejar el barrio...¿sabe lo que significa eso?
—Mucho ruido y pocas nueces, al final no será para tanto...
—Pocas o muchas las nueces nos la repartimos y el ruido me lo
quedo yo solito. No puede ser. Tal vez después de las elecciones.
Krgf le dio la razón al alcalde. Se la dio porque la tenía: aquel no era
un buen negocio. Y aunque nunca está de más hacer el intento de que otro
pague la factura de que no lo sea, lo cierto es que los negocios son
raramente la ciencia del engaño. No porque el engaño sea moralmente
reprobable, sino porque, especialmente a los niveles que se movía Krgf,
son pocos los que se dejan engañar. Así que Krgf apoyó al alcalde en su
firme decisión, tal y como el propio alcalde manifestaría a un medio local
pocos días más tarde de su conversación con Krgf, “de preservar el
Craselón como un barrio familiar y eminentemente residencial”. El alcalde
tambien anunció “una ambiciosa partida presupuestaria para el
embellecimiento de la Calle de la Miranda y la construcción de la nueva y
moderna biblioteca del barrio”.
Lo de comprar libros con que llenarla ya era otro tema, pero ya se
sabe que los libros, al contrario que los edificios, tienen el gran defecto
coyuntural de no poder ser inaugurados.
Krgf volvió entonces al despacho del alcalde para felicitarle por las
nuevas medidas, lo cual era como felicitarle por ser su colaborador, ya que
el mismo Krgf se las había sugerido, y tanto las apoyó que le dijo que su
empresa (en la que por supuesto su nombre no figuraba en ningún
documento) se haría cargo de las obras:
300
—¿Le suenan las palabras concurso público?—preguntó el alcalde.
—¿Cómo no van a sonarme? He participado en cientos, muchos con
usted...
—Lo que ha hecho conmigo tiene poco de concurso y menos de
público.
—La compra de un concurso forma parte del mismo. Si no se está
dispuesto a invertir tiempo y dinero en comprarlo, ¿cómo se va ser
merecedor de ganarlo?
—Lo que quería decirle es que, aunque sólo fuera por ésta vez, no
estaría de más hacer las cosas bien.
—¡Cómo si hasta ahora no las hubiéramos hecho bien! Pero para
que se quede usted tranquilo ésta vez me conformaré con que me deje ver
los sobres con las ofertas de las demás compañías que participen en el
concurso.
—Si sólo son los sobres...
—Eso ha tenido gracia, señor alcalde. Le prometo que la mirada al
contenido de los mismos será corta, muy corta, tan corta que todo
remordimiento de conciencia que supere el medio minuto será una
exageración por su parte. Tan corta que si le pillan la condena serán veinte
segundos de inhabilitación. Vamos, señor alcalde, ¿dónde está su sentido
del humor? Le veo muy serio.
—Verá Krgf, le voy a ser sincero, todo ésto no me gusta. No me las
voy a dar de político intachable a estas alturas, es sólo que me juego
mucho...
—Lo sé y no crea que no lo tengo en cuenta. Tiene usted mi palabra
de que el Craselón no le causará ni el más mínimo inconveniente en ésta
elección. Y le diré más: será la perita en dulce de la próxima. Usted
déjeme hacer y verá.
Lo primero que hizo Krgf una vez superados los trámites de
concursos y concesiones fue hacer que el alcalde pusiera la primera piedra
de la biblioteca, en una ceremonia retransmitida por el canal de televisión
municipal. Pasaron los meses y la soledad de aquella piedra recordaba a
los habitantes del Craselón que de momento no habría segunda.
Tal y como un cariacontecido alcalde explicó ocho meses más tarde:
—...la situación social del barrio ha paralizado las obras. He hablado
con el constructor y me ha dicho que las primas de los seguros que le
permitan hacer frente a la situación con ciertas garantías son demasiado
altas. He consultado el contrato y he de reconocer que tiene plena potestad
para paralizar las obras por unos meses e incluso para renunciar a las
mismas definitivamente. No va a ser fácil, no, no lo va a ser. Pero este
301
gobierno cree en milagros, en esos milagros que se forjan con esfuerzo y
convicción y les puedo asegurar que no vamos a abandonar al Craselón a
su suerte.
Aún pasaron dieciséis meses más, dos años en total, antes de que de
que la semilla del Craselón se convirtiera, al menos desde el punto de vista
de Krgf, en una flor espectacular. Veamos ahora el proceso de
germinación, que comenzó en la mañana en la que Krgf tuvo la
mencionada reunión en la que arregló la concesión de las obras de esa
biblioteca que no tenía pensado construir.
El Craselón contaba con una abundante comunidad de etnia tramoral.
Los tramorales, nómadas desde tiempos inmemoriales, eran una cultura
que raramente se integraba en los países que les acogían. Una gran parte
de ellos (los que daban a los tramorales su imagen marginal a ojos de los
demás ciudadanos) vivían de trabajos esporádicos en el campo, de pedir
por las calles y de todo tipo de tráfico, especialmente de drogas. Por el
contrario, los que vivían en el barrio del Craselón, estaban totalmente
integrados. No es que hubieran abandonado totalmente la cultura tramoral,
aunque la habían adaptado a la vida moderna conservándola como un
positivo elemento de identidad, pero más a nivel folclórico que
verdaderamente cultural. Como tantos pueblos antiguos antes que ellos,
los tramorales modernos habían abierto sus vidas a la permisividad sexual,
a las bodas interraciales, a la educación y salvo en el color de piel, pelo y
ojos (los tramorales eran de piel muy clara, pelo rubio casi cobrizo y ojos
azules) y algunas celebraciones típicas, poco o nada les diferenciaba de
cualquier otro dalterrino.
Hasta que, como sombras nacidas de entre la bruma del mar que
bañaba dulcemente al Craselón, dos nuevas familias de tramorales llegaron
al barrio. Nadie les prestó ni la más mínima atención en un principio,
mucho menos los otros tramorales del Craselón. En cuanto a su humilde
aspecto, todas las familias tramorales del Craselón tenían demasiado
presente cuando ellos habían tenido uno parecido. Gente reservada, no
tuvieron ni una palabra para nadie. Buena tampoco. No era palabras lo
que habían ido a llevar al Craselón.
Tres días después de su llegada, un muchacho murió de sobredosis
apoyado en un contenedor de basura de la Calle de la Miranda. Los
periódicos comentaron ampliamente la noticia “de aquel joven que había
encontrado la muerte en el Craselón”. La noticia no era la muerte del
joven sino el lugar. Aquel joven tenía que morir, aquí o allá que
importaba. Los drogadictos llevaban años muriendo en otros barrios, pero
según los archivos municipales en los cinco años anteriores no había
302
habido ninguna muerte por sobredosis o violencia en el Craselón. Siete
meses más tarde aquellas muertes eran una costumbre, un año y parecía
que llevaban toda la vida muriendo allí. Dos años más tarde la ciudadanía
de Dalterra reclamaba una solución.
Y es que tras las dos primeras familias llegaron las dos segundas y
tras las dos segundas las tres terceras y tras las tres terceras...La cuenta se
puede hacer de muchas maneras pero en todas ellas el resultado es el
mismo: el principio del final del barrio. Pronto el Craselón se convirtió en
el centro de la droga de Darterrae, un hipermercado abierto 24 horas al día
365 días al año. Los coches, algunos de ellos carísimimos, entraban y
salían del barrio con una exclusiva finalidad y los restaurantes de la Calle
de la Miranda, que en otro tiempo habían llegado a tener una parroquia fiel
y un cierto nombre entre los darterrinos como el lugar donde comer buen
pescado sin tener que pagar los precios del centro de la ciudad, cerraron o
se convirtieron en cantinas donde, como mucho, se podía tomar un plato
combinado. Combinado, por ejemplo, con salmonela. No todo eran
drogas, pero todo tenía su razón de ser en las drogas. La gente aún
hablaba, amaba, se reía y lloraba, pero sobre todos ellos sobrevolaba
aquella sombra silenciosa.
El colegio cerró. Los nuevos tramorales no llevaban a sus hijos al
colegio y los antiguos, al igual que el resto de familias del barrio, habían
llevado a los suyos a colegios de otros barrios. Era como meter el dedo en
la bañera antes de meterse de cuerpo entero, primero el colegio de los
niños y después toda la familia. Pronto se fueron todos. No se habían
equivocado al pensar que la ciudad se estaba acercando, sino al presumir lo
que les traería. Los imperios mandan los ejércitos y las ciudades la basura,
la cuestión es mandar lo peor. El barrio estaba cada día, casi cada hora,
más degradado. Rara era la semana en que no moría alguien, bien de
sobredosis o asesinato. Y de repente aquel barrio que veía con agrado
como la ciudad se acercaba era la estrella de los noticieros. Y comenzaron
a surgir artículos “sobre la violencia endémica del Craselón” y “la
necesidad de hacer algo por detener la sangría”, y “que era el momento de
hablar menos y decir más...”
Decir que los precios de las casas bajaron sería como llamar a un
muerto un “menos vivo”. Cualquier precio era bueno, ahora que aún lo
tenían, y lo importante ya no era lo que dejarían de ganar con respecto al
mes anterior sino lo que ganarían en comparación al mes siguiente. Y más
teniendo en cuenta que casa que se vaciaba, casa que se desvalijaba. No
sólo se robaban las joyas u objetos de valor, que los antiguos habitantes
303
podían llevarse a sus nuevas residencias, sino muebles, electrodomésticos e
incluso todo tipo de instalaciones, como inodoros, enchufes, lavabos...
“Si hubieran tenido el detalle de dejarme un cerdo,” le dijo un vecino
al policía que le atendió al formular la denuncia, “le diría que me han
dejado la casa hecha una pocilga.”
De modo que el nada
monumental pero muy digno barrio del Craselón se convirtió en sólo dos
años en una triste colección de casas y chabolas en estado semiruinoso. En
un primer momento Krgf sugirió a sus colaboradores que convirtieran la
desgradación del barrio en noticia, si bien la degradación fue pronto tan
obvia y alarmante que lo raro hubiera sido no hablar de ella. Es lo que
tienen las bolas, que una vez uno las ha empujado cuesta abajo tienen la
maldita manía de rodar y rodar. Una pequeña presión en el punto y
momento adecuado y sentarse a esperar, esa era la receta mágica de Krgf.
También el campesino debe de sentir que hay algo de magia en el
crecimiento de una planta. El Craselón había florecido en el peor barrio de
la ciudad y su desaparición no sólo no quitaba votos, sino que ahora había
muchos a ganar. Bastaba con cuidar un poco la semántica y llamarla
remodelación, lo cual no era del todo falso pues toda destrucción es una
remodelación. En realidad la mentira no la contaría Krgf, sino todos
aquellos ciudadanos que creen que un barrio no desaparece mientras no lo
hagan sus fachadas más emblemáticas. Para cuando Krgf hubiera
terminado con el Craselón, todo habría desaparecido. Y es que, como
cualquier aprendiz de revolucionario, Krgf sabía que la famosa frase se
puede mirar desde el otro lado del prisma y que del mismo modo que algo
tiene que cambiar para que todo siga igual, algo tiene que seguir igual para
que todo cambie. Y ese algo eran aquellas veinte fachadas.
Lo cierto es que Krgf había pensado poco en el Craselón en los
últimos tiempos: la mejor forma de esperar es olvidarse de que uno está
esperando. Pero ahora, dos años después de la siembra, llegaba el
momento de recoger la cosecha.
Así que en la dirección de contacto de uno de sus colaboradores, el
señor Micarest, director de El Intrépido, el periódico local de mayor tirada
en Darterrae, Krgf dejó una nota en la que le decía que “ha llegado el
momento de recuperar un barrio tan emblemático como el del Craselón y
de reclamar a nuestros gobernantes una solución ante un mal que amenaza
con convertirse en crónico. Queremos una reconstrucción del Craselón
que le cure el cuerpo a la vez que le respete el alma, para que así sirva de
testimonio para las generaciones venideras de lo que fue y siempre será el
barrio del Craselón, un barrio del pasado que mira al futuro, un puente
304
entre tiempos respetando el espacio, un ejemplo de la Dalterra moderna,
tolerante y multiétnica...”
La nota era mucho más larga y quería servir de orientación para el
director del periódico sobre la línea editorial a seguir. Entre otras cosas, le
comentaba que quería llevar al alcalde a una situación políticamente
delicada, pero no irreversible. El lenguaje florido, además, cumplía el
cometido de proteger la nota de miradas indiscretas: un periodista lleva
muchos papeles encima y aquella nota podía traspapelarse. Una nota de
idealistas sugerencias era mucho más inofensiva que una de frías
directrices, si bien el mensaje era el mismo. Con el tiempo Micarest y él
habían convertido aquel tono grandilocuente en su pequeña broma, la cual,
aún sin necesidad, el director del periódico continuaba en sus
contestaciones. A aquella nota sobre el Craselón, por ejemplo, contestó de
la siguiente manera:
Estimado amigo:
Su fiel servidor se mostrará incansable en su misión de ejercer de
notario de la actualidad. Porque también yo cuelgo el sombrero, pongo
cuatro firmas, y hago un denodado y agotador esfuerzo por trabajar lo
menos posible. Defenderé a capa y espada mis valores periodísticos,
entre los cuales destaca, por encima de todos los demás, la absoluta e
innegociable ausencia de los mismos. A capa y espada, decía: la capa
para esconderme y la espada para defenderme de todos esos jovenzuelos
descreídos de la única verdad del mundo: que todos miramos por lo
nuestro. Esos que, por no respetar, ni siquiera respetan una corrupción
con galones y mando en plaza como la mía. Y todo para restablecer en la
vida pública una dignidad que ellos dicen que no debiera haberse perdido
y que yo mantengo que no se ha perdido pues nunca existió. A sus
órdenes, como siempre.
Krgf leyó la nota entretenido. Micarest era uno de sus más antiguos
y menos problemáticos colaboradores: desde el primer día había entendido
y ejecutado con habilidad lo que se esperaba de él. Aquella vez no fue una
excepción y Krgf no tuvo que hacer ninguna consideración adicional a la
campaña de concienciación iniciada por El Intrépido sobre “la penosa
situación que está viviendo uno de nuestros barrios más emblemáticos.”
305
Y a final de semana, el toque de audacia que sabía que podía esperar
de Micarest. Alguien que firmaba como El Florido había deslizado la
siguiente pregunta en una pequeña y semanal sección enterrada en la
página cuarenta llamada “El Pulso de la Calle”: “¿cree correcta la petición
de dimisión del alcalde por parte de los que no están de acuerdo con su
gestión de la crisis del Craselón?”
El cuarenta por ciento dijo que no (al alcalde se le tenía por un
personaje carismático) y el otro sesenta se dividió casi a partes iguales
entre los que contestaron que sí y los que decían no tener la suficiente
información.
A partir de la mañana siguiente la política oficial del periódico sería
asegurar siempre que fuese posible que “sólo el cuarenta por ciento de los
darterrinos está de acuerdo con ciertas decisiones del alcalde”.
Dos semanas más tarde una gran mayoría pensaba que el alcalde era
un personaje polémico, como demostraba el que fuera cuestionado por una
gran parte de la ciudadanía. La sección El Pulso de la Calle había sido
ascendida a la tercera página y ahora preguntaba: “¿es el alcalde un
personaje polémico?” El ochenta por ciento contestó que sí.
Dos días más tarde la pregunta era la siguiente: “¿cree que el alcalde
será obligado a renunciar a su cargo?” La respuesta fue abrumadora: el
noventa y cinco por ciento dijo que sí.
De modo que, aunque la mayoría hubiera dicho que ellos no
cuestionaban al alcalde, no dudaban de que estaba siendo cuestionado por
la práctica totalidad de la población.
Krgf dejó la siguiente nota de agradecimiento en su punto de
contacto con Micarest:
“Enhorabuena por un trabajo bien hecho. Su defensa de la verdad ha
sido, una vez más, heroica.”
A lo que Micarest le contestó:
Gracias por la felicitación. Los que dicen que una mentira repetida
muchas veces acaba siendo cierta o bien tienen muchos medios o son unos
pobres aficionados. La mentira ni se dice ni se repite, el truco consiste en
ir apartando de manera progresiva al lector del camino de la verdad. Es
un viejo recurso periodístico en el cual, debo confesar, demuestro una y
otra vez ser un maestro. Antes de repetir la mentira hay que hacer que el
lector llegue a ella (en caso contrario les sonará demasiado ajena como
para ser aceptada). Hay que vencer su resistencia con pequeños avances.
Sinceramente, he tenido poco encargos más fáciles que éste. No me he
merecido el buen dinero que me va a pagar, aunque no hace falta que le
306
diga que, especialmente no habiéndolo merecido, lo voy a aceptar con
sumo gusto.”
Era el momento justo. Tan malo es precipitarse como esperar
demasiado: hay que esperar con paciencia y recoger con decisión. Y si no
intervenía inmediatamente corría el peligro de no poder salvar al alcalde.
Aquel bulo había sido preparado para debilitarle, nunca para destruirle.
Así que aquella noche Krgf se dirigió a uno de los principales barrios de
Darterrae dispuesto a zanjar el tema del Craselón. Era la una de la mañana,
pero pese a la hora no dudó en tocar el timbre. Contestó una mujer.
Momentos después una voz de hombre ronca y cansada le invitaba a pasar.
Era el alcalde, quien momentos después y pese a la modorra de quien
acaba de ser despertado de un profundo sueño, le invitaba con ostensibles
gestos de agradecimiento a pasar a su salón de visitas:
—Señor Pichipop—famosa marca de cafés de Dalterra: el primer día
que Krgf visitó al alcalde había un sobrecito de Pichipop sobre la mesa de
su despacho—, que alegría verle. Por fin una buena noticia. Ya sabrá que
las últimas semanas no han sido fáciles para mí...
—Sí, me consta. Antes de nada, le pido perdón por el horario de mi
visita. Ya sabe que valoro la privacidad. Y usted, en su relación conmigo,
también debiera valorarla...
—Desde luego, señor Chip, claro que sí—el alcalde utilizaba
indistintamente cualquiera de las partes del nombre—, su visita es
bienrecibida a cualquier hora y en cualquier sitio, pero cuando menos nos
expongamos mucho mejor.
—¿Podemos hablar tranquilos aquí? Si le va mejor en su despacho
del ayuntamiento lo dejamos para otro momento.
—No, no se preocupe, aquí podemos hablar tranquilos...
—Lo digo por usted. Ya le advertí la primera vez que nos
conocimos que las indiscreciones para mí son sólo una incomodidad.
Claro que nadie busca las incomodidades. Usted sabrá que significan para
usted. Si quiere puedo volver en otro momento.
—No, no se preocupe, podemos hablar tranquilos...—se apresuró a
repetir el alcalde.
Igual que el campesino toca la fruta para asegurarse de que está
madura, Krgf había repetido aquella precaución para comprobar el grado
de desesperación del alcalde. Parecía que el señor alcalde iba a ser un
interlocutor receptivo
307
—Comencemos entonces. Supongo que ya adivinará de lo que le
vengo a hablar...
—Tengo una ligera intuición...—contestó el alcalde con sarcasmo.
—La correcta. ¿Qué le puedo decir del barrio que no se haya dicho
ya?
—Que además de mi carrera política me va a costar que me
extraditen a Siberia. Creo que eso no lo he oído, aunque hace cuatro días
que no abro los periódicos y pido a mis ayudantes que sólo me hablen de
fútbol, del de Arabia Saudí, por supuesto, que si me hablaran del de
Dalterra seguro que también recibiría por algún lado. Al principio sólo era
El Intrépido, pero ahora han entrado también los demás periódicos, incluso
los nacionales. Es como una macabra competición por quién consigue
describir El Craselón de una forma más patética y quien consigue
responsabilizarme de una forma más directa. Supongo que al final del año
dan una medalla o algo así...
—Ya le comenté hace dos años que había que hacer algo.
—Hace dos años no había que hacerlo, no sé si hubiera estado bien
hacerlo, pero no había que hacerlo. Hace dos años el Craselón era un buen
lugar para vivir. Cuando me negué a su remodelación creí estar
defendiendo los intereses de los vecinos...
—Además de los suyos.
—Pero defendía lo correcto. Es verdad que los periódicos se me
hubieran echado encima, ya sabe lo sensibles que son con respecto a los
constructores. Pero en aquella ocasión hubieran tenido razón. Aquel era
un buen barrio, allí habían vivido cientos de familias durante generaciones.
¡No podía tirarlo abajo para construir un puerto deportivo!
—Hay cosas que es mejor tirarlas antes de que se caigan. Y el
dinero pesa mucho y estaba claro que del Craselón tiraban muchos
millones de terrones hacia abajo. Simple econofísica, señor alcalde.
Aquellas cosas cuya caída producirá más dinero que su no caída acabarán
cayendo: por eso es mejor tirarlas antes.
—¿Usted lo sabía?
—No adivino el futuro.
—Simplemente lo crea.
—Un creador nunca sabe exactamente lo que está creando.
El alcalde se sirvió un vaso de agua. Tras preguntarle a Krgf si
quería beber algo dio un largo sorbo y continuó:
—Tras nuestra anterior conversación, cuando quedamos de acuerdo
en lo de la biblioteca, hice llamar a arquitectos, historiadores y
arqueólogos. Quise hacer las cosas bien, créame. He hecho mil cosas mal,
308
pero ésta no es una de ellas. ¡Quería que aquel barrio pudiera ser uno del
que pudiéramos sentirnos orgullosos! Me dijeron que tenía mucho valor y
que la remodelación sería lenta porque casi cada piedra tenía que ser
examinada. Para el final del proceso teníamos preparada la declaración del
Craselón como monumento histórico de Dalterra. Me sentía realmente
orgulloso de lo que estábamos haciendo. Durante horas escuché a los
especialistas, resulta que el Craselón era un ejemplo, de hecho el más
genuino representante, del típico barrio de pescadores que el rey Betchey
quiso imponer en todas sus colonias. Se construyeron más de cien del
mismo estilo en todo el mundo, pero el del Craselón es el único del
continente y el que en mejor estado se encontraba. Sótanos, almacenes, la
casa de correos, la Lonja del pescado...resulta que por debajo de las capas
más modernas estaba casi todo el barrio antiguo. Una verdadera joya y yo,
un pobre diablo que lleva años llenándose los bolsillos a costa de los
ciudadanos, iba a tener un papel importante en recuperarla. Era algo así
como mi redención personal.
—Aún se puede recuperar.
—¿En cartón piedra? Quedan unas pocas fachadas recuperables, el
resto no es nada. Lo que no se había destruído en dos siglos se ha
destruído en dos años. No queda nada. Paredes, techos..., es peor que un
bombardeo: es una enfermedad. Ni siquiera nos queda el consuelo de la
rabia de odiar a quien nos ha hecho esta injusticia: nos la hemos hecho
nosotros mismos. Las ciudades devastadas por una guerra tienen cierta
grandeza trágica: el Craselón es simplemente patético. Y sé lo que le digo:
estuve allí la semana pasada. Los periodistas me piden que detenga a los
narcotraficantes, ¿cómo exactamente? Si no los detiene la policía, que
sabe sus nombre y apellidos, dirección y hasta la fecha del bautizo de sus
hijos, ¿cómo voy a detenerlos yo? ¿Cojo la pistola y me voy a la calle?
—¡Los periodistas! Siempre buscándoles las cosquillas a los
hombres íntegros como usted...—dijo Krgf en broma.
—Estamos hablando en serio. Los dos sabemos lo que soy. Pero
para una vez que no quería serlo...Pero bueno, vamos a olvidarnos del
pasado. ¿A dónde vamos a partir de hoy? Olvidada mi irrelevante y
pequeña redención personal, pasemos a lo importante, ¿salvaré el cargo?
—¿Quiere salvarlo? Ya sabe que hay negocios que se hacen mejor
desde fuera de la política.
—Sí, claro, los mejores. Pero hay que buscarlos mucho. En la
política no gano tanto pero tengo las manos en el dinero. Prefiero ser el
cocinero que el dueño del restaurante.
309
—Entonces seguirá. Los darterrinos tienen un buen representante en
usted.
—¡Y que lo diga! El mejor. Cualquiera de ellos hubiera hecho lo
mismo que yo de haber estado en mi lugar. Es lo bueno de la conciencia
ciudadana, que en el fondo todos simpatizan con el pobre diablo que se
llena los bolsillos y dice que no ha sido él. Sólo me piden que no se note
demasiado y que ponga cara de estar trabajando duro. Y eso lo hago bien.
Bueno, ¿por dónde empezamos?
En aquel despacho del domicilio del alcalde se comenzó a fraguar el
Plan Craselón XXI con el slogan, sugerido por el propio alcalde: “el
Craselón que nos merecemos”. Un plan que contemplaba la destrucción
total del barrio con el aprovechamiento, en la mayoría de casos
reconstrucción, de la Calle de la Miranda, la cual desembocaría en un
moderno puerto deportivo, alrededor del cual se construirían enormes
complejos de apartamentos, oficinas y centros comerciales, planeándose
también un polígono industrial para la periferia de un barrio cuyo nombre
sería inscrito en el registro del patrimonio de Dalterra; un nombre que
todas las farolas y bancos del barrio llevarían grabado en elegantes letras
cursivas.
Tal y como Krgf le había prometido, aquel fue uno de los temas que
ganaron la reelección para el alcalde por cuarto mandato consecutivo. Un
alcalde que en dos años “había convertido el barrio de las drogas, la
delincuencia y la marginalidad en el de la prosperidad, los restaurantes y
boutiques de lujo al nivel de las mejores calles de Londres, París y Nueva
York.” Todos los habitantes de Darterrae hablaban a los visitantes de la
antigüedad de aquel barrio, de todo lo que habían visto todas y cada una de
sus piedras. Incluso se convirtió en el estandarte de una nueva promoción
turística llamada “Dalterra Histórica.”
Lo dicho: algo tiene que seguir igual para que todo pueda cambiar.
Tras hablar con el alcalde, Krgf se dirigió a una de sus oficinas. Allí
contactaría con Mauro, un colaborador habitual acostumbrado a moverse
por todo tipo de ambientes y al que había encargado los trabajos
relacionados con el barrio del Craselón. Todas las oficinas estaban
decoradas exactamente igual, de modo que, independientemente de en cual
de ellas durmiera, siempre tenía la sensación de dormir en casa. Ese había
sido el resultado, aunque no necesariamente la intención. Comprar los
muebles de cien en cien es más cómodo y económico.
Ya tumbado en el camastro y mirando al techo de la desvencijada
oficina, Krgf se preguntó por el sentido de aquel tipo de vida. Era
inmensamente rico, ni sabía ni le preocupaba saber cuanto, pero sin
310
embargo dormía casi siempre en aquellas oficinas. No, no tenía ningún
sentido, ¿pero lo tendría más si viviera en el mejor hotel de la ciudad? ¿O
si fuera el más miserable de los mendigos? El sentido de la vida es el
movimiento, sobrevivir a un día más. Ya medio dormido pensaba en los
que critican a aquellos que convierten el dinero en un fin:
“...sí, un fin para que vuelva a ser un medio, el fin de ganar mucho
dinero para poder después ganar mucho más...el medio para ganar más y el
fin es ganar más...el eterno retorno, la perfección del círculo y la
autosuficiencia: el dinero como medio y fin...los arquitectos tienen ladrillos
y yo tengo dinero...mi fin es tener más ladrillos y mi medio esos
ladrillos...monumentos hecho de dinero, mis monumentos...sólo hay tres
cosas en el mundo que sean medio y fin: el amor, el odio y el dinero...El
dinero como única cuantificación posible del amor y del odio.”
Krgf durmió cuatro horas. A las seis y media de la mañana oyó el
despertador (había que ver la cara del indio que se lo vendió cuando le dijo
que quería cien iguales) y tras echarse un poco de agua en la cara salió de
la pequeña oficina. Era un bonito amanecer. Krgf pensó que aquello daba
sentido a su vida. Un día de duro trabajo, una noche de poco sueño, y
mirar con mirada cansada los prodigios del universo de camino a una
cafetería donde leer el periódico y mirar a la gente pasar.
Dos horas más tarde, Mauro entraba en la pequeña oficina, donde
encontró un sobre en cuyo interior había un fajo de billetes de mil terrones
y una nota en la que le agradecía sus servicios y le pedía que pagara a los
tramorales la cantidad acordada. Había cien billetes, ochenta para Mauro y
diez para cada una de las dos familias tramorales que, en aquella mañana
brumosa, aparecieron en el Craselón como salidas de las alcantarillas o
caídas del cielo plomizo que les recibió. Las otras familias habían venido
gratis. Lo bueno de los efectos llamada es que sólo hay que pagar al que
llama. En la nota con la que acompañó el fajo de billetes, le rogó que no
perdiera contacto con ellos, que podía necesitarlos en un par de casos
parecidos. De hecho Krgf tenía en mente una bonita mansión, una cuyo
precio era tan justo como desmesurado y que compraría gustoso de
conseguir reducirlo a la mitad. Había dos maneras: una ofrecer la mitad y
esperar que los dueños, los herederos de un adinerado hombre de negocios,
tuvieran un ataque de locura transitoria y se la vendieran, es decir, ser tan
tonto como para depender de la estupidez ajena, y la otra cambiar las
circunstancias. La cuestión no era ofrecer la mitad de lo justo, sino hacer
que lo justo fuera la mitad.
311
Mientras escribía aquella nota, Krgf había gritado la famosa frase de
los especuladores inmobiliarios: “ni leyes, ni patria...¡viva la anarkía y el
liberalismo!”
312
313
11.-El Presentador Estrella de la Televisión de Dalterra
I
La orquesta comenzó a tocar. Era la sintonía habitual, la que daba
entrada al programa más importante de la televisión de Dalterra. Gritos del
público en el estudio durante las presentaciones; un haz de luz seguía al
presentador mientras se acercaba al punto elegido para comenzar el
programa, ésta vez en uno de los túneles superiores de un enorme plató que
por sus dimensiones y configuración poco se diferenciaba de un gran
pabellón de deportes; y Jorge Menal, siempre elegante, caminaba con una
exagerada y estudiada seriedad que formaba parte de su personaje. Y no
un personaje cualquiera, sino ni más ni menos que el del presentador
estrella de la televisión de Dalterra.
Durante mucho años hubiera sido menospreciarle decir que era el
número uno, como si hubiera algún escalón inferior ocupado por el número
dos. Aunque últimamente, fruto de las audiencias y una repercusión social
muy inferior a la de otros tiempos, había comenzado el acoso a Menal. Sus
competidores, ahora que la comparación era posible, podían por fin
cansarse de decir que era el número uno.
Menal agradecía con una sonrisa aquellos halagos envenenados. En
otro tiempo les hubiera puesto en su sitio. ¿Quienes se habían creído que
eran?
—No he hecho nada para merecer vuestras alabanzas—había
contestado años atrás, en el comienzo de su lenta caída, poco después de
que comenzara aquella moda de decir “lo gran comunicador que era”—,
salvo ayudar a que la audiencia os echara a patadas de cada programa con
el que habéis intentado competir conmigo. Ya no respetáis nada: si
tuvierais un poco de respeto me criticaríais. Como yo os respeto tanto os
diré que sois todos malísimos. Es más fácil competir contra vosotros que
contra un película de Bergman en sueco y sin subtítulos...¡Probad a hacer
el programa en sueco: peor no es podrá ir!”
Pero ahora las alabanzas y la impresión, corroborada por las
audiencias, de que su mayor éxito quedaba ya en el pasado, le habían
convertido en un venerable patriarca. Sólo tenía cuarenta y nueve años,
314
pero todos le trataban como si tuviera muchos más. Si jóvenes son los que
tienen más futuro que pasado (cuantitativa y cualitativamente) y viejos los
que tienen más pasado que futuro, la mayoría hubiera afirmado sin dudarlo
que Menal pertenecía a esta última categoría.
De Menal se habían dicho muchas cosas, “casi todas ciertas,” según
hubiera apuntado él mismo. A la pregunta de como había conseguido un
éxito tan abrumador, alguno contestaba encogiéndose de hombros y
susurrando “con pocos escrúpulos y muchos amigos importantes, en
realidad una cosa llama a la otra...” Había incluso quien iba más allá y le
acusaba de tácticas y asociaciones mafiosas; acusaciones que, como hemos
comprobado en su conversación con Krgf, probablemente no fueran
ciertas. Sobre todo se apuntaba a los contenidos de su programa,
criticando a quien se las daba de hombre de la cultura cuando ésta, al
menos aquella de la que Menal decía disfrutar, brillaba por su ausencia en
el mismo. Aunque los más, aquellos que noche tras noche sintonizaban su
programa con fidelidad que llamaríamos religiosa si no fuera porque Menal
congregaba a los suyos cinco veces por semana y la iglesia sólo una,
decían que Menal hacía un programa divertido. Algunos incluso decían
que sofisticado.
Bajando a grandes pasos por las gradas mientras chocaba las manos
de los espectadores, Menal se dirigió al centro del plató. Un salto y un
redoble más y otro y otro, Menal levantaba y bajaba la mano mientras
hacía ver que tocaba una guitarra imaginaria, como el líder de un grupo de
rock que no se decide a cerrar la canción. Un último solo de guitarra, otro
redoble y los gritos del público son tan fuertes que ya no se oyen los
instrumentos de la orquesta. De un salto Menal se quita la chaqueta y en
mangas de camisa y con un vistosa corbata amarilla que en la última
temporada había puesto de moda (Menal vestía cada noche igual y sólo
cambiaba su indumentaria, aunque levemente, al principio de cada
temporada), comenzaba el programa número mil quinientos ochenta y seis
del programa más exitoso de la historia de la televisión de Dalterra.
—Una noche más, nunca una menos, comenzamos Esperando a los
Bárbaros—cada noche iniciaba con las mismas palabras y ésta lo hizo casi
entre susurros y como si los saltos y piruetas le hubieran hecho entrar en un
trance místico, para inmediatamente retomar un tono serio y comedido con
el que continuó—, como ven en el el rótulo que está a mi espalda,
programa número mil quinientos ochenta y seis. Decía García Márquez
que hay periodistas tan poco imaginativos que por no saber no saben ni
inventar titulares. ¡Cuántos artículos políticos, de guerra o incluso
deportivos se habrán titulado Crónica de una Muerte Anunciada! Y tenía
315
razón. Así que, aunque ocho años tarde, pido disculpas al señor Coetzee
por haberme apropiado de su título para un programa del que, francamente,
creo que se avergonzaría. Y al señor García Márquez otra vez pues la
muerte de este Esperando a los Bárbaros era, ciertamente, la Crónica de
una Muerte Anunciada.
“Una muerte que, tristemente, llega mil quinientos programas tarde,
permítanme que salve los primeros ochenta y seis. Así que también les
pido disculpas, fiel y a estas alturas supongo que embrutecida audiencia,
por esperar a unos bárbaros que entre todos estábamos creando. Y me pido
perdón a mí mismo porque la persona que hoy les habla y que tiene poco o
nada que ver con la que empezó en aquella navidad de 1998 un programa
sobre tendencias culturales que terminaría degenerando en esta bestia que
ahora tengo entre manos. ¿Soy una persona peor? Digamos que menos
buena. Porque menos bueno acaba siendo quien no es lo que dice ser. Y
es que, independientemente de lo que haya conseguido con este muy
exitoso “Esperando a los Bárbaros”, no he conseguido y, lo que es peor, no
he trabajado por conseguir, nada de lo que me propuse cuando lo comencé.
¿Los objetivos cambian? Viendo cuales eran los míos hace diez años sólo
han podido cambiar a peor.
Menal levantó la mano y la orquesta toco un par de acordes. Al
bajarla volvieron a quedarse en silencio y continuó:
—En aquellos momentos ya me daba cuenta de algo que con el
tiempo se ha ido probando cierto: que la única manera de no hablar
siempre de lo mismo es asegurarse de que ciertas cosas no cambien. Esas
cosas que no deben cambiar se pueden llamar de muchas maneras, pero
hay una palabra que las describe mejor que cualquier otra: integridad.
Innegociable e inexpugnable integridad. Cuando uno empieza a tocarla, a
ponerla donde no moleste y a embellecerla; cuando nos decimos que
negociando esa integridad nos convertiremos en seres más complejos y
más completos; cuando, aún de ser eso cierto, ponemos la complejidad por
encima de la verdad, de esa verdad sin la cual no puede existir ni la más
mínima bondad en este mundo; entonces, queridos amigos, nos
convertimos en seres unidireccionales y descorazonadoramente simples.
Unidireccionales y unitemáticos, por mucho que miremos al mismo tema
desde mil ángulos diferentes. No importa de lo que hablemos que siempre
hablamos de lo mismo. Y yo, desde mi afectada sofisticación, he de
reconocerles que llevo mil quinientos programas hablándoles de lo mismo.
Aunque parezca que hablo de otras cosas, en el fondo siempre hablo de
dinero, de audiencias, del culto a mi éxito...Así que yo, que critico a los
políticos, soy en realidad mucho más corrupto que ellos. Y aunque la
316
corrupción intelectual sea menos fea que otras, es infinitamente más
peligrosa. La corrupción política hace que los hospitales, los colegios y las
bibliotecas no se construyan a corto plazo, mientras que la intelectual,
justificando lo injustificable y haciendo todo lo posible por sacar réditos
del embrutecimiento del prójimo, crea un clima de apatía que hace que mil
hospitales no se construyan a largo plazo y que los políticos puedan
metérselos uno a uno en el bolsillo mientras los ciudadanos, en vez de
echarse a las calles ofendidos, en vez de decir que democracia es algo más
que ir a votar cada cuatro años, miran al televisor desencantados y
encogiéndose de hombros. Y se ríen del último bufón que he puesto en sus
pantallas para que se rían de él, porque ustedes ya han perdido el sentido
del humor para reírse con nadie, mientras dicen: “los políticos son así,
nosotros somos así...¿acaso no robaríamos todos si llegáramos a un puesto
de responsabilidad?” Y lo peor es que yo era consciente de que eran
bufonadas. De que nada de lo que hacíamos tenía ni el más mínimo valor
intelectual o subversivo y de que la supuesta transgresión que
habitualmente nos han atribuido no era en realidad más que la aplicación
de la más antigua de las fórmulas mediáticas. La humillación del prójimo,
ahí va un espectáculo que llena cuevas y anfiteatros desde el principio de
los tiempos...
Un brazo arriba, otro abajo, un par de redobles y otro golpe fuerte al
plato de la batería. Antes de continuar Menal miró hacia uno de sus
colaboradores, hizo una broma inaudible para la audiencia, e hizo como si
se riera de la contestación a la supuesta broma.
—Sí, es una técnica antigua, la más antigua. Supongo que incluso en
la biblia debe de haber algo de un pobre de espíritu que, en vez de sentirse
orgulloso de las virtudes propias, se lo siente por no tener lo que el percibe
como defectos ajenos, algo así como “Pexeremías quiso levantarse a
excavar el pozo, pero como sentado estaba tan cómodo le bastó con reírse
de que Cachué se mojara intentándolo. Y al día siguiente toda la aldea, el
patriarca Cajún incluído, se sentó al sol a chupar las hojas de una planta y a
mirar como Cachué se mojaba. Hasta que Cachué, rendido pues el pozo se
le resistía, decidió sentarse el también y resignarse con una sonrisa a la
vergüenza de que a partir de aquel día todos le llamasen “el de los sueños
húmedos”. Y todos se rieron mucho hasta el final de sus días y aunque
todos se morían de sed, lo cierto es que les alegraba el día pensar que
Cachué estaba peor y que además de sed también se moría de vergüenza.
Y todos se murieron de risa. De risa o de sed, se murieron...En mi defensa
sólo puedo decir que tuve miedo. Vaya novedad, ¿es qué hay alguna
villanía que no nazca del miedo? En mi caso fue el miedo a no aprovechar
317
la oportunidad que supuestamente me daban. Miedo de preguntarme si una
oportunidad que te obliga a olvidarte de todo lo que hasta el momento has
defendido merece de verdad el nombre de oportunidad y no, quizás, el de
trampa. Y no una trampa cualquiera, sino la peor de las trampas. Venga,
dadme un poco de música—dijo Menal mirando a la orquesta—y a ser
posible que no sea ninguna de esas versiones de ascensor. ¿Alguno de
vosotros tiene algo que decir con su música?
En un primer momento ninguno de los miembros de la orquesta
pareció darse por aludido, limitándose a mirarse el uno al otro con cara de
sorpresa. Finalmente el clarinetista, un muchacho delgado, no muy alto y
con el pelo revuelto, se animó a tocar con gran dulzura una melodía que
repitió en un par de ocasiones, tras las cuales dijo:
—Ésta la he compuesto yo. Continuaría, pero éste no es mi
concierto.
Menal le miró con una sonrisa. Era la primera vez que hablaba con
aquel muchacho. Habitualmente sólo se reunía con el líder de la orquesta,
el guitarrista, un hombre solícito y eficiente al que sólo le faltaba llevar un
metro sobre la nuca y pedirle cuántos metros de música quería para aquel
programa.
“Hágame un traje de Springsteen con raya diplomática,” había tenido
ganas de decirle alguna vez Menal; “¿y qué tal si a los pantalones le
ponemos un poco de Rolling?”
—Gracias—dijo Menal mirando emocionado al muchacho—, para
una vez que tengo algo que decir, haces bien en animarme a que lo diga.
Pero lo que ahora tengo que decir es sobre tu melodía, muy bonita, tan
bonita qe me pregunto porqué, pudiendo escuchar cosas así, en este
programa nos hemos especializado en las versiones de ascensor. ¿Por qué
pudiendo escuchar a...? ¿Cómo te llamas muchacho?
—Javier.
—¿Porque pudiendo escuchar a Javier escuchamos a un Mozart de
ascensor? La única explicación es que el que dirige este programa tiene
alma de ascensorista, moviéndoles de arriba a abajo una y otra vez
hablándoles de lo mucho que nos hemos movido, cuando todo el viaje ha
consistido en ir de arriba a abajo, de lo estúpido a lo banal. Con lo que nos
hemos movido en éstos ocho años podríamos haber ido a la luna y sin
embargo no nos hemos movido de este estúpido hueco de ascensor. Ya me
estoy perdiendo. Menos mal que aquí ya no hablamos para lelos con
problemas de atención que cambiarán de canal a poco que les demos la
oportunidad. Piensen un poco en sus cosas, escuchen a nuestra fenomenal
y desascensorizada orquesta o vayan a coger ese libro cuya contraportada
318
han mirado tantas veces. Hagan lo que quieran. Vaya, no sabía que
esperaban a que les diera permiso. Sí, pueden ir ustedes al baño. Yo
vuelvo en dos minutos.
Menal se dirigió a su camerino, dejando a sus espaldas a la orquesta
tocando la música de cuatro componentes de la misma, quienes, en su
tiempo libre (¿se puede llamar tiempo libre a las únicas horas de la semana
en las que se sentían músicos?) formaban el grupo Megacreep-Da-Deep,
cuyo estilo musical este narrador no sabría definir, no porque no le gustará
lo que oyó, que le gusto y mucho, sino porque, no habiendo grabado con
ninguna discográfica, los Megacreep-da-Deep no habían tenido el honor de
ser etiquetados por el inevitable ejecutivo motivado y advenedizo.
—Vaya, ésto suena bien...—gritó Menal sentado en su camerino y
mirándose al espejo—y no tengo ni idea a dónde va este programa.
Aunque teniendo en cuenta mi trayectoria personal en los últimos años la
cosa sólo puede ir a mejor. ¡Aquí está lo que buscaba!—dijo mientras
cogía una decena de hojas grapadas—. Y por las carreras y gritos, aquí
están ellos...
Ellos eran el productor ejecutivo del programa y el director de
DalTV.
—¿Dónde está la genialidad?—dijo éste último—, explícame cómo
lo que acabas de hacer va a ayudar a vender más batidoras— se refería a
batidoras Ba-t-man, principal patrocinadora del programa y líder de
mercado en el competido y fascinante mundo de las batidoras.
—Vaya, no lo había pensado...—dijo un divertido Menal muy serio y
fingiendo que reflexionaba sobre el tema—. Tienes razón, tengo que
retirar lo dicho. No había tenido en cuenta mi misión como apóstol de las
batidoras.
