3. El hombre: organismo vivo y ser cultural

Transcripción

3. El hombre: organismo vivo y ser cultural
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TEMA 3. EL HOMBRE: ORGANISMO VIVO Y SER CULTURAL
3. El hombre: organismo vivo y ser cultural
1. El hombre pensado como yo y como otro
2. Los seres vivos
a. La vida. La escala de la vida: vida vegetativa,
sensitiva y racional
b. El sistema ecológico. El dominio del hombre sobre el
mundo
c. El primer principio de la vida
d. Alma y mente
e. Hombres, animales, robots y ordenadores
3. La peculiaridad biológica del ser humano
a. Apertura al mundo
b. Plasticidad e indeterminación
c. Naturaleza y cultura
d. Las culturas y las versiones de lo humano
e. Los procesos de humanización
f. El valor del pluralismo cultural
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Tema 3. El hombre: organismo vivo y ser cultural
Cuando se pregunta cuál es el tema epecífico de estudio de la filosofía
suele responderse que estudia "la totalidad de los real" y, a veces, en tono de
broma, se añade que la filosofía estudia "el todo y sus alrededores".
Habitualmente se sostiene que los tres grandes temas de la filosofía son: Dios, el
hombre y el mundo. La primera parte del libro se ocupa del estudio filosófico
del hombre, que recibe también los nombres de “psicología racional” o de
“antropología filosófica”. Aquí se utilizará la expresión “filosofía del hombre”
para designar el estudio del ser humano desde la perspectiva y con los métodos
del saber filosófico. Las diversas ciencias particulares sobre el hombre pueden
ofrecer o una versión parcial del ser humano al considerar sólo un fenómeno
humano concreto (como la lingüística que estudia sólo el lenguaje) o una visión
total pero limitada desde una perspectiva (como la psicología social que estudia
muchísimos más fenómenos humanos pero sólo desde el punto de vista de la
interacción entre individuo y sociedad). Frente a ellas la filosofía del hombre
intenta ofrecer una visión integrada y global del ser humano en todas sus
dimensiones y fenómenos que le permita comprenderse y comprender su vida.
1. El hombre pensado como yo y como otro
Todos los hombres tienen un conocimiento de sí mismos. La filosofía
del hombre quiere dar una respuesta objetiva sobre el hombre, partiendo de
ese conocimiento. La respuesta que de la filosofía del hombre es
especialmente relevante porque el hombre es el único ser que necesita saber
quién es para serlo.
Cuando el hombre se estudia a sí mismo, tanto desde el punto de vista
filosófico como científico, sucede un fenómeno que no ocurre cuando el hombre
estudia otro tipo de realidades, por ejemplo, cuando un botánico estudia las
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plantas, o un físico calcula la resistencia de una barra de acero. En estos últimos
ejemplos el objeto de estudio es algo diferente a quien lo examina y, por tanto,
lo considera siempre "desde fuera": qué sean en sí mismos o qué les pueda
suceder a un girasol o a una barra de acero no son cosas que afecten
personalmente al científico. Pero, al contrario, cuando el objeto de estudio es el
ser humano, el hombre se puede identificar subjetivamente con el objeto
estudiado. Como el hombre es tanto el sujeto como el objeto de la filosofía del
hombre, su estudio le afecta hasta la raíz. El hombre es un animal que intenta
averiguar quien es realmente, y se lo juega todo en la respuesta. Saber, por
ejemplo, que el hombre es mortal significa que yo me voy a morir. Y eso no suele
resultarnos indiferente.
El ser humano puede ser pensado como yo (en primera persona, y
entonces la pregunta clave es “¿quién soy yo?”) o como otro (en tercera persona,
con lo que la pregunta fundamental es “¿qué es el hombre?”). Según se adopte
un punto de vista u otro las filosofías del hombre resultantes son distintas. Las
filosofías del hombre en primera persona —como las desarrollaron, por
ejemplo, Sócrates, San Agustín o Kierkegaard— apelan más directamente a las
vivencias personales, a la experiencia que cada uno tiene de sí y de qué
significa ser hombre. Se centran en las cuestiones más vitales iluminándolas,
pero no suelen ofrecer una visión global y armónica del ser humano en su
integridad: dan más importancia a la vivencia personal o a los problemas
existenciales que al conocimiento teórico.
Las filosofías del hombre construídas en tercera persona —como las de
Aristóteles, Santo Tomás o Hegel— constituyen grandes tratados sistemáticos
que analizan la totalidad de los fenómenos humanos y dan prioridad al
conocimiento teórico sobre la vivencia personal, por lo que pueden resultar más
frías o intelectualistas.
Sin embargo, no deberían oponerse vivencia y conocimiento intelectual.
