La huella de España en América y de América en España Pablo
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La huella de España en América y de América en España Pablo
La huella de España en América y de América en España Pablo Guadarrama. América no fue una simple invención europea.(1) Tampoco una creación artificial de Europa. Europa necesitaba que América existiese, por eso la buscó hasta que la encontró. No fue el azaroso producto de un inesperado tropezón de valientes españoles en busca de las Indias Orientales el que dio lugar a que estos antes se topasen con las Indias Occidentales. En verdad, las pujantes relaciones mercantiles del capitalismo consideraban estrecho el "espacio vital" del Mar Mediterráneo para sus crecientes necesidades. España y Portugal desempeñaron - como en otras circunstancias posteriormente lo harían Inglaterra y Francia- la función catalizadora de las formas expansivas de los poderes dominantes de ese momento. El lugar que ocuparon en ese proceso expansivo no significaba que estuviesen destinados a obtener los mayores dividendos de aquella empresa colonizadora, que además no era la primera ni la última en la historia, pero indudablemente tuvo características muy especiales y diferenciables de otros procesos colonizadores europeos. Por tal motivo Carlos París señala: “La empresa, a consecuencia de este sentido peculiar, nos parece como algo completamente distinto del mero asentamiento explotador, desatendido de los problemas culturales, que será típico de las colonizaciones ulteriores. Así se produce un magno fenómeno de transculturación. La colonización española traslada a América las instituciones, formas y potencialidades de la primera Europa moderna. A tal hecho responden la pronta creación de universidades, las realizaciones arquitectónicas y urbanísticas enormemente avanzadas, y en que a veces se apuntan motivos de síntesis cultural entre lo europeo y lo indígena. Toda una voluntad incorporadora de este nuevo mundo, ciertamente proselitista y segura, incluso fanática, pero no desentendida del otro. Lo que hemos definido como “transculturación”, pues aún sería inadecuado hablar de un diálogo entre culturas”(2). A la hora de abordar el tema de la huella cultural que dejó España en América y viceversa, hay que plantearse ante todo la cuestión sobre la visión que tenían los peninsulares en aquella época de sí mismos. Así como también la autoimagen de los pueblos aborígenes de América. Estos a pesar de los significativos desniveles de desarrollo cultural tenían por lo regular conciencia del valor de sus antepasados, de sus orígenes y de su historia, como lo evidencia la rica mitología amerindia y otros testimonios de los crónicas europeas. Esos testimonios se han guardado no solo en la exuberante memoria oral de estos pueblos, sino en códices y en múltiples expresiones de su arte. Sin duda, no se consideraban entre sí pueblos iguales, sino distintos, y aun dentro de un mismo pueblo reconocían sus respectivas diferencias. En el caso de los españoles tampoco se consideraban procedentes no ya de una misma nación, ni siquiera de un mismo pueblo. Se veían a sí mismos provenientes de diferentes culturas y por tanto hombres distintos que iban a encontrarse con otros también disímiles de otras latitudes. Por lo regular no pensaban que iban a encontrar seres superiores -de lo contrario hubiesen vacilado en iniciar aquella empresa-, ni tampoco inferiores, pues ya tenían algunas noticias del desarrollo de las culturas orientales y en especial de la China y la India. Mucho menos podían pensar que con quienes se iban a encontrar no eran propiamente hombres, como algunos se cuestionarían después, pues entonces , según el criterio cristiano, no se justificaría evangelizar a animales. Simplemente iban en busca de contacto comercial con otros pueblos y de expansión colonizadora. Tales empresas económicas en aquella época tenían como presupuesto la vigencia aun de diferentes modalidades de esclavitud, lo que significaba de alguna forma presuponer la aristotélica concepción justificadora de que unos hombres por naturaleza debían ser esclavos. Buscaban hombres distintos, pero con el interés de encontrar rápidas y fáciles formas de enriquecimiento no muy