El productor ejecutivo del programa, Arturo Sanje, director de
productoras Sanje y socio de Menal en la producción del programa, miraba
en silencio con preocupación. Tras oír a un enfadado Menal añadir que “se
le habían acabado los chistes y que ésto era lo que quería contar”,
intervino:
—Jorge, merezco que me expliques lo que estás haciendo. Es tu
dinero tanto el mío.
—El que hemos ganado juntos—dijo Menal—y el que juntos vamos
a dejar de ganar.
—Te hubiera agradecido que me consultaras si quería dejar de
ganarlo.
Menal puso a la vista su contrato, la decena de hojas grapadas que le
hemos visto encontrar nada más entrar en el camerino.
319
—Y lo hubiera hecho de haberlo necesitado. Pero como dice muy
claramente mi contrato, tengo completa libertad creativa. Cualquier tipo
de censura, y eso incluye acabar este programa antes de tiempo, sería una
ruptura de contrato. Por cierto que hay cierta cláusula, aquí está...—Menal
giró un par de hojas y señaló la parte inferior de una de las páginas—.
Efectivamente, tal y como recordaba. Censurarme vale cinco millones de
terrones. Algo me dice que no vais a cortar...
—He estado a punto de hacerlo. Aunque no conocía la existencia de
esa clausula...—dijo el director de la cadena.
—Porque no se puso para ser ejecutada—se excusó Sanje—. La
firmamos con el anterior director de la cadena y era una maniobra de
marketing, sólo para demostrar lo mucho que Menal valora su libertad. El
mundo del espectáculo está lleno de cláusulas como ésta...
—Le puedo asegurar que yo no hubiera permitido incluir semejante
cláusula...—dijo el indignado director.
—Ahora no, desde luego. Pero en el momento en el que se negoció
el contrato, hace dos años, hubiera incluido también a su esposa de
habérselo pedido Menal.
—A mi esposa sí, pero cinco millones...
—¡Y diez!
—O veinte, que importa.—dijo Sanje—. Francamente, Jorge, con lo
mucho que te gusta el dinero ésto es lo último que podíamos esperar de ti...
—Pues es sólo lo primero, amigo Sanje. He creído que a la
audiencia le gustaría este interludio musical y que no estaría mal reunirme
con vosotros para recordaros lo que os va a costar hacer lo que estabais
pensando hacer. Pero no os preocupéis, que lo peor ya ha pasado. Tras la
destrucción del monstruo, ahora toca comenzar la construcción de un
programa de calidad...
—Creía que decías que lo peor ya había pasado—dijo Sanje con su
caraterística media sonrisa—, adelante, Jorge, sigue con tu cruzada...
—Eso iba a hacer. Vaya, casi me da pena interrumpir. Estos diez
años no me han destrozado totalmente la sensibilidad. ¿Los oyes? Ésto es
lo mejor que ha pasado en éste plató en años. Sanjito, somos unos
desgraciados, pero menos mal que alguien se preocupa de salvarnos el
alma...
—¿Y ese alguien eres tú?
—No, los artistas, los verdaderos artistas. Ellos no nos salvan el
alma, pero se preocupan de conservárnosla en cloroformo hasta que
decidamos salvárnosla nosotros. ¿Querías telerealidad? Pues bien, hoy te
la voy a dar. En directo: “Menal salva su alma frente a toda Dalterra...”
320
Menal corrió por el tunel. Los focos del estudio, instantes antes
pequeños puntos de luz, eran ahora grandes como soles.
—De nuevo aquí, amigos, ¿pero estáis vosotros allí?—dijo
apuntando a la cámara—, bueno, alguno quedará. Seguro que muchos más
de lo normal, en parte por la buena música y en parte por la curiosidad
morbosa de averiguar a dónde va ésto. Seguro que todos habéis llamado a
vuestros familiares y ya estaréis congregados frente al televisor dispuestos
a comprobar en que consiste la bufonada de ésta noche. O no seamos tan
pesimistas, quizás algún que otro nuevo y viejo televidente esté
genuinamente interesado en lo que hemos dicho hasta ahora. Unos los
hemos dicho con palabras y otros con su música, como tiene que ser...¡Un
fuerte aplauso para la orquesta!
Unos letreros indicaron al público que era el momento de aplaudir.
Menal guiñó un ojo a los colaboradores que sujetaban los letreros, como
diciéndoles, “ya os llegará el turno.”
—Les decía que sin darme cuenta fui olvidándome de lo que yo creía
que era justo y preocupándome más y más de lo que la audiencia me decía
que lo era. Si la audiencia quiere que, por ejemplo, matemos a nuestro
fabuloso músico Javier en directo...¿es justo que lo matemos? ¡Por
supuesto que sí! ¡Las audiencias mandan! Estamos hablando de
programas de televisión, puestos de trabajo, de crecimiento económico.
¿Acaso hemos de sobreponer el egoísta apego de Javier a su vida al interés
común? ¿Tú que dices Javier?
Javier le contestó con unas cuantas notas de su clarinete.
—Dicho queda. Así que ese era yo, un perrito obediente a las
audiencias y, por supuesto, a los señores que pagan a final de mes. Esos
mismos señores cuyo éxito es programarles actitudes consumistas cuando
medio mundo se está muriendo de hambre.
Esos señores que,
independientemente del signo político al que oficialmente digan
pertenecer, se alegrarán cuando me oyen criticar al gobierno. ¡Menal el
rebelde! ¡Menal el crítico! Eso nos va a hacer subir cinco puntos. ¿Hay
alguna diferencia entre los defensores oficiales y los críticos oficiales?
Ambos están a sueldo de los mismos poderes. Unos poderes que fingirán
benevolencia diciéndote: “Menal, sé tú mismo”. El acuerdo tácito, por
supuesto, es que fuera lo más provechosamente-para-todos-yo-mismo.
Sabían que podían confiar en mí, porque yo, como un buen perrito, ni
siquiera necesitaba que me dijeran lo que esperaban de mí. Soy tan
despreciable que hasta dejándome libre les he hecho el juego, cómo un
león domado al que ni siquiera hace falta atar y cuyos zarpazos no sólo no
asustan sino que incluso nos hacen gracia pues sabemos que son fingidos
321
para que el número del domador parezca más peligroso. Todo en este
programa ha sido un fraude. A diferencia de la ficción, que embellece la
verdad, los fraudes embellecen las mentiras. Hemos sido un fraude
literario, con nuestro ridículo rincón literario, ese “A los Bárbaros no les
Gusta la Sopa de Letras”. Sólo la mención del título hace que me sonroje.
¿Y qué decir de nuestra sección de debates? La gloriosa “Opiniones
Bárbaras”. Es lo que tiene ser un fraude: que uno se atreve a trivializar
cualquier cosa. No son los temas, sino los contenidos. En estas secciones
he promovido a pensadores, escritores, filósofos y políticos que yo sabía
que eran tan fraudulentos como yo, ignorando a aquellos que, aparte de sus
cualidades, sabía que me recordarían (y a la audiencia también) lo que en
algún momento pensé y pensamos que nuestras vidas podían ser. Y nos
recordarían lo que éste programa pudo y debió haber sido. De lo que cada
día, con nuestra persistencia en embrutecernos, nos encargamos de que no
fuera. Hasta aquí las disculpas. ¡Qué empiece el espectáculo!
La orquesta, tan perpleja como el público y la audiencia, tardó unos
segundos en obedecer la señal de Menal. Acompañado por la música,
Menal se dirigió a la cabeza de la gran mesa desde la que presentaba el
programa. Levantó las manos y la orquesta volvió a detenerse. Otra vez
hablaba Menal:
—Bien, pedidas las disculpas y hechas las despedidas, vamos a ver
cuánto venden los valores de los que le hablaba. Cuanto vende la
integridad. Hoy termina, mil quinientos ochenta y seis programas más
tarde, “Esperando a los Bárbaros” y empieza el programa que quise y
debiera haber hecho. ¿Cual es ese programa? Ni más ni menos que un
reflejo de lo que considero lo mejor de mí mismo y con el que pretenderé
obtener lo mejor de ustedes. Y a ver lo que duramos. Primer programa de
“Ésto no es televisión...” Sí, ya sé que el título no es gran cosa. Ojalá
podamos cambiarlo algún día a “ésto es televisión”. Claro que no sé si es
más esperar que la televisión cambie o que mi programa dure lo suficiente
para ver ese cambio. ¿Y quién para inaugurar esta nueva etapa? Ni más ni
menos que aquel cuyo ejemplo nos recuerda que hablar y quejarnos de la
corrupción sin hacer nada es también una forma (quizás la peor) de
corrupción. Sólo hablar no resuelve ningún problema y, lo que es peor,
hace que nos acostumbremos a los problemas. De nuestro invitado dicen
que si todos fuéramos como él el mundo sería un paraíso. Bien, yo creo
que con cuatro o cinco como él tendríamos suficiente. Señoras y señores:
¡Waldo Clark!
La sala dedicó un largo aplauso a Waldo, quien lo recibió con una
sencillez nada afectada de falsa modestia e intentando con sus gestos que
322
durara lo menos posible. Waldo sentía una gran ansiedad ante cualquier
acción para la que se preparara y habiendo ido a aquel estudio a hablar
estaba loco por empezar a hacerlo. No es que tuviera nada contra los
aplausos: de haber ido a que le aplaudieran, lo cual hubiera hecho de haber
llegado a la conclusión de que ser el receptor de semejante acción tenía
alguna utilidad, hubiera estado encantado de que le aplaudieran durante
horas.
La ovación terminó de la forma seca en que terminan los aplausos en
televisión. El regidor había mostrado un letrero que decía: ¡stop!
—Muy buenas noches, señor Clark.
—Buenas noches—dijo Waldo amablemente.
—Le voy a dar un disgusto, voy a volver a presentarle. Una de las
cosas que menos me gustaban del programa que solíamos hacer es que le
dijéramos a los espectadores lo que tenían que hacer en cada momento. Lo
del letrerito siempre me ha parecido una falta de respeto. Así que
volvamos a empezar. Señores y señoras: Waldo Clark...¡Un momento!
Veo que mi querido colaborador del letrero quiere decirme algo. Lo
siento, Miki, pero son las cosas del progreso, que a veces pilla entre sus
ruedas a gente inocente como tú.
Miki reescribió el letrero y se lo enseñó a Menal, quien dijo
divertido:
—¡Ahora sí pueden hacerle caso!
Miki mostró un enorme letrero al público en el que decía:
“¡Hagan lo que les dé la gana! Aunque ya que me he quedado sin
trabajo yo de ustedes abuchearía al presentador.”
La mayoría volvió a aplaudir a Waldo Clark, aunque algunos
siguieron el consejo de Miki y dedicaron exagerados y bromistas gritos de
“¡fuera Menal!”.
—¿Qué le voy a hacer?—dijo Menal—, así es la vida. Ya sé que los
gobiernos, con tal de no despedir gente, fabrican barcos de guerra que no
necesitan...Y que a a veces, ya puestos, les encuentran utilidades no se
vaya a decir que no se usa lo que se contruye. No sé si es peor que se
fabrique un barco que no se necesita o que se necesite un barco sólo porque
se ha fabricado. ¡Y dicen que el mundo está mal! El mundo, francamente,
tendría que ser un poco menos idiota para estar mal. Bueno, a lo que
íbamos, no sea que tanta crítica vaya a hacer subir la audiencia y nuestros
detractores vuelvan a tener razón al acusarnos de lo de siempre, es decir,
que lo hacemos todo por la audiencia. Quede claro que nada me gustaría
más que el que éste programa durara tantos años como duró el anterior.
Así que ésto no es un suicidio televisivo, lo cual, en vista de como iba mi
323
carrera, sería un gran paso profesional, sino el intento de hacer un gran
programa de televisión, donde las mejores mentes y espíritus de nuestra
sociedad manifiesten sus ideas e iniciativas. Dicen que los telespectadores
ya no quieren personas a las que admirar, sino personas que despreciar, que
ya no quieren oír a quien les anime a ser mejores, sino a quienes les
recuerden, con sus patéticas y ficticias presencias, que podrían ser peores.
Veamos si es cierto y empecemos, que a partir de ahora éste ya no será el
programa de Menal sino el de sus invitados. Buenas noches, señor Clark,
un placer tenerle con nosotros en este primer programa.
—El placer es mío, señor Menal, y un honor compartir con usted una
noche como ésta. Permítame decirle que admiro su valentía. Si nunca es
fácil tomar el camino adecuado, mucho menos cuando vamos, como iba
usted, en dirección contraria. Le auguro todo tipo de éxitos, aunque mucho
me temo que no serán de tipo profesional. O cambia usted de profesión o
cambia su concepto sobre el éxito profesional. Pero no se desanime y
continúe lo que hoy comienza. Ya verá como no se arrepiente.
Menal dio la mano a Barry y, emocionado, dijo:
—Muchas gracias, señor Clark, muchas gracias...Me ha dejado usted
algo descolocado...Nada que ver con las entrevistas coreografiadas que
solía hacer en mi programa anterior. Tras años de dármelas de buen y
gracioso entrevistador, con un guión cualquiera lo es, ahora voy a
demostrar que soy el peor y más soso de todos. Menos mal que con
entrevistados como usted da igual lo que uno pregunte...¿Qué tal está el
mundo, señor Clark?
—Como siempre—dijo Waldo—, lleno de problemas. Y el ser
humano, también como siempre: ansioso de resolverlos y crear otros
nuevos. Aunque, desgraciadamente, si me pregunta, lo que me más
disgusta de nuestra situación actual es nuestro empecinamiento en
repetirnos en nuestros problemas. A falta de un mundo sin problemas, lo
que no sé si es físicamente posible, me gustaría un mundo con problemas
nuevos. Mire, señor Menal, le voy a ser sincero, la existencia no sólo es
resolver problemas sino también crearlos. Tenemos que educar para ser
capaces de plantear grandes cuestiones y grandes soluciones. Tenemos
que educar para todos ser lo suficientemente egoístas para querer cambiar
todos los problemas del mundo. No quiero solucionarlos: basta con que
los cambiemos. Quiero, por ejemplo, que los niños africanos sufran de
depresión; que se puedan preguntar si su vida es un fracaso o si, como
usted, debieran darle un nuevo enfoque profesional. Pero para eso
necesitan comer. Y quiero que coman, entre otras cosas, para que alguno
de ellos pueda inventar una vacuna contra el sida, para que así seamos más
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intentándolo; para que puedan contar cuentos que nos hagan soñar, para
que así seamos más intentándolo; para que lleguemos a Marte y montemos
un enorme supermercado en todos y cada uno de los planetas del sistema
solar. ¡Para que los ecologistas hagan manifestaciones pidiendo la no
urbanización de Urano! Para que seamos más pensando, sintiendo,
educando. Desperdiciando tantas mentes y cuerpos estamos siendo mucho
más que inmorales, estamos siendo estúpidos. Quiero ayudar a los que
tienen menos no porque yo sea mejor persona, sino porque soy más egoísta
que ninguno de ustedes. Bueno, no quiero pecar de soberbia, uno nunca es
lo más en nada. Dígamos que soy uno de los hombres más egoístas de la
historia. Porque quiero, exijo, que toda esa gente tenga su oportunidad de
cambiar nuestros problemas. No le diré como tiene que ser el mundo, ni
tampoco si ahora es malo o bueno...Sólo le diré que tenemos que participar
todos y arreglarlo y estropearlo entre los más posibles.
—¿Esa fue la razón por la que comenzó Mundo Libre?
—La verdad, en un principio empezó porque no tenía nada mejor
que hacer. Andaba algo confuso sobre la mejor forma de encauzar mi
vida. Sabía lo que no quería hacer, aunque no estaba muy seguro de lo que
sí quería hacer. Es decir, mi identidad se formaba en negativo. No era
codicioso, no era vanidoso (al menos no en el sentido más aparente) y no
era mezquino ni malintencionado en mis comportamientos. O al menos
intentaba no serlo. Y, sobre todo, no tomaba los caminos que los demás
parecían tomar de forma casi mecánica. Pero mi personalidad estaba por
formarse, pues las personalidades se comienzan por lo que no elegimos,
pero sólo se terminan cuando elegimos. No era tacaño, pero tampoco
generoso; no era malo, pero tampoco bueno. En síntesis, sabía cuales no
eran mis caminos, pero aún no había comenzado a caminar el mío. Así que
me puse a hablar con la gente. Y me di cuenta de que muchos estaban
como yo: muy seguros de lo que no querían hacer, aunque sin tener muy
claro lo que eso significaba. Teníamos tiempo, energías, e ideas sobre
como podíamos mejorar el mundo. Y a poco que nos empujáramos lo unos
a los otros, posibilidades de conseguirlo. Tras un poco de investigación,
me di cuenta de que la sociedad no nos daba la oportunidad de poner en
práctica todas aquellas inquietudes, y que incluso las ONG tradicionales
pedían el tan necesario dinero aunque raramente algo mucho más valioso:
energías. Así que, con el poco dinero que gane con una novela de
aventuras, la cual, dicen, aún no está entre las peores de la historia,
comencé mi pequeño proyecto. Ayudaba a educar a los detenidos por el
servicio de inmigración de Dalterra y animé a unirse a mí a todo el que
quisiera, en éste o cualquier otro proyecto, haciendo hincapié en que
325
nuestra organización valoraba una cosa por encima de cualquier otra: el
hacer algo, por pequeño que fuera aparentemente, por mejorar el mundo.
Y a poco que uno pudiera y quisiera, hacerlo uno mismo, no limitarse a dar
dinero para que otros lo hagan. También aceptábamos donaciones de
dinero, pero preferíamos y seguimos prefiriendo las de energía. ¿No es la
forma más eficiente? Quizás, pero es la nuestra. Y así fue como comenzó
mi carrera como comerciante de la energía y como me convertí en algo así
como un físico y conductor de la energía social. Donde haya energía allí
estaré yo para ayudar a canalizarla. Una ayuda que puede ir desde
colaborar concienzudamente en un proyecto, a unas simples palabras de
aliento. Y es que, querido Menal, el dinero se busca, los medios se piden,
pero sólo hay una cosa que se escapa a todo tipo de razonamientos y esa es
la energía de las personas. ¿Por qué un hombre escribe un libro? ¿O por
qué pasa horas en un laboratorio? ¿Por qué viola a una mujer? ¿Por qué se
pasa hora ayudando al prójimo? ¿Por qué hace daño? Misteriosa energía.
Siempre la energía, energía utilizada constructiva o destructivamente, pero
siempre la prodigiosa energía. Nada nos anima a pensar que nuestras vidas
tengan la menor importancia, que tengan que limitarse a algo más que
sobrevivir, según como lo miremos la vida no parece consistir en mucho
más que en nacer y morir. Pero vaya si hacemos más cosas, vivimos y
malvivivimos, morimos y malmorimos, luchamos, nos complicamos...Y el
secreto de esta triste o gloriosa complicación está en la energía. Bien, han
pasado casi treinta años desde aquel primer proyecto y créame que hoy no
estoy más cerca de los secretos de la energía. Pero al menos he aprendido
a no quemarme tanto, a controlarla, a hacer posible, mejor dicho, a ayudar
a hacer posible, que gracias a Mundo Libre y a la iniciativa de nuestros
colaboradores, éste sea, ciertamente, y permítame la obviedad, un mundo
un poco más libre.
—Parece que hay muchas energías que se resisten a su control, la de
los políticos por ejemplo.
—Los políticos son un caso curioso. La política es el arte del
consenso y el consenso, aunque saludable y necesario, es habitualmente un
freno para esa energía de la que le hablaba. Si los pintores, los escritores, o
cualquiera que haya tenido una idea verdaderamente innovadora hubiera
tenido que someterla al consenso, seguramente ninguna de esas ideas
geniales se hubiera llevado a cabo. Usted mismo, ¿por qué no somete su
sorprendente giro profesional al consenso de sus productores? El consenso
es en muchas ocasiones un freno necesario, una consulta con nuestros
antiguos ideales, con aquellos valores que nos dan identidad como especie.
Así que los políticos, habitualmente, viven agarrados a valores de los que
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la sociedad, o al menos lo mejor de cada uno de nosotros, hace tiempo que
partió. No importa que ésta sea la sociedad de los malos programas de
televisión y el culto al éxito inmediato, también es la de la conciencia
social, la de la solidaridad, la de los jóvenes que, mochila a la espalda, se
van a lugares lejanos en busca del conocimiento de otras culturas y de sí
mismos. Es cierto que muchas decisiones siguen siendo las de siempre,
que parece que nada cambia y que el dinero ha sido, es y será el motor del
mundo. Pero muchas cosas han cambiado. El capital, como modo de vida,
ha perdido toda credibilidad, y se está acercando, al menos en nuestras
mentes, a lo que nunca debió dejar de ser. Antes se admiraba al que
dedicaba su vida a acumular riquezas, mientras que ahora sentimos una
secreta pena cuando nos encontramos con esa persona que no ha sabido
encontrar un fin más alto. El dinero, amigo Menal, se está acercando a ser
lo que es una obviedad decir que es y nunca debió dejar de ser: un simple
medio. Elevado, mediocre o burdo, dependiendo, como cualquier medio,
del fin para el que se utilice. El dinero es un mar por el que seguimos
navegando, pero al que ya no le componemos poemas. Vulgar o
maravilloso, pero pendiente de riguroso examen, mientras que antes era
objeto de exaltada idealización. Le voy a contar un caso, amigo Menal.
Mucha gente me dice a diario que les gustaría colaborar con Mundo Libre
y hacer una donación de dinero. Yo siempre les contesto lo mismo: ¿y en
el futuro tendrán tiempo? Y ellos me contestan que sí, que en el futuro tal
vez tengan tiempo, pero que de momento sólo pueden contribuir con
dinero. Entonces les pido que me den el dinero. Y ellos me dicen que un
día de éstos se acercarán por algunas de nuestras oficinas a hacer un
donativo. Y yo les digo que no, que no me han entendido, que quiero que
me den el dinero ahora. Ellos dubitativos, me contestan... “¿pero ahora..?.”
Y yo les digo, con tono de forajido de película, “¡sí, ahora, denme todo lo
que tengan!” Mitad convencidos, mitad intimidados, me dan todo lo que
encuentran en sus bolsillos y cartera, supongo que preguntándose el porqué
nadie les había avisado que el tal Waldo Clark es una bestia peligrosa...
—Bueno, corren rumores...
—¡Rumores! Si no corren los rumores que va a correr. Los rumores
han nacido para correr, pero sólo las realidades se quedan. Como le iba
diciendo, ellos me dan todo el dinero que llevan encima. Alguna vez hasta
he llegado a meterles las manos en los bolsillos para asegurarme de que no
les queda nada. Y una vez me han dado todos su dinero yo se lo dejo a
ellos. Y digo dejar, que no devolver. Porque les dejo bien claro que desde
el momento que me lo han dado ese dinero es mío. Y que ahora se lo dejo,
así que están en deuda conmigo. Y les pido que en cuanto tengan tiempo
327
vengan a saldar su deuda. Lo dicho, soy demasiado egoísta, demasiado
ambicioso para conformarme con el dinero; para conformarme con un
vulgar reflejo del único verdadero tesoro: la energía humana. Ya ve que ni
siquiera un sucedáneo: sólo un reflejo.
—Antes de continuar con las preguntas, como si usted necesitara
quien le preguntara, debo interrumpir la entrevista por una razón distinta a
la habitual. Querido Miki, ¿no te había dicho que te trataras de tu maldita
manía de ir por la vida enseñando letreritos? Ya sé que es el momento de
ir a publicidad, ahora que aún la tenemos. Pues bien, comunico a nuestros
maravillosos, fieles, (aunque no tiene mucho éxito ser fieles al éxito,
¿verdad?), y por lo general, y por lo particular también, codiciosos
patrocinadores, a esos que no sólo aprovechan la triste situación del mundo
sino que además, ya puestos, hacen lo posible por perpetuarla—el infierno
debiera existir sólo para ustedes, mis queridos explotadores de niños, a
cuya publicidad debo el éxito de mi programa y el excelente estado de
salud de mi cuenta bancaria—sí, ustedes, los que deslegitiman el trabajo y
opiniones de los bienintencionados diciendo que con ustedes algunos
pobres (¿por qué limitarnos a los niños, cómo si los adultos no comieran
también?), al menos tienen trabajo y que si se mejoran las condiciones se
irán a otro país, malditos especuladores del sufrimiento ajeno: ¿no se les ha
ocurrido que sólo podrán chantajear mientras haya otro país en el que les
reciba alguno de sus complices dictadores? No, no están solos, somos
muchos los que nos hemos beneficiado de la situación y yo el primero,
queridos fabricantes de ropa deportiva, batidoras, no vaya a olvidarme de
las batidoras, patatas fritas, refrescos, coches, ordenadores, teléfonos
móviles del tamaño del cerebro de un espectador tras ver el resumen
semanal de “Esperando a los Bárbaros”. A todos ustedes les digo que una
cosa es interrumpir al señor Clark para insultarles y otra para publicitar sus
productos. Así que ya saben, si quieren publicidad en mi programa no
tienen más que pagarme para que les dé su muy merecida dosis de insultos
diarios. De todas formas no se pierden gran cosa. Ustedes van a dejar de
necesitarme por la variación en cantidad de mi audiencia (ni que decir tiene
que a menos) y yo voy a dejar de necesitarlos a ustedes por la variación en
calidad. Para los espectadores que quieran ser bombardeados con ideas
triviales y consumistas; con imágenes que llamaría infantiles si no fuera
porque eso sería insultar la muy fértil imaginación infantil, así que las
llamaré pornoinfantiles, o pornoadultas, bueno, ya me entienden, para los
que quieran una ración de coacción en frascos de veinte segundos, decirles
que las van a encontrar en todos los sitios menos aquí. Esta interrupción es
para comunicar a nuestros patrocinadores que a partir de ahora no vamos a
328
interrumpir a nuestros invitados, mentes pensantes (curioso que tras esta
frase no tenga que pedir perdón por la redundancia) para hacer publicidad
de sus productos. Aunque tengan paciencia, que ésto no puede durar
mucho y cada una de mis palabras es como un anuncio de mi próxima
desaparición como presentador de televisión. Perdone la interrupción,
señor Clark...¿Y a los que llevamos media vida remando en la dirección
equivocada, riéndonos y aprovechando cualquier ocasión para deslegitimar
los esfuerzos de gente como usted, qué nos diría?
Waldo soltó una fuerte carcajada:
—Vaya con cuidado Menal. Está usted haciendo las preguntas de
una forma tan extraña que como se descuide va a crear estilo. Y quizás,
entonces, muy a su pesar, se encuentre otra vez con que ha tenido éxito.
—Que pronto me quiere devolver al negocio de vender batidoras.
—Tampoco exageremos, a veces hay que vender batidoras si uno
quiere comprar otras cosas más importantes...
—No sé si tiene razón, señor Clark. Asumiremos que la tiene. No es
mucho asumir, pues hasta ahora siempre la ha tenido. En cualquier caso,
yo ya he vendido todas las batidoras que tenía que vender. Al menos por
las próximas tres vidas. Mi momento de comprar las cosas de las que
usted habla ha llegado.
—Ahora soy yo el que le da la razón...
—Le preguntaba por los que, como yo, tenemos el talento de siempre
ir en la dirección equivocada...
Waldo pausó por unos instantes. No lo necesitaba: había meditado
tanto sobre aquellos temas que era difícil que le preguntaran por algo sobre
lo que no hubiera pensado anteriormente. Pero no quería que pareciera que
recitaba todo aquello de carrerilla, como una letanía más propia de un
púlpito que de un plató de televisión. Tras mirar sucesivamente a Menal y
al suelo por un par de veces y rascarse con la uña del pulgar y con la mano
abierta la frente, continuó:
—Me estaba acordando, amigo Menal, de cuando me encontraba en
una situación parecida a la que usted describe. Tiene razón: a veces no
importa las veces que uno cambie de dirección que siempre parece ir en la
dirección equivocada. Si es que eso fuera posible en un mundo redondo,
por supuesto. Uno no puede ir mucho tiempo en la dirección equivocada
sin llegar de vez en cuando a un sitio correcto. No es sólo un juego de
palabras fácil, que le reconozco que lo es, sino mi forma de explicar que
muchas veces ya hemos llegado al lugar adecuado sin saberlo y que
asumimos que es el equivocado sólo porque no hemos llegado por el
camino que otros llamarían el correcto. No asuma que por haber caminado
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de una forma errática no ha llegado usted a un lugar correcto desde el que
comenzar a caminar en la dirección adecuada. Como las peregrinaciones,
que empiezan desde cualquier sitio, el buen camino también.
—¿No me irá a decir que también usted se pregunta si podría hacer
algo más con su vida; usted, que más que un individuo parece una
franquicia? ¿También se pregunta si podría utilizar mejor el millón de
vidas que parece tener?
Waldo sonrió. Asintiendo dio las gracias a Menal por sus halagos,
aunque con el gesto de la cara y las manos parecía pedirle que no
continuara con ellos.
—Estimado señor Menal, el sentimiento de estar malgastando la vida
es tan propio del ser humano como el respirar.
—Nunca me hubiera imaginado que usted también respiraba...
—Sí, sí que lo hago. Y aunque duermo poco a veces me levanto de
mal humor. Humor matutino que, unido al inevitable desgaste de vivir,
hace que incluso alguien tan fundamentalmente optimista como yo vea de
vez en cuando las cosas un poco grises. Por eso tengo que lanzarme a
hacer cosas, a trabajar, para no acobardarme y ver las cosas como creo que
las vería si me quedara quieto, porque sospecho que todos los seres
humanos, en inactividad, somos por naturaleza pesimistas. O al menos yo
creo que lo soy, así que ya ve, si quiero llegar al día siguiente no tengo más
remedio que ser optimista. Aunque ya le digo que los humores matutinos a
veces me pillan descolocado y también me pregunto si podría estar
utilizando mi vida mejor.
—La pregunta de mi vida...
—Señor Menal, estamos manteniendo una conversación de
extraordinaria franqueza para un programa de televisión y por eso me
animo a decirle cosas que habitualmente no le diría. Su actitud me admira
por su sinceridad, pero, no se moleste, hay algo de la misma que me
produce un cierto rechazo. Verá, hay ciertas actitudes que sólo me atraen
desde su no aceptación y el intento de encubrirlas con mentiras
embellecedoras. Me parece que valora usted excesivamente la sinceridad.
Hay verdades que es mejor no decir, verdades que reflejan que nos hemos
resignado a ellas y aunque me admira su sinceridad al llamar a las cosas
por lo que usted considera su nombre, me pregunto si al hacerlo no estará
aceptando que sólo pueden ser como son. Es el principio del fin es cuando,
por no tener, ya no tenemos ni siquiera la necesidad de mentir. Quizás no
sea su caso, pero le mentiría si le dijera que no temo que lo sea. Me
preocupa ver la naturalidad con la que acepta lo que llama su fracaso.
330
—¡Llamen a los de las batidoras! ¡Ya no estoy tan seguro de que me
guste que los invitados digan lo que piensan! Gracias, señor Clark, por la
regañina. Tiene razón: en otro tiempo, cuando me resignaba a que mi vida
fuera una basura por pensar que ese era su estado natural, era capaz de
diseccionarla hasta extremos enfermizos. ¡Y presumía de sinceridad! Y
nunca se me ocurrió pensar que los demás no hablaban de basura porque
fueran menos sinceros, sino porque tal vez no vivieran en un basurero. Por
lo que dice veo que no comparte el pedestal en el que entre todos hemos
puesto a la sinceridad.
—Vaya, ahora soy yo el que quiere llamar a los de las batidoras. Me
pone usted en un compromiso. Lo que quería decir es que cualquier cosa
es susceptible de ser utilizada como herramienta para la mentira, incluida
la sinceridad. Lo malo no pasa a ser bueno porque se reconozca. Antes
nuestros personajes insignes tenían que ser y parecer honestos, luego bastó
con que lo parecieran y ahora ya ni eso. El encubrimiento de la corrupción
era, en cierto modo, un homenaje a la honestidad. Ahora, por el contrario,
la corrupción ya no se encubre, sino que simplemente se legaliza. ¿Es
mejor una sociedad con buenas leyes que se incumplen o una con malas
leyes que se cumplen? Alguien me dirá que las leyes son las que los
ciudadanos deciden y que no hay peor ley que la que no se cumple. Y yo
le daría la razón si realmente creyera que los ciudadanos deciden las leyes,
que tienen un verdadero contacto con el tipo de sociedad en el que viven.
Pero si por separado ninguno de nosotros crearíamos el tipo de sociedad en
el que vivimos, ¿por qué, cuándo unimos nuestros esfuerzos, nos sale este
resultado? Todos, dadas las condiciones adecuadas, seríamos pacifistas (ni
al más belicista le gusta la guerra), ecologistas y querríamos un mejor
reparto de riquezas, derechos y obligaciones; ¿por qué entonces el
resultado es tan distinto a nuestros objetivos? ¿Por qué no sólo no nos
parece que estemos trabajando por las condiciones adecuadas sino que
incluso parece que estemos instaurando las equivocadas? Estamos
legalizando nuestro final. Legalizando la guerra, legalizando el fin del
derecho internacional...Antes un político robaba el dinero, ahora
simplemente legaliza su derecho a llevárselo. Antes una multinacional
compraba a un político, ahora simplemente pospone el pago hasta que el
político abandone el cargo y le contrata por una cifra ridícula que el
político podrá utilizar para demostrar lo poco que se le valoraba cuando
estaba en activo. “La empresa privada no compra humo,” dirá, “y mirad lo
bien que me pagan. Vosotros que tanto me criticabais...¡mirad lo que
valgo!” Es verdad, la empresa privada siempre compra algo, en este caso
paga antiguos favores y presentes contactos. No, señor Menal, las cosas no
331
están bien. Créame que a veces ya no sé si irme a vender batidoras, o si
todo este tiempo las he estado vendiendo y no debiera venderlas más. Para
saber de que lado está uno hay que saber cuales son los lados; me resisto a
hablar de bandos: cuánto antes acabemos con las metáforas y terminología
militar antes acabaremos con las guerras. Querido Menal, no nos queda
más remedio que tirar hacia adelante. Gracias a usted hoy hemos dado un
paso. ¿Servirá de algo? Ya veremos.
—Para contestarle a esa pregunta basta que le diga lo que en
principio teníamos programado para hoy. El gran número del día era...,
bueno, para que entrar en detalles, íbamos a llamar sofisticada transgresión
a un número con flanes y pechos desnudos. Vaya, eso ha sonado bíblico,
el “número de los flanes y los pechos.” Así que ya ve, la otra opción era
tan mala que no hemos tenido más remedio que avanzar.
Éste no fue el final de la entrevista, que duró cerca de cinco horas,
pero será el punto en el que la dejemos nosotros. Para los que estén
interesados, comentar que una transcripción de la misma fue publicada
pocos meses más tarde en un volumen titulado “Una Noche para la
Historia” que se convirtió en uno de los libros más vendidos del año en
Dalterra y que no creo que tengan excesivas dificultades para encontrar en
cualquier biblioteca o tienda de libros especializada en temas dalterrinos.
332
333
12.-Bruna y Eduardo
I
Bruna aún estaba en contacto con Eduardo. Habitualmente era él
quien la llamaba y mandaba cartas que ella raramente contestaba. Cuando
conoció a Roberto le dijo que “había conocido a una persona con la que se
llevaba muy bien”—intentó describir la situación con la mayor suavidad
posible—“y que quizás sería conveniente que dejaran de escribirse y
llamarse,” a lo que Eduardo le contestó en una carta en la que le decía: “
que sus alegrías eran las suyas y que para seguir queriéndola no hacía falta
que fuera la madre de sus hijos, ni su novia...”
“Esposa, novia, amiga...” continuaba la carta, “¿hay más formas de
querer que queriendo? Yo no te he querido porque hayas sido una buena
novia y compañera (lo has sido y también), sino porque eres una buena
persona. Uno de los amores ya forma parte del pasado, pero mi amor por
ti, no por lo que signifiques para mí, sino por ti, Bruna, por la persona que
eres, ese amor siempre estará presente. No quiero ser una molestia y
(sólo faltaría) acataré cualquier decisión que tomes. Sólo te pido que no
decidas cortar nuestra relación de amistad—anterior, te recuerdo a
nuestra relación de pareja—pensando en lo que me conviene...”
Bruna se emocionó tanto con aquella carta y le entretenía tanto
aquella relación en la que Eduardo le ponía al día de las cosas que pasaban
en Dalterra, que decidió no plantearse seriamente cuanta verdad había en
ella. Conocía demasiado bien a Eduardo como para pensar que fuera a
renunciar a ella tan fácilmente. Sabía de su competitividad y esa
generosidad activa con la que ayudaba a las personas, como si se estuviera
viendo en una pantalla de cine, y sabía que no dejaba nada al azar o a la
espontaneidad.
Curiosamente sólo había empezado a examinar aquellas facetas del
carácter de Eduardo tras separarse de él. Sólo a partir de entonces
comenzó a sentir cariño por él pese a sus defectos. De Roberto, por el
contrario, no aceptaba sus defectos. Unos simplemente no los veía o los
334
convertía en virtudes y los otros, los que sí veía, toda su alma se revolvía
para cambiarlos. No aceptaba que Roberto fuera sólo Roberto. Roberto
era su arcilla, su amor, aquello con lo que construir la vida soñada. Y
tampoco quería que Roberto aceptara los defectos de ella: le aterrorizaba
pensar que pudiera haberle encontrado alguno.
No había semana en la que no hablara una o dos veces con Eduardo,
ni mes en el que no recibiera alguna de aquellas cariñosas, nunca
amorosas, cartas. En ellas le contaba quien había preguntado por ella,
quien se había casado, e incluso a veces le hablaba de las chicas con las
que salía...
Nada del otro mundo, la verdad es que aún no he acabado de
conectar con ninguna. Creo que el problema no son ellas sino yo. Aún te
tengo demasiado presente. Tú eres el referente de todo y sin ti no importa
lo que ellas cuenten, que todo me parece aburrido. Aunque sé que todo
irá pasando poco a poco, todo es cuestión de esperar. Poco a poco los
vínculos que me unen contigo, nuestros temas, nuestras experiencias, irán
quedando en el pasado y los que me unen a las otras personas se irán
afianzando y ya no pasará lo que me pasó el otro día. Te lo tengo que
contar. Fue de lo más gracioso, estaba con una chica guapísima, una
abogada de la que todos los de la oficina andan enamorados. Ella me
contaba algo increíblemente profundo, me hablaba de sus padres, de sus
problemas con ellos y como ésto le había influido en sus decisiones
personales. Y lo hacía de una manera bastante interesante, tengo que
reconocerlo, pese a no prestarle toda la atención que merecía tengo que
reconocer que esa chica es mucho más inteligente y sensible de lo que
aparenta a primera vista. Vamos, que era uno de esos momentos que une
a las personas, un momento mágico que una pareja recuerda para
siempre. ¿Y sabes en lo que pensaba yo? En el clima de Aguaviva y en si
cuando te fuiste de Dalterra se te ocurrió llevarte un impermeable y que
tenía que preguntártelo por si querías que te mandara uno desde aquí y
que si te llamaba esa noche sería demasiado tarde, así que mejor dejarlo
para la mañana siguiente y que sin falta tenía que ser lo primero que
hiciera al llegar al despacho. Ni que decir tiene que después de esa noche
la chica dejó de devolver mis llamadas. Te reirás, Bruna, pero que te
duela un dedo sigue siendo más importante para mí que el peor de los
traumas de las chicas con las que salgo.
Ahora me he acordado de otra. Con esta he salido unas cuantas
veces. Nada serio, un par de cines y copas. Es un encanto en todos los
335
sentidos. Yo le contaba sobre una abogada del bufete que está
obsesionada con su peso, (ha entrado hace poco así que no la conoces).
Sus bromas, los comentarios que hace después y antes de comer; “que si
tenía que ser buena chica una semana, que si se siente culpable por
haberse tomado una barra de chocolate, que si esta semana se iba a
condenar sin salir de copas ya que no había sido buena con la comida...”
Vamos, que la pobre está obsesionada. O al menos eso parece. Entonces
ella me contó que la comida puede ser algo muy grave una vez se mete en
la cabeza de una persona y que ella misma había llegado a estar en
tratamiento durante dos años por anorexia. Me contó que había estado a
punto de morirse, que se pasó años vomitando todas las comidas y que la
bilis había llegado incluso a quemarle el esmalte dental. Vamos,
desastres uno detrás de otro. ¿Y sabes en lo que pensaba yo, Bruna? La
verdad es que me merezco lo peor. Pensaba en lo mucho que te gustaban
los yogures de vainilla y en lo mucho que te gustarían los granos de
vainilla que venden en un nuevo supermercado que llaman “para
gourmets” que han puesto junto a la oficina. Y también en que nada me
haría más ilusión que poder hacer yogurts de verdadera vainilla contigo.
Y en que tenía que poner un grano de vainilla bajo la almohada para
acordarme de ti...¡Y en que tenía que librarme cuanto antes de aquella
conversación superficial! Superficial e irrelevante, como todo lo que no
tenga que ver contigo. Ya ves, la posibilidad de que el aroma de la
vainilla me hiciera soñar contigo parecía mucho más real que cualquier
historia, por dramática que fuera, que esas chicas pudieran contarme.
Así son los vínculos, querida mía: como altavoces que hacen que
una música se oiga por encima de todas las demás. No importa que las
demás sean maravillosas si sólo se oyen en un pequeño altavoz. La
música nos gusta, nos enamoramos, y queremos que los altavoces sean
más grandes y más y más y queremos que todo el mundo pueda oír el
amor que sentimos e inspiramos. Y cuando el amor desaparece el
concierto termina, pero los altavoces siguen allí. Y seguirán mientras no
vengan los operarios a retirarlos. Y esos altavoces seguirán allí
entorpeciendo cualquier intento de amar a otra persona, con sus sonidos
estridentes en comparación a lo flojo que aún suenan los que nos unen a
los demás. Y el operario que ha de retirar esos altavoces es tan fiable
como lento. Los retirará, seguro, ¿pero cuando? ¿Cuándo podré
escuchar a alguien más? Curiosamente hablar contigo, lejos de hacer que
los vínculos se mantengan, hace que se debiliten, que no suenen tan fuerte,
pues aunque aún no he logrado retirar los altavoces así al menos no
suenan tan fuerte, me estoy acostumbrando a que la voz sea más floja.
336
Bueno, querida mía, hasta aquí el “Arte del Sonido,” un ensayo
musicológico por el mediocre abogado y célebre duro de oído Eduardo
Oliert. La próxima semana analizamos a Mozart, cuídate mucho, amiga...
Con los meses, Bruna comenzó a confiar más y más en la sinceridad
de aquellas cartas y en que Eduardo le decía la verdad cuando le aseguraba
que no quería recuperarla, sino simplemente no perderla del todo. Eduardo
cada vez se mostraba más receptivo a lo que le sucedía a ella. Lo que más
le sorprendió fue cuando él le contó que ya no sabía que pensar del hecho
de que ella se hubiera ido y que si por un lado lo lamentaba, por el otro
comprendía lo que, siéndole sincero, no había comprendido el día que se
fue. Entonces no había comprendido como había podido dejar su presente,
pasado y futuro,
...todo aquello por lo que habías trabajado, tus anhelos, todos
aquellos sueños metidos en el hueco de aquel armario del que sacaste tu
vieja mochila, aquella con las que habías hecho tantos viajes de
conocimiento, viajes de ida y vuelta con principio y final y tan diferentes
de este único de adiós, uno cuyo final ni se averigua en el tiempo. Todo
por lanzarte a un viaje a lo desconocido en el que hasta las paredes y
calles te llamarán extranjera. Me parecía el máximo abandono y
pesimismo, el aceptar que las cosas no pueden ser mejoradas y que nada
de lo que hagamos las mejorará. Que nada vale la pena salvo cambiarlo
todo; que nuestras acciones no cuentan y que nuestra única esperanza
está en un cambio absoluto de circunstancias. En pedir nuevas cartas.
