Jo Beverley - Serie Bribones 06 - La amante del demonio

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Jo Beverley
COMPANY OF ROGUES, 06
LA AMANTE DEL DEMONIO
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
3
12
21
31
40
51
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
59
72
84
94
101
- 103 -
JO BEVERLEY
LA AMANTE DEL DEMONIO
Capítulo 1
Londres, Abril 1816
Un glorioso sol de primavera resplandecía entre las cortinas descorridas, y la
ventana abierta dejaba entrar el trino de los pájaros. También se oía a la gente charlar en
medio de sus ajetreadas vidas, y el traqueteo de ruedas cuando un caballo tirando del
carro pasaba por el callejón.
La luz dorada iluminaba el cabello revuelto y los rasgos clásicos y desolados de un
hombre joven repantigado en el descolorido sillón al lado de la ventana, destellando en
las pestañas medio cerradas y en la incipiente barba dorada que sugería una noche sin
dormir o una vigilia obligada, y resaltando la cicatriz dentada que le recorría una mejilla
y que hablaba de aventuras peligrosas en el pasado.
Tenía las piernas, enfundadas en pantalones de montar y botas gastadas, estiradas
hacia delante, y una copa medio llena se inclinaba entre los largos dedos de una mano
laxa.
En una mesa redonda, en la que tenía apoyado el codo, había un decantador con un
poco de vino blanco y una pistola práctica y sin adornos.
Levantó la copa y bebió, dando la sensación de estar absorto en el jardín que se veía
a través de la ventana, pero en realidad la mirada perdida de Lord Vandeimen no se fijaba
en nada. Pensaba en el pasado, tanto en el más reciente como en el lejano, y cada vez más,
con una ligera e irritante curiosidad, en el futuro.
Cambiando la copa a la mano izquierda, colocó dos dedos en el metal frío del cañón
de la pistola. La pistola de su padre, usada para el mismo fin hacía casi un año.
Tan fácil.
Tan rápido.
Entonces, ¿a qué esperaba?
Seguro que Hamlet hubiera tenido algo que decir sobre eso.
Pero lo que él hacía, pensó, era una pausa para disfrutar de ese vino especialmente
bueno. Después de todo, se había gastado casi todas las monedas que le quedaban en él.
Debía procurar no sucumbir a sus efectos y desperdiciar aquel momento de cordura.
Aunque una botella no había podido con él desde que era un chaval.
Había pasado tanto tiempo desde aquellos días de desenfrenadas aventuras
juveniles. ¿De verdad habían pasado menos de diez años desde que había sido un joven
despreocupado que vivía como un salvaje en Sussex Downs con Con y Hawk?
No, no despreocupado. Incluso los niños y los jóvenes son cautelosos. Pero sí
dichosamente libre, sin las pesadas cargas de la vida.
Los tres Georges. El triunvirato.
Su mente errante se centró en el día en que se cansaron de tener el mismo nombre y
ellos mismos se volvieron a bautizar. Hawk Hawkinville. Van Vandeimen. El tercero
debería haber sido Somer Somerford, pero Con se negó a aceptar un nombre tan
afeminado, así que tomó una variación de su apellido, Connaught. Con.
Con, Hawk y Van. Habían crecido como hermanos, casi como trillizos. En aquellos
días nunca imaginaron que llegarían a estar tan alejados, pero Van se alegraba de que los
otros dos no estuvieran ahora aquí, con suerte, se enterarían de su muerte cuando ya
fuera historia y el dolor por ella fuera menor. No se habían visto desde Waterloo.
Con había regresado a casa directamente después de la batalla, pero Hawk y Van
tardaron un poco más. En estos momentos, Hawk estaba aún en el ejército, poniendo
orden en Europa. Van hacía cuatro meses que estaba en Inglaterra, pero había evitado
con todo cuidado su casa y sus viejos amigos.
Se acabó la copa y la volvió a llenar con una mano tranquilizadoramente estable.
Era raro que Con no le hubiera seguido la pista. En otros tiempos eso le hubiera
preocupado, pero ahora no. Si Con no se preocupaba, pues mejor.
Nada de amigos. Nada de familia.
