Las Zorras - Literadura
Transcripción
Las Zorras - Literadura
Bocalinda Javier Marroquin © Javier Marroquin www.Literadura.net Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento. Así que, si quieres reproducirla, ponte en contacto y no hay problema. 2 Capítulos Intro. Macarrones revolucionarios. Parques para nazis y rojos. Mis padres nunca estaban cuando se les necesitaba. La mejor universidad: el barrio. Todos los escritores sufren trastornos mentales. Las hembras maduras adoran el sexo. ¡ Sal de ahí perra puta, que sácote las tripas y te parto el corazón! ¿Quién será la Viuda Negra? Matar al marido no es un crimen. Rock anticapitalista. Relato del Pequeño Policía en el País de los Vascones. Las relaciones matrimoniales se basaban en el odio. Cómo disfrutó Juan Pedro con la pelea de perros. Priapismo. Sobre los vómitos de la perra del doctor. La Internacional la cantaron borrachos hasta los nazis. Regando a las niñas con cognac. Feudo: el último bar de la clase obrera. Yo, entre chicos demacrados. Nacido para beber y bailar. ¿Qué importan los ingredientes en una receta? Nada. La heroína iba colosal para adelgazar. El mercado de los perros. 3 Los hombres no estaban fabricados para las mujeres. Misógino. Una ramera quiso ocupar mi cuerpo. Procedimientos previos para atracar el Banco de España. Mujeres multicolores en la Casa de Campo. ¡La Guerra Total! La carta de amor más fantástica jamás escrita. Destrucción de Madrid. ¡¡¡Funciooonaaaa!!! La sinrazón de amar a una poetisa lesbiana. En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba. Me atraparon robando y no me delataron. Un ángel se me apareció en el supermercado. ¡God Save the Queen, carajo! ¿Cuántos hombres se jugarían la vida por su amor? Muere, perro. Un consejo final. 4 Intro. Las Zorras. De acuerdo. Suena duro, pero así llamábamos mi padre y yo a la lavandería situada debajo de nuestro edificio. Y no porque las dependientas vendiesen su cuerpo, la denominación venía por su aspecto físico. Las dos llevaban el pelo rubio teñido y cortado con exactitud. Una tendría treinta años y la otra cuarenta y cinco. En aquella lavandería yo experimentaba reacciones en mi cuerpo que me hacían estremecer. Pongamos un ejemplo. Mi padre me ordenaba: -Luis, ¿puedes bajar a Las Zorras la ropa sucia que hay en el baño desde hace un mes, antes de que se pudra y tengamos que llamar a los bomberos? Entonces yo iba al baño, metía en bolsas de plástico de basura los montones de camisetas, calzoncillos, jerseys, calcetines y pantalones vaqueros que se habían acumulado durante días, sin que ninguno de los dos le prestáramos atención, hasta que el olor se hacía insoportable. Mi padre podría haber comprado una lavadora: habríamos resuelto el asunto de la ropa sucia. Pero entonces nunca hubiese podido contactar con lavandería Las Zorras. Apenas podía con las bolsas. Llamaba al ascensor, haciendo un esfuerzo mientras mi padre sujetaba al perro que ladraba como una puta bestia, excitado con la idea de poder bajar a la calle. Puede que se oliese que bajaba a Las Zorras y se ponía tan caliente como yo. Ya estaba en la calle. Me arrastraba hasta la puerta de la lavandería, antes de llegar ya sufría una erección. La rubia más joven, a la que llamábamos Bocalinda por su forma de mover los labios, me abría la puerta de cristal y apartaba los flecos de plástico. Depositaba las bolsas de basura, tomaba respiración. Bocalinda y yo nos quedábamos mirando. Yo andaba desbocado, ella, impresionada por las cantidades de ropa que les traía cada vez que pasaba por allí. Una cosa: no era ni atractiva ni guapa. Eso sí, un pelo rubio cortado al milímetro y un tremendo culo que disimulaba con jerseys. A mí no me la daba. Me excitaban. ¿Qué podía hacer? La lavandería empezaba a apestar, yo no me avergonzaba porque mi mente comenzaba a funcionar. Entre los dos enganchábamos las bolsas de basura y las llevábamos al interior de la lavandería, donde las máquinas y las secadoras industriales. Ahí la realidad se detenía y comenzaba la ficción. Bocalinda me clavaba los ojos en el cuerpo, lo recorría de arriba abajo, sonriendo. Se acercaba a mí, me desabrochaba el botón metálico del pantalón vaquero, se arrodillaba, con sus afiladas uñas rojas bajaba mis calzoncillos hasta los tobillos. Yo cerraba los ojos, respiraba hondo: estaba nervioso. Con su mano me acariciaba el estómago. ¿Qué hacía Bocalinda en ese momento? Introducir el miembro en su boca hasta el final, hasta la misma garganta. Yo quería excusarme, hablar, decir que no era el lugar ni el momento, pero allí abajo estaba Bocalinda haciéndome una mamada en lugar de darme el recibo de la ropa. Los flecos de plástico se agitaban avisando que alguien llegaba. Yo extraía el miembro en un falso intento de comportarme. En realidad me importaba un carajo si alguien hacía aparición 5 en ese instante. Era su negocio, no el mío. Para alivio resultaba ser su compañera de trabajo, a la que mi padre puso el bonito nombre de Viejoputón. Nada ofensivo, era para distinguirla de la otra, más joven. No se piensen que Viejoputón se escandalizaba al ver a su colega succionando a un cliente. Por el contrario, ¡se unía a la fiesta! Disponían de una gran mesa donde planchaban la ropa delicada. Viejoputón apartaba todo aquello y me obligaban a tumbarme. Las dos se desnudaban e inaugurábamos una orgía en la que yo me comportaba como un hombre y satisfacía a ambas, que por otra parte no me cobraban el precio de lavar las cantidades de ropa que había traído. Viejoputón me excitaba más si cabe que Bocalinda porque el morbo se me disparaba al imaginar a una mujer vestida de forma elegante desnudarse en el interior de la lavandería para cepillarse junto a su colega a un cliente que tenía la mitad de sus años. Su cara mostraba arrugas que disimulaba con maquillaje, pero esas arrugas yo las atribuía a los años de experiencia que adquirió desnudando chavales en el cuarto de máquinas de lavandería Las Zorras. La imaginación juega malas pasadas, sobre todo a los chicos que como yo sufrían la enfermedad de tener una imaginación traicionera, con la que fabricaba historias increíbles, o sea, creíbles tan solo para mí, en la que daban cabida todo tipo de escenas sexuales. Yo era joven, un animal. Un pervertido sexual. Pero era hombre al fin y al cabo. Los hombres son así, unos puercos. Siempre tienen a una mujer haciéndoles una felación en sus mentes. Presentación, venga: me llamo Luis. La historia que voy a narrar ocurrió cuando yo era un chaval y fui a vivir con mi padre a resultas del traslado de mi madre a una ciudad del norte. Mi padre. Era marino, de los duros, de los que tienen una mujer en cada puerto y no le tienen miedo a nada. Se llamaba A. M. Todos le llamaban Mazo, y no porque le gustasen los trabajos manuales. Él me lo contaba. Mazo, mi viejo. Tenía amantes en los lugares a los que arribaba, hasta en Las Américas. Él me decía: -Luis, hijo, estoy creando una gran familia a lo ancho de este mundo. Quiero tener hijos distintos, de distintos colores, verlos crecer. Cuando acabes la universidad vas a venir conmigo a conocer a tus otras madres y a tus otros hermanos. Yo le escuchaba y me quedaba alucinado. ¿Qué clase de padre tenía? Podía entender que mi madre le pusiese un buen día el petate en la calle y lo llevase a juicio. -Tu padre no es ni más ni menos que un Hijo de la Gran Puta que está formando familias paralelas por los sitios donde va, y encima tiene el descaro de contármelo. Eso se llama adulterio. En el fondo siempre estuvo enamorado de él, aunque eso no lo percibimos ni mis hermanas ni yo hasta que fuimos mayores. Mi madre era una actriz, sabía esconder sus sentimientos con destreza, sobre todo teniendo en cuenta que tenía un ex marido al que llamaban Mazo y que presumía de tener mujer e hijos en cada destino. Mazo se pasaba la mitad del año en la 6 mar y la otra mitad en tierra. Cuando llegaba lo hacía cargado de recuerdos y regalos. También de ropa sucia, toneladas de ella. Así fue como nos comenzamos a relacionar con lavandería Las Zorras. No vivía en un lugar normal, una comunidad de vecinos en un edificio donde apenas ocurre nada y todos se respetan. Ocurrió que un día mi madre me espetó: -Luis, me voy a vivir al norte, a Bilbao. Me han ofrecido un puesto en la universidad y no estoy en condiciones de rechazarlo. Además, es mi tierra, estoy de Madrid y de tu padre hasta los cojones. Tienes dos minutos para decidirte: te vienes con tus hermanas y conmigo o te vas a vivir con él. Mi madre así, tajante. No se andaba con rodeos. Se curtió conviviendo con un hombre como Mazo. Tuvo incluso el valor de echarlo de casa. Yo no me hubiese atrevido. Nunca nos logramos enterar bien de cómo se conocieron pues cada uno nos contaba una historia diferente. Yo estaba muy orgulloso de ellos y les quería, y ellos a nosotros, y entre ellos se odiaban, con lo que formábamos una familia bastante equilibrada. Mi madre me dejó dos minutos para decidirme. Yo andaba desde hacía tiempo obsesionado con la idea de vivir con mi padre, y la ocasión se me presentó que ni pintada. Mi decisión: -Mamá, me quedo en Madrid con papá. Delante de ella nunca le llamaba Mazo por razones obvias. ¿Qué se me había perdido a mí en Bilbao? Tenía mis amigos aquí, estaba estudiando, y Mazo aceptó la propuesta de de vivir conmigo aquella temporada. Un gran padre. 7 Macarrones revolucionarios. Llegó el día. Finales de junio. Yo estaba cargado de exámenes. Llamé a casa de Mazo pero allí no había nadie, no sabía si estaba en Madrid o navegando. Con mi padre las cosas nunca eran blancas o negras, eran confusas y nebulosas. Difícil saber cuándo llegaba, cuándo se iba, cuándo vendría a vernos. Mazo era imprevisible, una cualidad que estuvo a punto de costar el psiquiátrico a mi madre. Lo incontrolable era despreciable mi padre era el ser más despreciable de la tierra. No debía ser tan despreciable cuando tuvo tres hijos con él. Uno de ellos fui yo. Recibí lo peor de cada uno. Mi madre, aunque me quería por ser su hijo, me odiaba por ser hijo de Mazo. Cuando se enfadaba conmigo me fustigaba con una frase: -Eres la versión corregida y aumentada del cabrón de tu padre. Yo pensaba: no existe una versión corregida y aumentada de Mazo. No importaba. Disponía de las llaves de su casa, un lugar al que mi madre nombraba cada dos por tres, llamándolo centro de perversión, atestado de anormales, desclasados, drogadictos, perversos sexuales. Con tu padre a la cabeza. No era para tanto. Sí es cierto que el edificio se las traía. Se encontraba situado al otro lado de la M-30. A las 9:00 am mis hermanas ya habían hecho las maletas, mi madre se había levantado a las seis en para echar aceite al coche. Era ella misma la que llevaba el mantenimiento del viejo Volskswagen. No se fiaba de los talleres, a los que acusaba de ser un atajo de ladrones mafiosos. Estaba excitado, nervioso, no por los exámenes, que me importaban un bledo, estaba impaciente por descubrir el mundo de Mazo. Era hora de convivir con un hombre de verdad, diferente a los padres de mis amigos. Cuando mis hermanas y yo bajamos en el ascensor, mi madre aguardaba en la puerta con el coche en marcha, al ralenti. Tenía prisa por salir de allí, escapar de una ciudad que le causaba repulsión y naúseas a partes iguales. Aquí nunca fue feliz. Sin embargo, era en Madrid donde había construido la mayor parte de su vida, incluyendo una familia en la que tantas esperanzas había depositado, y que le salió rana. Nos montamos en el coche. A toda velocidad cruzó por uno de los puentes al otro lado de la autopista, frenó en una plazoleta. Me soltó: -Puedes bajarte aquí, toma el metro que te dejará en la puerta de la casa de tu padre. Adiós. Ni me dio un beso, tal era su prisa. En su fuero interno estaba enfadada por mi decisión. Mientras tanto, era el momento de conocer el lado tenebroso de la familia. No llevaba encima gran equipaje. Había introducido la ropa en un enorme saco militar que Mazo me había traído de ultramar. Salí de la estación del metro y anduve durante veinte minutos. Al doblar una esquina de la calle, lo vi. ¿Cómo era posible que un arquitecto hubiese diseñado un edificio tan amorfo Lo describiré: el bloque estaba aislado de los demás edificios, como en cuarentena. Destacaba por sus sombríos colores. El que lo diseñó sabía lo que hacía: lo emplazó en una minúscula calle sin salida. Enfrente, un parque que serviría como desfogue a los personajes que lo 8 habitaban. Y a sus perros. Los balcones se cerraban en la mitad inferior con tablas planas de madera azabache para que los chuchos no brincasen y se suicidasen. Crecían plantas exóticas, dando un aspecto de jungla de ladrillos al edificio. No era muy alto: unos cinco pisos por cinco de ancho. Era el único edificio de viviendas de Madrid que parecía tener vida propia. ¿Ahí tenía que vivir yo un año entero? El primer pensamiento que me vino a la mente fue si mi padre sería capaz de prepararme cada mañana un sandwich doble de jamón y queso con pollo para ir a la facultad. Mi madre lo era. Cada uno uno tenía una forma distinta pero complementaria de mostrarnos su amor. Me disgustaban las familias unidas, donde los padres se adoraban a sus hijos, porque al final éstos salían tarados. Me parecían familias débiles, sin personalidad. Mis padres otra cosa no, pero fuertes sí eran. Tenían dos casas, dos vídeos, dos coches, dos testamentos. La casa de Mazo estaba situada en la calle Segunda República, sin número. Al cruzar la calle de doble dirección hacia la calle Segunda República, el mundo pareció detenerse. Los sonidos, el piar de los pájaros, los autos, el jaleo urbano de la ciudad se esfumaron. El edificio de ladrillos oscuros atestado de plantas, a la izquierda. A la derecha, un gigantesco parque. Estaba en poder de la llave del piso de mi padre. La puerta de entrada a la casa era de doble cristal reforzado, con grosor a prueba de balas. Cuando estaba a punto de extraer las llaves para abrir el portal, la vi. Los ojos de Viejoputón se clavaron en mí por primera vez. Un escalorfrío me recorrió el cuerpo. Encima de ella colgaba un cartel fluorescente morado que brillaba de manera intermitente: Lavandería. Aquella mujer de largas uñas rojas y pelo rubio cortado al milímetro, apoyada en la puerta de manera sensual, hizo que tuviese mi primer sueño erótico del mes. No había ni entrado por la puerta. A duras penas conseguí desplazar unos centímetros la mole de cristal antibalas que habían colocado como puerta de calle. Tuve deseos de volverme a casa de mi madre, a la monotonía, a la seguridad. ¡Al carajo! Con la edad me hervía la sangre, y desde luego, ya tenía en mente hacer el amor con la mujer a la que luego conocería por Viejoputón. El condenado petate pesaba lo suyo, y eso que yo apenas poseía ropa de invierno o de verano. Levanté la vista. Un hombre con el pelo blanco cayéndole por la frente me preguntó con voz de pirata. Estaba empotrado en una cabina de madera: la portería. Vestía camisa azul, corbata negra. Fumaba pipa. Apestaba la entrada. -¿Dónde crees que vas? -Voy a casa de mi padre. -¿Puedo saber quién coño es tu padre? Apenas respiraba; clavaba los ojos. -Se llama Antón Muruza y vive aquí. ¿No me recuerda? Yo soy Luis, su hijo. -Antón Muruza, Antón Muruza, Antóóón... Pues claro, chaval, tú eres hijo de Mazo. Pasa, hombre no te quedes ahí parado como un estúpido fósil. Sabes donde es, ¿no? -El segundo izquierda. 9 -Exacto. El segundo izquierda. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Cómo se atrevía un portero a preguntar algo tan fuera de su jurisdicción? No creí oportuno ser grosero. A parte de que el hombre, a pesar de su edad, impresionaba. -He venido a vivir con él unos días, una temporada. -¿Unos días, o una temporada? -Bueno, no lo sé con exactitud, depende de él. Unos meses, quizás, creo yo... -Si depende de él más vale que te des media vuelta, porque Mazo, tu padre, vive en esta casa por temporadas. Es marino, eso lo sabes, ¿no? -Sí, sí, claro. Me ha dado permiso para venir. Tengo la llave. ¿Está en casa? -Lo dudo. No es temporada de que viva aquí. De todas formas, con tu padre nunca se llega a acertar. A veces hasta a mí me confunde, y eso que yo lo sé todo, ¿entiendes? Todo lo que ocurre de esos cristales para dentro es asunto mío. Para eso me pagan. Sube. -Gracias. Agarré el petate verde y tomé el pasillo de la izquierda, plantándome en la puerta del ascensor. La flecha indicaba que descendía. El ascensor se detuvo. Klonk. La portezuela se abrió. De su interior emergió un monstruo negro y musculoso que se abalanzó sobre mí. Del susto que me llevé casi me meo en los pantalones. Al echarme hacía atrás tropezé con el petate: caí al suelo. El monstruo pasó por encima de mí y salió trotando en dirección a la puerta de salida. Iba arrastrando una cadena de eslabones que golpeaba el suelo de piedra y rebotaba contra las paredes. Detrás del monstruo negro surgió un tipo con botas militares negras, un pantalón caqui ceñido, una cazadora de cuero. Pelo rapado al uno y una ristra de pendientes en su oreja izquierda. Pasó por encima como una apisonadora persiguiendo al perro y gritando: -¡Detente, perro, antes de que te raje el estómago! El portero le detuvo: -¿Qué son esas formas de tratar al hijo de Mazo, pisoteándole como si fuese una lechuga? El chico se volvió. Me tendió la mano. -Perdona, ni siquiera te había visto, pero Bormann lleva varias horas sin salir a la calle. Se excita en cuanto agito la cadena. Me levanté. -¿Se llama Bormann? -Sí, como Martin Bormann, un nazi. Se las ingenió para escapar de los yankis y de los rojos con la intención de crear de nuevo un estado nazi en algún lugar secreto de Sudamérica. -¿Qué tal le fue? -Ya hablaremos de eso. Hasta luego, chico. ¡Sieg Hail! Una guarida de locos nazis con planes de futuro. Estaba derrotado fisicamente y no eran ni las once de la mañana. 10 El verano nacía en Madrid y el calor mañanero hizo el resto. Subí hasta el segundo piso, donde vivía Mazo. Giré la cerradura una, dos, tres veces. Bien, mi padre no se fiaba de nadie, pero yo ya estaba dentro, a salvo de monstruos y nazis. Conocía la obsesión que él sufría por cambiarlo todo de lugar y orden cada vez que llegaba de los barcos. El apartamento se encontraba a oscuras. Tanteé con la mano en la pared para encontrar el interruptor de la luz. ¿Lo habría cambiado? En ese preciso momento escuché un leve gruñido que congeló mi sangre e hizo que dejase de respirar y me quedase inmovilizado. Avancé un paso. El gruñido se hizo más profundo, más amenazador. En la oscuridad pude distinguir dos ojos centelleantes que me observaban. El sudor apareció en las palmas de mis manos. ¿Sería posible que se hubiese olvidado de mí y no me reconociese por el olor? Ni me había duchado esa mañana. -¿Galeón? -Grr. El muy animal no me había reconocido. O no me quería allí, en su propiedad. O le había despertado. Di un paso hacia atrás e intenté reconocer la pared, recordar dónde estaba el interruptor. Tenía un padre que cambiaba los interruptores de posición y ni se molestaba en avisarme. Tracé círculos con la mano en la pared. Antes de que el animal saltase a mi cuello, lo encontré. Lo accioné. Se hizo la luz. -Galeón, soy yo, Luis, ¿no me recuerdas? El pastor alemán de pelo chispeante como el carbón efectuó unos vaivenes con la cola dirección este-oeste. Estaba contento. Yo también, porque seguía vivo y coleando. El apartamento de mi padre era tan extraño como él. No voy a perder tiempo en describirlo. Dividido en tres partes: un salón que ocupaba el setenta por ciento del espacio habitable; un dormitorio con dos camas que ocupaba el veinticinco por ciento; una cocina que ocupaba el cinco por ciento. Todo porque no era una cocina, al menos no como a las que yo estaba acostumbrado: era un armario. Dos puertas de madera que se pueden encontrar en las casas comunes y que al abrirse se espera encontrar ropa colgada. Con la diferencia de que al abrir las dos puertas me di con cuatro fuegos eléctricos y una nevera. Una cocina de camuflaje. Mazo sabía cocinar, y bien. No por ser marino cocinaba bien, sino por haber sido expulsado del hogar, por tener tres hijos y un perro. Cuando mi madre le puso un sábado de hacía años el petate en el portal de la entrada de su casa, mi padre no se olvidó de nosotros. Por el contrario, quería que fuésemos con él siempre y cuando sus vacaciones y las nuestras coincidiesen. Llegaba temprano a recogernos en el viejo Land Rover. Llevábamos media hora esperándole en la calle, impacientes. Por esos tiempos poseía otro perro pastor. Mi padre conducía como un maníaco. La razón principal: el volante estaba situado a la derecha. Le era complicado ver con el fin de adelantar. Más aún si llevaba un camión o una furgoneta delante. Mazo confiaba en nosotros. Nos preguntaba: 11 -¿Viene alguien? ¿Puedo adelantar? Yo dudaba. A veces decía que sí cuando era que no, y viceversa. Mis hermanas eran todavía más peligrosas y mortíferas que yo. Mazo no esperaba una respuesta: daba un volantazo para poder ver él mismo. Infinidad de veces nos vimos con coches, camiones y motocicletas de frente, a menos de diez metros. Una confianza infinita en él nos hacía sentirnos vivos y seguros. Al fin y al cabo surcaba los siete mares. Las vacaciones las pasábamos en un diminuto pueblo de la costa del este, lugar donde un amigo marino de Mazo disponía de una casa con jardín. Se la alquilaba a precio irrisorio. Menudos veranos tan marítimos nos dimos esos años con un padre que era un experto en asuntos de mar. Tal pasión se tradujo en una enseñanza metódica de los deportes de mar, incluyendo un deporte que había hecho explosión unos años antes: el surf a vela. -Malditos americanos. Son unos seres salvajes, pero reconozco que algunos inventos suyos son para descubrirse. -me comentó un día en la playa mientras me dibujaba la Rosa de los Vientos. Al grano. La comida. Los hombres son de naturaleza cobarde. Un número muy reducido de ellos tienen el coraje de cocinar para unos cuantos críos en estado salvaje, como estábamos nosotros, mas para un perro. He mencionado unos cuantos críos porque Mazo se traía en el Land Rover a los hijos de su hermano y de su hermana: mis primos. Cuando nos juntábamos en batallón ocho chavales, formábamos lo que Mazo denominó la Armada Invencible. La alimentación era un tema que desde siempre había preocupado a mi madre, una fanática de la comida equilibrada, del aceite de oliva, de los vegetales, del pescado. Para ella, si mi padre era un desequilibrado, su comida también lo sería. Exageraba, voy a concretar por qué. Volvíamos de la playa a las seis de la tarde, hambrientos como los lobos. Mazo se veía en el deber de cocinar para todos nosotros, pero sus conocimientos no se habían desarrollado lo suficiente como para poder garantizar al cien por cien que siguiésemos vivos. Entonces empleaba tácticas de distracción: una de ellas era cantar. Colocaba una cinta en su radiocasette y nos enseñaba cómo cantarla. ¿Qué música escogía? Música de rojos. Música revolucionaria. De su época de izquierdista le habían quedado un puñado de canciones y cintas de música. Nos colocaba a todos en fila india y entonábamos en bañador, llenos de arena y restos de mar, himnos como la Internacional, Hasta siempre, No nos moverán, o incluso canciones catalanas como Al vent. Ni llegábamos a comprender lo que decíamos. Nos enseñó a levantar el puño a la manera roja. Mientras ocho niños elevaban sus puños al viento y clamaban por un mundo más revolucionario, mi padre se dirigía a la cocina y en una olla hasta los topes de agua, vertía cuatro bolsas de macarrones con la esperanza de que el concierto durase lo suficiente para que no saqueásemos la despensa. Nadie le indicó los tiempos de cocción. Los primeros platos fueron peores que los que engulleron los galeotes, pero con voluntad de hierro nos convencía de que en nuestros platos había un manjar. De aquellos primeros macarrones tengo la imagen de mi hermana pequeña 12 vomitando en una esquina. Mazo colocaba macarrones con tomate en el plato del perro con la esperanza de que el animal no los distinguiese, pues estaba medio ciego de una infección. El perro poseía un poderoso olfato sobrealimentado por la ceguera. El animal nos miraba y nosotros a él. Acabábamos todos mirándonos mutuamente, confusos. Mirando a mi padre, que devoraba los macarrones con ketchup y mayonesa a la vez que sonreía. Mazo siempre sonreía. Mi padre nos quería. Ésta es la mejor prueba que de ello puedo ofreceros. 13 Parques para nazis y rojos. Continué espiando la casa. A pesar de que vagamente la recordaba, ahora era y sería mi casa. No me extrañó que los policías del mundo utilizasen a los pastores alemanes como animal contra el crimen, porque Galeón me seguía como una lapa, pegado a mi pierna a cada paso que daba. Su mirada venía a decir: ¿me vas a sacar a la calle?, ¿cuándo? ¿Debo esperar tanto como espero a tu padre? Yo quería descansar y revolotear por el apartamento en el que se juntaban recuerdos, toneladas de objetos, fotografías, cuadros que no me sonaban en absoluto. Conocía a mi padre a la perfección y a la vez era un desconocido para mí. Con la intención de estar más cómodo, me desprendí de la ropa, quedé en calzoncillos. Galeón lo entendió y dejó de seguirme, sentándose en la puerta de entrada al apartamento vigilando mi petate militar. -No puedo sacarte en este momento, me encuentro cansado y quiero dar una vuelta por la casa para luego tumbarme. En una de las paredes destacaba un cuadro del Ché Guevara en rojo y negro. Vaya, continuaba siendo revolucionario, o puede que fuese un souvenir de sus viajes a Cuba. Éste fue un motivo más que dividió a mis padres: mi madre era conservadora, amante de las tradiciones cristianas, mi padre rompía todas y cada una de las reglas del cristianismo, menos una: respetaba, amaba, defendía a las prostitutas como la Biblia enseñaba a hacerlo. Un cuadro de nudos marinos se situaba al lado del Ché Guevara. A mi mente vino los días en los que Mazo nos sentaba a mis hermanas y a mí con unas cuantas cuerdas y nos examinaba sobre los nudos que nos había enseñado. No he conocido aun padre al que le importasen tan poco las notas que sus hijos sacasen en el colegio y que sin embargo pusiese tanto empeño en los examenes de nudos. ¿He heredado alguna cualidad o defecto de mi padre que destaque sobre los demás? No lo sé. Según mi madre, todas y calcadas. Mi padre arrastró una obsesión que en mí se manifestaba, debido en parte a la edad: las mujeres. Mazo adoraba al sexo opuesto, como un conglomerado. Adoraba a todas las mujeres que conoció y a las que aún le faltaba por conocer. Adoraba a mi madre, aunque no en exclusividad. No era presuntuoso ni un ligón. Las amaba. Alrededor del cuadro del Ché Guevara había dispuesto un espacio para fotografías de sus amantes, todas sonriendo, incluida mi madre. Yo no conocía a ninguna, muchas de ellas eran mujeres de ultramar, con exóticos colores y dulces labios. ¡Qué suerte tenía mi padre! Cuando recorrí la exposición fotográfica concebí que me enseñase a conquistar mujeres, a pesar del hecho de no ser marino ni tener intención de serlo. De momento me conformaba con las mujeres de Madrid, con Bocalinda y Viejoputón. Ansiaba mujeres, no niñas de primero y segundo de facultad. Era un estudiante y necesitaba aprender las cosas que no se enseñan en un aula y que son las verdaderamente útiles e inmortales. 14 En la esquina del salón había plantada una escultura africana negra de un hombre con un escudo y entre las piernas un falo. El apartamento era diminuto, pero poseía más vida e historia que muchas de las casas en las que había estado anteriormente. ¿Tendría aparato de música? Allí estaba, en el lado opuesto al Ché Guevara. Un viejo tocadiscos y amplificador marca Vieta con dos altavoces. Me gustaba la música. En aquella época era el rock lo que más me llamaba la atención. Más que la música, lo que me atraía el estilo, la forma de vida, los degenerados que vomitaban la cena en el escenario. En mi equipaje no había espacio para discos ni compactos ni cintas que tampoco me interesaban. Traje un casette de la banda Sex Guns, cuyos componentes parecían sacados de una novela de Charles Dickens. Me apetecía probar el volumen del aparato que no disponía de entrada para compactos. Yo tampoco tenía compactos, sino cintas: una. La introduje en el cassette. Sonó un eco profundo, la máquina comenzó a desperezarse con unos crujidos que llegaban desde los altavoces, como invadidos por cucarachas. Apreté la tecla Play y un estruendo sacudió la habitación. God Save the Queen the fascist regime, will make you a moron, .......etc, Quedé atrapado por la violencia musical. Hasta tal punto me hipnotizó que tarde minutos en darme cuenta de que Galeón ladraba a mis pies de manera angustiosa. Me guió a hasta la puerta. Allí percibí que alguien llamaba al timbre. Un hombre vestido de esgrima, con un florete en la mano y una barba rojiza puntiaguda, parecía tener la intención de decirme algo. No, me estaba diciendo algo. Yo no podía escucharle. Su cara se tornaba roja. Vi la vena yugular hincharse por el esfuerzo. -¿Puedes bajar la música? -¿Qué? -¡Que si puedes bajar la música! -¿Qué si puedo? -La música. ¿Quieres hacerme el gran favor de bajar el volumen de la música? Entendí. Salí corriendo y desconecté el aparato tirando del primer cable que vi. Galeón me seguía, volví a la puerta, donde ahora reinaba un silencio sepulcral. El tipo vestido de luchador de esgrima había desaparecido. Miré alrededor y las cuatro puertas de mis vecinos estaban cerradas. Fuera música. Galeón dejó de ladrar y la paz volvió al apartamento de Mazo. Necesitaba respirar aire puro; salí a la terraza. Era lo más parecido a una jungla. A la derecha, una verja marcado los terrenos de Galeón. La verja de metal incluía una portezuela que se abría y se cerraba, con un cartel escrito en castellano. Se leía: cuidado con el perro. Mi padre debió haber colocado ese cartel. ¿Con qué intenciones? Miré abajo y Galeón no me miraba: me desafiaba. 15 -Vamos, yo soy tu amo, bueno, el hijo de tu amo, eso me da cierta autoridad, ¿eh? Había una caseta construida con un material aislante compuesto de fibras de madera. Quise ver la caseta por dentro, era enorme para un perro. Me agaché para pasar por debajo de la verja. Escuché un gruñido sordo. Otra vez. Retrocedí. Galeón no se fiaba de mí ni yo de él. Nuestra relación aun era muy inmadura. El sueño comenzaba a apoderarse de mí y yo disfrutaba durmiendo. Entré en el apartamento y me tumbé en un sofá frente a la televisión; la conecté. Una TV en blanco y negro. Mi padre se había quedado estancado a principios del siglo. Dormí a pierna tendida durante horas. Me despertaron unos golpes continuos y violentos que llegaban desde la puerta. Boum, boum, boum. El que llamaba no había sido adiestrado en el uso del timbre. Abrí para encontrarme al nazi dueño del monstruo, apoyado en la pared. -¿Cómo has dicho que te llamas? -Luis. -Tengo que bajar a Galeón. Tu padre no te ha explicado nada, ¿no es cierto? -No, nada. -Mazo se pasa temporadas fuera de casa y me paga para que baje y alimente a Galeón. Él sabe que adoro a los perros, no a todos los perros, a los grandes y poderosos, no a las mierdecillas de chihuahuas y perrossalchicha u otras mariconadas que muchos hombres, más de los que te piensas, tienen como mascotas. ¿Quieres bajar conmigo? Cualquiera decía no al nazi. Agarró una cadena de la entrada del apartamento y llamó al perro, que obedeció al instante. Al llegar al portal me di cuenta de que la casa estaba viva, había vida y actividad, con gente subiendo y bajando las escaleras, el ascensor. El portero de melena blanca estaba enfrascado en una discusión con un hombre de edad imprecisa, extremadamente delgado, huesudo de cara. Galeón salió zumbando hacia la puerta de los cristales blindados. La atravesó. -No te preocupes, no escapará -dijo el neonazi. El perro estaba firmes esperando a que llegásemos para cruzar la calle Segunda República. Vaya, mi padre tenía bien adiestrado al perro. El neonazi ordenó: -¡Cruza! Galeón salió despedido por un resorte automático hasta el otro lado de la calle, en el que había un frondoso parque. Hizo un pis de varios minutos. Me sentí culpable de no haberlo sacado antes, en vez de aturullar al luchador de esgrima con el himno-rock. Nos adentramos en el parque, que estaba fuera de contexto por sus dimensiones y frondosidad. Parecía una selva para rodar documentales de leones. Estaba descuidado, las plantas, las enredaderas, los arbustos crecían de manera anárquica, libre. Subimos por una de las cuestas que se adentraban en el corazón del parque, al que no se 16 le podía adivinar un final. Los árboles eran de tal altura que no se divisaba el firmamento. De una explanada de arena surgía un parque con columpios y toboganes. Estaba abandonado. Otra de las características del parque era que la temperatura disminuía hasta cuatro grados con respecto a la calle, por efecto de la espesa vegetación. Galeón nos seguía a cierta distancia; la curiosidad me picaba. ¿Cómo se llamaría el neonazi? -Me llamo Martín. -Ahá. Como el perro. -El perro se llama Bormann. -Me dijiste que Bormann se llamaba de nombre Martin. -Mi nombre es Martín, en castellano, con acento en la i. No quise entrar en discusiones. -¿A qué te dedicas? -Estoy en paro. No tengo mucho que hacer, así que me gano una pequeña pasta sacando a los perros de algunos de los vecinos del barrio, los que me caen mejor y pagan bien. Pero si me cae bien un vecino pero desprecio a su perro, estonces paso, no lo saco. Por ejemplo, tu vecino, Lope, el luchador de esgrima, ¿lo conoces? -Sí, o no. Llamó a la puerta para que bajase el volumen y desapareció sin más... -Lope es así, un tipo imprevisible. Entrena esgrima, ha ganado medallas en los campeonatos de Castilla la Mancha, aunque se le ha pasado el momento dorado que una vez tuvo. Lope tiene un perro, es un piojo, un mal bicho, un perro traidor. En realidad no es de él, es de su mujer, que es otro mal bicho. Lope me pidió que sacase a su perro cuando se fuesen de vacaciones en un intento de evitar ir con el chucho, pero su mujer, que lo quiere más que a él, lo impidió. Lope ensartará al chucho como si fuese un pincho moruno, y su mujer, Maya, lo pondrá en la calle como hizo tu madre con tu padre. Quizás Lope ensarte también a su mujer, aunque de ésto no estoy seguro. -¿Quién te ha contado eso, lo de mi madre? El neonazi no sólo controlaba al perro, también sabía detalles de mi vida. -Tu padre, ¿quién va a ser? Caminamos, adentrándonos en el interior del parque. El pensamiento de tener por vecino a un nazi que odiaba todo lo que fuese pequeño y débil no me entusiasmaba, porque a pesar de que la política me confundía, es decir, me atraía y me repelía por igual, sí sabía lo que pensaba sobre el fascismo y sus derivados modernos. Mazo fue un revolucionario, siempre tuvo aversión por el fascismo en España debido a que le había robado una parte de su juventud, robo que le afectó menos que a sus amigos, que habían permanecido en tierra sin poder ver otros mundos. Por todo ello Mazo nos decía que él personalmente pasaría la factura al fascismo cuando llegase el momento. -Quieto.... -¿Perdón? 17 -No te muevas ni un milímetro. Mira quién viene. -No veo nada. -Mira bien, chico, Luis, mira quien se acerca. Con movimientos lentos, a cien metros, se acercaba un bizarro animal cruce de perro lobo y mastín. Llevaba la cabeza gacha. Sus pasos eran de una leona cuando se aproxima a un ñu. Galeón no lo había visto. Seguía oliendo la hierba y marcando los árboles cuando Martín dio una orden: -Galeón, ¡ven aquí! El perro levantó la cabeza y se acercó al nazi obediente. Al acercarse, sus orejas se erizaron y los ojos se encontraron con los de la bestia que se acercaba. Fue a salir corriendo hacia él pero Martín volvió a gritar: -¡Ven aquí! Galeón se pegó como una lapa a su pierna derecha. El extraño cruze seguía acercándose con paso de caza. Aumentó hasta un suave trote. Martín enrroscó la cadena en su puño izquierdo y dijo al visitante que se aproximaba: -Vamos, hijo de perra, acércate, para sacarte las tripas a puñaladas como debía hacer con tu puto amo. Dicho ésto, desenfundó del bolsillo un puñal de doble hoja y se lo colocó entre los dedos de la mano. Dios. Iba a presenciar una masacre de hombres y animales en pleno parque. -¡Engañabaldosas! -gritó el nazi- Escucha, Engañabaldosas, sujeta a tu animal o te juro por Dios que lo voy a apuñalar hasta beberme su sangre, ¿me has oído, rojo de mierda? El animal no se detenía. -¡Escucha, tu perro es lo único que tienes en este mundo, basura inválida, y voy a matarlo! ¡Por lo menos tiene más valor que tú y da la cara! Una figura enclenque salió de entre dos árboles: -¡Troski! El hombre sacó un objeto de su pantalón y se lo introdujo en la boca. ¡Piiiiiiiiiiiiiii! Un silbato. El perro se detuvo, congelado. Como un autómata se dio la vuelta. El hombre y la fiera desaparecieron por el parque, la tensión desapareció de mi interior. El nazi me contó que el animal, llamado Troski, pertenecía a un escritor que vivía en soledad, en la otra escalera, llamado Juan Pedro. Él le llamaba Engañabaldosas por la invalidez que padecía en una de las piernas y que le hacía caminar con dificultad Lo expresó con simplicidad: era un escritor y por tanto un rojo guarro de mierda, un intelectual invalido y maricón al que un día de éstos ensartaría con su cuchillo de comando. Yo estaba del lado de un nazi convencido al que había estado a punto de ayudar a asesinar al perro de un escritor por el que yo podría llegar a sentir afecto dada la primera percepción que tuve de su desválido y destartalado aspecto físico. Martín siguió hablando sobre el perro del escritor, Troski, al que acusaba de haber sido entrenado con las tácticas soviéticas contra los nazis. Por consiguiente, y al ser él neonazi, deduje que no simpatizaba con Troski. Me equivoqué. Martín afirmó que no sentía aversión por el perro, sino por dueño. Acuchillando al perro, mataría 18 una parte del dueño, que vivía solo, y para el que la compañía del animal lo era todo. Quería irme a Bilbao. Subí al apartamento e intenté averiguar dónde dormiría: en la habitación de Mazo, en la otra cama, en el salón, en algún sofa-cama oculto. Me tumbé en la cama que él no utilizaba, al lado de la ventana, mirando al techo. Me sentía deprimido. Las personas quieren a las familias. En realidad no es cierto, no las quieren. Por el contrario, las utilizan. Las respetarán y amarán en tanto en cuanto se adapten a las necesidades y a los gustos de hijos y padres. Cuantos y cuantos amigos no se hablaban con sus padres porque no eran lo que sus padres querían, o sus padres no eran lo que a ellos les gustaría que hubiesen sido. Yo amaba a mi padre tal y como era, mis sentimientos hacia él no aumentaron o disminuyeron un ápice. Él era mi padre. No había más. Pero una cosa era mi padre y otra cosa era su entorno. Mazo vivía en una maldita casa de locos. Yo llegaba de una comunidad de vecinos normal, donde no existían ni nazis ni perros entrenados en la extinta Unión Soviética ni porteros influidos por la Belle Epóque. Mi intención era convivir con el hombre al que llamaban Mazo. Escuché un lamento, moví la cabeza y allí estaba Galeón, sentado sobre sus patas traseras y emitiendo lamentos con el hocico cerrado. ¡Qué perro más inteligente! Había detectado mi depresión y se acercaba a consolarme. Me rompió el corazón. Me levanté para acariciarle pero el muy perro se puso a cuatro patas y salió de la habitación mirándome de reojo, avanzando hacia la terraza. Salió y salí yo. Se detuvo delante de un plato de plástico, su plato de comida. No vino a consolarme sino a recordarme que también los perros tienen estómago y no tienen la culpa de que el hijo de su dueño sea un blandengue inexperimentado en la vida y se deje impresionar por tres personajes y dos situaciones paranormales. ¿Qué le daba de comer? ¿Una pizza? Me senté en la mesa redonda y me puse a discernir. Un perro tenía hambre. Un perro no sabía cocinar ni tampoco hablar. Un perro era un hijo de perra que me estaba complicando la vida a las pocas horas de yo estar allí. Para colmo, estaba allí antes que yo, no podía echarle ni protestar. Me sentía un invasor: el perro era más hijo de mi padre que yo. Fui a la cocina y rebusqué entre los armarios. En uno de los cajones había paquetes de spaghettis y macarrones. Acababa de salvar la vida al perro y de paso la mía: me moría de hambre. Coloqué una cazuela de agua en el fuego cuando me entró la primera duda: ¿agua fría o caliente? A nadie se le había ocurrido enseñarme este tipo de cosas en el colegio o en la facultad. Insistían en idioteces inservibles como elementos químicos, las raíces cuadradas que no valían un carajo, pero se olvidaron de comentarme este vital detalle de la vida. Mi padre me lo dijo, pero lo olvidé desde que dejamos de ir al mar. En la nevera había una lata de salsa de tomate: la abrí y la derramé sobre la cazuela de macarrones. A resultas de mis habilidades, Galeón y yo nos dimos un festín de pasta italiana. Con el estómago lleno el optimismo renació en mí, porque noté que el perro me miraba de otra forma. Le había dado de comer por primera vez en la vida, y eso era lo único que los perros 19 saben apreciar: la mano que les alimenta. Me senté en el sofá a leer un periódico de hacía seis meses. Galeón se colocó a mis pies. En caso de que mi padre no apareciese en mil años por lo menos no estaría solo. Oscureció. El perro se había quedado dormido apoyado en mis pies. Me resultó enternecedor, confirmaba el poder subliminal que pueden tener unos macarrones, los mismos que Mazo nos hacía en el mar y gracias a los cuales crecí con salud y vitalidad, puede que con demasiada energía sexual. Con ese cansancio me dirigí a la cama. ¿En cuál dormiría? ¿Y la otra cama? Corrí la sobrecama, la almohada se levantó y dejó al descubierto el camisón blanco, corto con encajes. El de una mujer. En el salón me fue fácil adivinar que uno de los sofás, en medio de los altavoces, era un catre convertible. Demasiado estrecho me pareció a primera vista. Allí no había colchón de los de toda la vida sino una tira de gomaespuma de treinta centímetros de espesor, bajo ella una red de muelles desvencijados salidos de sus agujeros. No existía almohada. En casa de mi madre dormía en una cama de matrimonio tamaño extra con un colchón último modelo de muelles anatómicos. El cuarto de baño estaba repleto de fotografías ampliadas tomadas por mi padre en los viajes, fotografías de calidad. Colgaban por la ducha, el espejo. Alrededor del retrete surgían objetos relacionados con la mar: bitácoras, brújulas, banderas de comunicación entre barcos, conchas y otros cachibaches que no reconocía. Tenía instaladas unas ventanucas redondas como las que hay en los camarotes. Cuando salí del baño noté que Galeón no estaba donde debería estar y la puerta de la terraza se encontraba abierta. Le vi metido en su caseta, mirándome con ojos de ocaso. Yo no le había expulsado del salón, fue él quien debió intuir que era la hora de dormir. El perro prefería dormir en su caseta que en el interior del apartamento. Estaba en su derecho. 20 Mis padres nunca estaban cuando se les necesitaba. Así recuerdo el primer día que pasé en el apartamento de mi padre, Mazo, del que no había tenido noticias hasta ese momento. ¿Dónde estaba? ¿En los barcos, o de juerga en cualquier garito nocturno para adultos de Madrid? Si tenía conocimiento de que yo iba a vivir en su casa, ¿cómo es que no había dejado ni una nota escrita, ni dinero? Mi madre había sido previsora. Me había prestado una cantidad suficiente para sobrevivir unos días, quizás semanas si ahorraba. Lo dejó claro cuando depositó el dinero en mi mano: -Tu padre debe devolverme este dinero en cuanto lo tenga. Es él quien debe mantenerte ahora, no yo, ¿entendido? Por lo menos no debía ir a clases en la universidad porque quedaban los exámenes finales. Desde que entré en la facultad había dispuesto un plan que escuetamente consistía en: aprobar las máximas asignaturas posibles estudiando lo menos posible. Distribuyendo ese tiempo de estudio lo más generosamente que fuese capaz. De pronto me aburrió estudiar. Como a todo ser humano decente. Si en casa de mi madre, con la paz y la armonía presentes, me costaba sentarme más de una hora seguida frente a un libro, en casa de Mazo sería cien veces más difícil. Tenía que sobrevivir. El año que iba a pasar en el apartamento de la calle Segunda República iba a enseñarme todo lo que un hombre necesita saber y aprender a lo largo de su vida. Y sería con o sin mi padre. Dormí más de doce horas. Nada excesivo dada mi capacidad dormitiva. Mi espalda había sufrido las calamidades impuestas por el amasijo de herrumbre oxidada y tela que pretendía ser un colchón. Así de hecho añicos tomé el metro y me largé a casa de mi madre a recoger los libros que no había podido cargar el día anterior. Por un momento tuve tentaciones de quedarme allí, pero hubiese sido un acto cobarde. Además estaba Galeón, del que yo me debería ocupar aunque mi padre no me diese instrucciones expresas. Tenía al neonazi para sacarlo y alimentarlo. Al volver, el perro comenzó a ladrarme desde el balcón. Me hizo sentirme culpable por no haberle bajado a primera hora de la mañana. ¡Qué demonios! Yo no era su padre. Extendí los libros sobre la mesa, saqué de la carpeta las fechas y horarios de los exámenes a los que pensaba presentarme, que eran muchos. Me sorprendí a mí mismo siendo tan ambicioso: en esa casa, sin nadie molestándome, sería capaz de estudiar con tesón. Cuando me disponía a abrir el primer libro con un vaso de leche al lado, Galeón comenzó a aullar. Lo había olvidado, tenía que bajarlo a la calle para su primer pis del día. De esta manera tan formal pasé los diez primeros días, preparando el primer examen y sin tener conocimiento de mi padre, que ni se dignaba en llamar ni se preocupaba si estaba vivo o había muerto de inanición. No se 21 confundan, que yo le seguía queriendo igual. Cabilaba sobre las razones por las que no había contactado conmigo hasta ahora. Encontraba toda clase de excusas que no me llevasen a la amarga conclusión de que se había olvidado de su hijo. Martín, el neonazi, seguía viniendo religiosamente a bajar al perro. Yo encontraba toda una serie de explicaciones para no acompañarle. Mi padre le había pagado y no veía porque yo debía hacer su trabajo. Un admirador de Martin Bormann. ¿Se podía ser más corto de mente?. Me pasaba las tardes en la biblioteca de la facultad, intentando memorizar una sarta de incongruencias y soporíferos textos gracias a los cuales podría permitirme el lujo de continuar con los estudios hasta que tuviese una iluminación que me indicase qué era lo que yo había venido a hacer a este mundo. Escaseaban los amigos. No por nada personal, es que la mayoría de los chicos de la universidad me parecían unos simplones, unos alcohólicos degenerados, o unos drogadictos. Con las chicas tres cuartos de lo mismo, aunque que me volvían loco sexualmente. No había día en el que no me masturbase pensando en alguna de ellas: había tantas que podía haberme pasado la vida entera masturbándome sin repetir ni una sola. Esto es todo lo que tengo que destacar de los comienzos en la universidad. Aquellos pensamientos eróticos se difuminaron, mejor dicho, no lo hicieron, sino que cambiaron de protagonistas. Ahora las estrellas invitadas de mis sueños serían Bocalinda y Viejoputón. Al fin y al cabo las tenía fisicamente más cerca y ello aumentaba las probabilidades de éxito, de triunfo con ellas. Un martes a las nueve y media de la mañana tuve el examen. A punto estuve de llegar tarde por culpa de Galeón, que andaba estreñido debido a la sobredosis de macarrones con tomate. Llevaba casi quince días cocinando para mí y para Galeón y allí seguíamos, vivos y coleando, aunque no dudaba que había llegado el momento de tomar un giro de trescientos sesenta grados. O al menos echar otra salsa que no fuese una lata de tomate de bote. ¿Mayonesa? Salí eufórico del examen, lo cual significaba que tenía unas mínimas posibilidades de aprobar, me era más que suficiente dadas las horas que había dedicado. Esta fecha la recuerdo con exactitud. No por un estúpido examen de facultad, sino por que mi padre, orgullo de los mares y burdeles, me llamó por teléfono. El muy bastardo no se había olvidado de mí, pero se había tomado su tiempo. Ésta fue la conversación que tuvimos: -¿Sí, dígame? -¿Luis, eres tú? -No, soy Galeón, que he aprendido a hablar. ¿Puedo saber dónde estás? Llevo quince días aquí y cr... -Bueno, bueno, tranquilo. Ya estoy aquí, así que no te preocupes. -¿Dónde? -Bien. Sí, mira. No exactamente aquí. Estoy al otro lado del Atlántico. Llegaré dentro de unos días, pero lo importante es que tú estás ahí, y estás bien. Como supongo que no tienes dinero, ve al cajón segundo de la mesilla que hay pegado a mi cama. Encontrarás un sobre. Utiliza ese dinero para lo que necesites, pero no hace falta que compres comida. -Ah, ¿no? ¿Y de que vivo? 22 -Despacio, Luis, chico, hijo, no te pongas nervioso. En la esquina de la siguiente calle a la nuestra hay un ultramarinos. Cuando vayas allí compra lo que quieras. Le dices al tipo que atiende el negocio que lo apunte a mi cuenta. -Escucha, papá, por las tardes viene un nazi a sacar al perro. Yo hasta ahora no le he dicho nada porque supuse que era cosa tuya. -Ya, es Martín, está de la azotea. En el fondo es buen chaval, anda algo confundido, pero me hace un gran favor sacando a Galeón. ¿Cómo está el perro? -Perfectamente, ¿es que crees que no soy capaz de cuidar de él? -Tengo una sorpresa para tí cuando llegue. -¿El qué?... ¿Ehhh?... ¿Oiga? Se acabó la conversación. El diálogo con mi padre había durado menos de dos minutos, no obstante, yo daba saltos y brincos de alegría por el salón, Galeón me imitaba porque intuía que quien había hablado al otro lado del hilo telefónico era su amo. Le perdoné su olvido y me puse manos a la obra. Esa tarde, con aquella llamada, comenzó verdaderamente mi vida en la calle Segunda República, sin número. 23 La mejor universidad: el barrio. En la mesa del salón junté el dinero que mi madre me había prestado con la enorme cantidad de billetes que Mazo había introducido en el sobre. Un mensaje escrito en él: Luis, modérate. Un perro a punto de morir de diarrea. Un hijo con la espalda inutilizada a resultas de dormir en una cama de calabozo. Una comunidad de vecinos a la que había intentado eludir por todos los medios. Mi padre lo único que exigía de mí era moderación. -¡Galeón, vamos a moderarnos! Salió despedido de su caseta y de su apatía con la energía de un torbellino tejano, arrasando sillas y frenando justo a tiempo para no estamparse contra el mueble de madera. Con nadie me crucé en el ascensor. Al pasar por delante del portero, al que había notado que todos llamaban Sheriff, o el Sheriff, éste me detuvo, preguntándome dónde iba tan contento. -Voy a dar una vuelta y a comprar comida. -Tu padre ha llamado, ¿no? -¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo sabe? -Ya te advertí que yo lo sé todo -contestó con su grave vozarrón-, anda, ve tranquilo y cuida del perro. -¿Es que mi padre le ha llamado a usted también? -¿A mí? Ja, ja, ja. Si yo no tengo teléfono, hijo. Se metió en su cuarto de madera oscura. En la parte superior se leía con letras góticas: Portería Segunda República. No era asunto mío el filosofar sobre asuntos metafísicos. Galeón aguardaba en la puerta. Lo enganché del cuello a la cadena, y así nos fuimos en busca del ultramarinos que mi padre me había indicado. Mi estómago regurgitaba pensando en las miles de cosas que me pensaba agenciar a cuenta de Mazo. No estaba de ninguna manera enfadado con él. Sí que deseaba algún tipo de venganza, de revancha. He de decir en defensa suya que Mazo tenía siempre una abultada confianza en sus hijos, pues así nos había educado, a no temer a nada ni a nadie, pero no podíamos ser como él ni disponer de su valor porque como contrapeso estaba mi madre. A pesar de todo, la señora también se las traía. Si no, vean como empaquetó el Volkswagen y puso rumbo al País Vasco. El ultramarinos. Atiborrado de señoras y señores guardando la cola. Me coloqué el último. A Galeón lo dejé fuera de la tienda. Lo que más me llamó la atención a primera vista fue el dependiente: vestía una camisa blanca con el cuello subido hacia arriba; un gran medallón de oro le colgaba. Por peinado, un tupé negro y brillante. El tipo era corpulento, no paraba de moverse de un lado para otro mientras preguntaba a la clienta a la que atendía que era lo siguiente que deseaba: -Señora de Martínez, ¿cuantossss gramosss de quessso dise que quieres, sielo? 24 El hombre hablaba con un acento tan empalagoso que hacía las delicias de mujeres y hombres. Cuando se puso a cortar el queso comenzó a tatarear en voz alta: el trigo entre toás las flores, a elegido a la amapola, y yo eligo a mi Dolores, Dolores, Lolita, Lola. Me encontraba a punto de reventar de risa, pero todos parecían guardas las formas. Yo igual debía. Acabó con la señora de Martínez y le tocó el turno a la señora de Aguirre. El tendero conocía a los clientes por sus apellidos, y así los iba nombrando. La señora gorda de pelo teñido colorado pidió carne, el tendero agarró un cuchillo que parecía un machete de la selva e hizo un malabarismo con él sobre su mano, clavándolo sobre la madera de cortar. Seleccionó la carne del refrigerador mientras cantaba: No me cuentes penas que a mi no me importan, fuiste amor de un día sin dolor ni gloria, Porque dime que motivo te he dao yo... Cortó medio kilo de carne. Si no hubiese sido por el pequeño resbalón que tenía, hubiera pertenecido a los cuerpos especiales. El siguiente era un hombre cincuentón, calvo. El tendero le espetó: -Señora de Larraín, ¡qué sorpresa verle de nuevo por aquí! -Ya ve, Roberta, estoy construyendo una casa en la sierra y he bajado poco por Madrid. ¿Me pone un cuarto de kilo de carne de vaca y medio kilo de jamón dulce? Roberta, que así se llamaba el fornido rockero con tupé y cadena de oro, se puso manos a la obra una vez más, haciendo juegos malabares con el cuchillo. Pasaron por su mostrador otros hombres y otras mujeres, y a todos, invariablemente, les llamaba señora de... No hacía distinciones de sexo. A los clientes no parecía ofenderles. Me tocó el turno. El hombre se quedó unos segundos dubitativo. -¿Quién eres? Algunos clientes volvieron la cabeza, como si mi presencia les hubiese roto en mil pedazos la armonía. Mi cara se transformó, adquirió un color rojo chillón. -Me llamo Luis y quiero arroz y macarrones. -Espera, espera. ¡Espera! Tendrás un apellido como todo el mundo. ¿Eres nuevo en el barrio? -Bueno, sí, llevo unos días aquí. Me llamo Luis Muruza. -¿Luis Muruza? ¿No vivirás por un casual en la calle Segunda República? -Sí, allí vivo por ahora. -Pero sielo, ¿cómo no lo he adivinado al ver tus ojillos verdes color aseituna? Porque tú eres hijo de la señora de Muruza. Tu padre es el marino llamado Antón, al que todos llaman Maso. ¿Me equivoco? -No se equivoca. Mi padre es marino y le llaman Mazo. 25 -¡Así me gusta, chaval, orgullossso hasta la muerte! Dime ahora, señora de Muruza, mejor dicho, señorita de Muruza, ¿qué quieres que te ponga? De mi boca iban saliendo todos los nombres de los productos: spaghettis, macarrones, arroz, chocolate, sardinas con tomate, ketchup, mayonesa, pan de plástico, pan del día, bonito, latas de pescado, sardinas. Infinidad de alimentos. Y todo gratis. Roberta guardó el ticket de caja en un bote metálico y yo salí del ultramarinos de Roberta cargado de bolsas de comida en las manos y de confusas ideas en mi cerebro. Roberta me dio la impresión de que era un artista frustrado: alguien que soñaba con elevar la carnicería al status de arte. Galeón me acompañaba. Cuando estábamos a punto de penetrar las puertas de cristal blindado del edificio, se puso a ladrar. No eran ladridos de fiereza, eran de demanda. Habíamos pasado rozando el parque al otro lado de la calle sin habernos detenido dos minutos. Que los animales son unos dictadores sanguinarios de la peor calaña no lo supe hasta ese día, cuando me forzó a cruzar la calle cargado de bolsas de la compra como un mulo navarro y me obligó a ascender la cuesta que penetraba en el parque. No pensaba abandonar las bolsas en la acera mientras le observaba oler la hierba y hacer pises. Podían robarlas. Tomé respiro mientras pensaba en quien habría sido la mísera rata que enunció la frase: el perro es el mejor amigo del hombre. Yo, que no estaba acostumbrado a bajar, subir, atender las necesidades y caprichos de un chucho, me vi envuelto de la noche a la mañana en el deber, no sólo de velar por mí, sino de hacerlo también por la bestia ególatra que vivía en la terraza de la casa de Mazo. Galeón se puso tenso. El pelo del lomo se erizó hasta darle el doble de su tamaño. Emitió un gruñido sordo. Troski, el perro cazador, se dirigía hacia él. Grité a mi perro pero no me hizo caso. Sus ojos estaban clavados en la figura que se acercaba con andares de leopardo. Galeón, en lugar de evitar el enfrentamiento, adelantó sus patas con el deseo de pelear con Troski. Me levanté veloz para poder llegar hasta Galeón antes que lo hiciese aquella muerte con cuatro patas. Fue un error. Galeón aceleró el paso hacia Troski al verme llegar. El cataclismo estuvo a punto de desencadernarse si no llega a ser por un oportuno pitido que ya había escuchado y que surtió el mismo efecto sobre Troski: frenó en seco, derrapando sobre sus patas delanteras. Giró su cuerpo y salió a la carrera en dirección a una de las espesas arboledas, donde le aguardaba la enigmática figura que tanto odio despertaba en mi vecino del tercero: Juan Pedro, alias Engañabaldosas. Ésta vez Galeón sí atendió a mis llamadas. Estuve a punto de darle un cadenazo. ¿Por qué? No había infringido ninguna ley ni desobedecido a la autoridad. Las peleas sangrientas entre los perros me acompañarían como una condenación a lo largo de aquel año. Juan Pedro, ya que yo nunca le llamé Engañabaldosas, enganchó a Troski. Se quedó mirándonos. Entonces se agachó y ató a su perro a un árbol. Asegurándose de que Troski no se podía soltar, se dirigió hacia nosotros. Yo imité su gesto y até a Galeón a uno de los columpios abandonados. Me saludó: 26 -Hola, Buenos días. ¿Sabes cómo llaman a este parque? Barbas y el pelo ensortijado. Cojeaba. -No sabía que tenía un nombre. -Pues lo tiene, chico, y evocador por cierto. Le llamamos Vietnam, el Parque del Vietnam. La razón por la que le damos este nombre es obvia. En el Vietnam todos peleaban en la jungla, lo mismo que aquí, nuestros perros y nosotros. Amigo, esto no es un parque, es una zona de combate. Y ya que hablamos de combate, ¿qué hacías tú el otro día con el retrasado mental de Martín? Es peligroso estar junto a él, sobre todo si yo estoy rondando por estos lares. Un día Troski y Bormann se enfrentaran a muerte en este parque. Lo más seguro es que uno de los dos perros muera y uno de los dos dueños también. Vaya, estoy aquí hablando como una locomotora sin siquiera haberme presentado. Me llamo Juan Pedro, aunque supongo que el fascista ese me habrá presentado como Engañabaldosas, por mi cojera. ¿Tú cómo te llamas? Juan Pedro tenía un estilo loco al hablar. Me infundió tristeza. -Me llamo Luis y vivo en el mismo edificio que tú. Mi padre es marino y ahora está fuera, en los barcos. -¡Ahááá! Tu padre es el marino al que llaman Mazo. No es mal hombre tu padre, aunque Galeón sufre el terrorismo que Troski practica con todos los perros. Troski no le odia. Mi perro ha asumido todo el odio que yo tengo por el mundo. Con ello me ha quitado un peso de encima, puedo dedicarme a mis labores sin interrupciones, sin sentirme ofuscado por la sociedad en la que me ha tocado vivir. Una sociedad blandengue y materialista. Antes teníamos una alternativa, pero desde que cayó el muro. No entendí nada de lo que me quiso decir. Cuando hablaba no miraba directamente a los ojos, sino al tendido, al cielo, volvía su cabeza hacia donde estaba su máquina de matar, Troski, que seguía de pie con sus ojos clavados en Galeón. Éste se había tumbado sobre la hierba a revolcarse y a rascarse. Había olvidado a su potencial exterminador. ¿Qué había querido decir con sus labores? Por la forma en que acentuó las dos palabras no pareció que se refiriese a planchar, cocinar, pasar la aspiradora. No pregunté nada por no entretenerme, tenía hambre. El mundo al completo sabe, más los hombres que viven solos, más aún los chavales que viven abandonados, la seguridad que da ver los armarios de la despensa repletos de alimentos. Yo podía morir de cualquier desgracia en el edificio de apartamentos de la calle Segunda República. No moriría de inanición. Comí como un marrano, sin orden ni concierto, como un Robinson Crusoe que ha vivido basándose en raíces durante años. Me entró la risa cuando recordé las palabras de Roberta en el ultramarinos: ¿Qué desea la señorita de Muruzabal? Galeón comía lo mismo que yo. No tenía capacidad para cocinar dos menús distintos. Mi idea se basaba en que un perro, fuese de la raza que fuese, lo aguantaba todo en el estómago. No obstante, renuncié a bañarle la pasta en ketchup o mayonesa. Con la panza llena me tumbé en la alfombra y enchufé la televisión en blanco y negro. Galeón acabó su ración y entró al apartamento tumbándose a mi lado. 27 Quería limpiarse el morro en un lugar confortable: mis piernas. No me molestó. Sacudiendo el morro en los pantalones vaqueros, restregaba el lomo sobre la alfombra, quedando con las cuatro patas al aire, sobre todo sus dos patas traseras, que dejaban a la vista un miembro. A diferencia del mío, cubierto de pelaje. Yo le acariciaba el pecho y los pulmones con las manos, rascándole con cada vez más energía. El animal parecía disfrutar. Le daba golpes en la parte exterior de la patas, le acaricié su interior. Cada vez que una de mis manos se acercaba a la zona donde tenía el aparato, sus convulsiones aminoraban y se quedaba extasiado, aguardando un no sé qué que nunca llegaría. Si insistía, del pelaje asomaba una punta rojiza y el volumen del aparato aumentaba. Como el miembro estaba recubierto de pelaje, no me dio ningún asco agarrárselo. Caliente. Los ojos de Galeón se clavaron en los míos. Los humanos podemos masturbarnos, ya sea introduciendo los dedos u otros aparatos, o en caso de los machos, agarrando el miembro y agitándolo en dirección norte-sur. ¿Y los animales que tenían patas? Por ejemplo Galeón. Si no encontraba una perra en celo en el Parque del Vietnam, con un dueño que les permitiese explayarse a gusto sin correrle a cadenazos, jamás probaría las mieles del orgasmo. Moriría pensando que ese aparato que tenía entre las piernas estaba dotado de una única utilidad. Yo era joven y mi sangre bullía por todo el cuerpo. Con especial énfasis bullía entre mis piernas. Supuse que también lo hacía por entre las piernas de mi compañero. Yo fui educado en un contexto religioso-jesuítico en donde el sexo era pecado grueso. Aunque hubiese sido inventado por Dios. Las mujeres eran producto y principal arma del Diablo. En el colegio nos contaban que si nos masturbábamos creceríamos hacia abajo en vez de hacia arriba. Recuerdo la frase de un sacerdote en clase: si un hombre se sigue masturbando cuando vuelve del ejército, no es un hombre: es un enfermo y necesita ayuda. Por ende, yo, que no había ido al ejército ni pensaba hacerlo, necesitaba toda la ayuda del mundo, porque había comenzado a masturbar al perro. Galeón me miraba entre sorprendido y complacido. Su pene comenzó a sobredimensionarse, a crecer por debajo de la piel. Descubrí diferencias menores con respecto al de los humanos. Galeón se quedó congelado, sin duda por la sorpresa de ver y sentir una mano en su arma. Cambió de postura y se puso de pie. Ésto hizo que yo retirase mi mano, pero me miró con desaprobación así que continué. Tuvo movimientos espasmódicos hacia delante, signo de su excitación. No duraron mucho ya que el timbre de la puerta sonó, dejando al perro con su primer orgasmo frustrado. Lo sentí por él, que me observaba alejarme hacia la entrada con la expresión más confundida y atónita que vería en un animal. Martín y Bormann estaban esperando. Martín me dijo que una de las crisis depresivas que atacaban a Bormann había pasado, y que si quería bajar a Galeón al Parque del Vietnam. Accedí. Una vez allí comprobé que Bormann había desarrollado un instinto protector sobre Galeón. Bormann era un gigantesco y bestial dobermann compuesto de un amasijo de músculos y retahílas de venas que más que sobresalir, pugnaban por no reventar. Una bestia que correspondía 28 con un tipo repleto de parafernalia nazi. Martín paseaba en silencio, parecía pensativo. Al cabo de unos minutos me preguntó: -¿Qué te ha dicho ese cochino Engañabaldosas acerca de mi hermana? ¿Hermana? No sabía que Martín tenía una hermana. Fue un curioso proceso ascendente el de ese año. A medida que pasaban los días e iba conociendo gente nueva de la calle Segunda República, se dilataba mi curiosidad por saber más de ellos. Yo nunca había soltado más de los buenos días o hasta luegos en el edificio donde había vivido en compañía de mi madre y de mis hermanas. -Juan Pedro no me ha dicho nada de tu hermana. Ni siquiera sabía que tenías una hermana. -Pues sí, la tengo, y no es asunto que incumba a nadie, y menos a ese cerdo rojo tullido escritor, porque ya sabe que tiene prohibido por mí acercarse a ella, y si algún día les veo juntos los acuchillo a los dos, eso lo sabe él y lo sabe ella. Martín se estaba irritando por momentos. Cerraba el puño con la cadena de Bormann dentro de él. -¿Es que salen juntos? No se deben decir cursiladas a los nazis. -¡Pero qué ostias dices! ¿Estás loco o que te pasa? ¿Eh? Mi hermana jamás se enamoraría de una chatarra humana como Engañabaldosas, que lo único que quiere es aprovecharse de ella. Pero tranquilo, porque mi hermana es lo suficientemente inteligente para no contagiarse más de ese cojo bastardo, que bastante daño la ha hecho ya. Es algo que nos dicen siempre en el club de jóvenes del partido. Nos lo repiten más de mil veces: nunca os fiéis de un hippie con barbas, ni de los curas, ni de los pelos largos, ni de los banqueros, que son todos descendientes de los judíos expulsados de España por los reyes. Luis, tú eres un ingenuo que no sabes nada de lo que se está cociendo, pero hay demasiada basura suelta que está convirtiendo esta nación en un país de tullidos, maricones y lesbianas, y así nos va. Cuando subí al apartamento con Galeón se me habían quitado las ganas de seguir masturbándole. Me daba la impresión de que en aquella casa se cocía una guerra. Con Martín, Juan Pedro, su misteriosa hermana en el disparadero, lo único cuerdo que se me ocurrió fue escapar a la facultad. Yo, después de una educación intensiva en un colegio de sacerdotes en el que había acabado hasta el cogote de sesiones lectivas y letanías sobre los más abstractos temas, deseaba volver a la facultad. Tenía curiosidad por saber si había o no aprobado el examen en el que había depositado todas mis esperanzas de futuro. A la mañana siguiente, a primera hora, después de bajar a Galeón dos minutos y medio, tomé el metro y el autobús. Me planté en la universidad. Hasta ese día yo respetaba la institución universidad. Representaba para mí el más elevado centro de cultura, de humanismo. Había llegado, con otros miles de borregos, empapado de la publicidad con la que nos bombardearon sin piedad en el colegio. Estudiad en la universidad o no seréis nada en la vida, seréis ciudadanos de cuarta categoría, inmigrantes. Perderéis todo el respeto que habéis ganado viniendo 29 a este colegio religioso. Grandes y buenas cosas aprenderéis allí. Os ofrecerán fantásticos trabajos que de otro modo jamás podríais conseguir. La cantinela con la que abotargaron mi cerebro. No lo hicieron más papilla gracias a la beneficiosa influencia de mi padre, al que poco importaban los títulos y las notas: su educación se basó en el amor al mar, a los seres humanos, sobre todo a los femeninos, y en una visión abierta del mundo. En contraposición: mi madre, cuyo lema era Universidad o Muerte. El aula a la que yo pertenecía era la B-21. Allí me dirigí, notando a mi alrededor de qué manera había cundido el pánico entre mis compañeros, estudiando como posesos para los exámenes de junio. En el muro de la puerta estaba clavada la lista con los resultados. El corazón se aceleró al comenzar a repasar los apellidos: Abásolo, Aguirre... González... Muruza. Allí estaba yo. A mi lado un número. Un dos y medio. Un dos y medio, ¿sobre qué? Un dos y medio sobre diez. No solo había suspendido. Había naufragado. En aquel pasillo de la clase B-21 casi me pongo a llorar. Menos mal que apareció Marta, una rubia de clase que tenía una cara angelical y unos pechos que había estudiado con detenimiento. Ella también había suspendido, noticia que me consoló. Los dos nos fuimos al bar de la facultad a beber cerveza y a maldecir a la cochina sociedad que nos condenaba. Llegué al edificio de la calle Segunda República borracho, tajado de cerveza. El Sheriff me preguntó si me encontraba bien, al verme tambalear hacia el ascensor. Pude emitir un eructo. Una vez en el apartamento de mi padre, con el Ché Guevara vigilándome desde su universo rojo, caí desplomado sobre el sofá. De ese modo tan sencillo perdí todo interés por estudiar aquel año. No influyó tanto el drama de haber suspendido un examen como la continua distracción que suponía vivir en aquel apartamento de aquella casa en aquella calle. No me dejaban concentrarme. Entre todos consiguieron que perdiese el afán por el conocimiento teórico y ganase otro más sucio: el de la vida en carne y hueso. Y si creen que exagero, sigan leyendo este relato tan real como el perro que tenía delante, que una vez más suplicaba por bajar al Parque del Vietnam. 30 Todos los escritores sufren trastornos mentales. Era un milagro climático el que se daba en el Parque del Vietnam. Consistía en que una vez que una persona se adentraba en él, percibía que el calor disminuía hasta bajar cinco o seis grados. Ésto puede parecer normal en verano. El parque, al estar compuesto de espesa vegetación, enfriaba el ambiente. El milagro climático se repetía en invierno. El frío dentro del parque disminuía así mismo cinco o seis grados, como más tarde contaré. El Parque del Vietnam era un microcosmos viviente que influía en los seres humanos que bajaban a los perros. Era verano, bajar a Galeón suponía un alivio del calor de Madrid. El perro se iba adaptando gradualmente a mi dieta. Todavía no había aprendido a cocinar especialidades de perros, como pueden ser arroz blanco con carne de despojo cocida para matar virus. Me pareció más sencillo y barato cocinar lo mismo para los dos y evitar esparcir litros de ketchup en su escudilla de plástico. El verano estaba en su apogeo. Yo preparé los consabidos macarrones con forma de caracol a los que añadí unas salchichas. Galeón y yo comimos. No me sentía solo. Un día de esos la puerta se abriría y Mazo, mi padre marino entraría por ella para pasar su estancia en tierra. Mientras tanto, alguien tenía que llevar la casa. Yo fui adjudicado para tal labor. Al acabar de comer, Galeón salió corriendo hacía la puerta, signo de que las especias en polvo que había echado causaron efecto en su estómago. Al salir a la calle con Galeón miré a mi derecha y observé que en la puerta de la lavandería había apoyada una mujer mayor, mayor que yo. Las primeras perversiones sexuales con aquella mujer me asaltaron, en menos de un segundo pensé cómo me gustaría pasar cerca de ella, que me hiciese un gesto con el dedo de invitación al interior de la lavandería y allí poder pasar mi mano por el escote de su chaqueta hasta la... Los deseos sexuales pensados cuando se es joven suelen dar mucho de sí en tiempos récords: grandes historias eróticas en menos de cinco segundos. Recordé que el baño del apartamento estaba repleto de ropa sucia, mía y de mi padre, que se estaba acumulando peligrosamente. Me acerqué a la puerta de la lavandería, me quedé mirándola, con intención de entrar. Ella sonrió, entró. Yo detrás. Guardaba la imagen de que una lavandería está atestada de maquinas de lavar, de secar, planchadoras de rodillo, etc. Sin embargo, allí dentro se respiraba un ambiente de lo más relajado. Cortinas rojas caían. La luz era tenue. Invitaba a sentarse: había incluso revistas esparcidas. El único detalle que le daba un aire más formal al negocio era la caja registradora. Detrás del mostrador se escuchaba el zumbido de las máquinas secadoras. No era un sonido abrasivo. No se llegaban a ver ya que dos telones verdes tapaban el cuarto de máquinas. La primera vez que entré en la lavandería de Bocalinda y Viejoputón, ésta última se situó a mi lado y me preguntó: 31 -Hola, buenas tardes. ¿Qué deseas? ¿Que qué deseo?, ¿qué iba a desear? -Bueno, verá. Vivo aquí, en este edificio. Me gustaría saber el precio por lavar la ropa. -Por supuesto, para eso estoy. Cogió un papel impreso del mostrador con los distintos precios dependiendo de los kilos de ropa. Yo, con el papel en la mano, pensando en mi siguiente movimiento: movimiento de ataque. Tablas, retirada honrosa haciendo ver lo interesado que estaba en el estúpido papel. Me acordé de Galeón ¿Dónde estaba? Con la excitación me había olvidado por completo de él. Qué señora. Seductora, con un escote que dejaba ver una piel tocada por los años pero en su punto para ser rebañada por mi lengua. Tenía que dejar de mirar el escote o de lo contrario estaría en apuros. Volví la vista hacia los flecos de colores: Galeón estaba allí, en la calle, gimiendo y aullando como la sirena de un vapor. Salí de la lavandería sin despedirme, abrumado por la responsabilidad del primer encuentro. Al alejarme con el perro la mujer salió de la lavandería: eh, adiós, ¿eh? Volví la cabeza y sonreí contestando lo mismo pero sin el ¡eh! recriminativo que venía a decir: chico, no será la ultima vez que nos veamos pero perdono tu inexperiencia al salir de aquí sin decir palabra. En el parque Galeón se desfogó a fondo jugando con un perro pequeñajo de esos que Martín tanto parecía odiar. Chucho callejero, sin dueño humano. Me alegró darme cuenta que no estaba en posesión de un perro fascista. Galeón lo revolcaba por la hierba con el morro y le chupaba el lomo. Al acercarme noté que no era un perro sino una perra. Comprendía el gusto del perro pues la chucha era juguetona y desafiante, con una pelambrera coloreada cubriéndola los ojos y el morro. Galeón no distinguía razas puras con las de mil años de genes mezclados. En eso había salido a su dueño, Mazo, al que volvían loco las mezclas. Mi cuerpo estaba con los perros y mi mente viajaba a la lavandería. Intentaba adivinar si la señora estaba casada y si tendría un marido que la hiciese feliz. Seguro que no. Tendría un marido pero con él era desgraciada. No existe mujer felizmente casada con más de treinta y siete años. Lo dijo mi padre. De lo contrario, ¿por qué razón salió del interior para recordarme que no me había despedido? Qué sencillo era para los animales. Sin preguntas ni presunciones ni valoraciones: contacto físico. Me dejaban atónito. Yo, perteneciendo a la especie elegida, llevaba casi veinte años frustrado. Al subir al apartamento tuve un cruce fortuito en la entrada de la casa con Juan Pedro, el excéntrico barbudo poseedor de Troski. Iba sin él. Me preguntó qué tal estaba y si mi padre había vuelto. En la portería de madera oscura se ocultaba el Sheriff. Estaba leyendo un libro. Era el único portero de la Villa de Madrid que leía libros. Muy gruesos. Juan Pedro llevaba en sus manos bolsas de plástico con verduras. Bolsas rosas con círculos amarillos. Venía de comprar de la tienda de Roberta. Juan Pedro tenía el mismo aspecto que un revolucionario del siglo pasado: un hombre del siglo diecinueve transplantado al veintiuno. Me preguntó si tenía algo importante que hacer el 32 viernes por la tarde. Sí. Había telefoneado a Marta para salir con ella e intentar convencerla de que era su oportunidad para dormir conmigo. A efectos prácticos yo era huérfano. -No, nada importante, ¿porqué lo preguntas? -Los viernes me gusta cocinar para alguien. ¿Qué me dices? La televisión en blanco y negro me atraía. La extrañeza de sus colores iban desde la negritud mas cerrada hasta unas tonalidades de blancos y grises que daban un aspecto de solemnidad a los vulgares telediarios. El apartamento de mi padre no era blanco y negro, pero las cosas más importantes sí eran bicolores. Por ejemplo, Galeón era en blanco y negro: el pelaje del lomo era negro. Su pecho y estómago variaban del el blanco cremoso al blanco nieve en la parte del prepucio. Entre los cuadros había uno de toros a color en el que el torero daba un pase al natural: la capa era gris, el toro negro. Una gran fotografía también en blanco y negro de mis hermanas y yo, en la playa al atardecer, con mi padre uniéndonos a todos entre sus brazos. Yo tenía un tridente de pesca y en sus tres puntas había ensartado un pulpo, que en la fotografía salía gris con manchas negras. Una escultura de un africano negro. En la zona donde estaban las amantes, había una mulata en unas rocas cuyos dientes eran blancos lechosos y su piel, trigeña. Fotografías de barcos mercantes en blanco y negro a vista de pájaro. Un cartel clavado en la caseta de Galeón con fondo blanco y letras de imprenta negras agresivas. Un último ejemplo: el teléfono era blanco, y el auricular, negro. ¿Observador? Nunca lo he sido. No me enteraba de nada. No veía la conexión. ¿Por qué motivo había tanta profusión de blancos, negros y grises cuando el mar era azul? El viernes a las ocho en punto de la tarde el teléfono sonó mientras yo estaba tumbado en el sofá leyendo una vieja revista de barcos y acariciando la nuca de Galeón. Juan Pedro me preguntó al otro lado del hilo si estaba preparado. Yo siempre estaba preparado para comer de gorra. Me dio un consejo: sube a su casa sin Galeón, consejo que estaba dispuesto a seguir a rajatabla. Yo tenía un hambre mortal. Todo lo que ese hombre pudiese cocinar estaría cien veces más sabroso que lo que yo metía en mi estómago desde que mi madre partió rumbo a la Tierra de los Bárbaros. Si pensaba que la casa de mi padre era extravagante, ésta batía todos los récords. No por estar decorada con objetos exóticos: es que no estaba decorada. Servía de almacén para columnas y columnas de libros de todos los tamaños, amasijos de papeles subiendo hasta dos metros. El desorden y el caos eran los amos. Su habitación estaba ocupada por libros, una mesa y un flexo. Era en el salón donde dormía, pues había un colchón doble tirado en uno de los rincones. El suelo disponía de una televisión, un vídeo, y una antena satélite. En un lateral del salón Juan Pedro había dispuesto una mesa de madera blanca y encima, un ordenador pintarrajeado, repleto de adhesivos, y una impresora. -Hola, Luis, bienvenido a mi casa, ¿quieres una cerveza mientras que yo acabo de cocinar? 33 Me senté en el suelo, en el colchón de su cama, con una lata de cerveza en la mano. La casa olía. -¿Te gusta el arroz con pollo al curry? La casa olía a curry indio hasta las entrañas. Con mi madre las especias estaban prohibidas a rajatabla, sobre todo las extranjeras. -Me encanta. Me hablaba desde la cocina minúscula como las que debían haber dotado a todos los apartamentos de la casa. -El curry es una especie india, a cuyo sabor soy adicto. Curiosamente aprendí a utilizarla en Sudáfrica, no en la India o en Turquía, y le añado chili para que le dé fuerza. Yo necesito energía, ¿entiendes? Después de zamparme un buen plato de arroz con curry puedo escribir cualquier cosa, bueno, de acuerdo, no cualquier cosa. Yo no escribo sobre temas que me aburren, o sobre personas anodinas. Que les den por el culo. Yo necesito acción, y es porque no soy una persona de acción. Mira mi pierna, si no fuera por ella, por su disfunción, yo sería un tipo vulgar y jamás habría visto la luz. No soy religioso. Dejé de creer cuando cayo el muro de Berlín. Adiós a un sueño, pero dio comienzo uno mucho mayor, más ambicioso. La revolución de la clase obrera y la justicia y hermandad de los pueblos de la tierra. ¡Si me suena ridículo ahora que lo escucho! ¿A tí como te suena? Bien, tú eres joven y no te ha dado tiempo a que te engañasen. Es mejor así, las cartas sobre la mesa y al César lo que es del César. Un, dos, treees, corto la cebolla, un, dos, treees, el pimiento morrón, un, dos, tres, me toca la polla, un, dos, tres, la Revolucióóón. Me gusta cantar mientras cocino, pero no te asustes, no voy a echar pimiento morrón, es que rimaba con Revolución. Te preguntarás a qué me dedico, ya que es la clásica pregunta que todo el mundo se hace cuando conoce a alguien. ¿Cómo te llamas? Me llamo Juan Pedro. ¿A qué te dedicas? No me dedico a nada, imbécil. ¿Por qué tendría que dedicarme a algo? Eso se acabó, Luis, eso se acabó. Por todos los lugares de la tierra surgen nuevas generaciones, nuevos seres con nuevas ideas que odian el trabajo de nueve a cinco en la fábrica. Las fábricas se acabaron, cayeron con el muro. ¡Adiós a la esclavitud! Estamos unidos por algo mucho más consistente, más potente que el marxismo, mucho más igualitario, más revolucionario, porque está obteniendo el poder de forma distinta, sin fusiles ni kalashnikovs. ¿Sigues ahí, Luis? Lo único que se necesita es un aparatito, un minúsculo aparatito llamado módem. Yo llegué a decir: -¿Dónde está Troski? -¿Quién, Troski? Ah, sí, Luis, me embalo cuando hablo y me olvido de que hay gente, está ahí fuera, en la terraza. No te asustes, esta encerrado en su guarida. Una vez allí dentro, es inofensivo. Salí del salón abrumado por la cantidad de información recibida de Juan Pedro. El hombre estaba de la azotea. Troski estaba en una... ¡jaula! Una jaula metálica de tres metros, que disponía de una puertezuela con forma de bóveda, como las que hay en los circos para que los leones y tigres pasen a través de ellas. Troski me miró con desdén. Yo a él con pavor. 