FOTOGRAFÍAS - Galería Fernández
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FOTOGRAFÍAS - Galería Fernández
FOTOGRAFÍAS 5 de junio / 12 de julio de 2014 Calle Villanueva, 30. 28001. Madrid. 91 575 04 27 www.galeriafernandez-braso.com UN PASEO VISUAL POR EL TERRITORIO DE LA OBSERVACIÓN La galería de arte Fernández-Braso inaugura el próximo jueves, 5 de junio de 2014, una exposición del fotógrafo Jordi Socías (Barcelona, 1945), dentro de la sección off del Festival Internacional de Fotografía, PHotoEspaña 2014. La mayoría de las obras seleccionadas para esta exposición son inéditas, y reflejan la particular visión de la realidad de Jordi Socías. El autor traspasa los límites del fotoperiodismo hasta adentrarse en el territorio de la observación, captando aquello que normalmente pasa desapercibido y que configura la personal mirada del autor. Los siguientes textos de Jesús Rúiz Mantilla y de Manuel Vicent reflejan con exactitud el territorio personal y artístico por donde transita el trabajo de Jordi Socías. Para más información sobre Jordi Socías se puede consultar la web www.jordisocias. com y sobre el festival www.phe.es. 2 AUTORRETRATO CON FEROZ ,1984 3 Jordi Socías: naturalismo cosmopolita JESÚS RUIZ MANTILLA Dice que no entiende de cámaras. Utiliza la mano como un fotómetro infalible y mide la luz girándola entre las sombras. Parece lógico en quien mantiene que los fotógrafos escriben con ese elemento, que es todavía para él un milagro casi quimérico también porque nunca sabe dónde le va a sorprender. Sostiene que mirando álbumes de familia muchas veces ha descubierto grandes colegas anónimos. Lleva una cartera de cuero marrón un tanto gastada por el uso que ya ha adquirido una cierta escoliosis por el peso no muy exagerado pero constante de las cosas que habitan dentro: alguna cámara vieja, unos cuantos carretes, gafas de ver cerca, bolígrafos, alguna libreta y el bocata de por las mañanas. Muchas veces sustituye todo eso –menos el tentempié, claro- por una ‘Olympus mju’ diminuta con la que muchos le hemos visto disparar fotos que luego lucen a doble página. Y es que Jordi Socías es un ser al que le repele el artificio y que no pierde mucho tiempo en parafernalias. Un fotógrafo singular, con estatuto propio, que busca en los mundos diversos y ricos retratados el naturalismo que le aproxima siempre a todo lo que se enfrenta con una fidelidad absoluta a su terca manera cosmopolita de ver la vida. Ha sido autodidacta, fue aprendiendo entre los golpes y el perfume de la vida. Por eso en sus fotografías apenas chirrían los envoltorios y predominan las limpias imágenes de su propia verdad. Va de frente, incluso cuando admite que en cada composición suya hay una intención subjetiva, una representación, un pequeño escenario de vida real, pero real siempre según su propia mediación. Juega sin trampa, juega limpio y en esa vocación labrada por sus propios méritos hay un cruce tan heterogéneo y dispar, como rico; tan natural como excesivo en el que se encuentran los dulces rincones de lo que él denomina “momentos encontrados” con fotografías que huelen; una predilección por el retrato de todo tipo de artistas que viene de su admiración obsesiva por cualquier muestra de talento; cuadros de mujeres en todas y cada una de las etapas de su vida porque, aunque vive solo y come de restaurante, siempre se reconoció guiado por los sentidos femeninos; compromiso político permanente y surrealismo militante además de un gusto por el sentido absurdo de la vida pero siempre unido a una búsqueda de la naturalidad permanente, que le viene de una niñez pegada a las aceras, de la que nunca ha sabido ni ha querido escapar, negándose incluso a dedicar más de tres días seguidos a una escapada por el campo. 