simbolos de libertad

Transcripción

simbolos de libertad
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JOSE MARIA CASTILI
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SIMBOLOS
DE LIBERTAD
TEOLOGIA DE LOS SACRAMENTOS
VERDAD
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IMAGEN
JOSE MARIA CASTILLO
SIMBOLOS
DE LIBERTAD
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Teología de los sacramentos
T ercera E dició n
EDICIONES SIGUEM
E-SALAM ANCA, 1981
i
A Margot, Nani, Joaquín, Seke y Sinfo,
mis colaboradores más directos
en Teología Popular
© Ediciones Sígueme, S.A., 1981
Apartado 332-Salamanca (España)
ISBN: 84-301-0823-8
Depósito legal: S. 501-1981
Printed in Spain
Fotocomposición e impresión: Gráficas Ortega, S.A.
Polígono «El Montalvo»-Salamanca 1981
CONTENIDO
Introducción................................................................................
1. La crisis de la práctica religiosa..................................
2. Jesús y la práctica religiosa establecida....................
3. La iglesia primitiva y la práctica religiosa...............
4. El culto cristiano: mensaje y celebración.................
5. Rito, magia y sacramento.............................................
6. Los símbolos de la fe ......................................................
7. Símbolos de libertad........................................................
8. La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
9. Reflexión sistemática.......................................................
Conclusión........................
Siglas y abreviaturas....
INTRODUCCION
Este libro pretende responder a tres preguntas elementales: ¿qué es
un sacramento? ¿por qué hay sacramentos? ¿para qué son los sacramen­
tos?
A primera vista, se trata de cuestiones sin importancia. Porque se
refieren a cosas muy sabidas. Cosas de las que un niño de primera
comunión puede dar una buena respuesta. Pero el problema está en
saber si esa «buena respuesta» es realmente la respuesta acertada. Y
conste que al decir esto, no pretendo poner en duda lo que enseñan los
catecismos acerca de los sacramentos. El problema, creo yo, está en
otra cosa.
Para empezar a entendernos, haré mención de lo que ha pasado en
los últimos años. Todo el mundo sabe que a raíz del concilio Vaticano II,
las prácticas religiosas de los católicos sufrieron una violenta sacudida.
Muchas de esas prácticas se vieron modificadas y algunas de ellas
fueron sencillamente abandonadas. Por otra parte, parece que la gente
se volvió menos religiosa: el clero se enrareció, las vocaciones sacerdota­
les y religiosas descendieron de manera alarmante, los jóvenes se
apartaron de la iglesia y no querían saber nada de lo religioso. Además,
los grupos más inquietos orientaron su preocupaciones en la linea de lo
social y político. Y así cundió el desconcierto. Unos decían que la culpa
de todo estaba en el concilio y en los clérigos progresistas, mientras que
otros aseguraban que los males de la iglesia y de la religión estaban
causados por el conservadurismo de la institución clerical y sus adeptos.
Pero el hecho es que ese estado de cosas no parece que vaya a durar
por mucho tiempo. Por lo menos, es seguro que ya hay signos más que
sobrados de un retomo a posiciones anteriores, que algunos imaginaron
10
Introducción
definitivamente liquidadas. Ya nadie se atrevería a escribir ni dos
palabras seguidas sobre la «muerte de Dios» o sobre la «era postcristiana». Porque van pasando los años y el hecho es que la religión no
decae. Es más, hay señales evidentes de que últimamente lo religioso
está cobrando nueva fuerza: las iglesias se llenan de gente, muchos
jóvenes se acercan nuevamente a los sacramentos, parece que el clero se
muestra más firme a la hora de exigir lo que siempre se exigió a los
fieles.
Naturalmente, en este ir y venir de ideas y experiencias contrapues­
tas, los sacramentos han jugado —y siguen jugando— un papel impor­
tante, quizás decisivo. Entre otras cosas, porque quienes pensaban, hace
unos años, que las cosas iban mal, se fijaban muy especialmente en el
abandono más o menos masivo de las prácticas sacramentales, mientras
que ahora, los que creen que ya empieza a ir todo mejor, se fijan sobre
todo en que la gente llena los templos y los sacramentos se ven más
frecuentados.
Por supuesto, este libro no pretende analizar la objetividad de las
apreciaciones globales que acabo de apuntar. Y menos aún se trata aquí
de hacer un estudio en profundidad de los fenómenos que he indicado
sumariamente. Si he hecho alusión a esas cosas, es porque me parece
que este ir y venir de ideas y de experiencias contrapuestas nos muestra,
hasta la evidencia, que nuestras ideas y criterios acerca de los sacramen­
tos son demasiado inconsistentes y seguramente fallan por algún sitio.
Porque, en realidad, ¿se puede asegurar que la situación era tan negati­
va y desastrosa hace unos años? O por el contrario, ¿se puede decir sin
más que ¡as cosas empiezan a ir ya mucho mejor en este momento?¿qué
teología de los sacramentos se oculta debajo de esos juicios y apreciacio­
nes? ¿qué idea de lo que es un sacramento y del papel que los sacramen­
tos tienen que desempeñar en la vida de los fieles, en la iglesia y en la
sociedad? ¿se puede afirmar que la iglesia es más fiel al evangelio por el
solo hecho de que la gente asiste más masivamente a los templos? Pero
entonces, ¿sabemos apreciar exactamente lo que significa celebrar un
sacramento?
He dicho antes que en este libro se trata de responder a tres
preguntas elementales, las preguntas que se refieren a lo que es un
sacramento, por qué hay sacramentos en la iglesia, para qué son los
sacramentos. Es muy posible que, además de las respuestas a esas
cuestiones, el lector encuentre aquí nuevas preguntas, que quizás podrán
estimularle a proseguir su estudio, su reflexión y su búsqueda. También
eso está expresamente pretendido. Porque es función de la teología, no
sólo el dar las respuestas adecuadas, sino además plantear las cuestiones
pertinentes, que nos puedan impulsar a todos en la búsqueda incesante
de la verdad total.
1
La crisis de la práctica religiosa
1. El hecho
Es un hecho de sobra conocido que la práctica religiosa se ve
sometida, en la actualidad, a un proceso crítico. En muchos ambien­
tes se reza menos que antes, han disminuido sensiblemente las prácti­
cas tradicionales de piedad y, en bastantes casos, se minusvalora o
incluso se rechaza la participación en los sacramentos: se pone en
cuestión el bautismo de los niños; ha disminuido bastante la recepción
del sacramento de la penitencia; muchos jóvenes se niegan a casarse
por la iglesia y abunda la gente que no le ve sentido a la misa.
Este estado de cosas se ha acentuado en los últimos años, sobre
todo en tres sectores de la población: entre los jóvenes, en el mundo
intelectual, y entre los obreros del sector industrial. Por el contrario,
parece que persiste de manera más constante la práctica religiosa
entre la burguesía, en las llamadas clases medias, y entre la gente de
ambientes rurales no afectados por la emigración.
Es verdad que sobre estas apreciaciones de carácter global será
necesario hacer algunas matizaciones importantes. Pero, en todo
caso, parece bastante claro que las cosas están así. Ahora bien, esta
situación resulta preocupante. Y es origen de numerosos conflictos y
tensiones. Hasta el punto de que la iglesia se ve amenazada de
escindirse en grupos contrapuestos y enfrentados entre sí: desde los
que quieren mantener la liturgia en latín (el obispo Lefébvre) hasta los
grupos más progresistas que ven los sacramentos como ritos alienan­
tes porque para ellos lo inr prtante es el compromiso y el testimonio
que se expresa en la vida Esta tensión comporta dos maneras,
12
La crisis de la práctica religiosa
fundamentalmente diversas, de entender y de vivir la fe. Y mucha
gente se pregunta: ¿cuál de las dos es la correcta? Por supuesto, los
modelos extremos no suelen abundar. Pero sí proliferan por todas
partes los modelos intermedios que se orientan decididamente hacia
un extremo o el otro. Por eso, es frecuente que muchos padres y
educadores se angustien ante la indiferencia — o incluso la resisten­
cia— de los jóvenes ante cualquier tipo de práctica sacramental. Por
eso, es frecuente también que muchos sacerdotes no sepan lo que
deben hacer cuando ven todos los días que la administración de
sacramentos es, para mucha gente, una práctica rutinaria con la que
se cumple por motivaciones dudosamente cristianas. Lo cual influye,
quizás decisivamente, en no pocas crisis sacerdotales. Y por eso,
finalmente, resulta poco frecuente encontrar diócesis o parroquias en
las que se haya llegado a trazar una programación pastoral que
parezca coherente a todos los miembros de la comunidad cristiana.
De esta manera, la iglesia se ve abocada a situaciones permanen­
tes de conílictividad, que a veces resultan sencillamente insoportables.
Por otra parte, parece bastante claro que esta conflictividad no se va a
resolver haciendo llamamientos a la buena voluntad de las personas.
La solución se puede empezar a encontrar sólo en la medida en que
comprendamos cuál es la significación fundamental de los sacramen­
tos; y en la medida también en que sepamos resituar el problema de
fondo que aquí se nos plantea.
2. Significación fundamental de los sacramentos
Los sacramentos son las prácticas religiosas fundamentales del
cristiano. Aunque el pueblo creyente da más importancia, a veces, a
otras prácticas no sacramentales, por ejemplo a una procesión o a
determinados actos de piedad, sin embargo, tanto en la enseñanza
oficial de la iglesia como en los acontecimientos fundamentales de la
vida (el nacimiento, el matrimonio, etc.) los ritos sacramentales son
en concreto las prácticas religiosas que tienen el lugar prioritario en la
religión cristiana.
Ahora bien, la expresión religiosa se compone de dos elementos
fundamentales: la doctrina y la práctica. Los especialistas en fenome­
nología y sociología de la religión se preguntan cuál de estos dos
elementos es prioritario con respecto al otro. La respuesta más
aceptable es la que considera la teoría y la práctica como dos realida­
des que están inseparablemente entrelazadas, de tal manera que no
es posible ni separarlas ni aun siquiera dar la prioridad a la una sobre
la otra. Como se ha dicho acertadamente, «ningún acto de piedad
Significación fundamental de los sacramentos
13
puede existir sin alguna idea de lo divino, de la misma manera que
una religión no puede practicarse sin un mínimo de expresión cul­
tual» '. Por eso, E. Durkheim ha definido el hecho religioso como «el
conjunto de creencias y de ritos correspondientes que constituyen una
religión»2. Así pues, queda claro que la religión se compone de
doctrinas y de prácticas. Y que ambos elementos son igualmente
indispensables y esenciales.
De lo dicho se sigue que si se quiere renovar en profundidad la
religión, no basta con renovar las doctrinas religiosas. Tan importan­
te como eso es renovar también las prácticas religiosas. Es más, si se
tiene en cuenta cómo se desarrolla en concreto el hecho religioso,
parece que es más importante renovar las prácticas religiosas que las
doctrinas. Por una razón que se comprende fácilmente: la gran masa
de la población religiosa practicante no suele entender mucho de las
doctrinas o teorías religiosas, mientras que la práctica religiosa es lo
que la gente vive y experimenta cada día, porque es lo que se mete por
los ojos, lo que se siente y se palpa. De las doctrinas y teorías se
ocupan los estudiosos y especialistas: filósofos, sociólogos, antropó­
logos, teólogos, etc. Por eso puede ocurrir —y de hecho ocurre— que,
en una religión determinada, las doctrinas teológicas evolucionan o se
renuevan con rapidez y en profundidad, mientras que seguramente las
prácticas religiosas siguen más o menos ancladas en lo que siempre
fueron.
Esto es lo que viene ocurriendo en la iglesia católica: la teología ha
evolucionado profundamente en los últimos años, sobre todo a partir
del Vaticano II. Concretamente en algunos tratados teológicos, esta
evolución ha sido muy importante, por ejemplo en cristologia. Pero
ocurre que, mientras la teología se ha renovado profundamente, la
práctica religiosa sigue siendo, en muchos casos, lo que siempre fue.
Es verdad que se han introducido algunos cambios en la liturgia, pero
sin duda alguna en la misma liturgia han cambiado más las teorías
litúrgicas que la praxis litúrgica. Por eso se explica el hecho de que en
la actualidad hay sectores de la iglesia con una teología muy avanzada
y progresista, pero con una práctica religiosa que en el fondo sigue
siendo lo que fue siempre.
La conclusión que se sigue de lo dicho es que la renovación del
cristianismo y de la iglesia depende esencialmente de la renovación en
profundidad de la prácticá sacramental. Desde este punto de vista se
puede afirmar que la significación fundamental de los sacramentos
está en que son expresiones primordiales de la vida cristiana. Lo que
1. J. Wach, Sociologie de la religion, Paris 1955, 22.
2. H. Durkheim, Les formes èlèmentaires de la vie religieuse, Paris 61968, 56.
14
La crisis de la práctica religiosa
quiere decir que la vida cristiana —y por tanto la iglesia— se renovará
en la medida en que se renueven los sacramentos, es decir la práctica
sacramental del pueblo cristiano.
3. El problema de fondo
En todo este asunto es decisivo comprender que la práctica
sacramental no se renueva, ni siquiera se cambia, por el solo hecho de
renovar o cambiar la forma externa de celebrar los sacramentos.
Cuando aquí hablamos de forma externa nos referimos al ritual. De
hecho, la experiencia nos enseña que recientemente se han modificado
los rituales de todos los sacramentos, pero no por eso se ha renovado
la vida cristiana de los fieles, ni siquiera se puede decir que la gente
comprende y vive ahora mejor lo que son y representan los sacramen­
tos. En este sentido es elocuente lo que está ocurriendo con el
bautismo, la penitencia o el matrimonio: se han renovado los rituales
de esos sacramentos, pero los católicos practicantes siguen, en su gran
mayoría, sin comprender ni vivir lo que representan esos sacramen­
tos. El bautismo de los niños sigue siendo un problema, la crisis de la
penitencia no se resuelve, y una cantidad abrumadora de matrimo­
nios se continúan celebrando de manera muy preocupante. Y, sin
duda, algo parecido se podría decir del sacramento de la confirmación
o de la unción de los enfermos.
Cuando se habla de este problema, es frecuente oír a personas
bienintencionadas que se quejan de la poca atención que los sacerdo­
tes y educadores prestan a la catequesis. Y se dice muchas veces que la
gente no comprende ni vive debidamente los sacramentos porque la
formación catequética de los fieles está muy descuidada o incluso
quizás abandonada. Por supuesto, los que dicen estas cosas tienen
razón, al menos en muchos casos. Porque es evidente que si los
cristianos tuvieran una formación teológica más completa, compren­
derían mejor los sacramentos. Pero aquí es de suma importancia caer
en la cuenta de que quienes le echan la culpa a la falta de formación
doctrinal, en realidad lo que hacen es poner al descubierto la grave­
dad del problema. Porque cuando un símbolo necesita muchas expli­
caciones y de muchas teorías para ser comprendido y vivido, eso
quiere decir que ha dejado de ser un verdadero símbolo y se ha
convertido en rito y en ideología. Los ritos y las ideologías necesitan
de muchas explicaciones, de muchas aclaraciones y justificaciones
para ser asimiladas y aceptadas por la gente. Por el contrarío, todo
verdadero símbolo brota de la experiencia de las personas y es el
vehículo connatural de lo que la gente vive. Todo esto se comprenderá
La persistencia de lo religioso
15
mejor cuando hablemos de la estructura y de la función propia de los
símbolos. Pero era necesario decirlo ya desde ahora. Porque es
necesario comprender, desde el primer momento, que quienes le
echan la culpa a la formación doctrinal de los fieles, en realidad lo que
hacen es buscar una escapatoria (un chivo expiatorio) para no afron­
tar el problema de fondo que aquí se plantea.
Ese problema de fondo está en que la práctica sacramental es
vivida por la gente como práctica religiosa^ Ahora bien, en la medida
en que la práctica religiosa es hoy una cuestión problemática, en esa
misma medida los sacramentos son un problema sin resolver. Por la
sencilla razón de que la práctica religiosa plantea hoy una serie de
cuestiones que es necesario abordar con toda honestidad y lucidez.
Se trata, por tanto, de comprender que la práctica religiosa no se
renueva cambiando los rituales solamente, ni sólo instruyendo a los
fieles con teologías y catequesis más eficaces. La práctica religiosa, y
más en concreto la práctica sacramental, se renueva únicamente
cuando se afrontan honestamente los problemas de fondo que plan­
tea.
4. La persistencia de lo religioso
Hace algunos años, concretamente en la década de los 60, se habló
y se escribió mucho sobre la crisis de lo religioso. Las teologías de la
secularización y de la muerte de Dios pusieron de moda esta temática.
Se pensaba que habíamos entrado en una era nueva: la era secular y
postcristiana, en la que lo religioso había perdido definitivamente
toda relevancia. Apenas han pasado diez años y ya se tiene la
impresión de que aquella moda teológica ha perdido casi toda su
actualidad. En este sentido, es interesante recordar lo que reciente­
mente ha escrito A. M. Greeley:
Como sociólogo, siempr*/he tenido la impresión de que gran parte de la
literatura teológica referente al fenómeno de la llamada secularización
dejaba mucho que desear. Creo que muchos teólogos se han dado
demasiada prisa al proclamar la existencia del hombre irreligioso,
aunque no abundan los datos sociológicos que confirmen esta realidad.
No hay inconveniente en que los teólogos utilicen la sociología como
uno de los ingredientes de su quehacer específico, pero es comprensible
que el sociólogo desee que los teólogos afinen más al abordar las
complicaciones y ambigüedades que pone de manifiesto la investiga­
ción sociológica, especialmente la sociología de la religión3.
3. A. M. Greeley. Concilium 81 (1973) 5.
j
La crisis de la práctica religiosa
16
El hecho es que las creencias religiosas y la práctica religiosa, en su
sentido más global, no parecen haber disminuido tanto como algunos
afirman. Es más, en algunos países de alto nivel industrial y tecnocrà­
tico parece que más bien ocurre lo contrario. Tal es el caso de los
Estados Unidos de América4. Por lo demás, sabemos que la gran
masa de los católicos suele seguir bautizando a sus hijos recién
nacidos, hasta el punto de que el verdadero problema que viven
muchos párrocos es el no poder discriminar a quién se le debe
administrar el bautismo y a quién no. Y lo mismo ocurre con los
demás sacramentos. Es decir, la gente sigue acudiendo masivamente a
la práctica sacramental.
Por otra parte, como advierte el mismo Greeley, «si se nos dice
que al menos entre las minorías avanzadas de la sociedad predomina
el hombre secular, tecnológico e irreligioso, únicamente respondere­
mos que precisamente la progenie de esas minorías parece estar hoy
muy interesada en recrear las dimensiones tribales en su mundo de las
comunas psicodélicas y neosacrales»5. En este sentido, ha sido alta­
mente iluminador el giro espectacular que en pocos años ha dado un
autor tan leído como H. Cox, que en cuestión de muy poco tiempo ha
hecho su peregrinación desde la «ciudad secular» hasta su «fiesta de
los locos», que es la exaltación de lo religioso, lo místico y lo
contemplativo6. N o parece, por tanto, que, ni siquiera entre las
minorías que se consideran más «secularizadas», se haya impuesto
definitivamente el rechazo, sin más, de lo religioso. Y aquí se debe
recordar la seducción que hoy ejerce en amplios sectores de la pobla­
ción «la exaltación del interés hacia lo oculto, la meditación de estilo
oriental y, finalmente, como dato más significativo, el descubrimiento
de la dimensión religiosa del humanismo histórico»7.
Por consiguiente, desde el punto de vista de los datos empíricos,
no hay razones para pensar que la religiosidad en general, y la
práctica religiosa en concreto, estén en vías de desaparición, sino más
bien de todo lo contrario.
Estas razones de carácter empírico se ven reforzadas por las
motivaciones de tipo social y antropológico que determinan la prácti­
ca de lo religioso. Más adelante volveremos sobre este asunto. Pero,
ya desde ahora, se puede afirmar que la religiosidad tienen un poder
de integración de los individuos en los grupos humanos que hace que
esos individuos se sientan, con frecuencia, fuertemente atraídos hacia
4.
5.
6.
7.
CF.
A.
H.
G.
A. M. Greeley, Religion in the year 2000, New York1969, 31-73.
M. Greeley, El hombre no secular, Madrid 1974, 49.
Cox, Las fiestas de locos, Madrid 1972.
Baum, La persistencia de lo sagrado: Concilium 9 (1973) Í2.
La ambigüedad de lo religioso
17
las prácticas de piedad en sus diversas formas8. Esto explica el que las
personas que experimentan una determinada sensación de desarraigo
(caso, por ejemplo, de los emigrantes), acudan a los cultos dominica­
les con asiduidad porque en ello encuentran un factor de integración
en el grupo humano que les resulta protector.
Por otra parte, hay que tener en cuenta una motivación de tipo
antropológico, que es quizás la más decisiva en el mantenimiento de
la religiosidad. Se trata de que en la condición humana se encuentra
profundamente anclada una tendencia a crear un esquema absoluto
de significaciones y a sacralizarlo9. De ahí la persistencia del hecho
religioso, en todos los tiempos y en todas las culturas, desde los
pueblos más primitivos de los que tenemos noticia, hasta nuestros
días. Otra cuestión muy distinta es la explicación que se quiera dar de
este hecho, tan curiosamente persistente, no obstante el cúmulo de
cambios históricos, culturales, sociales y de todo tipo a que ha estado
sometido el hombre en su ya larga historia. E. E. Evans Pritchard, que
ha analizado las diversas teorías sobre el origen de la religión,
concluye su estudio con la consideración de que si se piensa que las
almas, los espíritus y los dioses de la religión carecen de realidad y son
completas ilusiones, parece inevitable buscar una teoría biológica,
psicológica o sociológica de cómo en todo tiempo y lugar han sido las
gentes tan estúpidas como para creer en esos dioses. Pero aquel que
admite la realidad del ser espiritual no requiere por igual estas
explicaciones, pues, a su juicio, por inadecuadas que sean las concep­
ciones de Dios y del alma que tienen los pueblos primitivos, no se
trata de meras ilusiones10. Y es que, como decía W. Schmidt en su
refutación contra las teorías de Renán, «existe demasiado peligro de
que el no creyente hable de la religión como hablaría un ciego de los
colores o un sordo completo de una bella composición musical»11.
5. La ambigüedad de lo religioso
Cuando hablamos de religión, religiosidad o práctica religiosa,
debemos comprender, ante todo, que estamos utilizando expresiones
sumamente ambiguas. Y para convencernos de ello, podemos hacer­
nos una pregunta muy sencilla: ¿fue Jesús de Nazaret un hombre
religioso? A primera vista, parece que esta pregunta carece de sentido.
8.
9.
10.
11.
Cf. sobre este punto, J. Wach, o. c., 39-43.
Cf. A. M. Greeley, El hombre no secular, 268.
E. E. Evans Pritchard, Las teorías de la religión primitiva, Madrid 1973, 192.
W. Schmidt, The origin and growth of religion, 1931, 6.
18
La crisis de la práctica religiosa
Porque, ¿qué duda cabe que Jesús fue un hombre profundamente
religioso? Y sin embargo, tiene sentido el hacerse esa pregunta por­
que, como sabemos muy bien, Jesús fue rechazado y condenado por
las personas más religiosas de su tiempo. Y fue rechazado y condena­
do precisamente porque la gente más religiosa de entonces consideró
que era un blasfemo y un impostor, es decir, el enemigo más radical de
la religión (cf. Mt 9, 3; Me 2,7; Mt 26,65; 27, 39; Me 15,29; Le 22,65;
Jn 10, 36). Evidentemente, esto quiere decir, por lo pronto, que un
mismo comportamiento puede ser considerado como religioso o
exactamente todo lo contrario. Y eso está indicando, por sí solo,
hasta qué punto la religión y la religiosidad es un hecho o una
experiencia cargada de una inevitable ambigüedad.
Para comprender en qué consiste esta ambigüedad, empezare­
mos por analizar, al menos de una manera elemental, eso que llama­
mos religión. En el uso de la lengua castellana, la religión es el
«conjunto de creencias sobre Dios y lo que espera al hombre después
de la muerte, y de los cultos y prácticas relacionadas con esas
creencias»12. Por su parte, el Diccionario de la real academia de la
lengua española nos presenta un significado más detallado:
Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos
de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta
individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el
sacrificio para darle culto 13.
Como se ve por estas explicaciones, de lo que es la religión, ésta
comporta dos componentes: un término último, que es Dios o la
divinidad, y a eso se refieren las creencias o los dogmas; y unos
medios de acceder a ese término o para relacionarse con él, y a eso se
refieren los cultos y las prácticas relacionadas con las creencias. Por lo
demás, esta distinción entre el término (Dios) y los medios (prácticas
religiosas) tiene su razón de ser en el hecho de que Dios, por su misma
definición, es el ser transcendente, el que está más allá del horizonte
último de la existencia humana, lo que quiere decir que el hombre no
tiene acceso directo e inmediato a Dios, al menos mientras el hombre
existe en la presente condición terrena. Ahora bien, eso quiere decir
que el hombre no puede relacionarse con Dios nada más que a través
de un orden de mediaciones humanas. De ahí que cuando hablamos
de la religión, podemos referirnos o al término, Dios en sí mismo, o a
las mediaciones con las que el hombre intenta relacionarse con Dios.
12. M. Moliner, Diccionario del uso del español II, Madrid 1975, 989.
13. Ed. 1970, 1127.
La ambigüedad de lo religioso
19
Pero conviene precisar más esta distinción entre el término y las
mediaciones. Porque, en realidad, las mismas creencias religiosas o
los dogmas son también mediaciones creaturales entre Dios en sí, por
una parte, y el hombre, por otra. En este sentido, es sumamente
iluminadora la profunda afirmación de santo Tomás: Ässensus fidei
non term ina tur ad enuntiabile, sed adrem™. El acto de fe no se termina
en la formula dogmática, sino en la realidad última a la que esa
fórmula se refiere. Lo que quiere decir que cualquier fórmula dogmá­
tica y cualquier creencia «o es Dios, ni abarca o expresa adecuada­
mente a Dios, sino que siempre el dogma, la creencia o incluso la más
alta y sublime afirmación bíblica son realidades creaturales que se
sitúan en el nivel de las mediaciones humanas a través de las cuales el
hombre intenta acceder a Dios y relacionarse con él. Por esto, sin
duda, se comprende que la experiencia propiamente religiosa no se
sitúa al nivel de lo «racional», sino al nivel de lo «numinoso», es decir,
al nivel más profundo de la experiencia humana, de donde emergen
las experiencias preconceptuales y atemáticasls. Ello explica el que la
religión, en su sentido más propio, fue comprendida por la cultura
clásica como experiencia de temor, de la que brotan las prácticas y
observancias religiosas: Religio proprie est metus divini numinis, ex quo
eius cultus, reverentia et observatio sequitur, pietas, sanctitas16.
Si ahora damos un paso más y consideramos más de cerca esta
distinción entre término de 14 Religión y sus necesarias mediaciones,
comprenderemos fácilmente dónde radica el verdadero problema de
la ambigüedad que siempre implica lo religioso. Este problema con­
siste en que el término de la religión (Dios), al acceder al hombre y
entrar por eso en el campo inmanente de la conciencia humana, tiende
a convertirse en objeto, ya sea un objeto de nuestro conocimiento, ya
sea un objeto de nuestra práctica cultual. Es decir, cuando el absolutamente-otro, que está más allá del horizonte último de la existencia
humana, accede a nuestras posibilidades de relación y es aprehendido
por nosotros más acá de ese horizonte, tiende a «objetivarse», a
convertirse y degenerar en «cosa» pensada (dogma) o realizada (cul­
to). De donde resulta que cuando el hombre piensa que se relaciona
con Dios, bien puede suceder ¡que, en realidad, con lo que se relaciona
es con las objetivaciones de E»ios que el mismo hombre construye. En
tal caso, el hombre no accede al término de la religión, sino que se
queda apresado ilusoriamente en las mediaciones.
14. De verilate q. 14, a. 8, ad. 4; ST ÍI-ÍI, q.l, a. 2, ad. 2.
15. Cf. R. Otto, Lo santo, Madrid 21965, 16-18.
16. A. Forcellini, Totius latinittítis lexicon V, Prati 1871, 153.
f
20
La crisis de la práctica religiosa
A la vista de lo dicho, hay que tener siempre muy presente que,
por una parte, el hombre no puede prescindir de las mediaciones;
pero, por otra parte, tales mediaciones pueden convertirse en un
auténtico peligro, el peligro más grave, para la autenticidad de la
religión, en cuanto que si el hombre queda atrapado en las mediacio­
nes, en realidad lo que viene a hacer es que diviniza a una creatura, es
decir, cae en la idolatría.
En consecuencia, se puede decir, con todo derecho, que el proceso
de objetivación del transcendente constituye la raíz profunda de la
inevitable ambigüedad que implica lo religioso. En este proceso de
objetivación, ha escrito Paul Ricoeur:
Nacen a la vez la metafísica y la religión; la metafisica que hace de Dios
una nueva esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo
sucesivo se inscribirán en el mundo de la inmanencia, del espíritu
objetivo al lado de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera
económica, la esfera política y la esfera cultural. Diremos que una
cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera humana del
espíritu. H abrá en adelante objetos sagrados y no sólo signos de lo
sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cultura17.
Se produce de esta manera lo que el mismo Ricoeur ha denomina­
do la «conversión diabólica» que hace de ¡a religión la «reificación y
la enajenación de la fe»18. Porque entonces, los símbolos del absolutamente-otro dejan de cumplir su función de «centinelas del horizon­
te» último de la conciencia y de la experiencia humana, de tal manera
que, en vez de remitirnos, al más allá del transcendente, en realidad lo
que hacen es «objetivar» a Dios en una realidad humana, puramente
humana, que queda a nuestra disposición. El hombre entonces no se
somete a Dios, sino que somete a Dios a sí mismo. He aquí la
perversión radical de lo religioso. Por eso se comprende que «la fe es
aquella región de la simbólica donde la función de horizonte degenera
continuamente en función de objeto, dando origen a los ídolos,
figuras religiosas de la misma ilusión que, en metafisica, engendra los
conceptos de ente supremo, de sustancia primera y del pensamiento
absoluto. El ídolo es la reificación del horizonte en cosa, la caída del
signo al nivel de objeto sobrenatural y supracultural» *9.
Aquí es importante tener en cuenta que, por más que estas
reflexiones tienen todos los visos de ser una abstracción alejada de la
vida, en realidad operan a diario en la conciencia y en la experiencia
profunda de todo hombre religioso. De ahí que muchas personas
17. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 463-464.
18. Ibid.
19. Ibid.
La ambivalencia de lo religioso
21
practican asiduamente la religión, pero por el conjunto de su existen­
cia se tiene la impresión de que, en realidad, no se encuentra con Dios,
el D ios vivo, sino con las objetivaciones de Dios que se producen en
virtud del proceso de «conversión diabólica» del que antes hemos
hablado. La fidelidad o incluso el fanatismo religioso, y por supuesto
la exactitud en cumplir las prácticas, pueden ser entonces la expresión
más clara del fanatismo del hombre por sí mismo.
Por lo que hemos indicado, la jnibigüedad de lo religioso consiste,
en definitiva, en que un mismo acto o práctica dé la religión puede ser
o un símbolo del horizonte último que me lleva a Dios; o puede ser
también un objeto en el que el ídolo de la ilusión se autosatisface
engañosamente. A lo largo de nuestro trabajo iremos analizando las
consecuencias prácticas y concretas que entraña este planteamiento.
6. La ambivalencia de lo religioso
Desde el punto de vista psicoanalitico, es importante advertir el
sorprendente paralelismo que existe entre ciertas prácticas religiosas y
los ceremoniales que comportan las «neurosis obsesivas».
El ceremonial neurótico u obsesivo, advierte Freud, «consiste en
pequeños manejos, adiciones, restricciones y arreglos puestos en
práctica, siempre en la misma forma o con modificaciones regulares,
en la ejecución de determinados actos de la vida cotidiana»20. Y el
mismo Freud se encarga de poner un ejemplo sencillo:
Veamos, por ejemplo, un ceremonial concomitante con el acto de
acostarse: el sujeto ha de colocar la silla en una posición determinada al
lado de la cama y ha de poner encima de ella sus vestidos, doblados de
determinada forma y según cierto orden, tiene que remeter la colcha
por la parte de los pies y estirar perfectamente las sábanas; luego ha de
colocar las almohadas en determinada posición y adoptar él mismo, al
echarse, una cierta postura; sólo entonces podrá disponerse a conciliar
el sueño21.
La experiencia nos enseña, por lo demás, que estos ceremoniales
son bastante frecuentes en la vida de las personas, incluso de aquellas
personas que no son consideradas como anormales.
El paralelismo o la analogía entre este tipo de ceremoniales y
determinadas prácticas religiosas es bastante claro. Tal analogía
consiste, a un nivel superficial, en tres cosas: 1) en el temor que
20. S. Freud, Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, en Obras completas II,
Madrid 1968, 1049.
21. Ibid.
La crisis de la práctica religiosa
surge en la conciencia en caso de omisión; 2) en la exclusión total de
toda otra actividad (prohibición de perturbación); 3) en la concien­
zuda minuciosidad de la ejecución22. Efectivamente, estos tres rasgos
se dan, con frecuencia, en la ejecución de no pocas prácticas religio­
sas. Pensemos, por ejemplo, en los escrúpulos que acosan a algunas
personas piadosas si no ejecutan con toda exactitud las rúbricas del
ritual.
Pero Freud advierte también que entre el ceremonial obsesivo y la
práctica religiosa existe una diferencia fundamental: «los detalles del
ceremonial religioso tienen un sentido y una significación simbólica»,
mientras que los detalles del ceremonial obsesivo o neurótico «pare­
cen insensatos y absurdos». Y es que «la neurosis obsesiva representa
en este punto una caricatura, a medias cómica y triste a medias, de
una religión privada»23.
Sin embargo, no obstante esta diferencia fundamental, existe una
coincidencia más profunda entre estos dos tipos de actividad humana.
Porque, como afirma Freud, «los actos obsesivos entrañan en sí y en
todos sus detalles un sentido, se hallan al servicio de importantes
intereses de la personalidad y dan expresión a vivencias cuyo efecto
perdura en la misma y a pensamientos cargados de afectos»24. Ahora
bien, a partir de este sentido y de estos intereses de la personalidad, tal
como actúan en el ceremonial obsesivo, se descubren las profundas
coincidencias que existen entre tal ceremonial y la práctica religiosa.
La primera coincidencia consiste en que, en ambos casos, actúa un
sentimiento de protección contra la angustia, el castigo y la culpa. En
este sentido, indica Freud, «puede decirse que el sujeto que padece
obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara bajo la
soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no sabe, desde
iuego, lo más mínimo»25. Se trata de una «expectación angustiosa
que acecha de continuo, una expectación de acontecimientos desgra­
ciados, enlazada, por el concepto de castigo, a la percepción interior
de la tentación»26. De donde resulta que el ceremonial obsesivo se
inicia como un acto de defensa o como una medida de protección.
Ahora bien, si del ceremonial obsesivo pasamos a determinadas
formas o experiencias de práctica religiosa, se advierte enseguida el
paralelismo:
22.
23.
24.
25.
26.
Ibid., 1050.
Ibid.
Ibid.
Ibid., 1051.
Ibid.
La ambivalencia de lo religioso
23
A la conciencia de culpabilidad de los neuróticos obsesivos correspon­
de la convicción de los hombres piadosos de .ser, no obstante la
piedad, grandes pecadores; y las prácticas devotas (rezos, jaculatorias,
etc.) con las que inician sus actividades cotidianas, y especialmente
toda empresa inhabitual, parecen entrañar el valor de medidas de
protección y defensa27.
Los ejemplos se podrían multiplicar a este respecto. Pero no hace
falta. Porque la experiencia nos enseña hasta qué punto estas cosas
ocurren en la vida diaria de no pocas personas.
Una segunda coincidencia, que es más de fondo, consiste, según
Freud, en la represión de un impulso instintivo. En efecto, el mecanis­
mo de la neurosis obsesiva conlleva siempre «la represión de un
impulso instintivo»28. De do^de nace la angustia que se apodera del
porvenir bajo la forma de an^jbstia expectante29. De manera bastante
parecida, en la conciencia religiosa de algunas personas, se observa
fácilmente «la conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación
inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al
castigo divino»30. Porque, efectivamente, para algunas personas, la
práctica religiosa brota del temor incesante ante el castigo que amena­
za si no se ejecuta puntualmente y con toda exactitud el ritual
establecido.
De esta conciencia de miedo, finalmente, surgen las prohibiciones,
que dan más seguridad al sujeto. En el caso del neurótico obsesivo,
este proceso es patente. Porque «pronto los actos protectores no
parecen ya suficientes contra la tentación, y entonces surgen las
prohibiciones, encaminadas a alejar la situación en que la tentación se
produce»31. Por su parte, en algunas experiencias de práctica religio­
sa, se observa exactamente el mismo proceso: al miedo sucede la
progresiva estrechez de la conciencia, que mediante prohibiciones y
austeridades intenta asegurar su situación ante la divinidad.
Evidentemente, todo esto no quiere decir que todo acto religioso
esté necesariamente implicado en esta ambivalencia. Sin duda alguna,
Freud llegó más allá de lo objetivo y de lo justo al atribuir a cualquier
práctica religiosa esta ambivalencia, mezcla de ritual obsesivo y de
intento de relación con Dios. Además, no parece que se pueda
demostrar que la naturaleza propia del acto religioso sea solamente la
puesta en práctica de un simple ritual obsesivo. Sabemos, en efecto.
27.
28.
29.
30.
31.
Ibid.
Ibid., 1052.
Ibid.
Ibid.
Ibid.
24
La crisis de la práctica religiosa
que el acto religioso es increíblemente más complejo. Como sabemos
igualmente que hay muchas personas que no padecen obsesiones y,
sin embargo, se trata de personas que practican la religiosidad con
normalidad.
De todas maneras, parece que se puede afirmar, sin lugar a duda,
que en no pocos casos de gente que practica la religión con asiduidad
se da la ambivalencia que hemos descrito sumariamente, como lo
demuestran las coincidencias que el mismo Freud señala, coinciden­
cias que, como hemos visto, parecen incuestionables.
7. La violencia de lo religioso
Es un hecho que lo religioso ha estado históricamente relacionado
con la violencia. El acto supremo de la religión es el sacrificio. Y el
sacrificio consiste en la muerte ritual de la víctima. El sacrificio es, por
tanto, un acto de violencia. Y sabemos que en algunas religiones tal
violencia se ejerce sobre seres humanos, que son sacrificados como
víctimas.
En otros casos, la violencia de lo religioso se ejerce sobre los que
son considerados como enemigos de la religión. Las guerras de
religión y las sangrientas matanzas de herejes y paganos son la prueba
más clara de lo que venimos diciendo. Desde este punto de vista, es
doloroso tener que admitir que una de las causas que históricamente
han provocado la violencia sangrienta en el mundo ha sido la religión,
incluida por supuesto la religión cristiana32. La inquisición, las cruza­
das, y en general las matanzas de herejes, judíos y paganos son una
secuencia de hechos tristes y sombríos en extremo a este respecto. En
tiempos muy recientes, sabemos que la guerra civil española de 1936
fue interpretada como una cruzada religiosa, en la que los hombres se
perseguían unos a otros y se mataban unos a otros por la causa de
Dios. Un sacerdote español escribía en aquel tiempo:
Aquí, en España, en este trágico juego de la guerra, no jugamos
simplemente a democracias o a fascismos, a capitalismos o a proletaria­
dos. Jugamos a muchas cosas. Pero jugamos especialmente con un
juego definitivo, a religión o a irreligión, a Dios o a no D ios33.
32. Cf. para este punto, el estudio de J. Kahl, Das Elend des Christentums oder
Plädoyer für eine Humanität ohne Gott, Namburg 1969.
33. A. de Castro Aibarrán, Guerra santa. El sentido católico de la guerra española,
Burgos 1938, 26.
La violencia de lo religioso
25
Y
más reciente aún, tenemos los casos de guerra de el Líbano,
Irlanda del Norte, Irán en los que el hecho religioso, profundamente
complicado con lo político, ha sido causa de violencias sangrientas.
Estos hechos nos indican que entre lo religioso y la violencia existe
un profundo parentesco, una cierta relación, que resulta innegable,
por más que se pueda discutir sobre la naturaleza de este extraño
parentesco.
Si miramos este fenómeno más de cerca, descubrimos fácilmente
que la primera y la más fundamental violencia que desencadena el
hecho religioso es la violencia que actúa sobre la conciencia del
hombre. En efecto, el hombre religioso se comporta como tal, en
bastantes casos, porque en su intimidad experimenta, de una manera
o de otra, la terrible experiencia del miedo. Se trata del temor y terror
que suscita el poder fascinante e inherente a toda experiencia religio­
sa. El escalofrío fisico, el terror a los fantasmas, el temor, el. horror
súbito, el respeto, la humildad, son sentimientos típicos de la expe­
riencia religiosa34. Es el miedo al castigo divino por el mal que hace el
hombre. De ahí sus castigos subsiguientes mediante observancias y
rituales, con los que intenta alejar ei miedo o alcanzar aquello que
teme perder si no cumple tales observancias y rituales.
Ahora bien, a partir de esta experiencia del miedo religioso, se
plantea el hecho de la magia. La historia de las religiones nos enseña
que la mentalidad mágica aparece, antes que ninguna otra, en los
grupos humanos. También la psicología profunda nos dice que puede
denominarse así la primera fase de la vida psíquica del niño, goberna­
da de una manera primordial por el miedo. En todo caso, los ritos
mágicos intentan apaciguar a las fuerzas superiores que ei hombre
religioso experimenta como amenazantes o quizás como hostiles. Lo
que pretende el hombre mediante esta maniobra es escapar a la
angustia y poner ante lo amenazante-desconocido una barrera de
protecciones altamente simbólicas3-s.
La magia está estrechamente relacionada con los ritos: hay magia
en un rito cuando a la ceremonia ritual se la atribuye un eficacia
automática. Esta eficacia automática depende de la perfecta y cabal
ejecución del rito en todos sus detalles, sobre todo mediante la
recitación exacta de ciertas fórmulas a las que se atribuye el efecto
saludable que se busca36. Es característico de la magia el que la
experiencia personal de los participantes en el rito quede fuera del
ámbito de lo que se requiere para que el efecto apetecido se produzca.
34. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964, 38.
35. Cf. M. Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-S4.
36. Cf. S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas, Madrid 1975, 959.
26
La crisis de la práctica religiosa
Lo que interesa escrupulosamente es que el rito y las palabras que lo
acompañan se ejecuten minuciosamente, de tal manera que, según se
piensa, el rito mismo causa el efecto, por más que aquello resulte una
cosa extraña a la vida y a las experiencias fundamentales de la vida37.
A partir de lo que se acaba de indicar, no cabe duda que la
doctrina del ex opere operato en los sacramentos ha sido interpretada
de manera que, en la práctica, lo que muchas veces se ha dado ha sido
más la magia que el simbolismo sacramental rectamente interpretado
y vivido. Los sacerdotes y los fieles se han preocupado, con frecuen­
cia, de que el rito se cumpliese con toda exactitud, porque de esa
exactitud se esperaba la comunicación de la gracia. Y así hemos
llegado a la situación asombrosa de gente que se angustia más por
comulgar en la mano (y eso que se trata de un rito ya permitido) que
por vivir la experiencia de comunión y de amor que la eucaristia
comporta esencialmente. Eso denota, evidentemente, una mentalidad
mágica. Y ese tipo de mentalidad es, por desgracia, demasiado
frecuente entre amplios sectores de la población creyente y practi­
cante.
Aquí también conviene indicar que, evidentemente, no toda per­
sona que se acerca a recibir los sacramentos se acerca a ellos necesa­
riamente impulsada por sentimientos de tipo mágico. Pero, al mismo
tiempo, hay que reconocer que la experiencia de lo mágico ha invadi­
do la práctica sacramental mucho más dejq/jue sospechamos. Como
lo demuestra el hecho patente de tantos fieles practicantes que se
inquietan y hasta se irritan si un sacerdote no cumple minuciosamente
el ritual establecido, mientras que no parecen tener la misma preocu­
pación de que la iglesia y la sociedad sean de hecho más coherentes
con los planteamientos más elementales del mensaje de Jesús. Los que
piensan y viven de esa manera, dan muestras evidentes de sufrir más la
violencia de lo religioso que la exigencia de lo cristiano. He aquí una
de las desviaciones más fundamentales de la práctica sacramental.
8. La manipulación de lo religioso
Hoy está de sobra demostrado que, a lo largo de la historia, la
religión ha estado íntimamente vinculada a las esferas del poder,
concretamente del poder político, y, consiguientemente, también del
poder económico. En el caso de la religión cristiana, esta vinculación
ha sido más fuerte de lo que muchas personas se imaginan. Tal
37.
Para una información más amplia sobre este asunto, cf. G. Mensching, Die
Religion, Berlin 1959, 133-139; G. Widengren, Religionsphmomertologie, Berlin 1969,4-8.
La manipulación de lo religioso
27
vinculación se inicia a partir del siglo IV y alcanza sus expresiones
más fuertes en la alta edad media. De este tiempo se ha escrito con
toda razón:
Se daban, pues, conjLitamente, la tendencia a la sacralización de la
política y la tendencia'a la politización de la imagen religiosa, o dicho
de otro modo, había reciprocidad en cuanto a las formas simbólicas
utilizadas para esclarecer las respectivas realidades. Así, para poner un
par de ejemplos, el cielo era imaginado como una especie de estado con
su curia celestial en la que cada ángel, apóstol, pertenecía a un ordo y
realizaba una función, y Cristo era representado por el arte románico
llevando una corona imperial o real; mas por otro lado el rey terreno
era concebido como «imagen de Cristo» y su paz y su justicia com o
aproximación a las que existían en el cíelo58.
Y no se piense que esto ocurría sólo en los lejanos tiempos de la
edad media. Refiriéndose al siglo XIX español, el canónigo de Sevilla
Blanco White escribía en aquel tiempo que «Dios y el rey están tan
unidos en la lengua del país que a los dos se les aplica el mismo título
de majestad»39. Y todavía más cerca de nosotros, sabemos hasta qué
punto se llegó en no pocas afirmaciones acerca de la sacralización del
poder en los primeros años del gobierno autoritario del general
Franco, al que se le designaba como «mano cristiana», que «supo
hacer milicia de la religión y la religión milicia», «capitán de una
cruzada», «misionero de la fe», «signo de predestinación, jamás
aplicable a caso alguno»...40.
Esta vinculación entre religión y política ha traído, entre otras,
una consecuencia importante: históricamente, la religión ha sido
utilizada como instrumento de poder en favor de los grupos dominan­
tes de la sociedad. Ello se explica porque los dirigentes religiosos han
estado, con frecuencia, asociados, de alguna menerà, a los dirigentes
políticos. Y bien sabemos que de esta asociación todos salían ganan­
do: los políticos, porque así obtenían una «legitimación» religiosa de
su poder; y los religiosos, porque así obtenían no pocos privilegios
para su situación y sus intereses.
Por lo dicho se comprende que, por ejemplo, durante el siglo
XVIII, en la predicación eclesiástica, la posición privilegiada de las
clases dominantes fue presentada como algo querido por Dios y
establecido por Dios, de manera que los desgraciados de este mundo
38. M. García Pelayo, El reino de J)ios, arquetipo político, Madrid 1959, 1,
39. J. Blanco White, Cartas de España, Madrid 1972, 41; un excelente estudio de
todo este asunto, en la tesis doctoral de J. A. Portero, Pùlpito e ideología en la España ctel
siglo XIX, Zaragoza 1978, 75-109.
40. Cf. el informe presentado por la revista Guadiana, 81 (1976) 21.
28
La crisis de la práctica religiosa
debían aceptar su triste suerte con resignación y con. ¡a esperanza
puesta en el premio que Dios les otorgaría en la otra vida por sus
sufrimientos41.
No debe extrañar, en consecuencia, que las clases sociales privilegidas hayan sido tradicionalmente más «practicantes» de la religión
que las gentes menos favorecidas por la fortuna. Y de ahí que
tampoco nos debe extrañar que las clases dominantes hayan pretendi­
do mantener la religión y fomentarla, porque, entre otras cosas, veían
que la religiosidad actuaba como un factor decisivo en el manteni­
miento del orden social establecido. Como decía Necker en un opús­
culo titulado De la importancia de las opiniones religiosas, «cuando la
extensión de los impuestos mantiene al pueblo más en el abatimiento
y en la miseria, es más indispensable darle una educación religiosa»42.
La consecuencia que se ha seguido de todo lo dicho es que, en la
práctica, la religión ha sido manipulada por el poder para el logro de
sus intereses, por más que en m uchos casos las intenciones conscientes
de determinados gobernantes fueran todo lo legítimas que uno se
pueda imaginar.
Pero hay en lodo este asunto algo más sutil y decisivo en la
práctica. Se trata del hecho, sobradamente conocido, de que los
sacramentos son ritos de integración social, en un doble sentido: por
una parte, los sacramentos son celebraciones de acontecimientos
personales con repercusión social, como por ejemplo el bautismo
(nacimiento), la fiesta del niño (primera comunión), la boda (matri­
monio), la muerte (funeral): por otra parte, los sacramentos tienen un
carácter de integración social,, apuntándose en los diversos registros
sociales existentes (libros parroquiales, aceptación en la sociedad,
requisitos que van a hacer falta después). Así el sujeto integrado en la
sociedad ya es como todo el mundo: no es moro por estar bautizado,
no vive como ios animales, no es enterrado como un perro.
En este conjunto de hechos sociales, destaca fuertemente el aspec­
to de pasividad en los que reciben los sacramentos, al menos en
muchos casos. Por la sencilla razón de que los sujetos son, con
frecuencia, llevados materialmente a los sacramentos: el niño peque­
ño es llevado a bautizar sin darse cuenta; los novios son llevados por
los padrinos al altar; los niños por sus padres y maestros a la primera
comunión; etc.
Está claro que, en tales condiciones, se ejerce de facto un determi­
nado dominio político y social mediante ios sacramentos. Esto es algo
41. lista es ia tesis que ha demostrado ampliamente el excelente estudio de B.
Groethuysen. Lo formación de la conciencia burguesa en Francia durante ei siglo XV]}],
Mexico 1943.
42. Cf. R. Pernoud. Hisioire de ia bourgoisie cu France, Paris ¡962. 112.
Conclusion
29
que ha sido palpado por no pocos párrocos cuando, por ejemplo, se
ha llevado la comunión procesionalmente a los enfermos: van las
autoridades, la guardia civil, la gente bien (que pertenece a la cofradía
del Santísimo), y todos invaden materialmente la casa de un pobre en
extrema miseria. Cuando más tarde a ese desgraciado se le han
abierto los ojos, es muy posible que haya rechazado todo tipo de
celebración religiosa, por el hecho de que veía el sacramento asociado
más al poder que al amor que comparte el sufrimiento, no sólo
cuando se lleva la comunión a los impedidos, sino en todo momento.
Por lo demás, al hablar de manipulación de lo religioso, no hay
que entender necesariamente una manipulación consciente e intencio­
nada. En muchos casos, tal manipulación se ha hecho con la mejor
voluntad del mundo. Pero el hecho es que, en la práctica, lo religioso
era manipulado para el logro de intereses extrarreligiosos o incluso
sencillamente anticristianos. Y las consecuencias que de ello se han
seguido han sido funestas, ante todo para la misma práctica religiosa,
de la que se han alejado grandes masas. Y además consecuencias
funestas para las masas que, también desde este concreto capítulo,
han sido muchas veces manipuladas.
9. Conclusión
En nuestro tiempo asistimos, a pesar de todo lo que se diga en
contra, a una persistencia de lo religioso. Pero resulta que tal persis­
tencia pone de manifiesto, al mismo tiempo, las raíces de la crisis
religiosa que viven grandes sectores de la población.
Esta crisis está marcada por la sospecha. Una sospecha que a
veces es consciente y manifiesta. Y otras veces actúa de manera
inconsciente, pero con una eficacia asombrosa.
Se trata, en primer lugar, de la sospecha que se refiere a la
ambigüedad de lo religioso: en realidad, la práctica religiosa, ¿es un
conjunto de «mediaciones» que nos llevan a Dios o es un conjunto de
«objetivaciones» en las que intentamos inconscientemente poner a
Dios a nuestra disposición?
Se trata, en segundo lugar, de la sospecha que se refiere a la
ambivalencia de lo religioso: ¿no es la práctica religiosa, en muchos
casos, la realización sacralizada de obsesiones neuróticas mediante las
cuales el enfermo intenta liberarse del miedo?
Se trata, en tercer lugar, de la sospecha que se refiere a la violencia
de lo religioso: ¿no será la pratica religiosa la puesta en práctica de
mecanismos de magia m ediare los cuales se intenta obtener efectos
automáticos tranquilizantes éj gratificantes?
30
La crisis de la práctica religiosa
Se trata, por fin, de la sospecha que se refiere a la manipulación de
lo religioso: ¿no es la práctica religiosa un instrumento de integración
social, mediante el cual determinados grupos de poder manipulan de
facto (sean cuales sean sus intenciones conscientes) a la masa de los
crédulos.
Estos interrogantes no están planteados caprichosamente o por
una manía morbosa de problematizar. Se trata de cuestiones reales
que operan en la intimidad de muchas más personas de lo que
seguramente nos podemos imaginar.
Jesús y la práctica religiosa establecida
En la práctica religiosa establecida en la iglesia, los sacramentos se
celebran como ritos religiosos. Ello quiere decir que se trata de ritos
vinculados a la experiencia de «lo sagrado»: al espacio sagrado, al
tiempo sagrado y a las personas sagradas.
Ahora bien, cuando se trata de la experiencia de «lo sagrado», es
de suma importancia dejar muy claro dos cosas: l) delimitar lo que
se entiende por «sagrado»; 2) comprender las experiencias que eso
suscita en las personas que lo viven.
1. Delimitación de lo sagrado
Decimos que los sacramentos se celebran como ritos religiosos,
vinculados a la experiencia de lo sagrado. Pero esta afirmación
necesita algunas aclaraciones importantes.
Es verdad que un sacramento se puede celebrar en un espacio no
considerado oficialmente como sagrado, por ejemplo un bautismo,
que se puede administrar en una clínica donde ha nacido el niño, o
una eucaristía que se puede celebrar en el campo o en una casa
particular. También es cierto que los sacramentos no están necesaria­
mente vinculados a determinados tiempos o días que se consideren
sagrados. Como igualmente es cierto que una persona no-sagrada (un
seglar) puede administrar un bautismo, y en el caso del matrimonio
son los contrayentes el ministro del sacramento.
Todo esto es cierto. Pero lo importante está aquí en comprender lo
que se debe entender por «sagrado». En principio, la sacralidad es la
32
Jesús y la práctica religiosa establecida
cualidad que separa y pone aparte a un espacio (el templo), a un
tiempo (la fiesta religiosa), a un objeto (un vaso sagrado) o a una
persona (el sacerdote). En este sentido, se comprende la noción de «lo
sagrado» que nos suministran los especialistas en fenomenología de la
religión. Por ejemplo, Mircea Eliade afirma: «El hombre entra en
conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra
como algo diferente por completo de lo profano»1. Se trata siempre,
como dice el mismo Eliade, de la manifestación de algo «completa­
mente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro
mundo2.
Pero con decir eso no tocamos el fondo del problema que plantea
«lo sagrado». En efecto, «lo sagrado», en cuanto que es «lo separado»
y puesto aparte, lo contrapuesto y contradistinto de «lo profano», se
establece como tal en virtud de unos límites que el hombre traza o
delinea simbólicamente. Es decir, lo sagrado no es sagrado por
naturaleza, sino porque el hombre lo separa de lo que considera
profano en virtud de un límite que el propio hombre establece. El
espacio es continuo, lo mismo que el tiempo; las cosas y las personas
no tienen, por naturaleza, diferencias cualitativas que las contradistingan a unas de otras. Pero sabemos que el hombre tiene la capaci­
dad de establecer, mediante representaciones simbólicas, diferencias
fundamentales entre un espacio y otro espacio, un tiempo y otro
tiempo, una persona y otra persona.
De acuerdo con lo que se acaba de indicar, se comprende perfecta­
mente lo que acertadamente ha escrito E. Leach:
Cuando empleamos símbolos (verbales o no verbales) para distinguir
una clase de cosas o acciones de otras, estamos creando límites artificia­
les en un campo que es «por naturaleza» continuo. Esta noción de
límite exige reflexión. En principio, un límite no tiene dimensión. Mi
jardín limita directamente con el de mi vecino; la frontera de Francia
colinda directamente con la de Suiza, etc. Pero si el límite se ha de
señalar en el terreno, el mismo marcador ocupará un espacio. Los
jardines vecinos tienden a separarse con vallas y zanjas; las fronteras
nacionales, con franjas de «tierra de nadie». La naturaleza de tales
marcadores de límites es que son ambiguos en su implicación y consti­
tuyen una fuente de conflictos y ansiedad. El principio de que todos los
límites son interrupciones artificiales de lo que es continuo por natura­
leza, y de que la ambigüedad, que está implícita en el límite como tal, es
una fuente de ansiedad, se aplica tanto al tiempo como al espacio 3.
1. M. Eliade, Lo sagrado v lo profano, Madrid 1973, 18.
2. Ibid., 19.
3. E. Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la comunicación de los símbolos,
Madrid 1978, 46.
Delimitación de lo sagrado
33
Si aplicamos ahora esta descripción general al caso de los sacra­
mentos, es claro que cuando un grupo de personas se reúnen en un
local para celebrar una eucaristía, desde el momento en que la
celebración empieza, allí se establecen simbólicamente unos límites
que sacralizan el espacio y el tiempo: la habitación es el espacio
sagrado (aunque nadie lo piense), separado del resto de las habitacio­
nes de la casa. Y mientras dura la eucaristía, se vive por los partici­
pantes un tiempo especial, distinto, tiempo sagrado. En ese espacio y
durante ese tiempo, los participantes se sitúan simbólicamente en un
ámbito distinto a todo el resto del espacio y del tiempo (espacio o
tiempo de trabajo, de convivencia, de diversión, o de descanso). Ese
espacio y ese tiempo merecen un respeto, una reverencia, un silencio,
un lenguaje, unos comportamientos que no son los habituales. Y todo
eso es así porque se han establecido simbólicamente unos límites que
separan el espacio, el tiempo, las cosas y las personas.
Dando un paso más, estos límites se establecen mediante un ritual
determinado, que puede ser el ritual oficialmente establecido por la
autoridad religiosa; o que puede ser también el ritual convencional en
el que se ponen de acuerdo los participantes. Porque en esto ocurre lo
mismo que en lo del tiempo, el espacio y las personas. De la misma
manera que el tiempo, el espacio y las personas tienen una continui­
dad que las iguala por naturaleza, igualmente se puede decir que los
gestos y las acciones humanas son iguales por naturaleza. Es decir, no
hay gestos, posturas o acciones que sean por naturaleza rituales,
mientras que los demás no lo son. Lo que ocurre es que los hombres
tenemos la capacidad simbólica de atribuir una significación especial
a ciertos gestos o acciones, que por eso se convierten en el ritual que
establece los límites entre lo sagrado y lo profano.
Un ejemplo sencillo puede resultar esclarecedor: cuando las perso­
nas que se reúnen en la habitación de una casa para celebrar una
eucaristía, empiezan la celebración, siempre hay ciertos gestos o
acciones que indican a lo^ participantes que desde ese momento se
inicia el rito. Es posible qvs allí no haya misal, ni velas, ni altar, ni
ornamentos litúrgicos. Pero hay un momento en el que quien preside
impone silencio, quizás se santigua o inicia una consideración piadosa
o una breve plegaria. Ha comenzado el ritual. Y los participantes
componen su postura, adoptan un gesto más serio, bajan la voz o
ponen cara de circunstancias. Se ha establecido el espacio sagrado, el
tiempo sagrado. El ritual convencional los sumerge a todos en una
atmósfera diferente, contrapuesta al resto de la vida.
Todo esto quiere decir que cuando se trata del espacio sagrado,
del tiempo sagrado o de las personas sagradas, lo que menos importa
es saber si se trata de espacios, tiempos o personas que se consideran
34
Jesús y la práctica religiosa establecida
«oficialmente» como realidades sagradas. Lo que de verdad interesa
es ver si, efectivamente, los participantes «sacralizan» su entorno
mediante un determinado ritual que delimita, separa y contrapone lo
que se establece como sagrado, a diferencia de todo lo demás que ya
queda como profano.
En consecuencia, podemos decir que «lo sagrado» es lo delimitado
por un ritual religioso. Es posible que el ritual responda a la experien­
cia que viven los participantes. Pero también puede ocurrir que no
responda a esa experiencia, sino que sea vivido como algo puramente
convencional o incluso artificial. En tal caso, el ritual es fuente de
conflictos y tensiones, que cada persona vive en su intimidad quizás
secretamente. Por eso, muchas personas sienten alergia o dificultad
ante cualquier tipo de celebración sacramental, no sólo la que se
celebra en los ámbitos «oficialmente» sagrados, sino también la que
tiene lugar en los ámbitos «convencionalmente» sacralizados por los
participantes, aun cuando tal sacralización se efectúe de manera
inconsciente.
Todo esto nos viene a decir que la categoría de «lo sagrado»
plantea inevitablemente problemas — y a veces problemas muy se­
rios— a la celebración sacramental, incluso a la que se considera más
«secularizada». Por eso, nos preguntamos en este capítulo acerca de
la actitud de Jesús sobre la práctica religiosa establecida, en cuanto
práctica vinculada a lo sagrado.
2. Las experiencias que suscita «lo sagrado»
La experiencia de «lo sagrado» es compleja y multiforme. Aquí no
se trata de describir o analizar exhaustivamente tal experiencia. Para
lo que interesa a nuestro estudio, baste con recordar que lo sagrado
suscita dos experiencias fundamentales.
En primer lugar, está fuera de duda que «lo sagrado» ejerce un
cierto poder fascinante, que se traduce en experiencias de veneración,
respeto, adoración, sumisión, alabanza. Ello es así porque equivale
(lo sagrado) a la experiencia de sentirse ante el misterio, ante el
absoluto. En este sentido, R. Otto ha dicho con razón: «El contenido
cualitativo de lo numinoso... está constituido de una parte por ese
elemento antes descrito, que hemos llamado tremendum, que detiene y
distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que
al mismo tiempo atrae, capta, embarga, fascina. Ambos elementos,
atrayente y retrayente, vienen a formar entre sí una extraña armonía
de contraste»4.
4. R. Otto, Lo santo, 53.
Las experiencias que suscita «lo sagrado
35
Pero al mismo tiempo, «lo sagrado» (y por eso, «lo ritual»)
desencadena, con frecuencia, una profunda experiencia de autoengaño. Porque al tranquilizar la conciencia, hace que el centro de aten­
ción del sujeto se desvíe de lo esencial hacia lo accesorio. Sabemos, en
efecto, de personas que se tranquilizan en su conciencia porque
participan en ceremonias sagradas, y eso les desvía la atención para
no darse cuenta de que, por ejemplo, no aman sinceramente a sus
semejantes. Es evidente que si tales personas se quedaran un buen día
sin lo sagrado, seguramente se darían cuenta de su engaño. Desde este
punto de vista, parece bastante claro que «lo religioso», en cuanto
puesta en práctica de «lo sagrado» resulta con frecuencia alienante, es
decir, resulta ser origen y fuente de falsa conciencia5. Aquí encaja
exactamente la acusación de Jesús contra los dirigentes judíos, que
por aferrarse a sus tradiciones religiosas y sacrales, no atendían al
mandamiento fundamental de Dios, que es el mandamiento del amor
(Me 7, 5-13).
Entre estas dos experiencias fundamentales existe un profundo
parentesco e incluso una relación de causa y efecto. Precisamente
porque la experiencia de lo sagrado ejerce su poder de fascinación
sobre el sujeto, por eso es una experiencia capaz de alienarlo, creando
en él una falsa conciencia. Se ha dicho, con toda razón, que la religión
«tiene por objeto elevar al hombre por encima de él mismo y hacerle
vivir una vida superior a la que llevaría si obedeciera únicamente a sus
espontaneidades individuales: las creencias expresan esta vida en
términos de representaciones; los ritos la organizan y reglamentan su
funcionamiento»6. La experiencia de «lo sagrado», por consiguiente,
suscita en el hombre un sentimiento de fascinación que le lleva a
sentirse situado en una especie de vida superior. Pero esta vida está
ligada a los rituales religiosos que son característicos de «lo sagrado».
De ahí que cuando el hombre ejecuta con exactitud tales rituales se ve
inevitablemente amenazado de pensar y llegar al convencimiento que
su vida alcanza el punto más alto de realización que se puede
imaginar. Y a partir del momento en que el hombre se sumerge en tal
experiencia, resulta perfectamente comprensible que las relaciones
cotidianas (en las que se realiza o destruye el amor) pasen a un
segundo término y lleguen a perder su verdadera significación. La
experiencia de lo fascinante engendra, con frecuencia, la falsa con­
ciencia de lo alienado y alienante. He aquí por qué no es raro
5. Para un estudio elemental de concepto de alienación, cf. C. Gurmendez, El secreto
de la alienación, Madrid 1967; E. Ritz, Entfremdung, en Historisches Wörterbuch der
Philosophie ü, Basel 1972, 509-512.
6. E. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris 1968, 592.
36
Jesús y la práctica religiosa establecida
encontrar personas que son fanáticamente religiosas, pero al mismo
tiempo son tan egoístas e insolidarias com o el pagano o el ateo para
quienes el D ios vivo no tiene relevancia.
3. Jesús y «lo sagrado»: el problema
Vamos a empezar planteando una pregunta que quizás para
algunas personas puede resultar extraña o desconcertante: ¿fue Jesús
de Nazaret un hombre verdaderamente religioso, profundamente
religioso?
Esta pregunta no es caprichosa y tiene su razón de ser. Jesús fue
acusado de blasfemo por los dirigentes más cualificados de la religión
judía (Mt 9, 3; Me 2, 7; Le 5, 21; Jn 10, 33.36). Es más, Jesús fue
condenado a muerte y rechazado por la suprema autoridad religiosa
precisamente a causa de lo que fue considerado como una blasfemia
intolerable (Mt 26,65; Me 14, 64). De hecho, sabemos que la actividad
y el ministerio de Jesús desencadenaron el enfrentamiento constante
de las autoridades religiosas contra su persona y su obra. Este hecho
global nos debe hacer pensar. Porque los dirigentes judíos eran
hombres profundamente religiosos. Y vieron en Jesús una amenaza
tan decisiva para la religión que consideraron absolutamente necesa­
rio acabar con él, liquidarlo y quitarlo de enmedio. Entonces, ¿es que
Jesús no era un hombre religioso?, ¿o es que Jesús entendía la
religiosidad de manera tan original y distinta que, en la práctica,
resultaba incompatible con la religiosidad establecida?
Como respuesta a estas cuestiones, hay que decir, ante todo, que
Jesús fue un hombre que mantuvo constantemente una relación tan
íntima con Dios que en ocasiones llega hasta lo asombroso. En efecto,
los cuatro evangelios nos muestran a Jesús, no sólo dirigiéndose a
Dios y hablando de él con inusitada frecuencia, sino sobre todo
sabemos que los distintos estratos de la tradición evangélica concuerdan en que Jesús se dirigía a Dios llamándole «Padre m ío»7. Ahora
bien, esta invocación era completamente inusitada en todo el antiguo
testamento. Y más aún, si cabe, cuando se trata de la invocación Abba
(Me 14, 36), que pertenecía al lenguaje infantil (palabra balbuciente de
los niños a sus padres), que sin duda fue utilizada frecuentemente por
Jesús, y que en aquel tiempo resultaba impensable para un judío el
dirigirse a Dios con semejante expresión8. Desde este punto de vista,
por consiguiente, la religiosidad de Jesús es, no sólo algo incuestiona­
7. I. Jeremías, Teología del nuevo testamento, Salamanca 4198I, 80.
Jesús y el espacio sagrado
37
ble, sino que se puede afirmar con toda seguridad que él fue el hombre
más radicalmente religioso que haya existido. Su religiosidad, en este
sentido, manifiesta el misterio supremo de su misión: dar a conocer el
verdadero significado de Dios para el hombre, «porque Dios se le
había dado a conocer como Padre» (Mt 11,27 y par)9.
Pero, por lo que vamos a ver enseguida, es un hecho que esta
profunda religiosidad de Jesús, no sólo no encajó en el modelo de la
religión establecida, sino que además resultó desconcertante y escan­
dalosa. Hasta el punto de llegar al enfrentamiento mortal. Ahora
bien, este hecho nos viene a plantear el problema que aquí debemos
afrontar. Se trata del problema de la religiosidad y de la práctica
religiosa, en cuanto relación del hombre con «lo sagrado». ¿Qué hay
de aceptable en tal relación? ¿Qué es lo que en esa relación se debe
rechazar? He aquí la cuestión básica que ahora vamos a estudiar.
Lo sagrado se realiza y es vivido en tres categorías fundamentales:
el espacio sagrado (el templo), el tiempo sagrado (para los judíos, el
sábado) y la persona sagrada (el sacerdote). ¿Cuál fue la actitud de
Jesús en relación a estas tres categorías fundamentales?
4. Jesús y el espacio sagrado ( el templo)
a) El templo de Jerti fllén en tiempos de Jesús
Para comprender lo que en realidad representó la actitud de Jesús
con respecto al templo, hay que tener muy en cuenta lo que significa­
ba el templo para los contemporáneos de Jesús.
El templo de Jerusalén desempeñaba, de hecho, dos funciones a
cual más importante: era el centro de la religiosidad judía y la fuente
capital de la vida económica de la ciudad.
Ante todo, se debe tener presente que toda la religiosidad judía
giraba en torno al templo. Esto es cierto hasta tal punto que, como se
ha dicho muy bien, «el transcurso del año de la población cananea de
Palestina, regido por procesos de la naturaleza con festividades basa­
das en ella, fue transformado por Israel en el año del tem plo»10.
Además, Jerusalén (la ciudad santa y santificada por la presencia del
templo) era el centro de todo el judaismo. En sus oraciones diarias,
todos los judíos se ponían en dirección a Jerusalén11. Por otra parte,
9. Ibid., 87.
10. W. Grundmann, Los judíos de Palestina entre el levantamiento de los Macabeos y
el fin de la guerra judía, en J. Leipoldt-W. Grundmann, El mundo del nuevo testamento I,
Madrid 1973, 211.
11. Ibid., 314.
í
38
Jesús y la práctica religiosa establecida
la importancia del templo para los judíos lo manifiestan, no sólo las
abundantísimas alabanzas a la magnificencia y santidad del templo en
la literatura contemporánea, sino mucho más aún la enorme indigna­
ción que produjo en todo el mundo la orden del emperador Caligula
de colocar su estatua en el templo, hasta el punto de que sólo el
asesinato del emperador libró entonces al pueblo judío de una lucha a
vida o muerte12.
Para el culto del templo se exigía la mejor calidad de madera, vino,
aceite, trigo e incienso. Hasta de la India se hacían venir telas para las
vestiduras del sumo sacerdote en el día de la expiación; las doce joyas
de su pectoral eran las piedras más preciosas del mundo. Pero, sobre
todo, resultaba impresionante la cantidad de víctimas (toros, terne­
ros, ovejas, cabras, palomas) que se requerían para el culto13. En
ocasiones especiales se ofrecían verdaderas hecatombes. Herodes,
cuando terminó el templo, hizo sacrificar trescientos bueyes. Y en las
fiestas de la pascua se sacrificaban decenas de miles de animales14.
Por otra parte, el templo era la fuente capital de la vida económica
de la ciudad. Es indudable que Jerusalén debía su prosperidad econó­
mica a la importancia religiosa que tenía15. Y sabemos que esta
importancia religiosa residía en el hecho de que en ella estaba el
templo. La fuente más importante de ingresos era el pago de los
impuestos. Todos los judíos del mundo tenían que pagar dos diezmos,
uno que entregaban directamente a los ministros del culto; y otro que
debía ser gastado en Jerusalén. Estaba prohibido gastar este segundo
diezmo fuera de la ciudad16. Además, el templo recibía donativos
(Me 7,11) y grandes limosnas, sobre todo de la gente rica (Me 12,41).
A lo que había que añadir el comercio organizado de animales para
los sacrificios y el cambio de moneda que debían hacer los judíos que
venían del extranjero (Me 11,15). En consecuencia, el culto constituía
la mayor fuente de ingresos para la ciudad. Del culto vivía la nobleza
sacerdotal, el clero y los numerosos empleados del templo. Y del
templo se beneficiaban los comerciantes y artesanos de la capital y sus
alrededores11. Se puede decir, por consiguiente, que el templo era una
empresa financiera de proporciones muy considerables.
A la vista de estos hechos, se comprende fácilmente que la actitud
de Jesús con respecto al templo tuvo que resultar, para los habitantes
de Jerusalén y para todos los judíos que tuvieron noticia de ello, algo
12.
13.
14.
15.
16.
17.
Ibid., 315.
J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 73.
Ibid., 73-74.
Ibid., 157.
Ibid., 153.
Ibid., 157.
Jesús y el espacio sagrado
39
preocupante, escandaloso o sencillamente irritante. Al menos, esto se
puede decir con toda seguridad de las personas más profundamente
religiosas y de las numerosas gentes que estaban interesadas económi­
camente en el asunto. Enseguida vamos a ver por qué.
b) Terminología sobre el espacio sagrado
En el nuevo testamento se utilizan fundamentalmente tres térmi­
nos para hablar del espacio sagrado: ierón, lugar sagrado, que aparece
71 veces; naos, templo, santuario, ante todo la parte más sagrada, que
aparece 45 veces; oíkos, casa, en el sentido de la casa de Dios (con este
significado se utiliza 32 veces). A estos tres términos hay que añadir:
Jerusalén, la ciudad santa o el monte santo, com o afirmaciones del
espacio sagrado (por ejemplo en Jn 4, 20-21). Como se ve por esta
simple enumeración, la terminología sobre el espacio sagrado es
abundante en el nuevo testamento. Señal inequívoca de que se trata
de un asunto que interesó a la iglesia primitiva. Ahora se trata de ver
en qué sentido la iglesia se interesó por el tema.
c) El comportamiento de Jesús
Jamás los evangelios dicen que Jesús o sus discípulos acudieran al
espacio sagrado, al templo, bien sea para orar, bien sea para tomar
parte en las ceremonias sagradas. Jesús aparece con frecuencia en el
templo. Pero sus idas al templo tienen un sentido completamente
distinto del habitual entre los judíos. En efecto, Jesús iba para enseñar
su mensaje, que resultaba asombroso para los oyentes por lo distinto
que era al que ofrecían los teólogos del tiempo (cf. Mac 1, 22);
y se comprende que él acudiera al templo para hablar a la gente
(Mt 21, 23; 26, 55; Me 12, 35; Le 19, 47; 20, 1; 21, 37; Jn 7, 28;
8, 20; 18, 20), ya que el templo era un lugar en donde se concentraba
mucho público; por la misma razón Jesús iba, a veces, a las sinagogas
(Me 1,21 par; Le 4,16; Jn 6,59). Más en concreto, Jesús se hace
presente en el templo para desenmascarar la situación y hacer refle­
xionar a su comunidad sobre las motivaciones de los ricos y de los
pobres (Me 12, 41-44). Cuando Jesús cura al paralítico de la piscina
(Jn 5, 1-15), Juan indica un detalle, quizás significativo, con respecto
al templo: Jesús encuentra al hombre curado precisamente en el
templo; y allí le dice que n’o vuelva a pecar (Jn 5, 14). N o parece que
estas palabras de Jesús tengan el sentido que la opinión popular daba
a la enfermedad como efecto del pecado, ya que el mismo Jesús
Jesús y la práctica religiosa establecida
40
rechaza expresamente tal interpretación (Jn 9, 3; cf. 11, 4 )18. Por eso,
quizás no sea aventurado pensar que Jesús asocia la idea del pecado
con la presencia del hombre aquel en el templo. De ser así, Juan
establecería una determinada conexión entre el pecado y la presencia
en el templo.
Pero mucho más importante que todo lo dicho es el hecho de la
expulsión de los comerciantes del templo (Mt 21, 12-13; Me 11,15-16;
Le 19, 45; Jn 2, 14-15), gesto que fue la desautorización del lugar
santo, su anulación y la afirmación de que era una cueva de bandidos.
Sobre este hecho, se ha destacado, con razón, el significado que tuvo,
para la comunidad primitiva, de verdadera anulación del templo. Tal
es el sentido que da a este episodio el evangelio de Juan cuando refiere
el templo a la persona de Jesús19.
Por otra parte, resulta significativo el hecho de que Jesús se
retiraba a orar, es decir, para comunicarse con Dios, a la montaña
(Mt 14, 23; Le 9, 28-29) o se iba al campo (Me 1, 35; Le 5, 16; 9, 18),
cosa que tenía por costumbre (Le 22, 39).
Por consiguiente, Jesús no utiliza el templo como lugar del en­
cuentro con Dios. Y no sólo eso, sino que, sobre todo, desprestigia al
lugar santo, lo desenmascara y lo anula. Este comportamiento reviste
una importancia decisiva y hasta tràgica, porque está fuera de duda
que cuando Jesús se decidió a expulsar violentamente a los comer­
ciantes del templo, debió saber claramente que estaba arriesgando su
propia vida; en efecto, esta acción de Jesús fue el motivo para
proceder oficialmente contra él, de una manera definitiva20. Por lo
demás, acabamos de ver que Jesús se relaciona con Dios en el espacio
profano.
Un solo pasaje se podría aducir en donde Jesús otorga especial
consideración al espacio sagrado. Se trata del episodio del niño Jesús
perdido y hallado en el templo (Le 2,41-52). Pero acerca de este relato
hay que tener en cuenta, ante todo, que, según parece, no es un relato
original, en cuanto que el final de los relatos de la infancia se debe
situar en Le 2, 40. Este pasaje debió ser añadido en una ulterior
redacción. Tal es la conclusión a que se ha llegado en los estudios más
recientes y documentados sobre este punto21. Además, parece bastan­
te claro que se trata de una historia de origen apócrifo, que incluso no
encaja con el resto de los relatos de la infancia: en esos relatos, Jesús
no habla nunca, porque en ellos se presenta la revelación que otros
18.
19.
20.
21.
Cf. H. van den Bussche, Jean, commentaire de Févangiie spirituel, Bruges 1967, 222.
Cf. O. Cullraann, Les sacrements dans révangile johannique, Neuchátel 1951, 18.
J. Jeremias, Teología del nuevo testamento, 324.
Cf. R. E. Brown, The birth o f the Messiah, London 1977, 479.
Jesús y el espacio sagrado
41
(los ángeles, Simeón...) hacen de Jesús; a partir del bautismo es
cuando Jesús habla de sí. Pero aquí se adelanta el proceso, cosa que
no encaja con el hecho de que el bautismo de Jesús señala el punto de
partida de la revelación que Jesús hace de sí mismo22. Más aún,
sabemos que en la literatura religiosa de la antigüedad es un lugar
común el presentar hechos que exaltan al niño que luego va a ser un
personaje excepcional, por ejemplo ése es el caso de Buda, Osiris, Ciro
el Grande, Alejandro Magno, Augusto23. Finalmente, hay que recor­
dar que este relato no concuerda con la actitud general de Jesús en
todo el evangelio por lo que se refiere a los que aquí se llaman
«maestros», mientras que en el resto del evangelio se les llama
«escribas» y «letrados», que son los personajes que siempre aparecen
en relación a la actitud de enfrentamiento de Jesús con respecto al
tem plo24.
(j
d) La enseñanza de Jesús
El tema del templo — se trata evidentemente del templo de Jerusa­
lén— aparece con relativa frecuencia en la enseñanza de Jesús. Y por
cierto siempre con un sentido de enfrentamiento y hasta de rechazo.
Así, Jesús afirma que él es más que el templo (Mt 12, 5-7). Para
comprender el verdadero significado de este texto hay que tener
presente que todo el capítulo doce de Mateo está dominado por la
idea del rechazo de Jesús, es decir, se trata de sus enfrentamientos con
los dirigentes religiosos, para terminar con la escena en la que Jesús
declara cuál es su verdadera familia: la nueva comunidad de discípu­
los (Mt 12, 46-50)2S. Además, Jesús cita el texto de Os 6, 6: «corazón
quiero y no sacrificios», lo que significa que Dios prefiere la bondad
hacia los demás, que en el contexto queda indudablemente asociada a
las prácticas cultuales que se realizaban en el templo.
Jesús enseña también que las ofrendas que se hacían en el templo
( korbán) eran una hipocresía y una desobediencia a Dios (Me 7,1113). Aquí se trata otra vez del enfrentamiento de Jesús con los
dirigentes religiosos, a nivel de las autoridades centrales, venidas de la
capital (Me 7, 1). A tales personajes, Jesús les dice que sus observan­
cias religiosas conducían a anteponer la tradición humana al manda­
22. Ibid.,m.
23. Cf. R. Laurentin, Jésus ati temple. Mystére de pàques et fai de Marie en Luc 2. 4850, Paris 1966, 147-158.
;
24. Cf. R. E. Brown, o. e., 488.
25. Cf. P. Bonnard, L'évangile selon saint Matthieu, Neuchàtel 1963, 171.
Jesús y ¡a práctica religiosa establecida
42
miento y a la voluntad de Dios; y hasta llegaban de esa manera a
invalidar (ákurom tes) (Me 7,13) lo que Dios mandaba. Como ejem­
plo, Jesús les echa en cara la práctica, impuesta por los rabinos, según
la cual un hijo podía dejar desamparados a sus padres en el caso que
ofreciera sus bienes como donativos para el templo. Así, el egoísmo
del clero anteponía sus ganancias por el culto a la observancia de los
deberes familiares26. Y es claro que en ese negocio sucio estaba
directamente complicado el templo y lo que allí se maquinaba para
aprovecharse del pueblo sencillo y crédulo.
Otra enseñanza de Jesús se refiere a que lo importante no es jurar
por el espacio sagrado (templo), sino por aquél que habita en el
santuario, es decir por Dios (M t 23,16-22). También aquí el contexto
es de enfrentamiento radical con los dirigentes religiosos. Y Jesús
afirma que lo importante no es la mediación de lo transcendente, sino
el término de esa mediación, que es Dios en sí mismo. Además, resulta
significativo que, en ese mismo discurso, Jesús alude otra vez al
templo com o lugar de asesinato; allí se dio muerte a un tal Zacarías,
«al que matásteis entre el santuario y el altar» (Mt 23, 35), o sea, en lo
más sagrado del espacio sagrado. Finalmente, el capítulo 23 de Mateo
se termina con la tremenda lamentación y el dolorido reproche contra
la ciudad santa, Jerusalén, la ciudad santificada por el templo (Mt 23,
37-39). Los participios de presente (ápokteínousa y Hzoboloüsa) ex­
presan una acción constante y actual (Mt 23, 37) y quieren decir que
las violencias de Jerusalén contra los enviados de Dios no son ni
recientes, ni accidentales; esta idea de una resistencia criminal y
secular de Israel domina todo el capítulo 23 27.
Pero, sin duda alguna, más importancia que todo lo anterior tiene
la profecía de Jesús acerca de la destrucción del templo y la ruina de la
ciudad santa (Mt 24, 1-2). Las palabras de Jesús no significan, en este
caso, un vaticinio ex eventu, sino una afirmación profètica de carác­
ter apocalíptico28 que se refiere a la desaparición del templo. En
adelante, el verdadero templo será Cristo mismo; el viejo mundo
desaparece y una nueva era se inicia en la relación del hombre con
D ios29.
Por último, según el evangelio de Juan, Jesús anuncia que el
verdadero culto que Dios quiere, no es el culto que se le tributa en el
templo, sino el culto con espíritu y verdad (Jn 4, 20-24). Sea cual sea el
26. Cf. J. A. Fitzmyer, The uramaic Quorban inscription from Jebel Hallet Et-Turi
in Mk 7, II: Journal of Biblical Literature (1955) 60-65.
27. P. Bonnard, o. c„ 343.
28. Cf. W. Grundmann, Das Evangelium nach Matthäus, Berlin 1968, 501.
29. Cf. Th. Preiss, La vie en Christ, 1951, 98.
Jesús y el espacio sagrado
43
sentido que la exégesis quiera dar a la afirmación referente al culto
«con espíritu y verdad» (Jn 4,23), una cosa por lo menos es cierta: que
se trata de un culto no limitado a un lugar ( topos) (Jn 4, 20), es decir,
no circunscrito a un espacio determinado, al espacio sagrado. Jesús
rechaza manifiestamente tal concepción del culto y, por consiguiente,
toda forma de relación con Dios que pretenda ser configurada y
delimitada en ese sentido.
e) Las enseñanzas de los evangelistas
Aparte de la enseñanza del mismo Jesús, hay que tener en cuenta
otras referencias que nos suministran los evangelistas y que induda­
blemente resultan de interés. En este sentido, el templo es lugar de
tentación para Jesús (Mt 4, 5; Le 4, 9). Quizás esta referencia sea
meramente circunstancial y no sea lícito, por lo tanto, querer deducir
de eso una conclusión terminante. En cualquier caso, se puede decir
con seguridad que de la misma manera que el desierto es el lugar de la
prueba y la tentación satánica (Mt 4, 1), como consta por el sentido de
tierra seca y tenebrosa, oscura y llena de inseguridad, que tenía en la
tradición de Israel (cf. Ez 19, 13; Os 13, 5; Is 35, 1.6; 41, 18-19; 43, 1920; Jer 2, 6.31; Sal 55 , 8)30, igualmente el templo es, para Jesús, lugar
de tentación y de amenaza.
Otro dato significativo es el anuncio, hecho por un ángel, al
sacerdote Zacarías (Le 1, 9-22). El anuncio tiene lugar en el templo
mientras se celebra el ceremonial sagrado (Le 1, 8-9). Pues bien, como
es sabido, en la intención de Lucas, se trata de contraponer el anuncio
del ángel a Zacarías al otro anuncio angélico que se hace a María, en
un pueblo perdido de Galilea (Le 1,26-38). Según esta contraposición,
el templo es el lugar de la incredulidad, mientras que el espacio
profano es el lugar de la fe, en donde la revelación de Dios es acogida
con fe (cf. Le 1,45).
Finalmente, en este apartado cabe destacar el hecho de que el
comienzo de la «buena noticia» (Me 1, 1) no se realizó ni en el templo
ni en Jerusalén, sino en el desierto (Me 1, 4; cf. Mt 3, 1; Le 3, 2-4). El
mensaje de Dios arranca del espacio profano.
f) La iglesia primitiva
Ante todo, por lo que nos informa Lucas en el libro de los Hechos,
sabemos que en la primera comunidad de Jerusalén hubo una tenden¡
30. Cf. R. Reifenberg, Thè struggle between the desert and the sown, Jerusalén 1955.
44
Jesús y la práctica religiosa establecida
eia que orientaba a los creyentes hacia la fidelidad al templo: alaba­
ban continuamente a Dios en el templo (Le 24, 53), lo frecuentaban
asiduamente (Hech 2, 46), iban al templo a la oración (Hech 3, 1; cf.
22, 17). Se trata de la tendencia de los cristianos de origen judío,
residentes en Jerusalén, dirigidos por Santiago, que permanecieron
«fanáticos de la ley» (Hech 21, 20). Esta tendencia terminó por ser
una facción dentro del cristianismo primitivo, facción dominada por
el empeño en conciliar la fe en Jesucristo con la religión del judaismo
de aquel tiempo.
Pero, frente a la facción judaizante, pronto aparece la otra gran
tendencia que se dio en la iglesia primitiva, la de los cristianos de
origen griego, cuyo representante más cualificado es Esteban31. La
postura de este grupo aparece, en su expresión más tajante, en el
discurso de Esteban: el Altísimo no habita en edificios construidos por
hombres (Hech 7, 48). Esta afirmación constituye el rechazo más
terminante del judaismo del tiempo y su concepción religiosa. Y es
importante tener en cuenta que se trata del punto culminante del
discurso de Esteban y, en ese sentido, de la teología que Lucas quiere
transmitir32. Por otra parte, este rechazo del templo, y la consiguiente
muerte de Esteban, es — en la teología del libro de los Hechos— el
comienzo de la expansión de la iglesia, primero en Palestina (Hech 8,
4) y luego fuera de Palestina (Hech 11, 19). El rechazo de la religiosi­
dad vinculada al templo y a la ley es el punto de partida de la
expansión misionera de la iglesia.
Sin duda alguna, la tendencia de los cristianos de origen griego es
la que termina por imponerse en la iglesia primitiva. En este sentido,
sabemos que los creyentes no tuvieron templos, sino que celebraban
sus reuniones en las casas (Hech 2, 2.46; 5,42; 8, 3; 19, 7-8; Rom 16, 5;
1 Cor 16, 19; Col 4, 15; Flm 2). Lo mismo que las casas eran el lugar
habitual de oración. Por eso, sin duda alguna, la comunidad creyente
recuerda el consejo de Jesús de retirarse para orar a la soledad de la
habitación privada (Mt 6, 6). Por eso también, la comunidad ora en la
casa (Hech 1, 13-14; cf. 4, 31), com o lo hacen también los individuos
(Hech 9, 11-12; 10, 9; cf. 11, 5. En otras ocasiones, la comunidad ora
fuera de la casa, en un lugar cualquiera (cf. Hech 20, 36).
En resumen, se puede decir que, fuera del caso concreto de la
facción judaizante de Jerusalén, la iglesia primitiva no se sintió
vinculada a un espacio determinado, un lugar santo o templo, en el
que considerase que el creyente debe establecer su relación con Dios.
31. Cf. para todo este asunto E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, Gottingen 71977,9
225; J. Dupont, Le discours de Milet, Paris 1962, 163; W. Schmithals, Paulus und Jakobus,
Götlingen 1963, 10.
32. Cf. E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, 241.
Jesús y el espacio sagrado
g)
45
El templo de los cristianos
En el texto de Hech 7,48, hemos visto que Esteban afirma que «el
Altísimo no habita en edipei os construidos por hombres». De manera
más terminante, Pablo l i j dice a los atenienses: «el Dios que hizo el
mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no
habita en templos (naos) construidos por hombres» (Hech 17, 24).
Parece, por lo tanto, que cuando la iglesia primitiva renuncia a tener
templos o lugares sagrados para el culto, eso no se debió simplemente
a razones prácticas33, sino a una nueva comprensión de la relación
del hombre con Dios. Esta nueva comprensión se descubre en el
sentido que tiene el término jeiropoietos ( ajeiropoietos), que aparece
en Hech 17, 24, y que caracteriza lo que es una simple construcción
humana: a Jesús se le acusa en la pasión de que iba a destruir el
templo «hecho por manos» de hombres y que iba a edificar otro no
hecho por manos humanas (Me 14, 58). Además este término caracte­
riza la idolotría de los israelitas en el desierto (Hech 7, 41) y eso es
justamente lo que Esteban rechaza en su discurso ante los dirigentes
judíos (Hech 7, 48) y lo confirma con la referencia a Is 66, 2 (Hech 7,
50). Más claramente, en el discurso del platero Demetrio, en Efeso, el
mismo término indica específicamente a los ídolos (Hech 19,26). Por
el contrario, el cielo, la morada propia de Dios, no está construida
por manos de hombres (ajeiropoietos) (2 Cor 5, 1). Pero es, sobre
todo, en la Carta a los hebreos, en su sección central, donde se afirma
que el templo «no hecho por manos de hombres» se instaura a partir
de Cristo (Heb 9, 11). Este templo es Cristo m ism o34. Por consiguien­
te, queda bien claro que en las ideas de la iglesia primitiva, tanto en la
tradición de los evangelios, como en los Hechos, como en la Carta a
los hebreos, se rechaza expresamente que el templo edificado por el
hombre sea el espacio en el que el creyente se encuentra con Dios. Tal
templo, que es una construcción humana, es lo que caracteriza a la
idolatría. Se trata, por tanto, del rechazo del espacio sagrado.
Por lo demás, la cuestión no está en que el espacio sacralizado sea
por sí mismo y necesariamente una idolatría, ya que Dios mandó a los
israelitas edificar el templo de Jerusalén (1 Re 6, 37-38; Esdr 3, 2-6; 4,
24; 5, 2; Zac 4, 7-10), sino en que a partir de Cristo, la única
mediación entre el hombre y Dios es el mismo Cristo (1 Tim 2,5-6), de
donde resulta que la mediación sacralizada del espacio viene a ser, por
!
!
33. N o estamos, por eso, de acuerdo coa H. Schlier, Eclesiología del nuevo testamen­
to, en Mysterium Salutis IV /1, 137.
34. Cf. A. Vanhoye, La structure littéraire de CEpitre aux hébreux, Lyon 1962, 147159; Id., De Epistola a d hebraeos, sectio centralis (cap. 8-9), Roma 1966, 127-141.
46
Jesús y la práctica religiosa establecida
eso mismo, una aberración idolátrica. Por eso se puede hablar, con
razón, del rechazo del espacio sagrado.
Entonces, ¿cuál es el templo de los cristianos? ¿cuál es, por
consiguiente, el espacio en el que se encuentra el creyente con su
verdadero Dios? La primera respuesta a esta pregunta se encuentra ya
insinuada en Jn 2, 19-21, en donde se indica que la comunidad
cristiana, después de la resurrección de Jesús, comprendió que el
templo es Jesús mismo, su persona resucitada. La importancia de este
texto está en que Jesús habla de tal manera que el santuario, el espacio
sagrado, no es ya el templo material, sino su persona.
Esta idea, según la cual Jesús es el nuevo templo, estaba clara en la
conciencia de la iglesia primitiva. Pedro lo expresa asi cuando afirma
que Jesús es la piedra (tizos) que fue rechazada por los constructores
(Hech 4, 11). Se trata de una referencia directa al Sal 118, 22, cuyo
texto es aducido por el mismo Jesús en la parábola de los viñadores
homicidas (Mt 21, 42; Me 12, 10; Le 20, 17). Ahora bien, esta
parábola fue pronunciada por Jesús inmediatamente después de la
expulsión de los comerciantes del templo. Al colocar los tres sinópti­
cos esta parábola, con esa referencia al Sal 118, 22, precisamente
después del gesto simbólico del templo, está indicando que el rechazo
y el asesinato del hijo (Jesús) es el rechazo de la piedra angular del
edificio. Y es justamente esta idea la que recoge Pedro, en Hech 4,11,
cuando les dice a los dirigentes judíos que al asesinar a Jesús han
rechazado la piedra angular del nuevo templo en el que Dios se quiere
encontrar con el hombre.
En un texto magistral de la Carta a los efesios, se repite exacta­
mente la misma idea:
Por lo tanto, ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos
de los consagrados y familia de Dios, pues fuisteis edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, con el Mesías Jesús como piedra
angular. Por obra suya la construcción se va levantando compacta,
para formar un templo consagrado por el Señor; y también por obra
suya vais entrando vosotros con los demás en esa construcción, para
formar por el Espíritu una m orada para Dios (Ef 2, 19-22).
Aquí es fundamental tener en cuenta que a Cristo se le designa con
la palabra akrogoniaios ( akros, agudo o extremo; y gonía, ángulo),
que indica la piedra angular, es decir la piedra última, que cierra la
bóveda, sobre la que descansa la solidez del edificio. Por consiguiente,
Cristo es la piedra fundamental del nuevo templo, del nuevo lugar de
encuentro con Dios, que es la comunidad cristiana.
El templo, en su sentido más propio (naos), se aplica a la
comunidad cristiana en el nuevo testamento cinco veces y sólo estas
Jesús y el espacio sagrado
47
cinco veces. Es decir, el nuevo testamento no reconoce, para los
cristianos, otra acepción ni otra aplicación del templo. Estas cinco
veces son: 1 Cor 3, 16.17; 6, 19; 2 Cor 6, 16; Ef 2, 21. Según estos
textos, el templo de los cristianos es la comunidad (1 Cor 3,16-17; Ef 2,
21) o cada cristiano en particular (1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16). Por
consiguiente, para los cristianos no hay más templo que la comunidad
misma o cada creyente en concreto. Es decir, el lugar del encuentro
con D ios no es un espacio geográfico, sino un espacio humano; no es
ya el espacio sagrado, sino el espacio del encuentro entre las personas.
Esta misma comprensión fundamental se expresa con el verbo
oikeo (habitar). Así, el Espíritu de Dios habita en la comunidad (Rom
8, 9.11; 1 Cor 3,16; 2 Cor 6,16; Ef 2, 19-22; 2 Tim 14) y Cristo habita
en el corazón de cada creyente (Ef 3, 17). La misma idea se expresa
con el substantivo oikos (casa). Por eso, la iglesia, es decir, la comuni­
dad, es la casa de D ios (1 Tim 3, 15) y los cristianos, como piedras
vivas, son la casa espiritual en la que se ofrece el nuevo culto (1 Pet
2, 5).
Estrechamente relacionado con oikos está el verbo oikodomeo,
edificar o construir. En la tradición de la iglesia primitiva, este verbo
se aplica inequívocamente al templo y precisamente en relación con
Jesús mismo, en las acusaciones que se hacen contra él en la pasión
(M t 26, 61; 27,40; Me 14, 58; 15, 29), textos que dicen relación a la
fórmula de Jn 2, 20 (cf. también Mt 24, 1; Me 13, 1-2). La comunidad
primitiva comprendió que a Jesús se le sentenció a muerte y se le
asesinó porque representó un atentado directo para el templo y se
erigió en el nuevo templo. Y es impresionante recordar que de todas
las acusaciones que había contra Jesús, los evangelios sólo han
conservado ésta del templo. Lo cual quiere decir dos cosas. Primero,
que el judaismo (la religión establecida) vio en eso la amenaza
suprema. Segundo, que la comunidad cristiana vio ahí la significación
más destacada de la muerte de Jesús. Es decir, la muerte de Jesús
representa la liquidación de un sistema de relación con Dios. Un
sistema basado en el espacio sagrado y en el edificio material. La
muerte de Jesús implica, por tanto, la liquidación de todo lo que
representa el templo, que es la religión como conjunto de prácticas
separadas del resto de la vida, la religión com o ritual y ceremonial. En
sustitución de todo eso, Jesús — y precisamente Jesús en su muerte—
es el nuevo templo, lo que quiere decir que la relación con Dios ya no
consiste ni se realiza en la relación con un espacio, un edificio, un
ritual, sino en relación con una persona, una vida, un destino, que es
el destino de Jesús, el destino de la muerte por los demás.
D e lo dicho se sigue, Jue la mediación entre el hombre y Dios no es
ya la mediación sacral y ritua!, sino la mediación existencial. Es decir,
48
Jesús y la práctica religiosa establecida
no se trata de una mediación limitada y necesariamente circunscrita a
un ceremonial sagrado y a un ritual, sino que: 1) abarca a la
existencia entera del hombre y brota de la existencia humana (aunque
en tal relación, com o veremos más adelante, interviene también
decisivamente la acción de Dios); 2) la fuerza y el valor de esa
mediación no proviene de «lo sagrado» sino de «lo existencial», es
decir, no proviene de un ceremonial o un ritual, sino de la energía que
es propia de la existencia cristiana, de la vida vivida en la fe y por la
fuerza de la fe en Jesucristo, que se hace presente en la existencia del
hombre y en las experiencias más fundamentales de la vida humana.
Más adelante estudiaremos detenidamente las consecuencias que
se siguen de lo que acabamos de indicar. De momento, lo que interesa
sumamente es destacar que cuando se plantea el tema del templo (el
espacio sagrado, con todo lo que implica de ceremoniales y rituales
sagrados) no se plantea una mera cuestión funcional, una cuestión
práctica, un asunto que se refiere a un local, a un problema de estética
o de arte religioso o de costumbres culturales. El tema del templo es
una de esas cuestiones que tocan fondo en la comprensión del
cristianismo y en la interpretación de la vida de los creyentes en Jesús.
Y esto por tres razones: 1) porque el tema del templo se refiere
directamente y de lleno al problema de la mediación o de las media­
ciones entre Dios y el hombre; 2) porque el templo es, de hecho, una
representación simbólica fundamental de Dios, de lo divino en gene­
ral, ya que en el templo el hombre encuentra a Dios y se hace una idea
de cómo es Dios y dónde se encuentra a Dios; 3) porque el templo
fue históricamente un centro económico y una fuente financiera que
hacía de la práctica religiosa un negocio de proporciones muy consi­
derables. Ahora bien, precisamente a partir de estas tres razones se
comprende la importancia que el tema del templo tiene en todo el
nuevo testamento y la verdadera significación de este tema para la
recta inteligencia del cristianismo en general y de la praxis de la vida
cristiana en particular.
En efecto, por lo que se refiere a la primera razón — el problema
de las mediaciones entre Dios y el hombre— , la Carta a los hebreos
toca la cuestión de fondo. Allí se dice que los cristianos «tenemos
libertad para entrar en el santuario llevando la sangre de Jesús, y
tenemos un acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la
cortina, que es su carne» (Heb 10, 19-20). Los tres evangelios sinópti­
cos dicen que al morir Jesús, la cortina del templo se rasgó (Mt 27, 51;
Me 15, 38; Le 23, 45). Estos dos hechos (la muerte y la ruptura de la
cortina) se relacionan de manera tan íntima que, mientras Mateo y
Marcos dicen lo de la cortina inmediatamente después de decir que
Jesús ha muerto, Lucas lo dice inmediatamente antes. Se trata, por
y
Jesús y el espacio sagrado
49
tanto, de dos hechos que están concatenados indisociablemente entre
sí. Esa cortina era la que separaba el sancta sanctorum, que era el
espacio oscuro, vacío y silencioso en el que el hombre entraba en
contacto con la presencia de Dios. El privilegio más importante que
disfrutaba el sumo sacerdote es que un día al año él era el único
mortal que podía atravesar aquella cortina y tener acceso directo a la
divinidad35. Pues bien, al morir Jesús esta cortina se rasga y se abre.
Es decir, el acceso a la presencia de Dios queda patente y deja de ser
algo reservado a un espacio y a un ritual determinado. Se han roto las
mediaciones. Desaparecen todas las separaciones: 1) la separación
entre el culto y la vida, porque lo que el sacerdote definitivo, Cristo,
ha ofrecido, no ha sido un culto ritual en el templo, sino su propia
angustia, sus sufrimientos, su muerte y su fidelidad a Dios (Heb 5,
7-8); 2) la separación entre sacerdote y víctima, porque Cristo no ha
ofrecido la sangre de unos toros o machos cabríos, sino que se ha
ofrecido «a sí mismo» (Heb 7, 27; 9, 14); 3) la separación entre el
sacerdote y el pueblo, porque el sacrificio de Cristo fue su asimilación
y cercanía total a los demás (Heb 2, 17), es decir, su solidaridad sin
límites. La intuición de fondo que hay en todo esto es que, al rasgarse
la carne de Jesús, queda patente la divinidad y se rompen todas las
distancias. En otras palabras, cuando una vida se entrega, se rompen
y se suprimen todas las separaciones, y la primera de todas la separa­
ción del hombre con Dios. He aquí la condición cristiana, la condi­
ción existencial, coextensiva con la vida entera, de tal manera que es
de esa vida, así entregada, de donde brota el único culto que agrada a
Dios. Por eso, Jesús es el único templo y la comunidad también. Por
eso, Jesús dice que donde dos o tres se reúnen en su nombre allí está él
(Mt 18, 20). Por eso, lo ritual ya no es la mediación del encuentro con
D ios36. El tema del templo pone en cuestión de manera radical
nuestra comprensión de lo sacramental en la iglesia. Más adelante
veremos las consecuencias que de aquí se derivan.
Por lo que se refiere a la segunda razón — el templo en cuanto
representación simbólica fundamental de Dios— , hay que tener en
cuenta, ante todo, que el templo evoca espontáneamente y de manera
casi inevitable por una parte, la idea de instalación: Dios se instala en
tal lugar determinado y queda allí fijado y consolidado; por otra
parte, el templo evoca también la idea de grandeza y majestad, de
poder y de fuerza. Esta idea, o mejor esta experiencia, es lo que
evocaba ciertamente la magnificencia del templo de Jerusalén en
35. Cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 169.
36. Cf. E. Schillebeeckx, Jesus. Die Geschichte von einem Lebenden, Basel 1974, 217;
cf. H. Frankemölle, Jahwebund und Kirche Christi, Münster 1973, 27-36.
50
Jesús y la práctica religiosa establecida
tiempos de Jesús (cf. M 1 24,1 ; Le 21, 5); y es la misma experiencia que
suscitan nuestras grandes catedrales o incluso la iglesia sencilla de un
pueblo que, a fin de cuentas, se alza sobre los demás edificios no sin
cierta majestuosidad. Ahora bien, precisamente estas dos ideas, apare­
cen seriamente contestadas y puestas en cuestión por la revelación
bíblica. En efecto, cuando David quiere construir por primera vez el
templo (2 Sam 7, 2-3), el profeta Natán le responde en nombre de
Dios: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en
ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no
he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una
tienda que me servía de santuario» (2 Sam 7, 5-6). Dios se hizo
nómada con su pueblo peregrinante y nómada por el desierto. Frente
a los dioses estáticos y sedentarios de los pueblos de la cultura agraria,
el Dios de Israel es el Dios de la peregrinación y de la promesa. Como
ha recordado muy bien Victor Maag, la religión de los nómadas es
religión de la promesa, de tal manera que el nómada no vive inserto
en el ciclo de la siembra y la cosecha, sino en el mundo de la
migración. Por eso, el Dios de los nómadas no se instala nunca, está
siempre en camino y así está siempre abierto al futuro y a la historia,
en la que progresivamente se revela y se comunica37. Por otra parte, el
texto más fuerte y más radical que hay en todo el nuevo testamento en
contra del templo es la afirmación de Esteban según la cual Dios no
habita en edificios construidos por hombres (Hech 7, 48). Pero esa
afirmación es confirmada por una referencia a Is 66, 1-2, que es la
expresión más fuerte contra la grandeza que evoca el templo y todo el
culto asociado a él: «Así dice el Señor: el cielo es mi trono y la tierra, el
estrado de mis pies; ¿qué templo podréis construirme o qué lugar para
mi descanso?... En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que
se estremece ante mis palabras». Aquí se trata, por supuesto, de la
crítica profètica contra las vanas prácticas cultuales, frente a las que
Yahvé prefiere la misericordia social (Is 58, 1 s)38. Pero no solamente
eso. Dios no quiere la instalación en un templo grandioso, sino que
pone sus ojos en el humilde y el abatido. Y, efectivamente, todos
sabemos que la instalación y la magnificencia de las grandes construc­
ciones no remite a la idea o a la experiencia de la desinstalación y la
sencillez evangélica39. Por lo demás, sabemos que cuando aparecen
los templos cristianos, cuando la iglesia se vuelve poderosa y rica,
37. Cf. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 41981, 125-126.
38. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 41980, 351.
39. Cf. para ei problema del templo en el antiguo testamento, R. E. Clements, God
and temple, Oxford 1965; V. W. Rabe, Israelite opposition to the temple: CBQ 29 (1967)
Jesús y el espacio sagrado
51
«hace presentar a Jesús y a sus discípulos con magnificencia y digni­
dad, casi como romanos elegantes, como lugartenientes imperiales e
influyentes senadores»40.
En cuanto a la tercera razón — el templo como centro de poder
económico— , se sabe que el templo de Jerusalén era, en tiempo de
Jesús, una empresa comercial de proporciones asombrosas: las limos­
nas, los impuestos, el comercio de animales para las víctimas de los
sacrificios, el pago de votos y promesas, todo eso hacía que el templo
fuera el centro que daba vida a la ciudad entera de Jerusalén, hasta el
punto de que la prosperidad de aquella importante capital provenía
del templo41. Por otra parte, el alto clero era la auténtica aristocracia
en el pueblo judío; la nobleza sacerdotal pertenecía a las familias más
ricas y además percibía los mayores ingresos del templo, ya que los
cargos más lucrativos se repartían entre los sacerdotes de este rango.
Por ejemplo, se cuenta del sacerdote Eleazar ben Jarsom que heredó
de su padre mil aldeas y mil naves, y tenía tantos esclavos que éstos no
conocían a su verdadero dueño42. Por consiguiente, el enfrentamien­
to de Jesús y su comunidad al templo es el enfrentamiento a la
desviación fundamental de lo religioso: la desviación que idolatra las
«mediaciones» religiosas; y las idolatra porque en ello se da el logro
de poderosos intereses económicos y el mantenimiento de una situa­
ción social privilegiada.
Para concluir, hagamos una advertencia importante: como se ha
podido ver, el tema del templo es central en el nuevo testamento. No
sólo por la abundancia de textos que hablan de este tema, sino sobre
todo por la importancia de tales textos. En consecuencia, es un error
pensar que Jesús atacó al templo porque sus sacerdotes estaban
corrompidos. Es verdad que hay pasajes evangélicos que apuntan a
eso (por ejemplo, Me 7, 11-13; 12, 41-44; Mt 21, 12-13). Pero en la
enseñanza de Jesús hay algo más radical, como se ha podido ver; y lo
mismo hay que decir acerca de la iglesia primitiva en general. N o se
trata solamente del ree} 'jzo de aquel templo con todo lo que represen­
taba, sino que se trata del rechazo del templo en general como sistema
de mediación ante lo transcendente, como medio de representación de
lo divino, y como instrumento de m a ^ ^ ^ B g jlg a e ^ ^ lig io s o .
Porque el Mesías suprimió, de una
todas, cuar^^^tem plo
«hecho por hombres» (Heb 9, 11,24árarfensiguió de esa mafl^»<una
liberación irrevocable» (Heb 9,
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40 A. Hauser, Historia-social de la liten
41 Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos
42 Ibid., 116-117.
Bt»k ‘
f I
52
Jesús y la práctica religiosa establecida
5. Jesús y el tiempo sagrado ( el sábado )
a) El sábado en tiempo de Jesús
El sentido fundamental que tenía este día para la religiosidad
israelita se ve claramente en la oración que servía como fórmula de
separación entre un tiempo y otro tiempo. Esta oración se recitaba en
la cena del día anterior y decía así: «Alabado seas tú, que separas lo
santo de lo profano, el séptimo día de los seis días de trabajo»43. Se
trataba, por tanto, de un tiempo sagrado, separado del tiempo
profano, en el que se imponía el descanso total en recuerdo del
descanso de Dios tras la obra de la creación. La fundamentación
doctrinal del sábado provenía de la teología sacerdotal (cf. Dt 5, 1215). En el Libro de los jubileos se presenta el sábado como la primera
ley recibida por los hombres y, por consiguiente, como el punto
central de toda la Ley44. Es más, había un proverbio rabínico según el
cual el sábado equivalía a todos los demás mandamientos45.
La transgresión del descanso sabático estaba castigada con la
pena de muerte mediante la lapidación, lo que se llevaba a efecto
cuando el transgresor era reincidente y antes había sido advertido en
público46. Por otra parte, la casuística sobre los trabajos permitidos
llegó a tales extremos que, por ejemplo, se discutía si era lícito
comerse un huevo puesto en sábado, ya que también estaba precep­
tuado el descanso para el ganado en este día47. También el culto era
más solemne en sábado: a los servicios diarios se añadían otros 28
servicios m ás48.
b) Actitud global de Jesús con respecto al sábado
La palabra sabbaton aparece 56 veces en los evangelios. Y menos
en los contados textos en que su alusión es puramente circunstancial,
en los relatos de la pasión y la resurrección (M t28, l;M cl5 ,4 2 ; 16,1;
Le 23, 54.56; Jn 19, 31) o enei texto de Mt 24, 20, siempre se habla del
sábado en relación a la actividad salvifica de Jesús. Ahora bien, esta
actividad — por lo que respecta al asunto que estamos tratando— se
43. Cf. W. Grundmann, Los judíos de Palestina..., 221.
44. ibid., 225.
45. H. L. Strack-P. Biilerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und
Midrasch I, 905.
46. Ibid., 618.
47. Cf. W. Grundmann, o. c., 226.
48. Cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 220.
Jesús y el tiempo sagrado
53
centra principalmente en la violación y el quebrantamiento delibera­
do del sábado y en su anulación. En los cuatro evangelios aparece la
intención expresa de Jesús de realizar las curaciones de enfermos en
sábado (Mt 12, 10-12; Me 3, 2-4; Le 6, 7-9; 13,14-16; 14,1-5; Jn 5,16;
7, 23; 9, 16). Lo cual comportaba un escándalo para la gente religiosa
y observante, que llegaba a ponerse furiosa (Le 6, 11); era además un
motivo de rechazo de lo que Jesús decía y de su propia persona (Jn 9,
16); y era, sobre todo, una amenaza directa para su propia vida (Me 3,
6). Pero no obstante todo eso, Jesús quebrantó una y otra vez la
legislación religiosa sobre el sábado. Además, permitió que su comu­
nidad de discípulos quebrantara también aquella ley (Me 2, 23-24) y
él los defendió cuando fueron acusados (Me 2, 25); y encima de todo
eso, ordenó a otros que hicieran lo que estaba expresamente prohibi­
do (Jn 5, 9). Por consiguiente, Jesús debió ver en esto de la violación y
la anulación del tiempo sagrado algo tan importante y decisivo que
pasó por todo, incluso con riesgo de su propia vida, con tal de dar la
enseñanza fundamental que aparece en Me 2,27 y que, como veremos
enseguida, viene a decir que el centro de la actitud religiosa no es el
sábado, sino el hombre. Y para dar esa enseñanza, Jesús no se limitó a
decirlo, sino que empezó por quebrantar lo establecido en la ley
religiosa, aun con todos los riesgos que eso comportaba.
Esta actitud global de Jesús revela algo fundamental: si para los
judíos de aquel tiempo el sábado era el punto central de la ley e
incluso equivalía a todos los demás mandamientos (cosas que, sin
duda, sabía Jesús), al anteponer al hombre y el bien del hombre por
encima del sábado, Jesús revoluciona radicalmente la religiosidad,
transtorna su orden y su esquema fundamental: el centro de la
religiosidad no es el ritual fielmente observado, ni la sacralidad como
categoría básica. El centro es la persona y la experiencia humana. Lo
que quiere decir que el centro de la verdadera religiosidad es el bien
del hombre. Jesús, en efecto, no quebrantó el precepto del sábado por
capricho, sino por hacer el bien a la gente que sufría, a los enfermos o
a los oprimidos por las fuerzas del mal, como consta por la simple
lectura de los textos antes citados.
c) El hombre está antes que lo sagrado
Casi desde el mismo comienzo de su evangelio, Marcos presenta el
enfrentamiento de Jesús con la religión oficial de su tiempo. Este
enfrentamiento se produce a través de cinco conflictos: el perdón de
los pecados (Me 2, 1-12), la comida con los pecadores (Me 2, 13-17),
el ayuno (Me 2, 18-22), las espigas arrancadas en sábado (Me 2, 23-
54
Jesús y la práctica religiosa establecida
28) y la curación de un enfermo en día de sábado (Me 3, 1-6). Toda
esta sección termina con la decisión que toman los representantes más
cualificados de la le y —los fariseos— para acabar con Jesús, es decir,
para matarlo (Me 3, 6). La intención de Marcos, por tanto, es clara:
desde el comienzo de su evangelio, Jesús se declara en contra de la
religiosidad establecida y, más concretamente, en contra del tiempo
sagrado o más exactamente en contra de la sacralización del tiempo.
En efecto, de los cinco enfrentamientos antes enumerados, los más
serios fueron los dos últimos, puesto que llevaron a los representantes
del sistema religioso a tomar la decisión de matar a Jesús (Me 3, 6).
Esos dos episodios se refieren precisamente a la violación del sábado,
lo que quiere decir claramente que el tiempo sagrado no cuenta para
Jesús y su comunidad de discípulos.
Un sábado, los discípulos de Jesús «se pusieron a arrancar espi­
gas». Y los fariseos se quejaron escandalizados: «¡Oye!, ¿cómo hacen
en sábado lo que no está permitido?» (Me 2, 23-24). Tal como Marcos
cuenta este episodio, los discípulos quebrantaron el tiempo sagrado
sin motivo y sin justificación alguna. Mateo suaviza la escena dicien­
do que arrancaban las espigas porque «sintieron hambre» (Mt 12, 1),
cosa que queda también sugerida en Lucas (Le 6, 1). Pero Marcos es,
más radical: se quebranta el tiempo sagrado sin más explicaciones
atenuantes. Ante este hecho, la respuesta que Jesús da a los fariseos es
absolutamente clara en un punto: él no intenta en modo alguno
atenuar el caso diciendo, de una manera o de otra, que los discípulos
no habían quebrantado la ley del tiempo sagrado. Por el contrario,
Jesús reconoce y acepta que, efectivamente, sus seguidores habían
quebrantado aquella ley. Porque ni la alusión a lo que hizo David
cuando entró en el templo y comió con sus hombres los panes que
sólo los sacerdotes podían comer (Mt 12, 3-4ypar.;cf. 1 S a m 2 1 ,1-6),
ni la referencia a que los sacerdotes podían trabajar en sábado cuando
estaban de servicio en el templo (Mt 12, 5; cf. Lev 24,8-9; Núm 28, 910) eran atenuantes o excusas de lo que habían hecho los disccípulos
al arrancar las espigas. En el caso de David, se trataba de lo que los
moralistas consideran como epiqueya. Y en el caso de los sacerdotes
se trataba de una excepción que la misma ley admitía. Pero en lo que
hicieron los discípulos no había motivo ni para la epiqueya, ni para la
excepción. Al menos, tal como Marcos relata el hecho, está claro que
los seguidores de Jesús quebrantaron la ley del tiempo sagrado lisa y
llanamente, sin motivo o justificación. Pero resulta que, no obstante
49.
Sobre este punto, cf. la crítica de V. Taylor, The gospel according to Sí. Mark,
London 1966, 218, que rechaza justamente la idea de que se trataría de una «Western noninterpolation», según B. H. Branscomb, The gospel of Mark, London 1937, 58.
Jesús y el tiempo sagrado
55
haber quebrantado aquella ley tan fundamental, Jesús afirma que
eran inocentes (Mt 12, 7). Entonces, ¿cómo se explica que violando la
ley no tuvieran culpa? Marcos da la respuesta con una fórmula
magistral: el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el
sábado (Me 2, 27). Es decir, el hombre no se hizo para lo sagrado y
para la ley, sino que lo sagrado y la ley se hicieron para el hombre. O
sea, lo decisivo y fundamental no es lo sagrado, sino el hombre. Por
consiguiente, lo que Jesús responde a los fariseos es que lo que cuenta
para él es el hombre, no la ley que impone sacralidad. Porque el
hombre es señor también del sábado (Me 2, 28 y par).
Pero la dificultad más seria que presenta el texto de Me 2, 28 es su
traducción. Porque en él no se habla simplemente del hombre, sino
del hijo del hombre (ó uiós toü anzrópou). Aquí adoptamos la
traducción de J. M ateos50. Esta traducción supone que la expresión
«hijo del hombre» no es una expresión consagrada con un matiz
particular — que designaría un título mesiánico— , sino que es un
simple semitismo para designar al hombre, sin más. Es como cuando
en castellano decimos «un hijo de vecino», que no designa a nadie en
concreto, sino a un hombre cualquiera. Como es sabido, la expresión
hijo del hombre proviene de Dan 7, 13. Pero la figura humana que
aparece en ese texto indica que a los imperios bestiales que proceden
del mar (caos) (Dan 7, 1-8), va a suceder, por obra de Dios, un
imperio regido por el hom' re, no por la bestia51. En una línea de
pensamiento coincidente co,/ lo dicho, se ha probado abundantemen­
te que la expresión «hijo del hombre» no tiene en los evangelios el
sentido apocalíptico que se le ha dado tradicionalmente52. Por lo
demás, parece evidente que en el texto de Me 2, 27-28 se trata del
hombre sin más. Porque si en el versículo 27 se dice que el sábado ha
sido hecho para el hombre, en el siguiente parece lo más lógico que se
haga referencia igualmente al hombre también, al hombre en general,
y no solamente al Mesías, designado como el hijo del hombre. Es
decir, lo que Marcos afirma no es solamente la superioridad del
Mesías sobre el sábado, sino la primacía del hombre sobre la ley, en
este caso concreto sobre la legislación acerca de la sacralidad del
50. J. Mateos-L. Alonso Schökel, Nueva Biblia española, Madrid 1975, 1556.
51. Cf. J. Mateos, o. c., 1966.
52. Cf. R. Leivestad, Exit to apocalyptic Son of man: NTS 18 {1971-1972J 243-267;
Id., Der apokalyptische Menschensohn ein theologisches Phantom: Annual of the Swedish
Theological institute 6 (1968) 49-105. Recientemente se ha puesto en cuestión la interpre­
tación de R. Leivestad, pero no parece que sus argumentos hayan sido refutados de
manera convincente. Cf. B. Lindars, Re-enter the apocalyptic Son of man: NTS 22 (1975)
52-72.
;
Jesús y la práctica religiosa establecida
tiempo. En este sentido se han pronunciado algunos exegetas de
reconocida competencia53.
El evangelio de Mateo añade, en el episodio que venimos comen­
tando, una cita del profeta Oseas: corazón quiero y no sacrificios (Mt
12, 7; Os 6, 6). Con ello se refuerza el argumento principal: lo que
Dios quiere es el amor al hombre, por encima de las observancias
legales, concretamente por encima de la fidelidad al tiempo sagrado.
Si además tenemos en cuenta que los «sacrificios» son las más
importantes de las prácticas sacramentales de toda religión, compren­
deremos la fuerza del texto: Jesús permite que sus discípulos quebran­
ten la ley que sanciona la observancia de lo sagrado. Y además afirma
que son inocentes al hacer lo que estaba estrictamente prohibido.
Porque, en definitiva, lo que cuenta para Jesús, no es la ley religiosa o
la práctica sacral, sino el amor al hombre, que es, junto con el amor a
Dios, la regla de oro, la síntesis y el resumen de cuanto D ios quiere y
espera (Mt 22, 40; cf. 9, 13; 23, 23)54. Desde este punto de vista, se
puede y se debe afirmar, con todo derecho, que el hombre está antes
que lo sagrado.
d) El bien del hombre es lo decisivo
A renglón seguido del pasaje que acabamos de comentar, Marcos
presenta de nuevo a Jesús quebrantando el sábado (Me 3, 1-6; Mt 12,
9-14; Le 6, 6-11). En este caso se trata de la curación de un hombre
que tenía un brazo atrofiado. En la legislación religiosa del tiempo de
Jesús, se permitía curar en sábado solamente cuando estaba en
peligro la vida del enfermo55. Esta circunstancia no se daba en este
caso, porque se trataba de una enfermedad crónica que no implicaba
peligro de muerte. Por eso, la pregunta que hace Jesús a los que le
acechaban para acusarlo (Me 3, 2) no se refiere solamente a si estaba
o no permitido en sábado salvar una vida, sino al hecho más general
de si se podía o no se podía hacer simplemente el bien (ùgazòn
poièsai) (Me 3, 4). Evidentemente, Jesús quebrantó la ley de lo
sagrado al curar al enfermo (Me 3, 5), porque solamente eso explica la
reacción final de sus enemigos, que a partir de aquel momento
53. E. Käsemann, Exegetische Versuche und Besinnungen I, 1965, 207; H. Braum,
Spät jüdisch-häretischer und frühchristlicher Radikalismus II, 1969, 70; cf. W. Rordorf,
Sabbat et dimanche dans Féglise ancienne, Neuchátel 1972, 7, nota 1.
54. Cf. H. Frankemölle, Jahwebund und Kirche Christi, 302-304; A. Dihle, Die
güldene Regel, Eine Einführung in die Geschichte der antiken undfrühchristlichen Vulgäret­
hik, Göttingen 1962, 8-10, 109-127.
55. Cf. V. Taylor, The gospel according to St. Mark, 221.
Jesús y el tiempo sagrado
57
tomaron ya la decisión de matarlo (Me 3, 6; Mt 12, 14). Aquí se debe ,
recordar que en el derecho judio contemporáneo, un crimen capital
no llegaba a ser objeto de juicio sino después que el autor había sido
advertido notoriamente ante testigos, y así quedaba asegurado que el
presunto delincuente obraba deliberadamente. Ahora bien, en Me 2,
24 Jesús es advertido sobre la ilicitud de su comportamiento en
sábado (cf. Jn 5, 10); y en Me 2, 25-28 el propio Jesús afirma que lo
hace por propia convicción. Por tanto, el siguiente quebrantamiento
del sábado pondría en peligro su vida, especialmente si tenemos ea
cuenta que le acechaban con tal intención (Me 3, 2). Así se comprende
la decisión que tomaron los fariseos de acabar con Jesús56. Y es
importante observar que, según el relato de Marcos, esto sucedía casi
al comienzo de la vida pública de Jesús. Una vez más, Jesús antepone
el bien del hombre a cualquier otra cosa, por santa e importante que
sea, por más que se trate de la ley religiosa, del tiempo sagrado o
incluso de su propia seguridad personal.
Pero no es esto sólo. El evangelio de Lucas nos cuenta otros dos
incidentes entre Jesús y las autoridades judías a propósito de la
violación del tiempo sagrado (el sábado). Se trata de dos curaciones:
la de la mujer encorvada (Le 13,10-17) y la del hidrópico (Le 14, 1-6).
En ambos casos, Jesús quebranta la ley religiosa sobre el tiempo
sagrado tal y como entendían aquella ley los juristas y fariseos (Le 14,
3). Eso se ve claramente por la reacción del jefe de la sinagoga, que
interpreta la curación como un trabajo ( ergáseszai) prohibido por la
ley (Le 13, 14). Por lo demás, en el contexto general del evangelio de
Lucas, estas actuaciones de Jesús se deben entender como la puesta en
práctica de la declaración programática que un sábado hizo el mismo
Jesús en la sinagoga de Nazaret: él ha venido para liberar a los
oprimidos (Le 4, 16-30)57. Y es claro que aquellas gentes estaban
doblemente oprimidas: por la enfermedad y por las observancias
sagradas. En este sentido, la alusión que hace Jesús resulta transpa­
rente cuando afirma que si es lícito desatar al burro o al buey en día
de sábado, con más razón habrá que soltar de su cadena a una hija de
Abrahán (Le 13, 15-16).
Finalmente, en el evangelio de Juan se cuentan dos violaciones
importantes del sábado: la curación del paralítico en la piscina (Jn 5,
1-18) y el milagro del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-39). Ambos
episodios son motivó de enfrentamientos muy graves entre los diri­
gentes judíos y Jesús, hasta el punto de que aquellos, por ese motivo,
querían matarlo (Jn 5, 18). Y la verdad es que, siendo consecuentes
56. Cf. J. Jeremias, Teología del nuevo testamento I, 323-324.
57. Cf. E. Lohse, en TWNT VII, 26.
Jesús y la práctica religiosa establecida
58
con su mentalidad religiosa, tenían motivos para eso, porque, como
advierte el mismo Juan, «no sólo abolía el sábado, sino además
diciendo que Dios era Padre suyo, se hacía igual a Dios» (Jn 5, 18).
Aquí es decisivo tener presente que se trata, no ya solamente de que
Jesús quebranta el precepto del sábado, sino — lo que es más grave—
de que suprime la ley de las observancias sagradas referentes a ese día
inviolable. Tal es, en efecto, el sentido que aquí tiene el verbo lüein,
como lo ha probado la reciente exegesis mejor documentada58.
A causa de estos hechos, Jesús resultó ser un individuo extremada­
mente peligroso, un proscrito y un pecador (Jn 9, 24), hasta el
extremo de que era comprometido ponerse de su parte (cf. Jn 9,22-23)
y la posible complicidad con él causaba miedo (Jn 9, 22). Pero Jesús
pasó por encima de todo eso, aun a costa de su fama y de su seguridad
personal. Porque consideró que el bien del hombre es lo decisivo: la
salud del que sufre (Me 3, 1-6), la liberación del oprimido y el
encadenado (Le 13, 15-16), la plenitud de la vida en el que está
paralizado e impedido (Jn 5,25-26; cf. 5, 3-5), la luz de los que no ven
(Jn 9, 5.39). Lo decisivo para Jesús no es la ley que sanciona lo
sagrado, sino el hombre, el bien integral y pleno de la persona.
e) Conclusión
Reflexionando sobre estos hechos, hay algo que resulta llamativo:
Jesús no se contentó con hacer el bien a los que sufrían, respetando al
mismo tiempo la legislación religiosa sobre el tiempo sagrado. En
principio, pudo hacerlo así, porque la verdad es que no parece que
haya incompatibilidad entre una cosa y la otra. Jesús, en efecto, pudo
perfectamente curar a los enfermos en cualquier otro día de la
semana. En ese sentido, no le faltaba razón al jefe de la sinagoga
cuando decía a la gente: «Hay seis días de trabajo; venid esos días a
que os curen, y no los sábados» (Le 13, 14). Eso parece indicar que
eran precisamente los sábados los días en que Jesús solía curar a los
enfermos, puesto que la gente acudía precisamente entonces a ser
curada. Evidentemente, Jesús lo hizo así con toda intención. Porque
el hecho es que él curó y liberó a los que sufrían precisamente
atropellando y hasta anulando la legislación religiosa sobre lo sagra­
do. ¿Qué intención se ocultaba en semejante comportamiento? La
respuesta no puede ser otra que el hacer comprender, de una vez por
todas, que lo único verdaderamente sagrado e inviolable para Jesús es
58.
Cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, en Herders theologischer Kom­
mentar zum Neuen Testament IV/2, Freiburg 1971, 128.
Jesús y la persona sagrada
59
el hombre: la salud del hombre, su libertad, su luz y su vida. Sin duda,
para hacernos comprender eso, Jesús consideró que era necesario
violar lo sagrado. ¿Es que no se puede hacer todo el bien del mundo y
al mismo tiempo respetar lo sagrado? En principio y en teoría, por
supuesto que se pueden hacer las dos cosas. Pero, en la práctica diaria
de la vida, sabemos de hecho que la fascinación de lo sagrado
engendra la falsa conciencia que termina en posturas de insolidaridad
con los que sufren. La experiencia así nos lo enseña. Y el comporta­
miento de Jesús es la prueba más evidente de ello.
6. Jesús y la persona sagrada ( el sacerdote)
a) El sacerdocio ji^Jo en tiempos de Jesús
V
Cuando Jesús aparece en la historia de Israel, el sacerdocio
ocupaba el puesto central en la religiosidad establecida. En efecto, a
partir del exilio el sacerdocio había ido acaparando cada vez más la
atención en la conciencia religiosa. Esto se advierte comparando los
libros de las Crónicas con los de Samuel y los Reyes. Estos libros
cuentan ¡os mismos hechos, pero los de las Crónicas, que son poste­
riores al exilio, insisten mucho más sobre el culto y el sacerdocio (por
ejemplo, en 1 Crón 23-26). Lo mismo se advierte en la redacción final
del Pentateuco, concretamente en el libro del Exodo, en el que el
documento sacerdotal muestra la preponderancia del sacerdocio en la
época de su redacción, que es posterior al exilio59.
En los siglos posteriores, esa importancia del sacerdocio se acen­
túa, en el sentido de que el poder religioso de los sacerdotes se asoció
con el poder político, sobre todo en el tiempo de los Macabeos. Por
ejemplo, en 1 Mac 13, 41-42 se llama al sumo sacerdote «grande,
general y caudillo de los judíos» ( megalou kai stratégou kai hegoumenou ton judaión) (cf. también 1 Mac 14, 35.39.42.47)60. Incluso se
sabe que, ya en tiempos de Jesús, bajo el dominio de los procuradores
romanos, el sumo sacerdote se presentaba como la autoridad más alta
de la nación: él presidía el sanedrín, que era reconocido por los
romanos como el poder local. Eso explica que, tanto en los evangelios
como en el libro de los Hechos, los sumos sacerdotes aparezcan
detentando el poder junto al aspecto propiamente religioso61.
i
59. Cf, J. Cazelles, La Tbrah o Pentateuco, en A. Robert-A. Feuillet, Introducción a
¡a Biblia I, Barcelona 1967, 3£>5.
60. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, Roma 1976, 24.
61. Ibid.
Jesús y la práctica religiosa establecida
60
Por o tra parte, sabemos que en el siglo prim ero de nuestra era
había dos grupos de familias sacerdotales, las que eran legítimas y las
que no lo eran. Pero resulta que las legítimas estaban desplazadas de
Jerusalén y del templo, m ientras que las ilegítimas eran las que se
habían instalado, desde el año 37 antes de Cristo, en la ciudad y en el
lugar sa n to 62. Además, estas familas ilegítimas, que acaparaban el
poder sacerdotal, eran sólo c u a tro 63. Y su poderío se basaba en la
fuerza brutal y en la intriga. D e estas familias de sumos sacerdotes
dice un testigo de la época: «Son sumos sacerdotes, sus hijos teso reros, sus yernos guardianes del templo y sus criados golpean al pueblo
con bastones»64. Aquellos sacerdotes del más alto rango eran, por
consiguiente, una fuerza de dom inación y de opresión sobre la gran
m asa de la población.
Desde el pun to de vista de sus ideas, las grandes familias sacerdo­
tales pertenecían al partido saduceo. Los saduceos eran liberales en lo
tocante a la aceptación de las form as de vida de origen paganohelenista; y eran conservadores en lo que se refería al m antenim iento
del estatuto religioso del estado palestino del templo fundado en la
ley®.
b)
La expectación de los judíos y la respuesta de Jesús
Se suele decir que en tiempos de Jesús, los judíos esperaban un
Mesías libertador de carácter m arcadam ente político. Eso es verdad.
Pero, ju n to a eso, en el pueblo existía tam bién una expectación
sacerdotal. Es decir, no sólo se esperaba un Mesías, sino también un
gran sacerdote, que vendría a purificar el sacerdocio y el templo. En
este sentido, hay que recordar las profecías que se referían al futuro
explendor del sacerdocio, por ejemplo los oráculos de Isaías y Miqueas sobre la exaltación futura del templo (Is 2, 1-5; M iq 4, 1-3), la
profecía de Jeremías que prom ete la estabilidad del sacerdocio levítico
(Jer 33, 18) y las exigencias estimulantes que expone ampliamente
Ezequiel casi al final de su libro (Ez 44,10-31). Es lógico que el pueblo
esperase el cum plim iento de tales profecías. E sta expectación se
acentuaba en determ inados grupos, cosa que sabem os con toda
seguridad en el caso de la com unidad de Q um ran, que esperaba la
venida de un gran profeta y del «ungido de A arón y de Israel» (1 QS
62.
63.
64.
65.
Cf. J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 209.
Ibid., 211-212.
Ibid., 213.
Cf. W. G rundm ann, Los judíos de Palestina..., 281.
Jesús y la persona sagrada
61
IX 10-11). En este texto, el «ungido de A arón» se refiere, sin duda, al
pontífice escatològico que debería llevar la institución sacerdotal a su
plenitud66, que sería el mesías sacerdotal y al que estaría subordina­
do el Mesías de IsraeK’7 Es decir, había grupos en los que incluso se
daba más im portancia al sacerdote esperado que al mismo Mesías de
Israel. Esta expectación se advierte también en los Testamentos de los
doce patriarcas (apócrifo de origen judío), por ejemplo en Test. Rubén
VI, 7-12; Test. Simeón VII, I; Test. Levi V ili, 14; Test. Juda X X IV 6«.
A hora bien, ¿cómo respondió Jesús a estas expectativas del pueblo
o, al menos, de determ inados grupos?
Ante todo, un hecho significativo: Jesús suscitó toda una serie de
cuestiones entre la gente en torno a su persona. Por ejemplo, se
discutía si él era Juan Bautista, Elias, Jeremías o alguno de los
profetas (M t 16, 14), la gente se preguntaba si era o no era el Mesías
(Jn 7, 26-27). Pero jam ás en los evangelios se pregunta nadie si Jesús
era el gran sacerdote que m uchos esperaban y que, en la opinión de
determ inados círculos, tenía que venir. Esto ya es elocuente. Porque
da a entender hasta qué punto la vida y la actividad de Jesús
estuvieron del todo ausentes y distantes de lo cultual, lo sacerdotal y,
en ese sentido, de lo religioso, en cuanto práctica sacrai. Por esto, se
com prende que Jesús fue reconocido com o profeta (Le 7, 16.39; M t
21,11.46; Jn 4, 19; 9, 17) o m ás exactam ente como «el profeta» (Jn 6,
14; 7, 40), cosa que después confirm a Pedro en su predicación (Hech
3, 22; cf. D t 18, 15-19), pero jam ás fue reconocido ni mencionado
com o sacerdote. Este punto está com pletam ente ausente en toda la
tradición evangélica.
