Vecinas y vecinos de Casabermeja. Visitantes que hoy os habéis

Transcripción

Vecinas y vecinos de Casabermeja. Visitantes que hoy os habéis
Vecinas y vecinos de Casabermeja. Visitantes que hoy os habéis acercado a esta fiesta y a
escuchar este pregón:
Ante todo, me corresponde el honor de daros la bienvenida a este pueblo que todos los
malagueños llevamos en el corazón, porque es su estampa encalada la que nos despide
cuando nos alejamos y la que nos da la bienvenida a nuestro regreso a casa; la que acerca la
promesa de las playas de la Costa del Sol para los que vienen del interior y la que nos
saluda cuando nos adentramos en el corazón de la provincia. Aquí, a cuatro curvas del mar,
nos saluda un cementerio blanco, uno de los más hermosos de Andalucía, el Cementerio de
San Sebastián, que me hizo pensar, desde pequeña, cuando lo contemplaba desde la
ventanilla del viejo R-12 de mi padre, que aquí la muerte no era tan terrible. Que tenía
suerte quien viviera y acabara sus días en un pueblo que honra a los suyos dándoles un
lugar de privilegio en la memoria. Y Casabermeja nos recibe también, al regresar de
Madrid, de Granada, de Sevilla, de Antequera, dándonos la cara de la vida. Las lomas, los
campos de trigo, las callejas intrincadas, la Iglesia del Socorro con su torre roja, esbelta,
orgullosa de darle nombre a su pueblo.
En estos días he estado hurgando en la memoria de Casabermeja a través de Internet,
porque, por más que haya venido en distintas ocasiones, como tanta otra gente a comer, o a
recorrer los abrigos de las Peñas de Cabrera para sentir el vértigo del tiempo viendo los
apuntes que dejaron en la piedra nuestros antepasados, pero resulta siempre difícil y
excesivo, y es una responsabilidad para el visitante, pronunciar un pregón o un elogio sin
conocer las entrañas de un pueblo.
En mi búsqueda he encontrado un pequeño tesoro, un documento de un valor incalculable,
Casabermeja en la Memoria, una página web que recoge una colección de fotografías
aportadas por la gente del pueblo, una valiosa iniciativa del Instituto de la Villa que nos
regala un poquito de la intrahistoria, esa que no se escribe en los tratados y que a menudo ni
siquiera se canta en los pregones. En ese álbum virtual tejido con las aportaciones de
muchos vecinos y vecinas hay fotografías en blanco y negro de la construcción de la
Carretera de las Pedrizas, que devolvió a Casabermeja su antigua condición de Camino
Real, de importante sitio de paso, y con esa condición de cruce de caminos, la visibilidad y
el desarrollo económico.
Hay fotos de emigrantes buscando prosperidad a muchos kilómetros de su casa. Hombres
trabajando en la construcción, mujeres dedicadas al servicio doméstico, sirviendo en tal o
cual casa, como dicen ellas mismas en los comentarios. Emigrantes estrenando cámara de
fotos para retratar a la familia en las vacaciones, celebrando su regreso, aunque fuera sólo
para unos días.
En el álbum hay excursiones, bodas, fiestas, momentos especiales y alguna que otra
fotografía de lo cotidiano, como aquella en la que Isabel la del Ciego lava la ropa en el
pilón. Vemos en el blanco y negro a una mujer anciana, encorvada pero llena de energía,
ajena al hecho de que ese gesto suyo algún día formaría parte del recuerdo.
Menciono estas fotografías en las que, curiosamente, no aparece ni una cabra, porque hoy
celebramos la Fiesta de la Cabra Malagueña en Casabermeja, y a la cabra le ha pasado lo
mismo que a tantas cosas cotidianas, que de puro familiares, comunes, habituales, se
quedaban fuera de las fotos porque nadie reparaba en ellas.
