Remedios para la congoja

Transcripción

Remedios para la congoja
REMEDIO PARA LA CONGOJA
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2
Raúl Leis R.
REMEDIO PARA LA
CONGOJA
Cuentos de la calle
M ENCIÓN
DE
H ONOR
P REMIO C ENTROAMERICANO
DE
L ITERATURA
R OGELIO S INÁN 2004
Panamá 2005
3
Fotos: Raúl Leis R.
Las ilustraciones en la portada y el texto son reproducciones de fotografías del autor que formaban parte de la
exposición individual “Mares y Territorios”
en la Biblioteca Nacional de Panamá, 2004.
© Todos los derechos reservados por Raúl Leis R.,
Panamá, 2005
Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida sin
previo consentimiento del autor.
Impreso por Universal Books, Panamá
ISBN 9962-02-761-6
4
Remedio para la congoja:
Se corta hojas de achiote de los cuatro puntos cardinales,
se machaca en una taza grande y
con esa agua se lava la cara.
Relato de los sabios ancianos miskitos.
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Presentación ... ... 9
por David Sánchez Juliao
Introducción - La calle no es sólo una calle ... ... 11
Cuentos
i. Veranera blanca ... ... 17
ii. Operación Hordeolus ... ... 23
ii. Bacalao con akee, mi amor ... ... 33
iv. El choque ... ... 39
v. Náufrago ... ... 43
vi. El vuelo de Juanita ... ... 45
vii. Mister White ... ... 53
viii. Cálculos ... ... 57
ix. El duende ... ... 61
x. El Papamóvil ... ... 67
xi. Aire ... ... 79
xii. El hacendado ... ... 83
xiii. La marca ... ... 91
xiv. Mano Dura ... ... 93
xv. Reloj ... ... 97
xvi. Coincidir ... ... 99
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xvii. Las manos ... ... 103
xviii. Trenzas y trencillas ... ... 105
ixx. Calendario ... ... 113
xx. Las Leónidas ... ... 117
xxi. El espía ... ... 121
xxii. Graffiti ... ... 123
xxiii. La piel de las luciérnagas ... ... 131
xxiv. Remedio para la congoja ... ... 183
Índice de fotos ... ... 193
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Presentación
HABLA PANAMÁ
Si uno dijera que el escritor y sociólogo panameño Raúl
Alberto Leis Romero es un hombre inteligente, dinámico,
capaz, trabajador, sagaz, talentoso y responsable no mentiría. Ni mentiría ni intentaría exaltar a los extremos de la
apología o de la inflación del ego su fascinante personalidad.
Es que, leyendo a Raúl Alberto u oyéndole hablar, ni se lee
a él, ni se escucha a él. Se lee y se escucha a Panamá.
Los escritores son eso, una especie de enviados para
percibir lo que otros humanos no perciben, y unos ordenadores del caos circundante, unos vitalizadores de lo disperso. Por ello, saludo en Leis Romero a uno de los más
claros ejemplos de lo que significa ser escritor de verdad,
en un entorno concreto en el que tanto hay que observar y
sobre el que tanto hay que de transmitir.
Raúl es sociólogo –infraestructuralmente diría yo– y
ello lo hace escribir “deformando” la realidad de acuerdo
a lo que la academia le ha aportado. Los beneficiados, sin
embargo, somos sus lectores, los de Panamá y los de fuera
de Panamá. Estas historias que componen la galardonada
colección de “Remedios para la congoja”, son una antología de
los mejores cuentos de la calle, como él los subtitula... pero
de todas las calles del mundo, no solo de las que el y nostros
transitamos a diario.
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Ese es otra interesante faceta de Raúl, su universalidad, funddamentada en una amplia y frondosa experiencia vital. Es
curioso, y por demás paradigmático, que alguien que ha tenido oportunidad de conocer los cinco continentes del planeta,
insiste tercamente en cavar un hueco en su propio patio para
encontrar en esa tierra conocida la verdad de su verdad. Eso
es ser universal, y entender las corrientes posmodernas en
la mejor de las direcciones. Es decir, haciendo de su verdad
la única valida y legítima, afincándose en ella y sintiéndose
orgulloso y responsable de ella, pero reconociendo el resto
del mundo como una suma de otredades, igualmente validas
y legítimas. Ello, sin duda, hiere de muerte al eurocentrismo
y al occidentalismo, que tanto daño histórico han causado a
estas latitudes tercermundistas.
Nada conozco más panameño, y más universal al tiempo,
que estas historias de Raúl.... Nada hay tan local y tan planetario como lo en ellas narrado, con gracia, con estilo, con
excelso manejo del lenguaje. Y sobre todo con imaginación
y talento, cosas que a Raúl, pese a la “deformación” de la
lente sociológica, le sobran. Por el contrario, Raúl reforma la deformación, y hace de esta un arma que le ayuda a
entenderse y que ayuda a entendernos en él y en su prosa
maravillosa.
Celebro, una vez más, en Raúl Leis, a uno de los más
agudos, inteligentes y talentosos narradores de esta América
mestiza, y saludo en Panamá a una de las grandes reservas
culturales del Continente.
David Sánchez Juliao
Escritor colombiano
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Introducción
LA CALLE NO ES SÓLO UNA CALLE
Pues la verdad que esta calle no es sólo una calle, es
decir, una vía de paso de personas, vehículos y animales. Es
más bien un lugar de encuentro donde lo cotidiano “saca el
cobre” y lo mágico camina como “Pedro por su casa”.
La calle serpentea entre casas y lotes como un reptil
que no acaba de mudar la piel. Parcelas de tierra y piedras
salpicadas de restos de pavimento, en una sucesión inacabada
de baches. Camino Real de los caminantes, pues el vehículo
que entra lo hace por su cuenta y riesgo.
Las casas representan diversas edades. Aquellas recién
nacidas que todavía tienen un aire a barriada bruja. Madera
barata, cemento sin repellar que muestra las cicatrices de
la juntura de los bloques cenicientos, y las espinas dorsales
maltrechas de las vigas de amarre. Están las casas más adultas, las ya concluidas, donde las veraneras tomaron forma
pegadas a las cercas y paredes repintadas cada diciembre.
No faltan las casas veteranas que dejan ver sus achaques, las
rajaduras de sus muros envueltas en un aire de hastío.
La gente se ingenia para dedicarle tiempo a sus casas,
pues no sólo es su hábitat sino cuenta de ahorro y garantía de
supervivencia. Sin importar la edad del inmueble, lo cercan
montoncitos de arena o cascajo, pilas de bloques o ladrillos,
rumos de sacos de cemento, hojas de zinc o tejas, erigidos
como monumentos destinados a construir, reconstruir o
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mejorar las estructuras. Cada habitante es un poco fontanero, carpintero, electricista, albañil e incluso arquitecto e
ingeniero según lo exijan las circunstancias.
A excepción de autos ocasionales, la calle es más pista
de carrera de bicicletas y patines. Sede de gavillas de chicos
y chicas que discuten a gritos, alrededor de una radio grabadora estridente, las cosas de la vida y su visión del mundo.
La calle es estereofónica. Mil ritmos crepitan desde
todos los rincones. Los aparatos de sonido impunemente
se amplifican en cada hogar, con los más variados gustos
musicales. Los Rabanes enfrentan los boleros de Beny Moré,
mientras que el rapeador Toby King choca espadas con Ismael
Rivera cantándole al Cristo Negro de Portobelo. El arco iris
de sonidos es una competencia de decibeles ensordecedores.
Sí alguien se atreve a colocar en el ambiente una sinfonía
de Vivaldi, las notas “enemigas” lo acosarían hasta ahogarlo
en la estridencia.
Es curioso cómo la gente se ha apropiado de los perros
con pedigrí, que antes era exclusivo de la alcurnia y de alta
clase. Allí está el pastor alemán celoso cuidando un cuchitril,
el bóxer echado sobre la vereda, el labrador desafiante sobre
una tambaleante cerca y el pequinés paseando por sobre el
lodo. Los animales defienden tenazmente las casas contra
las incursiones de los cobradores, mensajeros del alto costo
de la vida, los ladrones, vendedores y muy especialmente del
proselitismo de los fanáticos religiosos.
Un factor que moviliza a todos es el ocasional rugir del
camión recolector de basura. Es una voz de mando para una
multitud que se arroja sobre el vehículo portando bolsas y
tanques rebosantes, en medio de los gritos de los aseadores
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que rescatan de los desechos en toda la ruta, latas vacías y
lo que pueda tener algún valor para ellos.
Cada casa es un pequeño feudo sin torres ni almenares,
protegida por la jauría. Es un refugio doméstico donde la
puerta de enfrente mira a la ciudad, al trabajo extenuante o
al consumo. En cambio, la puerta de atrás se abre al patio
con su palo de mango o akee, la mata de guandú, las flores
de papos, novios y chabelitas. Plantas medicinales de salvia,
albahaca, sábila o mastranto. Detrás se comunica con la cocina y la lavandería, refugios de las conversaciones familiares.
La puerta de enfrente es urbana y la de atrás es rural.
Para vivir hay que salir todos los días por la de enfrente,
la de la calle. Es un laberinto por transcurrir para mantenerse vivo y sobrevivir. Es el cordón umbilical con el mundo,
donde sale la placenta de la esperanza o el aborto de la decepción. Es conducto hacia la abarrotería, donde el chino
reproduce en la trastienda el austero ambiente de los arrabales de Singapur o los botes de Hong Kong. Es vía de ida y
vuelta hacia el empleo o el desempleo, el templo o la escuela,
la atestada parada de bus o el transporte colegial.
Por eso la calle es río donde convergen las casas y veredas
tributarias. Es arteria polvorienta uniendo parcelas con la
realidad del mundo, sin permitir torres de marfil.
Las casas vistas por dentro, contienen muebles simples y
electrodomésticos fiados por el español que no falla en golpear la puerta el día de pago. Imágenes de Don Bosco, San
Judas o el Nazareno con sus miradas penetrantes titilando
a la luz de las velas en las repisas. Certificados y diplomas
de estudio de hijos sin trabajo. Sin falta, sobre la mesa las
cuentas por pagar.
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Miro la calle en el tedio de cada día o en las mojaderas
de carnaval; en el olor a incienso de la semana santa o con
las lucecitas coloreadas de fin de año, y la literatura se mueve
culebreando, así ojo al Cristo, repaso con los dedos el teclado
de la computadora o tomo la pluma fuente que mancha de
verde las manos, saco historias de aquí y de ahora, las imagino, las gozo y también las sufro como decía Juan Rulfo.
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VERANERA BLANCA
El muchacho montado en su bicicleta apenas redujo la
velocidad para gritarme:
— ¡Oiga, dice don Fede que lo está esperando, para
tomar café…!
Le agradecí con una seña que no vio, terminé de alistarme y salí de mi casa, rumbo a la de Federico Sánchez.
Él vive veintitrés casas después de la mía, entre cuatro
paredes de ladrillos de cemento bajo un techo de tejas coloradas, que un abuelo santeño moldeó una a una sobre sus
muslos, hace muchos lustros.
La casa está recostada a un patio sombreado con un
mango nuevo y un viejo tamarindo. Toco la puerta y el
viejo me grita que pase. El está en la cocina, donde vierte
el agua hirviendo en el colador de café que penetra la casa
con el aroma.
Sorbemos el café repartido en dos tazas, endulzado con
raspadura.
— ¡Qué bueno está el café!... ¿Quién era el tal Jacinto
Morales? — pregunto.
Don Fede suspira con el último buche de café que de
caliente le agua los ojos. Me mira con sus ojos inquisitivos
achicándose por el humo de la pipa.
— ¿Para qué quieres saberlo?
— Es pura curiosidad. La otra vez me adelantó que
él vivió en esta casa antes que usted, y me prometió plati17
cármelo en la siguiente visita. Aquí estoy, pues — le digo,
mientras le alcanzo la bacinilla para que escupa la saliva
achocolatada.
— Pues sabrás que la historia no es nada agradable.
Jacinto Morales era un matón que asoló las tierras altas de
Chiriquí, hace bastantes años. Se le atribuyen arriba de la
veintena de las muertes confirmadas. El último cometió
cuando andaba tras un hombre que le debía algo y por eso
quería sacarlo del mundo de los vivos.
La pipa crepita. Don Fede enciende otro fósforo y
nos quedamos callados. Miramos la llama en la penumbra
del atardecer. Recuerdo cuando Federico me contó sobre
la bocaracá amarilla, una serpiente tan brava que cuando
se quema el monte en el verano cree ver en las llamas a un
contrincante y se lanza contra ellas muriendo calcinada.
— Pues sí — prosigue. — Jacinto no podía olvidar la
afrenta que ese hombre le había hecho al acostarse con una
de sus mujeres y lo sentenció a muerte. Lo buscó a sol y
sombra. El olor del miedo lo condujo hasta el pueblo donde
éste estaba escondido.
Morales llegó a medianoche, en medio de un temporal.
Se guareció bajo un palo de nance frente a la casa donde
estaba su víctima y esperó el momento propicio. El hombre
se despertó sobresaltado con el estruendo del coro de cientos
de totorrones, extrañado porque cantaran en esa época del
año. Algo más lo sacó del sueño. Presentía como si una fiera
lo acechaba y le pesaba su decisión de regresar a su pueblo,
pues Jacinto Morales andaba tras su huella. Lo detectó al
otear por la ventana a la cortina lluviosa que arropaba la
noche en el momento cuando la flama que encendió un
cigarrillo iluminó por medio segundo el rostro curtido del
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asesino. Los totorrones callaron al unísono. El hombre
terremoteó de pavor y sintió el epicentro del miedo en el
corazón. Sabía que pronto Jacinto entraría por él.
Titubeó un instante antes de despertar suavemente a su
mujer que con señas y susurros le señaló una ventana trasera
por donde podían escapar y llevarse al niño que dormía en
un moisés. El hombre le gesticuló que no, que la criatura se
despertaría, lloraría y los denunciaría. Le musitó que no le
iba a suceder nada al niño, pues el negocio de Jacinto Morales era con él, que ella debería acompañarlo pues podría
por venganza violentarla si la dejaba sola. Al irse Jacinto,
regresarían por el niño o le pedirían a algún familiar que lo
recogiera después. Ambos salieron sigilosamente a esconderse en un lugar que sólo el hombre conocía.
Jacinto olfateó que algo sucedía e irrumpió machete en
mano en el único cuarto del rancho. Como una fiera buscó
a su víctima. Al convencerse que no estaba, que había escapado de su furia, quiso acallar el llanto del niño que despertó con el estruendo, y descargó su ira contra la criatura
que se agitaba dentro del moisés.
— ¡Qué cobardía! – digo.
— Pues sí. Jacinto nunca había matado a nadie por la
espalda, y menos había atacado a un niño o persona indefensa. No era un ladrón ni delincuente, sino un guapo, un
hombre agresivo y rencoroso que arreglaba por las malas
las deudas de honor y los líos de faldas. Gustaba de duelos
y desafíos de valor. Nadie se atrevía a mirarlo a la cara, y
menos aún en un baile sacar a la mujer que sabían le agradaba, y en una pelea de gallos era una locura apostar contra su
ave predilecta. A su paso nadie reía o ni siquiera sonreía,
pues Jacinto podía interpretarlo como mofa a su persona.
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El filo de su machete lanzó al otro mundo a muchos varones,
pues era diestro en hacerle el trabajo a la parca. Cuando
la sangre del cuerpecito destrozado pintó rosas rojas en
su guayabera sudada, soltó el machete y salió despavorido
del lugar. Después en el resto de su vida no mató ni a un
mosquito.
— ¿Cómo vino a dar acá?
— Huyendo pues... Se cambió de nombre, consiguió
un trabajo y poquito a poco construyó esta casa. Aquí
murió.
— ¿Y cómo murió? ¿Usted lo sabe, Federico?
— Ahora te cuento...
— ¿Lo asesinaron?
— A mí me tocó conocerlo en sus últimos días, pues
andaba en el trámite de comprarle la casa. Decidió venderla
para regresar a su pueblo y morir allá.
— ¿Nadie lo visitaba?
— Nadie. Sentado ahí donde estás tú me contó su vida,
y en especial el último de sus crímenes. Estaba en los puros
huesos y tan débil que casi no podía caminar.
— ¿La vejez?
— No era viejo, más bien de edad madura. Me contó
que su problema era el no poder comer.
— ¿Una enfermedad?
— No lo dejaban comer. Cada vez que Jacinto Morales
levantaba la cuchara con la comida, un niñito venía y se la
quitaba de la boca. El pelaito venía de la nada y le tomaba
suavemente el tenedor, y como jugando conseguía que el
trozo de carne regresara al plato. Cada vez que iba a beber
un vaso de leche el niño aparecía, le levantaba uno a uno los
dedos del envase y se lo quitaba de la mano, luego la criaturita
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corría trastabillando como si aprendiera a caminar, y riendo
echaba la leche en la veranera rellena de flor blanca. Esa
que está allá. ¿La ves? — señaló Federico, disparándome
con certeza un chorro de humo.
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ii
OPERACIÓN HORDEOLUS
El diccionario no miente. “Sí, orzuelo viene de ‘hordeolus’ que significa ‘grano de cebada’”, pensó mientras cerraba
el viejo libraco. El diccionario, la Biblia y el Almanaque de
Bristol, constituían las obras centrales de su pequeña biblioteca hecha de tablas de cedro espino barajadas entre bloques
de arcilla. Ahora conocía algo más acerca del granito enrojecido que le atormentaba el párpado del ojo izquierdo en
una guerra sin cuartel.
Lo que no decía el libro era cómo librarse de esa molestia, pues hasta ahora de nada sirvieron los ungüentos del
médico de turno, ni los remedios caseros que le vendió el
boticario. Desesperado, decidió hacerle caso a su mujer y
fue a escuchar consejos donde don Federico. Lo visitó una
noche y el viejo le recitó la fórmula infalible mientras regaba
un pote de chabelitas.
— Mire mijo — le dijo mientras arrojaba restos de café frío con su taza rota a las flores. — Esto no falla. En la
mañanita sin lavarse la boca ni hablar con nadie, échele saliva
a su dedo índice y moje el orzuelo. Mentalmente récele algo
a Jesús del Gran Poder, salga a la calle y busque a alguien a
quien usted le desagrade, apúntele con ese dedo y ¡Dispare!
¡Usted estará libre y el desdichado o desdichada se irá con
ese grano hijoeputa, que le hacía la vida imposible!
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Don Federico de ñapa le platicó de remedios para salir
de otros males como las verrugas, las cuales se untan con
granos de maíz ensalivados, se meten en un pañuelo o tela,
se dejan en un cruce de caminos para pegárselas a quien lo
recoja; o los remedios para callos y juanetes. A estas alturas
de la conversación lo interrumpió amablemente, le dio las
gracias al viejito pues ya era tarde y la plática corría el riesgo
de convertirse en retahíla interminable.
No le contó nada a su mujer, luego que ella lo rechazó y
se fue a dormir temprano abatida por la telenovela, mientras
él desde la mecedora del portal, planificaba la Operación
Hordeolus como la bautizó esa noche.
No era fácil la decisión. Su único problema era a quién
le iba a traspasar la molestia. No podía dirigirla contra sus
familiares, ni con los vecinos con los que no tenía nada en
contra. Finalmente el sueño lo venció y le dio tiempo a llegar a la cama. El día lo sorprendió aplastado entre el canto
de un gallo y el timbre del despertador que su mujer apagó
de un porrazo. Se hizo el dormido mientras ella se alistó y
se fue al trabajo. Desde la cama miró el cielorraso, pensó
cómo le había afectado la vida ese grano maldito, pues nadie
le daría trabajo a un hombre con esa cosa en un ojo. Su
mujer no quería tener sexo con él, por lo horrible de mirar
ese ojo premiado de orzuelo.
El pregón cada vez más cercano del vendedor de pescado lo sacó de su ensimismamiento. De un salto quedó
de pie. ¡El vendedor de pescado! Ese ser amargado y ruin,
al que dejó de comprarle su mercancía cuando descubrió el
uso de una pesa alterada, además de sorprenderlo en varios
intentos de venderle cojinúa por corvina, tiburón por bacalao
y hasta tamboril por pargo.
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El carro se asomó por el horizonte de la calle con un altavoz ronco, que tenía como avieso objetivo despertar a los
que todavía dormían en ese miércoles asoleado. Lo escuchó
venir mientras ofrecía sus productos a viva voz. Recordó la
cantidad de veces que esa horrible voz lo despertó sin razón.
Ya era hora que ese desgraciado se la pagara. El vendedor
sería el heredero del orzuelo: ¡Problema resuelto!
Se situó tras la ventana, protegido por la malla antimosquitos y la cortina de florecillas rojas. Armó la emboscada. Cargó el dedo índice. Se lo lavó con agua oxigenada
para desinfectarlo. Se lo metió en la boca y lo babeó bien
babeado. Siguió a ciegas la ruta del dolor lacerante del grano
en el ojo izquierdo e hizo un gesto de dolor cuando dedo y
orzuelo hicieron contacto.
Se acercaba la víctima. Escogió el ángulo adecuado para
no fallar. Levantó el dedo pulgar para usarlo como mira. El
carro de pescados se detuvo frente a su casa como siempre,
pues el malafé del vendedor se especializaba en sobresaltarlo,
aunque sabía que en esa casa ya no le comprarían nada. El
tufo a pescado inundó la estancia. En la mira estaban los
ojos saltones de alcohólico, debajo de la calva del vendedor.
Por si las moscas, cargó otra vez el índice con saliva y orzuelo.
Cuidadosamente pero con saña, disparó. Su concentración
era tan alta que no se percató que en el instante del disparo,
una camioneta que transportaba una peinadora provista de
un gran espejo, rebasaba al carro de los pescados.
Su orzuelo rebotó en la superficie del espejo y regresó
como un relámpago a la casa, pasó por la ventana e impactó
contra el vidrio del cuadro del “Ángel–de–la–guarda–dulce–
compañía–no–me–desampares–ni–de–noche–ni–de–día”
(– el ser alado con sus manos extendidas sobre dos niños
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en un puente sobre un gran precipicio –); se proyectó en
una sartén de cobre colgada en la pared de la cocina, de ahí
se dirigió hacia la cubierta de la videograbadora, luego se
lanzó contra el espejito de mirarse el cabello antes de salir
de casa y, arteramente, se fue directo al mismo ojo de donde
había salido, cuyo dueño lanzó un grito tan espeluznante que
alarmó a todo el vecindario al unísono, pues sobresaltados
se imaginaron a algún transeúnte víctima de una puñalada
trapera.
El viaje del orzuelo lo fortaleció y ahora el grano era
más rojo, grande y doloroso lo que elevó su dolor al punto
del paroxismo. Se sucedieron días de incapacidad, nuevas
búsquedas de médicos y remedios, que no lograron avances algunos en la situación del enfermo. Postrado en la
oscuridad con un gran parche negro sobre el ojo, rumiaba
su desgracia: el grano atravesado entre él y un buen empleo
que de seguro le esperaba en la calle. Inclusive, el orzuelo,
ese ser monstruoso, entrometido en su lecho matrimonial,
lo había obligado a masturbarse en la húmeda penumbra
del baño.
Harto, dio un salto. Pateó el abanico eléctrico que
ronroneaba en la esquina, lanzándolo a una esquina donde
agonizó, mientras le hacía una genuflexión al dolor que latió
más virulentomente en su párpado y exclamó:
— ¡Esta vez no fallaré! ¡LO JURO!
Rearmó la Operación Hordeolus. Pensó en su próxima víctima. No podía ser otra vez el vendedor de pescado,
pues al escuchar aquel día su horrendo grito se escabulló
de esa calle y no volvió. Sólo reverberaba su algarabía en
la lejanía de otras veredas y avenidas. El periodiquero, ese
otro madrugador que alteraba la paz mañanera era un buen
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candidato, experto en equivocarse en el vuelto, en entregarle
los periódicos más ajados, mojados y hasta sin los suplementos que se anunciaban en las portadas. ¿Y por qué no
la misionera que insistentemente se paraba junto al portón
de la casa, a ofrecerle boletines en tres reales, pero que en
realidad sólo era una trampa para envolverlo incansable e
inconsultamente en una nube de citas bíblicas, aleluyas, letanías y “sopla Dios”, que le hicieron perder miserablemente
el tiempo?
¡No!, pensó. El espejo no mintió: su ojo estaba casi
cerrado teñido de un rojo tumefacto. El orzuelo ya era lo
suficientemente enorme y perturbador como para desperdiciarlo en casos cotidianos. La víctima tenía que ser de otra
clase. ¡Un enemigo!
— ¡Alguien que de verdad me ha jodido la vida! — exclamó en el silencio del hogar. — Por ejemplo — musitó
— el desgraciado que sedujo a mi mujer y casi acaba con mi
matrimonio. O aquel maldito que me serruchó el piso en
el trabajo. Por su culpa me dejaron cesante desde hace año
y tres meses. O el desgraciado que de estudiante me ganó
siete veces seguidas, en las peleas que se armaban a la salida
del colegio frente a toda la muchachada...
Pero para encontrarlo debería salir de su casa, buscarlo y
emboscarlo, además de concebir una forma de dispararle el
orzuelo sin ser visto. No, él no tenía condiciones ni físicas
ni logísticas para hacer algo así.
La voz carrasposa emanada de un altavoz amarrado a
un carro que pasaba le resolvió el problema. Anunciaba
que un candidato político a la Presidencia visitaría el barrio
el día siguiente, como parte de su campaña proselitista, por
lo que la caravana pasaría por esa calle. Se exhortaba a los
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moradores a colocar banderas y apoyar la visita con vítores
y aplausos. Entonces él no dudó ni un instante. Sintió que
era la decisión más fácil de tomar que había tenido en toda
su vida. Iba a sacarse el clavo. Ese orzuelo se dispararía
por todas las falsas promesas, desengaños, burlas recibidas
y las por venir. Por el empleo tantas veces ofrecido y nunca obtenido. Por el arreglo fallido de calles y sistemas de
transporte. Por el centro de salud y el parque que nunca
construyeron. No tenía nada personal contra el candidato
y su grupo. Se trataba simplemente de un ajuste simbólico
de cuentas. Una factura pendiente que tenía que pasar en
nombre de muchos y muchas. Se colocó frente al espejo
y contempló el orzuelo hinchado y rubicundo. Le sonrió
como si fuera un ser con vida propia.
La noche siguiente camino hacia su casa, hizo lo posible
para enderezar su andar zigzagueante que denunció la media
docena de pintas de cerveza ingeridas, con las que celebró en
la cantina el retorno de su buena salud. Tuvo una erección
al pensar en todas las posiciones con las que haría el amor a
su mujer, sin ver reflejado en el rostro de ella la repugnancia
al odiado grano.
