Sin título-1 - Todosleemos

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Sin título-1 - Todosleemos
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Teorema familiar
por Alberto Sardino
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Todos los derechos de la obra y usos de la misma pertenecen a
su autor quien no será hecho publico haste el momento de
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Alberto Sardino
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Capítulo 1
En la estirpe de otro Dios fue como se vio a la luna estallar en
un chorro de luz tan grande que no distinguió nada. Tuvo que
cerrar la entrada de luz a los ojos con las manos extendidas y las
palmas abiertas. Mediante ese resguardo se veía claro –muy
rojo claro– aún. Tanto así que cuando volvió al pasillo se sentía
como cegado de tanta fuerza.
Sintió sus ojos descuidados, parpadeó unas veces y luego le
dolió unos segundos la cabeza por la afección lumínica. Sus
manos estaban hinchadas temprano a la mañana, acostumbrado
a que el cuerpo le reaccione así en sus primeras horas. Se tocó el
pecho con la mano derecha para sentir el sudor, parpadeó un
poco más. Le gustó lo que vio, a excepción de la sensación posterior. La gente a su lado parecía sentirse igual y comentaba
cosas acerca de eso. “Es llamativo cómo los mismos efectos
artificiales o naturales pueden hacer reaccionar a las personas
de modo tan distinto”, se escuchó decir a una señora bastante
mayor. Ella misma, con una voz algo ronca, agregó segundos
después: “Lo que no es agradable es que te ofusque tanta luz, es
tremendo”, mientras hacía un gesto con sus brazos agitándolos
desde arriba de su cara y bajándolos, señalando sus ojos con la
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punta de los dedos. Algunos adhirieron con la cabeza y charlaron. Sirvió como disparador el tema observado y comentado
por la mujer. Pasaron hasta el salón contiguo, que no era parte
del trayecto. Como es costumbre del itinerario todos comieron
y tomaron infusiones con azúcar por indicaciones de la guía del
lugar para contrarrestar los efectos del bajo apremio. La mesa,
dispuesta por la institución, estaba llena de galletas dulces,
bebidas frías y calientes sobre un mantel grueso, almidonado y
todo blanco. La guía insistió en que todos tomaran mucha azúcar y comieran algo dulce. Ella empezó a hablar de que lo acontecido era normal. Ricardo escuchó palabras risueñas que
decían que si alguno se “siente un poco mal, que avise, no se
haga el tonto”, advirtiendo los efectos. También estaban disponibles las aspirinas si las necesitaban. “Acá estamos para que
todos disfruten del lugar y se sientan bien. El que se sienta mal
avise que con el ticket de hoy, el que compraron hoy, pueden
venir en todo el mes, así que no hay por qué aprovechar el día de
hoy especialmente”.
Parada en frente del grupo, vestida con un traje color azul
oscuro, Raquel, la guía, se dirigió a todos.
–¿Están todos bien? –preguntó con suavidad pero con firmeza antes de seguir el recorrido. Todos escucharon lo que dijo.
–Está buena la guía, tiene todo.
Ricardo escuchó eso proveniente de una voz masculina y
pensó de modo absolutamente afirmativo, y que estaba bien
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proporcionada la joven.
–Sí –dijeron casi a coro. Ricardo se dio vuelta y vio que quienes decían que “sí” movían la cabeza de arriba hacia abajo reiteradamente.
Pasaron algunos minutos y la gente fue tomando la impresión de que el recorrido era largo. Pensaron que la advertencia
de “sentirse mal” era por la intensidad y el tiempo que llevaba
toda la actividad. La mayoría de los visitantes eran jubilados.
Ricardo era el único joven del contingente.
El edificio tenía algunas características particulares. Los
pasillos se abrían inmensos y altos, de un color crema de descanso visual. El techo y las aberturas eran de forma semicircular
con un relieve moderado, con algo de elegancia barroca. El
adecuado color crema convertía al lugar en un inmueble reciclado con cierta clase. Cinematográficamente el edificio era
una residencia del mundo de la imaginación. La cantidad de
habitaciones llamó la atención de los visitantes (siempre llama
la atención), aunque los efectos especiales y la visión nocturna
fueron las grandes sorpresas con elogios incluidos. Raquel, la
joven y atractiva guía, dijo que los horarios disponibles de visitas eran de 19 a 22, de lunes a viernes, y de 19 a 24 los sábados,
domingo y feriados. Aquellos días y horarios informados
podían disfrutarse con la vista nocturna natural.
–Pero si es tan larga como ésta, mejor nos traemos una
almohada y directamente nos quedamos a dormir –dijo bro-
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meando, ya desenvuelto, el mismo hombre que opinó del atractivo de Raquel. Las pequeñas risas eran expresadas para adentro
y se reprodujeron unos segundos.
Cerca del mediodía casi todo estaba recorrido. El Instituto
de Energía no Convencional beneficiaba con un itinerario suficientemente organizado para una visita científica y turística
ideal; se aprende y se escuchan muchos datos útiles.
La visita finalizó y el joven caminó hacia la parada para
tomar el colectivo con dirección al barrio de Flores donde estaba alojado y lo esperaban.
–Es como esas excursiones que se hacen en la escuela primaria. El instituto depende de un organismo que se llama Dirección Nacional de Recursos Energéticos; utiliza edificios que
sirven para eso o, bueno... como por ejemplo el Planetario...
muchos museos, sólo que no me acuerdo los nombres… Fábricas de paneles solares y universidades. A mí me gustó mucho,
en serio. Ah, como el Museo de Ciencias Naturales “Bernardino
Rivadavia –contaba Ricardito, recordando con recupero, a su
pariente que lo escuchaba y miraba sus gestos. La visita al
museo había sido realmente entretenida. Se deslumbró con la
potencia tecnológica de los chorros de energía.
Ricardito se encontraba por primera vez en Buenos Aires sin
la compañía y tutelaje de su madre, y por lo tanto hacía prácticamente lo que quería, con sus propios tiempos y sus caprichos.
Durante la visita, su madre le había depositado en la cuenta
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bancaria unos pesos más para que no pasara contratiempos económicos. Se notaba que Buenos Aires le estaba gustando mucho
ya que se sentía satisfecho cumpliendo los planes previos al
viaje: sabía del Instituto de Energía no Convencional buscando
en Google. Averiguó horarios y precios. Generalmente no tenía
mucho sentido del orden, sin embargo se llenó de expectativas y
tareas pendientes para la preparación de su viaje. La posibilidad
de disfrutar solo Buenos Aires lo estimuló a planificar las actividades con pasión. Chequeó en internet precios y actividades,
entró a las páginas web oficiales de agencias de viajes y hasta un
sitio que informaba de recitales gratuitos. Estaba haciendo de
sus vacaciones un disfrute, sin la presencia cuidadosa de su
familia. Tomaba decisiones absolutamente solo.
Desde chico Ricardito fue ávido para las relaciones personales, tenía muchos amigos y algunos de mucha confidencia. Pero
sus momentos en la capital argentina fueron precisos: la soledad se convirtió en una condición.
Más allá –mucho más– de las numerosas simpatías, había
una clara necesidad de soledad. Esa conciencia de soledad le
permitía generar actividades de puro agrado. Entonces activó
todas las maneras de organizar su estadía.
Con el contingente que había compartido la visita guiada al
Instituto de Energía no Convencional había intercambiado
contactos. Anotó varios correos electrónicos y los guardó cuidadosamente, incluido el de Raquel; cuando se lo pidió argu-
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mentó interés por estudiar algo relacionado a la Física o cualquier carrera cercana a la Astronomía.
–Jujuy es muy lindo, fui hace un par de años y recorrí todo lo
que es la Quebrada ¡Me encantó! Saqué muchas fotos… –ella le
contó sus experiencias.
Hablaron un minuto de Jujuy. Raquel le preguntó si todavía
existía la Peña de Fortunato Ramos. Intercambiaron halagos
sobre la provincia y terminaron la charla con comentarios completamente convencionales. Obviamente Ricardo contestó todo
con un entusiasmo disimulado. Ella tenía algunos años más y él
logró observar su sonrisa bella y simple. Eran de la misma altura, y ella lo miraba derecho a los ojos.
Raquel comentó brevemente su historia: egresada como
licenciada en Astronomía; realizó el curso con vistas a tener una
salida laboral orientada al turismo. Aprovechó ese minuto de
cuchicheos y escribió su e-mail en un papel que guardó en su
bolsillo; el papel era un ticket de compra de una golosina.
–¿Qué es lo que más te interesa? –le preguntó Raquel.
¿Cómo? –dijo despistado Ricardo.
–Claro, no te vas a venir de allá sin saber bien qué carrera
estudiar. Averiguá dónde las dictan porque algunas universidades son privadas. A mí me sucedió que empecé a estudiar Astronomía porque me gustaba, pero entre otras cosas porque la otra
carrera que me interesaba había que pagar por mes un arancel y
una matrícula por año, y se hacía complicado el tema. Fijate
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bien qué carrera querés estudiar, lee los planes de estudio...
–Bueno, ¿y dónde consigo información? ¿Cómo me entero
de eso?
–En Internet, googlea.
Después de preguntar Ricardo se dio cuenta de la obvia respuesta y le dio vergüenza haberla preguntado. Respondió con
gesto y tono adolescentes:
–“Aahhh sí, obvio” –y pensó que quizás la muchacha sospechara que él sólo intercambiaba para tenerla de compañía. Después cruzó algunas miradas de simpatía con normalidad y se
fue.
Ricardo le seguía contando a su pariente sus paseos por la
ciudad. Le daba entusiasmo ya que todo era un ámbito de cosas
libres. Las actividades y los gustos eran un capricho continuo,
hasta las boberías más graciosas. A veces, en las paradas de
colectivos, dejaba pasar un colectivo porque prefería esperar
otra línea que tuviera asientos más cómodos. Comenzó a manejarse en Buenos Aires como realmente quería. Cuando tomaba
esta clase de actitudes se le soltaba una risita.
A los dos días de estadía sus inquietudes se dispararon con
ciertos límites provenientes de un sentido de responsabilidad.
Sin embargo se manifestaba con excitación.
Un día deseó buscar y mirar mujeres con descaro. Resolvió
entrar a un cabaret para conocer ese tipo de lugar en una ciudad
como Buenos Aires. Entró a uno por calle Artigas en Flores,
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cerca de la casa de su pariente. Bebió tragos que no conocía,
habló con prostitutas de Centroamérica y observó bastante el
lugar. El establecimiento tenía una entrada que parecía un estacionamiento común, con típicas pintadas amarillas divisorias
en el piso. Había una caseta en la parte de adelante con un
vigilante que miraba a cada persona que ingresaba. La puerta
de entrada era pequeña y tenía luces rojas provenientes desde
el piso; a partir del cruce del umbral se alzaba un local grande
y lleno de ornamentos brillantes, lustrados y coloridos. La
barra era ancha y su atención estaba dispuesta por mujeres
jóvenes con escotes que dejaban ver sus pechos y unos
pantaloncillos que mostraban mucho de su entereza. Ricardo
recordó esos vestidos europeos de siglos pasados que dejaban
ver los gran- des pechos de las mujeres. Cansó sus ojos
mirando los cuerpos de las chicas en tanga. Una de ellas se
abalanzó sobre él apenas atravesó la puerta y coqueteó unos
diez minutos, luego se levan- tó y le dijo a las otras chicas al
paso (dando un gesto arqueando la mano) “este pendejo soló
quiere venir a ver, no va a dejar ni un mango cogiendo”. Del
segundo trago que tomó no tenía conocimiento del contenido.
La mezcla no lo mareó, quizás por la adrenalina generada por la
desconfianza. Lo único que llegó a ver de los componentes de
su vaso mientras se lo servían fue una medida de licor de
melón sobre dos hielos. Se sorprendió al ver muchos hombres
mayores vestidos de traje cerca del esce- nario para ver los
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shows donde las mujeres se desnudaban mediante bailes muy
sugerentes. Al terminar la bebida verde se retiró. Eran casi las
tres de la mañana cuando salió del local y sin esperar ni un
minuto encontró un taxi que lo llevó hasta su cáli- do hogar
transitorio en la insólita Buenos Aires.
La vuelta a Jujuy, a su casa, estaba cerca. El ticket del pasaje
le indicó que tenía dos días más de pasatiempos. De todas maneras el lunes 23 de julio ya tenía que haber regresado porque en su
colegio se reanudaban las clases. Las vacaciones de invierno se
habían acabado muy rápido. No estaba para nada entusiasmado
con volver a su casa. En ese día y medio almorzó con su tía de
Buenos Aires en una parrillada del barrio y por la tarde le compró unos regalitos en agradecimiento por el alojamiento. Se
entusiasmó con unos pequeños adornitos hechos con técnica de
vitraux. Pudo visitar el museo de la Casa Rosada; entró por la
calle Hipólito Yrigoyen y recorrió las vidrieras con los objetos
pertenecientes a los antiguos presidentes y transitó todo el
lugar, puesto que ese día se permitía recorrer todo el museo
completo, aunque nada le llamó mucho la atención, lo tomó de
buen ánimo y no se arrepintió de sus últimas horas de vacaciones.
Le había tomado aprecio a su tía en esos días, estuvo sumamente cordial y agradecido con ella. Esperó la llegada de su
coche en la estación de Retiro cuando el día se volvía noche y
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partió sin inconvenientes de lugar ni de equipaje.
Las vacaciones estaban terminadas. Sintió una sensación de
angustia mesurada cuando el coche recorría la autopista de
salida. Miró el costo de los peajes y antes de llegar a Rosario de
Santa Fe, por la ruta 9, asentó su cabeza con el cuerpo relajado y
se durmió. Con la mano cerca del ojo y la cabeza colgada hacia
un hombro se despertó. Miró hacia delante y se dio cuenta de
que una muchacha bonita se había subido en alguna ciudad o
pueblo sin interrumpirle el concilio. Consideró y observó a la
chica con una cara de mujer linda. Agradecido de la situación,
ensoñó ese pensamiento inmediatamente. El adolescente imaginaba con rapidez, sin pesares. Pensó algunos minutos en la
muchacha y la imaginó sin ropa, dándole cuantiosos besos; se
acordó de las prostitutas del cabaret de calle Artigas y se fijaron
muchas iconografías en su cabeza. Se volvió a dormir después
de mover sus fantasías.
Cuando amaneció eran las siete de la mañana y los pasajeros
bajaron a desayunar en la llanura de Santiago del Estero con la
compañía del frío y sin la aguda humedad de la región pampeana. El frío es más intenso con la humedad untada, es una mezcla
climática que llega a los huesos. Con las manos en los bolsillos
y los hombros endurecidos Ricardo caminó hasta la puerta del
“El Paso. Comedor, Parrilla, Bar”. Le sirvieron la taza con dos
grandes jarras que contenían café y leche por separado. Ricardo
tomó su bebida con velocidad. Se imaginó en Jujuy y eso no le
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levantó el ánimo pues la vida en su casa ya no tenía la felicidad
que solía tener, aunque creía haber superado ya la muerte de su
padre sucedida hacía poco más de un año. En seguida del luto
emocional, la relación familiar se marcó por la estridencia.
El papá de Ricardo se llamaba Edgardo, era un tipo corriente
que llevaba una vida tranquila; era un buen kinesiólogo. La
muerte sorpresiva había resultado una desgracia para todos. La
pena familiar fue pesada, y la de sus amigos también, debido a
que todos ellos pensaban que Ricardo era una persona sencillamente buena. Sus hijos lloraron tanto que se le caían las pestañas. Julián, el hermano de Ricardo, lloró encima de un helecho
que recién estaba creciendo, le salpicó tantas gotas que su color
verde se resecó al paso de unos días. Nadie se dio cuenta nunca
de la desgracia de la planta. Durante ese período la vida familiar
era gris y de climas brumosos. Ricardo faltó a clases en el colegio y Julián volvió desde Tucumán, donde estudiaba; los dos
pararon rigurosamente sus actividades por el luto interno. Los
días pasaron casi sin que ellos se dieran cuenta. La vida giró
aunque no tuvieron memoria de la semana posterior a la muerte
en la familia. Esa muerte fue un corte profundo y la espina se
cansó de pinchar sobre ellos.
Finalmente el micro dio vueltas dentro de la ciudad por el
tránsito y llegó a la terminal de San Salvador de Jujuy. Su mamá
lo esperaba con una solera tejida y pantalones de vestir. Antes de
que las gomas del coche tocaran la plataforma Ricardo suspiró.
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–Hola, ma.
–Hola, hijo, ¿que tal el viaje? Llegó a horario el coche.
–Sí, hubiera llegado antes sólo que dio unas vueltas no sé por
qué.
–Ay, hijo, hay una protesta del gremio docente en toda la
ciudad. Están todos saliendo a la calle.
–El colectivo cortó por esa calle –dijo Ricardito señalando
mientras iban caminando al auto, era un Fiat muy modesto que
su papá había comprado en cuotas hace años, cómodo y duradero.
Al llegar al garaje de la casa preguntó dónde estaba Julián.
–Mirá, se fue con la novia. Está aprovechando para encontrarse con ella que vive lejos. Estuvo practicando todas las vacaciones en el equipo de natación del club porque allá no tiene el
tiempo que dispone acá.
Ricardo pensó que su madre siempre hablaba mucho de
Julián. A él sólo le preguntó si la había tratado bien a la tía y si se
había acordado de regalarle algún presente en agradecimiento.
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Casi de inmediato volvió a hablar de Julián. “Prácticamente no
me pregunta casi nada del viaje” pensó Ricardo. Cuando le
quiso hablar, ella lo escuchó mirando su cara, pero él notó,
luego de algunos minutos, que ella ejercitó la memoria con
interés comentando los lugares de Buenos Aires que visitó. Y
sólo indicó jerárquicamente:
–Acordarte de llamarla a tu tía para avisarle que llegaste
bien.
–Sí –dijo el joven secamente.
Ricardito pensó todo eso el primer día que volvió a su provincia, pero eran conclusiones de actitudes repetidas desde que
su papá había fallecido. La estridencia estaba basada en un
desinterés característico luego de la muerte del padre.
–Mirá que el lunes ya tenés que estar en clase, hijo; hacé la
tarea pendiente, no vengás el último día con las cosas.
–Bueno.
Ese “bueno” lo dijo susurrando con ironía, adosado a un
gesto típico.
La madre hizo un gesto de desaprobación y se fue a la cocina. Él siguió mirando televisión; cambiaba de canal cada seis
segundos. Una media hora después bajó los pies de la mesa
ratona y agarró el diario. Había recurrido al diario algunas veces
en búsqueda de la carrera universitaria ideal. Se acordó de la
guía, Raquel, de su consejo. Se puso nervioso y buscaba en el
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diario algunas ofertas, informaciones. Haciendo algunas de
estas averiguaciones no se sentía tan culpable de no haber elegido todavía el estudio que seguiría. Tenía plena conciencia de
que era una elección fundamental para su vida. Si no sabía casi
nada de ninguna carrera era porque nadie sabe bien de qué se
trata la carrera hasta que no está muy sumergido entre sus cátedras. La madre no lo regañaba cuando lo veía haciendo algo que
a ella le parecía acertado. Él, que sabía que tenía que hacerlo,
sólo lo hacía. El módulo del diario que revisaba era la sección
política del domingo anterior. Abrió los brazos con las páginas
y había en ellas una entrevista que le pareció interesante porque
se decían conceptos que le llamaban la atención. Se le fueron
los ojos en la lectura y levantó su cabeza varias veces para
asociar y pensar. Era el Secretario de Cultura de la Nación
hablando de los aborígenes y los autóctonos. Se leía: “alguna
gente supuestamente sabia utiliza los dos términos como
sinónimos y no los son, por una razón: muchos de los
aborígenes eran nóma- das y se mudaban mucho de región,
otros se trasladaron de su lugar original por razones bélicas,
comerciales o de superviven- cia. Algunos a causa de que sólo
tenían ganas de hacerlo. En fin, se puede ser aborigen y no
autóctono”. “Je, je, je... sólo tenían ganas”, repitió Ricardo. Se
olvidó por momentos del consejo de Raquel y de su madre y
siguió leyendo con más atención: “No se puede hablar hoy de
una sola cultura nacional porque las regio- nes son muy
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diferentes entre sí en nuestro país, a pesar de las similitudes
que hay por vivir en una época moderna, no es lo mismo un
habitante de Jujuy descendiente de los coyas que un
marplatense de apellido italiano. A mí me interesan mucho más
las historias de las etnias americanas porque me parece que se
habló mucho de los inmigrantes y de lo otro bastante poco para
mi gusto”. Ricardo se acordó de su reciente viaje a Buenos Aires
y pensó que el tipo de gente que habitaba ahí se parecía más a la
de Mar del Plata. También pensó en la gente de su provincia,
estableció inevitablemente comparaciones. Se le dispararon
millones de conjeturas por lo leído. El nombre del declarante no
se le olvidó a partir de ese instante nunca más: Basilio Pizarro.
Dejó el diario sobre la mesa y leyó más de la entrevista hasta
terminarla. Vio la foto del funcionario nacional en el costado
derecho de la nota e hizo un registro automático del rostro en su
mente. Sucede que la memoria adhirió la foto con la fuerza de
un recuerdo de felicidad, y el texto escrito tomó en Ricardo
fascinación.
Su madre pasó al lado y sólo lo miró, no expresó nada. Helena era una persona inteligente para desenvolverse, ágil, rápida
de pensamiento. Había amado siempre a su esposo. Su aspecto
no era llamativo y su personalidad manifestaba muchas convenciones naturalizadas socialmente. Había nacido en la década de 1950, durante su adolescencia hizo actividades convencionales como inglés y piano. Tenía rasgos de caída hacia abajo;
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su cara criolla no era arrugada y cuando sonreía se distinguía
porque sus cachetes reinclinaban hacia abajo y se le sostenía la
cara. Así se le transformaba el rostro.
Capítulo 2
Las clases se reanudaron con normalidad en un día que combinaba frío y sol. Contó a sus amigos de la escuela su viaje a
Buenos Aires pero todos estaban con la motivación del viaje a
Bariloche porque salían en dos semanas. Así que no pudo explayarse como hubiera querido. A lo único, obviamente, que le
prestaron atención fue cuando contó lo del cabaret. Lo comentó
con timidez y a un grupo seleccionado de compañeros.
–¡Boludo!, había una que no sé de dónde era, tenía un lomo
para partirla, era negra africana –rieron todos– y me hablaba.
Hablaba mal castellano y cobraba 400 mangos.
–Che, ¿y cogiste?
Todos esperaron expectantes la contestación. Pancho y Alejandro abrieron un poco más los ojos y esperaron la respuesta.
Si era favorable sólo reirían nerviosos. Martín se sorprendió de
todo.
–Noo, eso no.
–¡Eeeehh! –dijeron a coro.
–Te hubieras echado uno, si total, nadie se iba a enterar. Además, si estaba buena y tenías la plata...
–¡Sí, ya sé! –los miró con con esa cara y esos ojos que dicen
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“ya sé lo que decís, es obvio, pero yo hago lo que quiero”–. Me
dio cagazo porque estaba solo y pensé que me llevaba a una
pieza y me robaba todo, el lugar era cualquier cosa. Y escuché
que una puta le decía la otra “este pendejo qué sé yo...”
–¡Qué puto cagón que sos! Yo me hubiera cogido a todas!
–dijo Pancho.
–¡Ta´ loco vos!, sacate la calentura que tenés si nunca la
pusiste –rieron todos y Pancho calló.
–¡Eeeeeeehhh, no te dejés decir eso! –rieron más.
–¿Sigo contando?
–Sí –dijo Martín y movió la cabeza.
–Bueno, me pedí un trago, que era color verde, pero lo terminé bien, no me mareó ni nada.
–En Bariloche vamos a chupar todos lo días así que no vengas a hacerte el tomador.
–Pancho, dejá de joder, andate si no querés escuchar. Andate.
–Bueno, bueeeeno.
Martín fue el más sorprendido de la charla. Cuando salían del
colegio se acercó a Ricardo y le dijo que él en Bariloche la “iba a
pasar bien” pero sintió que no disfrutaría todo lo que se imaginaba y
que Buenos Aires había sido un mejor destino para salir a divertirse.
Ricardo se apuró en contestarle diciéndole “estás loco vos, sabés lo
que yo hubiera dado por ir”. La charla terminó ahí. Ricardo se dio
cuenta de lo que Martín había senti- do.
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Intentó hablar con Julián por teléfono del asunto pero la
llamada estaba siendo escuchada, espiada por la madre. No
hubo comunicación fluida. No importaba.
Julián ya había vuelto a Tucumán para seguir la carrera que
hacía, por enmienda de su elección había sido medicina, y su
hermano hablaba con él de vez en cuando y repetían informaciones de interés medio y algunas novedades del estudio y la
casa en general. Ahora, por ejemplo, se acercaba la primavera y
Julián se quejaba del viento que corría en la ciudad porque “era
insoportable”. Julián sabía que su madre algunas veces escuchaba lo que charlaban por teléfono, y aunque le incomodaba
nunca se lo reclamó. Ricardo se quejó en unas oportunidades y
la madre no contestó, después le pidió perdón pero siguió
haciendo lo mismo cuando la oportunidad se lo permitía. Estos
roces nunca llegaban a ser peleas desencadenadas sino que todo
quedaba en explicaciones donde se excusaban con “malos
entendidos” o disculpas de los dos lados.
De todas maneras Julián estaba bien y eso era muy
importante para la atmósfera en la casa; aprobaba los
exámenes estudiando mucho y la gratificación plena
contagiaba a todos.
Cuando el padre de Julián y Ricardo murió, la madre de
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ambos estuvo deprimida mucho tiempo y una de las causas fue
que no lograba hacer el trámite para cobrar la pensión que le
correspondía. Se deprimió porque pensó en la imposibilidad
económica de que sus hijos no pudieran seguir estudiando.
Al final, después de mucho insistir en la administración
pública, la pensión quedó concretada un año después de que
Edgardo se fuera y dejara a sus hijos y amigos tristes, muy sorprendidos por la súbita muerte. Después de que llegara un telegrama a casa informando que la pensión se cobraría a través de
la cuenta de un banco, el alivio fue inmenso y la visión cambió
totalmente; se empezó a pensar en un futuro con muchas más
posibilidades de estudio y de viajes. Julián tenía decidido continuar sus estudios de medicina.