Es más, aquí es im portante recordar la actividad anti-cultual que
desarrolló Jesús: contra la pureza ritual (M t 9, 10-13; 15, 1-20 par),
contra el templo y el sábado, com o hemos visto antes, y más concreta­
mente la afirm ación lapidaria de Os 6, 6 que el evangelio de M ateo
recoge por dos veces (M t 9, 13; 12, 7): misericordia quiero y no
sacrificios. Al recordar estas palabras proféticas, Jesús viene a decir
que entre dos m odos de relacionarse con Dios, uno con ritos, el otro
m ediante las relaciones hum anas, Dios mismo prefiere el segundo,
porque por encima de los ritos él quiere la bondad para con los
demás. Evidentemente, todo esto se sitúa en el contexto más anti­
66. Cf. A. S. van der W oude, La sed e de Qumrán el les origines du christianisme,
Bruges 1959, 121-134.
67. Cf. L. Sabourin, Priesthood. A comparative study, Leiden 1973, que sigue en este
punto el estudio de K. G. K uhn, The two messiah o f Aaron and Israel, en K. Stendahl
(ed.). The scrolls and the new testament. New York 1957, 57.
68. Cf, A. Vanhoye, Epistolar ad hehraeos, te.xtus de sacerdotio Christi, Rom a 1969,
13-14.
Jesús y la práctica religiosa establecida
62
sacerdotal que cualquier hom bre religioso de aquel tiempo podría
imaginarse.
Pero hay algo que resulta quizás m ás decisivo en todo este asunto:
se tra ta de la m uerte de Jesús. Esto es im portante, porque estamos
acostum brados a pensar y hablar de esa m uerte como de un sacrificio
o com o la expresión suprem a del culto a Dios. Y, efectivamente, en el
nuevo testam ento hay algunos textos que hablan en ese sentido.
Enseguida vamos a ver el sentido que hay que dar a esos textos,
especialmente a los de la C arta a los hebreos. Pero, antes que ninguna
o tra consideración, hay que tener en cuenta que, de hecho, tal como
ocurrió la m uerte de Jesús, aquel hecho fue precisamente la negación
más radical de lo que un «hom bre religioso» de entonces y de ahora
podía y puede imaginarse com o la realización de un acto religioso. En
efecto, según la concepción religiosa establecida, el sacrificio no
consistía simplemente en la m uerte de la víctima, y m enos aún en los
sufrimientos del ser que muere. En la m entalidad religiosa es esencial
que la víctim a m uera según un determ inado ritual, en el ám bito
sagrado del templo y sobre el altar. Si un animal era m atado en el
ám bito de lo profano y sin ritos, entonces no se realizaba un verdade­
ro sacrificio. Así estaba prescrito en la legislación religiosa de Israel
(D t 12, 13-16; cf. Lev 1, 3-5; 2, 8; 3, 2.16; 4 ,4 ; etc.). Y así consta por la
noción misma de sacrificio en cualquier religión69. Pues bien, Jesús
no fue m atado en el lugar sagrado, sino fuera de la ciudad santa (Heb
13, 12). Su m uerte no fue acom pañada de ritos religiosos, sino que
fue, ni m ás ni menos, que la ejecución de una condena a muerte, por
blasfemo (M t 26, 65-66), p o r ser un individuo que representaba una
amenaza y era visto com o u n serio peligro p a ra el «lugar santo» y
p ara «la nación» religiosa (Jn 11, 48), porque fue juzgado como
m alhechor (Jn 18, 30) y porque la ley sagrada exigía su ejecución (Jn
19, 7). Por eso, fue asesinado entre bandidos (M t 27, 44 par),
despreciado hasta por los mismos bandidos (M t 27, 44 par) y por los
más altos dirigentes religiosos de la nación (M t 27, 41-43 par). D e ahí
que, m ientras en la m entalidad religiosa del tiempo, la víctima sacrifi­
cada adquiría la máxima glorificación y santidad al acceder a la esfera
de lo divino, en el caso de la m uerte de Jesús la gente debió pensar
todo lo contrario, puesto que aquello fue un acto estrictamente
infam ante; no un acto de santificación, sino de execración; no un acto
que unía a Dios, sino que separaba de Dios (cf. N úm 15, 30); no algo
que atraía la bendición, sino la m aldición (D t 21, 22-23). En conse­
cuencia, se puede decir que, según ocurrieron las cosas ante la opinión
69.
Cf. G . Widengren, Fenomenología de la religión, M adrid 1976, 257.
Jesús y la persona sagrada
63
pública, la m uerte de Jesús acentúa más aún el abism o de separación
entre Jesús y el sacerdocio70.
A la mism a conclusión se puede llegar si tom am os en considera­
ción algunas fórm ulas del nu'-vo testam ento sobre la m uerte de Jesús.
P or ejemplo, Pablo dice q iíy «m urió por nosotros» (1 Tes 5, 10).
A hora bien, m orir p o r alguien no es un sacrificio en el sentido ritual.
C om o ha observado A. Vanhoye, los soldados que mueren en la
guerra, m ueren por el pueblo, no son ofrecidos en sacrificio ritu a l71.
En conclusión, se puede asegurar que la vida y la muerte de Jesús
fue el rechazo más claro de todo lo que pudiera decir relación con los
ritos sagrados que practicaban los sacerdotes. Y por eso, su persona,
su vida y su m uerte nada tuvieron que ver con el sacerdocio estableci­
do.
c)
Vocabulario sacerdotal del nuevo testamento
La palabra sacerdote es la traducción del griego iereús. El sufijo
indica la persona adscrita a una función, p o r ejemplo: ippos,
caballo, nos da el térm ino ippeus, que significa caballero. De la misma
m anera, ieros, sagrado, nos da el sustantivo iereús, que significa
sacerdote y que, en consecuencia, es la persona adscrita a lo sagrado.
Y ya dentro de la esfera de lo sagrado, arjiereús designa literalmente
al primer sacerdote, es decir al sumo sacerdote.
Si
se com para el vocabulario sacerdotal del nuevo testam ento con
el del antiguo (según la versión de los LXX), encontram os diferencias
muy significativas. Así, m ientras que iereús aparece en el nuevo
testam ento solamente 31 veces, en los LXX se encuentra cerca de 800
veces. Por el contrario, cuando se trata del térm ino compuesto
arjiereús, resulta que en el nuevo testam ento se repite hasta 122 veces,
m ientras que en los LXX sólo aparece en unos 40 textos72.
Esta simple enumeración estadística es reveladora. Porque nos
viene a decir que existe una desigualdad muy acusada entre los
planteam ientos del antiguo testam ento y del nuevo en lo referente al
sacerdocio: en el antiguo, el «sacerdote» tiene una im portancia funda­
mental, m ientras que en el nuevo su im portancia parece ser relativa. Y
eus
70. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, R om a 1976, 30.
71. Ibid.
'
72. Asi, según las estadísticas de R. M orgenthaler, Statistik des neutestamentlichen
Wortshatzes, Zürich 1958 y la de W. Jacques, Index des mots apparentes dans ¡e nouveau
testament, R o m a 1969; Id., Index des mots apparentés dans la Septante; citados por A.
Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 1-2.
Jesús y la práctica religiosa establecida
64
exactam ente lo contrario ocurre cuando se tra ta del «sumo sacerdo­
te». Enseguida vam os a ver la razón.
O tra observación interesante es que, ya dentro dei nuevo testa­
m ento, existen tam bién diferencias muy acusadas. Por ejemplo, mien­
tras que el vocabulario estrictam ente sacerdotal (iereús y arjiereús)
aparece 31 veces en un solo docum ento, la C arta a los hebreos, no se
encuentra ni una sola vez en todas las cartas de Pablo.
d)
Jesús y los sacerdotes judíos
A nte todo, una observación fundam ental: la palabra iereús desig­
na siempre en los evangelios a los sacerdotes judíos. Jam ás se aplica ni
a Jesús, ni a sus discípulos.
En los tres evangelios sinópticos se cuenta la curación de un
leproso. Y el relato concluye en los tres con la orden que impone Jesús
al hom bre que ha sido curado, p ara que vaya a presentarse al
sacerdote (M t 8, 4; M e 1, 44; Le 5, 14). A prim era vista, parece que
aquí Jesús respeta y reconoce la función propia de los sacerdotes
judíos. Sin embargo, si se considera el relato m ás de cerca, se descubre
fácilmente la intención de los evangelios. En efecto, la clave para
entender el sentido de este episodio está en la purificación del leproso.
Esto se ve con toda claridad en el relato de M arcos, que repite por tres
veces el verbo kazaríso (M e 1, 40.41.42). A hora bien, la purificación
de que aquí se trata no consiste sólo en el hecho de quedar limpio de la
lepra en cuanto enferm edad fisica, sino sobre todo en cuanto im pure­
za legal, puesto que a eso se refiere expresamente el sustantivo
kazarismos (M e 1, 44), y ése es el sentido técnico que tienen los
térm inos que utiliza M arcos p a ra hablar de la purificación73. Por otra
parte, ¡o m ás significativo de este relato está en que Jesús purificó al
leproso extendiendo la m ano y tocándole (M e 1, 41; M t 8,3; Le 5,13).
Pero, com o se sabe, esto estaba expresam ente prohibido en la ley de
Moisés (Lev 5, 3; 13, 45-46). Jesús, evidentemente, conocía esta
legislación. Pero no se somete a ella. Con lo que dem uestra su
soberana libertad frente a la ley religiosa que sancionaba lo sagrado y
lo im puro. Pero no se trata sólo de eso. Porque, según la legislación
judía, el contacto con u n a persona im pura producía impureza (Lev 5,
3). Pero en este caso ocurre exactam ente todo lo contrario: precisa­
m ente al tocar al im puro se produce la purificación. La conclusión
que se desprende es bien clara: Jesús no sólo se m uestra enteram ente
73.
Cf. M e 7, 19; M t 23,25-26; Le 2,22; 11,39; Jn 2, 6; 3,25. Cf. R. Meyer, en TW N T
III, 421-427.
Jesús y la persona sagrada
65
libre frente a la ley de lo sagrado, sino que incluso anula esa misma
ley, puesto que deja de producir el efecto que, de acuerdo con lo
establecido, tenía que producir, hasta el pun to de que el quebranta­
m iento de la norm a establecida produce el efecto contrario. Lo
im portante p ara Jesús no es el cum plim iento de la ley, sino el am or
(M e 1, 41), que libera al oprim ido por la enfermedad y lo reintegra a
la sociedad y a la convivencia. En este sentido, es fundam ental tener
presente que todo leproso tenía que vivir fuera de la com unidad de
Israel, separado de la convivencia ciudadana (Lev 13,45-46); por otra
parte, el rito de reintegración era la presentación a los sacerdotes (Lev
13, 49; 14, 2 s). Pero, en este caso, quien realiza la verdadera
purificación es Jesús. Lo cual dem uestra dos cosas: primero, que Jesús
está por encima de los sacerdotes; segundo, que m ientras lo propio de
Jesús es el am or m isericordioso que acoge al m arginado social, lo que
caracteriza a los sacerdotes es el m ero trám ite ritual. Al enviar Jesús al
hom bre curado a que se presente al sacerdote, lo único que pretende
es que el m arginado quede oficialmente reintegrado en la convivencia
social. L a misma significación fundam ental se debe dar al relato de
Lucas, cuando Jesús m anda a los diez leprosos a presentarse a los
sacerdotes (Le 17, 14).
Tam bién los tres evangelios sinópticos aducen el ejemplo de
David, el cual en caso de necesidad comió los panes dedicados, «que
nada más que a los sacerdotes les está perm itido comer» (Me 2,26; Le
6, 4; cf. M t 12, 4). Aquí Jesús indica claram ente que las prohibiciones
rituales no tienen valor absoluto, ya que por encim a de ellas está el
bien del hombre. Pero, al mismo tiempo, Jesús indica tam bién que los
privilegios de los sacerdotes no son inviolables74. En este mismo
contexto, M ateo añade otras palabras de Jesús que son reveladoras:
«¿no habéis leído en la Ley que los sacerdotes pueden violar el sábado
en el tem plo sin incurrir en culpa?» (M t 12, 5). En este texto encontra­
m os reunidas las tres categorías fundam entales de «lo sagrado»: las
personas sagradas, los sacerdotes; el tiem po sagrado, el sábado; y el
espacio sagrado, el templo. Y Jesús afirma que tales personas, en tal
sitio, «pueden violar» lo sagrado, y además sin que en ello cometan
culpa. En el texto se contraponen dos térm inos que son entre sí
radicalm ente distintos: de una parte, ieros (sagrado); de otra parte,
bebeloüsiri (profanan), ya que bébelos (de baino) significa «lo que es
accesible a todos» y por eso, lo que es p ro fa n o 75. De esta m anera,
Jesús relativiza el valor de «lo sagrado». Es más, él llega, de hecho, a
negar el concepto tradicional de «lo sagrado», puesto que sagrado es
74.
75.
Cf, A. Vanhoye, Testi jnuovo testamento sul sacerdozio, 4.
M. Zerwick, Analysis phUologica novi testamenti graeci, R om a I960, 28.
<56
Jesús y la práctica religiosa establecida
aquello que se acepta y se vive com o absolutam ente inviolable76. U na
vez más, Jesús pone en cuestión, de una m anera bastante radical, el
concepto y el hecho de «lo sagrado», en este caso con una referencia
directa a los sacerdotes.
En el evangelio de Lucas se cuentan dos episodios en los que el
sacerdote es, de hecho, criticado desde dos opciones esencialmente
cristianas, a saber: la fe y la solidaridad. El prim ero de esos episodios
es la visión que tuvo el sacerdote Zacarías en el santuario ( naos) (Le
1, 22). Dios envía un ángel al sacerdote en el lugar sagrado y en el
m om ento tam bién sagrado, cuando se realizaba la ofrenda, ju n to al
altar (Le 1, 8-11). El ángel anuncia al sacerdote que va a tener un hijo
(Le 1, 13). Pero la respuesta del sacerdote es la incredulidad, no
acepta la palabra que Dios le dirige (Le 1, 8-20) y por eso se queda
m udo (Le 1,20). En contraste con este episodio, el evangelio de Lucas
cuenta a continuación otro anuncio angélico de parte de Dios: esta
vez no se trata de un sacerdote, sino de una pobre m uchacha del
pueblo; y el anuncio no se hace en el lugar sagrado, sino en un pueblo
perdido de la región de los pobres, G alilea77. Sabemos que en este
caso la respuesta de la joven, M aría, fue la aceptación incondicional
de 1a palabra de Dios (Le 1, 38) y por eso es elogiada precisamente a
causa de su fe (Le 1, 45). Tam bién en contraste con la incapacidad del
sacerdote p ara hablar, M aría habla y pronuncia su him no de alaban­
za al Señor (Le 1, 46 s). La conclusión obvia que se desprende de esta
secuencia de hechos es patente: el sacerdote, en su ám bito de lo
sagrado, responde a Dios con la incredulidad, m ientras que la sencilla
mujer del pueblo acepta la palab ra de D ios con fe. Sea cual sea la
intención que cada cual quiera descubir en Lucas al contar estos
hechos, es incuestionable el contraste entre la incredulidad del sacer­
dote y la fe de M aría. L a relación entre el cielo y la tierra se desplaza
del ám bito de lo sagrado al m undo de lo profano. Por este camino,
desconcertante y nuevo, Jesús se hace presente entre los hombres.
El o tro episodio que nos ofrece Lucas es la parábola del buen
sam aritano. El hecho, verdaderam ente polémico, que Jesús presenta
en esta parábola es que quienes pasan de largo y dejan abandonado al
desgraciado que se desangra en la cuneta, son precisamente un
sacerdote y un levita (Le 10, 31-32). El evangelio no dice explícita­
m ente por qué se com portaron con tal grado de insolidaridad. Pero,
al tratarse de los funcionarios oficiales del culto sagrado, no cabe
76. A. Vanhoye, o. c., 4.
77. Cf. Slrack-Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und M i­
drasch i, 156; en contraste con los habitantes de Judea, los galileos tenían m ás honor que
dinero.
o
Jesús y la persona sagrada
67
duda que eso determ inó su com portam iento. Ellos, en efecto, cono­
cían muy bien las prescripciones del Levítico, en las que se ordenaba
que quien tocase un cadáver o un enfermo afeado con ciertas heridas,
tenia que purificarse en el templo, para poder acercarse al altar (cf.
Lev 22,4-7). Lo cual era m olesto, porque consistía en someterse a una
buena ducha en condiciones higiénicas que distaban m ucho de las
nuestras. En la m entalidad de aquellos hom bres resultaba perfecta­
mente correcto dejar al desgraciado, con tal de que la práctica
sagrada quedara estrictam ente a salvo. Con eso se sentían justificados
ante D io s7fi. Y p ara colmo, Jesús presenta com o m odelo a un «sama­
ritano», mestizo y aborrecido enemigo de todo judío piadoso y
observante, algo im presionante de veras p ara todo judío que se
preciara de serlo79. O tra vez nos encontram os con el hecho de la
piedad vinculada a lo sagrado, ahora en la persona del sacerdote, que
se m uestra carente de solidaridad y por eso es el modelo de la falta de
amor. Podem os repetirlo: la fascinación de lo sagrado engendra la
alienación de los com portam ientos m ás simplemente hum anitarios.
El ejemplo que puso Jesús no fue, en este sentido, m eramente arbitra­
rio o casual.
Por últim o, en los relatos evangélicos se hace o tra mención de los
sacerdotes y funcionarios del culto del templo. Se trata de los emisa­
rios de las autoridades centrales de Jerusalén, que van a hacer un
interrogatorio oficial a Juan Bautista (Jn 1, 19). Juan niega la triple
expectativa de las autoridades sacerdotales, que incluía el sacerdote
escatològico8(). Pero más significativo es el hecho de que Juan, que era
de familia sacerdotal por parte de padre (Le 1, 5 ss) y por parte de
m adre (Isabel, «de las hijas de A arón», Le 1, 5), no aparece ni como
sacerdote (que era lo suyo), ni vinculado al tem plo, sino como profeta
(M t 11,9-10), «que grita desde el desierto» (Jn 1, 23; cf. Is 40, 3). El es
quien «prepara el camino al Señor», y no los sacerdotes, que en Jn 1,
19-23 no pasan de ser un m ero control en m ateria religiosa. D e ellos,
el evangelio de Juan no tiene m ás que decir.
T odo esto —y nada m ás que esto— es lo que los evangelios nos
dicen acerca de los sacerdotes judíos. En el conjunto de los textos se
advierte claram ente una actitud de dístanciam iento y hasta de recha­
zo hacia los sacerdotes. Ese rechazo, ¿es porque eran judíos o porque
eran sacerdotes? En otras palabras, lo que el evangelio pone en
cuestión, ¿es el sacerdocio judío? ¿o es el sacerdocio, sin más? D e los
78. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, Salam anca 51980, 309.
79. J. Jeremias, Teología del nuevo testamento I, 249.
80. Cf. A. S. van der W oude, Le matlre de justice et les deux messies de la communauté
de Qumrán, en La sede de Qumràn et les origines du christianisme, Bruges 1959. 121-134.
Jesús y la práctica religiosa establecida
68
textos evangélicos no se puede obtener una respuesta term inante y
clara. Esa respuesta se encuentra claram ente form ulada en la C arta a
los hebreos. D e ello hablarem os enseguida.
e)
Jesús y los sumos sacerdotes
C om o acabam os de ver, de los simples sacerdotes se habla poco en
los evangelios. En contraste con eso, de los sumos sacerdotes se habla
122 veces en los evangelios y en el libro de los Hechos. Se trata, por
tanto, de un tem a im portante.
E sta im portancia reside, ante todo, en el hecho de que el sumo
sacerdote era «el m iem bro m ás noble de los sacerdotes y, por consi­
guiente, de todo el pueblo»«1. P or o tra parte, sabemos que esta
posición privilegiada del sumo sacerdote «se debía al carácter cultual
de su cargo, a la “ eterna santidad” que le confería su función y le
capacitaba p ara realizar la expiación p o r la com unidad en calidad de
representante de D ios»82. Pero cuando el nuevo testam ento habla de
«sumos sacerdotes», se refiere, adem ás del sumo sacerdote, a los
sacerdotes de la nobleza, que constituían «el clero superior del templo
de Jerusalén»83. Es lógico que a tales personajes se les otorgue una
atención especial en los evangelios, d ado el papel que desempeñaban.
Pero la verdadera im portancia que los evangelios conceden a los
sumos sacerdotes está en o tra cosa. Si exceptuamos el solo texto de Le
3, 2, en donde se hace m ención de los sumos sacerdotes Anás y Caifás
com o simple referencia cronológica, en todos los demás pasajes de los
evangelios se habla de los m ás altos dignatarios de la religión judía
desde un doble punto de vista: el poder autoritario y el enfrentam ien­
to directo y m ortal contra Jesús. Es decir, los representantes más
cualificados del sacerdocio jud ío no aparecen nunca en los evangelios
en su función cultual, en su papel de hom bres religiosos y dotados de
«eterna santidad», relacionándose con Dios, como era su obligación y
su razón de ser. T odo lo contrario, su actitud constante es autoritaria,
despótica, de m aquinación persecutoria contra Jesús, hasta que aca­
ban con él de la peor m anera.
En efecto, ya en M t 2, 4 los sumos sacerdotes aparecen asociados
al poder tiránico del déspota Herodes en sus m aquinaciones para
m atar a Jesús niño. La m atanza de los inocentes (M t 2, 16-23) y el
exilio de Jesús y su familia en Egipto (M t 2, 13-15) encajan en ese
81.
82.
83.
J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, 168.
¡bid.
ibid.
Jesús y la persona sagrada
69
contexto. Los sumos sacerdotes fueron los aliados del tirano en
aquella ocasión.
D urante el m inisterio público de Jesús, los más altos funcionarios
del tem plo hacen su aparición por prim era vez en un texto muy
significativo: el prim er anuncio de la pasión y m uerte de Jesús (M t 16,
21; M e 8, 31; Le 9, 22). Aquí aparecen los sumos sacerdotes como
agentes de sufrim iento, y por cierto de un gran sufrimiento (pollá
pazein), de rechazo hacia Jesús (M e 8, 31; Le 9, 22) y, sobre todo, de
muerte. A partir de este m om ento, su presencia se repite intensamente
en los relatos evangélicos y siempre en contextos de oposición y
enfrentam iento: cuando Jesús anuncia de nuevo su m uerte (M t 20,18;
M e 10, 33) y, sobre todo, desde que Jesús expulsó a los comerciantes
del templo, buscaban cóm o acabar con él (Me 11, 18); luego vienen
los enfrentam ientos constantes (M t 21, 23.45; Me 11, 27; Le 20, 19) y
al final su intervención decisiva en el arresto, la condena y la ejecución
de Jesús (M t 26, 3.14.47.51, 57-59, 62-65 par). Según M t 26, 14 y Me
14, 10, Judas va a los sumos sacerdotes p a ra entregar a Jesús. Al no
m encionarse entonces a las otras autoridades, queda claro que la
responsabilidad exclusiva de la m uerte de Jesús corresponde a los
sacerdotes de más alto rango. En el mismo sentido, según M e 15, 11
son solamente los sumos sacerdotes los que persuaden a la gente para
que pida la libertad de B arrabás y la m uerte de Jesús. Es más, por el
relato de M ateo, sabemos que cuando Judas devolvió el dinero de su
traición, no arrojó las m onedas en el tem plo (ieron) simplemente,
sino en el santuario ( naos) o lugar más estrictam ente sagrado (M t 27,
6), a donde sólo tenían acceso los sacerdotes. D e ahí que, en este texto
se hace mención solamente de los sumos sacerdotes y no de los
letrados y senadores del pueblo. E sta conexión entre los sumos
sacerdotes y el santuario sugiere que la oposición m ortal entre el
sacerdocio y Jesús implica a todo el culto antiguo84.
En el evangelio de Juan, el enfrentam iento entre los sumos sacer­
dotes y Jesús es aún r i s acusado. Y a en el capítulo siete, los sumos
sacerdotes y los fariseqs m andan a la guardia del templo para prender
a Jesús (Jn 7, 32.45). ¡Ellos igualmente convocan el gran consejo y
organizan el com plot p ara m atar a Jesús (Jn 11,47) y dan las órdenes
oportunas p ara arrestarlo (Jn 11, 57). Sólo los sumos sacerdotes (sin
mención de los fariseos) deciden asesinar tam bién a Lázaro, para
evitar que la gente crea en Jesús (Jn 12, 10-11). Pero, sobre todo, en el
proceso ante el gobernador rom ano, son los sumos sacerdotes quienes
intervienen de la form a más insistente y decisiva (Jn 18, 35; 19,
6.15.21): ellos gritan pidiendo la crucifixión (Jn 19, 6); ellos afirman
1
84. Cf. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sui sacerdozio, 7.
Jesús y la práctica religiosa establecida
70
solemnemente que no tienen más rey que al César (Jn 19, 15); y ellos
son los que piden que se rectifique el título de la cruz (Jn 19, 21).
E n el libro de los H echos de los apóstoles se repite la m isma
situación, ahora contra la com unidad tristian a, es decir, contra los
creyentes en Jesús: Pedro y lu á n reciben insultos y amenazas de parte
de los sumos sacerdotes (Hech 4, 6); luego es el sumo sacerdote el que,
lleno de coraje, m anda encarcelar a los apóstoles (Hech 5, 17) y más
tarde los somete a interrogatorio (Hech 5, 27), cosa que se repite con
Esteban (Hech 7,1); por su parte, Saulo recibe los debidos poderes del
sumo sacerdote para llevar a efecto sus planes cuando «respiraba
am enazas de m uerte contra los discípulos del Señor» (Hech 9,
1.14.21).
C om o conclusión se puede decir que los diversos bloques de
tradición de la iglesia prim itiva que se refieren al Jesús histórico y a la
prim itiva com unidad (sinópticos, Hechos, Juan), coinciden en presen­
tar a los sacerdotes de m ás alta dignidad con un poder asesino, que no
sólo se enfrenta directam ente a Jesús y su com unidad de creyentes,
sino que, sobre todo, ellos son por excelencia la fuerza que se opone al
mensaje cristiano. L a fe en Jesús y el sacerdocio judío son dos
realidades irreconciliables. Y aquí vuelve la pregunta de antes: esta
oposición, ¿se debe a la m aldad de aquellos sacerdotes? ¿o es que
existe una auténtica incom patibilidad entre el hecho cristiano y el
sacerdocio? D e nuevo aquí hay que reconocer que los textos evangéli­
cos no nos dan una respuesta al respecto. En otros escritos del nuevo
testam ento se aplica el concepto de sacerdocio ( ierateuma) a todo el
pueblo de D ios (1 Pet 2, 5.9) o se designa com o sacerdote ( iereús) a
todos los creyentes (Ap 1, 6; 5, 10; 20, 6). Evidentemente, esto quiere
decir dos cosas: 1) que no existe esa incom patibilidad en su sentido
m ás absoluto, ya que a los cristianos se les llam a «sacerdotes»; 2)
que el concepto de sacerdocio ha sido m odificado de m anera muy
fundam ental, puesto que ya no se tra ta de personas que se distinguen
específicamente del resto de los creyentes. Pero entonces, ¿cómo se
debe entender el sacerdocio en la com unidad cristiana? El autor de la
C arta a los hebreros nos da la respuesta.
0
El sacerdocio de Cristo según la Carta a los hebreos
La C arta a los hebreos es el único escrito del nuevo testam ento
que se plantea expresamente la cuestión que aquí nos interesa más
directam ente: ¿en qué sentido se puede aplicar a C risto el concepto de
sacerdocio? Es decir, ¿en qué sentido se puede hablar de Cristo como
de una «persona sagrada»?
Jesus y la persona sagrada
71
Evidentem ente, aquí no se trata de analizar detenidamente el
com plejo problem a del sacerdocio en la C arta a los hebreos, puesto
que eso rebasa con m ucho los límites de nuestro estudio85. La
cuestión que nos interesa es la que hemos form ulado en la segunda
pregunta de antes, es decir, ¿en qué sentido y hasta qué punto se
puede hab lar de C risto com o de una «persona sagrada»?
La C arta a los hebreos afirm a y repite que los cristianos tenemos
un sacerdote, es m ás, un sumo sacerdote (arjiereús) (8, 1; cf. 4, 15) o
un gran sacerdote (iereus megan) (10, 19.21), que es un «sumo
sacerdote grande» ( ejontes oun arjieréa mégan) (4,14), que es Jesús, el
Hijo de D ios (4, 14), el Cristo como sumo sacerdote de los bienes
futuros (9, 11). A hora bien, ¿en qué sentido se le aplican a Cristo estos
títulos que se refieren directam ente a la sacralidad de la persona?
La tesis fundam ental de la C arta a los hebreos en este sentido es
que el sacerdocio de Cristo no es ritual, sino existencial. Esto quiere
decir sustanci alm ente tres cosas: 1) que 1a condición que Cri sto tuvo
que cum plir para llegar a ser sacerdote no se debe entender en la línea
de la segregación y separación de lo profano (para entrar así en el
ám bito de lo sacro), sino exactam ente al revés: Cristo tuvo que
acercarse a los demás, hacerse semejante a los que sufren, igualarse a
todos; 2) que el acceso de Cristo al sacerdocio no se realizó median­
te unos determ inados ritos o ceremonias sagradas, sino en virtud de
sus propios sufrimientos y a través de su existencia destrozada; 3)
que la realización de su sacerdocio no consistió en la puesta en
práctica de una serie de ritos sagrados, sino en su existencia entera
entregada a los dem ás y, sobre todo, en su m uerte por fidelidad a
D ios y p ara el bien del hombre.
Pero antes de explicar cada uno de estos puntos, conviene tener
presente que el auto r de la C arta a los hebreos hace una crítica
im placable del culto antiguo, es decir del culto basado en los ritos
sagrados. Este aspecto es extrem adam ente im portante. Porque aquí
ya no se tra ta de criticar la religiosidad de Israel a causa del mal
com portam iento de sus dirigentes, sino porque ese sistema de relación
con Dios es desautorizado y es juzgado com o u n a cosa insuficiente y
estéril. En ese sentido, A. Vanhoye ha escrito algo que nos debe hacer
pensar:
85.
Cf. el excelente trabajo de A. Vanhoye, L a structure littéraire de l’Epitre aus
hébreux, Bruges 1962; Id., Epistoìae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, R om a 1969;
Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, R om a 1976, con bibliografia abundante.
Jesús V la práctica religiosa establecida
La tendencia natural de la religiosidad va en el sentido del culto ritual y
lleva a la gente a vivir la religión a ese nivel. La observancia de los ritos
es considerada como la cosa esencial. Esta observancia procura un
sentido de seguridad en las relaciones con el mundo divino y satisface
también un cierto misticismo. Sin embargo, eso constituye una evasión
de la existencia concreta. Muchos cristianos se quedan en esta conside­
ración de la religión. Y mucho más, los no cristianos, piensan que la
vida cristiana consiste en eso; rechazan la concepción ritual de la
religión, pensando rechazar el cristianismo mismo. Por eso es tanto
más útil ver lo que piensa el autor de Hebreos sobre este asuntoS5.
Pues bien, la crítica del cuito ritual está form ulada, con toda
radicalidad, en la sección central de la carta, concretam ente en 8, 39,10. En este contexto, el autor de Hebreos afirma que el culto ritual
prescrito por la ley «es un esbozo y som bra de lo celeste» (Heb 8, 5).
En este texto, se utilizan dos térm inos significativos; upodeígma, que
no significa imitación, sino «figura esquemática» o «falsilla» y en ese
sentido es un simple «esbozo»; skiá, que quiere decir lo que no pasa de
ser una simple «sombra». Esto quiere decir que la crítica que aquí se
hace del culto ritual es fortísima, porque tiende a asemejar el culto
israelítico a una idolatría, es decir, se ejecuta el culto de lo que es una
simple «figura», en vez del culto del verdadero Dios (cf. D t 5, 8-9).
Pero el autor es aún más radical al final de todo este contexto, pues
ahí llega a afirm ar que el Espíritu santo nos enseña «que mientras esté
en pie el prim er tabernáculo, el cam ino que lleva al santuario no está
patente» (Heb 9, 8). Y en seguida añade que todo aquel ritual «no
puede transform ar en su conciencia al que practica el culto, pues se
relaciona sólo con alimentos, bebidas, abluciones diversas, observan­
cias exteriores impuestas hasta que llegara el m om ento de poner las
cosas en su sitio» (Heb 9, 9-10). L a idea del autor es que el culto
basado en ritos es inútil, porque de un lugar sagrado y separado, el
tabernáculo, se pasaba a otro más separado y más sagrado, el
santuario, a donde sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al
año. Pero el resultado de todo eso es que quien entraba allí no se
encontraba con Dios, sino con un espacio vacío y ciego, porque todo
el culto se realizaba en un santuario terreno (cf. Heb 8, 4), que era
solamente una figura, es decir no-auténtico87. Este rechazo del culto
antiguo, basado en los ritos sagrados, se repite en el capítulo diez de la
carta. El autor contrapone la ineficacia de la institución antigua a la
eficacia perfecta del sacrificio de Cristo. La ineficacia es presentada,
no como un simple hecho (cf. H eb 7, 19), sino como una radical
86. A. Vanhoye, Testi del nuovo testamento sul sacerdozio, 98.
87. Ibid., 101-102; una exposición más detallada de todo este asunto en A. Cody,
Heavenly sanctuary in the Epistle to the hebrews, St. M eirand 1960.
Jesus y la persona sagrada
73
incapacidad (cf. Heb 9, 9: mè dunamenai). Y eso por tres veces:
«nunca puede» ( oudépote dúnatai) (Heb 10, 1); «es imposible» ( adu­
nai on gar) (Heb 10, 7); «nunca pueden» ( oudépote dúnantai) (Heb 10,
1l ) 88. Los ritos sagrados eran ineficaces, porque se tratab a de cere­
m onias externas al hom bre mismo (10, 4), y por eso era necesario
repetirlos constantem ente (10, 1.11), pero en realidad no agradaban a
Dios (10, 5.6.8). En consecuencia, el culto ritual, basado en ceremo­
nias externas a la persona, es radicalm ente incapaz de establecer la
verdadera relación entre el hom bre y Dios.
Entonces, ¿en qué consistió el verdadero sacerdocio, que es el
sacerdocio de Cristo? Para responder a esta pregunta, analizaremos
sum ariam ente los tres puntos antes indicados.
1)
L a condición que C risto tuvo que cumplir p ara llegar a ser
sacerdote fue hacerse en todo semejante a los que sufren. Este es el
sentido del prim er gran texto sacerdotal que hay en la carta: «El tuvo
que hacerse en todo semejante a sus herm anos, p a ra llegar a sumo
sacerdote... pues por haber pasado él por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora lo están pasando» (Heb 2, 17-18). La
condición determ inante para llegar al sacerdocio en el antiguo testa­
mento era la separación: los levitas fueron separados del resto del
pueblo, y la familia de A arón del resto de los levitas; a nadie le era
lícito acceder al sacerdocio y más aún ejercer el sumo pontificado si
no era de la familia de Aarón,' j, más en concreto, de la estirpe de
Sadoq (cf. Ex 29, 29-30; 40, 15)Vsin embargo, en el caso de Cristo, la
condición determ inante p ara llegar al sacerdocio fue todo lo contra­
rio: hacerse en todo semejante a sus herm anos. Al decir el autor que se
tuvo que hacer semejante «en todo» (kata pant a) (2, 17), afirma que
C risto tuvo que asum ir la condición hum ana totalm ente y con todas
sus consecuencias, especialmente en lo que se refiere al sufrimiento y a
la m uerte (cf. 2, 9.10,14). Lo cual quiere decir que Cristo no accedió al
sacerdocio m ediante las separaciones rituales que se practicaban a
través de una serie de ritos santificantes y abluciones purificantes (Ex
29; Lev 8-9), sino m ediante su vida totalm ente similar a la de sus
hermanos los hombres; similar concretam ente en todo lo que la
condición hum ana tiene de debilidad, de sufrimiento y de muerte. Y
de esta m anera, Cristo se capacitó p ara «auxiliar a los que ahora lo
están pasando» (el dolor) (2, 18). El significado profundo de este
planteam iento está en que sólo se puede ayudar a los que sufren
cuando uno com parte con ellos:el sufrimiento. P or eso, Cristo ha sido
capaz de ayudar de verdad a los hombres.
88. Cf. A. Vanhoye, Lecliones in Hebr. 10, 1-39, Roma 1972, 31-87.
74
Jesus y la práctica religiosa establecida
2)
El acceso de C risto al sacerdocio se realizó m ediante su
existencia entera, especialmente su muerte. El planteam iento que hace
a este respecto el au to r de la C arta a los hebreos resulta im presionan­
te. Este planteam iento se encuentra en el conocido texto de H eb 5, ΙΙΟ, que se divide claram ente en dos partes: 1) la definición del
sacerdocio (5,1-4); 2) la aplicación de esa definición al caso concre­
to de Cristo (5, 5-10). A quí es im portante, ante todo, caer en la cuenta
de que p ara com prender cóm o llegó C risto a ser sacerdote no basta la
prim era parte, en la que se da la definición genérica del sacerdocio:
«todo sacerdote» (pas iereus) (5,1). P or tanto, con esa sola definición
no sabemos aún en qué consiste exactam ente el sacerdocio de Cristo;
lo decisivo de este pasaje está en la segunda parte. Tam bién es
im portante advertir que en la definición genérica del sacerdocio (5, 14), no se habla del aspecto de autoridad, sino de la compasión: el
sujeto de la frase (pas iereus) se une directam ente, por aposición, con
dunámenos («capaz») (5, 2) y quiere decir que lo propio de todo
sacerdote es ser capaz de «una afección ad aptada para con los
ignorantes y los que andan descarriados, porque él mismo está
rodeado de debilidad» (5, 2). N o se presenta al sacerdocio, por lo
tanto, como una institución de poder, sino com o una tarea de
com partir con los débiles, porque el mismo sacerdote sufre en sí la
debilidad ( aszéneia, carencia de fuerza, vigor, fortaleza). A hora bien,
a partir de este planteam iento, tan profundam ente hum ano, de lo que
entiende el auto r de la carta que es todo sacerdote, viene la aplicación
al caso de C risto 89. El texto es de una fuerza sorprendente:
De la misma manera, tampoco el Mesías se adjudicó los honores a sí
mismo haciéndose sacerdote, sino el que le habló diciendo: Mi hijo eres
tú... El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a
gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo
escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era.
Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa
de salvación eterna para todos los que le obedecen a él, pues Dios lo
proclamó sumo sacerdote en la línea de Melquisedec (5, 5-10).
El texto m arca, ante todo, el origen divino del sacerdocio de
Cristo. Y lo confirm a con dos citas del antiguo testam ento (Sal 2, 7;
110, 4) (5, 5). Lo interesante de este prim er versículo es que tra ta del
acceso de Cristo al sacerdocio, es decir, de cóm o y cuando llegó a ser
sacerdote. Tal es, en efecto, el sentido del verbo genezénai, que
expresa que Cristo no se hizo a sí mismo sacerdote, sino que lo hizo
89. Cf. p ara este punto J. Jerem ias, H b 5, 7-10: ZN W 44 (1952-1953) 107-111; L.
Cerfaux, Le sacre du grandprètre ( selon Heb 5,5-10): Bible et vie chrétienne21 (1958) 5458; Th. Boni an, Der G ebetskam pf Jesu: NTS 10 (1963-1964) 261-273.
Jesús y la persona sagrada
75
Dios; y a continuación explica cóm o y cuando sucedió esto. Fue «en
los días de su vida m ortal» (5, 7), expresión que se refiere directamen­
te a la,pasión y, m ás en general, a su existencia entera. La vida de
Jesús es presentada com o u n a existencia dram ática, m arcada por el
miedo a la m uerte, y en la que el propio Jesús, «a gritos y con
lágrimas», es decir abrum ado por un sufrim iento hasta el límite de sus
fuerzas, «ofreció oraciones y súplicas» (5, 7). El verbo prosférein
(prosenégkas, participio de aoristo) tiene en la C arta a los hebreos el
sentido preciso de «ofrecer la oblación sacrificial» por parte del
sacerdote (5, 1.3.7; 7, 27; 8, 3.4; 9, 7.9.14.25.28; 10, 1.2.8.11.12; 11,
4.17; 12, 7). Y quiere decir que la oblación de Cristo, por la que fue
constituido y proclam ado (5, 10) sacerdote, fue su existencia entera,
en cuanto esa vida fue presentada a D ios en la oración, aludiendo sin
duda a la oración de Jesús en Getsemani (cf. Me 14, 36) y en otros
m om entos de su vida (cf. Jn 12, 27). La conclusión que se desprende
de todo lo dicho es que Cristo no llegó a ser sacerdote en virtud de un
ritual que se practicó y se celebró con él y ante él, sino por medio de su
existencia entera, ofrecida a Dios en la oración. En consecuencia, se
puede afirm ar que el sacerdocio de Cristo no es ritual, sino existencial90.
3)
La realización del sacerdocio de C risto consistió en su existen­
cia entera, ofrecida en la muerte, por fidelidad a Dios y para bien del
hom bre. Las ideas fundam entales del autor de la carta, dada la
estructura cuidadosam ente estudiada que tiene este escrito, están
form uladas perfectam ente en el centro mismo de la c a rta 91. Se trata,
por tanto, del núcleo esencial de todo el docum ento. La realización
del sacerdocio de Cristo consistió en el acto sacrificial de su muerte (9,
11 -28). En este párrafo encontram os, ante todo, dos m odos de expre­
sar el acto sacrificial de su m uerte, el prim ero con un vocabulario de
espacio y de m ovim iento (9, 11-12), el segundo con un vocabulario de
ofrecimiento y de transform ación personal (9,14). Pero ambos tienen
una cosa m uy fundam ental en común: la mención de la sangre (9,
12.14). A h o ra bien, lo decisivo aquí está en com prender que no se
tra ta de la sangre de animales que se ofrecen com o víctimas, sino que
se trata de la propia sangre de Cristo: «suya propia» (9,12), «sangre
del Mesías» (9, 14). L a segunda frase de este párrafo describe el acto
de Cristo com o un ofrecim iento personal (9, 13-14) y la idea que
expresa es que, si a un ritual externo se le reconoce una cierta eficacia
Cf. un estudio m ás detallado en T. Lescow, Jesus in Gethsemane bei Lukas und im Heb:
ZN W 58 (1967) 215-239; J. M . Castillo, Sacerdocio de Cristo y ministerio sacerdotal:
Proyección 18 (1971) 239-248.
91. Cf. A. Vanhoye, L a structure littéraire de l'Epitre aux hébreux, 138-161.
76
Jesús y la práctica religiosa establecida
p ara un culto igualmente externo, el ofrecimiento de Cristo, que no
consistió en un ritual sino en un acto personal, debe tener una eficacia
profunda y así debe hacer posible el culto auténtico. El planteam iento
de fondo que aquí se hace es asom brosam ente nuevo, no sólo para los
lectores de entonces, sino incluso p ara el lector medio de hoy. Porque
viene a decir fundam entalm ente dos cosas: 1) la deficiencia básica
que implica el culto ritual — el culto que se practicaba en el antiguo
testam ento— consiste en la distancia que necesariamente se d a entre
el sacerdote oferente y las víctimas ofrecidas; en ese caso, el sacerdote
no se ofrece a sí mismo, sino que ofrece «dones y sacrificios»,
expresión que se repite en 8, 3 y 9, 9 y que define al sacerdocio
antiguo; por el contrario, en el sacrificio de Cristo, se suprime toda
distancia: Cristo «se ofreció a sí mismo» (9, 14.25; cf. 9, 28); 2) de
ahí se sigue que en la cruz de Cristo se suprim en todas las distancias y
todas las separaciones: en prim er lugar, se suprime la separación entre
el culto y la existencia real, ya que C risto entró en el santuario «por su
propia sangre» (9, 12), lo que quiere decir que su sacrificio y la
realización de su sacerdocio no fue o tra cosa que el dram a de su
propio sufrimiento, su pasión y su m uerte (cf. 5, 7-8; 9, 15.26)92. Por
o tra parte, este acto de C risto es absolutam ente irrepetible y sucedió
de una vez por todas y p ara siempre (9, 12), de donde resulta que la
m uerte de Cristo suprim ió por com pleto la necesidad de ofrecer otros
sacrificios (7, 27; 9, 25; 10, 18).
La conclusión que se deduce lógicamente de todo este plantea­
m iento es que, a partir de la m uerte de Cristo, el sistema de relación
del hom bre con D ios ha quedado m odificado radicalmente. Ese
sistema ya no consiste en la ejecución de unos determ inados ritos, que
son a fin de cuentas cosas y ceremonias distintas de la persona, sino
que consiste en la entrega de la persona misma. Cristo no ofreció la
sangre de toros y m achos cabrios, sino que ofreció su propia sangre,
es decir, no ofreció cosas distintas a él, sino que se ofreció a sí mismo.
Queda, por tanto, suprim ida, de una vez por todas, la distinción entre
culto y existencia. El culto auténtico no es ya o tra cosa que la entrega
de la propia vida, la generosa donación de la existencia entera. En
otras palabras, Dios h a suprim ido lo sagrado, com o realidad separa­
d a de la existencia profana, es decir, de la existencia cotidiana del
hom bre a todo lo largo y ancho de su vida y su actividad. En
consecuencia, el hom bre se acerca a D ios sólo en la m edida en que él
mismo se entrega a D ios en todo el ám bito de su existencia. El culto
cristiano consiste en la vida cristiana misma: en la confesión de la fe y
de la esperanza (Heb 13, 15), en la vida entregada a los demás: «N o os
92. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, 127-129.
Conclusión
77
olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son
los que agradan a D ios (Heb 13, 16)93.
L a desacralización es total. Y tam bién es total la exigencia de
com prom iso. Porque la verdad es que, a partir de todo este plantea­
m iento, al creyente no le queda la fácil escapatoria de una práctica
religiosa y ritual en la que refugiarse, p ara disimular o para no tom ar
conciencia de su falta de amor. A veces ocurre que la gente que
practica los ritos eclesiásticos, si es que los practica con asiduidad y
con perfección, se refugia en eso — quizás inconscientemente— y así
no se da cuenta de su posible falta de hum anismo, de su testarudez y
su am or propio, de su rigidez y su frialdad en cuanto se refiere a la
convivencia. Todos sabemos que hay personas profundam ente reli­
giosas pero que, al mismo tiempo, son profundam ente insolidarias.
L a culpa de la in so lid '^ d a d no está en la religiosidad. Lo que pasa es
que la religión actúa entonces como una especie de venda que tapa los
ojos y que le impide al'sujeto ver claram ente dónde está situado en la
vida.
Por último, en el planteam iento de la C arta a los hebreos, la
solución que presenta el autor, no es sólo asertiva, sino además
exclusiva. L a carta, en efecto, no dem uestra solamente que la m uerte
de Cristo es un sacrificio, sino adem ás que es el único sacrificio
verdadero. T odo lo demás han sido y son intentos ineficaces que no
llevan a Dios. P or eso mismo, C risto es no sólo un verdadero
sacerdote, sino el único sacerdote verdadero. A partir de este plantea­
m iento es com o únicam ente se puede abord ar el estudio de lo que los
sacram entos son en la iglesia. Y lo que deben representar en la vida de
los creyentes.
7.
Conclusión
En la iglesia nos encontram os hoy con un sistema religioso,
sólidam ente estructurado y organizado, que supone y exige la puesta
en práctica de unos determ inados rituales. Estos rituales, de acuerdo
con lo establecido oficialmente, se realizan en los templos, con fre­
cuencia vinculados a días y festividades que se consideran días sagra­
dos, y todo ello organizado, controlado, dirigido y realizado por
sacerdotes. A eso hay que añadir los objetos sagrados que se utilizan
en cada ritual: vestimentas y ornam entos, vasos sagrados, libros y
utensilios p ara el culto, altares y demás cosas que las leyes eclesiásti­
cas suelen prescribir con más o m enos minuciosidad. Sin olvidar las
93.
Cf. J. M. Castillo, L a alternativa cristiana, 259.
78
Jesús y la práctica religiosa establecida
palabras y los gestos que tan to el sacerdote com o los fieles deben decir
y observar en cada ceremonia.
Esto quiere decir que se h a vuelto a establecer, en sus elementos
estructurales fundam entales, el sistema religioso que se enfrentó a
Jesús y con el que se enfrentó Jesús. Es verdad que los contenidos
doctrinales son muy diversos en aquel sistema y en este. Es verdad
tam bién que los ritos y las ceremonias son cosas completamente
distintas en un caso y en otro. Pero, lo que no se puede poner en duda
es que, en la práctica, lo mismo en nuestro sistema religioso que en el
de los judíos, los actos específicos de la religión se realizan a base de
rituales sagrados estrecham ente vinculados a la experiencia de lo
sagrado. P or eso, los cristianos tenemos hoy nuestros templos, nues­
tros días sagrados, nuestros sacerdotes y nuestros objetos sagrados. Y
se considera que todo eso es no sólo conveniente, sino incluso
indispensable p ara que la religión cristiana cum pla su misión y su
tarea en el mundo.
Al estar las cosas así establecidas y aceptadas en la iglesia, el hecho
capital del enfrentam iento entre Jesús y la institución religiosa de
su tiem po ha sido interpretado por los cristianos en clave anti-semita.
Es decir, se ha pensado que Jesús se enfrentó a la institución religiosa
de su tiempo porque los dirigentes de aquella institución, especial­
mente los sacerdotes, estaban corrom pidos y no querían aceptar el
mensaje de Dios que Jesús les anunciaba. Lo cual, por supuesto, es
verdad. Pero, al presentar las cosas de esa m anera, no se toca el fondo
del tema. Porque la cuestión está en saber si el conflicto entre Jesús y
la institución religiosa de su tiempo se sitúa a un nivel simplemente
ético; o si, además de eso, se debe situar tam bién a nivel estrictamente
teológico.
P or supuesto —ya lo hemos dicho— lo que allí se planteó fue un
problem a, no sólo de carácter ético, sino además propiam ente teoló­
gico. Pero con decir esto no basta. Porque sabemos, efectivamente,
que a Jesús lo condenó la institución religiosa por haber pretendido y
haber dicho que él era el Mesías, el Hijo de Dios (M t 23, 63-66 par).
Pero no debem os olvidar que cuando Jesús hace esa afirmación, él
aparecía ante los sumos sacerdotes com o el hom bre que había profa­
nado el templo y había anunciado su destrucción, com o el individuo
desobediente a la ley, que había quebrantado repetidas veces el
sábado, y como el sujeto intrigante que había desprestigiado al
sacerdocio. A hora bien, al decir Jesús que él era el Hijo de Dios, en
realidad lo que estaba afirm ando es que él tenía de su parte a Dios, es
decir que Dios le daba la razón a él y, por consiguiente, se la quitaba a
aquella institución religiosa. Y eso es justam ente lo que los responsa­
bles de aquel sistema religioso no podían ni com prender ni aceptar:
Conclusión
79
que un hom bre, que violaba la ley, fuera un hom bre enviado por Dios
y que contaba con la autoridad de Dios (Jn 9, 16); que un hombre,
que anunciaba la desaparición del templo, tuviera a Dios de su parte
(M t 27, 40); que un hom bre, que representaba una seria amenaza para
todo el sistema a partir del lugar santo (Jn 11,48; cf. 4,20-24), pudiera
y debiera seguir existiendo. Los dirigentes judíos com prendieron
perfectam ente que, al afirm ar Jesús que él era el Mesías enviado por
Dios, en realidad lo que estaba afirm ando era la desaparición de todo
aquel sistema de religiosidad, basado en la experiencia de «lo sagra­
do», con los rituales y ceremonias que a ello corresponden.
Por lo que acabam os de indicar, se com prende que Jesús, durante
su ministerio público, no se limitó a anunciar la «buena noticia» del
reinado de Dios, con las exigencias éticas y sociales que eso conlleva,
sino que, además de eso, se puso deliberadam ente a quebrantar las
leyes y las tradiciones de la institución y, en no pocos casos, se
enfrentó directam ente a la institución y a sus dirigentes. Y por eso se
com prende que si la institución religiosa m ató a Jesús es porque
aquella institución vio en Jesús una am enaza decisiva para su propia
pervivencia. A nadie se le m ata simplemente por ser bueno y por
hacer el bien a los que sufren. Si a Jesús lo m ató la institución es
porque la institución se sintió am enazada de m uerte por Jesús.
Por otra parte, cuando Jesús se dedicó a quebrantar las institucio­
nes sagradas del judaism o del tiempo, no afirm ó paralelamente que su
com unidad tenía «otras» instituciones similares, pero distintas. Jesús
destruye aquella sacralidad, pero no reconstruye «otra». Jesús destru­
ye aquel sistema, p ara poner en su lugar la fe y el seguimiento, que se
traducen en el amor. M ás adelante veremos las consecuencias que de
eso se deducen a la hora de interpretar y poner en práctica los
sacram entos cristianos.
Y
conste que lo que decimos de Jesús, se puede decir, mutatis
mutandis, de la doctrina de la C arta a los hebreos. En efecto, el autor
de este escrito habría podido decir a los cristianos: «no os lamentéis
por la desaparición del culto antiguo y sus esplendores; nosotros
tam bién tenemos nuestros ritos y nuestras ceremonias sagradas».
Pero no. El auto r no dice nada de eso. Sino que va directam ente al
fondo de la cuestión. Y por eso, les dice a los cristianos que la nueva
liturgia, que se instaura a partir de Cristo, no consiste en unas
ceremonias, sino en un acontecim iento real, la m uerte de Cristo, su
existencia entera entregada por los demás, cosa que cambia com pleta­
mente la situación religiosa de los hom bres, porque transform a al
hom bre y lo introduce en la intim idad con Dios. De ahí que los
cristianos estamos llam ados a cam biar nuestra m entalidad en relación
al culto y al sacerdocio. N uestra vocación cristiana nos empuja a
80
Jesús y la práctica religiosa establecida
ligarnos, no a ritos externos, sino a la persona de C risto, a su
sacrificio existencial, por m edio de la fe y de los símbolos sacramenta^
les. Lo cual quiere decir que nuestros sacram entos no son ritos
externos, sino o tra cosa, de la que hablarem os en su m om ento94.
P or consiguiente, después de todo lo dicho en este capítulo, se
puede decir, con to d a seguridad, que la práctica sacramental cristiana
no se puede plantear ni organizar com o práctica religiosa vinculada a
la experiencia de «lo sagrado». Es más, la praxis de Jesús y de la
iglesia prim itiva desautoriza toda form a de práctica religiosa que se
oriente en ese sentido o que apunte en esa dirección. Y no sólo eso
—lo que es más im portante— sabemos hasta qué punto Jesús combatió
ese tipo de religiosidad: h asta el extremo de jugarse la vida y de
aparecer com o un m aldito y un m alhechor. Esto quiere decir que
Jesús y las prim eras com unidades cristianas vieron en esa form a de
religiosidad algo extrem adam ente peligroso para la vida de la fe y el
seguimiento evangélico. Algo, por lo tanto, a lo que había que
com batir sin reparar en esfuerzo alguno.
94. O . p ara todo este punto, A. Vanhoye, Testi dei nuovo testamento sul sacerdozio,
118-119.
3
La iglesia primitiva
y la práctica religiosa
ϊ
1.
¿Qué entendemos por «práctica religiosa »?
Lo mismo que ocurre con la palabra «religión», la expresión
«práctica religiosa» es ambigua. Porque se puede referir a la relación
del hombre con Dios, sin especificar más en qué consiste esa relación; o
tam bién puede referirse al conjunto de mediaciones con las que se lleva
a cabo esa relación. Aquí hablam os de la «práctica religiosa» en el
segundo sentido. Y eso, m ás concretam ente, en cuanto conjunto de
mediaciones vinculadas a la esfera de «lo sagrado»: espacio, tiempo,
objetos, personas y, en general, rituales que se contradistinguen de
tod o lo que se considera y se vive com o profano, puesto que «lo
sagrado» es lo separado y puesto aparte de «lo profano».
P or tanto, se tra ta aquí de ver en qué sentido y hasta qué punto la
iglesia prim itiva aceptó la práctica de ritos religiosos vinculados a lo
sagrado. En este sentido, el presente capítulo no es sino una prolonga­
ción del anterior. L a actitud de Jesús con respecto a la práctica
religiosa establecida, ¿fue asum ida po r la iglesia primitiva? ¿fue m odi­
ficada? Y si así es, ¿cuándo y cóm o ocurrió eso?
2.
La iglesia primitiva y. la «religión »
Por m ás que resulte extraño, es un hecho que los autores del nuevo
testam ento no prestan atención a «lo religioso» en general, en el
sentido que acabam os de indicar. Y cuando hablan de eso, es para
í
82
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
desautorizarlo o presentarlo de m anera enteram ente desacostum ­
brada 1.
P ara com probar lo que acabam os de indicar, vamos a analizar
cóm o aparecen en el nuevo testam ento los términos que se refieren a
la religión y a la práctica religiosa.
A nte todo, el térm ino mism o zreskeía, que se refiere ciertam ente a
la «religión de observancias», es decir, el culto religioso, principalmen­
te externo, que se expresa m ediante cerem onias2. Pues bien, este
térm ino, que lógicamente es central en el vocabulario de cualquier
organización religiosa, aparece solam ente tres veces en todo el nuevo
testam ento (Hech 26, 5; Col 2, 18; Sant 1, 26). Esto ya indica que se
tra ta de un asunto que apenas interesó a la iglesia primitiva, puesto
que casi no se echa m ano ni de la palabra misma. Pero hay algo más
significativo: en H ech 26, 5, el térm ino zreskeía se refiere a la religión
judía. En Col 2, 18 se habla de la «religión» para desautorizarla,
porque practicar la «religión de los ángeles» ( zreskeía tdn aggélon) es
engreírse «tontam ente con las ideas del am or propio». Y añade el
au to r de Colosenses: «ése se desprende de la cabeza, que por las
ju n tu ras y tendones d a al cuerpo entero alim ento y cohesión, hacién­
dolo crecer com o D ios quiere» (Col 2, 19). En este caso, por lo tanto,
se rechaza drásticam ente la zreskeía. Pero más im portante que todo lo
dicho es el texto de la carta de Santiago: «Religión ( zreskeía) pura y
sin tacha a los ojos de D ios Padre es ésta: m irar por los huérfanos y
las viudas en sus apuros y no dejarse contam inar por el m undo» (Sant
1, 27). Aquí se entiende la «religión» en un sentido completamente
distinto del que era habitual en aquel tiempo. Porque lo que se viene a
decir es que la única religión aceptable p ara un cristiano es la práctica
del am or a los débiles, sin dejarse contam inar p o r el «orden presente»
(kósm os). L a «religión», p o r lo tanto, o es cosa que nada tiene que
ver con los cristianos; o si es que tiene algún sentido para el creyente,
no es com o conjunto de prácticas rituales, sino como puesta en
práctica del am or a los demás, en concreto a los desam parados de la
sociedad, pues a eso se refiere el auto r de la carta cuando habla de los
huérfanos y las v iudas3. En eso, por tanto, consiste la verdadera
religiosidad del cristiano.
1. Cf. para este tem a en general, el excelente estudio de A. Schweizer, Gemeinde und
Gemeindeordung im Neuen Testament, Basel-Zürich 1962; un buen resum en de este
estudio, en F. H ahn, Der urchristliche Gottesdienst: Jahrbuch für Liturgik und Hym nologie 12 (1967) 14 s.
2. Según la form ulación del clásico léxico de W ilke-Grimm: cultus religiosus, potissimun externus, qui caeremoniis continetur. Cf. K. L. Schm idt, en TW N T III, 157.
3. Cf. para el sentido de esta sentencia, B. Zielinski, Epistulae Catholicae Iacobi et
ludae, R om a 1964, 37-38.
La iglesia primitiva y la «religión»
83
O tro térm ino característico del vocabulario religioso es el sustan­
tivo deisidaimonía, ju n to con el adjetivo deisidaimon. Estos términos
provienen del verbo deido (temer) y expresan la religión en cuanto
tem or a la divinidad, y a veces en cuanto superstición4. El sustantivo
aparece una sola vez en el nuevo testam ento, pero en boca de un
pagano, p ara referirse a las controversias de los judíos con Pablo
(Hech 25, 19). El adjetivo, tam bién sólo una vez, referido a la
religiosidad de los paganos (Hech 17, 22), que era, según Pablo, el
tem or de los daimones, los poderes superiores en los que creía el
paganism o, pero que no son el D ios vivo5. Q ueda claro, por tanto,
que la religión en cuanto temor o miedo a las fuerzas superiores es,
según el nuevo testam ento, algo propio de los paganos, que nada
tiene que ver con el cristianismo.
La religión, en el sentido de piedad interior ( eusebeía) es también
descartada com o fuerza de salvación o com unicación del favor de
Dios (Hech 3, 12). Y el adjetivo eusebés (piadoso) se aplica a las
personas de religión pagana (Hech 10, 2.7). Estos términos ya no
vuelven a aparecer en el nuevo testam ento, salvo en docum entos más
tardíos, concretam ente en las cartas pastorales (1 Tim 2, 2; 3, 16; 4,
7.8; 6, 3.5.6.11; 2 Tim 3, 5.12; T it 1, 1; 2, 12) y en la segunda carta de
Pedro (1, 3.6; 2, 9; 3, 11). Pero si se analizan los textos de las cartas
pastorales, no se ve que de ellos se pueda deducir que la eusebeía se
refiere a prácticas rituales, com o ha defendido algún que otro autor 6,
porque ese térm ino expresa la piedad com o actitud interior y no dice
relación a prácticas externas7. Y adem ás porque en las mismas cartas
pastorales se refiere a veces a la piedad fam iliar (1 Tim 5, 4); cuando
se tra ta de la relación directa con Dios, se utiliza la fórmula com pues­
ta zeo-sebeía (1 Tim 2, 10). Tam poco, pues, desde este punto de vista,
la iglesia prim itiva se entendió a sí misma com o una institución
dedicada a las prácticas rituales.
Pero hay más. Los térm inos típicam ente cultuales se utilizan en el
nuevo testam ento p ara referirse, no a ritos, ceremonias o prácticas
sagradas, sino al ministerio apostólico o a las relaciones hum anas, el
am or, la bondad, la paciencia y la limosna. Estos térm inos son
fundam entalm ente tres: latreía (culto) (R om 9; 12,1; Hech 24,14; Flp
3, 3; 2 Tim 1, 3; H eb 12, 28); leitourgía (el servicio) (Rom 15, 27; 2 Cor
9,12; Flp 2,30); zusía (sacrificio) (Flp 2, 30; 4,18; H eb 13,15; 1 Pe 2,5).
4.
Bailly,
5.
6.
7.
Cf. H. G. Lídell-R. Scott, A greek-english Lexicon I, Oxford 1951,375; M. A.
Dictionnaire grec-frangais, Paris 1929, 441.
Cf. A. W ikenhauser, -j m Hechos de los apóstoles, Barcelona 1967, 292.
P or ejemplo C. Spicq\ Les épttres pastorales I, Paris 1969, 483.
Cf. W. Foester, en T W N T VII, 175-178.
84
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
En todos estos textos, el culto de los cristianos no se refiere para
nada a lo ritual en el ám bito sagrado; sino a la existencia apostólica y
cristiana en su totalidad. Especialmente significativo, a este respecto,
es el texto de Rom 12, 1, donde Pablo viene a afirmar: éste es el culto
que Dios quiere de vosotros; y a continuación habla del am or que
debe existir entre los cristianos8. Solamente en Hech 13,2 la leitourgía
parece referirse a una celebración com unitaria de los cristianos de
A ntioquía. Por otra parte, en una ocasión, Pablo se presenta a si
mismo com o «ministro» ( ¡eitourgon) de C risto entre los paganos, que
ejerce el sagrado oficio del evangelio, pero está dem ostrado que el
verbo ierourgein, que aparece en este texto (Rom 15, 16), no se refiere
necesariamente a un oficio sagrado, sino que se aplica tam bién a los
fieles en general0.
H ay un texto en el evangelio de M ateo (5, 23-24) que podría ser
interpretado en el sentido de que los cristianos, al menos la com uni­
dad a la que se dirige el autor del prim er evangelio, utilizaban ya
entonces el altar (zusiastcrion), lo cual vendría a decir que los
cristianos practicaron, desde el prim er m om ento, determ inados ritos
sagrados. Pero está dem ostrado que ese texto no nos enseña nada
respecto al ritual eclesial, por la sencilla razón de que, en ese tiempo,
no se utilizaban altares entre los cristianos para la celebración de la
eucaristía. En efecto, la única referencia que tenemos en el nuevo
testam ento a este repecto nos habla de la «mesa» ( trapéza) (1 C or 10,
21), no del «altar». Y en Heb 13, 10, la palabra zusiastérion no se
refiere p ara nada a un rito sagrado. Es más, sabemos que los cristia­
nos no tuvieron «altares» hasta tiempos m ucho más tardíos, de
manera que ni siquiera el texto de Ignacio de A ntioquía en Filad 4
(que habla del altar , en relación a la eucaristía) se puede aducir para
probar la utilización de ritos sagrados ya a comienzos del siglo
segundo, porque se ha dem ostrado que ese texto fue interpolado en
las cartas de Ignacio m ucho m ás tarde, seguramente un siglo des­
p u és10. Incluso en la Ditlaskalía siria (a comienzos del siglo III), el
«altar» de la iglesia son las viudas y los huérfanos n , texto que se
vuelve a recoger en las Constituciones apostólicas ( ai te jérai kai
orfanoi eis tupon tou zusastérou lelogíazosan umin)12 y más adelante
se vuelve a insistir en que los huérfanos, los pobres, los enfermos, los
8, Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, Salam anca 51980, 242.
9. Cf. C. Wiener, Ceux qui assurent le service sacre de l'évangile ( Rom 15,16), en la
obra en colaboración, Les prétres, formation, ministère et vie, Paris 1968, 257-259.
10. Cf. J. Rius-Cam ps, La interpolación en las cartas de Ignacio: Revista C atalana de
Teologia 11/2 (1977) 309-311.
11. Dida.sk. 11, 26, 8. ed. Funk 104.
12. Ibid.. 105.
y
La
iglesia primitiva y ¡a «religión»
¿'5
ancianos y las fam ilias que tienen m uchos hijos son considerados
co m o el altar de D ios u . Por consiguiente, si en el siglo III se tenía esta
concepción del «altar», no es im aginable que ya a los pocos años de la
m u erte de Jesús se h ab le de un altar de ritos sagrados en la iglesia. Pol­
lo tan to , parece que lo único que se puede deducir de M t 5, 23-24 es la
subo rd in ació n del cu lto a la carid ad expresada com o perd ó n y m iseri­
co rd ia 14.
Y
todav ía, una observación im portante: en el tem a an terior hem os
visto cóm o Jesús rechazó el tem plo, el sábad o y el sacerdocio. Sabe­
m os tam b ién que las com unidades de las que nos habla el nuevo
testam ento no ten ían tem plos, sino que celebraban sus reuniones en
las casas. T am poco aquellas co m unidades tenían sacerdotes, h a sta el
p u n to de que to d o s los au to res del nuevo testam ento evitan cu id ad o ­
sam ente ap licar el térm ino iereu s (sacerdote) a los dirigentes o líderes
de cad a iglesia. Es decir, no se tra ta sim plem ente de un argum ento «de
silencio», co m o si a los au tores del nuevo testam en to se les hubiera
pasad o inadvertido el designar com o «sacerdotes» a los responsables
de las com unidades, sino que se tra ta de que expresam ente no
quisieron d a r ese título a los m inistros de la iglesia. E ste pun to h a sido
ab u n d an tem en te d em o strad o p o r la exégesis15. Lo cual es significati­
vo. Porque, com o se h a dicho acertadam ente, m ientras que todo s los
grupos religiosos de la antigüedad tenían sus cuadros de mando., con
una n om en clatura acu ñ ad a al respecto, la iglesia prim itiva no utilizó
esa nom enclatura para sus m inistros, sino que aplicó a sus dirigentes
títu lo s pro fano s, to m ad o s de las organizaciones públicas y civiles del
tiem po: p r e s b y te r o i, episkopoi, p r o is ta m e n o ì, e g o ù m e n o t, d o u lo i, d ía k o n o i. E ste p u n to es de so b ra conocid o y h a sido estudiado ab u n d a n ­
tem ente 16.
P or últim o, sabem os tam bién que, en las com unidades prim itivas,
se tuvo buen cuidado de no ad m itir ni to lerar la celebración de
determ inad os días religiosos o, én general, tiem pos sagrados, con sus
ritos y cerem oniales correspondientes. Así, en Col 2, 16 se advierte a
los cristianos: «P o r eso nadie tiene que dai juicio sobre lo que com éis
13. Allarc is en ini Dei deput atas est. dice la versión latina de la Diiìaskalia: IV, 3, 3,
Funk, 220.
14. Cf, S. Légasse, El evangelio según M ateo, en la obra en colaboración, El
ministerio >’ los ministerios según el nuevo testamento, M adrid 1975, 182.
15. Cf. J. Colson, M inistre de Jésus-Christ ou le sacerdoee de l'évangile, Paris 1966,
177-207; B. Sesboüe, Ministerio y sacerdocio, en El ministerio y los ministerios según el
nuevo testamento, 439.
16. Cf. A, Lemaire. Les ministéres áux origines de Céglise, Paris 1971, con amplia
bibliografía en 219-236; una obra de divulgación sobre este punto, el libro de J. A.
Mohler, Origen y evolución del sacerdocio, Santander 1970; y los apuntes de .1. M. Castillo,
El sacerdocio ministerial. M adrid 1971. ,
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
86
o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados; eso era
som bra de lo que tenía que venir, la realidad es el Mesías». Evidente­
mente, aquí se rechaza el tiem po sagrado, lo mismo que las prescrip­
ciones rituales acerca de los alimentos. T odo eso es una mera aparien­
cia, algo que no sirve ni tiene valor. M ás adelante dirá, en el mismo
contexto: «Eso tiene fam a de sabiduría por sus voluntarias devocio­
nes, hum ildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno,
sirve p ara cebar el am or propio» (Col 2, 23). Y en la C arta a los
gálatas, dice Pablo: «Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años;
me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles»
(Gal 4, 10-11). Aquí se utiliza el verbo parateréo, que significa
exactam ente «observar con fidelidad», «celebrar»17. En el contexto,
se tra ta del rechazo de las observancias religiosas com o expresiones
fundam entales de idolatría. Tal es, en efecto, el sentido d e G á l4 , 8-11.
A la vista de los resultados que nos ofrece el análisis de la
term inología del nuevo testam ento sobre «lo religioso» y «lo sagra­
do», se puede afirm ar que la iglesia prim itiva no se vio a sí misma
com o u n a «religión», es decir, com o una organización religiosa, con
sus templos, sus sacerdotes, sus fiestas, y los ritos ceremoniales
correspondientes. T am poco se habla en el nuevo testam ento de «reli­
gión», «observancias cultuales», «sacrificios» o «servicios religiosos»,
porque las palabras que se refieren a todo eso se utilizan en un sentido
com pletam ente distinto del que habitualm ente suelen tener en las
organizaciones religiosas.
3.
Los indicios de una interpretación «sagrada »
en el nuevo testamento
N o son muy num erosos. D e todas m aneras, algunos datos se ‘
encuentran en el nuevo testam ento, sin duda como influjo del anti­
guo.
En los relatos de la institución de la eucaristía, la sangre de Jesús
se designa com o «sangre de la alianza» ( aimá tés diazékes) (1 C or 11,
25; M t 26, 28 par). E sta expresión parece aludir claram ente al sacrifi­
cio de la alianza (cf. Ex 24, 8; Jer 31, 31; Zac 9, 11). Por otra parte, las
palabras «que se derram a p o r todos p ara el perdón de los pecados»
(M t 26, 28 par) tienen un estrecho parentesco con la afirmación de
Pablo según la cual, C risto m urió p o r nuestros pecados (1 C or 15, 3;
Rom 4, 25; 5, 6.8). A hora bien, en este lenguaje se alude claramente al
aspecto sacrificial, puesto que el sacrificio de la expiación se ofrecía
17.
M. Zerwick, Analysis philologica N .T . graeci, R om a 1953, 422.
El rechazo de lo «sagrado»
87
p o r los pecados, com o consta, no sólo p o r las tradiciones del antiguo
testam ento (cf. Lev 16 y Ez 45), sino adem ás p o r la práctica estableci­
d a en otras religiones18.
D esde otro p unto de vista, sabemos que la doctrina cristológica
fue presentada, en algunos casos, m ediante categorías religioso-ritua­
les. Así, Pablo designa a Cristo com o cordero pascual que fue
inm olado (pásja émòn étúze) (1 Cor 5, 7). Y en la C arta a los rom anos
afirm a que D ios nos ha puesto delante al Mesías Jesús «como lugar
donde, por medio de la fe, se expían los pecados con su propia
sangre» (Rom 3,25). En este texto, el térm ino ilastérion es claramente
sacrificial y designa el instrum ento de expiación o propiciación (cf.
H eb 9, 5). M ás clara aún es la fórm ula de E f 5,2: «el Mesías os amó y
se entregó por vosotros, ofreciéndose a D ios com o sacrificio fragan­
te». Aquí los térm inos prosforá (oblación) y zusia (hostia, víctima)
pertenecen inequívocamente al vocabulario cultual. Tam bién en la
prim era carta de Pedro se designa a Cristo com o el «cordero inm ola­
do», que es sacrificado y con cuya sangre se obtiene la redención (1 Pe
1, 19). Finalm ente, se debe recordar tam bién el texto de Le 24, 50-51,
en el que C risto resucitado se m uestra bendiciendo a los discípulos,
gesto que lo com para im plícitamente al sum o sacerdote que después
del sacrificio bendecía al pueblo alzando las manos al cielo (Lev 9, 22 s;
Eclo 50, 22) ií>.
Se trata, por consiguiente, sólo de algunas fórmulas, pocas en
total. Pero, en todo caso, esto indica que las prim eras comunidades
cristianas interpretaron su relación con Dios en categorías rituales, en
determ inados casos. Y aunque es verdad que estos casos son poco
frecuentes en todo el conjunto de docum entos del nuevo testam ento,
no podem os ocultar que los indicios que aquí acabam os de recoger
nos plantean una cuestión im portante, que analizamos a continua­
ción.
4.
El rechazo de «lo sagrai^ )>»
Según acabam os de ver‘ en el nuevo testam ento se encuentran
algunas fórmulas, térm inos y expresiones que dicen relación a «lo
sagrado». Además, hay que tener presente que los cristianos pusieron
en práctica, desde el prim er m om ento de su existencia como iglesia,
determ inados gestos simbólicos, que venían siendo utilizados en otras
religiones: el bautism o, com o celebración de iniciación para ingresar
18.
19.
Cf. G. W ídengren, Fenomenología de la religión, M adrid 1976, 273.
Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad hebraeos, textus de sacerdotio Christi, 17.
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
ss
o ser incorporados a cada com unidad; la cena o «fracción del pan»,
com o com ida específica de la com unidad creyente; ciertos gestos de
bendición o «imposición de manos»; la confesión de los pecados
com o gesto penitencial. De todo esto hablarem os ampliamente más
adelante.
P or o tra parte, com o vam os a ver enseguida, con el paso del
tiem po se fueron introduciendo en la iglesia, no sólo fórm ulas y
expresiones sacrales, sino que adem ás se llegó a la construcción de
templos, la institución de días festivos en sentido religioso, y la
organización de un clero con diversos rangos o categorías de sacerdo­
tes com o personas sagradas.
A la vista de estos hechos, hay que hacerse una pregunta que
parece enteram ente central en to d o este asunto: ¿dejó el nuevo testa­
m ento la puerta abierta p ara que se produjera esta evolución? Pero,
llegando m ás al fondo de la cuestión, ¿no sería necesario dem ostrar
que la dejó cerrada p ara que esa evolución n o se produjera?20.
Se h a dicho que, «dada la m entalidad prim itiva de la iglesia,
parece evidente que la puerta quedó abierta»21. Sin embargo, aquí es
de la m ayor im portancia com prender que, para resolver este proble­
ma, no basta echar m ano de ciertas fórm ulas aisladas o determ inadas
expresiones del vocabulario sacral, que ciertam ente se encuentran en
algunos escritos del nuevo testam ento y en los autores de los siglos
siguientes, com o vam os a ver enseguida. El punto central y decisivo,
en este asunto, está en com prender, de una vez p o r todas, tres hechos
del m áxim o interés que aparecen expresamente destacados en el
nuevo testam ento: por una parte, el enfrentam iento m ortal entre
Jesús y la institución religiosa del tiempo; por otra parte, la total
ausencia de templos, rituales y sacerdocio en las com unidades cristia­
nas m ás primitivas; finalm ente, el hecho de que los cristianos coloca­
ron en el centro de sus creencias a un hom bre m uerto, y por cierto
m uerto en una cruz. Este últim o punto merece especial atención.
Porque, en las tradiciones populares del tiempo, un dios se diferencia­
ba de un hom bre ante todo por el hecho de estar exento de la m uerte y
por los poderes sobrenaturales que ello le confería. D e ahí, la frase,
tantas veces repetida, dé que «el hom bre es un dios m ortal, y un dios
es un hom bre inm ortal»; de ahí tam bién la posibilidad de tom ar
erróneam ente por dios a un hombre, con tal de que éste hiciera alguna
dem ostración de poderes sobrenaturales, como les ocurrió a Pablo y
Bernabé en Listra (Hech 14, 18 s) y en ocasiones a A polonio de
20.
21.
Cf. J. Colson, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de Γévangile, 206.
Ibid., 343.
El rechazo de lo «sagrado»
89
T ia n a 22. Y algo m ás tarde, sabemos p o r Orígenes que Celso acusaba
de blasfemo al cristianismo por situar a otro ser a la altura del Dios
suprem o 23. Pero, sobre todo, cuando este ser era un hom bre m uerto y
adem ás crucificado, entonces resultaba sencillamente impensable que
quienes veneraban a semejante ser fueran considerados en aquel
tiem po com o gente religiosa. T odo lo contrario: venerar a un crucifi­
cado era la negación de la sacralidad, es decir, algo que nada tenía que
ver con la religión. P o r eso, los prim eros cristianos tuvieron que
defenderse frecuentem ente de la acusación de irreligiosidad y de
sacrilegio. Y, lo que es peor, se tuvieron que ver complicados en la
drástica acusación de ser considerados com o ateos. Por eso, los
autores cristianos de los siglos II y III tuvieron que responder con
frecuencia a esa acusación. Así, Ju stin o 24, A tenágoras25, el Mart.
Policarpi 26, Clemente de A lejandría27, L actancio28, A rn o b io 29. Pero
aquí es muy importante tener en cuenta que el problema que preocupa­
ba a los ciudadanos del im perio en aquel tiem po no era el problem a
del «ateísmo teórico», sino el hecho de no dar culto a la divinidad: déos
non colerei0. Por eso, se com prende que, por ejemplo, en el M arty­
rium Symphoriani se diga: « Symphorianus publici criminis reus, qui
diis nostris sacrificare detrectans maiestatis sacrilegium perpetravit,
sacris etiam altaribus irrogavit iniurias, gladio ultoris feriatur » 31. Y
en las Acta Cypriani: «diu sacrilega mente vixisti... et inimicum te diis
romanis et religionibus sacris constituisti»i2. En estos testimonios, lo
que se consideraba intolerable era el que no se respetasen «los
sagrados altares» o «las religiones sagradas». En una sociedad en la
que había dioses p ara todos los gustos y en la que una divinidad más
no hubiera sido problem a p ara nadie (cf. Hech 17, 22-23), lo que
realm ente resultaba intolerable era una secta que no daba muestras de
rendir un culto sagrado a ningún dios. Es decir, lo que estaba enjuego
no era el problem a del ateísmo teórico, sino el hecho concreto y
22. F ilostrato, Vita Apoltonii4, 31; 5, 24; 7, 1 l;c f. E. R. Dodds, Paganos y a -ist ¡anos
en una época de angustia, M adrid 1975, 105.
23. Contra Celsum 8.12, 14; cf, E. R. Dodds, o. c., 154.
24. Apoi. I, 6, 13; 13, 1.
25. Suppl. 3; cf. 4.13.30.
,
26. C. 3.9.
27. Strom. VII, 1, 1: 1, 4.
28. Epit. 63 (68).
29. III, 28; VI, 27. Cf. para7la enum eración y análisis de estos textos, A. H arnack,
Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten, en T U X III, Leipzig 1905, 816.
30. Cf. A. H arnack, o. c., 10.
31. C. 6, edit. R uinart, R atisbona 1859, 127.
32. Cf. A. H arnack, o. c., 9, n. 1.
90
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
práctico de una asociación que no tenia templos, ni altares, ni
sacerdotes, ni ritos sagrados. Y p ara colmo, se tratab a de una asocia­
ción que afirm aba su fe en un «dios crucificado», cosa que no podía
ser sino considerada com o sacrilega y blasfema en aquella sociedad
tan profundam ente religiosa33.
La consecuencia que se desprende de lo dicho es que el aconteci­
m iento de la m uerte de Cristo, com o acontecimiento esencialmente
profano, prohíbe a la iglesia regresar hacia atrás, hacia lo que había
antes de la m uerte de Jesús. Porque la cruz representa la abolición de
todas las «mediaciones sagradas». La cruz enseña a los hom bres que
el acercam iento a D ios no se consigue alejándose de la vida ordinaria,
sino asum iendo esa vida y com prom etiéndose con ella hasta el extre­
mo de ser considerado — si es necesario— com o un rebelde, como un
m aldito y com o un sujeto al que hay que elim inar34. Por consiguiente,
se puede asegurar que el nuevo testam ento dejó la puerta cerrada para
que, en el futuro, no se diera la evolución que de hecho se vino a
im poner m ás tarde hacia la sacralidad y los rituales sagrados como
mediaciones entre D ios y el hombre.
5.
La oposición al culto «ritual»
Com o es bien sabido, a lo largo de la historia de Israel existió una
corriente de pensamiento, de inspiración profetica, que se opuso y
hasta se enfrentó seriamente al culto ritual establecido. La docum en­
tación de textos del antiguo testam ento en este sentido se encuentra
en tres series de fuentes: 1) en los profetas, sobre todo en los
anteriores al exilio: Am os (2, 7 s; 4, 4 s; 5, 4 s; 5, 21 s), Isaías (1, 11 s;
29,13), Oseas (2,13-15; 4, 11-19; 6, 6; 8, 5 s; 10, 8; 13,2), M iqueas (6,
6-8), Jeremías (6, 20; 7; 26, que no es sino una segunda recensión del
capítulo 7); y tam bién en los profetas posteriores al exilio: Isaías (58,
6-7; 66, 1-3);
2) en los sapienciales: Proverbios (15, 8; 21, 3.27) y
sobre todo en el capítulo 34 del Eclesiástico; 3) en los salmos (40, 78; 50, 8-15; 51, 18-19).
Esta docum entación de textos, tan variados y abundantes, ha sido
enjuiciada muy diversamente, desde quienes, com o J. Wellhausen y P.
Volz, han llegado a afirm ar que el D ios del antiguo testam ento odia el
culto porque es impío en su fundam ento m ism o35, hasta los que han
defendido los m étodos de aproxim ación cultual y revalorización del
33.
34.
35.
Cf. J. M oltm ann, El Dios crucificado, Salam anca 21977, 53.
Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 260.
Cf. L. R am lot, en DBSup VIII, 1123, con bibliografía abundante.
La oposición al culto «ritual»
91
culto ( Kultgeschichtliche M ethode), com o H. G unkel, S. Mowinckel,
S. H. H ooke y A. H aldar, que defienden la existencia de una buena
cantidad de profetas cultuales en Israel36. Pero, sea cual sea la
p o stura que adopten los especialistas sobre este asunto, hoy es indu­
dable que en el antiguo testam ento existe toda una corriente anticul­
tual, al m enos en el sentido de que D ios no quiere el culto que va
asociado a la injusticia entre los h om bres37.
A hora bien, supuesto que en el antiguo testam ento existía esta
am plia docum entación de textos anticultuales, resulta de singular
interés saber que en la iglesia prim itiva estos textos bíblicos fueron
am pliam ente utilizados y difundidos, es decir, la iglesia de los tres
prim eros siglos aceptó y se aplicó a sí m ism a la crítica anti-cultual — o
m ás exactam ente, anti-ritual— de los autores del antiguo testamento.
E sta aceptación se encuentra de m anera insistente en los autores
cristianos del siglo II e incluso en algunos del siglo III.
En efecto, entre las prim eras generaciones cristianas circulaban
colecciones de textos del antiguo testam ento, en los que se advierte
una intención determ inada: poner de manifiesto que Dios no tiene
necesidad de sacrificios ni de ritos sagrados. Es decir, las citas anti­
cultuales del antiguo testam ento fueron, no sólo ampliamente utiliza­
das, sino incluso coleccionadas en extractos o florilegios que recibie­
ron, según parece, el nom bre de Testimonia y que seguramente eran
«fruto de notas personales cN lectura»38. Lo cual quiere decir que esta
m entalidad anti-cultual y Viiti-ritual estaba am pliamente difundida
entre los creyentes en el sij*lo II e incluso d urante buena parte del
siglo III.
La existencia de estos florilegios o colecciones anti-cultuales de
Testimonia ha dado pie a u n a larga controversia entre los especialis­
tas, desde el estudio que, en 1938, publicó K. A. C redner39, hasta los
trabajos de C. H. D o d d 40 y A. C. S undberg41y m ás recientemente el
excelente libro de P. P rigent42, que ha presentado am pliamente el
desarrollo de esta controversia a lo largo de m ás de un siglo de
im portantes trabajos que se han sucedido sobre el tem a43. Como
36. Ibid., 1127.
37. Cf. para este punto, J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 301-308, con
abundante bibliografia en p. 303-304; cf. adem ás el interesante estudio de J. L. Crenshaw,
Prophetic conflict. Its effect upon Israelite religion, Berlin 1971, especialmente 23-38.
38.
J. P. A udet, V hypotèse dhs Testimonia: RB 70(1963) 381-405.
39.
Beiträge zur Einleitung inedie biblischen Schriften II,H alle 1838, 318 s.
40. According to the Scripture, London 1953.
41. On testimonies: Novum Testam entum 3 (1959) 268-281.
42. Les Testimonia dans le christianisme primitif. V epìtre de Barnabé I-X V I et ses
sources, Paris 1961.
\
43.
O. c., i 6-28.
,
92
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
resultado de estos trabajos, hoy se puede afirm ar que, si bien no
podem os estar seguros de que existieran colecciones de Testimonia
anteriores al cristianism o (y que habrían influido en los escritos del
nuevo testam ento), es u n hecho que los cristiános de los siglo II y III
utilizaron determ inados florilegios de textos bíblicos. D e estos florile­
gios, alguno h a llegado íntegram ente hasta nosotros, el A d Quirinum
de Cipriano 44, que aunque fue m ás tarde cuando recibió el título de
Testimoniorum libri tres 45, es incuestionable que, de hecho, represen­
ta una am plia colección de textos del antiguo y del nuevo testam ento,
con citas frecuentes de los pasajes anticultuales46. Por consiguiente,
incluso a m ediados del siglo III se seguían utilizando entre los
cristianos estas recopilaciones de textos proféticos del antiguo testa­
mento, en los que se critica seriamente el culto ritual por ser practica­
do sin prestar atención a las obligaciones que impone la justicia para
con los indigentes.
Los autores en los que se encuentran vestigios claros de estas
colecciones son numerosos. Y a se advierte una insinuación en este
sentido en la Didajé (XIV) al citar el texto de M al 1, 11-1447. También
en Clemente R o m an o 48. Indudablem ente se encuentran referencias
de los Testimonia anti-rituales en la Epístola de Bernabé49, en la
Epístola a Diogneto 5(). en Justino? >, en Teófilo de A n tio q u ía52, en
Ireneo53, en la Altercatio Simonis et Theophili (7, 28), en Clemente de
A lejandría54, en T ertuliano55.
La prueba de que las citas anti-rituales, que aparecen en estos
textos, provienen de colecciones de Testimonia se basa en un doble
hecho: 1) la presencia de citas com puestas, es decir, pertenecientes a
dos autores distintos; 2) las falsas atribuciones, por ejemplo un
texto de Jeremías atribuido a Isaías. C uando se dan estas dos anom a­
44. Ed. G. H artei, CSEL 3/1.
45. Seguramente fue Agustín quien le dio ese título com o parece constar en Contra
duas epístolaspelagianorum IV, 10, 27-28; CSEL 60, 554-559; cf. C. H. Turner, Prolego­
mena to the «Testimonia» ami «A d Fortunatunt»; JTS 31 (1930) 228.
46. Testini. 1, 16; CSEL 3/1, 49-50; I, 24.59; II, 4.66; II, 10.75; III, 1.108; III, 1.110;
III, 20.134; III, 2.0.137; III, 111.181.
47. Cf. M. Jourjon, Textes eucharistiques des peres anténicéens, en la obra en
colaboración, L'eucharistie, le sens des sacrements, Lyon 1971, 105-107.
48. Epist. 52, 3-4. Cf. M. Jourjon, o. c., 96.
49. 2, 4; 2, 7-8; 2, 10; 3, 1-3; 3, 5; 9, 1-3; 9, 5; 11, 2-3; 14, 1-3; 15, 1-2; 16, 1-2; 16, 3.
50. 3, 4.
51. Apol. 1, 37, 5-9; 44, 2-4; 61, 7-8; Dial. 15, 1-6; 22, 2-10; 41, 2-3; 117, 1.
52. Los tres libros de Autólico III, 12.
53. Adv. Haer. IV, 17, 1-4; cf. IV, 20, 1-8.
54. Paedag. 3, 12, 89 s; 90, 4; Strom . 2, 18; 79, 1.
55. Adv. lud. 5; De oral. 28; De ieiun. adv. psych. 13; Adv. Marc. II, 18.19.22; IV,
1.14; V, 4.
ΜββΚβ
La oposición al culto «ritual»
93
lías en obras literariam ente independientes, tenemos en ello la prueba
clara de que tales obras dependen de una fuente común, a saber, las
colecciones de florilegios o T e s tim o n ia (aun cuando en aquel tiempo
no recibieran ese nom bre, cosa que por lo demás im porta poco)56.
Por ejemplo, en la E p ís to la d e B e rn a b é (2, 10) se encuentra una cita
com puesta del Salmo 50, 19 y de un apócrifo, el A p o c a lip s is d e A d á n .
Pero resulta que esa misma cita, así com puesta, se encuentra igual­
mente en Iren eo 57, que no parece haber conocido la E p ís to la d e
B e rn a b é. Es, por tanto, razonable adm itir que Ireneo tenía ante sí la
misma fuente que el apócrifo atribuido a B ernabé59. Los ejemplos en
este sentido se pueden am ontonar sin dem asiada dificultad, cosa que
ha sido dem ostrada am pliam ente en el caso de la E p ís to la d e B ern a bé 59 y tiene tam bién sus sólidos fundam entos en lo que se refiere a
Iren eo 60. En cuando a Justino, aunque en muchos casos no parece
depender de colecciones de T e stim o n ia , sin em bargo es seguro que
depende de una fuente anterior a la A p o lo g ía y al D ià lo g o 61.
En consecuencia, nos encontram os con dos hechos suficientemen­
te probados: por una parte, la corriente profètica del antiguo testa­
m ento, que se opone al culto ritual cuando la práctica religiosa no va
acom pañada de la justicia y el am or a los demás; por otra parte, esta
corriente de pensam iento es asum ida por la iglesia antigua, especial­
mente durante el siglo II, hasta el p unto de que los autores cristianos
de ese tiem po, no sólo citan con frecuencia los textos proféticos de
oposición al culto, sino que además se llega a confeccionar colecciones
de textos en ese sentido. Es verdad que en todo este asunto se m uestra
claram ente el distanciam iento y hasta el rechazo que los cristianos
sentían hacia el judaism o. Pero no es menos cierto que, en realidad, lo
que ocurrió es que la iglesia acogió plenam ente la protesta anti-ritual
de los profetas del antiguo testam ento62. Por consiguiente, está fuera
de duda que, a lo largo del siglo II e incluso entrado el siglo III, existió
en la iglesia una conciencia clara de oposición al culto religioso, tal
como ese culto había sido criticado y hasta rechazado por los profetas
56. Cf. P. Prigent, o. v., 28.
57. Adv. Haer. IV, 29, i. ed. Harvey II, 194.
58. Cf. A. Benoit, Saint Irènée. introduction à l'ètude de sa thèologie, Paris 1960,
97-98.
59. Cf. P. Prigent, o. <·., 217-220.
60. Cf. A. Benoit, o. c., 89-102. '
61. Cf. P. Prigent, Justin et Canden testament, Paris 1964, 10.
62. Este p u nto ha sido analizado; repetidas veces y desde diversos aspectos. Cf. O.
Schmitz, Die Opferauschauung des späteren Judentums und die Opferaussage des NTs,
T übingen 1910; H. W enschkewitz, Die Spiritualisierung der Kultusbegriffe Tempel, Pries­
ter und Opfer im N T , Leipzig 1932; E. Lohmeyer, Kultus und Evangelium, Göttingen 1942;
H. J. Schoeps, Theologie und Geschichte des Judenchistentums, Tübingen 1949, 219 s.
94
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
de Israel. Esto, evidentemente, tiene su im portancia para la teología
de los sacramentos. Pero, antes de abordar ese problem a, interesa
saber si esta oposición al culto com portaba un auténtico rechazo del
mismo. Y si así es, nos preguntam os: ¿en qué sentido se rechazaba, en
aquel tiempo, el culto basado en ritos y ceremonias sagradas?
6.
El rechazo del culto « ritual»
Los autores cristianos del siglo II citan los textos anticultuales del
antiguo testam ento con u n a intención determ inada: pro b ar que Dios
no tiene necesidad de sacrificios, ni fiestas, ni observancias, ni ritos
sagrados. Es decir, basándose en la autoridad de los textos anti­
cultuales, estos autores trataban de p ro b ar que los cristianos no
practicaban rituales sagrados porque Dios no necesita tales rituales,
ni por consiguiente los acepta.
Esta argum entación es am pliam ente utilizada por Justino. Pero
no sólo por él. En el mismo sentido hablan los otros apologistas del
siglo II y tam bién Ireneo. Pero antes que en estos autores, las ideas
anti-rituales aparecen ya en la Didajé, en Clemente R om ano y en
Ignacio de A ntioquía.
La Didajé (14, 1-3), precisam ente al referirse a la celebración de la
eucaristía (dkásete arton kai eujaristésate, 14, l ) 6', expresa una
concepción bastante original sobre el «sacrificio» ( zusía). Indudable­
mente, se trata de un «sacrificio espiritual», porque las condiciones
que se requieren, p ara realizar tal sacrificio, no se refieren a la
ejecución exacta de un rito, sino que lo que se exige es la pureza de la
conciencia (14, 1) y la unidad de los participantes (14, 2). Y todo eso
se requiere, «para que el sacrificio sea puro» (14, 1) y «para que
vuestro sacrificio no se manche» (14,2). El texto pasa, de la confesión
de las faltas, en el sentido de las confesiones que se encuentran en los
salmos y en la liturgia sinagogal64, a la experiencia de la conciencia
limpia y la com unión fraterna. Ese es el sacrificio que agrada a
Dios. Y sólo entonces tal sacrificio es p uro y santo. Evidentemen­
te, se trata, no de un ritual, sino de unas actitudes personales. De
tal m anera que la ofrenda es p u ra porque es limpia la actitud de
los participantes. Y para que no quede duda a este respecto, se cita a
continuación la profecía de M al 1,11 (14, 3), pero de tal m anera que
la Didajé m utila el texto bíblico, suprim iendo lo que en él se dice sobre
63. Cf. J. P. A udet, L a Didaehé. Instruction des apotres, Paris 1958, 461.
64. Por ejemplo, Salm 106; Esdr 9, 6-15; D an 9, 3-Ì9; cf. W .O.E, Oesterley, The
Jewish background o f th e C hristian liturgy, Oxford 1925, 76-79.
El rechazo del culto «ritual»
95
el incienso (aspecto ritual), y conservando sólo dos ideas: que el
sacrificio de los cristianos se ofrece en todo tiempo y lugar; y que se
trata de un sacrificio puro, porque los participantes viven con una
conciencia limpia y están unidos entre sí. N o se hace mención alguna
a la ejecución exacta de u n determ inado ritual, m ientras que todo el
acento se pone en las actitudes personales de los participantes, porque
de esas actitudes es de lo que depende la autenticidad del sacrificio. Se
trata, p o r tanto, de un texto claram ente anti-ritual. El culto agradable
a D ios no es una ofrenda legal ni de pureza ritual, sino la coincidencia
de los corazones65.
En la epístola de Clemente R om ano a la com unidad cristiana de
C orin to ,se advierte a prim era vista una m entalidad claramente cul­
tual, en el sentido de la religiosidad del antiguo testam ento. En este
sentido, es significativa s u b s is te n c ia en la presentación de «ofren­
das» (prosforás) (40, 1-2.4:5)66. Pero con decir eso no basta para
com prender la m entalidad de Clemente R om ano acerca del culto
cristiano. Porque cuando habla del sacrificio, directam ente practica­
do por los cristianos, su vocabulario cambia. En efecto, en el capítulo
52 de la carta, habla de este asunto. Y entonces cita dos salmos, el 49 y
el 50, que com o se sabe son dos de los salmos anti-cultuales. Pero lo
curioso es que de esos dos salmos, Clemente cita solamente los pasajes
anti-cultuales o anti-sacrificiales. Parece lo m ás seguro que Clemente
se inspira aquí en los florilegios o Testimonia anti-rituales67. La cita
del salmo 49,14 se refiere al «sacrificio de alabanza» y m uestra
claram ente que, p ara Clemente, este sacrificio es, no un rito cualquie­
ra, sino la alabanza. Es decir, que p ara los cristianos no hay sacrificio
propiam ente tal. En este sentido, se puede afirm ar que el sacrificio
que Dios quiere, según Clemente, es la vida m oral, el com portam iento
ético. L a cita del salmo 50 es más elocuente, porque ya lo ha citado
antes (18, 16-17) y aquí lo vuelve a citar (52, 3), pero en lo que se fija
es en el «sacrificio de alabanza» ( zusía ainéseos) y viene a decir que
ese sacrificio es la pureza del corazón: «Porque el sacrificio para Dios
es un espíritu contrito» (52, 3-4). Com o observa el mismo M. Jourjon,
«lo que es leído en la Biblia, gracias a la expresión zusía ainéseos, es
que los cristianos tienen razón al no practicar sacrificios» 68.
Pero, sin duda alguna, entre los autores cristianos más primitivos,
el que m ás destaca la espiritualización del culto cristiano es Ignacio de
65. Cf. M . Jourjon, o. c., 107.
66. Cf. J. de Watteville, Le sacrifice dans les textes eucharistiques des premieres
siécles, N euchätel 1966, 42.
67. Cf. M. Jourjon, o. c., 96. >
68. Ibid., 97.
96
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
A n tio q u ía60. Esto se advierte, sobre todo, en la C arta a los rom anos,
en la que el «altar» se entiende com o la puesta en práctica de la
«caridad»: «M ientras que hay todavía un altar, preparado, a fin de
que form ando un coro por la caridad» (R om 2, 2). Además, la propia
muerte de Ignacio es el «sacrificio»: «Suplicad a C risto por mí, para
que por esos instrum entos (los dientes de las fieras) logre ser sacrificio
de Dios» (Zeou zusía) (R om 4, 2). En el pensam iento de Ignacio, el
culto de los cristianos es la existencia en el am or, la donación y la
unidad. Así consta expresamente por Mag 7,2; Trai 7,2; Filad 4,1; 9,1.
En todos estos textos, el «altar» y el «sacrificio» son la unidad de la
com unidad: «T odo esto dirigido a la unidad de Dios» (Filad 9, 1). De
nuevo nos encontram os aquí con el mismo planteam iento que ya
hemos observado en la Didajé y en Clemente Rom ano: el culto
sacram ental de los cristianos, concretam ente la celebración de la
eucaristía, no consiste en la ejecución exacta de un ritual, por la
sencilla razón de que el culto, el sacrificio, el altar de los cristianos no
tienen nada que ver con lo ritual o con lo sagrado, sino que son
expresiones que se refieren a las actitudes personales específicas de la
existencia cristiana: el am or y la unidad entre los hombres. Por lo
demás, recientemente se ha escrito un docum entado estudio, en el que
el profesor Rius-Cam ps analiza las interpolaciones que hay, según
parece, en las cartas de Ig n acio 70. Según estos estudios, algunos de los
textos indicados, por ejemplo T rai 7, 2, tendrían elementos interpola­
dos por un autor desconocido del siglo I I I 71. Pero es im portante tener
presente que tales interpolaciones afectarían al aspecto de legitima­
ción y defensa de la autoridad del obispo, ya que, según parece, eso es
lo que pretendió el anónim o interpolador: «consagrar definitivamente
la organización vertical de la iglesia» (obispo, presbítero y diáconoscom unidad), am parándose en la autoridad del m ártir Ignacio»72.
Pero, sea cual sea la solución que los especialistas den a este proble­
ma, queda en pie que en la concepción de Ignacio, el culto de los
cristianos no consiste en la puesta en práctica de unos determ inados
rituales, sino en el «sacrificio» que es el am or y la unidad de la
com unidad de fe.
69. Cf. S. M. G ibbard, The eucharist in the ignatian epistles, TU 93, Berlin 1966, 214218; J. A. W oodhalla, The eucharistic theology o f Ignatius o f Antioch: Com m unio 5 (1972)
5-21.
70. I. Rius-Camps, La interpolación en las cartas de Ignacio: Revista Catalana de
Teología II/2 (1977) 285*370; cf. Id., Las cartas auténticas de Ignacio, obispo de Siria:
Revista C atalana de Teología 11/1 (1977) 31-149.
71. Cf. La interpolación en las cartas de Ignacio, 368-369.
72. Ibid.
El rechazo del culto «ritual»
97
Por o tra parte, lo que sin d uda resulta m ás revelador en las cartas
de Ignacio no es tan to lo que dice, sino lo que no dice. En otras
palabras, Ignacio jam ás habla de la eucaristía o del culto cristiano en
el sentido de ritos o celebraciones «sagradas». Todo lo contrario:
cuando habla de la eucaristía, Ignacio se refiere enseguida a las
actitudes personales que com porta la vida cristiana: «convertios en
nuevas criaturas p o r la fe, que es la carne del Señor, y p or la caridad,
que es la sangre de Jesucristo» (Trai 8, 1). Y en la C arta a los
rom anos: «El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo..., su
sangre quiero por bebida, que es am or incorruptible» (Rom 7, 3).
Esta idea, según la cual la eucaristía es el agape, el am or cristiano, se
repite en Esm 7, l. El pensam iento de Ignacio a este respecto es claro
y uniforme: el culto que tienen que ofrecer los cristianos es su propia
vida, especialmente la unidad en el am or. Ese culto com porta, por
supuesto, la celebración de la eucaristía. Pero la eucaristía es para
Ignacio, no tanto un ritual, sino el símbolo de la unidad (cf. Filad 4,
1), hasta el punto de que en Esm 8, 1 coloca en la m isma línea estas
cuatro cosas: «eucaristía, com unidad, bautism o y amor».
La idea de que el culto cristiano no es ritual, sino existencial, se
radicaliza en la C arta de Bernabé. Ante todo, en ella se rechazan
expresamente los térm inos sacrales y tradicionales y lo que esos
térm inos com portan, porque Dios no tiene necesidad de nada de eso:
«El Señor, por medio de sus profetas, nos ha m anifestado que no
tiene necesidad de sacrificios ( zusíón) ni de holocaustos ( ólokaustomáton) ni de ofrendas» (prosforòn)~lì. Por consiguiente, Dios no
quiere nada de lo que hace referencia a prácticas rituales o sagradas.
Y para probar esta tesis, el auto r de la C arta de Bernabé cita algunos
de los textos anticultuales de los p ro fetas74. Pero hay más. Porque no
se trata sólo de que Dios rechaza ese tipo de culto, sino que lo más
im portante es que Dios sólo acepta el culto que brota del corazón:
Debemos, por tanto, comprender, no cayendo en la insensatez, la
sentencia de la bondad de nuestro Padre, porque con nosotros h a b la ,
no queriendo que nosotros andando extraviados al modo de aquellos,
busquemos todavía cómo acercarnos a él. Ahora bien, a nosotros nos
dice de esta manera: sacrificio por Dios un corazón contrito; olor de
suavidad al Señor, un corazón que glorifica al que lo ha plasmado (Sal
5 0 , 19) 75.
La postura que aquí se adopta es terminante: Dios no quiere de
nosotros nada más que el culto que consiste en la rectitud y bondad
del corazón. C uando más adelante, la C arta de Bernabé describe «los
73.
74.
75.
2, 4; (ed. Ruiz Bueno, M adrid 1967, 773).
2, 5 (773).
2 ,9 -1 0 (774).
.
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
98
dos caminos», el de la luz y el de las tinieblas, que al igual que la
Didajé describe cóm o tiene que ser la vida m oral de los cristianos76, '
ya no se hace ni la m ás ligera alusión a prácticas rituales, sino sólo a
las exigencias éticas, insistiendo en la práctica del am or a los demás:
«Com unicarás en todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que las
cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes en
com ún, ¡cuánto m ás en lo perecedero!»77.
Sin d uda alguna, entre los apologistas cristianos del siglo II, es
Justino el autor que más insiste en la contraposición entre dos formas
fundam entales de com prender la relación del hom bre con Dios: de
una parte, m ediante las «ofrendas materiales» ( úlikésprosforás) que
caracterizan el culto ritual; de o tra parte, m ediante la existencia en la
justicia, la tem planza y el am or a los hom bres. A hora bien, Justino
repite una y otra vez que Dios no tiene necesidad alguna de nuestros
ritos y cerem onias sacrales: lo que él quiere es la vida santa de los
cristianos:
Pero, además, nosotros hemos aprendido que Dios no tiene necesidad
de ofrenda material alguna por parte de los hombres, pues vemos ser él
quien todo nos lo procura; en cambio, sí nos ha enseñado, y de ello
estamos persuadidos y así lo creemos, que sólo aquellos que le son a él
gratos, tratan de imitar los bienes que le son propios: la templanza, la
justicia, el amor a los hombres y cuanto conviene a un Dios que por
ningún nombre impuesto puede ser nom brado78.
En este texto, las «ofrendas» (prosforás) expresan claramente el
culto ritual, que se contrapone al com portam iento en el am or y la
justicia.
A partir de este planteam iento básico, las afirmaciones de Justino,
cuando utiliza el vocabulario propiam ente «sacrai», llegan a hacerse
extrem adam ente tajantes. Así, los «sacrificios y el culto» ( zumata kai
zerapeías) son cosas que sugieren los dem onios a quienes «viven
irracionalm ente»79; lo mismo que es tam bién cosa de los demonios
enseñar a los hom bres «a sacrificar y a ofrecerles inciensos» ( zúmaton
kai zumiamáton) 80. P or el contrario, Justino insiste machaconam ente
en que D ios no tiene necesidad «ni de sangre, ni de libaciones, ni de
inciensos»... «Porque el solo honor digno de él que hem os aprendido
es no el consum ir por el fuego lo que por él fue creado para nuestro
alimento, sino ofrecerlo (prosférein) p ara nosotros mismos y para los
76.
77.
78.
79.
80.
i.
Cf.
Quasten, Patrologia I, M adrid 1968, 95.
19, 8 (807).
Apol. I, 10, 1 (ed. Ruiz Bueno, M adrid 1954, 190).
Apol. I, 12, 5 (192).
Apol. II, 4, 4 (265-266).
El rechazo dei culto «ritual»
99
necesitados»81. Evidentemente, en este texto se rechazan directam en­
te los sacrificios paganos. Pero lo que llama la atención es que, en
lugar de esos ritos, Justino no habla de otros ritos paralelos, que
habrían venido a sustituí*· a los de la religión pagana. Semejante
afirmación no aparece ja(Já.s en Justino. Es más, su idea es que los
ritos sagrados de la religíbn, tanto pagana com o judía, fueron im­
puestos por causa de la dureza del corazón h u m an o 82. Porque, como
dice Justino, «por los pecados de vuestro pueblo y por sus idolatrías,
no porque él tenga necesidad de semejantes ofrendas, os ordenó
igualmente lo referente a los sacrificios»83. P or eso, Justino no duda
en afirm ar que después de la m uerte de Jesucristo «term inarían en
absoluto todas las ofrendas»84. De ahí que Justino concluye:
En conclusión, como la circuncisión empezó en Abrahán, y el sábado,
sacrificios y ofrendas y fiestas en Moisés, y ya quedó demostrado que
todo eso se os mandó por la dureza de corazón de vuestro pueblo; así,
por designio del Padre, tenía todo que terminar en Jesucristo, Hijo de
D ios85.
Es verdad que los cristianos ofrecen a Dios, en lugar de los
sacrificios judíos, el sacrificio de la eucaristía «que celebran los
cristianos en todo lugar de la tierra»86. Pero eso no quiere decir que,
en lugar de unos ritos, Dios haya establecido otros, que serían por
supuesto diversos, pero a fin de cuentas no expresarían sino la misma
form a fundam ental de relacionarse con Dios, m ediante unos rituales
sagrados estrictam ente observados. Este punto es central en la teolo­
gía de Justino. Por supuesto, para él la eucaristía es un sacrificio87 y,
en ese sentido, es el culto de la com unidad cristiana88. Pero lo
im portante es com prender lo que significa ese culto para Justino.
Porque cuando él habla de la eucaristía no se refiere a un ritual
exactam ente detallado y fijado a unos condicionam ientos de sacrali­
dad (templo, ceremoniales y sacerdotes), sino que se trata de una
celebración de la.com unidad creyente, en la que participan los «que se
han adherido a nosotros» y los «que se llam an herm anos»89 y en la
81. Apoi. I, 13, 1 (193-194).
82. Dial. 18, 2 (331).
83. Dial. 22, 1 (340).
84. Dial. 40, 2 (368).
’
85. Dial. 43, 1 (372).
:
86. Dial. 117, 1 (505).
,
87. Cf. J. de Watteville, o. c,, 65-84.
88. Cf. J. Betz, Die Eucharistie in der Z eit der griechischen Väter, Freiburg 1955,
269-272.
89. Apoi. I, 65, 1 (256).
:
100
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
que, además, se exige com o condición, no sólo la fe y la regeneración
que produce el bautism o, sino tam bién el «vivir conform e a lo que
Cristo nos enseñó»90. Es decir, la celebración cristiana com porta una
experiencia de fraternidad y de adhesión a la form a de vida que trazó
Jesucristo. P or o tra parte, en las descripciones que Justino hace de la
eu caristia91, no se hace alusión a un ritual establecido, sino a la
oración en co m ú n 92, lá participación en la misma comida, que es «la
carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado»93, y el recuerdo o
«memorial» de la m uerte de C risto 94, que lleva a los participantes a la
puesta en com ún de lo que cada uno tiene: «y los que tenemos,
socorrem os a los necesitados todos y nos asistimos siempre unos a
o tro s» 95. C om o se ve, la eucaristía no es la puesta en práctica de un
ritual fijado, sino la expresión de las experiencias fundam entales de la
com unidad creyente.
N os encontram os, por tanto, con un doble hecho: 1) Justino
rechaza los ritos religiosos, tan to paganos, com o judíos; 2) describe
una celebración de la com unidad en la que no se destaca un determ i­
nado ritual, sino la expresión de unas experiencias: la adhesión a
Cristo, la fraternidad com unitaria y la puesta en común entre los
participantes.
Lo mismo que Justino, Aristides insiste en que Dios no tiene
necesidad de «sacrificio (zusía), ni de libación, ni de nada cuanto
aparece»96. M ás adelante excluye no sólo los sacrificios y el culto de
cuanto se ve97, sino adem ás los tem plos98. Y lo que más llama la
atención en este au to r es que, al explicar lo que es la vida cristiana,
p o r una p arte rechaza tajantem ente los ritos religiosos; por otra parte,
lo que hace es describir la vida santa que llevaban los creyentes, sin
hacer la m enor alusión a rituales o prácticas sagradas. El acento de su
apología recae sobre la vida de am or y servicio que llevaban los
cristianos99.
El m ismo planteam iento se encuentra en Atenágoras: ante todo, el
rechazo de los ritos y sacrificios de la religión p a g a n a 100 y ju nto a eso,
90.
91.
92.
93.
94.
95.
96.
97.
98.
99.
100.
Apol. I, 66, 1 (257).
Apol. I, 65, 1-5; 66, 1-4; 67, 1-7; cf. Dial. 41, 1; 70, 4; 117, 1-3.
Apol. I, 65, 4 (256).
Apol. I, 66, 2 (257).
Apol. Ì, 66, 3 (257); 67, 1 (258).
Apol.
I, 67, 1 (258).
Apol.
I, 2 (117).
Apol.
I, 5 (134).
Apol. X II, 3 (143).
Apol. I, 5 (134); XV, 7 (145).
Legación 1 (647); 13 (664); IB (671).
El rechazo del culto «ritual»
101
la afirm ación de que p ara Dios es «el m áxim o sacrificio» el reconoci­
m iento que hacemos de él en las obras de su creación O '.
La Epístola a D iogneto es m ás term inante aún. Porque, por una
parte, se extiende en la repetida afirm ación de que Dios no necesita de
la religión de observancias (zreskeía), porque eso es «estar en el
error» y además en eso «hay extravagancia y no piedad» *02. p 0r otra
parte, «los cristianos, se ve que están en el m undo, pero el culto
(zeosebeía) que tributan a Dios perm anece invisible»103. Lo que
llam a la atención en estos textos es que en ellos se rechaza de plano la
religiosidad de observancias y ritos (zreskeía), que se pone en el
mimo plano de igualdad tan to en el caso de los paganos como cuando
se tra ta de los ju d ío s 104. Solamente se adm ite la zeosebeía, pero de tal
m anera, que, en ese caso, se trata de un culto invisible. Este culto
invisible es la vida santa que llevan los cristianos, de la que habla en
todo el capítulo sexto: detestan los placeres im p u ros105, am an a los
que les persiguen106, sufren por el ham bre y la se d 107. Todo esto tiene
tan ta más im portancia, por lo que se refiere al rechazo del culto ritual,
cuanto que desde el comienzo mismo de la carta la pregunta que se ha
hecho el autor es: «¿Qué culto le tributan?» (los cristianos a Dios) (pos
zreskeúontes aútón ) 108. Supuesta esta pregunta inicial, era de esperar
alguna descripción — al menos, alguna alusión com o por ejemplo en
las descripciones de Justino— , pero resulta que nada de eso se
encuentra en la Epístola a Diogneto. Lo que el autor de este docu­
m ento describe es el culto invisible, que consiste en sostener el m undo
con la vida santa que llevan los creyentes.
El docum ento m ás im portante que poseemos, de los comienzos de
la literatura gnóstica, es la Carta a Flora de P to lom eo109. El autor
tra ta expresamente el tem a del culto religioso, concretam ente el del
antiguo testam ento. Y afirm a que aquellos sacrificios y prácticas no
eran sino «imágenes y símbolos» ( eikónes kai súmbola) y «tienen una
significación diferente después de la revelación de la verdad. En
cuanto a su form a exterior y en cuanto a su aplicación literal han sido
abolidos, pero, en su sentido espiritual, su significación se ha hecho
101.
102.
103.
104.
105.
106.
107.
108.
109.
Legación 13 (665).
III, 1-3 (ed. H. I. M arrou: SC 33, 56-59).
VI, 1 (65).
:
Cf. H. I. M arrou: SC 33, 112-113.
VI, 5 (65).
VI, 6 (67).
VI, 9 (67).
'■ -,
I, 1 (52-53).
Cf. J. Q uasten, Patrologia I, 259.
102
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
inás profunda, porque los antiguos térm inos han recibido un sentido
n u evo»110. Y a continuación viene la gran afirmación:
Así el Salvador nos ha ordenado hacer sacrificios (p ro sfo rá s), no por
medio de bestias privadas de razón o por medio de ofrendas de
perfume, sino por medio de alabanzas, de glorificaciones, de acciones
de gracias ( eu jaristías) espirituales ( pneum atikón) por la caridad y la
beneficencia hacia el prójim o111.
Exactam ente en el mismo sentido, dirá Tertuliano: «Namque
quod non terrenis sacrificiis sed spiritualibus Deo litandum sit, ita
legimus: cor tribulatum humiliatum hostia Beo est» 112. N o debemos
de dar a Dios un culto con sacrificios terrenos, sino espirituales, como
nos consta por el salmo que dice: el sacrificio para Dios es el corazón
quebrandado y humillado.
En esta larga enum eración de textos, se repite, com o hemos
podido advertir, una idea que sin d uda era enteram ente familiar a los
autores — y por tan to , tam bién en las com unidades cristianas— del
siglo 11: Dios no quiere los ritos externos de las religiones estableci­
das, bien fuera la religión pagana, bien la religión judia. Evidentemen­
te, tales ritos se rechazaban porque eran expresión de idolatría. Pero
no se tra ta solamente de eso. En los autores que hemos analizado, se
repite una y o tra vez la idea de que, frente a los cultos religiosos del
paganism o y del judaism o, los cristianos tienen un culto diferente, que
es esencialmente el culto espiritual, el culto invisible, que consiste
esencialmente en la vida santa, el com portam iento ético, especialmen­
te en lo que se refiere al am or al prójimo. A hora bien, sin duda alguna
el au to r en que se descubre esta m entalidad, con unas formulaciones
m ás claras y term inantes, es Ireneo de Lyon, el teólogo más im portan­
te del siglo segundo113.
En efecto, en el libro IV del Adversus haereses, Ireneo establece el
principio fundam ental que va a orientar su pensam iento en lo referen­
te al culto: D ios no tiene necesidad de nada de cuanto nosotros los
hom bres podemos ofrecerle; Dios no tiene necesidad ni de nuestros
sacrificios, ni de nuestras observancias. Si él ha ordenado a los
hom bres que hagan sacrificios y que practiquen observancias religio­
sas, no es porque él lo necesite, sino p ara nuestro bien, para que
nosotros, am ándole a él y practicando la justicia, encontrem os el
110.
111.
112.
113.
5, 9 (ed. G. Quispel: SC 24, 61).
5, 10 (61).
Adv. ludaeos 5, CSEL 70, 268.
J. Q uasten, Patrología I, 287.
El rechazo del culto «ritual»
103
cam ino de nuestra glorificación, que está en D io s 114. P or eso, insiste
Ireneo en que la construcción del templo, la elección de los levitas, los
sacrificios y las oblaciones y, en general, toda la ley, no eran cosas que
Dios necesitara115. D e ahí que las observancias de la ley no fueron
establecidas por Dios por su propio interés o necesidad, sino precisa­
mente para bien del h o m b re 116. El principio, por tanto, es clave: la
intención divina, al instituir el culto antiguo, no era su propio bien,
sino el bien del h o m b re 117.
En lógica consecuencia con su planteam iento, Ireneo deduce de lo
anterior que cuando Dios veía que los judíos se apartaban de la
práctica de la justicia y se aferraban a sus prácticas religiosas, enton­
ces y precisamente por eso les echaba en cara su infidelidad y la
esterilidad del culto. Por eso, Ireneo cita am pliamente los textos
proféticos del antiguo testam ento que atacan el culto cuando no va
acom pañado de la práctica de la justicia hacia el p ró jim o 118. Las citas
son abundantes, tom adas de los salmos y de los profetas, y en ellas se
ha podido advertir el influjo de los Testimonia anti-rituales119.
Planteadas así las cosas, Ireneo da el paso decisivo y aborda
directam ente el sentido del culto cristiano. Los judíos tenían sus
sacrificios y su culto; tam bién los tienen los cristianos. Entonces, ¿en
qué está la diferencia? Esa diferencia está en que, m ientras el culto de
los judíos era un culto de esclavos, la práctica religiosa de los
cristianos consiste en el culto de los hom bres libres120. De ahí que lo
que m arca la diferencia entre el culto judío y el cristianio es lo que
Ireneo llama «la m arca distintiva de la libertad» ( tekmérion tes
eleuzerías)121. Por consiguiente, lo que diferencia esencialmente el
culto de la iglesia es que se trata de un culto realizado por hombres
libres.
Pero, ¿en qué consiste esta libertad? Ireneo lo indica a renglón
seguido: los que han recibido el don de la libertad, ponen a disposi­
li 4. Non quasi indigens Deus hominis, plasmavit Adam, sed ut haberet in quem
collocaret sua beneficia... Sic et servitus erga Deum, Deo quidem nihiipraestat, nec opus est
Deo humano obsequio; ipse autem sequentibus et servientibus ei, vitam et incorrupteiam et
gtoriam aetem am tribuit: Adv. Haer. IV, 25, 1 (Harvey II, 184).
115. Ipse quidem nullius horum est indigens. Adv. Haer. IV, 25, 3 (Harvey II, 185).
116. Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193).
117. Non indigens Deus servitute eorum, sed propter ipsos quasdam observantias in
lege praeceperit: Adv. Haer. IV, 29, 1 (Harvey II, 193).
118. Adv. Haer. IV, 29, 1-5 (Harvey II, 193-200).
119. Cf. A. Benoit, Saint Irénée. Introduction à Γetude de sa théologie, 89-102.
120. E t non genus oblationum reprobatum est: oblationes enim illic, oblationes autem
et hic, sacrificio in populo, sacrifìcio et in Ecclesia; sed species immutala est tantum, quippe
cum ja m non a servís, sed a liberis offeratur: Adv. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201).
121. Cf. A. Rousseau: SC 100, 598.
104
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
ción del Señor todo lo que tie n e n 122. N o se trata, pues, de la libertad
en sentido m eram ente antropológico123, com o facultad fisica del
individuo (autexousía), sino que es la libertad del hom bre espiritual,
que no está som etido a servidum bre (eleuzería). La libertad del
cristiano consiste en la liberación de toda esclavitud, y en la consi­
guiente actitud, que no por obligación, sino por am or, lo entrega todo
con alegría y con libertad (hilariter et libere liantes ) 124, como la pobre
viuda del evangelio, que entregó todo lo que te n ía 125.
De lo dicho se siguen dos consecuencias fundamentales. En pri­
m er lugar, que el culto de los cristianos está esencialmente determ ina­
do por una experiencia interior: la experiencia de la libertad; es decir,
no consiste en el m ero som etimiento a unos determ inados rituales o
preceptos, sino en la expresión de esa experiencia. En segundo lugar,
no se trata de un culto que es santo por sí mismo, sino que es
precisam ente la santidad del creyente la que santifica el culto; en otras
palabras, no es santo el creyente porque practica el culto, sino que el
culto es santo porque es practicado por el hom bre de fe: «Por lo tanto,
no son los sacrificios los que santifican al hombre; pues Dios no
necesita de sacrificio: sino que es la conciencia del que ofrece la que
santifica al sacrificio»126. Y la razón ùltim a de que esto sea así reside
en el hecho de que se trata de una relación de am istad entre el hom bre
y D io s 127.
En la doctrina de Ireneo, el cambio es radical: la diferencia entre el
culto jud ío y el cristiano está esencialmente en que no se trata de un
culto que consiste en la sola ejecución de unos determ inados rituales,
que santifican por sí mismos, sino que consiste en la expresión de una
vida santa, vida de hom bres libres, que precisamente por eso celebran
un culto que es aceptado por Dios com o la expresión de un encuentro
de am istad.
Al final de este largo recorrido por los autores del siglo II,
podem os concluir que, según la enseñanza de aquellos testigos de la
fe, el culto de la iglesia consiste fundam entalm ente en la vida santa de
los creyentes. Por eso, se rechaza el culto m eram ente ritual, tanto del
paganism o com o del pueblo judío. Es decir, aquellas form as de culto
son rechazadas, no sólo porque se trafa
de cultos falsos y tributados a
122.
Qui autem perceperunt libertatem omnia
quae suntipsorum ad dominicos decernunt usus: Adv. Haer. IV, 31, ¡ (Harvey II, 20¡).
123.
Cf. A. Orbe, Antropología de san Ireneo, M adrid
1969, 165-195.
124.
Adr. Haer. IV, 31, 1 (Harvey II, 201).
125. ihid.
126. Igitur non sacrificio sanctificant hominem; non enim indiget sacrificio Deus: sed
conscientia eius qui offerì sanctificat sacrificium: Ad. Haer. IV, 31, 2 (Harvey II, 203).
127. E t praestat aceptare Deum quasi ab amico: Ibid.
La regresión hacia la sacralidad superada
105
concepciones de la divinidad que ya no son com partidas por la iglesia,
sino adem ás porque el culto cristiano arranca de la experiencia de
vida santa que es p ropia de los hom bres de fe, los hom bres libres de
los que habla Ireneo. Se rechaza, por consiguiente, el culto m eram en­
te ritual. Y se acepta únicam ente el culto que bro ta de la vida y es
expresión de la vida de fe. M ás adelante veremos las consecuencias
im portantes que com porta esta conclusión p ara com prender recta­
mente lo que son los sacram entos cristianos.
7.
La regresión hacia la sacralidad superada
Se suele decir que a partir de C onstantino, durante el siglo IV, la
iglesia experim enta un giro decisivo, el llam ado «giro constantiniano», en virtud del cual la iglesia se vino a convertir en la «religión
oficial» del im p e rio '^ . E sto es indudablem ente cierto. Y por eso se
com prende que a partir de ese tiempo, la iglesia es considerada como
la nueva «religión», que había suplantado a las «religiones» antiguas.
De ahí que, m ientras en el nuevo testam ento, com o ya hemos visto, el
hecho cristiano no es considerado como «religión» (zreskeía), a
partir de C onstantino se habla de la iglesia y del cristianismo como
religio, y fundam entalm ente se entiende el hecho cristiano en ese
sentido, hasta el punto de que se llega a constituir en la «religión del
estad o » 129. L a iglesia, en consecuencia, se vino a organizar como
to d a «religión»: con sus templos, sus sacerdotes, sus ritos sagrados y
sus fiestas. Este hecho es de sobra conocido y no hace falta insistir
en él.
Pero aquí interesa caer en la cuenta de que este proceso de
transform ación ta n pro fu n d a no se inicia con C onstantino, sino que
tiene sus raíces en tiem pos anteriores. Es verdad que por lo que res­
pecta al domingo, com o día de fiesta obligatoria para los cristia­
nos, se sabe que «fue solam ente cuando el em perador C onstantino el
G rande elevó el dom ingo á £ dignidad de día preceptivo de descanso
en el im perio rom ano, los cristianos procuraron dar un fundam ento
teológico al descanso dom inical, exigido por el estado: con tal motivo
retornaron al m andam iento sabático» 13°. Pero, p o r lo que se refiere a
los tem plos y a los sacerdotes, el cam bio se produjo antes.
128.
129.
130.
siglos de
Cf. H, Fries, en M ysterium salutis IV /1, 244-259.
Cf. Ch. N orris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, México 1949, 314-350.
W . R ordof, El domingo. Historia del día de descanso y de culto en los primeros
la iglesia cristiana, M adrid 1971, 295.
106
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
En efecto, en cuanto a! origen de los templos cristianos, sabemos
que, cuando hacía el año 270, Porfirio publicó su alegato Contra los
cristianos, estos ya poseían im portantes riquezas y por eso construían
edificios religiosos por todas p a rte s131. Pero ya antes, a finales del
siglo II, M inucio Félix utiliza p o r prim era vez el térm ino sacraria para
aludir a un lugar sagrado en el que se tenían las reuniones de los
cristian o s132, aunque no se trata de un templo en el sentido que más
tarde ap arecerá133. Pocos años m ás tarde, las Recognitiones Clementiae (10, 71) hablan de un tal Teófilo, que consagró, en nom bre de la
iglesia, su casa p ara que sirviera de lugar de culto. En el siglo III hay
testimonios de la existencia de lo que se llamó la domus ecclesiae (la
casa de la com unidad o casa del pueblo de Dios), que era una casa
particular, posesión de la com unidad, en la que se dedicaba una
estancia especial a las celebraciones del culto cristian o 134. Por otra
parte, seguram ente a finales del siglo III ya existían en oriente
verdaderos templos, aunque los datos que se poseen al respecto no
son del todo seguros135. En todo caso, sabemos que desde finales del
siglo II o quizás comienzos del III se inicia un lento proceso de
«sacralización» del espacio, que va a culm inar, a finales del siglo, con
la construcción de verdaderos templos. A p artir de C onstantino, este
tipo de construcciones se m ultiplican. Pero conviene hacer una obser­
vación im portante: desde el punto de vista teológico, seguramente el
cam bio m ás fundam ental se produce cuando se pasa de la domus
ecclesiae (casa de la com unidad) a la domus Dei (casa de Dios), hecho
que se produce a finales del siglo III, si bien esta segunda expresión
continúa designando, con frecuencia, a la com unidad de los fieles
incluso en tiempo de A g u stín 136.
Por últim o, en cuanto se refiere al título de sacerdotes, sabemos
que tan to en el nuevo testam ento com o durante el siglo II, los
ministros de la iglesia no fueron designados con tal palabra. Se ha
dicho que en Tertuliano tam poco se en cu en tra137. Sin embargo, la
verdad es que en la obra de Tertuliano, el térm ino sacerdote aparece
97 veces, y concretam ente aplicado al obispo se encuentra en 8
131. A ih . Christ. 13, 80, 76.27; cf. Eusebio, Hist. Eccl. 8, 1.5; citado por E. R.
Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 145.
132. Ottavio 9, 1.
133. Cf. Ottavio 10, 2.
134. Cf. P. Tesiini, Archeologia christiana, R om a 1958, 551-555.
135. Ibid. , 555-556.
136. Cf. Ch. M ohrm ann, Les denominations de ΓEg lise en tant qu edifice en grec et en
latín an cours des premieres siècles chrètiens: Rev. Se. Reí. 36 (1962) 155-174.
137. P. M . Gy, Remarques sur fe vocabulaire antique du sacenfoce chréticn. en la obra
en colaboración, Etudes sur fe sacrement de Γordre, Paris 1957, 142.
La regresión hacia la sacralidad superada
107
tex to s138. En oriente, la Didaskalía habla del obispo como iereus
14 veces139. Es decir, tanto en las iglesias de oriente como
en las de occidente, parece que a comienzos del siglo III se empieza a
designar a los m inistros de la iglesia como «sacerdotes», lo que
supone una comprensión claram ente sacralizada de las personas que
presiden el culto de la com unidad cristiana. Algunos años más tarde,
C ipriano designa al obispo com o sacerdos en 147 textos140 y al
presbitero claram ente en un te x to 141. Pero lo m ás im portante que hay
en Cipriano a este respecto no es la frecuencia con que aparece la
palabra sacerdos para designar a los m inistros de la iglesia. Más
significativo que eso, es la m entalidad que dem uestra el famoso
obispo de C artago cuando se trata de los «sacerdotes». Para él, en
(sácenlos)
138. D eB apt. 17, 1.C C 291, 13-14; De k iw i. 16, 8, CC 1275, 15; De Pud. 20, 11, CC
1325, 60-61; 21, 17, CC 1328, 79; De exhorta!, east. 7, 5, CC 1025,29; 7, 5, CC 1025, 30;
II, 2, C C 1031, II; 7, 2, CC 1024, 15.
139. 11,3. 1 (Funk 34,12); II, 6, 5 (40, 3); II, 25, 7 (94,27); 11,25. 7 (96, 1-2); 11, 25.1-1
(98,8); II, 26, 3 (102. 15); 11,26,4(104, 1); II, 27, 1 (106,2); 11,27,2(1/6, 5); 11,27. 3 (106.
6); II, 27, 4 (106. Il); II, 28, 2 (108, 4); II, 28, 7 (110, 4); II, 35. 3 (120, 8).
140. D e hahitu virg. l.C S E L 188, i; De cath. Eccl. unit. 13,222,3; 17,226,2; 17.226.
7; 18,226, 13; 18,226, 24; 21, 229, 14; De laps. 6, 240, 16; 14,247,16; 16,248,22; 18,250.
16; 22, 253, 4; 25, 255,23; 26, 256, 9; 28, 257, 22; 29, 258, 19; 36, 263, 27; De ora!. 4, 269,2;
31, 289, 14; De morí. 19, 309, 14; De zelo et liv. 6,423, 13; Epist. I, 2,466, 20; I, 2, 466, 21 ;
1,2,466, 22; 1 ,2 ,4 6 7 ,4 ; 1,2, 467, 5; II, 1,469, 19; III, 1,470, 2; III, 1,470, 9; III, 1,470,9;
III, 2, 471, 14; III, 3, 471, 22; III, 3, 472, 12; IV, 4,476, 13; IV, 5,477, 15; XV, 1. 514, 3;
XVI, 3, 519, 12; XIX, 1,525, 10; XXXVI, 3,575, 13; X XXVIII, 2, 581, 12; X L III, 3,592,
18; X L III, 3, 592, 18; X L III, 4 ,5 9 3 ,7 ; X LIII, 7, 596, !6;X L V , 1,599,12; X LV, 2, 600, 23;
XLV, 2, 601, 8; XLV III, 4, 608, 8; LII, 2, 617, 23; LII, 3, 619, 14; LV, 8, 629, 24; LV, 9,
630, 12; LV, 9, 630, 16; LV, 9, 630, 19; LV, 9,631, 3; LV, 13, 632, 25; LV, 19,638,4; LV,
24, 643, 11; LV, 29,647, 10; LV1, 3, 650, 2; LVII, 3,652, 23; LVIIII, 4,670, 16; L V III1,4,
670, 17; LVIIII, 5, 671, 21; LVIIII, 5. 672, 2; LVIIII, 5, 672. 3; LVIIII, 5, 672, 5; LVIIII. 5,
672, 11; LVIIII, 5, 672, 16; L V IIII, 6, 673, 20; LVIIII, 7, 674, 5; LVIIII, 12, 679. 15;
LVIIII, 13, 680, 13; L V IIII, 13, 681, 3; LVIIII, 13, 682, 7; LVIII, 14, 684, 4; LVIIII, 17.
687, 3; LVIIII, 17, 687, 13; L V IIII, 18, 687, 21; L V IIII, 18, 688, 1; LVIIII, 18, 688, 10;
LVIIII, 18,688, 23; LVIIII, 18,689, 2; LX, 1,691, 12; LX, 2, 692, 14; LX, 3, 694, 6; LXI,
1,695, 14; LXI, 4, 697, 19; LXII, 5 (error de H artel; debe ser 4), 701,3; LXIII, 14,713, 13;
LXIII, 18, 716, 8; LXIV, 1, 717, 19; LXV, 2, 723, 3; LXV, 2, 723, 7; LXV, 3, 724, 16;
LXVI, 1, 726, 17; LXVI, 1, 727, 6; LXVI, 1, 727, 8; LXVI, 3, 728, 7; LXVI, 4, 729. II;
LXV1, 4, 729, 12; LXVI, 8, 730, 12; LXVI, 7, 731, 9; LXVI, 7, 731, 17; LXVI, 8, 733. 7;
LXVI, 8, 733, 10; LXVI, 9, 733, 12; LXVI, 9, 733. 15; LXVI, 10, 734, 7; LXVI, 10, 734, 9;
LXVI, 10, 734, 10; LXVII, 2, 736, 21; LXVII, 3, 737, 6; LXVII, 3, 737, 12; LXVII, 3, 737,
22; LXVII, 3, 738, 2; LXVII, 4, 738, 4; LXVII, 4, 738, 11; LXVII, 4, 738, 20; LXVII. 6.