Recordó cuando en el bar hace unos momentos, en una
esquina junto a la rocola acompañado de un par de amigos,
escuchó en silencio la comidilla del día que giraba en torno
al candidato presidencial. Éste, por motivos aun desconocidos, de repente su cubrió el rostro como apestado y abandonó la visita al barrio de manera abrupta, en medio de una
nube de polvo que dejó a su paso la caravana encabezada por
su auto y los guardaespaldas. Las razones que daban de la
huida del político fluctuaban desde las supuestas amenazas
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del candidato contrario, hasta el ataque de un enjambre de
abejas africanizadas.
¡Si supieran la verdad! No se lo diría nunca a nadie, a
pesar de que estuvo a punto de ser visto cuando disparaba
su ráfaga de orzuelos por uno de los manzanillos que seguían
al político. Cuando sus amigos le preguntaron sobre el remedio contra los orzuelos, al mirar su tez tersa e inmaculada,
desvió el tema y les preguntó a su vez sobre oportunidades
de empleo pues a partir del otro día, prometió, reiniciaría el
peregrinar por empresas y almacenes en busca de trabajo.
Ya frente a su casa le llamó la atención algo que yacía
en el pavimento, un pequeño bulto envuelto en la tela de la
bandera del candidato, que recién visitó el barrio. De pronto
a ese señor se le cayeron algunos de los billetes que iba a regalar, pensó, y recogió con cuidado el paquete y lo abrió.
Nunca se imaginó lo que iba a encontrar en el envoltorio. Su mano tomó el puñado de granos de maíz, y en
menos de una fracción de un segundo sintió como si lo
bañaran con un balde de agua helada, mientras olas de verrugas inundaron su cuerpo.
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iii
BACALAO CON AKEE, MI AMOR
Melinda y Lupino vestidos de domingo, a horcajadas
sobre un palo de mango, presencian desde lejos el entierro
de su padre. Las palabras del pastor llegan inaudibles hasta
el grupo de dolientes que sudan la gota gorda, enfundados
en sus trajes y vestidos negros y blancos, mientras se miran
los zapatos orlados de barro colorado.
La señora Lovecraft no cesa de mirar de reojo a sus hijos que a lo lejos semejan dos enormes frutos oscuros del
árbol que los cobija. Sólo ella sabe por qué Melinda, su hija
de diez años, no quiere estar junto a la fosa donde ahora
los sepultureros depositan lentamente el féretro de Mister
Lovecraft. Cuando se lo pidió no le sorprendió la respuesta,
no insistió, sino que más bien le solicitó a Lupino de trece
años, que acompañara a su hermana. A ambos los disculpó
con los asistentes. Les explicó lo doloroso que era para ellos
contemplar de cerca el entierro de su padre.
Las correas crujen con el peso del ataúd. Alguien tose,
otro solloza. Los recuerdos asaltan a la señora Lovecraft.
*
En el patio de mi casa sólo cabía un árbol mediano. Al
mudarnos a este lugar hace muchos años discutí con Mister
Lovecraft cuál palo tendría tal honor. El gran final fue entre
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la guanábana, un tamarindo y el mango, pero mi suegra se
enteró y nos convenció que lo mejor era sembrar un akee.
Nos recordó que es un árbol mediano y frondoso, no necesita ni mucha ni poca sombra, y la fruta cuando madura
hace delicioso el guiso de bacalao.
— Pero verde es muy venenosa — dijo mi suegra para
afirmar lo que ya sabíamos. Recuerdo que ella estaba preparando chicha de saril con jengibre y que, cuando hablaba,
enseñaba el dominó de sus dientes blancos.
Así es. La fruta debe estar suficientemente madura para
no hacer daño.
Yo misma sembré la semilla. Cuidé al arbolito por varios
veranos e inviernos, casi con igual dedicación como crié a
mis hijos. Creció espléndido, pintadito de verde con frutas
como foquitos rojos. Me encanta cobijarme bajo su copa
espléndida cuando sacude su melena con el viento de enero,
mientras a lo lejos las cometas esquivan los alambres eléctricos y danzan cabeceando como peces aéreos que se sumergen en un mar celeste, mientras mis hijos se columpian
en dos viejas llantas amarradas en sus ramas…
¿Por qué tuvo que ocurrir esto en mi familia? Siempre
soñé tener una bella casa con patio, un esposo trabajador y
responsable, hermosos e inteligentes hijos. Todo me lo había dado la vida, pero todo lo dañó ésta horrible pesadilla.
Comencé a sospechar cuando percibí que Melinda no
quería quedarse a solas con su padre. Un domingo en la
mañana decidí comprobarlo. Después de asistir todos al
culto religioso, Lupino se fue a jugar donde unos amigos, y
me alisté para visitar a mi madre como era costumbre. Melinda, muy nerviosa, insistió en acompañarme, a pesar que
mis hijos aborrecían esas visitas. Insistí en que iba sola pues
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tenía asuntos privados que tratar con su abuela. Melinda a
regañadientes se quedó en la casa con su padre. Salí y luego
de dar unas vueltas para hacer tiempo, regresé a la vivienda,
pero por la puerta de atrás, y fui testigo de los manoseos del
padre contra su indefensa hija, de cómo la ultrajaba. Temblé
de indignación pero me controlé. Di la vuelta y entré por
la puerta de adelante. Dije que mi mamá no estaba en su
casa. No mencioné nada de lo que había visto.
No volví a dejar sola a la niña con su padre. Melinda
no quiso hablar ni responder a mis preguntas, sólo lloraba si
le mencionaba el tema. ¿Pero por qué la pobre niña nunca
se acercó a pedirme auxilio? ¿La tenía amenazada el señor
Lovecraft? ¡Sabe Dios lo que pasó por la mente de esa pequeña atormentada!
El daño estaba hecho y no podía dejar de asombrarme
de la capacidad de hipocresía de Mister Lovecraft, ejemplo
para la comunidad y dechado de virtudes, tal como lo alabó
públicamente el Pastor en las fiestas de Pascuas de Resurrección. Mi marido. El honesto boticario. El cristiano perfecto. El padre abnegado. Pero yo sabía que en el fondo de
su alma, era un hombre ruin. En cambio Melinda, esa linda
muñeca de azabache, sensible y de ojos como lunas llenas...
¡Cómo su padre fue capaz de algo así!
¡Qué bello es el árbol de akee cuando lo miro a través de
la malla de la ventana de la cocina! A mis hijos les enseñé
desde muy pequeños a no tocar las frutas. Por suerte lo
sembré en el centro del patio y no junto a la cerca, pues quién
sabe qué desgracias ocurrirían si un transeúnte despistado o
un niño travieso las comieran en su estado letal.
Mister Lovecraft siempre se arrogó el derecho de escoger las frutas, dictaminar cuándo eran comestibles o no.
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Pero por si acaso, y como todos recomendaban, cuando él
no estaba seguro consultaba con Mister White, el anciano
de Barbados, jubilado del canal, que era la autoridad en la
materia. Aunque casi ciego, con sus manos temblorosas
palpaba la fruta, la olfateaba y pronunciaba su sentencia
sobre la comestibilidad o no del akee.
Reuní fuerzas para hablar con mi esposo sobre Melinda. Sabía que en la intimidad él era un hombre obstinado y
rudo. Hasta en el sexo era una bestia, sin ningún cariño o
delicadeza conmigo. A gritos lo negó todo. Cuando le conté
lo que yo misma presencié, se estancó en un largo silencio.
Luego se levantó de la mecedora, buscó mis tijeras en el
mueble de la máquina de coser. Se abalanzó sobre mí y me
dijo que me mataría sin piedad si decía algo, que él haría lo
que quisiera con Melinda, mientras su aliento ardiente se
batía sobre mi cara.
Lo sucedido aceleró mi decisión, agravado por lo que
ocurrió varias noches después, cuando lo sorprendí levantándose de la cama rumbo al cuarto de la niña. Corrí, me
adelanté a él y me encerré con ella, luego me mudé permanentemente al cuarto de Melinda y puse un cerrojo. El se
vengó. Me golpeaba de tal manera que no se vieran las
marcas y laceraciones, pues en público seguía en su papel
de ciudadano ejemplar.
Siempre fue puntual el señor Lovecraft a la hora del almuerzo. Ese sábado nuestros hijos estaban en una actividad
recreativa de la iglesia, y sabía que no regresarían hasta el
atardecer.
— ¿Qué huele tan rico? — preguntó Mister Lovecraft.
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— Bacalao con akee, mi amor — le respondí.
*
El impacto de los puñados de tierra sobre la cubierta
barnizada del féretro la trae de vuelta al campo santo. Todos
la miran con lástima, y Mister White alecciona en baja voz
a la persona a su diestra sobre la importancia de consultarle
siempre sobre las condiciones de la fruta, y que allí en ese
hueco estaba alguien que se equivocó. Esperan que la viuda
arroje también algo a la fosa como es costumbre. Ella aprieta
con sus manos el racimo de claveles blancos, y siente entre
los tallos, oculto, la redondez de un akee. Lanza con buena
puntería la ofrenda al hueco, y es la señal para que los sepultureros lluevan paladas de tierra roja sobre la caja. No mira
más en esa dirección, la señora Lovecraft. Otea el horizonte.
Busca a sus hijos que, sentados a horcajadas sobre un palo
de mango, ven desde lejos el entierro de su padre.
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iv
EL CHOQUE
Desde que la vio la primera vez se le metió entre ceja y
ceja y le ganó el corazón para siempre. Su vida ya no sería
igual y sólo tendría sentido vivirla junto a ella.
Todo ocurrió cuando sus autos coincidieron en el alto
del semáforo, y desde su sedán color gris ratón pudo apreciar por treinta segundos todo el esplendor de la chica que
conducía el lujoso descapotable rojo. Luego, en los días
siguientes la encontró en su ruta habitual. Una vez pudo
seguirla hasta una enorme mansión, donde el descapotable
atravesó un portón automático y se perdió entre la floresta
de un jardín principesco.
Averiguó quien era ella y se sintió anonadado por las
referencias a la fortuna de la chica, en comparación con su
exiguo sueldo de contador. No se rindió, sino que mirando
el cielorraso de su apartamentito de soltero, no dejó de preguntarse cómo hablar con ella, cómo abordarla, pues era
consciente de que las distancias sociales los separaban y el
único espacio de fugaz encuentro era su mutua condición
de automovilistas.
Una madrugada lo despertaron los tiros de una refriega
entre bandas juveniles, a una cuadra de su casa, y al no poder
conciliar el sueño le dio nuevas vueltas al asunto, como si
moldeara una vasija de barro en un torno, hasta que una idea
le iluminó el rostro y lo hizo saltar de la cama. Debería espe39
rarla frente a la mansión y seguirla de cerca. La única forma
de conocerla era provocar un accidente. Ambos pasarían las
largas horas de espera por el policía de tránsito, los trámites
del seguro y el juicio. Él lograría en ese tiempo, asumiendo
toda la culpa por el choque, que ella pasara del disgusto al
agrado, cautivada por su encanto masculino…
Aturdido abrió los ojos, en medio de pitos y gritos, sólo
para ver como las gotas de la sangre de la muerta formaban
un charco en la avenida, cayendo del descapotable como
lágrimas carmelitas.
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v
NÁUFRAGO
Hastiado de conflictos y tensiones se metió en la primera tanda de un cine en horas de la tarde. La sala de 400
butacas estaba vacía y él era el único espectador. El proyeccionista puso a rodar la película y, como faltaba personal
por culpa de la recesión, se fue a las cinco otras salas a hacer
lo mismo.
La trama era sobre un náufrago. Cuando el proyeccionista vino a apagar el aparato calculando que era el final de
la película, no encontró al único espectador y pensó que ya
se había marchado. No miró la pantalla mientras detenía el
proyector, y por eso no pudo ver al espectador que manoteaba desesperadamente desde una balsa, presa fácil del oleaje
del océano, rodeado de tiburones y con la piel erosionada
por el salitre. Nunca más se supo de él.
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vi
EL VUELO DE JUANITA
El sueño de Juanita siempre había sido volar, pero
gracias al mezquino sueldo de secretaria-recepcionista que
ganaba en la oficina de un abogado de mala muerte, y a la
adversidad reflejada en los fallidos intentos de ganar loterías
oficiales y clandestinas, se le hacía cada vez más difícil llegar
a su meta.
Su escritorio en el trabajo y la mesa de su casa, rebosaban de folletos y revistas de viajes que anunciaban playas,
ríos, valles, montañas nevadas, casinos, nichos eco turísticos,
hoteles “resort” de todo tipo y tamaño, en los cinco continentes y los siete mares de la bolita del mundo.
Juanita era consciente de no poseer una gran inteligencia
pero sí un gran cuerpo, por lo que reservaba y cuidaba ese
capital con gran esmero. Sabía que era su pasaporte para
lograr enganchar algún día un buen partido, que le ofreciera
una vida mejor, pero en primer lugar pasajes para ambos
hacia una rumbosa luna de miel, por tres maravillosos meses
en un itinerario a través de veintisiete países, transportados
por cruceros, aviones supersónicos, trenes bala y carros
alquilados a tutiplén.
Por eso invertía prolijamente en su cuerpo. Eran muchas
horas y todo su tiempo libre dedicados a cultivar la fortaleza
de sus piernas, la cinturita de avispa, los brazos torneados,
el culo enhiesto y la firmeza de sus senos que obligaban a
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volver la vista a todo varón que se preciaba de serlo, en especial cuando ella se tomaba la calzada de Amador, trotando
sensualmente los domingos y días de guardar.
Por cierto, se guardaba de cualquier tentación, pues
casi siempre mantuvo la capacidad de tener a raya a los
especímenes del sexo opuesto que se quisieron propasar
con intenciones aviesas. Juanita supo manejar las situaciones difíciles, a través del conocimiento a fondo de las leyes
contra el acoso sexual, sin faltar las útiles clases de judo,
aikido, tae kondo, jiu jitsu y karate que formaban parte de su
rutina física, destinadas a contrarrestar a los merodeadores
y depredadores masculinos. Todo señalaba que ella no era
una presa fácil. En otras palabras, sólo era posible acceder
a ella con una oferta matrimonial en serio y muchas ganas
de darle la vuelta al mundo en noventa días o más.
Su jefe, el licenciado José Cuestas, a duras penas lograba cada quincena remontar los gastos necesarios para
sobrevivir, pagar el alquiler de la oficina y el sueldo de la
secretaria. Daba la impresión – por lo flaco que era – de
perderse dentro de su único saco y detrás de cada una de
sus tres corbatas.
Como cultivadora del cuerpo, Juanita estaba siempre
atenta para recomendarle remedios para subir de peso, pues
temía que un día su jefe se desintegrara entre las pilas de
libros, códigos y gacetas oficiales que inundaban la única
habitación de la oficina que compartían, separados sólo por
un biombo oriental ganado en un litigio a un negociante
pakistaní de la Zona Libre, y un sofá monstruoso que dejó
algun inquilino anterior que servía de sala de espera para
los pocos clientes del bufete y para la siesta de mediodía
de la secretaria.
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La única vez que el licenciado – dotado de la experiencia de cuatro matrimonios de triste final, que le condujeron
a proclamar la consigna ¡Soltería o muerte! – sucumbió a
la tentación de meterse con su secretaria, fue el día que la
encontró en la oficina probándose un vestido de baño anaranjado recién comprado en un baratillo, y que se prometió
a sí misma que luciría algún día en la playa de Ipanema. La
abrazó por detrás y saboreó sus turgencias, pero sólo por
un instante. La sonrisa lasciva se le convirtió en mueca,
cuando Juanita lo retorció como un mafá, le hizo pedir perdón trece veces y prometerle subirle el sueldo a partir de la
siguiente quincena.
Una tarde de marzo azotada por el calor, Juanita hablaba
por teléfono con su hermana, maldecía el fogaje que la hostigaba y al avaro de su jefe que no era capaz de ponerle aire
acondicionado al despacho, cuando alguien tocó la puerta.
Era un extraño muchacho que sin saludar y sin ceremonia
alguna, plantó en el escritorio un frasco esmerilado, medio
lleno de un líquido morado. Sin esperar respuesta exclamó
antes de salir corriendo:
— ¡Es la medicina para que el licenciado engorde!
— ¿De parte de quién? — preguntó Juanita, pero el
mensajero sólo arrastró una confusa respuesta que sonó a
curanderos y magia de varios colores, mientras bajaba de
tres en tres los escalones de la escalera.
La secretaria vaciló en entregarle de una vez un frasco
tan sospechoso al jefe. Prefirió guardarlo por un tiempo a
ver qué averiguaba sobre su origen y decidió ocultarlo entre
un caracol recuerdo de Taboga, que le servía de pisapapel,
y una reproducción en miniatura de la torre Eiffel que le
había regalado un pretendiente.
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Como el licenciado no preguntó nada al respecto y el
trabajo la abrumó, la secretaria se olvidó del frasco por varias
semanas, hasta un día cuando la báscula donde se pesaba, le
advirtió la pérdida de varias libras de peso producto de un
exceso de ejercicios. Impulsivamente, sin pensarlo mucho,
recordó el frasco. Lo buscó y se echó al gaznate todo el
líquido morado. No advirtió que en la base del frasco aparecía escrito un cintillo diminuto que decía “Tome sólo una
gota”, garrapateado con tinta verde indeleble.
Juanita engordó de la noche a la mañana. Su figura
curvilínea se hizo más bien redonda, hasta el punto de no
poder mirarse el ombligo. Sus amistades sospecharon que
era víctima de un embarazo inesperado, pero ella no dudó
enviarles vía fax la prueba de orto con resultados negativos.
Sintió temor de que la causa de su obesidad fuera aquel
líquido morado, por lo que se sometió a mil y una pruebas
médicas sin ningún resultado esclarecedor, salvo los estragos
que sufrió su cuenta de ahorros. Entretanto, todo su cuerpo
se inflaba incontrolablemente aunque curiosamente no subía
mucho de peso. Su apetito disminuía y las ganas de dormir
a toda hora aumentaban.
— ¿Qué comerá esta mujer? ¿Aire? — exclamó el licenciado Cuestas, al mirar su figura escuálida en el espejo
de baño en su oficina y al compararla con el engrosamiento
indetenible de su secretaria. Recordando el ungüento para
una alergia en la mano derecha que le había vendido hace
tiempo un tal Caparroja, el licenciado decidió recorrer el
terraplén del mercado público, a ver si encontraba otra vez a
ese enigmático personaje que conoció en una cantina y que,
después de cuatro tragos de ron, le prometió conseguirle
también una cura infalible para la delgadez.
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En una esquina captó a Caparroja cuando entró a un bar.
Corrió hacia él y lo vio entrar al orinal del antro por su única
puerta. Lo llamó a gritos y, esquivando a los parroquianos,
irrumpió en el mingitorio vacío. Con asombro contempló
a cientos de abejorros fosforescentes revoloteando y el eco
de las risotadas del curandero.
Regresó a la oficina que encontró sin clientela, pues la
gente temía acercarse gracias al rumor propagado por todas
partes de que la secretaria era víctima de la práctica de las
malas artes. La sorprendió, envuelta en una respiración de
fuelle que se escuchaba desde dos pisos abajo del edificio.
Estaba dormida con su epicentro en el sofá, pues ocupaba
casi un tercio del tamaño del local, como si fuera un globo
aerostático. No, esta vez no fue el sexo, si no la curiosidad,
que lo impulsó irrefrenablemente a tocarla. La pellizcó en
lo que calculaba eran las nalgas, pero sus dedos se hundieron
en la mole humana. Un silbido cada vez más pronunciado
acompañó a la voluminosa figura que empezó a desinflarse
ante sus atónitos ojos.
Juanita rebotó en las paredes, dibujó espirales, derribó
la araña de falsos cristales que pendía del cielorraso e hizo
saltar los diplomas enmarcados que colgaban de las paredes.
Temeroso que se provocara un daño, el licenciado corrió
hacia la puerta del balcón y la abrió de un golpe:
— ¡Por aquí!, ¡salga por aquí — le gritó.
Pero Juanita salió disparada por la ventana, tumbando
potes y espantando pájaros. Con los ojos abiertos planeó,
acompañada del ulular de un gran globo que se desinfla, y
tomó rumbo al horizonte, mientras gritaba:
— ¡Jefe, estoy volando! ¡Puedo ir al lugar que yo quiera!
¡ESTOY VOLANDOOOO!
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El licenciado Cuestas bajó las escaleras a grandes trancos, encontró un taxi y le ordenó seguir a toda costa la figura
que atravesaba el cielo brumoso de la ciudad. El conductor
hizo lo que pudo para obedecer la orden del abogado, pero
Juanita se alejó rápidamente ayudada por un fuerte viento
del norte. Cundió la voz de alarma por las radioemisoras
que emitieron boletines de noticias de última hora acerca
del fenómeno de una mujer que levitaba o que surcaba el
firmamento a propulsión a chorro.
Al anochecer, policías, ambulancias, bomberos y curiosos lograron encontrarla. Juanita estaba ahí sobre la cubierta
del “Caribbean Sea”, un crucero de lujo que las aguas del
Canal elevaban majestuosamente en las compuertas de las
esclusas de Miraflores. Ella, rodeada de turistas y tripulantes
de muchas naciones, aplanada, apachurrada, remachada en
el fondo de la piscina sin agua del barco. Sin un hálito de
vida, pero con una sonrisa en los labios. Junto a ella, su
escuálido jefe alucinado, sólo la palpaba por todas partes,
gritando desesperado por Dios que lo ayudaran, que tenía
que encontrar la válvula de inflar que Juanita debería tener
en alguna parte.
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vii
MISTER WHITE
Mister Jonathan Stephen White recorre diariamente los
quinientos metros de calle que separan su casa de la tienda
del chino, sin que necesariamente tenga algo que comprar.
Lo hace muy lentamente pues no tiene alternativa. Mister White, después de jubilarse de la Compañía del Canal,
sufrió un derrame cerebral que le paralizó el lado derecho
de su cuerpo, fatigado y erosionado por el trabajo rudo. Él
mismo talló con su mano sana su rústico bastón de palo de
guayaba, que ahora es el apoyo imprescindible para moverse
pulgada a pulgada, esquivando los huecos de la calle. A su
lado pasan raudos a distintas velocidades, pero siempre más
rápido que él, los caminantes, bicicletas, patines, patinetas,
perros, autos y buses que le arrojan nubes de polvo o ráfagas
de barro, según sea la estación del año.
Pero a él no le importa eso. Él sale y siempre llega a
donde va, luego regresa a su casa al mismo paso, y el otro
día es lo mismo de lo mismo. En su caminar se mueve muy
lentamente el paisaje de la calle, lo que le permite observar
los detalles que se perderían con la velocidad. Él aprecia
como la lluvia decolora cada día esas bardas tan bien pintadas
en la navidad pasada. O el colibrí tornasolado suspendido
sobre una flor amarilla. O el congo de avispas en el tronco
del guayacán. O como maduran los mangos del vecino de
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aquí, los akee del vecino de allá o la cabeza de guineo patriota
del vecino de acullá.
Por ir tan despacio, a Mister White le alcanza más fácilmente la nube de los recuerdos. Saborea los años de trabajo
en el mantenimiento de las compuertas monumentales y los
miles de remaches que colocó en su vida. Tiene siempre
presente a su mujer que se le adelantó en el viaje postrero.
A sus hijos que reviven en dos postales y tres tarjetas al año,
o de vez en cuando surgen como voces lejanas que le hablan
por el hilo telefónico, acerca del frío que hace en los “states”.
Siempre finalizan la llamada con promesas de pronto retorno, que nunca se cumplen.
Un día, el muchacho más deportista del barrio, pero
también el más atrevido y vanidoso, lo rebasa mientras pica
una bola de baloncesto. Se da vuelta e imita el paso de Mister White. Le invita socarronamente a una competencia: a
ver quién llega primero a la tienda del chino, y le apuesta una
cerveza bien fría. Mister White espanta la nube de recuerdos;
le hacen apretar los dientes. Murmura que acepta aunque ya
no toma cerveza. Varios vecinos escuchan desde sus casas
la conversación y se ríen de un duelo tan desigual.
El muchacho se adelanta de un salto, con una piedra
marca en la calle el punto de partida, espera a Mister White
y cuando está junto a él, grita:
— En sus marcas. ¡Ya! …
En dos trancadas el joven se pone diez metros adelante.
Aburrido del lento paso del anciano se desvía más adelante.
Se detiene en el portal de la casa de una amiga, a la que le
prometió enseñarle sus trofeos deportivos. Luego se estaciona en otra casa y compra un duro de coco. Mientras
saborea el refrescante, se junta con un par de amigos para
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hacer práctica de enceste, en un aro colgado en lo alto de
un garaje.
Al rato recuerda la competencia y acompañado por sus
amigos corre a la tienda. En medio de un coro de risotadas
de los presentes, encuentra a Mister White sentado donde
siempre, sobre una caja de sodas vacía con un refresco a
medio consumir en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
El muchacho paga sin chistar la cuenta, obedece la señal
que el viejo le hace para que se siente en otra caja junto a
él, y escucha en silencio, al igual que los otros parroquianos,
como Mister White – negro impedido jubilado de la Zona
– les cuenta muy lentamente, subrayando las palabras con
su bastón de palo de guayaba, la fábula de la tortuga y la
liebre.
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viii
CÁLCULOS
El día cuando José Hernández calculó que en sus 50
años de vida había gastado cinco meses, cuatro días y siete
horas rasurándose todas las mañanas frente al espejo, tomó
la inusitada decisión de dejarse la barba para siempre.
Al día siguiente, con una sombra que le inunda el
mentón, aprovechó las horas muertas, sentado en uno de
los treinta y tres escritorios de la sección del banco donde
trabajaba desde hacía 28 años, y leyó en una revista que
durante las ocho horas de sueño, el cuerpo se mueve involuntariamente cada 15 minutos y con esa acción levanta
la quinta parte del peso del cuerpo. Sobre la base de esto,
calculó que cada noche, él levantaba más de 500 libras de
su propio peso mientras dormía, lo que era en verdad muy
agotador. Entonces, concluyó, por la no-existencia del descanso nocturno, pues más bien uno se agotaba durmiendo.
Por ello tomó la decisión de no dormir más y de mantenerse
en vigilia permanente.
En los cinco días siguientes su aspecto llamó la atención
general y sus compañeros de labor volvieron a caer en cuenta
de que él existía. Varios jefes le llamaron la atención a José
Hernández acerca de las normas establecidas por el banco
sobre la buena presentación de los empleados, por lo que
se sucedieron amonestaciones escritas, privadas y públicas
en la recta final hacia el desenlace del despido.
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Al noveno día, barbado y desvelado se sentó en su lugar.