Ambas deberían complementarse mutuamente para alcanzar un mejor cono-
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cimiento sobre el hombre. De hecho, uno no sabe muy bien lo que le pasa hasta
que no es capaz de ponerle nombre, de conocer intelectualmente, de
conceptualizar lo que le ocurre. Así, cuando uno va al médico porque vivencia
determinadas alteraciones en su organismo, sólo se aclara consigo mismo
cuando el médico pone nombre desde un saber objetivo a esos síntomas del
sujeto: "lo que usted tiene es una úlcera de estómago". Cuando uno sabe lo que le
pasa puede protagonizar más lúcidamente la propia existencia: porque puede
dejar de ser mero espectador pasivo de las cosas que le pasan para empezar a
ser el actor. El hombre puede dejar de padecer la úlcera y hacer algo para
curársela.
Para ofrecer una explicación coherente, lo más completa posible y a la
vez interesante del ser humano la filosofía del hombre tiene que conjugar tanto
la perspectiva de la primera persona como la de la tercera.
2. Los seres vivos
A la hora de abordar el estudio filosófico del hombre, el primer problema es por dónde empezar. No todos los humanos estamos de acuerdo en la
respuesta a la pregunta "¿qué es el hombre?". Para unos se trata de un ser casi
divino, para otros no pasa der un mono más o menos refinado. Muchas veces
no se puede desarrollar una conversación interesante acerca de las cuestiones
humanas, sencillamente porque no hay manera de lograr un acuerdo mínimo
en el punto de partida de la argumentación. Sin embargo, pese a nuestras
diferencias, todos —científicos, filósofos y gente de la calle— estamos de
acuerdo en que el ser humano es un cierto tipo de animal, es decir, un organismo
vivo con unas características peculiares. Como no nuestra pertenencia al género
de los vivientes que llamamos “animales”, la filosofía del hombre puede
empezar por preguntar qué es un ser vivo y qué le diferencia de uno inerte.
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a. La vida. La escala de la vida: vida vegetativa, sensitiva y
racional.
La característica que define a todos los seres vivos es que poseen
automovimiento. Los seres vivos se dirigen hacia su plenitud. Pero lo hacen
de maneras muy diferentes. Dependiendo de cómo lo hagan se distinguen
distintos tipos de seres vivos. La cuestión es que hay algunos que lo hacen de
una manera muy simple, y otros que lo hacen de una manera más compleja.
Los más complejos asumen todo lo que hacen los más simples de una manera
más sofisticada. Por eso forman una jerarquía a la que llamamos escala de la
vida.
Todos tenemos una cierta idea de lo que supone estar vivo. Si vamos
por el campo y encontramos un ratón tan quieto que no se sabe si está muerto o
dormido, cabe golpearle suavemente con el pie. Si no se mueve ni responde de
ninguna manera a ese estímulo, pensamos que está muerto; si se echa a correr,
no nos cabe la menor duda de que está vivo.
Así fue como Aristóteles definió la característica principal que distingue
a los seres vivos. Señaló que la vida es automovimiento, es decir, la capacidad de
moverse por sí mismo, porque el ser vivo tiene una energía propia que le
permite realizar por sí mismo diferentes operaciones. Cuando Aristóteles
hablaba del movimiento no se refería sólo al movimiento local, al cambio de un
lugar a otro, sino al movimiento en un sentido más amplio, como paso de una
situación a otra. En ese sentido, también el crecimiento de una planta es
automovimiento, porque tiene, por sí misma, la capacidad de pasar de semilla a
arbusto, y dar flores y frutos, o sea de madurar, de llegar a ser lo que puede ser.
Este tipo de operaciones que caracterizan a los seres vivos y les hacen
capaces de moverse a sí mismos se llaman “operaciones inmanentes” y se
distinguen de las operaciones transeúntes, como por ejemplo clavar un clavo
con un martillo. En las primeras —como por ejemplo alimentarse y crecer— el
efecto permanece en el agente, en las segundas el efecto de la acción —como
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clavar un clavo— transita al exterior, se hace algo objetivo independiente del
agente. Además, en las operaciones vitales el ser vivo posee el principio real de
su acción, es decir, posee tanto la energía para actuar como el control de la
misma. Una planta necesita para crecer sustancias químicas externas, pero es
ella la que crece y la que controla su crecimiento.
Todos los seres vivos llevan a cabo desde sí mismos las actividades que
les conducen hacia su plenitud o autorrealización. Los seres vivos no son ya,
desde que nacen, todo lo que pueden llegar a ser. Las actividades vitales
tienden siempre a acortar esa distancia, a alcanzar la plenitud. Sin embargo, no
todos los vivientes pueden alcanzar la misma plenitud. Todos viven, pero hay
diversos grados de vida, según el número y la perfección de las operaciones
que las diversas especies pueden realizar.
Los seres vivos constituyen un sistema jerárquico en el que los vivientes
se ordenan según el número de operaciones inmanentes que pueden realizar.
Los grados inferiores de vida están en función del desarrollo de las formas de
vida superiores; y las formas superiores de vida asumen y pueden realizar de
modo más perfecto todas las operaciones que realizan los seres que pertenecen
a los grados inferiores de vida. Además se distinguen de ellos en que pueden
realizar otras operaciones inmanentes características sólo de ese grado de vida.