4 Jamás sospechó que acabaría pegado a una cámara cuando transcurrían los días de su infancia de cuento neorrealista italiano en el barrio de la Sagrada Familia, en Barcelona. Había nacido allí en febrero de 1945, “el año del final de la Segunda Guerra Mundial”, dice, para que no se pierda la referencia a los grandes acontecimientos que después a él tanto le ha gustado congelar en un papel. La calle Mallorca era un nido de familias obreras y artesanas en la que resultaba muy común llevar el sello del bando perdedor en la frente. “No sé porqué y nadie hablaba de ello, pero sabíamos que lo éramos, claramente”, recuerda ahora. Ese pálpito se lo daba una infancia de carencias hasta cierto punto endulzada por ser el pequeño de una casa con cuatro hermanos –Feli, Enrique, Antonia y él- cuyo cabeza de familia era un padre de Esquerra Republicana que en una de las salidas de la cárcel modelo, después de haber pasado por el exilio y algún campo de concentración en Francia, deja embarazada a Felisa, su mujer, de Jordi. “Sí. Como de penalti, vaya, aunque yo tengo la teoría de que todos nacemos así, de penalti”. Fue un chaval de barrio y allí, entre las aceras que no podía cruzar por si le atropellaban los tranvías, aprendió a espabilarse con la ciencia de la vida y las clases que recibía en el colegio Ramón Llull. “Cualquier excusa era buena para bajar a la calle. Me gustaba ir a por el pan, la leche y la nata, a por el hielo a la fábrica. Era una época sin neveras ni televisión”. Con el estruendo de la vida alrededor y el silencio uniforme de la vergüenza que da sentirse oprimido, algo que adivinaba en la tristeza de la derrota que llevaba su padre sellada en la cara y que al niño Jordi, a los ocho o nueve años, ya le imprimió un carácter rebelde. Ese rasgo, lejos de diluirse en la machacona y sucia cotidianeidad de la España nacionalcatólica, se fortaleció con una experiencia traumática en el internado de la Universidad Laboral Francisco Franco, en Tarragona. “Me metieron allí con una beca porque mis padres pensaban que sería bueno para mi futuro. Cada día subíamos y bajábamos la bandera con el cara al sol y se nos quedó el tic de escupir después. No sabía porqué lo hacía pero por entonces ya tenía claro que ése no era mi mundo”. Era la única oportunidad que sus padres veían para que estudiara, pero una denuncia 5 lo echó todo al traste... O lo arregló, según, porque quién sabe si Jordi Socías hubiera sido el mismo que es hoy si continúa en aquel encierro. El caso es que un chaval de su barrio y él denunciaron a Don Mariano, el educador, como lo llamaban, porque tenía la poco sana costumbre de instruirles cada noche con abusos sexuales a discreción. “Se lo contamos al director y ¿qué paso? ...Que nos expulsaron”. Al manos se deshizo de todo eso y se alegró de volver al barrio y a su casa, pese a que para su padre el golpe supuso una decepción porque veía cómo se le escapaba la posibilidad de ser algo más digno, a su entender, como si la vida heroica de perdedor silencioso en un país gobernado por ratas, no lo fuera. Volvió a la escuela y Don Enrique, su padre, no quería verle trabajar, cosa que hizo a escondidas porque ya le atraía la idea de probar responsabilidades, algo que hizo como aprendiz en un taller de moldes para neveras donde trabajaba su hermano. “Un día, mi padre, me vio las manos con algún callo y lo supo”. De la clandestinidad infralaboral en familia pasó a meterse en más oficios. De todos acabó en la calle. Si no era porque derramaba botes de pintura al ir a hacer un recado, era porque le daba por escuchar a Elvis Presley en Semana Santa de estrangis. “Yo era traviesillo”, asegura. Pero lo que más le gustaba era echar la tarde en el cine Versalles, con sesión doble y varietés o luego en el bar del mismo nombre, entre tertulias con vaho, cigarrillos y café con leche. “Era el desastre de la familia”, confiesa. Pero siempre llega una última oportunidad. Fue en la relojería donde trabajaba una amiga de su hermana. “Sobre todo, no me hagas quedar mal”, fue el mensaje que le dio. Así fue. Porque a Jordi, eso de empezar a lidiar con el tiempo, algo que después ha sido una de las constantes de su fotografía, le serenó. Aprendió a arreglar relojes de pared, carillones, despertadores y se sacaba buenas propinas reparando por las casas. Quizá en esas visitas fue conformándose el espíritu curioso, espía y mirón que debe ir conformando a un fotógrafo. De Portusach, así se llamaba la relojería, pasó a otra para perseverar en lo que veía como un oficio. Eran los años sesenta ya. Jordi había calmado la edad del pavo con calle y oficios y empezaba a adquirir ese porte de señor de la calle, con un cierto aire de Joe Pesci cuando hace papeles amables. Cada paso le iba a descubrir mundos que acabarían fascinándole toda su vida. En el nuevo trabajo, mano a mano con su jefe, Joan Aleart, entró en Francia. Primero en la canción de Brel, Aznavour, Brassins. “Descubrí que se podían decir cosas cantando. Para mí fue el primer gran choque cultural