34 Gruñó. No debía olvidar que esa maldita alimaña estaba entrenada para matar. Sus ojos le delataban, salían chispas rojas de ellos. Acerté a llamarle ¡Troski! Ni se inmutó. De vuelta al salón, Juan Pedro colocaba los platos en la mesa. En la otra tenía en ordenador. Eso era intocable, intuí. -¿Prefieres comer en el suelo? A mí me es igual pero hay gente que lo encuentra más cómodo. -En la mesa me va bien. La comida olía fantástica. Predominaba el amarillo en la cazuela de pollo con patatas guisadas y vegetales de variadas tonalidades. -Y para beber, vodka, ¿qué te parece? Juan Pedro se levantó y colocó un compacto con música electrónica futurista. Era la primera vez en mi vida que sentía de tan cerca las especies indias. Me preguntó qué tal se vivía solo siendo tan joven. -No me queda otro remedio. Además no estoy solo, tengo a Galeón, y mi padre vendrá un día de estos. Por lo demás estoy perfectamente. -Muy bien contestado. Los hijos no necesitan a los padres ni los padres a los hijos, es simplemente una rutina que viene impuesta desde el principio de los tiempos. Yo desde hace muchos años que no vivo con nadie, si contamos con que un perro es nadie. La familia se está deshaciendo a pedazos, para espanto de los carrozas que no saben ver más allá. Yo me incluyo entre ellos. Amigo Luis, yo pertenecía al Partido Comunista desde hacía años. ¿Sabes lo que es el Partido Comunista? Es una agrupación política de viejos floreados amanerados incapaces de adaptar el marxismo al siglo veintiuno. Mejor: ¡enterrarlo! Vamos a ser justos y a entrar los dos en el juego: tú me dices qué vas a hacer el próximo año y yo te digo que es lo que pienso hacer de aquí a un año. Empiezas tú. -Pues de aquí a un año lo que tenía en mente era ir a la universidad y aprobar alguna asignatura. -¿Eso es todo? ¿No quieres conocer a tu padre? Porque para eso has venido. Querrás conocer gente, a mí, por ejemplo, porque por eso has venido a mi casa. Tú sabes lo que vas a aprender en la universidad, ¿no? Nada. Eso es lo que aprenderás, nada. Pero el no aprender nada es también un proceso de aprendizaje que debes realizar. Darte cuenta de cuando pierdes el tiempo y cuando lo aprovechas. Ahora me toca a mí. ¿Te gusta la ensalada? Eso que ves amarillo y fibroso se llama mango. En este país su precio es elevado, pero en sitios como Venezuela caen de los árboles a cientos, a miles, a millones. La conversación, o monólogo, que tuve con Juan Pedro me agotó para los siguentes días. ¿Qué comía este tipo? -Yo, para este siguiente año que comienza en septiembre tengo previsto primero: acabar la novela que estoy escribiendo, que se encuentra en su fase final, la más difícil, pues la investigación me está robando, ¿he dicho robando? No, no quería emplear ese verbo que para mí ha dejado de tener sentido desde que la propiedad en la red mundial ha pasado a la historia. Que me está ocupando, eso, ocupando más tiempo y energías de lo previsto. Luis, chico, la vecindad en una gran aventura comunicativa que 35 irás descubriendo paso a paso. Coge más arroz para que no se te haga tan picante la salsa. Tu padre es un hombre simpático, original. Lo es porque de todas las profesiones que podía haber escogido en una ciudad como Madrid, ha escogido la más impensable, sabiendo que en Madrid el mar no existe. Un marino en Madrid es como un esquiador del Frente Polisario. Durante estos días te he visto con Martín y su perro Bormann, la gran pareja cómica de la calle Segunda República. No pienses que me cae mal el chaval aunque sé que él me odia a muerte por diversos motivos, entre ellos por mi cojera, por mi aspecto de ex-militante comunista, porque admiro a su hermana. Mi plato estaba vacío, mi estómago satisfecho, me ardía la boca. Juan Pedro repetía y repetía. -No voy a hablarte mal de Martín ni de nadie de esta bendita casa, pero el muy imbécil piensa que entre su hermana y yo hay una aventura amorosa que llevamos con el mayor de los secretos. ¿Te das cuenta? Su hermana y yo. Natasha es una promesa como poeta, su dedicación a las letras es admirable. Martín es un zoquete mental incapaz de leer tres páginas seguidas del Mein Kampf sin acusar al autor de rojo, de judío y de homosexual. Nuestra admiración es mutua pero no tocamos los mismos temas. No es un inconveniente el que ella sea poetisa y yo un escribiente de la violencia: es que la chica es lesbiana. Martín no parece darse cuenta. Debería leer sus escritos. Acabamos de comer y me senté en uno de los colchones en el suelo. Su función debía ser la de sofá. Sacó otra botella de vodka ruso del congelador y puso dos vasos sin preguntarme si bebía o no. Estaba agotado de la comida, de la conversación: no me vi con fuerzas para negarme. ¡Dios, que fuerte estaba el vodka ruso! Yo pensaba en Galeón y en el hambre voraz que tendría. -Mira a tu alrededor, todo lo que ves es producto mío, escrito por mí. La mayoría no están publicados por la forma ortodoxa, o sea, mandarlos a una editorial para que los lea un pelele y los publiquen al mundo. Yo escribo y lo distribuyo por la red y a quien le interesa, tiene mi permiso para publicarlo. Chico, ¿sabes cuál es la cochina contradicción entre el arte y la realidad? No van juntas, hay que comer. Que te lo digan a tí. He visto como devorabas el pollo y el arroz. ¿Has navegado? -Si, cuando era más pequeño, con Mazo. -No hijo, no, no me refiero a navegar en el mar, te pregunto si has navegado en la red. ¿En la red? ¿Qué red? Mis conocimientos de ordenadores se limitaban a los procesadores de textos y a dos tonterías más. No me interesaba el mundo de las computadoras y de los microchips. No, no sabía nada. Juan Pedro juntó dos sillas y enchufó el ordenador. En veinte minutos me explico los funcionamientos básicos para navegar por el mundo cableado. Disponía de una página dedicada a él mismo, en unión con una agrupación que se hacía llamar www. Los Piratas del Destino. Violencia: Ilimitada. -¿Eres un escritor famoso, quiero decir, has publicado algo aparte de mandar los textos a través del ordenador? 36 -Por supuesto, Luis, por supuesto, ya te he dicho antes que tengo que llenar el estómago. Mira, aquí tienes un ejemplar. El ejemplar era un cuaderno. Una revista de tapas duras. Se titulaba Ni un Paso Atrás. Juan Pedro me lo dio para leerlo en casa, porque entre el llenazón de la comida y el efecto del vodka mi cabeza se tambaleaba. Me sirvió otro. Encendió su cigarro número siete, tabaco negro que dejaba una apestosa sensación de contaminación y que colaboraba en el mareo que me estaba agarrando. Comía disfrutando, viviendo la comida, atragantándose. Cuando bebía, el efecto del alcohol se evidenciaba de inmediato, se aceleraba su habla y las palabras se redondeaban, se estilizaban. Los cigarros los apuraba hasta el filtro. El intermedio entre uno y otro era de dos a tres minutos máximo. El apartamento se llenaba de humo y con tres vodkas en mi estómago me costaba concentrar la mirada y la atención. -Yo comencé a escribir para vengarme de mi pierna, porque pensaba que cojeando ya poco podría hacer en la vida. Pero, vaca sagrada, si tengo dos brazos, y esos dos brazos tienen dos manos, pues utilízalas, me dije. Dos años después cayó el muro de Berlín, la Unión Soviética, se acabó el sueño, yo rompí con todo, Luisín. Ten, otro trago. El vodka es de los pocos lazos históricos que conservo con Rusia. Fíjate, muchacho, de qué manera un hombre herido doblemente cambia el rumbo de su barco. Adiós trabajo fue lo primero que hice. Yo vivía en una contradicción, que era la de ser comunista y odiar trabajar en el departamento de contabilidad de la empresa de construcción. Un buen comunista debe amar por encima de todo a su trabajo, porque el entramado comunista, su teoría política, el armazón económico que la sustenta, tienen al trabajo fabril, a la industria, como bases. Sin eso no hay nada, ¿comprendes? A mí no-me-gus-ta tra-ba-jar. Me repelía levantarme temprano todos los santos días de la semana para ver la cara de un jefe gusano al que detestaba. A él y a toda su familia. ¿Por qué a su familia? Su mujer, cochina arpía, siempre pululando por el departamento hablando de política. Dejé la empresa. ¿Por qué te vas, Juan Pedro?, me preguntaron los compañeros con cara de asombro. Vas a dejar un trabajo por el que te pagan bien, con un contrato duradero, con lo mal que está el mercado de la construcción. Me voy, hermanos, porque estoy hasta aquí, agarrándome los huevos, de ver vuestras feas caras día tras día. Y en especial, Lorenzo, la cara de ramera que tiene tu mujer, a la que espero que un día se le atragante el vibrador que oculta en el bolso. Los guardias de seguridad me tuvieron que escoltar a la salida de la oficina. Chico, me quedé agusto. Mi segunda ruptura fue con el comunismo. ¿Para qué iba pagar las cuotas mensuales de un partido que glorifica el trabajo como única forma posible de progreso, si a mí trabajar me daba diarreas? Ohhh, el paro, ¡qué gran lacra social! ¡No señores! El paro es una oportunidad única que tienen las personas desempleadas para buscar formas alternativas de sobrevivir, pero claro, es más sencillo ir al INEM a babear, a lloriquear. O pasearse por las empresas con un curriculum vitae metido en el sobaco. Hay que utilizar la imaginación, todo el potencial que cada persona tiene, bueno, menos Martín, ja, ja, ja, es una broma. Digo, utilizar ese potencial para sobrevivir al 37 margen de un sistema que se ha quedado anticuado. Las fábricas, las oficinas: ¡menudo infierno! ¿Quién carajo las necesita? Yo necesitaba aire. Juan Pedro, en ese primer encuentro con él, se había transformado en una batería de misiles lingüísticos que no se detenía más que para fumar tabaco negro y apurar la botella de vodka. Añadir otro fenómeno: mi estómago y mis intestinos no estaban acostumbrados al curry indio con chili seguidos de una procesión de vasos de vodka. Derrumbado en el colchón, sentía un suave pero constante retorcimiento, compresión y extensión de mi intestino delgado y mi intestino grueso, en donde se comenzaban a formar bolas de aire que más tarde o más temprano pugnarían por salir, acompañados de ríos de mierda que una vez fueron pollo con arroz al curry. No quería ser descortés. No disponía de fuerzas pero necesitaba con urgencia una buena excusa para salir de allí. Pronto. Acabé el vaso de vodka y me levanté. -Juan Pedro, tengo que bajar a Galeón, gracias por la comida y el vodka. Otro día te invito yo a comer. -Pero cómo, ¿ya te vas? Pero si es temprano, venga, chico, siéntate que nos tomamos otro vodka porque te voy a enseñar algo que... -No, de verdad, gracias pero el perro me espera, hace mucho que no baja. -Ahhh. La dictadura de los perros. 38 Las hembras maduras adoran el sexo ¨... Porque absolutamente todo el mundo ha sentido alguna vez la necesidad o el deseo de matar. Solamente unos pocos, los elegidos, hemos sidos consecuentes con nuestros impulsos. No hay ser al que más yo odie que el que se traiciona a si mismo. ¿Por qué esconderse tras una fina capa de moralidad, de justicia, de buenos sentimientos? El Estado mata, la Iglesia mata, la policía mata, la Guardia Civil mata, los partidos políticos matan, los hombres matan, las mujeres matan, los niños matan, ¿por qué no matarles a ellos? Para mí eso es ser valiente y sobre todo, honesto. ¿Cómo se paga la honestidad en España? Condenándote. Por eso, de todo este proceso, es la pena capital la única decisión consecuente que la justicia podría darme. La seguridad que tengo en mi mismo es lo que les causa auténtico pavor, terror. Dicho de otro modo: mi seguridad es su inseguridad. Y puedo haceros sentir inseguros hasta en los momentos más insospechados. Durante el juicio, un periodista me hizo una entrevista. Fue corta pero intensa. Según transcurrían los minutos, sus preguntas se iban haciendo cada vez más molestas, más insidiosas, más insípidas. Las baboserías clásicas sobre el perdón, los familiares de las víctimas, etc. Le corté: -Mira, maricón. Conozco la revista para la que trabajas. Conseguir tu dirección sería para mí un juego de niños. Disfrutaría enormemente sacándote las tripas con un cuchillo mientras violo a tu mujer. Todavía no me han condenado. Todavía puedo escapar. Levántate y lárgate. Aquel tipo temblaba. Su cara enrojeció. Detuvo el magnetofón y sin poder balbucear nada, se fue. Vino con el aire triunfador de periodista que consigue una entrevista exclusiva con el Machacador y salió de la habitación con el estómago revuelto... ¨ Un chaparrón de lluvia caía en Madrid como venganza por el calor y yo estaba estirado en el sofá leyendo el panfleto Ni un Paso Atrás, que Juan Pedro me había dado para que me culturizase. No transcribo aquí el contenido completo porque tenía pasajes de una violencia supina, escenas como: en un salto me situo encima de él, piso su espalda apoyando el cañón de la escopeta recortada en su columna vertebral. Disparo. Lo parto en dos. Sin piedad. Los demás gritan aterrorizados. Cuando lo acabase propondría a Juan Pedro que se lo pasase a Martín: él sí que disfrutaría de los lindo con los cañones de una escopeta recortada introducidos en la boca de un tonto cliente que había tenido la mala suerte de toparse con el Machacador. Martín tenía una hermana poetisa que según Juan Pedro era lesbiana y por eso no podía mantener una relación amorosa con él. Mi pregunta no era si la hermana lesbiana estaba enamorada de Juan Pedro, o si Martín conocía la inclinación sexual de su hermana. Me preguntaba, ¿escribirá la hermana 39 lesbiana poesías sobre el Machacador entrando en un banco con su amigo el Halcón? Una lesbiana. Nunca había visto una en directo. Tenía la imagen demoníaca de ellas. Mujeres que odian a los hombres. Que aman a otras mujeres. ¿No sería una bruja? Cerré el libro del Machacador y vi ante mí al Topo, profesor de Lengua y Literatura, coordinador de primero en el colegio de los Jesuitas de Madrid. A veces cambiaba de asignatura y dejaba a Lope de Vega por la sexología. Nos amenazaba con castigos divinos si nos agarrabamos el miembro y lo agitábamos. Antes de permitir que llegase ese momento, un hombre, si es un hombre de verdad, un cristiano digno de Dios y de su misericordia, debía ir a la ducha y empaparse de agua fría hasta que el calentón pasase. Un extracto suyo: -Dios Todopoderoso quiera que no salgáis homosexuales ninguno de los cuarenta que estáis aquí sentados porque es lo peor que os podría ocurrir. El homosexual, y la lesbiana por igual, no son seres naturales, sino antinaturales. La Naturaleza ha sido creada por Dios de una forma determinada: quien va contra la Naturaleza va contra Dios. El Topo no estaba en sus cabales. Todos nos masturbábamos como desesperados. Ese y otros muchos discursos sobre sexualidad de la misma orientación acaban calando de una forma inconsciente. Homosexuales. Lesbianas. El Infierno. Antinaturales. Uno debe aprender por su cuenta y deshacer todo el amasijo de entuertos, mentiras, embustes, engaños, complejos, calamidades que se habían ido imponiendo de forma evidente o subliminal. Es muy sencillo discernir cuando se es un adulto hecho y derecho. Yo, ni era adulto, ni estaba hecho, ni iba muy derecho a juzgar por lo que veía alrededor mío. Ese mediodía acabé de leer el libreto y me quedé dormido en el sofá soñando con el Machacador y con la mujer de la lavandería, la mayor de las dos. Al despertar estaba bañado en sudor y apestaba. Tanto, que hasta Galeón se levantó discretamente y salió a la terraza. Me duché disfrutando de los artilugios que había en el baño y tardé una hora en salir de allí. Era como estar metido en el camarote de un mercante que no se movía. Para mayor realismo, se estaba acumulando una montaña de ropa sucia. Cogí dos bolsas de basura y las llené de ropa. Me vestí y puse dirección a la lavandería, esta vez como cliente, sin Galeón, por si ocurría alguna aventura inesperada. Yo era así: optimista sexual. Tuve una decepción al entrar: el que me recibiese la más joven de las dos. Tenía el recuerdo de la primera vez que había bajado y estaba convencido de que la mujer a la que luego me enteraría que mi padre llamaba Viejoputón, me arrastraría hacia un mar de lujuria. Además todo cuadraba. Un chico, atractivo, viviendo en solitario, con un padre que no era un contable ni un ingeniero: un lobo de mar, de los que defendían a las prostitutas, seducido por una mujer de edad adulta que disfruta del sexo, no como las putas beatas de la facultad. ¿El lugar? La sala de máquinas. Bocalinda tenía un trasero de ensueño pero su juventud la delataba. No ansiaba seducirme: esa fue mi impresión inicial cuando anotó mi nombre y 40 colocó unos adhesivos en las dos cestas en las que volcó la ropa. La pobre no podía con las cestas. Yo tomé una de ellas y las metimos en el cuarto de máquinas. Ya estaba. Ahora me acariciaba el cuello, me desnudaba y a gozar. Dejé la cesta en una repisa y esperé. Ella esperó, los dos esperábamos. Ella a que yo saliese, y yo, a que ella me desnudase. Mi mirada se tornaba interrogante.¿A qué esperaba esta tipa? -No te preocupes, yo la meteré en la máquina, es mi trabajo. Ahá. Un malentendido. Yo no estaba por la labor de meter la ropa en la máquina, yo lo que pretendía era meter mi máquina en su cuerpo. Bocalinda no pareció entenderlo así. Mi cara se transformó en un volcán rojo a punto de estallar de la vergüenza que pasé al presumir que la chica leyó en mis ojos un deseo sexual que ella estaba a mil años luz de satisfacer. 41 ¡Sal de ahí, perra puta, que sácote los hígados y te parto el corazón! Javier era un amigo del colegio que se había inscrito en la misma facultad que yo por las mismas razones que yo. La facultad era lo de menos. Teníamos una ausencia de vocación que se reflejaba en una apatía por las diferentes ciencias y humanidades que poblaban el formulario a rellenar. Estábamos allí. Eso era lo importante, como nos habían inculcado desde el colegio. Las razones por las que nos inscribimos en la facultad mi amigo y yo no son complicadas: coincidimos el día de la inscripción, así, ¿porque no continuar juntos varios añitos más? No tenía yo ganas de estudiar aquel año. Fue una maravillosa casualidad que mi madre se fuese al País Vasco. Ella sí que veía una relación entre pertenecer a una institución en la que primaba el estudio, y estudiar. Al colegio se iba a estudiar. A la universidad se iba a estudiar. Las filas del paro estaban llenas de vagos. Las cárceles estaban llenas de vagos. Pero ocurre que no siempre coincide el tiempo cronológico al que corresponde estudiar, y el estado de ánimo del estudiante. ¿El ejemplo más vivo? Yo. El verano habitaba encima de mi cráneo. Hacía calor, tenía un perro al que cuidar, una comunidad de vecinos a la que adaptarme. Una tarde Galeón aullaba como un alma en pena. El eco de sus aullidos se sentía en cada ladrillo del edificio. Sin duda debía ser algo referente a la nueva dieta que iba imponiendo para ambos: arroz cocido según la fórmula del libro cubano de mi padre, sardinas o salchichas alternadas en días pares e impares, pasta italiana y bocadillos de pan con chorizo. No se podía decir que el perro no estaba bien alimentado. Aullaba. Quizás me quisiese volver majareta o echaba de menos a su anterior amo. ¿Debo decir el amo auténtico? Por mucha publicidad que se diese a los perros calificándolos como los mejores amigos del hombre, siempre habrá una distancia insalvable: el lenguaje. Galeón ahora tenía un problema. Tenía dos. Uno, que tenía un problema, y dos, que no sabía expresarlo de una forma menos primitiva. Mazo sabría resolver los aullidos en un santiamén, pero no estaba allí. Estaba ramificando su familia al otro lado del charco. El perro salía y entraba de la terraza. Yo estaba a pocos minutos de agarrar el cuchillo de cocina y degollar a Galeón. Era mi perro y yo decidía sobre su vida y sobre su muerte. Hubiera estado a punto de hacerlo si no llega a ser por el griterío que escuché al otro lado de la puerta. -¿Estás loco? Pe-pero, ¡cómo se te ocurre pensar que puedes matarla así como así! Por favor, Lope, deja el florete y entra en casa, te lo pido por favor. -¡¡¡Déjame!!! Lo digo en serio. Voy a ensartar a ese bicho de una vez para siempre. Ya no aguanto más sus provocaciones, no es más que una zorra. Exacto, una perra provocadora que va a acabar volviéndonos locos a todos. A los perros y a nosotros. ¿No lo comprendes? No tiene dueño - 42 murmuró-, nadie lo echará en falta. Te conmino a que te apartes ¡Santiago y Cierra España! No comprendía bien el alcance de la pelea, pero una cosa sí era evidente: alguien iba a morir. Un espadachín que el día en que yo llegué me sugirió que bajase el volumen de la música. Qué bien hice entonces en hacerle caso. Los aullidos de Galeón brotaron de nuevo. Su cabeza asomaba entre mis piernas. No iba más allá. Ni yo tampoco. Volvíamos al siglo XVI. Maya, así se llamaba la mujer del espadachín, me vio con la puerta entreabierta y me habló: estábamos en el deber de detener a su marido de semejante locura. Sus palabras no encontraron eco en mí pues ni harto del vodka me hubiese enfrentado al hombre de la barba roja que en su mano derecha portaba un florete afilado de dos metros. Lope replicó. -Luis, te llamas Luis, ¿no es así? Me hablaba a mí. Asentí con la cabeza. Era Lope imponente. Vestido de blanco y sin el casco de rejillas protector, plantado en la puerta del ascensor, nacido para la matanza final. -Luis, ven conmigo y verás como pongo fín a un problema que nos ha estado amenazando y lo seguirá haciendo a menos que yo, Lope, lo corte de raíz, que es como se solucionan los casos de puterio. ¡Vamos! Me negué con la cabeza. -¿Qué te ocurre? Adelante, será un momento. Además, necesitaré tu ayuda. Tú estás tan afectado por ella como yo. Con el brazo derecho hizo un gesto invitándome a seguirle. El florete silbó, rasgando el aire. Yo era el hijo de un marino mercante, no había venido aquí para morir ni para presenciar un crimen. ¿Qué hacer? ¿Por qué no estaría yo en el País Vasco con mi madre y la violencia callejera? En el País Vasco había bombas, en Madrid había espadachines. Maya me miraba implorante. Claro, que fácil era ser mujer en estos casos. Que se la juegue el chico. Dí un paso adelante, cerré la puerta impidiendo que Galeón se sumase al baño de sangre. Lope salió corriendo escaleras abajo conmigo detrás. A pasos agigantados llegó hasta la puerta de cristales blindados. El Sheriff estaba apoyado sobre sus antebrazos, observando a Lope armado y dispuesto a matar a una prostituta; ni se inmutó. Yo me detuve frente a él y le urgí a que hiciera algo: -Sheriff, haga algo, éste vecino del segundo dice que va a ensartar a alguien, llame a la policía, o vamos a convencerle de que se tranquilice. -¿A quién dices que va a matar? -A una prostituta. -Tranquilízate tú, hijo, aquí no hay prostitutas, bueno, sí las hay pero no cobran. Ja, ja, ja... -Sheriff, no bromeo, ese tipo hasta me ha amenazado. -Mmmm, interesante. Sí lo es, sí señor. -¡Luis, sal aquí ahora mismo! El rugido provenía de la garganta de Lope. Miré al Sheriff, que hizo un gesto de incomprensión. Yo crucé el umbral. Él parecía haberla tomado 43 conmigo desde que un día decidí atormentarle su cerebro con el himno. El espadachín cruzó la calle Segunda República, se adentro en el Parque del Vietnam. -Luis, a partir de este momento queda abierta la caza del animal por el hombre. El más astuto sobrevivirá. -¿Entonces no vas a matar a una prostituta? -Llámala como quieras. Es una puta perra que se pasea por en frente de las terrazas siempre que tiene el celo, a fin de provocar a los perros de nuestro edificio. Ellos se vuelven locos y aullan. Yo no me puedo concentrar ni entrenar. Fifi, el perro de mi mujer, esa asquerosa pulga snob, no para de revolverlo todo, pero no puedo matarlo porque entonces tendría que asesinar a mi mujer. No es el momento. Tú, Luis, debes hacer honor a tu padre, glorioso marino, y ayudarme a encontrar, cercar y dar muerte a la puta perra. ¿Estás conmigo o contra mí? El sol tomaba un color rojizo intenso de la sangre y pronto desaparecería. Yo no estaba con él, no era un asesino. Vi la luz al comprender la angustia de Galeón. Pobre animal. Cuantas cosas en común teníamos, excitados por hembras a las que no podíamos poseer. Ésta era la gran lucha que mantenían el hombre y el animal desde que las aguas separaron los continentes. Lope me dio ordenes explicitas: la perra vivía en el parque. Nuestra labor sería barrer metro a metro hasta cercarla y ensartarla. Para eso caminaríamos con una distancia de separación de diez o quice metros, como una patrulla en un campo de minas, mirando a nuestro alrededor y dando la voz de alarma si alguno veía un movimiento. ¿Habéis intentado convencer a un titán sediento de sangre de su error? Esto era Lope, armado con un florete, al caer el sol, en el Parque del Vietnam. Yo caminaba oteando en círculos. No veía movimiento alguno. Lope daba grandes y sólidos pasos. De vez en cuando lanzaba un mandoble al aire y hasta mis oídos llegaba el silbido de la serpiente de metal. La temperatura comenzaba a descender. Nos adentrábamos en un parque que sin luz solar más parecía un bosque aislado del ruido que llega a producir una ciudad. No. En el Parque del Vietnam se escuchaban grillos, los murciélagos que batían la oscuridad en aleteo a la luz de una luna recién parida. Yo avanzaba. Lope avanzaba. Cada pocos minutos Lope me preguntaba si había visto a la puta perra, y mi contestación era siempre la misma: no. Tampoco sabía el aspecto que la perra tenía, y aunque lo hubiese sabido la respuesta no hubiese variado. Shhuuuiiiihhh, el silbido del florete. En eso me entretenía pensando cuando Lope gritó: ¡Ahí, Luis, ahí está! A la carrera se acercó a unos arbustos y se colocó en posición de combate. Yo corrí hacia él. Lanzándose contra los arbustos, comenzó a dar mandobles y pinchazos. Gran estilo, gran furor. Ramas caían al grito de: ¡sal de ahí, puta perra, que sácote los hígados y te parto el corazón! Hojas verdes segadas por el acero de Lope salían despedidas, ramas rotas salpicaban, pero yo no veía ningún animal, y menos una puta perra, cuando Lope volvió a chillar: -¡Se escapa otra vez! ¡Luis, a por ella! 44 El maldito espadachín estaba a un tris de volverme paranoico. Me estaba cansando su manía persecutoria. Una perra prostituta. Ya era tarde para echarse atrás. Atravesamos una extensión de césped para volver a adentrarnos en una arboleda. Allí, sentado junto a un árbol, había un bulto enroscado. Lope se detuvo, volvió a su posición de caza. Al aproximarnos, una cabecita se levantó del bulto: no parecía preocupada por la amenaza que suponía Lope. La puta perra resultó ser la Chucha, la perra desconocida con la que Galeón jugaba, de la que se había enamorado a juzgar por cómo le lamía el vientre. Lope era un perro asesino sin corazón. Yo no iba a permitir que matase a la Chucha sólo para calmar las ansias sexuales de la escoria del perro de su mujer. Me lancé hacía la Chucha con la intención de asustarla y hacerla escapar de la muerte. Lope se lanzó a la carga y la desgraciada perra contempló dos seres humanos que corrían y gritaban hacia ella sin compasión. Hizo lo que hubiese hecho yo en su lugar: salir disparada por entre los arbustos para perderse en la inmensidad del Parque del Vietnam. Lope, con su violenta carga casi me arrolla. El pánico de verle venir sin poder frenarse marcó mi cara. Lope, al que le faltaba un tornillo de su cerebro, no quería dar por terminada la cacería, así que yo corrí a través de los arbustos con la intención de perderme de él. ¿Dónde vas?, me preguntó. Ve por el otro lado, contesté, la rodearé por aquí. De esa manera me perdí de Lope el espadachín, al que en la lejanía e intentando buscar otra salida al parque, oía gritar: ¡Dónde estás, puta perra, que te voy a sacar los hígados y partirte el corazón! A partir de ese día permití que Galeón aullase todo lo que quisiese cuando la Chucha pasease su olor. Por el balcón escuchaba a Fifí, emitir obscenos ladridos de desesperación. Javier y yo coincidimos voluntariamente en la misma facultad y los dos veníamos del mismo colegio. Yo no abundaba en amigos, los consideraba aburridos. Yo quería ir más allá, profundizar, escapar del armazón, efectuar un salto. Por este motivo rechazaba el contacto con mis semejantes, con las personas que se asemejaban a mí. El verano rozaba el ecuador. Javier se había quedado en Madrid por motivos x. Me llamó y quedamos para ir al cine por la noche. Fuimos a ver una película de terror. Resultó que el protagonista principal era un perro. En el cine no había un alma, dos chicos sentados en las butacas del medio, Javier y yo. Primera escena: Polo Norte, donde un perro lobo escapaba de los disparos que provenían de un helicóptero que le perseguía. Los disparos le rozaban, el perro corría y corría a través de llanuras nevadas. De no ser porque sabía que Galeón no había rodado ninguna película, hubiese jurado que era él en carne y hueso. La persecución llegaba hasta una base ciéntifica y el helicóptero tomaba tierra. Los habitantes de la base salían alertados por los disparos, y ante la locura de los perseguidores, abrían fuego, acabando con ellos. Todo en orden. Los habitantes de la base alimentaron al desgraciado perro y lo encerraron durante la noche con los demás perros de trineo. Los perros de trineo no dieron mayor importancia al intruso. A media noche, el 45 perro comenzó a sentirse mal. Los perros de tiro presentían peligro, se agruparon en una esquina de la celda aullando, gimoteando. Los miembros y los músculos del recién llegado temblaban: el perro lobo no parecía poder controlar lo que ocurría en el interior de su cuerpo. A estas alturas de la película yo estaba sumergido en la butaca. Javier parecía pasarlo en grande. Del cuerpo del perro lobo empezaron a salir horribles y deformes miembros sangrientos y pestilentes como patas de arañas, cabezas de seres infernales. Supuraba líquidos pastosos mezclados con ríos de pus caliente y sangre coagulada. El Apocalipsis explotó de sus entrañas y se convirtió en un multiforme ser con miembros independientes. Una vez completada la transformación dio comienzo el festín: devoraba y desguazaba a los perros de trineo, que ladraban y aullaban de terror sin poder hacer nada. Yo aullaba con ellos. Javier me miraba. Un hombre, el vigilante, entraba a toda velocidad en la sala de celdas al escuchar la batalla. La orgía de sangre y vísceras hizo que sus ojos dibujasen la mueca del horror. Mis ojos le imitaron. Lo que siguió después fueron casi dos horas de muerte y destrucción por desgarramiento de todos los habitantes de la base científica. Acuciados por la bestia sin nombre, los pocos habitantes que iban sobreviviendo a la carnicería se veían obligados a salir de la base en plena tormenta polar mientras iban siendo despiezados. De las cientos de películas que se exhibían en Madrid habíamos ido a escoger la única que no debía haber visto bajo ningún concepto. Al salir del cine estaba mudo. Tez amarillenta que los muertos tienen cuando su sangre ha dejado de circular. Javier me preguntó si me encontraba bien; yo no contesté nada. Me metí en el metro sin despedirme y salí en la boca de metro del barrio de la calle Segunda República. Medianoche, el barrio en silencio. Escuché pisadas detrás mío. Qué extraño era no escuchar el ladrido de alguno de los perros que dormían en los balcones. Saqué las llaves y metí una en la cerradura, la giraba y la giraba pero la puerta no se abría. Las pisadas se detuvieron a mi espalda. Me di la vuelta y vi una cabeza rapada y una ristra de aros en la oreja izquierda. No era un hombre: era una chica joven de mirada impaciente. -Déjame probar a mí. Abrió la puerta en tres intentos. Cabeza pelada y un jersey de lana con una franja blanca de dos tallas mayores; pantalón negro ajustado y botas militares negras. Nos metimos en el ascensor sin decir palabra. Mi mente seguía anegada de ríos de sangre y de tripas. El ascensor se detuvo en el segundo y yo me apeé, ella continuó hasta el tercero; allí se bajó. Los tacones de las botas militares se pararon en la puerta donde vivía Martín. Tenía el mismo aspecto exterior pero su miraba la delataba. No era como él, ni de lejos. Abrí la puerta de casa. Me vino a la mente el perro-lobo transformándose en un monstruo. Si hubiese sido otro perro, por ejemplo, un perro parecido a Fifí. Pero tuvo que ser un perro pastor el que organizase el follón. No me quedó mas remedio que encerrarlo en la terraza. Si estaba tramando transformarse en una bestia, tendría que romper el cristal del balcón y a mí me daría tiempo a huir. Lo hice a gritos pues Galeón urgía a 46 que le bajase, no entendía mi repentino cambio de actitud. También tenía hambre pero no quería problemas, me encontraba demasiado asustado por la condenada película para razonar. Tumbado en la cama echaba de menos a mi padre. ¿Por qué no llegaba? En esos instantes hubiese pagado por tener un padre funcionario del Estado, alcohólico, contable, pero en casa. Un buen día, cuando me fui a vestir con la luz de la mañana, me di cuenta de que no disponía de ropa interior: no tenía calzoncillos limpios, ni calcetines limpios, ni nada. Me encaminé al armario de Mazo para tomar prestado unos calzoncillos y un par de calcetines. Sus calzones eran tres tallas mayores que la mía, así que sin calzoncillos, me enfundé los vaqueros y bajé con Galeón a la lavandería. ¿Con quién de las dos me acostaría esta vez? Con ninguna, porque cuando llegué me encontré con un cartel en la puerta que decía Cerrado por vacaciones. El verano estaba a punto de acabar y ellas se tomaban vacaciones. Podían haberse turnado y yo hubiese podido llevar calzoncillos. Fui al Sheriff y le pregunté si sabía cuando volverían las dos mujeres. -¿Por qué te interesa saberlo? -Es que tengo toda mi ropa limpia allí. -¿No tienes más ropa? -Si tengo, pero está sucia. -Le dije a Mazo que comprase una lavadora la última vez que estuvo en tierra, pero en esta casa nadie parece hacerme caso, todos vienen con preguntas y problemas pero a la larga no escuchan, nadie presta atención a lo que digo y las cosas van como... Espera un segundo. ¡Sebas! Un hombre se disponía a abrir la puerta del ascensor de la otra escalera. Vino a la cabina de entrada. Tenía los ojos azulados. -¿Qué ocurre, Sheriff? Voy con algo de prisa. Tengo una cita en la consulta y ya llego tarde. -Mira Sebas, este chico es el hijo de Mazo y tiene un pequeño problema. Nos saludamos. El Sheriff prosiguió: -Resulta que ha dejado toda su ropa sucia en la lavandería y las chicas se han ido de vacaciones con lo que ya no le queda ropa limpia. He pensado que como tú vives solo, bueno, solo es un decir, y tienes una buena lavadora, no te importaría que Luis se pasase con algo de ropa y se la lavases. -Por supuesto chico. Vivo en el tercero de la otra escalera y tengo la consulta debajo, en el segundo. Pásate cuando quieras, la lavadora es tuya. Si me perdonáis, llego tarde al trabajo. -Sebas es un gran hombre y un gran médico. Siempre se las arregla para llegar tarde a su trabajo, y eso que tiene la consulta en el piso que está debajo de su apartamento. Por cierto, ¿cómo acabó la cacería de Lope? Pobrecillo, solo sé que llegó exhausto cuando el sol despuntaba y tuvo una pelea con su mujer. Dicho ésto se metió en su cabina de madera oscura y yo me quedé preguntándome de donde provenían sus fuentes de información. 47 El Sheriff no había mentido. Sebas era un hombre correcto aunque como médico era de los más impuntuales. Vivía en la escalera B del edificio y tenía dos apartamentos: el suyo y uno que utilizaba como consulta. El día que le conocí estuve en su consulta esperando a que la lavadora desinfectase la ropa. Leía revistas mientras las personas a las que había citado pasaban por delante mío y se metían en su despacho. Qué revelador, eran todo mujeres, jóvenes. Sebas se portó bien conmigo y yo se lo pagaba bajando de vez en cuando a su perra, cuando estaba demasiado ajetreado en la consulta. La perra era un pastor inglés de nombre Cosa. Un animal con costumbre apegada: siempre estaba trotando en círculos. Si bajaba con él al parque, era capaz de agotar la paciencia de Galeón y de cualquier otro perro. Corría en círculos grandes si estaba en la calle y en círculos pequeños si estaba en casa. Los pastores ingleses tienen un pelo lanudo que les cae sobre la cara y los ojos que apenas les permite ver. Yo no sé cómo se las arreglarían los demás pastores ingleses pero Cosa veía con gran dificultad. En sus locas carreras circulares chocaba contra sillas, árboles, personas, otros perros. Cosa necesitaba ayuda psiquiátrica. Otra de sus cualidades era su independencia. Debido a que Sebas estaba siempre ocupado con el trabajo o con otros menesteres, no disponía de mucho tiempo para Cosa. Ésta aprendió a bajar a la calle sola. Sebas le abría la puerta, ella bajaba y esperaba a que alguién abriese la puerta de cristal blindado, cruzaba la calle y se ponía a correr en círculos como una maníaca hasta que echaba espuma por la boca y bufaba como un toro. Volvía a cruzar la calle, esperaba a que el Sheriff le abriese la puerta y subía por las escaleras al apartamento de Sebas. Si el médico estaba todavía en la consulta, se tumbaba en el felpudo a esperar. Sebas me dijo que el hecho de poseer un perro no iba a distraer su vida un milímetro: era Cosa la que tenía la obligación de adaptarse al ritmo de vida de Sebas y no al contrario. Me ofreció las llaves de su apartamento para que pudiese lavar allí la colada. Lo denegué. El motivo era que guardaba la secreta esperanza de hacer realidad mi sueño: implementar la orgía sexual con Bocalinda y Viejoputón en la sala de máquinas de la lavandería. 48 ¿Quién será la Viuda Negra? Septiembre es un mes ambiguo. Exámenes encima de mis hombros como una espada de Damocles. Yo debía estudiar; llevaba dos meses en casa de mi padre y no había abierto un libro. Recibí una llamada telefónica de mi madre en la que me preguntaba si me encontraba bien, si me faltaba dinero o comida. Quería hablar con Mazo, pero tuve que contestarla que todavía no había regresado de la mar. Hubiera sido peor mentirla porque mi madre disponía de un olfato infalible para captar las mentiras. Una vez me contó que el secreto era guiarse por los cambios en la modulación de la voz. Me pareció un camelo pseudo-científico. Cuando me estaba despidiendo de ella sonó el timbre. Me encontré con el Sheriff, que ordenaba que me apresurase en bajar a su oficina pues había una carta de mi padre. Volví corriendo al teléfono y mandé dos besos a mi madre a través de la línea. Galeón me seguía por las escaleras, resbalando y tropezando por la velocidad. Ese debía ser el Día Nacional de la Familia Unida: mi madre me llamaba, mi padre me escribía. Era fenómeno. Me sentí querido y protegido. Agarré la carta entre las manos, devorado por la curiosidad. La letra era característica de Mazo, con acentos colocados en las vocales que no correspondían. No quería abrirla en presencia del Sheriff, que me invitaba a sentarme en una de los sofás de la entrada para leerla juntos. Sentado en la mesa redonda del apartamento y con Galeón de pie, leí la carta: Querido y valienté Luis: La última vez que hablamos por télefono te prometí que vólvería en unos días pero me ha surgido un asunto de vital importancía para mí. Luis, ya sabes como es la mar, y tengo en ...(tachado) un problema, mejór dicho, no es un problema, ya lo verás, pero es algo que téngo que resolver. Se que te éstas defendíendo como un hombre mientras yo estoy ausente, y tienes dinéro y a Galeón para protegerte. Baja la ropa sucia a la lavanderia de Bocálinda y Viejoputón, que así llamo yo a las dos chicas que la atienden. ¿Has establécido contacto con los vecinos? Son gente muy respetáble, como tu padre. Cuidado con el Sheriff, es un cotilla de mil pares de cojónes y querrá leer esta carta. Con Roberta, al que supongo habrás conócido, puedes comprar lo que necesites. Yo lo pagaré a la vuelta. Dispondrás de mas dinero, pero no te lo gastes en mujéres ni en vino y estudia un poco para que tu madre no te corte la (tachado). Saluda a los vecinos de mi parte y diles que como no cúiden de tí, cuando ponga los pies en tierra les árrancaré los miembros uno a uno. Un abrazo, tu padre, Mázo. Ésto era la carta de mi padre. No se había extendido más que en los acentos. Lo más infame de todo era que no se dignaba a decirme la fecha de vuelta. Tienes a Galeón para cuidarte, ¿cual era el significado real de 49 aquellas palabras? Los primeros cinco minutos después de leer la carta los pase insultando a la mar, a los marinos y a Mazo. Sin embargo, recapacité. No tenía ningún derecho a insultarle, al fin y al cabo me había escrito unas letras. Si tenía que resolver un asunto, no sería yo quién se lo impediría. Todo estaba visto para sentencia. Yo, Luis, contaba ahora con una ventaja: en el futuro no tendría que preocuparme por si Mazo regresaba tal o cual día. Cuando llegase, bienvenido sería. Mas yo no estaba dispuesto a cruzar el mar caminando sobre las aguas para traer a mi padre por los pelos. En el apartamento de mi padre me daba cuenta día tras día, enfrentado al hostil entorno, de que la supervivencia dependía única y exclusivamente de mí. Se me podía acusar de caer en la exageración, a fin de cuentas no tenía que ganarme el sustento, pero yo no era un camaleón para cambiar de colores a mi antojo. Debía cambiar de colores de manera escalonada. ¡Cómo iba a ganarme el sustento si ni siquiera dominaba la cocina! De qué me serviría tener un salario para el que además no estaba preparado, si todavía fallaba en los tiempos de cocción de la pasta y el arroz. ¡Qué ironía! Llamar a Galeón protector, ¿desde cuando los perros protegen a los seres humanos si a duras penas podían con los gatos, sus enemigos? En mi vida pasada, jamás me hubiese fiado de un vecino. Por definición, un vecino era un ser anodino al que se saluda en el ascensor. Puede hasta llegar a ser el enemigo. Yo, de pequeño, no jugaba con los hijos de mis vecinos, ni mi madre cotilleaba con las señoras. Todos respetaban el aparcamiento del vecino y punto final. Yo no cocinaba, ni sacaba perros a un parque-jungla, ni los vecinos me hablaban ni me invitaban a comer como hacía la Viuda Negra. ¿Quién era esta señora? Antiguamente, cuando moría un familiar, la mujer se vestía de negro, moría otro y se vestía de negro, moría el marido y se vestía de negro y así sucesivamente. Llegaba un momento en el que el negro era la indumentaria de dichas señoras siniestras. Pues bien, en el siglo veintiuno había una señora del tamaño de un tonel de cerveza que vivía en el primer piso de la escalera A, que siempre lucía vestimenta negra y que casi nunca bajaba a la calle. ¡Para qué, si no tenía perro! Poseía un gato, en contra de la corriente del edificio. Un minino cuyo nombre ahora no viene al caso. Yo acababa de someter a Galeón a una nueva receta de mi invención que consistía en mezclar vegetales con el arroz, dado que el animal necesitaría vitaminas. Me pasé por el ultramarinos de Roberta. A disposición del cliente tenía carne, pescado congelado, hortalizas y vegetales, latas y conservas y miles de cajitas con fotografías en los envoltorios. El engorroso tema de apuntarlo en una cuenta de mi padre, que tanto apuro me había dado el primer día, no supuso ninguna molestia en lo sucesivo. Me saludó con estilo: -¡Señorita de Muruza, que agradable sorpresa! Qué te trae por aquí me miraba y se mordía el labio inferior-. Tengo la mejor carne para lo mejor de nuestra orgullosa Armada. Agarrado por el mango, el cuchillo trazaba círculos mortales en el aire. Roberta era un maestro del arma blanca. Llené dos bolsas enteras de vegetales y a continuación me enseñó un juego de tarros con especias. Los 50 abrió, colocando diminutas porciones en su mano izquierda. Me los daba a oler como si fuesen perfumes. Yo dudé. Los colores iban desde el amarillo chillón hasta verdes claroscuros. Me los llevé todos. Roberta debió haberse dedicado a la política. Galeón necesitaba vitaminas, lo mismo que yo. Me limité a un arroz blanco mezclado con masas de vegetales y revuelto con especias. Galeón metía el hocico en su plato en un esfuerzo por captar aromas carnosos, caminaba alrededor del mismo en vanos intentos de encontrar otros ingredientes. Mi intención era buena. Lo que él comía lo comía yo. Teniendo en mente que no me pensaba presentar a ninguno de los exámenes de septiembre a resultas de mi nuevo rol de vida adulta, el estudiar quedaba al margen de mis quehaceres diarios. Después del manjar, bajé al Parque con Galeón. Ya no era necesario que Martín le bajase. Yo pasé a suplir su papel junto con el perro más esquizoide: Cosa. Sebas tuvo que asistir esos días a un congreso médico en la costa. Antes de ir me detalló su cometido: -Luis, ser médico tiene su vertiente erótica, no todo es trabajo, abrir gente en canal, reparar dientes y examinar vaginas. Una de las empresas para las que trabajo a tiempo parcial me paga todos los gastos en este congreso internacional en Málaga, así que voy a asistir acompañado de una de mis pacientes a la que le priva el sol y el mar. Procuraré atender lo menos posible y bañarme lo más posible. Aquí tienes las llaves de mi casa para que utilices la lavadora y lo que quieras. Baja a Cosa de vez en cuando. Cosa, condenada perra tarada. La até con la cadena para que no se me escapase por la casa corriendo en círculos. Bajamos los tres y allí los solté. Cosa encontraba su leiv motiv en trazar circunferencias en el parque a la carrera. Galeón desistía, yo le comprendía. Eché una mirada hacia atrás: mis ojos y los de Viejoputón se encontraron a medio camino. Había vuelto de vacaciones y vuelto a su pose histórica: apoyada en la puerta de entrada a la lavandería con las piernas cruzadas y los dedines afilados acariciándose el cabello rubio platino. Si su mirada y la mía tenían igual significado, entonces los dos estábamos perdidos. Una figura salió de entre la maleza, llevaba prisa. ¡Maldición! Era Juan Pedro. llamé a Galeón y le encadené. A Cosa no había ser vivo sobre la tierra que le atrapase cuando estaba en pleno éxtasis. Arreglada estaba como Troski le atrapase. Le destrozaría y nunca más correría en círculos. Más concretamente nunca correría. Tranquilo, tranquilo, gritó Juan Pedro, no vengo con Troski. Gracias, solté de nuevo a Galeón. Juan Pedro llegó con un fajo de papeles bajo el brazo, parecía excitado. -Es la segunda parte de una novela que estoy escribiendo desde hace meses y que guarda relación con lo que has estado leyendo. La impresora está sin tinta así que imprimo en casa de un amigo al otro lado del parque. Dos hombres lanzados a una loca aventura sin vuelta atrás, eso es lo que me atrae. Que no existe el remordimiento, el arrepentimiento, y que después de una muerte viene otra y otra, y así sucesivamente. La pregunta que debes hacerme es: ¿Cómo una persona tan pacífica como tú se recrea con tanto regusto en la ultra-violencia barriobajera? 51 -Pues sí, ahora que lo mencionas te lo pregunto. -¡Ahá! Error. No ha nacido todavía alguien que encaje en el perfil. El perfil se traza con el tiempo. Fíjate. Un hombre trabaja en una oficina de élite limpiando los suelos y los cristales, o trabaja en el pozo de una mina de la región de León, bajando blanco y subiendo negro. El hombre se siente explotado. Un día, hastiado, coloca una bomba en los bajos del coche de su jefe, el coche se eleva por los aires. La gente diría: no está bien lo que ha hecho, pero pobrecillo, en el fondo estaba siendo explotado. Otro hombre, odia trabajar, no ha dado un palo al agua en sus treinta años de vida ni tiene planes de hacerlo en los siguientes treinta. Sale por la mañana de su apartamento y decide que esa mañana toca atracar un banco. Entra de una patada con una fusca en la mano. Una vez dentro, el director de la sucursal se siente con la obligación de hacerse el héroe y de proteger sus intereses: el hombre le vuela la tapa de los sesos de cuatro disparos: bang, bang, bang, bang. El cerebro estalla en pedacitos que se pegan a las paredes del banco. ¿Entiendes ahora? -¿El qué? No le entendía pero me agradaban sus chaladuras. En una esquina, tumbado en el césped, Cosa respiraba desbocado, a punto de estallar mientras Galeón le olisqueaba decepcionado. -Pobre amigo mío. Debes andar un largo camino todavía, pero te puedo adelantar algo: la violencia, tanto en sus formas primitivas como en las más sofisticadas, conviven con nosotros, encima de nosotros y debajo de nosotros. Debajo tuyo sin ir más lejos. -¿Debajo mío? Alarma. -No te has cruzado con ella todavía, ¿verdad? La señora Anastasia es vecina tuya, vive en el primer piso letra D, pero considero normal que no te hayas cruzado con ella. Nadie lo hace ya que casi nunca sale: no tiene perro. Vive en este bloque de apartamentos desde hace siete años. Unos meses después de venir, su marido murió y alguien le puso el apodo de la Viuda Negra. Es una mujer muy interesante, a mí me guarda aprecio, puede que porque soy de los pocos seres humanos que logran comprenderla. Su hermetismo viene dado por las extrañas circunstancias en las que su marido murió. Su entorno vital consiste en cuatro paredes y su vestimenta se limita al negro -la voz de Juan Pedro bajó de tono y de velocidad-. Es una persona a la que deberías conocer, tiene detalles comunes a ti. -Yo no tengo un marido difunto. -Ella vive sola, igual que tú. -Yo tengo a Galeón. -Ella tiene un gato. -¿De que color? -Negro. -Uf. 52 Matar al marido no es un crimen. En el edificio de apartamentos de la calle Segunda República no habitaba ni una sola persona de mi edad, si descontábamos a la hermana de Martín, que era pocos años mayor que yo. Y era lesbiana, con lo que nunca depositaría sus ojos en mí. Notaba en todos mis vecinos un comportamiento condescendiente conmigo, como si fuese desválido. Disponía de libertad, concepto que no había saboreado en mi anterior vida, conviviendo con mi madre. Entraba y salía cuando se me antojaba y tenía todo el espacio del mundo para masturbarme frente al televisor. Mi alimentación había descendido de calidad aunque no de cantidad. Nadie me robaría esos momentos de placer que brotaron en mí cuando conseguí por primera vez un arroz blanco en su punto, o lo que yo percibía era su punto; o cuando Galeón se acercaba a la cocina y se sentaba sobre sus patas traseras observando sin pestañear, esperando que acabase de cocer el arroz para mezclarlo con lo que fuese y darse su festín diario. Mi madre cocinó para mí, ahora yo cocinaba para mi hijo-animal. Llegué a comprender lo que ella sentía cuando nos lanzábamos como hienas a los platos. Los niños eran animales, y muy perros a veces. Desde el minuto en el que cociné mi primer plato en casa de Mazo comprendí que lo más sabroso que comí en mi vida lo cociné yo en persona. ¿Suena ególatra? Nada más lejos de mi intención. Supervivencia, esa era la meta. Era alucinante que llevase días y noches y semanas siendo el dueño absoluto de mis movimientos y que existiese alguien que dependía por entero de mí. Pasear desnudo por la casa era un placer. Yo me entretenía ese domingo dando vueltas, observando fotografías y autoexcitándome con la idea de poseer en un futuro venidero las mujeres que mi padre había conquistado. Estando así fue cuando llamaron al timbre. Me puse los calzoncillos, abrí la puerta. Allí estaba, sonriente, enigmático: Juan Pedro. -Vístete, nos han invitado a comer. -¿Quién? -Recuerda que te comenté en el parque que debías conocer a Anastasia, la Viuda Negra. Pues bien, lo he arreglado todo. -Juan Pedro, ¿y por qué tengo que conocerla? No estarás tramando algo, como casarme con ella, yo soy joven. -¿Joven para qué? ¿Viejo para qué? La misteriosa mujer vivía en el primero. Una mujer vestida de negro de los pies a la cabeza, con la ropa ceñida y maquillada abrió la puerta. El olor inconfundible de las casas habitadas por mujeres solitarias que mantienen las ventanas cerradas a todas horas penetró por mi nariz. ¡Qué asco! -Anastasia, este chico es Luis, el hijo de Mazo, el marino. -Hola, Luis, bienvenido a mi casa. Pasad. 53 La estructura del apartamento era identica a la de los demás en los que había estado, la decoración era lo que variaba. Recargado de muebles antiguos castellanos de madera y cuadros de paisajes bucólicos. Olía a cocido de rancho, la mesa estaba dispuesta. Nadie decía nada. Juan Pedro parecía moverse con soltura. Yo le imitaba con la esperanza de que alguien rompiese el hielo, y lo rompí yo, sentándome encima de un gato que pegó un bufido al contacto con mi culo. Anastasia recriminó al gato y no a mí. Juan Pedro soltó unas carcajadas y el hielo se derritió a costa de mi torpeza. La mujer nos ofreció un vino mientras servía la comida, un vino dulce que me empalagó y me agradó. El silencio reinante debía ser normal en la casa de Anastasia pues Juan Pedro, que era una locomotora comunicativa, no abría la boca. La mujer trajo una cazuela cubierta. Por fin habló. -Espero que os guste. Con un cazo de servir fue depositando en los platos una especie de mejunje que soltaba humo en cantidades industriales y que flotaba sobre un líquido aceitoso marrón. Ni olía mal ni olía bien: olía confuso. Anastasia se sirvió una cantidad ridícula, bendijo la mesa, bendición parca en palabras. Empezamos a comer, otra vez de vuelta al hielo. Según introducía una y otra vez la cuchara en mi boca me iba asqueando más el sabor y el olor. A Juan Pedro no parecía afectarle, comía con fruición. Anastasia me miraba de reojo y sonreía sin separar los labios. Yo me creí en el deber de romper el hielo de nuevo y solté que me parecía que el cocido estaba delicioso. En esto hice honor a mi padre, que nos enseñó que no solo jamás criticásemos la comida cuando nos invitasen, sino que si era una mujer la que guisaba, halagásemos sus oídos con los más tiernos cumplidos. Cuanto más incomible, repulsivo, vomitivo, asqueroso estuviese, más debíamos esforzarnos en nuestras alabanzas. A Anastasia no parecieron conmoverle mis palabras, quizás se daba cuenta de sobra que el Mejunje era intragable. Que yo era un cínico. Más silencio. Juan Pedro repitió. Me costaba relajarme. Comía analizando los contenidos del Mejunje, pero eso no iba a animarme y el sabor sería el mismo. Entonces me dediqué a masticar tratando de identificar los cuadros que me rodeaban: árboles, playas con barcas de pescadores, paisajes montañeses y una... poesía. Ya tenía entretenimiento: intentar descifrarla desde la distancia. Fascinante me pareció el hecho de que Juan Pedro no pronunciase ni una sílaba. Engullía y miraba al tendido. El título era fácil de ver porque estaba en mayúsculas: Romance del Prisionero. Me encontraba a punto de acabar mi plato, con lo que debía darme prisa ya que bajo ninguna circunstancia tenía previsto repetir. Agudicé la vista: Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos escañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria 54 y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es de día ni cuando las noches son, sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; Déle Dios mal galardón. Anastasia me había estado observando mientras leía. Me vi forzado a decir: -Bonita poesía. -No es una poesía, es un romance. -Claro. Silencio. Acabé mi plato. Anastasia tuvo la ocurrencia de servirme otro sin preguntarme. El colmo. El plato volvió a encontrarse repleto de patatas guisadas deformes rodeadas de garbanzos con trozos de carne gelatinosa y hojas de lechuga que en un principio debieron ser verdes y ahora eran marrones. Me lo comí pensando en mi padre y en sus sabios consejos que en maldita la hora escuché. La mujer se levantó a retirar los platos. Juan Pedro quiso imitarla pero Anastasia se lo impidió. -Sentaos en el sillón. -Vamos. -susurró Juan Pedro. Esta comida en casa de Anastasia fue uno de los momentos más tensos desde mi llegada a la casa de la calle Segunda República. El escritor de temas violentos se había contagiado del silencio que dominaba el apartamento. La sobremesa fue más angustiante si cabe porque nos sentamos los dos en el sillón. Anastasia en una butaca mecedera con un licor parecido al anís, que tenía un distante sabor a gasolina. Yo crucé las piernas y me dejé llevar. El licor atravesaba mi garganta, la taladraba; Galeón llevaba tiempo sin bajar a la calle; el licor contenía en su interior partículas flotantes, restos de vinos y licores caseros; Mazo no vendría hasta Navidades por lo menos, menuda basura de padre... etc, etc. Si Anastasia quería conocerme, ¿por qué no preguntaba nada? ¿Por qué se maquillaba tanto si apenas salía al exterior? Éstas y otras muchas preguntas me hacía en los periodos de silencios. Se escuchaban las cañerías y las bocinas de los coches en la lejanía. El gato al que casi asfixio subió de un brinco al regazo de Anastasia. ¡Qué harto estaba! Si alguna vez se encuentran en la situación en la que yo me encontré aquel día hagan lo que hice yo: observen a la persona que os ha invitado y procuren averiguar su vida a través de sus rasgos. Anastasia y su pelo rubio cogido con un gancho hacia atrás, tirando de la cara, maquillada con diversas capas. La cabeza de una mujer que había vuelto loco a su pobre marido. Éste, harto de los 55 silencios y de Mejunjes, se había ahorcado en el baño. Sus pechos continuaban erguidos, puntiagudos, por el efecto de un sujetador fabricado con fibra de metal. Una camiseta negra y unos pantalones que eran más mallas que pantalones, ceñidos al culo como lapa a la roca del mar; zapatos azules con tacón. Anastasia era fisicamente asexuada, no llamaba la atención por nada que no fuese la predominancia del negro y su persistencia en no abrir la boca ni favorecer que otros la abrieran. ¿Qué hacíamos allí? El licor se acabó y rompí el hielo por tercera vez. -Gracias por todo pero que dar de comer al perro y bajarlo. Anastasia cogió la botella de licor y rellenó mi vaso de nuevo. Yo hice un intento con la mano derecha para cubrir el vaso y ella: -Un poco más, es del pueblo de mi difunto marido. Desde luego. Juan Pedro repitió. Una cárcel, eso es lo que era la casa de Anastasia. Pude reunir las energías necesarias para beberme de un trago el brebaje y despedirme. Juan Pedro me imitó. Una vez en mi casa le pregunté malhumorado por qué me había llevado a la casa de una señora que cocinaba espantosamente mal y que no decía palabra. Que me quiso emborrachar con un líquido. -¿Por qué te ha molestado que no dijese nada? A Anastasia no le gusta hablar y que los demás hablen, eso es todo, no tiene nada que decir. ¿Sabes cuantas tonterías escucho al cabo el día, de la semana, del mes, del año? Con Anastasia es justo lo contrario, no se dice ni una palabra. -Pero, ¿no has dicho que quería conocerme? -Ya te conoce. Le has caído simpático a pesar de que casi aplastas a su gato. A Anastasia la llaman la Viuda Negra, una araña con veneno suficiente para matar un rinoceronte, ¿ves la conexión? -No. -Pues es muy sencillo, chico. El marido de Anastasia murió hace unos años cuando los dos se trasladaron a vivir a esta casa y muchos están convencidos de que ella le envenenó. -¿Y tú te lo crees? No contestó. Juan Pedro podía dar la imagen de un chiflado que hablaba sin ton ni son, pero en absoluto lo era. Si él sospechaba que Anastasia se había quitado de en medio a su marido, era para darme que pensar. Vaya si lo hizo. Cuando salió del apartamento fui a toda velocidad al baño a inspeccionar mi cara, por si tenía lunares azulados. Una mujer que había envenenado a su marido. Eso ocurría en los barrios de la clase obrera o en los pueblos de la montaña. No a ese lado de la M-30. ¿Qué llevaría a una mujer como Anastasia a matar a su marido? O bien el marido la golpeaba con furia, o bien el marido hablaba demasiado. Yo, debido a mi inexperiencia, tenía una visión idílica de ellas. Aunque podían tener un genio de mil diablos, sobre todo las que eran madres. No las veía echando polvos. Ahí disponía del primer ejemplo en vida de una mujer que por los motivos que fueran había eliminado a su pareja. 56 Nada asombroso. Cada día morían maridos en Madrid y a nadie se le ocurría sospechar de la esposa. Si quería vivir tranquilo en la casa, debía olvidarme de Anastasia y sus silencios asesinos. Pero no estaba tranquilo. La cabeza asexuada de Anastasia se introducía en la mía, alterándome los nervios. Una asesina en la vecindad que había envenenado a su marido con la comida diaria comida que yo me había zampado. De los días que siguieron, destacar que me llegaba de cuando en cuando el nauseabundo olor al Mejunje que preparó Anastasia. 57 ¿Rock anticapitalista? -¿Recuerdas a los Rolling Stones? -Vagamente... Sebas era un experto de la música rock. Me hablaba de bandas a las que había oído nombrar en la lejanía del tiempo, bandas que pertenecían a movimientos triturados por la historia pero que parecía ser habían dejado una huella profunda en las generaciones que vivían en la casa. Disponía de una completa colección de viejos discos y grabaciones digitales retomadas. Me hacía escucharlas mientras sus ojos brillaban cada vez que regresaba del baño. Mis conocimientos de música eran muy limitados. Sebas estaba relajado. Yo hurgaba entre sus cientos de discos, intentando hacer una recopilación de los más interesantes con el fin de grabarlos. La música debió de suponer un alivio para toda esta gente que vivieron años axfisiados. La prueba irrefutable era el respeto y la devoción con la que de ella hablaban. -Lo que hacen ahora no es mas que basura comercial para los vídeos de televisión. Sebas, mirada vidriosa. Su faz cambiaba de un día para otro. ¿Dónde iba yo con una sola cinta de rock por la tierra? El médico disponía un arsenal. Si la música que existía y se oía ahora era resultado de lo que se había hecho generaciones antes, lo lógico era ir al punto de partida. Sebas se extrañaba de que a mi edad no me interesase el rock clásico. Le expliqué que los sonidos, las notas, no me conmovían. Lo que lo hacía era el aspecto exterior de los músicos, como se comportaban y como vestían. Cuanto más teatrales, más me gustaban. Sebas clavaba los ojos en el techo, en realidad hablaba y soñaba a la vez. Había perdido la vitalidad de otras veces, se encontraba apagado. Sus palabras sonaban más inteligentes o más poéticas. Yo a ratos le escuchaba y a ratos seguía ojeando discos, dependiendo del interés que me suscitase el comentario. Fumaba tabaco sin cesar, en torno a él se creo una nube. Hablaba de la falta de ideales de la juventud y de lo poco agradecidos que estábamos a los que habían luchado y caído por la libertad: él sí que estaba a punto de caerse desmayado de la butaca. -Fue una época mágica, estabamos todos unidos, como un lazo, una cadena implícita. Estaba claro quien era un fascista y un antifascista, y actuábamos en consecuencia. Cuando el fascismo murió, el sueño se terminó. Sí señor, y que no te digan lo contrario -se rascaba la nariz y la cara-. Yo tengo todo lo que quiero, mi consulta, mi casa encima de mi consulta, mi amante encima de mi cama de mi casa. Busca entre los discos de vinilo una banda que se llama Canned Heat, me recuerda mis primeros amores. Creéis que lo hacéis mejor, no tenéis ni idea. Yo me camelo a más mujeres en un mes que vosotros en un año. Hizo una larga pausa en la sus ojos se entrecerraron. Yo estaba arrodillado con los discos extendidos en la alfombra y me di cuenta de un detalle: la perra, Cosa, que normalmente no paraba un momento de correr en círculos incluso en la casa, se había tumbado en la terraza y no apareció ni 58 un segundo durante la tarde. Sebas se levantó a beber una Coca-Cola, la quinta, y seguido se metió en el baño. Escuché tirar de la cadena con estrépito; volvió lavándose la cara con una toallita. -Graba, Luis, graba, porque la música que tienes entre tus manos cambió el mundo. Tú no has llegado a vivir la Revolución pero tienes la oportunidad de grabar sus legados. No le quise preguntar a qué Revolución se refería para no parecer un paleto. La Revolución. -¿Qué tal es este disco? -¡Dios! -salió de su ostracismo místico-, Bob Dylan, no me digas que no sabes quién es el padre de la lírica moderna. Sin él, tú y yo no estaríamos aquí hoy hablando. -¿Dónde estaríamos? -Muertos. Yo por lo menos, y tu padre seguramente también. Bob Dylan nos salvó a todos nosotros, a nuestra generación, con su mensaje. Mira la televisión, observa a esas chicas de grandes tetas cantar entre naves espaciales y efectos de ordenador. No saben lo que deben a Bob Dylan, no lo saben. Sus manos agarraban una guitarra imaginaria y sus dedos iban al compás de unos acordes y de una voz cascada que era por lo visto la Revolución en sí. Lo grabé entero por si acaso. A parte de Mazo, nadie me había hablado de esos temas. A mi padre nunca le había tomado muy en serio en ese aspecto, creí que eran locuras de marinos. En Sebas había algo más que tomas de poder fallidas e ilusiones ahogadas, era un tipo de maldición en su mirada llorosa que todavía era temprano para yo comprender. Diez cintas grabé en casa de Sebas. Pasé un día entero que amaneció nublado escuchándolas. Me empaché de música antigua con Galeón a mi lado, tumbado en la alfombra preguntándose por qué no hacía otra actividad ese día que escuchar cintas. Mi mente fluía con los acordes psicodélicos. Me concentraba para extasiarme como se extasió Sebas el día que las grabé, pero era un requisito el haber nacido en aquella época para sentir dentro los mensajes de amor. No me entraban unas ganas de fumar ni de ir al baño ni de beber refrescos cada diez minutos. Sólo era un chaval. Debió ser un periodo de tiempo de lo más apasionante, donde todos hacían el amor con libertad y arrojaban adoquines a la policía para luego quedarse ellas embarazadas y ellos volver a colocar los adoquines en su sitio. Sí, algo había oído sobre ello, pero yo nací después y no me sentía unido a nadie en hermandad. Por no tener no tenía amigos, no los necesitaba. los iba ganando según pasaban los días. Una canción tras otra, una cinta tras otra, un poco más y vería los botes de humo volar en el fragor de la revuelta que era punto de partida de la Revolución de la que me hablaba Sebas entre humo. Mi padre hubiese estado orgulloso de mí, escuchando música para la rebelión como la que nos escasquetaba para distraernos cuando cocinaba el rancho. La diferencia estribaba en que ahora cantaban en inglés. No estaba seguro al cien por cien si hablaban de Revolución o de una rubia que pasaba calle abajo. Me había dado por ponerme profundo, algo anormal en mí. 59 Generalmente eran los otros los que teorizaban: Juan Pedro, Martín, El Sheriff. Me estaban contagiando el virus. Por la atmósfera creada, me dio por observar a una araña trepar por la pared de enfrente, encima del amplificador. ¡Eh! ¿Quién la había invitado a la fiesta? En esta casa todos colaborábamos: Galeón vigilaba, me hacía la sustitución de padre. Yo cocinaba para él y le bajaba al Parque del Vietnam. La araña, nada. Me levanté y la observé de cerca. Supuso el primer movimiento que hacía por mí mismo que no estaba estrictamente basado en la supervivencia. Con tanta música emocional y el discurso de Sebas me volví por unos segundos defensor de la naturaleza salvaje. Lo primero que pensé fue en ir al ultramarinos de Roberta y comprar un matainsectos: la casa podía estar repleta de bichos. La araña encontraba dificultades para trepar por la pared lisa. Disponía de dos monstruosos colmillos para su pequeño tamaño, me daba más miedo a mí que yo a ella. Las dos patas delanteras hacían de guía, se movían a impulsos eléctricos. Iba a aplastarla contra la pared, a destrozarla en vida y sacarle las tripas por la boca, ¿y quién me vino a la mente? Troski el Destrozador. Allí se quedó la araña y sus problemas de trepado, viva. Al fin y al cabo, en ese apartamento habitábamos todos para sobrevivir, Galeón, la araña, yo. Encendí la televisión y paré el concierto para nostálgicos. Una de las noticias era el comienzo del curso escolar y universitario. Eso me atañía, porque yo, quisiera o no, estaba matriculado para el curso. La fecha que marcaba el fín del verano y el inicio del otoño debió influir en el clima de la ciudad. Las lluvias aparecieron aplastando la polución contra el asfalto. Bien por la lluvia. Me sentía casero. En el apartamento ya no era un invitado de honor, era su guardián. Saqué la cinta grabada en casa de Sebas y metí la mía, la original, la mil veces escuchada, y allí berreaba mi único grupo favorito. Elevé el volumen del amplificador y la repetí doce veces hasta que unos mazazos en la pared me hicieron recapacitar. A Lope no le entraba. Me hacía una pregunta: ¿echaba de menos a mi madre o no la echaba de menos? Otra pregunta: ¿Debe un hombre que vive en soledad echar en falta a su madre o era éste un signo de debilidad? Tercera pregunta: ¿Eran mi madre y mi padre una necesidad impuesta o un elemento imprescindible? Ahora me sería sencillo saber la respuesta. Para evitar contestar a las preguntas se me ocurrió bajar al parque, sentarme en unos de los bancos enroscados por plantas trepadoras y escribir una carta a mi madre y a mis hermanas. La muestro por ser la primera carta que escribí desde que me hice mayor de edad: Querida mamá y hermanas, Como muy bien, todos los días y en abundancia, tres veces mínimo. Aunque papá no ha llegado, lo hará la semana que viene, el lunes para ser precisos. ¿Qué tal la vida en el País Vasco? Mamá, ten cuidado con la matrícula de tu coche, saben que es de Madrid y pueden colocarte una bomba. No, vale, es una broma. Tú eres de allí y supongo que te respetarán. En Madrid hace calor y ya van a empezar las clases en la facultad, con lo que me he sacado un bono combinado metro-autobús para ir todo el año sin 60 preocuparme de sacar billete cada día. El perro de papá está bien enseñado con lo que no tengo que preocuparme por él. Casi siempre bajo a comer a un pequeño restaurante al que papá se encargó de poner sobre aviso de mi llegada con lo que mi alimentación es perfecta: ensaladas, legumbres, que a ti tanto te gustan. Como verás, papá no me tiene, como tú me decías, esclavizado con el perro, fregando y haciendo la comida. Por el contrario, dispongo de tiempo libre para preparar el curso y leer. Los vecinos han sido muy amables y correctos conmigo, me encantaría que los conocieses. La mayoría tienen perros, con ellos coincido en el parque frente a la casa. Ya sé que tú odias los perros, pero han habido vecinos, como Anastasia, señora viuda, que me han invitado incluso a comer. Asombroso, ¿verdad? Su nivel no llega al tuyo, pero la comida estaba suculenta. No salgo excesivamente para no gastar. Os echo de menos y espero ir a Bilbao en Navidades. Un beso, Luis. Mi propósito era tranquilizar al lado femenino de la familia. El masculino ya estaba tranquilo. Repasé la carta por si había colado alguna frase que me delatase. Dudé si mantener la línea que mencionaba que los vecinos tenían perro ya que los sentimientos de mi madre hacia los animales de cuatro patas y se traspapelaban con sus sentimientos hacia Mazo. Si Mazo era un hijo de perra, no se podía esperar mucho de esos animales. La dejé, hacía la carta más verosímil. Galeón marcaba su territorio fumigando un pis aquí y otro allá en ciertos árboles, siguiendo un esquema previo que no me pareció muy lógico: si todos los perros que iba conociendo marcaban los mismos árboles, ¿a quién pertenecía el territorio? A Troski no le debía hacer falta marcar territorios en los árboles. Su ley era superior: odio ciego a sus congéneres. Doblé la carta y apareció Martín, su perro Bormann y su hermana poetisa. Se acercaban a mí. Bormann se enzarzó en una pelea simulada con Galeón en la que quedaba evidente que para él era un juego. A Martín le encantaba ver a los dos perros jugar y se lanzaba en plancha como uno más. Los tres animales peleaban. Natasha se sentó junto a mí. A la luz del sol la veía con claridad. La miré y me dio así: era una fenomenal muchacha de pelo rapado al uno y mirada transparente. Demandando de los demás. No, no demandaba, se sentía por encima, ojos perspicaces que hicieron ruborizarme. Era un ejemplo de un tipo de mujer que no había llegado a conocer: la mujer ausente. La chica ausente, está y no está. Eso saca de los nervios a un hombre, que exige concentración. Pero en él. Afortunadamente era lesbiana. Ya había calibrado mis posibilidades de éxito con ella: cero. Ésto daba tranquilidad, un respiro para la naturalidad. Pensé que teníamos una cosa en común: a los dos nos debían gustar las hembras de la lavandería. Poetisa, cabeza rapada, botas de cuero, ojos soberbios de falsa sumisión. No hacía buena pareja con Bocalinda o Viejoputón. Pero se sentó a mi lado sonriendo ante las acrobacias de su hermano. -¿Qué haces? -Acabo de terminar una carta para mi madre. -¿Puedo leerla? 61 Poetisa y cotilla. Negarme hubiese sido una cursilada, como si ocultase información reservada. Me sorprendió su osadía; yo jamás me hubiese atrevido a aproximarme a ella y pedirle que me prestase una poesía suya. Me arrepentí y la razón fue que se burlaría de mi estilo, la analizaría como la profesional que era. Qué presunción tan infantil, yo no poseía ningún estilo, al ser únicamente la carta a una madre. No aspiraba a ser literatura sino consuelo. Engaño. Natasha la leyó, levantó la cabeza y contempló a su hermano Martín desfogarse con los perros. La juzgué mal, pensé que me bombardearía a preguntas sobre el por qué de haber afirmado ésto o el por qué de haber mentido en lo otro. Sin despegar los labios me la devolvió. No debió impresionarla mucho la misiva. -¿Qué tal se vive solo? -Bien, aunque mi padre volverá en unos días, a lo sumo un par de semanas. -¡Cómo te envidio! ¡Loado sea Dios! -¿Por qué? -Porque eres independiente, porque no das explicaciones ni nadie te las pide, dedicas tu tiempo a lo que más te apetece sin que nadie te recrimine por ello. Tu padre viene y va con el mar. Yo, en cambio, debo explicar cada movimiento que hago, cada verso que escribo. No les gusta que escriba poesía. Mi padre no dice nada porque es una marioneta sin personalidad ni carácter suficiente. Mi hermano se impone en la casa con una fuerza tal anula a los demás. Mi madre, pobrecilla, la aborrezco y compadezco, casada con un hombre que es menos hombre que ella. ¿Has visto a mis padres? Él es pequeño de tamaño y de mente, mi madre es gorda y grande, le tiene axfisiado. A resultas de ello, la única autoridad es mi hermano, que tiene el cerebro de un caracol en el cuerpo de un rinoceronte. Yo es al único al que quiero a pesar de que no me deja en paz ni a sol ni a sombra con la excusa de que me tiene que proteger de las influencias que me rodean. El pobre no quiere admitir que soy poetisa. Le gusta que lleve la cabeza rapada y que vista como lo hago. Odia que escriba poesía, pero la poesía es mi vida. Se pasó la mano con anillos en todos los dedos por la cabeza pelada. -¿Por qué no te vas de casa? -Ya lo intenté, con mi ex-amiga, pero yo no ganaba dinero y ella sí. No tengo previsto vivir de alguien. Ahora me arrepiento de haberme echado para atrás. El día menos pensado desapareceré y por toda despedida dejaré una poesía clavada en la puerta con un cuchillo de cocina. Nos echamos a reir. Era ocurrente. Decidí ser su amigo. No paraba de conocer intelectuales, pero me abstuve de preguntarle sobre su relación con Juan Pedro. Su hermano el rinoceronte se batía con los perros: se encontraba más agusto. Los animales siempre serán animales. Natasha se levantó del banco y gritó a su hermano que fuésemos a dar un paseo hacia el interior del parque. Martín se puso a correr en esa dirección y los perros detrás de él. Boum, boum, boum, el suelo del parque temblaba con sus botazas, que no se debía quitar ni para dormir. Lo imaginé en calzoncillos paseándose por su 62 casa con las botas calzadas. El cuerpo de Natasha era estilizado como una pluma, piernas largas que terminaban en un trasero de los dioses, o en éste caso, de las diosas. Pasaban los minutos y la veía atractiva y guapa a más no poder. Desasosiego interno por la fatalidad de que fuese lesbiana. Traté de ser racional. Puede que fuese posible que una persona cambiase su inclinación sexual por la presencia de alguien que encendiese una llama poderosa. ¿Era yo una llama poderosa? Estaba en edad en la que me gustaban todas las mujeres de todas las edades con la excepción de mi madre. Natasha no entraba por los ojos al primer golpe de vista. Era excesivamente anti-mujer en el sentido clásico estética-de-mujer, pero era más sensual que la mejor actriz. Martín se unió a Natasha y a mí. -Ya has conocido a mi hermana, Luis -echó un brazo a su hombro-. A que es guapa, ¿eh? El mamón de Engañabaldosas aún pretende algo con ella: un puerco tullido escritor con éste angelito. Natasha se deshizo del brazo sobre su hombro. -Martín, basta ya, no le llames Engañabaldosas, no es un puerco y no pretende nada que no sea compartir escritos. -¡Compartir escritos! ¿Crees que soy idiota? los hombres no quieren compartir escritos con las mujeres, sino follárselas, y cuando no pueden porque son tullidos babosos, utilizan la excusa de los escritos. Tú no sabes nada de hombres. A ti esa cucaracha no te pega, no va contigo, y como un solo día le vea acercarse a ti o hablándote le voy a tumbar todos los dientes de cuatro puñetazos. Va a pillar fuerte y flojo. Martín cerró el puño con tatuajes en cada nudillo. Tembló cielo y tierra. Suerte que Juan Pedro tenía un perro entrenado para matar. Martín también estaba entrenado para matar. Natasha, que había estado mirando al suelo, haciendo redondeles en la arena con las botas, estalló. -¡Escúchame, anormal, ¿crees que ... -¡Escúchame tú a mí, ¿tú te crees que... El cataclismo explotó. Los dos contendientes se ladraban. Entretanto, yo llamé a Galeón y los dos nos fuimos, despacito y sin alborotar. Dejamos a los dos hermanos con la cabeza rapada a nuestra espalda y a Bormann sobre sus patas traseras y las orejas dispuestas a no perderse palabra. No quería volver la vista atrás. A pesar de que iba poniendo metros y metros de distancia, duras expresiones astillaban el aire. No había piedad, sin embargo no llegaría a mayores, no eran agresivos fisicamente, al menos Natasha. Martín, de momento, tampoco. La soga que unía al neonazi y a su hermana escritora era intensa. Al abrir la puerta de cristal blindada una voz me llamó: ¡Luis, Luis! Viejoputón, con la cabeza asomada por entre los flecos de la lavandería, hacía señas con la mano. ¿Yo? Obedecí. Mi lengua jugueteando con sus pezones y sus manos urgando entre mi cabellera. Viejoputón se desprendió de la chaqueta de vestir Ives Saint Laurent y del sujetador floreado de encajes negro. Seguía manteniendo los pantalones de pinzas y los zapatos negros tacón de aguja. Apartó mi cabeza de sus senos, me dio la espalda frotando su culo contra mi miembro mientras yo la besaba por el cuello y recorría con las manos sus caderas y su 63 vagina. ¿Verdad o mentira? Ésto ocurría en la lavandería, pero eran imágenes construidas por mi mente. Viejoputón había olvidado incluir unos calzoncillos en la última remesa de ropa apestosa. Situada al otro lado del mostrador, los sacó de una cesta de plástico y los metió en una bolsa. El único gesto erótico real fue mi mano acariciádome el miembro contra el mostrador aprovechando que llegaba hasta la cintura. ¿Bocalinda? Desnuda en el cuarto de máquinas acariciándose entre sábanas blancas. Yo había sido un ser comedido en lo que se refiere a impulsos frenéticos pero algo se estaba escapando, fuera de control. ¿Se puede creer que pensé por un momento en desnudarme allí mismo y decirles la verdad? Estaba sufriendo. El pavor al fracaso me detuvo. No existía razón por la cual dos mujeres mayores que yo y atractivas fuesen a tirar su negocio y su reputación por el retrete con el fin de satisfacer a un chaval solitario con el cerebro infestado de labios vaginales. Además, ¿a cual habría amado yo primero? 