El Padre Muerto DONALD BARThELME

Transcripción

El Padre Muerto DONALD BARThELME
El Padre Muerto
Donald Barthelme
Traducción de Catalina Martínez
Todos los derechos reservados.
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o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título de la versión original
The Dead Father
Copyright © The estate of Donald Barthelme
Primera edición en español: 2009
Traducción
C atalina M artínez
Copyright © Editorial Sexto Piso S.A. de C.V., 2009
San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D.F., México
Sexto Piso España, S.L.
c/Monte Esquinza 13, 4º Dcha.
28010, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallegos
Impreso en España
Para Marion
La cabeza del Padre Muerto. Lo principal es que tiene los ojos abiertos.
Miran al cielo. Ojos de dos tonalidades de azul, como el paquete de
cigarrillos Gitanes. La cabeza siempre inmóvil. Décadas de contem­
plación. La frente es noble, buena, carajo, ¿y qué más? Despejada
y noble. Y serena, desde luego, porque está muerto, ¿cómo no iba a
ser serena? Desde la punta de la nariz bien modelada y dotada de
delicados orificios, hasta el suelo, hay una distancia de cinco metros
y medio, cifra obtenida por trigonometría. Tiene el pelo gris, pero de
un gris joven. Abundante y largo, casi hasta los hombros, puede uno
quedarse un buen rato admirando ese pelo y muchos lo hacen, un
domingo, o cualquier otro día festivo, o en las horas del bocadillo,
embutidas entre gruesas lonjas de trabajo. La mandíbula bien puede
compararse a una formación rocosa. Imponente, escarpada y esas
cosas. La gran mandíbula contiene treinta y dos piezas dentales,
veintiocho blancas como los azulejos normales de un cuarto de baño
y cuatro manchados; este cuarteto de color terroso, secuela de la adic­
ción al tabaco, según la leyenda, se localiza en el centro de la man­
díbula inferior. El Padre Muerto no es perfecto, gracias a Dios. Tiene
los labios carnosos y rojos, contraídos por un ligero rictus, un rictus
ligero pero no desagradable, que revela un resto de ensalada de ca­
balla alojado entre dos de las piezas del cuarteto manchado. Cree­
mos que es ensalada de caballa. Parece ensalada de caballa. En las
sagas suele ser ensalada de caballa.
Muerto, pero todavía con nosotros, todavía con nosotros, pero
muerto.
Nadie recuerda cuándo no estuvo aquí, en nuestra ciudad, ten­
dido como un durmiente en un sueño agitado, ocupando con toda su
masa desde la Avenue Pommard hasta el Boulevard Grist. Longitud
media: 3.200 brazas. Semienterrado. Trabajando sin tregua día
y noche y hora tras hora por el bien de todos. Controla a los húsa­
res. Controla las subidas, las caídas y las turbulencias del mercado.
Con­trola lo que está pensando Thomas, lo que siempre ha pensado
Thomas, lo que siempre pensará Thomas, con excepciones. Se decía
que la pierna izquierda, enteramente ortopédica, era el centro admi­
nistrativo de todas sus operaciones, que trabajaba sin tregua día
y noche y hora tras horas por el bien de todos. Es en la pierna iz­
quierda, en pliegues o en nichos inesperados, donde encontramos
las cosas que necesitamos. Confesionarios, pequeños cubículos de
puertas corredizas, puesto que todo el mundo se siente mucho más
libre confesándose con el Padre Muerto que con cualquier sacerdote,
porque, ¡está muerto! Las confesiones se graban, se fragmentan, se
recomponen, se dramatizan y se exhiben luego en los cines de la ciu­
dad; cada viernes se estrena un largometraje. A veces uno reconoce
momentos de su propia vida.
El pie derecho reposa en la Avenue Pommard y está desnudo:
sólo lleva una banda de titanio alrededor del tobillo, unida por cade­
nas de titanio a hombres muertos (hombre muerto n. 1. travesaño,
bloque de hormigón, etc., enterrado a modo de anclaje) hasta un
número de ocho sepultados en el césped de los jardines. No hay nada
extraordinario en el pie, salvo que mide siete metros. La rodilla dere­
cha no reviste demasiado interés y nadie ha intentado jamás dina­
mitarla, lo que demuestra el buen juicio de los ciudadanos. Entre la
rodilla y la articulación de la cadera (Belfast Avenue) todo es normal
y corriente. Encontramos por ejemplo el recto femoral, el nervio safeno,
el tracto ilitiotibial, la arteria femoral, el vasto medial, el vasto late­
ral, el vasto intermedio, el gracilis, el aductor mayor, el aductor largo,
el nervio cutáneo femoral intermedio y otros sencillos dispositivos
premecánicos análogos. Todos ellos trabajan día y noche por el bien
de todos. A veces aparecen unas flechas diminutas en la pierna dere­
cha. Estas flechas nunca aparecen en la pierna izquierda (la artifi­
cial), lo que demuestra el buen juicio de los ciudadanos. Queremos
que el Padre Muerto esté muerto. Nos sentamos con los ojos llenos de
lágrimas y deseamos que el Padre Muerto esté muerto... y entretanto
hacemos cosas asombrosas con las manos.
10
1
Once de la mañana. El sol cumple su función en el cielo.
Los hombres están cansados, dijo Julie. Deberías darles
un respiro.
Thomas hizo la señal de «descanso» realizando un mo­
vimiento descendente con el brazo.
Los hombres se desplomaron en la cuneta. El cable cayó
sobre la carretera.
Esta gran expedición, dijo el Padre Muerto, este vals sobre
un parqué desconocido, este pequeño grupo de hermanos...
Tú no eres un hermano, le recordó Julie. No te pongas
medallas.