Una vez, en otra vida, había tenido todo eso. Cuando se había ido a los dieciséis
años para unirse a su regimiento, su madre, su padre y sus dos hermanas le habían dicho
adiós. Diez años más tarde, todos eran fantasmas. ¿Le estaban observando ahora? De ser
así, ¿qué gritaban sus voces fantasmales? ¿No querrían que se uniera a ellos?
—No te quejes, viejo —le dijo al fantasma de su padre—. Tú tomaste la misma salida
cuando te quedaste solo. ¿Y yo qué tengo…? ¡Oh, que los demonios me lleven! —exclamó
con brusquedad, dejando la copa de golpe y cogiendo la pistola—. Cuando empiezo a
hablar con fantasmas, es que ha llegado el momento.
Movido por algún impulso extraño, cogió la copa y vertió el vino que quedaba sobre
el suelo encerado.
—Una ofrenda a los dioses —dijo—. Para que sean misericordiosos.
Entonces se puso el cañón largo y frío en la boca y con una última inhalación y una
oración apretó el gatillo.
El chasquido fue fuerte, pero no lo mató. Sacó el arma y la contempló exasperado y
furioso. Un rápido movimiento le mostró el problema. El pedernal de la anticuada pistola
se había gastado y se había deslizado hacia un lado.
—Vaya chapuza, Van —refunfuñó desesperado, intentó recordar si tenía pedernal
nuevo en algún sitio en su alojamiento. Se miró las manos que ahora le temblaban. Si
tuviera que salir a buscarlo, el momento podría pasar. Podría volver a intentar sacar su
vida del agujero en que estaba metido.
Sabía que no tenía pedernal nuevo, así que sacó el viejo y, con un sudor frío en la
frente y en la nuca, intentó arreglarlo para que funcionara. Había bebido lo suficiente
como para que sus movimientos fueran torpes.
—Me cago en diez, joder, mierda, cabrón, host…
—¡Basta!
Alzó la mirada, aturdido, y vio una figura de pie en la entrada, vestida de blanco,
con un tocado blanco, y con la mano extendida, como un severo ángel bizantino…
Una cara ovalada de piel tersa, nariz larga, labios firmes.
Una mujer.
Ella se le acercó con rapidez y agarró el cañón de la pistola.
—¡No debe hacerlo!
Él mantuvo sujeto el otro extremo con la mano.
—¿Por qué se mete dónde no la llaman, señora?
Una mujer elegante, con ropa cara y de calidad, incluido un turbante a la última
moda con una pluma alta. ¿De dónde diablos había salido y qué es lo que quería?
Continuó mirándolo a los ojos con decisión.
—Le necesito, Lord Vandeimen. Puede matarse más tarde.
Él le arrancó la pistola de las manos enguantadas.
—Puedo matarme cuando me dé la gana, ¡y puedo llevármela a usted conmigo!
Ella se enderezó, mirándolo despectiva por encima de su larga nariz.
—No con sólo una bala.
—Hay muchos modos de matar, y guardaré la pistola para mí.
La vio palidecer e inspirar, pero cuando habló lo hizo con firmeza.
—Déme algunos minutos de su tiempo, milord. Le doy mi palabra que después, si
así lo desea, le dejaré para que siga con sus planes.
Tanto desprecio. Tanta condena en aquellos ojos azul grisáceos. Si la pistola
funcionase, tal vez hubiera estado tentado de dispararle para borrar aquel desprecio. De
inmediato dejó el arma.
Ella la agarró rápidamente y se apartó prudentemente unos pasos con la pistola
pegada a su vestido color crema. Entonces bajó la mirada hacia el arma, se estremeció, y
la colocó en el escritorio sobre los papeles que él había colocado con tanto cuidado.
De repente la curiosidad fue más fuerte que la rabia y la urgencia.
Esa mujer lo conocía, pero él no tenía ni idea de quién era ella. No era nada
sorprendente, ya que no había frecuentado los círculos más de moda.
Su vestido estaba a la última moda, así como el largo chal de cachemira, de un color
pálido que llevaba enlazado en ambos codos y que casi arrastraba por el suelo. Sabía lo
bastante de perifollos femeninos como para estar seguro de que el precio del chal bastaría
para ponerle un techo nuevo a Steynings.
No bastaría para arreglar el yeso dañado o la madera podrida, pero el techo sería
un principio.
—¿Y bien? —preguntó, uniendo las manos, preparado para disfrutar de este
interludio en las puertas del infierno.