64 Relato del Pequeño Policía en el País de los Vascones. La diferencia entre el otoño y el verano eran las ventanas. Mi memoria ha grabado el apartamento de mi padre con dos divisiones temporales: la puerta de cristal que daba al balcón abierta: verano; la puerta cerrada, invierno. En medio, Galeón. El perro entraba y salía del apartamento a su caseta dependiendo de lo que ocurriese en el interior del mismo. Si tuvo otras razones, nunca las llegué a conocer. La música de los años sesenta que para Sebas transformó la sociedad era insoportable para los finos oídos del perro. Hubo cantantes que el animal no podía soportar. Como Bob Dylan. Hice hasta un experimento: cada vez que sonaban los primeros acordes de Like a Rolling Stone, Galeón se levantaba de la alfombra y ponía pies en polvorosa. La pelea entre Natasha y Martín en el Parque del Vietnam me dio que pensar los siguientes días. Yo estaba acostumbrado a las peleas familiares, pero de una clase diferente. Mazo y mi madre se pelearon aunque yo no recuerdo las peleas en directo, que son las que marcaban a los hijos y les hacen salir psicópatas. Se peleaban de forma subterránea. Los gritos y los insultos vinieron después, con la puesta en práctica por parte de Mazo de su teoría de las familias paralelas. Nunca en casa de mi madre volaron tomos de enciclopedia a la cabeza ni vino la policía a rescatarla del baño. No había motivo, mi padre no hacía nada malo. Tampoco hacía nada bueno, eso era verdad. Actuaba con otros patrones que no se acabaron de ajustar del todo a la, según sus palabras, opresiva institución de la Familia Nuclear. Profirió esta definición un par de veces en toda su vida. ¡Cómo me acuerdo de ella! ¿Dicen sus padres sentencias así? Si lo hacen, pueden apostar la vida a que acabarán con el petate en el descansillo. No me agrada profundizar en los asuntos personales de mi madre y de Mazo en honor a su delicadeza por intentar mantenernos al margen de sus antagonismos. Mi madre sostuvo una cruzada, y era que yo no fuese marino: ni mercante ni militar. Prefiero verte muerto o encerrado, me largó una tarde, pero estaba deprimida después de haber hablado por teléfono con mi padre. Tu madre me quiere cortar las alas, pero yo ya he cumplido como marido y como padre. ¿Qué más quiere? Me dijo Mazo mientras troceábamos un pulpo que yo acababa de pescar. Pocos comentarios más del estilo. Afirman los doctos que los hijos de los padres divorciados cargan con el estigma de por vida. Me río yo de esta pachanga. No había un ápice de trauma en mis hermanas o en mí. Si mi padre era marino nadie le podía exigir que se comportase igual que un administrativo o un guardia de tráfico. En el colegio al que asistí conocí hijos de padres divorciados. Se ocultaban por la vergüenza y lo camuflaban con el argumento de: oh, ¿mi padre? Está de viaje, un viaje largo, por asunto de su trabajo. Lo que se traslucía con todo aquello era que los hijos se avergonzaban de sus padres y de sus actos. Que no se interprete lo que digo a la ligera. Yo no iba proclamando a los cuatro vientos, a babor y a estribor: 65 -¡Oidme! ¡Oídme, profesores del colegio! ¡Mi padre está teniendo hijos con mujeres del Caribe! ¡Mi padre defiende a las prostitutas! Su separación fue una consecuencia congruente con su forma de ser, como lo sería la separación entre Maya y Lope. Yo había sido testigo de una trifulca entre dos hermanos, Caín era un neonazi y Abel una poetisa lesbiana. Dos noches mas tarde eran las doce, la temperatura era agradable, caía un chaparrón, el fresco entraba por la puerta del balcón. Mi cama estaba situada entre los dos altavoces por las que salían despedidas las notas de un grupo mágico y yo leía La Batalla de los Siete Mares. Galeón velaba mi sueño, el silencio reinaba en la casa. La cabecera de la cama se apoyaba en la pared que compartía con el espadachín y su mujer. A pocos minutos de pasar páginas sobre la batalla naval, la pared retumbó. En lo primero que pensé fue en un terremoto, pero no había terremotos en Madrid desde la postguerra. Al retumbar siguió un grito, luego otro grito, se encadenaron los gritos, yo apagué la música. Galeón se debió despertar con la alteración, entró en el apartamento; yo me levanté y pegué mi oreja a la pared. El ruido de fondo de una televisión no me impidió seguir el curso de la bronca: -¡Apártate, Maya, voy a ensartar a esa alimaña! Carreras... -¡Estás loco, maldito enfermo, no te aguanto más, deja esa espada o tendrás que clavármela a mí primero! -No me tientes, no me tientes, mala puta... Más carreras por el piso. Muebles caer al suelo. -¡Aaahhh! Sal de debajo del sofá, bestia inmunda, y tú, ramera barata, deja de tirarme cojines o por mi honor que te convierto en un pincho moruno aunque me pase los restos en un penal. ¡Sal de ahí, cucaracha afeminada! -¡Maricón! ¿Por qué no te enfrentas al perro de Martín, o al de Juan Pedro? ¡Dios Bendito, deja el florete de una vez! Pasos. Golpes contra las paredes. Cayó cristal contra el suelo. Silencio repentino. La voz de Lope se engoló. -Nunca quise que tomásemos a esta cucaracha, pero tú te empeñaste, y sé por qué. No te gusto, me odias, te parezco un ridículo espadachín, mas no soporto ni un segundo más a Fifí. Mírale...¡Mírale! con esas borlas que lleva en las cuatro patas, y su cabeza, parece sacado de una peluquería de mujeres perdidas, siempre espiándome, mirándome cuando entreno. Hasta cuando hacemos el amor está presente en los aposentos, pero lo que ha hecho esta noche es la última vez que lo hace, lo juro por... Tres segundos interminables... -¡Muere, hijo de de la gran puta del parque! -¡Uuuuaaaaahhhh! ¡Has atravesado el sofá! Eres un demente y voy a llamar a la policía. ¡Corre y escapa, Fifí! ¡Policía, policía! ¡Hiiii! ¡Hiiii! La puerta de su apartamento se abrió con violencia. Maya comenzó la llamar con desesperación a la policía. El asunto se ponía divertido no, serio sí. Mi capacidad de reacción había aumentado puntos desde que vine a vivir 66 a la calle Segunda República. Salí como un rayo hacía la puerta. Antes de girar la llave me pregunté: Luis, ¿estás dispuesto a morir por un perrito con borlas en las patas? Policía, policía. Maya poseía una potente voz. Algunos vecinos debieron salir, ya que desde el apartamento escuché puertas abrirse y cerrojos correrse. Lope debía estar arrasando el apartamento: se escuchaban trompazos y portazos y juramentos de muerte. Se oyeron voces y ordenes de hombres, de mujeres entremezcladas. De pronto, entre los chillidos, la voz de un hombre se impuso. ¿Dónde está?, dijo. -Dentro, por favor, date prisa, va a matar a Fifí... -¡Lope, deja el florete en el suelo y tranquilízate! -¿Qué hace usted aquí? Esto no es asunto suyo, el bicho este ha llegado a su límite. ¿Dónde estás, sardina con lana? Carreras de nuevo. Un portazo. -¡Suelta el florete de una maldita vez. Yo soy la ley, ¿es que quieres que te detenga? -¡Ahá! Atrévete, perro, y te mojo a ti también. -¡Corre, Fifí, escapa, corre! -¿Dónde se ha ido esa puta pécora? La voz de Lope venía ahora del pasillo donde se encontraba de ascensor. Suelta la espada esa, es la última vez que te lo digo; ven tú a por ella si los tienes donde Dios te los dejó; no me obligues, Lope; a ver tu valor; tú lo has querido: suelta el florete y tírate al suelo o te meto cuatro tiros. Me venció la curiosidad sobre el temor a la muerte. Abrí. Lope me daba la espalda, tenía las piernas entreabiertas, el torso desnudo, los brazos caídos. En su mano izquierda, el temible florete. De frente a mí, un hombre menor de estatura estaba apuntando a Lope con una pistola automática que agarraba con ambas manos. La mujer de Lope cubría su boca con las manos en un intento de no gritar. No soñaba, era un arma, un objeto que veía por primera vez desenfundado. Lope permanecía de pie a pesar de la orden del pequeño hombrecillo de que se tumbase. El espadachín abrió la mano dejando caer el florete al suelo. Se dio la vuelta como si no fuera con él. Lo tuve frente a mí, me vio. Su cara pétrea se torció: el gesto que Lope esbozó fue la sonrisa más vil que un ser humano pueda dibujar. Cerré la puerta. Según me enteré por el Sheriff, Lope pasó la noche en una comisaría de policía. Que Lope quisiera atravesar a Fifí no me parecía un desatino porque el perrito era ridículo. Más después de oír a que el animal se introducía entre las sábanas cuando el espadachín y Maya practicaban el amor. El Sheriff, al ser despertado por el escándalo, llamó a la policía. Yo le pregunté cómo era posible que hubiesen llegado tan veloces, a lo que contestó que no habían llegado tan rápido porque resulta que ya estaban allí. El hombrecillo de la pistola automática tenía un apartamento en la escalera B, en la misma planta donde Sebas tenía la consulta. Sí. Un policía vivía en la casa y nadie me había dicho nada. Porque poca gente lo sabe, añadió el 67 Sheriff. El portero se resistía a ser interrogado por mí, no quería soltar prenda con respecto a nuestro vecino armado. No era un policía de uniforme sino un inspector que había trabajado en entornos muy peligrosos. No saqué más. Yo no podía esperar. Juan Pedro, amante de las automáticas y de los disparos a quemarropa, me completaría la información. Puede que el policía hubiese amenazado de muerte al Sheriff en caso de hablar. Di un rápido paseo a Galeón por el parque y me apresuré a subir al piso de Juan Pedro. Llamé al timbre pero allí no había nadie. Bajé a la entrada, y en uno de los sofás del vestíbulo me puse a leer y a esperar. El Sheriff, que en sus ratos libres debía ser un intelectual por el número y tamaño de los libros que leía, dispuso que en las dos escaleras hubiesen libros y revistas para quienes tuviesen que esperar o relajarse si es que no podían conseguirlo en su casa. Revistas de ciencia y deportes, pornográficas, libros. Una estantería en cada escalera. Primero di un repaso a las revistas de hembras desnudas ocultando la revista tras una de mineralogía. Me dirigí a la estantería, que tenía un surtido de volúmenes literarios, libros de Política Económica, Historia de las Revoluciones, Sociología del Trabajo, Medicina, y Parapsicología. Todos, sin orden ni concierto. ¿Por dónde empezar? Mi padre sólo disponía de libros relacionados con el mar: sus tradiciones, técnicas, batallas. Yo era un chico de secano. Me decidí por un volumen de Historia Mundial de la Humanidad. Yo, Luis, incapaz total de ir a la universidad a meterme en su moderna biblioteca informatizada repleta de volumenes en varios idiomas, fui seducido por el vestíbulo de la escalera B y su estantería con viejos ejemplares. Había vecinos que subían y bajaban, vecinos que todavía no conocía pero que sí parecían conocerme a mí. Algunos hacían un alto en el camino para leer una revista, mas yo había sido absorbido por las batallas y hasta llegué a olvidar el motivo inicial de mi espera. ¡Qué placer fue leer allí! Las manecillas del reloj. Yo había perdido la noción del tiempo en cuanto al control de los compartimentos en los que se dividen los meses, semanas o días. Me guiaba por un lema: hacer lo que me apeteciese cuando me apeteciese: podía comer a las tres de la mañana y dormir a las tres de la tarde. Podía no aparecer por clase en meses y leer durante horas en la entrada de la casa. Pasaron varias aventuras y al final Juan Pedro apareció. Con él, su monstruoso perro al que colocaba un bozal de metal. Subimos. Yo por las escaleras y él por el ascensor. Una vez en su casa y mientras cocinaba arroz con pollo al curry y chili, me contó la historia del policía. Le entusiasmó hacerlo porque aseguró que la mejor forma de integrarse en una comunidad de vecinos era saber la vida de cada uno de ellos. Alabó mi curiosidad. -Le llamamos el Pequeño Policía por su tamaño, y aunque quiere guardar su profesión en secreto, lo saben hasta los perros, y más después de haberse llevado a Lope detenido a comisaría a punta de pistola. Por cierto, tiene una automática preciosa por lo que me han comentado. Un día le pediré que me permita echarla un vistazo. Bien, voy. Pues el tipo es un solitario, un policía sin futuro. Tiene la estatura mínima para haber sido 68 admitido en el cuerpo. Luis, ¿cuál es la diferencia entre un policía en su sano juicio y un policía como el Pequeño? No lo sabes, yo te lo voy a explicar: un policía que no tiene la cabeza ofuscada, jamás de los jamases pediría un destino voluntario como Rentería, en el País Vasco, y menos durante los violentos ochenta. Ésto es lo que hizo precisamente el Pequeño Policía: cogió sus bártulos y se largó en dirección a la boca del lobo. Es un hombre, un hombrecillo que continuamente se siente en el deber de demostrarse a si mismo y a sus superiores que la palabra miedo no entra en su cerebro. ¿Quieres arroz? Ya tenemos al Pequeño Policía en Rentería. Allí va a demostrar que no hay separatista que se resista a su automática. Dios, hasta sus superiores se encuentran sobrecogidos con el recién llegado, pero le dejan hacer, al fin y al cabo es la guerra y Rentería es la línea del frente. El Pequeño Policía adquiere fama de animal y le acusan de malos tratos un día sí y otro también. Los círculos aberzales empiezan a acosarle: hay que asustarle para que se vaya. O matarle. Como te he mencionado antes, y sírvete más arroz, no seas ruín que el arroz es el alimento de media humanidad, la más sana, el Pequeño Policía no tiene miedo y la situación le excita. Sus superiores le recomiendan que se tome unas vacaciones pero él rechaza la oferta. Todos tenemos nuestro corazoncito con un hueco, una celda para el amor, y a pesar de que el Pequeño Policía sólo ha estado enamorado de un espejo y de su popo automático, conoce a una chica que trabaja en el bar de un pueblo cercano y se enamora. La tipa está llena de odio hacia la Sagrada Causa Vasca Abertzale: la Independencia. La tipa conoce mejor aún que él a las personas más implicadas en los movimientos de independencia de la zona y entre los dos montan un plan tan absurdo y desquiciado como es llevar la guerra más allá de los límites. Luis, ¡carajo!, comenzaron la guerra por su cuenta, al margen de la ley. El Pequeño Policía y su amante. Ni siquiera informa a sus compañeros del cuerpo de policía. Él se lo guisa y ella se lo come. ¿Te gusta, eh? Ella le ayuda a marcar objetivos y a esconderle en su piso. Nuestro Pequeño Policía no es un patriota exacerbado sobre la unidad. Le va la acción. Me he pasado con el chili, siempre lo hago, no sudes, el picante es lo mejor para el estómago, acaba con to los virus de una tacada. El cuerpo es una fábrica de costumbres, se acostumbra a todo, el tuyo acabará por hacerse adicto al curry, ja, ja, ja... No, es una broma, mmm, sigamos. El primer golpe, llamémoslo así, que el Pequeño Policía y su amante dan es secuestrar a punta de pistola y encapuchados a un dirigente menor de Herri Batasuna. Lo llevan a un monte, lo atan a un árbol y la camarera propone matarle. El Pequeño duda: se entabla una paradójica discusión. Al final llegan a un acuerdo: lo matarán. Los dos van con pasamontañas y la noche se apodera de la colina en donde tienen atado al tipo. El Pequeño Policía eleva su arma y apunta desde una distancia de seis metros. Quiere imprimir a la escena un halo de ejecución. Dispara, ¡bang! Salen corriendo ladera abajo que es donde tienen el coche aparcado, pero entre la negritud de la noche y el pasamontañas que molesta al policía en los ojos -ésto es una suposición mía- erra el tiro. ¡Fíjate su grado de inutilidad! A la mañana siguiente un granjero encuentra al hombre 69 atado al árbol con un tiro en el pecho, se desangra pero vive. Ahí comienza el Apocalipsis de la pareja justiciera. Son inmediatamente localizados y cercados por militantes radicales, que los tienen en un noventa por ciento identificados. Un día la camarera sale de trabajar, al poco de la ejecución fallida. Un chaval comienza a seguirla. El Pequeño Policía estaba dispuesto a vivir con ella para garantizar su seguridad, mas se le han adelantado: son los Imponderables. Los tacones de sus zapatos golpean las baldosas de la acera mientras las zapatillas deportivas de su seguidor no emiten ningún sonido, se deslizan. La camarera mira hacia atrás cada minuto pero no ve a nadie, las calles del barrio están limpias, desiertas, quién sabe si a propósito. Saca las llaves del bolso y abre la puerta del portal, ya está a salvo. Su mano tantea la pared para localizar la luz de la entrada y llamar al ascensor. Tantea, tantea. En el lugar donde el interruptor de la luz está situado hay una mano que lo cubre, ella acaricia esa mano, su sangre y su respiración se congelan. La mano acciona el interruptor, se hace la luz y descubre que tres hombres encapuchados la rodean. En sus manos, bates de béisbol y navajas automáticas. Ahora te pido que imagines el desenlace. -No sé, supongo que la cosen a navajazos. -Buena suposición, pero tienes que ir más allá. Luis, concéntrate, chico. ¿No desarrolláis la imaginación en la porquería de universidades a las que vais? ¿Qué ocurre después? -Déjame pensar... Después de la paliza, en la que la camarera no muere, el po... -¡Colosal! ¡Brillante! La camarera no muere, no la matan, y lo hacen aposta, pero la chica está fisicamente anulada y entra en coma, su cuerpo son trizas de carne descompuesta cuando el Pequeño Policía entra en la UVI y la ve. Cierra los ojos por una décima, saca la automática, así, mira, así, la besa y jura venganza. Fíjate en el detalle que acabo de recalcar porque besa la automática y no a la camarera, que yace inerte como cuando se vierte un bote de comida para perros y cae flácido, sin vida. Entonces... -Espera, espera un segundo, ¿cómo sabes semejantes detalles? -Luis, una pregunta, ¿quién hace la Historia? Los historiadores. Así ocurrió. Atento: el Pequeño Policía tiene la automática pero le falta la inteligencia necesaria para trazar un plan de venganza que no sea recorrer las calles de Rentería a tiro limpio como en un pueblo de Río Grande. Sentado en su piso loco de furia, llena el cargador de su arma y toma otro de repuesto. Son las cinco de la tarde cuando baja del piso y conduce su automóvil sin rumbo fijo, vueltas y vueltas hasta que sale de Rentería y se dirige hacia el pueblo donde vivía la camarera y amante. Se dispone a abandonarlo cuando cambia repentinamente de opinión, y derrapando, entra de nuevo en él. La sede de Herri Batasuna es su destino. De un brusco frenazo aparca en su puerta, entra como el Ángel Vengador armado y al primer tipo con el que se cruza en el interior le planta la automática en la cabezita. Escudándose con él entra en la sala de reuniones y toma a cinco hombres y a una mujer como rehenes. ¡Hijos de perra, voy a mataros a todos! Grita. Encerrado con ellos, los sienta a todos en la mesa, declara 70 quién es y lo que busca: los tres hombres que golpearon a su amante. Entretanto, alguien avisa a la policía, que se planta con los carros blindados rodeando la sede y con un megáfono le conminan a rendirse, a entregar el arma y dejar a los rehenes. Se entabla una incómoda negociación en la que el Pequeño Policía pide que se le deje escapar con uno de los rehenes como protección. Date cuenta y siente lo ridículo de la escena: policías contra policías y aberzales entre dos fuegos. El Pequeño Policía se ha metido en un laberinto sin salida y para hacer ver la seriedad de sus peticiones sale hasta la puerta escudándose en uno de los retenidos y abre fuego a la barricada de coches-policía. Es un aviso. Uno de los policías que se encuentran fuera se pone nervioso y contesta a las balas con las balas, reventando la pierna al rehén que le sirve de escudo. El Pequeño Policía lo abandona de un empujón en la entrada. El hombre chillando, desangrándose. Nadie se atreve a acercarse para rescatarlo. Negociaciones infructuosas en las que el agotamiento va haciendo mella en el Pequeño Policía. Nombres y direcciones, eso es lo que busca, no obtiene respuestas. Golpea a dos de ellos con la culata de la pistola abriéndoles una brecha en la cara. Los cuerpos especiales de asalto se preparan pero la policía se muestra reticente a machacar a uno de los suyos. Su superior, blandiendo un pañuelo blanco, entra en la sede del partido. Hablan a solas durante media hora y al cabo de la misma, el jefe de policía y el Pequeño Policía salen por la puerta. El jefe lleva su brazo por encima de los hombros de su compañero: parece que han llegado a un acuerdo. Ahí se acaba la historia de el Pequeño Policía en el País Vasco. Su rastro se esfuma y aparece en la capital. Está aquí, en la calle Segunda República, entre nosotros. Quedé segundos pensativo. ¡Cómo lo interpretaba! Sus manos, sus brazos, un tenedor que hacía de pistola, un volante, un derrape entre arroces y pescados... -Yo, Luis, tengo un arma. Se levantó de la mesa y se metió en su cuarto por unos en los que me preguntaba qué estaba planeando ahora. ¿Sacaría un kalashnikov de la cama? Apareció con un pasamontañas enfundado en su cabeza y un arma en su mano. Un arma plateada. Se miró en el espejo. -Impresiona, ¿no es cierto? Te diré la utilidad de este equipo: me proporciona la inspiración necesaria. Un escritor pierde la luz que le guía. Un día cualquiera no se siente motivado. Entonces yo me levanto y me coloco el pasamontañas y acaricio esta 357 plateada. Me miro en el espejo y comienzo una danza por la casa. Apunto a las esquinas, a las paredes y ventanas. También a personas imaginarias y hasta a Troski. Voy despacio, ralentizando los movimientos, estudiándolos, y logro asustarme de mí mismo. Natasha encuentra poco ortodoxa esta forma de obtener inspiración. ¿Que te parece Natasha? -Creo que es una chica guapa e inteligente. Un poco desconfiada. -Bien, ¿y te gustaría acostarte con ella?, ¿te atrae como hembra? -Sinceramente, no pienso proponérselo. ¿Escribe bien? 71 -Escribir bien... Los poetas no escriben, utilizan las palabras, cada una de ellas, para sacarles el máximo partido, no son naturales. El mundo de Natasha es la mujer y eso supone ser excluyente, no quiere saber nada más. -Tú escribes sobre la violencia y los tiros en las calles. -Hay una diferencia. ¿Quieres un vodka? 72 Las relaciones matrimoniales se basan en el odio. Sebas iba a celebrar su treinta y pico cumpleaños con el honor del que cae por la pendiente hacia la vejez. Así me lo comentó cuando fui a sacar a su perra Cosa una tarde en la que tenía pacientes. Entré al apartamento seguido de Galeón y nos encontramos con una escena inusual: ver al perro de Sebas, Cosa, tumbado en el suelo durmiendo. Me apercibí de que respiraba, ya que él no se inmutó al escuchar nuestra llegada, puede que ni la oyese. Me acerqué a él mientras Galeón le olisqueaba. A Galeón no le agradaba Cosa, se le escapaba a su comprensión. Un perro que lo único que sabía hacer era dar vueltas en círculos cerrados por el Parque del Vietnam guiado por una profecía que estaba forzado a cumplir. Utilicé el santo y seña que todos los perros comprendían: ¡a la calle! Cosa no se movió de su sitio. La agité con los brazos, entonces levantó la cabeza, me miró con la cara cubierta por un matojo de pelos blanquinegros que cubrían su ojos enrrojecidos. Las fauces, entreabiertas, la mandíbula inferior llenita de babas, la lengua flácida, blanquecina sobre los colmillos. ¿Estará enfermo?, pensé. Cuando me disponía a abandonar el apartamento y dejar que Cosa siguiera durmiendo, apareció detrás nuestro y salió por la puerta. Más que caminar sobre cuatro patas, se arrastraba sobre dos. Quizás debí pasar antes por la consulta de Sebas, y preguntarle. Una vez en el parque, el perro se comportaba de manera más extraña aún si cabe. No sólo no corría en círculos como era habitual: es que apenas se mantenía en pie. Cada cuatro o cinco pasos se detenía para rascarse, se rascaba con vehemencia, sobre todo el hocico. Después se quedaba parado, congelado sobre sus cuatro patas, mirando un objeto en la distancia, nada concreto, una rama de un arbusto, una hormiga caminando. Galeón se acercaba a él, le mordisqueaba las patas, pero Cosa no respondía. Daba cuatro pasos más y vuelta a rascarse. Hasta eso le costaba esfuerzo. Yo me preocupaba relativamente. Me caía simpático el perro por su extravagancia pero podía tener algún virus y contagiar a Galeón o a mí. En una de las veces en las que estaba alucinado, a pocas pierde el equilibrio y cae al suelo. Suerte que tenía cuatro patas en vez de dos. Inclinó la cabeza al suelo como si quisiese oler la hierba, abrió la boca y vomitó los intestinos. Una erupción de pasta blancuzca con porciones rosadas. El inconsciente de Galeón quiso oler el vómito y comenzó a lamerlo. Lo aparté de un empentón. Cosa no se encontraba bien, decidí subirlo a su apartamento. Así, dejé una nota escrita a Sebas para cuando subiese: Sebas, el perro parece enfermo, tiene los ojos rojos y no para de rascarse, ha vomitado y le cuesta andar. Luis. El ver al perro aquel día en tan lamentable estado hizo que recapacitase y pensase en mi salud, en mi propio cuerpo. Yo disponía de un físico y de una mente, la mente funcionaba en un tono afinado, y el cuerpo, de momento, también, pero Mazo nos había dicho: -No siempre tendréis dieciocho años para que vuestro cuerpo responda. 73 El deporte no era mi fuerte, yo era un intelectual. El deporte y ejercicio físico que me atraía con mayor insistencia era el deporte sexual. Sin embargo, a pesar de unas condiciones negativas previas, tenía la conciencia de que debía moverme, no ser tan sedentario. Al comenzar el otoño puse la maquinaria en funcionamiento. Me levanté de la cama, me desnudé y planté mi cuerpo frente al espejo. Vaya, no estaba mal, pero necesitaba un impulso, una acometida de agitación muscular que le diese la impronta necesaria para confiar en él y que no me fallase en futuros ataques a Bocalinda y Viejoputón. El atosigamiento al que me sometieron desde pequeño, que venía de todos los ángulos de la sociedad, desde mi padre hasta la televisión, se basaba en: tened un cuerpo bello. Nacer feo, no guapo, era un anatema con el que se carga. Yo me consideraba entre dos aguas: un no feo no guapo. Mi pelo crecía desordenadamente, colocaba mi cabeza en diversas posiciones para captar los defectos cuando la vi. Una de dos: o sufría un salto en el tiempo o me estaba haciendo viejo. Hacía pocos meses que obtuve el derecho al voto. Allí estaba, en el lateral derecho del cráneo, cerca de la parte posterior de la oreja. Una cana. ¿Qué era una cana? Un pelo blanco y algo más. El sueño se había terminado. Quise distraerme con una revista de barcos pero nadie escapa de su destino, y el mío era que la cana obedecía al hecho de que había dejado de ser un crío y ahora era un hombre. Todo cuadraba. Mis obras y pensamientos se verían canalizados por el factor Hombre, no por el de Chico, o Niño. La pregunta a continuación era: ¿Cómo se es un Hombre? Mi primera labor sería limpiar ese pelo, cortar el problema de raíz. Me vestí y llamé a Galeón. Al bajar las escaleras me topé de bruces con Anastasia. Lo celebré ya que era enormemente difícil ver a la Viuda Negra fuera de su guarida. Ascendía los escalones con lentitud. Al cruzarnos, me miró e inclinó la cabeza en muda afirmación de que me reconocía. Merecía un mote: el Hombre de la Cana, o el Hombre del Pelo Plateado. El día era soleado. Me pondría a buscar una peluquería, y una vez dentro, explicar al peluquero que no quería esa cana. Me había convertido de la noche a la mañana en un Hombre, pero de ello no se derivaba el que tuviese que aceptar todas sus consecuencias. Las aceptaría gradualmente. Antes estaba el amor, el sexo, el volar, el viajar, el conocer a las personas que vivían en el Mundo. Era tal mi ímpetu que entré en lavandería las Zorras para preguntar a la que estuviese presente dónde había una peluquería en el barrio. Unos días antes ni por asomo me hubiese atrevido a entrar por algo que no guardase relación con su negocio. Estaban las dos, Bocalinda y Viejoputón. La una atendía a una cliente y la otra estaba en la sala de máquinas hablando con ellas. Dijo, buenos días, y continuó la charla. Eh, muñeca, no estás hablando con un niño sino con un hombre, con lo que dirige tus ojos hacia mí porque voy a hablar, y usted, estúpida clienta, haga de su cuerpo humo. Me frenaba el no saber su nombre real. Bocalinda no era todo lo educado que se espera de un nombre. Me lancé: -¿Dónde puedo encontrar una peluquería para caballeros? 74 No debía haber empleado esa cursi palabra: Peluquería para caballeros. ¿Era un Hombre o un Caballero? Bocalinda detuvo su conversación con la desconocida y se me entregó por completo. Salió del mostrador y me rodeó el cuello con sus suaves manos, adheriendo su boca a la mía en un beso retorcido, llamado Destornillador. ¿Qué me ocurría en esa maldita lavandería que imaginaba escenas sexuales a cada segundo? Bocalinda corrió los flecos de la puerta y me indicó con la mano la calle dónde podría encontrar una peluquería. La peluquería estaba a tres manzanas de distancia de lavandería las Zorras. Yo iba feliz caminando con mi perro a punto de deshacerme de las greñas que poblaban mi cara: era la hora de tener un aspecto de Hombre, que no de Adulto o de Maduro. Éstos eran sinónimos de Aburrido. Ser un Adulto Maduro era ser una Monótona Basura. Ser un Hombre era lanzarse al mundo, comerse el globo terráqueo. Al llegar a la peluquería inspeccioné a través del ventanal, vi a un hombre maduro, pelo blanco, bata blanca. Galeón me apremiaba a volver al parque y el tipo no irradiaba simpatía. De vacaciones con Mazo, era él quien se ofrecía a quien quisiera ser trasquilado. Me di la vuelta y fui a reflexionar al Parque del Vietnam, y una vez allí vi la luz: rogaría a Natasha que me cortase el pelo. Durante dos días estuve cavilando la manera de pedírselo, con lo que bajaba y subía del apartamento cientos de veces por si la encontraba por casualidad. Me sentaba a leer el libro sobre griegos y persas pero Natasha no aparecía. Sí lo hizo Martín y sus botazas negras. Bajamos a los perros abrigando la esperanza de ver a su hermana. El tema del pelo estaba resuelto, pero quedaba la parte inferior de la cabeza, el cuerpo. Disponía de varias opciones. Una era levantarme por la mañana y correr por el parque en compañía de Galeón. Me daba vergüenza que me viesen unos vecinos que profesaban de todo menos el culto al físico. Martín iba a entrenar con sus colegas nazis al monte del Pardo, en varias ocasiones me invitó a ir con ellos, pero no creí que aprendería nada útil. Eran las nueve y media de una semana vulgar cuando comencé los ejercicios, que consistían en dos tandas de veinte flexiones y dos tandas de veinte abdominales. Con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta, apartaba la mesa central del salón y colocaba una cinta de las que había grabado en casa del doctor. Mi canción favorita era una titulada Estrella de la Autopista, en la que la música iba increscendo hasta acabar en un maremagnum de ruidos que se conjuntaban con el sudor que suponía hacer ejercicio todas las mañanas. Los primeros días creí morir, las agujetas me impedían moverme, pero el fin lo justificaba y las mujeres notarían el cambio. Aumenté el tiempo de la gimnasia así como los ejercicios: me tumbaba en el suelo con las piernas estiradas sin tocar el parqué, las abría y cerraba en un movimiento de tijera. Otro de los ejercicios consistía en correr. Éste era ridículo por definición: corría sin avanzar un paso, elevaba las rodillas hasta el estómago, uno, dos, uno, dos, al ritmo del rock. El cantante iba en un coche a mil millas por hora en una autopista sin final, y yo subía y bajaba las piernas intentando alcanzarle. Boum, boum, era Lope, 75 que hacía ya días que había vuelto de la comisaría de policía y golpeaba la pared. Parece que habían logrado reconciliarse él y Maya, aunque dudaba que fuese el último intento frustrado de Lope por pinchar a Fifí. Constancia. La palabra mágica. Cada mañana me miraba al espejo con el vano deseo de ver mi musculatura crecer. Mi impaciencia me traicionaba. Al cabo de ocho días los cambios debían ir por dentro del organismo, porque la apariencia exterior era idéntica. Me armé de valor y me duché, saliendo por la puerta con destino al tercer piso letra C, el apartamento de Martín, Natasha y sus padres. Pulsé el timbre y me llevé mi primera sorpresa pues no era el ding-dong de los demás apartamentos sino las primeras notas del Cara al Sol. Me abrió la puerta una descomunal mujer con el pelo de raíces negras y terminaciones rubias: la madre de Natasha. Al primer golpe de vista me atemorizó. -Hola, Luis. Martín no está en casa. -No buscaba a Martín sino a Natasha. ¿Está en casa? -¡Natasha! ¡Natasha! Joder, niña, ven a la puerta de una puta vez. Si tuviese que compararla con un animal lo haría con un mamut. Natasha salió de su cuarto y la madre-mamut volvió a planchar. -Hola, Natasha, me gustaría pedirte un favor. -Tú dirás. El padre de Natasha se acercó a saludarme porque era la primera vez que nos veíamos. Su estatura no sobrepasaba el metro cincuenta, la cara era la expresión de la inocencia. Ronzando la tonturria. Me dio la mano y volvió a la mecedora a leer un grueso libro a través de unas gafas como pantallas. La madre planchaba, silbaba. Natasha y yo salimos al balcón, donde Bormann dormitaba. Sacó una silla y unas tijeras; me humedeció el pelo. -¿Cómo lo quieres? -No tan corto como vosotros. Los suaves dedos de Natasha se filtraban, me hipnotizaban. Al otro lado de la puerta del balcón, la madre planchando, el padre leyendo. -¿Se puede saber qué demonios estás leyendo? Mira la televisión. Están repartiendo un montón de dinero en premios en La Suerte está Echada. Las guarrazas de las azafatas, ¿no les da verguenza ir así? -No parece que les dé vergüenza. -¡Ese concursante con cara de panoli! Mira sus gafas, si hasta se parecen a las tuyas, grandes como pantallas de cine. No debe ver muy bien, no, para haber elegido al esperpento de mujer que ha llevado al concurso. Oye, que no me he enterado si es su mujer o una amiga, ¿tú que crees? -No sé, quizás su mujer o quizás una amiga. -¡Muy bien, hijo! Gracias por tu ayuda. No te interesa la televisión. ¡Sigue, sigue con ese libraco! Debe ser muy interesante. Ese es tu problema: lees demasiado y no prestas atención a lo que ocurre a tu alrededor. El listo... ¿De qué va el libro? A ver, dímelo, a lo mejor me interesa más que a ti el programa. La voz de la madre, su timbre de voz como gozne de puerta oxidado; el padre no levantaba la voz ni la vista del libro. 76 -Es sobre la Historia de las Cruzadas. -¿Las Cruzadas? ¿Qué mierda de Cruzadas? ¡Ah, ya! Las guerras contra los moros, ¿no? Muy bien hecho. Menudos cerdos, invadiéndonos como hormiguitas y robando trabajos, traficando con drogas, como dice Martín, hasta comerciando con mujeres blancas. ¡Que se queden en su tierra! Y si no les gusta, que se jodan. A mí tampoco me gustan otras cosas. Tenemos suerte de que en nuestro barrio no hayan venido moros a vivir. Hasta hay mujeres que se lían con ellos. ¿Es que no les da asco? Ayer vi en la televisión... ¿Me estás escuchando? Vi como detenían a unos negros que vivían todos apelotonados en una casa vieja por el centro. Ni uno estaba en Madrid legalmente. ¡Ni uno de ellos! No son sino un atajo de tramposos que vienen a aprovecharse de nuestro país, y en eso Martín tiene razón, ¿me oyes? ¡Tú hijo! Que tiene más reaños que esos babosos que hablan mucho y no hacen nada. ¿Habla de eso tu libro? Porque es lo que está ocurriendo en España... ¿Habla de eso? ¡Contesta! -No, no habla de nada de eso, habla de las Cruzadas. Solo Cruzadas. -¡Joder! Pues lo que te estoy diciendo también es una cruzada -la madre hundía con vigor la plancha en una camisa y el vapor llegaba hasta su grueso cuello-. Pero unos se dedican a empapelarse libros y otros a solucionar los problemas. ¿Qué harías si un día mientras caminas por la calle te atraca un moro? ¿O peor aún, me atraca a mí? ¿Le darías acaso con el libro en la cabeza, o entre las piernas? Porque mira que el libraco tiene su tamaño... Llamarías a tu hijo, a Martín, ¿no es cierto? A tu hijo le desprecias pero en un momento así le llamarías, ¿Eh? -Yo no desprecio a Martín. La plancha iba a tope, exudaba vapor por sus poros. Pasaba una camisa tras otra. Natasha cortaba mi pelo, que caía a izquierda y derecha cada vez con mayor velocidad. -¡Pero desprecias lo que hace y como viste, que es lo mismo! Un padre que se siente avergonzado de su hijo ni es un padre ni es nada. Tú debías ser su ejemplo y su luz en lugar de empetarte libracos que de nada hablan. ¡Cruzadas, menuda chirigotada! Ya hablarán los libros del futuro de las cruzadas de ahora, y para que lo sepas de antemano, hablaran de tu hijo. ¿Y crees que de ti se acordarán? Ni una palabra... Mira esa guarra paseando la bandejita con su culazo al aire. Sí, sí, coge esa carta, ¡será retrasado mental! Panoli, idiota, que Dios te ha dado una cara de panoli para que no veas a la feaza de tu mujer, si es que es tu mujer, porque hoy día nunca se sabe, hasta puede que sea su madre. ¡Joder! Yo ahora te digo: el pelele no gana, eso lo digo yo y me juego el salario. ¿Por qué no te presentas tú a un concurso de preguntas? Te llevas los libros y las gafotas de pantalla y por lo menos ganas un concurso. Martín y yo te animaríamos desde casa. Tendrías que esperar a que fuese sobre las Cruzadas para que triunfases al cien por cien. Sólo faltaría que el presentador fuese moro, ja, ja, ja... Que me parto, ja, ja, ja, un presentador moro preguntando sobre las Cruzadas y aquí a mi derecha, el amigo, con el libraco, contestando como una locomotora de vapor 77 desbocada. Cuando el intermedio llegue, tú... bla, bla... bla... bla, bla, bla... bla, bla... Bajé la vista para ver si lograba distinguir mi cana de la maraña de pelo marrón que yacía en el suelo. Debía estar allí, en alguna esquinita, y el haberla cortado de raíz me daría un respiro para preparar mi psique. ¿Métodos para evitar desagradables sorpresas frente al espejo en un futuro? Teñirme el pelo de colores, arrancar manualmente las canas que pudiesen crecer, asumir mi vejez. O venir a casa de Natasha a cortarme el pelo cada mes y así poder contemplar a través del balcón a un matrimonio español en su auténtica salsa. 78 ¡Cómo disfrutó Juan Pedro con la pelea de perros! ¿A quién había oído decir que la imagen no es tan importante, que lo que realmente cuenta se lleva dentro? A mi madre. Si tuviese que poner en papel un comparativo entre mi padre y mi madre, mi madre era la mente y mi padre el cuerpo. Por ésto congeniaron tan bien los primeros años, pero yo éstos no los recuerdo con precisión. Sí tengo imágenes de ellos juntos y al parecer, felices. Quién sabe, podía ser todo teatro, actuación delante de los hijos, por su consabido bien, esas teorías que tienen los defensores de la familia occidental para salvaguardarla de los ataques de los moros. Yo no podría afirmar que cambiaron las relaciones intrafamiliares desde el instante en el que Mazo se encontró su petate en la alfombrilla del piso. Voy a ir más lejos : diré que en conjunto mejoraron, o al menos en lo que concierne a mi persona. Los polos se clarificaron, mi madre era la mente, los estudios, y mi padre el mar, el cuerpo. Yo ya sabía a que atenerme, cosa que me hubiese resultado harto complicada de haber convivido los dos juntos. Yo no soportaba las peleas familiares que nacían de la nada y se retorcían como muelles hasta acabar en dramones. Lo que había contemplado días atrás en casa de Natasha entre el padre y la madre no fue una pelea en sí, o no lo que los expertos policiales considerarían una Pelea Familiar. Por el contrario, la madre llevaba la batuta y era tal su tamaño corporal que el pobre mentecato padre hubiese tenido las de perder en cuanto el silbato hubiese sonado. La chica, después de cortarme el pelo, me confesó que su madre le daba asco y su padre lástima. Yo concluí que quería a su padre de una forma u otra y que hubiese apostado por él. A la madre no le hacía falta quererla porque con su hijo del alma Martín, defensor de la pureza blanca, tenía bastante. Hablando de peleas, voy a narrar la pelea sangrienta que hubo una tarde en el Parque del Vietnam. Ocurrió así: Era un día que olía a sangre desde su comienzo. Yo hacía mis ejercicios diarios acompañado de música, corría sin avanzar, sudaba por las sienes y por las axilas, sudaban también las plantas de los pies sobre las baldosas de madera. En la elevación de rodillas número cuarenta y siete, resbalé con tan aviesa fortuna que me golpeé la cabeza con el lateral de la silla. Me hice una herida en la cabeza, pequeña pero que sangraba con generosidad. Mi primer accidente en el apartamento. No sabía que hacer, si llamar a un médico, a Sebas. Pero la herida en sí no era nada, yo era hijo de un marino. En el baño rebusqué entre los cajones para descubrir que mi padre no disponía de un botiquín de primeros auxilios, no había ni tiritas, ni una gasa, ni aspirinas. La única ayuda que tenía era el recuerdo reciente de una película en blanco y negro sobre corsarios. A uno de ellos le colocaban una toalla en la cabeza para atajar una herida de machete. Yo hice lo mismo; me tumbé en el sofá a esperar a que de la herida dejase de manar sangre. De una estantería elegí un libro que resultó ser uno sobre poesías relacionadas con el mar; dejé pasar el rato descifrando el significado de una de ellas. El poema hablaba de una tormenta en un pueblo. Bien por mí, que logré 79 adivinar lo que el poeta quiso expresar, eso demostraba que mi cerebro seguía funcionando con normalidad. Transcurrió el tiempo sin apenas darme cuenta, la herida había dejado de sangrar aunque en la toalla quedaba la marca de mi torpeza. Un hombre que se precie de serlo no se cae mientras efectúa un ejercicio que consiste en correr hacia ningún lugar. Como en esos días había descuidado el mantenimiento de la despensa, decidí bajar a la calle, al ultramarinos de Roberta, y proveerme de bollos para el desayuno. En la tienda de Roberta me encontré a Troski atado a un árbol, con el bozal cubriéndole la boca y los ojillos de psicópata. En el interior estaba Juan Pedro, probablemente el mejor amigo que hasta entonces había hecho. Él y Roberta mantenían una discusión sobre el manejo del cuchillo en los países asiáticos y el descubrimiento del machete. Juan Pedro estaba orgulloso del machete que un amigo suyo le había traído de El Salvador, al que allí llaman corvo. Le preguntaba a Roberta cuando llegaría el día en el que le enseñaría a manejar el arma blanca. ¡Ay! Mi querido escritor loco, para qué quieres aprender a manejar un cuchillo, me pregunto. Dios sabe lo que estarías dispuesto a hacer con tu corvo paseando por la calle. Solamente a los carniceros nos está permitido utilizar estas armas para el bien de la humanidad. Dicho ésto, se pasó el afilado arma cinco veces de la mano izquierda a la mano derecha con tal destreza y rapidez que Juan Pedro se puso a aplaudir. Colocó a continuación el cuchillo sobre el mostrador con la hoja apuntando hacia él: de un palmetazo lo impulsó al aire para atraparlo de espaldas por el mango, y sin pausa, clavarlo en el despojo de carne que se disponía a cortar. ¡Carajo! Los dos aplaudimos y Juan Pedro le pidió intentarlo. Roberta dudó unos segundos, accedió, invitándole a pasar al mostrador. Yo me encontraba expectante, ¿qué era lo que el escritor encontraba de seductor en las armas? Juan Pedro se situó frente a frente con Roberta. Relájate, manejar el arma blanca es como hacer malabarismos con tres bolas, hay que estar relajado, confiar en tus manos, sin seguirlas con la mirada, pero es mucho más peligroso porque si te equivocas y agarras el cuchillo por el filo... Bueno, mi loco escritor, ya sabes lo que puede ocurrir. Tú, señorita de Muruza, cierra el pestillo de la puerta y corre las cortinas, que no quiero que entre alguna señora y nos tome por un par de colgados. Me dio la impresión de que Juan Pedro no escuchaba ni una palabra de lo que Roberta le decía. Juan Pedro nunca escuchaba a nadie que no fuese a él mismo, pero estaba ansioso por agarrar el cuchillo de Roberta en sus manos. Roberta hizo una primera demostración pasando de una mano a otra el arma, con lentitud. Lo lanzaba al aire volteándolo mientras repetía las palabras ¨suaaavidaaad¨, ¨asííí¨, ¨eeesssooo¨. En sus manos el cuchillo dejaba de ser el arma mortal para transformarse en un juguete de feria que ascendía y descendía, giraba sobre sí mismo, pasaba de mano a mano. Juan Pedro disfrutaba, poseído por ese diablillo que transportaba en su belicosa cocorota y que le hacía palidecer cada vez que se encontraba frente a un arma. Roberta terminó su explicación y le pasó el cuchillo a Juan Pedro, preguntándole si se había fijado bien y había tomado nota. Sí, sí, sí, claro que sí, Roberta, todo está aquí, y señalaba su sien, todo está aquí. Juan Pedro 80 tomo el cuchillo en sus manos y se lo pasó de izquierda a derecha, torpemente. Miró a Roberta sonriendo y volvió a repetir la jugada de derecha a izquierda. Convulsionado por el aparente éxito, aceleró los pases de izquierda a derecha, descontrolándose por segundos con tal mala fortuna que fue a agarrarlo por el filo en vez de por el mango. Del dolor soltó un fiero chillido, lanzándolo al vacío de la impresión. El cuchillo atravesó el ultramarinos como una ballesta y fue a clavarse en uno de los estantes donde Roberta tenía dispuesto el pan de molde: ¡klannnggg! Había pasado a menos de cincuenta centímentros de mi cara. -¡Pero serás animal, serás salvaje, maldito loco escritor que casi me matas a la señorita de Muruza! El carnicero curó a Juan Pedro, cubriendo su mano con una gasa y esparadrapo, regañándole mientras le decía: -Escritor loco, vosotros los escritores creéis que tenéis que probarlo todo, ¿no es sierto? Pues hay cosas que no se deben probar, y si quieres emociones fuertes prueba a cortarte la pichulina en vez de la mano, porque tú eres escritor y sin pichulina puedes escribir, pero sin mano... Los dos fuimos al Parque del Vietnam. Juan Pedro se quejaba de su mala pata en el manejo del cuchillo, muy serio llegó a la conclusión de que debía practicar con más asiduidad con el corvo que tenía de El Salvador. Troski estaba inquieto esa mañana, caminaba junto a su compañero de piso emitiendo un sordo gruñido que cortaba el aire. Juan Pedro le daba leves rodillazos en el costado para que se calmase y dejase de transmitir su descontento; estuvimos por el parque unos minutos, pero yo estaba impaciente porque tenía hambre y porque no me gustaba bajar al parque sin Galeón, que me observaba desde la terraza del otro lado de la calle. Me sentía un traidor sin él allí, a pesar de que con Troski rondando, ningún animal de la tierra estaba a salvo. Juan Pedro y Troski eran como un matrimonio que se adapta a vivir alegremente entre insultos, chillidos, bofetadas y trancazos. No porque el perro y el escritor se llevasen mal, se adoraban. La comparación viene por la mutua aceptación de la agresividad como algo llevadero, hasta atractivo, los dos parecían disfrutar de ella. El escritor de temas violentos accedió a subir, debía revisar la herida de la mano. Ya íbamos a cruzar la calle sin tráfico cuando Troski se volvió violentamente. Un dobermann se acercaba a paso ligero. Al primer golpe de vista yo creí ver a Bormann y pensé: ya está. El Fin del Mundo. No era Bormann. El dobermann tenía un color pardo rojizo, era más joven y pequeño. También tenía las pupilas rojas, en resumen: otro cancerbero del infierno. El recién llegado se detuvo en la frontera del césped con el asfalto y se acercó a un árbol levantando su pata trasera derecha y plantando un pis. Tenía un collar alrededor de su cuello pero ninguna persona venía tras suyo: solo y en el lugar equivocado. Troski estaba libre como un pájaro y no se lo pensó dos veces, no se molestó siquiera en gruñir o en enseñar los colmillos. Juan Pedro no pudo o no quiso evitar que la bestia psicópata se lanzase a la carga. -¡Páralo! -grité a Juan Pedro. 81 -¿Por qué? Troski llegó al dobermann con tal impulso de carrera que éste no tuvo ningún problema en esquivarlo y el asesino pasó burlado, pero cargó de nuevo y en esta ocasión no falló y se avalanzó sobre el rojizo, enganchándose mutuamente de las fauces, ladrando, aullando como las fieras salvajes que eran. Yo volví a gritar a Juan Pedro que llamase a su bestia, que se iban a matar allí mismo, pero el escritor estaba absorto con la pelea, no parecía oírme. El mayor volumen y peso de Troski hacía que cuando los dos combatían sobre sus patas traseras, fuera éste quien se impusiese. Alertado por el escándalo de los rugidos, salió el Sheriff de su portería, cruzando la calle a la carrera y animando a Juan Pedro a que llamase a su animal, que en ese instante mordía el pecho del dobermann. Éste, preso de dolor, lanzaba dentelladas al cuello de Troski, que tenía la ventaja de estar protegido por un pelaje y un collar a prueba de colmillos. Los dos animales giraban como una peonza sin control. Sus dientes estaban clavados en el cuerpo del contrario y no podían despegarse el uno del otro. El Sheriff repitió de nuevo la orden de que Juan Pedro llamase a Troski y lo agitó de su brazo. El escritor salió de su ensimismamiento, extrajo el silbato de su bolsillo, haciéndolo sonar con potencia. Troski obedeció como el robot que era y abrió sus fauces, soltando la presa que sobre el pecho había ejercido en el joven dobermann. Éste, viéndose libre de un dolor que le torturaba, soltó a su vez a Troski, pero no retrocedió ni se movió. Enseñaba los colmillos levantando con rabia el labio superior y expulsando espuma por la boca. Sangraba abundante por el pecho y la pata delantera mientras Troski le lanzaba miradas de odio. Aconteció en menos de diez segundos: sangre, dentelladas, rugidos. La primera pelea de perros que veía en mi vida me recordó la jungla. Sé que si Juan Pedro no llega a sacar el silbato, el dobermann habría perdido la vida. Hubiese exhalado el suspiro último con Troski encima suyo mordisqueando sus intestinos. Tal fue la fiereza del encontronazo en el Parque del Vietnam. No era de extrañar el aislacionismo impuesto a Troski por los demás vecinos de la casa. Yo ni me entretuve en ver alejarse al dobermann por donde había venido, y quién sabe si moriría minutos después desangrándose en cualquier esquina del parque. En ocasiones, las lecciones aprendidas en el colegio pueden ser de gran utilidad para confrontarlas con las experiencias diarias. Fue un antropólogo quién habló de la supervivencia de los más fuertes. Bien, pues yo me adaptaba cada vez con más ahínco al medio en el que me movía y habitaba. El otoño en Madrid confirmó que aquello no era una fiesta veraniega o un mal sueño: mamá no vendría, papá no vendría. Yo estaba formando mi propia familia. No tenía una mujer a mi lado, que era lo que se supone que un Hombre como yo necesitaba para ultimar la estructura familiar, pero éstos no eran más que formalismos que a mí, por mi edad, no se me pasaban por la imaginación. Además, ¿quién dice que no tenía mujeres a mi alrededor? Natasha había acabado la universidad y su dedicación estaría centrada en la poesía, con lo cual le costaría abandonar el 82 nido familiar en tanto en cuanto no consiguiese publicar sus poemas y lograr pagarse un apartamento. A los precios a los que estaba el mercado inmobiliario, Natasha debía convertirse en una manivela de producir poemas. Vendibles. ¿Se puede vivir de la poesía? La pregunté un día mientras paseábamos a Bormann y a Galeón por el parque. Natasha y yo representábamos una contradicción situacional. Ella deseaba con todas sus fuerza volar de su hogar y no podía. Yo, que pretendí vivir una temporada con el hombre que me trajo a este mundo, me vi despojado de la noche a la mañana de todo lazo familiar. Luis, pobre muchacho, perdió en cuatro meses el armazón familiar que le costó casi veinte años edificar. Mierda. No. Amaba a mi familia pero no necesitaba su proximidad física. Aquí incluyo a Mazo, mi padre marino, con el que había soñado que volvería un día y que los hechos me demostraron que no sería así. Natasha me contestó que una persona puede vivir de lo que quiera, consideraba cobardes a quienes afirmasen lo contrario, era cuestión de tiempo y de voluntad. No, era cuestión de valor y de saber a qué se ha venido al mundo. La luz brillaría tarde o temprano. Yo ardía en deseos de preguntarle si era lesbiana o no, pero no era de recibo interrogar a una intelectual, a una poetisa. El no saberlo por su boca me hacía guardar secretas esperanzas. Juan Pedro afirmaba que era lesbiana, pero, ¿quién era Juan Pedro? El pobre Lope se tuvo que acostumbrar a la música que cada mañana guiaba mis pasos hacia ningún lugar. Estaba más calmado. Algo debió ocurrir entre él y su mujer Maya para que el ciclón armado hubiese bajado el nivel de su vitalidad luchadora. Se limitaba a golpear de vez en cuando la pared, que era el método por el cual yo sabía que el volumen de la música era inapropiado. Yo no quería jugar con fuego, le había visto en acción. Una de las veces me comento al subir a Fifí del parque si esos que cantaban God Save the Queen eran conocidos míos. Me dejó atónito, se sabía hasta el título de la canción. Había un personaje que buscaba con ansiedad y con el que no lograba toparme: el hombre al que Juan Pedro llamaba el Pequeño Policía. Al subir a Galeón del parque me hice el despistado un par de veces y me acerqué hasta donde el tipo tenía su apartamento, en la escalera de enfrente, pero ni vi a nadie, ni escuché sonido alguno. No me quise entretener a costa de que me viese y desenfundase la automática. Yo no quería estudiar, ¿para qué, si ya estaba aprendiendo sobre la marcha, y gratis? Cuando un hombre tiene la edad que yo tenía, se siente invencible, el tiempo no parece transcurrir. Yo no abrigaba duda de que sería joven por siempre jamás. Hasta ese momento no existía vicio que me hubiese atrapado. En el contorno en el que me movía, todos sin excepción bebían y fumaban. Yo guardaba las formas; es cierto que con Juan Pedro solía beber vodka, pero eso formaba parte de la cuenta atrás que me conduciría a ser un Hombre Total. No era un vicio, era una necesidad. El Sheriff, con su habitual adicción a querer saberlo todo, me preguntaba la razón por la que no asistía a la universidad. Yo contestaba que 83 sí que asistía aunque no regularmente, pero el Sheriff no era un portero al uso y se creía con el derecho a inmiscuirse en los asuntos privados de los demás. El condenado nunca fallaba. Sabía que desde el día en que llegué, había estado en la facultad una sola vez, para un examen. Es más, me espetó que si no era mi intención acabar como él, leyendo volúmenes en una portería, más me valía aprovechar ahora que era joven. Otro igual, utilizando la juventud como arma arrojadiza. Yo no era consciente de mi juventud como don pasajero. Yo pertenecía a la raza de los Seres Jóvenes. Demasiados años en los colegios, y ahora, cuando comenzaba a disfrutar de lo que era la vida, cuando los personajes reales se presentaban ante mí con la crudeza con la que Martín, Juan Pedro y los demás lo habían hecho, ahora, me salían con pretensiones académicas. ¡Já! 84 Priapismo. El Parque del Vietnam tenía la capacidad de controlar su propia temperatura. Esto quiere decir que en verano el calor disminuía cinco y hasta seis grados en su interior y en otoño y en invierno aumentaba en cinco o seis grados. Una de las veces en las que correteaba con Galeón agarré un resfriado que se convirtió en fiebre. No había manera de saber cuanta fiebre tenía. Mi señor marinerito no disponía de un termómetro, ya que cuando íbamos de vacaciones al mar y uno de nosotros caía, la solución que nos ofrecía era cama y leche caliente. Sobre todo cama, mucha cama, no salir de ella mas que para ir al baño. Pensé en acudir a Sebas, pero debía esperar por lo menos tres días para comprobar si era capaz de combatir al virus con mis propias armas, esto es: cama y leche caliente. No hay mal que por bien no viniera: daría un respiro al loco de Lope con La Estrella de la Autopista. El primer día de fiebres lo pasé tumbado en el sofá enfrente de la televisión arropado con no sé cuántas mantas. Calor, eso era lo que necesitaba, producir calor interno para asar vivo al virus que había decidido pasar unas vacaciones en mi cuerpo. Galeón, ¡qué gran perro era! Sintió que su amo no se encontraba bien y no me acosaba con lamentos para bajar. Yo echaba en falta una mano femenina que me arropase, me diese calor y yaciese conmigo, porque aunque estaba enfermo, las hormonas que activaban la energía sexual debían ser inmunes al virus, o debían estar en otro lugar del cuerpo. No se habían enterado de la invasión. Yo acaricié al perro en señal de agradecimiento. Galeón, tumbado en la alfombra a mi costado, recibía las caricias, y yo seguí acariciándole, y él abrió las piernas para que acariciase su pecho, y cuando miré, la erección que sufría el perro era reveladora: medio miembro fuera de su caparazón. Debía querer que le masturbase, pero yo estaba enfermo. No era justo. Me entretenía viendo las motas de polvo flotar sobre los rayos de sol que atravesaban la puerta del balcón, me imaginaba que cada mota de polvo era un mundo, y en cada una de esas motas-mundo habría un chico como yo, enfermo, que esperaba a su padre y cuyo perro pasaba por una urgencia sexual imposible de satisfacer. Ya que he mencionado el tema de la sexualidad de Galeón, diré que no era la segunda ni la tercera ni la cuarta vez que a resultas de acariciarle, el tema acababa con una apertura de piernas y erección. Lo cómico del caso es que Galeón no sentía vergüenza ni escrúpulos ni cambiaba de faz. La diferencia estribaba en que mantenía las fauces cerradas, un síntoma de concentración, y dirigía la mirada hacia el retrato rojo del Ché Guevara. ¿Qué haría mi madre y mis hermanas en el País Vasco? ¿Sabrían que yo estaba enfermo? Yo apenas había pensado en ellas durante los últimos meses. Fue caer enfermo y caer en la cuenta de que seguía teniendo una familia. Mi madre. Podía verla tumbado desde el sofá y oír qué me diría en caso de estar presente: ¿lo ves? Te vas a vivir con tu padre, que ni se molesta en venir a verte. Comes mal, duermes mal, andas con esas compañías estrafalarias, y encima te pones enfermo. Normal, debes andar tan bajo de vitaminas que no puedo entender como no has muerto antes; ¿Y 85 ese cochino perro? ¿Por qué se está lamiendo el pene? Desde luego, es clavado a tu padre. Supongo que no me debo molestar ni en preguntarte si estás o no yendo a la facultad, ya que sería el colmo que no asistieses a clases para estar ganduleando todo el santo día por esta casa de perdedores natos. Yo sé de quien es la culpa: de la influencia de vuestro padre, que con la de pájaros que os ha metido por un embudo hasta el cerebro, habéis acabado por creerle. ¿Y dónde está él? En la cama con alguna mulata calentorra. ¿Y dónde estás tú? En el sofá con un virus. ¿Ves la diferencia? Pero la elección fue tuya así que apechuga con las consecuencias. Adiós y suerte con el virus. Puede ser que la fiebre hubiese distorsionado mi imaginación, el caso es que me encontraba fatal, echaba en falta a alguien. Gracias a que tenía a Galeón: él era mi familia. La mejor táctica cuando se estaba en un callejón sin salida era ver los que estaban peor que uno. Así, di un repaso a las familias que hasta entonces había conocido, que no eran muchas, comencé por mi amigo Javier, cuyo padre hacía tiempo que pululaba con otras amantes por Madrid y seguía viviendo con su mujer como si nada ocurriese. Javier me contaba como la madre sufría en silencio manteniendo la cara alta, y nadie en la casa osaba mencionar el tema, todo en aras de mantener la familia bajo el mismo techo. Estaba en mi mente Ángel, al que en colegio llamábamos el Pulpo, aunque el Pulpo era su padre. Disponía de ocho brazos para zurrar la badana a toda la familia. Nosotros nos reíamos cuando llegaba con un ojo morado a clase. ¿Qué me dicen del padre y la madre de Natasha? La familia modelo: la esposa-mamut y el marido-pulga. ¿Lope? La punta del florete estaba destinada al corazón de Fifí, y si Maya se interponía, puede que al suyo. En definitiva, las familias a mi alrededor se desmoronaban. Lo que yo estaba a punto de concluir era que los ejemplos más abundantes de familias normales eran los descritos unas líneas más arriba. Si un padre y una madre se amaban, esa familia era merecedora de ser premiada. Y confinada en un museo. El timbre sonó, mi tratado mental sobre el estado de la familia española se desvaneció. Yo a duras penas podía moverme. Galeón salió lanzado a la puerta como un servil bicho a la espera de que alguien le sacase a la calle. Cuando me curase me propondría enseñarle a abrir y cerrar puertas. ¿No eran tan inteligentes y tan listos? Pues a demostrarlo. Me propuse no abrir, pero el que estuviese al otro lado del pomo escucharía los gemidos de Galeón. Me envolví en un par de mantas y abrí la puerta. ¡Perros del infierno! Natasha, y venía a verme en un momento decisivo porque yo no guardaba una apariencia presentable, con la cara mortuoria, apestando a sudor febril, amargo. ¿Qué carajo me importaba mi aspecto? Ella era lesbiana. Éramos amigos, podríamos compartir temas no relacionados con el amor. Natasha iba acompañada de Bormann. -¿Quieres bajar a Galeón? -No puedo, me encuentro enfermo. -¿Quieres que lo baje yo? -Sí. 86 Yo me quedé desarmado, contemplando la mirada del retrato del Ché Guevara colgado de la pared. ¿Quién era ese tipo? Apenas conocía su vida y milagros. Un revolucionario que andaba por Las Américas con Fidel Castro hasta que se perdió en la selva, o lo mataron, no estaba seguro. Muy famoso el de la boina y la estrella. Ídolo entre las viejas generaciones. Mazo fue quien nos habló de él en el mar entre spaghettis recocidos ¿Qué harían hombres como él en caso de ponerse enfermos? No, Luis, no, hombres así nunca se ponen enfermos, los virus son para la vulgar masa, los héroes mundiales no tienen tiempo de enfermar, y mi padre, por el almacén de medicinas que poseía, tampoco. Había perdido un día de ejercicios físicos, eso se traduciría en una bajada del nivel de musculatura. A lo peor era hipocondríaco y no había tenido oportunidad de descubrirlo hasta entonces. La de veces que enfermé viviendo con mi madre y no tuve alternativa: el termómetro indicaba A y era A. Ya podíamos gritar, chillar, que la contestación de mi madre era: el cuerpo es un laboratorio, a mí no puedes engañarme. Tumbado en el sofá del apartamento de mi padre todo era subjetivo. La soledad o la independencia, como se quiera denominar al hecho de yacer en un sofá solo, no me proporcionaba unas coordenadas claras para saber reaccionar ante un virus. Tampoco quería seguir pensando en la enfermedad. Probablemente no tenía nada más que un estado febril que pasaría en un par de días, y luego, a campar a mis anchas por el mundo de la Hombría y la Virilidad. Natasha y Galeón debían estar pasándolo fantástico porque llevaban ausentes casi una hora. Del calor, a mi miembro le dio por resurgir, pero yo nada podía hacer por él que no fuese pensar en Bocalinda y en Viejoputón. La atracción que las tres ejercían sobre mi persona y mi miembro era de diferente naturaleza. No se asemejaban en nada salvo en el detalle de que las tres eran hembras. Las dos lavanderas se presentaban como un zumo concentrado de sexo. Pero no en la cama, que va, eso lo dejaba para las decentes, como las chicas de la universidad: la perfección física en las chicas de la universidad era repulsiva a mis ojos. La perfección masculina era otra cosa, yo la alcanzaría si un virus no me lo impedía. No conseguía ni a tiros los montajes eróticos que fabricaba cuando entraba en la lavandería. Tumbado, tan solo veía sus caras, pero mi imaginación se había atrancado. A Natasha sí la veía clara, y era porque con ella no hacía el amor en mi cabeza. Hubiese visto esto como una traición solapada, como un acto antinatural. Ridículo el visionar a los dos tumbados desnudos en la cama, yo trajinándome posturas para hacerla sentir placer, y ella escribiendo poesía a la luz de la lámpara. Aclarémoslo: mi atracción por ella era mística, intelectual. Además, no podía ser de otra forma aunque lo hubiese deseado. Había que afrontar las cosas como viniesen. Por anotar una comparación sencilla: había personas a las que les gustaban los macarrones. A otras los spaghettis. A Natasha le gustaban los spaghettis, cuando yo tenía la mala suerte de haber nacido macarrón. Pospuse la masturbación para cuando me encontrase bien. 87 Había dejado la puerta del apartamento abierta aposta para no tener que levantarme cuando subiesen del parque. El perro entró por el estrecho pasillo en tromba, babeando de placer porque nuestra vecinita poetisa le tuvo en la calle casi dos horas. Natasha quedó observándome. Ella me miraba con los ojos verdes y con un... aro en la nariz. Llevaba atravesado un aro diminuto de plata en uno de los agujeros de la nariz, el derecho. Me preguntó: -¿Te gusta? -Me encanta. -A mi madre y a mi hermano nada. ¿Sabes lo que me ha dicho mi madre? Que lo único que me falta ya es tener una polla entre las piernas. No importa, un día cualquiera desapareceré y no volverán a saber nada de mí, y presiento que ese día se acerca. ¿Y tú? El aspecto que tienes es lamentable a pesar de haber mejorado desde que te corté el pelo. Luis, qué bien vives en tu universo particular, nadie te molesta, no tienes ninguna preocupación que torture tu cabecita de estudiante. ¿Has desayunado? -No tengo hambre, Natasha. Estoy enfermo. Yo te veo muy guapa. Olvida lo que te ha dicho tu madre. -Voy a hacerte un té que va a curarte de inmediato. Se metió en la cocina-armario buscando cazuelas aquí y allá. A mí el té me daba asco, me recordaba a la manzanilla que me daba mi madre, que sabía a benzeno. Al estar tumbado disponía de una perspectiva solemne para contemplarla. -No tienes nada en la cocina, voy a mi casa un segundo a coger algunas yerbas, no te muevas. -¿Moverme? Da gracias si llego a ver el siguiente amanecer. El caldo amarillento que Natasha me preparó y me obligó a beber figurará el los anales de la historia de mi medicina como el segundo líquido más nauseabundo que atravesó mi tráquea. No me importó, es más, lo bebí gustoso porque ella se acercó al sofá con la taza entre sus dos manos y se sentó a mi lado. Su moldeada cintura se situó a escasos centímetros de mi cara. Sus manos me torturaban y obsesionaban. Si yo en la vida me había fijado en las manos de una chica. No sabía ni que disponían de ellas. Yo clavaba mis ojos en los contornos obvios. ¿Tenían manos Bocalinda y Viejoputón? Ni puñetera idea. Contoneaban culos y mostraban pechos y escotes encubiertos, pelos cortados con precisión, piernas rematadas por zapatos negros. Follar. Joder. Meter. Coger. Esos verbos no aludían a las manos ni a la dulzura de una cabeza rapada al uno. ¿En qué deseé transformarme en ese preciso instante? Pues sí, pensé en transformarme en una mujer por diez minutos, suficientes para embaucarla o para tocar esas manos. -Luis, algunos hombres sienten la necesidad de volar y escapar del lugar donde viven para explorar nuevos territorios, nuevas fronteras. Yo tengo dentro de mí ese espíritu errante. La poesía no va a cerrarme las puertas, muy al contrario, me las abrirá. Sin ir más lejos, tu padre me gusta, tu padre debería haber sido mi padre. 88 Asumí que porque era marino y un aventurero. -Habrás notado cómo son las cosas en mi casa. Hay que estar ciego para no verlo. Lo raro de todo es que yo los quiero, bueno, a mi madre concretamente no, pero ella a mí tampoco. Solo tiene ojos para mi hermanito el rompecráneos. De Natasha piensa que es un engendro de la Madre Creación, nada de lo que ella dice o hace me llama lo más mínimo la atención. Sus comentarios son siempre groseros, bestiales. A mi padre lo desatornilla a cada hora, ¡y él que puede hacer! Bastante tiene con mantener la cabeza en su sitio y apoyarme en mi decisión de dedicarme a la poesía. Sin embargo, ese cachalote asesino. Menos mal que tengo a Juan Pedro. Con él me llega el consuelo a veces, pero está tan loco y tan fuera de órbita, ¿no lo crees así? -Juan Pedro es como un gran niño, siempre pensando en las armas y en las peleas, por cierto, la sopa está muy buena, ¿qué es? -Está hecha con desechos de comidas de perros. -¿Qué? -Es una manzanilla, burro. Natasha pasó conmigo la mañana, charlando, cotilleando las fotos y objetos que Mazo había distribuido por la casa. Luego desapareció. Quería dormir. El virus se lo debía estar pasando en grande usando mi cuerpo como un boxeador utiliza el saco. Tuve poco después un sueño contaminado por la fiebre. Yo paseaba con Galeón una noche por el Parque del Vietnam, no llevábamos prisa y todo parecía en paz y en armonía. Nos adentramos en el corazón a través de las arboledas. Oíamos unos gritos, pero no de auxilio, más bien un pugilato, una discusión de voces distorsionadas. Al llegarnos a una explanada verde como un valle norteño, había un grupo de personas y animales reunidos. Vimos que las miradas estaban centradas en un perrito situado en el centro del foro. El perrito era la Chucha. Lope se levantaba y se limpiaba el trasero blanco de su uniforme de hierbas verdes adheridas. La espada colgaba del cinto: se dirigía a la perrita. Maldita perra, no haces otra cosa sino pasearte con el celo para excitar a los perros de la casa. Por tu culpa estoy teniendo problemas con mi mujer a la que por otro lado adoro, ¿no es así, Fifí? El perrito faldero contestaba: exacto, Lope, exacto. Lope continuaba: lárgate del barrio, perra puta, o atente a las consecuencias. Mi paciencia tiene un límite. Conozco este parque cien veces mejor que tú, ¿a que sí, Luis? Se volvían hacía mí, pero con la falta de luz lograba disimularme. Acto seguido, y salida de la nada, aparecía Bocalinda. Comenzaba acusando a la perrita con los mismos argumentos de la provocación. Yo pensaba para mis adentros: tú si que me provocas y a mí no se me ocurre acusarte de nada, ni expulsarte del barrio. De pronto la Chucha gruñía: ¡cómo te atreves a hablar!, ¡tú también provocas a Luis! Y todos se volvían hacia mí otra vez. Yo no sabía que contestar, parecía que todos aguardaban mi respuesta, y yo balbuceaba: bu... bueno, no es que me provoques, pero... Bocalinda saltaba irritada: ¿que yo te provoco?, ¿pero se puede saber que está diciendo este puerco niñato? ¡Que yo le provoco! A ver, Luis, haz el favor de venir aquí y decir en qué te he provocado yo y 89 cuándo, si lo que hacemos es lavar tu ropa que apesta, chorrea sudor y está llena de sangre ¡Será posible el tipo cerdo este! A mi lado aparecía Juan Pedro, que ocultaba en su mano una pistola automática. Gritaba: aquí va a haber justicia se quiera o no, así que, Lope, deja de intentar impresionarnos a todos con tu florete, que ya sabes lo que ocurrió la última vez. Lope gritaba: ¡a mí no me saca nadie una pistola y se queda tan ancho! Se montaba un follón de mil pares de narices porque Juan Pedro sacaba el arma oculta en la espalda y enfurecía a Lope. Gracias a Galeón que ladró y me despertó, porque el sueño se estaba transformando en una pesadilla en la que todos chillaban y todos iban armados. ¿Quién sería? Con suerte podría ser Natasha aunque me inclinaba a creeer que no. Natasha no era de las chicas que repiten en un mismo día. Al abrir me encontré al protagonista de la pesadilla, al señor Lope, pero esta vez sin florete. Jo, jo, jo, rió. Portaba un cuenco en las manos. -¡Luis! Hasta mis oídos ha llegado la noticia de que estás enfermo, ¿puedo pasar? A grandes pasos se situó en medio del salón. Galeón lo observaba, yo me tumbé en el sofa. -Ahh, mi querido amigo God Save the Queen, no sabes de qué forma hecho de menos el son de esa milonga. ¿Qué te ocurre exactamente?, ¿un catarro?, ¿fiebres? No te inquietes, muchacho, porque aquí nuestro amigo Lope te ha traído una medicina que hará revitalizar tu ánimo y en menos de veinticuatro horas volverás a atormentarme con los acordes de esos viles extranjeros que vociferan. Bromeo, Luis, no te inquietes, pon la música cuando y cómo desees. ¿Has tenido noticias de tu valeroso padre? Chico, con los marinos nunca se sabe. Yo estoy entrenando duramente para un campeonato de esgrima en la Francia. Pero yo ya los conozco, prepararán mil artimañas para que los castellanos quedemos descalificados. Chico, ardo en deseos de partir, no te oculto que descansaré unos días alejado de esa alimaña de Fifí. Vaya escándalo monté cuando quise atravesarlo con mi florete. Ya sabes como son esos cuadrúpedos, siempre oliendo y husmeándolo todo. Pobre Maya, quiere más al perrito que a mí, jo, jo, jo... Mira y aspira el aroma de lo que mi mujer te ha preparado. Huele, huele. Se acercó al sofá, abrió la tarrina de plástico que contenía una sopa de color turquesa y unas bolitas de pasta. Este señor era encantador y se había tomado la molestia de llamar a mi puerta para comprobar mi estado de salud. -Delicioso, ¿que no? Es una sopa concentrada que Maya me prepara siempre que me encuentro en baja forma. Te confesaré un secreto: es excelente para la salud sexual, ya sabes lo que quiero decir, ¿no es cierto? Aunque sé que tú en eso no tendrás problemas porque eres joven. Cuando el bellaco de el Sheriff me dijo esta mañana que estabas enfermo, ¿sabes lo primero que se me pasó por la mente? Este chavalote a cogido una sífilis de caballo. No obstante, ahora que te veo puedo jurar que tu mal no es la sífilis. Agradéceselo a Dios porque ese mal sí que es penoso. Aún hay gente que 90 dice que el sida es peor ¡Qué sabrán ellos! Te voy a traer una cuchara y te tomas la sopa. Lope se acercó en dos zancadas a la cocina y revolviendo cajones logró encontrar una cuchara sopera. -Ahora mismo no tengo mucho apetito, Lope. Más tarde seguro que me apetecerá, pero muchas gracias por traérmela. El espadachín no tenía intenciones de salir del apartamento hasta que yo no hubiese relamido con mi lengua los posos de la tarrita. -Deja, deja, cuanto antes te la tomes, antes te hará efecto. Dí un paso atrás de diez años y me sentí como en el colegio, cuando decenas, cientos de chicos llegaban al comedor sudorosos de jugar al fútbol y de pelearnos. Nos colocábamos en fila para comer. Pasábamos por el carril con las bandejas mientras gordos, sebosos, sonrientes cocineros con patillas de pirata, dientes verdes, una colilla de cigarro en la comisura de los labios y un puchero en la mano, estampaban contra el plato sopero purés con la morfología de una piedra lunar. Filetes de carne con irreductibles correas de nervios. Macarrones aguados encharcados en mares de salsa de tomate rosada. Pescados todavía coleteando, suspirando por salir del plato y regresar al mar. Trozos de pan con pedazos de hielo gris incrustados en la miga. Pasteles de manzana con el hojaldre verdinegro. A pesar de ello no les odiaba. Ellos querían asesinarnos y nosotros se lo agradecíamos pagándoles la cuota mensual. ¿Se ve la ruda ironía? Al sentarnos en las mesas la suerte estaba echada. Los chavales se dividirían en dos: los que comerían y los que morirían en el intento. En gran medida dependía de nuestras madres. Sí, de ellas. Pongamos que una madre se levantaba a las siete de la mañana para ir al trabajo, y unos minutos antes preparaba al chico un sabroso bocadillo. ¿Creen que el chaval se dignaría tres horas después a comer el rancho del frente que nos servían en el colegio? Respuesta: no. Yo me encontraba en dicha categoría, la de los Resistentes. Viva la Resistencia, clamábamos en silencio, y nos situábamos frente al plato dispuestos a la pasividad total. Llegaban los Guardianes y se situaban firmes a nuestra derecha. ¡Come! Nunca, pensaba yo. ¡Come! ¡Jamás, perro!, volvía a pensar. El aguante dependía del Guardián y de su paciencia. Por lo general acabábamos con el plato del rancho en el pasillo, en la puerta de algún rector. Había chicos con una madera de resistencia colosal. No daban su brazo a torcer por muy insistentes que fuesen las presiones de los curas. Como el niño al que llamábamos el Trompeta. Juro que no le vi comer ni una sola vez en los años en los que compartí con él comedor. Qué tenaz y qué muro tan sólido ante las oleadas de amenazas, insultos y bofetadas que llegaban desde las posiciones de los Guardianes ¿Dónde estará ahora? Era el clásico niño que acabaría en algúna célula terrorista, o de solitario y dando atracos a sucursales. Diez años después la historia se repetía de nuevo, con la salvedad de que ahora no tenía doce años y no podía jugar a esconder el rancho en el cajón de la mesa. Estaba obligado a manducarme la sopa de color turquesa con las bolitas. A eso le llamaba yo estar atrapado. Lope me observaba 91 mientras la cuchara viajaba hasta mi boca. Yo rezaba para que al menos no tuviese el sabor de la comida de la Viuda Negra. Que fuese insípida, ya que no podía ser incolora. Me lo comí. Acabé la sopa y le devolví la tarrina a Lope, que se despidió con un muy requetebien, chaval. Mientras salía por la puerta entonaba las notas de God Save the Queen. Perfecto, porque el estar con Lope más de media hora sin verle desenvainar ya me parecía todo un triunfo. Me quedé dormido con las bolitas de pasta haciendo krak, krak, krak, desde el estómago. Dormí muchas horas. Cuando abrí los ojos todo seguía en su sitio, Galeón tumbado en la caseta, considerándome un inútil que no era capaz de prepararle el sustento. -Galeón, no me mires así, estoy enfermo. ¿Los perros nunca enfermáis? El perro tenía que comer y no había ni arroz ni restos de carne ni cosa parecida. En mi estado no iba a bajar al ultramarinos a comprar. Rebuscando y rebuscando entre los miles de absurdos que compraba a Roberta, hallé unos sobres de caldo de pollo. Los junté en una cazuela con poca agua para que fingiese ser sólido; se lo planté en la terraza. Me dio vergüenza mirarle a los ojos, pero era tomarlo o dejarlo. La tarde pasó y con la noche la fiebre subió, o esa es la sensación corpórea que tuve: me era imposible medirme la temperatura. Pensé en llamar a Juan Pedro para que me proporcionase un termómetro, pero habían sido demasiadas visitas para un día. No quise dar la penosa imagen de un pelele. Antes de quedarme dormido fui al baño, pero me costó sudores lograr encestar el pis porquetenía una erección que por primera vez estaba fuera de lugar. Me quedé dormido en el sofá con Galeón lamiéndome la cara en demanda de parque. Los rayos de sol de la mañana me despertaron; repetí la misma jugada. Fui al baño. Allí estaba la erección. Palabra que no había tenido ni un solo atisbo de sueño deshonesto, no obstante, el pene estaba en posición de firmes. Las dos primeras horas de la mañana las pasé tumbado en el sofá leyendo temas relacionados con el mar. Lo que me temía acabo por ocurrir: el timbre de la puerta sonó en el segundo día de mi enfermedad. Galeón se plantó en la entrada y yo llegué segundos después envuelto en mantas, con la dichosa erección, que para más inri me molestaba al caminar. Me mantuve callado pero la arrogante voz de Juan Pedro me detectó. ¿Luis, estás ahí? Juan Pedro me traía unos escritos suyos para que los leyese mientras estaba postrado. Me prometió que me iban a endulzar la vida. -¿De qué trata? -Luis, chiquillo, ¿crees en lo imposible, en lo sobrenatural? -¿Como en Dios, o en los ovnis? -Por ejemplo. -La verdad es que no me ha dado tiempo a pensarlo porque como verás, estoy enfermo. -Yo creo que es factible atracar el Banco de España. -¿En serio? ¿Cuándo? -¿Cuándo qué? -Lo que estás diciendo sobre el atraco. 