Pero hoy ya te entiendo. Hoy entiendo que no hay porque estar
descontento del presente para querer cambiar y que los sueños y anhelos
no son señal de que reneguemos del presente, sino de lo que esperamos
del futuro. He aprendido que un mal menor jamás es sinónimo de un bien
y que el mal menor jamás nos consuela por habernos librado de un mal
mayor; que los males jamás consuelan y que las cosas pueden ser, o al
menos podemos intentar que sean, todo lo buenas que queramos. Y he
aprendido a esperar más de la vida, más del futuro, aunque sea a costa del
incómodo hábito de pedirme más en el presente. Más de todo lo que
nunca me había pedido. Es curioso, con todas las cosas que me había
337
pedido a mí mismo: esfuerzo, exigencia, disciplina, trabajo, incluso
bondad; hasta hoy nunca me había pedido ser feliz. Y no hacer las cosas
porque sean un trabajo, sino porque simplemente me gustan. Ahora lo
típico sería que te dijera que mi carrera de abogado ya no me llena y
todas esas cosas, pero no es cierto, porque la abogacía cada día me gusta
más y cada día le veo más posibilidades. Hasta ahora me decía que me
gustaba, pero sólo a partir de ahora me gusta de verdad. Quizás haga
algunos cambios, algunas adaptaciones, estoy incluso pensando en volver
a la universidad y hacer un doctorado o algo así, pero creo que en general
he elegido bien o, mejor dicho, que ni siquiera importa. Que no tengo que
cambiarlo todo para cambiar lo que yo quiero y que la intención de
cambiarlo todo casi siempre suele ser la de los que no quieren cambiar
nada. Y que tú no quisiste cambiarlo todo, sino sólo lo que no te gustaba.
Así que ya ves que las cosas han cambiado mucho sin cambiar casi nada
para este joven abogado al que siempre decían que tenía mucho éxito,
pero que ahora de verdad empieza a creérselo. Sí, creo que algún día seré
un ser humano verdaderamente exitoso. Gracias a ti he aprendido mucho,
querida mía, y lo he aprendido contigo y sin ti. Ya ves, eres tan buena
profesora que enseñas la lección sin ni siquiera ir a clase. Me estoy
beneficiando de las enseñanzas de tus esfuerzos y de tus riesgos y sólo me
queda el remordimiento de no poder ayudarte en los mismos.
Bruna no le contradijo. Aquella era una lectura generosa de su
pequeña aventura, una infinitamente más positiva de la que ella misma
hubiera hecho. Claro que ahora todo había cambiado. Pero el cambio no
se explicaba mediante el esfuerzo o la trascendentalidad como intentaba
Eduardo, sino por algo mucho más sencillo: había conocido a Roberto. Es
curioso, tanto pedirle a Eduardo que rascara bajo la superficie de las cosas,
que buscara donde parecía que no lo había, que las cosas no siempre tenían
la solución más sencilla, Eduardo contemplaba la obra de ella terminada
justo en el momento en el que Bruna la creía digna de ser destruida. Ella
lo había convencido a él y él a ella sin ni siquiera intentarlo. Él había
tenido razón: las cosas son mucho más sencillas. Tenía razón por mucho
que para darse cuenta de que son sencillas y no simples primero haya que
complicarlas.
Tras leer la carta de Eduardo, Bruna disfrutó por unas horas
pensando que lo que decía aquella carta era cierto y que se había merecido
todo lo bueno que le había pasado y que Roberto era el premio a todas sus
338
dudas y riesgos y a haberse rebelado (no queriéndolo cambiar sino
simplemente abandonándolo) contra todo lo que no le gustaba. Todos
fingían estar satisfechos sin estarlo; todos escenificaban una gran farsa en
la que no dudaban que ella también participaría. Se equivocaban. Ella no,
ella era diferente. No importaba ser mejor o peor, ni siquiera conseguir esa
extraña quimera de ser uno mismo. Sólo ser algo y estar convencido de
ese algo. Descubrir que la vida puede ser algo más que encontrar una
rutina placentera.
¡Pero todo aquello era tan estúpido! Bruna sabía que todo aquello no
eran más que palabras e ideas mil veces repetidas. Estaba tratando a los
demás de tontos y ya se sabe que no hay nadie más tonto que el que trata a
los demás de tontos, ni más simple que el que asume que los demás lo son.
La mayoría del tiempo es así. Al mirar a las cosas desde una perspectiva
más amplia (más sabia se podría decir) seguro que sí. Pero mientras
pensamos, mientras sentimos lo local, lo cercano, la experiencia, ¿cómo
sentirse alguien sin de vez en cuando no tratar a los demás de nadie? Pero
ahora sabía que lo que decía Eduardo no era cierto. Una cosa son las
excusas bienintencionadas, pero la verdad es que el presente nunca se
cambia si no se está descontento con él. El progreso, el cambio, la
evolución, nunca parten de una idea, gusto o tendencia, sino de una
verdadera necesidad. Uno no decide cambiar, sino que simplemente lo
necesita. Y ella lo había necesitado.
Pero sólo lo sabía porque ahora ya no lo necesitaba. Estaba en un
pueblucho de Aubaye, lejos de las ideas a las que había dicho dar tanta
importancia y enseñando a los niños a utilizar algo que aprenderían a
utilizar mejor sin ella. Su labor no salvaba a nadie, era la simple guardiana
de seis ordenadores. Aquel trabajo era una farsa tan grande que hasta tenía
su coartada: ayudaba a los niños a conectarse al futuro, a las ideas, les daba
la oportunidad de participar con sus voces en la aldea global. Todo
palabrería. Pero no le importaba, porque su amor por Roberto le hacía
darse cuenta de que la felicidad se la merece quien la siente y que ese es el
mayor triunfo por encima de grandes causas. Ésto no significaba que las
grandes causas le parecieran mejor o peor, pero eran otra cosa, otro tema.
Lo que Bruna había descubierto es que hay que ser muy pequeño para
buscar ser feliz a través de grandes causas y que a la larga toda causa que
tenga como primera misión arreglar a quien la realiza hará más mal que
bien.
“Primero yo y luego el mundo. Ellos no tienen que arreglar mis
problemas, ni siquiera permitiéndome que yo les arregle los suyos...”
339
Un día le habló a Roberto de la relación que seguía manteniendo con
Eduardo.
—Le he dicho que sería mejor que lo dejáramos, pero él dice que le
hace bien. Y ha significado tanto para mí que no sé, no me parece justo
decirle adiós como a un empleado al que ya no se necesita. Y a veces creo
que es sincero y que sólo quiere ser mi amigo...
—Sabes que no tienes porque darme explicaciones—le dijo Roberto.
—Y tú sabes que lo sé. Así que si te las doy es porque quiero, no
porque me sienta obligada.
Roberto la miró con la sonrisa que solía utilizar para apartarse de un
tema que comenzaba a incomodarle. Como un científico que, tras horas
fracasando en la realización de un proyecto, se va a la puerta del
laboratorio y viendo el estado de su trabajo dice: “vaya chapuza estoy
haciendo.” Esa es la sonrisa con la que Roberto le contestó a Bruna:
—Ya ves que el tema de los antiguos novios es incómodo hasta
cuando se intenta tratar con comprensión. ¿Qué quieres que te diga?
—Ni más ni menos que lo que piensas.
—Lo que pienso, ni que fuera tan fácil. Lo que cada uno de nosotros
piensa es como un coro: de muchas voces surge una. Con esa voz
unificada te digo que no soy quien para pedirte cuentas o para estar celoso
o controlar lo que hablas o dejas de hablar con tus amigos. Ésto es lo que
dice el coro. Las diferentes voces ya son otra cosa. Por supuesto que hay
alguna que me dice que lo del antiguo novio jugando el papel de hombre
magnánimo y comprensivo, el confidente perfecto, el que lo sabe todo de ti
pero aún así quiere saber más, ayudarte...¡claro que me produce celos!
—Vaya, eso es una novedad...
—Vamos, no seas cruel. Si los mostrara me dirías que no confío en
ti.
Bruna puso una sonrisa de niña traviesa y dijo:
—Seguro que sí. Pero entonces sería entonces. Oye, ¿de verdad me
quieres?
—Ahora me dirás que la intervención de nuestro hombre bueno no
tiene nada que ver con esa pregunta y que, aún sin decírmelo, no me estás
haciendo llegar el mensaje de que tengo que darte algo de seguridad,
porque por mí estás sacrificando al hombre bueno. Y su dolor y su
abnegación y..., vaya, de repente el tal Eduardo me recuerda a una película
de Semana Santa.
Bruna sonrió y le dijo:
340
—Tienes razón. Creo que te iba a lanzar un mensaje de ese estilo.
Pero ya sabes que no sería cierto. Lo que pasa es que cualquier excusa
sería buena para saber lo que sientes por mí.
Roberto se acercó a Bruna y la agarró por la cintura. Tras un corto
beso en la frente dijo:
—Sabes perfectamente lo que siento por ti.
—Pues dilo...
—Iba a decir que estoy loco por ti, pero es una expresión feísima y
decir que te quiero, o sí, te quiero—dijo con un toque de teatralidad—,
queda un poco neutro. Tampoco voy a decir que sin ti no soy nada, o que
me encanta pasar el tiempo contigo. Te diré que en estos momentos no
cambiaría estar contigo por nada y que te quiero tanto que quiero alejar
cualquier nube que tenga que ver con esa cosa tan macabra de decirse que
nos querremos para siempre, decir que nos querremos hasta cuando no nos
queramos...Bueno, querernos siempre nos querremos. Es lo de estar juntos.
Mira Bruna, por encima de consideraciones teóricas está la práctica y tú y
yo, de momento, nos llevamos bastante bien...¿Acaso tenemos que
decirnos que mañana también estaremos juntos para ser felices hoy?
—Hombre, mañana...
—Está bien. Ya veo que eres una negociadora dura. Lo has
conseguido: te prometo que serás mi novia hasta mañana a las doce de la
noche. ¡Estarás contenta! Pero tú tendrás que asegurarme que yo seré tu
novio.
—Eres un idiota, Roberto. Y más idiota yo por haberme enamorado
de ti.
—¿Acaso crees que no lo estoy yo de ti? Vamos, Bruna. Eres
mucho más que lo mejor que me ha pasado. Eres lo único, lo que da valor
a todo lo demás.
Bruna sonrió y se acurrucó en el pecho de él:
—Me gusta cuando suenas a tópico. Quiero que me digas las
mismas tonterías que se dicen todas las parejas: hasta te dejo que compares
mis ojos con el mar y mi pelo con el sol. No quiero que seas original, sino
que seamos como una fotocopia de cualquier gran amor.
—Lo que dices suena espantoso, brujita.
—¡Y eso! Y que me pongas motes cariñosos.
—Me ha costado mucho soltar el anterior. Mira, aún me tiembla la
mano. Venga, dame un abrazo y vamos a dejar a tu confesor sentimental
en el lugar que le corresponde. Me dices que es tu amigo, perfecto, que es
una buena persona...
341
—Yo no he dicho eso. Sólo que en frente mío intenta aparentarlo y
eso es lo mejor que uno puede pedir. Yo no sé si soy buena o mala, ni
siquiera estoy muy seguro de que importe, sólo que en frente de alguna
gente hago todo lo posible por aparentar que lo soy. Bueno, en realidad
sólo en frente de una. Antes también en frente de Eduardo, pero ahora ya
me da igual lo que piense de mí.
—¿Y si te digo que dejes de hablar con él?
—Entonces te contestaré indignada que tendrías que tener más
confianza en mí.
—¿Entonces que quieres que te diga?
Bruna se deshizo del abrazo de Roberto, se sentó en un sofá y dando
un par de golpecitos en el espacio junto al que estaba sentada, dijo:
—Anda ven, quería que me dijeras exactamente lo que me has dicho.
En el fondo todo es una excusa para hablar contigo. Lo que digamos es lo
de menos, lo importante es que hablemos, nos peleemos y discutamos.
Mientras lo hagamos será señal de que seguimos juntos.
—O sea que no te importa demasiado lo que pienso de tu relación
con tu anterior novio.
—¿La verdad?
—No, cariño, sabes que me gusta que me mientan. Y ya de paso
ponte un rosa en la boca y llámame Manolo. ¡Claro que la verdad!
—No, no me importa.
—Ahora toca que me haga el ofendido—dijo Roberto con una
enorme sonrisa con la que dejaba ver que estaba de broma.
—Si buscaras una excusa para hacértelo ésta sería la perfecta. Pero
sé perfectamente que no quieres discutir conmigo. Por eso paso tanto
gusto de provocarte.
Él se sentó junto a ella y se dejó abrazar:
—¿Qué haría yo sin ti? Todo lo que tenga que ver contigo me gusta,
ya lo sabes. Sólo te pido que con lo de tu antiguo novio no me hagas sufrir
más de la cuenta. Lo dejo en tus manos.
Ahora era ella la que le besaba en la frente.
—Perdona, cariño, pero a veces me hace falta que me digas todo lo
que me has dicho. No sé porqué, ya sé que las palabras son sólo palabras y
que se dicen igual que se olvidan, pero me hace falta. No por lo que
significan, no porque al decírmelas me asegures que vamos a estar juntos
para siempre, ni siquiera sé si es lo que quiero ya que desde que estoy
contigo ya ni pienso en el futuro, sino simplemente porque me gusta oírlas.
Es como oír una canción bonita, eso es todo...
342
Abrazados se durmieron y Bruna no pensó mucho en Eduardo en los
siguientes días. De vez en cuando se acordaba de las experiencias que
había compartido con él, pero lo cierto es que no volvió a acordarse de él y
de todos aquellos sentimientos de lo que le había hablado por carta en por
lo menos diez días y cuando lo hizo fue para sorprenderse agradablemente
del tiempo que hacía que no la llamaba.
“Bueno, parece que su nueva vida por fin ha empezado...”
Por eso le sorprendió tanto cuando, aproximadamente dos semanas
después de la conversación referida, al llegar a la pequeña aula anexa a la
escuela del pueblo en la que tenían los ordenadores, le encontró sentado en
los escalones. Le notó algo cambiado, con el pelo más largo de lo habitual
y sin fijador y con barba de varias semanas sin arreglar.
—¡Vaya sorpresa!—gritó al verle fingiendo no ya la alegría, que la
sentía, sino que ésta no iba mezclada con algo de duda.
—Un sitio precioso, Bruna. Empiezo a entender que no te veamos
más por Dalterra. Estás muy bien. Un poco más gorda, tal vez...
—Eso no se le dice a una chica.
—A ti si. Estás mucho mejor. Nunca te había visto tan guapa—y
percibiendo, pese al disimulo, las dudas de ella, continuó:—...vamos,
Bruna, lo que te he dicho sí que no lo dice quien quiere recuperar a una
antigua novia. Es como decirle “hasta yo mismo veo que todo te va mejor
sin mí pero vuelve conmigo”.
—No es que me vaya mejor sin ti, pero sí, tienes razón, aquí me va
muy bien...
—¡Y te digo que se te nota! Venga, dame un abrazo...
Tras un corto y amistoso abrazo, Eduardo continuó:
—La verdad, creo que me acordaré toda la vida de esta llegada al
pueblo. Cuando me he despertado esta mañana en el autobús, alrededor de
las cinco de la mañana, y al mirar a través de la ventanilla, no sabía si veía
nubes o montañas. Parecía que volara. Si al cielo se va en autobús te
puedo asegurar que al llegar se siente lo mismo que yo he sentido al
despertarme llegando en autobús a Biniveri. Y nada más llegar me he
encontrado rodeado de una nube de niños gritando mientras iban al
colegio. Ellos han sido los que me han dicho como encontrarte. Hasta he
hablado un rato con ellos, ¿te imaginas? Yo perdiendo el tiempo. Me han
contado un montón de cosas inconexas sobre el pueblo. No me he
enterado de nada, mi aubayí es bastante rudimentario, pero ha sido de lo
más divertido.
—Estás cambiado...—dijo Bruna con una media sonrisa con la que
expresaba si no sabía si alegrarse de aquel cambio.
343
—¡Te veo cara de susto! Tranquila, amiga mía, que el cambio no ha
sido a peor. No te diré que ha sido fácil, pero ha sido bueno. Muy bueno.
Y he venido a darte las gracias. Y a compartirlo contigo. Me refiero al
cambio, que tu vida, al menos en lo sentimental, parece que has encontrado
con quien compartirla. Me alegro por ti, de verdad...
Bruna permaneció en silencio por unos instantes. Tras mirar
repetidamente al suelo y a los ojos de Eduardo, finalmente se decidió a
decir:
—Me alegro de lo que me cuentas. Pareces contento y...No me
gustaría que te llevaras la impresión de que yo creía que tuvieras que
cambiar. Eras un cielo, Eduardo, de verdad, lo eras antes y seguro que
seguirás siéndolo. Nunca seas demasiado duro contigo mismo.
—Gracias, Bruna—dijo Eduardo sin poder, pese a sus esfuerzos,
evitar que se le humedeciesen los ojos—, me gusta que me digas eso. No
lo necesito pero me gusta. Hace unos meses me hubiera parecido que
diciéndome eso me devolvías la vida; ahora simplemente siento que me
devuelves el respeto. No, no devolver, porque en realidad seguramente
nunca me lo perdiste...Simplemente dejaste de quererme como yo quería
que me quisieras, como supongo que me quisiste en otro tiempo...—viendo
que Bruna iba a hablar continuó—,...no, no lo supongo, lo sé...
Bruna asintió.
—Bien, quería verte. No me cansaré de repetirte que no he venido a
hacerte dudar—y ante la sonrisa con la que Bruna acogió aquella frase—,
veo que el repetirlo no va a ser del todo innecesario. Sobre todo con esta
barba de ermitaño con la que me he presentado. ¿Te creerás que es la
primera vez desde que comencé a afeitarme que he pasado más de dos días
sin hacerlo? Hasta la cara me veo mejor. No sé si socialmente seré más
guapo, pero sí que yo me veo mejor. Me miro al espejo y no veo a una
persona que ya comienza el día pensando en no molestar a los demás. Me
afeito para no molestar a los demás, me pongo perfume para no molestar a
los demás, la corbata, el traje azul...¡Malditos uniformes! En estos últimos
meses me he dado cuenta de que el único uniforme que debiera aceptar es
el de la naturaleza humana. Me niego a seguir...O al menos sin rebelarme
de vez en cuando. Hay cosas que no podré evitar, pero al menos que no
sea vocacional...
—Realmente has cambiado...
Eduardo volvió a sonreír, como tratando de rebajar a base de gestos
la tensión con la que no sabía acabar con palabras.
—Sé que volveremos a tener confianza, que nos sabremos apreciar
como personas, que lo de los despechos, orgullos y celos quedarán para los
344
tontos...Antes de novios fuimos amigos, ¿te acuerdas? Antes y después, ya
verás...
—¡Cómo voy a olvidarme!
Aquella expresión, por mucho que no encontrara las palabras
adecuadas para acompañarla, hizo retornar algo de la pasada complicidad.
Eduardo le agarró amistosamente de la mano, fingiendo teatralmente que
estrechaba la mano a un hombre, como si estuvieran cerrando un trato de
negocios, y dijo:
—No te voy a negar que hay muchas cosas que disfrutaba de hacer
contigo más que con cualquier otra persona, cosas que seguramente...no,
no seguramente...seguro...no volveremos a hacer. Pero hay una cosa que sí
podemos hacer y que también disfrutaba de hacer contigo más que con
cualquier otra persona y es hablar. Así de fácil: he venido porque echaba
de menos hablar contigo. Contarte como me iban las cosas de viva voz y
cara a cara y ver si tu tenías algo que contarme...Pero no te sientas
obligada, yo he elegido venir, pero tú no has elegido que viniera. Yo he
hecho lo que quería hacer, ahora te toca a ti...Y si lo que quieres hacer es
que ahora mismo nos digamos adiós...
Bruna se quedó callada. Se dio cuenta de que su relación con
Eduardo y la conexión que ésta significaba con su pasado, como si fuera el
enganche entre sus dos vidas, la que había vivido en Dalterra y la que vivía
en Aubaye. Quería decir cosas que significaran algo y que hicieran sentir a
Eduardo algo parecido a lo que las palabras de Eduardo estaban
provocando en ella, pero no lo encontraba y lo que encontraba no estaba
segura de querer decirlo. No quería decir, por ejemplo, que por lo que a
ella concernía no estaba tan segura de que todo hubiera acabado entre
ellos; que ahora se daba cuenta de lo egoísta que había sido y que, por
miedo a acabar aquella relación, se había conformado con congelarla. Sí,
eso era lo que quería decirle: “por favor, Eduardo, vuelve al congelador,
aunque sólo sea por un par de meses más...” Pero aquello no podía decirlo.
Así que, como suele pasar, de tanto querer decir las palabras exactas ya no
le quedó más remedio que recurrir a la más tópica de las frases hechas.
Quizás porque la frase hecha, por encima de palabras ingeniosas, reflejaba
exactamente lo que sentía. Y lo reflejaba porque muchos antes que ella lo
habían sentido. O habían sentido la necesidad de utilizar aquella excusa:
—No estoy preparada para ésto, Eduardo. Me alegro mucho de
verte, de verdad, pero estoy totalmente bloqueada. Son demasiados
mensajes juntos, lo que es, lo que podría haber sido, lo que fue, lo que yo
quiero que sea, lo que tu quieres que sea, lo que yo creo que tú quieres que
sea, lo que yo quiero que quieras que sea...
345
—Sólo te pido que pienses en lo que es. No sé si las cosas están bien
como están, pero sí que no están mal. Por eso quería verte. Para decirte
que todo va bien y que he hecho mucho más que recuperarme, que no has
sido una enfermedad, sino alguien que me ha ayudado a...Iba a decir a ser
mejor, pero eso sería decir que antes era malo y ahora soy bueno. Lo
dejaremos en que sin ti nunca hubiera sido la persona que soy hoy. Esa era
la razón por la que quería verte, no quería que tuvieras ni un poco de mala
conciencia. Por eso y por lo que te he dicho antes: porque pocas cosas me
gustan tanto en la vida como hablar contigo.
Bruna tenía los ojos vidriosos. Eduardo notó que estaba haciendo
grandes esfuerzos por no llorar.
—Te lo agradezco...
Eduardo echaba de menos a la Bruna contenta y vivaz de otras
épocas. Aquella era la Bruna que había ido a ver, aquella por la que no
había dudado en hacer miles de kilómetros por estar con ella unos minutos.
Su Bruna. En aquel momento se dio cuenta de que ya no era su Bruna; no
es que hubiera cambiado, sino que reservaba aquella faceta distendida y
alegre para otro. Se dio cuenta de que le hacía sentir más celos
imaginársela riéndose que acostándose con otro. Y que la Bruna con la
que le hubiera bastado con hablar era la Bruna con la que hacía mucho más
que hablar. Bien porque aún intentara recuperar la vieja complicidad, bien
porque no quería que se le notara demasiado su disgusto por haberla
perdido, Eduardo siguió contando cosas sobre sí mismo:
—Finalmente he decidido volver a estudiar. Aún no es estoy muy
seguro qué. Sólo sé que no va a ser sólo por la cuestión profesional. Había
pensado en un doctorado en económicas, algo que me haga pensar...Y algo
largo, nada de cursos de seis meses para profesionales. Quiero volver a ser
un estudiante. ¿Volver a ser? Como si alguna vez lo hubiera sido.
Cuando hice la carrera sólo me estaba preparando para una profesión. Pero
ahora será diferente. Me he dado cuenta de que lo necesito, ya no puedo
soportar la maldita rutina laboral, el ver a los mismos idiotas cada día...Que
si la casa, el coche, el pagar los impuestos, las vacaciones, mi vida parece
una obra de teatro en la que todos recitamos el mismo papel. ¡Aunque la
simple idea de que a alguien se le pueda ocurrir escribir algo tan
estúpido...! Una obra de un personaje con mil voces. Todos iguales.
Quizás todos vivamos así porque es la única manera de vivir, pero yo ya no
lo soporto. Quiero volver a las clases, a aprender cosas que no necesite
para nada. ¿Ves lo que te decía? No tienes que arrepentirte de tu decisión.
Lo bueno de tomar decisiones sinceras, por mucho que en un primer
momento parezcan perjudicar a otras personas, es que acaban ayudando a
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los que te rodean a tomar decisiones sinceras. Es como un dominó.
Algunos han dicho cosas feas sobre ti, han justificado su mediocridad
hablando de porqué habías hecho tal o cual cosa, sobre si te habías
equivocado y todo eso, pero ya ves que no todos...Algunos nos hemos
preguntado si la vida podía ser algo más. Y creo que puede serlo.
Tendrías que haber visto la cara de mis padres cuando les dije que estaba
pensando en volver a estudiar. No veas lo que me costó convencerles de
que no tenía nada que ver con mi ruptura contigo. ¡Pero claro que tenía
que ver! Aunque no de la manera que ellos se imaginaban. No era por el
disgusto, sino porque me hiciste pensar. Me obligaste a preguntarme si la
vida no sería algo más que actuar con corrección el papel que nos tienen
reservado. Y es curioso, ahora siento que sigo teniendo un papel
reservado, pero no por mis padres, sino por el destino, por fuerzas
desconocidas...Por la vida. Que todo tiene un sentido aunque yo no sepa
cual es. Y el sentido es pensar, intentar darle un significado a todos y cada
uno de los segundos de la existencia. Bueno, ya ves que tengo mucho que
agradecerte.
Bruna apoyó la cabeza sobre el pupitre junto al que estaba sentada.
Puso los brazos alrededor y levantando sólo el rostro, dijo:
—Me avergüenzas, Eduardo. Me haces recordar lo mal que me porté
contigo. Y ni siquiera me culpas por ello. No sólo me perdonas sino que
incluso me das las gracias.
—Lo que te he dicho es lo que pienso. Te lo digo de verdad, créeme.
Asumo tus decisiones y las acepto y te animo a que sigas así. No dudo de
que la persona que has encontrado ha de ser muy especial y no me
comparo con él, me basta con saber que es la persona que has elegido, eso
es todo. Sé feliz.
Eduardo se quedó callado por unos instantes, como dándole la
oportunidad a Bruna de intervenir. Viendo que ella no decía nada, dijo:
—Vaya rollo te estoy soltando...¿y tú qué tal?
—Muy bien. Como te he ido contando en las cartas y las veces que
hemos hablado he conocido a buena gente y éste es un lugar maravilloso.
Sí, me va bien.
Fueron pasando los minutos, pero por más que lo intentaban y
fingían no llegaban a alcanzar la familiaridad y confianza que les había
unido en otros tiempos. Había una especie de muro, uno a través del cual,
al ser la primera vez que les separaba, no estaban acostumbrados a hablar.
Siguieron hablando como buenos amigos, pero en todos y cada uno de los
instantes de aquella conversación no dejaron de sentir que lo que decían no
se correspondía exactamente con lo que querían decir; que un muro de
347
hipocresía les separaba ya que pese a que no les constaba estar diciendo
ninguna mentira lo que se oían decir tampoco les sonaba a la verdad.
Había cierto exhibicionismo, una tendencia a radicalizar los pensamientos:
“soy feliz,” “todo va bien,” “tengo tanto que agradecerte...”. Palabras que
sonaban a compromiso. Un compromiso que estaban acostumbrados a
sentir en su relación con muchas otras personas, pero que nunca habían
sentido entre ellos. Eduardo decidió irse aquella misma mañana. Dijo que
había planteado aquella visita como una parada en un viaje de turismo por
Aubaye y que cogería el siguiente autobús en dirección al sur, que era
donde estaban algunos de los principales destinos culturales y turísticos del
país.
La despedida fue triste como todas aquellas en la que por las
palabras son dos grandes amigos los que se despiden, pero que en
sentimientos saben que no lo son. Se dijeron muchas cosas que sabían que
no iban a cumplir. Hablaron de muchos momentos “en los que no podían
dejar de hacerse una visita”. Pero cuanto más hablaban de acercarse más
se distanciaban y al subirse otra vez en el autobús, pese a que ella dijera lo
contrario, Eduardo sabía que Bruna se alegraba de que no hubiera decidido
quedarse ni siquiera una noche. De no tenerle que incluir en su nueva vida
ni siquiera en la categoría de visitante.
Del mismo modo que al llegar le había parecido llegar a un paraíso,
ahora no tenía ni siquiera interés en encontrarle grandes sufrimientos a su
situación. Incluso sentía un cierto alivio, como se siente cuando algo cuyo
final nos ha estado atormentando por fin se termina.
—Te perdí hace meses—le dijo Eduardo—, pero sólo hoy te digo
adiós.
Bruna sonrió con ternura.
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349
13.-Terapias Derribo-Deconstruccionistas de la Personalidad
I
Una semana después de su entrevista con Waldo, frente a café y
donut y con un enorme rotulador rojo en la mano, Jorge Menal examinaba
como cada lunes los últimos resultados del programa. La audiencia había
subido y había logrado sus mejores índices en los últimos dos años,
momento en el que había comenzado su lenta pero segura caída. Las
críticas le agasajaban, coincidiendo en que, una vez más, Menal había
reinventado la televisión. En una encuesta entre periodistas, directores de
cadenas televisivas y pensadores, su programa entrevista con Waldo Clark
había sido elegido como el mejor y más espectacular golpe de timón
televisivo de la última década. El éxito era absoluto.
“Quien me lo iba decir...” decía un Menal satisfecho y menos
perplejo de lo que cabría esperar.
Unas cifras que destacaban, para los que estén interesados en lo que
se ha dado por llamar cultura televisiva (algunos verían una contradicción
de términos en esta expresión), por un aumento gradual de la audiencia en
los primeros diez minutos del programa hasta alcanzar una cifra casi record
que se había mantenido durante toda la duración del mismo. No había que
ser un experto en índices, shares y retención para llegar a la conclusión de
que aquellos números contaban la sencilla historia de que todo el que en
algún momento sintonizó el programa terminó de verlo. Nadie apagó el
televisor o cambió de canal. Es decir, el sueño de cualquier profesional de
la televisión.
Eran las once y quedaba aún una hora para el comienzo del programa
de aquella noche. Lleno de satisfacción y preguntándose por su lugar en la
historia de la televisión de Dalterra; contento por haber dado una lección a
todos aquellos que llevaban años retirándole del estrellato y que incluso ya
le buscaban sitio en algún concursillo o programa de viajes de segunda
división, Menal se tumbó en el sofa de su despacho y se puso el antifaz que
siempre utilizaba para concentrarse y echar un corto sueño en los minutos
previos a salir en antena. Ya estaba medio amodorrado cuando su asistente
entró a anunciarle una visita.
350
—¿A éstas horas?—dijo Menal intentando controlar su mal humor.
—Es el mismo al que recibiste hace dos semanas, no sé como se
llama...Pensé que querrías volver a verle...
—¿El loco de la chistera y el bigote?
—Perdona Jorge, no sabía que pensaras así de él. Le diré que estás
muy ocupado y que no puedes recibirle.
—Sí, dile eso...
Su asistente ya cerraba la puerta cuando Menal se apresuró decir:
—¡No! Espera, dile que pase.
Fue un ataque de vanidad. ¿Sana vanidad? Quizás sea mucho pedir
el negarnos a ver la reacción ante nuestro éxito de aquellos a los que
despreciamos. No había hecho lo que había hecho para demostrarle nada a
aquel ser despreciable, pero teniéndole allí, era muy difícil resistir la
tentación. En su primera conversación recordaba haber tenido miedo,
mientras que ahora, fortalecido en lo profesional y personal, se sentía
capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Así que Menal recibía a Krgf
dispuesto a pasar un buen rato.
—Buenas noches...—dijo Krgf.
—Hola, señor...Vaya, no recuerdo su nombre. Tal vez porque no me
lo dijo. ¿Cómo andamos de nombres? ¿Algún nombre del día?
—El de siempre. Es decir, el que usted quiera. Llevo años actuando
del mismo modo y no veo porqué debiera cambiar ahora.
Menal sonrió con satisfacción. La resistencia de aquel tipo a
reconocer su derrota le permitiría prolongar el disfrute de su victoria.
—No me negará que algo ha cambiado..
Ahora el que sonreía era Krgf.
—Querido Menal, no le dé más importancia a sus acciones de la que
tienen. Yo sigo siendo el mismo y, gestos aparte, usted también. Yo
dispuesto a ganar dinero y repartir y usted a hacerme ganarlo y entrar en el
reparto.
Menal se acercó a una pequeña nevera que tenía en el despacho.
—¿Algo de beber?—preguntó.
—No, gracias.
—¡Mire que se está negando a la única gentileza que va a recibir en
esta oficina! En esta casa aquello de “al enemigo ni agua” nos parece un
poco fuerte, así que se la ofrecemos. Incluso refrescos si quiere. Y todos
los que quiera. Es lo único que va a obtener de mí.
—Ya veremos...
—Puede créeme. Tras esta corta charla será adiós para siempre.
Krgf se miró a las uñas.
351
—¿Ve lo que hago? A veces me miró las uñas, otras me rasco la
barbilla en un lado con el pulgar de la mano contraria. No lo hago tanto
para ganar tiempo, créame que siempre voy a los sitios con la lección bien
aprendida, como para transmitir una inequívoca sensación de tranquilidad.
Veo que no soy el único y que usted también tiene sus tácticas. Lo cual,
lejos de molestarme, me halaga, ya que demuestra que ha pensado en mí y
se ha preparado para el momento.
—Vaya, eso suena romántico—dijo Menal con una irónica sonrisa
—. Pues no, tengo cosas mejores que hacer que pensar en usted. No me
levanto a la nevera cuando quiero transmitir tranquilidad sino, aunque le
parezca increíble, cuando tengo sed. Además, como verá he estado
bastante ocupado—Menal dirigió ahora la vista hacia las revistas
televisivas y culturales que llenaban la mesita junto al sofá y en la mayoría
de las cuales aparecía su rostro en la portada—. Pero no se preocupe, que
el día que tenga que elegir entre meterme astillas bajo las uñas y pensar en
usted...¡Por supuesto que me meteré astillas bajo las uñas!
—No exagere. Cree que exagerando va a resultar más creíble
cuando es más bien lo contrario. Si me hubiera dicho que había pensado
poco tampoco le hubiera creído, pero al menos hubiera hecho su parte.
¡Pero eso de decirme que no ha pensado nada! Eso es más que increíble:
es insultante. Lo reconozca usted o no, y lo que es más importante, se lo
reconozca a sí mismo o no, ha pensado y mucho.
—Vaya, ahora también es adivino.
—Si necesitara serlo no dude que lo sería. De momento me basta
con mirar la televisión. Su programa de esta semana, por ejemplo...
—Ha sido bueno, ¿verdad?
—Por llamarlo de alguna manera. Televisivamente ha sido una
porquería, bibliotecariamente no lo sé. Usted les ha llevado un trocito de
pensamiento a casa y eso, como novedad, les ha gustado. Pero se cansarán
pronto, creame...
—Está bien, reconozco que he pensado un poco en usted. Pero ya ve
que una cosa es pensar y otra hacerle caso.
—A eso quería llegar. Creo que entiendo porque ha hecho lo que ha
hecho. Y le apoyo: lo importante no es lo que ha hecho hasta ahora sino lo
que va a acabar haciendo...
—Ahora el que necesita ser adivino soy yo...
—Me refería a su gran momento. Creo que se ha hecho valer. Y yo
valoro a los que se hacen valer. Yo le había puesto un precio y usted ha
dado un golpe en la mesa, como diciéndome “de eso nada, el precio lo
pongo yo”. Bien hecho, sí señor. Ya le he dicho que me gusta la gente que
352
se hace valer, pero sobre todo me gusta la gente que se hace valer a base de
valer más. Y hoy, amigo Menal, vale usted mucho más que la semana
pasada. Aún puedo hacer los negocios con otro, pero con nadie que esté en
condiciones de generar tanto dinero como usted. Hace dos semanas quería
contratar a un líder televisivo; mientras que hoy estoy en frente de un líder
social. Hace dos semanas podía generar dinero, mientras que hoy podemos
añadir a la lista poder, influencia y credibilidad. Al final todo es dinero,
pero con su acción se ha evitado, nos ha evitado, tener que pagar las
comisiones del cambio de divisa. El dinero compra poder y el poder
influencia y la influencia credibilidad y la credibilidad legitimidad y la
legitimidad vuelve a comprar dinero. Pero a cada cambio perdemos un
poco del beneficio. Usted, en cambio, ahora puede ahorrarse las
comisiones. El dinero es un idioma universal, pero con muchos dialectos...
—Veo que en cuanto le tocan su tema favorito es usted una fuente de
poesía...
—Ríase, ríase mientras pueda. Es fácil y sano reírse de las cosas que
uno no tiene la necesidad de tomarse en serio. Pero no se confíe, que
incluso un idioma universal como el dinero se olvida pronto por falta de
práctica...
—Hay otros idiomas universales—dijo Menal con el mayor de los
desprecios—, aunque mucho me temo que usted no los entendería.
—Tiene razón, no los entendería. Soy especialmente torpe para las
estupideces, las improductivas, claro está, que de las otras vivo...Digamos
que las estupideces hay que aprovecharlas, no vivirlas. Así que déjese de
amores e ideas, esas dos grandes y maravillosas industrias que se
convierten en lo más deleznable en el momento en el que uno trata de
convertirlas en una forma de vida, y no pierda esta ocasión. Y, sobre todo,
no me la haga perder a mí. Deje los amores para los amateurs y amadores,
y nosotros, que somos profesionales, vamos a lo nuestro. Le reconozco
que me ha ganado la primera mano, pero no me importa, porque sé que mi
derrota a corto plazo será un victoria en el largo. Es más, ni siquiera lo
considero una derrota porque, de habérseme ocurrido, yo mismo le hubiera
dicho que hiciera lo que ha hecho. Yo quería hacer caja de la credibilidad
que aún le quedaba, pero usted me ha demostrado que es un gran
profesional y se ha sacado una jugada maestra que ha multiplicado esa
credibilidad por cien. ¡Qué digo por cien! ¡Por mil! Extraordinario,
Menal, no hay como trabajar con profesionales...
—Veo que se ha informado usted bien, mi querido conspirador.
Alguien le habrá dicho que el camino más corto a mi corazón es el del
halago. O lo era, porque le guste o no las cosas han cambiado. Y mucho.
353
Sólo le doy la razón en que voy a ganar, a corto y largo plazo, aunque le
aseguro que no será con usted.
Krgf se quedó en silencio por unos instantes. Por su expresión
parecía contrariado:
—Así que se ha creído lo de las audiencias. Y dice que las cosas
han cambiado, sí, han cambiado a peor. Ha conseguido lo imposible: ser
más vanidoso que hace dos semanas. Cree que va ser el primero en
convertirse en una estrella de la televisión con lo que usted llama televisión
de calidad, cuando simplemente es pensamiento de calidad. Habla de
pensamiento y televisión como si fueran sinónimos, cuando son todo lo
contrario. Las audiencias le han premiado porque les ha dado una
novedad. ¿Y sabe por qué es una novedad? No porque usted sea más listo
que nadie, sino porque lo que usted ha hecho es la antitelevisión, lo que
ningún presentador en su sano juicio osaría a hacer. Ha hecho algo mucho
peor que tirar piedras contra su propio tejado: lo ha vendido. No crea a los
que le dicen que es un genio—al decir ésto Krgf miró a las revistas del
mismo modo que Menal lo había hecho instantes antes—, lo único que
vende más que insultar a un tonto es insultar a uno al que antes todos
creían un genio. Simple física, Menal, cuanto más le suban más durará la
caída. Ellos no quieren que su caída sea dura: les bastará con que sea
larga. Quieren muchos metros para vender, eso es todo. Ahora le ensalzan
por haber roto las leyes no escritas de la televisión y luego dirán que ellos
ya habían avisado de que había roto las leyes no escritas de la televisión y
que esas leyes están por algo y ese golpe de timón que ahora llaman
valiente (ya ve que yo también me he informado) pronto se habrá
convertido, de manera casi impercepetible, en inconsciente. Ahora es un
visionario: vamos a ver cuánto tardan en convertirle en un loco...
—Con su ayuda, supongo...
—No hace falta que diga de que lado estoy.
—Del mío no, desde luego.
—Viendo el lado del que dice estar usted, no, desde luego que no del
suyo. Primero se vende la muerte del mesías y luego su asesinato; si se
puede informar de la muerte y luego especular, buscar y descubrir a los
culpables, porque hacerlo todo de un vez. Así que con el tiempo seguro
que haremos un documental sobre su revolución televisiva y lo injustos
que fuimos todos con usted. Ayudaría que se muriera de sobredosis de
algo, aunque podremos pasar sin ello. Lo que quiero decirle es que si
quiere matarse televisivamente allá usted. En lo que respecta a mí, no
pudiendo contar con usted para que viva como una estrella de la televisión,
354
me tendré que conformar con vender cuantas veces pueda su muerte. Pero
ya le he dicho que no será por elección propia.
—Es usted despreciable...
—Digamos que vivimos en una cultura competitiva y feroz que
glorifica a esos idiotas inofensivos que, no sólo deciden no competir, sino
que además tienen el detalle de morir animando a otros a ser tan mansos
como ellos. Queremos un mesías para admirarlo, no para imitarlo. Y cree
que me ofende cuando me llama despreciable. Lo soy según esa cultura
tan santurrona en lo teórico como implacable en la práctica. Por eso soy
tan despreciado en teoría como imitado en la práctica.
—No por mí, desde luego.
—Deme tiempo. Y déselo usted. El día que deje de comportarse
como un ciego intolerante; el día que se de cuenta de que la vida tiene poco
o nada que ver con todos esos libros a los que, por mucho que lleve años
viviendo de espaldas a ellos, da tanta importancia; entonces comprenderá
que todas esas ideas son cuentos para que los jóvenes crezcan con un cierto
sentido de la dignidad y de la estructura social a la que se están
incorporando y que no son más que un muy necesario lastre para que no se
construya una sociedad nueva cada veinte años. Necesitamos cargarles de
genios y supuestos conocimientos que les demuestren, antes incluso de que
se lo planteen, que todo está inventado aunque, eso sí, son bienvenidos a
contribuir con sus ideas siempre que lo hagan por el canal adecuado. Todo
es un cuento, un cuento de gran utilidad, no se lo niego, ¿pero quién dijo
que los cuentos no la tienen? Pero usted se ha tomado el cuento al pie de
la letra. Realmente se ha creído que el mundo iría mejor si se rigiera por
eso que usted llama dignidad y heroicidad. Que realmente puede ir de otra
forma de la que va. Menosprecia a la vida, Menal, está constantemente
queriéndola corregir, así que no se sorprenda de que el día menos pensado
la vida decida menospreciarle y corregirle a usted.
Menal se quedó callado. No sabía que decir y ni estaba seguro de
querer encontrarlo. Sólo quería quitarse a aquel espantapájaros de delante.
—Supongo que tiene razón. Pero así de tontos somos algunos, que
preferimos fracasar a nuestra manera que desempaquetar un éxito
precocinado a calentar en el microondas. Quizás sea que ya llevo
demasiado tiempo comiendo éxitos precocinados, o quizás que nunca he
logrado nada verdadero, una familia o algo así, que me permita ver ese
éxito precocinado como un medio para otras cosas. No lo sé. Lo único
que sé es que quiero hacer mi programa. Un programa que, por alguna
extraña razón, últimamente disfruto de hacer. ¿Quería algo más?
355
El tono abatido con el que Menal dijo aquello obtuvo de Krgf una
sonrisa menos prepotente de lo habitual. Incluso parecía estar enternecido
con la resistencia de Menal. Enternecido como el padre que echa un pulso
a su hijo y, entre risas y forcejeos, se asombra de que cada vez le sea más
difícil ganar. No es que dudara de que acabaría doblegándole...