Yo fui niña en la Málaga de la década de los setenta. En aquel momento, en todos los
barrios de la periferia había un punto límite a partir del cual la ciudad se transformaba en
campo; una especie de frontera sin línea fronteriza dibujada. Simplemente, desaparecían los
semáforos, las carreteras se tornaban carriles, los bloques de pisos se transformaban en
casitas bajas, las casas se iban espaciando y detrás de un campo de fútbol o de un vertedero,
emergían sembrados, prados, montes y cañadas. Mi familia vivía en el Arroyo Jaboneros, el
paraje donde los Montes de Málaga ponen el pie en la ciudad. Justo al otro lado de esos
Montes de Málaga de los que vosotros veis la cara norte.
Detrás de la casa de mi abuela Rosario vivía Enrique, el Lechero. Enrique estaba muy
orgulloso de sus cinco o seis vacas, pero a los niños nos gustaban los chivos, que tenían la
ternura de un peluche vivo y que, de tanto en tanto, se acercaban a nosotros y se dejaban
acariciar, y nosotros los tocábamos vigilantes siempre por la posible llegada de alguna
cabra adulta más desconfiada con los intrusos. Recuerdo cómo nos impresionaban las
barbas del macho cabrío, que mi primo Víctor decía que tenía la cara y las pezuñas del
diablo. Su simple presencia nos hacía a todos poner pies en polvorosa.
Recuerdo que mi primer encuentro con la muerte, con la crueldad del hecho de que todo
depredador ha de matar para alimentarse y con la certeza de que el hombre es un
depredador, fue precisamente el sacrificio de un chivo en la casapuerta de María, la vecina
de mi abuela, a la que yo quería mucho y dejé de quererla el día que la vi sacrificar a uno de
los chivos de Enrique. Lo habían comprado para celebrar un casamiento. Al ver mi cara de
espanto, María se disculpó como pudo: “¡Niña, esto está
buenísimo al ajillo, con una mijita de aceite!”. Yo salí corriendo. Una niña de cuatro años
no puede entender ciertas cosas. Hoy los chivos llegan a nuestras manos ya desangrados,
envasados al vacío y con su certificado de calidad, y son para nosotros un bien preciado,
pero todavía quedan en el Arroyo Jaboneros algunos cabreros, ya muy mayores, que sacan
sus rebaños, y los niños que se crían allí tienen la suerte de ver a estos animales asombrosos
en la naturaleza.
Mucho más tarde supe también que la leche que Enrique el
Lechero repartía por mi barrio a lomos de un borrico, era leche de cabra. Sucedió que un
día Enrique se jubiló, y en su lugar empezó a venir otro lechero que traía leche en bolsas de
plástico, y que en lugar de un borrico, utilizaba para el reparto una furgoneta. La evolución
darwinista en estado puro. Era una leche que no había que hervir antes de guardarla, y que
había perdido el sabor intenso a leche de la que bebíamos de niños.
Estoy hablando de Málaga capital, pero esa misma memoria permanece en este y en otros
muchos pueblos. No ya pueblos de Málaga, sino de todo el Mediterráneo. Lugares que nos
parecen exóticos, donde se hablan lenguas incomprensibles y donde la gente se encomienda
a otros dioses y a otros santos, porque la cabra ha sido un vínculo de unión, un lazo que ha
cosido en la cultura y en la alimentación, a las montañas alpinas o los Pirineos con las islas
y las costas que van desde el Estrecho de Gibraltar hasta el Norte de Ãfrica, pasando por
aquel Creciente Fértil de la antigüedad, el valle entre los ríos Tigris y Eufrates, hoy
convertido en permanente zona de conflicto conocida como Oriente Medio. Francia,
Grecia, Italia, Turquía, España, Marruecos, Israel y Palestina, Egipto y Túnez, las islas:
Sicilia, Córcega, Cerdeña, Malta, Mallorca, Menorca, Creta y los mil islotes griegos,
Chipre... Espacios semejantes y distintos, parte de una misma cultura y una misma región,
territorios vinculados por el aprovechamiento de un animal al que la tradición popular, de
forma injusta, quiso asociar con el diablo.