92 -¡Ah, ya! Yo no puedo, soy mayor para eso y el cuerpo no me respondería. Lo que he estado haciendo es analizando y midiendo las diversas posibilidades que hay de robarlo, de entrar en ese maldito edificio y llevarse cientos de millones. Tengo un antiguo amigo que trabaja ahora allí y me lo enseñará. Mi idea es plasmarlo todo en un libro en el que ese banco quede convertido en añicos. Boufff, que no quede nada, piedra sobre piedra. Sólo Dios y el gobernador del banco saben la de secretos que guarda dentro. Parecerá una locura pero las mayores locuras son genialidades cuando se llevan a la escritura. Escribir no es sino deshacerse de complejos. Por eso voy a escribir un libro sobre tal hazaña, y te digo que desde que lo publique no pasará más de un año sin que un comegarbanzos que se pasa la vida colgado del andamio, le de por poner el librito en práctica y se meta en el Banco de España con un pico y una pala excavando un butrón. Los escritores, hasta los más miserables, tenemos nuestros admiradores. Hasta enfermo Juan Pedro me admiraba con sus ideas. Yo estaba tumbado con una erección que no parecía tener fín y Juan Pedro se preparaba un café. De pronto, una ráfaga me vino a la cabeza. ¿No sería la sopa color turquesa con las bolitas de pasta lo que me estaba produciendo ardor? Lope había hablado de las propiedades afrodisíacas de la sopa. Yo lo tomé como un comentario para animarme. No podía ser, o de lo contrario Lope y su mujer ya habrían comercializado la sopita y serían millonarios. Erecciones de quince horas. Mi única salida era masturbarme, pero estaba enfermo, no podía concentrarme. Trataba de disimular porque si Juan Pedro se enteraba de lo que me ocurría entre las piernas, llegaría a ser un caos. El escritor loco era un hombre de mundo, muy capaz de venir con una solución. Cogido entre dos fuegos, me debatía entre contárselo a Juan Pedro que no paraba de hablar, o callarme y seguir yo solo con mi cruz. Es ahí cuando necesitaba a mi padre porque eran y son cosas íntimas, que un hombre debe contar a otro hombre. Más aún siendo el mío marino, acostumbrado a las enfermedades sexuales, a las peleas en los bares. Pero no, mi padre no estaba y la erección sí. ¿Y mi madre? Mi madre era científica. Me jugaba el pescuezo a que disponía de la respuesta exacta y empírica. ¿Quién se atrevía a contarle a su madre algo así? Las confianzas en el seno familiar tenían un límite, y si mis hermanas no hablaban con mi padre sobre la menstruación, no veía porque yo me debía lanzar al teléfono para asustarla con la idea de que su hijo era un obseso sexual. -Juan Pedro, tengo un pequeño problema. -Lo sé, lo sé, y no te preocupes, no son más que unas fiebres pasajeras. Nos ocurre a todos con los cambios climáticos en el parque. Te pondrás bien e iremos a la fiesta de Sebas a pasarlo en grande, ya lo verás. -No me refiero a eso, tiener que prometerme que no se lo vas a contar a nadie, y menos que nadie a Natasha. -No me digas que estás enamorado de ella. Vaya con el chiquillo, pues estás metido en un laberinto, aunque yo no lo llamaría un laberinto porque todos los laberintos, por muy complicadamente que estén diseñados, tienen una salida, lo que... 93 -Juan Pedro, no es eso. ¿Me dejas hablar? -Dime, chico. -Verás, ayer vino Lope a traerme una sopa que me iba a venir estupendamente para la fiebre, y no hice sino tomarla y... Desde ayer por la noche sufro una erección, no puedo quitármela de enmedio. -¿Una erección? ¿Te refieres a una erección de tu pilila? ¿Y cual es el problema? Estás en un periodo llamado de semental, ja, ja, ja... No, es una broma... -No le veo la gracia. Juan Pedro notó la cara de pánico que tenía y dejó de reír. -Luis, si en las últimas veinte horas tu miembro está en plena posición de ataque sin bajar la guardia, quiere decir, y no te asustes por la palabra, que tienes el mal del priapismo. Cuando mi madre pronunciaba un latinismo un escalofrío recorría mi piel. -No soy experto en el tema. Por cierto, ¿tienes un diccionario enciclopédico en casa? -Solamente de temas relacionados con el mar, nada de pritismo. -Priapismo, priapisss... ¡mo! Mi pequeño paleto, subo ahora mismo a casa y me conecto a la red. En menos de un ahora bajo con toda la información existente sobre tu mal, pero no te alarmes, quizás no sea éste tu mal. ¿Piensas mucho en mujeres? Entiéndeme, pensar en mujeres no es malo en sí. Todos lo hacemos por lo menos el cincuenta por ciento del tiempo de vigilia. Pero si te pasas de tal porcentaje, tu cuerpo puede llegar a pensar que su deber es estar preparado para el orgasmo y para la procreación. Así, las órdenes que el cerebro manda al miembro son: ¡arriba, arriba, arriba! En un momento estoy de vuelta, no te muevas de donde estás, y no olvides que todo lo que esta arriba, debe por fuerza bajar. Claro que ésto no se puede aplicar a la clase política. Ja, ja, ja... Desapareció. Pasaron sesenta minutos. Regresó. -Luis, tranquílizate. Sé todo sobre priapismo. Dime si lo que tienes responde a lo que te voy a leer a continuación. Piensa bien antes de contestar. ¿Tienes una dolorosa y persistente erección del pene sin un deseo sexual? -Creo que sí. -Bien. Ésto otro lo saltamos por ser evidente que la parte afectada es el pene. ¿Eres un varón y joven adulto? Si lo eres, a pesar tuya. La causa es que la sangre queda atrapada en el pene causando su engordamiento, ¿entiendes ésto? Tu sangre no puede salir de tu miembro, que se ha cerrado en banda como se cierra una presa o como se cierran las puertas del Banco de España cuando se acaba el día. ¿Tienes dañados los nervios que controlan el riego de sangre al pene? -Pu.. pues no lo sé exactamente. 94 -Ya, bueno, pero es tu pene, ¿no? ¿Quien lo va a saber mejor que tú? Perdona, es una broma. Continuemos. ¿Has tenido una prolongada actividad sexual? Incluyendo masturbación, ¿vale? -No. -Escucha: hay dos medidas de diagnóstico que puedes tomar, todo suponiendo que tengas priapismo, claro está: una es que observes tus propios síntomas y reacciones dependiendo de ellos, y la otra es que vayas a un médico, por ejemplo, Sebas. No podía dejar mi único miembro viril en manos de un doctor que a lo mejor se quedaba dormido con él en la mano. -Los tratamientos incluyen, ehh, mmm... Guau, no sé si debería mencionarte esta parte, pero, repito, incluyen operaciones, inyecciones de anestesia con extracción de sangre del pene a través de una aguja. Posibles complicaciones: permanente impotencia. A ver que más prescribe, mmm, medidas... Sí, exacto, probabilidades de éxito, medicación... Sí, a ver, ahá, ¡alégrate! No necesitas una dieta especial ¿No es lindo? Mira, no te asustes, estate hoy tranquilo y vigílalo. Si mañana persiste iremos al médico. No veo que sea un problema el salir a la calle con una erección. Tú fíjate en los hombres cuando van en el metro o en el autobús: más de la mitad de ellos van empalmados. Juan Pedro volvió a desaparecer. Como tenía no pocos problemas, se me complicaba la vida con el priapismo. La verdad es que era mi único problema. Mi real problema: el mundo se concentró entre mis piernas. Si aquello no desaparecía, me condenaría al ostracismo, nunca podría bajar a Galeón a la calle, ni hablar con Natasha, ni ir a llevar ropa a las Zorras. Cuando leía en los periódicos: eyaculación precoz, impotencia, enfermedades venéreas, qué exótico me parecía. Me divertía pensar que alguien pudiese tener semejantes aberraciones. Pues tuve la mala suerte de que me fuese a tocar a mí, un ser inocente. Resolví que si no desaparecía esa noche, iría a casa de Lope y demandaría un cura aun a costa de perder mi dignidad o mi vida, ya que se sentiría ofendido y me ensartaría. Sonrío al pensar ahora en la angustia en la que me sumergí cuando me acosté la segunda noche, pero gracias al cielo, al despertar, el pene había vuelto a su posición original, la de reposo. ¡Qué alegría! Todo volvía a ser como antes y ni me preocupé en comprobar si era capaz de erguirla en el momento deseado. No era inteligente tentar al diablo. La fiebre había disminuido aunque me sentía sin fuerzas para bajar a la calle. Galeón lo sabía. Para no perder la costumbre de las visitas, Sebas se pasó al atardecer para ver cómo me encontraba. Una situación embarazosa porque su estado era peor que el mío, ya libre del priapismo. Yo podía desplazarme de un lado al otro de la casa y Sebas luchaba por mantener los párpados abiertos, no podía pegar los labios. La verdad, dudo que supiera que estaba en mi casa, colocó una silla en la puerta del balcón y se quedó extasiado con la vista, que tampoco era nada de otro planeta: las ramas de unos árboles. -Pues yo te veo bien, Luisín. -fueron sus palabras. 95 -Gracias. De todos los vecinos de la calle Segunda República era Sebas el que se aproximaba más a la personalidad de un crío. Yo miraba a Sebas quedarse dormido en los lugares más inhóspitos y veía a un chiquillo. Los doctores, esa raza... Porque no podía negarse que Sebas ingería sustancias distorsionantes. ¿Cuáles? Yo era un principiante en el tema y no distinguía unas de otras. Una palabra martilleaba mi cerebro. Piensen por un momento en las amenazas que me lanzaron en la época de mi crecimiento. La palabra era sinónima de destrucción masiva de la raza humana en general y nuestra en particular. Porque estaba allí, amenazándonos desde la puerta de los colegios, ocultas en los cuernos de chocolate y en los donuts, en siniestros hombres que se acercarían con caramelitos y golosinas y dentro de ellos, camuflada, nuestra perdición física y mental; nos atraparían. ¡Dios, que pavor inspiraba la palabreja! Pues el salto era descomunal: de ahí, a ver a Sebas sentado, mirando a la ventana con la boca entreabierta por no poder cerrarla, los brazos caídos, un cigarro entre los dedos cuya ceniza caía y caía al suelo sin que él recordase que tenía un cigarro que fumar. La, o las sustancias que hubiese tomado era lo de menos. Cuando me hablaban de la palabra en casa, en el colegio o en la televisión, no se referían a una sustancia concreta. Aludían a un contubernio de los infiernos para conquistar de una vez la tierra e imponer su tiranía. Si no recuerdo mal, nunca se culpaba a nadie. Todos eran inocentes porque habían tenido la desgracia de caer en las... ¡garras huesudas y callosas de la Cosa! Así pues, yo crecí en un endogámico mundo con la espada de Damocles encima de nuestras vírgenes cabezas. Éramos nosotros su carnaza preferida. Era un ser viviente que se arrastraba como la Criatura de los Pantanos, que adquirió vida propia del fango y las heces. Tenía vida propia y había atrapado a Sebas. Se realimentaba con nuestra sangre. Entonces, ¿por qué no me asusté un ápice cuando Sebas se quedó dormido en la silla con vistas a las ramas del árbol situado frente a la caseta de Galeón? Por lo mismo que con el Sexo. Aunque les temía, no me lo llegué a creer del todo. Resumiendo: le dejé dormir. Nunca estuve seguro si dormía. Le escuchaba desde el sofá como murmuraba palabras inconexas que se las llevaba el viento, no buscaban respuesta o diálogo. Salían de su interior. Lo único que hice fue colocar un cenicero bajo su brazo derecho para que no prendiese la casa. Supuso una visita extraña, original diría yo: en vez de cuidarme él a mí, le cuidaba yo a él. No abrí mi cama plegable y me quedé dormido en el sofá, sintiéndome medianamente culpable por no haber bajado a Galeón. Llevaba casi setenta horas enfermo. Horas eternas en las que cada minuto estuvo presente y tuve conciencia de él. Había pasado el peor trago, ahora quedaba la recuperación. Al levantarme no sabía hora era; en el piso no estaban ni Galeón ni Sebas. El doctor había secuestrado al perro, a mi necesario compañero de piso. Imaginé lo que pasó: Sebas se levantó de la silla nada más aterrizar. El amanecer le cogió desprevenido y Galeón 96 aprovechó esos momentos de confusión que los humanos suelen tener con los animales y le convenció con gemidos suplicantes. No anduve lejos en mis pesquisas porque para no romper la norma, el timbre sonó. Apareció Sebas con Galeón y Cosa. Quise invitarle a desayunar pero se negó. Yo llevaba muchas horas con el estómago vacío. Sí me recordó que estaba invitado a su fiesta de cumpleaños, que se celebraría en unos días, en la consulta, donde disponía de más espacio libre para mover... esos traseros... 97 Sobre los vómitos de la perra del doctor. Mi prueba de fuego: no el ponerme enfermo. El haber sobrevivido a las visitas de los que vinieron a verme. Yo seguía siendo virgen, sexualmente. Tecnicamente no lo era pues había tenido alguna experiencia, pero resultó ser tan desastrosa que rechazo anotarla. En un claro ejercicio de proyección de frustraciones, daba por hecho que Galeón también lo era. Virgen. Mi cuerpo se recuperó. Yo paseaba por el Parque del Vietnam. Solo. Me abrigaba porque me causaba horror caer de nuevo y tener que tomarme otra sopita del señor Lope. Escuché aullidos de los perros de la casa, más nerviosos que de costumbre; no le di importancia. Pensé en que no sería una mala idea el pasar ratos en la biblioteca de la entrada: me empezaban a aburrir los temas monolíticos de mi padre y la mar. Ya que no tenía disposición para estudiar en la facultad, por lo menos no anquilosarme. Terminaría los tomos dedicado a los griegos y me adentraría en cualquier tema que escogiese al azar. Necesitaba trazar un plan semejante al de los ejercicios físicos que tan buen resultado creía me estaban dando hasta que me abrí la crisma como un idiota. No me atosigaría con prisas. El tiempo corría de mi cuenta. Yo no perdía el tiempo ni tenía conciencia de ello: yo ganaba al tiempo. Pues ésto me ocupaba el pensamiento cuando miré al frente y vi que Galeón no estaba donde debía estar. Al alcance de la vista. Pegué un par de silbidos, el perro no apareció. Seguí caminando. Lo encontré en uno de los céspedes jugando con la tentadora Chucha. Noté una deferencia de Galeón hacía la perra. Galeón la rodeaba nervioso, no quería seguir sus mordisqueos y sus juegos. La actitud del perro hacía ella había cambiado, la prueba más constatable era que no sacaba su hocico de la entrepata trasera de la perra. A la perra le gustaba: la Chucha estaba en celo. Vaya que si lo estaba. A los dos minutos de llegar yo, se largaron juntos a una de las esquinas de la pradera verde. En lugar más discreto en el que se protegían de las miradas de los curiosos como yo, Galeón se montó encima de ella en un ejercicio malabar pues ella era tres veces menor. Mientras hacían el amor, porque eso era Amor, Galeón mordía la oreja de la Chucha para excitarla. Ella aullaba de placer, le mordisqueaba en la parte inferior del cuello. Yo miraba. El triunfo sonreía a mi compañero de piso, que había encontrado una pareja que además contaba con mi visto bueno. ¿Qué ocurriría si la Chucha se quedaba preñada? En los perros, la hembra corría con los gastos. Ahí se distanciaban de los humanos como Mazo, que siempre que pudo, puso dinero y su viejo jeep a disposición de sus hijos. La narración de este pequeño suceso viene a cuento de que cuando Galeón y la Chucha acabaron el intercambio, mientras subíamos en el ascensor, Galeón alzaba la vista y yo juraba que sonreía. Puede que de felicidad o puede que se riese de mí. No me importó. No sentí envidia insana. El suceso del priapismo estaba demasiado cercano para desear yo tener contacto sexual. Las únicas fiestas a las que hasta entonces había acudido eran las fiestas de cumpleaños de mis hermanas y de algunos amigos. Aunque 98 parezca mentira, las fiestas que organizaba mi padre los primeros años de nuestras vidas fueron mucho más entretenidas que las organizadas por los amigos en sus casas. Todo los ingredientes que se suponía debía tener una fiesta en condiciones estaban prohibidos, por esa razón yo las odiaba. Una fiesta en una casa de unos amigos suponía estar sentados alrededor de una mesa de cristal en la que no se podía derramar ni una gota de refresco, mirándonos unos a otros, haciendo comentarios imberbes y sosteniendo un helado en la mano. No comíamos helados en invierno, pero la escena de un grupo en una fiesta, sentados con un helado en la mano reflejaba la pasividad más patética. Dos veces rogué a mi madre que me permitiese organizar una fiesta. Me contestó que no teníamos nada que celebrar. Como he dicho, la experiencia mía hasta entonces en lo que concierne a fiestas era limitada. No había chicas, o si las había se comportaban todavía peor que nosotros, sosteniendo dos helados en las manos. Siempre estaba presente alguno de los padres del chico que la organizaba, e intentaba sumarse a nosotros haciendo comentarios juveniles, pero el hombre resultaba que sostenía el helado más grande en la mano. Comentarios tan ricos como: sí, chicos, yo también he sido joven y he tenido mis deslices, como aquella vez en la casa de Jorge en la que jugando a las tres en raya resultó que Pepín perdió y le obligamos como prenda a que se comiese una manzana sin utilizar las manos, ja, ja, ja... A mí esos comentarios me producían dudas sobre a lo que se habían dedicado las generaciones anteriores. Bien, en el fondo no nos diferenciábamos tanto, para ser más exactos, éramos clavados. ¿Mi ventaja sobre ellos? No tenían un padre como el mío. Ésta era toda mi experiencia sobre fiestas, me jugaba el cuello a que lo que había preparado Sebas no tendría relación alguna con ello. Me atreví con un experimento: dejaba a Galeón en el parque y volvía a la casa cruzando la calle para esperarle sentado leyendo primero a los griegos, más tarde a los romanos, y así. Fui repasando la historia de los principales pueblos, los hunos y Gengis Kan, cuyos hombres no se cambiaban de ropajes hasta que no se les caía podrida del cuerpo. Pensé que las Zorras no hubieran hecho un buen negocio con ellos. Yo confiaba en que Galeón nunca se aburriría en el parque, podría ir cuando quisiese. Error. Los perros que vivían en Madrid se habían vuelto caseros, burgueses, se asemejaban a sus dueños. Un día Galeón decidió volver del parque y cruzar la calle por su cuenta. No volví a repetir un experimento que salió con un resultado inesperado: un animal que se aburría en la calle, en el Parque del Vietnam. Surgió entonces una segunda idea. La de pedir al Sheriff que me permitiese sacar los libros al parque, leer allí y devolverlos más tarde, cuando subiese a Galeón. ¡Cómo se puso! Los libros no se pueden sacar a la calle, si todos pidiesen lo mismo no habría libros en las estanterías, etc, etc, etc. Argumentar con el Sheriff era consumir saliva, que era lo que me ocurrió cuando le intenté explicar que en las bibliotecas se podían sacar libros y devolverlos después con el empleo de un carné. -¿Un carné dices? Mmmm, interesante. 99 Sebas debía estar muy ocupado con los preparativos de la fiesta porque su perra Cosa bajaba y subía por las escaleras en la soledad más miserable. La admiraba por ello. Para una vez que yo había intentado que Galeón pasease por el Parque del Vietnam solo, casi muere aplastado bajo el chasis de un coche. Un día en el que Sebas me había pedido que lo bajase, comprendí los estados anímicos del perro. ¡Cómo había sido tan imbécil! El perro tomaba lo que tomaba Sebas, igual que yo y Galeón, por eso sufría esos bajones y se quedaba mirando una hojarasca. Y vomitaba. Los síntomas eran clavados a los de Sebas. Ojos enrojecidos, ensoñamientos, quietudes, vómitos, continuas rascadas placenteras. La diferencia estribaba en que Cosa no fumaba y por tanto no le era posible sostener un cigarro entre las garras. A Galeón no le agradaba Cosa, eso saltaba a la vista, no le gustaba cuando trazaba círculos a la carrera sin parar ni tampoco cuando se quedaba en trance. A mí no me molestaba bajarle a la calle, lo prefería a Troski el soviético o a Bormann. Bajar a la calle con Bormann podía tener dos resultados: bajar con Natasha o bajar con Martín. Éste chico disponía de una carga de energía negativa. Para remate, era un neonazi, con lo que la carga de crítica se multiplicaba por cien y se extendía a otros países y a otras razas. Martín no tenía diecisiete años para jugar bebiendo vino peleón, rompiendo botellas de cerveza y pateando las cervicales de cualquier solitario desgraciado. Era un hombre hecho y derecho y su carga de odio estaba más solidificada. Me apreciaba ya que yo no era ni gitano ni árabe ni negro. En otras palabras, a Martín le caía simpático no por ser lo que era sino por no ser. Y para estar con alguien no siendo, mejor no estar. Una tarde me llevó una santa hora deshacer para mí mismo la teoría de los inmigrantes robándonos los puestos de trabajo en una conjura coordinada desde no recuerdo el punto exacto. Bormann sufría depresiones. Por eso, Natasha bajaba conmigo a los perros, pero debíamos hacerlo por turnos. El animal, o se negaba en rotundo a bajar, o si lo hacía era para atacar a otro perro o a un paseante. Afortunadamente para Galeón y para mí, ésto no sucedía muy a menudo, máximo una vez cada mes y medio. Cuando le atacaban las depresiones no quería ver a nadie. Todo y todos le molestaban. Bormann rehuía a la familia entera, se pasaba horas y días en la terraza tumbado si salir, gruñendo a quien entrase. Sólo admitía al padre, cuando entraba con el plato de comida. Era él mismo el que, dirigiéndose hacia la puerta, manifestaba su deseo de salir por los minutos imprescindibles. Habían visitado repetidas veces a los veterinarios, mas ninguno había sabido dar una explicación certera de lo que a Bormann le ocurría. Uno les llegó a decir que Bormann escondía un complejo de culpabilidad, pero la pregunta era, ¿sobre qué? Otro les inquirió si el perro había tenido alguna vez relaciones sexuales. Martín, que fue el que le llevó a la consulta, contestó: ¡con tu puta madre!, y salió de la consulta del veterinario dando un portazo. Todos pensaban ir a la fiesta de Sebas, hasta Martín. Me preguntaba si se liaría a mamporros con el primero que se cruzase, sobre todo si con el que 100 se cruzaba era Juan Pedro. Así mismo me preguntaba si acudirían también los perros. 101 La Internacional la cantaban borrachos hasta los nazis. Las barbas no era un adorno que se estilase en Madrid por esa época. Una estética que llegaba de los años setenta y ochenta. Menos en el edificio de apartamentos de la calle Segunda República, que parecía anclado en esos años. Varios de los vecinos varones portaban barbas en un signo de uniformidad estética. Barbas tamaño mediano y con tonalidad cobriza: Juan Pedro, Lope, el nuevo inquilino que llegó a vivir a la casa cuando el invierno acechaba agazapado a pocas leguas de distancia. Jaime. Medía un metro noventa centímetros. Su cabeza era aún mayor que la de un rinoceronte, rodeada de pelo, formando una gigantesca y desproporcionada estructura, coronando el corpachón. Vino con su mujer Menchu, azafata de vuelo que apenas paraba por casa. Antes de continuar con el Hombretón y su Mujer en Ausencia, acabaré con el resto de su familia: compuesta por una niñita de tres años llamada Sara y a la que llamaban Pulga, y una perra galga increíblemente veloz que llevaba por nombre Mercurio. Se instalaron en la planta quinta de mi propia escalera. La primera vez que crucé una conversación con Jaime fue en la fiesta de Sebas. La Fiesta. -Luis, acércate un segundo, quiero presentarte a un buen amigo mío. De esa forma conocí a Jaime. Le escruté de arriba abajo. En su manaza izquierda había una copa de cognac. A pesar de ser alto, me cayó gordo los primeros minutos de conocernos debido a sus profundos conocimientos de la sabiduría humana. Una persona que sabía de todas las ciencias y letras humanas, no importaba cuan difícil fuese la materia de la que se hablase. Yo me presenté diciendo que me llamaba Luis y que estaba estudiando en la universidad de... -¡Ah!, sí, la universidad de tal y cual, la que está en la calle Diez, número cinco; las salidas más comunes a tus estudios son ésta, aquella, y la de más allá. Hablando de todo un poco, ¿sigue acaso en tu facultad aquel carrozón decano, como se llamaba, sí, chico, el que tuvo un asunto con la rectora de la Complutense? ¡Menuda pécora! El tema de las tasas por asignatura no... Hablaba, bebía, bebía, fumaba, hablaba, fumaba, todo a través de un cabezón enmarcado en pelo, mientras las gotas marrones de cognac resbalaban por las barbas. Era una enciclopedia con venas. Asumí que la mitad de los comentarios que hacían eran inventados. Jaime fue el primer ser humano que vi en la Fiesta aparte de Sebas, y el segundo, su hija Pulga, que la tenía sentada en una silla rodeada de personas, de humo, de luces fluorescentes, de música. Me presentó a la niña. Acto seguido la cogió de la mano y se paseó por la fiesta conociendo a unos y a otras y sin soltar por nada del mundo a su hija. Así lo recordaré mientras respire: una copa de cognac en una mano y en la otra la mano de la niña Pulga. Cuando volví en mí me percaté: estaba en una verdadera fiesta de personas, no de nenes babosos. La edad media de los asistentes doblaba la mía. Yo era el segundo menor a bordo, después de Pulga. Reconocí la música al instante por ser del 102 mismo estilo que la que Sebas me había grabado en las cintas. Música de los años sesenta y setenta. Las dos diferencias que establecí desde el comienzo fueron: una, la ausencia de luz y dos, el jaleo reinante. Allí no había nadie complaciente sentado con un helado en la mano. Penetraba por las fosas nasales el olor de la marihuana. Me serví una cerveza y al darme la vuelta me topé de bruces con Juan Pedro, cuya cabeza era la cima de una montaña coronada por una nube, en su caso de marihuana. Extendió el brazo y me ofreció un cigarro. Yo no acepté porque la primera y última vez que había probado la sustancia marihuanera me atrapó un complejo persecutorio de tal que salí huyendo del grupo de amigos en el que tal rito dio lugar. Estaba expectante. A propósito procuré no clavar la vista en las mujeres que allí había no fuera a ser que la imaginación se disparase. De momento yo era, para ellas, un chaval. De dichas mujeres, había quienes sus caras me sonaban de haberlas visto subir, bajar, entrar, y salir de la consulta de Sebas. ¿Cómo se las ingeniaba para reunir a tantas? Mi canción favorita. La Estrella de la Autopista. Nadie estaba sentado, formaban corros que se intercambiaban, bailaban. Juan Pedro brujuleaba con los brazos en el aire, mezcla entre pitonisa oriental y flamenca. Tres mujeres se descalzaron y bailaban con los pies sobre la alfombra. Una de ellas era Bocalinda ¡Qué manera de mover el culo tenía esa Zorra! ¿De donde salían tantos invitados? Ingerí la segunda cerveza con el fin de infundirme valor para lo que más tarde o más temprano tendría que llegar: bailar. Aquellas personas no sentían vergüenza. Cada una de ellas poseía estilo que encajaba con su personalidad. Ver a Juan Pedro con sus brazos que recorrían su propio cuerpo como queriéndolo atrapar; mantenía los ojos cerrados incluso a sabiendas de que tenía enfrente de él, bailando también, a una mujer con una minifalda negra. -¡Arriba, Luis, anímate! Lope pasó a mi lado con los puños cerrados como si boxease contra el viento; la cabeza se movía adelante y atrás en espasmos rítmicos. No llevaba su espada al cinto. Bailar podía resultar sencillo a los bailarines o a los que carecían de pudor social. Yo no sabía bailar ni había bailado jamás. Los que estaban allí tampoco pero les daba igual, cada uno aportaba su propia escuela. Maya giraba los brazos en redondo imitando el efecto de un molinete: sus piernas amenazaban con dislocarse por momentos. Pensé en la química inorgánica, la geografía, las matemáticas, que me hicieron perder en el colegio millones de horas que podía haber empleado en el baile guiados por un profesor. Arrepentimentos escolásticos de poco servían ahora. Yo disponía de dos brazos y de dos piernas. Emplearlas con una intención que no fuese la de caminar, eso era otro cantar. Un grupo de cuatro amigos de Sebas, nostálgicos de la Fiebre del Sábado Noche, eran unos ases: sus cuerpos dibujaban figuras en el aire, las caderas viajaban de izquierda a derecha, izquierda, derecha.¿Dónde estaba la princesa lesbiana? Mi vejiga se hallaba inflada por la cerveza, busqué el baño, pero no lo encontraba. Una de las mujeres, descalza, me indicó, apoyando su brazo sobre mi espalda, la 103 dirección. No había duda. Le gustaba. Se había enamorado de mi juventud e inocencia. La puerta del baño estaba cerrada. Aguarde en un pasillo que parecía la estación de metro. El cerrojo se corrió y el organizador de la Fiesta salió despedido del baño. Ni siquiera me vio. Yo me metí cerrando la puerta, sentándome en la taza del retrete; olía a meados. Me miré en el espejo. Ya doblaba la vista pero no quería emborracharme porque perdería el control y caería al suelo. Una de esas mujeres que bailaban descalzas me recogería del suelo y Juan Pedro exclamaría: ¡no os preocupéis, es el hijo de Mazo, es tan sólo un chaval que ha bebido demasiado! Me dio por hurgar entre los cachivaches de la repisa del espejo cuando le encontré. O debo decir la encontré. O lo encontré. Detrás de los frascos de espuma de afeitar. Un trozo de papel de estaño medio quemado con una mancha negra brillante en su centro que había dejado un rastro así mismo negro, un caminito, un rastrito carbonizado. A su lado había un billete formando un tubo, y un mechero. ¿Qué era eso? No tenía la pinta de ser un cosmético. Me quedé observándolo y deduje que alguien se había entretenido quemando la parte inferior del papel de estaño, que estaba negruzca y pringaba los dedos. Prendí el mechero y acerqué el papel de estaño hasta colocar su parte inferior en la cima de la llama ¡A ver si aquello iba a explotar! Alguien llamó a la puerta del baño. Se me cayó el mechero del susto. Escondí los artilugios donde los había encontrado y grité ahora mismo salgo; tiré de la cadena para disimular. De vuelta a la sala de baile nada había cambiado con excepción de un detalle: la aparición de Martín y la princesa lesbiana, Natasha. Los dos hermanos felicitaron a Sebas y se acercaron entre el tumulto a la mesa donde estaban dispuestas las bebidas alcohólicas y las tortillas de patatas. Seguí a Martín con la mirada a ver si le sonsacaba sus intenciones, pero seguro que estaba presente en la Fiesta para ponerse tibio de cerveza y whisky gratis, un propósito loable mientras no comenzase una trifulca en su Guerra de las Razas. -Qué tal, Luis, buena farra, ¿eh? Buenas hembras. Dios, ésto es lo que mi cuerpo lleva necesitando, montar una jaca como es debido y vaciar mis sagrados huevos. -Desde luego. ¿Dónde se ha ido tu hermana? -Ni idea, supongo que a bailar. Mi hermanita baila como la tipa de la Biblia. Martín no sospechaba que su hermana era lesbiana. Los dos nos quedamos mirándola y ella comenzó a moverse y a contonearse. No se parecía en nada a las demás mujeres. Su cuerpo se dejaba llevar por la música, sus caderas enfundadas en pantalones negros no se movían: fluían, al compás de sus hombros, de sus brazos. No bailaba con el ritmo, sin moverse un milímetro de su eje. Por el contrario danzaba, y tan pronto se abría como un capullo como se cerraba cual ostra. El poder de la mujer cuando danzaba era sobrecogedor, ni por todo el oro del mundo hubiese apartado la mirada de ella. ¿A quién querría seducir? ¿A los hombres? A las mujeres? ¿A todos por igual? Martín también la miraba. Me di cuenta de 104 que me tenía en sus manos y en esos momentos hubiese hecho lo que fuese por conseguirla. ¿Pero qué clase de sentimientos me estaban inundando? No podía ser: a todas luces una cursilada blandengue provocada por el destello de la danza: a mí me gustaba el sexo en la lavandería. Volví la cabeza: entre un corro estaba Bocalinda. ¡Puagh! Disponía de técnica para lavar la ropa y para realizar felaciones pero de bailar y danzar, bueno, daba la imagen de morsa atrapada en arenas movedizas. Todas las que antes me parecían dinamita erótica me parecían ahora un puré de patatas. Nada podrían hacer contra la Princesa Lesbiana. El nuevo inquilino bailaba en otro lado de la habitación con su niña la Pulga. No entendí porque le colocó ese sobrenombre, pues la cría era diminuta, pero es que tenía tres años, y no bailaba mal. Su padre tenía enganchada una copa de cogñac y debido a los contoneos y a que iba borracho, gotas del alcohol caían sobre la cabeza de la Pulga. El Hombretón parecía montado sobre una bicicleta invisible, sus movimientos eran los de un escalador que va forcejeando. Conservaba el ritmo. De vez en cuando se agachaba para sonreír y animar a su hijita, ¡y otra vez!, gotorrones de cogñac sobre su cabecita rubia. Una figura surgió de entre los asistentes,: Anastasia, la Viuda Negra. Traía algo entre las manos cubierto por papel plástico. Sebas se acercó a saludarla y también Juan Pedro; los dos la besaron en la mejilla agradeciéndole la visita. Juan Pedro tomó entre sus manos el objeto cubierto y lo colocó sobre una de las mesas. Una tarta. Juan Pedro me miró; guiñó el ojo. Yo comprendí: la tarta podía estar envenenada y la sola idea le debía volver loco de alegría. A los diez minutos y después de otra cerveza, yo estaba convencido de que la tarta de la mujer enlutada contenía una dosis de matarratas: no pensaba ni olerla. -Mira -me dijo Juan Pedro-, ahora vamos a encender las luces y cantaremos una canción al viejo Sebas. Después partiremos la tarta que la gran Anastasia nos ha traído tan gentilmente Todos y todas a comer, incluido tú, que sé lo que estás pensando, pero ni se te ocurra porque sería una falta de respeto. ¿Has oído? -Pero Juan Pedro, si no me gusta el dulce. -No te preocupes. Si no va a estar dulce, chico. Las luces se encendieron y el Sheriff, que había llegado en el momento oportuno, cortó la tarta en pequeños trozos. La que parecía novia de Sebas animaba a los asistentes a coger un plato y llevarse un trozo de tarta de Anastasia a la boca. La tal novia del doctor besuqueaba y acariciaba a Sebas, le introducía la lengua por la oreja, pero éste parecía estar en la inopia. Ni la miraba. No miraba a nadie, sólo sonreía y batallaba por mantener los ojos abiertos. Natasha y Martín me trajeron el trocito de tarta con el matarratas en su interior. La cara de Martín se había embrutecido por ingestión de cerveza. Yo miraba a Natasha sin atreverme a decirla nada por temor a meter la pata; bailas como una diosa: esas cosas se piensan pero no se dicen. El Sheriff desconectó la música y pidió un momento de silencio para cantar cumpleaños feliz. Voces tímidas comenzaron a entonar las primeras notas. Juan Pedro elevó la voz y comenzó a cantar: arriba los pobres del mundo, en 105 pie los esclavos sin pan, alcémonos todos al grito, viva la Internacional. Estaban todos y todas borrachos, cantaban a trompicones, pero había de reconocer que las voces al unísono impresionaban. Aquel debía ser el último vestigio de rojos en Madrid. Véase si Martín estaba alcoholizado que levantó el puño izquierdo y se puso a cantar. Natasha y yo nos miramos. Era el momento perfecto para besarla ya que su hermano nos daba la espalda y yo me hallaba contento, insuflaba valor. Quedó en la pura hipótesis cuando el Sheriff conectó la música de nuevo y todos se lanzaron en masa a bailar. Natasha me agarró de la mano y me sacó a la pista. Aquel momentum fue un trago durísimo, porque enfrente tenía a una Princesa Lesbiana que dominaba el arte de la danza. Quedé paralizado. Ahora o nunca, tenía que recordar a todas las personas que había visto bailar a lo largo de mi vida. Poner aquella experiencia visual en práctica. -Cierra los ojos y déjate llevar. Al principio estaba tenso pero recordaba que estaba en posesión de dos brazos y dos piernas. Era mi deber utilizarlas o parecería un paralítico a sus ojos. Elevaba los brazos como si bucease. Conocía la música por las grabaciones de Sebas, podía tararearlas, simular ser un experto de la pista. Simular. Mis piernas fallaban, no lograban ajustarse al ritmo. Decidí saltar. Mi aportación a la cultura del baile fue: brazos nadando, piernas saltando. ¿Qué pensaría la Princesa Lesbiana? Abrí los ojos. Ella no estaba donde la dejé, frente a mí. En su lugar bailaba un tipo al que no había visto jamás, que iba descamisado y cuya compañera de baile giraba frenética alrededor suyo. Me sentí ridículo. Escapé al baño. El pasillo se encontraba despejado. La Fiesta había alcanzado el punto álgido, pero la puerta del baño permanecía cerrada. Deseaba relajarme un poco, me encontraba sudoroso; abrí la puerta y me encontré una escena insólita. Festiva: Sebas, sentado en la taza con los pantalones bajados hasta los tobillos. En su mano derecha sostenía el papel de estaño que yo había descubierto un rato antes. Los ojos cerrados, la cara apuntaba hacia la bombilla del techo. La chica que parecía su novia estaba arrodillada y tenía su miembro en la boca, engulléndolo. La escena contenía todo lo grandioso que uno se pueda imaginar. Ninguno de los dos me miró. Yo cerré la puerta con discreción y pensé: esa era la diferencia esencial entre un Chico y un Hombre. Lograr alcanzar la Hombría consistía en estar sentado en la taza de un retrete quemando un papel de estaño en una mano mientras una mujer hundía su cabeza entre mis piernas. ¿Quién era esa mujer y qué era lo que había en el papel de estaño? Su regalo de cumpleaños. Sebas aludía a tiempos pasados, a épocas ya inexistentes y a personajes muertos, viejos u olvidados. El tipo iba de un lado a otro de la Fiesta arrastrándose como un zombie sin reconocer a nadie ni a nada. A nadie parecía importarle o chocarle, a mí tampoco me debía causar un shock. ¡Qué sabía yo! No era ni juez ni parte. Solamente observador. 106 Regando a las niñas con cognac. Nunca me negué a mantener mi cuerpo en forma desde que tomé la decisión de hacer ejercicios matinales, pero estos ejercicios eran aburridos. La gimnasia sueca era tan monótona como sus inventores. Mi cuerpo iba tomando cada vez con mayor intensidad una forma escultural, o es que yo me veía con buenos ojos. Correr levantando las rodillas hasta el pecho sin avanzar un milímetro, hacer flexiones colgando los pies de una silla... ¡Bah! Gran idea personal, gran adelanto, pero no impresionaban. Aprendí en la Fiesta que Natasha era dueña de su cuerpo. Allí hubo gente que bailaba fantásticamente bien, en cambio otros, revolucionariamente mal, pero todos aparentaban dominar su cuerpo, todos menos yo. Por eso Natasha desapareció cuando bailaba frente a mí, porque yo no hacía otra cosa que dar brincos en el espacio como quien quiere salir volando y sus pies están atrapados en lodo. Sorprendente, porque yo no había prestado mayor atención al baile. Los hombres bailando me eran lejanos. Los imaginaba con el cliché de siempre: con toallitas alrededor del cuello, calentadores en las pantorrillas, abriéndose de piernas, apoyándose en la barra fija. Sonrisas provocadoras. Homosexuales. Atención. Peligro. Últimamente Galeón se entretenía demasiado haciendo pis en los árboles, como si le preocupase marcar unos territorios que pertenecían a todos los perros por igual pues todos hacían pis en los mismos árboles. Yo me había agenciado un paraguas de mi padre, las lluvias comenzaban a ser torrenciales. El aspecto del Parque del Vietnam se transformó. Ahora hacía honor a su nombre: jungla frondosa de verde intenso que lo distinguía de otros parques de la ciudad que conocía, como el insulso Retiro. La hierba y los arbustos crecían incontrolados. Al cruzar la calle de vuelta al apartamento vi acercarse al nuevo inquilino, Jaime, sin su mujer y con su hija Pulga de una mano. En la otra portaba una copa de coñac. Llovía con fuerza. La copa de coñac debía estar aguada. El hombre caminaba charlando con su hija y gesticulando con los brazos, abriéndolos de dentro afuera para apoyarse en sus explicaciones; se agachaba hasta ponerse a la altura de su interlocutora. Venía borracho. Gotas de lluvia y de coñac caían sobre la cabeza de la niña. Yo aceleré el paso porque en mi mente estaba el comenzar a practicar con el baile de manera seria, pero de nada sirvió, ya que me cazó y me llamó. -¡Luis, espera! -Está lloviendo y voy a casa. -¿A casa? ¿Pero que vas a hacer ahí? Ven conmigo al bar que hay en la calle paralela a ésta y te invito a un desayuno que te va a sentar estupendo. Los chicos que viven solos tienen siempre el estómago vacío, lo sé yo, que me largué de casa para hacer fotografías por los caminos de la tierra. ¿Por qué me miras así? No te lo ha dicho nadie, ¿verdad? Pues sí señor, tienes delante de ti a un gran fotógrafo, que es de lo único de lo que estoy orgulloso. Junto con mi mujercita. 107 Dijo esto mirando y señalando a su hija, que a su vez me miraba con el pelo rubio rizado calado hasta la raíz y la cara mojada. Mi cabeza consciente, mi subconsciente, mi físico, no deseaban ir a un bar a las once de la mañana de un día lluvioso de otoño con un vecino recién llegado que llevaba una niña y una copa de coñac de las manos. Pero ya se sabe que cuando yo tomaba una decisión internamente, de repente, mi boca emitía justo lo contrario de lo que el cerebro había elaborado. El hombre, que tenía una mujer azafata, caminaba solitario por la calle hablándole a su hija de no sabía qué historias. La niña le escuchaba con atención, no lloriqueaba ni gritaba ni pataleaba por unas pocas gotas de agua y coñac en la cabeza. El bar el Feudo estaba atiborrado de gente. Un día de diario. No me había dado cuanta de que la gente no trabajaba e iba a los bares a beber alcohol duro, destacando sobre todo los obreros. Por mucho que le apenase a Sebas y a otros de la calle Segunda República, no vivíamos en un barrio obrero, y a eso olía el bar: a tabaco, a coñac, a clase obrera que se tomaba un descanso de las construcciones. Esa era otra, siempre había alguna obra en curso que hacía que el barrio se poblase de duros tipos con unos inmensos torsos y un aguante para el alcohol ejemplar. Nos sentamos. Jaime pidió de carrerilla al camarero, al que ya parecía conocer de toda la vida, que le rellenase la copa de coñac, un desayuno completo para mí y otro para la niña. Preguntó si quería una copa de coñac para entrar en calor como hacen los hombres; esa alusión a la hombría me hizo contestar que sí. Los obreros bebían, Jaime bebía, pues yo al pozo. Jaime fumaba sin parar tabaco negro; su barba era la más poblada que había visto en el edificio. Era tan densa que la primera impresión visual era que su cabeza y su cara estuvieron cubierta de pelo, y debido a la necesidad de ver, se afeitó la boca y los ojos. La humedad de la lluvia y el humo de los cigarros habían condensado los ventanales y el interior. Las voces y la algarabía, sumadas a la densidad física de personas, formaron una masa sudorosa que olvidaba que el mundo daba aún vueltas y que había que trabajar. Todos menos yo. A mí el trabajo me era tan ajeno. -Tú tienes un perro, ¿no es así? -pregunté. -Así es, tenemos una galga podenco, que es uno de los animales más veloces que existen, lo que ocurre es que tiene una fobia a la lluvia que ralla en lo enfermizo. Se niega a salir a la calle en cuanto ve dos gotas de agua caer. Mi mujer Menchu la hizo un jersey de lana de punto para que se abrigase, pero es inútil, no quiere y no quiere. -Si es una perra, ¿cómo es que se llama Mercurio? Mercurio es un nombre masculino. -Por encima de su sexo está su velocidad. Cuando la adquirí en el Rastro, lo hice porque me impresionó su anatomía para la carrera, y eso que tenía cuatro meses cuando se la pillé a un marroquí que dicho sea de paso no sé de dónde saca la cantidad de galgos que tiene. A los árabes les encantan los galgos. Un galgo está hecho para el desierto, es su alma mater, ¿no lo sabías? Pues para ser sincero, no. 108 Galeón se había tumbado debajo de la mesa en la que nos encontrábamos. El Feudo era el único bar de Madrid en el que los perros podían entrar y sentarse bajo las patas de sus amos humanos. El bar estaba atendido por dos hombres: uno en la cocina y otro tras la barra, sirviendo las cinco mesas junto a los ventanales. Más que un camarero tenía el aspecto de un fogonero: sucio y negro hasta las uñas, gordo, seboso hasta ocupar el espacio de cinco personas. Tenía más virtudes: sus desayunos con tostadas y huevos eran lo mejor que se podía ofrecer a la clase trabajadora. Los sanwiches triples eran un manjar para tipos solitarios y solteros. Llegaron los desayunos y las copas de coñac a la mesa, con lo que me puse muy contento después de haber estado observando a los obreros devorar. La hija de Jaime apenas podía con los cubiertos de metal. Su padre la ayudaba a llevarse la comida a la boca mientras comenzaba a atizarle al coñac y a repasarse la escurridiza barba impregnada de alcohol. -¿Para quién haces fotografías? -Ahora mismo estoy en paro. Antes solía trabajar para una empresa de construcción: Construlandia, S.A, dedicada a levantar parques de recreo y de atracciones, pero no veas cómo me aburría fotografiando con mi Hasselblad. Me costó un pastón. Toboganes acuáticos, alfombras voladoras y chorradas de esas. Me cansé, y como tengo la suerte de que mi mujer tiene un buen trabajo, me puedo dedicar a perfeccionar mi estilo, a buscar trabajo en algo más creativo. Lo fotografío todo, he tomado unas sesiones de instantáneas fantásticas de Mercurio en la Casa de Campo y las voy a presentar a un concurso la semana que viene. Me vendrá bien ganarlo, así me ofrecerán algo decente. ¡Ya tengo ganas de ponerme a funcionar, Luis! -¿Llevas mucho tiempo en paro? -No. Bien, depende de lo que entiendas por mucho tiempo en paro. -No lo sé, yo nunca he estado en paro. -Yo llevo cuatro años en paro, pero para mí no es tal paro porque continuamente evoluciono, entreno, saco cientos de fotografías de todo lo que se ponga al alcance de mi objetivo. Ponlo de esta manera: trabajo para mí. Ahora vengo de revelar unas fotos que he sacado de mi hija en el parque que hay enfrente de casa. Míralas con atención. Lo hice: eran unos fotos en blanco y negro de su hija chorreando agua con árboles del parque como fondo. -Yo he nacido para ser fotógrafo, lo llevo en la masa de la sangre, lo que necesito es un empujón, que alguien se fije en mi calidad, que la tengo y de sobra. Por ponerte un ejemplo: hace una semana estuve en una exposición de Pete Derventa, lo conoces ¿no? Monstruo insaciable de la fotografía. Al acabar de recorrerla me tropecé con él y le mostré una serie de fotografías que llevaba por casualidad encima. El tipo se quedó con los ojos abiertos, ojos que me decían, hijo ¿qué haces tú sin trabajo? Le gustaron, le regalé una como recuerdo, una que hice de un campanario en una iglesia románica del siglo doce con una cigüeña posándose en él. Una pasada de fotografía y que casi me cuesta la vida porque me resbalé y a pocas me abro la crisma. 109 Qué placer sentir el coñac resbalar por el exófago hasta llegar al estómago lleno de tostadas. Con su poder calorífico, actuaba como radiador. Sentía la humedad evaporarse a través de los poros de mi piel y del jersey. ¡Qué atmósfera de cantina con piratas del Caribe! Galeón se quedó tieso. Llegaron otras copas de coñac por cuenta de Jaime. La niña se quedó roque en el regazo de su padre ayudada por los vapores del alcohol que emanaban de las cuatro esquinas del bar el Feudo, que debía llamarse así por ser el último rincón de bebedores de coñac. Yo casi olvidé que a esas horas debía estar iniciando mis primeros pasos de baile en el apartamento, pero en esos momentos mi cabeza era incapaz de concebir vida alguna más allá de la frontera del bar. Me estaba transformando en un fanático del alcohol duro. Un detalle sobre Jaime era que a parte de la niña a la que llamaba Pulga, la copa de coñac inseparable de su otra mano, cargaba a todas horas una bolsa negra en la que ocultaba su cámara fotográfica. Pero no una cámara convencional, en las que se mira a través de un pequeño visor enfocando hacia el objetivo. La cámara de Jaime era un artefacto diabólico cuya manera de enfocar me despistó cuando me la mostró por vez primera: resultó ser un recipiente negro con una pantalla de cristal que se situaba a la altura del estómago. Allí se reflejaba el objetivo que se quería fotografiar. La colocó encima de la mesa. Yo estaba tan alegre con el coñac y el ambiente festivo mañanero que fui a echarle mano. Mal asunto eso de querer tocar la cámara de un fotógrafo, porque sus manazas cubrieron las mías y comprendí que si quería seguir vivo más me valía mantener las manos en los bolsillos. -Éste es un aparato muy valioso, Luis, con él he recorrido el África noroccidental durante tres meses, fotografiando el desierto, las mezquitas y los zocos. Conocí a los líderes del Frente Polisario. Asómbrate, chico, querían que les hiciese un reportaje fotográfico; ¿eres español?, me preguntaron. Los tipos estaban locos porque les fotografiase. Me llevaron a uno de sus poblados pero a mí se me había acabado la pasta y no podía quedarme más de dos días. Aun así empleé diez carretes en captar lo que veía: sus escuelas improvisadas sobre el desierto, entrenamientos militares, e incluso me llevaron al frente. Al otro lado de la línea de fuego estaban los marroquíes, pero según entendí habían declarado una tregua para celebrar el Bajram. Galeón es un pastor alemán y tiene buena planta pero creo que debieras darle calcio porque tiende a juntar las piernas traseras. Eso hace que renquee. La perra de Sebas, Cosa, está loco de remate. Yo no le veo más que subir y bajar sola por las escaleras. Los pastores ingleses son así, independientes, como su país de origen. Sebas no tiene ni puñetera idea de lo que tiene entre manos, un pastor inglés no se adapta a un apartamento, están criados para vivir en la campiña inglesa y no en la alta meseta castellana. Por eso está vagabundea melancólico. -Yo no creo que esté melancólico, lo que ocurre es que se parece a su dueño, que tan pronto está eufórico como pierde la energía. Puede que tome alguna sustancia. 110 -¿Quién, Sebas,? Tch, tch, que va. Sebas no es el típico perfil de persona que consuma sustancias. Yo le conozco desde hace años, desde que mi mujer fue por primera vez a su consulta. Yo esperaba fuera con Cosa, entonces tenía la consulta en la Ciudad Lineal. El muy pesado me hizo esperar más de una hora, y lo más gracioso es que al final ni me enteré de lo que le ocurría a Menchu. No me lo quisieron decir, pero me invitó a una copa de coñac francés en la misma consulta. Vamos, que le conozco y sé que no. Nos dio la mañana metidos en el bar proletario bebiendo coñac mientras afuera caía el diluvio. Jaime me hizo un repaso completo de su vida y sus andanzas. Una de sus grandes aficiones era tomar fotos de iglesias románicas esparcidas por el país. No creía al pie de la letra todo lo que me decía, me basaba en un instinto que me avisaba que Jaime era portador de una gran imaginación y una gran dosis de inventiva que salía disparada como dardos de una cerbatana en cuanto caían las copas de coñac. Jaime no tenía freno en la boca y desde mi primer encuentro con él en el bar el Feudo tomé la decisión de dejarle hablar y no contradecirle jamás pues sus historias, sobre todo cuando hablaba de países lejanos, de iglesias o de tramas que solo él el mundo conocía, eran entretenidas ¿Qué carajo me importaba si eran verdad o mentira? Por ejemplo cuando me soltó entre la tercera y la cuarta copa de coñac, justo antes de llevar a su hija al baño a vomitar todo el desayuno, que según un último descubrimiento científico, el hombre perdía gran capacidad productora de esperma por minuto, y que era esa una de las razones por las que la mujer estaba alcanzando cotas en el mercado, porque se lo olía, o algo parecido. Jaime no parecía tener fronteras ni barreras. Si no, cómo demonios se explicaba que me contase una historia en la que el turco Alí Agca intentó asesinar al Papa Juan Pablo II no a través de la conexión búlgara sino por encargo de Comisiones Obreras, que vieron en el sindicato católico Solidaridad un peligro para su ateismo, temiendo acabar los mítines levantando el puño derecho y cantando la Salve. 111 Feudo: el último bar de la clase obrera. ¡Qué complejo tan extraño me entró de la noche a la mañana con el tema del baile! Obsesionado con aprender a moverme en una fiesta. No. No estaba enamorado de Natasha, no era posible estar enamorado de una persona que no podía estar por motivos biológicos enamorada de mí. Un pelele, torpe, un trozo de madera gruesa y carcomida en un plato de gráciles fideos. Todos disponían de una armonía contoneándose. Todos menos yo. Porque todos habían practicado menos yo, que nunca había pisado una discoteca y nunca me había puesto siquiera de pie en una fiesta privada. La idea consistía en combinar los ejercicios matutinos con los primeros pasos, hasta coger un ritmo. Resultó complicado al principio porque la música que utilizaba para la gimnasia que me mantendría en forma, no servía para bailar. Sebas me había proporcionado una música que o bien era rock, o bien un cantautor empuñando una guitarra y una armónica o un violín. No había ritmo regular. Mientras hacía ejercicios el ritmo no me preocupaba. A mayor velocidad musical, mayor era mi excitación, tal que hasta acababa jadeando. El punto de partida era buscar la música adecuada; para buscar la música adecuada debía buscar a la persona adecuada, ¿y quién era? Yo me encontraba rodeado de viejos. Tipos que habían pasado de la treintena y que debían estar felizmente casados y teniendo sus primeros retoños, no corriendo espada en ristre tras las perras en el parque, o soñando con atracar el Banco de España. Jaime tenía una hijita, pero se estaba volviendo alcohólica y fumadora a marchas forzadas. No se inventaron los antros de baile en los noventa. Por el contrario fue en los setenta, ¡su época! Decidido. Probaría suerte con Sebas, y en caso de que el médico me fallase, me lanzaría por Natasha. La consulta de Sebas llevaba varios días sin funcionar, no se veía a sus habituales pacientes femeninos entrar y salir del edificio. En la puerta había colgado un cartel: cerrado por congreso. Pregunté al Sheriff: -No entiendo por qué Sebas ha colocado semejante cartel en la puerta de su consulta. ¿A quién quiere despistar? Yo sé que se encuentra metido en su casa desde hace días y no ha salido de allí. A pesar del cotilleo, El Sheriff no era un portero común: se preocupaba de veras. Una vez en la que el portero de la casa de mi madre comentó a una de mis hermanas: esos marinos que se pasan la vida en alta mar y descuidan a la familia... en una época en la que al parecer todavía se querían, ella convocó a la junta de vecinos para despedirle por intromisión. El portero de la casa de mi madre era un imbécil calvorota que siempre andaba detrás de los culos de las chicas y que se negaba a subirnos en el ascensor cuando no teníamos la edad para hacerlo solos. Toc, toc, toc. Llamé a la puerta de Sebas varias veces, no contestaba nadie. Entonces me decidí por probar a girar la manivela. Entré y me topé a Sebas envuelto en varias mantas, sentado en el suelo, rodeado de estufas 112 eléctricas a pesar de que la calefacción central estaba a tope. Como un indio en oración. Se movía hacia delante y hacia atrás. Pronuncié su nombre y volvió su cabeza hacia mí. Yo le pregunté si se encontraba bien y él no contestó, así que lo tomé como una locura temporal. Su cabeza estaba empapada de sudor, el apartamento apestaba a rancio. Volví a preguntarle si podía tomar prestados unos discos y él, con la cabeza hizo un gesto positivo. No estaba el doctor para charlas. En la mesa, cajas de medicamentos esparcidos, pastillas sueltas y desperdigadas. Comenzé a hurgar entre sus discos con la esperanza de encontrar algo que se pareciese a la música disco. Pasaba cajas de discos cuando al final del taco de compactos me encontré con un disco que iluminó mis ojos. Se llamaba Fiebre del Sábado Noche. Yo, que tomaba el biberón cuando el disco y la película salieron a la luz, me llevé una alegría al ver al protagonista en la portada vestido de blanco. A sus pies, los focos de la sala de baile le hacían parecer un dios. Supe que esa y no otra era la música que yo necesitaba. Sebas ni se inmutaba. Incubando calor con algún objetivo. Fue seleccionar el disco y ver que Sebas se levantaba de su postración y se dirigía al baño envuelto en ropajes. -¿Puedo grabarlo? -Ahá. Tomé prestada una cinta virgen, metí el compacto en el aparato y esperé el final de la grabación. Mi madre siempre me decía que yo era un chico de Aquí Ahora. En el baño, escuché el agua correr a chorro tendido, signo de que Sebas se disponía a tomar un baño de agua caliente. Me senté en el sofá y me dediqué a ojear las fotografías de la película que venían en el cuadernillo interior. La chica que bailaba con el protagonista no se parecía a Natasha. Tampoco yo me parecía al hombre de pelo engominado, lo importante era que bailaban juntos, y ello era posible porque el tipo sabía llevar a la chica, manejarla en la pista. Oooh, you can tell by the way I use my walk I´m a woman´s man, no time to talk... No difícil de traducir: oh, puedes decir por la manera en la que ando que soy un hombre de mujeres, sin tiempo para hablar. El tipo no tenía tiempo para hablar, su dedicación eran las mujeres, no las palabras ni los discursos ni las charlas. No las impresionaba con su boca sino con su cuerpo al moverlo. La gente lo sabía, lo adivinaba por su forma de andar que era sin duda algo fuera de serie para que hasta se llegase a mencionar explícitamente. No quise elevar el volumen de la música para no molestar al doctor con el ruido, deporte que se me daba muy bien. Cosa que me miraba con el morro pegado al cristal, empañándolo. Prueba más de que Sebas no estaba de humor para aguantar al perro dando vueltas alrededor de la mesa. Me senté de cuclillas con mi cara pegada a la suya. Cosa soltaba moquillo, vapor del hocico, sus ojos azules estaban vidriosos. Qué pareja. Amo y perro experimentaban los mismos fenómenos físicos. Eso sí que era empatía. Sebas salió del baño. La cinta se estaba acabando de grabar. Salió desnudo, con una toalla rodeando la cintura y los ojos entrecerrados; apenas me dirigió una mirada. -¿Tienes frío? 113 -Mucho, no te lo puedes ni imaginar, es un frío que viene de lo más profundo de las entrañas, Luisín, y sin embargo estoy sudando. ¿No es irónico? Veo que has terminado de grabar, un buen disco, sí señor, lo mejor en música de baile. Me duelen los músicos, los músculos, el cuello, la cabeza, mmm, ppfff... En fin, que voy a decir, es muy bonito entrar, pero salir es otro cantar. Hoy tenía que haber ido a la consulta pero no podía, así mínimo diez días, no sé si lo voy a a aguantar, no soy ningún chiquillo. ¿Tienes tres mil pesetas sueltas?, ¡que digo!, no me hagas caso, los enfermos mentales somos los peores. Un buen baño relaja, lo malo es que el efecto dura tan poco, alcánzame un cigarro, eso es, gracias, ¿puedes bajarme al perro?, mírale, le cae el moquillo como a mí. Las mantas cubrieron hasta el cráneo. La primera vez que escuché la Quinta Sinfonía de Beethoven en versión disco con batería me quedé flipado; con ella empezé a mover el esqueleto por el apartamento. No podía estar bailando toda la vida, tenía que esforzarme desde el primer instante en progresar. Preparé el apartamento para el evento. No tenía nada en que basarme, no había profesores porque me daba una vergüenza mortal confesar que ahora me interesaba el baile. No tenía vídeos, mejor dicho, mi padre no tenía vídeo. ¿Qué pensaría de su hijo revolviéndole el apartamento y desatornillando el espejo del baño, colocándolo en el salón apoyado en el sofá para verse mejor? Pobre Galeón, sus bajadas al parque se verían reducidas por las mañanas en cuestión tiempo: un pis y a casa, a escuchar Fiebre del Sábado Noche por vigésima vez. ¿Primer día? Absoluto desastre. Me sentía vigilado, sonaba la Quinta Sinfonía de Beethoven y las líneas, oh you can tell by the way I use my walk... etc. A los tres minutos ya estaba desesperado: me movía como un asno. Despacio, tranquilo, concéntrate... Despacio... Me avergonzaba hasta de las miradas de Galeón. Las manos y los brazos fueron mi primer blanco, debían ir al ritmo de la batería, las primeras notas de la Quinta Sinfonía y mis puños, cerrados, trazando pequeños círculos. Perdí el control y me puse a dar brincos. ¡Parodia! Al mover mis caderas el cuerpo se amaneraba, al procurar darle virilidad lo que hacía era ponerme nervioso y agitar espasmódicamente la pelvis en unas imitación del acto sexual. Así acabó mi primera sesión como bailarín. Me duché y me largué a la tienda de Roberta con Galeón a comprar arroz. Mis existencias se estaban acabando. El segundo día no fue mejor que el primero, aunque tampoco peor. Cambié la posición el espejo, superponiendo cojines debajo para darle más altura. Volví con Beethoven. Ajusté el golpe seco y previsible de la batería a un golpe de mi pie contra el suelo, y al siguiente golpe de batería, el otro pie. Fui capaz de aguantar el ritmo la canción entera, unos cuatro minutos, pero olvidaba que no estaba desfilando sino bailando. Entonces cerré los ojos. Sí, la sentía. Cuando abrí los ojos y me ví frente al espejo... Cerrar los ojos lo dejaría para los profesionales. Sonó el teléfono. Mi madre. -Hola, Luis, soy tu madre. ¿Ya no te acuerdas que tienes una madre? ¿Qué haces en casa a estas horas? ¿Cómo te encuentras? ¿Dónde mierda está tu padre? 114 -Hola, mamá, estoy bien, vamos, me encuentro enfermo, estoy bien pero hoy estoy enfermo y por eso no he ido a la universidad. Papá llamó hace unos días. -¿Cuántos días? -Unos, no me acuerdo, unos días. Pero sí, viene para acá. -¡Hijo de la grandísima... ! Y una serie más de insultos siguieron. Luego la charla se tranquilizó, hablamos de la alimentación, de su futuro en el País Vasco, de mis hermanas, de su vuelta, del puerco de mi padre que en esos precisos momentos se estaba acostando con una mujer del Golfo de México. Tenía diez años cuando mi padre me interrogó en una habitación oscura, con un solo foco de luz para desorientarme. Lo hizo al estilo marino, sentados frente a frente, mirándonos a los ojos para ver quién los bajaba primero. El asunto del interrogatorio era la desaparición de un pedazo de tarta de chocolate. Yo, siguiendo mi instinto, culpé a una de mis hermanas, pero Mazo sabía que el chocolate estaba siendo digerido en mi estómago, y me soltó otra de sus frases aplastantes que se marcaban como hierro candente en mi virgen culo. No hay nada peor que negar la evidencia. Era mi táctica. Negar y negarlo por encima de todo, atrincherarme en un no como respuesta y no moverme un ápice de allí. Martín el neonazi hizo lo mismo en el Parque del Vietnam mientras paseábamos a Bormann y a Galeón. Sostenía que él no había levantado el puño izquierdo y cantado la Internacional borracho en la Fiesta de Sebas. Me resultó imposible sacarlo de ahí. Yo te he visto con estos dos ojos, le dije, pero nada, él lo negaba y me miraba con sus fieros ojos repletos de odio. Bormann tenía la misma paciencia con Galeón que éste tenía con Cosa. En mi fuero interno, lo que más me hubiese gustado ver era un enfrentamiento entre Troski y Bormann. Éste era un deseo oculto que ni yo mismo me atrevía a reconocer porque hubiese supuesto también un enfrentamiento entre sus dueños. Martín no hacía sino lanzar piedras para que los dos perro las cogiesen. Era tan bruto que desaparecían de la vista y al cabo del rato los perros miraban confundidos el paisaje frondoso. -¿Dónde está Natasha? Hace días que no la veo. -Está con una amiga en un congreso de jóvenes poetisas o una mierda por el estilo. No sé ni cómo la ha dejado ir mi vieja, porque ahí lo único que hacen es drogarse y criticar a su país. Estábamos comentando lo traidores que eran los escritores que lo que hacían era utilizar su máquina de escribir para criticar a su patria en vez de criticar y atacar a las de los demás, cuando apareció una centella, o una estrella voladora. Visto y no visto. Pasó entre Bormann y Galeón a tal pastilla que a su lado ellos dos parecían moverse en cámara lenta. Detrás, Jaime, que iba de la mano de su hijita y en la otra, una copa de coñac. Los dos perros se quedaron sorprendidos, luego se pusieron a jugar. Era complicado para el dobermann y el pastor seguir a Mercurio. Ésta no parecía darse cuenta de que debía disminuir su velocidad si quería integrarse en el grupo de sus nuevos amigos. Yo no estaba orgulloso de Galeón. No como 115 Martín lo estaba de la potencia de su animal, o Jaime de ver volar a su galga, cayéndosele las babas de placer, babas de coñac que caían sobre la cabecita de la niña. -Está muy delgaducha, qué pasa, ¿no la das de comer o qué? -Chico -dijo Jaime altanero, al que no parecía impresionar en absoluto las botas militares y la cabeza rapada de Martín desde su inconmensurable altura-, esta perra sólo consume una cosa: gasolina, para zumbar como lo hace ¡Fijaos como corre! Un espectáculo ver a Mercurio atravesar las explanadas y esquivar los arbustos. Noté que a Martín, un devoto de la fuerza bruta, le caía la baba igualmente, la velocidad era otra de sus grandes pasiones humanas junto con la fuerza. Aburrida de torear a los dos perros, la galga se dignó acercarse a nosotros y pude acariciarla. Me di cuenta de que no parecía un perro. Bien, qué estupidez, era una perra, mas su extrema delgadez y su cabeza afilada, su piel dura, le conferían un aspecto de clase aristocrática entre la plebe de Galeón y Bormann. Claro, por eso Jaime le puso un nombre de dios y no de barco o de nazi. La delgadez no era muestra de debilidad y por ende merecedora de exterminio. No me hubiese importado tener una perra así. ¡Qué poco habría que cocinar para ella, y que minúsculos serían sus pises! -Tocad este hueso en el hocico. -Vale, tiene una hendidura como todos los perros. -apuntó Martín. -No. No como todos los perros. El hueso en esta parte está reforzado para poder levantar la liebre con el morro y mandarla a tomar por saco, hacia el cielo. Las oportunidades que tiene de cazarla no son tan grandes como parece. Como la liebre sea astuta y la regatee, se jodió el negocio, pero ésta es una galga limpia, sigue a la liebre sin acortar. Hablando de acortar, hace frío. ¿Por qué no acortamos al Feudo? Os invito a un coñac, si sois lo suficientemente hombres para beber un coñac a estas horas. ¡Qué perro! Lo dijo sonriente e irónico. Qué bien sabían los alcohólicos engatusar a su público. Mi deber era ir a casa a proseguir con mis clases de baile, sin embargo, lo grandioso de ser joven era incurrir en contradicciones y ser de lo más feliz con ello. Yo empezaba a estar orgulloso de no dar una. Recordemos que el efecto del alcohol duro en mi estómago me producía cosquilleos de placer. El Feudo y sus obreros de torsos marmóreos recién llegados de las obras circundantes. Creí que a Martín le desagrada la visión de obreros porque se pensaría que tres juntos tramaban una revolución. Martín no parecía sentirse incómodo porque estaba rodeado de hombres auténticos no aptos para bromas; metimos a los perros debajo de la mesa y el camarero de la camiseta y las uñas negruzcas nos sirvió tres coñacs. No llevábamos ni diez minutos hablando de las características asesinas de los dobermmans cuando apareció el dueño del perro más asesino y soviético, Juan Pedro, sin Troski. Martín vio acercarse al hombre que llamaba Engañabaldosas, sus pupilas destellaron hambre, avidez de violencia instantánea, esa que explota en el lugar más inesperado, pero no se levantó, no hizo nada. La niña de Jaime, Pulga, dormida y preparada para recibir en su ricitos dorados las 116 gotas de coñac que resbalarían de las barbas de su padre. Juan Pedro venía contento. -Vaya, un cónclave de dueños de perros atizándole al coñac. ¿No es un poco pronto? Camarero, un vodka, por favor. ¡Salud! Luis, tengo que contarte noticias muy guapas sobre el tema que me concierne, ya sabes, sobre lo que estoy escribiendo del Banco de España. Éste perro tuyo, un galgo, debe correr de lo lindo. Cuando quieras le dices que se eche una carrera con mi perro, el señor Troski, que aunque tiene malas pulgas en abundancia nunca jamás le alcanzaría, no como a otros. -¿Y eso por quién va, Engañabaldosas? -Martín, no te había visto, perdona, Sebas, ¿os conocéis? Éste es nuestro querido vecino Martín el fascista. El camarero trajo el vodka. Martín fue levantándose despacio apoyando los nudillos contra la mesa y yo veía la tormenta desencadenarse. -Oye, vosotros dos. Yo estoy aquí con mi hija tomando un coñac tranquilo, así que despacio, que al fin y al cabo pago yo la priva. Chico, siéntate. Jaime me sorprendió. Por donde quiera que se vaya siempre habrá un hombre más duro y poderoso que el anterior. ¿Quién sería el tipo más duro de la humanidad? -Últimamente no sé qué ocurre con Troski que no me come bien. Voy a dejar de cocinar para él y a comprarle esas bolas comprimidas que venden en bolsas de plástico de cinco kilos. -Yo le doy lo mismo que yo cocino para mí y a Galeón le gusta. -¿Le pones curry y especias exóticas? Porque ahí esta la diferencia. A Troski yo lo tenía por un perro salvaje pero con paladar. Puede que se pase demasiado tiempo con el bozal puesto y se le quiten las ganas de comer. -Mercurio solamente acepta filetes de ternera de primera y unas pastillas especiales que me recetó un veterinario, que son un concentrado para la velocidad. -¿Qué? Mira, tío, unas pastillas para la velocidad. ¿No crees que ahí te has pasado? Yo estaba con Martín. Ahí Jaime se había pasado. -No os estoy mintiendo, chicos, lo digo en serio. Conocí a un veterinario, bueno, no era un veterinario sino un experto en animales, en galgos más concretamente. Él elaboraba unos concentrados que ayudan a mantener el equilibrio del galgo, el equilibrio físico interno y los desajustes debidos a las altas velocidades. -Pero tu perro qué pasa... ¿Se dedica a romper la barrera del sonido cada media hora? Jaime: esas pastillas, ¿ayudarían a incrementar la aceleración de Troski? -¡Hombre!, para que encima de asesino rojo entrenado en la Unión Soviética tenga la velocidad de un galgo. Serás idiota. Jaime echó mano a su bolsillo porque este hombre disponía de unos recursos comparables a su inventiva. Acomodó a la niña entre las piernas de Martín y de su manaza derecha sacó una pastilla gruesa, pequeña, sin ningún 117 tipo de identificación. Tan solo eso, una pastilla blanca y granulosa. Los tres volcamos la cabeza hacia el centro y nos quedamos observando la pastillita. -¿Puedo verla? -Juan Pedro examinó la pastilla - Ésto es una anfetamina, Jaime. -¡Pero que carajo va a ser una anfetamina! ¿Crees que yo sería capaz de dar una anfetamina a mi perra, de drogarla? Trae para acá. Esta pastilla es un concentrado especial con propiedades relajantes. Mercurio no necesita excitantes. Jaime ordenó otra hornada de coñacs y un vodka. En el segundo yo ya veía el panorama borroso, haciendo vagos esfuerzos para concentrar la vista en un punto. Comparando esta sensación con la producida por la cerveza no había color: me quedaba con el coñac. Entraron en el bar dos obreros guineanos y Martín se quedó mirándolos con asco. Los tres nos dimos cuenta. Jaime preguntó: -¿Que ocurre? ¿No te gustan los negros? -No. Míralos, vestidos de obreros, quitando los puestos de trabajo que los nuestros necesitan. -¿Los nuestros? ¿A quién te refieres con los nuestros? -dijo Juan Pedro-, a los tuyos desde luego no, si tú no has pegado un palo al agua en tus veintimuchos años de vida. Pero si quieres les llamo y les preguntamos a ver si quieren cambiarte: tú te subes al andamio y ellos pasea a tu perrito y se van por ahí con tus amigos los fines de semana a zumbar inmigrantes. ¿Sabes cuál es tu problema, Martín? Que lees demasiado, si, eso es, lees demasiado y te aturullas. -A ver si te voy a aturullar yo de una patada, Engañabaldosas. -Yo tuve una esposa negra -cortó Jaime-. Fue hace cinco años, estaba en Tanzania y ya había conocido a Menchu. Me dieron algo de dinero en el paro y me largué un mes. Bien, había un tipo en un bar de un pueblucho de mala muerte con algunas prostitutas y nos mirábamos, yo por curiosidad, él por mis barbas. Yo pensé que me estaba preparando un arreglo, y vaya si me lo preparó. Se levantó y se acercó a mí. Preguntó en inglés si quería sexo, yo le contesté que no, ahí se acabó la historia. A los dos días le volví a ver y me invitó a su casa. No parecía mal tipo, a lo mejor podía sacar buenas fotografías. Una vez en su casa me sentó a la mesa y me presentó a su familia, entre las que estaba una hermana suya que estaba tremenda, guapísima. La familia vivía en la miseria. ¿Sabéis lo que me propuso? Al verme mirarla me propuso comprarla, la virgen puta, comprar una mujer. Yo por supuesto le dije que no estaba interesado, pero por curiosidad le pregunté el precio. Para mi asombro me dijo un precio irrisorio, un precio de broma, lo pasé a pesetas y era una ganga, la mujer. A todo esto ella no paraba de sonreírme, de flotar con su mirada, con lo que me empecé a poner, ya podéis imaginar, caliente. Metí la mano en el bolsillo y le solté la pasta que me pedía aunque le aclaré que no hacía falta que la mujer viniese conmigo, que yo ya tenía una. Pues resultó que al final de la comida, que se componía de arroz y copos de maíz fritos, la mujer, por orden de su hermano, no se despegó de mí. Me la tuve que llevar al hotel donde dormía. 118 El encargado no la quería dejar pasar, decía que me iba a robar hasta los calzoncillos en cuanto me descuidase. ¡Pero cómo me va a robar si es mi mujer!, contesté. Al final les convencí de que la dejaran entrar. Íbamos a celebrar nuestra luna de miel y yo no acertaba a comenzar. No podíamos ir a la cama como marido y mujer sin haber hablado antes una palabra. -¿No te la tiraste? -preguntó asombrado Martín. -¡Vaya con el nazi! Vosotros a la hora de meter la pichulina no hacéis ascos a los colores, ¿eh? -murmuró Juan Pedro. -Una cosa es meter un par de empujones y otra muy distinta casarse con ella. -Silencio. Yo ya estaba casado, la había comprado, allí eso es casarse, pero no me apetecía ventilármela sin más. Yo soy un fotógrafo, no un gigolo o un putero, así que le dije: chica, te voy a sacar unas fotos. Se lo dije en castellano y no me entendió, se lo dije en inglés y tampoco. Saqué la cámara y tiré un carrete entero. Quería tener un recuerdo de mi mujer africana. Lo tengo en casa, ya os lo enseñaré otro día. -Y acto seguido te pidió el divorcio. Clásico en las mujeres africanas, ¿verdad? -dijo Juan Pedro- Tuviste suerte de que no te cortara el miembro porque hace poco un hombre contactó a través de una agencia con una mujer africana, quería casarse con una. Se casaron, la trajo a Barcelona y ella, en una noche de celos le segó el pene. Fantástica historia que me inspiró un relato corto que publique hace unos meses. -¿Tú escribes sobre eso? Sebas me comentó que eres escritor y que te va la violencia y esas cosas. -Ahh, la violencia. De eso Martín nos podría hablar largo y tendido. Yo escribo sobre ella y él la ejercita, ¿no es cierto, Martín? Dile a Jaime lo que piensas sobre la violencia. Tu definición de violencia. -Pero bueno, ¿qué pasa con vosotros, barbudos? ¿Mi definición de violencia? Para mí la violencia es zurrar, partirle la puta crisma al primer escritorzuelo que me vacile, ¿entiendes? -¿Te ciñes a los escritores o te abres a otros colectivos? -preguntó distraído Jaime dando vueltas a la copa de coñac. Una gota de coñac cayó sobre los rizos de la niña desde sus barbas. Ahí tuve la impresión de que él y Juan Pedro se disponían a tomar el pelo al joven neonazi. -Mirad, yo creo que en este país la gente se está tomando demasiadas confianzas, ¿entiendes? A la gente les das la mano y te cogen el brazo y luego quieren el brazo y a tu hermana. Mirad a vuestro alrededor, hoy hay diez obreros blancos y dos negros. En unos años habrá nueve obreros negros y dos blanco. El décimo obrero negro estará con mi hermana, o con la hermana de otro, porque les han comido la cabeza, su maldita cabecita, contándoles que lo bonito, lo enrrollado, lo moderno es mezclarse, como si España fuese un potaje de garbanzos. A algunos les da igual y a otros no nos da igual. ¿Violencia?, la que sea y donde sea. Así respiro yo. -El chico tiene razón -dijo Juan Pedro atizándose otro vodka con limón-. Sin embargo, lo más peligroso no sería que el obrero negro o el obrero blanco acabasen en la cama con tu hermana, sino que el obrero negro 119 y el obrero blanco acabasen juntos en la cama. Ahí es donde tenías que tener pánico, porque la clase trabajadora es fiel a sí misma. No lo olvides. Yo no había terminado el segundo coñac cuando el camarero trajo la siguiente ronda. Me estaba emborrachando hasta las orejas y me entraron remordimientos de conciencia. No sé porque mi madre tenía que andar llamándome para ver como me encontraba, me hacía sentirme mal. Me consolé viendo a los que estaban sentados conmigo a la mesa, mucho mayores que yo, pero que me parecían niños de guardería que necesitaban consuelo, necesitaban perros a falta de otra cosa. Yo no. Galeón surgió por casualidad. Ahora estaban todos arremolinados bajo la mesa tragándose el humo de los cigarrillos de Jaime y de los obreros que tanto preocupaban a Martín, que, al igual que yo, no tenía previsto trabajar en los próximos años. 120 Yo entre chicos demacrados. La música había que escucharla alta. No había otra solución. Mis siguientes días en lo concerniente al aprendizaje del baile fueron de diversa índole y tuvieron diversos resultados. En el tercero vi que necesitaba espacio. La casa de Mazo estaba llena de objetos que dificultaban mis movimientos. Ni en las discotecas ni en salas de baile pueden verse mesas camillas, ni sillones, ni alfombras, ni estanterías. Apreté la tecla. Night fever, night feveeeer, we now how to use it..., el ritmo era lento, abrí las piernas en posición de listos, relajé las manos, cerré los ojos, aspiré y expiré aire, moví el cuello en círculos, estaba en calzoncillos, nada más, mi cuerpo contra la música. Nuestros ancestros y yo. Me ceñí a un movimiento de caderas lateral, izquierda-derecha. ¡Oye! ¡Estupendo! Por primera vez llevaba el ritmo. No parecía difícil, cuestión de balancearse. Disponía también de manos y me vi en el compromiso de tener que utilizarlas. Palmas. Bien pensado. Me puse a dar palmas. Cuando la batería golpeaba la caja yo daba una palmada sonora, que se viese que yo estaba allí, vivo. Participaba de la gran fiesta del Fiebre del Sábado Noche. Acabó la canción y comenzó otra más rápida. Rebobiné la cinta para volver a escuchar night fever, night feveeeer, we know how to do it. Galeón entró en el apartamento, me miró, torció la cabeza, movió la cola pensando que aquello era un juego. Aseguro que en aquellos momentos no jugaba, me tomaba el baile más en serio que las mil ochocientas Salves que recé en el colegio. Me cansé de dar palmas al aire y pasé a mover las extremidades superiores al completo, haciendo aspavientos con ellas. Sin ton ni son. No importaba, no quise detenerme porque lo importante era coger confianza y ser dueño de mi cuerpo al completo, desde las falanges de los dedos hasta el dedo gordo del pie. Otras canciones sonaron y ya me daba igual el ritmo, como la Quinta Sinfonía de Beethoven para batería y orquesta. Sin lugar a dudas veinte veces mejor que la original. Al cuarto día de ensayos estaba lanzado. Puro cohete. Había roto en cachitos la barrera que me había impedido bailar los años anteriores. Me convertí de la noche a la mañana, con la ayuda de Fiebre del Sábado Noche, en el peor bailarín autodidacto de la historia. Pero bailaba. Sí. Sí. Necesitaba nuevas ideas y nuevos pasos: necesitaba ver la condenada película. Demasiado tarde. Había nacido quince años tarde y los rollos se estarían pudriendo en cualquier sala polvorienta de cine que alimentó a los chicos de los setenta. Pensé en adquirir un vídeo. Y también: como el dinero se agote antes de que mi padre el marino vuelva a tierra y tenga que ponerme a trabajar a la salida de un metro, me pego un tiro. Sí, ésto pensé. Los que me rodeaban no tenían dónde caerse muertos. Bastante era alimentar a la jauría de animales que les rodeaban. Repasé. Juan Pedro no tenía vídeo, Jaime me echaría un discurso antes de prestármelo, Lope me ensartaría si se lo estropeaba. Quedaba Sebas, que se encontraba enfermo. Le llamé por teléfono. Tardó en agarrarlo: -¿Sí? ¿Quién es? ¿Qué pasa? 121 -¿Sebas? Soy yo, Luis. -Ah, sí, Luisín, ¿qué te ocurre? ¿Quieres bajarme al perro? -Claro, cómo no, y de paso te quería pedir un favor. Necesito que alguien me preste un vídeo por cinco días, sólo cinco, y te lo devuelvo. -¿El vídeo? Mmm, sí, desde luego. Oye, escucha, mira, hazme un favor, llámame dentro de una hora y lo arreglamos, ¿de acuerdo? -De acuerdo, gracias. Al cabo de una hora volví a llamar. Sebas no dejó sonar el teléfono ni un cuarto de segundo. ¡Zas! Lo enganchó al vuelo. -¿Luis?, escucha, vente para mi casa, está arreglado, te presto el vídeo, me tienes que hacer a cambio un pequeño favor. Colgó. Lo encontré metido en la cama. No tenía buen aspecto nuestro médico, estaba pálido, amarillento, rodeado de pastillas, tabletas de colores formando un collage. -¿Cómo te encuentras? -No muy bien. Necesito que me hagas un pequeño recado, es muy sencillo pero muy importante. ¿Crees que eres capaz de hacerlo? -Claro, ¿de qué se trata? -En el salón está mi cartera, encima de la mesa, creo, la abres y coges el dinero que hay en un sobre. Tienes que ir a la Glorieta de Bilbao, a la salida del metro Fuencarral. Antes de salir a la calle verás un fotomatón, allí hay un amigo mío esperándote que te dará un paquete para mí, es algo importante, es para la consulta. Llevo varios días sin trabajar y ya es hora de que me ponga. El hombre lleva unas gafas de sol, así lo reconocerás. ¿Crees que puedes hacerlo? Sebas perdía peso a velocidades vertiginosas. Parecerá mentira, pero yo no había salido apenas en los últimos meses del triángulo isósceles que formaban el Parque del Vietnam, el bar el Feudo y la casa de la Segunda República. De la noche a la mañana y por encargo de Sebas, me vi metido en el metro dirección a la estación de Bilbao, pleno centro de Madrid, en busca de un tipo al que seguramente no reconocería. Pero que no se dijera que Luis, el hijo del marino Mazo, no era capaz de hacer un pequeño favor a un amigo. Los carteles de salida verdes indicaban salida Fuencarral, yo los seguía fielmente, no quería equivocarme y quedar ante Sebas como un torpe. Al torcer una esquina poblada de guineanos vendiendo tabaco de contrabando lo vi. Al fotomatón. Porque allí únicamente había una mujer gorda cargada de bolsas esperando a que las fotos carné saliesen por la ranura. Ni rastro del hombre del paquete. Miré a mi alrededor. Masas de viajeros pasaban a mi lado indiferentes. Yo quería preguntar: ¿alguien a visto a un hombre con un paquete bajo el brazo para Sebas, el médico enfermo? La señora me miraba impaciente porque yo no entraba en la cabina con el fin de hacerme fotos. Que señora gorda más angustiosa. Diez minutos estuve con ella y la recordaré toda la vida. El fotomatón se quedó vacío, nadie se detenía, todos pasaban como centellas al trabajo, a casa, a divertirse, y allí estaba como un 122 poste ese chico con el encargo de llevar un paquete a la calle Segunda República, escalera B, piso cuarto. Pasaron veinte minutos y el hombre no aparecía. Yo debía tomar una determinación. Una mano me golpeó el hombro por detrás. Medía el doble que yo y su cara estaba repleta de surcos que la atravesaban como un campo arado. Pelo negro, revuelto. No había sido lavado desde hacía por lo menos un par de semanas, sus ojos eran de lava verde. También se encontraba demacrado, debía ser una plaga sin duda. Me miraba sin mirarme. -¿Vienes de parte de Sebas? -Si, me ha dicho que tienes un... -No lo he traído, tienes que venir un momento conmigo. Se dio media vuelta con la seguridad de que le seguía, pero yo me quedé parado. ¿Dónde estaba el paquete? Arranqué y me puse a caminar tras él. Salimos del metro al caos de la cuidad. ¡Qué comparación con la paz del barrio de donde venía! Él delante, yo detrás. Que no me esperaba el tipo. Tuve la impresión de que nadie por la calle estaba haciendo lo que debía hacer. Torcimos a la derecha para bajar por otra callejuela hasta llegar a una plaza repleta de chavales enjutos y susurrantes. Seguimos adelante, él primero, yo después. El larguilicho no echaba una triste mirada hacia atrás: imponía el ritmo que le daban sus largas piernas. Caminábamos por una zona a la que conocía por referencia de los periódicos o la televisión. A medio camino se le acercaron dos chavales que tendrían un par de años más que yo. Intercambiaron unas palabras. Se unieron a la comitiva. El tipo largo estaba muy solicitado. Caminaba rápido, los dos chavales detrás, a cinco pasos, y yo a quince de todos. Subíamos y bajábamos callejuelas, de vez en cuando nos cruzábamos con algún chico del club de los demacrados que o bien le saludaban o bien el tipo largo se detenía para intercambiar palabras con ellos. En una calle con nombre de pescado nos detuvimos. El largo indicó a los dos chavales que esperasen junto con otros tres que se encontraban apoyados en un coche; a mí me hizo una seña para que le siguiese; entramos en el portal. La entrada de la casa estaba descuidada, la escalera se caía a cachos; subimos al tercer piso y el largo llamó dos veces a la puerta. Dijo: soy yo. Una chica joven sosteniendo un bebé abrió; entramos. Cómo berreaba el bebé, pero a la chica, demacrada y amarilla, no parecía importarle ni afectarle a los oídos. La casa era un caos, el olor dulzón entró por mis narices hasta el cerebro. La imagen de Sebas se me apareció. La chica colocó al bebé en un sillón y pude ver su camiseta, una vez blanca, ahora llena de lamparones y de sangre. Así me di cuenta de que hay madres para todos los gustos. ¿Qué tenían en común ella y mi madre? Que las dos adoraban a sus hijos pero que la mía tenía sin duda menos paciencia cuando berreábamos. La chica fue a la habitación contigua y me entregó una cinta de vídeo enrrollada con papel celo. Preguntó si había traído la pasta. Dinero que puse en sus manos, cuyas uñas eran idénticas a las del camarero gordo del bar el Feudo. La pareja apenas habló y si lo hizo era con palabras entrecortadas, en cheli; el tipo largo me soltó: -Espera unos minutos que prepare un par de encargos y bajas conmigo. 