Cuánto deben de quererme, dijo el Padre Muerto, para ar­
rastrar y arrastrar y arrastrar y arrastrar durante días y noches
en condiciones climáticas poco favorables...
Julie apartó la vista.
Hijos míos, dijo el Padre Muerto. Míos. Míos. Míos.
Thomas apoyó la cabeza en el regazo de Julie.
Me han ocurrido muchas cosas y muy tristes, dijo el Padre
Muerto, y aún están por ocurrirme muchas cosas tristes, pero
lo más triste de todo es ese tal Edmund. El gordo.
El borracho, dijo Julie.
Sí.
¿De dónde lo sacaste?
Yo estaba en la plaza, subido a un barril de cerveza, si mal
no recuerdo, reclutando gente, y oí a mis pies un gorgoteo. Era
Edmund. Bebiendo de la espita.
Entonces lo sabías antes de reclutarlo.
Suplicó. Era despreciable.
Un hijo mío de todo modos, dijo el Padre Muerto.
Sería su oportunidad. Nuestra marcha. Yo no estaba de
acuerdo. Pero no es fácil negarle a alguien lo que cree que va a
ser su oportunidad. Lo inscribí.
Tiene un pelo bonito, dijo Julie. Me he fijado en eso.
Se alegró mucho de quitarse el gorro con campanillas,
dijo Thomas. Como todos nosotros, añadió, mirando incisi­
vamente al Padre Muerto.
Thomas sacó de la mochila un gorro de bufón, naranja,
con campanillas de plata en las puntas.
Y pensar que he llevado esta abominación, o su pareja,
desde que tenía dieciséis años…
De los dieciséis a los sesenta y cinco, como dicta la ley, dijo
el Padre Muerto.
No por eso te amarán.
¡Amor! No es cuestión de amor. Es cuestión de Or­g a­
nización.
Todas las cabezas tan alegres, dijo Julie. Con ese gorro
parece uno un perfecto imbécil. Café y beige, granate y gris,
rojo y verde, y todas las campanillas tintineando. Qué cuadro.
Yo pensaba: Qué perfectos imbéciles.
De eso se trataba, dijo el Padre Muerto.
Y si me atrapaban fuera de casa sin el gorro, me cortaban
las orejas, dijo Thomas. Qué ocurrencia. Qué imaginación.
Un poco de arte, dijo el Padre Muerto. En mis ukases.
Almorcemos, dijo Julie. Aunque es temprano.
La cuneta. El mantel. Suena la campana. Gambas a la plan­
cha. Se colocan alrededor del mantel del siguiente modo:
Julie
P.M.
Thomas
Gambas
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Muy buenas.
No están mal.
¿Hay mostaza?
En el frasco.
Hay algo dentro.
¿Qué?
Mira.
Sácalo con el dedo.
Bicho asqueroso.
Pasa las gambas.
¿Y de postre?
Barritas de pan de higo.
Están sentados alrededor del mantel, contentos, masti­
cando. Un poco más allá, las fogatas de los hombres. El cable
suelto en la carretera.
Pronto estaremos allí, dijo el Padre Muerto.
Calculo catorce o quince días, dijo Thomas. Si es que va­
mos por buen camino.
¿Hay alguna duda?
Siempre hay dudas.
Cuando estemos allí y me vea envuelto en su tibieza ama­
rilla, volveré a ser joven, dijo el Padre Muerto. Volveré a tener
bríos.
¡Bríos!, exclamó Julie. Se metió un trozo de mantel en la
boca.
Cariño, dijo Thomas. Y extendió una mano que agarró con
voluntad propia uno de los bonitos senos de Julie.
Delante de él no.
Thomas apartó la mano.
¿Puedes decirnos, dijo, qué había hecho ese húsar? El que
vimos colgado de un árbol junto a la carretera hace un rato.
Desobedecer un ukase, dijo el Padre Muerto. No recuerdo
cuál.
Ah, dijo Thomas.
Un ukase mío no lo desobedece nadie, dijo el Padre Muer­
to. Y se rió entre dientes.
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Qué petulante es, ¿verdad?, dijo Julie.
Un poco, dijo Thomas.
Un poco, dijo el Padre Muerto.
Se miraron los tres con afecto. Tres miradas de afecto er­
rantes como faros sobre las gambas.
Recogieron. Thomas dio la señal. El cable se tensó con
una sacudida. El sol inmóvil. Árboles. Vegetación. Grosellas
silvestres. Clima.
Un día los dejaré probarlo, dijo el Padre Muerto. A los dos.
Gracias, dijo Julie.
Cuando pueda abrazar su magnífico resplandor o ser
abrazado por él, dijo el Padre Muerto, todo esto habrá mere­
cido la pena.
Hizo una pausa.
Incluso el cable.
Otra pausa.
Incluso esos patanes a los que contrataron para tirar del
cable.
Todos voluntarios, dijo Thomas. Encantados de estar a tu
servicio. De vestir tu librea.
Da igual. Cuando por fin estreche sus preciosas guedejas
doradas contra mi pecho envejecido...
Me parece que se está haciendo ilusiones, dijo Julie.
Thomas lanzó la espada entre unos matorrales.
¡No es justo!, protestó.
¿Qué no es justo?
¿Por qué me siento tan mal?, preguntó, mirando a uno y
otro lado, como si buscara una respuesta.
¿Estás enfermo?
No me vendría mal chupar un poco de tu seno, dijo Thomas.
Delante de él no.
Se ocultaron de la vista del Padre Muerto tras una pro­
liferación de biznagas. Julie se sentó en el suelo y se abrió la
blusa. Dos senos descarados hicieron su aparición, el izquierdo
un poco más pequeño que el derecho, pero igual de bonito a
su manera.
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