741, 6; LXVII, 8, 741, 20; LXVII, 8, 742, 17; LXVII, 9, 743, 20; LXVIII, 2, 745. 8;
LXVIII, 2, 745, 13; LXVIII, 2, 745, 17; LXVIII, 3, 746, 4; LXVIII, 4, 748, 9; LXVIII. 4.
749, 10; LX VIIII, 8, 757, 16; L X V IIII, 9, 758, 12; LXVIIII, 10, 758, 21; LXX, 767. 14;
LXX, 2, 769, 1; LXX, 2, 769, 12; LXXI, 3, 774, 8; LXXII, 1, 775, 5; LXXII, 2, 777. I;
LX XIII, 8,784, 6; LXX111,23, 796,20; LXX1V, 8, 805, 23; LXXIV, 8, 806, 1; LXX IV. 10.
808, 13; LXXVI. 3, 830, 15.
141. Epist. XL. I (CSEL 589. 9); cf. Epist. LXI, 3. 697, 1.
108
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
efecto, los que «han sido dignificados con el divino sacerdocio»142 no
se deben dedicar nada más que al servicio del altar y de los sacrificios
y a pronunciar las preces y oracio n es143. Según esta formulación de
Cipriano, lo que caracteriza el ministerio cristiano no es ya el servicio
del evangelio o el ministerio de la palabra de Dios, sino el servicio
sagrado del altar y de los sacrificios. La m entalidad cristiana, que fue
exactam ente form ulada por Pablo en 1 C or 9, 13-14, y según la cual
«los que anuncian el evangelio» se contraponen a los «que sirven el
altar» (oi tó zusiasterío paredreúontes), aparece en C ipriano exacta­
mente puesto al revés: aquí ya se trata sólo de servir al altar y a los
sacrificios ( non nisi altari et sacrificiis deservire). Cipriano ha dado el
giro decisivo: se h a apartado de la m entalidad del nuevo testam ento; y
se ha situado en perfecta continuidad con la idea del sacerdocio que
existía en la cultura pagana del imperio, el sacerdote com o el hom bre
dedicado exclusivamente a lo divino, el m inistro de las cosas sagradas
( sacerdos proprie est, qui Deo dicatus est ad rem divinam faciendam,
minister sacrorum) 144. La «sacralización» del ministerio cristiano se
impone desde entonces de m anera cada vez más progresiva.
Tenemos, por consiguiente, que durante el siglo III se van recupe­
rando en la iglesia los térm inos y las prácticas que se refieren a la
«sacralidad» y que habían sido claram ente rechazadas por Jesús y por
la iglesia primitiva. Es decir, la iglesia vuelve a los templos, a los
sacerdotes y a la observancia de días reglam entados com o días de
culto religioso. Y con eso, lógicamente, se im pone paulatinam ente la
práctica religiosa entendida com o conjunto de ritos que se practican
en el templo, por los sacerdotes com petentes y en sus tiempos deter­
minados. M ás adelante tendrem os ocasión de volver sobre este asun­
to y analizarem os la influencia que ello tuvo en la m anera de com­
prender y practicar los sacramentos.
Pero antes de concluir este capítulo, interesa responder a una
cuestión: ¿qué había pasado p ara que se produjera este cambio en las
ideas y en las prácticas eclesiásticas? La respuesta a esta cuestión no
ofrece dificultad por lo que se refiere al tiem po posterior a C onstanti­
no. Sabemos, en efecto, que el edicto de M ilán tuvo un fin específico;
su objeto fue asegurar a la cristiandad los privilegios de un «culto
perm itido» (religio licita) 14s. Por eso, a partir de Constantino, la
142. Divino sacerdotio honorati. Epist. I, 1 (CSEL 465, 10-11).
143. Non nisi altari et sacrificiis deservire et precibus adque orationibus vacare
deheani. Epist. I, 1 (CSEL 465, 11-13).
144. A. Porcellini, Totius latinitatis lexicon V, 287; cf. P. Riewald, Sacerdotes, en
Pauly-W issowa, Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft A 1-2, S tuttgart
1920, 1631-1653.
145. Ch. Norris Cochrane, Cristianismo y cultura clásica, 180.
La regresión hacia la sacralidad superada
109
iglesia se configura cada vez m ás y m ás como «religión», es decir,
com o institución que fom enta y defiende, no sólo la relación de los
hom bres con Dios, sino además com o organización que pone en
práctica un conjunto de ritos sagrados, con sus templos y sus sacerdo­
tes, com o las dem ás religiones del tiempo, por más que sus creencias
distasen m ucho de las del paganismo.
P ero el cam bio que hemos indicado empezó m ucho antes de
C onstantino. ¿Qué pudo influir en ello? Sabemos que del año 203, en
que el joven Orígenes comenzó su labor docente en Alejandría, hasta
el 248 aproxim adam ente, cuando siendo ya anciano, publicó su
Contra Celsum, los pueblos del imperio vivieron una época de insegu­
ridad y miseria crecientes; las instituciones civiles se habían deteriora­
do de m anera alarm ante y las gentes experim entaban un auténtico
tiem po de an g u stia146. P or el contrario, toda la prim era m itad del
siglo III fue p ara la iglesia «una etapa de libertad relativa, sin
persecuciones, de intenso crecimiento num érico»147. Y es im portante
n o tar que este crecimiento se debió al hecho de que las gentes
angustiadas encontraban en las com unidades cristianas la seguridad y
el am paro que la sociedad no les ofrecía. Precisamente sobre este
particular, el profesor E. R. D odds ha escrito:
Debieron de ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los
bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca
de trabajo, los si, fiados licenciados, los rentistas arruinados por la
inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar
a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único medio de
conservar el respeto hacia sí mismos y dar a la propia vida algún
sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor humano y
se tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en este
mundo y en el otro. No es, pues, extraño que los primeros y más
llamativos progresos del cristianismo se realizaran en las grandes
ciudades: Antioquía, Roma y Alejandría148.
Por supuesto, p ara un creyente de nuestros días, resulta agradable
saber que las com unidades cristianas tuvieran tal fuerza de atracción
ante las gentes que no tenían fe en Jesucristo. Pero este proceso
resultó, a la larga, com o una espada de dos filos. Porque si es cierto
que la iglesia aum entó prodigiosam ente en número, no es menos
verdad que se deterioró en calidad. Por la sencilla razón de que, en
tales circunstancias, debieron de ser muchos los ciudadanos que
i
146.
esta obra
147.
148.
Cf. E. R. D odds, Paganos y cristianos en una época de angustia, 141; en general,
ha analizado profundam ente este asunto.
Ibid.
Ibid., 179.
La iglesia primitiva y la práctica religiosa
no
entraron en la iglesia, no por el hecho de haberse convertido sincera­
m ente a la fe en C risto y a los valores del evangelio, sino porque en la
com unidad cristiana encontraban u n a seguridad y un apoyo que no
encontraban en otros sitios. C ipriano de C artago escribió el año 251
su tratad o De lapsis; y en él hace una descripción som bría de lo que
llegó a ser la vida de la iglesia a m ediados del siglo III: la codicia del
dinero, la vanidad increíble, la falta de misericordia, el orgullo y la
sensualidad se apoderaron de las costum bres de los cristianos149.
Pero no sólo entre los simples fieles, sino incluso entre los dirigentes
eclesiásticos se llegaron a com eter atropellos que hoy nos parecerían
increíbles:
\
*
Muchos obispos... despreciando su sagrado ministerio se empleaban en
el manejo de bienes mundanos, y abandonando su cátedra y su ciudad
recorrían por las provincias extranjeras los mercados a caza de nego­
cios lucrativos, buscando am ontonar dinero en abundancia, mientras
pasaban necesidad los hermanos de la iglesia; se apoderaban con
ardides y fraudes de herencias ajenas, cargaban el interés con desmesu­
rada usura150.
P or lo demás, no nos debe sorprender este estado de cosas,
cuando sabemos que el mismo Cipriano se convirtió y fue bautizado
en condiciones que inevitablem ente parecen dudosas. Por una razón
que se com prende fácilmente: al poco tiempo de su conversión y su
bautismo, C ipriano escribió el breve tratad o Ad Donatum, en el que
cuenta lo que supuso p ara él la experiencia de aquella conversión y de
aquel bautism o. Pues bien, lo sorprendente es que, en un tratado
dedicado expresamente a eso, no aparece ni una sola vez la palabra
Jesús, ni la palabra Cristo, ni la palabra evangelio, ni iglesia, ni
com unidad cristiana, ni reino de Dios. Es decir, en la conversión de
este hom bre no tuvo sitio alguno, al m enos por lo que él mismo dice ni
Jesús ni su evangelio. Entonces, ¿a qué o a quién se convirtió este
hombre? P or lo que él mismo cuenta en el tratad o A d Donatum, antes
de su conversión se hallaba sumido en la o scu ridad151 y en una noche
o scu ra152, en la ceguera153, en la incertidum bre154 y sobre todo en la
inseguridad155, de tal m anera que la desesperación llegó a constituirse
en él com o una especie de segunda n atu raleza156. A hora bien, en tales
149.
150.
151.
152.
153.
154.
155.
156.
De laps, b (CSEL 240).
Ibid.
Ad. Don. 3 (CSEL 3, 5, 1; 12, 14, 2).
3, 5, 1.
3, 5, 1; 5, 8, 3; 12, 14, 1.
3, 5, 2-3.
3, 5, 19-20; 4, 6, 7; 13, 14, 18-20.
4, 6, 1-3.
La regresión hacia la sacralidad superada
111
circunstancias, la experiencia de la conversión fue para Cipriano el
logro de la seguridad157 en la tranquilidad y en la firmeza que libera
de toda in q u ietu d 158; y ju n to a eso, el ideal de las virtudes159. Pero,
com o es bien sabido, este ideal fundado en la seguridad y en la
práctica de la virtud, no era ni m ás ni menos que el ideal estoico. La
paz y la tranquilidad que no encontraba en la sociedad ambiente, fue
el hallazgo que hizo Cipriano en la experiencia bautism al16ü. Y si tal
fue la conversión de quien fue considerado en su tiempo como el
«papa de A frica»161, ya nos podemos im aginar la dosis de calidad
auténticam ente cristiana que habría en tantas conversiones masivas
com o en aquel tiempo se produjeron. N o es aventurado pensar que
m uchos, quizás demasiados, cristianos no llegaron a entender lo que
en realidad com portaba la fe y el seguimiento de Jesús. Sobre todo,
parece que muchos no se enteraron de que el cristianismo no era una
religión com o las demás, con los ritos, tem plos y sacerdotes que
caracterizaban a las religiones del tiempo.
157. 4, 7, 1; 13, 14, 13.
158. Una igitur placida et firm a tranquilinas, una solida et firm a securitas. 14, 14,
24-26.
159. Vita virtutum . 6, 4, 12-13.
160. Cf. H. Koch, Cyprianische Untersuchungen, Bonn 1926, 286-313; G. Barbero,
Seneca e la conversione di san Cipriano: Rivista di Studi Classici 10 (1962) 16-23.
161. Epist. X X III (CSEL 3, 536); XXX, 3,549; XXXI, 3, 557; XXXVI, 3, 572; cf. Ch
Saumagne, Saint Cyprien evéque de Carthage «pape» iTAfrique, Paris 1975.
4
El culto cristiano:
mensaje y celebración
0
1.
No somos una organización de servicios sociales
Hoy hay cristianos que se imaginan a C risto com o un agitador
social, un revolucionario, que habría venido al m undo p ara subvertir
el orden establecido, liberar a los hom bres de la opresión social y
política, y p ara conseguir de esa m anera que la vida sea m ás hum ana y
que la gente viva mejor. P or eso, piensan algunos, Jesús se enfrentó a
los poderes constituidos de su tiem po, rechazó la religión oficial,
desenm ascaró a los dirigentes judíos, desautorizó las instituciones de
aquella sociedad y finalm ente fue crucificado. Los que piensan de esa
m anera, hablan lógicamente de la iglesia com o de una especie de
organización de servicios sociales, cuya tarea fundam ental — si no
exclusiva— consistiría en m ejorar las condiciones de vida en este
m undo.
Evidentemente, cuando las cosas se ven de esa m anera, la oración,
el culto y la relación con Dios no tienen sitio en la iglesia. Y entonces
es lógico e inevitable no ver qué sentido puede tener el culto cristiano.
D e ahí que, p a ra los que se sitúan en esa postura, los sacramentos no
tienen significación práctica y concreta p ara un cristiano. O si tienen
alguna significación, se tra ta de gestos m ediante los cuales la com uni­
dad cristiana pretende cam biar las cosas en su entorno social.
Los cristianos que piensan así, tienen razón cuando dicen que la
iglesia no puede quedarse con los brazos cruzados, es decir, no puede
perm anecer ausente de las situaciones de sufrim iento que vive tanta
gente en nuestra sociedad. Esos cristianos tienen toda la razón del
m undo cuando se quejan y hasta se indignan ante el hecho de que en
114
El culto cristiano: mensaje y celebración
la iglesia se ponga tan to em peño en celebrar los ritos religiosos,
m ientras que la sociedad sigue adelante con sus atropellos y sus
injusticias. Porque de sobra sabemos que la iglesia h a sido más fiel en
observar y cum plir sus ceremonias sagradas que en defender a los
oprim idos de la tierra. Por eso protestaron los profetas de Israel. Y
por eso tam bién en nuestros tiempos, hay muchos cristianos que
critican y atacan las celebraciones cultuales, a las que suelen tener
acceso los explotadores, los arrogantes y los dom inadores, m ientras el
pueblo sencillo sufre las consecuencias de la explotación y la dom ina­
ción.
T odo esto es perfectam ente comprensible. Pero al mismo tiempo
que reconocem os todo eso, es urgente reconocer tam bién — hay que
afirm arlo sin titubeos— que la iglesia no es una simple organización
de servicios sociales. La relación con D ios, la oración y la celebración
de los sacram entos ocupan el centro mismo de la vida de la iglesia. Y
ocupan ese puesto tan central precisam ente porque Dios es la garan­
tía suprem a del hom bre. Lo que quiere decir que la iglesia es fiel al
hom bre en la medida en que es fiel a Dios. El problema, por consi­
guiente, está en com prender, de u n a vez por todas, que la iglesia será
fiel, no sólo a D ios sino también al hom bre, el día que celebre
correctam ente el culto cristiano. O m ejor dicho, la iglesia ha sido fiel a
Dios y al hom bre siempre que ha celebrado correctam ente el culto
sacram ental. Es decir, precisamente porque la iglesia tiene el deber de
ser fiel a la tarea de liberar a los hom bres de todas las opresiones, por
eso ella no puede dejar de celebrar el culto sacramental. Lo cual
quiere decir que si hay gente que no ve el culto com o la tarea más
em inente y m ás eficaz que la iglesia puede realizar para hum anizar
nuestra sociedad y p ara conseguir que en este m undo haya menos
sufrimientos, en eso tenem os la prueba m ás clara de que el culto
cristiano no se celebra com o D ios quiere y com o Dios m anda. En
otras palabras, precisamente porque querem os ser m ás radicales y
m ás eficaces en el servicio liberador a la hum anidad, por eso debemos
ser m ás exigentes en la fidelidad al culto cristiano.
El problem a está en com prender cóm o puede ser esto así. Y por
qué tiene que ser así. La estructura del culto cristiano, en sus com po­
nentes fundam entales, nos d ará la respuesta.
2.
Las tareas de la iglesia primitiva
¿Cóm o se form aron, de hecho, las prim eras com unidades cristia­
nas? ¿qué ocurrió allí, qué se hizo, p ara que aquellos primeros grupos
de personas, que creían en Jesús, se reunieran en comunidades? Y una
Las tareas de la iglesia primitiva
115
vez form adas aquellas comunidades, ¿qué hacían para transm itir su fe
a los que no eran creyentes?
Sin discusión posible, la tarea que aparece más afirm ada y desta­
cada en las prim eras comunidades, con notable diferencia sobre
cualquier otra actividad, es la predicación de la palabra de Dios. La
docum entación del nuevo testam ento es elocuente por sí misma en
este sen tid o 1.
Esta tarea fue llevada a cabo principalm ente por los dirigentes o
responsables de las comunidades, apóstoles, profetas, evangelizadore s2. Pero no hay que olvidar que el anuncio de la palabra de Dios
aparece tam bién, en el nuevo testam ento, com o tarea de todos los
creyentes. Así, en el libro de los Hechos, cuando se habla, por
segunda vez, de una venida del Espíritu sobre la com unidad, el autor
del libro indica que «los llenó a todos el Espíritu santo y anunciaban
la palabra con audacia» (Hech 4, 31). Aquí es interesante observar la
relación directa que se establece entre la presencia del Espíritu en
todos y la tarea que tam bién todos asumen de anunciar el mensaje: la
presencia del Espíritu empuja a los creyentes a proclam ar la palabra
de Dios. M ás adelante, cuando las autoridades judías ejecutan a
Esteban, dice Lucas que «se desató una violenta persecución contra la
iglesia de Jerusalén» (Hech 8, 1). Y añade el dato curioso de que
«todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría»
(Hech 8, 1). A hora bien, en seguida nos inform a el mismo Lucas de
que «al ir de un lugar para otro, los prófugos iban anunciando el
mensaje» (Hech 8, 4). Por este dato, sabemos que la expansión de la
iglesia, fuera de Jerusalén, no se debió a los apóstoles, sino a los
cristianos en general. Y esta expansión continuó más allá de los
límites de Palestina, hasta Fenicia, Chipre y A ntioquía; y no sólo llegó
así el mensaje a los judíos, sino tam bién a los griegos «anunciándoles
al Señor Jesús» (Hech 11, 19-20). De esta manera, la intención
fundam ental de Lucas al escribir los Hechos, que fue m ostrar cóm o la
salvación se extendió al m undo pagano rebasando los límites del
judaism o3, fue llevada a cabo por los creyentes, es decir, la comunidad
dispersada a causa de la persecución. Por su parte, Pablo afirm a que
la com unidad de Tesalónica hizo resonar la palabra del Señor, no sólo
1. Hech 8, 4.40; 9, 15.20-21; 10,42; 11, 19; 12,24; 13, 1-5.32.46-49; 14,7.21; 15,3536; 16,6.14.32; 17, 11.13.18; 5.11; 19, 10.20; 20, 2.20; 28, 23.31; Rom 1,5.9; 1 C or 1, 17; 9,
13.18; 15, 1.11; 2 C or 2, 12.17; 4, 1-2.5; 5, 10; 11,4.7; G al 1,8.16.23; 2, 2; E f 3, 8; 6, 19-20;
Fil 1, 14-18; 2, 16; Col 1, 5-7; 23, 25-27; 1 Tes 2, 1-11.13; 1 Tim 4, 5-6.12-14; 5, 17; 2 Tim 1,
1; 2, 1; 4, 1-5; Tit 1, 1-3.9; H eb 13, 17.
2. Cf. sobre el com etido de estos ministerios en las com unidades, G. Hasenhüttl,
Charisma. Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969, 162-214.
3. Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 419.
El culto cristiano: mensaje y celebración
116
en M acedonia y en Acaya, sino en todos los rincones (1 Tes 1, 8). Es
m ás, Pablo llega a asociar casi necesariam ente la fe del creyente con el
anuncio de la palabra: «poseyendo el m ismo espíritu de fe que se
expresa en aquel texto de la Escritura: Creo, por eso hablo (Sal 116,
10), tam bién creemos nosotros y por eso hablamos» (2 C or 4, 13). La
fe se expresa y se comunica. De tal m anera que pertenece al mismo ser
de la fe cristiana esta cualidad de expresión y comunicación. O sea,
donde hay fe, hay anuncio del mensaje.
Tenemos, por consiguiente, que la prim era tarea que realiza la
iglesia, desde el prim er m om ento de su existencia, es el anuncio de la
palabra de Dios. Y esto, no com o tarea de los dirigentes exclusiva­
mente, sino de todos los creyentes4. Enseguida indicaremos, más en
concreto, lo que esto significa.
Pero jun to al anuncio de la palabra, es decir, ju n to a la predicación
del mensaje cristiano, las com unidades cristianas se dedicaron tam ­
bién a una segunda tarea: la celebración de los sacramentos. La
docum entación del nuevo testam ento es tam bién abundante en este
sentido. A nte todo, p o r lo que se refiere al bautism o, que es, sin duda
alguna, el sacram ento del que m ás inform ación poseem os5.
Pero, adem ás del bautism o, los cristianos celebraban tam bién la
eucaristía (Hech 2, 42-46; 27, 35; 1 C or 10, 17; 11, 17-31), tenían
reuniones litúrgicas en las que oraban ju n tos (Hech 13, 2-3) o asam ­
bleas en las que se ponía de manifiesto la intervención del Espíritu de
D ios en la com unidad (1 C or 14, 23.26; cf. 1 C or 11, 17.20.33.34). En
estos textos, el verbo sunérjeszai indica la reunión o convocación de la
com unidad, reunión en la que se hablaba p or inspiración del Espíritu
(1 Cor 14, 24), se cantaba, se tenía una instrucción y se hablaba en
lenguas extrañas (1 C or 14,26), intervenían los profetas (1 C or 14,29)
y todos predicaban inspirados con tal fuerza que los no creyentes
reconocían la presencia de Dios en la com unidad (1 C or 14, 39).
A dem ás por la Dickyé y 1 C or 16,22, sabemos que en las comunidades
se pronunciaba la invocación: «¡Ven Señor!», seguramente durante la
celebración eucaristica. E sta invocación es la oración litúrgica más
antigua de 1a iglesia7, que según A p 22, 20 se debe entender como
invocación y no como m era afirm ación (el Señor viene), cosa que
4. Cf. el excelente estudio de C. Floristán, L a evangelization, tarea del cristiano,
M adrid 1978.
5. M t 28, 19; Hech 1,5.22; 2, 38.41; 8, 12.13.16.36.38; 9,18; 10,37.47.48; 11, 16; 13,
24; 16, 15.33; 18, 8.25; 19, 3.4.5; 22, 16; Rom 6, 3.4; 1 C or 1, 13.14.15.16.17; 10, 2; 12, 13;
15, 29; Gál 3, 27; E f 4, 5; Col 2, 12; H eb 6, 2; 1 Pe 3, 21; cf. Me 10, 38; Le 12, 50.
6.
10 , 6 .
7.
O. Cullm ann, L e cuite dans l'église primitive, Neuchätel 1948, 12.
Celebración: palabra y sacramento
117
sería posible gram aticalm ente8. Tam bién p o r la Didajé9 nos consta
que la celebración eucaristica solía ir precedida de una confesión de
los pecados, práctica que parece era habitual en algunas comunidades
prim itivas (cf. Sant 5,,16). Por ùltimo, tam bién entre los primeros
cristianos se practicaba )l signo de imposición de m anos (Hech 6, 6; 8,
17.18.19; 9,12.17; 13, 3¡ 19,6; 28, 8; 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6; Heb
6, 2), si bien al menos por lo que se refiere a las cartas pastorales, no
parece que de esos textos se pueda concluir que ya en aquel tiempo
existía un sacram ento de ordenación presbiteral; se trata, m ás bien, de
que Tim oteo tenía el poder oficial de enseñar la doctrina cristian a 10.
Por consiguiente, a las preguntas que hacíam os antes acerca de
cóm o se form aron las prim eras com unidades cristianas y cóm o trans­
m itieron su fe a los no creyentes, la respuesta es clara: según el nuevo
testam ento, las com unidades se form aron y transm itieron su fe por
m edio de la predicación de la palabra de D ios y por la celebración de
los signos sacramentales. El anuncio de la palabra y la celebración de
los sacram entos fueron las dos tareas a las que se dedicó por entero la
iglesia primitiva. D e esta m anera la iglesia expresó su fidelidad a Dios
y su solidaridad con los hombres.
3.
Elementos indispensables de la celebración:
palabra y sacramento
H ace algún tiem po, los historiadores de la iglesia prim itiva solían
distinguir dos clases de asambleas o form as de celebración: unas que
estarían dedicadas a la predicación de la palabra; y otras que estarían
organizadas con vista a la celebración de los sacramentos. Los auto­
res que pensaban de esta m anera, veían en eso un paralelismo estre­
cho con la religiosidad ju d ía que celebraba, por una parte, el culto de
la sinagoga (centrado sobre la palabra); por otra parte, las celebracio­
nes sagradas del templo en las que se ejecutaban puntualm ente los
ritos sacrificiales. D e ser así las cosas, en la iglesia prim itiva habrían
existido dos tipos de asambleas esencialmente diferentes: asambleas
8. Cf. K. G. K uhn, en T W N T III, 500.
9. 14, 1; cf. 9, 5.
,
10.
Cf. A. Lemaire, Les minister es aux origines de teglise, París 1971, 130; este autor
remite a los estudios de J. Jeremías, Zur datierung der Pastoralbriefe: ZNW (1961) 101 104; Die Briefe an Timotheus und Titus, Tübingen 1963, 30; C. K. Barret, The pastoral
epistles, Oxford 1963, 72; J. N. D. Kelly, A commentary on the pastoral epistles, London
1963, 108.
¡18
El culto cristiano: mensaje y celebración
de la palabra, a imitación del culto sinagogal judío; y asambleas
sacram entales, en paralelism o con el culto del tem p lo 11.
E sta distinción, como advierte Cullm ann, es uno de esos dogmas
seudocientíficos, que no resisten al examen de los tex to s12. En efecto,
por los datos que nos ap o rta el nuevo testam ento, se ve la estrecha
conexión que, de hecho, existió entre el anuncio de la palabra y la
celebración de los sacram entos. Esto se advierte, ante todo, en el
m andato m isionero de C risto resucitado:
Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tierra. Id y haced
discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrarlos al
Padre y al Hijo y al Espíritu santo, y enseñadles a guardar todo lo que
os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin
del mundo (Mt 28, 18-20).
Este texto presenta el m andado fundam ental de Cristo a su iglesia,
en orden a la misión que ella tiene que cum plir en el m undo. A hora
bien, este m andado se reduce a dos cosas: enseñar y bautizar, palabra
y sacram ento. En efecto, los dos verbos, en participio de presente
( baptizantes y didaskontes) «designan las dos acciones o medios por
los cuales los discípulos h arán discípulos» a otros h o m b res13. Cristo
no m anda ni más ni menos que eso: palabra y sacram ento constituyen
lo que la iglesia tiene que hacer hasta el fin del m undo. Teniendo en
cuenta que en el texto de M ateo hay un matiz, que es decisivo para lo
que aquí venimos explicando: Cristo apela a la autoridad suprem a
que se le ha dado (pasa exousía) (M t 28, 18); ahora bien, esa
autoridad se pone en relación directa con las dos acciones, enseñar y
bautizar, que ordena hacer a sus discípulos; tal es el sentido de la
partícula oün, que equivale a vincular el poder de Cristo con la
predicación de la palabra y con la celebración del sacramento. El
sentido, p o r lo tanto, es claro: la autoridad suprem a de Cristo se va a
hacer presente entre los hom bres h asta el fin del m undo; pero esa
autoridad está vinculada a dos acciones concretas: la palabra y el
sacram ento.
La lectura del libro de los Hechos de los apóstoles hace com pren­
der enseguida que la iglesia prim itiva entendió efectivamente el m an­
dato misional de Cristo en el sentido indicado. Así, en el relato de
Pentecostés, al term inar el discurso de Pedro, dice Lucas que «estas
palabras les traspasaron el corazón» (Hech 2, 37); y a la pregunta
11. Cf. cobre este asunto C. Weizsäcker, Das apostolische Zeitalter, 1892, 548 s; R.
Knopf, Das nachapostolische Zeitalter, 1905, 227 s; H. Lietzmann, Geschichte, der alten
Kirche I, 1932, 153 s; II, 1936, 121; cf. O. Cullm ann, L e cuite dans Γéglise primitive, 27.
12. O. c„ 27.
13. P. Bonnard, L'évangile selon saint M atthieu, Neuchätel 1963, 419.
Celebración: palabra y sacramento
119
sobre lo que tenían que hacer, el mismo Pedro contestó a la gente:
«arrepentios, bautizaos cada uno» (Hech 2, 38). Y enseguida añade el
relato: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron» (Hech 2, 41).
L a iglesia, pues, com ienza su vida y su actividad m ediante el anuncio
de la palabra y la recepción del sacram ento. Y a renglón seguido de
esta afirm ación, Lucas concluye su relato del acontecimiento de
Pentecostés con el sum ario de lo que era la vida de la prim era
com unidad cristiana: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de
los apóstoles y en la com unión de vida, en el partir el pan y en las
oraciones» (Hech 2, 42). La enseñanza de los apóstoles y la fracción
del pan aparecen así com o elementos constitutivos y fundamentales
de la vida de la com unidad y, m ás concretam ente, de la vida litúrgica,
com o ha sido ya indicado repetidas veces14.
A partir de este prim er cuadro de conjunto de lo que era la vida de
la prim itiva com unidad cristiana, todo el relato de los Hechos insiste,
una y otra vez, en que así es como se fueron form ando las demás
iglesias y así es com o vivían: los doce no abandonan el ministerio de la
palabra (Hech 6, 2); la palabra de Dios iba cundiendo y el núm ero de
los discípulos aum entaba (Hech 6, 7); los creyentes van de ciudad en
ciudad anunciando el m ensaje de la «buena noticia» (Hech 8, 4), pero
siempre teniendo en cuenta que la respuesta a ese mensaje es la
recepción del bautismo. Así, Felipe anuncia la buena noticia de Jesús
al eunuco y éste se hace bautizar (Hech 8, 35-38); Pedro anuncia la
palabra en casa de Cornelio y allí se bautizan los primeros paganos
(Hech 10, 44-48); Pablo anuncia la palabra en Filipos y una mujer,
Lidia, acógela predicación y es bautizada ella y todos los suyos (Hech
16,14-15); lo mismo ocurre con el carcelero de la ciudad (Hech 16, 3234). Pero no se trata solamente del bautism o, porque en Tróade Pablo
predicó largam ente ante la com unidad reunida y todos celebraron la
«fracción del pan», expresión que indica claram ente la celebración de
la eucaristía15.
En las cartas de Pablo se repite el mismo tem a de m aneras
diferentes. P ara él, en efecto, la fe se engendra p o r la predicación del
mensaje (R om 10, 14-15); p o r medio del bautism o, los creyentes son
incorporados a C risto (Rom 6, 3-7); y en la celebración de la eucaris­
tía se constituyen como «cuerpo de Cristo», es decir como iglesia (1
C or 10, 17). P ara Pablo, por consiguiente, los elementos indispensa­
14. Cf. J. Jeremias, Jesus als Weltvollender, G üttersloh 1930, 78; Die Abendmahls­
worte Jesu, G öttingen 1949, 65; Ö. Reickc, Diakonie, Festfreude und Zelos in Verbindung
mit der altchristlichen Agapenfeier, U psala 1951,25-26; Glaube und Leben der Urgemeinde.
Bemerkungen zu Apg. 1-7, Zurich 7 57, 57-58.
15. Cf. J. Jeremias, Die A bcnajiahlsworte Jesu, 113.
120
El culto cristiano: mensaje y celebración
bles de la celebración cristiana son la palabra y el sacramento. Lo cual
es cierto hasta tal punto que, en el único pasaje en que habla más
extensam ente de la eucaristía (1 Cor 11, 17-34), llega a vincular tan
estrecham ente la palabra y el sacram ento que, en realidad, vienen a
ser una misma cosa: «Y de hecho, cada vez que coméis de ese pan y
bebéis de esa copa, proclam áis la m uerte del Señor, hasta que él
vuelva» (1 C or 11, 26). El interés de este texto reside en que el verbo
que utiliza Pablo al decir que los cristianos «proclam an» la m uerte del
Señor (kattaggéllein ), es exactam ente el térm ino técnico m ás usado
por el nuevo testam ento p ara hablar de la proclam ación de la palabra
de D ios o del anuncio del evangelio16. Lo cual quiere decir que Pablo
considera la eucaristía como una auténtica proclam ación del conteni­
do fundam ental del m ensaje cristiano: el recuerdo de Cristo ( anámnesis) se constituye en proclam ación pública y solemne de su m uerte y
su resurrección ante la sociedad, no sólo p or el hecho de decir eso con
palabras, sino sobre todo por la fuerza que en sí tiene la celebración
de la cena del Señor: la presencia de C risto en el m undo se convierte
así en un acontecim iento manifiesto, porque la celebración eucaristica
es p ara Pablo el evangelio de la m uerte y la resurrección de Jesu­
c risto 17.
La conexión íntim a entre palabra y celebración es destacada
también por Pablo en sus exhortaciones a la com unidad de Corinto,
precisam ente cuando les explica cònio debe proceder todo en la
asam blea cultual: «Supongam os que pronuncias la bendición llevado
del Espíritu; ese que ocupa un puesto de simpatizante, ¿cómo va a
responder «amén» a tu «acción de gracias» ( eújaristia), si no sabe lo
que dices? T u acción de gracias ( eújaristein) estará muy bien, pero al
otro no le ayuda» (1 C or 14, 16-17). A un cuando no se pueda afirm ar
con seguridad que aquí Pablo se refiere a la eucaristía en su sentido
técnico, no cabe d uda que se trata de una celebración cultual. A hora
bien, lo que Pablo quiere destacar es que tal celebración se debe
realizar de tal m anera que resulte inteligible, es decir, que sea una
palabra expresiva p ara los asistentes. P o r eso, el mismo Pablo añade
enseguida: «en la asam blea prefiero pronunciar m edia docena de
palabras inteligibles, p ara instruir tam bién a los demás» (1 C or 14,
19). E stá claro, por consiguiente, que en la celebración cultual de la
com unidad entran dos com ponentes esenciales: la «acción de gracias»
16. Hech 4, 2; 13,5.38; 15,36; 16, 17; 17, 3. 23; 1 C or 2, 1;9, 14; Flp 1, 17-18; Col 1,
28; este verbo se utiliza más incluso que kerússein: Hech 9, 20; 19, 13; Flp 1, 15.18; y
también m ás que euaggeliseszai: Hech 5, 42; 8, 35; G ál 1,16; cf. J. Schniewind: T W N T
I, 69-71.
17. CT. H. Schlier, L e temps de Véglise, Paris 1961, 253-254.
0»
Celebración: palabra y sacramento
121
( eújaristia) y la «palabra» que instruye ( katejéso) a los participantes.
Por lo demás, la palabra que los creyentes pronuncian en la celebra­
ción debe tener tal fuerza de persuasión, que ha de llegar hasta lo más
íntim o de cada uno, hasta hacerle reconocer que Dios está realmente
en la com unidad: «si todos hablan inspirados y entra un no creyente o
un sim patizante, lo que dicen unos y otros le dem uestra sus fallos, lo
escruta, form ula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se
postrará y rendirá hom enaje a Dios, reconociendo que D ios está
realm ente con vosotros» (1 C or 14, 24-25). Se tra ta del discurso
profètico, que form a parte de la asam blea cultual, y que tiene la
fuerza de persuadir a los no creyentes, h asta hacerles reconocer que
Dios está con los cristianos.
Por otra parte, en las cartas del nuevo testam ento, hay ocho textos
en los que se une, de m anera bastante clara, la f e con el sacramento
(R om 6, 3-8; G al 3,26-27; E f 1,13; 4, 5; Col 2,12; Tit 3,8; H eb 6, 1-5;
10, 2 2 )18. A h o ra bien, si tenemos en cuenta que, en la doctrina de
Pablo, la fe se engendra por la audición de la palabra de D ios (Rom
10, 14), tenemos la constatación más clara de que existe una concate­
nación necesaria entre la palabra que se predica y el sacram ento que
se celebra. Esta concatenación aparece m uy bien form ulada en la
prim era carta de Pedro: «Si alguno habla, que sea como con palabras
de Dios; si alguno asegura el servicio, que sea como por un m andato
recibido de Dios» (1 Pe 4, 11). L a «palabra» y el «servicio litúrgico»
aparecen, una vez más, asociados lo uno a lo otro.
En el siglo II, el testim onio m ás im portante que poseemos sobre la
form a en que se celebra el culto es el testim onio de Justino. Su
descripción no adm ite lugar a dudas: «El día que se llama del sol se
celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los
campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de
los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector
term ina, el presidente, de palabra, hace u n a exhortación e invitación a
que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos
todos a una y elevamos nuestras oraciones y, éstas term inadas, como
ya dijimos, se ofrece pan, y vino, y ag u a» 19. Según esta descripción, la
estructura de la celebración cristiana estaba ya fijada en la segunda
m itad del siglo II. E sta estructura se com pone de dos elementos, el
anuncio y la explicación de la palabra, y a continuación la ofrenda
propiam ente eucaristica. P or lo demás, el testim onio de Justino no es
simplemente la idea de un autor particular, sino que sabemos nos
i
18. L. Gutiérrez Vega, E l bautismo, sacramento de la fe , en la obra en colaboración
Bautizar en la f e de la iglesia, M adrid 1968, 75.
19. Apol. I, 67, 3-5 (Ruiz Bueno, 258-259).
¡22
El culto cristiano: mensaje y celebración
transm ite lo que era la praxis establecida en las iglesias de Palestina,
Asia M enor y Rom a, en la segunda m itad del siglo I I 20. A partir de
este tiem po, la conexión entre el sacram ento y la palabra se llega a
hacer tan estrecha que el bautism o es com prendido como una «ilumi­
nación» por la palabra que engendra la fe 21. Y por lo que se refiere a
la eucaristía, nos consta que en los autores de la Escuela de A lejan­
dría, sobre todo en Orígenes, el cristiano perfecto, el gnóstico, comul­
ga de la m anera m ás em inente cuando se apropia e integra en sí la
divina palabra del L ogos22. H asta este punto llegó a vincularse la
palabra y el sacram ento en la tradición y en la experiencia de la iglesia
antigua.
Evidentemente, en la praxis de la iglesia de todos los tiempos se
han m antenido siempre estas dos form as o elementos fundamentales
de la celebración cristiana. N o vamos a hacer aquí la historia de este
asunto. Pero sí será de interés notar los cam bios m ás im portantes que
se han dado con el paso del tiempo.
A nte todo, com o podrem os ver m ás adelante, a lo largo de la edad
media, los sacram entos se fueron convirtiendo, cada vez más y más,
en ritos com únm ente aceptados y obligatorios de la «religión oficial».
Por o tra parte, la separación de la predicación homilética del contexto
de la celebración eucaristica se fue acentuando progresivamente. De
ahí, la m undanización de la proclam ación de la palabra de Dios, que
se fue desplazando al cam po de la retórica en la form a del sermón,
cosa que se puso de manifiesto y dejó su huella en la misma arquitec­
tu ra de los tem plos con la aparición del pùlpito, separado ya del altar
eucaristico y elevado com o cátedra sobre la cabeza de los fieles23.
O tro paso im portante, y por desgracia tam bién para mal, se da
con m otivo de la reform a protestante. Los protestantes, en efecto,
destacaron de tal m anera el ministerio de la palabra, que de m anera
casi inevitable se provocó la reacción contraria entre los católicos. Por
eso, el canon prim ero de la sesión X X III de T rento define el sacerdo­
cio como potestad de ofrecer el sacrificio eucaristico y de perdonar
20. Cf. J. Q uasten, Patrología I, M adrid 1968, 196-197.
21. Clemente de Alejandría, Pedag. I, 6, 26; CGS 1, 2, 105, 20-23; T ertuliano, De
bapt. 13, CSEL 20, 212, 28-29; C ipriano, Epist. LXII1, 9, CSEL 3, 707, 22; M etodio,
Sym p. VIII, 9, CGS 91,12-15; Oráculos Sibilinos V III, 272 s, CGS 158-159; cf. el excelente
estudio de K. Delahaye, Ecclesia mater chez Ies péres des trois premieres siécles, Paris
1964, 246-251.
22. Clemente de A lejandría, Strom . V, 10, 66, CGS 2, 370, 20; Orígenes, In M at. 85,
CGS 40, 196, 19-197, 6; In Joan. X, 102, CGS 10, 188; De orat. XXVII, 5, CGS 3, 366,115; Horn, in Gen. I, 17, CGS 30, 22; Horn, in Ex. VII, 5, CGS 30, 212; Horn, in Lev. IV,10,
CGS 30, 331, 7-9; In Cant. Il, CGS 33, 167, 28-29; Horn, in Is. Ill, 3, CGS 33, 256, 28-30;
Hum. in Ez. XIV, CGS 33, 453, 13-15.
23. Cf. J. A. Jungm ann, E l sacrificio de la misa, M adrid 1953, 582.
Celebración: palabra y sacramento
123
sacram entalm ente los pecados, por m ás que el sacerdote no predique
la p a la b ra 24. Por supuesto, el concilio de T rento consideró el ministe­
rio de la predicación com o m inisterio propio del sacerdote25. Pero el
hecho es que, al destacar en el canon definitorio solamente el aspecto
sacram ental, se dio pie p ara que en lo sucesivo el ministerio de la
palabra se viera desplazado, con dem asiada frecuencia, del contexto
de la celebración cristiana. Por otra parte, aunque Trento no prohibió
la lectura de la Biblia (¡hasta ahí podríam os llegar!), sin embargo sus
decisiones sobre la traducción, interpretación y edición de los libros
sagrados m otivó las exageraciones que más tarde vinieron26. Por
ejemplo, el papa Clemente X I, en 1713, condenó una propuesta de
Quesnel en la que se decía que es útil y necesario estudiar y conocer el
espíritu, la piedad y los misterios de la E scritura27; o tam bién otra
propuesta en la que el mismo autor defendía que la lectura de la Biblia
es p ara todo el m u n d o 28. Y es im portante tener presente que estas
doctrinas fueron condenadas por el papa como «escandalosas, perni­
ciosas, temerarias, injuriosas p ara la iglesia, sospechosas de herejía y
erróneas»29. Las advertencias sobre los peligros (¡?) que puede llevar
consigo la lectura de la Biblia se han repetido en tiempos más
recientes, por ejemplo en la carta M agno acerbo, firmada por Pío VII
en 1816-w.
Por último, es im portante recordar que, durante nuestro siglo, el
m ovimiento litúrgico y los estudios bíblicos han hecho posible un
retorno a la inspiración original de la iglesia. El concilio Vaticano II
en diversos docum entos, ha insistido de m anera elocuente sobre la
vinculación que siempre debe tener, en la celebración cristiana, la
predicación de la palabra y la recepción del sacram ento31. También
en este punto, el reciente concilio ha venido a entroncar con la más
pura tradición de la iglesia. Y tam bién aquí nos volvemos a encontrar
con el dato fundam ental p ara la comprensión del culto cristiano: los
elementos esenciales de la celebración son la palabra y el sacramento.
; i
y
i
24.
25.
Tremo,
26.
27.
studere
28.
29.
30.
31.
Ve! eos qui non praedicant prorsus non esse sacerdotes: anathema sit: DS 1771.
Cf. E. R oyón, Sacerdocio: ¿culto o ministerio? Una reinterpretación del concilio de
M adrid 1976, 414.
Cf. DS 1506, 1507, 1508.
Utile et necessarium est omni tempore, omni loco et omni personarum generi,
et cognoscere spiritum¿ pietatem et mysteria sacrae Scripturare: DS 2479.
Lectio sacrae Scripturae est pro omnibus: DS 2480.
DS 2502.
DS 2710-2711.
Cf, LG 26; DV 21; SC 6.48; PO 2; AG 5.15.
124
4.
E l culto cristiano: mensaje y celebración
Palabra y mensaje
Si los elementos esenciales de la celebración son la palabra y el
sacram ento, eso quiere decir que la celebración cristiana tiene una
estructura dialogal: D ios habla, se com unica y se dirige al hombre,
interpela a la com unidad; y com o respuesta, el creyente, la com unidad
reunida, celebra el sacram ento. Es decir, el sacram ento presupone la
interpelación de la palabra y es respuesta a esa palabra. El sacram en­
to, por consiguiente, no es un rito autónom o, una especie de gesto
mímico, que sería siempre el mismo, siempre idéntico, sea cual sea la
palabra que le preceda. Si así fuera, estaríam os ante la acción insensa­
ta del individuo que siempre responde lo mismo, sea cual sea la
palabra que se le dirige. P or lo tanto, el sácram ento está esencialmen­
te condicionado por la palabra, determ inado por ella, orientado
siempre com o respuesta al contenido de esa palabra. D e lo cual se
sigue una consecuencia fundam ental p ara toda la teología de los
sacram entos, a saber: no podem os com prender, ni vivir, ni practicar
un sacram ento si previam ente no com prendem os e integram os en
nosotros lo que nos dice la palabra de D ios y lo que esa palabra nos
exige.
A hora bien, cuando los autores del nuevo testam ento nos dicen
que los apóstoles predicaban la palabra o que la iglesia se dedicaba a
la tarea de la palabra, en realidad, ¿qué es lo que nos quieren decir? ¿A
qué se refiere eso y qué consecuencias se derivan de ello?
En las lenguas m odernas, al menos en las de occidente, la «pala­
bra», en cuanto conjunto de sonidos, tiene una función casi exclusiva
de p o rtad o ra de significado32. Decir una palabra es expresar una
idea. Eso, y nada m ás que eso, es lo que representa la «palabra» para
nosotros hoy. A hora bien, esta m anera de entender la palabra en
nuestro ám bito cultural es, sin d uda alguna, el m ayor im pedimento
que hoy tenem os nosotros p ara hacernos una idea cabal de lo que es
en verdad la palabra de Dios.
En las antiguas culturas, concretam ente en los pueblos de oriente,
la palab ra tenía una significación y una función muy diferentes.
Concretam ente, la palabra, tanto entre los antiguos pueblos orienta­
les com o entre los primitivos, no es sólo la expresión de un pensa­
m iento o de un deseo, sino un objeto concreto, que existe realmente,
es eficaz y está cargado de la fuerza del alm a que la h a pronunciado.
En las lenguas semíticas, pensar y hablar se designan con idéntico
térm ino ( ’a m a r )i i .
32.
33.
Cf. G. von R ad, Teología del antiguo testamento II, Salam anca 4I980, 109.
H. H aag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1970, 1406-1407.
Palabra y mensaje
125
D e ahí que en hebreo, el térm ino dabar significa «palabra» o «lo
expresado por la palabra»: la cosa. La razón de ser de esta m anera de
entender la función de la palabra, que a nosotros nos resulta tan
desacostum brada y tan extraña, está en que el hom bre situado en el
grado m ítico de los pueblos prim itivos percibía el m undo que le
rodeaba com o una totalidad. N o separaba lo espiritual y lo material;
para él, lo uno está dentro de lo otro, y, por consiguiente, no puede
tam poco distinguir con propiedad entre palabra y cosa, entre lo
representado y lo real. Lo característico es, por tanto, esa peculiar
falta de diferenciación entre lo ideal y lo real, o entre palabra y cosa,
como si se concentraran en un solo plano del se r34.
D e lo dicho se sigue que, en el lenguaje bíblico, hablar de la
palabra es hablar de un contenido, es decir, es hablar de un mensaje,
el mensaje que contiene la palabra. Este aspecto es decisivo para
com prender lo que representa la palabra de Dios. Porque el hecho es
que, en la enseñanza de los autores bíblicos, la palabra de Dios tiene
una fuerza incontenible, p ara arrancar y derribar, construir y plantar
(Jer 1, 9 s; 5, 14; 23, 29); por eso, la palabra del profeta es como un
fuego, com o un m artillo que destroza las rocas. M ientras Ezequiel
dirigía sus palabras inspiradas contra Peletías, éste cayó m uerto (Ez
11, 13)35. Precisam ente a causa de este poder de la palabra, los
profetas eran tem idos y hasta odiados. Porque la palabra de Dios no
queda incum plida (cf. Is 44, 26), y es palabra que m ata (cf. Os 6, 5),
com o una espada (cf. Is 49, 2), una palabra que no vuelve vacía
porque siempre produce su fruto (cf. Is 55, 10-11). En el libro de la
Sabiduría se presenta la descripción poética más bella de la fuerza que
posee la palabra de Dios, aquí ya personificada, con lo que se prepara
la profunda revelación de lo que es la palabra en el nuevo testamento:
Mientras el silencio profundo abrazaba todas las cosas, y la noche
había llegado a la mitad de su carrera, tu omnipotente palabra bajó
desde el cielo, desde el trono real, como guerrero valiente en la tierra
consagrada a la devastación, llevando como espada aguda tu inmuta­
ble mandato, se detuvo, y llenó todo con la muerte; estaba en contacto
con el cielo mientras andaba sobre la tierra (Sab 18, 14-16).
A partir de este planteam iento fundam ental de la palabra, se
com prende su fuerza y su valor en la revelación del nuevo testamento:
«La palabra de D ios es viva, eficaz y m ás tajante que una espada de
dos filos» (Heb 4, 12; cf. E f 6, 17). De ahí que en el nuevo testam ento
se presenta con frecuencia la palabra dotada de una energía, como
34.
35.
G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, 110.
Ibid., 122.
,
126
E l culto cristiano: mensaje y celebración
una fuerza y u n a gracia en sí misma: es una palabra de vida, de
gracia, de reconciliación; es semilla que tiene vida y virtualidad en sí
misma (cf. Flp 2, 16; Hech 20, 32; 2 C or 5, 19; Le 8, 11). Por esto se
com prende que la teología de la palabra h a sido objeto de amplios
estudios, d urante las últim as décadas, tan to entre los teólogos protes­
tantes com o por parte de los católicos36.
Pero, llegados a este punto, hay que hacerse una pregunta funda­
mental: ¿por qué la palabra tiene, según el nuevo testam ento, esta
fuerza y estas virtualidades? Evidentemente no se puede trata r de una
especie de fuerza mágica, com o si la palabra tuviera una determ inada
energía por sí misma, independientem ente de su contenido y sea cual
sea el mensaje que transm ite. Esto se ve claram ente en la severa
advertencia que Pablo hace a los cristianos de Galacia:
Pues mirad, incluso si nosotros mismos o un ángel bajado del cielo os
anunciara una buena noticia distinta de la que os hemos anunciado,
¡fuera con él! Lo que os tenía dicho os lo repito ahora: si alguien os
anuncia una buena noticia distinta de la que recibisteis, ¡fuera con él!
( G á l 1, 8-9).
El «evangelio» no es una palabra d o tad a de fuerza y verdad por sí
misma, independientem ente de su contenido. La autenticidad del
«evangelio» se mide por la autenticidad de su contenido. Es decir, lo
decisivo no es la palabra por sí misma, sino el contenido que transm i­
te esa palabra. Dicho de otra m anera, la palabra puede ser falsificada.
Lo determ inante en ella es el mensaje que com unica, porque como ya
hemos indicado, la palabra y su contenido se concentran en el mismo
plano del ser.
Según esto, ¿en qué está la fuerza de la palabra que anuncian los
apóstoles del nuevo testam ento? Los textos que hablan de la «pala­
bra» en el nuevo testam ento establecen una conexión directa entre esa
palabra y la buena noticia: la palabra que se anuncia y se proclam a es
la buena noticia que se refiere a Jesús (Hech 8, 4.12-14.25; 10, 36; 11,
19-20; 13, 5; 15, 7.25-36; 17, 13; 2 C or 4, 2-3; E f 1, 13; 6, 15-19; Flp 1,
12-16; Col 1, 5.23-25; 2, 8-9). P or la tradición sinóptica sabemos que
se trata de la buena noticia del reinado de D ios (M e 1, 15; M t 13, 19;
Le 4, 43). Es la palabra que acarrea la persecución (M t 13, 21),
tribulación (Me 4, 17), que es incom patible con la seducción de las
36.
Cf. el excelente boletín sobre este asunto elaborado por Z. Alszeghy-M. Flick, II
problema teologico della predicazione: Gregorianum 40 (1959) 672 s; cf. tam bién los
volúmenes en colaboración: Parole de Dieu et liturgie, Paris 1958; La parole de Dieu en
Jesus-Christ, Paris 1961; y tam bién C. Davis, The theology o f preaching: The Clergy
Review 45 (1960) 524-545.
Mensaje y conversión
127
riquezas (M t 13, 22), p alab ra que configura al grupo o com unidad de
los seguidores de Jesús (Le 8, 21; 11, 28), que es la buena noticia para
los pobres (M t 11, 5; Le 4,18) y noticia tam bién de liberación para los
oprim idos (Le 4, 18). Precisamente por eso, porque es un mensaje de
alegría y de liberación p ara los pobres, los cautivos y los que sufren
(cf. M t 11,2-5), p o r eso exactam ente la palabra de la «buena noticia»
suscita el escándalo (M t 11, 6), es decir, se trata de una palabra
escandalosa p ara determ inadas personas; y es por eso tam bién por lo
que acarrea persecución, amenazas, cárceles y m uerte para los que la
proclam an (M t 10, 16-36 par). Pablo afirm a que la palabra que él
predica es «la palabra (el mensaje) de la cruz» ( o lògos o tou stauroü) ,
que resulta una locura y un escándalo (1 C or 1, 18; cf. 1, 23-24).
Por consiguiente, cuando decimos que la celebración cristiana
com porta, com o elemento esencial, el anuncio de la palabra, no
afirm am os simplemente que antes de adm inistrar un sacram ento se
debe pronunciar un discurso sobre la religión o sobre la Biblia. Lo
que afirm am os es m ucho m ás que eso: se tra ta de com unicar un
mensaje, que es buena noticia para unos, y m otivo de escándalo y
hasta de persecución y odio p ara otros. Sólo esa palabra es elemento
esencialmente constitutivo de la celebración cristiana. Lo cual quiere
decir que la celebración cristiana se realiza correctam ente, sólo cuan­
do los participantes se sienten interpelados de tal m anera, que en unos
se produce la alegría del que recibe una buena noticia, m ientras que
quizá en otros se suscitaba extrañeza y el escándalo del que escucha
algo que le resulta insoportable. U n a celebración, p or lo tanto, en la
que no se provoca ni alegría ni escándalo, sino el aburrim iento
consabido del que escucha el sermón rutinario de siempre, es una
celebración inautèntica, porque en ella no se comunica el mensaje.
D icho de o tra m anera, no basta que la palabra del celebrante sea una
palabra ortodoxa y verdadera; lo decisivo es que sea una palabra
significativa, que suscita reacciones seguram ente contrapuestas, por­
que los participantes se sienten concernidos, interpelados, como el
que se siente tocado por una espada de dos filos (Hech 4, 12; cf. E f 6,
17), que penetra hasta las fibras m ás íntim as del ser.
5.
M ensaje y conversión
Por lo que acabam os de decir, se com prende que los oyentes de la
palabra, es decir, los que escuchan el mensaje, no se pueden quedar
indiferentes ante semejante interpelación. P or eso, según aparece
repetidas veces en el nuevo testam ento, entre la palabra y el sacram en­
to hay un eslabón fundam ental: la conversión. Así, ya en la predica­
ción de Juan Bautista, el llam am iento a la conversión ocupa un
128
El culto cristiano: mensaje y celebración
puesto central, precisam ente en relación con el bautism o que adminis­
traba (M t 3, 2.8.11; M e 1, 4; Le 3, 3.8). Tam bién el mensaje de Jesús
no cesa de llam ar a los hom bres a la conversión (M t 4, 14; 11, 20-21;
12,41; M e 1, 15; 6,12; L c 5 , 32; 10,13; 11, 32; 13, 3.5; 15, 7.10; 16, 30;
17, 3-4; 24,47). Pero concretam ente es en el libro de los Hechos de los
apóstoles donde se ve con toda claridad esta relación entre la palabra
y el sacram ento m ediante la conversión. Asi, Pedro establece expresa­
mente esta relación al final de su discurso en el día de pentecostés
(Hech 2, 38). Lo mismo aparece en el discurso con motivo de la
curación del paralítico: Pedro exhorta a la conversión (Hech 3, 19) y
más adelante se dice que la com unidad de los creyentes llegó a unos
cinco mil (Hech 4, 4), lo que supone evidentemente que recibieron el
bautism o. El mismo Pedro vuelve a insistir en la conversión cuando
habla ante el consejo de los sum os sacerdotes, uniendo el tem a de la
conversión con la donación del Espíritu santo (Hech 5, 31-32), lo que
parece aludir tam bién al bautism o (cf. Hech 1, 5). L a relación entre
conversión y bautism o se pone tam bién de manifiesto cuando Pedro
inform a a la com unidad sobre la adm isión de los prim eros paganos en
la iglesia, es decir, cuando inform a de por qué ha bautizado a
Cornelio: «¡Así que tam bién a los paganos les ha concedido Dios la
conversión que lleva a la vida!» (Hech 11, 18). También en la
predicación de Pablo, el llamam iento a la conversión es central en su
mensaje (Hech 17, 30; 20, 21 ; 26,20); y aunque es verdad que en estos
textos no se habla del bautism o, queda bien claro que la respuesta al
mensaje es la conversión (cf. R om 2, 4-5). Por último, es im portante
destacar tam bién cóm o en H eb 6, 1-2 se relacionan íntim am ente la
conversión y el bautism o, precisamente com o puntos fundam entales
de la vida cristiana.
En todos los textos citados se utiliza el verbo metanoéo o el
sustantivo metánoia. Pero la conversión se expresa tam bién m ediante
el verbo epistréfein, que significa propiam ente «convertirse» y que es
utilizado sobre todo por Lucas (M t 13, 15; M e 4, 12; Le 1, 16; 22, 32;
Hech 3, 19; 9, 35; 11, 21; 14, 15; 15, 19; 26, 18.20; 28, 27). En las
epístolas, este verbo aparece tres veces (1 Tes 1, 9; G ál 4, 9; 1 Pe 2,
25). P or esta enumeración de textos, se ve claram ente que el tem a de
la conversión es uno de los artículos fundam entales de la catequesis
del prim itivo cristianism o37. La respuesta, por consiguiente, del hom ­
bre ante la interpelación del mensaje cristiano, es la conversión. Y
sólo a p artir de la conversión, se puede tener acceso al sacramento.
Pero, ¿en qué consiste esta conversión? Se trata, por supuesto, de
un cam bio radical de vida, que implica ab andonar el mal (Hech 8,22;
37. J. Behm, en TWNT IV, 998.
Mensaje y conversión
129
cf. 3, 26; H eb 6, 1; A p 2, 22; 9, 20; 16, 11) p ara volverse hacia Dios
(Hech 20,21 ; 26,20; A p 16, 9; cf. 1 Pe 2, 25)38. Pero no es sólo eso. La
conversión no consiste en la aceptación de un sistema abstracto de
verdades; ni es simplemente un cambio de conducta. El creyente se
convierte esencialmente hacia una persona: la conversión consiste en
orientar o dirigir la vida entera hacia el Señor Jesús39. Se trata, por
consiguiente, de un cam bio objetivo de conducta; y de un cambio
subjetivo que afecta no sólo a la m entalidad, sino a toda la interiori­
dad de la persona, que lleva consigo un cam bio radical en la concep­
ción de la v id a40. Convertirse es volverse, la persona entera, «hacia el
Señor» (Hech 9, 35.42). Es, por lo tanto, establecer una nueva y
decisiva relación personal en la vida, que transform a a toda la
persona: una visión de la vida, nuevos valores, una orientación y un
destino que llevan en la línea de lo que fue la orientación y el destino
de Jesús.
Pero hay algo más. L a conversión no es asunto de un instante, un
acto aislado que pasa y se termina; la conversión equivale a tom ar
una orientación nueva en ¡a vida, un cam ino distinto, abandonando el
propio cam ino (cf. Hech 14, 16) e iniciando así un largo itinerario de
esperanza que requiere la perseverancia (Hech 11, 23). El hom bre
convertido se integra así en la com unidad de la iglesia y ha de ajustar
su form a de vida al estilo y las costumbres de la com unidad41.
En resumen, podem os decir, que si los elementos esenciales de la
celebración cristiana son el anuncio del mensaje y la puesta en
práctica del sacram ento, el eslabón que une am bos elementos es la
conversión. Y aquí es de la m ayor im portancia destacar que este
eslabón no se h a de dar solamente una vez en la vida, cuando el sujeto
se convierte por prim era vez (lo que acontecería sólo en el caso del
bautism o de un adulto). C ada vez que se acoge la palabra que
presenta el mensaje, el creyente ha de responder con una actitud
renovada de conversión, es decir, de orientación nueva y renovada
hacia el Señor.
T odo esto nos viene a indicar que la celebración cristiana no es la
ejecución exacta de un ritual en el que se observan puntualm ente las
norm as establecidas. Lo esencial y determ inante de la celebración
cristiana es la experiencia que vive el creyente y la com unidad de los
creyentes. La experiencia que consiste en la aceptación del mensaje y
en la conversión que ello com porta.
38.
39.
40.
41.
Ibid., 999.
Cf. L. Cerfaux, Etudes sur les Actes des apotres, Paris 1967, 457.
Ibid., 432.
Ibid., 457.
132
E l culto cristiano: mensaje y celebración
Entonces Bernabé lo tomó (a Saulo), lo llevó a los apóstoles y les contó
cómo, en el camino, Saulo había visto al Señor, que le había hablado, y
con qué audacia había predicado en Damasco en nombre de Jesús.
Desde entonces él iba y venía con ellos en Jerusalén, predicando con
audacia en nombre del Señor (Hech 9, 27-28).
Llam a la atención que lo prim ero que hay que decir de Pablo es
que enseguida, apenas convertido a la fe, se pone a predicar con
parresía, es decir, con la audacia santa que acom paña siempre a la
palabra de Dios. P o r eso se com prende que, desde entonces, esta
seguridad será la nota que caracteriza la predicación de Pablo, incluso
a costa de persecuciones y sufrimientos indecibles. Los textos se
repiten insistentemente en este sentido: «Entonces Pablo y Bernabé
declararon con audacia: a vosotros había que anunciar ante todo la
palabra de Dios... nos dirigimos a los paganos» (Hech 13,46). Lo cual
les acarreó una persecución y la consiguiente expulsión (Hech 13, 50).
«Pablo y Bernabé prolongaron su estancia (en Iconio) llenos de
audacia en el Señor, que daba testim onio a la predicación...» (Hech
14,3). Lo mismo se dice de Apolo: «se puso a hablar con audacia en la
sinagoga» (Hech 18, 26). E igualmente de nuevo de Pablo: «se dirigió
a la sinagoga (en Efeso) y durante tres meses habló allí con audacia
(Hech 19, 8). Y conste que esta segundad, esta libertad y esta audacia
se ponen de manifiesto, no sólo ante las autoridades religiosas, sino
también frente a las autoridades civiles. Así, Pablo le habió al rey
A gripa «con toda audacia» (Hech 26, 26). Por último, el libro de los
Hechos se cierra con estas palabras: «Pablo permaneció dos años (en
Rom a)...; recibía a cuantos venían a hablarle, proclam ando el reinado
de Dios y enseñando lo que concierne al Señor Jesucristo con plena
libertad y sin obstáculo» (Hech 28, 30-31).
Pero no se trata sólo de las afirm aciones de Lucas en el libro de los
Hechos. Tam bién Pablo, en sus cartas, insiste en la misma actitud de
libertad y audacia com o característica de la predicación apostólica (2
C or 3, 12; 7, 4; E f 6, 19-20; 1 Tes 2, 2). Sin duda alguna, el texto más
significativo es el de 2 C or 3, 1-12 en donde Pablo form ula con
claridad el verdadero fundam ento de la audacia que acom paña a la
predicación de la palabra. En efecto, el texto se refiere prim ero a la
seguridad o confianza ante D ios (2 C or 3, 4); y de ahí pasa a la
afirmación de la audacia en la predicación: «Teniendo, pues, esta
esperanza, hablam os con toda audacia...» (2 C or 3, 12). La libertad y
la audacia en el anuncio del evangelio bro ta de la seguridad que el
predicador tiene en su experiencia personal ante Dios, porque en
definitiva el hom bre que se siente seguro en Dios, no teme hablar con
claridad, libertad y audacia ante los demás hombres.
El único culto aceptable
133
La consecuencia que se sigue de esta larga enumeración de textos
es bien clara: la predicación del mensaje cristiano supone un peligro y
una am enaza p ara el que anuncia la «buena noticia». Es decir, la
proclam ación del evangelio es una cosa que n o queda impune. Por eso
precisam ente se insiste tantas veces en que el ministerio apostólico va
acom pañado de libertad, seguridad y audacia. Y, por eso, la parresía
es la actitud m ás característica de los m inistros de la palabra de Dios.
Lo cual quiere decir que cuando la predicación del mensaje no supone
peligro alguno, hay que preguntarse seriam ente si lo que se anuncia es
el evangelio o es otra cosa. Porque anunciar el mensaje evangélico es
decir, en concreto y en cada situación, que los pobres y los desgracia­
dos tienen que dejar de serlo, que los últim os tienen que ser los
primeros, que los perseguidos tienen que dejar de verse m altratados,
que las relaciones humanas, a todos los niveles, tienen que cambiar
radicalmente. A hora bien, eso no se puede hacer impunemente en la
sociedad en que vivimos. Jesús dijo a sus discípulos, que al anunciar la
«buena noticia» del reinado de Dios, iban a ser perseguidos y se
verían acosados por la tentación del miedo (M t 10, 26-32 par). De ahí
que la audacia tenga que ser siempre característica indispensable de
toda predicación evangélica que pretenda ser auténtica.
7.
E l único culto aceptable
Después de lo dicho hasta este m om ento, se puede deducir, con
todo derecho, u n a consecuencia fundam ental: el único culto que se
puede considerar aceptable en la iglesia es aquél que respeta debida­
mente los dos elementos indispensables de la celebración, la palabra y
el sacram ento. Pero con tal de que esos dos elementos se respeten en
su verdadera significación. Lo cual quiere decir que, en la celebración
cristiana, los participantes se tienen que sentir interpelados y concer­
nidos por el mensaje de la «buena noticia», que resulta gozosa para
unos y con frecuencia escandalosa e insoportable para otros. Quiere
decir, además, que de esa m anera los participantes se sienten llamados
a la conversión cristiana. Y quiere decir, por último, que todo eso se
hace de tal m anera que la com unidad, y especialmente los ministros
de esa com unidad, tienen que echarle parresía al asunto, es decir,
tienen que hablar con libertad, con claridad y, sobre todo, con
verdadera audacia.
>
A hora bien, esto significa que el único culto aceptable en la iglesia
es aquél en el que se producen y se viven unas determ inadas experien­
cias: la experiencia de Dios que llama a un encuentro verdaderam ente
personal con Jesús; la experiencia de la alegría y el gozo ante la
134
EI culto cristiano: mensaje y celebración
«buena noticia» del reino; la experiencia de la conversión cristiana; y
la experiencia de la libertad y la audacia que son inherentes a la
proclam ación del mensaje de Jesús. Sólo cuando estas experiencias
son vividas, al menos de alguna m anera, podem os asegurar que se
celebra en la iglesia el culto que Dios quiere y como Dios quiere.
Es verdad que, al leer estas cosas, se puede tener la impresión de
que le estamos pidiendo demasiado al culto cristiano, es decir, estamos
exigiendo algo que norm alm ente no se da. Porque si todo eso se tiene
que producir cuando celebram os el culto, ¿no estam os pidiendo algo
realm ente imposible? Si todo eso tiene que ser de esa m anera, ¿cuándo
vam os a poder celebrar el verdadero culto cristiano? Estas preguntas,
no cabe duda, tienen su razón de ser. Pero tam bién tiene su razón de
ser lo que nos dice el nuevo testam ento. Y por el análisis que hemos
hecho, parece bastante claro que, efectivamente, según los autores del
nuevo testam ento la celebración del sacram ento presupone el anuncio
de la palabra. Pero ese anuncio, como hemos podido ver ampliamen­
te, com porta la proclam ación del mensaje, el llamamiento a la conver­
sión, la experiencia de tal conversión y la consiguiente audacia en la
com unidad y en los m inistros del evangelio.
Esto supuesto, lo que será necesario plantearse, con toda honesti­
dad, es si no hemos desem bocado en la iglesia en una situación de
rutina y ritualism o, en la que se defiende a toda costa la exactitud de
los ritos, pero se descuida de m anera asom brosa e intolerable la
coherencia de las experiencias auténticam ente cristianas que no pue­
den faltar en el culto de la com unidad creyente. Es indudable que de
esta m anera tendríam os que renunciar a m uchas de nuestras liturgias.
Es indudable tam bién que, de acuerdo con lo dicho, el culto cristiano
tendría que ser p ara menos gente de la que actualm ente participa en
nuestras funciones religiosas m asivas y a veces m ultitudinarias. Pero,
siendo sinceros, ¿dónde está dicho p o r D ios que el culto cristiano
tenga que ser p ara todo el m undo? ¿dónde está revelado que nuestras
celebraciones deban ser servicios religiosos abiertos a todo el que
llega? ¿con qué derecho la iglesia se perm ite la libertad de organizar
servicios religiosos en los que apenas hay un mínimo de experiencia
auténticam ente cristiana o incluso m uchas veces tal experiencia brilla
por su ausencia?
Es indudable que m ientras la iglesia no responda adecuadam ente
a estas cuestiones, el culto seguirá siendo asunto de m ucha gente, pero
se tratará, sin duda, de un culto del que h ab rá que preguntarse si es el
culto que D ios acepta. Es m ás, podem os estar seguros de que un culto
así, no es el culto que Dios quiere.
E l único culto coherente
8.
135
E l único cu lto co h eren te
El culto cristiano es coherente sólo cuando está plenam ente de
acuerdo con lo que, de hecho, fue el acontecim iento de Jesús Mesías.
A h o ra bien, el acontecimf ^íto de Jesús Mesías com porta una interpe­
lación de Dios a los hom ares; y una respuesta de los hom bres a Dios.
En efecto, el acontecim iento de Cristo empieza por la misión del Hijo,
enviado por el Padre al m undo y a nuestra historia, para la salvación
y la liberación integral de los hom bres. En este primer m om ento o
movim iento de descenso, Jesús el Mesías es la palabra de Dios, el
proyecto de Dios, que viene a los hom bres, p ara interpelarlos y para
decir a cada hijo de esta tierra lo que D ios quiere que sea nuestra
sociedad y nuestro destino. Pero a este m ovim iento de descenso, que
pone en com unicación el proyecto de D ios con el m undo, responde,
en el sacrificio, en la pasión y en la muerte, un segundo movimiento, el
m ovimiento de retorno, en el que el mismo Cristo lleva hasta el Padre
de todos los hom bres la respuesta de la hum anidad a Dios. En la
encarnación, el Hijo es la palabra de D ios dirigida a los hombres; en el
sacrificio, Jesús es la respuesta de los hom bres a Dios. Por consiguien­
te, el acontecim iento de la salvación y la liberación se realiza en un
diálogo, cuya prim era fase está constituida por el descenso m ediador
del Hijo com o palabra del Padre dirigida a los hombres; y cuya
segunda fase está constituida por el retorno de Jesús Mesías, en su
muerte, hacia el Padre.
P or o tra parte, la teología contem poránea, sobre todo a partir del
concilio V aticano II, nos ha enseñado que la iglesia es el sacramento
fundam ental que hace presente, a lo largo de la historia, este aconteci­
m iento salvador y liberador de Jesús M esías44. A hora bien, esto
quiere decir, entre otras cosas, que el único culto coherente que la
iglesia puede celebrar en el m undo es aquél que consiste en la puesta
en acto del diálogo que acabamos de ver, es decir, según el esquema de
interpelación y respuesta que se dio en el acontecimiento de Jesús
Mesías. C elebrar el culto cristiano, por consiguiente, no es practicar
ritos y ceremonias sagradas que por sí mismos y de una m anera casi
autom ática santifican a la gente. Celebrar el culto cristiano es hacer
actual y presente, en cada situación concreta, el diálogo de D ios con
los hombres: el diálogo que interpela a los hom bres en Jesús y que
encuentra su respuesta en lo que fue la vida y la muerte del mismo
44.
Cf. p ara este punto, O. Semmelroth, La iglesia como sacramento de salvación, en
M ysterium Salutìs IV /1, 321-370, con bibliografía selecta en 370.
136
El culto cristiano: mensaje y celebración
Jesús45. Porque, en últim a instancia, celebrar el culto cristiano no es
ni más ni menos que hacer presente y actual el acontecimiento de
C risto liberador de los hombres: C risto en cuanto palabra decisiva
que interpela; y Cristo en cuanto que él es también la única respuesta
que la hum anidad puede dar p a ra encontrar salida y solución.
A hora bien, después de lo que acabam os de indicar, podem os ya
deducir una consecuencia de gran envergadura, a saber: el culto
cristiano sólo es coherente cuando en él se respeta la perfecta coheren­
cia entre la palabra que se predica y el sacram ento que se administra.
Y esto es así porque, en definitiva, tanto en la palabra como en el
sacram ento, se trata del mismo C risto que se hace presente y actúa en
la com unidad. Por lo tanto, tenemos que m eternos en la cabeza, de
una vez po r todas, que la iglesia no tiene derecho a celebrar el culto de
tal m anera que, en la práctica, ese culto no resulte coherente en el
sentido explicado.
Esto es lo que debería suceder en la iglesia. Pero, en realidad, ¿qué
es lo que se hace? Todos sabemos de sobra que, con dem asiada
frecuencia, la celebración de los sacram entos consiste en una serie de
servicios religiosos que la iglesia pone a disposición del público
practicante en m ateria religiosa. Es decir, los sacram entos son, de
hecho, servicios religiosos a los que tienen acceso los ciudadanos, sea
cual sea su actitud frente al mensaje de Jesús, estén o no estén de
acuerdo en su vida con ese mensaje y con sus exigencias. Es más, no
sólo se tra ta de cerem onias abiertas a todos, sino incluso obligatorias
para todos y a las que gran parte de la población se siente obligada,
bien sea por motivaciones religiosas, bien sea por la fuerza de la
costum bre, el convencionalismo social o simplemente el interés a
causa de otros motivos. Piénsese en los bautizos, en las primeras
com uniones o en las bodas. Pero, en la práctica, ¿qué es lo que resulta
de este estado de cosas? Pues muy sencillo: que el sacram ento no es, en
una cantidad abrum adora de casos, la respuesta de los hom bres a las
exigencias de la fe cristiana y a la interpelación del mensaje de Jesús; el
sacram ento, en dem asiadas ocasiones, es o tra cosa, que bien puede ser
un acto im puesto por la costum bre, una reunión de carácter social o
un rito m ás o menos inexpresivo. Es verdad que los sacerdotes
aseguran que en el sacram ento actúa la virtualidad intrínseca del rito ex
opere operato. Pero la p u ra verdad es que la gente suele vivir esas cere­
monias, al m enos en muchos casos, com o actos sociales, como meras
costum bres o como rituales extraños que no acaba de comprender. >
45,
Cf. O. Semmelroth, L e sens des sacrements, París 1963, 32-40; J. M. Castillo,
Necesidad de una pastora! de sacramentos que no obstaculice a la evangelización: Sal Terrae
64 (1974) 712-723.
E l fracaso de la iglesia
137
D e esta m anera se ha venido a desem bocar en la situación
siguiente: por u n a parte, se predica el mensaje cristiano, para que los
fieles com prendan y acepten las exigencias de la fe, porque se parte del
supuesto de que no todos los hom bres han com prendido y han
aceptado esas exigencias; pero, por otra parte, se adm inistran los
sacram entos a toda clase de personas, com o si todos vivieran en la
perfecta com prensión y aceptación del evangelio. O sea, que vivimos
en u n a contradicción patente: la contradicción entre las exigencias
que presenta la predicación y la carencia de exigencias que ofrece la
celebración sacram ental. D e donde resulta una incoherencia sorpren­
dente entre la predicación de la palabra, por un lado, y la celebración
del sacramento, por otro. Porque m ientras que la predicación se ha
orientado en el sentido de una responsabilidad creciente ante las
exigencias de la fe en el m undo, la celebración sacramental permanece
prácticam ente anclada en lo que siempre ha sido, un rito religioso
puesto a disposición del público, p ara que lo reciba el prim ero que lo
pida, sin apenas exigirle o tra cosa que su presunta buena voluntad y
aun cuando nos conste que en su m anera de vivir está contradiciendo
lo que acabam os de decir en nuestra predicación o nuestra explicación
del evangelio. Sencillamente, la predicación va por un camino y el
sacram ento por otro. La predicación va p o r el camino de la exigencia
evangélica, social y política, m ientras que el sacram ento va por el
cam ino de la tolerancia, la connivencia y hasta la «legitimación» de
quienes con su vida niegan y reniegan lo que la palabra evangélica
está diciendo a todas horas. P or eso hay predicaciones com prom eti­
das con el mensaje liberador de Jesús. Pero, ¿dónde se adm inistra o se
celebra un sacram ento com prom etido con ese mensaje? ¿tiene incluso
sentido hablar de un bautizo com prom etido, una boda com prom etida
o una prim era com unión que es verdadero com prom iso con el evan­
gelio? ¿no resulta todo este lenguaje verdaderam ente ridículo o inclu­
so irrisorio?
9.
E l fracaso de la iglesia
Son muchos los sacerdotes que experim entan un verdadero to r­
m ento cuando se trata de la adm inistración de los sacramentos.
Porque ellos se dan cuenta, m ejor que nadie, que es casi incontable el
núm ero de personas que reciben esos sacram entos sin apenas com ­
prender lo que reciben y sin que eso signifique compromiso alguno
para sus vidas. P or o tra parte, apenas hay diócesis o parroquias en
donde no se hayan pregi; jtado, el obispo y los sacerdotes, una y mil
veces, qué es lo que habría que hacer para revitalizar la actividad
138
E l culto cristiano: mensaje y celebración
pastoral de la iglesia. Se organizan cursillos, conferencias, reuniones.
En algunos casos incluso se dan consignas y hasta se hacen proclam a­
ciones pastorales de toda índole. Pero, a la corta o a la larga, se
desem boca en una cierta sensación de fracaso y frustración. Porque, a
fin de cuentas, los bautism os se siguen adm inistrando como siempre;
y otro tan to pasa con las bodas, las prim eras comuniones, las confir­
m aciones, etc., etc. Y m ientras tanto, grandes sectores de la población
se alejan cada vez m ás de la iglesia; y los que acuden a ella, lo que
suelen pedir m uchas veces es que no moleste dem asiado con su
predicación y que siga adm inistrando los sacram entos como toda la
vida se hizo.
Así las cosas, la pregunta que habría que hacerse es la siguiente:
¿puede la iglesia anunciar eficazmente el evangelio en estas condicio­
nes? Dicho más claram ente, ¿puede la iglesia evangelizar a la gente
cuando, en la práctica, pone la evangelización sólo en la predicación
de la palabra, sin tener debidam ente en cuenta la m anera concreta y
práctica de celebrar los sacram entos? ¿puede, por lo tanto, evangeli­
zar cuando la predicación de la palabra va por un camino, m ientras
que la adm inistración del sacram ento va por otro?
N o nos engañemos. La iglesia no puede evangelizar a los hom bres
como D ios m anda m ientras las cosas sigan com o están. Y ello por tres
razones que se com prenden sin dem asiado esfuerzo.
En prim er lugar, p o r la razón teológica fundam ental que ya se ha
indicado, a saber: la necesaria unión y coherencia que tiene que darse
entre la palab ra que se predica y el sacram ento que se celebra. Porque
«palabra» y «sacram ento» son los dos m om entos fundam entales del
único acontecim iento de Jesús Mesías salvador y liberador de los
hombres. A hora bien, los hom bres no podem os dividir a Cristo. Pero
el hecho trágico es que la iglesia lo está dividiendo en su m anera
concreta de actuar en la actividad pastoral. Lo está dividiendo en
cuanto que la palabra de la predicación apunta a unas exigencias que
luego el sacram ento ignora. Lo que es tan to com o decir que de esa
m anera el acontecim iento de Cristo no se actualiza debidam ente ante
los hom bres.
En segundo lugar, porque en este estado de cosas la iglesia se
contradice. Por una razón m uy sencilla: lo que la iglesia dice con la
p alabra predicada lo contradice con el sacram ento celebrado. De
donde resulta que m ientras p o r un lado está intentando form ar la
conciencia de la gente (m ediante la predicación y la instrucción
religiosa), p o r otro lado está deform ando la experiencia religiosa de
esa misma gente (m ediante la práctica religiosa establecida). En la
vida son im portantes las palabras; pero son más im portantes los
hechos. Si lo que se dice va por u n lado y lo que se experimenta va por
,·ϊ
vy
i
El fracaso de la iglesia
139
otro, la gente term ina por no tom ar en serio lo que se dice. A hora
bien, esto es lo que desgraciadam ente está ocurriendo: por una parte,
decimos y no nos cansam os de repetir que hay que vivir de acuerdo
con el evangelio, pero, por otra parte y al mismo tiempo, adm itim os a
la celebración sacram ental a quienes viven de espaldas al evangelio;
por una parte, pronunciam os palabras com prom etidas con el mensaje
de Jesús y adoptam os incluso posturas m uy com prom etidas con ese
mensaje (en el mejor de los casos), pero, a renglón seguido de esas
palabras, celebramos los sacram entos de m anera que ni tiene sentido
hablar de un sacram ento com prom etido. Decididamente, lo que se
evangeliza con la palab ra se desautoriza con el sacramento. D e donde
resulta, en dem asiados casos, que la gente no tom a en serio lo que el
clero dice en sus predicaciones.
En tercer lugar, existe en todo este problem a una razón de orden
sociológico que es de la m ayor im portancia. E sta razón se refiere al
hecho de que en nuestra sociedad —p o r m ás que se empeñen en decir
lo contrario los aficionados a la «secularización»— la gente sigue
siendo religiosa, seguram ente m ás religiosa de lo que algunos se
imaginan. Y la prueba está en el aprecio que tantas personas siguen
haciendo de bodas, bautizos, entierros y procesiones. Por supuesto
que todo eso tiene que ver m ucho con lo mágico. Pero el hecho está
ahí. A hora bien, si el hecho religioso sigue jugando un papel tan
im portante en la vida del pueblo, es evidente que ese hecho juega una
carta decisiva en el proceso de la evangelización. Para bien o para
mal. Pero la p u ra verdad es que ese hecho está ahí, desempeñando su
papel decisivo.
Pero, ¿qué pasa en la práctica y en la generalidad de los casos?
Pues m uy sencillo: que a la religiosidad popular se le ha dejado crecer
por sí sola, a merced del capricho popular y a merced tam bién de los
intereses de los poderosos. N o se trata aquí, desde luego, de dar un
juicio sobre el complejo problem a de lo que llamamos «religiosidad
p opular»46. Se tra ta sólo de caer en la cuenta que la práctica religiosa
ha quedado a merced del capricho popular, porque no se ha exigido
en cada m om ento y en cada circunstancia que esa práctica sea
coherente con el evangelio y responda a las dem andas de la predica­
ción de Jesús. P or o tra parte, la práctica religiosa ha quedado tam bién
a merced de los intereses de los poderosos, porque los que detentan el
46.
Cf. p ara una inform ación bibliográfica com pleta sobre este asunto, R. BrionesP. C astón, Repertorio bibliográfico para un estudio del tema de la religiosidad popular:
Com m unio 10 (1977) 1-38; cf. tam bién el excelente informe Iglesia y religiosidad popular
en América latina: Medellin 3 (1977) 269-297; sobre los docum entos del magisterio acerca
de este punto, cf. M. A rias, La religión del pueblo. Documentos del magisterio: Medellin 3
(1977) 328-350.
)
140
E l culto cristiano: mensaje y celebración
poder y el prestigio en la sociedad han com prendido muy bien que
necesitan de la «religión establecida» com o principio de «legitima­
ción» ante el pueblo, pero con tal que sea una religión en la que la
práctica religiosa no resulta exigente. A purando las cosas, se puede
incluso decir que los poderosos están dispuestos a tolerar que en la
sociedad haya.palabras eclesiásticas, m edianam ente exigentes; de la
práctica religiosa no se soportaría semejante exigencia, porque enton­
ces sonaría la hora de la verdad y no habría más remedio que
decantarse y definirse.
Lo verdaderam ente lam entable es que la iglesia, siguiendo con
una tradición de siglos de cristiandad, ha entrado en el juego; y se ha
dedicado a publicar docum entos magisteriales y a predicar homilías y
sermones más o m enos coherentes con el santo evangelio, pero ha
dejado la práctica religiosa a merced de lo que ha ido saliendo. A lo
sumo, se han negado los sacram entos a ciertos pecadores públicos en
muy contados casos, por ejemplo se ha negado la com unión a un
am ancebado o la sepultura eclesiástica a uno que se ahorcó, si es que
eso no com prom etía dem asiado al párroco en cuestión. Pero no se ha
sido consecuente y se h a llegado h asta el final en otros casos que de
verdad ponían a la institución eclesiástica en aprietos, por ejemplo en
los casos de enormes pecados en m ateria social y política.
La consecuencia que se sigue de todo lo dicho es que la iglesia
saldrá de sus fracasos actuales el día que esté dispuesta a organizarse
com o conjunto de com unidades sanas, en las que se proclam a el
mensaje de Jesús con audacia, se acoge en una verdadera experiencia
de conversión y se celebra en unos sacram entos que son auténtica
respuesta a las exigencias del evangelio. El día que la iglesia se decida
a hacer eso — por más que eso suponga una auténtica revolución
religiosa— la gente com prenderá que lo que se dice en la predicación
va en serio y que con el evangelio no se juega. Lo cual, por lo demás,
no sería optar por una iglesia de «puros» y «cátaros» (eterna tenta­
ción de neofariseísmo a la usanza del tiempo), sino que sería optar por
u n a iglesia que busca la justicia, el am or y la libertad, por más que no
alcance plenam ente esa justicia, ese am or y esa libertad mientras
peregrina por este m undo. Hace poco, Casiano Floristán ha escrito
acertadam ente lo que puede ser nuestra últim a conclusión:
N o es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil
descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que
no es posible creer sin celebrar adecuadamente la fe, ni celebrar los
sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo47.
47.
C. F loristán, La evangelización, tarea deI cristiano, M adrid 1978, 109; cf. la
bibliografía que presenta este autor en 109-110.
5
Rito, magia y sacramento
1.
El rito es lo que manda
Efectivamente, así es. En la iglesia católica se han organizado las
cosas de tal m anera que, en la práctica religiosa establecida, lo que
más se urge y se exige es la ejecución cabal y exacta de los rituales
oficialmente establecidos y prescritos por la autoridad competente.
Por supuesto, es frecuente que en la predicación eclesiástica se hagan
exhortaciones a vivir cristianam ente. Pero cuando se tra ta de admi­
nistrar un sacram ento, lo que se exige y lo que preocupa es la exacta
ejecución del rito.
Este com portam iento eclesiástico tiene su razón de ser, ante todo,
en la doctrina que, desde la edad media, vienen enseñando los
teólogos acerca de lo que es un sacram ento. En efecto, según la
enseñanza tradicional de la teología, lo verdaderam ente decisivo,
cuando se tra ta de adm inistrar un sacram ento, es que ese sacramento
sea válido, porque sólo i jtonces se puede aceptar como verdadero
sacram ento y signo eficaz Be la g racia1. Por o tra parte, para que en el
sacram ento se dé esa validez, se requiere la potestad debida y la
debida intención en la persona que lo administra; y además se
requiere tam bién que el sacram ento se adm inistre con la debida
«materia» (que en la eucaristía, el pan sea verdadero pan; en el
bautismo, el agua sea verdadera agua, etc.) y con la debida «forma»
(que se digan exactam ente las palabras que hay que pronunciar para
que el rito valga). «Si falta alguna de estas condiciones esenciales, el
1.
Cf. M, N icolau, Teología del signo sacramental, M adrid 1969, 223.
142
^
Rito, magìa y sacramento
sacramento es inválido» 2. Es más, ha sido también doctrina tradicio­
nal entre los teólogos que la esencia del sacram ento consiste en la
m ateria y la form a que lo constituyen com o tal sacram ento3. Es decir,
el rito o gesto sacram ental y las palabras que acom pañan a ese rito
son las partes intrínsecam ente constitutivas del signo sacram ental4.
P or consiguiente, según esta doctrina tradicional en teología, hay
verdadero sacram ento si el rito se ejecuta, en sus constitutivos esen­
ciales (m ateria y forma), exactam ente y como está determ inado por la
autoridad eclesiástica competente. Y no hay sacram ento si el rito no
se ejecuta con esa exactitud. Por eso, el Catecism o romano del concilio
de Trento afirm a que esos son los constitutivos, que pertenecen a la
naturaleza y a la sustancia de los sacram entos, y de los cuales cada
sacram ento se com pone necesariam erite5.
P or otra parte, el sacram ento, aparte de sus constitutivos esencia­
les (m ateria y forma), se debe adm inistrar según un determ inado
ceremonial de ritos taxativam ente determ inados y detallados. Tales
ritos son estrictam ente obligatorios, de tal m anera, que, según el
concilio de Trento, no se pueden om itir ni se pueden cambiar; y si se
om iten se comete un pecado6. A partir de este planteam iento, los
m oralistas se han encargado de precisar y delim itar, hasta el último
detalle, cuándo y cóm o se com etía pecado, si se om itía o se cam biaba
alguna cerem onia del ritual. Por ejemplo, los autores han enseñado,
durante m ucho tiempo, que en la celebración de la eucaristía, el
sacerdote estaba obligado bajo pecado m ortal a echar una gota de
agua en el cáliz antes de la consagración del vino; y no debían ser más
de ocho o diez g o ta s 7. Tam bién se consideraba pecado m ortal el decir
las palabras de la consagración en voz tan baja que el sacerdote no
pudiera oírse a sí m ism o8 o el adm inistrar la com unión sin roquete y
estola9. Es más, los m oralistas discutían si la mujer podía recibir la
2. Ibid., 224.
3. Cf. J. Puig de la Bellacasa, De sacramentis. Barcelona 1948, 14-20; Ch. Pesch,
Compendium theologiac dogmaticae IV, Freiburg 1922, 3-12; J. A. de A ldam a, Theoria
generalis sacramentorum, en Sacrae theologiae summa IV, M adrid 1956, 32-38.
4. «Res el verba sunt partes intrinsece constituentes signum sacramentale, sicut mate­
ria et form a»: J. A. de Aldam a, o. c., 37, que cita a Suárez, In 3, q. 60, disp. 2 s 1 s.
5. "Ilaec igiiur sunt partes, quae ad naturam et substantiam Sacramentorum pertinent,
et ex quibus unumquodque Sacramenlum necessario constituitur». Cat. Rom. II, 17, ed. P.
M artin H ernández, M adrid, 326.
6. «Si quis dixerit receptos et approbatos Ecclesiae catholicae ritus in sollemni sacra­
mentorum administra! ¡one ad/iiberi consuetos aut contemni, aut sine peccato a ministris pro
libito om ini, aut in novos alios per quemcumque eccìesiarum pastorem mutari posse: ana!,
sii»: Ses. VII, can. 13, DS 1613.
7. Cf. H. Noldin-A. Schmith, Summa theologiae moralis III, Barcelona 1945, 115.
8. Ibid., 224.
9. Cf. M. Zalba, Theologiae moralis summa III, M adrid 1958, 203.
E l rito es lo que manda
143
com unión durante el tiem po de la m enstruación, pero ya M. Zalba,
m uy poco antes del concilio V aticano II, pensaba que «parece» que
eso ya no era o b lig ato rio 10. Los ejemplos en este sentido se podrían
am ontonar indefinidamente. Pero no hace falta. Bastaría echar un
vistazo a los m anuales de teología m oral que han estado en vigor
h asta hace muy poco tiem po y que incluso aún son consultados por
bastantes sacerdotes. H asta estos límites se ha llegado en la minuciosi­
dad del ritualism o que había que observar en la administración de los
sacramentos.
Evidentemente, al insistir de tal m anera en la minuciosa observan­
cia de los ritos sacramentales y al fijar tan escrupulosamente las
condiciones p a ra la participación en ellos, los m oralistas actuaban
movidos por consideraciones de diversa índole. Por ejemplo, no cabe
d uda que al aconsejar a las mujeres que no se acercasen a la com unión
eucaristica durante la m enstruación o tam bién cuando aconsejaban a
los esposos que no comulgasen al día siguiente de haber tenido el
c o ito 11, en eso los teólogos denotaban una concepción de la sexuali­
d ad que hoy nos parece, con toda razón, sencillamente inadmisible.
Pero no cabe d uda que, adem ás de esas ideas extrañas acerca de la
sexualidad, lo que había en el fondo de aquellas teologías era una
m entalidad acentuadam ente mágica en la valoración e interpretación
de los ritos eclesiásticos. Lo que interesaba, ante todo, era que el rito
se observase con exactitud en todos sus detalles, procurando evitar
todo lo que pudiese m ancillarlo. M ás adelante, estudiaremos el origen
histórico y las raíces psicológicas de esta m anera de pensar. Por el
m om ento, será interesante advertir dos cosas. En primer lugar, que
esta m entalidad mágica no es asunto reciente en la iglesia; su historia
es larga y, por lo demás, pintoresca, por ejemplo durante la edad
m edia se llegó a pensar que quienes veían alzar la sagrada hostia, en
ese día no perderían la vista o no se m orirían de repente; en las
ciudades se dio el caso de que la gente corría de iglesia en iglesia para
ver el m ayor núm ero de veces posible alzar la hostia, y los excomulga­
dos, que tenían prohibido ver la elevación, se dedicaron a hacer
agujeros en los m uros de los templos, p ara no verse privados de los
efectos maravillosos que producía la sola contemplación de ese r ito 12.
La segunda advertencia que aquí interesa hacer —y esto es más
10. « Vacare iam videntur consilia abstinendi ab Eucharislia tempore menstruationis»:
Ibid., 195.
11. Cf. M. Z alba, o. c.. 195.
12. Cf. J. A. Jungm ann, El sacrificio de la misa, M adrid 1953, 171; E. D um outet, Le
désir de voir Phostie, Paris 1926, 67-69; P. Browe, Die Verehrung der Eucharistie im
M ittelalter, M ünchen 1933,56-61; A. Franz, Die M esse im deutschen Mittelalter. Beiträge
zur Geschichte der Liturgie und des religiösen Volkslebens, Freiburg 1902, 103.
R ito, magia y sacramento
144
im portante— es que esta m entalidad m ágica no h a pasado, sino que
p o r el contrario pervive en m uchas personas seguramente m ás de lo
que nos im aginamos. Evidentemente, las manifestaciones externas de
esa m entalidad varían con el paso del tiempo. Pero el hecho es que la
m entalidad persiste. P or ejemplo, cuando se trata de celebrar la
eucaristía, hay personas que concentran su m ayor atención e interés
en la exacta observancia del ritual y por eso se angustian si el
sacerdote omite una oración o u n a rúbrica, m ientras que parece no
im portarles dem asiado si los asistentes a la misa no viven la experien­
cia de com unión y de am or que es fundam ental en ese sacram ento. Y
no digamos nada de las devociones populares, por ejemplo cuando la
gente piensa que debe pasar físicamente la m ano por la peana de una
imagen m ilagrosa p ara conseguir el efecto saludable de su oración.
Pero prescindiendo de estas auténticas extravagancias, el hecho es
que, según la práctica establecida en la actualidad, los sacerdotes y los
fieles siguen pensando que, cuando se tra ta de adm inistrar un sacra­
m ento, lo decisivo es asegurar la validez. Y el sacram ento es válido si
se realiza ajustándose exactam ente al ritual, al menos en sus elemen­
tos esencialmente constitutivos, es decir, si se aplica la m ateria que
hay que aplicar, y si se pronuncian las palabras que en ese m om ento
se deben pronunciar. Dicho de otra m anera, lo que sigue im perando,
en las celebraciones sacramentales de la iglesia, es el rito. Porque se
tiene el convencim iento de que el rito, exactam ente practicado, com u­
nica por sí mismo la gracia salvadora.
2.
R ito y magia
U n rito es una acción sagrada a la que acom paña un mito. P or su
parte, un mito, en su acepción m ás elemental, es la palabra sagrada
que acom paña al ritual y lo explica13. Pero aquí se debe advertir que
la conexión entre el rito y el m ito es tan fuerte que, en realidad, el mito
es u n a parte del ritual y el ritual u n a parte del m ito 14. D e todas
m aneras, y no obstante esta concatenación entre el rito y el mito,
sabemos que históricam ente se ha dado la tendencia, en no pocas
religiones, a dar m ayor relieve al rito, a costa de la im portancia de la
significativi dad del m ito 15.
En los ritos se dan dos características que son de suma im portan­
cia a la hora de intentar com prender su influencia en la vida religiosa
13.
14.
15.
Cf. G. W idengren, Fenomenología de la religión, 135.
Cf. S. H. H ooke (ed.), The life giving m yth, London-N ew Y ork 1935, 276.
G. Widengren, Fenomenologia de la religión, 189.
Rito y magia
145
de la gente: 1) el conservadurism o del rito: el sentido de la acción
sagrada puede cam biar, la acción en cam bio sigue siendo la m ism a16.
D e ahí que un rito puede cam biar de una religión a otra sin cam biar
de form a. Porque la form a o expresión ritual tiende a petrificarse
hasta cristalizar en una acción fija, que no cambia, que siempre se
repite y que siempre es la misma y, por consiguiente, se ejecuta de la
misma m anera; 2) la estrecha relación que existe entre el rito y la
magia: es verdad que, cuando se trata de u n a acción externa, resulta
difícil decir con seguridad hasta qué punto la acción en cuanto tal
tiene un contenido puram ente mágico o es m ás bien simbólicoilustrativ o 17. Pero, en todo caso, está fuera de duda que existe una
conexión profunda entre los ritos y la experiencia mágica. Esto se
advierte, sobre todo, en los ritos defensivos, los llamados ritos apotropeicos, con los cuales uno intenta ap artar de sí o rechazar un
elemento o ser maligno o peligroso18.
P ara com prender la conexión tan íntim a que existe entre el rito y
la m agia, lo m ás ilustrativo será pensar por un m om ento en lo que
constituye la esencia misma de la magia. H asta hace algunos años, se
pensaba que la m agia era una especie de pseudociencia, una ciencia
primitiva, propia de los pueblos y de las culturas más atrasadas. Esta
interpretación de la magia, que ha sido am pliam ente defendida por J.
G. Frazer, explica la esencia de la m agia como una serie de conclusio­
nes basadas en premi? ,s falsas. C uando el hom bre primitivo descubre
por caminos em píricL/ que el sistema mágico no conduce necesaria­
m ente a los objetivos deseados, se ve forzado a adm itir la existencia de
poderes superiores que regulan el acontecer y de los que el hom bre
depende por completo. Entonces, pero sólo entonces, es cuando surge
la religión, que es así posterior a la m a g ia ly.
A ctualmente, las ideas de Frazer están prácticam ente superadas
entre los especialistas en la materia. Porque se ha dem ostrado que lo
característico de las acciones mágicas es sobre todo que están guiadas
por el sentimiento, no por la deducción de premisas racionales. Como
se ha dicho m uy bien, la acción m ágica representa una reacción
sentimental, que es tan fuerte que el hom bre sometido a ella quiere
hacer resaltar los límites de la acción que le vienen impuestos por el
espacio y el tiem p o 211. Esto explica ei que incluso en personas de una
16. Ibid., 190.
i
17. Ibid., 192.
18. Ibid., 195; F. Heiler, Erscheinungsformen und Wesen der Religion, Stuttgart
1961, 177-181.
19. Cf. G . W idengren,,o. c., 4-5; cf. J. G. Frazer, The golden bough 1, London 1955.
218 S.
;
20. G. W idengren, o. c., 5-6.
146
R ito, magia y sacramento
cultura altam ente racionalizada se den sentimientos y experiencias de
tipo estrictam ente mágico, como por ejemplo cuando se cree ciega­
mente en los efectos que pueden producir los hechizos y los conju­
ro s21. Y esto es así porque, según parece, el origen de la magia está en
el hecho de que el hom bre im ita lo que desea profundam ente22.
A hora bien, a partir de esta nueva com prensión de la magia, se
deducen dos consecuencias: 1) que la religión no es un estadio
posterior a la magia, sino que am bas subsisten conjuntam ente y, con
frecuencia, se ven m ezcladas en la misma persona, hasta el punto que
m uchas veces resulta extrem adam ente difícil el constatar si la actitud
de una persona es m ágica o religiosa; 2) que religión y m agia
subsisten una al lado de la o tra com o dos reacciones psíquicas
diam etralm ente opuestas: en la religión el hom bre percibe su depen­
dencia del poder superior o sobrenatural, m ientras que en la m agia el
hom bre piensa que él mismo es ese poder o que al m enos puede
co n tro larlo 23. Por lo demás, esta segunda consecuencia no se opone
en absoluto a la prim era, porque de sobra sabemos hasta qué punto el
hom bre es capaz de alim entar en sí mismo experiencias contrapuestas,
por ejemplo experiencias de dependencia y dom inación a un mismo
tiempo.
D e cuanto acabam os de decir se desprende una conclusión funda­
m ental, a saber: que existe una conexión muy profunda, no sólo entre
la m agia y la religión, sino m ás concretam ente entre la magia y los
ritos. Lo cual es perfectam ente comprensible. Por la sencilla razón de
que la religión se expresa m ediante determ inados rituales; y, por otra
parte, es característico de la m agia el hecho de que se lleva a la
práctica m ediante ciertos ceremoniales o ritos. Pero esto necesita una
explicación más detallada.
3.
L a estructura de la magia
El origen de la magia, ya lo hemos dicho, no radica en la razón,
sino en el sentimiento. Pero, ¿de qué tipo de sentimiento se trata? El
denom inador com ún en las acciones mágicas es el sentimiento de
deseo: se desea obtener algo que no se tiene; o escapar a un peligro
que am enaza. Pero com o el hom bre presiente que hay fuerzas supe­
riores que llegan a donde él no puede llegar m ediante las causas físicas
21. Cf. para todo este asunto, G. Widengren, Evolutionism and the problem o f the
origin o f religion, E thnos 1945, 77 s; Religionens ursprung, Stockholm 1963, 31 s.
22. S. G. F . Brandon, Diccionario de religiones comparadas II, M adrid 1975, 959.
23. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, 6-7; R. H. Lowie, Primitive
religion, London 1936, 147.
La estructura de la magia
147
naturales, por eso pone en práctica determ inados rituales a los que
atribuye un efecto saludable.
Aquí es im portante advertir que, cuando se trata de los com porta­
m ientos mágicos en relación con los com portam ientos religiosos, se
puede dar, en la experiencia total del hom bre, una disociación muy
profunda. P orque el origen de la m agia no está en la razón, sino en el
sentimiento. Lo cual quiere decir que una persona puede pensar con
su razón que practica tales ritos porque en ellos actúa la gracia de
Dios que se com unica m ediante el rito ( ex opere operato) , m ientras
que, al nivel del sentimiento, lo que de hecho funciona en esa persona
es una determ inada experiencia mágica. En tal caso, la religión y la
m agia se vienen a encontrar e incluso a confundir en la experiencia
total del individuo. Es m ás, a veces puede ocurrir que el discurso
racional de ese individuo no sea sino una form a de «ideología» que
sirve para ocultar la auténtica experiencia mágica, que es la que
determ ina los com portam ientos «religiosos» de la persona en cues­
tión.
Pero entonces, ¿cómo y cuándo se puede decir que existe un
com portam iento mágico propiam ente tal? Para responder a esta
pregunta, lo decisivo es tener en cuenta la estrecha relación que existe
entre los ritos y la magia. En efecto, com o se h a dicho muy bien, «los
ritos y la magia están estrecham ente unidos, y en ello va implícito el
principio del ex opere operato, es decir, que la eficacia de la acción
depende de que se ejecute conform e al ritual prescrito, que frecuente­
mente exige la recitación de determ inadas fórm ulas»24. M ás adelante
tendrem os ocasión de estudiar lo que teológicamente significa la
expresión ex opere operato; y entonces veremos cómo esa fórmula, en
su significación original, no da pie a u n a interpretación mágica. Pero,
de m om ento, lo que nos interesa es com prender que hay m agia en un
rito cuando a la cerem onia ritual se le atribuye una eficacia autom áti­
ca, en orden a conseguir el efecto hacia el que empuja el deseo25. Es
decir, hay m agia en un determ inado com portam iento religioso cuan­
do el individuo está persuadido de que si ejecuta exactamente el rito y
si recita al datalle las fórm ulas que deben acom pañar a ese rito,
entonces y sólo entonces, se consigue autom áticam ente el efecto que
se desea obtener.
El com portam iento mágico está esencialmente determ inado por
una experiencia clave, a saber: la experiencia del miedo y, a partir del
i
24. S. G. F. Brandon, o. c., 959.
25. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, 228-229; cf. tam bién G. Mensching,
Die religion, Berlin 1959, 133-139; R. Allier, Magie et religion, Paris 1935; A. Bertholet,
Das Wesen der Magie, Berlin 1927.
148
Rito, magia y sacramento
miedo, el deseo de seguridad. Estas experiencias tienen su origen en
los prim eros estadios de la evolución de la persona. En efecto, hoy se
sabe que la vida del niño está m arcada por experiencias muy profun­
das de inseguridad, p o r ejemplo la inseguridad que vive el bebé
cuando deja de ser am am antado p o r la madre. Y es im portante tener
en cuenta que se tra ta de experiencias que m arcan muy hondam ente
la vida psíquica de la persona. De ahí la tendencia, latente o manifies­
ta, a refugiarse, en no pocas ocasiones, en las norm as y ritos de una
religión altam ente racionalizada, que libera de la angustia y del miedo
radical en los m om entos críticos de la vida. En este caso, no se trata
ya del miedo o la angustia elemental que experimenta el hom bre
prim itivo ante la am enaza de las «potencias» que actúan en la
naturaleza; se trata, m ás bien, del deseo de protegerse frente a la
divinidad, p ara hacerla propicia y p ara escapar a los castigos de lo
alto que pueden am enazar tanto en esta vida como en la o tra 26.
Por lo que acabam os de indicar, se com prende que existe un
profundo parentesco entre los rituales mágicos y las experiencias
fundam entales de las que se ocupa el psicoanálisis. Freud habla a este
respecto de lo que él llam a la «om nipotencia de las ideas»27. Se trata
del proceso según el cual el hom bre atribuye una eficacia incuestiona­
ble a lo intensam ente pensado y representado afectivamente. En el
fondo, el hom bre que vive este tipo de experiencia se halla muy
próxim o al individuo más prim itivo, «que cree poder transform ar el
m undo exterior sólo con sus ideas»28. Evidentemente, en todo este
asunto, lo que en realidad se oculta es un proceso auténticam ente
neurótico, ya que, com o advierte el mismo Freud, la «om nipoten­
cia de las ideas» no es sino una form a de neurosis obsesiva29. Está
claro que esta form a de neurosis term ina por precipitar al sujeto h a­
cia form as de autoengaño, que consisten en que el sujeto vive como
real lo que no es sino una proyección de sus propias ideas, de su
im aginación y, en definitiva, de su narcisismo infantil. Es decir, el
sujeto se llega a autoestim ar hasta tal punto que, no sólo se persuade
de que sus ideas son om nipotentes, sino que incluso se concede la
posibilidad de dom inar el m u n d o 30. Lo que está en juego, en estos
casos, no es el valor del acto sacram ental o de la oración cristiana,
sino la eficacia autom ática de un determ inado ritual. U na eficacia,
26. Cf. M . Oraison, El cristiano y la angustia, Bilbao 1974, 53-54; 3. L. Segundo,
Teologia abierta para el laico adulto IV, Buenos Aires 1971, 42-45.
27. S. Freud, Totem v tabú, en Obras completas V, M adrid 1972, 1801-1804.
28. Ibid., 1802.
i
29. Ibid.
30. Ibid., 1804.
La estructura de la magia
149
por lo demás, que no es sino algo im aginariam ente pensado por el
sujeto neurotizado.
Por todo lo que acabam os de ver, se com prende perfectamente
que, con frecuencia, las personas profundam ente religiosas se ven
am enazadas de vivir este tipo de experiencias. P or eso, en casi todas
las religiones, existen abundantes manifestaciones de ritos mágicos,
que son verdaderam ente tales, por m ás que las ideas de los adeptos
interpreten tales ritos com o medios eficaces de santificación expresa­
m ente instituidos por la divinidad. Por ejemplo, se sabe que la oración
se convierte, a veces, en un conjuro. En el fondo, la diferencia entre
estas dos cosas es muy clara: la oración es dirigirse a la divinidad en
cuanto determ inante del destino; el conjuro es una fórm ula mágica en
que el hom bre da expression a su propio deseo de ser él mismo señor
del destin o 31. Y otro {^íto se puede decir de no pocas form as de
celebración litúrgica, p ar ejemplo si una persona asiste a tal celebra­
ción im pulsada p ara ellb por el deseo de poner a la divinidad a su
disposición m ediante la exacta ejecución del ritual establecido. En
todos estos casos, siempre nos encontram os con la misma estructura
fundamental: la experiencia del miedo se traduce en un deseo, intensa­
mente vivido, que se alia con el narcisismo de la persona neurotizada;
entonces, la persona en cuestión proyecta su deseo en form a de
com prensión engañosa que, a partir de la creencia en la om nipotencia
de sus propias ideas, le hace estar convencida que así puede transfor­
mar la realidad m ediante la exacta ejecución del ritual. N o cabe duda
de que entonces ese ritual es justam ente un acto mágico.
Y
todavía, una advertencia im portante: la magia, por su misma
estructura fundam ental, no dice relación ni con el com portam iento
ético de la persona, ni con las experiencias que deciden el destino de
un hom bre, el sentido de la vida, o, en general, su existencia en la
sociedad y en la convivencia hum ana. U n individuo, por ejemplo,
puede tener un com portam iento reprobable o vivir arrastrado por
experiencias de egoísmo o incluso de odio. N ad a de eso, al menos en
principio, será im pedim ento p ara que el ritual cabalmente ejecutado
produzca los efectos mágicos que se le atribuyen. Dicho de otra
manera: es característico de la m agia el que las experiencias funda­
mentales que vive la persona no entran com o com ponentes o deter­
minantes de la eficacia que se le atribuye al ritual mágico. Esto es de­
cisivo p ara valorar hasta qué punto un creyente, por ejemplo, vive
las celebraciones litúrgicas com o celebraciones propiam ente cristia­
nas o más bien com o rituales mágicos.
31.
G. Widengren, Fenomenología de la religión, 1.
150
4.
Rito, magia y sacramento
J e sú s n o f u e un m a g o
Si ahora querem os poner en relación todo lo que acabam os de ver
con lo que, de hecho, es la vida sacram ental cristiana, lo prim ero que
hay que decir es que el nuevo testam ento rechaza por completo, no
sólo la m agia propiam ente tal, sino sobre todo las desviaciones de la
práctica religiosa que desem bocan en prácticas de carácter mágico.
Em pezando por lo m ás elemental, en el libro de los Hechos de los
apóstoles, se cuenta que en Sam aría había un tal Simón que practica­
ba la m agia y que tenía a la gente pasm ada por los hechos prodigiosos
que realizaba (Hech 8, 9-11), de tal m anera que todos pensaban que
en él actuaba la potencia de Dios (Hech 8, 10). Este individuo quiso
obtener el poder de com unicar el Espíritu santo (Hech 8, 18-19).
Evidentemente, este tal Simón se equivocó al querer com prar con
dinero el poder sobre el Espíritu. Pero parece que su error era m ás
profundo, ya que pensaba que se puede ejercer sobre el Espíritu un
poder susceptible de ser transm itido por los que lo detentan. N o cabe
duda que en eso se detectan los caracteres de una práctica mágica, a la
que Simón por lo dem ás estaba h a b itu ad o 32.
O tro episodio relacionado con la m agia es el de los exorcismos
judíos de Efeso: aquellos individuos quisieron servirse del nom bre de
Jesús p ara com unicar la gracia liberadora, pero su pretensión se vio
frustrada y la fórm ula resultó ineficaz (19, 13-17). Sin lugar a dudas,
en este suceso lo que estaba en juego era una práctica mágica, como
consta por el dato de que los que practicaban la magia quem aron los
libros que tenían acerca de tales prácticas (Hech 19, 19). Es más,
parece que la alusión a Pablo en Act 19, 15 quiere sugerir la contrapo­
sición entre la verdadera iglesia, de u n a parte, y los círculos que se
dedicaban a la puesta en práctica de rituales mágicos, por o tr a 33.
Por lo demás, los fenómenos de hechicería (farm aceía) son obras
de los bajos instintos (Gál 5,20), pertenecen a la m ala conducta de los
hom bres (Ap 9, 21; 21, 8; 22, 15) o se consideran simplemente como
abusos de la gran prostituta, Babilonia (Ap 18, 23). Igualmente, las
prácticas de encantam iento ( bascainó) son tam bién reprobadas por
Pablo (G ál 3, 1).
En todos estos casos se ve que la iglesia prim itiva no quiso tener
parte alguna, ni la m ás m ínim a relación, con las num erosas prácticas
de carácter mágico que proliferaban en el m undo del paganismo del
32.
la obra
tam bién
33.
Cf. J. D upont, Les ministéres de Péglise naissante <faprés les Actes des apotres, en
en colaboración Minislères el célebration de Peucharistie, R om a 1973, 97; cf.
O. Bauernfeind, Die Apostelgeschichte, Leipzig 1939, 126-J27.
Cf. H. Haenchen, Die Apostelgeschichte, G öttingen 71977, 500.
Jesús no fu e un mago
151
tiempo. Pero, cuando se tra ta del fenómeno de la m agia y de sus
relaciones con la práctica religiosa, lo m ás significativo que nos dice el
nuevo testam ento es lo que se refiere a la conducta del mismo Jesús.
En efecto, el evangelio de M arcos nos da cuenta de un episodio
que resulta de lo m ás significativo: Jesús va a N azaret, llega a la
sinagoga un sábado, y la gente hace el siguiente comentario: «¿Qué
saber le han enseñado a éste para que tales milagros le salgan de las
manos?» (M e 6, 2). Por eso com enta el mismo M arcos que a la gente
«aquello les resultaba escandaloso» (M e 6, 3). Esta incomprensión y
este escándalo contrastan con la reacción normal que las m asas
experimentan ante los hechos prodigiosos de Jesús, según el evangelio
de M arcos (M e 2, 12; 5, 15.20.42)34. Porque, m ientras que la gente
norm alm ente se entusiasm a ante los m ilagros de Jesús, en este caso se
escandaliza. ¿Por qué? La alusión a los «milagros que le salen de las
manos» es la prueba inequívoca de que los ciudadanos de N azaret
consideran que Jesús se dedicaba a prácticas de tipo mágico. Este
reproche se le hace otras veces a Jesús (M t 12, 24 par). Lo que no
podía resultar sino escandaloso, hasta el punto de que eso constituía
un delito castigado con la pena de m u erte35. A hora bien, teniendo
estos datos en cuenta, lo m ás revelador de este episodio es que M arcos
term ina el relato con la indicación de que «no pudo hacer allí ningún
milagro» (Me 6, 5). Y la razón última de eso está en que aquella gente
no tenía fe (Me 6 ,6a). La intención de M arcos parece clara: frente a la
idea que tenían los habitantes de N azaret, según la cual Jesús curaba
aplicando las m anos a los enfermos y de esa m anera lo que en realidad
hacía era practicar la magia, el evangelista quiere dejar bien claro que
en los hechos prodigiosos de Jesús no había nada de prácticas
mágicas, es decir, de prácticas eficaces autom áticam ente por sí mis­
mas. Y la prueba está en que allí no pudo curar a los enfermos,
precisam ente porque no tenían fe.
Aquí será im portante advertir que los evangelios insisten, una y
o tra vez, en que los hechos prodigiosos que practicaba Jesús, no se
debían a una especie de mecanismo autom ático, sino a la fe de las
personas que se beneficiaban de la presencia o del contacto de
Jesú s36. Lo cual quiere decir que Jesús no com unicaba su gracia
curativa y liberadora por el simple hecho de ejecutar un determ inado
ritual, la imposición de manos. En consecuencia, debe quedar claro,
34. Cf.
1968, 265.
35. Cf.
36. M t
9, 23-24; 10,
Hech 3, 16;
G. M inette de Tillesse, Le secret messianique dans Févangile de Marc, Paris
J. Jeremias, Teología det nuevo testamento I, Salam anca 41981, 323.
8, 10-13; 9, 2.22.28-29; 13, 58; 15,28; 17, 20; 21, 21-22; M e 2, 5; 5, 34.36; 6, 6;
52; 11, 22-24; Le 5, 20; 7, 9.50; 8,48.50; 17, 5-6.19; 18,42; J n 4 , 50; 11,40; c f
14, 9.
M
152
Rito, magia y sacramento
de una vez por todas, que la gracia de D ios se comunica al hom bre en
tanto en cuanto en él hay fe, es decir, en la m edida en que el sujeto
vive una determ inada experiencia, que es la experiencia de la fe en
Jesús, la confianza ilim itada en él y la adhesión a su persona como el
M esías que habían anunciado los p ro fetas37. Es más, se puede decir
que esta afirm ación insistente de los evangelios, según la cual lo que
cura a los enfermos es la fe que ellos tienen en Jesús, viene a ser el
rechazo m ás tajante de lo que se h a llam ado la m agia contagiosa, que
consiste en la pretensión de ejercer un determ inado influjo en una
persona m ediante el contacto fisico, ya sea de otra persona, ya sea de
ciertos objetos que han tocado a la persona poseedora de las poten­
cias m ágicas38. Es evidente que Jesús, desde este punto de vista, no
fue un mago, ni se dedicó a prácticas de magia contagiosa.
Pero aquí conviene aclarar un punto que puede plantear dificulta­
des: se tra ta del hecho de que Jesús curaba a los enfermos o incluso
resucitaba a los m uertos m ediante el contacto físico. En este sentido,
resulta significativo el uso del verbo «tocar» (á p to m a í). Así, en la
curación del leproso (M e 1, 41; M t 8, 3; Le 5, 13); lo mismo ocurre al
curar a la suegra de Pedro (M t 8, 15), cuando los enfermos en m asa se
acercan p ara tocarle porque así quedaban curados (M t 14, 36; Me 3,
20; 6, 56; Le 6, 19), al d ar vista a los ciegos (M t 20, 34; M e 8, 22) y
cuando sana al sordom udo (Me 7, 33). Pero quizás el relato más
expresivo a este respecto es el de la curación de la mujer que padecía
hemorragias: hasta cinco veces aparece en el breve pasaje el verbo
tocar (M e 5, 27.28.30.31; Le 8, 47), lo que evidentemente constituye
un dato fundam ental p ara la interpretación del relato. Y algo pareci­
do habría que decir de los casos en los que Jesús resucita a un m uerto
(Le 7,14; M e 5,41). A hora bien, ¿qué nos vienen a decir estos hechos?
Y a hemos indicado que estas curaciones «por contacto» no se pueden
interpretar en sentido mágico, puesto que no eran gestos o ritos
eficaces autom áticam ente y por sí mismos. Y la prueba está en que
cuando las personas no tenían fe, nolpodían ser curadas por Jesús. Es
decir, lo que curaba no era el rito del contacto por sí mismo, sino la fe
de las personas, com o le dice expresamente Jesús a la mujer que
padecía hemorragias: «Hija, tu fe te ha salvado» (M e 5, 34). Pero
entonces, si eso es así, ¿que significa ese hecho repetido del contacto
físico con los enferm os y con los m uertos? Sabemos que las leyes
religiosas del judaism o sobre la pureza ritual eran sumamente severas
37. Cf. J. Alfaro, Fides in terminologia biblica: G regorianum 42 (1961) 479; P.
Benoit, La fo i dans les Synoptiques: Lum. et Vie (1954) 469-488.
38. Cf. G. W idengren, Fenomenología de la religión, 4; ha tratad o m ás am pliam ente
este p unto J. G. Frazer, The golden bough I, 52-60.
La verdadera religiosidad
153
en to d o lo que se refería al contacto fisico con los enfermos (Lev 1315; 2 Re 7, 3) y con cadáveres (N úm 19, 11-14; 2 Re 23, 11 s). Es
verdad que algunos de los enferm os que curó Jesús m ediante el
contacto no aparecen ,ñn las prohibiciones de la ley de Moisés, pero no
cabe d uda de que en ( / o s casos se trata de transgresiones manifiestas
de lo que estaba legisjado, como es el caso del leproso (Lev 5, 3; 13.
45-46), el de la m ujer que padecía hem orragias (Lev 15, 25-30) y el de
los m uertos resucitados. Y en los casos en los que no sabemos de qué
enfermedades se trataba, por lo menos queda claro que Jesús no
m uestra el m enor reparo en que toda clase de enfermos le toquen a él
o en tocar él mismo a los enfermos, fuera cual fuera su enfermedad.
En consecuencia, el hecho de que Jesús devuelva la salud tocando a
toda clase de enfermos y dé la vida tocando a los cadáveres nos viene
a decir dos cosas: primero, que Jesús quebranta la ley religiosa
establecida; segundo, que además anula la ley, porque las mismas
cosas que según la legislación religiosa establecida producían im pure­
za (y en ese sentido desgracia), en el com portam iento de Jesús
producen salud, vida y bendición. Por supuesto, sería exagerado
deducir de los pasajes citados — en los que Jesús sana tocando— que
toda la ley m osaica queda anulada. Pero es evidente que, según la
tradición de los evangelios sinópticos, las leyes que se refieren a la
im pureza ritual, en lo que respecta a enfermos y cadáveres, quedan
anuladas por la conducta de Jesús y por los efectos que se siguen de
esa conducta.
En conclusión, se puede afirm ar con toda seguridad que, en la
conducta salvadora y liberadora de Jesús, no es el rito lo que m anda,
sino la fe. N o son los rituales mágicos los que curan y liberan, sino la
adhesión que las personas prestan a Jesús. Y cuando Jesús parece que
ejecuta un ritual al tocar a los enfermos, en realidad lo que hace es
desautorizar y anular las leyes rituales de la religiosidad judía. Decidi­
dam ente, Jesús n o fue un m ago, sino exactam ente al revés, el rechazo
y la anulación de todo lo que diga relación a rituales em parentados
con la m agia religiosa.
5.
La verdadera religiosidad
H ay u n pasaje, extensam ente relatado por el evangelio de M arcos,
que nos m uestra, quizás con m ás claridad que ningún otro, la postura
de Jesús en lo que se refiere a la religiosidad basada en ritos y
ceremonias a los que se atribuye un efecto incuestionable. Se trata del
enfrentam iento de Jesús con las autoridades religiosas judías por
causa de los ritos acerca de las com idas y las purificaciones sagradas
154
Rito, magia y sacramento
(M e 7,1-23; M t 15, 1-20). En este caso se habla de fariseos y letrados
venidos de Jerusalén (M e 7,1). El conflicto se plantea ya a nivel de las
autoridades centrales, lo que parece indicar que la situación se ha
agravado sensiblemente. El m otivo que provocó este conflicto fue,
u n a vez m ás, el com portam iento de la com unidad de Jesús al no
observar los ritos establecidos p ara asegurar la pureza sagrada antes
de las com idas (M e 7,2 ; M t 15,2;cf. M t 7,4; Le 11,38; H eb 9,10). En
la ley de Moisés se prescribían ciertos lavatorios rituales (Ex 30, 1821; D t 21, 6; cf. Sal 26, 6), que obligaban a los funcionarios del culto.
Pero, con el paso del tiempo, estos ritos y abluciones sagradas se
hicieron obligatorias p ara todos los judíos antes y después de las
comidas, de tal m anera que sobre todo en tiempo de Jesús la piedad
farisaica había am pliado todo aquello de m anera muy considerable39.
P or eso, M arcos indica expresamente que se tra tab a de obligaciones
que cum plían los fariseos y los judíos en general (M e 7, 3). A quí, pues,
tenem os un caso típico de ceremonias rituales que no estaban impues­
tas por la ley divina, sino por la tradición hum ana (Me 7, 8) o como
dice el mismo Jesús, con un m atiz claram ente peyorativo, se trataba
de «vuestra tradición» (M e 7, 9.13; M t 15, 3.6).
Pues bien, planteado el conflicto en estos térm inos, la respuesta de
Jesús a sus adversarios afirm a fundam entalm ente tres cosas: 1) que
todos aquellos ritos y observancias sagradas no eran sino un culto
inútil y vacío (M e 7, 6-7; M t 15, 7-8); en este sentido, M arcos y M ateo
citan a Is 29, 13, texto en el que D ios reprocha al pueblo por el culto
que se le ofrece, un culto en el que el corazón de los hom bres
perm anece lejos del Señor, hasta el p unto de que tal culto no es nada
más que «precepto hum ano y rutina» 40; 2) que adem ás todas aque­
llas observancias rituales conducían a anteponer la tradición hum ana
al m andam iento de Dios y, lo que es peor, llegaban incluso a invalidar
( ákuroúntes) (Me 7, 13) lo que D ios m andaba (Me 7, 8-13; M t 15, 36); 3) que la verdadera impureza, es decir la verdadera situación de
cercanía o lejanía ante Dios, solamente proviene de las decisiones que
brotan del corazón, de lo m ás profundo de la persona (Me 7, 15-23;
M t 15, 10-20).
De estas tres afirmaciones, la m ás im portante es la última, cosa
que hace notar M arcos al poner un énfasis y una solemnidad particu­
lar en las palabras de Jesús: «Entonces llamó de nuevo a la gente y les
dijo: escuchadme todos y atended esto» (M e 7,14). En el vocabulario
de M arcos, esta convocación (proskalesám enos) indica el ejercicio de
la autoridad de Jesús y el reconocimiento de esa autoridad (cf. M e 3,
39.
40.
Cf. F. Hauck, en T W N T IV, 945-947.
Cf. Q. Quesnell, The mind o f M ark, R om a 1969, 97.
La verdadera religiosidad
155
13; 6, 7; 8, 1; 10, 42; 12, 43). Se trata, por tanto, de un asunto
im portante. Es decir, lo que a continuación afirm a Jesús es una
cuestión del m áxim o interés p ara sus oyentes y para la com unidad de
discípulos.
La tesis que entonces plantea Jesús m arca un contraste radical:
«nada que entra de fuera puede m anchar al hombre; lo que sale de
dentro es lo que m ancha al hom bre» (M e 7, 15; M t 15, 11). Jesús
quiere decir: todo lo que es exterior a la persona no puede modificar
la verdadera situación de la persona ante Dios y, por eso, no puede ser
origen de im pureza m oral. A hora bien, un ritual religioso es exterior a
la persona. P or consiguiente, aunque el ritual no se observe, la
persona en su verdadero ser y en su verdadera relación con Dios
perm anece intacta. En otras palabras: el ritual no cumplido no puede
ser origen de impureza moral.
Evidentemente, una afirm ación de esta envergadura resultaba
difícil de com prender para la m entalidad de aquella gente aferrada al
legalismo y al ritualism o de los ceremoniales sagrados. Por eso los
discípulos no entendieron lo que Jesús quería decir (Me 7, 17-18; Mt
15, 15-16) y, por supuesto, los fariseos se escandalizaron de aquella
doctrina (M t 15, 12). Porque, efectivamente, Jesús estaba planteando
una doctrina auténticam ente revolucionaria al afirm ar que «nada que
entra de fuera puede m anchar al hombre» (Me 7, 19); M arcos
puntualiza que con eso «declaraba puros todos los alimentos». Ahora
bien, esto significaba exactam ente anular la ley religiosa de las obser­
vancias rituales. Por consiguiente, lo que Jesús plantea en el fondo es
el problem a de la religiosidad basada en ritos y ceremoniales. Y
afirma, frente a la acusación que se hacía contra los discípulos de que
no cum plían con los ritos sagrados, que ese incumplimiento no
representaba distanciam iento alguno de Dios. Porque lo que determi­
na la situación m oral de la persona es lo que brota del corazón. Los
ritos, por una parte, y las decisiones que brotan de lo profundo de la
persona, por otra, son dos realidades contrapuestas. Y Jesús declara
solemnemente que lo que im porta no es el ceremonial y los ritos, sino
las opciones m ás profundam ente personales. Esta interpretación que­
da garantizada p o r el dato significativo de que la lista de vicios que
presenta Jesús (M e 7, 21-23; M t 15, 19-20) no es en m odo alguno una
lista de preceptos legales, es decir, no se trata de una legislación
religiosa-ritual que vendría a sustituir a la ley que Jesús an u la42.
41. Cf. R. Pesch, Das Markusevangelium, en Herders theologischer Kommentar zum
N.T. I I / l , Freiburg 1976, 379; P. S. M inear, Audience criticism and Markan ecdesiology,
en Neuen Testament v d Geschichte, Tübingen 1972, 79-89.
42. Cf. S. Lyomí j , Peché, en Diet. Bibi. Suppl. VII, 488 y 496-498, con bibliografía
selecta.
156
Rito, magia y sacramento
En resumen: tom ando pie de un incidente secundario —la trans­
gresión de las tradiciones judías sobre las purificaciones rituales—
Jesús va m ás lejos del caso planteado y llega a afirm ar solemnemente
que la observancia o inobservancia de los rituales no es lo que
determ ina la verdadera situación del hom bre ante Dios. La situación
m oral de la persona depende exclusivamente de sus opciones más
fundamentales, es decir, lo que brota del corazón y se traduce en daño
y en mal p ara los demás. Jesús declara, por consiguiente, que la
religiosidad que se basa en ritos no sirve. L a verdadera religiosidad es
la que brota del corazón del hom bre, de sus experiencias m ás funda­
m entales y de sus decisiones a favor o en contra de los demás.
6.
La libertad del Espíritu
La práctica del culto, y m ás concretam ente del culto sacram ental,
en la iglesia prim itiva plantea un problem a im portante y significativo,
a saber: siendo el culto algo tan im portante para la iglesia, sin
em bargo los datos que sobre él nos han quedado escritos son sum a­
m ente fragm entarios y pobres. Un reconocido especialista en los
orígenes del cristianismo, M. Goguel, ha escrito:
El contraste es vivo entre la importancia que el culto ha tenido para el
cristianismo primitivo y la escasez y el carácter esporádico de las
informaciones que poseemos a este respecto. El inventario de la docu­
mentación desde los orígenes hasta Justino Mártir se hace rápidamen­
te. Lo que se conoce del culto sacramental parece menos sumario que lo
que se refiere al culto de la palabra. Sin embargo, eso no es nada más
que una apariencia. Si poseemos algunas informaciones es acerca de la
significación religiosa y teológica de los sacramentos, no sobre la
manera como el bautismo era administrado y la eucaristía celebrada.
Para encontrar algunas indicaciones a este respecto hay que descender
hasta la D idajé, y lo que en ella se encuentra muestra que la liturgia, lo
mismo bautismo que eucaristía, era todavía muy fluctuante. Es sólo
con Justino Mártir con quien ias cosas se nos presentan con una mayor
precisión‘t·1.
Pero, con ser tan im portante, no es nada m ás que una prim era
aproxim ación a un problem a de m ayor envergadura. En efecto,
cuando hablam os de los sacram entos, estam os acostum brados a decir
que son siete, que esos siete sacram entos fueron instituidos por
Cristo, que tres de esos sacram entos imprimen «carácter» (el bautis­
mo, la confirm ación y el orden), que la eucaristía y la penitencia
pueden ser adm inistrados sólo por los sacerdotes y, por consiguiente,
43.
M. G oguel,
L'église primitive, Paris 1947, 266-267.
L a libertad del Espíritu
157
que el sacerdote es la persona que, por virtud del sacram ento del
orden, puede celebrar esos sacram entos; además, se nos ha dicho
tam bién que cada sacram ento se com pone de una «materia» (el agua
p ara el bautism o, el pan y el vino p a ra la eucaristía, etc.) y de una
«forma» (las palabras concretas y determ inadas que se deben pronun­
ciar al adm inistrar el sacram ento), y que eso es lo que esencialmente
se requiere p ara que el sacram ento sea «válido», con tal que el que
adm inistra el sacram ento tenga intención «de hacer lo que hace la
iglesia» y con tal que quien recibe el sacram ento no ponga «óbice», es
decir, impedimento; y a todo esto se añade que los sacramentos deben
ser adm inistrados de acuerdo con un ritual exactam ente determ inado
por la autoridad eclesiástica, ritual al que hay que ajustarse con todo
esmero y exactitud, pues de lo contrario se comete un pecado y se
escandaliza a los fieles. Todas estas cosas son los grandes principios
que constituyen el cuerpo de la dogm ática sacramental. Y de ahí que
la preocupación constante de los obispos y de los sacerdotes está en
que los fieles com prendan estos principios, que los vivan, que se los
asimilen hastan el fondo y que los practiquen con el m ayor esmero.
Porque se tiene el convencimiento de que si todo eso se comprende y
se lleva a la práctica por la m ayor cantidad posible de gente, entonces
la vida de la iglesia será floreciente y fecunda y así se llevará a cabo la
obra de Jesucristo en el m undo.
Pues bien, planteadas así las cosas, hay que decir con toda
seguridad —p o r m ás que resulte extraño o desconcertante— que
nada de eso aparece en el nuevo testam ento. Lo cual quiere decir que
ninguna de esas cosas constituye lo m ás im portante y esencial que la
iglesia tiene que saber y practicar cuando se tra ta del culto cristiano,
concretam ente cuando se trata del culto sacramental.
Efectivamente, p o r lo que se refiere al nùm ero de los sacramentos,
hay que esperar hasta el siglo X II p ara que en la iglesia quede claro
que son siete. D u ran te los mil prim eros años del cristianismo, las
opiniones de los teólogos son tan diversas a este respecto que mientras
unos decían que los sacram entos son tres, otros llegaban a afirm ar
que son trein ta (m ás adelante hablarem os de este asunto). En el nuevo
testam ento no se dice nada sobre el m atrim onio com o sacramento. Y
tam poco parece que se pueda p robar con seguridad la existencia de la
unción de los enfermos, ya que el único texto que se puede aducir en
ese sentido, el de la carta de Santiago (5,13-15), puede referirse a una
forma de curación carismàtica, es decir, no se puede dem ostrar que ahí
se hable de un sacram ento instituido por Cristo. Y tam poco sabemos
nada acerca de la confirm ación como sacram ento distinto del bautis­
mo, puesto que los textos que se suelen aducir en ese sentido (Hech 8,
4-20; 19,1-7; H eb 6,1-6) no dem uestran nada seguro al respecto: en el
¡58
Rito, magia y sacramento
nuevo testam ento, lo que especifica al bautism o cristiano es la dona­
ción del Espíritu (Hech 1, 5; M t 3, 11; M e 1, 8; Le 3, 16) y, por otra
parte, en el libro de los Hechos, tal donación no está necesariamente
vinculada al gesto de la imposición de m anos, ya que hay casos en los
que el Espíritu desciende incluso antes del mismo bautismo, como
ocurre en casa de Cornelio (Hech 10, 44 s; 11, 15-16); además, hay
autores que piensan que la intención de Lucas en el libro de los
Hechos no es dem ostrar que el Espíritu es otorgado m ediante un rito
sacram ental, sino que concretam ente en 8, 4-20 se refiere al problem a
de la unidad de la iglesia, es decir los apóstoles van integrando en la
com unión con la iglesia m adre de Jerusalén a los grupos nuevos de
creyentes que van surgiendo44. Y en cuanto al sacram ento del orden,
resulta extrem adam ente problem ático que el gesto de la imposición de
manos, del que se habla en las cartas pastorales, signifique necesaria­
mente un rito de ordenación sacram ental para acceder al presbiterado
(cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1, 6), puesto que parece que en esos textos no se
trata de una ordenación, sino simplemente de un gesto de bendición y
aprobación m ediante el cual se quería indicar que un sujeto tenía el
poder de enseñar oficialmente la doctrina cristiana45. M ucho más
tarde, en el siglo III, la Tradición apostólica de H ipólito nos inform a
de la praxis que había en algunas iglesias según la cual si un cristiano
sufría persecución y cárceles por su fe, era autom áticam ente conside­
rado com o presbítero sin necesidad de que se le im pusieran las m anos
por parte del o bispo46. P or consiguiente, de los datos que nos aporta
el nuevo testam ento, sólo podem os saber que en la iglesia prim itiva se
practicaban tres sacramentos: el bautism o, la eucaristía y la peniten­
cia. Sobre los demás, todo son conjeturas, hipótesis no confirm adas y
argum entos que en definitiva no dem uestran nada en concreto.
D e lo dicho se desprende lógicamente que menos aún se puede
dem ostrar, con el nuevo testam ento en la mano, que los siete sacra­
m entos fueran instituidos por Cristo.