Encontró sobre el pupitre el sobre que contenía lo esperado,
la carta de despido. En lugar de abrirla – no era necesario
– prefirió volver a calcular. Si cada latido de su corazón
bombea 50 gramos de sangre, multiplicado por 70 latidos
por minuto, su órgano vital despacha vertiginosamente 10
mil litros de sangre al día por su aparato circulatorio. El
peso de este movimiento es equivalente a un contenedor
lleno de mercancía.
Apagó la calculadora. Se levantó. Guardó los lápices,
borradores y las hojas verdes de contabilidad en la sección de
cuentas incobrables del archivador, donde también escondía
cosas suyas, como la nota de tres líneas de su esposa cuando
lo abandonó hace cinco años, billetes de lotería fallidos y
rifas perdedoras, becas rechazadas y concursos sin resultados, y bien en el fondo del mueble, las viejas fotos de su
madre muerta. Contempló en esa gaveta el vacío de su vida
y la soledad que lo había acosado por medio siglo. Tomó
la decisión definitiva e irreducible, que era hora de morirse.
Miró el reloj de pulsera. Estiró la camisa y la acomodó en el
pantalón. Se sentó mientras se arreglaba el nudo de la corbata y sin más rodeos capturando un bostezo que intentaba
ganar su cara, así lo hizo.
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ix
EL DUENDE
Cada vez que él va a aparecer, el viento sopla y sopla hasta que esta casita bruja pero decente, parece venirse abajo.
Pero no. No ocurre nada de eso. Al rato se presenta
vestido con su guayabera de hilo, pantalón crema, zapatos
blanquinegros, sonando su acordeón para pedirme nuevamente que me case con él, pues está dispuesto a hacerse
cargo de mí y de mi niña de catorce meses y tres días de
nacida.
La verdad es que nunca he visto un hombre más guapo
que ese, pese a lo chaparrito que es. Hace vibrar el acordeón como si fuera el mismísimo Victorio Vergara Batista,
cantándole en vida a Santa Librada. Me regala hermosísimas
flores que nunca he visto por estos rumbos. Una vez me
trajo una fruta color azul marino que cambiaba de colores
y sabores mientras la probaba.
¿Qué si me gusta? ¿No le estoy diciendo que es muy
guapo y amable? Claro que me da algo de miedo, pero cada
vez que decido abandonar la casa y mudarme lejos de aquí
sopla ese viento, como si él me leyera la mente y supiera qué
es lo que quiero hacer.
Tengo que contarle los sucesos de la otra noche. Él
se apareció como siempre cuando amainó el viento que lo
anuncia. Me tocó la puerta por la parte de abajo, y dijo:
“María Rosa, vamos los tres a dar un paseo.”
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No me atreví a negarme. Estaba elegantísimo con el
esmoquin que vestía, y el gran sombrero de ala ancha que
portaba. La luna llena hizo fácil seguirlo hasta el río. Me
sorprendió no escuchar el sonido de la corriente, sino sólo
un silencio interrumpido por los grillos. Allí nos esperaba
un cayuco grande y pintado de rojo fosforescente. Nos
subimos y nos sentamos. Él se acomodó de espaldas a la
proa, chifló y de pronto el río comenzó a sonar. Arrancó a
tocar su acordeón de tal manera que a mí me dejó arrobada, y a mi niña dormida, que hasta ese momento, estaba
muy inquieta.
Mientras acariciaba las teclas y arrugaba el acordeón, el
cayuco empezó a moverse contracorriente sin canalete, pértiga o motor alguno, y tomó velocidad en la medida que la
música era más animada. Así, repasó cumbias, atravesaos,
festejos y vallenatos. El cayuco levantó espumas que caían
como torrentes a los lados del bote, mientras pasamos
raudos por las orillas de los pueblos ribereños. La música
cambió de ritmo y apareció el bolero, la balada, el pasillo y
hasta el vals. Al disminuir la velocidad me dormí, con mi
niña segura entre mis brazos.
Cuando desperté, estábamos otra vez junto al punto
del río de donde partimos. Unas nubes tapaban la luna y la
corriente se escuchaba como un arrullo. Él ya no estaba.
Sólo encontré un frasco de tapa dorada con mi nombre escrito, lleno de cocuyos que alumbraron misteriosamente los
contornos, con un resplandor fosforescente. Pude llegar a
la casa, alumbrada gracias a ese farol de luciérnagas. Antes
de entrar abrí la tapa y los dejé libres y, aunque usted no lo
crea, escuché a los bichitos dar las gracias y marcharse riendo,
dejando un rastro luminoso tras de ellos.
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¿No me cree? ¡Por mí madre! Si perdone, sé que no
debo jurar. No lo volveré a hacer...
Pregunté por todos los remedios habidos y por haber
contra estos encantamientos, pero no funcionaron. Ni el
agua bendita, ni oraciones, ni las tijeras abiertas en cruz atadas con cintas rojas, ni hasta decirle “Hola, compadre” pues
cuentan que los duendes respetan mucho a los compadres,
y eso está por encima de los amores de ellos. Claro que usé
todo eso y todas las formas conocidas para romper encantamientos... Pero no funcionaron.
¿La última vez que lo vi? Fue hace seis días. Le pedí a
mi mamá que cuidara a la niña por un tiempo, sin contarle
a ella este secreto, que ahora relato por primera vez. A mi
mamá sólo le dije que necesitaba tiempo, para una entrevista
para conseguir un trabajo.
Tuve la intuición de que vendría esa noche. El viento
que lo precedió me lo confirmó como siempre. Vino de
turbante y vestido de telas preciosas. Esta vez no me pidió
que le acompañara a ninguna parte. Con un gesto convirtió
mi rancho en un palacio de alfombras persas y candelabros
de mil colores. Tomamos un licor de sabor desconocido. Él
prendió aromas de inciensos que impregnaron el aire de un
colorcillo lapislázuli... Me hizo el amor... Cuando me tocó
fueron muchas manos las que lo hicieron y muchas lenguas
las que peinaron mi cuerpo simultáneamente. Era como
si muchos hombrecillos me acariciaran, y me penetraran
por todos los orificios de mi cuerpo. Perdí la cuenta de los
orgasmos que me sacudieron, uno tras otro.
¿Por qué se pone colorado?
¿Sigo, padre?
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Él se vino con un alarido interminable que de humano
se hizo tenebroso, y me hizo recordar quién era. Temblaba.
Me vestí. Le rogué que se fuera, que se lleve las galas de
mi rancho. Lo hizo en segundos, pero me dejó en el oído
la promesa que regresaría y que sería el momento de irme
con él... ¿Recuerda la quimba, de los abuelos, padre? He
pensado solicitarle que me pida como ellos hacían. Con una
flor y una micha de pan en la mano, él me diría:
Aquí te entrego esta quimba,
Arrecostado de este horcón.
Cómo te entrego la quimba,
Te entrego mi corazón.
Y yo, según la costumbre, le respondería algo así:
Yo te recibo la quimba
En señal de matrimonio.
Pero si no te casas conmigo,
Que te lleve el demonio.
¿Que no mencione al Malo frente a ese ser? ¿Qué
puedo hacer?
Me gusta, pero le tengo miedo. ¿Qué será de mi hija?
No me la puedo llevar a quién sabe donde. ¿Me comprende, padre?
¿Tiene algo, un exorcismo que me pueda dar?
¿Cuándo he tenido antes quien me mime y me cante, me
regale y me haga el amor? Alguien tan diferente al padre de
la niña, y a hombres los anteriores a él, que me maltrataron
y abandonaron varias veces.
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Será duende pero es guapo, y ojalá me saque otra vez
en su cayuco de luna llena a recorrer el mundo, a encontrar
un lugar donde arrancharme a gusto, sacarme el clavo y
resarcirme de lo que la vida me ha golpeado. Pero tengo
miedo...
¿No tiene nada nuevo que darme, oraciones, estampitas,
remedios, menjurjes, escapularios? ¿No me cree? Tienen
que existir remedios o conjuros contra estas cosas. Con todo respeto no ponga esa cara de incrédulo, padre.
Espere un momento... ¿Siente el viento? Empezó a
soplar. ¡Mire, cómo ya apagó los cirios del altar mayor! ¡Sí,
váyase! ¡Corra padre! ¡Él está a punto de llegar! ¿Acaso,
no escucha su acordeón, padre?
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x
EL PAPAMOVIL
Tenía más de dos años de buscar trabajo. Era como
estar metido de cabeza en un callejón sin salida. Ya había
tocado todas las puertas en busca de empleo y ninguna se
le abría, por lo que, obligado por las circunstancias de la
vida, se vio en el imperativo de saltar un par de veces por la
ventana, a tomar lo que no era propiamente suyo, salvando
así la frontera entre comer o no comer.
Era imposible seguir subsistiendo de esta manera y lo sabía, por lo que decidió intentar algo diferente. Con lágrimas
en los ojos empeñó la última prenda de su mamá que atesoraba, también consiguió algo de dinero prestado, rebuscó
algo más y juntando todo ello se convirtió en chichero. El
flamante dueño de una tienda móvil de emparedados, dulces
y chichas, instalada sobre una bicicleta maltrecha.
Antes del viaje inaugural de su nuevo negocio, utilizó
la única lata de pintura que encontró en su casa para pintar
el vehículo de blanco, dejándolo vestido como de uniforme
de primera comunión. En ese momento, una de sus niñas,
que miraba en la televisión la visita del Papa a Cuba, señaló
con el dedo enmantecado el carrito de su padre y, bregando
con los dientes de leche que le faltaban, exclamó: “Papi, el
tuyo se parece al Papamóvil” y ni corto ni perezoso, Efraín
Orozco trazó con un pincel untado de témpera roja las letras góticas que componían el nombre sugerido, el que tres
semanas después reemplazó con pintura dorada de verdad.
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Había nacido “El Papamóvil”.
El chichero, madrugaba a mezclar la chicha, preparar
las salchichas y los aderezos, insumos que también servían
de desayuno a sus tres hijas, que luego marchaban a pie a la
escuela del barrio. Luego pasaba a comprar panes y dulces
frescos en la panadería de los Núñez. De ahí en adelante le
esperaba una larga jornada, pregonando y sonando campanilla, a ver quien caía.
La competencia era feroz en todos los puntos de la
ciudad, donde cada vendedor defendía a sangre y fuego su
puesto en la acera o a su clientela. Además de la lucha entre
los ambulantes, lo acosaban los comerciantes que lo consideraban competencia desleal. El hampa lo miraba como
víctima y los policías se arrogaban el derecho a coimar y
comer gratis.
El Papamóvil estaba siempre a la caza de manifestaciones, procesiones, marchas, accidentes, tumultos, entierros,
comparsas y todo lo que oliera a aglomeración humana. Allí
se vendía bien, pero Efraín tenía que andar “ojo al Cristo”,
de lo que podía suceder durante esas actividades, para no
meterse en líos. Como aquella vez en que quedó atrapado
en medio de un enfrentamiento entre oposición y gobierno,
en el cual los primeros usaron al Papamóvil de barricada,
hasta cuando los segundos los desalojaron, salvándose el
vehículo gracias a la velocidad de las piernas del dueño, que
aprovechó la cuesta debajo de la bajada del ñopo y logró
que el Papamóvil rompiera su propio record de velocidad.
“Más cornadas da el hambre”, pensó al detenerse a tomar
aire mientras se bebía tres vasos de chicha de avena. Con
las precauciones debidas, siguió a los opositores que se
reorganizaron dos calles más adelante, aumentando eso sí,
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por el riesgo, un poco más el precio de su mercancía. “Son
los gajes del oficio”, musitó, y contó moneda a moneda las
ventas del agitado día.
Una mañana se logró apostar en un sitio estratégico en
el área comercial más exclusiva de la ciudad, gracias al vendedor de palomitas de maíz que por asistir a un funeral, le
prestó esa esquina por el resto del día con la condición de
que se la cuidara.
Dos señores se acercaron conversando animadamente
entre sí.
— ¡Oye tú! Dame dos hot dog y dos chichas de naranja... No te preocupes José, yo invito.
— Gracias, Damián. Cómo te decía, parece increible
pero sobran cuatro metros cuadrados.
— Te repito que no puede ser...
— Así es. A mí me tocó medir el lote. Por mi honor
de agrimensor que sobra ese pedacito.
— Es increíble, de seguro fue un error de cálculo anterior. ¿Y dónde están esos metros sobrantes?
— Desde aquí se ve. ¿Ves el lote aquí enfrente?
— Claro, no estoy ciego.
— Bien, justo al borde junto al estacionamiento del
banco. Ese cuadrito no pertenece ni a esa finca ni a la de al
lado, simplemente sobra, está de más.
— ¿Pero de quién es? ¿Municipal?
— Creo yo, eran los propietarios anteriores de todo esto.
— ¿Ya le dijiste lo que descubriste, al dueño del lote?
— Todavía no. Tengo que terminar el informe, antes
del puente de fin de semana. Será después de eso.
— Claro, no creo que nadie vaya a comprar un lote de
cuatro metros cuadrados.
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Como suele suceder habían invisibilizado al chichero.
Pagaron y se marcharon sin darse cuenta que Efraín los
miraba, como hipnotizado con la boca abierta, mientras
pasaba por su mente, como si fuera una película del cine
mudo, las imágenes de un futuro promisorio. Era el lugar
perfecto para sus ventas. No tendría que deambular más,
y en ese espacio cabría su minúsculo carro sin que nadie se
lo disputara.
— ¡Gracias, Dios mío, ésta es mi oportunidad! — exclamó a viva voz.
Miró a su alrededor y se afirmó a sí mismo: “¡Voy a
comprar ese lote!”. Luego armó ante el asombro de los
transeúntes un acto de malabarismo con los frascos de mostaza, picante y salsa de tomate.
Movió su tienda móvil, al tiempo que se disculpó con el
grupo de potenciales clientes que lo observaba. Pedaleó y
se encaminó al municipio donde averiguó el valor del metro
cuadrado. Tragó en seco al escuchar la cifra, sin retroceder
por ello en su decisión.
Dispuso de poco tiempo para reunir el dinero necesario para la compra. Descartó un préstamo en una financiera pues le daban muy poco, a pesar de que puso como
garantía el Papamóvil. No le quedaban prendas maternas
que empeñar, y los pocos amigos a quienes les pidió dinero
estaban iguales o más limpios que él.
Apostó sus pocos ahorros en varios billetes de lotería
con el número del año de nacimiento de Juan Pablo II, del
que enteró gracias a una revista que un cliente olvidó en el
Papamóvil, y con sus hijas rezó cada noche para que los billetes salieran premiados.
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El domingo del sorteo estacionó su vehículo en la Plaza
de la Lotería, y tembló de pies a cabeza cuando escuchó
como coincidían los primeros números. Casi le da un infarto cuando el gobernador no pudo con la cuarta balota,
ni siquiera usando las pinzas mecánicas. Fue Blacamán, el
prodigioso personaje de un Circo que anunciaba su próxima
presentación en la ciudad, el que se ofreció a abrir el último
número y con la fuerza que ostentaba al halar dos camiones
a la vez con cables asidos con los dientes, mordió la balota
y mostró la cifra ganadora.
El país entero vio y escuchó por la televisión a un chichero feliz que lanzó alaridos, bailó frente a las cámaras una
salsa frenética sin que mediara música alguna. Abrazó a Blacamán, repartió emparedados y refrescos gratis a locutores,
camarógrafos, testigos, autoridades y público y se bañó de
pies a cabeza con los restos de la chicha de marañón.
Además del dinero necesitó ayuda. La encontró en
el hijo de un vendedor de raspado amigo suyo, estudiante
becado de derecho y ciencias políticas, y en la hija de un
vendedor de cigarrillos de contrabando, otro amigo suyo,
estudiante también becada, pero de arquitectura.
El primero le ayudó en el trámite de compra, pues a un
chichero no lo respetarían, pero un tinterillo es otro cantar.
Efraín se llevó la sorpresa que el Municipio exigía que se
edificara algo en el minilote, por lo que la casi arquitecta se
afanó en elaborar un proyecto que fuese viable, para obtener
el visto bueno legal.
Los trámites descritos se desenvolvieron en medio del
asombro de los funcionarios, que en un último momento
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intentaron abortar la compra con diversas argucias, siendo
contrarrestados por las habilidades de los jóvenes estudiantes, sumado a un cerco de chicheros, raspaderos, fritangueras, limpiabotas, periodiqueros, buhoneros que rodearon el
edificio municipal, en una vigilia de una noche entera que
resultó fructífera, gracias al temor del alcalde de que esta
protesta afectara su aspiración a reelegirse.
El dueño del lote medido se enteró tardíamente, pues
andaba de compras en Miami. Corrió a mover influencias,
pero sólo llegó a tiempo para ver como Efraín Orozco estacionaba el Papamóvil en su minilote, con una oferta de una
chicha gratis con la compra de dos hamburguesas de pollo,
para celebrar la ocasión.
La estudiante de arquitectura presentó el proyecto de
edificación en el lote de Efraín como opción al Premio
Anual de Obras de Arquitectura con una introducción que
rezaba:
La obra expresará la máxima utilización posible del espacio
de construcción, explotando la extraordinaria vista existente
hacia la bahía, la topografía y forma del lote. Una torrecilla
de cinco pisos supondría la superposición de microempresas
con un solo ocupante por piso. Al no haber lugar para escalera el ascenso sería exterior, utilizando las ventanas como
extensiones de peldaños, y el descenso por una barra deslizante
al estilo del benemérito Cuerpo de Bomberos de Panamá. El
material de construcción es muy económico y vistoso: mangle
cortado en luna nueva coronado por un techo de paja de estilo interiorano. Lo cimbreante de la construcción constituye
una excelente estructura antisísmica. Será una excelente
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atracción turística por su diseño sui géneris que valorizará
el ya exclusivo sector bursátil de nuestra ciudad.
El proyecto no obtuvo el premio, pero eso sí fue la propuesta más comentada del certamen.
Para Efraín, sus hijas y sus amigos el asunto no era un
juego. No podían ni imaginarse cómo llevar a cabo el proyecto... por ahora. Cada día se instalaba en su terreno listo
para hacer sus ventas, y de vez en cuando prestaba el espacio
al vendedor de palomitas de maíz, y al de cigarrillos de contrabando, padre del estudiante de derecho. Para guardar las
apariencias pintó un letrero y lo plantó en el minúsculo lote,
ahora cercado entre el banco, una aseguradora y un restaurante de comida rápida que Efraín decía pretenciosamente,
estaba ahí para hacerle la competencia.
AQUI SE CONSTRUIRA LA LUJOSA EDIFICASION “EL VATICANO”
CUALQUIER INFORMACIÓN SOLICÍTELA EN
EL PAPAMOVIL DE EFRAÍN OROZCO
QUE BENDE LOS MEJORES HOT DOG, CHICHAS Y
DULCES DE LA LOCALIDAD
Los vecinos y empresarios del exclusivo sector no lo
podían creer y se dividieron en varias tendencias. Los que
afirmaron que se trataba de una estrategia publicitaria de una
nueva compañía multinacional, rebatidos por los que estaban
seguros de que todo era un truco del programa televisivo
“Cámara escondida”, o que eran sin duda, los pelaos de “La
Cáscara” que habían hecho de las suyas.
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Al pasar los días cayeron en cuenta que no era ninguna
de esas cosas, pues El Papamóvil vendía su mercancía como
pan caliente, gracias a un menú de tríos que preocupó a los
restaurantes de comida rápida de los alrededores:
M ENÚ 1: HOT DOG ESTILO C ALIDONIA
(CARNE MOLIDA, REPOYO Y CEBOYA)
RASPAO CON LECHE Y MIEL
UNA CHICHA. $1.50
MENÚ 2: HOT DOG BOCA TOWN
(PEDACITOS DE SAO, AJÍ CHOMBO, REPOLLO Y MUCHA CEBOYA)
RASPAO CON LECHE, MIEL Y MALTEADA
DOS CHICHA. $1.99
MENÚ 3: HOT DOG VEGETARIANO
(TOMATE, LECHUGA, CEBOYA Y PEPINILLOS)
RASPAO SENCILLO DE HIELO Y MIEL
UNA CHICHA. $1.25
Los dueños de los comercios y vecinos encumbrados se
reunieron a buscar la manera de librarse de la chusma que
desvalorizó sus propiedades, y que los amenaza con una
competencia desleal. En cambio las domésticas, sirvientes,
chóferes y empleados de los establecimientos encontraron
un lugar accesible, variado, barato.
El Papamóvil de Efraín Orozco – y sus amigos –, resistieron los embates de sus adversarios. Con las ganancias
recibidas, más los préstamos que obtuvieron poco a poco,
levantaron una edificación que algunos confundieron con
una caseta de teléfonos o con un poste de semáforo.
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Una tarde lluviosa, con El Vaticano a medio construir,
apareció una limusina negra de la cual se bajó un emisario
de librea y corbatín con una carta de su eminencia el Nuncio de su Santidad, la cual detallaba la preocupación de la
Santa Sede por los nombres del edificio y de la tienda móvil. Solicitaba a Efraín que los cambiaran por otros que no
fueran sacros.
Efraín, ni corto ni perezoso, localizó al estudiante – ya
recién graduado como abogado – gracias a una tesis que
escribió en base al trámite legal de compra del terreno de
El Vaticano. Después de estudiar el caso, el jurista le recomendó mucha prudencia, pues se trataba de enfrentar el
poder conjunto de este y del otro mundo.
Hoy, la construcción está terminada y tiene el espacio
justo para su nuevo nombre: EL BATI. La ocupan, en el
piso de arriba, un santero que lee la suerte en los caracoles;
luego, un abogado recién graduado; más abajo una arquitecta sin trabajo que ofrece sus servicios profesionales; sigue
la sede del sindicato de Buhoneros; y en la planta baja, un
vendedor de palomitas de maíz y algodón de azúcar.
Efraín Orozco prefiere andar las calles con su tienda
móvil pero ahora instalada en una moto, y les cuenta a sus
hijas y a su mujer, una cholita linda interiorana con la que
recién se casó, que para él es más emocionante perseguir
manifestaciones y marchas, que además, son más numerosas
cada día.
Todos conocen y saludan a Efraín en su tienda móvil,
que circula ahora toda pintada de blanco, pero con la diferencia que su nombre está compuesto por una papa – tubérculo – dibujada primorosamente junto a la palabra “móvil”,
pintada con letras góticas de tonos dorados.
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xi
AIRE
Mientras escucha las noticias sobre la economía, Federico Sánchez se duerme en la hamaca que sigue quejumbrosamente su impulso por inercia, hasta que se detiene.
Era lo último que quedaba por privatizar.
La idea la tenían desde hace mucho tiempo, y la estrategia ya estaba planificada cuidadosamente. Cuando llegó el
momento oportuno y se dieron las condiciones necesarias,
no dudaron en tramitar la patente e inscribirla debidamente
en el registro de la propiedad. Los otros referentes de la
telaraña empresarial multinacional, se encargaron de hacer
lo mismo en cada país, al poner a funcionar los mecanismos
de producción y distribución, preparados desde hacía buen
rato. Los gobiernos se lavaron las manos: no tenía nada de
malo que el aire se rigiera por el libre mercado, afirmaron.
El aire. Apareció con marcas diferentes para hacerlo
competitivo. Graduado según porcentajes de pureza, con
su equivalente en precios. Anunciado llamativamente en
campañas publicitarias. Parcelado en bolsas plásticas y botellas desechables. Teñido de varios colores para hacerlo más
atractivo. Provisto de distintos olores de frutas, agradables
a todos los gustos. Para los niños, ornamentado con lazos y
dibujos de sus personajes favoritos de cuentos y películas.
¡Pobre aire! El de baja calidad vendido a dos bolsas por
un dólar. Rebajado en baratillos y ventas de patio. El aire
“de luxe” importado de los Alpes, los Urales y los Apeninos,
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ofrecido como aire de marca en las “boutiques” y en paquetes
para ejecutivos. A punto que el último éxito de librería eran
los manuales con cien técnicas para hacer el amor con menos oxígeno. Se anunciaban novedades como escafandras
irrompibles para los niños y jóvenes hiperactivos, especiales
para deportes y aventuras.
El aire privatizado es absorbido por grandes succionadoras que lo procesan y comercializan. Las personas y los
animales domésticos autorizados a vivir, portan burbujas
personalizadas controladas comercialmente por una filial de
la empresa, que además acondiciona casas y edificios como
espacios sellados para acomodar el aire que se les compra.
La pena de muerte se realiza simplemente por asfixia y el
suicidio es un acto tan sencillo como quitarse la escafandra o
la burbuja. Los políticos prometen más aire en sus discursos
electorales, y regalan botellitas de aire con los colores de sus
partidos para obtener votos. El robo de aire se convierte
en el principal delito penado por la ley.
Existe un aire ilegal, que se trafica por todo el mundo
pues viene mezclado con drogas y estupefacientes. Los ladrones de aire son los delincuentes más buscados en cada
país. Los pordioseros piden una limosna de aire y las cometas que antes revoloteaban en la atmósfera son artículos
de museo.
¡Pobre mundo! En los zoológicos, sólo sobreviven sus
burbujas ejemplares de las especies silvestres que probadamente consumen menos aire. La superficie de la tierra y los
mares están desoladas, saturadas de la contaminación. Los
cultivos se realizan con químicos y manipulación genética
en esferas especiales, y sólo existen peces criados en estanques cerrados.
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¡Pobres pobres! Hacen malabarismos para respirar menos, porque el costo de la vida sube. Perdieron lo único
que era gratis, pues el que no-paga no-respira, así como el
que no trabaja no come. Se hinchan las mansiones como
globos aerostáticos y en cambio, desfallecen las casuchas
desinfladas.
Federico despierta de la pesadilla con una sensación de
ahogo. Casi no puede respirar. Se levanta y se quita la camiseta mojada de sudor. Todo está en silencio en la habitación.
Va al baño y se asea. Se viste y busca algo para desayunar
en la cocina. Continúa la sensación de ahogo. Enciende el
abanico eléctrico en el nivel más fuerte. Escucha a lo lejos
los vendedores callejeros, cuyas voces suenan como el cruzar
de espadas: ¡Bollos! ¡Sandías! ¡Pescao! ¡Melones! ¡Prensa! ¡Se
afilan cuchillos! ¡Aire, aire barato!
*
Un jadeo caliente en la cara lo despierta. Es su perro
que lo olfatea. Se pellizca los brazos para estar seguro que
es de verdad. Se asoma al portal y acaricia al can. Una cometa coloreada cabecea en el azul del cielo.
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xii
EL HACENDADO
El día que la crisis cerró todos los bancos del país, don
José Pérez Santos se encontraba en una gira de inspección
del lindero norte de su propiedad, una gran alfombra de
tierra negra y fecunda, donde brotaban los dedos rojos del
café bajo la caricia húmeda del bajareque.