en mi vida. Debo muchísimo a aquel hombre”, dice. Por la pequeña relojería pasaba todo tipo de gente y se formaban tertulias o se creaba cantera porque un vendedor ambulante, después de tratarle y descubrir que era un pájaro listo le propuso forrarse vendiendo relojes Duward por toda Cataluña. Fue como del 6 biscutter de tercera mano con el que viajó a las Fallas de Valencia y a la frontera francesa y de la movillette pasó a tener su primer SEAT 600. Todo un símbolo de poderío. “Me llegué a hacer 2.000 kilómetros al mes sin horario y de pensión en pensión. Conocí así todo el país”. Mirando, despacio, clavando los ojos mientras pasea, como ahora, que prefiere meterse en los atascos del centro que en la M-30 para ir a trabajar: “Es que por la M-30 es absurdo meterse porque no ves a nadie”, responde cuando alguien le urge a que se acelere. A él no le convencen los ritmos desenfrenados. Las prisas son una pérdida de tiempo porque puede perderse la fotografía de su vida. Es algo que ha aprendido regodeándose en una tranquilidad pasmosa, filosófica. Por aquel entonces, los sesenta en Barcelona, no había llegado el día en que Jordi Socías cogiera una máquina de fotos, pero lo recuerda como una época gloriosa. Un personaje clave para él paraba cada tarde en el café Versalles: Narciso Irizar, alias Siso. Tenía una presencia taciturna y leía a Nietzsche y a Lucaks. “No dejé de pagarle cafés pero él fue mi iniciación en la lectura y el cine”. Eran los días en los que Jordi mezclaba las manecillas de sus relojes con las grandes ideas: “El tiempo de la utopía”, en resumen. No había disparado una sola foto, pero por aquellos años ya se habían marcado los pilares de ese naturalismo que no le ha abandonado nunca y comenzaban a construirse los del otro rasgo fundamental en su manera de ver el arte, un cosmopolitismo abierto y decididamente curioso que le ha llevado a escrutar las miradas de grandes personajes de la cultura, el arte, la política, la modernidad fiel a aires y vanguardias que nunca pasaron en vano por delante de sus narices. Se fue a vivir con Siso y entró de su mano en el PSUC. Se inició en el marxismo y fue haciéndose agitador autodidacta sin prisa pero sin tregua. Era independiente económicamente y ajeno al mundo estudiantil adscrito a la sopa boba de sus casas en muchos casos, lo que era común en los círculos de la política clandestina. “Fui una especie de mecenas”, recuerda. Un bicho raro, ajeno al franquismo sociológico, que con un coche propio y 150.000 pesetas de aquel entonces al mes no se conformaba con lo que le rodeaba ni acataba la verdad absoluta del régimen hediondo. Menos aun cuando paró para hacer una mili absurda, que sólo aliviaba el hecho de haberla pasado en un cuartel cercano a la fábrica de colacao porque de allí llegaba un olor constante a chocolate que endulzaba su tarea: dar de comer a 12 caballos y 250 cerdos a cargo de un coronel. La política le abrió los ojos a velocidades astronómicas y se dedicaba sin parar a la agitación y propaganda. Su aspecto de hombre de provecho y algunos signos externos le hacían muy poco sospechoso y fantástico como tapadera. Alternaba las novietas con la lectura 7 aplicada de Sartre y Simone de Bouvoir; Marx y Engels, Schopenhauer. “Yo pasé de tercero de bachiller a la filosofía y a los libros en francés”, dice, consciente de haber dado un salto que le hizo crecer por voluntad propia, como se forjan los autodidactas de raza. Desde entonces, nunca ha dejado de leer. “La fotografía exige formación y capacidad. Es una parte de la cultura y como tal se nutre de otras artes y de la mirada, algo que en este país, nadie nos enseña a desarrollar”, dice. También su novia de entonces, María Ángeles Martì Alegret, le animaba en el cotarro del compromiso. Ni el hecho de que les pillaran en la frontera con el maletero del 600 lleno de libros sospechosos que se traían de París –además de un virus que le ha unido siempre a una concepción bohemia de la vida y una fascinación por el surrealismo- les arruinó la estrategia más que por unos días que pasaron en la cárcel de Figueres, “muertos de miedo, eso sí”. Pero también esperanzados porque aquella experiencia les mostró hasta donde se extendían las redes del partido. “Enseguida empezaron a llegarnos cajas de galletas y chocolate para que no nos faltara de nada en la cárcel y pudimos comprobar lo que era una organización