Don de Juan

Transcripción

Don de Juan
EL DON DE JUAN
RODRIGO PARRA SANDOVAL
Escribir es hacerse pasar por otro.
Paul Auster
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Para Mónica Lozano.
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PRIMERA PARTE
SOBRE EL TAROT, EL DON DEL AMOR
Y EL ECOLÓGICO PATIO ORIGINAL
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Video: El amanecer del imaginador
Los domingos no salgo de la cama.
Lo he jurado: los domingos no salgo de la cama para nada, como que me llamo Luis Mejía. A
lo sumo para ir al baño que está a dos pasos. Aunque hace un par de años descubrí la manera de
no tener que levantarme con ese propósito. No quiero abundar en detalles. Soy un hombre
púdico. Y nada más, porque caliento la comida en la cocineta de gas que he colocado sobre una
mesita de siete patas. Allí, a mano, está también la nevera. Allí se apilan las frutas, el café, las
galletas, las mermeladas, el vino, todo al alcance de un corto movimiento de mi brazo
izquierdo. Ni siquiera tengo que mirar la hora, mi reloj de péndulo me la da con sus brillantes
campanadas de cobre. De manera que los domingos no salgo de la cama para nada. Lo decidí
hace veinte años. Desde entonces los domingos son míos, hago lo que quiero con ellos y lo que
quiero desde hace veinte años es no salir de la cama. Es verdad, algunas veces siento curiosidad
por lo que sucede en la calle. Escucho voces, frenazos, gente que pasa cantando, susurros de
amantes ¿alguien que conozco? Para esos momentos he hecho instalar una cámara de video, de
las que usan en los bancos para vigilar posibles robos. Puedo cambiarle dirección, enfocarla,
subir el volumen con un mando automático y ver todo en mi televisión. Pero sólo miro un par
de veces cada domingo, tres o cuatro cuando más, porque me resulta más atractivo lo que
sucede dentro de mi cuarto. Así que la mayor parte del tiempo, casi todo el tiempo para ser
preciso, el video me enfoca directamente mientras paso el domingo en mi cama, desnudo de
cuerpo y espíritu. Saqué la idea de una película que me llegó al alma realizada por un artista
muy famoso: filmó durante dieciocho horas a un hombre que dormía. Eso es cine, eso es arte.
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¿Imaginas el cúmulo de dramas que vivía ese hombre mientras lo mirabas dormir y parecía que
nada le estaba sucediendo? Y no me refiero únicamente a sus sueños, a sus procesos
fisiológicos reflejos, a sus erecciones, a sus poluciones nocturnas. Me refiero sobre todo a la
plenitud, a su manera de vivir. Ha elegido el sueño, ha desechado la vigilia. Construye una
identidad basada en la memoria del dormir. Esa otra vida. Esa otra identidad. Yo, en cambio,
construyo una memoria falsa, o por lo menos espuria, una memoria de la imaginación. De todas
maneras una memoria enriquecida, más versátil, que la extreñida memoria del que vive la
vigilia como si no existieran otras opciones en el menú. Así transcurren mis domingos desde
hace veinte años. No tengo más remedio. No puedo resistir el placer de pasar los domingos en
mi cuarto, desnudo, sin salir de la cama. Como una tortuga que, desde mitad de la playa, mira
el bosque en que hierven peligros, protegida por su caparazón. Así yo, así yo. ¿Qué más hago
tendido en la cama? Me concentro en lo esencial. Esto no es poca cosa en una época que se
atumulta para sumergirse en lo secundario. Eso hago. Cosas que tienen que ver con lo que
sucede en mi cuarto. Mejor dicho, lo que sucede en mi vida mientras estoy en el cuarto.
Desecho la acción y me dedico a lo imaginario. Soy un imaginador. Imagino que debido a lo
sorprendente, a lo sobrecogedor que puede llegar a considerarse lo que hago con mi vida, a su
innegable valor, la humanidad me premia. Yo paso por una calle de honor que abre la
muchedumbre y los hombres me saludan con un aplauso universal. Todos gritan: “¡Bravo!
¡Bravo!”. Nada más. Sólo eso. Imagino cosas así para darme ánimos. Y porque me produce
placer. ¿O a alguien se le ocurre algo mejor que hacer con los domingos? Esto es lo que hago
en realidad: cada domingo imagino una historia. Eso es lo que hago metido en la cama todo el
día, imagino historias. De manera que en veinte años he imaginado mil cuarenta historias.
¿Quién ha imaginado más historias? Que yo sepa el que ha imaginado un número cercano ha
imaginado mil una, pero no era un hombre, eran varios pueblos imaginando durante siglos.
Casi todas, mejor dicho todas mis historias, son historias de amor. Me aburren las historias que
no son historias de amor. Es extraño que precisamente yo que nunca he amado a una mujer,
que nunca he hecho el amor con una mujer, me empeñe en imaginar historias de amor. ¿O no
es extraño? Hoy, precisamente hoy, ha comenzado a salir el sol antes de las seis de la mañana.
(El reloj de péndulo no ha dado todavía las seis campanadas). Un sol viperino, abrasivo, que
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evapora el agua de la borrasca refrescante que nos regaló la noche. Dirijo la cámara hacia la
calle. Pasa el carro de la leche tocando la campana. Las madres raspan con sus chancletas de
cuero los andenes: han salido a comprar el pan para el desayuno de sus hijos. Pasa corriendo un
voceador de prensa. Escucho el carraspeo del periódico por debajo de la puerta. Descorro las
cortinas con una vara. Entra el domingo y toma plena posesión de mi cuarto. Huele a ropa
recién lavada, a chocolate espumoso, a mermelada de mora. Imagino las muchachas
sacudiéndose los humores de la noche, el sudor que ha humedecido sus espaldas y sus vientres,
pensando que hoy deben arreglarse las uñas de manos y pies, depilarse, lavar la ropa interior de
la semana. Las escucho bostezar y estirar el cuerpo, arquearse, mostrar los senos de pezones
oscuros y erguidos a las fotos de sus novios que despiertan con la luz de la mañana en sus
mesitas de noche. Imaginan que ellos las miran con amor y deseo y sienten un estremecimiento
de placer. Pienso por primera vez en este amanecer en Juan y en Carolina. Hoy es su día. Han
tenido que esperar su turno porque había diez parejas cuyas historias tenía que contar antes.
Hoy es su día. Bienvenido Juan. ¿Cuál será tu don? Porque según las cuatro reglas que me he
trazado debo concederte un don que le ponga pimienta y picardía a la acción. Ya veremos.
Bienvenida Carolina. Sensual, morena y esquiva Carolina de ojos de miel que pervierten al
más avezado. Se me hace que me voy a enamorar de ti. Que te voy a adorar y te voy a herir. Así
son las cosas: del amor nadie sale indemne. ¿O me enamoraré de Juan? Pero existe aún otra
restricción, una segunda regla de la narración, que me he propuesto para imaginar historias:
alguien debe morir. ¿Qué es una historia en la que no se juega uno la vida? ¿En la que nadie
pierde la vida? ¿En la que uno no se gana el derecho a vivir? Una historia baladí, por supuesto.
Cualquier personaje puede ganarse la muerte. Inclusive yo. Inclusive yo. Como ha sucedido en
alguna ocasión. Comienza a correr la historia. Comienzo a imaginar en este amanecer
dominical, comienzo por el don, por la historia del don. El reloj de péndulo da las seis
campanadas del amanecer, lentas pero implacables. Hora de comenzar. Cuando anuncie las
doce de la noche, dieciocho horas después de comenzar, con la última campanada, terminará la
historia. No habrá más plazos. El que esté hablando se quedará con la palabra en la boca como
una hirviente bola de caucho que lo ahoga. Esta es la tercera implacable regla que rige la
narración. La cuarta regla es la potestad absoluta del imaginador sobre la sexualidad de los
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personajes. Podrá seducirlos, amarlos, violarlos, estuprarlos, embarazarlos, desposarlos,
conducirlos a las más altas cimas de la castidad, como a bien tenga.
San Francisco de Asís
Le decíamos San Francisco de Asís sin sospechar en lo que se iba a convertir.
Éramos compañeros de barrio.Vegetábamos como hongos sentados bajo las frondosas acacias
que daban sombra cada tres metros en los andenes. Poco a poco, sin darnos cuenta, nos fuimos
convirtiendo en una tribu con sus propias leyes. No nos interesaba romper vitrinas ni fumar
marihuana ni asaltar tiendas ni rebelarnos contra los padres. Éramos muchachos más bien
aburridos, sin angustias existenciales ni ideológicas. Sólo nos fascinaban a los hombres las
muchachas y a las muchachas los hombres, eso parecía al menos. Sí, el eterno asunto del amor
y el sexo. Todo lo demás era despreciable y estúpido. Leíamos el tarot amoroso y ensayábamos
parejas cada semana de acuerdo con sus dictámenes. Los domingos por la noche nos
contábamos la historia, cierta o imaginada, de ese amor. No era obligatorio hacer nada que uno
no quisiera. Pero lo que se hacía había que contarlo. Había parejas “de mano”, “de beso” y de
“apachiche” según el grado de intimidad que lograban. Pero la ley era inexorable: cada semana
había que cambiar. Estaban prohibidos los celos, los amores “serios” o estables y los
embobecimientos románticos. Burlas, escarnios y silbatinas, sapos y gusanos para sus
practicantes. El amor cambiaba al azar con las cartas del tarot. Teníamos dos lemas a los que
habíamos jurado lealtad: “El amor tambien es democrático y obedece al tarot”. “El amor
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también es experimental, hay que descubrir todas sus caras”. Sospecho que muchas de nuestras
historias eran inventadas. Las mías por lo menos lo eran. Las muchachas me ayudaban
diligentes a imaginar historias. De esa astuta manera se libraban de mis manos.
Nada, sin embargo, es unánime en la vida. Juan y Carolina no jugaban nuestro juego. Se
escondían detrás de sus debilidades. Juan se parapetaba en su timidez y Carolina en su
romanticismo. Carolina era una corona de aceradas espinas: todos los hombres estábamos
enamorados en secreto de ella y todas las muchachas se mordían los labios de celos. Menos Las
Cuatro Cenicientas que eran sus amigas y que comenzaban ya con sus ideas disolventes de la
igualdad entre hombres y mujeres. Carolina era la más inteligente de todos nosotros. Era lúcida
y certera, fuerte, cruel. Le teníamos un poco de temor. El tipo de mujer que fascina a los
hombres. Un desafío, un desarreglo. Pero Carolina era romántica. Quería un amor para ella
sola. Un hombre que le diera espacio para respirar y que, al tiempo, centrara su tendencia a
desparramarse por el universo. Todos sospechábamos que escondía un secreto. Lo único que
logramos intuir fue que su secreto tenía una naturaleza biológica, corporal, orgánica. Que se
refería al centro de su ser y que luchar contra su poder era como mantener agua en el cuenco
que se forma con las dos manos.
Con la timidez de Juan nos divertíamos, aprendíamos a ser hombres y mujeres. Porque Juan era
un niño debilucho e inseguro, sus ojos de un azul acuoso y desvaído miraban castamente al
suelo como una estampa de san Luis Gonzaga. En cambio, como una manera de desafío para
buscar seguridad, el rostro largo y bulboso llevaba en la parte superior un pelo en afro que
tomaba la forma de un cono invertido y que por momentos, con el viento del atardecer, se
inclinaba a oriente o a occidente, por lo que empezamos a llamarlo Anemómetro. Desde los
once años fue víctima de ataques masivos de acné que le destrozaron el rostro y lo dejaron
sembrado de cráteres y canales. Lo bautizamos Luna llena. En esos momentos felices, en que
éramos presa de ataques de seguridad, le decíamos Punching bag o también Vitamina.
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Juan se divertía a su manera. En el patio interior de su casa había organizado un asilo de
animales de la calle. Recogía perros, gatos abandonados, tortugas extraviadas, pájaros con las
patas rotas, culebras apaleadas y los cuidaba hasta que estaban listos para enfrentar la calle
nuevamente. Yo lo acompañaba muchas tardes en sus tareas veterinarias, en las sesiones de
baño de los animales, en la limpieza del patio. Después les contaba a los compañeros lo que
hacíamos y nos reíamos a gusto. Fue fácil presa, a veces demasiado fácil, de la cruedad de los
compañeros de barrio, incluido yo. Sobre todo yo, el payaso de la escuela. Coleccionábamos
apodos de Juan. Competíamos para saber quién podía recitar más apodos en orden alfabético.
Debo confesar que la mayoría de sus apodos eran de mi creación: por alguna razón me
intrigaba su vida y muchas tardes lo seguía y espiaba sus actividades. Comencé a tomar apuntes
de todo lo que observaba. Algún día escribiría un cuento sobre él. Cuando lo veíamos venir
recitábamos sus apodos con entonación de letanía: santo Anemómetro, ora pro nobis, santa
Vitamina, ora pro nobis. Juan, en cambio, fue muy generoso conmigo. Me regaló, sin saberlo,
algo muy importante en mi vida sin muchachas: crecí con la fatua seguridad que da el ejercicio
del poder sobre un débil.
Estábamos seguros de que iba a estudiar veterinaria y de que se dedicaría al cuidado de los
animales y el medio ambiente. Pensábamos que iba a fundar asilos de animales abandonados
por todo el país. Que soldaría patas rotas, curaría sarnas y operaría tumores a toda la generosa
variedad de fauna con que nos ha socorrido la naturaleza. Que sería un socio activo de la
sociedad protectora de animales. Que se dedicaría, como a un sacerdocio, a la preservación de
especies en vía de extinción. Él mismo era una especie en vía de extinción. Que estudiaría el
corazón de las ballenas jorobadas, el sistema inmunológico de los gallinazos y el hígado de las
hienas. Que dentro de unos años entrar a su casa sería como penetrar en una selva tropical
húmeda donde el zorrillo y el armadillo convivirían con la boa constrictor. Pero, para nuestra
sorpresa, regaló, de la manera más tranquila y planificada, los animales de su asilo a diferentes
personas. A mí me regaló una extraña coneja lampiña. Limpió con agua y jabón, limpiamos
porque yo le ayudé ese domingo como muchos otros, su patio interior hasta que desapareció la
última huella de sus habitantes. Después nos bañamos desnudos con una manguera. Al día
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siguiente se puso unos blue jeans y una camisa nueva y se fue a matricular en la escuela de cine
y televisión. Nunca quiso hablar de los motivos que lo llevaron a una decisión que parecía
contradecir toda lógica y todo sentido de la vocación.
Yo, por mi parte, de manera incoherente con mis preferencias, estudié contabilidad, una carrera
útil donde es conveniente ser hábil en triquiñuelas y saber controlar los harteros ataques de
ética propios de la premodernidad. Los compañeros se hicieron ingenieros, médicos y abogados,
alguno estudió periodismo. Varios se dedicaron a los negocios de familia. Tres o cuatro tenían
trabajos de los que nunca hablaban. Sospechábamos que dos eran narcotraficantes y otro tenía
una cadena de burdeles que angustiaban nuestra imaginación. ¿Vivían las muchachas internas
en el edificio que ocupaba una manzana completa? ¿Cómo las contrataba? ¿Las conseguía él
mismo? ¿Las probaba a todas antes de contratarlas? Lo imaginábamos llegando a cualquier hora
y saltando sobre ellas como un gavilán que administra un criadero de gallinas. Las muchachas
de nuestra tribu se hicieron dentistas, azafatas, médicas, psicólogas, físicas cuánticas, teatreras
y amas de casa. Nos seguimos viendo a través de los años. Algunos nos convertimos en amantes
de las muchachas de la tribu y todos seguimos impenitentemente enamorados de Carolina.
Convivimos por períodos cortos o largos, inclusive tuvimos hijos, pero nunca nos casamos
formalmente.
Contra todo pronóstico Juan alcanzó rápidamente un éxito que nos pareció apabullante, y que
nos llenó de confusión, con su serie de películas El amor y la ciudad a una edad en la que la
mayoría de nosotros nos debatíamos aún en la búsqueda del primer empleo. Ganó premios
internacionales y firmaba autógrafos en la calle y en los restaurantes. Su retrato salía con
frecuencia en la prensa. Se dice que las muchachas lo perseguían y que tenía ahora todo el amor
que antes no había tenido. Nos pasábamos noches etílicas enteras tratando de adivinar de dónde
había surgido tanto éxito en el alumno menos prometedor del curso. ¿Cómo se transforma en
una celebridad un muchacho feo, tímido hasta la ridiculez, poco inteligente, que nos ha servido
para practicar el necesario arte de la crueldad? Pero fue en vano. Nada pudimos averiguar.
Sólo obtuvimos unas resacas monumentales. De todas maneras ir a un restaurante o a
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cualquier sitio público con Juan era una tortura para el ego. De manera que decidimos verlo
sólo en espacios privados y tratar de revivir nuestras befas y reirnos de él como antes. Pero ya
no resultó tan divertido. Sus hazañas y su fama, aunque ni siquiera las mencionábamos, nos
pesaban como un piano de cola en las espaldas y aniquilaban nuestro sentido del humor. El
humor que tantas veces nos había salvado comenzó a volverse contra nosotros.
Y a los treinta años, cuando acababa de regresar de Europa con un premio Globo por Las
gemelas monocigóticas, la última película de la serie La ciudad y el amor que filmó, lo
abandonó todo. Abandonó la fama, el cine, el suntuoso apartamento taller, el amor de las
muchachas de la ciudad, lo abandonó todo y se fue, solo, a Nueva Zelanda. Según dicen iba a
montar una granja de ovejas en una montaña perdida de esa agreste tierra de colonización donde
hay un hombre por cada mil ovejas y cien hombres por cada mujer. Nos abandonó. Dejó
nuestras brillantes testas coronadas por la perplejidad. ¿Había avizorado una aventura más
estimulante en Nueva Zelanda? Cuando alguien del círculo íntimo se va hacia tierras lejanas
con nombres sonoros, los que nos quedamos tenemos la sensación de que nos estamos
perdiendo lo mejor de la vida. Irse es un dolor pero quedarse es una melancolía.
Durante un tiempo discutimos, no sin cierto tufillo de venganza, los motivos que pudo tener
Juan Santana para tomar una decisión tan irreflexiva y absurda. Más parecía la decisión de un
derrotado que la de un triunfador. ¿Habría algo místico enredado en esta historia? No pudimos
llegar a ninguna conclusión. Después de un par de semanas de desenredar hipótesis valiéndonos
de indicios mínimos nos aburrimos del tema y no volvimos a hablar más de Juan Santana.
Quince años más tarde, cuando ya lo habíamos olvidado, regresó sorpresivamente a la ciudad.
Se había convertido en un hombre fornido, se habían ahondado como canales marcianos las
arrugas de su frente, su piel era ahora morena, dispareja, como un pan pasado de horno. Parecía
más tranquilo, ya no producía la molesta sensación de que se estaba bañando en un estanque de
azogue. Aunque de tanto en tanto su conversación se estancaba en nudos obsesivos. Se había
tumbado el afro y lucía un corte avaro, a ras de cráneo. Según dijo había venido a resolver
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ciertos asuntos de familia y se regresaría en seguida. Eso creí, ingenuamente, hasta que me
habló por teléfono y quedamos en vernos una noche para recordar viejos tiempos.
Los siete elementos
 Mi vida me dijo Juan Santana al abrir su larga perorata esa noche de sinceramientos
masculinos es tan simple que puede contarse valiéndose de siete elementos que no parecen
ir juntos. En su combinación, sin embargo, debe buscarse la comprensión de mi bizarra
aventura:

El don del amor

El inodoro morado de mi adolescencia

Mi impostada pasión por el cine

Los diez embarazos de mi prima Carolina

Mi anacrónico gusto por las cartas de amor

La ecología, entendida como un desmedido amor por los animales

Y el acné que me ha perseguido durante toda la vida como una novia fea.
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 Te voy a contar la historia para que la escribas ya que desde niño has deseado ser escritor
añadió con una luz de ironía en los ojos , ya que te has dedicado a recopilar chismes sobre
nuestras vidas, nuestros amores fallidos y nuestra sexualidad en un triste cuaderno de colegio.
Yo, por mi parte, nunca he sentido la urgencia de escribir, salvo en la adolescencia en que
padecí, por primera vez, la escritura junto con el acné. Por el contrario, siempre me he reído de
la vanidosa necesidad que sienten algunos de volver palabras sus cotidianas biografías o de
expresar en versos sus anodinas emociones. Esos ridículos intentos por darle un sentido
aventurero a sus vidas opacas me hacen pensar, querido Luis, en los niños que chapalean
húmedos e irritados después de orinarse en los pañales.
Nos sentamos en una salita mal iluminada, de paredes cubiertas con terciopelo negro que le
daban un macabro aspecto funerario. Juan puso sobre la mesa un pernil de cordero a la
zelandesa y un botellón de un vino grueso y áspero, dulzón, preparado por campesinos que
cultivan uvas para separar los corrales donde pastan sus ovejas.
 Lo he traído especialmente para esta noche dijo. Es el vino con que se cierran negocios
en Nueva Zelanda.
Fue a la cocina por un cuchillo afilado, dos tenedores, dos copas, dos platos, servilletas. En un
rincón de su asiento puso un paquete envuelto en papel manila y cerrado con goma que me
intrigaría durante toda la noche y que me daría a la hora de la despedida, ya avanzado el día
siguiente. Cortó la primera tajada de pernil.
Sirvió la primera copa.
Brindamos.
Y comenzó a hablar.
Sólo pararía de hablar al entregarme el paquete envuelto en papel manila que contradecía su
vehemente invectiva contra la escritura.
Durante su prolongada perorata, insensata a veces, lúcida también a veces, Juan seleccionó
algunos pasajes de su vida, ahondó en ellos machaconamente, pero dejó otros en la
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semioscuridad. No respondió cuando le pregunté por los motivos de su viaje a Nueva Zelanda.
Insistió varias veces durante la noche en que escribiera su historia. Yo tenía madera de escritor
y había jugado un papel importante en hacer de su vida lo que era. Cuando nos despedimos, al
filo del mediodía, me abrazó y me entregó el paquete forrado en papel manila. En él encontré
información que he utilizado extensamente para imaginar la historia de su vida. Este es uno de
los aspectos que me fascina de mi oficio de imaginador: es alucinante pensar que un paquete
imaginario contiene información que debo utilizar para imaginar la vida de Juan. Y que todo,
sin embargo, sea sólidamente real.
De alguna manera que no he logrado descifrar me sentí incómodamente comprometido con su
propuesta. Tal vez algún rescoldo de culpa. Tal vez el insano interés de mis compañeros de
estudios por conocer la vida de Juan, su fracaso, su desprotección, su desorden erótico. Tal vez
el enterrado anhelo adolescente de ser escritor removiéndose en su tumba. Tal vez una cierta
forma de la nostalgia que invade a los hombres al darse cuenta de que se han perdido una parte
importante de la vida, de lo que ha sucedido a su alrededor, por andar demasiado centrados en
sí mismos, en la construcción de su éxito, y haber mirado con condescendencia a los débiles.
Los débiles no llegarán a ser protagonistas de la historia. El mundo es de los fuertes.
De acuerdo con sus instrucciones, bastante detalladas por cierto, he recopilado, a veces con
placer y a veces con envidia, a veces con nostalgia, la obra de Juan Santana: su “filmografía”,
Las Cuatro Cenicientas, sus clips sobre Los hijos de Carolina y una miscelánea de documentos.
Sus obras, filmadas o escritas, son fundamentales para la comprensión de su vida. En ellas se
esconden aquí y allá elementos que la iluminan con una nueva luz. En algunos casos pueden
ofrecer una divergente posibilidad de lectura de su vida, en otros son genuinamente
autobiográficas. Inserto sus obras no para frenar la historia, para dividirla en parcelas, sino con
la idea de mostrar las historias
que congestionaban su imaginación y lo convertían, por
momentos, en un ser con una rica vida interior. La historia de Juan Santana es
fundamentalmente la historia de sus historias. Por eso las reproduzco en su totalidad. He
rebuscado en su apartamento taller, en cajas, en archivadores forrados con espesas telas de
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araña, en cuadernos llenos de apuntes no siempre pertinentes, en amarillos papeles revueltos,
en notas dejadas por ahí descuidadamente. He entrevistado a Carolina. Aunque ella, pude
intuirlo, no ha querido contarme ciertos detalles jugosos. Es una informante poco confiable. He
entrevistado a Las Cenicientas y a algunos de mis compañeros de barrio. Ha sido un trabajo
arduo pero lo he disfrutado. Siempre me ha fascinado la sexualidad de mis amigos, en eso Juan
tiene razón. No sólo me da ideas útiles y placenteras sino también un placer voyerista que me
resulta irresistible. Escribiré la historia de Juan. O mejor dicho la imaginaré. Con la ayuda
adicional, claro está, del imaginario paquete envuelto en papel manila.
No dejo, sin embargo, de preguntarme: ¿por qué ha puesto Juan tanto interés en su proyecto de
biografía? ¿Qué lo ha impulsado a elegirme como su biógrafo? ¿Será lo que sospecho? ¿Por
qué insiste en decir que nunca deseó escribir si ha escrito y filmado con tanto éxito? Entonces
¿qué lo ha llevado a escribir y filmar?
¿Y por qué, por qué entre todos, yo?
Me pregunto si Juan en verdad desea que yo me transforme en el escritor que quise ser desde
niño y su petición sólo esconde la buena acción de un corazón piadoso. O si piensa, en un
ataque de vanidad, que yo soy el que más laudatoriamente puede escribir su biografía. ¿Por qué
no escribe él mismo su autobiografía? ¿Será posible que el personaje de una narración se rebele
contra su narrador y le imponga, de manera irónica, la obligación de escribir la historia que ya
está escribiendo? ¿Será que yo me he imaginado a mí mismo como el imaginador desnudo en
una cama dominical para poder contar su historia sin tapujos? ¿Será que él es el que escribe y
me cuenta a mí como el escritor frustrado, tirado en una cama, que no pasa de imaginar lo que
en realidad quisiera escribir?
¿Será esta una de esas escasas oportunidades en que un
personaje me vence?
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Las bodas execrables de Carolina
Comenzaré por buscar relaciones entre los siete elementos
que Juan menciona como
indispensables para comprender su vida. Comenzaré por considerar relaciones que puedan
haberse presentado cuando Juan nadaba en lo más espeso de su adolescencia, entre el inodoro
morado y el don del amor.
Mirémoslo, espiémoslo, con gozosos ojos voyeristas.
Juan está sentado en el inodoro morado de su casa con los codos en las piernas lampiñas, la
cabeza apoyada en las manos y un libro en las rodillas, pensando en el aburrido asunto de la
teoría del Estado. Aunque en realidad piensa un poco en la teoría del Estado y otro poco en la
belleza desnuda de las muchachas que no lo aman. Cierra los ojos con fuerza y le pide a la vida,
o a quien sea que haya que pedirle estas cosas, que haga caer sobre su cabeza el don del amor,
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aunque el golpe lo descalabre, no importa. Lleva varios meses intentando, por medio de un
enorme esfuerzo de concentración y mientras se dedica a menesteres más bien biológicos, atraer
el don del amor. Y, preciso, en el instante en que lo miramos, su cuerpo experimenta un fuerte
estremecimiento que hace caer el libro, un ejemplar en rústica de El Príncipe, dentro del
inodoro morado. Juan abre los ojos y se dedica a interrogar su cuerpo en busca de algún signo.
Nada percibe. Nada sucede. No ha caído un rayo de luz sobre su cabeza con afro desmesurado.
Sus manos no tiemblan, portadoras de un anuncio transformador. Su miembro viril sigue allí,
como siempre, sin metamorfosis. El don del amor no ha descendido sobre Juan. La relación
entre el don del amor y el inodoro morado no produce los resultados anhelados. Produce, en
cambio, dos consecuencias inesperadas: Juan tiene que estudiar su curso de filosofía política en
un incómodo ejemplar de El Príncipe hinchado por el agua y esa incomodidad y el recuerdo de
su ridícula causa le crean un rechazo cerval a la política, “pozo séptico de la vida nacional”,
afirma. Pero nada más.
¿Por qué desea Juan tan fervientemente el don del amor? ¿Qué lo lleva a creer que tener manos
flojas y dejar que su ejemplar de El Príncipe se caiga en el inodoro morado conduciría a que el
don del amor lo hiciera estremecer? No es necesaria una sesuda disertación académica para
comprenderlo.
Basta mirarlo con ojos de mujer.