Cuando llegó al pueblo, boquiabierto se enteró de lo
sucedido. De la noche a la mañana, su dinero accesible se
limitaba sólo al efectivo que tenía en los bolsillos. Le costó
mucho comprender que se encontraba inmerso en una súbita
y particular pobreza.
El gerente del banco se cansó de explicarle el origen de
la medida de cerrar las cuentas bancarias. La drástica acción
era causada por las sanciones del gobierno norteamericano, contra los militares que manejaban el país. Impedido
de proporcionar una fecha segura de normalización de la
actividad bancaria, harto de los improperios y amenazas del
hacendado, decidió negarle la entrada al banco, al que había
sido uno de los mejores clientes. El agente de seguridad
cumplió al pie de la letra las órdenes estrictas del gerente.
Por nueve días y nueve noches, don José se mantuvo en
vigilia frente al banco del pueblo. La frente y las manos, en
el vidrio de la puerta principal, los ojos fijos en el interior
y un mohín de angustia en el rostro. Era la viva imagen de
la congoja.
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— Todos los ahorros de mi vida. Todo lo que saqué de
la última cosecha. Están ahí, detrás de esta puerta, en esa caja
fuerte — repetía, a los que entraban y salían del recinto.
Don José se resistía a aceptar lo ocurrido. A él no le
podía pasar algo así. Iba a acudir donde sus amigos y compadres, dueños de los negocios del pueblo para que le dieran
una mano. Por años se visitaban constantemente para hacer
negocios, intercambiar los chismes del pueblo, e información
acerca de las niñas que florecían como mujeres vírgenes,
para hacerlas víctimas propicias de sus deseos, a cambio de
obsequios o dólares. De seguro sus amigos lo esperaban.
Total, no todo el tiempo se puede tener la oportunidad de
hacer un favor a don José Pérez Santos.
Para su sorpresa, sus compinches como don Chinto
López, el gerente del supermercado y la ferretería; don Encarnación Ferrer, dueño de la ferretería; don Alvaro Alba,
el propietario de las farmacias; don Fermín Iturralde, socio
principal de las gasolineras fueron negándole uno a uno su
solicitud de préstamo o de alguna ayudita.
— La crisis es para todos. A nosotros nos pasó lo mismo — exclamaron sus amigos.
Pero él sabía que no era lo mismo. Ellos mantenían sus
negocios pues eran concesionarios de grandes empresas, que
les otorgaban mercancías y líneas de créditos. En cambio,
él no podía hacer otra cosa que esperar la próxima cosecha
o vender la tierra, y precisamente eso no estaba dispuesto
hacer por ningún motivo.
Estaba solo. Su mujer lo dejó hace una década cuando
lo sorprendió en la cama matrimonial, con la hija adolescente
de un peón. Sus hijos vivían en la capital y no lo querían ver,
por lo que no le sorprendió cuando sus llamadas deposita84
das en los contestadores automáticos, no fueron atendidas,
y el mutismo fue la reacción ante los recados que les dejó
en sus oficinas.
Sólo quedaba Lucinda, su discreta amante ocasional
desde hacia años. Una viuda beata que le abría las puertas
y las piernas, y hacía el amor rezando el Magnificat con
la vista perdida en un altarcito dedicado a la Inmaculada
Concepción. La encontró en el portal a pleno día, lo que
sorprendió a Lucinda que sólo conocía de visitas furtivas.
Cuando don José le contó su situación ella se rió en su cara,
recordándole como en tantos años él nunca tuvo una atención con ella, ni unas flores, o un regalo, ni cariñito alguno,
ni orgasmo que no fuera sólo el de él.
Derrotado, se sentó en una banca del parque. Allí lo
encontraron los jornaleros que trabajaban su tierra. Los
miró y solo les dijo subrayando con los dedos:
— Tengo tres días sin comer.
Los jornaleros se lo llevaron sin resistencia, sin proferir
palabra alguna. Por primera vez entró don José a las barracas
donde vivían, y también por primera vez probó sus comidas.
Productos sencillos, abastecidas por un pequeño huerto que
tenían escondido en las propias tierras de don José, y carne
de monte cazada en la montaña vecina.
No lo llevaron a la casona donde él vivía, dada la condición por la que atravesaba el hacendado, pero le prometieron cuidarle el fundo sin retribución alguna de forma
inmediata.
Claro, a ellos también les afectaba la crisis. La diferencia radicaba en que su crisis se inició desde que nacieron,
marcados por el destino de existir debajo de la raya de la
pobreza.
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Por humanidad, olvidaron el salario miserable y el maltrato recibido por años. En cambio compartieron con el
patrón la yuca y la sal, mientras que derrumbado en una
mecedora, el poderoso hacendado no tenía fuerzas ni para
balancearse.
En esos meses don José no cruzó palabra alguna con
sus peones, ni intentó establecer relaciones más directas con
ellos. No les preguntó el significado de las palabras de la
lengua extraña que hablaban. Ni averiguó nada sobre sus
ritos y tradiciones. Tampoco atrajo su atención las noticias
e informes acerca de una gran invasión, que escuchó lejanamente de una radio de baterías que colgaba de un horcón.
Barrios bombardeados que ardían en llamas en la capital.
Muertos y heridos. Saqueos y caos.
Desmoronado como estaba semejaba un vegetal, sin
sentimientos ni pensamientos.
La mañana, una inesperada noticia de la radio si lo
sacó de su ensimismamiento. La reapertura inmediata de
las cuentas bancarias. ¡Los obstáculos entre su dinero y él
habían desaparecido! La energía se disparó a través de su
médula espinal. Se puso en pié de un brinco. Desaliñado y
barbudo, corrió a campo traviesa y alcanzó la calle principal
del pueblo. Al llegar al banco, lo detuvo en la entrada un
piquete de soldados rubios mascando chicle, en posición de
guardia frente al edificio. Se vio obligado, desfalleciente, a
formar una larga fila con otros ansiosos cuenta habientes.
Cuando en la ventanilla le entregaron parte de su dinero,
se escuchó por primera vez en meses su voz cascada, que
celebraba la ocasión mientras su semblante resplandecía.
Fue como ponerle a su retrato el marco dorado que se
había perdido.
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En unos días su vida recuperó el ritmo habitual. Don
José volvió a ser lo que era. A caballo recorrió el fundo,
indiferente a las miradas de los jornaleros que buscaban en
su rostro un pequeño gesto de agradecimiento o complicidad.
Nada. Más bien todo lo contrario, pues su mirada, acerada
unas veces e inexpresiva las otras, constituía un muro de
concreto impenetrable. No encontraron el menor rastro
de sensibilidad en el rostro adusto, sino por el contrario, la
brutal insistencia – remarcada una y otra vez con el golpe
seco de la fusta en las botas encharoladas – de que tenían
que romperse el lomo para recuperar el tiempo y su dinero
perdido, por culpa de esa maldita crisis.
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xiii
LA MARCA
La marca que el licenciado Joaquín Hamlet de la Cruz
lleva en el medio del pecho es indeleble. Cada mañana el
espejo le devuelve su imagen. Ahí está, entre las tetillas, esa
cicatriz rojiza que delinea una “M”.
Hace tres décadas era peón en una hacienda ganadera.
El patrón disgustado por la lentitud de Joaquín al marcar las
reses, tomó el hierro al rojo vivo y le imprimió en el pecho
la “M” de su nombre y él de la finca: Maverick.
El dolor lo arrojó al suelo del potrero; lo revolcó. Untó la
herida con bosta de vaca. Maverick y sus hijos se rieron a
carcajadas y lo obligaron a seguir trabajando.
Al día siguiente lo despidieron con el pago de jornal
del día anterior.
Hoy es un día especial. 30 años después.
Se cierra el botón de la camisa azul. Encima le echa la
corbata verde que tanto le gusta. Se enfunda el saco café
y se encasqueta el sombrero. Toma el maletín, sale del hotel y le pide al chofer que lo lleve a la hacienda Maverick.
Debe anunciarle al patrón que su finca y todos sus haberes
pasan a manos de los trabajadores como indemnización por
maltratos a los mismos e incumplimiento reiterado de las
leyes laborales. Mientras atraviesa la propiedad observa el
ganado herrado.
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En la casona se encuentra frente a frente con Maverick.
Lo mira a los ojos pero el hacendado no lo reconoce.
Le entrega el documento legal. Extrañado, el abogado
de la Cruz no siente en sus labios el sabor de la venganza
sino otro más fuerte, el de la justicia.
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xiv
MANO DURA
Desde el momento que Medardo Pérez cayó preso, empezó a maquinar como haría para salir del hueco. Tenía que
hacerlo rápido pues lo tenían provisionalmente en la PTJ y
cuando lo pasaran a la cárcel la huída sería mucho difícil. La
verdad que no había hecho nada, sino que la furia de la batida
lo tomó desprevenido y como tenía antecedentes de delitos
menores en su juventud, nadie creería en inocencia.
El apuro por salir era su hija Madyuelygiselle que ese
día daría a luz por cesárea a su primer nieto y para él no era
posible que ello ocurriese con el abuelo preso.
Una idea lo asaltó a mano armada y él la asumió. Pidió
permiso para ir al servicio aduciendo urgencia digestiva. Se
lo permitieron mientras lo vigilaban desde el buró. En el
baño se desnudó y tal como vino al mundo salió del servicio y se dirigió a la puerta principal. El vigilante volteó la
cara pues por machismo no podía mirar a un hombre en
cuero y además pensó que Medardo se dirigía a su lugar de
detención.
Medardo tuvo suerte de no encontrarse con ningún
otro agente en su trayectoria y corrió tan pronto se vio en
la calle. Sabía que debería atravesar la ciudad y que nadie
lo llevaría en esas condiciones. Se hizo el loco desnudo en
medio de las avenidas, hacía carantoñas y muecas a tutiplén,
93
y cuando un par de veces un policía quiso detenerlo se hizo
entonces el loco furioso.
La extraña sensación del nudismo lo embriagó y casi
se pasa el hospital. Lo cierto es que en la misma sala de
maternidad la pequeña Madyuelygiselle – que tiene el mismo
nombre de su madre – fue recibida por un abuelo igual que
ella, en pelotas.
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xv
RELOJ
La señora que maneja el ascensor destartalado, viejo y
solo para cuatro personas, canta boleros para matar el tiempo.
No lo hace bien pues su voz es cascada. Pero no importa.
Para muchos es una distracción para escapar de la tensión
de trasladarse en ese aparato.
El día que el ascensor se desprendió de los cables y cayó
como un bólido, la señora estaba sola. Al pasar por los pisos,
la escucharon cantar de prisa y a viva voz Reloj no marques las
horas / Porque mi vida se acaba...
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xvi
COINCIDIR
La primera vez que se vieron fue inolvidable.
Él recorría la solitaria playa al atardecer y divisó una
sombrilla. Al pasar cerca, la descubrió, junto a un rimero
de revistas y bocadillos, con el busto descubierto aprovechando los últimos rayos solares.
Lo primero que él miró fueron sus senos exuberantes
que ella cubrió al darse cuenta, y lo primero que ella vio fue la
abultada trusa de él, parado frente a ella. Luego las miradas
se encontraron, temerosas de prolongar la visión inicial. Él
por temor ser acusado de acoso y ella de casquivana.
Él se disculpó torpemente e intentó hilvanar una conversación. Ella fue seca y esquiva. Esperaba a su marido,
dijo, que pescaba en un velero.
La segunda, fue al día siguiente. Ambos se encontraron
en los pasillos en una facultad de la universidad, y les costó un
minuto descubrirse vestidos. A ella se le escapó decirle:
— Ayer en la playa y hoy aquí.
Él sintió que la coincidencia era una especie de señal
del destino e insistió en invitarla a un café. Ella, a punto de
aceptar le faltó valor y solo afirmó:
— Mejor otro día.
La tercera vez, dos días más tarde, fue en una iglesia
casi solitaria, en la que nunca antes habían estado antes. Se
encontraron en las penumbras del templo cuando uno salía y
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el otro entraba. Se quedaron pasmados al toparse y reconocerse. Él la tomó del brazo y estremecido le dijo:
— Es el destino. Nos reúne. ¿Qué hacemos?
Soltándose, ella le ripostó quedamente:
— Démonos una oportunidad más. Si el destino nos
reúne de nuevo y pronto...
— ...Iremos a la cama a cogernos como locos — completó él, con voz temblorosa, — y luego hablaremos.
— Así sea — repostó ella, santiguándose con agua de
la pila bautismal, y se fue.
Ambos rehuyeron los espacios de encuentros anteriores. Evitaron la playa, la universidad e iglesia y sitios aledaños
para evitar verse. Recapacitaron que eran felizmente casados
y con familia, y que lo sucedido no tenía sentido para sus
vidas ya construidas, si bien, las imágenes no los abandonaban y formaban parte de sus fantasías íntimas.
La cuarta vez fue tres días después.
Ambos manejaban sus respectivos autos bajo un intenso aguacero. En una intersección ninguno vio el alto y se
estrellaron de frente. Mientras escuchaban el ulular de la
ambulancia que se acercaba, se descubrieron uno frente al
otro atrapados entre los escombros, a través de una cortina
de vidrios rotos y de la lluvia que decoloraba la sangre. Se
sonrieron en la agonía. Revivieron en segundos sus mejores
fantasías sexuales, hasta que la muerte los reunió al fin.
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xvii
LAS MANOS
“Bien mirado: ¿Hay algo más
sorpredente que el tener en el extremo
del brazo estos curiosos órganos
prensiles rojizos y plegables, las manos?”
EL MARQUÉS DE SADE
Cuando la quiromanta le vio la palma de la mano, frunció
el ceño. Acercó aún más a la luz de la lámpara y le dijo:
— ¡Muchacho, como que no vas a vivir casi nada! Tu
línea de la vida es la más corta que he visto. Mira, que casi
ni se ve... ¡Oye!... ¡ESPERA!
Apesadumbrado el joven abandonó el local sin querer
escuchar más. Mientras, en su cabeza le martillaban las palabras de la adivina.
Los días siguientes fueron muy difíciles para él. No podía concentrarse en nada de lo que hacía, pues sentía que
sus días estaban contados. Pero tenía un plan.
Fue esa noche. Buscó la soledad del balcón de su casa.
Abrió el envoltorio de la navaja de afeitar. Sostuvo la filosa
hoja en el aire como para que absorbiera la luz de la luna.
Extendió la mano en la cual había leído la quiromanta su
destino; blandiendo en la otra mano la navaja, cortó profunda y largamente la palma siguiendo el camino de la línea
de la vida.
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Mientras miraba con algo de horror cómo se le iba la
vida en ese chorro de sangre que manaba de la palma herida, se apresuró a tomar el teléfono inalámbrico y marcar
el número de un servicio médico cercano. Lo recogerían
rápidamente y lo curarían, pensó. Él explicaría que todo
fue un accidente pero la cicatriz alargaría y profundizaría
su línea de la vida.
No contó con un imprevisto. El teléfono estaba descompuesto, solo emitía extraños ruidos y suspiros.
Gritó, contando los preciosos minutos de vida, medidos
por el tamaño del charco rojo. Nadie lo escuchó. Salió a la
calle, tropezó los muebles a su paso, e intentó contener la
sangre con un improvisado torniquete, pero sus vecinos se
habían marchado al desfile de Carnaval. El barrio estaba
prácticamente desierto.
Lo encontraron blanco como el papel, tendido en la acera
sobre una alfombra roja.
Fue un entierro muy poco concurrido. Entre los asistentes estaba la quiromanta, enterada del trágico desenlace
por una foto en el periódico. Se colocó de última en la fila.
Al llegar al féretro, le musitó al oído del cadáver unas palabras, cuidándose que nadie la escuchara.
— Muchacho, te fuiste tan deprisa que no me dejaste
terminar de explicarte. Tu línea del sol, tu línea de salud, tu
línea de intuición, tu línea del corazón, tu cinturón de Venus
y sobre todo, tu línea del destino, se conjugaban para hacer
de tu aparente corta existencia, una larga y hermosa vida.
Tú fuiste tu propia parca.
Las palabras de la adivina se hicieron sortilegios en el
cadáver, mientras la herida de su mano exudaba los rojos
hilillos de la muerte.
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xviii
TRENZAS Y TRENCILLAS
Lo vio en la película y le pareció cruel la costumbre
medieval de determinar la inocencia o culpabilidad de una
acusación. A los sospechosos de practicar la brujería se les
aplicaban las ordalías de agua. Amarrados de pies y manos
eran lanzados a un pozo de agua profunda. Si se ahogaban
eran inocentes, pues era la prueba que no poseían poderes
sobrenaturales. Si flotaban eran culpables, pues utilizaron
la magia para lograr salvarse, por lo que se les condenaban
irremisiblemente a la pena capital. Además del agua, existían
ordalías peores como las del aceite hirviendo, el veneno y
el fuego.
Helena García apagó el televisor desconectándolo del
tomacorriente junto a su cama para no tener que pararse y
alcanzar el botón del aparato. Se alisó el largo cabello y se
acomodó en las almohadas, mirando la claridad de la luna
llena a través de las goteras del techo.
— Mi vida es como una ordalía... pero de pura mierda
— pensó en voz alta. Se sorprendió a sí misma al escuchar
su voz. Era una mujer sola, casi vieja, pobre, chola y fea,
sin educación, y ahora otra vez desempleada. Ganara o perdiera, su vida no cambiaba. Era como un ir cuesta abajo,
donde el ocasional impulso hacia arriba o un escaso golpe
de suerte, se convertía casi de una vez, nuevamente, en una
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caída en picada. Es decir, estaba inmersa en una ordalía sin
fin en la cual siempre perdía.
Un ejemplo era lo ocurrido ese mismo día, jueves. Otro
hombre la abandonó, llevándose además parte de sus pocos
bienes. Este la despojó del abanico y las dos únicas sillas
del comedor. Gracias a que ella lo sorprendió, pudo salvar
a punta de gritos y puntapiés, su objeto más preciado, el
televisor.
Había probado inútilmente todos los remedios, desde
los rezos y los rosarios, los resguardos y los baños especiales, pero la mala suerte parecía caminar a su lado y tomarle
de la mano como una hermana inseparable. Maldecía su
suerte pero estaba decidida a no dejarse, y a luchar para
cambiar esas malas vainas, que le azotaban la espalda sin
tregua. Con estos pensamientos se durmió, roncando como
una bendita.
Fue en esa noche que su cabello empezó a culebrear
sobre la almohada, como si tuviera vida propia. Aunque
pareciera increíble, así, sin mediar intervención humana alguna, los martes y viernes de cada semana, Helena García
se despertaba con su largo cabello negro trenzado primorosamente. Por varios meses mantuvo el fenómeno en secreto.
Luchó por contrarrestarlo de varias maneras que no funcionaron, pues aunque se cepillara, aplastara, pegara, amarrara,
y alisara el cabello en la víspera de esos días, los moños se
trenzaban misteriosamente cuando dormía.
Después tomó la decisión de hablar con personas de
su confidencia. Los vecinos y familiares le recomendaron
el mejor curandero del país, especialista en los menesteres
de deshacer entuertos diabólicos. “El Hombre” – como le
decían al curandero – preparó el mejor de sus exorcismos
106
y el más eficaz de sus brebajes: una pócima de siete yerbas
mezcladas con el polvo de una piedra hermética, recogida en
viernes santo en la cima del cerro Takarkuna en el Darién.
Eso tampoco funcionó, pues Helena amaneció el martes
siguiente con sus trenzas, por lo que el Hombre afirmó:
“Estos remedios sólo funcionan con gente bautizada y que
no vivan en pecado.”
Helena era bautizada y hasta confirmada. De todas
maneras, el cura, ante la insistencia de la mujer, aceptó rebautizarla por si las moscas, pues siempre existía la posibilidad de un error, o una mala administración del sacramento
cuando éste fue aplicado la primera vez. No funcionó, por
lo que quedó en evidencia que su problema era más bien de
pecado, pues ya se corría el rumor que ella se amancebaba
con Rigoberto González, el dueño del taller de electrónica,
y que la aventura se inició cuando ella llevó su viejo televisor
a reparar.
Rigoberto, algo más joven que Helena, era un solterón
empedernido, poseedor del record de haber compartido
su camastro instalado en la parte trasera del taller con las
mujeres más buenas del barrio, sin que ninguna lo lograra
amarrar a compromisos serios. Cuando los vieron muy
juntos en la entrada del taller, la maestra Maritza, una de las
despechadas, no vaciló en afirmar a sus amigas:
— Pobrecita, ella no sabe en lo que se metió. A ese
hombre no lo casa ni lo caza, el mismísimo Belcebú. Persona culta, la maestra diferenciaba meticulosamente la ese
de la zeta.
Claro que Helena conocía quien era Rigoberto, especialmente su fobia hacia el matrimonio, pero también sabía que
107
el técnico era el colmo de la superstición, por las historias
de abusiones y espectros que contaba a sus clientes cuando
esperaban por sus aparatos, sentados en banquitos debajo
de un gran afiche de Madona en cueros.
Rigoberto sabía del secreto a voces de ella y aunque se
sentía atemorizado por lo que acontecía dos veces la semana
con el cabello de Helena, le atraía la sensualidad de la mujer
que, aunque poco agraciada de cara, sí sabía mover rumbosamente sus caderas anchas y prometedoras.
Un jueves en la noche la invitó al taller con el pretexto
de entregarle el televisor reparado. La arrinconó entre un
componente National y un televisor Sony, a punta de besos.
Mientras le hablaba de la nueva pantalla de treinta pulgadas,
la arrastró al camastro y la estremeció con su virilidad que
Helena recibió con los arábigos movimientos de la danza
del vientre. Al amparo de la noche se trasladaron por comodidad a la cama de Helena y siguieron la fiesta.
Rigoberto amaneció el viernes encamado con Helena
y al abrir los ojos, descubrió no sólo el pelo trenzado, sino
además varias moñas en los vellos íntimos de ella. El mismo
descubrió – horrorizado – dos trencillas perfectamente elaboradas, arriba de cada uno de sus testículos.
*
— Al que no entiende el mensaje del Maligno, de seguro
él se lo lleva por bruto — aseguró el Hombre, blanqueando
los ojos. El cura coincidió con el curandero en que el demonio, por algún oscuro designio, quería que Rigoberto se
casara con Helena so pena de males mayores y peores.
Rigoberto aterrorizado, no sabía que hacer, tensionado
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entre su sagrada soltería y la superstición. Presionado por
los acontecimientos, y por las pláticas del cura y del Hombre
– cada uno por su lado –, Rigoberto decidió que era hora
de salir de la vida de pecado, y por si acaso, no quedar mal
con el demonio.
Luego de firmado el contrato civil como la ley manda,
la capilla de barrio fue el escenario de una ceremonia apresurada, pero muy concurrida, donde ambos por primera vez,
se unieron en matrimonio como Dios manda. Afuera del
templo los esperaba el Hombre, en el centro de la cancha
de baloncesto, quien los ungió con su menjurje infalible,
con aspavientos, retorcijones y gesticulaciones, en medio
del regocijo de la chiquillería.
A partir de ese momento el demonio dejó de hacer de las
suyas. Cabellos y vellos de la pareja amanecieron todos los
días de la semana con sólo el desorden natural que produce
la cama, y el buen sexo.
Ahora Helena se pasea cada tarde por las calles, prensada oronda del brazo de su marido, con una sonrisa de
satisfacción de oreja a oreja. Ha cambiado su aspecto, luce
largas trenzas que hilvanan su cabello.
— ¡Ahora no es diablo, soy yo la que me trenzo! ¡Y me
gusta! — exclama, y enseña a todo el mundo su anillo de
casada, y a los que visitan la casa, el certificado matrimonial
enmarcado en dorado instalado en la pared justo al lado de
un televisor nuevo de treinta pulgadas.
(Algunos malpensados no se cansan de murmurar que,
en realidad la misma Helena García era el demonio que
trenzaba sus cabellos dos noches por semana, pues de otra
manera, el solterón de Rigoberto González no hubiera caído
jamás en sus redes... .)
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xix
CALENDARIO
Ella sóla. Los vecinos de vacaciones. El marido trabaja
horas extras. Su única forma de comunicación es el teléfono. No existe otra forma de avisar a alguien si el parto se
avecina, aunque todavía no es tiempo.
Faltan semanas para el advenimiento del bebé. No hay
nada que temer. El doctor le ha vaticinado otras fechas como
probables para la venida de su primogénito. Tranquila. No
hay nada que temer. Hoy no será.
Toma una revista y la hojea. La deja y pone música.
Empieza a sentir una sensación como de ganas de hacer
servicio. Se levanta y va al baño. Una pequeña corriente
de agua brota de entre sus piernas. Alarmada, se limpia.
Observa el papel higiénico. Es una especie de espuma y
mocos. Se alarma. Seguramente es el famoso tapón que
cubre la entrada de la placenta. “Es hora de llamar al médico
y a Luís,” dice para sí.
Toma el teléfono y marca, intenta mantener la calma.
Todos los números están ocupados. Un charquito de agua
que se forma bajo sus pies, moja la alfombra.
Vuelve a intentar las llamadas.
Consigue conectarse con la clínica y allí con su doctor.
Le dice con voz entrecortada:
— Doctor, el parto es inminente.
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Silencio del otro lado de la línea. Inexplicablemente
el galeno le responde con una risotada, que aumenta en la
medida que ella le detalla su difícil situación.
Cuelga irritada y extrañada. Llama a su esposo. Se
repite la historia, solo que la risa de su cónyuge es más incontenible que la del médico, sobreviniéndole un ataque de
tos, luego del cual se despide:
— Está bien amor, pero ahora no me distraigas más
que tengo que trabajar.
Las contracciones empiezan a doler. Toma unos almohadones del sofá, los coloca en el piso y se acuesta.
Llena los pulmones de aire. Puja. Las contracciones son
más seguidas. Jadea. Puja. Jadea. Puja. Se toca la vagina.
Siente la cabeza húmeda del niño asomándose de su mundo
acuoso e intrauterino.
Alcanza otra vez el teléfono. Con dificultad intenta
marcar los números de su mamá, sus hermanas, los bomberos, la policía pero el aparato no le da tono. Siente que
se va a volver loca, prefiere no pensar. Se concentra solo
en el parto. Puja y jadea. Puja y jadea. Siente como que
va a obrar. Se le sale todo. El dolor es irresistible. Debe
pujar con toda su alma. Es lo único que puede calmar la
presión que siente. Respira tomando impulso. Se agarra
de las patas de los muebles y puja con toda su humanidad,
sostenidamente, tercamente, hasta que ya no tiene fuerzas
ni aire en sus pulmones... ¡Qué alivio!... La criatura salió.
¡Sucedió!
Está vivo y llora espontáneamente. Amarra el cordón
umbilical con una tira de cortina. Arrastrándose, alcanza
la navaja de afeitar del costurero que está sobre el sofá. Lo
esteriliza con un poco de alcohol que encuentra en el mismo
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lugar. Corta con el filoso instrumento el pedazo de carne
rojiza. Acurruca al pequeño junto a sí y lo mira extasiada.