El primer grado en la escala de la vida, la “vida vegetativa”, es el típico
de los vegetales y se compone exclusivamente de las tres operaciones vitales
mínimas: nutrición, crecimiento y reproducción. Por pobre que nos parezca a
los hombres una vida así no deja de ser vida real. La nutrición consiste en
asimilar sustancias exteriores al propio cuerpo transformándolas en partes del
propio organismo por medio del metabolismo. La nutrición se subordina al
crecimiento, por el que el ser vivo alcanza la madurez biológica y llega a poder
reproducirse (la capacidad de dar origen a otros individuos semejantes a sí
mismo y perpetuar la especie).
Sólo los vivos se alimentan, crecen y se
multiplican: parecería que también los cristales se alimentan y crecen, pero en
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realidad sucede sólo que van aumentando de tamaño por una serie de causas
físicas. A diferencia de la más elemental de las bacterias, los cristales no
controlan su crecimiento; no es una operación que ellos lleven a cabo usando
sustancia externas. Mientras los cristales “son crecidos”, las plantas crecen,
porque ellas protagonizan su crecimiento.
Los animales constituyen el segundo grado, la vida sensitiva, y realizan
de manera más perfecta que los vegetales todas las operaciones típicas de la
vida vegetativa -nutrición, crecimiento y reproducción-. Además, pueden conocer
sensiblemente la realidad, y su conducta está regida por los instintos. El tercer
grado de vida, la vida racional, es exclusivo de los seres humanos que asumen,
integrándolas en el conjunto de su vivir, las funciones vegetativas y sensitivas.
Además pueden conocer intelectualmente la realidad y su conducta se rige por la
voluntad libre.
b. El sistema ecológico. El dominio del hombre sobre el
mundo
En la escala de la vida, el hombre ocupa el punto más alto. Su saber
sobre la naturaleza le permite un dominio sin precedentes sobre el mundo
que le rodea. Sin embargo, el uso de la técnica de una manera abusiva
produce efectos no queridos. Se corre el peligro de destruir el sistema de vida
que nos sustenta. No todo lo que podemos hacer, es bueno hacerlo.
Los seres vivos forman un sistema organizado jerárquicamente donde
las formas inferiores de vida sirven de soporte a las superiores, y se llevan a
cabo intercambios de materia y de "servicios". Muchas veces se ha dicho que el
hombre es un microcosmos, pues resume en sí todo el universo y constituye la
frontera donde se encuentran la materia y el espíritu. El hombre ocupa un lugar
privilegiado en la escala de la vida, pues puede dominar con su inteligencia y
con su actividad técnica a los seres vivos. Pero este poder humano puede tener
también efectos desestabilizadores en relación con el conjunto del universo. Es
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lo que ha experimentado nuestro siglo XX, caracterizado por la creciente
aceleración tecnológica y por la aparición de un poder autodestructor. Ahora,
como el hombre puede destruirse tanto a sí mismo como a todo el planeta, se
hace preciso prestar atención al problema ecológico.
No es lo mismo la ecología que el ecologismo. La ecología es una ciencia
que estudia las relaciones de todos los organismos vivos entre sí y en relación
con el medio ambiente, en lo que se refiere a la producción e intercambio de
materia orgánica. La ecología como ciencia no tiene ninguna relación con un
planteamiento político concreto. El ecologismo es una toma de postura en el
terreno intelectual que reivindica los derechos de la naturaleza física frente a los
abusos de la actividad técnica humana.
Podemos distinguir tres etapas en la historia de la humanidad por lo
que se refiere a las relaciones entre Dios, el hombre y el universo físico. La
primera fue una etapa cosmocéntrica. En ella los hombres se consideraban en
una situación de inferioridad en relación con el mundo físico. Las fuerzas de la
naturaleza —los rayos, las tormentas, la lluvia, el fuego, el océano— eran vistas
como fuerzas divinas que no podían ser controladas por el hombre, y éste se
sentía atemorizado y dominado por ellas. La segunda etapa fue teocéntrica. El
hombre y el universo giraban alrededor de Dios Creador porque ambos habían
salido de sus manos, y son fruto de su sabiduría. Por lo tanto, como el hombre
sabía que el universo está regido por las leyes que le había impuesto el Creador,
que era omnipotente y bueno, podía lanzarse a descifrar el libro de la
naturaleza con la ciencia experimental. La creencia religiosa en que el mundo
era razonable porque era manifestación de la Sabiduría divina actúo como
motor de la investigación científica. A su vez, el conocimiento de las leyes
naturales permitió al hombre dominarlas mediante la técnica. Se abría así la
tercera etapa, antropocéntrica, en la que el hombre pone entre paréntesis a Dios,
y se dedica a intervenir en el universo físico como si fuera su dueño. Si en la
etapa teocéntrica el hombre se siente más administrador que dueño, ahora
comienza a considerarse señor absolutode loque existe.