Viste de negro riguroso, pantalón negro, medias y zapatos negros, camisa negra, corbata negra,
saco negro. Parece que tuviera que asistir todos los días a un entierro. Conversa poco y sin
enfocar al interlocutor, su piel es blanca, indecorosamente transparente, poco amable a la
imaginación del tacto. Y, claro, en las fiestas no encuentra una muchacha que lo acompañe.
Conversa con un grupo que ríe, observa el baile, cruza los brazos y se recuesta en una pilastra.
Tiene amigos pero no una amiga para ir a las fiestas, al cine, a los sitios en que los muchachos
aprenden a besar, a intercambiar pareja, a fumar marihuana. Tampoco participa en nuestros
juegos con el tarot donde hubiera tenido una oportunidad. Y, sin embargo, hay algo peor. Lo
peor es su manía de escribirles versos de amor a las muchachas. Todas afirman, puedo decirlo
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porque llevé a cabo una encuesta sobre el tema en su momento, que recibir un poema escrito y
dedicado por Juan es como recibir un ramo de rosas de plástico.
 Por eso desea Juan con tanta vehemencia el don del amor dice Juan mientras rebana el
pernil y llena de nuevo las copas y se mira ahora vestido con blue jeans, camisa de cuadros
rojos y chaqueta de cuero. ¿Parezco otro?
Y su pregunta es una afirmación aunque su sonrisa niega la afirmación.
¿Cómo empezó todo?
Juan me dice que en sus desveladas noches de acné y adolescencia. Me cuenta que se dijo: “¿A
quién puedo amar?”, que pasó revista a las muchachas que conocía, que las evaluó
pormenorizadamente, que imaginó sus secretos, sus sueños, sus ardores juveniles, y que por
medio de un proceso de eliminación al tiempo riguroso y dubitativo, en que adjudicó puntajes y
diseñó cuadros estadísticos y gráficos de barras, llegó a elegir a su prima Carolina, con la que
había jugado a las muñecas, a las comitivas, a la gallina ciega. Se enamoró tontamente, sin
averiguar si había posibilidades, basado sólo en sus cálculos, como jugando de nuevo a la
gallina ciega. Carolina se enteró de sus amores porque una tarde le deslizó en el maletín del
colegio un sobre con el primer soneto.
Juan, lo cuenta él mismo, nadaba en una adolescencia extraviada en que todo sucedía en la
imaginación. Carolina le cayó como anillo al dedo. Según le decía en sus sonetos, cuando su
rostro meridional aparecía en la puerta de su casa imaginaba que la mesa del comedor, las
ventanas de hierro negro, los perros y los pájaros en la jaula reventaban en un arco iris de flores
de papel crespón cuyos colores cambiaban de manera rápida y violenta. No podía evitarlo, era
un delirio más propio de un video digital que de la vida cotidiana ¿Se reía Carolina de sus
poemas y de sus videos? Claro que se reía. ¿Cómo no se iba a reir de poemas con títulos como
Jirafita de mi zoológico, Luna de mi negra noche y de la absurda mezcla de gráficos
estadísticos y efectos visuales? Claro que se reía como loca de esa bizarra forma de amar.
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El intercambio de poemas y desprecios entre ellos duró varios años. Continuó inclusive
mientras comenzaba el noviazgo de Carolina con Pedro Rodríguez. Aunque se reía de los
poemas y las excentricidades de Juan, Carolina no pudo renunciar a ellos. La cursilería la hacía
reír pero de alguna manera los versos engolosinaban su vanidad, el secreto deseo de que los
hombres la amaran aunque no quisiera corresponderles. ¿Existe un placer más poderoso y
contradictorio que el que ofrece un hombre que ama persistentemente a pesar de los rechazos,
durante años, como un esclavo, como un robot programado para amarte?
Eso le regalaba Juan, el poder del amor, el poder del que es amado sin tener que corresponder.
Y, por supuesto, algo que podría llamarse el humor del amor.
Nos divertimos con sevicia los muchachos del barrio con las escandalosas calabazas que
Carolina le aplicaba persistentemente a Juan. Sanaban un poco las heridas de nuestras propias
calabazas. Todos lo habíamos intentado ciegamente con Carolina, como polillas nocturnas
alrededor de una vela encendida. Era algo inevitable, un aciago destino genético del grupo. Pero
mientras tanto Carolina tomaba con suma seriedad su relación con Pedro Rodríguez.
En medio de este doble juego llega, inevitablemente, el día de la boda. Pedro es un acaudalado
comerciante en materiales de construcción. Con él Carolina consigue lo que siempre ha
deseado: un hombre para ella sola, amor, tranquilidad, seguridad, hijos numerosos, una vida
cómoda. Se van de luna de miel a París, como corresponde a una pareja bien que vive de los
clichés. Y a su regreso, una vez
instalados como es debido
y
ofrecidas fiestas de
agradecimiento y de inauguración de la mansión familiar, el comerciante en materiales de
construcción y Carolina se dedican con empeño y tezón a la novedosa tarea de engendrar hijos.
Para ellos engendrar es una actividad seria y circunspecta que llevan a cabo meticulosamente.
Siguiendo el ejemplo de todas las madres, Carolina aprende a no dividir el tiempo de la vida en
años como los almanaques, en períodos presidenciales como los historiadores, en eras como los
geólogos.
Divide la vida en embarazos.
El embarazo es un hecho total y arrasador que transforma radicalmente la manera de estar en el
20
mundo. El sentido de la vida de Carolina se monta sobre el firme altar de la reproducción, de la
maternidad y de sus responsabilidades.
 Pero al hacerlo con tanto empecinamiento, al querer transformarlo en un monolito sin
fisuras, al volcar en él toda su fortaleza dicen Las Cuatro Cenicientas da la impresión de
que intenta vanamente ocultar aquello que sueña desde niña, que desde niña desea y teme. No
sabe si desea más que teme o teme más que desea.
Algo de razón tienen Deyanira, Olinda, Malena y Ventura, a
las que Juan llama poco
cariñosamente Las Cuatro Cenicientas, amigas del alma de Carolina con las que comparte
secretos de amor desde la infancia pues, como es sabido, la realidad conyugal, sobre todo si está
acompañada del fascinante arte de vender materiales de construcción, tiene sus bemoles. Pero
tampoco es un desastre: Pedro es un hombre razonable y honesto, tal vez un poco indiferente a
ratos, que le ofrece al tiempo protección y libertad. No se casa con Juan, el poeta y cineasta,
pero por inesperados caminos, que entro a narrar como me los narró Juan aquella noche de
sinceramientos masculinos, se transforma en la mujer más importante de su vida.
Juan termina sus estudios en la escuela de cine y televisión y se marcha para Italia, donde asiste
a
cursos, ve cine europeo hasta atragantarse y se mete de lleno en la vida de los
latinoamericanos. A su regreso retoma con naturalidad el asunto de los siete elementos como si
Europa no hubiera modificado su destino. Tampoco los dos meses de luna de miel en París le
mostraron nada diferente a Carolina. Esa es su manera de vivir en el extranjero. Como si
estuvieran en casa.
Y Juan regresa y reasume la búsqueda del don del amor, ahora intentando una nueva
combinación de elementos: el cine y el inodoro morado. Filma un clip que titula El inodoro
morado. El clip constituye un fracaso ciematográfico y comercial. Nada sucede con el amor.
Nada sucede con el cine. Esta búsqueda no produce ningún resultado. Nada de nada.
“Comienzo a nadar me cuenta Juan en una sopa tibia de deseperanza”. Hasta que
comprende que debe ensayar otra combinación de elementos. Y se centra en la relación entre
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el cine y el don del amor, dos elementos con mucho glamour. Y ciertamente algo sucede,
mejora un poco la suerte: una compañera de trabajo acepta ir con él al cine y a cenar un par de
veces. Pero no puede decirse que el don del amor haya caído sobre su cabeza como el rayo de
Zeus. Decepcionado otra vez Juan decide olvidarse del don, del inodoro morado y de las
muchachas y se dedica al cine. Hasta que el día menos esperado Carolina se aparece en el
apartamento de Juan.
Video: La mañana del imaginador
Así son mis domingos, inyectados con sobredosis de adrenalina. Pero no siempre fueron tan
apasionantes. Antes temía los domingos más que a despertarme y encontrar que en mi cama,
dentro de mis sábanas, abrazado a mí, dormía un Tyrannosaurus rex. Los días de semana, en
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cambio, eran lentos y tediosos, somnolientos como una resaca, amenizados sólo por el placer
de llevar la contabilidad de la empresa que gerencio: Tuercas y Tornillos. Pura dinamita para
el espíritu. Hoy, gracias a las historias dominicales, he logrado encoger los días laborales con
la búsqueda de la pareja semanal. Siempre busco una pareja, específicamente un hombre y una
mujer. A partir de ella construyo la historia. Repito hasta la saciedad la historia de Adán y Eva.
La historia de la vida sobre el planeta Tierra es la historia de la reproducción, sexuada o
asexuada. ¿Qué otra historia podría contar? La pareja implica siempre la posibilidad de un
tercero. La destrucción de la pareja es parte de la historia de la pareja. Por la historia del tercero
no tengo que preocuparme: yo soy siempre el tercero en discordia. Aunque cada vez soy otro y
actúo de manera diferente. Con estos elementos estiro el domingo como un caucho: dieciocho
horas, de seis de la mañana a doce de la noche. Como en la película de Warhol sobre el
hombre que duerme. Imaginar se ha ido convirtiendo en un trabajo de tiempo completo.
Primero fue un hobby. Hoy la ferretería es apenas un cascarón en el que, después de asentar
algunos datos en los libros y tomar un par de decisiones sin riesgo, me escondo para imaginar
con más comodidad y menos culpa. Porque dedicar la vida a imaginar produce una forma leve
pero persistente de culpa social que a veces es incómoda, como andar por el mundo cubierto
por una delgada capa de almíbar e imaginar que todos los niños corren detrás de ti para
saborear el azúcar de tu piel. Nos han enseñado que debemos ser seres sociales, productivos.
Pero después de unos años de práctica del oficio puedo afirmar ante mí mismo, sin culpa, que
soy un imaginador. Eso soy, un imaginador de tiempo completo. Planifico las parejas con
antelación, generalmente llevo diez parejas de adelanto, como los escritores de guiones de
telenovela. Porque imaginar implica investigar las vidas de los personajes y sus comparsas. Es
necesario saber los fundamentos de los oficios, de las personalidades, de sus formas de vestirse
y desvestirse, sus gustos gastronómicos, los espacios en que viven (cómo es vivir en la
opulencia o en la pobreza), sus maneras de seducir y conquistar, sus formas y estilos de hacer el
amor, sus desviaciones sexuales, sus registros verbales, sus tics y maneras de hablar, el humor
o su ausencia, las neurosis y los fetichismos, los lugares de encuentro, el odio, los celos, las
pasiones más vulgares. Imaginar implica crear un mundo con sus detalles, amoblarlo, vestirlo,
ponerlo a funcionar como quien da cuerda a tres o cuatro muñecos de lata para ver qué
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sucede. Doy algunos ejemplos sencillos de la manera como inicio la búsqueda en oficios que
me son desconocidos: a veces todo comienza por la necesidad de educar un sentido, una
emoción, una motivación. Por ejemplo el olfato en los casos del carpintero (cómo distinguir e
imaginar posteriormente el olor del aserrín de las maderas amazónicas, de las virutas de roble,
del peinemono, del samán) o del mecánico automotriz (el aceite quemado, el aire trajinado que
sale de una llanta, el inicio de un corto en un cable escondido). El pintor que está seduciendo a
una chica ¿cómo le explica la teoría de los colores? ¿Qué siente un chulo al usar su poder
sobre una mujer que trabaja de prostituta para su beneficio? ¿Cómo se vive la lascivia del
poder casi absoluto sobre una mujer en esta época posmoderna en que el poder del hombre ha
entrado en bancarrota? ¿Y una alta ejecutiva feminista que tiene decenas de hombres bajo su
mando y cuyo esposo se queda en la casa cuidando los niños y administrando la economía
doméstica? ¿Cómo es la sexualidad del sacerdote que se dedica a seducir monjas o acólitos?
¿Qué secreta emoción se esconde en el corazón y en el cuerpo de un hombre elegante y
poderoso que lee el artículo sobre una joven cuadrapléjica que se ha graduado con un inmenso
esfuerzo en Harvard, al tomar la decisión de amarla, de ser su esposo, al llevar a cabo su deseo?
Estas preguntas me conducen siempre al desafío de imaginar una respuesta tan creíble que
pueda ser usada en la historia sin desmedro de su verosimilitud. Aunque una de las ventajas de
la imaginación es que ha estado siempre libre del corsé de la verosimilitud. Me empeño en
imaginar de otra forma lo que ya existe y ha sido inventado y practicado por el hombre hace
muchos siglos. Me empeño en imaginar el mundo yo solo, aquí en mi cama, desnudo, mientras
pasa veloz el domingo. (El reloj de péndulo da nueve campanadas). Me empeño en una
guerrilla de videoclips contra la realidad cotidiana. Pero es la pareja de Juan y Carolina la que
mayor dificultad me ha planteado. Juan es cineasta y, sobre todo, escritor. Escribe guiones,
bosqueja ideas, historias, para películas, mediometrajes, largometrajes, clips. Y me llevó a
enfrentarme a lo que más temo: la imaginación del escritor, imaginar historias escritas. Lo que
siempre he hecho es imaginar sin escribir, imaginar imaginaciones que son solamente eso.
Historias dentro de mi cabeza, la forma más desinteresada del arte de contar historias: contarte
las historias a tí mismo. Sin otro público. Ahora debo imaginar algo escrito, rozar
peligrosamente la frontera de la escritura sin caer en ella. Jugar con fuego como una
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mariposa nocturna. No escribir ha sido mi gran triunfo y mi más grande orgullo. Desde niño
supe que quería escribir, que debía escribir para sobrevivir como hombre. Pasaba noches
enteras soñando con estudiar literatura en la universidad, con escribir grandes novelas. Pero un
día como cualquier otro decidí sin pensarlo mucho estudiar contabilidad. Es un trabajo más
seguro. Menos lleno de angustias, de espinosas preguntas sobre el valor de lo que uno escribe.
Entré a trabajar en Tuercas y Tornillos. El nombre de la empresa me pareció premonitorio para
mi labor de imaginador. Comprendí, ya no recuerdo por qué caminos de la mente o del
autoperdón, que lo que deseaba realmente era imaginar historias.
Historias de parejas.
Comprendí, practicando la monotonía de la contabilidad, que no deseaba escribir. Deseaba
imaginar. Liberarme de la tortura de escribir, de su esfuerzo, de la esclavitud de asentar
palabras en un libro. Eso he hecho. Pero ahora estoy ante un desafío inédito. ¿Cómo imaginar
una historia en que el personaje central escribe? ¿Cómo escribir sin escribir? ¿Cómo imaginar
una historia como si estuviera escrita? ¿Debería imaginar las obras de este Juan escritor y
cineasta con el formato de lo escrito, con la rígida formalización de lo escrito? Eso he
intentado hacer en mi cama dominguera, desnudo eso sí y con la cámara del video enfocada
sobre mi fotogénico ser que imagina. Eso ha sido lo más difícil: imaginar la obra escrita de
Juan Santana. Imaginar su obra como parte de la historia de amor entre Juan y Carolina. En la
historia de amor, claro está, intervengo yo de maneras diversas, disolventes algunas y, alguna
vez, definitivas. He gastado mucho tiempo buscando un título para esta serie de más de mil
parejas. Se me han ocurrido muchos pero ninguno me deja conforme. La comedia conyugal
(en alusión a La divina comedia de Dante, La comedia humana de Balzac o La comedia
científica de Verne), Las mil y una parejas, Adán, Eva y compañía, La pareja eterna o la
eterna pareja… por momentos pienso que lo mejor sería centrarme en mí mismo y bautizar la
serie El imaginador desnudo.
25
26
SEGUNDA PARTE
SOBRE EL CINE, LAS CENICIENTAS
Y LOS DIEZ EMBARAZOS DE CAROLINA
El primer embarazo de Carolina
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Juan abre la puerta y Carolina le echa encima, de una vez, el siguiente discurso:
 Acabo de recibir la noticia más hermosa de mi vida, después de mi matrimonio. El doctor
me ha confirmado que estoy embarazada. Tres largos años trabajamos Pedro y yo este
embarazo. Hicimos todo lo que el doctor nos recomendó: buscamos los días más fértiles,
durante horas guardé reposo con las piernas arriba después del acto para facilitarle el trabajo a
los perezosos espermatozoides de Pedro, traté de rebajar el estrés que me produce el
insubordinado deseo de quedar embarazada: hice ejercicios de relajación y tomé cursos de
yoga, me ayudé con aromaterapia y flores de Bach, hice el amor con despreocupación, como si
estuviera pegando un botón en la camisa de mi marido, imaginaba chistes mientras Pedro se
debatía como un demonio sobre mí, incluso llegué a leer completa una revista de modas
mientras él maniobraba para soltar un poco más energizados sus espermatozoides, canté
apartes de la Aída de Verdi, un vallento titulado La casa en el aire, un tango y la canción de
Violeta Parra Gracias a la vida. Creo que sólo me faltó transmitir un partido de fútbol. Ahora
soy feliz y ya he comenzado a planear la vida de mi primogénita (porque será una mujerecita y
se llamará María Luisa) para recibirla con energías positivas. Le he diseñado un curriculum
vitae maternal: se identificará de lleno con su madre y su vida será una luminosa réplica de la
mía, con las variaciones que exige la época. Mejorará algunas de mis experiencias menos
afortunadas, las hará más coloridas, más aventureras, más libres. Pero en definitiva para
conocer su vida habrá que conocer la mía. Prerrogativas de la maternidad. Será uno de los
pocos seres humanos que aprenda de la experiencia ajena. Habrá algo diferente, sin embargo:
será una pediatra famosa, atenderá a los niños de los barrios populares, fundará sala-cunas,
dispensarios, campañas de vacunación, gotas de leche, talleres de educación sobre el embarazo
y la maternidad, el buen trato a los niños. Se dedicará a trabajar por el bienestar de los niños y
las niñas del país. Esa es mi hija.
Sólo cuando termina su discurso lo saluda. Le dice: “Hola, Juan”, como si acabaran de verse en
una reunión de barrio hace un par de horas. Observa con avidez el apartamento. Los sofás aquí
y allá, en desorden, los cuadros inverosímiles, lámparas por todas partes, la mesa de trabajo en
el centro, la cama inmensa, el paisaje oscuro de las montañas que entra por los ventanales
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como una antigua visita cotidiana. Juan la observa y calla. Mal guardadas emociones lo
muerden de nuevo. Siente la conocida incomodidad del fracaso. Le ofrece un capuchino como
quien se ofrece una tregua a sí mismo. Se sientan.
Carolina le pregunta por el cine y Juan habla con aire negligente sobre Roma, películas del
neorrealismo, planes y propuestas. Carolina se toma en silencio el capuchino y, como
obedeciendo a una súbita inspiración, corta sin delicadeza el discurso de Juan sobre su estancia
en Italia y le susurra en el oído:
 He venido a que hagamos lo que debimos hacer hace años.
Juan guarda silencio, a su vez. Ausculta dentro de sí, sucesivamente, la suspicacia, el temor y el
deseo. La mira tratando de averiguar si es una trampa que se derramará sobre su cara como una
sopa caliente en el instante en que acepte. Imagina un videoclip: el novio que viene de frac,
sombrero de copa, a visitar a la novia y a pedir la mano al padre y al acercarse a su casa con
música de Carmina Burana en el ambiente la novia grita desde dentro de la casa: “¡Sopa va!” y
el novio queda cubierto por una espesa nata donde nadan todas las hortalizas del mundo. Un
clásico gag cinematográfico. Siente un estremecimiento. Pero no un estremecimiento arrasador
como había imaginado desde los tiempos del inodoro morado. En cambio descubre unas ondas
frías, circulares, incómodas, que navegan indigestas en su estómago. Piensa que es el amor.
El don del amor que llega de las manos de dos elementos que combinan con fuerza: Carolina y
el cine. ¿O es el temor? Pero algo lo empuja hacia el peligro y súbitamente se ve a sí mismo
besándola. Es su beso, su propio beso, el beso que tanto ha anhelado. Es la suavidad redonda de
su rostro, sus brazos largos y frescos, los senos que brotan ruidosos como los aplausos de los
padres cuando anuncian el premio al mejor alumno de la escuela, los muslos que palpitan
cálidos. El amor es rápido y violento, prematuro, como un relámpago sin lluvia.
Juan la mira desnuda. Lánguida. ¿Un poco decepcionada? Acaricia sus pechos, el vientre. Y
descubre el matorral negro de su vello púbico.
¿Es un conejo?
Sí, un conejo. Hay un conejo orejón esculpido en su vello púbico. Un conejo negro, brillante,
pomposo, que lo mira con malos ojos como si fuera un intruso. Listo a saltar, conejo
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carnívoro. Depredador. Retira la mirada y se tranquiliza. Juan no dice nada y se recuesta junto a
Carolina que descansa con los ojos cerrados.
Comienza a contarle, entre abrazo y abrazo, su difícil vida de cineasta principiante, sus sueños
de triunfo, la ausencia de una idea que centre su esfuerzo, la aridez a la hora del trabajo
fílmico, la deshonrosa soledad de un hombre que no conocía, en este liberado mundo moderno,
la dulzura de un cuerpo de mujer. Carolina lo observa incrédula:
 No puede ser.
Y habla de la bondad de Pedro Rodríguez, de la placidez de su vida, de la ausencia de desafíos,
sólo la maternidad, sí, solamente la maternidad. Y así, poco a poco, tanteando el terreno como
dos ciegos maliciosos, llegan Juan y Carolina al sosiego de la conversación, a la confianza. Así
llega también Carolina, esa noche, al casto lecho con su esposo, comerciante en materiales de
construcción, como una sirena satisfecha que se sumerge cada noche en las inquietas aguas del
sueño.
Durante este primer embarazo, conversando con sus amigas del Club de Cenicientas, se le
ocurrió a Carolina la descarriada idea de tomar notas sobre la vida de Juan. Tal vez fue
Deyanira la que dijo:
 Úsalo para escribir tu diario, a los hombres hay que usarlos. De algo debe servir, que sirva de
musa para tu escritura. ¿No quieres ser poetisa lírica y escribir sobre la maternidad? ¿No es esto
que vives con Juan parte esencial de tu manera de ser madre? Úsalo sin complejos que de
seguro él también te está usando.
Porque es de saberse que Juan, al tiempo que descubre el amor en los encerrados y secretos días
con su prima Carolina, concibe, de manera clara y precisa, el proyecto cinematográfico de su
vida: contará el amor y la ciudad, el amor en la ciudad.
Contará lo que le ha sido negado.
Contará lo que lo obsesiona. Eso contará. Solamente historias de amor. Y Juan me cuenta varias
veces, tal vez para que yo no lo olvide, mientras corta lonchas de pernil en el cuarto con paredes
forradas de terciopelo negro, que desde el momento en que concibió el proyecto sobre La
ciudad y el amor comenzó a conversar más con Carolina, a contarle historias de amor, a mirar
con ella diferentes ángulos de las historias, a proponerle formas cinematográficas de llevar a
30
cabo la historia, de mostrar el humor del amor, la instantánea del amor y, claro, comenzó su
cuaderno de notas, su colección de pequeñas historias que convertiría en clips. Carolina tenía
una habilidad sorprendente para encontrar el final apropiado a cada historia. Juan le daba
vueltas a la sospecha de que Carolina escuchaba cada historia con la mente centrada en buscar
un final inesperado. Carolina no sabía cómo empezar una historia. Tampoco podía imaginar el
cuerpo de una historia. Pero era una maga para los finales. Algunas veces apenas había
comenzado Juan a contarle la historia de turno cuando ella se dejaba venir con un final
espectacular que lo obligaba a cambiar la historia.
 Lo que importa de una historia es como termina decía poniendo ojos de pavorreal. El
final transforma la historia.
Así era ella. Así se divertían. De manera que tanto Juan como Carolina se dedican días enteros a
conversar sobre sus vidas, a inventar historias, a tomar notas, a escribir reflexiones en forma de
largos monólogos líricos y a imaginar pequeñas historias. En los intermedios, o como diría la
Cenicienta Omaira, en las propagandas, hacen el amor.
Y cuando llega el momento de dar a luz Carolina regresa con su comerciante en materiales de
construcción.
Cuando Carolina se marcha Juan siente la punzada de la soledad. Antes estaba solo, sin nadie,
ahora está solo con Carolina. Siente que Carolina ha transformado la naturaleza de su soledad.
Le ha abierto un estigma. Al regalarle momentos de acompañamiento le ha hecho más gravoso
estar solo. La ama y al mismo tiempo resiente ese amor. Un amor que intensifica el vacío. Tal
vez por eso piensa en la hija de Carolina. Su primera hija. Piensa en la omnipotencia que la
maternidad confiere a Carolina: predecir la vida de su hija que aún no nace. Siente la urgencia
de contradecir esa profecía. Escribe un clip que titula María Luisa Rodríguez para aclarar las
cosas y diferenciarla de la hija que Carolina podría haber tenido con él. Quiere hacer que la
profecía de Carolina sea una profecía “casi cumplida”. Ya que la niña que navega en su vientre
es casi su hija. O tal vez sea más preciso decir casi es su hija.
MARÍA LUISA RODRÍGUEZ, la primera hija de Carolina, no es una gran pediatra como soñó
su madre durante el embarazo. Y, sin embargo, es la hija cuya vida se ha aproximado más a
31
los sueños maternos. María Luisa Rodríguez se encontró con su destino mientras intentaba salir
adelante luchando con una desasosegada adolescencia. El disparador fue un librito que
inicialmente miró con indiferencia: las fotografías de niñas de Lewis Carrol. La apasionó la
secreta inocencia sensual de sus poses y supo instantáneamente cuál era su vocación. Antes
debió estudiar televisión y fotografía en París. Trabajó con tesón y rápidamente se convirtió en
una famosa fotógrafa de niñas y fue pionera en series de televisión sobre la vida de las niñas en
el país. Sus niñas, al contrario de las de Dodgson, tienen un poco más de sensualidad que de
inocencia. Dicen las malas lenguas que el arte de María Luisa es una fachada y que sostiene
una intensa vida amorosa con la infantil muchedumbre de sus modelos. Para seleccionar una
modelo entrevista a cien y cada entrevista es una delicuescencia. Algunos llegan a afirmar que,
soterradamente, dirige una red de pornografía infantil. Nada de esto se ha comprobado. Pero
algunos amigos han tenido la oportunidad de ver algunos cortos y fotografías que circulan en
las redes de los pederastas y que, afirman ellos, guardan una íntima hermandad con el arte de
María Luisa Rodríguez. Sólo eso puedo afirmar. Pero ya es bastante para construir un nido de
sospechas.
32
Biografía de Las Cenicientas
Encontré o ¿debo decir imaginé que encontré? dentro de un oxidado tarro de Avena Quaker en
el estudio de Juan, escrito en hojas de pequeño formato, el manuscrito de Las Cuatro
Cenicientas precedido por un párrafo con sus teorías sobre cenicientas y donjuanes. Las hojas
estaban enrolladas y atadas con un caucho ya podrido y pegado en el papel. En el mismo tarro
había un casete viejo y herrumbroso. Contenía la pequeña charla que Carolina les dio a Las
Cenicientas mientras tomaban el té.
A Juan no le caen bien Las Cenicientas porque a Las Cenicientas no les cae bien Juan. Las
Cenicientas dicen que Juan es un donjuán, no lo llaman Juan sino Don Juan, dicen que es feo y
machista, en ese orden, de rostro bulboso, que le escribe a Carolina versos que son un insulto a
su belleza, que huele todo el tiempo a jabalí, a gato callejero, inclusive cuando sale de la ducha,
un hombre sin futuro. Juan piensa que no les cae bien a Las Cenicientas porque fue él quien las
bautizó, en un acto de reciprocidad, con ese nombre que las distingue y las honra, no les cae
bien porque no se ha enamorado de ninguna de ellas y porque prepara un mediometraje que se
titulará Las Cuatro Cenicientas en que cuenta en el más relamido estilo melodramático la vida
de las muchachas. Juan afirma que Las Cenicientas son, precisamente, cenicientas. Es claro
que no se gustan. Y debido a que están incómodamente unidos por su relación con Carolina
inventa Juan una teoría que puede servir tanto para acercarlos como para distanciarlos aún más
radicalmente.