La sorprenden pequeñas contracciones. Puja fuerte y
sale la placenta. Se sobresalta, al encender el televisor sin
querer, al tocar el control remoto con el pie. Lo deja funcionando para sentirse acompañada. Por la pantalla pasan
los comerciales del mejor pollo frito del mundo, y la pasta
dental que cura todas las caries en segundos. Abraza al niño
y lo cubre con su camisón. Es varón, es hermoso.
Viene el noticiero. Aparece una noticia de última hora:
el Presidente de la República renuncia y se marcha a vivir a
Hawai. Ella con su crío abrazado se sorprende por la noticia. Se la escucha al unísono en la radio de un busito que
pasa frente a la casa. Le extraña que los pasajeros se rían a
carcajadas al escuchar la información. Ella grita por auxilio,
pero el estruendo tapa su voz y el llanto del niño. Intenta
darle de mamar pero no sale leche. Consigue exprimir unas
gotas de un liquido amarillento que brota de sus senos y el
niño se calma.
Ella alarga la mano y encuentra el periódico que Luis
compró ante de irse en la mañana. Lee el titular de ocho
columnas: La Oficina Meteorológica de la Autoridad del Canal
de Panamá informa que, como producto del fenómeno de La Niña,
se dan condiciones adecuadas para recibir la primera nevada de la
historia del país.
— No puede ser. ¡Qué está pasando! — exclama.
Entonces es cuando cae en cuenta, pues cuando mira
en el calendario que cuelga de la pared la fecha de hoy, que
corrobora con la fecha lo que dice el periódico, comprende
esa aparente charada sin sentido: hoy es 28 de diciembre.
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Recuerda una a una, las vaciladas y bromas pesadas de
las cuales se vanagloriaba haber realizado cada año en esta
fecha. La vez cuando puso a correr a Miguel, hoy su doctor,
para atender una supuesta víctima de un accidente tirada en
la calle. Era solo un trozo de res que ella había comprado
en la carnicería. Cuando su mamá se presentó en una estación de televisión reclamando un fabuloso premio que no
existía. Cuando Luís encontró en su escritorio un arbolito
navideño lleno de condones inflados como globos, que lo
convirtió por largo rato en el hazmerreír de sus compañeros
de trabajo.
Empieza a reír mientras escucha en lontananza el ruido del motor del carro de su marido, que se aproxima y se
aparca frente a la casa.
Mira y remira al recién nacido, ese rosado ovillo musgoso
que tiene entre los brazos, y le susurra dándole un beso:
— Y tú, ya no te llamarás Luis, sino Inocente. Le da
de mamar otra vez y ríe al imaginar la cara que pondrá el
progenitor, que en ese momento hace girar la llave y abre
la puerta de la casa.
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xx
LAS LEÓNIDAS
No sólo los pacientes se alojan en un hospital público.
Aparte de los médicos y enfermeras de turno, están presentes
los parientes o amistades que se desvelan para acompañar
y cuidar el enfermo noche y día. En las noches despejadas,
el parquecito situado en las afueras del nosocomio recibe
a estas personas, especialmente cuando los pacientes que
atienden, duermen tranquilamente o ellos esperan por relevar
a otros acompañantes. El sueño hace sucumbir a algunos
sobre las bancas frías o incluso recostar en las palmeras.
Otros no duermen; platican o sueñan de cara al cielo.
Esa noche – la conversación de los despiertos giraba
sobre el tema eterno, la enfermedad – una mujer avejentada que cuidaba a un hijo en la sala de quemados exclamó a
viva voz “¡Una estrella fugaz!” y señaló hacia lo alto. Casi
al unísono rebotó la voz del joven que velaba por su hermano víctima del sida en el área de infectología, “¡Pida un
deseo!”, cosa que la mujer hizo musitándolo como si fuera
una letanía.
El resto sintió una leve envidia, pues sus vidas estaban
llenas de necesidades y precariedades que los agobiaban.
Eran en su mayoría pobres, acosados por enfermedades
ajenas que afectaban sus propias vidas. Hicieron silencio.
Rastrearon la oscura bóveda a ver si aparecía otra ralladura
luminosa donde depositar sus deseos salvadores. Pero no,
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no sucedía y la conversación interrumpida no encendía otra
vez sus fuegos. Cada uno miraba y remiraba los espacios
entre las nubes, inútilmente.
De pronto cinco estrellas fugaces dibujaron crucigramas en el firmamento. Los murmullos de las peticiones
se escucharon, pero sucedió lo inesperado: se desató un
diluvio de cien mil bólidos rasantes y estrellas fugaces que
inundaron el cielo en las siguientes horas. Y mientras las
leónidas, estrellas fugaces causadas por pequeñas partículas
de polvo que se desintegran en contacto con la atmósfera
terrestre desprendidas del cometa Tempel-Tuttle que daba
su vuelta al sol de cada 33 años, ofrecían este panorama espectacular, los que estaban en el parquecito convocaron a los
enfermos que podían moverse, y a otros los arrastraron en
sus camillas y sillas de ruedas, y con médicos y enfermeras
de ese hospital feo y mal equipado se dieron un atracón de
deseos como nunca antes.
No se supo si esos deseos se cumplieron. Pero muchos pacientes mejoraron su salud gracias al revoloteo de
endorfinas en sus cuerpos mientras que otros fallecieron
de buena muerte, amparado por un amistoso firmamento
donde escampaba el luminoso aguacero.
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xxi
EL ESPIA
Cuando al agente secreto le dieron a tragar la cápsula
con el microfilm secreto y un medicamento para que se
estriñera, con la misión de llevar el cargamento al otro lado
del mundo, nunca pensó que el paso por este país de trópico
húmedo, le iba a producir cagadera.
Hoy, veinte años después, todavía sigue detenido en una
prisión de Langsley, Virginia, donde aún padece interrogatorios diarios para que explique cómo perdió el microfilm,
mientras él repite la misma explicación una y otra vez:
— Todo ese asunto no fue más que pura mierda.
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122
xxii
GRAFFITI
Río de Janeiro hervía bajo el sol, saturado de miles de
turistas que se tomaban Copacabana, Botafogo y todas
las playas de la ciudad. Además de la infaltable visita a
Pan de Azúcar en teleférico y al Corcovado en un tren de
cremallera, que sube y baja como una oruga la escarpada
elevación, pocos se fijaban en los graffiti que marcan las
paredes, los viaductos, los postes de luz y prácticamente
toda la ciudad.
A mí, siempre me llaman la atención los graffiti. En
Río me sorprendí que hubiera uno que seguía una especie
de patrón. Era como una enrevesada firma surgida de las
mismas manos. Una suerte de ideograma chino de color
añil, que a pesar de ser ilegible era fácilmente identificable,
como lo son las huellas dactilares. Valga la redundancia:
este graffiti estaba presente en toda esta ciudad, pero no solo
aquí. Un nativo me afirmó que los rasgos azules los había
visto en Sao Paulo y Brasilia.
Era como si alguien se empeñara en invertir toda su
vida en ponerle su firma a esas ciudades, pero sin comunicar
claramente mensaje alguno. Parecía además, ser una operación calculada, planificada y clandestina. Lo más interesante
es que casi nadie parecía notarlo. Ni propios ni extraños.
Quizás esta situación cambiaría el día que cada persona
amaneciera con el extraño y ubicuo graffiti azul, sobre sus
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espaldas, su pecho o su sexo. Los habitantes y visitantes de
esta ciudad no parecían captar que alguien, de esta manera,
quería comunicarles algo, sin que necesariamente conociera
el significado de su propio dibujo.
Copié cuidadosamente el diseño del graffiti en mi
agenda, y al mes siguiente viajé a México DF. Al transitar
por la Reforma hice detener el auto en que viajaba. Ante la
consternación del conductor, corrí asombrado, a tocar con
mis manos exactamente el mismo graffiti que descubrí en
Río. Estaba plasmado en un muro detrás de un vendedor
ambulante de tacos, entre una cartelera que anunciaba tarde
de toros y un afiche electoral del PRI. Lo comparé con la
copia que llevaba y – sin dudas – era el mismo. Fui a un
almacén cercano y compré una cámara, y recogí su imagen.
Luego lo busqué en diversas calles de la ciudad y lo encontré, aunque en menor cantidad, por diversos rumbos de la
capital azteca.
La semana siguiente, continué mi itinerario de trabajo
incluyendo la identificación del graffiti. ¡Fue sorprendente! Lo hallé en Miami, Panamá y luego en Caracas. Más
tarde en Buenos Aires y Lima. Muy preocupado acudí a un
experto grafólogo, que después de una semana de análisis
y muy altos honorarios, me certificó que todos los graffiti
– sin lugar a dudas – estaban dibujados por la misma mano.
Pero eso sí, le era imposible encontrarles significado. No me
desanimé, sino que acudí a lingüistas, sociólogos, filólogos,
sicólogos, semánticos, semióticos, parasicólogos, arqueólogos y antropólogos, pero ninguno dio con la clave para
descifrar el enigma.
Confieso, que la curiosidad dio paso a una profunda
preocupación. Yo era un inversionista, para decirlo en forma
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elegante. La verdad es que formaba parte de una organización internacional y mi tarea era invertir fondos especiales,
dicho directamente, lavar narcodinero.
No siempre hice eso. Mas bien, me inicié hace como seis
años. Este trabajo no me producía remordimiento alguno
ni me quitaba el sueño para nada. Solamente aproveché
la oportunidad de cambiar el Volkswagen amarillo por un
Jaguar rojo. La casita clase mediera, por una mansión en
la playa y apartamentos en París y New York. Transformé
mi cuenta bancaria de tres o cuatro cifras, por una de siete
dígitos. La verdad es que no lo pensé mucho, cuando decidí
abandonar el discurso moralista que caracterizaba mis clases
en la Facultad de Derecho, por la oportunidad de ser rico.
Informé a mi organización el potencial peligro que podía
significar ese sistema de señas desconocidas, para nuestras
operaciones encubiertas. Podía ser, señalé en mi reporte,
un trabajo de la competencia, como también códigos de
señalización de los agentes policiales que siempre andaban
tras nuestra pista.
La organización me confió la coordinación del operativo de control. Contratamos investigadores y aniquiladores
profesionales, para que vigilaran las calles de las ciudades
marcadas, y se infiltraran entre bandas y artistas con la misión de descubrir y capturar – vivo o muerto – al autor de
esos extraños signos. Les di un mes de plazo y la misión de
entregarme el resultado en mi caserón de playa, un jueves
antes la doce de la noche del último día de mayo.
Esos treinta días fueron los más largos de mi vida y
confieso que más allá del problema de seguridad para nuestra
organización, me moría de las ganas de resolver el acertijo.
Llegó la noche ansiada, donde conocería los resultados de
125
las diversas misiones que peinaron varias ciudades del continente. Las motos y autos de los mensajeros llegaron a lo
largo de la noche, antes de la hora convenida, entregaron
sus informes y se marcharon. Una pila de sobres lacrados
se acumuló sobre la mesa de billar, donde uno de mis hombres los depositaba por indicación mía. A la medianoche,
me encerré, solo, con los paquetes y los abrí uno a uno,
tomándome un trago de vodka.
Nada. No encontraron nada. Habían utilizado desde
el más refinado espionaje, informantes, sobornos, hasta las
más burdas torturas para conseguir la información, pero
sin ningún resultado concreto. Decepcionado ordené a mis
guardaespaldas que se quedaran en la mansión y me fui a caminar por la playa solitaria que conocía muy bien, pues pasé
cuando niño varios veranos en un pueblo cercano.
En la alta noche, un cielo estrellado anunciaba una noche
sin luna. Anduve por el playón que dejó la bajamar, y me
sorprendió avizorar el resplandor de una fogata hacia barlovento. Me acerqué cuidadosamente y escuché ruidos como
chasquidos. No vi a nadie de momento, pero si noté surcos
sobre la arena. Tomé de la fogata un leño como antorcha,
y así alumbrado, pude ver un concierto de enormes figuras
dibujadas sobre cientos de metros de arena tersa: barcos de
velas desplegadas y delfines haciendo piruetas; estrellas y
caballitos de mar, jugueteando entre olas; rostros sonrientes de soles y lunas; colibríes y ballenas; peces y tortugas;
planetas y conchas; sirenas y corazones. Los trazos eran de
gran calidad y por anticipado me dolió que esas bellezas,
dignas del lienzo, fueran borradas por la marea alta, que no
demoraría en avanzar sobre el playón.
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Entonces la vi. Estaba en un extremo del playón con
una rama cual pincel en la mano. Me acerqué y me bebí su
total desnudez. Era oscura cual la noche, con las estrellas
brillándole en los ojos y los dientes. Señaló con la rama sus
últimos trazos en la arena. Me había dibujado a mí, de niño,
bañándome en esa playa, sano y feliz, el día que encontré un
enorme caracol, que llevé a mi casa y se convirtió en parte del
hogar. Dentro del caracol se distinguía, nítidamente, el graffiti que tanto me atormentaba. Tragué grueso, quise hablar,
pero ella se acercó tanto que sentí el calor de su piel, dibujó
una señal de silencio con su dedo sobre mis labios...
Hasta allí llegan mis recuerdos de esa noche. Mis guardaespaldas cuentan que llegué a la mansión, delirante, prendido
en fiebre, hablando incoherencias. Corrieron a la playa y sólo
encontraron un aguaje que rompía olas contra las palmeras.
Los médicos diagnosticaron un extraño virus y recetaron
medicinas y descanso. Por tres días y sus noches convalecí,
intentando descifrar los sucesos de aquella noche.
Me levanté de la cama con una decisión tomada. Sin
dudarlo busqué un contacto con las autoridades idóneas y
denuncié a la organización. Proporcioné todos los detalles
que permitieron desarmar sus actividades y propósitos. En
cambio me dieron protección como testigo clave, por lo que
cambié mi identidad.
Hoy nadie me reconocería. Camino por las ciudades
y examino graffitis a luz de luna; libo rondas de cachaza,
tequila y cerveza; hago el amor desaforadamente; marco en
un mapa los puntos nerviosos de caos y crisis; dibujo telas
de araña que una las pinturas urbanas para luego ofrecérsela a una tarántula celeste para que las teja; convoco un
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rito macumba que espolvoree de sus menjurjes esotéricos,
las manchas azules.
Así, he llegado a la conclusión siguiente: sólo uniendo
todos los miles de graffitis azules en una continua cadena de
asociaciones, podremos descifrar algún día la ternura e ira
de una mujer desvariada, que loca de amor busca expresar
el estallido de un sueño imposible.
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xxiii
LA PIEL DE LAS LUCIÉRNAGAS
A José Carlos
Los cocuyos
Cuando María Aparecida se asombró con el vuelo de
los cocuyos quiso que María Iluminada le echara alguno de
los cuentos, de esos que a su vez había aprendido de María
Preciosa.
La primera de sólo nueve años los miraba desde el balcón. Un apagón había submergido la isla en una profunda
oscuridad y la niña se embelesó en la luna nueva y los trazos
de luz de las luciérnagas.
La segunda María acercaba la mecedora al balcón. No
pudo dejar de asociar la danza de lucecitas con otros momentos de su vida, cuando siendo una niña preguntaba a su
madre, la tercera, el por qué de ese guiñar de ojitos luminosos entre la foresta.
— Tu abuela — dijo — lo llamaba isondúes.
— Qué palabra más rara — comentó María Aparecida
mientras acomodaba un cojín.
— Viene del nombre de una persona, Isondú.
— ¿Y quién era esa persona?
— Cuenta una leyenda de los indios guaraníes que Isondú era el hombre más guapo, valeroso, inteligente y fuerte
de su tribu. Tanto que muchas chicas se enamoraban de
él, y era admirado por los hombres... pero no por todos.
Algunos le tenían rabia y envidia. Hasta el punto que un
131
día le prepararon una trampa. Lo esperaron a la vera de
un camino donde siempre pasaba. Habían cavado un gran
hueco y tapado con hojas de palma, exactamente por donde
sabían que él tenía que atravesar.
— Y Ratón Pérez cayó en la olla.
— Así fue. Fue directo al hueco y quedó algo aturdido
con la caída. Los envidiosos se reían de Isondú y se burlaban al verlo indefenso sin poder salir del agujero, mientras
le lanzaban primero ramitas y luego guijarros que Isondú
devolvía con más tino que ellos mientras exclamaba: “¿Por
qué me hacen esto? ¿Qué daño les he hecho? ¡Déjenme
salir de aquí! ¡Cobardes!” La verdad es que los envidiosos
sólo querían jugarle una mala pasada, pero como ya sabes,
juego de manos juego de villanos, pues la situación se fue
poniendo color de hormiga hasta el punto que lo que caían
eran palos y pedruscos sobre el pobre Isondú que como
debes suponer llevaba la peor parte. Hasta que la noche
cayó sobre ellos y el silencio señaló que la resistencia había
terminado.
— Lo mataron — dijo María Aparecida y se cubrió el
rostro con las manos.
— Su cuerpo sin vida yacía en el fondo del agujero,
mientras que afuera sus victimarios estaban consternados
al caer en cuenta de lo que habían hecho. Sí, se les había
ido la mano. Ahora tendrían que someterse a la justicia y
el castigo de la comunidad o huir a cualquier parte y nunca
volver. Sabían que los espíritus del bosque no se quedarían
de brazos cruzados frente a este crimen. Esto es lo que cavilaban sentados al borde de la trampa, cuando sintieron que
la naturaleza calló. Cesó el canto de los grillos y el ulular del
búho, y un viento muy frío vino de las honduras de la selva
132
que los rodeó, y escucharon como voces que pronunciaron
palabras que no entendían. Temerosos y temblorosos se
juntaron entre sí. Entonces ocurrió...
— ¿Qué ocurrió?
— Escucharon como si el cadáver del infortunado Isondú se moviera. Asombrados se asomaron a la cavidad. “Está
vivo” pensaron. En la oscuridad percibieron pequeñas luces
que nacían de las heridas de su cuerpo. Estas se movían.
Cada vez eran más y más. Hasta que los restos de Isondú
se convirtieron en miles de cocuyos que salieron del agujero,
libres y luminosos por todas direcciones, por los cursos de
los ríos, los desfiladeros, los valles y montañas, las selvas y
estuarios. Las tribus, los cazadores, las madres, los niños
y las niñas, los chamanes, los pescadores, los artesanos, los
animales de la selva, vieron por primera vez esas luces vivas
y las confundieron con espíritus, con estrellas, con sueños
y fantasías.
— Pero son solamente insectos...
— Para los guaraníes y personas como María Preciosa,
son isondúes. Mira, María Aparecida, míralos volar. A
veces parece que se apagan pero vuelven a relumbrar más
adelante. ¡Mira ese!
— Sí mamá, son isondúes.
Al rato María Aparecida se durmió. Su madre la acomodó en la silla y no la cargó hasta la cama todavía, pues
necesitaba sentirse acompañada. La oscuridad no permitía
ver el océano, pero éste se hacía presente por el bramido de
la pleamar. Intentaba alejar de su mente los recuerdos de la
violencia que pugnaban con invadirla. Inconscientemente
se frotaba los vestigios de moretones en la espalda, brazos
y hombros y la cicatriz de la ceja derecha.
133
No era fácil escaparse de recuerdos tan recientes y tan
intensos. El puño de Miguel machacándole el rostro y sus
patadas inmisericordes hasta hacerle perder el sentido no
era fácil de borrar. Volver en sí en un hospital para luego
enfrascarse en los largos y vergonzosos trámites del litigio.
¿Qué se hizo el novio gentil y el buen muchacho de hace
diez años? ¿Cómo Miguel se convirtió en ese energúmeno
sin piedad? ¿Cómo pasaba del arrepentimiento a la espiral
de violencia sin ningún asco, como si fueran dos personas
tan diferentes entre sí?
Lo peor era cuando ella, intentando cubrirse de la andanada de golpes, descubría en el vano de la puerta, o en un
rincón, la cara de horror y de terror de María Aparecida que
los miraba. Entonces le rogaba a Miguel, no ya que dejara
de golpearla, sino que por lo menos alejara a la niña de ese
lugar, que no le permitiera a la niña presenciar una escena
como esa. Pero que va, Miguel no le importaba pues su furia era mayor que él y lo dominaba y no se permitía el lujo
de esa tregua, ni por su propia hija.
Miguel fue condenado a cortas estadías en la cárcel y
fianzas de paz. Las autoridades le recomendaron a las dos
tomar distancia del abusador y por eso ahora ambas estaban
en esa isla, recomenzando su vida. Ella, María Iluminada,
retomó el trabajo de maestra. ¿Quién lo iba a decir? Es lo
que había estudiado y que nunca puso en práctica por la insistencia de Miguel (y de sus celos) de que ella no trabajara.
Iban ya dos meses de estar encontrándose con las caritas
de niños y niñas de todos los tamaños que abarrotaban la
escuela primaria de la isla. Ella y un viejo maestro manejaban
la educación de un centenar de párvulos, que esperaban la
134
salida de clases ansiosos para ir meterse al agua en la playa
frente a la escuela y luego extasiarse en sus casas con los
dibujos animados de la televisión. Su hija era una de sus
estudiantes, pero el rostro que la miraba desde la primera
fila del aula ya no reflejaba horror sino por el contrario, el
orgullo de apreciar el trabajo de su mamá.
No dejaba de temer a Miguel. A veces cuando ronroneaba el motor de la lancha de transporte, suspendía la
clase y sin poder evitarlo auscultaba el muelle cercano, a
ver si entre turistas y lugareños se aparecía el rostro de su
esposo y sus manos de hierro. En esos momentos captaba
que María Aparecida tenía el mismo temor. Pero luego se
sonreían y la niña regresaba a sus labores.
Así, en momentos como este, en medio de la noche, María
Iluminada lidiaba con sus recuerdos y la luz de los insectos
inmersos en la paz de los mares la aliviaban en algo de sus
pesares. El reloj de cucú anunció la medianoche. Mañana, es
decir ya hoy, es sábado. ¿Por qué irse a dormir temprano?
¡Qué curioso! En el juego de las luces de los cocuyos,
antes errático, empezó a percibir un patrón. Los isondúes
estaban repitiendo el mismo movimiento una y otra vez, una
y otra vez. “Bueno, así son los insectos”, pensó y se levantó a buscar algo que tomar. De vuelta encontró la misma
conducta de los bichos. No resistió la tentación alumbrándose con una linterna. Buscó lápiz y papel y dibujó los
movimientos de ese patrón repetitivo de la manera más fiel
posible. Cansada, cargó en sus brazos a María Aparecida, y
la llevó a su cama. Cerró la puerta del balcón, aseguró todas
las puertas y ventanas, cosa que solo ella hacía en esta isla
(Oh Miguel) y se fue a dormir.
Las noches siguientes sucedió lo mismo. Siempre después de las doce las luciérnagas asumían la misma rutina.
135
María Iluminada corroboraba los dibujos y no quiso decirle nada a su hija, que le preguntaba por qué se dormía tan
tarde. Cuando los estudiantes en los exámenes agachaban
las cabezas, consultaban sus baterías o se intercambiaban
respuestas con mímicas y palabras sin sonido, la maestra
sacaba sus hojas y revisaba los dibujos que reproducían la
danza de las luciérnagas.
Un día en medio de una clase de español de quinto
grado, María Iluminada, exclamó en voz alta sin poder
contenerse:
— ¡Dios mío! ¡Son palabras!
Puso una plana a los consternados alumnos y corrió
hacia donde estaba el maestro en medio de una clase de
educación física. Lo encontró en la sombra de un palo de
tamarindo, sentado con un silbato para marcar el paso de
los estudiantes. A punto de jubilarse, el maestro Saldívar
no estaba en condiciones para realizar esos esfuerzos. Era
un hombre juicioso y además ávido lector de todo lo que
llegara a sus manos.
Miró atentamente el papel con los dibujos que le mostró
María Iluminada. Con parsimonia explicó que las luciérnagas son escarabajos, que no tienen fuente de calor, que sus
señales son de luz fría, la más eficiente conocida pues convierten noventa y cinco por ciento de su energía en luz y
sólo el resto en calor.
— Imagínese, maestra —dijo — una vela que brillará
con la misma intensidad que un cocuyo sería ochocientos
mil veces más caliente que la señal de una luciérnaga...
— Maestro Saldívar, estoy segura son palabras en otra
lengua...
136
— Ellas prenden sus luces — continuó el maestro, devolviéndole la hoja a la maestra, — cuando se cortejan para
el apareamiento con movimientos diferentes pues mientras
que unas brillan continuamente, otras son intermitentes,
dependiendo del sexo y de la especie. La luciérnaga macho
envía su mensaje muchas veces al aire y observa: sus ojos,
enormes y protuberantes, le ayudan a captar la señal luminosa de una hembra quieta.
— Maestro, o sea que son luces de amor. Ellas comunican mensajes...
— Las luciérnagas o cocuyos son de la familia lampíride
y en el mundo existen al menos dos mil especies conocidas,
pero quizá el doble de este número esté aún por descubrir,
principalmente en Centro y Sur América.
— Precisamente maestro, entre tantas especies no investigadas ¿cómo sabe que no puede existir una que haga lo
que le he explicado y además señalado? — preguntó María
Iluminada y agitaba el papel ante sus ojos.
El maestro ante el argumento miró de hito en hito a la
joven educadora.
— Pero no son seres inteligentes, maestra.
— ¿Cómo lo sabe si quedan especies por descubrir?
Nadie sospechaba de las capacidades de los delfines hasta
hace poco, y ni hablar de...
— Bien, bien. ¿Puedo ir a su casa esta noche?
— Tendré café y pasteles. Recuerde que el patrón se
repite a partir de la medianoche.
*
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Confortablemente sentados en el balcón, observaban
la noche con las luces apagadas, y ocurrió lo anunciado por
María Iluminada. El maestro incrédulo trazó las líneas y las
comparó con las dibujadas por ella.
— Sí, se repite ¿Pero cómo sabe que son palabras?
¿Qué idioma es?
Ella suspiró y apretó sus manos:
— Maestro, son palabras en árabe.
— ¿Usted sabe árabe?
— Mi abuelo lo hablaba y algo sé... Reconocí los trazos
y para estar segura busqué el significado en un diccionario.
— Si sabe todo eso, ¿por qué me lo contó?
— Tenía que contarlo y saber que no me estaba volviendo loca o algo así.
— Usted de loca no tiene nada...
— Son dos palabras. Un trazo corresponde a la palabra
“saade” y el otro a “amal”, es decir “felicidad” y “esperanza”.
Se hizo un silencio. Sólo se escuchaba el tintineo de la
cucharilla con que el maestro revolvía el azúcar de su café.