Tal vez sean los ojos del macho cabrío, amarillos, surcados por una pupila que asemeja una
raya, tal vez sean sus barbas, o su poder sexual, lo que hizo que la cabra se denostara, pero
lo cierto es que nunca se dejó de depender de ella. Leche para alimentar a los niños o para
hacer quesos, requesones y yogures, carne para consumir fresca o seca, en los tasajos que
menciona El Quijote, piel para cubrirse o para fabricar alfombras, cinturones, zapatos,
instrumentos de percusión. Las cabras han estado siempre ahí, cercanas, voraces, por
mucho que se hayan vituperado con refranes. Un rosario de vilipendios: 'Cabra en un
sembrado, peor que un nublado'; 'Cabra por viña, peor que la tiña'; 'Ni gato en el
palomar, ni cabra en el olivar', 'Quien cabras cría, va a juicio cada día'.
Por mucho que se hayan vituperado en el refranero, nunca hemos podido ni querido
prescindir de las cabras. Duras, adaptables a todos los climas, capaces de alimentarse con
rastrojos, las cabras no sólo nos han dado servicio, abrigo y comida, sino que han jugado un
papel impagable de cuidadoras del paisaje, haciendo las labores de clareo con su temida
voracidad, dispersando las semillas para mantener la biodiversidad que ahora tanto peligra.
Mal que les pesara a los antiguos agricultores, la cabra ha sido un regulador ecológico
natural al que el Mediterráneo le debe hoy su riqueza de flora, y con ella el sostenimiento
de buena parte de su fauna, y un alimento para ricos y pobres.
La cabra figura en los recetarios más antiguos del Mediterráneo, desde el recetario del
romano Apicio hasta nuestros días. El chivo para las celebraciones y las ofrendas a los
dioses y la carne de cabra vieja para el puchero de la plebe. El cabrito se prefería asado en
la antigua Roma. Y en cuestión de símbolos, el macho cabrío era el emblema de la
fertilidad.
La Biblia tampoco hace ascos a la cabra. Todo lo contrario. En el Antiguo Testamento, dios
dicta a su pueblo el menú que ha de tomar antes de huir de Egipto. Ese menú de pascua,
que aún se consume en las comunidades judías en esta celebración, comprende un cordero
o cabrito macho de un año, pan ácimo y verduras amargas. Es un condumio para tomar
fuerzas para el largo éxodo que les queda por delante. La iconografía bíblica sólo recordó al
cordero y soslayó al chivo. Por guapo no sería...
La cocina de Al Andalus tampoco hacía distinciones entre el chivo o el cordero en las
recetas. Esta carne noble se prefiere sobre todo asada, incluso rellena en las grandes
ocasiones, pero se prepara también en cazuelas y tafayas, salsas con base de almendras que
son las antecesoras de nuestros guisos a la pastoril, que no significa otra cosa que guiso de
pastores, lo que pasa es que nuestros pastores tenían la suerte de que alrededor crecieran
almendros que les permitían darle algo más de cuerpo y una personalidad muy especial a
las salsas.
Ya hemos dicho que el chivo pide poco en la cocina. Esos guisos a la pastoril que han
quedado con numerosas variantes en nuestro recetario no eran otra cosa que guisos hechos
en el campo o en el hogar, sobre brasas, en una sartén honda o caldero puesto sobre el
fuego con un trébede, “las estrebes”, que se decía popularmente. Los ingredientes, algunos
ajos, las hierbas aromáticas que hubiera a mano, ya fuera romero, tomillo, hinojo o laurel, o
todo junto, el propio hígado del animal majado para dar cuerpo y sabor a la salsa, algún
migajón de pan si procedía, vino o vinagre y, en Málaga, el puñado de almendras que hacía
el guiso diferente al de Castilla o Andalucía Oriental. Una huella de nuestro pasado árabe y
una aportación más del paisaje a la cocina, porque en el Mediterráneo hemos cincelado un
paisaje para comer y porque, cada vez que comemos lo que da la tierra en cada temporada,
estamos comulgando con este paisaje que es también cultura, historia y emoción.