Tam poco se puede probar que los m inistros de las com unidades
fueran los únicos que podían adm inistrar los sacramentos, ni siquiera
cuando se tra ta de la eucaristía o de la penitencia. En cuanto a la
eucaristía, no se dem uestra nada con el texto de los relatos de la
institución: «haced esto en m em oria mía» (Le 22, 19; 1 C or 11, 24).
Porque esas palabras de Jesús tienen un paralelo perfecto en el otro
44. Cf. A. H am m an, Baptéme et confirmation, Paris 1966, 194.
45. A. Lemaire, Les ministères aux origines de Vèglise, Paris 1971, 130; J. Jeremias,
Die Briefe an Timotheus und Titus, Tübingen 1963, 30; C. K. Barret, The pastoral epistles,
London 1963, 72; J. N. D. Kelly, A commentary on the pastoral epistles, London 1963,
L a libertad del Espíritu
159
m andato: «tom ad, comed» (M t 26, 26; M e 14, 22). A hora bien, si este
m andato es p ara todos, no se ve p o r qué el otro haya de quedar
restringido solam ente a los dirigentes de la com unidad. Desde el
p unto de vista exegético, los textos no dan más de si. Y en el resto de
la docum entación del nuevo testam ento sobre la eucaristía no hay un
solo pasaje del que se pueda deducir que la celebración tenía que estar
presidida por un obispo o un presbítero. N o tenemos datos de que ese
asunto preocupara a la Iglesia primitiva. Por eso, la Conferencia
episcopal alem ana h a dicho recientemente que «la existencia de una
relación entre el m inisterio presbiteral y la presidencia de la eucaristía
no está docum entada en el nuevo testam ento»4·?. Es más, en el siglo
III, tenemos testim onios por los que sabem os que la eucaristía era
celebrada por los seglares. Las afirmaciones m ás claras en este sentido
son de T ertuliano48 y hay algunos indicios en Clemente de Alejan­
d ría 49, O rígenes50 y m ás tarde en T eo d o reto 51; el concilio de Arles,
en el año 314, tuvo que prohibir que los diáconos siguieran ofreciendo
la eucaristía52. T odo esto indica obviam ente que el poder de celebrar
la eucaristía no quedó exclusivamente reservado a los obispos y
presbíteros hasta bastante tarde. Es decir, eso fue una cuestión que
originalm ente no constituyó problem a p ara la iglesia. Y en cuanto a
la potestad p ara perdonar los pecados, está explícitamente docum en­
tad a en el nuevo testam ento com o un don que Cristo hizo a sus
discípulos (Jn 20, 22-23), pero por M t 18, 18 sabemos que el poder de
«atar y desatar» fue tam bién dado por Jesús a cualquier miembro de
la com unidad cuando se reconcilia con su herm ano; y por Sant 5, 16
sabemos que en la iglesia prim itiva existía la práctica de confesar los
pecados con cualquier cristiano. Es más, se sabe que durante los siglos
IV y V se propagó notablem ente la práctica de acudir a confesarse
con monjes que no eran sacerdotes53.
Tam poco sabemos nada en concreto acerca de si en la iglesia
prim itiva existían unos determ inados rituales p ara la celebración de
los sacramentos. De e?“ asunto el nuevo testam ento no se ocupa ni le
O
!
46. Trad. Apost. c. 34, jed. copta W. Tiel-J. Leipoldt: TU 58, 5-7; ed. árabe J. A.
Perier, Les 127 canons des apotres, PO VIII, c. 24; ed. etiope H. Duensing, Der ä th io p is­
che Text der Kirchenordnung des Hippolyt, G öttingen 1946, 37-39; análisis de estos textos
en C. Vogel, L e ministre charismatique de teucharistie, en Ministères et celebration de
Γeucharistie, R om a 1973, 191-195.
47. Conferencia Episcopal Alemana, El ministerio sacerdotal, Salam anca 1970, 55.
48. De exhort, cast. VJI, 2-6; De monog. X II, 1-2; cf. C. Vogel, o. c., 198-204.
49. Strom. VI, 12; CGS II, 485.
50. In M at. 12; CGS X II, 3, 23.
51. Hist. ecd. I, 23, 5; CGS I, 73.
52. Ed. M unier, CC 148, 12.
53. Cf. J. R am os Regidor, El sacramento de !apenitencia, Salam anca 1975, 200-204.
Rito, magia y sacramento
160
^
presta atención. Asi, cuando se habla del bautism o, en contextos
narrativos, se dice simplemente que se adm inistró el bautismo, o que
tales personas fueron bautizadas, pero nunca se nos inform a acerca
del cerem onial que en esos casos se aplicaba (Hech 2, 41; 8,
12.13.16.38; 9, 18; 10, 48; 16, 15.33; 18, 8; 1 C or 1, 13-17). Y menos
aún se encuentran trazas de un ritual fijo en los textos doctrinales
sobre el bautism o (R om 6, 3-4; 1 C or 10, 2; 12, 13; G ál 3,27; E f 4, 5;
Col 2, 12; 1 Pet 3, 21). M ás aún, de los textos bautismales del nuevo
testam ento no se puede deducir que la «forma» del sacram ento fuera
el bautizar «en el nom bre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo»,
ya que el texto de M t 28, 19 no se puede interpretar com o una
fórm ula litúrgica54, cosa que, por otra parte, resulta evidente si
tenem os en cuenta que tam bién se usa el bautism o en «nom bre de
Jesús» (Hech 2, 38; 8, 16; 19, 5)5S. Esto quiere decir evidentemente
que el nuevo testam ento no nos dice nada seguro acerca de las
palabras rituales o litúrgicas que debían acom pañar la administración
del bautism o. Y prácticam ente n ad a m ás sabemos acerca de la
liturgia bautism al en las com unidades prim itivas56.
P or lo que se refiere a la celebración de la eucaristía, se han
buscado m inuciosam ente los indicios de un posible ritual litúrgico en
los textos de la institución (M t 26,26-29; M e 14, 22-25; Le 22,15-20; 1
C or 11, 23-26)57. Pero sobre este asunto deben quedar claras varias
cosas: 1) que no se trata n ad a m ás que de meros indicios, de los que,
p o r consiguiente, no podem os deducir nada seguro; 2) que entre los
cuatro relatos de la institución existen m arcadas diferencias y los
especialistas en la m ateria no se han puesto de acuerdo ni siquiera
acerca de cuál de esos relatos es el m ás original58; 3) que el evange­
lio de Juan, después de haber hablado extensamente sobre la eucaris­
tía (Jn 6, 41-59), cuando llega el relato de la últim a cena, omite
sorprendentem ente el hecho de la institución y justam ente en el sitio
en que M ateo y M arcos colocan las palabras sobre la eucaristía (entre
la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro), Juan ha
situado el m andato del am or fraterno (Jn 13, 34-35), lo que por lo
m enos hace pensar seriam ente en que p ara el cuarto evangelio lo
fundam ental de la eucaristía no es el ceremonial concreto, sino la
experiencia y la vida de am o r que debe caracterizar a la com unidad
cristiana: la sangre de la nueva alianza se relaciona estrechamente con
54.
55.
56.
57.
58.
Cf.
Cf.
Cf.
Cf.
Cf.
J. Schmid, Das Evangelium nach M atthäus, Regensburg 1948, 273.
A. Stenzel, Cyprian und die Taufe «in Namen Jesu»: Schol. 30 (1955) 372-387.
B. Neuenheuser, Baptème et confirmation, Paris 1966, 29.
J. Betz, La eucaristia, misterio central, en M ysterium Salutis IV/2, 187-188.
A. Gerken, Theologie der Eucharistie, M ünchen 1973, 17-60.
L a libertad del Espíritu
161
el m andam iento nuevo del am or (cf. Le 22, 20; 1 C or 11, 25; M e 14,
24)59; 4 ) que adem ás no nos consta que los relatos de la institución
fueran utilizados, com o expresión litúrgica, en las form as de celebra­
ción que nos h an quedado reflejadas en la D idajé 60 y m ucho m ás
tarde en los escritos de Ju stin o 61; por lo menos, se puede garantizar
que en esos relatos no se retiene, com o elemento esencialmente
constitutivo de la eucaristía, el pretendido ceremonial de la institución
que, según algunos, aparece ya casi fijado en los relatos de los
evangelios sinópticos y en la prim era C arta a los corintios.
D e lo dicho puede deducirse, con suficiente claridad, que en los
dos sacram entos que m ejor conocemos por la tradición prim itiva de
la iglesia, el bautism o y la eucaristía, no existía un ceremonial litúrgi­
co o un ritual fijo al que cada celebración tuviera que ajustarse. Y ésa
es la razón por la que h a resultado sencillamente imposible establecer
un lazo de conexión entre las liturgias m ás antiguas que se conocen y
lo que en realidad se celebraba en las com unidades cristianas durante
los dos prim eros siglos 62.
En resumen: el culto de las com unidades primitivas no estaba
configurado o determ inado por unos rituales concretos, por unas
ceremonias fijas y por u n a legislación exacta en ese sentido. Lo que
esencialmente configura el culto de la iglesia antigua es la presencia y
la acción del Espíritu. A eso aluden expresam ente los textos del nuevo
testam ento que establecen una relación directa entre el bautism o
cristiano y la donación del Espíritu al creyente y a la com unidad
cristiana (M t 3,11; M e 1,8; Le 3,16; Jn 1, 33; Hech 1,5; 1 C or 12,13).
Es el culto que se celebra por la virtud de los dones y carismas que el
Espíritu distribuye en la com unidad (1 C or 12,4-6). Y es el Espíritu el
que capacita a sus m inistros «para el servicio de una alianza nueva, no
de código, sino de Espíritu; porque el código da muerte, mientras el
Espíritu da vida» (2 C or 3, 6). A hora bien, donde hay Espíritu del
Señor, hay libertad (2 C or 3,17). Y es a partir de este Espíritu y de esta
libertad, que no se deja encadenar a ritos ni fórmulas, desde donde se
debe entender la m anera concreta de celebrar cristianam ente los
sacramentos de la iglesia.
59. Cf. R. E. Brown, The goSpel according to John, New Y ork 1970, 612.
60. 9, 1-4.
61. Dial. 41, 1.3; 70, 4.
■
62. Cf. M . Goguel, L'église primitive, Paris 1947, 346, que se refiere al intento
fracasado de la im portante o b ra de H. Lietzmann, Messe und Abendmahl. Eine Studie zur
Geschichte der Liturgie, Bonn 1926.
162
7.
^
Rito, magia y sacramento
C onclusión
Se h a dicho con razón que el culto de la iglesia primitiva, al no
tener ningún pasado, no estaba ligado por ninguna tradición y, por
eso, no estaba encerrado en ningún cuadro rígido, ni tenía ninguna
form a fijada o cristalizada; el culto entonces era pura espontaneidad.
U na liturgia fija no se establece nada m ás que cuando la inspiración
falta y hay que suplirla63.
E stam os de acuerdo con esta conclusión. Pero después de todo lo
que se ha dicho en las páginas anteriores, parece que se puede y se
debe ir más lejos. Si el nuevo testam ento no dice nada concreto y
concluyente acerca de las cuestiones que más seriamente preocupan
hoy a m uchos obispos y sacerdotes cuando se trata de la celebración
de los sacram entos, eso quiere decir que la form a de interpretar esos
sacram entos y la m anera concreta de llevarlos a la práctica ha sufrido
un cam bio muy profundo, en el sentido de que hoy se pone el acento y
el interés en cosas que no parecen haber interesado a los autores del
nuevo testam ento. Concretam ente, aquellos autores — que debían
saber lo que es un sacram ento, lo que es el bautism o y la eucaristía—
no se preocuparon p ara nad a en fijar ritos y ceremonias, en exigir que
tales ritos se ejecutaran cabalm ente, en precisar hasta el detalle quién
puede adm inistrar un sacram ento, qué palabras tiene que decir cuan­
do lo adm inistra, cóm o se tiene que vestir en ese mom ento, qué gestos
debe realizar, etc. Si todo eso no salió a la luz en aquellas primeras
com unidades de creyentes, si todo eso es asunto que ni se m enciona,
es porque todo eso no debe ser lo esencial y lo m ás im portante cuando
hay que celebrar el culto cristiano. P or el contrario, sabemos perfecta­
m ente que las com unidades prim itivas se opusieron a los ritos como
gestos que autom áticam ente producen efectos de salvación y m ás en
concreto se opusieron a todo lo que pudiera tener apariencia de
magia.
Digam os, pues, como conclusión, que el rito, en cuanto acción
sagrada a la que acom paña autom áticam ente un efecto salvifico en
todo aquel que no le pone un «óbice» o impedimento, no es lo que
esencialmente constituye a un sacram ento. Es más, se puede también
asegurar que esa m anera de entender los sacram entos desemboca en
form as m ás o menos cam ufladas de magia. Lo cual quiere decir que
esa m anera de entender y practicar los sacram entos queda desautori­
zada por la revelación original del nuevo testam ento. En la m edida en
que el rito y la m agia term inan p o r asociarse íntim am ente en la
experiencia de los adeptos a la religión, en esa m ism a m edida los
63. Cf. M. Goguel, o. c., 268.
Conclusión
163
sacram entos cristianos no pueden ser interpretados cómo ritos sagra­
dos. Y p o r tan to no pueden ser puestos en práctica como tales ritos.
Queda, sin embargo, una dificultad seria p o r aclarar: el bautismo,
la eucaristía, las imposiciones de m anos, son gestos que la iglesia
prim itiva asumió de la religión judía. Se sabe, en efecto, que el
judaism o practicaba el bautism o con los «prosélitos», es decir, con los
individuos no judíos que se convertían a su religión. El ritual de la
iniciación que se practicaba entonces com portaba la circuncisión, el
bautism o y el sacrificio64. E sa práctica del judaism o influyó sin duda
en el bautism o que, desde el prim er m om ento, empezó a practicar la
iglesia. Algo parecido hay que decir p o r lo que respecta a la eucaristía,
porque se h a dem ostrado que la institución eucaristica implica una
referencia bastante directa a la celebración de la pascua ju d ía 65. Y en
cuanto a las imposiciones de manos, sabemos también que se tratab a
de un gesto utilizado p o r el judaism o con u n a determ inada significa­
ción religiosa66. Tenemos, por consiguiente, que los sacram entos
cristianos no fueron gestos inventados p o r la iglesia, sino signos o
ritos religiosos asum idos del judaism o. Entonces, ¿cómo se puede
decir que los sacram entos no son ritos o que no se deben interpretar
como gestos rituales? Efectivamente, el nuevo testam ento no nos
habla de rituales fijos p ara la celebración de los sacramentos. Pero,
¿es que hacía falta hablar de tales rituales? ¿No estaba eso ya indicado
por la sola mención al bautism o o a la cena eucaristica?
Evidentemente, no se ^¿eden soslayar estas preguntas. Ni siquiera
quitarles im portancia. Poiíque en ellas seguram ente está el nudo de lo
que vamos a seguir tratan d o de aquí en adelante. De todas maneras,
sí parece im portante hacer una observación: si el nuevo testam ento no
hace mención de rituales fijos y concretos y si se limita solamente a
hacer mención del hecho del bautism o o de la celebración de la
eucaristía, eso está indicando que el aspecto puram ente ritual no
revistió im portancia determ inante p ara las prim eras comunidades.
Porque no basta decir que se bautizaron tales o tantas personas.
¿Cómo se celebraba ese rito? N ada seguro sabemos al respecto. ¿Y
cómo se celebraba la eucaristía? Tam poco sabemos casi nada en
concreto sobre este asunto. Los gestos, las palabras, los detalles del
posible ritual, n o interesaron a las prim eras comunidades, al menos
no interesaron como gestos fijos y concretos que era necesario relatar,
64. Cf. Strack-Billerbeck, Kommentar zum N .T . aus Talmud und Midrasch I, ]02112; J. Coppens, Baptème, en Piel, de la Bibi. Súppl. I, 892; J. Jeremias, Die Kindertaufe in
der ersten vier Jahrhunderten, G öttingen 1958, 28-47.
65. Cf. J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, G öttingen 1967, 35-82.
66. Cf. D. Daube, The new testament and rabbinic Judaism, L ondon 1956, 244; 208;
E. Lohst, Die Ordination im Spätjudentum und im Neuen Testament, G öttingen 1951,81 s.
164
Rito, magia y sacramento
detallar, concretar, fijar de una vez p ara siempre. A hora bien, esto
precisam ente es lo que nos da pie p ara hacernos la pregunta más
im portante que se debe plantear cuando se tra ta de estudiar los
sacram entos de la iglesia: tales sacram entos, ¿fueron vividos como
m eros ritos o fueron practicados y celebrados como símbolos de la fe
que los cristianos aceptaban y con la que se com prom etían? Dicho
m ás brevemente: los sacram entos, ¿son ritos religiosos o símbolos de
la fe? He aquí la cuestión decisiva que puede y debe determ inar todo
el resto de nuestro estudio.
6
Los símbolos de la fe
1.
Signos que no «significan»
Tradicionalm ente se han definido los sacram entos como signos
eficaces de la gracia. E sto quiere decir que, según las ideas teológicas
com únm ente adm itidas, los sacram entos son esencialmente signos.
A hora bien, lo característico de todo signo es «significar», es decir, el
«signo» es tal precisam ente porque tiene u n a determ inada «significa­
ción», no sólo p a ra el que lo emite, sino adem ás, y sobre todo, para el
que lo recibe. U n signo que pierde su fuerza de significación y que,
por eso, resulta «insignificante» (en el sentido m ás propio y literal de
esta palabra), deja p o r eso mismo de ser signo.
Pues bien, esto exactam ente es lo que ocurre con los sacram entos
en una cantidad verdaderam ente abrum adora de casos y de situacio­
nes. Estam os cansados de oír a tantas y tantas personas que se quejan
de que no entienden lo que los sacerdotes hacen en el altar cuando
celebran las funciones religiosas. P ara esas personas, los sacram entos
son ritos y cerem oniales sagrados, a los que hay que asistir, bien sea
por la fuerza de la costum bre, bien sea por un cierto tem or religioso,
bien p o r otras motivaciones m ás o menos confusas. ¿Qué significa­
ción tiene p ara m ucha gente un bautizo, u n a boda o los últimos
sacram entos que se le adm inistran a un m oribundo? Los párrocos que
tienen que adm inistrar cada día estos sacram entos y que ven cómo la
gente asiste rutinariam ente a ellos, convencionalmente y a veces casi a
la fuerza, saben m uy bien lo «insignificantes» que son y resultan estas
ceremonias. L a gente se cansa en ellas, no las entiende, no las vive y,
sobre todo, se tra ta de ceremoniales que apenas tienen una «significa­
ción» verdaderam ente cristiana o quizás tienen u na significación muy
¡66
\
Los símbolos de ία f e
distinta de la que debieran tener, por ejemplo aquello que representa
un acto social o el presagio de un desenlace funesto y desagradable,
com o ocurre con la unción de enfermos. Y lo que decimos de estos
sacram entos, se puede decir igualmente, en buena medida, de la misa
o de la confesión, que p a ra m uchos fieles n o pasan de ser obligaciones
pesadas, a las que hay que someterse p ara no estar en pecado m ortal.
Evidentemente, todo esto quiere decir que los sacram entos han
perdido, para grandes sectores de la población bautizada, su fuerza y
su capacidad de significación. N o significan casi nada. O significan
una cosa muy distinta de lo que en realidad tendrían que significar. O
sea, que p ara una cantidad abrum adora de gente, los sacram entos no
son de hecho signos. Y entonces, ¿qué queda? Pues meros ritos o
ceremoniales sagrados, de los que el clero afirm a que tienen por sí
mismos ( ex opere operato) u n a m isteriosa capacidad de santificar a
las personas, cosa que, por o tra parte, resulta difícil de ver, porque la
p u ra verdad es que m uchas personas que reciben asiduam ente los
sacram entos no se suelen distinguir p o r su com portam iento estricta­
m ente cristiano. Sabemos, por ejemplo, que las clases acom odadas y
en general la burguesía h a sido m ás sacram entalizada que el proleta­
riado industrial y urbano; pero sabemos igualm ente las gravísimas
acusaciones que, con razón, existen contra la burguesía adinerada e
instalada. C uando se han am asado fortunas increíbles, a base de
salarios bajísimos, y eso en el caso de personas que han ido a misa
diariam ente, que han com ulgado tam bién a diario, que se han confe­
sado cada sem ana y que han sido hasta escrupulosas en todo lo que se
refiere a la práctica sacram ental, uno tiene derecho a poner en duda la
capacidad autom ática de santificación que los teólogos atribuyen a
los sacram entos.
P o r o tra parte, estos hechos — que están a la vista de todo el
m undo— han servido p ara acentuar más aún la crisis de los sacra­
m entos y los han hecho m ás «insignificantes» ante grandes sectores de
la población. ¿Qué significación pueden tener unos ritos y unas
cerem onias de las que se dice que sirven p ara tranquilizar la concien­
cia de los económ icam ente fuertes, de los poderosos y de los instala­
dos en la sociedad? ¿no puede llegar todo eso a significar un rasgo de
pertenencia a las clases acom odadas que tradicionalmente han sido
m ás religiosas que los proletarios? Sabemos de sobra que en la
conciencia de m uchas personas es así, es decir, efectivamente son
m uchas las gentes que tienen la idea de que las prácticas sacram enta­
les son signos propios de gente instalada o de personas de m entalidad
tradicional. En cualquier caso, parece que «lo sacram ental» reviste
u na «significación» sum am ente dudosa o incluso contradictoria para
determ inados sectores de la población bautizada.
Signos que no «significan »
167
C uando se habla de estas cosas, hay quienes dicen que la crisis de
los sacram entos se debe, entre otras razones, a la falta de form ación
religiosa que se da en grandes sectores de la población. Con eso se
quiere decir que los signos sagrados de la iglesia no significan porque
necesitan de u n a serie de explicaciones, algunas bastante complica­
das, p ara poder ser com prendidos y vividos com o tales signos. Y para
apoyar ese criterio, se argum enta diciendo que la iglesia tiene sus
signos propios, que no son signos connaturalm ente claros y transpa­
rentes p ara todo el m undo y que p o r eso necesitan de una buena dosis
de teología p ara ser com prendidos com o tales signos. O sea, que son
signos significativos sólo p a ra el reducido grupo de los entendidos, de
los que saben teología sólida y seria. C on lo cual se viene a reconocer
que los signos de la iglesia no son p ara la m asa de la gente que suele
ser bastante ignorante e f cuestiones teológicas. D e ahí que el clero no
se canse de insistir en qye lo más urgente en esta m ateria es enseñar
teología a la gente, p ara que entienda lo que por sí solo no se entiende
y lo que p o r sí mismo no pasa de ser un ceremonial más o menos
extraño a la vida.
N o cabe d uda que todo esto denota una ideología curiosa. U na
ideología que interpreta el signo de una m anera bastante peculiar.
Porque un signo que necesita de tantas explicaciones, a las que tienen
acceso solamente los entendidos, tiene visos de ser un ritual «ideologizado» y no ya un signo que por sí mismo tiene una capacidad de
significación p ara aquellos a los que va destinado. Además, todo eso
nos viene a decir que los signos de la iglesia no pueden ser com prendi­
dos y vividos por los sencillos y los ignorantes, sino solamente por la
gente entendida en el saber eclesiástico. Pero, sobre todo, esta m anera
de pensar nos viene a decir que en la teología sacramental oficialmen­
te establecida hay un fallo m uy de fondo. El fallo que consiste en
confundir indebidam ente los conceptos de signo, simbolo y rito. Los
sacram entos se practican com o ritos sagrados. Y eso es lo que ve la
gente. Pero luego el teólogo de turno afirm a que esos ritos son signos
expresivos p ara el creyente, aunque hay muchísimos creyentes que no
ven la expresividad p o r ninguna parte. Y además, el teólogo asegura
tam bién que esos ritos son símbolos, con lo cual la cosa se complica
m ucho más, porque si ya es dificultoso entender lo del signo, más
complicado aún resulta enterarse de cóm o y en qué sentido tales ritos
son símbolos. ¿Que quiere decir eso?, ¿a qué se refiere en concreto?
Los entendidos en la m ateria discuten de estas cuestiones; y escriben
artículos eruditos y libros sesudos, con los que van engrosando el
caudal científico de las bibliotecas. Pero el hecho es que la gente
sencilla, que suponem os tiene alguna fe, no suele entender de esas
168
Los símbolos de la fe
cosas, ni parece interesarse dem asiado p o r ellas. H e aquí la verdad de
la situación que estam os viviendo a este respecto.
Por eso, parece que lo m ás necesario será, antes de seguir adelante
en nuestro estudio, aclarar — en la m edida de lo posible— lo que
querem os decir cuando hablam os de signos, de símbolos y de ritos. A
partir de ahí, será posible precisar qué es un sacram ento y cómo se
debe celebrar, p ara que cum pla precisamente la función que le es
propia.
2.
E l problem a de la terminología
C uando se tra ta de explicar lo que es un signo o un símbolo,
tropezam os con una dificultad inicial, que conviene tener muy en
cuenta desde el prim er m om ento. E sta dificultad consiste en que los
térm inos signo y símbolo son utilizados de m anera muy distinta por
los diversos autores, hasta el pun to de que pueden rem itirnos a
contenidos casi diam etralm ente opuestos. H ace años, K. Rahner
decía con razón: «La palabra símbolo no tiene en general un sentido
inequívocam ente claro siempre p ara todos los que la em plean»1.
E sta dificultad proviene de un hecho que, por lo demás, es obvio:
la com unicación hum ana, a todos los niveles y desde todos sus puntos
de vista, se realiza p o r medio de signos y símbolos. Es decir, una
persona se com unica con o tra precisam ente porque emite unos deter­
m inados signos o símbolos, que son captados por el otro o por los
otros, que actúan com o receptores del mensaje que transm ite el
emisor. L a com unicación hum ana se establece en la m edida — y sólo
en la m edida— en que el signo o el sím bolo actúan como puente de
unión entre las personas.
A hora bien, la com unicación hum ana afecta a disciplinas muy
diversas dentro del complejo m undo de las llam adas ciencias del
hom bre: la lingüística, la antropología, la psicología, la sociología y,
por tanto, la historia y la filosofía en general, son cam pos del saber
hum ano con los que directam ente se relaciona cuanto podem os saber
y decir acerca del signo y del símbolo. P or eso, se com prende que la
m ayoría de nosotros no distinguim os en absoluto con precisión estas
palabras comunes, e incluso quienes lo hacen pueden usarlas de
m anera muy diferente2. Y la cosa se com plica si tenemos en cuenta
1. K.. R ahner, Para una teología del símbolo, en Escritos de Teología IV, M adrid
1962, 283.
2. Cf. E. Leach, Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos,
M adrid 1978, 14.
¿Qué es un signo?
169
que p a ra saber con precisión lo que es un símbolo, es preciso diferen­
ciarlo adecuadam ente de lo que se entiende por m etáfora, con lo que
un nuevo concepto, tom ado de la lingüística, viene a introducirse en
la com pleja problem ática que ahora nos ocupa.
T odo esto explica que la bibliografia existente sobre este asunto es
enorm e, hasta el p un to de que resulta prácticam ente imposible ofrecer
u n a relación que pretenda ser exhaustiva acerca de los libros y
artículos de revistas que tratan este problem a desde los diversos
puntos de vista que entran enju eg o en su tratam iento. Baste, por eso,
con rem itir a algunos libros en los que se puede encontrar una
inform ación bibliográfica elem ental3.
H abida cuenta de este estado de cosas, es de sum a im portancia
indicar que, en las nociones que vam os a desarrollar a continuación,
asumim os una determ inada noción de signo y de símbolo, la que nos
parece m ás apropiada y coherente. Pero con ello no pretendem os ni
siquiera sugerir que tal noción sea universalmente válida, ni aún
siquiera aceptada. En todo caso, lo im portante no son las palabras,
sino los contenidos que se encierran bajo esas palabras. Y lo que aquí
pretendem os es dejar en claro los contenidos que queremos expresar
cuando hablam os de signos, símbolos y m etáforas. A la luz de estos
contenidos, se com prenderá tam bién con m ás precisión lo que quere­
m os decir cuando hablam os de ritos y rituales.
3.
¿Qué es un signo?
En su acepción más com ún, un signo es la unión de un significante
y un significado. Así, cuando yo pronuncio la palabra «león», estoy
poniendo un signo. E n este signo, el significante(i) es el sonido o
fonem a que pronuncio; el significado (S) es el concepto que ese
fonem a o sonido evoca. L a unión del fonem a ( s ) y el concepto ( S ) es
el signo. En este caso tendríam os el esquem a siguiente:
significante
ω
Significado
; (S)
fonema: león
concepto: león
3. Cf. J. Splett, Simbolo, en Sacramentum M undi VI, Barcelona 1976, 359; E. Leach,
o. c., 133-137; D. Sperber, L e symbolisme en général, París 1974, 161-163; F. M anresa, El
concepto de simbolo en la teología de Paul Tillich, San C ugat 1977, 235-258; K. R ahner,
Para una teologia del símbolo, 285-287; W. Heinen, Bild-W ort-Symbol in der Theologie,
W ürzburg 1968; tam bién se encuentran buenos elementos de inform ación en el im portan­
te estudio de F. Schupp, GÍaube-Kultur-Symbol. Versuch einer kritischen Theorie sakra­
mentaler Praxis, D üsseldorf 1974.
170
Los símbolos de la fe
El signo no es sólo u n a figura lingüística, sino que es, en un
sentido m ás amplio, «toda cosa que nos lleva al conocimiento de otra
cosa», p o r ejemplo, el escudo de un club, el emblema de una organiza­
ción, la bandera de un país, el uniform e de un militar, la m itra de un
obispo, etc. En todos esos casos se trata de significantes (s) que nos
rem iten a un significado concreto (5).
El signo se puede entender a un doble nivel: denotativo y connota­
tivo. El nivel denotativo del signo nos rem ite a la cosa significada, sin
ninguna otra referencia. Asi, en el ejemplo anterior, tendríam os un
signo a nivel denotativo si aquello a que nos remite el fonem a o
sonido (león) es simplemente el anim al león o quizás tal león en
concreto. El nivel connatativo del signo se refiere, no a la cosa en sí sin
más, sino a aquello a que nos puede rem itir la cosa. Así, en el ejemplo
anterior, tendríam os un signo a nivel connotativo si aquello a que nos
rem ite el fonem a o sonido (león) es algo (otra cosa) que puede ser
sugerido por el fonem a «león», por ejemplo la fuerza, el dominio, el
poder, etc. En el prim er caso nos vemos rem itidos al concepto del
animal león; en el segundo caso nos vemos rem itidos al concepto de la
fuerza, el dom inio, el poder, etc. De ahí que, en este segundo caso,
podem os establecer el siguiente esquema:
nivel denotativo
=
nivel connotativo
=
significante
significado
significante
significado
Es decir, el significante y el significado propios del nivel denotativo
constituyen connotativam ente un nuevo significante, el cual se une a
un nuevo significado; en nuestro caso, y siguiendo el ejemplo anterior,
ya no es el animal león, sino la fuerza, el dom inio, el poder, etc.4.
Por lo tanto, vamos a evitar intencionadam ente el plantear y
discutir el problem a que se refiere a( las relaciones que se deben
establecer entre las palabras y las cosas a las que cada palabra hace
referencia. Este problem a es m uy antiguo y viene ocupando a los
estudiosos de la lingüística desde los tiem pos de Sócrates y Platón. La
cuestión está en que todo «significante» implica inevitablemente un
posible equívoco, porque nos puede rem itir al «concepto» de una cosa
o a la «cosa» misma. P or esta razón, se suscitó entre los gram áticos y
filósofos medievales un considerable desacuerdo acerca del tipo de
relación que se establece entre los «conceptos» y las «cosas». Tal fue,
en su grado más alto, el desacuerdo entre los «nominalistas» y los
4.
Cf. para todo este asunto, G. M ounin, Ferdinand de Saussure, Paris 1968, 48 s.
¿Qué es un simbolo?
171
«realistas». P or eso, en la lingüística m oderna, se suele distinguir entre
el significante (al que se le llam a «forma»), el significado y el referen­
te: el significante (la voz o el fonema, «forma») nos remite a un
significado (el concepto) y a través del significado se establece una
relación de referencia ( j>n el referente (que es la cosa). O sea, según el
ejemplo anterior, el fqnem a «león» (significante) nos remite al con­
cepto de «león» (significado) y a través de ese significado nos remite al
anim al «león» (referente). Por lo tanto, la relación entre el significante
y el referente es siempre indirecta, puesto que está m ediatizada por el
significado o concepto5. En últim a instancia, todo esto nos viene a
decir que p ara que exista una determ inada «significación» es condi­
ción indispensable que se establezca una determ inada «relación»,
porque un sólo «térm ino-objeto» no com porta significación alguna.
En la sem ántica estructural, se concibe com o «estructura» (en su
acepción prim era y m ás elemental) la presencia de dos térm inos y la
relación entre ellos6. T odo signo y toda significación, por lo tanto, se
integran en una determ inada estructura. Lo cual quiere decir que para
leer y descifrar un determ inado signo es absolutam ente indispensable
situarlo en la estructura que lo constituye, lo genera y lo hace
inteligible. U n signo fuera de su estructura no es signo de nada.
4.
¿Qué es un símbolo?
Según la term inología que aquí hemos adoptado, un signo es
«toda cosa que nos lleva al conocim iento de otra» o, dicho con una
fórm ula m ás técnica, la unión de u n significante y un significado.
Según esta concepción del signo, éste hace referencia a un determ ina­
do cam po semántico, es decir, to d o signo es traducible en una
fórm ula lingüística y se sitúa, por lo tanto, en el nivel del discurso
lingüístico.
Pero todos sabemos perfectam ente que en la vida hay experiencias
hum anas que resultan extrem adam ente difíciles de expresar a nivel
lingüístico y, a veces, se llega a hacer sencillamente imposible expresar
adecuadam ente tales experiencias utilizando para ello palabras o
frases. Por ejemplo, las experiencias que a veces se suscitan en las
relaciones interpersonales, las experiencias que estudia el psicoanáli­
sis, las experiencias que desencadena lo estético (la poesía, el arte...) y
tam bién, p o r supuesto, las experiencias que intenta analizar la histo5. Cf. para to d o este asunto, J. Lyons, Introducción en la lingüística teórica, Barcelo­
n a 31975, 417-418.
;
6. Cf. A. J. Greim as, Sémantique structurale, Paris 1966, 19.
172
Los símbolos de la fe
ria com parada de las religiones. Estas experiencias adentran sus raíces
en el inconsciente, es decir se trata de experiencias que son vividas por
la persona a un nivel que es previo a toda conceptualization. Por eso,
tales experiencias son intraducibies e inexpresables a nivel del signo,
puesto que, com o hemos dicho, el signo consiste en la unión de un
significante y un significado; pero el significado es siempre un concep­
to. A h o ra bien, en la m edida en que todos tenemos y vivimos
experiencias que son y perm anecen com o experiencias pre-conceptuales, en esa m ism a m edida los signos resultan inadecuados e insuficien­
tes precisam ente p ara cum plir su función de signos que signifiquen o
m ejor refieran lo que se tra ta de expresar. C. G. Jung ha form ulado
este planteam iento con toda claridad:
Como hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento
humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar
conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una
de las razones por las cuales todas las religiones emplean lenguaje
simbólico o imágenes λ
Por lo que acabam os de indicar, se puede decir que el símbolo, en
su acepción m ás elemental, es la expresión de una experiencia. Este
concepto de símbolo es, p o r supuesto, m uy insuficiente. Pero nos
sirve, p o r lo pronto, com o u n a prim era aproxim ación al sentido que
tiene el sím bolo y a la función que desem peña en el complejo m undo
de la com unicación hum ana. Y es u n a prim era aproxim ación entera­
m ente válida porque en to d a experiencia hum ana hay una parte que
pertenece al ám bito de lo no-tem atizado ni quizás tematizable, es
decir, algo que vivimos, pero que resulta estrictam ente inefable.
A h o ra bien, si tom am os m uy en cuenta lo que acabam os de
indicar, se com prende sin dificultad que es característico del símbolo
el poner en relación dos dimensiones, dos niveles, dos universos del
discurso, uno de orden lingüístico y el o tro de orden no lingüístico. El
carácter lingüístico del sím bolo es evidente, puesto que es posible
elaborar una teoría que da cuenta de su estructura y, por tanto, de su
sentido o de su significación. Pero, al m ism o tiem po, la dimensión no
lingüística del símbolo resulta tam bién evidente, puesto que en el
psicoanálisis, en las relaciones hum anas, en el complejo m undo de lo
estético y en la historia com parada de las religiones se advierte la
presencia de experiencias fundam entales que no son traducibles al
7.
C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en la obra dirigida por el mismo Jung, El
hombre y sus símbolos, M adrid 1974, 21; un buen estudio del pensam iento de Jung sobre
este punto, en J. Jacobi, Komplex, Archetypus, Sym bol in der Psychologie C. G. Jungs,
Z ürich-S tuttgart 1957.
¿Qué es un simbolo?
173
nivel consciente de lo que puede ser form ulado adecuadam ente m e­
diante el discurso8, es decir, m ediante el utillaje que nos proporciona
el lenguaje o, en general, la semántica.
D ando un paso más, podem os avanzar en nuestra descripción de
lo que es el sím bolo diciendo que su función propia consiste en: 1)
asum ir las experiencias m ás fundam entales o más profundas de la
existencia hum ana; 2) traducir y disciplinar tales experiencias al
nivel de la conciencia; 3) expresar o com unicar tales experiencias.
P or ejemplo, cuando en el lenguaje am oroso u na persona le dice a
o tra que es un cielo o cuando simplemente le dirige una m irada
especialmente profunda, ahí se da un elemento de experiencia que no
se puede com unicar m ediante un a doctrina o una teoría y que sólo se
puede expresar m ediante la m irada o utilizando la expresión simbóli­
ca de lo que suponem os es el cielo. En este caso, la m irada o la
expresión simbólica del cielo (enm arcada en un contexto vital deter­
m inado) tienen la triple función de asum ir la experiencia m ás honda
que vive la persona, traducir y disciplinar esa experiencia al nivel de lo
consciente y, por últim o, expresar o com unicar tal experiencia. Te­
niendo en cuenta que este tipo de experiencias no pueden ser ni
asum idas, ni com unicadas, de o tra m anera. P or eso, el mensaje que
emite u n a m irada es indeciblemente m ás total y más expresivo que
todo un discurso sobre el am or, por más que tal discurso sea una
verdadera pieza o ratoria o un alarde de erudición y penetración
filosófica. Aquí es im portante recordar que un buen discurso sobre el
am or com unica, sin d uda alguna, m ás ideas acerca de ese asunto que
un a m irada. Pero es casi seguro que las ideas m ás brillantes y más
exactas sobre el am or no tienen la capacidad de hacer que quien
escucha el discurso tenga la experiencia de sentirse querido, m ientras
que la m irada suscita fácilmente tal experiencia. Evidentemente, esto
quiere decir que la m irada no se sitúa al nivel del signo o del conjunto
de signos que com ponen el discurso; la m irada es un símbolo, que se
sitúa a un doble nivel: el nivel de lo lingüístico, puesto que puede ser
analizada m ediante el instrum ental que nos ofrece el lenguaje; y al
nivel de lo no lingüístico, puesto que se tra ta de una experiencia que
adentra sus raíces en lo pre-conceptual y atemático, es decir, en
aquello que escapa a las posibilidades del discurso lingüístico y que
sólopuede ser asum ido y expresado m ediante el símbolo que asume la
experiencia.
i
8.
Cf. P. Ricoeur, Par oí jet symbole, en la obra editada por J. E. M enard, L e
symbole, S trasbourg 1975, 141!
174
5.
Los símbolos de la fe
S ím b o lo y m e tá fo r a
P ara com prender m ás de cerca lo que es el símbolo, interesa
diferenciarlo de la m etàfora. P or dos razones que se com prenden
fácilmente. En prim er lugar, porque en el uso diario que hacemos de
no pocos símbolos, éstos pueden confundirse fácilmente con las
figuras lingüísticas que denom inam os «m etáforas», hasta el punto de
que m uchas veces no se sabrá a ciencia cierta si lo que im a persona
está utilizando es un sím bolo o una m etáfora. En segundo lugar,
porque la m etáfora es la figura lingüística que m ás se parece al
símbolo, lo cual quiere decir que podem os llegar a captar m ejor el
símbolo precisam ente a p artir de la m etáfo ra9.
P or o tra parte, la m etáfora es una figura de orden lingüístico. Pero
cuando se tra ta del símbolo, hemos dicho que se sitúa a dos niveles,
uno de orden lingüístico y otro de orden no lingüístico, lo que viene a
indicarnos que la m etáfora es el límite a partir del cual entram os en el
cam po específico de lo simbólico. La m etáfora es el punto de sutura
entre lo lingüístico y lo no lingüístico, entre el signo y el símbolo. Por
consiguiente, es prácticam ente imposible com prender adecuadam ente
lo que es un símbolo si antes no precisamos, hasta donde sea posible,
lo que es una m etáfora. Lo cual, p p r o tra parte, representa una
ventaja m etodológica de considerable im portancia. Porque se ha
dicho m uchas veces que el sím bolo no'puede ser captado y com pren­
dido p o r el lenguaje conceptual; y se h a dicho tam bién que hay más en
el sím bolo que en su equivalente a nivel conceptual. Este punto ha
sido fuertem ente destacado por los enemigos del pensam iento con­
ceptual. P ara ellos es necesario escoger: o el símbolo o el concepto.
A hora bien, la teoría de la m etáfora nos conduce a otro planteam ien­
to: no se tra ta de hacer la elección entre el símbolo y el concepto, sino
de m ostrar la conexión que existe entre lo conceptual y lo no concep­
tual. Y no sólo eso, sino sobre todo se trata de ver los límites que
implica lo puram ente conceptual, puesto que en la realidad de la vida
existe de hecho «un exceso de sentido», que no puede ser ni captado ni
expresado por el concepto. Pero teniendo en cuenta, al mismo tiempo,
que sólo a partir del concepto se puede acceder a lo que en realidad
representa ese «exceso de sentido»10.
U n a vez que hemos hecho estas advertencias previas, venimos ya
directam ente a lo que aquí nos interesa. ¿Qué es una metáfora? Y a en
la P oética de Aristóteles se dice que la m etáfora es la transposición de
un nom bre extraño (a llo tríos), es decir, que designa otra cosa o que
9.
10.
Cf. P. Ricoeur, o. c„ 143.
Cf. sobre este planteam iento,
ibid., 151.
0
1
S ím b o lo y m e tá fo r a
175
pertenece a o tra c o sa 11. Esto quiere decir que, en la concepción
clásica de la retórica, la m etáfora se refiere a la palabra y se localiza en
la palabra, no en el d iscu rso 12. Y consiste en la desviación del sentido
literal de la palabra. L a razón de esta desviación es la semejanza. Esta
semejanza tiene com o función el fundar la sustitución del sentido
literal de la palabra p o r un sentido figurado. De ahí que, en esta
concepción clásica que venimos describiendo, la m etáfora no com­
p o rta ninguna innovación semántica, es decir, la m etáfora consiste
lisa y llanam ente en la sustitución de una palabra por otra. De donde
resulta que la m etáfora no sum inistra ninguna información sobre la
realidad y, por consiguiente, su papel es meram ente decorativo en el
conjunto del lenguaje y del discurso h u m an o s13.
A hora bien, esta concepción de la m etáfora h a sido puesta en
cuestión m odernam ente. A nte todo, por la obra fundam ental de I. A.
R ichards y m ás tarde por los trabajos de M ax Black, M . Beardsley, C.
M. Turbáyne y Ph. W heelw right14. Prescindiendo de una serie de
cuestiones, que no es éste el lugar de analizar, el punto fundam ental
en la nueva concepción de la m etáfora está en que ella no consiste en
la simple sustitución de una palabra p o r otra, sino en la creación de
un nuevo sentido a nivel de la frase entera. De ahí que la m etáfora
supone una creación instantánea, u n a innovación semántica. A hora
bien, este planteam iento com porta dos conclusiones importantes: 1)
las verdaderas m etáforas son intraducibies; y son intraducibies p o r­
que crean un nuevo sentido en el discurso hum ano; 2) la m etáfora
no es un mero adorno del lenguaje, sino que com porta una inform a­
ción nueva sobre la realidad de la que se h a b la 15.
U na vez que hemos visto cuáles son los trazos esenciales de la
m etáfora, pasam os a determ inar lo que el símbolo añade a ella; es
decir, se trata de precisar qué es lo que hay en el símbolo que no se da
en la m etáfora. A nte todo, es im portante advertir que en el símbolo
hay algo que es com ún con la metáfora: se trata de la semejanza.
T anto en la m etáfora com o en el símbolo existe una determ inada
semejanza entre la frase en su sentido literal y la frase según el sentido
nuevo que adquiere en virtud de la creación o la innovación semántica
que, com o hemos dicho, caracteriza a la m etáfora. Pero en el símbolo
11. Cf. un excelente estudio-sobre este punto, en P. Ricoeur, La méiaphore vive. Paris
1975, 13-61.
i
12. Ibid., 23.
13. Cf. P. Ricoeur, Parole et symbole
14. I. A. Richards, The philosophy oM $0& ric, Oxford 1936; M. Blacíl£} $dels and
metaphors, Ithaca 1962; M. C, Beardsleygfassthetics
bay ne,
The m yth oj metaphor, Yale ¿962; Ph. w f t S ^ r i g m , ffietaphor arid reality, I:
ha 1962.
15. Cf. P. Ricoeur, Parole et symboìjjk 147-148; Id., La mètaphore vi\4
-155,
C Λ R. A C ^
176
Los símbolos de la fe
hay algo que no se d a en la m etáfora. ¿Qué es eso? Paul Ricoeur ha
hablado acertadam ente de lo que él llam a «el m om ento no semántico
del sím bolo»16, es decir, hay algo en el símbolo que no «pasa» en la
m etáfora. Ese «algo» es la experiencia pre-conceptual en sus raíces
más hondas. Tal experiencia se sitúa al nivel de las pulsaciones
inconscientes, al nivel del «deseo», al nivel del bios y no del logos. Por
eso, la m etáfora es una invención libre del discurso, m ientras que el
símbolo implica una correspondencia que es, de hecho, vinculante. Es
decir, en el sím bolo se d a u n a correspondencia que liga y vincula la
expresión a nivel sem ántico y consciente con las experiencias funda­
m entales de la existencia. P or eso, las m etáforas se pueden inventar,
los símbolos se enraízan en las experiencias vinculantes del cosmos.
En consecuencia, se puede decir que la m etáfora se estructura a partir
de la semejanza, m ientras que el símbolo se construye no sólo a partir
de la semejanza, sino específicamente en virtud de la corresponden­
c ia 17.
6.
L as características del símbolo
Después de lo que hasta aquí hemos dicho acerca del símbolo y su
relación con la m etáfora, podem os ya describir cuáles son las caracte­
rísticas que configuran al símbolo. Y así podrem os com prender en
qué consiste la diferencia fundam ental entre el símbolo y el signo.
1. El sím bolo es, en su constitución más elemental, la expresión
de una experiencia. Esto quiere decir que para que haya símbolo es
absolutam ente necesario que haya experiencia hum ana. D onde no
hay una experiencia hum ana, vivida desde la profundidad de lo
inconsciente, no hay símbolo. N i puede haberlo. Porque entonces no
hay nada que asumir, ni n ad a que com unicar. Precisamente en el
m undo de la com unicación hum ana hay símbolos — y no sólo signos
y m etáforas— porque todos los hom bres vivimos experiencias funda­
mentales, que adentran sus raíces en el inconsciente; y que, precisa­
m ente p o r eso, no pueden ser asum idas y expresadas nada m ás que
m ediante las expresiones de com unicación que llamamos símbolos.
2. L a experiencia, de la que se tra ta en el símbolo, com porta una
dim ensión no racionalizable, no tem atizable a nivel de las estructuras
puram ente racionales o lingüísticas. P o r eso, en el símbolo se da algo
que no existe en el signo. Porque el signo, com o ya se dijo, consiste en
la unión de un «significante» y un «significado»; pero el significado es
16.
17.
Parole et Symbole, 151.
Ibid., 155.
Las características del símbolo
¡77
siempre u n «concepto». A hora bien, en el símbolo se da precisamente,
com o constitutivo específico, un com ponente no-conceptualizable,
puesto que la experiencia adentra sus raíces en el inconsciente de la
persona. P or eso tam bién, en el sím bolo se da lo que hemos llam ado
un «m om ento no semántico», en cuanto que en la comunicación
simbólica se emite un mensaje que no es abarcable por ninguna
fórm ula lingüística y, en general, p o r ningún signo, ni siquiera por la
simple m etáfora. P or eso, una m irada expresa y comunica lo que no
puede expresar ni com unicar el mejor discurso. P or eso tam bién, en el
m undo de la sexualidad, el abrazo, el beso o la caricia com unican más
que todo un tratad o sobre el asunto. Es m ás, sabemos perfectamente
que la experiencia del am or no se puede com unicar, en profundidad,
nada m ás que m ediante expresiones simbólicas.
3. El sím bolo tiene una potencia intrínseca. Y tiene tal potencia
intrínseca porque, com o hem os dicho antes, se construye específica­
m ente en virtud de la correspondencia que se d a entre las pulsaciones
inconscientes y su expresión externa, entre el bios y el logos, entre la
experiencia pre-conceptual y su form ulación a nivel de la conciencia.
Aquí radica la diferencia esencial entre el signo y el símbolo. Todo
símbolo es signo, pero no a la inversa. Porque el signo es intercam bia­
ble a voluntad, m ientras que el símbolo es constitutivo de la existencia
hum ana. Por ejemplo, la vida afectiva de cada persona se configura
en virtud de los símbolos que vive cada cultura y m ediante los que
expresa las experiencias fundam entales de la vida. Y por esta misma
razón existe tam bién una diferencia esencial entre el símbolo y la
m etáfora. Porque, com o se h a dicho, las m etáforas se pueden inven­
tar, m ientras que los símbolos se enraízan en las experiencias vincu­
lantes del cosmos.
4. El sím bolo n o significa en sentido propio, sino figurado. Esto
quiere decir, que, cuando se tra ta de un símbolo, tanto el que lo pone
como el que lo recibe, no se orientan hacia el símbolo mismo, sino
hacia lo que se simboliza m ediante el símbolo, es decir, hacia la
experiencia hum ana quei / t á en ju e g o y que se expresa m ediante el
símbolo. Este punto es im portante en la práctica. Porque sabemos de
sobra que, con frecuencia, los símbolos pueden degenerar en m eros
rituales que se ponen rutinariam ente. En tal caso, tanto el emisor
como el receptor se orientan exclusivamente hacia el gesto externo,
pero no ya hacia la experiencia que, en principio, se trataría de
expresar. Por ejemplo, es frecuente que algunos símbolos fundam en­
tales de comunicación hum ana, com o el beso o el abrazo, se lleguen a
ritualizar y se queden en meros gestos convencionales, que no expre­
san ni am or, ni am istad. Si dos políticos se saludan ante las escaleri­
llas de un avión dándose un abrazo y un beso, eso no quiere decir que
178
Los símbolos de la fe
entre ellos exista un afecto o am istad entrañables. El símbolo original
h a sido utilizado p a ra o tra cosa. Y entonces, los dos personajes
ejecutan correctam ente el gesto ritualizado, pero eso no les remite
hacia la experiencia que el abrazo o el beso expresan en nuestra
cultura. Entonces, el «símbolo» no sirve ya para expresar, sino para
ocultar: detrás del abrazo y el beso se ocultan las intenciones reales de
cada personaje, que bien pueden ser intenciones m arcadas p o r el más
refinado interés a todos los niveles.
5. El símbolo puede ser contem plado. Esto quiere decir que
algo, que es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la contem ­
plación en el símbolo. En otras palabras, el símbolo remite siempre e
un «más allá» de sí mismo. P or eso, lo inefable, lo misterioso, lo que
p o r sí m ismo es esencialmente invisible, puede ser ofrecido a la
contem plación en el símbolo. Y sólo m ediante el símbolo. Porque se
tra ta de realidades que nos rem iten a una totalidad de sentido en la
experiencia hum ana. A hora bien, u n a experiencia de totalidad no
puede ser abarcada, ni siquiera a nivel descriptivo, p o r ninguna
fórm ula lingüística, por ningún signo convencional, por ninguna
m etáfora. L a totalidad de sentido, que resulta inevitablemente inefa­
ble e invisible, se nos m uestra y se nos ofrece m ediante el gesto
externo, el gesto simbólico, que nos remite «más allá» de sí mismo.
E ntre el gesto externo y la totalidad de sentido existe u n a correspon­
dencia; y es esa correspondencia la que configura al símbolo, la que le
confiere su fuerza interna, la que lo sitúa al nivel del bios y no
simplemente en la línea m ás superficial del logos.
6. El símbolo presupone siempre un código socialmente adm iti­
do de comunicación. Es decir, la expresión externa y simbólica, que
asume y com unica la experiencia profunda, tiene que estar socialmen­
te adm itida p o r la cultura en la que el símbolo se pone. Y tiene que
estar adm itida culturalm ente com o expresión de tal experiencia. Por
ejemplo, en nuestra cultura el am or se expresa besando y no se
expresa haciendo profundas reverencias. Seguramente en otras cultu­
ras se h a expresado o se puede expresar de otras maneras. Pero, desde
este punto de vista, resulta evidente que el hom bre no hace los
símbolos, sino que son los símbolos los que configuran al hombre.
P or lo demás, de m om ento prescindimos de la cuestión que consiste
en determ inar si los símbolos son siempre culturales o si existen
símbolos trans-culturales, es decir si todos los símbolos son producto
de la cultura; o si existen símbolos arquetípicos y universales que
estarían enraizados, no ya en u n a cultura determ inada, sino en la
naturaleza misma. Sobre este asunto hablarem os enseguida. Pero, en
todo caso, está fuera de duda que una cosa no es prim ero símbolo y
luego, m ediante explicaciones, teorías y doctrinas se consigue que sea
Naturaleza y cultura
179
aceptada socialmente; sino que, por el contrario, una cosa es símbolo
porque es socialmente aceptada y vivida en una cultura como tal
símbolo. En este sentido, ha escrito acertadam ente Paul Tillich:
El acto que crea el símbolo es un acto social, incluso cuando el símbolo
surge primero de un individuo. El individuo puede inventar signos para
sus necesidades particulares, no puede fabricar símbolos; si una cósa se
constituye en símbolo para él, es siempre en función de la comunidad,
que puede a su vez reconocerse en ese símbolo. Esto se pone de
manifiesto de manera particularmente explícita en los símbolos confe­
sionales que, ante todo, no son sino los signos por los que los miembros
del grupo se reconocen unos a otros. La «simbólica» es la ciencia de los
signos de reconocimiento de las confesiones, es la ciencia de las confe­
siones18.
7.
N aturaleza y cultura
Q ueda u n a cuestión por aclarar: ¿qué relación existe entre «lo
natural» y «lo cultural» cuando se tra ta de los símbolos? Esta pregun­
ta es im portante. Porque, en definitiva, se trata de saber si todo
símbolo es necesariam ente cultural o si se puede hablar de símbolos
transculturales. Es decir, la cuestión está en saber si todos los símbo­
los son necesariam ente producto de la cultura; o si hay también
símbolos que rebasan los límites de cada cultura, en cuyo caso
tendríam os símbolos universales, que serían como símbolos arquetípicos o primordiales.
C om o es sabido, C. G. Jung ha defendido insistentemente la
existencia de símbolos universales a los que llam a arquetipos. Para
ello se basa en el análisis de los sueños. Tales arquetipos se distinguen,
según Jung, de los instintos. Su pensam iento en este sentido es claro:
Aquí debo aclarar las relaciones entre los instintos y los arquetipos: lo
que propiamente llamamos instintos son necesidades fisiológicas y son
percibidos por los sentidos. Pero al mismo tiempo también se manifies­
tan en fantasías y con frecuencia revelan su presencia sólo por medio de
imágenes simbólicas. Estas manifestaciones son las que yo llamo arque­
tipos. N o tienen origen conocido; y se producen en cualquier tiempo o
en cualquier parte del mundo, aun cuando haya que rechazar la
transmisión por descendencia directa o «fertilización cruzada» median­
te migración19.
18. P. Tillich, Das religiose Symbol, en Die Frage nach dem Unbedingten, en Gesam­
melte W erke V, S tuttgart 1964, 197-198; cf. del mismo autor, Wesen und Wandel des
Glaubens, Berlin 1961, 53-60. U n estudio sobre el símbolo en Paul Tillich, en F. M anresa,
E l concepto de símbolp en la teología de Paul Tillich, San C ugat 1977; para una presenta­
ción m ás elem ental, del tem a cf. C. J. Am bruster, El pensamiento de Paul Tillich,
S antander 1968, 148-152.
19. C. G. Jung, Acercamiento al inconsciente, en El hombre y sus símbolos, 69.
180
Los símbolos de la fe
Desde otro punto de vista, la existencia de símbolos universales o
arquetípicos ha sido defendida p o r determ inados especialistas en
historia com parada de las religiones, como Mircea Eliade, o por
algunos psicólogos, com o L. Beirnaert. Estos autores encuentran
«una relación entre las representaciones dogmáticas, las simbolizacio­
nes de la religión cristiana y los arquetipos activados por símbolos
n aturales»20. Según esta teoría, el simbolismo del agua sería un caso
típico de sím bolo arquetípico vigente en todos los tiempos y en todas
las culturas. P or eso, los sacram entos cristianos son, según estos
autores, universalm ente válidos y sirven para todos los hom bres de
todos los tiempos. Por la sencilla razón de que tienen su fundam ento
en los arquetipos universales y transculturales que laten en el incons­
ciente colectivo de la hum anidad y que se manifiestan de m anera
bastante uniform e en todos los hombres.
Sin embargo, esta teoría está m uy lejos de ser universalmente
aceptada hoy por todos los especialistas en la materia. Y la razón
fundam ental por la que los autores no están de acuerdo con la teoría
de Jung radica en que no sabemos, ni podem os saber, a ciencia cierta
dónde finaliza el «instinto» y dónde comienza la «cultura». Por
ejemplo, llorar o reír form an parte, de un m odo universal, del inven­
tario de la cultura infantil; besar parece ser una variante de mamar.
Tam bién se puede decir que la cólera, el miedo, la vergüenza son
descripciones de «emociones», que son reflejo psicológico de reaccio­
nes físicas que es probable que sean comunes a todas las especies. De
ahí que, en circunstancias adecuadas, casi todas estas reacciones
autom áticas pueden emplearse p ara transm itir mensajes reconocidos
por la cultura; por ejemplo, según las convenciones de nuestra cultura
occidental, llorar «significa» tristeza, reír «significa» alegría, el beso
«significa» amor. Pero com o se ha dicho muy bien, estas asociaciones
conscientes no son universales hum anos y, a veces, el significado
como sím bolo/signo de una acción se puede separar completamente
de la respuesta a la señal a la que se refiere21.
El problem a no parece que pueda ser resuelto fácilmente. Porque,
sea cual sea la teoría que se pueda tener sobre el símbolo, es un hecho
que lo que distingue el com portam iento del homo sapiens del de los
otros animales, está en que toda su actividad psíquica (salvo raras
excepciones) es indirecta o reflexiva, es decir, que no tiene ni la
inmediatez, ni la seguridad, ni la univocidad del instinto. Y la m arca
anatómica-fisiológica de eso está en que un «tercer cerebro» asume,
20. L. Beirnaert, La dimension mythique dans le sacramentalisme chréiien: Eranos
Jahrbuch 17 (1949) 276; cf. M. Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 199-235.
21. E. Leach, Cultura y comunicación, 63.
Símbolo V realidad
181
en el homo sapiens, los dos cerebros histológicamente y fisiológica­
mente diferenciados: el del m am ífero (rinoencéfalo) y el del vertebra­
do (neoencéfalo) m ediante el cual la agresividad y la emotividad son
interpretadas, es decir, «dobladas» a través de efectos reflexivos,
representaciones, fantasías e ideas. De ahí que, como lo ha visto
perfectam ente Ernst Cassirer, toda la actividad hum ana, todo el genio
hum ano no es nada m ás que un conjunto de «formas simbólicas»
diferenciadas22. Pero el problem a está en que no sabemos hasta
dónde llega el instinto y dónde actúa ya la «interpelación» y el
«doblaje» del instinto en formas simbólicas que necesariamente son
asim iladas por el individuo en su entorno cultural, en su ambiente
concreto, en sus form as de relación. Teniendo siempre muy en cuenta
que el medio cultural actúa sobre el individuo desde el prim er mo­
m ento de su existencia. Lo cual nos obliga a pensar, según parece, que
toda expresión simbólica, está necesariam ente m arcada por la cultu­
ra. Es decir, parece que se puede afirm ar con bastante seguridad que
todo símbolo es cultural, o sea que no existen arquetipos simbólicos
que sean universalm ente válidos p ara todas las culturas. Y, desde
luego, lo que sí es absolutam ente cierto es que los especialistas en
estas m aterias consideran la teoría de los «símbolos arquetípicos y
universales» com o una simple teoría, una entre otras, pero que no es
com o un hecho incuestionable. P or lo menos esta conclusión es
indudablem ente seQ ra.
'i
f
8.
Símbolo y realidad
Según el uso corriente y vulgar, la palab ra símbolo se aplica a una
cosa que representa convencionalm ente a otra: la azucena es el
símbolo de la pureza; el olivo es el sím bolo de la p az23. E sta utiliza­
ción de la palabra símbolo nos viene a decir que, en la m entalidad de
m ucha gente, lo simbólico es lo que se contrapone a lo real. Porque
evidentemente la azucena no es la pureza, sino su representación
convencional, de la misma m anera que una ram a de olivo tam poco es
la paz, sino aquello con lo que los hom bres representan convencional­
mente el hecho de vivir en paz. P or eso, en el lenguaje corriente, dar
simbólicamente una cosa no es dar realm ente esa cosa, sino algo que
de alguna m anera \ ά representa.
Lógicamente, esta m anera de entender el símbolo representa una
dificultad m uy seria para poder com prender lo que es un sacramento.
22.
23.
Cf. G. D urand ,-L'umvers du symbole: Rev. Se. Rél. 49 (1975) 12.
Cf. M . M oliner, Diccionario del uso del español II, M adrid 1975, 1168.
182
Los símbolos de la f e
Porque si decimos, p o r ejemplo, que la eucaristía es un sacram ento y,
en consecuencia, afirm am os que es un símbolo, entonces parece que
estam os defendiendo que en ella po se contiene realmente el cuerpo y
la sangre de Cristo, puesto que lo simbólico es — según piensa m ucha
gente— lo que se contrapone a lo real.
A hora bien, p o r lo que hemos explicado acerca de la naturaleza
del símbolo, se com prende perfectamente que esa dificultad no tiene
razón de ser. P or la sencilla razón de que el símbolo, no sólo no se
contrapone a lo real, sino que por el contrario es la expresión y la
com unicación m ás profu n d a y m ás seria de las realidades m ás densas
de la existencia hum ana. Por ejemplo, cuando decimos que una
persona se entrega de verdad a otra, estam os afirm ando algo que es
profundam ente real. Pero está claro que esa entrega no consiste en
que una persona le da a otra sus m anos, sus pies o su cabeza. C uando
decimos que una persona se entrega de verdad a otra, estamos
afirm ando que le entrega su am or, que se com prom ete con ella, que
vincula su destino al de la otra persona, porque hay una donación real
y verdadera de las aspiraciones m ás profundas, que en am bas perso­
nas vienen a ju n tarse y coincidir en un único proyecto. A hora bien,
¿cómo se asumen, se expresan y se entregan esas realidades tan
profundas? P ara eso n o hay m ás medio de com unicación que los
símbolos, com o ya hem os explicado antes. Porque cuando se trata de
realidades hum anas, lo m ás im portante y lo verdaderam ente específi­
co de tales realidades no es lo puram ente físico, lo m aterial y lo
tangible, sino la.realidad que se asume y se com unica a nivel simbóli­
co y sólo a nivel simbólico. Decir entonces que eso no es real, sería lo
mism o que afirm ar que el am or y el odio, la libertad y el sometimien­
to, el sentido de la vida y el sinsentido de la existencia son cosas
puram ente im aginarias y ficticias. E n otras palabras, por ese camino
caeríam os en el m ás craso m aterialism o y llegaríamos a negar lo que
propiam ente constituye al hom bre en su realidad específica.
Es más, a la vista de lo que acabam os de decir acerca del símbolo,
se puede y se debe afirm ar que lo simbólico es esencialmente constitu­
tivo de la existencia hum ana. Y p or eso, se puede y se debe decir
tam bién que los símbolos no pueden desaparecer, ni siquiera decaer
en cualquier m om ento de la cultura o de la historia, por m ás que tal
m om ento sea rabiosam ente «m aterialista», como a veces se dice con
m ás atrevim iento y superficialidad que con un conocimiento real de la
existencia hum ana tal com o de hecho es. P or eso resulta por lo menos
ingenuo el afirm ar que hoy la gente h a perdido el sentido de lo
simbólico, debido al im pacto de la sociedad tecnocràtica en la que
vivimos. C uando se dicen esas cosas, lo único que se da a entender es
que quien habla de esa m anera no sabe lo que está diciendo. Porque
Cuando los símbolos degeneran en ritos
183
hoy la gente necesita cariño, com o lo h a necesitado siempre; y si hoy
la gente necesita expresar su sentido de la vida, como lo ha necesitado
siempre, al igual que las demás experiencias fundam entales que cada
uno vive, entonces está claro que los símbolos tienen y seguirán
teniendo la pervivencia y la razón de ser que siempre tuvieron.
Desde este pun to de vista, parece enteram ente acertado lo que
recientemente h a escrito Leonardo Boff:
N o creemos que el hombre moderno haya perdido el sentido de lo
simbólico y de lo sacramental. También él es como otros de otras
etapas culturales, y en consecuencia es también productor de símbolos
expresivos de su interioridad y capaz de descifrar el sentido simbólico
del mundo. Quizás se haya quedado ciego y sordo a un tipo de símbolos
y ritos sacramentales que se han esclerotizado o vuelto anacrónicos. La
culpa, en ese caso, es de los ritos y no del hombre moderno. No
podemos ocultar el hecho de que, en el universo sacramental cristiano,
se ha operado un proceso de momificación ritual. Los ritos actuales
hablan poco de sí mismos y por sí mismos. Necesitan ser explicados. Y
una señal que tiene que ser explicada no es señal. Lo que precisa la
explicación no es la señal, sino el misterio contenido en la señal. A
causa de esta momificación ritual, el hombre moderno, secularizado,
sospecha del universo sacramental cristiano. Puede verse tentado a
cortar toda relación con lo simbólico religioso. Pero al hacer eso no
sólo corta con una riqueza importante de la religión; cierra simultánea­
mente las ventanas a su propia alma, porque lo simbólico y lo sacra­
mental constituyen dimensiones profundas de la realidad humana24.
9.
Cuando los sím bolos degeneran en ritos
En el texto que acabam os de leer se habla de símbolos y de ritos. Y
se dice que en los sacram entos, tal como son practicados en la
actualidad, se ha producido una «momificación ritual», es decir, el
símbolo ha degenerado en u n a especie de «momia», algo m uerto y
petrificado, que h a perdido su vitalidad y, por tanto, su fuerza
expresiva. P o r eso, dice L eonardo Boff, el hom bre m oderno sospecha
del universo sacram ental cristiano.
Esto es verdad. Pero necesita algunas aclaraciones para ser com­
prendido adecuadam ente. Concretam ente nos interesa saber: 1)
¿qué es el rito?; 2) ¿por qué y cómo el símbolo degenera en rito?
C uando se tra ta de saber con cierta precisión lo que es el rito,
conviene tener presente lo que acertadam ente ha escrito G. Van der
Leeuw:
¡
24.
L. Boff, L os sacramentos de la vida, S antander 1977, 10-11.
Los símbolos de ¡a fe
184
El hombre que se comporta de acuerdo con lo sagrado y que lo
perpetra, actúa oficialmente. N o sólo hace algo, sino que realiza lo que
tenía que realizar, tá drómena. En cierta forma, se pone en pose.
Maneja io sagrado. Repite los hechos del poder. Todo culto es repeti­
ción 25.
Estas palabras de Van der Leeuw nos ponen en la pista de lo que
es un com portam iento ritual y, en ese sentido, nos abren el acceso a la
com prensión de lo que es el rito.
S.G .F. B randon en su Diccionario de religiones comparadas, des­
cribe así lo que es un rito: el térm ino griego que expresa la idea de
«rito» es drómenon, «lo hecho». El rito tuvo probablem ente un origen
mágico, y consistiría en im itar aquello que se deseaba obtener. Tal
acción solemnemente ejecutada se suponía eficaz sobre la base del
principio de ex opere operato, es decir por el hecho mismo de su
realización. L a acción ritual iría acom pañada casi siempre de las
palabras adecuadas, cuya finalidad sería a la vez invocar a una
potencia superior y explicar el significado de la acción. El conservadu­
rismo innato del espíritu hum ano h a asegurado la exacta repetición
de tales acciones, confiriéndoles la categoría de tradiciones sagra­
d a s26.
Según esta descripción, el rito es una acción sagrada que se ejecuta
con exactitud y con una cierta solemnidad. Tal acción va acom paña­
da de determ inadas palabras que, de alguna m anera, explican el
significado de la acción. En esas palabras se contiene el m ito que
acom paña al rito. Además, al rito se le atribuye una eficacia práctica­
mente autom ática, es decir, el rito produce su efecto por el hecho
mismo de ser ejecutado con fidelidad.
D os características fundam entales del rito son: en prim er lugar,
que se trata de una acción socialmente estereoripada y sometida a una
reglam entación fija27; en segundo lugar, que produce su efecto por el
solo hecho de ser ejecutado con exactitud. Estas dos características
constituyen las convicciones más arraigadas en la conciencia de las
personas que se aferran a la práctica de rituales religiosos. Por eso, la
práctica de los ritos ofrece seguridad al que los ejecuta. Primero,
porque el rito es una acción fija y reglam entada; segundo, porque
quien lo pone en práctica tiene el convencimiento de que produce
autom áticam ente su efecto, es decir, el fruto que se pretende obtener
m ediante la práctica ritual. Desde este punto de vista, el ritual
25.
26.
27.
G. van der Leeuw, Fenomenología deila religión, México 1964, 329.
S. G. F. B randon, Diccionario de religiones comparadas II, M adrid 1975, 1241.
Cf. W. E. M ünlm ann, Ritus, en RGV, 1127-1128.
Cuando los símbolos degeneran en ritos
185
com porta una cierta mecanización de la-religión y asegura a las
personas «practicantes» una sensación de tranquilidad, que les libera
de las exigencias inherentes al com prom iso de la vida entera.
A hora bien, a la vista de estas dos características fundamentales
del rito, se com prende fácilmente por qué, con relativa frecuencia, los
símbolos pueden degenerar en meros ritos. El símbolo, tal como ha
sido descrito antes, es la expresión de u n a experiencia. En él, el signo
externo tiene la función de asum ir la experiencia m ás honda de la
persona y expresarla. Lo cual quiere decir obviamente que hay
símbolo en la m edida en que hay experiencia. El gesto externo por sí
solo, es decir vaciado de experiencia, no es símbolo de nada. De
donde resulta lógicamente que, a veces, pueden existir gestos externos
de carácter simbólico, pero que no corresponden a ninguna experien­
cia interna de la perso' a. En ese caso, el gesto externo por sí solo es un
mero ritual, si se ejeLita de acuerdo con una cierta reglamentación
(im puesta o convenci<j>nalmente adm itida) y si además se atribuye un
efecto m ás o m enos autom ático al gesto fielmente realizado. En ese
caso, el símbolo ha degenerado en rito; se ha producido la «momifica­
ción ritual» de lo simbólico.
Por otra parte, es perfectam ente comprensible que esto suceda con
frecuencia. Porque todos sabemos que hay experiencias muy funda­
m entales en la persona que com portan un riesgo y que por eso exigen
una audacia considerable cuando se tra ta de asumir y expresar tales
experiencias. Por ejemplo, la experiencia del amor, que es sin duda la
experiencia m ás gratificante, es tam bién la experiencia m ás arriesga­
da, porque exige entrega y fidelidad, liberación del propio interés,
aceptación incondicional de la libertad del otro y, en definitiva,
desencadena unos dinam ism os que nadie sabe hasta dónde le pueden
llevar. A hora bien, to d o esto quiere decir que la experiencia del am or
pone en serio peligro el instinto de seguridad y m ás aún el instinto que
tiene to d a persona a replegarse sobre sí misma. El miedo a la libertad,
por una parte, y el deseo de seguridad, por otra, pueden hacer que la
persona ejecute cabalm ente ciertos gestos de carácter ritual que no
corresponden a la verdadera experiencia que se trataría de expresar.
La ausencia de am or puede quedar enm ascarada bajo las apariencias
de un ritual perfectam ente ejecutado. Y entonces, el ritual no sirve ya
para expresar, sino p ara ocultar la verdadera experiencia que vive el
individuo: no se expresa el amor, sino que se oculta el miedo a la
libertad.
C uando se tra ta de símbolos estrictam ente religiosos, el peligro de
«momificación ritual» es m ás frecuente y m ás intenso. Porque lo que
entonces está enju ego es la relación con el trascendente. Y por eso, se
trata en ese caso de Ja experiencia m ás decisiva, la experiencia de
186
\
L os símbolos de la f e
totalidad m ás englobante y, sobre todo, la experiencia que exige la
m ayor entrega y el m ayor abandono de sí mismo. A hora bien, ante
sem ejante experiencia el hom bre puede adoptar o bien la actitud de
vaciarse ante lo trascendente o bien el intento de adueñarse de ese
m ism o ser trascendente. En el primer caso, el hom bre se expresará por
m edio de símbolos, que le rem iten a un «más allá» de sí mismo y de
todo lo que no trasciende los límites del espíritu objetivo, es decir los
límites de la existencia hum ana. En el segundo caso, por el contrario,
el hom bre ejecutará determ inados ritos, que son el intento de objeti­
var al trascendente, es decir, el intento de convertir en un objeto de
n uestra cultura al ser que está p o r encima de toda posible objetiva­
ción.
En este caso se produce lo que Paul Ricoeur ha llam ado acertadam ente el proceso de «conversión diabólica», en virtud del cual el
trascendente degenera en «cosa», en un objeto a nuestra disposición.
N ace así la «ilusión» de lo religioso, la falsa conciencia, que es el
origen de la metafisica y de la religión: la metafisica que hace de Dios
un ente supremo y la religión que tra ta de lo sagrado como una nueva
esfera de objetos e instituciones, de poderes que en lo sucesivo se
inscribirán en el m undo de la inmanencia, del espíritu objetivo al lado
de los objetos, las instituciones y poderes de la esfera económica, la
esfera política y la esfera cultural. Y añade el mismo Ricoeur:
Diremos que una cuarta esfera de objetos nace en el interior de la esfera
humana del espíritu. Habrá en adelante objetos sagrados y no sólo
signos de lo sagrado; objetos sagrados aparte del mundo de la cul­
tura2*.
D e esta m anera, los símbolos dejan de cum plir su función de
«centinelas del horizonte», que nos llevan a un «más allá» de sí
mismos, porque hacen posible el encuentro con el Dios vivo. Y al
dejar de cumplir esta función, degeneran en rituales vacíos de expe­
riencia. L a «conversión diabólica» ha cum plido entonces su papel
engañoso y destructor. L a religión es, en ese caso, «la reification y
alienación de la fe»29.
Todos sabemos por experiencia hasta qué punto es verdad lo que
sum ariam ente acabam os de describir. Es, en efecto, demasiado fre­
cuente el caso de personas que son profundam ente «religiosas», pero
cuyas experiencias reales y cuyos com portam ientos están muy lejos de
las exigencias m ás elementales de la fe cristiana. Se trata de personas
que se aferran ciegamente a la fiel observancia de los ritos religiosos
28.
P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, México 1970, 464.
29. Ibid.
Los símbolos de la f e
187
hasta el últim o detalle; en eso encuentran seguridad, paz e incluso
devoción. Pero resulta chocante que, con relativa frecuencia, tales
personas denotan u n a cierta autosuficiencia, una cierta dificultad
cuando se tra ta de arriesgarse p ara am ar incondicionalmente, una
insensibilidad ante los problem as sociales, y, en definitiva, una mal
disim ulada crispación cuando se ve cuestionada su tajante y ciega
fidelidad a los ritos y norm as religiosas establecidas. En virtud de este
complejo mecanismo, a veces se ha preferido perseguir, to rtu rar y
m atar personas, antes que tolerar un atentado contra los rituales
religiosos. Y p o r ese mismo mecanismo, los cristianos han sido
m uchas veces m ás sensibles ante la profanación de un rito que ante el
atropello de los débiles o ante el hecho brutal de la dom inación del
hom bre por el hombre.
P ara concluir este apartado, debemos hacer una advertencia que
parece im portante: existe una diferencia estructural entre el símbolo y
el rito. L a dinám ica inherente al símbolo brota de la vida, de la
experiencia vivida. P or el contrario, la dinám ica propia del rito brota
del gesto ritual mismo. P or eso, en el símbolo es fundam ental la
experiencia que vive la persona, m ientras que en el rito lo fundam en­
tal es la ejecución de los gestos y la pronunciación cabal de las
palabras que acom pañan a esos gestos. Desde este punto de vista, se
puede afirm ar que la dinám ica estructurante del símbolo es de direc­
ción centrífuga, m ientras que la dinám ica estructurante del rito es de
dirección centrípeta. En el símbolo es la vida lo que se expresa, en el
rito es el gesto lo que causa casi autom áticam ente un determ inado
efecto. Por eso, los ritos h an estado históricam ente asociados a la
magia, com o prueba la historia com parada de las religiones. Y por
eso tam bién, los símbolos están esencialmente vinculados a la vida,
concretam ente a la correspondencia entre el signo externo y la expe­
riencia que vive la persona.
M ás adelante veremos cóm o este planteam iento no significa nin­
gún atentado con tra la doctrina teológica según la cual los sacramen­
tos son actos, no sólo del hom bre, sino tam bién de Dios, acciones de
Cristo salvador y liberador de los hom bres. El problem a está en saber
si D ios actúa m ecánicam ente p o r medio de unos ritos o interviene en
nuestra vida encarnando su acción liberadora en nuestras experien­
cias m ás hondas y m ás fundamentales. Pero de este asunto tratarem os
en otro capítulo.
¡
10.
L os sím bolos de la f e
La fe cristiana com porta esencialmente la entrega y la obediencia
(Rom 16, 26; Rom 1,5; 2 C or 10, 5-6) «por la que el hom bre se confía
188
Los símbolos de la fe
libre y totalm ente a D io s» 30. Esta obediencia consiste concretam ente
en la entrega incondicional a Jesucristo. D e ahi la relación fundam en­
tal que en el nuevo testam ento se establece entre la fe y la persona de
Jesú s31. Pero esta relación del creyente con Jesús tiene un sentido
concreto: se tra ta de una decisión radical que orienta la vida entera y
que asocia y vincula la p ro p ia existencia al destino que de hecho tuvo
Jesús de N azaret. A partir de este sentido original, «la fe se realiza en
su profundidad definitiva sólo m ediante una orientación total a él
(Jesús), m ediante una vinculación de la propia vida a la de él,
acometiendo la tarea de seguirle» 32.
Por lo tanto, es hom bre de fe el que asume una vida y un destino
que van en la línea de lo que fue la vida y el destino de Jesús. Esto
quiere decir que la característica esencial del creyente no es el conven­
cim iento de unas verdades sobre Dios y sobre Cristo; ni tam poco la
práctica de unos ritos religiosos. La característica esencial del creyen­
te es el seguimiento de Jesús, asum iendo la vida y el destino de Jesús,
su postura ante los hom bres, ante las distintas situaciones que presen­
ta la vida y ante las instituciones que funcionan en la sociedad. Y
sobre todo, asumiendo la postura de obediencia radical de Jesús a la
voluntad del Padre de todos los hom bres, para realizar en el m undo el
proyecto de Dios, el reinado de Dios, que es el reinado de la justicia,
la igualdad, la fraternidad, la libertad y el amor.
La fe, por consiguiente, com porta una experiencia fundam ental.
La experiencia más fuerte y m ás decisiva que un hom bre puede tener
en este m undo. L a experiencia del am or del hom bre y la experiencia
del am or al hombre. La experiencia de la libertad y de la autorrealización. La esperiencia, en definitiva, que da sentido a toda la vida y que
orienta la existencia para siempre.
A hora bien, esto quiere decir que la fe se realiza en el com prom iso
con Jesús, el Mesías, y con los hombres, sobre todo con los hom bres
con los que se com prom etió Jesús, los pobres y los débiles, los
despreciados y el desecho de la sociedad. Pero la fe no com porta sólo
el com prom iso. Si la fe es esencialmente una experiencia, y si es la
experiencia más fuerte de la vida, eso quiere decir que la fe se tiene que
expresar tam bién simbólicamente, de acuerdo con lo que hemos dicho
acerca del símbolo y su función en la vida hum ana. Creer, por lo
tanto, es com prom eterse. Pero creer es tam bién y al mismo tiempo
30. Dei Verbum, 5: «qua hom o se totum libere D eo com mittit».
31. Cf. para una orientación bibliográfica sobre este asunto, que ha sido am pliamen­
te estudiado por la exegesis y por la teologia, J. A lfaro, Fides in terminologia biblica:
G regorianum 42 (1961) 463-505.
32. W. Trilling, Christusgeheimnis-Glaubensgeheimnis, M ayence 1957, 50; citado por
J. P fam m atter, La f e según la sagrada Escritura, en M ysterium Salutis Ì/1, 892.
E l bautismo, experiencia del Espíritu
189
expresar sim bólicam ente lo que se vive. D e ahí que si la fe com porta
una form a de vivir, com porta igualm ente unos símbolos, que expre­
san lo que el creyente vive. Por esto se com prende que las com unida­
des prim itivas expresaron ,su fe en la form a que tom aron de vivir. Pero
la expresaron tam bién et ^sus form as de celebrar lo que creían. He
aquí la razón de ser de loS sacram entos. Por eso, cabe decir con todo
derecho que los sacrameritos son los símbolos de la fe.
Pero con decir eso, no tocam os el verdadero problem a que aquí
nos interesa. Porque ya hem os indicado antes cómo los sacram entos
cristianos no fueron gestos inventados por los cristianos. Sabemos, en
efecto, que el bautism o en cuanto rito de iniciación practicado por
medio de agua se utilizaba desde antiguo en no pocas religiones
Com o sabemos igualm ente que los ritos sacrificiales de com unión,
utilizando concretam ente el pan y el vino, eran muy anteriores al
cristianism o34. A h o ra bien, si tal era la situación en los orígenes de la
iglesia, se plantea lógicamente la cuestión de saber si los sacramentos
eran considerados com o ritos o com o símbolos. Es verdad que, al
menos en principio, am bas cosas no son incom patibles, puesto que en
un ritual religioso pueden practicarse determ inados símbolos, que
sean vividos com o tales sím bolos p o r los participantes. Pero la
verdadera cuestión que aquí debemos afro n tar es si los sacramentos
fueron vividos e interpretados com o ritos o com o símbolos, es decir si
lo esencial del sacram ento es el rito que produce un efecto o es el
símbolo que expresa u n a experiencia. En el primer caso, lo esencial
sería el rito y su efecto; en el segundo caso, lo esencial sería la
experiencia que viven los que celebran el sacramento. ¿Qué nos dicen
sobre esta cuestión los textos sacramentales del nuevo testamento?
11.
E l bautismo, experiencia del Espíritu
Según los relatos del nuevo testam ento, lo primero y lo más
elemental que caracteriza al bautism o cristiano es que, a diferencia del
bautism o de Juan, es un bautism o no sólo de agua sino de Espíritu
(M t 3, 11; M e 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33; Hech 1, 5; 11, 16; 19, 3-5). La
relación entre el bautism o cristiano y la presencia del Espírtu queda
adem ás atestiguada en H ech 10, 47; 11, 15-17; 1 Cor 12, 13; Jn 3, 5.
T odo esto quiere decir que es característica esencial y específica del
bautism o cristiano la presencia del Espíritu en el bautizado.
33. Cf. p ara una inform ación bien docum entada sobre los ritos de iniciación, la obra
editada p o r C. J. Bleeker, Initiation, en Studies in the history o f religions X, Leiden 1965.
34. Cf. J. Pedersen, Israel IÌ1-1V, Copenhague 1934, 254-259; citado por G. Widen­
gren, Fenomenologia de !a religion, 279.
190
Los símbolos de la fe
A hora bien, está fuera de duda que, según el nuevo testam ento, el
Espíritu fue p ara la com unidad primitiva, antes que un objeto de
enseñanza, un d ato de experiencia. H asta el punto de que tal experien­
cia es lo que explica la diferencia y la unidad, al mismo tiempo, de las
diversas fórm ulas que utilizan los autores del nuevo testam ento para
hablar del Espíritu. Esta experiencia es presentada por los diversos
autores del nuevo testam ento de diferentes m aneras y con diferentes
fórmulas. Así, el Espíritu equivale a la experiencia del que habla, no
p o r propia iniciativa, sino p o r efecto de la acción de Dios (M e 13,11;
M t 10, 20; Le 12, 12). El Espíritu es tam bién la experiencia de una
fuerza que im pulsa y lleva a los hom bres (Le 2,27; 4,1.14; Hech 13,4;
16, 6.7; 20, 23); es una experiencia de gozo y alegría (Le 10, 21; Hech
9, 31; 13, 52; Rom 14, 17; 1 Tes 1, 6), u n a experiencia de am or (Rom
5, 5; 15, 30; 2 C or 13,13) y de libertad (2 C or 3,17). Pero, sobre todo,
es im portante observar que se tra ta de una experiencia que se presenta
com o una fuerza ( dúnamis) que invade al hom bre, se apodera de él y
le impulsa en la vida. En este sentido, la conexión entre pneuma
(espíritu) y dúnamis (fuerza) es sorprendente en los escritos del nuevo
testam ento (Le 1,17; 4,14.36; Hech 10, 38; Rom 15, 13.19; 1 Cor 2,4;
E f 8, 16; 2 Tim 1, 7). Se trata, además, de un impulso que llena en
plenitud al hom bre, es decir, se trata de una experiencia abundante y
fuerte. Este aspecto ha sido destacado por Lucas: el Espíritu llenó a
todos el día de Pentecostés (Act 2, 4), com o lo había hecho con Jesús
después del bautism o (Le 4, 1) y con Juan B autista desde el seno
m aterno (Le 1, 15), con Isabel y Zacarías (Le 1, 41.67), con Pedro
(Hech 4, 8), Pablo (Hech 9, 17; 13, 9), Esteban (Hech 6, 5; 7, 55),
Bernabé (Hech 11, 24), los apóstoles (Hech 4, 31) y los discípulos de
A ntioquía de Psidia (Hech 13, 5 2 )36. P or su parte, Pablo afirm a que el
Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, para dar al hom bre la
seguridad de que es hijo de D ios (R om 8, 16).
A la vista de estos datos, se puede afirm ar con toda seguridad que
los autores del nuevo testam ento no insisten tanto en la idea del
Espíritu santo como persona, sino m ás bien en que el Espíritu es una
fuerza, una experiencia que invade y penetra al creyente y actúa en
é l37. Es más, sabemos que en la vida y en la historia de la iglesia
prim itiva, la fe en el Espíritu no se refería prim ariam ente a la fe en la
tercera persona de la trinidad, sino antes que eso a la fe en la presencia
de la intervención de D ios en la com unidad creyente38. Es decir,
35. Cf. E. Schweizer, en T W N T VI, 397.
36. Cf. J. D upont, Etudes sur les Actes des apdtres, Paris 1967, 488.
37. Cf. I. H erm ann, K yriosund Pneuma, en Studien z. Alten und Neuen Testament II,
M ünchen 1961, 13.
38. Cf. S. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salam anca 41979, 291-297.
E l bautismo, experiencia del Espíritu
191
cuando el cristianism o primitivo nos habla del Espíritu, en realidad de
lo que nos habla, antes que nada, es de una experiencia fundam ental y
decisiva: la experiencia de la intervención salvadora y liberadora de
Dios p o r m edio de C risto en la historia hum ana.
Tenemos, p o r consiguiente, que: hablar del Espíritu es hablar,
ante todo y sobre todo, de una experiencia característica de fe. A hora
bien, si lo que caracteriza al bautism o cristiano es la donación y la
presencia del Espíritu, com o hem os visto al comienzo de este ap arta­
do, entonces se puede y se debe decir que lo específico del bautismo
cristiano es una experiencia: la experiencia del Espíritu, con lo que
supone de fuerza, de alegría, de am or y de libertad, según hemos
podido com probar en los textos del nuevo testam ento que antes se
han aducido.
Pero hay algo m ás im portante en todo este asunto. Y a hemos
citado antes los pasajes del nuevo testam ento en los que se contrapo­
ne el bautism o cristiano al bautism o de Juan. En esos pasajes se dice
claram ente que la diferencia esencial entre am bos bautism os está en
que el bautism o de Juan era un bautism o de agua, m ientras que el
bautism o cristiano es un bautism o en Espíritu. Esto quiere decir
obviam ente que lo propio y peculiar del bautism o cristiano no es el
rito, sino la experiencia. Si por otra p arte recordam os que jam ás en el
nuevo testam ento se explica el rito bautism al, jam ás se dice cómo se
realizaba, jam ás se h abla de las oraciones o palabras que lo acom pa­
ñ a b a n 39, entonces se confirm a plenam ente el hecho de que para la
iglesia prim itiva lo esencial y determ inante del bautism o cristiano no
era el ritual, sino la experiencia que vivían los creyentes.
E sta últim a conclusión se pone de m anifiesto singularmente en el
libro de los Hechos de los apóstoles. En efecto, según Hech 1, 5 y 11,
16, el bautism o cristiano y la experiencia del Espíritu son dos realida­
des vinculadas la u n a a la otra. Esto aparece expresamente destacado
en el pasaje de Hech 1, 5, ya que las palabras «dentro de pocos días
seréis bautizados con Espíritu santo», aluden inequívocamente al
acontecimiento de Pentecostés. Pero lo sorprendente es que en ese
acontecimiento los discípulos recibieron el Espíritu sin que allí media­
ra rito alguno bautism al (Act 2, 1-4). Y, lo que es más curioso, según
Hech 10, 44, el Espíritu descendió sobre Cornelio y los de su casa
antes de recibir el bautism o, es decir, prim ero se produce la experien­
cia del Espíritu; y sólo después de eso es cuando se adm inistra el rito
bautismal. De tal m anera que precisamente porque primero se ha
dado la experiencia del Espíritu, por eso Pedro se atreve a adm inistrar
el rito a los primeros p a f anos que entran en la iglesia. Las palabras de
39.
De este asunto ya h e lio s hablado en el cap. 5.
í
1
i
192
L os símbolos de la f e
Pedro son elocuentes en este sentido: «¿Se puede negar el agua del
bautism o a éstos, que h an recibido el Espíritu igual que nosotros?»
(Hech 10, 47). Y es interesante notar que cuando Pedro repite este
m ism o argum ento al inform ar a la com unidad de Jerusalén, en vez de
la expresión koiüsai to íidor (prohibir el agua) (Hech 10, 47), utiliza la
expresión kolusai ton zeón (prohibir a Dios) (Hech 11, 17). Lo cual
confirm a, una vez más, que p a ra el autor del libro de los Hechos, lo
esencial y determ inante del bautism o cristiano no es el rito del agua,
sino la experiencia que vive el creyente40.
Esta experiencia, por lo demás, no es u n a experiencia intim ista de
devoción y afecto, com o una especie de sentimiento que repliega al
sujeto sobre sí mismo. T odo lo contrario: el Espíritu es una fuerza que
em puja a los creyentes a dar testim onio de Jesús hasta los confines del
m undo (Hech 1, 8), una fuerza que impulsa a la com unidad cristiana
para que anuncie con audacia y libertad (parresía ) el mensaje de Dios
(Hech 4, 31).
12.
El bautismo, experiencia de la muerte
El verbo griego baptiszénai traduce al verbo aram eo tebal, que es
activo intransitivo, y que no significa «ser bautizado», sino «tom ar un
baño de inm ersión» o «sum ergirse»41. Esto quiere decir que el símbo­
lo bautism al del agua fue utilizado por la iglesia primitiva en el
sentido de am enaza contra la vida. Las aguas son, por supuesto,
fuente de vida; pero son tam bién agentes de m uerte y de destrucción.
Y sabem os por la historia com parada de las religiones que el simbolis­
m o de la m uerte es quizás el más destacado cuando se trata de
símbolos acuáticos42. P or otra parte, en el antiguo testam ento apare­
cen las aguas com o agentes de m uerte precisamente en momentos
especialmente significativos de la historia salvifica, concretam ente en
el diluvio y en el paso de los israelitas p o r el M ar Rojo. A hora bien,
estos dos acontecimientos son utilizados por los autores del nuevo
testam ento para explicar la significación del bautism o cristiano: el
diluvio en 1 Pe 3, 20-21; el paso del M ar R ojo en 1 C or 10, 2.
L a relación entre el bautism o y la m uerte era un tema familiar en
las prim eras com unidades cristianas. En la C arta a los rom anos,
40. Cf. E. Schweizer, en T W N T VI, 411.
41. Cf. J. Wellhausen, Das Evangelium Marci, Berlin 21909, 4; H. Sahlin, Studien zum
dritten Kapitel des Lukasevangeliums, U psala 1949, 130-133; citados po r J. Jeremias,
Teología del nuevo testamento I, 69.
42. Cf. M . Eliade, Images et symboles, Paris 1952, 199-211; J. E. Cirlot, Diccionario
de símbolos, Barcelona 1978, 54-55.
u
E l bautismo, experiencia de la muerte
193
Pablo pregunta com o sorprendido: «¿Habéis olvidado que a todos
nosotros, al bautizarnos vinculándonos al M esías Jesús, nos bautiza­
ron vinculándonos a su muerte?» (Rom 6, 3). H ay que tener en cuenta
que cuando Pablo escribía estas palabras, él no conocía personalm en­
te a la com unidad de Rom a. Es decir, la relación entre el bautism o y la
m uerte no es u n a idea específicamente de Pablo, sino que se supone
com o algo conocido por una com unidad que él no había fundado.
Por o tra parte, la pregunta no significa que se trata de algo que los
lectores habían ignorado, sino lo que podrían haber olvidado; Pablo
se lim ita a recordar a aquellos cristianos lo que ya sabían, lo mismo
que hace en Rom 7, l 43. Adem ás la ecuación ser bautizado = ser
crucificado había sido form ulada ya antes, concretam ente en 1 C or 1,
13: «¿Acaso lo crucificaron a Pablo por vosotros? o ¿es que os
bautizaron p a ra vincularos a Pablo?». En este texto, las expresiones
ser bautizado y ser crucificado son sinónimos, puesto que se utilizan
en el mismo sentido. En Col 2, 11-13 se afirma, con más vigor si cabe,
esta relación y hasta la identificación entre el bautism o y la m uerte, ya
que en ese texto, la fórm ula ser bautizado equivale a ser sepultado.
P or su parte, el auto r de la C arta a los hebreos viene a decir
prácticam ente lo mismo, puesto que el bautism o no se puede repetir,
porque Cristo no puede m orir nada más que una vez (Heb 6, 4).
Pero, en realidad, ¿qué sentido tiene esta relación y esta identifica­
ción entre el bautism o cristiano y la muerte? ¿qué quiere decir eso y a
qué se refiere en concreto? P ara responder a estas preguntas hay que
recordar, ante todo, lo que fue la experiencia del bautismo para el
mismo Jesús. Los evangelios relatan este episodio de la vida de Jesús
dándole especial relevancia (M e 1,9-11; M t 3,13-17; Le 3,21-22; Jn 1,
32-34), ya que se inscribe dentro del ciclo de Juan Bautista y es como
el centro de la actividad del precursor de Jesús. Por otra parte, la
tradición prim itiva de la iglesia concedió a este hecho una im portan­
cia singular, com o lo prueban las abundantes referencias que se nos
han conservado en ese sentido44. T odo esto nos viene a decir que las
primeras com unidades cristianas vieron en el acontecimiento del
bautism o que recibió Jesús un hecho especialmente significativo para
la vida de cada com unidad. ¿En qué sentido?
43. Cf. F. J. L eenhardt, L ’epitre de saint Paul aux remains, Neuchätel 1957, 88.
44. Cf. p ara este punto, Lundberg, La typologie baptismale dans Γancienne église,
Upsala 1942, 229-232; se pueden dar citas abundantes: Epifanio, Haer. 30, 13, 7-8; CGS
25,350-351; Justino, Dial. 8 8 ,3 ,8 ; Clemente Aiej., P aedag.l, 6,21; Jerónimo, Com. in Is,
11,2; cf. E. Klosterm ann, Apocrypha II, Berlin 1929, 6; A m brosio, Serm. 38, 2, PL 17,
679; Test. Levi 18, 6 s; Test. Juda 24, 2 s; cf. J. Jeremias, Teologia del nuevo testamento I,
67-68.
194
K
*
Los símbolos de la fe
Los evangelios sinópticos cuentan que cuando Jesús fue bautizado
por Juan, descendió el Espíritu de D ios sobre Jesús y se escuchó una
voz del cielo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (M t
3, 17; M e 1,11; Le 3, 22). Estas palabras se refieren ciertamente a Is
42, 14S. A hora bien, en ese fam oso pasaje del profetas Isaías, Dios
presenta a su siervo predilecto, que será el salvador y libertador del
pueblo, porque va a im plantar el derecho en la tierra (Is 42, 4) y la
justicia entre los hom bres (Is 42, 6), porque va a abrir los ojos de los
ciegos y va a sacar a los cautivos de las cárceles y de la m azm orra a los
que habitan las tinieblas (Is 42, 7). Se trata del nuevo éxodo, el nuevo
camino de la liberación, que «apunta a u na realidad superior, supre­
ma, que será la liberación auténtica»46. El hecho de que Jesús
recibiera el Espíritu en su bautism o y de que escuchara estas palabras
significa que, en ese m om ento, él experimentó su vocación y tom ó
conciencia de su destino. Pero, ¿en qué consistió de hecho este destino
del siervo predilecto del Padre? En el llam ado cuarto cántico del
siervo, el profeta Isaías II describe este destino como un itinerario de
sufrim iento y de m uerte, p ara salvar y liberar al pueblo de todos sus
pecados, m aldades y esclavitudes (Is 52, 13-53, 12). Y es de este
destino del que tom ó conciencia Jesús con ocasión de su bautism o y a
causa de la voz del cielo que le proclam aba com o ese siervo destinado
a cum plir tal misión.
Por consiguiente, Jesús recibió en su bautism o la misión que le
encom endaba el Padre; él tom ó plena conciencia de esa misión. Y
sabemos que tal misión no era o tra sino la entrega incondicional para
salvar y liberar a los hombres. Y eso hasta la m uerte. El bautismo, por
lo tan to , com portó p a ra Jesús u n a experiencia fundam ental y decisi­
va: la experiencia de una misión y un destino de com prom iso en favor
del pueblo, h asta m orir po r él. P or eso se com prende que las dos veces
que Jesús utilizó el verbo baptiszénai (M e 10, 38; Le 12, 50), fue para
referirse a su propia m uerte. D e donde resulta que, según la experien­
cia del propio Jesús, ser bautizado significa ser crucificado, es decir,
significa: sufrir y m orir por el pueblo. P or lo demás, aquí es de suma
im portancia advertir que el texto de M e 10, 38 está situado a conti­
nuación del tercer anuncio de la pasión (M e 10, 32-34) y significa el
rechazo tajante que hace Jesús ante las pretensiones de Santiago y
Juan, que querían ocupar los prim eros puestos, instalándose así en el
poder y la gloria sobre los demás (Me 10, 41-45). D e donde resulta
45. N o se trata, por tanto, de un a cita com puesta del Sal 2 ,7 y de Is 42,1, com o lo ha
d em ostrado con claridad J, Jeremías, Teología del nuevo testamento I, 71-72; Id., Abba.
Studien zur neutestamentlichen Theologie und Zeitgeschichte, G öttingen 1966, 192-198.
46. L. Alonso Schökel, en Nueva Biblia española, M adrid 1975, 841.
El bautismo, experiencia de la muerte
195
que, según la enseñanza y la experiencia del propio Jesús, asumir el
bautism o equivale a asum ir esta orientación fundam ental de la vida y
este destino: el rechazo de todo lo que sea dominación, opresión y
m ando sobre los demás; y en vez de eso, el servicio hasta la muerte.
Por lo demás, esta vinculación entre el bautism o de Jesús y su m uerte
no es exclusiva de los evangelios sinópticos. En la prim era carta de
Juan se dice: «El que vino con agua y sangre fue él, Jesús el Mesías; no
vino sólo con agua, sino con el agua y la sangre» (1 Jn 5, 6). Según la
interpretación m ás probable, estas palabras enigmáticas se refieren al
bautism o de Jesús y a su m uerte; y quieren decir que entre el bautism o
y la m uerte existe una conexión fundam ental47. También desde este
punto de vista, la experiencia de Jesús en su bautism o fue la experien­
cia de un destino hacia la muerte.
Pero, sin duda alguna, el testim onio más claro de todo el nuevo
testam ento acerca de la conexión que existe entre el bautism o cristia­
no y la m uerte es el texto de R om 6, 3-5:
¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos
al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte? Luego
aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él,
para que, así como Cristo fue resucitado de 1.a muerte por el poder del
Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva. Además, si
hemos quedado incorporados a él por una muerte semejante a la suya,
ciertamente también lo estaremos por una resurrección semejante.
Para com prender lo que Pablo quiere decir en este texto, hay que
tener presente, antes que nada, que aquí no se trata de lo que
podríam os llam ar una «mística cultual cristiana»48, es decir no se
trata de que, en virtud del rito del bautism o, el bautizado queda
místicamente identificado con Cristo, pero de m anera que en la
práctica puede proceder a su capricho. Precisamente eso es lo que
Pablo quiere evitar, p ara quitar la razón a los falsos cristianos que le
acusaban de que su teolcyúa sobre la liberación de la ley, en realidad a
lo que llevaba era al lib i linaje. Pablo rechaza esa acusación que, sin
duda, algunos le echaban en cara (R om 2, 1-5; 3, 5-8)49. Y aquí,
precisam ente p a ra dem ostrar lo falsa que era esa teoría, echa m ano de
lo que era la praxis del bautism o en la com unidad, o mejor dicho, en
las com unidades cristianas de aquel tiempo.
47. Cf. M. Kohler, L e coeur et les mains. Commentaire de la première epitre de Jean,
Neuchätel 1962, 174-179.
48. Cf. E. K äsem ann, An die Römer, en Handbuch zum Neuen Testament, Tübingen
1973, 152.
'
1
49. Cf. A. Viard, Saint Pdul. Epitre aux remains, Paris 1975, 142.
196
Los símbolos de la fe
El razonam iento de Pablo se basa en un hecho: el bautism o lleva
consigo un cam bio tal en la persona que en realidad empieza a
cam inar por la vida de una m anera com pletam ente nueva ( én kainóteli soés peripatésom en) (R om 6, 4). Aqui es im portante tener presente
el uso que se hace en la Biblia del verbo peripatéo, en cuanto que sirve
p ara expresar la vida ético-religiosa del h o m bre50, es decir, su com ­
portam iento m oral. En el lenguaje de Pablo es constante la utilización
de este verbo en el sentido de conducta ética51, de tal m anera que no
hay ni un solo caso en que no tenga este sentido. Por lo tanto, cuando
P ablo habla aquí de lo que en realidad com porta el bautism o cristiano
p ara el creyente, no se refiere a una determ inada m ística cultual sin
incidencias en la vida, sino que quiere indicar la novedad de vida y de
com portam iento que brota del hecho bautismal.
Evidentemente, esto quiere decir que el bautism o com porta una
experiencia decisiva en la vida del creyente. Y es una experiencia
decisiva porque precisam ente a partir del bautismo, en la vida de un
cristiano ya no se puede h ablar más de pecado y de todo lo que el
pecado lleva consigo (R om 6, 11.12.14). Es decir, se trata de ima
experiencia tan fuerte y tan vinculante que cam bia radicalm ente la
vida de una persona.
Pero hay más. E sta experiencia tiene un sentido concreto o, si se
quiere, una orientación determ inada. En Rom 6, 3 Pablo utiliza la
expresión ebaptíszemen eis Xristòn lesoún. A hora bien, esta expresión
es estrictam ente paralela con la que usa el mismo Pablo en 1 C or 10,
2: ebaptíszesan eis tòn Moiisén. La persona y la obra de Moisés pone
de m anifiesto y explica lo que es la obra de Cristo. Los israelitas
fueron bautizados al atravesar el M ar Rojo; y fueron bautizados
vinculándose a M oisés, es decir, uniéndose a él. D e hecho, los que le
siguieron, los que se fiaron de él y con él entraron en el agua, los que
de esa m anera vincularon su suerte y su destino a Moisés, encontra­
ron la salvación y la liberación, precisam ente a través del agua. Lo
mismo ocurre en el caso de los cristianos con respecto a Cristo: el
simbolo del agua sella la unión de destino y de suerte con el Mesías
Jesús. Al ser bautizado, el creyente expresa su vinculación a lo que fue
la vida y el destino de Jesús: la muerte. Pero no para quedar en la
destrucción que lleva consigo la m uerte, sino p a ra pasar de esa
m anera a una vida com pletam ente n u ev a52. La misma idea se repite
50. Cf. G. Bertram , en T W N T V, 942.
51. Rom 8, 4; 13, 13; 14, 15; 1 C or 3, 3; 7, 17; 2 C or 4, 2; 5,7; 10,2. 3; 12, 18; G ál 5,
16; E f 2, 2.10; 4, 1.17; 5, 2.8.15; F lp 3 , 17.18; Col 1, 10; 2, 6; 3, 7; 4 ,5 ; 1 T e s 2 ,2 1 ;4 ,1.12; 2
Tes 3, 6.11.
52. Cf. F. J. Leenhardt, L'eptire de saint Paul aux remains, 89.
E l bautismo, experiencia de la libertad
197
en Col 2, 12: ser bautizado equivale a ser sepultado con Jesús, para
resucitar con él. L a unidad de destino con el M esías llega hasta sus
últimas consecuencias.
En resumen: lo m ism o en el caso del bautism o que recibió Jesús
que en el bautism o que recibe el cristiano, se tra ta de u n a misma
experiencia fundam ental, la experiencia de un destino de muerte, que
abre el acceso a una existencia nueva. Esa experiencia se asume y se
expresa simbólicamente po r medio agua. El bautism o es, por tanto, el
símbolo por m edio del cual el cristiano expresa la experiencia más
fuerte y decisiva de su vida, la experiencia que cam bia su suerte y su
destino; y que le hace aparecer ante los dem ás com o quien h a tom ado
en serio que la vida y la m uerte de Jesús siguen teniendo, ahora
tam bién, la significación m ás im portante para la vida y son, de hecho,
la solución de la vida.
13.
E l bautismo, experiencia de la libertad
El paso del m ar R ojo fue p ara los israelitas el paso de la esclavitud
a la libertad. P or eso, el bautism o que vinculó el destino de aquellos
hom bres al destino de Moisés (1 C or 10, 2) fue el bautism o de la
liberación. Pero, com o acabam os de ver, el bautism o que vinculó a los
israelitas a Moisés tiene un paralelismo, form ulado literalmente me­
diante la m ism a frase, con el bautism o que vincula a los creyentes con
el Mesías Jesús (R om 6, 3). Por consiguiente, ya desde este punto de
vista el bautism o cristiano com porta u n a experiencia de liberación. Es
decir, de \a mism a m anera que el paso del m ar R ojo fue para los
israelitas la experiencia fundam ental de su liberación, así tam bién el
paso p o r el agua bautism al com porta p ara los cristianos la experien­
cia de su p ropia libertad.
Pero libertad, ¿de qué y p ara qué? Pablo explica este punto de
m anera admirable. Precisamente en el texto de Rom 6, 3-5, se trata,
como ya hem os visto, de responder a la acusación que algunos hacían
contra Pablo de que, al predicar la liberación de la ley, de esa m anera
lo que en realidad fom entaba era la inm oralidad y el libertinaje (cf.
Rom 6, 1). A nte semejante acusación, Pablo aduce el hecho del
bautism o con la experiencia que com porta, p ara concluir con una
afirmación sencillamente lapidaria: «El pecado no tendrá dom inio
sobre vosotros, porque ya n o estáis en régimen de ley, sino en régimen
de gracia» (R om 6, 14). El hom bre que ha vivido la experiencia del
bautism o, h a vivido p o r eso mismo la experiencia de una liberación.
Se tra ta de la liberación del pecado, que ya no tiene dom inio (ku-
Los símbolos de la f e
198
rieúein) sobre los cristianos53. Pero lo sorprendente es la razón que da
Pablo de por qué los cristianos ya no están sometidos al señorío del
pecado: «porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de
gracia». Es decir, los creyentes están liberados del pecado porque, en
el fondo, de lo que están liberados es de la ley. L a experiencia del
bautism o es la experiencia de la libertad m ás radical. Porque es la
liberación de la ley en su sentido más fuerte, es decir, la ley en cuanto
voluntad im positiva y codificada que se impone al hom bre desde
fuera. En efecto, Pablo explica lo que entiende por ley en la misma
C arta a los rom anos. Su pensam iento en este sentido es terminante:
A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del am or m utuo, pues el que
am a al otro tiene cum plida la ley. De hecho, el no cometerás adulterio,
no m atarás, no robarás, no envidiarás y cualquier otro m andam iento
que haya se resume en esta frase: A m arás a tu prójim o com o a ti
mismo. El am or no causa daño al prójim o y, por tanto, el cumplim ien­
to de la ley es el am or (Rom 13, 8-10).
C uando Pablo habla de la ley, se refiere al decálogo, es decir, a la
voluntad im positiva fundam ental de D ios codificada en los diez
m andam ientos (Ex 20, 13-17; D t 5, 17-21; Lev 18, 19). Lo mismo
aparece en Rom 2, 17-23, en donde nomos (ley) es sinónimo de los
m andam ientos de la ley de Dios. Y otro tanto hay que decir de Rom
7, 7, que alude inequívocam ente a una de las prohibiciones del
decálogo (Ex 20, 17; D t 5, 21). Lo mismo en G ál 3, 10 la referencia a
la ley m osaica es indiscutible, ya que Pablo cita a D t 27,26, en donde
se tra ta de las m aldiciones que sobrevendrían a los que quebrantasen
la ley d ad a por Dios al pueblo elegido. M ás claram ente aún, en Gál 3,
17 se advierte que Pablo se está refiriendo a la ley dada por Dios en el
Sinaí, porque al decir que la ley fue dada cuatrocientos treinta años
más tarde que la prom esa hecha a A brahán, está aludiendo induda­
blemente a Ex 12, 40-41, en donde se afirm a que la estancia de los
israelitas en Egipto du ró ese tiem po, al cabo del cual D ios se manifes­
tó en el Sinaí prom ulgando el decálogo54. Tam bién en Gál 3, 19 se
trata de la ley del Sinaí, porque al hablar de la ley que fue «prom ulga­
da p o r ángeles, p o r boca de un m ediador», Pablo se refiere a las ideas
de la apocalíptica ju d ia y de los rabinos, que defendían la idea de que
los fenómenos extraordinarios que acom pañaron a la promulgación
de la ley (Ex 19, 9.16 s; 24, 15 s; D t 4, 11; 5, 22 s) se habían llevado a
cabo m ediante la intervención de los ángeles (cf. Hech 7, 38.53; H eb 2,
2) y un m ediador que fue Moisés. Finalm ente en G ál 4, 21-22, la
53.
54.
Cf. A van Dülmen, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 99.
Cf. J. M. González Ruiz, Espístola de san Pablo a losgálatas, Madrid 1971, 167.
E l bautismo, experiencia de la libertad
199
alusión a la ley prom ulgada en el Sinaí es manifiesta, como consta
expresam ente po r el v. 24 que habla de la alianza establecida por Dios
con Moisés.
Es verdad que el térm ino nomos (ley) se refiere, en el vocabulario
de Pablo, a veces a la Escritura en general (R om 3,19; 1 C or 14,21) o
m ás concretam ente al Pentateuco (R om 3, 21; 1 Cor 9, 8; 14, 34; Gál
3, 10; 4, 21). Pero es indudable que, excepto en los casos en los que
tiene uno de estos sentidos particulares, se puede afirmar con seguri­
dad lo que acertadam ente ha dicho H. Schlier:
El punto de partida de la problemática paulina sobre la ley es el hecho
de que nom os contiene el requerimiento de Dios. Esto significa en
primer término que el hombre tiene que cumplir la voluntad de Dios
manifestada en la ley por amor a su vida. La ley es en todos los sentidos
la ley de vida de los hombres que Dios ha promulgado55.
A hora bien, la experiencia fundam ental del bautismo lleva consi­
go la experiencia de la libertad en cuanto libertad de la ley. ¿Qué
quiere decir eso? Sencillamente que la ley del creyente es el am or. A
eso se refiere Pablo en R om 13, 8-10 y en G ál 5, 14. Lo que quiere
decir que la experiencia fundam ental del creyente en el bautism o es la
experiencia del amor. Y por cierto, no sólo del am or a Dios, sino
adem ás del am or al hom bre, ya que a eso se refieren expresamente los
textos de R om anos y C alatas que acabam os de citar: el que am a al
prójim o cumple la ley piènam ente hasta sus últimas consecuencias56.
Pero hay más. Porque Pablo lleva este planteam iento hasta sus
últim as consecuencias. En la C arta a los gálatas, efectivamente,
afirm a que los creyentes ya no están som etidos a la ley (Gál 3, 23-24),
es decir son hom bres libres, en el sentido m ás profundo que puede
revestir la libertad p ara el hombre, porque ya no viven ni como
m enores de edad ni com o esclavos (Gál 4,1-3). Pero, en realidad, ¿qué
quiere decir eso? ¿se tra ta de un m ero derecho? ¿o se trata, m ás bien,
de un hecho real y concreto? La respuesta es clara y terminante: se
tra ta de un hecho. El verdadero creyente es un hom bre verdadera­
mente libre. ¿Por qué? Porque vive la experiencia de sentirse hijo de
Dios. En efecto, en G ál 3, 25-26, Pablo afirm a que ya no estamos
sometidos a la ley «porque por la adhesión al Mesías Jesús todos sois
hijos de Dios». Pero lo im portante aquí está en que esa condición de
hijos de Dios no consiste en un mero título jurídico o en un concepto
55. H. Schlier, L a carta a los gálatas, Salam anca 1975» 207.
56. Cf. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, G ottingen 1978, 76-77; E. Käsem ann, An
die Römer, 345; H. Ulonska, Die Funktion der alttestamentlichen Zitate und Anspielungen
in den paulinischen Briefen, M ünster 1963, 200.
200
Los símbolos de la fe
que se sabe po r la fe, sino que consiste sobre to d o en una experiencia:
la experiencia del Espíritu que, en nuestra intimidad, grita «¡Abba!
¡Padre! (Gál 4, 6-7). El creyente no sólo sabe que es hijo de Dios, sino
sobre todo experim enta que lo es, en el sentido m ás entrañable, por la
fuerza del am or sentido y vivido en su intimidad. A hora bien, el am or
libera de la norm a y engendra libertad. Porque cuando dos personas
se quieren a fondo, lo m enos que se les puede ocurrir es redactar un
reglam ento p ara fijar y precisar cóm o tienen que agradarse. El que
am a y se siente querido, se siente por eso mismo plenamente libre. Y
es a esto, sin duda alguna, a lo que alude Pablo. Porque su pensamien­
to no se expresa en categorías jurídicas solamente, sino sobre todo en
categorías de experiencia. Pablo, por consiguiente, viene a decir:
donde hay am or, hay libertad. H e aquí el centro de su pensamiento.
Pero lo más im portante no es eso. Lo verdaderam ente decisivo es
que esa liberación es experim entada p o r el creyente en su bautismo:
los creyentes son hijos de D ios «porque todos, al bautizaros vinculán­
doos al Mesías, os revestísteis del M esías (Gál 3, 27). La expresión
«revestirse del Mesías» no se puede lim itar aquí a lo que se ha llam ado
un «vínculo ontològico»57, sino que se refiere prim ordialm ente a un
com portam iento ético. Y la razón está en que el verbo que utiliza
Pablo, éndúeszai, expresa una form a determ inada de com portam ien­
to (R om 13, 12.14; 2 C or 5, 3; cf. 5, 6-10; E f 4, 24; 6, 11.14; Col 3,
10.12; 1 Tes 5, 8). Por consiguiente, el bautism o es para el creyente el
punto de partida de una vida que actúa y va en la dirección de lo que
fue la existencia de Jesús: la existencia del hom bre radicalm ente libre,
que engendra libertad. Y p o r eso se com prende y tiene pleno sentido
lo que el mismo Pablo afirm a a continuación: «Ya no hay m ás judío
ni griego, esclavo ni libre, varón ni hem bra, pues vosotros hacéis
todos uno, m ediante el M esías Jesús» (Gál 3, 28). El mismo pensa­
m iento exactam ente se repite en 1 C or 12, 13 (cf. Col 3, 9-11).
H em os dicho antes que Pablo lleva el planteam iento de la libertad
h asta sus últim as consecuencias. Y así es en efecto. Porque el bautis­
m o com porta la experiencia fundam ental de la libertad, por eso ya no
hay ni puede haber entre los creyentes nada que suponga división o
diferencia. La experiencia del bautism o es tan fuerte y tan intensa que
suprim e todas las barreras y todas las separaciones, porque es la
experiencia esencial de la libertad de los hijos de Dios. D onde hay
divisiones y diferencias, hay limitaciones a la libertad. Por eso la
experiencia bautism al suprim e todos los obstáculos p ara que el hom ­
bre viva en libertad: las diferencias de condición religiosa (judíos y
griegos), las divisiones de condición social (esclavos y libres) y las
57.
H. Schlier, La caria a los gálatas, 200.
L a autonomía del corazón del hombre
201
separaciones de condición hum ana y cultural (varón y hembra).
Porque los creyentes se han hecho todos uno, m ediante el Mesías
Jesús (G ál 3, 28). El mismo pensam iento exactam ente se repite en
1 C or 12, 13 (cf. Col 3, 9-11).
Al llegar a este punto, u no puede preguntarse obviamente si todo
esto no será un a utopía, un bello ideal inalcanzable. Por supuesto que
lo es. Pero sólo p ara los que no viven las experiencias esenciales que
aquí hemos intentado apuntar. N o olvidemos que estas experiencias
tan hondas son un don, un regalo que D ios otorga al hom bre de fe.
N o son fruto del esfuerzo hum ano, sino de la experiencia prim ordial
del Espíritu. Y sabemos por la fe que donde hay Espíritu del Señor,
hay libertad (2 C or 3, 17).
14.
L a autonomía del corazón del hombre
El nuevo testam ento, ya lo hemos visto, nos inform a ampliamente
de las grandes experiencias que com porta el sacram ento del bautismo.
Se trata, sin d uda alguna, del sacram ento sobre el que la iglesia
prim itiva nos dejó una inform ación m ás detallada. Pero las prim eras
com unidades cristianas, ju n to a las experiencias bautismales, vivieron
tam bién o tra gran experiencia: la experiencia de la eucaristía.
Com o es sabido, la institución de la eucaristía ha quedado consig­
nada en lós tres evangelios sinópticos y en la prim era C arta a los
corintios (M t 26, 26-29; M e 14, 22-25; Le 22, 15-20; 1 C or 11, 23-26).
Los cuatro relatos, al referirse a las palabras que Jesús pronunció
sobre el cáliz, hablan de la «alianza» ( d iazéke) (M t 26, 28; M e 14, 24;
Le 22, 20; 1 C or 11, 25). Al introducir esta palabra, los relatos
otorgan a la eucaristía una im portancia singular y decisiva. Porque la
«alianza», com o es de sobra conocido, fue históricamente el pacto
fundam ental que D ios estableció con su pueblo elegido en el antiguo
testam ento; un pacto que im plicaba derechos y deberes m utuos entre
Dios y el pueblo; y un pacto adem ás en el que Dios se constituía
garante y contrayente al mismo tiem po 58. Era, p o r tanto, el aconteci­
miento suprem o, que m arcaba la relación y el com prom iso funda­
mental que debía configurar en adelante las relaciones entre Dios y
los hom bres. E sta idea adquiere un nuevo m atiz en la versión de los
Setenta: diazéke oscila entre el significado de pacto y el de disposición,
lo que quiere decir que la «alianza» es com prendida entonces con el
m atiz im portante de anuncio de la voluntad de D ios que se manifiesta
en la h isto ria59. D ios no sólo establece un pacto, sino que además
58.
59.
G. Quell, en T W N T II, 120.
J. Behm, en T W N T ÍI, 130.
202
Los símbolos de ¡a f e
anuncia sus designios y su voluntad acerca de lo que debe ser su
pueblo. Por consiguiente, cuando los relatos de la últim a cena nos
dicen que el cáliz eucaristico contiene la sangre de la alianza ( diazéke) , nos están diciendo que Dios, por m edio de Jesús, establece un
nuevo com prom iso y anuncia una disposición nueva, que en adelante
va a configurar y determ inar las relaciones del hom bre con su Dios. El
m om ento es, pues, solemne y decisivo. Desde entonces, el hom bre se
tendrá que entender con D ios según lo que estipula este pacto y esta
disposición.
Pero hay un aspecto que es clave en este asunto. Los relatos del
evangelio de Lucas y de la prim era C arta a los corintios no hablan
simplemente de la «alianza», sino de la «nueva alianza» ( è kainé
d iazéke) (Le 22, 20; 1 C or 11, 25). N o se trata, por tanto, de que se
reafirm e la alianza de antes, sino que se instaura una alianza distinta.
¿En qué consiste esta nueva alianza? O dicho m ás claramente, ¿qué es
lo que determ ina su novedad?
El au to r de la C arta a los hebreos, precisamente en la parte central
del docum ento, afirm a solemnemente que el acontecimiento de la
m uerte de C risto representó la anulación de la alianza que Dios había
establecido en el antiguo testam ento, de tal m anera que en su lugar
D ios establece una nueva alianza (H eb 8, 13)60. Este es el «punto
capital» o la «cuestión esencial» que el auto r quiere enseñar61. Y para
explicar en qué consiste esta novedad esencial o capital, cita textual­
m ente (según la versión de los Setenta) un famoso pasaje de Jeremías,
en el que D ios anuncia u n a nueva alianza (H eb 8, 8-12). El texto
profètico, en su versión directa, dice así:
Mirad que llegan días — oráculo del Señor— en que haré una alianza
nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus
padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza
que ellos quebrantaron y yo mantuve — oráculo del Señor— ; así será la
alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro — oráculo del
Señor— : Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que enseñarse unos a
otros, mutuamente, diciendo: «Tienes que conocer al Señor», porque
todos, grandes y pequeños, me conocerán — oráculo del Señor— , pues
yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jer 31, 31-34).
Com o se ha dicho m uy bien, los años de la alianza sellada en el
Sinaí han concluido. La relación con D ios seguirá siendo básica: «Yo
seré su Dios y ellos serán m i pueblo». Pero su realización es ya
60.
70-73.
61.
Cf. A. Vanhoye, De epistola ad hebraeos. Sectio centralis (cap. 8-9), R om a 1966,
Cf. J. Hering, V epttre aux hètreux, Neuchätel 1954, 75.
L a autonomía del corazón del hombre
203
radicalm ente d istin ta 62. L a alianza antigua estaba basada en la ley
escrita, exterior al hom bre. P or el contrario, lo distintivo de la alianza
nueva es que cada persona la lleva inscrita eh su propio corazón, es
decir, en lo m ás íntim o del hom bre, allí donde se aúna y se anuda su
actividad intelectual, volitiva, afectiva, según la conocida significa­
ción bíblica de la palabra corazón 63. Esto quiere decir que la nueva
relación con D ios se basa en u n a experiencia profunda, directa e
inm ediata que vive el creyente en su intim idad. De donde resulta que
el creyente no necesitará, en esta nueva situación, de ningún magiste­
rio ni profètico ni doctoral: «ya no tendrán que enseñarse unos a
otros, m utuam ente... porque todos, grandes y pequeños, me conoce­
rán» (Jer 31, 34). A l no existir ya una ley exterior, al basarse la
relación del hom bre con su D ios en la interioridad vivida y experi­
m entada (la ley que D io mete en el pecho y escribe en el corazón), la
novedad sorprendente ¿»/esta situación se especifica y se define por la
autonom ía del corazón.¡Frente a la heteronom ía que caracterizaba a
la situación antigua, D ios dispone que los hom bres se entiendan con
él a partir de la experiencia profunda de su propia autonom ía, de su
propia experiencia interior, que no será u n a experiencia caprichosa y
arbitraria, sino la experiencia del que se siente perdonado y querido,
puesto que, en definitiva, todo depende de que Dios perdona las
culpas y olvida los pecados (Jer 31, 34)64. El texto profètico es audaz,
incluso se p odría decir que es revolucionario: la situación antigua
queda suprimida, ya no vale; y en su lugar D ios establece una nueva
econom ía que se basa, n ad a m ás y n ad a menos, que en la autonom ía
del hom bre, que se siente querido profundam ente por su D ios y que,
en consecuencia, actuará guiado p o r el instinto y la orientación que
marca el verdadero am or en el corazón hum ano.
A hora bien, com o h a dicho acertadam ente W estermann, cuando
Jesús, al instituir la C ena (1 C or 11, 25; Le 22, 20), se funda
directam ente en las palabras proféticas de Jeremías, la corresponden­
cia con el sentido original de las mismas es total: esas palabras
anuncian el com ienzo de una época de la historia divina, totalm ente
nueva y distinta, que representa al final de la alianza del Sinaí. Así
entendió C risto y así entendió la com unidad de Cristo su misión. Y,
de acuerdo con estas palabras, fundó la nueva época sobre el per­
d ó n 65. Esto quiere decir que la eucaristía representa para los cristia­
62.
63.
selecta.
64.
65.
C. W esterm ann, Comentario al profeta Jeremías, M adrid 1972, 142.
Cf. H. H aag, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966, 374-476, con bibliografía
Cf. A. Vanhoye, De èpistola ad hebraeos, Sectio centralis..., 82-83.
C. W esterm ann, o. c., 143.
i
204
Los símbolos de la f e
nos una experiencia enteram ente nueva: ya no existe la dependencia
hacia u n a ley externa, con to d o lo que la ley antigua com portaba de
rituales y ceremonias que hab ía que observar con fidelidad; en lugar
de eso, la eucaristía es el gesto que expresa la experiencia profunda del
hom bre de fe, la experiencia del corazón penetrado e invadido por el
am or fiel de Dios que perdona y olvida to d o lo que en el hom bre hay
de debilidad y limitación (cf. Jer 31,34); la experiencia por tanto de la
autonom ía del corazón hum ano.
En consecuencia, si la eucaristía es esencialmente la celebración de
la nueva alianza, eso significa que la eucaristía no es esencialmente un
cerem onial legislado o un ritual prescrito que se debe observar fiel­
m ente y al que el hom bre se tiene que someter. Si hay eucaristía donde
hay alianza nueva, eso quiere decir que hay eucaristía donde hay
experiencia de am or, de autonom ía y de libertad. Inequívocamente,
las palabras de Jesús, al definir la eucaristía com o la nueva alianza, se
refieren a esa experiencia66.
15.
L a vida com partida
L a docum entación de textos que el nuevo testam ento nos ofrece
sobre la eucaristía no es tan abundante com o la que nos proporciona
acerca del bautismo. Pero tiene la ventaja de ser lo suficientemente
variada y rica com o p ara poder hacem os un a idea bastante clara de lo
que representó la eucaristía p a ra la iglesia primitiva.
Los textos eucarísticos del nuevo testam ento se pueden distribuir
en cinco apartados: 1) en prim er lugar, podem os recordar los textos
sobre la institución: M t 26, 26-29; M e 15, 22-25; Le 22, 15-20; 1 C or
11, 23-26; 2) en segundo lugar, hay que recordar el discurso de la
promesa: Jn 6,41-59, al que precede la multiplicación de los panes (Jn
6, 1-21 par) y las palabras de Jesús sobre el «pan del cielo» o el «pan
de la vida» (Jn 6, 22-40), que en la tradición rabínica representaba la
T o rà (ley)67; 3) en tercer lugar, los textos que se refieren a la
realización de la eucaristía o su puesta en práctica: Hech 2, 42-47; 20,
7-12; cf. 27,35; 4) en cuarto lugar, es fundam ental el pasaje de 1 C or
11, 17-34, en donde Pablo plantea y explica cóm o una com unidad
puede llegar a la anulación de la eucaristía; 5) finalmente, es im por66. A parte de la bibliografia citada, la referencia del texto de Jer 31, 31-34 a los
textos eucarísticos, está confirm ada sobradam ente po r la exégesis. Cf. W. Rudolph,
Jeremía, en Handbuch zum A lten Testament X II, Tübingen 1947, 171.
67. Strack-Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch
II, 482-484; cf. J. Bonsirven, T extes rabbininiques des deux premiers siècles chrétiens,
R om a 1955, 25, 27-28, 229-230.
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g is
czr·.
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L a vida c o m p a rtid a
cz
205
tante la reflexión que el mismo Pablo hace en 1 C or 10, 14-22, puesto
que en ella indica cóm o la eucaristía edifica a la iglesia como «cuerpo
de Cristo».
Del conjunto de estos textos cabe deducir dos conclusiones, pues
todos ellos coinciden en dos cosas: 1) la eucaristía es un hecho
com unitario, es decir no hay ni un solo texto en el que la eucaristía
aparezca com o un gesto individual, realizado por un individuo y para
un individuo, sino siempre se tra ta de algo que es un hecho com parti­
do por un grupo; 2) la eucaristía es u n a com ida y, por cierto, una
com ida com partida; lo que significa que no es una «cosa» santa y
sagrada, sino u n a «acción» que lógicam ente com porta un determ ina­
do simbolismo.
Aquí interesa sumam ente considerar m ás de cerca estas dos con­
clusiones. Y ante todo, está claro que la eucaristía es esencialmente
una comida. Así, en relación directa con la eucaristía, el verbo comer
( esziö) se repite m ás de treinta veces68, y el verbo beber ( pinó) m ás de
diez veces69. Tam bién resulta elocuente la utilización de las palabras
pan ( artos) 70 y copa ( potérion) 11. N o cabe duda que esta insistencia
sobre la acción de com er y beber no es ocasional o accidental cuando
se tra ta de intentar com prender lo que la eucaristía representa para
los cristianos. Se puede, por tanto, afirm ar con toda seguridad que la
eucaristía es esencialmente una comida.
P or otra parte, esta com ida tiene u n a particularidad im portante:
se tra ta de u n a com ida com partida, porque en ella los comensales
comen del m ismo pan, que se parte y se reparte entre todos (M t 26,
26; M e 14, 22; Le 22, 10; 1 C or 11, 24); y todos beben de la misma
copa, que pasa de boca en boca desde el prim ero hasta el últim o (M t
26, 27; M e 14, 23; cf. Le 22, 20; 1 C or 11, 25). Además, este gesto de
com partir el mismo pan queda repetidam ente afirm ado cuando se
habla de la eucaristía com o «fracción del pan»; en este sentido, resulta
ilum inador el uso del verbo kláo (partir), que siempre aparece en el
nuevo testam ento en contextos que dicen relación a la eucaristía (M t
14, 19; 15, 36; 26, 26; M e 8, 6.19; 14,22; Le 22,19; 24, 30; Hech 2,46;
20, 7.11; 27, 35; 1 C or 10, 16; 11, 24). El hecho de partir el pan con
otras personas aparece, pues, com o un constitutivo de lo que en
68. M t 26, 17.21.26; Me i 14, 12.14.18.22; Le 22, 8.11.15.16; Jn 6, 5.23.26.31.49.
50.51.52.53.58; Hech 27, 35; 1 C o r 11, 20.21.22.26.27.28.29.33.34.
69. M t 26, 27.29; M e 23, 25; Le 22, 18, 30; Jn 6, 53.54.55.56; 1 Cor 10, 16.21; 11,
25.26.27.28.29.
70. M t 2, 26; M e 14, 22; Le 22, 19; 24, 30; Jn 6, 5.7.9.11.13.13.26.31.32.
33.34.35.41.48.50.51.58; Hech ¿, 46; 20, 7.11; 27, 35; 1 Cor 10, 16, 17; 11, 23.26.27.28.
71. M t 26, 27; Me 14, 23;' Le 22, 17.20; 1 C or 10, 16.21; 11, 25.27.29.
206
Los símbolos de la fe
realidad fue la experiencia de la eucaristía p a ra las prim eras com uni­
dades cristianas.
Pero hay algo más im portante en todo este asunto. El hecho de
que Jesús instituyera la eucaristía en una com ida (la cena de despedi­
da), nos rem ite a una práctica de Jesús y de su com unidad que es algo
sum am ente significativo: los evangelios nos inform an abundantem en­
te de las com idas de Jesús y su grupo de discípulos72. Y nos inform an
de esas com idas en contextos que son casi polémicos: unas veces
porque Jesús y sus discípulos no se ajustaban a las norm as rituales y
religiosas que todo jud ío observante debía observar (M e 7, 2-5 y par;
M t 12, 1 par; cf. Jn 18, 28); otras veces porque Jesús y su grupo
com partían la mesa con descreídos, pecadores y gente indeseable (Me
2, 16 par; Le 15, 2); en otros casos porque la com unidad de Jesús no
ayunaba precisamente en los días que eso estaba prescrito (M e 2, 1718 par); y a veces tam bién porque los enemigos de Jesús le acusaban
de ser un comilón y un bebedor (M t 11, 18-19 par). Obviamente, esto
quiere decir que el hecho de com er no era una cosa intranscendente,
desde el punto de vista religioso, p ara la sociedad en que vivía Jesús.
La com ida revestía un cierto carácter teológico. Y está claro que Jesús
y su com unidad rom pen con la teología establecida por aquel sistema
religioso. Porque no le dan a la com ida el carácter ritual que le
otorgaban los judíos piadosos del tiempo. Y porque además Jesús
practica sus com idas de tal m anera que revisten un sentido verdadera­
mente revolucionario. ¿Por qué? M uy sencillo: en la m entalidad judía,
com partir la mesa significaba solidarizarse con los com ensales73. Por
consiguiente, cuando Jesús come con los pecadores y descreídos, es
decir con la gente que el sistema religioso rechaza radicalmente, está
indicando que él tam bién rechaza aquel sistema. P ara Jesús lo im por­
tante no es la observancia de los rituales religiosos, sino la solidaridad
con los despreciados precisam ente p o r la religión.
Pero la conducta de Jesús en estp m ateria va m ás lejos. El
evangelio de Lucas nos ha conservado ú n a palabra, que atribuye al
propio Jesús, y que indica lo que la com unidad prim itiva pensaba a
este respecto: «C uando des un banquete invita a los pobres, lisiados,
cojos y ciegos; y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte, te
pagarán cuando resuciten los justos» (Le 14, 13-14). Esta misma
enseñanza se viene a repetir poco después, en la parábola del gran
72. M t 9, 11; 11, 18-19; 12, 1; 14, 16-21; 15,2.32-37; 26, 17.21.26; Me 2, 16; 3,20; 6,
31.36-44; 7, 2-5; 8, 1-8; 14, 12.14.18.22; Le 5, 30.33; 6, 1; 7, 33-34.36; 9, 13-17; 10, 7-8; 12,
22.29; 13, 26; 14, 1; 15, 2; 22, S,J 1.15.16.30; 24, 43; cf. Hech 10, 41; Jn 4, 31-33; 6,
5.23.26.31.49.50.51.52.53.58;21, 5.
73. Cf. J. Jeremias, Jesus als Weltvollender, Giittersloh 1930, 74-79; O. Hofius, Jesus
Tischgemeinschafi mit dem Sündern, S tuttgart 1967, 11 s.
