RBA - Lectura Adictiva

Transcripción

RBA - Lectura Adictiva
Traducción de Ana Herrera
RBA
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Capítulo 1
Seguro que no habéis conocido a nadie como yo. A menos, claro, que hayáis conocido a una persona que sobreviviera al intento de ahogamiento por parte de su madre, y
que ahora viva con un padre alcohólico. Si hay otras personas así, quiero conocerlas pronto. «Pronto», así, es mi
palabra favorita, ahora mismo, y es lo que dicen en las series policíacas cuando un detective quiere información enseguida. De esa gente sí que podría aprender mucho, sobre todo si fueran mayores que yo, que tengo casi doce
años. Ahora mismo tengo que aprenderlo casi todo yo
sola.
Esto es lo que he escrito en mi diario «real». Nunca podría
decir todo esto en voz alta. Nunca.
Por si queréis saberlo, tengo un diario real y otro de men­
tira. El de mentira es el cebo, ese que escondes a plena vista.
Si alguien lo encuentra y lo lee, piensa que eres normal y si­
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gue con lo suyo. Cuando escribes en ese diario, lo único que
tienes que hacer es imaginar que un adulto lo está leyendo y
escribir cosas así:
Hoy ha sido un día estupendo. He sacado un sobresaliente
en una prueba de mates, y he hecho una nueva amiga que se
llama Denise, y que canturrea en la clase de álgebra.
El diario de verdad es solo para mí. Privado y auténtico. Úl­
timamente he escrito sobre algunos problemas que intento
resolver. Esto, por ejemplo:
Quedan solo dos semanas de colegio. En cuanto suene el
timbre final, tendré dos problemas enormes:
Problema número 1: Pasaré un verano aburridísimo,
porque tendré que estar en la aburrida casa de mis abuelos.
Problema número 2: Empezaré séptimo dentro de tres
meses y tendré que hacer ese horrible trabajo del árbol
genealógico que ha hecho la hermana de Lisa este curso.
Todo el mundo en el colegio sabrá lo de mi madre.
Puedo intentar cambiar el problema número 1, pero el
problema número 2, por desgracia, es imposible de resolver.
No se me ocurre ninguna manera de evitar ese trabajo, a
menos que me traslade a vivir a otro sitio y vaya a otro
colegio. Investigaré esa posibilidad.
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Es un poco difícil llevar dos diarios a la vez, pero es necesa­
rio. Tengo que mantener los hechos, las pistas y las listas de
palabras en un lugar donde no las vea nadie más que yo. No
todo el mundo responde a las palabras de la misma manera.
Algunas palabras son problemáticas. Una palabra problemá­
tica cambia la cara de la persona a la que se la dices. «Amor»
puede ser una palabra problemática para algunas personas.
«Loca» es también una palabra problemática.
Lo sé muy bien.
Una vez, cuando acabábamos de venir a vivir a Garland, a
nuestra horrible casa de alquiler marrón en Yale Court, mi
padre se puso tan tenso que parecía que iba a pegar a alguien
cuando utilicé la palabra «loca» para describir a mi madre.
Era el Día de Orientación Profesional en el colegio. Papá me
había preguntado si tenía alguna idea de lo que quería ser de
mayor. Para ser sincera, todavía me lo estaba pensando, por­
que esperaba ver si me volvía loca como ella.
De modo que le dije a mi padre:
—¿Por que no esperamos hasta que sepa si he heredado su
locura, antes de decidir qué trabajo puedo hacer?
No sé por qué dije eso en voz alta. Normalmente tengo
mucho cuidado con las palabras.
Vi en los ojos de mi padre el daño que le había hecho,
tanto, que quise salir de la habitación. Pero como él estaba
obstaculizando la única salida de nuestra cocina, que tiene
forma de U, no podía irme. El plan B que tenía era meterme
en un armario de la cocina y esconderme allí. Y eso no es
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ninguna tontería, porque los armarios de las casas de alquiler
son asquerosos de verdad. Si hay una lista de los sitios más
horribles del mundo, esos armarios están incluidos en ella.
—Lo siento —dije.