Cuando Julián llegó de Tucumán, el cuerpo de su padre estaba siendo velado y el pobre cayó en cuenta dos días después de
lo que realmente estaba sucediendo. Tuvo un sueño muy especial. Estaba durmiendo enroscado en su cama cuando soñó que
caminaba por un sendero de ripio, a la falta de numerosas montañas de mucha vegetación con un intenso color verde. El paisaje era selvático, donde el color era dominante y la tierra estaba
mojada. En el gran sendero Julián sentía el ruido de un río muy
próximo cuesta abajo golpeando contra las piedras. El lugar y el
sonido le hacían sentir como una desconcertante interiorización, como si estaría con miedo, sin rumbo o perdido. A la distancia un colectivo se acercaba por el camino. Era un coche
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antiguo, de unos 50 años, con todo el chasis rancio y los vidrios
sucios. Subió la escalera de ese viejo Mercedes Benz color rojo
y viejo. Era de esos artefactos ruidosos con la trompa característica y el sonido del motor a gasoil. Julián caminó hasta el fondo,
se sentó en un asiento de tapizado negro y centró su mirada en
ver cómo viajaba arriba de ese artefacto, en observar cómo se
arrastraba a través de las pequeñas piedras del camino. La tarde
estaba oscura, envuelta en relieves escabrosos por una velocidad desmedida para un camino con esas características. Julián
tuvo miedo, ese miedo que la naturaleza humana advierte que
algo está mal, y siguió con esa sensación hasta que ocurrió algo
trágico: se desbarrancó el colectivo; fue un movimiento brusco,
un arrastre de ruedas mojadas de tierra que no pudieron retener
las constantes torpezas del incapaz chofer. El ómnibus se dio
vuelta y quedó con las ruedas mirando hacia arriba y el techo
acostado sobre árboles que cubrían la vista hacia el río pétreo en
el fondo de las faldas de las montañas verdes. Durante el vuelco,
Julián sintió una brisa de mucho frío; una vez quieto el viejo
Mercedes, él salió de un salto del pesado chasis de metal; su
remera se rompió cuando salía por la ventana con gran esfuerzo.
Sin escatimar sus ganas de ponerse a salvo agarró una gran rama
y comenzó a gritar hacia adentro del ómnibus para saber si quedaba alguien adentro, gritó tres o cuatro veces sin recibir respuesta. Esperó un tiempo, que pudo ser un minuto o media hora,
y se acostó en la rama con su pantalón corto y su remera rota
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(cortada desde la axila derecha hasta el ruedo, todo causado por
un vidrio; él no sufrió ningún golpe grave). Luego empezó a
sentir que la rama no era tan segura. Entonces empezó a trepar
en búsqueda del camino que habían dejado abruptamente. Agarrado de la tierra mojada y de las raíces desenterradas pudo
subir hasta el camino. Una vez parado en la ruta se dio vuelta
para ver la caída hacía el río y por supuesto para observar detenidamente la parte de abajo del vehículo, con sus ruedas gastadas envueltas en ramas marrones y machadas de barro. La persona que apareció de repente detrás de él fue el chofer. Suspiraron y decidieron caminar en la misma dirección que seguía el
colectivo por el camino. Llegaron a un pequeño poblado.
Tenían sed y un cansancio extremo disimulado con el inmenso
susto del accidente. En la ansiedad de recurrir a alguien para
que los ayudase, se acercaron a un muchacho, más o menos de
la misma edad que Julián, que tenía una bicicleta, el muchacho
les indicó cuál era su casa (una enorme mansión al costado del
río). Antes de entrar al umbral de la enorme casa Julián tomó
súbitamente la bicicleta junto al chofer y recorrió la carretera a
una velocidad desmedida. En su carrera sin competidores se
despertó del sueño.
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Las imágenes de ese sueño fueron muy poderosas para
Julián y recordaba con exactitud casi todas. Empezó a pensar
qué significaba cada acontecimiento y cada objeto para su vida,
quizás el chofer era su padre, quizás el muchacho que los ayudó
su madre, pero lo seguro era que si en su sueño sufrió un accidente de tránsito era por lo sucedido en la muerte de su padre, y
el sueño procesó todo como si él hubiese estado en el lugar del
padre en el accidente y no hubiese perdido la vida en él. Con la
confianza intacta Julián le contó a Ricardo el sueño y Ricardo le
dijo que él había soñado muchas situaciones en las que el padre
estaba vivo y que no caía todavía en la circunstancia de la pérdida paterna.
–Me siento mal, para el culo –le dijo Julián a su hermano.
–Sí –le dijo Ricardo mirándolo fijamente.
–Y ya lloré un montón, cuando estaba en Tucumán, lloré y
no lo podía creer, vine a Jujuy y todos estaban llorando, lloré
también y el otro día soñé eso y lloré. Ya está. Ya no –movía la
cabeza de lado a lado–. Quiero que salgamos adelante, que nos
apoyemos.
–Bueno. Yo también.
Cuando Julián estuvo en Tucumán, Ricardo lo había extrañado mucho, sobre todo por las confidencias, y más aún después de la tragedia, pero sus diferentes personalidades hacían
que sus actividades no compatibilizasen. Aunque siempre se
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ofrecieron respeto y afecto mutuo, las peleas eran seguidas
aunque se solucionaban inmediatamente. A veces ni siquiera
necesitaban pedirse disculpas porque cada uno sabía que la
pelea y los enojos estaban resarcidos, y no quedaban rencores
pendientes ni malicias escondidas.
Ricardo siguió hablando con su hermano por teléfono, a
pesar de las escuchas de la madre, y Julián le preguntó qué pensaba hacer cuando terminase la secundaria porque los tiempos
se acortaban y las inscripciones se abrían en todas las carreras,
si la Universidad era una alternativa para él.
–Mirá que ya dan los turnos de inscripción y eso –dijo
Julián.
–No sé... estuve averiguando algo, todavía no sé nada. Buenos
Aires me gustó como para ir y creo que voy para allá si se
puede.
–¿Y tus amigos qué hacen?
–Martín se queda acá a estudiar Ingeniería en Minas y los
otros se van a Córdoba y a Tucumán.
–Avisá si querés que te averigüe algo por acá, pero decime
ahora por estos días porque después se hace tarde.
–Dale, nos vemos.
–Chau.
Esa noche que habló con Julián, Ricardo pensó bastante qué
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hacer con su vida después de terminada una etapa. Pensó
muchas ventajas y desventajas al respecto. Pensó también en
cómo reaccionaría la madre y si apoyaría lo que él quería. Leyó
un correo electrónico de Raquel en el cual le derribaba una
barricada de datos acerca de las carreras que estaba interesado
en hacer en Buenos Aires. Se sorprendió un poco en la respuesta
de Raquel pues él le había mandado dos correos y pensó que si
ella no le respondía a la brevedad era porque no le interesaba.
Guardó todos los datos en la PC y se puso a revisar las carreras
que tenía en vista. Subió a su habitación y leyó con atención en
su escritorio todo lo que el correo decía; además, de alguna
manera se sentía orgulloso de que Raquel le contestara, se la
imaginó en ropa interior, acostada en su cama. Estaba emocionado y se cosquilleaba. Siguió leyendo, se conectó a la red para
averiguar bien de qué se trataba cada información, no se percató
de que ya era tarde y su atención ya no era suficiente, entonces
miró páginas web eróticas unos minutos y se acostó a dormir.
Acostado fantaseó mucho con qué sería de su vida universitaria
en Buenos Aires, también pensó e imaginó a sus amigos; ninguno de ellos tomaría como rumbo otros lugares de la Argentina,
fantaseó con curvas y sombras, con relieves señalados y músculos. Se durmió dándose cuenta de que se dormía mientras escuchaba la radio.
Cuando despertó puso sus pies en dos pantuflas viejas, prendió el calefactor y fue a la cocina, una habitación grande llena
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de estanterías de madera en la pared, sencillas y amplias,
muy luminosa por su ventanal con las cortinas corridas y con
un pequeño armario donde entraban todo tipo de accesorios.
Ricar- do tenía todavía los ojos y las manos hinchadas; llevaba
puesta una remera.
La madre estaba levantada hacía una hora y lo escuchó
hacerse el desayuno. Ricardo había respondido a las preguntas
de la madre sobre su futuro, pero sólo eran preguntas generales,
como qué le gustaría estudiar, si le gustaba la matemática más
que la química. Al joven no lo inquietaba el interés de su madre
por saber qué estudiaría, lo que lo mantenía expectante era la
reacción de su madre frente a la posibilidad de ir a estudiar a
alguna provincia que no fuera Tucumán.
–Me voy al super, ¿querés algo?
–Traé de esas magdalenas que tienen relleno adentro.
–Bueno, chau.
Él sentía pasar los días con más intranquilidad, su ánimo
variaba cuando se acordaba del punto difícil que tenía que conversar con su madre. Recordó cuando una vez habló con su papá
sobre qué harían de su futuro, Ricardo lo miraba con mucha
atención cuando se dirigía a él porque no tenían ninguna dirección definida en cuanto a sus estudios.
–Vos y tu hermano tienen que informarse bien qué quieren
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estudiar, para evitarse inconvenientes después. En mi época
había chicos, y no creo que eso haya cambiado ahora, que se
inscribían a estudiar y no sabían bien de qué trataba la carrera.
Me parece que eso sucedía porque muchos estaban inducidos
por los padres, otros eran unos irresponsables y se dedicaban a
salir de joda, estudiaban eso (Edgardo lo dijo como riéndose
con diminutas carcajadas y provocó la risa de su hijo que lo
escuchaba), y para prevenir hay que informarse bien.
Ricardo pensó que la insistencia de su mamá era justa. Quizás sólo estaba interesada en que su hijo se definiera
acertadamente, a pesar de los roces generados y los enojos a
veces no expresados. Ricardo se sumergió en el universo de la
duda, donde todo ser humano practica preguntas dirigidas a sí
mismo.
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¿Está bien lo que hago? ¿Estoy haciendo lo que quiero? Desarrolló un soliloquio, con vistas a sacar las conclusiones útiles
que su conciencia le permitiese. Se sentaba en la cama o se
inclinaba en el sofá y se dejaba llevar en un viaje de falta de
certezas.
Capítulo 3
Un fin de semana, su amigo Martín organizó una fiesta en su
casa. Ricardo llegó temprano y ayudó al anfitrión a organizarla.
La casa tenía un patio grande con metros de pasto bien cuidado.
Abrieron una cerveza fría y terminado el primer vaso a Ricardo
lo asaltó el pensamiento de las expresiones de su mamá. Estaba
parado mirando hacia el patio y con su mano derecha acercaba
el vaso a su boca. Martín sólo le preguntaba si había invitado a
sus vecinas (pues Ricardo tenía una amiga vecina que veía de
vez en cuando, una chica un año menor que él con quien siempre pensó en acostarse).
–¿Qué te dijo? Porque si no esta fiesta va a ser un mar de
bolas.
–Dijo que venía, ¡boludo, cuántas veces te dije! –retrucó
Ricardo con enojo.
–¡Pero no me dijiste qué te dijo exactamente!
La fiesta fue divertida para casi todos los participantes. Mar-
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tín y Ricardo empezaron a recibir tanta gente por lo que dejaron
la puerta abierta de la casa porque entraba y salían jóvenes a
cada momento. Se organizaron para comprar bebidas (colas,
fernet, cervezas), hielo y cigarrillos. La vecina de Ricardo pasó
la puerta de madera lustrada acompañada de amigas. La casa
era grande y los padres de Martín no estaban en la ciudad. La
reunión se hacía en la cocina de la casa donde había una mesa a
un costado, pegada a la pared y sillas alrededor. Eligieron ese
lugar porque era grande y la heladera estaba cerca. No tenían
que preocuparse en molestar a los vecinos ya que la casa estaba
ubicada en un barrio donde todas las casas estaban separadas
por jardines. Además bajo esas circunstancias en ningún
momento se preocuparon si molestaban a los vecinos; el barrio
se llamaba El Huaico. La mayoría de los chicos y chicas llegaron en auto, algunos no eran ni amigos de Martín ni de Ricardo.
Alicia pasó la puerta y puso contento a Martín. Las amigas de
Alicia estaban vestidas con jeans ajustados, zapatillas y suéter.
Se hacía graciosamente evidente que se habían puesto de acuerdo para vestirse.
Cuando la fiesta empezó a tomar forma con las chicas en la
cocina, Ricardo se olvidó de su madre o la encubrió durante
unas horas con alcohol, libido y diversión. Mientras las horas
pasaban los tragos conformaban las expresiones de personalidad más evidentes, y soltaban, desde la energía joven, reacciones efusivas. Todos llegaron a un mismo punto de soltura por la
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bebida y el éxtasis juvenil, Martín intentaba acercarse a Alicia
con considerable insistencia bailando con ella y mirándola todo
lo que podía; él era alto con cara flaca y risueño, sus mejillas
eran rosadas y el cuerpo largo, pies y manos grandes; ella era
retacona con pechos grandes, cara pequeña y morena, y actuar
desprejuiciado. Se había relacionado sexualmente dos veces
con novios ocasionales y sus amigas lo sabían. El joven lo sospechaba, lo presentía, pero nunca se le ocurrió preguntarle,
aunque la curiosidad lo excitaba. Todos los varones miraban su
pelo largo suelto, su cuerpo movedizo. Se imaginaban que
podían tener sexo con ella sin demasiada insistencia.
La fiesta fue terminando cuando las chicas se fueron. Martín
en un principio tuvo intenciones de acomodar la cocina y el
desorden pero su borrachera se lo impidió. Ricardo, por su parte, se fue a su casa de madrugada, cansado y con bastante
alcohol en la sangre.
Luego de dormir algunas horas se levantó a las dos de la
tarde, cuando la madre lo llamó por tercera vez a almorzar, se
lavó la cara en el baño y miró su semblante con resaca demostrativa. Cuando se sentó sintió que no podía comer lo que su plato
le ofrecía, la madre no contuvo su enojo y le contestó con aseveraciones comunes. Los ravioles con salsa se reflejaban en los
ojos de Ricardo y los efectos le llegaban directo a la bilis; sentía
deseos de vomitar, influido por el fuerte olor a comida. Tampoco quería escucharla debido a su estado, entonces se levantó y
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fue hasta el sofá con intenciones de recostarse. Se sentía débil,
con dolor intenso de cabeza y revoltijos en el vientre. Quiso
reunir fuerzas pero el desgano era inmenso. Encendió el televisor, momentos después de escuchar la voz de su mamá dirigida
directamente a él. Lo reprendió con unos gritos parada a su lado
mientras la mirada perdida de él se posaba sobre ella aunque su
mal estado interior dispersaba la seriedad del asunto, la madre
de todas maneras se descargó con el timbre de su voz.
La televisión seguía encendida y mostraba imágenes de
Pizarro. Estaba postrado con todo su peso en el sillón y se le
cerraban los ojos; los noticieros hacían primicia: Basilio Pizarro renunció a su cargo de Secretario de Cultura de la Nación.
Ricardo lo vio y con el dedo índice subió el volumen para escuchar con detenimiento el informe televisivo. Por supuesto era
toda una sorpresa para él, pues no sólo le llamaba poderosamente la atención las ocurrentes declaraciones de Pizarro, sino que,
además, en ese mismo lugar unos días atrás, se introducía en el
círculo de mediatismo político nacional. La renuncia, o despido
según informaban algunos cables, lo tenía como agente receptor de actualidad. A pesar de su resaca estaba atento como un
gato en vigilia. Durante un informe sonaba una canción de John
Lennon. Ricardo pensó en Pizarro durante el resto de la tarde.
A pesar de pasar por alto los retos de su madre debido a que
su atención estaba puesta en Pizarro, Ricardo, por primera vez,
se encontró involucrado en una situación de cualidades como
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ésta, nunca había tenido ninguna pretensión en la vida política y
por tanto no había depositado su cosmovisión de futuro a la
dirigencia democrática.
Helena era una persona estructurada que creía que su hijo se
divertía demasiado sin merecerlo y se lo hizo saber en ocasiones, pero Ricardo no le contestaba una sola palabra. Los agravios eran con justificaciones sostenidas pero sin contención
maternal. Aunque bajo esta ventisca de la renuncia política de
Pizarro cubrió los retorcijones generados por su madre en el
almuerzo.
Las relaciones entre ellos se estremecían hasta llegar a un
punto de soltura y el desenfreno de las aseveraciones se volvió
una cosa muy continua. Ricardo empezó a revisar recuerdos
candentes que había tenido con su madre hasta antes de la muerte de su padre; las imágenes de Ricardo eran elocuentes. Recordó cuando Helena emitía juicio de valor sobre oportunidades
que a él se le generaban. La agudeza del detalle trabajaba sobre
el ánimo de Ricardo, la madre desenvolvía su persuasión para
que hiciese lo que ella quería. En algunas oportunidades él respondía a la voluntad de la madre, pero otras el sólo lo hacía porque ella así lo deseaba.
Una vez Ricardo, con seis años de edad, estaba acostado en
la cama de los padres, sus piernas eran unos tubitos largos y
sucios de tanto jugar en el Parque San Martín al aire libre. Helena ese día estaba atacada de gripe, envuelta en las sábanas trans-
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piradas. Ricardo se tiró torpemente encima de la madre con un
cariño fastuoso pero sorpresivo y golpeador; los humores de la
madre eran de fácil enojo, pues sus defensas estaban debilitadas, entonces lo empujó hacia un costado con vehemencia suave, frunció el seño y le dijo en voz alta:
–¡Ricardo! Estoy enferma ahora, hijo.
Esa situación que para cualquier relación madre-hijo sería
común, para Ricardo era algo que se tornaba una conclusión
definitiva. La relación entre ellos vivía su peor momento. Julián
tenía algo de conciencia sobre las cosas que sucedían en su
hogar porque Ricardo nunca perdió la sinceridad con su hermano, y, además, porque a pesar de que se impedía creerlo, sabía
que la madre tenía preferencias sobre él, lo quería más.
El día llegó sin apuro; el garaje de la casa estaba desordenado porque se había caído una estantería con herramientas y viejas cosas guardadas en cajas de zapatos de cartón. El piso estaba
estrellado de tornillos y trapos diseminados a lo largo de todo el
concreto. Ricardo llegó a la casa (en ese momento no había
nadie) y fue directamente al baño a ducharse. La madre corrió la
puerta del garaje para entrar el auto y se percató del desastre, de
inmediato entró y vio a su hijo en el mismo sofá de siempre.
Caminó hacia él con una especie de bronca y enojo explosivo.
–¡Ricardo!
Apenas Ricardo sintió el tono de voz de su mamá supo que
estaba furiosa por algo; eso lo entristecía por dentro, pero sabía
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que otra ironía o falta de atención lo llevaría a una conclusión
segura.
–¡Por qué no arreglaste eso que está ahí! –dijo la madre señalando todo el desorden al lado del auto.
–No lo vi.
–¡Cómo que no lo viste! ¡Mira qué quilombo que es eso y
vos no ves nada!
Cuando Helena dijo eso soltó algo de furia, una furia que
quizás provenía de su más profundo carácter. La consecuencia
de esta acumulación se posaba sobre Ricardo. El cúmulo de
historias personales y la contradicción de la relación se manifestaba por un pequeño problema, casi insignificante.
Esa noche Ricardo se acostó con verdaderos cuestionamientos personales. Durante la cena escuchó algunos comentarios de
la madre referidos indirectamente a los desórdenes de la casa
ocasionados por él, y queriéndole hacer caer en cuenta de que
sus palabras eran justas. Él sólo se dirigió a su habitación emitiendo divergencias tenues, como si mostrara que estaría de
acuerdo con su madre. Se acostó vestido, sacó cada uno de sus
zapatos con el respectivo pie opuesto y cerró los ojos muy relajadamente. Una hora después acomodó todo su cuerpo desnudo
y se metió en la cama. Se olvidó de llamar a Martín, y ya era
tarde para molestarlo. Quiso compartir un tiempo con él luego
del entredicho con su madre; en algunas oportunidades Ricardo
se apoyaba en Martín quien escuchaba todo lo que decía. Esa
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noche soñó y se despertó con un grito seco y grueso. Denotaba
un poderoso susto. El día que velaron al padre Ricardo parecía
no haber caído en cuenta emocionantemente de lo sucedido
hasta que los hechos lo afectaron. Estaban muchos integrantes
de la familia llorando, charlando y algunos de ellos callados con
la mirada perdida: era un velorio común y corriente. La sorpresa
de la muerte de Edgardo evidentemente sorprendió a todos sus
conocidos, amigos y parientes. El choque fue violento y certero
y murió al instante.
Durante el velorio Ricardo se encontraba parado al lado del
cajón; estaba vestido con un pantalón de paño color crema,
zapatillas, sweater y una campera. Toda la gente que pasaba al
lado del cajón y reaccionaba de modo diferente, algunos lloraban al instante, otros lo miraban profundamente. Julián, que se
enteró en Tucumán de la tragedia, se acercó al ataúd corriendo y
se detuvo justo al lado, no pasó ni un segundo después para que
se produjeran las explosiones de lágrimas y moco. Ricardo
siempre estuvo parado a centímetros del cuerpo del padre, su
cara estaba dirigida al rostro inhabitado de su progenitor. Parecía un faro que lo alumbraba con justeza. En un determinado
momento, Ricardo se atrevió a extender su dedo índice y señalar a su padre con intenciones seguras de tocarlo, en el movimiento no mostró dudas ni lentitudes. La punta del dedo derecho tocó la mejilla derecha del padre, y la sintió tan fría que la
quitó como si se hubiera quemado. Se asustó por la temperatura
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del muerto y se erizó unos segundos; una sensación extremadamente incómoda le recorrió la columna vertebral.
Esos recuerdos volvieron a conmoverlo cuando soñó a su
padre caminando en dirección hacia él durante un día soleado
en plena ruta 9 mientras paseaba por la banquina. Ricardo estaba a la altura de un pequeño pueblo llamado Río Blanco, caminando apurado en dirección a la ciudad de San Salvador de
Jujuy, llevaba un pantalón corto y remera por el calor abundante. Durante la caminata, vio que en sentido contrario su padre
venía a paso lento y acalorado, y con una primera impresión
creyó que no era él, aunque segundos después se dio cuenta de
que la silueta era exacta a la de su papá y apuró los pasos inmediatamente para llegar a su encuentro. La vista de su papá estaba
perdida pero luego focalizó hacia Ricardito y fue hacia el
encuentro con su hijo. Los pasos de cada uno iban acortando
sistemáticamente la distancia hasta que todo terminó en un abrazo familiar. Apenas sintió el abrazo, Ricardito tocó la piel de su
padre y la sintió fría, la recordó fría, su tacto incorporó ese frío
de piel muerta. La sensación de Ricardito no fue de agrado, y no
quiso repetirla, por eso no volvió a tocar a su padre nunca más.
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El recuerdo de la mala impresión de la dermis helada del cuerpo
muerto se reprodujo en una representación alegre de reencuentro con la persona amada, aunque en el contacto se revivió el
oscuro sentir de la temperatura de bajos grados centígrados. La
combinación de movimiento y lentitudes fue perfecta en la escena, pero la definición volvió a lo real el fantasioso sueño de
Ricardo. El contacto con su papá le recordó su pérdida; fue una
puñalada directa que lo introdujo de vuelta en el hecho de que su
padre se había ausentado físicamente. Por supuesto apenas lo
tocó se despertó sin intermedios, y luego configuró una conclusión adecuada de lo que el sueño había significado. Pensó
“como lo toqué en el velatorio y lo sentí frío, ahora en el sueño
lo vuelvo a tocar y vuelvo a sentir lo frío que estaba en el velatorio, eso significa que mi memoria me quiere decir que está muerto”. No le gustó sentir ese frío en la piel de su padre.
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Capítulo 4
El fin de semana siguiente las diferencias cotidianas entre
Ricardo y su madre se acentuaron; la familia siempre tuvo un
equilibrio con Edgardo en vida ya que su temple aportaba un
consenso general en los intercambios de opinión, y además era
de esas personas que daban opiniones justas. Su capacidad de
reflexión para los tópicos regulares de la vida le servía para
mediar entre las partes con un fallo de conformidad para todos.
Casi siempre se resolvían los conflictos con su intervención, y
al tiempo de haber fallecido las diferencias reflotaron. Se había
acabado la prudencia, la cortina tranquilizadora.
Luego de la última discusión, causada por un mal entendido
por la caída de herramientas en el garaje, la relación entre Ricardo y Helena había quedado en un punto delicado. Se había creado en el ambiente un límite casi intolerable entre ambos. Ricar-
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do se pasaba sentado en el sofá mirando televisión, cuando no
estaba en la calle o en la casa de Martín. Los momentos en su
casa eran de una tensión callada. Esas horas tenían una inquietud interior inmensa ya que cada uno justificaba sus acciones
sobre el otro. En el último reclamo Helena le dijo a su hijo:
–¡Por qué no sos como Julián!
Lo dijo en un tono casi irónico, como si hubiera sido culpa
de ella de no haberlo criado como a su hermano mayor.
–Porque no quiero –contestó Ricardo.
Parecía que cada uno intentaba evitarse desde esa vez.
Ricardo no cambiaba sus costumbres del sofá y la TV, ya que en
ese lugar encontraba una especie de soledad, un punto de no
encuentro con su mamá, mientras el zapping se volvía algo
compulsivo, tanto que se entretenía con las repercusiones
residuales del despido de Pizarro, a quien escuchaba con
deteni- miento cada oportunidad que lo entrevistaban.
Mientras se encontraba entre sentado y acostado en el gran y
cómodo res- paldo, hubo una de las declaraciones en la que
Ricardo encontró un punto de asociación con su conflicto
familiar: “el Mal y el Bien no existen como entes absolutos,
lo que existen son Bue- nos y Malos encuentros entre las
personas. No hay personas que representen el Bien o el Mal (si
nosotros creemos que el nazis- mo se acabó con Hitler
estamos equivocados. Durante las últi- mas décadas hubo
muchas expresiones de discriminación, xeno- fobia y
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exterminio cultural ocultado). Lo que los bienintencio- nados
pueden hacer para contrarrestar es acercarse sin vergüen- za a
las personas con las que tienen buenos encuentros y alejarse de
las personas con las que tienen malos encuentros. Lo que me
gustaría es expresar a las sociedades los malos encuentros, porque a veces permanecen muy ocultos, están escondidos y pasan
de largo. Mi relación con el gobierno, por ejemplo, fue un mal
encuentro por eso terminó así. No fue extraño el resultado que
tuvo porque no teníamos buenos encuentros, sin embargo tengo
pretensiones de mostrarle a la sociedad argentina los malos
encuentros que tuvimos, porque leí y escuché muchas opiniones a las que evidentemente les falta información sobre lo sucedido”. Durante las declaraciones del licenciado Basilio Pizarro
de fondo sonaba el tema musical “Soñando” de Robert Schumann. Ricardo remitió la idea de “buenos y malos” a la relación
que tenía con su madre, y de acuerdo a su asociación él no producía generalmente los malos encuentros con su mamá, pero
ella se comportaba de modo opuesto: siempre impedía que su
verdadera voluntad se manifiestase. Ricardo sentía que cada
vez que él tenía alguna buena idea sobre cómo trasladar los
actos de la vida diaria su opinión era transformada por la voluntad de su madre. Y algo que lo hería especialmente era la llana
comparación con su hermano poniéndolo a Julián en un escalón
superior.