— ¿Quiere decir que estas luciérnagas están hablando
entre sí? — preguntó.
— O nos están hablando a los humanos o a alguien en
especial. Ese es el dilema, maestro.
— Si es así, ¿todas las luciérnagas hacen esto desde
siempre y no nos habíamos dado cuenta?
— Son isondúes...
— ¿Cómo dijo?
— Mire maestro, no me anima realizar a partir de esto
una investigación científica. Lo que sé es que esas palabras
me han inspirado en este momento de mi vida. No lo divulgue, por favor.
138
— Usted ha hecho un descubrimiento importante.
— Lo que sé es que esos bichitos de luz pronuncian
algunas de las palabras más importantes del mundo y yo
las comprendo.
— Sabe María Iluminada, no diré nada a nadie. Creo
que esos mensajes son para usted y sólo para usted. ¿Sino
por qué en árabe? Cierto que por sus trazos es un idioma
más fácil de escribir lumínicamente en el aire, pero sólo usted
entiende algo de ese idioma en la isla. ¿Por qué los percibió
sólo usted, y nadie más a lo largo de la historia humana?
En las noches siguientes María Iluminada acudió a su
balcón a la medianoche y comprobó que cada dos o tres
noches las palabras cambiaban pues aparecieron otras como
amor, fe, empeño pero también jazmín cuando esas flores
perfumaban el ambiente, o incluso se anticiparon en anunciar
la primera floración de la Dama de la Noche sembrada frente
a su casa. Fue esa noche cuando decidió contárselo todo a
María Aparecida. Desde entonces la niña la acompaño las
noches en que podía trasnocharse porque no había escuela
al día siguiente. Y fue la niña a la que se le ocurrió la idea:
— Mamá, ¿no podemos responderles?
Tenía que ser una luz que no asustara a los cocuyos.
Después de mucho buscar encontró una lamparilla tipo
bolígrafo con un pequeño foco. Entre ambas se decidieron
por un saludo, algo así como “hola”, pero en árabe, y una y
otra vez los practicaron entre ellas, hasta que el viernes en
la noche enviaron su mensaje. Los cocuyos se apagaron al
unísono como si parlamentasen entre ellos y de pronto una
sinfonía de luces alocadas inundó la noche con onomatopeyas, llenándola de palabras intensas, carcajadas y júbilos.
139
Una noche lluviosa en que María Iluminada dejaba ir su
mente por los caminos del deseo y la pasión, las luciérnagas
escribieron su primera frase y luego su primera oración completa. Hablaban de sus copulas entre las hojas y el éxtasis de
sus orgasmos fosfóricos cuando sus luces pasaban de verdes
o blancas, o rojos encendidos, ocultas entre los papos y los
floripondios. La maestra sucumbió a la intensidad de esas
confesiones con sus dedos que descendieron anhelantes y
marcaron la ruta de la satisfacción con pequeños grititos
contenidos para no despertar a la niña que dormía en el
dormitorio cercano.
La despertó su perro latiendo. Se sobresaltó y pensó
temerosa en la amenaza de Miguel. Se puso algo encima
y se asomó al balcón con cuidado y leyó la alarma de las
luciérnagas. Algo muy grave había ocurrido. Con su foco
les respondió, se bañó y vistió mientras el sol salía. Se dirigió directamente a la casa del maestro que vivía a kilómetro
y medio de la suya, junto a la escuela. Oyó su ronquido a
través de la puerta y con cuidado pasó al traspatio de la casita
y encontró lo que esperaba, una jaula construida con alambres y junquillos, llena de varias decenas de luciérnagas a esas
horas bichos grises y tristes. Era cierto, allí estaban.
Abrió la jaula y los insectos volaron hacia los árboles
en dirección a su casa.
Oyó la voz del maestro a sus espaldas:
— Es solamente una cocuyera... la gente de antes la
usaba para alumbrarse en la noche.
— Sí maestro, pero usted sabe de donde son esos cocuyos. Los capturó antes de la madrugada por mi casa — le
reprochó María Iluminada.
— Pasé varios fines de semana en otra parte de la isla
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analizando estos insectos, y parece que sus lucemas o cocuyos son los únicos que escriben en el aire...
— ¿Tuvo que encerrarlos? Me ha decepcionado.
— Quería observarlos bien por un rato y luego devolverles la libertad. Pensé que usted no se daría cuenta. Lo
siento.
— Maestro, voy a tener que contarle a usted una leyenda, y usted tendrá que escucharme como si fuera un niño.
— Acepto la penitencia — dijo Saldívar con caballerosidad y se fue a buscar butacas para ambos.
— Esto me lo contó María Preciosa, mi madre. Yaramai, un niño de los indios pemones de Guayana tenía como
diversión perseguir luciérnagas y meterlas en un cocuyero
como el suyo que guindaba de un horcón del rancho e iluminaba la oscuridad de la habitación. Los animalitos sufrían
privados de su libertad y se golpeaban intentando salir inútilmente. Cuando debido a la tristeza y los sufrimientos ya no
alumbraban más, Yaramai liberaba a los supervivientes, para
luego ir de cacería a renovar su prisión.
Los que eran liberados relataban a sus similares sus aventuras y señalaban al causante. Una noche sin luna, cuando
la comunidad estaba reunida discutiendo problemas que
les afectaban, el niño se escapó hacia el monte buscando
incesantemente su provisión de cocuyos. Tuvo que ir más
lejos pues cada vez era más difícil capturarlos como si ellos
advirtieran el peligro, pero después de largas horas al fin
llenó la jaula.
Entonces se dio cuenta que estaba perdido en el bosque
y que debía esperar la luz del sol para encontrar el camino
de regreso. Se subió a un gran árbol de mangos y se acomodó, pero tembló al escuchar cerca el rugido del jaguar, el
141
sisar de una pitón y el jadear de los jabalís. Los insectos del
cocuyero estaban apagados como si fuera una huelga de no
luces. Entonces una vocecita susurró su nombre mientras
algo le iluminaba la cara. Era una luciérnaga de un gran
tamaño, como nunca había visto, que teñía de verde toda
la copa del gran árbol de mangos, con una luminosidad tan
intensa como un millar de cocuyos juntos.
El susto casi le hizo caer a Yaramai de la rama que lo
sostenía. Cuando pudo hablar le pidió a la gran luciérnaga
que lo guiara con su luz hasta la aldea, pues estaba en un
lugar muy peligroso y su vida corría peligro.
— ¿Y cómo crees que nos sentimos nosotras? ¡Vivimos
pendientes de que si vienes o no a atraparnos, encarcelarnos
y humillarnos! — contestó el insecto.
Yaramai lloró como nunca antes en su vida. Apenado
abrió la cocuyera. Dejó ir las prisioneras. Desarmó la jaula
hasta que el último junquillo cayó entre las raíces del palo
de mango. Se hizo la oscuridad total pues el gran cocuyo
se apagó y desapareció. Al rato percibió una lejana y tenue
luminosidad. Bajó del árbol con cuidado y contempló como
los cocuyos habían formado una brillante hilera que señala
una ruta, la cual siguió y esto lo condujo directamente hasta
su rancho, donde su familia y la comunidad preparaban una
expedición para rescatarlo. Desde entonces no sólo Yaramai
sino todo el pueblo, se abstiene de capturar a las luciérnagas
y prefieren disfrutarlas en libertad.
— ¡O sea que sí hay historias de la comunicación de las
luciérnagas! — concluyó el maestro.
— No se vaya por ahí, querido maestro.
— ¡No me diga que sus cocuyos le avisaron que yo había atrapado a algunos compañeros!
142
— Así fue, maestro. Ya no son palabras sino frases y
oraciones completas.
— ¡Increíble! Le prometo desde ahora unirme a las
huestes de Yaramai.
— En eso confío.
Mientras conversaba con su colega, María Iluminada no
prestó atención a la sirena de la primera lancha de transporte
de ese día, que atracó en el muelle con muchos visitantes que
llegaban al pueblo atraídos por las fiestas patronales que se
iniciaban esa noche. No pudo saber que entre ellos, vestido
de turista con un gorro playero calado hasta las cejas, había
llegado al pueblo su peor pesadilla.
Esa noche resonaba a la distancia el jolgorio en la plaza
del pueblo, pero la maestra decidió quedarse en casa por dos
buenas razones. Su hija estaba rendida luego de una semana
de clases y se durmió muy temprano. Además debía esperar
la medianoche para comunicarse con las lucemas, como las
nombró el maestro según las costumbres de su pueblo de
origen, e intercambiar sobre el incidente de la cocuyera y la
conversión del maestro Saldívar.
Al juntarse las manecillas sonó el reloj de cucú y puntualmente las luces escribieron. Ella con el diccionario
árabe-español en mano, intentaba descifrar los mensajes.
“Pobres”, pensó, “están tan asustadas por lo ocurrido.”
Las luciérnagas afirmaron que no eran animales agresivos, sino todo lo contrario, y que incluso también ayudaban
a la agricultura gracias a su dieta de alimentación que atacaba
a algunas plagas. Ella las calmó con mensajes tranquilizantes
emitidos por la luz de su foco y los cocuyos terminaron por
contarle un incidente amoroso entre sapos y ranas, acaecido
en la prima noche debajo del tamarindo. María Iluminada
143
se quedó dormida en el balcón con el arrullo de la brisa que
soplaba del mar.
*
Miguel sacó los binoculares y la observó desde el lote
de enfrente. Lo fácil de encontrar el domicilio compensaba
en algo lo difícil que había sido dar con el paradero de ella
en esa isla lejana. Los pobladores le facilitaron la dirección
de la maestra y su hija sin asomo de desconfianza, y sólo
tuvo que esperar la noche. Ahí estaba ella, dormida en el
balcón iluminado por la luna llena que recién emergía de
la panza de un gran cúmulo de nubes, y además tenía una
pequeña linterna encendida en su mano como para hacerse
más notoria.
— ¡Me las pagará! — se le escapó con tanta rabia, que se
tapó la boca pensando que lo había gritado y alertado así a la
maestra. — Abandonarme, encarcelarme, llevarse a mi hija,
hacerme perder mi trabajo. ¡Maldita! — remarcó, mordiéndose los labios hasta sangrar. Al guardar los binoculares en
la mochila involuntariamente tocó la cacha del revólver.
El disparo restalló y se multiplicó en la noche y María
Iluminada literalmente saltó de la mecedora y casi se va de
bruces por el balcón, a la par que escuchó el alarido de María
Aparecida desde su cuarto.
— ¡Miguel! — gritó.
Si frente a ella, en su mismo patio estaba Miguel con
un revólver en la mano de donde había salido el tiro fallido,
apuntándola de nuevo. Y mientras María Iluminada abrazó
a María Aparecida que salió de su habitación y se le abalanzó, vieron como de pronto ese hombretón amenazante era
invadido por una miríada de luces furiosas que le tapaban
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los ojos, se le introducían por las fosas nasales, la boca y los
oídos, cubriéndolo con un torbellino fosforescente.
Miguel soltó el arma y corrió hacia el mar marcado por
una estela luminosa, buscando librarse del acoso de los cocuyos. En lugar de dar con la playa, erró y en un salto mortal
cayó por el acantilado impactando sobre las grandes piedras
de origen volcánico dentadas y cortantes, que el mar cubría
levemente en ese momento con el oleaje de la pleamar.
Las voces alarmadas de los vecinos se acercaban cada
vez más, llamándolas y ambas abrazadas como una sola,
miraron como los cocuyos regresaron del acantilado y luego
de un breve lapso de trazos ininteligibles escribieron una sola
palabra, una y otra vez y eran los colores del adiós.
María Iluminada no pudo escribir una respuesta con su
foco, roto al caerse. Con lágrimas en los ojos hizo con sus
manos la señal de despedida.
— Despídete, hija, se van y ya no volverán más.
La niña la imitó.
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— ¿Qué escribieron, mamá?
— Sólo una palabra, querida, Isondú.
Las luces de muchas linternas y las siluetas de los vecinos que acudían invadieron el patio, la casa y titilaron por
la playa y el acantilado, mientras que las lucernas se perdían
por los vericuetos de monte adentro.
Las constelaciones
Calixto Algandona encendió el último cirio que le quedaba de la caja que había comprado al llegar a Poitiers. Poco
faltaba para el amanecer y no dejaba de atisbar las sombras
que inundaban la catedral donde latían las luces de veladoras
iluminando a santos y vírgenes de piedra.
El sacristán le permitió quedarse solo dentro del templo toda la noche como un gesto de conmiseración a este
extranjero que había viajado desde tan lejos, desde otro continente, sólo a venerar y pedir el auxilio de Santa Radegunda;
y que día tras día había permanecido al pie de la imagen de
la santa encendiendo velas y rezando.
Calixto siguió orando en voz baja reconfortado al escuchar su propia voz en medio de un silencio plagado ocasionalmente de ruidos tenebrosos. A veces interrumpía sus letanías
y le enseñaba a la estatua de la santa sus pies y pantorrillas,
que eran las razones que lo traían a esta ciudad francesa.
Todo empezó hacía dos meses en su país, aquella mañana de octubre cuando fue a bañarse y descubrió que los dedos gordos de sus pies estaban totalmente teñidos de azul
índigo. Se restregó con jabones y detergentes, luego con los
productos que le recetaron los dermatólogos, hasta descubrir
horrorizado que el mal avanzaba irremediablemente día a día
146
y que estaba sincronizado para cubrirle ascendentemente sus
dos extremidades inferiores y luego el resto del cuerpo.
Cuando la medicina occidental falló toda su fe se volcó
en la medicina alternativa. Recorrió chamanes y brujos,
adivinos, curanderos y yerberos, que le leyeron el iris y las
palmas de las manos, le echaron el tarot y el I Ching y utilizaron el poder de las piedras y las chacras, y los horóscopos
maya y egipcio.
Cuando esto le falló, rebuscó entre los recuerdos de su
infancia del colegio de los curas donde estudió, el catecismo
y la primera comunión, y de golpe retomó una religiosidad
perdida en los confines iniciales de su vida. Acudió a las
iglesias y percibió que las divinidades mayores estaban acosadas por una multitud de peticionarios que atiborraban
altares y procesiones. Fue entonces cuando, dándose una
palmada en la frente, exclamó:
— ¡Carajo, si para eso están los santos!
Había miles, varios de miles de ellos y muchos tenían
sus especialidades. Santos y santas que curaban desde la ictericia hasta las hemorroides, desde la hidropesía hasta los
celos, desde la incontinencia urinaria hasta la histeria, desde
la transpiración excesiva hasta la homosexualidad, desde la
tos ferina hasta el desempleo.
Consultó sacerdotes y religiosas, santorales y tratados
eclesiásticos hasta depurar su lista con dos nombres de
especialistas en enfermedades de la piel: San Procopio y
Santa Radegunda.
Empezó con el santo. Leyó acerca de él. Que fue oficial del ejército dioclesiano y que murió hacia el año 303;
que su nombre original era Neanías, que fue responsable de
ponerles prisión a los cristianos en Egipto y Palestina, hasta
147
que un día, haciendo su trabajo en medio de una tormenta,
tuvo una iluminación en medio de rayos y truenos, por lo
que hasta su propia madre lo denunció por traidor al honor
de su ejército; y que fue encarcelado y torturado al punto que
le desfiguraron el rostro a golpes; que condenado a muerte
todos le vieron aparecer con el rostro terso y radiante y caminar hacia el verdugo que lo decapitó; que ante el cadalso
él afirmó que el mismísimo Jesús se le había aparecido en su
celda y lo había rociado con agua bendita transformándole
el rostro marcado por los golpes. De ahí su poder para curar
los males de la piel.
Calixto se cansó de rogativas y plegarias, y visitó su santuario, pero San Procopio no le dio respuestas.
Ahora estaba aquí, solo, arrodillado frente a la estatua de
Santa Radegunda, utilizando también con ella las tres clases
de plegarias que había aprendido desde niño: la vocal a través
de la palabra hablada, la mental expresada interiormente y la
palabra jaculatoria que es el impulso del corazón por medio
de un pensamiento no formulado pero sincero. Ella no
se quedaba atrás, pues hija de Clodomiro, rey de Orleáns,
fue educada por su tío, el rey de Neustria quien la desposó
contra su voluntad cuando apenas ella tenía 19 años, pero
luego de un incidente sangriento en el que su marido mató
al hermano de Radegunda se retiró a la vida religiosa en la
Abadía de Sainte Croix que ella misma había fundado en
esta misma ciudad. La santa tenía a su favor muchos milagros
comprobados al curar las más raras y difíciles enfermedades
de la piel.
— Es mi última vela... — dijo Calixto entre suspiros,
— pero pronto ya va a amanecer — se consoló, pues no
quería quedarse a oscuras.
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De pronto una luz que venía de arriba lo hizo pensar
que el primer rayo de sol había atravesado el vitral coloreado
del templo, en el mismo instante que con un chisporroteo se
apagaba el cirio. Entonces elevó la mirada y vio a Santa Radegunda colgada cabeza para abajo, pero sin que sus ropas ni
cabellos siguieran la ley de gravedad. Era idéntica a la estatua
de piedra que estaba en el altar y por eso la reconoció.
La santa tenía los ojos cerrados y de pronto los abrió
y eran verdes.
El sólo atinó a decir las palabras que siempre había pensado decir si algo de esto ocurría:
— Venerable santa, ayúdeme, me llamo Calixto Algandona y un extraño mal me invade la piel.
La santa le miró las piernas tan intensamente que Calixto sintió un escozor. El también se las miró y no notó
ningún cambio. La santa repitió el tratamiento y Calixto
notó que el color azul índigo empalideció un poco pero se
mantuvo.
— Es un caso difícil — dijo la santa con raro acento.
— ¿Has convocado a otros santos? Recuerda lo que dijo el
papa Benedicto XIV: “Es importante multiplicar nuestros
intercesores ante Dios...”
— Antes que a ti, invoqué a San Procopio. Pero no
tuve contacto con él.
— ¿Procopio? Excelente. Espera, déjamelo a mí.
La santa hizo un giro de ciento ochenta grados mientras
descendía, pero siempre se mantuvo a unos dos metros del
suelo; cruzó los dedos, suspiró y junto a ella se materializó
San Procopio. Ella le señaló las piernas de Calixto y San
Procopio las miró. Calixto sintió como arañazos en las
149
piernas, pero la mancha siguió ahí. El santo le dijo algo al
oído de la santa y luego sin más se desdibujó en el aire hasta
desaparecer. La santa descendió a hasta quedar a unas ocho
pulgadas del piso.
— Hijo mío, como ves he convocado a San Procopio
que es un santo más ocupado que yo. Estamos de acuerdo
en el diagnóstico. Tu enfermedad no es tal. Más bien es
una maldición de alguien. Es una magia muy fuerte de otra
religión.
— ¿Quién pudo hacerme esto a mí?
— Creo que es vudú o un rito africano muy poderoso,
hijo mío. Y eso no es todo. El mal avanzará y cuando esté
toda tu piel cubierta de azul, te helarás y morirás.
— ¿Con cuánto tiempo cuento?
Cuando hacía esta pregunta a Calixto lo estremeció el
recuerdo de la vieja haitiana que hace unos meses lo maldijo
en creole, cuando la expulsaron del país por ilegal, producto
de los trámites que él realizó como abogado de la Oficina de
Migración. La nieta de la anciana había muerto en la captura
cuando un robusto inspector intentando asir a la vieja, cayó
sobre la cama donde la bebita dormía, matándola. Los ojos
de la vieja llamearon y su dedo índice maldiciendo a Calixto,
parecía la batuta frenética de un director de orquesta en el
paroxismo de un concierto.
— Quizás medio año — afirmó la santa sacándolo de
sus pensamientos.
— ¿No hay remedio?
— No sé. Debo comunicarme con el santo de las intercesiones urgentes, San Expedito. Es muy amigo mío
y me ayudará a encontrar respuesta rápida a tu pregunta.
150
Nos vemos aquí mañana a esta hora. Mientras rézale su
oración. El cura ha de tenerla. Sobre todo el final que dice:
“Te lo ruego, no dejes para mañana lo que puedes hacer
enseguida”.
Dicho y hecho Santa Radegunda ascendió, se invirtió y
desapareció, mientras ahora sí entraba el primer rayo de sol
por el vitral coloreado de la catedral de Poitiers.
Deprimido pero esperanzado, Calixto rezó sin parar las
oraciones a San Expedito sin olvidar a Santa Radegunda y
menciones especiales a San Procopio. Acompañó sus abluciones con abundante sidra, pues según se enteró, Santa
Radegunda descubrió esa embriagante bebida cuando se
le fermentó un jugo de manzanas dejados casualmente a
la intemperie.
Tuvo que aportar una buena limosna para que el sacristán le permitiera pernoctar otra vez en la iglesia la noche
siguiente. Provisto de una buena cantidad de velas esperó
la hora indicada y puntualmente apareció la santa, pero en
esta ocasión emergió del muro de una manera tan diáfana
que le recordó una imagen virtual de computadora.
— Hijo, San Expedito me ayudó mucho y pude obtener
respuesta rápida del más alto nivel.
— ¡Qué alivio!
— Sí, pero te advierto que el antídoto no es fácil de obtener. Las deidades africanas son misteriosas, enrevesadas
y complejas de conocer y en especial para contrarrestarlas.
Una vez tuvimos que encontrar respuesta a un conjuro
africano que estaba convirtiendo a un hombre en un oso
hormiguero. Pero lo logramos.
151
— ¿Cuál es mi antídoto?
— Si perdona, no siempre tenemos posibilidad de hablar tanto con un mortal. Escucha bien... ¿Cómo te llamas,
hijo mio?
— Calixto, señora, Calixto Algandona...
— Calixto. Ajá. Bien. Debes encontrar a una mujer
que tenga dibujada una constelación en su espalda.
— ¿Una constelación en su espalda? Santa, explícate.
No comprendo... — ripostó Calixto.
— Sencillo. Existen algunas mujeres muy especiales que
poseen ciertos lunares en su espalda. Al unirlos dibujando
líneas aparecen señaladas algunas de las constelaciones estelares del firmamento.
— La mitad de la humanidad son mujeres — desesperó Calixto. — Y ¿cómo se hace para verles las espaldas
desnudas?
— Casi ninguna sabe que sus lunares tienen esos significados — aportó la santa.
— Suponga que la encuentro y ¿Entonces?
— Ella debe abrazarte voluntariamente. Sólo así se
romperá el hechizo.
— ¿Me está diciendo, santa, que debo encontrar entre
tres mil millones de mujeres, una que tenga una constelación dibujada en la espalda, lo cual ella no sabe y, además,
conseguir que me abrace por su propia voluntad?
— No tienes que buscar en todo el mundo. Ella está
en tu país... Falta algo...
— ¿Qué más? ¡Ah! No me diga que no es cualquiera
constelación.
— Exacto. De las ochenta y ocho que existen, solamen152
te funcionará con la mujer que lleve estampada en su espalda
la constelación de Crux...
— ¿Cuál es esa?
— Significa cruz, es un antídoto nuestro contra esos
difíciles conjuros.
— ¿Y cómo es esa constelación?
— Mi tiempo contigo terminó. La respuesta a esa pregunta es fácil de encontrar en los libros de astronomía. Me
voy, claman por mí cuatrocientas treinta cinco personas con
impétigo, doscientas dos con sarnas y ciento treinta seis con
lepra, en tres continentes diferentes.
— ¡Espera! ¿Otras personas pueden ayudarme a buscarla?
— Bien. Para que esto funcione sólo tú puedes buscarla
y encontrarla. Pero escucha. Cuando estés cerca de ella
o de una imagen de ella sentirás una señal especial, puede
ser que el corazón te lata del otro lado del pecho, o que
huelas por los oídos o respires por las orejas. Será cosa de
segundos y no es seguro que ocurra. Lo siento, no puedo
hacer más por ti.
— ¡Gracias mil, señora ... perdón, santita!
— De nada, hijo, tómate otras botellas de sidra en mi
nombre — dijo Santa Radegunda y desapareció a través del
muro, al instante que se abrieron las puertas de la catedral,
y un grupo de turistas japoneses inundaba el recinto con el
zumbido de sus videograbadoras y los flashes de sus cámaras
digitales.
Calixto no se permitió dormir ni descansar, y lo primero que hizo fue visitar la biblioteca municipal de Poitiers y consultar un tratado de astronomía. Encontró lo
que buscaba:
153
CRUX. Esta es la más pequeña en extensión de
las constelaciones. Para la civilización helénica
era de la constelación Centauro. En el siglo XI
d.C. el astrónomo árabe Al-Biruni se refiere a esta
constelación como Sula, la Viga de la Crucifixión,
y se podía observar desde la India a una latitud de
30º. Dante en la “Divina Comedia” (Canto I: 22-4)
penetra al Purgatorio por una entrada ubicada en
el hemisferio sur y señala:
“...dispuesto a espiar
este extraño polo, recuerdo cuatro estrellas
las mismas que vieron los primeros hombres,
y que desde entonces ningún vivo ha vuelto a ver.”
Para este autor, los primeros hombres serían
las primeras comunidades cristianas, pues Crux era
visible desde Palestina al principio de la era cristiana,
luego por los movimientos estelares, su visibilidad
fue ubicándose en otras latitudes. Los nombres de
sus estrellas son: Acrux (α Cru, 0.8m), creado por
el americano Elijah Burrit como combinación de
Alfa y Crux. Mimosa (β Cru, 1.3m). Gacrux (γ
Cru, 1.6m), la combinación de Gamma y Crux.
Calixto copió el texto y en especial el dibujo de la constelación. Sintió cierto alivio al saber por lo menos qué era
lo que tenía que buscar. Compró varias botellas de sidra y
sentado en la habitación del hotel frente a una estampita de
la santa, ordenó sus ideas.
154
Estaba claro que sólo tenía seis meses, 24 semanas, 180
días y noches para encontrar a esa mujer, y que su profesión
de abogado no le ayudaría en nada a lograrlo.
— Un abogado y funcionario judicial no tiene acceso
fácil a las espaldas desnudas de las mujeres — pensó en
voz alta.
Así como había hecho para dar con los santos, elaboró
una larga lista de profesiones y oficios. Empezó a descartar hasta reducirlos a tres que él podría desarrollar a corto
plazo. “Masajista o fotógrafo o puto, o los tres”, concluyó,
“no hay de otra.”
Se tomó el último trago de sidra y antes de caer en sus
efluvios adormecedores, miró las piernas donde la mancha
azul índigo ya cubría las rodillas y cayó redondo en un sueño profundo, sin saber que en esa y muchas noches más
sólo soñaría con la constelación de Crux y las espaldas de
una mujer sin rostro. Varias veces despertó sobresaltado y
sintió como si se helara. Tiritando y rezando concilió con
dificultad el sueño.