que estaba al tanto de todo”. Pronto irrumpiría en su vida el periodismo a la fuerza y por la causa. “La prioridad era darle a la manivela pero pronto montamos la API, Agencia Popular Informativa y ahí empecé en este mundo”. Se encargaba de distribuir a líderes sociales, de opinión e incluso a oficiales del ejército las noticias que no aparecían en los diarios de la época por la censura. Además montaban cineforums. “Hacíamos proselitismo con Bergman, Rosellini, Saura y las ‘Nueve cartas a Berta’, de Martín Patino. Por entonces tenía dos metas: acabar con el franquismo y dedicarme a algo que tuviera que ver con la cultura”. Algo que conectara consecuentemente con uno de los rasgos que definen su visión de las cosas y que hoy conserva como máxima vital, ya con sesenta encima, pero con el optimismo, la fascinación por el talento ajenos intacta y un ojo que es de maestro pero huye de la autocomplacencia: “Yo nunca estoy de vuelta, estoy de ida todo el rato”. Es uno de sus lemas. Una frase que encaja con otro de sus mandamientos favoritos y que encierra una inquebrantable lucha contra la nostalgia fundamental para comprender su manera de ver el mundo cuando predica: “Cualquier tiempo pasado fue anterior”. Un buen día cayó en sus manos un folleto de cursos por correspondencia de manos de un viajante. Así se apuntó a la fotografía, con ese método. “Me compré una cámara, empecé a tirar y a ver qué era eso”. Cambió su vida y decidió dar un giro aventurero. Dejó de vender relojes y empezó a colaborar con ‘Cambio 16’. También fue la época del ‘Tele Express’, ‘Destino’ o el ‘Por favor’, donde muchos le descubrieron con esa serie de entrevistas a dos manos a personajes 8 fascinantes con Martì Gómez y Josep Ramoneda que han hecho historia. Así cayeron tres años, del 72 al 75 y se forjó un nuevo oficio. Fue la época en la que retrató la Cataluña cambiante que giraba en las ferias y en la calle alternando golpes de vida normal con manifestaciones y carreras. La de las primeras señeras al aire, la de Cruyff disparando la fantasía entre las líneas del Camp Nou, el bocadillo de los niños que alimentaba un futuro mejor, las visitas de los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía protegidos por la policía -aunque no tanto como hoy-, los recitales clandestinos de la Nova Canço que alternaba con los retratos de grandes personajes como Josep Pla o Graham Greene y Carrillo en el exilio, que desde ‘Por favor’, se ganaba una de sus fotos históricas en las que deseaba a los españoles “felices fiestas” a modo de guiño inaplazable, inevitable. Pero Jordi, que era consciente de estar viviendo un periodo rico y fascinante de la historia de un país, quería seguir adelante y se fue a Madrid porque tras la muerte de Franco, intuyó que el mundo giraría bastante en torno a esa ciudad unos cuantos años. Su olfato no le engañó. Tanto que en Madrid sigue 30 años después de aquella decisión entre lúcida y alocada. Deja la maleta en casa de Carlos Elordi y Gloria Cué, compañeros del partido y llega sin agenda. “Conservo los números de memoria porque en la clandestinidad si te registraban y encontraban algo así podían caer muchos”. En ‘Cambio 16’ comienza a trabajar como fotógrafo y editor, una faceta de su labor sobre la que tiene auténticas teorías de maestro. “Me hago editor porque nunca veo mis fotos bien puestas en las publicaciones, así que decido colocarlas yo”. Desde entonces esas dos vertientes han sido indisolubles en su trabajo hasta hoy, donde las ejerce como responsable máximo de fotografía en ‘El País Semanal’. “La edición de una revista es como una película. Hay que colocar las imágenes adecuadas para leerla. Es tan importante que conforma el estilo de una publicación”, sostiene Socías. “Las revistas tienen dos lecturas, la de las imágenes y la escritura. Hay que colocarlas de manera que hagas reflexionar al lector. El editor gráfico es el conductor de la mirada”. Así que del 600 a trancas y barrancas por la Cataluña profunda y pujante pasó a manejar el volante de las miradas de buena parte de una España deseosa de abandonar el cascarón podrido de la idiotez franquista y romper el huevo que le llevaría a ser un país serio. Jordi estaba en el meollo de la transición durante los años en que todo corría más aprisa porque había que alcanzar la máquina de alta velocidad de la historia. Salía a la calle para fijar el pálpito: las primeras elecciones libres vigiladas por tricornio, los mítines del PCE en los que los 9 asistentes utilizaban tomavistas de Super 8. “Era fantástico porque ya rompían la clandestinidad y se sentían libres de poder filmarlo. Se hacían públicos en sus vidas privadas”. En sus fotos se adivina el orgullo perdido de la conciencia de clase de algunos manifestantes con puño en alto o caras colectivas de tensión en los convenios, la caída de los símbolos, los ayuntamientos en precario, los perros en las calles de los pueblos fríos y húmedos a merced de miradas sombrías, como regados para un cambio inminente. Son fotografías en las que jamás se omite una figura humana y si no se encuentra algún alma por casualidad en sus encuadres, queda presente su huella, un aura de la acción del hombre. Su obra decididamente reportera en aquellos años es de un profundo humanismo, algo que después acentuará como parte de su ideario casi de manera inconsciente con sus retratos a lo largo de toda su vida. Huye siempre de la frialdad de los objetos, hasta la fotografía de la lámpara de La Coupole de París es una reivindicación del humanismo como una luz que ilumina grandes tardes ganadas al talento; sus ventanas, los floreros de los palacios, las balaustradas, las estatuas, son signos que delatan gestos de los hombres. Ni la implacable señal de la naturaleza aparece en sus fotografías por si sola si ésta no afecta a la especie. Más bien tiene que ver con un impulso romántico que bebe de Caspar W. Friedrich, con lo cual ya está llena de intención humanista. “Un rincón puede definir a una persona y si los hago es porque alguien, en algún momento lo ha poblado y se los trato de ofrecer a la gente para que reflexione sobre ellos”. No cultiva el arte a lo tonto, ni de forma afectada y en sus comienzos se alinea con las preocupaciones de Walter Benjamín cuando este defiende la fotografía como instrumento implacable de utilidad alejada del fingimiento pseudoartístico con guiños a Brassai. Con éste, Socías coincide en su idea central para muchas cosas de la calle como gran escenario lo mismo que con la inocencia concienzuda del pionero Atget. Es la búsqueda de una verdad que quiere congelar a toda costa alejada de los artificios, del manierismo estéril. La hora del cambio para el que había que estar alerta. Y ese cambio lo captaba Jordi siguiendo los pasos de otros grandes fotógrafos dispares a los que admiraba aparte de los dos anteriores y que van desde Cartier Bresson al oponente confeso del gran maestro francés, William Klein, tan elogiado por Roland Barthes junto a otros de los referentes de Socías en esa joya que es ‘La cámara lúcida’, uno de sus manuales de cabecera junto a ‘Sobre la fotografía’, de la combativa Susan Sontag. No permanecía en los trabajos más de dos años. De ‘Cambio 16’, donde fue testigo del finiquito de una época desde la muerte de Franco a las primeras elecciones, pasó a ‘La calle’, donde entró junto a un grupo de ‘Triunfo’ durante un año y medio hasta que pudo dar forma 10 a uno de sus sueños: crear una agencia de referencia como es Cover. Socías probó, arriesgó y se fue formando con la mirada atentísima. “En este país nadie enseña a mirar y para llegar a ser un buen fotógrafo hay que leer, pero sobre todo, hay que saber mirar”, repite. Ya era un fotógrafo formado y con intención. Ya sabía lo que le hacía falta a la fotografía española: modernidad. “Cover es una agencia muy personal. Está inspirada sobre todo en Mágnum y la formé con dos socios más, Aurora Fierro y Perico Moreno –del que hizo un retrato inquietante que le fija como un personaje que se sale del molde- y con fotógrafos en paro que yo pensé que podían aportar grandes cosas”. En Cover, Jordi emprende un fotoperiodismo nuevo, alejado de las visiones rancias imperantes en una profesión que necesitaba lejía imaginativa para borrar manchas. “Queríamos una fotografía más estructurada, utilizar la cámara de otra manera, manejar el gran angular como una paleta de colores, una forma de expresividad. Trabajar encima de la gente, como los retratos de Klein en la 5º Avenida de Nueva York”, asegura. Su mirada perdía la inocencia viva de los primeros años pero ganaba en intención. “Siempre que hago mi trabajo intento no retratar la realidad sino una parte subjetiva que intento interpretar y a la que doto de intención”, sostiene. Concebía aun más la fotografía