Cuando las sensaciones estuvieron manifiestas fue cuando
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se produjo el punto culminante de la relación:
–
¡Quiero que te vayas de acá! –le dijo Helena en tono fuerte.
Ricardo no se sintió tan sorprendido porque minutos antes él
le había dicho, a cara descubierta, muchas de las opiniones más
íntimas después de años de convivencia, relación íntima, sospechas, experiencias con su padre y fundamentalmente con su
hermano, concepción sobre su persona y sobre sí mismo, y tantas otras razones… Simplemente le dijo todo lo que sentía a
través de algunas definiciones precisas. Su madre lo escuchó
unos minutos.
Durante los días previos estuvo en casa de Martín muchas
horas y le comentó situaciones puntuales. Cuando su madre le
dijo “Quiero que te vayas”, con los ojos rojos y la boca suelta,
Ricardo se impactó un segundo, aunque, pasado ese segundo,
no tuvo asombros ya que la derivación era propia de un cálculo
exacto. Eran incompatibles, y Ricardo, encima, sentía el agravante de la comparación injusta y desmedida con su hermano
mayor, sentía el control omnipresente de la dirección de su vida.
Helena echó a su hijo de su casa con gritos y desmanes verbales
de su parte, y con reacciones furiosas de parte de él. Se sumergió en su habitación para empacar su ropa e irse mientras la
madre se retorcía con acusaciones. Durante la pelea ella dijo:
–Vos tenés mucho que aprender y que esto te sirva de lección. Yo tengo mucha más experiencia que vos y además vivís
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bajo mi techo, así que me tenés que hacer caso en lo que te
diga...
–Sos una mierda, mamá, la verdad es que tengo ganas de
irme porque no te aguanto ni un minuto más, no quiero saber
nada de vos ni de lo que me decís, estoy con ganas de irme y que
no me veas más.
Cualquier persona externa a la situación se hubiera sentido
incómoda con los agravantes intercambiados y por el volumen
de la voces emitidas. Ricardo se encontraba a un lado de la cama
con la valija abierta doblando camisas, remeras y pantalones y
poniéndolos adentro. Helena, en camisón, estaba anclada en la
puerta de la habitación, señalándolo y reprochándole. Ricardo
continuó sus tareas preparatorias para irse. Era una serie de
manifestaciones continuas, una suma de conductas con ironías
gestuales, juicios de valor y críticas a sus voluntades y a sus
gustos. Su interior flaqueaba entre el cuidado natural que su
madre “le hacía” y entre la creencia de que lo discriminaba en
comparación a Julián y utilizaba ese argumento como excusa
para agredirlo.
En una oportunidad su amigo Martín, en una de sus últimas
visitas a su casa, le recordó que la profesora de Psicología del
colegio una vez había dicho que muchos de los padres represores de sus hijos tenían esa actitud debido a que trasladaban
muchas de las frustraciones, fracasos y errores propios a la vida
de sus hijos, y que la sensación de los padres era la de controlar
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su vida para que se encarrilasen donde ellos querían.
–Quieren que hagás lo que ellos quieren porque son errores
que ellos cometieron en su propia vida y los trasladan a la vida
de sus hijos –dijo Martín con calma y con un lenguaje bien
explicado; seguramente le había interesado mucho el tema cuando lo dictaron en clase, además tenía una sensibilidad emocional interesante, no obstante la profesora había dicho exactamente: “los hijos representan la desdicha que tuvieron los propios padres y actúan con represalias hacia ellos motivados por
su propia frustración”.
Martín comentaba convencido que seguiría estudios de
medicina y sería Psiquiatra. En tanto Ricardo prestaba suma
atención a lo que su amigo explicaba sobre las reacciones y
actitudes generales de los progenitores agresores de sus hijos.
Su aprendizaje lo trajo de vuelta a sus recuerdos, recuerdos que
le acumulaban el resentimiento como una bola pesada dentro
suyo. Se convertía en una práctica común el recuerdo y la asociación, hasta fantaseaba con situaciones futuras favorable para
él.
La valija se llenó de ropa y diversos accesorios complementarios de uso para cualquier viaje.
–Te vas, pero ni se te ocurra volver por acá, una vez que te
vas ya está. Hacete bien hombre y andate –dijo la madre sobre
su rostro.
–¡Me voy a la mierda para no escuchar más todo eso que es
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mucha maldad. No tengo ganas de verte más y te vas a quedar
conforme porque lo tenés a Julián que lo nombrás todas las
veces, y ya te dije que yo no soy Julián!
Ricardo gritó esto último con una voz que le provenía de la
profundidad del estómago. Un segundo antes había aspirado
aire llenando sus pulmones al tope, y una vez llenos exhaló todo
el aire con su gritó. Al llenar sus pulmones parecía que se preparaba para una descarga emocional expuesta, latente, dignificante, direccionada a su madre.
–Andate… andate. ¿Querés que te diga, que te quedés? No,
yo quiero que te vayas porque sos un ingrato. Además me faltás
el respeto cada vez que te ayudo en tus cosas. Yo te críe y te di de
comer desde que naciste, y ahora mirá cómo me agradecés:
diciéndome que soy mala. Qué pendejo ingrato del carajo. Vos
no querés que te compare con tu hermano, pero él nunca me dijo
semejante cosa como vos me decís; él siempre escuchó atentamente mis opiniones y se dejó querer por mí. Vos, en cambio,
me tenés rencor como si yo hubiera sido una mala persona. Me
saliste irrespetuoso y también ingrato. Y pensar que fui yo la
que quería tener otro hijo y Edgardo decía que esperáramos a
que el mayor fuera un poquito más grande...
Fue, quizás, el mayor acto de sinceridad entre madre e hijo, y
del mismo modo fue una seguidilla de acciones y reacciones,
una sobre otra. Las agresiones se fueron reproduciendo a medida que iban desglosando las acusaciones. La bronca contenida
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se tradujo en gritos directos, argumentos desleales y gravedades. Una vez impuesta la agresión verbal, era imposible tomar
la situación con tranquilidad, porque la relación misma llevaba
a Ricardo y a su madre a ese punto de saturación. Era imposible
detener la dirección de las cosas en ese momento; durante la
pelea un rollo de cinta adhesiva se deslizó por el piso y, con
destino predestinado, rodó de manera armónica hasta donde su
gravedad la llevó. Su cuerpo se detuvo junto a la pata de una
cama y antes de caer parecía que su liviandad se encontraba
cansada. Rodó de manera horizontal como un plato y luego de
unas vueltas se aquietó. También se aquietaron las palabras
pedregosas ya que Ricardo salió definitivamente de la
habitación con el bolso colgado del hombro; sintió el bolso
pesado pero bajo esa situación de revolución íntima no le dio
importancia. Una especie de justicia moral se desarrollaba
dentro de los valores personales de Ricardo, y, en cambio, un
río de furia corría dentro de Helena. Los dos se acusaban de
haberse relacionado de mala manera con el otro. No hubo
conciliación.
La tarde era una tarde de calor primaveral con flores en los
árboles de la ciudad y con gente transitado, comprado o visitando. Ricardo pasó caminado entre la gente por la calle y, luego de
tres cuadras caminadas a toda velocidad y con el corazón latiendo a fuerza extrema, se dijo “Me siento como el culo”; casual o
no, dijo la misma frase que su hermano Julián enunció por la
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muerte del padre. Su boca se movió de tal modo que se escuchó
en volumen muy bajo, un susurro vibrante. Fue un acto de
desahogo y lo hizo sin darse cuenta de quién estaba a su lado en
ese momento. Luego de caminar las tres cuadras extendió la
mano izquierda para detener un taxi porque su mano derecha
había perdido un tanto de sensibilidad a causa del peso específico del bolso. Subió al taxi y le indicó al chofer “a la Terminal de
ómnibus, por favor”. A los dos minutos estuvo allí con la afanosa idea de partir a San Miguel de Tucumán a la casa de su hermano mayor. La opción de ir a ver a Julián era producto de dos razones importantes: tenía que dormir en algún sitio inevitablemente y la persona que más confianza y amor le trasmitía era su hermano, y además Julián también estaba involucrado en el problema, porque él sostenía y percibía las diferencias de afecto, de
atención, de preferencias que su madre hacía entre ambos. Era
un problema para el desfavorecido pero también para el preferido. Ricardo no llegaba a racionalizar el estado de cosas por su
enojo, se encontraba realmente sobresaltado y, aunque había
digerido las conclusiones sobre su madre, la cuestión era muy
compleja como para que él pudiera explicarse plenamente con
su hermano. No sabía qué rol iba a cumplir Julián en todo esto,
aunque presentía que tenía que comunicarse directamente con
él. Un amor propio lo dirigía hacia su hermano. Minutos antes
de que el coche saliera de su plataforma, llamó por teléfono a su
especial compañero: Martín. Le contó muy brevemente lo suce-
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dido esa noche en su casa desarrollándole el conflicto con la voz
ronca y el ánimo quebrado.
–Ricardo, ¿estás bien?
–Sí, pero me voy igual porque además quiero ir a ver a Julián
a Tucumán.
–¿Qué?, ¿ya te vas a Tucumán?
–Sí, te hablo de la Terminal.
–¿Pero qué vas a hacer? ¿Dónde vas a vivir? ¿Qué vas a
hacer a partir de ahora?
–No puedo estar más en casa de mi mamá, esto ya está definido.
–Bueno, pero mandame whatsapp. Te llamo por teléfono
cuando pueda. ¿Y qué vas a hacer con el Colegio?
–Voy a terminar allá en algún colegio a la noche. No soy
boludo, ya tramité todos los papeles necesarios para inscribirme en un colegio de allá. Quiero tener algo para el futuro, voy a
trabajar, algo voy a hacer.
–El año que viene yo voy para allá, nos vemos.
–Se está por cortar, chau.
–Chau.
Antes de sentarse en su asiento se le transformó unos segundos el rostro con una salvación efímera, leyó la portada de una
revista de humor negro que decía “Luego de que Jennifer
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Anniston declarara que su actual marido es mucho mejor amante que Brad Pitt, Pitt le contesta manifestando que “mi actual
mujer tiene menos cantidad de pelos en la zona vaginal que mi
ex, y eso me excita mucho”. Ricardo moduló una sonrisa que le
alivió el stress.
Capítulo 5
Ricardo tocó el portero del departamento de Julián cerca de
la 3:15 de la madrugada del miércoles; su colectivo había llegado en buen horario a la ciudad de San Miguel de Tucumán. Los
kilómetros recorridos lo tenían en un estado de insomnio despabilante. Desde la ventanilla había visto pasar cada pueblo y
ciudad iluminada en la noche primaveral del norte argentino.
Sintió sensación de tristeza abrumante por cada pueblo, con
vendedores ambulantes de comida y caminos de tierra, terminales de ómnibus rodeadas de sangüicherías económicas, kioscos,
casas sin terminar y almacenes sucios. La luz callejera de los
pueblos era tenue. Cuando pasó por una pequeña ciudad llamada Metán, observó a una chica que llevaba minifalda muy corta;
los movimientos rítmicos de cadera y piernas eran un atractivo
visual. Antes de llegar a Tucumán, observó la cantidad de villas
miseria que rodeaban la ciudad.
Julián lo esperaba despierto porque su madre ya le había
avisado. Obviamente, esto generó un gran entredicho entre
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Julián y Helena. El muchacho no se ahorró opiniones. Se produjo en él un salto de conciencia asociando imágenes, recuerdos
de situaciones pasadas de peleas entre su hermano y su madre.
Canalizó todas las asociaciones posibles en un ataque certero
hacia Helena con enojo efusivo. El volumen de su voz impactó
en los vidrios de la cocina que se sacudieron por el grito. Por
instantes Julián no escuchaba lo que su madre le explicaba.
–¡Qué me hablás de salida, si lo echaste; no digas eso porque
lo echaste a la calle! ¡Cómo vas a hacer eso! ¡¿Qué te pasa?! La
verdad es que me importan una mierda tus explicaciones al
respecto porque si vos terminás echando a tu hijo de la casa es
porque hiciste mal las cosas. Estoy decepcionado por lo que le
hiciste, porque no podés hacer eso. No quiero saber nada de vos
ahora, voy a atender a Ricardo cuando venga y le voy a pedir
que me cuente bien qué pasó.
–Pero hijo, si él me empezó a insultar... Yo simplemente me
preocupo porque sus cosas resulten bien y él siempre me contradice por cualquier cosa, vos sabés cómo es conmigo. Lo
único que le dije yo es que era un ingrato porque con tu papá le
dimos todo y él nunca se acordó de eso, y me responde siempre
mal, con cara de culo. No agradece las cosas que le dimos y el
tiempo que le dedicamos para que crezca sano junto a vos. Se la
pasa callado en la casa y cuando me habla ni siquiera me mira a
la cara; la otra vez le pregunté qué había pasado en el garage
porque estaba toda la estantería caída con todas las
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herramientas desparramadas por el suelo, y me contestó de
mal modo. Nunca tiene ganas de hablar conmigo y cuando le
pregunto algo me ignora.
–Pero mamá, no podés decir eso porque todos los chicos son
iguales.
–No, vos no sos igual. Y porque todos sean así no quiere
decir que él también tenga que serlo. Es muy irrespetuoso, y no
es que sea así con toda la gente, es conmigo. No hay vez que me
conteste bien. Yo vivo con él todos los días, sé lo que te digo:
vive pensando mal de mí, todo gira alrededor de sus actitudes.
Te aseguro que si cambiaría su conducta, nosotros tres estaríamos mucho mejor, pero no puedo decirle porque no me escucha
nada de lo que digo, y cuando trato de aconsejarle algo piensa
que lo hago con malas intenciones. ¿Vos alguna vez te fijaste en
eso?
–Yo vi que los dos se tratan mal, pero es él quien se va de la
casa. Encima todavía no sabemos bien si viene para acá o no.
¿Qué sabes si está por ahí o si le pasó algo? Quiero creer que
viene para acá... Ojalá que venga porque quiero hablar con él y
escuchar bien qué me dice. Te aviso si viene, ahora me voy.
–Pero hijo, no te agarrés bronca contra mí porque es la relación de Ricardo conmigo la que tiene esos inconvenientes, con
vos no pasa absolutamente nada malo; es más, la relación que
tengo con vos es muy buena y quiero que siga así. Yo los quiero
mucho a los dos, solamente que con tu hermano tengo esos
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inconvenientes que quiero solucionar pero él no me deja. Además que no me permite buscar soluciones, él se cierra en sí y me
arremete verbalmente casi todos los días. Me hubiese gustado
que escuchés los insultos que me dijo, fue algo que nunca sucedió, es la primera vez que pasa algo así.
–Me tengo que ir, después te aviso. Chau.
–Chau hijo, te mando un beso.
Julián se quedó nervioso y con una cuota de incertidumbre a
causa de la llegada de su hermano; cortó el teléfono con mucha
fuerza y el tubo emitió un sonido estridente a causa del golpe.
Nunca había negado para sí el tema que envolvía a su hogar,
pero nunca lo comentó a nadie.
Al rato, mientras se encontraba sentado en una silla vieja
mirando un programa de TV, sonó el portero del departamento.
Los dos timbrazos seguidos hicieron saltar al muchacho de la
silla. Ese sonido como de chicharra vieja, con mucha salida de
volumen, le anunciaba la llegada de su hermano.
–¿Quién es? –preguntó Julián por el tubo del portero sabiendo la respuesta.
–Soy yo, Gan –respondió Ricardo.
El dueño de casa bajó las escaleras con sus rápidas piernas.
El apodo de “Gan” provenía desde la remota infancia de ambos
en momentos de aprendizaje del habla y escritura. Edgardo les
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enseñaba a sus hijos a leer a través de cuentos y poemas para
niños meticulosamente elegidos. Después de meses de leerles a
sus hijos, y de ellos tentarse con párrafos de lectura, con risas e
intrigas, Edgardo decidió que era hora de dar un paso adelante:
encontró en la Librería “Rayuela”, un libro de cuentos para
adolescentes con una edición muy colorida. El libro contenía
con una serie de cuentos organizados en base a historias milenarias, civilizaciones antiguas, mitologías oficiales y dispersión
creativa manifiesta. Edgardo compró el libro y esa misma
noche les contó a Ricardo y a Julián el primer cuento que trataba
sobre una conquista muy particular del popular guerrero mongol Gengis Kan. El “señor valeroso” pretendía que su ejército
forjase un asalto directo a la actual ciudad de Pekín, antiguamente llamada Yenking. El cuento no tenía demasiados detalles
descriptivos ya que pretendía mantener la tensión de la historia
contada hacia los jóvenes de poca paciencia, sin embargo contextualizaba lo necesario para adaptarse a la cultura de la época
y pensar la historia desde su adecuado lugar de operaciones; las
acciones se iban encadenando bajo el entusiasmo del padre
lector, proyectando fijar la atención de sus hijos en el cuento.
Edgardo, en un acto acostumbradamente generoso para sus
hijos, leía el cuento gesticulando con sus manos y con la cara,
con intenciones de graficar la información trasmitida (quizás lo
hacía tratando de estimular la imaginación de los pequeños o
por pura personalidad emotiva y motriz). Ricardo, el más
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pequeño de los espectadores, preguntaba a su padre incógnitas
con mucho sentido común infantil, aunque sus interrupciones
no eran demasiado constantes. La última pregunta que hizo a su
papá fue:
–¿Papí, Gan estaba arriba del caballo cuando entró a la ciudad?
–¿Quién?
–Gengi Gan.
–Es Gengis Kan, hijo.
Automáticamente todos soltaron una carcajada como si
fuera una cascada estrepitosa que les provenía del fondo del
estómago. A partir de ese momento su Padre y frecuentemente
su hermano comenzaron a llamarle “Gan” a Ricardo hasta que
la usual repetición de los actos lo volvió un hábito. Algunas
veces sus amigos de la escuela se mofaban de él llamándolo
“Gan” para que se molestara, pero Ricardo siempre los ignoró.
Julián llegó a la puerta de entrada del edificio y al introducir
la llave con la intención de abrirla Ricardo se dio vuelta hacia su
hermano y lo saludó normalmente. Luego de un corto y modesto abrazo tomaron el ascensor hasta el departamento de Julián.
–¿Cuántos bolsos trajiste?
–Traje casi todo lo que tengo, no me entraba más nada.
Seguramente voy a tener que volver en algún momento a
buscar más cosas porque quedó el escritorio y unas cosas
que yo quiero tener. Ahora no quiero ir, pero en unos días voy
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a volver.
–¿O sea que ya te fuiste definitivamente?
–Sí, no puedo vivir más con ella.
El contexto estaba claramente definido. Entre ellos nunca se
había perdido el vínculo de afecto y sinceridad. Julián se resentía con cada palabra de su hermano en contra de su madre porque sabía que Ricardo argumentaba que sus peleas eran porque
“lo quería más a él (a Julián) que al mí”. Había conocido la inequidad del afecto y las imposiciones que eso generaba. Y esto lo
ponía en una situación compleja en la relación con Ricardo. Sin
embargo Julián actuó con aplomo con su hermano sin negar la
realidad de la situación, también actuó con cautela un tanto por
temor a que su hermano tuviese un resentimiento por la tensión
generada en su núcleo familiar.
–Sabía que ibas a venir por acá porque hablé con la mamá y
me contó que te peleaste con ella y decidiste irte. Bah! en realidad te debe haber echado.
–¡Claro que me echó! –reaccionó Ricardo–. No podía seguir
viviendo ahí más, es un martirio para mí, me siento muy mal.
Los últimos días no me daban ganas de entrar a la casa porque
sabía que iba a estar ella y la iba a ver. Me sentí mal y me dolía la
cabeza.
–Ella habló conmigo y yo le pregunté varias veces si ella te
había sacado a la calle y ella me dijo que te habías ido vos, pero
no importa; yo te creo a vos. Además quiero que te quedes acá,
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conmigo, hasta que todo esté bien. Pero estaría bueno que hagás
algo.
Inmediatamente empezaron a hablar de las actitudes de la
madre frente a Ricardo y las recurrentes comparaciones –que
Julián ya conocía– con su hermano. Ricardo sentía que las comparaciones eran injustas y los comentarios maliciosos. Julián
escuchó a su hermano dos horas seguidas en la madrugada del
miércoles, tanto estuvo hablando y utilizando el aire del pecho
que en un momento fue a la cocina a buscar agua porque se le
había resecado la garganta. Cuando comentaba sucesos que lo
afectaban se tensaba hasta que se le marcaban las venas del
cuello y de la frente. Todas sus declaraciones le sirvieron como
contención afectiva a la prisión que vivía, como paliativo de esa
situación de encierro. Específicamente habló de que en las primeras instancias de la relación él quería creerle a ella; como era
su madre, tendía todo el tiempo a darle la razón en cada situación con un sentido acrítico. Aunque, de a poco, con el paso de
los años, en cada reacción Ricardo tenía la impresión de que las
intervenciones de Helena eran para dirigir sus elecciones para
donde ella quería, es decir, para donde dictaba su preferencia,
sin tener en cuenta la vocación, las inquietudes y la personalidad de él. “Me parece re perverso de su parte –dijo Ricardo–; yo
antes la escuchaba, hacía lo que ella me decía.” Como era su
madre, y el proceso natural es seguir las directivas púdicas de
quien nos cría, Ricardo respondía en los hechos siempre a favor
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de las opiniones de Helena; a fin de cuenta se sumergía cada vez
más en un molde de persona a gusto ajeno. Así fue cómo él
comenzó a tener el registro de que sus libertades personales no
tenían garantía real de decisión, por encima estaba ella.
Todas sus percepciones personales las dijo sin tapujos, a la
persona más precisa para expresar su confianza: su hermano.
Julián era un tronco que por naturaleza lo sostenía.
Capítulo 6
La vida social en San Miguel de Tucumán es una vida de
actividad callejera. El tucumano de la ciudad, de cualquier clase
social, tiene en sus costumbres cotidianas salir mucho a recorrer
las calles caminando o arriba de una motocicleta. Ricardito
estaba asombrado por la cantidad de motocicletas que bordeaban la plaza principal de la ciudad, mientras recorría las calles
localizando un colegio nocturno que lo adoptase para terminar
sus estudios. Pasados los tres días ya se había topado con una
escuela cerca del departamento de su hermano. Era un edificio
enorme, de paredes frías, que databa del siglo XVIII, en el cual,
pasadas las 18:30 horas, se convertía en un Profesorado de Idiomas y en un colegio para adultos. Helena, al otro día de la salida
de Ricardo, habló por teléfono para obtener información sobre
el estado de cosas
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–Hola ¿Julián?
–Sí, mamá.
–¿Qué te pasa? ¿Estabas durmiendo?
–Sí, me dormí muy tarde anoche, Ricardo ya esta acá. Te
llamo después ahora tengo frío, estoy en calzoncillo y no prendí
la estufa. ¿Qué hora es?
–Es la una de la tarde. Quiero que le hables a tu hermano para
que se quede ahí por un tiempo. ¿Y tiene pensado qué va a hacer
con su vida?
–Ayer me dijo que quiere terminar el secundario, la verdad
es que no sé bien a qué se va a dedicar ahora, pero mejor si
hablamos después.
–Teneme al tanto de lo que suceda.
–Bueno, me voy, tengo frío en los pies.
–Anda a vestirte, luego hablamos, chau.
–Te llamo.
Ricardo no se deprimió; sintió la necesidad de dedicarse
exhaustivamente a una actividad en particular. La escuela a la
que concurría tenía ciertas particularidades: poseía grandes
vitraux (algunos rotos) que tocaban el techo. Tanto en invierno
como en verano el edificio conservaba una temperatura templada inclinada hacia el frío, su rutina era la de los colegios tradicionales del interior del país, que durante el día funcionan nor-
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malmente como un secundario o primario y a partir de media
tarde se convierten en institutos terciarios o colegios nocturnos.
Los compañeros de Ricardito eran todos mayores que él;
algunos tenían hasta 15 años más. Apenas se incorporó al aula
lo saludaron con buenas intenciones. Y a las pocas semanas lo
invitaron a una reunión social, a la que, manipulado por la vergüenza primeriza, no fue. El iniciador social del aula era un
muchacho del interior de Tucumán que iba en motocicleta a
todos lados, su nombre era Mario Gando. A través de Mario el
joven Ricardo escribió los teléfonos de sus compañeros en su
carpeta. Mario, con una civilidad grande, hacía listas de gente
cuando se acercaba el fin de semana, con el deseo de organizar
asados o ver un partido de la selección por televisión. Joven, de
pelo corto lacio y de aspecto criollo, Mario era originario de un
pueblo ferroviario, y, aburrido de trabajar con su padre en el
ferrocarril, ahorró unos pesos, se compró una moto y abordó la
ciudad de San Miguel con esperanzas de entretenimiento y vida
social. La vida citadina lo obligó a responsabilizarse en el estudio y fue razón para terminar el secundario intensivamente.
En clase, rápidamente, Ricardo observó a una muchacha con
cierto aire infantil, voluptuosos pechos y anchas caderas,
Luciana Moren. Para su suerte, su nuevo amigo Mario se relacionaba mucho con Luciana ya que la morena era amiga de su
novia; esa situación le acercaba a Ricardo la posibilidad de relacionarse, cosa que ansiaba mucho. Sin embargo la primera vez
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que conversó con ella no fue él quien puso en marcha una estrategia de atención permanente para lograr una oportunidad de
conversación: ella caminó llanamente hacia él para preguntarle
cuándo se había inscripto.
–¿Cuándo entraste a este colegio?
–Hace unos días me inscribí y tuve suerte porque cuando
vine la Secretaria me preguntó si ya tenía decidido hacerlo, yo
le dije que todavía estaba viendo y ella me contestó que le confirme ahora porque ella tenía un amigo que se quería inscribir y
ya no quedaba más lugar en el curso. Me puso en una situación
en la que tenía que contestarle sí o sí y le confirmé ahí no más.