La vida compartida
207
banquete (Le 14, 21 par). El verdadero sentido teológico de la com ida
com partida, según la enseñanza evangélica, está en que se tra ta de
com partir la vida y solidarizarse con los pobres y desam parados de
este m undo. A hora bien,este hecho guarda una relación directa con el
sentido que debe tener 1( ^eucaristía p ara los creyentes. Por una razón
que se com prende ensegüida: hoy está fuera de duda que el relato de
la institución de la euóaristía está construido con una referencia
expresa m uy m arcada al acontecim iento de la pascua ju d ía 74. Pero,
por o tra parte, sabemos que en la tradición ju d ía de la cena pascual se
destacaba la idea de la solidaridad con los pobres y desgraciados,
hasta el punto de que se le llam aba el «pan de los pobres» o el «pan de
la miseria». Y eso es lo que se com partía en aquella cen a75.
Por lo tanto, si tenem os en cuenta, de una parte, que la cena
eucaristica se inscribe en el contexto m ás general de las com idas de
Jesús y sus discípulos; y si, de otra parte, tom am os en consideración el
sentido que de hecho tenía la cena pascual p ara los judíos de aquel
tiempo, podem os lógicamente concluir que la cena eucaristica implica
esencialmente un simbolismo concreto: el simbolismo de la vida
com partida. Porque, en efecto, en eso consiste el símbolo de la
com ida que se com parte. La com ida es fuente de vida, es lo que
m antiene y fortalece nuestra vida. P or consiguiente, com partir la
m isma com ida es com partir la misma vida. Por eso, la com ida y la
bebida son consideradas com o realidades «sacramentales» en no
pocas religiones: la bebida desencadena una cierta corriente am orosa;
la com ida en com ún liga a los participantes76. Pero, al m argen de
estas significaciones propiam ente sacrales, la experiencia cotidiana
nos enseña que el hecho de sentarse a la mism a m esa es vivido en casi
todas las culturas com o un gesto de participación am istosa e incluso
am orosa. Sólo la profanación de este simbolismo original, en las
m odernas «cenas políticas» o en los llam ados «almuerzos de trabajo»,
ha venido a vaciar de su contenido propiam ente simbólico el hecho
elemental de com partir la misma comida.
Pero con decir todo esto no basta. Porque la cuestión está en saber
si, efectivamente, la iglesia prim itiva com prendió y vivió así la euca­
ristía. Es decir, se tra ta de saber si en realidad las prim eras com unida­
des cristianas com prendieron y vivieron la eucaristía m ás bien como
un ritual religioso; o principalmente com o un gesto simbólico de la
74. Esto h a sido am pliam ente dem ostrado por J. Jeremias, Die Abendmahlsworte
Jesu, G öttingen 1967, 35-82. (
75. Cf. J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, 52; más ampliam ente en la ohm de
H. Schürm ann, Der Abendmahlsbericht L k 22, 7-38, Leipzig 1960.
76. Cf. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México 1964. 347-34N
208
Los símbolos de la fe
vida que se com parte, tan to con Jesús que se hace presente en la
com ida eucaristica, com o con los herm anos que participan del mismo
pan y de la misma copa.
C om o prim era respuesta a este planteam iento, tenemos el resu­
men que hace Lucas, al final del capítulo segundo del libro de los
Hechos, de lo que era la vida de la iglesia prim itiva (Hech 2,42-47). El
pasaje es bien conocido y no hace falta repetirlo. Aquí se tra ta de
hacer caer en la cuenta del punto esencial que interesa a nuestro
estudio. A nte todo, el texto citado es el resumen de lo que era la vida
de la com unidad cristian a77. P or o tra parte, todo el capítulo segundo
de los H echos está construido de tal m anera que se orienta la
narración hacia el final (42-47), es decir hacia el resumen de la vida
com unitaria de la prim itiva iglesia de Jerusalén78. La venida del
Espíritu sobre la iglesia configura a ésta com o la com unidad eucaristi­
ca, que com parte no sólo en la celebración, sino en la vida entera. H e
ahí el fruto concreto y esencial de la venida del Espíritu sobre la
iglesia.
A h o ra bien, a p artir de este planteam iento básico, interesa desta­
car dos aspectos del pasaje. E n prim er lugar, el texto nos dice que los
m iem bros de la com unidad «a diario frecuentaban el templo en
grupo; partían el pan en las casas y com ían juntos alabando a Dios
con alegría y de todo corazón, siendo bien vistos de todo el pueblo»
(Hech 2,46-47). El texto distingue, por una parte, el templo; por otra,
las casas. Es decir, se distingue netam ente el espacio sagrado del
espacio profano. Pues bien, lo significativo aquí está en que la
celebración específicamente cristiana, la eucaristía («fracción del
pan») no está vinculada al espacio sagrado y a los rituales que
caracterizan a ese espacio, sino al espacio profano. Desde este punto
de vista, por lo tanto, la celebración eucaristica no es un ritual
«religioso», sino un símbolo com unitario.
L a fuerza y las consecuencias que tenía en la vida este símbolo han
quedado sólidam ente afirm adas por Lucas en el relato de los Hechos:
«los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común» (Hech
2, 44); «en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo
mismo, lo poseían todo en com ún y nadie consideraba suyo nada de
lo que tenía» (Hech 4, 32). El térm ino que se utiliza en estos dos textos
es koinós, que tiene dos significados: lo que es com ún (com partido por
un grupo) y lo que es profano (accesible o perm itido a todos). En los
pasajes que acabam os de citar, se tra ta del prim er significado obvia­
77. Cf. D. Mínguez, Pentecostés. Ensayo de semiótica narrativa en Hech 2, R om a
1976, 60.
78. M d ., 178.
La vida compartida
209
mente. Pero p a ra com prender la fuerza de lo que ahí quiere decir el
libro de los Hechos, se debe tener presente que Lucas, el autor de los
Hechos, era hom bre culto y que conocía bien la cultura griega. A hora
bien, entre los griegos existía toda una corriente de pensamiento que
veía en la com unicación de bienes el ideal supremo de la convivencia
hum ana. P ara P itágoras (según las leyendas que corrían sobre él), la
condición original de los hombres, en la que no existía la propiedad
privada y todo era com ún, constituía el ideal de la vida en sociedad 19.
M ás claram ente, Platón (que recibió la influencia del Timeo pitagóri­
co) pensaba que la propiedad privada era la fuente de todos los males,
porque llevaba inevitablem ente el apetito de ganancia, el egoísmo y a
la consiguiente perturbación del espíritu com unitario. Estas ideas
llegaron a radicalizarse de tal m anera en Platón que no dudó en
afirm ar que las dos clases superiores del estado, los policías y los
militares, deberían renunciar a la propiedad privada e incluso debe­
rían tener eh com ún hasta las mujeres y los hijos, porque así estarían
m ás libres de to d a atad u ra y servirían m ejor a la com unidad del
estad o 80. Es verdad que en A ristóteles se acentúa m ás bien la tenden­
cia hacia la individualidad y hacia la propiedad priv ad a81. Pero, en
todo caso, es sabido que los ideales com unitarios pervivieron, bajo
diversas formas, en las escuelas cínicas, estoicas y neopitagóricas82.
Así las cosas, no cabe d uda que estas ideas influyeron en el helenista
Lucas. Es im portante tener en cuenta que la fórm ula que aparece en
Hech 2, 44 y 4, 32 no aparece en ningún otro autor del nuevo
testam ento. Se tra ta de u n a expresión forjada por el autor de los
Hechos. P ara indicar que el ideal de vida en com unidad, que había
sido irrealizable p a ra los griegos, se logró plenam ente en la prim itiva
com unidad cristiana. Pero con una diferencia: p ara Lucas no se trata
de que la com unidad viviera propiam ente un «comunismo», sino más
bien de que lo que cada u no tenía no lo consideraba com o suyo, sino
que lo ponía enteram ente a disposición de los demás. Los creyentes
sacaron las consecuencias de lo que representaba el símbolo eucaristi­
co: la experiencia de com unión que les llevó a poner en com ún lo que
cada uno poseía83.
79. Cf. F. H auck, en T W N T III, 793, que ofrece abundante docum entación sobre
este punto.
'
80. Cf, Ibid., con abundante inform ación sobre el tema; cf. E. Salín, Platon und die
griechische Utopie, Berlin 1921, 14 s.
81. F. Hauck, o. c., 793.
U
82. Ibid., 795.
¿4
83. Cf. J. D u pont, E tudesJur les Actes des apotres, 503-518.
Γ
2 /0
Los símbolos de la fe
Desde o tro punto de vista, nos lleva a la misma conclusión el texto
m ás antiguo que poseem os sobre la eucaristía. En la prim era C arta a
los corintios dice Pablo:
Esa copa de bendición que bendecimos, ¿no significa solidaridad con la
sangre del Mesías? Ese pan que partimos, ¿no significa solidaridad con
el cuerpo del Mesías? Como hay un solo pan, aun siendo muchos
formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno participamos de ese
único pan (1 Cor 10, 16-17).
Pablo afirm a lisa y llanam ente que el «pan que com partim os» es
participar y estar en el «cuerpo de Cristo» ( koinonía toü sóm atos toü
Xristoù éstin ) (v. 16). La eucaristía, por consiguiente, com porta
esencialmente el hecho y la consiguiente experiencia de lo que en
concreto es el «cuerpo de Cristo». A h o ra bien, la m etáfora del cuerpo
tiene en Pablo un sentido concreto: no se refiere propiam ente a la
relación entre el creyente y Cristo, ni a la unión individual de! hom bre
con C risto, ni a la piedad personal con respecto a C risto 84, sino a la
relación entre los m iem bros de la com unidad. Es decir, la idea de
Pablo es que los creyentes deben adoptar, en el seno de la com unidad,
el mismo com portam iento que los m iem bros en el cuerpo humano:
todos son distintos, cada uno ocupa su puesto y tiene su función
propia, pero todos están al servicio de todos. Aquí es im portante
recordar que cuando Pablo aduce lá m etáfora del cuerpo para hablar
de la com unidad, lo hace en textos parenéticos, es decir, en contextos
de exhortación, en los que se trata de orientar y estimular a los fieles
p ara que eviten toda rivalidad entre ellos, para que se ayuden m utua­
m ente y, en definitiva, p ara que, no obstante las diferencias, ninguno
se considere superior a los otros, sino que todos y cada uno estén al
servicio de los demás. P or esta razón, com o se h a dicho muy bien, las
reflexiones de tipo cosmológico, cuando se tra ta del «cuerpo de
C risto», o faltan por com pleto (R om 12, 4-5; 1 C or 12, 12-27) o se
deben interpretar a partir de este principio (cf. E f 1, 22 s; 3, 6; 4,
4.12.16; 5, 23.29; Col 1,18.24; 2,19; 3, 15)85. En todos esos pasajes, lo
m ismo que en R om 7, 4 y en Flp 3, 21, se tra ta inequívocamente de
palabras de exhortación que se refieren a la organización de los
m iem bros de la com unidad con vistas al servicio m utuo, a la fidelidad
y, en definitiva, al am or (cf. Flp 4, l ) 86.
En consecuencia, la com unidad cristiana se construye com o cuer­
po de C risto precisamente en la celebración de la eucaristía. Y eso
84.
85.
86.
Cf. R. Schnackenburg, Die Kirche im Neuen Testament, Freiburg 1961, 149.
Cf. G. H asenhüttl, Charisma. Ordnungsprinzip der Kirche, F reiburg 1969, 95.
Cf. E. Schweizer, en T W N T VII, 1068,
L a vida compartida
211
quiere decir que la celebración eucaristica consiste esencialmente en la
puesta en práctica del am or m utuo, en el servicio y la disponibilidad
ante los demás. En el texto de 1 C or 10, 16-17, Pablo contrapone la
celebración eucaristica a los ritos religiosos propios del paganismo. Y
viene a decir que m ientras el ritual religioso vincula al que lo practica
con las fuerzas dem oníacas, la celebración eucaristica vincula a los
creyentes unos con otros en un mismo cuerpo, es decir en una
com unidad que se caracteriza p o r el servicio y el am or m utuo. De
donde se desprende obviam ente que la celebración de la eucaristía
com porta necesariam ente una experiencia profunda y decisiva: la
experiencia de la com unión entre los hom bres. Y entonces, com er el
mismo pan y beber la misma copa no son sino el símbolo de esa
experiencia, la expresión simbólica de esa com ún unión, ante todo
con el m ism o Cristo presente en la com unidad; y además con todos y
cada uno de los m iem bros del grupo cristiano.
P or últim o, es capital en todo este asunto recordar el conocido
pasaje de 1 C or 11,17-34. C om o es bien sabido, se trata de las severas
advertencias que hace Pablo a la com unidad de Corinto a causa de la
m ala organización que allí se observaba cuando los cristianos se
reunían p ara celebrar la eucaristía. E sta m ala organización no consis­
tía en que allí no se cum plieran determ inadas norm as litúrgicas o
ceremoniales prescritos, sino en que los cristianos estaban divididos
entre sí, de tal m anera que los ricos com ían y bebían hasta em borra­
charse, m ientras que los pobres pasaban ham bre (1 C or 11, 21). En la
com unidad de C orinto, por lo tan to , h abía ricos y pobres, gente que
tenía de sobra y gente que no tenía ni lo indispensable. Y lo peor del
caso es que luego todos se reunían p ara celebrar la eucaristía. A hora
bien, Pablo les dice a aquellos cristianos que en esas circunstancias la
eucaristía se hace sencillamente imposible (1 Cor 11, 20) o por lo
menos eso ya no es celebrar «la cena del Señor» ( oúk éstin kuriakón
deipnon fa g ein ) (v. 20). E sta afirmación, tan dura y tajante, es una
revelación sorprendente cuando se tra ta de entender correctam ente el
significado de la celebración eucaristica. Porque el hecho es que en
aquella com unidad no se reunían simplemente para cenar juntos, en
cuyo caso la falta estaría en que los ricos se llevaban su propia cena y
se adelantaban p a ra comérsela, m ientras que los pobres se quedaban
con ham bre (cf. v. 21). Ciertam ente no se tratab a de eso simplemente,
sino de que querían Compaginar esa form a de proceder con el hecho
de comer el pan y beber la copa del Señor (v. 27-28). Por consiguiente,
allí se celebraba lo qiie, según el lenguaje actualm ente establecido, se
llama rito eucaristico. Y es en ese supuesto en el que afirm a Pablo
tajantem ente que ese «rito» no es «la cena del Señor», es decir, eso no
es la eucaristía. P or jo tanto, Pablo enseña sin lugar a duda que la
212
Los símbolos de la fe
eucaristía n o consiste esencialmente en lo que ahora llam am os el rito
eucaristico, puesto que eso se celebraba en la com unidad de Corinto,
y sin em bargo Pablo les dice a aquellos cristianos que eso no era
celebrar la eucaristía. Y no era celebrar la eucaristía por la sola razón
de que allí había divisiones, bandos y partidos (v. 18-19). L o cual es
afirm ar que la unidad efectiva entre los miem bros de la com unidad es
constitutivo esencial de la celebración eucaristica.
La consecuencia final que el mismo Pablo deduce de cuanto ha
expuesto acerca de la eucaristía es sum am ente reveladora: «Así que,
herm anos míos, cuando os reunís p a ra comer, esperaos unos a otros;
si uno está ham briento, que com a en su casa, para que vuestras
reuniones no acaben en sanción» (1 C or 11, 33-34). Pablo habla de
estas reuniones utilizando un térm ino que, en su vocabulario, es
específicamente litúrgico ( sunerjómenoi) (cf. 1 C or 11, 17.18.20; 14,
23.26; cf. tam bién Jn 18,20). Y afirm a, sin más, que lo verdaderam en­
te im portante — se tra ta de su conclusión final— era que todos
com ieran juntos. Es decir, que todos com partieran la m isma comida.
Evidentem ente, no se tra ta b a de comer para alimentarse y satisfacer
u n a necesidad biológica, ya que p a ra eso cada uno tenía su propia
casa (1 C or 11, 22). D e lo que se tra ta b a es del significado simbólico
de la com ida que se com parte. Y eso, según hemos visto, es absoluta­
m ente esencial p ara que se pueda celebrar de verdad «la cena del
Señor». O sea, dicho en otras palabras, Pablo estaba firmemente
persuadido de que donde no hay experiencia com partida de la vida
que se expresa en el gesto de comer juntos, no hay eucaristía. Por lo
dem ás, hoy sabemos que lo im portante en todo esto no es la m ateriali­
dad de comer juntos, sino la experiencia que eso simboliza. Lo que
supone, claro está, que la eucaristía es el símbolo de la vida com parti­
da: la vida que se com parte con Jesús, realm ente presente, y con los
dem ás tam bién, en el mismo proyecto y en el mismo destino,' en la
m ism a escala de valores, en la m ism a esperanza, y en la m isma tarea
p o r conseguir ese ideal de convivencia hum ana que es propio de la fe
en el evangelio.
16.
L os sacramentos son símbolos
Los dos sacram entos de los que nos inform a abundantem ente el
nuevo testam ento son el bautism o y la eucaristía. A hora bien, si algo
ha quedado claro, a lo largo de todo lo que h asta aquí hemos dicho,
es: 1) que los autores del nuevo testam ento, cuando hablan de esos
dos sacram entos, no insisten p ara n ad a en determ inados ceremoniales
o rituales que estuvieran prescritos y que los cristianos tuvieran que
Los sacramentos son símbolos
observar; 2) que los autores del nuevo testam ento, al referirse a esos
dos sacram entos, en lo que insisten es en las experiencias de fe que
vivían los cristianos y las com unidades cuando celebraban tanto el
bautism o com o la eucaristía: la experiencia del Espíritu, la experien­
cia de la libertad cristiana, la experiencia del seguimiento de Jesús y,
sobre todo, la experiencia del am or a Dios y a los demás.
Pero hay algo en to d o este asunto que interesa sumamente dejar
bien claro. C om o ya se dijo antes, alguien puede objetar que, de las
dos conclusiones que se acaban de indicar, la prim era no está tan;
clara. Porque, a fin de cuentas, cuando el nuevo testam ento nos habla
tanto del bautism o com o de la eucaristía, en realidad se refiere a dos:
ritos religiosos, porque el bautism o era un rito religioso de iniciación
y la eucaristía era un a com ida sagrada. ¿Qué se puede decir sobre este
punto?
Sin duda alguna, existían ritos religiosos de iniciación que utiliza­
ban el agua, com o tam bién había com idas sagradas. Esto ya se daba
desde antiguo en diversas religiones y más concretam ente en el
judaism o. Pero cuando se habla de esta cuestión, es de la máxima
im portancia tener en cuenta que los térm inos que utiliza el nuevo
testam ento p ara hablar del bautism o y de la eucaristía no son necesa­
riamente térm inos rituales. Así, el verbo baptíso significa sumergir,
hundir en agua; y no tiene necesariam ente un sentido sacral o ritu a l87.
Y en cuanto a la eucaristía, el verbo eújaristéin significa genéricamen­
te dar gracias, ser agradecido; y las otras expresiones, «partir el pan»
(Hech 2, 42.46; 20, 7.11) y «la cena del Señor» (1 C or 11, 20) no son
términos rituales, com o hemos podido ver am pliamente en lo expues­
to hasta aquí. Es verdad que el bautism o cristiano tenía alguna
relación con el bautism o que adm inistraba Juan Bautista, y por eso
hemos visto que los evangelios y el libro de los Hechos establecen
claramente la diferencia entre uno y otro. Com o tam bién se ha
señalado antes la relación que existió entre la eucaristía y la cena
pascual de los judíos,., Pero la cuestión esencial está en ver si las
primeras com unidad^ ^cristianas com prendieron y realizaron estos
sacramentos com o ritós religiosos y ceremonias sagradas; o m ás bien
los vivieron com o la form a de expresar sus experiencias cristianas más
fundamentales.
A hora bien, lo que constantem ente aparece en los escritos del
nuevo testam ento es-, que allí no se habla p ara nada de rituales
sagrados, porque no se habla ni de «sacerdotes» que los ejecutaran, ni
de «templos» en los que se practicasen, ni de norm as fijas a las que
87.
Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A Greek-English Lexicon J, Oxford 1951, 305-306; H.
Stephanus, Thesaurus Graec.e Linguae III, G raz 1954, 108-110.
Los símbolos de la fe
214
hubiera que atenerse, ni de tiem pos fijos en los que había que poner
en práctica tales ceremoniales. N ada de eso se dice en el nuevo
testam ento. Y, p o r el contrario, en lo que los diversos autores de
aquel tiem po insisten es en las experiencias de fe que vivían los
creyentes, experiencias que se expresaban m ediante el hecho de ser
bautizados o en la celebración de la eucaristía.
La conclusión que se desprende obviam ente de todo esto es que
los sacram entos cristianos no son ritos religiosos, sino símbolos que
expresan las experiencias fundam entales que com porta la fe en Jesús.
Es decir, las prim eras com unidades cristianas asum ieron gestos sim­
bólicos: sumergir en agua a un a persona, partir el pan y beber de una
copa entre comensales, seguram ente tam bién ungir con aceite medici­
nal (cf. Sant 5, 14-15), la imposición de pianos sobre los ministros de
algunas com unidades (1 Tim 1, 18; 4, 14; 2 Tim 1, 6), aunque no
resulta claro el sentido que podía tener exactam ente este gesto88 y,
por lo menos, no se puede dem ostrar que fuera inequívocamente un
rito de ordenación (cf. Hech 13, 3). Tam bién el perdón de los pecados
(Jn 20, 23), el perdón m utuo de las ofensas (M t 18, 15-18) y la
confesión con los m iembros de la com unidad (Sant 5, 16). Com o es
bien sabido, gestos simbólicos de esta índole existían en otras religio­
nes. Pero de ahí no podem os deducir que el cristianismo fuera una
religión, sin más. En los capítulos segundo y tercero hemos dem ostra­
do hasta la saciedad que eso no se puede defender, si nos atenemos
rigurosam ente a los datos históricos que nos sum inistra el nuevo
testam ento y la tradición de la iglesia primitiva. Y a eso hay que
añadir el d ato decisivo de la ausencia de indicaciones rituales siempre
que se habla de los sacram entos cristianos en los docum entos origina­
les del cristianismo. P or consiguiente, podem os y debemos decir que
las com unidades prim itivas asum ieron gestos de carácter simbólico,
p ara expresar su fe. Tales gestos eran sencillamente símbolos tom ados
de la cultura del tiempo, es decir, símbolos transparentes y comprensi­
bles p ara las gentes de aquella cultura, lo cual está en perfecta
coherencia con lo que hem os dicho antes acerca de lo que es un
símbolo.
17.
Conclusiones
Si ahora recogemos, en una reflexión sintética, cuanto se ha dicho
en este capítulo, podemos llegar a las siguientes conclusiones:
88.
Cf. G. Bornkamm , en T W N T VI, 92; E. Lohse, en T W N T IX, 423; J. Delorme,
Diversidad y unidad de los ministerios según el nuevo testamento, en E l ministerio y los
ministerios según el nuevo testamento, M adrid 1975, 314-315.
Conclusiones
215
1) Si los sacram entos son esencialmente símbolos, eso quiere
decir que hay sacram entos cristianos donde hay experiencia cristiana.
P orque el símbolo — ya lo hemos dicho repetidas veces— es la
expresión de u n a experiencia. P or consiguiente, donde no hay expe­
riencia cristiana no hay ni puede haber sacram ento. Esto quiere decir
que los sacram entos no son ritos sagrados que comunican autom áti­
cam ente la gracia. Y m enos aún se puede decir que los sacram entos
son ritos religiosos que «causan» la gracia. Es verdad que el concilio
de T rento afirm ó que los sacram entos com unican la gracia ex opere
o p era to 89. M ás adelante tendrem os ocasión de analizar el sentido de
esa definición del magisterio eclesiástico. Pero ya desde ahora hay que
decir, con toda seguridad, que esa definición no se puede interpretar
de tal m anera que los sacram entos se lleguen a interpretar y a
practicar com o ritos sagrados que causan o comunican la gracia de
D ios en la m edida en que son ejecutados con exactitud y de acuerdo
con un ceremonial prescrito y detallado. D esgraciadam ente, eso es lo
que ocurre, con dem asiada frecuencia, en la práctica sacramental de
la iglesia: los sacerdotes y los fieles ponen su m ayor interés y preocu­
pación en que el rito se observe con toda fidelidad, porque se
considera que eso es lo esencial del sacram ento. Y m ientras tanto, a
casi nadie le preocupa especialmente que los participantes (o los
asistentes) estén lejísimos de las experiencias fundam entales de fe que
com porta esencialmente el sacram ento que se está celebrando.
2) D e lo que acabam os de decir se deduce lógicamente que los
sacram entos no pueden consistir, de hecho, en servicios religiosos
puestos a disposición del público. Porque cuando los sacram entos se
practican de esa m anera, inevitablem ente se convierten en simples
ceremonias sagradas a las que m ucha gente acude por cumplir con un
precepto legal, p o r razón de la costum bre o p o r otras motivaciones,
tales com o el miedo al castigo divino o la necesidad de acallar la
conciencia «religiosa». Si en u n a eucaristía, por ejemplo, pueden estar
todos los que llegan al templo a una h o ra determ inada, ¿cómo
podemos saber que allí se está participando en el símbolo de la vida
com partida, tal com o lo hem os analizado en este mismo capítulo? Si
al bautism o tienen acceso todos los habitantes de un país o de una
región, ¿cómo podem os estar seguros de que en el bautism o los
creyentes viven la experiencia del Espíritu y la experiencia de la
m uerte y resurrección de Jesús? ¿Qué queda entonces del sacramento?
Pues sencillamente lo que todos sabemos: un ceremonial religioso, un
rito sagrado, al que se le atribuye un a m isteriosa eficacia santificante,
pero que en dem asiadas ocasiones no expresa ninguna experiencia
89. Ses. VII, can. 8: DS 1608.
216
Los símbolos de la fe
cristiana y que, por lo tanto, no es símbolo de la fe en Jesús. En tal
caso, se practica un rito religioso, pero no se celebra un sacram ento
cristiano.
3) O tra consecuencia im portante, que tiene estrecha relación con
la anterior, es que los símbolos de la fe tienen que ser celebrados por
una com unidad de fe, p a ra que sean tales símbolos. U na com unidad
de fe es un grupo de personas que com parten la experiencia del
seguimiento de Jesús. Es un grupo de personas, por lo tanto, que
com parten la experiencia de la conversión a los valores fundam enta­
les del evangelio, la experiencia del Espíritu, la experiencia de la
libertad cristiana y del am or cristiano. C uando tales experiencias no
son vividas y com partidas por un grupo, no hay ni puede haber
símbolos cristianos, es decir, no hay ni puede haber sacramentos. Por
o tra parte, es evidente que cualquier persona que haya leído el nuevo
testam ento con objetividad y sin prejuicios, estará persuadida de que
las experiencias a que acabam os de aludir son inherentes a la fe
cristiana. Lo que significa obviamente que una com unidad de fe no es
simplemente una m asa indiferenciada de personas religiosas que
acuden al templo con más o menos asiduidad. Porque la experiencia
nos enseña que hay m uchas personas practicantes y religiosas que no
se distinguen en la sociedad precisam ente por haber asum ido los
valores fundam entales del evangelio con todas sus consecuencias.
Sabemos, en efecto, que hay gente que va a m isa y luego es gente
intolerante, orgullosa, dom inante, apegada al dinero y al poder, hasta
el p u n to de atropellar los derechos de los m ás débiles, si es preciso.
¿Qué símbolos de la fe en Jesús pueden celebrar tales personas? Es
com o si dos individuos que ni se quieren ni se conocen, se pusieran a
abrazarse y hasta besarse con la m ayor efusividad del m undo. ¿Qué
sentido tendrían esos abrazos y esos besos? Evidentemente, eso no
sería sím bolo de nada, sino un m ero ceremonial social o una especie
de ritualism o m ás o m enos convencional. Exactam ente lo que ocurre
cada día en m uchas de nuestras iglesias: la gente se da la paz, se
llam an «hermanos» los unos a los otros, com en del mismo pan
eucaristico, pero luego casi todos se com portan como extraños los
unos ante los otros e incluso, a veces, com o enemigos descarados. Se
h a practicado un ritual religioso, pero no se h a celebrado un sacra­
m ento cristiano.
4) P or lo que hem os dicho hasta aquí, se com prende perfecta­
m ente que las teorías sobre la validez dogm ática de los sacram entos y
sobre la licitud canónica o litúrgica de los mismos, son teorías
enteram ente insuficientes cuando se tra ta de saber si la celebración de
un sacram ento es auténtica o no lo es. U n sacram ento es vàlido
cuando se utiliza la m ateria prescrita (agua, pan de trigo, aceite
Conclusiones
217
vegetal...) y cuando se pronuncian exactam ente las palabras que
constituyen la form a del sacram ento; si es que todo eso es realizado
por el m inistro competente, con la intención de «hacer lo que hace la
iglesia». Si se dan esos requisitos, el sacram ento es válido. Y si,
además, se cum plen las norm as litúrgicas y canónicas, entonces el
sacram ento no sólo es válido, sino tam bién es lícito. Pero, según lo
que hemos explicado en este capítulo, bien puede ocurrir que todo eso
se cum pla con exactitud, pero de tal m anera que la experiencia que
viven los participantes no tenga m ucho que ver con la experiencia que
com porta esencialmente el símbolo cristiano que se celebra. Entonces,
el rito religioso que se practica (con validez y licitud) sirve más para
ocultar la falta de verdadera fe que p ara revelar el auténtico com pro­
miso cristiano. A veces, el florecimiento de las prácticas rituales y
religiosas es un auténtico ocultam iento de la falta de fe en Jesús.
5) En la iglesia hay sacram entos porque la fe cristiana com porta
experiencias muy hondas y muy fundam entales en la vida de una
persona. D e tal m anera que esas experiencias no se pueden ni asumir,
ni expresar adecuadam ente, nada m ás que a nivel simbólico. Es decir,
la fe cristiana no se expresa adecuadam ente sólo mediante ideas; ni
sólo m ediante un determ inado com portam iento m oral. D e la misma
m anera que el am or necesita de símbolos p ara expresarse y com uni­
carse, así tam bién la fe cristiana necesitaxle sus pmmo&.&ímbolos. Por
eso, resulta inaceptab'% e ln c íu so ridicula, la postura de aquellas
personas o grupos qu¿ iechazan, sin más, la celebración sacramental
o simplemente la experiencia de la oración. U na com unidad que no
celebra su fe en los sacram entos o que no es capaz de orar con pausa y
con tiem po, es una com unidad que h a «ideologizado» su fe, que ha
desnaturalizado su relación con Jesús y con los demás. Se trata, en
definitiva, de u n a com unidad que prácticam ente no es una com uni­
dad de fe.
6) D e ahí la falsedad que implican las num erosas teorías, que
desde hace algunos años se han puesto en circulación, para distinguir
cuidadosam ente entre evangelización y sacramentalización. Porque,
en el fondo, esa distinción equivale a decir que prim ero hay que lograr
que la gente tenga fe, y eso es la evangelización; p ara que luego se pase
a celebrar la fe m aduram ente asumida, y eso es la sacramentalización.
N o cabe d uda que quienes hablan de esta m anera, denotan una
incomprensión bastante acentuada de lo que es la fe, por una parte, y
de lo que es el sacram ento cristiano, por otra. Porque desde el
m om ento en que u n a persona tiene fe en Jesús, vive experiencias muy
hondas y m uy decisivas. Lo cual quiere decir que una persona que
tiene fe, realiza y expresa esa fe, no sólo en su com portam iento y en su
comprom iso cristiano, sino además m ediante los símbolos en los que
218
Los símbolos de la fe
se asum e y se com unica la experiencia. C om o ha dicho acertadam ente
Casiano Floristán:
N o es fácil revelar la identidad del sacramento como tampoco es fácil
descifrar la identidad cristiana. Lo que sí parece fuera de duda es que
no es posible creer sin celebrar adecuadamente la fe, ni celebrar los
sacramentos de la fe sin creer al mismo tiempo90.
Por o tra parte, esta conclusión es de suma im portancia desde el
punto de vista pastoral. Pues según lo que acabam os de indicar, no
resulta aceptable ni la práctica de aquellas parroquias en las que la
atención se centra en adm inistrar correctam ente los ritos sacram enta­
les, ni tam poco el talante de aquellos cristianos que ponen todo su
interés en los com prom isos y com portam ientos, pero para quienes la
celebración sacram ental no reviste u n a im portancia decisiva,
v. 7) Los sacram entos no son simplemente actos hum anos. Por
supuesto que los sacram entos se basan en experiencias hum anas y son
la expresión simbólica de esas experiencias. Pero al mismo tiempo hay
que decir que los sacram entos son esencialmente una creación del
Espíritu de D io s91. Porque la com unidad cristiana es tal com unidad y
se expresa com o com unidad de fe precisamente por la acción del
Espíritu (2 C or 3,2-3), hasta el punto que nadie puede ni aun siquiera
decir «¡Jesús es Señor!», si no es im pulsado por el Espíritu santo (1
C or 12, 3). Este planteam iento es de sobra conocido en la teología
católica y no hace falta insistir más en ello. Pero sí es im portante
precisar una cuestión: la acción dé D ios se hace presente en , la
experiencia hum ana del creyente; y es esa experiencia, suscitada y
anim ada por el Espíritu, la que se expresa simbólicamente en el
sacram ento. Por lo tanto, cuando planteam os la estructura y la
esencia del sacram ento tal com o aquí lo acabam os de hacer, eso no
significa en m odo alguno que neguemos la acción de Dios en la vida
de fe y, más concretam ente, en la vida sacramental. Lo que ocurre es
que el nuevo testam ento no da pie para hablar de los sacram entos
com o ritos que «causan» la gracia. Ni siquiera para hablar de unos
determ inados ritos que serían com o instrum entos por medio de los
cuales D ios com unica su gracia, sea cual sea la experiencia que viva
quien recibe el sacram ento. Semejante planteam iento no tiene justifi­
cación desde el punto de vista de la docum entación que nos ofrece el
nuevo testam ento sobre las celebraciones sacramentales de la iglesia
prim itiva. Esas teorías sobre la «causalidad» de los sacram entos se
introducen en la teología m ucho m ás tarde, concretam ente en la edad
90.
91.
C. Floristán, La evangelization, tarea del cristiano, M adrid 1978, 109.
Cf. O. Cullm ann, Le cuite dans Téglise primitive, Neuchätel 1948, 36.
Conclusiones
219
media, a partir de Pedro Lom bardo. Pero de este asunto hablarem os
m ás adelante, en el capítulo octavo. El espíritu de D ios actúa en el
corazón del hom bre (R om 2,29; 5, 5; 2 C or 1, 22), en la intim idad del
espíritu hum ano (R om 8,16), hasta el p u n to de que con frecuencia la
p a la b ra pneuma (espíritu) resulta difícil de traducir, porque no se sabe
a ciencia cierta si se refiere al Espíritu de Dios o al espíritu del
hom b re92. Por o tra parte, n o h ay .n i u ñ a d o texto,del nuevo tsstapignto en virtud del cual se pueda argum entar y dem ostrar que la acción
dél Espíritu está necesariam ente vinculada a la puesta en práctica de
un determ inado ritual religioso. Téngase en cuenta que el texto de Jn
3, 5 («nacer del agua y del espíritu»), se ha de interpretar según el
sentido simbólico que el agua tiene en el evangelio de Juan (cf. Jn 19,
34), es decir no se tra ta de un agente m aterial que causa la presencia y
la inrervención del Espíritu, sino el símbolo del am or fiel y leal de
D ios al hom bre (cf. Jn 1, 14). Y cuando en Tit 3, 5 se habla del baño
de la regeneración y la renovación, se hace referencia expresa al
Espíritu, que es el que llena al creyente, «por medio de nuestro
Salvador, Jesús el Mesías». N o se trata, pues, de un rito que opera
autom áticam ente un efecto santificante, sino de un símbolo que
expresa la plenitud que Jesús otorga al hom bre por medio del Espíri­
tu. Y en cualquier caso —digám oslo u n a vez m ás— la cuestión clave
está en com prender que sók> hay un sacram ento cristiano donde hay
experiencia del Espíritu, que es la experiencia del am or y la libertad de
los hijos de Dios. En resumen: D ios actúa en el sacramento, pero no
por la m ediación instrum ental del rito (tal planteam iento no pasa de
ser un teologúmeno de origen tardío), sino por la experiencia que vive
ei creyente y m ediante esa experiencia. Y es esa experiencia interior la
que se expresa simbólicamente en la celebración sacramental.
8) L a distinción entre símbolo y rito entraña otra consecuencia
im portante: los ritos se pueden im poner por decreto, los símbolos no.
Es decir, un ritual puede ser determ inado y legislado por una autori­
dad com petente en la materia; por eso, los rituales suelen estar
m inuciosamente detallados, tan to en las palabras que se deben pro­
nunciar, com o en los gestos que se tienen que ejecutar. Porque en el
ritual, aunque haya elementos simbólicos, lo determ inante y decisivo
es el gesto en sí mismo y la palabra o palabras exactas que lo
acom pañan. Los símbolos, por el contrario, son tales símbolos, no en
virtud del decreto que los impone, sino p o r su fuerza o virtualidad
intrínseca. E sta virtualidad radica en la correspondencia que existe
entre la experiencia profunda, por u n a parte, y su expresión externa,
Γ
92.
Cf. T raduction Oecum enique de la Bible, Epitre aux romains, Paris 1967, 33-34;
cf. E. K äsem ann, A n die Römer, 218.
220
Los símbolos de la fe
p o r otra. D e ahí que, com o ya se ha dicho, los símbolos tienen que ser
y estar socialm ente aceptados en una determ inada cultura. Porque
cada cultura expresa sus experiencias fundam entales de una m anera
determ inada. U n ritual se puede im poner universalmente; cuando se
tra ta de los símbolos, eso no tiene sentido. Por lo tanto, la práctica
establecida en la iglesia, según la cual los sacram entos son m inuciosa­
m ente detallados y están legislados h asta el últim o detalle, tiene su
justificación en el hecho de que las celebraciones sacramentales son
com prendidas esencialmente com o ritos, pero no son vividas com o
símbolos de la fe por cada com unidad cristiana. P or eso, sin duda, los
sacram entos se ven som etidos hoy a un proceso de crisis muy profun­
da: m ucha gente no ve sentido a los ritos im puestos por la autoridad
religiosa. Y entonces, o los abandonan sin más; o se someten a ellos
por sentim ientos de miedo, de costum bre o de presión social, es decir,
po r cosas que tienen muy poco que ver con la experiencia de fe que
debe caracterizar al creyente. P or lo demás, el símbolo no se inventa
no se im provisa en cada m om ento. El símbolo es siempre una expre­
sión socialmente com partida y aceptada en una cultura. De ahí que,
en cada cultura, los símbolos sacram entales han de tener una cierta
estructura com ún y coincidente. A partir de estos criterios, se debe
program ar u n a pastoral de los sacram entos que respete las caracterís­
ticas del símbolo que en cada celebración se expresa.
Por lo demás, lo que se acaba de indicar no significa que en la
celebración sacram ental no tenga que darse una cierta dimensión
ritual, ya que, al tratarse de u n a celebración com unitaria o com parti­
d a por un grupo, debe existir un acuerdo com ún que unifique las
form as de expresión simbólica. De ello hablarem os en el capítulo final
de este libro.
Símbolos de libertad
ft
1.
!
L os sím bolos perdidòs
Tal com o de hecho se celebran en la iglesia, los sacram entos son
ceremonias religiosas reglam entadas. U na legislación m inuciosa fija
taxativam ente cóm o se tiene que celebrar cada sacramento, quién está
obligado a ello, cuándo y de qué m anera lo tiene que realizar, las
palabras, los gestos que se tienen que observar, los días y los sitios en
que se puede realizar la ceremonia. Todo, absolutam ente todo, está
previsto v legislado. Y es im portante tener en cuenta que en este
asunto la autoridad eclesiástica suele ser exigente, porque el Código
de derecho canónico es term inante al respecto:
En la confección, administración y recepción de los sacramentos se han
de observar cuidadosamente los ritos y las ceremonias que se prescriben
en los libros rituales aprobados por la iglesia (canon 733, 1).
D e ahí resulta que los fieles están educados según esta mentalidad.
Por eso, la gente sabe que los sacram entos son un conjunto de
obligaciones con las que el creyente tiene que cumplir, si es que quiere
estar bien con Dios; y si es que quiere ser una persona respetable, por
lo m enos en ciertos ambientes de nuestra sociedad. Y eso es así por la
sencilla razón de que detrás de cada sacram ento hay unas determ ina­
das leyes que obligan estrictam ente en conciencia, tanto al que lo ha
de adm inistrar com o a .quienes lo tienen que recibir.
A hora bien, estando así las cosas, es evidente que cuando los
creyentes se acercan a recibir los sacram entos, tienen la experiencia de
haber cum plido con una obligación. Es decir, sean cuales sean las
teorías que los teólogos tengan acerca de lo que es cada sacramento, el
222
Símbolos de libertad
hecho es que la experiencia inm ediata y concreta de los fieles, cuando
se tra ta de los sacram entos, es que éstos constituyen un conjunto de
obligaciones y deberes que con frecuencia resultan bastante pesados.
Y la consecuencia obvia que de ello se sigue es que el cristiano medio
vive los sacram entos, no com o experiencias de libertad, sino como
experiencias de obligación. L a gente sabe, en efecto, que un buen
cristiano tiene que bautizar a sus hijos, tiene que ir a misa cada
dom ingo, tiene que confesarse cuando la iglesia lo m anda, tiene que
casarse por la iglesia. Y así sucesivamente, hasta la últim a de las
obligaciones que hay establecidas en los libros de liturgia, de derecho
canónico y de teología m oral.
Consecuencia: los sacram entos se pueden considerar, con todo
derecho, com o símbolos perdidos. Porque, en realidad, se tra ta de
eso: de símbolos que han perdido sus posibilidades de asumir y de
expresar la experiencia cristiana esencial, que es la experiencia de la
libertad. Y en lugar de eso, lo que el com ún de los fieles experimenta
cuando se habla o se piensa en los sacram entos es sencillamente lo que
está m andado, lo obligatorio, lo im puesto por la norm a establecida.
A la vista de lo que acabam os de indicar, se puede decir que en
este capítulo vamos a tocar la cuestión esencial de todo el tratado
sobre los sacramentos. Y ello por dos razones, la una de orden
estrictam ente doctrinal, la o tra de tipo m ás bien práctico o pastoral.
En cuanto a la razón de orden doctrinal, la pregunta que hay que
hacerse es clara: ¿cuál es la experiencia cristiana m ás fundam ental? O
dicho de o tra m anera, ¿en qué consiste la experiencia m ás esencial y
decisiva de la fe en Jesucristo? La cuestión es capital, porque si hemos
dicho que los sacram entos son símbolos, y que los símbolos son la
expresión de nuestras experiencias más hondas y decisivas, entonces
es lógico preguntarse qué es lo que tienen que simbolizar los sacra­
m entos cristianos. H e aquí la cuestión de fondo que vamos a tratar en
este capítulo.
Pero hay otra razón, que es tam bién im portante. Se tra ta del
problem a pastoral. L a crisis de los sacram entos no tendrá solución
m ientras las cosas sigan com o están. Porque el problem a no está en el
ritual que se emplea, sino en el símbolo que las personas viven y
experimentan. D icho de o tra m anera, el problem a no está en que las
palabras o los gestos, que constituyen el ceremonial, sean más o
m enos adecuadas p ara nuestra generación o p a ra la generación que
nos vaya a suceder. El problem a, por tanto, no se resuelve cam biando
los ritos, las oraciones o los cantos. Todo eso ayuda hasta cierto
punto. Pero sólo eso, hasta cierto punto. Y la prueba está en que,
desde hace algunos años, se vienen haciendo cam bios y más cambios,
ensayos y m ás ensayos, en las liturgias sacramentales, pero de sobra
E l miedo a la libertad
223
sabemos que con los cam bios y los ensayos se consiguen unos efectos
positivos que, a la ho ra de la verdad, resultan m ás bien limitados. Los
nuevos rituales del bautism o, de la penitencia o del m atrim onio, por
ejemplo, n o han resuelto los problem as de fondo que existen en esos
sacramentos. Y es que el verdadero problem a está en que, como
acabam os de indicar, los sacram entos han venido a ser símbolos
perdidos, es decir, símbolos que no expresan lo que tienen que
expresar. Y por eso, m ientras las cosas sigan así, por más imaginación
que le echemos al asunto y por m ás teorías que inventemos sobre
todos y cada uno de los sacramentos, podem os estar seguros de que la
crisis sacram ental no se soluciona.
2.
E l miedo a la libertad
Pero, en realidad, ¿es tan im portante y tan esencial el problem a de
la libertad? ¿es eso u n a cosa tan fundam ental com o para decir que
constituye la cuestión clave de to d o el tra ta d o sobre los sacramentos?
Es lógico que nos hagam os estas preguntas. Porque la experiencia
nos enseña que, en la predicación eclesiástica, no ha sido presentada
la libertad com o algo tan esencial en la vida cristiana. M ás bien, si
acaso, se puede decir todo lo contrario. C om o bien sabemos, la
predicación que norm alm ente se ha hecho en la iglesia ha presentado
a la libertad com o el origen del mal en el m undo, ya que, según se ha
dicho, el pecado vino al m undo porque el hom bre fue libre para optar
por D ios o contra Dios. D e ahí que la libertad h a sido vista principal­
mente com o fuente del mal, es más, com o el origen de todo mal. De
donde se h a sacado la conclusión: lo m ejor que podem os hacer con la
libertad es lim itarla y recortarla, p ara que no siga produciendo
estragos en la hum anidad. L a libertad, p o r consiguiente, se h a consi­
derado com o un peligro que debe ser vigilado, controlado y, en la
medida de lo posible, sometido y dom esticado. A partir de este
planteam iento y con vistas a ese control de la libertad, se ha organiza­
do la educación, la form ación hum ana y religiosa, la organización
cívica, el funcionam iento de las instituciones y, en general, la vida
familiar, social y política en su conjunto. Y es evidente que la religión,
con sus norm as, leyes y prácticas sacramentales, ha influido decisiva­
mente en to d a esta com prensión global de la vida y del hom bre en la
sociedad.
El m iedo a la libertad ha estado bien organizado, docum entado
con doctrinas del más alto valor trascendente, codificado en leyes que
por ser sagradas se han considerado absolutam ente intocables e
indiscutibles, sancionado con castigos de este m undo y del otro. El
224
Símbolos de libertad
miedo a la libertad ha sido uno de los pilares de nuestra cultura,
soporte decisivo de nuestras instituciones, fundam ento de la convi­
vencia hum ana tal com o de hecho ha sido organizada. Sin el miedo a
la libertad, nuestra sociedad n o sería lo que es. Por eso hoy, cuando la
gente parece que va perdiendo el miedo a la libertad, a todos nos entra
m ás miedo. Porque tenem os la impresión de que nuestra cultura se
derrum ba y de que h asta nuestra seguridad personal se ve seriamente
am enazada.
P or eso se com prende que en la actualidad se hayan aliado
m isteriosam ente y hasta sorprendentem ente el miedo a la libertad con
el deseo y el ansia por ser libres. Y es que, en la cultura m oderna,
cuando m ás se habla de libertad, estamos asistiendo a un impresio­
nante proceso de dom esticación y som etimiento a todos los niveles.
En un libro bien co n o cid o 1, Erich From m hace notar cóm o la
estructura de la sociedad m oderna afecta sim ultáneamente al hom bre
de dos m aneras: por un lado, lo hace más independiente y más crítico,
otorgándole una m ayor confianza en sí mismo, y por otro lado, m ás
solo, aislado y atem orizado2. D e donde resulta que «si bien el hom bre
se ha liberado de los antiguos enemigos de la libertad, han surgido
otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no consiste
necesariam ente en alguna form a de restricción exterior, sino que está
constituido por factores internos que obstruyen la realización plena
de la personalidad»3. D e ahí que:
N os sentimos orgullosos de que el hom bre, en el desarrollo de su vida,
se haya liberado de las trabas de las autoridades externas que le
indicaban lo que debía hacer o dejar de hacer, olvidando de ese m odo la
im portancia de autoridades anónim as, com o la opinión pública y el
«sentido común», tan poderosas a causa de nuestra profunda disposi­
ción a ajustarnos a los requerim ientos de to d o el m undo, y de nuestro
no m enos profundo terro r de parecer distintos de los dem ás4.
En el fondo, se trata del enfrentam iento y la lucha que experimen­
ta todo hom bre en su intim idad m ás profunda. Enfrentam iento y
1. E. From m , E l miedo a la libertad, Buenos Aires 1977. Este mismo autor cita com o
obras im portantes sobre el tem a, ante todo, la colección de trabajos editados y dirigidos
por R. N. Anshen, Freedom. Its meaning, New Y ork 1940; y tam bién K . Steuem ann, Der
M ensch a u f der Flucht, Berlin 1932. Tam bién se pueden encontrar interesantes elementos
de juicio en el artículo de J. G abel, Totalitarismo y huida frente a la libertad, en Sociología
de la alienación, Buenos Aires 1973, 91-97. Será útil tam bién consultar el interesante
escrito de K.. R ahner, Freiheit und Manipulation in Gesellschaft und Kirche, M ünchen
1970.
2. E. From m , o. c., 173.
3. Ibid., 137-138.
4. Ibid., 138.
El miedo a la libertad
225
lucha entre el deseo de libertad, p o r u n a parte, y el m iedo a la libertad,
p o r o tra parte. P orque la libertad es, a un tiempo, la aspiración
suprem a y la carga m ás pesada que tenemos que soportar los m orta­
les. En este sentido, el nysm o From m se pregunta:
i)
¿Puede la libertad volverse una carga dem asiado pesada p ara el hom ­
bre, al punto que trate de eludirla? ¿cómo ocurre entonces que la
libertad resulta p ara m uchos una m eta ansiada, m ientras que para
otros no es m ás que una amenaza? ¿no existirá tal vez, jun to a un deseo
innato de libertad, un anhelo instintivo de sum isión?5.
L a respuesta a estas cuestiones es que, efectivamente, la gente le
teme a la libertad, porque le teme a la soledad, al aislamiento y a la
inseguridad. A hora bien, la cultura m oderna fom enta estos senti­
m ientos de m aneras m uy diversas y con mecanismos que resultan
extrem adam ente eficaces. La gente se siente hoy más insegura que
antes y m uchas veces m ás solitaria y m ás desam parada que nunca. La
política, la econom ía, la familia, la religión, las instituciones en
general, parecen resquebrajarse por todas partes y con frecuencia
tenemos la impresión de que el terreno se nos mueve debajo de los
pies. N o se trata de hacer aquí un análisis de los factores determ inan­
tes de esta situación. Todos, de una m anera o de otra, la conocemos
por propia experiencia y la sufrimos con todas sus consecuencias. Y
eso es lo que explica, entre otras cosas, la existencia de movimientos
políticos de tipo dictatorial y totalitario que en nuestro siglo han
contado, y siguen contando, con num erosos adeptos a veces bastante
fanatizados. El ejemplo de la A lem ania nazi en los pasados años
treinta es elocuente en este sentido: millones de personas, en Alema­
nia, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo
estuvieron en com batir por ella; en lugar de desear la libertad,
buscaban cam inos p ara rehuirla, m ientras otros millones de indivi­
duos perm anecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar
o m orir en su defensa6. Se podrían poner otros ejemplos en este
mismo sentido. Pero no hace falta, porque son de sobra conocidos.
A hora bien, a la vista de estos hechos, lo im portante aquí está en
caer en la cuenta del influjo que tienen estos mecanismos anti­
liberadores en la vida de los cristianos y, m ás concretamente, en la
existencia de la iglesia. Tam bién el creyente, com o tal creyente, se
siente am enazado y solo m uchas veces. Tam bién el creyente, por lo
tanto, experim enta el deseo suprem o de la libertad mezclado inevita­
blemente con el m iedo a la libertad. ¿Por qué la teología de la
5.
6.
Ibid., 31.
Ibid., 29.
]
226
Símbolos de libertad
liberación ha suscitado tantas esperanzas y, al mismo tiempo, tantos
enfrentam ientos? Es verdad que en ese asunto se han visto com plica­
dos otros m otivos de carácter ideológico, político o social. Pero no
cabe d u d a que, en el fondo, nos encontram os siempre con el eterno
miedo a la libertad. P or eso, en nuestros días, una iglesia que dicta
norm as y leyes es u n a cosa bien recibida y deseada por determ inados
sectores de la población. Porque una iglesia así, libera a la gente del
fardo pesado de la libertad, d a seguridad y tranquiliza, no sólo
religiosamente, sino incluso social y políticam ente a aquellas personas
que, por la razón que sea, se sienten a gusto con los regímenes
au toritarios que m antienen un determ inado orden de cosas, aunque
eso sea a costa de recortar o incluso anular determ inados derechos o
libertades de las personas.
D esde este punto de vista, se com prende que la carga pesada de
obligaciones que son de hecho las prácticas sacramentales, es una
carga que m ucha gente quiere seguir soportando. Y la soportan con
gusto. Porque eso les libera de la libertad. Es decir, eso les libera de
una responsabilidad que seguram ente no están dispuestos a asumir.
L a iglesia, que después del concilio V aticano II ha sido más libre y
liberadora, h a provocado un desconcierto alarm ante ante muchas
personas. Esas personas añoran la iglesia de antes. Y suspiran por un
papa, unos obispos y un clero que im pongan norm as claras, que
dicten verdades concretas, que castiguen a quienes se tom en determ i­
nadas libertades. Siempre nos encontram os con el mismo problema:
el eterno problem a de la libertad com o prom esa y de la libertad como
am enaza; la prom esa más grande y la am enaza m ás seria. La prom esa
y la am enaza que en el ám bito de lo religioso se hacen sentir con
particular fuerza, sin d uda con m ás fuerza que en ningún otro espacio
de la existencia hum ana.
3.
L a estrategia de la institución
Pero, en definitiva, ¿es que el miedo a la libertad no es una cosa
seria y respetable, que debem os tener siempre en cuenta precisamente
para nuestro bien? ¿es que el miedo a la libertad es necesariamente
algo m alo y detestable? ¿no es, por el contrario, una manifestación
m ás del instinto de conservación que nos es innato? ¿se puede decir,
sin más, que la libertad es siempre buena y se puede, por consiguiente,
erigir en valor absoluto?
A lo largo de este capítulo — así lo esperamos— el lector encontra­
rá una respuesta satisfactoria a estas preguntas. Y es precisamente
p ara eso, p ara encontrar esa respuesta satisfactoria, por lo que vamos
La estrategia de la institución
227
a empezar hablando de la estrategia institucional, es decir del m eca­
nismo y de los procedim ientos en virtud de los cuales se recorta, se
lim ita y hasta se llega a anular la libertad.
D esde este punto de vista, la pregunta que surge espontáneam ente
es clara y sencilla: ¿Cóm o se controla la libertad en la práctica
concreta de la vida? Com o bien sabe todo el m undo, la libertad se
controla m ediante el poder. Y el poder ejerce su control m ediante la
ley. N aturalm ente, aquí no vamos a discutir si la ley es buena o m ala,
si en la sociedad debe haber o n o debe haber leyes. Aquí no estamos
tratando un problem a de organización social o política; y menos aún
un problem a que pertenece a la filosofia del derecho. L a cuestión que
aquí nos interesa es una cuestión estrictam ente religiosa y, más
concretam ente, una cuestión estrictam ente cristiana. Y bien, desde ese
pun to de vista, ¿en qué consiste la estrategia de la institución para
controlar la libertad de los creyentes?
Al tratar precisamente de los sacram entos, el Código de derecho
canónico dice:
Puesto que todos los sacramentos, instituidos por nuestro Señor Jesu­
cristo, son los principales medios de salvación y de santificación, se ha
de tener la m ás grande diligencia y reverencia en adm inistrarlos y
recibirlos opo rtu n a y rectam ente (canon 731, 1).
La lógica del canon es perfectam ente comprensible: los sacram en­
tos son los medios m ás im portantes que Jesucristo ha puesto a
disposición del hom bre, p ara que éste obtenga su salvación y su
santificación. Por lo tanto, el hom bre ha de adm inistrarlos y recibirlos
con la m ás grande fidelidad y exactitud. D e ahí las norm as y leyes que
tienden precisamente a eso, a que el hom bre ponga en práctica lo más
exactamente posible esos m edios privilegiados, que son los que lo
salvan y lo santifican.
Según esta m anera de pensar, los sacram entos son mediaciones
establecidas p o r Jesucristo. M ediaciones entre Dios y el hom bre y por
las que el hom bre tiene que pasar, si es que quiere llegar a Dios. Lo
cual quiere decir que los sacram entos son cosas obligatorias; obliga­
ciones a las que el cristiano tiene que someterse, porque en ellas se
expresa y se com unica la gracia de Dios y, en definitiva, el am or de
Dios.
A hora bien, esto significa dos cosas. En primer lugar, que los
sacramentos simbolizan p ara el hom bre lo obligatorio, lo que se
impone a la conciencia en virtud de u n a ley sagrada y suprema. En
segundo lugar, que los sacram entos simbolizan lo obligatorio en
cuanto que a través de la Obligación cum plida se transm ite la gracia
de Dios y, en definitiva, elramor de Dios. Es decir, el am or pasa por la
228
Símbolos de libertad
ley. Y p o r lo tan to , la ley es la m ediación m ás im portante del amor. El
sacram ento, hecho ley exigente y obligante, es el medio, el canal y el
conducto del am or. He aquí la lógica del discurso canónico y eclesiás­
tico. H e aquí, p o r tan to , la estrategia de la institución. L a estrategia
que se traduce en el entram ado m inucioso y detallado de las norm as
litúrgicas, canónicas y m orales que tiene que cum plir todo católico
que pretenda obtener la salvación y la santificación, es decir la
am istad con Dios.
E sta lógica del discurso institucional entraña una secuencia, una
verdadera concatenación de experiencias. A nte todo, la experiencia
de lo que está dispuesto y ordenado, lo que está m andado, es decir lo
que está legislado y, p o r tanto, lo obligatorio. A partir de esa prim era
experiencia, el fiel católico accede a la experiencia principal, la expe­
riencia de sentirse aceptado y querido p or Dios; y la experiencia
tam bién de que él quiere a Dios. D e ahí, la paz en la conciencia ante el
deber cum plido. El cristiano que observa exactam ente las ceremonias
eclesiásticas, experim enta lógicamente el desagrado de quien tiene que
cumplir con una obligación pesada; pero al mismo tiempo experimen­
ta tam bién la satisfacción de quien siente cercano y casi tangible el
am or de D ios y el am or a Dios.
Esta doble experiencia, la experiencia del am or y la experiencia de
lo obligatorio (porque es lo legislado), pos descubre hasta la evidencia
en qué consiste la estrategia de la institución, en un sentido concreto,
a saber: la obra m aestra del poder consiste en hacerse am ar, de tal
m anera que así se propaga la sumisión, que llega a convertirse y
mistificarse, entre grandes sectores de la población, en verdadero
deseo de sum isión7. Y es lógico que así suceda, habida cuenta de las
prem isas que hemos explicado, ya que, en la lógica de la institución
tal com o está organizada, la experiencia del am or pasa necesariamen­
te por la ley, por el som etim iento a la ley, de tal m anera y hasta tal
punto que am ar viene a ser igual a someterse. D e donde resulta que la
ley viene a erigirse en una especie de ídolo, hacia el que los adeptos
orientan y dirigen un am or sin fin. P or eso, la divinización práctica
(no necesariam ente teórica) del poder resulta esencialmente constitu­
tiva de la burocracia institucional. Y es m ediante esa divinización
com o los sujetos disfrutan de la tranquilidad y de la seguridad que les
proporcionan los jefes, es decir, los representantes de la ley8. M ucha
gente se convence así de que el poder es absolutam ente bueno, por la
sencilla razón de que cuanta m ás sumisión haya, hay más am or, más
7. Cf. P. Legendre, L'amour du censeur, París 1974, 5; Sobre este asunto, cf. C.
Domínguez, M ea culpa, mea culpa, mea maxima culpa: Proyección 26 (1979) 119-133.
8. Cf. P. Legendre, Jouir dupouvoir. Traite de labureaucratiepatrióte, París 1976,13.
L os profetas fracasados
229
seguridad, más tranquilidad y más paz. P or este procedimiento, y por
él solo, la censura llega a ser auténticam ente efectiva y, por lo tanto,
ap ta p ara m anipular a los sujetos, hasta hacerles am ar el sometimien­
to, com o el verdadero sustituto del deseo o, en otras palabras, com o el
verdadero sustituto de las aspiraciones m ás profundas de la persona9.
Por lo demás, todo este planteam iento no significa que la vida
cristiana se tenga que realizar fuera de toda institucionalización; la
vida cristiana es esencialmente vida com unitaria y sabemos que la
vida de una com unidad com porta una cierta organización institucio­
nal. Pero de este asunto hablarem os m ás adelante.
4.
L os profetas fracasados
De lo dicho resulta que la ley, concretam ente la ley religiosa,
ocupa el lugar privilegiado, el puesto central, en la relación del
hom bre con Dios. Porque, a partir de lo que hemos dicho en el
núm ero anterior, la conciencia del com ún de los fieles está conform a­
da de tal m anera que, de hecho, la m edida de la relación con D ios es la
ley. Es decir, se tiene el convencimiento de que una persona está tanto
más cerca de D ios cuanto m ás fielmente observa la ley. L a ley es, por
tanto, la m ediación necesaria entre D ios y el hombre.
Com o es bien sabido, esta form a de conciencia —la conciencia
que pone a la ley en el centro de la vida religiosa— no ha sido un
invento de la iglesia. El m odelo ejemplar de esta form a de conciencia
es la m entalidad farisaica. E sta m entalidad es central en la problem á­
tica que nos presenta el nuevo testam ento: aparece fuertemente desta­
cada en los enfrentam ientos de Jesús con sus adversarios; y en las
polémicas de Pablo con los judíos. Por eso, antes de seguir adelante,
conviene decir algo sobre el movim iento fariseo.
Los fariseos fueron un m ovim iento de seglares piadosos, cuyo
origen se rem onta al siglo segundo antes de Cristo. Este m ovimiento
tuvo sus antecesores en los jasideos, del tiempo de los macabeos.
Com o grupo organizado, aparecen bajo Juan H ircano II (135-104 a.
C.). En su origen fueron un m ovim iento de oposición a los príncipes
sacerdotes asm oneos, por la m undanización política de éstos, ya que
los fariseos querían u n a religiosidad pura. D e ahí el nom bre de
«separados» (periSÉ ayya)10.
Pero el origen rem oto del m ovim iento fariseo hay que buscarlo
más atrás. D e hecho, sé rem onta a los tiem pos del exilio (siglo VI a.
C.) y más concretam ente a la figura de Esdras (siglo Y a. C.). Esdras
9.
10.
Cf. P. Legendre, V am òur du censeur, 107.
Cf. M . J. Lagrange, Le, judaisme avant J. Christ, Paris 1931, 268-301.
230
Símbolos de libertad
es u n personaje de singular im portancia p a ra com prender la evolu­
ción de las ideas religiosas, concretam ente en lo que se refiere a la
im portancia y al significado de la ley en el judaism o. Porque es
precisam ente a p artir de Esdras cuando se acentúa progresivamente la
tendencia a supervalorar la ley en Israel, colocándola en el centro de
la vida religiosa del pueblo.
N o vam os a analizar aquí las causas de tipo histórico que determ i­
naron la im portancia que adquirió la figura de Esdras y el influjo que
tuvo este personaje en la m entalidad religiosa de Israel i 1. M ás im por­
tante que eso será destacar un pu n to que es, sin duda, esencial en todo
este asunto: en el judaism o se fue im poniedo la idea, a partir del exilio,
de que la acción y la denuncia de los profetas había sido un fracaso.
Porque aquellas denuncias proféticas sobre la necesidad de practicar
el bien y aborrecer el mal no habían sido capaces de levantar al pueblo
de su postración p ara llevarlo a la prosperidad, sino que, por el
contrario, to d a aquella palabrería profetica había desembocado en la
ru in a y en el destierro. D e ahí parece que se llegó al convencimiento
de que era necesario concretar las antiguas exigencias proféticas, de
carácter dem asiado general, en una form a codificada y legal que fijara
las obligaciones de los ciudadanos ante Dios. Com o se ha dicho muy
bien:
Al plantearse el problema de cómo hacer la voluntad de Dios, los
fariseos hubieron de enfrentarse con el fracaso de los grandes profetas,
con su impotencia para convertir al pueblo y con el hecho de la
deportación, que, según la creencia general, fue el castigo de Dios por
los pecados de Israel. A la vista de esto, se propusieron realizar la ética
de los profetas reduciéndola a una ética de pormenor, detallista12.
Así pues, a partir del siglo quinto antes de Cristo, se impone
progresivam ente en Israel la idea según la cual lo que esencialmente
distingue a este pueblo de los dem ás pueblos es que posee la léy de
Yahvé. En adelante, Israel es el pueblo de la ley.
Por este camino, la ley entera pasó a ser criterio del judaismo. Si la
mirada sacerdotal retrospectiva hacia el pasado había exaltado la
figura de Aarón, el patriarca de los sacerdotes, también Moisés, que
nunca había sido olvidado, alcanzó ahora toda su excepcional impor­
tancia y, desde luego, no el Moisés liberador y salvador, ni el Moisés
profeta, sino el Moisés legislador13.
11. U n buen estudio sobre este punto en M. N oth, Historia de Israel, Barcelona
1966,289-291.
12. Cf. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, M adrid 1969, 369.
13. D. Arenhoevel, E l período postexílico, en J. Schreiner (ed.) Palabra y mensaje del
antiguo testamento, Barcelona 1972, 339-340.
E l precio de la ley
231
E n adelante, pues, será la ley la que fijará los rasgos característicos
del judío com o individuo y com o p u e b lo 14.
A p artir de este planteam iento, conviene, quitarse de la cabeza la
idea, corrientem ente adm itida, según la cual los fariseos fueron vina .
gente depravada. T odo lo contrario. Ellos fueron hom bres de una
religiosidad em inente y de una generosidad ejemplar en su empeño
religioso. Entonces, ¿en qué estuvo el fallo de estos hombres? Sencilla­
mente, en que p a ra ellos la revelación de D ios es la ley y la ley es la
revelación de Dios. A h o ra bien, al identificar de tal m anera la
revelación con la ley, la consecuencia lógica que dedujeron es que lo
m ás grande que puede hacer el hom bre es observar y cum plir la ley.
P or consiguiente, la T o rà se sitúa en el centro mismo de la relación del
hom bre con su Dios. Pero, com o p o r o tra parte, la T orà no puede
prever todos los casos y situaciones posibles que se le presentan al
hom bre en su vida, entonces se hacía enteram ente necesaria la aplica­
ción de la ley a cada caso y a cada situación. Esa aplicación, sin
embargo, no se podía dejar al arbitrio del sujeto, sino que tenía que
estar tam bién fijada en u n a legislación. Así surgió la halachach, que
era la aplicación de la norm a de la T orà a cada caso, y que tenía el
mismo valor que la Torà. Precisamente, la función de los rabinos
(maestros de la ley) consistía en hacer la interpretación auténtica de la
T orà a cada situación concreta y a cada caso singular. Y esto se hacía
de tal m anera — insistam os una vez m ás en ello— que cada prescrip­
ción de la halachach se consideraba que tenía exactamente el mismo
valor que la Torà. U n rabino decía: «Todo lo que un discípulo
inteligente pueda enseñar en adelante, en presencia de su rabino, fue
revelado ya a M oisés en el Sinaí» *5.
5.
El precio de la ley
Todo lo que hem os dicho hasta aquí sobre la ley tiene un funda­
mento último: la c o n c e d a religiosa es esencialmente heterónom a.
Es decir, la conciencíal es tanto m ás perfecta cuanto m ás niega y
reniega de su autonorm a. En consecuencia, toda decisión hum ana
tiene que estar determ inada y prescrita, no p o r la autodeterm inación
del sujeto, sino p o r la prescripción de una norm a escrita y fijada en
una determ inada codificación legal. El hom bre no puede, en ningún
momento, guiarse p o r la autodecisión que b ro ta de él mismo, sino por
la heterodecisión que ha sido fijada por D ios mismo en una norm atii
14.
15.
Cf. P. Ricoeur, o. c.\ 393.
Cf. Tr. H erford, The pharisees, New Y ork 1924, 85.
232
Símbolos de libertad
va; o p o r quien tiene autoridad divina p ara aplicar esa norm a a cada
caso y a cada situación. D e ahí que lo m ejor es que to d a la vida esté
dom inada p o r la ley. Y de ahí que lo mejor que puede hacer el hom bre
es observar la ley, cum plirla hasta el últim o detalle. C uanto m ás ley y
cuanto m ás observancia legal haya, tan to mejor, porque así el hom bre
depende m ás de D ios y de esa m anera se hace tan to más perfecto.
En principio, este planteam iento parece enteram ente correcto.
Porque si D ios es D ios y el hom bre es el hom bre, lo m ejor que puede y
debe hacer el hom bre es someterse a Dios, obedecer a Dios. Y parece
lo m ás obvio que el m ejor cam ino y el m ás seguro para obedecer y
someterse es cum plir la ley de Dios. H e ahí lo m ás noble y lo m ás
seguro que puede hacer el hom bre. A¡sí, y sólo así, parece que D ios
queda en su lugar; y el hom bre en el su|yo. Por eso, cuando se tra ta de
las prácticas religiosas, lo m ejor y lo m ás seguro que puede hacer el
creyente es observar con la m ayor exactitud posible las norm as
rituales y las leyes litúrgicas establecidas. Sólo de esa m anera los
sacram entos se celebran com o D ios m anda. Y com o el hom bre
necesita.
En principio, no cabe duda que este planteam iento parece el único
razonable y sensato. Sin em bargo, p o r poco que se piense en todo este
asunto, enseguida descubre uno las consecuencias verdaderam ente
graves que se deducen inevitablemente de esa m anera de pensar y,
sobre todo, de proceder. En efecto, u n a vez que se ha establecido la
ley com o la m ediación absolutam ente im prescindible entre Dios y el
hom bre, es decir, una vez que se h a aceptado el criterio según el cual el
único cam ino p ara agradar a Dios es la observancia de la ley, de ahí se
siguen cuatro consecuencias:
1
) En prim er lugar, desde el m om ento en que se acepta que la ley
tiene ese papel en la vida religiosa del hom bre, todo el problem a de la
conciencia se centra inevitablem ente en la idea de transgresión: lo que
la conciencia tiene que hacer es evitar la transgresión de la ley. A eso
se reduce esencialmente su función específica. Y de ahí se sigue que
todo el ser y el quehacer de la conciencia queda orientado a que el
hom bre deje de ser m alvado y sea justo, es decir, observante de la ley.
Según eso, «la polaridad del ju sto y del m alvado» es la característica
esencial de la conciencia16.
2)
La segunda consecuencia es que la conciencia se orienta
prim ordialm ente y casi necesariam ente hacia la idea de mérito. «El
m érito es el sello del acto justo, com o una cualidad de la voluntad
bu en a» 17. P or consiguiente, la actividad de la conciencia está orienta-
16. P. Ricoeur, o. c., 403.
E l precio de la ley
233
d a hacia el acrecentam iento personal del propio m érito. O dicho de
o tra m anera, la actividad de la conciencia está orientada hacia el
propio sujeto, no hacia lo que es gratificante y beneficioso p ara los
demás. En, el fondo, se tra ta de una form a de conciencia que fom enta
el egoísmo m ás raim ado.
3) L a tercera consecuencia es que cuando la conciencia está
esencialmente determ inada por la ley, esa conciencia term ina por dar
la misma im portancia a lo grande que a lo pequeño. En teoría, por
supuesto, nadie dirá que las cosas deben ser así. Pero, en la práctica,
resulta inevitable que la conciencia, cuyo criterio esencial es la ley, no
termine por mezclar lo grande y lo pequeño, dando prácticam ente la
misma im portancia a unas cosas que a otras. D e hecho, sabemos que
el fariseísmo d ab a la m ism a im portancia a los preceptos de la T orà
que a las norm as de la halachach. P ara el fariseo p uro y auténtico, lo
mismo era, en la práctica, quebrantar un m andam iento del decálogo
que dejar dé cum plir una de las m uchas m inucias que habían fijado
los rabinos, por ejemplo d ar más pasos que los debidos en sábado u
otras cosas p o r el estilo.
4) L a cu arta consecuencia es m ás grave, sin d uda la m ás grave de
todas. Se tra ta de que la conciencia que está esencialmente orientada
por la ley, cuando llega la hora de la verdad y en la práctica concreta
de la vida, term ina por d ar m ás im portancia a lo secundario que a lo
principal. Es decir, u n a conciencia centrada en el cumplimiento de la
ley d a m ás im portancia a lo pequeño que a lo grande. Y eso por una
razón que se com prende fácilmente: el am or, que es lo verdaderam en­
te grande y lo principal, no es codificable en u n a norm ativa legal. Así
nos lo dice la experiencia. Y así resulta de la m ism a naturaleza del
amor, ya que am ar a alguien es lo m ism o que vivir u na experiencia
original, que no es tem atizable en ideas, norm as y preceptos, sino que
es esencialmente u n a experiencia espontánea de carácter intuitivo. D e
ahí resulta que, al n o ser codificable el am or, y al ser perfectamente
reglamentable todo lo demás, el am or pasa a segundo término,
m ientras que lo dem ás ocupa el prim er puesto en las preocupaciones
de la conciencia. P or o tra parte, lo decisivo en la experiencia del am or
no es evitar la transgresión, sino el riesgo de la entrega sin límites ni
reservas. De ahí que cuando la conciencia está polarizada por la idea
de la transgresión, la persona llega a incapacitarse p ara am ar, porque
toda la obsesión se centra en cum plir norm as y en evitar transgresio­
nes, m ientras que lo verdaderam ente grande de la vida, que es la
entrega al Otro (con todos los riesgos que eso com porta), pasa
totalm ente inadvertido; o incluso to d o eso del am or y la entrega llega
a ser visto com o u n a cosa sospechosa, ya que en n o pocas ocasiones lo
que exige el am or puede entrar en conflicto o en concurrencia con lo
234
Símbolos de libertad
que está legislado. Las exigencias que b rotan espontáneam ente de la
experiencia afectiva son absolutam ente imprevisibles y no sabemos
hasta dónde nos pueden llevar, m ientras que la ley es clara y term i­
nante, fija exactam ente los límites de lo que hay que hacer y lo que
hay que evitar. D e ahí que el am or es esencialmente arriesgado,
m ientras que la ley es segura. P or eso se com prende que m uchas
personas se aferren a la ley y se desentiendan prácticam ente de lo que
exige el am or con todas sus consecuencias.
A h o ra bien, si tom am os m uy en serio estas cuatro consecuencias,
se com prende fácilmente que la conciencia legal, es decir, la concien­
cia que está orientada esencialmente p o r la observancia de la ley, es
una conciencia en la que se dan estas tres características: 1) ante
todo, es inevitablem ente u n a conciencia atorm entada, ya que todo su
foco de atención está orientado hacia la transgresión: lo que interesa y
lo que preocupa es evitar a to d a costa la transgresión. Pero com o las
posibles transgresiones son infinitas, resulta prácticam ente inevitable
que la conciencia term ine p o r vivir atorm entada; o por el contrario, lo
que bien puede ocurrir es que la conciencia acabe entregándose al
laxismo y a la indiferencia, cuando ve que la carga de las obligaciones
le resulta dem asiado intolerable. L a experiencia nos enseña que estos
dos peligros son el pan de cada día en la vida m oral y religiosa· de
m ucha gente; 2) en segundo lugar, se tra ta de una conciencia egoís­
ta, porque, com o hem os dicho, es una conciencia que está fundam en­
talm ente orientada hacia la consecución del mérito: lo que centra la
atención es la autorrealización personal, el progreso de lo meritorio.
P or o tra parte, com o lo codificado en la ley es algo objetivamente fijo
y concreto, ese egoísmo se m anifiesta en form a de búsqueda de
seguridad. D e ahí que esta form a de conciencia es propia de personas
inseguras y a veces neurotizadas, cuya expresión suprem a es el escrú­
pulo religioso; 3) finalm ente, esta form a de conciencia es una con­
ciencia pervertida, ya que a veces se le da la m ism a im portancia a lo
principal y a lo secundario; y con frecuencia, lo secundario pasa a
ocupar el prim er puesto, m ientras que el am or y la justicia se m argi­
nan, se olvidan en la práctica o incluso se consideran como cosas
peligrosas. En este sentido, los evangelios nos cuentan cómo Jesús se
tuvo que enfrentar, con frecuencia, a los fariseos precisamente a causa
de esta perversión: las exigencias del am or eran prácticam ente olvida­
das o incluso m enospreciadas, m ientras que lo accesorio ocupaba el
centro de las atenciones (cf. M t 23,23-24; M e 7, 8-13; Le 10,25-37; cf.
tam bién M t 15,1-20; Le 11, 37-44). Y la experiencia nos enseña cóm o
es frecuente que la gente «religiosa» y observante de la ley se aferre a
cosas m ás o m enos pequeñas, com o son rezos, ayunos, observancias
rituales y tradiciones, m ientras que se desentienden prácticam ente, y a
El precio de la ley
235
veces m uy gravemente, de am ar a los demás. Se repite entonces la
perversión de los fariseos: lö secundario pasa a ser lo que m ás agobia
y preocupa a la conciencia, m ientras que lo fundam ental queda
prácticam ente m arginado o incluso es atropellado seriamente. Es el
caso de personas que experim entan una especie de irritación instintiva
cuanao se queorantan determ inadas norm as litúrgicas, m ientras que
en realidad no sienten la misma irritación ante el sufrimiento y la
desgracia de m uchos ciudadanos.
L a ley, no cabe duda, d a seguridad a la conciencia, libera de
muchos m iedos y de no pocos riesgos, ofrece siempre la impresión de
estar en lo cierto, en el recto camino, con la certeza de que al cumplir
la ley se está haciendo lo m ejor que se puede hacer. Todo esto
obviam ente resulta gratificante. Pero, después de lo que hemos visto
acerca de lo que entraña la conciencia legal, es evidente que el precio
que se cobra la ley, a cam bio de la seguridad que da, es demasiado
alto. Porque no se tra ta solamente de que, al propagarse la conciencia
legal, se propaga inevitablemente la infelicidad y hasta el torm ento de
m uchas personas. Se tra ta de algo m ás grave aún: con la conciencia
legal se p ro p ag a el m ás refinado y sutil egoísmo, el repliegue de cada
conciencia sobre sí misma, se propaga el distanciam iento de las
personas y la consiguiente soledad, se propaga, sobre todo, la aten­
ción y el interés p o r cosas que no responden a las exigencias profun­
das de cada corazón h rm a n o en cada situación concreta, m ientras
que lo verdaderam ente (Riportante, que es el am or y la libertad de los
hijos de Dios, queda insensiblemente m arginado o incluso práctica­
mente atropellado.
P ara term inar será conveniente indicar — nada m ás indicar— las
consecuencias que la conciencia legal acarrea cuando se enseñorea de
la vida sacram ental. Los sacram entos, entonces, se celebran con la
más exacta fidelidad al ritual establecido, se cumplen las norm as, se
observan los detalles, el conjunto de la cerem onia ofrece la impresión
de que se está haciendo lo que se tiene que hacer y como se tiene que
hacer. Pero, en definitiva, ¿en qué p ara todo eso? La experiencia nos
enseña que la atención y el interés del celebrante y de los participantes
suele quedar acaparada por el ritual y por el cumplimiento de las
norm as, m ientras que la experiencia profunda de las personas y los
símbolos que pueden expresar esa experiencia quedan prácticam ente
unto,
al margen. H asta el pu nto de que cuando se
resulta u n a doctrina no·sedosa e inadmisible,
gicamente perféS
frecuencia, se celebran :eucaristías, que s<
pero en las que nadie Is;e quiere de ver
e ahí, seguramente, _
^ w M iftS 'g ftc a y
precio m ás caro que tie ne que pagar la
sacram ental, tal com o ile hecho está o r ^ & i^ d a
gjfrq
236
6.
Símbolos de libertad
L a e x p e rie n cia c ristia n a esencial
Se h a dicho u n a y mil veces que la-experiencia cristiana esencial es
la experiencia del amor. La experiencia del am or de Dios al hom bre y
la experiencia del am or del hom bre a D ios y a los dem ás hombres. Lo
cual es absolutam ente cierto. La Biblia y la tradición cristiana lo
afirman de tal m an era e insisten en este p u nto con tal constancia y
coherencia que no puede quedar duda alguna sobre esta cuestión. Y
no vam os a insistir en ello porque es un asunto de sobra conocido18.
Pero con decir eso, n o tocam os el fondo de la cuestión. Porque
cuando aquí hablam os de experiencia, entendem os esta expresión en
su sentido m ás global, en cuanto estado y actividad hum ana que
implica no sólo presenciar, conocer o sentir una cosa por sí mismo y
en sí mismo, com o cuando decimos «sé por experiencia lo que es
eso » 19, sino adem ás todo el conjunto de vivencias que acom pañan al
conocim iento de una cosa o de las cosas y personas en general, por
contraposición a lo que es un a ciencia puram ente abstracta o discursi­
v a 20. A hora bien, desde este pun to de vista, decir que la experiencia
cristiana esencial es la experiencia del am or, resulta una afirmación
inevitablemente ambigua. Por una razón que se com prende fácilmen­
te: com o hemos visto antes, la «estrategia de la institución» consiste
en vincular la experiencia del am or a la experiencia de la ley obedeci­
d a y cum plida, lo que supone que, en la conciencia de la m ayor parte
de los fieles, la experiencia del am or no está asociada y vinculada a la
experiencia de la libertad, sino exactam ente a algo que es todo lo
contrario: la experiencia de lo obligatorio. De donde resulta que, para
m ucha gente, la experiencia cristiana esencial es, en la práctica, la
experiencia de la obligación cum plida, de tal m anera que en el
cumplim iento de lo obligatorio se pone la realización y la experiencia
del am or.
L a consecuencia que se sigue de eso es que hay muchísimas
personas que saben perfectam ente que lo m ás im portante para un
cristiano es el amor, pero en realidad lo que practican es un conjunto
de obligaciones m ás o m enos m inuciosas, que quizás tienen muy poco
que ver con el am or efectivo a los demás. Y lo más curioso de todo
este asunto es que tales personas suelen tener la conciencia clarísima
18. L a bibliografia sobre este p u n to es inmensa. L as ideas fundam entales y una
selección bibliográfica se pueden ver en V. W arnach: L T K I, 178-180; p ara la historia de
la teología y de la tradición cristiana, cf. J. Ratzinger: L T K VI, 1032-1036.
19. Tal es la prim era acepción que tiene la palab ra experiencia en el uso de la lengua
española. Cf. M . M oliner, Diccionario del uso del español I, M adrid 1975, 1257.
20. P ara este punto, cf. F. Gregoire, L ’instuition selon Bergson. Etude critique,
Louvain 1947, 122-125, citado po r A. L eonard, Diet, de Spir. IV, 2005.
La experiencia cristiana esencial
237
de que sólo cum pliendo esas obligaciones minuciosas es cóm o tienen
que realizar en su vida el am or cristiano. Tal es el caso de m uchas
gentes de buena voluntad, que ponen un afán desmedido en observar
al detalle las norm as rituales u otras cosas p o r el estilo, pero de tal
m anera que al mismo tiem po abrigan sentimientos o adoptan formas
de conducta que distan m ucho de lo que es am ar sinceramente a otra
persona.
C uando esto sucede, el problem a no está en que esas personas
observen las norm as establecidas hasta el últim o detalle, porque eso
en sí es bueno y parece ser u n a de las cosas m ás razonables y
excelentes que puede hacer una persona religiosa. Sin embargo, eso
entraña un inconveniente m uy serio: en la práctica diaria de la vida,
quienes se com portan de esa m anera suelen sentirse muy tranquilos en
su conciencia por el hecho de obedecer a lo que está m andado en la
legislación, p o r m ás que en el conjunto de su vida no sean personas
entregadas p o r entero al am or de los demás com partiendo con los
más desgraciados lo que cada uno es y lo que cada uno tiene. La
experiencia en este sentido es elocuente. Por poner un ejemplo: si las
autoridades eclesiásticas se enteran de que en tal parroquia no se
observan cuidadosam ente las norm as litúrgicas en la adm inistración
de los sacram entos, lo m ás seguro es que m ás tarde o m ás tem prano se
produce la alarm a y al párroco se le llam a la atención o quizás hasta
se le im pone u n a sanción adecuada; sin embargo, suele ser relativa­
mente frecuente que esas mismas autoridades religiosas no se alarmen
en el mismo grado y con los mismos efectos si saben que en esa misma
parroquia hay cantidad de gentes desgraciadas a quienes el párroco o
los feligreses no les prestan especial atención. L a cosa está clara: en la
m entalidad y en el estilo eclesiástico, preocupa m ás la observancia de
la ley que la puesta en práctica del am or.
¿Por qué ocurre esto? P or la sencilla razón de que, según la
m entalidad eclesiástica m ás generalizada, la experiencia cristiana
esencial no es la experiencia del am or que se engendra en la libertad
cristiana y desem boca siempre en la libertad cristiana, sino que, por el
contrario, la experiencia esencial del cristiano consiste en el am or que
se engendra en el som etim iento a las obligaciones legales y desemboca
en la m ás m inuciosa observancia de las obligaciones que im pone la
ley. P or supuesto, en el plano de las ideas, lo que se dice y se repite
hasta la saciedad es que lo m ás im portante en la vida cristiana es el
am or, pero en el terreno de las prácticas y de los com portam ientos, lo
que se urge y se exige —-hasta con censuras y castigos, si es preciso—
es el cum plim iento obediente de lo que está legislado.
Sin duda alguna, ésta fue la situación y el atolladero en que se vio
metido el fariseísmo dél tiempo de Jesús. Y algo muy parecido es lo
238
Símbolos de libertad
que ah o ra ocurre con m uchísim os cristianos. Porque por m ás que en
los libros y en las predicaciones eclesiásticas se digan cosas m aravillo­
sas sobre el am or y la caridad, el hecho es que la conciencia de la gente
se conform a y configura con lo que se practica en las iglesias.
Los autores del nuevo testam ento se dieron cuenta de este proble­
m a con una clarividencia sorprendente. Y a hemos visto, en el capítulo
segundo, cóm o Jesús no se conform ó ni se limitó a decir que lo m ás
im portante en la vida es el am or. Jun to con eso e incluso antes que
eso, Jesús quebrantó intencionadam ente las leyes religiosas estableci­
das y rom pió con la práctica religiosa de su pueblo y de su tiempo,
hasta resultar un individuo sospechoso y escandaloso, al que, las
autoridades religiosas consideraron que era necesario eliminar. Por su
parte, Pablo defendió tan apasionadam ente la libertad que por ello
fue acusado com o inm oral (cf. Rom 3, 8; 6, 1). Por este asunto
soportó persecuciones y palizas (cf. 2 C or 11, 23-26) y hasta tuvo
enfrentam ientos muy serios con sus com unidades y con el mismo
Pedro (G ál 2, 11-21). Lo cual indica inequívocamente hasta qué
p unto Pablo com prendió que en este asunto la iglesia se jugaba algo
m uy decisivo, quizás lo m ás decisivo en la existencia cristiana.
Y
así es, en efecto. ¿Por qué? P ara responder a este pregunta, será
necesario recordar que, según la m anera de pensar de m uchas perso­
nas, hablar de la libertad es lo mismo que hablar de lo m ás cóm odo, lo
m ás fácil, lo que lleva en definitiva a la inm oralidad. Sin embargo, el
pensam iento de Pablo va exactam ente en la dirección opuesta: lo que
él vio, con toda claridad, es la estrecha relación que existe entre la
libertad cristiana y la cruz de Cristo. Así lo dice en la posdata de la
C arta a los gálatas:
Esos que intentan forzaros a la circuncisión son, ni más ni menos, los
que desean quedar bien en lo exterior; su única preocupación es que no
los persigan por causa de la cruz del Mesías, porque la ley no la
observan ni los mismos circuncisos; pretenden que os circuncidéis para
gloriarse de que os habéis sometido a ese rito (Gál 6, 12-13).
L a circuncisión era el rito que vinculaba al hom bre con la religión
de la ley y, por eso, lo som etía a la ley. Según esto, Pablo quiere decir:
los que optan por la ley se apartan de la cruz de Jesús, es decir se
a p artan del seguimiento y del destino de Jesús. Porque, en el fondo,
aceptar la libertad cristiana es lo mismo que cargar con la persecución
por causa del Mesías crucificado. Pablo resum e y recapitula21 el
contenido de la C arta a los gálatas con este pensam iento que, en el
21.
Cf. A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, Stuttgart 1968, 68.
■
L a ley contra la gracia
239
fondo, viene a decir lo siguiente: optar por la libertad de la ley es
o p tar por la cruz; apartarse de esa libertad es apartarse de la cruz.
H e aquí p o r qué se puede decir con todo derecho que la experien­
cia cristiana esencial es la experiencia del am or, pero en la m edida — y
sólo en la m edida— en que ese am or bro ta de la libertad cristiana y
desemboca en la libertad que es propia del hom bre de fe.
¿Qué quiere decir esto en definitiva? El análisis de la doctrina de
Pablo sobre la libertad de la ley nos d ará la respuesta.
7.
L a ley contra la gracia
Se ha dicho con frecuencia que la libertad cristiana en lo que se
refiere a norm as y lev s (morales, litúrgicas, etc.) no significa la
abolición o supresión c d tales norm as y leyes, sino simplemente un
cambio del espíritu coníque se deben cum plir. Según esta m anera de
pensar, lo que Cristo vino a suprim ir no es la ley, sino lo m olesto de la
ley. Es decir, la liberación de la ley, que predica el nuevo testam ento,
no consiste en que la ley ya no obliga a los cristianos, sino en que los
cristianos cum plen las leyes religiosas (divinas y hum anas) con tanto
am or que, en realidad, esas leyes ya n o resultan molestas ni pesadas,
sino todo lo contrario. O sea, lo que C risto h a cam biado no es la ley,
sino la actitud del creyente p ara cum plir la ley. Es verdad que Cristo
suprimió ciertas observancias legales y rituales del antiguo testam ento
(< írcuncisión, ayunos, norm as sobre el sábado, los alimentos prohibi­
dos y algo más). Pero no es menos cierto que la iglesia — que ha
sustituido a la sinagoga— h a im puesto otras leyes (sobre el domingo,
el ayuno y la abstinencia, la organización eclesiástica, la adm inistra­
ción de los sacram entos, etc.). Esto, poco m ás o menos, es lo que
piensan m uchos cristianos e incluso no pocos teólogos. D e ahí que
para m ucha gente la fidelidad y la obediencia a D ios se mide por la
fidelidad y la obediencia a la ley. D e donde resulta que, en la
conciencia de m uchos fieles, la m ediación y la m edida del am or
cristiano es la ley religiosa.
¿Es acertada y correcta esta m anera de pensar? ¿qué nos dice el
nuevo testam ento a este respecto?
P ara ir derechamente al centro mismo del problem a, lo primero
que hay que decir es que, en la enseñanza de Pablo, Cristo vino a
abolir la ley, de tal m anera que los cristianos ya no estamos en
régimen de ley, sino en régimen de gracia. L a afirm ación de Pablo en
este sentido es tajante: «el pecado no tendrá dom inio sobre vosotros,
porque ya no estáis en! régimen de ley, sino en régimen de gracia»
(Rom 6, 14). El texto es terminante: el pecado no tiene ya dominio,
240
Símbolos de libertad
com o dueño y señor absoluto (kurieúein) , sobre los creyentes22. Y la
razón está en que la ley, com o régimen de salvación, h a sido abolida;
en su lugar, C risto h a instituido un régimen nuevo, el régimen de la
g racia23. Pablo establece de esta m anera una antítesis, que no es una
afirm ación puram ente retórica, sino que se refiere directamente a una
realidad: la libertad que caracteriza al hom bre de fe24. Esto, evidente­
mente, quiere decir que la ley y la gracia de Dios son dos realidades
contrapuestas. Y son dos realidades contrapuestas porque la ley es
característica de la situación del hom bre en pecado y de todo lo que
lleva consigo esa situación, m ientras que por el contrario la gracia es
la m arca distintiva del régimen que se instaura con C risto 25.
Precisamente porque existe esta contraposición tan tajante entre
la ley y la gracia, por eso las afirm aciones de Pablo a este respecto
llegan a adquirir una fuerza sorprendente: «la función de la ley es dar
conciencia del pecado» (Rom 3, 20); «la ley se metió por medio para
que proliferase el delito» (R om 5, 20); «el pecado no tendrá dominio
sobre vosotros, porque ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen
de gracia» (R om 6, 14), lo que viene a indicar que «estar bajo el
pecado» y «estar bajo la ley» son dos afirmaciones que se refieren a la
misma co sa26, por m ás que la coincidencia de estas dos situaciones no
signifique necesariam ente la identidad de la ley con el pecado (cf.
R om 7, 7)27. Pero hay más, porque Pablo llega a decir que «las
pasiones pecaminosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo
una fecundidad de muerte» (R om 7, 5). P or otra parte, lo que hace la
ley es descubrir el pecado, porque «si descubrí el pecado, fue sólo por
la ley» (R om 7, 7); m ás aún, la ley hace recobrar vida al pecado,
p orque «al llegar el m andam iento, recobró vida el pecado y morí»
(R om 7, 9). P or eso se com prende que de la misma m anera que hay
u n a estrecha conexión entre «ley» y «pecado», igualmente existe una
vinculación profunda entre «ley» y «maldición»: «los que se apoyan
en la observancia de la ley llevan encima una maldición» (Gál 3, 10);
adem ás, la ley «se añadió p ara denunciar los delitos» (Gál 3,19). Esta
visión, tan profundam ente pesimista de la ley, alcanza una densidad
particular en la frase lapidaria del mismo Pablo: «la fuerza del pecado
es la ley» (1 C or 15, 56).
22. Ibid., 99.
23. Se podría tam bién traducir: «porque vosotros no estáis ya bajo el im perio de la
ley, sino de la gracia», Cf. A. Viard, Saint Paul épitre aux romains, París 1975, 148.
24. Cf. E. Käsem ann, An die Römer, en Handbuch zum neuen testament 8 a,
Tübingen 1947, 170-171.
25. F. L eenhardt, U epitre de saint Paul aux romains, N euchätel 1957, 97-98.
26. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus. Ein Beitrag zum Werden der paulinischen
Theologie, Göttingen 1978, 114.
27. Ibid., 115.
La ley contra la gracia
241
Por el contrario, lo que caracteriza a la nueva situación, que se
instaura p ara los hom bres a partir de Cristo, no es la ley sino la
gracia, de tal m anera que existe una auténtica oposición entre el
régimen de la ley y el régimen de la gracia: «porque ya no estáis en
régimen de ley, sino en régimen de gracia» (R om 6, 14; cf. 5,2.15.21).
Lo que es cierto hasta tal punto que quienes buscan agradar a Dios y
pretenden santificarse28 p o r medio de la obediencia y la observancia
de la ley, rom pen con el Mesías y caen en desgracia (Gál 5, 4 ) 29. Por
consiguiente, entre la ley y la gracia de D ios no hay térm inos medios,
ni se adm iten fórm ulas de com prom iso, porque la oposición es
tajante: pretender agradar a D ios m ediante el cumplimiento de la ley
es poner, de hecho, el centro de la vida cristiana en el propio esfuerzo
y en las obras que cada uno realiza (cf. Rom 9,30-32; 10,2-3)30; por el
contrario, pretender agradar a D ios m ediante la gracia es centrar la
vida cristiana en el favor, la generosidad y el don de Dios (cf. Rom 3,
24; Tit 3, 7)3i.
Pero hay m ás. Porque, llevando todo este razonam iento hasta sus
últimas consecuencias, hay que decir que no sólo existe un a incom pa­
tibilidad entre la ley y la gracia, sino sobre todo entre la ley y Cristo.
28. Pablo utiliza aquí el presente pasivo dikaioúsze, que expresa la idea de «querer
ser justificados o rehabilitados po r la ley». Cf. M. Zerwick, Analysis philologica novi
testamenti graeci, R o m a 1953,423. L a «rehabilitación» ( dikaioúsze) es, en la teologia de
Pablo, la noción clave p ara indicar el acercam iento del hom bre a Dios. M ás en concreto,
indica la acción salvadora de D ios con el hom bre (R om 1, 16); en ella Dios actúa, no
com o juez que d a a cada uno su merecido, sino com o soberano que concede una amnistía
(Rom 1, 7; 3, 21-22). El resultado de esta am nistía es un cam bio interior que hace al
hom bre agradable a D ios (R om 5, l- 2 ) y q u e e s la salvación incoada (Rom 1,16-17; 4,13;
5, 9.17.21; 8, 10; 10, 10; G ál 3, 6-9).
29. El texto es durísim o. Pero conviene tener en cuenta que la traducción no adm ite
dudas. Cantera-Iglesias, Sagrada Biblia, M adrid 1975, 1333, traduce: «N ada tenéis que
ver con C risto los que buscáis la justificación por la ley; os desgajáis de la gracia». El
aoristo pasivo de katargéo significa literalm ente «hacer á-ergon, ineficaz»; de ahí la idea
de «rom per con Cristo»; o tam bién la idea de «no tener nada que ver con Cristo». El
mismo sentido, en H. Schlier, La Carta a los gálatas, Salam anca 1975, 264; y en J. M.
González Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, M adrid 1971, 230.
30. Cf. G . Siegwalt, L a loi, chemin du salut, Neuchátel 1971, 203-204.
31. L a gracia es, en la teología de Pablo, el don de Dios que resume y condensa los
dem ás dones. P or eso, en los saludos de sus cartas, es el don y el favor que desea, ante
todo, p ara sus destinatarios (2 C or 1, 2; 1 Tes 5, 28). E n el fondo, es el don hecho por
C risto (2 C o r 8 ,9 ; 12,9). Expresa la gratuidad de la rehabilitación que D ios otorga (Rom
4, 4-5; 5, 15-17) y por eso explica el endurecim iento de los judíos (Rom 11, 5-6). N uestra
resurrección y nuestra glorificación testim onian la infinita riqueza de su gracia (E f 1, 6-7;
2, 7). Los sentidos fundam entales en que Pablo utiliza el térm ino gracia son: prim ero, la
gracia es gratuita; segundo, es el favor de Dios y de Cristo, misericordioso y liberador, que
perdona los pecados y hace que desbordem os de beneficios divinos. Cf. R. W. Gleason,
La gracia, Barcelona 1964, 73. Cf. también J. M orson, The gift o f sant ifying grace in the N.
T , London 1952.
|
242
Símbolos de libertad
P or eso exactam ente Pablo llega a afirmar: «los que buscáis la
rehabilitación por la ley (èn nomo dikaioú sze), habéis ro to con el
Mesías» (Gál 5, 4). M ás adelante volveremos sobre este texto capital
en la teología del nuevo testam ento. D e m om ento, baste con decir que
buscar la salvación y la santificación a p artir de lo que nos puede
a p o rta r el som etim iento a la ley, es oponerse al plan de D ios tal como
nos ha sido revelado en Jesús el Mesías.
8.
E l m ás su til de todos los pecados
L a liberación de la ley es afirm ada por Pablo, de m anera más
term inante, en R om 7, 1-4:
¿Acaso ignoráis, hermanos (y hablo a gente entendida en leyes), que la
ley obliga al individuo sólo mientras vive? Así, una mujer casada está
legalmente vinculada al marido mientras él está vivo, pero, si el marido
muere queda exenta de las leyes del matrimonio. Consecuencia: que si
se va con otro mientras vive el marido, se la declara adúltera; en
cambio, muerto el marido, está exenta de las leyes del matrimonio y, si
se va con otro, no es adúltera. Pues bueno, hermanos míos, en el cuerpo
del Mesías os hicieron morir a la ley; así pudisteis ser de otro, del que
resucitó de la muerte, y empezar a ser fecundos para Dios.
L a intención de Pablo es clara: afirm ar, con toda firmeza, que el
cristiano está exento de la ley, es decir, que la ley no cuenta para él.
Precisam ente p ara llegar a esta conclusión, Pablo tom a com o punto
de p artid a un principio que es en sí mismo evidente: la ley se
enseñorea sobre el hom bre, le dom ina y le obliga (kyrieúei) solamen­
te m ientras d u ra el tiem po de su vida ( é f oson jrón on ) (7, 1). Por
consiguiente, desde que el hom bre está m uerto ya no hay ley para él.
A h o ra bien, eso exactam ente es lo qije ocurre con el creyente: él ha
m uerto p ara la ley. El dativo de relación (n o m o ), que acom paña al
aoristo pasivo del verbo zanatóo indica que el cristiano ya no existe
p a ra la ley (7, 4). O m ás exactam ente, la ley no existe para él.
L a m uerte del cristiano se produce en el bautism o: en el m om ento
en que es bautizado, el creyente es crucificado y m uerto con el Mesías
(R om 6, 2-8), de tal m anera que Pablo llega a afirm ar que «si uno h a
m uerto p o r todos, entonces todos han m uerto» (2 C or 5, 14). D e esta
m anera, llegamos a com prender el sorprendente paralelismo que
existe entre «m orir al pecado» (R om 6, 2.7) y «m orir para la ley»
El más sutil de todos los pecados
243
(R om 7,4; G ál 2,19). D e donde resulta que, lógicamente, vivir para la
ley es lo m ism o que vivir p ara el pecad o 32.
Evidentemente, esta conclusión resulta increíble y escandalosa.
Porque, d ad a la form ación religiosa que han recibido los m ás amplios
sectores de la poblaciórí Católica, casi todos estam os acostum brados a
pensar justam ente lo coptrario, es decir que vivir para D ios implica
vivir p ara la ley, m ientras que vivir sin ley es lo mismo que vivir en el
pecado. Pues bien, el pensam iento de Pablo es exactamente al revés: el
que quiera m orir al pecado tiene que m orir a la ley. ¿Por qué? Porque
vivir p ara cum plir la ley y observarla h asta el último detalle lleva
consigo el m ás peligroso y el m ás sutil de todos los pecados: el orgullo
( kaújesis).
En efecto, la actitud de orgullo, precisamente basada en el cum pli­
miento de la ley religiosa, es lo que caracterizaba a los judíos (R om 2,
23), hasta el punto de que pretendían som eter a los cristianos a la ley
solamente para gloriarse de que los creyentes se habían sometido a los
ritos legales (G ál 6, 13). El orgullo religioso era el móvil de las
pretensiones legalistas y rituales de los judíos. Y es que, en el fondo, el
hom bre que centra su vida religiosa en el cum plimiento de la ley, lo
que hace, en definitiva, es centrarse en sí mismo, en su propia
conducta, en su propia perfección. Se trata, en últim a instancia, de la
aberración m ás sutil y m ás profunda en que puede caer el hom bre
religioso. Porque, bajo la apariencia de u n a intensa búsqueda de
Dios, en realidad a quien se busca es a sí mismo. Por eso, Pablo
afirm a que el orgullo tiene que quedar eliminado, no por las propias
obras — las obras que proceden del cum plim iento de la ley— sino por
la fe: «Porque ésta es nuestra tesis: que el hom bre se rehabilita por la
fe, independientemente de la observancia de la ley» (Rom 3, 28).
Precisam ente p o r esto, D ios escogió lo débil del m undo, lo plebeyo y
lo despreciado, «para que ningún m ortal pueda enorgullecerse ante
Dios» (1 C or 1, 2 9 ) 33.
32. L a relación que Pablo establece entre el texto de Rom 7,1-4 y el texto bautismal
de Rom 6, 2 s, h a sido acertadam ente observada por E. Käsemann: am bos textos
em piezan por la pregunta «¿Acaso ignoráis...?» ( è àgnoeite) (R om 7, 1 y 6, 3). En
realidad, Rom 6, 11, al hablar de la m uerte bautism al de los creyentes, establece la nueva
existencia de estos, cuyas consecuencias de deducen en Rom 7,4. Cf. E. K äsem ann, An die
Römer, 179-180.
¡
33. El orgullo o propia glorificación ( kaujáomai, kaújema, kaújesis) no aparece ni en
los sinópticos, ni en Juan, ni en los Hechos, com o tam poco en las cartas de Pedro. Fuera
de Pablo, es utilizado por H ebreos (3, 6) y por Santiago (1, 9; 2, ! 3; 3, 14; 4,16). En Pablo
es frecuente, ya que aparece m ás de 60 veces. El orgullo que se basa en la propia conducta,
en la fidelidad religiosa y leg^l, es u n a actitud radicalm ente incom patible con la fe (Rom
3, 27; 1 Cor 1, 29.31; 4, 7; E f 2, 9); es la actitud típica de los judíos (Rom 2, 17), de los
observantes de la ley (R om 2, 23) y de los que quieren someter a los demás a las
244
Símbolos de libertad
El m ás sutil de todos los pecados es el orgullo reUg|í>S»· Este
pecado es característico de gente piadosa, pecado de personas obser­
vantes y practicantes. Es el pecado que consiste en sentirse seguros y
autosatisfechos, porque observam os las leyes religiosas con exactitud
y fidelidad. Y se tra ta de un pecado tan to m ás sutil cuanto que quien
lo comete, difícilmente cae en la cuenta de su verdadera situación. En
eso consiste su extrem ada peligrosidad.
9.
L a ley da fru to s de m uerte
El pensam iento de Pablo va aún más lejos. Porque precisamente
en el contexto general del capítulo siete de la C arta a los rom anos,
llega a afirm ar que el cristiano está radicalm ente exento de la ley
religiosa. Y lo explica así:
Cuando estabais sujetos a los bajos instintos, las pasiones pecaminosas
que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte;
ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos
exentos de la ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no
de un código anticuado (Rom 7, 5-6).
P or lo que se refiere al tem a que venimos estudiando, hay dos
cuestiones en este texto que nos interesan sumamente: 1) la fuerza
con que Pablo afirm a la liberación de la ley; 2) los frutps que
produce la observancia legal.
En cuanto a lo prim ero, no cabe duda de que la frase que utiliza
aquí Pablo es fuerte. En efecto, la expresión «quedam os exentos de la
ley» ( katergézem en àpò toú nóm ou) es estrictam ente paralela de la
o tra expresión que h a utilizado antes p a ra decir que la m ujer queda
exenta de las obligaciones m atrim oniales una vez que el m arido ha
m uerto (katérg eta i àpò toú nómou toú ándrós) (Rom 7, 6 y 7, 2). La
observancias rituales y legales (Gál 6, 13). Pablo reconoce un orgullo santo, que se
fundam enta en Dios po r Jesús el M esías (R om 5, 11) y en la esperanza (R om 5, 2) o
simplemente en Jesús M esías (Rom 15, 31). N o se trata, po r tanto, de la complacencia de
la pro p ia conducta, sino que, po r e¡ contrario, consiste en la actitud desconcertante del
que se gloría de sus propias tribulaciones y sufrim ientos (R om 5, 3), especialmente el
orgullo incom prensible que se basa en las propias debilidades (2 C or 11, 30; 12, 5-6.9).
P orque p ara un creyente no hay más m otivo de orgullo que la cruz de Cristo (Gál 6, 14),
p ara que «el que se enorgullece, que se enorgullezca en el Señor» (2 C or 10, 17). P or todo
esto se com prende que el orgullo que se atribuye P ablo (2 C or 1, 12; 7, 4.14; 8, 24; 10, 8;
11, 18) se fundam enta en el don y la gracia de D ios (2 C or 1, 12). P or lo demás, jam ás
aparece en Pablo una expresión de orgullo o com placencia en su propia conducta
religiosa; y m ucho m enos en su fidelidad a la ley. Tales m otivaciones no deben existir para
un cristiano. Cf. R. Bultm ann: T W N T III, 646-654.
L a ley da fru to s de muerte
consecuencia que se sigue del estricto paralelism o de estas dos frases
es obvia: lo mism o que la mujer viuda queda radicalm ente liberada de
las obligaciones m atrim oniales en cuanto su m arido ha fallecido, de la
m ism a m anera el cristiano queda liberado de la ley, «al m orir a lo que
nos tenía cogidos» ( ápozanóntes én 6 kateijóm eza) (Rom 7, 6). Por
consiguiente, la ley ya no existe, ni puede existir, para el hom bre de fe.
Y debe quedar claro que aquí no cabe adm itir térm inos medios o
fórm ulas de com prom iso: si no hay térm inos medios entre la vida y la
m uerte, tam poco los hay entre el sometim iento a la ley y la liberación
de ella. Dicho de o tra m anera, se tra ta de una liberación total y sin
posibles restricciones34.
Pero hay más. En R om 7, 5 dice Pablo que «las pasiones pecami­
nosas que atiza la ley activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de
muerte». Con estas palabras, Pablo afirm a y establece una contrapo­
sición que resulta asom brosa. D e una parte, está la fecundidad que
caracteriza al hom bre liberado de la ley; de o tra parte, la fecundidad
que es propia del que está som etido a la ley: el que está liberado de la
ley produce frutos p ara D ios ( karpoforésomen tó zed) (Rom 7,4); por
el contrario, el que vive sometido a la ley produce frutos para la
m uerte (karpoforèsai tó zan à io ) (R om 7, 5). Estas dos afirmaciones,
paralelas y contrapuestas, desembocan lógicamente en una conclu­
sión que es enteram ente básica para com prender cómo debe plantear­
se y realizarse la vida cristiana: si el hom bre quiere fructificar para
Dios — hacer algo que valga la pena ante Dios— tiene que ser a base
de vivir liberado de la ley. De lo contrario, es decir, si no vive liberado
de la ley, los frutos que produzca no le llevarán sino a la m u erte35.
C om o se ve, en la teología de Pablo, el tem a de la m uerte está
estrecham ente ligado con el tem a de la ley. Y por cierto en dos
sentidos que son diam etralm ente opuestos entre sí: de una parte, está
la m uerte que se produce en el hom bre de fe cuando es bautizado, que
es la vinculación a la m uerte de Jesús el M esías y que lleva consigo la
34. En este sentido de liberación total entiende este pasaje F. Pastor, L a libertad en la
Carta a los gálatas, Valencia 1977, 218. Aquí conviene insistir, una vez más, en que esta
m uerte del creyente se produce precisamente en el bautism o, lo que quiere decir que el
bautism o es el punto de partida de la liberación total de la ley. Cf. E. Käsem ann, An die
Römer, 181; A. van D ülm en, o.'c., 105-106; W. Thüsing, Per Christum in Dum. Studien
zum Verhältnis von Christozentrik und Theozentrik in den paulmischen Hauptbriefen,
M ünster 1968, 96-98.
[
35. El verbo karpoforéo aparece ocho veces en el nuevo testam ento y tiene siempre
un sentido religioso. Se refiere a la reacción del hom bre ante la palabra de Dios o más
exactam ente ante su m ensaje (M t 13, 23; M e 4, 20.28; Le 8, 15). M ás en concreto, es el
elogio que merecen los creyentes if^r su reacción favorable y su acogida ante el evangelio,
lo que se traduce en to d a clase t jbuem is obras (C ol 1, 6.10). En R om 7, 4-5 expresa el
destino fundam ental del hom bre lo hacia Dios o hacia la m uerte.
246
Símbolos de libertad
m uerte al pecado, la m uerte al propio orgullo, al egoísmo hum ano y,
p o r eso, la m uerte a la ley en cuyo cum plim iento encuentra el hom bre
religioso la fuente inagotable del m ás sutil de todos los pecados, el
pecado de la autosuficiencia y la autosatisfacción, el orgullo más
refinado y el m ás peligroso. D e o tra parte, está la m uerte en que
desem boca el hom bre que se em peña en realizar su vida religiosa por
el cam ino de la observancia de la ley; en este caso, la m uerte es el fruto
destructor que produce la falta de libertad con respecto a la ley.
D os consecuencias se siguen de lo dicho. La prim era es que la
liberación total de la ley es, p a ra el cristiano, cuestión de vida o
m uerte: o el hom bre se libera de su propio egoísmo y m uere así al
orgullo religioso y a la ley; o se entrega a su propia autorrealización
m ediante el som etimiento a la ley y entonces desemboca en la muerte,
porque la ley term ina por producir destrucción y aniquilam iento en
sus esclavos, en los que se someten a ella. La segunda consecuencia es
que, com o ya hemos dicho, la m uerte a la ley y la consiguiente
liberación ante ella se produce en el bautism o. Lo cual quiere decir
que el sacram ento es com prendido por Pablo, ante todo y sobre todo,
com o sacram ento de liberación: a partir del bautismo, el hom bre de fe
no está som etido a la ley, es decir, el creyente está radicalmente
liberado en el sentido más hondo de estja afirmación. M ás adelante
volveremos sobre este p unto capital, para puntualizar su significado y
sus efectos.
10.
E l M esías es el fin de la ley
P or lo que hemos visto hasta aquí, se advierte claram ente que, en
la enseñanza de la C arta a los rom anos, la ley no existe para el
hom bre de fe. A hora bien, esta conclusión nos ayuda a com prender el
sentido exacto de uno de los textos m ás im portantes de Pablo sobre
este asunto: «Porque el fin de la ley es el mesías, y con eso se rehabilita
a todo el que cree» (Rom 10, 4).
El fin ( télos) expresa, ante todo, la idea de término (el final y la
consiguiente desaparición de una cosa o de una situación)36. Pero
puede expresar tam bién la idea de culminación (aquello hacia lo que
36.
Es el primer sentido que tiene la palabra. Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A greekenglish lexicon II, Oxford 1951, 1772-1773. L o mismo en el nuevo testamento. Cf. W.
Bauer, Wörterbuch zum N. T., Berlin 1958,1608. Efectivamente, en los escritos neotestam entarios es éste el significado q u em as se repite: M t 10, 22; 24, 6.13.14; 26, 58; M e 3, 26;
13,7.13; Le 1, 33; 18, 5; 21,9; 22,37; 1 C or 1, 8; 10,11; 15,24; 2 Cor 3,13; 1 T e s 2 ,16; Heb
3, 6.14; 6, 8.11; 7, 3; Sant 5, 11; 1 Pe 3, 8; 4, 7; A p 2, 26; 21, 6; 22,13. En este sentido hay
que incluir, com o veremos enseguida, R om 10, 4.
i)!
E l Mesías es el fin de la ley
247
tiende tal persona, tal cosa o tal situación)37. Según este doble
significado, el texto de Pablo puede afirm ar o bien que con la venida
de C risto la ley desaparece; o bien que la persona de Cristo es el
culmen y la plenitud hacia la que tiende to d a la ley. ¿En qué sentido se
ha de entender este texto?
Los autores que explican a san Pablo se dividen en sus respuestas
a esta cuestión3^ Sin em bargo, se puede decir que lo que Pablo
afirm a en R om 10, 4 es que Cristo es el térm ino de la ley. Es decir, la
venida del M esías representa y lleva consigo el final y la consiguiente
desaparición del régimen legal39. En efecto, el «fin de la ley» ( télos
nóm ou) se pone en relación y se explica por la «rehabilitación» (eís
dikaiosynen) que D ios concede al creyente. A h o ra bien, en el contexto
de esta frase, Pablo dice con toda claridad que la rehabilitación que
D ios concede no viene p o r la ley, sino p o r la fe40, de tal m anera que
precisam ente en eso estuvo la gran equivocación de los judíos en su
innegable fervor religioso, porque «olvidándose de la rehabilitación
que D ios da y porfiando por m antenerla a su m odo, no se sometieron
a la rehabilitación de Dios» (Rom 10, 3). Los judíos se equivocaron
porque pusieron todo el problem a de la relación con D ios en el
cumplim iento de la ley. Por el contrario, según la predicación de
Pablo, el problem a de nuestra relación con D ios no tiene m ás solu­
ción que el cam ino de la fe. Y es que, en el fondo, la ley y la fe son
cam inos incom patibles, hasta el punto de que se excluyen m utuam en­
te, como afirm a repetidas veces el mismo Pablo (R om 3,21-22; 9, 3132; Flp 3, 9 )« .
37. Este segundo sentido no excluye necesariam ente el primero, sino que con
frecuencia lo incluye. Así en Jn 13, 1; Rom 6, 21.22; F lp 3, 19; 1 Pe 1, 9. O tras veces se
refiere simplemente a la idea de cumplimiento: 2 C or 1, 13; 11, 15; 1 Tim 1, 5; 1 Pe 4, 17.
38. Expone las diversas sentèncias E. K äsem ann, A n die Römer, 273.
39. H ay autores que traducen en el sentido de «culminación». Asi, por ejemplo, F.
C antera-M . Iglesias, Sagrada Biblia, 1288. O tros prefieren la inclusión de am bos sentidos.
Así, p o r ejemplo, M. Zerwick, Analysis philologica N . T., 352; A. E. Harvey, Companion
to the new testament, Oxford 1970, 528; A. Viard, o. c., 224; F. J. Leenhardt, o. c., 151;
tam bién se puede citar en este sentido a P. Bläser, Das Gesetz bei Paulus, M ünster 1941,
200. P or su parte, H. H übner, o. e., 119, parafrasea en el sentido de que el M esías es el
final del abuso de la ley. F. Pastor, o. c., 244 piensa que «parece bastante claro que si la
salvación viene por Cristo (cf. R om 10, 9-11), esta mención de la ley indica la superación
de ella po r obra del Señor, que ha liberado de su observancia». Y cita en este sentido a O.
Michel, Der B rief an die Römer, 224; W. Sanday-A. C. H eadlam , The epistle to the
romans, Edinburg 1908, 284-285. i
40. E n efecto, Pablo contrapone, en los v. 5-6, la rehabilitación que viene po r la ley a
la rehabilitación que viene por la fe. Pero no se trata solamente de una simple contraposi­
ción. Además, Pablo op ta decididám ente por la rehabilitación que proviene de la sola fe,
cosa que afirm a expresamente e n ‘el v. 10.
41. A los textos citados hay que añadir los num erosos pasajes en los que Pablo
afirm a que la rehabilitación no puede ser concedida al hom bre por la observancia de la
248
Símbolos de libertad
Por consiguiente, cuando en Rom 10,4 se dice que «el fin de la ley
es el Mesías», de tal m anera que eso se pone en relación con la
rehabilitación que Dios concede al creyente, en realidad a lo que
P ablo está apuntando es a que la ley ya no existe para el hom bre de fe
com o cam ino de rehabilitación ante Dios. O sea, el hom bre no puede
pretender acercarse a D ios m ediante el cum plim iento de la ley,
porque con la venida de C risto la ley ha dejado de existir com o medio
de rehabilitación ante D io s42. Por lo demás, sólo este planteam iento
resulta coherente con to d a la enseñanza de la C arta a los rom anos
acerca de la rehabilitación del hom bre por la fe en Jesús Mesías. Y
coherente tam bién con la enseñanza general de Pablo sobre este
a su n to 43.
11.
Vivir para D ios es morir a la ley
En la C arta a los gálatas se plantea el mismo problema: la
liberación del cristiano frente a la ley. Pero se plantea con más
insistencia y con m ás fuerza, si cabe, que en la C arta a los rom anos.
El prim er texto en este sentido aparece en el pasaje donde Pablo
cuenta su enfrentam iento con Pedro (Gál 2, 11-21). Este enfrenta­
m iento, com o es sabido, estuvo m otivado por la conducta inaceptable
de Pedro cuando éste, p o r miedo a los partidarios de la circuncisión
(G ál 2,12), volvió a someterse a las observancias de la ley religiosa. El
problem a que entonces se vino a plantear era fundam entalm ente de
orden ético: Pedro «se había hecho culpable» (kategnosm énos) (Gál
ley: R om 3, 20.28; G ál 2, 16.21; 3, 11.21-22; 5, 4. Cf. S. Lyonnet, Exegesis Epistulae ad
romanos, cap. 1 ad IV, R om a 1963,182. En estos textos, Pablo no hace m ás que insistir en
su dilema: el judeocristianism o, que vivía en estado de ley, en pleno sistema legal, tuvo
que m orir a la ley para vivir en Cristo. O sea: tuvo que salir de la jurisdicción de la ley,
para pasar íntegram ente a la jusrisdicción de la gracia de Cristo. Cf. J. M. G onzález Ruiz,
Epístola de san Pablo a los gálatas, 127.
42. P ara esta interpretación de R om 10, 4, cf. A. van Dülm en, o. c., 126-127; G.
Siegwalt, o. c., 213-214; F. Zorell, Lexicon Graecum N. T., París 1961, 1311-1312; G.
Delling: T W N T V III, 57; H. H ellbardt, Christus das Telos des Gesetzes: Ev.Th. 3 (1936)
331-346; R. Bultm ann, Christus das Gesetzes Ende, en Glaube und Verstehen II, Tübingen
1952, 32-58, especialmente 48; P. Stuhlm acher, Das Ende des Gesetzes: Zeitschrift fü r
Theologie und Kirche, Tübingen 1970, 14-39; E. K äsem ann, A n die Römer, 272-273.
43. A parte de lo ya dicho en la n o ta 41, hay que tener en cuenta lo siguiente: por la fe
se concede, no sólo la rehabilitación, sino tam bién el Espíritu (Gál 3, 4; E f 1, 13); ahora
bien, existe una incom patibilidad radical no sólo entre la ley y la fe, sino tam bién entre la
ley y el Espíritu: tal es el sentido de G ál 5,16-18. P or tanto, se puede afirm ar, un a vez más,
que existe una incom patibilidad absoluta entre la rehabilitación y la ley. P ara el concepto
de rehabilitación en Pablo, cf. S. Lyonnet, o. c., 80-108, con bibliografia abundante en
pág. 80; también 192-204.
Vivir para Dios es morir a la ley
249
2, 11)44, de tal m anera que no procedía rectam ente ( orthopodoùsin)
según la verdad del evangelio (G ài 2, 14). Por eso, Pablo tuvo que
encararse con él y reprenderlo en público. L a argum entación de Pablo
es tajante: «ningún hom bre es rehabilitado p o r observar la ley, sino
por la fe en Jesús M esías» (Gál 2, 16). O sea, el hom bre no vive en
am istad con D ios y se salva45 por observar la ley, sino solamente por
la fe en Cristo. A partir de este planteam iento, Pablo contrapone el
com portam iento culpable (parabátes) (Gál 2, 18) de los que, como
Pedro, vuelven a la observancia de la ley, al com portam iento verdade­
ro y correcto de los que, com o Pablo, no se someten a la observancia
de la ley46. T odo esto quiere decir que los versículos 19-21 no
pretenden directam ente presentar u n a teoría sobre la fe y la vida
cristiana, sino m ás bien en qué debe consistir en concreto la vida del
creyente. Frente a la conducta inconsecuente de Pedro, he aquí la
conducta del hom bre que pretende ser consecuente con el evangelio:
Porque yo por la ley he muerto para la ley, con el fin de vivir para Dios.
Con el Mesías quedé crucificado. Ya no vivo yo, vive en mí Cristo; y mi
vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios, que me
amó y se entregó por mí. Yo no inutilizo el favor de Dios; y si la
rehabilitación se consiguiera por la ley, entonces en balde murió el
Mesías (Gál 2, 19-21).
Evidentemente, la intención de Pablo es m ostrar, por contraposi­
ción al com portam iento de Pedro, que la ley ya no existe para el
hom bre de fe: el creyente «ha m uerto p ara la ley» (2, 19). Esta
afirmación es paralela de Rom 7, 6, en donde, com o hem os visto,
Pablo afirm a de m anera term inante que los cristianos hemos quedado
«exentos de la ley»47: m orir p ara la ley es quedar en libertad con
44. L a expresión indica claram ente la idea de juzgar a alguien reo de un delito o
culpable de una falta. Tal es el sentido inequívoco de este verbo en 1 Jn 3, 20-21. E n este
sentido, observa atinadam ente H. Schlier: «kategnosménos no significa reprehensibilis o
reprehendendus, tam poco repj hensus o accusatus, sino condenado en el sentido de que su
propia conducta lo había c d penado». H. Schlier, La Carta a los gálatas, 99-100.
45. L a salvación es el f r |t o consum ado de la rehabilitación: Rom 1, 16-17; 4, 13; 5,
9.17.21; 8, 10; 10, 10; G ál 3,'6-9; E f 2, 8-9.
46. Hay que tener en cuenta que los v. 18 y 19 están en prim era persona. A hora bien,
puesto que expresan cosas exactam ente contrapuestas, está claro que no pueden referirse
a la experiencia personal del mismo Pablo. El égá es literario. Y sirve claram ente para
contraponer dos m odos def com portam iento: el com portam iento cristiano frente al
com portam iento judaizante. Cf. P. B onnard, L ’épitre de saint Paul aux galates, Neuchätel
1953, 55; A. van Dülm en, o.¡c., 24, nota 40.
47. Y a en Rom 7, 4, P áblo afirma: «en el cuerpo del M esías os hicieron m orir a l.i
ley». Y más claram ente en el v. 6: «ahora, al m orir a lo que nos tenía cogidos, quedam os
exentos de la ley». Y es im portante observar el curioso paralelism o según el cual «m orir
p ara la ley» (ápoznéskein tä n ö m o ) es sinónim o de «m orir al pecado» (ápoznéskein té
250
Símbolos de libertad
respecto a la ley. Y esto es tan serio que sólo a partir de esa liberación,
el cristiano puede vivir para Dios (2,19). Lisa y llanamente, el hom bre
que pretenda vivir p ara Dios tiene que liberarse de la ley48. M uerte y
vida son dos realidades enfrentadas y contrapuestas. D e la m isma
m anera, la ley y D ios son absolutam ente incompatibles en la vida del
cristiano.
P or lo demás, esta liberación de la ley no es una simple teoría
inventada por Pablo, sino que es una exigencia de la m isma ley. En
efecto, la expresión diá nómou (2, 19) es siempre en Pablo un genitivo
de cau sa49. La traducción, por tanto, es: «por la ley he m uerto a la
ley». ¿Qué quiere decir esto? En la C arta a los rom anos se dice
textualmente: «A hora, en cambio, independientem ente de toda ley,
está proclam ada u n a amnistiai que D ios concede, avalada por la ley y
los profetas, am nistía que Dios otorga por la fe en Jesús Mesías a
todos los que tienen esa fe» (Rom 3, 21-22). Y m as adelante: «Enton­
ces, con la fe, ¿derogam os la ley? N ada de eso; al revés, la ley la
convalidamos» (R om 3, 31). Pablo quiere decir que la ley antigua, en
su verdadero y profundo sentido, testim onia en favor de la liberación
de la m ism a ley, puesto que afirm a la intención divina de justificar a
circuncisos e incircuncisos a partir de la fe y sobre la sola base de la
fe 50. En este sentido, la am nistía de Dios está «avalada por la ley y los
profetas»; y p o r eso tam bién la C arta a los rom anos afirm a que no
derogam os la econom ía antigua, sino que la convalidamos.
P or consiguiente, el sentido de G ál 2, 19 es que el creyente,
precisamente por fidelidad a la ley y al proyecto de D ios tal como
am artía) (R om 6, 2 y 10). G ram aticalm ente se tra ta de dos afirmaciones estrictam ente
paralelas y equivalentes. Cf. A van Dülm en, o. c., 25, n. 42. Según Pablo, por consiguien­
te, la liberación del pecado y la liberación de la ley son dos realidades paralelas. Si Cristo
nos ha liberado del pecado, tam bién nos ha liberado de la ley. P o r consiguiente, si el
creyente es el hom bre que debe vivir libre del pecado, igualm ente debe vivir libre de la ley.
48. El texto dice: ina Zed séso. La conjunción final ¡na expresa claram ente la
orientación del pensam iento: el que quiera vivir para Dios, tiene que m orir a la ley. Com o
se ha dicho muy bien: «Es el haber m uerto y ahora estar m uerto a la ley, de m odo que la
ley tiene en mí únicam ente a un m uerto. P ara la ley no soy m ás que un m uerto que ya no
cuenta para su actividad». H. Schlier, La Carta a los gálatas, 117; cf. H. H übner, Das
Gesetz bei Paulus, 90. Es verdad que la C a rta a los gálatas insiste m ás sobre la libertad de
la ley com o situación (2, 19; 3, 13; 4, 5; 5 ,1 ) que sobre la libertad del pecado (cf. G ál 1,4);
pero am bas cosas están Íntim am ente relacionadas y vinculadas la u n a a la otra. Cf. F.
Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 243.
49. Cf. R om 2, 12; 3, 20.27; 4, 13; 7, 5.7; G ál 2, 21. La expresión es paralela de diá
písteos, que es tam bién siempre genitivo de causa: Rom 3, 22; 4, 14 Gál 2,16; 3, 14. Cf. en
este sentido W. Bauer, Wörterbuch zum N. T., 358; m ás exactamente, A. Oepke en TW N T
II, 65, lo considera instrum ental. Cf. tam bién la Traduction oecuménique de Ia Bible, Paris
1972, 554.
50. Cf. F. J. Leenhardt, L'epttre de saint Paul aux remains, 66.
La ley es una maldición
251
aparece en el antiguo testam ento, tiene que m orir a la ley. En
definitiva, se trata del mismo argum ento que el propio Pablo va a
utilizar en G ál 4, 21: «si queréis someteros a la ley, ¿por qué no
escucháis lo que dice la ley?». C om prender la ley, no era simplemente
observar tal o cual prescripción particular, sino, a la luz de las
Escrituras, discernir el papel negativo y solamente preparatorio qpe la
ley tenía con relación a Jesucristo51.Ó sea, a partir de una com pren­
sión profunda de la ley, se tenía que llegar a la conclusión de que el
creyente debe vivir liberado de la ley. Y la razón es la siguiente: la ley,
entendida com o «Escritura» (G ál 4, 22), afirm a que los cristianos no
somos hijos de esclavitud, sino hijos de libertad (Gál 4, 31). D e lo cual
se deduce lógicamente: «para que seamos libres nos liberó el Mesías;
conque m anteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la
esclavitud» (G ál 5, l ) 52. D e esta m anera, el creyente vive crucificado
con C risto (G ál 2, 19). Porque ya no vive para autoabastecer su
propio orgullo y su autosuficiencia, sino que vive de la fe en el H ijo de
Dios, que am ó al hom bre y se entregó por él (Gál 2, 20).
12.
L a ley es una maldición
M ás tajante, si cabe, que en el pasaje anterior, Pablo vuelve a
afirm ar la liberación de la ley en Gál 3, 13-14:
El Mesías nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por
nosotros un maldito, pues dice la Escritura: maldito todo el que cuelga
de un palo; y esto para que por medio de Jesús el Mesías la bendición de
Abrahán alcanzase a los paganos y por la fe recibiéramos el Espíritu
prometido.
51. Cf. P. B onnard, L'eptíre de saint Paul aux galates, 95. P o r lo demás, aquí
conviene n o tar lo siguiente: es verdad que Pablo contrapone netam ente el antiguo
testamento al nuevo en 2 C or 3,7-18; pero tam bién es cierto q ueen G ál 4,24-31 afirm a el
dinamismo inherente al antiguo testam ento que lógicamente debe llevar a la comprensión
de la libertad instaurada p o r Cristo en el nuevo. Sobre este punto, cf. G. Siegwalt, La loi,
chemin du salut, 75-77. Por otra parte, hay que preguntarse si realmente en los escritos
posexílicos del antiguo testam ento se operó una verdadera desviación que favoreció la
radicalización del legalismo en Israel. Tal es la tesis de M. N oth, Die Gesetze im
Pentateuch. Ihre Voraussetzungen und ihr Sinn, en Gesammelte Studien zum Alten Testa­
ment, München 1957,132 s. Pero esta tesis está aún lejos de lo que podríam os llamar una
conclusión cierta y segura. Cf. W. Zimmerli, L a ley y los profetas, Salam anca 1980.
52. Com o se h a dicho m uy bien, todo el punto del argum ento es dem ostrar con la
misma ley que los creyentes están libres. U niendo esa intención inicial de Pablo y sus
afirmaciones finales (G á l4,31-5,1), la conclusión fluye: libres de la m ism aley. Si no fuera
así toda la perícopa no tendría sentido. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carla a los gálatas,
127. Sencillamente se puede afirm ar que quien es un esclavo de la ley, no es en modo
alguno cristiano. Cf. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, 116.
¡
252
Símbolos de libertad
En este texto se utiliza el verbo éxagoráso, que significa redim ir o,
m ás exactam ente, liberar m ediante el pago de una cantidad 53. Se
tra ta literalm ente del m ism o verbo que Pablo utiliza en G ál 4, 5 para
afirm ar la liberación de la ley que Cristo vino a realizar. En nuestro
texto (3,13), el objeto directo de la liberación es la maldición que lleva
consigo la ley.
¿De qué m aldición se trata? Y por tanto, ¿a qué se refiere esa
liberación? En G ál 3, 10 se dice: «los que se apoyan en la observancia
de la ley llevan encima una maldición, porque dice la Escritura:
m aldito el que no se atiene a todo lo escrito en el libro de la ley y lo
cumple» (cf. D t 27, 26). L a idea que aquí se expresa es la siguiente: el
hom bre, con sus propios recursos, n o puede realizar el program a que
el mismo D ios le presenta; p o r eso incurre en la m aldición54. D e
donde resulta lógicam ente que el hom bre es liberado de la m aldición
en la m edida en que es liberado de la ley. P or lo tanto, al decir P a­
blo que el M esías nos liberó de la m aldición de la ley, en el fondo lo
que afirm a es que estam os liberados de la misma ley. Porque si no
hubiera liberación de la ley, no podríam os escapar de la m aldición
que lleva aparejada la ley.
C oncretando m ás el sentido del texto, hay que decir que la
liberación de la ley tiene una finalidad concreta: m ediante esa libera­
ción, los paganos pueden alcanzar la bendición de A brahán y los
creyentes pueden recibir el Espíritu prom etido (Gál 3,14). Es decir, la
bendición divina y el Espíritu se dan a los hom bres precisamente
porque éstos son liberados de la ley. D e lo contrario, sólo podem os
esperar la m aldición que recae inevitablemente sobre los que se
apoyan en la observancia de la ley religiosa55.
M ás adelante, cuando estudiemos el sentido concreto que la ley
tiene en la enseñanza de Pablo, podrem os com prender el alcance de
esa m aldición que pesa sobre los que se apoyan en la observancia de la
ley religiosa. Pero ya desde ahora se puede entender, de alguna
m anera al menos, lo que representa esa maldición. Basta echar m ano
de la propia experiencia; o de la experiencia que nos sum inistran los
demás. El hecho es que quienes centran su vida espiritual en la
observancia exacta de la legislación, la norm ativa, el reglamento, en el
53. Cf. por ejem plo, M . Zerwick, Analysis philologica N . T., 420.
54. Cf. J. M. G onzález Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 152.
55. Sobre la relación de este pasaje con la práctica griega de liberación sacral de
esclavos, Cf. A. Deissm ann, Licht von Osten, Tübingen 1923, 270-280; H . Schlier, L a
Carta a los gálatas, 159-160. Esta interpretación es puesta en duda por S. Lyonnet, en el
sentido de que se trataría, m ás bien, de la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud
de Egipto. S. Lyonnet, De peccato et redemptione II, R om a 1960, 49-66; A. van Dülm en,
Ya no estamos sometidos a ¡a ley
253
fondo son personas profundam ente desgraciadas. Sin tener que llegar
al caso patológico de las personas escrupulosas, sabemos de sobra las
dosis de infelicidad, de m alestar profundo y de angustias* de concien­
cia que tienen que soportar los que tom an tan en serio la observancia
de la ley, que quieren llevar ese principio hasta sus últimas consecuen­
cias. El resultado, entonces, es u n a vida abrum ada por el peso de una;
especie de m aldición. H e ahí el significado m ás elemental de la
trem enda afirm ación de Pablo: «los que se apoyan en la observancia
de la ley llevan encima u n a maldición».
13.
Ya no estam os som etidos a la ley
Pero, sin d uda alguna, el texto m ás claro de Pablo sobre la
liberación de la ley es el de G ál 3, 23-26:
Antes que llegara la fe estábamos custodiados por la ley, encerrados
esperando a que la fe se revelase. Así la ley fue nuestra niñera, hasta que
llegase el Mesías y fuésemos rehabilitados por la fe. En cambio, una vez
llegada la fe, ya no estamos sometidos a la niñera, pues por la adhesión
al Mesías Jesús sois todos hijos de Dios.