Esta es la teoría:
La relación entre cenicientas y donjuanes se parece a lo que los biólogos llaman una relación
simbiótica. ¿Habéis oído de la manera en que se relacionan el tiburón y el pez rémora o los
hipopótamos y las aves insectívoras que los limpian de garrapatas? Así es la relación entre
donjuanes y cenicientas. Un asunto de reciprocidad, de necesidad. Un asunto de enanos y
gigantes. Y no se crea que siempre los donjuánes son los gigantes y las cenicientas las enanas,
de ninguna manera. Es una relación de toma y daca. ¿Qué desea una cenicienta, con qué
33
sueña? Con un príncipe azul, por supuesto, que la haga sentir como una princesa. ¿Qué desea un
donjuán?
Cenicientas, para hacerlas sentir como princesas y, de paso, sentirse como un
príncipe. Todo esto es un tráfico de príncipes y princesas. La búsqueda de una nobleza del
sentimiento exacerbado y melodramático ya que en los días que corren escasea en el trópico la
nobleza de la sangre y más aún la del espíritu. Y ya nadie cree en los cuentos de hadas. En
ambos, cenicientas y donjuánes, hay honor y hay vituperio. Juan, hay que aceptarlo, intenta más
el vituperio que el honor.
“Paremos allí escribió Juan ese minúsculo tanteo teórico puede transformarse en
somnífero. Prefiero contar la historia de la cenicienta moderna. Que ella hable sola”.
Antes debo comentar un par de cosas:
Las Cenicientas son textos extraños dentro de la escritura de Juan. Pero ¿qué no es extraño en
su obra? Cada parte de su obra es diferente, como si se lo hubiera propuesto o como si temiera
desarrollar un estilo propio. ¿Tal vez miedo a imitarse? ¿Tal vez afán desmedido de juego?
Primero utiliza el lenguaje del cine para ironizar la vida de Carolina. Esta vez no se trata del
cine sino de la televisión que transforma un cuento de hadas en un melodrama, que transforma
toda historia que toca en un melodrama. Después será el clip, un diminuto estallido irónico y
carnavalesco, por medio del cual se ríe de las profecías de Carolina sobre sus hijos. Lo que me
intriga, sin embargo, es la tozuda insistencia de Carolina en que Juan escriba la historia de sus
amigas. Encontré varias notas en que se lo suplica, algo inconsecuente con el talante de su
relación con Juan. En otras notas le reclama su tardanza con ironías un tanto crueles, bastante
salidas de madre, tal vez hijas de la desesperación. ¿Por qué tanto interés en que sus amigas Las
Cenicientas aparezcan en esta historia? Pero Carolina ha hecho algo todavía más bizarro: me ha
solicitado a mí, en realidad ha condicionado varias veces sus servicios sexuales a que yo incluya
los relatos de Las Cenicientas en mi imaginación de esta historia. Sospecho un temor: que yo
excluya los relatos al no verles un propósito claro en el devenir de esta historia. Al fin y al cabo
Las Cenicientas son personajes satélites, y además prescindibles, en la historia de Juan y
Carolina. Pero bueno, dejemos allí esa duda y esa pregunta. A lo mejor es solamente un asunto
privado de afectos femeninos. A lo mejor Las Cenicientas jugarán en esta historia un papel
34
que aún desconozco. Suele suceder: la narración tiene secretos que el narrador desconoce. Así
pues pasemos sin más dilaciones al relato de “La Cenicienta moderna”:
LA CENICIENTA MODERNA
1
La joven obrera de la industria de la confección acaba de ser ascendida a recepcionista y mira
el mundo con una sonrisa en los ojos. Malena es tímida e inocente y no sabe que es atractiva.
Inventa historias de amor todo el tiempo para distraerse. Es su primer día en el nuevo oficio y
ha llegado temprano. Arregla el escritorio y contesta llamadas. No comprende por qué se forma
ese tumulto en la puerta hasta que ve al hombre alto, de edad mediana, de sienes plateadas,
vestido con sobria elegancia, que la saluda. Tiene manos hermosas, sin anillos. Sí, su mirada
se detuvo en ella durante un segundo.
2
Tres horas más tarde el hombre elegante termina la visita de inspección de su propia fábrica y
se despide de ella afablemente. Pero antes de despedirse le dice:
 Me gustaría que me acompañara a cenar esta noche. Por favor venga. La espero a las nueve.
Y le pasa una tarjeta con la dirección y el nombre.
3
Malena llega con el corazón encabritado a su pieza de alquiler. Toma una ducha larga y
detallada. Ensaya sus dos vestidos una y otra vez. ¿Con cuál le parecerá más hermosa? ¿Los
zapatos negros, los blancos? Se peina cuidadosamente. Se echa perfume en el cuello y en las
muñecas y se sienta, nerviosa y excitada, a esperar que sean las nueve de la noche.
4
Toma un taxi porque la dirección indica que la casa del hombre elegante queda fuera de la
ciudad y porque no sería consecuente llegar en bus a una cita con el amor. El viaje es largo y
35
cuando el chofer se detiene Malena ve un camino bordeado de samanes que termina en un
castillo blanco que brilla con las luces encendidas. En la puerta exterior de hierro adornada con
arabescos donde se ha detenido el taxi Malena observa maravillada una tea que arde y un
criado de librea roja que se acerca al taxi. El criado le entrega un enorme ramo de rosas que le
envía el señor del castillo. Mientras el criado se dirige a abrir la puerta exterior Malena observa
una vez más el castillo que brilla como un sueño. Entonces piensa: “Si algo no funciona, si
algo prosaico sucede, este cuento de hadas se desmoronará. ¿Cómo podré vivir después?”
 Regréseme a casa le ordena al taxista.
Mira la tarjeta que acompaña las rosas: “Bienvenida Malena al castillo del amor”.
5
Malena piensa todas las noches, una vez que se ha metido en la cama y ha apagado la luz, en el
hombre elegante, en el ramo de rosas que la recibió en la puerta del castillo. Recuerda su rostro,
sus manos, el timbre sosegado de su voz. Piensa en él al acostarse durante años. Piensa en el
castillo del amor. Piensa en lo que pudo haber sido y lo ama. Durante el día espera la noche,
desea el momento en que pueda construir con él su castillo de amor. Cada noche inventa una
historia diferente que siempre termina con un esperado final feliz.
6
Hasta que años después, una mañana cualquiera, se despierta asustada en su pieza de alquiler.
Acaba de comprender lo que él quiso decirle. Acaba de ver con claridad su destino. Quiere
escribir historias de amor. Historias con castillos, ramos de rosas, hombres de manos hermosas
y voz sosegada, historias con final feliz. Como su amor. Y llega, por ese camino, a los libretos
de telenovelas en los que obtiene un éxito arrasador. Siempre en sus historias hay una
Cenicienta y un príncipe que la transforma en princesa. Y entonces ella compra un castillo con
una avenida de samanes. Contrata criados de roja librea. Transforma el castillo en un castillo
del amor. Allí se escriben historias de amor. Sólo historias de amor. Allí Malena es cortejada
por muchos hombres. Allí Malena logra por sí misma lo que el hombre elegante le ofrecía.
36
7
Después de cada libreto, después de cada hombre en su vida, después de cada noche de amor,
comprende de nuevo que solamente ama al hombre elegante que la recibió con un ramo de
rosas y a cuya cena no quiso asistir. Entonces se mete en la cama, apaga la luz e imagina con él
otra historia de amor.
37
El segundo embarazo de Carolina
Meses más tarde Carolina le cuenta a Juan que está nuevamente embarazada. Reasume las
visitas de la manera más natural. Juan le tiene novedades. Pero antes de contárselas cae en
cuenta, finalmente, de que la relación entre Carolina y el cine parece haber desatado el don del
amor que tanto buscaba. Ha caído sobre él y le ha dejado un chichón en la cabeza. Carolina y el
cine, el cine y Carolina. ¿Sus dos grandes amores? A ellos ha dedicado sus mejores esfuerzos,
sus días enardecidos y sus noches de ojos irritados. Esos dos elementos deben ser la clave.
Ellos
son, ha descubierto el acertijo del don
antes de tener que maniobrar todas las
posibilidades combinatorias que ofrecen sus siete elementos.
¿Será verdad tanta belleza?
Juan arde en deseos de mostrarle a Carolina su primer trabajo. Se titula La gran borrachera de
Carolina. Pero más urgencia tiene de admirar la figura que trae esculpida en el vello púbico:
un majestuoso cisne sentado.
Un cisne negro.
Hipnotizante. Abullonado. Muy apropiado para un microclip. Un cisne de ébano que nada
ensimismado, sabiéndose emblema del modernismo, en el terso espejo de su vientre. Juan pone
en marcha la proyección de La gran borrachera pero no puede esperar a que termine y hacen
el amor en la salita de proyecciones de su apartamento, entre los rollos y las voces del film,
iluminados por las luces cambiantes del proyector que los transforma en seres oníricos que
sueñan haciendo el amor. Un amor de película o, mejor aún, de videoclip. Carolina, que no ha
logrado despegar la atención de La gran borrachera que rueda en la pantalla, tiene un momento
de confusión y llega a pensar que cuando la niña del film se masturba es ella la que agita
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afanosamente sus manos. Grita a destiempo.
Finalmente Juan dice con su humor procaz:
 Ya el cisne se ha alimentado, ahora hablemos de La gran borrachera. Esta es la historia de
La gran borrachera. Me encontré a esta niña desnuda en mi cama, casi podría decir que
envuelta en papel de regalo y coronada con un gran moño azul, como una gran caja de
chocolatinas, removiendo el aire con sus piernas cobrizas, mirando con sus ojos impertinentes
los fotogramas pegados en la pared, preguntándose por lo afrodisíaco, por el amor, como quien
piensa en un ponqué de primera comunión. Ahora, conmigo, ha encontrado la respuesta.
Ahora sabe.
Ahora yo sé lo que significa esa pregunta a los doce años. Ahora sé qué le regala a un hombre
una niña de doce años cuando ha descubierto lo que se escondía detrás de su curiosidad: unas
cuentas de coral. Cierra los ojos y calla.
Dice Luis aprovechando el silencio: Encontré las películas de Juan Santana arrumbadas en un
rincón de la cinemateca municipal. También las historias de que partió para la filmación de sus
cuatro largometrajes y que transcribo aquí ligeramente retocadas después de sentarme horas a
ver los filmes cuyo valor cinematográfico se ha ido desvaneciendo con el tiempo. Fueron flor de
un día, fuegos fatuos, calenturas de juventud celebradas exageradamente por los mayores.
Incluyo, en el ciclo La ciudad y el amor, cuatro películas en las que, sobra decirlo, Juan intentó
contar momentos de la vida de Carolina necesariamente maquillados por los requerimientos de
la narración cinematográfica. Las mismas películas que le proyecta en su departamento
rebosante de amor durante sus cinco primeros embarazos. ¿Por qué las incluyo? Por dos
razones. La primera estrictamente personal: siempre he deseado conocer algunos eventos que
tienen lugar en las películas y que se mencionan sin contarlos. Que la protagonista lee un libro
mientras espera al amante, que van al cine y ven una película. Quisiera leer ese libro y ver esa
película. ¿De qué otra manera podría recrear las atmósferas sentimentales, los efluvios
amorosos, la fuerza con que los amantes se dicen frases célebres? Como aquella de Casablanca
que nos ha hecho llorar a tantos: “Yo te amo pero él te necesita”. Por supuesto un libro tiene
restricciones de espacio y no puede reproducir enteramente la novela que lee la protagonista, se
transformaría en un hipertexto y sólo sería viable dentro de las nuevas tecnologías. Tampoco
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puede el libro incluir una película. Pero, y esta es mi segunda razón, la imaginación sí puede
darse ese lujo. Puedo imaginar el libro, puedo realmente leerlo, puedo proyectar la película
cuando desee con sólo conseguir la cinta. Quiero usar el poder de la imaginación y ofrecerme a
mí mismo los filmes que Juan le proyecta a Carolina. Así podré imaginar mejor el hálito sensual
en que se envuleven cuando hacen el amor, la historia de los personajes con que se identifican
mientras hacen el amor, su manera de entrelazar los cuerpos, su ritmo, las rupturas de su
respiración, el dúo que montan con sus gritos. Por eso. Por eso transcribo las cuatro películas
que Juan y Carolina miraban embelesados durante los cinco primeros embarazos de la prima
Carolina. ¿Por qué más? Como cine son una birria.
LA GRAN BORRACHERA DE CAROLINA
Primera escena: Carolina y el polen
La cámara se acerca al Parque de las Flores y mira las vendedoras de rosas, anturios,
manodeosos y aves del paraíso, heroicamente metidas en trajes típicos campesinos. Hablan y
pregonan sus flores. Huele a jardín, a iglesia, a cementerio. Carolina, la niña de doce años que
nunca ha besado, vestida con la faldita escocesa del uniforme escolar, viene con su amigo Juan.
Miran las flores. Muestra unas piernas cobrizas, tiernas como uchuvas maduras. Un pájaro
inmenso pintado de múltiples colores hace sombra por un instante en el Parque de las Flores y
todos lo observan acostumbrados, sin asombro en los ojos. Media cuadra más allá aparece Jhon
Jairo, hombre de unos treinta años. Jhon Jairo mira a Carolina con ojos de microscopio. La
detalla. Su mirada se unta lentamente en ella como una mermelada. Carolina ve un hombre
fuerte, vestido con elegancia gerencial: paño negro, camisa blanca impoluta, corbata. Un ramo
de rosas envuelto en papel periódico cae en las manos de Carolina que se pinchan con las
espinas. Carolina levanta los ojos y ve a Jhon Jairo en blue jeans y camisa de leñador, chaqueta
de cuero y botas mexicanas. Una docena de azucenas aterriza en su mano izquierda. Jhon Jairo
tiene súbitamente overol de obrero y casco amarillo, trae un taladro neumático en las manos.
Claveles sobre el pecho de Carolina. Jhon Jairo metido en un pequeño pantalón de baño, lleva
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una tabla de surfing, es musculoso y bronceado. Azahares caen a manotadas sobre el pelo
azabache de Carolina. Flores, toda clase de flores, una floresta entera cae alrededor de Carolina
y la va cubriendo hasta que solamente quedan libres su boca, sus ojos. Jhon Jairo, embutido en
un traje de buzo, la saluda y ambos caen fulminados por las envenenadas flechas del amor.
Carolina se sacude las flores, se limpia el polen amarillo que ha teñido su cabellera negra y se
ha metido en sus oídos, en sus senos. Caminan tomados de las manos amarillas también. Paran
un momento y en un primerísimo plano se besan con pasión exageradamente teatral, con
estudiadas rotaciones de ángulo y notoria variación de las profundizaciones, estratégico abrir y
cerrar de ojos, lentitudes y desbocamientos, pequeñas pausas para respirar y mirarse con
arrobamiento. El primer beso de Carolina, un amarillo beso con sabor a polen. Se encuentran
múltiples veces en esquinas, tiendas y parques. Carolina arde de día y de noche como un
filamento de tungsteno atormentado por la electricidad.
Segunda escena: Carolina y el camaleón achicharrado
Carolina comunica su nuevo amor a la familia reunida en plano americano. El cielo se llena de
nubarrones cargados de ira y se destapa una tempestad de rayos cruzados y truenos aterradores.
Sapos negros, boas constrictor, alacranes, expelen sus vahos de muerte y dolor. Un gato
abandonado llora su lascivia en un tejado. La familia entera, padres, tías y tíos, dicen no en un
apabullante plano general.
No y no. Punto.
Hablan uno por uno y van añadiendo motivos: es un hombre perverso, su corazón está podrido,
su alma es negra, si la tiene, es un pantano putrefacto, un buitre carroñero, una hiena asquerosa,
un murciélago de alas blandas y pegajosas, un hombre que ama el poder a cualquier costo. Pero
Carolina, la niña que hace dos meses no había dado un beso, insiste y en un primerísimo plano
dice que no obedecerá. El amor es primero. Lo verá a escondidas. Se rebela con su fuerza de
niña contra el poder de la familia. Arma su proyecto, urde su estrategia, diseña la maqueta de su
futuro con el material de una rebeldía vestida de obediencia. Jura que lo amará siempre, hasta
la muerte. En el mango
que verdea en el patio de la casa un camaleón cambia
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desenfrenadamente de color y se convierte en el carnaval de la identidad. La abuela, siempre
confundida con la tecnología, dice: “Se le descompuso el termostato al camaleón”. El padre va
y se lo ajusta en silencio. Ahora el camaleón se queda fijo en un amarillo polen. La tempestad
no cede. Un rayo cae sobre el mango y electrocuta al camaleón. Carolina, en un fade out, corre
y se encierra en su pieza.
Tercera escena: Carolina y la muerte
Juan, el muchacho bueno, tímido, tierno, cuyo corazón es incapaz de la acción, del triunfo, de la
fuerza vital, la mira en primer plano con su mirada de muñeca de trapo, como la ha mirado
desde hace meses, y le entrega la carta mortal. La mano de él y la de ella en primerísimo plano
sosteniendo la carta. La carta dice que asesinos en moto han matado a Jhon Jairo de treinta
balazos. Su cuerpo ha sido encontrado en un basurero con más perforaciones que un colador,
como puede verse en la foto. Está en la morgue y debe ir a identificarlo. Hay un eclipse total de
sol. Pasa una bandada de cuervos. Primer plano: hielo, un vestido de hielo la envuelve y la
sumerge en el sueño criogénico de la indiferencia, de la lejanía. Se esconde en su pieza. Relee la
carta. No siente nada. Su ser está congelado. La carta es un iglú que la protege. La carta le trae
el dudoso regalo de una afectividad plana. Para contrastar Carolina hace un fuego y quema la
carta. De la carta queda un zumo verde, venenoso, que mancha las baldosas y se extiende por el
piso.
Cuarta escena: Carolina desnuda
Carolina no quiere saber nada. Entra en hibernación. La cámara la muestra en su cama. No sale
de su cuarto en meses. Vive desnuda y se alimenta de los mangos que crecen jugosos en el
patio. Alarga el brazo y puedo ver en un primerísimo plano sus senos cobrizos y henchidos, su
cintura, la incipiente noche del sexo. Pero un día la historia entra a hurtadillas, por donde ella
menos imaginó, en su cuarto de doncella desnuda y Carolina descubre por la televisión que su
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hombre muerto era un bandido, esmeraldero, narcotraficante, drogadicto, alcohólico, pederasta,
casado y con tres hijos.
Quinta escena: La gran borrachera de Carolina
Carolina para de llorar y la cámara la filma bebiendo desnuda una botella entera de whisky.
Cierra los ojos para beber. Arruga la cara por el sabor ígneo del whisky. Se aplica la primera
gran borrachera de su vida a la dulce edad de doce años. Se siente eufórica y danza desnuda
bamboleando cómicamente los senos recién estrenados, grita, ríe, llora, maldice, promete,
piensa en su hombre y se acaricia el vientre, lleva las manos al sexo, inicia una masturbación y
un poco después grita su nostálgico orgasmo con el recuerdo del hombre muerto. Brinda con el
último sorbo por su lúbrica despedida y se siente terrible, vomita, babea, dice incoherencias, se
duerme y al otro día amanece con un doloroso esqueleto de goma dentro del cuerpo. Cuando
sale el sol se baña, viste el uniforme de colegiala, remueve el aire con sus piernas cobrizas y se
va tomada de la mano de Juan, el muchacho tierno que tiene personalidad de muñeca de trapo.
Se los ve caminar en un plano de conjunto en que aparece la calle iluminada por la luz
somnolienta del amanecer. Carolina mira con ojos enamorados a Juan y cuando cruzan la
esquina le da un beso en primerísimo plano. La cámara se regodea en ese beso, inseguro,
nervioso, todavía infantil. Fade out púdico y aparece en letras góticas la palabra FIN.
Después de proyectar La gran borrachera y de los comentarios entusiastas de Carolina, Juan le
cuenta que durante los cuatro meses de su ausencia algo extraordinario le ha sucedido. Cada
semana, como por arte de magia, dos hermosas muchachas lo invitaban a hacer el amor. Así, de
buenas a primeras. Sin que él hubiera movido un dedo. Ellas tomaron la iniciativa sin
parpadear dos veces.
Dos muchachas diferentes cada semana, ocho por mes. Algo es algo.
¿Qué ha sucedido? Se la ha pasado de sobresalto en sobresalto. De felicidad en felicidad. De
revolcón en revolcón. Todavía le tiembla la voz cuando lo cuenta. Todavía se pellizca para
asegurarse de que no está soñando. Apenas le ha quedado tiempo para filmar.
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 Estoy comenzando a sospechar, Carolina, que tú eres mi talismán de la suerte.
Carolina lo mira en silencio, con ojos ausentes.
No grita.
No alega.
No lo increpa.
Solamente ignora el asunto de las muchachas.
Le cuenta a su vez:
 Mi segundo hijo se llamará Julio y tendrá también un curriculum vitae construido con amor
por su madre: Julio será un famoso diseñador de modas y turnará sus días entre las pasarelas de
Roma, París, claro, y Madrid. Sobresalir en la alta costura será su destino y su felicidad. Llevará
a cabo innovaciones en el mundo de la moda que transformarán el oficio y amará
profundamente a su madre con quien mantendrá desde las capitales del mundo una
comunicación asidua y muy filial.
Juan le cuenta a Carolina pequeñas historias de amor y sexo que le han contado las amantes
que entraban y salían como si su casa fuera una oficina de correos. Había descubierto que
morían de deseos de contar sus historias amorosas. Todos deseamos pensar que nuestro amor
es único. Como el clip de la profesora de alma púdica, de ética a toda prueba, refractaria a todo
lo sensual como un árbol de corcho, que no duda en traicionar a su marido y en llevar a la
cama a su socio, un hombre silencioso que la miraba como un niño mira un helado de varios
sabores, y atiborrarlo con un grueso diccionario de palabras sobre posiciones, de tabernarios
vocablos provocadores, más mi amor, otra vez, más, mulo desenfrenado, con más fuerza, con
violencia, rómpeme, mi oso libidinoso. Le deja al socio el cuerpo lleno de moretones, los oídos
entumecidos con sus gritos de placer y el alma sorprendida de haber suscitado semejante
pasión. El socio se levanta, se pone los pantalones y sale, perplejo, huyendo sin haberse
abotonado la camisa.
Mientras viven ocho meses de amor embarazado, siempre hasta el día anterior al parto, Juan
no busca otras mujeres ni ellas le caen gratuitamente. Carolina le basta y le sobra. Es una mujer
que no le deja sobrante alguno a un hombre, me contó Juan esa noche de confidencias
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masculinas. Se ha transformado en una Atila del sexo: donde pone el pie no crece la hierba.
Hacen el amor hasta la extinción de toda energía.
Y así llegó la hora del nacimiento de Julio y cuando Carolina sintió el comienzo de las
contracciones se fue donde el esposo comerciante en materiales de construcción.
Juan, abandonado en un momento de tan alto voltaje erótico y emocional, destapa una cerveza
y se sienta a escribir su propia profecía sobre el hijo que debe estar en estos momentos
luchando por salir a este mundo sin saber lo que le espera.
¿Hijo de quién?
JULIO RODRÍGUEZ, el segundo hijo de Carolina, no es modisto de alta costura como soñó su
madre durante el embarazo. Julito dio las primeras señas de su vocación cuando, todavía sin
saber leer, se quedó embelesado mirando durante días enteros el libro La historia del traje de
Antonio Mingote. Carolina vio en esa lectura una confirmación de que su hijo sería un famoso
modisto. Pero con el tiempo un segundo factor vino a modificar ligeramente la primera
impresión. Julito se fascinaba con los blue jeans usados, rotos y desteñidos, con los zapatos
viejos, con las camisas ya notoriamente en declive. Inventaba formas de repararlas, de
prolongar su vida útil. Prefería que María Luisa, su hermana, usara la ropa nueva que le
regalaban sus padres hasta que estuviera en sus últimas. Entonces la reparaba y la vestía
orgullosamente. Sus padres pensaron que prefería la comodidad a la estética y que estaba
ejerciendo temporalmente de hippie. Pero pronto se dieron cuenta de su error. Antes de
terminar la escuela secundaria Julito montó, con el dinero que ahorraba de las mesadas diarias,
un pequeño almacén de ropa vieja en un conventillo de un barrio popular de la ciudad. Se retiró
del colegio y pasaba allí días, noches y fines de semana entre el olor a moho y sudor de las
ropas de segunda. Se lo veía feliz trasegando con la ropa usada, metiéndola en grandes toneles
de lavado y de tintura, ordenando parches, remiendos, zurcidos, a las dos costureras que
trabajaban incasablemente, colgando ropas chorreantes de cordeles templados en el cielo raso,
pisando el barro de las tinturas y los retazos. Allí lo dejamos, con las manos teñidas de todos
los colores y su joven felicidad, ejerciendo el noble oficio de ropavejero.
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LA CENICIENTA IMPROBABLE
1
Ventura es una muchacha nerviosa, vivaz, de pelo dorado y ojos de avellana que creció airosa,
a contravía de las probabilidades, en un barrio popular. Estudia en una universidad pública y
tiene un novio desde la escuela primaria. Ese novio, claro está, le dió el primer beso. Ventura
afirma que el primer beso marca para siempre.
2
Pero, de acuerdo con las probabilidades, el novio de la escuela primaria no creció airoso como
Ventura. En su pecho no nacieron proyectos ni desafíos. Puso una pequeña tienda de abarrotes
en la esquina del barrio, a una cuadra de la casa de Ventura. Tomó algún curso nocturno de
contabilidad de microempresas para satisfacer las demandas de la novia universitaria. Y eso fue
todo. Madruga todos los días a las cinco de la mañana a vender pan, arroz y verduras a las amas
de casa. Hacen el amor sin sorpresas en la tienda de abarrotes respirando el aroma de la coliflor,
el comino y la cebolla cabezona. Por alguna secreta razón, tal vez el olfato, Ventura lo sigue
amando.
3
En la universidad Ventura hace tareas y prepara exposiciones con un brillante alumno de
último año. Van juntos a exposiciones de arte vanguardista, caminatas políticas y cine europeo.
Se han acostumbrado el uno al otro. Hasta que un día descubren que el acostumbramiento es
una manera de enmascarar el amor. De no querer verlo. Y deciden quitarle la máscara. Hacen
el amor en el apartamento del alumno brillante, entre discos, libros y una colección de afiches
del Che Guevara. Ventura está un día con el muchacho de la tienda de abarrotes y otro día con
el alumno brillante.
4
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El alumno brillante se enamora de Ventura y Ventura se enamora cada día más del alumno
brillante. El alumno brillante le propone conseguir becas e irse unos cuatro años a cursar un
doctorado en Europa. Después la vida será diferente, con más oportunidades, más plena. A
Ventura le fascina el estudiante brillante y le fascinan también su proyecto de vida, su fuerza, la
juventud como aventura, los mundos que podrá decubrir. Ventura sueña con una vida de
sueño.
5
Juntos llenan formularios, se inscriben en un centro de idiomas, aplican a una universidad de
prestigio y, contra todas las probabilidades, ambos consiguen cupo y beca en la misma
universidad. Están listos para el gran viaje. Entonces el alumno brillante le propone
matrimonio a Ventura. Vámonos como esposos. Ventura lo medita y finalmente dice sí. Pero
una semana antes del matrimonio y del viaje Ventura le comunica por escrito al alumno
brillante: “No puedo casarme contigo, tampoco viajaré a Europa. Perdóname”.
6
Cuando diez años más tarde el estudiante brillante, que ahora trabaja en un organismo
internacional, pasa por Cali va a visitar a Ventura. La encuentra viviendo con el muchacho de
la tienda de abarrotes. Viste un delantal de plástico blanco y despacha pan, arroz y verduras a
las amas de casa del barrio diez años más viejas. Cinco pequeños lloran y se cuelgan de su
delantal.
47
Video: El mediodía del imaginador
El trabajo del imaginador tiene una característica inequívoca que es su seña de identidad: el
anonimato. Un anonimato de doble faz: nadie sabe quién es el imaginador de las historias y
nadie conoce las historias. De manera que no existe el más mínimo peligro de reconocimiento
o de fama literaria. Nadie publica imaginaciones no escritas, no son rentables por muy
ingeniosas que sean, aunque sean las historias más transparentes, más fáciles, más divertidas,
pura trama, puro suspenso, verdaderos best-sellers. No existen. Lo que no está escrito no
existe. Lo que no está publicado no existe. No se puede acudir al lector o a la posteridad como
juez porque no existe un lector posible si se excluye al imaginador. Su inexistencia para el
mundo exterior, su enclaustramiento en la cabeza del imaginador es, de manera contradictoria,
su mayor mérito y su verdadera belleza: la historia por la historia misma, sin enraizamientos en
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el mercado, sin público, la literatura más honesta y desinteresada. La literatura menos
condicionada por la comercialización, la más libre. Como eran las historias en su origen. Una
luz ocre con pinceladas rojas entra por la ventana. (En contraprestación salen por la ventana
doce campanadas líricas, melodiosas, de mi reloj de péndulo). Manipulo el control y observo
la gente que camina como envuelta en papel celofán por la calle congestionada de tráfico.