–¿Cómo que no quedaba más lugar en el curso?
–Eso me dijo ella, no tengo idea qué es lo que pasa. Me dijo
que durante el año solamente inscriben a pocas personas porque
ya están comenzadas las clases.
Ricardo se sorprendió (hasta hizo una pequeña mueca) por
el hecho de que ella haya iniciado la conversación; además se
sintió de lo más cómodo porque se había generado un intercambio muy normal, más adecuando a gente mayor a la que acostumbraba a relacionarse con él. Mientras hablaba, maduró con
nervios un comportamiento para no observarla con demasiado
descaro y no delatarse de que ya había imaginado su cuerpo
entero. Cuando finalizó su primera charla con Luciana, la
memoria de Ricardo se activó recordando a Raquel, la guía del
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Instituto de Energía No Convencional. Interiormente había
tenido el mismo registro que en aquella oportunidad, quizás
porque las circunstancias fueron similares y las características
entre Raquel y Luciana eran también parecidas. Al volver a su
casa recordando y asociando ambas situaciones, le brotaron
excitaciones más allá de lo puramente sexual, le gustó conocer,
recordar y recrear.
Ya en el departamento de Julián, su nueva casa, el joven
comentó a su hermano lo agradable de la escuela y sus compañeros. Estuvo hablando con algo de euforia y entusiasmo. Su
hermano, sentado en un pequeño banquito de la cocina, lo escuchaba con atención.
–Gan, esto es una nueva etapa de tu vida. Es algo totalmente
diferente y nuevo para vos.
Era fabuloso escuchar la motivación que provenía de su
hermano; primero lo alentó para que consiguiera una escuela,
luego le presentó amigos suyos de la Facultad de Medicina.
Julián siempre lo trataba con una impronta de buen humor y
objetivos claros. Cuando conoció a los amigos de Julián, Ricardo fue bastante moderado y de modales tímidos. A lo largo de
las semanas congenió mucho más con sus propios compañeros
de escuela que con los aspirantes a médicos.
En su tiempo libre de escuela, Ricardo pasaba mucho tiempo
en los internet respondiendo los mensajes de facebook de sus
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amigos, especialmente las largas líneas que escribía su querido
amigo Martín, contándole experiencias y preguntándole curiosidades ajenas. Ya se habían vuelto una especie de costumbre
las visitas de Ricardo a media tarde a navegar en internet,
momentos en los cuales Julián terminaba sus jornadas de estudio en la facultad. Una tarde Ricardo se estaba sentado frente a
una computadora en medio de la lectura de una escueta respuesta de Raquel, la guía de Buenos Aires, cuando Julián lo sorprendió por detrás, le apoyó la mano en el hombro y le dijo:
–Che, viene a Tucumán ese tipo que te gusta a vos.
–¿Cuál? –dijo Ricardo concentrado en su facebook.
–Pizarro.
–¿En serio? –dejó de ver la pantalla para mirar la cara de su
hermano.
–Acabo de ver un cartel pegado en mi facultad... Va a dar un
seminario sobre Cultura del arte de sanar de los Incas. Eso decía
el cartel.
–¿Y en dónde, cuándo es eso?
–La otra semana, dejaron un mail para acreditarse. Si querés
información preguntá en esta dirección –le entregó un papel
borrador–. Mirá que el cupo debe ser limitado...
Los dedos de Ricardo digitaron al instante las preguntas
necesarias y sus datos personales por el seminario. También,
súbitamente, se le creó una lista de expectativas importantes
sobre el evento que Basilio Pizarro tenía previsto en la ciudad.
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Mientras respondía los correos de sus amigos brotaba de entusiasmo, pero esta vez era algo incomparable; las dimensiones
de curiosidad se le trasmitía a la sangre. Nunca había sentido un
interés tan ferviente por los temas abordados por Pizarro en
general: el estudio del modo de vida del indígena americano, las
intenciones de relaciones humanas dentro de la sociedad en
general y la manifiesta vulgaridad del lenguaje usado por el
mismo para explicar sus pensamientos. Incluso cuando comentó a sus compañeros de colegio lo hizo con entusiasmo particular. Ricardo quería compartir su admiración a Pizarro, pero a sus
compañeros –amables en escucharlo– no les interesaba acompañarlo a una conferencia.
Mario le hizo bromas respecto a Luciana, de cómo se miraban todo el tiempo y que quizás ella estaría interesada en él.
Ricardo nunca fue lento de entendederas. Se dio cuenta de que
Mario cambió de tema rápidamente sin interesarle los comentarios que hizo sobre Pizarro. Esto no desanimó a Ricardo en lo
mínimo ya que sus expectativas estaban bien focalizas y su
interés era legítimo. Además muchas de las compañías nuevas
le resultaban de agrado luego de un largo proceso de desamor
maternal; casi siempre estaba de buen humor por la dirección de
sus novedosos acontecimientos en sus relaciones humanas en
general. Por supuesto, su hermano era un elemento primordial
para él, y cuando Julián le demostró su incondicional amor, para
Ricardo significó una renovación vital en su existencia. Esta
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nueva capacidad de vida era magnífica, y la visita de Pizarro no
era para él sólo una anécdota, sino que iba en el mismo curso de
su nueva rutina diaria.
Las invitaciones para reunirse los fines de semana nunca se
hacían esperar. La primavera ya estaba exultante, la ciudad
estaba envuelta en todos sus posibles colores y la temperatura
empezaba a promediar muy favorablemente para las salidas.
Fue Mario, como siempre, el primero en advertir lo lindo que
sería organizar un asado al aire libre para festejar la llegada de la
primavera. Todo se consumó para el domingo a la noche ya que
Mario era repartidor de pizzas en su moto y los días libres eran
domingos y lunes, el resto de los compañeros trabajaban en
diferentes horarios. Mario ofició de anfitrión en su
departamento. Era una casa vieja, de pasillo, con aberturas altas
y el baño en el patio; la pareja del muchacho era una mujer
joven, extrovertida y muy amable. Ella compartía más o menos
el mismo origen de Mario, el interior de la provincia de la caña
de azúcar. El pueblo era Lules, antiguo dominio de los Quilmes,
descendencia de mucho orgullo para ella. Ricardito sin pensar
en otra cosa le contó del seminario que daría Pizarro en la
ciudad y los temas que hablaría en relación a los aborígenes.
Ella le contestó:
–A ese señor no lo conozco, pero si habla de cómo eran los
indios de acá tiene que decir algo de los Quilmes, por lo menos
en esta zona la actividad de ellos era mucha.
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Ricardo la escuchó con atención; le resultó muy grato
encontrar al fin una persona que hablase de su mismo punto de
agrado. Sin embargo no conversaron mucho al respecto ya que
de la reunión participaban muchos de sus compañeros del
secundario. Los costillares a la parrilla se mezclaban con una
salsa picante preparada con perejil picado, ajo molido, jugo de
limón, orégano y aceite. La mesa era un gran tablón desparejo
de madera apoyado en dos caballetes, uno en cada extremo. El
clima era tan adecuado que cuando terminaron de comer levantaron la gran mesa y, coordinadamente, destaparon algunas
cervezas guardadas en el congelador y todos se pusieron a bailar. Comenzaron los pasos de cumbia en la terraza abierta a las
estrellas de la primavera. Cuando la música se intensificó, Juana, la simpática novia de Mario, atropelló el asiento de Ricardo
junto a la pared, agarró con fuerza la mano del joven y lo llevó
hasta la pista de baile casi obligado. Atrás suyo Mario lo sostuvo
de la cadera moviéndolo hacia los lados invitándolo a bailar sin
opciones; fue una improvisada escena de relación de fuerza
hacia Ricardo, quien no tuvo chances de elegir si quedarse o irse
de nuevo hacia su asiento. No obstante sucedió lo que Ricardo
deseaba e imaginaba interiormente: lo hicieron caminar hasta el
sitio donde Luciana estaba moviéndose al ritmo del grabador.
Su escote era demasiado sugerente, su piel pigmentada y suave
combinaba perfectamente con cada paso de baile que sus formas trasladaban a los ojos. Ricardo fue inmejorablemente el
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“mejor imaginador” de las más exponentes situaciones sexuales alrededor de sus senos y su cola; además, su suerte estaba
echada. Las palmas de sus manos tomaron su cadera sin
vergüenza alguna y ella sonrió y siguió su paso de baile. Juana
mur- muró algo al oído de Mario primero (sonrió después de
comen- tarle algo) y luego murmuró al oído de Luciana
mientras todos bailaban a plena noche y plena música. El
ambiente estaba crea- do desde un ánimo proveniente del
alcohol, de la pegadiza músi- ca para bailar y de la recíproca
libido surgida después de la cena. Mientras toda la fiesta era
divertida, Ricardo nunca desaprove- chó su oportunidad de
hablarle a Luciana para conquistarla. Trató de impresionarla
contándole su visita al Instituto de ener- gía no Convencional y
las cualidades del conocimiento de la misma, y también le
habló muchas estupideces que le divertían.
–En Tucumán vi muchas chicas lindas –dijo Ricardo.
–¿Ah sí? Todos los días se ven chicas lindas en la ciudad.
–Sí, muchas solamente lindas, pero vos sos muy linda.
Al decir esto último pensó que resultaría un inmaduro conquistador, las palabras exactas que usó para calificarse fueron
“que hijo de puta que soy, esta minita no puede creer esto que le
estoy diciendo, tengo que parecer que le hablo sinceramente,
así me cree”. Luciana nunca devolvió los halagos, además siempre dejó llevar la situación para que Ricardo se le arrimara cada
vez más en comentarios y la tocara más con sus manos. Se
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comenzaron a besar en el zaguán de la casa, envueltos en un
baile de manos; las piernas de Ricardo temblaron segundos
antes de besarla, pero igualmente dio el primer paso para acercarse hasta la acolchonada boca. Por supuesto nunca dejó de
tocarla más y más, prestando atención al límite que ella pusiera
con una señal cortante (podía ser tomando sus manos con las
suyas o diciéndole directamente que no le tocara las tetas o la
vagina), pero la señal nunca le llegó con determinación, y
Ricardo siguió sus instintos sexuales al ritmo de sus sensaciones. Sus extremidades trenzaron las partes del cuerpo de su
compañera y su movimiento maxilar era constante hacia su
rostro y su cuello. Se soltaron de inmediato cuando uno de los
invitados bajó del patio acompañado de la dueña de casa. Pero
cuando vieron el camino libre para realizar sus deseos, Ricardo
siguió codiciando cada vez más su cuerpo hasta que Luciana le
dijo:
–Tengo la bombacha mojada.
–¿En serio? Qué bueno que me decís eso ¿Querés ir a mi
casa?
–No, me quiero ir a la mía. Mañana es un día largo... Quiero
verte otro día, llamame.
–Dale, te llamo mañana, ¿querés?
–Bueno, mirá que voy a estar esperando que llames.
–Seguro que te llamo.
La fiesta terminó muy avanzada la madrugada, pero mien-
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tras duró los invitados bailaron y tomaron mucho alcohol. Los
muchachos comieron asado frío y mezclaron bebidas libremente. El encuentro con Luciana fue una motivación muy especial y
sus pensamientos quedaron empernados en el cuerpo de su
nueva amiga; tenía la completa ilusión de llegar a intercambiar
sexo con ella. Fue impulsivamente feliz, como un adolescente
cualquiera. Quedó impactado por la frase “Tengo la bombacha
mojada”. Nunca lo habían encarado con tanta sinceridad en
algo relacionado al sexo, sus pocas experiencias al respecto
fueron recorridos trazados por él mismo con la permisibilidad
de su compañera ocasional.
Su aporte en estas prácticas de seducción y sexo fue dividido, pero con claro predominio de su insistencia. El rol de él
invariablemente era el de proponer actividades que luego daban
la posibilidad de llevar a su compañera a la cama, y ellas, casi
siempre (cuando se sentían atraídas por él, claro está), dejaban
que Ricardito les organizase las salidas nocturnas. Este camino
de paciencia y cálculo lo condujo a tener un cuerpo desnudo
más de dos veces, y con posibilidades favorables.
La experiencia con Luciana era estructuralmente diferente
porque la lujuria estaba sostenida por la sinceridad y la expresión de ella. Ricardo estaba exultante y radiaba ansiedad cuando intercambiaba un diálogo con ella.
Al otro día se levantó con el peso exacto de la resaca. Eran
las 14 horas. Julián estaba en la cocina picando la cebolla de un
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guiso de pocos ingredientes; al terminar de volcar todo lo picado en la olla, llamó a su hermano para comer.
–¡Pero no está lista la comida, Julián! –dijo Ricardo sentado
en la mesa con el calzoncillo puesto y la cara con los ojos
hin- chados.
–En dos minutos está, se hace rápido –contestó su hermano
desde la cocina.
–¡Que injusticia! Lo peor que te puede pasar es que te llamen
a comer y la comida no esté lista, esa es una de las grandes injusticias que hay en la vida.
Julián se reía de la broma de su hermano mientras acomodaba la mesa para almorzar. Pasó su cara cerca de la de él y alcanzó
a oler su aliento. Hizo un gesto reprobatorio y le señaló el baño.
Mientras se dirigía al baño Ricardito dejó salir un pedo estruendoso, como un silbido negro de ataque. Julián se sorprendió
pero comprendió que su hermano había bebido más de la cuenta. Mientras comían, Julián le comentó:
–Gan, me tengo que ir a las 14:30 porque tengo una entrevista de trabajo a las menos cuarto en un hospital.
–¿En un hospital? ¿Para trabajar?
–Claro, me la hace un médico que es profesor mío de la
Facu, quiere tener un asistente en las consultas o algo así... Ayer
llamó la mamá y le conté, además me preguntó por vos. Yo no
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sabía qué decirle; igual, le dije que estabas bien, con la escuela
terminando y todo eso. Me mandó más plata que otras veces
para que te dé algo a vos.
Julián prefirió informar a su hermano directamente de la
relación que él seguía sosteniendo con la madre de ambos, además creía que no había que ocultarle los comentarios que su
madre le hacía sobre él, como por ejemplo curiosearle si estaba
bien o si necesitaban dinero, lo que sí hacía Julián a rajatabla era
negarle todas las conversaciones y sugerencias que Helena le
hacía sobre él mismo. Había decidido cerrarle esa información
ya que suponía que tales acotaciones servirían para alimentar
un enojo crónico porque Ricardo consideraba que su madre
volcaba todo el afecto hacia Julián. Él, a su vez, pensó “no echar
más leña al fuego” como síntesis de una conclusión en su len
guaje criollo y vernáculo, pero con un buen sentido moral. Los
halagos de Helena a su hijo mayor no habían mermado dema
siado desde que Ricardo estaba viviendo en Tucumán. Un día
Julián reflexionó respecto de la importante diferencia entre su
hermano y su madre, y trazó una serie de hipótesis posibles en su
cabeza fantaseando las explosiones más desopilantes en su
familia. Mientras pensaba y asociaba –no todo era fantasía–, se dio
cuenta de qué harían cuando llegaran las fiestas de fin de año y según
el curso normal de las cosas, ellos tendrían que volver a casa de su
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madre. Julián compartió la idea con su hermano para saber qué
había pensado al respecto, y si había planeado algo.
–¿Y qué vas a hacer cuando llegue navidad y eso…? ¿A
dónde vas a ir?
El hermano mayor acomodó las dos manos con un gesto
absolutamente sugerente. La interrogación de Julián resultó de
primera mano un “ataque” para Ricardito, quien no reaccionó
imprudentemente; fue una procreación de mensajes verbales
con una constancia irrefrenable lo que llevó a Ricardito a una
situación de presión. Esas condiciones elevaron su inteligencia
para tomar conciencia de su desmejora, del desequilibrio provocado por su propia madre. Ricardo abandonó el sentido primario de supervivencia y se adentró en la potencialidad de los
derechos, mediante éste se preguntó por qué su madre lo desmejoraba a través de su hermano mayor; su reacción fue furiosa y
brutalmente exultante. La interacción diaria con su madre provocó la salida pujante de su casa en Jujuy y la llegada a San
Miguel de Tucumán. Pero no todo el relato fue el desencadenamiento de un problema, pues también concedió espacio para la
reflexión profunda.
Ricardo sin darse cuenta entró en una puerta, la mayor de
todas: el afecto. Se valoró sin precedentes y no expuso su bronca hacia su madre cuando Julián le preguntó dónde pensaba
pasar las Fiestas, ya que no se sentía obligado a reencontrarse
con la generadora de sus mayores pesares. Fue más allá de
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donde terminan los problemas, se quedó callado y mirando el
vacío y luego de segundos de pensar una respuesta dijo:
–Me voy a Buenos Aires, a lo de la Tía, y para el año que
viene me anoto para estudiar Astronomía.
Capítulo 7
Ricardito todavía almorzaba cuando Julián salió con velocidad al hospital para la concertada entrevista con su profesor.
Programado todo en su cabeza, ese mismo día Ricardo iría a la
charla pública de Pizarro, a las 5pm, en una sala del centro de la
ciudad. El sitio donde estaba organizada la actividad era un
salón cooperativo muy famoso que quedaba cerca de su casa.
Todo estaba premeditado por Ricardo en cuanto a cálculo de
horario y distancia. La meticulosidad de la planificación para
llegar bien a la charla era debido a la simpatía por las opiniones
comunes del intelectual. Sin duda cuando Pizarro declaraba
algo en algún medio masivo (aquellos que todavía lo entrevistaban –eran pocos– de vez en cuando) él se sentía atraído por los
temas revelados o bien le surgían introspecciones para seguir
buscando nuevas informaciones. Sus inquietudes lo exaltaban.
Por la edad que tenía, todas sus expectativas estaban formuladas con un sentido: quiso hacer algo con su vida, que su destino
tomara dirección y necesitaba un piloto que le indicara hacia
dónde. Ahí aparecía Pizarro como la figura de un símbolo ético
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con sentido crítico; para la clase política cortesana, Basilio Pizarro era un total mal educado, no tenía modales, además de “tener una forma muy grosera de dirigirse a la ciudadanía”, según
la mayoría de sus detractores. Él se definió a sí mismo como un
divulgador de su verdad, Pizarro era una especie de político sin
diplomacia donde las cuestiones morales sobrepasaban a las
relaciones institucionales. Una vez sucedió un hecho insólito, él
todavía ocupaba su sillón de Secretario de Cultura de la Nación
y por entonces había surgido un inconveniente entre los
trabajadores del Teatro Colón y la compañía concesionaria de
los espectáculos del mismo teatro. La Secretaría de Cultura
era la natural mediadora del conflicto de parte del gobierno;
Pizarro recibió en su despacho a los formales e intelectuales
directivos de la compañía y los escuchó. En segunda instancia
el Secreta- rio recibió del mismo modo a los trabajadores
protestantes y les prestó la misma atención. El tercer paso
lógico fue juntarlos para acordar una serie de puntos en
cuestión, aunque el encuen- tro final fue un desmán para los
directivos de saco y corbata. Los proletarios reclamantes
estaban en la reunión cargando bombos y redoblantes y cada
vez que tocaba el turno para hablar a los empresarios el
mismísimo Pizarro alentaba a la banda de muchachos para que
toquen sus instrumentos. El ruido produci- do por los bombos y
los redoblantes era insoportable y de esa forma no era posible
sostener una reunión. En principio los directivos quisieron
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discutir con el Secretario gritándole, pero Basilio no tuvo
ninguna intención de escucharlos y solamente les dijo en voz
alta: “lo primero que tienen que hacer es blan- quear a los
trabajadores que están en negro”; los señores de traje siguieron
gritándole con desprecio por sus provocativas actitu- des, sin
embargo el funcionario redobló la discusión: “además yo sé
que ustedes pagan más dinero de gastos centrales en sus casas
que el sueldo de uno de estos trabajadores”.
Todas las anécdotas conocidas por Ricardito daban vueltas
en su memoria como un viaje constante. Es que su psiquis disparaba las imágenes constantemente, y él como un ser humano
con necesidad de soñar un ideal –más que nada por su ausencia
familiar y por su edad–, hacía de cada imagen de Pizarro una
nueva aventura ideológica.
Lo más organizado hubiera sido poner el despertador, pero
Ricardo nunca lo hizo. Levantó los platos de la mesa después de
comer el guiso y pensó automáticamente en lavarlos después de
dormir una siesta. La pesadez del alcohol ingerido la noche
anterior obligó a su cuerpo a tomar mucho líquido y a dormir
inmediatamente. Se abatió prácticamente sobre la cama con un
peso incontrolable en el colchón. Al momento de acostarse
sintió unas poderosas ganas de hidratar su cuerpo y procedió a
traerse hasta la habitación agua en una gran botella de vidrio. Su
caminar era nebuloso y pesado. Antes de volver a la cama –su
destino final– entró al baño y vació sus vísceras con una total
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mecánica corporal. Rezongó con culpa de inexperto; “no chupo
más”, se dijo en una voz ronca y alta; “no chupo más, la puta que
lo parió”, repitió dos veces sentado en el inodoro. Minutos después entró de un salto en el fondo de un sueño. Sus experiencias
del día anterior determinaron la energía de su imaginación e
inconsciente; el sexo era parte central de su vida y Luciana
Moren era su objeto de satisfacción actual. Pasó unas horas
acostado en el deseo formado por la producción y gestión de su
imaginación. Las imágenes eran un solo plano secuencial de su
propia figura y la de su pequeña amiga cruzando la barrera de la
expresión tímida. La movilidad de funcionamiento de sus
manos hacia el cuerpo aceitunado de su compañera le generaba
una ansiedad incontrolable por llegar al punto esencial del asunto: la penetración plena y rítmica. Su erección joven le brotaba
fruto de la producción de imágenes sexuales constantes y participantes de una situación ideal.
La radio de la cocina seguía prendida desde que Julián cocinaba el guiso al mediodía. Ricardo, apenas bajó de su descanso,
escuchó a un locutor radial anunciar las 5pm en punto, sin
embargo no se percató de lo que tenía que hacer a ese horario
hasta dos segundos después. Su semblante se transformó en
asombro, sus ojos se extendieron hasta el límite y, con su cara
marcada por las sábanas, miró intensamente el reloj despertador para chequear la hora; se levantó inmediatamente para vestirse, lavarse la cara y salir con velocidad. Como un ave cazado-
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ra que va circulando sin armonía, el joven buscaba la ropa adecuada, las zapatillas y las medias decidiendo con una rapidez
ansiosa. Salió de su casa con la cara inflada y los ojos pequeños,
el aliento bruto y los dientes lavados con intensidad. En el camino recordó los platos sucios (mejor dicho no recordó lavarlos a
tiempo). Mientras caminaba, pensaba constantemente en llegar
a horario a un paso veloz y la cabeza concentrada en su desesperación. Cuando finalmente llegó a la sala, que reconoció de un
refilón, preguntó a unos jóvenes sentados en una mesa tapada
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con un mantel azul oscuro dónde era la charla de Pizarro y ellos
le indicaron hacia el fondo del pasillo, una puerta grande de
madera. Ricardo atravesó el pasillo alto y frío, poco iluminado
y bien pintado, al mismo ritmo con el que venía caminando por
las veredas. Tomó el picaporte y abrió la puerta en el mismo
momento en que Basilio Pizarro se sentaba en el palco iluminado en el fondo de la sala.
“¡Qué bien!, llegué justito”, se dijo Ricardito con una voz
que provenía desde el fondo de su abdomen. Miró cuidadosamente el lugar e inmediatamente percibió que estaba completamente lleno. No quedaba ninguna silla disponible a excepción
de alguna reservada con bolsos o abrigos encima. El presentador de la charla, un señor gordo con poco pelo y de tez blanca,
probó micrófono y dijo con justa claridad expresiva:
–Buenas tardes. Por cuestiones de alegre casualidad hoy me
toca presentar al Licenciado Pizarro aquí en Tucumán con motivo de esta Charla. Como comprovinciano me siento orgulloso
por su presencia aquí y agradezco a los organizadores de este
evento por gestionar la visita de este irreverente de la política
argentina (risas en el auditorio). Aclaro que no uso la palabra
“irreverente” por picardía o simpatía cómplice con ustedes, la
uso porque en general Pizarro no tiene un trato cortesano con
los funcionarios, los jueces, los políticos de turno y los poderosos de nuestro país; incluso tampoco posee una gran relación
con los funcionarios de otros Estados del mundo, según hemos
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sido informado por los medios masivos de comunicación. Voy a
dar un ejemplo muy concreto. Para el Profesor Pizarro el funcionario es un empleado del pueblo, trabaja para él, está contratado directamente por él –el pueblo por supuesto–; pero de allí
proviene una curiosidad opuesta a la realidad de la cultura política de hoy: Pizarro cree que el pueblo tiene que explotar a sus
funcionarios como un capitalista ambicioso explota a sus
empleados. Quiere que la ciudadanía les exija más de la cuenta,
no se conforma con que solamente sean responsables y honestos, les quiere extraer un sobre esfuerzo laboral. Desea que se
capitalicen al máximo en sus funciones en el Estado. Esta
llamativa y particular idea le ha provocado famosas peleas
que fácilmente llegaron a nivel mediático. La más recordada
fue sin dudas la que tuvo con el ex Primer Ministro de Francia
durante la celebración de la entrega de premios “Caballero de
las Letras y las Artes” de dicho país. En ella –corríjame
Profesor– Pizarro dedicó su premio al multiculturalismo y la
mezcla racial, citó a Baruch Spinoza como inspiración
emocional y cuestionó a Sarkozy por su eufemismo
discriminatorio en las políticas de inmigración y ciudadanía
del país galo. Paso seguido de la misma ceremonia de entrega,
Pizarro dijo, “a los ciudadanos perseguidos, abandonados o
exiliados del mundo los invito a emigrar al suelo argentino
con una sola condición: traigan consigo sus costumbres, su
cultura, su música, sus hijos, respe- ten los derechos humanos y
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la constitución de la Nación Argen- tina los acogerá como
hermanos”. El Primer Ministro Sarkozy, de origen húngaro,
reaccionó al instante. Al otro día, a través de los medios, salió
al cruce con actitud (portaba un semblante recto y tenso) y
afirmó que en Francia la democracia era plena, debido a que él
mismo, siendo el presidente, podía escuchar una crítica al
gobierno de su país por un ciudadano extranjero, hasta en el
momento más inadecuado: cuando estaba siendo premia- do
por el Estado de Francia. Aunque fue más expresivo y dijo
que Pizarro había sido inoportuno porque no interpretaba bien
la realidad y las necesidades de Francia. Luego Pizarro contestó, sin perder la cadencia y con abierta autoridad literaria e histórica, y dijo que la plena democracia no es cuando se habla de
inmigración como un problema de Estado, sino cuando se habla
de ella como una hermandad y como una posibilidad de intercambio cultural y de progreso conjunto (aplausos del público).