Él cogió aire con fuerza y me dijo que no, que yo no me
iba a volver loca, y por favor ¡no vuelvas a usar nunca, NUN­
CA JAMÁS esa palabra para describirla a ella, jovencita! No
pude contestarle nada porque tenía miedo. Ojalá hubiese te­
nido valor para decirle que había buscado la palabra «loca»
en el diccionario.
Sabía que había elegido la palabra adecuada.
loco, adj.: trastornado, demente, insensato.
Añadí «loca» a mi lista de palabras problemáticas.
Escondo el diario real entre dos toallas dobladas, debajo del
lavamanos de mi cuarto de baño, y dejo el cebo en mi mesilla
de noche. Tiene una cerradura dorada y brillante, de modo
que se puede pensar que guarda palabras importantes.
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Capítulo 2
Yo solo tenía dos años cuando mi madre llenó de agua el
fregadero de la cocina e intentó ahogarme. A veces me parece
como si ella fuera la madre de otras personas, unos que vivie­
ran en la casa de enfrente, y que nosotros estuviéramos vien­
do su historia en las noticias y pensando: «Vaya, qué desgra­
cia, pobre familia». Los psicólogos a los que me envió mi
padre una vez intentaban constantemente obtener más deta­
lles, o meterme más detalles en la cabeza, de lo que ellos lla­
maban «el incidente».
Uno de los psicólogos, el doctor Madrigal, estaba tan se­
guro de que yo podía recordar algún detalle de ese día que
me preguntaba constantemente si tenía pesadillas protagoni­
zadas por el agua o miedo al agua. Pues no, no las tengo. Pero
te lo juro, si llego a ir más tiempo a su consulta, estoy segura
de que habría acabado teniendo miedo a nadar.
O sea que aunque yo soy la hija, y fue a mí a quien ella
quiso matar, lo único que sé de la historia es lo que hay escri­
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to por ahí. He investigado un poco. Muchos de los detalles
los puede encontrar cualquiera que tenga un ordenador. No
me atrevo a mirarlo en casa, así que he buscado en la biblio­
teca introduciendo las palabras «juicio de Jane Nelson».
Jane Nelson es mi madre.
Si hacéis esa búsqueda, Google os dirá que «hay 821.000
resultados». Así de famoso es su caso en internet. Se puede
hacer clic en su página de Wikipedia primero, y enterarse de
los hechos. Jane Nelson nació en Texas. Su madre fue asesi­
nada cuando ella tenía nueve años. Criada por su padre. Es­
tudió enfermería. Fue madre a los treinta y un años. Interna­
da en un hospital mental a los treinta y cinco.
También podéis mirar los artículos sobre su juicio y encon­
trar detalles que uno no querría que fuesen verdad, como por
ejemplo: jane nelson abrió el grifo cuando su marido,
tom nelson, se fue a trabajar.
Ella me ahogó a mí primero. Luego a Simon, mi hermano
mayor. Es mi gemelo, nacido tres minutos y medio antes que
yo. Un mensajero de UPS llamó a la puerta y encontró a mi
madre empapada. Ella le pidió que llamase al número de
emergencias. Lo demás son todo rollos judiciales, quién te­
nía razón y quién estaba equivocado, y pruebas de que ella
estaba loca. No entiendo nada de juicios. Y sí, he dicho bien,
juicios.
Hubo dos.
Primero el de mi madre, en el que acabaron declarándola
demente y condenándola a una sentencia de duración inde­
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terminada en una institución de salud mental aquí en Texas.
Segundo, el de mi padre, por no ser capaz de protegernos.
No me preguntéis cómo se entiende eso, ya que estaba en el
trabajo cuando mi madre se convirtió en criminal, y claro,
no sé cómo habría podido protegernos. Pero los periódi­
cos no escribieron cosas buenas de él, aunque le declararon
no culpable.
Lo único que sé con toda seguridad es que Simon no tuvo
tanta suerte como yo. Está enterrado en una tumba muy pe­
queñita en Houston, y yo estoy en esta casa marrón y fea de
Garland con un teléfono móvil rosa y brillante que emite la
sintonía de «Crazy Frog», y por eso sé que es Lisa la que llama.
Dejo mi diario.
—Hola.
—¿Has visto?
—¿El qué?
—Emma Rodriguez tiene una relación, es oficial.
Por si os interesa, Lisa está obsesionada con las relaciones.