123 Como música de fondo, el bebé a punto de reventarse las cuerdas vocales me estaba taladrando los oídos. Yo parecía ser el único que le escuchaba. El largo tardó varios minutos que yo utilicé para analizar la casa como habitat físico así como a sus inquilinos, la pareja y el niño. Aparte de una suciedad inherente que al no molestarles a ellos no tenía por que molestarme a mí, lo que más me sorprendió era la descolocación de las cosas. Objetos como televisiónes, sofás carcomidos, sillas desvencijadas, estaban colocadas con el objetivo de ser trasladados en un futuro inmediato. No disponían de un vídeo sino de diez. Uno encima de otro. Esta familia no parecía vivir allí. Estaban allí porque en algún sitio había que estar, pero tenían cosas y asuntos más importantes que arreglar que la mundana decoración de un apartamento. El niño en el sillón se estaba escurriendo. La pareja, sentada en una mesa-camilla, trajinando algo con mucha precisión. Murmuraban. En todo el tiempo que tuve contacto con aquel tipo largo demacrado y su mujer amarillenta sólo pronuncié seis palabras: -El niño se va a caer. El largo se levantó impulsado por un resorte y dejó caer la silla al suelo del empentón. La mujer ni se inmutó, el niño berreaba con furor: nos íbamos. Esta familia no pertenecía a la burguesía, obviamente, pero tampoco pertenecían a la robusta clase obrera vociferante del Feudo. No podía definirlos ni encuadrarlos; eran miembros de otra clase que yo no había conocido. Al bajar por las viejas escaleras de madera se me desabrocharon los cordones de una bota y me detuve en un rellano a abrochármela. El largo continuó su camino sin mirar atrás. Me estaba gustando la incursión en ese barrio de casas destartaladas y bombillas rotas en los pasillos. Quedaba aún un piso por descender cuando escuché unas voces, más que voces eran gritos y órdenes, carreras hacia el interior del pasillo de la entrada, un par de portazos. Al llegar al pasillo de la entrada vi la puerta cerrada y escuché las palabras que venían de la calle: ¡Policía! ¡No te muevas y ponte contra la pared, cerdo! ¿Pero qué pasa? ¡Yo no he hecho nada! ¡Qué no te muevas he dicho, joder! ¡Y tú, chaval, dame lo que tienes en la mano! ¿Es que estás sordo? Golpes secos. Silencio. Vaya. No tenía miedo. Yo era inocente, siempre lo he sido. Desplacé con cuidado la puerta de madera vieja para encontrarme, al mirar hacia la derecha, al tipo largo y a los otros tres chicos con las manos abiertas, las piernas abiertas, cara a la pared. Miré de frente y contemplé a un pequeño hombre con una gabardina negra que le llegaba hasta los talones. Empuñaba un automática y apuntaba, agarrándola con las dos manos, a la cabeza del largo. el Pequeño Policía. Mi vecino. Madrid era un pañuelo. Salí. Cerré el portón con educación. El Pequeño Policía me miraba de reojo sin torcer la cabeza. Ésta era la segunda vez que le veía y en la misma 124 posición: piernas abiertas, empuñando un arma. Apuntando. Para mi suerte aquello no iba conmigo. Comencé a caminar con parsimonia subiendo la calle con la cinta de vídeo en mano mientras echaba la última mirada al cuadro de acción que dejaba detrás. Me preguntaba si el crío habría dejado ya de berrear. Segunda República. El impacto de la brillante automática del Pequeño Policía no me dejó ni a sol ni a sombra durante días. Por supuesto que se lo conté a Sebas; ¿quién puede sustraerse a una cosa así? Le dejó frío. Sí, vale, ese Pequeño Policía nunca ha estado muy bien de la cocorota, le gusta acariciar el gatillo: escueto comentario a posteriori del médico. Otras ocupaciones más inmediatas en mente tenía. En cuanto entré por la puerta del apartamento se me abalanzó con un salto felino y abrió con lujuria la cinta de vídeo. La escrutó por arriba y por abajo, arrancó o seccionó algo de ella y la depositó encima de la mesa, metiéndose en el cuarto sin agradecerme nada. Cosa no estaba en el piso, estaría en la calle pululando y corriendo en círculos, pero lo que yo ahora necesitaba era que Sebas cumpliese su promesa y me prestase el vídeo. Necesitaba mover el esqueleto. El doctor, encerrado en su cuarto, tenía algo en la boca que le impedía hablar, sin embargo, tomé el barrunto como un sí. Me puse con esmero a quitar cables con el propósito de llevarme mi parte del trato, un trato que casi me mata. En el momento en el que salía por la puerta con el trofeo del encargo, Sebas apareció. Su color amarillento y sudoroso había desaparecido. Venía fumando un cigarro. -Veo que has cogido el vídeo, no importa, ¡sabes manejarlo! Oye, te agradezco no sabes cuanto que me hayas traído el paquete con la cinta de vídeo, pero hazme un favor, ¿quieres? No lo vayas comentando por ahí. Ya sabes, que te he mandado por un vídeo al centro. La gente es muy cotilla y yo tengo aquí mismo la consulta. Ya sabemos todos como es el Sheriff, y aunque te parezca que no, ésta es una casa de pequeñoburgueses. Fffff... Me encuentro mucho mejor, estar enfermo es una lata pero si encima eres médico el asunto se complica. Por cierto, ¿para que quieres el vídeo? -Quiero ver una película. -Ya, ¿y cuál? -Una. -Comprendo. Nada de preguntas, ¿eh? ¿Puedes hacerme un segundo favor? Subirme al perro. Hace días que si te digo la verdad le he perdido la pista. Mierda, no le he dado ni de comer. Sebas, salido de un letargo. Bajé a la calle en busca del bicho esquizoide y lo hallé hurgando entre las basuras de un contenedor, intentando desguazar el tetrabrik de un zumo. Hasta para las basuras era único. Me sorprendió la alegría que le entró a Sebas cuando vio a su perro, abrazándole y pidiéndole perdón por haberse olvidado de él y de su alimentación. Les dejé en pleno abrazo efusivo, jurándole que le iba a preparar una comida digna de perros y reyes. Yo, si hubiese sido él, me hubiese duchado antes de tocar nada. 125 Nacido para beber y bailar. Music loud and women warm, I´ve been kicked around since I was born. And now it´s all right, it´s ok You may look the other way... La siguiente estrofa de la canción que pude leer y a la vez visualizar en el vídeo era ésta. Lo esencial eran las primeras palabras: la música alta y las mujeres calientes. Las navidades se echaban encima y quién sabe si en la casa se organizaría una fiesta en la que yo marcaría el ritmo a seguir. Me tragué la película siete veces. Una detrás de otra, en dos días sucesivos, sin atreverme a dar un paso de baile hasta que tuviese en mi mente de forma nítida por lo menos seis pasos. ¡Qué bien se estaba solo en el apartamento! Mi madre libraba su guerra particular en el País Vasco, mi padre luchaba contra viento y marea para mantenerme. Yo no pegaba un palo al agua. A finales del año me interesaba una cosa: bailar. Si todo fuese tan sencillo como en las películas, yo me hubiese dedicado a partir de aquel año a robar bancos con Juan Pedro los días laborables y a bailar en las discotecas los fines de semana. Evolucionaba. Apenas bajaba al parque, lo justo para que Galeón hiciese un pis meteórico. Si me encontraba con Jaime, Martí, Juan Pedro, los tres juntos, sacaba la excusa que tan buenos resultados ha dado a generaciones de chicos que empezaron bien y acabaron mal: tengo un examen, debo ir a hacer fotocopias de unos apuntes. Abandoné la práctica de bailar en calzoncillos y me coloqué unos pantalones vaqueros negros y una camisa blanca de mi padre que tenía un cuello similar a las alas de un concorde. Entendí por qué mi madre le puso el petate en la calle. Una vez en el centro de la sala de baile, con la música atronando la vecindad, abrí las piernas y extendí un brazo, el izquierdo. Apuntando al frente, recorrí la habitación con el dedo. Cerraba los puños y caminaba como Él lo hacía, procurando concentrar toda la sensualidad en el culo, una parte del cuerpo a la que yo había ignorado por completo. Sonó el timbre. Era Anastasia, mi vecina del piso inferior. Me sorprendió verla en mi puerta porque creía que nunca salía de su apartamento por la falta de un perro al que sacar al parque. Seria, enjuta, no enfadada pero sí siniestra. -He cocinado un potaje muy rico, ¿quieres probarlo? Mi boca me hizo decir sí cuando quise decir no. Sin explicarme cómo, paré la música y bajé a su apartamento. Dentro, me comentó que había notado que me gustaba la música alta y también que las paredes de su apartamento retumbaban con el ruido. No hablo más. El gato me escrutaba. Aquel infecto animal desconfiaba de mí, desconfiaba de los seres humanos. No entendía como una mujer puede poseer un gato. Ni un hombre tampoco, porque los gatos no eran animales. Eran serpientes. Viendo el potaje y los ojos del gato me asaltó una idea: Anastasia había envenenado a su marido con un potaje porque le molestaba que los domingos viese el fútbol a todo 126 volumen, blasfemando, rompiendo la armonia familiar que formaban ella y el gato. Le metió matarratas en la cazuela y lo mandó al cielo. El gato lo vio todo. La mujer se había molestado en subir un piso hasta mi casa con el propósito de invitarme a comer. Ahora me asustaba por un plato de garbanzos y por una mujer que si era cierto que había asesinado a su marido, sus razones tendría. Una cosa era hacer desaparecer a un cónyuge y otra muy distinta dedicarse a la exterminación metódica de todo varón. ¿Hubiese matado mi madre a mi padre? Pudiera ser, si no hubiera estado la cárcel de por medio. De todas formas lo hubiese considerado una indignidad, algo que hubiese dignificado aún más a Mazo ante nosotros, le habría convertido en un mártir. Así pensaba mientras introducía la primera cucharada en el potaje, que desprendía un olor a incienso de iglesia. Alcé la vista para comprobar su expresión. Sí me miraba, sí sonreía. Aquella arpía era pétrea y lo único que me consoló fue ver que Anastasia comía potaje. Menuda imbecilidad, cualquier asesino sabe que no hay táctica mejor que tranquilizar a la víctima: pudo verter el matarratas tan sólo en mi plato. Pero yo no tenía miedo a la muerte. Lo demostraré más adelante. Me comí el potaje sin esperar que Anastasia me dirigiese la palabra. La mujer comía, yo comía. Quise comenzar una conversación. Me irritaba aquel zumbido del silencio que habitaba en su apartamento. Comencé con el engaño más útil que según mi padre se le podía decir a una mujer. -El potaje está muy rico, Anastasia. -Ya te lo he dicho. -Anastasia, si alguna vez necesita algo de la calle no tiene más que decírmelo y yo se lo traigo. -¿Tu crees que me podrías traer a mi marido? -¿A su marido? Yo tenía entendido que estaba muerto. -Eso ya lo sé yo. No creí que le pudiese echar de menos. ¿Conoces al padre de Natasha? Mi pobre Ramón era igual, incluso peor. Le faltaba de todo lo que a un hombre no le ha de faltar. Ya sé que algunos vecinos piensan que yo lo maté, no soy sorda, pero es que un hombre así merecía morir. No, no te asustes ni dejes caer la cuchara al plato, si lo maté o no es lo de menos, lo importante es que se fue y me hizo la puñeta porque me aburro soberanamente. -No me imaginaba que la música se oía en tu casa. De verdad, bajaré el volumen. -¿Y esos saltos que das? Me cogió. Cuando subí al apartamento estaba lívido, no por el potaje de garbanzos con incienso: por las amenazas veladas que la mujer me había lanzado. Durante varios días no me atreví a poner música ni el vídeo ni practicar nuevos y atrevidos pases de baile. Un día, tumbado en la cama de mi padre y revisando algunas de sus agendas y notas, me dio por contar el dinero que me quedaba. Contando y contando pronto dejé de contar. Se me estaba agotando el dinero. 127 Dinero. Hasta ahora habían sido moneditas y papelitos que circulaban alrededor de mí y a veces caían sobre mí, mas no me preocupaban, no sabía de dónde salían ni me interesaba. Sí, del trabajo y del sudor de mis padres. Bien, ¿eso qué significaba? Literatura, palabras vacías, lo del sudor venía de la Biblia, con lo que cada vez contaba menos para mí, porque el lenguaje de la Biblia tendía a dramatizarlo todo y yo tenía objetivo de probar sin teatralizar. Jesucristo era un experimentador. Pues, ¿no se fue al desierto para ayunar cuarenta días? ¿Y no caminaba sobre las aguas? ¿Y no desafió al César? ¿Y no lavó los pies de una prostituta? ¿Se imagina alguien yo a mi madre o a un cura diciéndoles: ahora vuelvo, voy a la calle a limpiar los pies de las prostitutas? No quería ni sudar ni andar sobre las aguas, lo que necesitaba era algo más de dinero. No podía contactar con Mazo, era evidente que él tampoco iba a contactar conmigo. Albergaba dos posibilidades: una era pedir prestado dinero a un vecino. ¿Cuánto? Cincuenta, cien, ciento cincuenta. La otra era recortar gastos: me decidí por la segunda, que coincidió con la llegada de las Navidades, mi segunda época en la casa de apartamentos de la calle Segunda República. Las Navidades, tiempo de abundancia en todos los sentidos, regalos, comidas, fiestas aburridas, algún que otro rezo y misa, la familia unida. En mi caso concreto algo menos, ya que cuando Mazo vivía con mi madre, coincidía que solía estar ausente en la mar por esas fechas. La historia se repetía, ahora con su hijo. Ya he mencionado, disponía de dos opciones: mendigar o recortar gastos. Una tercera hubiese sido buscar algún tipo de trabajo temporal: de otra cosa no, pero de tiempo sí que disponía. Yo no estaba preparado, o diría dotado, para el trabajo. No era mi culpa. En casa y en el colegio me habían inculcado la idea de prepararnos para lo que nos vendría después, la agresiva vida, despiadada como los lobos: yo ya estaba pasando lo mío. Recordar el priapismo me ponía la carne de gallina. Lo que sí era cierto era que necesitaba hacer un examen de conciencia, o más bien un examen de cuentas. Me quedaba muy poco dinero, no obstante, el tamaño de mi estómago y el de Galeón seguía siendo idéntico. Incluso mayor. Hacía un mes que Roberta no me fiaba. No es que desconfiase de mí, pero un día: -Oye, ojasos verdes, mira que ya no tengo papel suficiente para apuntar todo el dinero que me debesss, o que me debe el valeroso de tu padre, que yo pensaba que era cosa de unos días, un mes a lo sumo. Pero chico, que me parese que vamos a tener que ir pagando a partir de ahora lo que compremos, ¿te hase? No había alternativa. Yo también pensé que era cosa de días. Pillé un papel y un bolígrafo para hacer unas estimaciones de lo que podía y no podía gastar. El dinero se acababa porque así estaba escrito. Como no vislumbraba solución alguna bajé a Galeón al parque y allí me encontré con Jaime y Juan Pedro que venían del bar el Feudo calientes, copas en mano, y cruzaban la calle en dirección al Vietnam. Troski iba amarrado con dos férreas cadenas que Juan Pedro llevaba sujetas por un mecanismo al brazo que él mismo había diseñado. Pobre Troski, condenado al exilio, a la soledad, a la incomprensión. Atado a un árbol y con un bozal 128 metálico en la boca mientras Galeón y Mercurio competían. Siempre me preguntaban si había recibido noticias de mi padre, y mi contestación era siempre la misma: no. Como eran mi familia, tuve que contarles mi situación, por descontado sin esperar limosnas o préstamos que jamás hubiese aceptado. Juan Pedro vino con una idea que si bien suponía una ruptura de mis principios, el No Trabajar, sí se presentaba como una alternativa en la que yo no había pensado. Bien calibrado, parecía un negocio a primer golpe de vista, honrado, y por encima de todo, sin moverme de la casa y de la calle Segunda República. -Luisín, somos unos cuantos vecinos de esta casa los que tenemos perros, pero no es que no tengamos tiempo para sacarlos, que sí lo tenemos, es que sacar a estos enfermos mentales es una tortura, unos no se llevan bien con otros, o se deprimen, o se pelean. Aquí mi amigo Jaime y yo te proponemos un negocio si estás de acuerdo, dame un poco de coñac, Jaime. Saca a los perros a la calle y te pagamos por ello. No, no te preocupes que yo hablaré con todos los que se interesen y propondremos un precio con el que seguro que saldrás de tu crisis hasta que el marinero llegue. Organízate, véndete, que es lo que se estila en estos tiempos globales. Tú serás el mejor sacador de perros del barrio. Habla con el Sheriff para que te permita colocar un anuncio en la entrada de la casa. Esa furcia intelectual te tiene aprecio y a tu padre más. Puedes incluso exportarte, sacar perros en esta zona de Madrid. ¿Qué te parece, eh? Increíble para venir de un ex - militante comunista, ja, ja, ja. A mí eso me daba vergüenza porque lo había estado haciendo gratis hasta entonces. -¡Pero cómo que gratis! En este mundo no se hace gratis ni el amor. ¿Crees que los protestantes y los comunistas hubiesen prosperado si hubiesen hecho las cosas gratis? Tú has ido a los jesuitas, ¿no es cierto? ¿Hacían ellos algo gratis? Si, claro, me dirás: salvar las almas. Eso también lo hago yo, y aquí mi amigo Jaime, que lleva a estas horas de la mañana un buen tostao de coñac. -No es cierto, voy agustico, que hace frío, escritor de ladrones de bancos, pero el negocio me parece una gran idea. Puedes empezar con Sebas, que el muy perro no baja ya a Cosa ni que le colgasen de esa farola. Yo conocí a un tipo en Barcelona que se dedicaba no a sacar a los perros del vecindario sino a limpiarles la mierda. El hombre, estudiante de Económicas, seguía a las personas que sacaban los perros a la calle y cuando éstos depositaban una mierda en la acera, él se colocaba unos guantes protectores de plástico y la introducía en un cubo. Ya sabéis como son los de Barcelona, exquisitos con su ciudad y con sus manos. Los perros tienen delimitada la Zona de Deposiciones, que así la llaman, pero claro, exigirle a un perro que cague donde al alcalde se le antoja es llevar las cosas a un límite. Pues aquí vio el chico el negocio y os aseguro que se esta forrando con sus guantes de plástico protectores, y hasta da empleo a otros estudiantes. -Venga yaaa... -cortó Juan Pedro. 129 Venga yaaa, pensé yo. Navidades y Capitalismo. Porque fue precisamente en aquellas solitarias navidades cuando yo, Luis, hice mi entrada triunfal en el mundo del Mercado. La proposición de sacar a los perros de otros me agradó. Miento, lo que me agradó fue poder sacar un beneficio de ello. No sería mucho, pero sí suficiente para poder mantenerme sin tener que recurrir a terceros. En el fondo y si se me apura, lo hice por mi padre, para que ella no viese que de una manera u otra se había olvidado de mí, abandonándome como un barco a la deriva. Entretanto, y mientras preparaba mi conversión al capitalismo, quise acabar lo comenzado. Yo quería bailar, la Fiebre del Sábado Noche no me había abandonado del todo pese a las sutiles amenazas de Anastasia y el pánico a la falta de víveres. Cada mañana, una vez acabados los ejercicios gimnásticos, me vestía con elegancia según lo que encontrase por el apartamento de Mazo. Ropas un tanto pasadas de moda, sofisticadas. Conectaba el vídeo a volumen moderado y bailaba, bailaba hasta caer extenuado. Intentaba seguir los pasos del americano. Night fever, night feveeer, we know how to do it, gimme that night fever, night feveeer, we know how to show it. Dame la fiebre de la noche, sabemos como hacerlo, sabemos como mostrarlo. ¿El qué? El bailar, el vivir la noche con mujeres sensuales y abiertas dispuestas a todo, dueñas de sus cuerpos y de sus mentes. Lo mío era un matiz diferente, no bailaba en la noche febril del sábado sino en las frías mañanas de la capital del reino, con Galeón y su pelambrera siguiéndome, mordisqueándome los tobillos. Un día me cansó y me decidí a masturbarle: se quedó como una rosa marchita. Al observar su semen esparramado por el suelo, vi que había diferencias con respecto al nuestro: era más agua que semen. A ver si ahora iba a resultar que tenía un perro estéril. Impotente no era porque a la Chucha la dio lo suyo. Me miraba de continuo al espejo, me convertí en un vanidoso, en un Transformista. Es asombroso lo rápido que se podían mandar al infierno años de educación cristiana. En cuanto dispuse de libertad, todos mis ancestros libertinos afloraron en mí, lo que en el fondo viene a decir que los genes de mi padre, antes dormidos, despertaron con tal virulencia que ya no recordaba ni la línea del autobús que llevaba a la universidad. ¿O era el metro? Ahora estudiaba Movimiento Corporal. La mañana antes del veinticuantro de diciembre preparé un cartel en el que anunciaba que bajaría a los perros de los amos que quisiesen por una cifra moderada, no especificaba cuál, primero por timidez, segundo por desconocimiento del mercado, tercero para no parecer un pesetero. Mi intención era dejarlo a la voluntad de los clientes. Entonces me dirigí al Sheriff, que en ese momento no estaba en su caseta. Me senté en una de las bibliotecas de espera a retomar algunos de los libros que había estado ojeando. Contaba con que era el periodo navideño y los corazones de las personas se ablandaban ante la necesidad, incluso los corazones de los ateos que la celebraban. Pasaron los minutos y las medias horas y el Sheriff no aparecía. Quien sí apareció fue Natasha. El corazón me dio un vuelco. Ahí 130 estaba, la Princesa Lesbiana con su perrazo Bormann y con sus caderas forradas en negro. -¿Estás esperando a alguien? -Al Sheriff, tengo que preguntarle una cosa. Se sentó junto a mí. Como yo no sabía guardar un secreto, le enseñe el cartel que había preparado, le expliqué los motivos que me inducían a elegir como futura profesión Bajador de Perros, o mejor, Paseador de Perros, que fue lo que ella me sugirió. -La palabra paseador da más confianza. Bajador es más inmediata, parece que los bajas, los subes, y te guardas el dinero. -¿Y no es eso lo que quiero hacer? -Cada palabra tiene su efecto en las personas, paseador da tranquilidad y sosiego. Vas a pasear, a disfrutar con el paseo y de paso con los perros, eso los dueños lo agradecen. Bajador sería la palabra que escogería por ejemplo mi hermano: bajador, matador, exterminador. -Hay una diferencia entre Bajador de Perros y Exterminador de Perros. Lo que necesito es mantenerme hasta que Mazo llegue. Lo que necesito son clientes. Empezaré por ésta casa e iré extendiéndome por todo el barrio, que está plagado de perros. -Voy a subir al perro y vamos al Feudo a tomar una cerveza, ¿quieres? Mañana, tarde, noche, daba igual. El Feudo abarrotado de obreros cachas y abrigados. Cualquiera de ellos, el más flojucho y enclenque me hubiese atizado tal puñetazo de habérselo propuesto que no hubiera vuelto a ver el sol resplandecer. Al pasar por la puerta de la lavandería, una de las Zorras estaba en la puerta apoyada. Viejoputón. Al mirarla esbozó una sonrisa. Vaya, ahora sí que estás celosa, pensé. Cuando tuve que hacer el recorte de gastos, las Zorras no entraron en él. Prefería no comer a dejar de visitarlas, porque estaba seguro de que tarde o temprano, ese sueño que tanto perseguía y que tantas masturbaciones me había costado: Orgía en la Sala de Máquinas, se haría realidad. -¿Qué tal va la poesía? Me dijo tu hermano que estuviste en un congreso de escritores. -¿Te gusta esa mujer? -¿Qué mujer? -La de la lavandería. -Bueno, no me había fijado especialmente. Vamos, son atractivas, pero algo mayores para mí. ¿te gustan a ti? Ahí me jugaba el todo por el todo. Si contestaba que sí, ya podía ir preparando mi cuerpo y mi alma para lanzarme desde un puente. -No están mal. También son algo mayores para mí. ¿O crees que solo tú eres sensible a la edad? Yo en absoluto lo era. -La poesía es mi mujer. Las demás son iguales que los hombres, yo no veo diferencias entre los hombres y las mujeres en lo que al amor se refiere. El amor no tiene sexualidad. Yo me enamoro de los seres vivientes. Yo 131 quiero más a mi padre que a mi madre, a mi hermano más que a mi antigua novia, a la poesía más que a mi novia. -¿Ahora tienes novia? -Luis, haces muchas preguntas. -Has empezado preguntando tú. -Mi corazón está vacío como tiene que estarlo el de toda persona que escribe. El amor es para la gente vulgar. El ansia de amor es para mí. Supongo que ya habrás experimentado la tensión que la busqueda del amor ejerce sobre nuestros cuerpos y nuestras almas. Esa tensión que sientes cuando entras en la lavandería y ves a Pilar o a Mercedes. -Yo no siento ninguna tensión cuando las veo, no entiendo porque dices eso. -No me engañes porque algo sentirás, aunque ya sé que no estás enamorado de ninguna de ellas. Yo disfruto sintiendo la angustia de la falta de amor, y si lo consiguiese, dudo que pudiera escribir versos, o al menos, como los escribo ahora. Disfruto viendo como la gente vive. Van pasando los meses y los años y siguen con ese tizón encendido que es la angustia de verse morir sin encontrar el amor, su Amor, ese que se supone que está escrito en la frente de cada uno de nosotros y que la mayoría no conseguirá jamás. Es una condenación, es el pecado original del que tanto te hablarían los jesuitas. El amor es como una hogaza de pan de pueblo: no hay para todos. Y no pienses que hablo por hablar. Yo soy la primera condenada. -Pero, el que busca el amor lo encuentra, tampoco hay prisa. -No, si yo no tengo prisa, no es cuestión de prisa. Aunque los segundos durasen milenios el amor seguiría sin llegar, Luis. ¿Quieres otro coñac? Veo que has andado con Juan Pedro y con el grandullón que tiene un galgo. El amor no existía, o si existía era en dosis mínimas, al que le tocase, que lanzase cohetes y fuese de pueblo en pueblo comiendo hogazas de pan. Al que no... Pero, ¡que diablos! ¿Con mi edad me iba a preocupar de retortijones metafísicos? A mí lo que me desazonaba era el saber si era o no lesbiana. Por la manera que tenía de expresarse, la chica era un jeroglífico. El orgullo me carcomía. El fracaso era inaceptable, mejor no hacer la prueba y alimentar la duda. Prefería no saber a saber mal. Llegó la legión. Juan Pedro, Jaime, Sebas con una paciente, Maya, la mujer de Lope. Él estaba practicando con el florete. Sus perros. Troski en el exilio, en un árbol atado. Yo me alegraba de verles a ellos porque me consideraban su mascota, el pequeño entre los grandes al que había que instruir y cuidar. A la que se sentaban en la mesa y acercaban sillas bombardeando al camarero de las negras uñas con pedidos, yo me di cuenta de un detalle que había pasado por insignificante mientras conversábamos: Natasha había dicho que no era insensible a la edad. Me sacaba cuatro o cinco años, eso, a mi edad, eran años. ¿Y si no fuese lesbiana? No podía pensar tanto, me daba dolor de cabeza. Yo tenía los ojos verdes, de pequeño las amigas de mi madre me piropeaban por ello. ¿Es que ahora no contaban? 132 Alcohol duro a tutiplén. Que no faltase. ¡Abajo los desayunos, arriba el coñac! Yo estaba seguro de que iban a celebrar una fiesta por Navidad, Navidad atea pero Navidad al fin y al cabo. Y así fue. El primero en saltar a la arena fue Sebas, cuya paciente le miraba embobada: -¿Dónde hacemos la fiesta de fín de año? -Pues en tu consulta, dónde va a ser. -dijo Jaime. -¡Ehhh! Silencio, pecadores. El día 31 celebraremos la llegada del año nuevo en mi humilde morada, así que ya sabéis, traed lo que queráis y a quien queráis. Natasha, puedes traer al capullo nazi de tu hermano pero sin su manada de bateadores. Quiero anunciaros que a partir de ahora Luis se encargará de bajar a los perros siempre que se lo pidamos, y que sea un horario decente, por supuesto. A cambio le daremos un salario colectivo, que su padre parece que se retrasa con el barco. ¿Ves las ventajas de tener un padre díscolo? Todos levantaron las copas y brindaron y rieron, y yo, mirando de reojo a Natasha. Las Zorras hicieron aparición en el bar para su desayuno matutino por el que se metían entre pecho y espalda dos cafés largos y tres tostadas con mantequilla y mermelada, macarrones, para el que cerraban durante casi una hora la lavandería. Se unieron a la mesa. Fueron invitadas a la fiesta. Con el coñac, yo sufrí una erección. Cuando subiese a casa miraría en el diccionario el significado de la palabra díscolo. Ya disponía del título oficial de Paseador de Perros de la calle Segunda República, sin número. No necesitaba ni cartel en la entrada ni el permiso del Sheriff. Decidí revisar de nuevo mi alimentación, que se basaba en las pastas y en los arroces, de los que ya era un genio. Lo que recortase para mí sería recortado para Galeón. Si yo crecía, él crecía, si yo me encogía, él detrás. Todo tenía que estar preparado para el día 31 de diciembre, porque el día uno de enero comenzaba mi nueva vida. Trabajar, quién lo hubiera dicho, si la sola palabra me producía vértigo. Los curas trabajaban, mi madre y mi padre trabajaban, a mi alrededor la humanidad trabajaba. ¿Por qué yo asociaba la palabra Trabajo a la palabras Esclavitud? Nos hablaron tanto de la esclavitud con los griegos, con los romanos, en las minas del Nuevo Mundo, en los algodonales. Yo ya veía látigos, sudor, lágrimas. La mayonesa, fuera, adiós. Me produciría acidez en el futuro. El queso, otro tanto. Las vitaminas y proteínas del queso estaban en la leche, con lo que estaba duplicando gastos. Congelados de pescado, ¿para qué? No sabían a nada y podían ser cualquier cosa, hasta carne si se lo proponían. Lo ideal eran las sardinas, que según los expertos, eran los peces con más minerales y calcio. El chocolate era un veneno, nos lo decía mi madre, a Galeón no le gustaba. Deshechado. Una vez, viendo la televisión en mi casa materna, vimos a un hombre al que se le había reventado el hígado por unos huevos, ocurrió en un barrio del sur de Madrid hacía tres años: fuera huevos. Recordé las escenas de una cámara oculta en la que se espiaba como se elaboraban las salchichas. Un tipo iba introduciendo por un embudo de 133 hierro los objetos más inverosímiles: desechos de animales muertos, carne de cuarta, condones usados, huesos, plásticos. De vez en cuando escupía y este detalle le hacía gracia; en la parte inferior del embudo todo se trituraba, se mezclaba con unas moles de grasa, y juntos iban a las prensadoras en cadena, de las cuales emergían unas salchichas uniformes que se plastificaban en envoltorios. Acto seguido a la tienda. Pues no. Salchichas Nucleares no. En el arroz y en la pasta seguía teniendo una fe ciega. En las sardinas también. Me vino a la mente un artículo de una revista. Explicaba que el virus de la carne de cerdo reside en nuestros cuerpos un mínimo de cuarenta días, viajando por nuestras venas y contaminando nuestra sangre. Ya entendía porque los musulmanes no comían cerdo, no querían ser contaminados por viruses durante tantos días. Olvidáos de mí. Era una pena, ya que el chorizo cortado en rodajas y frito quedaba muy rico con el arroz blanco. La salud era la salud: yo estaba en la edad del crecimiento tardío. El coñac no podía borrarlo porque era un gasto accesorio, no repercutía en el presupuesto mensual. La mayoría de las veces Jaime pagaba, ya que se tomaba tantos que pagar tres más le era indiferente. Una afición recién adquirida, no pensaba rechazarla así como así. Las cebollas para el sofrito inicial eran baratas; con los pimientos pasaba lo mismo; pero los tomates, ¿qué sentido tenían? Había ocasiones en las que sabían amargos, otras dulces, para evitar confusión de sabores decidí evitarles yo a ellos. El pan, el sagrado pan, el cuerpo de Cristo, su composición básica era similar a la de la pasta. Fuera pan de momento. Una vez concluida la lista de materias primas para la supervivencia, me encaminé derecho al armario de mi padre a buscar el vestuario que elegiría para la fiesta de fín de año. Una camisa blanca con el cuello subido hasta la garganta, un chaleco negro con la parte trasera gris. Mis pantalones negros vaqueros ceñidos. Para los pies disponía de unas botas cortas o de unas zapatillas de deporte blancas: lo decidiría en el último instante. Mi pelo había crecido desde que las manos de Natasha lo trasquilaron. Una alternativa era imitar al americano de la película y rociarlo de brillantina, formando un tupé. Lo probé con jabón y agua. No me convenció, era rizar el rizo. Satisfecho de mi cuerpo y de mi mente. Tenía el presentimiento constante de que algo iba a ocurrir que estaba relacionado con mi corazón y más en concreto con mi miembro viril. Natasha, Bocalinda, Viejoputón. Una de las tres debía caer para que yo pudiese seguir adelante. En el Parque del Vietnam la temperatura era agradable, unos grados por encima de la calle. Yo paseaba con Galeón en solitario. Vamos, condenado perro, corre, salta, le gritaba, pero el animal se había acostumbrado a salir a la calle en compañía de otros perros y se había vuelto incapaz de jugar solo. Yo le aburría. De pronto, Galeón salió al galope en dirección a unos densos arbustos. De allí salió la Chucha, la perra más puta del barrio, pero había engordado. Galeón la olía, se puso tierno con ella. La perra estaba preñada. Yo me acerqué y la acaricié pero el perro la apartaba cariñosamente con el hocico: la quería solo para ella. 134 -Tranquilo, Galeón, yo no quiero nada con ella. Parece que le gustaba, se había convertido en adulto antes que yo. Con mis antecedentes, yo daba a la Institución Familiar Humana veinte años de futuro como mucho. La animal la tenía frente a mí, tan fresca y primitiva como siempre. No debía haber evolucionado un ápice desde que los perros inundaron la tierra. Comencé a caminar en dirección a casa sólo, para ver su reacción. El muy bastardo no se movía, no me miraba, por el contrario, se enroscaba con su amor. Me daba perfecta cuenta de que yo estaba haciendo el imbécil. Un paso tras otro llegué a la puerta blindada de cristal. Quise hacer una prueba: ver la fidelidad del perro, sobre todo ante la amenaza de quedar sin el sustento diario y tener entonces que buscarse la vida en los basureros municipales. Apoyado en el balcón, esperaba secretamente al principio, luego silbando con descaro, que el nuevo padre de familia abandonase a su familia segunda y volviese al redil de su familia original. Tanta adultez y en el fondo me sentía solo. Eran las Navidades y estaba en peligro de perder al único ser al que veía por las mañanas. Eso, al fin y al cabo, era lo que marcaba. Si no hubiese dispuesto de unos vecinos tan solidarios y estrafalarios, sumados a un perro atento y cotilla, hubiese muerto de inanición. Hambre de compañía, no de arroz ni de spaghettis. Entre el día de Nochebuena y el de Nochevieja recibí una llamada de mi compañero Javier, al que no veía desde que el curso dio comienzo, y al que no tenía intención de ver a menos que se pasase por mi casa. Lo que me comentó fue sin duda curioso: -Luis. ¿Dónde te metes? ¿No te vas a presentar a ningún examen de enero? -Pues no tenía nada previsto. ¿Cuántos exámenes hay? -Pues, pues todos. ¡Cuantos va a haber! No has aparecido por la facultad ni un solo día. -Bueno, no es que pase de todo, es que no he tenido mucho tiempo para pensar en ello. ¿Qué tal es la gente, el ambiente, profesores? Yo era por preguntar algo, ya que la universidad me quedaba tan lejos. -Pfff, pues como siempre. ¿Qué haces en Nochevieja? -Estoy invitado a una fiesta aquí en mi casa, iré con mi novia. -¿Qué novia? -Mi novia, cual va a ser. En realidad son dos, lo malo es que ellas todavía no lo saben. A ver si vamos al cine un día de éstos. Esa fue la conversación. No muy profunda para venir de dos estudiantes universitarios. ¡A la basura con los legados culturales! Que yo quería bailar, beber coñac y excitarme con la presencia de las Zorras y de Natasha. Me extrañó que mi madre no me llamase por Nochebuena, ya que, dejando a un lado su creencia religiosa militante, también creía en la familia, en la unidad de la familia en una fecha tan señalada. La única llamada que recibí de fuera de la calle Segunda República fue la de Javier. Fue más una llamada de curiosidad que de solidaridad. Juan Pedro o Sebas me llamaban pero para cosas cotidianas como ir al bar el Feudo. Natasha llamaba a la puerta para bajar a los perros. Jaime para beber coñac. Que mi padre no me 135 llamase lo entendí porque si estaba atrapado en medio de una tormenta no podría dejar la sala de máquinas para decir a su hijo feliz navidad, te dejo que nos hundimos. Pero si estaba revolcándose entre las piernas de una caribeña me lo iba a pagar. Conociendo a mi madre, que tampoco la conocía tanto, hubiese apostado a que estuvo frente al teléfono el día de Nochebuena esperando hasta agotar el último segundo de la noche. Prefirió comerse sus creencias y no llamarme. Ni cené langostinos ni cené patatas fritas ni me acordé de que era Nochebuena hasta bien entrada la noche. Para entonces no me acordé de llamar. La primera Nochebuena que celebraba como una noche cualquiera. Los árboles de la ciudad iluminaban las calles con sus bombillas de colorines, la música navideña salía de los centros comerciales. En la calle Segunda República ni luces, ni música. Según Jaime, el dueño y camarero del Feudo era un anticristo y expulsaba del bar al primero que se atreviese a entonar un villancico, y más si era obrero. No colocó ni una sola bola, ni una sola guirnalda, ni tiras de flecos de colores. Tipo persuasivo por su tamaño, enérgico, la energía de las uñas negras y el trabajo de cocina y de servir. Ese explosivo cóctel daba mala sangre, no me extrañaba que fuese ateo. 136 ¿Qué importan los ingredientes en una receta? Nada. En la fiesta de Nochevieja todos los invitados llevarían un plato cocinado de su casa para el Comedor Común, ese era el nombre que le dio Juan Pedro. A mí me quiso excusar de la obligación pero yo me resistí. Le dije que podía estar tranquilo, que mi capacidad de hacer un plato comenstible estaba fuera de discusión. Quería demostrar que podía cocinar y mejor que algunos de ellos. Mejor cien veces que Anastasia, mujer clásica metida en la cocina, aprendiendo de su madre, luego cocinando para su padre y a la vez para su novio, más tarde para el desgraciado de su marido, y por último para mí. La base, la clásica. El arroz. El mejor arroz era uno con marca de filósofo cuya caja era tres veces mayor que el contenido interior: un tercio de arroz, dos de aire. Compré ajos para darle un sabor que disimulase la falta de aditamentos sólidos. Poseía sardinas en aceite de oliva. Un par de cebollas y un pimiento verde grande. De perejil disponía en casa: al espolvorearlo sobre el arroz, colorearía de navidad la blancura del arroz; aceite de oliva. Pues ya estaba. Roberta quedó apesadumbrado por las raquíticas compras que le hacía. -Hijo, ¿estas pasando hambre? Te veo más delgao. Como se nos muera la señorita de Muruza, tu padre me ata un ancla al cuello y me tira al río. Hala, venga, ésto, regalo de la casa. Un turrón de chocolate con arroz inflado, de los que me gustaban. Víspera de Nochevieja. Hay ajetreo en los apartamentos: Maya grita a Lope, que a su vez grita a Fifí. Se oían los trotes de Martín y de Bormann por toda la casa. Juan Pedro me llama para que pruebe su pollo al curry y otras delicias indias, las Zorras no abren ese día la lavandería, impidiéndome recoger la ropa interior y forzándome a lavar a mano un par de calzoncillos y algunos calcetines. El plato que pensaba preparar lo encontré en la receta de un periódico. Ensalada de Arroz Frito. Yo añadía y quitaba detalles según mi situación personal. La receta era para cuatro personas, yo debía cocinar por lo menos para seis. Cinco y un perro era la cifra. Puse a cocer el arroz en agua hirviendo con poca sal. Entretanto, repasé la lista de ingredientes que necesitaba para la ensalada. Empezaba por tomates maduros que me salté pasando al segundo ingrediente: queso manchego. Un ingrediente esencial, la base de la ensalada del periódico, salía pedazos de él en la foto. Ya pensaría más tarde una solución apropiada. Cucharadas de aceite, del que disponía de dos botellas enteras. Cucharadas de vinagre. Mazo tenía vinagre en la nevera: desprendía un olor a hospital, pero era vinagre. Azúcar, eso era fácil. Cebollinos, ¿qué diablos eran? Tenía cebollas, si la raíz de la palabra era la misma, el producto debía ser similar. Perejil, ajo y sal. Pimienta, la pimienta era el condimento del que todos hablan y nadie supo explicarme cuál era su fín determinado. Me faltaba el queso manchego, pero recordaba que las sardinas eran omnipresentes en la despensa. Saqué una lata y la coloqué al lado de los demás ingredientes: las sardinas sustituirían al queso. 137 Con el resto de la mercancía contaba. La gracia del plato era cocinarlo un par de horas antes de servirlo, para que el arroz estuviese crujiente y comestible: yo me iba a poner manos a la obra casi treinta horas antes. Tumbado en el sofá, mi posición favorita, releí la receta para entenderla y sacarla todo su jugo. No quise llamar a Juan Pedro para que me explicase el significado de la palabra escaldar. Galeón probaría el resultado. Con el arroz ya cocido mezclé un poco de ensalada de arroz con sardinas y se lo largué: visto y no visto. El animal me sacó de dudas. Si él la admitía, los comensales de la calle Segunda República lo harían sin rechistar. Esa noche tuve un sueño que yo tomé como premonición y cuyo argumento se basaba en el cambio de preferencia sexual por parte de Natasha. Abandonaba el lesbianismo para convertirse gracias a mí al bisexualismo. Entonces me cogía de la mano. Al despertarme me encontré bañado en un mar de esperma. Me acordaba de sus palabras. Estuve obligado a reconocer que no entendí lo que me quiso decir, por eso lo tomé como un signo positivo, o al menos neutro. Nochevieja, la noche pagana en la que todo estaba permitido. El baño me esperaba y quería oler bien. En vez de ducharme como hacía todos los días, me di un baño. Aquella mañana no hice ejercicios gimnásticos ni bailé ni nada. Me bañé y me contemplé desnudo flotando en el agua. Veía el pene subir y bajar, sumergirse entre la espuma a la espera de su gran noche. Lo limpié, saqué brillo, lo froté hasta que se puso enhiesto como mástil. No me masturbé. Era la ocasión apropiada pero quería ahorrar unas energías que pudiera necesitar si se presentaba la ocasión. Si la fortuna quería que hiciese el amor con Bocalinda y Viejoputón, debía guardar hasta la última gota de mi alma, porque eran dos mujeres que una vez lanzadas lo pedirían todo de un hombre, le exprimirían hasta convertirlo en uvita pasa. Había que empezar a vivir, a disfrutar. Pensaba: ¿Cuántas veces serás joven? Todo lo perdonan. Luego se me acabará el chollo y tendré que responder por mis errores. Pero eso será luego. Jugemos a ser Chico-Hombre. Chico para unas cosas, Hombre para otras. Y me revolcaba en la espuma y me sumergía, limpiando mi cuerpo y mi mente, preparándola para la gran noche, donde me daría a conocer como cocinero, como bailarín y como amante brutal. Martín llamó al timbre. -Baja conmigo, quiero que veas algo. Al bajar a la calle me mostró su nueva adquisición: una motocicleta todo-terreno de quinientos centímetros cúbicos. Segunda mano. -Dios, ¡qué guapa! ¿De dónde la has sacado? Si tu no trabajas. -Pero cobro el paro, chico. De algo tendrá que servirnos esta cochina democracia podrida que tenemos. Sube, que nos vamos. Me dio un casco y nos fuimos por Madrid atronando las calles y las aceras. No estaba dentro de la circulación sino contra la circulación: insultaba, maldecía, amenazaba a los peatones mientras yo, acurrucado en el asiento de atrás, rogaba que no chocásemos y se arruinase mi noche. Hacía frío y no había cogido una zamarra, el viento provocado por la velocidad 138 que el loco nazi imprimía se filtraba por los poros del jersey y por las comisuras del casco, que por cierto apestaba por dentro. A base de ir y venir por callejuelas y avenidas había perdido toda noción de dónde me llevaba. Klok, klok, klok, una maldición: -¡Joder! ¡La gasolina, nos hemos quedado sin caldo! En medio de la tierra de nadie. En un barrio que parecía el extranjero, me quedé tirado con un nazi a bordo y sin gasolina. -¿Tienes algo suelto? Yo no tengo un pavo. Nos detuvimos en la acera de una calle; no pasaba gente. Martín apoya la moto en el caballete. Los coches pasaban zumbando y Martín los miraba. Por la mueca de su cara adivinaba que si hubieran pasado más despacio, alguno hubiera perdido la gasolina y la cabeza. Los minutos transcurrían. Martín se puso a otear el depósito para ver si el milagro acontecía y se llenaba solo. Pasó un tipo con gafas, abrigo gris, portafolios negro. Martín se acercó al él. -Oye, ¿sabes dónde hay una gasolinera por aquí cerca? Aquí mi colega y yo que nos hemos quedado sin caldo más tirados que una colilla. ¿No tendrás por ahí algo suelto, yo qué sé, mil pesetas pongamos? -La verdad es que no tengo nada suelto, pero tenéis una gasolinera un poco más adelante, en esa esquina. -¿Pero cómo que no tienes nada suelto, pringao? ¿Es que no me has oído? ¡Venga, dame el dinero o te rompo las piernas, maricón! Martín le atenazó el cuello con una mano, con la otra la corbata. El tipo de las gafas estaba espantado por lo que se le había venido encima esa tranquila y soleada mañana. Martín levantó el puño. -¡Que me des algo o te mato aquí mismo! -Pe... per... o si no ten... go, déjame, por f... Lo empujó contra el cespéd. El hombre cayó del empentón: patada en el estómago, se axfisiaba. Martín registraba los bolsillos. Yo me fui hacia él. -Déjalo en paz, ¿no ves que no tiene nada? Vamos a la gasolinera y pedimos allí. -¡Mierda! Le sacudió un manotazo en las gafas, que salieron despedidas. Cogimos la moto y la empujamos hasta la esquina de la calle; al doblarla, vimos la gasolinera. -Pero fíjate qué bonito, una de autoservicio. Espérame aquí. Empujó la moto hasta uno de los surtidores. Yo esperaba en la esquina y miraba hacía el otro lado, al hombre que se levantaba con dificultad, encogido y dolorido, y buscaba sus gafas. Si yo no llego a vivir en la calle Segunda República, en estos instantes estaría con él, arrastrándome. Un estruendo: Martín gritando como el rey de los vándalos. Frenó en seco, yo me monté. Salimos despedidos con la moto encabritándose a cada cambio de marcha. -¡Les he dejado una buena deuda a esos hijos de puta! -gritaba-. ¡El depósito entero por la cara! Se reía a carcajadas. 139 Me bañé otra vez. Me sentía sucio y podrido. Helado por fuera y corrompido por dentro. Estuve en el baño hasta que la carne se me arrugó y las manos eran las de un viejo a punto para el gran viaje. Todo tan plácido, era pedir demasiado. Si lo que quería era armonía, más me valía que llamase a mi madre al País Vasco para que me dejase volver a la placenta hasta el final de los siglos. El hombre se había llevado una buena patada en el estómago y probablemente había perdido las gafas. ¿Llamaría él a su madre para que le admitiese ahora en la placenta? Eran las cuatro de la tarde del último día del año cuando nos juntamos todos en el parque. Perros y hombres. Natasha. Los perros dudaban entre seguir a Mercurio en su imposible velocidad o camelarse a la Chucha, pero ahí estaba Galeón para imponer su criterio. Troski siempre en una esquina, todo atado, todo amodazado. Juan Pedro sintió envidia de que los perros disfrutasen en libertad menos el suyo y amenazó con soltarlo. Fifí era un bichito ridículo, con unos chillidos de histeria ante la visión de un ratón. Sin embargo no hacía otra cosa que provocar a Troski, y el perro soviético, armado de paciencia, lo contemplaba como a su siguiente desayuno. -Juan Pedro, suéltale y acabemos de una vez. -decía Lope. -Fijaos en la velocidad de Mercurio, voy a inscribirle en el canódromo de Carabanchel. Me dijo un gitano que necesita más potencia en los músculos traseros. -Hoy vendrá tu mujer, ¿no? -dijo Sebas: carne pálida y ojos vidriosos. Con todo, mejorado. -Sí, con un piloto. -Ya, con el que te la pega. Tranquilo, que yo y Luis vamos a solucionar eso, a qué sí, Luis. ¿Has preparado la pócima para vertir en el arroz con el que nos vas a deleitar? -dijo Juan Pedro. Después de reunir a los perros y lograr que Sebas se acordase que él también tenía uno y fuese a llamarle, nos fuimos al bar el Feudo. Alcohol duro, mi preferido el coñac. Los perros debajo de la mesa, ni un obrero: estaban en casa preparándose para la gran borrachera anual y prometiendo a sus mujeres y a sus novias que el año que entraba serían capataces de obra o alguien pagaría por ello. Dos horas después salí del bar con cinco coñacs encima y dificultades para caminar. Natasha seguía bebiendo cerveza; aguantaba más que yo. ¿Era más hombre que yo? No podía subir y me fui a vomitar entre los arbustos, oculto. Galeón se empeñaba en oler y chupar el alcohol. Yo le permitía: lo mío era suyo. El coñac no era una broma pesada, era real y repercutía sobre el cuerpo y el cerebro. Las tripas se me salían, el amargor de los ácidos estomacales me incineraba el esófago. El Sheriff me ayudo a subir a casa y se lo agradecí sin palabras, sin gestos, sin mirarle, ¡no podía! Sería con toda certeza la comidilla de la vecindad a la mañana siguiente, ya se encargaría él. Me equivoqué, no lo hizo, era un portero intelectual, no un portero cotilla. Quería saberlo todo, propagaba lo que creyera oportuno. Quedaban pocas horas para la fiesta. Yo estaba en coma. Galeón me lamía la cara después de haber chupado el vómito; el coñac era un círculo 140 vicioso. Me quedé traspuesto durante dos horas. El mareo bajó pero la resaca subió, por lo tanto, sin dudarlo volví al baño por tercera vez. Era mi Día de Baños. Agua caliente, agua fría, agua caliente, agua fría. Las dos me sentaban como un puñetazo, las alternaba, y aún me quedaba cocinar. ¿Cómo iba a concentrarme en los ingredientes y en las mezclas? Seguí las instrucciones al pie de la letra, sustituyendo la palabra queso manchego por la palabra sardinas. Cuando hablaba de tomates, de cortarlos y escaldarlos, yo continuaba adelante, sin parar, sin echar la vista atrás, abriendo camino entre la espesura y fijando los ojos para digerir mejor las palabras y las órdenes. El último paso era calentar el aceite y freír el arroz. Freír el arroz. Freír el arroz. ¿Pero que decía este idiota? El arroz no se freía, se cocía. Yo ya lo había cocido. ¿Para que iba a freír? No era un error de lectura, no. Decía: freír el condenado arroz de una puta vez. Calenté aceite en una sartén que contenía restos de agua. Al calentarse el aceite, la sartén cobró vida. El aceite hirviendo salía despedido como catapultas, me abrasaban los antebrazos, yo no hacía otra cosa sino soltar tacos y palabrotas e improperios al cielo y al coñac. No podía acercarme. Resultaba cómico de no ser porque se libraba el drama humano de la pérdida absoluta del control. Vertí el arroz en la sartén y dejó de escupir aceite hirviendo. Me calmé. Mezclé el arroz con el aliño y lo deposité en unos cazuelos de plástico para la ocasión; llevaban sin ser fregados meses, con el polvo de generaciones acumulados en ellos, pero ya era tarde, la Ensalada de arroz frita estaba lista para ser consumida. Le puse al perro un descomunal plato de la recién ensalada. Luego me senté frente a la puerta del balcón a observar como engullía: metía el hocico en el plato a ciegas, no se concentraba pero su delicadeza era exquisita, ni un grano caía de sus fauces, no se daba un respiro. Al acabar me lanzó una mirada furibunda, quería más, los perros parecían poder comer hasta reventar. Podía haber sido generoso y volcar sobre su plato más ensalada, pero debía acordarme de los humanos. La camisa, el chaleco, los pantalones ceñidos, las botas negras, el pelo liso, sin línea. Algo quedaba en el olvido. Colonia. Oler bien. En el baño de Mazo enganché un frasco en el que se leía: Extase, fragancia natural. Me desprendí del chaleco y la camisa y la esparramé por el cuerpo, frotándome hasta que el olor penetrase por los poros y los dos fuésemos uno. ¿Por qué estaba tan nervioso? No me disponía ni a salir del edificio. Le dí un beso a Galeón, el primero y último que recuerdo darle porque no le gustaba. Metí los cazuelos de plástico con la Ensalada de arroz frita en una bolsa de basura limpia con cierre de asas y salí por la puerta canturreando en spanglish: Here I am, prayin´ for this moment to last, livin´on the music so fine, borne on the wind, makin´ it mine. 141 La heroína iba colosal para adelgazar. ¡Pásame el pollo, Luis! Sin su hija Pulga a la que rociar con coñac, Jaime era una máquina de comer, de lanzar los brazos a izquierda y derecha de la mesa. Llegaba a las cuatro esquinas, Pulga estaba sentada en el regazo de su madre. Una mujer de una edad entre veintiuno y cuarenta y uno con el pelo cayéndole un flequillo, buenas caderas y el piloto amigo suyo a su vera. Si se la pegaba o no a Jaime con el dicho piloto era algo que no parecía alarmar al fotógrafo ni hacerle mostrar celos. Con su masivo tamaño hubiese cogido al piloto delcráneo para darle unas prácticas de vuelo. La rumba del Caribe era la música que el dueño de la fiesta escogió esa noche para cenar. Oye como va, mi riiitmo, oye como va, la salsaaa. Juan Pedro cambió las cazuelas de plástico transparentes que yo había traído por unas ensaladeras con inscripciones chinas. -Hay que vender el producto, no seas católico. Estaba todo exquisito y recibía piropos de los comensales reunidos. Me sentía inflado de vanidad, les gustaba, e incluso Jaime le puso un plato pequeño a la niña, señal de que confiaba en que no caería fulminada. ¡Natasha estaba tan resplandeciente! Para distraerme lanzaba ráfagas a Bocalinda y Viejoputón, que conversaban con Juan Pedro. Las había colocado al lado suyo. Comíamos pero sobre todo hablábamos y reíamos, lo contrario de las cenas que yo tenía archivadas en la cabeza. Menos con mi padre, que como no saliesen los langostinos o las patatas fritas en su punto, se enfadaba y no comíamos. Yo pensaba con acierto: bueno, tengo tiempo de sobra para comer arroz con sardinas durante meses, quizás años. Con ésto, aprovecha y ponte morado pero evita el arroz con sardinas. Vete al que tiene curry. Lo hice. Vaya, me serví un plato tal de pollo con curry que sentí las miradas de todos concentradas en mi mano derecha, la que tenía el cucharón. En el plato lateral coloqué tres langostinos de ojazos negros y un chorro de mayonesa casera obra de Maya. Anastasia comía curry. -Qué pasa, Sebas, ¿no tienes hambre? -Si, claro que tengo hambre, lo que pasa es que tiene todo tan buen color y tanta gracia que no puedo elegir. A ver, acércame la ensalada de pulpo. Pero yo le observaba y lo que hacía era juguetear con el tenedor y revolverlo, esparcirlo para diese la impresión de que faltaba algo y de que ese algo residía ahora en su estómago. Vino, cerveza, champán, agua, Coca Cola. El coñac vendría después. Por esa noche el hígado podía dormir tranquilo, no habría coñac para no despertar a los ácidos. La música paró. Segundos de silencio, segundos que bastaron para percibir un profundo gruñido amenazador que venía del balcón: era Troski encerrado en su jaula. Transformó nuestra sangre en una catarata al corazón; el mío se aceleró. Juan Pedro gritó ¡Troski!, y luego una palabra en un idioma extranjero que yo juraría era ruso. 142 -Sebas -dijo Lope-, han llamado por el interfono. Han visto a tu perro correteando por el parque. -¿Qué? Se ha escapado, el muy animal. Hoy no, hoy no. Luis, acompáñame a buscarlo, por favor. Bajamos al Parque del Vietnam a buscar a Cosa, que estaría dando vueltas en círculos buscando una orientación a su existencia. Ante el abandono al que había sido sometido por parte del doctor, no le quedaba otro remedio para sobrevivir que bajar, subir, hurgar en las basuras. Yo sería su tabla de salvación en cuando comenzase mi rol de Paseador de Perros. Lo más interesante del caso es que Cosa iba perdiendo el afecto que todo chucho debe a su amo, aunque sea por el rancho que reciben. Claro, que si con Sebas no había rancho no había afecto. Era justo. Lo subimos a casa. Sebas me pidió que lo acompañase a su consulta un segundo, quería comprobar algo. En esa consulta se podía escuchar el caminar de una larva, la simple respiración provocaba eco, la madera crujía con mirarla. Yo esperé en la entrada, bajo la luz de una lámpara del siglo XVIII. Sebas, en su despacho, encendió la luz de un flexo en su mesa de trabajo. Yo veía la lucecita desde el pasillo. Abrió un cajón y lo cerró, sin brusquedad, luego un segundo cajón y lo cerró. Las revistas en la mesita de espera hablaban de de y para mujeres. Oí un mechero que se encendía, una inhalación profunda. Un intervalo, una exhalación. Unos segundos, otra inhalación profunda, intervalo, exhalación. Me rasqué la nuca. El ruido de las uñas contra el cuero cabelludo rebotó por las cuatro paredes. Me puse en pie sin moverme. Las tablas de madera crujieron. Sebas continuaba en su despacho con la puerta entreabierta y yo comencé a poner un pie detrás de otro, a caminar con prudencia. La madera crujía bajo las suelas; me paré: una inhalación, un intervalo, una exhalación. El mechero se vuelve a encender y prende un cigarro; oigo como se queman las hebras del tabaco y las brasas avanzan hacia el filtro. Continuo colocando un pie tras otro hasta avanzar y situarme frente a la puerta del despacho; de él sale un tenue rayo de luz del flexo, que pasa por encima de mi pie derecho; abro la puerta y veo la silueta de Sebas sentado en la mesa de trabajo y con la cabeza apuntando al techo; exhala humo; baja la cabeza. -Sebas. -Luis. Pasa. El sabor amargo y dulce a la vez me provoca la primera arcada que logro dominar mientras un torrente de calor sube como un cohete hasta mi cabeza y al no encontrar salida alguna se refugia en mis ojos y me escuecen ligeramente. El mar de plata está surcado por rastros negruzcos con porosidades y cráteres que finalizan en una perla negra y resplandeciente en la que si me concentro puedo ver mi cara reflejada. El mechero calienta el mar de plata, la perla negra se pone en funcionamiento. Tengo que seguir su rastro, no va descontrolada sino que sigue un valle y al llegar al límite del mar. La falta de llama la obliga a detenerse. Los temblores de la noche gélida en el parque desaparecen por arte de magia negra y los sustituye un 143 bienestar calefactor con agrado mareante. El humo pugna por salir y cuando lo exhalo apenas queda nada, está en mí. El telón de los párpados superiores empieza a perder consistencia, pugnan por acabar la función y cerrarse pero yo me niego, los abro al máximo. El sabor dulce-amargo está pegado como una lapa a mis labios y cada vez que la punta de la lengua los roza, sobre todo el superior, una potencial arcada se prepara, mas la domino. Una pausa, necesito aire, no, necesito con urgencia moverme, pero mis piernas ya no son lo que eran, pueden avanzar pero el tronco no sigue el movimiento coordinado de los pasos, por el contrario, se balancea como un péndulo; mejor pararse. Vuelvo hacia atrás sobre mis pasos, al lugar de origen, al mar de plata y a la locomotora que lo surca. No logro tener la cabeza erguida, el suelo actúa como un imán. El mechero vuelve a prenderse y la locomotora se pone en marcha, yo ya he pagado billete con lo que la cojo, la sigo. Llega al non plus ultra, milagrosamente gira, da la vuelta, arrea en dirección opuesta, dejando rastro y echando humo, como una máquina, se embala, acelera y parece que va a perder el control, yo la persigo pero se me escapa, algo va mal, estoy lleno, tengo un aviso de erupción en mi interior, el aviso viene de la garganta y los golpes del estómago. ¿Qué hago? La locomotora va tomando distancia, se va alejando mientras yo tengo que prestar mi atención a lo que ocurre en mis tripas, ya no veo la perla negra, los ojos se dilatan y contraen en un vano intento de contener la erupción volcánica, o por lo menos de entender lo que ocurre, mi boca se cierra para actuar de barricada, sin embargo, siento que no hay barricada posible que pueda detener y oponerse al regurgitar de la bolsa que por el momento contiene líquidos, carnes, especias exóticas que ya no tienen nada que hacer allí, mis manos se aferran al canto de la mesa, mi cara pierde la noción de espacio y tiempo y ya nada ocurre en el exterior que me importe, que me llame la atención, que pueda ver o distinguir, la espalda se dobla hacia delante, el tórax se contorsiona, me retuerzo sobre mi mismo, quiero enrroscarme pero tengo que dejar salir la avalancha que que se a puesto en marcha y que es imparable, abro la boca. ¡¡¡Gloria!!! Chorro de fuego. -Ahora subo, voy a despejarme un poco. -Seguro. Yo estoy arriba. En el parque debía ser verano porque la temperatura era para ir en manga corta, y eso hice, me desprendí de la camisa y del chaleco y me quedé con el tórax desnudo. Un cambio climático al que yo daba mi bienvenida. No sólo eso, es que me sentía tan ligero, un peso-pluma. Era lógico por otra parte, había vaciado mi tronco hasta dejarlo hueco, ya no tenía tripas ni los pesados e insulsos intestinos, ni garganta ni esófago. Habían salido todos despedidos para siempre de mi interior. A los huesos los dejé tranquilos, más que nada para mantener la estructura de mi cuerpo medianamente erguida, porque de lo contrario... Lo que necesitaba era la cabeza, esos sí, la cabeza en su sitio. Siempre tiene que haber algún rebelde que quiera pasarse 144 de listo y aguantar hasta el último instante para ver si colaba y podía quedarse, a ver si yo no me daba cuenta. Abría la boca y lo expulsaba, salía meteórico y se estampaba contra el césped del parque. El telón de los párpados seguía queriendo cerrar la función. Yo al comienzo del paseo me resistía, pero ¿para qué resistirse? No me había resistido con las tripas y los intestinos como para tener que esforzarme lo más mínimo en mantenerlos abiertos. ¿Queréis cerraros? Cerraos. Pero no, antes de bajar el telón totalmente se detenían, a media altura. Mucho mejor. Qué lástima haber tenido que dejar los pulmones en su sitio, aunque bien pensado, ya que estaban allí, demos una gran bocanada de aire que me purifique. Mmm, un cosquilleo, dos, tres, cuatro, me pica la cara, deben ser hormigas o mosquitos, se concentran en la nariz. Me rascaba con profusión los primeros tiempos, no sé cuántas medidas de tiempos, y era tal esfuerzo de subir el brazo para luego extender la mano para depositar los dedos en la cara y moverlos como resortes. Vanamente, porque el picor y las hormigas no desaparecían sino que se mudaban a otros lugares del cuerpo más accesibles, por ejemplo, entre las piernas, hacia el escroto, bajo él. Otras hormigas se largaron al pecho desnudo. No parecían sentir el frío, lo mismo que yo. ¿Dónde estoy? Mejor dicho, ¿dónde estáis todos? El parque está vacío, es ridículo con el buen clima que hace. Miraba a mi alrededor, desde luego había dado una buena caminata, insuflaba energía y poder. Podría estar caminando hasta que el sol saliese sesenta veces sin notar el quejido de mis piernas, que para eso están. Me estoy rascando tanto que debo estar sangrando como una mujer, entre las piernas, pero estas hormigas son indestructibles y por más que las machaco ellas siguen por allí, caminando con sus putas patitas y haciéndome retorcerme de placer y gusto al rascarlas. Que sigan, si ese es su deseo. Después de haber bajado al Parque del Vietnam cientos de miles de veces, era la vez en la que me sentía unido a él, parte de la maleza y de su armonía centenaria. Los árboles, los arbustos y los bancos municipales abandonados y cubiertos de enredaderas, estaba todo donde debía estar, y yo con ellos. Me estiré, lo estaba necesitando para colocar mis músculos en su sitio después de haberlos sometido a tan vil castigo. Hormigas en la espalda ¡Ésto si que es nuevo! ¡Al ataque! Cruzo los dos brazos y someto a mi espalda a un castigo semejante al que se dan los autoflageladores, sólo que a ellos les duele y a mí me encanta. Una hormiga de las rebeldes se sitúa en plena columna vertebral, zona superior, y no puedo alcanzarla ni con un brazo ni con otro. Tumbado en la hierba, me frotaba como había visto hacer cientos de veces a los perros, empujando con las piernas hacia atrás. Cuidado, te puedes quedar dormido en la hierba. Me acurruco y pruebo a oler la hierba pero el perfume que llega a mis sentidos es el que siempre a estado ahí, el olor y sabor al amargo dulzón. Ni me desembarazo de él ni quiero. Podría estar encima de una cama de pinchos oxidados y punzantes y estaría cómodo. Podría yacer en un camino pedregoso, lleno de polvo, arena y estiércol, y me sentiría en la gloria de los cielos, en una roca de aristas al borde del mar y no existiría paraíso mejor. 145 El juego de los párpados me complace, se abren y se cierran cuando ellos y sólo ellos lo desean, sin yo mediar, y tanto en una situación como en la otra soy yo, veo. Por unos cortos espacios temporales las hormigas han cesado de caminar y pulular por el escroto, la espalda, la cara. Alguna rebelde sigue en la nariz, mas mis manos están lo suficientemente cerca para controlarlas. Una buena pausa, gracias. Cuántos miles de detalles tiene el parque en los que no me había fijado. Menudo mundo hay aquí encerrado, y he tenido que esperar hasta ésta noche para darme cuenta. ¿O es de día? No, porque no está el sol, la luz y el calor residen en mi cabeza, de eso sí me doy cuenta. Pongámonos en camino, hay mucho que recorrer hasta llegar a ningún sitio para hacer nada. Solo sentir, estar. He perdido la noción de la posición de la camisa y el chaleco, lo que sé es que están en el parque. La actividad cerebral es portentosa, pienso en todo y no hay detalle que se me escape. Dí por inaugurada una serie de monólogos en voz alta en la que respondía a todos los que habían pasado por mi vida, empezando por mi madre y mi padre el marino, continuando por los profesores que más me habían angustiado, las razones por las que no debía ir a la universidad, todo esto expresado con una elocuencia bestial. Mi cuerpo, el tronco para ser más exactos, estaría vacío, pero el cerebro marchaba en línea recta hacia ideas y conceptos concisos como nunca antes había tenido: todo lo entendía y de todo me apercibía, ahí meto a mi cuerpo, del que me di cuenta sobraban muchos elementos. La mitad de los órganos ni los quería ni me eran útiles a no ser que estuviesen cerca de una zona de rascado. Sed. Agua. En el parque había una fuente. ¿Se entiende ahora lo que he dicho antes? Fue automático: a una necesidad, una respuesta. Tenía sed y se me iluminó la mente con la fuente de agua pura y cristalina que manaba en algún recoveco del parque. Hacía falta saber en cuál. Una ojeada al norte y al sur, al este y al oeste, no sirvió de nada. Volví a repetir, no podía fallarme esta vez. No sé dónde estoy pero si empiezo a caminar en cualquier dirección estoy seguro de que acertaré y daré con la fuentecita donde Galeón y sus compadres se colman. Caminé y caminé escuchando los altos cipreses, creo que eran cipreses o juro que eran cipreses y pinos revueltos, hablarme. Lo hacían al mover sus hojas con la brisa del viento, ¡qué sensibles! Yo no sentía ningún viento ni brisa en el pecho desnudo, lo que sí comencé a sentir fueron unos empujones desde la parte del cuerpo que creía haber expulsado. Vaya hombre, aún quedaba alguien en casa. ¡Pues fuera! Me retuerzo y salen despedidos, no caen, los expulso a más de cinco metros ¡Qué digo! A más de diez metros. Ya estoy vacío al cien por cien. Alivio. Agua, por amor de Dios. Esto no es un parque, es un laberinto, pero dispongo del tiempo necesario, y exigiría si pudiese que los segundos durasen horas y prolongar este biensentir por siempre jamás. Ando y me topo con una arboleda que no llega a ningún término, está cerrada, doy la vuelta, escojo otro rumbo, camino y camino. Parece que Madrid ha desaparecido y que en su lugar han 146 colocado al Parque del Vietnam para que reine. Ando, camino, tuerzo, hablo, me rasco, no me perturbo, ando, doy la vuelta, me quedo tieso mirando lo más insulso que es ahora lo más bello y enternecedor. Me deleito en ser y estar ahí, sólo eso, no pido más, y tampoco veo la necesidad, no me planteo dilemas. Veo un resplandor a lo lejos. Parece que se ha iniciado un incendio y las llamaradas rojas se elevan hasta la estratosfera. El cielo toma las tonalidades de rojo y amarillo. Un fuego. Ahí me equivoqué, no era un fuego, era el sol. Estaba amaneciendo. Dos días y dos noches. El cómputo total de tiempo que estuve sumido en un letargo más que un sueño, pero lo que sí es verdad es que dormí como un bendito. Si estaba cansado de la vida, ya había descansado y con creces. Galeón se hizo un par de pises en la terraza y depositó una inmensa mierda marrón y seca como protesta por mi hibernación, mierda que tuve que limpiar porque él se desentendió de la tarea. A toda velocidad puse a cocer arroz, mi hambre era desesperante y supuse que la de Galeón también. El animal se quedó seco, sentado sobre sus patas traseras en la entrada de la cocina-armario. No se movía, no me dejaba pasar ni circular, no se fiaba de quedarse otra vez sin sustento. Estaba tan descansado que me dolía la espalda y el cuello de las malas posturas que sufrí durante las horas y días de ensoñamiento. El estómago y las partes que creía haber arrojado volvieron a su lugar de origen y reclamaban ser rellenadas. Me senté mientras el arroz hervía y procuré recordar, poner las piezas del rompecabezas si no en orden, por lo menos tener una vaga idea: comía arroz y pollo con curry en casa de Juan Pedro. Natasha estaba sentada en uno de los laterales de la mesa y se escuchaba música americana, salsa. Bajé con Sebas al parque a buscar a Cosa y subimos a su consulta, un rayo de luz atravesaba la puerta. 147 El mercado de los perros. Las Navidades eran un acontecimiento pasado. La vida continuaba para mí, más emocionante que nunca. Habían ocurrido cosas en mi cuerpo que no estaban previstas y que nada tenían que ver con la iniciación sexual seria o la ingestión de alcohol duro el bar Feudo. No me sentía ni bien ni mal. Cómo iba a hacerlo, con mi edad. Pero el cuerpo me torturaba y veía en él principio y fin de todas las desgracias pero también de todas las buenaventuras. El tipo del bar nunca se debía haber limpiado las uñas, eran negras y centelleantes. Dejaban su rastro en la copa de coñac. Al lavar los vasos, yo no comprendía como un poquito de jabón no penetraba por sus dedos y restregaba su poder de limpieza sobre los dedazos. Juan Pedro tenía un bolígrafo y un papel en la mano e intentaba darme un esquema para bajar a los perros con lógica. Con el barullo de los obreros apenas le escuchaba, quería atender a las mil charlas que venían de las mesas ocupadas por los héroes de la construcción. -Lo primero que debemos pensar es que debes bajar al mayor número de perros posible al mismo tiempo para ahorrar dos variables: tiempo y energía. -Hablas como un profesor de química que tenía en el colegio llamado Negro, con sus barbas negras y largas torturándome para que aprendiese más y más química, ya según él no seríamos nada en la vida ni progresaríamos ni las chicas nos querrían si no estudiábamos tres horas diarias de química. Qué asco me daba y cómo me martirizaba. -¿Eran las barbas negras y largas las que te torturaban? -No. Él y su obsesión por la química. -Ahá, ya, vale. Bueno, dejémonos de conceptos químicos y vamos a lo que nos interesa, y lo que nos interesa es... Se quedó en blanco. Luego: -Ahhh... Natasha, está como quiere. Me di la vuelta y vi a la poetisa lesbiana acercarse con Bormann atado a una cadena dorada recién estrenada. Por primera vez me dio un beso en la mejilla. Un beso a mí. Las cosas iban mejorando, por lo menos en el bar el Feudo de ateos y obreros. -Feliz año. Como no te he visto antes no he podido felicitarte. -La cadena es nueva, ¿no? Está muy bien y brilla mucho. -La compró Martín, es su regalo de navidad para la familia, es un cielo el chico. -Ja, ja, ja. Juan Pedro a pocas se cae de la silla. Natasha tomó un café y se fue. -No sabía que te interesase Natasha. -¡Ahí vá! Pero quién te a dicho a ti, jesuita de los avernos, que a mí no me interesa Natasha. A mí me interesa todo, hasta su hermano, pero por diferentes motivos. Oye, quítate de la cabeza el sexo por unos minutos y 148 procura rellenarlo con un poquito de inversión de tiempo y capital. ¿Qué opinas de lo que te he dicho antes? -¿Qué me has dicho? Ah, sí, lo de bajar a los perros. Opino igual que tú. -Exacto, pero no en tropel. Con una adecuación a las circunstancias y a sus caracteres. Debes saber que tienes un potencial nuevo cliente. El Pequeño Policía. -Pero si ya no vive aquí. -¿Por qué? ¿Porque nunca le ves? No seas ingenuo. Ese madero vive y duerme cada noche en la calle Segunda República sin número, chaval, que hay que andar con los ojos y los oídos abiertos si no quieres que te las den todas. Ir en un globo no vale de nada. ¡Siempre atento y con los sentidos alerta! ¿Quieres otro vodka? Lo que debes hacer si te interesa, es pescarle un día en el ascensor y convencerle de que la mejor decisión que puede tomar si quiere velar día y noche por la justicia, es dejar que tú le bajes a su perro. Yo, por mi parte, voy a concederte el privilegio de poder bajar a Troski. -No, no, no, gracias, gracias por el privilegio. -No, no, no. Sí, sí, sí. Nada te va a ocurrir. Tú ahora eres un hombre de negocios y no puedes ni debes traicionar tu propio negocio por un quítame allá esas pajas. Vas a bajar a Troski porque yo te voy a enseñar cómo hacerlo sin que nada te ocurra. Además, yo estoy ahora volcado con el libro sobre el atraco del que estuvimos hablando y me viene bien que alguien se ocupe de él. Troski no es un asesino como Stalin tampoco era un asesino. Son seres que tienen otra forma de entender la agresividad, eso es todo. Sobre la mesa-camilla coloqué la carpeta destinada a tomar apuntes en la facultad, apuntes que aún estaban por llegar. Agarré una regla, una cuartilla, un bolígrafo, y me puse a pensar. Lo primordial era que en caso de aceptar bajar al asesino entrenado en la Unión Soviética, debía hacerlo sin perro alguno, sin Galeón. Un horario en exclusiva para él. Cosa no era ningún problema porque sabía hasta bajar solo. Se lanzaba a dar vueltas y Galeón no lo entendía. Yo sabía de sobra que Galeón odiaba lo que no alcanzaba a entender. No obstante, a Cosa si lo podría bajar con Mercurio ya que eran tal para cual. Mercurio funcionaba bien, su constante era la velocidad, podría servir de terapia a Cosa, hacerle ver que se podía correr en otros sentidos y alrededor de otras formas geométricas que no se limitasen al círculo. Yo lo pasaba en grande viendo correr a la galga. Desventaja: no soportaba la lluvia. Disponía de un paraguas, y si se estaba quieta, arreglaríamos su hidrofobia. Fifí no era un perro, era una cucaracha inmerecedora de otra compañía. La idea que se me ocurrió era bajarla con Troski y dejar a la naturaleza seguir su curso. Enero era un mes desconcertante. En la televisión no hablaban sino de rebajas y grandes ofertas que yo veía en blanco y negro. Mi madre llamó. Hablamos. Colgamos. Natasha llamó a la puerta. Bajamos a los perros y le conté mi proyecto para trabajar a los perros de una forma equilibrada. No podía apartar mis ojos de su cintura y de sus manos. ¿Entenderla? A los poetas no había quien los comprendiese. Le pregunté si sabía cómo era el 149 perro del Pequeño Policía y se limitó a mirarme extrañada, no le importaba lo que yo dijese, no le impresionaba. Ella era un clavel en medio de un mundo de basura, yo era una rata. ¿Se atrevería la rata a acercarse al clavel, o preferiría seguir nadando en la inmundicia? No me atrevía a contestar, por eso me callaba. Natasha lograba ponerme de mal humor. Caminábamos por el parque juntos y nos separaban distancias como constelaciones. Yo, preocupado por bajar inmundos chuchos y cocer arroz en su punto. Ella, ni idea, por buscar un mundo más bello o encontrar el amor del sexo que fuese con tal de que fuese auténtico. Eso era lo más terrible de mi amor: que cuánto más difícil lo veía, más me gustaba. Me comentó que sí, que un par de veces había visto al Pequeño Policía paseando a un perro pequeño como él. Un foxterrier, un perro acomplejado como el mismo policía. Vaya, ya estaba otra vez haciendo deducciones a priori sobre personas y perros. Me costó decidirme a subir a casa de un policía. Le tenía respeto porque para mí era un pistolero. Me estaba arriesgando inútilmente, porque la diferencia entre lo que me podría aportar el bajar al foxterrier y no hacerlo debía ser mínima. Ya tenía a Juan Pedro metido en el cisco y hubiese quedado como un cobarde. Ante Natasha también. Necesitaba arroz. Me metí en la cocina-armario y cocí arroz en abundancia. Freí cebollas y pimientos con algo de repollo que había comprado a Roberta, confundiéndolo con una lechuga, y rocié el sofrito con curry del que Juan Pedro me abastecía. El olor del curry sacó a Galeón de su caseta invernal. Ese perro adoraba el curry. Bajamos al Parque del Vietnam y al subir cacé al Sheriff leyendo algo titulado Historia y Desarrollo de los Porteros en la Villa de Madrid. Estaba adentrándose en su propia historia el hombre. Me llevé a Galeón al piso del Pequeño Policía por si necesitaba protección. Vivía en la escalera B, segundo piso. Llamé a la puerta, dos toques secos y rotundos; desde el otro lado se oyó una voz grave: -¿Quién es? -y un chasquido. -Soy yo, Luis, el vecino del segundo, en la otra escalera. Me preguntaba si podría hablar con usted un momento. Otro chasquido. La puerta comenzó a entreabrise. -Pasa. El policía colocó su automática en la mesa del centro del piso. Pistola auténtica, de las de matar. Hasta Galeón estaba impresionado. -Tú dirás, chico, ¿qué se te ofrece? -Bueno, resulta que yo me dedico a bajar algunos perros del vecindario, ya sabe, de gente que no tiene tiempo, y me preguntaba si usted estaba interesado. -Pero si yo no tengo perro, cómo voy a estar interesado. -Ah, ¿no tiene un foxterrier? Ya había metido la pata, y hasta el fondo. El policía me miraba directo a los ojos, me sentía culpable. Los segundos pasaban y ninguno de los dos decía nada. Yo desvié la mirada hacia la automática que estaba encima de la mesa. -¿Te gusta? 