Además remarcó que su crítica no era al pueblo francés sino al
actual gobierno de ese país… Sin nada más que agregar de mi
parte, paso a cederle la palabra al invitado de hoy, señoras y
señores con ustedes Basilio Pizarro.
Ricardito se extasió por dos cuestiones: primero porque
había entendido perfectamente lo que el presentador había
dicho coloquialmente, y además ya llegaba el momento en que
Pizarro hablaría. Al lado derecho del presentador se encontraba
el principal expositor de la noche, estaba sentado con la mano
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izquierda extendida de lado a lado en la parte inferior de su
boca, extendiendo su dedo índice hacia su oreja derecha. El
turno de hablar le llegó inminentemente, y sucedió entonces
cuando Ricardito fue tomado por una excitación interna e
incontrolable. Fijó sus sentidos al extremo escuchando las
palabras que decían:
–Muchos creen que las aspiraciones personales o las ansias
del reconocimiento social se encuentran por encima de otros
valores que el mundo nos ofrece o que nuestros sentidos perciben. En el arte y en las ciencias hay un sistema que nos demanda
éxito explícita e implícitamente. Muchos de ustedes ya conocen
la anécdota de Thomas Alva Edison al inventar la bombilla de
luz eléctrica, pero vale la pena recordarla. Edison había tenido
40 intentos fallidos antes de acomodar sus instrumentos intelectuales, tecnólogos y reales. Inmediatamente después del ensayo
número 40 llegó al punto final de sus operaciones creativas.
Inventó la bombilla y fue colocada en una calle céntrica de la
ciudad de Nueva York; fue toda una ceremonia. Entre tanto
jolgorio y grandilocuencia Edison dio una improvisada conferencia de prensa a los cazadores de las declaraciones del genial
inventor. Un periodista pudo preguntarle “Mr. Edison ¿después
de 40 fracasos finalmente logró inventar la bombilla de luz
artificial? Rápidamente el ex operario de telégrafos (como él
mismo muchas veces se autodenominó) dijo: “Yo no tuve 40
fracasos, tuve un éxito”.
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No tiene nada de malo fallar (Pizarro abrió sus dos brazos al
público). No hay nada de malo en fallar, todos fallan. Todos
hemos fallado alguna vez, y es parte del desarrollo de la vida.
Hoy me premian en todos lados por mis éxitos y mi reconocimiento social, pero yo he fallado muchas veces. Pero hay algo
que sí es malo, es cometer una traición. Eso es malo. Una traición es cuando uno está haciendo algo solamente por dinero y
no lo necesita, o cuando está haciendo algo que sabe que es decididamente bajo o grotesco y lo sigue haciendo. Eso es un pecado (…)
Como se ha dicho en la presentación, yo no soy un cortesano, ustedes lo saben perfectamente. Tuve pequeños
incidentescon muchos políticos y empresarios en muchos
lugares del mundo a donde viajé. Algunos de estos incidentes
han sido noti- ficados por los medios de comunicación y otros
no. En Francia tuve el cruce de declaraciones con Sir Nicolás
Sarkozy que todos ustedes conocen, no obstante, antes de
recibir el premio el Gobierno de Francia agasajó con una
lujosa cena a todos los premiados la noche anterior a la
ceremonia. En esa cena conver- sé amablemente con algunos
premiados de Latinoamérica como Ricardo Vilca y Pedro
Lemebel. De pronto apareció Sar- kozy en nuestra mesa con
una sonrisa simpática y comenzó a hacer declaraciones sobre
nuestro continente; nuestra discusión empezó ahí. El presidente
nos agradeció nuestra presencia, dijo sentirse honrado y
además afirmó que su país, Francia, trataba de dar ayuda a las
naciones del tercer mundo. Muchos de los integrantes de
nuestra mesa asentimos con la cabeza con caba- llerosidad, sin
embargo, en el momento de protocolar simpatía, Ricardo Vilca
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comentó al presidente su altercado: Vilca se dis- ponía a entrar
en el salón del edificio presidencial para el agasa- jo y en la
puerta un guardia de la gendarmerié le pidió su tarjeta de
invitación al evento. Don Ricardo buscó en los bolsillos de su
saco lentamente (fiel a su modo de vida), pero cuando se dio
cuenta de que no la encontraba empezó a apurar sus manos.
Vilca, quien entiende francés un poco, escucho decir al oficial
“que va a hacer premiado este negrito de mierda”. Fui testigo de
ese suceso y lo rescaté del extremo e ignorante prejuicio verbal
del policía; Vilca no se sobrepuso (conociéndolo como buen
jujeño reservado y obstinado) y aprovechó el encuentro personal con Sarkozy para manifestarle el siniestro. Yo, que soy un
entrometido e irreverente, le dije que había sido testigo y califi- qué el
hecho como una provocación repugnante. Sarkozy me observó
directamente el rostro y respondió con pocas palabras en un inglés
afrancesado: the better is forget the issue. Además habló sobre las
circunstancias de festejo en las que estába- mos… Sentado en la
refinada mesa de mantel blanco, don Ricardo lo miró y, como buen
hombre de pocas palabras, maes- tro rural y coya reservado, le
contestó: “olvidar no, perdonar sí”.
El desenlace causó una risa colectiva del salón y el joven
Ricardo también movió su garganta con mucha energía. Sin
embargo, con gracia mesurada, todos habían entendido que la
seductora anécdota era una instancia que Pizarro procuraba
llamar a la reflexión y conciencia sobre el estado de situación
que vivimos. Lo más probable era que estaba referida a la tolerancia o algún proceso personal y social. Fue coincidente con la
susceptibilidad, porque lo cierto es que Ricardo estaba aprendiendo y disfrutando el aprendizaje. Él se encontraba parado en
la parte de atrás del auditorio con los brazos cruzados y el torso
encorvado: se sentía realmente contento. Mientras su ánimo
reaccionaba, su cabeza se había transformado en una gran antena que asociaba ideas rápidamente, y a la vez esperaba una frase
o historia más que lo entusiasmara demasiado. Ese momento
llegó (iba a llegar ya que se trataba de un personaje público, no
de una persona). Pizarro dijo “me acusan de que soy desubicado
algunas veces, pero cuando siento que me preguntan con sinceridad, yo respondo con sinceridad. Hay un viejo dicho popular
que dice no hay nada de malo con decir la verdad, y yo a veces
me pregunto ¿Por qué ser amable con quienes han ocultado la
verdad o quienes la han pervertido? A aquellos les digo ¿Por qué
lo hizo señor? ¿Por qué ha pervertido la verdad? Muchos utilizan la frase de Aristóteles (nomenclada por Perón): “la única
verdad es la realidad.” En respuesta yo les corrijo automáticamente contentándoles: “el peso que le damos a la verdad es la
realidad ”.
El final de la charla, con muchos aplausos del público, Basilio Pizarro agradeció la presencia de todos, agradeció a los organizadores y se fue. El saludo fue muy rápido y su salida también. Pero el impacto no había terminado con la salida del expositor: Ricardo en sus adentros sintió un centelloso encuentro de
partes continuas; lo que le subía era una ansiedad por conocer la
realidad circundante. Sus testosteronas renacieron de ese modo
después de muchos años, quizás desde su niñez. Pero sus imágenes se dispersaron hacia otros valores mediante un ejercicio
de ida y vuelta entre lo declarado en la conferencia y sus recuerdos, entre el potencial intelectual y emocional. Estaba con
unadocilidad propia a su personalidad y de su tiempo interno.
No fue casual que se acordara de Helena, con quien no tenía
contac- to hacía semanas, y que eso le generara un desgarro.
Pensó que quizás todo lo que sentía tenía que ver con esa
situación y des- pertó una idea. Probablemente tenía que
pensar una forma de resolver sus problemas con su madre.
Dejar los inconvenientes de lado no era algo que él haría;
siguiendo su carácter iba a enfrentar los problemas. Minutos
después de terminada la char- la volvió a su casa pensando en
eso.
Capítulo 8
Con el aire templado y las cortinas cerradas, Julián se encontraba sentado en la mesa del comedor jugando con su teléfono
celular. Apoyado en la mesa había otro aparato similar al de
Julián. Ricardo saludó y Julián empezó a hablar.
–Gan, ¿cómo te fue?
–Bien, estuvo bueno –Ricardo abrió las cortinas y se dirigió
a la cocina en busca de la escoba para barrer el comedor.
–Te compré este celular, ya que la mamá no te quería comprar uno, te lo compré yo.
–¿En serio? –Ricardo se sorprendió con alegría. Al instante
hizo cuentas–. ¿Y hay plata para comprar esto?
–Sí, mi profe me dijo que voy a trabajar con él en el hospital
así que re-bien. Estoy contento porque voy tener mi plata y eso
está bueno.
Ricardo se había olvidado en ese momento que su hermano
había ido a la entrevista laboral. Fue momentáneamente desbordado por la charla, pero cuando Julián le contó el resultado
de su entrevista, volcó la atención a lo que era lo más importante
en sus circunstancias: su familia. Comenzaron a hablar de las
tareas que iba a desempeñar Julián y de las propias cuestiones
sobre el nuevo trabajo. En definitiva, su profesor le ofreció un
trabajo administrativo en el Hospital Aráoz de la ciudad y
Julián, como buen inexperto y ansioso, pensaba aceptar directamente casi sin escuchar las condiciones y la paga de ese trabajo.
En su despacho del hospital, mientras el doctor le proponía el
trabajo, Julián explotaba de emoción sin demostrarla. Lo delató
un pequeño movimiento del labio en forma de sonrisa. Era una
conmoción inevitable ya que toda la expectativa de tener un
trabajo con un ingreso era una situación de liberación. Fue inevitable recordar los trastornos del cobro de la pensión del padre,
la imposibilidad de seguir estudiando durante unos meses y la
falta de dinero en general. Julián relató todo su degradé interno
a su hermano con absoluta felicidad, situación que lo impulsó a
comprarle inmediatamente algo que todos sus amigos tenían,
un teléfono celular nuevo. Fue un gusto personal y con mucho
afecto de por medio. A Ricardito le fue complaciente la idea de
que le compren un celular porque él quería uno, y el hecho de
que su hermano haya percibido que lo deseaba le resultó sumamente grato. “Ahora puedo escribirle whatsapps a Luciana”,
pensó el joven, “también a Martín, Pancho y Alejandro”, siguió
deduciendo con la velocidad de un link en red, agarró el aparato
con agilidad y automatismo y comenzó a utilizar sus funciones
básicas. Pero su excitación por el regalo no le impidió escuchar
a su hermano y compartir los siguientes razonamientos: ambos
tenían plena conciencia de los apremios económicos sufridos
hace no mucho tiempo, sabían que con el trabajo de Julián su
relación se iba a potenciar debido a que la independencia económica produciría la falta de demanda a su mamá.
–El trabajo tiene que ver con lo que estoy estudiando. Lo que
voy a hacer es repartir los números para los turnos de las consultas y atención al público. Mi profe me dijo que si voy bien en el
trabajo los primeros diez meses, después me quedo en planta
permanente ¡Eso sería genial! La paga no está nada mal y el
horario es de lunes a viernes de 7 de la mañana a 2 de la tarde.
¡El horario también es genial! (levantó los brazos de alegría).
Me deja estudiar y cursar las materias.
–Capaz que te atrasás un poco en la carrera.
–Depende de cómo me organice, puedo ir manejando el
cursado. Pero no importa si me atraso un año porque yo quiero
laburar para tener nuestra plata para el alquiler y la comida y
esas cosas…
Ninguno quería que el otro lo llevara hasta el extremo. El
nuevo trabajo de Julián funcionaría como una nueva forma de
vida entre ellos. Y desde esa nueva forma de entendimiento fue
cómo emprendieron la nueva administración familiar, poniéndose ellos como referentes y dejando a su madre en tercer lugar.
Aprovechando su nuevo teléfono personal Ricardo se contactó
con sus amigos Martín, Pancho y Alejandro ese mismo día vía
mensaje de texto y también con Raquel, su vieja amiga del Instituto de Energía no convencional. Ella le respondió horas después y él se imaginó que ella no recordaba bien quién era, por lo
que le generó una risa con sensación de vergüenza. Todos sus
amigos respondieron de inmediato con mucho enardecimiento
y le consultaron sobre su estado de ánimo, su nueva vida en
Tucumán y pequeñeces de adolescentes. Uno de los mensajes
que Pancho le envió fue: “¿Te cogiste alguna minita allá?”,
Ricardo leyó el mensaje y sus imágenes se volvieron una obsesión en su cabeza. Luciana Moren, su compañera de colegio, era
algo así como un objetivo a cumplir; el descifrable interés de él
era bien percibido por ella.
Siguió yendo al Colegio como buen alumno regular (desde
ese mismo lunes en que fue a la charla de Pizarro) y se empezó a
relacionar con ella en los recreos. La renovación de su temple
era una nueva energía que se generaba hacia sus compañeros.
Mario, su gran amigo en la escuela, le hacía bromas todo el tiempo a cerca de su nueva faceta en su personalidad. “Esta prima-
vera te vino bien” y todos reían porque evidentemente se sentía
mucho mejor que cuando llegó. Cualquiera que le hubiese prestado atención se hubiera dado cuenta de lo exultante que estaba;
algunos de sus compañeros pensaban que sentía algo por Luciana, y otros –conociéndolo más– sabían que su vida personal
tenía un nuevo sentido emocional.
Luciana dejaba que Ricardito la halagase cuando conversaban y entre ellos emergían con frecuencia espacios de intimidad; ella lo miraba detenidamente centrándose en su cara,
observándolo de arriba a abajo. Un sábado a la tarde, Ricardo
había hecho planes para quedarse con Luciana en su casa, como
un cazador ingenuo que planifica su estrategia, se sentía con la
confianza intacta para atacar.
Luciana –que había sido invitada para hacer un trabajo práctico de la escuela– tocó el portero del departamento de Ricardo.
La impresión más evidente que ella sentía era que él buscaba la
oportunidad para acostarse con ella. Él la recibió envuelto en la
música de Caetano Veloso; alguna vez su padre le había comentado su especial gusto por el trovador brasilero. Ella, que entraba por primera vez a la casa de Ricardo, se sintió con vergüenza
los primeros cinco minutos, pero con el pasar de la tarde fue
acomodándose a las circunstancias. Él fue cortés y con naturalidad captó la atención de la joven, aunque ella había tenido más
experiencias de ese tipo con muchachos que él con otras
muchachas. Ella pensó mucho en él, incluso mientras estaban
haciendo el trabajo de Historia. Para él fue toda una expectativa
que ella viniera a su casa, las piezas habían sido acomodadas
con precisión ya que su hermano Julián había salido a estudiar a
casa de un amigo, donde iba a pasar la tarde y posiblemente la
noche también. Fue un milagro para Ricardo pensar que iba a
quedarse sólo con Luciana. Extrañamente Ricardo se sorprendió cuando Luciana le comenzó a hablar fluidamente de Historia, en referencia al trabajo que hacían. Pero ella no se limitó a
responder las consignas del trabajo que estaban haciendo, se
explayó con entusiasmo y armonía. Ricardo se impactó por
todo lo que ella conocía; él venía de descubrirse en un nuevo
mundo de ideas y procesos, como subiendo a una ventana de
luz. Nunca hubiera vinculado a Luciana con esa parte de su vida
si ella no hubiese hablado del tema. Su impacto le proporcionó
una veta de madurez, considerando toda la atención que le daba
a las palabras de su deseable amiga. La tarde era un camino
vulnerable; Ricardo fue hacia la cocina mientras charlaban de
una consigna y en el transcurso él se comportó con ambición
diciéndole “pase lo que pase entre nosotros yo quiero estar con
vos”. Fue una frase casi fuera de contexto porque la consigna
hablaba sobre el exilio de los indios Quilmes desde Tucumán a
las orillas de Río de La Plata, en la que los originarios fueron
brutalmente echados de su tierra. Ricardo empezó su declaración diciendo:
–Qué feo debe ser que te echen de tu lugar –hizo en gesto
conclusivo–; en realidad yo estoy en Tucumán porque medio
que fui corrido de mi casa. Me separé de mis amigos y mi lugar.
Esta es una ciudad que esta bastante buena, me siento bien acá,
todos son muy amables y, si vos te ponés a pensar, apenas los
conozco. Me estoy haciendo amigos y ya estoy muy bien; pase
lo que pase entre nosotros yo quiero estar con vos.
–¿Cómo que querés estar conmigo? –Luciana expresó su
curiosidad para que el joven se animara a pedirle directamente
que quería acostarse con ella. Fue una expresión a modo de
invitación indirecta.
–Que… no sé… quiero estar con vos –se le fue acercando
desde la cocina con los ojos en foco.
La abrazó desde atrás, mientras ella seguía sentada, con sus
brazos envolviendo su torso. Ella soltó el lápiz y giró su cabeza
para buscar la boca de su nuevo y joven amante; Ricardo actuó
con una resolución importante y sin vacilar tocó sus pechos con
armonía circular, desabrochó la camisa de Luciana y se abalanzó con su boca sedienta. Ella provocó algo que nunca había
experimentado Ricardo, estirando sus brazos hacia él, obligándolo a sentarse en la silla. En el living de su casa Ricardo vio
cómo su amiga con la displicencia de quien ya lo ha hecho
varias veces, bajó sus pantalones y cómo, desde su perspectiva,
el cabello largo se le abultaba en su estómago –de arriba hacia
abajo– en una práctica de sexo oral que le resultaba fantástica.
Por segundos se le congelaron las ansiedades y pudo observar
con detenimiento la altura de las circunstancias. En un arrebato
de alegría y excitación él levanto los brazos con espontaneidad
y los movió como si festejara un gol; pronto flameó con ella
hacia la habitación y –naturalmente– se enredaron uno en otro
varias veces. De a momentos se callaban por unos segundos con
abierta satisfacción, no expresada en palabras sino en suspiros y
alivios. Entre coito y coito sucedía el aseo personal; cada uno
iba al baño a limpiarse sus partes íntimas o a tomar agua. Ricardo pensó: “está bueno esto de echarse un polvo, ir a comer algo,
tomar agua y después seguir cogiendo”. Luego, en medio de
una fantasía, empezó a pensar en Raquel, la astrónoma de Buenos Aires. Su agilidad de imágenes mentales lo llevó hasta los
lugares más inauditos, creó en su interior la misma situación
(sexo completo una tarde) con Raquel, y conjeturó una escena
de excitación alrededor de esas representaciones que hacía con
la astrónoma y lo empujaron indefectiblemente, con una erección lograda, a penetrar una vez más a Luciana.
–¿Qué hora es? –preguntó Luciana.
–A ver… las 11 –dijo Ricardo después de mirar el radio
reloj.
–¿Ya son las 11? –se sorprendió ella inclinando su tronco
hacia arriba, acostada en la cama.
Reaccionó con velocidad para atender su celular. Estaba
desnuda. Pasaron diez segundos y también sonó el celular de
Ricardo. Él fue con menos rapidez, era un mensaje de texto de
su amigo Alejandro de Jujuy. El mensaje decía “qué hacés,
putazo. Estamos viendo el partido”. Se reanimó con la noticia.
Le subieron ganas de ver el partido de su equipo de fútbol, Gimnasia y Esgrima de Jujuy, mientras su amiga hablaba por su
teléfono móvil. Naturalmente, después de satisfacer su inmediatez sexual Ricardo se sentía con ganas de quedarse solo para
ir a un bar del centro de la ciudad para ver al menos el segundo
tiempo del partido. Obviamente no deseaba verlo acompañado
de Luciana. Empezó a pensar todo de un modo muy rápido e
intranquilo, sin embargo no podía –y no era parte de su personalidad– intentar “escabullirse” de ella mediante una excusa. Dos
minutos después, cuando ella terminó de hablar por teléfono, él
siguió expresando el mismo carácter de las últimas horas, inclu-
so manejándose con cariño. Su simpatía no fue una actitud que
provocara reacciones en su nueva compañera. Igualmente, y
luego de tantas eyaculaciones, era hora de levantarse de la cama
para hacer otra cosa que no fuese sexo. Ninguno de los dos se
sentía muy cansado como para dormirse, sin embargo Ricardito
adoptó una actitud de esperar propuestas de Luciana para hacer
algo. Él pensaba que era la mejor forma de que ella considerara
la posibilidad de irse a su casa y dejarlo solo (y así ir a ver el
partido).
–Ricardo, me tengo que ir –él se sintió un poco sorprendido
ya que había creado un microclima interno para desligarse de
ella y sin embargo fue ella misma quien le solucionó sus pretensiones.
–¿Te vas? ¿A dónde?… ¿A tu casa?
–Sí –dijo ella articulando un gesto de evidente obviedad.
–Bueno, te acompaño a tomar el colectivo si querés.
–Dale.
Se vistieron con cierta velocidad como si tuvieran que cumplir un trámite urgente. Mientras bajaban las escaleras Ricardo
le dijo “qué bueno que nos vimos hoy” y ella reaccionó con una
risa espontánea. En tono de broma consensuaron en que no fue
nada desagradable compartir la tarde.
En la parada del colectivo él le dijo: “me gustó todo lo que
me explicaste de historia, se nota que sabés un montón”; la
joven captó el halago abiertamente y le enorgulleció. De todas
maneras fue inevitable que ella relativizara sus conocimientos
sobre la materia por su falta de arrogancia –propio de su personalidad–. Se despidieron con un beso largo y quedaron en
hablarse por teléfono, además de verse regularmente en el colegio. Atando cabos Ricardo pensó cómo iba a ser su reacción
frente a sus compañeros del colegio. A diferencia de otras experiencias, sintió que ésta sería algo diferente. En una ocasión se
estuvo relacionando alegremente –con la complicidad que provee la circunstancia– con una chica que había conocido en un
carnaval en Maimará. Ese carnaval –a una corta edad– comenzó
a tomar sus primeros “vinitos con soda”. El embriagamiento no
era exclusividad del vino sino del aura generada por la emisión
de la energía del lugar y de la gente. (La espontaneidad del carnaval es autosuficiente, se abastece con los deseos del momento; las prácticas ancestrales se fueron deformando. Sin embargo, sigue intacto, nada puede detener la diversión de los carnavales.) Dentro de la amalgama de colores primarios, música
festiva –cumbia y música andina–, alcohol y efusividad, Ricardo era un sujeto dentro de la masa. Su pretendida era atrevida y
alta, con inmadurez evidente y curvas pronunciadas. Su grupo
de amigas estaba tomando cerveza en un pequeño local. El precario bar era de dimensiones tan pequeñas que cualquiera que se
hubiera sentado en alguno de sus lugares disponibles hubiese
escuchado perfectamente la conversación de su vecino; sus
mesas eran viejas y muchas eran simples cajones de la misma
cerveza. Esta completa cercanía envalentonó a muchas personas allí a conversar con sus vecinas. Ricardo inició su diálogo
con ella y con los otros amigos. Compartieron tragos juntos un
rato y luego salieron a pasear por el pueblo para ver las comparsas. Cuando llevaban cinco minutos de caminata Ricardo entrelazó su brazo derecho en la cintura de la joven y la llevó hasta el
patio de atrás de la iglesia del pueblo. Ella se dejó llevar sin
oponer ninguna resistencia, y así fue como se besaron desordenadamente con el cuerpo apretado y Ricardo levantó la temperatura hasta la penetración. Las pantorrillas del joven trabajaban con ritmo y fuerza debido a que ambos se encontraban parados. Luego de largos minutos lograron entrar por una puerta
antigua de madera a una habitación abandonada de la iglesia, en
donde la chica se inclinó con vergüenza –pero con algo de
desesperación también– en una mesa y, mientras la penetraba
con fuerza, ella le susurraba: “acabá afuera, acabá afuera”, en
medio de gemidos sexuales.
Su primera experiencia con Luciana Moren funcionó como
un segundo capítulo en su vida sexual (obviando sus otras experiencias que estaban sesgadas de vergüenza y atropello adolescente). Por días pensó en la imagen de esa chica a quien no volvió a ver sino meses después por casualidad una tarde en una
calle céntrica de San Salvador de Jujuy.
Días después surgieron en el colegio las miradas esperadas.
El día se desenvolvía con acostumbrados sucesos y en la escue-
la ya empezaban a interrogar a los protagonistas. Las chicas con
discreción se acercaron a Luciana y se la llevaron al rincón más
alejado en el patio: un viejo arenero en forma de semicírculo
lindante a una pared de piedra gris y fría donde nunca daba el
sol. En ese espacio la protagonista no comentó los detalles de
sus ratos libres con Ricardo pero sí les afirmó a sus amigas –ansiosas y chismosas– que el joven jujeño “me gusta mucho”. Los
cuchicheos no se prolongaron por muchos minutos y fueron
medianamente discretos, sin embargo, y a pesar de que la situación no fue muy obvia, los compañeros varones también sospecharon del tema; comenzaron a hacerle comentarios alusivos y
gestos de confidencia. Él no pudo ocultar su satisfacción y
ansiedad contenida frente a las bromas; incluso algunos compañeros que no sabían nada al respecto se contextualizaron de
inmediato y no dudaron en asediar rápidamente a Ricardo.
Muchos le repetían “sos un campeón” y reían. Se sintió definitivamente integrado al grupo con este tipo de experiencias compartidas y a pesar de los gestos y las monerías de sus compañeros él las recibió con afecto. Su más cercano amigo, Mario, fue
el único que le preguntó algo más íntimo sobre el sexo, pero no
puntualizó en el acto en sí (como muchos creían) sino que le
preguntó acerca de si Luciana le atraía para algo más que una
relación pasajera. Escuchándolo con los ojos depositados en la
cara rectangular de Mario, Ricardo prestó atención a las palabras de su amigo “tené en cuenta que de ésta te podés llegar a
divertir o decepcionar”. Las intenciones de Mario no eran generar en el joven un clima de duda en medio de su entusiasmo
(agrandado por las repercusiones de sus compañeros), y a pesar
de que un halo de tensión fue percibido, Ricardo reaccionó con
la justa racionalidad envuelto en la emoción. Mario creyó que
su amigo le diría una frase propia de la situación como “dejá de
hinchar las pelotas” o “dejame disfrutar”, pero dijo con autodeterminación “voy a ver cómo se plantean las cosas; además no
me estoy enamorando, ella es mi amiga”. Como con aires de
padre, Mario se alegró por la declaración madura de su amigo
pues pensó que el joven iba a reaccionar con la naturaleza hormonal. La necesidad del afecto puede tener dos caminos en su
resultado a lo largo del tiempo: la simpatía o el odio.