—¿Y con quién? —pregunto yo.
—Míralo y llámame luego.
—Pero dímelo ya...
—¡Ve a mirar!
Cuando colgamos, noto como si me rodease una nube de
irritación. Ella suele hacer eso. Provoca a la gente dando in­
formación. Sería estupendo si pudiera hablar con ella de co­
sas de verdad.
Como de Simon.
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El doctor Madrigal me dijo que debía intentar «compartir
mis sentimientos» con niños de mi edad, pero ¿qué sabe él?
Siempre me recordaba que los crímenes de mi madre no eran
culpa mía. Bueno, pues eso ya lo había pensado yo solita,
muchas gracias. Mi madre no me conocía de verdad, como
una persona conoce a otra. Ella estaba enferma y yo solo te­
nía dos años. Podéis pensar que en realidad todo eso no im­
porta, porque pasó hace mucho tiempo, pero no es verdad.
A los periodistas les gusta recordar a la gente cosas que le han
pasado.
Cuando hay una noticia sobre una mujer que mata a su
propio hijo, casi siempre hacen alguna referencia a mi ma­
dre. Así de famosa es su historia.
Ya veis por qué tengo tanto miedo del séptimo curso,
Miedo con eme mayúscula. Sencillamente, no puedo ima­
ginarme a mí misma presentando un proyecto de árbol ge­
nealógico con nombres, detalles, gráficos, acontecimientos
históricos importantes de la familia y «la conexión más inte­
resante que puedas observar a través de las generaciones».
La hermana de Lisa hizo aquel mismo trabajo el año an­
terior, y Lisa no hacía más que decir que le robaría el trabajo
a su hermana para no tener que hacerlo ella, y que su abuela
cantó una vez en Broadway. Lisa decía que por eso le iban a
dar a ella el papel principal en Ellos y ellas, y así fue, de ma­
nera que no había forma de hacerla callar.
Claro, yo podía mentir e inventarme una familia entera
con bonitas cualidades, como por ejemplo, talento para ta­
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llar la madera. Podía decir: «Ah, sí, mi familia hizo una es­
tantería para George Washington, y mira cómo he afilado
este lápiz».
Pero seguiría teniendo a mi alrededor a todos esos fan­
farrones como Lisa, que tienen algo bueno de verdad en la
manga, y, de todos modos, se me pone el cuello rojo cuando
miento. Especialmente, si tengo que presentarme delante de
Angela Nee, que viste supermoderna. Angela y yo estamos la
una al lado de la otra en el anuario escolar, pero esa será
la única vez que estemos juntas en algo.
Angela Nee: alta y con los ojos verdes. El pelo negro y bri­
llante, perfecto. A menudo la confunden con una modelo.
Levanta la mano en clase y siempre tiene la respuesta correcta.
Sarah Nelson: bajita, ojos marrones. Pelo castaño y corto,
sin estilo. A menudo creen que va a quinto curso. Hay que
obligarla para que dé una respuesta.
A lo mejor no me gusta ir a séptimo y tener que hacer un
trabajo de un árbol genealógico que informe al mundo ente­
ro de los genes locos que se transmiten en mi familia, pero
¿me gustaría saber algunas cosas más de mi madre? Pues sí,
me gustaría. Me gustaría tener información de ella y guar­
dármela toda para mí. A lo mejor, que a las dos se nos dan
bien las plantas. O a lo mejor, que las dos podemos hacerlas
crecer y prosperar sin problemas.
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Capítulo 3
Resulta que Emma Rodriguez tiene una relación con Jimmy
Leighton. Por eso ha insistido tanto Lisa. Porque sabe que a
mí me gusta Jimmy. Bueno.
Cuando acabo de escribir sobre los problemas 1 y 2 en mi
diario, cuento los días que faltan para que acabe el colegio y
llegue el verano. Trece días más en sexto, incluyendo el fin de
semana. Lisa se va de campamentos en cuanto acabe la es­
cuela, así que no podré «compartir mis sentimientos» con
ella.
De modo que escribo que lo que necesito es un informa­
dor, que es una palabra que encontré una noche en el diccio­
nario:
informador, n.: persona que suministra datos como
respuesta a los interrogantes de un investigador.