Poco más pide la carne de chivo, excepto que se le dé su tiempo, que se entienda el
producto, que se dialogue con él. Como decía Domingo Hernández de Maceras en el siglo
XVII, en su libro Arte de Cozina, “se asará con poca lumbre, y si se pudiere asar en una
hora, no lo ases en media, porque lo que se asa en media hora no se puede llamar bien
asado, sino quemado”. Una afirmación que no deja de ser un canto a la vida. Cada cosa
pide su tiempo, también los alimentos.
Y no nos olvidemos de las vísceras, que en tiempos en que las mejores piezas de carne
estaban reservadas a los señores, eran la parte con la que se conformaban los pastores. Así
nació la chanfaina, un plato aún presente en la provincia. Con las mismas salsas, tal vez con
más ingredientes para apagar los sabores acres. Y los huesos con los que se alegraban los
pucheros. Esa máxima de no tirar nada.
No sería justo adentrarse en el final de este pregón sin hacer mención al papel que ha
jugado la Asociación de Criadores de la Cabra Malagueña. Sin ellos no estaríamos hoy aquí
celebrando esta fiesta. Hablando el otro día con su secretario, Juan Manuel Micheo,
descubríamos que nuestra vinculación con las cabras se había forjado en la misma zona. Me
hablaba del Arroyo Jaboneros, donde su abuelo tenía una pequeña finca, y de María La
Rentera, la mujer del medianero de la finca, que era en realidad la que trabajaba el campo,
la que cuidaba los animales, y de cómo la sabiduría de aquella mujer humilde incitó su
curiosidad y forjó un vínculo entre él y aquel paisaje, un respeto y un amor a cientos, miles
de cabreros, gente humilde con la sabiduría de la tierra que, a la larga, definió su vocación
profesional y le hizo confiar en las posibilidades de un animal que ha estado presente en la
cultura mediterránea desde los orígenes, como uno de los primeros animales domesticados.
Cada cabrero guarda consigo algo de la figura del porquero Eumeo de La Odisea, del Abel
bíblico, de los pastores de Virgilio o de Cervantes. La figura solitaria y a la vez solidaria,
sabia no por letrada, sino por la observación diaria y detallada de las cosas pequeñas, de los
misterios de la naturaleza, de sus pequeños milagros.
Esa figura del cabrero, que parecía un anacronismo en las últimas décadas del siglo XX,
que tuvo que resistir los embates de la todopoderosa industria alimentaria, imponiéndonos
dejar de consumir la leche de cabra para comprar leches de vaca de procedencia incierta
(una dictadura sorda basada en afirmaciones que intentaban desmontar la evidencia de lo
que se ha venido practicando a través de la Historia), esa figura olvidada y menospreciada,
ha logrado llegar al siglo XXI más fuerte que nunca, subiéndose al carro de la modernidad
desde la reivindicación de un producto excelso procedente de un animal criado con mimo,
en extensivo, con todos los controles sanitarios, con una alimentación digna para él y para
quienes finalmente disfrutarán de su leche, sus quesos o su carne.
Un trabajo de décadas que ha fructificado en la mejora de la raza, en la recuperación
paulatina de la casi extinguida industria quesera malagueña. Industria en el sentido
etimológico: trabajo, laboriosidad. Aquellos quesos frescos de cabra que estuvieron a punto
de desaparecer hace diez años vuelven a ser apreciados hoy, y un grupo de elaboradores
lucha, desde la Asociación Pro Denominación de Origen de los Quesos de Málaga, por su
reconocimiento. Y ganaderos jóvenes se forman e investigan para lograr nuevos quesos que
ganan premios dentro y fuera de España.