Cuando no estaban en la escuela, Mario siempre invitaba a
Ricardo a juntarse a tomar mate o estudiar; Ricardo internamente valoraba cómo su amigo lo apañaba, en cada oportunidad
pensando en solucionar sus pequeños inconvenientes y protegiéndolo de las vicisitudes.
Ricardo logró componer sus propios ritmos de vida en una
ciudad con altos grados de movimiento. La velocidad era
impresionante. Iba subiendo dentro del auto por un camino de
ripio muy empinado y espiralado. El paisaje del camino era
verde en los cerros, con climas subtropicales típicos y con perceptible humedad; el andar del vehículo permitía, por próximo
y llamativo paisaje, ver bien cada lugar que iban transitando.
Las curvas de los paisajes –no las del camino– mostraba una
belleza relajante y exuberante. Mientras iba en delgada bajada
con el empuje de la gravedad el aturdido mensaje con voz ronca
que le decía directamente “si alguien dudaba de que este camino
es el correcto sólo sigue para darte cuenta, si alguien dudaba
sobre cómo estás caminando este camino sólo hazlo bien con la
confianza de que lo estás haciendo bien, si alguien juzgaba
cómo vas andando en este pedregoso camino sólo dile que vas a
llegar mejor que antes; la verdad del tiempo tiene dos sensaciones, el amor y el miedo. Todas las demás emociones provienen
del amor o del miedo”. Paró al sentir que era muy oscuro lo que
veía y quiso prender las luces, miró hacia abajo y vio perfectamente cómo dos ríos se envolvían –un afluente alimentando, el
otro recibiendo– uno provenía del perfecto oeste desde donde a
lo lejos las faldas de los cerros superpuestos se convertían desde
un verde intenso y selvático en un color gris y arena de altiplano. El otro río era un poderoso cable de montaña, frotaba de él
una electricidad estruendosa y bella. La vista era especial por la
sobrante luz del día, la iluminación provenían desde una línea
horizontal a la altura de las personas, debido a que el sol se estaba encogiendo en el oeste. Desde ese mismo punto se veía, todavía, el punto más llamativo del lugar, la perfecta cascada: tenía
unos 30 metros de altura con tres escalones proporcionales
donde las caídas se volvían espectaculares. Las salpicaduras de
agua envolvían un aura dentro del paisaje de la cascada y su
bravura era evidente, congelante para la atención. Dentro de la
humedad de la locación una imagen definió la sorpresa de la
situación. Como su velocidad era precipitada, no bastó en reducir su intenso ritmo. Mirando el paisaje, sin hipnotizarse ni admirarse tanto, vio al lado del camino a su padre acercándose. Pero
no sintió sorpresa cuando lo divisó, no desbordó su emoción ni
se le revolvieron las vísceras. Fue un hecho consecutivo natural
y la presencia de su padre era tan real que Ricardo registró su
cuerpo al lado del suyo como una situación pura y llana. Sin
embargo todo empezó a cambiar cuando el joven miró a su
padre que estaba hablándole y le dijo “pero papá, vos estás
muerto” y el padre lo miró y no respondió semejante afirmación
que se le apuntaba y repitió “papá, vos estás muerto” y subió el
tono de su voz unas octavas, mientras el padre no le
respondía. Y cuando menos lo esperó, el umbral del descanso
del cuerpo y mente se abrió en un llanto duro y débil, crujiente
y macerado por las poderosas imágenes y sensaciones del sueño.
Se desper- tó inclinado sobre la cama llorando y percibiendo la
realidad real. Con un volumen bajo la TV estaba prendida
mostrando la película “Irreversible” que Ricardo logró
reconocer vagamen- te. Mientras secaba con sus manos algunas
lágrimas miró hacia su derecha para ver si Julián se había
percatado de su inusual reacción, y como su hermano seguía
durmiendo se ahorró el desahogo de explicarle lo curioso que
había sucedido. Eran como las 5 de la mañana y hacía frío.
Ricardo se tapó y no se pudo dormir, a pesar de que cerró lo
ojos y lo intentó, hasta que sonó el despertador de su hermano
una hora después. Julián se fue a trabajar y Ricardo durmió hasta
las 11 de la mañana.
Capítulo 9
Cuando un traslado o mudanza está definido por circunstancias insostenibles, siempre se generan situaciones de arresto.
En el caso de Ricardo, su traslado fue forzoso, y de esa manera lo llamaba cuando le preguntaban acerca del tema. Una vez
Luciana en un recreo le preguntó la razón por la que había dejado Jujuy, y él le contestó:
–Tengo una mala relación con mi mamá y era imposible
quedarme.
Como ya existía más confianza entre ellos se hacían preguntas personales directamente, sin tapujos, con naturalidad y fluidez.
–¿Y te viniste a Tucumán porque estaba tu hermano? –consultó ella con algo de interés.
–Claro, no tenía prácticamente lugar a dónde ir. Tengo una
tía en Buenos Aires que la quiero mucho y pensé en ir para allá,
pero preferí venir con mi hermano para charlar con él.
–¿Y tu familia sabe que viniste a Tucumán?
–¿Vos te referís a mis tíos y primos y esa parte?
–Sí –dijo ella sosteniendo su curiosidad.
–Mi papá no tiene hermanos, y mi mamá tiene una hermana
que vive en Córdoba que la vi muy pocas veces. No tenemos
mucha relación con ella, entonces no le cuento estas cosas. Ella
tiene dos hijas, mis primas, se llaman Constanza y María Valeria. Nunca hablé mucho con ellas, por ahí me las encuentro en el
facebook pero charlamos muy poco.
–Ah… mirá vos… si querés podés hablar conmigo, digo, si
tenés ganas.
Luciana se acercó a la parte afectiva de Ricardo porque llegó
a conmoverla un tanto la compleja situación de su joven compañero. Mientras sonaba el timbre de entrada a clase, Ricardo la
miró y le hizo un gesto.
Recordando su situación muchas tardes y noches, Ricardo
se repetía a sí mismo “Mamá me echó” pero nunca lo decía en
voz alta. Pero luego, después de desanimarse por el relato de los
hechos, proyectaba acciones personales diciéndose a sí mismo
“Voy a terminar el secundario y a estudiar astronomía”, o pensaba “voy a buscar trabajo como hizo Julián”; recomponía su
mala suerte en desafíos propios. Fue así que recortó tiempo y
pudo transformar dificultades en oportunidades. Se animó con
visceral decisión.
Julián consideró que su hermano iba formar un nuevo círculo de amigos, pero también creía importante que conservase sus
amigos de Jujuy. El rol de Julián sería importante en la vida de
su hermano, y la conexión entre ambos fue inmediata.
Cuando Ricardo llegó al departamento, por la cabeza de
Julián se asomaron cataratas de ideas para que Ricardo no se
sintiera expulsado por su madre. Las primeras noches Julián
soñó con nuevas y coloridas imágenes, con su hermano durmiendo en la cama del al lado. Desde el primer día que llegó no
dejó de pensar en él. Las primeras noches se transformaron en
largas historias provenientes de la poderosa carga emocional.
Su madre no era parte de su pensamiento fijo, pero estaba involucrada a través de su conflicto con Ricardo. Mientras Julián
seguía con sus actividades, como un estudiante universitario
responsable, su cabeza se detenía.
Cierto día de trabajo y estudio, se encontró con los minutos
absortos de ocupaciones; como todo día regular se levantó temprano con el peso de las horas en su cuerpo. Salir de su casa produjo una especie de carrera al tiempo. Cada segundo tenía una
ocupación que le iba tapando su conciencia con el correr de las
horas. Cuando llegó el momento de descanso fue directamente
a su departamento, a su cama; cenó un pan cortado a la mitad
con un poco de picadillo, mayonesa y rodajas de tomates.
Saludó a Ricardo y literalmente cayó en su cama sacándose la
ropa ya acostado; su cansancio era mortal. Durmió recostado
sobre el lado izquierdo de la cama todo erguido, con los
brazos envueltos y las piernas juntas. Julián previno esa
exhaustiva caída y arregló la hora del reloj ya que Ricardo
siempre cambiaba el horario del despertador para lograr
levantarse después de su hermano. Cuando apoyó la cabeza en
la almohada sintió que su columna vertebral se dobló más de
la cuenta, se mareó un poco y su vista adquirió un nubosidad
variable. Esos dolores se debieron a su tendencia al mareo y la
baja presión. Habiendo cursado bastante de la carrera de
medicina, dedujo que sólo tenía la presión baja y buscó en el
cajón de la mesa de luz de Ricardo una bolsa de caramelos
surtidos. Seleccionó tranquila- mente uno y lo puso en el
fondo de su boca. Pero al volver a acostarse comenzó a ver
definidamente cómo sus ojos recibían una cantidad potente de
luces amarillas –casi de color blanco tiza–; luego convergieron
en una sola luz uniforme que lo apun- taba y que no le permitía
desenvolverse bien. Usó la lógica y empezó a mover sus
brazos con desorden para encontrar el res- paldo de la cama
para poder ubicarse espacial y temporalmente. Se guiaba por
sus instintos y recuerdos de donde estaba empla- zado cada
espacio, cada lugar y cada mueble. La situación no era
desesperante pero le resultaba incómoda por el cansancio en el
que estaba. “La puta que lo parió, quiero dormir y encima me
pasa esto, ¿qué mierda hago?”, pensó de inmediato. Siguió
repitiendo en voz baja “quiero dormir, quiero dormir” y agitaba
sus piernas con la ansiedad de no poder hacerlo, en constante
exaltación por ver todo el espectro de color amarillo y buscando
las posibilidades de solucionarlo. Aunque se sentía incómodo
por obvias razones, en segundos empezó a acostumbrarse, hasta
que algo sucedió. La situación fue otra cuando cerró los ojos
con tranquilidad y resignación, y cambió más aún cuando pudo
ver, a lo lejos de la imagen luminosa, la silueta de una persona
encandilada por las luces. Nada dejaba de ser extraño y curioso,
y pensaba “¿qué me está pasando?”. El cuadro era algo raro,
oscuro y difuso, pero contenía una pequeña luz con forma de
silueta que se aproximaba hacia él. Pero el cansancio no le
permitía prestar atención precisa de la imagen que se le
aparecía.
Cuando la imagen estuvo cerca, logró observar a su propio
padre que estaba caminando de costado, yendo de derecha a
izquierda de su cuadro. Julián, que todo lo quería analizar con
racionalidad universitaria, pensó que estaba bastante mal y
había empezado a delirar de cansancio (creyó que estaba alucinando). Rubricó un diagnóstico que presumía que el azúcar no
estaba llegando bien al cerebro y que eso le producía ciertas
reacciones que activaban imágenes personales reprimidas.
Divagó en esa idea por unos momentos hasta que, mientras
seguía chupando el caramelo, la imagen luminosa se iba diluyendo con lentitud; la figura de su padre se estaba perdiendo
también. Todo el trayecto transcurrió en un lapso de pocos minutos y comenzó a sacar conclusiones propias del despecho y la
tristeza. Las asociaciones no tardaron en llegar porque esa lla-
mativa y curiosa imagen era un significado importante (su
padre fallecido) y más aún sumado al conflicto entre su hermano y su madre.
Pensó que el modo de apreciar las cosas, la representación,
simbolizaba la pérdida de vida de su padre o su alejamiento
definitivo de su vida, o algo parecido. Además no se preocupó
por quedarse con esa curiosa idea y dar vueltas sobre ella con
una majada de interpretaciones.
Extrañamente (ya todo suceso le era extraño durante esos
segundos), se fue relajando por completo mientras pensaba. Su
cuerpo ya estaba reaccionando de otra manera debido a que su
biología estaba volviendo en sí y sus articulaciones estaban
reteniendo líquido como signo de pleno descanso y distensión.
Sus responsabilidades sociales no faltaron a sus ocurrencias.
Pensó en poder conservar la tranquilidad y la armonía en la
convivencia con Ricardo, cuestión insoslayable. Llegó hasta
esos límites por cuestiones de su naturaleza personal. Pero los
minutos seguían su curso y pasaban sin la sensación de que
había sido una experiencia perpetua. Comenzó a recobrar lo
que había perdido anteriormente (su estado mental, su vista, su
conciencia), hasta que llegó el paso del tiempo real: sonó el
despertador a las 6 de la mañana; era su hora de levantarse para
ir a trabajar al hospital. Extendió su mano izquierda para
apagarlo y se sorprendió de verse dónde estaba, semi tapado por
las mantas y acostado boca arriba. Miró por la ventana y se
podía divisar la salida del sol rodeado por sus rayos que se
escudriña- ban por los edificios contiguos. Vestido sólo con
sus calzoncillos se dirigió hacia el comedor y abrió la ventana
del balcón y pudo distinguir el olor del bagazo de la caña de
azúcar por la época de zafra. Su estado mental estaba perfecto
aún sin despabilarse, y no registró ningún desperfecto por la
noche que había pasado. Su cadera, constreñida en la noche
anterior, estaba en vertical correcta y su cabeza sólo tendía a
reaccionar porque recién volvía del descanso. No reconoció
en la flexibilidad de su cuerpo nada que no estuviere fuera de
lugar, ni nada que no sintiera todos los días de la semana
cuando se despertaba a esa hora. Recordó todas las imágenes
y los cuadros de la noche anterior, y las conclusiones que sacó
a partir de las producciones de su mundo interior. Caminó
hasta la habitación –todavía en calzoncillos– y se paró en la
puerta para ver a su hermano tendido en la cama
completamente dormido, respirando mal con la boca abierta.
Se vistió rápidamente, agarró su mochila y, como todos los
días, salió a la calle.
Durante esa jornada, en la que no acontecía nada fuera de lo
común, internamente no se desenfocaba aún de su estado interno e intentaba crear para su hermano una atmósfera de
contención; una de las medidas más importantes que había
tomado fue comprarle un teléfono celular con muchas
aplicaciones. Estaba preocupado en servirlo y contenerlo.
Su madre no creía “necesario” ningún gasto de esa índole
hasta que empezara a cobrar la pensión de su marido fallecido, y
una vez cobrada tampoco creyó conveniente tal gasto. Ricardo
no lo tomó de manera personal en un principio, pero sí cuando
Helena le compró un celular nuevo a Julián con el argumento de
que estaba estudiando afuera (en Tucumán) y ese medio de
comunicación le resultaría absolutamente útil.
–¿Por qué le compraste un celular nuevo a Julián y a mí no
me querés comprar uno? –increpó Ricardo.
–Hijo, no te comportés como un nene.
–Bueno, yo me quiero quedar con el celular viejo de él.
–Pero si ya lo dimos como parte de pago…
–¿Y cuánto te reconocen por el celular viejo?
–Creo que una cuota del nuevo, pero igual ya está hecho.
–¿Una cuota? Pero eso es muy poco ¿Cómo no me lo diste a
mí?
Ricardo definitivamente mostraba su desacuerdo argumentando que era más valioso darle ese teléfono a él que entregarlo
en parte de pago por uno nuevo. Intento pelearla con ese argumento, aclarando las desventajas de hacerlo y pidiendo quedarse con el aparato. Decía que comercialmente no era beneficioso
por el precio de la cuota y el precio del celular. Su madre lo escuchó y sólo repitió “ya está hecho”.
Su hermano no estuvo exento de esta transacción, pero aun
cuando consideraba la validez de los argumentos de Ricardo no
intervino y sólo cuestionó a su madre con una pregunta “¿es
conveniente dar este aparato por una sola cuota? ¿No es mejor
venderlo o hacer otra cosa?”. La madre repitió “pero ya está
hecho el trámite”. Intuyó que Julián prefería darle ese teléfono a
Ricardo en vez de realizar cualquier otra medida. Se le fijó la
idea de que Julián quería mediar para que Ricardo finalmente se
quedara conforme, pero retransmitió su mensaje nuevamente
sin intentar cambiar el tono de voz y con las mismas palabras
para que Julián entendiera el mensaje de la manera que ella
quería. Julián anticipó la propia intención de su madre diciéndole “ya está hecho” como la manera efectiva de no poder retrotraer lo ya realizado. Eso, obviamente, no dejaba lugar para que
se concretara otra alternativa que propusieran sus hijos. El
modo de pensar de Helena era indeliberado, con básicas especulaciones sobre las consecuencias e intenciones de control
básico del ritmo de vida. Ricardo ya había provocado reacciones respecto de cómo se tomaban las decisiones en su casa y
cómo salía medianamente desfavorecido por algunas situaciones como la de la compra del celular.
Julián no podía intermediar o arbitrar porque se encontraba
lejos del núcleo de los problemas; irse de Jujuy y dejar a su hermano solo con su madre destapó la latencia de las contradicciones, aunque se preocupase conscientemente de los alcances de
estos roces y, naturalmente, alguna vez increpara a su madre
con sus justificaciones.
El marido de Helena, y padre de los chicos, Edgardo, sostenía sus conversaciones en un clima distendido porque ponía el
afecto de por medio; a pesar de ser un trabajador dedicado y
solvente en el consultorio, sus ratos libres en familia eran definitivamente la otra actividad de su vida. Desde que sus hijos
eran pequeños Edgardo nunca se preocupó por ser un buen
padre porque eso le surgía con sincera naturalidad. Ricardo y
Julián nunca se cuestionaron nada por la relación que tenían
con su padre, él era sin dudas el principal centro de referencia
de sus vidas además de demostrarles un afecto genuino. Edgardo organizaba siempre alguna actividad conjunta con sus hijos,
la más común era ir al estadio “23 de Agosto” a ver a Gimnasia
y Esgrima de Jujuy los fines de semana. Pero muchas veces sus
hijos lo visitaban de sorpresa en el consultorio y él suspendía
por 5 minutos la atención a sus pacientes, incluso una vez suspendió un masaje en el omóplato que le estaba haciendo a una
mujer bastante mayor por problemas de artritis; la anciana, que
se encontraba esperando a su fisioterapeuta mientras terminaba
de hablar alguna trivialidad simpática con su hijo –que generaba la risa cómplice de ambos–, le llamó la atención para que lo
dejara en esas circunstancias. “Licenciado” se le escuchó decir
a la señora que tenía la camisa abierta, el hombro desnudo y la
cabeza arqueada hacia un lado. “Licenciado” repitió con más
fuerza para que Edgardo definitivamente volviera a su trabajo.
Cuando lo repitió por segunda vez entonó un tono de voz evidentemente descontento. “Ahí voy señora” respondió de inmediato y despidió a su hijo haciéndole una seña con gracia sobre
el descontento de su anciana paciente. Edgardo era compinche
con sus hijos, hablaban en código, hacían esa clase de chistes
que sólo entre ellos entendían.
Ricardo una vez intentó explicarles a sus amigos por qué
tenía tal grado de comunicación y qué significado tenían las
bromas que se hacían, pero ni Pancho ni Alejandro lo entendieron. Mientras Martín, su más íntimo amigo, se encontraba
callado la boca al lado mirando y escuchando la situación,
esperó que los otros dos muchachos se callaran o
comenzaran a hablar de otro tema para opinar.
–¿Sabés qué? Yo veo cómo vos te llevás con tu papá y la
verdad que me da envidia, pero no envidia mala, sino en el buen
sentido ¿no? –dijo Martín con una pequeña carga emotiva en su
confesión.
–¿Por qué decís eso? –le consultó Ricardo.
–Ojalá yo me llevara tan bien con mi papá… o con mi mamá
de cómo vos te llevas con tu papá. Yo cuando voy a tu casa los
veo y se hablan, van a la cancha o al centro a comprar ropa y
esas cosas. En mi casa es totalmente diferente, porque ahí cada
uno va por su lado.
–¿Cómo que cada uno va por su lado? –interrogó Ricardo.
–Pero si vos vas a mi casa, boludo… la cosa es así en mi familia. Cada cual hace sus cosas, mi papá y mi mamá trabajan todo
el día cada uno por su lado. Mi hermana si no está jugando al
vóley en el gimnasio está en la escuela; por ahí cuando ella compite nos vemos todos juntos, pero si no cada uno tiene sus cosas
y no nos damos mucha bola entre nosotros. Por ejemplo, yo sé
que mi vieja labura en OSDE ahí en la calle 19 de Abril, pero no
sé cuál es su oficina, ¿me entendés? Capaz que ni siquiera tiene
una oficina y la comparte con otra gente –abre los brazos como
expresando desconocimiento.
–Sí, sí, entiendo bien. Cada cual hace su historia.
–Claro y ellos no deben saber las cosas que yo hago. Por
ejemplo no deben saber cuál es la división de mi 5º año. Saben
que voy a 5º, pero no saben a cuál...
Martín pudo hacerse entender perfectamente por su amigo.
Esas confesiones lo inducían a pensar de modo más profundo
sobre él.
Ricardo configuraba su perspectiva personal comparándola
con la de los otros. Su padre era conversador con sus hijos, pero
más que nada emanaba una energía especial en ellos en la que
sin decir nada Ricardo y Julián podían percibir sus deseos y sus
impulsos.
La relación entre Edgardo y su esposa Helena también fue
proyectada por Ricardo. En muchas de sus conversaciones con
Martín y en otras oportunidades en las que pensó sus cuestiones
familiares y sus esperanzas personales llegó a ciertas conclusiones de la relación entre su padre y su madre. De modo operativo,
en primera instancia, calificó, juzgó las actitudes de cada uno de
ellos. Con su madre desarrolló impresiones que cambiaron
durante algunos meses hasta llegar a una conclusión casi definitiva; en su niñez Ricardo era muy apegado a la madre llegando a
ser ella su centro de referencia y comunicación con el mundo.
Muchas veces (siendo un niño de 8 o 9 años) Ricardo solicitaba
cosas a través de su madre. No tenía independencia para pedir
algo que quería o para lograr satisfacer un capricho de infante,
por eso, de ello se ocupaba su madre.
Luego, más en la adolescencia, su carácter se reafirmó y se
volvió un sujeto completamente sociable. Organizaba partidos
de fútbol entre amigos los fines de semana. Su madre abandonó
el papel de comunicadora y sintió el cambio de roles, pero
nunca se lo hizo notar a Ricardo directamente. En un almuerzo
ella señaló:
–Antes no te llamaba ni un amigo por teléfono, ahora todos
te llaman.
–Sí –dijo él y siguió comiendo. Parecía que estaba pensando
en otra cosa, aunque al momento de contestar fue instintiva su
asociación con la dependencia que tenía con su madre años
antes. No dijo nada más pero lo recordó.
–Ya creciste –Helena miró atentamente a su hijo para ver
cómo reaccionaba, sin embargo sólo escuchó una respuesta
corta y concisa que desestimó sus primeras intenciones de
recordar la dependencia que tenía Ricardo cuando era más niño.
Al escuchar solamente un “sí” que no tenía alargue enunciativo,
Helena dejó pasar la oportunidad. Sin embargo no sabía que su
hijo también pensaba en lo mismo (habiéndose esforzado por
no expresarlo).
Ricardo no tenía una conexión especial con su madre, pero
tampoco se generaban fluidez emotiva ni palabras clave entre
ellos. Había nacido cierta formalidad entre madre e hijo.
Con Julián, Helena producía un entusiasmo importante. Sin
embargo los cambios de dirección en la personalidad de cada
uno se había desatado luego de la muerte de Edgardo, al término
de la embestida emotiva de la desaparición física. Cuando el
duelo fue superado en su parte más crítica, Ricardo, Julián y
Helena tomaron decisiones íntimas de cómo relacionarse con el
otro; pareció que fuera un trabajo coordinado entre los tres el
hecho de que cada uno renovara sus condiciones.
Julián pensó mucho en sí mismo; reaccionó de manera inédita, como buscar él solo las soluciones, “es hora” pensó para sí.
Julián se encontraba sentado en el escritorio frente a la computadora mirando periódicos digitales por Internet, entre algunas fotos eróticas. En uno de ellos encontró una noticia de tonalidad trivial que hacía notar a Angelina Jolie rubia en una fotografía enfocada desde su delineado perfil que denotaba el color
claro en su peinado. Julián quiso ver los comentarios de los
lectores de esa noticia y comenzó a leer uno por uno. “Te queda
mejor castaño”, escribía una chica; “el rubio no te sienta bien
Angie”, era otro comentario femenino; leía las opiniones de a
una, hasta que encontró una mucho más llamativa y graciosa
que decía “rubia, morocha, castaña, pelo corto, pelada, te doy
como sea, sos hermosa”. Suficiente para que se entretenga en
una carcajada.
Capítulo 10
Cada día se creaba un clima nuevo entre Julián y su hermano. Prácticamente entre ellos no había tensión, o por lo menos
no se percibía cuando estaban juntos. Cada uno había adquirido
otras cualidades.
Cierto día comenzaron a escuchar radio juntos. Ocurrió de
casualidad un viernes a la noche cuando ambos se encontraban
cansados y decidieron apagar el televisor. “Tengo la vista a la
miseria”, dijo Julián sentado en una silla en el comedor y encendió el aparato que había trasladado de Jujuy a Tucumán, un
viejo centro musical de color negro marca Tonomac; inclinó su
torso hacia delante, apoyándose cómodamente en la mesa.
Ricardo, que también estaba cansado, se dejó llevar por su hermano y se interesó por lo que sintonizaba. Julián movía la perilla con sus dedos en la búsqueda de un dial, hasta que escuchó el
Himno Nacional en una FM. “Deja ahí” dijo Ricardo con una
voz susurrante. Escucharon la versión del himno en silencio y
empezó la programación consecutiva. Un joven conductor
llevaba el programa hablando de noticias de interés general y
después de anunciarlas opinaba sobre ellas con planificadas
ironías y chistes con relato actualizado. El conductor leía una
noticia que informaba sobre una encuesta que consultaba a la
ciudadanía sobre la aprobación de la pena de muerte en la
Argentina. La consulta de la encuesta era si en Argentina era
viable la “mano dura” o “mano blanda”, en referencia al grado
de dureza del Estado en cómo abordar la delincuencia.