—Me gustaría desearle que siguiera disfrutando de su programa y
que aprovechara para ser feliz mientras dure la racha. Pero por desgracia
sé que no va a durar mucho. Todos lo sabemos. Es lo que intento decirle
desde el principio de esta conversación. Está explorando un novedoso
campo, pero debiera preguntarse si no será tan novedoso porque todo el
mundo adivina que es de lo menos fértil. En televisión, la honradez es
novedosa por el hecho de ser tan inevitablemente aburrida. Aún podrá
estirar un poco más la novedad, ¿pero qué hará cuándo la audiencia se
canse de su honradez? Lo cual, insisto está mucho más cerca de lo que
piensa. ¿O acaso cree que les va a interesar siempre lo que diga un
santurrón televisivo? Claro que no lo reconocerán y dirán que es en usted
y no en la honradez en la que han perdido interés; que es Menal el que les
ha aburrido y no esos valores eternos de los que se declararán fervientes
seguidores. Dirán que les ha decepcionado, que un día le vieron borracho
o en un burdel, a usted que habla de la salud de mente y espíritu y del amor
verdadero. ¿Y qué decir de esa novia despechada que dirá que usted no
practica los grandes ideales que predica?
—Casi parece poder ponerle nombre y apellidos...
—Puedo. Leo las revistas.
—¿Las lee o las hace?
—Las leo y gano dinero con ellas. Si se refiere a si fabrico lo que
dicen, la contestación es que no. No me hace falta. Doy a la gente lo que
quiere y, de tanto dárselo, acabo aprendiendo lo que quiere. Y sé que a
usted más pronto que tarde lo van a querer en caída libre, aunque si le
consuela no será una caída solitaria, sino retransmitida y comentada. Esa
dignidad y honradez que hoy le parecen tan ligeras y vistosas, sólo porque
son nuevas y le aprecian por ellas, se llegarán a convertir en una pesada
armadura cuyo peso no le veo preparado para soportar. ¿Qué hará cuándo
la razón por la que hoy todos le admiran les lleve a ignorarle? ¿Cuándo ya
no les inspire, sino que les aburra? ¿Cuándo le vean como algo superado?
¿Qué hará entonces?
—¿Qué hará usted?
—Lo que he hecho siempre: ganar dinero. Aunque sin usted un poco
menos. Ya ve que yo también tengo principios: mi vida va a ser la misma
356
con o sin usted, pero me niego a no luchar por hacer la mejor jugada. Y
usted, hoy por hoy, es mi mejor jugada. Y ya ve que la estoy luchando.
Menal se levantó del sofá y caminando lentamente, pensativo y con
la mirada baja fija en la moqueta del suelo, se situó tras su pupitre y de
espaldas a Krgf. Mirando por una gran ventana que daba al plató en el
que, media hora más tarde, comenzaría el programa, vio el ajetreo, las
prisas y pensó en lo poco que éstas se diferenciaban de las que hubiera
podido observar dos semanas antes cuando el programa que se preparaba
era totalmente distinto.
—El mundo seguirá igual con o sin mí—dijo pensando en voz alta
más que hablando con Krgf—, pero ¿y yo? ¿Puedo permitirme seguir sin
mí? La verdad, mi misterioso amigo, no entiendo como mantengo la
educación con alguien como usted. Hace ya tiempo que tendría que
haberle despedido pidiéndole que no volviera más por aquí. Supongo que
será por exhibicionismo. ¡Qué fácil es ser un héroe hablando con gente
como usted! Puede que no le falte razón cuando dice que es más sincero
que yo. Sinceridad o no, lo que sé es que no podría vivir en el mundo que
usted propone. Quizás intuya que sea cierto, no lo sé, sólo que en él me
moriría...No, no me moriría: ¡estaba a punto de morirme! Por favor,
acabemos bien. No quiero enemigos. No los quiero hasta el punto de que,
por no tenerme a mí mismo como enemigo, estoy intentando convertirme
en un hombre digno...
Menal pausó por un momento y mirando de nuevo por la ventana
continuó:
—Llevo toda la vida planeando mis pasos. Cada día y minuto, todo
tenía que estar controlado, ¿y sabe por qué?—dijo sin mirar a un Krgf que,
a sus espaldas, le escuchaba con atención—. Porque la vida me parecía un
campo de minas. Recuerdo que en una entrevista dije una frase que aún
hoy se repite en las facultades de periodismo y en todos los lugares donde
le encuentran alguna utilidad a esos engaños de quince palabras que
llamamos citas. Dije: “el éxito es un largo y tortuoso campo de minas en el
que a veces te explotan hasta las que no pisas.” Ese era yo, la gran estrella
de la televisión, ese a quien quiere comprar no ofreciéndole nada más que
dinero. A mí, a quien se ha pasado la vida siendo un desgraciado
desconfiado (perdone la redundancia), a quien no ha visto más que
enemigos, a quien se comportaba como si la humanidad entera encontrara
su seña de identidad en tramar complots contra mí. Y ahora que he
averiguado, en parte gracias a usted, que el único enemigo era yo y que los
demás no pasaban de adversarios ocasionales, quiere que vuelva atrás sin
tener nada mejor que ofrecerme a cambio que dinero. No, mi querido
357
conspirador, no ha sido el dinero el que me ha liberado de los complots.
Incluso le diría, aunque no lo tome como una afirmación sino como una
simple especulación, que sin el dinero quizás nunca hubiera creado ese
enemigo del que afortunadamente creo que me estoy liberando.
—Muy enternecedor—dijo Krgf recuperando su media sonrisa
característica, que en ésta conversación tenía algo perdida—, y por la
forma en que lo dice hasta me parece que se lo cree. Y yo también. El
único “pero” que le pongo es que el éxito no es el mejor punto para
reflexionar sobre éxitos y fracasos. Dice usted que el éxito no le importa y
que por eso ha hecho lo que ha hecho, pero lo dice desde la perspectiva del
mayor éxito de su carrera. ¡Cree en lo que dice! También un glotón
cuando, tras un gran banquete, no da gran importancia a la comida. Le
diría que espere a fracasar y que entonces reanudaremos esta conversación,
pero eso iría en perjuicio tanto de sus finanzas como de las mías. No es
que yo sea rencoroso, ya le aviso que, por encima de gestos y
conversaciones, en el fracaso estaré dispuesto a pagarle lo mismo que le
ofrezco en la cima de su éxito. Exactamente lo que se merezca. Ni más ni
menos. Pero ahora puede hacerme ganar mucho dinero, así que la oferta
será importante.
—Se olvida de que éste éxito es mío y que lo he logrado haciendo el
programa que siempre creí que debía hacer. Los protagonistas del
programa son mis invitados, ellos son las verdaderas estrellas. Quizás ya
no se me ve tanto, pero a cambio puedo decir, por primera vez en mi vida,
que no engaño a nadie.
—¿Quién habla de engañar?
Vamos, Menal, no sea tan
melodramático. No le hablo de hundir el mundo, sino sólo de hacer un
poco de dinero...
—A costa de vender todas y cada una de las cosas que en otro
tiempo me gustaban de mí.
—Mejor diga que, cuando le gustaban las cosas, usted era de esa
manera. Y por eso idealiza lo que le gustaba en aquellos momentos.
Idealiza esos sueños rotos y se lamenta de que se rompieran. ¿Y si su
destino era romperse? ¿Y si el material de esos sueños no es tan bueno
como aparenta ser?
—Se equivoca, esos sueños no se rompieron. Se vendieron. Aún
guardo los recibos, aún recuerdo a quien vendí cada uno de los trozos.
Creí en la justicia hasta que...y en la bondad hasta que...y en la creatividad
hasta que...No le voy a contar mi vida, pero creo que un buen modo de
hacerlo sería recordar cuando dejé de creer en algo que hasta ese momento
me había parecido indispensable. Y ahora que he recuperado una parte de
358
todo aquello, que he recuperado mucho más que mi pasado; ahora que
disfruto de mi presente y el futuro no tiene ni porqué prometerme grandes
cosas para que lo mire con confianza; ahora, precisamente ahora, viene
usted a hacerme su gran oferta. Me dirá que todos tenemos un precio:
¡claro que lo tengo! Es más, le diré que soy asquerosa y fácilmente
corruptible, que busco la estima de los que me rodean y la mía propia, que
busco querer y ser querido. Así que ya ve, soy muy fácil de comprar, pero
mis precios no están en dinero. Me habla de que a partir de ahora todo
serán fracasos. Ya lloraré por ellos cuando lleguen. ¿Qué entonces ya no
me pagará tanto y que estaré desesperado por volver a ser una gran
estrella? Es posible, pero entonces será entonces y ya tendré tiempo de
arrastrarme. Pero hoy no, porque lo de hoy es demasiado bonito,
demasiado...No me hable de futuras amarguras, al menos mientras tenga
las pasadas tan presentes. No dudo que al final tendrá razón, pero eso será
al final...Y ahora aún no es el final.
—Le puedo asegurar que la tengo.
—No lo dudo. Parece que sabe de lo que habla. Parece que ha
observado a los demás con atención y les conoce. No como yo, quien,
pese a mis múltiples esfuerzos, he de reconocerle que soy una persona de
escasa curiosidad en todo lo que no tenga que ver conmigo mismo. Ya ve,
soy un aficionado en todo menos en mí mismo, en lo que soy la mayor y
única autoridad sobre el tema. Me habla de audiencias, éxito y de como
reaccionarán los demás. ¿Y a mí que me importa? Seguro que usted se
pasa todo el día barruntando sobre todos estos temas. Me dice que se
cansarán pronto de mi honestidad. Ojalá que no, pero seguramente que sí.
La pregunta es cuándo me cansaré yo...
—Cuando se cansen ellos. Tomó una decisión extraña, una que iba
en contra de todo lo hecho hasta el momento y le salió bien. Quizás fuera
su instinto televisivo el que le guió, ese que le ha llevado a ser quien es...
—Otra vez los halagos.
—Sí, halagos, pero no gratuitos. Fue una gran decisión, la mejor que
podía tomar en vista de las oportunidades que yo le ofrecía.
—Esas que no quise aprovechar.
—¡Al contrario! Esas que, aún no sabiéndolo, intuía que la
verdadera forma de aprovecharlas era haciendo lo que hizo. Está hecho
para el éxito y lo sabe. O al menos lo intuye, porque ahora lo único que
sabe es que quiere restregarnos a todos su maldita integridad. ¡Y con
éxito! Enhorabuena. Ya ve que sé reconocer una buena jugada cuando la
veo...
—Hace dos semanas no pensaba lo mismo.
359
—Porque no se me había ocurrido. Si me hubiera dicho lo que iba a
hacer le hubiera apoyado, se lo aseguro. Pero todo tiene un límite y usted,
por más que quiera, se está acercando al de su jugada genial.
—Debe de tener razón—dijo un Menal pensativo—, tal vez
esté hecho para el éxito. Para el éxito que hoy por fin estoy seguro de
tener. Hoy. No sé si los ocho años anteriores han sido necesarios para
construir el éxito que hoy siento que tengo. Francamente, ni lo sé ni me
importa. Pasado, futuro, no me importa lo que he hecho antes y no me
importa lo que haré después. Por mí como si éste es el último programa.
El verdadero éxito no sabe de fechas o rachas, puede durar diez años o sólo
un día. Simplemente se disfruta. Así que si éste es el último día que así
sea. Ojalá que no, ¿quién no quiere prolongar lo que le hace feliz?. Pero
prefiero exponerme a que sea así antes que, para evitarlo, cambiarlo por
ese sucedáneo de éxito del que usted me habla y que tan bien he conocido
en los últimos años. ¿Y si un día me aburro de lo que estoy haciendo
ahora? ¿Y si las cosas ya no son tal y como las siento ahora? ¿Y si en vez
de hablar de ideas y de sentimientos como en la última semana pasamos a
hablar de ideas oficialmente cultas con gente oficialmente culta? Pues
entonces, digan lo que digan las audiencias, quizás sea yo el primero en
hacer las maletas e irme a otro sitio. Entonces me despediré, daré las
gracias por los momentos vividos y, como cualquier enamorado, me iré
con mi amor a otra parte. Eso es exactamente lo que quiero intentar ser: un
enamorado de la vida.
—Ya sé como termina la historia, he visto demasiadas parecidas, así
que no le pido que me dé la receta de su amor por la vida.
—Por eso mismo, porque ya sabe como termina, se la daré. Yo
también sabía como terminaba la historia y me reía cuando oía a los demás
decirlo, pero mire por donde resulta que al final estaban en lo cierto. Una
conciencia tranquila; nada más, ni nada menos, que eso hace que uno se
enamore de muchas cosas de las que no esperaba enamorarse. Vaya
estupidez: ¡cómo si uno pudiera enamorarse de algo más que de las cosas
de las que no espera enamorarse! ¡Cómo si obligarse a enamorarse de algo
no fuera la mejor forma de acabar odiándolo! Un torturado como usted,
querido conspirador, busca amores, mientras que alguien que está en el
momento en el que yo estoy yo simplemente los encuentra. La vida no es
perfecta, pero es muy bonita últimamente. Lo es porque intento ser lo
mejor posible y no busco las imperfecciones ajenas, encontrándome con
las mías por el camino y justificándolas mirando de nuevo a las de los
demás. El círculo de la podredumbre. Me preguntaba antes por lo que iba
a hacer cuando alguien se sienta defraudado por haberme visto hacer lo que
360
la etiqueta social, o debiera decir la moralina social, dice que no debiera
hacer. Pues si tiene explicación intentaré explicarlo. Explicaré porque no
pueden condenarme por lo que yo no veo condenable. Y si no tiene
explicación compartiré el disgusto social por haberlo hecho. Les diré que
no me gusta lo que hice y que el saber que a otros tampoco les gusta no
hace que me guste más. Y diré aquello de que vivir es aprender y que
quien no se equivoca no vive. Vaya topicazo, ésto lo podría haber dicho
hasta mi jefe de prensa, el gran especialista en encontrar frases bien
sonantes que aparenten significar mucho pero que, al analizarlas, significan
poco más que nada. Pero esta vez hubiera tenido razón. Porque vivir es
aprender y enseñar y cada vez me indigna menos el sensacionalismo y el
morbo de prestar atención a las caídas ajenas y más el que nos les demos la
oportunidad a esas personas de explicarse. Ya sabe lo del político al que
han encontrado atado en una jaula del zoo, desnudo junto a los gorilas.
Dicen que pagó una millonada para sobornar al guarda nocturno y que se
encontraron a la prostituta que lo ató y que tendría que haberle desatado
por la mañana dormida en el baño y colocada hasta arriba de ambushina.
Por supuesto que le faltó tiempo para dimitir. Dimitido, ridiculizado y, dos
semanas después, caso olvidado. ¡Qué desperdicio! Con la de cosas que
ese hombre podría habernos contado, explicarnos que buscaba, por qué lo
hizo. Y encima las cámaras del zoo lo grabaron todo y se vio como
entraron en la jaula, la prostituta le desnudó y ató, le manoseó un poco los
genitales y se fue al baño, donde las cámaras la grabaron drogándose y
durmiéndose. Le invité al programa, le dije que le daríamos todo el tiempo
que quisiese para explicarse, pero me dijo que no estaba dispuesto a seguir
siendo motivo de escarnio y que cuanto antes dejase de hablar del tema
antes de olvidaría. Pero el problema es que él nunca nos explicó cual era el
tema. Vimos la apariencia del tema, pero nunca su contenido. ¿Qué
buscaba?
No sobran escándalos, sino que faltan explicaciones, falta
pedagogía, hay demasiadas cosas que se tienen por sucias cuando lo único
sucio es lo que se deja en el cenagal de la vergüenza. Ya no tengo miedo
de los reproches: sólo pido energías y tiempo para explicarme.
—¿A quién le pide esas energías? O sea que ahora también es
religioso. Va ser verdad que va para profeta televisivo.
—Es un decir. Llevamos tantos siglos relacionando la esperanza con
lo divino que el lenguaje se nos ha deformado. No, no soy religioso, ni
creo en dios ni necesito creer en nada sobrenatural; ni tampoco me creo esa
mentira según la cual no creer en ninguna de las dos cosas no me deja más
remedio que no creer en nada.
361
—Se ha embriagado de éxito. Y lo que es peor, más que creer que
ha tenido éxito, cree que el éxito es usted y que todo lo que toque será
éxito. Suerte con la resaca.
—Espero que no sea de hiel como la suya...—dijo Menal con
firmeza.
—Más larga será la caída. Si tiene razón y soy la imagen del
fracaso, prepárese a parecerse a mí.
—Usted, por el contrario, no se fije en mí, mi pequeño conspirador,
que ni todo el dinero del mundo, si es que no lo tiene ya, le hará sentir
merecedor del más mínimo éxito. Si explico con tanto detalle lo que siento
es porque sé que usted nunca lo sentirá.
Era un comentario más, uno de tantos a los que Krgf se había
enfrentado en los últimos años sin más esfuerzo que ladear un poco más la
sonrisa. Sabía que esa era su ventaja, que mientras sus víctimas se
debatían entre sentimientos sinceros—unos sentimientos que él, con su
conversación, sabía descolocar hasta hacerlos surgir y tenerlos al alcance
de sus palabras—él, por el contrario, limitaba todo lo que se permitía sentir
con un grueso barniz de ironía. Ellos se jugaban la vida y él vivía un
juego. Ellos sufrían, mientras que él se limitaba a competir.
Pero aquella noche los papeles o se cambiaron o cuando menos se
doblaron. Quizás Menal no estaba jugando el papel de Krgf, pero,
inesperadamente, Krgf se vio jugando el papel que tenía reservado para
Menal, cuando se abalanzó sobre él y le propinó un fuerte puñetazo que
hizo que cayera de espaldas sobre el sofá; acompañado en su caída, como
si de una pareja de baile se tratara, de un Krgf que además puso el fondo
musical cayendo a peso sobre la mesita de cristal y clavándose en la mano
varios de los mil trocitos en los que la convirtió; produciéndose varios
cortes superficiales y uno muy profundo en una mano que ahora emanaba
un líquido rojo y viscoso que Krgf había hecho una religión de no mostrar
que tenía. No pudiendo evitar ser humano, hasta aquel momento se había
conformado con no demostrarlo. ¡Y si sólo fuera la sangre! Pero aquella
sangre era mucho más que una reacción física, era una representación del
odio con el que, muy a su pesar, se había rebajado a la patética altura
humana de los que habían nacido para ser sus víctimas.
Momentos después y mientras ambos se reincorporaban, Krgf se
hubiera cambiado por Menal. Y no sólo porque se hubiera llevado la peor
parte con el corte en la mano, sino porque ningún puñetazo que había
recibido (y había recibido unos cuantos) le había dolido tanto como aquel.
Lo de poner la otra mejilla le parecía relativamente fácil cuando lo
comparaba con aquella terrible sensación de que otro se la pusiera.
362
—Pega usted fuerte—dijo Menal mientras se palpaba
cuidadosamente la cara, como queriendo comprobar que todo estaba en su
sitio—. Muy fuerte. Pero es curioso que ahora me dé menos miedo que
hace unos minutos. ¡De haber sabido que sólo trataba con un vulgar
matón! ¡Y yo qué le daba tanta importancia!
—Soy mucho más, créame—dijo Krgf desde el baño del despacho de
Menal a dónde había ido en busca de una toalla con la que envolverse la
mano—, y no tardará en comprobarlo. Pero ya le he dicho que no seré yo
quien le busque la ruina, que ni siquiera le voy a permitir el consuelo que
reservo a mis víctimas, el consuelo de odiarme y culparme por sus
desgracias, porque va a ser usted solito quien se la busque...
—Que así sea si así tiene que ser—dijo un Menal dolorido pero
bienhumorado ya que estaba gratamente sorprendido, pese al dolor, de no
tener que andar buscando media dentadura por el suelo—. Cúrese la mano
y haga el favor de desaparecer de mi vida para siempre. Hay un botiquín
sobre el armarito blanco...
Mientras Menal hablaba Krgf había vuelto junto a él. Fue otra vez al
baño y tras unos minutos volvió con la herida perfectamente curada y
vendada.
—No voy a denunciarle por su agresión, aunque algo me dice que
podría sacar un buen pellizco de hacerlo. Bien, mi querido conspirador,
llegados a este punto separémonos como amigos. Que el mundo se porte
bien con usted y que usted se porte bien con el mundo.
Parecía que Krgf se había vendado algo más que la mano. Su calma
habitual y su sonrisa irónica parecían perfectamente curadas pues las
utilizó para decir, mientras se sentaba en una silla (el sofá estaba lleno de
cristales) junto a la mesa del despacho de Menal:
—No tan rápido. Pese a mis esfuerzos por convencerle ha dejado
claro que no quiere trabajar para mí...
—Doy fe de ello. Ni yo ni ninguno de mis dientes queremos trabajar
para usted.
Krgf hizo un esfuerzo por sonreír. Ladeó un poco más la sonrisa,
cambiando su proverbial sonrisa por una nueva creación: la sonrisa
estreñida. Y es que gustosamente hubiera salido corriendo de aquella
situación en la que se sentía francamente incómodo, pero tenía un sentido
de la responsabilidad demasiado elevado.
¡Que los que estaban
acostumbrados a perder perdieran! Tanto perder como ganar es una rutina
y él iba a continuar con la suya.
363
—En vista de que ni usted ni sus dientes van a trabajar para mí, no
creo que se vayan a merecer el anticipo que le di en concepto de primer
sueldo.
Ahora parecía como si, con el anticipo, Krgf le hubiera dado también
los derechos sobre su sonrisa. Mientras él sonreía menos de lo habitual,
Menal hacía uso de aquella sonriente autosuficiencia para decirle:
—Con mucho gusto, ¿me deja ver el recibo?
—Si mi comportamiento de hace un momento fuera la norma y no la
excepción no dude de que ya me habría vuelto a abalanzar sobre usted. De
todos modos le aconsejo que no me provoque.
—Acepto el consejo. Ya ve, le escucho más de lo que usted piensa.
Le escucho tanto que me ha convencido de las indescriptibles penalidades
que me esperan a corto, medio, largo y extralargo plazo. Me decía usted
que me iba a buscar mi propia ruina.
Krgf le miraba en silencio.
—Vaya, veo que de repente se ha quedado sin nada que decir—dijo
Menal—. Como conversador es usted una joya, amigable y hablador
cuando tiene algo que decir y reflexivo y silencioso cuando lo ha dicho
todo...
—Le hundiré...Y me ocuparé de que lo haga usted solito.
—¡Es es mi hombre! ¡Bien dicho! En todo caso, por cuenta ajena o
propia, estoy a punto de entrar en el glorioso ejército de los arruinados.
¿Arruinados? Más aún, quien pierde el dinero es un arruinado, pero quien
se busca la ruina...Así que me bautizo como un Enruinado Consciente del
Séptimo Día, ya le avisaré de los días de reunión y de las normas que
regirán nuestra pequeña secta. Aunque ya le puedo ir avisando de la
primera. “En previsión de las futuras ruinas que nos buscaremos, en el
presente no regalaremos el dinero. Y eso incluye las fortunas que algún
primo aprendiz de prohombre universal nos haya dado no pidiéndonos
nada más que...”; ¿qué me ha pedido, mi querido conspirador? Poco más
que nada. Me ha pedido mi compañía y mi conversación, pero ya sabe que
hablar con usted es uno de mis grandes placeres ¿Y quién paga doscientos
mil terrones por compañía y conversación? ¡Ni que fuera el gemelo
transexual del presidente de Dalterra!
—Así que no me va a devolver los doscientos mil que le di?...—dijo
mientras se metía la mano vendada en el bolsillo de la chaqueta.
—No sé de que está hablando. Bromas las que quiera, pero veo que
ahora se pone serio. ¡Seguro que lleva una grabadora! Es el estilo de los
que son como usted. No le voy a dar un recibo de viva voz, creame.
Aunque sí le diré una cosa y grábelo si quiere. Así podrá dormirse con mis
364
palabras cada noche, si quiere se lo divido en capítulos como si fueran
lecciones de inglés. Lesson one: Algún Día Perderá. Lesson Two: Y no
Cómo ha Perdido contra mí sino de Verdad. Harán mucho más que
rechazarle: le destruirán. Perdón, ésta era la tres. Lesson Four: ese día no
es hoy y dudo que sea yo quien tenga el honor de ponerle en su sitio, si es
que la gente como usted merece un sitio. Lesson Five: no seré yo porque
no voy a perder ni un segundo con usted, ni siquiera para averiguar quien
es y porque me desea tanto mal y porque en el fondo le tengo tanto miedo.
De momento me conformo con haberme salvado de usted. Ya veremos si
en el futuro también intento salvar a los demás. ¿Lo ha grabado todo?
Bien, ahora ya sólo falta el resumen de las lecciones. Hoy, mañana, dentro
de diez, veinte años, diez, veinte vidas, alguien acabara con mi querido
conspirador. Y cuando pase, sea yo o no, no voy a tener con usted ni
siquiera el detalle de alegrarme. No, maldita farsa con peluca y bigote
falso, no se merece ni siquiera mi odio. ¿Quiere recuperar el dinero? Muy
bien, ahí va...—Menal se acercó al bolsillo donde presumía que Krgf tenía
la grabadora—, ya sé que hace el numerito de la grabadora para
intimidarme y que alguien que se toma tantas molestias para que no se le
reconozca no va arriesgar su anonimato demandándome por un dinero que
para usted significa tanto en principio como poco en la práctica. ¡Allá voy!
Buenos días, señoras y señores, bienvenidos a “Ésto es una Grabación”.
Me llamo Jorge Menal y declaro solemnemente que un señor con una
peluca y bigote postizo como el carbón que, a falta de nombre mejor, ha
consentido en que le llamara Ofus, fue tan amable de darme, sin intentar
comprar con este dinero nada más que el simple hecho de estar
comprándome, doscientos mil terrones. Bien, ya tiene lo que buscaba.
Ahora denúncieme. Quizás yo pierda doscientos mil terrones, pero ese
anonimato que a usted le importa tanto vale eso y mucho más.
Krgf miró seriamente a Menal, su dedo pulgar e índice pellizcando
suavemente el labio inferior. Tras unos segundos en silencio dijo:
—Voy a aceptar la copa que me ofreció.
—Ya no se la ofrezco. Será que soy un poco raro, pero que me
peguen un puñetazo me quita ganas de beber. Y lo que es más raro aún:
me quitan las ganas de beber con quien me lo ha pegado. Así que adiós.
Krgf no se movió. Todavía sentado en el sofá y dándose los mismos
pellizcos en el labio.
—Necesito descansar un momento—dijo finalmente—. No hay
necesidad de fingir delante de quien no necesito hacerlo, así que le
reconoceré que me ha dejado un poco desorientado. Ha estado brillante,
Menal, quizás demasiado por su propio bien. Brillante, sí...
365
Otra vez la misma postura anterior y los inevitables pellizcos en el
labio inferior hasta que quitó la mano y pasó a pellizcarlo con los dientes.
Ahora miraba al suelo, como si éste fuera el apuntador de la eterna obra de
teatro en la que consistía su vida. Hacía años que no se veía en la
necesidad de llegar a aquel acto.
—...brillante, sí...llevo una vida aprovechándome de sentimientos
como los que he sentido hacia usted hace un momento. He de reconocerle
que no me ha gustado probar mi propia medicina...
Krgf volvió al ritual del labio, con el que ahora envolvía sus dientes
inferiores y que se rascó suavemente con la uña del pulgar. Se movía con
lentitud, como si todo le costara mucho y midiendo cada palabra, como si
necesitara hacer un gran esfuerzo para mantener su tranquilidad habitual.
—Soy un hombre de palabra...
—Sí, claro, de palabra cerrada y directa a la cara. Lo dejaremos en
que, además, también es un hombre de palabra.
—Lo dejaremos en lo que usted quiera, tiene derecho a estar
enfadado. Pero le pido que deje los chistes y las bromas para otro
momento.
—¡Pero si usted es la alegría de la casa! Sin usted no hay chistes ni
bromas porque el chiste, amor mío, eres tú. Y eres como los buenos
humoristas, cuanto más serios más graciosos...
—Siga, siga, parece que quisiera que repitiéramos nuestra particular
escena de hace un momento.
—Como cualquier buen cristiano o mal boxeador, me queda la otra
mejilla.
—Sé demasiado de causas que se empiezan a ganar justo cuando
parece que ya sólo nos queda terminar de perderlas como para caer en sus
provocaciones. No he estado bien, lo admito, incluso le pido perdón. Y le
doy la razón: no tiene porque devolverme el dinero.
—También debiera pedirme perdón por creerme tan tonto como para
creer que tenía que devolvérselo. Y por esa estúpida treta de la
grabadora...
—Le sorprendería saber cuantos han caído—dijo recuperando la
sonrisa.
—Y cuantos de mis televidentes nunca han leído un libro de tomo a
lomo. Incluso algunos con carreras universitarias. Iba usted diciendo que
me sorprendería saber que el mundo está lleno de imbéciles...
—Sí, eso mismo. Y quizás sea usted uno de ellos, envalentonado en
lo que le parece el momento de la victoria. Y quizás lo sea. Pero no hay
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victoria definitiva y sabe lo suficiente de mí como para saber que no soy un
don nadie.
—No sé quien es usted pero sí, tiene razón, sé que no es un don
nadie. Es menos que eso: es un don Ofus.
—Sigue provocándome. Eso dice muy poco de usted Menal. Se
nota que aún no ha probado la derrota, si lo hubiera hecho protegería mejor
su victoria...
—Así que vuelve a amenazarme.
—No, al contrario, digo que tiene razones para pensar que soy
peligroso, no que lo sea. En el fondo tiene razón. Ya le he dicho que soy
un hombre de palabra: pienso demasiado las cosas antes de decirlas como
para no serlo. Así que mantengo lo dicho el día que nos conocimos: es
usted libre de rechazar mi oferta de trabajo. Libre, también, de rechazarla
por el tiempo que crea conveniente. Ésto no es un hoy o nunca. Ya le he
dicho que no seré yo quien le busque la ruina. No es mi trabajo y, además,
acostumbro a evitar los trabajos que otros pueden hacer por mí. Y éste lo
hará el mercado, esos televidentes a los que ahora da tanto crédito y a los
que pronto llamará “plebe vociferante que no sabe valorar la televisión de
calidad...”
—Veo que va conociendo como me expreso. O eso o que ve más
televisión de la que quiere reconocer.
—Veo mucha. La menos posible, pero aún así mucha. Hay
demasiado dinero a ganar como para tenerla apagada. Lo de la caja tonta
queda para los que buscan entretenimiento. Para los que buscamos dinero
es de todo menos tonta.
—Hasta ahora...
—Las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera.
Una persona no dejará de tener el pelo cano porque se tiña. A poco que se
descuide volverán a verse las raíces blancas. Eso es su programa: un tinte.
No le diré aquello de que un día se arrepentirá y vendrá a pedirme una
oportunidad que entonces le negaré. Sólo un tonto actuaría así y yo no lo
soy. Ya le he dicho que cuando venga le pagaré exactamente lo mismo
que esta noche: lo que valga. Ya me ha sorprendido una vez y ojalá me
sorprenda una segunda, sí, ojalá, porque me jugaría toda mi fortuna a que,
como mercancía, ha alcanzado su precio máximo. Le diría que sólo una
persona que está dispuesta a venderse sabe lo que vale. Y usted, con su
estúpida moralina, va camino de quedarse sin saberlo. Hoy es el día de
vender, pero sigue aferrado a unos valores morales que han creado muchos
pobres, los que son como usted, y unos pocos ricos, los que son como yo.
Porque deje que le diga que sin estos valores la gente como yo tendría que
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buscarse un trabajo de verdad . Así que no voy a decirle que admiro su
rectitud o valentía, pues soy incapaz de reconocer ninguna cualidad que
vaya, como en su caso, aliada con la estupidez. Va a desperdiciar una de
las mejores jugadas que he visto. Lo tiene todo Menal, todo...Y eso
siempre es una pena. Da más pena que se muera una persona joven que
una vieja por las posibilidades incumplidas; a la especie humana no le
apena que se mueran los cuerpos sino las cosas que presumimos que se
podrían haber hecho con esos cuerpos. Esa es la pena que ahora siento yo.
Gente como yo le hemos convencido de que no estaba bien que ganara la
partida que queríamos ganar nosotros, pero ahora que le he explicado el
funcionamiento de este particular casino al que llamamos sociedad y le
propongo que ganemos juntos me sale con esas consignas de parvulario.
Triste, muy triste...Llama tontos a los demás y sin embargo ninguno de
ellos rechazaría la oportunidad que le estoy ofreciendo. Ni siquiera una
mil veces peor. Le estoy ofreciendo toda la pastelería y usted me contesta
que prefiere seguir fiel a su particular piruleta.
—Toda felicidad está fundamentada en algún tipo de fidelidad.
—Sí, claro, una fidelidad de piruleta a su piruleta...
—¡Quien me desprecia! ¿A qué es fiel usted?
—Al triunfo y a la maximización de recursos y energías. Si hay diez
a ganar hay que ganar diez...
—¿Mejor diez mal repartidos que siete bien repartidos?
—Por supuesto. Eso sería como pedirle a un gran artista que porqué
no reparte sus cuadros y genialidad mejor o que firme con el nombre de
otro para repartir mejor elogios y beneficios. Yo no disfruto del dinero, lo
creo y disfruto creándolo. Me da igual que esté bien o mal repartido: soy
un creador. ¿Quiere un mejor reparto? Repártalo usted. Ganemos todo
ese dinero del que le estoy hablando y luego haga con él lo que quiera.
—No se puede ser juez y parte. Me pide que sea un juez que acepta
dinero de criminales para dejarles sueltos y luego lo utiliza para
perseguirlos.
—Sería curioso saber a dónde llega ese juez...
—A promover que los criminales sigan siéndolo para poder pagarles
y a preguntarse si de verdad quiere acabar con esos criminales que son su
mayor fuente de ingresos.
—Entonces no está siendo fiel a la que ha elegido como su misión...
—¿Nutrir el mal para hacer el bien? Antes o después se tendrá que
decidir por uno de los dos. Se dice que suelta a los malos para así, con lo
que gana, poder perseguirlos y encerrarlos, pero algún día tendrá que dejar
de soltarlos si quiere ser fiel a su misión. Para mí ese día ha llegado. No
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quiero seguir siendo un hamster en su noria. Y ya no creo que la noria sea
un camino infinito, porque ahora la veo, soy consciente de ella, noto bajo
mis pies su malditas barras de plástico barato. Nutrir el mal para hacer el
bien y entonces volver a nutrir el mal. Doscientas mil vueltas después
estaría en la misma situación que estoy ahora. Tengo la posibilidad de
hacer las cosas bien. Aunque no tengan gran importancia, pero éstas son
mis posibilidades. Tengo un programa que trata sobre todas las cosas que
me gustan y creo importantes, estoy siendo sincero conmigo mismo y
tratando a los demás con el respeto que se merecen; es decir, ofreciéndoles
lo que me gustaría que me ofrecieran, no soy, como antes, un prepotente
que leía a Flaubert mientras daba la peor de las basuras a sus espectadores.
“La gente quiere divertirse,” decía con el más insufrible de los
paternalismos. ¡Claro que querían divertirse! ¡Y yo también! Pero yo me
divertía leyendo a Flaubert. Lo dicho: un paternalismo inaceptable. Pues
bien, mi programa, por las circunstancias que usted y yo conocemos, está
teniendo un éxito impropio, eso dice la historia, de este tipo de programas.
Así que, cuando suceda lo que usted anticipa, intentaré encontrar consuelo
en el retorno de la normalidad, bien a la normalidad de decir tonterías, bien
a la de un programa minoritario. Ya veremos. Ahora tengo que irme.
Tengo un programa que arreglar y una mejilla por maquillar. Gracias por
dar tanta importancia a mis virtudes, aunque sea para corromperlas. Si aún
está cansado le acompañaré a un saloncito, si es que aún quiere esa copa
que nos hemos ofrecido y pedido por turnos. Y si quiere mandaré a un
médico que le mire esa mano. Le aseguro la mayor de las discreciones.
Por lo demás decirle que espero que ésto sea una despedida. Regodearse,
como lo he hecho yo, de estar haciendo las cosas bien es empezar a
hacerlas mal. Una vez y basta, así que adiós y le deseo la suerte y la fuerza
de librarse de este extraño personaje que se ha creado.
Esta vez ya no hubo pellizcos o mordiscos de labio ni aires de
profunda reflexión. Todo vida laboral tiene días desafortunados y Krgf
reconoció que aquel había sido uno de los peores de la suya.
—Veremos si éste es el final...—dijo Krgf queriendo sonar
amenazante.
—Que sea lo que tenga que ser, pero no venga a contármelo. Haga
lo que tenga que hacer pero hágalo sin mí. Húndame, sálveme o únase a
mi club de fans, pero no venga a avisarme. Adiós...
Menal acompañó con suaves golpecitos en la espalda a Krgf hasta la
puerta. Quien los hubiera visto hubiera dicho que se trataba de un jefe que
acompañaba a su subordinado tratando de suavizar con los gestos
corporales el serio rapapolvo que acababa de darle. “Una vez y nunca
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más”, parecía haberle dicho, “la próxima vez a la calle...” Ya sólo faltaba
que al despedirse le pidiera por los niños.
Krgf, por su parte, se sorprendió siguiendo aquel papel de
subordinado, fracasando, una vez más, en tomar el mando de la situación,
aunque fuera para reconocer la derrota. Había ido todo el tiempo a
contracorriente. Decir que había perdido la carrera era poco. Menal le
había tenido que ayudar hasta para salir de la piscina. Más que recuperar
la ventaja en la carrera había intentado recuperar el control, aunque fuera
para perder. Pero no había podido y le extrañaba. Aunque habían sido
pocas, no era la primera vez que le rechazaban, pero sí la primera en la que
nada parecía depender de él y en la que se sentía más como un espectador
de su derrota que como el derrotado.
Tras salir del despacho de Menal condujo en dirección al centro de la
ciudad. En la radio del coche un locutor con voz cálida anunciaba
canciones entre las dedicatorias de quienes las habían pedido.
“Para Rosi de su Pochín, la luz de mis ojos, mi rosita del jardín...”
Con los ojos fijos en la carretera, Krgf se preguntó porque la gente se
deja toda la ternura para dedicatorias, cartas y despedidas, porque es tan
fácil ver lo positivo de lo que ha sido o es desde la distancia y tan difícil
valorar lo que es y podemos tocar. Seguro que Rosi y Pochín se
despedazarían al día siguiente en una discursión en la que lo importante
sería quien había empezado la discusión más que el tema en sí.
“Para Almudena de José, por el nacimiento de nuestra hija y el mío.
Nací a los cuarenta, amor mío, cuando te conocí. Feliz Navidad.”
—Feliz navidad, poeta—dijo Krgf pensando en voz alta—, sí, feliz
navidad, ahora felicitaros, daros regalos y poned cara de buenos durante
dos semanas. Decís que celebráis estar reunidos con los que os quieren,
cuando lo que celebráis es no tener que verlos el resto del año. Es como
una gran orgía de absolución. ¡Y luego me dicen que yo les he hecho caer
en desgracia! Como si cayeseis de algún sitio, como si alguna vez
hubierais tenido gracia. ¡Maldito aburrimiento! Si consiguiera divertirme
con algo más que con jugar con vosotros, patéticos juguetitos...
Krgf paró el coche y, con la mayor de las rabias, comenzó a golpear
el volante. En un primer momento se acordó de su herida y sólo golpeaba
con la mano sana, pero era tal su rabia que momentos después golpeaba
con ambas y con los codos, brazos y piernas todo lo que tuviera a su
alcance. Era como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un puño
rabioso y errático al que, más que el objeto de sus golpes, le importara la
acción de pegar.
370
—¡No merecéis hundiros, sino una buena paliza! ¡Os despedazaría
si con ello fuera a obtener el más mínimo placer! Es por simple
aburrimiento que no os extermino, por prolongar no ya vuestra agonía, que
no me produce el más mínimo placer, sino mi entretenimiento...
Aquella idea hizo que Krgf recuperara repentinamente la calma.
Parecía como si en el bombo de su mente hubiera mil bolas, todas
igualmente válidas para ser premiadas, pero por una razón que desconocía
siempre saliera la misma. No hacía trampas, podría haber salido
cualquiera, pero una vez mas (y ya iban...) había salido la de siempre:
—Pero no les odio. Si tan solo pudiera. Si fueran solo un poco más
importantes... Les desprecio demasiado hasta para odiarles y eso es lo que
me hace invulnerable. Pero esta noche...
Sus pensamientos y reacción de unos instantes antes y la rabia que
aún albergaba contra Menal hacían que se sintiera confundido. Se dio
cuenta de que a Menal no podía tratarlo como a los demás; es decir,
localizando la cuerda que ellos mismos traerían (todos las llevamos
alrededor del cuerpo y todo es cuestión de encontrarla), y dejando que ellos
mismos hicieran el nudo y estiraran. No, Menal era especial; quizás
porque, al contrario que la mayoría, aceptaba que esa cuerda existía y se
ocupaba de que nunca estuviera alrededor de su cuello. ¡Por fin alguien
que no se comportaba con la misma aburrida previsibilidad de todos los
demás! Menal merecía ser personal y cuidadosamente exterminado. El
propio Krgf se asombraba de aquella deferencia, señal de lo mucho que le
había llegado a respetar.
Minutos más tarde, entrando ya en la zona centro de la ciudad, otro
programa empezaba en la emisora que tenía sintonizada. No más
canciones y dedicatorias, porque ahora era el momento de la doctora
Estefanía y su programa sobre Dilemas Morales.
La primera llamada trataba sobre un marido juerguista y su
compungida esposa, que era quien llamaba. Él se pasaba la tarde de los
domingos viendo el fútbol y muchas noches, después de cenar, se iba al
bar con los amigotes hasta las tantas, mientras ella se quedaba en casa sola.
“¿Qué debo hacer doctora Estefanía?”
—Querida amiga—dijo la doctora Estefanía con su cálida voz—,
más que decirte lo que debes hacer, te diré lo que no debes hacer, que es
exactamente lo que estás haciendo. Mujercitas es una película, no la vida.
El tiempo de las mujercitas ha pasado. Ahora se necesitan mujeres y una
mujer no deja que su hombre la trate como a un mueble viejo contra el que
restregarse de vez en cuando. ¡Cómo si fuera un gato! Demuéstrale lo que
371
vales. Dile que él sabrá si quiere cambiar, pero que la que seguro que va a
cambiar serás tú.
—O sea que es normal...
—¿Cómo que es normal?—dijo indignada la doctora Estefanía,
quien habitualmente asediaba y ridiculizaba a sus oyentes, en lo que ella
llamaba “terapia derribo-deconstruccionista de la personalidad”—, como
mucho será habitual. ¿Me estás escuchando, cariño?
—Sí, doctora...
—¿Tu marido que te dice sobre su comportamiento?
—Me dice que le gusta estar con sus amigos y que no va a estar
siempre conmigo.
—Pregúntale que porqué no se casó con ellos.
—Ya lo hice una vez y me contestó que porque no podía y que el día
que haya bodas en grupo, así las llamó, su grupo de amigos sería el
primero en la iglesia. Y que a su primer hijo le pondrían Gol y de apellido
el familiar, Peña Deportes Darterrae...
—¡Hombres! ¿Para qué los necesitamos?
—Entonces le digo que siga así, que no le necesito en casa y que siga
así...
—Dile lo que quieras, siguiente llamada. Y a ver si la siguiente tiene
por lo menos el coeficiente intelectual de un mono.
—Sí, diga...
—Dígame usted, la doctora Estefanía le escucha.
—Sí, soy el marido de mi mujer y le llamaba porque...
—Por favor, conferencia con el zoo...¡Me da igual si está ocupado!
Es muy urgente. La doctora Estefanía se quedó en silencio por unos
instantes. Al continuar dijo:
—¿El zoo? ¿Es el que cuida a los monos? Póngame con uno. No,
no llamo de parte de parte de ninguna firma de análisis financieros ni
pienso darle ningún dardo. ¿Un máquina de escribir para que escriba obras
de Shakespeare? ¿Están todos locos? Vaya, por fin, el mono. Sí, te doy la
razón, amigo mío, la cuestión no es si venimos del mono sino si a ésto lo
podemos llamar evolución. El siguiente por favor...
—Doctora Estefanía, me gusta mucho su programa.
—El siguiente oyente no el siguiente mono. ¿Qué quiere contarme?
—Soy gay.
—Muy bien gay, encantado de conocerte.