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Por si os interesa, las páginas de mi diccionario están ya
medio desvaídas. Tengo mis palabras favoritas subrayadas
en azul. A papá no le gusta nada que escriba en los libros,
pero me gustan las palabras de todo tipo, y tengo que ha­
cerlo.
Papá debería ser mi informador principal. Pero un infor­
mador habla, y a él no le gusta hablar de nada, solo de lo que
tiene que comprar en la tienda.
Este es un ejemplo de conversación con mi padre:
—¿Nos queda leche? ¿Tenemos cereales? ¿Y si hacemos
tortitas el sábado?
En estas conversaciones no se requiere que tú digas nada.
La información auténtica tengo que sacársela. Él es un hela­
do muy congelado y duro, y yo una cuchara mala. He apren­
dido lo siguiente: no sacas mucho helado, por muchos es­
fuerzos que hagas, y la cuchara se acaba doblando.
Como siempre, tengo que averiguar las cosas por mí mis­
ma, y responder a las preguntas que plantea mi cerebro. Por
si os interesa, busco señales, para comprobar si estoy loca o
no. Cuanta más información recojo, mejor puedo defender­
me contra el mundo, contra el hecho de que mi cerebro pue­
da ser como el de ella, o no.
Hasta ahora solo he decidido una cosa para resolver el
problema de empezar séptimo. Me ocuparé yo del caso,
como dicen en las series policíacas. Buscaré pistas. Decido
escribir los nombres de todas las personas que saben más de
mi madre que yo. Podrían ser mis fuentes. Papá, mis abuelos.
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Y, claro, mi propia madre. Cuando tenga la información su­
ficiente, sabré qué hacer con ella.
Debajo del nombre de mi padre pongo una nota: él no
siempre dice la verdad.
1. Fuente poco fiable
2. Le dice a la gente que es viudo
A continuación están mis abuelos. Escribo sus nombres en
otra página y tomo algunas notas sobre las pistas que me
podrían dar.
1. Además de papá, son las únicas personas que conozco
que conocían a mi madre antes del «incidente».
2. Mi abuela dijo una vez que era «bohemia».
bohemio, adj., n.: persona, por ejemplo artista o
escritor, que vive y actúa con libertad, sin tener en
cuenta las normas y prácticas convencionales.
Por el tono de voz de mi abuela, no parecía un cumplido. Era
como cuando a veces le digo a Lisa que su ropa «está bien»,
cuando en realidad es un desastre.
En otra página del diario escribo el nombre de mi madre.
Y me quedo mirándolo mucho rato.
Jane Nelson.
La página sigue en blanco.
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Ojalá pudiera levantarme y pedir (como hace mi profesor
de lengua): «Por favor, cuéntame con tus propias palabras
qué ocurrió el día que intentaste matarme». Pero no puedo.
Cierro mi diario y lo vuelvo a guardar en su sitio entre las
toallas. Luego me miro en el espejo hasta que mis ojos son
como los de una persona calmada, que no tiene ningún mie­
do. Me digo a mí misma: «Quiero saber, con tus propias
palabras, qué ocurrió. Antes de que me respondas, debes sa­
ber que no te guardo rencor. Simplemente, estoy llevando a
cabo una investigación. Se agradecerá tu cooperación».
Ensayo las palabras delante de Planta, que, si leéis mi dia­
rio real, sabréis enseguida que es mi mejor amiga. Solo hay
dos cosas que han venido con nosotros a «todas» las casas de
alquiler: Planta y la caja de objetos diversos. Yo meto a Plan­
ta en la nueva casa, y papá deja la caja de objetos diversos en
el garaje. Cuando le pregunté por la caja, él me dijo que «di­
versos» son esos objetos que no sabes si los necesitarás hasta
que los necesitas.
La mayoría de las veces, cuando riego a Planta, tengo una
nueva palabra problemática que contarle. Todas están mez­
cladas en su tierra, muy hondo. Si los secretos fueran semi­
llas, saldrían muchas hojas que me pondrían colorada.
Y si crecieran y le enseñaran al mundo todos mis secretos,
no sé lo que haría yo. Probablemente mentiría, y diría: «Ah, ya
estaba aquí cuando vinimos. Esos secretos son de otra chica».
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