Corren, se gritan diálogos con la voz áspera del afán. Parecen un hormiguero que un muchacho
ocioso ha hurgado con un palo. Los buses blanco y negro de una empresa de transporte
regresan de un entierro: en sus antenas ondean los crespones negros del luto. Mi vecina, una
moza recién casada con un agente de la policía secreta, cuelga la ropa que acaba de lavar y
canta sin mucho acierto un bolero cubano. Pierdo interés y regreso el ojo de la cámara hacia la
cama, hacia mí. Mi cuerpo amarillo cobijado por el sol del mediodía. Ese pequeño detalle, el
anonimato, me descalifica y me impide ser un gran escritor aplaudido por el mundo o por lo
menos un etnógrafo de la vida amorosa y me transforma en un vago que no se levanta de la
cama los domingos y que trabaja sin entusiasmo en una ferretería. El retrato de un mediocre. Y
es, precisamente, ese retrato de mediocridad el que esconde el secreto que me permite reír
socarronamente cuando aparecen en los periódicos y en la televisión los grandes escritores
dando declaraciones altisonantes. Sé en mi conciencia que se engañan o, mejor aún, que he
logrado engañarlos. Leo sus obras y escucho sus palabras y constato cada vez que soy mejor,
superior a todos ellos y que ellos no lo saben. No sospechan que hay un Tyranosaurus rex
esperando escondido en el prado de sus casas. ¿O no es mejor escritor el que logra contarse
historias a sí mismo durante veinte años y aun así divertirse, sorprenderse? Es mejor el que
logra no solamente imaginar su propia obra sino también la de sus personajes. Porque la obra
de Juan debe ser su obra, su escritura imaginada y no la mía, aunque a veces me entrometa, no
lo puedo evitar. Juan no es un buen escritor y es mi deber de narrador enmendarle la plana. ¿No
es ese el mejor imaginador? ¿Qué importa que haya inventado esta historia movido por un
desafecto oscuro y pernicioso hacia los hombres que son amados por muchas mujeres, los que
desequilibran la balanza de la justicia amorosa y nos dejan a otros, estadísticamente hablando,
sin ninguna probabilidad? Con el pesado secreto de mi valía literaria en el pecho camino todos
los días (menos el domingo) de mi casa al edificio de Tuercas y Tornillos. Es un secreto que
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me mantiene vivo, alegre, perdonador. Sé mucho sobre el amor. Hasta este húmedo domingo
nadie me ha roto el corazón como, según dicen, la mano de un iracundo pulveriza un diálogo,
nadie. No he amado. Y solamente el que no ha amado puede ver, querido Juan.
El tercer embarazo de Carolina
Julio tiene cuatro meses y el doctor le acaba de comunicar a Carolina que está nuevamente
embarazada. El tercer hijo se llamará Pedro como su padre. Carolina ha estado meditando su
curriculum porque en estos tiempos neoliberales es mejor adelantarse a la historia. Será
abogado, especializado en Derecho Penal Internacional. Litigará en favor de grandes criminales
con tesis novedosas y se dedicará también a defender los derechos humanos. Logrará fama
internacional y dictará conferencias en Madrid, Nueva York y Tokio. Saldrá frecuentemente
por la televisión como defensor de la ley y el orden en este país de impunidad y corrupción.
Será un modelo de honestidad, se casará y tendrá numerosos hijos como su madre, será un
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hombre coherente y perfecto, de una sola pieza y Carolina estará muy orgullosa de ser su
madre. Lo acompañará a sus actividades sociales y serán muy felices. Ganará varias veces el
premio del hombre mejor vestido. Como su trabajo le causará un estrés muy fuerte se
convertirá en un hombre de gimnasios, se construirá un cuerpo musculoso y bien delineado y
ganará el título de Mister Universo. Construirá una casa muy posmoderna, con muchas piezas
estilo morisco y Bauhaus y tendrá apartamentos en Nueva York, Barcelona y, claro, París y
pasará allí sus vacaciones con mujeres de la nobleza europea. Se convertirá en un playboy
internacional e irá a la cama con marquesas, duquesas y vizcondesas. Nunca con mujeres de la
plebe, sin título nobiliario, eso nunca. ¿Cómo podría evitarlo? Tengo que entrometer aquí un
miniclip. Miniclip: para asegurarse esta exclusividad contratará un funcionario de heráldica que
revisará la autenticidad de los títulos a la entrada de su dormitorio. Vestirá de negro y en su
pecho ostentará un escudo ovalado en el que sobre campo azur campeará un Tiranosaurio Rex
que cuidará la entrada y lanzará fuego por las fauces como cualquier dragón o cualquier
tragafuegos de circo. Fin del miniclip. Le enviará flores a Carolina en sus cumpleaños y no
podrá vivir sin ella. ¿Qué más puede pedir una madre?
Y ahora ha llegado nuevamente el tiempo de Juan.
Juan la mira y se pregunta por la figura de este año: una flamante y muy fabulesca oveja doble.
 ¡La oveja negra! grita Juan ¡Qué fábula!
Oveja pirata, bucanera, oveja de contrabando que duerme de día y viaja de noche. Nada de
ovejas blancas que saltan vallas para que el insomne duerma. Nada de ovejas que van
obedientes al matadero. Así tú, Carolina. Rebelde por antonomasia. Así tú, Carolina, mi amada,
me regalas la noche de tu ser, tu anarquista viaje nocturno con tres pasajeros a bordo. Y vivimos
así, anclados en la bahía de la clandestinidad. Sólo entonces Juan proyecta un clip demasiado
largo para ser clip, demasiado corto para ser mediometraje, más parecido a un corto, pero
tampoco, algo inclasificable que ha titulado Calendario.
CALENDARIO
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Un conjunto de rock se retuerce hasta el paroxismo en una tarima con luces y bengalas de
colores. Dos muchachas de veinte años, una rubia y otra morena, siguen el ritmo y ríen. Las
hojas de un almanaque pasan rápidamente diecinueve años, en dirección contraria a la flecha
del tiempo, y una foto de las dos niñas en pañales navega por la pantalla. Un cometa se acerca a
la Tierra y pasa orondo dejando su estela de polvo luminoso. El grupo de rock sigue en lo suyo.
La cámara enfoca nuevamente a las dos muchachas, bailan y comparten contorsiones entre
gestos y banalidades. Los largos cabellos sueltos y revueltos ocultan sus rostros. El
cinematográfico lugar común del almanaque sigue su marcha, ahora en la dirección de la
flecha del tiempo, y las dos niñas de doce años con falditas largas y trenzas con moños de
colores, con las caras agachadas, juegan a las muñecas. Escenas de una guerra, jóvenes
muertos, desmembrados, aplastados, quejas, niños abandonados, madres inconsolables,
soldados decapitados rellenos de explosivos. Las dos muchachas, metidas entre la multitud,
siguen escuchando al grupo de rock y, además del paso del tiempo en el almanaque, un
montón de hojas secas arrastradas por el viento recorren el piso como en un otoño nórdico. Un
hombre vestido de rojo tinto y con un sombrero de gnomo recoge las hojas, hojas de
calendario, hojas de árboles. La fotografía, bastante movida, muestra a las dos muchachas con
sus togas de grado de la escuela secundaria. Ríen mientras se abrazan. La cámara observa dos
muchachos rígidos y tímidos, Juan y Luis, que las miran con el amor efervescente de la
adolescencia. En un plano de conjunto un volcán bota fuego y lava y cubre las montañas y los
valles. Desolación, todo convertido en un inmenso campo de roca blancuzca. Debajo la ciudad
duerme cubierta por una cobija de basalto. Vuelve el grupo de rock que ahora ha puesto a
sonar todos los trastos a full en una especie de orgasmo del ruido. Ya no están las muchachas
de veinte años, el almanaque ha regresado al presente de la narración y aparece una alta pared
encalada profanada con graffiti. La muchacha rubia cuyos cabellos resplandecen en oros con
las luces de la filmación se ha parado frente al muro blanco, como si fuera un muro de
declaraciones. Mira hacia el muro y esconde los ojos de la mirada de su amiga. La muchacha
morena está pálida, se frota las manos. La rubia le está haciendo una interminable declaración
de amor y sin mirarla pone en sus manos unas cuentas de coral. La morena no sabe qué hacer y
opta por correr y esconderse en la oscuridad donde no llega la cámara. Huye de la historia.
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El calendario está quieto en un martes trece. El hombre de rojo, que es en realidad el cronista
secreto de los muchachos del barrio, el imaginador desnudo desde su cama dominical, ha
barrido las hojas del falso otoño del trópico. Las observa, con mirada morbosa. Sospecha que
una de ellas, la de pelo negro tal vez, es Carolina. Pero no ha conseguido ver su rostro con
claridad. La otra tal vez sea una de Las Cenicientas. ¿O serán dos Cenicientas? La orquesta,
cansada y afónica, recoje sus trastos. No pasa un cometa por el cielo despejado y sereno. La
cámara se ha quedado ociosa, sin poder entrar a la zona de oscuridad donde se esconden las
muchachas. Una voz en off dice:
 El ojo tiene sus límites. En la oscuridad sólo operan la palabra o la imaginación.
FIN.
Juan apaga el proyector y sin decir palabra nada hacia la oveja negra, salta y ladra como un
perro pastor, olisquea, aborda y toma posesión: la dulce oveja negra se rinde
incondicionalmente. Mientras trabaja sobre ella le pregunta:
 ¿Qué figura vas a esculpir en el próximo embarazo en tu negro pubis angelical?
Y luego, sin esperar la respuesta, le cuenta:
 Durante tu ausencia las cosas se pusieron difíciles. Cuatro muchachas caritativas por
semana. Dieciséis al mes. Todas diferentes. Me iba dando una indigestión. Me dolían los
músculos del estómago. Tenía los codos pelados y las rodillas irritadas.
Después Juan y Carolina conversan obsesivamente sobre los temas de siempre: Juan le cuenta a
Carolina pequeñas historias de amor que le han contado las muchachas y Carolina le habla a
Juan morosamente, monotemáticamente, sin compasión alguna, sobre la extraordinaria
naturaleza de la maternidad. Juan, mientras tanto, cocina en su mente, con una uña de
condimento vengativo por el apabullante discurso de Carolina, su cuasiprofecía.
PEDRO RODRÍGUEZ, el tercer hijo de Carolina, no es abogado internacionalista como soñó
su madre durante el embarazo. Desde su infancia ha sido un muchacho tranquilo, más bien
callado. Entró a estudiar derecho por presiones maternas. Pero no se avenía con el carácter
competitivo, argumentador, teórico, ventajero, del estudio de las leyes. Solamente el fracaso
amoroso con la compañera de clase que lo abandonó por un hombre con más ambiciones lo
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hizo despertar. Encontró en un pequeño libro que cuenta la biografía del santo cura de Ars una
forma de vida más atractiva. Convenció a su madre prometiéndole que llegaría a ser obispo y se
fue para el seminario conciliar. Desde que se ordenó ha sido párroco de un pueblo de montaña
que vive del cultivo de la papa. Es un cura sencillo. Atiende sus deberes de confesionario,
matrimonios, bautizos, entierra los muertos, dice misa todos los días, prepara humildemente su
sermón dominical en un librito de ejemplos de oratoria sagrada, se reúne con las Hijas de
María, confraterniza con sus feligreses. Nunca se mete en enredos teológicos. Le tiene pánico a
las discusiones sobre la existencia de Dios, la virginidad de la Virgen o la transubstanciación
de la hostia en Dios. Es pobre no solamente porque su parroquia es pobre sino porque entiende
así su misión sacerdotal. Tiene una sotana raída y remendada, generalmente sucia, que cambia
cada diez años. Se baña desnudo, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, el primer viernes de
cada mes en la chorrera municipal. Afirman los parroquianos que además de célibe es casto.
Todas las tardes se sienta en la banca de la casa cural y se pone a mirar las montañas y los
campesinos que pasan con sus mulas cargadas de papas. Las malas lenguas dicen que el único
mal pensamiento que ha tenido ha sido contra su madre.
Cuando Pedro estaba por nacer Carolina regresó a casa, a los brazos de su comerciante en
materiales de construcción. Expectante y feliz, como quien regresa al hogar después de un viaje
extenuante por el extranjero.
LA CENICIENTA REGRESIVA
1
Olinda es una afamada actriz de teatro y televisión. Vive en un lujoso apartamento y es centro
de un salón de intelectuales y artistas. Enseña historia del teatro en la universidad. Su última
telenovela fue un éxito en el país y ya se proyecta en España y en Rusia. Acaba de publicar un
libro intencionalmente polémico sobre la historia del teatro nacional.
2
54
Para descansar del bullicio y las luces de la popularidad Olinda se retira por unos días a una
zona rural escondida que es un remanso de tranquilidad, sin electricidad y, por lo tanto, sin
televisión. Da largas caminatas por veredas de montaña, se baña en riachuelos de aguas frías y
nerviosas, disfruta los crepúsculos y las estrellas que no se ven en las congestionadas noches
de la ciudad.
3
En una de sus caminatas Olinda se cruza con el extraño montañero. Usa el pelo lacio hasta los
hombros y un sombrero rojo de alas anchas y rectas al estilo de los amish. Camina descalzo y
serio. A Olinda la intriga su facha desafiante. Averigua que es agricultor, que doma caballos,
que ejerce ocasionalmente de carpintero y que es casado y tiene un hijo recién nacido.
4
Olinda contempla arrobada un atardecer de un malva palúdico. De pronto, como movida por
un resorte que se sale de madre, Olinda se levanta y se va a buscar al hombre descalzo. Lo
encuentra puliendo un caballo. Conversan pocas palabras. Hacen el amor debajo de un naranjo.
Al día siguiente hacen el amor debajo de un guayabo, concentrados, sin hablar. El último día de
la semana, antes de regresar a la ciudad, hacen el amor debajo de un frondoso samán que oculta
el cielo. Mirando ese cielo Olinda comprende que se ha enamorado. Le habla sobre ese amor
poderoso que ha surgido en los bosques, oloroso a vegetación, a clorofila. Regresa con él a la
ciudad y organiza en su vestidor sus dos camisas, su pantalón de recambio y su sombrero rojo.
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El hombre es de poquísimas palabras, se sabe. Pero asiste con puntualidad a las reuniones con
intelectuales y artistas. Va descalzo, con su hermoso pelo largo y el sombrero rojo. No habla,
claro. Se sienta y exhibe sus pies callosos de campesino. Se convierte en una presencia
imponente, incómoda, no sólo por su excentricidad sino porque se enfrenta a los cócteles de la
ciudad como si estuviera abonando la tierra. No intenta ser otro, no desea ser otro, es él mismo,
inmodificable, donde quiera que esté. Los amigos de Olinda no vuelven a sus reuniones. La
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incómoda presencia silenciosa los ahuyenta. Y, además, el hombre descalzo del sombrero rojo
no consigue trabajo en la ciudad. Olinda decide mudarse con el hombre del sombrero rojo a
una ciudad pequeña donde él pueda trabajar como caballerango. Pero el hombre abandona
rápidamente su trabajo: no está acostumbrado a tener jefes. Olinda le monta un pequeño taller
de carpintería en su casa. Pero el trabajo es mínimo y se aburre.
6
Después de una desasosegada noche en vela Olinda toma la decisión. Vende lo que le queda de
sus bienes, los muebles, las últimas joyas, el auto. Con el dinero de la subasta compra un
carromato
que parece una diligencia del Oeste, títeres y telones con cisnes, lagos con
nenúfares, barcas con princesas y se va con el hombre descalzo de sombrero rojo a recorrer
pueblos abandonados, zonas campesinas. El hombre maneja el carromato, se encarga de los
caballos y ella monta sencillas piezas de teatro al alcance de las inteligencias lugareñas. De
ese mínimo dinero viven. Pero sus ingresos le alcanzan a Olinda para comprar en un pueblo,
donde balan día y noche las ovejas, un alón sombrero rojo estilo de los amish. Sube al
carromato con su sombrero en la cabeza, se quita los últimos zapatos urbanos y los tira a la
vera del camino. El carromato se mueve lentamente, con torpeza, y toma rumbo hacia el sur,
hacia el desierto.
El cuarto embarazo de Carolina
Cuatro meses más tarde Juan recibe a Carolina, nuevamente embarazada, con el proyector
listo.
Y una vez domesticados los cuerpos aunque con el placer todavía
vivo en las
terminaciones nerviosas, le dice:
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 Te voy a proyectar La maestra ilustrada. Pero debo también decirte que me fascina la
paloma negra con las alas abiertas que traes en el pubis, paloma en vuelo rasante sobre el cielo
de tu vientre, negra como una bandera ácrata.
Después de esta nota artistico-púbica proyectan el corto sobre la ciudad y el amor y Juan le
dice:
 Este es el cine que he creado para ti, para verte, para entretener los ocho meses de embarazo
que me regalas cada año.
Y después, como un niño, Juan esparce nuevamente su aceitosa suavidad sobre el cuerpo
desnudo de Carolina y escucha el afanoso zureo de su paloma. Y no podía sacarse de la cabeza,
me lo confesó la noche de las paredes de terciopelo negro, varias preguntas:
¿Cuál figura traería esculpida en el pubis en el próximo embarazo?
¿Por qué animales?
¿Por qué todas las figuras que Carolina esculpe en su vello púbico tienen que ser animales?
¿Algún mensaje codificado?
LA MAESTRA ILUSTRADA
Primera escena: La maestra de geografía
La cámara sigue en el aula a la profesora Carolina Gracia. Juega con sus mapas, su esfera
terráquea, su vara de verduguillo para señalar los lugares. La profesora Carolina ve la vida
como un espacio, como un ordenado juego de espacios, microespacios dentro de
macroespacios: señala en los mapas colgados en las paredes el barrio dentro de la ciudad, la
ciudad dentro del departamento, el departamento dentro del país, el país dentro del continente,
el continente dentro del planeta Tierra, del Sistema Solar... y así. Carolina Gracia estudia los
espacios que le enseña la geografía, intenta mostrar las cajas chinas del espacio, el espacio
puesto en abismo. Pero los niños se duermen en sus clases. La cámara la sigue cuando entra
decepcionada al lecho de Juan. Tiene el rostro de una mujer vencida. Después de hacer el amor
Carolina, desnuda, esparce perfumes como un hisopo mientras rebusca sin entusiasmo en su
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biblioteca. Termina con un libro en la mano: El hombre ilustrado. Vuelvo cuando lo haya leído,
dice y le da un beso. Sale Carolina Gracia y entra la noche en el apartamento y se divide en
bandadas de palomas negras que revolotean y rompen pequeñas vasijas de cristal como si se les
hubieran averiado los radares. Cuando las palomas de cartón han llenado todos los espacios y el
apartamento está a oscuras como un rompecabezas negro, cuando todo el espacio ha sido
colonizado por sus alas negras que han encajado perfectamente unas con otras, Juan dice:
 Corten.
Segunda escena: pedagogía del espacio
Carolina regresa con el libro debajo del brazo. Han desaparecido las palomas negras y el
apartamento se ha inundado de luz. La luz hace gimnasia en las paredes amarillas y salto largo
entre lámparas, cuadros y figuras de vidrio. La cámara procede a un acercamiento cuando,
después de saludar a Juan, Carolina se alza la falda hindú, se baja la pantaleta amarilla y
muestra orgullosa el mapa de la ciudad tatuado en el glúteo izquierdo. En rojo sobresalen la
estación del tren, la línea férrea, los barrios de San Nicolás y San Antonio, las carreras Cuarta y
Sexta, el colegio San Luis Gonzaga, el Charco del Burro y la avenida Sexta. No se ha fijado en
La Ermita pero resaltan el Teatro Isaacs y la estatuas de Efraín y María. Enseguida se quita
morosamente la ropa.
Al día siguiente regresa al atardecer con un ramo inmenso de rosas amarillas, se alza la falda
hindú, se baja la pantaleta negra y exhibe el glúteo derecho: el mapa del departamento con su
forma de ficha de rompecabezas, sus ríos, sus cordilleras, su mar, sus cañaduzales, sus ciudades
intermedias, su variopinto conglomerado humano de tres razas. Dos horas más tarde sale
apresurada.
El tercer día trae amapolas, ¡oh Dios amapolas!, y levanta su falda hindú y muestra la pierna
izquierda, el área del muslo donde se ha hecho tatuar la zona del río Cauca que corre al sur de
Cali, Popayán, Piendamó, Cajibío, Silvia, la tierra de los guambianos, el volcán Puracé con
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sus negras fumarolas. En el muslo derecho el mapa del río Cauca que queda al norte de Cali, los
negros sacando arena, las hermosas colinas esmeraldas de la zona cafetera, la planicie, el sol, las
garzas en los arrozales, el sorprendente terracota del sorgo, el olor a pasto quicuyo de los
pueblos del Valle y el Quindío. Hacen el amor y para sorpresa de Juan se queda toda la noche.
Cuando Juan despierta ella se ha ido. En el pecho desnudo de Juan vibran las rojas amapolas.
El cuarto día llega alegre con un manojo de girasoles en las manos, se saca la camisa y se quita
el sostén: en su espalda vibra el mapa de Colombia, sus selvas, sus vías aéreas, sus riquezas
mineras, su biodiversidad, las zonas de confrontación bélica, su industria, sus departamentos y
sus capitales, sus puertos, la extraña forma de cruz de Lorena que define su contorno. En el sitio
exacto donde la espalda pierde su modesto nombre reluce el rojo mapa de América del Sur
como una interrogación imperfecta. Hacen el amor y sale sin tardanza.
El quinto día Carolina trae gladiolos y se baja la blusa y exhibe el maravilloso seno izquierdo
en el que giran los planetas del sistema solar: el Sol despide llamas en su corola y la Tierra azul
es de una belleza abisal. Muestra el seno derecho como quien va a amamantar y en él refulge
una hélice de estrellitas llamada Vía Láctea: en el borde, casi los extramuros, el diminuto
sistema solar y el casi invisible planeta azul. Remolonea por el apartamento, se sirve una
cerveza helada, escucha a Céline Dion, se desviste y se acuesta en el sofá chéster, llama a gritos
a Juan. Hacia el atardecer sale para su casa con un rápido movimiento de translación que tiene
la velocidad de la luz y su cuerpo es toda una clase sobre el movimiento de rotación.
Pero el sexto día Carolina Gracia trae un manojo de aves del paraíso, se baja los blue jeans y
muestra en su vientre de leche un Big Bang de electrones, neutrones, partículas y quarks, la
caldera de un fuego nuclear tatuado en rojos, azules, negros, amarillos, transparencias plateadas
que revientan como cápsulas que esparcen sus semillas, bellauroras termonucleares. Y entonces
Juan imagina que solamente podrá tatuarse en el séptimo día el mundo anterior al Big Bang, la
materia comprimida en la millonésima parte de la cabeza de un alfiler y adivina el sitio preciso
de su cuerpo en que palpitará ese condensado universo y grita:
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 ¡Eso no, el pubis ha sido reservado para otra mujer, tú quédate en el Big Bang!
Hacen el amor como si se hubiera desbordado la cadena de una fisión atómica y la profesora
Carolina Gracia sale del apartamento de Juan por última vez. Deja sobre su almohada unas
cuentas de coral a manera de despedida. Una vez convertida en espacio, una vez transformada
en un aleph del espacio, Juan ha cumplido su misión y su amor deviene superfluo. Pero antes de
salir la cámara registra alegría en el cuerpo desnudo de Carolina que baila una geografía
exhibicionista, la mujer ilustrada, la creadora de la pedagogía del espacio, de la didáctica del
mapa. Carolina es ella misma una ayuda educativa, un texto. No se sabe nada más de ella, salvo
que sus alumnos, por FIN, no vuelven a dormirse en sus clases de geografía.
 Mira la lista de las muchachas de los últimos cuatro meses en que estuviste dando a luz y
embarazándote. Escogí dos para hacer videoclips. Ocho por semana, treinta y dos al mes.
Más de una muchacha diferente cada día. ¿Sabes lo que es eso? ¿Comprendes el tropel que eso
significa? Comencé a hacer el tránsito del placer al desasosiego, al temor, al pánico. A tener la
sensación de que perdía el control. De que estaba llegando a mis límites. Tanto amor asfixia.
Tantas pequeñas historias atiborran. Conducen a la enfermedad mental. ¿De dónde sacaré
tiempo para hacer cine? ¿Para pensar en otra cosa? ¿Has imaginado lo trágico y lo ridículo que
se esconde en el don que sólo te permite pensar en un tema, acuciante, absorbente,
aniquilador? Afortunadamente llegaste, amada Carolina, y destuviste la rueda loca de mi don.
Y mientras Juan apaga el proyector y habla de sus mujeres Carolina piensa, eso me contó Juan
que Carolina le había contado, que definitivamente el embarazo debería durar toda la vida
porque es como una marihuana de nueve meses. Y mientras tanto Juan Rodríguez, mi cuarto
hijo crece en mi vientre y comienza ya a ser un arquitecto famoso. Construirá edificios
inteligentes, construirá parques en las metrópolis del mundo, diseñará ciudades en medio de la
selva, transformará el concepto moderno de diseño como un Gaudí del trópico. En todas sus
obras colocará una placa de piedra en que consta que las dedicó a su madre Carolina.
Y, por esos días, Juan Rodríguez comenzó a dar señales de que deseaba venir al mundo y
60
Carolina le dio un beso a Juan Santana y se fue con su caminar espaciado, redondo, a casa, con
su comerciante en materiales de construcción.
Juan estaba tan angustiado con lo que se le venía encima en este interembarazo que no tuvo
ganas de escribir el eclipse de su profecía casi cumplida. En su lugar hizo algo estrafalario:
puso en el equipo de música la novena sinfonía a todo volumen y se tomó una botella de
whisky (pequeño clip escondido) hasta caer despatarrado como un caballo de guerra al que le
han abierto en canal el vientre y mira, admirado del hermoso color azul de su cinta intestinal,
cómo se desparraman sus tripas en el sucio cascajo del campo de batalla.
LA CENICIENTA BURÓCRATA
1
Deyanira nació en un pequeño pueblo sin esperanza. Ganó una beca para cursar estudios
secundarios con su habilidad para recitar con sentimiento los poemas gitanos de Federico
García Lorca. Y una vez aprendido este camino, que le echaba encima a su pequeño cuerpo la
obligación de ser siempre la mejor, Deyanira continuó esforzándose hasta obtener un doctorado
en Economía en Harvard. Consiguió en tenaz competencia con un puñado de latinoamericanos
un puesto en un organismo internacional y comenzó un vertiginoso ascenso en la burocracia.
2
Deyanira vive así, dedicada a triunfar, hasta que conoce a Giovanni, el hermoso fotógrafo
italiano que recorre el mundo ejerciendo su arte. Ha publicado libros de fotografía sobre las
gentes del mundo, sus vidas y sus emociones, sus maneras de morir y de amar, de crear, de
trabajar, de guerrear, de compadecer. Ha ganado varios premios internacionales de fotografía.
Para descansar se dedica a la carpintería y diseña y construye aparatos fabulosos, inútiles,
sorprendentes. Se encuentran esporádicamente hasta que se enamoran y en Yacarta, un día de
lluvias torrenciales, se prometen matrimonio. Él sólo pone una condición: no tener hijos para
continuar con el trabajo en países pobres y con la fotografía. Ella acepta gustosa un proyecto
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que es el suyo y compra un apartamento en Roma. Viven allí una temporada. Regresan a los
viajes, las misiones, hasta que, una noche después de hacer el amor, Deyanira le dice:
 Estoy embarazada.
Giovanni se dedica a cuidar al niño. Abandona temporalmente la fotografía. Va algunos fines
de semana con el niño a la cabaña que ha construido con sus propias manos en las montañas.
Se rinde. Se transforma en padre y en madre, lava pañales, lleva el niño al kinder, prepara sus
comidas, conversa con él, le cuenta historias mientras trabaja en la carpintería, lo acuesta.