—Digo que soy gay...—dijo el oyente haciendo mayor hincapié en
las palabras.
372
—Se puede decir más alto pero no más claro: es gay. Yo soy la
doctora Estefanía y te escucho.
—Es que mis padres no lo saben...
—Vaya, ¿y entonces quién te puso ese nombre tan bonito?
Krgf apagó la radio y marcó un número en su teléfono móvil.
Sentado en su coche con la calefacción a tope echó una cabezada mientras,
de fondo, oía el rumor de los abusos de la doctora Estefanía. Una llamada
le despertó minutos más tarde.
—En un minuto entra en antena...—le dijo una voz de mujer al otro
lado del hilo telefónico.
—Gracias...—dijo Krgf antes de oír, instantes más tarde:—, hola,
soy la doctora Estefanía.
—Doctora Estefanía, verá, tengo un gran dilema...
—Bendito seas. Ojalá yo lo tuviera. Pero teniendo en cuenta que
desde un punto de vista estadístico hay más bien pocas posibilidades de
que digas algo interesante dejaremos tu simpleza para dentro de unos
minutos e iremos a la bendita publicidad, que es al fin y al cabo la que nos
da de comer y no os durmáis, por mucho que sea tarde y tengáis un
colchón Calmoso, colchones Calmoso la marca del oso. ¿Por qué dormir si
podéis hibernar?
—Espere un momento, por favor—le dijo la doctora Estefanía a un
Krgf que oía de fondo los anuncios del programa,—dos minutos de
anuncios y vamos con usted...
—Lo estás haciendo muy bien, Laura, las cifras del programa son
excepcionales.
—Creo que ya sé quien habla, pero por si acaso...
—Tu amigo pelirrojo.
—Ya lo suponía. Oiga, ésto es vomitivo. No creo que aguante
mucho más. Aunque no se lo crea soy psiquiatra y ésto no es exactamente
lo que tenía en mente cuando dejé la consulta. Soy el hazmerreír de la
profesión.
—¡Para lo que los necesitas! Había pensado que el año que viene
podríamos sacar un manual de psiquiatría. Ya te buscaré quien te lo
escriba, tú sólo tienes que poner la firma. Hay mucho dinero a ganar...
—Un momento. Oye, Pascual, pon tres minutos más de publicidad.
No se preocupe no es problema—dijo hablando con Krgf—, después les
diré que son insoportables y que he tenido que tomarme una aspirina para
caballos para poder soportar su insulsa cháchara y de paso hago la
publicidad...No sé si me parece más increíble que se fabriquen aspirinas
para caballos o que se anuncien en un programa de radio de máxima
373
audiencia. Bueno, me decía...No lo recuerdo pero supongo que hablábamos
de dinero.
—De proyectos profesionales más bien. El manual de psiquiatría no
es el único, ya sabes que cuando quieras volver a ser profesora no tienes
más que pedirlo. La gente quiere oír a gente inteligente y preparada
diciendo estupideces, así tienen la impresión de que también ellos son
inteligentes y preparados, así que si quieres te busco una plaza para dar
cursos especializados. Te los pagarán bien...
—No, déjelo. De todas formas no sabría que hacer con el dinero. Y
lo del manual también: cuanto antes se olviden de que soy psiquiatra antes
dejarán de ponerme a parir en las columnas de los periódicos.
—Bueno, ya hablaremos. Para terminar, quería comentarte la
posibilidad de llevar tu propio programa a la televisión. Horario nocturno,
a la misma hora que el de Menal. Y si se la pega suficientemente pronto,
en vez del de Menal. Ya sabes que es cuestión de tiempo.
—Eso espero, últimamente tengo muy mala conciencia. Antes decía
que todos lo hacían, pero ahora, con Menal...¡Si hasta grabo los programas
para poderlos ver por las tardes cuando me levanto! Últimamente hasta he
vuelto a leer. Lo dicho: ésto no puede continuar.
—Por eso precisamente no continuará. Bien, ves preparándote.
Dentro de una semana nos encontraremos en nuestro punto de encuentro.
—De acuerdo. Bien, ¿quiere que abuse de usted un poco? Prometo
no ser demasiado mala.
—Sí, claro, pero ya sabes que no me gustan las medias tintas.
—A mi tampoco: o todo o nada. Por eso he conseguido lo que he
conseguido. O todo o nada, aunque no estoy segura de cual de las dos
cosas.
La cálida voz de la doctora Estefanía volvía a mecer a la audiencia.
—Queridos oyentes, os he dado una ración doble de anuncios
porque, la verdad, no podía soportar la idea de volver a hablar con
vosotros. Hasta me he tenido que tomar una aspirina Karmakaballo, la
aspirina de los caballos, así que volvamos a la carga. Aquí la doctora
Estefanía, rodeada de idiotas y preguntándose si hay alguien en el frío,
sordo e inhóspito hiperespacio intelectual. ¿Hay alguien o estoy sola?
—Estoy yo...—dijo Krgf.
—Me lo temía. ¿Y no tienes familia con la que hablar y así no tener
que andar molestando en un programa de radio? Cuéntanos algo de ti,
querido Yo...
—Un borracho mató a mi madre a golpes...
374
—¡Pegar a una mujer embarazada! Hay gente que no tiene
sentimientos. Como tu familia, que de haber tenido algo de humanidad te
hubieran matado o mandado a un país extranjero para que así hubieras
podido justificar tu estupidez diciendo que no hablabas el idioma. ¿Cuánto
hace que llegaste a nuestro país?
—Nací aquí, tengo cuarenta y ocho años.
—Lo dicho: unos avances prodigiosos. Sigue persistiendo, ya verás
como en los próximos treinta notas un avance espectacular. Todo es
cuestión de perder la vergüenza y soltarse con el idioma. Bueno, ¿algún
trauma más o podemos pasar ya a las cosas serias?
—Tengo complejo de inferioridad.
—No, no es un complejo. Se llama clarividencia. Así que, para una
vez que estás en lo cierto, no vayas a gastarte dinero en psiquiatras. ¿Algo
más?
—Sí, mi mujer está pensando en dejarme.
—A cualquier cosa le llaman hoy en día pensar. Si de verdad
pensara ya haría tiempo que te hubiera dejado. Claro que no me extraña
que a una mujer, al descubrir que se ha casado con alguien como tú, le
entren las ganas de dejar de pensar para siempre. Bueno, ¿tienes alguna
virtud?
—Dicen que soy perseverante.
—He dicho una virtud. Siendo un perfecto idiota como tú ser
perseverante es más bien un pecado. Bueno, que te parece si lo dejamos
ya. Soy una inocente y tras casi tres años haciendo este programa ya
debiera haberme dado cuenta de que nunca llamará nadie con nada que
decir. Pero bueno, me cuesta dormir y en el estudio de la radio se está
caliente, además de que no pagan mal, aunque oír a una pandilla de
imbéciles como vosotros siempre estará mal pagado, ya que no hay dinero
que pague lo...os digo lo que haremos en la próxima hora...cuando os dé
las buenas noches os quedáis callados. Vamos a ver...
—Buenas noches...
Silencio.
—Eso es. Bueno adiós, no has dicho ninguna tontería. Gracias.
Otro oyente, ¿buenas noches?
Otra vez silencio.
—El ser humano y su patética necesidad de imitar. El oyente
anterior se ha quedado callado y claro tú no podías ser menos. Vamos al
siguiente...
—Buenas noches...Claro también callado. Si es que sois como un
rebaño. Mucho peor, porque al menos con la lana de las ovejas se hacen
375
jerséis. ¿Sabéis qué? A partir de ahora en vez de silencio diréis ¡beeee!
Pero después de la publicidad, que ahora tenemos que ir a la publicidad. Y
viva las ovejas, esos animalitos maravillosos que hacen posible la
existencia de los jerséis Gengibre, de pura lana virgen y de todos los
colores, sólo en tu tienda de ropa favorita, sólo en...
Krgf apagó la radio y salió del coche. Hubiera preferido dejar a
Estefanía donde estaba (mejor no tocar lo que funciona), pero una vez le
había fallado Menal nadie mejor que ella para hacerle la competencia o
sustituirle. La doctora Estefanía sería todo un éxito en televisión. De
complexión delgada, pelo castaño corto y mirada angelical; una de las
grandes bazas de su programa era, al contrario que en la práctica totalidad
de los programas de radio en los que el desconocimiento sobre el aspecto
del locutor le añade encanto, publicar numerosas fotos de la doctora de
modo que sus oyentes supieran que estaban siendo insultados y vejados por
una mujer muy atractiva. Mensaje de demonio en cara y voz de ángel.
Krgf estaba seguro de que la televisión era su medio natural.
Quizás Menal podría sustituir a Estefanía en la radio. Aunque
momentos antes estado pensando en eliminarlo, eso sería ir en contra de
sus propios principios y en el fondo se estaría eliminando también a sí
mismo. Y es que el programa que Menal planeaba hacer, incluso con sus
toques intelectuales y casi mesiánicos, podría con un poco de trabajo
convertirse en un buen producto radiofónico. Y así mantener su vigencia
(e incluso habría quien admiraría aquel paso hacia un medio en teoría más
minoritario), para así reinstaurarle en su lugar una vez Menal hubiera
recuperado la cordura.
Krgf sintió que había recuperado su propia cordura una vez dejó de
pensar en como desollar a Menal y volvió a pensar en como utilizarlo.
Al bajar del coche contempló con agrado que la mano había dejado
de sangrar. Situado en el anverso, no era una herida muy grande y parecía
no necesitar puntos de sutura. De todos modos se paró en una farmacia,
volvió a desinfectar la herida, asegurándose de que no quedara ningún
cristal, y mientras la vendaba cuidadosamente seguía pensando en Menal:
“No hay fortalezas inexpugnables, sólo momentos equivocados.
Estoy empezando a pensar en que me he topado con una inexpugnable: me
he equivocado en algo. No hay fortaleza inexpugnable antes del comienzo
de la batalla, sino que somos nosotros, con nuestros errores, lo que las
convertimos en inexpugnables. No es culpa mía, ni quizás tampoco haya
que darle excesivo mérito a Menal. La clave está en los cientos de rivales
débiles a los que me he tenido que enfrentar en los últimos años. Son ellos
los que me han hecho menospreciar la resistencia que me puede presentar
376
un verdadero rival. Muy bien, ya estoy despierto, ya he aprendido la
lección. Lo acepto: me he portado como un aficionado. Aprender la
lección será aceptar que quizás Menal ya no tenga remedio y mi torpeza
me haya hecho perderlo para siempre. Tengo que volver a comportarme
como un profesional, a luchar por lo que se puede ganar y a no
empecinarme por conseguir lo que mis errores me han hecho perder. Es
una pena, porque el tal Menal me hubiera sido de mucha utilidad. De
todos modos lo habrá sido: me ha hecho aprender la más importante de las
lecciones. Ya la había aprendido pero la tenía algo olvidada. La obsesión
irracional por la victoria sólo nos la proporciona si la casualidad se alía con
nosotros; es decir, si todas las circunstancias están a nuestro favor; si no lo
están, y la mayoría de veces no lo están, hay que saber esperar y cuando
nuestros errores nos han hecho merecedores de la derrota saber perder. Por
eso yo siempre ganaré, porque, al contrario que la mayoría, sé que puedo
ganar cualquier batalla si no me equivoco pero, al darme cuenta de mis
errores, sé reconocer las guerras que ya nunca ganaré. No son las derrotas
las que crean perdedores, sino el empecinamiento en batallas perdidas, esas
en las que ya nada depende de nosotros. Bueno, que esta herida me lo
recuerde. Gracias a Menal, mañana volveré al trabajo con otra lección
aprendida.”
Krgf se dirigió a un bar. No solía frecuentarlos, pero pensó que tras
los nervios de aquella noche no le vendría mal una cerveza. En el fondo
estaba contento y se daba cuenta de que fracasos como aquel le daban la
oportunidad de valorar sus muchos éxitos.
“Si todo es gloria todo es miseria...”
Ya sentado en la barra del bar le contestaron con una extraña
pregunta a su demanda de una cerveza.
—¿De qué sabor?
—Sabor chocolate con churros.
—De ese sabor sólo tenemos vodkas. La especialidad de la casa es
el vodka “patatas al ajillo...”
Krgf se rió y preguntó de que sabores eran las cervezas.
—Plátano, mango y fresa. También tenemos cerveza negra...
—Me tomaré una de plátano.
—Nuestra especialidad...
—Veo que todo es vuestra especialidad.
—Exacto: que todo sea nuestra especialidad también es nuestra
especialidad. ¿Algo de comer?
—¿Qué tal unas patatas al ajillo con sabor a vodka?
377
—Lo siento, desde que despedimos al cocinero alcohólico las patatas
al ajillo ya no tienen sabor a vodka.
—¿Cuál es la habilidad de el nuevo cocinero?
—Es un guarro. Todo lo que cocina huele a sudor.
—Entonces creo que con la cerveza será suficiente.
—Las alitas de pollo están muy buenas, se las recomiendo.
—¿Qué más tenéis?
—Sólo alitas de pollo.
—Entonces ponme unas.
La camarera volvía instantes después con la cerveza sabor a plátano
y las alitas de pollo.
—Ha tenido suerte, la hermana del camarero se casó la semana
pasada y entre todos le obligaron a darse un baño. Así que se va a comer
unas alitas de primera.
—La maldita globalización—dijo Krgf con su eterna media sonrisa
—, tanta higiene y democracia va a hacer que acabemos siendo todos
iguales. ¡Ni alitas con sabor a sudor podremos comernos tranquilos!
—Diga que sí...: ¡qué aproveche!
—Gracias—dijo Krgf dando el primer trago a la cerveza.
Tras el tercero empezó a olvidarse de Menal, pero éste volvió
repentinamente a su vida. Se había ido por la puerta grande (¿hay una
puerta más grande que el que otro necesite del alcohol para olvidarnos?), y
ahora volvía por la gigante, como necesariamente ha de llamarse al hecho
de que un bar no tenga sintonizados los inevitables eventos deportivos,
sino un programa con pretensiones culturales. O el mundo se había vuelto
loco y cancelado los deportes o se había vuelto doblemente loco y,
habiéndolos, prefería ver un programa que, en lo que era el triple salto
mortal de la locura, “amenazaba con hacerles pensar”.
Y es que, tal y como aseguraba Menal en estos momentos, iba a
empezar el programa número dieciséis de Ésto no es TV.
—¿Puede poner el volumen un poco más alto, por favor?
La chica hizo caso y subió el volumen de todos los televisores.
Quien pidió aquello fue Lucio, quien en las últimas tres semanas
había alterado su horario habitual para ver el programa de Menal, que veía
mientras daba lentos sorbos de la única copa que bebería por la noche. Esa
y la que se bebía tras el trabajo, habitualmente en compañía de algún
compañero o de Marta cuando podía escaparse un rato de la redacción (era
periodista) por la tarde, serían las únicas que bebería en todo el día.
También el lugar había cambiado y hacía más de dos semanas que no se
pasaba por las fiestas de bebidas a mitad de precio, sino que ahora solía
378
sentarse en algún lugar agradable para charlar, como una fabulosa tetería
que había descubierto a dos manzanas de la oficina, con un precioso jardín
interior en el segundo piso y vistas a un estrecho y pintoresco callejón. Es
curioso, pero últimamente Darterrae ya no le parecía la ciudad de las
avenidas sino la de las esquinas, como si lo importante de las vidas
humanas hubiera dejado de ser por donde transcurren sino por donde se
unen. Aún iba al bar de Jenny y las cervezas de plátano a reunirse con un
montón de conocidos desconocidos con los que nunca había cruzado una
palabra, pero en compañía de los cuales llevaba dos semanas oyendo
hablar, divagar y especular a los personajes más interesantes de Dalterra.
No recordaba cuando había sido la última vez que un programa de
televisión había significado algo más que un punto de luz en el que fijar su
atención durante una borrachera. Ya hemos dicho que Lucio solía pasarse
los fines de semana casi completos frente al televisor; mirando la televisión
como un aparato fijo emisor de imágenes, pero casi nunca los contenidos.
Así que, muchos años más tarde, Lucio dejaba de mirar la televisión para
mirar un programa.
Y, lo que son las cosas, últimamente se sentía menos solo. Le
gustaba ver a aquellos admirables personajes hablando y siendo
escuchados en la gran plaza catódica del pueblo; una plaza llena de basura
y con quioscos de palomitas, alternando con gritos y risas, e incluso con
charlatanes anunciando sus productos milagrosos: tras un primer momento
de la visionaria intolerancia presente en todos los grandes cambios, Menal
había transigido con hacer un corte publicitario de cinco minutos por hora,
condición indispensable impuesta por los dueños de la cadena para seguir
con el programa. A la sugerencia de Menal de que ganarían en prestigio lo
que perdieran financieramente, éstos contestaron: “¡y tú en tranquilidad
cuando esta misma noche no tengas que hacer el programa!”.
Siguiendo con la plaza del pueblo, a Lucio le gustaba ver a todas
aquellas luminarias entre el jolgorio y la suciedad y no en las limpias y
asépticas aulas universitarias a las que el amodorramiento de la gente solía
condenarles. Hablaban porque les escuchaban y les escuchaban porque
hablaban y Lucio, desde su taburete en la barra del bar, fantaseaba con un
mundo en el que lo más importante de las óperas no fueran sonoridades,
etiquetas o momentos adecuados para aplaudir, sino cantar en la plaza del
pueblo; un mundo en el que la gran cultura no se arrinconara en cátedras y
teatros. Aquel programa le había reconciliado con la idea de ser admirable
y admirado. Tras años de vivir en una sociedad que premiaba lo
extraordinario: el más alto, el más rico, el más precoz, el más guapo, el
más..., sentía que ahora se premiaba algo mucho más importante que decir
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lo más genial. Simplemente tener algo que decir. Ya no se prometía la
argolla que cerrara la cadena; bastaba con tener el eslabón siguiente.
Se había hecho el silencio en el bar para escuchar la reflexión con la
que Menal solía empezar el programa.
—Señoras y señores, hoy he tenido una visita curiosa. Tenía otra
apariencia, se llamaba de otra forma, e incluso para despistar me hablaba
de otras cosas. Pero la he reconocido: era “la verdad” la que me ha
visitado. Venía disfrazada de demonio, pero era ella, seguro. Un verdad
vigorosa y, a tenor de como golpea, musculosa—al decir ésto Menal
mostró una amoratada mejilla que finalmente había decidido no maquillar
—. Ya ven que me ha dado un buen derechazo, o izquierdazo, no vayan
los suspicaces de siempre a acusarme de partidismo. No sé con cual me ha
dado esta vez pero seguro que golpea con las dos. Una vez dicho ésto, ya
sólo me queda comentar con ustedes las conclusiones a las que he llegado
tras ser golpeado por la verdad. Supongo estarán ustedes ansiosos: ¡no es
cada día que uno conoce la opinión de la verdad sin necesidad de tener que
ser golpeado por ella! He de darme la medalla al valor y decir que he
puesto la cara por ustedes; el premio de que conozcamos la verdad bien
merece el sacrificio. Ante todo, gracias verdad por haber empleado tu
valioso tiempo conmigo, aunque sea dándome una paliza. Pasemos a las
conclusiones. Lo primero que me ha dicho la verdad es que en las últimas
dos semanas hemos batido récords históricos. Esa es la verdad y aquí
tengo mi mejilla morada para demostrarlo. También es verdad que
tenemos la redacción inundada (digamos llena no me vayan a acusar de la
bonita mentira de un metáfora) y nuestros ordenadores colapsados (ahora
me temo que no es una metáfora) de cartas y mensajes en las que nos
cuentan lo mucho que éstas últimas dos semanas han significado para
ustedes, agradeciéndonos con bellísimas palabras que hayamos invitado a
nuestro programa a personajes verdaderamente admirables. Nos cuentan
que se habían cansado de denigrar al prójimo, de basar sus vidas en pensar
que no debían de ser tan malos si, tal y como les demostraba la televisión,
los había peores, mientras que hoy, ésto es algo en lo que han coincidido
muchos de ustedes, piensan que deben de ser muy valiosas si otros con
vidas igual de valiosas que las suyas han encontrado cosas tan maravillosas
que hacer. Una señora me ha dicho algo que me ha gustado mucho. Ha
dicho que tras mi entrevista al doctor Upitacle sigue sin entender “nada de
ciencia, pero que ahora entiende porque la ciencia puede ser tan
fascinante.” Esa es una diferenciación muy importante, porque el objetivo
de este programa no es tanto que ustedes aprendan (para eso están las
universidades y largos años de instrucción) como que comprendan. La
380
única pedagogía a la que puede aspirar la televisión es la de la
comprensión, que es precisamente la única que no estaba haciendo hasta
ahora. La programación estaba dividida entre programas sin contenido y
otros en el que el único contenido eran datos y más datos, de programas de
cotilleo a documentales sobre la hormiga coja de los cuernos de plata. Y
los dos extremos no hacen un medio. Nos hablan con admiración del
activista Waldo Clark, la cineasta María Perz, el astrónomo Upitacle, la
guionista Fuzman y la gran cantante Susana Adagio, el biólogo Desmond
Jacj, el saxofonista Pepe Jones, en novelista Juat Lleher, el filósofo Manuel
Cohn y el Joseph Toquen, líder del grupo Sais. Dicen que estas dos
semanas han cambiado sus vidas, ¿qué decir de la mía? Tengo la
sensación de que en estas dos semanas han cambiado todas y cada una de
mis células, ya sé que los científicos me llevarán la contraria y me dirán
que el periodo en el que ésto sucede es mucho más largo que dos semanas,
pero yo me mantengo en que la persona que soy hoy no tiene ni la más
mínima relación material con la que era hace dos semanas. Pero la verdad
me ha dicho más cosas. Me ha dicho que éste es un programa de grandes
audiencias; que lo ha sido en las últimos dos semanas y lo fue antes; que
nació, creció y evolucionó hacia las grandes audiencias y que de seguir
cosechándolas quizás lleguen a pensar que éste giro es sólo una mentira
publicitaria más. Y no lo ha sido. Todo lo que se ha expresado aquí ha
sido genuino. Y por eso he de decirles que lo que han visto aquí no ha sido
televisión, tal y como dice el título del programa. Y, no siendo televisión,
es insostenible. Alguien me dirá: ¡pero está teniendo éxito! A lo que yo
contestaré: ¿seguro? Y es que hemos metido a nuestros productores y
ejecutivos en un lío monumental. Por un lado contemplan asombrados
como batimos récords, pero por otro están aterrados con los resultados de
los demás programas, cuya audiencia, independientemente de canales y
franjas horarias, está bajo mínimos. En otras palabras, la gente quiere ver
nuestro programa para que les echemos de los demás; para que les
convenzamos de que hay algo mejor que hacer que estar embobados frente
al televisor. Ésto ha lanzado a mucho productores nerviosos en busca de
desarrollar programas como el nuestro, lo cual pensaría que es positivo, de
no ser porque, de nuevo, no estarán dándoles un producto genuino sino
simplemente la copia de un otro que, como nuestro programa, demuestra
tener aceptación. En estas dos semanas he aprendido que expresar ideas no
es decir lo que el otro quiere oír, sino lo que nosotros queremos decir y que
a una persona a la que siempre le digan lo que quiere oír, una a la que
siempre le den el programa que quiere ver, acabará sintiéndose
irremediablemente sola. Para acabar, lo que quiero decirles es que
381
tendremos la televisión que queramos, la que quieran ustedes. Si quieren
calidad tendrán calidad; si quieren pensamiento eso es lo que tendrán. Yo,
por mi parte, sólo quiero decirles que estoy muy orgulloso de haberles
dado con que comparar; de haberles hecho pensar y así poderles preguntar
si la vida no parece un poco mejor cuando se mira lo mejor y no lo peor de
los demás. Eso ha sido todo. He mirado lo mejor de los demás y, como
por arte de magia, he descubierto lo mejor de mí mismo. Me he rebelado
contra un destino que no me gustaba. Y esa rebelión, digan lo que digan
las audiencias y los críticos con ganas de encasillarme, no tiene nada que
ver con la vanidad y el éxito. Hemos hecho, entre todos, algo grande en
los últimos quince días: ahora sólo nos queda averiguar el qué. Así que ya
sólo me queda despedirme diciendo lo del filósofo, realmente no me
acuerdo de cual: “descubre quien eres y conviértete en esa persona.” Por
tanto, señoras y señores, lo que tenía que ser el comienzo de un programa
va a ser el final. Hoy digo adiós a este trabajo pues acabo de darme cuenta
de que el trabajo no ha hecho más que empezar. Gracias. Y hasta siempre.
Bueno, muchachos, poned música si queréis...Haced lo que queráis, porque
“Ésto ni es TV ni el programa de Menal”. Adiós y hasta siempre.
El técnico de iluminación, que había dejado de utilizar el haz
luminoso para seguir a Menal desde que éste le había dicho, días atrás,
“que hiciera lo que diera la gana...”, apagó la luz y volvió a conectar el haz
para seguirle mientras abandonaba el estudio. Una larga ovación, ésta vez
espontánea pues Miki estaba en aquellos momentos en las Bahamas
practicando la zoofilia (aunque esa es, ciertamente, otra historia),
acompañó a un Menal que saludaba y se despedía con lágrimas en los ojos,
mientras se repetía una y otra vez:
“Hoy he sido valiente, hoy he sido valiente, cuando esté a punto de
ser cobarde tendré este momento para recordarme que debo de ser valiente
si una vez lo fui...Soy valiente, soy valiente...”
Desde su bar con sabor a plátano, Lucio recibía aquella noticia con la
sensación agridulce de quien se despide de algo que le gusta, pero que sabe
que de no hacerlo correría el riesgo de que dejara de gustarle.
—Está bien que acabe. ¡Pero que pena que acabe!—le comentó
Lucio a uno de esos chaquetones con los que solía compartir horas de barra
y que esta vez le contestó con coherencia.
—A partir de mañana vuelta al fútbol y las cervezas. Bueno, casi lo
echaba de menos. Tanto pensar era agotador.
—Lo agotador es no pensar. Pensar cansa, pero te da nuevas
energías para pensar, es una actividad que consume y crea energía. No
pensar consume poca energía, pero es la única que te quedaba. Y
382
simplemente te deja a cero. Hay que buscar algo que hacer, aunque sea un
hobby...Voy a apuntarme a clases de punto. ¡Voy a aprender a hacer
jerséis! No puedo volver a lo de siempre. No volveré...
—Volverás y lo sabes.
Lucio miró a su amigo el chaquetón, cuyo nombre ni él mismo sabía,
y le sonrió en señal de aprobación. Volvería porque en realidad nunca se
había ido. ¡Pero que bonito había sido creerse que lo había hecho!
—No debieras decirme esas cosas.
—Vamos, que sólo soy un borracho, no me hagas caso...
—Te hago caso porque yo también lo soy. Si yo no te hago caso a ti,
¿quién me lo va a hacer a mí? Bueno, creo que me voy a dormir. Como sé
que volveré a caer no hace falta que tenga prisa. Mañana estaré a tiempo.
Realmente me lo he pasado bien estas últimas dos semanas y ahora que
han terminado ni yo mismo sé porqué todo me ha parecido tan divertido.
Bueno, amigo, hasta mañana...
Lucio dio un par de golpes en la espalda del chaquetón, quien se los
agradeció con una sonrisa. Ya a punto de salir del bar volvió a mirar al
televisor con la nostalgia de quien busca algo largamente perdido, viendo
en lugar de Menal a un señora de rotundas curvas y apretado vestido rojo
interpretando un aria acompañada al piano de un hombre de repeinado pelo
corto y fino bigote.
—Bueno, al menos la cinta que tenían más a mano no contenía la
basura habitual—y dirigiéndose a un señor de poblada melena y gruesas
gafas graduadas, continuó:
—Está presenciando una curiosidad estadística. Las posibilidades de
que emitieran algo de calidad era una contra...¡contra todas! No hay nada
como dejar de tragar basura por un momento para darse cuenta de toda la
que hemos tragado. Y al darnos cuenta nos vuelve el sabor...; ¿cómo
extrañarme de haber acabado como un perfecto idiota teniendo en cuenta
de las idioteces que he visto durante mi vida?
—Usted bebe cerveza y no por eso se convierte en cerveza—dijo
Krgf reconociendo en Lucio a aquel con el que había intercambiado cuatro
palabras a a salida del velatorio del abogado De la Riva y seguro, por su
disfraz, de que no le reconocería a él
—¿Quiere probar?—dijo Lucio haciendo el gesto de arremangarse la
manga—. Le notará un fuerte sabor a whisky, eso es lo que le da a mi
sangre su peculiar sabor. Le aconsejo tomarla con un par de cubitos y
Terrícola.
—Nadie puede ser verdaderamente inteligente sin haber escuchado
muchas idioteces.
383
—Pues muchas gracias, porque eso suena como una idiotez. No, no
quiero discutir, es una broma. Es que estoy un poco susceptible por lo del
programa de Menal. ¿Usted lo ha visto?
—He tenido el dudoso placer.
—Vamos, no me diga que no le ha gustado.
—¿Por dónde quiere que empiece a criticarlo?
—Por la P: pretencioso, pedante...Ya veo que es usted uno de esos
idiotas que cree que la cultura es ir a contracorriente. Pero si todos van
contracorriente, ¿quién lo va en realidad? Bueno, al menos no me negará
que el tal Menal es valiente.
—Sí, supongo, la valentía de darse cuenta de que la valentía cotizaba
más alto que la cobardía. No estoy seguro de que valentía sea la palabra
más adecuada...
—O sea que esa es la excusa oficial para deslegitimar a Menal. Es
un interesado y ha hecho lo que hecho pensando en un futuro gran
contrato.
—Todos tenemos nuestro precio.
Lucio pensó por un instante. Recordó que su precio era volver a
vivir y que vendería cualquier cosa (diría su alma pero le parecía que eso
sería quitarle importancia a la cuestión pues hacía tiempo que ya no tenía
su alma en mucha estima) con tal de volver a mirar a la vida desde la
sobriedad. No un día o dos, no tras una lucha de horas, sino como quien
siempre la ha mirado así. Por volver a ser sobrio sin haber sido alcohólico.
—Sí, supongo que sí—dijo en tono dubitativo—, supongo que la
diferencia es lo que uno está dispuesto a hacer por encontrar al que le
pague ese precio. No sé si Menal tiene precio, pero sí que no va a hacer
demasiado por encontrar quien se lo pague. Mírelo ahora, en lo más alto
de su carrera y lo deja...
—En lo más alto de su carrera y en lo más alto de su vanidad. Hay
algo de triunfo en rechazar grandes oportunidades, algo sólo superado por
aprovecharlas, pero ésto último suele ser más cansado.
—¡Vanidad, dice! Lo dice como si realmente Menal no tuviera algo
de lo que enorgullecerse. Faltaría más: ¡claro que al final todos buscamos
nuestro propio interés! La diferencia es que algunos lo satisfacen de
formas más atractivas, que cada uno defina atractivo como quiera, que
otros. Unos son interesados ayudando a los demás, dándoles ejemplos a
admirar, contribuyendo a que tengan un futuro y otros consiguen satisfacer
esas necesidades haciendo exactamente lo contrario: estafándoles su
futuro. ¿Me van a decir que son iguales? ¿Me va a decir que lo único
importante es que somos interesados, que tenemos precio, que no hay
384
verdadero altruismo, que quien no busca una cosa busca otra?
Personalmente no creo que lo importante sea si somos o no somos seres
interesados, sino lo que hacemos para satisfacer ese interés.
Krgf se quedó algo sorprendido ante aquella decidida defensa de
Menal. Tras unos instantes de reflexión dijo:
—Parece que la epidemia de telepredicación sigue extendiéndose.
Menos mal que se curara rápido.
—De nuevo le doy la razón. Pero no estoy tan contento como usted
de que así sea. Así de débiles y desgraciados somos los seres humanos,
que cuando no nos falla la memoria, nos falla nuestra capacidad de
perseverar. O no sabemos lo que hacer o, cuando lo sabemos, no nos
sentimos capaces. Pero eso es una miseria y uno no debiera reírse de las
miserias de los demás, ni siquiera cuando esta miseria es común y nos
parece que nos toca un trocito de ella...
Krgf mantuvo uno de sus típicos silencios y decidió que tal vez fuera
el momento de impedir que Menal siguiera dirigiendo su noche. Era la
segunda vez que se cruzaba con aquel tipo y teniendo en cuenta dónde lo
había encontrado la primera vez no estaría de más saber un poco más de él.
—Por su forma de expresarse deduzco que debe de dedicarse a algo,
¿cómo lo llamaría?, algo relacionado con las ciencias morales. Algo en lo
que le paguen por pensar que el mundo se puede salvar y que usted está
haciendo su pequeña contribución a que se salve.
—Al mundo no hay que salvarlo—dijo Lucio contento de estar
sobrio y de poder expresarse sin necesidad de pelearse con su lengua—,
eso es cosa de ese triunvirato de tribus supersticiosas de palestina que aún
hoy se las arreglan para fastidiarnos. Las religiones siempre prometen la
salvación, ¿qué te van a prometer? Al mundo no hay que salvarlo porque
nunca ha empezado a hundirse, ni tampoco a los hombres. Es la vieja
estrategia, convencerles de grandes culpas para que así ya no sientan las
pequeñas. “Como de todos modos al mundo habrá que salvarlo, ¿por qué
no fastidiarlo un poco más? ¡Si de todas maneras lo vamos a tener que
salvar!” Y si no es en esta vida será en la próxima. Así que no me hable
de salvaciones. Contestando a su pregunta, trabajo en el Banco
Internacional de Desarrollo para Aubaye, un organismo internacional que
le puedo asegurar que no salva el mundo pero que hace lo posible por
mejorarlo. O algunos lo intentamos. Otra cosa es que lo consigamos.
Krgf disimuló la sonrisa. Era lo bueno de aquel trabajo, que uno
acababa de perder una buena oportunidad cuando, sin avisar, aparecía otra.
Era cosa de estar atento. Así que como un enamorado le daría las gracias
a una antigua novia por dejarle y darle la oportunidad de conocer a su amor
385
actual, Krgf en aquellos momentos le hubiera dado las gracias a Menal por
haber contribuido a que él se encontrara en la situación de afrontar aquel
nuevo reto.
—Aubaye es un país muy interesante, aunque no lo están pasando
muy bien últimamente.
—Creo que aceptarán ser un poco menos interesantes a cambio de
pasarlo un poco mejor—tras decir aquello Lucio buscó la copa que estaba
acostumbrado a tener en la mano en aquel tipo de conversaciones y
mirando al botellero del bar con la expresión de un niño al que sus padres
le han prohibido jugar con un juguete, continuó:—, aunque tampoco aquí
lo pasamos mucho mejor.
—No parece usted muy satisfecho de su organización.
—¡Organización! Vaya expresión más siniestra. Suena a complot, a
algo invisible que dependiera de una autoridad caso divina. No, amigo, lo
que usted llama organización sólo vale, como cualquier otra organización,
la suma de sus trabajadores. Y todos hacemos lo posible por sumar,
aunque a veces...
Lucio se quedó en silencio. A la vez que pronunciaba estas últimas
frases había comenzado a pensar en su oficina, en su sofácama y en todos
los sueños con los que entró a trabajar en el BIDA. Ya no bastaba con
mirar al televisor y soñar con lo que todas aquellas grandes mentes y
espíritus decían que se podía hacer, sino que ahora tenía que hacerlo él.
¿Pero por dónde empezar? Sí, claro, el BIDA sumaba más que restaba,
pero eran tantas las cosas que restaban que lo de sumar tal vez no fuera
muy difícil. Y quizás fuera un valor positivo de una ecuación ideada para
restar, en cuyo caso él en realidad no trabajaba para un valor positivo sino
para una ecuación negativa.
—Veo que de repente se ha quedado sin cosas que decir—dijo Krgf
acudiendo al olor de la sangre—. Curioso, hasta ahora le había tenido por
una de esas personas con mensaje. Como esos huevos de chocolate con
juguete.
Lucio no pudo evitar sonreír.
—Creía que todos éramos así. Aunque tengo que reconocerle que
me estaba planteado el mensaje. Pensaba en lo que me dijo un muchacho
aquí mismo hace un par de semanas.
—¡Y le convenció! Enternecedor, amigo mío, un mayor que escucha
a los jóvenes. ¡Es la forma de mantenerse joven de espíritu! Vaya con
cuidado, lo próximo es teñirse las canas y hacerse un peinado a la moda.
¡Y ser joven de espíritu!
386
—Es usted todo un descubrimiento—dijo Lucio más entretenido que
molesto por los comentarios de Krgf—. ¿De qué psiquiátrico le han
sacado? Por si de verdad le interesa, le diré que en aquel momento no me
convenció. Si bien algo paternalista, creo que estuve muy convincente
defendiendo mi opinión. Pero muchas veces nos acaba convenciendo
aquel al que intentábamos convencer. Hay argumentos que convencen al
instante y otros que necesitan de mayor reflexión, casi de digestión.
Supongo que me convencí yo mismo al expresar unos argumentos que ya
al oírlos me sonaban a excusa. Creo que él tenía razón. Y quizás él crea
que yo también la tuve. En los diálogos lo de menos son las palabras que
se dicen, sino lo que provocan en la persona que las escucha. Así que la
conversación en sí en realidad no es más que la presentación del verdadero
diálogo. ¿Quién sabe? Puede que aquel chico y yo llevemos dos semanas
hablando sin necesidad siquiera de pensar el uno en el otro...¡Asombrosa
comunicación! ¿Sabe de lo que me estaba acordando ahora? De algo que
me dijo una buena persona aquella misma noche. Entonces casi ni le
escuché...Me dijo que mi mayor desgracia era haber aprendido a explicar
lo inexplicable.
—No le negaré que suena bien, aunque no estoy muy seguro de que
signifique algo.
—Significa que organizaciones como la que me emplea intentan
arreglar un mundo viciado y a veces, con sus intentos, no hacen más que
legitimar esos vicios. Hace veinte años que soy alcohólico: ¿se creerá qué
en todo este tiempo no me he tomado una copa sin, como lo llamaría,
utilidad redentoria? Cuando no me hacía bien para los nervios era para no
obsesionarme y luego para estar un poco más feliz porque había sido un
día difícil y luego lo del estrés y luego que ya que hoy he bebido mejor
empezar mañana con fuerzas y una copa y a la cama y a dormir que
mañana será otro día y aquello de que yo soy así y ya no es momento de
cambiarme. De modo que en un instante, como si de un truco de magia se
tratara, había convertido un acto de envenenamiento en uno de
reafirmación de la identidad. Así que ya ve que no es cuestión de buenas
intenciones. No eran las intenciones las que fallaban, sino yo. Y puede
que pase algo parecido con el mundo. La pregunta ha dejado de ser como
arreglar el mundo, sino si no valdría la pena encontrar un mundo que
valiera la pena arreglar. Y mientras organizaciones como la mía intentan
arreglarlo, otras muchas están empezando a cambiarlo, cambiando los
principios y las bases en las que está fundamentado. Para que la
construcción de un país no pase por su destrucción y posterior
reconstrucción; para que nos preguntemos si el modelo de mundo que
387
queremos es uno que incluye el consumo masivo en la ecuación de la
felicidad. Sólo quiero pensar que ese muchacho dentro de diez años no
estará trabajando en organizaciones como la mía y poniendo excusas como
las que yo le puse. No, no podemos seguir encontrando consuelo en el
asombro que nos produce este sistema; con sus mil leyes, normas y logros,
con su asombrosa tecnología y capacidad para reciclar belleza. Decir que
para sumar dos más dos hay que quitarle cinco a ambos, multiplicarlos por
diez, restarle dos al primero mientras les sumas dos al segundo y luego le
quitas cuatro al número mayor de los dos y entonces lo multiplicas por dos
y ¡tachán! Sale cuatro. No digo que nuestra sociedad sea sólo eso, pero
eso es lo que nos hace defender que no pueda ser cambiada. Vivimos en
una sociedad de expertos, expertos en economía, en política, en cine, en
literatura...Las disciplinas tienen que existir para simplificar y sin embargo
existen para complicar. El ejemplo de una disciplina tendría que ser una
conversación entre dos grandes científicos: utilizarán los términos que a
nosotros nos pueden parecer complicados para simplificar, para no tener
que definir términos que pueden resumir en una palabra. El ejemplo de lo
contrario vale buscarlo en cualquier televisor, con sus expertos en mil
materias. Y al final el noventa por ciento de la población siente que sus
opiniones no sirven para nada. Es más, que ni siquiera las tienen porque
ellos no entienden. Y que todo es más complicado de lo que parece. Y
todas esas imbecilidades. Entre todos hemos creado un monstruo que,
lejos de ayudar a disminuir las diferencias, contribuye a aumentarlas. Una
vez completada la ecuación con un presupuesto militar por aquí y una
deuda histórica por allá y dividido entre un par de gobiernos corruptos aquí
y allá y la coartada moral de que la ayuda no llega...¿resultado? Decir que
el mundo está estancado sería un cumplido. Es mucho peor. Y no porque
no solucionemos sus problemas sino precisamente por todo lo contrario:
porque cada vez sabemos solucionar más. Somos como marineros que se
han convertido en grandes expertos en tapar vías de agua y que se
enorgullecen tanto de sus habilidades que no sólo no se plantean sino que
se oponen abiertamente a cambiar de barco. “¿Qué haremos en un barco
que no se hunda?”
Krgf reconoció que su momento había llegado. Percibió en Lucio la
debilidad previa a esa frustración que es prima hermana del odio. Era
como invitar a la una a la fiesta sabiendo que traería al otro.
“Que empiece el baile”, se dijo Krgf.
—Le doy toda la razón, vivimos en un mundo terrible. ¿Cuánto
tiempo lleva trabajando en el campo del desarrollo?
—Cerca de veinte años.
388
—Y habrá visto todo tipo de historias—ahora pensaba en De la Riva,
consciente de que la relación entre éste y Lucio vendría del BIDA—, gente
que subía como la espuma mientras usted luchaba por una mísera mejora
en el mundo...
—Se ve de todo. También he visto a mucha gente admirable.
—¿Y quién les hace caso? ¿Quién los conoce?
—Le diría que yo, aunque, bien mirado, eso no es ningún cumplido.
Yo no soy, lo que se dice, un ejemplo a seguir.
—No lo es porque se ha empeñado a ir contracorriente...
—En vista de como están las cosas, ¿hay otro camino?
—Mil. Y todos ellos en direcciones mucho más agradables que la
que está recorriendo usted. Basta que deje de nadar y deje que el río le
lleve...
—Eso suena a morir ahogado.
—Sin el flotador adecuado. Lleva demasiado tiempo mojándose,
quizás ya le haya llegado la hora de viajar un poco más cómodo.
Lucio miró fijamente a Krgf, extrañado del giro que estaba tomando
aquella conversación:
—¿A dónde quiere llegar?
—A que descanse. A que deje de indignarse al ver las injusticias que
los ricos siguen tolerando. Sea uno de ellos...
—Habla de los ricos como si fueran una persona, una unidad. Como
si un ente llamado ricos tuviera el control sobre otro ente llamado pobres.
—Y así es. Unos cuantos explotan y otros son explotados. Se puede
y se ha contado de muchas maneras a través de la historia, pero el
argumento básico no ha cambiado.
—No conoce nada de la vida—dijo un indignado Lucio—, pero si al
final todos somos iguales: seres asustados de la muerte. Y si no tenemos
control sobre algo tan insignificante como nuestras propias vidas, ¿cómo
van unos pocos a tener control sobre la de millones?
—¿Curioso verdad? Puede que, por ejemplo, un pobre desgraciado
que no puede superar un trauma de la infancia sea a la vez capaz de
controlar millones de vidas. Lo cual nos lleva a la conclusión de que la
vida humana es fácilmente controlable siempre y cuando no sea la propia.
En algo le doy la razón: al final todos somos iguales. Y al principio
supongo que también. Pero durante, la cuestión es durante...En ese durante
hay unos que explotan y otros que son explotados. Y la pena, más que la
película en sí, es que siempre sean los mismos haciendo el mismo papel,
que no se cambien los papeles de vez en cuando y todos exploten y sean
explotados por turnos. Y los mismos los que luchan por el cambio. Así
389
que no sé si la película es buena, pero sí que los actores están bastante
encasillados. Y lo peor es que ninguno de ellos lo sabe.