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El extraordinario crecimiento tecnológico, que ha hecho realmente más
libre al hombre al incrementar sus capacidades, lo ha dejado en manos de sí
mismo, lo ha hecho responsable de sí y del mundo. Y, como la libertad implica
siempre riesgo, si se han producido avances incuestionables se han producido
también efectos secundarios catastróficos: desertización de grandes zonas del
planeta, destrucción de la capa de ozono, lluvia ácida, extinción de especies
animales, etc. Si antes la naturaleza misma aseguraba el equilibrio ecológico,
éste ha quedado ahora a nuestro cuidado. En consecuencia, el desarrollo
tecnológico debe ser controlado desde una moralidad que asegure que
permanece al servicio del hombre y no se vuelava contra él. Quizá no debamos
hacer todo lo que podríamos hacer.
Por eso, el hombre debe replantearse sus relaciones con la naturaleza.
No es su esclavo, pero tampoco le cabe funcionar como su dueño arbitrario: es
sólo administrador de unos recursos naturales que necesita para desarrollar su
existencia. Debe usarlos sin abusar de ellos, porque no son infinitos, y debe
reponerlos al menos en la misma medida en que los gasta. Conocer para utilizar
y administrar inteligente y responsablemente: en esto puede resumirse una
correcta actitud ecológica.
c. El primer principio de vida
Entre un cuerpo vivo y una muerto hay una diferencia básica.
Aristóteles llamó a esa diferencia “psique”: el principio de organización de
un cuerpo orgánico. La psique puede traducirse por alma; pero no podemos
entender por “alma” algo exclusivo de los hombres, o algo que se añada al
cuerpo. Todo ser vivo tiene un “alma” que no se identifica con ninguna de
sus partes, sino que las organiza para que siga viviendo.
Al hablar de los seres vivos como aquellos que tienen un principio
propio de movimiento, se ha mencionado de pasada una de las nociones claves
en la filosofía de los vivientes. Aristóteles llamó a este principio vital “psique”,
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que se tradujo después al latín como “anima”y pasó al castellano como “alma”.
En nuestros días con la palabra “alma”, solemos referirnos exclusivamente al
alma humana, y es un término con claras resonancias religiosas; pero
Aristóteles —y muchos filósofos teístas o ateos— usan el término “psique”
dentro del ámbito de la biología en sentido amplio (o sea, del estudio de los
seres vivos que incorporaba entonces a lo que hoy llamamos “psicología”), y no
para referirse a una realidad exclusivamente humana, y mucho menos de
carácter religioso. Como para Aristóteles, la psique es el principio vital de
cualquier viviente —aquello por lo que un cuerpo vivo está vivo—, tienen
psique todos los organismos vivos, incluidos los vegetales. Porque la psique no
es más que la organización del cuerpo, lo que hace que esté vivo.
La psique —el primer principio de vida de los vivientes— no es una
entidad fantasmagórica. Es real como son reales las organizaciones. Porque hay
diferencia real entre un olmo vivo y uno muerto: uno se nutre y crece, lleva a
cabo operaciones vitales, y el otro no. Pero la diferencia no es algo fantasmal:
un organismo está vivo cuando existe como tal, cuando no es un
amontonamiento de órganos, sino que estos funcionan de determinada manera;
cuando sus partes se constituyen como una unidad real que es sujeto de
propiedades y de operaciones. De la misma manera que azul es la superficie del
mar y no ninguna de las moléculas de agua, los organismos vivos tienen
propiedades y realizan conductas que ni pertenecen ni son llevadas a cabo por
los elementos materiales que los componen; son propiedades y capacidades del
compuesto como tal, y no de los componentes. A ese principio de organización
y de unidad, que no es algo material sino lo que unifica a los organos materiales,
se le suele llamar “psique”. Por eso, morirse es perder la unidad y descomponerse, dejar de ser un organismo.
La psique no es, por tanto, una “cosa” inmaterial que se superponga o
añada al cuerpo para convertirlo en vivo; no es un misterioso “elemento”
invisible que aterriza sobre la materia y la vivifica; es lo que unifica un conjunto
de elementos materiales. No es algo que haya que unir a un cuerpo sino lo que
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hace vivo al cuerpo. Pero lo que unifica al cuerpo y lo hace vivo no es ninguno
de sus elementos a unificar, ninguno de sus componentes materiales —que son
los mismos que en las sustancias inertes— sino el modo en que se organizan,
que posibilita que el organismo ejerza determinadas conductas. De la misma
manera que la diferencia entre los diamantes y el grafito es la manera en que se
disponen los átomos de carbono, la diferencia entre un cuerpo vivo y uno inerte
es el modo en que se disponen sus elementos. Pero la disposición de los
elementos no es ella misma un elemento de manera similar a como la unidad de
un organismo no es un órgano. La unidad de un equipo de fútbol, su capacidad
de jugar unitaria y armónicamente, no es un invisible jugador número doce.