3
Brilla en Roma un amigable sol de verano. Deyanira se baja del avión y le da a Giovanni la
noticia: le han diagnosticado una enfermedad terminal. Le quedan dos o tres años. Quiere
vivirlos a plenitud, conocer los países que todavía no conoce. Impulsar proyectos de
modernización en las sociedades más pobres. Giovanni la apoya y se dedica a preparar un libro
de fotografías sobre un padre, un hijo, una cabaña, el bosque, el alambique, la mesa de
carpintería, las noches juntos contándose historias a la luz de una lámpara de petróleo.
4
Y dos años más tarde el médico le dice a Deyanira:
 No sé decirte cómo pero estás curada. Completamente sana. Puedes vivir otra vez.
Deyanira es una resurrección. Reclama a su hijo de nueve años y decide vivir con él, viajar con
él, darle la madre que no ha tenido. Decide también de manera fulminante abandonar a
Giovanni. Ella nació como una Cenicienta y tuvo la fuerza para salir de esa situación
deplorable. Giovanni fue desde niño un hombre de valía, lleno de proyectos. Ahora, refugiado
en su cabaña del bosque, ha caído en el pasivo y deplorable estado de Ceniciento. Sus vidas se
tocaron por un fugaz instante. Ella debe seguir sola su camino, su vida recobrada.
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El quinto embarazo de Carolina
Para celebrar el quinto embarazo, el de su hija María Carolina, Carolina esculpió en su mata de
vello púbico una mariposa negra que vista de cerca más parecía un test proyectivo de esos que
guardan perfecta simetría en los manchones y los contornos del lado izquierdo y del lado
derecho, que los psicólogos llaman test de Rorscharch y que te presentan con cara de trampa
en unas tarjetas y te preguntan: ¿qué ves allí? Juan sabía muy bien lo que veía y disfrutó la
mariposa abierta en canal de su sexo como siempre, con algarabía y aspavientos, con palabras
cariñosas e infantiles como las que un padre dice a su hija de meses y recitó juguetón mientras
la acariciaba:
 “Mariposa vagarosa rica en tintes y en donaire / ¿qué haces tú de rosa en rosa, de qué vives
en el aire?”
Carolina le habló del futuro de María Carolina: será bióloga. Después de las revoluciones que
han significado en la biología los descubrimientos de la evolución de las especies y de la
espiral de DNA, María Carolina entrará a la historia de la biología caminando sobre una
alfombra roja. No puedo decir de qué se trata porque mi hija tampoco lo sabe todavía. Pero en
el discurso de recepción del premio Nobel hablará de su madre.
Entonces le dio Carolina la falsa noticia: en realidad iba a tener dos hijas gemelas
monocigóticas. La otra se llamará Carolina María, como corresponde. Juan le dijo:
 Me has dejado morado con esa noticia. Pero mira con atención porque ahora tú quedarás
morada también. Seremos camaleones monocigóticos congelados en
un hermoso color
morado inodoro. ¿O será esto una regresión? ¿Sabes Carolina que durante estos cuatro meses
de tu ausencia el número de muchachas llegó a dieciséis
semanales, sesenta y cuatro
mensuales? ¿Sabes lo que eso significa para un hombre?
El desastre.
La aceleración del don del amor puede llevar a que un hombre se salga de sus goznes. Y
entonces no queda sirviendo para nada. Como una máquina que se llena de orín en un
cementerio de máquinas desahucidas. Como el reloj que un niño ha desbaratado pieza por pieza
y luego danza sobre ellas la danza de la guerra. He sentido la urgencia de huir para salvarme,
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de salir corriendo como corre un hombre al que un grupo de adolescentes sádicos han rociado
con gasolina y le han prendido fuego. He rezado para que regresaras, mi ancla, mi bombero. He
deseado cerrar los ojos y borrar con los párpados llenos de arena este escenario demencial.
Cerró los ojos y dispuso el proyector y cantó con sonsonete de presentador de circo:
 Ahora verán la historia de dos hermanas gemelas nacidas de un mismo óvulo, su vida igual
pero diferente.
Los dos videoclips, unidos en uno, tienen por título Gemelas monocigóticas. Las dos gemelas
son, por supuesto, la una rubia y la otra morena, la rubia despampanante y la morena
intelectual, como debe ser en homenaje al lugar común. Luces, acción. Soles negros, muertos,
danzan una danza macabra y colonizan el ámbito con su luz oscura, zumban como
moscardones al girar y traen en sus alas la noche que es el fin de la película Gemelas
monocigóticas. La palabra FIN aparece enguirnaldada en cuentas rojas y negras de coral.
GEMELAS MONOCIGÓTICAS
Juan parece referirse ¿o debo decir se refiere?  con esta historia al período donjuanesco o
“doñajuana” de Carolina, como ella misma lo define en un esfuerzo de introspección, período
comprendido entre la “carta miserable” que entrega Carolina a Juan y con la cual da por
terminado su amor embarazado con él y el descubrimiento de su papel de “incubadora” de
identidades, momento en que da comienzo a su vida conmigo. De todas maneras este momento
es anterior a su segundo período de cinco maternidades de las cuales soy imaginador y
responsable. Juan narra esta etapa con inquina, sin compasión, malintencionadamente.
Conociendo como los conozco a ambos me inclino por creerle a Juan. Hay más dulzura en su
corazón, menos crueldad en su blanco cuerpo delgado, indefenso, casi infantil. La versión de
Carolina, en cambio, es una aterradora procesión de actos en frío que no me atrevo a contar.
Alguien podría pensar que odio las mujeres. Nada que ver. Esta es la historia que narra Juan:
Primer clip: La rubia despampanante
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María Carolina y Carolina María, las dos hermanas, gemelas monocigóticas, están en la edad
perfecta, por lo menos eso dice un psiquiatra amigo mío, los diecisiete años. Así las muestra la
cámara: primero la rubia.
La rubia entra contoneándose a su clase de inglés y levanta rojas fumarolas de excitación entre
los varones. El aula se llena del perfume aceitoso de la feromona. Las paredes sudan una greda
transparente que forma vacuolas. María Carolina lleva el pelo largo y crespo, medias con flores
de lis y una microfalda sólo un poco más abajo de la ancha correa de cuero. La blusa tiene una
honda abertura delantera que muestra con cada movimiento ascendente de su cuerpo la rosada
corola de los senos. Se mueve como un cisne y cruza las piernas de una manera que no deja
nada a la imaginación. Los labios están delineados en un rojo sangre y habla como si estuviera
besando apasionadamente al interlocutor. Los ojos se cierran y se abren, se quedan fijos e
intensos, mirada de mujer cuando adivina inminente la llegada de un orgasmo. Habla de
manera tan meliflua que los hombres tienen erecciones. El curso de inglés es un desastre: las
mujeres fracasan de odio y envidia, los hombres por imposibilidad de concentración en la árida
repetición de estructuras lingüísticas. Y, sin embargo, María Carolina sólo se ha atrevido a una
relación amorosa con un novio virtual, los computadores no le dejan tiempo para relaciones
cara a cara. Se engaña pensando que teme la fuerza animal de los hombres. María Carolina es
en realidad una solitaria ante la que hacen cola los hombres.
Así vive, adosada a la pantalla. Sufre de cibermanía. La cámara la sigue ese sábado por la
noche: acaba de salir de la ducha y tiene el pelo mojado, en realidad escurre agua, hace calor y
anda en braguitas, sus senos bien formados, turgentes, andan libres. Mastica tiritas de zanahoria
que moja en salsa blanca. Son las ocho. Se sienta, enciende el computador y entra en chat con
un hombre, nickname: Charles.
Charles.  Hola nena. ¿Cómo anduvo la lingüística?
María Carolina.  Suave, como distraído el alumnado. El profe luchando con los ojos.
Charles.  Estuve hoy seis horas en el gimnasio. Reforzando dorsales. Ya se tensan como
cuerdas. Deberías admirarlos, tantearlos. ¿Lo harías?
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María Carolina.  Ayer trabajaste los tríceps. Y no me has enviado la foto de los tríceps.
Muero por verlos.
Charles.  Mañana pienso trabajar los deltoides. Deberías tentarlos. Duros como piedras.
María Carolina.  ¿Y los gemelos? ¿Han brotado los gemelos?
Charles.  Parecen dos conejos asustados, deseosos de que tú los acaricies.
María Carolina.  Eres tan romántico.
Charles.  ¿Te casarías conmigo?
María Carolina.  Chateamos mañana al respecto.
Enamorada, María Carolina se compromete con Charles. Charles, como es de imaginarse, mide
casi dos metros. Y aunque no sea imaginable es ingeniero de sistemas. Fijan la fecha de la boda
y se casan en una capillita del barrio. Cuando se encuentran para la ceremonia casi no se
reconocen: es la primera vez que se ven personalmente. Charles se ha dejado crecer un bigote
estilo barredera de locomotora, a lo Nietzsche. Y así llega, inevitablemente, su primera noche
no virtual. La cámara muestra en primer plano el momento en que el fornido atleta se desviste y
exhibe sus músculos de gimnasio en una pasarela de pavorreal. Cuando está satisfecho con la
admiración de María Carolina se mete en la cama y la llama con la voz aflautada de la
seducción.
 Desvístete  le dice.
Sin preámbulos se sube sobre ella y entra. Descubre, sorprendido, que María Carolina Sarrasin
llega virgen al matrimonio. Pone cara de mártir. Poco a poco se enfurece, grita improperios y le
ordena:
 ¡Ve y búscate un hombre que te resuelva ese problema! Odio desflorar una mujer.
María Carolina Sarrasin cierra los ojos, se viste y obedece. Sale con la cara escondida entre las
manos, avergonzada. ¿Cómo puede encontrar un hombre así como así en mitad de la noche?
Media cuadra más adelante, en el jardín de una casa, ve seis hombres ya maduros, canosos, que
juegan dominó en una mesita pastusa mientras fuman grandes cigarros. En la mesita brilla una
botella de vino. María Carolina los saluda y de una vez les pregunta:
66
 ¿Alguno de ustedes sería tan amable de desflorarme?
La cámara capta la mirada atónita de los jugadores. Una mano se detiene a mitad de camino con
un doble cuatro que se ve con claridad. El hombre de la mano en suspenso duda un momento y
luego dice, por si acaso:
 Con mucho gusto, señorita.
El hombre le señala la puerta de su casa. Entran. Media hora más tarde María Carolina sale
arreglándose el cabello. El hombre se sienta y sigue la partida. Sus compañeros de juego no le
comentan nada. Él tampoco dice nada. María Carolina Sarrasin se dirige con paso lento a su
apartamento. No llora, como sería de esperar en un lugar común de la conducta amorosa. Saca
de la inesperada situación una jugosa tajada de placer y, agradecida, le lleva al atleta que odia la
virginidad y que la espera desnudo y listo, envuelta en papel de regalo, una rosa roja de
mazapán que compra en la panadería.
 Todo resuelto, mi amor le dice con voz dulce.
Se mete con Charles en la cama. Soles, muchos soles rubios y brillantes, desnudos, como
María Carolina Sarrasin, danzan frente a la cámara hasta que la ciegan con su luz.
Segundo clip: La morena intelectual
Carolina María sale de su biblioteca cargada de libros: blue jeans, camisa de rayas, zapatos
tenis, gafas redondas y pequeñas, claro, de intelectual. Ama su biblioteca construida con
armazones de palosanto e incrustaciones de cuero, el pupitre articulado, la mesa de revistas
como un hostigante nido de actualidad, el diván tapizado en cuero marrón, sus cuatro mil
volúmenes sobre arte, ciencias naturales y humanas, literatura, filosofía, ciencias del mar,
historia, todo el conocimiento humano fundamental. Únicamente hay un área desierta en su
biblioteca: el poder y la política porque son focos de enfermedad mental y ética, los tratados
sobre el Estado, los partidos, las elecciones, el poder, los movimientos sociales, los sindicatos,
los conflictos, la negociación, la compra de conciencias, el clientelismo, la corrupción, el
disolvente individualismo, la indiferencia, el terrorismo, el ignominioso descenso del hombre
hacia lo feral. Fuera El Príncipe mojado de mi biblioteca.
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Carolina María es una gran lectora, tiene un plan de trabajo para llegar a ser en unos años una
intelectual de nombradía. Prepara un libro que conmoverá las raíces de la ciudad: Los grupos
humanos y la sexualidad. Lleva con lujo de detalles una libreta de campo en la que anota sus
informaciones, sus vivencias, su experiencia personal e íntima con la variopinta diversidad de la
población nacional. Utiliza la técnica que los sociólogos llaman de observación participante.
Y como Carolina María tiene una mentalidad democrática comenzó su investigación en enero
con los campesinos de las zonas más abandonadas. Tiene sobre ellos notas exactas y
específicas, como sobre los demás grupos, con respecto a las técnicas de aproximación y
conquista, duración del coito, formas de calentamiento, besos, caricias, cunnilingus, contacto
anal, sexo oral, uso de preservativos y anticonceptivos, número y tipología de orgasmos,
expresividad corporal y verbal durante el acto, satisfacción, grado de apasionamiento,
calificación como amantes desde el punto de vista femenino, rating sexual, número de amantes
y su desempeño pormenorizado en cada caso, nombre de las personas con quienes el sujeto
investigado ha hecho el amor en los últimos cinco años, un completo árbol de contactos eróticos
para intentar la comprensión de la pandemia sexual desatada por la liberación femenina.
Febrero lo ha dedicado Carolina María a los hombres y mujeres de pequeños pueblos,
comerciantes, viajeros, transportistas, agricultores y ganaderos medianos, funcionarios, alcaldes,
jefes de policía, médicos, curas párrocos.
Marzo es para los habitantes de ciudades intermedias seleccionados por medio de una muestra
estratificada.
Abril para los marginados urbanos, microempresarios, artesanos, costureras y cartoneras,
carpinteros, mecánicos, distribuidores minoraritarios de drogas, comerciantes y tenderos,
ladrones, pandilleros de ambos sexos, adolescentes, desechables.
Mayo, mes de la Virgen, está dedicado a las mujeres de todos los grupos, estudio que se centra,
como es obvio, en la narración detallada de sus deleitosas experiencias sáficas.
Junio es amorosamente dedicado a las clases bajas altas.
Julio para las sufridas clases medias bajas urbanas.
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Agosto para los emparedados hombres de la clase media media.
Septiembre para los tiernos muchachos de las trepadoras clases medias altas.
Octubre para la arrogante y voraz clase alta.
Noviembre para las sospechosas clases emergentes.
Diciembre para la podrida clase política.
Los peor librados y pésimamente clasificados son los políticos y los intelectuales. Son un
desastre como amantes, los unos porque están convencidos de que el poder es afrodisíaco y no
ponen de su parte. Los otros porque se aproximan a la sexualidad como a un concepto. La
libreta tiene los nombres de los principales periodistas, científicos, actores, escritores, políticos,
futbolistas, editores, casi todos los personajes públicos
se encuentran
clasificados y
minuciosamente evaluados por medio de ciento cincuenta ítems que describen todo lo
imaginable y con los que Carolina María piensa construir indicadores y diseñar gráficas. El
libro va a ser una bomba quiebra-prestigios y pienso que se va a presentar una racha de
suicidios por devaluación de imagen sexual, por miedo al ridículo, por haber incurrido
livianamente en delirante inflación verbal de poderes sexuales bastante nimios. En fin, lo más
interesante y encomiado por los científicos sociales dedicados a la metodología de estudios
cuantitativos es la precisa definición de la muestra muy representativa de la población nacional
y que alcanza un total de quince mil seiscientos hombres y mujeres estudiados personalmente
por la investigadora. Con razón lo han clasificado como un trabajo científico monumental y le
han conferido a su autora el título de flor del trabajo.
Juan toma un papel y escribe su cuasiprofecía. Su rostro arde, siente incomodidad, como si de
pronto el vestido le quedara grande y formara bolsas inicuas en las rodillas y en las nalgas.
JUAN Y MARIA CAROLINA RODRÍGUEZ, cuarto y quinto hijos de Carolina, no fueron
gemelos monocigóticos, tampoco arquitecto y bióloga marina como soñó su madre durante sus
embarazos. Ambos murieron antes de tiempo. Juan murió a los dos años de hemofilia, una
enfermedad hereditaria que no tiene antecedentes ni en la familia de Pedro ni en la de Carolina.
Los médicos no encontraron explicación al origen de la enfermedad del niño. De manera que
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no pudimos ser testigos de su fama internacional como arquitecto. Luisa nació muerta, se
ahorcó con el cordón umbilical. Suicidio prenatal fue el diagnóstico. No quería nacer. Un
detalle dejó perplejos a sus padres: Carolina tenía el color y los rasgos fisonómicos de la raza
negra. Pocos se enteraron de esta anomalía porque la niña fue cremada de inmediato. Como se
comprende no podemos decir nada de su éxitos como bióloga marina.
Apago la cámara proyectora, mejor dicho la televisión en que observaba los filmes de Juan
Santana. El sol ha llegado hasta la mitad de mi cama, señal de que es mediodía. Ahora
comenzará a retroceder. La calle se llena con los vestidos blancos de los trabajadores que se
dirigen a alimentarse en sus casas. Desperezo mi desnudez, estiro mis músculos y paso a
imaginar las historias de Nueva Zelanda. Pero antes…
Juan apaga la luz y se recuesta en el sofá con un vaso de whisky en la mano. Últimamente ha
comenzado a tomar demasiado whisky con hielo. Carolina acaba de salir. Va a pasar la noche
con su negociante en materiales de construcción. Pero antes de irse le ha dejado una carta en
un rojo sobre lacrado.
Juan observa por un momento el amenazante sobre rojo.
Lo pone sobre en la mesa de trabajo. Decide aplazar, con un poco de cobardía, lo que sea que
dice la carta. Teme los sentimientos escritos. Suelen tener carácter definitivo. Se queda
pensando que ha amado a una mujer. Sólo a una mujer, pero ha sido como amar a cincuenta.
A quinientas. Por eso cuando ella lo abandona durante la noche comprende lo que es la soledad
para el que convive con multitudes. Sí, pero por más que quiere estar seguro no lo está. ¿Son
los hijos de Carolina verdaderamente hijos del comerciante en materiales de construcción?
¿O puede él, Juan Santana, ser el padre?
¿Por lo menos de alguno de ellos? ¿Tal vez de todos? ¿Habrá inventado en su relación con
Carolina y el cine una nueva forma de ser padre?
¿Es estéril el comerciante en materiales de construcción?
¿Haría Carolina algo así? Nunca lo sabrá. ¿Qué sentido tiene la vida sin la certidumbre de la
paternidad? ¿Hablará la carta sobre este delicado asunto? ¿Dirá que Juan es el padre? Entre
otras cosas Juan comprendió esa noche, ahora con terrible claridad, que Carolina y el cine
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constituían un dúo fascinante y terrible que había desatado, por fin, su más caro deseo: el don
del amor. Con terribles consecuencias.
Juan leyó la carta. Unos días más tarde, ya tranquilo, la llamaría “la carta miserable”.
Salió de la ciudad en secreto y regresó un mes después de que se recostara en el sofá a tomarse
un whisky y a pensar en su vida. Llegó con una gran maleta y un pasaje de avión en la mano.
En una semana saldría para Nueva Zelanda.
Es el lugar del mundo donde la naturaleza es más respetada. Voy a montar allá una granja de
ovejas en las montañas. Quiero vivir de la manera más natural, más ecológica posible. La
granja de ovejas está situada en un paraje apartado, brumoso, en un acantilado frente al mar.
No hay vecinos a menos de cinco kilómetros a la redonda. Y por lo tanto tampoco mujeres.
Estaré solo con las ovejas. Tal vez así logre conjurar el don de Juan.
Lo fui a despedir al aeropuerto sin comprender la razón de su viaje y no supe de su suerte en
quince años. Hasta que me llamó por teléfono y tuvimos esa larga noche de sinceramientos
masculinos en que me contó esta historia por medio de una sucesión de pequeñas historias.
 Al fin de cuentas una historia larga es solamente una sucesión de pequeñas historias dijo.
La vida como una caja llena de clips.
Me aseguró que no había vuelto a pensar, a sentir nostalgia o a tener nada que ver con el cine.
Es un asunto enterrado. No mostró curiosidad por el mundo que había abandonado, regresó
únicamente para poner orden en algunos asuntos familiares. No preguntó sobre la vida de
Carolina durante los quince años de su ausencia. Aunque tuve todo el tiempo la sensación de
que más que nada deseaba saber qué había sido de ella. Cuando se dio cuenta de que el tema de
Carolina era inevitable agachó la cabeza y lloró en silencio. Recobró la compostura y me dijo:
 Por favor, no me vayas a hablar de Carolina. No me cuentes qué ha pasado en su vida. No le
cuentes esta convesación.
Se negó a comentar sobre la suerte del don en Nueva Zelanda con una sonrisa ambigua. Hacia
las nueve de la mañana me dio un abrazo, me entregó el paquete envuelto en papel manila y se
marchó.
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Ha quedado, muy a mi pesar, sin respuesta una pregunta que Juan no quiso aclarar. ¿Por qué
se va para Nueva Zelanda? Pienso que la única manera de conocer esa respuesta es
imaginándola, al contrario de lo que he contado hasta aquí que corresponde estrictamente a lo
que Juan me contó o a los documentos que me entregó. Aunque, claro, su conversación y el
paquete envuelto en papel manila sean también producto de mi imaginación. Y a excepción,
claro está, de algunas intromisiones irresistibles de mis videoclips, algunos a campo abierto,
otros escondidos en el terreno como minas antipersonales. Espero que Juan comprenda su
importancia y apruebe mi libertad de biógrafo imaginador desnudo, tendido en el lecho
dominical. ¿O he imaginado esta noche de confidencias masculinas y el paquete de documentos
forrados en papel manila? ¿Lo he imaginado todo? Por supuesto que sí. Pero todavía siento
reatos de conciencia en intervenir en lo que he imaginado que Juan dice o escribe. No quiero,
en absoluto, que Juan piense que me estoy apropiando de su obra.
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Carolina toma el té con Las Cenicientas
 ¿Eso queréis saber, amigas mías? ¿Es ese el asunto que concita vuestra curiosidad? ¿Para
eso habéis organizado este delicioso té con pasteles de manzana? ¿Para escuchar esta historia
habéis citado a una reunión extraordinaria del Club de Las Cenicientas? ¿Sólo el ansia del
chisme mueve vuestra curiosidad? ¿Deseáis hacer llover más invectivas sobre Juan? Pues aquí
va, esta es la verdadera historia de mi maternidad y del papel de Juan en ella. Durante el primer
mes de embarazo me vuelvo muy introvertida. Todo lo externo se borra, se vuelve nimio,
insignificante, comparado con lo que sucede en mi interior, con la vida que crece, con mi
necesidad de pensar lo que me está sucediendo. ¿Qué puede ser más importante que la vida?
Pedro me comprende y acepta mis silencios y el retraimiento de nuestra vida erótica. El
embarazo es el estado ideal de la mujer, debería ser el estado normal durante toda la vida. Es un
estado de ebriedad, de expectativa, una sensación de que algo extraordinario que cambiará el
mundo nos va a caer encima, como un maná existencial o como un piano, una monumental
borrachera de emociones. Pero anoche, al cumplir el primer mes, tuve un sueño que más parece
un gag o un clip: una inmensa compota de manzana me perseguía y aunque yo corría y pedía
auxilio y cerraba puertas, la compota seguía allí, a mi lado, amenazante. Yo debía comer esa
compota descomunal de una sentada, sin respirar. Me senté y abrí el frasco, tomé una cuchara,
me metí en la boca el primer bocado. Era dulce y suave, untuosa, comida para un ser sin
dientes. Estaba a punto de vomitar. Desperté sudando y comprendí que ese algo maravilloso
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que estaba esperando, ese reconstituyente de la vida, había llegado. Mi cuerpo hervía como si
hubiera estado sumergido en un baño de María, estaba sazonado y en su punto, podía oler los
clavos y la canela, el pimentón rojo, el apio, el jengibre, el laurel, el orégano, el comino y la
pimienta, el ajo y la cebolla cabezona, que expulsaban sus olores por mis poros abiertos como
grifos y engendraban una gestalt olfativa. Mi cuerpo estaba listo, podía escuchar el zumbido
que circulaba por mis venas como un atareado avispero metálico, podía sentir la consistencia
afelpada de osito de peluche que tomaba mi piel, podía saborear el herrumbroso jugo del peligro
y el deseo que habían anidado en mi boca como un terrible pájaro de trapo que crecía y me
asfixiaba. De pronto supe lo que tenía que hacer y vi que se tambaleaba el laboriosamente
construido edificio de mi vida social. Se tambaleaba aunque había sido construido con los
mejores materiales adquiridos en la empresa de mi esposo. ¿De qué se trataba? ¿De una
contravención, de una venganza? ¿O tenía que ver con una infidelidad? ¿O era una búsqueda de
la libertad después de tanta blanda obediencia? No, no, era algo más abisal, emergía de una
oscuridad más ciega de mi ser. Emergía como un animal sordo y sudoroso del corazón mismo
de lo que más amaba, de lo más sagrado, de aquello sin lo cual una mujer no es mujer. Emergía
de mi maternidad. Era una oscura urgencia, un luchador de sumo que me empujaba, orgulloso
de sus adiposidades, fuera del círculo. Quería descreer sin dejar de creer, quería probar la
libertad sin dejar de ser obediente. Encedí un incienso de palo de rosa. Me senté en posición de
loto. Hice ejercicios de relajación. Llamé a la concordia músculo por músculo: llamé a mi
bíceps, a los gemelos, al trigémino, al pubococcigeus, tranquilos hermanos. Me tomó un buen
rato sosegarme. Y entonces supe lo que tenía que hacer. Llamé a Juan Santana y me fui para su
apartamento de hombre solo. Pero antes dediqué varias horas a los preparativos. Me di un largo
baño de tina con sales aromáticas y vestí mi cuerpo de ungüentos. Afeité mis axilas y depilé
mis piernas.
Preparé mis manos y mis pies y pinté las uñas de un rojo vivo que sale
hermosamente con mi piel morena. Corté las puntas de mi pelo y lo cepillé para sacarle el
brillo que lo convierte en fuego negro. Hice una cosa más: la naturaleza me ha dotado de una
barroca abundancia de vello púbico muy negro, una selva tropical húmeda. Decidí, en un rapto
de inspiración, esculpir un conejo en su masa boscosa. Quedó hermoso el conejo negro, como
un animal de deseo. Un himno a la reproducción. A Juan lo hipnotizó mi conejo de ónix. Me
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dijo que inmediatamente imaginó un edificio de mil metros cuadrados cerrado por todas partes
con una tierna pareja de conejos que fornicaban y se reproducían como conejos y que en un
abrir y cerrar de ojos el edificio se llenaba a reventar con sus descendientes que fornicaban,
hervía el edificio como una noche animal y que inmediatamente sacó su libreta de cineasta y
tomó nota para usar la imagen en una de sus películas: el terror construido con conejos que
fornican, que te llevan a una claustrofobia desquiciante y pornográfica. Esta, sin embargo, es
solamente la piel que recubre lo que realmente sucede dentro de mí. Algo va más allá de los
hechos de superficie: la puesta en abismo de la paternidad, la conversación íntima, el contacto
subliminal entre mis hijos y Juan. Cuando hacemos el amor pienso que mis hijos ven a ese
hombre que se acerca a ellos, que casi los acaricia, que les habla con el ritmo de su movimiento,
que les dice que los ama y que, de esta misteriosa manera, es también su padre. Somos tres seres
viviendo en el límite, en la orilla del ser, parados frente al vértigo sin fondo: Juan intentando
su paternidad, deseando fecundar lo ya fecundado, estableciendo con la mímica de lo inútil una
relación que deviene verdadera, estirando su voluntad como el caucho de un tirachinas en un
esfuerzo por romper las leyes de la vida. ¿Logra Juan ser padre con la pura fuerza del deseo, con
el poder de la voluntad? ¿Roba el simbolismo de su gesto una tajada de paternidad a Pedro que
los ha engendrado sin tanta pasión, sin tanto drama, sin necesidad de estirar su ser hasta el
punto de la ruptura? ¿Cuál es más padre? ¿Cuál acto es más humano, cuál es más signo de la
vida? ¿Podría ser Juan el padre biológico de alguno de ellos? ¿Podría imaginar esta posibilidad?