Ella se sentó con suavidad en la silla que hacía juego con la de él, luego dio un salto
cuando se hundió bajo ella.
—Esa silla aún no se desarmado ni nadie se ha caído de ella —comentó él—. ¿Puedo
saber su nombre, o es un secreto?
El color floreció en aquella piel cremosa, haciendo que ella se viera menos como una
escultura de una santa, y le pareciera mucho más interesante desde un punto de vista
más carnal. De repente se preguntó cómo se vería ella mientras hacía el amor, que era
otro pensamiento que no había esperado volver a tener.
—Mi nombre es María Celestin.
Van alzó las cejas. El Lirio Dorado. La viuda rica que había acabado el luto, haciendo
que todos los hombres cazafortunas se frotaran las manos ansiosos. Alguien le había
sugerido que fuera a la caza de aquella mujer como solución a todos sus infortunios.
Sin embargo, ella tendría que estar loca para casarse con él, y él no tenía la menor
intención de casarse con una loca.
Sabía la edad del Lirio Dorado. Treinta y tres años. Eso explicaba su compostura y su
mirada firme. También conocía su ascendencia. Era una Dunpott-Ffyfe y se había casado
por debajo de su clase social con un comerciante extranjero advenedizo.
—¿Y qué es lo que la ha traído hasta aquí, señora Celestin? Si busca el consuelo de
la carne, lamento decirle que no tengo el humor ni estoy en condiciones de complacerla.
—Entonces es una suerte que no esté aquí por eso, milord.
La mujer no se sonrojó. Quizás había oído decir lo mismo demasiadas veces.
Lástima que fuera una frase tan manida.
María Celestin había entrelazado las manos, y ahora que se había acostumbrado a
la silla, intentaba dar una imagen de elegancia y serenidad. Aunque no lo conseguía.
Estaba tan tensa como el muelle de un reloj, como un recluta novato a punto de entrar en
batalla.
Cielos, esperaba que no estuviera allí para luchar por su alma.
—Anoche perdió usted diez mil en Brooks, milord.
Eso le molestó, pero esperaba que no se le notara.
—¿Y cómo lo ha averiguado, señora?
—Había allí mucha gente. La voz corrió enseguida. Lo más posible es que no pueda
pagar la deuda.
Él bajó la mirada hacia sus manos antes de reunir el suficiente valor para mirar
aquellos ojos serenos.
—Mis fincas, por muy deterioradas que estén, bastarán para pagarla.
—Yo pagaré esa deuda a cambio de sus servicios durante seis semanas.
Él no había esperado sentir de nuevo aquella sensación.
—Quiere el consuelo de la carne.
Esta vez, ella se ruborizó, aunque su tono de voz fue bastante frío.
—Parece que tiene obsesión con eso, milord. Lamentablemente para usted, no estoy
interesada en absoluto —Incluso se atrevió a mirarle con brevedad de arriba a abajo, con
una indiferencia evidente—. Lo que quiero es un escolta y un guardaespaldas.
—Contrate a un dragón, señora.
Van empezó a levantarse, dispuesto a echarla, pero algo en aquella mirada firme
hizo que volviera a sentarse. Se tratase de lo que se tratara, ella estaba mortalmente seria.
—Un dragón no serviría, milord. Para ser precisa, deseo que se haga pasar por mi
prometido durante las próximas seis semanas, por lo que le pagaré diez mil libras. Y aún
más, si cumple usted nuestro acuerdo al pie de la letra, le daré diez mil libras más al final.
Se las puede beber o jugar, o emplearlas para salvar sus fincas. Eso será decisión suya.
El pequeño latido de entusiasmo que empezó a sentir en el pecho era una traición.
Él estaba casi muerto, maldición. No quería eso ahora.
Mentira.
Era la oportunidad, el nuevo comienzo que había estado persiguiendo durante
meses. No mostraría esperanza o entusiasmo. No le revelaría su necesidad a esa loca.
—Es tentador —dijo él arrastrando las palabras—. Sin embargo, he aprendido que
si un trato parece demasiado bueno para ser verdad, es que lo es.
La señora Celestin levantó las cejas elegantemente arqueadas.
—¿Qué trampa prevé? ¿Que le haga cumplir con nuestro compromiso matrimonial
fingido? ¿Le parece mal casarse con una fortuna?