Los resultados daban un número alto de aprobación de una
“mano dura” por sobre la “mano blanda”. La encuesta se hizo
casualmente en esos días en que el ex presidente Menem estaba
declarando por el contrabando de armas a Croacia y Ecuador
durante su mandato. El conductor aprovechó la noticia para
reflexionar (a su modo) sobre los resultados de la encuesta:
–Para Menem no importa la mano dura o la mano blanda, lo
que importa es “la mano que se mete en la lata”.
Ambos reaccionaron con una risa franca al veloz comentario. Julián miró a su hermano en complicidad y para observar si
le había producido la misma sensación que a él.
El programa continuaba intercalando fluidamente algún
rock de Nirvana con Pedro Aznar. A las 00:30 escucharon el
resumen de noticias, donde destacaron el fallecimiento sorpresivo de Basilio Pizarro, quien fuera internado en una clínica de
Buenos Aires cerca de las 21 horas por un dolor intenso en la
cabeza, y que horas después de su internación había perdido la
vida. Todavía no había parte médico al respecto, sin embargo
Pizarro (recordaban los locutores) sufría de un problema neurológico. “Falleció el último de los políticos honestos”, sentenció
el conductor en búsqueda de una simpatía con los radioescuchas.
Mientras el sueño abundaba segundo a segundo, Ricardo
escuchó la noticia y se quedó casi atónito. Afuera se sentía a un
grupo de adolescentes que hablaba de fútbol. Entonces se acercó a la radio casi rozando su oreja en el parlante; la sorpresa lo
sobrepasó.
–¿Ese no era el tipo que vos seguías? –preguntó Julián.
Ricardo no le contestó y Julián insistió–. El que murió. ¿No era
ese mismo que fuiste a la conferencia?
Ricardo hizo un gesto con la cabeza mirando a su hermano y
le dijo simplemente “sí, déjame escuchar”. Se centró en la noticias y se puso susceptible ante los comentarios de los locutores.
Fue algo sorpresivo para Julián ver a su hermano asumiendo ese
rol de compromiso, y más aún frente a alguien que Julián sabía
que no conocía. Estuvo a punto de decirle algo pero se arrepintió y simplemente lo dejó solo escuchando radio. El programa
tuvo la precaución de no emitir solamente las opiniones personales de los locutores sobre la muerte el ex Secretario de
Cultura y sobre su obra sino también de rescatar algunas
declaracio- nes del difunto, cosechadas en conferencias o
charlas informa- les con periodistas. Una de ellas (gravada en
buen audio) refle- xionaba sobre la verdad y cómo se la
considera y desarrolla:
“El pueblo exige la verdad a los políticos. Estos, a su vez,
insisten en que dicen la verdad aunque estén en bandos distintos con afirmaciones enfrentadas y contradictorias entre sí. Los
periodistas aseguran que sus opiniones son verdaderas. Los
religiosos proclaman la verdad de su fe. Los ateos, la verdad de
lo empírico cotidiano. Los analistas financieros se asientan en
la verdad de los números para producir ajustados diagnósticos
económicos pretendidamente verdaderos. El poeta indaga la
verdad en la belleza. Los marginados enfatizan en la evidencia
de su marginación y exclusión como una horrenda verdad que
desmiente los aparentes logros y beneficios del primer mundo.
Los gremialistas gritan su verdad en las movilizaciones. Los
enamorados se entregan, embelesados, a su verdad sentimental. Los amigos comparten sus verdades en las mesas de café
criticando o arreglando el mundo, etc. De tal manera, en estos
particulares tiempos de crisis, el esclarecimiento del problema
de la verdad se está convirtiendo en uno de los temas fundamentales porque, en definitiva, algunos se preguntan seriamente por ella y pretenden encontrar respuestas universales, razonables y válidas al fenómeno de la vida. Recordemos el significativo silencio de Cristo cuando, según los evangelios, Poncio
Pilatos le pregunta: «¿Qué es la verdad?».”
La columna vertebral del joven se enfrió y sus pies también
sentían una baja temperatura. Las declaraciones póstumas que
la radio reproducía fueron recibidas con otro grado de conciencia, con suma atención. La voz de Basilio Pizarro era candente,
con un tono que vibraba con absoluta seguridad. Ricardo vislumbró imágenes y percibió una autorevelación. Se detuvo en
un punto aunque el programa ya transitaba por otros temas y
canciones. Un tanto anonadado, comenzaba a transitar paisajes
de pensamientos a cerca de la vida y la muerte de Pizarro. Escuchó otra de sus frases en la radio, en un tono y volumen parecido, que decía: “Los argentinos hemos perdido la compasión y,
por lo tanto, el entendimiento”. Era inevitable esa reacción
jadeante, sorpresiva y absolutamente interna.
Cuando ya había pasado cerca de una hora en la radio
comenzó a sonar el tema “Los libros de la buena memoria”,
entonces Ricardo apagó el aparato y se dirigió somnoliento a
la cama. Sin prender la luz para no molestar a su hermano, el
muchacho se acostó en la cama sacándose delicadamente la
ropa. Y continúo sus aventuras cobijándose en el recuerdo de la
ocasión en que vio personalmente al intelectual durante esa
tarde en San Miguel de Tucumán. Estaba recostado boca arriba
con los ojos todavía abiertos apuntando al techo y observando
la nada. El sobresalto dejó a su cuerpo inmóvil, sin embargo
no movió ningún músculo con torpeza. La contingencia
sucedía adentro de él, no afuera. De repente lo asaltó el deseo
de estar en Jujuy, en su casa, y caminar por las calles de su
ciudad, encon- trarse con sus viejos amigos de la escuela y
compartir tiempo con ellos.
Esa pretensión repentina provenía de un canal sentimental.
Se destapó el pecho y se enfrió mientras cosechaba algunas
opiniones. Se encontraba en una mesa redonda compartiendo
con mucha gente conocida y conversadora alrededor. Al lado de
Ricardo se encontraba una chica que se llamaba Olivia; ella
tenía el cabello castaño, bien oscuro y lacio, una nariz alargada
e irregular y la cara de corte triangular y precisa. Le pareció un
rostro bien conocido y un cuello ventajoso y sensual. Ahí mismo, sentado en su silla, empezó a escuchar la conversación que
los comensales estaban teniendo. Sin prestar un grado de atención real a lo que estaban diciendo, los escuchaba. Percibió que
cada invitado era conocido suyo: uno era un médico amigo de
su padre con quien compartía el consultorio; otro era un ex profesor de geografía del colegio en Jujuy; el restante era un señor
que se desempañaba como cajero del café “Los Dos Chinos”
donde su papá siempre iba al terminar su jornada de trabajo.
La sensual amiga era para él la menos reconocible en la
mesa, pese a que era una muchacha ligeramente delgada (se
distinguía por la languidez de su cuello), con una tez color madera caoba y un cabello oscuro intenso; su atractivo era penetrante
por lo menos para Ricardo. Mientras estuvo allí los miró detenidamente a todos con la vista ajustada (miró unos segundos más
a la muchacha). Observó la participación activa de todos en la
conversación y notó, sin darle demasiada importancia, que la
chica se sentía algo insegura allí. Nunca pudo escuchar muy
bien lo que conversaban sin embargo no estaba incómodo por el
lugar ni el momento en donde se hallaba. La chica había hecho
un gesto con la cara por el cual él dedujo cierto grado de tedio.
Ella se levantó con rapidez y avisó que volvía en unos instantes.
Ricardo la observó sin discreciones ni sorpresa. Tuvo cierta
ansiedad para que se quedara allí con él. Pero de pronto escuchó
un zumbido de una cadena del baño que bajaba, y ella venía
transitando desde esa oscura lejanía hasta la mesa con cara de
evidente alivio; ella volvía a sentarse en su silla luego de haber
activado la caída del agua. La incomodidad que presumía
Ricardo al principio fue resuelta en otra idea más cercana a la
verdad. La muchacha vació sus vísceras en el escusado, alivió
plácidamente sus retracciones. La visión del asunto fue elocuente ya que la joven volvió con su semblante vacío de tensiones sugiriendo lo apropiado del momento para unirse, finalmente, a la situación. Todo se convirtió en un gran calificativo
pues todos los elementos de la escena eran apropiados y destacables; la mesa era una compuesta figura redonda donde se
posaban cartas de póker. “¿Dije mucho esta noche?” preguntó
uno de los personajes dentro de un frondoso contexto que
Ricardo no pudo percibir cuál era. Respondieron a la pregunta
con otra que dejó más incertidumbre: “¿Esto no se está ponien-
do mejor?”. Ricardo decididamente no captaba bien la velocidad de la conversación pero, insólitamente, no se desesperaba
por eso. Miró todos los rostros que seguían a su propio ritmo –el
mismo juego provocaba la sinfonía de la mesa–. Y ansiaba
poder llegar a participar de alguno de los comentarios, sin
embargo escuchaba frases cortadas que no tenían conexión
entre sí. Giraba su cabeza de un lado al otro y, paralelamente,
jugaba sus cartas sin grandes errores. Tomaba sus cartas con la
mano derecha y las acomodaba como un abanico con la
izquierda, fumando el humo circundante de habanos y
cigarrillos, mientras las jugadas pasaban. Afuera de ese lugar
Ricardo veía un contexto oscuro, dado que la mesa estaba
iluminada con una luz centraba en el círculo, iluminando el
lugar donde las cartas se posaban. Más allá de la mesa sólo
había sombras entre las que se destacaba la del baño, único
camino de salida. El clima no era tenso en absoluto. Siguió
jugando con normalidad hasta que se focalizó en Olivia.
Levantó su brazo derecho dejando sus cartas en la mesa y
apuntó hacia la muchacha con su dedo. Ella giró su cara y
comenzó a devolverle la mirada. Los sujetos de la mesa
siguieron con el juego como si Ricardo no estuviese haciendo
nada inusual. No le prestaron su atención hasta que el muchacho
siguió señalando a su interesada y anunció “Yo quiero tener
sexo con ella”; la falta de comunicación que había entre los
integrantes de la mesa –el cajero de “Los Dos Chinos”, el médi-
co y el profesor– y Ricardo se disolvió. Ellos dejaron de fumar y
miraron sorprendidos al joven ante la confesión pública. La
única que no se anonadó fue ella; simplemente lo miró, se le
agrandaron las pupilas de sus pequeños ojos y, luego de unos
segundos de silencio, en el que todos se quedaron esperando
–entre quejas y explicaciones algo compelidas– alguna respuesta a la descarada propuesta pública, Olivia dijo en voz clara y
con una pausa pertinente: “Bueno… vamos”. Inmediatamente
el médico se adelantó y comenzó a pedirle explicaciones a los
dos con argumentos desordenados y gesticulando extrovertidamente con las manos.
Ninguno de los jóvenes lo escuchó. El profesor de geografía
defendió la propuesta de Ricardo y la aceptación de Olivia, sin
embargo solicitaba a los pretendientes discreción en cuanto a
pedidos de esa envergadura. “No podés pedir sexo así, de esa
manera, háganlo en privado”, dijo moviendo su silla.
Ninguno de los jóvenes lo escuchó. Finalmente el cajero del
bar “Los Dos Chinos”, con su pelo blanco y largo, celebró con
exageración la aceptación en tono de broma y felicitó a Ricardo
por su conquista agitándole el hombro con su mano derecha y
sosteniendo su habano con la izquierda.
Ricardo miró su hombro mientras era batido por el cajero. Se
levantó de su lugar y tomó suavemente la mano de la chica y se
encaminaron en dirección incierta a los alrededores de la mesa
de juego. El ambiente lúdico había terminado estrepitosamen-
te, como si hubiese caído un apagón.
El reloj despertador de Julián sonó a las 6:30 AM. Las imágenes de Ricardo cambiaron absolutamente. Se encontraba
acostado boca arriba con el pecho destapado y observó a su
hermano vestirse para ir a trabajar. Julián se dio cuenta de que
Ricardo estaba despierto y le comenzó a hablar.
–Che, Gan, ¿quién es Olivia?
–¿Quién?
–Olivia. Anoche dijiste el nombre de Olivia ¿Qué estabas
soñando?
–No sé, no me acuerdo bien. ¿Pero dije Olivia? –Ricardo no
figuraba la atención ni el semblante de una persona despierta.
–Bien clarito.
Julián fue hasta la cocina y preparó mate cebado antes de
salir. Encendió la radio mientras su hermano con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos por los sonidos característicos que producía –ruido de la pava en el fuego, ruido vibrante
de las sintonías de la radio, movimiento de sillas, etc.
Cuando Julián salió de la casa, Ricardo no se volvió a dormir pero tampoco tuvo deseos de levantarse, se quedó, simplemente, en la cama, solo. Miraba el techo.
Capítulo
11
“¿Por qué me mirás así?”, le consultó con intriga Luciana
a Ricardo mientras le tocaba el brazo con la mano. Ambos
se encontraban debajo de un pilar de acero que sostenía la
galería contigua al patio; corrían los minutos del recreo.
Luciana con- versaba varias banalidades mientras Ricardo
sólo observaba algunas de sus partes. El ánimo de la joven
estaba en muy buen estado esa mañana, su pelo estaba suelto
y no tenía maquillaje en su rostro. Él era una continuación
de leve aburrimiento, sin arrebato; vestía un buzo color
negro, un jean común y corriente y calzaba sandalias de yute
en los pies.
En el patio se sentía el frío cabalmente porque era
movido por un viento estacional. Los dos comenzaron a
sentir la frescu- ra del aire. Ricardo se contrajo.
–¿Te hizo frío? –le preguntó Luciana con un tono retórico.
–Sí, sí. Está frío ahora.
–¿Qué te pasa? Algo tenés hoy… Cuando entraron al aula
escapando de las bajas temperaturas
se les acercó Mario, con quien Ricardo había perdido
relación por días, y le reclamó a viva voz: “Che, a ver
cuándo vamos a jugar al fútbol, no nos vemos nunca”.
Ricardo aceptó la aseve- ración con un gesto natural en su
rostro que Mario observó y entendió. Ricardo también
compartió el entendimiento al ins- tante, ya que la queja de
su amigo suponía que él había sido –era todavía– su
confidente y más amable anfitrión en Tucumán. “Un día
paso por tu casa y tomamos unos mates, ¿querés?”, le
contestó a continuación. Ricardo percibió la falta de
atención hacia Mario no sólo porque él había sido
bienintencionado, sino que además disfrutaba mucho de su
presencia.
Se distribuyeron en el aula hacia sus correspondientes
lugares. Una vez sentados en sus bancos, Luciana percibía
las nuevas reacciones de Ricardo. El grupo humano fue
adquiriendo características propias y un ritmo singular. Los
compañeros de clase eran casi todos jóvenes trabajadores
que no habían terminado el secundario por razones de
economía familiar o inconvenientes personales. Aunque eran
jóvenes todos, sin excepción, eran mayores que Ricardo.
Él no respondía a las preguntas de Luciana directamente;
ella le formulaba consultas que requerían respuestas
cerradas de “sí” o “no”, y él empleando una especial
alocución cambiaba el eje de temático de las preguntas. Eso
resultaba ya que Lucia- na no obtenía los datos que esperaba
y le suscitaba intriga. Ella así mostraba su lado menos
distante y exhibía confianza directa y auténtica. Los
momentos en que se relacionaban, ella hacía predominar lo
femenino sobre lo masculino mediante acuerdos. Las
propuestas de Luciana casi siempre se resolvían favorablemente, mientras que las de Ricardo se amoldaban
amablemente a los deseos de su compañera, aunque ella
nunca impuso condi- ciones abrumadoras sobre el joven.
En una oportunidad que conversaban Ricardo concibió
como un leve registro similar al modo del de su madre,
Helena. Fue una pausa de reflexión en Ricardo en medio de la
clase, por unos segundos dejó de escucharla. Pero la idea fue
sólo un pen- samiento transversal y pasajero. En clase se
encontraban senta- dos uno al lado del otro, y se escucharon
mientras los profesores dictaban su clase. El hecho de
sentarse juntos sucedió natural- mente, sin predominancia
de ninguno. Los profesores les lla- maban la atención por su
constante conversación y ellos se callaban por momentos.
Ella se inclinaba unos grados –balan- ceándose con todo su
torso– hacia su lado y le hablaba con un volumen bajo. Él
escuchaba y contestaba, también se sonreía. Fue un
momento donde establecieron un clima de complicidad y
mensajes compartidos. La relación entre ellos ya llevaba
algunas semanas, pero con la ventaja que se convirtieron en
cómplices. Existía una fluidez de temas y ninguno se sentía
en la necesidad de crear algún ámbito de cortesía para
conversar o acercarse al otro. Eso era parte de una etapa ya
pasada en donde cada uno buscaba argumentos para
relacionarse entre sí; ahora se contactaban vía mensaje de
texto sin razones preestablecidas. Cierta vez Luciana le
preguntó desde su teléfono celular:
–Holas! K haces? Yo estudiando historia…
–Hola linda yo ni empecé. Después me explicas. Besos –
fue su respuesta.
Al salir de la escuela quisieron irse juntos, pero dudaron
en invitarse hasta el último momento. Luciana con cierta
vergüenza en sus gestos le consultó “¿Por qué no me
acompañás a la parada del colectivo?”. Ricardo tomó con
toda naturalidad la compañía de Luciana ya que durante la
tarde se había desen- vuelto, incluso le agarró el brazo al
ritmo de la caminata. Él se sentía como en una plácida y
cómoda cerrazón. Conversaron algunas intimidades y
ocurrencias personales.
–¿Qué vas a hacer cuando terminemos la escuela? –le
pre- guntó Luciana sin mirarlo
–Me voy a ir a Buenos Aires, a estudiar astronomía –dijo
con seguridad.
–¿Ya lo tenés decidido? ¿Y cómo vas a hacer?, ¿dónde vas
a vivir? Todo eso…
–Tengo que hablar con una tía que tengo allá que es muy
buena, no como mi mamá –rió con nerviosismo cuando
hizo referencia a la madre–. Además tengo una amiga allá
que es astrónoma y ella me manda información sobre la
carrera.
Luciana nunca le había consultado sobre su futuro, sólo
se ocupó de vivir intensamente la presencia de su amigo en
estado presente. Ahora había realizado un pequeño aunque
importante giro pretendiendo interiorizarse de su futuro.
Durante la caminata la muchacha se adelantó unos pasos y
él le miró sin tapujos la cintura y la cola. Ella dio cuenta de
las miradas y se sintió íntimamente halagada. No obstante se
quejó mostrando actitud.
–¿Por qué te enojás si te gusta que te mire? Muchos chicos
te miran por la calle –la interpeló él.
Ella, que bajo otras circunstancias hubiese tenido
alguna
respuesta imaginativa, no supo bien qué
responderle y él volvió a interrumpirla envalentonado.
–¿A vos te gustaría que nosotros fuéramos novios, no? Ella
se sorprendió a semejante pregunta. Nunca habían tocado el tema de la pareja sino superficialmente. Aunque
muchas veces se comportaban dentro y fuera de la escuela
como si fue- ran una. Ya no disimulaban algunos cariños y
demostraban afec- to. En el colegio se los identificaba como
pareja, a pesar de que no se tomaban de la mano, sus
compañeros atendían a ciertas percepciones obvias. Incluso
Julián le había consultado infor- malmente a su hermano
sobre Luciana y en otra oportunidad había conversado
brevemente con ella.
Un mediodía compartieron una mesa los hermanos junto
con la chica, y Julián le dijo a su hermano:
–Gan ¿Qué vamos a comer hoy?
Ella pensó que no estaba escuchando bien ya que nunca
había escuchado ese apodo, además, no se imaginaba a
Ricardo asociado a un sobrenombre, sino más bien lo
asociaba a una distorsión.
–Hay cebollas y algunas papas, podemos hacer papas fritas
y una ensalada de tomate y cebolla. Habría que comprar
tomates y un jugo Tang.
Ricardo insistió a su amiga a quedarse a almorzar a pesar
de sus excusas. Ella aceptó. De inmediato acompañó a
Ricardo hacia el supermercado para completar los víveres.
Recorriendo las góndolas eligieron algunos caprichos
permitidos como un trozo de queso sardo y pan integral. Ella
intentó pagar la cuenta cuando llegaron a la caja pero Ricardo
no se lo permitió.
–Invito yo, cuando vayamos a tu casa invitás vos.
Mientras Ricardo cocinaba, Luciana lo ayudó en algunas
tareas. La cocina era un espacio alargado y angosto, estaban
casi unidos. Mientras usaban los utensilios conversaban
sobre cocina.
–¿Vos sabés cocinar, no? Digo… ¿cocinás todos los días?
–Sí, me turno con Julián para cocinar y lavar los platos.
–¿Y te gusta?
–Sí, no me molesta cocinar. Si te diría que me encanta te
mentiría, pero no me molesta –dijo él mientras observaba las
manos femeninas trabajar con el cuchillo y la tabla llena de
papas.
Julián se encargó de poner el mantel y los cubiertos en la
mesa y adjuntó el pan integral en una vieja panera regional.
Se sentaron a la mesa –primero Julián y por último Luciana–
y los tres comieron lentamente debido a la fluida
conversación. Luciana preguntó abiertamente a Julián sobre
sus actividades académicas y laborales. Julián comentó con
comodidad y orgu- llo su cursado en la facultad de medicina y
su compromiso labo- ral en el Hospital Aráoz. Hablaba
sueltamente con ella contando sus cuestiones y preguntando
gustos personales a la invitada. Ricardo se mantenía algo
callado prestando suma atención al intercambio entre su
hermano y su amiga mientras seguía comiendo. El joven
aspirante a médico no ahorraba comenta- rios sobre sí:
–La primera vez que vi un cadáver me dio impresión,
pero después te acostumbrás. Hasta me dio ganas de
vomitar... Per- dón, estamos comiendo... Pero, bueno, fue así,
no te miento.
–¿Y de dónde son los cadáveres? ¿De dónde los sacan?
–Son linyeras que mueren en las morgues de los hospitales
y que no tienen familia y quedan ahí. Los hospitales los donan
a la facultad de medicina cuando tienen la morgue llena,
cuando no hay espacio.
–¿Dónde los ponen cuando van a la facultad?
–Muchos están en formol, así se conservan mejor. Hay
una pileta grande adentro de una sala donde se hacen
prácticas de cirugía y se dan clases de Anatomía y esas
cosas…
Mientras Julián detallaba las particulares menudencias de
la casa de estudios Luciana simplemente comenzaba a
expresar cierta angustia en sus gestos. La pupila de sus ojos
marrones se encogieron con velocidad, sus hombros
provocaron una con- tracción hacia adentro presionando su
cuello y su rostro se acla- ró.
–Estás pálida –le dijo Ricardo cuando en la mesa ya
habían dejado de hablar de temas relacionados con la
medicina o el hospital. Su equilibrio comenzó a tambalear
gradualmente y apoyó las palmas de las manos abiertas en la
mesa. Sintió que la presión arterial bajaba como una marea y
registró un hormigueo en el interior de su cabeza, como
recorridos de insectos transi- tándole desordenadamente en
el cráneo. La visibilidad se vol- vió nebulosa en la parte
superior. Los muchachos, que ya habían terminado sus platos
de comida, observaron su metamorfosis. Julián la miró
cuando tomaba su vaso de jugo y lo llevaba hasta su boca, y
Ricardo, que estaba haciendo un chiste íntimo con su
hermano, vio cómo Luciana, con un temblor que provenía de
su cuello endeble, se desvaneció. Ellos contemplaron un acto
rápi- do en el que la joven dejó caer involuntariamente su
tórax y su flácido cuello en la mesa sin una gran returbación.
Su pelo tapó el plato de comida y, a pesar de que iba
cayendo de a poco, no cayó al suelo. Abrió sus brazos a los
largo de la mesa y quedó sin motricidad; Ricardo se levantó
desesperado para asistirla, pero Julián tomó todo con más
tranquilidad.
–A ver, dejame a mí.
–¡Dale, dale! –gritó el hermano menor dos veces.
–Tranquilizate que está bien. Ayudame a tirarla en el piso y
a subirle las piernas.
Con fuerza compartida pusieron su cuerpo en el piso
exten- dido de forma horizontal. Julián tomó las piernas de
la chica y las puso arriba de la silla formando un ángulo de
º45 grados. Luciana quedó tendida en el suelo con sus largas
piernas encima de la silla donde segundos antes se había
sentado. Estaba semi desvanecida pero no había perdido del
todo su conciencia; pri- mero sintió una pizca de vergüenza
por su descompostura, aun- que luego empezó a preocuparse
por su estado. Ni siquiera pudo expresar su retraimiento
porque no tenía fuerzas para hacerlo. En la velocidad de la
situación ella tampoco logró contraer los esfínteres,
liberando una leve flatulencia que ambos hermanos
percibieron de inmediato. Abrió los ojos con esfuerzo a
los pocos minutos y tenía apoyada su cabeza en un viejo
almoha- dón color verde. Con una maniobra improvisada la
trasladaron a la habitación y la reposaron en la cama. Julián le
dio agua azu- carada con gotas de limón en una cuchara y
comenzó a reaccio- nar normalmente. Su motricidad volvía a
cierta velocidad.
–Gan, dejala respirar. Abrí la ventana así corre algo de
aire
–dijo Julián moviendo sus brazos e indicándole a su
hermano menor quien abrió la ventana de lado a lado y se
alejó de la zona donde estaba su amiga. Julián con la mano
izquierda le proveía de a poco el líquido azucarado mientras
la chica mostraba indi- cios de recuperación. En segundos
volvió a su temple y a su color original. Ricardo empezó,
también, a sentirse más relaja- do; nunca antes había vivido
una experiencia de este tipo. Luciana empezó a emitir
algunas frases sueltas.
–Esto me hace acordar a “El Telar”.
–¿Qué es “El Telar? –interrogó Ricardo.
–Es una tienda grande que había acá que vendía telas y
ropa barata. Yo estaba adentro viendo unos pantalones y de
pronto me empecé a sentir mareada; yo sabía que me estaba
bajando la presión. Me metí un caramelo en la boca y me
mejoré un poco. De boluda seguí mirando los pantalones y
de pronto me desva- necí; yo vi venir eso. No me pude
sostener, me resbalé y me caí encima de toda la ropa.
–¿Y quién te rescató? –ambos esbozaron sonrisas.
–No me acuerdo bien… lo que sí me acuerdo es que vino
un señor grande que era médico y me llevó a una habitación
de la tienda “El Telar” y me comenzó a hablar; me trajeron
Seven Up y me la dieron en cucharitas. Este señor me
preguntaba si era diabética y yo le dije que creía que no.