como un arma constructiva y selectiva. Y así se enfrentó a acontecimientos como el 23-F fiel a la política que sigue interesándole para su trabajo hasta hoy como antes, con sus retratos que van desde la entrada de Pasionaria en el Congreso a los de Zapatero en funciones de gobernante con un viaje oficial a Argelia o sus fotos de Dominique de Villepin en su despacho de ministro de Exteriores francés, en plena crisis de Irak. Pero de todo se cansaba Jordi rápido y en Cover –que todavía existe- permaneció 4 años. No permaneció sordo a los sonidos de una sociedad en ebullición, en cambio radical y constante que pedía a gritos otros vientos, aire fresco... Movida. Así, con ese ansia se adscribe al proyecto insólito de ‘Madrid me mata’ y luego a ‘El Europeo’, dos revistas impensables hoy por audaces y voraces, donde va a desarrollar al máximo otra de las facetas que más le atraen, el coqueteo con las vanguardias, la puesta en práctica de un surrealismo y un expresionismo, el sentido del absurdo a servicio de la provocación, el placer loco de “hacer lo que te da la gana”, esa máxima que sigue cultivando hoy el niño rebelde barcelonés que aun no ha perdido los rasgos de un acento catalán terco porque le sitúan en el mundo y le arraigan. De lo social y lo político pasa a desarrollar y a captar el mundo de la cultura de una forma preferente y a crear tendencias. “Fue la época de la vida urbana desaforada, en las revistas no regalábamos coleccionables, regalábamos copas en los bares”, cuenta como anécdota 11 diferenciadora de dos tiempos. Si en ‘Madrid me mata’ dedicaban un número especial al miedo y hacían reportajes con funerarias y sepultureros, en ‘El europeo’, elegían portadas de Umberto Eco, Bertolucci, Paloma Picasso, Jasper Jones, Gades, Gorbachov o Victorio Gassman. En esos años hizo cuajar la vanguardia con la gamberrada. No había límites ni ideas a las que rozara el ridículo. De ahí provienen los retratos de ‘Don Pepito’, la gozosa carnalidad de Bridgitte. Su estilo se va sofisticando, pero es curioso, incluso milagroso, jamás pierde el norte, nunca se estrella en el vacío, en el sinsentido, en lo hueco. Es sin duda su etapa más cosmopolita, interesantísima. Desde ahí crece su fascinación por retratar mujeres, algo que nunca le ha abandonado, el interés por el cine o los cineastas, que hoy es el día que le demuestran confianza ciega para ser retratados –sobre todo ellas- y lleva a cabo uno de sus sueños permanentes: estar cerca de los músicos, seres a los que admira de manera especial. “A mí siempre me ha interesado la gente con algún talento, es lo que más me atrae”. Tampoco abandona nunca el mundo de la literatura ni del arte, con gloriosos retratos de su amigo Eduardo Arroyo, como un marqués de las moscas en mitad de una calle del viejo Madrid o del siempre sorprendente Gordillo bañándose vestido en una piscina. Con ellos lleva sus experimentos vanguardistas a los límites y su pasión por el surrealismo a la consecuencia que le ha llevado a colgar a Magritte y a Freud en las paredes de su casa enmarcado en un plástico o a colocar a André Bretón en la mesa del salón, algo que el Dalí a quien retrato de manera magistral en su retiro de Port Lligat en medio de una tramontana feroz, le habría echado en cara seriamente. Para el cine dedica parte de su vida a fondo como fotógrafo contratado para rodajes y en la revista ‘Cinemanía’, que parió él junto a Javier Angulo y Javier Rioyo, con quien ya había trabajado en ‘El Europeo’. “La fotografía es inquietante con respecto al cine porque éste es principalmente ficción en movimiento y lo otro es una realidad detenida en el tiempo para siempre”, cree. De ahí es donde pasa a ‘El País Semanal’, el lugar que cierra su última etapa y en el que desarrolla un trabajo que es síntesis de su recorrido riquísimo por la vida y la fotografía. Allí lleva ya 10 años, “el lugar donde más tiempo he aguantado”, confiesa. “Tengo una libertad de decisión que en pocos sitios había conseguido. Creo que sigo aun allí porque reúne todas las características que más me gustan del oficio. Primero es una empresa que no cierra y luego, porque me llamaron para desarrollar lo que yo sabía: hacer fotos y editarlas”, comenta. En estos últimos años ha perseverado en lo que más le gusta. Ha seguido haciendo retratos, sobre todo, rincones insólitos, ha permanecido abierto a la sorpresa disparando