No quiero ni preguntarme esta pregunta. No quiero. No me la preguntaré. La borro como quien
borra un tablero lleno de palabras soeces antes de que llegue el maestro. Y mis hijos que viven
la ambigua experiencia de tener dos padres, de ser acariciados, protegidos, por dos hombres
antes de nacer, ¿cómo vivirán esa doble paternidad, ese gesto de su madre que multiplica el
origen y los hace hijos de la multiplicidad y no de la exclusividad, simbólicos hijos de la
especie? ¿Y yo, la madre? Acostada en el potro que me tensiona entre la aceptación y la
ruptura, entre la necesidad de ser madre como todas las madres de la especie, pletórica de la
belleza de la maternidad donde coincide todo sentido de la vida femenina y, por otra parte, el
incómodo placer efervescente de la bestia que me habita y que lucha por romper la heredada
cárcel de la tradición, la energía indómita dentro de mí que quiere expandir, en un Big Bang
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de la biología, el sentido personal de la maternidad y devolverlo a su origen, la necesidad de
supervivencia de la especie, el espacio de lo social, de lo cósmico, de la libertad de ver en lo
reglado, en lo simple, la complejidad, el undívago fluir de la vida. Ser al tiempo la tradición y el
caos, el orden y la subversión, la seguridad y la aventura sin amarras, amar la maternidad al
desacralizarla, desacralizar lo que se ama, degustar intensamente el agridulce plato que nos
sirve la vida. No sólo la compota, no, todo el menú. Pero aún hay más: un inconfesable asunto
de género y maternidad. Cuando estoy embarazada de una niña mi sensualidad se seda, se hace
líquida y tenue, se evapora. Cuando estoy embarazada de un niño el deseo se enciende, se hace
indómito, se encabrita como un garañón ante una manada de yeguas en celo, como la isla de los
dinosaurios donde se reúnen los Tyranosaurus rex a engendrar. ¿Es tan fuerte la sexualidad?
¿Llega hasta el vientre de la madre el erotismo de los sexos?
¿Es tan contundente esta
experiencia de vivir con un hombre en el vientre durante nueve meses? ¿Para las mujeres
siempre un hombre es un hombre, aunque apenas se esté abriendo su sexualidad como un
capullo con el suave sol del amanecer? Claro, un hombre que se hace hombre dentro de una
mujer ¿qué más puede ser sino su amante? De manera que cuando estoy embarazada de un niño
cohabito con tres hombres. Me transformo en una donjuana posesiva.
Esa es, queridas
Cenicientas, la historia. ¿Cómo os parece? ¿Os gusta mi añejo lirismo sobre la maternidad?
¿Queréis opinar? ¿Habéis vivido algo similar? ¿Seríais capaces de hacer el amor con otro
hombre estando embarazadas, a punto de parir? ¿O seguiréis siendo Cenicientas toda la vida?
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El don de Carolina
Le pregunté a Carolina sobre las ochocientas cartas que le escribió Juan desde su finca de
Nueva Zelanda. Me recibió en la puerta del apartamento. No me invitó a pasar. Me miró con
ojos turbios, feroces, al punto de las lágrimas. Carolina negó la existencia de esas cartas. Negó
rotundamente:
 No existen me dijo son cuentos que inventa Juan.
Y me cerró la puerta en las narices. Pero yo sé que miente porque tengo decidido imaginar esas
cartas. Decidí presentarme de otra manera, disfrazado de hombre que dedica su vida a una
causa. Eso la convencerá.
Esta es la historia que imagino y que hago que me cuente Carolina:
 He ensayado con gusto, durante unos cuantos años, la variedad en la vida. También la
variedad en los hombres. He viajado con ellos como quien va con una muchedumbre de
espantapájaros. Su intimidad ha sido un hecho anónimo que ya no recuerdo. ¿Nunca has
soñado que estás acostada boca arriba, mirando el sol con ojos insolados mientras un ejército
de espantapájaros te pasa por encima, uno a uno, con ritmo marcial y te dejan sus blancas
excrecencias en el vientre? No he podido mantener por un tiempo largo esta experiencia.
Otras voces me han llamado con más fuerza. De manera que la aseveración de que soy la
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verdadera donjuana o doñajuana ha resultado falsa. Es decir, ha sido un hecho placentero, un
banquete para la curiosidad, pero no una fiesta. La fuerza desigual de las pasiones que
embellecen mi vida me ha conducido a centrarme en las más potentes. Tres pasiones
principales he tenido y seguiré teniendo:
mis cinco nuevos hijos,
los hombres que entregan su vida a una causa
y la balada número cuatro en fa menor de Chopin.
Aprendí a amar la balada número cuatro sentada en las piernas de mi padre que la escuchaba
día y noche y me decía:
 Oye hija cómo rueda la sangre, escucha la tensión del erotismo, la rebeldía, escucha la
muerte acezante que se esconde artera en la sombra, escucha la chillona voz de la tragedia,
hermosa como una estrella, atractiva como un hueco negro que te devora.
Los cinco nuevos hijos me los dio el hombre oscuro, de ojos alucinados, que ha entregado su
vida a una causa, con quien escuchaba día y noche la balada número cuatro de Chopin
mientras vigilaba la calle nocturna desde la silla orejona del estudio. De manera que mis tres
pasiones confluyen en el hombre con mirada de lobo que ha dedicado su vida a una causa.
Hablaré, pues, de él.
Llegó de otras tierras.
Aunque decía llamarse Gundisalvo me contó que había cambiado de nombre y de oficio, de
rostro, se había hecho operar la nariz y el sesgo de los ojos, el paladar para enmascarar la voz.
Llevaba unos redondos parches adhesivos transparentes en las yemas de los dedos para no
dejar huellas y no se los quitaba ni siquiera para acariciarme durante la noche. Dormía
atormentadamente, con un viejo revólver del Oeste debajo de la almohada. A veces se
despertaba gritando con el revólver en la mano, listo a disparar. Afortunadamente tenía dañado
el resorte del gatillo y no accionaba el percutor. Cuando se vino a vivir conmigo comenzó a
contarme una historia tasajeada en fragmentos, como quien va confesando piezas de un
rompecabezas muy complejo. Me habló de manera caótica (en noches separadas por saltos
impredecibles de tiempo) de experimentos radioactivos, de contrabandos internacionales de
tecnología de punta, de una misteriosa sombrilla atómica, de innumerables viajes secretos en
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que traía las partes de un todo terrorífico. Otras noches (seguidas una a otra como una hilera de
ovejas negras hermosas y brillantes, como confeccionadas con mi vello púbico) confesaba
experimentos de naturaleza biológica, pesadillas del ser, monstruosos laboratorios del doctor
Frankenstein, crueles islas del doctor Moreau, sofisticadas cocinas de la clonación de grandes
líderes revolucionarios que liberarían dentro de dos generaciones a la humanidad de las garras
que la oprimen, nodrizas libertarias dispersas por el mundo que crían y educan a los líderes
clonados.
 ¿Tú eres uno de esos líderes?  Le pregunté, porque me resultaba fascinante el papel de
nodriza de la revolución.
 No, me dijo, estoy a cargo de diseñar y montar el sistema de incubación social para que
ellos crezcan a salvo. Trabajo como maestro de dibujo en una escuela primaria porque así
nadie sospechará de mí: buscan a un fiero organizador, un desalmado sin intestinos, un
ingeniero nuclear o un demente biólogo de la clonación.
En mí ven solamente un
burocratizado padre de familia de la estancada e ignara clase media. Tú eres la incubadora de
mi identidad. Tú me encubres. Tú proteges mi identidad dándome una familia y una clase
social a prueba de sospechas. Tú eres mi disfraz, mi máscara.
No quiero cansar con el apretado tejido de detalles con que iba completando el rompecabezas.
En ellos nadaba yo feliz como una niña en el agua materna. Y una noche la necesidad de
comprender mejor al hombre que había dedicado su vida a una causa me llevó a ver la
exposición de un pintor de su tierra y a escuchar su conferencia. Delirio se llamaba la serie de
pinturas que eran variaciones de un mismo rostro, diferente pero esencialmente igual. Habló
sobre el modelo de sus cuadros y contó la historia de un hombre que se creía revolucionario y
que generaba con una fluidez admirable versiones complejas y extraordinariamente
verosímiles de su propia vida, “un gran escritor oral, un excelso travesti del ser, un genial
imaginador”, dijo. Sí, un hombre con una imaginación exquisita, ejercitada hasta el delirio.
También contó el pintor de su tierra que su arte era tan sofisticado que fingía incluso el sueño
tormentoso de los exiliados que han metido las manos en asuntos peligrosos. Mencionó entre
muchos heterónimos de su invención a un ingeniero nuclear que robaba secretos de alta
tecnología y a un biólogo que trabajaba en la clonación de líderes revolucionarios. Regresé
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a casa con el corazón pendiente de un hilo. Lo encontré en la silla orejona vigilando la calle
nocturna. Lo observé durante varias noches sin resultados prácticos. Entonces le conté la
historia del pintor de su tierra. El hombre que había dedicado su vida a una causa me abrazó
con fuerza y me dijo con voz tensa:
 Gracias Carolina, me acabas de salvar la vida.
Ese hombre que se hace pasar por pintor (tiene en realidad bajo nómina a un pintor que le
construye la obra pictórica que le sirve de fachada) es el jefe de inteligencia militar de mi país.
Debo huir inmediatamente. Creo que anda tras mi pista. Metió dos camisas y un pantalón en su
pequeña maleta de exiliado, besó a los cinco niños que dormían, me abrazó nuevamente y se
marchó. Así no más. Sin dejar un teléfono, una dirección donde buscarlo. Lo vi caminar
receloso por última vez la calle nocturna que había vigilado desde la ventana durante más de
diez años. No volví a saber de él. Se desvaneció en el aire como había llegado. Sin dejar
huella, como si hubiera sido fruto de mi afiebrada imaginación. De todas maneras las tres
cosas que me apasionan siguen presentes en mi vida aunque con variaciones: los cinco nuevos
hijos duermen sin padre en sus camas, sigo escuchando la balada número cuatro sentada en la
silla orejona mientras vigilo por la ventana la calle nocturna y acaricio entre mis piernas el
inútil revólver del Oeste que el hombre que dedicó su vida a una causa olvidó debajo de la
almohada. Imagino que en algún lugar del planeta otra mujer escucha la historia fragmentada
de sus heterónimos y se abraza desnuda a su cuerpo delirante. Repite la historia de su exilio
hasta que el pintor de su tierra pase por su ciudad, por su barrio y ella, curiosa por amor, vaya a
escucharlo y él se marche en silencio hacia otra mujer que lo cuide y escuche su fantástica
historia de revoluciones y espionajes. El hombre-hijo en abismo, sorprendente como una
matriushka. Yo, mientras tanto, he allegado conciencia suficiente para saber, en contra de la
opinión de Las Cuatro Cenicientas, mis amigas, que lo amo. Que amo a ese hombre tenso y
ansioso, tal vez inofensivo, que ha hecho de la imaginación de biografías revolucionarias, de
heterónimos guerreros, el centro de su ser. Tal vez al saberse tenso y ansioso haya tenido la
idea de inventarse la biografía de un hombre perseguido, hombre que vive en el peligro, como
una manera de disculparse ante las mujeres.
¿Qué más puedo decir?
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Sólo esto: que soy consciente de la importancia de mi acción, de mi amor, para que él continúe
existiendo. Sigo aquí vigilando la calle nocturna, constante en mi papel de incubadora de su
identidad que se multiplica en otros lugares como una pareja de conejos negros impúdicos y
púbicos. Me han dicho algunos amigos que mi hombre ha sido visto en Nueva Zelanda
dedicado a la cría de ovejas. Esperé que dijeran ovejas negras. Pero no, no se atrevieron. Y no
creo. A no ser que las ovejas sean clonadas. Pero no creo. No creo que Juan y mi hombre sean
la misma persona, como insinúa alguno sinuosamente o que hayan escogido ambos a Nueva
Zelanda como refugio. Sería demasiado. ¿O alguno de ellos se está haciendo pasar por el otro
en un vertiginoso y aterrador juego de espejos? ¿Son todos los hombres espías?
Esta historia me contó Carolina o, mejor dicho, imaginé, aquí desnudo en mi cama dominical,
que ella me la contaba, lo que es lo mismo.
Esta historia me hace actor en la vida de Carolina y de Juan. Comprendo que Juan esté
enardecido por causa de esta historia. Esta historia exacerba su pasión. Vivo lo que él más ha
deseado vivir, no lo reemplazo, eso nunca es posible, sólo llevo a cabo su deseo con la mujer
que él ama. Lo desplazo o, más precisamente, me hago pasar por él, lo suplanto. Es decir, lo
escribo. Macero su ego. De alguna manera le robo su vida. Es mi prerrogativa aunque él no
logre verlo de esta manera. De acuerdo con mi proyecto personal, lo imagino escrito. Aquí en
mi cama, desnudo, este domingo en que el sol tirita de fiebre palúdica en las calles.
81
TERCERA PARTE
SOBRE EL ARTE EPISTOLAR
Y LAS SORPRENDENTES FORMAS DE LA MUERTE
82
Video: La tarde del imaginador
El sopor.
El sopor se apodera de los cuerpos después de la opípara comida dominical en casa de los
padres. (Hace un buen rato que sonaron las doce campanadas, estoy comenzando a atrasarme).
La ciudad toma una siesta. Las abuelas sueñan con pudines y con nietos, con los azulejos que
cantan en sus jaulas picoteando papayas maduras, con el novio que no quisieron besar a los
quince años y que luego murió ahogado en las aguas filosas de un río. Los padres sueñan con
sus amantes y con el jefe que los maltrata sólo para divertirse. Las madres tiemblan en sus
sueños, mañana tienen una cita con el hombre que las ha invitado a su apartamento. Las tres
hijas sueñan también, sueños pesados, sueños a caballo entre la infancia y la adolescencia: la
menor sueña con un vestido blanco con encajes azules, largo y escotado que dejará ver la
premonición de sus pechos. La mayor tiene sueños extemporáneos en un país de gangsters
vestidos como caballeros medioevales que la salvan de situaciones apuradas. La hermana de
edad mediana sueña con un hombre que ama cuyo rostro no logra ver. Se depierta y lleva las
83
manos al sexo, se acaricia levemente, con ritmo, hasta que tiene que esconder el grito entre las
almohadas. Así es la ciudad el domingo por la tarde, cuando no hay fútbol. Una ciudad sitiada
por el sopor. Y mientras la ciudad sueña yo soy libre, desnudo en mi cama. Esta es otra ventaja
del imaginador: la libertad. ¿Quién te pone trabas? Nadie puede. Nadie puede controlar los
fantasmas que crea el eléctrico ballet de tus neuronas. Soy libre para imaginar personajes,
parejas, como me apetezca. Para hacer que se amen, casarlas o conducirlas al desencuentro,
embarazarlas, separarlas valiéndome de sus propias depravaciones o por mi intervención
donjuanesca, corromperlas, prostituirlas, elevarlas al deliquio místico, al matrimonio espiritual,
matarlas, cualquier destino por deshonroso o sublime o melodramático que sea. No hay tabús,
no hay mitos a salvo. Inclusive soy libre para aceptar el rechazo afectivo de un personaje, para
aceptar que no me ame, que me desprecie, que me odie. Puedo asimilar que un personaje
desconozca mi existencia, que niegue mi vida en la historia, que utilice el papel que le he
conferido para expulsarme de la historia. Puedo ver con buenos ojos que un personaje me
imagine, me convierta en personaje y disponga de mí. Que me degrade en personaje, a mí su
creador. Puedo aceptar que afirme que yo soy él, que él es el narrador. Que me suplante. Soy
libre para aceptar o, inclusive, para planificar y propiciar mi no existencia. Eso es libertad, ser
libre inclusive de ser. ¿Qué escritura, por no decir qué otra realidad, permite semejante
éxtasis? Tomo el comando y dirijo la cámara hacia la calle: desolada. Es la calle de un pueblo
fantasma. El sereno no vigila. No es hora de que pase el voceador de periódicos. Los niños
devoran helados en sus casas. Las tiendas han cerrado sus puertas. Nadie se atreve a meterse
dentro del sauna de un auto. Ondas de calor juegan alborozadas en la calle como chiquillos a
los que han cedido todo el terreno para armar un partido de fútbol. Nada más. Oriento la
cámara hacia mi cama, hacia mí mismo. Sudo. Imagino. Imagino a Juan y a Carolina cuyo
amor no florece, no debe florecer. Imagino a sus amigas Las Cenicientas allí, como dejadas de
la vida, sin un propósito narrativo. Imagino que Juan escribe sus biografías de una manera
desalmada, gratuita. ¿No es exagerada la saña con que Juan trata a Las Cenicientas?
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Los papeles de Carolina
He reunido dos papeles. Dos rápidos fotogramas que develan dos momentos cruciales de la
vida privada de Carolina. Su vida pública de médica ginecóloga, su éxito, su labor social, sólo
se enuncian en esta historia. Estudiar libros de ginecología y obstetricia sobrepasa mis fuerzas.
Así pues, imagino una nota y una carta que tienen un efecto trágico en la vida de Juan. Lo
llevan a la acción, lo transforman.
LA NOTA DE CAROLINA
La orquesta arranca con mambos y cumbias. Juan camina por el gran salón de fiestas, va de
amigo en amigo, nervioso e incómodo. Beben cerveza y celebran el grado de bachilleres.
Hacen planes para la universidad. Ríen con carcajadas
sin contención, desenfadados y
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desafiantes. Tienen grandes sueños. Casi todos creen en el futuro. Juan duda. No logra
interesarse en el futuro. No sabe si desea el futuro. Desea los labios carnosos de Carolina.
Desea su cuerpo lleno, blando, de tibias redondeces de almohadón. No piensa en el futuro. No
piensa en el tiempo. El tiempo es una abstracción. Piensa en su prima Carolina. Piensa en la
mujer, una pregunta sin respuesta. Un salto al vacío. No se le ocurre pensar en los hombres. En
sus cuerpos todo tensión. Firmeza. Claridad. Es un joven monotemático, sólo el amor, sólo la
mujer, sólo Carolina. Sus ojos buscan a Carolina. La descubren bailando con los compañeros,
poderosa, ágil, dueña de sí misma, temible. Absorbe la alegría de la vida como una esponja.
Tiene las mejillas encendidas, los ojos brillantes, un irónico puñal en la mirada. Y en ese
preciso momento, de manera suicida, la busca y le pide que baile con él un merengue
dominicano.
Bailan lentamente, sin sentido del ritmo. Juan no puede decir una palabra. Su garganta es una
arenera. Cuando va a terminar el merengue, habla. Las palabras le salen a los trompicones,
como caballos broncos, indisciplinados. Dice:
 Carolina, tú lo sabes, te he amado desde que tenía ocho años. Te sigo amando. Mi futuro
será amarte. Siempre.
Carolina se desprende de sus brazos y se encamina resuelta hacia una mesa. Toma un pedazo
de papel y escribe una nota a las volandas, como si quisiera deshacerse de un fastidio. Regresa
donde Juan que se ha quedado quieto en mitad de la pista, en la misma posición, paralizado, y
pone en su mano sudorosa el papelito doblado en cuatro. Lo mira con una sonrisa de sorna y
regresa con sus amigos y con Las Cuatro Cenicientas que se miran unas a otras y ríen y lo
señalan con cuatro rojos índices de irrisión.
Juan conserva todavía, después de quince años, el papelito doblado, ajado, desteñido, repasado
muchas veces. Venía en el paquete envuelto con papel manila que me entregó aquella noche
de confidencias masculinas en la salita con paredes forradas en terciopelo negro. La nota dice:
“Te amaría si quisieras ser alguien importante, un hombre de cine, por ejemplo, un gran
galán…pero eres un pobre tímido que se la pasa jugando con animales de la calle”.
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Quiero, sin embargo, ser justo con Carolina. De ninguna manera deseo dar una idea falsa de
ella. No ha sido irremediablemente atrapada por la lepra contemporánea: la superficialidad, la
banalidad. Aunque así parezca. Es sólo que su destino está siendo gobernado por un dios
irónico y maltratador: el imaginador acostado, desnudo, en su cama dominical. Por eso he
incluído el documento en el que monologa de manera honda, lírica y muestra una parcela de su
interioridad. En esta historia, que estoy imaginando ya al borde del medio día, hacía falta,
desde hace un buen rato, un toque de interioridad de nuestro personaje femenino central. No es
cosa de mostrar solamente su exterior, por más atractivo y deseable que sea.
LA CARTA MISERABLE
Querido Juan:
Has sido muy hermoso conmigo durante estos cinco años de mis embarazos y te debo mucho.
Lo primero que te debo es decirte la verdad. Pienso que estás equivocado. Que has confundido
tu identidad. No eres un verdadero donjuán. Tu don no es el amor o el sexo, esa es una falsa
percepción, no imaginas qué tan falsa. Pero escucha la opinión de una mujer. Tu verdadero
don es el que desechaste porque es muy peligroso vivir con él en este áspero mundo: la
sensibilidad. Mira tu cine. Lo importante de tu cine no es el amor que cuentas porque lo has
vivido, esa especie de cinemateca de tu machismo, sino la poderosa poesía de tu mirada
cinematográfica. Eso has intentado ser, un cineasta, un poeta de la imagen. En ese sentido,
sólo en ese, has alcanzado cierta forma de la libertad. Algún éxito. Pero eso no es suficiente ni
para mí ni para ti. Te divierte el cine pero no lo amas. No tienes una gran pasión por el cine. El
cine no es para ti una causa que merezca dedicarle la vida. Tal vez has equivocado el camino.
Tal vez tus juegos de niño, tus juegos de tardes enteras en el patio de tu casa, a veces
acompañado por tu amigo Luis Mejía, siempre tan extrañamente cariñoso contigo, tus juegos
con animales desprotegidos, heridos, cojos, maltrechos, rescatados de las alcantarillas, hayan
sido lo más parecido a una pasión en tu vida. Tal vez ese sea tu camino. Tal vez si te conviertes
en un hombre con
una causa.
Una causa ecológica. Tal vez entonces podré amarte.
¿Recuerdas la ecología, uno de los siete elementos que definen tu vida?
87
Ahora no puedo amarte de la manera que deseas. Necesito vivir mi propio arte, el arte de amar.
Ya está bien de maternidades. En realidad yo soy más donjuán que tú. Yo soy el verdadero
donjuán, el único posible. La mujer es el único donjuán posible en los tiempos que corren.
Aunque por momentos yo misma me epeñe en negarlo. ¿Cómo no lo has comprendido? Por
eso me voy. Y debes tener claro que no me voy porque esté enamorada de un hombre, que es
lo que hacen siempre las mujeres. Si amo a alguien es a ti. Dejo al esposo y a los hijos. No me
voy con un hombre. Me voy con los hombres. Hablarte de esta manera clara y desgarrada es
mi forma de ser honesta y coherente conmigo y contigo. Te he querido mucho aunque no lo
parezca. ¿Cómo no te iba a querer? Tú me has regalado la libertad.
Breve visita
Con informaciones que he encontrado aquí y allá, con medias conversaciones que he escuchado
escondido detrás de las puertas, interpretando miradas de significado dudoso pero sugestivo,
con alusiones que quieren contar lo que callan, he armando una escena que resulta conveniente.
Puedo suponer que Juan hizo una corta visita a Carolina antes de regresar a Nueva Zelanda la
noche en que conversamos en el cuarto forrado con terciopelo negro.
Y que en esa
conversación Juan declaró nueva y testarudamente, contra toda esperanza y toda lógica, su
amor a Carolina. Le rogó que se casara con él. Le expuso sus motivos. Argumentó que él sabía
que ella lo amaba. Es más, sabía que ella lo esperaba y que inventaba historias de vida en
común con un hombre que ha dedicado su vida a una causa. Le inventaba y se inventaba
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personalidades, identidades y que, además, imaginaba para ambos identidades inventadas que
se inventaban nuevas identidades para enmascararse, como escondiéndose en una cebolla: Juan
dentro del imaginador dentro del hombre que ha dedicado su vida a una causa. Toda una trama
con la que intentaba esconderse de la única verdad: lo amaba. Pero Carolina permanecía
inflexible. No hay tal, contestaba, tú inventas que yo invento para persistir ciegamente en un
amor imposible por inexistente. Fría y lejana Carolina. Cuántos quisieran el amor que tú
desprecias.
Movido por este nuevo rechazo Juan hizo maletas y regresó a Nueva Zelanda. ¿Cómo podemos
los hombres ser tan ciegos para ver algo donde no existe y para no verlo donde existe?
Estadísticas del don
Carolina:
Ésta es una representación estadística de las pequeñas historias de amor que te contaba cuando
regresabas, alegre y turbada, de tus partos. Cuatro meses en que daba vueltas como una peonza
enloquecida. Esta es una de las manifestaciones más perversas del don. Se mostró en forma de
un crescendo inatajable a partir del primer interembarazo, es decir entre tu primer y tu segundo
embarazos. De allí en adelante el número de muchachas que venían a mí como caídas del cielo
se comenzó a duplicar. Puedes ver las cifras en el cuadro que he preparado.
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Interembarazo
Muchachas por semana
Muchachas
en cuatro meses
Primer interembarazo
2
32
Segundo interembarazo
4
64
Tercer interembarazo
8
128
Cuarto interembarazo
16
256
30
480
Total
Pienso que el cuadro te da una idea del desbocamiento del don. De su dramatismo cuantitativo.
De mi desasosiego. De lo perverso de la obsesión. De la manera como la conjunción de tu
presencia amorosa y el trabajo cinematográfico
me conducían a un ballet borracho y
desenfrenado. Es un ejemplo claro de cómo el éxito desmedido es en sí una derrota y de cómo
el placer multitudinario se transforma en angustia. Por supuesto el único responsable fui yo.
Este cuadro es la medida de mi donjuanismo. Aunque comparada mi actividad sexual con tus
experiencias como morena intelectual, con tus esfuerzos científicos que sumaron quince mil
seiscientos hombres y mujeres, qué ridículas se ven mis ejecutorias, amada Carolina.
Comprendo ahora por qué no me consideraste un gran amante y por qué no pudiste, en
consecuencia, amarme.
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El arte epistolar de la constancia
Juan me envió, desde Nueva Zelanda, copia de la siguiente carta que había enviado a Carolina
antes de su viaje a la ciudad. Su texto sugiere que mi sospecha de una entrevista con Carolina
puede ser verdadera. Es una copia manuscrita de puño y letra de Juan, con la barroca caligrafía
aprendida en la escuela primaria.
Mi amada Carolina:
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Tú eres la única que lo sabe.
Siempre lo has sabido. Antes de que yo lo supiera lo sabías tú. Sólo tú conoces el motivo por el
que me vine a vivir en Nueva Zelanda. Nunca lo hemos conversado como conversamos tantas
cosas. Pero yo sé que tú lo sabes. Te lo he estado contando durante quince años, es más, durante
toda mi vida.
Nueva Zelanda es lo que tú deseas que yo sea.
Esta certidumbre hace más fácil decirte lo que tengo que decirte. Eso he estado haciendo todos
estos años, construyendo catedrales allá y acá. Construyo catedrales para decirte que te amo.
¿Para qué más sirven las catedrales?
Las catedrales son una declaración de amor y, en algunos casos, de temor.
Construí la primera catedral sin darme cuenta de que construía una catedral, aunque fuera
pequeña, una catedral bonsái: mis cursis poemas de amor adolescente de que tanto te reías con
Las Cenicientas. Apuesto a que todavía los guardas en el fondo del baúl. Aún te gusta reír. Lo
sé. Aunque tu risa no tenga ya la crueldad del presente sino la nostalgia del pasado.
El cine es mi segunda catedral. Cuatro largometrajes premiados. En todos eres el personaje
central, la estrella, la diva. Inclusive en las escenas en que no apareces personalmente, aun en
esas escenas eres el centro, el eje sobre el que todo gira. Tú sabes lo que digo. Hice cine para
que me amaras. Tú querías que fuera un hombre de cine. ¿Recuerdas la nota que me escribiste
en nuestra fiesta de graduación? No quisiste bailar conmigo pero me escribiste una nota.
Aunque no las alcancé a filmar dejé listas las historias para una película sobre Las Cenicientas.
Tus amigas del alma. Tus tenebrosas amigas. Otra manera de buscarte. De buscar que me
amaras. Interesarme por el mundo de tus afectos aunque ese mundo fuera mi enemigo. Aunque
su sorna fuera mi muerte. Tercera catedral.
Mi cuarta catedral fueron las pequeñas historias de amor. Los desafueros del don de Juan. Las
historias que te contaba y que no quise escribir. No hubiera terminado nunca. Todo lo que
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sucedió fue a causa de mi amor por ti. ¿No has comprendido que tú has sido mi único amor?