El largo viaje de regreso le sirvió para trazar su estrategia para sobrevivir, y al llegar en pocos días tenía todo
dispuesto para la búsqueda.
Lo primero que hizo fue renunciar al cargo que ocupaba en la Oficina de Migración, luego cerró su bufete y con
sus ahorros acondicionó dos locales. En uno habilitó un
estudio de fotografía que era su pasatiempo favorito, por lo
que tenía un buen juego de cámaras, lentes, filtros y trípodes
suficiente como para impresionar a cualquiera. Corrió la voz
que tomaba fotos artísticas de mujeres y pagaba bien.
Al mismo tiempo en el otro local instaló un centro de
masajes para mujeres, y con la lectura de un par de libros y
155
algo de práctica se habilitó para esos menesteres. Esto le
servía de cobertura para hacer ligues y contactos para ofrecer
servicios sexuales a mujeres. Esto último era lo más difícil
para su fe recién renovada, y cuando quiso consolarse que
sólo llegaría al punto de ver la espalda de su clienta, se dio
cuenta que si no hacía su trabajo bien hecho nadie lo recomendaría y por ello de nada serviría transitar por la que
dicen es la profesión más antigua del mundo.
Trabajó incansablemente. En los primeros días casi revienta y tuvo que moderar el ritmo. Un día descansando se
miró al espejo y no tuvo más remedio que exclamar:
— Carajo ya no miro a una mujer, me imagino solamente su espalda.
De los tres papeles que interpretaba el de puto era el
más dificultoso, pues era difícil de explicar a sus clientas el
color que marcaba un tercio de su cuerpo cuando tenía que
dejarse ver, pero se las arreglaba para buscar excusas y subterfugios para salir del paso.
Al cabo de cinco meses y tres semanas la mancha llegó
a la altura de las clavículas. Ya no salió de su casa. Sabía
que estaba en la recta final y que le quedaban unos días de
vida. Abrió su diario y releyó lo único que tenía anotado en
estos meses y semanas de frenética actividad.
“Al principio fui descubriendo que los lunares de muchas más
mujeres que las me imaginaba, configuraban constelaciones. Las constelaciones más habituales que aparecen en el cuerpo de las mujeres son
la Y griega que es la de los asesinos, el triangulo equilátero o doble y
las tres estrellas seguidas que son las tres Marías. Entre los cientos
de mujeres que he observado estos días encontré sólo un puñado con
156
constelaciones muy especiales. Pero antes de registrar mi hallazgo
debo confesarme algo. En la medida que avanzaba mis exploraciones
fui aprendiendo a reconocer las pieles de las mujeres y puedo afirmar
que no hay una igual a otra como que no existen dos huellas digitales
idénticas. Como no se trataba sólo de ver sino de tocar, la piel se fue
convirtiendo en una especie de mapa, de cartografía donde el sentido del
tacto adquiría toda su plenitud, en especial en las pieles oscuras donde
los lunares estaban invisibilizados a la vista y había que descubrirlos
con el fino tacto de los dedos o la lengua. Esas pieles también tenían
olores y sabores en especial cuando recorría sus caminos con mis sentidos
florecidos y abiertos como girasoles.
La piel de esas mujeres era el cielo, y hasta la palabra lunares
habla de lunas y en mi búsqueda, más bien de astros y luceros. Mis
dedos y mi propia piel eran telescopios que escudriñaban ese universo
de piel inquiriendo por hallar en ellos los destellos del firmamento.
Mi fotografía se convirtió en astrógrafo, mi boca en astrolabio, y
mi mente desvarió entre la astronomía y la astrología pues muchas de
esas constelaciones no sólo eran astrodinámicas, sino que ancestralmente
expresaban la influencia de esos puntos luminosos en la vida de la gente.
Lo racional y lo emocional se juntaron en mis investigaciones sin poder
borrar las fronteras entre sí.
El día que encontré en las anchas espaldas de aquella mujer gorda
a la constelación de la Cabellera de Berenice, fue inolvidable.
Esta constelación es la representación de la cabellera de la que fue
reina de Egipto. Berenice sacrificó su cabellera a sus dioses agradecida por la vuelta, sana y salva, de su marido el rey, del combate. El
soberano que no estaba enterado del gesto de su mujer, se encontraba
molesto al verla calva, hasta que uno de sus sacerdotes le informó la
verdad y además le señaló que los dioses, para inmortalizar la ofrenda
generosa de Berenice, colgaron su cabellera en la bóveda celeste, lo que
complació mucho al soberano.
157
Cómo masajista recorrí una y otra vez las espaldas de la mujer
que se había dormido, mientras fotografiaba la escena para luego colocarla junto a la imagen de esa constelación que aunque tiene estrellas
poco brillantes posee diversas coloraciones. La señora despertó animada
por el masaje y me pidió amor, y yo complacido hice el mejor papel
que pude mientras recordaba la especial característica de la Cabellera
de Berenice que se encuentra en el polo norte de la Vía Láctea, en el
punto en que la recta perpendicular a dicho plano corta el firmamento,
ubicándose exactamente al otro lado de esta recta, en el espacio de la
constelación del Escultor.
Serpens o la Serpiente. Nunca esperé encontrar en una muchacha
tan desgarbada y poco atractiva a esta a constelación. Ella llegó a mi
estudio por el dinero que ofrecía a las modelos de mis fotos artísticas,
y como mi principio era aceptar a todas, sinceramente me sorprendió.
Estaba perfectamente dibujada en sus espaldas con lunares grandes y
precisos ese manojo de estrellas que es el más hermoso del firmamento
del hemisferio norte. La distancia de esos a luceros a nuestro planeta es
de 27 mil años-luz. El lunar más hermoso de esa espectacular espalda
correspondía a la estrella más brillante de esa constelación, conocida con
el nombre de Unukalhai, del árabe Cuello de la Serpiente. No pude
resistirme en obsequiarle copia de la fotografía a la chica y explicarle
lo que tenía en sus espaldas. Su rostro cobró tal belleza que sus ojos
relumbraron como las estrellas de Serpens cuando con lágrimas en
los ojos y, con una gran sonrisa, me dio un beso en la mejilla y se fue,
cerrando cuidadosamente la puerta del estudio.
Pavo Real. Cuando vi a esa negra hermosa parada en el marco
de la puerta preguntando por el masajista, entendí que lo que buscaba
era sexo. La llevé a la cama que tenía preparada para esos menesteres
junto a la sala de masaje, puse una pequeña lámpara azulosa que camuflara mi mancha, y tantee las colinas y valles de ébano de la chica,
buscando las planicies de sus omóplatos.
158
No lo podía creer, como ciego que lee un texto en Braille, reconstruí
asombrado los ojos de la cola del Pavo Real. Tuve que interrumpir el
acto y rogarle que me permitiera pintar con gotas blancas los lunares
de su espalda. Ella asombrada lo permitió con la promesa de no cobrarle y revelarle el resultado de mi realización.
Los puntos blancos fueron señalando que era cierto. Puse tras
de ella y frente a ella sendos espejos y le conté que la constelación de
Pavo Real fue nombrada así en la mitología griega en honor de Argos,
el constructor del barco del mismo nombre y que fue integrante de la
expedición de los argonautas.
El hercúleo Argos que se decía tenía cien ojos, combatió con un
toro salvaje y un sátiro, liberando a Arcadia. La diosa Hera le ordenó que cuidase a Ío, transformada en vaca. El gran Zeus deseaba
a Ío y mandó a Hermes a que la robase, Hermes asesinó por ello a
Argos. Hera, conmovida por el suceso lo transmutó a la víctima en
Pavo Real y puso los ojos de Argos en la cola del animal y lo colocó
en el mapa astral del firmamento para siempre.
Para mi desgracia, la negra reaccionó de manera violenta. Frustrada ella me insultó que por esa pendejada paraba un polvo que además
era malo porque yo no servía (¡Qué falsedad!), que se iba a buscar algo
mejor que yo, y exigió que borrara esos puntos blancos de su espalda
negra como la noche, me mentó la madre y con la ropa semipuesta
salió cerrándose como podía el zipper del vestido, dando un portazo
que retumbó en todo el edificio e hizo caer el cuadro con la imagen de
Santa Radegunda, rompiéndose el vidrio en mil pedazos.
¡Cómo olvidar la espalda trigueña con olor a monte de aquella chica
interiorana que lucía la constelación Lacerta! Hevelius la nombró como
Stellio, una especie de tritón con manchas que aparentan luceros. El
astrónomo Augustine Royer en honor del rey Luis XIV, en el siglo XVII
le puso el nombre de Sceptrum o el cetro o la mano de la justicia.
O la espalda amarilla con olor a té de jazmín de la constelación
159
de Lynx o Lince, la cual también Hevelius nombró porque sólo las
personas con ojos de lince pueden captar la suave luminosidad de sus
estrellas. Algunos han visto en ella la silueta del tigre.
O aquella dama con la espalda apergaminada por los años con
la constelación del Ave del Paraíso introducida por Bayer según las
observaciones de los holandeses Keyzer y Houtman que se llamó al
principio Avis Indica (Pájaro Indio).
No recuerdo la cantidad de espaldas desnudas de mujeres con
lunares que he visto, tocado, saboreado últimamente. Pero sí recuerdo
vívidamente la espalda blanca como la leche con lunares rojos con la
constelación de Camelopardalis que, según Bartsch, representa el camello
que condujo Rebeca a Canaán para casarse con Isaac. La espalda
hombruna y peluda con olor a alquitrán de la constelación de Caelum,
también conocida como Scalptorium (el escalpelo), una herramienta de
los escultores. El astrónomo americano del siglo XIX Elijah Burrit
intentó introducir el nombre de Praxíteles, en referencia al escultor
griego del siglo IV a.C.
O las espaldas tersas casi translúcidas aromatizadas de ilán
ilán delineadas con la configuración de la constelación de Columba o
la Paloma, creado por Petrus Plancius para representar a la paloma
que soltó Noé desde el Arca para buscar tierra firme después del
diluvio universal. La espalda acholada con la textura de la tierra de
la constelación de Phoenix de la estrella α Phe que tiene el nombre de
Anca, pues los árabes visualizaban una barca con sus velas enhiestas
navegando por los cielos. Y la espalda olorosa a azafrán y ruibarbo
con la constelación de Pictor nombrada por Gould en 1877, pues su
nombre original era “Caballete del Pintor” (equuleus pictoris).
La espalda pequeña de la enana en la que pude ver con lupa
Sculptor, la constelación cuyo nombre original era “Taller del Escultor”, y que se encuentra en el sitio de la antigua constelación del Agua
de Arato.
160
La otra espalda, tersa con sabor a orégano y mastranto que dibujaba la constelación de Sextans; su nombre original era Sextans
Uraniae, que hace honor a Urania, la musa de la astronomía...
Total, las espaldas femeninas se convirtieron en una fijación.
Además de estar en contacto con decenas de ellas diariamente, compré
todas las revistas y publicaciones que las mostraran, hurgando en las
fotos en busca de la constelación de Cruz. Visité todas las exposiciones
fotográficas y pictóricas, asistí a desfiles de modas y no dejé de acudir
a playas y balnearios auscultando a diestra y siniestra las espaldas
mojadas o bronceadas.
Debo aceptar el hedonismo que creció en esta labor en que se
resolvía mi vida o mi muerte. Me llegó a gustar tanto que se hizo
extensivo al reverso del cuerpo femenino y luego al anverso, hasta el
punto que llegó a ser una obsesión no sólo mirar sino recorrer los
caminos del cuerpo cuando podía hasta sus recovecos púdicos. Pero la
ansiada constelación no apareció.”
Hasta aquí llegaba su diario. Calixto cerró el cuaderno y
entonces por primera vez pensó intensamente en la muerte.
Morir helado. Anoche sintió el anticipo cuando sus dedos
gordos amanecieron tan fríos que pensó en hipotermia y que
los perdería. La imagen de la vieja haitiana castigando con
su dedo-varita mágica la muerte de su pequeña se atravesó
otra vez frente a él. Movió la cabeza enérgicamente para
borrar la imagen. Tenía que seguir adelante, en esos pocos
días que le quedaban de fatídico plazo.
Escuchó al cartero dejar la correspondencia en el
buzón de la entrada, pensó en las revistas suscritas cuyas
fotos debería revisar. Abrió la puerta y recogió un bulto de
un centenar de sobres. En ese momento y sólo por unos
segundos tuvo una fuerte taquicardia y se detuvo asustado
161
llevándose la mano al corazón:
— ¡Dios mío! Latió a la derecha y no a la izquierda
— exclamó.
Lanzó los sobres en el escritorio y se avalanchó sobre
ellos rasgándolos y examinándolos casi con furia. No descubrió nada hasta llegar al último sobre. El remitente era
un colega de una firma de abogados que insistía siempre
que lo ayudara en ciertos casos, haciendo caso omiso de la
advertencia de Calixto que estaba retirado de la profesión.
Rasgó el sobre y apareció un expediente de un caso de violencia intrafamiliar. Se adjuntaba unas fotos del forense en
la cual se apreciaba los golpes sobre el cuerpo de la mujer.
Una de las fotos era de la espalda y mostraba entre cardenales
y hematomas la constelación de Crux en la piel de una tal
María Iluminada. Calixto casi se desmayó.
Le demoró cuatro angustiosos días para dar con el paradero de la mujer y de su hija, que huyendo de esa violencia
que la sangraba, amorataba y desgraciaba sus vidas se habían
refugiado en una lejana isla, y dos días de viaje para llegar a
ese paraje recóndito donde las ballenas hacían el amor en la
bahía, inundando de sugerentes bufidos y silbatos las noches
de cuarto creciente.
Llegó a la isla al mediodía con la urgencia de saber que
sólo contaba con el resto de ese día hasta las doce de la noche. Con maquillaje había cubierto su rostro y sus manos,
pues la ropa cubría su cuerpo azul. Al llegar al puerto se
encontró en la pasarela del muelle con el alcalde y un policía
que esperaban para llevar en la misma lancha que regresaba
a tierra firme, un cadáver enfundado en una bolsa negra que
se usa para tales efectos. Casi no fue necesario preguntar,
pues le dijeron que era el cuerpo de un forastero que había
162
venido a matar a María Iluminada, la maestra del pueblo, y
que huyendo se había partido la crisma en el acantilado.
— ¿La maestra está bien? — preguntó temeroso. El
alcalde le dijo que sí, que estaba conmocionada y que se
había quedado en su casa. Esperaban en las próximas horas
o días la visita de un funcionario para las investigaciones
respectivas. Se sabía que el difunto era prófugo de la cárcel
donde estuvo detenido por los abusos cometidos contra
la maestra. Ella ya no tenía nada que temer, pues su única
amenaza había muerto estrellado contra las rocas filosas del
acantilado en la madrugada.
Vio como se embarcaban las autoridades y su carga. Fue
al hotel y se inscribió. Se bañó, se vistió de saco y corbata,
se maquilló concienzudamente, y, maletín en mano, preguntó
en la recepción la dirección de la casa de la maestra, por lo
que tuvo que escuchar otra vez la historia del suceso que
conmovía al pueblo, sólo que algo cambiada pues le agregaron algo confuso sobre unas luciérnagas, y marchó hacia
la dirección señalada.
Al llegar a la casa tocó la puerta. Una niña le abrió y lo
miró algo asustada. Él preguntó por su mamá. La niña le
dijo que entrara y esperara en el balcón y fue a avisar a su
madre. Al rato escuchó el rechinar de los goznes de una
puerta y una voz cansada dijo:
— Buenos días, señor.
Calixto se levantó y se volvió. Frente a él estaba una
mujer atractiva pero visiblemente fatigada.
— Perdone — dijo — pero debo hablar con usted. Soy
el licenciado Calixto Algandona, y como funcionario judicial
vengo de la ciudad a investigar el incidente…
Calixto tuvo que callar pues el corazón palpitó alocado
163
en el lado derecho. Sintió que no podía respirar por la nariz
sino que el aire le entraba por las orejas y que se desmayaba.
Cuando volvió en sí estaba en el balcón de la casa con una
compresa fría en la frente, y los rostros de María Aparecida
y María Iluminada lo auscultaban con preocupación.
— ¿Se siente mejor? — preguntó la maestra. — Es una
locura caminar en esta isla con el calor que hace en estas
horas del día. Es la primera vez que veo tanta rapidez en la
burocracia estatal. Usted llegó a pocas horas de los hechos
de anoche.
— Estaba en otra investigación en tierra firme y me ordenaron que cambiara el rumbo y viniera para acá — dijo
incorporándose y quitándose la compresa.
— ¿Mami, qué le pasa al señor en la cara? — preguntó
María Aparecida señalando la frente azulosa de Calixto.
— Es sólo una afección de la piel, no es contagiosa
— dijo Calixto. — ¿Me presta el baño?
Luego de retocarse la frente, regresó al balcón y escuchó
el relato de María Iluminada sobre lo acontecido, sólo que
ella no mencionó luciérnagas sino avispas. Afirmó que su
ex marido se había topado con un panal de avispas correvenados, que desesperado con sus piquetes, confundido por la
oscuridad y el desconocimiento del terreno había equivocado
el camino y en lugar de encontrar la playa donde pensaba
sumergirse y espantar a los aguijones de los insectos, había
ido a dar al acantilado.
Calixto anotó o hizo que anotó todo, mientras pensaba
cómo lograr que esa mujer le diese voluntariamente un
abrazo a un desconocido recién llegado, que además parecía
enfermo y que se hacía pasar por funcionario que la investigaba, y que todo esto ocurriese ese mismo día. No tardó
164
165
en darse cuenta que con su interrogatorio presionaba sobre
el cansancio y tensión de María Iluminada y decidió dejarlo
hasta ahí, por el momento.
Al despedirse, escuchó a la niña recordarle a su madre
su promesa de asistir a la misa que se celebraría esa noche
en honor a la patrona del pueblo, y que después verían algo
de la feria. La madre asintió y Calixto tembló al pensar que
era su última noche y que como diera lugar él debería estar
ahí, junto a ella.
En su habitación del hotel, Calixto le puso velas a Santa Radegunda y tomó de la provisión de sidra, que le hizo
dormir una tan buena siesta que la preparó para la noche
más importante de su vida.
*
La iglesia y la plaza estaban plenamente iluminados y
adornados para la ocasión, y todo el pueblo sólo tenía ojos,
oídos y lenguas para la maestra y su hija que actuaban simulando la mayor naturalidad posible. María Iluminada, mientras oraba por el alma de Miguel durante la liturgia, sintió la
mirada penetrante y el aliento del licenciado a sus espaldas.
Al darse la paz antes de la comunión, Calixto intentó un
abrazo pero la mujer lo frenó con su mano extendida.
Al salir de la misa, la feria popular se desenvolvía en la
plaza con el traqueteo de las ruletas improvisadas, el olor de
fritangas y un pequeño tiovivo descolorido para los niños.
María Iluminada compró algo de comer mientras que la niña
disfrutaba del tiovivo. No pensaban demorarse y querían
regresar a casa antes que iniciara el baile en la plaza, pues
sea lo que fuere, una persona había muerto y merecía su
166
respeto. Detrás de ella estaba el licenciado, extrañamente
vestido con un abrigo y corbata y sin sudar en medio de una
noche muy cálida.
Calixto no tardó en abordarla:
— Señora, la entrevista no ha terminado.
— Mañana si gusta, podemos continuarla.
— Tiene que ser esta noche. Mañana ya no estaré. Es
urgente que hable con usted esta noche. Debo contarle algo muy importante, de vida o muerte...
— No quisiera hablar más de la muerte de Miguel, por
hoy. Ya es muy tarde, son como las diez de la noche. Son
muchas emociones juntas. Mañana, es mejor, licenciado.
Retrase su partida.
— Insisto que ahora, antes de la medianoche...
En ese momento la música irrumpió, pues la pareja no
notó que un músico con una armónica había ocupado la
tarima y abría el baile con los primeros compases de una
canción. Casi instantáneamente todo el pueblo se lanzó al
ruedo como si la música los obligara a danzar. Se armaron
parejas y hasta los que estaban solos bailaban haciendo piruetas y riendo. El boticario se encontró de pronto girando
en su silla de ruedas. El sacerdote bailaba con la ramera del
pueblo. Los niños del tiovivo se contoneaban cerca de las
bancas. En el medio de la plaza, María Iluminada y el licenciado Calixto Algandona también danzaron sin parar. En ese
momento, no obligada ni por la música ni por nada, María
Iluminada sintió la necesidad de darle calor a ese cuerpo frío
que estaba cerca de ella. La estremeció su propia soledad,
los meses sin hombre, sin caricias. El angustiado rostro
maquillado le hizo sentir entre lástima y ternura y, por qué
no, deseo. ¡Era libre al fin! Y lo abrazó, buscando sentir el
167
cuerpo de su pareja. Calixto Algandona sintió el cuerpo de
la mujer estrecharse con el suyo y en ese instante un dedo
cálido le recorrió cada vértebra de la columna, por lo que
se quitó el abrigo y lo lanzó lejos de sí. La vida lo inundaba
y un tenue y casi invisible humillo azuloso se desprendió
de su piel. No pudo evitar la erección ni que su pareja lo
sintiera. Su mano derecha recorrió lentamente la delgada
tela de la blusa de María Iluminada en lo que pareció una
disimulada caricia sensual.
Lo que no sabía la maestra era que el atractivo licenciado
que la apretaba en el baile estaba recorriendo con sus dedos
los luceros de su espalda, y reconstruyendo en el firmamento
de su piel una parte de las estrellas que tachonaban el cielo
de la isla.
Los pentagramas
Esa mañana después de asearse, Germinal Miranda
miró fijamente el pedazo de espejo y se dibujó la lágrima
debajo del ojo izquierdo, tal como lo hacia todos los días
desde hace tres años.
Mientras deslizaba el marcador sobre su tez, no podía
descuidar lo que ocurría a su alrededor. El baño de una
cárcel era uno de los lugares más vulnerables, pues tanto la
ducha como el inodoro eran espacios de indefensión que
podían utilizar sus enemigos para fregarle.
Así pues, cada mañana, después del regaderazo con el
chorro de agua cortante y fría del tubo, Germinal realizaba
lo que era ya un ritual. Los demás detenidos entendían
el mensaje con claridad. Una lágrima dibujada o una ceja
afeitada sólo significan una cosa: venganza. Alguien tenía
168
una grave cuenta pendiente con este muchacho, y por ello
cada día marcaba su rostro con la marca del no olvido y su
deber de saldar esa cuenta con la eliminación de su enemigo.
Esto y la acusación de asesinato que pesaba sobre Germinal,
infundían respeto a los demás reclusos.
Germinal tenía dos caras grabadas en su mente. La de
su amigo, su pana, con los ojos desorbitados derrumbándose
sobre el volante con un balazo en la frente, y la del homicida,
ese desconocido que disparó enfurecido, luego de bajarse
de su auto embestido accidentalmente por el bus donde
viajaban los dos muchachos.
La policía no dudó en detener a Germinal, pues sobre
él pesaban varios factores adversos. Sus antecedentes, el
barrio donde residía y que era negro. Lo cierto es que además, recientemente el barrio había sido testigo de una pelea
entre los amigos, hecho que las autoridades interpretaron
como el móvil del crimen. En su expediente no figuraba el
asesinato sino algunos hurtos y delitos menores. Pero nadie
le creyó su versión de los hechos, pues no había testigos,
ni manera de dar con este asesino que huyó en su auto, del
cual Germinal sólo podía recordar que era de color rojo.
Como siempre la soga se rompe por la más delgado, Germinal fue el frágil eslabón de la cadena, que permitió a las
autoridades cerrar el caso con facilidad. Así, Germinal fue
a dar con todos sus huesos a la cárcel. Pasó tres años sin
que ni siquiera lo encausaran mientras sufría las penurias
del limbo de la mora judicial. Sin dinero para abogados y
sin ayuda de nadie, intentó fugarse dos veces. La primera
vez lo hizo solo y fue atrapado a la vuelta de la esquina.
Fue castigado con confinamientos solitarios y con tandas
de golpes cuando lo trasladaron a una prisión de mayor
169
seguridad. La segunda fue una fuga masiva que le permitió
quince días de libertad.
*
Germinal, en cuclillas en un rincón del patio de la cárcel,
limpió cuidadosamente la armónica con el borde de la camisa, se la llevó a la boca y sintió su sabor salobre. Tocó unos
acordes y recordó a Williams III. Lo conoció después del
primer intento de fuga. Era negro pero chombo. Es decir,
descendiente de los “west indian” que vinieron a construir
el canal, gente de habla inglesa y religión protestante. En
cambio, Germinal era descendiente de los esclavos traficados
por los españoles desde hace siglos, parte de los cuales se
rebelaron como cimarrones en los palenques.
Nunca olvidará cuando, casi inconsciente y vuelto un
guiñapo humano por la más severa de las palizas recibidas,
lo despertó una voz que cantaba, mientras sentía que unas
manos le curaban las heridas. Apenas pudo preguntar quién
cantaba y el antillano le respondió que Bob Marley.
Germinal pensó que su espontáneo sanador y cuidador
se llamaba Bob Marley, hasta que ya repuesto éste le explicó que Bob Marley era el autor de la canción que había
cantado y de muchas otras canciones y le extendió la mano
y se presentó:
— Soy John Peter Williams III.
Resultó que Williams III estaba inmerso en el mismo
limbo que Germinal y que por igual afirmaba su inocencia
pues fue utilizado como chivo expiatorio por los que en
verdad robaron en la empresa donde trabajaba.
— ¿Alguna vez oíste hablar de mi abuelo? — preguntó.
170
— Yo me llamo igual que él. Se hizo famoso pues le llamaron el Robin Hood negro. ¿Por qué? Dicen que robaba
a los ricos para darles a los pobres. Lo mataron en 1922 y
operaba en Colón, Calidonia y San Miguel.
— ¿Mató a alguien?
— Negativo. Pilla, lo único que heredé de él fue esto.
Williams miró a todos lados y le enseñó una armónica.
— ¿Sirve? — preguntó Germinal.
— Escucha... Williams tocó parte de la tonada que había cantado. Al rato agregó:
— El nunca se desprendió de este instrumento. Fue lo
único que mi padre pudo rescatar y lo heredé yo.
Germinal Miranda y John Peter Williams III se hicieron muy amigos; más aún cuando Germinal se enteró que
el chombo no sólo curó sus heridas, sino que mantuvo a
raya a algunos depredadores que rondaron al desfalleciente
hombre de la lágrima.
Una noche Williams le contó cómo su abuelo se fugó
de todas las cárceles donde lo encerraron, y que la fuga más
impresionante fue el escape de cuarenta presos que organizó
cuando hacían trabajos forzados en el camino del Parque
Summit al poblado de Gamboa. Por ello la policía de la
Zona del Canal le puso precio a su cabeza. Entusiasmado
por la descripción Germinal empezó a fraguar la fuga que
dos meses después se haría realidad.