distintas de las ya conocidas. La cristianización se daría por añadidura. Por supuesto que no arriesgaron sus vidas en travesías tan peligrosas por simple devoción religiosa. Existían suficientes posibilidades en el mal llamado Viejo Mundo -pues con cada nuevo descubrimiento de la antigüedad de algunas de las culturas americanas más se pone en entredicho tal denominación-, para ejercitar cualquier expresión de martirologio cristiano. Resulta difícil poner en duda la conciencia de trascendencia histórica que tenían aquellos emprendedores viajeros. Sin embargo, seguramente no estuvieron plenamente conscientes de lo que significaría aquel acontecimiento cultural para el nacimiento de esa incompleta modernidad, que precozmente hoy en día algunos intentan sepultar. Al “ descubrimiento” del “Nuevo Mundo”, - que cada vez se conoce más que no era tan nuevo- se le debe considerar hecho de extraordinaria significación cultural, porque más allá de su simple connotación histórico- social jugó un papel decisivo en la germinación de la sociedad burguesa y el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción al dar pie al nacimiento propiamente de un mercado mundial. Este acontecimiento cultural constituyó una contribución auténtica a que el hombre en su sentido más genérico lograse mayor dominio de sus condiciones de existencia y al ser más libre fuese más culto. Por supuesto que este criterio está en dependencia del concepto que se posea de cultura.(3) no todo lo que produce el hombre es un hecho cultural, aunque siempre sea social. De otro modo los conceptos de sociedad y cultura tendrían un contenido idéntico. La cultura es la que posibilita que el hombre perfeccione incesantemente la sociedad. No sólo el hombre se modernizó al expandir los límites geográficos de su mapa mundi, sino al incorporar a su sabiduría poderosos instrumentos técnicos, alimentarios, domésticos, éticos, etc. El erróneamemnte denominado "descubrimiento de América" continuó y continúa latente y repercute en la cultura de nuestros días. No se produjo de una vez y por todas. Los americanos nos hemos ido conformando durante estos cinco siglos de dominación colonial y neocolonial, en la misma medida en que nos hemos ido autodescubriendo. En ese proceso de recíproca autoconstitución los americanos nos hemos ido haciendo en la misma medida que los españoles se fueron también autodescubriendo y conformando. Unos y otros se lograron, a pesar de encubrimientos y aniquilaciones, con el favor de recíprocos alumbramientos y transculturaciones, concepto este elaborado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, pero solo aceptado internacionalmente cuando el polaco Malinovsky reconoció su valor, dado el eurocentrismo hasta hoy reinante, no solo en las ciencias sociales. A pesar de que aún hoy en día algunos peninsulares no deseen ser calificados como españoles y algunos latinoamericanos prefieran ser antes porteños o ticos, de algún modo en ambos casos son una y otra cosa a pesar de los mejores deseos de no serlo. En la vida se puede elegir cambiar el lugar de residencia, autodeterminar la lengua en que nos expresamos, escoger nuestro cónyuge, pero de la misma forma que no podemos elegir a nuestro padres, tampoco podemos cambiar la cultura progenitora de la comunidad en la que se gestan las raíces de nuestro ser. Es posible incluso avergonzarse o enorgullecerse de ella, del mismo modo que se puede justipreciar adecuadamente, pero lo que resulta imposible es desconocer su realidad. De ella podemos intentar escapar, pero ella testarudamente esta ahí, con agrado o a disgusto. Por supuesto que en la Europa anterior al siglo XV también se produjeron innumerables procesos de transculturación y en la península ibérica, celtas, romanos y árabes -para solo indicar algunos de los procesos fundamentales-, fueron acrisolando junto a otras influencias lo que en América, al menos, se recepcionó en sentido general como cultura española, más allá de cualquier otra especificación de gallega, asturiana, castellana, catalana, andaluza, etc., que indudablemente se reconoce más en América Latina por los especialistas y por los descendientes latinoamericanos de algunas de estos pueblos, que por la conciencia popular genérica.