Pablo establece en este texto una contraposición neta entre la fe y
la ley: m ientras no v rio la fe en C risto Jesús, los hom bres estaban
sometidos a la ley; etí ¿am bio, «una vez llegada la fe», ya no estamos
sometidos a la ley. !
P ara llegar a esta conclusión, Pablo utiliza la imagen del pedago­
go, personaje de la sociedad griega que era bien conocido por los
destinatarios de la C arta a los gálatas. Pero aquí es de sum a im por­
tancia p ara el lector m oderno entender lo que era la figura del
pedagogo en la sociedad de aquel tiempo. Porque para nosotros hoy,
un «pedagogo» es un «educador», es decir, se trata de una persona
que prepara y capacita al niño y al joven p ara la adultez y la madurez
de la vida. Según esta m anera de pensar, que nos es hoy enteram ente
connatural, la ley tuvo la función de educar y preparar a los hombres
para que, en su día, llegaran a la adultez y a la m adurez de la fe
cristiana. Y desde este punto de vista, se justifica en nuestros días el
hecho de im poner leyes severas en m ateria de formación cristiana,
para que de esa m anera la gente llegue a la m adurez de la fe en
Jesucristo. Por eso, las reglam entaciones y norm as m inuciosas se
suelen considerar com o la mejor form ación para educar en la fe
adulta y coherente. Los colegios, noviciados y seminarios se han
basado am pliam ente en esta argum entación. Com o tam bién es relati­
vamente frecuente oír este tipo de razonam ientos para explicar por
254
Símbolos de libertad
qué se im ponen norm as y rúbricas minuciosas en las celebraciones
sacram entales.
P or supuesto, aquí no vamos a discutir el problem a propiam ente
pedagógico, en sentido m oderiio, de si efectivamente lo m ejor para la
educación es im poner norm as y leyes o dejar, m ás bien, a los educan­
dos vivir en un am biente fundam entalm ente permisivo. Obviamente,
ese asunto no entra en las intenciones y en la problem ática de este
libro. Pero si aquí se h a hecho referencia a esa cuestión, es simplemen­
te porque parece im portante dejar claro de una vez que este texto de
Pablo (Gál 3, 23-26) no tiene nada que ver con el problem a pedagógi­
co m oderno, ni se refiere a eso en absoluto. Es m ás —y aquí está lo
m ás serio del asunto— lo que Pablo quiere decir es justam ente lo
contrario, a saber: que la ley no fue una preparación para la fe, sino
que existe una contraposición radical entre la ley y la fe. ¿Por qué
decimos esto?
La función del pedagogo, en las costum bres y en la cultura de
aquel tiempo, consistía en lo siguiente: 1) se tratab a de una función
lim itada en cuanto al tiem po, ya que d u rab a solamente m ientras el
niño no llegaba a la adultez: 2) se trata b a tam bién de una función
lim itada en cuanto a su contenido y al papel que ejercía el llam ado
«pedagogo», porque la misión de éste no consistía en educar al niño,
sino solamente en llevarlo a los educadores, que eran propiam ente los
encargados de preparar al pequeño para la m ayoría de edad; 3) se
tratab a finalmente de una función to d a ella orientada hacia otro
estado, el de la edad adulta, en el que el pedagogo ya no tenía nada
que h acer56. P or lo tanto, si Pablo dice que la ley era el «pedagogo»,
en realida4 lo que quiere decir es lo siguiente: 1) que la función de la
ley estaba lim itada en el tiempo: sólo tenía validez hasta que llegara la
fe, pero una vez llegada la fe (y tal es la situación de los hom bres desde
la venida de Jesús el Mesías), la ley ya no tiene nada que hacer, o sea,
estam os totalm ente liberados de la ley; 2) existe, por consiguiente,
una incom patibilidad radical entre la ley y la fe: am bas no pueden
coexistir en la mism a persona, es decir si vivimos ya en un régimen de
fe, eso significa que la ley ya no tiene, ni puede tener, papel alguno en
nuestra vida de creyentes; 3) la función de la ley no consistía, ni
puede consistir, en educar p ara la fe, porque la misión del pedagogo
56.
Cf. P. Bonnard, L ’éptlre de saint Paul aux galaíes, 76; A. Oepke, Der B rief des
Paulus an die Galater, Berlin 1957, 88-89; G. Bertram , en TW N T V, 596-624. En las
fam ilas griegas y rom anas, el paidagogós era un esclavo cuya tarea concreta consistía en
vigilar a los m uchachos de seis a diez años; y se sabe que su oficio era tan de poca
im portancia que era elegido entre los esclavos que no servían p ara o tra cosa; además
castigaba duram ente a los m uchachos. Cf. H. Schlier, La Carta a los gálatas, 194-195, que
ofrece inform ación docum ental en este sentido.
L a misión liberadora de Cristo
255
no era educativa — eso estaba encom endado a otras personas— sino
solamente represiva o de dom inio, hasta que llegase la edad de la
libertad p ropia del a d u lto 57.
Por consiguiente, Pablo no pretende en este texto presentar a la
ley com o una realidad positiva y benéfica cuya misión es preparar y
educar p ara la libertad de la fe. L a intención de Pablo es muy distinta:
él sólo quiere contraponer el régimen de la esclavitud y sometimiento
propio de la ley (el «pedagogo», la niñera m ás bien, habría que decir
con nuestras categorías de hoy) al régimen de la libertari que es lo que
caracteriza a la fe. En consecuencia: todas las interpretaciones que, de
una m anera u otra, tienden a hacer el elogio de la ley com o algo
positivo y válido y cuya función es servir de preparación p a ra que el
cristiano llegue así a la adultez de la libertad, son interpretaciones que
no tienen fundam ento en la enseñanza de san Pablo. Por tanto, los
métodos de form ación espiritual que se basan en un nuevo legalismo,
bajo pretexto de que así se educa p ara la libertad cristiana, podrán
justificarse p o r otros argum entos, pero desde luego en la doctrina de
Pablo no encuentran apoyo alg u n o 58.
14.
La misión liberadora de Cristo
Pero Pablo va m ás lejos. Porque no se tra ta solamente de que los
cristianos estam os liberados de la ley. Se trata, además, de que la
misión p ropia y específica de Jesús el M esías consistió exactam ente en
llevar a cabo esa liberación:
Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un
esclavo, pues, aunque es dueño de todo,
lo
tienen
bajo tutores y
administradores, hasta la fecha fijadapor
el
padre.
Igualnosotros,
cuando éramos menores estábamos esclavizados por lo elemental del
mundo. Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, sometido a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos
(Gál 4, 1-5).
57. P ara u n a inform ación m ás detallada de la función del «pedagogo», cf. E.
Schuppe, en Pauly-W issowa, Realencyctopädie der classischen Altertumswissenschaft
X V III/2, 2375-2385. P or todo lo dicho, se com prende perfectam ente el dicho de A.
Schlatter: en ningún sentido es la ley «la callada preparación para la revelación de la fe».
Citado por H. Schlier, La Carta a los gálatas, 196.
58.Pablo n o presenta la ley com o «pedagogo que encam ina a
Cristo», según la
expresión desafortunada de D uncan. Y no se debe entender en ese sentido ni positivamen­
te (en cuanto que gradualm ente eduque al hom bre p ara el bien), ni negativam ente (en
cuanto que nos d aría a conocer nuestros pecados). Al menos, por lo que respecta al
pensam iento de Pablo, es seguro que tales ideas son enteram ente ajenas a su doctrina. Cf.
H. Schlier, L a Carta d los gálatas, 195-196.
256
Símbolos de libertad
Lo mismo que en G ál 3, 23-26, Pablo contrapone aquí dos
situaciones: de u n a parte, la situación del hom bre bajo la ley (4, 1-3);
de o tra parte, la situación del creyente a partir de la venida de Cristo
(4, 4-5). L a prim era situación se caracterizaba porque era un estado
de esclavitud ( doúlou) (4,1 ), ( dedouloménoi) (4, 3); la segunda, por el
contrario, sé define com o un estado de libertad con relación a la ley,
porque precisam ente el verbo éxagoraso que utiliza Pablo (4, 5)
significa liberar, redim ir y rescatar a un esclavo59. A hora bien, en eso
justam ente consistió la misión del H ijo de D ios en el m undo: él vino
p a ra liberar a los hom bres de la esclavitud de la ley. Y, m ediante eso,
p a ra que así recibiéramos la condición de hijos de Dios (4, 5).
Pero aquí conviene n o tar algo que es de singular im portancia: la
liberación de la ley actúa com o mediación entre el estado de esclavi­
tu d y el estado de filiación 60. Pablo quiere decir: los hom bres llegan a
ser hijos de D ios precisam ente porque son liberados de la ley. P or eso
se com prende exactam ente la contraposición que el mismo Pablo
establece en 4, 7: «de m odo que ya no eres esclavo, sino hijo». Por
consiguiente, lo que define y especifica a los hijos de D ios es que son
los hom bres que ya no están sometidos a la ley, porque han sido
liberados de esa esclavitud61. Vivir com o hijos de D ios es vivir libres
59. Cf. M. Zerwick, A nalysisphilologica N. T„ 421; H. G. Liddell-R. Scott, A greekenglish lexicon I, Oxford 1951, 850; M . A. Bailly, Dictionnaire grec-fran(ais, Paris 1929,
692.
60. L a frase está construida con dos proposiciones finales, m arcadas por la conjun­
ción ina, de tal m anera que la prim era proposición, «para rescatar a los que estaban
som etidos a la ley», es el paso previo p ara la últim a proposición: «para que recibiéramos
la condición de hijos».
61. E n 4, 3 se refiere la esclavitud a «lo elemental del m undo» o m ás exactam ente a
«los elem entos del m undo» ( sioijeta toú kósm ou). Se han dado diversas interpretaciones
de estos «elementos del mundo»: 1) «elementos» en su sentido m ás general: principios
elementales, conocim ientos pueriles o principios religiosos imperfectos; 2) el sentido que
los elem entos tenían en la filosofia estoica, com o elem entos constitutivos del universo: el
agua, la tierra, el fuego y el m ar; 3) los «elementos» serían los astros o los espíritus que
rigen la m archa del m undo. En todo caso, es claro que las especulaciones que se pueden
hacer p ara identificar a estos «elementos» son casi interminables. D e todas maneras, una
cosa hay clara: el som etim iento a «los elementos del mundo» co m p o rtáb ala observancia
de leyes y reglas que p ara n ada sirven en orden a la relación del hom bre con Dios. E n este
sentido, es decisivo el texto de Col 2,20-23: «Si m oristeis con el Mesías a los elementos del
m undo, ¿por qué os sometéis a reglas cornasi aún vivierais sujetos al m undo? “ N o
pruebes, no tomes, no toques” , de cosas que son todas para el uso y consumo, según las
consabidas prescripciones y enseñanzas hum anas. Eso tiene fam a de sabiduría p o r sus
voluntarias devociones, hum ildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno,
sirve p ara cebar el am or propio». P a ra las diversas interpretaciones de «los elementos del
m undo», cf. A. Oepke, D er B rie f des Paulus an die Galater, 93-96; H. Schlier, L a Carta a
los gálatas, 221-223, con am plia bibliografía; A. J. Bandstra, The law and the elements o f
the world. A n exegetical study in aspects o f PauFs teaching, K am pen 1964; A. W . Cramer,
Stoicheia tou Kosmou, Niew skoop 1961.
Libertad total
257
de esclavitudes legales. Y Pablo añade la dem ostración últim a de que
eso tiene que ser así: «la prueba de que sois hijos es que D ios envió a
vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grifa ¡Abba! ¡Padre!» (4,
6) 62. En el fondo, este texto se refiere a una experiencia profundam en­
te hum ana: la relación «señor-esclavo» se organiza mediante una
norm ativa legal; por el contrario, la relación «padre-hijo», por ser
relación de am or, funciona m ediante los dinamism os que com porta
to d a relación afectiva. Porque la experiencia nos enseña que cuando
dos personas se quieren intensamente, lo que m enos se les ocurre es
establecer un reglam ento p ara precisar legalmente cómo se tienen que
agradar. Los cristianos son los hijos de Dios. P or eso, su relación con
D ios no se basa en la esclavitud de la ley, sino en la libertad del amor.
En definitiva, Pablo viene a decir: donde hay ley, hay esclavitud;
por el contrario, dond< b j y fe hay amor. Y por eso, libertad,
j
í
15.
L ibertad total
L a libertad que Jesús el Mesías ha traído a los hom bres es total. Es
decir, no tolera ninguna clase de esclavitud religiosa. Ni la esclavitud
que com portaba la religiosidad pagana (G ál 4, 8-11), ni la esclavitud
que im ponía la ley ju d ía (Gál 4,21-31). D e tal m anera que Pablo llega
a afirm ar esta libertad con una frase curiosam ente reiterativa: «Para
que seamos libres nos liberó el Mesías; conque m anteneos firmes y no
os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud» (Gál 5, 1). Para
com prender el sentido y el alcance de este texto, hay que tener en
cuenta dos cosas. A nte todo, Pablo se refiere aquí a la libertad con
relación a la ley, porque de eso es de lo que se trata, tanto en el
contexto anterior (4,21-31), com o en el contexto siguiente (5,2-4). En
el conjunto del pasaje, Pablo se refiere a la ley en cuanto instrum ento
de esclavitud (4, 24.25.31) y en cuanto elemento negativo que lleva
inevitablemente a rom per con el Mesías y a caer en desgracia (5, 4).
Por lo tanto, cuando en 5, 1 se contrapone la esclavitud a la libertad,
lo que en el fondo se contrapone es la ley a la fe (cf. 5, 5-6). Pablo,
pues, viene a decir: lo mismo que son incom patibles la esclavitud y la
libertad, igualmente lo son la ley y la fe. C om o se ha dicho muy
62.
Este texto se h a de interpretar en el sentido de que los fieles han recibido el
E spíritu porque son hijos, no en el sentido contrario: son hijos porque han recibido el
Espíritu. Pablo habla prim ero de;la adopción filial y, a partir de eso, menciona el envío del
Espíritu. Cf. P. B onnard, L ’eptire de saint Paul aux galates, 87. Sobre el sentido de la
invocación «Abba» p ara dirigirle a Dios, son bien conocidos los estudios de J. Jeremias,
Teologia del nuevo testamento I, Salam anca 4198 Ϊ 80-87.
t
258
Símbolos de libertad
acertadam ente a propósito de este texto, «el que es esclavo, no es
cristiano en m odo alguno»63.
Pero hay una segunda cuestión, que interesa más directam ente a
nuestro estudio, si cabe. Se trata de la im portancia y la am plitud que
implica esta afirm ación de la C arta a los gálatas. M ás de un au tor ha
indicado que estas palabras constituyen el resum en de to d a la c a rta 64,
lo cual es cierto, ya que el tem a central de todo este escrito de Pablo es
precisam ente la libertad del cristiano con respecto a la ley y, por otra
parte, la afirm ación que se hace en 5, 1 expresa la situación central
cristian a65. Esto supuesto, lo que Pablo afirm a es que el Mesías «nos
liberó p ara la libertad». El dativo té éleuzería intensifica la fuerza del
verbo «liberar» 66 Lo que quiere decir que se trata de una liberación
en su sentido m ás universal y abso lu to67. Concretam ente, la frase
alude a la liberación de un esclavo68, de tal m anera que a lo que
ap u n ta es a la liberación definitiva: no es cuestión de salir de una
esclavitud p ara caer en otra, sino de acceder al estado de la m ás plena
libertad 69.
16.
L a ley contra el Espíritu
Pero hay más. Porque no sólo son incom patibles la ley y la fe, sino
que, m ás en el fondo, existe una incom patibilidad radical entre la ley y
el Espíritu. L a afirm ación de Pablo en este sentido es tajante:
63. H. H übner, Das Gesetz bei Paulus, 116.
64. F. Pastor, L a libertad en la Carta a ¡os gálatas, 140; P. Bonnard, L ’épttre de saint
Paul auxgalates, 101; cf. tam bién E. Burton, The epistle to the galatians, Edinburgh 1921,
270.
65. F. Pastor, o. c., 140.
66. Cf. M. Zerwick, Analysisphilologica N. T., 423. Además, el stékete de 5,1 indica
la firmeza con la que han de perm anecer en tal libertad, lo m ism o que en 2 Tes 2,15. Cf. F.
Pastor, o. c., 141.
67. Com o observa acertadam ente P. Bonnard, o. c., 101-102, Pablo emplea aquí el
verbo liberar en sentido absoluto; él no dice ni cóm o ni limita esa liberación.
68. U na inscripción griega usa los mismos térm inos p a ra describir la liberación de
un esclavo por la divinidad. Cf. A. Deissmann, Licht von Osten, 275 s.
69. Se ha dem ostrado que la M ischna preveía dos form as del rescate de esclavos: o
bien p ara u n a nueva esclavitud o bien para la libertad definitiva. Pablo apunta sin duda a
este segundo caso. Cf. K. H . Rengstorf, /.u Galater 5,1 : Theologische Literaturzeitung 76
(1951) 659-662. P or lo demás, Pablo no entiende la libertad com o la facultad psíquica de
escoger entre dos contrarios, ni m enos aún com o la apertura hacia una autarquía jurídica
o m oral. P ara él la libertad es el estado de los «hijos de Dios» (Gál 3, 6), con el cual
quedan intrínsecam ente habilitados para superar sus grandes alienaciones: el pecado y la
m uerte. Cf. J. M. G onzález Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 232.
La ley contra el Espíritu
259
Proceded guiados por el Espíritu y nunca cederéis a deseos rastreros.
Mirad, los objetivos de los bajos instintos son opuestos a los del
Espíritu y los del Espíritu a los de los bajos instintos, porque los dos
están en conflicto. Resultado: que no podéis hacer lo que quisierais. En
cambio, si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis sometidos a la ley
(Gál 5, 16-18).
Este texto presenta lo que debe ser la vida m oral del cristiano. A
eso se refiere siempre, en los escritos de Pablo, el verbo peripatéin (5,
16)70. A hora bien, esta vida m oral del cristiano se define com o una
vida guiada por el E spíritu71, cuyos frutos son enum erados a conti­
nuación (5, 22-24). Lo radicalm ente opuesto a esa vida, es decir, a la
conducta ética del cristiano, es el proceder según los deseos rastreros
o los bajos instintos72, en definitiva las acciones que proceden del
egoísmo hum ano (5, 19-20). Pablo quiere decir: donde hay apertura y
disponibilidad hacia D ios y hacia el prójim o, ahí está el Espíritu de
Dios; p o r el contrario, donde hay egoísmo (con las acciones que de él
proceden), ahí está la m ás radical oposición al Espíritu de Dios.
Pues bien, supuesto lo que se acaba de indicar, en el versículo 18
presenta Pablo la afirm ación m ás fuerte y decisiva: «si os dejáis llevar
por el Espíritu, n o estáis sometidos a la ley». Esto quiere decir tres
cosas: 1) de la m ism a m anera que hay un antagonism o radical entre
el Espíritu y los bajos instintos, igualm ente hay un antagonism o
70. Rom 6 ,4 ; 8, 4; 13,13; 14,15; 1 C or 3, 3; 7,17; 2 C or 4,2 ; 5, 7; 10,2.3; 12, 18; Gál
5,16; E f 2 ,2 .1 0 ;4 ,1 .1 7 ; 5,2,8.15; Flp 3,17.18; Col 1,10; 2 ,6 ; 3,7; 4 ,5 ; 1 T e s2, 12; 4, 1.12;
2 Tes 3, 6.11. N o hay ni un solo texto de Pablo en el que este verbo tenga el significado de
m archar en sentido fisico. Siempre se refiere al sentido figurado: el com portam iento en
sentido ético.
71. Se trata del E spíritu de Dios, al que con frecuencia se refiere Pablo en esta carta:
3, 2.5.14; 4, 6; 5, 5. E sta últim a cita es particularm ente esclarecedora, pues está en el
contexto de nuestro texto. Cf. en este sentido A. Oepke, Der B rief an die Galater, 134. Por
o tra parte, en R om 8, 9-17 se establece la contraposición entre el E spíritu y los bajos
instintos; ah o ra bien, en ese pasaje se trata ciertam ente del Espíritu de Dios. Cf. R om 8,
9.11.14.16.
72. En la teología de Pablo, el térm ino sárx designa con frecuencia lo débil, lo
transitorio, lo propio del hom bre con sus limitaciones (Rom 6, 19; 7, 5.18.25; 13, 14;
especialmente en el capítulo 8, 4-9.12-13; 1 C or 5, 5; 2 C or 7 ,1 ; G ál 5,13.24; 6, 8.13; E f 2,
3; Col 2, 18.23), concretam ente la debilidad m oral (Rom 7, 5. 25; 8, 7-8) de donde brotan
inm oralidades y divisiones entre los hom bres (1 C or 3, 3; Gál 5, 19-21) y, en definitiva, el
am or propio (Col 2,18-23). P or otra parte, el deseo ( epizumia) designa en Pablo la pasión
o instinto pecaminoso: R om 1,24; 6,12; 7,7.8; 13, 9.14; 1 C or 10,6; G ál 5,16.17.24; E f2,
3; 4, 22; Col 3, 5; 1 Tes 4, 5. La única excepción que se puede citar es F lp 1, 23 y 1 Tes 2,
17. D e todo esto resulta que la expresión epizumia sarkós designa inequívocam ente los
deseos rastreros o los bajos instintos (R om 13,14; G ál 5, 16.24; E f 2, 3). Cf. E. Schweizer,
en T W N T V, 425-430.
i
260
Símbolos de libertad
irreconciliable entre el Espíritu y la ley73; 2) «ceder a deseos rastre­
ros» y «estar som etidos a la ley» son realidades paralelas y, en ese
sentido, equivalentes74; 3) si el cristiano se define como el hom bre
que no cede a los bajos instintos, en la m ism a m edida se define
tam bién com o el hom bre que no está sometido a la ley75.
El pensam iento de Pablo no puede ser ni más claro ni más
term inante: hablar de un cristiano es hablar de un hom bre que vive
enteram ente liberado de la ley religiosa, lo mismo que tiene que vivir
absolutam ente liberado y alejado de las acciones que producen los
bajos instintos. Porque, en definitiva, am bas cosas son antagónicas
con el Espíritu de Dios.
Lo que acabam os de indicar es de la máxim a im portancia cuando
se tra ta de organizar el com portam iento cristiano y, en general, lo que
solemos llam ar la «form ación espiritual» de los fieles. Por una razón
que se com prende enseguida: cuando se habla de vida cristiana y de
cóm o debe regirse la conducta de un creyente, es frecuente oír decir
que en eso debe jug ar un papel im portante el Espíritu santo y su
acción en la intim idad de la conciencia. Pero, al mismo tiempo, se
insiste tam bién en que la ley es un elemento absolutam ente indispen­
sable p ara proceder com o Dios m anda. Evidentemente, desde el
m om ento en que las cosas se plantean de esa m anera, el problem a que
se le presenta a cualquier persona es ver cómo se tienen que arm onizar
y conjugar la acción del Espíritu, por una parte, y los imperativos de
la ley, por otra. Se dice que am bas cosas son im portantes. E incluso,
los m ás avanzados, llegan a afirm ar que la prim acía la tiene el
Espíritu. Pero resulta que cuando venimos a lo inmediato, a lo
concreto de la vida y de las situaciones, la función del Espíritu
consiste (según dicen algunos) en ayudar a los cristianos para que
cum plan con m ás fidelidad y con m ás facilidad las leyes religiosas y
las norm as eclesiásticas establecidas. Es decir, lo que en la práctica se
viene a afirm ar es que lo primero! y principal es la ley. Y entonces, la
función del Espíritu consiste, de hecho, en ser un auxiliar de la ley,
u n a ayuda y un estímulo, p ara que la ley quede m ejor y más exacta­
m ente cumplida. D icho de o tra m anera, el Espíritu queda sometido a
la ley com o un com plem ento de la misma.
73. Aquí es im portante n otar el paralelism o en tre pneúmati ágesze (5,18) y pneúmati
peripateile (5, 16). Este paralelism o indica claram ente que el m ism o antagonism o que
existe entre el Espíritu y los bajos instintos es el que existe entre el Espíritu y la ley. Cf. A.
van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 63.
74. Cf. el paralelismo indicado en la n o ta anterior.
75. Téngase en cuenta que la expresión úpó nómon designa en Pablo el estado de
som etim iento o esclavitud bajo la ley: Rom 6, 14.15; 1 C or 9, 20; Gál 3, 23; 4, 4.5.21.
Libertad por el evangelio
261
A hora bien, está claro que, después de lo que hemos visto antes
acerca del pensam iento de Pablo sobre este asunto, hay que afirmar
con toda claridad que entre la ley y el Espíritu no caben soluciones a
medias, ni fo rm u la s te comprom iso. Porque se trata de dos realidades
antagónicas y cont ypuestas. N o se puede, pues, dosificar en nuestra
vida cristiana la ley V el Espíritu, com o si se tratara de dos com ponen­
tes que hay que conjugar y arm onizar a toda costa. El problem a, por
el contrario, está en optar o por la ley o po r el Espíritu, a sabiendas de
que la opción por uno de estos dos elementos excluye inevitablemente
al otro. Si es que queremos ser fieles al planteam iento de Pablo, no
hay más rem edio que llegar a esta conclusión.
17.
L ibertad p o r el evangelio
La enseñanza de Pablo sobre la libertad de la ley no aparece
solamente en las cartas a los rom anos y a los gálatas. Tam bién en la
prim era C arta a los corintios, Pablo se refiere a su libertad personal
con respecto a la ley. Y lo hace de tal m anera que, en este caso, la
libertad del creyente se nos presenta con una dimensión más profun­
da:
Soy libre, cierto, nadie es mi amo; sin embargo, me he puesto al servicio
de todos, para ganar a los más posibles. Con los judíos me porté como
judío para ganar judíos; con los sujetos a la ley, me sujeté a la ley,
aunque personalmente no esté sujeto, para ganar a los sujetos a la ley.
Con los que no tienen ley, me porté como libre de la ley, para ganar a los
que no tienen ley; no es que yo esté sin ley de Dios, no, mi ley es el
Mesías; con los inseguros me porté como inseguro, para ganar a ios
inseguros. Con los que sea me hago a lo que sea, para ganar a algunos
como sea. Y todo lo hago por el evangelio, para que la buena noticia
me aproveche también a mí (1 Cor 9, 19-23).
El principio que Pablo establece aquí es el principio de la libertad
m ás radical: él se siente y se com porta, no sólo com o libre de la ley,
sino incluso com o libre con relación a la m isma libertad de la ley, de
tal m anera que, si llega el caso, él no tiene inconveniente en someterse
a la ley, «para ganar a los sujetos a la ley» (v. 20); lo mismo que con
los inseguros se p o rta como inseguro, «para ganr a los inseguros» (v.
22). Lo único que interesa, en definitiva, es que el evangelio, es decir la
«buena noticia» y el don de Dios, alcance a todos y llegue a todos (cf.
v. 23). Esto es lo único absoluto. Lo demás, todo es relativo. Incluso
el ejercicio y la puesta en práctica de la libertad con relación a la ley.
Pero aquí conviene dejar en claro que, al plantear las cosas de esta
m anera, Pablo no pretende en m odo alguno poner en duda la libertad
262
Símbolos de libertad
del creyente con respecto a la ley. N i siquiera reducir o limitar, de
alguna m anera, esa libertad. L a afirm ación inicial de Pablo es tajante
en ese sentido: «Soy libre de todo» (eleúzeros ék pánton) (v. 19).
C om o se h a dicho m uy bien, en este «todo» va incluida la ley76. Y
p ara que no quede duda sobre este punto tan fundam ental, Pablo
insiste lo mismo en la frase que va a continuación, afirm ando sin
am bigüedades que él no está som etido a la ley (m è òn autòs ùpò
nóm on) (v. 20).
U na vez afirm ada esta libertad sin limitaciones, el mismo Pablo
reconoce y afirm a que, en determ inadas circunstancias, pueden pre­
sentarse ocasiones en las que precisamente por fidelidad al evangelio,
lo m ejor sea com portarse sin hacer problem as de las cuestiones
relacionadas con la ley. Porque lo que im porta de verdad es ser libres,
incluso de esa m ism a libertad, si es que las exigencias evangélicas así
lo aconsejan en determ inados m om entos. Dicho de otra m anera,
Pablo vive tan absolutam ente libre, que puede com portarse de la
form a m ás conveniente en cada situación, sin sentirse atado a nada ni
a nadie, porque su única ley es Jesús el M esías (v. 21).
N o se trata, pues, de una limitación de la libertad, sino que es
exactam ente todo lo contrario. Porque, en últim o término, lo que
Pablo viene a decir es que nunca debemos hacer problem a de las
cuestiones que se refieren a la ley: lo único verdadero y sensato que se
puede decir al respecto es que, partiendo del principio intocable de la
libertad total ( ék p án ton ), e fr-ta d a ca so se debe hacer lo que aconse­
jen las circunstancias, m irando únicam ente al servicio de los demás (v.
19) y a la causa del evangelio (v. 23).
Por eso, sabemos que, en m ás de una ocasión, Pablo se com portó
de esa m anera (cf. A ct 16, 3; 21, 20-26). Porque él sabía muy bien que
el anuncio de Jesús com o el Mesías, que estaba prom etido en las
Escrituras, no sería aceptable p a ra los judíos, si estos sabían a priori
que los seguidores de Jesús abandonaban la ley de Dios; en tal caso, la
com unidad de Jesús, con su mensaje, habría sido rechazada de
antem ano y sin m ás averiguaciones77. De ahí que Pablo no duda en
someterse a determ inadas observancias legales, cuando ese com porta­
m iento era lo m ás aconsejable p a ra que los judíos pudiesen aceptar, al
m enos en principio, el mensaje cristiano.
Por lo demás, resulta perfectam ente comprensible que Pablo no
sea, en este caso, tan tajante com o en la C arta a los gálatas. La razón
es clara: en la com unidad de Corinto, el peligro no era precisamente el
legalismo, sino m ás bien lo contrario, ya que, com o es bien sabido,
76.
77.
F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 222.
Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1059.
L a ley como fuente de hostilidad y de división
263
entre aquellos cristianos había quienes interpretaban la libertad con
criterios sencillamente inadmisibles (cf. 1 C or 6, 12; 10, 23)78. Pero
aquí es interesante recordar dos cosas: en primer lugar, que, incluso
en esas circunstancias, Pablo vuelve a recordar el criterio de la
libertad que tiene el creyente con respecto a las observancias legales (1
C or 8, 4-6; 10, 23-27.29); en segundo lugar, que D ios clasifica de
débiles ( ászenés) a los cristianos que sienten escrúpulos o dudas de
conciencia por cuestiones de sometimiento a la ley (1 C or 8, 7.9; cf.
Rom 15, 1). Pablo es coherente con su pensam iento fundam ental: la
rehabilitación del hom bre entre D ios no proviene de la observancia o
no observancia de la ley, sino de la fe en Jesús el. M esías79.
Finalm ente, es im portante advertir que todo este planteam iento
no significa que el creyente viva en la anarquía m oral y en el
libertinaje. L a libertad del cristiano es u n a libertad responsable (1 Cor
8. 1-13: 10, 23-33). Porque p ara el hom bre de fe la ley es el M esías (1
C or 9, 21)80. M ás adelante explicaremos lo que esto quiere decir.
18.
L a ley como fuente de hostilidad y de división
P or últim o, en esta larga enum eración de textos sobre la libertad
de la ley, es im portante recordar un pasaje fundam ental de la C arta a
los efesios. El a u to r81 se refiere a los cristianos convertidos del
paganismo: ellos, antes de su conversión, no tenían un Mesías,
estaban excluidos de la ciudadanía de Israel, el pueblo elegido y
predilecto de Dios, y por eso no entraban en la alianza con el Señor,
78. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 223.
79. Cf. H. Conzelmann, Der erste B rief an die Korinther, G öttingen 1969, 190.
80. P ablo no pretende sugerir que el cristiano tenga una nueva ley, que sustituya a la
antigua. Se trata, m ás bien, de que para el creyente la norm ativa legal queda sustituida
por la fidelidad a la persona de Jesús el Mesías. Cf. H. Conzelmann, o. c., 190. P ara un
estudio m ás detallado de esta fórm ula paulina, cf. C. H. D odd, Ennomos xpistoy: Studia
Paulina (1953) 96 s.
81. A unque la carta se presenta com o escrita por Pablo (3,1 ; 4,1 ; 6,20), hoy existen
razones de peso p ara poner en duda el que Pablo fuera realm ente quien la escribió. Enire
esas razones, la m ás im portante es el estilo literario de la carta, que no coincide con el de
los otros escritos de Pablo. Pero, aun en el caso de que el autor fuera otro, está fuera de
duda que la carta presenta un cuerpo de ideas básicas, que coinciden con la teología
paulina. P ara to d o este asunto, cf. J. E rnst, Die Briefe an die Philipper, an die Philemon, an
die Kolosser, an die Epheser, en Regensburger Neues Testament, Regensburg 1974, 253263; K . A land, D as Problem der Anonymatäl und Pseudonymatät in der christlichen
Literatur der ersten beiden Jahrhunderte, en Studien zur Überlieferung des N. T. und seines
Textes, Berlin 1967,24-3 f Gnilka, Der Epheserbrief en Herders theologischer Kommen­
tar zum Neuen Testamenti λ /2, Freiburg 1971, 13-21.
264
Símbolos de libertad
viviendo sin esperanza y sin D ios en el m undo (E f 2, 11-12). Esto
supuesto, el autor prosigue:
Ahora, en cambio, gracias al Mesías Jesús, vosotros los que antes
estabais alejados estáis cerca por la sangre del Mesías, porque él es
nuestra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera
divisoria, la hostilidad, aboliendo en su vida mortal la ley de los
preceptos con sus reglamentos; así, con los dos, creó en sí mismo una
humanidad nueva, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo
cuerpo, los reconcilió con D ios por medio de la cruz, matando en sí
mismo la hostilidad (Ef 2, 13-16).
La idea que el au to r quiere expresar es clara en el fondo: los
paganos estaban alejados lo m ism o de Israel que de D ios (v. 12); por
tanto, acercarse a D ios suponía acercarse igualmente a Israel, puesto
que éste era el pueblo que poseía la alianza, la am istad y la fe en el
verdadero Dios. Pero, de hecho existía una dificultad, hum anam ente
insuperable, p ara que se produjera este acercamiento de los gentiles
con Israel. Esa dificultad era un auténtico m uro de separación, una
barrera divisioria, que se levantaba entre los pueblos paganos y el
pueblo judío, y que provocaba la hostilidad entre unos y otros (v. 14).
Ese m uro de hostilidad y de división era la ley religiosa de los judíos,
que, de una parte, im pedía a Israel confundirse con el m undo y, de
o tra parte, prohibía a los gentiles el acceso al pueblo de D io s82. Por
eso, se com prende que p ara hacer de los dos pueblos un solo pueblo
(v. 14), y p ara lograr, por consiguiente, el acercamiento de todos a
Dios, C risto tuvo que abolir la ley (v. 15), porque ella era el obstáculo,
hum anam ente insuperable, que hacía imposible la reconciliación de
judíos y gentiles entre sí; y, a partir de eso, la reconciliación de los
gentiles con Dios.
A hora bien, al abolir la ley, Cristo ofreció a todos, judíos y
gentiles, la salvación por p u ra gracia. De lo cual se siguió la desapari­
ción de la m utua hostilidad: unos y otros ya no tenían nada que
reprocharse, porque ante la cruz de C risto los unos y los otros no son
sino pobres pecadores, «salvados gracias a esa generosidad por la fe»
(v. 8)83.
Por consiguiente, el auto r de la C arta a los efesios afirm a en este
texto (2, 13-16) dos cosas en relación a la ley: en prim er lugar, que el
82. Cf. Ch. M asson, L ’épitre de saint Paul aux ephésiens, Neuchätel 1953, 164-165.
Cf. las im portantes citas que aduce este autor, en las que se ve claram ente cóm o p ara el
judaism o la ley constituía una autèntica barrera de separación, que provocaba la
hostilidad. Cf. en este sentido H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum N . T. aus
Talmud und Midrasch III, 587.
83. Cf. Ch. M asson, L'épttre de saint Pauel aux ephésiens, 165-166; J. Ernst, Die
Briefe an die Philipper, an die Philemon, an die Kolosser, an die Epheser, 316-317.
Un balance negativo
265
efecto fundam ental de la m uerte de Cristo fue la abolición de la ley84;
en segundo lugar, que la ley religiosa es un m uro de separación y una
fuente de hostilidad entre los hom bres creyentes y los no creyentes, de
tal m anera que precisamente por eso, el Mesías tuvo que suprimir la
ley de los preceptos con sus reglam entos85, porque de no suprimirla,
los no creyentes hubieran persistido en su enemistad hacia los creyen­
tes y, en definitiva, hubiera sido imposible la reconciliación de todos
con Dios. D icho en pocas palabras: donde hay ley religiosa, hay
división; y donde hay división es imposible el acercamiento a Dios.
Difícilmente se puede afirm ar con más vigor y con más claridad,
no sólo el hecho de la supresión de la ley, sino además la razón
profunda de p o r qué la ley religiosa tuvo que ser suprimida.
19.
Un balance negativo
Se tra ta ahora de hacer un balance de los m ateriales analizados,
hasta este m om ento, en el presente capítulo. L a conclusión básica que
de esos m ateriales se sigue es bien clara: en las cartas de Pablo
(incluyendo la de los efesios), se encuentran hasta doce textos en los
que de m anera inequívoca y term inante se afirm a que los creyentes
han sido liberados de la ley, es decir que la ley religiosa ya no existe
para el hom bre de fe. H e aquí la afirm ación m ás clara de todo cuanto
dice Pablo acerca de la ley. E sta afirm ación representa la anulación
más radical del principio básico del judaism o rabínico, según el cual
la relación del hom bre con D ios se define p o r la relación del hom bre
84. Evidentemente, lo que C risto realizó, m ediante su m uerte en la cruz, fue la
reconciliación de los hom bres con Dios (v. 16). Pero, según la estructura del texto, tal
reconciliación se logró precisamente porque «mediante la sangre del Mesías» (v. 13) fue
suprim ido el m uro de separación. A hora bien, ese m uro era precisam ente la ley. O sea, el
efecto fundam ental de la m uerte de C risto fue la abolición de la ley y, m ediante eso, la
reconciliación con Dios. P ara expresar esta abolición de la ley, el autor utiliza el participio
aoristo del verbo katargéo, que significa exactam ente «hacer ineficaz, destruir, abolir».
W. Bauer, Wörterbuch zum N . T., 825.
85. El v. 15 no se limita a afirm ar que C risto abolió la ley, sino que dice más: el
sustantivo nómos va acom pañado po r un complemento, form ado por otros dos sustanti­
vos: ton èntolòn én dógmasin. La idea que el au to r quiere expresar está clara: C risto abolió
la ley que consiste en to d a una serie de preceptos y que se expresa en determ inadas
ordenanzas o reglamentos. L a traducción, por tanto, que parece m ás coherente es: «la ley
de los preceptos con sus reglamentos». ¿Por qué precisa el autor, en este caso, el concepto
de ley de esa m anera? El sustantivo dogmata aparece o tra vez en las llam adas «cartas de la
cautividad», en Col 2, 14; y el verbo dogmatiso, en Col 2, 20. En am bos casos, concreta­
mente en 2, 20, se refiere inequívocam ente a los m inuciosos reglam entos de la tradición
judía referentes a los alim entos y a la pureza ritual. A hora bien, precisamente estos
reglamentos minucioso^ eran los que constituían el verdadero m uro de separación entre
judíos y gentiles, puesto que a p artir de tales reglam entos se prohibía todo contacto entre
unos y otros. Cf. Ch. M asson, o. c., 166.
266
Símbolos de libertad
con la ley 86. Este principio venia a decir que según sea la fidelidad del
hom bre a la ley y, en general, a las norm as establecidas, así será la
fidelidad del hom bre hacia Dios. Pablo, por el contrario, establece el
principio fundam ental de la liberación total frente a la ley. Este
principio quiere decir lo siguiente:
1. El creyente h a m uerto p ara la ley (Gál 2, 19), o sea: la ley no
existe p ara el hom bre de fe. P orque el Mesías es el térm ino de la ley
(R om 10, 4), de tal m anera que existe un paralelism o exacto entre
«m orir al pecado» (R om 6, 2.7) y «m orir a la ley» (R om 7, 4; G ál 2,
19).
2. T odo eso es así porque a partir de Cristo, el único cam ino que
lleva a Dios es la fe (R om 3,28.30; 4,13.24; 5,1; E f 2,8). A hora bien,
la fe y la ley son cam inos incompatibles, de tal m anera que se excluyen
m utuam ente (R om 3, 21-22; 9, 31-33; Fil 3, 9) o sea: donde hay fe no
puede haber ley, porque existe una incom patibilidad radical entre
am bas (G ál 3, 23-26), lo m ism o que son incom patibles la libertad y la
esclavitud (G ál 5, 1).
3. La razón p rofunda de esta incom patibilidad está en que la
rehabilitación, que D ios concede al hom bre, no procede de la ley, es
decir no proviene del esfuerzo hum ano por hacer la voluntad de Dios,
sino que proviene solam ente de la fe, que es el don de Dios (Rom 3,
20.21-22.28; 4, 13; 10, 5-6; G ál 2, 16.21; 3, 11.21-22; 5, 4).
4. P or eso se com prende que, de la m isma m anera que son
incom patibles la fe y la ley, igualm ente lo son el Espíritu y la ley (Gál
5, 16-18) de tal m anera que la bendición y el Espíritu se dan a los
hom bres en la m edida en que son liberados de la ley. D e lo contrario,
sólo podem os esperar la maldición que recae sobre los que se apoyan
en la observancia de la ley (Gál 3, 13-14).
5. D e lo dicho se sigue que la ley y la gracia son dos realidades
contrapuestas (R om 6, 14), es decir, los que buscan agradar a Dios
p o r m edio del cum plim iento de la ley rom pen con Cristo y caen en
desgracia (G ál 5, 4); o dicho de o tra m anera, el hom bre que quiere
vivir p ara D ios tiene que vivir liberado de la ley (Gál 2, 19). Es más,
los hom bres llegan a ser hijos de D ios precisamente porque son
liberados de la ley (G ál 4, 4-5).
6. Las consecuencias éticas de todo este planteam iento son pa­
tentes: el que está liberado de la ley fructifica para D ios (Rom 7, 4),
p o r el contrario, el que vive som etido a la ley fructifica para la m uerte
(R om 7, 5). Porque, en definitiva, «ceder a deseos rastreros» y «estar
som etidos a la ley» son cosas equivalentes (G ál 5, 16-18). P or otra
parte, la ley religiosa desencadena inevitablemente la división entre
86.
Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1047.
¿Afirma Pablo la pervivencia de la ley?
261
los que se someten a ella y los que no se someten; pero donde hay
división, no hay posible acercam iento a Dios. Por eso, sabemos que
C risto m urió en la cruz p ara liberar a los hom bres de la ley y,
m ediante eso, liberarlos tam bién de la hostilidad entre ellos mismos.
Las guerras de religión y las sangrientas persecuciones de judíos,
herejes y paganos, que han ensuciado tantas páginas de la historia,
son la prueba m ás clara de que, efectivamente, la ley religiosa es una
fuente inagotable de divisiones y enfrentam ientos entre los hombres.
Teniendo en cuenta que, en to d o este desagradable asunto, no se trata
sólo de un problem a a nivel hum ano, sino además de una cuestión
trascendente, en el sentido m ás estricto de la palabra. Porque sólo a
partir de la reconciliación entre los hom bres es posible vivir en paz
con D ios (E f 2, 13-16).
7. Por últim o, la libertad del creyente llega hasta tal punto de
exigencias que el hom bre de fe debe vivir liberado de la misma
libertad con relación a la ley (1 C or 9, 19-23). Esto quiere decir, en
definitiva, que lo único verdaderam ente intocable para el cristiano es
el evangelio. Lo que ocurre es que precisam ente si queremos ser fieles
a la fe evangélica, de esa fe lo que se sigue es la liberación de la ley
religiosa. Pero, si en algún caso, en atención a los que todavía son
débiles en la fe, se ve que es m ejor n o hacer problem a de tal o cual
prescripción legal concreta, entonces el evangelio nos pide que salve­
mos la fe del «débil», sin hacer m ás problem as del asunto. Las cosas
claras y en su sitio: lo único absoluto es el evangelio (1 C or 9, 23).
El balance, pues, es negativo en relación a la ley. Pero tam bién es
cierto —y eso es lo que im porta— que en la medida que es negativo
p ara le ley, lo es positivo p ara la fe. P orque se da una incompatibili­
dad radical entre la vida de fe y la vida que, bajo el pretexto que sea, se
somete a la ley.
20.
¿Afirm a P ablo la pervivencia de la ley?
Al plantear esta ; iegunta, no se tra ta de poner en duda lo que
hemos visto hasta estel m om ento, sino de resolver una duda im portan­
te, a saber: ¿no hay textos en los que Pablo parece adm itir la validez y
la pervivencia de la ley? ¿se puede afirm ar, sin más, que la ley ya no
existe p ara el creyente?
P ara responder a estas preguntas, se debe recordar, ante todo, que
en las cartas de Pabló hay dos series de textos sobre la ley: en unos —
los m ás claros y los m ás abundantes— afirma, con todo vigor y sin
lugar a duda, que la ley h a sido abolida p o r Cristo; en otros, parece
adm itir la pervivencia de la ley. A la prim era serie pertenecen los doce
textos que hem os analizado hasta este m om ento en el presente capítu-
268
Símbolos de libertad
lo; a la segunda serie corresponden algunos textos que, al m enos en
principio, parecen ofrecer u n a seria dificultad, en cuanto que, de
alguna m anera, adm iten la validez de la ley. E sta segunda serie de
textos se encuentra concretam ente en la C arta a los romanos: 3,31; 7,
12.14-16.21-25; 8, 1-4.7)87. ¿Qué se puede decir com o respuesta a esta
aparente contradicción?
A nte todo, parece enteram ente obvio recordar que Pablo no se va
a contradecir a sí mismo. Es más, en un asunto que entrañaba
consecuencias tan graves p ara to d a la com prensión del cristianism o y
de la vida de los creyentes, Pablo debió pensar muy bien lo que decía.
Por eso, parece sencillamente inverosímil la idea de que Pablo se
expresó con ta n ta am bigüedad sobre esta cuestión que, en definitiva,
n ad a seguro podem os saber al Respecto. Esto, lógicamente, quiere
decir que si en u n a serie abundante de textos se afirm a claram ente que
los cristianos han sido liberados de la ley, esa afirmación responde a
'un d ato muy fundam ental p ara la com unidad cristiana, para la iglesia
en general, y p ara cada uno de los creyentes.
P or o tra parte, es un principio herm enéutico elemental que cuan­
do en un au to r se dan frases o afirm aciones aparentem ente contradic­
torias — y m ás cuando esas afirm aciones se encuentran en un mismo
docum ento— lo más oscuro debe ser interpretado a partir de lo más
claro y no al revés. A hora bien, lo m ás claro en la enseñanza de Pablo,
según hemos visto ampliamente, es que la ley ha sido abolida por
Cristo, es decir, que la ley religiosa ya no existe para los creyentes. Por
consiguiente, a partir de este planteam iento se han de interpretar y
com prender los otros textos en los que, de alguna m anera al menos,
parece adm itirse la pervivencia de la ley. D icho más claramente: o
adm itim os que en Pablo se dan manifiestas contradicciones, o no
tenem os m ás remedio que afirm ar que esos textos, en los que parece
adm itirse la validez de la ley, tienen otro sentido, es decir, se refieren a
algo que no contradice la enseñanza fundam ental de Pablo acerca de
la liberación de la ley.
Y
así es, efectivamente. Porque, en prim er lugar, la ley es para
Pablo «ley de Dios». En este sentido se han de entender los textos de
9
87.
A esta enumeración de textos hay que añadir el de 1 Tim 1, 8-11: «Sabem os que
la ley es cosa buena siempre que se la tom a com o ley, sabiendo esto: que no h a sido
instituida p ara la gente honrada; está p ara los criminales e insubordinados...». L a gente
honrada, para quienes no ha sido instituida la ley (los justos), son sin duda los que han
sido rehabilitados por Cristo, los que viven po r la fe y no según la ley (Gál 3, U ; Rom 1,
17; 5, 19; Col 2,20-22); éstos no tienen necesidad de norm as legales, porque en ellos la fe
actúa por medio de la caridad (G ál 5,6.14; R om 13,8). Cf. C. Spicq, Les éptlrespasim uk a
I, Paris 1969, 332. P or consiguiente, este texto es una confirm ación m ás de que l¡i le\ no
existe para el creyente.
¿Afirma Pablo la pervivencia de la ley?
269
R om 7, 22.25; 8, 7. P or eso, la ley es «espiritual» (R om 7, 14) y
«santa» (R om 7, 12); y p o r eso tam bién el m adam iento (én to lé) es
«santo, ju sto y bueno» (R om 7, 12)88. Estos adjetivos, con los que
Pablo califica a la ley, vienen a indicar simplemente que la ley de la
que habla y a la que se refiere constantem ente es la ley dada por Dios,
la ley en su sentido religioso m ás estricto. Por tanto, de esos textos no
se puede deducir que la ley siga teniendo validez, ya que sabemos por
otros pasajes que la ley ha sido abolida. Lo único que podemos
concluir, a partir de esos textos, es que la ley anulada y abolida por
Cristo es la ley de Dios.
Pero hay dos pasajes en la C arta a los rom anos, que resultan más
difíciles de interpretar. En el prim ero de esos textos, Pablo afirma:
«Entonces, con la fe, ¿derogam os la ley? N ad a de eso; al revés, la ley
la convalidamos» (R om 3, 31).
Este pasaje, com o es lógico, se ha de entender según el contexto en
el que está situado. A hora bien, en los v. 29-30, Pablo dice que Dios
no es solamente Dios de los judíos, sino que lo es de todos los pueblos.
En ese sentido, la E scritura se había pronunciado explícitamente (cf.
por ejemplo Sal 24, l ) 89. Por o tra parte, en los versículos que siguen
inm ediatam ente a nuestro texto, Pablo inicia la argum entación (que
se va a prolongar por todo el capítulo cuarto) según la cual la
Escritura afirm a que A brahán fue rehabilitado por D ios en virtud de
la fe (Rom 4, 3.9.13-14.16.22; cf. G en 15, 6), no en virtud de la
observancia de la ley (cf. Rom 3, 28). Por consiguiente, según el
contexto en el que está situado R om 3, 31, podemos y debemos
concluir que en. ese.pasaje la palab ra «ley» no se refiere a lo que Dios
m anda, sino en general a la enseñanza del antiguo testam ento, según
la cual D ios tenía el designio de rehabilitar a los hom bres por la
fuerza de la fe en C risto, no p o r el sometimiento a la observancia de la
ley90.
En consecuencia, cuando Pablo afirm a que no derogam os la ley,
sino que la convalidamos, lo que en realidad dice es que no prescindi­
m os de la enseñanza del antiguo testam ento, sino que procedemos
plenamente de acuerdo con tal enseñanza91. Dicho m ás claramente,
lo que Pablo viene a afirm ar en este texto es que el antiguo testamento
enseña que el hom bre es rehabilitado por la fe; o para decirlo con más
88. Cf. C. E. B. Cranfield, St. Paul and the law, en R. Batey (ed.), New testament
issues, London 1970, 149.
89. Acerca de este punto, cf. A. Viard, Saint Paul, épttre aux remains, 106.
90. Cf. F . J. Leenhajrdt, L ’épitre de saint Paul aux remains, 115.
91. La utilización del térm ino «ley» ( nomos), p ara referirse al conjunto del antiguo
testamento, no es extraña en Pablo. Se puede citar, en ese sentido, Rom 3, 19. En 1 Cor
14, 21 se refiere, con la palabra «ley», a un pasaje profètico (Is 28, 11-12); otras veces,
270
Símbolos de libertad
propiedad: el antiguo testam ento ofrece una argum entación válida en
p ro de la tesis que defiende Pablo, según la cual el hom bre es
rehabilitado ante D ios p o r la fe, independientemente de la observan­
cia de la ley. P o r lo tanto, la ley — en el sentido de antiguo testam en­
to— testim oniaen favor de la tesis fundam ental de Pablo:.a partir de
la venida de Jesús el Mesías, la ley ya no tiene valor.
El otro texto que debem os analizar aquí, ya que ofrece tam bién
cierta dificultad en cuanto al problem a de la supresión de la ley, se
encuentra en el capítulo octavo de la C arta a los romanos:
En consecuencia, ahora no pesa condena alguna sobre los del Mesías
Jesús, pues, mediante el Mesías Jesús, la ley del Espíritu de la vida te ha
liberado de la ley del pecado y de la muerte. Es decir, lo que le resultaba
imposible a la ley, reducida a la impotencia por los bajos instintos, lo ha
hecho Dios: envió a su propio Hijo en una condición como la nuestra
pecadora, para el asunto del pecado, y en su carne mortal sentenció
contra el pecado. Así, la exigencia contenida en la ley puede realizarse
en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por los bajos instintos,
sino por el Espíritu (Rom 8, 1-4).
»
La dificultad que aquí se plantea es clara: a prim era vista, parece
que la ley antigua (que sería la ley del pecado y de la m uerte) h a sido
suprim ida, pero al mismo tiempo ha sido tam bién sustituida por la ley
del Espíritu de la vida (que sería la ley religiosa actualm ente en vigor
p a ra los creyentes). Si, efectivamente, es ése el sentido de estas
palabras de Pablo, ahí tendríam os el argum ento m ás claro para
dem ostrar que la ley no h a sido suprimida, sino m ás bien sustituida
p o r la actual legislación religiosa, a la que estarían obligados los
creyentes. ¿Es ésa la interpretación correcta?
P a ra responder a esta cuestión, hay que tener en cuenta que Pablo
contrapone la «ley del Espíritu» a la «ley del pecado» (v. 2). Entre
am bas expresiones existe un paralelism o perfecto. Lo cual quiere
decir que, en este caso, la palabra «ley» ( nomos) no se puede entender
en el sentido de «una norm ativa codificada que obliga al hombre»,
porque entonces Pablo vendría a decir que la ley del antiguo testa­
m ento era sencillamente m ala y pecaminosa, en cuanto «ley de
pecado», norm ativa que o bien procedía del pecado o bien era una ley
que llevaba al pecado o quizás que codificaba y legalizaba el pecado.
A h o ra bien, todo eso, aparte de lo insensato que resulta por sí mismo,
está expresamente en contra de los elogios que hace el mismo Pablo
de la ley antigua cuando la califica de «espiritual» (Rom 7, 14)
asocia a un pasaje de la T orà un texto profètico (Rom 9,12 s; 10,6 s. 13.19 s; 11,8 s; 15,10
s; 2 C or 6, 16 s; Gál 4, 27.30). Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1062- Cf. también, para el
sentido de este texto, A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 88.
¿Afirma Pablo la pervivencia de la ley?
271
«santa» (R om 7, 12), porque era en realidad la «ley de Dios» (Rom 7,
22.25; 8, 7). T odo esto, p o r tanto, nos viene a decir que la «ley del
Espíritu» no se puede entender com o la «norm ativa legal y codificada
que procede del Espíritu» o quizás la «norm ativa que lleva al Espíri­
tu», por la sencilla razón de que, d ado el paralelism o antes apuntado,
tendríam os que aceptar que la ley del antiguo testam ento era pecami­
nosa y m ala, cosa que resulta enteram ente inadmisible como aecha­
mos de indicar.
Entonces, ¿qué nos viene a decir este pasaje de Pablo? El texto dice
que la «ley del Espíritu» nos h a liberado de la «ley de! pecado» (v. 2).
Y eso significa que «lo que le resultaba imposible a la ley, reducida a
la impotencia p o r los bajos instintos, lo ha hecho Dios» (v. 3). En
consecuencia, lo que Pablo quiere decir es que el régimen del Espíritu
y de la vida sucede al régimen del pecado y de la m uerte92. Desde este
punto de vista, el texto es claro y coherente con toda la teología de
Pablo sobre la liberación de la ley: se tra ta de dos situaciones
contrapuestas; frente a la condición del hom bre bajo la ley, está la
condición del cristiano, guiado y anim ado por el Espíritu. E sta nueva
condición está determ inada por una auténtica liberación ( éleuzérosen) : liberación del régimen legal, que conduce a la m uerte (v. 2), para
vivir en el régimen del Espíritu que da la vida.
D e ahí resulta que todo lo que m anda la ley es realizado p o r el
creyente, no en virtud d&4a fuerza que d a la ley, sino por la fuerza que
proviene del Espíritu: <tisí, la exigencia contenida en la ley puede
realizarse en nosotros, qpe ya no procedemos dirigidos por los bajos
instintos, sino p o r el Espíritu» (v. 4). N o se trata, por tanto, de que la
ley siga teniendo vigor y validez, sino de que las exigencias de carácter
ético, que im ponía la ley antes de la venida de Cristo, son realizadas
Rfit io s creyentes en virtud de un dinam ism o nuevo* la fuerza que
proviene del Espíritu. D icho de o tra m anera, el cristiano es fiel a Dios
y a su propia conciencia, n o porque se somete a la ley, sino porque es
anim ado y dirigido p o r el E sp íritu 93.
Por consiguiente, la «ley del Espíritu» no se refiere a u n a nueva
norm ativa legal codificada, sino a la nueva situación, al nuevo régi92. Cf. F. J. Leenhardt, L'építre de saint Paul aux romains, 115.
93. D ada la explicación del texto que acabam os de proponer, no parece aceptable la
afirm ación según la cual «para Pablo la ley no h a sido abolida en m odo alguno». S.
Lyonnet, L a liberté chrétienne:L’étre el Γagir du chrétien, R om a 1976,19. Tal afirmación
contradice la tesis m ás fundam ental y m ás repetida po r Pablo, según hemos visto
am pliam ente en este capítulo. P or lo demás, el mismo Lyonnet viene a afirm ar que la ley
es cum plida por el cristiano poique éste vive en el am or, según Gál 5,14 y R om 13, 8-9 f o.
c., 19-20), lo cual es venir a confirm ar lo que enseguida vam os a ver acerca del significado
profundo de la libertad del creyente.
272
Símbolos de libertad
men creado por C risto 94. Se trata, en definitiva, de la ley que mete el
Señor en el pecho de los creyentes, la ley que escribe en el corazón
m ismo del hom bre (cf. Jer 31, 33; Ez 36, 25-27), una ley que no
requiere ya enseñanza extern^ de ninguna clase (cf. Jer 31, 34), porque
su fundam ento y su razón de ser no es ya la alianza y el pacto que
Dios estableció con su pueblo cuando lo sacó de Egipto (Jer 31, 32), es
decir no tiene su fundam ento y su razón de ser en la legislación,
externa al hom bre, que D ios estableció en el Sinaí, sino que, por el
contrario, se tra ta de la nueva orientación y el nuevo dinam ism o que
brotan del pecho del creyente, del corazón del hom bre95. La nueva
situación, por lo tanto, no està determ inada y configurada por las
leyes y norm as, que son exteriores a la persona, sino por la presencia y
la acción del Espíritu en lo m ás hondo de cada hombre.
E n conclusión: queda en pie la tesis fundam ental de Pablo, según
la cual el creyente ha sido radicalm ente liberado del régimen legal.
P ara el hom bre de fe no existe la ley religiosa, porque Jesús el Mesías
la ha abolido m ediante su muerte.
21.
¿D e qué ley se trata?
Evidentemente, esta pregunta ha tenido que asaltar al lector, a
cada instante, m ientras avanzaba por las páginas de este capítulo.
C uando Pablo afirm a que el creyente está liberado de la ley, cuando
dice que el hom bre de fe no está sometido a ella y que la ley ya no
existe p ara él, ¿a qué ley se refiere?
P or supuesto, cualquier cristiano está persuadido de que a él no le
obligan las observancias legales de la religión judía referentes a la
circuncisión, al sábado, a los alim entos prohibidos y a las purificacio­
nes rituales. En ese sentido, los cristianos están bien informados.
Porque los sacerdotes y los teólogos han enseñado siempre que las
observancias legales del judaism o dejaron de tener validez a partir de
la m uerte de Cristo. D esde ese p unto de vista, nadie tendrá dificultad
en adm itir que, efectivamente, Jesucristo abolió la ley, entendiendo
p o r «ley» el conjunto de observancias legales y de ceremonias rituales
que practicaban los judíos, de acuerdo con la religión del antiguo
testam ento. En eso estam os todos de acuerdo.
94. Cf. F. Pastor, L a libertad en la Carta a los gálatas, 218.
95. A certadam ente h a establecido esta relación entre la «ley del Espíritu» y la ley de
la que habla Jer 31, 33, S. Lyonnet, Exegesis epistulae ad romanos cap. V ad VIII, R om a
1966,151-158. P ara esta conexión de Rom 8,1-4 con Jer 31,33-34 y Ez 36,25-27, véase H.
H übner, Das Gesetz bei Paulus, 128, que rem ite al trabajo de F. F. Bruce, Paul and the law
o f Mose: BJRL 57 (1976) 275-276.
¿De qué ley se trata?
273
Pero, ¿basta con eso p ara dar cuenta fielmente del pensam iento de
Pablo acerca de la liberación de la ley? O dicho más claramente:
cuando Pablo afirm a que C risto abolió la ley, ¿se refiere solamente a
las observancias legales que se han m encionado hace un momento?
Sin d uda alguna, cuando Pablo dice que Jesús el M esías abolió la
ley no se refiere solam ente a las observancias legales m encionadas,
sino adem ás de eso, y sobre todo, a la ley en su sentido más general, es
decir, se refiere a la ley en cuanto m anifestación de la voluntad
preceptiva de Dios. M ás concretam ente, Pablo se refiere a la ley que
fue revelada p o r D ios a Moisés en el Sinaí y, por tanto, se refiera a los
diez m andam ientos.
En efecto, tan to en la C arta a los rom anos com o en la C arta a los
gálatas abundan los datos por los que podem os saber, con toda
certeza, que cuando Pablo habla de la ley, se está refiriendo al
decálogo. Así, en R om 2, 17-23 (texto en el que aparece cinco veces la
palabra nomos) , se trata indudablem ente de los m andam ientos del
decálogo, com o consta expresamente por los v. 22-23: «Predicando
que no se robe, ¿robas tú? Diciendo que no se com eta adulterio,
¿adulteras tú? Teniendo h o rro j a los ídolos, ¿te aprovechas de sus
templos? M ientras te glorías de la ley, ¿afrentas a Dios violando la
ley?». E stá claro que aquí Pablo entiende la ley com o sinónim o de los
m andam ientos de la ley de D io s96. Lo mismo hay que decir del pasaje
de Rom 7, 7: «Y o realm ente no sabía lo que era el deseo hasta que la
ley no dijo no desearás». Se trata, en este caso, de la prohibición
fundam ental del decálogo (Ex 20, 17; D t 5, 21). L a prohibición del
«deseo» constituye la esencia de la ley, porque el deseo es el movi­
m iento que sitúa al hom bre bajo el im perio de las cosas, a las que
constituye com o si fueran sus dioses97. Aquí de nuevo la ley es
equivalente a un m andam iento del decálogo. M ás aún, se trata del
m andam iento fundam ental. Pero, sin duda alguna, el pasaje más
claro de toda la C arta a los rom anos p ara ver hasta qué punto Pablo
identifica la ley con el decálogo está en el capítulo trece: «A nadie le
quedéis debiendo nada, fuera del am or m utuo, pues el que am a al
otro tiene cum plida la ley. D e hecho el no cometerás adulterio, no
m atarás, n o robarás, no envidiarás y cualquier otro m andam iento
que haya se resumen en esta frase: am arás a tu prójim o como a ti
mismo. El am or no causa daño al prójim o y, por tanto, el cumpli­
96. Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1062.
97. Se trata de la épizumia, el deseo en su sentido m ás profundo y radical de
orientación to tal de la persona, que arrebata a Dios sus derechos sobre el hombre, para
transferirlos a las cdsas constituidas en ídolos. F. J. Leenhardt, L ’építre de saint Paul aux
romains, 107. En este sentido, el pasaje de Rom 7, 7 viene a constituir com o la esencia
misma de la ley m osaica. Cf. A. van D ülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 108.
274
Símbolos de libertad
miento de la ley es el am or» (R om 13, 8-10). Pablo cita aquí expresa­
m ente los m andam ientos del decálogo (Ex 20, 13-17; D t 5, 17-21)98,
es decir entiende la ley com o equivalente a los diez m andam ientos.
En la C arta a los gálatas, vuelve a aparecer una serie de textos en
los que la ley se refiere inequívocam ente al decálogo. Así, en G ál 5,14
se repite la m ism a exhortación que en Rom 13, 8-10: el cumplimiento
de la ley es el am or (cf. Lev 19, 18). Lo que viene a indicar que
tam bién en este pasaje, Pablo entiende la ley lo mismo que en Rom 13,
8-10, es decir, en el sentido de los m andam ientos del d ecá lo g o ".
Tam bién en G ál 3,10 la referencia a la ley de Moisés es indiscutible, ya
que Pablo cita a D t 27, 26; pero sabemos que en D t 27, 15-26 se trata
de las maldiciones que sobrevendrán a los que quebranten la ley dada
por D ios al pueblo elegido100. En este caso, por tanto, la ley es
tam bién la ley fundam ental dada p o r Dios, a la que se refiere
ciertam ente D t 27, 2.8. M ás claram ente aún en G ál 3, 17 se ve que
Pablo está hablando de la ley del Sinaí, porque al decir que la ley fue
dada cuatrocientos treinta años más tarde que la prom esa hecha a
A brahán, está aludiendo indudablem ente a Ex 12,40-41, en donde se
afirm a que la estancia de los istaelitas en Egipto duró ese tiempo, al
cabo del cual D ios se m anifestó en el Sinaí prom ulgando el dacálog o 101. Y otro tan to hay que decir de G ál 3,19, en donde se afirm a que
la ley «fue prom ulgada por ángeles, por boca de un mediador»; ahora
bien, las tradiciones judías y los rabinos defendían que los fenómenos
extraordinarios que acom pañaron a la prom ulgación de la ley (Ex 19,
9.16 s; 24, 15 s; D t 4, 11; 5, 22 s) se habían realizado m ediante la
intervención de ángeles (cf Hech 7, 38.53; H eb 2, 2 )102 y de un
98. En Rom 13, 8 se dice textualmente: tòn éteroh nómon. Esta «otra» ley es la ley de
Moisés, o m ás concretam ente el decálogo, al que se refiere en el versículo siguiente. De
esta m anera, Pablo quiere decir que el am or al prójim o es el cumplimiento, no sólo de la
ley divina, sino tam bién de la ley civil, de la que ha hablado am pliam ente antes (13, 1-7).
Cf. W. M arxsen, Der éteros nomos Röm 13, 8: T hZ (1955) 230-237.
99. Con toda razón se ha podido afirm ar que Rom 13, 8-10 desarrolla con más
am plitud el texto de G ál 5, 14. C. Spicq, Theologie morale du nouveau testament II, Paris
1965, 503, η. 2.
100. L a maldición de D t 27, 26 se puede entender de dos m aneras: a) son m alditos
los que cum plen todos los m andam ientos, sobreentendiendo que nadie los cum ple (cf. en
este sentido A. Oepke, Der B rief des Paulus an die Galater, 72); b) son m alditos todos los
que se colocan bajo los m andam ientos, los que en eso buscan su salvación. Parece que este
segundo sentido es el que m ejor corresponde a la intención de Pablo en este caso. Cf. P.
B onnard, L'épttre de saint Paul aux galates, 67.
101. Cf. J. M. González Ruiz, Epístola de san Pablo a los gálatas, 167.
102. Referencias abundantes en H . Schlier,¡La Carta a los gálatas, 181-184. Este
au to r indica que probablem ente la tradición de la prom ulgación de la ley por ángeles
contenió p ara Pablo un indicio de que esta ley —lim itada tem poral y objetivamente— es
una ley divina sólo de m odo m ediato y por eso corrom pida, o. c., 183.
¿De qué ley se trata?
275
«mediador», que fue M oisés103. Finalm ente, en G ál 4, 21-22, la
alusión a la ley prom ulgada en el Sinaí es manifiesta, com o consta
expresamente p o r el v. 24, en el que se habla de la alianza que
estableció D ios con Moisés.
En conclusión: en las C artas a los rom anos y a los gálatas
aparecen hasta ocho textos en los que, con to d a seguridad, Pablo
entiende la ley en el sentido de la ley prom ulgada por Dios al
establecer la alianza con el pueblo elegido. Y sabemos que esa ley
incluía el decálogo, al que se hace referencia expresamente en tres
pasajes de la C arta a los rom anos (2, 17-23; 7, 7; 13, 8-10).
En otros textos, la alusión a la ley m osaica es implícita, pero se
advierte sin especial dificultal. Así, en Rom 5, 13-14, se trata de la ley
dada a Moisés, com o consta por la referencia expresa que se hace en
ese sentido: «a pesar de e )>la m uerte reinó desde A dán hasta Moisés»
(Rom 5, 14)104. En Ron) 9, 4, aunque no se utiliza la palabra «ley»
(n om os), sino «legislación» (nom ozesía), hay sin embargo una alu­
sión clara a la ley prom ulgada por Dios precisamente en el m om ento
solemne en que estableció la alianza y el culto que el pueblo le debía
trib u ta r105. En R om 10, 5, tam bién se alude expresamente a la
legislación mosaica; en ese sentido, Pablo cita a Lev 18,5, texto que se
encuentra en la exhortación introductoria al código legal que sigue
inm ediatam ente (Lev 18,6-23). Por últim o, en esta serie de textos, hay
que citar tam bién 1 C or 9, 9, en donde se hace referencia expresa a la
ley m osaica D t 25,4). L a utilización alegórica del antiguo testam ento
que hace Pablo en este p asaje106 no quita fuerza en m odo alguno al
hecho de que, una vez más, la ley es p ara él la ley a Moisés.
Por tanto, nos encontram os con toda una serie abundante de
textos en los que Pablo, al hablar de la ley, se refiere con toda
seguridad a la ley divina, la ley dada por Dios, que incluye ante todo
el decálogo. Se trata, p o r consiguiente, de la ley religiosa en su sentido
103. En el judaism o helenístico, Moisés era presentado frecuentem ente com o m edia­
dor. Cf. P. Bonnard, L'építre de saint Paul aux galates, 73.
104. Al decir que «la m uerte reinó desde A dán a Moisés», se está refiriendo
claram ente a que la ley, de la que h a hablado en el v. 13 es ciertam ente la ley dada a
Moisés. P or lo demás, la perspectiva de Pablo aquí no es tanto cronológica, sino m ás bien
de orden lógico, en cuanto que se refiere a situaciones diversas, no propiam ente a
situaciones sucesivas. Cf. F. J. L eenhardt, L'építre de saint Paul aux remains, 85, n. 2.
105. En la estructura de los capítulos 19 y 20 del libro del Exodo, se presenta prim ero
la oferta de la alianza (Ex 19, 1-9), seguida de la teofania (19, 10-25); después viene la
prom ulgación del decálogo (20,: 1-21 ) y finalmente la prim era ley sobre el culto, concreta­
mente sobre el altar (20, 22-26). Se advierte exactam ente el mismo orden que pone Pablo
en Rom 9, 4. P or lo dem ás, se han hecho curiosas conjeturas de organización de los seis
elementos que cita Pablo en este texto, por ejemplo en O. Michel, Der B rief an die Römer,
G öttingen 1963, 227, n. 2.
'
106. Para este punto, cf. fi. Conzelmann, Der erste B rief an die Korinther, 183.
t
Í
S
276
Símbolos de libertad
m ás fuerte: la voluntad preceptiva im puesta por D ios a los hom bres y
expresada en un código legal, cuya form ulación fundam ental consiste
en los diez m andam ientos.
A h o ra bien, precisam ente porque ése es el sentido fundam ental de
la ley en la teología de Pablo, por eso se com prende la relación que él
establece entre la ley y el pecado. A nte todo, la ley hace que el pecado
se m anifieste com o pecado, es decir, com o desobediencia a Dios.
Según R om 5, 13-14, los hom bres eran pecadores ya antes de ser
prom ulgada la ley. Pero, una vez prom ulgada, lo que hizo la ley fue
m anifestar el pecado, hacerlo visible y constatable, com o se dice
expresam ente en R om 3, 20. Es más, la ley vino para aum entar el
pecado: «se m etió p o r m edio p ara que proliferase el delito» (ina
pleonáse tó p a ra p to m a ) (Rom 5,20; cf. tam bién G ál 3 ,1 9 )107. Pero no
sólo eso. En realidad, lo que pasa es que la ley hace que el hom bre
peque m ás (Rom 7, 11 conferido con G en 3,13), hasta el punto de que
Pablo llega a afirm ar que «la fuerza del pecado es la ley» (1 C or 15,
56). En ausencia de la ley, el pecado está como m uerto (Rom 7, 8),
pero cuando viene la ley, el pecado acelera su actividad: «al llegar el
m andam iento, recobró vida el pecado y morí» (Rom 7, 9 )108.
La pregunta que lógicamente hay que hacerse aquí es por qué
Pablo tiene esta visión tan pesim ista y tan som bría de la relación que
existe entre la ley y el pecado. L a explicación es sencilla y coherente
con lo que se h a dicho hasta aquí. C uando Pablo habla de la ley se
refiere a la ley en su sentido m ás fuerte: la voluntad impositiva de
D ios sobre aquellas cosas que constituyen los pecados m ás perjudi­
ciales p ara el hom bre, h asta el extremo de causarle la m uerte (Rom
107. Según G ál 3, 19, la ley se añadió para denunciar los delitos, en un sentido
concreto: para que los pecados, aum entados y constituidos en pecados «formales»,
m anifestaran la necesidad de la redención. Cf. M. Zerwick, Analysis philologica N . T.,
421. Esta frase ha sido entendida en tres sentidos: 1) p ara hacer conocer a los hom bres
sus desobediencias (Agustín, Calvino, Burton); 2) p ara contener el pecado hasta la
venida de Jesucristo (Crisòstom o, Baur, Reuss, etc.); 3) p ara hacer abundar el pecado,
p ara excitarlo y darle la potencia de m uerte que no tiene sin la ley; por la ley sola el pecado
se hace verdaderam ente transgresión m ortal de la voluntad de Dios. Este es el sentido que
cuadra indudablem ente con la intención de Pablo en este pasaje. E n este sentido se puede
citar, no sólo 1 C o r 15, 56, sino además: R om 5, 20; 7, 7 s; 8,2-3. Cf. P. Bonnard, L'épttre
de saint Paul aux remains, 72-73. O com o dice H . Schlier, La Carta a los gálatas, 177, la
ley h a sacado a la luz las transgresiones com o tales, en cuanto que el pecado se concretó
en las transgresiones.
108. Sobre este asunto, cf. C. E. B. Cranfield, St. Paul and the law, 149-150. Por lo
demás, aquí no se tra ta de que Pablo tenga una visión pesimista del hombre. Se trata, más
bien, de que el hom bre, confrontado con la voluntad de Dios claram ente conocida, se
descubre a sí m ism o com o hostil a esa voluntad divina. P ablo no hace aqui una
antropología abstracta, sino una constatación de hecho, resultado de la experiencia. Cf.
F. J. L eenhardt, L'épttre de saint Pau<l aux romains, 108.
¿De qué ley se traía?
277
7, 10-11). E ntendida la ley de esta m anera, se com prende perfecta­
m ente su relación con el pecado: m ientras el hom bre no sabe que una
cosa está prohibida o que está m andada, el hom bre no peca si hace
esa cosa. Pero desde el m om ento en que algo es sancionado m ediante
una ley y esa ley llega al conocim iento del hombre, no cabe duda que
el hom bre está m ás expuesto a pecar y seguramente peca más« que
antes. P o r poner un ejemplo m uy sencillo y que nos resulta familiar: si
un día determ inado se establece p o r la ley eclesiástica com o día de
precepto y, por consiguiente, la gente tiene conciencia de que ese día
debe ir a misa, es seguro que ese día — hablando desde el punto de
vista de la m oral más ortodoxa— se com eten m uchos pecados que no
se habrían com etido de no existir el precepto. En este caso se cumple,
al pie de la letra, lo que dice Pablo que ocurrió cuando vino la ley: «se
metió p o r m edio p ara que proliferase el delito» (R om 5, 20); o como
dice en otro pasaje, «¿Para qué la ley? Se añadió para denunciar los
delitos» (G ál 3, 19). La ley denuncia el pecado; y hasta hace que el
hom bre peque más, com o hem os dicho antes. Porque es evidente que
cuanto m ás leyes haya, h ab rá inevitablemente m ás pecados. Porque el
fondo de la cuestión está en que la le y diee lo que es pecado, pero no
da fuerzas p a ra no cometerlo, no hace por sí misma que el hom bre sea
más virtuoso. Justam ente en ese punto de vista es dónde se sitúa
Pablo. P or eso puede decir, por una parte, que la ley es buena y santa,
porque en definitiva es la ley de Dios, que expresa la voluntad santa y
buena de Dios; pero, p o r o tra parte, el mismo Pablo afirm a la
relación tan som bría y negativa que existe entre la ley y el pecado,
entre la ley y la muerte, porque precisam ente al dictarle al hom bre lo
que tiene que hacer sin darle fuerzas p a ra hacerlo, en realidad lo que
provoca es que el hom bre se sienta m etido hasta el fondo en el pecado
que acarrea la m uerte y la destrucción. L a tendencia al pecado no está
en la ley, sino en el hom bre. Pero el hecho es que el hom bre peca
cuando, por causa de la ley, se entera de que tal acción concreta es
pecado.
Por últim o, aparte del sentido fundam ental que acabam os de
analizar, hay en Pablo otros textos en los que la ley tiene un sentido
más m atizado. En prim er lugar, hay pasajes es lo que la «ley»
( nom os) designa el Pentateuco en general, sin hacer referencia directa
al carácter im positivo de éste, com o por ejemplo en G ál 4, 21, donde
aparece dos vece? la palabra «ley», pero de tal m anera que la segunda
se refiere claram ente a un pasaje del Génesis (cf. G en 16,1-4; 21, 1-3).
Es más, en algunos casos se alude a la Escritura en general (Rom 3,
19) o a algún texto profètico (1 Cor 14, 21; cf. Is 28, 11-12)10®. En
109.
I
Cf. W. Gut.brod, en T W N T IV, 1062.
278
Símbolos de libertad
segundo lugar, hay textos en los que «ley» ( nomos) se especifica y
determ ina m ediante un genitivo. Así, en Rom 3, 27 se habla-de la «ley
de la fe» (nom os p ísteo s), en contraposición a la «ley de las obras»
( nomos érgon). Aquí la ley es com prendida en el sentido m ás general
de ordenación divina o «régim en»110. En Rom 7, 25, la «ley del
pecado» es sencillamente la ley que hace que el hom bre peque, de
acuerdo con lo que hemos explicado antes sobre la relación entre la
ley y el pecado. Por últim o, hay dos textos en los que Pablo habla de
la «ley del Espíritu» (Rom 8, 2) y de la «ley del Mesías» (G ál 6, 2), en
los que se tra ta de la novedad radical que caracteriza a la existencia
cristiana, la vida de los creyentes, por contraposición a la esclavitud
del régimen legal que existió hasta la venida de Jesús el M esías111.
Com o resultado, pues, de todo lo dicho acerca del sentido que
tiene la ley en los escritos de Pablo, llegamos a la siguente conclusión:
m enos en aquellos casos en los que la ley viene especificada por un
genitivo que la determ ina según un significado preciso, y excluidos
tam bién aquellos textos en los que la ley se refiere claram ente al
Pentateuco o a la Escritura en general, el térm ino «ley» (n om os) es
utilizado por Pablo con un sentido uniforme: en el sentido de la
voluntad impositiva de Dios, m anifestada en un código legal y cuya
expresión esencial y culm inante es el decálogo. Desde este punto de
vista, es im portante recordar que aun cuando la ley, en el Pentateuco,
no constituye una unidad (tanto por su form a literaria, como por su
datación y conten id o )112, sin em bargo se puede hablar, con toda
razón, de una ley en cuanto que to d a la legislación m osaica tiene su
fundam ento y su razón de ser en la alianza de Dios con su pueblo
escogido113. Por lo demás, Pablo habla siempre de la ley en singular.
110. Sin em bargo, hay quienes piepsan que la «ley de las obras» se ha de entender
siempre com o ley m osaica o, en general, la ley del antiguo testamento. Cf. A. van
Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 87; G. Friedrich, Das Gesetz des Glaubens
Rom 3, 27: T hL Z 79 (1954) 401-417, concretam ente 414.
111. W. G utbrod, en T W N T IV, 1063.
112. P ara este punto, véase la im portante obra de M . N oth, Die Gesetze im
Pentateuch. Ihre Voraussetzungen und ihr Sinn, en Gesammelte Studien zum Alten Testa­
ment, M ünchen 1957, 9-141.
113. Cf. G. Siegwalt, La loi, chemin du salut, 10. Desde este punto de vista, no parece
que se puede seccionar y desarticular el pensam iento de Pablo acerca del concepto de
«ley», dispersándolo en una m ultiplicidad de conceptos, hasta el punto de afirm ar que en
la C arta a los gálatas tiene seis sentidos diferentes; y en la C arta a los rom anos h asta once
significados diversos. A partir del análisis de textos que hemos presentado hasta este
m om ento, nos parece m ás coherente el sentido hom ogéneo y m ás unitario que hemos
indicado. U n p unto de vista diferente, en la linea indicada, puede verse en F. M arín.
M atices del término «ley» en las cartas de san Pablo: EtEc 49 (1974) 19-46, concreta­
m ente 24-25.
¿Cuestión doctrinal o problema práctico?
279
Porque p ara él se tra ta de una unidad. N o es una suma de preceptos
aislados, sino u n a totalidad absolutam ente indivisible114.
Por consiguiente, debemos decir com o conclusión: cuando afir­
mamos que la ley fue abolida y suprim ida por Jesús el Mesías,
queremos decir qr ?, según la enseñanza de Pablo, la ley religiosa
fundam ental, codificada en el Pentateuco y que incluye esencialmente
el decálogo, fue suprim ida por el Mesías, de tal m anera que esa ley,ya
no existe p ara los cristianos. El creyente, por lo tanto, no debe
orientar su com portam iento a partir del sometimiento a la ley, sino en
función de otro principio. Pero de eso hablarem os m ás adelante.
22.
¿Cuestión doctrinal o problem a práctico?
En la C arta a los gálatas, Pablo no se enfrenta a un problem a
solamente doctrinal, sino sobre todo a un asunto de orden práctico, a
nivel del com portam iento m oral. Porque, en realidad, lo que estaba
en juego era si los cristianos tenían que organizar su conducta según
la legislación del antiguo testam ento; o si, por el contrario, aquella
legislación ya no les obligaba a ellos. Este punto es capital para
com prender lo que Pablo quiere decir cuando se enfrenta tan dura­
mente al problem a de la ley. Es verdad que la cuestión inm ediata que
alili se p lanteaba era si los cristianos debían o no someterse al rito de
la circuncisión. Pero hay que tener m uy presente que, en el pensa­
miento de Pablo, no se trataba m eram ente de aquel rito o, si se quiere,
de aquella ley concreta, sino que, al hablar de la circuncisión, en
realidad de lo que está hablando es de la ley en su totalidad. En efecto,
Pablo entiende la circuncisión com o el rito de acceso al pueblo de la
ley, a la religiosidad de la observancia legal. Así lo afirm a expresa­
mente: «a todo el que se circuncida le declaro de nuevo que está
obligado a observar la ley entera» (Gál 5, 3). Y en la C arta a los
rom anos llega a decir que la circuncisión tiene sentido en tanto en
cuanto, a partir de ella, el hom bre se somete enteram ente a la ley: «La
circuncisión sirve ciertamente p ara algo si practicas la ley, pero si la
violas, tu circuncisión es com o si no existiera» (Rom 2, 25). Por más
que este planteam iento no fuera aceptado, sin más, por los ju d ío s 11S,
el hecho es que Pablo le concede u n a im portancia singular, hasta el
extremo de ver en ello el peligro m ás grave p ara la com unidad de los
114. Así expresamente, por ejemplo, A. van Dülm en, Dei Theologie des Gesetzen bei
Paulus, 130.
115. Parece, en efecto, que este p unto no estaba puesto en prim er plano por los
adversarios cristiano-judíos de Pablo, quizás incluso hasta era una cuestión descuidada
por ellos. Cf. H. Schlier, L a Carta a los gálatas, 268.
280
Símbolos de libertad
creyentes: optar p o r la circuncisión —y en consecuencia, por el
som etim iento a la ley— era lo mismo que rom per con Cristo y caer en
la m ayor desgracia (cf. G ál 5, 4).
Pues bien, planteado el problem a en estos términos, Pablo respon­
de lógicamente utilizando una argum entación doctrinal, pero de tal
m anera que esa argum entación está to d a ella orientada a desem bocar
en una conclusión de orden ético. Y esa conclusión, com o hemos
p robado am pliam ente en este capítulo, es que la ley ya no existe para
el hom bre de fe. C on lo cual Pablo quiere decir que la ley no existe
p ara el creyente, ni como principio de rehabilitación ante Dios, ni
com o principio de acción a la h o ra de organizar la conducta.
P ara decirlo m ás claramente: Pablo no escribe la C arta a los
gálatas p ara decir a los cristianos que podían y debían seguir practi­
cando la circuncisión (y en consecuencia, las dem ás leyes del antiguo
testam ento), pero con tal que hicieran eso con un espíritu nuevo y con
una m entalidad distinta, es decir, con su fe puesta en Jesús el Mesías.
En ningún m om ento sugiere Pablo semejante idea. Por el contrario,
su pensam iento es tajante, hasta el p unto de afirm ar, sin distingos ni
cortapisas, que quien se somete a la circuncisión (con todo lo que eso
significaba) rom pe con C risto y cae en desgracia (Gál 5, 4). En otras
palabras, Pablo no enseña que los cristianos han sido liberados del
espíritu servil y de la m entalidad con que los judíos se sometían a la
ley, sino que afirm a, sin más, que los creyentes en Jesús hem os sido
liberados del som etim iento a la ley y de su consiguiente observancia.
Se trata, pues, de u n a cuestión no sólo doctrinal, sino sobre todo
em inentem ente práctica. U n a últim a aclaración, en este sentido,
ayudará al lector: cuando Pablo dice que los cristianos estamos
liberados de la ley, esa afirm ación se puede entender de tres m aneras
o, si se quiere, en tres sentidos: 1) hay que cumplir la ley, pero con la
ayuda de Cristo, no con la fuerza que proviene de la m isma ley; 2)
no hay que buscar la rehabilitación ante Dios por medio de la ley,
sino por el m érito de Cristo y por la gracia que proviene del Espíri­
tu; 3) el cristiano no debe organizar su com portam iento a partir de
lo que dice la ley, sino desde otro planteam iento (el discernimiento
cristiano, com o veremos enseguida). A h o ra bien, la prim era m anera
de entender la liberación de la ley es precisamente lo que niega
form alm ente Pablo, porque él no dice jam ás que la libertad de la ley
consista simplemente en que el creyente cum pla lo que m anda la ley
con la ayuda de Cristo, sino que, por el contrario, la tesis fundam ental
de Pablo es que el cristiano está exento de la ley. P or otra parte, la
segunda m anera de entender la liberación es coherente con la ense­
ñanza de Pablo, pero con eso sólo no basta, porque él no se lim ita a
decir que la rehabilitación del hom bre proviene de la fe (no de la ley),
Sentido de la libertad cristiana
281
sino que va m ás lejos y llega a afirm ar — com o hemos visto— que el
cristiano ya no está sometido a la ley religiosa, com o el hom bre adulto
no está som etido al «pedagogo» (G ál 3,23-26) o com o la m ujer viuda
ya no está obligada a las leyes m atrim oniales (Rom 7, 1-4).
U na palabra final: en todo este asunto, se tra ta de una cuestión de
coherencia. H e aquí la palabra clave en todo este problem a. Por una
razón que se com prende enseguida: los que se limitan a decir que
Pablo no predica la liberación real y efectiva de la ley, sino solamente
que la rehabilitación o la justificación ante D ios no proviene de la ley,
¿en virtud de qué principio dicen que hay leyes del antiguo testam ento
que ya no nos obligan a los cristianos, m ientras que otras nos siguen
obligando? ¿por qué no enseñan que tenemos que seguir cumpliendo
todo lo que obligaba a los judíos? ¿por qué unas cosas sí y otras no?
Seamos coherentes: Pablo no hace jam ás distingos, en el sentido de
que unas leyes sí y otras no. Si m antenem os el principio de que la ley
sigue obligando a los cristianos, vayam os h asta las últim as conse­
cuencias. Y si pensam os que eso es sencillamente inaceptable, enton­
ces mantengam os el principio de la coherencia en la interpretación de
un pensam iento, com o el de Pablo, que no parece adm itir fisuras ni
soluciones a medias.
23.
Sentido de la libertad cristiana
Pero entonces, ¿es que el cristiano es un hom bre sin ley? Y por lo
tanto, ¿es que el cristiano puede ro b ar y m atar, mentir y fornicar,
hacer y deshacer a sus anchas todo lo que está prohibido en el
decálogo? A prim era vista, parece que ésta sería la conclusión que
habría que sacar de todo lo dicho hasta ahora.
Sin em bargo, nada m ás lejos del pensam iento de Pablo. El, en
efecto, no fué un m aestro de libertinaje. N i en m om ento alguno
pretendió que los cristianos sacaran semejantes conclusiones de su
enseñanza sobre la libertad. T odo lo contrario: si él predicó con tanta
energia la libertad de la ley, es porque vio en eso el cam ino más
directo para que el hom bre viva el seguimiento de Jesús el Mesías, en
el despojo de todo egoísmo y de acuerdo con las exigencias más
hondas y más fuertes de la cruz (Gál 6, 12; cf 5, 11). Pero, ¿por qué es
eso así? ¿y qué quiere decir todo eso en el fondo?
Los cristianos n o son hom bres sin ley. C uando el profeta Jeremías
anuncia la nueva alianza, recurre precisam ente al concepto de ley
para describir lo que será la nueva situación en que van a vivir los
hom bres a partir de la ver d a del Mesías. E sta nueva alianza no es ya
como la antigua, com o lasque Dios hizo con los israelitas cuando los
2S2
Símbolos de libertad
sacó de Egipto (Jer 31, 32), sino que se tra ta de una realidad entera­
m ente nueva y distinta. A hora bien, la novedad consiste en lo siguien­
te: «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su
Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33). La nueva situación, que se
instaura a partir de la venida de Jesús el Mesías, se define por el hecho
de que la ley ya no es algo exterior al hombre, sino algo que el mismo
hom bre lleva im preso en su corazón, es decir, en lo m ás profundo de
su s e r116. P or consiguiente, no se tra ta de que los hom bres van a vivir
sin ley, sino de que la ley es ya o tra cosa, distinta de la ley antigua. Y
la diferencia está en esto: por contraposición a la ley del antiguo
testam ento, que era una ley exterior al hom bre, escrita en un código
de obligaciones y preceptos, la ley nueva está impresa en lo más
hondo del ser de cada persona, connatural con ella misma, y es la
expresión, no de un m andato que viene desde fuera, sino de una
exigencia que b ro ta desde d e n tro 117.
P ara expresar esta exigencia, Pablo utiliza la palabra ley (nomos).
Y así, él habla de la «ley del Espíritu» (Rom 8, 2) o de la «ley dei
Mesías» (Gái 6, 2), ¿Cómo se ha de entender esta ley?
Por supuesto, no se trata de que los cristianos van a cum plir la ley
antigua, la ley d ad a por Dios a Moisés (incluido el decálogo),
anim ados y estim ulados p o r el Espíritu de Dios. P o r la sencilla razón
de que aquella ley fue a b o lita y suprim ida por Cristo. Tam poco se
trata de u n a ley nueva, más¡ exigente que la antigua, pero a fin de
cuentas una ley, en el sentido de un código de norm as y prohibiciones
exteriores al hom bre. Porque en tal caso, el creyente no habría sido
liberado de la ley, sino que, por el contrario, habría sido sometido a
o tra ley, más exigente y m ás tajante, lo que sería igual a estar
som etido a una nueva esclavitud, más oprim ente y m ás dura que la
antigua. Pablo no dice nunca que hem os sido liberados de una ley,
p ara estar som etidos a otra, sino que afirma, sin más; que hem os sido
liberados de la ley. Pero, entonces, ¿por qué habla de la «ley del
Espíritu» y de la «ley del Mesías»?
A nte todo, hay que tener presente que en Rom 8, 2, la «ley del
Espíritu de v id a» 118 se contrapone a la «ley del pecado y de la
116. Cf. F. Baumgärtel, en T W N T III, 609-61 !.
117. E n este sentido, cf. Ez 36, 27: el cum plim iento de la voluntad de D ios será el
resultado d é l a acción del Espíritu de Y ahvé en lo profundo del ser del hom bre, n o es
m ero cum plim iento de un código exterior a la persona. P ara todo este asunto, cf. S.
Lyonnet, La liberté chrétienne, L 'étre et l’agir du chrétien, R om a 1976, 16-18.
118. La frase se puede entender o bien del Espíritu que da la vida; o bien del Espíritu
que posee la vida. El prim er sentido es el más coherente con nuestro texto, porque se
contrapone al régimen que produce la muerte. P or lo demás, lo propio del Espíritu es
com unicar la vida (Rom 8, 10-11; 1 C or 15, 45). Cf. F. J. Leenhardt, o. c., 115-116; A.
Viard, o. c„ 170.
;
'
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I
Sentido de la libertad cristiana
283
muerte». A h o ra bien, en este caso, el térm ino nomos no puede ser
traducido por ley, en el sentido de un código legal dictado por Dios, o
sea «ley de Dios», porque la ley de D ios no puede ser principio de
pecado y de m uerte, sino que, p o r el contrario, es «espiritual» (Rom 7,
14), «santa» (R om 7, 12), ju sta y buena (R om 7, 12)119. P or tanto,
nomos no se h a de entender en el sentido estricto de ley, sino en el
sentido m ás general de régimen o situación en la que se encuentra el
hom bre 12°. En consecuencia, el texto de Rom 8, 2 quiere decir que el
cristiano h a sido liberado del régimen o situación del pecado y de la
muerte, de tal m anera que se encuentra en un régimen nuevo, en una
situación distinta, que es el régimen del Espíritu que da la vida.
A este nuevo régimen lo llam a Pablo ley, porque viene a sustituir
al régimen antiguo, en el que el pecado, tom ando pie de la ley,
provocaba la m uerte (Rom 7, 9-11). En el nuevo régimen, por el
contrario, el Espíritu com unica la vida. Por consiguiente, no se trata
de que Pablo contraponga una ley a o tra ley, sino que, más b¡en, lo
que afirm a es la contraposición radical de una situación frente a otra:
a la antigua alianza se contrapone la nueva; la antigua, basada en un
código escrito (gróm m a), llevaba a la muerte, mientras que la nueva,
basada en el Espíritu, com unica la vida (2 C or 3, 6-9). Pablo plantea,
por tanto, una alternativa: el cristiano ya no vive en el régimen de la
ley, sino en la nueva situación que se define como el régimen del
Espíritu que d a la vida.
E sta nueva situación, en la que ya la ley no cuenta porque ha sido
suprimida, com porta u n a exigencia fundam ental: el am or a los demás
(Gál 6,2). En este texto, Pablo vuelve a utilizar el térm ino ley. Se trata
aquí de la «ley del Mesías» (nom os toù Xristoù). Pero aquí también
hay que decir que nomos no se refiere a una ley, una norm ativa legal.
Porque la ley de que aquí se tra ta consiste, ni más ni menos, en la
puesta en práctica del am or hacia los demás: «A rrim ad todos el
hom bro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley del
Mesías» (G ál 6, 2). Este texto es paralelo de G ál 5, 13-14: «que el
am or os tenga al servicio de los demás, porque la ley entera queda
cum plida con un solo m andam iento, el de am arás a tu prójim o como
a ti mismo». A hora bien, el am or no es u na ley. Ni se puede
(
119. Pablo no dice que la ley sea principio de muerte. Lo que produce la m uerte es el
pecado, que se sirve:de la ley p ara provocar la m uerte, como afirm a expresamente en Rom
7,11-13,
f
120. Cf. en este sentido, E. Käsem ann, A n die Römer, 205-206; O. Michel, Der B rief
an die Römer, 189; F. J. Leenhardt, o. c., 115. En el fondo, se trata de una nueva época,
una nueva situación en la historia de la salvación, que viene m arcada precisamente por el
fin y la anulación de la ley. Cf. H. Conzelm ann, Grundriss der Theologie dei Neuen
Testaments, M ünchen 1968, 247.
284
Símbolos de libertad
considerar, en m odo alguno, com o u n a norm ativa escrita, con sus
prohibiciones y preceptos. El am or es una fuerza, que orienta la vida
en un sentido determ inado. Por eso, en G ál 6, 2, la ley significa la
orientación fundam ental de la v id a 121. Por consiguiente, Pablo viene
a decir esto: en la alianza antigua, el principio orientador de la vida
era la ley; en la nueva situación, a p artir de la m uerte del Mesías, el
principio que tiene que orientar la existencia es el am or a los de­
m á s122.
Esta conclusión se ve m ás claram ente en G ál 5, 13-14. En este
texto, Pablo afirm a que la totalidad de la ley (p á s nom os) se realiza
plenam ente ( peplérotai) con una sola cosa: el am or al prójimo. N o se
trata, por tan to , de que las exigencias profundas de la ley hayan
dejado de tener valor y sentido p ara los hom bres. Se trata, m ás bien,
de que esas exigencias quedan plenam ente cumplidas por el que am a
de verdad a los demás. Porque el verbo que utiliza Pablo en este texto
(pleróo) no quiere decir solamente que la voluntad de Dios se resume
en la idea de am or, ni que la ley antigua culm ina en el precepto del
am or, sino que indica sencillamente que quien am a h a cumplido ya,
por eso solo, toda la voluntad preceptiva de Dios hacia los hom ­
bres 123. La consecuencia que se desprende lógicamente de lo dicho es
clara: p ara el cristiano, que ha sido liberado de la ley, toda la vida
m oral se resume, se realiza y se expresa en el am or a los demás. N o es
que la ley haya sido sustituida por o tra cosa, el amor; se trata, más
bien, de que el am or es el cum plim iento perfecto de todo lo que Dios
quiere de los hombres.
Pero, sin d uda alguna, donde Pablo ha form ulado con m ás fuerza
este principio es en Rom 13, 8-10:
A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo, pues el que
ama al otro tiene cumplida la ley. De hecho, el no cometerás adulterio,
no matarás, no robarás y cualquier otro mandamiento que haya se
resume en esta frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no
causa daño al prójimo y, por tanto, el cumplimiento de la ley es el
amor.
121. Cf. A. van Dülm en, Die Theologie des Gesetzes bei Paulus, 67; P. Bläser, Das
Gesetz bei Paulus, M ünster 1941, 241.
122. Por lo demás, no se trata de que aquí Pablo viene a hacer una concesión a los
gálatas: puesto que queréis ley, ahí tenéis la de Cristo. C iertam ente no es ésa la intención
de P ablo en este contexto. Cf. P. B onnard, L 'épttre de saint Paul aux galates, 118.
Evidentemente, la «ley de Cristo» es algo m ucho m ás serio que la simple «satisfacción»
que vendría com o a contentar a los desorientados destinatarios de la carta. Sobre este
p unto, cf. A. van Dülm en, o. c., 149.
123. Cf. P. Bonnard, o. c., 109.
Sentido de la libertad cristiana
285
Pablo no dice en este texto que el am or es una ley, es decir, otra ley
que los creyentes tendrían que cum plir en sustitución de la antigua.
Lo que Pablo afirm a es que el am or es el cum plimiento total y
perfecto (p léro m a ) de todo lo que la ley puede im poner y exigir a los
hombres. En efecto, el sustantivo plérom a indica no sólo la idea de
llenar o com pletar, sino m ás en concreto «llevar hasta la plenitud» y,
por tanto, cum plir plenam ente124. El que am a, llega lo más lejos que
se puede llegar en la realización de lo que D ios quiere. Por eso, el que
am a a los dem ás no necesita ley, es decir, no necesita unas norm as o
una expresión codificada de la voluntad de Dios, porque con el solo
hecho de am ar, ya está cum pliendo plenam ente todo lo que D ios le
exige y le puede exigir. P or el contrario, hay que decir, con toda
lógica, que donde falta el am or no se da el «cumplimiento de la ley»,
es decir, donde falta el am or no se hace lo que Dios quiere, por más
norm as y leyes que se cum plan. Porque, según la teología de Pablo,
donde no hay am or, lo demás no sirve p ara nada, aunque el hombre
llegue en su fidelidad y en su generosidad hasta los límites de lo
inconcebible (cf. 1 C or 13, 1-7)125.
Este am or no consiste en un simple sentimiento natural y espontá­
neo. El am or es, ante todo, un don que el Espíritu de D ios concede al
hom bre (1 C or 12, 31; G ál 5, 22; R om 5, 5) y que se traduce en un
m odo concreto de com portam iento. P or eso, Pablo dice que los
m andam ientos del decálogo y cualquier o tro precepto se resume, o
sea tiene su síntesis ( ánakefalaioutai) en el hecho de am ar a los demás
como uno se quiere a sí m ism o126.
Pero el texto de R om 13, 8-10 va más lejos. Porque no se trata
solamente de que el am or es el cum plim iento perfecto de todo lo que
puede exigir la ley religiosa. Se trata, además, de que el am or es
tam bién la plenitud de la ley civil. En efecto, en Rom 13, 8 no se dice
simplemente que quien ama al otro tiene cum plida la ley, sino que se
afirma, m ás concretam ente, que así se cumple «la otra ley» (ton
éteron nómon) . E sta «otra» ley es el decálogo, como consta expresa­
mente por R om 13, f jPero es claro que al hablar de «otra», se está
refiriendo implicitam énte tam bién a la ley civil, de la que ha tratado
inm ediatam ente antes (R om 13, 1-7). El am or cristiano, por consi­
guiente, es la síntesis que recapitula y que lleva hasta su cumplimiento
toda ley, to d a ordenación jurídica y todo sistema organizativo, tanto
!
124. Cf, F. Zorell, Lexicon graecum N .T ., Paris 1961, 1078-1079; W. Bauer, W örter­
buch zum N. T., Berlin 1958, 133-1334.
125. Sobre esta relación entre nuestro texto y 1 C or 13,1-7, cf. E. K äsem ann, An die
Römer, 345.
126. Cf. H. Schlier, en T W N T 111, 681.
286
Símbolos de libertad
en el plano de las relaciones del hom bre con Dios, com o en el dom inio
de las relaciones sociales y cívicas, tan to públicas com o priv ad as127.
D os consecuencias se deducen lógicamente de todo este plantea­
miento. En prim er lugar, está claro que, según la doctrina de Pablo, el
am or a los dem ás lleva hasta su pleno cumplimiento y hasta sus
últimas consecuencias todas las obligaciones y todos los deberes del
hombre: sus relaciones con Dios, sus relaciones con sus semejantes, y
sus relaciones con la sociedad en todo orden de cosas. P or el contra­
rio, donde falta el am or, no hay ley ni organización — divina o
hum ana— que pueda suplir la exigencia fundam ental que se le
im pone al hom bre: am ar a los demás. En segundo lugar, si el am or es
el cum plim iento y la síntesis de to d a ley, eso quiere decir que la
doctrina de Pablo sobre la abolícióh del régimen legal no se refiere
solam ente a la ley religiosa del antiguo testam ento, sino que abarca a
todas las leyes, tanto divinas com o hum anas. El cristiano está libera­
do de to d a ley, sea cual sea su origen y su contenido. Esta conclusión,
por lo demás, resulta enteram ente lógica si tenemos en cuenta que la
afirm ación central de Pablo es que los creyentes han sido liberados del
decàlogo. A hora bien, si su enseñanza llega hasta ese extremo, a
cualquiera se le ocurre pensar que luego no va a hacer concesiones
ante cualquier o tra legislación de rango inferior. El que está liberado
de la ley m ás sagrada y m ás im portante, lo está, por eso mismo, de
cualquier otro sistema legal.
127.
En Rom 13,1-7, Pablo explica cuál debe ser el com portam iento de los cristianos
en su relación con las autoridades civiles. N o se trata de un som etim iento servil e
incondicional. El verbo que utiliza Pablo (upotassészo) en Rom 13, 1 es el mismo que
expresa la relación m utua que debe darse entre los creyentes (1 Cor 16,16), en ei tem or del
Mesías (Ef 5, 21), com o la iglesia se somete a Cristo y la esposa al esposo (E f 5, 24). En
todos estos casos, el am or juega el papel decisivo. Se trata, pues, de una sumisión «como
conviene en el Señor» (cf. Col 3,18). P or otra parte, la autoridad está puesta «para ayudar
a lo bueno» (eis tó ágazón) (R om 13, 4). Pablo concibe la autoridad com o un servicio
p ara el bien de los ciudadanos y de la convivencia social. C uando la autoridad no sirve
p ara eso, no hay que someterse a ella. P orque está claro que Pablo no va a pedir el
som etim iento incluso cuando la autoridad se sirve de su poder p ara hacer el mal. Pero lo
que no dice Pablo es quién tiene que determ inar cuándo la autoridad abusa de su poder.
Ciertam ente eso no lo va a determ inar la autoridad, sino la conciencia del propio
creyente, porque la decisión se ha de tom ar en la presencia del Espíritu (Rom 9, 1) y ante
Dios (2 C or 4, 2). Sobre todo este tem a, cf. H. Conzelm ann, Grundriss der Theologie des
N. T., 245-246; E. K äsem ann, Römer 13, 1-7 in unserer Generation: Z TK 56, (1959) 316376; A. Strobel, Z um Verständnis von Rom 13: Zeitschrift für die neutest. Wissenschaft
und die K unde der älteren Kirche 47 (1956) 67-93. S obre el problem a de la autoridad en
Rom 13, cf. J. Kallas, Romans 13, 1-7: A n Interpolation: NTS 11 (1964/65) 365-374. Para
una inform ación sobre el estado de la cuestión acerca de este punto, cf. E. K äsem ann, An
die Römer, 336. P ara la relación entre los v. 1-7 y 8-10, 344-345; tam bién en F. J.
Leenhardt, o. <?., 189-190.
Sentido de la libertad cristiana
287
Pero entonces, ¿no equivale esto a predicar el libertinaje y el
desorden? ¿qué sería de la sociedad y de la iglesia si las leyes dejan de
tener valor obligatorio en conciencia? P or lo tanto, ¿se puede tom ar
realm ente en serio toda esta doctrina sobre la libertad total respecto a
la ley?
Desgraciadam ente estam os tan poco acostum brados a imaginar
uij grupo hum ano en el que el am or se tom e realm ente en serio, que
nos resulta inconcebible eso de que los hom bres vivan efectivamente
liberados de la ley. N o nos cabe en la cabeza. H asta el punto de que
no vemos m ás cam ino que la ley. Y p o r eso, todo lo que sea atentar
contra la firmeza y la estabilidad de la ley nos parece un atentado
directo — el m ás peligroso y el m ás radical— contra la vida m oral y,
en ese sentido, co n tra la religión y contra la sociedad.
Sin em bargo, p o r m ás extraño y m ás desconcertante que nos
parezca, u n a vez m ás hay que afirm ar que, en el pensam iento de
Pablo, apartarse de la libertad cristiana es apartarse de la cruz de
Jesús el Mesías, m ientras que, p o r el contrario, aceptar la libertad de
la ley es aceptar la cruz del Señor con todas sus consecuencias (Gál 6,
12-13). ¿Por qué? P or tres razones:
1.
A nte todo, la experiencia nos enseña que la fidelidad a la ley
desem boca inimitablemente en el «legalismo». Y desemboca en eso
tan to m ás cuanto con más tenacidad se acomete el cumplimiento
exacto de la ley. Porque la ley es p ara el hom bre una auténtica
tentación, que lo arrastra a utilizar la norm a legal como un derecho o
exigencia ante Dios. Es decir, la observancia de la ley es la defensa que
el hom bre puede esgrimir frente a Dios. Lo que quiere decir que el que
se aferra al cum plim iento de la ley, en el fondo es un sujeto centrado
en sí mismo, que utiliza su observancia com o una m edida de indepen­
dencia frente a D ios, im aginando que él puede poner a D ios como
u na obligación hacia sí mismo (cf. Rom 3, 20; Flp 3 ,6 ) 128. Por eso, el
legalismo lleva a la autosuficiencia y a la autoafirm ación de sí mismo,
frente a D ios y frente a los demás. El hom bre que se centra en la
observancia de la ley desemboca, de la m anera m ás sutil y solapada,
en el orgullo (R om 3, 2 3 )12<J. U n orgullo que se puede y se suele
presentar acom pañado de toda clase de hum ildades y mortificaciones.
Pero, a fin de cuentas, un orgullo que constituye a la ley en una
especie de ídolo, que da seguridad, tranquilidad y complacencia en sí
mismo. H e ahí el peligro m ás serio que entraña el legalismo. A un
hom bre que se sitúa asi frente a D ios y frente a los demás, se le hace
sencillamente imposible el seguimiento de Jesús, que desemboca en la
128.
129.
Cf. C. E. B. C ran field, St. Paul and the law, 151.
Cf. supra, n. 33. '
288
Símbolos de libertad
cruz. Un hom bre así, será profundam ente religioso, pero será también
un incrédulo frente a Jesús.
2. En segundo lugar, abrazar la libertad cristiana es abrazar la
cruz. Es decir, abrazar la libertad cristiana es aceptar que a uno lo van
a mirar com o un sujeto extraño y peligroso, com o un insensato o un
indeseable, un individuo al que hay que quitar de enmedio. A brazar la
li bertad cristiana es abrazar el enfrentam iento y la persecución. Pablo
sabía esto p o r p ropia experiencia (Hech 21, 27-36). Com o lo han
sabido, a lo largo de la historia, cuantos han intentado andar por el
camino de la libertad de los hijos de Dios. Pero aquí conviene hacer
una advertencia: el que se com porta de acuerdo con la libertad
cristiana no es perseguido simplemente por el hecho de que su
conducta resulte extraña o incluso peligrosa para el sistema estableci­
do. Además de eso, a un cristiano, que se com porta de acuerdo con
esta libertad, se le persigue porque quienes viven centrados en la
observancia de la ley no perm iten ni toleran que haya otros hom bres
que, con su vida y sus palabras, proclam en la libertad cristiana frente
a la ley. El legalismo es necesariam ente intransigente con todos los
que no se someten a él. P or eso, el legalismo se traduce en persecución
de todos los que viven y proclam an la libertad. Pablo lo dice expresa­
m ente en G ál 6,12-13: la única preocupación de los legalistas «es que
no los persigan por causa de la cruz del Mesías». Sus verdaderas
intenciones no son limpias, porque predicando el sometimiento a
Dios, en realidad lo que m enos les im porta es Dios; lo que buscan es
«quedar bien en lo exterior» y, en definitiva, gloriarse de que los
demás se someten a lo que ellos h a cen 150.
3. Pero hay algo que va más al fondo del problema. Como
hemos visto, la libertad cristiana es lo m ás opuesto al...libertinaje.
Porque vivir la libertad que exige la fe es vivir el am or con todas sus
consecuencias. A hora bien, el am or cristiano es una auténtica esclavi­
tud: «que el am or os tenga al servicio de los demás» ( diá tés agápes
douleúete állélois) (Gál 5, 13). Las exigencias de la ley son siempre
lim itadas y concretas. Las exigencias del amor, por el contrario, no
tienen límites. El único límite del am or es la disponibilidad y el
servicio incondicional a los demás. O sea, que en el am or no hay
límites. Y eso, en el fondo, es lo que nos da miedo. Y lo que nos hace
130.
En el v. 12 aparece el verbo eúprosopein que indica la idea de jugar un buen
papel, hacer buena figura y, de ahí. quedar bien en lo exterior. La intención oculta de los
judaizantes era de orden puram ente hum ano, por m ás que en apariencia quisieran hacer
ki impresión de gente profundam ente Ilei a Dios. Pero más allá de esto, el motivo
fundamental de su tenacidad por la ley era simplemente el orgullo, com o se dice
expresamente en el v. 13. Cf. P. Bonnard, L'épttre de saint Paul aux gaiates, 129.
L a normativa eclesiástica
289
insoportable la idea de una vida cristiana en la que todo depende, no
de la observancia de unas leyes (con sus límites y sus casuísticas), sino
únicam ente del grado y la dosis de am or sincero, de bondad sin
ficciones que uno tenga ante los dem ás con los que le h a tocado
convivir. P or esta razón se puede decir a boca llena que la religión de
la ley es un engaño. Porque en una religión así, se suele encdntrar
m ucha observancia, pero poco servicio: la gente religiosa se afartepor
cumplir h a sta el últim o detalle de la ley, pero con frecuencia se
desentiende de los intereses reales de los demás. Y entonces, ló que
pasa es que la observancia legal tranquiliza las conciencias, mientras
que lo único verdaderam ente necesario se deja de cumplir. En muchos
conventos y en n o pocas iglesias es relativam ente frecuente encontrar
bastante observancia, pero al mismo tiempo tam bién es frecuente
encontrar bastante aislam iento de las personas, bastante soledad,
bastante infelicidad y a veces tragedias increíbles de sufrimiento, por
las que nadie se interesa, por la sencilla razón de que eso no está
program ado ni previsto en las normas.
Y
p ara term inar este apartado, una observación importante: al
presentar su doctrina sobre la libertad de la ley, Pablo no pretendió
d ar u n a enseñanza acerca de la organización de la sociedad. El no era
tan ingenuo com o p ara eso. Por supuesto, que en la sociedad son
necesarias las leyes que organicen la convivencia. Com o en la ciudad
es necesario que J tráfico esté debidam ente ordenado o la recogida de
basuras sensata ./ente organizada. Pero de esas cosas no habla Pablo.
Lo único que ei ¿uiso afirm ar es cóm o debe ser el com portam iento de
los creyentes en la com unidad de la fe y, desde la com unidad de la fe,
en el conjunto de la sociedad. E sto supuesto, es indudable que unos
hom bres que tom an en serio el am or a los demás como orientación
fundam ental de la vida, serán por eso mismo ciudadanos intachables
y —lo que es más im portante— los prim eros constructores de una
sociedad m ás hum ana y m ás coherente en todos los órdenes. Y lo que
vale p ara la sociedad en general, con más razón ha de valer para la
organización concreta que es la iglesia.
24.
L a normativa eclesiástica
C uando se ¡plantea el problem a de la ley y se afirm a que los
cristianos h a n sido liberados de ella, se suele refutar esa conclusión
con el hecho de la norm ativa que, sin duda alguna, existió en la iglesia
primitiva. Los ápóstoles — Pablo el primero— tom aron decisiones y
dieron órdenes á las comunidades. Incluso parece que se puede hablar
de un cierto derecho, m ás o menos codificado, ya en las comunidades
290
Símbolos de libertad
cristianas de las que nos habla el nuevo testam en to 131. A hora bien, si
esto es así, ¿hasta qué punto se puede asegurar que los cristianos han
sido liberados de la ley en el sentido explicado?
P ara responder a esta pregunta, hay que tener en cuenta, ante
todo, que u n a cosa es la ley y o tra cosa es la exhortación132. En
ningún sitio del nuevo testam ento se dice que los apóstoles dictaran
leyes p ara las com unidades cristianas. Es más, ni siquiera se utiliza el
verbo jurídico éntélleszai (dar ó rdenes)133 o el verbo keleúein (m an­
d a r ) 134. C uando Pablo tiene que disponer algo, para bien de la
com unidad, utiliza el verbo paraggéllein que significa textualmente
«hacer pasar un m ensaje»135, indicando de esta m anera que él no es
sino interm ediario que transm ite la palabra del S eñ o r136. Pero, so­
bre todo, tan to Pablo com o los demás apóstoles, en su relación con
las com unidades, a lo que recurren constantem ente es a la paráklesis
( parakaléo) , que tiene el doble sentido de exhortación137 y de conso­
lació n 138. Se trata, p o r tanto, de algo com pletam ente distinto de lo
que nosotros entendem os cuando hablam os de leyes o de normas.
Pero antes de seguir adelante conviene aclarar una cuestión. Es
verdad que Pablo utiliza en tres ocasiones el verbo diatásso (1 C or 7,
17; 11, 34; 16, 1), que significa ordenar, disponer, expresar una
voluntad. Pero aquí se deben hacer algunas observaciones. En primer
lugar, está claro que el solo hecho de expresar una decisión —
disponer algo en un m om ento concreto— no es dictar o prom ulgar
131. Sobre este punto, E. Käsem ann, Sätze heiligen Rechtes im Neuen Testament, en
Exegetische Versuche und Besinnungen II, G öttingen 1970, 69-82.
132. Cf. sobre este asunto, E. Schlink, Gesetz und Parakiese, en Antwort. Festschrift
zum 70 Geburstag Karl Barths, Zurich 1956.
133. El verbo aparece en el nuevo testam ento, pero nunca referido a la acción
pastoral de los m inisterios de las comunidades: M t 4, 6; 17,9; 19, 7: 28, 20; M e 3, 10; 13,
34; Le 4, 10; Jn 14, 31; 15, 14.17; Hech 1, 2; 13,
47; H eb 9, 20; 11, 22.
134. Este verbo aparece en boca de Jesús o
de las autoridades civiles, que m an
con poder sobre sus súbditos: M t 8, 18; 14,9.19.28; 18, 25; 27, 58.64; Le 18,40; Act 4, 15;
5, 34; 8, 38; 12, 19; 16, 22; 21, 33.34; 22, 24. 30; 23, 3; 25, 6.17.21.23; 27, 43.
135. 1 C or 7, 10; 11,17; 1 Tes 4, 2.11; 2 Tes 3, 4.6.10.12. Cf. 1 Tim 1, 3.5.18; 4, 11; 5,
7; 6, 13.17.
136. Cf. C. Spicq, Theologie morale du nouveau testament, II, Paris 1965, 575; A.
Pelletier, Le vocabulaire du commandement dans le Pentateuque des L X X et dans le nouveau
testament: RechScRel (1953), 519-524.
137. Asi en Le 3, 18; Hech 2, 40; 11, 23; 13, 15; 14, 22; 15, 31.32; 16, 40; 20, 1.2; 27,
33.34; Rom 12, 1.8; 15,30; 16,17; 1 C or 1, 10; 4,16; 14,3.31; 16,15; 2 C or 2,8; 5,20; 6, 1;
10, 1; E f 4, 1; Flp 2, 1; 4,2; 1 Tes 2,3.12; 4,1.10; 5,14; 2 Tes 3,12; 1 Tim 2 ,1 ; 4, 13; 5,1; 6,
2; 2 Tim 4, 2; T it 1, 9; 2, 6.15; H eb 3, 13; 6, 18; 10, 25; 12, 5; 13, 19.22; 1 Pe 2, 11; 5, 1.12;
Jud 3.
138. Así en M t 2,18; 5 ,4 ; Le 2,25; 6,24; 16,25; H ech 4,36; 9, 31 ; 20,12; 28,14; Rom
1, 12; 15,4.5; 1 C or 4, 13; 2 C or 1, 3.4.5, 6.7; 2 ,7 ; 7,4.6.7.13; 13, l l ; E f 6 , 22; Col 2, 2; 4, 8;
1 T es 3, 2.7; 4, 18; 5, 11; 2 Tes 2, 16.17; Flm 7.
La normativa eclesiástica
291
una ley, ni siquiera una norm a. Esto se ve claram ente en el uso que
hace P ablo de este verbo. El texto de 1 C or 7, 17 es significativo a este
respecto: la decisión que Pablo com unica a las com unidades es que no
hagan un problem a en todo lo referente a la circuncisión. Porque
«estar circuncidado o no estarlo no significa nada, lo que im porta es
cumplir lo que D ios m anda» (1 C or 7, 19). Se trata, por consiguiente,
de que los cristianos no hagan un problem a del sometimiento o no
sometimiento a la ley. Es decir, la ley ya no interesa. Lo que interesa
es hacer lo que D ios quiere. A hora bien, si Pablo utiliza el verbo
diatásso en ese contexto precisam ente, eso quiere decir obviamente
que ese verbo no tiene p ara él el sentido de imponer o establecer una
ley. Porque a cualquiera se le ocurre que no va a pretender liberar de
la ley im poniendo o tra ley. P or o tra parte, se debe tener presente en
todo este asunto la doctrina general de Pablo sobre la ley. Es claro
que si él ha luchado tan decididam ente por defender la liberación de
la ley, com o algo esencial p ara vivir la fe cristiana, resulta impensable
que por su cuenta se dedique a dictar leyes a las comunidades. Parece,
pues, que Pablo com unica decisiones o hace indicaciones a las com u­
nidades en determ inados m om entos. Pero m ás de eso no se puede
decir, con toda seguridad.
Por o tra parte, sabemos que los «pastores» de la iglesia no deben
com portarse com o dom inadores que somenten a la com unidad me­
diante norm ativas legales, sino com o «modelos del rebaño» (1 Pe 5,
3 )139. D e tal m anera que Pablo asegura no pretender en m odo alguno
dom inar ( kurieúomen) sobre la fe de los creyentes, sino solamente
colaborar con ellos y com partir su alegría (2 C or 1, 24). P or eso, la
autoridad de Pablo no se ejercita al margen de la com unidad, y menos
aún som etiendo a la com unidad, sino en la colaboración y correspon­
sabilidad de todos. En este sentido es ilum inador el caso del incestuo­
so de C orinto (1 C or 5, 1-5): ante aquel escándalo público, Pablo —
que está ausente de la com unidad— tom a una decisión; pero la puesta
en práctica de lo decidido se realizará de tal m anera que en la
ejecución se deben dar dos circunstancias: prim ero, la sintonía de
Pablo con la com unidad («reunidos vosotros y yo en espíritu, en
nombre de nuestro Señor Jesús»); segundo, todo se llevará a efecto
139.
El título de «pastor» (E f 4, 11) tiene que ser interpretado en su función a partir
de la imagen del «pastor bueno» (Jn 10,11) que es Jesús. A hora bien, lo que especifica al
pastor bueno es el existir p ara los demás. N ad a de imposición, sino exactam ente todo lo
contrario: es el hom bre que pone en riesgo su vida por el bien de los demás; el ser del
«pastor» en la iglesia es ser p ara los otros. C f G. H asenhüttl, Charisma. Ordnungsprinzip
der Kirche, Freiburg 1969, 217-218. C om o se ha dicho m uy bien, «no es Jesús un pastor
más, sino el m odelo, el verdadero, y la característica del pastor es dar la vida por los
suyos». J. M ateos-J. .Barreto, E l evangelio de Juan, M adrid 1979, 468.
292
Símbolos de libertad
«con el poder de nuestro Señor Jesús» (1 C or 5, 4). Lo que está en
juego no es el poder de Pablo, sino el poder del Señor que interviene
precisamente en — y por m edio de— la sintonía, es decir la comunión
en el Espíritu, tanto por parte de Pablo com o por parte de la
com unidad to d a e n te ra 140. Porque el único Señor es el Mesías; y la
única acción decisiva es la intervención del Espíritu, ya que solamente
se puede experim entar al Señor en la fuerza del Espíritu que se revela
a los creyentes141.
Pero, ¿no existió en las com unidades del nuevo testam ento un
determ inado «derecho sagrado», es decir, un cierto ordenam iento
jurídico en el que se expresaría la voluntad de Dios? Efectivamente, se
han podido encontrar algunos indicios en ese sentido (1 C or 3,17; 14,
38; 16, 22; G ál 1, 9 ) 142. Pero conviene tener presente que en estos
casos no se tra ta de u n a ley que va a ser ejecutada por los hombres,
sino que es la decisión de D ios que se cum plirá en el últim o d ía 143.
D icho de o tra m anera, no se tra ta de una disposición legal, en el
sentido que nosotros dam os a esa expresión, sino de una decisión
divina que tendrá su cumplim iento más allá del tiempo presente, en la
consum ación final.
Por lo demás, sabemos que la cristiandad prim itiva no poseía
ninguna regla de derecho concerniente a la asociación, la adm inistra­
ción o la disciplina144. Es verdad que en 1 C or 5, 1-5 se habla
claram ente de un proceso que Pablo instituye y anticipa. Pero debe
quedar claro que no se tra ta de un proceso en el sentido del derecho
140. Cf. G. H asenhüttl, o. í 77-78; H. D. W enland, Die Briefe an die Korinther,
G öttingen 1954, 39.
141. Cf. por ejemplo: R om 5,5; 8,15; G ál 3, 5; 1 Tes 4 ,5 ; 1 C or 2 , 12; 6,19; 2 C or 12,
4; T it 3, 6. Cf. G, H asenhüttl, o. c., 88.
142. Cf. E. Käsem ann, Sätze heiligen Rechtes im Neuen Testament, 69-72.
143. Ibid., 70-71.
144. Ibid., 74. A unque es cierto que el verbo diatásso (1 C or 7, 17; 11, 34; 16,1) tiene
el sentido de ordenar o disponer (W. Bauer, Wörterbuch zum N. T. [1958] 376; H. G.
Liddell-R. Scott, A greek-english lexicon [1951] 414), tam bién es verdad que en el uso de
Pablo adm ite ciertam ente el sentido de m era recomendación, sin carácter impositivo,
com o acertadam ente observa F. Zorell, Lexicon graecum N . T., 305-306; cf. tam bién en
este sentido, S. L yonnet, Annotationes inpriorem epistulam a d corinthios, R om a 1966,125.
Refiriéndose concretam ente a la prim era C arta a los corintios, G . Delling, en TW N T
VIII, 35 y 37, indica que se tra ta de indicaciones que Pablo propone com o orientación o
consejo. P or lo que respecta a 1 C or 7, 17, hay que reconocer que Pablo, al insistir en que
los cristianos no deben andar angustiados por el som etim iento a la ley, al mismo tiempo
no quiere en m odo alguno fom entar el «antinom ism o», es decir, el libertinaje. Cf. H. D.
W endland, Die Briefe an die Korinther, 54. Quizás po r eso se com prende la utilización de
este verbo que indica, por u n a parte, una decisión, pero al mismo tiem po sin que tenga
que ser necesariamente u n a orden o m andato legal. P or lo demás, Pablo indica, en otros
pasajes, que lo que él dice no es una orden o m andato (1 C or 7, 6; 2 C or 8, 8) o que
renuncia a m andar y prefiere em plear la fo n h a de un simple ruego (Flm 8-9).
¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo?
293
actual. Porque lo que está enjuego no es la aplicación de una ley, sino
el hecho de que a través de la acción conjugada de Pablo y de la
com unidad, es el Espíritu de Dios quien actúa, como consta expresa­
mente por lo que se dice en el v. 4. En otros pasajes. (1 C or 14,
13.28.30.35.37) se advierte claram ente un determ inado orden institui­
do por Pablo en las comunidades. Sin embargo, una vez más, las
decisiones que tom a el apóstol se sitúan bajo la tutela del derecho de
Dios mismo (1 C or 14, 38). Por consiguiente, es D ios — o m ás bien
Cristo com o revelador— quien dirige a la comunidad. Este derecho
no es u n a realidad intram undana, sino que está radicalm ente orienta­
do hacia el últim o día, hacia el m ás allá, cuando el Señor ejecutará el
juicio definitivo145. Solam ente en este sentido se puede hablar de un
derecho sagrado en la iglesia primitiva.
è
25.
¿H ay contradicción entre Jesús y Pablo?
Esta pregunta debe ser afrontada con toda seriedad. Porque,
como es sabido, hay quienes dicen que la doctrina sobre la libertad de
la ley fue introducida en el cristianism o por Pablo, desde el momento
en que la fe cristiana se extendió p o r E uropa. U na de las característi­
cas de la civilización europea es la concepción «liberal» de la vida. Por
eso se com prende que una de las tareas del paulinismo y de otras
corrientes d entro del cristianism o primitivo fue justificar el sistema
ideológico que les permitiese vivir «libres de la ley»146. Esta innova­
ción tan im portante, intoducida por Pablo al «europeizar» la fe y sus
exigencias, con trasta (así piensan algunos) con la postura de Jesús. En
este sentido, D. Flusser ha escrito: «El Jesús de los sinópticos, aunque
pocos se den cuan ta de esto, no se enfrenta nunca contra la praxis de
la ley corriente en la épo ca» 147. Todo lo contrario, sigue diciendo este
autor, «los evangelios sinópticos, leídos en la óptica de su tiempo,
conservan todavía de Jesús la imagen de un judío fiel a la ley» >48. En
consecuencia, si todo esto es así, no habría m ás remedio que concluir
que Pablo se inventó la doctrina sobre la libertad de la ley. Y que se la
inventó precisamente en contradicción patente con lo que había
vivido y enseñado Jesús.
145. E. K äsem ann, o. c., 81. P or lo demás, com o observa este mismo autor, las
decisiones de Dios son santas y no pueden ser puestas en cuestión. Pero solam ente el amor
que las com prende, las puede cum plir realmente. El am or no es, pues, un sustitutivo del
derecho, sino su radicalización, o. c., 235.
146. Cf. D. Flusser, Jesús en sus palabras y en su tiempo, M adrid 1975, 56.
147. Ibid., 57.
!
148; Ibid.
294
Símbolos de libertad
A la vista de este planteam iento, resulta inevitable decir algo
acerca de la actitud de Jesús con respecto a la ley. Y ante todo, aquí se
debe recordar cuanto se ha dicho en el capítulo segundo sobre las
enseñanzas y el com portam iento de Jesús en relación al sábado y al
templo. P or lo que ya se h a dicho a ese respecto, queda bien claro que
Jesús quebrantó las leyes religiosas de su tiem po en lo que se refería al
tiem po sagrado y al espacio sagrado. Pero no se tra ta solamente de
eso. H ay otros hechos en los evangelios, que dem uestran hasta qué
punto Jesús se com portó con un absoluta libertad frente a la ley
religiosa. Estos hechos se pueden agrupar en cuatro capítulos:
1. Jesús quebrantó la ley religiosa de su pueblo repetidas veces:
al tocar al leproso (M e 1, 41 par), al curar intencionadam ente en
sábado, com o ya se explicó en el capítulo segundo (cf. M e 3, 1-5 par;
Le 13, 10-17; 14, 1-6), al tocar los cadáveres (Me 5, 41 par; Le 7, 14).
2. Jesús perm itió que su com unidad quebrantara la ley religiosa
y defendió a sus discípulos cuando se com portaban de esa manera: al
comer con pecadores y descreídos (M e 2, 15 par), al no practicar el
ayuno en los días fijados p o r la ley (M e 2, 18 par), al hacer lo que
estaba expresamente prohibido en sábado (M e 2, 23 par), al no
observar las leyes sobre la pureza ritual (Me 7, 1-23 par).
3. Jesús anuló la ley religiosa, es decir, la dejó sin efecto y, lo que
es m ás im portante, hizo que la violación de la ley produjera el efecto
contrario, p o r ejemplo al tocar a los enfermos, leprosos y cadáveres;
porque, com o es sabido, en todos esos casos, en lugar de producirse la
im pureza que preveía la ley, lo que sucede es que el contacto con Jesús
produce salud, vida y salvación.
4. Jesús corrigió la ley e incluso se pronunció expresamente
con tra ella en más de u n a ocasión: al declarar puros todos los
alim entos (M e 7, 19) y cuando anuló de m anera term inante la
legislación de M oisés sobre el privilegio que tenía el varón para
separarse de la m ujer (M e 10, 9 par).
A h o ra bien, a la vista de este conjunto de datos, hay que hacerse
dos preguntas: 1) ¿qué alcance tiene esta actitud de Jesús con
respecto a la ley?; 2) ¿qué significa este com portam iento de Jesús
p a ra nuestra fe y nuestra vida cristiana?
L a prim era pregunta quiere decir lo siguiente: ¿se puede afirm ar
con toda seguridad que Jesús se situó al margen de la ley que Dios
había im puesto a su pueblo e incluso que, en repetidas ocasiones, se
com portó y se pronunció en contra de aquella ley? E sta pregunta
tiene su razón de ser en un hecho sobre el que ahora se hacen no pocas
especulaciones. En la religión ju d ía del tiem po de Jesús había dos
clases de ley: p o r una parte, estaba la T orà, que era la ley escrita, es
decir, la ley que propiam ente había sido dada por Dios; por otra
¿H ay contradicción entre Jesús y Pablo?
295
parte, estaba la hallachach, que era la interpretación oral que los
letrados (escribas o teólogos de aquel tiempo) daban de la Torà. La
hallachach consistía de hecho en una casuística minuciosa y complica­
da, puesto que n o era sino la aplicación de la T orà a cada caso
concreto. En principio, es evidente que estas dos formas de ley no
podían tener la m ism a autoridad, porque una (la Torà) había sido
dada p o r Dios, m ientras que la o tra (la hallachach) provenía de los
hombres. Pero con el tiem po llegó a im ponerse la idea de que am bas
habían sido entregadas a Moisés en el Sinaí, con la sola diferencia de
que uua se había conservado p o r escrito, en tan to que la otra se había
ido transm itiendo oralm ente de generación en generación149. T odo
esto supuesto, se com prende ahora m ejor el sentido de la pregunta
que antes hem os planteado: ¿cuál de estas dos form as de ley quebran­
tó Jesús? ¿contra cuál de ellas se pronunció? ¿se puede asegurar que
Jesús violó y anuló no sólo la interpretación hum ana de la ley, sino
incluso la m isma ley dada por Dios?
N o cabe d uda que Jesús quebrantó, en más de una ocasión, la
hallachach, p o r ejemplo cuando curó a los enfermos en sábado o
cuando no im puso a sus discípulos los ayunos que practicaban los
fariseos. Es más, en alguna ocasión, Jesús echó en cara a sus contem ­
poráneos el que se aferrasen a las tradiciones hum anas, llegando así a
quebrantar el m andato de D ios (Me 7, 1-8 par). Está claro que en
estos casos, lo que hace Jesús es situarse al m argen de la casuística de
los teólogos de su tiempo; a él no le interesa aquella m araña de
interpretaciones hum anas. M ás aún, Jesús se m uestra provocativa­
m ente en con tra de todo aquel sistema, al que califica de inútil (M e 7,
7; M t 15, 9) y de burda hipocresía (Me 7, 6 ; M t 15, 7), que atenta
contra los derechos de las personas y contra la voluntad misma de
Dios (M e 7, 9; M t 15, 3), hasta el punto de que en determ inados
m om entos la ira y el dolor (M e 3, 5) invadieron a Jesús ante el
lam entable espectáculo de aquella religiosidad legalista que oprimía
al pueblo sencillo (cf M t 23 , 4) 150 y que con frecuencia degeneraba en
el descuido de las cosas m ás graves que im ponía la voluntad de Dios:
«la justicia, el buen corazón y la lealtad» (M t 23, 23).
149. P a ra este pun to , véase J. Jerem ias, Teología del nuevo testamento I, Salam anca
41981,240. U n a inform ación m ás am plia sobre estas cuestiones, especialmente por lo que
respecta a las concepciones básicas sobre la ley en el judaism o, cf. R. Banks, Jesus and the
law in the synoptic tradition, C am bridge 1975, 39-64, con abundante bibliografia.
150. Los «fardos pesados que cargan en las espaldas de los demás» (los fariseos y
letrados) se refieren ciertam ente a las colecciones de prescripciones rabínicas, «el yugo de
la Torà», que hacia alusión a las incontables observancias legales que los dirigentes
im ponían al pueblo. Cf. P. B onnard, L'évangile selon saint M atthieu, N euchátel 1951, 335.
Por el contrario, en la tradición cristiana se afirm a que la voluntad de Dios no es una
carga pesada (cf. 1 Jn 5, 4). Cf. G. Schrenk, en T W N T I, 554-556.