La psique no es un elemento espiritual característico de los seres
humanos sino el principio de vida de cualquier ser vivo. Otra cosa es que los
seres humanos desarrollen una conducta que no pueda explicarse desde la
psique de los animales. La psique, incluida la de los vegetales, no es material no
porque sea fantasmagórica o necesariamente espiritual sino porque no es un
órgano, como el corazón o el cerebro, sino un principio de unidad, un acto —
como lo son la vida o la salud—. De la misma manera que la salud no es una
“cosa” que se añada a un cuerpo para hacerlo saludable sino el estar realmente
sano de quien está sano, el alma no es algo que aterrice sobre un cuerpo para
hacerlo vivo sino el estar realmente vivo de quien está vivo. Por eso, el alma es
un acto y no un elemento, es el cortar del hacha y no una de sus partes como el
mango o la hoja, como dice Aristóteles. Si cortar es el acto que hace de un
mango y una hoja un hacha, el alma es el acto que hace de un conjunto de
órganos un organismo vivo.
d. Alma y mente
Si se confunde el concepto de alma (psique) y el de mente
(autoconciencia), el hombre se convierte en un ser puramente espiritual
encerrado en una máquina. Si no quiere estudiar dos cosas unidas por la
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casualidad, la filosofía del hombre tiene que considerar al hombre como un
viviente, tan íntegro como los vivientes del resto de la escala de la vida.
Las palabras “alma” y “mente” no son sinónimos. Mientras “alma”
designa el principio por el que un ser vivo está vivo y realiza todas sus operaciones vitales, “mente” suele referir a la capacidad de pensar y de ser autoconscientes. Por eso, ni siquiera en el caso del hombre, “alma” y “mente”
significan lo mismo. Un niño muy pequeño es, sin duda, un ser humano,
aunque no haya desarrollado todavía ninguna autoconciencia.
El problema de las relaciones entre alma y cuerpo surge en buena
medida, aunque no exclusivamente, de la incomprensión del concepto de
“psique” y de su identificación con la mente. El error dualista mantiene que el
hombre es una yuxtaposición accidental de dos sustancias completas y procede
con frecuencia de la identificación del alma con la mente. Sostiene que el alma
es una sustancia que se une de manera accidental, es decir, se adjunta, a un
organismo material, y al unirse al él, lo convierte en organismo vivo. En esta
perspectiva, se ve el alma como una autoconciencia encerrada en un cuerpo,
como un fantasma dentro de una máquina. El dualismo reduce, por una parte,
el alma a mente, y, por otra, convierte al cuerpo en una máquina. El dualismo
es solidario con el mecanicismo.
El monismo aparece en sus formulaciones más clásicas como una crítica
al dualismo, como su negación. Como si se mantuviera que, como no existe un
fantasma dentro de la máquina, el hombre es sólo una máquina. El principio de
vida de los organismos vivos sería en esta interpretación un elemento más que
se une a los restantes elementos que forman el organismo para constituir al ser
vivo; como si no una hubiera diferencia real entre una ensalada y el
amontonamiento de lechuga, tomate, aceite... Como si se pensara que la
ensalada no es real y sólo lo fueran sus elementos.
Para comprender adecuadamente la relación de la psique con el cuerpo
hay que entenderla como la unión de dos coprincipios, uno material —los
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elementos químicos que componen el organismo— y otro formal —la psique,
que es el principio organizador o formalizador de esos elementos— que se unen
para formar una única substancia: el ser vivo. En el hombre nada es ni puramente
material ni exclusivamente mental: habitualmente pueden describirse los
fenómenos humanos —los sentimientos, por ejemplo— de un modo material,
como un determinado conjunto de alteraciones orgánicas, o de un modo formal
—como una vivencia precisa ante un determinado objeto—, pero las dos
descripciones no describen cosas distintas, sino un mismo fenómeno bajo dos
puntos de vista diversos.
e. Hombres, animales, robots y ordenadores
También la máquina, como el ser vivo, es un todo organizado. La
organización de la máquina depende de las funciones que se quiera que
realice. A diferencia del viviente la máquina funciona gracias a una energía
que siempre es externa, siempre hay que dársela. Por eso la unidad de una
máquina y la unidad de un organismo vivo son tan diferentes: para ella no
existe el crecimiento y la reproducción. Sólo de una manera metafórica
decimos que se nutre (de gasolina, de electricidad...).
Se trata ahora de analizar las semejanzas y diferencias entre los seres
vivos y las máquinas. Desde este punto de vista no son especialmente relevantes las diferencias que hay entre los hombres y el resto de los animales:
importa más la comparación entre cualquier ser vivo y las máquinas o artefactos. Las máquinas se fabrican para que realicen determinadas funciones,
como por ejemplo, enfríar y conservar los alimentos, lavar la ropa, transformar
unas sustancias químicas en otras, llevar a cabo cálculos aritméticos con más
precisión y rapidez que la mente humana, etc. Sin embargo, ¿son
absolutamente indiscernibles los seres vivos y las máquinas?