150 -¿El arma? No, bueno, es grande, nunca había visto una de verdad tan cerca. -Engánchala. Le miré. Me acerqué a la mesa y la tomé con las dos manos, la miraba. Resplandecía. La levanté con la mano izquierda apuntando hacia la ventana, como había viso hacer tantas y tantas veces. Pesaba lo suyo la condenada y se ajustaba a la mano como un guante de seda. -¿Por qué la agarras con la izquierda? -No lo sé, ha sido instintivo, yo nunca he disparado. -Puedes disparar ahora. Ya tenía enfilado uno de los cipreses del parque que veía a través de la mirilla. -Vamos, dispara. Dudé. Empecé a mover el gatillo hacia atrás. Me decidí. Apreté el gatillo y sonó un chasquido. Me dí un susto de muerte. El policía se reía. Tranquilo, está descargada, me dijo. ¿Cuánto cobras por bajar al perro? El foxterrier se llamaba Foxterrier. Ese era el nombre que el policía otorgó a su perro, que había pertenecido a un traficante al que había encerrado por unos años. Un sucio chucho con malas pulgas que andaba de puntillas. Ese día lo tenía atado a un árbol en la puerta del Feudo, junto a Galeón, mientras me bebía un coñac para calentar el estómago en el duro invierno con el que Madrid me estaba castigando. El perro-policía no me daba especiales problemas con otros perros porque lo que el bicho hacía era vigilarlos. Si, era un auténtico policía que no descansaba un momento. No jugaba ni corría ni olisqueaba, solo observaba, miraba. No se dejaba acariciar. La primera vez que lo intenté emitió un gruñido amenazador que me heló la sangre y me quitó las ganas de confiar en él. No me asustaba volverme alcohólico, de hecho ni me lo había planteado, por una cuestión de años: no tenía los suficientes. No me seducía la idea de beber en casa, por poner un ejemplo. El coñac lo bebía en el bar de los obreros, solo, o en compañía de los vecinos. También me gustaba beberlo con Natasha para impresionarla; creí que a ella le atraía el que yo bebiese alcohol duro entre otras cosas porque yo resultaba más elocuente con mis palabras. La compañía de los obreros del bar me era más grata que la de los estudiantes del bar de la facultad. No hablaba con ellos, los miraba y escuchaba. Si eran jóvenes, hablaban de mujeres de forma salvaje, también hablaban de fútbol y de la obra en la que estaban trabajando. Les gustaba el trabajo, las máquinas, todo el escenario de la construcción. Lo que no les oía hablar mucho, o nada, era de revoluciones ni de tomas el poder cortando las cabezas a los capataces. Con el calor en el estómago decidí subir a los perros, había comenzado a llover y se estaban mojando. Al pasar por la puerta de las Zorras, Viejoputón me hizo una seña y yo me dirigí a la puerta de la lavandería como un esclavo. Llevaba encadenados a los dos perros, que no cesaban de tirar porque la lluvia les molestaba, sobre todo a Foxterrier 151 -Luis, tienes una bolsa de ropa aquí esperando desde hace días. ¿Es que no utilizas calzoncillos? -Sí. Sí utilizo calzoncillos, pero no siempre, solo si están limpios. -Bien, pues éstos están limpios. ¿Los quieres? -Es que ahora mismo no tengo dinero. -No importa, ya me lo pagarás mañana. Pero mañana, ¿eh? Con el frío que hacía y esa mujer conseguía provocarme erecciones mega-rápidas. No tenía la bolsa con la ropa en las manos y ya tenía una erección de espanto entre las piernas. Eso no lo conseguía Natasha. Estuve a un paso de soltar las cadenas de los perros e introducir mi mano en su escote. ¿Qué podía perder? No me denunciaría, yo era joven, no podía dominarme, además, ella me había provocado hablándome de calzoncillos. Si una mujer que trabajaba en una lavandería le decía a un cliente que sus calzoncillos estaban acabados y limpios, es que quería Sexo, en caso contrario no hubiese empleado la palabra calzoncillos. Hubiese dicho: la ropa está limpia, o la ropa interior está limpia. Al emplear la palabra calzoncillos estaba conscientemente llamándome al sexo. Con esa imagen salí de la lavandería, con la escena de Viejoputón frotándose la entrepierna con mis calzoncillos a la vez que musitaba mi nombre. Cuando miré a Foxterrier me dieron ganas de atizarle una patada en el hocico. Lo hubiera hecho si no llega a ser por el calibre de la automática de su dueño. A resultas de que el Pequeño Policía nunca estaba en casa, me entregó las llaves para que sacase a Foxterrier, pero una vez devuelto a casa debía entregar las llaves al Sheriff. El tipo no se debía fiar de nadie. Con gusto me hubiese dedicado a la labor de revolverle todo y cotillear los secretos de guerras sucias y de ejecuciones en la sombra que debía guardar entre los cajones. Ninguno de los perros a los que bajaba despertaba en mí el más mínimo cariño. Me parecían todos unos enfermos mentales y el único que sí provocaba algo de piedad era Cosa. Muy desmejorado el animal, apenas podía dar mas de diez o doce vueltas en círculo sin caer extenuado; las costillas se podían contar desde la lejanía y los ojos rojizos eran algo tenebroso a primera vista. Los demás perros también lo notaban y rara vez se acercaban a él. Juan Pedro me entrenó para bajar a Troski. -Lo primero que tienes que hacer es perderle el miedo, pensar que a fin de cuentas es un perro como otro cualquiera, con los problemas y las angustias de cualquier animal que viva en la ciudad. El bozal, siempre puesto, el silbato en la mano. Claro, que el problema es cómo demonios le pones el bozal si yo no estoy. Te destrozaría la mano y el brazo. Dejemos eso para posteriores entrenamientos y vamos a la calle con él para que veas cómo se comporta. Parque del Vietnam. -Cuando lo lleves encadenado, siempre tenso. El perro pegado a las piernas para que al dar el tirón no te mande al suelo y te arrastre como a un piojo. Cógelo, así, con fuerza. Enróscate la cadena al brazo, tranquilo, que no te lo va a partir. Si te lo parte, Sebas te lo arregla, ja, ja, ja, no, es broma, 152 no te preocupes, así, eso es, suave. Ahora suéltale la cadena y déjale que corra. ¿Que cómo se abre la cadena? ¡Ah! Se me olvidó comentártelo. Tiene un dispositivo especial de seguridad, ahí, en el cuello, el número de la combinación es 1958, claro, la fecha de mi nacimiento, y la suma de ese año es el día en el que tengo programando que se produzca el atraco al Banco de España en mi última novela; sí, el 23. El perro salió embalado. -Tienes que soltarle entre otras cosas porque encadenado nunca quiere hacer pis, pero a la vez hay que estar atento a que no aparezca otro perro en ese momento, que es el llamado Momento Crítico o Momento de la Verdad. Si se enfrenta a otro chucho y no te da tiempo a sonar el silbato la jodimos: él matará al otro perro y yo me comeré una denuncia y quién sabe si la cárcel. El nene no quiere ir a la cárcel, que allí no hay curry. Coge este silbato, es un silbato llamado Silbato Seco porque el animal se detiene en seco en cuanto lo oye. No te rías, no es broma. Silbato Seco, no lo olvides. No importa lo lejos que Troski esté, si no está enzarzado en una pelea, vendrá a ti como un robot, da igual que haya una perra en celo. Troski no tiene instintos sexuales: lo gasta todo en los instintos asesinos. -Juan Pedro, creo que tu perro está fuera de mis posibilidades, en serio, me voy a meter en un lío y te voy a meter a ti de paso. No quiero ir a la cárcel. -¿A la cárcel? ¡No vas a ir a la cárcel! ¿Por qué ibas a ir a la cárcel? No es más que un perro, por amor de dios, un puto perro. Han nacido para obedecer: ellos nos obedecen a nosotros, nosotros obedecemos al gobierno que no son otra cosa que unos perros sarnosos, ¿lo ves? Todo queda en casa. Bien. Hay una diferencia entre los perros de la democracia y los perros de la Segunda República. Aquí yo toco el Silbato Seco y las cosas funcionan. Haz la prueba, toma, ¿ves a Troski? No, bueno, pues sopla el silbato, ¡vamos! ¿A qué esperas? Piiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiiiiii. Troski salió de entre la maleza y se puso a galopar como un descosido hasta mis piernas. Si este bicho no había estado entrenado en la Unión Soviética, ¿quién lo había estado? Jamás le vi a Juan Pedro acariciar a su perro enfrente de otros. A decir verdad yo tampoco frecuentaba las caricias públicas a Galeón, me parecían una debilidad innecesaria. No se estilaban las caricias a los perros en aquel lugar. No. 153 Los hombres no estaban fabricados para las mujeres. La depresión y la violencia surgieron de la noche a la mañana, nadie las había llamado, pero golpearon a mi puerta y todo por un incidente. Me puse a pensar: ¿por qué tengo que bajar a los perros en tandas de a dos en vez de bajarlos a todos a la vez? Se conocen, ellos se divertirían más y yo ahorraría tiempo. Me aburro en el parque. Conocía de sobra a los animales y no había peligro de rebelión. Natasha estaba conmigo. Enganché a todos los perros y me los llevé con ella al parque. A Cosa le costaba caminar por su enclenquez. Fifí era un gruñón sibarita que se sentía superior a los demás chuchos, y Mercurio deseaba ganar el parque para humillarlos a todos con su velocidad. Foxterrier vigilaba a los demás y Bormann tenía demasiados músculos para entender lo que ocurría. Galeón hacía lo que podía. Llegamos al parque y los solté, quedándome con una ristra de cadenas y correas en la mano. No se tragaban entre ellos, no había que estar ciego para darse cuenta, pero no eran más que perros, como decía Juan Pedro. Pasaron los minutos y todo iba sobre ruedas. Natasha hablaba de conceptos que yo ni entendía ni pretendía y pasaba las manos por su cabeza pelada. Yo llevaba las manos en los bolsillos, como siempre, y miraba al suelo, apesadumbrado por su presencia. Me comentó que tenía una buena noticia que darme. Una casa editorial quería publicar sus poemas. Eso es fantástico, contesté, te harás famosa y hablaran de ti. Me fulminó con la mirada y luego sonrió. Los perros comenzaron a ladrar. ¡Qué pesados eran! Un pequeño punto negro se acercaba. Era la Chucha. Formaron un corro frente a ella, la olisqueaban, especialmente Foxterrier y Fifí, que para lo diminutos que eran, calientes andaban. No habían prestado sin embargo atención a Mercurio, que también era perra. Como era tan veloz no la encontraban sexy. El caso es que a Galeón no le gustó tanto hocico metido entre las piernas de su chica y gruñó. Estaba celoso. Bormann gruñó. Fifí gruñó. Foxterrier gruñó y hasta Cosa emitió un gruñido. Estalló la contienda y se liaron entre todos a morderse y a enzarzarse en un tumulto masivo. Los cabrones me estaban arruinando el negocio y si alguno de ellos salía herido me las tendría que ver con su dueño. Lo que despertó mi asombro fue el arrojo de Natasha, que sacudía patadas a diestro y siniestro a fín de separarlos. Yo me puse a hacer lo mismo, patadas por el norte y por el sur les caían a los perros, que parecían no inmutarse. Al primero que atrapé fue a Cosa. Gracias a su debilidad le arrastré por la pata trasera colocándole la cadena y atándole a una verja. Natasha no parecía poder controlar a Bormann, que se subía encima apoyándose en las patas traseras intentando violar a Galeón, a su vez ocupado en defenderse de Fifí y Foxterrier, que se habían hecho aliados basándose en su pequeñez y mala sangre. Natasha le dio una patada a Fifí que casi lo parte en dos. Tiraba y tiraba, pero el dobermann estaba empeñado en sodomizar a Galeón. Me quité la cazadora y la arrojé por encima al perro-policía, que se puso a morderla y a 154 despedazarla con ayuda de Fifí. Así, ayudé a Natasha a quitar de encima al violador de Galeón: otros dos a la verja. Quedaban las dos cucarachas que se habían olvidado del pugilato y estaban dedicadas a destrozar mi cazadora. Con qué odio y saña rasgaban la tela y sacaban el forro interior, esparciéndolo por la hierba. Yo no podía hacer nada y los insultaba, a ellos y a sus dueños. Cosa había puesto su maquinaria en marcha y corría para que no la atásemos. Cuando los examiné, todos sin excepción tenían algún rasguño o dentellada, y yo me había quedado sin la mejor cazadora que tenía. Encadenados a la verja, me miraban. -Yo me tomo la molestia de bajaros en grupo para que lo paséis bien y así me lo pagáis, peleandoos. Miráos, empapados de sangre. ¿Qué voy a decir yo ahora? Cosa sangraba por el costado, lo examiné y tenía una buena dentellada; pobrecillo. Los demás me daban igual. Que arreasen con las consecuencias de la pelea. Me senté con la silla frente a la ventana a ver caer la lluvia, estaba enfadado, agriado; cuando todo parecía ir mejor era cuando las cosas se ponían peor. ¿Qué me ocurría? Odiaba a los perros y por extensión a sus dueños. No quería estudiar, no quería trabajar, y me había enamorado de la imposibilidad con forma de mujer. Eso me encendía, no podía ganarla porque era lesbiana, pero, ¿y a las dueñas de la lavandería? El fluorescente de la lavandería era la luz que atraía a las moscas, y yo, con el primer dinero ganado con el sudor de mi frente, entré dispuesto a pagar lo que debía a Viejoputón. Se había largado al bar el Feudo a comer tostadas y zumos. Bocalinda me atendió con corrección y yo pagué lo que debía. No la quise ni mirar a los ojos para no tener que enfrentarme con lo de siempre. Tomé unos coñacs en el Feudo con la mayor naturalidad, sin compañía, y me vino un extraño olor que reconocía al instante. El olor y sabor amargo dulzón. Yo tenía otro concepto del amor. Pensaba que era una situación que daba placer a los humanos, les hacía estar contentos y nerviosos. A mí me dolía el estómago de tanto coñac. Me di la excusa de que al ser lesbiana era más prudente callarse, seguir adelante. En otras palabras: creí poder controlar la situación, y llegó un día en el que me angustié ante la falta de un camino a tomar. Este día. Y dolía. No físicamente, era más impotencia, desconocimiento, falta de previsión. Frente a mí estaba Viejoputón jamándose un desayuno más propio de un obrero que de una señora fina que vestía trajes italianos. Con el valor del alcohol me acerqué a ella. Yo quería hablar con una mujer: -Hola, he estado en la lavandería para pagar lo que debía. -Muy bien. Tenía una tostada en la boca y se le salía mantequilla por la comisura de los labios. Ya no miraba el escote sino la mantequilla y ella debió notar que yo andaba tocado. Me urgía sexo con Viejoputón. Demasiado trabajo para mí. Salí del bar sin pagar los coñacs, pero el camarero de las uñas negras, al tanto, salió a la calle y tuve que aflojar. 155 Qué asco me daba todo. Estaba decidido: se acabó el negocio capitalista. Ridículo, con una manada de chuchos por el parque para ganar unas perras; me echaría en el sofá y la inspiración me llegaría. Eso hice. Me tumbé desnudo con un cojín en la cabeza a la espera de la Gran Idea. Me era difícil pensar en algo que no fuese la manía que iba sintiendo por las mujeres, unos seres insensibles, ajenos a los volcanes que rugían en torno a ellas. ¿Para qué demonios se ponían atractivas rociándose de porquerías contaminantes y dejando al descubierto zonas clave de sus cuerpos si luego no era todo más que una pura pose? Putas actrices, no iban más allá. Natasha escribía poesía. Natasha buscaba el amor sublime en el otro lado del mundo. Natasha pensaba que yo era un chavalín atolondrado que iba a todos lados con las manos en los bolsillos. Natasha me provocaba con el solo hecho de existir y tener manos y caderas. Natasha era una despreciable arpía pelada y pretenciosa que acabaría fregando platos y engullendo penes como todas. Las Zorras. Bocalinda tenía un culo que utilizaba para sentarse y cagar las tostadas que se metía en el Feudo. Viejoputón estaba muy buena pero más sola que yo. Moriría sin probar las mieles de un hombre por muchos trajes italianos que comprase con su mísero salario. Bocalinda tenía una escoba invertida en la cabeza y la muy zorra pagaba por ello... etc, etc, etc. Más cosas del mismo estilo pensé tumbado en el sofá, había que echar balones fuera. Había que follar. Sonará vulgar pero no había nada por delante ni nada por detrás. El amor era una guerra sucia. Nosotros contra ellas, era como hablar con la maldita pared. ¡No se enteraban! Me levanté del sofá con tal ira que le di una patadón a una silla y la reventé, descuajeringándola, blasfemando. Galeón salió pitando a la terraza. ¿Qué hacía falta? ¿Dinero? ¿Fama? ¿Un coche? ¿Un falo de siete metros? Fue un cambio de humor que llegó como los huracanes del Caribe, cuando me quise dar cuenta ya lo tenía encima. Me sentí imbécil y a la vez vencedor. Conclusión que saqué: los hombres no estaban fabricados para las mujeres. 156 Misógino. Misógino. Drogadicto. Alcohólico. Menuda combinación tan viril. Y encima, solo. En el mes de febrero mis perspectivas de futuro pasaron de blancas a negras. Dejé de hacer ejercicios por las mañanas, descuidé mi cuerpo y me entregué a una sesión de autotortura. Compré mi primera botella de coñac. No deseaba la compañía de nadie, los evitaba. Ponía rumbo a los confines extremos del Parque del Vietnam, donde estaba seguro nadie aparecería. Fue la primera vez que llamé a mi madre por teléfono. Vivían en casa de mi tía, que disponía de piso con habitaciones suficientes para las cuatro. Mi tía necesitaba compañía y mi madre alguien con quien discutir. En cuanto se puso al aparato me arrepentí. No tenía nada que decirla. Una madre no puede saber nada de los amores platónicos de sus hijos varones. El mal humor y la ira se cebaron en mi persona. Que os den por el culo, fue lo que grité por la ventana apuntando a la calle. ¿A quién? ¿A qué? No podía beber el coñac si no había una copa; la busqué por los armarios de la cocina y los del salón. Ni una hallé. Bajé a la calle y en la primera tienda de cacharros de cristal me agencié la copa de coñac más pomposa de la tienda. Llevaba inscrita la palabra Brandy, que no sabía lo que significaba, pero que era idéntica a las copas del Feudo. En la mesa camilla, una copa, una botella de coñac, se ajustaban: me serví un tragito, y otro, y otro. Aquello sí que era un salto adelante, con la tercera copa los problemas aminoraron su marcha. El resultado del coñac era que me ponía a hablar solo, en alto, frente a una tribuna invisible formada por mi madre, mi padre, curas, profesores, las Zorras, Natasha... Y ahí los iba abroncando uno a uno. Ni complejos ni culpas camufladas, cada uno y cada una se llevaba su merecido, por cierto que tenía munición para repartir en abundancia. ¿Qué tal, mamá? Estarás contenta después de haber intentado echarme un porcentaje elevado de las culpas del naufragio de tu matrimonio con el marinerito, ¿eh? Vale, de acuerdo, no me dices: Luis, tienes la culpa de que tu padre sea un perro marino puerco amoral, pero de las actitudes resultantes se desprenden los repartos de culpabilidades: en ese reparto estoy yo metido. A mí me vino bien que os divorciaseis, por cuestiones prácticas. Si algo no funciona, cortar por lo sano y a otro asunto. Para Asuntos, ¿quien mejor que el ilustrísimo señor Mazo? Loable es defender a una puta catalana, pero luego acostarse con ella y gratis, no sé yo hasta qué punto. Sí, hijo mío, vente a vivir conmigo, aprenderás dignísimas cosas y juntos formaremos un equipo invencible. Todavía estoy esperando, cabrón. ¡No, perdonad! Tiene Asuntos de vital importancia que resolver en el Caribe. Asuntos del calibre como pegársela a su mujer con otras cientos, que tampoco lo veo mal, pero no lo vayas contando, perro marino, no vayas humillando al contrario hablando de crear familias paralelas, porque eso es lo que más daño puede 157 hacer a una persona que ha depositado toda su confianza en la familia. ¿Que te tiras a cien mil? Ultramar es así. Tira. Pero da señales de vida. ¿Qué pasa? A lo mejor estás combatiendo para recuperar Cuba. Al lado de mi padre estaba el profesor de Química, el señor Negro, con las barbas negras que le llegan hasta la clavícula. Menudo cerdo sarnoso. Me amargaste los dos últimos años en el colegio, ¿y todo por qué? Yo no quería estudiar Puta Química durante tres horas diarias para ser un hombre de provecho, y escúchame, puerco: los metanos y los propanos son un atajo de basura estéril asexuada, no he vuelto a ver en mi vida una sola Fétida Tabla de Elementos, es más, no piso la facultad desde hace un puñado de meses y soy cien veces más Hombre que tú. Me endiño tres y cuatro copas de coñac y me quedo tan ancho, me fumo una locomotora en un papel estaño y me quedo tan pichi, mientras que tú te pudres en el colegio viendo pasar generaciones y generaciones de futuros majaderos. El padre Loza, defensor de la pureza del hombre contra las hordas femeninas. ¡Que sepas que me masturbo, masturbo al perro y me gusta una lesbiana! ¿Y vosotras, Zorras, qué miráis? En febrero y con varias copas de coñac encima, no tenía rival lanzando discursos al vacío. Al vacío no, Galeón se los tragaba levantando la cabeza y erizando las orejas. Rompí un par de patas de sillas con la euforia. Me hundía sin remisión, adiós optimismo, adiós curiosidad. Volví a mi vieja cinta, la única de la que disponía. Enchufaba la máquina de Mazo con el volumen a tope y God Save the Queen hacía que sudase el coñac que unos minutos antes me había bebido. Lope me visitó un par de veces, una de ellas armado con el florete. Urgando en el apartamento descubrí unas gafas negras de los años sesenta, unas gafas negras muy macarras. Me miré en el espejo y me las coloqué con suavidad, no se veía nada, una vez colocadas lancé un besito al espejo. La poetisa llamó a mi puerta y estuve tentado de hacerla pasar, aclarar el tema de una vez por todas: hablarla a la cara, derecho y encarao, como nunca había hablado antes a una chica, a una mujer, a una poetisa, a una lesbiana. Demasiados obstáculos a saltar. A través de la mirilla contemplé su cabeza rapada con la deformidad que daba la lente, y aun así estaba más buena, más rica, más hembra de lo que millones de mujeres derechas hubieran soñado, con el pelo largo recién lavado y la ropa de diseño última moda. Se fue la lesbiana. Menos mal. Me faltaba el aire y pensé en conseguirlo en la universidad, salir de las cuatro paredes, darme un garbeo por las aulas. En los bolsillos del pantalón metí lo justo para un billete de metro ida y vuelta. Era la primera vez en largos meses que me levantaba para ver amanecer. A mí nunca me agradó ver salir el sol. Prefería levantarme cuando la vida ya estaba en pleno funcionamiento. Las venas me golpeaban las sienes, bajé a Galeón cuando todavía se desperezaba y se quitaba las legañas con las zarpas. En cuanto entré en el parque noté el cambio de temperatura. El perro y yo nos adentramos en la maleza, porque eso era el Parque del Vietnam: una maleza descontrolada. Alguien trotó a nuestras espaldas, era Cosa convertido en un amasijo de pellejo y huesos; caminaba con problemas pero se le veía 158 contento de volver a ver a Galeón. Madre de Cristo cuando me acerqué a él y le observé la cara: tenía los ojos cubiertos de legañas acumuladas, con un ojo cerrado: se habían solidificado. Yo creo que me imploraba que se las quitase. Se las arranqué y lanzó un aullido pero el ojo se abrió. Las greñas de pelo ya no existían, eran todas negras de la porquería que cargaba; pesaba la mitad que hacía unos meses. Quizás llevaba en el parque toda la noche. Quién sabe. A quién le importaba. Dimos un paseo caminando en línea recta; su costumbre neurótica de correr en círculos desapareció, andaba paralelo a Galeón, que le observaba extrañado y luego me miraba a mí, como si yo tuviera una explicación en la manga. Cosa se detuvo en unos arbustos y levantó una de las patas, el pis era de color marrón oscuro. Galeón ni se molestó en olerlo ya que ese perro, el único territorio que podría marcar en adelante sería su tumba. Al cabo de media hora decidí subirlo a casa de Sebas. La puerta, como siempre, abierta. Se encontraba tumbado en un sofá-cama abierto, rodeado de chocolatinas y yogures. Su cara era un bosque de legañas. Le costó reconocerme. Le pregunté por qué no dormía en su cama, en el cuarto. -Es que está muy lejos de la tele. Se levantó a duras penas y me ofreció un cafe que no rechazé. -Sebas, Cosa no tiene muy buen aspecto. -Lo sé, lo sé, y pensaba llevarlo uno de estos días al veterinario. Ando mal de dinero aparte de que no he tenido mucho tiempo. ¿Quieres azúcar en el café? Sin darme oportunidad a contestar metió en cada taza cinco cucharillas de azúcar hasta los topes. Cosa se dejó caer en la alfombra vencido por el agotamiento. -Ah, Luis, me encuentro algo gastado, no sé, chico, si debiese, no sé... ¿Sabes hace cuanto que no paso por la consulta? Ni yo mismo me acuerdo. Cualquiera trabaja con esta desgana. Estoy pensado en cerrarla, ¿qué te parece? -¿Y de qué ibas a vivir? -Bueno, chico, soy médico. Extender recetas falsas no es mal negocio. Yo lo que no quiero es salir de casa, o salir lo mínimo. Tener que levantarme todos los días a las siete de la mañana para ducharme, bajar dos pisos andando hasta la consulta me tiene majareta. Que no, que no, que no lo aguanto, y esas mujeres aburridas que me vienen con sus problemas. ¡Yo sí que tengo problemas! Ya no me apetece ni traérmelas a casa a dormir. Los espacios que dejaba entre frase y frase eran cubiertos por un gruñido que salía de la garganta, un gruñido para reafirmar sus palabras. Ya no me desagradaba tanto el olor rancio a sudor que flotaba por el apartamento; en una ojeada rápida noté que faltaba la gran colección de discos antiguos y compactos así como el estéreo. Su Majestad el rey Juan Carlos I bla, bla, bla, Sebastian bla, bla, título de licenciado en Medicina por la universidad bla, bla, bla, en el año... etc. Pues el caso es quedaba mono el título de las letras cursivas góticas, el mismo que conseguría yo al acabar la carrera. Por encima de todas las calamidades, Sebas estaba 159 orgulloso de ser médico y seguro que a mi madre le hubiese encantado conocerle. El médico se levantó de la silla y abrió un cajón del armario extrayendo algo cuyo sonido me era familiar: el tintineo del papel estaño al ser movido. La locomotora. Sonaba igual que las campanas de la iglesia del pueblo de mi abuela llamando a los cristianos. Vamos, Galeón, y deja de olerme como a una perra en celo. Sebas duerme, Cosa, igual. Espero al ascensor y por un momento me tambaleo, me concentro en los botones de llamada. Uno es blanco y otro es rojo, ¿por qué? El blanco es para llamar, perfecto, subo el dedo índice y presiono; ¡kloonkkaaahhh! Le oigo deslizarse por el hueco obedeciendo mi orden. La ciencia es algo increíble. Aprieto un botón y los objetos se ponen en funcionamiento; me gustaría conocer al inventor del ascensor y darle un abrazo, un besote. Decirle lo mucho que le agradezco que se le ocurriese un invento así. Galeón quiere bajar por las escaleras, como baja normalmente: pues adiós, nos vemos abajo. Buenoooo... Aquí hay excesiva luz, parece el tercer o cuarto día de la creación, cuando Dios creó el ascensor. No, cuando Dios creó la luz. Vacilo antes de entrar, pero ya sabemos que no hay que tener miedo a nada, los cobardes al fuego. ¡Pero si me han desaparecido los ojos! Por lo menos como los tenía antes; ahora hay dos luciérnagas de color verdoso de tal potencia lumínica que como salga a la calle con ellos, los coches van a pensar que soy un semáforo en verde. Será mejor dar la espalda al espejo. Galeón me esperaba tumbado en la alfombrilla de la entrada con la cabeza entre las patas. Quién sabe el tiempo que estuve en el ascensor subiendo y bajando, pero mi idea original era poner camino a la universidad y un hombre cumple lo que promete. Lo que necesitaba ahora era buscar una solución para mis ojos, brillaban demasiado y algún bocazas del edificio me preguntaría si llevaba llorando tres días seguidos. Las gafas de los años sesenta de mi padre eran lo adecuado. Me las coloqué, pasé a no ver nada: me entrené caminando por el apartamento y golpeando los muebles que encontraba a mi paso. Me rascaba los brazos cuando el gran vaso de leche con Cola Cao pedía paso libre desde el estómago hacia la taza del baño. En mi cuerpo nadie parecía respetar a nadie, y dado que yo me dejaba mecer, abrí la boca en la taza del retrete para contemplar el poder propulsor de mis músculos estomacales. Las gafas de Mazo cayeron, las tuve que rescatar de entre las bilis y los restos de pis del día anterior; de ahí deduje que había que tirar de la cadena después del pis. Mentalmente seguía siendo un portentoso iluminado, que a fin de cuentas era lo que me importaba. La idea que se me ocurrió para poder pasar por la entrada del metro con Galeón sin que la tipa gorda me expulsase fue hacerme pasar por ciego. Disponía del equipo completo: perro, cadena, gafas negras. Bajé por las escaleras con el estómago vacío y los telones de los ojos subiendo-bajando. Hablaba conmigo mismo: vamos, Galeón, vamos a la facultad, quiero que la veas, que te vean, nos pasearemos, hablaremos con algún profesor sobre el fin último de ser universitario y elogiaré su esfuerzo por inculcarnos unas materias que nos importan un carajo. Le diré que hasta ahora no he podido 160 asistir a sus lecciones porque tengo tres, bueno, dos, bueno, un hijo que mantener, pero que sigo al pie de la letra sus explicaciones a través de mis múltiples contactos. Os amo, de verdad, me siento bien y a partir de mañana me levantaré, seré uno más en la primera fila. ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Tengo sed. En la cabina donde la señora gorda expendía billetes había una botella de agua; con mis gafas de ciego le pregunté con ternura: -¿Tiene usted un poco de agua, por favor? La mujerona se enterneció del joven ciego con su fiel perro y abrió la puerta de cristal para dármela en un vaso de plástico, preguntándome a la vez si necesitaba ayuda y a dónde me dirigía. -No se preocupe, muchas gracias. Voy a la facultad, aunque no puedo ver, escucho e intento retener lo que el profesor dice. Tardo más pero voy seguro. Gracias por el agua, señora, gracias. ¡Qué gorda más simpática, qué grandes tetas! ¡La quiero! Fffuááá... Se me estaban revolviendo las tripas de nuevo. De mi primer paseo del año por el parque debía haber recordado que las tripas no quieren invitados, pero es que la sed era apabullante. La entrada del metro no era el lugar idóneo para accionar los músculos estomacales. Hice una parada concentrando mi energía en la garganta, tratando de retrasar lo irretrasable. Galeón entraba en un mundo nuevo de vías y carteles repletos de flechas; quería separarse de mí, olisquear las esquinas; yo apenas conservaba las fuerzas, tuve que levantarme las gafas unos instantes con el fin de reconocer la línea de metro a seguir. Todas me parecían iguales. Vi una papelera a la que me encaminé a paso ligero, arrastrando a Galeón. Metiendo la cabeza con disimulo, devolví las aguas estomacales al metro. Qué manera de regurgitar. Gran respiro, que si se añadía a una sentada en un asiento de plástico lunar, me devolvería a la gloria. El tren salió despedido de la negrura del túnel, produciendo tal estruendo que Galeón se quiso ocultar bajo los asientos; a mí también me pareció escandaloso, sin embargo, a mi alrededor nadie se alarmó. Pudiera ser que mis sentidos se estuviesen acercando a los de los chuchos. Solo me faltaba disponer de un miembro viril forrado de pelaje. Me hizo gracia esta estupidez. No sé porque seguía empeñado en mantener la farsa del estudiante ciego con el perro guía, quizás porque me sentía tan cómodo y tan agusto en un papel de disminuido físico, con el cual pudiese despertar miradas compasivas de alguna mujer madura que viese a ese chiquito desválido que probablemente no había saboreado las mieles del cuerpo de una hembra. Ella, por amor a la naturaleza humana, me ofrecería su cuerpo, su alma en un gesto de nobleza femenina. Aferraría mis manos y recorrería su cuerpo con ellas a modo de guía. Galeón se enroscó entre mis piernas, que se tuvieron que cruzar para camuflar lo que ya era el resurgimiento. El tren traqueteaba lo justo para transmitirme las vibraciones hasta el estómago, y allí empezaron los picores, en el cuello. Las hormigas trepaban por las piernas hasta la nariz, me picaba la entrepierna, percibía en fondo negro las miradas de los pasajeros. Yo no debía tener escrúpulos, un ciego tiene todos 161 los derechos, cuarenta veces más derechos que los videntes. Cerré los ojos y me rasqué, y me rasqué, y me rasqué. Galeón era un perro honesto mas no había sido entrenado para perro guía, daba tirones, así que me cansé del juego y me detuve en un parque a que hiciera un pis. A pesar de estar nublado, la luz a pocas me convierte en un charco de cera; no aguanté ni dos segundos con las gafas fuera de su sitio. Bien, el Mundo, los seres humanos, todos estaban allí, salían de las bocas de metro y de los autobuses para desfilar hacia las diversas facultades. Otros les llevaban la contraria: entraban en los transportes llevando objetos rectangulares bajo el brazo o en las mochilas. Libros, eran libros y apuntes. Anduve paseando relajado por los edificios entre una maraña de jóvenes estresados de tal forma que yo a su lado parecía desplazarme a cámara lenta. Galeón cogió mi ritmo, lo llevaba desenganchado. De vez en cuando me detenía y me estiraba, me daba una rascada y continuaba. Al pasar por la facultad en la que yo estaba matriculado, me dio por entrar. No reconocí ni una puñetera cara, ni una sola. Tampoco recordaba en que aula estaba matriculado, la letra de mi grupo, el pasillo, un ventanal. El interior de la facultad era simétrico, no tenía manera de distinguir una entrada de una salida; los pasillos se cruzaban entre sí, yo los seguía haciendo un esfuerzo retentivo por recordar aunque fuese una pequeña pista delatora. Mis ojos se entreabrían y entrecerraban en un suave vaivén tan agradable que me parecía caminar un metro por encima de los demás bichos vivientes. Un hilillo de saliva aguada se escurrió por la comisura de la boca; me restregué con el antebrazo a tiempo. Aún me quedaba la compostura. Había sido una dura mañana y necesitaba tomar un descanso, sentarme, con lo que me metí en el primer aula con la que tropecé. Por el masivo aluvión de gente deduje que la clase estaba a punto de comenzar, así que tomé asiento como a la mitad, pero en un extremo de la fila por si a Galeón le daba por aullar o a mí por vomitar. Me sentía receptivo, con ganas de aprender y discutir, de proponer ideas, de levantar el brazo a la menor pregunta del hombre canoso y trajeado que subió a la tarima. Su cara no la lograba ver, su cuerpo sí. Aparentaba ir seguro de sus conocimientos ya que no portaba ningún papel ni libro con él. Se impuso un silencio roto por un manoseo de bolígrafos y papeles. La gente se preparaba para tomar notas. Me rasqué la tripa, la tenía vacía. A mi lado se sentaba un tipo con el pelo a trenzas cayéndole hasta la barbilla y me quedé enfrascado contando el número de trenzas. A mi otro lado una de las chicas feas más guapas del planeta. Fea, porque lo era, y guapa, porque en mi estado todo lo que me rodeaba me parecía como poco guapetón, atractivo. Los dos tomaban apuntes como descosidos, a una velocidad meteórica que me dejaba a mí fuera de juego, pero me interesaba hasta cierto punto lo que aquel monigote parlaba. Dicho y hecho. Levanté las gafas y con una voz que no reconocí ni yo mismo le pedí a la fea guapa un par de hojas y un bolígrafo. Me estaba perdiendo la lección por momentos; Galeón dormitaba bajo la mesa. La chica se enamoró de mí ipso facto. No oí lo que me dijo, y obtuve un par de folios. No bolígrafo. Los cuadré y los comparé: no eran iguales, a uno de ellos le sobresalía una de las esquinas. 162 Toda la vida pensando que los quinientos folios de un paquete eran idénticos unos a otros, y en aquella clase desconocida de un curso anónimo confirmé que la fabricación en serie automatizada no era más que una patraña de viejos factoristas melancólicos. La perfección era un mito, el sistema se resquebrajaba. Ahora entendía a Juan Pedro y compañía: lástima que no estuviesen aquí, conmigo y con Galeón. La voz del profesor tenía un suave tono seductor, y llevaba colgando de uno de los bolsillos de la americana una etiqueta con su nombre. Agudicé la vista irguiendo la cabeza. Se encontraba más lejos de lo que pensaba, no veía nada, apenas su figura y su gran corbata, amarilla. Una corbata amarilla. El hombre tenía el valor de entrar así vestido a un aula. Por su cara se debía apellidar Meléndez o Mínguez. Después de unos minutos de concentrar mis llorosos ojos en su chaqueta, me di cuenta de que no era una etiqueta con el nombre inscrito sino un pañuelo. Ya había perdido suficiente tiempo. El tipo hablaba, la gente escribía y yo me extraviaba en divagaciones. Fue colocar el boli entre los dedos, comenzar a transcribir lo que Mínguez decía, y entenderlo todo. El profesor hablaba con claridad meridiana, sus palabras llegaban a mis oídos como agua de verano. ¿Cómo aquellos imbéciles estudiantuchos se rascaban la nuca y se miraban unos a otros con caras de asombro, si lo que estaba explicando era tan claro y obvio? Para de ir más rápido y no perderme ni una sílaba, acortaba las palabras y fui inventando sobre la marcha un código de abreviaturas. ¡Qué velocidad de escritura! Era un don que desconocía en mí. Con una mano escribía y con otra me rascaba. Las hormiguitas volvieron a la carga sobre todo en la espalda, en los omóplatos. Casi parto el bolígrafo del tipo de las trenzas en mi columna vertebral. De vez en cuando paraba, cerraba los ojos y me quedaba con la cara encima del papel un periodo de tiempo que no sabría determinar, reaccionaba y otra vez. Llenaba hojas y hojas, eran los mejores apuntes que había tomado en mi vida de estudiante. Incluso me daba tiempo a pintar garabatos a los lados del folio, o entre las palabras, para enriquecer el texto. Las líneas de los párrafos no iban paralelas. Algunas se desviaban hacia el norte y otras hacia el sur. Si bajaban demasiado, las obligaba a enderezarse; me salían ondulantes; no solamente entendía lo que se explicaba sino que moldeaba las palabras y las frases. Y en uno de los cambios de folio, simplemente desconecté, me ocurrió como a las luciérnagas cuando pierden la vida y dejan de brillar: me apagué. Una mano tocaba mi hombro derecho con insistencia. ¡Qué pesados! Estaba atravesando el cosmos y venían a molestarme. Reaccioné moviendo el hombro e intentando deshacerme del parásito, hasta que los toquecitos se convirtieron en una agarrada de hombro con una agitada. Levanté la cabeza y había una tipa gorda, la misma que esperaba en el fotomatón el día en el que marché por el video de Sebas al barrio de Fuencarral. Llevaba una bata azul y una escoba en las manos. Mis maravillosos apuntes estaban esparcidos por el suelo y pisoteados, Galeón andaba husmeando por entre los pupitres del aula. La señora me susurró: -Creo que tienes que irte. Es hora de cerrar la clase y la facultad. 163 Una ramera quiso ocupar mi cuerpo. Soñé que me perseguía un pulpo gigante verde. Yo no conseguía despistarle y eso que me despertaba entre sudores, no podía erguirme ni aunque quisiera porque había una figura negra en el techo colgada, que actuaba de barricada. Esa forma no era humana en el sentido de que no tenía carne, pero era un ser vivo y me aterrorizó de tal forma que aún estando consciente preferí cerrar los ojos y seguir en mi ensoñamiento. Y me preocupé, ¿qué ocurriría si nunca más conseguía despertarme? Despertarme no, levantarme. Mis miembros no me obedecían, y tumbado en la cama boca arriba le eché la culpa al cerdo bastardo de Sebas que me había envenenado con la locomotora. Calculaba el tiempo que llevaba allí, en la cama de mi padre, mas no salían las cuentas. Me estaba muriendo, o ya estaba muerto. Pero si lo estaba, ¿por qué no venía Dios, o los ángeles, o el diablo, a juzgarme? ¿A decirme cuál era el siguiente paso que debía dar? La figura negra colgada del techo me vigilaba. Cerré los ojos y de pronto noté que algo en mí quería abandonarme: entendí lo que ocurría en la habitación. La figura negra aberrante esperaba meterse en mi cuerpo en cuanto yo saliese. ¡Por todos los putos santos! Estaba empapado en sudor, ni una falange de un dedo era obediente a mí. Quise pedir ayuda, me concentré en abrir la boca. Si Galeón conseguía escuchar unos solo de mis gemidos, vendría al cuarto, se echaría encima mío, con sus patazas me despertaría y lograría salvar mi cuerpo. ¿Pero qué me pasaba? Pensé, algo no va bien, yo abría la boca, sin embargo, ni un sonido salía expedido. No estaba ni despierto ni dormido, no sabía como había llegado allí ni cuanto tiempo llevaba tumbado. Imbécil, eso te pasa por jugar con fuego. ¿No querías probar? Aquí tienes una experiencia guapetona: atrapado en una cama con una figura negra que en cuanto entreabres los ojos se desliza por la pared para acercarse a tí. ¡Ciérralos! No dejes que ocupe tu cuerpo porque si entra, ¿a dónde irás tú? Una ventana estaba abierta y una brisa llegaba hasta mi piel, que al estar cubierta de sudor hacía que me congelase. Si me concentraba podía funcionar, lograr dar ese clik, ese paso, cruzar la frontera y despertar. Cerraba los ojos pero notaba que me iba, era más placentero estar así, pero no, había que abrirlos aunque fuese solo a medias, más no podía. Ésto es muy peligroso. Puede que todo fuese un sueño dentro de otro sueño y que me despertase tan alegre con el cántico de los pajaritos, pero ni en febrero había pajaritos ni aquello era un sueño. Me habían atado a la cama con correas mentales. Sé que todo empezó en casa de Sebas, lo que no sabía era dónde acabaría. Yo amaba a mi cuerpo y no pensaba abandonarlo y menos por una tétrica sombra negra pegada al techo. De temerla pasé a enfrentarme a ella. Búscate otro cuerpo, puerca ramera, porque yo de aquí no me largo. Esperaba que algo ocurriese, y mientras, me esforzaba en concentrarme con 164 el objetivo de mover una parte de mis extremidades, la que fuese. Aquí nadie obedecía a nadie, ni la ramera se iba ni las extremidades se movían. Estoy enfermo, pensé, tengo una enfermedad que desconozco por completo y que se llama Dormir en Vida. Sé dónde estoy, en la cama de Mazo, que sigue siendo mi padre. Recuerdo haber pasado por la universidad, también que la mujer de fotomatón me despertaba; luego, tinieblas. No me acordaba, podrían haber pasado tres meses conmigo tumbado en la cama sin poder moverme, o tres días, yo qué sabía. Para estar así era preferible morir. ¡Pero si iba a morir de todas formas! De hambre. Galeón no podía darme de comer y lo único que haría sería esperar a que muriese y devorarme, puede que hasta devorarme vivo, ya que no me podía mover. Noté que se me erizó la piel al pensar en parálisis. Me había quedado paralítico mientras dormía, pero eso es imposible, para quedarse paralítico tenía que ocurrir un accidente físico, que quizás pasó y yo no lo recordaba. ¿Qué hacía esa sombra mirándome colgada de la pared? ¿Y si me abandonaba? Cerraría los ojos y dejaría al azar escoger. Si debía morir y ser ocupado por la sombra mientras yo vagaba errante por el mundo de los espíritus, adelante. Si por el contrario la sombra se aburría de mí y decidía buscarse otro cuerpo en la vecindad, mejor. Me relajé e inmediatamente noté como parte de mí se elevaba de la cama dispuesto a dejar el cuerpo que tanto me había costado cuidar. Estaba aterrorizado, yo, que no creía ni en lamas ni en yogas, ni en hinduismos hippies ni en el karma de las personas. Yo estaba flotando. Lo primero que intenté fue no perder de vista a la sombra; ella seguía agazapada en la esquina opuesta de la habitación, la miraba a los ojos para descubrir sus intenciones pero no poseía ojos. El centro de su cuerpo estaba adherido a una esquina del techo. De dicha esquina salían ramificaciones en todas direcciones, que eran sus brazos y piernas, pero carentes de dedos. La ramificación más corta y gruesa era la cabeza, sí. Hasta tenía cuernos, dos pequeñas ramitas salientes de la cabeza. Ya que yo había jugado con fuego, debía ser la víctima propicia, y cuando entendiese todo ya sería tarde, sería una sombra de mí mismo a la búsqueda de otros cuerpos. De todos los habitantes de Madrid había sido yo el elegido. Debía yo estar flotando a treinta centímetros de mi propio cuerpo cuando me entró el pánico. Me concentré para volver antes de que la sombra se diese cuenta de mi jugada de abandono. Quería volver a mi cuerpo, necesitaba ayuda, toda la ayuda de mi mente. Con un esfuerzo sobrehumano me vi de nuevo en mi anatomía. No disponía de poder sobre los miembros y músculos pero me sentía en casa. Ni en sueños volvería a intentar una locura así. Ya digo que no estaba soñando, que yo era perfectamente consciente de lo que me ocurría. Lo peor era que si llegaba a despertar del todo, nadie me creería. Me encontraba como al principio de esta pesadilla. Quizás fuese eso, la sombra no estaba ahí aprovechándose de que yo había jugado a perseguir una locomotora negra sobre un papel de estaño y ahora no podía controlar sus efectos secundarios devastadores. La maldita sombra había llegado enviada por mi padre por atreverme a tumbarme en su 165 cama. Esa idea me vino de repente y me atemorizó. Yo me había tumbado en su cama un rato a descansar y me había despertado con unas correas mentales en los brazos y en las piernas que me sujetaban a ellas. Una terrorífica mancha negra deslizándose por la pared en dirección mía. Buscaba culpables. Mi padre, Sebas y su veneno, la cama, quien fuese. Necesitaba una razón. Aquel fenómeno no podía darse porque sí. El frío se empezaba a apoderar de mí. Mi cuerpo cubierto de sudor era una nevera por el que se deslizaba el aire que entraba por la rendija de la ventana del cuarto, que alguien dejó abierta y por la cual la sombra se debió haber colado. No recordaba haberla abierto. Caí entonces de algo que hasta entonces no había pensado. No era cierto que no podía mover ni un músculo. Podía mover los ojos. No los abría totalmente pero sí podía cerrarlos, que es lo que hacía cuando me abandonaba y mi cuerpo, mi espíritu, comenzaba a flotar y a separarse de su prisión. ¡Y qué prisión más maravillosa! Quien la tuviera en aquellos momentos de angustia. Lo que más me preocupaba a parte del hecho de no poder volver jamás a la realidad, era el saber cuánto tiempo llevaba prisionero. Si hubiese podido saber si llevaba una hora, un día o un mes, las cosas hubiesen sido más sencillas. No disponía de ninguna pista para saberlo. Me consoló darme cuenta de que las facultades mentales estaban en forma. Hice la siguiente deducción: no puedo llevar más de diez días porque si no habría muerto de hambre. A partir de ahí, no deduje nada más. Con los ojos entreabiertos noté cómo la sombra se deslizaba poco a poco, de forma suave pero evidente. Todo este tiempo había permanecido quieta estudiándome y ahora se lanzaba al ataque, ahora que sabía lo que yo pensaba y las posibilidades de escapar que tenía: cero. Me intenté concentrar en ella para adivinar qué dirección de la habitación tomaba y por que lado me atacaría. Noté el sudor del pavor corriendo a mares por mi cuerpo, percibía las gotas deslizarse por mi cuello, las manos frías, témpanos de hielo. La sombra no era otra cosa que la Muerte, que sin yo merecerlo, venía por mí. Ya la notaba cerca de mi cuerpo, su aliento. Sentí humedad en mi mano de derecha. Intenté mover la cabeza con el objetivo de ver lo que esa arpía trajinaba. No quería darla el gustazo de que se cebase agusto en mi cuerpo sin oponer una mínima resistencia. Estaba acabado. Iba a morir sin haber llegado a realizar ni una sola de las cosas para las que estaba destinado. Eso era injusto. ¡Qué mueran otros!, grité. ¡Qué mueran otros! ¡Los cobardes, los viejos, los ilusos, pero no yo! No lo merezco. Gritaba sin voz. Yo me oía a la perfección, y la sombra también. ¡No quiero morir, quiero vivir! ¡Vivir para follar, para viajar y para experimentar! ¿Es ésto acaso un error? Necesitaba que la sombra me escuchase antes de que fuese tarde y se metiese en mí. Ya no sería yo. ¿Por qué los valientes morían antes que los cobardes? ¡Ahhhhh! Dolor agudo e intenso. 166 Un calambrazo me sacudió desde la mano derecha hasta los ojos. Del dolor, mi cuerpo se desbloqueó y por primera vez lo sentí vivo, moverse: ya no era mi espíritu que se daba un garbeo por la habitación. Rodé por un despeñadero en el que me golpeaba por arriba y por abajo, brazos, piernas, la cabeza, la espalda. Todo me dolía pero al menos percibía. Rodaba, caía al vacío, chocaba contra paredes, contra riscos, contra techos, suelos. Abrí los ojos. La sombra pugnaba ya abiertamente por entrar en mi cuerpo, y quería hacerlo nada más y nada menos que a través de mi cabeza. Un momento, no era una sombra, era un ser tangible, vivo. Galeón. Reconocí a duras penas dónde me encontraba. Los colores del suelo eran los colores de la alfombra de noche de la cama de mi padre, Mazo, el marinerito del Caribe. Galeón me lamía y relamía a la que yo me tocaba para asegurarme que estaba entero, de que continuaba en el mundo de los caminantes. Miré hacia el techo porque si la sombra seguía allí pegada, la iba a acuchillar. Yo era sólido, ella una puta sombra. Pero en la esquina nada había. Solo esquina. Las cuatro esquinas. Recuperado de la sorpresa noté que el dolor en la mano no era imaginario. La tenía sangrando y me escocía a morir. El bastardo de Galeón me había dado un bocado en plena palma y me la había destrozado. La sangre caía y el perro la relamía. Su hocico goteaba sangre. Mía. No podía mover los dedos pues sus colmillos se debían haber llevado por delante todos los tendones. Pude contemplar por los agujeros dejados por los colmillos el blancor de los huesecillos de las manos. El dolor era intenso pero alegre; había logrado despertar y regresar del averno gracias al perro con el que vivía, que me había triturado la mano y al que por un instante pensé en abrazar y besar. De todas maneras, no era esa forma de despertar a su dueño y señor. 167 Procedimientos previos para atracar el Banco de España. -¿Dices que tu propio perro te ha mordido? A Sebas le debía parecer una reacción muy normal por parte de los chuchos ya que no se mostraba sorprendido. Me lo preguntó mientras me colocaba un vendaje en su consulta. Sostenía mi mano derecha entre sus dos manos. Al observarla, medio despierto medio dormido, concluyó que no hacía falta dar puntos de sutura en los agujeros en los que Galeón había clavado sus colmillos. -¿Estás seguro que no hacen falta puntos? No es que dudase de la palabra de un médico. Estábamos sentados en su despacho con un flexo potentísimo enfocando la mano. Me había poco menos que obligado a ingerir una pastilla de color azul celeste para el dolor. No me fiaba, pero la mano dolía a horrores y la pastilla hizo efecto a los dos minutos. Me sentía relajado, no tenía ganas de hablar. Con la boca entreabierta, contemplaba como Sebas había limpiado la herida con cautela, despacio, pasando un algodón cubierto de alcohol tras otro. Hubo un instante en el que me pareció que los dos alucinábamos con los agujeros de mi mano derecha. Sebas los contemplaba a corta distancia, parecía un idiota. Mi cuerpo estaba hecho un asco. Por el efecto de la locomotora, mi estómago quería expulsar lo que no había, ni recordaba cuando había sido la última vez que había ingerido alimentos. Dos veces que bebí un vaso de agua en la consulta, dos veces vomité. Mi mano derecha se encontraba inservible por no sabía cuanto tiempo. Pregunté a Sebas: -Oh, bueno, sí... mmm... Pronto la podrás utilizar, no te impacientes. Ese es el... fff... problema con vosotros los pacientes, queréis... uuf... curaros en el acto, y yo soy médico, no Dios, no hago milagros aunque... eeehhh... no creas que no lo intento... sobre todo conmigo. No tiene mal aspecto aunque tampoco bueno. Sí, no está infectado, infectada, perdona, y con la pastilla que te he... eeehhh... dado no vas a notar el do... dolor en unas horas, y puede que días. Mmm... ¿Has visto a mi perro? No sé que le pasa pero le... pierdo la pista. Ahora te coloco... esta venda suave, eeesooo... ¿Ves que bien? Jaime estaba como una cabra. Llevaba días y días comentándonos en el parque y en el Feudo que se encontraba próximo a comprarse un coche, pero no un coche normal, no, un auténtico chollo del amigo de un amigo que se lo dejaba a un precio tal que era imposible rechazarlo. Nos lo describía mientras se cepillaba un coñac tras otro. Un cochecico en el que podría llevar a Mercurio a la Casa de Campo a que corriese, un coche veloz, con maletero para poder traerla y llevarla por la ciudad. No nos decía la marca que por otro lado daba igual ya que ni Jaime ni Juan Pedro ni yo entendíamos de coches. Yo paseaba por la calle con una venda que me sujetaba el brazo y no permitía que la sangre fluyese por mi mano con libertad. Cada vez que miraba mi mano echaba un ojo a Galeón. Estando 168 tumbado en el parque escuché una bocina insistente, sonido que no era normal en la calle Segunda República. Al asomarme a la acera, apareció. Un coche verde chillón, con Jaime embutido en él. Era más grande que el coche. La cabezota le sobresalía por el parabrisas y la perra Mercurio iba aprisionada en la parte trasera, eso sí, de pie, como decía él que los perros debían viajar en los coches, de pie para que no se mareasen. Jaime metió el carro en la entrada del parque y lo caló subiéndose en la hierba. Le dio un manotazo en el capó: -¿Qué te parece, eh? Está guapo, ¿que no? Pues aquí donde lo ves es un chollo, de los que se consiguen una vez en la vida. Con esto nos vamos a ir tú y yo a la Casa de Campo para hacer correr a los perros de los lindo, ¿eh? Guapo, ¿que no? -¿Qué marca es? -¿Cómo que qué marca es? Yo qué coño sé que marca es. Eso no es lo importante, chico. Vosotros los chavales siempre con las marcas. Es un coche sin marca. No tiene marca por ningún lado. Fíjate. Cierto. El auto no tenía ninguna inscripción metálica o signo que especificase la casa fabricante. Era una caja con ruedas y un maletero con una puerta trasera que se sostenía abierta enganchando una vara de metal en ella. Parecía sólido. -¿Cuanto te ha costado? -Naaa, regalao, chico, regalao. El arroz con curry y chili picante que preparaba Juan Pedro era el mejor bocado que había probado hasta entonces. Infinitamente mejor que las comidas de mi madre. Decidí que si algún día me casaba, exigiría mi futura mujer que supiese cocinar con curry. Sería ésta la exigencia número uno, por delante incluso de la felación. La casa entera apestaba a especias orientales. A Jaime le desagradaba, Juan Pedro no le hacía ni caso. ¿No eran aquí todos internacionalistas? Pues a demostrarlo. Una de las razones por las que Troski era tan fiero, sin contar con que fue entrenado en la Unión Soviética, era el chili que Juan Pedro le atizaba en su plato de metal un día sí y otro también. Yo me ponía a sudar y a beber agua. Juan Pedro se reía de mí. Troski rugía. -Como sois unos tipos inteligentes, pica, ¿eh?, pues recordaréis que estoy inmerso en una novela que mas o menos describe un atraco al Banco de España. Este banco hay que atracarlo, ha sido la premisa que me inspiró. Bueno, yo le doy bien a la imaginación, me invento lo que haya que inventarse, sin miserias ni rodeos, pero hay cosas que es mejor sacarlas de la realidad, y una de ellas es la estructura del Banco de España. Cómo es el banco en el interior, de lo cual yo no tengo ni idea. Lo que tengo son amigos de mi antigua época, cuando trabajaba como asalariado en la compañía de minas. -A lo mejor necesitan un fotógrafo. -¿Dónde? -En las minas, alguien que fotografíe las minas, a los mineros con las caras hollín, yo qué sé. 169 -No, tío, no creo, no sé, déjame continuar, porque precisamente te ofrezco un trabajito. ¿Buscas trabajo? Yo te lo proporciono. -Vale. ¿Qué trabajo? Los granos de arroz penetraban por las barbas de los dos tipos que comían conmigo, unos perdiéndose en los abismos, otros cayendo al plato de nuevo para ser devorados y seguir el mismo ciclo: barba-plato, platobarba -Mirad, éste amigo mío trabaja ahora en el Banco de España. Le he pedido que si por favor me puede enseñar las instalaciones interiores del edificio para un pequeño trabajillo de investigación histórica. No le voy a espetar al hombre que preparo un libro sobre un atraco al banco. Ya sabéis cómo son los amigos. En cuanto te oyen hablar de atracos se olvidan de los años transcurridos juntos. Los dos éramos del partido. -¿De qué partido? -¡Luis, de cual va a ser! Cuando alguno de más de treinta y cinco años te hable de "el Partido", se está refiriendo al Partido Comunista. Pero yo creí que después de meses viviendo aquí sabrías ya eso. En fin, no tiene importancia, quizás he puesto demasiado chili en la salsa y no te deja pensar. El coche sin marca de Jaime disponía de una sofisticada forma de arrancar: no necesitaba llave de contacto, se juntaban tres cables bajo la cerradura, se rozaba la suma de los tres con un cuarto, marrón, y el coche arrancaba. Subimos a Galeón y a Mercurio a la perrera. Jaime al volante, Juan Pedro de copiloto, y yo detrás, sujetando el maletín con la cámara de fotos. Enfilamos directos al barullo, al centro de la ciudad. Al intentar abrir la ventanilla para que entrase aire a los perros, me quedé con la manivela en la mano. Eran las doce en punto del mediodía y había un tráfico infernal. Llovía. Los coches circulaban con lentitud, lo que irritaba a Jaime, que no paraba de insultar a todo bicho viviente: tú, cazurro, ¿para qué te ha dado Dios los intermintes? No contestas, ¿eh? Será hijo de... Mira. ¡Mira! La zorra esa, que no, que no te vas a meter, espera tu turno, bolsa de agua caliente con tetas. Los taxistas, como siempre, pero cómo son tan perros, se creen los dueños, sí, sí, métete, que a mí me da igual abollar el coche, total, no tiene ni marca, ¿eh, Luis? Y tampoco tiene seguro. Por cierto que le tengo que hace un seguro, a terceros, eso sí, o a cuartos, lo mínimo, que para eso soy un fotógrafo de la clase obrera. -Olé -exclamó Juan Pedro-, un fotógrafo de la clase obrera. A ver qué significa eso. Cantaba sacando el puño por la ventanilla. Avanti Popolo, A la riscorsa, Bandera Rossa Bandera Rossa, Yo llevaba el ritmo con la mano derecha sobre el fémur. No me sabía la letra, mi padre no nos había enseñado esa canción. 170 Nos detuvimos en el semáforo bajo el puente de Nuevos Ministerios. Jaime hacía rugir al coche, que despedía una humareda negruzca e impedía ver los coches de atrás. -¿Pero te has fijado lo que contamina este trasto? -preguntó Juan Pedro. -Puede ser, pero como no tiene marca, haber a quién van a reclamar. Dicho ésto metió la primera con fuerza y salió embalado del semáforo. Las llantas derraparon, se oyó un chillido agudo en toda la Castellana. Vamos a llegar los primeros al siguiente semáforo, los primeros, gritaba. Yo lo estaba pasando en grande hasta que vi que nos acercábamos al siguiente semáforo y el tipo no frenaba. Yo me callé, no quería ir de cobarde. Jaime bombeaba el freno, al principio suave, luego con angustia, ¡boum, boum, boum!, y el auto continuaba a la carrera. Dios, chico, detén esta máquina, murmuró Juan Pedro. Jaime insultaba y golpeaba con los brazos el volante y con las piernas el freno: párate, coche loco, nos vas a matar. Reducía, el motor se revolucionaba hasta los límites, el humo negro dejaba una estela por la avenida. Seguía bombeando el freno de pie, con furia, aquello sonaba a hueco. Nos hemos quedado sin líquido de frenos. ¿Cómo es posible?, exclamó. Me dolía la mano. El semáforo se acercaba. Metió segunda, el motor estaba a un tris de reventar y saltar por los aires. Agarró el freno de mano con sus dos manazas y tiró de él como si quisiese arrancarlo de la base del coche: los perros brincaron al asiento donde yo me encontraba, el auto derrapó por detrás y se quedó cruzado en pleno Paseo. Pero se detuvo. Mi padre conducía de manera parecida pero al menos gastaba frenos. El Land Rover se caía a pedazos. En un viaje nos tuvimos que detener en plena autopista porque un molesto ruido provenía de los bajos del coche. Resultó ser uno de los tanques de gasoil. El metal se había ido oxidado y el depósito colgaba, a punto de irse al suelo. Mi padre era marino y con un fuerte cable lo ató a los bajos del asiento. Debido a que el volante estaba a la derecha, yo había crecido con la incertidumbre de saber si venía un coche o no. Mi padre confió en nosotros; yo también confiaba en Jaime. Juan Pedro menos. Le obligó a ir a treinta por el carril de la derecha hasta que llegásemos a nuestro destino: el Banco de España, al que Juan Pedro pensaba sorprender y atracar. En su libro. Encontrar un sitio para aparcar en la Plaza de Cibeles debía ser una de las tareas más complicadas a las que se podía dedicar un conductor en la capital. Los bordillos estaban repletos de líneas amarillas dobles y de policías apuntando en las libretas. Jaime se las sabía todas, era una fiera del asfalto. -Aquí no hay Dios que aparque pero conozco una callejuela que nadie más sabe y en la que podremos aparcar sin problemas. Por algo era repartidor de furgoneta en mis años jóvenes. Subió por la Gran Vía, torció a la derecha, metiéndose en un laberinto de calles en las que no cabía ni un triciclo. Las ventanas del coche se llenaban de vaho por las respiraciones de los perros. A la media hora tiró de 171 freno de mano, bajó del coche y empujó con todas sus fuerza unos contenedores de basura. Ya disponíamos de sitio para aparcar. -Bien hecho, fotógrafo. Vamos a dividir el equipo. Tú, Luis, te encargas de los perros, que por cierto no sé para qué los hemos cargado, pero en fin, ya están aquí, no es cuestión de abandonarlos. No sé si nos permitirán entrar con ellos en el banco. Jaime, la cámara. Yo, el bloc de notas. Chicos, adelante. ¿Quién es el actual gobernador del Banco de España? Como hay Dios en el cielo que en cuanto lea el libro dimite. -¿Ese perro dimitir? Por cierto, Mercurio no soporta la lluvia. -Bien, Jaime, ya es hora de que se vaya acostumbrando. Me quedé contemplando la inmensa puerta del Banco de España esperando que Mercurio acabase de hacer pis en el hueco de un árbol. Jaime preparaba la cámara y medía la luz con un fotómetro, la luz de la calle. Juan Pedro se pasaba el bolígrafo por los rizos de su pelo impaciente por la tardanza de su amigo ex-comunista. Al ver la mole del banco no pensé que se pudiese atracar semejante edificio con pistolas y medias de mujer. No tenía futuro el plan. Había que entrar a la fuerza por dentro, por medio de un butrón. Le fui a comunicar mi idea a Juan Pedro cuando por una puertecilla salió un hombre encorbatado. Era joven, había estado recientemente en el mar o en los baños-uva; el color de su cara no era el color natural de febrero; tenía el aspecto de gustarse a sí mismo. ¿Ese hombre había pertenecido al Partido Comunista? Se asemejaba a uno de los tipos infames que salen en las revistas del corazón. Extraños amigos tenía Juan Pedro. Los tres le rodeamos. Juan Pedro nos presentó como ayudantes suyos. El engominado puso entonces inconvenientes para que los perros entrasen al banco, sin embargo, yo quería a toda costa entrar. Até a los perros al árbol. -¿Y si empieza a llover? -preguntó Jaime señalándoles. -Bueno, son solamente perros, ¿no? -Mercurio no soporta la lluvia. Moriría. Si ella no entra yo tampoco. -Necesito que entres para las fotografías -dijo Juan Pedro. -¿Fotografías? No sabía que queríais hacer fotos, no sé si está permitido. -Pero, camarada. Las fotos son para el libro del que te hablé. Si él no entra, me temo que yo tampoco. -Venga, de acuerdo, que entre el galgo, pero el pastor se queda. Y con ésta quedamos en paz. Ya no te debo ningún favor, ¿vale? -¿Y por qué el pastor no? -pregunté frunciendo el ceño. Mazo me enseñó a hacerlo. Nos decía que daba resultado, sobre todo con las mujeres. La comitiva entró. Estaba nervioso. La sensación de que sospechan de uno cuando se dispone a cometer o está cometiendo un acto ilegal. Até en corto a los perros. El engominado se hacía el importante. Entrar en un edificio tan decisivo fue el único acto cultural que acometí durante aquellos meses. Era más emocionante que ir a la universidad. El banco de los bancos, el que más y mejor pasta guardaba en sus caudales. Agudicé la vista por si durante la visita me encontraba un billete abandonado en el suelo. 172 El engominado iba marcando el paso, junto a Juan Pedro; Jaime llevaba el fotómetro en la mano, alzándolo; yo iba el último con los dos perros. Caminamos por un largo pasillo con personas que salían y entraban de los despachos. Parecía más un palacio que un banco: cuadros antiguos de dioses retorciéndose de dolor, banqueros de Carlos II, batallas que salieron bien a España, etc, etc. Unas lámparas descomunales iluminaban los pasillos, dejándose oír el tintineo de sus cristales al paso de la menor corriente de aire. Jaime fotografiaba todo lo que se ponía delante de su objetivo: un seboso hombre con camisa blanca y corbata abrió una puerta y Jaime lo cazó al vuelo; el tipo hizo el gesto de negación con la cabeza y se coló en el despacho. Haría falta un ejército de hombres armados para entrar en el edificio y controlar a los que trabajaban allí. Por esa razón nadie lo había atracado hasta ahora. Juan Pedro y el engominado hablaban. El escritor de temas violentos le hacía preguntas y anotaba las respuestas en el bloc; se quedaba mirando las cámaras de vídeo interiores que se camuflaban entre las plantas. El pasillo no se acababa nunca. Diablos, sí que me encantaría robar en éste edificio, mas yo no era un ladrón sino un estudiante, para ser ladrón había que nacer. Cualquiera podía robar una grapadora en uno de los cientos de despachos del Banco de España, pero robar dinero, mucho dinero, esa era una cualidad que Dios daba una minoría. Jaime se adelantó y pidió al engominado que se apartase, apuntó y disparó una foto que todavía conservo: los perros, Juan Pedro y yo, en el interior del Banco de España, antes de atracarlo. Galeón y Mercurio tiraban de las correas; llegamos al final de uno de los interminables pasillos y Juan Pedro preguntó al engominado: -¿Dónde están las máquinas? -¿Qué maquinas? -¡Pues qué máquinas van a ser! Las máquinas con las que se fabrica el dinero, los rodillos y todas esos artilugios que salen por la televisión. ¿Dónde se esconden? -Están en las plantas inferiores, en los subsótanos. -¿Subsótanos? Vaya qué palabra más bonita. Subsótanos. ¿Podemos bajar a los subsótanos para verlas? Fenómeno. Directos al grano, a la boca del lobo. El engominado llamó a uno de los ascensores. S1, S2, S3, S4, correspondientes a Sótano uno, dos... etc. Un ascensor silencioso para un submundo silencioso. ¿Qué nos encontraríamos? Decenas y decenas de esclavos sudorosos girando manivelas por las que se accionaban los rodillos, haciendo que el dinero con la cara del rey saliese vomitado. Nos dirigíamos al subsótano número cuatro, en contacto con el núcleo de la tierra. Juan Pedro hizo un boceto veloz del interior del ascensor. El engominado miró asombrado. Me llevé un disgusto al abrirse las compuertas metálicas del ascensor: ni el vapor de calderas, ni esclavos a los que arrear con el látigo, ni sonido de tambores ni trompetas: un hall con música clásica, violines de Vivaldi y moqueta primorosa. ¿Dónde estaban las máquinas? 173 -¿Dónde están las máquinas? -susurró Juan Pedro -Bueno chico, no querrás que estén aquí mismo, en la entrada. Tenemos que entrar por esta puerta. Introdujo una tarjeta electrónica por una de las ranuras y la puerta se abrió. El corredor estaba dispuesto de tal forma que a sus bandas, enormes cristaleras encerraban prietas moles de máquinas que trabajaban sin cesar emitiendo unas un suave zumbido, y otras el rápido traqueteo de rodillos por los que salían láminas que eran los billetes que nosotros gastábamos tan alegremente. Jaime sacó el fotómetro del bolsillo y volvió a medir la luz; iba de un lado para otro muy concentrado con la cámara y el aparato. Algún operario en bata azul salía de una de las naves y el engominado lo saludaba. Los perros se pusieron nerviosos con el asqueroso olor que despedían las salas de máquinas. Miré a través de la cristalera de una sala, en las que un amasijo de rodillos y palancas emitía billetes que se iban acumulando en una pila. Cada lámina contenía no sé cuántos billetes de diez billetes. Me puse a multiplicar y di gracias a Dios de no trabajar en aquel sitio. -Interesante ¿Cuántos billetes se producen al día? -Muchísimos, tantos como para que tú y tus hijos viváis felices el resto de vuestras idas. -Yo no tengo hijos y vivo feliz. Juan Pedro anotaba garabatos, escribía como un descosido las respuestas que el engominado le iba dando. Jaime disparaba su cámara. Yo a veces atendía a veces no. Algunas de las preguntas que le formuló fueron: -¿Cuántos trabajadores funcionan aquí por el día? ¿Por la noche? ¿Tienen todos los trabajadores del banco acceso a estos sótanos? ¿Se producen monedas para terceros países? ¿Qué países? ¿Abrís los domingos? En caso de haber huelga, ¿se detienen las máquinas? ¿A cuántos han cogido en los últimos diez años por robar billetes? Me refiero de la casa, naturalmente... ¿Dónde están las salas acorazadas? Fue nuestro siguiente destino: las cajas acorazadas donde se guardaba el oro de la nación. Volvimos al ascensor. Yo noté que Galeón se estaba haciendo pis. Subimos al Sotano 2. Allí sí que había seguridad. Tipos armados en todas las esquinas en posición de firmes; no llevaban rifles ni escopetas, sólo pistolas. -No podemos pasar todos, lo siento. Juan Pedro y yo, nada más. -el engominado lo dijo con tal convicción que no tuvimos energía para protestar. Aunque a la postre era nuestro oro también, ¿no es cierto? Le pregunté a un guarda dónde había unos servicios. El tipo, aun extrañado de verme con un galgo hidrofóbico y un pastor haciéndose pis, me lo indicó. El perro tiraba de mí. Nos metimos en el baño justo cuando salía un empleado. Lo solté para que escogiese un rincón, una vez acabado, yo lo limpiaría. Galeón se metía en las cabinas a olisquear pero no se decidía. Yo me estaba poniendo nervioso; abrí los grifos del agua para que el sonido del líquido le hiciese soltar aguas. Nada. Imité el sonido de una serpiente o del pis cayendo: pssshhh... Nada. Le tintineé el miembro con mi mano sana. Nada. Entró otro empleado justo cuando mi mano se aferraba a su pene y el 174 tipo se nos quedó mirando: yo disimulé acariciándole el vientre. Levantó la pata trasera izquierda y se hizo pis. -¿No debería hacerlo en un árbol? Tierra, trágame. 175 Mujeres multicolores en la Casa de Campo. El hecho de haber salido con Juan Pedro y con Jaime a la ciudad para visitar el Banco de España, junto a las escapadas a la Casa de Campo con el fin de hacer correr a los perros, me salvó en cierta forma la vida. Vivía en una vecindad en la que era respetado, y sobre todo, querido. Ellos querían estar conmigo y yo con ellos. Todos nos sentíamos solos, abandonados del mundo. Unos por sus padres, otros por sus mujeres, otros por sus pacientes, los demás por sus ideologías. La locomotora sobre el papel de estaño era una experiencia vivificante y me hacía trabajar la mente a una velocidad antes desconocida, sin embargo, relacionaba la locomotora con la sombra pegada a la pared, y fue ésta una visión que no se la recomiendo a nadie, ni al profesor Negro, que me torturó con la Química Orgánica hasta que ni él ni yo pudimos más. ¡Bueno, carajo, a él sí! ¿Era la Muerte? ¿Era Dios? ¿Era mi conciencia? ¿O era un espíritu errante? Qué maldita costumbre tenía de tomar los fenómenos como avisos divinos o infernales. No me asustaba, ni la locomotora sobre el papel de estaño ni la tercera botella de coñac que compré por mí mismo. Existía una contradicción entre las dos: la locomotora me quitaba el hambre y el coñac me la daba; consecuentemente, debía atizarle más a la locomotora con Sebas y dejar el coñac para cuando Mazo regresase. No estaba ni agusto ni a disgusto. Resumiendo: me tenía que poner a robar. No podía trabajar, no sabía; tampoco me entusiasmaba el pedir. Le iba a echar al asunto más huevos si cabía que Juan Pedro, que a la postre no arriesgaba el pellejo sino la pluma. Antes de mi sección delictiva dentro de aquel año, narraré de qué manera llevábamos a los perros a correr a la Casa de Campo. La teoría en la que se basaban las correrías era que los animales necesitaban ejercicio, en la ciudad se sentían apresados, sus músculos estaban siendo infrautilizados. Había que buscar una solución. La idea de llevar a los perros a correr tras un coche era originaria de mi padre. La practicó con los perros que tuvo. Con el Land Rover escacharrado. Montábamos al perro y a los hijos que aquel domingo quisiesen acompañarle y nos poníamos en camino a la Casa de Campo. No había allí prostitutas en aquella época. Lástima. Con lo que a mi padre le gustaban. Una vez llegábamos a un claro, bajaba y abría las compuertas, de donde salían perros y niñas. Yo, al ser chico iba delante, a veces acompañado de una hermana, pues había sitio para tres, y la mayoría de las veces solo. La teoría de mis hermanas era: o todas juntas o ninguna. Volvían a subir las niñas y Mazo cerraba la compuerta; el perro estaba preparado. Arrancaba, despacio, a veinte kilómetros por hora, conducía por entre las lomas con el perro trotando detrás. Íbamos cantando alguna de sus canciones y tengo en mente una que decía: Saaalve, estrella de los maaares, de los mares iiiris, de eterna ventuuura... O nos contaba viajes por los océanos, excluyendo el tema de las mujeres exóticas del otro lado del Atlántico. Nos peleábamos. Mazo aguantaba hasta un límite, cuando estallaba la violencia física, detenía el 176 cuatro por cuatro y uno de nosotros se iba a la calle a trotar. O dos. O tres. O todos. Yo me he visto más de quince veces en mi niñez trotando con mis hermanas y el perro tras el auto de Mazo. Pero era un padre compasivo. Disminuía la velocidad. Mi madre se lo contaba a sus amigas, les decía: se lleva a los niños a la Casa de Campo y los hace correr con el perro tras el coche. Sus amigas se llevaban las manos a la boca espantadas. Acabábamos chorreando sudor, se nos salía el corazón con los hígados. Nadie protestaba. Nos daba pruebas de que no había diferencias sustanciales entre hijos y perros, y si cocinaba la misma comida para ambos, ¿por qué no iban a correr juntos tras el jeep? En una de las fuentes de la Casa de Campo se detenía y nos permitía beber. En verano metíamos las cabezotas para refrescarnos, y de ahí, a remar. Nos dividíamos en equipos. Si venían mis primos llegábamos a ser una flota. Todos queríamos ir con Mazo en la barca. Yo, en cuanto tuve doce años, quise ir solo y combatir contra él. El juego era muy sencillo: había que abordar al contrario por la banda de estribor, siempre por esa banda, si no, no servía. Mi padre, erguido obre la proa de la barca, con mis hermanas remando como galeotes, yo tratando de escapar de sus garras, él gritando: A ellos, mis remeras. ¡Remad! ¡Adelante, perras! El perro también iba a bordo. Nosotros remábamos con fuerza, nuestras almas se encogían de terror ya que como se diese que el sol castigase con dureza, algunos acabarían en el agua del estanque. Mazo ya se había procurado enseñarnos a nadar, yo prefería tirarme de cabeza al estanque a caer en sus garras. El que primero abordase al contrario ganaba ese domingo y el equipo contrario pagaba los refrescos. Nosotros de pequeños nunca teníamos un duro en el bolsillo: no había ni pagas ni pagasextras ni Ratoncito Pérez al caerse un diente. Mazo pagaba siempre. Puede que el padre de Jaime le llevase a la Casa de Campo a correr con el perro, de los contrario no me explico de dónde le vino la idea. De todas formas nunca le vi por allí. Fue comprar el coche y llegarnos hasta la vieja Casa de Campo, en la que sí había prostitutas, y de todos los colores. Venían de países exóticos y gastaban unos cuerpos de infarto, sin embargo mis compañeros no parecían muy interesados en entablar una relación con ellas. Juan Pedro ni las miraba y Jaime estaba demasiado ocupado con mantener derecho el coche y no atropellar a una de ellas. A mí se me caía la baba. Los amortiguadores del auto sin marca de Jaime simplemente no existían; en las pistas de la Casa de Campo los frenos pasaban a segundo plano y los amortiguadores hacían que las cabezas de los perros rebotasen contra el techo. Desde el principio se planteó el aceptar o no a Troski. El animal tenía derecho a venir tanto como los demás perros. Jaime no veía mayores problemas porque su perra Mercurio representaba la velocidad en estado puro. Galeón era un trotador. Entonces nos dijo: -Mirad, yo viajo en la parte trasera con Troski agarrado y amordazado, Luis va en los asientos del medio, y los dos perros en el asiento delantero. Cuando les toque correr, Mercurio y Galeón pueden ir sueltos tranquilamente. Yqo me sentaré en el asiento delantero y con la correa 177 sujetaré en corto a Troski, que trotará en el lado derecho del carro. ¿Os parece bien? -No. Se salió con la suya. No habíamos ni arrancado el coche cuando apareció Sebas, el muerto viviente. Venía con Cosa, un animal al que le faltaban escasos días para ir al infierno. Bajó al portal de la casa envuelto en una manta, sudando. -Pero, hombre, ¿te llevo al hospital? - salió de la boca de Jaime. -Tranquilo, tranquilo, si estoy bien, recuerda que yo soy médico. Lleváos al perro, hacedme el favor, este animal necesita aire fresco. Viajábamos del siguiente modo: Jaime al volante pendiente de los semáforos, de los frenos y de la policía. Galeón y Mercurio en el asiento delantero apretujados; yo en el asiento del medio con Cosa; Juan Pedro en la perrera atenazando con firmeza a Troski, cuyos ojos estaban inyectados en sangre de ira al ver a Cosa. Se decidió que lo mejor era coger la M-30 para evitar tráfico y policías. La M-30 y después la M-40. Yo no entendía bien por qué camino concreto nos llevaba Jaime a la Casa de Campo: él se sabía de memoria todos los atajos y vericuetos, autopistas y pasos en el ámbito de la Europa entera. Al llegar a la Casa de Campo nos metimos por la inevitable calle donde se colocaban las prostitutas multicolores. No era verano y sin embargo posaban medio desnudas; una de ellas, al pasar, me enseño a mí un pecho. El primer pecho adulto que veía con claridad si descontábamos el de mi madre. Se me quedó grabado en la zona izquierda del cerebro. Luego, según continuamos yendo a hacer correr a los perros, me enseñarían más y más, de distintos tamaños y colores. Jaime detuvo en seco el auto, tirando del freno de mano. El procedimiento que seguíamos fue parecido al que seguíamos con mi padre, esta vez sin niñas: el escritor violento descendió el primero con su animal, alejándose del auto unos metros mientras le aseguraba al cuello una correa de las que aguantan un tirón en seco de tres mil kilos; yo bajaba a los tres perros restantes. Cosa a duras penas se tenía en pie, pero se le notaba feliz. Galeón, al ver a Troski la primera vez, le enseñó los dientes y gruñó. Le di un toque de atención. Juan Pedro se sentó delante, ató la correa al asiento y la sacó por la ventanilla. Jaime gritó: -¿Preparados? ¿Listos? -arrancó. No había ni metido primera cuando la galga salió disparada adelantando al auto sin marca; debía ir a más de cien por hora porque la perdimos de vista. Galeón seguía al coche, Troski sólo se preocupaba de intentar morder la rueda delantera. Cosa ni se movió, se quedó clavada. Era increíble ver correr a Mercurio levantando una estela de humo allá por donde pasaba. Jaime se picó con su propia perra y aceleró; nos metimos a toda castaña por entre baches arbustos. Mi cabeza se golpeaba contra el techo del carro y comenzó a sangrarme la mano. Suerte que Juan Pedro había sido previsor y había enganchado la correa de Troski al asiento, de lo contrario el tirón le hubiese arrancado el brazo. Miré hacia atrás: de Galeón solo se veía un punto negro. Él trotaba y trotaba. Jaime quería a toda costa 178 alcanzar a su galga. En resumidas cuantas, el primer día de Casa de Campo fue la debacle. Tardamos dos horas en reunir de nuevo a los perros. Cosa el esquizoide no me preocupaba, sabía a ciencia cierta que dado su estado anímico no se habría movido de su sitio. Y así fue. En invierno nos pasábamos por la Casa de Campo casi todos los sábados y domingos que no llovía. A Cosa no la bajábamos del coche, se quedaba dentro conmigo, en el asiento trasero, y disfrutaba viendo trotar a sus amigos. Yo le limpiaba con kleenex los ojos llenos de legañas y pelajos. Cuando Jaime se detenía para que los bichos descansasen y bebiesen, le daba, disueltos en el agua, concentrados vitamínicos que Jaime utilizaba para su perra. ¡Qué grandes recuerdos tengo de la Casa de Campo! Perros locos trotando, prostitutas enseñándome sus bien plantados pechos. Aún hay más. Aprendí a conducir por la izquierda. Yo aprendí a manejar el Land Rover de Mazo con el volante a la derecha; cambiaba las marchas con la mano izquierda y de nada me valía el retrovisor que se encontraba pegado a mí, por lo que cogí la costumbre de mirar al retrovisor contrario por si venía un coche. Mis hermanas igual. Todos a conducir por la derecha. Jaime se prestó a enseñarme el método tradicional continental: por la izquierda. Yo sabía ya lo fundamental, lo único que tenía que aprender era a mirar al retrovisor correcto y a cambiar la palanca de marchas con la mano derecha. No me costó, y eso que el auto sin marca de Jaime era por lo menos tan duro como el Land Rover. Jaime me enseñó algo que desconocía: la utilidad del freno de mano en caso de carecer del freno de pie. Lo básico, decía, es reducir los cambios hasta tener el motor bien amarrado, tirar del freno de mano con todas las fuerzas, con dos manos si es necesario, y girar el volante para dejar el coche cruzado. Con eso ligas seguro, me dijo. A las niñas de hoy en día les encantan los derrapes. -Jaime, lo siento pero yo ya no quiero niñas. Quiero mujeres a las que poder abrazar. Ja, ja, ja... los dos empezaron a reírse y me preguntaron si era virgen y si quería que me financiasen una horita con una de las prostitutas. Me avergoncé y dije que no. Ya se ve que imbecilidad de respuesta. Me lo pusieron a huevo y lo desprecié. Mas en mi mente se encendió un farolillo de color rojo: la posibilidad de en un día no muy lejano pasar una velada con una de aquellas relucientes prostitutas. Jaime y Juan Pedro pagarían. Cerré la puerta del cuarto de mi padre y me negué a entrar en él hasta que el marino-padre estuviese de vuelta. Podía estar o no embrujado, yo no me arriesgaba. Cierto es que no volví a ver a la sombra. Los hombres creen más en lo que no pueden ver que en lo que ven todos los días. Racioné la masturbación en una pagana idea de que así gastaba menos energías y por ende necesitaría menos alimentos. Escribí en la Lista de Racionamiento que me había fabricado, los días en los que me debería masturbar cuando mi mano sanase. En dicha lista venían los alimentos que podía comprar, el precio, y lo más importante: el menú de la semana. Un menú militar, un menú de jesuitas. Concerniendo la masturbación, dejé claro en el papel que 179 sólo me acariciaría el miembro los lunes y domingos. ¿Parece excesivo? Pensad que no había cumplido los veinte años y me rodeaban mujeres tentadoras a las que echar el guante. Ahora encima añadía las putas de la Casa de Campo. 