Ha sido un camino largo en el que muchas personas han puesto su granito de arena.
Recordaba Micheo el otro día cómo empezó el concurso de recetas del chivo lechal, con la
complicidad del Ayuntamiento de Villanueva de Tapia y con el entusiasmo de una serie de
cocineros a los que, aunque hubiera quien les dijera que estaban locos como cabras,
acudieron a la convocatoria y lograron que ya la primera edición del concurso fuera un
éxito. Allí estaba Manolo Maeso, presidente de La Carta Malacitana y uno de los cocineros
que apostó por la carne de chivo frente a la de cordero en su restaurante y como maestro de
cocineros años después. Por allí han pasado maestros de la cocina tradicional, que desde sus
ventas y restaurantes del pueblo o de la capital, han desvelado a otros las inmensas
posibilidades de este producto. De la mano de gente como Paco García y Diego del Río,
director y chef de El Lago, la carne de chivo y los quesos de cabra han estado en mesas con
estrella michelin, que no son más que las otras, pero sí tienen poder de difusión e invitan a
que cocineros jóvenes desvinculados del campo, que no han visto más cabras que la de la
Legión, se interesen por este producto.
Hoy la carne de chivo lechal y los quesos de cabra tienen algo que no tuvieron antes;
glamour, y son productos demandados. Ojo aquí con la trampa. Lo que se demanda se
ofrece, y empiezan a entrar en el mercado carnes de chivo de otras procedencias a precios
más ventajosos. ¿Por qué optar por los nuestros? No es sólo una cuestión de calidad. Es
también una cuestión de dignidad, de amor por la propia tierra, un reconocimiento a
quienes aquí hacen bien su trabajo, y una forma de contribuir a que esta provincia mantenga
una fuente de empleo y riqueza económica y un patrimonio cultural, etnográfico y
paisajístico.
A veces pensamos que, reducidos de la condición de ciudadanos a la de consumidores, no
tenemos nada que hacer frente a la presión del mercado. Trayectorias como la de La Carta
Malacitana y su actividad constante por el reconocimiento de nuestra cultura alimentaria
malagueña y mediterránea nos demuestran que no es así. Todos tenemos algo que decir
sobre cómo queremos que sea nuestra vida y cuál queremos que sea nuestro futuro, aunque
sea desde el gesto humilde de mirar una etiqueta y optar por comprar un producto frente a
otro.
No quiero terminar sin referirme al otro producto en liza. Cada año la organización de esta
fiesta, para la ruta gastronómica y el concurso de tapas, propone un producto malagueño
para ensalzar la carne y los quesos de cabra. En esta ocasión es la miel, que en la provincia,
y mucho en esta comarca, ha sido una industria tradicional a través de los siglos, y que
también se acerca al futuro aportando una labor impagable para la preservación de la
riqueza de la flora y productos cada vez más apreciados en una sociedad que redescubre los
beneficios de lo natural.
Gracias a quienes hacen posible esta fiesta. Al Ayuntamiento de Casabermeja, que pese a la
crisis se mantiene activo y que ha sido de los primeros en apostar por una oferta turística en
la que se integren naturaleza, cultura y gastronomía. A la Asociación de Criadores de la
Cabra Malagueña por su capacidad de innovar y de comunicar su trabajo de una forma
atractiva. A la Asociación Quesos de Málaga y a a Asociación de Apicultores de Málaga, a
las instituciones, empresas y asociaciones que colaboran de forma desinteresada. Y cómo
no, gracias a vosotros, que viniendo aquí a disfrutar estáis poniendo vuestro granito de
arena para que esta labor pueda continuar.
Y ahora, a divertirse.
¡Viva Casabermeja y larga vida a la cabra!

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