—Me está entreteniendo—dijo Lucio mirando de nuevo al botellero
y preguntándose si al llegar a su apartamento sería capaz de dormirse, si no
le convendría tomarse una copa, sólo una, y que lo importante era no
volver a entrar en la rutina de dormir en el despacho, pero una copa tal
vez...—, sí, la verdad es que sí, es usted un buen conversador. Y ya le he
dicho que, en mi opinión, lo más importante no es lo que se dice en una
conversación, así que lo de menos es que lleguemos o dejemos de llegar a
un acuerdo...Pero verá, mañana tengo que ir a trabajar y ya va siendo
tarde...
—Un hombre de hábitos saludables.
—Más bien un hombre de hábitos tiernos. Me están empezando a
venir ideas extrañas y no me gustan. Ideas como que ya me he tomado una
copa y que mañana no voy a tomar ninguna y que, si mañana no voy a
tomar ninguna, ¿porque no tomarme hoy una más? Y ya sé a dónde lleva
todo eso...
—Vamos, siéntese—dijo Krgf señalando al taburete que tenía a su
lado y en frente del cual había estado hablando Lucio—, le aseguro que no
le dejaré beber. ¿Quiere un zumo de naranja?
—Bueno, no quiero parecerle descortés, así que sí, un zumo de
naranja estará bien.
Krgf pidió la bebida y continuó:
—Hablábamos de que el mundo es muy injusto...
—¡Vaya descubrimiento! Tanto hablar para descubrir lo que sabe
cualquier niño de ocho años.
—Muchos adultos le dirán que cada uno tiene lo que se merece.
—¡Adultos! Creía que iba a apelar a una autoridad verdadera. Ya le
he dicho antes que el envejecer, más que traernos sabiduría, nos trae
justificaciones. Pero bueno, sigamos...
—Hay que hacer algo. El mundo no puede seguir así, su mundo...
—¿Mi mundo?
—Sí, deje de arreglar el mundo y arregle el suyo. Pásese al bando de
los que lo hacen injusto. Sea creador y no, como ahora, víctima de
creaciones ajenas...
—¡Curiosa elección de palabras! Creador: quizás verdugo sea una
elección más natural.
—Palabras, palabras, es usted todo palabras. ¿Está seguro que si
pincho en la vena de la que me hablaba antes saldrá cerveza y no palabras?
390
Tenía razón su amigo: es un defecto aprender a encontrar explicaciones a
lo que no lo tiene.
—¿Y qué me propone que haga?
—Que escuche ofertas.
Tras un primer momento de sorpresa, Lucio miró a Krgf con
expresión divertida. Un tipo de lo más curioso. Uno de esos que, como
salido de la nada, aparece a contarte justo lo que necesitabas saber.
Lástima que, en el caso de Lucio, hubiera llegado un poco tarde.
Integridad, falta de oportunismo, indecisión; quien sabe porqué, pero en
cualquier caso eran demasiados años tomando demasiadas decisiones en la
dirección contraria a la que aquel tipo le sugería.
—¡Tiene más razón que un santo!
—Si vamos a empezar con insultos lo dejamos...—le dijo Krgf con
una sonrisa.
—Pero lo que usted me propone no es desviarme de mi camino sino
reconocer que toda mi vida ha sido un error. Me pide que renuncie a todo
lo que soy, a todas mis excusas, a esas que me han acompañado en lo
bueno y en lo malo; más bien en lo malo pues en lo bueno nunca las
necesité; esas con las que he justificado todos y cada uno de mis fracasos.
Los demás triunfaban, pero yo era integro. Ese era yo. No sé si alguna vez
fui ese individuo íntegro, creo que sí, pero en cualquier caso ya nos hemos
acostumbrado el uno al otro como un viejo matrimonio. Y luego está la
lealtad. ¿Cómo les explico a mis excusas que las voy a cambiar por una
joven y tentadora jovencita? Me sentiría totalmente desubicado. No, no
puede ser, yo soy un respetable fracasado y no voy a jugarme todo ese
respeto por un triunfo inmerecido...
—No es un triunfo cualquiera.
—Si me conociera se daría cuenta de que para mí todos son unos
triunfos cualquiera. Salvo dejar de beber, pero eso no depende de usted.
—¿No tiene curiosidad? ¿No quiere saber lo que le ofrezco? Le
advierto que no soy un farsante...
—Ya lo sé. Mi amigo De la Riva tenía amigos muy importantes...
Krgf se quedó lívido al oír aquella frase, que Lucio dijo sin la menor
intención, como una curiosidad más que como un descubrimiento. Había
estado queriendo mencionarlo desde el principio de la conversación y le
extrañaba que Krgf , al que Lucio había conocido como señor Bertez, no
hubiera hecho lo propio. Por la reacción de Krgf vio que aquella
revelación le había incomodado, así que matizó:
—No soy quien para juzgar a Guillermo. No lo hice en vida y no
voy a hacerlo ahora. Era un buen hombre...
391
—Sí, claro...—dijo Krgf tomándose aquellas palabras como un
consuelo por su error e intentando recordar el nombre que utilizaba para
relacionarse con De la Riva.
—Guillermo tuvo una infancia difícil, era de una familia humilde y
lo de ser buen estudiante no fue para él una elección. Era serlo bueno o no
serlo: beca tras beca, premio tras premio y oposición tras oposición. Eso
cansa a cualquiera. Aún así le dedicó los mejores años de su vida a una
entidad de desarrollo. Lo que hiciera al final y como lo hiciera no es cosa
mía.
—¡Del velatorio de De la Riva! Ya me parecía que su cara me era
familiar.
—Le ha costado. Yo le he reconocido nada más verle y eso que
llevaba usted el pelo un poco más corto y algo más oscuro. Y el bigote
también era diferente...¿Se ha echado novia últimamente? Las mujeres
obran milagros, tiene usted muy buen aspecto...
Krgf asentía preguntándose como, por segunda vez en una misma
noche, había perdido el control de la situación. Por lo visto aquella era una
noche de primeras veces: ahora la primera vez que cometía un error en su
caracterización. No era muy grave, pero era un error. Al que se podría
sumar uno más si no recordaba el nombre con el que se había presentado
aquella noche en el domicilio de De la Riva. La falta de perfección ya era
medio error y el resto dependería de la importancia del error. Era como un
jersey deshilachado, el hilo en sí no es lo importante sino quien estira de él.
Por eso hasta el más mínimo error le hacía vulnerable y pasaba a depender
de la habilidad de quien tuviera en frente. Afortunadamente, o quizás por
méritos de su estrategia, solía cometer los errores frente a quien no tenía el
más mínimo interés en aprovecharlos. Era una ventaja, pero no había que
depender de ella. Lo de ser más o menos vulnerable tenía que quedar para
los demás: él se exigía ser simplemente invulnerable.
—Lo que no recuerdo es su nombre...
Krgf estaba paralizado. No estaba acostumbrado a jugar en
desventaja. Si Lucio estaba haciéndose el despistado y se acordaba de su
apellido podría pillarle en la mentira de un nombre falso y comenzar a
investigar en el despacho y domicilio de De la Riva; en cuya discreción
Krgf siempre había tenido una confianza absoluta, así que no dudaba de
que no habría dejado notas comprometedoras; pero, de nuevo, pasaba a
depender de otros. ¿Y si De la Riva no había sido tan discreto y aquel
borrachín con alma de misionero tan inconstante como aparentaba?
—Vaya, veo que no le causé una profunda impresión...—dijo Krgf.
392
—No recuerdo que habláramos mucho tiempo, aunque ya le he dicho
que mis hábitos personales hacen que mi memoria no sea de lo más
fiable...
¡Otra vez! ¿Estaba jugando con él? Krgf estaba disgustado con sus
propias evasivas, que quizás le estuvieran descubriendo más que las
sospechas con las que Lucio hubiera comenzado aquella aparentemente
inocente conversación sobre identidades.
—Tiene razón, no hablamos mucho. Yo en cambio creo que me
acuerdo de su nombre. ¿Lucio verdad?
—Vaya, hombre, entonces me sabe mal no acordarme del suyo...Ah,
sí, espere, era algo con be, sí, con be, recuerdo que pensé que era un
apellido curioso, sonaba a extranjero...Be, Be...
—¡Bertez!—gritó Krgf.
—Vaya, enhorabuena, ha acertado usted su nombre. Si hay algún
concurso en el que den el premio gordo por acertar el propio nombre no
olvide presentarse...—y al ver la seriedad con la que Krgf acogía aquel
comentario—. Vamos, no sea infantil. Es usted como un niño intentando
demostrar que él se habrá comido todo el pastel, pero que la guinda se la ha
comido el gato. Le da usted mucha importancia al nombre. Lleva una
peluca, un bigote postizo y, por lo visto, uno distinto cada vez. Y cree que
me voy a extrañar porque no utilice su nombre. Ni sé lo que hace ni me
importa. Por si no se ha dado cuenta, este pobre borracho tiene las fuerzas
justas para hundirse a sí mismo. Además, conociendo a Guillermo no creo
que fuera nada muy grave. Me lo imagino perdiendo el respeto a las leyes,
pero no a la moral. Mire, le reconozco que si no he rezado porque alguien
como usted apareciera es porque no sabía que existía. Aunque sólo fuera
para comprobar si era bueno por falta de competencia o por verdadera
convicción moral. Pero no ha elegido un buen momento para venirme con
estas monsergas, ahora justamente, cuando llevo dos semanas viendo
buenos gestos, gente pensando, hablando y soñando. Todos esos gestos me
han llevado a un nuevo mundo, bueno dejémoslo a un nuevo estado: el de
los ilusionados. Sinceramente, hoy creo que las cosas no sólo van a
cambiar, sino que además lo van a hacer a mejor.
—Las cosas siempre cambian, porque es el estado natural de las
cosas. Y no cambian ni a mejor ni a peor, todo depende del observador.
Uno elegirá mirar unas cosas, otro otras...
—Efectivamente. Supongo que para los fabricantes de armas, los
trabajadores de sus fabricas y familias se indignan cuando oyen la canción
de Lennon: “cómo se atrevía este tipejo a jugar con nuestros trabajos.
Tiene lo que se merece...” Vamos, no me diga que todo es siempre lo
393
mismo, hay cosas que son demasiado graves para ser más de lo mismo.
Una guerra, por ejemplo, nunca es más de lo mismo. Oiga, ¿tiene usted
algo que ver con las guerras? Espero por mi bien que nunca me entere de
que es usted algo más que un traficante de sustancias, ya que entonces me
vería obligado a hacer algo por detenerle...
—Lo mío son las sustancias—asintió Krgf tomándose la licencia
poética de definir al odio como tal. Y quizás no le faltara razón, pues el
que manipula el odio lo huele, puede incluso llegar a tocarlo y paladearlo.
El odio era lo único que tocaba directamente: sus consecuencias eran cosa
de otros.
Por segunda vez en la noche Krgf había perdido su habitual
locuacidad. Intentando recuperar la compostura, pensó en que otra noche
como aquella y se buscaba un trabajo de verdad. Y la cosa empeoraba,
porque si bien es cierto que con Menal, salvo la agresión, había tenido
poco o nada de lo que avergonzarse, su estrategia y argumentos habían
sido los correctos, lo que estaba sucediendo con Lucio sonrojaría hasta al
más pipiolo de los aprendices de manipulador. Dar lo mejor de uno mismo
y fracasar, como había sucedido con Menal, es frustrante, pero no darlo es
asegurarse una humillación segura. Era difícil hacerlo peor. Había sido
demasiado autocomplaciente, le había dado todo el mérito a Menal por su
anterior fracaso sin preguntarse por su propia culpa. Ahora se daba cuenta
de que su anterior fracaso no sólo no le había hecho plantearse su
invulnerablidad, sino que incluso le había reafirmado en la misma; como si
el no enfrentarse a Menal fuera una garantía de éxito y pudiera
menospreciar a todo contrincante que no fuera Menal. De modo que no se
había preocupado, como hacía siempre, de estudiar a quien tenía en frente.
¿Resultado? Que por segunda vez en la misma noche el maestro de las
huídas hacia adelante se veía obligado a recular. Ya no veía las
oportunidades de aquella situación, sino los peligros, así que hizo lo
posible por encontrar una salida digna.
—Mire, no sé de que me habla. Es cierto que no soy un prodigio de
honestidad, pero, al menos en su relación conmigo, De la Riva sí lo fue.
Casi todos mis negocios son limpios, tengo un par de cosas pequeñas, unas
de las que De la Riva nunca se ocupó. Y precisamente en relación a una de
ellas se me ha presentado un buen negocio, pero no me atrevo a meterme
solo y usted...Sí, es una tontería, entiendo que le parezca extraño que,
siendo como soy una persona honesta, le comente a un desconocido uno de
mis pocos negocios, yo no los llamaría sucios, digamos sólo que no del
todo limpios...Y este negocio me tiene un poco trastornado, la verdad es
que no puedo pensar en otra cosa, y no he podido evitar mencionarlo.
394
Cuanto más me digo que tengo que olvidarlo; cuantas más razones me doy
para demostrarme lo importante que es la integridad; cuanto más intento
recordar las preocupaciones que me han causado anteriormente este tipo de
negocios...Ya le he dicho que nada importante...
—Sí, ya me lo ha dicho. Bueno, entonces arreglado. Supongo que
puedo asumir que siempre que está preocupado por algo se pone una
peluca y un bigote postizo y se lanza a hablarle de sus negocios ilegales,
pequeños, esos sí, “los llamaremos pequeños negocios ilegalitos” al
primero que encuentra...
—En cuanto a lo de la peluca. Bueno, la verdad es que me da un
poco de vergüenza. No crea que me hago ilusiones en cuanto a que no se
note. Pero es que me voy quedando sin pelo y...y creo que con dos piezas
el efecto es mejor.
—¿Mejor que qué? ¡Si hay algo peor que ésto!
—Vamos, no sea cruel. Esta peluca y el bigote son, por ejemplo,
mucho mejores que los que llevaba cuando le conocí en el velatorio de De
la Riva. Y no me diga que a veces no se siente más cómodo contándole
sus intimidades a un perfecto desconocido que a su mejor amigo. Además,
ya le he dicho que últimamente estoy como poseso y no puedo pensar en
otra cosa. Hace una semana que estoy igual: “no, no lo haré, está decidido,
por tal y cual cosa, la integridad, la honestidad y la dignidad y bla, bla,
bla...”
—Aunque sólo fuera por disimular podría hacerlo sonar un poco más
convincente.
—Vamos, no sea así, de verdad lo estoy intentando superar, pero la
mente me juega malas pasadas, cuando ya he decidido que no lo voy a
hacer, que está decidido, de repente me descubro pensando en como lo voy
a hacer y en todo el dinero que voy a ganar y en lo que voy a hacer con el
dinero que gane.
—Lo que usted cuenta suena más como una novia de la que está
enamorado que como un negocio.
Krgf soltó una carcajada y se sorprendió prestando más atención a
las formas en aquella conversación de lo que lo había hecho en años.
Estaba fingiendo, disimulando, queriendo congraciarse con su interlocutor
a través de los gestos. En pocas palabras: estaba siendo débil. Y estaba
mintiendo. Tras años enorgulleciéndose de no haber dicho una mentira y
de simplemente aprovecharse de las mentiras y justificaciones ajenas, se
encontraba soltando una detrás de otra. A falta del contenido intentaba al
menos recuperar su tono habitual, si bien sólo conseguía una
395
autosuficiencia impostada, poco más que una imitación o incluso una
caricaturización de sí mismo.
A ojos de Lucio aquel extraño y casi histérico intento de aparentar
tranquilidad no hacía sino corroborar la extraña impresión que Krgf le
había causado desde el principio. Muy diferente, por cierto, de la que la
causó en aquella primera ocasión. Entonces pensó “ahí va un tipo raro...”
mientras ahora añadiría, “que tiene algo que esconder...”
—Realmente tiene usted mal aspecto...—añadió.
—¿De verdad? La verdad es que no he tenido un buen día. No dejo
de darle vueltas, créame. Y es que no dejo de pensar en todo lo que podría
comprar y hacer, en todo lo que podría ser...Verá, pese a mi relación con
un abogado tan prestigioso como De la Riva, tengo que confesarle que mis
negocios no son gran cosa. Comenzamos a trabajar juntos por una
casualidad y el continuó llevándome un par de temas, nada muy
importante...Continuó llevándolos más por lealtad personal que porque
necesitaran de una abogado de tanta experiencia como él...
—Así era De la Riva...
—Efectivamente...—dijo Krgf sintiendo alivio de que Lucio no le
preguntara por aquellos proyectos. No tenía costumbre de preparar sus
exposiciones y dejaba que la conversación fluyera, si bien aquel día se
sentía especialmente inseguro de su capacidad de improvisación—, una
persona intachable. Ya le he dicho que en lo que se refiere a mí siempre
actuó con la mayor dignidad...
—Me alegra que diga eso. Corrieron muchos rumores y, en vista de
la gran fortuna que hizo...Pero ya sabe que la gente es muy
malintencionada. Yo no les di ninguna importancia, pero no dándosela no
hice nada por desmentirlas. “De si es verdad no me importa” a “es verdad”
sólo hay un paso. Así que ya ve, no queriendo ejercer de acusador, le hice
el flaco favor a mi amigo no ejerciendo de defensor. Pero me contaba
usted lo de su negocio.
—¡Ah! ¡Sí! Como le he dicho parece una gran oportunidad. No
crea que me gusta ser, como lo llamaría, una especie de espectro, pues me
doy cuenta de que esa es la impresión que causo en la gente...
—Para serle sincero esta es la impresión que me está causando hoy.
Bastante diferente, por cierto, de la que me causó cuando nos conocimos.
—Vaya, gracias...Ya le digo que está siendo un día difícil..—dijo un
Krgf a quien aquel comentario, que había querido ser un cumplido, puso
aún más nervioso—, quiero ser alguien, ¿lo comprende?
—Eso no se compra. Precisamente con esa actitud de querer ser
alguien está dejando de serlo: está dejando de ser usted.
396
—Entonces debiera decir que quiero ser alguien que no sea yo. Y el
tipo de persona que quiero ser no se llega a ser sino que se compra. En un
minuto puedo crear uno, diez, cien códigos morales...Pero una mujer
bonita de la mano y una buena casa y un gran coche y buenos trajes y todas
esas cosas que la gente dice que no son importantes y lo dicen una y otra
vez y otra y a cada vez que dicen que “no es importante” más claro está
que lo es. El dinero o está o no está, mientras que la moral se regenera.
Hoy vendo una moral y mañana habrá crecido otra. ¡Y quién sabe si más
fuerte y mejor que la anterior!
—Pero la vendida ya no volverá.
—Y si no la vendo lo que he comprado nunca existirá. La vida es
tomar elecciones, cosas que aparecen y desaparecen, que vienen y van...La
pregunta es qué es lo imprescindible, aquello sin lo que no podemos vivir.
Yo puedo vivir sin moral, pero no sin dinero, sin mucho dinero...
—Ya sabe lo del anuncio, hay cosas que el dinero no puede
comprar...
—¿Y la moral? ¿Cuántas cosas no puede comprar la moral? De
acuerdo, el dinero no compra el amor, pero compra un sucedáneo bastante
pasable del mismo. Y quizás incluso un producto mejorado, más cómodo
y sencillo que el verdadero amor. ¿Cuántos sucedáneos de Ferrari compra
la moral?
—¿Cuántos sucedáneos de Ferrari necesita usted?
Yo
particularmente ninguno. Pero me necesito a mí, sin mí no soy nada...
—Yo me necesito a mí mismo con un número ilimitado de Ferraris,
cuantos más mejor, nunca serán suficientes...
—Así nunca será feliz.
—¿Usted es feliz? Además, yo no aspiro a ser feliz: con estar
entretenido me basta. Ni usted ni yo seremos felices nunca, pero la
diferencia es que yo lo reconozco y me resigno mientras que usted se ha
acostumbrado tanto a estar acompañado por la posibilidad de serlo que es
incapaz de renunciar a dicha posibilidad. Sin la posibilidad de ser feliz se
sentiría irremediablemente solo.
La moral no es nada más que
reminiscencias retrógradas de siglos y siglos de pensamiento, de épocas
pasadas en los que el hombre necesitaba la moral...
Lucio fue a contestar, si bien tras un primer momento se contuvo.
Quiso dirigirse a la puerta; abandonar aquella conversación sin ni siquiera
despedirse. Incluso se levantó del taburete. Pero tras un par de pasos
volvió atrás y, mirando a Jenny, dijo:
—Un whisky del que me gusta a mí con hielo...
397
—¿Ese del que hace dos semanas que no tomas?—dijo Jenny, quien
tenía cierto cariño a Lucio y se daba cuenta de que en las últimas semanas
había intentado beber menos.
—Sí, ese mismo. Lo mío es como una especie de cuaresma: dejo de
beber durante un tiempo para que luego me sepa mejor la crucifixión.
Instantes después Jenny le servía la copa.
Lucio la miró por cerca de un minuto. Krgf estuvo tentado de decir
algo, pero había que reconocer que la noche no había sido especialmente
propicia para su autoestima profesional, así que el plan de la retirada
honrosa seguía pareciéndole el mejor. Así que se limitó a apreciar en
silencio aquella mezcla debilidad y fortaleza con la que Lucio seguía
mirando la copa; fuerte porque no se la bebía y débil porque no podía dejar
de mirarla. ¿O era al revés? Fuerte por soportar aquella agonía y débil por
no decidirse a terminar con ella. Finalmente Lucio miró a Krgf con
expresión confundida, como agotado ante las mil preguntas que se había
hecho en aquel minuto. Pese a no haber sabido contestar ninguna de ellas,
las preguntas continuaban. Se preguntó por el sentido de que precisamente
él, que tenía tan pocas respuestas, tuviera tantas preguntas. Y así es como
la pregunta mil y uno quedó sin contestar.
Esbozó una media sonrisa que a Krgf le pareció de complicidad y,
como recuperando sus fuerzas repentinamente se levantó, cogió la copa, la
levantó en ademán de hacer un brindis silencioso y la vacío mientras
gritaba:
—¡Despierta Lucio!
Se la había tirado a su propia cara. A sus poros, al contrario que a su
boca, aquella sustancia les producía incomodidad, así que momentos
después Lucio se limpiaba con cuatro pequeñas servilletas que cogió de la
barra.
—Llego veinte años tarde. ¡Así tendría que haberme bebido mi
primera copa! En cuanto a usted, extraño amigo, casi estoy por decirle que
ha sido una bendición del cielo. Ha sacado lo peor de mí y sacándolo he
podido enfrentarme a ello. Por eso le doy las gracias, de verdad. En
cuanto a lo que me consulta y propone, decirle que hay muchas razones
para venderse. Muchísimas, en realidad todas. Todas menos una. Esa una
es creer por cabezonería, orgullo o simple estupidez que uno es demasiado
bueno para cualquier tipo de etiquetas. Y eso es lo que creo yo. Aún con
todos mis defectos, que forman una lista larguísima, me resisto a que me
pongan la etiqueta de borracho, débil, fuerte, desgraciado, miserable...Me
resisto a todas esas etiquetas y, por supuesto, a las que en vez de ese
calificativo tengan un precio. Pero no vaya a hacerme demasiado caso, que
398
otra de las etiquetas a las que me niego es a la de coherente. Y ahora no
quiero que se enfade, pero si no le importa quisiera terminar la
conversación. Verá, tengo todos y cada uno de mis días para mantener este
tipo de conversaciones, la mayoría de veces conmigo mismo. Pero hoy
precisamente que estoy a gusto con mi vida; hoy precisamente que creo
que hay cosas y gentes que valen la pena, no, hoy no... Hoy siento que hay
cosas en las que creer. En los últimos días algunos notables personajes se
han tomado la molestia de demostrarnos lo que no debiéramos esperar a
que nos demostraran para descubrir. O mejor sería decir para redescubrir,
porque en lo que a mí respecta sólo lo había olvidado. Nos han enseñado
que la corrupción no es algo que venga impuesto por ninguna fuerza
divina; que venga impreso en nuestros genes; sino que la corrupción la
hacemos entre todos. Que somos todos los que, golpe a golpe, error a
error, debilidad a debilidad, hacemos que las cosas funcionen bastante peor
de lo que, siendo objetivos, debieran; que somos todos los que, poco a
poco, estropeamos este mundo. Pero hay cosas que funcionan; cosas que
nos sorprenden por lo sublime de su concepción y puesta en práctica.
¿Verdad que sí? Y si lo malo lo hacemos todos, ¿qué decir de lo bueno?
Hay cosas en el mundo que funcionan, así que alguien debe de estar
haciendo lo correcto. Y teniendo en cuenta que uno puede estar con los
Menal o Clark; con sus grandezas y miserias, permita que no les ofenda
poniéndoles la etiqueta de la veneración; creo que es verdaderamente
difícil venderse sin quedarse con la maldita sensación, por muy alto que
haya sido el precio, de que uno se ha malvendido. No sé de cuanto dinero
habla con su negocio, pero no hay dinero que pague aquello a lo que uno
no pone precio. Así que no se queje de su tentador negocio, sino de
haberse puesto precio. Es un engaño, es cierto, pero me reconocerá que un
buen engaño no tiene precio. Y mi maravilloso engaño es que el espíritu
humano y la integridad no debieran tener precio. Pero que todo eso que
quede para otro día. Hoy no, por favor, hoy estoy demasiado contento. No
sé si tengo razones, créame que no ha pasado nada que no hubiera pasado
hasta ahora. Soy igual de borrachín y estoy igual de cascado y envejecido
que ayer, pero hoy, a diferencia de ayer, me siento dichoso de estar vivo.
Hace cuatro días sí, entonces quizás hubiera estado encantado de hacer
camarilla con usted y hacer una queja compasiva a dos voces adagio molto
caputo sobre este codicioso mundo sin alma. Y hubiéramos llorado y nos
hubiéramos quejado y al cabo de dos horas de whisky puede que
sintiéramos que nuestras quejas habían humanizado el mundo. Y lo
hubieran hecho: nuestro mundo. Pero hoy las quejas no humanizan mi
mundo. Por la sencilla razón de que hoy lo haría no por convicción o
399
necesidad, sino por simple vicio. No, hoy no me siento una víctima, sino
un increíble privilegiado. No sólo pasan cosas buenas en el mundo, sino
que además estoy lo suficientemente alerta y sensible, y eso a pesar de
muchos años de convivencia con mi fiel amiga la botella, como para darme
cuenta. Así que no me venga con eso de las tentaciones y de que todo el
mundo se vende. No, no todo el mundo lo hace. Unos porque creen que
valen mucho, otros porque creen que valen poco, pero hay gente que nunca
se pone precio. Gente que cree que el hombre tiene más formas de
comunicarse y relacionarse que a través de la cartera. ¿Por qué no les
imita a ellos? Sí, amigo, busque nuevas compañías. Nuevos sueños,
nuevos modelos, nuevos hábitos...Eso es lo que voy a hacer yo. No tengo
nada en contra de las noches largas salvo que, en mi caso, ya son
demasiadas. Ahora creo que me toca equilibrarlo con muchos días largos.
No sé si la gente con otros hábitos siente que los días largos le pesan, pero
a mí, créame, las noches largas me pesan de un modo indecible. Me voy a
dormir, amigo, y eso no es lo que he dicho tantas veces de camino a otro
bar, sino la verdad. Tengo mucho que dormir. Y esta noche, si llueve, no
me pillara arrastrándome por el mundo, sino compartiendo con el resto de
la humanidad el estar calentito en la cama. Ha sido un placer señor...
—Puede llamarme lo que quiera.
—Un bonito nombre, original y directo al grano. Señor “puedellamarme-como-quiera” le auguro un brillante futuro en la manipulación
profesional; ahora bien, le aconsejo que se aleje de los que, como yo,
llevan toda una vida manipulándose a sí mismos. Al lado de la botella es
usted un vulgar aprendiz. Así que mucha suerte...
Lucio se dirigió ahora a la camarera:
—Jenny, guapa, como empleado ejemplar de la profesión de
borracho, tras más de veinte años de dedicación casi exclusiva, en cuerpo
alma como se suele decir aunque en mi caso no es un decir, te doy los
quince días, en mi caso las quince copas...
Lucio abrió la cartera y de ella sacó unos billetes que dejó sobre la
barra antes de continuar:
—...y se las pones todas al señor “Puede-llamarme-lo-que-quiera...”
Eso de nombre, que de apellido se llama: “pues-le-llamo-pobre-hombre.”
Jenny no entendió lo que decía Lucio, aunque sí lo de los billetes y
las quince copas a las que aquel señor de extraño aspecto estaba invitado.
—No sabe usted con quien está hablando—dijo Krgf, en una salida,
una más aquella noche, impropia de sí mismo.
—No, no lo sé, pero recuerde que ha sido usted quien no ha querido
decírmelo. No sé quien es, pero sí lo que es. Es usted un pobre diablo, lo
400
rico que sea no me importa un pimiento. Me basta con saber que para
cubrir sus múltiples carencias va por el mundo tratando de dominar y
someter al prójimo. Quiere su dinero, sus sentimientos, su felicidad..., lo
quiere todo. Pero quien quiere eso es un enfermo y décadas de enfermedad
me han enseñado a ser compasivo con los enfermos. Y yo lo soy con
usted. Busque ayuda. Y aunque no la busque ojalá la encuentre de todos
modos. Como yo la he encontrado esta noche. No hay nada que unos
cuantos buenos ejemplos y uno malo no puedan lograr. Brinde a mi salud,
que yo ya llevo demasiados años brindando por la de los demás. Adiós.
El señor Krgf miraba aquella escena más como un espectador que
como el destinatario de la misma. Y lo hacía con el asombro de aquel para
el que el asombro se ha convertido en rutina y que se asombra no ya de que
aquello estuviera sucediendo, sino de que estuviera sucediendo otra vez en
la misma noche
“Vaya nochecita...”, se dijo mirando fijamente como la puerta del bar
aún se movía tras la salida de Lucio. Jenny le sacó de su ensimismamiento
preguntando:
—¿De qué quiere las copas?
—Que elijan ellos...—le contestó mirando en paralelo a la barra.
Momentos después, catorce personas se habían unido a la
celebración. Así que Krgf levantó la copa y, con la mayor de las
solemnidades, dijo:
—A la salud de quienes, por primera vez en mi vida, me han hecho
decir “que mañana será otro día.”
Así que Krgf salió de aquel bar como un perdedor cualquiera y
pensando, más como consuelo que como verdadera estrategia, en lo que
debía de cambiar al día siguiente para que los resultados no fueran los
mismos. Se dijo que las victorias de mañana empiezan donde termina la
derrota de hoy; que los péndulos van a un lado con la misma facilidad que
antes fueron al otro; que no se sabe cuando la peor derrota no es más que el
preámbulo de la mayor victoria. Pensaba en ese Menal que había
inaugurado su virginal casillero de derrotas y en aquel desconocido que
había continuado la obra inaugurando su casillero de derrotas consecutivas.
Y pensó en que habían reído demasiado para no estar buscándose llorar
algún día. Y disfrazó de lógica lo que era simple y puro odio.
Ya llegando a uno de los pequeños despachos, en el que había
decidido pasar la noche, Krgf estudiaba mentalmente la furibunda campaña
mediática que, desde El Intrépido, iba a comenzar contra Menal. Incluso
hizo un borrador de la nota que le dejaría a Micarest:
401
...la hipócrita moral del telepredicador Menal, ese que durante
quince días que él ha llamado mágicos pero que más bien habría que
llamar mediáticos, se ha mofado de los valores de Dalterra, situándose en
un plano moral superior y quasi beatífico. Beato de esa religión del éxito
por la que, en la última mascarada hasta la fecha, no ha dudado en
hacerse el honesto para así añadir uno más, el éxito moral, a su
interminable colección de éxitos. Pero no se dejen engañar: es el Menal
de siempre, ese que, por encima de cualquier realidad metafísica, “sigue
encantado de haberse conocido”. La infamia se ve agravada por el hecho
de que Menal haya abandonado su cargo, en un claro intento de aumentar
su caché, el cual a buen seguro se encargará de negociar con cualquier
canal que esté dispuesto a pagar el suculento contrato de una autoridad
mediática que ha añadido a su currículum vitae la categoría de autoridad
moral...
Harían falta medios, pero si algo tenía era precisamente eso: la
capacidad de hacer olvidar a un millón de Menales y construir un millón de
menalitos nuevos. Menal era una bomba a punto de explotar, se dijo Krgf,
y había tenido suerte de que explotara antes de que saltaran juntos al
campo de batalla. Así que Krgf se fue a la cama más satisfecho de lo que
su calamitoso día haría suponer y orgulloso de haber identificado tan a
tiempo la necesidad de tener apoyo televisivo para el resto de sus
empresas. La actitud de Menal, lejos de desanimarle, le había demostrado
la necesidad de dedicarse al proyecto (con o sin Menal) con más energías
que nunca.
“He perdido dos veces seguidas, pero no perderé dos días seguidos.
Así que mañana es un día importante...”
Krgf miró a su alrededor y se dijo que era agradable estar en casa.
Tras apagar la luz la imagen de aquella desvencijada oficina aún
permaneció en su mente por unos segundos, que fue los que tardó en
quedarse profundamente dormido.
Se equivocaba Krgf: al día siguiente no fue un día importante. Un
día importante era aquel que dejaba atrás y en el que tantas cosas le habían
ido de forma distinta a lo acostumbrado. Y no, no perdió dos días
seguidos. Así que el día siguiente, lejos de ser un día importante, sólo fue
un día más.
402
403
14.-Krgf en la Playa
I
A Bruna le extrañó lo poco que en los días siguientes pensó en
Eduardo y en su visita. De vez en cuando recordó alguna de sus palabras
pero lo cierto es que; bien porque no le importaran demasiado, bien porque
le importaran tanto que hubiera puesto las barreras necesarias par evitar
que le afectaran; no pensó en él más de lo que lo había hecho antes de la
visita. Pero como una vía de agua que cuando se le impide el paso por un
lugar lo buscara por el otro, últimamente pensaba mucho más en Dalterra,
en su familia, en sus amigos y en esos planes que, según Eduardo, había
dejado colgados de un armario.
Recordó todas las cosas que le gustaban de su ciudad. Esas cosas
que ni se planteaba cuando otras más importantes estaban en el otro lado
de la balanza, pero que, ahora que éstas habían dejado de ser parte de su
vida: su trabajo, Eduardo, aquella vida a la que se sentía irremisiblemente
abocada; reclamaban su lugar entre los recuerdos agradables. Los lugares
por los que le gustaba pasear y lo libre que le hacían sentir aquellos paseos;
los rincones en los que se sentaba durante horas con un periódico y un libro
y un café en frente. Sentirse acompañada rodeada de desconocidos; la
libertad del anonimato de las grandes ciudades. Biniveri, con sus muchas
virtudes y con la gente que tan bien le había recibido desde que llegó, no le
permitía aquella liberación de perderse entre las personas. Allí toda
liberación estaba supeditada a perderse entre los árboles, lejos de nuestros
imperfectos prójimos, de esos que son como nosotros...Echaba de menos
las calles asfaltadas, el caminar horas y horas y sentir que en cada esquina
podía suceder algo imprevisto. No era necesario que sucediera, sino
simplemente sentir que podía suceder. Y las grandes tiendas de libros
donde miraría portadas durante horas, más como el que mira escaparates
que como una verdadera actividad cultural...No sabía si quería volver a
todo aquello, pero sí que últimamente lo recordaba mucho más.
Ahora que su vida anterior ya no estaba escondida en los callejones
del tiempo acechando para recuperar lo que tal vez considerara suyo; ahora
que por fin habían comenzado a pensar la una en la otra en pasado; ya no le
404
parecía tan terrible. Ahora Bruna comprendía a todos aquellos que le
habían dicho que tenía que sentirse dichosa por aquella vida de ensueño. Y
les comprendía porque, en cierto modo, también ella se sentía ajena a
aquella joven que había abandonado Dalterra dos años antes. También
ella, al mirarla, se preguntaba sorprendida: “¿por qué se fue?”
Y la miró con la mezcla de asombro y condescendencia con las que
una madres y padres miran las múltiples formas en las que sus hijos se las
arreglan para complicarse la vida; con la mezcla de admiración y condena
de quien contempla la energía mal utilizada: “¿en qué estaría pensando?”.
Incluso su trabajo, su oficina, sus compañeros, la fría visión del
centro de negocios de Darterrae, lleno de altos edificios de cristal de
aspecto grisáceo durante el día a los que el sol del atardecer enrojece como
hogueras que nacen de las raíces de la ciudad en busca de un cielo rosa y
azul. Y se acordaba, ahora que hacía meses que no se maquillaba y que
cuando se lavaba el pelo o al recogérselo por la mañana se preguntaba si no
sería conveniente darse un descanso y cortárselo corto, de aquella Bruna a
la que tanto le fastidiaba tener que arreglarse y maquillarse, pero que, sin
embargo, lo hacía con tanto cuidado. De aquella Bruna perfeccionista,
obediente y responsable.
Todo ésto lo pensaba sentada en el aula de los ordenadores y
preguntándose una vez más por la utilidad de introducir en la vida de
aquellos niños la afición por los videojuegos. Había ido a Biniveri para
enseñar a los niños a utilizar internet y ahora se encontraba cuidando de
unos ordenadores que la mayoría de los niños utilizaba para descargarse
videojuegos a cual más violento. Violento para ella, que para los niños
eran sólo juegos; como cuando ella, de niña, se había entretenido matando
marcianitos; ¿acaso se había planteado entonces las futuras repercusiones
de dicha actividad en la concordia interplanetaria? Para un niño el juego es
juego, lo importante es que sea divertido.
El que los niños de Biniveri no utilizaran aquellos ordenadores para
satisfacer su curiosidad en cuánto a como convertirse en eminentes
médicos, arquitectos o artistas, hacía que su trabajo le pareciera más
insignificante de lo que ya le parecía de por sí. Cierto que través de una
cosa tal vez llegaran a la otra; como cierto también que su misión no era
hacer a aquellos niños felices o insignes, sino enseñarles a utilizar una
herramienta. Muchos asesinatos informáticos más tarde, algunos no sólo la
utilizarían sino que además la utilizarían bien. Pero en el colmo del
ridículo, la norma de que sólo pudieran jugar mientras hubiera un
ordenador libre sólo había servido para limitar el número de ordenadores
utilizables de seis a cinco; cuando alguien utilizaba el sexto para otra cosa
405
alguno de los niños, con el mayor de los civismos, se levantaba para que
quedara un ordenador vacío y esperaba a que volviera a haber dos para
seguir con sus juegos.
Una de aquellas noche Bruna estaba algo más callada que de
costumbre. Empezaba a ser costumbre que estuviera más callada que de
costumbre.
—Ya sé que me dirás que no es nada, ¿pero qué te pasa?
—Nada—dijo Bruna con una sonrisa de complicidad en la que
Roberto le acompañó antes de continuar—. Lo que me pasa es que me
admira mi capacidad para pasar de un trabajo que no servía de gran cosa en
el que me pagaban muy bien a otro en el que no me pagan casi nada y...
¡exacto!, no sirve de gran cosa.
—Vamos Bruna, no seas tan dura...
—Y tú no seas falsamente blando. ¿Acaso lo que hago no lo podría
hacer cualquiera? ¡Cualquiera! ¡O nadie! Decir que lo podría hacer
cualquiera sería sugerir que cualquiera tendría que hacerlo antes de que se
quedara sin hacer.
—El mío tampoco es gran cosa...
—Si te parece con el tuyo seguimos más tarde. De todas formas
sabes que no es lo mismo...¡Y aunque lo fuera! El tema no es si está bien o
mal. Sólo que me asombra que queriendo ser más útil haya logrado acabar
siendo igual de inútil y, además, peor pagada.
—Vaya, eso es un progreso. ¡Has conseguido añadir la inutilidad
social a la personal! Bien hecho, Bruna, es un gran avance...Un avance,
cuando menos, en coherencia individual.
—No me lo tomo a broma...—dijo Bruna comenzando a enfadarse.
—Prefiero no tomármelo en serio. Porque cuando te hayas fustigado
lo suficiente por no estar haciendo nada metafísicamente importante, vas a
continuar con los que estamos a tu lado. Y ya te aviso que cuando me
mires a mí también te vas a decepcionar.
—No es verdad. Tu llevas una biblioteca, te ocupas de que le cojan
gusto a la lectura; yo, por el contrario, soy la guardiana de seis máquinas
de videojuegos.
—Oyéndote uno creería que los niños de cinco años hacen cola en la
biblioteca para leer a Tolstoi en ruso. La mayoría de lo que prestamos son
cómics...Así que estamos igual.
—Tú tienes lo que escribes.
—¡Vaya! Creía que ibas a decirme algo verdaderamente importante.
¿Te refieres a esos libros que me paso años no escribiendo? Vamos Bruna,
406
espero no necesitar ser escritor para que sigas enamorada de mí, porque si
lo necesito estamos fastidiados...
—¿Lo estamos?—dijo Bruna mirando fijamente a Roberto.
Roberto pensó por un momento. Nunca le había importado saltar de
tema en tema durante una conversación, aunque ahora se preguntaba si no
sería el momento de decir aquello que tantas veces le había desagradado
oír de que “no estamos hablando de eso”. No lo dijo, pero casi.
—¿Estamos hablando de eso?
—No lo sé, quizás sea mejor dejarlo.
—No, Bruna, así no...
—Entonces que lo sea. Estoy haciendo una porquería de trabajo y
hasta ahora no me ha importado porque te quiero, pero la pregunta es: ¿me
quieres tú a mí? Y no la respuesta oficial, no esa de “ya sabes que sí”.
—Si es oficial será por algo. Creo que no tengo ninguna mejor.
—¿Hasta cuándo?
—Es una buena pregunta, Bruna. Tan buena que no sé que
contestarte. Aunque no creas que no me gustaría...
—Yo te lo diré: hasta que quieras una nueva vida y me dejes como...
—Sigue...
Bruna hizo gesto de no querer seguir y le miró en silencio.
—¿Cómo tú dejaste la tuya?—dijo Roberto—. ¿Ibas a decir eso
verdad?
—Seguramente.
—Tal vez tengas razón. Sólo espero que si cambio de opinión me
dejarás volver igual que te dejará él.
—Él no tiene nada que ver en todo ésto.
Roberto la miró seriamente y preguntó:
—¿Estás segura?
—Creo que sí...—reconoció Bruna.
Roberto se levantó y dio unos pasos por la habitación. Finalmente
volvió a sentarse junto a Bruna, quien había bajado la vista y miraba al
suelo:
—Sabes que el problema no soy yo—dijo él—, si te dijera que te
quiero para siempre y todas esas cosas te cansarías también de eso.
Quieres eso de mí precisamente porque sabes que es lo que no te diré.
Igual que del otro querías otra cosa. Mira Bruna, tienes un montón de
cualidades y sabes que te quiero, pero no tienes ni idea de lo que
quieres...A no ser que lo que quieras sea que te mientan. ¿Quieres que te
diga que vamos a estar juntos siempre? ¿Qué importancia tiene? ¿Crees
que si no somos felices voy a continuar contigo por lo qué te haya dicho?
407
¿O tú conmigo? ¿O qué si lo somos te dejaré porque me apetece ver
mundo?
—Tienes razón, no sé lo que quiero. Pero no me gusta, ya voy
teniendo edad de saberlo.
—Tienes veinticinco años. Y si quieres que te dé mi opinión ojalá a
los setenta sigas igual. Y no me digas que el problema no es él. Desde que
te vino a visitar—Bruna le había contado lo de la visita de Eduardo—, no
has sido la misma. No sé como te ha cambiado, pero te ha cambiado...
—No pienso en él, pero sí en Dalterra. Quizás haya un punto medio,
un compromiso...
—Vaya palabra más fea. Me parece que los puntos medios pueden
ser muchas más cosas que compromisos.