lo que él define como “imágenes encontradas”, que son las fotos que más le emociona captar y para las que encaja la descripción que hace Roland Barthes: “Todas esas sorpresas obedecen a un principio de desafío (es por ello que me son ajenas): el fotógrafo, como un acróbata debe desafiar las leyes 12 de lo probable e incluso de lo posible; en último término, debe desafiar las leyes de lo interesante: la foto se hace sorprendente a partir del momento en que no se sabe porqué ha sido tomada”. En los retratos ha creado todo un mundo. “Hay que captar belleza, atracción. No me refiero a lo físico, el talento es una belleza y las cosas más sencillas son atractivas. Todo el mundo tiene eso, lo único que varía es la cantidad”. Se los trabaja a fondo. Escucha siempre a quien va a fotografiar antes de hacerlo. “Siempre intento sacar lo mejor de quien retrato, aunque sea turbio lo que reflejo”. Nunca tiene prisa por acabarlos y sin embargo los resuelve de una manera impecablemente rápida, discreta. “Me concentro en dirigir siempre su mirada. También soy observador y creo que tengo intuición. Lo que si procuro es alimentarla y fomentarla”. La cuestión es que lo que posee, le valga para un oficio que él siempre ha concebido como un regalo y no como un castigo: “Lo que otra gente ve, yo lo vivo”. Aunque en su caso, él pertenece a esa casta de auténticos magos que nos ayudan, sobre todo a sentirlo y a provocarnos una profunda emoción cuando lo admiramos. 13 JORDI SOCIAS EN DOS PALABRAS Manuel Vicent Jordi Socias es propietario exclusivo de dos vocablos: ante cualquier hecho que le interese, bien sea un terremoto o un vino excelente, la próxima guerra mundial, una puesta de sol o simplemente un cuerpo espléndido de mujer que pase por su lado, usará inevitablemente las palabras: impresionante, acojonante. Por otra parte cualquier discusión, contrariedad o diferencia con alguien la resolverá diciendo: oye, bonito, de esto nada. Acojonante, impresionante, así es el mundo, así resuelve Jordi Socias con sólo dos vocablos la realidad contradictoria de la existencia, pronunciadas unas veces con ironía y otras con admiración y otras con un cabreo envasado. Un día de su juventud, después de mil oficios y aventuras frustradas, Jordi Socias compró una cámara fotográfica de segunda mano y aprendió por correo un oficio que en principio consistía en apretar el botón y esperar que la realidad apareciera flotando al revelarse dentro de la palangana. Eran aquellos días lejanos y polvorientos de la Barcelona de posguerra. No vamos a hacer biografía de este genio a la hora de apretar el dedo. Sólo decir que desde entonces hasta hoy Jordi Socias se ha machacado en el periodismo como un fotógrafo todo terreno y ha recorrido todos los caminos: de reportero de calle hasta editor, en medio de la sucia vida cotidiana o al frente de la agencia Cover, obedeciendo a un redactor jefe o mandando en el cierre, siempre ha encontrado un punto de fuga para escapar de la actualidad, saltarse la barda y perderse en el territorio del arte, que en general ha encontrado en el rostro de los personajes que más le han interesado hasta convertirlos en el paisaje ciudadano moderno. No lo ha hecho de un modo furtivo. Desde el primer momento cualquiera de sus trabajos, aun el más cotidiano y alimenticio, tenía siempre un toque de distinción. Ahora que él está arriba, pregúntate quien eres y qué haces en este mundo si Jordi Socias no te ha fotografiado. Cualquiera que sea alguien en el mundo del arte, del cine y de la literatura en España ha sido marcado por el hierro de su cámara. 14 Se supone que un fotógrafo, que se sienta artista, crea su propio mundo a través de una mirada selectiva. Aprender a mirar es la primera lección de este oficio. He visto trabajar muchas veces a Jordi Socias. Para empezar se trata de un fotógrafo que tarda bastante en desenfundar el revólver. Se toma la cosa con calma. No se dispersa, ni se pone nervioso, ni dispara contra todo los que se mueve. Primero se deja balancear por la realidad, parece que cualquier suceso de alrededor no vaya con él, aunque su mirada de halcón está siempre en estado de alerta avizorando una pieza que valga la pena de abrir la bolsa y sacar la cámara. Cuando la encuentra, entonces se abate sobre ella, pero tampoco la acribilla. Le basta con dos o tres disparos, salvo que se emocione y su presencia le parezca