Una de las primeras diferencias que encontramos entre los seres vivos y
las máquinas es que los primeros son engendrados por otros seres vivos,
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mientras las segundas son fabricadas por los seres humanos disponiendo una
serie de elementos de materia inorgánica —cables, chapas, tornillos,
microchips, etc.— según un plan previamente determinado. Y precisamente
porque están vivos, los seres vivos mueren, mientras los ingenios cibernéticos
se estropean. El precio de vivir es envejecer y enfermar, crecer hasta una cierta
madurez y declinar después; de equivocarse y de olvidar. Justo lo que no hacen
los ordenadores: ni enfermar es estropearse ni olvidar es simplemente borrar
unos datos de la memoria. Además, los seres vivos se alimentan, crecen y se
multiplican. Por eso, se dice que los seres vivos se constituyen como sistemas
abiertos, que tienden a ir a más, a la expansión en sí mismos y en otros,
mientras que las máquinas son sistemas cerrados. Lo máximo que se puede
esperar de las máquinas es que se conserven bien, que no se deterioren, "que se
queden como están".
Mientras en los ordenadores, el hardward y el softward son realmente
distintos de manera que las propiedades del programa son independientes de
las características físicas del aparato o de sus soportes materiales, el
“programa” de los seres vivos está realmente encarnado en su materia. Si en los
seres vivos, es el cuerpo —el organismo— el que está realmente vivo, los
ingenios cibernéticos funcionan gracias a unos programas. No es lo mismo vivir
que funcionar. Como los ingenios cibernéticos son arte-factos, su forma es
independiente de su materia. Un programa copiado en un disco duro no
depende de las propiedades físicas de éste y se podría hacer un ordenador de
oro; mientras que fortuna alguna puede fabricar un ser vivo de oro. Un ser vivo
es su cuerpo de un modo en que un ordenador no lo es.
Las máquinas funcionan de manera analítica, por partes, y el deterioro
de una de ellas no repercute necesariamente en el deterioro de las demás. Por
ejemplo, un coche puede tener mal el carburador sin que esto perjudique a las
ruedas; sin embargo, los oranismos vivos funcionan sistémicamente, y todo
influye en todo. Una insuficiencia renal puede producir problemas cardiacos,
respiratorios, etc.
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Pero la diferencia fundamental que podemos hallar entre los seres vivos
y los sistemas mecánicos artificiales es la referente a su principio operativo. En
los seres vivos, como ya hemos visto, éste es la psique, que es un principio
inmanente al ser vivo, le pertenece de manera esencial, y no se puede separar
del viviente sin que éste deje de serlo. Sin embargo, en todas las máquinas, el
principio energético no pertenece intrínsecamente al sistema, y es exterior al
mismo: hay que enchufarlas a una fuente de energía, o colocarles unas pilas
para que las máquinas funcionen. Además, cuando se desenchufa, no por ello
dejan de ser lo que eran: una lavadora, un cassette a pilas, un ordenador... sólo
que apagados. Y se pueden volver a reactivar cuantas veces se desee. Sin
embargo, no hay manera de reactivar a un viviente que se haya visto privado
de su actividad durante algún tiempo. Los seres vivos mueren, las máquinas
no.
3. La peculiaridad biológica del ser humano
Si se dejara al hombre frente a la naturaleza con su dotación genética
no sobreviviría ni la primera generación. El hombre no puede organizar su
conducta solo con los datos biológicos que le proporciona su ADN. La
debilidad humana tiene como contrapunto algo inédito en el mundo de la
naturaleza: la posesión de la palabra y las manos. Con la palabra el hombre
dota de un sentido nuevo al mundo; con las manos puede transformar el
entorno y dominar los poderes que antes eran ocultos. Si ese mundo de
sentido no preexistiera cuando nacemos, no podríamos llegar a ser hombres.
Por eso se dice que el hombre es un ser generado desde lo natural y lo
cultural. Ahora bien, el mundo de la cultura no se declina nunca en singular:
siempre hay muchas culturas, muchos modos trazar un mapa de lo humano y
del mundo. Esto no significa que el mundo cultural sea falso; lo que pasa es
que es tan rico que no puede expresarse sólo de un modo.
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El hombre es, según la definición de Aristóteles, un animal racional.
Pero la racionalidad característica del ser humano influye también decisivamente en algunos aspectos de su constitución corporal. Cabe afirmar que el
hombre es, desde el punto de vista estrictamente biológico, un tipo de animal
peculiar algo deficiente: no cuenta con las propiedades y capacidades
necesarias para poder subsistir.
a. Apertura al mundo
Las ciencias biológicas han señalado repetidamente que se da una
perfecta adaptación entre los animales y el mundo en el que viven. El animal
sólo es capaz de captar aquellos aspectos de la realidad que son relevantes para
su conducta porque están directamente relacionados con sus necesidades
biológicas: supervivencia y reproducción. Se da una ajustada correspondencia
entre las necesidades vitales del animal, sus pautas de comportamiento, lo que
perciben de la realidad y el perimundo en el que habitan. Esta adaptación de los
animales a su ambiente, a su nicho ecológico, es una de las condiciones para la
supervivencia de la especie.