¿Que debí hacer un esfuerzo termonuclear, casi suicida, para desplegar la personalidad del
seductor que no soy? ¿Que me convertí en el centro de una tormenta sexual que casi me
destruye sólo para tener historias que contarte y para que me amaras, para que por lo menos no
te aburrieras conmigo durante tus embarazos? Una extraña forma de amarte, ya sé. Contarte
mis encuentros con otras mujeres. Tú me escribiste en aquella nota que si me convertía en un
gran amante, en un galán de éxito, tal vez llegarías a amarme. ¿Recuerdas? Tú eres la única
mujer que he amado. La única mujer con quien he deseado hacer el amor. La única con quien
deseo hacer el amor. Tuve que ejercitarme noches enteras en el arte de contar historias cortas.
Leer a Chejov, a los cuentistas americanos de la ficción súbita. No se me da fácil. No se me da
de ninguna manera, en absoluto. Imaginar historias cortas como si las estuviera escribiendo es
para mí un ejercicio de humildad, como echarme ceniza en la cabeza. Una tortura que me
enmudece como tragar vidrio derretido. Como ver a la mujer que uno ama hacer el amor con un
enemigo. Cosas así. Pero hice un gran esfuerzo. Hasta que pude contarte una semana de
desenfreno, seducciones, decepciones, despechos, traiciones e impotencias. La cosecha típica
de un seductor. O simplemente de un hombre. Sólo para que me amaras. Ese era tu deseo: el
único camino que me dejabas para amarte era amar a muchas mujeres que no amaba.
La Hacienda La Carolina. Cobijada por la niebla en junio. Barrida por el viento de septiembre.
Con un sol áureo, casi líquido, derramándose en el aire la mayor parte del año como un rey
Midas del clima. Cien hectáreas de pastos técnicamente cultivadas que descienden desde el
acantilado a la orilla del mar hasta la llanura de Oriente. El mar todos los días, a todas horas.
Construí durante quince años una casa para ti y tus hijos, cuando nacía otro hijo yo construía
otro cuarto, le ponía un nombre, el nombre que le dabas al hijo. Me dije: “Algún día lograré ser
el hombre que dedica su vida a una causa”.
La casa tiene una sala amplia con ventanales y puertas para el verano y con chimenea para el
invierno. Terraza para los días despejados porque amas los horizontes abiertos para mirar el
paisaje con una vieja pistola del Oeste en las manos. Baño con luz natural que entra por una
claraboya y una gran tina porque te gustan los placeres del agua. Una piscina pequeña y el
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mar al que se baja por un camino de piedra con barandales. Veinte mil ovejas que dan lana,
carne y quesos. Una cuadra con enramada a la que he dado un nombre presuntuoso: Hospital de
animales San Francisco de Asís. Los vecinos traen los animales enfermos, los propios y los que
recogen en los caminos, los trato, los alimento, les devuelvo la salud y, a muchos, la libertad.
Últimamente los animales han comenzado a venir solos cuando se sienten enfermos. Se ha
regado la noticia. Mira, hay ovejas, perros, koalas, garzas arroceras, ratones, cucarachas caseras,
hasta una gran serpiente envejecida que ha perdido la fuerza y deambula por la casa y los
jardines alimentándose de grillos. Pero sobre todo hay conejos negros que se reproducen
irresponsablemente, mariposas negras inmensas como sábanas voladoras, cisnes negros, ovejas
negras, palomas negras. Son mis preferidos. Los cuido con más esmero, como si estuvieran en
la sala de cuidados intensivos. Los acaricio largamente todas las mañanas, los alimento, les
hablo, aspiro sus perfumes, los beso. Son mi consuelo. Mi manera de recordar tu intimidad. La
casa es amplia para que corran tus hijos, todos tus hijos, tus ocho hijos supervivientes, y tengo
caballos en la cuadra para que los menores vayan a la escuela del pueblo. No hay muchos
vecinos, eso sí, pero los que hay son fieles y sinceros, nos reunimos los fines de semana en las
casas por riguroso turno y nos brindamos comida, bebida, música y amistad. Todos viven en
parejas, menos yo que sigo esperándote. Son fuertes y burdos campesinos, hijos de Albión, se
bañan una vez al año y huelen a camello, ninguno ha leído un libro en su vida pero son sinceros
por falta de imaginación. Gente de una pieza, sabes a qué atenerte con ellos. ¿Qué más puedes
desear? Pertenezco a un club de ecologistas y nos reunimos en diferentes pueblos y ciudades
cada mes para organizarnos y luchar por la conservación del medio ambiente. Porque has de
saber que en La Carolina y en muchas otras granjas el aire es limpio y están prohibidos los
insecticidas y los fertilizantes químicos, los motores de explosión, los teléfonos, los venenos
para matar hormigas, las mujeres infieles y los sacerdotes. Estamos por fundar aquí un partido
verde. Tengo cincuenta perros pastores, inteligentes y amistosos, a los niños les encantará jugar
con ellos. He ido diseñando y trabajando un jardín que rodea la casa con plantas nativas que
florecen con colores inusitados, como flores del planeta Mongo, moradas, platinadas,
transparentes como vidrio, flores de humo y de agua, flores carnívoras, flores venenosas que
pudren en veinticuatro horas al que las toque. Es alucinantemente hermoso, surrealista, como
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vivir dentro de un sueño, dentro de un deseo, dentro de una utopía. Sí, a veces me asalta el
temor de haber construido eso, una deleznable imaginación: el amor como utopía
melodramática. Tengo, sin embargo, la esperanza de que vengas con tus hijos a vivir en La
Carolina. Ese sería el final feliz que nunca pude dar a mis películas.
La sexta catedral la he construido con cartas. Durante quince años te he escrito una carta
semanal. Te he contado detalladamente mi vida cotidiana, la anchura del pecho que da vivir en
una tierra sin cercas, el mar, el desafío de la navegación a vela, las tormentas, los desvelos de la
granja, la soledad, el silencio que acecha en los oídos como un asaltante, las fiebres malignas.
Algunas noches he escuchado los dinosaurios que pasan en manadas por el lado de la casa y
beben en la piscina. No me he atrevido a salir. Mis cartas han conformado un diario cuyos
capítulos semanales te he enviado puntualmente. Si haces cuentas son alrededor de ochocientas
cartas. Algunas de esas cartas hablan de ti como si estuvieras conmigo en La Carolina. He
deseado tanto la cotidianidad contigo, la vida sencilla, levantarme y encontrar tus ojos, respirar
tu calor. ¿Qué has hecho con las cartas? ¿Las has leído? No puedo aceptar que ni siquiera las
hayas abierto. No puedo creer que hayas perdido el don de la curiosidad hasta ese punto. Pero
he llegado a pensarlo porque nunca has respondido. ¿Cómo puedes recibir cartas de amor desde
el otro lado del mundo durante quince años y no responder aunque sea una? ¿Cómo? Necesitas
más de un baúl para guardarlas. ¿Te has sentado a leerlas con Las Cenicientas? ¿Se han sentado
a burlarse de ellas como de mis menesterosos poemas de adolescente? ¿Qué piensas hacer con
ellas? ¿Piensas en el valor que tendrán para un editor después de mi muerte? ¿Las has ido
echando al tarro de la basura? ¿No has caído en cuenta de que ellas constituyen una novela, la
épica de vivir una nueva vida salvaje en una tierra de pioneros, la épica de la cotidianidad
iluminada por un amor lejano, no correspondido, un amor de otro planeta? ¿Dedicar la vida a la
construcción de un mundo para que venga a vivir el ser amado que ni lo ama a uno ni quiere
venir a vivir en ese mundo y que ni siquera lee la novela que el hombre escribe con su vida?
Demencia, eso es, demencia. Demostración de la inutilidad de la literatura en el amor, la
impotencia de la escritura, su papel superfluo que se limita a contar historias incapaces de
conmover el corazón de una mujer.
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La séptima catedral soy yo. He moldeado mis sueños, mis pensamientos, mis actividades, mis
causas, mis proyectos, mis viajes, mis afectos, mis palabras, mis odios, mi neurosis, mi
indomable esquizofrenia, mis perversiones, mi doloroso fetichismo, mi castidad de donjuán
retirado,
mis feroces sueños eróticos, mi identidad completa, siguiendo tus deseos, tus
sugerencias, tu necesidad de mantenerme lejos, tus órdenes, tus notas en sudados papelitos, tus
“cartas miserables”.
Soy un personaje creado por ti, mi amada doctora Frankenstein .
Pero ni aún así has querido amarme.
No pierdo, sin embargo, las esperanzas. Próximamente viajaré a tu ciudad. Iré solamente a
preguntarte si me amas, si te casas conmigo, a invitarte a vivir en este mundo que he construido
para que vivamos juntos, Carolina. Quiero que lo sepas de antemano. Quiero que lo pienses
porque espero una respuesta.
Video: El ocaso del imaginador
¿Para qué inventar personajes si no me puedo enamorar de ellos? ¿Si no puedo hacerles el
amor cuando desee? No solamente en el momento en que me acose la pasión sino, sobre todo,
en el momento de la vida de ellos que me apetezca: Carolina apenas núbil, adolescente,
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adulta, anciana, en un instante de soledad e indefensión o en el momento de máximo deseo
amoroso por otro personaje. ¿Qué importa? Tengo el poder para quebrar su voluntad. Soy el
narrador. ¿Qué voy a hacer entonces con Juan? Tiene una visión estadística, desapacible, del
amor. Tendrá que aprender muchos secretos sobre el arte de amar a una mujer. Mientras él
cuenta sus eyaculaciones con ese rebaño de mujeres que desfila por su espacioso apartamento
taller yo invito a Carolina a un café y a una conversación y hago que ella me invite a su
pequeño apartamento y me muestre la ventana que mira al oscuro callejón que vigilará todas
las noches con una vieja pistola del Oeste en el regazo. No será fácil vencer su renuencia. Algo
le molesta. Entramos. Mira nerviosa un baúl lleno de cartas con estampillas y sellos de Nueva
Zelanda. Le echa llave y pone encima un tablero de ajedrez. Se dispone a preparar otro café. Se
pone un delantal de cocina con símbolos químicos en colores. Echa el café en la cafetera, la
cierra y la coloca en el fuego. Me mira tratando de medir mi empecinamiento. Aunque la noche
es calurosa se pone un suéter grueso de mangas largas. Como un guerrero medieval se va
metiendo dentro de una armadura aunque sabe muy bien que todo será en vano. Por supuesto,
con ella no usaría la fuerza. Me gusta demasiado el personaje para un desenlace tan prosaico
que al fin y al cabo sería una derrota de la imaginación. Me hago el firme propósito de no usar
la fuerza física con Carolina. Perdería mucha hondura, mucho placer, mi relación con ella, con
los hijos que me prometo procrear con ella. Me siento a saborear el café, la miro
insistentemente, en silencio, hasta que comienza a quitarse el suéter, el delantal químico, el
chaleco azul bordado con rosas de frivolité. Se dedica a observar, muy concentrada, el cuadro
de Matisse que muestra una esquina de Marruecos desde una ventana: sugiere mujeres que
esperan en habitaciones sombreadas, sin ventanas, que tejen y lavan mientras sus hombres están
ausentes en alguna guerra. Carolina, en cambio, ama las ventanas, abren un espacio sin la
perentoria orden de salir a vivirlo que exije una puerta. Mirando el cuadro de Matisse,
imaginando algunas de sus lecturas posibles, intenta evadir mi mirada, aunque tiene claro que la
sigo mirando. Se levanta con renuencia, protestando su propia decisión, va a la cocina y trae dos
vasos y una cubeta con hielo. Sirve dos whiskys. Espera a que se calme el ruido de los cubos de
hielo que estallan en el licor. Cubre el vaso con una servilleta de papel. Pone en la mesita, junto
a mí, un portavasos. Me ofrece el vaso lleno hasta la mitad. Se sienta nuevamente. Aparta la
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mirada y la pone con desgano en el líquido amarillo de su vaso de cristal cortado. Me sonríe
desalentadamente, con displicencia, como quien desempeña un oficio con destreza pero sin
deseo, para intentar desanimarme. Con un impulso que no parece controlar se suelta el pelo. Un
matorral crespo, enredado, negro, que ilumina su rostro por un momento. Imagino blanco ese
pelo enmarañado y transformo a Carolina en abuela, con arrugas entrecruzadas y la piel sucia
con manchas de la edad. Sólo los ojos negros y anchos, tristes, dulces, conservan una juventud a
toda prueba. Esos ojos me miran ahora, mientras sorbe un poco de whisky, con la comprensión
de lo que fue inevitable en el pasado, una anécdota del pretérito remoto que hace tiempo nos
hemos perdonado como se perdona el adulto una travesura infantil. Intenta desanimarme
mostrándome la insignificancia de un acto meramente carnal, tan sólo un ejercicio de los
músculos, una gimnasia. Los labios húmedos y los dientes grandes son también jóvenes y
hambrientos. Me acerco y los beso. Ella se deja, sin aspavientos de rechazo, sin respuesta.
Como alguien que sabe cómo ofender. Esa abuela sabe demasiado, me digo, me pone nervioso
y la imagino niña, casi como una venganza, con el pelo partido en dos colas de caballo laterales,
apretando contra el sillón el maletín del colegio con pegatinas de Bambi y de los Simpson. Le
preparo un chocolate caliente con magdalenas y nos ponemos a hacer la tarea de aritmética,
quinto curso de primaria. Balancea las piernas delgadas y de su falda recogida sube el aroma del
sudor que ha acumulado durante el día. Un olor a biología, a crecimiento, a inocencia, que me
abre el apetito. Toco con descuido sus manos pequeñas, aceitadas, untadas de tinta verde y roja.
Su labio superior tiene todavía restos de chocolate y su cuello es terso y blanco. Quiero ver
cómo será ese cuello a los veinte años. Carolina se levanta del sillón, se dirige a la cocina y se
prepara una ensalada. Prepara también en la licuadora una espesa mezcla de aceite, cristales de
sábila, un banano maduro, dos huevos y azúcar. Unta el preparado en el pelo negro que le
inunda el rostro y los hombros: se ha afeado lo más que puede para disuadirme. Se sienta
nuevamente en el sillón y mientras espera a que la untura haga efecto pica en la ensalada y se
arregla las uñas de las manos y de los pies. Bebe sorbitos del vaso de whisky. Lee y repite para
aprender de memoria asuntos sobre el aparato reproductivo femenino: su lectura salmodiada
resulta un cinturón de castidad. ¿Quién puede desear esos órganos convertidos en anatomía, en
fisiología? Estudia medicina y desea ser ginecóloga. Sube las piernas a la silla. Están
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desnudas y son morenas y bien formadas, tiene los dedos de los pies separados con algodones.
Una camiseta casi transparente cubre su pecho hasta más arriba del ombligo. Sus senos son
fuertes y ampulosos. Puedo ver la roseta granulosa y los pezones erguidos. Pero el emplasto
amarillo que distorsiona su cabeza y sus palabras erizadas de disecciones anatómicas la
transforman en un monstruo. La boca es fresca, húmeda, los dientes grandes, como la boca de la
abuela. La boca y los ojos de Carolina permanecen inmutables, incambiados por el tiempo. La
imagino abuela: tiene los brazos separados para cuidar las uñas de sus manos recién pintadas y
le doy un beso, prolongado e inquisidor y meto mis manos en sus senos. Me mira con rencor.
Yo insisto y ella toma el vaso de whisky y bebe. Hace buches. Parece que se estuviera
desinfectando la boca con el licor. No la soporto y regreso a la Carolina adulta, la que me ha
invitado a su apartamento. Continúo mirándola con insistencia. Ella se levanta, se quita los
zapatos y camina descalza por el piso de madera. Sus pies son limpios, sin callosidades, como
los pies de una niña. Hermosos. Acariciables. Pone hielo y whisky en los vasos vacíos. “Sácate
la camisa, por favor”, le digo. Ella obedece, desabotona perezosamente los seis botones rojos y
se quita la camisa. El sol cae directamente sobre su pecho. Sus senos siguen siendo fuertes y
ampulosos. Unas rayitas que parten de la corola hacia la base atestiguan sus múltiples
maternidades. Los beso lentamente. Comienzo en la base, subo en lentas espirales y me acerco a
los pezones. Carolina cierra los ojos. Su cuerpo huele a limón, a canela, a leche tibia. Se
levanta y saca del horno los canelones de ricota. Pone la mesa y sirve para dos. Almorzamos en
silencio. Ella va y viene con los senos desnudos. Una gota de salsa cae en su seno izquierdo, se
desliza lentamente. Lo limpia con la servilleta y sigue comiendo. Una pequeña humedad brilla
en la superficie del seno donde cayó la salsa. Bebemos al tiempo un sorbo de whisky. Siento un
pequeño impulso de impaciencia. “Sácate la falda”, le digo. Carolina devuelve al plato el
bocado que se llevaba a la boca, se levanta, afloja el cinturón y baja la falda. La cuelga
cuidadosamente en un asiento. Regresa a los canelones. Bebe otro sorbo de whisky. Pero no es
con esta Carolina adulta y diez veces madre con quien quiero tratar ahora. Con la Carolina
primeriza, eso, con ella. Visto como Pedro, el comerciante en materiales de construcción, viajo
con Carolina a París, entro con ella en el lecho de bodas. Engendro de manera poco entusiasta
sus cinco hijos con mis espermatozoides perezosos y me adelanto a Juan que la recibe, ya
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preñada, en su apartamento taller de cineasta libertino. Soy el padre de sus cinco primeros hijos.
Presencio los pataleos existenciales de Juan por apropiarse de esas cinco paternidades. En vano,
porque ningún hijo lo reconocerá por más que los haya amado más que yo, su padre biológico.
Así que regreso a la abuela. La abuela termina los canelones, recoge los platos y los lleva a la
cocina, los lava y los pone en el escurridor. Sólo viste panties. El resto de su cuerpo está
desnudo. A pesar de los años sus piernas siguen en buena forma. Sus brazos y sus senos, en
cambio, se han puesto flojos y escurridos. Acaricio sus senos. Siento un estremecimiento, algo
a caballo entre el placer y la angustia. Arreglo su pelo hacia atrás y le coloco entre el pelo y la
oreja una rosa que tomo del florero de la mesa. Ella me mira y sonríe. La beso nuevamente en la
boca y después en la mejilla derecha. Tomo sus manos. Ella se zafa con brusquedad y vierte
más whisky con hielo en los vasos. Arregla el florero que estaba un poco cargado de flores
hacia la derecha. Coloca un broche negro en su pelo encanecido. Bebe el vaso entero de un solo
trago. Entonces está lista. La tomo con los cuidados que merecen su edad, sus sequedades. Ella
no reacciona, sólo me recibe, resistencia pasiva. Uso la lentitud como estrategia, puedo durar
horas si ella me desprecia. La abuela comprende y aprieta mi brazo con su mano sarmentosa y
su grito es un desganado recuerdo traído con urgencia y esfuerzo del pasado para defenderse. La
abuela no movió durante todo el tiempo ni un músculo de la cara. Se quedó mirándome
fíjamente, con cara de palo, como si la enfermera le hubiera aplicado una inyección de aceite.
La abuela ya lo sabe, ya lo ha vivido en su cuerpo. Se transforma a sí misma en una muñeca de
trapo para negar el placer, para disminuirme. Me levanto disgustado. Pienso en Carolina
adolescente, precisamente la noche de nuestra fiesta de grado, la noche en que le escribió la
nota a Juan. Desplazo fácilmente a los amigos que la cortejaban con algún truco barato y la
llevo al apartamento. Juan nos ve salir juntos. Se queda mirándonos con una mirada bovina.
Fundo cinematográficamente ese momento con el momento en que Carolina espera con la
cabeza enmelocotada con la amarilla mezcla que acaba de preparar. La tomo de la mano y la
conduzco a la ducha. Abro el grifo y undo mis manos en la melaza que endurece su cabello.
Enjabono su cuerpo. Me meto yo también en la ducha y dejo correr el agua hasta que estamos
limpios. Escurro su pelo, abundante y áspero. Lo seco con una toalla, brilla por el tratamiento
con el bálsamo casero. El agua chorrea por su cuello y empapa la camiseta de algodón que
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le he puesto. La tela mojada marca las clavículas y los senos perfectos. Le pongo unos blue
jeans que se ciñen a sus piernas, a sus glúteos. Cuelgo en su cuello el collar de coral negro.
Calzo sus hermosos pies con los tenis blancos, rotos a propósito. Me retiro un poco y la miro.
Es hermosa. Realmente hermosa. “Bájate los pantalones”, digo. Ella se los baja lentamente. El
vello púbico es amarillo. Lo ha teñido para una apuesta con sus compañeras de clase. El
amarillo luce extraño en el cuerpo de una morena. Lo toco con suavidad. Es como un vellón de
seda. Acaricio su sexo lentamente. Carolina se aprieta a mi cuerpo con fuerza. Su rostro
comienza a dar señales de congestión. Sube su color, cierra los ojos, cierra los músculos de las
piernas. Agarra el vaso con whisky y lo apura sin respirar. Los movimientos son rápidos y
violentos. El placer es casi instantáneo. Se desmadeja y se tira en el sofá, boca abajo. Su espalda
brilla, no sabría decir si es agua o sudor. Preferiría que fuera sudor, sería más excitante. Camino
alrededor del sofá, mirándola. Quiero grabar en mi mente esa imagen, la imagen de la
perfección. Cierro los ojos y llamo a la niña Carolina. Trece años tal vez. Aparece desnuda. Mi
mano sigue en su sexo que ahora es lampiño, suave, dulce, pequeño, indefenso. Sus piernas son
delgadas y sus caderas estrechas, sin definir. Vive ese momento: su cuerpo puede pertenecer a
un niño o a una niña. Mañana comenzará a ser mujer. Hoy todavía disfruta la complejidad de lo
indefinido. Mientras lo acaricio con movimientos hacia arriba y hacia abajo recuerdo una tarde
en el barrio de nuestra infancia. Yo le rogaba que fuéramos novios, que me dejara besarla y ella
me miraba como se mira un despojo que uno se encuentra en un charco en la calle, “no
decía no me gustaría besarte, sería como besar un sapo”. Continúo con los movimientos y
me acerco a su boca. La beso a gusto, cuanto deseo, la beso ahora y en el momento de su
negativa. Su boca es dulce y quieta. Su saliva es delgada, espumosa, hierve en mi boca como
champaña y bebo con ansiedad como un hombre que ha atravesado el desierto. Después de su
hiriente negativa comencé a frecuentar el patio de Juan, cuidábamos animales. Los domingos
los bañábamos con una manguera y jabón desinfectante, los curábamos, los peinábamos. Y
después nos bañábamos desnudos, nos estregábamos con estropajo y nos echábamos agua por
todo el cuerpo. Juan tenía piernas delgadas y manos suaves. Caderas estrechas. Ojos azules,
azules. Y entonces siento ese impulso. Tal vez haya imaginado la historia de Juan y Carolina
sólo para llegar a este momento. La recuesto sobre el piso de madera, abro sus piernas
101
delgadas, miro sus ojos asustados, beso su sexo, lo lamo lentamente durante un buen tiempo,
observo su rostro, todo el tiempo observo su rostro indefenso de niña, recuerdo aquello del beso
del sapo y entro en ella sin contemplaciones. Sus ojos de miel, amplios,
se pierden en el
vacío, vierten lágrimas, me miran como si estuvieran a millas de distancia, grita, grita sin
control, retuerce su cuerpo como si estuviera haciendo un gran esfuerzo doloroso. Alrededor de
sus labios hay todavía un círculo de chocolate. Ahora sus ojos enrojecidos me miran no sé si
con odio o con angustia o con gratitud o con plenitud o con decepción, no sé, o como quien
juega a las muñecas o a papá y mamá. Es una niña. Puede también ser un niño. Es el rostro de
una niña y el rostro de su desaforado placer venéreo es una incongruencia que estalla. Me bajo
lentamente. Ella cierra los ojos. Yo también cierro los ojos. Sus ojos de placer no consentido,
involuntario, disfrutado. Ahora comprendo. Eso es lo que deseaba conocer. Tal vez todo esto lo
he imaginado para ver sus ojos de placer, para sentir sus caderas estrechas en mis manos, sus
piernas delgadas abiertas como un compás. Este es el poder que tengo como imaginador. El
poder. ¿Es esto el poder, querido Juan? Juan debe estar un poco enojado conmigo por el rumbo
que ha tomado mi relación con Carolina. Después de que hicimos el amor conversé con
Carolina adulta toda la noche sobre mi trabajo clandestino, sobre la misión a que he dedicado
mi vida, incubador de revoluciones, traficante revolucionario de mortíferas tecnologías de
punta, agente clonador de líderes que transformarán el mundo. Ya se sabe. Con esa historia y un
viejo revólver inútil me he sentado a vigilar el callejón que desemboca en la ventana de su
apartamento. He vivido con ella muchos años y le he dado cinco hijos más. Diez en total. Le he
dado diez hijos. Cifra no despreciable. Buena contribución a la demografía nacional. Supongo
que esto borrará cualquier duda que pueda existir sobre mi patriotismo y sobre mi masculinidad.
Ahora ella es la incubadora de mi identidad. Por supuesto, Juan debe estar enojado conmigo.
Debe estar tramando algo contra mi intromisión
en su vida. Es natural. Tal vez quiera
destronarme, despedirme y asumir él el papel de narrador de su historia. Pero no lo conseguirá.
Ya es demasiado tarde. Ya he tomado ventaja. Ya he llegado a ciertas conclusiones. (El reloj da
seis campanadas, distintas, secas. Me he ido atrasando paulatinamente. Me enredo con esta
historia, me extiendo demasiado en algunos acontecimientos).
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103
Juan reflexiona sobre el don de Juan
¿Cómo recoger los hilos de esta historia que pretende ser la historia de la obra de un hombre
llamado Juan? Aunque es también mi historia ¿verdad? Imagino. Imagino que reúno una serie
de documentos, cartas, entrevistas, reflexiones, recortes de periódicos, notas personales,
consejas de amigos y que con ellas intento redondear la narración imaginaria. Porque algo tiene
que suceder ¿verdad? Veamos:
¿El don del amor? ¿Qué ha salido mal con el don del amor? Que no se puede parar. Es un
vehículo defectuoso. Así es el don, tómalo o déjalo. Este don sin frenos me conduce a una
carrera desbocada, hecha de velocidad, en la que tienes que estar alerta cada segundo para no
desbarrancarte. Acabo de regresar de ese infierno dulce. El problema no es, sin embargo, como
puede parecer, el número exasperante de relaciones amorosas y su decreciente duración, ni la
torturante obsesión que le crea a la mente, el suspenso sobre cuál será la muchacha siguiente,
el deambular por los hoteles, los aeropuertos, las universidades, los colegios, los espacios
donde se reúnen las muchachas. Tampoco lo derrota a uno la manera como esta obsesión
excluye cualquier otro interés, la terrible monotonía, el hastío, en que se transforma la vida
cuando todo se reduce al sexo: te aseguro que lo llegas a odiar. Tener el don es la mejor manera
de odiarlo. Lo más terrible tampoco es la pérdida de autoimagen, lo poca cosa que uno se siente
seduciendo muchacha tras muchacha sin ningún esfuerzo ni mérito. El don es un campo
minado para la autoestima. El golpe que lo noquea a uno es, sin embargo, un descubrimiento
más simple. Tal vez no hayas hecho dinero. Tal vez no seas un ejecutivo de renombre. Tal vez
no hayas adquirido poder en los pasillos de la política. Pero has amado a una multitud de
mujeres. Y entonces no puedes evitar preguntarte lo que no has querido preguntarte: ¿Qué es
amar? ¿Qué es el amor? No es la pregunta lo que te derrumba, sin embargo, porque no eres un
filósofo, ni la ética de tus acciones, ni el pensar que algún día ya no serás un amante tan
fogoso. Lo que te tira a la lona como un recto a la mandíbula es todo lo contrario: me he
enamorado de ti tres veces, cinco veces, mil veces, para ser concreto. Pero no me noquea
precisamente el exceso de amor no correspondido, el maldito despecho, sino el no poder
104
amar a pesar de estar enamorado. Ese es el corazón de mi dolor: haberme convertido en un
profesional del amor, gozar del ilimitado don del amor y no poder amar a la mujer que amo. No
he vivido para un gran amor sino para múltiples pequeños amores, así en plural. ¿O será para
el sexo? ¿Para el coito mondo y lirondo? No he logrado hacer de nuestro amor un apasionado
largometraje sino un amontonamiento de videoclips. Tal vez por el desasosiego que me crece
en la garganta como un hueso he pensado en Bellauroras, un film que recoja las pequeñas
historias, como un puzzle de amores que construya con un enjambre de historias una historia
única, honda y resplandeciente. Y pensar que esta, mi Carolina, ha sido tu voluntad, tu
mandato: me has llevado a amar a otras para que no te amara, para que no te pudiera amar.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Quién ha dañado de esta manera tu corazón? ¿Y por qué me he dejado
conducir a una trampa tan ingenua, tan desarmable?