—De ningún modo. ¿Por qué no simplificamos todo casándonos ahora?
—Porque bebe usted demasiado, y también juega de forma insensata, y, al parecer,
también suele escoger la salida más fácil.
Él sabía que se estaba poniendo rojo.
—Ya veo. Entonces, ¿qué ventaja encuentra usted en este extraño acuerdo que vale
veinte mil libras?
Ella se levantó con una suavidad admirable, colocándose el magnífico chal, para
que no rozara el suelo. De repente, Van fue consciente de los pechos plenos y las caderas
redondeadas bajo la elegante tela de color marfil del vestido. Era inadecuado para un
casi-muerto el notar aquellas cosas pero ella era, de un modo frío, una mujer muy
atractiva.
—Mis objetivos no son de su incumbencia, milord —dijo ella con el mismo tono de
voz que debía usar con los tenderos—. Sólo quiero contratarle para que se haga pasar por
mi prometido, y que actúe durante las próximas seis semanas como si eso fuera real. Lo
que quiere decir —añadió con mordacidad—, que tendrá que comportarse como el
hombre con el que yo desearía casarme.
—Ah —dijo él, levantándose con un poco de retraso. La habitación se movió un
poco y él no había bebido lo suficiente como para que eso pasase. Se preguntó si la pistola
habría funcionado bien, y todo esto era una ilusión divina.
—Lo que pueden hacer los sueños…
Sin embargo, el olor de vino derramado llenaba el aire. Seguro que el cielo podía
hacerlo un poco mejor.
—¿Esperará usted que me resista a la bebida y al juego, señora? Cielos, ¿tendré que
escoltarla a Almack’s? Nunca me han dejado entrar.
—Almack’s es aburrido. Bailes, multitudes, desayunos, mascaradas… —Hizo un
gesto vago con una mano cubierta por un elegante guante de un color crema muy
parecido al color de su piel—. Necesitaré que me escolte a la mayor parte de los
acontecimientos a los que asisto, quedándose a mi lado durante la cantidad habitual de
tiempo, y que esté bien vestido y sobrio. Cuando no esté a mi lado, no hará nada que
pueda avergonzarme.
—Qué pena. ¿Tendré que evitar mis guaridas favoritas de opio y a mis descaradas
mozas?
—Evitará que la gente se entere —Lo miró directamente a los ojos a pesar de ser
unos buenos quince centímetros más baja que él—. Recuerde que está usted enamorado
de mí, Lord Vandeimen. Durante seis semanas, y por un pago de veinte mil libras, a los
ojos de todo el mundo, usted me adora.
—Entonces tendré que besarla, ¿no? —preguntó, acercándose a ella de forma
amenazadora, furioso de repente con aquella mujer exigente que creía que podía
comprarle, en cuerpo y alma.
Y probablemente podía.
Y de golpe se encontró mirando el cañón de su propia pistola, que ella sostenía con
manos firmes, aunque tensas.
—Usted nunca, jamás, me tocará sin mi permiso.
Él sonrió ante aquella amenaza inútil.
—¿Por qué no dispara? —preguntó arrastrando las palabras—. Así conseguiré mi
objetivo, y me salvará del pecado de la autodestrucción.
Los ojos de la señora Celestin se abrieron espantados, y por primera vez, Van vio
un evidente miedo. La mujer se había puesto en una situación que no entendía y que no
podía controlar, y era lo bastante inteligente como para darse cuenta.
Ya era hora que aprendiera algunas otras lecciones.
Desviando la mirada hacia un lado para distraerla, le arrebató la pistola. Ella ahogó
un grito y retrocedió, quedándose aún más pálida.
Estuvo tentado de agarrarla y presionar la inservible pistola sobre aquellos pechos
exuberantes, y reclamar el beso con que la había amenazado. Asqueado por aquel
impulso, dijo con brusquedad:
—Váyase.
Ella lo miró, respirando con rapidez.
—¿Eso quiere decir que rechaza mi oferta?
Van quería decir que sí, pero volvió a resurgir el mismo impulso que lo había
llevado a las mesas de juego.
—No. Ha comprado seis semanas de mi vida, señora Celestin. Acepto sus términos.
Aunque necesitaré un anticipo de las segundas diez mil libras si he de hacer una
representación digna de usted. Estoy literalmente sin dinero.
...
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