180 ¡La Guerra Total! El día ocho de marzo era el Día de la Mujer. El Día de la Hembra. El Día de Follar. ¡Qué casualidad! El día ocho de marzo cayó ese año en domingo, un domingo soleado que anunciaba la ya no lejana primavera con las mallas ajustadas y las minifaldas marcando las fronteras de las bragas con el Territorio Prohibido. Nos tomamos unos coñacs en el bar el Feudo a la salud de las Señoras; yo le regalé una flor a Natasha que la hizo por primera vez sonrojarse ante mí. Ahhh, las mujeres lesbianas, qué enrevesadas eran. Los tres fuimos a casa de Anastasia con un ramo de flores negras que escogió personalmente Juan Pedro para la ocasión. Ella lo agradeció inmutable y nos invitó a pasar y tomar un refresco. Vaya, el Día de la Mujer no podía ser un día para morir envenenado, no obstante, el color del refresco que nos sacó de la nevera era verde, verde claro. Uno no iba por el mundo de bar en bar tomando refrescos de color verde claro. Yo dudé, Jaime dudó, pero Juan Pedro, que no le tenía miedo a nada, mortal o inmortal, que era tan descarado y cínico como para regalar flores negras a la Viuda Negra, se lo bebió de un trago exclamando: -¡Por vosotras, mujeres, sal de la vida y condena mortal del hombre! Juan Pedro era el ser viviente menos diplomático de la ciudad. Su cinismo y su valor le salvaban de que le rompiesen la otra pierna y yo me admiraba de su vervigracia. Él sabía de sobra que la tal Menchu, mujer de Jaime, se la estaba dando con el piloto del avión. La tipa tenía el arrojo de traerlo a su casa cuando venía, presentándolo como un amigo, compañero del trabajo. El piloto era un pájaro de cuidado; hasta yo me di cuenta de que la azafata y el piloto se lo montaban en la cabina del avión. Pero Jaime no solo no lo creía, es que su razonamiento era aplastante: ¿cómo va a atreverse ese piloto escuchimizado a pegármela a mí, que mido casi dos metros y que de un soberbio puñetazo le convierto en basura espacial? Pues Jaime, se atrevía. Pobre Jaime, de un lado para otro con la cámara Hasselblad en ristre, la copa de coñac y la niña debajo recibiendo las gotas sobrantes, a la que los amantes voladores tiraban como posesos. Juan Pedro le mencionó a Jaime que no tenía porque preocuparse en regalar flores a su mujer, que ya lo haría el piloto. -¡Joder, es verdad! ¡Mi mujer también es una mujer! Y salió zumbando a comprar un glorioso ramo de flores que dejó en el apartamento hasta que Menchu viniese con el correspondiente ramo que el piloto le habría regalado después de pasarle la lengua por el monte de Venus. Pues el día ocho de marzo, Día de la Mujer, montamos al tropel de perros y hombres en el auto sin marca de Jaime y pusimos rumbo a la Casa de Campo. Para los dos hombres que me acompañaban, el que ese día estuviese dedicado a la mujer no llevaba connotaciones sexuales. El ocho de Marzo era el día de la Mujer pura y virginal, de la madre abnegada, de la hermana que nunca se queda preñada a destiempo. Yo lo inauguré y hasta 181 hoy es así, como el Día de las Prostitutas. Fue en la Casa de Campo la primera vez que veía putas al natural, insinuándose y relamiéndose los labios de lujuria. Mi padre se había referido a veces a ellas con un lenguaje romántico, yo me las imaginaba en los puertos marinos como hadas virginales buscando marineros a los que consolar y sustituir temporalmente a las mujeres y novias, hasta a las madres. Bajo los árboles apoyaban sus espaldas mientras mostraban las curvas a los conductores. Al pasar rozando, yo resoplé. Una se pasó la mano por la abundante cabellera rubia y mi pene reaccionó como un resorte. Conduce despacio, insinué a Jaime, que tiró del freno de mano aminorando la velocidad. Había muchas, una cada cinco o seis metros, no hubiera sabido cuál elegir. Cada una era una diosa. Las prostitutas me habían parecido hasta entonces tan lejanas como los países americanos; secretas, prohibidas, el pecado mortal del que hablaban los jesuitas. Pero, según nos habían enseñado los mismos jesuitas, Cristo andaba con ellas. Yo también. -¿Quieres que paremos? Tú también tienes derecho a celebrar el día de la Mujer. -No, no, que va. Vamos a hacer correr a los perros. Pero, por segunda vez, en mi imaginación se habían colado por la puerta trasera una armada de prostitutas de inflados cuerpos, bocas golosas. Di de beber agua a los perros y multivitaminas a Cosa. De vuelta, pedí de nuevo a Jaime que aminorase la velocidad al pasar por la carreterilla. Las mismas mujeres en idénticas posiciones; se me nublaba la vista. Troski las gruñía, debía ser impotente o misógino. Se me escapó un ¡Dios! al ver a una mulata apoyada en una señal de "prohibido circular a más de treinta", y eso supuso mi perdición. Jaime me miró por el retrovisor: -Mira, chaval, hoy es el Día de la Mujer y ya va siendo hora de que te estrenes con una auténtica mujer de verdad y dejes de soñar con estudiantes insulsas que lo único que saben hacer es poneros calientes para luego arrearos la patada. ¿Tú que dices, Juan Pedro? ¿Tengo razón o no? -Tienes toda la razón, fotógrafo. Luis, nosotros te invitamos a que pases un rato de placer con una de esas señoritas venidas de los mares. Tienen un buen polvo, vaya que si lo tienen... ¿Cuál te gusta? ¿De cuál estás enamorado? Porque estamos hablando de amor, ¿eh? Amor, como decían los Beatles, es lo único que necesitas. Detén el carro, fotógrafo. -Puedes elegir, vamos. Recuerda que pagando puedes elegir a las mujeres. En la vida normal cada uno carga con lo que le viene dado por el destino, no hay más. Demonios, estaba atrapado. Ahora o nunca. Señalé con el dedo índice por la ventanilla del coche a la mulata apoyada en la señal de tráfico. Jaime la hizo un gesto con el dedo y ella se acercó con toda su corpulencia. Jaime abrió la ventanilla y habló con ella: -Hola, mira, cielo, tengo aquí un amigo al que le gustaría pasar un rato contigo porque piensa que eres la mujer de sus sueños. Luis, abre la puerta. La inmensa mujer se sentó a mi lado y yo creí morir. Estaba a punto de correrme. 182 -¿Y puede sabelse quién es el amigo tuyo ese que se quiere casá conmigo? ¡Vaya, mira tú, carajiiitooo! Bueno, chiiico, mi presio son diez billete por una horita, ¡pero qué horita! Te voy ha haser subir a los sielo y desender a lo infierno. Chicoo, oye, chiiico, ésto etá lleno de perros. ¿Pero es que vais a montar una orgía con ello? Porque lo españole no vea si son ustedes raros en la cama. Estoy un poquito apretuhá. Anda, dame un besaso, mi sielo. -Vamos, dale un beso a la señorita, Luis. La di un beso en la mejilla. Ella se tiraba de risa. -¿Quiere que te la coma aquí mimito? -¿Perdona? No podía pensar. Troski gruñía. -Que si quieres que te chupe la pinga hasta que te saque sumo de naranja. Oooye, que el carahito etá sordo. Anda, ven aquí. Ya estaba dispuesta a desabrocharme el pantalón cuando reaccioné. -No, mira, así no. Vámonos a otro sitio, -¿Otro sitio? ¡Pero qué dise el carahito este! ¡A qué otro sitio vamo a ir! Si te parese vamo a la casa del seño ese que tenéi de presidente, el del bigote. Ese pasa mas hambre en la cama. A vé si un día lo veo po aquí y le dejo la pichulina seca como una pasa. -Llévatela a tu casa, Luis, es lo mejor, allí estaréis tranquilos y podréis hablar con libertad. -¿A tu casa? ¿Y quién me va a traer luego a mí a la ofisina? -Tranquila, que yo te traigo. ¿estás de acuerdo? -Venga pué, arrea este trasto y vamo a ve de lo que e capaz ete carabarby. ¿Carabarby? ¿Se refería a mí o al coche? Ohalá que llueva cafén el campo, Que caiga unaguasero de rica miel, Hhhhhhhhhhhhhhhhh La prostituta se pasó todo el camino de ida cantando a voz en grito acompañada de Juan Pedro y de Jaime. Me miraba y me daba un beso en la mejilla que hacía que me relajase. Hasta los perros aullaban con la nueva y compañía. Mis calzoncillos estaban húmedos, ella lo detectaría. Espiaba un cuerpo que, si no ocurría un desgraciado accidente, sería mío por una hora. Era fundamental que me mostrase cortés con ella. Yo iba con prostitutas pero no iba con prostitutas. Fue algo casual. Yo poseía todas las chicas que quería y cuando las quería, pero mis pesados amigos habían insistido y por no ser maleducado acepté pasar una hora con la señora mas si ella lo deseaba podríamos charlar y que me contase las historias de su país y de sus amigos y vecinos, ya que debía entender que a mí lo que más me seducía de las mujeres era su inteligencia, su pragmatismo, su visión crítica del mundo, su sentido de la justicia y del equilibrio, su maternidad, no sus tetas y culos y montes de Venus. Yo era de otra raza. Soy joven y por tanto eterno. No necesito, repito, no necesito prostitutas. 183 -Pero, ¡chiiicoo!. Que departamento mas bonico tiene. Pue no vea si se nos cuida bien el carahito. A ve, dónde está la cama. -¿La cama? Pues, la cama hay que sacarla. -¿Sacarla? ¿Sacarla de dónde? ¿Del bolsillo? Ja, ja, ja. No tenía intención de llevar a semejante hembra a la cama de mi padre, en donde se nos aparecería la sombra. No. Quería ser distinto a los clientes a los que ella estaba acostumbrado. Tipos rudos y soeces que no se duchaban antes de ir con prostitutas y que a la hora de pagar resultaba que no disponían de cambio.La ofrecí algo de beber: -Dame un huiski, anda. -No tengo whisky. -¿Pues que tiene? -Coñac. -Eso e una porquería, carajo. -Si quieres bajo por unas Coca-Colas. -¡Pero a dónde te va a ir tú a po una Coca-Cola, pinga! Anda, sírveme un coñasito pa calentá la mañana. ¿Y toas esas fotos de mujere? ¿Qué son, tu madre, tu esposa, tu qué? -Son amigas de mi padre. Compañeras de trabajo. Son amigas suyas que tiene en el Caribe, en México, por esas tierras. -Por esa tierra, por esa tierra. ¡Yo soy de esa tierra, chico! Y te digo una cosa: tu padre e un tiradó de primera, vaya que si lo es. A eso vai vosotro a esa tierra, a tiraro a todas la que podéis y a volvero con lo huevos vasíos. No soy hijueputa ni ná lo españole. -A mucha gente le gusta viajar a Iberoamérica por sus paisaje, sus gentes, la cultura. Los españoles descubrieron las Américas. -Iberoamérica. ¿Es que tengo yo acaso cara de ibera? Ni Suramérica ni Sentroamérica ni Iberoamérica ni Latinoamérica. Las Américas y punto. No te confunda, que de decubrir, ná de ná, que la tierra estaba ya ahí. Lo que fueron allí e pa robá to el oro y la plata de la mina del Perú y de Bolivia, aseninar a to los indios que pudieran, llevar enfermedade y traerno el critianismo. No te jode el carahito. -Toma el coñac, es de buena calidad. Llevaron la imprenta y la cultura europea, también animales desconocidos, y enseñaron a utilizarlos como animales de tiro. -¿De tiro? Eso, a tiro andaban eso huevones gachupines. ¿Sabe cuanto indio murieron en lo primero sincuenta año de exterminio? ¿Lo sabe? ¿Eh? -Bueno, no lo sé exactamente, unos cuantos. -Uno cuanto, uno cuanto... Entre dos millones quiniento y tres millones seisientos, asesinado por el imperialismo blanco español. La isla de Cuba fue limpiá de indígenas. Y de cultura europea, me río yo. En Méjico había siudades como Tenotichtlán que tenían más habitantes que vuetra pendeja Sevilla y Toleo junta. Sien mil habitante. Ahí tiene, chico, cultura metropolitana. Y dime, ¿para qué carajo queríamos nosotros el critianismo? ¿Eh? Nosotros ya teníamos nuestro Diose y nuestro emperadores. 184 Moztesuma. ¡Asesino! Moztesuma era rey, y el terrorista Hernán Corté lo asesinó y saqueó la siudad. La prostituta se quitó el abrigo. Yo estaba firmes. -¿Y quiere sabe por qué ustede vensieron? ¿Lo quiere sabel? ¡¡¡Po el empleo europeo de la Guerra Totál!!! ¿Sabes lo que e la Guerra Totál? -No. -Claro, que podía esperá yo de un carahito... Siéntate que te eplico: La Guerra Totá es el estilo europeo y consecuentemente griego de asér la guerra. En poca palabra: vale tó. Lo conquistadore asesino extremeño y catellanos utilisaron la experiensia de guerra para aplastar sin misericoldia a lo indio, que tenían una forma muy distinta de hasé la guerra. No usaban terrorimo contra la poblasión sivil, no luchaban po la noche, hasían prisionero que luego sacrificaban al Dió del Sol. Pero Colón, Hernán Corté y los imperialitas asesino que le siguieron, arrasaron y masacraron a la poblasión indíhena como quisieron, alimentado incluso lo selos y los odio de otras tribu en su propio benefisio. -Reconozco que al principio hubo excesos, pero algunos reyes intentaron modificar esta política otorgando a los indios algunos nderechos. -Mira, hijo mío, sírveme otro coñac porque etá usté llenito hasta lo tope de pensamiento burgué ocsidental cristiano. La base de la conquita se simentaron en una realidadpráctica: la superioridad tesnológica, y en un mesianismo religioso según el cual el cristianimo era y es la religión verdadera, y po lo tanto, y saca al perro daquí que mestá olisqueando la pinga y yo no me lo hago con perros, no soy como la yonki esas que se follan un burro pa sacar la dosi de droga, como te desía, expandir el critianismo fue nuestra perdisión. -Yo de eso sé, estudié en los jesuitas. -¿Lo jesuita ha dicho? ¡Pero si eso han sido junto con lo fransicano lo mayores imperialita religioso de la Historia! Grasias a Dios que lo expulsaron de la América. Y se me ha olvidao desirte la tesera pero no por ello última rasón del exterminio: la avidez de lo europeo por el oro, la plata y la piedra presiosa. ¿A qué cree tú que iban barco y barco cargado de mangante y ladrone? Al oro, mihito, a la búsqueda del Dorado. La tierra fantástica donde había un reino con un prinsipe que estaba cubielto de oro hasta la pichulina, hijo. Hasta arriba de oro. Tú lo que debe hasé e quitarte toda esa considerasione cristiano-europea de que llevái la sivilisasión po donde pasái, y criticar sin descanso el imperialimo gringo y europeo ocsidental. ¿Po qué cree que yo estoy acá en tu tierra comiendo carajo de lo guarro españole? Nos metisteis el cristianimo y más tarde el capitalimo, para luego daros el bote disiendo: allá os la arregléi con vuestro poblema. ¿No queriais independensia? Pue tomá: todo lo paíse independiente, que nosotro ya hemo sacao sufisiente cachito pa finansiá la guerra europea contra lo protestante y luterano y toa esa ralea. Pero olvidastei de llevaros lo virus, la enfermedades. Os olvidatei de resusitar a lo millones de indio asesinaos, y nos dejatei lo peor de vuetra costumbre. Y ensima me vengo yo a la Puta 185 Madre Patria para decubrir que no sabéi ni metela. No sabéi, como desí ustede, ¡follá! -¿Tú de que país eres? -De La América. Para mí no hay más que un país, que era el sueño del Libertador Bolivar. El gran revolusionario y guía de nuestra independensia de utede, lo imperialista españole. Tú a mí me da que tiene cara de imperialista. -¿Yo? En absoluto. A mí me parece muy bien que os libraseis de los reyes de España, estaban todos corruptos. -Bueno, no exaheremo. Carlo V y su hijo Felipe II no etaban mal de todo. Pero mira mihito, vuetro poblema era que ya en el siglo diesiocho, con Napoleón tocando lo cojone, no dabai pie con bola. Fransia era demasiado revolusionaria para ustede. Un pueblo convertio en sobelbio, enserrao en sí mismo, superstisioso. Ustede y su religión. ¡Qué pesado son lo cura españole! Etán en to lo laos. Y eso, en el siglo de la luses, era ya mu atrasao. Ustede etán hasta arriba de cura y militare gordo y putero. ¡Unos golfos! ¿Tiene má coña por ahí? Mira que no etá mal del tó. Ese perro tuyo no hase má que miralme el culo. Poca mujere entran aquí, carahito mío. Anda, dame un besito. Eso, en la mehilla, que tú ere mu hoven. Mira que tengo hambre, ¿no tien ná por ahí pa pica? ¿Pero no habíamos venido a hacer el amor? -Tengo un poco de arroz que guardo para mí y el perro. Si quieres le ponemos algo de tomate, lo caliento y te lo comes. Yo sé cocinar arroz. -¡Estupendo! Vamo pa la cosina, lugar natural de la mujere, ¿no te parese? Bueno, y la cama. Ja, ja, ja. La mujer vio el arroz en el escurridor y puso cara de póker. Me soltó que yo cocinaba el arroz al estilo español, agarrotado y lleno de la espumilla blanca. Para su gusto no estaba suelto. Agarraba cazuelas y cacharros con las dos manos e intuía donde estaba cada utensilio. Abrió la compuerta donde yo guardaba la basura y tiró el arroz imperialista del que yo me sentía tan orgulloso. Creo que me estaba devolviendo la Leyenda Negra. Pasó a dominar la cocina, haciendo severa crítica de la falta de ingredientes en una casa en la que se notaba que no habitaba una mujer. En lugar de tomarlo como un cumplido lo tomé como una ofensa pues yo me creía en perfecta comunión con las tareas del hogar. Conectó el fuego número tres, vertió el arroz. Entonces escupió en la cazuela, dijo para ahuyentar los malos espíritus. No era un gran escupitajo, fue simbólico, pero algo de su saliva sí que cayó en dirección a arroz que se se cocía. Me guiñó el ojo y me abrasó a preguntas: ¿tienes caraotas? ¿tienes mango? ¿tienes carne mechada? ¿tienes cambur? No, no, no, no. Tengo salsa de tomate y unos ajos viejos, ajos que ya estaban aquí cuando yo llegué. Se había quitado el jersey dejando al descubierto una camiseta sin mangas por la que se entreveían dos senos americanos. Los pechos se dividieron para mí en: pechos europeos y pechos americanos. Los españoles eran de andar por casa, eran tetas pero no estaban orgullosas de serlo. Juan Pedro y Jaime estaban pagando por aquellos pechos, pero a ver quién era el valiente que hacía valer sus derechos frente a 186 semejante luchadora de la unión americana. Me jugaba el pellejo a que estaba armada. Entretanto, se tomaba chupitos de coñac acabando con mi reserva. Cuando el arroz estuvo listo -un arroz suelto, brillante, con su saliva-, puso los brazos en forma de jarra: ¿y ahora qué? No me voy a a tomar el arroz solo, yo no soy tú o tu perro. Tendremos que echarle algo sustancioso y sabroso. ¿Tomate? Pregunté. Ahh, no, mijito, el tomate también lo sacasteis de mis tierras, lo tengo ya muy visto. Quiero algo de carne. Pues como no fuese la mía, no tenía otra carne. Anda, guapetón, baja a comprar algo de carne. No tengo dinero. ¿No tienes dinero? ¿Entonces cómo carajo pensabas pagar mis servicios, eh? Juan Pedro y Jaime pensaban pagarte. ¿Son tus amigos? Sí. Pues ve y pídeles un poco de carne, anda, mijito, dame un beso, eeessooo, en la mejilla, anda, guapetón. Me daba verguenza ir al piso de Juan Pedro o de Jaime a pedirles carne. Pensarían que me la pensaba restregar por el cuerpo. Ella quería carne, no la mía, sino la de la vaca; ¡Roberta! Él me fiaría. Bajé como una centella hasta su tienda y la encontré cerrada. Natural, era el Día de la Mujer. Corrí al bar el Feudo. Cerrado. La única posibilidad que me quedaba era ir a casa de Martín y Natasha y pedirles un trozo de carne, no muy grande, pero un trozo visible. Subí a su casa , llamé al timbre. Rezé como no lo había hecho desde que hice la despedida de los jesuitas, donde rogué a Dios que lanzase un rayo destructor sobre el colegio que se llevase a todos los sacerdotes y seglares, en especial al Negro, profesor de Química. Mis rezos tenían ahora otro fin: que Natasha no estuviese en casa, que me abriese Martín en calzoncillos con botas militares. Dios no me escuchó; tampoco lo hizo entonces y el colegio de los jesuitas sigue donde yo lo dejé. Se abrió la puerta y apareció la diosa lesbiana. Debía haberse levantado de la cama hacía unos minutos. El caso es que apareció ante mis ojos con una camiseta blanca que la llegaba justo hasta los límites de las bragas. Sus piernas eran dos autopistas largas, tersas, firmes de carne brillante, sana e impoluta. En el tobillo derecho calzaba una cadenita de oro, las uñas de los pies decoradas con esmalte. No llevaba sujetador y los pezones se adivinaban con más claridad aún que si no hubiese llevado camiseta. Me olvidé de la carne, de mi odio hacia ella, de la prostituta, de las Américas y de Cortés. Ella sí que merecía un imperio. -Hola, Luis, estaba dormida, ayer me quedé hasta tarde escribiendo y estoy algo cansada, perdona mi aspecto. Estaba soñando con la flor que me has regalado esta mañana. ¿Qué quieres? -Necesito un trozo de carne. -¿Un trozo de carne? ¿Y para qué quieres un trozo de carne? -Pues sí, hace mucho que no como carne, bueno, acabo de ver un programa en la televisión, han hablado de que la carne tiene vitaminas. Las tiendas están cerradas. Estoy ensayando una receta nueva. -¿Y como se llama la receta que estás preparando? -Carne. -¿Carne? -Carne con patatas. Carne con patatas y arroz. -Vaya, no parece muy innovador. 187 -Para mí sí lo es, nunca lo he intentado. -¿Y tienes patatas? También te puedo dar patatas si lo deseas, ja, ja, ja. En serio, me visto y me paso por tu casa a ayudarte, hoy es nuestro día, ¿recuerdas? Hoy todas cocinamos. Dijo ésto en un tono que si no llego a saber que era lesbiana hubiera jurado al fuego que deseaba hacer el amor conmigo. -No, déjame que te dé una sorpresa, yo lo voy a preparar y te llamo, ¿vale? ¿Me das la carne? -Oye, chiiicoo, eto si que e una sorpresa. Carne de primera que no vamo a sepillá tú y yo con el arrosito este limpio de espíritu que te he preparado. Anda, que no dirá tú que no soy un buen partido para ti, ¿eh? ¿Lo soy o no lo soy? No iba a viví tú bien ni ná si te casa conmigo. ¿eh? ¿Te quiere casá conmigo? Ja, ja, ja, que no, mihito, que vosotro lo españole soy mu traisionero y enseguida te liaría con otra y yo, ala, de puta otra ves en la Casita de Campo. Empuñando el mejor cuchillo que Mazo tenía en la cocina, cortaba la carne. Era superior a mí, cualquier hombre lo hubiera entendido: había hombres que cruzaron océanos e hicieron la guerra por acariciar una mujer y ganarse su amor; hombres cuerdos se habían vuelto locos de remate por una mirada, hombres habían sido acuchillados hasta quedar como un colador por haber besado una hembra. Me coloqué detrás de ella e introduje mi mano sana por la espalda hasta aferrar aquellos dos cántaros americanos. Ella bajo las axilas y quedé aprisionado. Con la punta del cuchillo me pinchó la mano y yo la saqué de la trampa. Eso no, mijito, nada de amor con el estómago vacío. ¿Tú no sabes que no hay nada peor para la salud y el corasón que hacer el amor sin na en el estómago? Tienes mucho que aprender. Anda, dame un beso en la mejilla y no seas golfo, corta una cebolla. Cebollas si tenía. Casi pierdo la única mano sana que me quedaba, pero por lo menos había triunfado, había logrado tocar los primeros pechos de aquel año, y me puse tan caliente que pensé en irme al baño a sacudírmela. Deseché la idea. Una ironía es contratar los servicios de una prostituta y acabar masturbándose en el servicio. No seguí la cuenta de lo que la señora americana utilizó para cocinar; recuerdo que sacaba cualquier cosa que pareciese de lejos comestible, la olía, la partía, a la sartén. Pon la mesa, me ordenó: el tenedor a la derecha, el cuchillo a la izquierda, que con tanto imperialismo yanqui de comer con las manos y a toda velocidad, ya no sabéis ni poner los cubiertos, mijito. La comida despedía un aroma sublime, se derretía en la boca con facilidad asombrosa para ser masticada. ¡Cristo! Con los años me hubiera casado con ella, recordando que era por encima de todo mujer-prostituta y que debía tener un montón de amigas prostitutas no tan involucradas en la política. Acabamos de comer. -Mihito, anda, dame un beso. Eso, en la mejilla, que tú ere hoven. Anda, mihito, llama a tus amigo, que ha pasao el tiempo. 188 La carta de amor más fantástica jamás escrita. Cuando se tenía la edad en la que se despreciaban los minutos, las horas y los días, la salud no era lo esencial. Lo fundamental era la comida y el sexo. Todo lo que traspasase el umbral de esos dos continentes era secundario; a pesar de ello me alegré de que la mano derecha volviese a funcionar. Me quedó como recuerdo dos inapreciables agujeritos que los blancos colmillos de Galeón habían creado para saborear mi sangre. Si en el siglo veintiuno las relaciones hombre-mujer seguían siendo tan primitivas, artificiales, hoscas, ¿cómo serían en la época de Cortés? ¿En la época de Jesucristo? De ahí llegó el Ejército de Salvación que fueron las Prostitutas. Unas mujeres piadosas que por unas sumas ínfimas de dinero prestaban sus cuerpos para que fuesen explorados. La exploración que me tocó a mí fue de lo más breve: por la espalda, un pecho, medio segundo. ¿Y las otras? ¿Qué me habían dado las otras? No me habían cobrado nada, pero es que tampoco me habían dado nada. Un día de invierno, ya con el petate en la calle, mi padre se levantó de mal humor, debía tener poderosas razones para ello, ya que me sacó al balcón y me preguntó: Luis, ¿qué ves ahí fuera? Papá, veo gente. ¿Qué tipo de gente en concreto? Pues papá, hombres, mujeres, perros. No, dijo cortándome en seco. ¡Hombres y Putas! No olvides, Luis, que todas las mujeres son de una forma u otra, unas putas. Todas quieren algo, unas son honestas como para pedir dinero, otras utilizan mecanismos subterfugios. Yo acababa de entrar en la pubertad, la palabra subterfugio me sonó a vagina húmeda. Mi primer contacto con el mundo de la prostitución me acercó más aún a mi padre. Volvamos a las Zorras y a Natasha. Los billetes y monedas se acababan con una aceleración tal que mis bajadas a las Zorras se espaciaron en el tiempo. Sin embargo, y con el aplomo que me había proporcionado la señora Bolivar, me propuse atacarlas de nuevo, a una de ellas, a las dos. Las bolsas de basura negras estaban a punto de agotarse y no merecía la pena gastar una de su tamaño en cuatro calcetines, dos calzoncillos y cinco camisetas. Hice un rebuño con la camiseta de mayor tamaño, introduje la ropa sucia y me largué a lavandería las Zorras. En la biblioteca de la entrada de nuestra escalera me detuve: no disponía de un plan de ataque. El Sheriff me cazó dudando y quiso saber a dónde me dirigía. Le contesté que a ningún sitio en particular; la segunda pregunta fue si estaba buena la carne. Sonreí. Me senté en la biblioteca a leer y a elaborar un plan de ataque. De mi boca debían salir unas palabras lo suficientemente insinuantes como para que Bocalinda y Viejoputón lograsen descifrarlas sin esfuerzo, y a la vez debían ir de tal forma encriptadas que contuviesen un doble sentido: el inocente y el perverso. Si las cosas iban mal, yo no había querido decir eso. Si por el contrario iban sobre ruedas, no sentiría el menor pudor en bañar de esperma la lavandería. 189 Una cosa era leer un libro sobre sexo y otra muy distinta leer uno sobre la búsqueda y obtención del sexo. Sobre ésta materia el Sheriff no había incluido nada en la biblioteca. Podría leer a todos esos autores que escribieron grandes obras sobre la tragedia del amor: rusos, franceses. Esos libros habían sido escritos por vejestorios barbudos encerrados en una habitación de los confines de Siberia Central cuya vida amorosa y sexual debía ser, por lo menos, tan insatisfactoria como la mía. ¿Me iba a fiar de ellos? Yo intuía cómo actuaban los hombres en los libros, en el cine, en el arte. Describían a las mujeres como a ellos les gustaría que ellas fuesen, no como eran realmente. ¿Y cómo eran realmente? Pues como las Zorras, por ejemplo: unas mujeres ambiguas y juguetonas que me estaban volviendo tarumba. Prefería las lesbianas, palabra; o las monjas. La portada de un libro de fotografías me inspiró. En dicha portada había una estatua sosteniendo una balanza, debía representar la Justicia, para mí representó la balanza de las Pérdidas y Ganancias. Si entraba en la lavandería y declaraba abiertamente lo que sentía por las dos mujeres, podía ganar la eternidad con ellas. Serían mis Ganancias. ¿Mis Pérdidas? Que me mandasen al infierno y me prohibiesen la entrada en su establacimiento por acoso sexual. Ésto no era tan grave, seamos sinceros. El mundo estallaba en mil y un lugares por las explosiones de los lanzagranadas, masas enteras de poblaciones huían despavoridas ante el empuje de los Nuevos Bárbaros. ¿Acoso sexual? ¿Qué era eso? Salía continuamente citado en la televisión. Cogí un diccionario enciclopédico pero no incluía el concepto, tan solo hablaba de sexualidad humana. Por muchos planes de ataque y retirada que planease, el resultado estaba escrito con letras de bronce en la puerta de la lavandería: No Te Atreverás. Pero para algo era estudiante, sabía escribir. ¿Por qué no lo ponía en práctica? Subí a toda velocidad por las escaleras al apartamento y en cuanto metí la llave Galeón, saltó sobre mí con tal ímpetu que me arrojó a la alfombrilla de los zapatos. Vagando con el animal por el Parque del Vietnam, intentaba dar forma a la carta que les iba a mandar a las Zorras camuflada en mi ropa interior. Al no estar yo delante, no se verían obligadas a hacer el gran teatro de sentirse ofendidísimas. Leerían la carta y se sonreirían. Una diría a la otra: desde luego, ese chico está loco, y la otra respondería: bueno, bueno, mmm, no tan loco. El único inconveniente estribaba en que yo ni era escritor ni puñeteras ganas que tenía de serlo. Por lo que he explicado antes de los barbudos en la Siberia Central. La carta no necesitaba seguir necesariamente la misma línea filosófica que mi discurso oral. Hablando se podía ser más ambiguo y tartamudear. Si empezaba a escribir una carta de proposiciones y la convertía en un jeroglífico indescifrable, sus pensamientos mutarían de: este chico está loco a: este chico es tonto. En aquel parque ya había escrito una carta a mi madre que fue leída por Natasha, profesional de la palabra. No comparemos, no es igual una carta a una madre que a una mujer. Las mujeres leen entre líneas, las madres no. La victoria final es lo que contaba, no los medios. 190 Agarré un palo y me dirigí a uno de los bancos abandonados por el tiempo y cubiertos de enredaderas; Galeón sabía lo que eso significaba: saltar. Corrió tras de mí queriendo morder el palo. Vi a las Zorras y a otras mujeres en el pasado, en el presente e incluso en el futuro, jugando conmigo, con nosotros. Por eso ellas llevaban las de ganar y yo, nosotros, las de perder. Eso me deprimió. El amor yo no me lo tomaba como un juego, y las mujeres sí lo hacían. ¿Natasha o las Zorras gastaban en pensar en mí tanto tiempo como yo gastaba en pensar en ellas? Eso me preguntaba en el parque viendo saltar al perro por encima de las enredaderas que un día fueron unos bancos: ¿Qué demonios pensaban las mujeres? Necesitaba silencio para concentrarme en lo que iba a escribir. Me jugaba el cuello, pudiera ser que también la libertad. Era la misma sensación de tensión que padecía cuando Mazo nos sentaba alrededor de una mesa con un manojo de bolígrafos y unas cuartillas de papel, invitándonos a escribir las mejores cartas a los Reyes Magos. Las mejores cartas recibirían los mejores regalos. Una vez superada la fase inicial de pánico ante la cuartilla en blanco, las cartas salían rodadas. Lo más complicado era escribir Queridos Reyes Magos, dos puntos. Este año me he portado muy bien y he hecho la cama casi todos los días. Mi padre quiere que os diga que ya no quiero ser marinero sino cura, y cuando he dicho palabrotas me he confesado al padre Tejerina, que me ha dicho que os diga que seré mejor futbolista que cura. Yo quiero mucho a mis hermanas y solo le he dado un puñetazo en el estómago a mi hermana Paula una vez, pero era porque me había quitado el Madel Man para vestirlo con las ropitas de la Nancy. Mi padre me ha dicho que no es malo que los hombres se vistan con las ropas de la Nancy siempre que las pidan primero. Lo que quiero pediros este año es: y a continuación llegaba una lista infinita de regalos que procuraba numerar según la importancia que les concediera. ¡Qué disgusto se llevó unos Reyes cuando descubrió que me habían dejado un Hombre de Acción con el uniforme alemán de la Segunda Guerra Mundial! Le comentó a mi madre que era una incorrección de los Reyes Magos ir dejando esparcidos por las casas hombrecillos de la Gestapo. Tampoco tenía que ser una carta extensa, bastaban un par o tres o cuatro de renglones. Malditas Zorras, escribí, y rompí el papel. Eso es, adelante, da igual, todos los escritores rompen hojas y hojas de papel, y tú también rompiste alguna que otra carta a los Reyes Magos antes de entregar la original a Mazo. Os quiero... ¡¡¡meter!!! Y la volví a romper. El coñac me había embrutecido, eso que había sido una copita miserable. No, culpar al coñac no me serviría de acicate. O era capaz de escribir cuatro líneas a dos mujeres que en su fuero interno la esperaban, o ya podía darme por expulsado de por vida del Club de los Mujeriegos Principiantes y pasar al de los Grandes Paquetes de la Historia. Señoritas de la lavandería... ¿Qué era esto?, me pregunté, ¿un concurso literario del XIX o un ultimátum viril? Ser natural. Lo que nos insistió el padre Sebastián. Sed naturales con las mujeres y no intentéis avasallarlas ni impresionarlas pues son criaturas de Dios igual 191 que vosotros. No engañadlas, ya que el amor entre el hombre y la mujer, cuando es puro y está bendecido por Nuestro Señor, es lo más maravilloso que existe y es la base de la familia, que es a su vez en núcleo de nuestra sociedad cristiana. Qué curioso que me viniese a la mente la charla de un cura que no tenía ni la más remota idea de cómo eran y se comportaban las mujeres. Yo, entonces, sumergido en mi pupitre, pensé: ¿y qué sabes tú? Ahora, sentado en la mesa-camilla del apartamento de mi padre pensé: ¿y si resulta que tenía razón? De lo que prescindí fue de la patraña de la pureza. Hola, Se que os extrañará que introduzca una carta en la bolsa de la ropa sucia, pero no os preocupéis, no estoy loco. Hace unos cuantos meses que he llegado a este vecindario. Me encuentro solo. Cuando vivía con mi madre tenía una novia, se llamaba Ana. Íbamos juntos a todos lados, al cine, al colegio, y su madre me adoraba. Pero desde que vine a vivir a la calle Segunda República, ella me abandonó. Yo intenté telefonearla para que me explicase el porque de su abandono; no se quería poner al teléfono. Una mañana fui a su casa y hablamos. Me dijo que desde que yo había cambiado de domicilio, había cambiado de actitud. No entendí lo que me quiso decir; ahora lo entiendo. Fue la primera vez que entre en vuestra lavandería y os vi. Me quedé congelado al contemplaros: el pelo rubio, vuestra forma de hablarme. Os dirigiais a mí con la simpatía y sencillez de unas grandes mujeres, y yo, que no tenía experiencia con mujeres de verdad, a parte de mi madre, me quedé prendado de vosotras. Sólo Dios sabe lo que he sufrido en la penumbra de mi apartamento o en el autobús, mientras iba y volvía cada día de la universidad. Allí no hay más que chicas de mi edad que no saben ni pueden entenderme, chicas a las que solamente les preocupa el vestido de moda o con qué chico saldrán el siguiente fín de semana. Chicas cuyos cuerpos son tan jóvenes como el mío y por lo tanto nada van a enseñarme. Sé que no puedo esperar nada de ellas. Si alguna me llama, no contesto al teléfono. ¿Para qué? ¿Para perder el tiempo en un bar o en una discoteca? Os he escrito infinidad de cartas desde que llegué a vivir aquí; las he tirado todas, me faltaba el valor necesario para hablaros a la cara. Yo necesito amar y ser amado por unas mujeres auténticas, como vosotras. Sé que no viviré mucho tiempo. Un doctor me ha examinado y cree que tengo una enfermedad degenerativa. No se me nota, y no es contagiosa, pero me estoy muriendo por dentro, y ahora, gracias a vosotras, por fuera también. Os quiero. Os necesito. ...... ¿Qué me decís? Contenía todo lo que se necesitaba para encandilar a una mujer. Lo primero y principal: una sarta de mentiras. El lenguaje, natural, sin expresiones oscuras que las hiciese coger el diccionario a cada renglón. Metí 192 lo del abandono de una novia porque mi padre me advirtió que no hay mujer que se resista al corazón de un hombre roto por otra mujer. Las niñas no me comprendían, las niñas me maltrataban ya que eran unas cursis superficiales y egoistas que no buscaban el amor sino la diversión demoníaca. Aun así, sufriendo como estaba, no faltaba ni un día a clase. No olvidemos que las mujeres persiguen el valor y el honor de los varones, a los hombres que no se rinden ante las circunstancias y continúan su camino trazado hasta el final. Tan atormentado estaba que no paraba de escribir cartas. Cientos y miles. Lo que no especifiqué fue que no llegaba ni a terminar la cabezera. Quise dar un toque de locura literaria, que siempre en pequeñas dosis, podía resultar romántico ¿Y la enfermedad degenerativa? El hombre, al estar enfermo se sitúa en un plano de debilidad, no de inferioridad, por ende, es urgente que se le ayude. Yo y mi miembro necesitábamos la ayuda de un mundo poblado de hembras. ¿Cierto? Sí. No estaba seguro sobre el significado de la expresión enfermedad degenerativa. Tenía una vaga idea, me sonaba a decadente, pero no quería bajo ningún concepto que se me confundiese con un degenerado. La idea era que un fuego destructor me estaba consumiendo pero por dentro, no obstante y gracias a mi constitución física, por fuera ni se me notaba, todavía servía para el sexo, para el amor. Y ésta es la razón por la que recalqué que en absoluto era contagiosa. Yo no tenía el sida, ni la gonorrea, ni la sífilis. Esas patentes se las dejaba a mi padre. Me faltaba un detalle: culpabilizarlas. ¿Creían acaso que eran inocentes frente a mi hecatombe? Nada de eso. Hacerlas sentir culpables de mi agonía debía dar el empujón final y trazar la autopista sin peaje hacia la felación. Para rematar la carta, firmé con un Os quiero. Eso sí era cierto. Nadie podía discutirme el amor que sentía hacia ellas. Y que las necesitaba, más todavía. ¡Estaba a punto de reventar en mil pedazos! No escribí mi nombre. Ellas hallarían la carta en el interior de mi ropa. Luego, a poco que utilizasen el cerebro para más actividades que las propias de una lavandería, deducirían que la carta había sido escrita por mí. Si por el contrario surgían problemas que me sobrepasaban, mi nombre no aparecería por ninguna parte y siempre podría negar que yo, Luis, hijo de Mazo y seguidor de sus húmedos pasos, la había creado y enviado. El rebuño de la ropa se encontraba encima de la mesa-camilla; la carta, doblada en dos, junto a la ropa. Me fui a dormir y a soñar con el éxito. Ultimamente ni abría la cama-mueble; utilizaba el saco de dormir que me traje de casa de mi madre para evitar trabajos innecesarios. Me estaba volviendo de un vago tal, que mientras extendía el saco sobre el sofá y encendía la luz de la lámpara para leer libros sobre la mar y sus hombres, pensé feliz que a lo mejor me había llegado la hora de solicitar la pensión al Estado. Pasaron los días y a pesar de estar animado por la certeza de que con la carta el triunfo sobre las Zorras estaba segurado, no encontraba el medio de introducirla en la tienda. Miento, sabía cómo hacerlo, introduciendo la carta en la ropa y dejando la ropa en la lavandería: lo más difícil había sido hecho, que era escribirla; ahora faltaba mandársela a las destinatarias y 193 sentarse a esperar en el sofá del apartamento con los pantalones bajados. El Estado me había dado el poder de cambiar los gobiernos de la nación y no se había molestado en explicarme cómo se va uno a la cama con una lavandera. ¿Para qué quería yo votar? Mi padre nunca votaba porque las elecciones le coincidían con la mar abierta. Yo votaba por las Zorras, y ahora que tenía la carta, no la metía en la urna. ¿Se podía ser más cobarde? Había que meter la carta. Recordé el teorema de Pérdidas y Ganancias. Nadie va a la horca por una carta. No en este siglo. No en este barrio. Yo, para perder tiempo, buscaba un sobre por la casa. Era urgente que encontrase un sobre porque una carta no se entregaba doblada sin más, las cartas iban envueltas en sobres porque esto las proporcionaba un halo de misterio. La fecundidad de excusas que yo podía sacar para no enfrentarme a la realidad era portentosa: un sobre, un sello, una dirección. No había que perder el poco valor sobrante ni el entusiasmo. ¡Que suene La Estrella de la Autopista! Los altavoces del aparato Vieta retumbaron con los altavoces, se agitaban las paredes y de cuando en cuando el puño de Lope contra el tabique. Yo me afanaba en buscar el sobre por todos los cajones. Mazo debía escribir cartas alguna vez, con tantas hembras a las que atender y un solo miembro viril. Sin sobre yo no estaba dispuesto a entregar mi carta a las Zorras. Preparé arroz con los pocos restos de curry que me quedaba de la última donación de Juan Pedro, di la mitad a Galeón y me embutí en el saco de dormir. 194 Destrucción de Madrid. ¡¡¡Boum, boum, boum!!! Alguien aporreaba la puerta. ¡¡¡Boum, boum, boum!!! -Ya voy... Ya voy... Si llego a tardar un segundo más, Martín derriba la puerta. -¿Sabes lo que me ha ocurrido? Tío. ¿Sabes lo que me han hecho? ¿Lo sabes? -Nnn... No. ¿Qué? -¡Me han robado la moto! Esos hijos de perra rojos me han robado la moto. Esos malditos drogadictos me han levantado la moto así, sin más. ¿Lo ves? ¿Eh? ¿Lo ves? Tanto drogadicto y tanto maricón y tanto inmigrante han hecho de España una cueva de bandidos. Anda, baja conmigo para que veas. Bajamos y sí, el candado Pitón estaba en el suelo, desgarrado. Gotas de aceite delataban dónde había estado aparcada las últimas semanas, casi sin moverse. Martín enseñaba los dientes y se apretaba los puños con furia, soltando puñetazos intermitentes al viento. Bormann le miraba con ojos lamentables, estaba a punto de pasar una de sus crisis en las que no quería ver a nadie, y miraba aburrido la explosión de ira de su dueño. Los cuatro cruzamos la calle y nos adentramos en el Parque del Vietnam. Martín no contenía su cólera, salió corriendo atravesando arbustos y dando patadas a los árboles. Gritaba palabras y frases incomprensibles para mí y los perros. De pronto, el silencio. Desapareció. Bormann seguía conmigo y con Galeón. En cualquier instante se daría la vuelta sobre sí mismo y buscaría al padre de Martín para que le subiese a encerrarse en su balcón. Los arbustos de uno de los montículos temblaron: de ahí salió Martín expulsado de los avernos. Daba la impresión de que uno de los nervios de su cerebro se hubiese sobrecargado porque corría y agitaba los brazos fuera de control, pateando árboles y todo cuanto se pusiera al alcance de sus botas. -¡¡¡Odio esta puta ciudad!!! Yo me encaminé hacia un banco cubierto de enredaderas para contemplar asombrado un fenómeno que no supe decir si era natural y por tanto real y físico, o fue creado por un sueño en el que caí aletargado. El caso es que me encontraba sentado en el banco contemplando como Martín bramaba a los infiernos culpando a negros, maleantes, melenudos, a árabes de sus desgracias, cuando él, de una carrera soberbia, se situó en el centro de la explanada. Frenó de pronto en seco, se dejó caer, arrodillándose. Sus puños se elevaban a las nubes y su boca, entreabierta y bufando, soltaba juramentos en todas las lenguas vulgares. Contemplé con asombro que su cuerpo me parecía mayor y mayor a cada segundo que pasaba. Martín era un hombre corpulento, sin embargo, su tamaño iba aumentando con el pasar de los segundos. Ya no hablaba ni enlazaba palabras: gritaba y chillaba cerrando los puños, apretando los nudillos. La cara era un amasijo de carne roja a punto de estallar, sus dientes rechinaban hasta volverme sordo. 195 Sobrepasaba ya los tres metros y cuanto más crecía más rechinaban sus dientes. Su cara era de color más rojo, sus puños más amenazadores, elevados a las alturas. La ropa, al aumentar él de tamaño, no se rasgaba sino que crecía acorde con el cuerpo: las botas se asemejaban a dos viejos tanques de la Gran Guerra. Martín se elevaba a las alturas sin descanso, a cada centésima de segundo era medio metro lo que crecía. Yo ya no miraba de frente, miraba hacia arriba, me costaba creer lo que estaba viendo. Bajé la cabeza y dirigí la vista hacia donde los perros pastaban la hierba para confirmar que ellos también percibían el fenómeno. Desde luego que lo hacían, al menos Galeón, que tenía el hocico apuntando a las alturas en dirección a la cabeza de Martín, que ya se veía lejana. Bormann clavaba sus ojos en la hierba: su depresión era tremenda. La altura que Martín alcanzó en el Parque del Vietnam superaba con creces a la del edificio de apartamentos. Y dejó de crecer. Medía más de veinte metros. Cuando alcanzó semejante altura, los gritos y rugidos cesaron, bajó los brazos y miró a su alrededor. Entonces, una sonrisa distorsionó su rostro. No bajaba la vista hacía donde estaba yo sentado con su perro Bormann; se había convertido en un monstruo de otro mundo: ya no le interesábamos. Se olvidó de la calle Segunda República. Sin mirar, agarró uno de los árboles del parque, uno cuya copa le llegaba hasta su ombligo, y cerró sus manos alrededor del tronco. Lo arrancó de cuajo hasta las raíces. Yo no intenté gritarle ni llamarle por su nombre porque me parecía que no estaba en sus cabales y ni me oiría. Y lo que yo más me temía, sucedió. Comenzó a caminar. De un descomunal paso plantó su bota militar en plena calle perpendicular a la nuestra. Por allí pasaba un motorista. Lo detuvo haciendo su bota de barricada. El motorista frenó, derrapó, cayó al suelo. Él le enganchó de la cazadora de cuero y lo elevó. Martín ya no podía hablar, perdió la palabra y sólo rugía como un león. Lo estampó contra un edificio, saliéndosele al hombre todas las vísceras del cuerpo y cayendo como un guiñapo. Cogió la moto pero se dio cuenta de que era demasiado grande para ella, y la estrelló contra otros cuatro coches aparcados, explotando todos. A partir de ahí, comenzó su carrera destructora. Yo intenté detenerle, gritaba, pero era inútil. Le seguí con los perros, no quería perderlo. El cuerpo del hombre destrozado me asqueó, y era el primero. Hundió su puño en la fachada de un edificio y varias personas cayeron al vacío gritando, estrellándose contra el pavimento. Sembraba la muerte y la destrucción. La gente miraba aterrada e intentaba huir. Él las aplastaba con sus botas, dejando rastros de sangre, tripas y huesos resquebrajados por las calles. Avanzaba. Una fila de motos aparcadas salió volando de una patada. Martín quería salir del barrio cuando se topó con un par de coches-patrulla. Los permitió acercarse. Los policías salieron empuñando las pistolas e hicieron fuego. Las balas tenían el efecto de las picaduras de mosquitos, y eso le encolerizó: se puso de cuclillas y con los dos puños de plano aplastó a la pareja de policías. La sangre salpicó coches y cristaleras. Lanzó uno de los coches-patrulla por los aires: no vi dónde cayó. Cargó entonces contra un edificio de cristal que había a la salida del 196 barrio, haciendo esquina con una de las calles principales. Medio edificio cayo al vacío con sus ocupantes dentro, que agonizaban entre cristales, cemento y fuego. Martín no parecía tener victimas fijas, todo era potencialmente destruible. Se olvidó de la moto. Aprovechó su poder para hacer del barrio un sembrado de guerra. Pero antes de salir de él, se fue directo hacia unas obras situadas en el centro del barrio; llegó allí de un par o tres de zancadas. Yo corría como un maníaco, los perros detrás. Los obreros, que estaban en ese momento alrededor de un fuego comiendo unos bocadillos, le vieron venir y corrieron. Dos se quisieron enfrentar a él con barras de metal, pero los barrió de la superficie terrestre de una patada. Cogió al vuelo a dos obreros inmigrantes y se los acercó a la cara. Ellos gritaban presos del pánico. Martín, acorde con su ideología, se los llevó a la boca y les arrancó de cuajo las cabezas con los dientes; luego las escupió, arrojando los cuerpos decapitados al fuego. Destrozó máquinas y andamios, se marchó en busca de nuevas víctimas. Yo no podía contener las lágrimas al ver el caos y la destrucción que sembraba por doquier, sin embargo, era ésta de tal nivel que nada podía hacer. ¿A quién socorrer? Todo cuanto se movía y no se movía era pisoteado, pateado, aplastado por su furor sin fin. Se paró unos segundos a otear el horizonte y vio la M-30. Caminando lentamente entre las calles, arrancando árboles y arrojándolos como jabalinas contra las ventanas de los edificios, se encaminó hacia ella. En uno de los parques que bordean a la M-30 por el norte, se detuvo. Vio un puente y subió por él. Tenía la autopista a su merced. Tiró varios contenedores de basura a los carriles de velocidad: provocó la gran masacre. Los coches se estampaban unos contra otros, y para evitar chocar saltaban al otro carril a altas velocidades, estrellándose contra los que venían de frente. Los autos volaban, estallaban en mil pedazos, conductores salían de ellos envueltos en llamas; a los que lograban salir Martín los aplastaba como pasas, riendo torpemente. Aquello era un matadero infernal, las llamas y el humo negro se elevaban al cielo como una pira funeraria. Después de la matanza de la M-30 se dirigió al centro de Madrid. Yo me encontraba agotado pero por alguna razón desconocida me veía impulsado a seguirle. Me empezaba a agotar de tanto correr, sudaba, y tenía que andar esquivando coches ardiendo, gente gritando, llorando. En una de las calles que bajan al estadio Santiago Bernabeu, un hombre salió corriendo al ver las botas de Martín aplastar a un taxista dentro de su taxi. Se escuchó una explosión sorda bajo la bota del nazi, y cuando la retiró, los hierros retorcidos, el cuentapasos y los restos del taxista se confundían. Yo aproveché que el tipo abandonaba el auto para meterme en él. Las llaves estaban en su sitio. En el Paseo de la Habana enganchó entre sus dos manos un racimo cinco de chicos jóvenes que esperaban a la puerta de una conocida cafetería. A los dos varones les retorció la cabeza, como si las desatornillara; luego arrojó los cuerpos al pavimento. Las chicas chillaban espantadas. A la que más gritaba la estampó contra el tejado de un edificio bajo; las otras dos enmudecieron. A una de ellas la desnudó. Caía baba de su 197 boca hasta la calle. Empezó a lamerla, y sin poder contenerse, se la metió en la boca y comenzó a masticarla. A los pocos segundos escupió un bolo de carne y sangre. La otra se desmayó. También la desnudó y la depositó sobre el asfalto. Se fue a desabrochar el pantalón con ánimo de violarla. Abrió las piernas de la chica con tanta fuerza que de inmediato la partió en dos. Enfadado, arrojó las dos mitades al aire. Yo frené en seco y vi caer una de las mitades a menos de tres metros del coche; sin poder contenerme, vomité. Uno de los chicos que había estado en el grupo, que se había salvado, golpeaba con furia la bota de Martín; deduje que debía ser el novio de una de las chicas descuartizadas. Salí del coche y le grité: -¡Aléjate! ¡Aléjate! ¡Te matará! ¡Te destrozará! Él no me oía. Un guardia jurado abrió fuego contra su cabeza. Martín se llevó las manos a los ojos; una bala debía haberse introducido por uno de ellos. Le hirió y enfureció. Lanzó al guardia jurado lo más alto que pudo en vertical, y cuando el desgraciado caía, le asestó una patada como si fuese una pelota. El novio de la chica seguía golpeando la bota-tanque de Martín. Él lo vio. Lo tomó con suavidad entre sus manos y lo contempló con ternura. El primer hombre que se enfrentaba a él con las manos desnudas. Con la otra mano agarró uno de los coches que había aparcados y abrió la puerta del conductor. Metió al chico dentro y cerró de nuevo la puerta. A la manera de un jugador de béisbol, lanzó el coche por los aires con tal potencia que con toda seguridad cayó en el otro extremo de la ciudad. Lanzó un grito desgarrador al espacio y contempló en horizonte. Saltó a la Castellana. Los coches frenaban y se estampaban unos contra otros; los peatones que no lograban apartarse de su paso eran aplastados como uvas. Lloros, gritos, carreras, lamentos. La ciudad agonizaba bajo las botas de Martín. Se llegó hasta la Torre Picasso. Alzó la vista y divisó un objeto que hizo que sus ojos se abriesen al máximo. Rugió. La cólera le invadió, comenzó a trepar el edificio blanco. Metía los dedos por las ventanas para asirse y lograr ascender. El edificio temblaba con el peso del nazi. Ascendía con velocidad y seguridad. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de la azotea, alzó las dos manos y se subió a pulso. Ya estaba arriba. Se agachó y cogió el objeto de su atención: un grueso mastil con una bandera española colocada en el tope de la torre. Emitió un ronco y poderoso grito de guerra a la vez que la ondeaba orgulloso; la flameaba de izquierda a derecha. Entonces miró abajo; la distancia era considerable incluso para su descomunal tamaño. En las inmediaciones se habían apostado decenas de coches-patrulla con tipos armados hasta los dientes: ametralladoras, gases, lanzagranadas: toda clase de material bélico para ciudad. Martín no se lo pensó dos veces: pegó un brinco y saltó al vacío. Cayó como una mole entre policías y cuerpos especiales, organizando una brutal sangría sin darles tiempo a reaccionar y apartarse. Con la bandera española al hombro, siguió su camino mortífero Castellana abajo, dejando un rastro de fuego, humo y desolación por donde pasaba. Yo no aguantaba más. 198 Al borde del colapso, di la vuelta al auto y regresé al barrio donde vivía, dejando a izquierda y derecha una ciudad cubierta de tormentosas nubes y hundida en el más oscuro abismo. 199 ¡¡¡Funciooooonaaaaaaaaaa!!! Yo estaba siendo un cobarde. Tanta carta y tanta juventud, tanta efusión de potencia sensual, y era incapaz de meter una carta en un rebuño de ropa sucia y dejarla caer en lavandería las Zorras. El triunfo requería un riesgo. ¿En qué país, en qué cultura, en qué civilización, han corrido las mujeres en pos de los hombres como posesas? En ninguna. Bocalinda y Viejoputón era unas hembras mazizas, no unas hembras telépatas. Un último intento. Haría una última batida. Si encontraba un sobre en la casa, bien por mi dicha, metería la carta en el sobre, al rebuño y a la calle; si no lo encontraba, metía la carta en el rebuño, sin sobre, y ese mismo mediodía lo hacía llegar. Saqué todos los cajones de su sitio, revolví cielo y tierra. Si mi padre llega a ver la que organicé me cuelga de las jarcias. En vez de bajar por el ascensor bajé por las escaleras. Porque a una acción, una reacción. La acción era meter la carta oculta en el rebuño de ropa, la reacción, el miedo. A una distancia de quince metros de la lavandería me detuve. Había olvidado a Galeón. Volví a subir. Lo enganché. Bajé. Otra vez a quince metros. Me mordí los dientes y proferí una sarta de insultos a las Zorras para darme valor. Los flecos de las cortinas tintineaban con la brisa levantada. ¿Era una llamada? Aspiré-entré. Vaya. Pocas veces solían coincidir las dos Zorras en la tienda. O bien una estaba en el Feudo engullendo tostadas con mantequilla y mermelada, o bien la otra se había quedado en casa con una menstruación, o estaban ambas de vacaciones sin previo aviso. Ese día las dos mujeres más irritantes y calentonas estaban, sin nada que hacer, sentadas en el interior de la lavandería. Me quedé parado en la puerta. El rebuño, al hombro. Ahora no era un chico o un hombre, era un Conquistador. Me acerqué al mostrador y con naturalidad coloqué el rebuño. Las dos se levantaron. -Un hatillo. ¿Te has escapado de casa? -Viejoputón. -No, no, se me ha olvidado meter la ropa en una bolsa, son unas camisetas y unos calcetines. -Ahá. ¡Qué buenas estaban! El escote de Viejoputón me perturbaba. Bocalinda fue a abrir la camiseta que contenía la ropa. -¡No!, es que huele muy mal. Solo calcetines y camisetas, je, je, je. -Je, je, je. -Bueno, -dije dirigiéndome a la puerta de flecos-. Vengo la semana que viene. ¿Eh? -No, no hace falta. Mañana estará listo, ¿has oído? ¡Mañana! Pero yo ya estaba zumbando al Parque del Vietnam con Galeón ladrándome y mordiéndome los tobillos. De mi excitación me di de bruces con Troski, que ya galopaba hacia nosotros con su bozal de metal y su entrenamiento soviético. El pitido de Juan Pedro clavó sus garras en la hierba. ¿Qué ocurriría si por un casual un 200 día se atascaba? Me resultaba duro el tener que guardarme todos los secretos de amor. Me urgía contar mi pequeña hazaña a alguien; Juan Pedro estaba allí y a Juan Pedro se la conté. -No me jodas. Así que has camuflado en la ropa una carta en la que les propones amor a las dos, no a una, ¡a las dos! Ésto si que es bueno, a las dos. La humanidad está llena de genios, si señor, de genios, y he aquí que se me a dado a conocer a uno de ellos. Gracias, gracias, te doy las gracias. -Bueno, ¿qué te parece? -¿Que qué me parece? Creo que vas a dar con tus huesos en la cárcel, eso es lo que me parece. -¿En serio? -No. -¿Entonces? -Ven, siéntate conmigo y vamos a analizar las posibilidades que tienes. Espera que ate a Troski en ese árbol. Por cierto que ya voy bastante avanzado en la evolución del libro sobre el atraco al Banco de España. Te pasaré un borrador. En la carta les propones amor a las dos, ¿qué más las dices? -Que sufro una enfermedad terminal. -¿Una enfermedad terminal? ¿Qué enfermedad terminal? -Una. -¿Una? ¿Cuál? ¿La tonturria? Ja, ja, ja, no, es una broma. -Una enfermedad degenerativa. -Una enfermedad degenerativa no tiene por que ser una enfermedad terminal. ¿Escribiste terminal o degenerativa? -Degenerativa. Creí que era un término más abstracto. No sabrían con claridad de lo que les estaba hablando. -Deberías haber escrito terminal. Estás en estado terminal y más ardiente que los Altos Hornos. Bueno, dejemos a un lado términos médicos y vayamos a las posibles respuestas que ellas te den. La primera es que ni vean la carta y vaya directa a la lavadora. Lo habías pensado, ¿no?, bien. La segunda alternativa es que una de las dos encuentre la carta y la lea. Una vez leída, atento chico, no se la enseñe a la otra. Recuerda que te has dirigido a las dos, y las mujeres, cuando se trata de un hombre, compiten en un duelo a muerte. Con el secreto, nuestra heroína, creo que a ti te da igual una que otra, ¿no? Nuestra heroína se sienta y piensa: ¿me lo tiro o no me lo tiro? Si es que sí, que Afrodita te guíe. Si por el contrario es que no, olvídate de las dos: una pasa. La otra no sabe nada pero tú crees que sí lo sabe. Tercera alternativa. Las dos leen la carta juntas, o lavandera A se la enseña a lavandera B. A continuación tiene lugar lo que los americanos llaman un brainstorming, ponen en común las ideas que les vengan al cerebro: sí, no, tú, yo, las dos, ninguna, más adelante, tírala, llámale, etc. De ahí puede salir cualquier opción. Pero lo más probable, si quieres saber mi modesta opinión, es que cuando vayas a recoger la ropa, y con un pretexto que tú no captarás, te harán pasar a la trastienda. Allí te desnudarán, tumbándote entre 201 las pilas de sábanas y ropas para darte una sesión de amor como no has soñado ni en tus mejores noches solitarias. -¿Sííííí? ¿En serio lo crees? ¡¡¡¡Yuhhhhhhuuuuuuu!!!! Ese instante en el parque pasará a los anales de mi Historia como el más feliz del año. Como se comprenderá, pasadas veinticuatro horas de mi entrega, no fui a recoger la ropa a la lavandería. Pasaron otras veinticuatro y tampoco. A las siguientes veinticuatro me lancé al abismo. Eran las cinco de la tarde en punto cuando me decidí, acompañado de Galeón. Cuando estaba ya en la calle a la misma distancia de quince metros, miré al suelo, al perro pastor. ¿Qué hacía allí? Si las Zorras me invitaban a la sala de máquinas a gozar, estaría toda la tarde y quizás la noche retozando y aprendiendo, Galeón, atado al árbol, se impacientaría, comenzaría a ladrar, alertaría a algún vecino, que entraría en la lavandería para ver qué pasaba conmigo y con mi perro. Vuelta al apartamento, el perro a la terraza, y... A la calle. Corrí los flecos. Las dos mujeres estaban en la misma posición que el día en el que vine a entregar la ropa y la carta camuflada. Parecían serias. Recordé que ante un aprieto la táctica más eficaz era la que precisamente mi padre condenaba: negar la evidencia. Negar, negar hasta el agotamiento. No sonrojarse. Mantener el tipo, llevarse las manos a la cabeza utilizando el cuerpo como ayuda para dar credibilidad a la actuación. En eso me estaba conviertiendo, en un actor. Bocalinda se levantó y depositó la ropa en el mostrador, esta vez no en un rebuño sino en una bolsa de plástico. Me extendió la factura. Yo no tenía dinero. Ni un maldito duro en el bolsillo. La ropa limpia había que abonarla. No dije nada y miré la factura haciéndome el distraído, pero notaba que las dos mujeres me contemplaban fijamente. ¡Dios, qué angustia! Instantes de tensión en los que un segundo duraba una hora y así sucesivamente; por no oírse no se escuchaba ni la música de fondo en los dos pequeños altavoces. Metí la mano en el bolsillo derecho con lentitud mientras miraba al techo. No había cuartel: nadie decía nada, ni un murmullo. La saqué emitiendo un tchhh, tchhh, que significaba: vaya, creo que he olvidado el dinerito en casita. ¡Qué despiste! Continuando la actuación, introduje la mano izquierda en el bolsillo izquierdo ralentizando mis movimientos al máximo. Entonces, antes de sacarla, Viejoputón dijo: -No te hemos lavado esto -y sacó la carta-, porque la tinta se puede... ¡Correr! Y sería imposible leer nada. Ya sabemos cómo son los clientes, olvidan cartas, billetes, sellos, y muchas más cosas en los bolsillos, y luego vienen a reclamar. Luis, ¿te importaría pasar con nosotras un momentito aquí detrás? ¡¡¡¡Bieeeeeeeeeeeeeeeeeennnnnnnnnnn!!!! ¡¡¡¡Funcioooooooooooooonaaaaaaaaaaa!!!! No lo podía creer. Me iba a la sala de máquinas con las Zorras. -Sí, claro. La sala de máquinas era tal y como yo me la había imaginado, incluso mayor. Pilas de sábanas y ropa limpia amontonada, silenciosas máquinas de 202 lavar industriales, planchadoras con rodillos por donde pasaban las sábanas y otras prendas, todas de cama; una mesa, de tamaño grande, donde cabíamos todos, que utilizaban para planchar a mano ropas delicadas. Sillas. Las dos mujeres se sentaron en ellas. Yo supuse que también me debería sentar, por algún sitio había que comenzar. -¿Cómo te encuentras? Jugaba con las uñas como terapia de choque para calmar mi ansiedad: clik, clik, clik. El choque de la uña del dedo gordo con las de los otros dedos. Pues hasta ese ínfimo sonido se escuchaba. Las dos clavaban sus ojos en mí. Yo no debía hacer lo mismo, no debía imitarlas, al fin y al cabo yo había sido el que había dado el primer paso, que fueran ellas las que diesen el segundo y definitivo empujón. Lo tenían fácil, carajo, me tenían allí, encerrado, dispuesto. La carta no podía estar más clara. Os quiero, os necesito. -¿Cómo te encuentras? -Bien, me encuentro bien, ¿por qué? -Sentimos que tengas una enfermedad, no lo sabíamos, en serio, tu padre nunca nos dijo nada. La verdad es que nos ha impresionado mucho la carta, de verdad, a las dos, y quiero decirte algo. Mira... -No, de verdad, no importa. Me encuentro mejor, en realidad no es nada, quiero decir, tengo tiempo -bajé la cabeza-. No sé cuánto pero... -¿Cuál es? Quiero decir, ¿qué enfermedad degenerativa tienes? -Es una... enfermedad degenerativa de... los cartílagos. Mierda. ¿Dónde estaban los cartílagos? ¿Por qué tuve que decir cartílagos? -¿Cartílagos? ¡Dios mío! ¿Ambos? ¿Ambos? ¿Cuántos cartílagos pensaba esta Zorra que yo tenía? Yo creí que en cuerpo humano había varios cartílagos, decenas de ellos. Con lo fácil que hubiera sido poder escoger otra palabra que dominase, como ojos o intestinos. -Sí, bueno, yo no lo sé exactamente, no soy médico, pero me han dicho en el hospital que puede ser de herencia. En mi familia ha habido varios casos. -Una vecina de mi madre -intervino Bocalinda-, sufría algo parecido, no eran los cartílagos sino la epidermis. ¿Cómo los sientes? -¿A quienes? -Me refiero a los cartílagos. -Ya, pues no me duelen... A veces... Me acaricié el pecho como para palparlos con mi mano, pero los cartílagos también podían encontrarse en la cabeza. Me acaricié la cabeza y la espalda por si acaso. Estuve a punto de acariciarme el miembro pero allí seguro que los cartílagos no se encontraban. -La mujer que yo te digo, vecina de mi madre, sufrió bastante, sobre todo los dos últimos años, pero no te alarmes, no, ¡por Dios! Ella era mayor. Su marido no la hacía demasiado caso y el tratamiento era doloroso. Consistía en unas dosis de tabletas diarias extremadamente fuertes mas unas 203 sesiones semanales de quimioterapia que quieras o no, agotan las células. ¿Tienes que ir tú a quimioterapia por los cartílagos? -No, no. Para los cartílagos no hace falta quimioterapia. En serio, no quiero asustaros, mis cartílagos están bien, quizás algo gastados pero todavía funcionan. Tomo píldoras, muchos zumos y verduras. La alimentación es lo más importante. Esa frase la había escuchado tantas veces. -Lo más importante es que te tranquilices. Una enfermedad degenerativa no significa forzosamente que vayas a morir mañana mismo, no hay que desesperarse. Déjame decirte algo: la fe en la vida es lo que decide nuestros destinos, más que los doctores, las verduras y las quimioterapias. Y esa fe en la vida viene dada por Dios. Sí, por él, por Jesucristo. Él tenía una inmensa fe en la vida, y por eso entregó la suya, para salvar la nuestra. Sí, claro, pero Jesucristo no tenía una enfermedad degenerativa en los cartílagos. ¿Cuándo nos desnudábamos? Viejoputón continuó: -Una amiga mía deseaba con ansiedad un hijo. Su marido y ella pusieron todo el empeño del mundo en tenerlo. Ya sabes cómo son las parejas cuando se aman y quieren crear la vida, una vida nueva. Mas el niño no venía. Dios no parecía querer otorgarles el derecho a criar un ser nacido de su vientre. Mis amigos insistían y visitaban doctores, en Europa y en América, y nadie podía darles una solución. Hablaban de fecundar un ser in vitro, de adoptar un chavalín del Tercer Mundo, ya sabes, las cosas que se suelen hacer cuando no se pueden tener hijos de la manera natural. Un día, mi amiga, hastiada de visitar centros y visitar expertos que en nada la ayudaban, decidió aislarse del mundo y encerrarse en ella misma, en una palabra, meditar sobre su vida, el significado de traer un ser a la tierra, la relación con su marido al que amaba por encima de todas las demás cosas pero al que no podía dar plena satisfacción. No deseaba culparse y sin embargo lo hacía, no conscientemente, claro está. Su marido la interrogaba, estaba preocupado con aquel repentino cambio de actitud que le desorientaba. Una noche, pasado el tiempo, ella le pidió que la sacase a cenar, y cuando estaban a los postres, dejó la cucharilla encima de la mesa y le miró a los ojos, le miró con intenso amor, y le preguntó: ¿quieres de verdad que tengamos un hijo? El marido contestó: sí, sabes que lo deseo con toda mi alma. Y aquella noche concibieron el ser que tanta felicidad les ha dado. ¿De qué hablaba? Nada comprendí. -¿Comprendes? -Sí. -¿El qué comprendes? Recapacité. -Que esa noche hicieron el amor y tuvieron un hijo. -¡Exacto! Hicieron el amor. El-a-mor. Y es porque todos nuestros actos, si queremos que sean puros, deben venir a través del amor, no a través 204 de los doctores y de las quimioterapias. Mi amiga puso su último bastión en el amor, en el puro y sincero amor, que es algo que no se compra ni se vende porque viene dado por Dios. Gratis. Es el amor a la vida. ¿Y bien? ¿A dónde nos dirigíamos? Hubo un silencio en el que yo me avergoncé de tener una enfermedad degenerativa. Viejoputón se levantó. -Sé que lo tienes que estar pasando muy mal, pero ten fe y no te preocupes, nosotras te ayudaremos en lo que necesites. Empezaremos hoy mismo. No hace falta que nos pages la ropa que te hemos lavado. Me dio un beso en la mejilla. Bocalinda se levantó e imitó el gesto. 205 La sinrazón de amar a una poetisa lesbiana. Yo estaba harto del invierno. El invierno estaba harto de mí. Como yo no tenía dinero para mudarme ni para alimentarme, se mudó él. Vino la primavera. Aunque parezca mentira, no me enfadé por la estúpida actuación de las Zorras. Un beso. Menos da una piedra, menos da un perro. La juventud lo justifica todo: un acto vil y felón, si se comete cuando se es joven, es medio acto vil y felón. La primavera era la estación incertidumbre. Los perros y los humanos aguardaban a que el invierno madrileño emigrase para recibir a la primavera con la esperanza de que sus vidas sentimentales incrementasen el ritmo. O comenzasen. Hasta yo me curé de mi enfermedad degenerativa, a pesar de seguir sin saber en que lugar exacto de la geografía se encontraban los cartílagos. No tenía dinero. No tenía coñac. No tenía curry. No tenía arroz. No tenía macarrones. No tenía padre. No tenía madre. No tenía amor. ¿Se podía estar peor? Indudablemente, pero no en Madrid. Cuando no se poseía nada más que un parque con sobrenombre asiático, quedaba el derecho a poder pasear por él. Algo sucedería. En los parques se habían dado las mejores historias de amor, los mejores combates, los más suculentos crímenes. Bajaba al parque una media de cinco veces al día, siempre con mi camarada Galeón, que poseía a la Chucha. Sí, la poseía. Los perros macho poseían a las perras como los hombres humanos poseían una cazuela o un Ferrari. Los cachorros de ambos crecían y eran los dueños de una parte importante del verde, incluidas una cueva y varios árboles formando un círculo. Era su chalé adosado. Con la llegada de un clima soportable en el exterior, Lope decidió que ya era hora de entrenar en el campo de batalla, no en el ridículo apartamento espiado por Fifí. Fifí era un bicho tan presumido que no se dignaba a jugar con Galeón y la Chucha. Los olía y salía espantado, y cada vez que hacía esto, yo le miraba con asco y Lope le miraba con la impotencia. Por una parte me parecía un personaje hilarante, por la otra, me recordaba a un gran luchador cortacabezas. Disponía de variados trucos para entrenarse: el tipo bajaba con unas bolsas unidas a unas correas que colgaba de las ramas de los árboles. Las bolsas se movían en lateral como los péndulos de un reloj, y Lope las ensartaba al vuelo. Colocaba un palo vertical que no tendría ni cinco centímetros de grosor, con una base plana. La vara era flexible y hasta con el viento se desplazaba. Bien, el espadachín del segundo C la ensartaba con precisión. Según había oído al Sheriff, estuvo en Francia asistiendo a unos campeonatos. Allí se desquitó de no sé qué afrentas, ensartando a un contrincante e hiriéndolo. Fue expulsado y expatriado a España. A punto estuvo de ser juzgado por intento de homicidio. Cuando terminaba de combatir contra los elementos se acercaba a mí y a Galeón y conversábamos. Hablar con él era retroceder en el tiempo, sus temas preferidos eran los combates y los duelos, los enfrentamientos que había tenido a lo largo de su carrera. Estando Fifí a unos metros de donde 206 nos encontrábamos sentados, Lope lanzó el florete en parábola y cayó tan cerca del perrito que éste se quedó congelado, mirándo a Lope. Su mirada rezumaba desprecio. Si se hubiera podido reír con estruendo, lo hubiera hecho. El perro sabía de las ganas de matarle por parte de su dueño, pero contaba con el apoyo moral de la mujer de Lope, y se sentía seguro. Lope gargajeó y escupió. ¡Fallé! ¡Ring! ¡¡¡Riiiing!!! -¿Sí? -Hola, cielo, te invito a comer paella. ¿Era o no comprensible que estuviese enamorado de Natasha? La chica tenía la capacidad de leer mis pensamientos y de paso el vacío que se formaba en mi estómago a comienzos de cada estación. Me puse lo mejor que tenía en ropa masculina, planché una camisa de cuadros y salí por la puerta dispuesto a pegarme el gran bacanal de arroz. Nos íbamos a un restaurante. Un tipo ténebre de una editorial la había prometido que publicarían su libro de poesías dedicadas a la mujer. No sería una gran tirada, pero había que celebrarlo. No se le ocurrió otra idea que hacerlo conmigo en un restaurante del barrio especialista en paellas. Cuando caminábamos hacia el restaurante se podía percibir a cien leguas marinas que la chica estaba exhultante. La razón no era tanto el hecho de ver su obra publicada como el factor de poder vivir de ello y por tanto, largarse de la casa de sus padres, su último sueño. A la casa de sus padres la llamaba la casa de su madre, hasta en eso contaba poco o nada el padre de las gafas gruesas leyendo gruesos tomos. Yo me mordía los labios de risa cada vez que me describía a su madre apretando con la vagina hasta ahogar a su padre. No sé si era una figura metafórica o si la había visto intentar ahogar a su padre entre las piernas. Muy posible que fuese esto segundo. Me sentía un rey caminando con ella a solas, a solas me refiero sin los perros, sin Galeón y sin Bormann. El animal padecía una de sus peores crisis depresivas y llevaba sin salir del balcón varios días. Natasha quería perder de vista todo aquello: cuando alquilase un piso, no volvería a tener perros. Como mucho, un gatito. Mi capacidad de disimulo cuando estaba con ella era grandiosa. Si me daba la mano con cariño, yo la soltaba a la mínima oportunidad. Si ella era lesbiana, pues yo homosexual. ¿Significaba ésto que anteponía el orgullo al amor? No. Significaba que anteponía el orgullo al fracaso. Para no sufrir una derrota lo mejor era no tentarla. Descubrir un restaurante experto en arroces en mi propio barrio me produjo tristeza. Yo no me podía permitir comer allí, y como las circunstancias se diesen adversas, pronto no podría permitirme ni comer. Me sentí todo un hombre cuando la quité la cazadora y se la pasé al camarero para que la colgase en el perchero. Nos sentamos. Natasha sabía sonreír. La sonrisa de la poetisa lesbiana tenía el mismo poder que una carga de caballería, y sus efectos en mí, más devastadores. El camarero nos preguntó si deseábamos algo de beber, ella respondió: vino, y bueno, por favor. Ella 207 se reclinó en la silla y la dejó sobre dos patas, contempló el restaurante, otras mesas, otra gente; estaba satisfecha. -Hace días que no veo a mi hermano, no aparece por casa y mi madre está preocupada. -Desde que le robaron la moto yo tampoco le he visto, pero no te preocupes, estará bien, sabe cuidarse. Se enfadó mucho cuando vio el candado de la moto partido. Cierto. Mucho. -No, si yo no me preocupo, pero mi madre me da la murga. ¿Yo que puedo hacer? Él sabe cuidarse, estará de viaje, por hay, con sus amigos triturando personas. Tiene un cerebro, que empiece a usarlo. Si le han robado la moto, mala suerte, esas cosas pasan en la ciudad. Él también ha robado, y de lo lindo. Antes del verano estaré fuera del barrio, de la casa de mi madre. ¿Qué te parece? -Bien, me parece estupendo, es lo que buscabas, ¿no? Un infierno. Me parecía mal. ¿Qué quería? ¿Irse a vivir con algún marimacho de pelo trasquilado y nudillos de hierro que la cuidaría, la amaría, la inspiraría? ¿Y la explotaría? ¿Y la zurraría? Me arrepentí de haber ido al restaurante del arroz con ella. Más saludable era pasar hambre en soledad que comer arroz con una torturadora. Llegó el arroz, llegó en una paellera negra y brillante con limones incrustados en sus bordes, la misma paellera que Mazo y sus hijos se zampaban en la costa con el Land Rover aparcado a la sombra. Desde mi llegada al barrio nunca había intentado cocinar una paella. La razón era bien sencilla: no me atrevía. La paella llevaba demasiados ingredientes que se cocinaban a destiempo, llegaba incluso a llevar ingredientes opuestos como la carne y el pescado. La paella del restaurante llevaba pollo, calamares, verduras, gambas. Natasha sabía comer, sabía llevarse el tenedor a la boca y masticar como si no estuviese haciéndolo. Comía con erotismo, que ya era el colmo. Mi hambre era voraz. Yo en esa época siempre tenía hambre, y cuando digo siempre, recalcar el adverbio porque no aludo a que frecuentemente mi estómago hacía cro, cro, cro. No. Me estoy refiriendo a que cada una de las veinticuatro horas del día pasaba un hambre enfermiza. Los alimentos y lo que se relacionase con ellos ocupaban la mitad de mi cerebro. Suerte que disponía de la otra mitad para el resto de los aconteceres de la vida. Me carcajeaba yo de las charlas de mi abuelo al calor de la lumbre sobre el hambre que sufrió la población de la posguerra. Al menos ellos disponían de cartillas de racionamiento. Me resultaba vergonzoso ir a un restaurante con Natasha y no abrir la boca más que para engullir. Debería haber dicho algo, un comentario, un chiste, preguntarle sobre su poesía y sus influencias, pero el arroz amarillo no se apartaba de mis ojos ni de mi boca. Yo estaba acabando mi primer plato cuando ya me servía un segundo. Mañana era mañana. Hoy había arroz. En abundancia. ¿No bebes vino? Me preguntó la poetisa; por supuesto. Bebí, me serví otro vaso, y también me lo bebí, y comencé a notar sus placenteros efectos, no tan drásticos como el coñac. Más etéreos, 208 volátiles. Era tal mi nivel de hambruna heredada de los años de la posguerra, que cuando Natasha pronunció las palabras mágicas: no puedo más, me alegré. Fue un alegría de baja estofa, como cuando un hombre se alegra de que su amada se rompa el tobillo porque la noche anterior no ha querido ella satisfacerle. Así me puse yo de contento al saber que no sólo podría restregar la paellera a placer, sin competencia molesta, sino que contaba como reserva los restos del plato de la más bella poetisa de Madrid. Me los comería con su tenedor. Cuando acabé, ella me preguntó si quería más. Vamos, Luis, aprovecha, que un día es un día y no siempre podré venir al barrio a invitarte a una hartada de paella. No, gracias, contesté, pero sí, aún tenía espacio suficiente en el estómago para al menos, dos platos más. Así era yo. De postre comimos helado de tres bolas con un plátano dividido en dos cubierto todo ello de crema y nueces con un río de chocolate espumoso: Banana Split. Una tarde, en compañía de mi madre, a la salida del colegio, casi me mata de la sobreindigestión que agarré por adicto. Nunca me sobrepuse. Si algún deseo albergaba de trabajar en los años venideros era para gastarme el primer salario en un festín de arroces, con Bananas Split a tutiplén. Sería el primer salario y el último. ¡Qué gozada inflarse a comer y no pagar! Con cualquier otra persona no hubiera sentido el más mínimo remordimiento al ver acercarse la cuenta y no inmutarme. Pero Natasha era la Mujer Noble y Generosa. El camarero llegó con un platito y la servilleta ocultando la cuenta: Natasha echó mano al bolsillo. Al verla hacer este gesto sin mirarme, el concepto de caballerosidad me atacó por sorpresa, no era el lugar ni el momento pero lo hizo. Pregunté ¿cuánto és?, a la que yo también introducía la mano en el bolsillo. Absurdo, porque estaba vacío, pero quise mostrar mi interés por pagar sabiendo de sobra que ella diría: no, no, invito yo. A partir de esa comida yo tuve la inclinación a pensar que Natasha estaba enamorada de mí pero que por algún oscuro motivo no se atrevía a decírmelo, o no podía. Quizás una asociación combativa de lesbianas la hizo jurar al fuego que jamás amaría a un hombre. 