acojonante, impresionante. Al final, si el resultado le parece feliz, premiándose a si mismo, puede que te guiñe un ojo. Como los grandes que fundaron la agencia Mágnum, Jordi Socias se ha alineado entre aquellos fotógrafos que saben que la belleza es inseparable de la función. En este sentido, cualquiera de sus trabajos siempre ha tenido un aire realista, irónico y cosmopolita, bajo la férrea norma de la modernidad, que no otra cosa que una mezcla de naturalismo y sofisticación, con un toque de fino humor que convierten cualquier imagen en un flujo surreal, de la misma forma que aparecía el mundo en el principio dentro del agua de la palangana cuando se revelaba fluctuando. El nombre de Jordi Socias va unido al periodismo, al cine, a la política y al glamour. La vida de aquella Barcelona mitológica del cine Roxi, la etapa de la rebeldía ideológica vivida en la alcantarilla durante el franquismo, las primeras asonadas bajo los gases lacrimógenos, las nuevas figuras de la Transición, la movida de Madrid, las nuevas tribus urbanas, los acontecimientos internacionales que iban ensangrentando el candelario, los viajes a países exóticos, todo ha sido molturado por la cámara de Jordi Socias y sobre ese oleaje de la actualidad cambiante han quedado fijados los rostros de algunos personajes cuyo retrato ha pasado a formar parte de los iconos de nuestro tiempo. 15 Jordi Socias tiene la risa fácil, la cólera instantánea y la ironía catalana, dones que hace valer en la sobremesa a la sombra de un vino que se deje beber sin perder la dignidad. Allí te puede contar los pormenores de aquel retrato que le hizo a Graham Green en su apartamento de Antibes o a Le Carré sentado en la pradera o a Leonardo Sciascia en su pueblo de Sicilia o a Borges bajo la cúpula del hotel Palace. Si te dedicas al cine, al arte, a la literatura, a la política, a la bohemia; si has sacado la cresta en algún oficio interesante de este mundo, pregúntate quien eres si Socias no te ha echado la vista encima. Ponte en lo peor si este tipo al verte o al oírte no ha pronunciado dos de sus palabras: impresionante, acojonante. Sin darle importancia y como quien no quiere la cosa, este artista de la cámara lo ha visto todo, lo ha fotografiado todo, pero su obra tiene una huella digital, esa mezcla de realismo y sofisticación, que hace que cualquiera desee ser una de sus criaturas. 16 17 JORDI SOCÍAS fotografias 5 de junio / 12 de julio 2014 UN REGARD MODERNE, 2010. 82 x 122 cm. 20 21 22 BERLÍN, 2002. 85 x 85 cm. 23 WASHINTONG, 2012. 48 x 71 cm. 24 SANTIAGO DE CUBA, 2001. 48 x 71 cm. 25 26 MONTEVIDEO, 2014. 82 x 122 cm. 27 CHARTIER, 2012 28 CHARTIER, 2012. 48 x 71 cm. 29 CALLAO, 1984. 48 x 71 cm. 30 CASETA PARTICULAR, 1978. 48 x 71 cm. 31 32 LA COUPOLE, 2002. 71 x 48 cm. BERLIN, 107 x 107 cm. 2002 AVEC LE TEMPS, 1990. 71 x 48 cm. 33 34 FREUD, 2011. 67 x 200 cm. 35 LENNIN, MICKEY Y JESÚS, 2011. 82 x 122 cm. 36 37 HOTEL RITZ, 1977. 71 x 48 cm. 38 PICABIA, 2002. 71 x 48 cm. 39 LA GRAN CLOACA, 2013. 82 x 122 cm. 40 41 42 PATATAS, 2005. 82 x 122 cm. 43 CHICAGO, 2013. 48 x 71 cm. 44 CIRCUNSPECTO, 1998. 48 x 71 cm. 45 EN EL NOMBRE DEL PADRE, 1977. 71 x 48 cm. 46 CORNUALLES, 1997 TOKIO, 2013. 71 x 48 cm. 47 48 NOCTURNO, 2011. 67 x 200 cm. 49 BLANCO Y NEGRO, 2009. 48 x 71 cm. 50 GRAFFITY, 1977. 48 x 71 cm. 51 52 COUP LE CHAPEAU, 2013. 67 x 200 cm. 53 COLONIA, 2000. 71 x 48 cm. 54 HOTEL DU NORD, 2008 CORNUALLES, 1977. 71 x 48 cm. 55 HOTEL DE NORD, 2008. 48 x 71 cm. 56 MANZANILLO, 2001. 48 x 71 cm. 57 BERNARDO BERTOLUC 58 CCI, 1989. 82 x 122 cm. 59 BARCELONA, 1976. 122 x 82 cm. 60 61 62 63 LA MUERTE, 1975. 82 x 122 cm. 64 GUARDIA CIVIL, 1982. 82 x 122 cm. 65 GOLPE DE ESTADO, 1981. 82 x 122 cm. 66 67 68 TIBIDABO, 1978. 82 x 122 cm. 69 70 A LO CUBANO, 2001. 82 x 122 cm. 71 AUTOFOCUS, 1982. 82 x 122 cm. 72 73 74 CAFE DE JAREN, 2006. 82 x 122 cm. 75 BRIGITTE, 1986. 122 x 82 cm. AMSTERDAM, 2011 76 EL ORIGEN DEL MUNDO SEGÚN COUBERT, 2002. 82 x 122 cm. 77 78 LISBOA, 2004. 82 x 122 cm. 79 GRAN VÍA, 2002. 82 x 122 cm. 80 81 LONDRES, 1977. 82 x 122 cm. 82 BARCELONA, 1977. 82 x 122 cm. 83 MARVAO, 2003. 125 x 125 cm. 84 EL PULPO, 1977. 122 x 82 cm. MARVAO, 2003 85 86 BARÓN THYSSEN, MAYORDOMO Y PERRO, 1977. 122 x 82 cm. SAN ANTONIO, TEXAS, 1986. 122 x 82 cm. 87 FOTOGRAFÍAS 5 de junio / 12 de julio de 2014 Calle Villanueva, 30. 28001. Madrid. 91 575 04 27 www.galeriafernandez-braso.com