El hombre, por el contrario, en cuanto dotado de espíritu, no está
vinculado necesariamente al ámbito físico circundante sino que está abierto a la
totalidad de lo real. Como ha puesto de relieve repetidamente Arnold Gehlen,
el hombre no tiene un nicho ecológico al cual se adapte perfectamente: tiene
mundo, porque queda abierto a todo lo real. Puede captar no sólo lo que es
relevante para sus necesidades biológicas, sino también otras cosas que son
superfluas desde ese punto de vista: la belleza de una puesta de sol o de una
noche estrellada, etc.. Como le cabe también actuar de manera altruista y
desinteresada, en beneficio de otro, u organizar su conducta no desde sí mismo
sino respecto de otras personas, de la naturaleza misma de las cosas o de la
índole de los asuntos. Atendiendo a criterios exclusivamente biológicos, el
hombre aparece como un organismo prácticamente inviable, ya que no está
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adaptado a ningún medio ecológico: puede vivir en el ecuador y en el polo, en
el desierto y en la selva tropical, a nivel del mar o a 5.000 metros de altitud.
Para sobrevivir, se ve en la necesidad de ajustar el medio a sus necesidades
hasta hacer de él un ámbito habitable, adecuado para desarrollar su existencia.
La especie humana es sumamente pobre desde el punto de vista biológico y su
supervivencia sólo es explicable porque el hombre es un ser inteligente.
b. Plasicidad e indeterminación
La apertura del hombre al mundo, a la totalidad de lo real, es posible
porque en el hombre no hay instintos en sentido estricto: sus tendencias son
muy plásticas. La indeterminación biológica de la especie humana se halla
compensada por la inteligencia y por la capacidad de determinarse a obrar por
sí mismo: por la libertad. El hombre no dispone de respuestas preprogramadas
biológicamente para solucionar los problemas que lleva consigo vivir. Debe
inventar esas respuestas o aprender lo que otros inventaron. El hombre no nace
sabiendo qué hay que hacer, ni cómo, y su biología no se lo dice.
No hay ningún elemento biológico que determine el estilo de vida
individual o social de los seres humanos, ni que fije de modo irresistible en una
u otra dirección su comportamiento. Ahora bien, que la naturaleza humana sea
esencialmente plástica desde el punto de vista biológico y abierta al mundo
implica de suyo que la naturaleza humana remite a la cultura, al artificio. La
plasticidad biológica humana y su carácter racional hacen posible —y al mismo
tiempo exigen— la creación de la cultura.
c. Naturaleza y cultura.
La palabra “cultura” puede utilizarse con diversos sentidos. Aquí nos
referiremos a la cultura para designar todo aquello que resulta de la acción
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humana libre. Todo lo que es diferente e irreductible a lo que resulta de los
procesos meramente biológicos. La cultura comprende todas las "realidades
artificiales": los instrumentos de trabajo y decorativos, el lenguaje, las
instituciones, las costumbres, etc.
La cultura es la continuación de la naturaleza física llevada a cabo por la
actividad humana. El hombre está en el mundo cultivándolo y al cultivarlo hace
surgir algo nuevo que no estaba contenido previamente en el universo material.
Esta novedad es la cultura, y este mundo entretejido de naturaleza y cultura es
el único ambiente en el que el hombre puede habitar. Esta continuación de la
naturaleza no hay que entenderla sólo como transformación física del mundo —
como fabricación de instrumentos o creación de instituciones— sino también
como creación de sentido —convertir un río en frontera, o un sonido en palabra—
. Como señala Cassirer, la cultura es el universo simbólico que el hombre crea y
añade al mundo físico para poder habitar en él.
d. Las culturas y las versiones de lo humano
La continuación cultural de la naturaleza llevado a cabo por el hombre
es una actividad propiamente creativa, porque el mundo físico no pide de suyo
ser continuado, ni tampoco indica la dirección en la que mejorarlo. Por eso, la
cultura tiene un carácter gratuito e impredecible en relación con el mundo
físico. Como el hombre es libre y no está predeterminado biológicamente en su
acción, debe inventar las respuestas para los problemas que se le plantean o
asimilar las respuestas que inventaron sus antepasados.
Por estas razones, así como la Cultura, en sentido general, como fenómeno humano y con mayúscula, es necesaria para el desarrollo del hombre,
las culturas —es decir, las diferentes formas en las que se encarna el fenómeno
cultural— son contingentes, y por lo mismo plurales: son como nos las
encontramos de hecho, pero podrían haber sido de otra manera. La actividad
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creativa humana se despliega en una multiplicidad de direcciones, todas ellas
respetables en principio, aunque no todas favorezcan de igual manera la
adquisición de la perfección humana.
e. Los procesos de humanización
Se llama “antropogénesis” al proceso por el cual se configura la especie
humana tal como la conocemos en la actualidad. Este proceso abarca dos
dimensiones: el proceso de hominización —de carácter biológico— y el proceso
de humanización —de carácter cultural—. La hominización es la secuencia
evolutiva que da lugar a las características anatómicas y fisiológicas del homo
sapiens sapiens, la especie humana tal como la conocemos en la actualidad. La
humanización es la secuencia de aparición de elementos culturales que son
constitutivos de una forma de vida y una conducta que pueden llamarse
genuinamente humanas.