209 En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba. Me vi obligado a lanzarme a la delincuencia. El invierno no era para el aprendizaje, llovía, hacía frío, nevaba, las ganas de desafiar a los tenderos se elevaban a los cielos con el vaho. La primavera era distinta. Los tenderos sacaban los productos a la calle y ahí era donde entran en acción los Ladrones, la casta humana a la que no le atraía pagar los artículos que adquirían. Miraba a Galeón, veía en él los ojos del hambre en pocos días; por el contrario, podíamos darnos por satisfechos con tan poco. Un paquete de esto, unas latas de lo otro, unas cajas de congelados, unas especias que no valen un céntimo y que nos hacían felices. La palabra robar conllevaba carga de heroísmo y aventura. De desafío. Las cárceles estaban llenas de hombres y mujeres que pensaban lo mismo que yo y lo llevaban al terreno. En la España del siglo XXI se pasaba hambre. Yo la pasaba, y con creces. Unos decidían dar el salto y robar, otros no. El hambre llegó sobre todo a partir de las Navidades. Al principio fue un toque de atención que yo escuché pero que no me tomé muy a pecho pues estaba convencido de que con la llegada de Jesucristo vendría también la llegada de Mazo. Las navidades pasaron y después el invierno. El marino seguía perdido entre el oleaje de las sábanas caribeñas. Yo llegué a pensar que había muerto. Sus otros hijos debían comer en abundancia para que desatendiese así a los peninsulares. Me jugué el todo por el todo antes de efectuar mi ingreso en el Mundo del Robo: Roberta. Sí, el carnicero y tendero con tupé y cadena al cuello me fiaría un lote de comida valorado en una cifra importante de dinero. Me vino al pelo. Tumbado en el sofá, acariando a Galeón con los pies, enchufé la televisión en blanco y negro. Echaban una película antigua de ladrones en la que la banda sonora gritaba: Soy un perro callejero, Y yo digo que más dá, Vivo solo y como puedo, soy muy duro de pelar. ¡Soy un perro callejero! Vivo solo y como puedo. Si yo hubiese nacido en otro contexto familiar tengan por seguro que a esas alturas yo estaría empuñando una metralleta sembrando el pánico. Se suponía que ese era el sueño oculto de la mayoría de los hombres: Mi banda y yo aguardábamos impacientes pero serenos en el interior del auto cuando el reloj marcó las ocho y media en punto de la mañana. Para los demás, hora de trabajar, para mi banda y yo, también. Jaime Quiebracuellos al volante, Juan Pedro Asaltaviejas de copiloto, y yo, Luis Hartosopas, observábamos con detenimiento las puertas del Banco de España. Dos empleados uniformados las abren desde el interior, justo en el 210 momento en el que un coche de policía pasa a nuestro lado. Ahí se demuestra la sangre fría: Juan Pedro les guiña un ojo. Jaime apura las últimas gotas de su petaca de coñac que siempre llenaba antes de dar un golpe. Unos chasquidos secos que resuenan por toda la avenida delatan que cargamos la artillería y nos preparamos para el asalto. Salimos del auto. Las armas van ocultas tras los abrigoss. Unos metros antes de entrar Juan Pedro reparte entre la banda unos pasamontañas negros que nos ocultarán de las cámaras. Dentro, caminamos los tres en línea hacia el ascensor del final pasillo. Trabajadores y ejecutivos del banco salen y entran de los despachos sin olerse el vendaval que se les viene encima. Uno de ellos saluda. Nuestros ojos, fijos en los botones rojos del ascensor, que ya se ven. Entramos en él. Con nosotros, una señorita que despide perfume por las cuatro bandas. Zapatos de tacón de aguja, falda ajustada. Nosotros ni caso. A lo nuestro. Juan Pedro oprime el botón de uno de los sótanos: el ascensor se pone en marcha. La señorita está próxima a la puerta, nos da la espalda. Al tocar el ascensor el freno, los tres al unísono nos colocamos los pasamontañas, abrimos los abrigos y dejamos al descubierto las metralletas. Otro chasquido. La señorita se vuelve. Cuando nos ve, lanza un grito aterrador. Pasamos por encima de ella y tomamos al guarda jurado como rehén, y de ahí, a la cámara. Los empleados abren las compuertas blindadas mientras Juan Pedro y Jaime rellenan las sacas. Yo vigilo. Ya está. Dejamos al guarda jurado y yo tomo a la señorita. Subimos en el ascensor sin abrir la boca, sin respirar. La señorita está angustiada, emite palabras de piedad y perdón. Ni la miramos. Una vez en el largo pasillo, con ella cubriéndonos, avanzamos. Los empleados han formado un pasillo humano por el que caminamos aprisa. Nos abren las puertas. Corremos al coche sin marca. Yo, antes de introducirme en él y tomar vuelo a Brasil, me quito el pasamontañas y la doy un beso en la boca. Ella se desploma. Si alguien no ha soñado esto alguna vez, o es un cobarde o es un mentiroso. Entendí lo que nos quisieron explicar en el colegio sobre la diferencia de clases sociales. ¡Pues por supuesto que existían diferencias! Una riada de personas, hombres, mujeres, niños, niñas, entraban en la tienda con las manos vacías y salían de ella con las bolsas llenas. Lo que yo hubiera dado por poder entrar en la tienda y pedir artículos a mansalva. Daba vueltas en círculo porque no me decidía a entrar, había demasiada gente en el interior, y con lo escandaloso que era Roberta, gritaría en medio de la masa: -¡Pero, señorita! ¿Otra vez quieres que te fíe? Roberta me vio a través de la cristalera pulular por su tienda. Puede que le hubiese inspirado pena, el caso es que puse a andar y a dar vueltas por el barrio, pensativo. Me consolé con la idea de que según avanzaba el buen tiempo, el organismo necesitaba menos alimentos y mayor cantidad de agua. El agua, en aquella época, todavía era gratis. O por lo menos no llegaba un tipo a la puerta sosteniendo una lista con facturas. El tener hambre me hizo establecer una barrera entre los demás seres humanos y yo. Los demás tenían problemas porque suspendían asignaturas en el colegio o sus maridos no las 211 entendían ni satisfacían; problemas como los que tenían chicos de mi edad confundidos por su futuro, qué carrera elegir o si dedicarse a vaguear los próximos lustros; hombres y mujeres abandonados por sus hijos en los asilos y en las residencias de ancianos; perros expulsados a la calle al llegar el verano; perras canijas preñadas de perros descomunales. Pero todos, todos, tenían algo que llevarse a la boca. Todos menos yo. De ahí las dos categorías: ellos por un lado, yo por otro. Antes no había caído en la cuenta de la multitud de tiendas existentes en el barrio dedicadas al tema de la alimentación. Luchaban entre ellas por atraerse a los clientes, lucha que me pareció titánica y en cierta manera una pérdida de tiempo, pues había más tiendas que personas. Conté las tiendas para alimentación de perros y gatos. Diez en mi largo paseo. Diez malditas tiendas que surtían al barrio de bolsitas de bolas vitaminadas, huesos con sabores exóticos, latas para gatos que parecían conservas de caviar. Me hubiese tomado una y me hubiese quedado tan pancho. Me detuve en una de dichas tiendas. Había de todo, de todo menos curry para perros; decidí entrar en ella, total, no me ataba nada en la vida y tenía un perro como excusa. La chica que atendía el establecimiento llevaba una bata blanca. Hablaba con la señora de turno que quería la mejor lata de comida para su pobre perrito, que en los últimos días no la comía bien. No me come bien mi pobre Lulú, ¿qué crees que puede ser?, lo rechaza todo y me está volviendo loca. He probado con jamón de york porque sé que es de los alimentos que más la gustan, pasteles, hasta la cociné una receta especial con carne de ternera triturada y salsa de zanahorias, pero nada, no quiere comer, ¿qué me aconsejas? ¿Ha probado usted la última novedad de la marca Perromenú? Está compuesta de las mejores carnes y verduras del país, despide unos aromas especiales que despiertan el hambre en los perros que no tienen apetito. La señora ojeó la lata y se concentró en los ingredientes. ¿La carne es de ternera? Mira que a Lulú solo le gusta la carne de primera, pues no es lista ni nada para la calidad de la carne. ¿Sabes?, las latas no me gustan porque contienen conservantes, no son sanos, no me fio de ellos. Bueno, contestó la dependienta, ésta contiene algunos conservantes porque para eso es una conserva, pero son conservantes beneficiosos. ¿Beneficiosos? Sí, no son dañinos para la salud de los perros, no son como los que llevan las latas de los humanos, ya sabe, E-347, F-106, protociglatos y butanopropanatos. Eso mata la salud. Esta marca no utiliza nada de todos esos venenos. No sé no sé, me da más disgustos Lulú que los hijos, de verdad te lo digo. Si mis niños, tengo dos, digo, si mis niños no me comen, les doy cualquier cosa y listo, pero los animales son, cómo decirlo, más sensibles a la calidad de los alimentos, y como lo pobrecillos no pueden expresarse. Yo digo a Lulú, digo: Lulú, ¿qué quieres que te ponga?, y la saco de la nevera varios productos diferentes para que con el olfato me indique qué es lo que quiere, pero ni aun así, ¿puedes creerlo? -Curry. -Huuyyy, chico, ¡si no te había ni visto! -Ya, es que estoy muy delgado. 212 -¿Qué has dicho, chico? -Dele curry, curry con chili. Mire mi perro, tenía el mismo problema, no quería comer. Yo insistía y hacía lo que usted hace, le ofrecía de todo, hasta que un día un veterinario amigo de mi madre me contó que lo mejor para los perros que han perdido el apetito es mezclar la comida con curry y chili, que lleva proteínas y vigorizantes. Despierta el estómago como si fuese un volcán de fuego y lava. -U n volcán de fuego y lava. ¡Qué barbaridad! -Bueno, es una expresión. Fíjese atentamente en mi perro. ¿Diría usted que hace dos meses no pesaba ni veinte kilos? Pues le juro que ya tenía en mente llevarlo al veterinario para que lo ejecutase. -¿Para qué? -Para que lo matase, era la mejor solución. Yo no podía levantarme cada mañana y ver que el perro se iba consumiendo día a día, hora a hora, minuto a minuto. Apenas era capaz de sostenerse por sus propias patas. Fue cuando el veterinario amigo de mi madre me contó lo del curry con chili. Lo probé y ya el primer día ya note la diferencia. Tenía energía, cómo decirlo, el curry con chili había hecho el efecto de una resurrección. El perro, así de sencillo, volvió a la vida. -¡Dios santo! ¿Y cómo dices que se llama lo que le diste a tu perrito? ¿Lo que te aconsejó el veterinario amigo de tu mamá? -Curry, curry mezclado con chili. Mire, si quiere se los escribo, deme un papel. ¿Ve que fácil? Pues esta tontería salvará a su perro más que todas esas conservas que en realidad no son más que despojos de otros perros callejeros muertos y empaquetados. -Eso no es cierto -interrumpió la chica de la bata blanca-, lo que contienen las latas son ingredientes de primera. -Perdona, chica, pero este veterinario amigo de mi madre, que llevaba ejerciendo cuando tú no habías nacido, nos contó a mi madre y a mí un domingo lluvioso al anochecer, que el noventa por ciento de las latas llevan restos de perros y gatos callejeros ejecutados. Señora, hágame caso, vaya usted al mercado, compre una bolsa de curry mas un paquete de chili y sofríalos con cebolla, sin miedo. Luego mézclelo con la carne y el arroz y si su perro no cambia de actitud, yo mismo le abonaré lo que el curry y el chili le costó. -Dios Santo, chico, muchas gracias, muchísimas gracias, lo pruebo hoy mismo. La vi alejarse contenta, meneando un culo del tamaño de la popa del Queen Elizabeth en dirección al mercado. Su perrita Lulú iba a cagar agua marrón en la alfombra por tres días y tres noches consecutivas. Eso se consideraba un cambio de actitud. Me aburría. Caminaba por el barrio y me daban ganas de fastidiar a la gente, no deseaba hacerles daño físico o moral, era un sentimiento de venganza. Ese día, si me hubieran colocado un micrófono en el estómago y subido el volumen a diez, los viandantes del barrio hubieran pensado que los rusos se habían reorganizado y atacaban occidente. Galeón me mordió una 213 pierna, que significaba que bastaba ya de pasear como dos pensionistas. De camino a casa me faltaba por cumplir mi última misión: ir al ultramarinos de Roberta y pedir clemencia. Roberta era homosexual y podía darse la coincidencia de que estuviese enamorado de mí. ¿Por qué no? Esperé a que a través de la cristalera la tienda se encontrase lo más vacía de clientes posible. -¡Señorita de Muruza! ¡Qué sorpreeesa! ¿Qué te pongo? -En realidad, nada, venía a ver si me puedes fiar. -Ahá. Fiar. El verbo prohibido. Señorita, mira, te voy a enseñar una cosita que te va a encantar. Es un botesito, y contiene un montón de facturas tuyas y de tu padre, que ya sé que es un gran marino y va a dar la viiiiida por la patria, me rompe el corasón, pero antes de que dé la vida se podía pasar un segundín por la península y pagarme lo que me debe. Encanto, mira clavó en seco un cuchillo en la madera:-, yo vivo de ésto, bueno, de ésto y del rockanrol, porque yo tengo una banda de rockabilly, ¿no lo sabías? Sí, más duros que los Meteors, ¿sabes quienes son los Meteors? Bueno, señorita, mucho más duros que ellos, pero, ¡ay! todavía no somos famosos, y nesesito el dinerito. ¿Captas? Pero tú me gustas, me caes simpático y por esa rasón, sólo por esa, te voy a fiar una pequeña cantidad de surtidos. Galeón ladró, tenía hambre. Yo tenía la certeza de que antes de estirar la pata, el perro se olvidaría de camaraderías y me devoraría. O yo a él. La ambición se apoderó de mí. El deseo de ampliar el botín me hizo dar el salto definitivo a la delincuencia. Había que tener en cuenta que esos alimentos tan bien ordenados, contados y clasificados encima de la mesacamilla, más pronto o más tarde se agotarían. Me apetecía hacerlo. Ansiaba conseguir algo gratis por mí mismo, sin la ayuda de nadie. Si lo conseguía sin acabar entre rejas, estaba salvado. Nada me detendría, porque ésto significaba que estuviese donde estuviese, sin dinero, sin perspectivas, mientras hubiese una tienda abierta, yo, Luis, sobreviviría. El supermercado o las tiendas individuales: el dilema. Pongamos que me decidía por el supermercado que estaba en la calle perpendicular a la nuestra. Un centro de compras apacible y sin pistoleros armados en la puerta con ganas de volarle los sesos al primer atrevido que hurtase un paquete de chocolatinas. Una de las ventajas del supermercado era que habiéndome decidido a birlar un producto, me lanzaba por él, una señora gorda aparecía, me retiraba y atacaba otro producto de otro pasillo. Era como saltar de tienda en tienda. La desventaja de decidirme por el supermercado era su tamaño y el número de trabajadoras que había en su interior. Distinguibles por la bata rosa. Pero más de quince. En la tienda vulgar del barrio no había mucho dónde escoger. Al decidirme por un producto debía completar la acción. La huida era sencilla: la calle para correr. Debido a mi delgadez, era capaz de correr cien metros en menos de diez segundos y sententa centésimas. Celebré un festín e invité a Natasha. Invité también a Juan Pedro, que lograba ponerme celoso con sus ocurrencias y sus chistes. El escritor 214 violento aprovechaba que estaba delante la poetisa para inspirarse con sus agudos comentarios sobre comida, política o literatura. Él escribía sobre el robo, mas yo estaba a punto de convertirme en un ladrón. Me sentí diferente a ellos; bien, los tres éramos amigos y a los tres nos gustaba comer arroz, también poseíamos perros a los que bajar a la calle. Yo, mientras les veía devorar el arroz que había cocinado para ambos, me preguntaba de dónde sacaba el escritor de temas violentos el dinero. Vaya con Natasha y Juan Pedro, se estaban inflando a comer. ¿Qué era ésto?¿La revancha? No importaba, Pronto todo se me vería devuelto. Con creces. 215 Me atraparon robando y no me delataron. Como escritor yo sería un desastre total, como dibujante de planos no lo era tanto. Me lo comentó un profesor de dibujo técnico del que ni recuerdo nombre o cara, pero sí sus palabras: Luis, no se te dan mal los planos, deberías pensar en ser ingeniero. Mire, señor profesor, debería haberle contestado, yo, de toda la lista de prioridades que estoy elaborando para mi futuro, la última es ser un condenado ingeniero. Si ser ingeniero conllevaba tanto prestigio, ¿por qué eran tan feas las casas en España? Incluida en cabeza la de la calle Segunda República. Pues me largué al supermercado de la calle perpendicular a la nuestra. Era un supermercado de los llamados Sumaplus, de descuento, todos los productos eran Sumaplus, hasta la carne y el pescado llegaban de vacas y peces Sumaplus. Un supermercado de barrio con dependientas teñidas de rubio que conocían a los clientes, papás haciendo la compra los sábados y domingos para equilibrar la balanza, etc, etc. Perros. Animales de todas las razas aparcados en unos ganchos que Sumaplus había puesto a disposición de los clientes con bichos, como yo. Si iba a robar en el supermercado Sumaplus, al menos debería saber dónde estaban los alimentos que serían mi objetivo, no ir por los pasillos a lo loco tropezándo con señoras gordas con carrito. A Galeón no le apetecía ir a la calle, se olía que nos disponíamos a dar uno de los clásicos paseos que tanto aburrían al animal. Se resistía. Sin embargo, estábamos juntos para lo bueno y para lo malo. Puede que aparcado en los ganchos del supermercado conociese a una perrita y así poder combinar su amor con el de la Chucha. Entré en el supermercado con un cuaderno de hojas A-4 y un bolígrafo. Nada más hacerlo, ya hice el primer boceto: tres cajeras a la izquierda, la entrada automática a la derecha. Atención, escribí, las puertas se abren hacia dentro, no hacia fuera. Una fila de carritos a los que para acceder había que depositar una moneda en la ranura. Yo no tenía monedas para gastar en tonterías, pero fijándome, noté que al devolver el carrito se devolvía la moneda. Entonces inspeccioné uno por uno todos los carritos por si algún imbécil se había olvidado de recoger la moneda. En efecto, porque dos ineptos se habían ido con la bolsa de la compra llena abandonado la moneda. Dios bendiga a Sumaplus, dije, y me guardé las monedas. Dentro del rectángulo que comprendía el establecimiento, dibujé la repisa de la derecha, en la que había todo tipo de panes, blancos, negros, vegetales envueltos, una pesa automática para quienes quisieran cogerlos a mano. Cebollas había. Uno de los datos que requería eran las medidas del recinto. Yo no acertaba a calcular exactamente cuánto medía un metro comparándolo con una zancada mía. A una de las dependientas con la bata rosa y el signo S de Sumaplus en la espalda la pregunté dónde estaban los metros. En la tercera repisa, y me acompañó. Allí, extendí uno en el suelo hasta que llegó a la medida buscada: cien centímetros. Pedí la dependienta si 216 por favor podía sostenerlo abierto en el suelo mientras yo medía una zancada. La chica, rubia de bote, me preguntó: -¿Para qué quieres medir una zancada tuya? -Claro. Para calcular mi proceso de crecimiento. La chica se hechó a reír, confundida. Una vez supe que una zancada mía era casi un metro, ya podía medir el establecimiento a base de zancadas. La primera repisa del extremo de la derecha contenía frutos secos, cafés, tés, y al final, especias, entre ellas, curry y copos de chili. Se me heló el corazón. Había curry de la India, de Turquía, curry inglés, sudafricano, con ese color amarillo tristón que hizo que a poco se me saltara una lágrima. Lo anoté en el mapa con el signo de c mayúscula. En la de enfrente, pastas, arroces, legumbre empaquetadas; una repisa muy valiosa. Me entretuve observando las diversas clases de arroces; desconocía que hubiese tantas: arroz corto y largo, blanco, negro; me los llevaría todos. Las pastas italianas: descubrí paquetes de cinco kilos de spaghettis, de macarrones de colores con formas trenzadas y enroscadas. Una señora gorda casi me atropella con el carrito, que lo llevaba hasta los topes: mientras empujaba el carro observaba el número que la habían dado en la carnicería. Iba embalada y miraba al papelito. Por el altavoz se iban repitiendo los números. Yo, la carnicería y la pescadería las posponía, no eran sus productos urgentes. Todo lo que allí vendían lo encontraría en la Latas. El siguiente pasillo contando desde la derecha era el de la latas. Latas de bonito en aceite vegetal y de sardinas picantes, que mezcladas con arroz, me deleitaban. Lo anoté. Me iba gustando más y más el supermercado Sumaplus. Nadie me molestaba, todos parecían dichosos comparando precios, zumbando de una esquina a otra con el carrito para llegar a tiempo a la carnicería o a la pescadería. Las dependientas eran distinguibles incluso en la niebla: llevaban una bata rosa. Abandoné el pasillo de las latas y me metí de lleno en el del dulce: estaba lleno de señoras. Mayor cantidad que en otros, donde el sexo se repartía a iguales. No me interesaba el pasillo en cuestión, pero como se habrá notado a lo largo de este modesto relato, si de algo yo disponía era de tiempo. Calculé cuál era la señora que más dulces agarraba, a ella la daría el Premio a la Insatisfacción Sexual. A más dulces y chocolates, mayor insatisfacción. Resultó que en los diez minutos que estuve observando al sexo contrario enganchar dulces fue una señora de unos cuarenta años, atractiva, la que llenó el carrito de tabletas de chocolate y de bolsas de dulces y galletas. Quise decirla algo, pero no me lanzaba, de todas formas, ¿qué iba a comentarla? Señora, perdone que la interrumpa, pero me da la impresión de que es usted una insatisfecha sexual, y por tanto ganadora del Premio que Sumaplus da todas las semanas a la Insatisfacción Sexual. Enhorabuena. Ohhh, ¡Dios mío! ¡Muchísimas gracias! ¿Y todo éste chocolate es para mí? ¡Gracias! Pues sí, ahora que lo dice usted, es cierto. Mi marido es el peor amante del mundo. Fíjese, llega a casa siempre tarde, a veces del trabajo, a veces del bar. Se mete en la cama ya con la erección encima, me penetra en dos minutos y se queda dormido en cuanto acaba. 217 Así, diez años. Claro, que un premio es un premio. Se lo voy a contar en cuanto regrese. ¡Muchísimas gracias! ¡Hasta pronto! El pasillo del extremo izquierdo era el de las bebidas. Yo bebía agua gratis, aun así, vi el coñac. Coñac español, coñac francés, alemán. La palabra coñac escrita en letras doradas que brillaban sobre los demás alcoholes e invitaban a abrirlas y beber un traguito. No estaba hablando ahora de robar, sólo de tomar prestado un diminuto sorbito que a nadie haría daño. Luego, me decidí a medir el local, a medirlo a zancadas. Recorrí las cuatro esquinas procurando igualar las zancadas; anoté el largo, el ancho, el área, la única fórmula que recordaba de mis dieciocho años de estudios en los jesuitas. La tentación del coñac me venció. Antes de abandonar Sumaplus me acerqué a la sección de coñacs. Allí seguían. Yo no entendía de calidades, pero lo extranjero siempre era mejor: con el coñac también pasaría lo mismo. Oteé. Izquierda. Derecha. Nadie. Atrapé una botella. Desenrosqué el tapón. Me serví. ¡Qué aroma! El supermercado Sumaplus se embriagó con aquel poderoso olor. Llené el tapón hasta los bordes. El borde cortante del tapón rozaba ya mis labios cuando una voz susurró por detrás: -¿Está bueno? La experiencia de verse atrapado in fraganti tuvo igual efecto al de un electroshock aplicado a la espalda. Y su respuesta, también. El coñac cayó por mi barbilla y se extendió por la camiseta. Una línea de coñac dividió mi cuerpo en dos. Coloqué el tapón en el cuello de la botella sin atreverme a darme la vuelta por si me encontraba un hombre con una escopeta de cañones recortados apuntándome a la cabeza. La voz había sido femenina. Me giré para ver a la chica rubia de bote y bata rosa mirarme. -Mmm... bueno. La cosecha no es mala. ¿Qué iba a contestar? Los dos nos quedamos mirándonos. La chica, rubia con cara de ángel, me tenía atrapado. Humillación por doquier. -Deberías pagar lo que has consumido o tendré que llamar al encargado. -Ya, claro, lo comprendo, pero es que hay un pequeño problema con respecto a lo de pagar. No tengo dinero. Nada. Cero. -¿Por qué no tienes dinero? ¿A qué has entrado entonces? El callejón se estrechaba. -He entrado, pues, eso, cuando te he visto. -¿A quién? -A ti. Silencio. Me dejó ir. Nadie debería ser atrapado en plena acción. Los imprevistos son los que descolocan y desbaratan los planes de robo planeados con meses de antelación. Rubia de Bote me perdonó por alguna razón que desconocía. No me podía creer que ella se había tragado mi mentira. Sí es cierto que las mujeres, sobre todo las chicas, creen lo que quieren creer. 218 Esa noche, al subir a Galeón del parque, atrapé al Pequeño Policía llegando al edificio. El hombre, a pesar de su disminuida estatura, caminaba con porte, la gabardina que incluso en primavera vestía hacía su figura más estilizada. Por la noche pensé en Rubia de Bote. Llegué a la conclusión de que las mujeres son más magnánimas que los hombres, no tan miserables. Yo, al haber ido a un colegio monosexual, no padecí los mitos de las niñas con gafas que se chivaban a los profesores. Conocí a un chivato. Varón. Le llamaban el Gotas. Ejerció de chivato en el colegio, seguramente más tarde habría ingresado en los servicios del espionaje. Disfrutaba con la delación y los profesores le recompensaban con notas de ensueño. Alguien le partió el labio inferior mas dos dientes a la salida del colegio, pero él continuó su meteórica carrera de delator. Le daba igual su integridad física. He ahí un ejemplo de miseria masculina. ¿Por qué la Rubia de Bote no me delató? No merecía la pena. Un chupito de coñac francés. Tecnicamente era inocente, no llegué a probarlo. Reuní de nuevo las latas y paquetes de comida que tenía y escribí en un papel de lo que carecía. Cuántas listas y listas habría elaborado aquel año. Infinitas. Mi padre decía que mi madre debía tener sangre alemana por lo mucho que la gustaba elaborar listas sobre las materias más diversas. Yo salí a mi madre en el amor a las listas y a mi padre en el amor a no cumplirlas. Pero ahí estaba: una reluciente lista. Era evidente: necesitaba curry. 219 Un ángel se me apareció en el supermercado. Un soleado día de primavera era el mejor augurio para ir a robar especias indias acompañado de un perro pastor que las consumía con la misma pasión que yo. Para más inri, me había tomado con Jaime un par de coñacs en el Feudo que me dieron los reaños definitivos para meterme en el Sumaplus y salir con el curry. Me contó lo contentos que habían quedado él y Juan Pedro con las fotos del Banco de España. Me alegró saber que yo había salido muy digno en ellas. Aparqué a Galeón al lado de una perrita pekinesa y me planté en las puertas automáticas, junto a los carros. Encontré una moneda. Vaya, íbamos a mejor. Rubia de Bote no parecía andar por allí. Sin pensarlo. Delinquir y pensar no forman buena pareja. Había que lanzarse, la duda era la peor enemiga de los Ladrones. Las puertas automáticas se abrieron a mi paso. El corazón se aceleró. Se encabritó. ¿Qué diferencia había entre robar un bote de curry y robar cien millones? Ninguna. La velocidad del corazón palpitando era la misma. Me debía decidir por un bote, el que fuese: el de mayor tamaño. No, tan grande no me cabría en el forro. El mediano. Lo cogí. Oteé. Lo deslicé al interior. -Los hay mejores. ¡Cristo! Me dí la vuelta como un resorte. Rubia de Bote estaba detrás de mí. -¿Perdona? -Que hay mejores currys que ese que has cogido. Prueba éste. Me largó otro bote. Escrito en indio. Yo me lo volví a meter en el interior. Ahora tenía dos y estaba de nuevo atrapado. Yo esperaba que ella hiciese un movimiento que delatase sus intenciones, pero Rubia de Bote parecía esperar algo similar de mí; entonces miré a la puerta de salida y a Galeón. Dije que tenía un perro esperándome en la puerta; pues anda y no le hagas esperar, me contestó. Caminé por el pasillo sin volver la vista atrás aunque notaba que sus ojos se clavaban en mis espaldas. Si me hubiese querido delatar lo habría hecho, nadie se lo hubiera impedido. Atravesé la cola de carritos que esperaba para pagar y salí por la puerta con la dignidad de un ladrón. La hartada de arroz con curry que Galeón y yo nos dimos fue memorial. Al acabar me acordé que había quedado en pasarme por el piso de Juan Pedro para ver las fotografías del Banco de España. El escritor de temas violentos estaba enfrascado en el ordenador intentando averiguar la construcción de una lanza térmica. Las fotografías estaban colgadas por las paredes, me parecieron de gran calidad; fuimos revisándolas una a una a la vez que me comentaba por qué de tal o cual foto en relación con el robo. Me asombró la pasión que sentía por ese tipo de literatura. Es la literatura del futuro, Luis, del futuro. Cuando llegamos a la fotografía que Jaime tomó de nosotros y los perros paseando por el pasillo central del banco, aluciné. Siempre quise tener una fotografía así. Jaime conservaba los negativos. Me largué al bar el Feudo, sabiendo que allí lo encontraría agarrado a una copa de coñac y con la niña cogido de la mano. Dos fotografías. Esa fue mi 220 aportación a la exposición que Mazo tenía esparcida por las paredes del apartamento. De acuerdo que yo no podía presumir de fotografías en blanco y negro con mujeres. ¿Cuántos hombres tienen una foto de ellos y de los perros en el interior del Banco de España, mientras planeaban atracarlo? La segunda fotografía también se la tuve que implorar a Jaime. Lo que me discutió fue el tema argumental. Yo deseaba una fotografía mía con los botes de curry en la mano: uno en cada. A él, ésto le parecía una solemne estupidez. No entendía el mensaje. Yo tampoco se lo expliqué. Es más, me coloqué una media en la cabeza. Sólo la tomé prestada unos minutos. Yo quería ver la media cubriéndome la cara y las manos con los botes de curry; Jaime argumentaba que lo de la media no era una mala idea pero que cambiase los botes de curry por un motivo más acorde, como un cuchillo de cocina, si tan violenta quería la foto. Él no lo entendía, era mi primer botín. -Pero Luis, no seas cabezota, unos botes de curry son lo más estúpido que he fotografiado. Coge el cuchillo y ponte las gafas, anda. -Vale, una de cada. No acabó ahí. Mi objetivo era ampliar la fotografía, colgarla junto al cuadro del Ché Guevara. Jaime se resistía. ¿Pero para qué quieres ampliar semejante foto? ¡Qué impertinentes eran los artistas! La quería porque significaba mucho para mi memoria histórica, la quería porque tenía tendencias travestidas, la quería porque el curry me proporcionaba vigor sexual. ¡La quería, carajo! Los seres humanos poseen fotografías estúpidas que nada significan para los restantes y que para ellos son un clímax en su existencia. Volví a convencerle y me la amplió. Se podían leer hasta las letras indias de la lata de curry que Rubia de Bote me regaló. La fotografía del cuchillo en la mano no tenía un sentido claro para mí, no comprendía lo que Jaime quiso expresar. Si es que pensaba en expresar un mensaje con ella. A él le agradó. A mí me pareció violenta. Se la regalé a Juan Pedro. Me inspirará, fue su comentario. La colgó junto a las demás del banco. El naciente calor humedeció mi mente, me relajó. Capté la sencillez de la vida que durante otros meses tanto me agobió. Mi fotografía con los botes de curry quedó firmemente sujeta a la pared; aunque su color desentonaba con el rojo chillón del Ché Guevara, también formaba parte de la historia. Me senté en una silla y me quedé contemplándola. Era yo en persona, en tamaño gigante. Por eso llegaban los líderes políticos y revolucionarios a la cima, por el tamaño de las fotografías y de los carteles. Los héroes de la música rock. El papa. Me acordé así mismo de la iglesia de los jesuitas, donde una descomunal virgen clavando una lanza a la serpiente maligna presidía como un tótem el alma de los curas. Recordé a Rubia de Bote: una trenza de hilos de colores destacando en la maraña de pelo. Me congracié con las mujeres. Allí estaban, trabajando, perdonando a los hombres por sus errores, escribiendo poesías sobre ellas y lavando la ropa gratis. Si no se abrían de piernas a las primeras de cambio no era algo como para condenarlas al fuego eterno. ¿De dónde les vendría su cerrazón? De nuestros antepasados y de la Iglesia. Si a mí me hubiesen 221 estado repitiendo durante dos mil años que por cada minuto que me abriese de piernas pasaría cien años hirviendo en las calderas, habría cerrado las piernas y el negocio de la feminidad también. El barrio, que se había convertido en mi segundo hogar, se convirtió ahora en mi aliado. No gastaba nada en él, pero lo recorría como el que nada tiene que perder. El triángulo seguía siendo el Parque del Vietnam, el bar el Feudo, el edificio. La entrada del Sumaplus estaba rodeada de unas mastodónticas escaleras de cemento en forma de anfiteatro y un par de columpios de plástico, donde la gente se paraba sentarse, a tomarse un helado, un bollo, a que los chavales jugasen, a cazar al marido de otra que fuese menos inepto en el lecho que el suyo propio. Yo también me sentaba con Galeón en espera del gran día. Yo ya había perdido las esperanzas de que Mazo volviese antes del verano. Si al cumplir un año de mi estancia en el apartamento con Galeón, el marino no hacía acto de presencia, tomaría mis medidas, como vender ciertas propiedades suyas como la televisión o el aparato de música. Leía libros sobre la mar en el apartamento y libros sobre tierra en la biblioteca de la entrada. A Galeón le agradaba tumbarse sobre las frías baldosas del pasillo mientras yo intentaba sacar alguna conclusión práctica de los sesudos tomos de el Sheriff. Y encontrándome repantingado en unos de los sillones rojos, me harté de cultura y me fui al supermercado, a ver qué sacaba en limpio. Ví a Cosa pasar por delante de nosotros sin llegar a recononcernos. La costaba caminar, tenía más huesos que carne. Pero era independiente, bajaba y subía del parque cuando le venía en gana, se alimentaba de los desperdicios que olisqueaba en los contenedores de basura. Quise llevármelo conmigo y con Galeón al supermercado, a que se sentase al sol y cogiese vitaminas de los rayos. No la interesó, prefería ir en solitario. Repasé las ranuras de los carritos de la compra y conseguí mi premio. Las personas se quejaban continuamente de lo mal que la vida venía, de lo caro que se estaban poniendo los productos, sin embargo olvidaban monedas en las ranuras. Yo las coleccionaba para un caso de emergencia. En mi bolsillo trasero del vaquero llevaba la lista de productos que me faltaban Repasé la lista. Necesitaba champú. Una botella de plástico plana que no representaba gran dificultad a la hora de camuflarla en el forro, pero desistí porque percibía los ojos inquisidores de Rubia de Bote. Infinidad de hombres, jóvenes, chicas, niños, que yo suponía en las aulas o en las oficinas, estaban paseándose por el supermercado Sumaplus. ¡Qué alivio! No era el único. Yo juraba que hasta éramos más cada día que pasaba. La carnicería y la pescadería eran el centro de reunión. Allí, mientras esperaban el numerito que les daría el pasaporte al estrellato del Sumaplus, conversaban entre ellos, analizaban las carnes y los pescados, hablaban con ira de su vida sexual cotidiana. Me senté en una silla a descansar. Escruté a la reina de la Insatisfacción Sexual alzar la mano cuando su número sonó por el altavoz. Levantó su brazo como si hubiese retrocedido veinticinco años y estuviese en clase de Historia de España y el profesor hubiese 222 preguntado: ¿qué reyes unificaron España? ¡Yo, yo, profesor! Juan Carlos I y Sofía. El profesor la expulsó de clase y su marido la expulsó del placer sexual. La sangre se escurría de las moles de carne expuestas y caía a un canalillo situado en la parte inferior de la gran nevera; sangre de animales que no impresionaba a nadie. Un tipo comenzó a pedir diferentes clases de carnes, salchichas de pollo y de cerdo. Cambiaba de opinión y de trescientos gramos pasaba a cuatrocientos y a quinientos en una extraña táctica de confundir al carnicero. Las señoras lo miraban con pena no exenta de desprecio por el tiempo que tardaba. Hacía preguntas insulsas. Llegó un hombre que parecía haberse comido una vaca para desayunar. Cuando sonó su número pidió seis kilos de carne picada; se llevó todas las existencias y percibí que el público sonreía con malicia. Me cansé de la carnicería, levanté la silla, me cambié a la pescadería. El olor a pez muerto conseguía apabullar al de la carne muerta. No había sangre corriendo por un canalillo; yo desconocía si los peces tenían sangre o no, nadie me lo había dicho antes. Los peces dormían entre trozos de hielo triturado que les hacía parecer frescos. Todos tenían los ojos abiertos mirando al techo. Los números iban transcurriendo felizmente hasta que estalló el conflicto en forma de hombre con prisa mortal. Llegó a la pescadería con el carro repleto de botellas y latas de cerveza. Por el altavoz sonó el número cuarenta y dos. Él gritó: ¡el mío! Pidió medio kilo de merluza. De inmediato una señora con un carrito de mano le increpó enseñándole el papelito que contenía el número cuarenta y dos. Pues habrá dos números cuarenta y dos, señora, dijo, porque yo tengo uno y es mi turno. Por fín algo de acción, pensé para mis adentros. Usted no puede tener un número cuarenta y dos porque lo tengo yo, así que a la cola, a esperar. El pescadero interrumpió la discusión y le pidió al hombre que mostrase su número cuarenta y dos. El tipo metió mano al bolsillo de su pantalón y sacó un papel, se lo entregó al pescadero, que confirmó que era el número cuarenta y dos. La señora también le entregó su número: cuarenta y dos. Así, el pescadero tenía en su mano dos papelitos rosas con el número cuarenta y dos. El pescadero sacó una moneda y la arrojó al aire. Cara o cruz, preguntó cuando ésta cayó en el dorso de su mano; cara, dijo el señor. Ganó. Acabó de pedir y se fue directo a la carnicería. Yo lo seguí con la vista. En el instante en el que se escuchaba por el altavoz de la carnicería: el sesenta y cuatro, el tipo chilló: ¡el mío! Se volvió a montar un follón del carajo. Era un falsificador de números de espera del Sumaplus. Me levanté de la silla. Se aprendía enormemente en las colas de espera de la carnicería y de la pescadería. Me acordé del champú con acondicionador, los dos por el precio de uno, los dos mezclados en un solo bote plano adaptable a mi forro. Esta vez no quería contratiempos. Me lo metí al forro, así de sencillo. Nada mas hacerlo me di la vuelta veloz para ver a Rubia de Bote por enésima vez, pero allí no había nadie. Te vencí. Anduve en dirección a la pescadería y torcí a la izquierda para despistar a un posible persecutor. Enfilé el pasillo en dirección a la salida, donde se encontraban las cajeras. De pronto, de una 223 esquina del principio del pasillo, sin saber cómo, salió Rubia de Bote. Me detuve tranquilo, no disponía de pruebas. -Tienes unos gustos muy extraños. -¿Yo? ¿Por qué lo dices? -Bueno, primero mides tus zancadas con un metro, mas tarde bebes coñac francés, luego coges un bote de curry de baja calidad, y ahora te guardas el champú que peor huele del supermercado. -¿En serio? ¿Por qué va a oler mal? Tiene un perfume del Caribe. Mi padre está allí y no le va mal. -¿Qué hace tu padre en el Caribe? Me rasqué la cabeza. -Es marino. Yo estoy aquí y él está allá. -¿Y tu madre? -También está... -¿También está en el Caribe? -No. A ella no le gusta el Caribe. También está fuera. -Ya. ¿Y qué más necesitas aparte de champú? Porque seguro que necesitas más artículos. Metí la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la lista germana. Se la pasé. Ella la abrió, la leyó: -Pásate por aquí mañana a las ocho en punto de la tarde. Ni un minuto más ni uno menos. No por la puerta principal. Si das la vuelta al supermercado verás una puerta de hierro con un cartel que pone "Prohibido el paso a personas ajenas al establecimiento". Estate allí a las ocho en punto. Salí a toda prisa del Sumaplus, desenganché a Galeón y me fui al Parque del Vietnam a meditar sobre lo que había escuchado. Volví a creer en la religión. En Dios. Más que en Él personalmente, en los Ángeles Guadianes, porque aquella Rubia de Bote no podía ser una simple empleada del supermercado. Tres veces me había pescado infringiendo la ley del Sumaplus y tres veces me había perdonado. ¿Y si era rubia natural? La trenza de colores que sobresalía de su cabellera delataba un toque mágico, divino. Vaya. ¿Cómo no había incluído en mi lista germana un par de zapatillas deportivas nuevas con suela de aire? Más sorprendente fue ver al Pequeño Policía paseando a su foxterrier por el parque. Ni se acercó a mí, yo se lo agradecí. Qué pocas veces -tres-, le había visto bajar al perro, sin embargo, en la semana ya lo había tenido cerca un par de ellas. No me gustaba. El hombrecillo no parecía haberse dado cuenta de la llegada del calor, sus abrigos parecían adheridos a su piel. Debajo de ellos debía camuflar todo un arsenal de los de matar. Galeón podía oler la pólvora de las balas explosivas porque era al único perro al que no se acercaba ni a quince pies de distancia. Cuando subí al apartamento de Mazo me dediqué a dos labores: una, colgar un gran cartel en la puerta y otro en el espejo que dijese con letras mayúsculas: LA ENTREGA: OCHO EN PUNTO: PUERTA TRASERA SUMAPLUS. La otra labor fue darme una buena ducha con el recién robado champú. 224 ¡God Save the Queen, carajo! ¿Y si era una trampa? ¿Y si era una broma? Me podía dar de bruces con la policía, avisada por la chica de la trenza de colores de que el Ladrón del Sumaplus se presentaría a las ocho en punto de la tarde a caer, como el ratón cae aprisionado en el cepo del queso, en una emboscada que me llevaría a la quinta galería de Carabanchel. Juan Pedro era un pesado. Me estaba largando una charla sobre cómo había estructurado el libro para después darle forma. Eran las siete y media de la tarde y a mí me importaba un carajo la estructura del libro sobre el robo al Banco de España. Le di esquinazo. A las ocho menos cuarto apareció el médico con su cuerpo transformado. Ya no era de raza blanca, era de raza amarilla. Todos parecían concentrarse a la misma hora en el parque. Sebas, para no variar el esquema, bajaba solo, sin Cosa, que debía tener otro horario. Quise hablar con él, pero quedaban diez míseros minutos para la entrega y si llegaba tarde me cortaría el pescuezo. Vi una luz. No, un relámpago. Mercurio. Detrás, el fotógrafo, la copa de coñac y la niña de la mano. -¿Dónde vas? -¡Tengo una cita! -y dejando a Galeón en el parque, corrí hacia el supermercado Sumaplus. Rubia de Bote me había indicado que buscase la puerta de servicio. Efectué un rodeo al rectángulo del supermercado y me topé con una puerta roja y una barra de seguridad cruzándola. Ocho en punto. La barra de seguridad de la puerta trasera se mueve, al gozne de la puerta le falta grasa, chirría, se abre, una cabeza se asoma: Rubia de Bote. Al verme, esbozó una sonrisa y entreabrió la puerta de metal, luego me hizo una señal con la mano indicándome que pasase al interior. Era un pasillo semioscuro con olor a productos envasados; al fondo brillaba un fluorescente moribundo. Ella miró al suelo. Yo la imité. Había una caja de cartón cerrada y sellada con adhesivo de Sumaplus. La trenza de colores que sobresalía de la maraña de pelo brillaba y despedía colores como un arco iris que se forma cuando los rayos atraviesan las gotas. Allí no llegaba el sol ni llovía pero había un arco iris que nacía de su cabeza. No hablaba, llevaba puesta la horrenda bata rosa que distinguía a las dependientas. Era un silencio implícito, de mutuo acuerdo. Yo agarré la caja que pesaba de mil demonios. Rubia de Bote abrió la puerta de seguridad, yo salí. Ella no. Cuando me di al vuelta para decir unas palabras que no había ni preparado, la puerta estaba cerrada. Allí no había nadie. Tan solo yo y una caja sellada. A paso ligero llegué a la calle Segunda República. Era el día de los Inocentes. Mazo conocía de sobra las ganas que yo padecía por tener un chándal deportivo de la última generación que había salido al mercado ese invierno. Un par de chavales de mi colegio se me habían adelantado: sus padres se lo habían comprado; se paseaban con el chándal chuleándose en la clase de gimnasia. Mi padre los sabía. En el salón de su casa, pues el marino ya tenía casa propia y el petate en su sitio, colocó 225 una gran caja adornada en la que se leía escrito en rotulador: chándal deportivo. Y la marca del mismo. Cuando entré en su casa y miré la caja con la inscripción, me puse a temblar. Mi chándal estaba allí. Preso de la impaciencia abrí la caja, con calma. Mazo me decía: tranquilo, no se va a ir. Al abrirla, había una caja de igual color dentro, de menor tamaño; la abrí; dentro de ella, con la misma inscripción que la primera, una tercera; la abría; una cuarta; la abrí; una quinta; me desesperaba; abrí casi una docena de cajas. La última, de tamaño enano, contenía un papelito y un recortable en su interior: INOCENTE. En ese instante deseé matar a mi padre. Mis hermanas reían, mi padre reía, hasta el perro reía. Tenía aversión a las cajas. La vida no era más que una sucesión de acontecimientos que ya habían ocurrido en los primeros años de vida. El resto era una vulgar repetición de baja calidad. Como a la Rubia de Bote se le hubiese ocurrido gastarme una broma, esa noche el supermercado Sumaplus ardería por los cuatro costados, con ella dentro. Arranqué los adhesivos que sellaban la caja y contemplé un espectáculo que si bien se igualaba en sorpresa a la visión del papelito, era ahora de carácter festivo: un montón de latas y paquetes de alimentos que yo había seleccionado en la lista. Si yo no iba al supermercado, el supermercado vendría a mí. La gratuidad era la cualidad más destacable del capitalismo. La sociedad en la que yo vivía producía y fabricaba máquinas y productos sin parar, sin acostarse. Día y noche. No existía para ella la palabra dilación. Sin embargo, apretando las teclas adecuadas, se podía conseguir de ella los mismos productos por los que los demás pagaban, pero gratis. Disponía de dinero pero ya no lo necesitaba. Me gustaba tenerlo, sobre todo el que venía de las ranuras circulares de los carritos. ¿Si las cosas continuaban así, podría hasta ahorrar? ¿Abrir una cuenta bancaria? ¿Un seguro de pensiones? ¿Retirarme? El colmo de la ironía era que ahora disponía de tantos alimentos que no me cabían en la despensa. Tuve que vaciar un par de cajones del salón para meter en ellos las latas más largas. God Save the Queen sonó. Más alto que nunca. ¡Que sí, joder! Que Dios guardase a la reina y al rey y a todos los que hacían posible que este sistema capitalista se mantuviese sano. Por mí se podían casar la reina de Inglaterra con el rey de España y abrir una cadena de supermercados Sumaplus a los que yo iría cada x tiempo a recoger mi caja. La Entrega. Galeón me miraba atónito y contento, yo quise que participase de mi alegría y derramé sobre su plato una lata entera de salchichas para que se inflase de carne. A ver si con tanto arroz y pescado de lata iba pronto a dejar de ladrar y comenzar a maullar. Quizás estaba yendo demasiado aprisa, como la canción Estrella de la Autopista. En el cine, a una entrega seguía otra entrega o una detención policial, pero mi vida no era una película sino la vulgar realidad. Yo había recibido, y no gratis, una educación cristiana que condenaba la ambición, aunque no tan duro como el sexo. Mi cabeza estaba día sí y día no ocupada por un desfile de pubis y pezones marchando al son de yankee doodle. 226 Cuando acababa este desfile comenzaba otro de arroces en formación capitaneados por un elegante bote de curry indio que portaba la bandera amarilla, seguido de perros de todas las razas comedores de pescados en lata. En la última posición, Cosa, agonizante, perseguido por la locomotora del papel de estaño. El sol daba de lleno en mi cara, que hasta entonces había sido blancucha e infecta pero que ya empezaba a adquirir tonos rojizos que la hacían más atractiva. Dejé a Galeón suelto. Sentí lástima por él: debía esperar a que la perra en cuestión tuviese el celo. Por el contrario, las hembras humanas siempre estaban en celo, era cuestión de olerlo. Ninguno de mis amigos y vecinos hacía la compra en el Sumaplus. Preferían las tiendas de barrio de toda la vida, sobre todo la de Roberta. Yo me servía de unas y otras para mi propio beneficio. Contemplando mujeres jóvenes y sobre todo maduras entrar y salir del supermercado, una erección llamó al timbre. Simplemente me tumbé a lo largo para que no me incomodase. Para proteger mis ojos también me había agenciado las gafas oscuras de los años sesenta. ¿Cuándo saldría Rubia de Bote a comer? Por una vez no quise meterme en el interior del Sumaplus. Esperé fuera a ver qué ocurría. Tenía una paciencia infinita cuando se trataba de vaguear y una impaciencia brutal cuando se trataba de obtener. El policía. Ese pequeñajo pistolero cruzaba la explanada de cemento donde jugaban los chavales para entrar por las puertas automáticas del supermercado. Me inquietaba verle, me daba sensación de inseguridad. El hecho de que los policías fuesen armados por la ciudad no debía inspirar confianza alguna entre los transeuntes del barrio, pero si ellos se sentían así más seguros. Me decidí a seguirle. No metió una moneda en la ranura circular, prescindió del carrito y caminó por el pasillo del extremo de la derecha. Tenía una rara manera de observar los alimentos, más parecía examinarlos para ver si se movían Yo le miraba de reojo. Acabó de recorrer el estante de la derecha y volvió a desandar el camino, acechando al estante de la izquierda. Venía hacia mí; yo me giré y me metí en el segundo pasillo. Pasó rozándome la espalda aunque ni me vio. De cuando en cuando acercaba su cabecita a un paquete y volvía a caminar. Pasó al tercer pasillo y yo con él. Caminaba y yo detrás, guardando una distancia prudencial, preparado para darme la vuelta. De pronto se detuvo, miró hacia la esquina superior del supermercado y clavó sus ojos en el espejo convexo. Mis ojos buscaron también el espejo. ¡Me estaba mirando a mí! Respiré hondo, procuré mezclarme entre el gentío. Me rascaba la cabeza, me rascaba las piernas, me froté la cara con las manos. Decidí salir del supermercado. No quería que me viese de nuevo, así que esperé camuflado hasta que el Pequeño Policía saliese del último pasillo y se largase del establecimiento. Esperé a verle pasar en dirección a la caja registradora; no aparecía. Se había quedado oculto en el último pasillo con algún propósito. Me puse nervioso. Ese tipo iba armado, duramente armado, 227 le placía desenfundar. ¿Para qué me había puesto a jugar con la policía? La policía en su sitio y yo en el mío. Repetí mil veces mierda. El Pequeño Policía salió por fin del pasillo y yo di un traspiés que casi aplasto a una niña agarrada a su madre. Se puso en la cola para pagar. Llevaba un objeto en la mano, una balleta o un estropajo. No lo veía con claridad, con la masa de gente cruzándose por medio. No me importaba: ¡que se largase ya! Eso sí me importaba. Me puse en camino hacia la segunda cola, más larga que la del Pequeño Policía. A punto de situarme el último de la misma, no sé de dónde, apareció Rubia de Bote. ¡Gracias, gracias, gracias! Ella miró el bote que llevaba en la mano, en el que yo ni había caído en cuenta. Me levantó la camiseta sin mangas y con su mano introdujo el bote en el hueco del pantalón con el calzoncillo. Bajó la camiseta. -No, no, no. Si yo no. ¿No me oía? Me agarró de la mano y me condujo por el lateral de las colas, pegado a la pared, para que saliese sin pagar. Rubia de bote iba a hacer que nos matasen. Yo la decía: no, no, no, si no quiero, mas había tal gentío que Rubia de Bote no parecía escucharme. No quise mirar atrás. Sabía que el Pequeño Policía estaba en ese mismo instante desenfundando su hierro reluciente. Cruzamos la entrada, los rayos del sol me deslumbraron. Seguía vivo. Ella de mi mano. Me puse las gafas. Miré a mi derecha para verla: ya no estaba. Enganché a Galeón y salí de allí cual tren expreso lanzado sin frenos. 228 ¿Cuántos hombres se jugarían la vida por su amor? Comprendí de una vez y para siempre la razón del miedo innato a los policías por parte no sólo de los delincuentes sino de los potenciales delincuentes. Oséase, de todos los seres humanos. Mi antiguo amigo y compañero de facultad, Javier, llamó. No reconocí su voz. -Luis, ¿qué tal? Sé que es una parida recordarte que sigues matriculado en la facultad. ¿Has preparado algún examen? -¿Examen? ¿Por qué debería haber yo preparado algún examen? -Bueno, ya sabes, llega junio y con él llegan los exámenes. -Ya. Pero para eso hacen falta libros y apuntes. ¿Me equivoco? -No, en eso no te equivocas. ¿Estás bien? Si quieres te puedo dejar fotocopiar un par de asignaturas. -Fotocopiar un par... ¿Sabes a cuánto está la fotocopia? -No, no sé a cuánto está ahora mismo. ¿Eso que importa? -Para mí es importante. Déjame que lo averigue y te llamo esta tarde. Lo averigué y decidí no llamarle. Habría más oportunidades, más fotocopias, más años. Transcurrieron los días y el miedo a encontrarme cara a cara con el Pequeño Policía se fue disipando. Rubia de Bote hizo que del amor tierno pasase al amor carnal. Tumbado encima del saco de dormir me intentaba imaginar cómo sería ella sin la bata rosa del supermercado. Esas batas estaban diseñadas para disimular las curvas de las dependientas. Me enamoré de ella. En serio. Explicaré la razón. Yo había nacido enamorado de todas las hembras de la tierra. Al principio no me fue dado el conocerlas, pasé años de mi adolescencia con la certeza de que aquellos seres de voz aguda estaban puestos en el mundo buscando una utilidad como locas sin hallarla. Yo no se la encontraba. Un día vi la luz ojeando una revista de mi madre, era una de esas revistas del corazón en donde las mujeres miraban a la cámara con unos ojos que decían: yo soy la más pura, yo soy la más pura. Pasaba a la hoja siguiente y otra mujer diferente con la expresión en los ojos: no, no, yo soy la más pura. Eran puras y honestas. Hasta que un día pasando hojas contemplé a una chica en bikini dorado cuyos ojos decían: hola, estoy en el mundo para ser follada. Y yo exploté. De ahí nació mi afición por las fotos de las revistas del corazón. Mi madre las compraba y yo ojeaba las fotos con la esperanza de ver chicas con esa expresión en los ojos. Expresión de sinceridad. ¿A qué viene lo de la pureza y la sinceridad? A cuento de la mujer de Jaime. La mujer de Jaime tenía en el ojo derecho la expresión de yo soy la más pura y en el izquierdo la de hola, estoy en el mundo para ser follada. La combinación parecía perfecta. Yo no me enamoré de ella por motivos morales: era la mujer de Jaime y si alguien más había de trajinársela, que no fuese yo, por mi amistad y por mi vida, que Jaime medía casi dos metros. Apenas la conocía porque apenas se pasaba por el edificio, siempre estaba volando. Surcaba los aires 229 de polo a polo para traer un salario con el que mantener el entramado familiar, y a cambio pasaba la factura. Esa factura se llamaba piloto. Al piloto lo vi una vez en navidades y lo que recordaba de él era que no medía ni de cerca dos metros. Yo estimaría que la mitad. El dogma entre la vecindad era de una simpleza que tiraba de espaldas. La mujer de Jaime y el piloto yacían juntos. Digo dogma porque no había nadie que yo conociese que lo pusiese en duda, aun implicitamente. Pero dogmas más firmes que éste cayeron cuando abandoné los jesuitas, dogmas de todo tipo en muy corto espacio de tiempo. Yo era muy joven y tendía a creer lo que escuchaba, al salir del colegio seguía siendo joven y seguía teniendo el horrible vicio de creer lo que escuchaba. Así que sin haberlos visto en la cama, en una misma cama, los dos, no durmiendo, ni charlando ni bebiendo ni riendo: follando, pues creía a pies juntillas lo que oía. Me resistía. El raciocinio me dictaba que un hombre, piloto o no, que se intentase a la mujer de Jaime, era un suicida o su juicio y su cuerpo no iban al compás. Dos metros de carne humana puestos uno encima de otro impresionaban. Si a los dos metros se les añadía barba y voz de pirata con una copa de coñac, resultaba un tipo inquietante. Era un pedazo de pan. Pan con una imaginación portentosa para inventar historias africanas sumergidas en un corazón tan generoso como sus nudillos terroríficos. Galeón llevaba unos días suelto. Yo odiaba que defecase agüilla en la alfombra. Sin ser veterinario, dictaminé que la causa era la excesiva cantidad de carne que le había largado debido a la euforia de la entrega. Me vi obligado a regresar al curry con arroz. Pobre animal. Le entraba la urgencia y tenía que bajar fuese la hora que fuese, nevase o cayesen granadas de mano en el Parque del Vietnam. Eran más de las doce de la noche cuando el perro empezó a dar vueltas a la mesa preso de un ataque. Si se detenía o yo me demoraba segundos, reventaba en la alfombra. Abrí la puerta y Galeón salió despedido por las escaleras abajo; era un tifón. Yo corrí tras él, abrí a toda velocidad la puerta de cristal blindada; cruzó la calle a la carrera y en el primer verde soltó aguas; a mí me hacía gracia verle tan apurado. Después de contemplar al animal hacer seis aguas en zonas diferentes, comenzamos a adentrarnos en el parque. Por allí no había nadie, era día de labor y los demás humanos tenían labores que hacer al día siguiente. Menos Galeón y yo. Yo pensaba en las posibilidades que tendría de aprobar aunque fuese un único examen antes del verano. No tenía ninguna posibilidad. Bueno, siempre estaba el verano. Porque mi padre o mi madre o alguien con autoridad temporal sobre mí regresaría y pediría cuentas: debía preparar una respuesta convincente. Yo era mayor de edad, pero no para trabajar. Si me hubiese bajado el saco de dormir, hubiese probado a dormir en el parque; así de bien se estaba. Galeón no se encontraba animado para trotes y carreras, su estómago e intestinos estaban vacíos pero a la que pegaba dos carreras se veía forzado a soltar aguas. Cuando ya no le quedaron más aguas que soltar, se congestionaba, hacía esfuerzos sobrehumanos pero de su culo no salía nada, ni una gota. Caminaba cabizbajo a mi lado cuando de repente levantó la cabeza, sus 230 orejas se colocaron erguidas como, en dirección al ruido que había oído. Nos detuvimos. Yo me planté en silencio, al cabo de unos segundos escuché similar a un un gemido. Sujeté a Galeón. Moví la cabeza intentando localizar la fuente exacta del gemido y la localizé. Unos arbustos, a nuestra izquierda. Galeón emitió un sordo gruñido que era prefacio a una sarta de ladridos pero yo le dije: pssshhhh. Lo até en corto con la cadena y me acerqué al estilo comando, agachado, de puntillas. Me acurruqué detrás de los arbustos para oir a una mujer gemir; allí ocurría algo. Una mujer lloraba, gemía, se contenía. Abrí las ramas para tener una visión acertada. Vi un bulto moverse, no, no era un bulto, eran dos, y no eran bultos, era carne humana. Me ayudé con las dos manos para apartar el ramaje sin llamar la atención. Lo capté con claridad: sobre una manta de cuadros, la mujer de Jaime estaba tendida. Tenía las piernas abiertas, entre ellas la cabeza de un hombre que con sus manos acariciaba sus pechos. Estaban ambos desnudos. Virgen. Qué espectáculo. La mujer debía estar en ese instante en el séptimo cielo a juzgar por sus gemidos lastimeros; sus ojos estaban cerrados mientras se concentraba en el placer; el hombre no era Jaime. No le veía la cara por obvias razones pero por el pelo y el tamaño tenía por fuerza que ser el piloto. En el parque del marido de su amante, él la estaba besando y comiendo el monte de venus. Vistos así, parecían Adán y Eva en el paraíso, rodeados de hierba y de zonas erógenas. Menchu se mordía los labios para contenerse de un grito que alarmase a los vecinos, a pesar de que estaban bien adentro del parque. Para ahogar los gemidos se llevó las manos a la cara. Yo me estaba poniendo a morir con el número que se me ofrecía ante mis ojos. El hombre se la estaba trabajando a fondo y en éstas levantó la cabeza de la inmersión. No tuve dudas de su identidad: el piloto. Le acarició el estómago y la dio la vuelta, deleitándose él y deleitándome yo en el paisaje que Menchu nos ofrecía. Había una pequeña diferencia: el piloto iba a disfrutar de algo más que de contemplar. Después de acariciar la columna vertebral hasta la nuca, preparó su miembro y lo hundió lento pero seguro en la puerta del amor de la mujer de Jaime. Más gemidos, más mordidas de labios. Ésto no podía continuar así, o me iba de allí o les interrumpía al grito de: Menchu, tu marido está en casa y te espera. ¡Tú, piloto, levanta el vuelo! ¿Quién era yo para proteger el buen nombre de Jaime? En cuanto me vino su imagen a la cabeza se me bajó la erección. Allí estábamos todos, gozando de su mujer, y él, en el apartamento acostando a la niña y removiendo intranquilo una copa de coñac. El piloto sería un enano comparado con Jaime, pero las nociones de dar amor a una hembra las había aprendido con claridad desde su mísera pequeñez. Se movía hacia delante y hacia atrás con parsimonia, nada de bambolearse a lo loco. A la vez, pasaba sus manos por la espalda y por la columna de la mujer. La contradicción me atacó. Quería irme, era una escena penosa. Quería quedarme, era una escena gloriosa. Galeón se había tumbado en cuanto sospechó de qué se trataba, no le decía absolutamente nada dos humanos retozando desnudos. Qué perro más raro tenía. En ésto, el piloto le atizó un firme cachete en el culo a la mujer de Jaime. El volumen 231 del gemido aumentó. Vaya, eso las gusta, pensé. Si me iba, nada iba a cambiar, si me quedaba, algo aprendería. Después de unos minutos de dar a la mujer placer por la trasera, la mujer de Jaime se volteó sin abrir los ojos y metió el miembro la boca. Se deleitaba en meterlo y sacarlo, con la lengua jugueteaba mientras las manos del hombre acariciaban su pelo corto, también acariciaban los pechos y los pezones, que se veían pequeños pero duros como dedales de diamante. Ninguno de los los se miraba a la cara, tenían los ojos cerrados, en estado de deleite. Solamente yo me abstenía hasta de parpadear. Era la felación más fantástica que me podía haber imaginado, era superior a cualquier esfuerzo mental. El hombre, que había estado de rodillas, se tumbó en la manta de cuadros y la mujer continuó, ahora reclinada, besando y lamiendo y engullendo. El cuerpo de Menchu era de infarto, se me ofrecía en mejor posición que nunca; practicamente lo tenía encima. Mi erección, que pareció en un principio guiarse por impulsos morales al descender, resurgió como el Ave Fénix y ascendió hasta lo más alto del monte Olimpo. Yo era un perro traidor. Yo me preguntaba cuándo acabarían; ese hombre era puro aguante. Yo, que no estaba allí, que no me encontraba desnudo, que nadie me tocaba, estaba a un tris de terminar. Se irguió y comenzó a chuparle y mordisquearle los pezones: ésto excitó a la mujer, que aceleró su marcha. Así de bien pasaron los siguientes minutos; luego se dieron la vuelta: el macho arriba, la hembra abajo. Comenzaron a cabalgar y a gemir y a emitir ruidos y respiraciones aceleradas. El piloto llevaba buen ritmo, la besaba el cuello. Fue de menos a más, incrementó la velocidad. La mujer de Jaime llegó al límite en la que la iba a dar un colapso, mordiendo los hombros, el cuello del piloto. ¡Bang! Ahora sí que era un dogma. El piloto se había jugado el pellejo. Menuda locura por una mujer. ¿Harían todos los hombres cosas así por las mujeres de sus sueños? Me veía entonces retrasado. Tuve un pensamiento cruel, que fue ir a contárselo a Jaime, para que destrozase al piloto y de paso a su mujer, ya que se lo merecían por haberle traicionado. Pero de la ira me hubiese destrozado a mí. Lo que hubiera dado por haber estado en el lugar del piloto por media hora, por quince minutos, cinco. En el saco de dormir, después de haberme calmado, me hice la siguiente pregunta, que todo hombre se ha formulado un mínimo de veinte veces a lo largo de su vida: ¿por qué él y no yo? Los restos del naufragio de mi moral cristiana me obligaban a condenar con el mayor rigor la escena y de lo que ello se derivaba. Mi moral de perverso sexual me dictaba que "eso" que el piloto y la mujer de Jaime hacían en la hierba a medianoche era el quid de la vida, por lo único que merecía la pena luchar y batirse. Mi ética social de respeto mutuo me gritaba que no estaba mal la escenificación mientras no fuese con la mujer de tu amigo. Fornicaban. De ahí no me moví. Ni me planteé tampoco que existía la remota pero real posibilidad de que Jaime lo supiese y diese su consentimiento. 232 Mi deber era fabricarme una moral combinada. Disfrutaba conduciendo en la Casa de Campo y mirando por el retrovisor a ver si los perros me seguían. Los pensamientos de Juan Pedro estaban en otro mundo, un mundo poblado de ladrones con densos planes y maneras violentas. Nos explicaba como iba encajando todas las piezas en el robo al Banco de España. De vez en cuando miraba por el retrovisor a Jaime y me acordaba de la escena del parque sucedida días atrás, en la que su mujer le colocó una cornamenta en la cabeza digna del Rey de los Engañados. El escritor violento había construido un ingenio a partir de correas y seguros metálicos para que el perro corriese paralelo al coche sin marca sin que le arrancase el brazo cada vez dábamos un tirón. La moribunda Cosa recobraba algo del poco hálito de vida que le quedaba cada vez que se venía con nosotros a la Casa de Campo. No corría, lo pasaba en grande viendo correr a los demás. Ya no volví a ver a la prostituta-libertadora donde se apostaba; en su lugar había otra de parecida estampa. Quizás era de otro país, de otro continente. Noté que el verano se avecinaba por la cantidad de domingueros y deportistas que pululaban por allí. Muy pronto haría un año que estaba solo en el apartamento, sin seres humanos. De momento disponía de suficientes alimentos. Me vería en la obligación de hablar con Rubia de Bote, dar las gracias y comprobar si estaba dispuesta a realizar más entregas. Aquella chica sabía surtir una caja de alimentos. Volver con semejante coche por la ciudad era la gran odisea y cada vez que iba a la Casa de Campo yo tenía la certeza de que sería la última. Lo más excitante era ver utilizar el freno de mano a Jaime. Galeón me miraba con esa cara de felicidad que tienen los perros cuando jadean producto del cansancio y del calor. Era su deber: correr, trotar. El coche carecía de ranuras para el aire frío, de aire acondicionado. Nos veíamos obligados a abrir todas las ventanas del coche sin marca para que perros y hombres respirasen aire fresco. Se oían jadeos, se veían babas caer de las bocas con colmillos, todo aderezado con una velocidad media de cincuenta kilómetros por hora. Allí nadie tenía prisa. Juan Pedro y Jaime cantaban. Yo miraba por la ventanilla a los coches adelantarnos, y me preguntaba de qué viviría todas esa gente, qué coño comerían, si tendrían amor. Jaime nos metía por unas autopistas y unas bifurcaciones que me confundían cada vez más, no lograba memorizar el camino de ida y vuelta por muchas veces que fuésemos. Le rogé y le imploré y casi me puse de rodillas para que me dejase conducir el trasto por la ciudad una vez hubiésemos salido de los enjambres de autopistas: él se negó. Yo insistía porque recordaba los resultados que me daba de pequeño el insistir sin piedad. No acobardarse ante los noes. Yo caminaba por una calle con mi madre: la insistí de tal forma para que me comprase un auto teledirigido por cable, que al final lo logré. Un coche amarillo, un Porsche. Ni lo quería de verdad ni me interesaba tenerlo. Quise poner a prueba a mi madre y a mí; medir la capacidad de aguante de los adultos ante un deseo repentino. Con 233 Jaime algo fallaba, hasta Juan Pedro dijo: veeenga, deja al chico que se estrene con tu coche por ciudad. Nada. Interesante. ¿A quién amar? ¿A Natasha o a Rubia de Bote? No, a las dos no se podía, no sean ilusos. Yo deseaba con todas mis fuerzas encontrar un punto de equilibrio entre los sentimientos del corazón y la cruda realidad. Echarlo a suertes como el pescadero me parecía de mercaderes de esclavas. Declararle mi amor a las dos a ver cuál de ellas se decidía por mí era jugar limpio con ellas y sucio conmigo. Mejor al revés: ver a cuál yo interesaba más y de ahí sacar la conclusión. Natasha partía con desventaja: ella era lesbiana y yo era un hombre. Rubia de Bote había dado pasos de gigante al ayudarme a salir del supermercado Sumaplus indemne, me había hecho entrega de una caja de alimentos totalmente gratis, me había dado la mano. Me abrí al supermercado. Rubia no se hallaba. Como todas las dependientas eran rubias de bote y llevaban batas rosas con el pelo recogido en una coleta, la confundí más de una vez. Pero cada vez que una dependienta se daba la vuelta, su rostro era de una vulgaridad pasmosa comparado con Rubia de Bote. Recorrí el supermercado por una hora, al acabar esta hora me pasé a la segunda. ¿Cómo era posible? Cambié las tornas, me volví práctico. Ya que estaba en el supermercado y no la encontraba, me podía llevar algo camuflado en el forro, algo pequeño y sin importancia. Un objeto que estuviese entre robar y hurtar. Un minitransistor. Para el baño. Cabía en el bolsillo del pantalón vaquero y sobraba espacio. Lo tanteé. Lo conecté no fuera a ser que no funcionase. Sonó una canción en la radio: Es mucho pedir un postre, ha dicho su majestad, la serpiente comandante quiere su basura ya, y complacerla es lo nuestro, y complacerla será. Bajé el volumen, lo desconecté. Lo deposité en la estantería, miré de izquierda a derecha, como hacía siempre. Nadie me miraba. Lo introduje con serenidad en el bolsillo del pantalón. Respiré. Ya estaba. Noté que algo golpeaba mi hombro, me di la vuelta: Rubia de Bote. La chica no era de la raza humana. No podía serlo. Se teletransportaba de esquina a esquina. Yo sé que no me seguía cada vez que yo entraba al supermercado. Me agarró de la mano y me llevó hasta la salida por el mismo pasillo, entre las colas, por el que me había sacado días antes con el Pequeño Policía a nuestra espalda. Esta vez la agarré la mano con fuerza para que no desapareciese al cruzar el umbral de la puerta de entrada. Sin comprender todavía cómo, Rubia de Bote se deshizo de mí, pero en mi mano quedó pegado un papel. Lo abrí. Contenía dos fechas que estaban separadas por un periodo de doce días; la primera fecha era así mismo dentro de doce días. Capté. Eran las fechas de las siguientes dos entregas, y 234 al no especificar la hora, asumí que serían a las ocho en punto de la tarde en la puerta trasera del supermercado. Pero no era ésto lo que yo buscaba. Mi paso por el mundo del robo fue fulgurante pero eficaz, y me llevé un minitransistor como último botín de guerra. Lo coloqué en el cuarto de baño para cuando me diese soberanas friegas entre la espuma del champú que también robé. 235 Muere perro. Alguien tenía que morir. Este era el presentimiento que me rondaba desde hacía meses. ¿Mi contacto con la muerte antes del suceso? Nulo. De pequeño cazaba moscas para coleccionarlas en un bote de cristal y arrojarlas a una tela de araña: ésta las chupaba la sangre. Disparé con carabinas de perdigones a ratas que salían de su madriguera hasta dejarlas como coladores de pasta. No era mucho si lo comparábamos con los índices criminales de los chicos de mi edad en otros países o en otros barrios. Yo me encontraba sableando arroz con pollo al curry a Juan Pedro, que era su gran especialidad. Me asombraba la manera en la que se inspiraba para escribir. Necesitaba inspirarse, que la violencia le entrase por los cuatro poros, por eso tenía las fotografías del interior del Banco de España repartidas por las cuatro paredes. Disponía de un arma y un pasamontañas que se colocaba para inspirarse respeto. Yo no le molestaba, podía quedarme sentado en su apartamento, o tumbado en un colchón viéndole trabajar, que no le distraía. O bebiendo coñac mano a mano con Jaime. Una tarde yo estaba apoyado en un rincón con una copita de vodka del escritor violento, leyendo un antiguo escrito suyo de cuando aún era un asalariado de la compañía de minas. El folleto en cuestión era una especie de tratado de cincuenta páginas sobre el asesinato y descuartizamiento de varias víctimas atadas a una silla. Incluía datos reales, estadísticas, todo entremezclado con la ficción de la tortura. El hombre tecleaba y tecleaba en el ordenador. La ventana del apartamento estaba abierta y Troski, encerrado en su jaula de hierro, gruñó, lo que se traducía por bajar a la calle. No avisaba más. Qué animal tan pesado, pero el escritor violento se levantó y sacó al perro de su jaula, amordazándolo y encadenándolo. Bajamos al Parque del Vietnam. Una noche esplendida, de las que he mencionado antes de bajarse el saco de dormir y quedarse allí, bajo las copas de los árboles y el techo de las estrellas. Nos adentramos en el parque. Juan Pedro soltó a Troski. Yo, al ir con él me sentía más seguro dentro de lo que cabía, pues ese animal entrenado en la Unión Soviética no podía inspirar confianza alguna a humanos o animales. Era tarde. A esas horas nadie bajaba al parque a los perros, con lo que Juan Pedro soltó el bozal a Troski. A mí se me heló la sangre cuando rugió, pero el hombre me tranquilizó. Nosotros caminábamos, el perro olía arbustos y oteaba con su mirada de asesino. Fue un estúpido descuido por nuestra parte. Nos distrajimos con la conversación y Troski, en silencio, se lanzó a una carrera loca con un destino fijo. Cuando nos dimos la vuelta, lo que vimos fue al animal con algo entre sus fauces. La víctima emitía agudos chillidos de dolor mientras agonizaba. Troski sacudía violentamente la cabeza de izquierda a derecha con ánimo de arrancársela del tronco. Juan Pedro extrajo el pito. Sonó en el silencio del parque, Troski soltó la presa y corrió hacia donde nosotros estábamos. Lo ató a un banco. Nos lanzamos 236 veloces hacia el cuerpo del animal, que yacía en medio de la hierba. Todavía respiraba. Le quedaba un hálito de vida. Su cabeza casi colgaba del tronco, había sangre por todo su cuerpo y sangre que desteñía la hierba y la volvía carmesí. Miré a las estrellas, luego miré a Juan Pedro: era el foxterrier del Pequeño Policía. De lejos escuchamos las voces del dueño que llamaba al animal. Era evidente que no tenía ni idea de lo que había sucedido. Su perro se había despistado, quizás había olido a Troski y se había adentrado en el parque, encontrando como resultado de su curiosidad la muerte. Había que salir de allí. Si nos quedábamos, nos dispararía. Las fauces de Troski goteaban sangre. Nos miramos unos instantes. Juan Pedro no quería escapar, no tenía miedo al policía. Ni yo, sólo a su automática. Las voces de llamada se oían cada vez más cerca. Si nos quedábamos era para enfrentarse a la muerte, si escapábamos, aún disponíamos de alguna posibilidad de que no descubriese el incidente de su perro expirando. Corrimos. Juan Pedro era un bastardo curioso. Espera, me dijo, nos tumbamos detrás de un montículo de hierba desde el que se veía el cuerpecito del perro. El policía llegó, le llamaba, pero claro, el bicho no se movía. Al acercarse, comprendió el pastel. Un pastel revuelto de vísceras y sangre. Parecíamos dos indios espiando a la caballería ligera. El Pequeño Policía se arrodilló. Luego, se desprendió del abrigo largo y se arremangó la camisa blanca. Con las manos desnudas cavó un agujero allí mismo, en la húmeda hierba. Nosotros mirábamos de lejos, yo asombrado, Juan Pedro irónico. Cuando terminó de cavar la fosa metió en ella el cuerpo del animal, del que la cabeza pendía por un hilo. Cubrió el agujero, se limpió las manos con un pañuelo y se quedó contemplando el montículo. De su sobaquera sacó el arma. El choque del brillo del metal con los rayos de la luna llegó hasta nosotros como un destello plateado. Muy bien, murmuró Juan Pedro. El policía elevó el arma en dirección a las estrellas. Apretó el gatillo. Cerré los ojos. Un disparo que sacudió cada célula de mi cuerpo. Troski gruñó. El Pequeño Policía se marchó en una dirección y nosotros en la opuesta. Se había cometido un crimen en el Parque del Vietnam. Así se lo dijo el Pequeño Policía al Sheriff. La vida del guardián de la ley había sido hasta entonces anodina y oculta, nadie le veía entrar o salir. No dijo nada más, pero todas las sospechas del mundo recayeron sobre la espalda de Juan Pedro. El policía no había visto ni oído nada. En vez de lanzarse a la búsqueda del culpable por el parque, disparó al aire una salva, se subió a su apartamento, o se fue a conducir por la ciudad, a tramar venganza. Yo temía por la vida de Juan Pedro. Por el momento estaba a salvo, nada ocurría. La vida continuaba sin el perro del Pequeño Policía. Empezaba a hacer calor en abundancia en el barrio. 237 Un consejo final. He tenido un soplo. -¿Qué clase de soplo? -El Pequeño Policía sabe que Troski mató a su perro. Viene por mí. -¿Cómo sabes que lo sabe? -Jaime se cruzó con él ayer y créeme, lo sabe. El Sheriff opina lo mismo. ¿Ves ésto? -Sí. Es un billete de avión. -Exacto. Creo que es más inteligente por mi parte si pongo pies en polvorosa una temporadita. ¿Crees que puedes cuidarme a Troski? -Eso es mucho pedir. Me matará. -Tienes el silbato y el bozal -Me refería al policía. Juan Pedro desapareció una temporada. Fue lo más acertado que pudo hacer. Yo me entristecí. Me reconfortaba saber que volvería pronto. No creía que el Pequeño Policía se tomase tan a pecho la muerte de su perro. Había sido un accidente. El mundo estaba lleno de accidentes. Si no, ¿cómo se tomaría el que ocurrió en mi casa? Era de noche. Desde el balcón observaba las estrellas brillar, esperando ver un cometa. Había visto muchos en los pasados días y rogaba que fuesen naves espaciales que nos invadiesen antes de que el Pequeño Policía abriese fuego contra cualquiera. Yo defendería la tierra en primera línea, porque ante tan terrible invasión de monstruos cabezones los terrestres haríamos causa común. Yo lucharía codo con codo en las trincheras con mis profesores, con el Pequeño Policía, con Roberta, con otros seres humanos que me fastidiaron, mientras en la retaguardia las Zorras, Natasha, Anastasia, Rubia de Bote, otras mujeres que en el fondo me amaban, prepararían los vendajes y curarían a los heridos. En el fragor de la lucha me quedé dormido. La brisa del verano velaba mi sueño. Galeón me protegía. A medianoche, entre visiones, divisé entre brumas una figura moverse por el apartamento, pero estaba demasiado cansado para abrir los ojos. A la mañana siguiente alguien revolvía en el baño. Había respetado mi sueño pero por el nivel de ruidos que se estaba montando el respeto parecía finalizar. Galeón no ladraba. Me rasqué la nuca, mi pelo estaba revuelto. Una orden. -Luis. ¿Quieres hacer el favor de bajar a las Zorras los montones de ropa que hay en el baño antes de que se pudran y el apartamento apeste como una cuadra? Un consejo, que espero sea el último que doy en mi larga vida: si podéis, no tengáis padres. ¡Já! 238