296
Símbolos de libertad
Pero la actitud de Jesús ante la ley no se paró en esas cosas. Es
decir, Jesús no sólo quebrantó la hallachach, sino adem ás -*-y princi­
palm ente— la m ism a Torà, o sea no sólo precindió de las interpreta­
ciones hum anas de la ley, sino que llegó hasta violar la m isma ley
divina, perm itiendo adem ás que sus discípulos la violasen tam bién y
enseñando, en algunas ocasiones, cosas que iban directam ente contra
la ley d ad a por Dios. C uando Jesús toca al leproso, se opone directa­
m ente a lo m andado por D ios en la ley de Moisés (Lev 5,3; 13,45-46);
cuando perm ite que sus discípulos arranquen espigas en sábado y
justifica esta conducta, se opone igualmente a la ley m osaica (Ex 31,
12-17; 34, 21; 35,2); lo mismo hay que decir cuando vemos que toca a
los enferm os (contra Lev 13-15) y sobre todo a los cadáveres (contra
N úm 19, 11-14); más claram ente aún cuando declara puros todos los
alim entos (contra Lev 11, 25-47; D t 14, 1-21) y expresamente contra­
dice a M oisés cuando anula la legislación sobre el divorcio (D t 24,1).
N o es, por tanto, aceptable la teoría de quienes distinguen entre el
com portam iento de Jesús con relación a la hallachach, por una parte,
y su com portam iento con respecto a la Torà, por otra. Los que hacen
esa distinción, afirm an que Jesús rechazó la ley oral (las tradiciones
hum anas), pero se som etió a la ley escrita151. Eso es falso, como
acabam os de ver. P or lo demás, conviene tener presente que en el
judaism o del tiem po de Cristo, la distinción entre la T orà y la halla­
chach no era una cosa tan clara com o nosotros ahora creemos. P or el
contrario, abundan los datos que indican que la T orà com prendía no
sólo el conjunto de la ley m osaica (especialmente el Pentateuco), sino
adem ás la doctrina vigente en general152.
Por consiguiente, cuando nos preguntam os qué alcance tiene la
actitud de Jesús con relación a la ley, hay que responder: Jesús no sólo
se situó al m argen de la ley en repetidas ocasiones, sino que adem ás se
opuso a la ley, enseñó cosas contrarias a ella, la anuló en algunos
casos y defendió a su com unidad de discípulos cuando estos no
hicieron caso de las observancias legales. Teniendo en cuenta que
to d o esto se refiere, no sólo a las tradiciones hum anas que enseñaban
los fariseos y los teólogos de aquel tiempo, sino incluso — en algunos
casos— a la m ism a ley divina del antiguo testam ento.
A la vista de esta conclusión, se plantea con to d a su fuerza la
segunda pregunta que antes hem os form ulado: ¿qué significa este
com portam iento de Jesús p ara nuestra fe y nuestra vida de cristianos?
151. En este sentido, J. Jeremias, Teología del nuevo testamento, 1,240-248. Si bien es
verdad que este m ism o au to r advierte que Jesús radicaliza, critica e incluso supera las
palabras de la Torà. O. c., 242.
152. Cf. W. G utbrod, en T W N T IV, 1047.
¿H ay contradicción entre Jesús y Pablo?
291
Lógicamente, esta pregunta supone o tra cuestión, que es más elemen­
tal: ¿sigue en vigor la ley del antiguo testam ento p ara los creyentes en
Jpsús? Y si es que ya la ley del antiguo testam ento no tiene valor para
nosotros los creyentes, entonces ¿qué exigencias impone Jesús a sus
discípulos?
A
Los tres evangelios sinópticos cuentan el pasaje del joven rico que
se acercó a Jesús p ara preguntarle lo que tenía que hacer «para
conseguir la vida eterna» (M t 19, 16-22; M e 10, 17-22; Le 18, 18-23).
En esta ocasión, com o sabemos, Jesús afirmó la necesidad de cumplir
lo m ás esencial de la ley del antiguo testam ento, es decir,
afirmó la necesidad de cum plir el decálogo, por lo menos en lo que se
refiere a las relaciones con el prójim o (Ex 20, 13-16; D t 5, 17-20; Ex
20, 1 2; D t 5,16). ¿Quiere esto decir que la ley del antiguo testam ento,
al menos en su contenido m ás esencial, es una exigencia que Jesús
impone a sus discípulos?
A nte todo, hay que tener en cuenta que, según el texto de M arcos
(10,19) y Lucas (18,20), el joven que se acerca a Jesús es un judío que
conoce la ley, porque la expresión tàs éntolás oídas quiere decir: tú te
sabes m uy bien y conoces perfectam ente los m andam ientos153. Por
otra parte, la pregunta que este judío, conocedor de la ley, plantea a
Jesús no se refiere a lo que es necesario p ara ingresar en el grupo o
com unidad de los que creen en el M aestro, sino simplemente a lo que
es necesario p ara conseguir la vida eterna (M t 19, 16 p a r ) 154. A esta
pregunta, Jesús responde lógicamente: «Si -quieres entrar en la vida
guarda los m andam ientos» (M t 19, 17). Es decir, puesto que tu
religión es la religión del antiguo testam ento, si quieres lograr la vida
eterna, cumple fielmente lo que tu religión te exige y así conseguirás
esa vida p o r la que me preguntas. H asta aquí Jesús afirm a la necesi­
153. Se trata de un verbo que expresa la idea de un conocim iento perfecto y pleno,
que capta el sentido de las cosas. Cf. F. Zorell, Lexicon graecum N. T., 897. Este matiz del
verbo se advierte especialmente en los escritos de Juan. Cf. I. de la Potterie, Oída et
ginósko. Les deux modes de la connaissance dans le quatrième évangile: Biblica 40 ( 1959)
709-725. P or lo dem ás, el hecho de que el joven reconozca que h a observado fielmente los
m andam ientos de la ley desde su juventud (M e 10,20 par), indica claram ente que se trata
de un ju d ío piadoso.
154. En la tradición sinóptica, la expresión «vida eterna» designa la vida del m ás allá
en el reino futuro. Asi claram ente en M t 25,46 y tam bién en M t 19, 29. P o r eso, no parece
aceptable la interpretación de P. B onnard, según el cual la vida eterna designa «la vida
aprobada po r D ios y a la que, en consecuencia, está prom etido el acceso al reino futuro»:
Vévangile selon saint M atthieu, 287. En cuanto al sentido de la «vida eterna» en el cuarto
evangelio, está fuera de d u d a que incluye tam bién la referencia al m ás allá. Cf. F.
M ussner, Z oé. Die Anschuung vom Leben im vierten Evangelium unter Berücksichtigung
der Johannesbriefe, M ünchen 1952, 146-147. U n excelente resumen de la teología de la
vida definitiva, en el evangelio de Juan, puede verse en J. M ateos-J. Barreto, E l evangelio
de Juan, 1087-1091. i
298
Símbolos de libertad
dad de cum plir la ley. Pero téngase en cuenta que hasta este m om ento
no se ha planteado p ara nada ni la cuestión de la fe ni el seguimiento
de Jesús. O sea, h asta este m om ento estam os todavía en el plano de la
religión ju d ía, no en el plano del cristianism o155. A hora bien, sólo a
partir de este m om ento es cuando se plantea la cuestión decisiva:
cuando el hom bre asegura que to d a su vida h a sido un ju d ío obser­
vante de la ley (M.c 10, 20), entonces es cuando Jesús le dice lo que se
necesita p ara ser cristiano. Y aquí es donde los evangelios establecen
la diferencia entre lo específicamente cristiano y lo puram ente religio­
so. Pero, ¿en qué consiste esa diferencia?
M arcos indica que «Jesús se le quedó m irando, le tom ó cariño y le
dijo: una cosa te falta, vete a vender lo que tienes y dáselo a los
pobres, que D ios será tu riqueza; y, anda, sígueme a mí» (M e 10,21).
P ara com prender el sentido de estas palabras de Jesús, hay que notar
varias cosas:
1.
El hecho de que Jesús se quedara m irando al joven y le tom ara
cariño, indica que entre el Señor y aquel hom bre se establece una
nueva relación. Es decir, a partir de aquel m om ento sucede algo
nuevo, que consiste esencialmente en que el hom bre es visto y consi­
derado p o r Jesús dentro del àm bito específicamente cristiano. En
efecto, ése es el sentido exacto que tiene siempre el verbo agapáo en
los evangelios sinópticos156.
155. D os advertencias conviene hacer aquí. A nte todo, estam os plenam ente de
acuerdo en que Jesús afirm a la necesidad de cum plir la ley. Cf. en este sentido, A. Suhl,
Die Funktion der alttestamentlichen Z itate und Anspielungen im Markusevangelium,
G ütersloh 1965, 78. Pero quedarse sólo en eso es lo m ism o que no entender el sentido del
texto de M arcos en su totalidad. L a segunda advertencia se refiere a que, según la exégesis
actual, es enteram ente inadm isible la idea — adm itida po r m ucho tiempo— de que aquí se
trataría de dos form as de vida que Jesús presenta a los cristianos: la u n a seria la vida
seglar (regida po r los m andam ientos), la o tra sería la vida perfecta, es decir la vida de los
religiosos, que estaría determ inada por los consejos evangélicos. Todo esto carece de
fundam ento en el texto evangélico. P ara este asunto, cf. S. Legasse, L'appeldu riche, Paris
1966, especialmente 257-258, p o r lo que se refiere al texto de M t 19, 21. Tam poco es
adm isible la identificación de las frases «si quieres entrar en la vida» (M t 19, 17) y «si
quieres ser perfecto» (M t 19, 21), com o ha defendido Κ. V. T ruhlar, Laìcs et conseils, en
Lates et vie chrétienne parfaite, R om a 1963, 171-172, apoyándose en R. Schnackenburg,
Die Vollkommenheit des Christen nach den Evangelien: G L 32 (1959) 428-433. El hecho de
que las dos frases empiecen por la expresión «si quieres...», no prueba nada en ese sentido,
porque, com o vamos a ver, se refieren a cosas m uy distintas.
156. Aplicado a Jesús, este verbo sólo aparece (según la tradición sinóptica) en
nuestro texto (M e 10, 21). Pero aplicado al hom bre, se refiere siempre al am or qμe debe
caracterizar al cristiano: M t 5, 43.44.46; 19, 19; Le 6, 27. 32.35; cf. tam bién M t 22, 37.39;
M e 12,30.31.33; Le 10,27. Es verdad que en estos textos se hace referencia directa a D t 6,
5. Pero no cabe duda de que, en la predicación cristiana, esas citas se refieren al am or que
es la exigencia fundam ental de la com unidad. P ara este punto, cf. R. Banks, Jesus and the
law in the synoptic tradition, 164-173, con bibliografia selecta en 164.
¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo?
299
2.
P ara responder a esta nueva relación que Jesús establece con
el joven, a éste «le falta u n a cosa» (M e 10, 21 par). Aquí hay un matiz
im portante, que se debe destacar. L a expresión é n se ústerei se ha
traducido siempre p o r «una cosa te falta». E sta traducción es fiel, en
líneas generales, al sentido del verbo ú s t e r é o . Pero no destaca el matiz
específico que tiene la frase en su contexto. Porque no se tra ta de que
a todo lo anterior (la vida de judío observante y piadoso) el joven
tiene que añadir u n a cosa más: el seguimiento de Jesús. Se trata, más
bien, de que p ara ser cristiano hace falta o se necesita una sola cosa:
renunciar a la servidum bre del dinero y seguir a Jesús. El verbo
ú s t e r é o tiene ciertam ente este sen tid o 157. Y ése es, el significado que
aquí se debe aplicar, porque solam ente así se m arca la novedad de la
nueva vida que Jesús le propone al joven. Es decir, así como lo propio
del judío es el cum plim iento de la ley, lo propio y específico del
cristiano es el seguimiento de Jesú s58. Ser cristiano no consiste
solamente en añadir algo más al hecho de ser un hom bre religioso (en
aquel caso un judío). Ser cristiano im plica entrar en una situación
absolutam ente nueva y distinta, que ya no está determ inada por el
cumplimiento de la Torà, sino por la fe con sus exigencias.
157. Es decir, se refiere no sólo a lo que fa lta (lo que viene después de lo que ya se
tiene), sino tam bién a lo que hace falta, lo que se necesita. Cf. H. G. Liddell-R. Scott, A
greek-english lexicon, 1905; F. Zorell, Lexicon graecum N . T., 1383. E n este texto se suele
hacer referencia al salm o 23, 1, en la versión de los LXX. Asi, F. Zorell, o. c W. Bauer,
Wörterbuch zum N . T., 1679; V. Taylor, The gospel according to St. M ark, London 1966,
429; C. E. B. Cranfield, The gospel according to St. M ark, Cam bridge 1966, 330. En ese
caso se tra ta de que n ad a hace falta, nada se necesita, porque Dios es el pastor que cuida
de todo.
158. E ntre la religiosidad ju d ía y la fe cristiana no hay meram ente u n a relación
cuantitativa (la fe cristiana sería entonces la religiosidad judía m ás el seguimiento de
Cristo), sino que entre am bas existe una diferencia cualitativa. Y eso precisamente es lo
que viene a m arcar nuestro texto. P orque lo que Jesús le presenta al joven no es un
program a de reform a del judaism o (perfeccionar aquella religión añadiéndole algo más),
sino un proyecto del alternativa, es decir, algo enteram ente nuevo. A eso se refiere la
llam ada al «seguimiento», que el joven com prende, no com o un ir m ás allá en la línea de
lo que ya hacía, sino com o algo radicalm ente nuevo, algo que le sorprende, y a lo que
ciertam ente n o está dispuesto. En la tradición sinóptica, esta novedad aparece fuertem en­
te destacada: según M arcos, la gente se dio cuenta de esta novedad apenas empezada la
predicación de Jesús (M e 1, 27) y a eso se refiere inequívocam ente la parábola del vino
nuevo y del paño nuevo (M e 2, 21-22 par.). L a iglesia primitiva tuvo conciencia de esta
novedad original, precisam ente en relación a la ley que se consideró superada: Gál 6, 15;
E f 2 , 15. P orque se trata de una alianza nueva, que deja superada a la antigua: Le 22,20; 1
C or 11, 25; 2 C or 3, 6; H eb 8, 8.13; 9, 15; un nuevo cielo y una nueva tierra (Ap 21, 1), la
nueva Jerusalén (A p 21, 2). P or lo demás, en lo que Jesús pone su exigencia, al llamar al
joven, n o es en el cum plim iento de la ley, sino en la renuncia al egoísmo y en el
seguimiento. P or eso, la iftérpelación crucial de Jesús no está en la exigencia de cumplir la
ley, sino en la llam ada a! iguim iento. Cf. S. Schulz, Die Stunde der Botschaft, Ham burg
1967, 193.
||
300
Símbolos de libertad
3. E sta nueva situación se define por dos cosas: la renuncia al
dinero y el seguimiento de Jesús. L a prim era es sencillamente la
puesta en práctica de lo que el mism o Jesús había dicho en el sermón
del monte: «no podéis servir a dos señores» (M t 6 , 24), es decir, para
am ar a D ios tenéis que renunciar al d in e ro 15y. L a segunda expresa,
m ediante el verbo ákolouzéo, la relación decisiva que el creyente tiene
que establecer con Je sú s160. Así se com prende la diferencia clara que
Jesús establece entre el hecho religioso (judío) y el acontecimiento
cristiano: m ientras que la religión de Israel se define por el cumpli­
m iento de la ley, la vida del creyente se especifica por la superación de
to d o egoismo (renuncia a lo que se posee) y el abandono incondicio­
nal de sí mismo en el seguimiento de Jesús. Y entonces todo se
comprende: una persona que tom a esta decisión radical en su vida, no
necesita ya de la ley, porque sus exigencias y su com portam iento van
m ucho m ás allá de todo lo que pueda im poner la ley m ás exigente.
P or eso, aquel piadoso israelita, que había cumplido la ley hasta el
últim o detalle, cuando escuchó el nuevo program a que Jesús le
presentaba, se echó atrás (Me 10, 22 par), por la sencilla razón de que
la ley le resultaba m ás fácil que la fe.
4. El evangelio de M ateo introduce una variante en el diálogo de
Jesús con el joven. La propuesta que hace Jesús al m uchacho dice así:
«si quieres ser perfecto, vete a vender lo que tienes...» (M t 19, 21). El
adjetivo télelos refuerza la interpretación que hemos visto en la
redacción de M arcos. Porque indica, según to d a la tradición del
nuevo testam ento, lo que es propio y específico de la existencia
cristiana a d u lta 161. Se trata, tam bién en este caso, de m arcar la
diferencia que existe entre la religiosidad ju d ía y la vida del creyente:
lo propio de la religión es la observancia de la ley; lo propio de la vida
cristiana es la m adurez adulta que com porta el seguimiento de Jesús.
P or consiguiente, como conclusión de todo lo dicho acerca de este
pasaje, podem os afirm ar que, en el episodio del joven rico, el evange­
lio no pretende destacar la necesidad y la pervivencia de la ley para
quienes se deciden a form ar parte de la com unidad de seguidores de
159. E sta renuncia al dinero no se ha de interpretar com o un proyecto de pobreza
ascética, sino com o un proyecto de com partir lo que se tiene con los demás. P ara este
punto, cf. J. M. Castillo, L a alternativa cristiana, Salam anca 51981, 37-41.
160. P ara el sentido de este verbo, cf., G. K ittel, en T W N T I, 210-216; G. W ingren,
W as bedeutet die Forderung der Nachfolge Christi in evangelischer Ethik?: T L Z (1950) 385,
citado por P. Bonnard, L'évangile selon saint M atthieu, 288, n. 2, donde el lector
encontrará indicaciones sum amente sugestivas.
161. Cf. M t 5,48; 19,21; 1 C or 2, 6; 13, 10; 1 4 ,2 0 ;E f4 , 13; Flp 3, 12.15; Col 1,28; 4,
12; H eb 5, 14; Sant 1, 4.
)
!
¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo?
301
Jesús, sino m ás bien el radicalism o y la novedad que define lo que es
un c ristian o 162.
Pero no se trata sólo de que Jesús no im pone la ley a su comuni­
dad de discípulos. El evangelio va m ás lejos. Y así, en el relato de
Lucas encontram os una frase program ática:
La ley y los profetas llegaron hasta Juan; a partir de entonces (μρό
tòte) se anuncia el reinado de D ios (Le 16, 16).
Este texto m arca claram ente un contraste, que define dos situacio­
nes distintas: la prim era se caracteriza por la ley, la segunda por la
«buena noticia» (eúaggelísetai) del reinado de Dios. Sabemos, en
efecto, que Ju an és el personaje que traza la línea divisoria entre los
que pertenecen al reino de D ios y los que no pertenecen a él (M t 11,
11). P or consiguiente, lo que Jesús quiere decir es que hasta Juan
Bautista lo que reinaba y definía la relación de los hom bres con Dios
era la ley; a p artir de Juan se instaura un orden nuevo de cosas, un
régimen nuevo en la relación con Dios. Y este régimen nuevo no viene
ya determ inado p o r la ley, sino p o r el evangelio del reino. A hora ya
no reina la ley, sino Dios mismo a través de la buena noticia que es el
evangelio163. E sta distinción bien delim itada entre dos situaciones
fundam entales en la historia de la salvación (hasta Juan-a partir de
Juan) es enteram ente básica p ara com prender el mensaje que nos
quiere transm itir L u c a s164. A h o ra bien, lo decisivo aquí es caer en la
cuenta de que m ientras la prim era situación se define por la vigencia
de la ley, la segunda se especifica p o r el mensaje del reinado de
D io s165.
Tam bién el evangelio de M ateo recuerda esas palabras de Jesús.
Pero introduce en ellas dos modificaciones con respecto a Lucas: en
162. En Le 10, 25-37 aparece una frase que tiene un estrecho paralelismo con el
episodio del joven rico: la m ism a pregunta (Le 10, 25). Y la m ism a respuesta de Jesús (Le
10,26 y 28). A quí tam bién se tra ta de un judío que pretende conseguir la vida eterna. Las
palabras de Jesús sobre la ley no van, aquí tam poco, dirigidas a la com unidad de
discípulos, sino a un piadoso israelita.
163. Cf. K. H. Rengstorf, Das Evangelium nach Lukas, G öttingen 171978, 192.
164. E sta distinción ha sido puesta de m anifiesto especialmente por H. Conzelmann,
Die M itte der Z eit. Studien zur Theologie des Lukas, Tübingen i! 1977. 9. Este autor
distingue en el esquem a de Lucas, tres etapas: el tiem po de Israel, el tiempo de Jesús, y el
tiempo de la iglesia ( o. c., 140). Esta distinción tripartita ha sido puesta en cuestión por
algunos autores. P ero se debe tener en cuenta que estos mismos autores adm iten, como
categoría básica en el gelato de Lucas, la distinción clara entre el tiem po de Israel, que
dura hasta Ju an Bautista, y el tiem po que se inaugura con Jesús. En este sentido se cita
especialmente Le 16, 16. Cf. R. Schnackenburg, Neutestamentliche Theologie, M ünchen
1963, 76-78; H. Schürm ann, Das Lukasevangelium, Freiburg 1969, 147-148; 187-188.
165. Obsérvese que en Le 16,16 no se m arca tanto la proximidad del reino, sino más
bien la diferencia de dos tiempos, el de Israel y el de Jesús. Cf. H. Conzelmann, o. c., 103.
302
Símbolos de libertad
primer lugar, no dice «la ley y los profetas» (como Lucas), sino «los
profetas todos y la ley» (M t 11, 13); en segundo lugar, no dice que la
ley y los profetas «llegaron hasta Juan» (m éx ri Ioánnou), sino que
«eran profecía» ( éproféteusan) . Esto no quiere decir que entre Lucas
y M ateo exista una oposición en cuanto se refiere a este te x to 166. Se
trata, más bien, de que cada evangelista considera esas palabras de
Jesús desde un punto de vista distinto: Lucas se fija en el contenido
im perativo de «la ley y los profetas» y afirm a que eso estuvo en vigor
sólo en la prim era etapa de la historia de la salvación, o sea hasta Juan
Bautista; M ateo atiende, más bien, al aspecto de prom esa y viene a
decir que los profetas y la ley anunciaron la venida del reinado de
Dios, de tal m anera que hasta la llegada de Jesús eran sólo un anuncio
prom etedor. A hora bien, si la profecía desemboca en el cumplimien­
t o 167, eso quiere decir que p ara el evangelio de M ateo el aconteci­
m iento del reino —-que se hace presente en la persona y el mensaje de
Jesús— constituye el comienzo de una situación nueva, tan distinta de
la anterior que el m ás pequeño en el reino de D ios es m ás grande que
Juan B autista (M t 11, 11). P o r consiguiente, tam bién para M ateo la
ley y los profetas no eran la plenitud; ni tam poco lo definitivo. L a ley
y los profetas eran algo provisional, que tenían que desem bocar en
otra cosa; y eran algo incompleto, que tendría que llegar en su día
al cumplimiento pleno y definitivo.
¿En qué consiste este cum plim iento pleno y definitivo? En el
sermón del monte, según el relato de M ateo, encontram os unas
palabras de Jesús que responden exactam ente a esta pregunta:
N o penséis que he venido a echar abajo la ley ni los profetas. N o he
venido a echar abajo, sino a dar cumplimiento (Mt 5, 17).
166. Cf, en este sentido G. B arth, Das Gesetzesverständnis des Evangelisten M a tt­
häus, en G. Bornkam m ... Überlieferung und Auslegung im Matthäusevangelium, N eukir­
chen 1961,58-70. G, Barth defiende que una de las preocupaciones de M ateo es conservar
to d a la ley, frente a los que propugnan sólo u n a parte; y tam bién el ver a la ley com o una
realidad vigente tras Jesús. Pero este planteam iento, com o se verá enseguida, no responde
al planteam iento de Mateo.
167. Y por cierto, se tra ta de un cum plim iento que constituye «la irrupción de algo
absolutam ente nuevo». G. von R ad, Teología del antiguo testamento II, Salam anca 41980,
423, Esta idea de que las profecías desem bocan en el cum plim iento, y que este cumpli­
m iento se realiza en Jesús, es la idea subyacente que aparece constantem ente en las
referencias que especialmente M ateo hace a los profetas: 2, 23; 5,12; 13,17; 16,14; 23, 35;
26, 56. Y de m anera especial a Isaías: M t 1,22; 3, 3; 4, 14; 8,17; 12,17; 13, 14; 15, 7; 21,4,
Este cum plim iento implica una perspectiva de «continuidad» y «discontinuidad» en la
com prensión de la historia de la salvación. Cf. H, Frankem ölle, Jahwebund und Kirche
Christi, M ünster 1973, 398-399. H ay continuidad en cuanto que la profecía se cumple;
pero hay discontinuidad en cuanto que se cum ple de una m anera enteram ente nueva e
inesperada.
¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo?
303
M ateo utiliza en este texto el verbo katalúó, que significa echar
abajo, demoler o derribar un edificio (cf. M t 24, 2; 26, 61; 27, 40). En
el nuevo testam ento, este verbo carece de sentido legal. Por otra parte,
al hablar no sólo de la ley sino adem ás de los profetas, el texto excluye
el sentido exclusivo de «derogar», porque no se trata sólo de precep­
tos legales168. Por lo tanto, se trata de que Jesús no ha venido a hacer
tabla rasa o a anular el contenido y la significación del antiguo
testamento. P or el contrario, Jesús ha venido a dar el cumplimiento
pleno y total ( plerósai) a todo lo que le había precedido a él, es decir,
a todo lo antiguo. Pero, ¿en qué consiste ese cumplimiento? Es
im portante indicar o tra vez que Jesús no habla sólo de la ley, sino de
la ley y los profetas. A hora bien, el binom io «ley y profetas» es una
fórm ula acuñada, que se utiliza repetidas veces en los escritos del
nuevo testam en to 1169 y se refiere al antiguo en su contenido im perati­
vo o en su aspecto de prom esa (cf. M t 7, 12; 11, 13; 22, 40; Le 16,16;
24,44). En el evangelio de M ateo, el binom io «la ley y los profetas» se
refiere, ante todo, a lo que era profecía y prom esa hasta que vino Juan
Bautista (M t 11, 13). Y en segundo lugar, esa expresión dice relación
directa al m andam iento fundam ental del am or a Dios y el am or al
prójim o (M t 22, 40), porque «la ley y los profetas» tienen su funda­
m ento y su consistencia ( krém atai) en el amo.r (M t 22, 37-39). Y más
aún — he aquí lo verdaderam ente decisivo— «la ley y los profetas»
tienen su realización y su complim iento en el am or a los demás, como
dice expresamente Jesús, según el mismo evangelio de Mateo: «En
resumen, todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros,
hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la ley y los profetas»
(M t 7, 12). Por consiguiente, cuando Jesús dice que no h a venido a
echar abajo la ley y los profetas, sino a llevarlos hasta su cumplimien­
to, no quiere decir que él ha venido p ara que la ley y los profetas sigan
teniendo el valor y la vigencia que tenían antes, sino que h a venido
para que todos nos enteremos que la ley y los profetas significan el
am or a los dem ás y tienen su realización y su cumplimiento en la
puesta en práctica de ijja bondad semejante a la que cada uno desea
para sí.
r
Este significado del texto se ve confirm ado por la misma estructu­
ra de la frase: «N o he venido a echar abajo, sino a dar cumplimiento».
168. Cf. L. Alonso Schökel-J. M ateos, Primera lectura de la Biblia, M adrid 1977,
315.
;
169. N o se tra ta de que la fórm ula fuera acuñada por los autores del nuevo
testamento, porque esa fórm ula existía ya en el judaism o. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck,
Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 240. M ás bibliografía en
W. Trilling, El verdadero Israel, M adrid 1974, 247, n. 27. U n estudio m ás com pleto sobre
este punto, en W. Zimmerli, La ley y los profetas, Salam anca 1980.
304
Símbolos de libertad
Aquí nos encontram os con una negación y una afirmación. Se tra ta
de un tipo de construcción que se repite otras veces en el evangelio de
M ateo, utilizando siempre el verbo érjom ai (venir), que indica la
llegada del Mesías al m undo, p a ra realizar la salvación y liberación de
los hom bres 17°. C oncretam ente, los textos del evangelio de M ateo, en
los que se em plea esta m anera de hablar, son cuatro: «no he venido a
echar abajo la ley ni los profetas..., sino a dar cumplimiento» (M t 5,
17); «no he venido a invitar a los justos, sino a los pecadores» (M t 9,
13); «no he venido a sem brar paz..., sino espadas» (M t 10, 34); «este
hom bre no ha venido a que le sirvan, sino a servir» (M t 20, 28). Por la
estructura y el contenido de estas frases, aparece una cosa clara: el
acento y la fuerza de cada una, de esas sentencias recae, no en la
negación, sino en la afirmación.! Es decir, lo que Jesús quiere dejar
bien claro es aquello p ara lo que él ha venido al m undo. Esto se
advierte claram ente en cada uno de los textos: en 9, 13, Jesús ha
venido a invitar a los pecadores; en 10, 34-35, la venida del Mesías
provoca inevitablemente la división; en 20, 28, el destino de Jesús es
d ar su vida p ara la liberación de los demás. Por consiguiente, en cada
uno de esos textos no se trata propiam ente de una contraposición (no
esto sino lo otro), sino de u n a superación (he venido a esto, por
encima de esto otro). Por lo tanto, en M t 5, 17 lo que Jesús afirm a es
esto: he venido a llevar a su cum plim iento la ley y los profetas; y lejos
de mí quererlos echar p o r tierra m . Pero teniendo en cuenta que no se
tra ta de un m antenim iento, sino de un cumplimiento, ya que a eso
alude expresamente el verbo que utiliza M ateo (pleróo ) 172 Concreta­
mente, en el lenguaje de M ateo, ese verbo indica la plenitud y
perfección con que Jesús cumple las prom esas del antiguo testam en­
t o 173. Por consiguiente, cuando Jesús afirm a que él ha venido para
llevar la ley y los profetas a su cumplimiento, quiere decir que la ley
era una prom esa, o sea, algo provisional y transitorio, que tenía que
desem bocar en o tra cosa. Y esa o tra cosa, ya lo hemos dicho, es
sencillamente la puesta en práctica del am or y la bondad sin límites,
cuya m edida es la m edida que cada uno quisiera para sí.
Pero Jesús no se lim ita a la afirm ación de esa necesidad de am ar a
los demás. Su pensam iento apunta a algo m ás concreto. P or eso,
añade a continuación:
Por lo tanto, el que se exima de uno de esos mandamiento mínimos y lo
enseñe así a la gente, será llamado mínimo en el reino de Dios; en
170.
171.
172.
173.
Cf.
W.
Cf.
Mt
J. Schneider, en T W N T II, 664-668, especialmente en los escritos de Juan.
Trilling, E l verdadero Israel, 255.
G. Delling, en T W N T VI, 285-287.
1, 22; 2, 15.17.23; 4, 14; 5, 17; 8, 17; 12, 17; 13, 14.35; 21, 4; 26, 54.56; 27, 9.
¿H ay contradicción entre Jesús y Pablo?
305
cambio, el que los cumpla y enseñe, será llamado grande en el reino de
Dios; porque os digo que si la fidelidad vuestra no se sitúa muy por
encima de la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de Dios
(Mt 5, 19-20).
La cuestión que lógicamente se plantea aquí es saber qué «m anda­
mientos mínimos» son esos de los que habla Jesús en este pasaje. Y
ante todo, está claro que no se trata de los preceptos de la ley. Porque
los letrados y fariseos, si es que por algo se caracterizaban, era
precisamente por su empeño en observar los preceptos m ás pequeñas
de la ley, hasta el punto de que no les im portaba descuidar lo
verdaderam ente im portante que había en la ley. Así se lo echa en cara
el mismo Jesús:
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de
la hierbabuena, del anís y del comino y descuidáis lo más grave de la
ley: la justicia, el buen corazón y la lealtad! (Mt 23, 23) >74.
Por lo tanto, no tiene sentido que aquí se insista en la necesidad de
observar los preceptos mínimos de la ley. Eso ya lo hacían los letrados
y fariseos. Pero Jesús afirm a que la fidelidad de sus discípulos tiene
que ser m ayor que la de aquellos judíos. En otras palabras, si lo que
Jesús pretende es que la fidelidad de sus seguidores supere a la
fidelidad de los letrados y fariseos, no tiene sentido que recomiende la
estricta observancia de lo que constituía precisamente el fallo más
grave del fariseísmo, según indica el m ism o Jesús en el texto de M t 23,
2 3 175. Por lo tanto, los «m andam ientos mínimos» que indica M t 5,19
se tienen que referir, no a la ley, sino a o tra cosa.
El texto no h abla de leyes, sino de «mandam ientos» (én lolc).
A hora bien, ese térm ino indica, en el evangelio de M ateo, la voluntad
preceptiva de D io s 176 y, m ás en concreto, hace alusión a todo lo que
Cristo ha m andado (éneteilám en) a su com unidad (M t 28, 19). Por
otra parte, Jesús no habla de m andam ientos en general, sino que se
174. P ara ver h asta donde llegaba la m inuciosidad de las observancias judías a este
respecto, cf. Strack-Billerbeck, Kommentar I, 932-933.
175. Los fariseos eran víctimas no sólo de negligencia o de inconsecuencia, sino de
una autèntica perversión religiosa, que les h a d a tom ar lo secundario po r lo esencial. C'f.
P. B onnard, L ’évangile sélon saint M atthieu, 340.
'
176. En 15, 3 se advierte claram ente que el «m andam iento» es la voluntad preceptiva
de Dios, que queda incum plida por los fariseos y letrados, precisamente porque antepo­
nen sus tradiciones legalistas. En 19, 7 se trata igualmente de una situación en la que los
fariseos no com prenden cüál es la verdadera voluntad de Dios, de tal m anera que Jesús se
ve en la obligación de corregir el m andato de Moisés, para que se im ponga lo que Dios
quiere. En 19,17 y 22, 36 to que está en juego es la voluntad de Dios. Especialmente en 22,
40 se afirm a que to d o ló que D ios quiere del hom bre es el cum plimiento del doble
m andam iento del am or, i
306
Símbolos de libertad
refiere a los m andam ientos «esos» ( éntoldn toúton). Sin duda alguna,
si M ateo ha redactado la frase de esa m anera, es porque se está
refiriendo a algo que h a precedido, en donde se expresa la voluntad de
D ios sobre la com unidad de discípulos. A hora bien, lo que ha
precedido en el discurso — y en lo que se expresa la voluntad de D ios
sobre la com unidad— es el program a de las bienaventuranzas. En
ellas, efectivamente, Jesús presenta lo que debe ser la vida de los
discípulos, lo que D ios quiere de ellos, concretam ente la justicia o
fidelidad por la que ellos tienen que estar dispuestos a ser perseguidos
(M t 5, 10), que es sin d uda la misma justicia o fidelidad de la que
habla en el versículo 2 0 177. Existe, por tanto, un curioso paralelismo
entre el program a de las bienaventuranzas (M t 5, 1-10), por una
parte, y el pasaje en el que corrige la ley (M t 5, 17-20), por otra.
A m bos bloques concluyen con el llam am iento a la fidelidad. Se trata
de la actitud fundam ental de los discípulos de Je sú s178. La actitud
básica ante Dios, que ya no va a estar determ inada por la ley (en eso
consistía la fidelidad de los letrados y fariseos), sino por algo que es
m ucho m ás im portante: el don de D ios que es el Evangelio 179 y la
consiguiente exigencia que ese don desencadena en el creyente, exi­
gencia que consiste esencialmente en el program a de las bienaventu­
ranzas. Estas bienaventuranzas no son leyes, no son norm as. Soíi el
proyecto de la nueva justicia, lo que D ios quiere que vivan los
creyentes p ara hacer presente en el m undo el reinado de Dios.
P or consiguiente, después de todo lo dicho acerca del texto de M t
5, 17-20, podem os deducir las siguientes conclusiones:
1.
La com unidad de Jesús no puede poner su fidelidad a D ios en
lo que la ponían los letrados y fariseos, es decir, la com unidad de
Jesús no puede poner su fidelidad a D ios en la observancia de la ley,
p o r m ás estricta y severa que esa observancia pretenda ser. Precisa­
177. Para un estudio detallado de M t 5,20, véase J. D upont, Les beatitudes III, Paris
1973, 246-272. Esta «justicia» consiste, en definitiva, en la aceptación incondicional de la
voluntad de Dios. P o r lo demás, com o observa el mismo D upont, las intenciones
profundas de la voluntad de Dios no han encontrado en la ley antigua nada m ás que una
expresión inadecuada. D e ahí que existe una conexión profunda entre M t 5, 20 y 6, 1, en
donde Jesús advierte a los discípulos que no deben practicar su fidelidad (expresada en las
prácticas de piedad) para ser alabados por los hom bres. Realmente, eso no estaba
m andado en la ley; pero la fidelidad de los discípulos debe ir m ucho m ás allá de toda ley,
o. c·., 260-266 y 271.
178. Frente a los pocos autores que han defendido que la «justicia» es p ara M ateo la
«justicia de Dios», es decir, un atributo divino, la gran m ayoría de los exegetas están de
acuerdo en que la justicia de que aquí se trata es la postura fundam ental de los discípulos
de Jesús. Cf. J. D upont, o. c., 246-272.
179. Este punto ha sido m uy bien analizado por J. Jeremias, Palabras de Jesús,
M adrid 1968, 99-100.
¿Hay contradicción entre Jesús y Pablo?
307
mente en ese sentido afirm a Jesús que si la fidelidad de sus discípulos
no sobrepasa a la de los letrados y fariseos, no entrarán en el reino de
Dios.
2. La observancia — incluso la m ás estricta— de la ley no basta.
Porque el tiempo de la ley era prom esa y profecía, que ha llegado a su
plenitud y ha desem bocado en la nueva etapa del cumplimiento con la
venida del Mesías. Desde entonces, Dios establece un nuevo pacto, se
instaura una nueva situación, que se caracteriza por una nueva form a
de relación de los hom bres con su Dios.
3. Esta situación nueva consiste en que, a partir de Jesús, ha
llegado el tiem po del cumplim iento de las promesas. La ley y los
profetas, que hasta Juan B autista habían sido sólo prom esa y profecía
(M t 11, 13), ah o ra son una realidad cum plida en toda su plenitud.
4. Esta plenitud y este cum plim iento no se debe interpretar en el
sentido de que a p artir de Jesús los hom bres van a cumplir lo que
hasta entonces les resultaba imposible, es decir, la plenitud y el
cumplimiento no consisten en que p o r fin los hombres van a observar
la ley hasta el últim o detalle. Tam poco consisten la plenitud y el
cumplimiento en que, a partir de la venida de Cristo, la ley va a ser
más estricta y m ás severa, es decir m ás exigente y m ás perfecta. Por el
contrario, la plenitud y el cum plim iento significan que desde que vino
Cristo al m undo, la justicia o fidelidad de los hom bres ante D ios se va
a medir con otro criterio ¡porque ya no va a ser la ley, sino otra cosa,
lo que determ ine y defin y la fidalidad de los creyentes hacia su Señor.
5. E sta o tra cosa, que es lo que define la fidelidad del hom bre
ante Dios, es el principio fundam ental que Jesús establece en M t 7,12:
«todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo
vosotros por ellos, porque eso significa la ley y los profetas». A partir
de ese principio general, la fidelidad de los discípulos se tiene que
expresar en la obediencia a los «m andam ientos mínimos» que son las
bienaventuranzas, el program a de vida y de acción para la com unidad
de los creyentes.
¿Se puede decir que hay contradicción entre Jesús y Pablo en lo
referente a la valoración y la obligatoriedad de la ley? Después de lo
que acabam os de ver acerca de los evangelios sinópticos, se puede
concluir lo siguiente: está fuera de duda que el enfrentam iento de
Jesús con la ley es u no de los puntos m ás claros y, por supuesto, más
decisivos en la historia de Jesú s180. El m otivo de este enfrentam iento
no fue el simple legalismo, ni los preceptos cúlticos, en cuanto
distintos de otros preceptos morales, ni la ley sólo en cuanto ley judía.
Jesús fue m ucho m ás lejos de todo eso. Porque anuló la ley en cuanto
180.
J. I. G onzález Faus, l a humanidad nueva I, M adrid 1974, 60.
308
Símbolos de libertad
a su autoridad, su contenido y su presunto carácter salvador181.
D icho m ás claram ente, Jesús afirmó, con su com portam iento y con
sus palabras, que la ley no es ya el criterio y la norm a que debe regir la
vida de sus discípulos. Esta ley que Jesús anula es la ley en su sentido
m ás fuerte. Es decir, la ley en cuanto m anifestación de la voluntad
preceptiva de D ios y codificada en unas norm as. P or o tra parte, al
hacer eso, Jesús no pretende fom entar el libertinaje y la inm oralidad.
Lo que Jesús pretende es ir m ás allá de toda ética. Porque el am or
cristiano no es la puesta en práctica de un deber simplemente, sino la
exigencia m ás h o n d a que bro ta de nuestro mismo s e r182.
26.
\
*
E l discernimiento cristiano
Pero entonces, si la ley ha sido anulada por Cristo, ¿cómo debe el
cristiano organizar su conducta? ¿de qué criterio debe servirse para
ello?
A nte todo, una observación fundam ental: el nuevo testam ento no
dice jam ás que el cristiano deba encontrar lo que agrada a Dios
form ando su conciencia a partir de una norm ativa, de una ley escrita.
Y es lógico que no diga nada de eso, porque la supresión de la ley es
u na de las afirm aciones m ayores de todo el nuevo testamento.
Según la acertada form ulación de Pablo, el cristiano encuentra lo
que agrada a D ios m ediante el discernim iento que el propio creyente
hace desde su fe (Rom 12, 2). Las afirm aciones del nuevo testamento
en este sentido son fuertes: la vida de fe de los creyentes y su culto
razonable a Dios se concreta y se expresa en el discernimiento (Rom
1 2 , 2 ); el cam inar com o hijos de la luz, por contraposición a los hijos
de las tinieblas, lleva consigo la puesta en práctica del discernimiento
p a ra ver lo que agrada al Señor (E f 5, 8-10); la m adurez en la vida
cristiana y la perfección de nuestra vida espiritual com porta necesa­
riam ente la capacitación p ara discernir lo bueno de lo malo (H eb 5,
14); el deseo y la oración de Pablo en favor de sus cristianos se
concreta en que ellos se capaciten, p o r m edio del am or, para tener el
tacto afinado que les lleve a discernir cuál es la voluntad de Dios (Flp
1,9-1 0 ); la solución ante el engaño, y frente a las posibles desviaciones
en nuestro cam inar hacia Dios, no es o tra que el discernimiento que
hacem os desde la fe (1 Jn 4, l ) 183.
181. Ibid., 6 1.
182. Ibid., 68-69.
183. Cf. J. M. Castillo, E l discernimiento cristiano según san Pablo, G ranada 1975,
15-28. Es fundam ental el estudio de G. Therrien, L e discernement dans les écrits pauliniens, Paris 1973; cf. tam bién W. G rundm ann, en T W N T II, 258-264; H. H aarbeck: TBL
1,115-117.
E l discernimiento cristiano
309
El discernimiento, al que se refieren estos textos, no es el resultado
de un a deducción puram ente teórica; y m enos aún, la consecuencia de
aplicar nuestras ideas personales o nuestros proyectos a una situación
determ inada, p ara resolverla de acuerdo con nuestra m anera de
pensar. El discernim iento es el fruto de una experiencia intensa y
creciente: la experiencia del am or cristiano hacia los demás. Este
am or, que invade la vida afectiva del creyente, se traduce en conoci­
m iento profundo y práctico; y en u n a sensibilidad o tacto afinado,
que descubre, con u n a cierta connaturalidad y espontaneidad, lo que
agrada al Señor, lo m ejor y lo m ás acertado, en cada situación y en
cada circunstancia concreta (cf. Flp 1, 9-10)184.
P or o tra parte, el hom bre puede engañarse al hacer el discerni­
miento. Y puede tom ar por voluntad de D ios lo que en realidad no es
sino voluntad propia. Entonces, ¿con qué criterios cuenta el creyente
para saber que en su elección acierta y n o se engaña? El cristiano no
cuenta n ad a m ás que con el criterio que le sum inistran los «frutos del
Espíritu». D onde se produzcan esos frutos, el discernimiento es
acertado. D onde no se produzcan esos frutos, el discernimiento es
falso, p o r m ás que existan otras cosas, com o por ejemplo: la piedad,
la devoción, la fidelidad a unas norm as, la eficacia, etc. Todo eso es
bueno, ¡qué d uda cabe! Pero nada de eso basta. Y hasta puede que
esas cosas resulten engañosas. Porque el hom bre puede autosatisfacerse en su conciencia si tiene algo de eso y, precisamente a p artir de
eso puede no darse cuenta de lo lejos que anda de Dios. Sólo la
presencia del «fruto» del Espíritu puede garantizar la rectitud de
nuestras decisiones. A hora bien, el «fruto» del Espíritu se reduce a
una sola cosa: el am or fraterno en sus diversas manifestaciones. Estas
m anifestaciones son: am or, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosi­
dad, lealtad, sencillez, dom inio de sí (G ál 5, 22), bondad, honradez,
sinceridad (E f 5, 9), rectitud (Flp 1, 11; cf. H eb 12, 11; Sant 3, 18) y
libertad cristiana (2 C or 3, 17). Aquí es im portante advertir que
cuando el nuevo testam ento habla de los frutos del Espíritu, no
menciona nunca las relaciones del hom bre con Dios, sino solamente
las relaciones del hom bre con los dem ás hombres. Esto no quiere
decir que la relación del hom bre con D ios no sea fundam ental. Ella es
el fundam ento. Porque el am or cristiano procede de Dios (R om 5, 5; 1
Cor 12, 31; 1 Jn 4, 7), t o que aquí quiere decirse es que la relación
vertical hacia D ios no es presentada nunca com o fruto del Espíritu, es
decir no es presentada nunca com o criterio p ara saber si el hom bre
acierta o se equivoca al intentar descubrir lo que quiere el Señor. Sólo
los frutos que se producen en nuestra convivencia social pueden
184.
J. M. Castillo, E l discernimiento cristiano según san Pablo, 45-59.
310
Símbolos de libertad
garantizar la rectitud de nuestras decisiones. Por consiguiente, donde
se produce división, resentim iento, intolerancia, tacañería, descon­
fianza, autosuficiencia, insinceridad, distanciam iento de los demás —
sobre todo si son los m ás pobres— y, especialmente, donde hay
opresión, es enteram ente imposible que en esas cosas, por m ás que se
produzcan p o r m otivos altísimos, se encuentre lo que D ios quiere185.
En consecuencia, el cristiano debe organizar su conducta, no a
p artir de la ley, sino a partir de los frutos del Espíritu. La diferencia
entre la «ley» y el «fruto» del Espíritu está en que la ley es un principio
obligatorio antecedente a la decisión m oral, m ientras que el fruto del
Espíritu es el resultado consecuente que acom paña a esa decisión.,
A hora bien, en la teología de Pablo y de los evangelios el único
principio antecedente, que tiene que determ inar la opción del cristia­
no, es el am or a Dios y al prójimo. Eso supuesto, los frutos del
Espíritu actúan com o criterios que le sirven al creyente para saber si
su am or es coherente con la voluntad de Dios; o si, por el contrario, su
am or es un angaño que enm ascara al propio egoismo y a los bajos
instintos. P or lo demás, sabemos que Pablo ofrece a los cristianos,
con frecuencia, determ inados criterios de elección para orientar su
com portam iento, tales com o los frutos del Espíritu (de los que ya
hem os hablado) y las listas de vicios y virtudes (1 C or 5, 10-11; 6 , 910; 2 C or 12, 20-21; G ál 5, 19-21; Rom 1, 29-31; 13, 13; Col 3, 5-8; E f
4, 31; 5, 3-5; cf. 1 Tim 1, 9-10; T it 3, 3; 2 Tim 2, 5), que obviamente
deben servir a los m iem bros de la com unidad cristiana como «límite»
que nunca se debe quebrantar. Pero es claro que tales listas no son un
código de leyes propiam ente tales, sino ejemplificaciones de lo que es
en la práctica el am or vulnerado y traicionado o lo que exige la puesta
en práctica de ese m ism o a m o r186.
O tra cuestión muy distinta es si se puede y se debe adm itir la exis­
tencia de norm as hum anas, que tengan una dimensión absoluta, en
cuanto que corresponden a la hum anidad del hombre, porque en tales
norm as el hom bre se expresa y se realiza. Aquí ya no nos situamos al
nivel de la reflexión estrictam ente cristiana, sino en el plano del com­
portam iento ético general. A hora bien, desde este punto de vista,
los m oralistas (al m enos los católicos) están generalmente de acuerdo
en que, efectivamente, se debe reconocer la existencia de tales normas,
que serían la expresión de lo q u é es hum anam ente recto y ju s to 187.
185. Ibid., 71-89.
186. Cf. S. Lyonnet, L e peché, en DBSup V il, 497-498.
187. P ara este punto, cf. J. Fuchs, Der A bsoluthcttscharakter sittlicher Handlungs­
normen, en H. W olter (ed.), Testimonium Veritati, F rankfurt 1971, 213 s, especialmente
223-225. El fundam ento ultim o de tales norm as sería lo hum ano com o recta razón,
prescindiendo de las discusiones sobre la llam ada «ley natural».
Símbolos de libertad
311
Por lo demás, conviene advertir que todo lo dicho no se opone en
absoluto a la necesidad que tiene toda sociedad hum ana de que
existan unas norm as que regulen las relaciones entre los ciudadanos.
En este sentido, ta n to en la sociedad civil com o en la iglesia tendrá
que existir una determ inada norm ativa. Pero haciendo dos salvedades
fundam entales: 1 ) cualquier norm ativa hum ana es válida y admisi­
ble sólo en la m edida en que sirve p ara expresar y realizar el am or y el
servicio a los demás; 2 ) cualquier norm ativa hum ana no puede ser
aceptada por un cristiano com o «ley», es decir, como principio
obligante en conciencia independientem ente del propio discernimien­
to, que el creyente hace desde su fe. Estas dos salvedades tienen su
razón de ser en todo lo que se ha dicho acerca de la libertad cristiana
ante la ley. Porque es evidente que si no hacem os tales salvedades,
anulam os inevitablem ente |a revelación de Dios en Cristo sobre la
libertad que el Señor ha' Jtorgado a los hijos de Dios. Y no hay
autoridad hum ana, por a l|a o im portante que sea, que pueda actuar
de tal m anera que, en la práctica, venga a suplantar la revelación de
Dios a los hom bres. N i hay autoridad hum ana que pueda arrebatar a
los hom bres el derecho que Cristo les ha otorgado: el derecho de ser
libres, que es el derecho de organizar su conducta a partir del amor,
no a partir de la ley.
Entonces, ¿qué valor tiene cualquier norm ativa hum ana a la hora
de determ inar la decisión m oral del creyente? Las norm as hum anas
no tienen m ás valor que el de actuar com o criterios que el cristiano ha
de tener en cuenta a la hora de hacer su discernimiento. Si esas
norm as son expresiones concretas del am or en una situación dada,
está claro que el hom bre de fe no puede, sin más, desatenderlas. Pero
quedando siempre en pie que el últim o determ inante de la decisión
moral es la conciencia ilum inada y guiada por el discernimiento.
27.
Sím bolos de libertad
TaLcomo, de hecho, está organizada la,práctica sacramental en la
iglesia, los sacram entos h a n dejad a de ser símbolos de am or y de
libertad. Y en lugar de eso, aparecen por lo general ante los fieles
como símbolos de obligación, de som etim iento y de dominación. La
gran m ayoría de la gente acude a las ceremonias sacramentales
porque hay obligación de; acudir a esas cosas: hay obligación de ir a
misa los dom ingos, hay pbligación de confesarse en determ inadas
circunstancias o en ciertas ocasiones, hay obligaciones que brotan del
bautism o, las obligaciones que son propias de los que están casados
por la iglesia, las obligaciones que tiene el que está ordenado de
312
Símbolos de libertad
sacerdote, etc, etc. C ada sacram ento es una obligación y, a su vez, una
fuente de obligaciones. P or supuesto, que ni los libros de religión ni
un buen núm ero de predicaciones eclesiásticas hablan de esta m anera
cuando presentan a los sacram entos ante los fieles. Es más, sabemos
muy bien que en ciertos libros de teología se dicen cosas preciosas
acerca de la celebración sacramental com o celebración de la fe y del
amor. Pero una cosa es lo que dicen los libros o los clérigos en sus
sermones; y o tra cosa es lo que la gente siente y vive cuando se tra ta
de los sacram entos eclesiásticos. A hora bien, lo que la m ayoría de la
gente siente y vive sobre este asunto es que los sacram entos son
obligaciones religiosas con las que el fiel cristiano tiene que cum plir y
a las que tiene que someterse, si es que quiere estar bien con Dios y en
paz con su conciencia. Y la prueba m ás clara de que esto es así la
tenem os en el hecho de que la autoridad eclesiástica no quiere, por
nada del m undo, dejar la participación en los sacram entos como
asunto de conciencia que cada uno debe resolver con plena libertad y
sin que medie ley alguna al respecto. L a autoridad eclesiástica tiene,
sin duda, sus razones p ara seguir im poniendo leyes obligantes en
conciencia sobre todos y cada uno de los sacramentos. Porque existe
el convencim iento de que si un buen día se dijera que no es obligatorio
ir a m isa los domingos, el núm ero de gente que acude a las iglesias
bajaría de m anera alarm ante. Y lo que decimos de la misa dominical,
se puede decir igualm ente de los demás sacramentos. H e aquí el
reconocim iento m ás claro de que los sacram entos no son símbolos de
libertad, sino de sometimiento.
Pero no se trata sólo de que los sacram entos son símbolos de
sometimiento. Seguramente, el problem a más serio que representa la
práctica sacram ental establecida está en que los sacram entos son
utilizados, de hecho, com o instrum entos de dominación. La palabra
«dom inación» es fuerte. Pero es, sin duda, la palabra adecuada.
Piénsese, por ejemplo, en lo que h a representado la confesión sacra­
m ental: aunque ni el confesor ni el penitente pensasen en semejante
cosa, la p u ra verdad es que no ha existido un instrum ento de dom ina­
ción má.s sutil y m ás profundo que ése. Piénsese, por poner otro
ejemplo, en que las iglesias cristianas (católida, ortodoxa y protestan­
tes) no han consentido renunciar a la práctica de bautizar a los niños
recién nacidos, lo cual se h a justificado con to d a serie de argum entos
teológicos, pero parece que, en la práctica, eso h a sido el instrum ento
decisivo que han tenido las diversas iglesias para seguir ejerciendo su
influjo y su dom inio en los países y áreas geográficas en que cada una
de ellas estaba instalada. H ay razones, pues, p a ra pensar que los
sacram entos son los m edios m ás poderosos con que cuenta la institu­
ción elclesiástica p ara influir m andar y dom inar.
Símbolos de libertad
313
Por o tra parte, los fieles que se han sentido agusto en su piel de
católicos practicantes, han aceptado gustosos el sistema que se les
imponía. Y no sólo lo han aceptado gustosos, sino que además han
considerado que en el som etim iento incondicional al sistema estaba
su salvación, su santificación y el eje de su vida cristiana.
Pero, en definitiva, ¿qué es lo que todo esto nos viene a indicar?
Por lo menos, una cosa que parece bastante clara: el sistema eclesiásti­
co está persuadido de que con la fe no basta, sino que, además de la
Je jtia c e falta la ley. D e eso parece que está profundam ente persuadida
la autoridad eclesiástica. Y de eso parece que tam bién están bastante
persuadidos m uchos fieles católicos. El resultado es que la iglesia ha
organizado su funcionam iento a base de que la ley juegue un papel
decisivo en la m archa del sistema. D e donde resulta que la generali­
dad de los fieles viven su cristianism o de tal m anera que, en las
relaciones de cada uno con Dios, desem peña un papel clave, no sólo
la fe, sino además la ley. Y las cosas se h a n puesto de tal m anera que
eso se considera intocable. ¿Por qué? D esde luego, del nuevo testa­
m ento no se puede deducir una argum entación que avale y apoye esa
m anera de proceder. Es más, del nuevo testam ento sólo se puede
deducir una argum entación exactam ente en sentido contrario. E nton­
ces, ¿por qué se le da a la ley una im portancia tal en la iglesia? Sin
duda alguna, las autoridades eclesiásticas están sinceramente conven­
cidas de que la ley es absolutam ente necesaria p ara que la fe no
decaiga, p ara que la fe se vea protegida y fom entada. A hora bien,
¿que quiere decir eso en el fondo? Seguramente, eso quiere decir que a
la autoridad eclesiástica no le basta con la fe para relacionarse con los
fieles. O sea, la autoridad parece estar persuadida de que las relacio­
nes entre pastores y fieles, en la iglesia, no pueden ser sólo relaciones
de fe, sino que adem ás es necesario que sean relaciones determ inadas
por la ley, es decir, relaciones de obligación y de sometimiento.
Porque eso es lo que puede añadir la ley a la fe.
En efecto, la fe actúa por el am or y engendra unidad y comunión.
La ley actúa por lo que genera de obligación y de sometimiento. He
ahí dos dinamismo, que tienen que ver muy poco el uno con el otro.
Pero en la iglesia se han querido com paginar ambas cosas, se han
querido dosificar convenientemente y se quieren m antener a toda
costa. Y el resultado es que, en la vida cristiana de los fieles, actúan
lógicamente dos principios o si se quiere dos dinamismos de signo
muy distinto: el dinamismo de la fe y el dinam ismo de la ley. La
consecuencia, entonces, es la confusión. Confusión que opera en los
niveles m ás íntim os de la conciencia, de tal m anera que al cristiano
medio le resulta extrem adam ente difícil saber si lo que le empuja a
participar en los sacram entos es la experiencia de la fe y del segui-
314
Símbolos de libertad
m iento de Jesús o m ás bien el m iedo ante la ley o la norm a quebranta­
da.
E stando así las cosas, ¿cómo recuperar los símbolos perdidos,
p ara que sean efectivamente símbolos de libertad? Es evidente que esa
recuparación no se va a conseguir sólo m ediante teorías y doctrinas.
Porque el problem a n o está en las teorías, sino en las experiencias que
viven los fieles. Por consiguiente, sólo cuando los cristianes-se acer­
quen a los sacram entos con absoluta libertad, sin ser forzados a ello
p o r ninguna ley, podrem os decir que los sacram entos son realmente
capaces de expresar simbólicamente la experiencia fundam ental de
nuestra fe en Jesucristo. D esde este punto de vista, es de desear que la
autoridad de la iglesia afrönte con to d a urgencia el problem a real que
representa el hecho de que los creyentes tengan que acercarse a los
sacram entos em pujados y obligados por una legislación que con
frecuencia les resulta pesada e incluso oprimente. Y en todo caso,
afronte o no afronte la autoridad este problem a, lo más urgente es
que todos en la iglesia tom em os conciencia de lo que representa el
mensaje cristiano en cuanto m ensaje de libertad frente a to d a ley Sólo
a partir de este planteam iento, nuestras celebraciones sacramentales
podrán recuperar su verdadera significación.
8
La doctrina del magisterio
sot^e los sacramentos
?
1.
L os «dogm as de f e » sobre los sacramentos
E n los m anuales de teología dogm ática, se suelen proponer una
serie de afirm aciones acerca de los sacram entos «en general», que son
consideradas com o dogm a de fe, de tal m anera que quien niegue o
ponga en d uda tales dogm as es tenido por hereje. Al hablar aquí de
«dogmas», entendem os esa palabra en el sentido más restringido que
ha adquirido, en los am bientes eclesiásticos, a partir del siglo XIX: lo
que de hecho se suele entender p o r dogm a, desde entonces, son las
definiciones solemnes del m agisterio de los concilios o de los p a p a s l .
Por otra parte, cuando utilizamos el térm ino «hereje», lo entendemos
en el sentido en que el código de derecho canónico define y delimita el
concepto: es hereje to d o bautizado que m anteniendo el nom bre de
cristiano, niega o pone en duda con pertinacia alguna de las verdades
que han de ser creídas con fe divina y católica2.
1. Prescindim os aqui, por tanto, no sólo de la diversidad de sentidos que ha tenido la
palabra «dogma» a lo largo de la historia de la iglesia, sino incluso de la am plitud de
significado que puede tener en la actualidad, ya que, según la definición del concilio
Vaticano I, se pueden entender tam bién com o dogm as las verdades reveladas que el
m agisterio ordinario y universal propone p ara que sean creídas com o tales por los fieles
(DS 3011). Sobre el concepto de «dogm a», Cf. E. B arón, Consideraciones en torno al
concepto de dogma: Proyección 21 (1974) 195-205. P ara la historia y la problem ática de
ese concepto, cf. A. Deneffe, Dogma. W ort und Begriff: Scholastik 6 (1931) 381-400; 505538; M. Elze, Der B eg riff der Dogma in der Alten Kirche: ZTK. 61 (1964) 421-438; W.
K asper, Dogma y palabra de Dios, M adrid 1968; Y. C ongar, La f e y la teología, Barcelona
1970,70-106; K. Rahner-K.. L ehm ann, Kerigma y dogma, en M ysterium Salutis I, M adrid
1969,704-791.
2. Post receptum baptismun si quis nomen retinens christianum, pertinaciter aliquant
ex veritatibus fid e divina e't catholica credendis denegai aut de ea dubitai haereticus est:
Canon 1325, 2.
;
i
316
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
Las verdades fundam entales o dogm as de fe sobre los sacram en­
tos, tal corno son presentadas en los m anuales de teología, son las
siguientes: 1 ) que los sacram entos son siete y por cierto exactamente
siete, ni m ás ni menos, com o se dice textualm ente en el canon prim ero
de la sesión VII del concilio de T rento 3; 2) que estos siete sacram en­
tos fueron instituidos por Cristo, como consta igualmente por el
mismo canon de T re n to 4; 3) que los sacram entos son esencialmente
un «signo» de gracia d ivina5; 4) que los sacram entos confieren la
gracia, es decir, com unican a quien los recibe la gracia y el favor de
Dios, con tal de que el receptor no ponga obstáculo (óbice) para ello,
cosa que se dice en los cánones 6 y 7 de la citada sesión de T re n to 6 y
m ás tarde lo han enseñado León X III (año 1896)7 y Pío X II (año
1947)8. Por su parte, los teólogos, basándose en los cánones de
3. DS 1601. La enum eración de los siete sacram entos se encuentra ya en la Profesión
de f e prescrita a los valdenses (año 1208) (DS 794), en la profesión de fe de Miguel
Paléologo, en el concilio II de Lyon (año 1274) (D S 860) y m ás tarde en el Decreto pro
armenis del concilio de Florencia (año 1439) (DS 1310). En los m anuales de teología se
considera esta afirm ación com o de fe divina y católica. Cf. M. Nicolau, Teologia del signo
sacramental, M adris 1969, 175; J. A. de A ldam a, Theoria generalis sacramentorum, en
Sacrae Theologiae Summa IV, M adrid 1956, 16; I. Puig de la Bellacasa, De sacramentis,
Barcelona 1948, 8 (lo considera sólo de fid e divina ); A. deS m et, De sacramentis in genere,
Bruges 1925, 76, (pertinens ad fid ei depositum); Ch. Pesch, Compendium theologiae
dogmaticae IV, Freiburg 1920, 4 (dice simplemente de fid e ). Se podrían citar otros
m uchos autores que, con ligeras variantes en cuanto a la form ulación, en el fondo vienen
a decir lo mismo. P or ejemplo, considera esta tesis com o dogma, sin m ás precisiones, M.
Schm aus, El credo de la iglesia católica II, M adrid 1970, 267.
4. DS 1601, y tam bién en la profesión de fe prescrita a los m aronitas (año 1743) (DS
2536). J. A. de Aldam a, o. c., 106, afirm a que se trata aquí de una definición de fid e divina
et catholica, m ientras que M. N icolau, o. c., 271, piensa que es u n a verdad de fe definida.
P ara M . Schmaus, o. c., 262, es una cuestión que pertenece a la fe de la iglesia católica; J.
Puig de Bellacasa, o. c., 22, dice que es de fid e divina; Ch. Pesch, o. c., 30, se lim ita a
afirm ar que es de fide. P or lo dem ás los teólogos, han discutido si esta institución por
C risto se ha de considerar com o uña institución inm ediata o mediata; y califican
diversam ente cada una de estas tesis. P or ejemplo, L. O tt, M anual de teologia dogmática,
Barcelona 1964, 501-502, piensa que la institución «directa y personalm ente» es sólo una
sentencia cierta.
5. Esta tesis no aparece tan directam ente form ulada en los docum entos del m agiste­
rio com o las dos anteriores. Sin em bargo, basándose en el canon 6 de la citada sesión de
T rento (DS 1606), S. A. de A ldam a, o .e ., 24, dice que se trata de una verdad de fid e divina
et catholica. Otros autores hablan, más bien, del signo externo «que se com pone de dos
elementos esenciales: la cosa y la palabra ( res et verbum)» y afirm an que eso es sentencia
próxim a a la fe. Asi, po r ejemplo, L. Ott, o. c., 489. M ientras que otros teólogos explican
la naturaleza del sacramento refiriéndose a la teoría aristotélica, am pliam ente utilizada
por la teología medieval, sobre la «m ateria» y la «form a». E sta teoría es considerada
com o doctrina católica, por M. Nicolau, o. c., 187. O tros la juzgan com o cierta y com ún,
así J. Puig de la Bellacasa, o. c., 16.
6. DS 1606,
1607.
7. DS 3315.
8. DS 3858.
Los «dogmas de fe » sobre los sacramentos
317
Trento, han afirm ado que esa doctrina es de fe divina y católica9; 5)
que esa gracia es com unicada p o r los sacram entos ex opere operato,
según la afirm ación textual del canon 8 1Ü. M ás adelante habrá
ocasión de explicar qué es lo que quiere decir la fórm ula ex opere
operato. De m om ento, baste recordar que, a partir de la definición
tridentina, los m anuales de teología han considerado esa doctrina
com o de fe divina y cató lica11; 6 ) que hay tres sacramentos, el
bautismo, la confirm ación y el orden, que imprimen «carácter», según
afirma el canon 9 de la m ism a sesión VII de T re n to 12, aunque ya
antes había referencia a este asunto, prim ero en Inocencio III (año
1201) 13 y en las D ecretales de G regorio IX (entre los años 12301234)14 y de m anera m ás explícita en el D ecreto pro Armenis del
concilio de F lo ren cia15. Tam bién en este caso y de acuerdo con la
enseñanza de T rento, los teólogos han afirm ado que se trata de una
verdad de fe divina y cató lica16; 7) que el m inistro de los sacramen­
tos debe tener, al adm inistrarlos, la intención de «hacer lo que hace la
iglesia», que es la fórm ula que utiliza el canon 1 1 de la misma sesión
de T re n to 17, pero aparece ya antes en el concilio de C o nstanza 18 y de
ello se hab la tam bién en el citado D ecreto p ro Armenis del concilio de
Florencia19. P or to d o ello y de acuerdo concretam ente con la doctri­
n a de Trento, tam bién esta tesis es considerada com o de fe divina y
católica definida20; 8 ) que la validez de un sacram ento es válido
aunque el que lo adm inistra esté en pecado m ortal, con tal de que
haga lo que se necesita p ara adm inistrarlo, según se expresa en el
canon 12 de T re n to 21, pero ya antes se había dicho eso en la profesión
de fe im puesta a los valdenses22. Por lo demás, esta cuestión había
9. P or ejemplo, J. A. de Aldama, o. c., 41; M. Nicolau, o. c„ 231; pero hay quienes
dicen que es, sin m ás precisiones, una verdad de fe, com o por ejemplo, L. O tt, o. c., 496.
10. D S 1608.
11. Así, p o r ejemplo, J. A. de Aldam a, o. c., 58; J. Puig de la Bellacasa, o. c., 56, dice
que es de fid e definita in Tridentino; Ch. Pesch, o. c„ 12, piensa que es sencillamente de
12. DS 1609.
13. DS 781.
14. Corpus Iuris Canonici, 3, X, 1, 11. (ed. Friedberg, 2, 124).
15. DS 1313.
16. P or ejemplo, J. A. de Aldam a, o. c., 49, aunque algunos la califican simplemente
de fe, por ejemplo L. O tt, o. c., 498; o de fid e definita in Tridentino, com o dice J. Puig de la
Bellacasa, o. c„ 107.
17.
DS 1611.
18.
DS 1262.
;
19. DS 1312.
20. J. A. de Aldam% o. c., 83; para M. Nicolau, o. c., 199 es de fe definida.
21. DS 1612.
(j
22. DS 793.
Y
i
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
sido muy debatida desde el tiem po de los padres de la iglesia, por lo
que abundan los docum entos en este sentido, tan to entre los autores
antiguos como en el m agisterio23. Tam bién esta doctrina es presenta­
da por los m anuales de teología com o verdad de fe divina y católi­
c a 24; 9) que por lo m enos en lo que se refiere al bautism o, la validez
del sacram ento tam poco depende de si el que lo adm inistra tiene o no
tiene fe, es decir, que el sacram ento es válido aun cuando lo adminis­
tre un hereje o un cism ático25.
A estas afirm aciones fundam entales del magisterio eclesiástico,
recogidas por lo general en los m anuales de teología, hay que añadir
tam bién las enseñanzas de T rento según la cual no todo los fieles
cristianos tienen potestad p ara adm inistrar los sacram entos26. Es
decir, se trata de la doctrina, tradicionalm ente aceptada en la iglesia,
que afirm a la necesidad de un m inistro determ inado para cada
sacram ento, m enos en el caso del bautism o que, com o es sabido,
puede ser adm inistrado por cualquier persona, en caso de necesidad.
A hora bien, a la vista de estas afirmaciones fundam entales sobre
los sacram entos, conviene subrayar dos cuestiones concretas que son
de especial im portancia, p o r lo que vamos a decir enseguida. A nte
todo, algo que salta a la vista, después de lo dicho, y que además está
en el ánimo de todo el que ha estudiado con cierta detención la
teología sacram ental de la iglesia católica, a saber: si los teólogos
presentan ese conjunto de afirmacionés com o verdades de fe y como
dogmas definidos p o r el magisterio, en últim o térm ino eso se debe a
que el concilio de T rento definió solemnemente esos dogmas. Porque,
aunque es verdad que sobre algunas de esas afirmaciones ya se había
pronunciado el magisterio de la iglesia antes de Trento, lo cierto es
que la recopilación más com pleta, más solemne y m ás clara sobre esas
verdades fue precisam ente en T rento donde se llevó a cabo y donde se
propuso de una m anera m ás term inante y decisiva. Es, p o r consi­
guiente, en el concilio de T rento donde se basan principalm ente y
hasta esencialmente los teólogos católicos p ara afirm ar que las gran­
23. U n a información sobre este asunto puede verse en M . Nicolau, o. c., 158-162.
24. Así, J. A. de Aldam a, o. c., 93; M . Nicolau, o. c., 162.
25. Así, por ejemplo, piensa J. A. de Aldam a, o. c., 98, basándose en el canon 4 sobre
el bautism o de la sesión VII de T rento (DS 1617) y en el m agisterio ordinario de la iglesia;
tam bién en el mismo sentido, E. D oronzo, De sacramentis in genere, M ilwaukee 1946,
478; G. van Roo, De sacramentis in genere, R om a 1957, 185, entre otros que se podrían
citar igualmente. En cuanto a los dem ás sacramentos, no creen los teólogos que se trate de
u na verdad de fe definida su validez, cuando son adm inistrados por herejes. Pero, com o se
h a dicho acertadam ente, es práctica universal de la iglesia reconocer válidos todos los
sacram entos conferidos por herejes. Cf. A. Palenzuela. L os sacramentos de la iglesia,
M adrid 1965, 433.
26. Ses. VII, canon 10. DS 1610.
Los «dogmas de fe » sobre los sacramentos
319
des afirmaciones dogm áticas de la teología sacram ental están definiti­
vamente form uladas y definidas. Desde este punto de vista, se ha
podido decir que el concilio tridentino es, no sólo la refutación de los
errores acerca de los sacram entos27, sino adem ás el «compendio de la
doctrina de la iglesia, decisiva hasta hoy» sobre esta cuestión28.
Por o tra parte — y esto es de alguna m anera más im portante— los
teólogos católicos, no sólo se han basado generalmente p ara decir que
las afirmaciones de T rento sobre los sacram entos son dogm as defini­
dos que vinculan a los creyentes en su conciencia y en su fe, sino que
además han deducido, a partir de esas afirmaciones, una teoría sobre
lo que es la esencia o la naturaleza de los sacram entos. Es decir, los
teólogos católicos, por lo general, no sólo han repetido y aclarado las
formulaciones de Trento, sino que a partir de tales formulaciones,
han pensado que se podía conocer y precisar en qué consiste la esencia
misma, el ser y la naturaleeza de los sacram entos. D e ahí que, en los
tratados dogm áticos de teología sacram ental, es frecuente encontrar
un apartado im portante dedicado precisam ente a definir y explicar
cuál es la esencia de un sacram ento29.
En resumen: los m anuales de teología dogm ática, con bastante
frecuencia, apoyándose en la doctrina que expone el concilio de
Trento en su sesión séptima, sobre los sacram entos en general, han
deducido y enseñado: 1 ) que las afirm aciones fundam entales de
aquel concilio son verdades de fe o, dicho de otra m anera, son
dogmas definidos p o r la iglesia; 2 ) que, a partir de esos dogmas, se
puede determ inar cuál es la naturaleza o la esencia de los sacramen­
tos. Por lo demás, todos sabemos perfectam ente que, a partir de estas
dos conclusiones, se h a organizado la enseñanza de la teología sacra­
m ental en los seminarios y facultades eclesiásticas, se h a form ulado la
doctrina de los catecismos y, en general, se ha educado al pueblo
cristiano de acuerdo con tales principios. Si no en todos los casos, por
lo menos en m uchas ocasiones, así es com o han ido las cosas en la
iglesia en lo referente a la teología de los sacramentos.
27. Cf. jT. Finkenzeller: L T K ÍX, 224.
28. R. Schulte, en Sacruínentum mundi VI, 167.
29. H. Lennerz, De sacrafnentis novae legis in genere, R om a 1950, 86 s; L. Lercher,
Institulionum Theologiae Dogmaticae IV /2, Tractatus de sacramentis in genere, Oeniponte
1948, 5-11 ; Ch. Pesch. o. c., 3-12; J. Puig de la Bellacasa, o. c., 14-20; E. D oronzo, o. c., 33114; L. Ott, o. c„ 486-490; G. van Roo, o. c., 70-94; J. A. de Aldama, o. c„ 22-38; M.
Schmaus, o. c., 262. Los testim onios en este sentido se podrían multiplicar sin especial
dificultad. Hem os citado sólo algunos, a título de ejemplo.
320
2.
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
¿Qué pretendió el concilio de Trento?
Es im portante hacerse esta pregunta. P or una razón que se com ­
prende enseguida. C on frecuencia, se suele decir que la doctrina
católica sobre los sacram entos quedó definitivamente afirm ada y
definida en Trento. A hora bien, cuando se dice eso, ¿qué es lo que se
quiere afirm ar? ¿se trata de decir que el concilio de Trento dijo la
últim a y definitiva palab ra acerca de lo que la iglesia debe saber y
practicar en lo referente a los sacramentos? ¿se trata, además, de
afirm ar que T rento dijo todo lo que esencialmente hay que decir sobre
la teología sacram ental, de tal m anera que todo lo que pudiera venir
después no p odría pasar de ser sino añadiduras com plem entarias y,
p o r tanto, cuestiones secundarias y de segundo orden? ¿pretendió
aquel concilio decir todo eso?
A nte todo, debe quedar bien claro que ningún concilio, por
im portante que sea, puede en ningún caso decir la últim a y definitiva
palabra sobre un a determ inada verdad referente a D ios o, en general,
a la revelación divina. Es decir, nunca las afirmaciones del magisterio
eclesiástico pueden ser el punto omega en el esfuerzo de la m ente
hum ana por com prender y form ular las verdades que se refieren a
D ios o a los asuntos relacionados con lo trascendente. M ás bien hay
que decir que toda la form ulación magisterial es siempre el punto alfa,
p u n to de partida, desde el que la iglesia, todos y cada uno de los
creyentes, tienen el derecho y el deber de seguir avanzando y profun­
dizando hasta llegar a una com prensión m ás profunda y m ás comple­
ta de la verdad. En este sentido, hace m ás de veinte años escribía K.
Rahner:
La form ulación m ás clara y más precisa, la expresión m ás sagrada, la
condensación más clásica del trabajo secular de la iglesia orante,
pensante y militante, en torno a los misterios de Dios, tiene su razón de
vida justam ente en ser comienzo y no fin, medio y n o término: una las
que nos libera para llegar a la verdad siempre m ás a lta 30.
L a razón profunda p o r la que se puede afirm ar lo que acabam os
de leer en este texto de R ahner es la siguiente:
De la esencia del conocim iento hum ano de la verdad y de la naturaleza
de la verdad divina resulta que u n a verdad particular, sobre todo si se
refiere a Dios, es siempre un primer paso, un punto de partida, nunca
una conclusión, un fin al31.
30. K. R ahner, Problemas actuales de cristologia, en Escritos de teologia I. M adrid
1961, 169. R haner habló por prim era vez de este asunto en su trabajo Chalkedon-Ende
oder Anfang? en la obra dirigida por A. Grillmeier y H . Bacht, Das Konzil von Chalkedon
III, W ürzburg 1954, 3-49.
31. K. R ahner, Problemas actuales de cristologia, 169.
¿Qué pretendió el concilio de Trento?
321
Al hablar de esta m anera, R ahner se refería a la definición del
concilio de C alcedonia sobre el misterio de Cristo. Pero es claro que el
mismo criterio se puede y se debe aplicar a la doctrina de cualquier
otro concilio. Porque, en definitiva, el problem a es siempre el mismo:
la imposibilidad que de hecho existe de abarcar la plenitud inagotable
de la verdad en la form ulación concreta y lim itada de una verdad. Por
consiguiente, está fuera de duda que la doctrina de T rento sobre los
sacram entos no puede ser com prendida o interpretada como la últim a
y definitiva palabra que la iglesia ha de tener en cuenta acerca del
asunto que aquí nos ocupa. Lo cual quiere decir, entre otras cosas,
que no es posible elaborar una teología acabada y completa sobre los
sacramentos, partiendo de las enseñanzas de Trento.
Pero no se tra ta sólo de eso. Porque lo que acabam os de indicar
vale lo mismo p ara el concilio de T rento que para cualquier otro
concilio o p ara cualquier definición del m agisterio de la iglesia. Pero,
en el caso concreto del concilio de T rento, sabemos además que la
intención de aquel concilio, al definir la doctrina sobre los sacram en­
tos, fue delim itada y concreta. El concilio, en efecto, no pretendió
nada m ás que una cosa en los cánones dogm áticos de la sesión
séptima: condenar los errores de la reform a protestante acerca de los
sacramentos en general y tam bién los errores sobre el bautism o y la
confirmación. Así se dice expresam ente en el Proemio de dicha sesión:
«para eliminar los errores y extirpar las herejías que se han suscitado
en nuestro tiem po acerca de los santísimos sacram entos»32. Por
consiguiente, sabemos que el mismo concilio declaró, de m anera
oficial, que su intención era m uy concreta: refutar y condenar los
errores de los reform adores protestantes acerca de los sacramentos.
Por eso, se com prende perfectam ente que desde el día 17 de enero
de 1547, cuando se empezó a tra ta r el tem a de los sacramentos en el
concilio, lo que se presentó al estudio y discusión de los teólogos fue
un catálogo de errores tom ados de las obras de los reform adores,
especialmente del tratad o D e captivitate babylonica ecclesiae praeludium de L u te ro 33. C o r n e e dijo en el mismo concilio, se tratab a de
!
32. A d errores eliminandos, et exirpandas haereses, quae circa ipsa santìssima sacra­
menta hac nostra tempestate... sftscitatae. DS 1600.
33. Martin Luthers IVerke V l (ed. W eimar) 497-573. U na buena exposición, aunque
bastante resum ida de la doctrina de Lutero sobre los sacramentos, en R. Hotz, Sakramen­
te im Wechselspiel zwischen Ost und West, Zürich-K öln 1979, 87-94; cf. tam bién, J. Lortz,
Sakramentales Denken beim junger Luther, en Luther-Jahrbuch 1969, 9-41; im portantes
elementos de juicio en O. H. Pesch, Die Theologie der Rechtfertigung bei Luther und
Thomas von Aquin, M ainz 1967.. 334 s; F. Schupp, Glaube, Kultur, Symbol. Versuch einer
kritischen Theorie sakramentaler Praxis, D üsseldorf 1974, 183-192; E. R oth, Sakrament
nach Luther, Berlin 1952; E. Bizer, Die Entdeckung des Sakraments durch Luther: EvTh 17
(1957) 65-87.
!
322
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
u n a lista de errores «coleccionados de los libros de los m odernos
herejes acerca de los sacram entos en general»34. Y en el mismo
sentido hay que entender la advertencia que se les hizo a los teólogos
de que dejaran ap arte las cuestiones que eran opinables entre los
autores católicos, es decir, todo aquello que, con tal de quedar a salvo
la fe, se podía discutir en un sentido o en o tr o 35. A hora bien,
precisam ente porque la intención del concilio era ésa y no otra,
cuando los teólogos encontraban alguna cuestión que era discutida o
discutible entre los católicos, sencillamente la desechaban com o asun­
to que no tenía p o r qué entrar en lo que se estaba tratando. Así, por
ejemplo, el teólogo español Bartolom é M iranda indicó en el concilio
que el artículo sexto de los que se¡ habían presentado a debate, no
debía ser condenado, porque sobre pilo no existía una opinión unáni­
me entre los teólogos católicos36. Y por la m ism a razón, cuando se
llegó a la redacción definitiva del canon 9, que tra ta del «carácter»
que im primen el bautism o, la confirm ación y el orden, se evitó
cuidadosam ente redactar el canon de tal m anera que no se rozara
alguna de las diversas interpretaciones que discutían los católicos
acerca de la naturaleza del «carácter sacram ental»37. Finalm ente, y
po r la misma idea, que siempre movió a los teólogos y a los padres del
concilio al tra ta r de los sacram entos, en la sesión X X III, cuando se
planteó el tem a del sacram ento del orden, el obispo de G erona
advirtió que lo que estaba en juego y lo que, p o r tanto, interesaba era
solam ente «arrancar y destruir los falsos dogm as de los herejes»38.
L a intención, p o r tanto, del concilio fue m uy clara. Y también
muy delim itada y concreta: condenar unos errores determinados.
34. Collectos ex libris modernorum haereticorum circa sacramenta in genere: CT 5,
835, 11-12.
35. Ita tarnen, ut quaestiones, quae ad rem non faciunt et de quibus salva fid e utranque
partem disceptari potest, atque edam omnem verborum perplexitatem devitetis: CT 5, 844,
38-41.
36. Sextus non est damnandus simpliciter, cum sint super eo disputationes in utramque
partem : CT 5, 848, 13-14.
37. Así, por ejemplo, uno de los teólogos advirtió que la existencia del«carácter» la
afirm aban todos, pero que no había unanim idad sobre lo que es el «carácter» y en qué
consiste: Omnes theologi characterem confitentur, sed discordant quid sit et in quo sit ideo
neutra pars est damnanda: CT 5, 858,26-27. Y en el mismo sentido se pronunciò uno de los
obispos: De charactere debet distingui, et damnari quod non sit character: sed quid, non
damnandum, cum variae sint opiniones: C T 5, 903, 43-45. Esta situación de hecho, fue
reconocida y testificada por el fam oso historiador del concilio S. Pallavicino: «In tali
m ateria adunque il, se è, appartiene à certezza di fede: il che è, ad esercizio d’ingenio». S.
Pallavicino, Istoria del concilio di Trento IH , 9, 5 ,2 , F aenza 1793,27; cf. sobre este asunto,
J. G alot, La nature' du caractère sacramentel, Bruxelles 1956, 234; J. M. Castillo, El
ministerio sacerdotal en el magisterio, en R. Rincón (ed.), A l servicio del pueblo de Dios,
M adrid 1974, 197-198.
38. A d haereticorum falsa dogmata evellenda et destruenda. C T 9, 86, 10-11.
¿Qué pretendió el concilio de Trento?
323
A hora bien, eso quiere decir que el concilio no pretendió en ningún
m om ento presentar y definir u n a doctrina com pleta y exhaustiva
sobre la naturaleza de los sacram entos. C om o tam poco pretendió en
ningún m om ento definir el significado pleno y las implicaciones que
tienen los sacram entos p a ra la iglesia y p a ra los creyentes. Dicho de
otra m anera, nadie tiene derecho a apoyarse en la doctrina de T rento
para afirm ar, a partir de esa doctrina, qué es un sacram ento, cuál es
su naturaleza íntim a, cuáles son sus exigencias y sus efectos en la vida
de los fieles,
A prim era vista, estas afirmaciones pueden parecer extrañas o
incluso inadmisibles, al menos p ara algunas personas. Sin embargo,
por más que resulte sorprendente, es así. A nte todo, porque, como ya
se ha dicho, la intención del concilio no fue definir nada de eso, sino
simplemente —hay que repetirlo una vez m ás— condenar los errores
de la reform a protestante. Pero hay algo en todo este asunto que
resulta más significativo, a saber: el concilio no dio jam ás una
definición de lo que entendía por «sacram ento». Lo cual es cierto
hasta tal punto que, ya casi al final de la larga discusión sobre los
sacramentos, el superior general de los erm itaños de san Agustín,
Jerónim o Seripando, pidió a los padres conciliares que en el decreto
se introdujera la definición de sacram ento que había dado, en el siglo
XII, el m aestro de las sentencias, Pedro L o m b ardo39, precisamente
para evitar la equivocidad y la confusión que había sobre ese punto
tan esencial40, pues com o indicó el mismo Seripando, el térm ino
sacramentum no tenía un significado preciso y unívoco, sino que, por
el contrario, había m uchas opiniones sobre el particular41, como
consta por los autores de la época42. Pues bien, ni siquiera después de
esta petición expresa del eminente teólogo, el concilio form uló su
definición de lo que entendía por «sacramento». Lo cual indica
inequívocamente que no se quiso expresamente entrar en la cuestión.
Sin duda alguna, los padres conciliares tenían una idea suficiente­
mente clara de lo que querían decir cuando hablaban de los sacramen­
tos. Se referían, claro está, a los sacram entos que adm inistraba la
iglesia y de los que la teología se había ocupado ampliamente, sobre
39. CT 5, 962, 4-5.
40. A d evitandam aequivocítatem: CT 5, 962, 6.
41. M ultis enim modis hoc nomen sumitur: C T 5, 962, 6.
42. Por ejemplo, puede verse esta imprecisión de sentido en Erasm o, Dilucida et pia
expianatio symboli, en Opera omnia V, Lugduni 1704, 1175, donde reconoce como
sacramentum lo que equivale al mysterium, quod religiosum arcanum possis dicere. Y añade
a continuación: Quamquam hqdie multa fiu n t palam, veluti quum consecratur aqua baptismi. Es decir, incluso ese simple rito de bendecir el agua era considerado, al m enos en
algunos autores, com o sacramentum. Y es indudable que al m enos Erasm o conocía muy
bien la literatura teológica del tiem po y las prácticas eclesiásticas.
324
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
to d o a p artir de Pedro L om bardo. Pero al mismo tiempo que decimos
eso, es im portante recordar que el concilio.no quiso expresamente
aventurarse a d ar una definición de sacramento. Y no quiso dar tal
definición porque sobre ese asunto había diversas interpretaciones
entre los teólogos católicos. A h o ra bien, ¿cómo se puede presentar
u na teología com pleta de u n a realidad que incluso se rehúsa el
definirla?
Pero hay más. Porque no se tra ta solamente de que el concilio de
T rento no pretendió elaborar un a doctrina com pleta y acabada sobre
los sacram entos, sino, sobre todo, lo decisivo está en com prender que
aquel concilio no pudo elaborar tal doctrina. Y eso por una razón
m uy sencilla: sabemos que históricam ente es en los siglos X II y X III
cuando se organiza sistem áticamente la teología; en el tiem po de los
padres de la iglesia no existe la teología com o ciencia, es decir, no se
sistematizó en un cuerpo organizado el saber cristiano; incluso el
m ismo concepto de ciencia aplicado a la teología se ponía en cues­
tió n 43. A hora bien, en esta sistematización de la teología que nace en
la edad media, se elaboró, entre otros, el tratado sobre los sacramen­
tos, pero sorprendentem ente no aparece entonces el tratado dogm áti­
co sobre la iglesia. Es decir, ninguno de los grandes teólogos de aquel
tiem po escribió un tra ta d o de eclesiología. En la historia de la
teología, la eclesiología nace m uy tarde; nace, propiam ente y en
sentido estricto, en el siglo XIX. En la edad media, las referencias que
los teólogos nos dan sobre la iglesia aparecen ocasionalm ente insertas
al hablar de Cristo, de la gracia, de los sacramentos. Ni Pedro
Lom bardo, ni Tom ás de A quino, ni Buenaventura, etc., escribieron
un tratad o D e ecclesia. Prescindimos aquí de las razones que se
pueden aducir p ara explicar este hecho tan extraño en la historia de la
teología44. Lo que aquí interesa es com prender que una doctrina
sobre los sacram entos, que no estaba debidam ente encuadrada dentro
de una correcta com prensión de lo que es la iglesia, tenía el peligro de
convertirse en una doctrina sobre cosas santas y sagradas, considera­
das en sí mismas, pero desligadas de su dim ensión eclesial y com unita­
ria 45.
Pero no se tra ta sólo de eso. H ay algo que interesa m ás directa­
mente a lo que venimos explicando. Se tra ta del hecho sorprendente
de un concilio que debía responder a los ataques de la reform a y que,
sin embargo, no tra tó directam ente el problem a eclesiológico. Es
verdad que se ha discutido si el concilio de Trento elaboró una
43.
en este
44.
45.
Cf. sobre este punto, G. Söhngen, en M ysterium salutis 1/2, 1053-1057, que cita
sentido a A gustín, Epist. 120; De Trinil. 1. XII-XII1.
Cf. para este punto, U. Valeske, Votum ecclesiae, M ünchen 1962, 9-10.
Cf. J. M. Castillo, El ministerio sacerdotal en el magisterio, 176.
¿Qué pretendió el concilio de Trento?
325
eclesiología o, al menos, dio pie p ara ella46. Es verdad tam bién que
aquí y allá, de m anera dispersa, se encuentran en los decretos del
concilio alusiones a tem as eclesiológicos47. Pero está fuera de duda
que el concilio n o quiso abordar el tem a de la iglesia, ni en su doctrina
hay elementos de juicio suficientes p ara decir que, efectivamente, el
concilio de T rento elaboró una eclesiología48. Dicho m ás claramente,
en ningún m om ento ni en ninguna ocasión el concilio se planteó el
tema de la iglesia, ni por tanto, dio una respuesta a ese respecto.
Quizás la explicación de este hecho haya que buscarla en que el
papado temía dem asiado a las corrientes conciliaristas, que habían
agitado fuertem ente a la iglesia durante el siglo XV y cuyos residuos
resultaban aún preocupantes. Por eso, sin duda, se temió poner en el
orden del día la cuestión de la iglesia49. Pero sea cual sea la explica­
ción que se dé sobre el asunto, el hecho es que nos encontram os, una
vez m ás en la historia de la teología, con una doctrina sobre los
sacramentos que no está encuadrada en la doctrina, m ás global y
previa, sobre la iglesia. A hora bien, hablar de los sacram entos sin
hablar sobre el misterio y las estructuras más profundas de la iglesia
es lo m ism o que presentar u n a doctrina que, por más verdadera que
sea, no es ni puede ser una doctrina com pleta y acabada sobre los
sacramentos.
Por consiguiente, debe quedar claro, de u n a vez por todas, que a
partir de las e n se ñ a n z a de T rento no se puede elaborar una teología
completa acerca de la í ¡áturaleza de los sacram entos y su significación
para la iglesia y p ara I4 vida de los creyentes. Y menos aún cabe decir
que T rento pronunció la últim a y definitiva palabra sobre todo este
asunto. Porque su intención no fue esa. Y ni aun siquiera pudo
decirlo. La doctrina de T rento es, desde luego, válida y representa un
dato fundam ental p ara la fe de la iglesia. Pero a esa doctrina no se le
puede hacer decir m ás de lo que pretendió decir y de lo que, en
realidad, pudo d ecir50.
46. Cf. por ejemplo, P. Sarpi, Istoria del concilio Tridentino I, Bari 1935, 4; cf. B.
Ulianich, Considerazioni e documenti per una ecclesiologia di Paolo Sarpi, en la obra
Festgabe Joseph Lortz II, Baden-Baden 1958, 363-444.
47. Por ejemplo: la iglesia fundada por Cristo, su cuerpo, su esposa: ses. XXII, c. 1;
M adre de los creyentes: ses. XVIII; prim ado rom ano: ses. XIV, c. 7; cf. Y. Congar.
L'église de saint Augustin à Pépoque moderne, P aris 1970, 364.
48. P ara este punto, cf. el trabajo de G. Alberigo, Die Ekklesiologie des Konzils von
Trient, en la obra en colaboración Concilium Tridentinum, D arm stadt 1979, 295.
49. Cf. Y. C ongar, Uéglise de saint Augustin à Fépoque moderne, 309-338; 364-365.
50. P ara la doctrina de T rento sobre los sacramentos, puede verse L. Kruse, Der
Sakramentsbegriff des Konzils von Trient und die heutige Sakramentstheologie: T hG l 45
(1955) 401-412; A. Palenzuela, Los sacramentos de la iglesia, 323-355; R. Hotz, Sakramen­
te im Wechselspiel zwischen Ost und West, 94-107.
326
3.
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
¿Errores o herejías?
U na vez que hem os delim itado la intención de Trento al form ular
su doctrina sobre los sacram entos en la sesión séptima, debemos
afro n tar la cuestión más im portante que se nos plantea sobre este
asunto: ¿qué valor teológico tienen los anatem as de dicha sesión? Es
decir, las doctrinas de los reform adores protestantes, que el concilio
condena en esa sesión, fueron condenados como herejías? ¿quiere
decir eso, por tanto, que las afirm aciones que Trento presenta en la
sesión séptima constituyen una doctrina de fe?
Para responder a estas preguntas, hay que tener en cuenta, ante
todo, que los anatem as del concilio de T rento no significan siempre y
necesariam ente que la doctrina o el asunto que se condena sea, por
eso sólo, una herejía, ya que a veces lo que se condena m ediante la
fórm ula anathema sit, no es propiam ente una doctrina o una teoría,
sino simplemente u n a determ inada práctica. P or ejemplo, el canon de
la sesión X III dice textualmente: «Si alguien dijese que no le está
perm itido al sacerdote cuando celebra (la misa) darse a sí mismo la
com unión, sea anatem a»51. Evidentemente, en este caso, no se puede
tra ta r de una herejía, de tal m anera que lo contrario sea una doctrina
de fe, porque nadie va a decir que el concilio de Trento pretendió
afirm ar que es una herejía defender que no es lícito para el sacerdote
que se dé a sí mismo la com unión cuando celebra la m isa52. Igual­
mente, en el canon 9 de la sesión X X II dice el concilio que «sea
anatem a» quien afirme que n o se ha de mezclar agua con el vino que
se ofrece en la m isa53. E stá claro, tam bién en este caso, que no se
puede considerar com o una doctrina de fe, de tal m anera que lo
contrario sea una herejía, la práctica de mezclar unas gotas de agua
con el vino de la misa, aun cuando eso se defienda como contrario a la
institución eucaristica. N o es im aginable que ningún teólogo serio
llegue a defender que ese anatem a define una verdad de fe revelada.
Y, por último, en el mismo sentido, en la sesión VII, concretam ente en
el últim o de los cánones dedicados al bautismo, se dice que si alguien
afirm a que los niños bautizados, al llegar a la adolescencia, deben ser
interrogados para ver si ratifican lo prom etido por sus padrinos, y si
no están de acuerdo, se les ha de dejar a su arbitrio y no se les ha de
51. S i quis dixerit, non licere sacerdoti celebranti se ipsum communicare: anathema
sit: DS 1660.
52. Para una interpretación de la doctrina de T rento, en su sesión X III, cf. J. M.
Rovira Belloso, Trento, una interpretación teològica, Barcelona 1979, 306-334. A unque el
au to r no trata esta punto concreto.
53. Si quis dixerit... out aquam non miscendam esse vino in calice offerendo, eo quod sii
contra Christi institutionem, anathema sit: DS 1759.
¿Errores o herejías?
obligar con ninguna o tra pena, p ara que lleven una vida cristiana,
n ada m ás que con la privación de la eucaristía y de los demás
sacram entos, que sea anatem atizado54. Obviamente, se trata de una
cuestión m eram ente disciplinar, que, com o es lógico, no se puede
considerar com o un artículo de fe.
A hora bien, si entre los anatem as o condenaciones que form uló el
concilio hay algunos que no parecen referirse a una doctrina de fe,
sino simplemente a determ inados usos o prácticas eclesiásticas, la
cuestión que se plantea lógicamente está en saber el valor doctrinal
que el mismo concilio quiso dar a los anatem as, concretam ente a los
de la sesión séptim a, la que tra ta sobre los sacram entos en general.
En los m anuales de teología dogm ática, se ha enseñado, durante
bastante tiempo, que los anatem as tridentinos son indicios casi segu­
ros de u n a proposición de fe divina, definida solemnemente por la
iglesia. ¿Se puede aceptar, sin más, esta m anera de pensar? H ace más
de veinticinco años, el profesor P. F. Fransen advertía acertadam ente
que tal m anera de pensar era una simplificación escolar55. Y hacia tal
advertencia porque, a su juicio, la idea que los teólogos y los padres
de T rento tenían de lo que es la fe o, más concretamente, de lo que
hoy podríam os llam ar un «artículo de fe» era algo muy distinto de lo
que hoy piensan los teólogos sobre ese asunto. L a «fe» entonces era
todo lo que se relaciona con la salvación, todo lo que se contiene en la
Escritura y es propuesto universalmente por la iglesia. D e ahí que,
con frecuencia, se consideraban com o datos de la fe, no sólo los
artículos de la fe y el símbolo de la fe («el credo»), sino adem ás todo lo
que se relaciona con los sacram entos, determ inados puntos de la
cristologia contenidos en los concilios antiguos, finalmente todo lo
que la iglesia propone en sus «santos cánones» para nuestra
salvación56. Evidentemente, de ser esto así, el concepto de «verdad de
54. Si quis dixerit, huismodi párvulos baptízalos, cum adoleverint, interrogandos esse,
an ratum habere velini, quodpatrini eorum nomine, dum baptizarentur, polliciti sunt, el ubi
se nolle responderint, suo esse arbitrio reliquendos nec alia interim poena ad christiavam
vitam cogendos, nisi ut ab eucharistia aliorumque sacramentorum perceptione arceantur,
donee, resipiscant, anathema sit. Canon 14. DS 1627.
55. P. F. Fransen, Rèflexions sur l'anathème au concile de Trente: ETL 29 (1953) 658;
cf. del mismo autor, p ara este asunto, Die Formel «si quis dixerit ecclesiam errare» a uf der
24 Sitzung des Trienter Konzils: Scholastik 25 (1950) 492-517; 26 (1951) 191-221; y
tam bién Ehescheidung in Falle von Ehebruch: Scholastik 27 (1952) 544,549-550, 552-553 y
556: así com o el artículo más reciente en el que ha confirm ado el resultado de sus
investigaciones sobre T rento, Wording en strekking van de canon over het m erkteken de
Trente: Bijdragen, Tijdschrift Philosophie en Theologie 32 (1971) 2-34, especialmente 33.
Y a antes, h ab ía puesto en duda la valoración teológica del primer anatema de T rento el
profesor P. H. Lennerz, Notulae tridentinae: G reg 27 (1946) 136-142.
56. P. F. Fransen, pL'anathème au concile de Trente, 659.
328
L a doctrina del magisterio sobre ios sacramentos
fe» tenía, en tiem po del concilio de T rento, un significado m ucho m ás
am plio que ahora. Lo cual nos vendría a decir que en Trento pudieron
m uy bien ser presentadas como verdades de fe determ inadas cuestio­
nes que quizas ahora se podrían enjuiciar o calificar de o tra manera.
¿Qué se puede decir sobre este asunto? Por supuesto, no se tra ta de
estudiar aquí este problem a en to d a su am plitud, es decir, no se trata
de estudiar aquí este problem a en todo el concilio, en todas y cada
u n a de sus sesiones. Semejante trabajo rebasa con m ucho los límites
de lo que aquí nos interesa directamente, que es el sentido y el alcance
de los cánones de la sesión séptima, en la que se abordó el tem a de los
sacram entos en general.
Pues bien, delim itado así el cam po de nuestra investigación, la
prim era pregunta que se nos plantea es muy clara: en realidad,
¿pretendió el concilio de T rento, en los cánones de la sesión séptima,
definir su doctrina sobre los sacram entos com o una doctrina de fe, de
tal m anera que quien defienda lo contrario a lo que se dice en esos
cánones incurre en herejía?
Es im portante, ante todo, advertir que esta pregunta no es capri­
chosa. Ni se debe a una especie de m anía por buscar y encontrar
problem as en todo. P or el contrario, se tra ta de una cuestión obliga­
da. P or una razón muy sencilla: cuando el día 20 de enero de 1547 se
propusieron a los teólogos los artículos de los reform adores protes­
tantes, que se iban a discutir, sobre los sacramentos, la presidencia
planteó tres preguntas. A hora bien, la prim era de esas preguntas
decía así: «Si todos y cada uno (de estos artículos) son heréticos o
erróneos y por tanto si parece que deben ser condenados por el
concilio»57. L a pregunta, com o se ve, está form ulada de tal m anera
que en realidad lo que se quiere saber son dos cosas: por una parte y
ante todo, si aquellos artículos protestantes debían ser condenados
por el concilio; pero, adem ás de eso, se pregunta tam bién a los
teólogos si consideraban que aquellas doctrinas eran heréticas o
erróneas. Por supuesto, en am bos casos tales doctrinas serían conde­
nadas. Pero evidentemente no es lo mismo lo uno que lo otro, es decir,
no es lo mismo que fueran condenadas com o herejías o que lo fueran
com o errores.
¿Que se entendió entonces bajo el concepto de herejía y qué
significaba el térm ino error? N o resulta fácil responder a esta pregun­
ta. M ás adelante nos ocuparem os de ello, concretam ente por lo que se
refiere a la idea de herejía. Pero, sea lo que sea de esa cuestión, una
cosa está clara: no era lo mismo la herejía que el error. Y no era lo
57.
Primum, an haec omnia et singula vel haeretica vel erronea sint ac propterea a
sancta synodo damnanda videantur, CT 5, 844, 31-32.
¿Errores o herejías?
329
mismo porque en Jas intervenciones de los teólogos y de los obispos
aparece constantem ente el cuidado y la preocupación por distinguir y
m atizar si tal artículo en concreto debía ser condenado com o herético
o com o erróneo. Y es que, efectivamente, tan to los teólogos com o los
obispos com prendieron perfectam ente que la prim era pregunta, que
había hecho la presidencia, im plicaba el precisar si las doctrinas, que
se trataban de condenar, eran herejías o errores.
A hora bien, supuesto este planteam iento del problem a, una de las
cosas que resultan m ás reveladoras, en todo este asunto, es que ni los
teólogos ni los obispos llegaron a ponerse de acuerdo sobre la
respuesta que debían d ar a la prim era pregunta que se les había
hecho. Es decir, n o hubo unanim idad a la h o ra de pronunciarse sobre
los artículos que debían ser condenados com o erróneos. Los ejemplos
abundan en este sentido. Ya, al pronunciarse los teólogos sobre el
prim ero de los artícii. j s protestantes, aparecieron discrepancias. El
articulo decía sencillamente: «Los sacram entos de la iglesia no son
siete, sino m ás o menos, que pueden ser llam ados verdaderos sacra­
mentos» 58. Pues bien, ante este enunciado, a prim era vista tan claro,
la casi totalidad de los teólogos afirm ó que era herético 59 y expresa­
m ente lo calificaron así tam bién algunos obispos60. Pero no faltó
algún teólogo que afirm ó que ese artículo era simplemente falso61. Y
entre los obispos uno lo calificó com o herético, erróneo o escandalo­
so62, m ientras que un buen núm ero de padres conciliares, exacta­
m ente trece, se limitó a decir que fuera condenado sim plem ente63. En
realidad, ¿qué querían decir estos obispos con esa expresión tan
ambigua? Probablem ente se referían a que el artículo en cuestión
fuera condenado sin hacer más distinciones y tal como estaba redac­
ta d o 64. Pero, sea lo que sea de este punto concreto, lo que indudable­
mente aparece en las actas del concilio es que no hubo unanim idad
total en cuanto a la calificación teológica que se le debía dar a la
condena, es decir, si se tratab a de u n a herejía, de un error o de una
cosa que debía ser condenada sin precisar m ás sobre el particular.
58. Sacramenta ecclesiae non esse septem, sed vel piula vel pauciora, quae vere
sacramenta dici possunt, CT 5, 835, 14-15.
59. CT 5, 845, 3; 846, 8; 848, 8; 849,4-5; 850, 20-21; 850, 31-32; 851, 7-8; 851, 28-29;
852, 35-36; 853, 19; 854, 6-7; 855,1; 855,26; 856, 13; 856, 30; 857, 3; 857, 21; 858, 4-5; 859,
13; 860, 4; 861, 3; 861, 20-21; 861, 40; 862, 6.
60. CT 5, 907, 11; 907, 23; 907, 39; 929, 43-44.
61. CT 5, 860, 31-32.,
62. CT 5, 896, 17-18.;
63. Simpliciter: CT 5 ,‘908, 23; 922,21-22; 922, 37; 923,32-33; 924,19; 924,44; 925.2;
926, 45; 927, 46; 931, 2; 9^3, 9; 935, 31; 967, 18.
64. Téngase en cuenta que, al resumir las sentencias de los teólogos, este artículo
había sido incluido entre los que necesitaban alguna aclaración. CT 5, 865, 23-31.
330
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
Esta imprecisión se ve m ucho m ás claram ente en el tratam iento
que se le dio al artículo segundo. Este artículo decía que los sacram en­
tos no son necesarios y que, sin ellos, o al menos el deseo de recibirlos,
los hom bre obtienen de D ios la gracia únicam ente por medio de la
fe 65. A nte esta afirm ación de la teología protestante, los teólogos se
dividieron, es decir, se pronunciaron de m aneras muy diversas, pues
m ientras algunos pensaban que tal proposición debía ser condenada
com o h erética66, otros decían que era una herejía en parte sí y en
p arte no, puesto que hay sacram entos que no son necesarios para que
el hom bre viva en gracia y en am istad con D io s67. Pero no faltó quien
consideró que esa afirm ación no era herética, sino errónea68. Otros,
finalm ente, la calificaron sencillamente de falsa69. En este caso, por
tanto, la diversidad de puntos de vista fue m ucho más acusada.
Pero si en los artículos antes citados, los teólogos no se ponían
unánim em ente de acuerdo sobre si debían ser condenados como
heréticos o no, menos aún se pusieron de acuerdo en otros puntos
concretos que se som etieron a debate. Por ejemplo, cuando se trató
del tem a del «carácter» que im primen determ inados sacram entos
(bautism o, confirm ación y orden). Sobre este asunto, el artículo
noveno que se presentó a la discusión de los teólogos decía que «en
ninguno de los sacram entos se imprime carácter, sino que eso es una
cosa ficticia»70. Obviam ente, y tal com o ahora piensa la generalidad
de los teólogos sobre este punto, u n a afirmación, redactada en esos
térm inos, parece que debía haber sido condenada inm ediatam ente
com o herética y sin la m enor duda, ya que la teología católica venía
afirm ando, desde hacía siglos, la existencia del «carácter sacram en­
tal», por m ás que hubiera diversas interpretaciones acerca de su
n atu raleza71. Sin em bargo, resulta sorprendente ver en las actas del
concilio la dispersión de juicios y censuras que se advierte en las
intervenciones de los teólogos conciliares cuando se tra tó esta cues­
tión. Porque, m ientras algunos pensaban que negar la existencia del
«carácter sacram ental» era u n a herejía72, otros consideraban que eso
65. Sacramenta non esse necessaria, et sine eis ac eorum voto per solam fidem homines
a Deo gratiam adipisci. CT 5, 835, 21-22.
66. CT 5, 845, 3; 855, 26; 856, 17-18; 857, 7; 857, 26; 859, 13; 860, S; 861, 39-40;
862, 6.
67. CT 5, 846, 9-13; 847,2-3; 853,21-22; 854,16-17; 855, 3-4; 856, 31-33; 860, 33-34.
68. CT 5, 850, 21.
69. CT 5, 851, 21; 852, 27; 858, 9; 861, 6; 861, 21.
70. In nullo sacramentorum imprimi characterem, sed rem fìctitiam esse. CT 5, 836,
23.
71. Sobre este punto, cf. el estudio de J. G alot, L a nature du caractère sacramente!,
Bruxelles 1956.
72. CT 5, 846, 19; 855, 26; 858, 26; 859, 25-26; 860, 7; 862, 8-9.
¿Errores o herejías?
331
era una doctrina simplemente falsa73; alguno la enjuició com o erró­
n e a 74, y otros se expresaron de m anera que llegaron a decir las cosas
más opuestas entre si. P or ejemplo, hubo quien dijo que eso «en algún
caso no sería erróneo»75; otros pensaban que se debía condenar, pero
no com o herejía76; alguien afirmó que se trataba de una doctrina ya
condenada, pero no como doctrina de fe77, y hasta no faltó algún
teólogo que dijo que el hecho de negar la existencia del «carácter
sacramental» no se debía co n d en ar 78 o que la sentencia contraria era
simplemente u n a opinión más p ro b ab le79. En definitiva, se ve clara­
m ente que cuando se planteó el problem a del «carácter» que impri­
men determ inados sacramentos, los teólogos del concilio no llegaron
tam poco a ponerse de acuerdo acerca de la censura o calificación
teológica que se le debía dar a la doctrina de los reformadores.
En consecuencia, ¿se tratab a de errores o de herejías? La respuesta
es que no hubo acuerdo unánime, ni entre los teólogos, ni entre los
obispos, a la h o ra de d ar su parecer sobre esa pregunta tan fundam en­
ta l80. Y no hubo unanim idad, ni en los tres ejemplos que hemos
analizado, ni en la m ayoría de los artículos de la teología sacramental
reform ada que se sometieron a examen. En efecto, entre los padres
conciliares hab ía tal confusión sobre este asunto, que casi al final de
las largas sesiones de trabajo que se dedicaron á los sacramentos, el
procurador del cardenal A ugustani, Claudio Jayo, dijo que «en
cuanto al m odo de proceder, se rem itía a la decisión de los legados
papales»81. Al hablar del «m odo de proceder», se refería a la grave­
dad o calificación teológica que se debía dar a las condenaciones que
el concilio iba a form ular en su sesión séptima. Enseguida vamos a
ver, por otras intervenciones, que esa expresión se refería precisamen­
te a eso. Pero lo interesante de esta intervención de Claudio Jayo está
en que eso indica hasta qué punto no resultaba claro el sentido y el
alcance que se les iba a d ar a las condenaciones de los artículos
73. C T 5, 852, 15; 855, 7; 859, 16; 861, 40.
74. C T 5, 848, 15-16.
75. In aliquo casu non esset erroneus. C T 5, 849, 9.
76. Damnandus, sed non ut haereticus. CT 5, 851, 32-33.
77. Damnatus, sed non tamquam de fide. C T 5, 849, 28.
78. Ήοη est damnandus. CT 5, 861, 24-25.
79. Sed amplectenda contraria opinio ut probabilior. C T 5, 851, 32-33.
80. Es verdad que, a juicio del cardenal M arcelo Cervino, presidente en la sesión
V il, los artículos: 4 ,5 , “7, 8, 1 0 ,1 1 ,1 2 ,1 4 habían sido considerados por los teólogos como
heréticos. CT 5, 896, 10-11. Pero la verdad es que, incluso sobre esos artículos, hubo
obispos que hicieron sus m atizaciones, por ejemplo, el obispo Senogalliensis, al referirse al
artículo 7: CT 5, 903, .10-12; tam bién Chironensis, sobre el artículo 10: CT 5, 907, 31-32;
puso tam bién sus reparos sobre el artículo 7 el obispo Pisauriensis: CT 5,925, 1-2; y en el
m ismo sentido se pronunció Siracusanus: CT 5, 927, 25-26.
81. C T 5, 935, 34.
332
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
protestantes. Precisam ente por eso, el obispo de C alahorra dijo
textualmente: «N o parece bien el m odo de proceder, es decir; que se
condenen los artículos así en confuso, no sea que alguien con m ala
intención pueda siempre excusarse, en el sentido de que lo que dice no
es herético, sino escandaloso o erróneo»82. Evidentemente, en la
intención de este obispo estaba el propósito de que los artículos de la
teología protestante fueran condenados com o heréticos. Pero, al
mismo tiempo, se ve claram ente que, tal com o se había desarrollado
el proceso de los debates, no resultaba fácil de com prender si las
condenaciones que se iban a pronunciar calificaban aquellos artículos
de herejías, de errores o de afirmaciones escandalosas. Y p a ra que no
quede duda de que así estaban las cosas, basta con copiar literalmente
lo que dijo el obispo Felipe A rchintus, vicario del papa en Roma: «No
parece bien el m odo de proceder propuesto por el cardenal de la Santa
Cruz, porque nunca se va a poder saber qué (artículos) son escandalo­
sos, cuáles heréticos, cuáles erróneos»83. El cardenal de la Santa Cruz
era M arcelo Cervino, quien, en su calidad de presidente, había
clasificado los artículos protestantes en tres grupos, de tal m anera que
m ientras unos le parecían claram ente heréticos, los otros no se podía
precisar exactam ente bajo qué concepto iban a ser rechazados o
condenados84, puesto que precisaban ulteriores declaraciones de los
padres y teólogos del concilio85.
E stando así las cosas, la pregunta que hay que hacerse es si en los
trabajos siguientes de los teólogos y padres conciliares se aclaró esta
cuestión tan fundam ental, antes de llegar a la últim a y definitiva
sesión, la que fue propiam ente la sesión séptim a del concilio. ¿Qué se
puede decir sobre esta cuestión?
Por lo que aparece eñ las actas del concilio, se puede afirm ar, sin
lugar a dudas, que este asunto no quedó resuelto. Efectivamente,
cuando en las actas se resum en las «censuras» de los padres sobre los
sacram entos «in genere», no se $ice ni una palabra acerca de la
calificación teológica con que los ahículos de los reform adores iban a
ser condenados86. P or tanto, al m enos h asta ese m om ento, el concilio
no se pronunció sobre la im portancia de la cuestión de cóm o quería
condenar las afirm aciones protestantes sobre los sacram entos en
82. Circa modurn procedendi non placet, quod damnentur articuli ita in confuso, ne
quilibet malus excusare semper se possit, quod id, quod dicit, non sit haereticum, sed
scandalosum vel erroneum, CT 5, 931, 16-18.
83. Non placet modus procedendi propositus a Card. S. Crucis cum numquam sciri
possit, qui scandalosi, qui haeretici, qui erronei sint, C T 5, 925, 12-13.
84. Cf. CT 5, 896, 10-11; cf. 863, 4-38.
85. CT 5, 896, 11-16.
86. CT 5, 971-972.
¿’ hàmmamnmmìm
E l concepto de «herejía»
333
general. T am poco se dijo nada acerca de este asunto cuando los
cánones fueron presentados, ya redactados de nuevo y corregidos, en
la congregación general del 26 de febrero de 154787. Com o tam poco
se tocó este pun to cuando se resum ieron las censuras de los pad res88.
Y lo mismo ocurrió^ ju a n d o exam inaron esas censuras los prelados
teólogos89. Finalm ente, cuando el día 3 de m arzo de 1547 se celebrò
la sesión séptim a del concilio, en el Proem io del decreto aprobado, sé
dice que los cánones sobre los sacram entos se establecen y se decretan
para «eliminar los errores y p ara extirpar las herejías» 90. ¿Qué quiere
decir esa frase en el Proem io del decreto? Si volvemos ahora a la
primera cuestión que se le planteó a los teólogos, se comprende
perfectamente la significación y el alcance de esas palabras: al iniciar^
se los debates sobre el tem a de los sacram entos en general, se pregun­
tó a los peritos del concilio si las doctrinas protestantes, que se trataba
de condenar, iban a ser condenadas com o herejías o como errores.
Pues bien, el análisis de todas y cada una de las intervenciones de
teólogos y obispos, sobre la cuestión planteada, nos lleva a una
conclusión: no se pusieron de acuerdo sobre este asunto. Es decir, ni
los teólogos ni los obispos llegaron a precisar, de tal m anera que no
quedase lugar a duda, si todos y cada uno de aquellos artículos
podían y debían ser condenados com o heréticos o simplemente como
erróneos. P o r eso, sin duda, se com prende que en el Proem io se
utilizara una frase pretendidam ente ambigua: «para eliminar los
errores y p ara extirpar las herejías».
En resumen: por lo m enos hay una cosa com pletamente segura, y
es que no podem os saber con seguridad si lo que el concilio de Trento
condena, en su sesión séptima sobre los sacram entos en general, es
una serie de afirm aciones a las que califica de heréticas o simplemente
de erróneas. Por consiguiente, ¿se tra ta de errores o de herejías? Esta
cuestión no quedó resuelta en el concilio. Lo que es lo mismo que
decir: nadie tiene derecho a interpretar los cánones de la sesión
séptima de T rento com o afirm aciones de una doctrina de fe definida.
4.
E l concepto de « herejía »
Y
a hem os dicho que, en el vigente código de derecho canónico, se
considera com o hereje a todo bautizado que, m anteniendo el nom bre
de cristiano, niega o pone en duda con pertinacia alguna de las
87.
88.
89.
90
C T 5, 984-986. ;
C T 5 , 991.
CT 5, 992.
A d errores eliminandos, et extirpandas haereses, CT 5, 994, 11-12. DS 1600.
334
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
verdades que han de ser creídas con fe divina y católica91. La
expresión fe divina y católica se refiere a la afirmación del concilio
V aticano I, según la cual «se han de creer con fe divina y católica
aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o
transm itida y que adem ás son propuestas por la iglesia para que sean
creídas cóm o reveladas por Dios, ya sea m ediante un juicio solemne,
ya sea en su m agisterio ordinario y universal»92. Por consiguiente,
para que una persona sea considerada com o hereje, según el concepto
actual de herejía, no basta con que niegue o ponga en duda alguna
afirmación bíblica, por ejemplo, sino que se requiere además que lo
que esa persona niega o pone en d u d a sea u n a verdad propuesta por el
m agisterio de la iglesia p ara ser creída com o revelada por Dios. Se
trata, pues, de un concepto de «herejía» bastante delimitado, en el que
entran los siguientes elementos: 1 ) que el sujeto en cuestión sea un
bautizado, que adem ás se sigue considerando como cristiano; 2 ) que
lo que niega o pone en d uda sea una verdad de fe divina y católica, en
el sentido explicado; 3) que m antenga su negación o su duda «con
pertinacia», es decir, obstinadam ente, lo que supone que ya ha sido
advertido o avisado de alguna m anera por quien tiene autoridad en la
iglesia p ara elloy3.
Este concepto de «herejía» no ha existido así siempre en la
iglesia94. En los prim eros siglos, el concepto era aún bastante impreci­
so y, en general, se juzgaba herético lo que la iglesia sentía que
traicionaba en alguna m edida su instinto profundo, su cohesión
ín tim a95. M ás tarde, concretam ente a partir del siglo III, abundan los
testim onios en los que se considera com o «herejía» lo que era visto en
la iglesia com o una «novedad»96. Desde los siglos XI y XII, aunque el
concepto de herejía sigue siendo impreciso, se entiende bajo ese
término, al m enos con bastante frecuencia, todo lo que era desobe­
diencia a la autoridad eclesiástica y, más concretamente, a la autori­
91. Canon 1325,2.
92. DS 3011.
93. P ara este punto, cf. A. Michel: D T C V I/2, 2223; J. M adoz, La pertinacia, rasgo
característico de la herejía en los primeros siglos de la iglesia: EtEc 12 (1933) 503-514.
94. U na buena inform ación bibliográfica sobre este asunto, en Y. Congar: M yste­
rium salulis I V /I, 441, η. 56; buen estudio de conjunto en A. Michel: D T C VI/2, 22082257; también I. Brosch, Das Wesen der Häresie, Bonn 1936; Y. Congar, L'hérésie,
déchiremeni de Vunite, en L'église est une, Paris 1939, 255-259; C. Pozo, L a noción de
«herejía» en el derecho canónico medieval: EtEc 35 (1960) 235-251.
95. Y. Congar: M ysterium Salutis 1V/1, 441.
96. Inform ación a este respecto en Y. C ongar, o. c., 441-442, n. 58.
E l concepto de «herejía »
335
dad del p a p a 97, así como tam bién el pecado de «simonía» era en
aquellos tiem pos un pecado de herejía98. Es verdad que Tom ás de
Aquino intenta precisar, m ás en concreto, el concepto de herejía, pero
lo cierto es que sus ideas a este respecto resultan bastante genéricas e
imprecisas. Para él, en efecto, es hereje el que sigue una interpretación
propia y elegida a su arbitrio, no aquello que ha sido enseñado por
C risto99.
¿Se m atizó m ás y se llegó a fijar el concepto de «herejía» en los
siglos siguientes, antes de llegar al concilio de Trento? ¿Se tenía por
tanto, en el concilio una noción precisa y, al menos, aproxim ada a la
que existe actualm ente en la iglesia? Es im portante hacerse estas
preguntas. Porque, a fin de cuentas, hemos visto que en el Proem io de
la sesión VII se habla de «extirpar herejías». En consecuencia, parece
de sumo interés tener muy en cuenta lo que los teólogos tridentinos
entendían por herejía, ya que a los reform adores protestantes se les
consideraba com o «herejes» y, a fin de cuentas, las doctrinas que se
condenan en la citada Sesión VII eran precisamente las teorías que
defendían los reform adores. Y la cuestión es tanto m ás im portante
cuanto que se tenía la idea de que las afirmaciones del concilio sobre
los sacram entos eran indudablem ente afirmaciones de fe 100. ¿Qué se
puede decir sobre este punto, indudablem ente esencial?
Por supuesto, no se tra ta de analizar el concepto de «herejía» que
se barajó en todas y cada una de las sesiones del concilio. Y menos
aún, de precisar el valor dogm ático de todas y cada una de las
definiciones conciliares. N os lim itam os intencionadam ente a lo que es
el objeto preciso de nuestro estudio: la sesión VII, sobre los sacramen­
tos. Pues bien, si nos atenem os a las intervenciones de teólogos y
obispos en sus debates sobre los sacram entos, podem os decir con
toda seguridad que el concepto de herejía seguía fluctuando, en
tiempos del concilio, en la mism a imprecisión que había tenido en los
siglos anteriores. Así, había teólogos que consideraban como herético
97. P or ejemplo, se repetía con frecuencia una frase falsam ente atribuida a A m bro­
sio". Haereticum esse qui se a romanae ecclesiae in aliquo subtraxerit diccione, Regest.VII,
24 (ed. C aspar) 504. O corno se dice en los Dictatus de Avranches, c. 2: Qui decreiis sedis
apostolicae non consenserit haeretieus habendus est. Cf. Y. C ongar, o. I . 442.
98. J. Leclercq, Simoniaca haeresis, en Sludii Gregoriani, I, R om a 1947, 523-530; P.
de Voogth, L a «Simoniaca haeresis» selon les auteurs scholastiques: E TL 30 (1954) 65-80.
99. Intendit quidem Christo assentire, sed deficit in eligendo ea quibus Christo assen­
nai, quia non eligit ea quae sunt vere a Christo tradita, sed ea quae sibi propia mens suggerii.
Sm. Th. II-H, q. 11, a. 1.
100. En este sentido, el conocido historiador del concilio S. Pallavicino, dice lextualmente: «Dopo lunghe' ·">sservazioni ed emendazioni adunque, furono apparechiati per la futura
sessione trenta canori^ ß fede»: S. Pallavicino, Istoria del concilio di Trento 111, 1. 9 c. 7, 2,
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
lo que se oponía sencillamente a los ritos eclesiásticos. Por ejemplo,
Sebastián de Castello, hablando de los artículos protestantes sobre el
bautism o, dice: «El decim otercero es tam bién herético según el rito
del b au tism o » 101. En el m ism o sentido, Francisco V ita dice de uno de
los artículos que es herético «puesto que la iglesia nunca cambió
aquellos rito s» 102. P ara otros teólogos, era herético lo que estaba en
co n tra de las enseñanzas de los antiguos autores cristianos, sobre
to d o si se tratab a de alguna doctrina que había sido rechazada
expresamente p o r algún santo padre. En este sentido, el teólogo
Francisco de Salazar dijo, en su intervención sobre los sacram entos in
genere, que el segundo de los artículos protestantes era herético y dio
com o razón: «por A gustín en el libro 3 de trinitate, capítulo 4 » 103.
Igualm ente, G regorio Patavino, al d ar su sentencia sobre los artículos
que se referían al bautism o, afirm ó que «el prim ero es herético, pues
Agustín, al oponerse al donatista Fulgencio, disputa contra este
artícu lo » 104. Exactam ente en el mismo sentido, Juan Consilii, refi­
riéndose a ese m ism o artículo, dijo: «es herético, contra Jerónim o
(cuando escribe) contra los luciferinos» 105. Tam bién Aurelio de Roc­
ca, p a ra quien el prim er artículo sobre los sacram entos es herético,
pero de tal m anera que aduce com o prueba de su sentencia únicam en­
te a A g u stín 106. Y lo mismo dijo Alfonso Salmerón cuando afirmó
que el artículo sexto era una herejía, ya que se basaba simplemente en
que eso estaba en contra de A g u stín !08. Es decir, en todas estas
intervenciones de los teólogos tridentinos, tal como quedaron recogi­
das en las actas del concilio, aparece con to d a claridad que para ellos
se tenía por herejía cualquier doctrina que estuviera formalmente
rechazada por los m ás prestigiosos autores cristianos de la antigüe­
dad. D e no ser así, resulta incomprensible que, al emitir su juicio en
un m om ento tan serio y sobre cuestiones tan graves, se lim itaran a
decir que tal afirm ación de la teología luterana era herética por el solo
hecho de que estaba en contra de Agustín, Jerónim o o Hugo de San
Víctor.
Pero no se tra ta sólo de eso. El concepto de herejía, que se
barajaba en el concilio, resulta aún más impreciso, si se tiene en
101. üecim us tertius haerelicus etiam est ex ritu baptismi, CT 5, 847, 29-30.
102. Haereticus est, cum ecclesia nunquam mutaveritrilus illos, CT 5, 859, 26-27.
103. Haereticus est, ab Agustino lib. 3 deTrinit., cap. 4, C T 5,862, 6.
104. 1. Haerelicus est, Augustinus enim contra Fulgentium donatistam contra lium
articulum disputai, CT 5, 852, 11-12.
105. Haereticus, contra Hiereonimum adversas luciferanos, CT 5, 853 29
106. CT 5, 851,8.
107. CT 5, 850, 10.
108. CT 5, 849, 43-44.
E l concepto de «herejía »
337
cuenta que, a veces, se calificaba com o herética una doctrina por el
solo hecho de estar en con tra de los usos o costum bres de la iglesia
rom ana. P or ejemplo, el obispo M inoriensi dijo textualmente: «Todos
los artículos propuestos se han de condenar com o heréticos, porque,
estando en contra del uso de la iglesia rom ana, son por lo tanto
heréticos»109. Exactam ente con las mism as palabras se pronunció el
teólogo Jerónim o Lom bardellus: «Y todos estos artículos son erró­
neos y heréticos, porque están en contra del uso de la iglesia rom a­
n a » 110. Es verdad que este teólogo aduce a renglón seguido un dato
tom ado del concilio de C onstanza en el que se diría (en opinión de
Jerónim o Lom bardellus) que si alguien piensa sobre los sacram entos
de m anera distinta a com o piensa la iglesia rom ana, es hereje111.
Pero, en prim er lugar, esa afirmación no se encuentra entre los errores
condenados por el concilio de C o n stan za112, sino en la bula Inter
cunetas de M artín V, en la que adem ás no se dice lo que afirm ó el
teólogo tridentino, sino que se tra ta de una condenación global de los
errores de Wicleff y H u ss113, entre los que había afirmaciones que, en
ningún caso pueden ser consideradas com o herejías, com o por ejem­
plo que el papa Silvestre y el em perador C onstantino se equivocaron
al d o tar con riquezas a la iglesia 114 o que las cartas decretales que se
atribuían a los papas eran apócrifas115, lo cual es una verdad incues­
tionable, al menos p o r lo que se refiere a las Falsas decretales que se
confeccionaron abundantem ente en el siglo I X 116. Por lo demás, en la
opinión del teólogo Lom bardellus, lo im portante es que se debe
considerar com o herético lo que está en contra de los usos de la iglesia
rom ana, por m ás que esa afirmación la hiciera en base a un presunto
109. Omnes arliculi darmandi sunt ut haeretici, quia cum sinl contra usum romanae
ecclesiae, ergo haeretici, CT 5, 933, 17-18.
110. Omnesque isti articuli erronei et haeretici sunt, cum sint contra romanae ecclesiae
usum, CT 5, 860, 40-41.
111. N am concilium Constantiense sess. 8 dicit: si quis aliter senserit de sacramentis,
quam Rom, ecclesia sentiat, haeretieus est, CT 5, 860, 41-42.
112. Cf. DS 1151-1195.
113. El texto es largo, pero en lo que se refiere a nuestro asunto, dice: Vel reliquis
ecclesiasticis sacramentis seu fidei articulis aliter sentire aut docere, quam sacrosancta
romana ecclesia et universalis docet, praedicat el observat, aut articulas et libros et doctrinas
praejätorum haeresiarcharum loannis W icleff et loannis Huss et Hieronymi... lamquam
haereticos iudicetis...; BR 4, 666 b-667 a.
114. DS 1183.
115. DS 1188.
:
116. El texto de las Pseudodecretales se encuentra en PL 130. Un buen estudio sobre
este asunto, en P. F ournier, Etudes sur les fauses decrétales: R H E 7 (1906) 33-51; 301-316;
543-564,761-784; y 8 (1907) 19 s. U n excelente juicio de conjunto, en Y. C ongar, L'église
de saint Augustins à Fépoque moderne, 62-63; tam bién se encuentran buenos elementos de
juicio en J. H aller, Nikolaus I und Pseudo-Isidor, S tuttgart 1936.
338
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
texto de un concilio. Finalm ente, en el m ism o sentido de las dos
intervenciones anteriores, se pronunció el teólogo Juan Bautista
Urbevetanus, que dijo algo verdaderam ente curioso al referirse al
prim er artículo sobre el bautismo: «Es herético, porque si la iglesia
rom ana es católica, y en la iglesia católica hay bautismo, por consi­
guiente en la iglesia rom ana existe el bautism o»117. Sin duda alguna,
en la base de este juicio, por lo dem ás curioso, está la idea de que es
herejía todo lo que está en con tra de lo establecido en la iglesia
rom ana. P or eso, se com prende perfectam ente que, a veces, los
teólogos o los obispos enjuiciasen com o heréticas determ inadas afir­
maciones por el solo hecho de que habían sido censuradas o estaban
en contra de cualquier concilio, aun cuando se tratase de concilios
locales o particulares. Por ejemplo, el arzobispo Aquensis considera­
ba com o herejía u n a afirm ación que estaba contra un concilio rom a­
no que se celebró en tiem pos del papa C o rnelio118, o el teólogo
Bartolom é M iranda decía que era herético algo que estaba en contra
de los concilios M ilevitano y T riburiense119, lo mismo que Alfonso
Salmerón adujo, en ese mismo sentido, a un concilio de L aodicea120.
En conclusión, ¿qué se puede deducir después de los abundantes
testim onios que acabam os de citar? A nte todo, es evidente que el
concepto de herejía, tal com o queda reflejado en las intervenciones de
obispos y teólogos en la sesión VII del concilio de Trento, noeoincide
con el concepto actual oficialmente definido por el vigente código de
derecho canónico, en el canon 1325 párrafo 2. La diferencia sustan­
cial está en que, según la definición actual, p ara que alguien sea hereje
se necesita que niegue o ponga en duda una verdad de fe divina y
católica, m ientras, que según la idea que tenían los teólogos y obispos
tridentinos, podía ser considerado com o hereje el que se oponía a
determ inados usos o tradiciones de la iglesia rom ana. Lógicamente, si
eso se consideraba com o herejía, la razón tenía que estar en qüe una
afirm ación de ese tipo se veía com o algo opuesto a la fe cristiana, ya
que, al menos desde Tom ás de Aquino, se tenía com o herético lo que
corrom pía la fe: «H ablam os de la herejía en cuanto que com porta una
corrupción de la fe cristian a» 121. A hora bien, según la doctrina de los
117. Haereticus est, quia si romana ecclesia est catholica, et in catholica ecclesìa est
baptismus: ergo in romana ecclesia est baptismus, CT 5, 861, 23-24.
118. C T 5,
930,
4-5.
119. C T 5,
848,
28-30.
120. C T 5,
849,
43-44.
121. De haeresi
nunc loquimur secundum quod importai corruptione fid ei chrisliana
Sm . Th. II-II, q. 11, a. 2. Cf. el excelente trabajo de A. Lang, Die Gliederung und die
Reichweite des Glaubens nach Thomas von Aquin und den Thomisten. Ein Beitrag zur
Klärung der Scholastischen Begriffe: fides, haeresis und conclusio theologica: Div. Thom.
(Freiburg) 20 (1942) 207-236; 335-346; 21 (1943), 79-97.
E l concepto de «herejía »
339
escolásticos, una determ inada verdad podía pertenecer a la fe, o estar
en conexión con ella, de dos maneras: o bien directamente o también
indirectamente m . En el primer caso, se incluían las verdades que han
sido principalm ente reveladas, como por ejemplo que Dios es uno y
trino, que el Hijo de Dios se ha encarnado, e tc .123; en el segundo,
aquellas cosas de las que se sigue algo que es contrario a la fe; en este
caso, si alguien niega una de esas cosas, en principio no sería hereje,
pero, una vez que la iglesia se ha pronunciado sobre el asunto,
entonces eso pertenece ya a la fe de tal m anera que el rechazo o la
negación com portaría una verdadera h erejía124. Aquí es im portante
tener en cuenta que no se determ ina cóm o tiene que pronunciarse la
iglesia, p ara que u n a determ inada afirmación sea considerada como
perteneciente a la fe, aunque sea indirectamente. Por tanto, no se
determina cóm o tiene que pronunciarse la iglesia para que una
persona sea considerada com o hereje. Es más, en absoluto, no se
necesitaría — a juicio de los teólogos de aquel tiempo— ni siquiera
que mediase una intervención de la iglesia, sino que podría bastar el
solo hecho de que se pusiera de m anifiesto que de tal afirmación
concreta se sigue un peligro para la fe, aunque sea indirectamente. El
texto de Tomás, que acabam os de indicar, es muy claro en este
sentido: «Pero después que se ha puesto de manifiesto, principalmente
122. En este sentido, las formulaciones de Tom ás de A quino son inequívocas: directe
adfidem pertinent; indirecte adfidem pertinent: Sm. Th. I, q. 38, a, 4; I Sent. d. 33, q. 1.5.
5; directe et principaliter; indirecte ad fidem pertinent: Sm. Th. I, q. 38, a. 4; I Sent. d. 33, q.