Veintiocho presos realizaron la fuga más espectacular de
la historia del país, inspirados en las técnicas de John Peter
Williams I. La mayoría todavía está prófuga, pero tanto Germinal como Williams III fueron vueltos a capturar, pues en
lugar de marcharse lejos se quedaron en la ciudad para buscar
171
–infructuosamente– al asesino anónimo. Los custodios se
cebaron en Williams al ubicarlo como cabecilla de la fuga.
En medio de la tortura se escuchó su voz cantando.
Enfurecidos, sus captores redoblaron sus abusos, hasta
el punto que llevaron al antillano a las fronteras de la muerte.
La noche en que expiró en la celda, sangrante y tumefacto en
los brazos de Germinal, John Peter Williams III se despidió
de la vida. Le entregó la armónica de su abuelo y musitó
casi ininteligiblemente estos versos de Marley: “Una mañana
resplandeciente cuando mi trabajo esté terminado / Los hombres irán
volando a casa.”
*
Germinal escuchó la algarabía de los pericos, se irguió
y puso la mano como visera. Miró hacia el único objeto del
mundo exterior visible desde la ergástula. Una porción de un
poste eléctrico con cinco cables colgantes. Ansioso esperó
por la bandada de pericos que todas las tardes sobrevuelan
la prisión. Los escuchó pero no los pudo ver. La bulla de
sus chillidos se perdió en la distancia. Buscó en su bolsillo
la hoja de papel y repasó el dibujo del pentagrama... y la
imagen de viejo indio invadió sus recuerdos.
El viejo indio siempre estuvo ahí pero era como si nunca
hubiera estado. No hablaba y a nadie le importaba pues no
lo tomaban en cuenta ni para bien ni para mal. Nadie lo iba
a ver a la prisión y era uno de los pocos que tenía la condición de juzgado y condenado. Veinte años de prisión por
el asesinato de un sobrino y ya llevaba catorce cumplidos.
Su rostro era inexpresivo pero nadie captaba que seguía
atentamente, desde su anonimato y su aparente autismo,
172
todo lo que acontecía a su alrededor. El indio estaba tan
invisibilizado que ni Germinal ni Williams captaron que
siempre era la persona más cercana a ellos y que escuchaba
todas sus conversaciones colgado de su pequeña hamaca de
saco de yute amarrada a los barrotes de la celda.
La noche de la muerte de Williams, luego de que los
policías se llevaron su enorme corpachón arrastrado como
un costal de papas, el viejo indio se acercó a Germinal y le
tocó el rostro donde la lágrima pintada se borraba con la
humedad del llanto. Le dijo las primeras palabras que se le
escucharon en catorce años:
— Ibia nis arioge mai.
— ¿Qué quiere decir? Siempre pensé que eras mudo.
— Que lloras, que sufres.
El indio se sonrió, y con palabras en kuna y español
mal mezcladas le consoló. Le habló de la vida y la muerte
y, sobre todo, de la esperanza.
Al cabo de varias horas comprendió el drama del anciano. Su juicio fue hablado en español, y el viejo indio
asintió a todo lo que se le preguntó pues no comprendía
nada del español. La muerte de su sobrino ocurrió en un
lejano paraje del Darién donde ambos estaban de paso, muy
lejos de sus comunidades edificadas en lejanos parajes del
otro lado de la frontera.
Germinal le propuso al indio que desde ese día haría
un cambalache. Él le enseñaría mejor el español y a cambio
aprendería de su lengua y de su sabiduría. También se hizo
el propósito ayudar a resolver esta injusticia.
Escribió cartas e intentó por todos los medios dar a conocer este caso. Hasta que se dio de narices con el hecho de
que nadie le importaba la suerte o destino del indio. Pero
insistió con vehemencia.
173
Una tarde de verano que a fuerza de ser hermosa se aposentó en los lúgubres rincones del presidio, ambos sentados
en el patio gozando de la brisa, presenciaron una bandada
de pericos que irrumpió y rodeó al viejo indio que invocó
algo mirando al cielo. Germinal estupefacto admiró como
las aves respondían con más piruetas y algarabía.
Unos días después ocurrió algo inesperado. En una
reyerta entre bandas, un reo enloquecido por la droga que
traficaban los policías dentro de la prisión, en su arremetida
contra un adversario erró con un afilado estilete que se había
fabricado con un tenedor y cortó la hamaca que se enrojeció
con la sangre del indio. Era un corte feo en una pierna. Los
custodios no le dieron importancia y afirmaron que por ser
carnavales estaban cerrados los servicios médicos, y que el
indio podía esperar hasta después del miércoles de ceniza.
De nada sirvieron las amenazas y hasta las súplicas de
Germinal y otros detenidos. Una septicemia recortó la vida
del indígena en pocos días y se murió como Williams entre
sus brazos. Lo último que hizo el kuna antes de dormir para
siempre, fue señalar el poste de luz y exclamar:
— Sikui tanguen.
Germinal recordó el significado de esas palabras: bandadas de pájaros.
El viejo indio afiebrado se aferró a su brazo.
— Debes encontrar la música, pero sólo debes tocarla
cuando encuentres la paz contigo mismo — susurró y se
derrumbó en la hamaca.
Germinal le cerró los ojos. Entonces mientras caía la
noche de ese martes de carnaval, sucedió. Los pericos regresaron y revolotearon por el patio, se acercaron a la hamaca mortuoria y se posaron en ella, como un último adiós.
Luego se elevaron y se posaron en los cables.
174
Germinal cayó en cuenta que el cableado era un pentagrama; que los pericos eran notas musicales y que las aves
escribían con sus cuerpecitos una melodía. Corrió por un
papel y un lápiz, dando gracias mentalmente por las clases
de solfeo que aprendió cuando niño del maestro Urbina,
cuando formó parte de la banda de música de su escuela.
Trazó las cinco líneas y copió, iluminado por los últimos
rayos del sol, la sinfonía de notas, fusas y semifusas que ese
amasijo cantarín verdiamarillo ponía en los oscuros cables
de la electricidad.
El día en que le daba vueltas en su mente al plan final
de su tercera fuga, Germinal Miranda desvió la vista de lo
que quedaba del magro plato de sopa y miró de hito en
hito al hombre sesentón sudando a mares en su saco ajado,
que se plantó frente a él en el comedor. Era el alcalde de la
prisión en persona, que en una inusual visita al comedor, le
venía a comunicar que podía irse, que estaba libre a partir
de ese momento.
— Fue un error, señor Miranda. Me acabo de enterar
que hace dos años un tribunal lo sobreseyó por falta de
pruebas y la comunicación de esa resolución se perdió en el
camino o quedó atascado en la burocracia. Si usted hubiera
tenido abogados, dinero o influencias...
Germinal se mordió los labios para no gritarle y se
apretó las manos para no entrarle a golpes. Vio su propio
rostro y la lágrima pintada reflejada en los anteojos oscuros
del funcionario y recordó la venganza.
Se levantó de la mesa y sin llevarse nada, sin despedirse
de nadie ni mirar para atrás abandonó la prisión.
*
175
Germinal encontró la escoba y el trapeador donde le
indicó el empleador que miró la lágrima dibujada con curiosidad, pensando que era una mancha en la piel. Este nuevo
trabajo no era muy diferente a los que había realizado en
sus primeros meses de libertad. Era un hombre libre pero
pobre, sin familia ni bienes. Lavó carros, limpió baños, cargó
bloques para poder sobrevivir y realizar sus pesquisas. Logró
que hacer un retrato hablado del asesino y peinó la ciudad
y el país buscando al asesino de su amigo, al responsable de
sus mil días de prisión injusta.
Después de limpiar catorce oficinas, entró a la última
que le restaba. Encendió las luces y silbó de admiración al
descubrir muchas fotos de mujeres desnudas pegadas en las
paredes y acumuladas en mesas y archivadores.
— Vaya, como que tiene algo con las espaldas de las
hembras — pensó en voz alta.
Realizó diligentemente su labor con ánimo de terminar
lo antes posible. Cuando abrió el balcón para sacudir una
alfombra descubrió que en la baranda estaba un pájaro. Un
perico. El ave sacudió las alas y en silencio entró a la habitación, hizo varias vueltas y luego se posó encima de un gran
sobre de manilla que estaba en un escritorio y cantó.
Germinal se extrañó al ver un perico en esas horas de
la noche y con ese comportamiento. Se acercó lentamente
a atraparlo. El perico revoloteó y huyó por la habitación,
pero siempre regresaba y se posaba en el mismo lugar. Ya
no cantó sino que se obró encima del sobre. Disgustado
Germinal le lanzó la escoba y el ave se fue por el balcón
y se perdió en las sombras de la noche. Germinal buscó
un trapo y se puso a limpiar el sobre. Al hacerlo su mente
relacionó algo. Metió la mano en el sobre que ya estaba
176
abierto y sacó un montón de expedientes, varias fotos de
una mujer golpeada. La sorpresa lo sacudió con el impacto
de un golpe al hígado. Entre los documentos estaba la foto
de frente y de perfil de un hombre, de un tal Miguel Bravo.
Era el rostro del hombre del carro rojo, del asesino de su
amigo. Leyó ávidamente el expediente que le entregó todos
los datos que le permitirían encontrarlo. Tomó la foto y se la
echó al bolsillo y salió a respirar aire puro al balcón. Frente
a él silenciosos decenas de pericos posaban en los alambres
eléctricos que atravesaban la calle.
La lancha bailoteaba cada vez que atravesaba la estela
de alguna embarcación que pasaba en dirección contraria y
Germinal se agarró de un travesaño de la cubierta. Tocó la
mochila a ver si los dos objetos seguían allí: la armónica y
el puñal. El asesino estaba en la isla desde el día anterior y
él iba en encontrarlo y matarlo.
Al pensar “matarlo” no pudo evitar un rictus de desagrado. Era la primera vez pero tenía que hacerlo. Sólo tenía
que recordar a su amigo y el martirio de la cárcel para que
el odio se encrespara dentro de él.
Sintió cierto alivio cuando movió los resortes del submundo de la delincuencia para vengarse de Miguel en la
cárcel donde estaba, pero se enteró de su fuga y ese mismo
submundo le dio las pistas para encontrarlo. Lo que significó que él mismo tenía que hacer el trabajo y no a través
de terceros.
Iban muchos pasajeros por motivo de las patronales del
pueblo, según se enteró. En la cubierta llamaba la atención
un grupo de músicos que amenizarían el baile de esa noche,
y un señor vestido de saco y corbata en un día tan caliente y
además con un tono de piel que parecía maquillado.
177
Al llegar al muelle de la isla fue el último en bajar y se
encontró con un grupo de personas que cargaban a una
bolsa negra con un cadáver. Notó que el señor de saco y
corbata se detuvo y que los acompañantes abrieron la bolsa
y le enseñaron la cara del muerto, y luego se marchó. Él
aceleró el paso y logró ver el cadáver también, antes que la
cremallera se cerrara ruidosamente. Empalideció.
— ¿Cómo ocurrió? — preguntó tartamudeando.
Los lugareños le explicaron que ese hombre murió en la
madrugada estrellado contra las rocas del acantilado.
— ¿Saben el nombre de él?
— Su identificación dice que es Miguel Bravo — dijo una
voz. Era el alcalde de la comunidad que lucía un sombrero
de paja del tamaño que correspondía a la importancia de su
cargo de primera autoridad del pueblo.
— Perdonen, señores — dijo y se dirigió al policía que
le estaba acompañando. — Nos deja la lancha. En esta
isla no hay morgue y además si se queda nos acabaría de
dañar la fiesta.
El policía indicó a los demás que le ayudaran a subir
la bolsa negra a la lancha que tronaba con sus motores
encendidos.
*
Recostado en la arena, se extasió con las luces de las
embarcaciones en la bahía de la isla, y apuró otro trago
de seco. Era la primera vez que tomaba en años. Una de
sus promesas había sido no libar licor hasta consumada la
venganza. Se sentía doblemente libre. Libre de la cárcel y
libre de la venganza, pero en el fondo de su ser no estaba
178
seguro de haber podido matar a Miguel Bravo a sangre fría,
de encontrarlo vivo.
Lo cierto es que decidió quedarse en la isla por los pocos
días que estirase el escaso dinero que tenía. Descansaría
al fin. Tomó otro trago y brindó por su amigo asesinado,
por Williams III y el indio viejo. Miró hacia el cielo. Había
muchas estrellas en esa luna nueva que armaban extrañas
constelaciones que no conocía. Con la arena húmeda se
borró la lágrima. Buscó en la mochila el puñal y lo arrojó
lejos al mar. Entonces sintió el otro objeto y recordó la
armónica y el pentagrama.
Repicaron las campanas de la iglesia, terminada la misa.
Anunciaron la fiesta popular. Germinal se levantó, se sacudió la arena y caminó hacia la plaza. Vio a toda esa gente
saliendo de la misa, y la plaza pletórica de luces y animación.
Vio la tarima con el micrófono y los músicos con sus instrumentos listos para empezar a tocar. Sintió por dentro
esa levedad especial, que adquirió desde el momento que
descubrió el contenido y la identidad de la bolsa negra.
Palpó la armónica de John Peter Williams III y el papel
del pentagrama de los pericos, que ya se había aprendido
de tanto estudiarlo. Y recordó las palabras del indio: “Debes encontrar la música. Pero sólo debes tocarla cuando
encuentres la paz contigo mismo.”
Saltó hacia el micrófono y pulsó la armónica con las
notas de esa música. Los músicos se sorprendieron pero les
agradó la presencia de ese espontáneo que tocaba tan bien la
armónica y pensaron que era alguien del pueblo. La gente
pensó que era uno de los músicos recién llegados.
Lo demás es historia. Con el embrujo de la tonada todos
bailaron. Todos tuvieron que bailar. Hasta una pareja que
179
empezó a bailar separada y que luego se pegó tanto, que
hasta soltó un extraño humillo azuloso, bajo los luceros
que tachonaban el cielo y los cocuyos que titilaban en la
oscuridad del monte.
180
181
182
xxiv
REMEDIO PARA LA CONGOJA
A Isabel Romero
Era uno de esos días que anochecen temprano, tras la
cortina de cuentas plateadas que dibuja la lluvia en las ventanas. Federico Sánchez me miró en silencio.
— ¿Me comprende usted don Federico? Ya no sé qué
hacer. ¡Estoy frito!
— Dicen que nada es imposible — musitó el viejo.
— Se dará cuenta que mis problemas no tienen remedio
ni salida posible — insistí.
Se cambió de la silla a la hamaca. Meciéndose con el
pie descalzo en el piso, contó…
*
A un hombre se le metió en la cabeza la idea de convertirse en santo. Nadie sabe cómo se le ocurrió eso, pues
hasta ese momento no se conocía que tuviera madera para
tales menesteres. Nunca fue sacristán, ni tañó campanas en
la iglesia, ni participó como novicio o diácono. La verdad
es que prefería las lecturas y películas profanas al catecismo,
el santoral o la Biblia.
El primer paso para hacerse santo fue realizar un milagro un día cualquiera. Pasó una mariposa tornasolada por
183
la esquina del mercado, donde se arremolinaba la gente a
comprar sus billetes de la lotería. Atrapó suavemente la
mariposa entre los dedos, le hizo una señal enigmática y
la mariposa se convirtió en un billete de lotería premiado
del sorteo anterior. Seguido por una multitud, el hombre
se dirigió a la agencia de cambio, cobró el billete y repartió
el monto entre los presentes, pero solo a los niños y a los
ancianos.
La semana siguiente tocó la muleta que sostenía al pordiosero estacionado en las puertas de la iglesia y la convirtió
en oro puro. El limosnero, con ese tesoro, compró una
prótesis para su pierna ausente e instaló un negocio de zapatería, hoy de gran éxito.
No tardó mucho para que el cura lo descalificara por
no ser un hombre pío y lo llamara charlatán. El predicador radial más escuchado despotricó contra él y lo llamó
farsante.
El alcalde le exigió que portara un permiso para realizar
milagros. Como no existía un permiso así ni nada parecido, no se lo concedieron, pero cuando se acercaban las
elecciones y el hombre era muy popular, el alcalde recapacitó
y elaboró un decreto que permitía hacer milagros, previo
permiso de la primera autoridad del distrito.
A los pocos días el hombre pasó frente a un edificio
en construcción. En ese momento se partió un andamio
instalado a gran altura y tres trabajadores cayeron al vacío.
El hombre recordó la prohibición de hacer milagros y con
un ademán suspendió a los tres obreros en el aire a la altura
del quinto y sexto piso.
— Esperen un momentito — les grito. —¡Voy donde
el alcalde para pedirle el permiso de hacer un milagrito!
184
El alcalde estaba en sesión extraordinaria del Concejo,
por lo que el hombre tuvo que esperar hasta un receso para
obtener el permiso correspondiente. Al regresar al edificio
en construcción encontró a los trabajadores suspendidos
en al aire. Restos del andamio les sirvió como mesa para
jugar dominó. Un curioso les lanzó las fichas, eso sí, con
carácter devolutivo.
El hombre esperó a que un jugador estrellara su última
ficha contra la madera, cerrara el juego y cobrara las apuestas.
Entonces, los bajó lentamente, mientras ellos revolvían las
fichas para iniciar una nueva partida.
La gente aclamó al hombre y criticó al alcalde por su
absurdo decreto, el cual tuvo que derogar por otro, que proclamara la libertad absoluta para hacer milagros, siempre y
cuando fuera en función del bien público.
Nadie olvidó cuando hizo florecer rosas sin espinas,
en todas las tumbas del cementerio de la ciudad en Día de
los Difuntos. Tampoco cuando en el Día del Niño fabricó
un arco iris en el interior de cada cuarto de todas las casas
condenadas. Ni cuando danzaron las antenas de televisión
que erizaban los techos herrumbrados de la ciudad, a ritmo
de la murga de un domingo de Carnaval. Y menos, cuando
sacó la plaga de cucarachas que saturaban la ciudad: tocó
un yukalele que había hecho con los restos de un palo de
mango derribado por un rayo y guió a los insectos con su
música hasta ahogarlos en el rompeolas del puerto.
Nunca explicó a nadie de dónde nacía su poder ni cómo
se generaba. Los mandamás, en lugar de perseguirlo o satanizarlo como intentaron en un principio, prefirieron cambiar la
táctica y acapararlo, pero con magros resultados. El hombre
185
seguía siendo el de siempre, sentado todas las tardes en el
mismo parque, con la misma sonrisa de oreja a oreja.
Un viernes en la noche se achispó con un par de cervezas que le brindaron y se le ocurrió levitar a los locos que
deambulan por las calles. Todo el mundo lo pudo ver con
claridad, gracias a la iluminación de los reflectores militares
de uno de los fuertes vecinos, que siguieron las circunvalaciones aéreas de los orates, pensando que podían ser potenciales amenazas a la seguridad del Canal.
¡Cómo volaban! El loco que se encuera hizo su destape en el aire, con la gracia de un bailarín de ballet. El que
come pan frenéticamente, aprovechó su ventajosa posición
para disparar viriles, michas y flautas a las cabezas de los
que siempre se burlaban de sus extravagancias. Un demente aprovechó para orinarse sobre un exclusivo club social.
El colmo fue el que cree ser Adolfo Hitler, pues se la pasó
hurgando en los tejados buscando los componentes para
armar una superbomba, pero fue neutralizado por el que
se cree Dios, quien se lo llevó y lo maniató a la gran antena
de telecomunicaciones que domina la ciudad.
El mismo hombre también voló entre los locos, muerto
de risa por sus ocurrencias. Todo iba bien hasta cuando
tres helicópteros Cobra, armados hasta los dientes, les conminaron a suspender el espectáculo y regresar a tierra de
inmediato. El hombre a regañadientes cumplió la orden,
pero convirtió las armas de las naves de guerra en dulces
de manjar blanco.
A la mañana siguiente, presionado por amenazas, acusaciones, demandas, sermones, filípicas y exordios surgidos
a raíz del vuelo de los locos, el hombre se presentó al programa de radio más escuchado. Solo dijo esto y se fue:
186
— ¿Saben? Se acabaron los milagros.
Y no los volvió a hacer aunque pudo evitar diecisiete
accidentes, apagar cuatro incendios, detener once suicidios
y exterminar nuevas plagas, ahora de ratas, alacranes y
chinches.
Las privaciones que siempre habían atravesado los pobres de esa ciudad se agravaron. Los casos de desnutrición
y enfermedades se triplicaron. Las casas se caían solas de
viejas y apolilladas. Los hombres y mujeres sin trabajo llenaban los parques, con las manos en los bolsillos.
No solo fue una comisión de alto nivel la que acudió
ante el hombre a pedirle su intervención, sino también una
marcha de famélicos y desarrapados. El hombre los escuchó
lejanamente pues conocía muy bien lo que sucedía, ya que
él vivía allí. Fue otra vez a la radio. Convocó a todos los
habitantes de la ciudad a reunirse en una gran explanada
situada en la periferia. Miles y miles se movilizaron. Los
que tenían, llevaban provisiones para comer y petates para
sentarse.
Cuando todos estaban reunidos, el hombre se subió a
un viejo camión abandonado que hacía las veces de tarima.
Sonrió de oreja a oreja. Sacó su merienda de una chácara
que llevaba al hombro y frente a todos la compartió con una
viejita que estaba cerca de él, que no llevaba nada. La gente
comprendió. Los que tenían comida la compartieron, también el espacio de sus petates. También ofertas de empleo,
consultas gratis en clínicas, afianzamiento escolar y alfabetización. Se hicieron amistades y se deshicieron entuertos.
Se crearon juntas para reparar casas y cosas similares. Los
que no quisieron compartir se fueron avergonzados, a contar
sus monedas en las cajas fuertes.
187
El hombre no dijo nada. La gente le aplaudió, primero
tímidamente, luego las palmas fueron creciendo hasta envolverlos a todos y todas en un gran abrazo...
*
— Don Federico, entiendo la moraleja — exclamé.
— Nosotros mismos podemos “hacer los milagros”, si
cambiamos nuestra actitud.
— Más o menos.
— ¿Es el único remedio? — pregunté.
— Existe un remedio para la congoja — sonrió. — Los
miskitos cortan hojas de achiote de los cuatro puntos cardinales, lo machacan en una taza grande con agua y con esa
agua se lavan la cara.
— ¿Servirá...?
Me interrumpió el estallido de un trueno. Se fue la luz
y nos cayó la noche de golpe. Quedamos en tinieblas.
Me levanté. Palpé las paredes y busqué a tientas la
cocina donde de seguro encontraría cerillos o velas. Le
decía a Federico que se quedara quieto que me encargaría
de todo. No encontré nada. Maldije al derribar unas ollas,
rodar un tanque de gas vacío que desparramó por el piso
un saco de limones.
Un relámpago fosforó en el aire. Conté los segundos
para el trueno, que no se hizo esperar. Pude regresar a la
sala, gracias al fogonazo que me permitió ver a unos metros,
sin cometer más trastadas.
Federico estaba en el mismo lugar donde lo dejé. Me
produjo escalofríos su quietud y su silencio. Le escuché
ponerse de pie y caminar hacia la puerta de la entrada. Vino
188
el siguiente relámpago. Abrió la puerta y con un alarido
sobrehumano la cerró de golpe. Atrapó la luz del relámpago dentro de la casa.
Alumbrados por una prístina luz que irradiaba hasta el
último rincón, permanecimos por casi una hora. Mientras
la lluvia tamborileaba sobre el zinc, Fede calentó la cena y
me invitó a sentarme a la mesa. Comimos sin comentar el
suceso, hablamos de deportes y nimiedades.
Escampó y decidí que era hora de marcharme. Le di la
mano y nos hablamos con los ojos sin mirarnos. Intuí que
era la última vez que le vería con vida y que la casa iluminada
en medio de la noche era en cierta forma su despedida. No
lo pude evitar y lo abracé fuertemente como quise y nunca
pude abrazar a mi padre, ya fallecido. Federico sostuvo el
abrazo y sentí su respiración agitada.
Federico abrió la puerta para que yo pudiera salir, y la luz
del relámpago huyó rauda como pájaro libre que atraviesa
la jaula abierta.
Un trueno retumbó en la lejanía, mientras me alejaba de
su casa, camino a la mía. La algarabía de la gente del barrio anunció que se restablecía la energía eléctrica, mientras
todas las viviendas se iluminaban. Miré hacia atrás. La casa
de Federico era la única a oscuras.
Respire profundamente el aire húmedo y no pude evitar el llanto. Al pasar junto a la cerca de Mister White, metí
la mano y –norte sur este oeste– tomé prestadas las hojas
del achiote.
Los perros aullaban cuando la luna emergía de su escondite de nubes e iluminaba cada rincón de la calle.
189
190
191
192
Índice de fotos
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
Gestos en el vientre de un bus
Niño en un bus, Panamá, 2003 (portada)
Te estoy viendo
Remate de cierre de un supermercado esotérico,
Panamá, 2003 (después de la pág. 14)
Calle de los aguevados
(después de la pág. 30)
Hay carbón
(después de la pág. 40)
¿Qué sopa laopé?
Barbero de Colón, calle 4, 2002 (después de la pág.
50)
Aleteos de mar y tierra
Muelle Fiscal, Panamá, 2002
(después de la pág. 58)
Barcos en la Bahía de Panamá
(después de la pág. 76)
Hombre reposando
(después de la pág. 88)
Mirada desde la ternura
Niña con muñeca, Taboga, 2003 (después de la
pág. 94)
“¡Y, sobre todo, alerta!
Si te mira el espejo,
porque puede beberse,
sediento tu reflejo.”
193
10.
11.
12.
13.
14.
15.
16.
(Rogelio Sinán, Onda, 1929)
David Arce, Boquete, 2002 (después de la pág.
100)
Dos íconos
Interior de la cantina “Fanny”, Taboga, 2003
(después de la pág. 110)
“Fragancia de jardines y encaristia de huertos,
encienden un aromado retablo nazareno”.
(Rogelio Sinán, Semana Santa en la niebla, 1949)
Adela de Arce, Boquete, 2002 (después de la pág.
118)
Niña tocando campana
En el campanario de la iglesia de San Pedro de
Taboga, 2003 (después de la pág. 128)
Ángeles
Procesión en Taboga, 2003 (después de la pág.
144)
Procesión
Taboga, 2003 (después de la pág. 164)
Vista desde el campanario de San Pedro
“Siento que la campana se renueva por cada rama que la
tarde quibra!”
(Rogelio Sinán, Saloma sin salomar, 1969)
Taboga, 2003 (después de la pág. 180)
Velero en el Morro
“Luz del cielo elevado/ como torre del mar/ sobre las
aguas”.
(Pablo Neruda, Tercer libro de Odas)
El Morro, Taboga, 2002 (después de la pág. 190)
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