Si se estableciera un paralelismo entre la historia del género humano y
la biografía de cada individuo concreto, cabría apreciar que en la vida humana
hay un periodo de formación biológica —que empieza en el seno materno, y
llega a su plenitud alrededor de los 18 años—
que se desarrolla
simultáneamente desde el momento del nacimiento con un proceso de
gestación cultural. Aunque el modo en que se lleva a cabo el desarrollo
biológico es distinto al modo en que se desarrolla el proceso de humanización
—porque la cultura no es una realidad de orden físico, sino simbólico—, los dos
procesos se superponen, con lo que llamamos “hombre” es producto a la vez de
factores biológicos y culturales. Para ser exactos: es fruto de su interacción.
La transmisión y asimilación de la cultura difiere de la transmisión y
adquisición de los caracteres biológicos materiales. Mientras los segundos se
transmiten mediante mecanismos genéticos, la transmisión de la cultura se
realiza por medio de la enseñanza, —entendida en sentido amplio y no sólo la
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académica— y su adquisición se corresponde con el aprendizaje, con la
incorporación de la cultura a las facultades naturales en forma de hábitos, tanto
intelectuales como volitivos, motores, alimenticios, etc.
Así, todos los individuos de la especie homo sapiens sapiens son seres
humanos, pero sólo nos hacemos plenamente humanos en el seno de una cultura.
Una cultura, una cultura concreta, resulta tan imprescindible para el desarrollo
de una vida auténticamente humana como la existencia misma del mundo
físico. Y de igual modo que no existiría cultura si no hubiera hombres, tampoco
habría hombres sin cultura. Aunque la aparición de la cultura haya que
atribuirla a la libertad humana, el hombre necesita de la cultura para sobrevivir
biológicamente, y con más razón para desarrollar una existencia acorde con su
propia naturaleza racional y social. Basta recordar los tristemente famosos
niños salvajes abandonados en los bosques; o también el caso más reciente de
Genie, una chica de Los Angeles cuyo padre —un psicótico— la tuvo encerrada
en una pequeña buhardilla, apartada de toda influencia cultural y de todo
contacto lingüístico, con un suministro alimenticio mínimo desde los 20 meses
hasta los casi 14 años, que es cuando se la descubrió. Genie no había
desarrollado una conducta específicamente humana: no podía entender lengua
alguna, porque jamás la había oído; ni sabía prácticamente nada: vivía una
existencia indigna de un ser humano por haber estado privada totalmente de
acceso al mundo cultural.
f. El valor del pluralismo cultural
El etnocentrismo es la postura que considera los criterios con los que uno
valora las cosas —los de la propia cultura— como los únicos parámetros
válidos y adecuados para la naturaleza humana. Considera la propia cultura
como “lo natural y civilizado” mientras que menosprecia las manifestaciones
culturales ajenas como "cosas raras", exóticas o poco cultivadas.
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Pero si tenemos en cuenta los resultados de los estudios empíricos
realizados en este último siglo en relación con la plasticidad biológica del
hombre, se comprueba que no hay nada en el nivel estrictamente biológico que
determine cómo debe ser el estilo de vida del ser humano. No hay una
predisposición física hacia un tipo de cultura más que hacia otro. Lo propio de
la especie humana es precisamente la indeterminación e inespecialización
biológica. Por eso, cualquier forma cultural puede ser asimilada por todas las
razas o etnias humanas: un recién nacido bosnio educado en una familia
española aprende a hablar castellano, y crece y se educa como español con
absoluta independencia de su dotación genética. El racismo, además de
malvado, es una estupidez.
Como el mundo físico no pide de suyo ser continuado culturalmente
por el hombre en una dirección u otra, y los productos culturales no están
precontenidos en él sino que deben su existencia a la creatividad humana, la
existencia de culturas diferentes —la diversidad y el pluralismo cultural— no
es sólo un hecho empírico inevitable: es ante todo un valor. Es bueno que
seamos distintos, porque nuestra distincición prueba la riqueza insondable de
la naturaleza que sólo puede expresarse en una multitud de manifestaciones
distintas. Como las caras de un diamante. La diversidad cultural, que
pertenezcamos a tradiciones y grupos humanos muy diferentes, es en sí mismo
un reflejo de la libertad humana y de la superioridad del hombre sobre la
naturaleza física. Lo que no quiere decir obviamente que no se pueda
determinar si hay manifestaciones culturales mejores o peores desde el punto
de vista del desarrollo de una vida digna del hombre. Afirmar que todas las
manifestaciones culturales valen lo mismo sería relativismo, pero no se está
sosteniendo eso. Se está diciendo —y no es lo mismo— que lo bueno es
intrínsecamente plural y que la perfección humana no obedece a un patrón
único; que no hay un modelo único al que debamos conformarnos todos. Como
pasa con el arte. Que haya una pluralidad de estilos artísticos no supone que
no haya obras mejores y peores. Hay muchas culturas distintas —con
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manifestaciones mejores y peores— y es bueno que así sea, porque también la
diversidad es de suyo manifestación de la riqueza de la naturaleza humana.

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