1, a. 5; directe el principaliter ad fidem pertinent; indirecte et secundario ad fidem pertinent:
Sm. Th. II-II, 1. 2, a. 5; sub fid e cadunt per se directe quasi ordinata ad ista secundum
aìiquem modum: Sm. Th. II-II, q. 8, a. 2; obiectum fid ei per se proprie; per accidens, aut
secundario, consequenter: Sm. Th. II-II, q. 2, a. 5; credibilia, de quibus fides est secundum
se; non secundum se, sed solum in ordine ad alia: Sm. T/ι. II-II, q. 1, a. 6 ad 1; en esta
distinción fundam ental coincide exactam ente el mejor de los com entaristas de Tomás, el
cardenal Cayetano: duplex ponit genus pertinentium ad fidem : scilicet directe, et indirecte:
Comm. in Sm. Th. I, q. 32, a. 4, (ed. Leon) IV, R om a 1888, 357; y m ás tarde, por poner
otro ejemplo, D. Báñez: Directe μάfidem pertinet; indirecte vero pertinere dicatur adfidem :
in ll-il. q. 11, a. 2; incluso en ? jún autor tom ista de calidad, com o Melchor Cano, esta
di.simcion se complica, ya que ¿»^tingue hasta tres m aneras de pertenencia de una verdad
a la fe: 1)
veritates fid ei qjie inmediate ad fidem pertinent; 2) veritates fid ei que
medíate adfidem pertinent; 3) appendices fidei que quodammodo, non simpliciter adfidem
pertinent: De locis theologicis, 1. X II, c. 5. III, 40-41.
123. Uno modo, directe; sicut ea quae nobis sunt principaliter divinitus tradita, ut
Deum esse trinwn et unum, Filium Dei esse incarnatum, et huiusmodi: Sm. Th. I, q. 32, a. 4.
124. Indirecte vero ad fidem pertinent ea e x quibus consequitur aliquid contrarium
fidei; sicut si quis diceret Samuelem non fuisse filium Elcanae; ex hoc enim sequitur
Scripturam divinam esse falsaci. Circa huiusmodi ergo absque periculo haeresis aliquis
falsum potest opinari, antequam consideretur, vel determinatum sit, quod ex hoc sequitur
aliquid contrarium fidei... S e d postquam manifestum est, et praecipue si sit per Ecclesiam
determinatum, quod ex hoc sequitur aliquid contrarium fidei, in hoc errare non esset absque
haeresi: Sm Th. I, q. 32, a. 4. :
)
340
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
si ha sido determ inado por la iglesia, que de ahí se sigue algo
contrario a la fe, en eso no se puede incurrir en error sin caer en
herejía»125. D e ahí que el cardenal Cayetano, con toda lógica, deduce
que es herejía un error (que pone en peligro la fe) una vez que ha sido
puesto de m anifiesto o cuando ha sido determ inado por la iglesia126.
P or supuesto, santo Tom ás adm ite que hay cosas que nunca pueden
ser herejía, por la sencilla razón de que no pertenecen en m odo alguno
a la fe, com o por ejemplo la g eom etría127. Pero debe quedar m uy
claro que, fuera de esas cosas que de ninguna m anera pueden pertene­
cer a la fe, todo lo dem ás puede ser m otivo de incurrir en herejía, con
tal que se haya puesto de manifiesto — de alguna m anera, sobre todo
si ha sido por decisión eclesiástica— el peligro que entraña el asunto
p ara que la fe se vea corrom pida.
Evidentemente, estando así las cosas en la teología del tiempo, se
com prende perfectam ente que, en las intervenciones de obispos y
teólogos durante el concilio, se considerasen com o herejías cosas que
habían sido refutadas p o r cualquier santo padre, por algún concilio
local, por algún au to r cristiano de cierta im portancia o, m ás simple­
mente, que estaban en con tra de los usos, ritos y costum bres oficial­
m ente establecidos en la iglesia rom ana. En todos estos casos, se
tra ta b a de verdades o cuestiones que, al m enos indirectamente, po­
dían corrom per la fe. Sobre todo, si en esos asuntos se tom aba una
decisión con poder y autoridad, porque en ese caso la condenación, y
por cierto la condenación con calificativo de herejía, no ofrecía lugar
a duda. Sin duda, por esta razón se entiende que, en su intervención
ante el concilio, el obispo M ateranus dijera algo que resulta sum a­
mente ilustrativo: «Lo que se h a de decidir no requiere tanto la clave
del saber sino del p o d e r» 128. Bastaba, pues, que la iglesia, es decir, la
autoridad eclesiástica, tom ara u n a decisión sobre algún asunto que se
consideraba relacionado con la fe, para que por eso se pudiera
censurar de herética u n a determ inada proposición o afirmación.
Por consiguiente, está fuera de duda que el concepto de lo que
pertenece a la fe, y consiguientemente tam bién al concepto de herejía,
que utilizaron los teólogos y obispos de T rento era algo muy distinto
125. Sed postquam manifestum est, et praecipue si sit per ecclesiam determinatum,
quod ex hoc sequitur atiquid contrarium fidei, in hoc errare non esset absque haeresi: I. c.
126. Quod error huiusmodi post manifestationem, aut ecclesiae determinationem, est
haeresis: Comm. in Sm. Th. I, q. 32, a. 4 (ed. Leon) IV, 357.
127. Non autem ad corruptionem fid e i chrislianae pertinet si aliquis habeal falsam
opinionem in his quae non sunt fidei, puta in geometricalibus vel aliis huiusmodi, quae
omnino ad fidem pertinere non possunt: Sm. Th. II-II, q. 11, a. 2.
128. Id, quod determinandum est, non requirit tantum clavem scientiae, sedpotestatis:
C T 5, 896, 33-34.
La profesión de f e tridentina
341
de lo que ahora se entiende bajo esos conceptos. Al menos por lo que
se refiere a la sesión VII, esto es com pletam ente seguro. Por lo tanto,
se puede afirm ar con toda certeza que la doctrina que se definió en
dicha sesión sobre lo s sacram entos no es una doctrina de fe en el
conjunto de verdades de fe divina y católica. Ni, en consecuencia, la
negación o la puesta en duda de esas verdades com porta el incurrir en
herejía. Es más, si tom am os muy en cuenta el análisis precedente,
podemos llegar, en sana lógica, a la conclusión de que esas verdades
sobre los sacramentos, en realidad a lo que se refieren es a un
conjunto de usos y costum bres eclesiassticas, de las que el concilio
consideró que, en aquel m om ento, debían ser defendidas y m anteni­
das contra los ataques de la reform a protestante. Pero, com o se ha
dicho muy bien, «los padres se dieron perfectamente cuenta de que
aquella costum bre eclesiástica, que ellos querían sancionar bajo el
anatema, p odría ser cam biada ulteriorm ente»129. En otras palabras,
se puede afirm ar, en la m ás estricta fidelidad a las enseñanzas de
Trento, que su doctrina sobre los sacram entos (tal como quedo
form ulada en la sesión VII) no constituye un dogm a de fe para la
iglesia.
5.
L a profesión de f e tridentina
N o faltan teólogos que, p ara defender y afirm ar los «dogmas de
fe» sobre los sacram entos, echan m ano de la Professio fid e i tridentina,
es decir, lo que podríam os llam ar el «credo» del concilio de Trento, en
el que se incluye un apartado im portante sobre los sacramentos: su
institución p o r Cristo, su necesidad p ara obtener la salvación, su
eficiencia en orden a com unicar la gracia, el número de siete, la no
repetibilidad del bautism o, la confirm ación y el orden, la aceptación
de los ritos que utiliza la iglesia en la adm inistración de los mis­
m o s130. Obviamente, si todo eso está incluido en una «profesión de
fe», parece incuestionable que la doctrina contenida en tal profesión
es u n a doctrina de fe en el sentido m ás propio de la palabra. Por
consiguiente, si es que este razonam iento es válido, aun cuando del
mismo concilio de T rento no se pudiera deducir que la doctrina sobre
los sacramentos es u n a doctrina de fe, al menos a partir de la Professio
129. P. F. Fransen, Reflexions sur l'anathème au concile de Trente, 670; coincide
esencialmente con este punto de vista el im portante estudio de A. Lang, Der Bedeutungs­
wandel der Begriffe «fules» und «haeresis» und die dogmatische Wertung der Konzilsents­
cheidungen von Vienne und Trient: M T Z 4 (1953) 133-146.
130. DS 1864.
342
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
fid e i tridentina, y precisamente en virtud de ella, deberíamos concluir
que la doctrina sacram ental del concilio es un verdadero «dogm a de
fe». D octrina, por tanto, inm utable y que no se puede negar sin
incurrir en herejía.
Este planteam iento, sin embargo, por m ás que a prim era vista
pueda parecer enteram ente correcto, no resulta tan evidente. Es más,
se puede decir con seguridad que todo eso, de hecho, no añade nada a
lo que dijo el concilio de Trento. Por una razón que se comprende
enseguida: la llam ada Professio fid e i tridentina no fue ni confecciona­
d a ni prom ulgada p o r el concilio de Trento, sino por el papa Pío IV,
en la constitución apostólica In sacrosancta beati P etri y en la bula
Iniunctum nobis, del 13 de noviembre de 1564131. En esta bula dice Pío
IV que prom ulga esa profesión de fe, siguiendo lo que se había
dispuesto en el concilio de T re n to 132. A hora bien, en realidad lo que
el concilio había determ inado, en sus decretos de reforma, era que
todas las personas que tenían cargos de responsabilidad en la iglesia
«reciban públicam ente todas y cada una de las cosas que han sido
definidas y establecidas por este santo sínodo » 133 y que en las
universidades «sean aceptados los decretos de este santo concilio»134.
Por consiguiente, la llam ada «profesión de fe tridentina» no añadió,
ni tuvo la intención de añadir, n ada nuevo a lo que había sido
enseñado y decidido en el concilio. Es decir, esa «profesión de fe» no
tiene más valor o m ás autoridad que las definiciones o decretos del
concilio. Por lo tanto, si en lo que se refiere a la doctrina sobre los
sacram entos]35, hem os visto que no se trata de un dogm a de fe, con el
mismo derecho y por la m ism a razón podem os afirm ar que las
enseñanzas de la Professio fid e i tridentina tam poco constituyen un
dogm a de fe.
Por lo demás, el mismo docum ento de Pío IV, tal como está
redactado, sugiere claram ente lo que se acaba de indicar. En efecto, la
fórm ula que el papa impuso tiene dos partes: la prim era es simple­
m ente el símbolo tradicional de la f e 136; y la segunda es donde se
recogen las enseñanzas y decisiones del concilio137. Pues bien, mien­
tras que la prim era parte empieza con la afirmación específica de la fe,
131. Texto íntegro en BR 7, 323-329.
132. Insta concila Tridentini dispositionem: BR 7, 327 a.
133. Ea omnia el singula, quae ab hac sancta synodo deffinita et statuta sunt, palam
recipiant: Ses. XXV, c. 2; CT 9, 1086, 26-27.
134. Ut ab eisdem universitatíbus cánones et decreta huius sanctae synodi integre
recipiantur: Ses. XXV, c. 2; CT 9, 1086, 39-40.
135. Tal com o quedo form ulada en la sesión VII.
136. DS 1862.
137. DS 1963-1870.
La «recepción » del concilio y la f e de la iglesia
343
«creo»138, la segunda cam bia el tono de los verbos que utiliza:
«adm ito», «abrazo», «interpreto», «profeso», «recibo», e tc .I39. Y en
realidad, así tenía que ser, puesto que, com o hem os visto, no se
trataba sino de recoger, en un com pendio, las principales decisiones
de Trento.
Es verdad que, en el últim o párrafo de la fórmula, se dice te x tu a l
mente: «profeso y m antengo verdaderam ente esta verdadera fe católi­
ca» 140. Pero, una vez más se debe recordar que el concepto de lo que
pertenecía a la fe era, en aquel tiem po, algo muy distinto de lo que
ahora se entiende a ese respecto. Lo que se ha dicho antes en este
sentido, vale igualmente — y com o es lógico— para un docum ento
que fue prom ulgado a continuación del concilio.
6.
La «recepción » del concilio y la f e de la iglesia
Acerca del concilio de T rento y su doctrina sobre los sacramentos,
queda aún por tra ta r una cuestión im portante. La iglesia católica ha
«recibido» la doctrina sacramental del concilio como una doctrina de
fe. Y cuando aquí hablam os de la iglesia nos referimos lógicamente al
conjunto de todos los creyentes, sean clérigos o seglares. Esto quiere
decir que la totalidad de los fieles h a aceptado y asumido la doctrina
tridentina sobre los sacram entos como un dato fundam ental de la fe
cristiana. A hora b i á j esta totalidad de los fieles es infalible en sus
creencias, com o lo hk dicho literalm ente el concilio Vaticano II: «La
universalidad de los fieles que tiene la unción del Espíritu sa n to 141, no
puede equivocarse en su fe»142. Lo cual quiere decir que, si durante
varios siglos la iglesia católica h a aceptado y creído, como doctrina
revelada, lo que enseñó el concilio de T rento sobre los sacramentos,
esa doctrina pertenece inequívocamente al conjunto de verdades que
los creyentes deben aceptar como verdades de fe.
Este argum ento equivale a lo que la teología reciente h a llam ado
«recepción» y que consiste en el proceso por el que un cuerpo
(eclesial) hace suya u n a determ inación que él mismo no ha creado,
reconociendo, en la medida prom ulgada, u n a regla que conviene para
í
i
138.
139.
140.
141.
142.
Credo.
Adm itió, amplector, interpretabor: DS 1863; profiteer,recipio: DS 1864.
Harte veram catholicam fidem... profiteor et veraciter teneo: DS 1870.
Cf. 1 Jn 2, 20 y 27.
in credendo fa lli nequit: LG 12, 1.
344
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
su v id a 143. P or supuesto, este razonam iento se aplica, no sólo a las
verdades dogm áticas, sino igualmente a las disposiciones disciplinares
que prom ulga la autoridad; eclesiástica. Pero cuando se tra ta de
verdades de fe, la «recepción» significa que si las enseñanzas de un
concilio ecuménico son «recibidas» por los fieles com o doctrina
revelada por D ios y presentada com o tal por la iglesia, entonces tales
enseñanzas pertenecen, sin duda alguna, al cuerpo de doctrina que
por fe deben aceptar y profesar los creyentes. Porque el Espíritu santo
actúa en la iglesia, no sólo a través de clérigos y teólogos (iglesia
«docente»), sino adem ás por m edio del «sentido de la fe» que tienen
todos los fieles (iglesia «discente»). Se trata, pues, de una realidad
eminentem ente activa y no m eram ente pasiva. Es decir, la «recep­
ción» no es lo m ism o que la «obediencia», en el sentido que los
teólogos escolásticos daban a este térm ino, ya que la obediencia, en
ese sentido, era simplemente el acto por el que un subordinado regula
su voluntad y su conducta a partir del precepto legítimo de un
superior, m ientras que la «recepción» com porta una tom a de posi­
ción, que puede ser de aceptación o quizás también, en determ inados
casos, de enjuiciam iento y de discernimiento, de tal m anera que en esa
tom a de posición se expresa la vida de todo el cuerpo de la iglesia. Y
com o bien sabem os, esa vida está siempre ilum inada y dirigida por el
Espíritu de D io s 144.
Evidentemente, si toda esta argum entación es exactamente aplica­
ble al caso concreto de la doctrina sacram ental del concilio de Trento,
en ello tenemos la prueba m ás clara que se puede dar de que esa
doctrina pertenece al conjunto de verdades que por fe deben aceptar y
profesar los creyentes. ¿Es eso así?
A prim era vista, parece que la cuestión no ofrece lugar a dudas:
Trento se pronunció y la iglesia católica en bloque lo «recibió». He
aquí, pues, un caso inequívoco de «recepción», con todo lo que eso
143. Cf. Y. C ongar, Los postconcilios. Con ocasión del dècimo aniversario del conci­
lio: Pastoral M isionera 12 (1976) 14. El estudio m ás im portante de C ongar sobre este
asunto es La «reception» comme réalité ecclésiologique: RvScPhTh 56 (1972) 369-403; Id.,
Quod omnes tangit ab omnibus tracíari et appropbari debet: R evH istD roitFranc 36 (1958)
210-259. Im portante tam bién el estudio de A. Grillmeier, Konzil und Reception. M ethodis­
che Bemerkungen zu einem Thema der ökumenischen Diskussion: T hPh 45 (1970) 321-352;
cf. también P. Fransen, V autoritè des conciles, en la obra en colaboración Problémes de
Cautorità, Paris 1962, 59-100; E. W. K em p, Counsil and consent. Aspects o f the government
o f the church as exem plified in the history o f the english provincial synods, London 1961;
p ara el punto de vista jurídico, cf. H. Dom bois, Das Recht der Gnade, W itten 1961,
825-836; el problem a ecuménico ha sido estudiado en la revista The Ecumenical Review
12 (1970) y tam bién en Councils and the ecumenical movement, Genève 1968.
144. Cf. Y. C ongar, L a «reception» comme reálité ecclésiologique, 370.
L a «recepción » del concilio y la f e de la iglesia
345
com porta, com o se acaba de indicar. La cosa, sin em bargo, no resulta
tan clara cuando se la m ira m ás de cerca. Y eso por varias razones.
En prim er lugar, no es tan absolutam ente indiscutible que el
concilio de T rento obtuvo una «recepción» tan rápida y tan universal
como a veces se piensa. M ás bien, se puede decir lo contrario.
Sabemos, en efecto, que las resistencias que se tuvieron que superar
fueron bastante serias, al m enos por lo que se refiere a los decretos
disciplinares D e reformatione. Así, en Francia, el concilio no fue
formalm ente aceptado y «recibido» hasta la asam blea general· del
clero francés, reunido en París d urante la prim avera y el verano de
1615145, es decir, m edio siglo después de la term inación del concilio.
También en E spaña se hubieron de superar no pocas dificultades,
sobre to d o por la actitud de Felipe II, am parado por el arzobispo de
Toledo, G asp ar Q u iro g a146, lo m ismo que en los Países Bajos donde
la situación llegó a ser extrem adam ente tensa, sobre todo a partir de
los decretos rom anos contra Jansenio, hasta desembocar en la conde­
nación por R om a del arzobispo de M alinas y del obispo de G a n te 147,
sin olvidar el anti-rom anism o alem án, que llevará m ás tarde a los
conflictos con R om a en el siglo X V III148. Es verdad que en estos
conflictos y tensiones influyeron no sólo ideas propiam ente teológicas
(como es el caso del galicanismo en Francia), sino adem ás y sobre
todo planteam ientos estrictam ente políticos (por ejemplo, en los
incidentes entre la corona de E spaña y el papado). Pero, en todo caso,
está fuera de d uda que la «recepción» de T rento no fue ni tan
inm ediata ni tan en bloque com o a veces se piensa o se dice.
Pero hay algo que es m ucho más im portante. Desde que term inó
el concilio, R om a no dejó de presionar, con todos los m edios a su
alcance, p a ra que las decisiones conciliares fuesen aceptadas incondi­
cionalmente p o r los católicos. En este sentido, el día 2 de agosto de
1564, el p ap a Pío IV prom ulgó el motu proprio A lias nos, por el que
dispuso la organización de u n a comisión form ada por siete cardena­
les, encargados de urgir la aceptación y observancia de todo lo que
había decidido el concilio de Trento. E ra de la competencia de esta
145. Cf. L. W illaert, Après le concile de Trente, en A. Fliche-V. M artin, Hism in· de
réglise X V III, T ournai 1960, 393-394; M ansi 36, 41-42.
146. Cf. p ara este punto, P. B. G am s, Die Kirchengeschichte von Spanien, ü u i / 19 Mi.
I I I / 2 ,186-191; L. de Echeverría, Controversias juridiccionales entre Gregorio X II ! i h'clipc
II: RevEspañ. de Der. Canon. II (1956) 373-377; M. Boyd, Cardinal Quiroga, inquisidor
general o f Spain, D ubuque 1954.
147. Cf. L. W illaert, o. c„ 422.
148. P ara este punto, cf. F. Vigener, Gallikanismus und episkopalistische Strömungen
im deutschen Katholizismus zwischen Tridentinum und Vaticanum: Hist. Zeitsch. XV
(1913) 513; citado por L. Willaert, o. c., 424.
Ì46
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
com isión obligar a todos los jueces y oficiales de las curias y tribuna­
les eclesiásticos, p ara que ellos a su vez «hicieran observar firmemen­
te» 14'> los decretos tridentinos. Pero la citada comisión debía ejecutar
esto de tal m anera que quienes no obedecieran serían excomulgados
con excomunión latae sententiae y además serían privados de su
cargo y m ultados con u n a cantidad que no se especifica150. Y para
que la observancia de todo lo dispuesto resultase más eficaz y expediti­
va, el papa am enazaba con entregar a los desobedientes, si fuera
necesario, al brazo secular is i. El papa justifica esta severidad porque,
al menos p o r lo que se refería a la ciudad de R om a, había algunos
prefectos y oficíales eclesiásticos que eran poco diligentes en el cum­
plim iento de estas obligaciones152. Lo cual indica, por una parte, las
resistencias que indudablem ente existieron en cuanto a la aceptación
incondicional del concilio; y, por o tra parte, la severidad que desplegó
el papado p a ra que el concilio fuese «recibido» de la m anera más
incondicional posible. En este sentido, las m edidas que R om a fue
adoptando resultaron ser cada vez más estrictas. Y a en el mismo año
de 1564, Pio IV prom ulgó la Professio fid e i tridentina, que tenían que
aceptar y ju rar, ante los santos evangelios, todos los profesores, ya
fueran clérigos o laicos, en todo el m undo católico, lo mismo si
enseñaban teología que si se dedicaban a la enseñanza d é la medicina,
la filosofía, la gram ática o cualquiera de las dem ás artes liberales153,
tanto en la enseñanza universitaria com o en los demás centros docen­
te s 154. Evidentemente, una decisión de este tipo estaba claramente
encam inada a asegurar la endoctrinación del pueblo fiel en la más
estricta obediencia a las decisiones de Trento. Además, al mismo
juram ento estaban tam bién obligados todos los rectores de iglesias y
cuantos gozaban de beneficios eclesiásticos con cura de alm as155.
C on lo que se tratab a de custodiar, no sólo la profesión de la fe
149. Firmiter observan faciant: BR 7, 300.
150. Sub excomunicationis latae sententiae, ac privationis officiorum et aliis cardinalibus benevisis, etiam pecuniarum, eo ipso incurrendis poenis, firm iter observari faciant, et
cum affeciu: BR 7, 300.
151. Invocato etiam ad hoc, si opus fuerit, auxilio brachii saecularis: BR 7, 301.
152. Quae tarnen ( ut intelleximus) ab eorumdem officiorum et tribunalium praefectis
ac offìcialibus minus diligenter observanlur: B R 7, 300.
153. Quod deineeps nullus doctor, magister, regens ve! alius cuiuscumque artis et
facultalis profesor, sive clericus sive laicus ac saecularis... seu alias theologiam, canonicam
vel civilem censuram, medicinam, philosopfiiam, grammalicam vel alias liberales artes, in
quibuscumque civilatibus, terris, oppidis et\locis: BR 7, 323-324.
154. In quibusvis Sludiorum generalitim Universitatibus aut gymnasiis publlcis: BR 7,
323.
155. B k 7, 327.
La «recepción » del concilio y la f e de la iglesia
347
ortodoxa, sino adem ás «la obediencia a la iglesia ro m a n a» 156. Pero
las cosas n o pararo n ahí. Porque años m ás tarde, en 1587, Sixto V, al
reorganizar las diversas congregaciones de la curia rom ana, decretó
que una de aquellas congregaciones, la octava, estuviera expresamen­
te consagrada a la ejecución e interpretación del concilio de Tren­
t o 157, pero de tal m anera que cuando se trataba de asuntos de fe, ni
siquiera la citada congregación tenía derecho o competencia en esos
asuntos, ya que eso quedaba reservado a la persona del p a p a 158. Por
lo demás, desde 1598 hasta 1648 se fueron sucediendo una serie de
resoluciones del Santo Oficio encam inadas a reprimir todo contacto
entre católicos y protestantes. Así, en 1599 se prohíbe a los católicos
escribir cartar a los herejes159, en 1616 se ordena a los católicos que
nieguen a los herejes el perm iso de residir donde residen ellos 16°, en
1609 se prohíbe / ¡los católicos visitar las iglesias de los herejes o
escuchar sus predicaciones161, lo mismo que se m andó desenterrar los
huesos de los herejes de las iglesias católicas162, se les negó sepultura
eclesiástica163, se perm itió actuar contra la m em oria de los difuutos
en caso de herejía fo rm a l164, etc.
P or o tra parte, la organización eclesiástica tenía en sus m anos un
arm a poderosísim a p ara obligar a los católicos a cumplir taxativa­
m ente to d o lo que había determ inado el concilio y las decisiones
posteriores de la autoridad rom ana: la inquisición, que fue reorgani­
zada y am pliada al «universo orbe de la tierra, donde esté en vigor la
religión cristian a» 165, por la bula Inmensa aeterni de Sixto V, en la
que adem ás se disponía la creación de una congregación especial, en
la curia de R om a, cuyo com etido era cuidar por la eficacia del santo
trib u n a l166. Así las cosas, y debido adem ás a las implicaciones políti­
cas que entraban en juego, se com prende perfectamente la auténtica
ola de terror que se impuso en el m undo católico, especialmente en
algunos reinos com o fue el caso de E spaña y su enorm e imperio
156. Publicam orihoáoxae fid ei professionem facere seque in Romanae Ecclesiae
obediemia permansuros spondere et iurare teneantur: BR 7, 327.
157. BR 8, 991-992.
158. Quae ad fid ei dogmata pertinent, interpretationem nobis ipsis reservamus: BR 8,
991.
159. C. M irbt, Quellen zur Geschichte des Papsttums und des Römischen Katholizis­
mus, Tübingen 1924,: 364.
h
160. Ibid.
161. Ibid.
162. Ibid.
163. Ibid.
164. Ibid.
165. In universo terrarum orbe, ubi Christiana viget religio: BR 8, 987.
166. BR X, 986-990.
348
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
colonial. La consecuencia lógica que se siguió de esta situación fue el
miedo. El profesor Ignacio Tellechea h a escrito a este respecto:
Prevaleció el método riguroso, que en definitiva intentaba, sobre todo,
garantizar una absoluta impermeabilidad, un neto contraste, aunque
en el fondo fuese menos científico y empobreciese el ámbito de expre­
sión teológica. Esta mentalidad influiría eficazmente en el campo
teológico y, sobre todo, en el espiritual. El protestantismo sobrevivió en
España después de 1559 en forma de miedo y prevención. Esto exigía
renunciar a ciertos temas y expresiones presentes en la tradición católi­
ca anterior al protestantismo, y cerraría la puerta a cualquier diàlogo.
A este respecto sería interesante hacer un inventario, no ya de los libros
prohibidos, sino de las frases tachadas en obras de teólogos católicos
por la censura inquisitorial. Este miedo ha perdurado durante siglos,
creando una incomprensión167.
Por lo demás, p ara hacerse una idea de cóm o llegaron a ponerse
las cosas, baste recordar que el gran cam peón de la contrarreform a y
de la lucha contra la herejía, R oberto Belarmino (hoy doctor de la
iglesia), term inó en el Indice de libros prohibidos, ju n to con el
eminente teólogo Francisco de Vitoria, p or haber defendido am bos
que el papa no tiene potestad en el m undo entero en lo que se refiere a
asuntos tem porales168; y eso aun cuando el cardenal defendía en sus
escritos la potestad papal p ara deponer a los reyes y emperadores
cristianos169. O tro ejemplo elocuente, entre los mil que se podrían
citar, es el del proceso inquisitorial del jerónim o fray José de Sigüenza, quien fue acusado ante la inquisición, entre otras cosas, por haber
aconsejado a algunos frailes que leyesen los evangelios, en vez de
libros de devoción170.
Lógicamente, en una situación en la que resultaban normales estas
cosas y en la que u n a persona, por causa de semejantes acusaciones,
podía perder su libertad, su fam a y h asta su vida, se com prende
perfectam ente que las gentes se sintieran presas del pánico, no ya sólo
p o r el hecho de poder ser consierados com o herejes, sino además ante
cualquier posible connivencia que hiciera sospechar a los inquisido­
res. Precisamente, en este sentido, sabemos que el inquisidor Valdés le
dijo a fray Juan de la Peña, en el proceso del arzobispo C arranza, que
167. I. Tellechea ldígoras, Tiempos recios. Inquisición y heterodoxia, Salam anca
1977, 32.
168. Cf. Y. Congar, V èglìse de saint Augustin à Vèpoque moderne, Paris 1970, 376377, con bibliografía abundante en nota 19.
169. Ibid., 375.
170. Cf. G. de Andrés, Proceso inquisitorial del padre Sigue nz a. M adrid 1975, 80; en
las páginas 79-80 se reproducen textualm ente las doce acusaciones que se presentaron en
c\ proceso.
L a «recepción » del concilio y la f e de la iglesia
349
no solamente el Santo Oficio castigaba a los herejes, sino también a
los fautores y que estorbaban a los del Santo O ficio171.
Pero no hace falta continuar aduciendo testimonios de aquel
tiempo. Sobre la inquisición y sus procedimientos sabemos ya lo
suficiente como p ara tener la com pleta seguridad de que cualquier
persona podía ser llevada ante los tribunales, no ya por poner en duda
las definiciones de Trento, sino por cosas de m ucha menos m onta.
A hora bien, en tales circunstancias, ¿hasta qué punto y en qué sentido
era realm ente posible u n a verdadera «recepción» del concilio? Es
im portante hacerse esta pregunta. Porque, com o ya se ha indicado, el
hecho eclesial de la «recepción» tiene sentido y valor teológico en la
medida en que es u n a ampliación y u n a prolongación del proceso
conciliar172. Por lo tan to , la «recepción» es admisible en teología, en
la m edida en que com porta una participación y una com unión de los
fieles en las decisiones adoptadas. Pero, p ara que se pueda hablar de
com unión y de participación, en el sentido profundam ente cristiano
que estas palabras pueden tener, es absolutam ente indispensable que
se tra ta de una com unión y una participación que brotan de la fe, no
de la imposición y del miedo que genera la imposición. P or consi­
guiente, cuando la com unión y la participación no surgen de la
libertad, esa participación y esa com unión, podem os decir con toda
seguridad que no hacen «recepción». Porque entonces, lo que se
im pone no es el asentim iento y el consentim iento que caracterizan a la
fe cristiana, sino m ás simplemente el instinto de conservación que
lleva a todo ser hum ano a huir del peligro que le amenaza.
Sin duda alguna, después del concilio de Trento hubo muchas
personas que «recibieron» las definiciones conciliares, en el sentido
teológico que tiene la expresión, según se acaba de indicar. Pero
tam bién es cierto que debió haber m uchas gentes que se callaron y
aceptaron, porque en realidad no se podía hacer otra cosa, si es que
uno quería seguir viviendo; o p o r lo menos, viviendo con dignidad y
con libertad. A hora bien, estando así las cosas, ¿se puede hablar de
u na verdadera «recepción» del concilio? Parece bastante claro que
hay razones históricas m uy serias p ara dudar — al menos, dudar— a
la hora de d ar una respuesta. En otras palabras: dada la situación de
miedo, de coacción violenta y de falta de libertad a todos los niveles,
que hubo en la iglesia en los tiem pos que siguieron al concilio de
Trento, por lo m enos se puede decir con to d a objetividad que no
tenemos datos suficientes p ara afirm ar, sin más, que aquel concilio
171.
172.
I. TelJechea Idígoras, o. c., 43.
Cf. Y. C ongar, La réception comme réalité eccléssiologuique, 396.
350
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
fue recibido en la iglesia con las garantías y las condiciones que exige
la verdadera «recepción».
P or o tra parte, en to d o este asunto no basta con decir que la
iglesia entera ha creído, durante siglos, que los sacramentos son siete;
y que todos ellos fueron instituidos por Cristo; y que además com uni­
can la gracia ex opere operato, etc., etc. El solo hecho de que una cosa
h a sido creída en la iglesia durante siglos, no avala necesariamente la
verdad y la objetividad de esa cosa, aun cuando se la haya creído
com o u n a verdad revelada por Dios. L a iglesia entera creyó, durante
siglos, que el sol daba vueltas en torno a la tierra. Y creyó en eso como
u n a verdad revelada por Dios en la Escritura. Y lo creyó hasta el
pun to de que un buen día se sintió en la obligación de condenar las
teorías de Copérnico y más tarde a Galileo. Es verdad que la doctrina
de C opérnico no había sido rechazada por la jerarquía eclesiástica
durante el siglo XVI y que incluso el mismo Copérnico había podido
dedicar su libro D e revolutionibus al p apa Paulo I I I 173. Pero no es
m enos cierto que ese libro no causó especial inquietud en los medios
eclesiásticos, gracias al prudente prefacio que le puso Osiander, en el
que se decía que las teorías copernicanas no expresaban la realidad de
las cosas, sino solamente las apariencias, y no pretendían ser m ás que
hipótesis de investigación174. Además, sabemos que las posturas
eclesiásticas se fueron endureciendo d urante los años de la contrarre­
form a, hasta el pun to de que en 1600, G iordano Bruno fue quem ado
en la hoguera por haber pretendido que todos los astros eran hom o­
géneos. Pero, sobre todo, es decisivo, en todo este asunto, tener
presente que la obra de C opérnico fue condenada por la congregación
del Indice y m andada retirar «para que tal opinión no se siga difun­
diendo con daño de la verdad católica»175; y, lo que es más grave, en
1633 la doctrina de Galileo fue condenada por el Santo Oficio com o
una teoría «absurda y falsa en filosofia y form alm ente herética,
porque es expresamente contraria a la ^agrada E scritura»176. Por eso,
Galileo fue considerado p o r el supremo tribunal eclesiástico como
«vehemente sospechoso de herejía, esto es, porque creía y m antenía
una doctrina falsa y contraria a las sagradas y divinas E scrituras»177.
173. Cf, L. Pastor, Historia de los papas, XXV III, Barcelona 1948, 301.
174. Cf. F. Russo, E l caso Galileo, en la obra en colaboración 200 años de Cristianis­
mo VI, M adrid 1979, 146.
175. ideo ne ulterius huiusmodi opinio in perniciem catholicae veritatis serpai: C.
M irbt, o. c., 367,
176. Absurda et falsa in philosophia et form aliter haeretica, quia est expresse contraria
sacrae scripturae: ibid., 373.
177. Vehementer suspectum de haeresi, hoc est, quod credideris et tenueris doctrinam
falsam et contrarium sacris et divinis scripturis: Ibid.
L a «recepción» del concilio y la f e de la iglesia
351
Evidentemente, esto quiere decir que la suprem a autoridad eclesiásti­
ca estaba profundam ente persuadida de que el movimiento del sol en
torno a la tierra era u n a cuestión que tocaba a la fe de los cristianos,
porque se tratab a de una verdad que se creía revelada por Dios en la
Biblia. Así se había cre( Jo siempre. Y así lo siguió defendiendo la
jerarquía de la iglesia d iñ an te más de un siglo todavía, exactamente
hasta 1757, ya que es en'ese año cuando se quita del Indice de libros
prohibidos la cláusula según la cual no se perm itían leer los libros que
« enseñan la m ovilidad de la tierra y la inm ovilidad del sol»178; y
aunque es verdad que esa cláusula no se tenía que interpretar necesa­
riamente en el sentido de que lo prohibido en ella fuera contrario a la
fe, sin em bargo el origen de esa prohibición (los casos de Copérnico y
Galileo) induce a pensar que se prohibían los libros científicos sobre
ese asunto, sencillamente porque se seguía en el convencimiento de
que la Biblia había revelado de parte de Dios que el sol se mueve
alrededor de la tierra.
El caso Galileo es uno entre m uchos, seguramente el m ás conoci­
do, pero no ciertam ente el único. Se podría hacer una buena lista de
verdades científicas o históricas que, en un prim er m om ento y quizás
durante bastante tiempo, fueron consideradas por los teólogos y por
las autoridades eclesiásticas com o afirm aciones peligrosas para la fe e
incluso com o auténticas herejías. Lo cual demuestra, hasta la eviden­
cia, lo que ya hemos indicado antes, a saber: que el solo hecho de que
una cosa haya sido creída en la iglesia durante siglos, no avala
necesariamente la verdad y la objetividad de esa cosa, aun cuando se
la haya creído com o una verdad revelada por Dios.
El concilio V aticano II ha dicho, con toda razón, que el conjunto
de los fieles cristianos «no puede equivocarse en su fe» l79. Eso quiere
decir que el conjunto de los fieles cristianos no puede fallar en su
adhesión a Dios por Cristo y en Cristo. Tal adhesión com porta
obviam ente una serie de afirmaciones doctrinales que, en su conteni­
do fundam ental, han sido recogidas por la tradición de la iglesia y
expresadas en los «símbolos de la fe», es decir, en determ inadas
fórm ulas que son un com pendio o resumen de la fe de la iglesia.
Sabemos, además, que cuando la iglesia, m ediante su magisterio
infalible, define una verdad com o revelada por Dios, para que sea
consiguientemente aceptada por los fieles, en eso tam poco puede
178. Libri omnes docentes mobilitateti terrae et inmobilitatem solis. Cf. H. Reusch,
Der ín d ex der Verbotenen Bücher II, Bonn 1885, 395.
179. LG 12, 1.
352
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
equivocarse la m ism a iglesia180. Pero de ahí no se sigue que tengan
que ser objetivam ente verdaderas todas aquellas cosas que han sido
creídas p o r los fieles, aun cuando se tratase de cosas que se presenta­
ban y se defendían com o dichas por D ios en la Biblia. La cuestión,
entonces, está en saber si una verdad determ inada h a sido presentada
por el magisterio eclesiástico com o verdad definida infaliblemente, en
el sentido técnico que hoy se le da a esa expresión181. Pero, com o ya
hem os podido ver ampliam ente, la doctrina del concilio de Trento, en
su sesión V II, sobre los sacram entos, no entra en el conjunto de
verdades definidas en ese sentido.
Por consiguiente, ni de la supuesta «recepción» del concilio, ni de
la llam ada «fe de la iglesia» se puede deducir un argum ento, en virtud
del cual sea posible llegar a la conclusión de que la doctrina sobre los
sacram entos pertenece a esa fe de la iglesia en la que el conjunto de los
fieles no puede equivocarse, porque es constitutivo esencial y necesa­
rio de su adhesión a D ios en Cristo.
Del concilio de Trento, pues, no se puede deducir una d o c |r ó a de
fe sobre los sacram entos. ¿Es posible deducir esa doctrina de los
concilios anteriores a Trento? Es lo que vam os a ver a continuación.
7.
E l concilio de Florencia
En la bula E xultate D eo de Eugenio IV, del 22 de noviembre de
1439, se expone la doctrina que les fue im puesta a los armenios, en el
concilio de Florencia, con vistas a la unión con la iglesia rom ana. En
esa bula se contiene u n a am plia exposición de la doctrina sacram en­
tal. En realidad, se tra ta de u n a recopilación tom ada casi enteram ente
de Tom ás de A quino en su opúsculo D e articulis fìd ei et ecclesiae
sacram en tis 182.
L a bula de Eugenio IV dice que los sacram entos son siete y los
enum era, pero asertivam ente, no exclusivamente como lo hizo más
180. P ara todo este asunto, cf. J. Collantes, L a iglesia de la palabra II, M adrid 1972,
116-143; tam bién la obra en colaboración L a infalibilidad de la iglesia, Barcelona 1964; G.
Thils, L'infaillibilité du peuple chrétien «in credendo». N oles de ihéologie postridenline,
Paris-Louvain 1963; po r lo demás, com o es bien sabido, H. K üng, Unfehlbar? Eine
Anfrage, Einsiedeln 1970, prefiere hablar de «indefectibilidad» de la iglesia, en vez de
«infalibilidad»; este planteam iento ha provocado una apasionada disputa entre los
teólogos y reacciones de fuerte protesta por p arte del m agisterio eclesiástico; pero
lógicamente no entram os aquí en esta cuestión, dada la tem ática de este libro.
181. Cf. para un análisis de la definición del concilio Vaticano I, G. Thils, La
infalibilidad pontificia, Santander 1972, 193-279.
182. Ed. P. M andonnet, Sancii Thomae Aquinatis Opuscula omnia III, Paris 1927,
11-18.
El concilio de Florencia
353
tarde el concilio de T re n to 18J; luego expone la doctrina tom ista sobre
la m ateria y la form a com o constitutivos del sacram ento184, explican­
do a continuación los componentes, efectos y agentes de cada sacra­
m en to 185.
Eso supuesto, la cuestión más im portante que se plantea aquí es si
la doctrina que se contiene en ese docum ento es o no es doctrina de
fe. Dicho de o tra m anera, ¿se trata de un docum ento dogm ático o
meramente disciplinar? Hoy está fuera de d uda que se trata de un
docum ento no dogmático; es decir, está fuera de duda que en la bula
Exultate D eo no se contiene una definición dogm ática sobre los
sacramentos. Lo que es lo mismo que decir que su doctrina no es una
doctrina de fe, aun cuando de ahí no se pueda deducir que se trata
simplemente de un docum ento disciplinar sin más. Parece, más bien,
que es un docum ento doctrinal, al menos en algunas de sus partes,
pero desde luego no se puede interpretar com o una definición dogm á­
tica186.
Es verdad que la bula pontificia afirm a que en ella se exponen,
entre otras cosas, la doctrina sobre «los siete sacram entos de la iglesia
y otras cuestiones que pertenecen a la fe ortodoxa y a los ritos de la
iglesia universal»187. Estas palabras, a prim era vista, perecen indicar
con toda claridad que se trata de una doctrina de fe. Sin embargo, eso
no resulta tan claro. Por una razón que se com prende fácilmente: el
documento íntegro que se les presentó a los armenios para que lo
aceptasen, con vistas a su unión con Rom a, consta de ocho aparta­
dos: el prim ero es sencillamente el símbolo constantinopolitano188; el
183. DS 1310.
184. DS 1312.
185. DS 1314-1327.
186. Los teólogos habían discutido sobre este asunto principalmente a causa de la
doctrina de la bula de Eugenio IV sobre la «m ateria» del sacram ento del orden, que sería,
según este papa, la entrega de los instrum entos: el cáliz y la patena, etc: DS 1326. Pero se
sabe que esa doctrina está en contra de la tradición unánim e de la iglesia hasta el siglo IX,
tanto en oriente com o en occidente. Pío X II, en la constitución Sacramentum ordinis, de
30 de noviembre de 1947, estableció definitivamente que la sola imposición de m anos es la
materia del sacram ento del orden: DS 3857-3861. Para una inform ación m ás detallada
sobre todo este asunto, cf. M . Quera, El decreto de Eugenio I V para los armenios y el
sacramento del orden: EstEcl 4 (1925) 138-153; 237-250; G. M. Perrella, II decreto di
Eugenio I V p r o armenis relativo al sacramento del ordine: Divus T hom as 39 (1936) 448483; P. Galtier: D TC V II/2, 1411-1425; A. Michel: D T C X l/2 , 1315-1333; A. Tynczakt,
Quaestiones disputatae de ordine, Premisliae 1936, 144-157.
187. El septem ecclesiae sacramenta el alia ad fidem orlhodoxam et ritus universalis
ecclesiae pertinentia: G. Hoffm f ’jn, Epistolaepontifniae ad concilium Florentinum spectantes II, R om a 1944, 125.
\ J
188. Ibid.
I
354
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
segundo es la definición del concilio de C alcedonia189; el tercero, la
definición del tercer concilio de C onstantinopla sobre las dos volunta­
des de C risto 190; el cuarto se refiere a la autoridad del concilio de
C alcedonia191; el quinto contiene la doctrina de Tom ás sobre los
sacram entos192; el sexto reproduce el llam ado símbolo de san A tana­
sio 193; el séptimo repite textualm ente el decreto que el mismo concilio
de Florencia había d ado p a ra los griegos194; y finalmente, el último
ap artad o se refiere a las fechas en que se debían celebrar, en la iglesia
universal, las fiestas de la anunciación, el nacim iento de Juan Bautis­
ta, la navidad, la circuncisión, la presentación de M aría y Jesús en el
templo y la purificación de la virgen M a ría 195. Esto supuesto, está
fuera de duda que, por ejemplo, los tres prim eros apartados contienen
doctrinas que pertenecen a la fe de la iglesia, no porque las dijera en
esta bula el papa Eugenio IV, sino porque reproducen textualmente
otras tantas definiciones de los prim eros concilios ecuménicos de la
iglesia. Pero, al mismo tiem po que reconocemos eso, es preciso decir
tam bién que el últim o ap artad o no se puede referir a una cuestión de
fe, puesto que se trata claramente de un asunto meramente disciplinar
o, si se quiere, del calendario litúrgico. P or consiguiente, no todo lo
que se contiene en la bula p a ra los arm enios es doctrina de fe.
Pero, ¿y el apartado quinto de esta bula, el que trata de los
sacramentos?, ¿se debe considerar comò u n a doctrina de fe o simple­
m ente com o una exposición de la teología más com únm ente adm itida
en la iglesia católica en aquel tiempo? L a respuesta no adm ite lugar a
dudas: no se tra ta de u n a doctrina de fe, sino de la doctrina com ún­
m ente adm itida entonces. Y la prueba m ás clara de ello está en que, al
hablar del sacram ento del orden, dice que la m ateria de este sacra­
m ento es la entrega de los instrum entos p ara la celebración eucaristi­
ca, concretam ente el cáliz con vino y la patena con pan 19<5. A hora
bien, sobre este punto concretam ente ha habido manifestaciones
expresas del m agisterio pontificio en sentido contrario, al menos por
lo que se refiere a las iglesias orientales, que siempre han tenido
solam ente la imposición de m anos com o m ateria del sacram ento del
189. Ibid.
190. Ibid.. 126-127.
191. ¡bid.
192. ¡bid., 128-131.
193. ¡bid., 131.
194. Ibid., 132-133.
195. ¡bid., 133-134.
196. Sextum est sacramentum ordinis, cuius materia est illud, per cuius traditionem
confertur ordo. Sicut presbyteratus traditur per calicis cum vino et patena cum pane
porrectionem. Ibid., 130. D S 1326.
o
E l concilio de Florencia
355
o rd e n 197. Pero sobre todo Pío XII, en la constitución Sacramenium
ordin is 198, estableció que la m ateria del sacram ento del orden consiste
solamente en la imposición de m anos del obispo. Por consiguiente,
está fuera de duda que la doctrina del decreto Pro armenis del concilio
de Florencia no puede ser u n a definición dogm ática, ya que en ese
caso el papa Pío X II se hubiera pronunciado contra la fe de la iglesia.
P or otra parte, el m ism o docum ento, al iniciar su quinto ap arta­
do, utiliza térm inos y expresiones que no hablan p ara nada de que allí
se trate de una cuestión de fe o de una definición dogmática, sino
simplemente de una doctrina que tenía por finalidad facilitar el
conocimiento que los arm enios debían tener de la teología sacram en­
tal. En este sentido, se dice textualmente: «Quinto, hemos redactado
en una fórm ula muy breve la verdad de los sacram entos de la iglesia a
m odo de u n a doctrina m ás fácil para los armenios, tanto actuales
como fu tu ro s» 199. Estas palabras no hacen alusión alguna a que la
doctrina que se expone a continuación sea una definición o un dogm a
de fe. Lo cual vuelve a ponerse de manifiesto cuando^ después de leído
el docum ento en arm enio, el traductor lo resum ió en latín. Allí se dice,
entre otras cosas, que en el sacrificio del altar se debe mezclar un poco
de agua con el vino200. Pero está claro que eso no puede constituir
una doctrina de fe, sino una simple norm a litúrgica o disciplinar.
Pero hay más. En la bula C antale D om ino del mismo Eugenio IV,
que es la bula de unión de los coptos, el papa repite el decreto Pro
armenis, pero al final añade dos puntos que no habían sido aclarados
en aquel decreto. Esos puntos son: primero, las palabras de la consa­
gración de la m isa201 y segundo, la aclaración de que el pan para la
eucaristía puede ser pan del día o estar cocido ya de an tes202.
Evidentemente, esto no puede ser una cuestión de fe. Ni en el ánimo
del pap a o del concilio podía entrar el definir, com o verdad revelada,
semejante cosa.
197. Clemente V III, Instr. Presbyteri graeci, del 31 de agosto de 1595: BR 10, 213;
U rbano VIII, Breve universalis ecclesiae, del 23 de noviembre de 1642: Magnum bullarium
romanum, Luxemburgi 1727, 4, 127 A; Benedicto XIV, Const. Etsi pastoralis, de 26 de
m ayo de 1742: M agnum bullarium romanum 16, 99 A s; Leon X III, Bula orientalium
dignitas, del 30 de noviem bre de 1894: ASS 27 (1894) 257.
198. F echada el 30 de noviembre de 1947: AAS 40 (1948) 5-7. DS 3857-3861.
199. Quinto ecclesiasticorum sacramentorum veritatem pro ipsorum armenorum lam
praesentium quam futurorum faciliori doctrina sub hac brevissima redigimus formula: G.
H offm ann, Epistolae pontifltiae ßd concilium Florentinum speclantes II, 128, 1-2.
200. Quodque in sacrifìcio ifltaris, dum calix offertur, vino paulum aquae admisceri
debet: Ibid., 135, 4-5.
201. G. H offm ann, o. c„ III, 62, 25-28.
202. Pañis vero triticeus, in quo sacramenium conficitur, an eo die an antea decoctus
sit, nihil omnino referí: Ibid., 62, 29-30.
356
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
En el m ism o sentido se puede citar la bula Benedictus sit Deus, que
es la bula de unión de los caldeos y m aronitas de Chipre, en la que se
hace profesar, ju n to a la aceptación de los siete sacramentos, el hecho
extraño de que nunca se p ondrá aceite con la eucaristía203. O tro
ejemplo evidente de una cuestión que no puede ser entendida en el
sentido de una definición o fórm ula de fe.
C om o conclusión, pues, se puede decir que la doctrina del concilio
de Florencia sobre los sacram entos no es una definición dogmática.
Por lo tan to , tam poco en este concilio se presentó, de m anera definiti­
va e irreform able, lo que es la fe de la iglesia acerca de los sacramentos
en general.
8.
El concilio II de Lyon
O tro docum ento del m agisterio eclesiástico, que se suele aducir
cuando se trata de la doctrina de la iglesia sobre los sacramentos, es la
Profesión de f e que el concilio II de Lyon propuso al em perador
Miguel Paleólogo. Este concilio se celebró el año 1274, bajo el
pontificado de G regorio X. Y, según se dice corrientemente, en
aquella Profesión de f e , se define que los sacram entos de la iglesia son
siete; y adem ás se enum eran uno por uno esos siete sacram entos204.
Por o tra parte, al ser el concilio de Lyon un concilio ecuménico,
parece quedar fuera de d uda que la profesión de fe propuesta por este
concilio expresa inequívocam ente la fe m ism a de la iglesia. Lo cual
quiere decir — si es que todo este discurso es correcto— que al menos
la doctrina de los siete sacram entos, tal com o en esta profesión de fe
se enum eran, es una doctrina de fe, irreform able en el futuro y
obligatoria p ara todos los creyentes.
Esta conclusión, sin em bargo, no resulta tan evidente como a '
prim era vista puede parecer. Porque, com o enseguida vamos a ver,
existen razones muy serias p ara pensar que ni el concilio II de Lyon
fue un concilio ecuménico, ni la afirm ación sobre los siete sacramen­
tos entra propiam ente en la llam ada Profesión de f e que el concilio
propuso a Miguel Paleólogo. Por eso, interesa sum am ente responder
a estas dos preguntas: 1) ¿fue el concilio II de Lyon un concilio
ecuménico? 2) ¿se puede decir sin más, que la doctrina sobre los siete
sacram entos form a parte de la profesión de fe que presentó el conci­
lio?
203.
204.
Item , quod de cetero nunquam in sacra eucharistia oleum apponam. Ibid., 107, 5.
DS 860.
El concilio I I de Lyon
a)
357
¿Concilio ecuménico?
E sta pregunta es im portante. Porque, com o es bien sabido, sola­
mente los concilios ecuménicos tienen autoridad para imponer a la
iglesia universal una doctrina com o doctrina de fe. De ahí que sea
decisivo, en este asunto, determ inar si, efectivamente, el concilio II de
Lyon fue o no fue un concilio ecuménico.
P ara hacerse cargo del problem a que aquí se plantea, hay que
tener presente, ante todo, que hasta este m om ento no existe una lista
oficial y autorizada de los concilios ecuménicos que ha celebrado la
iglesia católica205. Y no existe tal lista oficial porque, entre otras
cosas, no existe un concepto, oficialmente sancionado por el magiste­
rio eclesiástico, de lo que debe ser entendido por concilio ecuméni­
co 206. A hora bien, estando así las cosas, no hay que sorprenderse de
que existan ediciones de concilios en las que el II de Lyon aparece
como ecuménico y otras en las que no aparece. En realidad, esta
discrepancia en las ediciones de concilios no afecta sólo al II de Lyon,
sino en general a todos los concilios medievales celebrados entre el IV
concilio de C onstantinopla (año 870) y el concilio de Florencia (año
1439), es decir, se refiere a los concilios de la iglesia latina que, debido
al cisma de oriente, no se pudieron celebrar con la. debida participa­
ción de los orientales. Estos concilios, com o es sabido, son los cuatro
prim eros de Letrán, los dos de Lyon, el de Viena y el de Costanza.
¿Son estos ocho concilios verdaderam ente ecuménicos, como lo
son el de Nicea, el de Efeso o el de Calcedonia? Desde que en 1586
R oberto Belarmino publicó la prim era edición de sus Controversia e201, esos ocho concilios han sido considerados, entre los autores
católicos, com o concilios ecuménicos, en perfecta igualdad con los
demás concilios ecuménicos de la iglesia antigua, y al igual también
que el concilio de T rento y, más recientemente, los dos concilios
Vaticanos. Belarmino, en efecto, en el tom o II de sus Controversiae,
que trata D e conciliis et ecclesia, cuenta hasta dieciocho concilios
0I
205. Cf. Y. C ongar, La primauté des quatre premiers concites oecuméniques, en la
obra en colaboración, Le concile et les concites. Contribution à thistoire conciliaire de
réglise, Paris 1960, 109.
206. Com o ha dicho m uy bieri el profesor H. Jedin, «¡a apelación de ecuménico
proviene m ás de la costum bre que dé una verdadera declaración del magisterio»: Apellationem illam magis consuetudine quam vera ecclesiae magisterii declaratione notam esse.
Conciliorum oecumenicorum decreta, ed. J. Alberigo-P. P. Joannou-C . Leonardi-P. Prodi,
cons. H. Jedin, Basileae-Barcinonae-Friburgi-Rom ae-Vindo bonae, 1962, Praef. VII.
207. Disputationes Roberti Bellarmini... de controversiis christianae fidei adversus
huius temporis haereticos tribus to m h comprehensae, Ingolstadíí, 1586.
358
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
generales o ecum énicos208. Según esta enum eración, el concilio II de
Lyon es el decim ocuarto en la lista de concilios ecuménicos; y el de
Florencia ocupa el puesto decim osexto209. L a m isma enumeración
sigue literalm ente la edición de los concilios generales, publicada muy
poco después por Severino Bini, en la que al concilio de Florencia se le
d a tam bién el puesto decim osexto210. Recientemente se h a dem ostra­
do, con to d a riqueza y porm enor de datos, que tanto la edición de
Bini com o las ediciones posteriores de los concilios ecuménicos,
dependen siempre de la lista de concilios presentada p o r Belarmino en
sus C ontroversiae211. Por otra p arte — y esto es m ás im portante—
antes de la publicación de la obra fundam ental de Belarmino, cuando
se tra ta b a de enum erar los concilios ecuménicos, la lista se presentaba
de otra m anera. Porque el hecho es que él concilio de Florencia (de
cuya ecum enicidad nadie duda) no era considerado el decimosexto,
en la lista de concilios ecuménicos, sino el octavo. Así, en un permiso
de traducción de las actas del concilio de Florencia, firm ado por el
p ap a Clemente VII el 22 de abril de 1526, se dice textualm ente que el
concilio florentino era el octavo de los ecum énicos212. Esto quiere
decir obviam ente que, p o r lo m enos hasta 1526, el concilio de Floren­
cia era tenido incluso p o r los papas com o el octavo concilio ecuméni­
co de la iglesia. Y así parece explícitamente en la obra de Fantino
Vallaresso, que tom ó parte activa en el mismo concilio de Florencia y
que escribió sobre este a su n to 213. Es más, el mismo Vallaresso afirm a
que en to d o el tiem po que transcurre desde el cisma de Fozio hasta el
concilio de Florencia no se pudieron celebrar concilios ecuménicos;
porque al estar separada de R om a la iglesia oriental, no se podían
convocar tales concilios, ya que p ara eso se requería la aprobación de
208. Concilia generatici approbata numerantur hucusque decem et ocio. Disputationes
Roberti Bellarmini... de controversiis christianaefìdei adversus huius temporis haereticos II,
De concifiis et ecclesia, Venetiis 1599, 1. I, c. 5, col. 4.
209. Ibid., 4-9.
210. Concilium jlorentinum oecumenicum decimun sexium probatum. Concilia generaHa provine ialia quaecumque reperiri potuerunt... studio et industria Severini Bini IV,
Coloniae A grippinae 1606, 411.
211. V. Peri, Il numero dei concili ecumenici nella tradizione cattolica moderna:
Aevum 37 (1963) 430-500, especialmente 484-485, que en este punto corrige la opinión de
F. Dvornik, The photian schism, history and legend, Cam bridge 1948, 365.
212. Quod acta generalis o d a vi concilii Floreniiae, citado por V. Peri, o. c., 472.
213. Este autor afirm a que hasta el concilio florentino se habían celebrado sólo
.'<κ_\c concilios ecuménicos en la iglesia: Novem concilia ycumenica sive unversalia,
>'n:¡>iiiüinlt> moderno concilio Florentino... congregata comperio: F. Vallaresso, Libellus de
gcncralium concilioruni et unione Florentina, ed. B. Schultze, Rom ae 1944, 6.
E l concilio I I de Lyon
359
todas las iglesias214. Si adem ás tenemos en cuenta que Vallaresso fue
legado pontificio en el concilio de Florencia, parece enteramente
correcto concluir que esta postura representaba la interpretación
oficiosa de la iglesia rom ana en lo que respecta al núm ero de los
concilios ecuménicos reconocidos com o tales215.
Por consiguiente, a la vista de estos datos, nos encontram os con
un hecho sorprendente, a saber: el concilio de Florencia fue tenido
como el octavo concilio ecuménico, incluso por parte de los papas y
sus m ás directos representantes, hasta bien entrado el siglo XVI. Pero,
en cuestión de pocos años, concretam ente a finales de ese mismo
siglo, sin saber exactam ente por qué (al menos a prim era vista), ese
concilio pasó de ser el octavo a ser el decimosexto, en las listas de los
concilios ecuménicos que, a partir de entonces, se vienen publicando.
Lo cual quiere decir lógicam ente que, de pronto, se introdujeron ocho
concilios en la lista de los ecuménicos. Teniendo presente que esos
ocho concilios no habían sido considerados como ecuménicos hasta
entonces. Se trata, com o ya se ha dicho, de los cuatro prim eros de
Letrán, los dos de Lyon, el de Viena y el de Constanza. Es verdad que
en la edición de concilios de Francisco Jover, publicada en París en
1555 21<s, se tienen por universales el tercero y el cuarto de Letrán, el de
Constanza, el de Basilea, el de Florencia, el quinto de Letrán y el de
T rento217. Pero hay que tener en cuenta que, en aquel tiempo,
resultaba prácticam ente imposible hacer una lista uniform e de conci­
lios ecuménicos, por la sencilla razón de que no existía un criterio,
comúnmente aceptado, de lo que constituía la ecumenidad de un
concilio. G eneralm ente se adm itía el principio establecido por el
decreto de G raciano, que reconocía com o ecuménicos los ocho prim e­
ros concilios, hasta el cuarto de C onstantinopla218. De ahí que no
existiera una lista oficial, ni aun siquiera oficiosa, de los concilios que
obligaban a la iglesia universal. Por lo demás, está fuera de duda que
el concilio segundo de Lyon no fue tenido com o cuménico hasta que,
por obra y gracia de R oberto Belarmino, adquirió esa calificación en
214. Durante divisione et schismate supradicto, non potuit ycumenica synodus congre­
gari, quia orientaìis ecclesia non oboediebat romano pontifici, sine cuius auctoritate huius­
modi concilia secundum sacros cánones congregari non possunt: F. Vallaresso, o. c., 18.
215. Cf. V. Peri, o. c., 475-476; cf. tam bién B. Schultze, Das letzte ökumenische
Einigungskonzil theologisch gesehen: Orientalia C hristiana Periodica 25 (1959) 288-309.
216. Sanctiones ecclesiasticae tarn synodicae quam pontißciae, in tres classes distinctae, quarum prima universales synodos... complectitur... per Franciscum Joverium, Parisiis
1555.
I
217. Cf. V. Peri, o. c., 438.
:
218. Sancta o d o universalia concilia... servare... profiteor. Decretum, dist. XVI, c. 8.
Corpus Juris Canonici (ed. A. Friedberg) Lipsiae 1879, col. 45.
360
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
las listas que se em pezaron a elaborar desde la publicación de sus
Controversiae.
¿Cómo y por qué se llegó a esta decisión? Es decir, ¿cómo y por
qué se llegó a to m ar la determ inación de incluir en la lista de concilios
ecuménicos n ad a m enos que a ocho concilios, que desde entonces son
considerados com o tales, pero que hasta entonces no se habían tenido
generalm ente com o concilios universales de la iglesia? E ntre los años
1608 y 1612 se publican los cuatro grandes volúmenes que com ponen
la edición rom ana de los concilios ecum énicos219. En esta edición
aparece ya la lista tal com o había sido confeccionada por Belarmino
en sus Controversiae. Por otra parte, no se tra ta de una edición oficial,
sino oficiosa, ya que no fue el resultado de un acto o de una decisión
del suprem o m agisterio de la iglesia. Sin embargo, se sabe que esta
decisión fue cuidadosam ente preparada por una comisión, que había
sido nom brada p o r m andato de G regorio X III y que se denom inaba
Congregano super editione conciliorum generalium 220. Pues bien, entre
los docum entos de esta comisión que han llegado hasta nosotros, se
ha encontrado un escrito, fechado el 15 de octubre de 1595, que fue
uno de los papeles de trabajo que se utilizaron en la comisión. En ese
docum ento se dispone que se le suprim a al concilio de Florencia el
título de octavo, entre los concilios ecuménicos, y que pase a ser el
decim osexto221. Por aquellos días era presidente de la comisión el
cardenal de Toledo. El p ap a era Clemente VIII, que adem ás presidió
la reunión en que se tom ó este acuerdo, com o se dice expresamente en
el citado docum ento222. D e esta m anera, y en virtud de un procedi­
m iento tan asom brosam ente anticientífico, se introdujeron, de golpe
y porrazo, ocho concilios en el catálogo de los concilios universales o
ecuménicos de la Iglesia. Entre esos concilios está el II Lyon, que de
p ro n to se vió ascendido de categoría, según acabam os de indicar.
¿Por qué se hizo eso? Sencillamente, porque así se aseguraba que
el concilio de T rento y los dem ás concilios celebrados en la iglesia
latina, después de la separación de las iglesias orientales, fueran
considerados en el mismo rango y con la misma autoridad que los
prim eros ocho concilios universales, celebrados desde el concilio de
N icea hasta el IV de Constantinopla. Asi se dice expresamente en un
219. Concilia generalis ecclesiae catholicae, R om ae 1608-1612.
220. Así consta en un m anuscrito del archivo vaticano, com o consta por el códice
Vatic.lat. 6418, p. Ϊ, f. 50 v; cf. V. Peri, o. c., 455, n. 75.
221. De Con se. Florentino sub Eugenio I V quod est Octavum Latinum Concil. generale
et X V I in ordine generalium... Ut titulus editus, Octava synodus, supprimatur, et substituatur eius loco haec inscriptio: Universalis Fiorentina Synodus. Cod. Vatic, lat. 6 4 18,1, ff. 6r7r; cf. V. Peri, o. c., 499-500.
222. Cod. Vatic, lai. 6418, I, f. 6r; cf. V. Peri, o. c., 500.
El concilio I I de Lyon
361
docum ento que m anejó la comisión encargada de preparar la edición
de los concilios: se debía colocar el concilio de Florencia en el puesto
decimosexto, porque quienes lo consideraban como el octavo, en
realidad lo que hacían era rechazar todos los otros concilios223. Y fue
precisamente p ara evitar ese rechazo de los concilios latinos, posterio­
res al cism a de Oriente, por lo que se tom ó la decisión, no oficial sino
oficiosa, de considerar en adelante dichos concilios com o si hubieran
sido ecuménicos.
b)
¿Profesión de fe?
Pero, a fin de cuentas, fuera o no fuera ecuménico el II concilio de
Lyon, una cosa está clara: que en el concilio y ante la presencia del
papa G regorio X, que asistió y presidió personalm ente las sesio­
nes224, fue leída la profesión de fe que debía aceptar el em perador
Miguel Paleólogo. A hora bien, en dicha profesión o confesión de fe se
encuentra la afirm ación explícita de los siete sacram entos225. Parece,
pues, indudable que esa afirmación, al menos, pertenece a la fe de la
iglesia.
Efectivamente, la fórm ula que fue leída en el concilio y ante el
papa es u n a profesión de fe, que no fue redactada ni por el concilio ni
por G regorio X, sino por Clemente IV, quien en 1267 la había im ­
puesto al mismo eiiA erador226. Pero esta fórm ula consta clara­
mente de dos partes! muy distintas: la prim era es la repetición,
casi literal, de una profesión de fe, enviada por el papa León IX
en 1503 a Pedro, patriarca de A ntioquía, y se refiere a los dog­
mas trinitarios y cristológicos227; la segunda recoge las cuestiones
que estaban sobre el tapete en las disputas entre griegos y latinos: la
escatologia, la teología sacram ental y el prim ado de R o m a 228. A hora
bien, lo im portante aquí es tener en cuenta que, si nos atenemos al
texto tal com o está redactado, la profesión de fe propiam ente tal es
solamente la prim era parte, m ientras que la segunda no es una
223. Qui harte synodum octavam vocant omnes alias synodos reiiciunt. Cod. Barbei
lat. 860, f. 226r; cf. V. Peri, o. c., 496, cf. 493.
224. Cf. C. J. Hefele-H. Leclercq, Histoire des concites V I/1, Paris 1914, 168-169; A.
Fliche-V. M artin, Histoiré de réglise X, Paris 1950, 494.
225. DS 860.
:
226. Epist. M agnitudinis tuae litteras, ed. E. M artene-U . D urand, Veterum scriptorum et monumenta... collectio VII, Parisiis 1733, 204-206.
227. DS 851-854; cf. .680-686; cf. H. W olter-H. Holstein, Lyon I et Lyon II, en G.
Dumeige, Histoire des conciles oecumeniques VII, Paris 1965, 163.
228. Cf. H. W olter-H . Holstein, o. c„ 166.
f
362
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
afirm ación de la fe de la iglesia, sino solamente un conjunto de
proposiciones que debía aceptar el em perador.
En efecto, la prim era parte cpmienza lógicamente con la afirm a­
ción explícita de la fe, en toda.| y cada una de sus proposiciones:
Credimus, creem os229. Y term ina con la solemne advertencia de que
«ésta es la verdadera fe católica, y es la que m antiene y predica la
sacrosanta iglesia rom ana en los artículos antes m encionados»230. Y
p a ra que no quede d u d a de que ahí es donde term ina la profesión de
fe, en la fórm ula paralela que profesó el patriarca Becos, al llegar a
este punto term ina con el «amén» y con la añadidura: «Y por cierto
hasta aquí solam ente»231. Sin embargo, en las afirmaciones de la
segunda parte, concretam ente en las que se refieren a los sacram entos,
no se dice nada de fe o de creencia, sino la fórm ula más m oderada de
que «la santa rom ana iglesia m antiene y enseña»232.
Pero hay algo que es m ás significativo en todo este asunto. La
segunda parte del docum ento que venimos com entando está redacta­
da de tal m anera que en ella se contienen afirm aciones que de ninguna
m anera pueden ser m ateria de fe para la iglesia universal y para los
creyentes de todos los tiempos. En este sentido, hay que recordar,
ante todo, la afirm ación de que las almas del purgatorio son purifica­
das con penas, tal com o lo explicó el herm ano Ju a n 233. Este «herm a­
no Juan» era un fraile franciscano, Juan Parastrón, que intervino de
m ediador entre R om a y Bizancio234. N adie duda de la buena volun­
tad que desplegó este buen religioso en su gestión235. Pero de lo que sí
se puede dudar seriam ente es que la iglesia haya querido definir como
verdad de fe que hay que entender lo del purgatorio según las
explicaciones que le diera Ju an P arastrón a Miguel Paleólogo. A
nadie le cabe en la cabeza que eso pueda ser una afirmación funda­
m ental de la fe de la iglesia. Pero si eso no parece ser una afirmación
de fe, ¿con qué derecho se defiende que lo que viene a continuación
sobre los sacram entos sí es un d ato incuestionable de la fe cristiana?
O tro ejemplo, en este mismo sentido, es la afirmación de que la
iglesia rom ana consagra el sacram ento de la eucaristía con pan
229. DS 851, 852, 853, 854.
230. Haec est vera fid es catholica, et harte in supradictis articulis tenet et praedicat
sacrosancta romana ecclesia: DS 855.
231. Amen. E t hoc quidemusque in tantum. Epistola ad Joannem papam: M G 141 947
B; cf. M ansi 24, 188 A.
232. Tenet etiam et docet eadem sanata romana ecclesia: DS 860.
233. Eorum animas poenis purgatoriis seu catharteriis, sicut nobis frater Joannes
explanavit, post mortem purgari: DS856.
234. Cf. H. W olter-H. H olstein, o. c., 167.
235. Ibid.
E l concilio I I de Lyon
363
ácim o236. Evidentemente, esas palabras no son un artículo de la fe
cristiana, sino simplemente la constatación de un hecho histórico. Se
comprende, p o r lo demás, que en este docum ento se hiciera referencia
a una de las cuestiones prácticas que eran m otivo de dificultades entre
Rom a y B izancio237.
Por lo demás, en todo este asunto conviene distinguir cuidadosa­
mente entre lo que en aquel tiem po se entendía como «profesión de
fe» y lo que hoy entendemos cuando hablam os de esa cuestión. Parece
bastante claro que cuando el em perador Miguel Paleólogo suscribió
su profesión de fe, él entendía to d o el contenido del docum ento como
una verdadera profesión de la fe cristiana. Eso está claram ente
afirm ado al final del escrito238. Sin em bargo, no obstante esa form u­
lación tan term inante y tan clara, hay razones m uy serias que hace»
dudar de que, efectivamente el texto que suscribió aquel em perador
fuera u n a exposición objetiva de la fe que vincula a la iglesia para
siempre. En efecto, el últim o tem a que toca la «profesión de fe» es el
del prim ado del rom ano pontífice239. Y ahí se dice, entre otras cosas,
que el sucesor de Pedro no sólo tiene la «plenitud240 de potestad»
sobre toda la iglesia, sino adem ás que él es quien debe decidir y definir
en las cuestiones que se planteen acerca de la fe 241. Sea cual sea la
inspiración y el sentido últim o que se le daba, en aquel mom ento, a
esta form ulación242 que m ás tarde, concretam ente con ocasión del
cisma de occidente, la iglesia se vio en la necesidad de recurrir a un
concilio, y no al papa, p ara que definiera, en últim a instancia, lo que
se debía hacer y creer. Tal fue el sentido del concilio de Constanza,
cuya declaración es terminante:
Este santo concilio de Constanza... declara, en primer lugar, que,
reunido legítimamente en el Espíritu santo, siendo un concilio general y
representando a la iglesia católica militante, tiene su poder inmediata­
236. Sacramentum Eucharistiae ex azymo conficit eadem romana ecclesia: DS 860.
237. Cf. H. W olter-H . Holstein, o. c„ 19.
238. Las palabras que siguen a la «profesión de fe» son muy claras en este sentido:
Suprascriptam fid ei veritatem proul led a est fideliter expósita veram sanctam catholicam el
orthodoxam fid em esse cognoscimus et earn corde et ore profitemur. Cf. B. Roberg, Die
Union zwischen der griechischen und der lateinischen Kirche a u f dem I I Konzil von Lyon
(1274), Bonn 1964, 242.
239. DS 861.
¡
240. Plenitude potestatis.
241. Sic et si quae de fid e subortae fuerint quaesliones, suo debent iudicio definiri: DS
861.
242. En este últim o apartado, la profesión de fe de Miguel Paleólogo parece estar
claram ente influenciada p o r el opúsculo Contra errores grecorum, que S. Tom ás compuso
a petición de U rbano IV', en el que se dice que es el papa el que debe determ inar lo que
debe creer todo cristiano; determinare quae sunt fidei: cf. H. W olter-H. Holstein, o.e., 170.
364
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
mente de Cristo, (poder) al que toda persona de cualquier estado o
condición que sea, incluso aunque se trate del papa, está obligado a
obedecer en lo que se refiere a la fe y a la extirpación de dicho cism a243.
A hora bien, a la vista de estos datos y teniendo en cuenta el sentido
m ás elemental de esta declaración, nos encontram os con la situación
siguiente: por una parte, en una «profesión de fe» se dice que el papa
tiene la plenitud de potestad sobre toda la iglesia, es decir, toda la
iglesia se tiene que someter al papa; pero, por otra parte, la declara­
ción solemne de un concilio, años m ás tarde, afirm a que incluso el
p ap a tiene que someterse y obedecer al concilio. Es más, en la citada
«profesión de fe» se dice tam bién que el papa es quien debe deñnir y
decidir en las cuestiones de fe, pero luego resulta que el concilio
afirm a que el papa se tiene que someter precisamente «en aquellas
cosas que se refieren a la fe»: in his quae pertinent a d fldem . Evidente­
mente, estos dos tipos de afirmaciones im plican una contradicción
m anifiesta. Cosa que resulta m ás desagradable si tenemos en cuenta
que el concilio de C onstanza ha figurado durante siglos en las listas de
concilios ecuménicos y así h a sido considerado hasta nuestros d ías244.
P or o tra parte, los historiadores se ven en la necesidad de hacer
num erosas matizaciones cuando se tra ta de determ inar si, efectiva­
mente, el concilio obtuvo la aprobación ulterior de los p ap as245. Pero,
com o advierte acertadam ente Congar, «según su propia doctrina, el
concilio de C onstanza no tenía necesidad de tal aprobación, y no ha
buscado ninguna»246.
En definitiva, sea cual sea la últim a solución que se dé a estas
cuestiones históricas, parece que lo m ás acertado es reconocer que la
llam ada «profesión de fe» de Miguel Paleólogo no pasó de ser un
docum ento históricam ente condicionado por las circunstancias, que
pudo ser la expresión de fe de aquel em perador en aquel m om ento,
pero que no se puede tom ar com o u n a fórm ula de fe, definitivamente
válida p ara la iglesia de todos los tiempos. De no adm itir esta
conclusión, nos veríamos obligados a tener que aceptar com o una
243. Haec sancta synodus Constantiensis... et primo declorai quod ipsa in Spirìtu
sancto legitime congregata, generale concilium faciens, et ecclesiam cathoUcam militantem
repraesentans, potestatem a Christo immediate habet, cuiquilibet cuiuscumque status vel
dignitatis, etiam si papalis existat, obedire tenetur in his quae pertinet ad fldem et exstirpationem dicti schismatis: M ansi 27, 590 F; Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed. J.
Alberigo y otros, 1962, 385.
244. En el Enchiridion de Denzinger-Schönm etzer figura com o el XVI de los ecumé­
nicos: DS, 315.
t
245. Cf. para este punto la excelente inform ación que ofrece. Y. Congar, L ’église de
sainl Augustin à Fèpoque moderne, Paris 1970, 324-327.
246. Ibid.
El concilio I I de Lyon
365
verdad de fe el hecho del purgatorio según las explicaciones que le
diera fray Juan P arastrón al em perador, cosa que resulta sencillamen­
te inconcebible. C om o nos veríam os igualmente obligados a tener que
resolver un problem a que prácticam ente no tiene solución, ya que se
trata de conciliar dos afirmaciones que en realidad son contradicto­
rias: p o r una parte, lo que se dice sobre la «plenitud de potestad» del
papa en la profesión de fe de Miguel Paleólogo; por otra parte, lo que
se afirm a sobre la suprem a potestad y autoridad del concilio en la
declaración solemne de Constanza.
Por último, p ara quitar acero a todo este asunto y poner las cosas
en su sitio, es de sum a im portancia recordar un hecho histórico de
verdadero interés: la profesión de fe de Miguel Paleólogo no fue una
decisión adoptada por el segundo concilio de Lyon, sino simplemente
la parte más extensa df una carta, enviada por el em perador y leída en
el concilio ante la prl,/encia del p a p a 247. Esto quiere decir que esa
«profesión de fe» no fue ni redactada por el concilio, ni discutida en
él, ni definida en aquella asamblea. Por eso se comprende que en las
ediciones de los decretos de aquel concilio ni siquiera aparece este
docum ento248. Y es que, propiam ente hablando, no fue ni un decreto
ni un acto o decisión conciliar249. D e ahí el engaño a que son
inducidos los estudiantes de teología cuando, quizás por ignorancia,
se les hace pensar que esa «profesión de fe» fue el acto más im portante
del concilio II de Lyon 250. C uando en realidad los mismos obispos y
teólogos que intervinieron allí se hubieran sentido profundam ente
sorprendidos si se les hubiera dicho que las cosas que decía el
em perador, en su carta al papa, iban a ser presentadas como decisio­
nes que ellos tom aban. Com o se ha dicho acertadam ente, los contem ­
poráneos no se sintieron concernidos p o r este texto, que los m anuales
m odernos presentan equivocadam ente com o el acto m ayor del conci­
lio II de Lyon, siendo así que aquello no pasó de ser una cosa
247. C. J. Hefele-H. Leclercq, Histoire des concites VI/1, 174-175; B. Roberg, o. c.
138-139; H. W olter-H . H olstein, o. c., 168-169; D. J. Geanakoplos, Michael V II! Paléalogus and the union o f Lyons: H arvard Theological Review 46 (1953) 79-89; M. Viller, La
question de lunion des églises entre grecs et latins depuis le concile de Lyon jusqu'à celui de
Florence (1274-1438): Revue d ’H istoire Ecclesiastique 17 (1921) 260-305; 515-532; 18
(1922) 20-60.
248. P or ejemplo, en la reciente edición, Conciliorum oecumenicorum decreta, dirigi
d a por i. Alberigo y otros, Bologna 1973, 309-331, ni se hace referencia de esa «profesión
de fe»; C. J. Hefele-H. L edercq, o. c„ 175-176, la pone en nota a pie de pàgina.
249. Cf. H. W olter-H . Holstein, o. c., 175-176.
250. Seguram ente influye en este error la form a de presentar la citada «profesión de
fe», tal com o aparece en el Enchiridion symbolorum de Denzinger (DS 851-861), ya que
sólo de form a m uy velada el alum no puede colegir que este docum ento no fue una
decisión conciliar; cf. lo que se dice en la introducción al concilio, 274.
366
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
periférica, y a que consistió solam ente en una condición a priori,
puesta por el papa Clemente IV y aceptada por el em perador deseoso
de llegar a un acuerdo con los la tin o s251.
En conclusión, pues, después de todo lo dicho sobre el II concilio
de Lyon y su m al llam ada profesión de fe, se puede decir que ni aquel
concilio fue ecuménico, ni aquella «profesión de fe» es una form ula­
ción dogm ática vinculante p ara la conciencia y para la fe de los
cristianos de todos los tiempos. El análisis histórico de los hechos nos
ha llevado, con toda seguridad, a esta conclusión.
9.
Inocencio III
Este pontífice tiene una im portancia singular en la historia de la
teología sacram ental. Porque d urante su pontificado nos encontra­
m os con el prim er docum ento del m agisterio eclesiástico que habla
expresamente d élo s siete sacramentos: bautism o, confirmación, euca­
ristía, penitencia, unción de enfermos, m atrim onio y orden. Se trata de
la llam ada profesión de fe que el papa impuso a los valdenses en el
año 1208 252. Es seguro que hasta entonces ningún concilio y ningún
p ap a se habían ocupado de este asunto. Es decir, durante más de diez
siglos, desde sus orígenes hasta m uy avanzada la edad media, el
m agisterio eclesiástico solemne no se había preocupado por determ i­
n ar cuántos son los sacram entos de la iglesia ni cuáles son esos
sacramentos. Sin duda, estas cuestiones no interesaron a la iglesia
d urante todo el prim er milenio e incluso después, hasta el siglo X III.
Es más, com o vamos a ver enseguida, el problem a no quedó oficial­
m ente resuelto ni siquiera en ese tiempo.
E n los concilios particulares de la iglesia antigua no existe un
concepto preciso de lo que se debía entender por «sacramento».
Según el uso frecuente que tenía la palabra sacramenium en la
literatura clásica253, no es raro encontrar que ese término se emplea,
en aquellos concilios, com o sinónimo de juram ento o com prom iso
solemne oficial254. En otros casos, el térm ino sacramenium se refiere a
251. Cf. H. W olter-H. Holstein, o. c., 168-169.
252. DS 790-797. El docum ento enum era los sacram entos en el orden indicado. A la
eucaristía le llam a sacrificium (D S 794); a la penitencia no le da nom bre especifico, pero
habla de ella (DS 794); al m atrim onio lo llam a coniugio comalia (DS 794); al orden lo
designa com o ordines ecclesiasticos (DS 796).
253. Cf. el sentido de sacramenium com o juram ento. A. Forcellini, Totius latinilatis
lexicon V, Prati 1871, 290.
254. P or ejemplo, en el conc. de Orleáns (año 511 ), c. 1, CC 148 A, 5,20-21.23-24; c.
3. CC 148 A, 5, 38-41; 6, 46; conc. de O rleáns (año 549), c. 22. CC 148 A, 156, 215-216;
221, 222.230-231 ; G regorio de T urin en su Historia francorum, IX, 32, conc. del año 589.
C C 148 A, 252, 11-12; conc. de Sevilla (año 590), c. 3. CV 153.
Inocencio II I
367
los misterios cristianos, es decir, aquellas realidades divinas que son
objeto fundam ental de la fe255. Tam bién hay textos conciliares en los
que se llam a «sacram entos» a las ofrendas de los fieles, a los funerales
y a la piadosa m em oria que se debe tener por los penitentes que han
m uerto repentinam ente256; o el crism a que los clérigos257 debían
recibir del obispo cuando se acercaban las fiestas de p ascu a258. En
todos estos casos, com o se ve, eran «sacram entos», para el magisterio
de la iglesia antigua, cosa que ahora n o lo son en absoluto. D e todas
maneras, es frecuente encontrar en aquellos concilios la palabra
sacramentum p ara designar a la eucaristía259 o al bautism o260. Es
evidente, por tanto, que el magisterio eclesiástico, habla de los sacra­
mentos, en aquellos prim eros siglos, de m anera m uy distinta a cómo
lo hace en la actualidad. Jam ás hablan los concilios de aquel tiempo
sobre los siete sacramentos; jam ás hablan de su naturaleza, su efica­
cia, las condiciones p ara su validez y de otras cuestiones similares que
han interesado a la teología en tiem pos m ucho m ás recientes.
¿Cuándo, cóm o y por qué se empezó a hablar de los siete sacra­
mentos que la iglesia reconoce com o tales en la actualidad?
Y a se ha dicho que la Profesión de f e que Inocencio III im puso a
los valdenses en 1208 es el primer docum ento del magisterio solemne
que enum era los siete sacramentos. Pero, ¿significa eso que a partir de
entonces la teología de los siete sacram entos quedó definitivamente
incorporada al m agisterio de la iglesia como u n a verdad de fe?
Ante todo, conviene hacer una advertencia im portante: el extenso
docum ento que el p ap a hizo ju rar a D urando de Huesca y sus
com pañeros contiene claram ente afirm aciones que pertenecen a la fe
de la iglesia y que son, por tanto, u n a verdadera profesión de fe. De
ahí, el sentido inequívoco de las palabras iniciales de ese documento:
«lo creemos con el corazón, lo entendem os con la fe, lo confesamos
con la boca»261. Se tra ta de las afirmaciones que se refieren a la fe en
255. Cf. redem ptions sacramenta. Epist. Domino vere sánelo, I, de los obispos de las
Galias al p ap a León'. CC 148,107 y 108; tam bién cuando se habla de Trinitatis dominicae
sacramenta. Conc. d e T urin (año 567), Epistula episcoporum ad Redegundam: C C 148 A,
195,16-18. Esta significación se advierte también en la legislación del tiempo, por ejemplo
en el Codex Theod. XVI, 5, 44, ed. M om msem 1/2, 870.
256. Así concretam ente en el conc. de Vaison-la-Rom aine (año 442), c. 2 CC 148,96.
257. Breviarium Hipponense, c. 3 CC 149, 33.
258.
Conc. de Vaison-la-Romaine, c. 3. CC 148, 97.
259.
Conc. II de Arlés (año 442), c. 39, C C 148, 122;conc. de Orange (año 441), c.
13. C C 148, 82; conc. I de Toledo (año 397-400), c. 18. CV 24; Breviarum Hipponense año
397), c. 23. C C 149, 39.40; c. 28 C C 149, 41; conc. II de Braga (año 572), c. 81. CV 105;
conc. de M acón (año 585),, c. 6, CC 148 A, 241-242.
260. Conc. de O range (año 529), defmitio fidei. C C 148 A, 63, 216-217; conc. de
O rleáns (año 541), c. 8. CC 148 A, 134; c. 15. CC 148 A, 136.
261. Corde credimus, fid e intelligimus, ore confitemur: DS 790.
368
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
Dios, en la trinidad, en la encarnación262. Pero a continuación el
mismo docum ento afirm a otras cosas que no pueden tener el mismo
valor de fe que las anteriores, porque están redactadas de m anera
distinta. En este sentido, al hablar, de los sacramentos, se dice
textualm ente: «en m odo alguno, rechazamos los sacram entos que se
celebran en la iglesia... aunque sean adm inistrados por un sacerdote
pecador» 263. Aquí, propiam ente hablando, no se expresa una afirm a­
ción de fe, sino simplemente un propósito o un com prom iso. Lo que
se ve con m ás claridad si tenem os en cuenta lo que el docum ento dice
a renglón seguido: «ni vam os a difam ar los oficios eclesiásticos y las
bendiciones celebradas por él» (el sacerdote pecador)264. Evidente­
mente, no tiene sentido hacer ú n a profesión de fe en que no se van a
rechazar las bendiciones y ceremonias eclesiásticas, sino que se van a
abrazar con ánim o benévolo, como dice el mismo docum ento265.
Pero hay más. El mismo texto dice que hay que dar los diezmos,
las primicias y las ofrendas al clero. Y lo dice con palabras que, a
prim era vista, parecen expresar un acto de fe: «Creemos que se han de
pagar los diezmos... según el precepto del Señor»266. A hora bien, ¿es
imaginable que sea doctrina de fe en la iglesia eso de pagar la décima
p arte de los ingresos al clero? ¿es imaginable, además, que eso sea
presentado por la iglesia com o un m andato del Señor? Es evidente
que ningún teólogo va a defender que esas cosas son dogm as de fe.
Pero si estas afirm aciones últim as no son dogm a de fe, ¿con qué
derecho se dice que las palabras sobre los sacram entos sí constituyen
u n a verdad de fe?
El mismo docum ento, además, sigue diciendo que quienes lo
suscribieron y confesaron n o se preocuparían del día de m añana, ni
aceptarían oro o plata, sino solamente la com ida y el vestido de cada
d ía 267. Y más aún, a continuación añade que se aceptan los consejos
evangélicos com o si fueran preceptos268. A hora bien, ¿qué sentido
tiene el decir que estas cosas son verdaderas afirmaciones de la fe, ya
que están incluidas en u n a «profesión de fe»? Evidentemente, todo
esto no puede tener otro sentido que el de un juram ento según el cual
262. DS 790-791.
263. Sacramenta quoque, quae in ea celebrantur... licet a peccatore sacerdote ministrentur... in nullo reprobamus: DS 793.
264. Nec ecclesiasticis offìciis vel benedictionibus ab eo celebratis detrahimus: DS 793.
265. D S 793.
266. Décimas, primitias et oblationes ex praecepto Domini credimus clericis persolvendas: DS 797.
267. Ita ut de crastino solliciti esse non curamus, nec aurum nec argentum vel aliquid
tale praeter victum et vestitum quotidianum a quoquam accepturi sumus: DS 797.
268. Consilia quoque evangelica velut praecepta servare proposuimus: DS 797.
Inocencio II I
369
los que procedían de la herejía valdense renunciaban a los plantea­
mientos de la secta, p ara vivir bajo el m agisterio y la obediencia del
papa. Así se dice expresamente en la conclusión del docum ento, tal
como ha sido conservado en una carta del propio Inocencio I I I 2®.
Así pues, del análisis d’' , la llam ada «profesión de fe» de los
valdenses, se desprende, c o ñ u d a claridad, que aquel texto no contie­
ne, en todos y cada uno die sus puntos, una afirmación de la fe
cristiana, ya que en él hay cosas que de ningún m odo pueden ser
interpretadas com o dogmas de fe.
Pero entonces surge la pregunta: lo que el docum ento de Inocen­
cio III dice sobre los siete sacram entos, ¿era en aquel tiempo conside­
rado com o una verdad de fe? ¿qué decía el magisterio eclesiástico de
aquel tiempo sobre este asunto?
Siete años después de la llam ada «profesión de fe» de los valden­
ses, es decir en 1215, el m ismo Inocencio III preside el IV concilio de
Letrán. En ese concilio, se trataba, entre otras cosas, de «eliminar las
herejías y fortificar la fe»270, com o se dice en la encíclica con la que el
papa convocó el concilio. A hora bien, com o es bien sabido, la herejías
a que se refería Inocencio III eran los m ovimientos antieclesiás­
ticos que agitaron a la iglesia durante los siglos XII y XIII: cátaros,
valdenses, pobres de Lyon, etc.271. Pero estos movimientos sec­
tarios negaban, entre otras cosas, los sacram entos de la iglesia. Así,
los cátaros rechazaban, sobre todo, el bautism o y la eucaristía; pero
no sólo esos dos sacram entos, ya que atacaban duram ente el m atri­
m onio y tenían ritos paralelos a la penitencia, la confirm ación y la
extrema unción272. El testim onio de Erm engaud de Bézieres, que
escribe entre 1190 y 1200, es elocuente en este sentido:
Los herejes tienen por nada la iglesia construida por la mano del hombre
y los altares que hay en ella, los sacramentos que allí se celebran por los
ministros de Dios y todos los ornamentos eclesiásticos273.
269. Consistentes sub magisterio et regimine unius et veri magistri Domini Nostri Jesu
Christi ac piissimi vicarii eius papae Jnocentii et successorum eius, semper permanentes tarn
corpore quam spiritu in communione sanctae ac universalis Ecclesiae: Epist. X III, 94. M L
216, 291 A.
270. In quo ad... eliminandas haereses, et roborandam fidem: Epist. XVI, 30. M L 216,
824 B.
271. U na inform ación i n eve, pero excelente, con bibliografia abundante, sobre estos
movimientos populares y contestatarios, en Y. C ongar, L ’église de saint Augustin à
Γepoque moderne, 198-209.
i
272. Cf. A. Borst, Die Katharer, M G H 12, Stuttgart 1953, 116-118; uno de los
rituales cátaros h a sido editado por Ch. Thouzellier. Ritucl ¡ titilare, SC 236, Paris 1977.
273. Sed quoniam omnes haeretici ecclesiam manu factum,et altaría quae in ea sunt, et
sacramenta quae in eis a ministris Dei fìunt, et omnia ormmwnta ecclesiastica ad nihilum
deputant: Contra Haereticos, c. !X .( ML 204, 1249 B.
370
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
Y
de m anera m ás explícita y detallada, A lano de Insulis explica
cóm o los cátaros defendían que el bautism o no tiene eficacia alguna
ni en los niños ni en los ad u lto s274; rechazaban la penitencia275;
negaban la transubstanciación276; condenaban el m atrim onio277;
decían que la confirm ación no tiene eficacia alguna278; afirm aban que
el orden no es sacram ento279; y negaban tam bién los sacram entos de
la extrem a u nción280. Indicaciones parecidas, aunque no tan extensas
se encuentran en otros autores del tiempo, por ejemplo en Bonacursus281, en Santiago de C apellis282, en M oneta de C rem ona283. Y es
que el rechazo de los sacram entos eclesiásticos era uno de los postula­
dos fundam entales de la contestación eclesiástica que propugnaban
las sectas de aquel tiem po284.
Pues bien, estando así las cosas, era de esperar que un concilio
convocado precisam ente p ara condenar a estos herejes, hiciera una
profesión de fe en los siete sacramentos, si es que eso se consideraba
una verdad de fe, en la iglesia de aquel tiempo. Pero lo curioso y
sorprendente es que el concilio IV de Letrán, precisamente en su
«definición» con tra los cátaros y los albigenses, afirma la fe en la
eucaristía com o sacram ento285 y tam bién en el bautism o y en ese
mismo sentido286, habla además de la penitencia, aunque no dice
expresam ente que sea sacram ento287, e indirectam ente m enciona el
orden, al hablar del sacerdote y su relación con la eucaristía288. Pero
no se dice nada de los demás sacramentos. Es más, al comienzo del cap.
III, dice textualm ente el concilio: «Excomulgamos y anatem atizam os
a to d a herejía que se levanta contra esta santa y ortodoxa fe que
274. De fid e cath. contra haeret. I, 39, en M L 210, 345.
275. Ibid., 352-353.
276. Ibid., 359-360.
277. Ibid., 365-366.
278. Ibid., 369.
279. Ibid.. 369-370.
280. Ibid., 370-371; pero se ha de tener en cuenta que el texto que ofrece, en este caso,
la edición de Migne está adulterado e interpolado, en la referencia que hace al concilio de
T ren to (731 A), cosa obviamente anacrónica, pero tal interpolación no invalida el valor
del texto, cf. M. T. D ’Alverny, Alain de Lilie, Paris 1965, 156, η. 1.
281. M anifestano haeresis catharorum, adversus arnaìdistas: M L
204, 792 C.
282. Summa contra haereticos, ed. D. Bazzochi, L'eresia catara, II, Bologna 1920,
CXX XV II-CXXXIX.
283. Adversus catharos et valdenses (ed. TH-A. Ricchini), R om a
1743, 278.
284. Cf. Y. C ongar, L'église de saint Augustin à l'èpoque moderne, 200-202.
285. ■ DS 802.
286. Ibid.
287. Ibid.
288. Ibid.
Inocencio I I I
371
acabam os de exponer»289. A hora bien, la fe a la que se refiere es la
«definición» con tra los cátaros y los albigenses, en donde, como
hem os visto, solam ente se m encionan el bautismo, la eucaristía, la
penitencia y el orden (indirectamente). Por consiguiente, está fuera de
duda que el concilio IV de L etrán consideró solamente esos cuatro
sacram entos com o verdades que, en aquel m om ento, se tenían como
datos indispensables de la fe católica y ortodoxa. Por lo tanto, es falso:
lo que con frecuencia han dicho lo m anuales de teología sacramental,
a saber: que a partir de Pedro Lom bardo se impone en la iglesia la fe
en los siete sacramentos. Se sabe, en efecto, que el M aestro de las
Sentencias com pone el cuarto libro de su obra entre 1150 y 1152290.
Pero resulta que en 1215, o sea, sesenta y tres años m ás tarde, un
concilio general, expresamente convocado por Inocencio III para
condenar, entre otras cosas, a quienes rechazaban los siete sacram en­
tos, afirm a en su definición de la creencia de la iglesia sólo en cuatro
de esos sacramentos. Y este hecho es tan to más sorprendente cuanto
que este concilio, a diferencia de los anteriores concilios de Letrán, se
abre con una solemne afirm ación o definición de la fe católica,
verdadera constitución dogm ática, que venía a com pletar lo que
faltaba en los antiguos símbolos de la fe, concretam ente en los de
N icea y C o nstantinople291. Lo cual pone aún m ás de manifiesto hasta
qué punto en aquellos años, ya bien entrado el siglo X III, no pertene­
cía a la fe de la iglesia ni el hecho de que los sacram entos son siete, ni
cuáles son en concreto todos y cada uno de esos sacramentos. Y es
evidente que si esas cuestiones tan fundam entales no pertenecían
entonces a la fe de la iglesia, m enos aún iban a ser m ateria de fe en
aquel tiempo otros puntos que hoy interesan vivamente a los teólo­
gos, como por ejemplo la naturaleza o esencia del sacram ento, su
eficacia o las condiciones que se requieren p ara su validez.
Es muy posible que todo esto resulte sorprendente o desconcer­
tante p ara quien no conoce de cerca la doctrina del magisterio
eclesiástico en aquellos tiempos (finales del siglo X II y comienzos del
X III) y tam bién las ideas teológicas que circulaban en aquel tiempo.
Sin embargo, cuando estas cosas se conocen, al m enos con cierta
aproxim ación, nada de lo que hemos dicho puede resultar extraño.
289. Excommunicamus el anathematizamus omnem haeresim exloUentem se adversas
hanc sanclam, orthodoxam, catholicamfìdem, quam superius exposuimus: M ansi 22, 986 E.
290. Cf. J. de Ghellirick, Un chapitre dans rhistoire de la définition des sacrements, en
Melanges M andonnet II, Paris 1930, 96; Id., P ie n e Lombarde: D T C 12, 1987-1988; H.
Weisweiler, L a «Sum m a Sententiarum», source de Pierre Lombarde: Rech de Theol. Anc.
et Med. 6 (1934), 143-183,-,
291. Cf. R. Foreville( ìetran I, II, I II et Letran IV , en Histoire des conciles VI, Paris
1965, 275-283.
T
I
572
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
En efecto, el mismo concilio IV de Letrán, en su canon 66 dice
textualm ente:
Se ha inform ado frecuentemente a este tribunal apostólico que algunos
clérigos exigen dinero por las exequias de los m uertos, p or las bendicio­
nes de los que se casan y p o r otras cosas semejantes... Por lo cual,
prohibim os que se lleven a cabo esas malvadas exigencias... establecien­
do que se confieran libremente los sacram entos eclesiásticos292.
Según este texto conciliar, se reconoce como sacram ento las
exequias de los m uertos. ¿Qué quiso decir el concilio al hablar de las
exequiae mortuorum? ¿se refería a la eucaristía que seguramente se
celebraba p o r los difuntos? ¿o se refería, más bien, a la cerem onia del
enterram iento?
Es importante responder a estas preguntas, porque en los concilios
provinciales de aquel tiem po se habla con frecuencia de este asunto; es
decir, se prohíbe a los clérigos exigir dinero por la adm inistración de
los sacram entos, ya que eso se consideraba pecado de sim onía293.
A hora bien, en las prohibiciones canónicas de estos concilios, lo que
se m enciona frecuentemente es la sepultura294, que en los cánones
aparece ju n to al bautism o, la eucaristía, la penitencia y la extremaun-
292. A d aposioUcam uudienñam frequenti relatione pervenit, quod quidam cleric i pro
exequiis mortuorum, el benediclionibus nubentium, el similibus, pecunias exigunt et extor­
quen!... Quapropter el pravas exacliones super his fie ri prohibemus... statuentes, ut libere
conferantur ecclesiastica sacramenta: M ansi 22, 1054 C-D; Conciliorum oecumenicorum ·
decreta, ed. J. Alberigo y otros, 265.
293. Conc. de W estminster (año 1173), c. 9: M ansi 22, 143; conc. de Londres (año
1200), c. 8: M ansi 22, 717; Constitutiones del cardenal Gallo, de París (año 1208), c. 2:
Mansi 22, 763; conc. de París (año 1212), I, c. 11; M ansi 22, 822; conc. de Rouen (año
1214) I, c. 13: M ansi 22, 902; conc. celebrado en España después de 1215, c. 7: Mansi 22,
1091 C; Constitutiones de R icardo obispo de C harm ans (año 1217) c. 15: M ansi 22, 1111
C-D; conc. de Oxford (año 1222), c. 29: Mansi 22,1160 B; Praecepta Antigua de la diócesis
de Rouen (año 1235), c. 80: Mansi 23, 386 D; conc. de W igornium (año 1240), c. 28:
Mansi 23, 536 A; la m isma prohibición se encuentra tam bién en el epistolario de
Inocencio 111. Epist. XIV, 46: M L 216, 414 B; tam bién en las directrices que em anaban de
los obispos, por ejemplo el archidiácono G iraldus, de Brecknock, en 1175: cf. A. W.
H addan-W . Stubbs, Councils and ecclesiastical documents I, Oxford 1964, 378-379; más
detenidam ente en G raciano, D eaetum , II, q. I, c. 105-106, ed. Friedberg I, 399-400.
294. Conc. de W estminster (año 1173), c. 9: M ansi 22, 143; conc. de Londres (año
1175), c. 7: M ansi 22, 150; conc. de Londres (año 120Ò), c. 8: M ansi 22,717; Constitutiones
del cardenal Gallo, de París (año 1208), c. 2: M ansi 22,753; conc. de París (año 1212), c. 7:
M ansi 22, 827; conc. de R ouen (año 1214), II, c. 8: M ansi 22, 907; conc. de M ontpelier
(año 1214), c. 30: M ansi 22, 946; Constitutiones del obispo R icardo de C harm ans (año
1217), c. 15: M ansi 22, 1111 C-D; conc. de Oxford (año 1222), c. 29: M ansi 22, 1160 B.
conc. de W igornium (año 1240), c. 28: Mansi 23, 536 A.
r.
ü
Ì
Inocencio I I I
373
ción295. Y antes de estos concilios, ya el D ecreto de G raciano había
puesto la sepultura, ju n to al bautism o, la eucaristía y el orden, como
sacramento por el que los clérigos no debían exigir d in ero 296. Por
consiguiente, no cabe d uda que cuando el canon 66 del concilio IV de
Letrán habla de las exequias de los m uertos y la bendición de los
contrayentes, com o sacram entos por los que el clero no debía exigir
una retribución económica, se está refiriendo a lo que en la literatura
canónica del tiem po era habitual, es decir, la sepultura o el enterra­
miento, que según la definición y los cánones del concilio IV de
Letrán, se m encionan como sacram entos de la iglesia: el bautism o, la
eucaristía, la sepultura y las bendiciones de los nuevos esposos; y
también, aunque no se les dé expresam ente el nom bre de sacramentos,
la penitencia y el orden.
Pero hay m ás en todo este asunto. T anto en el D ecreto de
G raciano com o en los cánones de los concilios, no se habla sólo de la
sepultura com o sacram ento. A dem ás de eso, se m encionan también
como sacram entos la dedicación de los tem plos297, el ingreso en la
vida religiosa298, la dedicación de basílicas299, la consagración de
altares y la bendición de abadesas, com o consta por una carta de
Inocencio I I I 300. Y es im portante tener en cuenta que esta carta está
fechada en m ayo de 1212, es decir, cuatro años después del juram ento
im puesto a los valdenses, lo que significa que aquel juram ento o
«profesión de fe» no es el primer docum ento de la iglesia, que definió
de una vez por todas, que los sacram entos de la iglesia son siete y que
son precisam ente los siete que m ás tarde se han im puesto en la
enseñanza teológica. Incluso bastantes años m ás tarde, exactamente
en 1268, el concilio de Clerm ont, prohíbe a los sacerdotes vender los
sacram entos de la iglesia, la confesión, la eucaristía, la bendición
nupcial y la sep u ltu ra301. Es decir, en la segunda m itad del siglo
295. Conc. de W estm inster (año 1173), c. 9: Mansi 22, 143; conc. de Londres (año
1175), c. 7: Mansi 22, 150; Constitutiones del obispo R icardo deC h arm an s (año 1217), c.
15: M ansi 22, 1111 C-D; conc. de O xford (año 1222), c. 29: M ansi 22, 1160 B.
296. Deere., II, q. I, c. 105, ed. Friedberg I, 399-400.
297. Conc. de Londres (año 1175) c. 7: M ansi 22, 150.
298. Conc. de Rouen (año 1214), II, c. 8: Mansi 22, 907; conc. de M ontpelier (año
1214), c. 30: M ansi 22 946.
299. Decretimi de G raciano, II, q. I, c. 106, ed. Friedberg, I, 400.
300. Aucloritate praesentium inhibemus ne pro consequenda benedictione vel instaHatione abbatissae monasterii vestri, quae benedicendo pro tempore fuerit, consecralionibus
altarium vel ecclesiarum, sive pro ole soneto, vel quolibet alio ecclesiastico sacramento
diocesanas episcopus... quidquam exigere vel extorquere praesumant: Epist. XIV, 46, ML
216, 414 B.
301. Quidam presbyteri ecclesiae sacramenta vendere videantur, confessionem, eucharistiam. benedictionem nuptialem, sepulturam. c. 11: Mansi 23, 1202 A.
(
374
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
X III encontram os docum entos del m agisterio eclesiástico en los que
se reconocen como sacram entos cosas que ahora no se consideran
com o tales. U n siglo después de Pedro Lom bardo y sesenta años
después de la «profesión de fe» de los valdenses, el magisterio no
parece haber asum ido definitivam ente la doctrina según la cual los
sacram entos de la iglesia son siete y menos aún que sean los siete que
hoy conocemos.
La pregunta que aquí obviam ente se plantea es si todos esos
sacram entos se consideraban com o tales en el mismo sentido. Es
decir, ¿se pensaba que la sepultura o la bendición de un abad eran
sacram entos de la m ism a m anera y en el mismo sentido que el
bautism o o la eucaristía? N o cabe duda que si el papa Inocencio III,
en el docum ento que im puso a los valdenses, exigió que estos acepta­
ran los siete sacram entos, es porque esos siete ritos eclesiásticos
gozaban de una dignidad o reconocimiento especial. Además, ya en la
prim era m itad del siglo X III hay concilios locales en los que se
enum eran separadam ente los siete sacram entos actuales302, señal
inequívoca de que a esos siete sacram entos se les daba una im portan­
cia especial. Por eso sin duda, el concilio de Londres, de 1237, dice
que estos siete sacram entos son los principales303. Lo cual, por lo
demás, indica que tam bién había otros ritos eclesiásticos a los que se
consideraba com o sacramentos, por m ás que no fueran los principa­
les. Por o tra parte, ya en los concilios de este tiempo se habla de la
distinción entre sacram ento y sacram entales304, aunque en esos casos
no se especifica qué ritos se tenían por sacram entos y cuáles eran los
sacramentales. De todas m aneras, y no obstante las observaciones
que acabam os de hacer, es im portante tener presente que, com o ya se
ha dicho, los concilios locales de finales del siglo X II y prim era mitad
del X III (e incluso hasta más tarde) tienen por sacram entos a la
sepultura y a otras cerem onias eclesiásticas, a las que enumeran
indistintam ente ju n to al bautism o, la ecucaristía, la penitencia o la
unción de enfermos. Lo cual quiere decir que el magisterio eclesiástico
de aquel tiem po no había llegado a elaborar todavía ni un concepto
302. Constitutiones del obispo R icardo de C harm ans (año 1217), c. 13: M ansi 22,
1110 C; conc. de Oxford (año 1222): M ansi 22, 1173-1178; conc. de Escocia (año 1225), c.
55-65: Mansi 22, 1237-1242; conc. de Londres (año 1237), c. 2: M ansi 23, 448 D; conc. de
W igornium (año 1240): M ansi 23, 525-532.
3Ü3. Sacramenta vero principatia, quae sint, et quot, propter simpliciores diximus
exprimenda. Sunt enim baptismus, confirmado, poenitentia, eucharisiia, extrema unctio,
matrimonium, alque ordo. c. 2: M ansi 23, 448 D.
304.
Sub eadem districtione prohibemus ne sacramenta ecclesiastica vel sacramentalia
ullo modo vendantur. Conc. de París (año 1212) I, c. 11: Mansi 22, 822; en el mismo
sentido: conc. de R ouen (año 1214) 1, c. 13: M ansi 22,902; Constitutiones de Edm undo de
C anterbury (año 1236) c. 23: M ansi 23, 423 A.
Los orígenes del tratado D e sacramentis
375
preciso y bien delim itado de lo que es un sacram ento en sentido
estricto, ni cuántos son los sacram entos de la iglesia, ni cuáles son
esos sacramentos. Sin duda alguna, estas cuestiones no pertenecían
todavía, en aquel tiempo, a la doctrina com únm ente aceptada en la
iglesia. Y menos aún se puede decir lógicamente que estas cuestiones
constituyeran, ya desde entonces, una doctrina de fe para los creyentes,
10.
L os orígenes del tratado D e sacramentis
La doctrina del m agisterio eclesiástico, en los últimos años del
siglo X II y prim era m itad del siglo X III, sólo es comprensible si se
tiene en cuenta cóm o y cuándo se elabora el tratado teológico sobre
los sacram entos. Las doctrinas teológicas del tiempo condicionaron
lógicamente las afirmaciones del magisterio de la iglesia y tam bién las
vacilaciones o, si se quiere, las imprecisiones que se advierten en los
cánones de no pocos concilios particulares.
N o se trata, claro está, de hacer una historia detallada de la teología
sacramental de aquel tiempo, porque eso rebasa con m ucho los lími­
tes de este estudio. Lo que aquí se pretende es más reducido y más m o­
desto: aportar algunos datos fundamentales, que ayuden a compren­
der mejor el sentido de las enseñanzas magisteriales de aquel tiempo.
H ay, ante todo, una cuestión que va a centrar nuestro interés:
¿cuándo, cóm o y por qué llegan los teólogos a la conclusión de que los
sacram entos son siete y que son precisamente los siete que conoce­
mos? E sta cuestión es im portante porque, com o enseguida veremos,
al responder a esa pregunta, estam os tocando los problem as más
fundam entales del tratado D e sacramentis.
Los prim eros autores que afirm aron que los sacram entos son siete
se encuentran, por una parte, entre los canonistas que com entaron
el D ecretum de G raciano, por otra, entre los teólogos que redacta­
ron, a m ediados del siglo X II, las Sententiae o Tractatus sobre los
sacramentos. Entre A s primeros, hay que citar a Esteban de Tourn a i305, la Summa cqíoniensis 306, la Summa per decretum o Summa
!
305. Cf. F. G illm ann, Die Siebenzahl der Sakramente bei den Glossatoren des
Gratianischen Dekrets: D er K atholik 89 (1909) II, 182-214; F. Heyer, Ein frühkanonistisches Zeugniss fü r die Siebenzahl der Sakramente: TheolRevue 11 (1912) 189-191; H.
D hanis, Quelques anciennes form ules septènaires des sacrements: RevHistEccl 26 (1930)
574-608; 916-950; 27 (1931) 5-26; H. Weisweiler, M aitre Simon et son groupe de sacramen­
tis, Louvain 1937, con el apéndice R. M. M artin, Pierre le Mangeur, de sacramentis; J. cle
Ghellinck, L e mouvemeni théologique du X II siècle, Bruges 1948, 505-506; J. F. von
Schulte, Die Sum ma des Stephanus Tornacensis über das Decretum Gratiani, Giessen 189 i .
306. Se encuentra en el m anuscrito de Bamberg, D. II, 17, fol. 52, citado por J. cíe
Ghellinck, o. c., 506, n. 1.
376
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
iipsiensis 307, la Summa decreti de Juan de F aen za308, la Summa
coloniens is 309 y Sicard de C rem o n a310. P or lo que se refiere a los
teólogos, es bien sabido que los prim eros escritos que hablan del
núm ero septenario, ya antes de Pedro Lom bardo, son las Sententiae
d ivin itatisi n y el Tractatus de sacramentis d el'm aestro Sim ón312.
Estos autores y sobre to d o Pedro L o m b ard o 313 ejercieron un influjo
considerable en su tiem po y en la teología posterior. Esto, sin em bar­
go, no quiere decir que desde entonces se impusiera y fuera aceptado
por todo el m undo la idea de que los sacram entos son siete y que son
concretam ente los siete que ahora consideram os como tales.
E sta últim a afirm ación merece especial interés. Porque en los
m anuales de teología sobre los sacram entos se h a dicho, con frecuen­
cia, que desde Pedro L om bardo se im pone en la iglesia el criterio de
que los sacram entos son los siete qué hoy reconocem os314. Y es
verdad que con el paso del tiem po este criterio llegó a hacerse com ún
entre los teólogos. Pero tam bién es verdad que la unanim idad no llegó
a producirse hasta la segunda m itad del siglo X III, es decir, después
de más de un siglo de tanteos y vacilaciones en el vocabulario que se
em pleaba al hablar sobre los sacram entos y en los criterios que se
m anejaban al tratar sobre ese asunto. Y a hemos visto cómo en 1268
hay todavía docum entos del magisterio eclesiástico que hablan de la
sepultura com o sacram ento, lo que indica obviam ente que en ese
tiem po aún no se había precisado oficialmente la distinción entre
sacram entos y sacramentales ni se tenía una nom enclatura acuñada
307. E n el ms. de la biblioteca de la universidad de Leipzig, 986, fol. 90 r, citado por
J. de Gheilinck, o. c., 506, n. 2.
308. En el ms. de la biblioteca de München, lat. 3873, fol. 131 v-132 r, citado por J.
de Gheilinck, o. c., 539.
309. E n el ms. de Bamberg, D. II. 17, fol. 52, citado por J. de Gheilinck, o. c., 506, n.
3.
310. E n el ms. de la Biblioteca Vaticana, Palat. lat. 362; texto reproducido por J. de
Ghellink, o. c., 504, n. 2.
311. B. Geyer, Die Sententiae Divinitatis, ein Sentenzenbuch der Gilbertisehen Schule,
en Beiträge zur Geschichte der Philosophie des M ittelalters, M ünster 1909, 108-109.
312. H. Weisweiler, M aitre Simon et son groupe de sacramentis, 2. Desde la obra de J.
H ahn, Die Lehre von den Sakramenten in ihrer geschichtlichen Entwicklung, Breslau 1864,
107, se había dicho que Pedro L om bardo fue el primer au to r que dijo que los sacram entos
son siete; sin em bargo hoy está fuera de duda que las Sententiae divinitatis y el M aestro
Simón son anteriores al M aestro de las Sentencias. Cf. J. de Gheilinck, Du nombre
septénaire des sacrements: RchScRél 1 (1910) 494.
313. Sent. IV, dist. II, c. 1, ed. Q uaracchi, 1916, 751.
314. Cf. por ejemplo M. N icolau, Teología del signo sacramental, 173; la m isma idea
se sugiere en J. A. de Aldam a, Theoria generalis sacramentorum, 17; H. Lennerz, De
sacramentis novae legis in genere, R om ae 1950, 71-75; G. van R oo, De sacramentis in
genere, 352; E. D oronzo, De sacramentis in genere, 517; se podrían citar m ás ejemplos en
este sentido.
Los orígenes del tratado De sacramentis
377
para hablar sobre esas cosas. Sin d uda alguna, la autoridad de los
grandes teólogos del siglo X III fue decisiva en este sentido, ya que
ellos fijaron la definición y el núm ero de los sacram entos y, además,
precisaron la distinción entre sacram entos y sacramentales. La apor­
tación que hicieron a este respecto A lejandro de Halés, Alberto
M agno y Tom ás de A quino es cosa suficientemente conocida315.
A hora bien, si hasta m ediados del siglo XII n o se plantea la idea
de que los sacram entos son los siete que hoy conocemos y si una vez
planteada esa idea, se tard ó m ás de un siglo hasta que fue com únm en­
te aceptada en la iglesia, es evidente que se tra ta de una cuestión que,
al m enos en principio, no debió resultar clara, sino por el contrario
mezclada de dudas y vacilaciones. Lo cual es perfectamente com pren­
sible. Del nuevo testam ento no se puede deducir u n a argum entación
en virtud de la cual se dem uestre que los sacram entos son siete y que
tienen que ser los siete conocidos. Tam poco se puede obtener esa
argum entación ni de los santos padres, ni de los demás autores
antiguos, ni del magisterio de la iglesia h asta los últimos años del siglo
X III (Y a hemos visto el valor y la significación que se debe conceder
al concilio II de Lyon y al concilio de Florencia en este sentido). Por
eso, no debe extrañar que cuando Pedro L om bardo afirm a que los
sacram entos son los siete que hoy aceptam os com o tales, la verdad es
que no da ni una sola razón de por qué afirm a e so 316. Por otra parte,
autores im portantes de aquel mismo tiem po tenían ideas muy distin­
tas sobre esa cuestión. Por ejemplo, Bernardo, a quien el M aestro de
las Sentencias conoció personalm ente317, asegura que los sacram en­
tos son tantos que en una h o ra no se puede dar cuenta de ellos318; y de
ahí que, en su sermón sobre la cena del Señor, prefiere hablar
solamente de tres: la eucaristía, el lavatorio de los pies y el bautis­
m o 319. Evidentemente, aquí entiende B ernardo que el lavatorio de los
pies es un sacram ento lo mismo que lo es la eucaristía o el bautismo.
Esta idea, por lo demás, no es exclusiva de Bernardo; también
A rnaldo, contem poráneo y amigo su y o 320, afirm a que el lavatorio de
315. Cf. A. Michel: D T C 14/1, 470, con bibliografia en col. 481-482.
316. El texto es escueto: lam ad sacramenta novae legis accedamus, quae sunt:
baptismus, confirmatio, pañis benedictionis, id est eucharistia, poenitentia, unctio extrema,
ordo, coniugium: Sent. IV, disi. Il, c. 1, ed. Quaracchi, 1916, 751. Y no dice ni una palabra
m ás p ara probar que son esos los verdaderos sacramentos.
317. Cf. J. de Ghellinck, L e mouvement théologique du siècle XII, 215.
318. M ulta quidem sunt sacramenta, et scrutandis omnibus hora non sufficit. Fortassis
etiam aliqui vestrum imbecilles sunt ad tanta simul capienda: Senno in Cena Domini, J.
Sancii Bernardi Opera V, ed. Cister., R om a 1968, 68, 7-8.
319. De tribus itaque sacramentis, quae satis congrua sunt.
320. Cf. L. Ott: L TK 1, 892.
378
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
los pies es un sacram ento, com o lo es el b au tism o 321. M ás sorpren­
dente, a este respecto, la obra de Hugo de San Víctor, contem poráneo
tam bién de Pedro L o m b ard o 322, que reconoce com o sacramentos, no
sólo el b au tism o 323, la confirm ación324 y la eucaristía325, sino ade­
más otros m uchos gestos, cosas y p a la b ra s326, que por su variedad y
multiplicidad no se pueden enum erar327. Por eso, para Hugo de San
Víctor, son sacram entos el agua bendita, la imposición de la ceniza, la
bendición de los ram os y de los cirio s328, el toque de las cam panas
p ara llam ar a los fieles 329 y las cortinas que en el tem plo separan al
clero de los fieles330, Sería dem asiado fatigoso enum erar todos los
sacram entos que describe H ugo de San Víctor, ya que su larguísima
relación llega hasta tal punto que incluso los bienes y posesiones de la
iglesia, aunque no son propiam ente sacram entos, sin em bargo pueden
considerarse algo semejante, cosas sagradas, que se parecen a los
sacram entos en que tienen santidad y confieren la santificación331.
Pero hay algo que llam a aún más la atención en todo este asunto. Si
p o r una parte, B ernardo y H ugo de San Víctor llegan a adm itir
cantidades insospechadas de sacramentos, en el extremo opuesto los
autores de la escuela de A belardo resultan m ás bien austeros a este
respecto. Así, el M agister H erm anus habla solamente de cinco sacra­
mentos: bautism o 332, confirm ación333, eucaristía334, unción de en­
ferm os335 y m atrim onio 336. A la penitencia no la designa como
321. Propter hoc, benignissime Domine, pedes lavas discipulis, quia posi baptismum
quem sui reverentia non patitur iterari, aliud lavacrum procurasti, quod nunquam debeat
intermitti: D e cardinaìibus operibus Christi VII, en M L 189, 1651 B. Y es im portante tener
presente que, en todo el contexto, está tratando sobre los sacramentos, M L 189, 1650 A.
322. P ara la teologia sacram ental de este autor, cf. H. Weisweiler, Die W irksamkeit
der Sakram ente nach Hugo von S t Viktor, Freiburg 1912; J. de Gheilinck, L e mouvement
theologique du X II siècle, 193-197.
323. De sacramentis christianae fidei.II, 6, 1. M L 176, 441 D.
324. Ibid., 461 B.
325. Ibid., 461 D.
326. P ara H ugo de San Víctor, todo sacram ento consiste en una de esas tres
realidades. D e sacramentis I, 9, 6, en M L 176, 326 BC.
327. Haec licet in praesenti omnia enumerari non possint: De sacramentis II, 9, 1; M L
176, 471 D.
328. Ibid.
329. Ibid., 474 B.
330. Ibid., 474 CD.
331. E t Ulis cohaereni quae et sanctitatem habent, et conferm i sanctficationem : De
Sacramentis II, 9, 10, en M L 176, 476-477.
332. Epitome theologiae christianae, 28: M L 178, 1738 D.
333. Ibid., 1740 B.
334. Ibid., 1740 D.
335. Ibid., 1744 B.
336. Ibid., 1745 B.
Los orígenes del tratado De sacramentis
379
sacram ento337 y del orden ni siquiera h a b la 33». Y algo parecido
ocurre con la Ysagoge in theologiam, escrito anónimo de la misma
escuela, que enum era sólo seis sacram entos y desconoce el orden339.
Y p ara term inar de com plicar las cosas, baste citar a Algero de Lieja,
que escribe algunos años antes de los autores citados, para quien los
sacram entos son la eucaristía, el bautism o y el aceite consagrado340;
adem ás im plícitam ente reconoce tam bién com o sacramentos el or­
d e n 341 y la penitencia342. Pero su idea sobre lo que es un sacramento
parece, sin duda, m ás amplia, porque cuando habla del pecado de
simonía, que consiste en com prar sacram entos343, hace referencia
expresa, no sólo al hecho de com prar con dinero el episcopado, sino
tam bién el cargo de abad de un m onasterio344.
Así pues, a m ediados del siglo X II, nos encontram os con esta
situación: m ientras que hay autores de prim era calidad que hablan de
m ás de treinta sacramentos (Hugo de San Víctor), otros se refieren
solamente a cinco ritos sacram entales (escuela de A belardo)345.
A hora bien, estando así las cosas, de pronto aparecen algunos cano­
nistas, dos escritos de poco relieve y un teólogo de verdadera calidad,
Pedro L om bardo, que aseguran que los sacram entos de la iglesia son
siete, concretam ente siete, y adem ás dan los nom bres de esos sacra­
m entos, los que todos conocemos. P or otra parte, estos autores no
dan razones de p o r qué los sacram entos son siete y solamente siete. Al
menos, a prim era vista, esas razones no se perciben. Y por si fuera
poco, la doctrina de estos, ^atores, que en algún caso adquiere una
difusión rapidísim a, com o fes el caso de Pedro L om bardo346, no es
aceptada, sin más, por sus contem poráneos, com o hemos visto en el
caso de la escuela de A belardo, y com o se puede decir tam bién con
337. Ibid., 1756-1757.
338. P ara la sacram entología de la escuela de A belardo, cf. R. E. W eingart, Peter
Abelard's contribution lo medieval sacramentology: RThAM 34 (1967) 159-178; R. Pep­
permüller: T R E 1, 13; R. H erm ans, Petri Abelardi eiusque primae scholae doctrina de
sacramentis, M echliniae 1965.
339. Sunt autem sacramenta, de quibus dicturi sumus, numero sex: baptismus, confirmatio, coniugium, unctio infirmorum, sacramentum altaris, sacramentum poenitentiae, en
A. L andgraf, Ecrits thélologiques de l ’ècole d Abelard, L ouvain ¡934, 181.
340. Eso se deduce de lo que dice cuando habla de la eucaristía y su diferencia con
los dem ás sacramentos: De sacramentis I, 8: M L 180, 761 A.
341. De misericordia el justitia I, 69: M L 180, 887 A; HI 45: M L 180, 952 C.
342. Ibid., I, 65: M L 180, 886 B.
343. Quod moderni simoniaci satagm i Spiritum Sanctum emere in sacramentis sicut
Simon in miraculis: Ibid., I ll, 39. M L 180, 949 B.
344. Ibid., I li, 39: M L 180, 949 CD.
345. Cf. R. PeppermiiHer: T R E 1, 13.
346. Cf. J. de Ghellinck, L e mouvement théologique du X II siede, 221.
380
La doctrina del magisterio sobre los sacramentos
seguridad de los discípulos de G ilberto P o rre ta n o 347, cuya tradición
doctrinal ejerció un influjo im portante en el siglo X I I 348. En el mismo
sentido se puede citar el caso de Pedro el G lotón ( Petrus Com estor) ,
que fue profesor en París entre 1160 y 1¡170, es decir, muy pocos años
después de aparecer las Sentencias de Pedro L om bardo, pero que en
su tratad o D e sacram entis habla solamente de cuatro sacramentos,
bau tism o 349, confirm ación 35(>, eucaristía351 y penitencia352. N o es
verdad, p o r tanto, lo que han dicho los m anuales de teología cuando
afirm aban que desde Pedro L om bardo se im pone en la iglesia el
criterio según el cual los sacram entos son los siete que hoy reconoce­
mos com o tales. Y no se im puso ese criterio por la sencilla razón de
que la teoría de los siete sacram entos era, en aquel m om ento (media­
dos del siglo X II), una más entre las diversas teorías teológicas que
circulaban sobre ese asunto. A fin de cuentas, de la misma m anera
que Hugo de San Víctor no aportaba una razón definitiva para demos­
trar que los sacram entos tienen que ser tantos com o él decía, igual­
mente Pedro L om bardo tam poco daba una razón o unos argum entos
para p ro b ar que los sacram entos tienen que ser siete. U nos y otros
afirm aban a ese respecto lo que m ejor les parecía, pero nadie daba
una dem ostración satisfactoria de por qué fijaba en cinco, en siete o
en treinta el núm ero de los sacram entos.
Sin em bargo, es un hecho que poco a poco se fue im poniendo la
idea de Pedro L om bardo y de los canonistas que por aquel tiempo
defendieron el núm ero septenario. Así, la Summa de sacramentis
« Totus homo », anónim o com puesto entre los años 1170 y 1190,
afirm a con toda precisión el núm ero y los nom bres de los siete
sacram entos353. Entre 1191 y 1197, Pedro el C a n to r354 escribe la
347. E n el escrito anónim o, de m ediados dei siglo X II, Sententiae magistri Gisleberti
Pictavensis, aparecen como sacram entos solamente, el bautism o (VII, l, ed. N. M.
Häring, Die sententiae magistri Gisleberti Pictavensis Episcopi: A H M A 45 [1978] 146), la
confirm ación (VIH, ed. N. M. Häring, 153), la unción de enferm os (IX, I, ed. N. M.
Häring, 155). Este escrito recoge la doctrina de la escuela de G ilberto Porretano, com o ha
probado N. M . Häring, 83-106.
348. Así lo ha probado am pliam ente A. Landgraf, Unters, zu dem Eigenlehren
Gilberts: Z TK 54 (1930) 180-213; Id., Mitteilungen zur Schule Gilberts: Collectanea
Franciscana 3 (1933) 182-208; Id., Neue Funde zur Porretanerschule: Collectanea Francis­
cana 6 (1936) 353-365; Id., Der Porretanismus der Homilien des Radulphus Ardens: Z TK
64 (1940) 132-148; Id., Z ur Lehre des Gilbert Porreta: Z T K 77 (1955) 331-337.
349. Ed. R. M. M artin, Pierre le Mangeur, de sacramentis, Louvain 1937, 12.
350. Ibid., 31.
351. ibid.
352. Ibid., 58.
353. Sciendum ergo est septem fo re sacramenta: quinqué generalia et duo particularia.
Quinqué generalia ut baptismus, confirmatio, poenitentia, eucharistia, extrema olei unctio.
Duo particularia, ut ordo et coniugium: Summa de Sacramentis « Totus homo», prol. 2 ed.
H. Betti, R om a 1955, 4.
354. Petrus Cantor.
Los orígenes del tratado De sacramentis
381
Summa A b e li5S en la que defiende tam bién que los sacramentos son
siete356. Igualm ente Pedro de Poitiers, profesor en París hacia 1170,
habla de los siete sacram entos357, como tam bién lo hacen Roberto
P a u lu lo 358, A lano de Insulis359 y G uido de Orchellis, cuyo tratado
sobre los sacram entos presenta un cuerpo de doctrina más elabora­
d a 360, sin d uda porque escribe algunos años m ás tarde, entre 1217 y
1223, siendo profesor en la universidad de París. A partir de entonces,
la unanim idad es cada vez m ayor, hasta desem bocar en los grandes
tratados de los mejores escolásticos del siglo X I I I 361.
A hora bien, a la vista de estos datos, se plantea lógicamente una
pregunta: ¿por qué term inó por im ponerse la teoría de los siete
sacramentos? Y a se h a dicho que Pedro L om bardo y los canonistas
que iniciaron esta teoría no dan razones, al menos a primera vista, de
por qué prefieren que los sacram entos sean siete y no m ás o menos.
Incluso bastantes años m ás tarde, G uido de Orchellis, por poner un
ejemplo, explica los siete sacram entos, pero en ningún m om ento dice
por qué los sacram entos son esos siete y no otros. Y lo mismo hay que
decir de R oberto Paululo, Pedro el C antor o Pedro de Poitiers. Sin
duda, estos autores daban eso por supuesto o quizás no tenían a
m ano unas razones que resultaran convincentes. Así las cosas, es
lógico insistir en la pregunta: ¿por qué se aceptó, sin más, la teoría del
siete, y se desecharon las demás teorías?
a)
Una solución que no convence
Algunos historiadores de la teología católica han buscado una
explicación en las reacciones que se produjeron, entre los teólogos del
siglo X II, com o consecuencia de la controversia con Berengario de
Tours, p ara quien el pan y el vino consagrados están sobre el altar
sólo en figura o imagen y no son el verdadero cuerpo y sangre de
355. Cf. D. van den Eynde, Precisions chronologiques...: Ant 26 (1951) 234-239.
356. Sacramenta principalia sunt septem, M s. 234 de la biblioteca de Bruges, citado
por J. de Ghellinck, Du nombre septenaire des sacrements, 496.
357. Sentenliarum, V, 3: M L 211, 1229 C.
358. De caeremoniis, sacramentis, officiis et observationibus ecclesiasticis, I, 12: M L
177, 388 BC.
359. De fid e catholica contra haereticos, I, 41: M L 210, 347 A.
360. Tractatus de sacramentis, III, 1, ed. D. O. van den Eyn de, Louvain 1953, 22;
IV, 1, 50; V, 1, 56; VI, 1, 102; VII, prol., 166; VIII, div., 172; IX, 1, 194.
361. A tinadas observaciones sobre este periodo en R. Hotz, Sakramente im Wech­
selspiel zwischen Ost und West, 80-86; tam bién en K. R ahner, Einleitende Bemerkungen
zur allgemeinen Sakramentenlehre bei Thomas von Aquin, en Schriften zur Theologie X,
Zürich 1972, 392-404.
i
382
L a doctrina del magisterio sobre los sacramentos
Jesucristo362. Eso com portaba, en la m entalidad de Berengario, que
la eucaristía era solamente un sacram ento, pero no el verdadero
cuerpo de C risto 363. Es decir, Berengario oponía sacramenium a
verdad o realidad. Y eso justam ente es lo que quisieron refutar y
superar los teólogos del siglo XII. D e ahí que no bastaba decir que el
sacram ento es un «signo», sino que era necesario llegar m ás lejos y
darle m ás densidad y contenido. E ra necesario, pues, decir que el
sacram ento es, además de «signo», tam bién «causa» de la gracia. Y
eso es precisam ente lo que hace Pedro L o m b ard o 364. Por eso rechaza
el concepto m ás am plio e impreciso de sacram ento, el que se queda en
la sola significatividad y no llega hasta la eficacia santificante365.
A hora bien, a p artir de esta concepción, se explica que Pedro Lom ­
bardo, y los que le siguieron, llegasen a determ inar que únicam ente en
los siete sacram entos que hoy tenem os com o tales se verificase aquel
concepto de lo que es un sacram ento366.
E sta solución es sin duda acertada al decir que los teólogos del
siglo X II reaccionaron contra el concepto de sacram ento, com o signo
o figura que se contrapone a realidad, tal com o se detecta en Berenga­
rio. Pero, a poco que se piense en este asunto, enseguida se com prende
que se trata de una solución que no resuelve lo que tenía que resolver.
Es decir, ¿por qué precisam ente los siete sacramentos, que se han
aceptado en la iglesia son los únicos ritos eclesiásticos que cumplen la
definición de sacram ento que establecieron los autores del siglo XII?
¿Es que, por ejemplo, el rito del lavatorio de los pies o la profesión
religiosa no pueden ser tam bién, al menos en principio, «causas» de la
transm isión de la gracia? A esta cuestión no respondieron los escolás­
ticos del siglo XII. Es verdad que ellos establecieron u n a definición de
sacram ento no sólo en térm inos de «significatividad», sino además en
categorías de «efectividad». C om o tam bién es cierto que algunos de
ellos afirm aron el núm ero septenario de los sacramentos. Pero lo que
no hicieron — seguram ente no lo pudieron hacer— es precisar la
362. Cf. E. J. R. Geiselm ann, Die Eucharistielehre der Vorscholastik, Paderborn
1926, 290; L. Hödl, Die Confessio Berengarii von 1059: Scholastik 37 (1962) 370-394; A.
G erken, Theologie der Eucharistie, M ünchen 1973, 111-116.
363. Solummodo sacramentum, et non verum corpus et sanguinem Domini Nostri fesu
Christi: DS 690.
364. Sent. IV, d. I, c. 1. ed. Quaracchi II, 746.
365. Non igitur significandi tantum gratia sacramenta instituía sunt, sed etiam sanciificandi: Sent. IV, d. I, c. í, ed. Quaracchi II, 746.
366. Cf. B. Geyer, Die Siebenzahl der Sakramente in ihrer historischen Entwicklung:
T G 10 (1918) 325-348; H. Weisweiler, Mastre Simon et son groupe de sacramentis,
LXXVI-LXXVII; tam bién el trabajo, ya citado, de F. G illm ann, Die Siebenzahl der
Sakram ente bei den Glossatoren des Gratianischen Dekrets; y el artículo de J. de Gheilinck,
Du nombre septènaire des sacrements.
Los orígenes del tratado De sacramentis
383
relación que debería existir entre la definición p ro p u o i i \ el número
establecido.
Por otra p arte — y esto es m ás im portante— , hay teólogos de
aquel tiem po que hablan del sacram ento com o «causa» de la gracia,
pero no por eso dicen que los sacram entos sean siete y que sean los
siete que tenem os actualmente. Seguram ente el ejemplo m ás claro en
este sentido es la Summa seníentiarum, escrito anónim o de m ediados
del siglo X II, que pone lo propio y específico del sacram ento en la
efectividad, por contraposición al m ero signo, pero sin em bargo
habla solamente de seis sacram entos, ya que desconoce el orden. En
efecto, el auto r de la Summa seníentiarum se plantea expresamente la
dificultad que tuvieron que resolver los teólogos de aquel tiempo: la
definición de sacram ento com o signo o señal de una cosa sag ra d a367
no es suficiente, porqir* eso se puede aplicar a otras cosas que no son
sacram entos368, p o r evinplo el agua sin más, que significa la purifica­
ción del alma, aunque} no la realice369. Por eso, es necesario llegar a
una definición que solamente se pueda aplicar a los sacram entos y que
expresamente afirmen lo que éstos realizan, a saber, la santificación en
el hombre. D e ahí la definición que propone este autor: el sacram ento
es la form a visible de una gracia invisible que se com unica por el
mismo sacram ento 37°. D e donde llega a la conclusión m ás im portan­
te: «porque no es solamente la señal de u n a cosa sagrada, sino que es
tam bién eficacia»371. A h o ra bien, a partir de este planteam iento, de
ser cierta la solución que han propuesto algunos historiadores de los
dogm as, lo lógico sería qye el autor de la Summa sententiarum
hubiera dicho que esa definición solamente se cumple en los siete
sacram entos que actualm ente tenemos, ya que, según la teología
actual, solamente en esos siete signos sagrados

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