105
Muerte de película
Mientras imagino, desnudo en mi cama, escucho el roce de un sobre que deja el cartero debajo
de mi puerta. El sobre no tiene remitente, ni una nota explicatoria, un sobre enviado desde
Nueva Zelanda. Contiene un minúsculo recorte de prensa. Transcribo:
Un granjero de origen suramericano que se hacía llamar John Santana fue protagonista de un
hecho insólito en su granja, colindante con el mar, dedicada a la ganadería de ovejas. Santana
invitó a varias familias vecinas a una fiesta de tres días. Los agasajó generosamente con asado
y cerveza y les proyectó cuatro películas. Las películas habían sido rodadas en español y los
granjeros no supieron relatar de qué trataban. Lo que sí supieron discernir, porque Santana
había sido durante quince años un granjero modesto y realista, que amaba su oficio, es que
había enloquecido cuando les aseguró sin titubear que él era el director de las películas.
Santana, con ojos obsesos, hizo un largo brindis por la vida. Mencionó varias veces el nombre
de una mujer que los granjeros recuerdan porque es el nombre que le dió a su hacienda. Todos
vieron atónitos a Santana corriendo, con las cuatro latas redondas en que guardaba las películas
amarradas en el pecho y en la espalda, hasta saltar por el acantilado hacia el mar. Su cadáver
fue rescatado dos días más tarde. Se le dió cristiana sepultura. A un amigo se le ocurrió poner
en el ataúd las cuatro películas. Parece que fueron muy importantes para Santana.
106
El regreso increíble
Varios meses después de que todos habíamos llorado su muerte, una muerte tan cargada de
dramatismo, se regó la noticia de que había sido visto en el aeropuerto de la ciudad. Contaban
que traía una abultada maleta de cuero construida de una forma extraña, tal vez un decaedro.
Cada lado era de un color diferente. Como la maleta de un arlequín. En la mano tenía un ramo
de flores desconocidas de colores fuertes que simulaban un incendio. Eran flores eternizadas.
Eran flores de un papel especial. Eran flores de plástico. Eran flores pintadas. Eran flores
teñidas. No se podía precisar la naturaleza del ramo de flores. Pero traía colgando de la mano
izquerda ese inesperado ramo de flores. Se dice que tomó un taxi y se dirigió directamente al
apartamento de Carolina. Que Carolina le tiró la puerta en las narices y tuvo que irse con un
pañuelo manchado de sangre en la cara. Que Carolina lo abrazó como a un resucitado y se metió
con él en el secreto de su intimidad. Que no salió de allí hasta el día siguiente, vestido de lino
blanco, con corbata y sombrero. Que se dirigieron, él y Carolina, a la iglesia de la Ermita para
fijar la fecha del matrimonio. Que el matrimonio sería dentro de un mes exacto. Que no, que
fueron vistos entrando en la iglesia de San Cayetano. Que depués entraron en una tipografía
para hacer timbrar las tarjetas de invitación. Que no timbraron tarjetas porque la celebración
sería con los amigos íntimos. La fiesta, según se dice, sería en los salones del Club Colombia, a
todo full, habría cerca de mil invitados. Que no, que la fiesta sería en el Club Los Panchos.
Orquesta y cena del restaurante Gambrinus. Que Carolina había sido vista en un almacén
especializado en trajes de novia mirando modelos en las últimas revistas de moda. Que salían
de una notaría donde habían firmado escrituras de la compra de un penthouse dúplex con
piscina en un lujoso edificio a la orilla del río. Cosas así se decían. Cada uno lo había visto,
según su deseo y su capacidad de imaginar, en otra circunstancia particular. Dicen que lo
vendió todo en Nueva Zelanda y vino a conquistar a Carolina con su dinero, eso dicen los zafios
envidiosos. A lo mejor tienen razón. Sólo yo, tendido en mi cama dominical, inmovilizado,
desnudo, no lo había visto. Prisionero de mi regla inflexible: por ningún motivo me moveré de
mi cama los domingos. No podía creer las consejas que escuchaba. Enfocaba la cámara
107
hacia la calle. La gente formaba corrillos. Se estaba tejiendo una leyenda. Claro, eso era. Así se
tejen las leyendas que todos necesitamos para seguir viviendo, para pensar que es posible lo
imposible, el cuento de hadas. Si fuera verdad Juan ya me habría llamado. Aunque sólo fuera
para saber cómo iba la escritura de su biografía. Llamé de urgencia a mis condiscípulos. Nos
reunimos alrededor de mi cama enfocados por la cámara. Conversamos largamente, whisky en
mano. No es posible, dijimos, es una conseja. Alguien nos está tomando del pelo con esta
historia a todas luces inventada. Nadie puede hacerle esto a su biógrafo, a su amigo de la
infancia, al hombre que ha seguido y estudiado su vida, que ha intentado comprenderlo, que ha
admirado su cine y su coraje. Que, en resumidas cuentas, más lo ha querido. Más lo quiere. Al
hombre que lo imagina, al que debe su existencia. No puedo creerlo. Pero, ¡oh sorpresa!, hoy ha
sido publicado en los diarios el anuncio de la boda, Carolina y Juan invitan. No puede ser. No
puedo creer que Juan tuviera el coraje de insistir una vez más. No puedo creer que Carolina
aceptara pues ha negado durante toda su vida. No puedo. No puedo creer que Juan haya llevado
a cabo un inmisericorde fingimiento de su muerte. Una acción cruel. Vil. Inclusive ilegal. ¿Y
nuestros sufrimiento? ¿Qué hay de nuestro sufrimiento por su muerte? Sí, tal vez por eso
Carolina ha aceptado casarse. Ha comprendido el dolor insufrible de perderlo. ¿Cómo sería el
mundo sin él, sin su cine, sin sus cartas, sin su amor, sin su desquiciada insistencia? Lo
comprendo. Bien que lo comprendo. Y, claro, claro, ya veo. Para conseguir el amor de Carolina
no ha tenido piedad de nosotros. ¿Cómo ha podido hacer esto sin que yo lo imagine? No ha
podido, por supuesto. Yo he imaginado su pequeño juego para concederle una ilusión de
libertad. La posibilidad de alcanzar su amor. Para resucitarlo por un momento. Para verlo una
vez más. Para decirle todo lo que no le he dicho por cobardía. Para darle un último abrazo.
Abrázame Juan, abrázame.
108
Delirio en la cama con la luz apagada
Algunas noches, mi querida Carolina, tengo la sensación de que tú no existes. De que te he
inventado durante largas noches de soledad para que me acompañes. Ese delirio cae sobre mí
como un jab de izquierda, rápido y fustigante. Entonces creo que te he inventado, que he
imaginado Las Cenicientas, tus embarazos y tus tardes conmigo, tus figuras en el pubis y tus
diez hijos, el cine, las pequeñas historias de amor, las cartas desde Nueva Zelanda. Incluso he
llegado a sospechar que he inventado al narrador yacente y desnudo de la historia para que todo
parezca más corpóreo, más alejado de mí, más tocable. También para contar con alguien que
me ame, a su manera, en esta historia. Eso alcanzo a pensar a veces. He imaginado este
narrador desnudo y recluso para que nos lleve y nos traiga, inapropiadamente, mensajes y
celos, para que cargue con la culpa de nuestra existencia, para que nos acompañe, aunque sea
únicamente un domingo de la vida, el domingo decisivo. Pero no me atrevo a aceptarlo
abiertamente. Me da miedo. Porque entonces, si esa es la verdad, caería en un hueco negro de
soledad, en un remolino de vacío que me chuparía como el sifón del patio de mi casa chupaba
los detritus, las heces, las carachas que cubrían sus llagas, el semen regado en el cemento, los
pelos sudorosos, las alas rasgadas, las sangres menstruales, que dejaban los animales los
domingos cuando Luis y yo los bañábamos, nos bañábamos desnudos, después de estar todo el
día enclaustrados con llave inventándoles lenguajes, costumbres, formas de apareamiento, que
raras veces funcionaban, a los animales que recogíamos en la calle para jugar con ellos. Era una
fiesta cuando los animales se apareaban, los filmábamos con nuestra Handicam y después nos
escondíamos en mi dormitorio a proyectar el coito y a celebrarlo hasta la saciedad. Sí, Carolina.
No se trata de la soledad sino de encontrarme con tu respiración, con tus ojos cerrados cuando
despierte, amada Carolina. Y se trata de tener la compañía y la molestia de ese hombre desnudo
109
imaginando mi biografía, pretendiendo que él es el que existe y que yo sólo vivo en su cabeza
todopoderosa. Hay momentos en que, ejerciendo mi derecho a la prepotencia, muero por
preguntarle si no se ha percatado de que lo utilizo para que él me narre, me cuente como yo no
me atrevo a contarme, por modestia, por vergüenza, por arrogancia. Pero un hombre blando,
mediocre, desnudo, metido todo el día en una cama puede decir lo que quiera sin desmedro.
¿Qué desmedro le cabe? De eso se trata. ¿O se trata de algo más? ¿De qué? ¿Debo dejar que
escriba él, el imaginador imaginado, este final? Pues que así sea.
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Muerte en Venecia
Los hechos sucedieron de la siguiente manera:
Juan recibió la invitación por medio de una esquela impresa que ostentaba el nombre de la
persona que enviaba el mensaje en góticas letras de oro. Bastante recargada la escritura del
nombre, de manera ególatra. Una comida en el restaurante Venecia. En la terraza del
restaurante que gira lentamente en el piso cuarenta, en el centro de la ciudad, como un radar de
su belleza, de su esplendor decadente ya y decaído. Está hecha la reservación. A las ocho de la
noche. Muchas cosas de qué hablar, sí. Mucha vida qué contar. Qué recordar. Qué aclarar. Qué
analizar. Qué decidir. Sí. Muchas cartas que poner sobre la mesa.
Juan subió al piso cuarenta en un ascensor externo al edificio, con paredes de vidrio. Una
sensación extraña, ir en un cohete hacia las nubes. Astronauta en cámara lenta. Caminó hacia la
terraza arropado por los olores picantes de la culinaria nativa. El portero lo condujo a la mesa
reservada junto a los barandales. La otra persona no había llegado aún. Se demoraría un poco.
Juan se detuvo a mirar la ciudad iluminada. Parecía una alfombra mágica que volaba sobre la
noche. El aroma dulce y envolvente de las cadmias llegaba en ráfagas hasta esas alturas. La
brisa era fresca, intermitente, como un abanico. Hacía muchos años que no veía toda la ciudad
como la miraba desde las montañas antes de partir hacia Nueva Zelanda, como una gestalt
humana, como un hervidero de contradicciones, como un revoltillo de pobreza y abundancia, de
solidaridad y agresión, como una caja de resonancia de su propio lenguaje melódico y
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perverso. Ahora es más extensa, más compleja, más caótica, más amenazante. Algunos dicen
que se ha transformado en una ciudad descuadernada, inhóspita, donde te encuentras con la
muerte en cualquier esquina. ¿No será una exageración? Lo sorprendió la mano que agarró con
fuerza su cabeza y el brazo que lo alzó tomándolo entre las piernas y se dio cuenta de que caía
desde el piso cuarenta. Mientras cae piensa. Se pueden pensar muchas sandeces mientras uno
cae cuarenta pisos. No te imaginas, Carolina, todas las cosas que se pueden pensar al pasar por
oficinas, por apartamentos con las ventanas abiertas cuando las parejas se han puesto ya
cómodas y comienzan a prepararse para los conyugales placeres de la noche. Es insondable la
variedad de formas en que las parejas se alistan para llevar a cabo algo que es siempre lo
mismo. Pero no te voy a aburrir con los pensamientos que se me ocurren antes de chocar con el
cemento como un saco de papas. Sólo observo mientras bajo. En el piso treinta y ocho el
hombre, puedo ver su camisa blanca con cargaderas rojo vino, deja caer la mermelada de
uchuvas al piso. No mueve un músculo de la cara o de las manos. Su mujer corre a limpiarlo
con un trapeador. El hombre continúa leyendo el periódico: siguen subiendo las tasas de interés
del dinero. En el treinta y seis la pareja se besa como si estuvieran actuando para una película de
amor mientras su hija (señala el vestido rosado con volados rojos sobre el que acaba de regar la
taza de chocolate que se tomaba) hala en medio de un llanto insistente y contrapunteado las
faldas de la madre. En el piso treinta y dos veo, creo ver, a una mujer joven sentada en la
oscuridad frente a una ventana con un viejo revólver del Oeste en el regazo. Tiene en la mano
izquierda una inmensa barra de chocolate blanco con nueces que acaba de morder. Se ha
recogido la falda de seda azul con girasoles para luchar contra el calor. Sus piernas son
levemente morenas y dejan ver los panties blancos. No hay acoso ni angustia en su mirada. Es
una mirada divertida, como si posara para una revista de modas. Tal vez inventé lo del revólver.
O sólo deseé verlo. En el veintinueve el hombre le aplica un grito feral a la mujer porque ha
manchado su camisa preferida al lavarla. La agita en las manos como si fuera el cuerpo del
delito. Es una camisa verde con palmeras rojas, la camisa de bailar salsa. El hombre ya tiene
puestos los zapatos blancos de Griffin, el pantalón blanco de dril con bota angosta y la correa
superdelgada de cuero negro. Se acaba de afeitar y esparce efluvios de Calvin Klein número
uno. Sus amigos lo esperan en El Abuelo Pachanguero. En el piso veinticuatro el hombre
112
llega del trabajo con un maletín negro y
una bolsa de pan colgando del brazo y besa
cariñosamente a su esposa. La esposa remueve los rulos de metal que le blindan la cabeza y la
convierten en un maniquí, desenvuelve el pan y lo tira al suelo con rabia. Ese no es el pan que le
encargué, pelmazo, ya no sirve ni para comprar un pan francés. En el veintidós dos mujeres
discuten sobre la telenovela que acaba de terminar. No están de acuerdo con el final. La Ermita
no era la iglesia apropiada para la ceremonia. Debieron casarse en El Aguacatal. No, qué va, en
San Cayetano. Está más de moda. Y no les gustó para nada el vestido de la novia, demasiados
zurcidos y colgandejas. El frac del novio sí entonaba, sobrio y tradicional. Pero sin imaginación.
Y se veía que el novio se había trasnochado en la despedida de soltero. Estaba que se dormía en
la ceremonia. Se miran y agitan los brazos como quien aparta musarañas. En el diecinueve,
mientras el esposo entra por la puerta principal con las cajas llenas del mercado dominical, el
amante sale por la puerta de emergencia. Se le alcanza a ver terminando de ponerse los
pantalones que han quedado un tanto arrugados y tratando de amarrarse de prisa los zapatos. En
sus ojos hay un poco de temor y un poco de picardía. El esposo entra sudando y comienza a
desempacar. La esposa revisa que no hayan quedado pruebas incriminatorias. Alisa la cama
tendida a las carreras. Entra a la cocina y besa al esposo. Le ayuda a desempacar. En el piso
quince la mujer lee un libro voluminoso, lo cambia de posición constantemente, mientras su
esposo descansa en el sofá con los ojos cerrados. Disfruta el silencio después del ruido infernal
de la fábrica. Hay un ambiente de serenidad, de pareja que convive sin traumatismos.
Súbitamente la mujer monta en cólera sin causa aparente y descarga con toda su fuerza una
edición en tapa dura de Ana Karenina sobre la cabeza del marido y se queda mirando cómo
brota la sangre y mancha la camisa blanca. En el doce dos hombres, uno maduro y otro joven,
se abrazan. Pasan a la cocina y se atarean preparando una ensalada de aguacate con cebolla
cabezona en rodajas y tomate picado finamente, aceite de oliva, aceitunas negras aliñadas,
regados con un chorrito de vino blanco helado. Ambos usan delantales de tela ilustrados con
motivos de Van Gogh el uno y de Matisse el otro: La recolección de las aceitunas y Desnudo
yaciente de espalda. Prueban el resultado de su alquimia, sonríen y se abrazan nuevamente. En
el piso nueve el hijo adolescente amenaza a sus padres con un cuchillo de cocina porque no le
entregan el cheque del sueldo mensual del padre para comprar droga. El muchacho chilla
113
como un cerdo al que degüellan, grita, patea en el suelo, le hace un corte a la madre en una
mano para demostrar que sus intenciones son serias. Los tres ven correr la sangre, atónitos. El
muchacho, que parece experimentar un síndrome de abstinencia severo, alza el cuchillo
amenazadoramente, esta vez hacia el padre. En el piso seis la pareja unta silenciosamente
mantequilla en unas rebanadas de pan y se miran con picardía. Ella lee la revista Vanidades y él
la revista Estadio. Hay revistas de todos los tipos, especialmente revistas del corazón y
deportivas, por todas partes. En las mesas y en los rincones se apilan las revistas en desorden. El
apartamento luce sucio y descuidado. Pero la pareja parece feliz. En el piso cinco la muchacha
del servicio lava la ropa y canta un pasillo ecuatoriano. Sus piernas son cobrizas y mofletudas,
atractivas. El agua le ha salpicado la blusa blanca de algodón y se ha pegado a los senos sin
corpiño. Abundantes y fuertes. Protectores y eficaces. Turgentes. Pesados. Poderosos. Me
gustaría hacerle el amor en la pieza de planchado. Aunque fuera de urgencia. Sólo para
descubrir a qué huele su cuerpo de mujer aborigen. En el piso cuatro creo verme a mí mismo en
la cara borrosa de un hombre que se sienta en el inodoro con un libro en la mano. Intento
averiguar si el inodoro es morado. O leer el título del libro. La penumbra no me lo permite. Pero
no. No debo ser yo porque yo voy ahora muy respetuoso, comportándome de acuerdo con la ley
de gravedad. Por primera vez puede decirse que mi obediencia es proverbial. El viento me ha
arrancado un botón y la camisa de seda marfil se infla como un paracaídas. Bajo con la ropa un
poco desordenada. Es una molestia. En el piso dos la parejita de adolescentes, compañeros de
colegio, que hacen tareas juntos aprovechan que la madre sale a comprar el pan y la leche. Él le
busca entre la falda del uniforme, se mueve con rapidez y cuando la madre regresa apenas
alcanzan a cubrirse y a disimular el calor que les incendia la cara. La cara de la niña, labios
húmedos, mejillas encendidas, mirada de reverberación mística, es un himno al deseo. La cara
del muchacho expresa la fiebre, la alta tensión, de lo interminado. Le tiemblan un poco las
manos. La madre entra y se ocupa en prepararles algo en la cocina. Le encanta tener a los
muchachos en casa para controlarlos mejor. La madre viste una falda hindú, con motivos en
color terracota, camisa negra, candongas grandes con baño de oro. En su pecho brilla una rana
chibcha y, a su lado, un prendedor de bisutería en forma de tigrillo sentado. Un poco recargado
el atuendo para ir a la tienda de la esquina. ¿Habrá algo más? ¿Será el tendero? Miro hacia
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abajo y veo que en el sitio donde voy a caer hay un automóvil desvencijado. Un Chevrolet 75 al
que le faltan las llantas y las puertas, el motor y las sillas. Un cascarón. Hubiera preferido un
Mercedes Benz. Se entiende, mejor despliegue en los periódicos mañana: cineasta arruina un
Mercedes Benz último modelo al caer sobre él desde el piso cuarenta del restaurante Venecia.
Sí, porque imagino que...
El hombre desnudo como obra de arte
Manipulo el control y lo enfoco sobre la calle. La oscuridad. Dos o tres rezagados que se
apuran. El sereno que hace sonar su pito. Tres bombillas mortecinas. Una pareja de novios que
se besa interminablemente y ni se les ocurre cambiar de posición. La banalidad. Enfoco la
cámara sobre mi cama, sobre mí. Mi cuerpo desnudo no se ve en la oscuridad. Pero lo puedo
imaginar. La noche del imaginador. Este es el momento de contar algo que ha permanecido
envuelto en la penumbra, como mi cuerpo en la noche. El propósito al imaginar esta historia
no ha sido imaginarla ni siquiera no escribirla. Ha sido el deseo de llenar de contenido, de
demostrarme una vez más, qué tan preñado de acción puede estar mi video de dieciocho horas.
Espero no pasarme de tiempo. Querido Warhol. Porque no soy un hombre de la época de la
escritura. El video es mi tierra prometida. La escritura es el pasado. Soy joven, comencé
temprano, soy hermoso, soy un genio, me pertenece por lo tanto el narcisismo. Pero vamos al
grano. Los videos de un hombre acostado desnudo que imagina todos los domingos durante
veinte años suman la friolera de catorce mil quinientas sesenta horas de video. La Biblia, La
comedia humana, las casi cien novelas de Julio Verne, las obras del escritor más prolífico, son
una bagatela al lado de lo que representa este video inaudito. ¿O debería decir
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inimaginable? ¿Inconmensurable? Habría que pensar en todo lo que hace falta para
comprender su magnitud: si en sólo dieciocho horas he imaginado desnudo esta historia de
Juan y Carolina la dimensión de su totalidad es necesariamente colosal. Este enorme video de
catorce mil quinientas sesenta horas del imaginador acostado desnudo en su cama es el fresco
más completo que se haya llevado a cabo de la capacidad de imaginar de un hombre. He
imaginado durante este domingo
para ofrecerme a mí mismo un pequeño ejemplo, un
recorderis, de la vastedad de mi imaginación que contiene el video completo. Únicamente un
futuro más inquisitivo y un equipo de artistas genialmente dotados podrán mostrarle al mundo
la portentosa complejidad de esta obra. Cuando ellos realicen ese trabajo medular se hará
cierto lo que imaginaba cuando era niño, aunque, debo decirlo, lo sigo imaginando ya adulto:
los hombres del mundo me aplaudirán todos al tiempo y gritarán: “¡Bravo! ¡Bravo!”. Yo
aceptaré con una sonrisa. ¿Pero estarán aplaudiendo a un Juan provinciano, artista fracasado y
mediocre, que ama a Carolina y escribe y filma su raquítico cine para ella, mujer inculta
dedicada a parir y a cuidar partos, o
al hombre acostado, desnudo, que imagina este domingo
que muere devorado por la noche? ¿A mí como obra de arte?
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Video: La noche del imaginador
Así es. Yo termino la historia como él lo ordena. Claro está.
Juan Santana muere su segunda y definitiva muerte.
Así tiene que ser.
Y después del entierro al que asistimos todos los condiscípulos y amigos del barrio, Las
Cenicientas e inclusive Carolina con sus ocho hijos vivos, debo imaginar por qué la muerte
eligió a Juan y nos despreció a los demás. Aunque, la verdad sea dicha, fui yo el que lo escogió
para morir.
Pero ¿por qué a él?
Podría ofrecer explicaciones como las siguientes:

Lo he matado porque incumplió su palabra. Después de nombrarme su biógrafo intentó
destituirme y autonombrarse para el oficio. Amenazó, inclusive, con enviar una carta
pública en que denunciaría lo que él llamaba “atropello a la verdad de mi vida”. Por
supuesto que he caído en la cuenta de que una carta imaginaria no le llega a nadie y no me
puede causar ningún daño.
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
Juan ha jurado vengarse. Anda irritado porque le he sonsacado a Carolina en los momentos
de su biografía en que ha estado más enamorado. También arde porque, afirma, he
desvirtuado sus escritos, añadiendo clips abiertos o escondidos pero siempre destructivos.
Dice que he cometido estupro con su mujer y con sus obras. Pero estaba en mi derecho, es
mi trabajo de biógrafo.

Aunque en algunos momentos llegué a pensar que el personaje siniestro era Carolina,
sedienta de poder, decidí matar a Juan por pusilánime. Permitió que Carolina moviera los
hilos de su vida como quien juega con títeres de trapo. Nos empujó a convertirla en una
diosa cuyos mínimos deseos nos transformaban en adoradores, en siervos. Me pareció más
acertado violarla, una violación total en todos los momentos de su vida. Y engendrar sus
hijos, hijos de un hombre que ella no ama. Decidí ser más perverso que ella.

Debería haber matado a Carolina, lo sentí muchas veces, pero maté a Juan. Tal vez porque
lo innombrable está siempre más cerca del asesinato que el odio.

Pero estas explicaciones de la muerte de Juan son parciales. Provienen de esta historia, la
historia del don de Juan. La verdadera explicación se origina en una imaginación anterior,
la historia de Don Juan. Esa historia dio origen a una traición. La traición debe castigarse
con la irrisión y con la muerte. Lo maté porque antes él me había matado en otra
imaginación bastante anterior a esta en que tengo el mismo nombre, Luis Mejía, y en que
Juan Santana se llama Juan Tenorio. Y, como si fuera poco, el muy pelmazo me derrotó en
el número y la calidad de las mujeres seducidas. Allí le perdonaron la vida. Aquí no. Pero
lo que realmente me movió a matarlo es que haya divulgado esa historia que imaginé
anteriormente, que la haya transcrito y publicado. Que esa historia se haya hecho famosa.
Transgredió de esta suerte la regla del anonimato y emporcó el honor de permanecer inédito
que me honra. Publicar fue traicionar. Vender mi secreto al enemigo. Poner en peligro mis
domingos. Vengo así, con su muerte, las derrotas sucesivas, las muertes sucesivas, que
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se repiten una y otra vez, cada vez que alguien lee el libro (convirtiéndome en un Sísifo de
la seducción y de la muerte, dejándome a merced de los lectores) innoblemente publicado
bajo seudónimo, porque no tuvo valor de publicarlo con su nombre o con el mío. Y pensar
que el móvil fue la vanagloria. Por eso traje a Juan nuevamente a mi imaginación, lo llamé
de urgencia a actuar en esta historia titulada irónicamente El don de Juan, simple eco de
aquella otra historia, para derrotarlo aquí quitándole a su amada y dándole muerte infame
como él me la dio en el libro de marras. Bien muerto.

Mi reloj de péndulo comienza a dar campanadas cacofónicas, como un trémolo fallido:
doce de la noche del domingo. Se acaba el tiempo de esta imaginación. Apenas me queda
tiempo para despedirme. Me estaba empantanando en mi nota vengativa. Me levanto
rápidamente. ¿Qué hago? Hago algo raro, inesperado y transgredo de paso mis propias
reglas al salir de la cama antes de que el reloj termine de dar las doce: tomo una de mis
pantuflas de piel de conejo negro, me dirijo a la ventana y la tiro a la calle. ¿Por qué hice
esa ridiculez? ¿Una pantufla? La pantufla es el zapato de un hombre acostado. ¿Una
pantufla confeccionada con la piel de un animal de pelo negro? ¿Por qué tantas
coincidencias? ¿Por qué? Claro, claro, me he transformado en Cenicienta. He perdido una
pantufla. Sí, claro, ya comprendo porqué Carolina insistió hasta la impertinencia en
introducir en mi imaginación las historias de sus amigas, Las Cuatro Cenicientas. Porqué
condicionó muchas veces su lecho a que Las Cenicientas tuvieran su lugar en esta historia.
¿Qué tenían qué ver esas historias en este delirio? Parecían un parche innecesario. Por
supuesto, su objetivo era armar el puente narrativo para después convertirme en
Cenicienta. Perder una pantufla hecha con la piel de un animal de pelo negro. Qué
desquite el que ha montado Carolina. Ahora comprendo, Cenicienta. Soy una Cenicienta.
Me he convertido en lo que más he despreciado. He imaginado que soy una Cenicienta.
Me transformo en una Cenicienta de la imaginación. No podré imaginar nunca más.
Nunca más imaginar parejas a placer. Sólo me quedará la imaginación de una cenicienta.
No podré llamar nuevamente a Juan y Carolina. Nunca otro domingo con ellos para
ajustar cuentas. La mujer ha trabado mi mecanismo. Nunca más podré ser el Donjuán
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de la imaginación. Ni siquiera imaginar Donjuanes los domingos. Ni siquiera ser un
Donjuán imaginario. Nada. Nadie. Sólo llevar la contabilidad de Tuercas y Tornillos. Me
he convertido en Cenicienta. Justo en el momento en que suena la última campanada y se
me acaba el tiempo para salirme de esta trampa de Carolina. Vencido por una mujer, sí,
por una mujer. Sin tiempo para salir a buscar al príncipe que me salve. Que recoja mi
pantufla de piel de conejo. Justo ahora cuando suena la última campanada. Justo ahora que
Barcelona-Bogotá, 2000
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