Desde ahí me comencé a cuidar un poco con eso porque
¡mirá si me desmayaba en otro lugar, boludo! Además no me
desmayo desde que estaba emba- razada.
–¿Qué?, ¿estuviste embarazada? –Ricardo se sorprendió
muchísimo sin disimulo alguno. Ella percibió la sorpresa
del muchacho y confirmó con la cabeza.
–Sí, yo estaba por casarme y quede embarazada. Fueron
meses bastante difíciles porque tuve un embarazo extraño y
doloroso. Me desmayaba todo el tiempo y tenía problemas
de presión.
–¿Y qué paso? –Ricardo no salía de su asombro.
–Tuve un aborto terapéutico, luego me separé.
Luego de que Julián percibió la evidente mejoría de
la muchacha hizo señas a su hermano porque tenía
programado una tarde de estudio. Él miró las sonrisas de
ella –y de su herma- no– y se marchó con su mochila con
rapidez.
–Cualquier cosa que te sientas mal, avisame –le dijo a
Luciana antes de irse, a lo que Ricardo rápidamente
respondió:
–Si te sentís mal llamalo porque el te va a hacer sentir
peor. Todos rieron abiertamente.
Después de que Julián se retiró, Ricardo se aproximó a
ella; él no procedía con insistencia, sino que creaba un
contexto acor- dado. Mientras hablaban, Luciana estaba
acostada en la cama con almohadones en la espalda.
Ricardo le compró una Seven Up, le sirvió un vaso y se
sentó al pie de la cama. Conversaron sobre anécdotas de la
niñez. En un comentario Ricardo le hizo saber directamente
su interés personal –instintivo– por ella, sin embargo
continuó su relato con total naturalidad. Ella interna- mente
se sorprendió ya que sospechaba que él diría algo al respecto y se mantuvo cauta. Luciana esperaba algún momento
en el que Ricardo comenzase a expresar sus deseos. No
obstante él optó por seguir con una conversación agradable,
escuchando las anécdotas de ella y prestándole atención a
sus gestos. Empleó expresiones amables y convincentes.
Además se le fue acercando. Pasado cierto tiempo se acostó a
su lado sin taparse a pesar de sentir un poco de frío; la luz de
la habitación estaba apagada y emprendió la oscuridad de la
tarde en la ciudad. Ellos estaban con la cara dirigida hacia el
techo mientras seguían conversando. Cuando mermó cierto
grado de iluminación natu- ral el ambiente adquirió otro
carácter. Al instante el alumbrado público se prendió y un
rayo de luz entró por la ventana semi abierta. En el techo
estaban pegados los adhesivos de color verde fosforescentes
con símil de media luna, estrellas fugaces y astros. El techo
se convirtió en una bambalina que atraía pun- tos brillantes,
donde ellos certificaban ese pequeño espectácu- lo. Ricardo
no había percibido ese tesoro de miniatura desde hacía
tiempo. No aparecían exigencias ni incomodidades al
respecto. Se besaron con tranquilidad al principio; Ricardo
no tocó a Luciana como otras veces. Él ni siquiera intentó
quitarle el suéter. Era una prenda de color lila que estaba
bien pegada a su cuerpo, así como su pantalón negro que
también definía su sólida figura. La juventud de ella estaba a
pleno y sus hormonas se enunciaban en coordinación con las
de él. Cuando ella pensa- ba que el sexo era un hecho, él no
avanzó.
–Pará, me sorprendió tu historia.
–¿Qué? ¿Lo del embarazo? –dijo ella haciéndose la
disimu- lada.
–Sí, no lo imaginé.
–¿Qué “imaginaste”? estamos re bien acá. Por lo menos
yo me siento bien.
–No, sí, yo también estoy bien pero… Ella hablaba
mientras
Ricardo
ya
comenzaba
a
mirarla
cabizbaja.
El enunciado había manifestado alguna duda, además
fue acompañado de un gesto algo incómodo para Ricardo
debido a su brazo que empujó usando la fuerza de su muñeca
y la palma apoyada en el torso del muchacho; la usó como
palanca alejan- do el cuerpo de Ricardo hacia atrás.
Capítulo 12
La celebración era maravillosa. Los globos estaban atados
a los postes en forma de trébol y la música salía con
potencia de los grandes parlantes de color negro. Los postes
estaban distri- buidos a lo largo de la explanada y sostenían
los cables eléctri- cos. El piso era una expansión de tierra
alisada que provocaba una leve mancha marrón en los
calzados de la gente que circula- ba y bailaba por todos lados.
A donde mirase, Ricardo observa- ba lo mismo: mucha gente
bailando, circulando, tomando vino, saludándose, cantando y
sonriendo. La fiesta era algo inmenso, se dejaban ver
personas de distintas clases sociales relacionán- dose.
Muchos jóvenes se agrupaban y miraban la figura de las
chicas sin censura ni disimulo; algunos formaban
semicírculos donde bailaban todos juntos a ritmo desparejo
y otras parejas que se besaban ignoraban el ruido de la fiesta.
Muchas chicas llevaban bolsas colgando en su cintura.
Ellas se sentían sigilosas –no actuaban como tal– a pesar de
que cual- quiera podía ver sus pretensiones. En el momento
que alguien pasaba delante de ellas metían la mano con
rapidez a la bolsa y de un solo voleo untaban de talco el
rostro del transeúnte. La abundancia del talco hacía que
todo el ambiente pareciese una gran y tibia nube,
desprovista de viscosidad. Ricardo miraba todo y se
entusiasmaba con el ritmo de la música, con el vino y con la
presencia femenina. Era media tarde y las luces colgan- tes
estaban apagadas, mientras algunos llevaban puestas sus
gafas para sol y otros sombreros de colores. La música que
se escuchaba eran temas de rock o pop moderno, remixados
a ritmo básico de cumbia argentina. El carnaval había
llegado a Jujuy finalmente. Cada pueblo respondía esa
semana a una tradición social, religiosa y cultural. El
topamiento* había sido un apogeo, la convocatoria un éxito
y el desentierro del diablo una ceremonia emotiva y con
etapas vivas. El gentío se dirigió, bailando y cantando, hasta
el mojón. De allí la comparsa en una dirección lineal y
movediza iba de casa en casa respondiendo a las
invitaciones de las familias del lugar donde consumían el
saratoga y la sangría. La comparsa recorrió gran parte del
pue- blo llevando al encuentro los movimientos del día. Era
una orga- nización que sostenía algo de coordinación a
pesar de cargar con litros de vino entre sus principales
integrantes. Se traslada- ba al compás y tenía la forma de un
gusano que se detenía a beber en las casas del pueblo. Casi
todas las calles eran de tierra y los bailes callejeros
levantaban polvareda. La comparsa esta- ba siempre
acompañada por una banda de músicos aficionados,
integrada por anatas, tambores, sikus y zampoñas.
El sentido del disfrute nunca se encuentra afuera,
siempre emana de fuerzas interpretativas internas. Esa fuerza
era en esos momentos muy prolija: se le presentó encima y
comenzó a impo- ner sus propios ritmos. El tema “La
Pomeña” se le incrustó de modo doméstico. Comenzó a
focalizar su vista en detalles de alta especificidad. Cerró
sus oídos en un porcentaje y bajó su atención del tumulto.
Pasó de entregarse absolutamente a la fiesta y al baile a
dejarse llevar por su sensibilidad. Observó cómo unas
manos pequeñas tomaban un puñado de tierra y al liberarla
se convertía en un polvillo mezclado con el talco blan- co
esparcido y asentado en el suelo por horas. También puso sus
ojos en colores, en negros ojos que miraban flores de alfalfa y
se azulaban.
Su trance se volvió permanente. Se encontraba algo
hipnoti- zado y su atención estaba más puesta en lo que
sucedía en sus adentros que todos los colores que acontecían
a su alrededor. Ya había tomado algunos vasos de saratoga y,
a causa de eso, se le movilizaban sus órganos. Estaba parado
con una postura ajusta
* Topamiento: agrupamiento de personas o comparsas en el día de
desentierro en un punto central del pueblo.
da y derecha cuando comenzó a despedir eructos; no se
escu- chaban sonidos provenientes de su vientre, sin
embargo eran emanaciones propias y elocuentes. Desde la
profundidad de sus
jugos
gástricos
Ricardo
sintió
cabalmente cómo surgía la aci- dez. Comenzó a darse cuenta
de que la situación iba en un cami- no definido: náuseas. Bajó
sus manos al estómago como inten- tando contener la fuerza
expulsiva. Acarició su panza con movi- mientos circulares
con las dos manos cuando sintió otro regüel- do, aunque esta
vez acompañado por restos de los jugos gástri- cos, y registró
una acidez perversa. Escupió un revuelto de sali- va y líquido
ventral después de dejar salir el eructo. Antes tuvo
inseguridad sobre qué es lo que saldría de allí, pero
finalmente fue un alivio debido a que sólo escupió un poco de
saliva gástri- ca. Hubiera pasado vergüenza despidiendo la
masa digestiva intestinal (e imaginó toda la situación con el
pavor incluido). No obstante desde la frente sudaba unas
gotas grandes y peque- ñas, y en sus mejillas se divisaban
vasos sanguíneos rotos por la presión ejercida desde el
abdomen. Los dibujos de los vasos rotos eran pequeños pero
muchos, por eso se lograban distin- guir inmediatamente.
Fue un sobreesfuerzo para la cantidad de líquido que su
cuerpo rechazó. Su sudor estaba enfriándose en su frente,
pelo y cuello. Lentamente se dirigió hacia la zona de los
baños químicos. Caminó a paso desparejo y se detuvo a
respirar brusca y holgadamente aspirando por la nariz y
exha- lando por la boca. Repitió la rutina durante el camino a
los quí- micos. Los últimos metros fueron desesperantes y
contó los segundos con cierta agonía y vergüenza, hasta que
llegó con alivio a la puerta del baño. Pensó en que tuvo
suerte porque no había personas esperando entrar; dentro del
habitáculo se apoyó sobre la tapa toda sucia de barro y orín,
endeble y descui- dada, rasguñó con sus dedos el cuero
cabelludo introduciendo el abundante y húmedo sudor de la
frente en su cabello. Mien- tras se sentó en el piso del baño,
arqueado hacia la izquierda en una posición perturbada,
sintió el pecho algo comprimido, la garganta abierta y la
boca del estómago activa…
Con la velocidad sorpresiva de un rayo irguió su tórax
para quedar sentado en la cama; de inmediato se levantó
dejando las sábanas y la manta en el piso, vestido sólo con un
calzoncillo y una remera toda agujereada. Fue hasta el baño
directamente a vomitar al inodoro. Con una acción forzada
el cuerpo soltó todos los líquidos al sanitario. De pronto se
encontró arrodilla- do y arqueado con la cara apuntando
directamente hacia la boca del inodoro, eliminando
agudamente los elementos provenien- tes de su estómago –
coloridos, consistentes y líquidos–. Repitió el empuje del
estómago y la garganta una y otra vez, las últimas veces con
pocas fuerzas. Se quedó allí unos diez minutos senta- do y
manchado en su brazo y mejilla con las sustancias digeri-
das. El olor era florido y abarcaba la totalidad de la
habitación. Su poderosa densidad no daba lugar a duda
alguna: era el olor exacto de su vómito. Su cuerpo se fue
mutando en desmejora, sus axilas emanaban sales líquidas
que manchaban el color crema de la remera. Sus esfuerzos
de reproducían hasta cansar- se; se detenía unos minutos
mientras acumulaba otra tracción.
Cuando sintió que las náuseas habían finalizado volvió
hasta su cama algo débil y pálido, pero mucho más aliviado
que antes. Sin embargo tuvo que levantarse con velocidad
nuevamente para volver a practicar el alivio estomacal
frente al inodoro. Esta última vez sintió que era la instancia
definitiva.
Sentado en el piso, al escuchar los pasos de su hermano,
Ricardo giró la cabeza hacia la puerta. Julián lo observó y
atinó rápidamente a ayudarlo:
–Tomá un poco de agua con limón –le dijo a su herido
her- mano y volvió con su rostro dormido y el vaso–. Tomalo
aunque lo sientas feo; el limón te hace bien al hígado –él
abrió la boca grande y dejó entrar todo el líquido.
–Mirá que llega en un rato.
–Sí, ya sé, ahora me doy un baño y tomo más agua con
limón.
–¿Ya sabés que vas a hacer? –lo interrogó Julián
práctica- mente conociendo la respuesta.
–Claro, ya te dije. Yo me voy.
Ricardo encendió la ducha y se sumergió en el agua.
Mien- tras se escuchaban los chorros de agua caer Julián se
cambió de ropa. Eran las seis de la mañana y todavía no se
encendía la luz del día. Era el amanecer de un día sábado.
Antes de salir del departamento, Julián le avisó a su
herma- no –que todavía estaba bañándose– que partía hacia la
Terminal de Ómnibus a buscarla. Le contestó con un sonido
afirmativo mientras escuchaba los sonidos de la puerta
moverse. Salió del baño y se cambió de ropa, limpió el piso
mojado del baño y orde- nó algunos papeles del colegio que
estaban sobre la mesa. Cami- naba con rapidez y movía sus
manos con fuerza. Dentro suyo emergía una sensación
incómoda de afrontar una situación que algún día llegaría.
Era inevitable, ese momento se concretaría ahora. Ricardo
pensó y trató de reflexionar algunas circunstan- cias que
había vivido –él y su hermano– para tener el recuerdo fresco.
También inventó, llevado por las especulaciones, algu- nas
respuestas a preguntas, o respuestas a calumnias. Fantaseó
sobre cómo sería la reunión, los climas e, incluso, los
conteni- dos de las conversaciones. Además preparó
reacciones para contestar. En cierto grado lo pensó como
una competencia en donde él estaba en un resultado adverso y
quería repuntarlo.
A las siete de la mañana ya había terminado de organizar
las cosas de comedor y se sentó en la mesa. Ya era de día y
se aso- maba el sol. Agarró sus manos entrelazando sus
dedos entre sí cuando la puerta se abrió y entró su madre
acompañada de su hermano; ella lucía algo cansada y
despeinada, Julián cargaba los bolsos negros. A penas entró,
Ricardo se levantó de la silla y la saludó normalmente, le dio
un beso y le preguntó “¿Cómo estás?”. Ella, algo
sorprendida, le contestó con naturalidad. Los tres fueron a la
cocina para preparar el desayuno, pero fue Ricardo quien
quedó a cargo de preparar el café con leche para los tres.
–¿Vos seguís enojado conmigo? –preguntó le Helena
mien- tras le ponía azúcar a la tasa.
–No estoy enojado... Estoy bastante decepcionado por
cómo me trataste estos años desde que falleció papá... Me
sentí muy mal al principio, pero ahora ya no.
–Creo que es hora de que sepas algo de la relación mía con
tu papá.
La situación se abrió hacia nuevos temas pendientes. Entre
las respuestas que Ricardo había pensado y las frustraciones
que tenía pendiente nunca imaginó las responsabilidades de
su padre. Esa posibilidad no la representó debido a que para
él su padre era una víctima de la relación. Para él significaba
un suje- to neutro, por su muerte repentina y porque siempre
le había brindado amor a él y a Julián.
Cuando su madre tocó el tema, él no estaba preparado, a
pesar de que ya tenía estudiadas algunas respuestas sobre lo
que hasta ese momento pensaba: las malas conductas de su
madre. Pero por dentro comenzaron los interrogantes más
profundos hacia sus creencias y valores familiares, incluso
antes de escu- char lo que Helena le estaba por explicar.
Sintió la fuerza en un shock interno; se le endureció el pecho
y abrió los ojos al máxi- mo.
–Edgardo fue muy buena persona, pero tenía otra mujer –
el silencio se hizo denso–... Nosotros estábamos en un
momento malo de la pareja, y él se veía con otra mujer...
Ella era más joven, y no te niego que me molestó mucho que
él eligiera a otra persona en vez de tratar de solucionar lo
nuestro... Incluso la relación con ustedes.
–¡Pero –interrumpió Ricardo– nosotros nos llevábamos
muy bien con él! –Julián asintió con la cabeza.
–Sí, sí, pero si nosotros hubiésemos solucionado
nuestras cosas todo lo demás hubiese estado mejor... Yo lo
quería mucho pero tuvimos problemas que nunca corregimos.
Helena siguió hablando a sus hijos repitiendo sus
aprecia- ciones y contando algunos detalles. Ricardo no fue
el único sorprendido por tales noticias; Julián también cayó
en el asom- bro tratando de asociar ciertas experiencias a
algunas de las apreciaciones de su madre para lograr
establecer puntos de con- tacto. Recordó momentos que
compartió con su padre y trató de acordarse de las palabras
exactas para buscar un hilo conductor. Agrupó un
rompecabezas con figuras disímiles. Pensó con velo- cidad y
ansiedad mientras Helena continuaba el relato. Especuló con
algunas afirmaciones y les buscó el otro sentido; dudó del
tiempo ocupado de su padre en el trabajo y develó
sospechas sobre los momentos en que habría andado
acompañado con su amante. Imaginó las narraciones de
Helena como si fueran hechos de la realidad.
–Edgardo no me dijo directamente, no vino de él, que
estaba con alguien más. Yo lo presioné un poco para que
me cuente todo, así aclarábamos las cosas. Prefirió no
conversar o solucio- nar nuestros temas. Después, cuando yo
lo presioné, ahí sí hablamos bien.
Helena estaba a punto de llorar y no lo disimulaba,
mientras Julián y Ricardo trabajaban ideando soluciones
personales y manejando la nueva información que su madre
les estaba dan- do. Al mismo tiempo comenzaban una etapa
de liberación.
Mientras tomaba su té con leche, Ricardo recordó
perfecta- mente una escena relacionada con lo que
conversaban: él iba en el auto con su padre recorriendo la
calle Güemes de la ciudad de San Salvador de Jujuy, a la
altura del Hospital Pablo Soria. Justo en la entrada principal
del nosocomio, por donde entran las ambulancias, Edgardo
observó detenidamente una mujer rubia relativamente joven
que llevaba un vestido floreado y la cara lavada. La saludó
con la mano y sonrió; ella amagó con expre- sar cierta
efusividad pero al observar bien retrajo sus movi- mientos.
Ricardo concluyó que esa mujer tenía algo con su padre,
algo que evidentemente el joven no sospechaba ni
remotamen- te. Ella no quiso presentarse frente a un
integrante de su familia. Era una extraña hipótesis que le
vino a la mente cuando su madre le planteó esta nueva
información.
–¿O sea que Papá tenía otra mujer? –reflexionó Julián y
realizó
una
consecución
de
gestos
espontáneos
y
naturales–.
¡¿Y nosotros no sabíamos nada?! –expresó con sinceridad y
angustia. Ricardo pensó por un momento que su hermano era
un ingenuo, y Helena también. Sin embargo ninguno de los
tres lo había descubierto hasta pasado cierto tiempo.
Suavemente, pero sin lentitud, Ricardo cambió ciertos
con- ceptos que tenía sobre su propia familia; dividió roles
entre ellos formando una teorema: Julián, Helena y él. Su
padre había cumplido un papel absolutamente comprobable
en la fórmula. Diagnosticando estas etapas, Ricardo entró en
el entendimiento y la comprensión, como un científico que
inventa o descubre algo que le interesa.
Julián aprovechó para preguntarle a Helena detalles
acerca de todo lo que no sabía. Predispuesto, con una actitud
extrover- tida y distendida, interrogó a su madre sin tapujos
y comentó cuestiones con su hermano Ricardo. La
conversación fue abier- ta hasta el extremo, pero sin
contenidos emocionales superficia- les. Ninguno se sintió
agredido porque tanta sinceridad era una cuenta pendiente
para la familia. Compartieron el sentimiento y la intención de
solucionar los malos entendidos.
Ricardo le había anticipado a su amigo Martín sobre la
situa- ción familiar antes de la llegada de su madre. Ellos
seguían comunicándose por facebook y era Martín el que
funcionaba como objeto de descarga emocional. Desde que
había dejado Jujuy no se habían visto pero la confianza
seguía intacta entre ambos. Esas pocas líneas que Ricardo le
escribía a su amigo le resultaban una terapia, un drenaje, un
cable a tierra.
Ricardo ya tenía una posición tomada respecto a su
familia incluso antes de conversar con su madre. A pesar de
que ella lo sorprendió con novedades sobre su padre, su
sentencia ya era algo definitivo.
–Gan, poné la pava por favor –le pidió Julián.
Prepararon mate cebado endulzado con miel y continuaron
conversando hasta el mediodía.
En las horas que estuvieron sentados la charla no giró
sola- mente en torno a los secretos de Edgardo y a sus
afecciones familiares. Ricardo llegó a interpelar a su madre
por sus reac- ciones contra él. El muchacho, con cierto grado
de tranquilidad, le recordó malos tratos y diferencias de
comportamiento entre él y su hermano. (El trato diferencial
era un punto sustancial para Ricardito.) El clima se tensó un
poco. Helena hizo un gesto con las manos e intentó
interrumpirlo dos veces, pero el mucha- cho con mucha
seguridad le dijo:
–Ahora dejame hablar, porque quiero decirte esto...
–Dejalo que diga, porque yo lo quiero escuchar –la
contuvo
Julián a Helena tomándole el brazo.
Y sucedió lo que indefectiblemente iba a suceder: le
recordó hechos puntuales en lo que se sintió maltratado o
ignorado por ella, algo que nunca ocurría con su hermano.
Aunque Helena esperaba que no sucediera de esa
manera, tuvo que aceptarlo. Esa situación fue dura para ella
pero su hijo mostraba mucha seguridad en el discurso,
característica que no conocía de él. Las historias fueron en la
cocina, en su habitación y alguna compartida en la calle. No
fueron muchas pero su con- tenido había sido altamente
contundente, tanto que Helena recordaba perfectamente
muchas de las situaciones que su hijo le relataba. Doliente,
aceptó sus errores, pero al mismo tiempo defendió algunas
de sus reacciones argumentando que el con- texto era
particular. A sus traspiés les llamó exabruptos y a sus
argumentos, razones.
–Te pido perdón por mis exabruptos… por las palabras
que utilicé. Capaz que digo las cosas así y a vos te ofenden.
No quie- ro que estés susceptible por algo que expresé.
Helena continúo abiertamente su relato con variadas
justifi- caciones. Incluso hasta se animó a acotar algunas de
las situa- ciones vividas pensando que Ricardo también se
acordaría. Fue una especulación acertada ya que el
muchacho tenía claro el relato de imágenes sobre los
acontecimientos, casi como un cuento recién leído. Los
hechos emanaron en su cabeza aunque su agitación no se
aceleró; su calma fue intensa y estable. En un momento,
mientras conversaban, estuvo a punto de desbordar- se y
gritarle a su madre. Ella también convocó a algunas fuerzas
de autocontrol para no romper en improperios.
El día transcurrió entre muchas conversaciones que
alcan- zaron grados importantes de profundidad. Algunos
relatos fue- ron irreproducibles y contundentes.
Después que almorzaron hicieron una larga sobremesa.
Julián y Helena se quedaron en el comedor tomando mate y
acomodando algunas cosas que Helena había llevado al
depar- tamento de sus hijos; Ricardo estaba en la habitación
revolvien- do el placar.
–Hijo, vení a sentarte con nosotros, así te muestro las
cosas que traje para ustedes… –lo llamó Helena.
–Ya voy –contestó Ricardo y al rato apareció cambiado y
con una mochila llena de cosas y un bolso grande de
color negro.
Helena se sorprendió cuando vio a su hijo en esas
condicio- nes y no disimuló gesticulando abriendo sus ojos
grandes. Dejó el mate que sostenía con su mano y le preguntó:
–¿Qué pasa? ¿Por qué estás así?
–Me voy de viaje, por eso.
–¿A dónde? Yo no sabía nada de esto. ¿A dónde te vas, a
qué te vas?
Helena vislumbraba una evidente sorpresa en su voz y en
sus gestos. Sus brazos se movían nerviosos debido a que
ella ya estaba más relajada luego de tanta sinceridad puesta
en la mesa. Para ella había pasado algo único e irrepetible y
sus sensaciones eran un producto positivo, algo con
expectativas de futuro. El corazón de Helena comenzó a
estallar.
–Me voy de viaje –les dijo Ricardo a su hermano y a su
madre–. Me voy a Buenos Aires, a inscribirme a la Facultad
de Ciencias Exactas para estudiar Astronomía. Averigüé las
fechas de inscripción y son ahora mismo, comienzan el
lunes. Tengo todos los papeles que me piden, excepto el título
secundario que lo voy a venir buscar.
Julián tampoco estaba informado de la situación y lo
tomó con sorpresa. Apenas observó a su hermano se paró.
–¿Cómo no me avisaste antes de esto? Me tendrías que
haber dicho...
–Voy por unos días nada más. Me inscribo y vuelvo para
acá, antes de irme para allá a estudiar.
–Gan… ¿Y de qué vas a vivir allá? ¿Dónde vas a vivir? –
en un tono casi paternal Julián interrogó a su hermano.
–Me voy a trabajar, a buscar algo para mantenerme, y por
lo pronto la tía me va a dar lugar en su casa. Ella vive sola
así que no va a haber problemas en parar en su casa un
tiempo... Me voy con todo pensado y me quiero poner las
pilas para que salga bien. Además una amiga de allá, Raquel,
me averiguó los pape- les de la facu...
Ricardo continuó explicando detalles de su viaje con algo
de excitación en su tono de voz. Helena y Julián entraron en
estado de sorpresa y consternación, sus rostros eran como
los de una estatua blanca. Ambos se pararon en una posición
casi escultu- ral. Sus gestos no funcionaban, estaban sin
mecanismos. Ricar- do quedó entre una medianera que lo
separaba de su hermano y su recién reconciliada madre.
Evidentemente había adquirido autonomía.
Sin soltar su bolso negro y su mochila, Ricardo se
despidió. La escena fue súbita, veloz. No emergieron
actitudes románti- cas ni alargues de la situación. Helena
lloró apostada en el hom- bro de su hijo y le dijo:
–Cuidate, por favor... perdoname –y lo abrazó unos
segun- dos con fuerza.
El joven sin pereza acomodó su mochila al hombro y
agarró una carpeta colorida que llevaba en la mano junto a un
libro. El libro tenía en su tapa una pintura del artista boliviano
Raúl Lara Torres; Helena lo reconoció al mirar la mariposa
azul perfecta- mente dibujada. La inexplicable casualidad
hizo su aporte. El libro era obra de un escritor jujeño: El
Teorema Familiar.

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