—Lo que quiero decir es que era una buena abogada, muy buena, o
si no lo era estaba en camino de serlo...En cualquier caso era mejor
abogada que guardiana de máquinas de videojuegos.
Roberto no dijo nada. Al ver que Bruna no continuaba dijo:
—Quizás eso sea lo que estás haciendo aquí. Pero sabes que en el
futuro tu pequeño proyecto podría acabar siendo muchas cosas más. No te
digo que tenga que serlo ni que lo que me has dicho no sea correcto, sólo
que si tu concepto de lo que estás haciendo aquí es y será el que me
describes..., entonces sí, tienes razón, mejor déjalo. Veo que le has cerrado
la puerta a que sea nada más. Es lo malo de ser demasiado ambiciosos,
que cuando las cosas no van como pensamos, y casi nunca van, nos damos
cuenta de lo que no son más que de lo que son o podrían llegar a ser. No
sé si mi momento ha llegado, Bruna, pero si le ha llegado a tu sexteto de
ordenadores no tardará mucho en llegarme. Seremos los siete samurais, o
los siete allá-us-muráis.
—No te entiendo.
—Me refiero que llevas meses diciéndome todo lo que soy y, me
imagino, tal vez otros de tus novios no fueran. Pero no dudes de que ellos
son cosas que yo no soy y algo me dice que me va a llegar el turno...
—Parece como si lo desearas...
—Llegados a este punto no le tengo ningún miedo.
—¿A qué punto hemos llegado?—dijo ella.
—Al de estar pensando en irte. Quizás aún no lo hubieras decidido,
pero es cosa de tiempo.
Bruna miró a Roberto por un instante antes de decir.
—No parece que te afecte mucho.
408
—¿Hoy? Las ideas no duelen. La verdad, la idea de que te vayas no
me parece gran cosa. Otra cosa será la realidad de que te hayas ido. Pero
eso no tendrás que verlo.
Bruna se quedó callada por unos instantes. Finalmente dijo:
—Vamos Roberto, no nos peleemos. No sé como hemos llegado de
una cosa a otra...Es verdad que ya no estoy segura de querer seguir con lo
de los ordenadores y, tal vez, empiece a buscar algo en Dalterra. Eso no
significa que no me importe lo que tengas que decir al respecto o que
tengamos que dejarlo...
Tras unos instantes, Roberto dijo:
—Todo muy normal, ¿verdad? Has pensado en que quieres un
cambio profesional. Que yo sepa nunca he hecho o dicho nada que te haga
creer que espero que me consultes antes de decidir que hacer con tu vida
profesional. La consulta se agradece, pero no se espera. ¡Ya me amoldaré!
Lo que me cuentas es de lo más normal, no fuiste extraditada a perpetuidad
a Aubaye sino que viniste una temporada a ver que aprendías. Una
temporada que podría haber durado un mes o cincuenta años, que importa.
Pero si lo que me cuentas no es nada ni grave ni especialmente extraño, no
entiendo porqué me lo has contado tras esta extraña conversación. Por qué
no me lo has dicho directamente...
—No estaba segura de lo que pensarías.
—¡Vaya! Ésto va mejorando. No estabas segura de si el sultán
Roberto te iba a dar permiso para salir a la calle. Por favor, Bruna, no
seamos ridículos. Ya sé que quieres irte y me parece bien...No, perdona,
deja que te lo diga de otra manera. Ya sé que quieres ir a Dalterra. Lo
siguiente ya tendremos tiempo de hablarlo. Sólo tienes que contestarme a
una pregunta: ¿tengo que pensar en si quiero venir contigo?
Bruna sonrió. Finalmente dijo:
—Lo que acabas de decir hace que me pregunte si de verdad quiero
irme.
Roberto se acercó a ella y la abrazó, mientras le decía:
—Pregúntate lo que quieras pero pregúntatelo bien. Tenemos
demasiadas cosas a nuestro favor como para conformarnos con un mal
menor. Al menos no de momento...Además, te sorprenderías de ver la
versión urbana de Roberto. Puedo ser todo un yuppie cuando me lo
propongo...
—Sí, un yuppie asilvestrado...—dijo ella con una enorme sonrisa y
enredando los dedos de una mano en su pelo ondulado y pasando la palma
de la otra por su barba de una semana.
409
—No te digo que vaya a venir contigo, sólo que me digas si tengo
que pensármelo.
Ella le contestó con un suave beso en la mejilla.
II
El primer viaje nocturno del señor Krgf con Florinda tuvo lugar en
una bonita noche de primavera de cielo claro, agradable brisa y una luna
llena que convertía la oscuridad en un día de barniz grisáceo y manto de
plata. Justo lo deseado por Krgf cuando en el último momento se decidió a
hacer el viaje y así conocer mejor las condiciones del terreno en las que
trabajarían sus colaboradores. Durante las tres primeras horas el trayecto
transcurrió sin novedad, cruzaron la frontera sin mayores problemas y
contempló embelesado el agreste paisaje de la zona sur de Dalterra y norte
de Aubaye, el legendario desierto de los Dientes de la Sierra, llamado así
por una cadena montañosa que con sus escarpadas y rectas laderas parecía
medir el paisaje antes de cortarlo en dos. Y se asombró de aquel proyecto
de ingeniería ferroviaria que desde cien años antes había convertido a los
pasajeros del tren en argonautas de desiertos, mares y montañas;
pareciendo por momentos que volaban cuando el tren envolvía las
montañas como si de las manos de un amante se tratara. Y por si el
entretenimiento paisajístico no fuera suficiente, Krgf además se deleitó con
emocionados cálculos y proyectos mentales sobre los beneficios a obtener
con aquella joya de la ingeniería; primero como transporte de mercancías
clandestinas y finalmente como atractivo turístico.
Pasadas las mencionadas tres horas, le sorprendió una tenue luz a los
lejos en el cielo. El tren iba casi a oscuras y había que estar muy cerca
para avistarlo, pero en las últimas semanas había habido algunos incendios
más al sur, ya acercándose a Biniveri en la región de Las Cimas, y algunos
helicópteros e hidroaviones podían estar sobrevolando la zona en camino a
abastecerse de agua con que sofocarlos. En la siguiente hora las luces se
fueron haciendo más y más numerosas, de tal modo que Krgf decidió no
arriesgarse y le dijo al maquinista, un silencioso y rudo dalterrino con el
que había cruzado las palabras justas para quedar de acuerdo en la
operación y en las medidas a tomar en caso de dificultades:
—Moisés, lo más seguro es que no sea nada, pero no conviene que
me arriesgue. Voy a bajar y ya me las arreglaré para llegar al pueblo más
410
cercano. Si te paran ya sabés lo que tienes que decir, que has robado el
tren y que trabajas solo. En dos días estarás fuera de la cárcel y se te
compensará por cualquier problema...
—Sé que puedo confiar en usted.
—Lo sabes. No hagas cosas raras ni intentes escaparte. Si te paran
que te paren.
—¿Para qué arriesgarme a morir escapando si usted me salva?
—Nos entendemos: llevamos años trabajando juntos.
—Si algún día me la juega le corto el gaznate, ni más ni
menos...Antes o después.
—Ese es tu poder—dijo Krgf con la mayor de las tranquilidades—tú
sabes que lo tienes y yo lo sé. Cada uno tenemos los nuestros y está bien
que nos los reconozcamos...Ves parando...—y tras unos instantes—, esté es
un buen sitio. Bien, ojalá que no sea nada. Si no lo es ya sabes que tienes
que volver a estar en Nuevo Giralte antes de las cinco de la mañana. Te
quedan unas cinco horas...
Moisés asintió.
Krgf decidió que lo más fácil sería ir hasta Biniveri, que calculaba
que estaría a unos quince kilómetros. Desde allí cogería un autobús a
Deyana y, tras una ducha y una siesta en cualquier hotel, volaría en el
último avión a Darterrae. Así que comenzó a caminar por senderos
cercanos a la vía, intentando no alejarse demasiado de ésta, lo cual no era
del todo fácil pues había varias vías que se cruzaban y había que estar muy
seguro de la orientación para saber cual seguir. Tras dos horas aceptó que
estaba perdido. Entonces decidió caminar en dirección al mar, el cual casi
podía llegar a adivinar desde donde se encontraba pero, sobre todo, que
sabía que estaba en dirección opuesta a las montañas de Las Cimas, que ya
divisaba claramente desde donde se encontraba. No sería el camino más
rápido, pero sí el más seguro; unos seis o siete kilómetros hasta el mar y
unos doce o trece bordeando la costa hasta el pequeño puerto pesquero de
Biniveri, desde donde encontraría quien le llevara hasta el pueblo.
Sus cálculos se vieron en principio confirmados cuando algo más de
una hora más tarde pisaba las blancas dunas de la costa oeste de Aguaviva.
Era una bonita mañana y al llegar a aquella blanca y solitaria playa,
rodeado de árboles, flores y mariposas que parecían darle la bienvenida
jugueteando entre las matas de las dunas, el señor Krgf se sintió alegre
pese al cansancio. En aquella playa, solo, a cientos de kilómetros de sus
planes, el señor de la chistera se encontró con muchas cosas que hacía
tiempo que no sentía; una naturaleza por la que pasaba a menudo pero que
hacía tiempo que no se paraba a disfrutar; un mundo al que parecían
411
importarle poco o nada sus planes de enriquecimiento. Las mariposas, los
conejos, alguna cabra salvaje, los insectos: todos parecían tener planes
mucho más importantes que los suyos e iban de un lado a otro y a toda
velocidad, más pendientes de sus quehaceres que de Krgf.
Al llegar a la playa, sudoroso, se desnudó y se dio un baño en el mar.
En un principio el agua le pareció fría, acababa de comenzar Mayo, pero
en seguida se acostumbró. El sabor de la sal, el escozor de los ojos al
mirar al fondo del mar y ver un tapete verde difuminado que de repente
cambiaba a uno de gran nitidez cuando una burbuja actuaba como lente;
sensaciones largamente olvidadas y que ahora sintió como voces del
pasado. Nadando sin casi mover brazos y piernas, lo justo para flotar, y
mirando a la prodigiosa costa de Aguaviva, el señor de la chistera se dijo
que en algo debía de haberse equivocado viviendo de manera tan
complicada en un mundo aparentemente tan sencillo; siendo un elemento
distorsionante en la gran armonía de la naturaleza.
En eso pensó durante cinco minutos, hasta que, cansado del esfuerzo
de mantenerse a flote, su mirada en dirección a la costa dio un resultado
muy diferente. El cuadro había cambiado a uno en el que veía a las
gaviotas sobrevolar en busca de comida. Vio a la cruel y despiadada
naturaleza; una naturaleza que sería pagada con su misma moneda el día
que cualquier especulador le pusiera precio. Y lo pondría: porque se lo
dejarían poner y porque se lo dejarían pagar. Y a la naturaleza le crecerían
hoteles y bares y turistas con olor a todo tipo de bronceadores de olores
salvajes. Y todo sería un ciclo, sólo un ciclo más, ¿por qué quién es el
hombre, se preguntaba Krgf, para decir lo que está bien o mal; quién es el
hombre para otorgarse mayores poderes que el de cualquier otro animal;
quién es el hombre para querer hacer algo más que sobrevivir? Una cosa
es parecer civilizado, la naturaleza muestra su mejor cara en sus bellos
colores, y otra serlo de verdad, siguiendo el ejemplo de esa naturaleza que
esconde tras sus faldas y capas el más despiadado de los corazones. Todo
es un ciclo, un ciclo destinado, como todo ciclo, a la destrucción; a la
destrucción de la vida. Y si los animales pensaran; ¿no se dirían que es
mucho mejor destrozar el medio ambiente y sentarse con una copa
cómodamente en la oficina del mastodóntico hotel que construiría en
aquella misma playa? En ésta, ésta misma, y como homenaje lo llamaría
Voces del Pasado.
Y decía que la vida era sencilla, que todo era fácil.
“La vida sólo puede ser sencilla para quien vive de las apariencias.
Las apariencias tienden a la simplicidad. Pero si la vida se complica al
profundizar, ¿para qué hacerlo? ¿Para qué complicar las cosas? ¿Se
412
plantearía un animal si hay una forma más moralmente digna de vivir? Al
final lo único que nos diferencia de cualquier otro animal es que sabemos
que vamos a morir y, por alguna extraña razón, no nos parece lo más
natural del mundo. Y lo analizamos y lo complicamos para no quedarnos a
solas con tan aburrida y predecible realidad.”
Pensó que todo lo que le rodeaba moriría algún día; que las plantas
no serían las mismas; que el agua no lo sería; que todos y cada uno de los
animales no lo serían y que alguien estaría un día en el mismo lugar viendo
lo mismo y tal vez pensando lo mismo. La postal sería la misma, pero el
observador no. Y sintió rabia. Rabia por tener que respetar a un mundo
que no le respetaba a él; un mundo que prescindiría de él sin tener ni
siquiera el detalle de hacer una pequeña referencia a su paso. Rabia de que
en cincuenta años, cuando alguien viera lo que él veía, la naturaleza no
tuviera el detalle, mediante el viento, la luz del sol o algún loro, de
comentarle a la persona que estaba viendo y tal vez sintiendo lo mismo que
no era el primero en sentir y pensar aquello y que un tal señor Krgf,
chistera, Ofus o Lápiz, había estado viendo y sintiendo lo mismo cincuenta
años antes.
¿Y si la naturaleza no le respetaba? ¿Por qué iba él que respetar a la
naturaleza?
De vuelta en la playa y vistiéndose, el señor Krgf volvía a estar
acompañado de sus planes y ya contemplaba la posibilidad de sobornar al
presidente de Aubaye y así obtener un cambio en la ley de costas para así
poder edificar en los terrenos cercanos al antiguo ferrocarril. También
pensó en proponerle restaurar los antiguos pueblos y construir cuatro o
cinco kilómetros al borde de la costa de los más “modernos y atractivos
complejos turísticos, un verdadero motor para de la futura economía
Aguavivense.” Estaba seguro de que el gobernante aceptaría. Al fin y al
cabo, “¿qué son cuatro o cinco kilómetros de costa cuando se tienen
cientos; que son cuándo se tiene costa y no trabajo?”; se imaginaba que el
presidente le diría a los electores.
Y sobre todo, “¿qué son cuatro o cinco kilómetros que no son míos y
por tanto en mi cuenta corriente se reflejarán en cero, en comparación con
cuatro o cinco kilómetros, que sin ser tampoco ser míos, se reflejarán en mi
cuenta corriente en varios cientos de millones de terrones?” No estaba
seguro de que el presidente fuera a contarle aquella segunda parte a los
electores.
Con el presidente de Aubaye utilizaría la técnica de soborno
habitual: la de posponer los pagos hasta que dejara su cargo, ofreciéndole
entonces un sueldo astronómico en alguna de sus empresas. Era uno de los
413
grandes avances de la tecnología corruptílica: el sobornado no tenía ni que
admitírselo a sí mismo. Algo así como el misterio mariano: ha tenido un
hijo y sigue siendo virgen; así eran los políticos últimamente:
incorruptibles pero corruptos.
“La empresa privada me valora”, diría entonces el corrupto.
Para ésta fórmula las limitaciones de mandatos eran una bendición.
Krgf pensaba que si no existieran habría que inventarlas; de hecho, no
descartaba haberlas inventado cuando no existían. En éste apartado el
actual presidente de Aubaye era un maestro, pues pese a que en Aubaye no
había limitación de mandato él mismo había dicho que renunciaría al cargo
tras ocho años. Sus seguidores lo llamaban “desgarradora honestidad”;
Krgf lo llamaba disfrutar de los contactos joven y tener toda una vida
profesional por delante para cobrar lo que se debe.
Otro de los pasos a dar para concluir aquella operación sería aportar
dinero a alguna ONG medioambiental y así asegurarse de que protestaran
lo suficiente para que no se construyeran más complejos en aquella costa y
que el suyo fuera el único.
—Corromper lo corrupto, cualquier mafioso de medio pelo puede
hacer eso. Corromper a narcotraficantes, políticos y proxenetas, eso lo
hace cualquiera y yo también pues es un dinero fácil al que sería una
tontería renunciar. Pero corromper lo limpio, utilizar lo bueno para fines
perversos. Eso está sólo al alcance de los más grandes. Y yo, por supuesto
lo soy..—clamaba Krgf en la soledad la playa—. Y es que en el fondo
todos estamos de acuerdo en lo mismo. Yo, como los ecologistas, estoy en
contra de la proliferación de la edificación en espacios naturales, porque
para que haya proliferación primero tiene que haber construcción, y una
vez está construido lo mío, ¿por qué voy a querer competencia? También
estoy en contra de que se puedan comprar drogas en una farmacia, ¿para
qué si me las pueden comprar a mí?
Todo ésto lo iba pensando mientras caminaba por la costa de
Aguaviva camino a Biniveri. Su espejismo de deleite pronto se había
agotado y no tardó en reafirmarse en porqué el hombre, aún siguiendo
ciertas directrices de la naturaleza, se había pasado la vida regañándola.
Cambiándola, mejorándola, simplificándola y complicándola: se reafirmó
en porqué la adaptación humana había sido casi siempre en clave de
dominación y porqué la inhóspita naturaleza había sido algo a reducir,
domesticar y subordinar y nunca algo con lo que a convivir. Pronto
muchos llamarían bello a aquel aburrido e inhóspito lugar; por dos
semanas y siempre y cuando estuvieran alojados en un lujoso hotel y el
414
paisaje hubiera sido aderezado y corregido por bares, restaurantes y salas
de fiestas.
Incluso la sal del mar, cuyo gusto tan bien le había hecho sentir horas
antes, ahora le parecía la más desagradable de las sensaciones al notarla
reseca en su piel y gustoso hubiera regañado a la naturaleza con una
pastilla de jabón y agua dulce.
Pasaron las horas de marcha y aquella naturaleza tan inocente a
primera vista; una primera vista en la que la naturaleza suele parecer
encarcelada en un postal; se fue haciendo más y más fuerte, más y más
agresiva. Ahora era ella la que regañaba a Krgf. El sol y la arena le
hicieron sentir que caminaba sobre brasas. Hacía casi media hora que ya ni
siquiera sudaba; llevaba desde la noche anterior sin beber agua y el camino
que en principio había calculado que iba a durar tres horas iba ya por las
doce. Ya no tenía ni siquiera calor; incluso comenzaba a sentir frío y el
estómago comenzó a dolerle. Tenía los oídos taponados y cada vez que
movía la boca le parecía como si en vez de saliva tuviera una seca y
viscosa sustancia arenosa. Su mente comenzó a deambular como si no
necesitara de su colaboración; recordaba, planeaba, decía cosas...
Estaba totalmente deshidratado. Soñaba con beber. Hubiera
cambiado todo: su fortuna, su ropa, sus ideas, su alma, su concepción de
mundo; por un vaso, aunque sólo fuera sólo uno, por mucho que supiera
que sólo iba a servir para alargar la agonía un minuto más. Servir a los
pobres, hacer de misionero por el resto de sus días, olvidar todos y cada
uno de sus proyectos: todo por un vaso de agua. Pensaba en una gran
piscina de limpia agua mineral en la que nadaría y bebería a la vez por la
boca y por los poros. Quería convertirse en agua, ser una medusa...
Ya casi inconsciente, al borde del desmayo, se tumbó en la playa.
Cuando finalmente perdió la consciencia su mente vagó desde cascadas
naturales a sofisticados jacuzzis; desde oasis propios de Las mil y una
noches hasta campos de golf en los que el agua tendría como única utilidad
que la hierba estuviera exactamente a la altura adecuada para que la pelota
rodara...y rodara....rodara como ahora rodaba su consciencia...¡si pudiera
convertirse en una vaca en un campo de golf! Todo a cambio de al morir ir
a un paraíso o un infierno, la etiqueta es lo de menos, en el que por el resto
de la eternidad se convirtiera en una vaca pastando en una abundante y rica
pradera. ¡Sólo pensar en aquella jugosa y húmeda hierba..!
—¿Está muerto? Muerto seguro...
Era una voz lejana a la que momentos después acompañó otra.
415
—Muerto, muerto del todo. Aunque hay que decir que para estar
muerto tiene la cara muy desencajada, como si ni de muerto hubiera dejado
de sufrir.
Desde las profundidades de los campos de golf y desde su recién
encontrada identidad vacuna, el señor Krgf oía una y otra vez aquella
palabra: “muerto.”
Como si de un grito se tratara, como si fuera la más compleja forma
de comunicación, logró toser.
—Vaya, un muerto resfriado...
—No le des agua no se vaya a resfriar más. Seguro que no quiere
agua. Es más, toda el agua que tengo aquí en la cantimplora la voy a tirar
para no ofender su vista.
El señor Krgf abrió lo ojos con tal terror que la voz que había dicho
aquello añadió:
—No, hombre, no te asustes. Que era un broma. A veces no hay
nada mejor que una broma para resucitar a un muerto. Que ya te damos un
poco de agua, no te preocupes hombre. Aunque no bebas demasiado
deprisa, que no te hará bien y a nosotros tampoco nos sobra el agua. Pero
no te preocupes, que ésta la cuentas, y si no la vas a contar...¿para qué
preocuparse entonces?
—Alto, alto...—Krgf había comenzado ya a beber con desesperación
—. Dentro de un rato un poco más.
Krgf no sólo reaccionó, sino que incluso logró decir un par de
palabras. Preguntó donde estaba.
—Estás vivo—le contestaron—. De momento es el único sitio en el
que estás.
—¿A cuánto está Biniveri?
—A unos diez kilómetros.
—¡Diez kilómetros! ¡Pero si llevo horas caminando!
—Y muchas más que te quedaban por caminar. Los diez kilómetros,
caminado como supongo que caminabas tú por la costa, los hubieras hecho
en algo así como cuatro horas más. ¿O crees que las playas son autopistas?
Krgf se despertó en la habitación del mismo hotel en el que hemos
conocido a Bruna, el único de Biniveri. El pequeño diálogo que hemos
referido es todo lo que recordaba de sus rescatadores, de los que después
supo que eran unos pescadores y un cooperante que le habían llevado hasta
el hotel y llamado a un médico, quien tras hacerle una visita dijo que se
trataba de una leve deshidratación y que el desmayo que había sufrido
camino a Biniveri se debía más al cansancio que a la propia deshidratación,
de la que se repondría totalmente tras un par de días de descanso y
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bebiendo muchos líquidos. Junto a la cama estaba su ropa, limpia y
planchada, y un par de botellas de agua. Krgf abrió una y se la bebió
entera a lentos sorbos.
Minutos más tarde, cuando por primera vez se miró al espejo,
observó con atención el enrojecimiento de sus mejillas, que le daba el
aspecto de un turista que, recién salido del invierno, se da un baño de sol
en el primer día de vacaciones. También se extrañó de no ser Krgf y se
acordó de que al bañarse en la playa había dejado la peluca, gafas,
sombrero y pelos faciales; una decisión de la que ahora se alegraba pues tal
vez la actuación de los pescadores no hubiera sido la misma de haberse
encontrado a un moribundo con peluca y bigotes postizos.
Así que tras una larga ducha Krgf bajó hasta la recepción del hotel y
preguntó como había llegado hasta allí, refiriéndole el recepcionista la
historia que acabamos de contar.
—El médico me dijo que le recomendara muchos líquidos, fruta y
descanso y que le llame a poco que no se encuentre bien. Dijo que es
normal que se sienta débil...
Krgf sonrió y dijo que se encontraba bien, aunque haría caso al
doctor y se quedaría descansado hasta el día siguiente. El siguiente tema
era el del dinero para pagar la habitación, a lo que el recepcionista le
contestó que el dueño del hotel había dado instrucciones de no cobrársela
pues, no habiendo elegido ir allí, no se le podía considerar un cliente. Krgf
pidió una tarjeta del hotel y dijo que en cuanto llegara a Dalterra se podría
en contacto con ellos para arreglar la cuenta, agradeciéndoles igualmente la
hospitalidad.
Fue a la terraza. Hacía mucho calor, así que se arremangó la camisa
y dando cortos sorbos a un vaso de zumo de naranja y contemplando el
valle de Biniveri a un lado y el mar al otro se dijo que, desfallecimientos
aparte, unas pequeñas vacaciones le vendrían bien, las primeras en mucho
tiempo, y que le vendría bien reflexionar durante unos días sobre los
siguientes pasos a dar en el proyecto del ferrocarril y del desarrollo
turístico de la costa de Aguaviva y los pueblos de Las Cimas. Además de
que no tuvo mucho tiempo para aburrirse: alrededor del mediodía le visitó
el cooperante que le había recogido junto a los pescadores. Ni más ni
menos que nuestro joven medioambientalista de espíritu y jersey andino,
aquel al que Lucio le contó su historia de lejanos emperadores de la China.
Pronto averiguó en lo que trabajaba el joven, llegando incluso a
acompañarle a uno de los hangares de los misioneros católicos desde los
que ayudaba a repartir ayuda social, principalmente ropa de abrigo, en
toda la región. Fue un paseo de lo más agradable y a la hora de comer
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Krgf volvía a estar del mejor de los humores en la terraza del hotel
degustando las especialidades de la gastronomía local. No dejaba de
sorprenderse: una cosa era que él se tomara vacaciones y otra que la vida
se las tomara en su eterna misión de abrirle posibilidades. Ni que decir
tiene que tomó nota del nombre y dirección del joven.
Desde la terraza podía ver la plaza principal de Biniveri y ya
terminando el café divisó la alta y delgada figura de Barry entrando en el
restaurante de Luis. Alguien debió de decirle que un compatriota suyo que
seguía vivo por casualidad se estaba recuperando en la terraza del hotel, ya
que Barry se dirigió a la misma, sorprendiéndose, al salir, de no encontrar
al extranjero del que le habían hablado. El recepcionista se extrañó y le
dijo en broma:
—...seguro que os hubierais llevado bien. Desde luego, Barry, todos
los dalterrinos parecéis iguales. Como poco erais del mismo barrio: los
mismos ojos azules y piel clara...
Barry se rio y le hizo alguna broma sobre la piel y pelo negro de los
de Aubaye y salió en dirección a la plaza. No volvieron a ver a Krgf por el
hotel, aunque días más tarde alguien dejaba un sobre de su parte saldando
la deuda con gran generosidad
Oculto tras unos enormes árboles en una pequeña colina cercana a la
plaza, Krgf esperó a que Barry terminara su comida. Con paso cadencioso
y aire ensimismado Barry volvió a la cueva. Tras esperar unos minutos, su
perseguidor también entró:
Desde lo alto de la cueva, Krgf vio a Barry junto al lago repitiendo
una y otra vez las líneas de un diálogo que aparentemente estaba
ensayando. O tal vez haciendo correcciones sobre un texto ya escrito. Tal
y como veremos, Barry comenzó la narración de forma dubitativa, como si
estuviera improvisando, aunque muy pronto cambió el tono y comenzó a
narrar de corrido:
Lo primero que Krgf le oyó decir a Barry es que “había que olvidarse
de la pereza...”
—...sí, fuera perezas, tengo que escribir la historia...Sí, ya es
momento de cambiar de representación. Basta ya de historias para
adolescentes y impúberes que, cuando se den cuenta de que la vida no es
como yo se la he contado, hasta puede que me pidan el libro de
reclamaciones. ¡El libro de reclamaciones del amor! También yo quiero
verlo. Vaya, quizás tenga que escribir sobre eso; sí, esa será mi próxima
representación. Aunque hace ya meses que tengo esta otra historia...No, no
puedo dejarla por más tiempo, se me va a pudrir dentro y las historias
podridas son altamente nocivas, se puede no tener imaginación, pero tener
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una imaginación podrida es de lo más peligroso...Salen gusanos y luego ya
se sabe lo que pasa. Va a ser en primera persona, en ella contaré que soy...
Tal y como lo pensé el otro día, era uno niño sabio, uno de esos que está
siempre entre libros y que por cada año que vive parece sacarle dos más a
sus compañeros de clase. De modo que diría algo así como, me llamo...
¿cómo le llamo? Siempre los malditos nombres. ¿A qué día estamos? No,
ya basta de santorales. Hasta con lo de los nombres nos ponen collares;
como si no nos pudiéramos llamar nuestro propio nombre; como si desde
el principio nos tuvieran que dejar claro que no somos únicos, que hay
muchos como nosotros y con el mismo nombre. No, no somos únicos, así
que, bien mirado, nunca podremos estar solos. Porque a veces es peor
cuando nos ponen nuestro propio nombre, como Caperuzoski, “hola, me
llamo Caperuzovsky”. Y al menos este que esta hecho de una palabra y
una terminación habitual, como si fuera un monje ruso, pero podría ser
peor, podría llamarse RFRSN. Así que el niño se llamará José. Un José
más de los Josés Unidos del Mundo. Pues bien, a José siempre le gustaron
los libros y pensó que a través de los libros y el conocimiento se podía
contribuir a construir un mundo mejor. Y empezó cambiando lo primero
que hay que cambiar cuando se quiere cambiar el mundo; no, no cambiar,
mejorar...¿qué es mejorar? Bueno, no vayamos a liarnos en una cosa tan
tonta. Lo dejaremos en que José quería un mundo mejor y empezó por
hacer mejor el suyo. Lo que es mejor o peor lo definiré o no lo definiré, no
estaré hablando a una congregación y al que no le guste y quiera saber lo
que es bueno o malo de una manera tajante que se vaya a la cueva de al
lado. Así que José era un buen estudiante. Siempre le gustaron los libros,
las ideas, la lectura y además de ser uno de esos que envejecía un par de
años por cada año de los demás, pero eso ya lo he dicho, además de eso, o
más bien por eso, llegó adecuadamente sobrio a la mayoría de edad. Así
que estaba destinado a ser uno de esos prohombres con muchas corbatas y
más tarjetas de crédito. Sus padres siempre le dejaron libertad de elegir su
camino “será un exitoso abogado, un exitoso hombre de negocios o un
exitoso político...” Eso de empezar las frases con exitoso debe de ser un
defecto en el habla o una muletilla del tipo de “¿sabes?”...Pues bien, este
fue el ambiente de libertad en el que creció José. Y de momento dejamos a
José en la universidad, donde tiene como cometido ejercer exitosamente su
libertad de elegir exitosamente una carrera que le haga exitosamente
próspero para que así sea exitosamente feliz.
Ahora nos ocupamos de su hermano pequeño. ¿Cómo de pequeño?
Un poco, dígamos...Un chico inteligente, pleno de actividad, imaginativo y
que un día pierde la chaveta y durante años no pronuncia una palabra y se
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dedica a jugar al ajedrez. Antes de exitosamente volverse majareta el
hermano de José, al que llamaremos, otra vez lo de los nombres...Mario, sí
Mario es un buen nombre. Mario y José...
Barry pausó por un momento y se acercó al pequeño laguito natural
que había en la cueva. Se echó un poco de agua en la cara y gritó:
¡Mario y José!
En un tono más bajo, aunque perfectamente audible para Krgf, que
desde su posición y gracias a la buena sonoridad de la cueva hubiera oído
hasta el más suave de los susurros, dijo:
Era una tarde otoño, el quince de octubre, a las cinco y dieciséis de la
tarde, no es que en aquel momento mirara la hora, pero cinco minutos más
tarde sí, así que no es difícil deducir que hora era cinco minutos antes de
que mi vida se paralizara, se congelara de manera terminal a las cinco y
veintiún minutos. A las cinco y veintidós también era y veintiún minutos y
un mes más tarde seguían siendo las cinco y veintiún minutos del quince
de Octubre del año Cinco y Veintiún minutos...Recuerdo lo que llevaba
puesto y como iba vestido porque seguí con aquella ropa durante toda la
primera semana de las Cinco y Veintiún minutos. Recuerdo los calcetines
que llevaba, de un rojo chillón poco apropiado para la ocasión y con un par
de agujeros por calcetín. Lo recuerdo porque aquella tarde tenía una cita
con una chica y justo cuando me dijeron que me llamaban por teléfono
andaba pensando en que quizás debiera cambiarme de calcetines por si,
con un poco de suerte, acababa la noche quitándome los zapatos en una
casa que no fuera la mía. Había quedado a las seis y media, así que hace
casi cuarenta años que sigo esperando a que pase una hora y nueve minutos
para que así llegue la noche y, quien sabe, con un poco de suerte me tenga
que quitar los zapatos. Tampoco la camisa era la más apropiada. Era
adecuada para la cita, la noche, y hasta con un poco de suerte quitármela.
Para lo que no era apropiada era para las cinco y veintiún minutos. Tras
coger el teléfono y oír la noticia de que ya para siempre sería la misma
hora me quedé con la vista fija en las líneas de la camisa y pensé que tal
vez a mi madre le hubiera gustado que fuera un poco mejor vestido en el
momento en el que me comunicaban su muerte. Así que las cinco y
veintiún minutos me pillaron con agujeros en los calcetines y con camisa a
la moda.
Había sido un accidente. Quizás le había fallado un pie o se había
resbalado. Se oyó un fuerte golpe y al acudir mi padre había visto la
cabeza de mi madre ensangrentada e inconsciente junto a mi hermano
pequeño, de doce años, quien le daba suaves empujones en los hombros
420
como si tratara de despertarla de aquel inoportuno sueño en aquel
inoportuno lugar con aquel inoportuno escalón como almohada.
“Duerme, sólo duerme...” fueron las palabras que ya en aquella
primera llamada me dijo mi padre que había pronunciado mi hermano, “me
la he encontrado dormida y ahora no quiere despertarse...”
A toda prisa fui hablar con todos mis profesores, me encontraba
cursando primero de económicas, explicándoles lo sucedido y que aunque
haría todo lo posible para presentarme a los exámenes finales de febrero,
quizás tuviera que dejarlo todo para Junio. Mis profesores, dada la
gravedad de la situación y mi buen expediente académico, mostraron la
mayor predisposición a retrasarme los exámenes unas cuantas semanas si
lo consideraba necesario. Todos sin excepción me dijeron que aquel no era
momento para preocuparse con exámenes y que cuando el momento
llegara ellos se preocuparían conmigo.
Al llegar a casa me encontré con algo extraño. Mi hermano, el chico
más alegre y saludable cuando lo dejé, se había convertido en un ser
enfermizo y silencioso que se pasaba los días con la mirada fija en un
tablero de ajedrez y moviendo las fichas de forma mecánica. Intenté
hablar con él, pero aunque él me miraba a los ojos cuando le hablaba, no
parecía hacer el más mínimo caso de lo que le decía.
Y fueron pasando los días, mi hermano en un perpetuo silencio con
la mirada fija en un tablero de ajedrez y mi padre ultimando los
preparativos para funerales, herencias y tantas cosas engorrosas que, por si
no hemos tenido suficientes demostraciones en vida, nos demuestran que
somos muchas cosas antes que personas.
Somos ciudadanos y
contribuyentes; somos cuerpos físicos de los que disponer por razones
morales, estéticas e higiénicas. El tiempo se ha parado para el muerto,
pero no tendrá el detalle de también pararse para los vivos del muerto.
Y no, no es verdad que nos vayamos como venimos; si el nacimiento
y la muerte son la misma puerta, es la de un palacio con un estercolero
como jardín. Mi madre llegó entre el amor y la esperanza y en unas toallas
que la arropaban con el cuidado con el que se envuelve a la promesa y a los
sueños; entre el jolgorio de una familia que la recibía como el mejor de los
tesoros y unos padres ansiosos de no perderse ni un minuto de su vida. Y
se iba llorada y entre la tristeza y la rabia de los que nos preguntábamos
como íbamos a enfrentarnos a aquello de olvidarla un poco cada día al
sustituirla por su recuerdo; esos recuerdos tan vagos, tristes y llenos de
convencionalismos en comparación a la belleza de los momentos, al
desgarro de los sentimientos mientras la vida sucede y no simplemente se
rememora cuando sucedió.
421
Hicimos lo posible por seguir adelante y pensar en lo que ella
hubiera querido que hiciéramos con nuestras vidas; cambiando incluso
motivos existenciales y ambiguos por otros más concretos como, por mi
parte, qué tipo de trabajo le hubiera gustado que tuviera; como tenía que
ser la mujer que me acompañara; que es lo que le hubiera gustado que la
gente de su hijo mayor...
Nunca más volví a llevar calcetines con agujeros.
Fueron innumerables las charlas en las que mi padre y yo celebramos
su recuerdo. Y lentamente todos parecíamos salir de la tristeza del
momento y encontrar en ese armario sin fondo que es el tiempo
herramientas tan útiles para el olvido como “lo poco que le hubiera gustado
vernos tristes,” o “las muchas ilusiones que tenía,” todas esas cosas que
que aún le quedaban por hacer y que eran la mejor muestra de las muchas y
buenas que ella misma sentía que ya había hecho. Y entonces yo me
lamenté porque no hubiera vivido ni siquiera unos años más, los suficientes
para vernos casados a mi hermano y a mí, o al menos los suficientes para
que yo, el mayor, le hubiera dado un par de nietos a los que mimar. Y
aquel sentimiento me produjo tanta pena que por un momento sentí el
alivio por apenarme por un sentimiento, por algo que me podía parecer
más o menos prescindible, y no por ese ser único e insustituible que sabía
que había perdido para siempre...
Digo ésto para que vean lo grande que era mi pena. Pero la pena,
como una carga, con el movimiento, con la actividad, se me hacía más
llevadera. Las penas, como los momentos, se iban sustituyendo, y mi pena
de hoy, por apenarme con matices ligeramente diferentes, me parecía
distinta de la de ayer. Y lo mismo podía decirse de mi padre. Aunque
salieron ciertos detalles penosos sobre las circunstancias en que se había
producido aquel resbalón, mi madre había bebido, y que el matrimonio
entre mis padres no iba todo lo bien que debiera haber ido, mi padre la
lloró como si aún estuvieran en su noche de bodas y todos se asombraron
del dolor de aquel buen hombre por la que, según ahora se sabía, no había
sido la mejor de las esposas.
Pero mi padre la defendió. Dijo que no había sido perfecta, que es
cierto que le gustaba beber y que a veces descuidaba a sus hijos; dijo que
no era la primera vez, tal y como confirmaron algunas de las amistades de
mis padres, que se resbalaba habiendo bebido, pero que eso no significaba
que no hubiera sido una buena persona...
Mi padre comenzó a preguntarse en voz alta si tal vez podría haber
hecho algo por salvarla de esa vorágine de destrucción en la que hacía
meses que había entrado.
422
Así que, aceptando que a mi madre nadie nos la devolvería, todos
nos volcamos en detener aquella espiral de responsabilización en la que
había entrado mi padre. Sus amigos y sus empleados; yo mismo hice todo
lo posible por animarle a salir adelante, por ayudarle a encontrar
motivaciones y poco a poco lo conseguimos. Tres semanas en las cinco y
veintiuno y mi padre volvió al trabajo y yo a coger los libros, decidido a
presentarme a los exámenes de febrero.
Con lentitud todo volvía a girar, menos una cosa: mi hermano; cuya
pena, mayor o menor que la mía, quien sabe, (quizás la mía fuera tan
grande que no pudiera no siquiera imaginarme quedarme quieto
contemplándola), estaba totalmente anclada en el primer minuto de las
cinco y veintiuno. Llevaba tres semanas en el mismo punto en el que lo
había encontrado a mi regreso. Comía lo mínimo, dormía a horas erráticas
y se pasaba el resto del tiempo mirando aquel maldito tablero de ajedrez.
Cada día intenté hablar con él y en ninguna de ellas él quiso hablar
conmigo, limitándose a mirarme con atención, como si estuviera más
pendiente del sonido de las palabras que del significado de las mismas.
Llegó Febrero y volví a la universidad para presentarme a los
exámenes. Mis profesores me preguntaron de nuevo si estaba seguro de no
querer restrasarlos, a lo que yo les contesté que el estudiar me había
ayudado a no pensar tanto en lo que había sucedido y que, habiendo
llevado el temario al día, un par de semanas de estudio fuerte me habían
bastado para sentirme adecuadamente preparado. Los profesores con los
que tenía más confianza me dijeron que admiraban mi entereza y que, si
lograba conservarla, aquella era una gran cualidad que sería muy valorada
cuando comenzara a ejercer mi profesión. Todos coincidieron en que
aquella muestra precoz de responsabilidad era un gran augurio. Les
agradecí sus palabras y ánimos e hice los exámenes lo mejor que pude, lo
cual fue, tal y como averigué un par de semanas más tarde, bastante bien.
Al volver a casa, dos semanas después de haberla abandonado,
seguía igual de triste, aunque más habituado a convivir con la tristeza. Tan
habituado que ya veía cercano el momento en el que aquella tristeza se
convirtiera en una parte de mí, en una amiga, en una parte del recuerdo a la
que con el tiempo llegaría incluso a tomar cariño por unirme al recuerdo de
mi madre.
Tanto me había centrado en mis diferentes papeles; desde el de
estudiante, al de hijo destrozado por el dolor pasando por el de abnegado
ciudadano que no deja que una cosa le distraiga de la otra, que no me había
planteado, no ya que los demás no sintieran el dolor, sino que lo sintieran
de una manera diferente a la que yo les había asignado en mi imaginación.
423
Mi consigna, nunca declarada pero a ella iban encaminadas todas mis
acciones, es que estábamos en un lento pero seguro proceso de curación;
uno que no sólo sobreviviríamos, sino del que además saldríamos
reforzados como familia.
Así que me sorprendió que uno de los miembros de la familia no
pareciera actuar según ese guión que ni siquiera me había preocupado de
predicar, pues más allá de ser el mejor me parecía que era el único. Un
observador imparcial seguro que se extrañaría de que me sorprendiera;
¿qué tenía de sorprendente que todo siguiera igual que cuándo me marché?
Mi padre en su papel de víctima (que mi madre hubiera sido la muerta era
un mero formalismo y ni siquiera necesitaba ser el muerto en el entierro
para ser el protagonista), y mi hermano en la misma posición y actitud en
la que lo dejé. Todos me decían que era muy maduro para mi edad, pero
fue aquel día cuando por fin me convertí en un adulto al hacer el
asombroso descubrimiento de que los problemas no desaparecen
olvidándolos. Aunque teniendo en cuenta la forma en la que la mayoría de
adultos resuelven sus problemas creando cien nuevos, uno no tarda mucho
en querer olvidarse de que se ha convertido en un adulto.
Desgraciadamente, ese problema tampoco se resuelve olvidándolo.
A mi padre lo daba por perdido. Los demás admiraban su dolor,
pero a mí, más bien, me producía vergüenza. No lo creía del todo sincero;
algo que los demás, en los ratos libres de pensamiento que nos dedicaban,
jamás se habrían planteado; si bien una mezcla de respeto filial y de la
vaga noción de que lo que no ha cambiado en cincuenta años no va a
cambiar en cincuenta y uno; noción que no deja de sorprenderme en
alguien que, como yo, estaba en la edad de esperar y exigir que las cosas
no sólo cambiaran sino que además tuvieran el detalle de incluirme en su
proceso de cambio; como iba diciendo, decidí olvidarme del
comportamiento de mi padre y centrarme en el preocupante caso de mi
hermano.
¿He dicho caso? No sé si había caso, si por caso entendemos aquel
proceso que depende, aunque sólo sea remotamente, de nuestras acciones.
Le pedí una señal; es decir, le sugerí, argumenté, reclamé e incluso
vociferé que me diera una señal. Y reflexioné horas y horas sobre toda la
vida que aún nos quedaba por delante; de lo mucho que todos le queríamos
y queríamos a nuestra madre y de lo mucho que a ella le hubiera dolido
verle así. Pero el seguía con la vista fija en el tablero de ajedrez y sólo
alterando su inmovilidad para de vez en cuando mover una pieza y, como
aprovechando la inercia en su intento de moverse lo menos posible, ingerir
un poco de la comida que le dejábamos en un bandeja junto al tablero.
424
Siempre cosas que no tuvieran que ser cortadas, de modo que ya sólo le
dejábamos alimentos que pudieran ser comidos de un bocado: frutos secos,
uvas, dátiles, patatas fritas o comidas cortadas a pedacitos.
Y así pasaron las semanas, al lento ritmo de los suaves golpes de sus
fichas en el tablero y al más rápido de la tropa de médicos y psiquiatras;
todos ellos, por supuesto, las mayores eminencias de sus respectivas
especialidades.
Todos presintieron lo que poco después quedaría
demostrado con las pertinentes pruebas: que el trastorno de mi hermano no
era de ningún modo físico sino psicológico y que sus capacidades motoras,
sensoras y de razonamiento seguían intactas. Es decir, que entendía todo
lo que le decíamos y que si perseveraba en aquel comportamiento era de
manera consciente y por elección. Todos venían a decir lo mismo: “no
pierdan tiempo y dinero en tratamientos: hablen con él para convencerle de
que no puede seguir así. Más que médicos necesitan paciencia, mucha
paciencia...Cuando comience a colaborar quizás podamos ayudarles, pero
hasta entonces nada.”
Claro que había variables, como el que dijo que aquello de la
paciencia estaba bien, pero ¿qué tal si probábamos a no darle de comer
hasta que cambiara de actitud? A mi padre aquello no le pareció mal, todo
por el bien de mi niño, dijo, ¿qué más doloroso para un padre que no dar de
comer a su hijo?, pero si es por su bien...Yo me opuse y no se volvió a
hablar de la idea.
Sólo uno de los médicos, aparte del lunático que quería matarlo de
hambre, tuvo una opinión diferente. Era un viejecito, el antiguo profesor
de uno de los médicos más afamados que visitó a mi hermano, quien a
petición de su antiguo alumno y tal vez porque nuestra casa le pillara de
camino a sus clases en la universidad—fue el único que no quiso cobrar la
visita—, se detuvo a hacerle un rápido reconocimiento a mi hermano. Su
respuesta fue curiosa:
—¿Me preguntan qué le pasa al muchacho? Pues yo les pregunto
que les pasa a ustedes. Es obvio que el joven está tratando de decirles algo
y que ustedes no le están escuchando.
—¿Y qué puede estar tratando de decir?
—Si fuera la alineación del partido del domingo ya la habría dicho.
Seguro que algo grave.
—¿Qué está sugiriendo?—dije algo ofendido ante la insinuación del
médico, a lo que él me contestó diciendo con una media sonrisa:
—Tal y como me temía no es que no sepan escuchar, sino que no
quieren. No sugiero nada, sólo que este chico ha visto algo muy grave y
no sabe como decirlo. O si lo sabe es una forma un poco especial.
425
Le di las gracias al viejecito, pidiéndole que regresara en otra
ocasión, a lo que él me contestó que era médico y profesor, no enfermero,
y que lo suyo era dar tratamientos y que era justo lo que acababa de hacer.
Para aplicarlos estaban otros. Ya nos despedíamos cuando me preguntó:
—¿Estudia usted fuera verdad?
—Sí, claro, ¿quién se lo ha dicho?
—Nadie, era sólo curiosidad. Y su hermano, ¿él también estudia
fuera?
—No, él no...A él le queda un año para ir a la universidad.
—Así que él es menor que usted. Es curioso, se parecen ustedes
mucho...
—Somos gemelos. Voy un año adelantado en los estudios, por eso
yo me he ido antes...
—O él un año atrasado. Veo que le protege. Eso está bien, joven,
pero puede convertirse en una costumbre. Una costumbre que no le hará
bien a ninguno de los dos. Y como usted le protege a él, él le protege a a
usted, como si lo que tiene que decirle fuera demasiado grave y quisiera
que lo averiguara poco a poco. Las relaciones entre gemelos siempre son
curiosas.
Cuando el doctor se fue me quedé pensando en todo lo que había
dicho. Había dicho muchas cosas interesantes, ¿pero cómo aplicar todo
aquello a nuestra situación?
Había que escuchar y eso es lo que hice durante la siguiente semana.
En todo ese tiempo no me separé de él; puse una cama junto al sofá, que
era donde mi hermano había dormido el último mes. Ni un sólo momento
nos separamos durante toda aquella semana y, a diferencia de otros
tiempos, yo ya no le hablaba para intentarle convencer, sino que me
limitaba a permanecer el silencio, a vivir a su ritmo. A escuchar, si no sus
palabras, sí al menos su respiración.
Finalmente decidí que aquel viejecito no tenía ni idea de lo que
hablaba y que una barba blanca como la suya y un tono de voz lento y
claro, del tipo de los que más que opinar sientan cátedra, todo ello unido a
mi propio sentimiento de inseguridad al ver a mi hermano padecer, bastan
para intimidar y convencer a los que, como yo, ansiábamos ser
convencidos. ¿Pero que había hecho más allá de meterse en la vida de
nuestra familia y no resolver nada?
Tras aquella terrible semana para alguien que, como yo, veía en la
actividad la mayor de la virtudes (lo importante no es lo que se hace sino
hacer cosas), comencé a sentir un cierto odio por aquel vegetal (hay flores
y plantas que se mueven más de lo que lo hizo mi hermano en aquella
426
semana), que me encontraba en el salón delante del tablero. Aquella fase
duró un par de días, en los que hubiera pagado para que una empresa de
mudanzas se llevara a aquel objeto donde no molestara, manicomio,
hospital, asilo...¡qué importa! Cualquier sitio menos la salita de nuestra
casa.
Pero tras un par de días acepté que no es justo odiar aquello que no
puede cambiar y que, si no podemos ayudar a los demás a qué cambien,
por mucho que creamos que es por su bien, tenemos que resignarnos a
aceptarles y quererles tal y como son. Ese fue el final de mi odio por aquel
objeto t.c.c. “mi hermano”. Uno sólo puede condenar el comportamiento
ajeno en dos instancias; una, cuando ese comportamiento hace daño a un
tercera persona inocente; y otra, cuando ese comportamiento es concebido
como una debilidad de la que el afectado quiere o considera que puede
escapar. Podemos ayudar a un violeta a ser rojo mientras creamos que
puede o quiere ser rojo y que le vendría bien serlo, pero el día que nos
damos cuenta de que eso es imposible o que simplemente, y no haciendo
daño a nadie con ello, el afectado quiere ser rojo ya no nos queda más
remedio que aceptarlo como es. Y si eso nos hace daño es nuestro
problema y no el del violeta.
Así que comencé a sentarme junto a mi hermano junto al sofá, pero
no para cambiarlo, sino simplemente porque me gustaba estar con él. Y
curiosamente dejé de pensar en él en pasado, como si también él hubiera
muerto, y comencé a apreciar su realidad. Realidad en un plano distinto al
mío o realidad limitada, pero realidad igualmente. ¡Qué intolerante había
sido! Matarlo porque no era como yo. Así que yo, el estudiante de
primero de económicas me sentaba con mi hermano, el contemplador y de
vez en cuando manipulador de un tablero de ajedrez.; ¿y quién podía
asegurar que yo tuviera más razón al vivir mi vida como la vivía que él al
vivir la suya?
Tras unas semanas así (ya no estaba con él a tiempo completo ya que
regresaba a la universidad entresemana ), comencé a valorar aquella
actividad de mover piezas sobre un tablero. Digo mover piezas y no jugar
al ajedrez, porque aunque movía las piezas con sus movimientos
reglamentarios, lo hacía sin ninguna estrategia o rival y aunque
habitualmente movía las negras a veces cambiaba y se pasaba días
haciendo lo propio con las blancas.
Y así pasaron los meses. No fueron tiempos felices, nunca pueden
serlo tras una perdida como la que habíamos sufrido, pero fueron lo
suficientemente tranquilos como para sentir que nos dirigíamos a ese punto
en el que ya no nos bastaría con sobrevivir y volveríamos a vivir. Y otra
427
vez llegaron los exámenes. Si algo era mi hermano era un buen (por lo
silencioso) compañero de estudios. Así que me pasé un fin de semana
entero junto a su sofá, si es que aún se podía llamar así pues, como se
imaginarán, tras casi ocho meses viviendo allí el sofá y el salón sufrieron
numerosos cambios: muebles arrinconados, bandejas, platos, mantas,
almohadas, radios con música, soportes para hacer más cómodas las
comidas...El salón se había convertido en algo así como un gran sofá.
En aquellos dos días no le miré mucho. Me apliqué en el estudio:
cuaderno, libro y bolígrafo cuatricolor en mano para subrayar y tomar
notas. Cuando le miraba era más por descansar la vista que porque
estuviera interesado en él, lo cual no les extrañará pues ya les he explicado
que las acciones de mi hermano eran pocas y repetitivas.
Todo comenzó de manera casi inconsciente. Aquellos que hayan
estudiado materias largas, farragosas y no siempre entretenidas, habrán
comprobado que a veces el estudio de las mismas sólo se hace llevadero
realizando una actividad paralela. Unos se convierten en retratistas,
haciendo dibujitos de personas casi siempre iguales; otros en arquitectos,
con casas de formas imposibles y jardines con bonitas palmeras; o los hay
que, dejando el bolígrafo de lado, se dedican a tirar pelotas de tenis a una
papelera o entre las patas de una silla e incluso a contar los goles o
canastas anotadas. De modo que la única forma de no abandonar una
actividad aburrida y necesaria es compatibilizarla con otra que de ser
necesaria sería igual de aburrida, pero que no siéndolo nos ofrece una
cierta liberación de la primera de las actividades. En mi caso, no siendo yo
del tipo deportista y mi atención en clase siempre absoluta y, por tanto, no
habiendo desarrollado mis dotes pictórico-arquitectónico-retratistas,
comencé a apuntar las jugadas de mi hermano.
Así que tras cada capítulo estudiado le miraba un rato y esperaba a
que hiciera una jugada. Y él se debió de dar cuenta de que era así, ya que
noté que en ocasiones esperaba a que yo le mirara antes de
mover/manipular una pieza.
Aquello me enterneció. No sé si era el primer sentimiento que mi
hermano había manifestado en todos aquellos meses, pero sí el primero que
yo comprendí: había notado que sus jugadas me ayudaban a concentrarme
en mis estudios y se aseguraba de cumplir con su parte. Le sonreí, sin
respuesta por su parte, y continué estudiando con buen humor y
rendimiento.
Un día más tarde la gran revelación. Había hecho bien en
encaminarme hacia la economía, porque como detective no tenía ningún
futuro. Con excepción del viejecito todos nos habíamos equivocado.
428
Todos habíamos mirado a mi hermano con nuestros propios ojos, lo
habíamos juzgado según nuestras propias vidas, como si su curación fuera
a consistir en convertirlo en un clon nuestro. Siempre el mismo error,
cuando vemos a algún ser querido enganchado en un escalón de la escalera
no tratamos de empujarlo al escalón superior sino que le traemos otra
escalera y ya puestos una perfecta y seguramente con escalones más altos y
difíciles de subir que la anterior y le recomendamos que tire la suya a la
basura ahora que le hemos dado una nueva y perfecta. Hasta que un día,
agotados de pedirle que sea perfecto (¿qué será eso?), a quién tiene
problemas para ser sí mismo; que no es otra cosa que encontrar una
mentira o ejemplo satisfactorio y consistente sobre el “sí mismo” que es; le
decimos que sea lo que sea, pero que por favor lo sea de la manera menos
ruidosa y molesta posible.
Aún hoy me sorprendo de lo imbécil que fui y de que, siéndolo tanto,
no lo fuera para siempre y acabara dándome cuenta de que con variaciones,
preparaciones, preámbulos y diferentes velocidades, siempre se repetía la
misma jugada.
La manipulación de piezas podía comenzar de muchas maneras, pero
antes o después siempre hacía la misma jugada. Movía todas las fichas de
tal forma que en su lado sólo quedaran la reina, un peón y una torre;
dejando a medio tablero un caballo, que dejaba en tal posición que la
cabeza del mismo mirara a las otras tres fichas. Entonces comenzaba a
mover el rey contrario, el cual iba acercando jugada a jugada hasta que se
encontraba junto al caballo mientras él iba cambiando las tres fichas antes
mencionadas de posición pero sin el más mínimo interés estratégico, como
si las fichas estuvieran hablando la una con la otra mientras daban un
paseo, aunque siempre con movimientos reglamentarios. Al cabo de un
par de jugadas el rey continuaba su camino, dejando al caballo en el mismo
lugar donde lo había encontrado y ya no haría ninguna parada más hasta
encontrarse con la torre, a la que mataría instantes después, quedando la
pieza tumbada en el tablero junto a la reina. Entonces el rey viraba y se
acercaba hasta donde se encontrara el peón, al que no mataba pero junto al
que se quedaba siempre por un par de jugadas en las que la reina
aprovechaba para alejarse, si bien sólo un par de casillas y siempre en las
que rodeaban a la torre que estaba caída en el suelo. El rey continuaba
hasta donde se encontraba la reina y la derribaba, cayendo la reina en la
casilla de la torre y golpeándose las partes superiores de ambas piezas, la
cabeza contra las almenas; el rey entonces se alejaba del lugar donde
estaban tumbadas la reina y la torre hasta donde se encontraba el caballo
espectador, junto al cual se quedaría hasta que acabara la partida; una
429
partida que, una vez sucedida esta secuencia de jugadas, podía durar
mucho o poco, con las mencionadas fichas, la reina y la torre tumbadas en
un lado del tablero con el peón junto a ellas y el caballo a mitad del tablero
junto al rey contrario; entonces la partida seguía y el resto de las fichas se
movían y de vez en cuando incluso se mataban; a veces continuaba durante
horas, otras, terminaba en el mismo momento en el que el rey se quedaba
junto al caballo a mitad de tablero.
Mientras miraba a mi hermano mover fichas de ajedrez fui
imaginándome muchas cosas, aunque en todas ellas mi madre estaba
representada sobre el tablero bien por la reina o la torre. Pensé en que
quizás la reina era la muerte y que por eso caía sobre esa torre que quizás
representara a mi madre y que el rey quizás fuera dios, ese juez implacable
que trae y se lleva a las personas. También pensé que quizás la muerte no
fuera la reina sino el rey, empujando a la reina—mi madre—, contra la
torre que tal vez representaría a la escalera. En todas mis interpretaciones
el peón representaba a mi hermano y el caballo tal vez representara a mi
padre.
A mi padre fue precisamente al primero al que comuniqué mi
hallazgo. Lo encontré en la biblioteca, últimamente se había aficionado a
la lectura.
—¿Te molesto?—pregunté.
—No, claro que no—dijo cerrando el libro y mirándome con una
cordial sonrisa.
—Llevo unos días mirando a Mario y he descubierto algo curioso.
No estoy seguro de lo que significa, tal vez nos quiera decir algo.
—¿Tienes alguna idea?
—Sí, pero prefiero no decírtela para no influirte. A ver que opinas
tú. Sólo te diré que mires al caballo que se quedara en el centro del
tablero, al rey que pasará junto a él y que se irá hasta donde se encuentran
la torre, la reina y un peón.
—Si quieres ya te lo digo ahora. No me hace falta ver como mueve
piezas de ajedrez para decirte mi opinión. Necesita ayuda profesional,
pero no del tipo que viene un par de horas y que nos dice que no le pasa
nada o que le demos un par de pastillas y a ver que pasa. Tiene que
ingresar en un psiquiátrico.
Asentí y le dije que tenía razón, si bien nunca estuve tan seguro de
que no la tenía. De todas formas logré convencerle de que viera una de las
partidas, así que nos dirigimos a donde se encontraba mi hermano,
dejándole a él sentado en el sofá y sentados mi padre y yo en las butacas
que rodeaban a la mesita y al tablero. En lo que fue su primer gesto en
430
días, me pareció como si mi hermano sonriera al ver a mi padre sentarse
junto al ajedrez y como si supiera lo que habíamos acudido a ver, a la
siguiente jugada comenzó con la secuencia que incluía a las mencionadas
fichas. No teniendo ningún misterio a donde iba a mover cada una de las
fichas, me dediqué a mirar las expresiones de mi padre y de mi hermano.
Nada interesante en mi hermano, tras la mencionada sonrisa ahora había
vuelto a adoptar la misma expresión reconcentrada con la que le había
visto en las últimas dos semanas. Mi padre, por el contrario, cambiaba a
cada momento de expresión, pasando de la indiferencia con la que se había
sentado en un principio, a la curiosidad, pasando por un cierto nerviosismo.
—Bien, ya ha terminado—le dije al terminar la secuencia—. Quizás
termine ahora la partida o quizás se pase horas. ¿Qué te ha parecido?
—Extraño...—dijo mi padre en voz muy baja, como si se hubiera
quedado sin voz.
—Toma...—le dije acercándole el papel en el que había puesto mis
notas—Por si no te acuerdas.
Acababa de decirle esto a mi padre cuando me di cuenta de que mi
hermano había introducido una novedad en su repertorio. Y es que en vez
de continuar la partida con las fichas que no intervenían en al mencionada
secuencia, ahora movía el caballo y el rey, dando la impresión de que el
caballo saltaba al rey y que el rey, pasito a pasito, trataba en vano de seguir
al caballo a donde éste se dirigiera.
—Mira, parece que ha empezado a comunicarse con nosotros.
Nunca hasta ahora había movido éstas fichas...
—¿Cuales?
—El caballo y el rey.
—¿Y qué crees que quiere decir?
—No tengo ni idea, pero hasta ahora las dejaba quietas. Está
empezando a hablar con nosotros, piensa, papá, piensa en lo que querrá
decir.
—No lo sé—dijo mi padre fuera de sí—. No tengo la preparación
para intrerpretar los mensajes de un enfermo mental.
Ya no me hizo falta saber más. Por fin sabía a quien correspondía
cada pieza. La torre era la escalera, mi madre era la reina y mi hermano el
peón. Las otras dos fichas también estaban claras: yo era el caballo y mi
padre el rey.
—Ahora ya lo sabes—dijo mi hermano levantándose del tablero.
Mi padre y yo nos quedamos mirándonos fijamente. En la cara de él,
más que miedo o vergüenza, había alivio. Ahora tendría alguien con quien
compartir su pena.
431
—Dile a tu hermano que venga.
Unos instantes después mi hermano y yo le mirábamos expectantes y
él nos contó que aquella noche habían tenido una discusión muy fuerte, lo
cual, a la pregunta de mi padre, mi hermano confirmó. Ella se había
tropezado accidentalmente con uno de los escalones.
Al verla
ensangrentada y subiendo la escalera con dificultad, herida de muerte, mi
padre fue víctima de un ataque de pánico. Se sentó en la butaca delante de
la televisión y, en sus palabras, “me agarré al mando a distancia lo más
fuertemente que pude.” Aseguró que fue todo un accidente y pidió perdón
a mi hermano por no haberle ayudado en el auxilio de mi madre y sólo le
pedía que tuviera compasión de él, que le creyera, que él también había
perdido a lo que más quería en el mundo, a su mujer, y que ni siquiera se
había sentido con derecho a llorarla pues no podía quitarse de la cabeza
que él había tenido algo que ver con su muerte. Pero todo había sido un
accidente. Nos lo juró y perjuró, como también que había sido más por
vergüenza que por miedo por lo que no había intentado hablar con mi
hermano antes. Le pidió perdón, nos pidió perdón, y nos pidió que
pensáramos lo que quisiéramos de él, si era una buena o mala persona, un
cobarde o no, pero que no dudáramos de que nos había dicho la verdad. Y
le dijo a mi hermano que no le podía pedir perdón por haber tenido miedo
en aquel momento; pero sí por no haber hablado con él el primer día, por
creer que la verdad se eliminaba con no hablar de ella. Y que no sabía
como reaccionaría yo al enterarme de que no había hecho nada por auxiliar
a nuestra madre. Y nos dijo todo ésto en un tono tan triste y sincero que
era imposible no creerle. Entonces mi hermano volvió a ser el mismo y
continuamos con la misma relación que habíamos tenido con nuestro
padre. Y cuando unos años más tarde murió le lloramos como años antes
habíamos llorado a nuestra madre.
Barry se sentó en una silla junto a una tabla que, sobre dos grandes
piedras, le hacía las veces de escritorio, iluminada por una abertura por la
que entraba la intensa luz de aquel caluroso día de primavera. Estaba
tomando apuntes y, como pensando en su narración, parecía corregir lo que
le gustaba y lo que no. Miró por unos instantes hacia la luz y, mirando
hacia donde estaba Krgf, sonrió con amargura.
Otra vez volvió a pensar en voz alta:
¡Si la vida fuera así! ¡Si todas las personas, aún en la desgracia,
tomaran siempre la mejor opción! El padre nunca se sinceró con sus hijos;
es más, siguió jugando el papel de víctima...Y ahora que él niño se ha
animado a hablar, ¿qué tal si nos lo cuenta? Si nos cuenta que vio a su
madre morir en sus brazos. Y que aunque siempre intuyó que había sido
432
un accidente, nunca perdonó a su padre que al bajar a ver si él estaba bien
él estuviera tranquilamente mirando la televisión. El niño preguntó:
“¿estás bien?” A lo que su padre le contestó, “sí, claro que estoy bien...”
Y continuó mirando la televisión como si nada hubiera pasado. Y el niño
se odió a sí mismo por haber perdido un solo segundo interesándose por el
estado de su padre. Y es que el niño, al ver a su madre ensangrentada, no
pudo evitar pensar en que quizás su padre estuviera tan mal o peor que su
madre, así que bajó la escalera corriendo. Después subió de nuevo la
escalera y mientras tanto su madre ya había llegado a duras penas hasta el
baño, donde estaba intentando lavarse la sangre. Murió allí mismo. Tuvo
que ser Mario quien llamara a la ambulancia, pero ya no hubo nada que
hacer...¿Sucedió así Mario?
—No exactamente, contesta el niño...
“Quizás estaría bien que el niño lo contara con sus palabras”, dijo
Barry continuando con sus pensamientos en voz alta, “así que cuenta...”:
—Todo empezó con un golpe en la mesa. Me dijo que no iba a
aguantar aquellas impertinencias. No me acuerdo de la impertinencia, pero
seguro que había sido algo increíblemente grave como no querer
levantarme a apagar una luz o algo así. Y es que a aquel bárbaro le
gustaba jugar a un extraño juego de pedirme cosas hasta que le decía que
no. Un vaso, apagar una luz, ir a buscar un periódico, no éste no, sino otro,
las zapatillas...Y cuando llegaba el no entonces, pese a sus gritos y zafias
maneras, sentía que la víctima era él. Y gritos y más gritos, hasta
quedarme sordo y desgañitarme, hasta que no aguantaba más y me iba
llorando de rabia a la habitación. Su coartada para seguir siendo la víctima
era el no haberme puesto jamás la mano encima. Era verdad, pero hubiera
preferido que lo hiciera para así no tener que oírle repetir aquella patética
excusa una y otra vez. Así que mientras él se hacia la víctima yo me iba
corriendo a mi habitación llorando lágrimas de rabia, las cuales poco a
poco iría, tumbado en la cama, cambiando por lágrimas de desesperación.
No, ya no quedaba nada de rebelión en mis lágrimas. No sabía todavía que
era la vida, pero si podía ser mejor, entonces me habían estafado; y si
siempre iba a ser así, ¿quién podía ser tan tonto de querer vivir? Yo tenía
once años y no quería. Entonces venía mi madre y me decía que no me
preocupara, que todo se arreglaría, que ya se había ido a ver al salón a ver
la televisión y que fuera a terminar de cenar. Yo intentaba demostrarle a
mi madre que yo tenía razón. Pero ella siempre me interrumpía y me decía
que no hablara de aquello y que fuera a terminar de cenar. Nunca tomó
partido. Me he pasado la vida deseando que tampoco aquella noche lo
hubiera hecho. Yo estaba en la mesa del comedor terminando de cenar, en
433
la casa del bárbaro se bajaba al salón del televisor por una escalera junto al
comedor. Desde el comedor, haciendo esfuerzos por comerme aquella
cena fría, podía escuchar lo que mi madre y el bárbaro hablaban en el
salón. Ella había bebido de más aquella noche. Creo que bebió cuando yo
estaba en la habitación, porque en la cena no había bebido más que una
copa de vino. Supongo que tras levantarme ella se fue a la cocina y se
puso a beber. Ella se sentía culpable por beber, así que lo hacía con el
secretismo y exceso que deriva de la culpabilidad. El bárbaro le decía que
iba a enseñarme educación y que iba a empezar a hacerlo a su manera.
Ella le contestó antes de poder enseñar educación tendría que aprender un
poco él. Lo que sucedió después no lo sé, quizás ella se abalanzara sobre
él y él la empujara para defenderse, o quizás fuera él quien la atacó...No lo
sé, sólo sé que la vi subir ensangrentada, con una enorme brecha en la
cabeza y tambaleándose. A duras penas llegó hasta el baño, mojó una
toalla y se sentó en el suelo. Yo le preguntaba que había sucedido, si
estaba bien, y ella sólo decía, sí, sí, sí...Estaba tan asustado que ni se me
ocurría buscar culpables. Una idea terrible cruzó mi mente. El silencio de
él me hizo pensar que aquella sangre quizás no fuera sólo de mi madre.
Bajé corriendo. Es curioso, tantas películas de violencia con buenos y
malos y cuando uno ve sangre de verdad sólo puede pensar en víctimas.
Al llegar abajo lo vi con los pies levantados sobre el taburete y mirando la
televisión como si nada. Yo estaba tan asustado que ver que estaba bien no
me bastaba, tenía que preguntárselo. Él, lleno de desprecio, me dijo que sí.
Aquello fue lo último que vi de él. Volví a subir las escaleras y mi madre
ya se había levantado. Se había curado la herida y puesto un pañuelo en la
cabeza que la tapaba. Me dijo que cogiera ropa para unos días, que me iba
a casa de mi tía, de su hermana. En el coche, de camino a casa de mi tía,
me hablo de que no toda la gente es mala. Me dijo que lo que pasa es que
cuando somos pequeños todos nos quieren y que al crecer nos sentimos
muy solos porque hasta el más pequeño de los afectos lo tenemos que
ganar. Me dijo que el bárbaro era también bueno, pero que no había
aprendido a serlo. Me dijo que yo aprendiera y que no me equivocara
como se había equivocado ella. Y me dijo que mi tía me iba a cuidar muy
bien, que ahora podría jugar cada día con mis primos. Al llegar a casa de
mi tía recuerdo que me llevaron a la habitación de invitados y me dijeron,
como si aquello fuera lo más fácil del mundo, que me durmiera. Que era
muy tarde y había que ir al colegio al día siguiente. Maldito colegio, ¡qué
me importaba a mí el colegio! Cerrando fuertemente los ojos como si,
cerrándolos más fuerte, pudira también cerrar los oídos, oí que mi madre y
su hermana hablaban cada vez más fuerte. Mi tía insultó a mi madre y mi
434
madre le decía que tenía razón, pero que el que la tuviera no cambiaba
nada. ¿Quería por amor de Dios, y por amor a esa hermana a la que tenía
tantas razones para insultar, convertir a su niño en un buen hombre? Mi tía
se quedó callada. Finalmente le dijo que ya le había advertido que aquel
tipo de vida iba a acabar mal. Pero que no acabe mi hijo mal, dijo mi
madre. Vino hasta la habitación en la que yo estaba y miró a través de a
puerta. Al notar que ella me miraba yo abrí los ojos y nuestras miradas se
cruzaron por un momento. Dio un beso al aire y cerró suavemente la
puerta. Mi tía me dijo años más tarde que le había dicho que se iba por
unos meses, que tenía que hacerse un tratamiento porque se había
convertido en una alcohólica. Mi tía le dijo que ya hablarían de aquello al
día siguiente, que durmiera en su casa aquella noche. Pero mi madre no
atendió a razones y se fue corriendo al coche. Veinte minutos más tarde su
coche cayó por un acantilado. Sé que no fue un accidente. Siempre he
querido creer que cuando me dejó tenía la intención de ir a esa clínica y
que fue un momento de debilidad lo que le hizo tirarse. Que en el coche
pensó lo buena madre que iba a ser, lo mucho que tenía que cambiar y que,
con esa imagen en la cabeza, se sintió desvalida al pensar en el tipo de
madre que era, que fue la diferencia entre sus deseos y la realidad lo que la
asustó.
Barry se sentó en la silla y apoyó la cabeza contra la madera. Al
levantar de nuevo la vista tenía los ojos vidriosos. Se los restregó y, tras
unos instantes en los que pareció dudar, miró el reloj y, viendo que eran las
ocho, se fue a cenar.
Krgf se quedó en la cueva durante unos minutos más, mirando entre
los papeles y libros de Barry. Al salir de la cueva decidió que se habían
acabado las vacaciones y cogió el primer autobús de camino a Deyana,
donde llegó alrededor de media noche. Media hora más tarde estaba en el
aeropuerto, donde había pensado pernoctar mientras esperaba al primer
avión con destino a Darterrae, pero tuvo suerte y a la una salía uno. Como
no llevaba equipaje pudo embarcar y a la una menos cinco se sentaba en
uno de los asientos de primera clase, durmiendo hasta que, alrededor de las
cinco de la mañana, el comandante les avisó de que estaban a punto de
tomar tierra en el aeropuerto de Darterrae.
Ni por un sólo momento había pensado en la historia que había
contado Barry, pues sabía que eso era precisamente lo que había querido
Barry al contársela.
“Que los ilusos quieran seguir cambiando el mundo con historias...”
435
15.-La Unión de los Negativos
I
Rosalía y Lucio se encontraron muchas tardes. Fue una amistad que
nació de la simpatía mutua y se reforzó por lo mucho que ambos sacaban
de aquella relación. A Rosalía le permitió evadirse de vez en cuando de
aquel mundo aparte en el que le parecía vivir y del que cada día le parecía
más difícil escaparse. Tanto que cada vez lo intentaba menos. Ya casi ni
se acordaba de que existía otro mundo cuyos habitantes vivían según
códigos diametralmente opuestos a los suyos. Nunca había llegado a
considerar los códigos de la prostitución como propios y probablemente
nunca llegaría a considerarlos, pero había aprendido a convivir con ellos y
a olvidar la mayor parte del tiempo que existían otras formas de vida.
Lo que no podían las fuerzas, quizás lo pudiera el tiempo. Aún se
sentía capaz de poco, pero desde que se encontraba con Lucio había vuelto
a pensar en que quizás algún día sería lo que había sido y volvería a querer
ser lo que había querido ser. Todo era cuestión de resistir. No hacía falta
luchar. No hacía falta decir no o hacer grandes cosas o gestos. Ni siquiera
era necesario esperar. Bastaba con sobrevivir.
“Empezaré sobreviviendo y seguro que acabo viviendo, hay que
aguantar...”
A veces, cuando Lucio le preguntaba como estaba, ella le contestaba:
—Con la moral por los suelos, así que será que vuelvo a tenerla. Y
desesperanzada, asi que será que a ratos vuelvo a tener esperanza...
Sus problemas aún la abrumaban. Por fuera las cosas no habían
cambiado tanto, pero al menos ya no era el espíritu el que hundía al cuerpo
sino al revés. Y vaya si lo hundía. Y cuanto más capaz se sentía de volver
a ser una persona, más se encargaba su cuerpo de demostrarle que era una
esclava. Quería volver a casa, pero no sabía como. No tenía dinero y su
drogadicción iba cada vez a más. Antes no le importaba gastarse todo su
dinero, ahora sí. Pero cuanto más consciente era de que el dinero era sólo
una metáfora de su propia vida, menos podía evitar gastárselo. El único
dinero que aún mandaba a Aubaye era el que Nacho le retenía. La
organización era muy cuidadosa en que sus trabajadoras mandaran un
436
mínimo de dinero para que así sus familias no sospecharan: no había que
correr el riesgo de que aquellas geográficamente lejanas conciencias no
fueran tan acomodaticias y fácilmente intoxicables como las de las chicas.
Por eso Rosalía mandaba exactamente lo mismo que si hubiera trabajado
en el hotel Bristol. El que por sus manos llegara a pasar diez veces ese
sueldo y que produjera para la organización diez veces lo que pasaba por
sus manos era algo que a estas alturas había dejado de importarle.
Rosalía se drogaba porque se sentía miserable y se sentía miserable
porque se drogaba; si el círculo es la perfección y el que hizo que los
astrónomos de la antigüedad lo prefirieran a las imperfectas elipses, la
sublimación del círculo es el círculo vicioso. La simetría perfecta, como si
todo el círculo fuera una gran boca que se come a todo el cuerpo del
círculo y uno ya no sabe, tras tantos banquetes y defecaciones, si está
viendo el cuerpo o la boca. Un círculo que come comiéndose y existe
dejando de existir.
Realmente le torturaba el poco dinero que mandaba a su familia.
Mandaba cero, es decir, si hubiera dependido de ella no hubiera mandado
nada.
Lo que Nacho mandaba era algo así como un impuesto
revolucionario; dinero sucio y ese era el dinero putrefacto del que su niño
comía, con el que se vestía y con el que soñaba con un futuro mejor. Si al
menos lo hubiera mandado voluntariamente, si hubiera sido el fruto de su
trabajo, entonces quizás no le hubiera importado lo degradante que ese
trabajo pudiera parecerle a otras personas. Pero ni siquiera tenía ese
consuelo. ¡Y aquella horrorosa mentira! Por eso le hizo tanto bien
conocer a Lucio, en quien vio alguien con quien sincerarse y frente a quien
no tenía que estar constantemente explicándose. A veces se preguntaba si
la prostitución, más que por la actividad en sí, era dura por tener que andar
todo el día explicándose. Y no sólo a los demás, ya que las peores
explicaciones eran las que se obligaba a darse a sí misma.
Se decía que prostituirse no era tan grave y se podían hacer cosas
peores.
Entonces hacía un listado mental de algunas profesiones que la
sociedad llamaría respetables y se preguntaba porque eran mejores que la
suya y porqué dar placer mediante una simple técnica corporal era peor
que, por ejemplo...Rosalía siempre se sorprendía de las pocas profesiones
que se escapaban a ese escrutinio riguroso al que el resto de la sociedad
sometía a las prostitutas.
¿A quién hacía daño? ¿Por qué los demás tenían que mirarle por
encima del hombro? ¿Y por qué le importaba a ella lo que los demás
pensaran? Pero cuanto más quería convencerse de que no le importaban
437
más evidente resultaba que sí y cuánto más se decía que no necesitaba a
nadie más sola se sentía. Si no necesitaba a nadie, ¿quién le quedaba? No
hay más compañía que la que necesitamos y no necesitar a nadie es ser
condenados a la peor de las condenas: la soledad eterna.
Así que la reprobación de los demás era para Rosalía un sentimiento
mucho más soportable que esa soledad que le inmunizaría contra la misma.
Prefería pensar que, por mucho que la criticaran o que a veces no la
creyeran digna ni siquiera de ser criticada, por mucho que la insultaran, los
demás estaban en el mismo barco que ella; ese barco fantasma del terror a
la muerte, uno en el que no existen cubiertas o clases y en el que todos los
pasajeros son clientes de honor. La única diferencia era que algunos
habían aprendido a disimular el miedo y esconderlo tras carreras y logros
insignes. Pero eso no era, razonaba Rosalía, razón para sentir menos
simpatía por ellos.
“Pobrecitos ellos” razonaba Rosalía, “que están más asustados”.
Y, sobre todo, no quería dejar de necesitar a las personas para no
dejar de necesitar a aquel que había salido de sus entrañas. Aquel cuya
pureza le recordaba que aquello de que ella era un mujer impura era sólo
una forma de hablar. ¿Cómo iba a ser impura la vida de la que había
nacido aquella otra vida?
“¡Qué ha nacido de la vuestra, malditos criticones?”
Entonces se decía que no podía volver a caer en la trampa del odio.
No ahora que había visto a la muerte tan de cerca; ahora que había
aprendido a mirarla a los ojos y a aceptar que cualquier día podía ser el
último y entonces dejaría sólo en el mundo a su hijo. No, él mundo no
podía ser un lugar tan cruel. Lo parecía, pero no podía serlo. Y desde que
se encontraba con Lucio ya no lo era.
El poder salir del ambiente de la prostitución, aunque sólo fuera por
unas horas, había hecho que Rosalía viera aquel trabajo como una
profesión y no como una forma de vida. Su trabajo ya no era ella:
trabajaba de puta, lo cual no significaba que fuera una puta. Hay mil
formas de prostituirse sin necesidad de acostarse con nadie. A Rosalía no
le importaba ser una puta en la medida que un basurero es un basurero o un
banquero un banquero: hasta hubiera aceptado que trataba de ser una buena
puta. ¿Cómo era aquella frase? Respeta a tu trabajo y tu trabajo te
respetará a ti. Claro que para respetar un trabajo primero hay que aceptarlo
y, en la medida de lo posible, elegirlo. Gracias a Lucio sentía que estaba
en el camino.
Aquellas tres horas que pasaba con Lucio cada tarde eran su vida.
Incluso cuando la noche se le había hecho demasiado larga y algún
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maleducado había conseguido que aquella profesión volviera a calarle
hasta los huesos, cuando había necesitado de las drogas para aguantar una
noche más, entonces pensaba en Lucio y se decía que una cosa era estar un
poco más triste y otra dejarse llevar definitivamente.
Y como
compensación cuanto más triste hubiera estado durante el día y la noche
anterior, más feliz se sentiría obligada a ser cuando estuviera con Lucio. Y
de sentirse obligado a ser feliz a serlo sólo hay un paso.
Algo muy parecido se podría decir de Lucio. Desde que se
encontraba con Rosalía ya no iba a las fiestas de tarde (esas eran las horas
en las que se encontraban), e incluso había logrado irse a dormir la mayoría
de noches. Aún bebía, pero había vuelto a querer dejar de hacerlo; lo cual
no es una gran novedad en un alcohólico, aunque sí el que las buenas
intenciones no se le volvieran en su contra y acabara bebiendo dos copas
por cada copa no bebida. Por primera vez en mucho tiempo había logrado
que el querer dejar de beber no fuera una excusa para beber más.
Habían acordado que para evitar sospechas pagarían a medias el
dinero que ella tendría que darle a Nacho, es decir, veinticinco terrones
cada tarde que se encontraran, lo que para Lucio representaba
aproximadamente el mismo dinero que en otro tiempo había gastado en
bebida. Él insistió en pagarlo todo, le dijo que ella ya dejaba de cobrar su
tarifa, a lo que ella le contestó que “su tarifa por hablar con alguien como
tú es cero. Si me lo pidieras incluso pagaría...”
Para Lucio aquellos gastos, lejos de ser un problema, eran una gran
ventaja. Incluso el doble o el triple: con tal de no gastarlo en bebida
cualquier dinero estaba bien empleado. Tirarlo por el retrete, eso hubiera
sido un buen mes. A veces había pensado en pagar a principios de mes un
menú cada mediodía y cada noche y regalar el resto de su sueldo; pero
luego estaban los gastos extra, la ropa, los productos de higiene...Y le
volvían a entrar las dudas. De haber querido seguro que hubiera
encontrado la forma de hacerlo, pero ser un alcohólico es precisamente el
encontrar formas de nunca aplicar buenos propósitos como aquel.
Además, ¿y si se arrepentía? Estaba acostumbrado a ser un alcohólico
autosuficiente, a pagar sus facturas, a nunca pedir prestado, a mantener una
cierta privacidad con respecto a su adicción; es decir, a mantener una cierta
dignidad, y le daba miedo perder aquella dignidad una vez se viera
obligado a andar pidiendo dinero. Sabía que llegado el momento
aprendería a redefinir la dignidad del mismo modo que lo había hecho en
multitud de ocasiones, pero en cualquier caso sabía que tener que pedir
para beber no le iba a solucionar su gran problema y que simplemente
añadiría un pequeño problema más al mismo. Había pensado en hacer
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obras de caridad con su sueldo, pero eso sería darle un uso constructivo y
si no era capaz de ser constructivo consigo mismo, ¿cómo pedirle que lo
fuera en su relación con los demás? Lucio había pensado en muchas
ocasiones que casos como el suyo requerían una suscripción a nada;
gastarse el cincuenta, tal vez el setenta y cinco por ciento de su sueldo, en
algo tan inocuo como improductivo. Es un error del mercado: puedes
agenciarte cualquier cosa inútil, pero nada verdaderamente inútil. Así que
el dinero que le daba a Rosalía realmente subsanaba una vieja necesidad de
Lucio: la de gastarse su sueldo en nada y no en bebida.
La tarde de la que ahora nos ocuparemos fue como muchas otras.
Alrededor de las seis Rosalía dijo que iba a visitar a su cliente de las siete.
Una hora para ir (Nacho no quería andar pagando taxis y como aquella era
una hora con poco trabajo prefería que Rosalía fuera en autobús), una hora
para volver y otra para estar con el cliente. Cincuenta para Nacho y
cincuenta para ella. A Nacho nunca se le ocurrió hacer preguntas sobre
aquel cliente, pues aquellos mil quinientos terrones que recibía cada mes
eran alrededor de setecientos más de los que hacían de media en aquel
espacio de tiempo cada una de las demás trabajadoras.
Así que las seis salía del piso que estaba sobre el Dátil y que
compartía con el resto de las chicas y cogía el autobús en una parada que
estaba a un minuto caminando. Línea Siete-Diecisiete, con final en La
Murada, localidad que estaba a unos cuarenta minutos del centro de
Darterrae y en la que, a ojos de Nacho, Rosalía había situado a su cliente
imaginario. Bajaba tres paradas más tarde, en la Calle Océano, casi al lado
del apartamento de Lucio. Caminando sólo hubiera tardado diez minutos,
pero no se fiaba de que Nacho la espiara. ¡Con lo tacaño que era seguro
que al final se sentía más engañado por pagar un billete de autobús que no
cogía que porque el cliente no viviera en La Murada! Todo aquel cálculo,
desde la línea que unía el Dátil a la parada más cercana al apartamento de
Lucio, hasta donde tenía que vivir el cliente imaginario, requirió un estudio
pormenorizado de planos y mapas de la ciudad y provincia y sus líneas de
autobuses. Con todos ellos extendidos sobre la mesa como si tuvieran
previsto invadir Rusia...; vaya, siempre las malditas metáforas guerreras;
¿cómo vamos a librarnos de la guerra si la seguimos llamando hasta en
nuestra forma de hablar? Digamos entonces algo un poco más benigno
como que parecía que iban a robar un banco. Fue Rosalía quien dio con la
clave definitiva y pronunció las palabras siete, diecisiete y Murada con
convicción con la que otros han levantado piedras sagradas y han hablado
de visitas nocturnas de arcángeles.
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—...sí, es la mejor solución. Nacho no querrá pagar un taxi tan lejos
y en autobús de línea es lo máximo que me puedo alejar. ¿Cómo llamamos
a nuestro cliente imaginario?
Lucio quiso decir Bunbury, aunque lo dejaron en el señor Amapola.
El nombre no tenía que parecer verdadero: no tenía nada de extraño que un
cliente quisiera mantener el anonimato. Y Amapola era un nombre lo
suficientemente virginal como para que pareciera ocultar las peores
perversiones. En cuanto a Nacho, Rosalía sabía que la única identidad de
la que se preocuparía sería de la de los señores dibujados en los billetes.
Al bajar del autobús los pasos de Rosalía siempre eran rápidos y
desconfiados, pendiente de que nadie la siguiera y con la ansiedad de quien
sabe que se acerca a una felicidad que puede desvanecerse en cualquier
momento. Un error o casualidad y todo podía desaparecer como si nunca
hubiera existido. Siempre preocupada porque Lucio se hubiera cansado de
ella; Rosalía sabía lo suficiente de botellas y adicciones como para no
subestimar a su gran y siempre caprichosa rival, de quien dependía que un
día cualquiera Rosalía perdiera lo único de su vida que aún (o más bien
habría que decir de nuevo) le importaba y, de paso, tuviera que buscarse a
toda prisa cincuenta terrones, lo cual en sí no sería muy difícil, al menos en
comparación a no gastárselos de camino al club. Y es que sin Lucio ya no
tendría razón para guardarlos. Pero Lucio siempre estaba. Y aunque
muchas tardes se sintió tentado de volver a sus antiguas aventuras
alrededor del mundo etílico, el pensar en aquella criatura desvalida le
ayudaba a desechar aquellos pensamientos que tantas veces le habían
vencido cuando no tenía una razón y responsabilidad con que afrontarlos.
Ya dentro de la finca y una vez el portero de la misma había
comprobado que Lucio estaba en casa y que quería recibir aquella visita,
Rosalía se sentía aliviada. En el 

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